Inteligente relato de aventuras, perspicaz novela psicológica, tragedia con ironía, El puente sobre el río Kwai fue uno de los fenómenos literarios más populares a mediados del siglo xx. Escrita por Pierre Boulle, aventurero y autor entre otras obras de El planeta de los simios, fue traducida a más de veinte idiomas. Hollywood la consagró definitivamente con la versión cinematográfica de 1957, ganadora de siete Oscars. Basada en un hecho real y autobiográfico de la II Guerra Mundial, Boulle narra las tribulaciones de una tropa de soldados ingleses que, habiendo sido apresada por el ejército japonés, debe construir un puente sobre el río Kwai, en mitad de la selva, destinado a unir por ferrocarril el golfo de Bengala con Bangkok y Singapur, lo que facilitará la presencia de los soldados japoneses en los lugares claves de la guerra.El coronel Nicholson, al mando de los prisioneros, utiliza lo mejor de sí mismo para construir el puente, mientras un comando inglés, entrenado especialmente para destruirlo, aguarda en la selva el momento oportuno. Como explica Javier Coma en su prólogo a esta nueva traducción de la obra, Nicholson, «imbuido de militarismo tradicional y de racismo, pretende demostrar su superioridad personal, nacional y racial por medio de la construcción de un puente que, en realidad, ha de favorecer la expansión del enemigo y la multiplicación de muertes en las fuerzas aliadas». Por eso Boulle construye magistralmente esta novela, con el propósito de efectuar un apólogo moral sobre lo absurdo de las guerras, influido por cierta ética oriental: «la trama sugiere una estructura metafórica donde el hombre construye y destruye sucesivamente al tiempo que pierde de vista si actúa en beneficio o en perjuicio propio».

Pierre Boulle

El Puente Sobre El Río Kwai

La concepción original

Rodado pocos años después de haberse publicado la novela de Pierre Boulle, el filmThe Bridge on the River Kwai (El puente sobre el río Kwai) tuvo tal éxito y consiguió tanta popularidad que su enfoque del tema ha prevalecido en la memoria colectiva, pese a que la obra original -traducida a una veintena de idiomas- hubiese constituido un auténtico best séller. Resulta muy interesante, por tanto, recuperar la concepción original de esta ficción, apoyada en hechos históricos, sobre la construcción de un puente por prisioneros de los japoneses en el curso de la Segunda Guerra Mundial. Cabe pensar, a causa de recuerdos imprecisos, que novela y película siguieron rumbos narrativos de carácter similar, pero la verdad es que la versión cinematográfica se desvió en importantes detalles y, sobre todo, en la significación global con respecto al relato literario que le había dado pie. Y la continuada presencia del film en la actualidad -gracias a la televisión y el vídeo- brinda una razón más para recuperar la novela, aparte de los permanentes valores de la misma.

Hay que buscar los motivos básicos de las divergencias entre una y otra obra en un área de diferencias de nacionalidades. Pierre Boulle era francés y escribió en torno a británicos, principalmente, y japoneses. Los hechos históricos le resultaban básicos, puesto que había luchado en el Sudeste asiático contra las fuerzas del país del sol naciente, y por tanto su raíz nacional no le convertía, desde luego, en un espectador lejano; pero su origen galo y su escritura en la lengua correspondiente facilitaron que contemplase la figura del protagonista -el coronel Nicholson, interpretado en la pantalla por Alee Guinness- desde un ángulo crítico y satírico. Este punto de vista fue juzgado improcedente, según parámetros típicos en el Reino Unido, para la versión cinematográfica: probablemente, se creyó, un amplio sector del público británico expresaría indignación y rechazo. Entra en juego aquí, complementariamente, la tendencia de los espectadores cinematográficos a identificarse con el personaje principal de cuanto transcurre en la pantalla, y la condición del militar protagonista favorecía que los asistentes a las salas de cine británicas se sintiesen impulsados a concordar con él; sin embargo, el apego a la identificación se hubiera traducido en una reacción adversa de haber mantenido la película el retrato del coronel Nicholson de acuerdo con la perspectiva utilizada por Pierre Boulle. Con relación a ello se debe mencionar que el productor Alexander Korda, a quien primero se ofreció el proyecto de la versión cinematográfica, se negó a poner en marcha la adaptación porque juzgó a Nicholson un loco y un traidor, indigno del uniforme. En términos similares, más tarde, se expresaría el propio Alee Guinness, quien sólo aceptó encarnar al personaje cuando se le hubo garantizado un cambio de matices que le otorgara cierta nobleza; de todas maneras, se optó preferentemente por la ambigüedad, con lo que la película, finalmente apta para no incomodar al público británico, puede sugerir distintas lecturas.

Verificada la necesidad de que la novela de un francés fuese adaptada a los gustos y convicciones predominantes en el Reino Unido -con un intento, o únicamente amago, de salvar éticamente al protagonista-, se tenía que prever la rentabilidad a tenor de la política comercial de Hollywood, y no ya sólo en los locales de exhibición de Estados Unidos sino también en la difusión internacional. De cara, fundamentalmente, al público doméstico, se rehízo casi en su totalidad al personaje llamado Shears, perteneciente a una unidad de comandos británicos, se le dotó de nacionalidad estadounidense y se confió el papel a un astro con esta ciudadanía, William Holden. Y, con la mirada en la explotación del film en Japón, quedó determinado que los japoneses aparecerían con la mínima brutalidad, por lo que debía eliminarse la sucesión de escenas de salvajismo y tortura presentada por la novela; paralelamente, tenía que desaparecer del film el tufo racista que Pierre Boulle había adjudicado a Nicholson, con lo que, de paso, se satisfacían las previsibles expectativas del público británico. Por último, no había duda de que, contrariamente a lo acaecido al final de la novela, el puente tenía que volar en pedazos, a modo de una espectacular culminación cuya carencia hubiese defraudado por completo a quienes habían acudido a la proyección de la película.

Esa premisa fue la que irritó sobremanera a Boulle. Incluso cuando ya sólo le quedaban escasos años de vida (L'evénement du jeudi, 3 de mayo de 1989), el escritor mantenía que la respuesta a la voladura del puente era «un rugido de rabia», un hurlementde rage. «El coronel», decía entonces Boulle, «debe preservar su obra hasta el fin. Es el único punto en el que no estoy de acuerdo, y durante dos años intenté hacer prevalecer mi opinión». Con anterioridad (Télérama, 10 de diciembre de 1986), Boulle había declarado que no le gustaba el final de la película, y, en aquella ocasión, se refería especialmente a la ambigüedad en torno a si el coronel Nicholson caía voluntariamente o no sobre el dispositivo que hacía saltar el puente por los aires. El novelista subrayaba que en su obra el coronel quería salvar el puente hasta el último momento, sin renunciar a su idea fija y sin experimentar remordimiento alguno. Pero ése era el punto que más hubiera provocado la ira de los británicos: un coronel de su país luchando contra compatriotas para evitar que éstos destruyesen el puente por donde debía circular un tren japonés repleto de soldados. Resulta preciso comentar al respecto que un ingrediente narrativo que moleste ideológicamente en un país determinado puede ser admitido con mucha mayor facilidad por los lectores de una novela -solitarios en el acto de pasar las páginas del libro- que por los concurrentes a la proyección de una película -inscritos en un grupo de opinión, efímero pero connaturalmente dispuesto a la expresividad-.

Parece que Boulle abordó la elaboración de Le Pont de la viviere Kwai (1952) con el propósito de efectuar un apólogo moral sobre lo absurdo de las guerras y que se mostró influido por cierto orientalismo con relación a la ética de la existencia; es fácil comprobar que la novela emprende un sendero simbólico que trasciende la historia del puente, mientras que la trama sugiere una estructura metafórica donde el hombre construye y destruye sucesivamente al tiempo que pierde de vista si actúa en beneficio o perjuicio propio. De buscarse un espíritu volteriano -como se ha hecho con relación a otras obras de Boulle- en Le pont de la riviére Kwai, habría que buscarlo especialmente en la confusión del protagonista, quien, imbuido de militarismo tradicional y de racismo antioriental, pretende demostrar su superioridad personal, nacional y racial por medio de la construcción de un puente que, en realidad, ha de favorecer la expansión del enemigo y la multiplicación de muertes en las fuerzas aliadas.

Largos años en el Sudeste asiático habían forjado los enfoques de Boulle a tenor de conceptos de la vida un tanto orientales. Hijo de un abogado de Avignon, nació en esta ciudad el 20 de febrero de 1912, cursó y terminó estudios de ingeniería eléctrica en París, y en 1938 se desplazó a Malasia para trabajar en una plantación de caucho. Desencadenada la guerra, se integró en el ejército francés de Indochina y, al instituirse el régimen de Vichy, se alistó en las tropas de la Francia Libre con base en Singapur. Un entrenamiento como espía le serviría, años después, para la creación de algunos pasajes de Le Pont de la riviére Kwai, referidos a los planes para destruir el puente; su primera novela, por cierto, se adentraría en el género de espionaje: fue William Conrad (1950), acerca de un agente alemán en territorio británico durante la contienda mundial.

De las experiencias profesionales y militares de Boulle arranca en buena parte el ánimo de documentalismo que aflora en tramos de su novela sobre el río Kwai y que destaca tanto con respecto a la construcción del puente como con relación a las actividades de los comandos; es una aportación que prácticamente no aparece en el film y que, literariamente, anticipa de algún modo la inclinación a tal estrategia por representantes del género de espionaje como Frederick Forsyth o Tom Clancy. En esta táctica de Boulle debió de repercutir probablemente su etapa de condenado a trabajos forzados a continuación de haber sido capturado por los japoneses; en 1944 logró escapar a Calcuta.

En alguna ocasión Boulle manifestó haberse inspirado en dos oficiales franceses para idear el personaje del coronel Nicholson, pero se acostumbra situar su fuente primordial al efecto en la figura del británico John Dentón Toosey -aunque el escritor nunca le conoció personalmente-. Después de la retirada de Dunkerque, Toosey fue destinado a territorio asiático, cayó en poder del enemigo en 1942 y estuvo al mando de prisioneros; en tal labor adquirió la reputación de favorecer las condiciones de vida y trabajo de sus hombres gracias a una singular habilidad para tratar a los japoneses, todo lo cual quedaría reflejado en la novela de Boulle según ciertos aspectos de la personalidad de Nicholson. A diferencia, por supuesto, del personaje de ficción, Toosey ejerció una labor muy positiva: en 1945 resultó galardonado con la Distinguished Service Medal por su valentía frente a los japoneses en el Sudeste asiático, y luego se le nombró Officer of the British Empire por su comportamiento como oficial de alto rango en el campo de prisioneros.

Al tiempo que subrayaba el carácter de ficción de la susodicha novela, Boulle declaró que se había documentado muchísimo antes de escribirla y que «algunos siguen creyendo que la historia narrada es auténtica». Puntualizó que el río Kwai existía: «había encontrado su nombre en un atlas». Tal corriente, conocida con prioridad como Khwae Noi, crece en una zona montañosa de Tailandia, cerca de la frontera birmana y sigue un curso paralelo a ésta en dirección al Sudeste. Sobre el río se halló un puente construido por los japoneses -con prisioneros de las fuerzas aliadas como mano de obra- y próximo a la ciudad de Kanchanaburi, donde hay un cementerio con las tumbas de multitud de hombres, capturados por el ejército invasor, que fueron obligados a trabajar en el proyecto y murieron en tales condiciones. Este puente, al igual que otros, se hallaba destinado a la vía férrea, de más de 400 kilómetros, con la que los japoneses pretendían unir Bangkok, en Tailandia, con Rangún, en Birmania; las obras referidas a la vía se extendieron desde mediados de 1942 hasta noviembre de 1943. En la novela, Boulle habla de un ferrocarril ideado para unir el golfo de Bengala con Bangkok y Singapur, así como del otoño de 1942 como época del inicio de los trabajos; Singapur había sido tomada por los que se autodenominaban «hijos del cielo» en febrero de aquel año, siete meses después de que Boulle llegase allí para unirse a los combatientes de la Francia Libre.

Terminada la guerra, el futuro novelista escribió sus recuerdos de aquellos tiempos, desde la declaración de hostilidades, pero no los publicó hasta 1967. El nombre del volumen, vinculado al de la novela y la película que hicieron famoso al autor, fue Aux sources de la riviére Kwai (En las fuentes del río Kwai), y Boulle añadió un prólogo en que se refería al contenido como una tentativa de narrar con fidelidad «algunas aventuras personales que tuve la suerte de vivir en Extremo Oriente, con ocasión de la Segunda Guerra Mundial». Decía también que uno de los motivos para la publicación de aquellos recuerdos era que los conceptos de la novela procedían de su memoria particular y de la transcripción en dichos textos una vez finalizado el conflicto.

Después de regresar a Francia en 1948, Boulle se dedicó a escribir. Ya se ha citado anteriormente su debut literario. Le siguieron, entre otras obras con posterioridad a la objeto del presente prólogo, La face (1953, La cara) y Le bourreau (1954, El verdugo), junto con alguna colección de relatos donde exploró los terrenos de la fantasía. Decididamente fantástica, en más de un sentido, fue la implicación de Boulle en la ceremonia de concesión de los Oscar que acumuló recompensas a The Bridge on the River Kwai. Todo provino de que los principales autores del guión de la película habían sido Cari Foreman y Michael Wilson, dos americanos incluidos en las listas negras de Hollywood a consecuencia del maccartismo y cuyos nombres no podían figurar en los títulos de crédito; el productor Sam Spiegel pensó que la solución era situar oficialmente a Pierre Boulle como guionista del film, y convenció al novelista asegurándole que el libreto seguía paso a paso la obra original y que diversos colaboradores en el guión habían aportado poco creativamente hablando. En la gala de la Academia de Hollywood celebrada el 26 de marzo de 1958 The Bridge on the River Kwai obtuvo siete Oscar, correspondientes a las categorías de film, dirección, actor principal (Alee Guinness), fotografía, montaje, partitura y guión. La estatuilla por este último concepto fue adjudicada al escritor francés a causa de la mencionada acreditación, cuando todo el mundillo cinematográfico sabía que Boulle no podía escribir en inglés -incluso hablaba entonces este idioma con enormes dificultades y escasísimo vocabulario- y la autoría de Foreman y Wilson resultaba sobradamente conocida.

Kim Novak subió al estrado, en representación de Columbia -la compañía distribuidora del film-, para recoger de las manos de Clark Gable y Doris Day el Oscar destinado a Boulle. Obviamente, Boulle no había asistido a la ceremonia. También influyó en esta falta de comparecencia un chusco incidente que había tenido lugar poco antes. La Academia de cine británica se había adelantado en conceder sus premios referidos a 1957 e igualmente en dar el de guión a Boulle. Éste dijo, con honradez, que se le había otorgado en virtud de la novela, no por una verdadera escritura del libreto; y Spiegel, temeroso de que la declaración impidiese la concesión del Oscar al guión, se apresuró a declarar que Boulle, haciendo gala de modestia, había querido indicar que había recibido constante ayuda de productor y director en lo concerniente al trabajo por el que se le laureaba.

Muchos años después -en 1984-, la Academia de Hollywood expresó públicamente su reconocimiento de que Foreman y Wilson habían escrito el guión del film. Y, en 1985, entregó a familiares de tales autores, ambos fallecidos, las estatuillas correspondientes. En realidad, no se trató de una colaboración conjunta, sino de trabajos sucesivos: Foreman trazó las primeras versiones y Wilson intervino más tarde, con la producción en marcha. Como es sabido, el rodaje no se llevó a cabo en el lugar de los hechos sino en Ceilán, a lo largo de la temporada 1956-1957, y el montaje fue realizado en París durante la primavera de este último año. La empresa de Spiegel, Horizon Pictures, se hizo cargo de la producción, amparada económicamente por la Columbia, y el film se estrenó el 2 de octubre de 1957 en Londres y el siguiente 18 de diciembre en Nueva York. Al enterarse del caso de Foreman y Wilson, el autor de la novela quiso dejar claro que no había sabido nada del problema de ambos con las listas negras y que había entendido la propia acreditación como guionista en función de un hipotético exceso de colaboradores en el libreto y a causa de que Spiegel le había garantizado que el texto hegemónico en el film era la novela.

Aún obtuvo Boulle otro éxito sonado en el tránsito de una obra suya a la pantalla, esta vez con mucho más amplias libertades por parte de los adaptadores. Publicó la novela -más bien corta- La planéte des singes (1963, El planeta de los simios) en 1963, con adherencia al género de ciencia-ficción, y Franklin J. Schaffner dirigió, al cabo de pocos años, la versión cinematográfica, Planet of the Apes (1968, título español homónimo al del libro), con Michael Wilson como uno de los dos guionistas acreditados. Anteriormente, en el ocaso de la década de los cincuenta, Otto Preminger pretendió llevar al cine, con el título The Other Side of the Coin, una novela de Boulle que se llamó en España El reverso de la medalla, pero el proyecto no prosperó. Por el contrario, Planet of the Apes generó una segunda oleada de gran popularidad de Boulle, ya que al film, con alto éxito de taquilla, le siguieron secuelas diversas y series de televisión en imagen real y en dibujos animados. Durante la década de los sesenta, las ediciones hispanas de volúmenes del novelista se sucedían sin descanso: así, las de Una noche interminable, Una profesión de caballeros, La prueba de los hombres blancos, El fotógrafo y La extraña cruzada de Federico II.

Por su parte, Boulle continuaba escribiendo sin desmayo. En los años setenta aparecieron en España más libros suyos:El jardín de Kanashima (Le jardín de Kanashima, 1946), Oídos en la jungla (Les oreilles dejungle, 1972), Las virtudes del infierno (Les vertus de l'enfer, 1974). Boulle publicó después Le Bon Léviathan (1978), Miroitements (1982), La Baleine des Malovines (1983), Pour l'mor del l'art (1985), Le Professeur Mortimer (1988), las memorias tituladas Lllon (1991) yÁ nous deux, Satán (1992). Sin ser, desde luego, exhaustiva, la lista de las obras mencionadas en el presente texto da suficiente idea de la considerable producción del autor. Éste falleció en París el 30 de enero de 1994.

A lo largo de los años, la continuada vigencia del filmThe Bridge on the River Kwai y el respeto a su director David Lean han motivado que se replantee con frecuencia el tema de la conclusión cinematográfica, o sea el de la caída -voluntaria o no- del coronel Nicholson sobre la palanca que determinaba la explosión. El guionista que trabajó en último lugar cronológicamente, Michael Wilson, arguyó que él había optado por que fuera el fuego de mortero lo que causara, aunque algo indirectamente, la acción explosiva de la palanca, sin intervención alguna de Nicholson al respecto. Lean, con el beneplácito de Spiegel, hizo el cambio que facilitaba imaginar la posibilidad de que Nicholson, en el último instante, se hubiese percatado de su error y hubiese decidido, en una ráfaga de repentina lucidez, abalanzarse sobre la palanca; por supuesto, a la luz de la secuencia cinematográfica, también cabía pensar que lo más lógico era una caída casual del coronel británico en el punto decisivo.

Lejos de tal ambigüedad, la novela de Pierre Boulle llevaba la irracionalidad de Nicholson hasta la misma muerte del protagonista, y en consecuencia el significado del relato resultaba diáfano. Precisamente el desarrollo arquitectónico de la narración contrapone la progresiva obcecación del coronel británico en el disparate a la fría profesionalidad con que sus compatriotas integrantes del comando enfocan su objetivo; a medida que avanza el relato, se dedica más amplio espacio a estos últimos que al primero, como si se subrayase que la reflexión tenía plena preeminencia sobre la locura. En todo caso, tanto el coronel inconscientemente transformado en colaboracionista del enemigo como los hombres del comando en lucha contra los japoneses son presa de las fatalidades inherentes a la guerra. Antiépica por excelencia, ésta es la concepción original de una historia de ficción que ha llegado a ser notoriamente mítica.

Javier Coma

Historiador cinematográfico

No, it was not funny; it was rather pathetic; he was so representative of all the past victims of the Great Joke. But it is by folly alone that the world moves, and so it is a respectable thing upon the whole. And besides, he was what one would call a good man.

Joseph Conrad

PRIMERA PARTE

I

El abismo infranqueable que algunas miradas adivinan entre el alma occidental y el alma oriental tal vez no sea más que el efecto de un espejismo; tal vez se deba únicamente a la representación convencional de un lugar común sin base sólida, a una apariencia pérfidamente disfrazada de intuición penetrante, cuya veracidad primigenia permita siquiera ser invocada para justificar su existencia; tal vez la necesidad de «salvar la cara» se antojaba en esta guerra igual de imperiosa, igual de vital, para los británicos que para los japoneses; tal vez esa necesidad determinara los movimientos de los unos, sin que fueran conscientes de ello, con tanto rigor, con tanta fatalidad, como dirigía los movimientos de los otros e, indudablemente, de los de todos los demás pueblos; tal vez los actos en apariencia opuestos de estos enemigos no fueran más que manifestaciones, diferentes pero anodinas, de una misma realidad inmaterial; tal vez el espíritu del coronel nipón, Saíto, fuera esencialmente análogo al de su prisionero, el coronel Nicholson.

Estas preguntas se las hacía el médico comandante Clipton, él también prisionero, como los quinientos desgraciados que habían sido desplazados por los japoneses al campamento del río Kwai, y como los sesenta mil ingleses, australianos, holandeses y estadounidenses concentrados por aquéllos en varios grupos en la región menos civilizada del mundo, la selva de Birmania y Tailandia, con objeto de construir un ferrocarril destinado a unir el golfo de Bengala con Bangkok y Singapur. Clipton se respondía en ocasiones afirmativamente, reconociendo al mismo tiempo que ese enfoque tenía todo el aspecto de una paradoja y precisaba una considerable elevación sobre las manifestaciones aparentes. Para aceptarlo, hacía falta antes que nada negar, por una parte, todo el significado real a los golpes, culatazos y otras brutalidades menos inofensivas con las que se exteriorizaba el espíritu japonés y, por la otra, la imponente exhibición de dignidad que el coronel Nicholson había adoptado como arma favorita para afirmar la superioridad británica. Clipton, sin embargo, se dejaba llevar por esta valoración en un momento en que su jefe le tenía sumido en tal estado de rabia que su espíritu sólo alcanzaba a encontrar algo de paz con la búsqueda abstracta y apasionada de las causas primeras.

Era entonces cuando llegaba invariablemente a la conclusión de que el conjunto de las características que componían la personalidad del coronel Nicholson (e incluía, improvisadamente, en esta respetable colección el sentimiento del deber, el apego a las virtudes ancestrales, el respeto a la autoridad, la obsesión por la disciplina y el amor a la obligación bien cumplida) encontraban su condensación perfecta en una palabra: esnobismo. Durante estos períodos de febril investigación, le tenía por un esnob, un ejemplo perfecto de militar esnob, elaborado y madurado lentamente, desde la edad de piedra, gracias a un largo proceso de síntesis, en el que la tradición iba asegurando la conservación de la especie.

Clipton, por otra parte, era una persona objetiva por naturaleza y poseía el extraño don de ser capaz de considerar un mismo problema bajo enfoques muy diferentes. Tras calmar un poco con su conclusión la tempestad desencadenada en su cerebro por determinadas actitudes del coronel, se sentía súbitamente inclinado a la indulgencia, reconociendo, casi conmovido, la excelencia de sus virtudes. Admitía que, si bien éstas eran las propias de un esnob, un análisis lógico un poco más detallado obligaría probablemente a clasificar en la misma categoría los sentimientos más admirables y, finalmente, acababa identificando en el amor maternal la manifestación más evidente del esnobismo en este mundo.

El respeto que el coronel Nicholson sentía por la disciplina había quedado bien patente en el pasado, en diversas regiones de África y Asia. Se reafirmó de nuevo en 1942, en Singapur, durante el desastre que siguió a la invasión de Malasia.

Después de que el alto mando ordenara rendir las armas, un grupo de jóvenes oficiales de su regimiento estableció un plan para alcanzar la costa, apoderarse de una embarcación y navegar hasta las Indias holandesas. No obstante, el coronel Nicholson, sin dejar de rendir tributo a su audacia y coraje, se opuso a este proyecto por todos los medios aún a su disposición.

Primero trató de convencerles, explicándoles que esa tentativa contravenía directamente las instrucciones recibidas. Después de que el comandante en jefe firmara la capitulación de toda Malasia, la fuga de todo súbdito de Su Majestad supondría un acto de desobediencia. En su opinión, no había más que una línea de conducta posible: esperar en el lugar en que se encontraban a que un oficial de alto rango japonés viniera a recibir su rendición, la de sus mandos y la de los centenares de hombres que habían escapado a la masacre de las últimas semanas.

– ¡Qué ejemplo para la tropa, los superiores eludiendo su deber! -afirmaba.

Sus argumentos eran respaldados por la penetrante intensidad de su mirada en los momentos solemnes. Sus ojos poseían la coloración del océano índico en calma, y su rostro, en perpetuo reposo, era la imagen evidente de un alma ajena a los remordimientos de conciencia. Le adornaba el bigote rubio, casi taheño, de los héroes plácidos, y el reflejo carmesí de su piel testimoniaba un corazón puro, garante de una circulación sanguínea precisa, potente y regular. Clipton, que había seguido sus pasos durante toda la campaña, se quedaba maravillado un día tras otro al ver materializarse milagrosamente, frente a sus ojos, al oficial británico del Ejército de las Indias, un ser que siempre había creído legendario, y que afirmaba su realidad con un ímpetu tal que era capaz de provocar en él esas dolorosas crisis alternadas de furia y ternura.

Clipton había abogado por la causa de los jóvenes oficiales. Aprobaba sus intenciones, y así se lo había hecho saber al coronel Nicholson. Éste se lo reprochó severamente, expresando al tiempo su desazón al comprobar que un hombre maduro como él, con una posición de alta responsabilidad, pudiera compartir las quimeras de unos jóvenes insensatos, fomentando las improvisaciones aventuradas, que nunca traen consigo nada bueno.

Tras haber expuesto sus razones, dio órdenes precisas y estrictas: todos los oficiales, suboficiales y soldados rasos esperarían la llegada de los japoneses en el lugar en que se encontraban. Su rendición no era un asunto individual, no había razón alguna para sentirse humillado. Él y sólo él asumiría todo el peso de esa decisión dentro del regimiento.

La mayoría de los oficiales acabaron resignándose, puesto que su gran capacidad de persuasión, su considerable autoridad y su indiscutible coraje personal impedían atribuir a su conducta otro móvil que no fuera el sentimiento del deber. Algunos desobedecieron y se refugiaron en la selva, cosa que produjo un profundo malestar al coronel Nicholson. Éste les declaró desertores e, impaciente, se dispuso a aguardar la llegada de los japoneses.

En previsión del acontecimiento, había organizado dentro de su cabeza una ceremonia caracterizada por una sobria dignidad. Tras una cierta reflexión, determinó ofrecer el revólver que llevaba en su flanco al coronel enemigo encargado de aceptar su rendición, como símbolo de sumisión al vencedor. Repitió en varias ocasiones este gesto, asegurándose de poder desenganchar fácilmente la funda de su arma. Se había puesto su mejor uniforme y había exigido a sus hombres que extremaran su aseo. Luego los reunió y les hizo formar en pabellones, cuya correcta alineación verificó él personalmente.

Los primeros en presentarse fueron varios soldados rasos incapaces de hablar ningún idioma del mundo civilizado. El coronel Nicholson ni se inmutó. A continuación llegó un suboficial en un camión, indicando con gestos a los ingleses que depositaran sus armas en el vehículo. El coronel les había prohibido realizar movimiento alguno. Solicitó la comparecencia de un oficial superior, pero ningún oficial se encontraba presente, ni subalterno ni superior. Los japoneses no comprendían su petición y se mostraban irritados. Los soldados nipones adoptaron una actitud amenazante, al tiempo que el suboficial lanzaba aullidos guturales y señalaba a los soldados en pabellón. El coronel había ordenado a sus hombres que permanecieran en sus puestos, inmóviles. Mientras que los japoneses apuntaban a éstos con sus metralletas, la emprendieron a empellones con el coronel que, impasible, reiteró su demanda. Los ingleses se miraban entre sí con inquietud, y Clipton se preguntaba si el amor a los principios y las formas que profesaba su jefe no daría lugar a la exterminación de todos ellos. En ese momento, por fin, apareció un vehículo cargado de oficiales japoneses. Uno de ellos portaba la insignia de comandante. A falta de algo mejor, el coronel Nicholson decidió dirigirse a él. Ordenó a su tropa la posición de firme, le saludó reglamentariamente y, tras desabrocharse del cinturón la funda de su revólver, se lo tendió ceremoniosamente.

Ante semejante cuadro, el comandante, espantado, en un primer momento hizo un movimiento hacia atrás; luego dio la impresión de azorarse profundamente para, a continuación, estallar en una prolongada y barbárica carcajada, que sus secuaces no tardaron en imitar. El coronel Nicholson se encogió de hombros y adoptó una actitud desafiante. Pese a ello, dio autorización a sus soldados para que cargaran las armas en el camión.

En una anterior estancia en un campo de prisioneros cercano a Singapur, el coronel Nicholson se había fijado el objetivo de mantener la corrección anglosajona frente al desbarajuste y el desorden de los vencedores. Clipton, que lo había seguido de cerca, ya se preguntaba en esta época si el coronel merecía su bendición, o más bien su maldición.

Como consecuencia de las órdenes dadas por el coronel Nicholson, destinadas a confirmar y ampliar con su autoridad las instrucciones recibidas de los japoneses, los hombres de su unidad se comportaban bien y se alimentaban mal. El «looting», es decir, el hurto de latas de conserva y otras vituallas, practicado en ocasiones por los prisioneros de otros regimientos en los suburbios de Singapur azotados por los bombardeos, a pesar de la presencia de los guardias y, a menudo, con su connivencia, suponía un suplemento inestimable a las parcas raciones. Ese tipo de pillaje, sin embargo, resultaba totalmente inaceptable para el coronel Nicholson, que hizo organizar conferencias a sus oficiales, en las que se resaltaba la infamia de tal conducta y donde se demostraba que la única manera que el soldado inglés tenía de elevarse por encima de sus vencedores temporales era dándoles ejemplo con un comportamiento irreprochable. Para garantizar el respeto de esta regla, ordenaba regularmente registros, más exhaustivos que los de sus centinelas.

Dichas conferencias sobre la honestidad que debía guiar la conducta del soldado en tierra extranjera no eran la única carga que imponía a su regimiento. Los japoneses no habían iniciado ningún gran proyecto en los alrededores de Singapur, por lo que el regimiento todavía no estaba abrumado de trabajo. Convencido de que la ociosidad era perjudicial para el espíritu de la tropa, y en su preocupación por evitar que la moral bajase, el coronel organizó un programa de actividades para el tiempo libre. Obligaba a sus oficiales a leer capítulos enteros del reglamento militar para, seguidamente, comentarlos ante sus hombres. Organizaba exámenes orales y distribuía recompensas en forma de certificados firmados por él mismo. Naturalmente, la enseñanza de la disciplina no había sido pasada por alto en los cursos, los cuales hacían periódicamente hincapié en la obligatoriedad por parte del subalterno de saludar a su superior, incluso dentro de un campo de prisioneros. De esta manera, los soldados rasos, que, además, debían saludar a todos los japoneses, sin distinción de grado, se encontraban expuestos continuamente, si olvidaban las consignas recibidas, a las patadas y culatazos de los centinelas, por una parte, y a las amonestaciones del coronel, por la otra, acompañadas del castigo que éste creyera conveniente, que podía llegar hasta varias horas de guardia, en pie, durante el período de reposo.

La aceptación de esta disciplina espartana por parte de los hombres, y la sumisión demostrada a una autoridad que ya no contaba con el respaldo de ningún poder temporal, procedente de un ser también expuesto a vejaciones y brutalidades, causaba en ocasiones la admiración de Clipton, que se preguntaba si había que atribuir la obediencia de los soldados británicos al respeto que sentían por la personalidad del coronel, o bien a las ventajas logradas gracias a él, puesto que era innegable que su intransigencia obtenía resultados, incluso con los japoneses. Las armas que esgrimía antes estos últimos eran su apego a los principios, su obstinación, su gran capacidad de concentración sobre un punto concreto hasta obtener su satisfacción y elManual de derecho militar, con la Convención de Ginebra y la Convención de La Haya, que ponía sosegadamente delante de las narices de los nipones cada vez que éstos cometían alguna infracción del código internacional. Su valor físico y su desprecio absoluto por la violencia corporal contribuían seguramente también a fomentar su autoridad. En algunas ocasiones en las que los japoneses se habían excedido en los derechos escritos reservados a los vencedores, no se limitó a protestar, sino que también se interpuso personalmente. Una vez fue golpeado con brutalidad por un guardia particularmente feroz, cuyas exigencias contravenían las leyes establecidas. Al final se le dio la razón y su agresor fue castigado. De esa manera acabó reforzando su propio reglamento, más tiránico que las fantasías niponas.

– Lo más importante -afirmaba a Clipton, cuando éste le insinuaba que quizá las circunstancias autorizaran una cierta amabilidad por su parte- es que los muchachos tengan la sensación de que están todavía bajo nuestras órdenes, y no bajo las de esos simios. Mientras continúen imbuidos en esta idea, seguirán siendo soldados y no esclavos.

Clipton, siempre imparcial, admitía el buen juicio de estas palabras y los excelentes sentimientos que inspiraban la conducta de su coronel en todo momento.

II

Los meses pasados en el campo de Singapur se antojaban ahora, a los ojos de los prisioneros, como una era de felicidad. Evocaban esos meses entre suspiros, al considerar su situación actual en esa inhóspita región de Tailandia. Habían llegado allí tras un interminable viaje en tren a través de toda Malasia, seguido de una agotadora marcha a pie en la que, debilitados por el clima y la escasez de alimentos, tuvieron que abandonar, progresivamente y sin esperanza de recuperación, los elementos más pesados y valiosos de su miserable equipamiento. La leyenda ya creada en torno al ferrocarril que debían construir no contribuía precisamente a fomentar su optimismo.

El coronel Nicholson y su unidad fueron desplazados un poco más tarde que el resto. Cuando llegaron a Tailandia, los trabajos ya se habían iniciado. Después de la extenuante marcha, el primer contacto con las nuevas autoridades japonesas fue poco alentador. En Singapur tuvieron que vérselas con soldados que, tras la embriaguez inicial del triunfo y salvo algunas raras manifestaciones de primitiva barbarie, no actuaron de forma mucho más tiránica que cualquier vencedor occidental. Sin embargo, la mentalidad de los oficiales designados para escoltar a los prisioneros aliados a lo largo de todo el ferrocarril parecía bastante diferente. Dichos oficiales se mostraron desde el principio como crueles carceleros, dispuestos a convertirse, a las primeras de cambio, en sádicos torturadores.

El coronel Nicholson y lo que quedaba del regimiento que aún se vanagloriaba de acaudillar fueron acogidos, a su llegada, en un inmenso campamento que servía de escala a todos los convoyes, aunque parte de él estaba ocupado permanentemente por un grupo. Se quedaron poco tiempo, el suficiente para darse cuenta de lo que se exigiría de ellos y de las condiciones de vida que deberían soportar hasta la finalización de las obras. Los pobres desgraciados trabajaban como bestias de carga. Cada uno tenía que cumplir su tarea, una tarea que quizá estuviera al alcance de un hombre robusto y bien alimentado, pero que, impuesta a estos hombres, transformados en penosas criaturas demacradas en menos de dos meses, les obligaba a permanecer en la obra desde el amanecer hasta la puesta de sol y, en ocasiones, hasta parte de la noche. Los numerosos insultos y golpes sobre la espalda que sus guardias les asestaban al menor signo de desfallecimiento habían sembrado el abatimiento y la desmoralización en ellos, y el temor a castigos aún más terribles planeaba constantemente por sus cabezas. Clipton se sentía desolado por el estado físico de la tropa. La malaria, la disentería y el beriberi eran moneda común. El médico del campamento le confesó que temía la aparición de epidemias mucho más graves, sin que el pudiera hacer nada por prevenirlas, ya que carecía de los medicamentos básicos.

El coronel Nicholson frunció el ceño y no hizo el más mínimo comentario. Él no estaba «a cargo» de ese campamento, del que se consideraba más bien un invitado. Al teniente coronel inglés directamente responsable ante las autoridades japonesas solamente le había expresado una vez, su indignación cuando cayó en la cuenta de que todos los oficiales, hasta el grado de comandante, participaban en la obra en las mismas condiciones que sus hombres, es decir, que cavaban la tierra y la llevaban de un sitio para otro como si de simples peones se tratara. El teniente coronel, mirando al suelo, le explicó que había hecho todo lo posible por evitar esa humillación, a la que había cedido únicamente por la amenaza de la fuerza bruta y para evitar represalias que hubieran provocado el sufrimiento de todo el mundo. El coronel Nicholson movió la cabeza con aire poco convencido y se encerró en un altivo silencio.

Permanecieron dos días en ese punto de concentración, el tiempo necesario para que los japoneses les consiguieran algunas miserables provisiones para el viaje y un triángulo de un basto tejido, que se ataba en la zona de los riñones con un cordel y al que los nipones denominaban «uniforme de trabajo»; el tiempo suficiente, también, para escuchar al general Yamashita que, encaramado sobre un estrado improvisado, sable en el flanco y las manos revestidas de guantes color gris claro, les explicó en un deficiente inglés que habían sido puestos bajo su mando supremo por voluntad de Su Majestad Imperial, así como lo que se esperaba de ellos.

La arenga, penosa al oído, se prolongó más de dos horas y resultó tanto o más dolorosa para el orgullo nacional que los insultos y los golpes. Les declaró que los nipones no les guardaban rencor alguno a ellos, que habían sido víctimas de las mentiras de su gobierno. Les afirmó asimismo que serían tratados humanamente, siempre y cuando se comportaran como «zentlemen» [1], es decir, mientras colaboraran sin tapujos y poniendo todo de su parte en aras de la esfera de coprosperidad surasiática. Todos debían mostrar agradecimiento a Su Majestad Imperial, que les concedía la oportunidad de redimir sus errores participando en un objetivo común, la construcción de una vía férrea. Yamashita explicó a continuación que, en nombre del interés general, no tenía más remedio que aplicar una disciplina estricta, y que no toleraría la más mínima desobediencia. La pereza y la negligencia serían consideradas como crímenes. Toda tentativa de evasión sería castigada con la muerte. Los oficiales ingleses serían los responsables ante los japoneses del comportamiento y del afán en el trabajo de sus hombres.

– La enfermedad no será aceptada como excusa -añadió el general Yamashita-. Una dosis razonable de trabajo es excelente para mantener a los hombres en buena forma física. La disentería no puede afectar a una persona que se esfuerza día a día en el cumplimiento de su deber ante el emperador.

Concluyó en un tono optimista, que terminó por enfurecer a su audiencia:

– Trabajen con agrado y ahínco -señaló-. Ése es mi lema y ése ha de ser su lema a partir de hoy. Los que así actúen no tendrán motivo para temer, ni a mí ni a los oficiales del gran ejército japonés, bajo cuya protección se encuentran.

A continuación se dispersaron las unidades, cada una en dirección al sector que les había sido encomendado. El coronel Nicholson y su regimiento pusieron rumbo al campamento del río Kwai, que estaba emplazado bastante lejos, a sólo unas millas de la frontera birmana. El mando le correspondía al coronel Saíto.

III

Los primeros días en el campamento del río Kwai estuvieron marcados por lamentables incidentes. La atmósfera, ya desde el principio, se reveló hostil y cargada de tensión.

Los primeros problemas tuvieron su origen en una orden del coronel Saíto, según la cual los oficiales habrían de trabajar junto con sus hombres, y en las mismas condiciones que éstos. La medida provocó una reacción, cortés pero enérgica, del coronel Nicholson, que expuso su punto de vista con sincera objetividad, concluyendo que los oficiales británicos tenían como misión el mando de sus soldados y no las labores con palas o picos.

Saíto escuchó su protesta hasta el final, sin manifestación alguna de impaciencia, algo que el coronel interpretó como buen augurio. Acto seguido, Saíto le despachó diciendo que reflexionaría sobre el asunto. El coronel Nicholson regresó rebosante de confianza a la miserable choza de bambú que compartía con Clipton y otros dos oficiales. En ella evocó, satisfecho de sí mismo, algunos de los argumentos empleados para ablandar al japonés. Todos y cada uno de ellos le parecían irrefutables, aunque el principal, a su juicio, era el siguiente: la designación de algunos hombres insuficientemente preparados como mano de obra para la realización de una labor física resultaba insignificante, mientras que el impulso proporcionado por el cuadro competente de mandos podía revelarse inestimable. Por el propio interés de los japoneses y por la eficaz ejecución de la obra, resultaba, por lo tanto, preferible velar por un prestigio y autoridad intactos en dichos mandos, lo cual sería imposible si se vieran obligados a realizar la misma tarea que los soldados. El coronel volvió a acalorarse defendiendo ante sus propios oficiales esta tesis.

– En fin, ¿tengo razón? ¿Sí o no? -preguntó al comandante Hughes-. Usted que es técnico industrial, ¿es capaz concebir que tal empresa pueda culminarse satisfactoriamente sin una jerarquía de cuadros responsables?

Tras las bajas de la trágica campaña, su estado mayor se limitaba a dos oficiales, aparte del doctor Clipton, un grupo que había conseguido mantener a su lado desde Singapur. Apreciaba sus consejos y sentía constantemente la necesidad de someter sus ideas a la crítica de una discusión colectiva, antes de adoptar una decisión. Se trataba de dos oficiales de reserva: el primero, el comandante Hughes, era en su vida civil director de una compañía minera de Malasia. Había sido destinado al regimiento del coronel Nicholson, que detectó inmediatamente en él su talento de organizador.

El segundo, el capitán Reeves, trabajaba como ingeniero de obras públicas en India, antes de la guerra. Tras ser movilizado a un cuerpo de ingeniería, nada más iniciarse los combates fue alejado de su unidad. El coronel lo recogió y le nombró consejero también a él. No era un militar cerril; le encantaba rodearse de especialistas. Reconocía sinceramente que ciertas empresas civiles emplean en ocasiones métodos que pueden servir de fructífera inspiración al ejército, y no desperdiciaba ninguna ocasión para instruirse. Apreciaba por igual a los técnicos y a los organizadores.

– Ciertamente no le falta razón, sir -replicó Hughes.

– Yo soy de la misma opinión -señaló Reeves-. En la construcción de un ferrocarril y un puente (creo que se trata de un puente sobre el río Kwai) no hay lugar para las improvisaciones apresuradas.

– Usted es, en efecto, especialista en este tipo de obras -declaró el coronel, como soñando en voz alta-. Espero haber metido un poco de sentido común en la cabeza de ese insensato. ¿Comprende lo que le quiero decir?

– Por otra parte -añadió Clipton, con la mirada puesta en su superior-, si ese acertado argumento no basta, podemos recurrir alManual de derecho militar y a los convenios internacionales.

– Cierto. Tenemos los convenios internacionales -ratificó el coronel Nicholson-. Eso me lo he reservado para una nueva sesión, en caso de que sea necesaria.

Clipton hizo este comentario, matizado de pesimista ironía, porque se temía muy mucho que aquel Llamamiento al buen sentido no fuera suficiente. Durante la escala que interrumpió la marcha por la selva, le habían llegado ciertos rumores sobre el carácter de Saíto. Corría la voz de que, en ayunas, el oficial japonés se mostraba en ocasiones razonable, pero que cuando bebía sin moderación podía convertirse en un verdadero animal.

La gestión del coronel Nicholson tuvo lugar durante la mañana del primer día, un día reservado a la instalación de los prisioneros en las barracas medio destruidas del campamento. Saíto reflexionó, tal y como había prometido. Comenzó por encontrar sospechosas las objeciones presentadas y, para aclarar un poco sus ideas, recurrió al alcohol. Gradualmente se fue convenciendo de que el coronel le había hecho una afrenta inadmisible al discutir sus órdenes y, poco a poco, fue pasando de la desconfianza a un estado de rabia incontenible.

Tras haber alcanzado el paroxismo de su cólera, poco antes de la puesta de sol, determinó reafirmar inmediatamente su autoridad, para lo que ordenó una convocatoria general. Él también tenía la intención de soltar una arenga. Desde el comienzo de su discurso, quedó claro que se estaban agrupando siniestros nubarrones sobre el horizonte del río Kwai.

– Odio a los británicos…

Con esa fórmula empezó su discurso, colocándola una y otra vez, intercalada entre sus frases, como si de un signo de puntuación se tratara. Su inglés era bastante bueno; en el pasado había ocupado un puesto de agregado militar en un país del Imperio Británico, cargo que tuvo que abandonar a causa de sus problemas con el alcohol. Su actual puesto de simple carcelero era el miserable final de una carrera profesional sin esperanza alguna de ascenso. El encono mostrado contra los prisioneros estaba cargado de la humillación acumulada por no poder participar en la batalla.

– Odio a los británicos -comenzó diciendo el coronel Saíto-. Ustedes están aquí bajo mi exclusivo mando para realizar las obras necesarias en pro de la victoria del gran ejército japonés. Quiero decirles, y no lo voy a repetir, que no toleraré que mis órdenes se discutan lo más mínimo. Odio a los británicos. A la primera protesta, sufrirán un castigo terrible. Es necesario mantener la disciplina. En caso de que algunos de ustedes tengan la intención de proceder como les venga en gana, les recuerdo que tengo el poder de decidir sobre la vida y muerte de todos, y no dudaré en hacer uso de ese derecho para garantizar la correcta ejecución de las obras que me ha confiado Su Majestad Imperial. Odio a los británicos. La muerte de algunos prisioneros no me va a afectar. Que todos ustedes mueran resulta insignificante para un oficial superior del gran ejército japonés.

Se había encaramado sobre una mesa, al igual que el general Yamashita y, a semejanza también de éste, había estimado conveniente enfundarse un par de guantes gris claros y un par de botas relucientes, en sustitución de las viejas pantuflas con las que había aparecido esa misma mañana. Portaba, por supuesto, el sable al costado, que golpeaba una y otra vez sobre la empuñadura para recalcar sus palabras, o bien para enardecerse a sí mismo con objeto de mantenerse en el estado de furia que estimaba indispensable. Tenía un aspecto grotesco, agitando la cabeza con movimientos desordenados, como si de un títere se tratara. Se encontraba ebrio, ebrio de alcohol europeo, del whisky y el coñac abandonados en Rangún y Singapur.

Mientras escuchaba esa perorata que afectaba dolorosamente a sus nervios, Clipton recordó un consejo recibido tiempo atrás de un amigo, que había vivido entre japoneses durante mucho tiempo: «Si tiene que vérselas con ellos, no olvide nunca que este pueblo cree en su ascendencia divina como credo indiscutible». No obstante, tras un momento de reflexión, llegó a la conclusión de que no había ningún pueblo en la Tierra que no alimentara duda alguna sobre su propio origen divino, más o menos lejano. Comenzó a buscar entonces otros motivos que justificaran esa hosca autosuficiencia y rápidamente se convenció, efectivamente, de que una buena parte de los elementos fundamentales del discurso de Saíto eran atribuibles a un carácter universal, tan propio de Oriente como de Occidente. Reconoció de pasada, e identificó, diversas influencias incrustadas en las frases que explotaban en los labios del japonés: el orgullo racial, la mística de la autoridad, el miedo a no ser tomado en serio, un extraño complejo que le hacía pasear su mirada sobre los rostros, recelosa e inquieta, como temeroso de descubrir en ellos una sonrisa. Saíto había vivido en un país del Imperio Británico y no podía dejar de ignorar el ridículo del que en ocasiones eran objeto ciertas pretensiones japonesas, ni la jocosidad que despertaban las actitudes copiadas por una nación desprovista del sentido del humor en un pueblo que lo poseía por instinto. La brutalidad de sus expresiones y gestos desordenados debían achacarse, sin embargo, a un resto de salvajismo primitivo. Clipton sintió un extraño desasosiego al oírle hablar de disciplina, pero resolvió, tranquilizado, que al menos había un punto a favor delgentleman occidental: su comportamiento en estado de embriaguez.

Los oficiales escucharon en silencio, delante de sus hombres y flanqueados por los guardias, que habían adoptado una actitud amenazante, como para subrayar la ira de su jefe. Todos apretaban los puños y acomodaban trabajosamente cada uno de los rasgos de su cara, modelando su impasibilidad aparente sobre la del coronel Nicholson, que había dado instrucciones de acoger con calma y dignidad cualquier manifestación hostil.

Tras ese preámbulo destinado a atizar la imaginación, Saíto pasó a tratar el núcleo de la cuestión. Su tono se volvió más sosegado, casi solemne. Durante un momento, los presentes se dispusieron a escuchar palabras más sensatas.

– Escúchenme bien. Todos ustedes saben en qué consiste la obra a la que Su Majestad Imperial ha tenido a bien destinar a los prisioneros británicos. El objetivo es unir las capitales de Tailandia y Birmania a través de cuatrocientas millas de jungla, para permitir el paso de los convoyes japoneses y abrir la ruta de Bengala al ejército que ha liberado a esos dos países de la tiranía europea. El pueblo japonés necesita la vía férrea para continuar su serie de victorias, conquistar el subcontinente indio y finalizar rápidamente esta guerra. Por ello es esencial acabar la obra lo más pronto posible; en el plazo de seis meses, de acuerdo a las órdenes de Su Majestad Imperial. Ello redunda también en interés de todos ustedes. Cuando la guerra termine, es posible que se les conceda la oportunidad de volver a sus hogares, bajo la protección de nuestro ejército.

El coronel Saíto prosiguió en un tono aún más comedido, como si se hubiera desembarazado definitivamente de los vapores de la embriaguez.

– ¿Saben ya cuál va a ser la misión de ustedes, que están bajo mi mando en este campamento? Les he reunido aquí para informarles de ello. Consiste sencillamente en construir dos pequeños tramos de vía, que servirán de enlace con los otros sectores. Pero, sobre todo, habrán de edificar un puente sobre el río Kwai, el cual pueden observar más allá. Ese puente será su principal tarea, y pueden considerarse unos privilegiados, pues se trata de la obra más importante de toda la línea. El trabajo es agradable, requiere habilidad más que fuerza. Además, tendrán el honor de contarse entre los pioneros de la esfera de coprosperidad surasiática…

– He ahí otro acicate que bien podría provenir de la boca de un occidental -reflexionó Clipton, muy a su pesar…

Saíto inclinó hacia adelante la parte superior de su cuerpo y permaneció inmóvil, con la mano derecha apoyada sobre el puño de su sable, mientras escrutaba a los hombres de las primeras filas.

– Naturalmente, la parte técnica de los trabajos será dirigida por un ingeniero cualificado, un ingeniero japonés. En lo concerniente a la disciplina, tendrán que vérselas conmigo y con mis subordinados. Como pueden comprobar, no habrá escasez de cuadros. Por todas estas razones que he estimado conveniente explicarles, he dado órdenes a los oficiales británicos de trabajar fraternalmente, codo con codo, en compañía de sus soldados. En las circunstancias actuales, no puedo tolerar bocas inútiles. Espero no verme obligado a repetir esta orden. De lo contrario…

Saíto recayó entonces, sin transición alguna, en su estado de furia inicial y se puso de nuevo a gesticular como un poseso.

– De lo contrario, emplearé la fuerza. Odio a los británicos. Si es necesario, les haré fusilar a todos, antes que seguir alimentando a unos haraganes. La enfermedad no será motivo de dispensa. Un hombre enfermo siempre puede contribuir con su esfuerzo. Construiré el puente sobre los huesos de los prisioneros, si me obligan a ello. Odio a los británicos. Los trabajos comenzarán mañana al amanecer; serán convocados con los silbatos, en este mismo lugar. Los oficiales formarán filas aparte; constituirán un equipo que deberá cumplir la misma cuota de trabajo que los demás. Les distribuiremos herramientas y el ingeniero japonés se encargará de proporcionar las instrucciones. Dedicaré mis últimas palabras de esta noche a recordarles la divisa del general Yamashita: «Trabajen con agrado y ahínco». No se olviden de ello.

Saíto descendió de su estrado y volvió a su cuartel general a zancadas enormes y furiosas. Los prisioneros rompieron filas y pusieron rumbo a sus barracas, afligidos profundamente por tan deslavazada elocuencia.

– Parece no haber comprendido, sir. Creo que no habrá más remedio que apelar a los convenios internacionales -dijo Clipton al coronel Nicholson, que había quedado pensativo y en silencio.

– Yo también lo creo, Clipton -respondió el coronel gravemente-, y me temo que nos enfrentamos a un período lleno de dificultades.

IV

Clipton temió por un momento que el período lleno de dificultades previsto por el coronel Nicholson no durara mucho y acabara, nada más comenzar, con una espantosa tragedia. Como médico, era el único oficial al que la disputa no afectaba directamente. Ya estaba sobrecargado de trabajo cuidando a los numerosos lisiados, víctimas de la terrible marcha a través de la selva, razón por la cual no había sido incluido entre la mano de obra. No por ello su angustia fue menor cuando asistió al primer choque, desde la barraca pomposamente bautizada como «el hospital», en la que se encontraba desde poco antes del amanecer.

Tras ser despertados en mitad de la noche por los silbatos y los gritos de los centinelas, se dispusieron a formar filas, de mal humor y aún exhaustos, ya que no habían podido recuperar las fuerzas por culpa de los mosquitos y su mísero acomodamiento. Los oficiales se reagruparon en el lugar indicado. El coronel Nicholson les había dado instrucciones precisas.

– Hay que dar pruebas de buena voluntad -declaró-, siempre y cuando ello sea compatible con nuestro honor. Yo también iré personalmente a formar filas.

Había dejado bien claro que la obediencia a las órdenes de Saíto se limitaría a eso.

Permanecieron un buen rato en pie, inmóviles en medio de la fría humedad. Más tarde, cuando el día empezaba a nacer, vieron llegar al coronel Saíto, rodeado de algunos oficiales subalternos y seguido del ingeniero que había de dirigir las obras. Daba la impresión de estar malhumorado, si bien su rostro se iluminó al divisar al grupo de oficiales británicos, alineados detrás de su jefe.

Un camión cargado de herramientas seguía a los mandos. Mientras el ingeniero se encargaba de su distribución, el coronel Nicholson dio un paso al frente y solicitó a Saíto una breve entrevista. La mirada de éste se ensombreció, pero no dijo ni una palabra. El coronel entonces fingió interpretar su silencio por un signo de asentimiento y se acercó a él.

Clipton no pudo observar sus gestos, puesto que estaba de espaldas a él. Después de un momento, cambió de posición, situándose de perfil, lo que permitió al médico ver cómo le ponía un librito delante de las narices al japonés, al tiempo que le señalaba con el dedo un pasaje. Se trataba sin lugar a dudas delManual de derecho militar. Saíto titubeó, lo que llevó a pensar a Clipton que quizá la noche le hubiera inspirado mejores sentimientos. Rápidamente comprendió cuan vano era su anhelo. Tras el discurso de la víspera, aunque había aplacado su cólera, la obligación de «salvar la cara» dictaba ineluctablemente su conducta. Su rostro empezó a enrojecer. Tenía la esperanza de haber terminado con esa historia y ahora, de nuevo, se enfrentaba a la obstinación del coronel. Volvió entonces a sumirse, de golpe, en un estado de furia histérica, provocado por la testarudez del coronel Nicholson. Éste, mientras tanto, seguía leyendo en voz baja y ayudándose con el dedo, sin percatarse de la transformación de Saíto. Clipton, que observaba atentamente los cambios en la fisonomía del japonés, estuvo a punto de lanzar un grito para advertir a su jefe, pero ya era demasiado tarde. En un par de movimientos rápidos, Saíto hizo saltar el libro por los aires y propinó una bofetada al coronel. Luego, permaneció un rato enfrente de él, con el cuerpo inclinado hacia adelante y los ojos fuera de las órbitas, mientras gesticulaba y alternaba, de modo grotesco, insultos en inglés y japonés.

A pesar de su sorpresa, ya que no se esperaba una reacción de ese tipo, el coronel Nicholson conservó la calma. Recogió el libro del fango, se enderezó delante del japonés, al que sacaba una cabeza, y le dijo simplemente:

– Teniendo en cuenta las condiciones actuales, coronel Saíto, y dado que las autoridades japonesas no se avienen a las leyes vigentes en el mundo civilizado, nos consideramos libres de toda obligación de obediencia con respecto a ellas. Sólo me queda comunicarle las órdenes que he dado: los oficiales no trabajarán.

Tras pronunciar estas palabras, fue víctima, pasiva y silenciosa, de un segundo asalto, aún más brutal. Saíto, que parecía haber perdido los nervios, arremetió contra él y, de puntillas, comenzó a machacarle la cara a base de puñetazos.

El asunto se ponía feo. Algunos oficiales ingleses rompieron filas y se acercaron con un aire amenazante. Empezaron a escucharse murmullos entre la tropa. Los mandos japoneses gritaron breves consignas y los soldados prepararon sus armas para disparar. El coronel Nicholson rogó a sus oficiales que volvieran a sus puestos y ordenó a sus hombres que conservaran la calma. Pese a la sangre que fluía de su boca, conservaba un aspecto inalterable de superioridad.

Saíto, que se había quedado sin aliento, dio unos pasos atrás e hizo amago de sacar su revólver pero, pensándoselo mejor, desistió. Retrocedió una segunda vez y comenzó a dar órdenes en un tono sospechosamente sosegado. Los guardias japoneses rodearon a los prisioneros y, a base de signos, les ordenaron que avanzaran. Los llevaban en dirección al río, hacia la obra. Se produjeron protestas y varios intentos, más bien simbólicos, de resistencia. Algunos de los hombres interrogaban ansiosamente con sus miradas al coronel Nicholson, y éste les hacía señales de que obedecieran. Desaparecieron rápidamente. Los oficiales británicos permanecieron en sus puestos, enfrente del coronel Saíto.

Este último retomó la palabra, en un tono reposado que inquietó a Clipton. No se equivocaba: unos soldados se alejaron y volvieron momentos más tarde con las dos ametralladoras que anteriormente habían estado colocadas a la entrada del campamento. Las instalaron a derecha e izquierda de Saíto. El temor de Clipton se transformó en atroz angustia. Contemplaba la escena a través del tabique de bambú de su «hospital». Detrás de él se agolpaban unos cuarenta desgraciados cubiertos de heridas supurantes. Varios de ellos se habían arrastrado hasta donde se encontraba el médico, con el fin de observar también la escena. Uno de los enfermos lanzó una sorda exclamación:

– Doctor, no los irán a… ¡No es posible! Ese simio amarillo no se atreverá, ¿verdad? Claro que también el viejo se emperra…

Clipton estaba casi seguro de que el simio amarillo sí se atrevería. La mayoría de los oficiales situados detrás del coronel compartían esa convicción. Ya se habían producido varios casos de ejecuciones masivas durante la toma de Singapur. Era evidente que Saíto había hecho alejar a la tropa para impedir los testimonios comprometedores. Ahora se dirigía a los oficiales en inglés, ordenándoles que cogieran sus herramientas y que se pusieran rumbo al punto de trabajo.

La voz del coronel resonó de nuevo. Declaró que no obedecerían. Nadie se movió de su sitio. Saíto dio otra orden. Los japoneses cargaron las cintas de las ametralladoras, con los cañones apuntando sobre el grupo.

– Doctor -exclamó de nuevo, gimiendo, el soldado que estaba al lado de Clipton-, le digo que el viejo no va a dar su brazo a torcer… No se entera de nada. ¡Hay que hacer algo!

Esas palabras sacaron de su ensimismamiento a Clipton, que hasta ese momento se había sentido paralizado. Era evidente que «el viejo» no se daba cuenta de la situación. No creía a Saíto capaz de llegar hasta el final. Era necesario hacer algo con urgencia, como decía el soldado, había que explicarle que no tenía derecho a sacrificar a veinte personas de esa manera, por testarudez y por amor a los principios, que ni su honor ni su dignidad se verían rebajados por ceder ante la fuerza bruta, como todos los demás habían hecho en los otros campamentos. Las palabras se acumulaban en su boca. Salió entonces precipitadamente del «hospital» y se dirigió a Saíto:

– Espere un momento, coronel. Yo se lo explicaré.

El coronel Nicholson le echó una mirada severa.

– Ya basta, Clipton. No tiene nada que explicarme. Sé muy bien lo que estoy haciendo.

El médico no tuvo tiempo de unirse al grupo. Dos guardias lo interceptaron brutalmente, y lo inmovilizaron. Pero su brusca salida, en cualquier caso, a todas luces hizo reflexionar a Saíto, que ahora se mostraba vacilante. Súbitamente, Clipton exclamó algo, con toda rapidez, que los demás japoneses no comprendieron:

– Se lo advierto, coronel. He sido testigo de toda la escena. No sólo yo, también los cuarenta enfermos del hospital. Le será imposible aducir una revuelta colectiva o una tentativa de evasión.

Era la última carta, si bien peligrosa, que le quedaba. Ni siquiera ante las autoridades japonesas, Saíto hubiera encontrado una excusa con que justificar esa ejecución. Debía evitar todo testimonio británico. Es decir, llevando la lógica hasta sus últimas consecuencias, o hacía masacrar a todos los enfermos, junto con su médico, o bien debía renunciar a su venganza.

Clipton sintió que había ganado temporalmente la partida. Saíto reflexionó durante un buen rato. En realidad, se debatía agónicamente entre el odio y la humillación de la derrota, pero no dio la orden de disparar.

De hecho, no dio ninguna orden a sus súbditos, que permanecieron sentados frente a sus ametralladoras, con las armas apuntando. Así estuvieron un largo rato, demasiado largo, porque Saíto no se resignaba a «perder la cara» al extremo de tener que ordenar la retirada de las piezas de artillería. Pasaron allí una buena parte de la mañana, sin atreverse a moverse, hasta que quedó desierta la zona de concentración de la tropa.

Era un éxito muy relativo y Clipton no se atrevía a especular sobre la suerte que aguardaba a los rebeldes. Se consolaba recordándose a sí mismo que había evitado lo peor. Los guardias llevaron a los oficiales a la prisión del campamento. El coronel Nicholson fue arrastrado por dos coreanos gigantes, que formaban parte de la guardia personal de Saíto, a la oficina del coronel japonés. Ésta consistía en un pequeño cuarto que comunicaba con su estancia privada, lo que le permitía visitar frecuentemente su reserva de alcohol. Saíto se acercó lentamente a su prisionero y cerró con cuidado la puerta. Un momento más tarde, Clipton, que, en el fondo, era una persona de corazón sensible, no pudo dejar de estremecerse al oír el ruido de los golpes.

V

Tras una paliza de media hora, el coronel fue encerrado en una choza sin catre ni asiento alguno, sin otra opción que tumbarse, cuando se cansaba de estar de pie, sobre el barro húmedo que cubría el suelo. De comida le servían un cuenco de arroz cubierto de sal. Saíto le advirtió que permanecería ahí hasta que se decidiera a obedecerle.

Durante una semana no vio más que el rostro del guardia coreano, una bestia con cara de gorila que todos los días agregaba, de su propia autoridad, un poco de sal a la ración de arroz. El coronel, pese a todo, se esforzaba por tragar varios bocados de arroz, bebía de un sorbo su insuficiente ración de agua y luego se recostaba sobre el suelo, procurando desdeñar sus penalidades. Le estaba prohibido salir de su celda, la cual se había convertido en una cloaca abyecta.

Al cabo de una semana, Clipton consiguió por fin permiso para hacerle una visita. El médico fue convocado previamente por Saíto, en quien pudo adivinar un lúgubre aspecto de déspota angustiado. Daba la sensación de debatirse entre la cólera y la inquietud, algo que intentaba disimular bajo un tono frío.

– No soy responsable de lo que pueda suceder -señaló-. El puente del río Kwai ha de construirse rápidamente y un oficial japonés no puede tolerar este tipo de provocaciones. Hágale comprender que no cederé. Dígale que, por su culpa, aplicaremos el mismo tratamiento a todos los oficiales. Si ello no basta, los soldados sufrirán también por su terquedad. Hasta ahora les he dejado en paz, tanto a usted como a sus enfermos. He llevado mi bondad hasta el límite de aceptar que sean excluidos de los trabajos. Si el coronel persiste en su actitud, consideraré esa bondad como una debilidad.

Con estas amenazadoras palabras le despidió. Clipton fue conducido entonces hasta el prisionero. Su primera reacción fue de conmoción y espanto ante la condición a la que habían reducido a su jefe, y por la degradación física que su organismo había sufrido en tan poco tiempo. Su voz, apenas perceptible, se antojaba como un eco lejano y desprovisto de la autoritaria cadencia que el médico aún guardaba en el oído. No obstante, se trataba de una simple apariencia. El espíritu del coronel Nicholson no había experimentado metamorfosis alguna. Sus palabras eran todavía las mismas, aunque bajo un timbre diferente. Clipton, que había entrado decidido a convencerle de que diera su brazo a torcer, se dio cuenta de que sería imposible hacerle cambiar de parecer. Pronto agotó los argumentos preparados de antemano y se quedó en blanco. El coronel, sin entrar en la discusión, le dijo simplemente:

– Comunique a los demás mi firme voluntad. Bajo ninguna circunstancia toleraré que ningún oficial de mi regimiento haga labores de peón.

Clipton abandonó la celda, debatiéndose una vez más entre la admiración y la irritación, sumido en una nerviosa incertidumbre por la conducta de su superior, sin saber si venerarlo como héroe o considerarle un completo imbécil, y preguntándose si no sería mejor rogarle a Dios que llamara lo más pronto posible a su lado, con concesión incluida de la aureola de mártir, a ese loco peligroso, cuya conducta amenazaba con traer la peor de las catástrofes al campamento del río Kwai. Las palabras de Saíto se ajustaban bastante a la verdad. Los otros oficiales habían recibido un tratamiento apenas más humano, y la tropa sufría constantemente la brutalidad de los guardias. Clipton se alejó del lugar pensando en los peligros que acechaban a sus enfermos.

Saíto había estado aguardando su salida. Lanzándose hacia él, con una palpable angustia inscrita en sus ojos, le preguntó:

– Bueno, dígame…

Estaba a secas y parecía deprimido. Clipton trató de evaluar las consecuencias negativas que la actitud del coronel podía tener para su prestigio, recuperó su compostura y decidió mostrarse enérgico:

– ¿Que le diga qué? El coronel Nicholson no está dispuesto a ceder ante la fuerza, ni sus oficiales tampoco. Además, teniendo en cuenta el tratamiento al que se le está sometiendo, yo tampoco le he aconsejado que lo haga.

Protestó a continuación contra el régimen aplicado a los prisioneros sancionados, apelando él también a los convenios internacionales, a su parecer como médico y, finalmente, a la simple humanidad, llegando incluso a afirmar que un tratamiento de ese tipo equivalía a un asesinato. Se esperaba una reacción violenta, pero no se produjo. Saíto se limitó a murmurar que todo ello era culpa del coronel y luego se marchó apresuradamente. Clipton pensó en ese instante que en el fondo no era tan desalmado, y que sus actos podían muy bien explicarse por la confluencia de diferentes tipos de miedo: el temor a sus superiores, que con toda seguridad le presionaban duramente en relación al puente, y el temor a sus subordinados, frente a los cuales «perdía la cara», al mostrarse incapaz de conseguir la obediencia de los demás.

Su tendencia natural a la generalización llevó a Clipton a identificar en esta combinación de terrores, el terror a los superiores y el terror a los subordinados, la fuente principal de las calamidades humanas. Al expresar para sus adentros este pensamiento, creyó recordar que ya había leído en algún lugar una máxima análoga, cosa que le hizo sentir una cierta satisfacción mental, que le sirvió para aplacar ligeramente su desazón. Profundizó un poco más en su meditación, cerrándola en las inmediaciones del hospital, donde llegó a la conclusión de que las demás calamidades, probablemente las más terribles del mundo, eran imputables a las personas que carecían de superiores y subordinados.

Saíto se vio forzado a reconsiderar su decisión. El tratamiento del prisionero fue suavizado durante la semana siguiente, terminada la cual fue a visitarle para preguntarle si ya se había decidido a comportarse como un «gentleman». Se presentó sereno, con la intención de invocar a su sentido común. Sin embargo, ante la obstinada negativa del coronel Nicholson a discutir un asunto ya zanjado, perdió de nuevo los nervios, alzándose a ese estado de delirio completamente exento de cualquier rasgo de civilización. El coronel fue apaleado nuevamente y el coreano con cara de simio recibió órdenes estrictas de restablecer el régimen inhumano de los primeros días. Saíto vapuleó incluso al guardia, al que acusaba de mostrarse demasiado blando. Era irreconocible en sus accesos de cólera. Dentro de la celda, se puso a gesticular como un poseso, mientras blandía una pistola y amenazaba con ejecutar al celador y a su prisionero con sus propias manos, con el fin de restablecer la disciplina.

A Clipton también le cayeron algunos golpes al tratar de intervenir una vez más. Su hospital fue vaciado de todos los enfermos que podían mantenerse en pie. Éstos se vieron obligados a arrastrarse a la obra y a acarrear material, si querían evitar la muerte a latigazos. Durante algunos días reinó el terror en el campamento del río Kwai. El coronel Nicholson respondió a los malos tratos con un silencio desafiante.

El espíritu de Saíto parecía fluctuar entre el demister Hyde, capaz de todo tipo de atrocidades, y el del doctor Jekyll, relativamente humano. Tras aplacarse la crisis de violencia, se inició un período extraordinariamente suave. El coronel Nicholson fue autorizado a recibir no solamente una ración completa, sino también suplementos reservados, en principio, a los enfermos. Clipton obtuvo el permiso para verle y cuidarle. Saíto le advirtió incluso que le hacía responsable personalmente de la salud del coronel.

Una noche, Saíto hizo conducir al prisionero a su habitación, y ordenó a los guardias que se retiraran. A solas con él, le invitó a que se sentara y sacó de un baúl una lata decomed beef americano, cigarrillos y una botella de un excelente whisky. Le dijo que, como militar, admiraba profundamente su conducta, pero que estaban en guerra, una guerra de la que ninguno de ellos era responsable. Tenía que comprender que él, Saíto, estaba obligado a obedecer las órdenes de sus superiores. Esas órdenes especificaban que debían construir rápidamente el puente sobre el río Kwai, por lo que no tenía más remedio que emplear toda la mano de obra disponible. El coronel rechazó el comed beef, los cigarrillos y el whisky, pero escuchó con interés el discurso. Luego le respondió con calma que Saíto desconocía totalmente cómo ejecutar con eficacia una obra de tal magnitud.

Entonces retomó sus argumentos iniciales; la disputa parecía amenazar con eternizarse. Nadie hubiera sido capaz de predecir si Saíto iba a discutir razonadamente, o bien si se dejaría llevar por un nuevo acceso de locura. Permaneció silencioso un largo rato, mientras que la cuestión se debatía probablemente en una misteriosa dimensión del Universo. El coronel aprovechó para hacerle una pregunta:

– Permítame preguntarle, coronel Saíto, si está satisfecho con el inicio de las obras.

Esa pérfida pregunta podría haber inclinado perfectamente la balanza hacia la crisis de histeria, puesto que el comienzo de los trabajos había sido desastroso, y ello era una de las principales preocupaciones del coronel Saíto, el cual había comprometido en esa batalla no sólo su honor, sino ¿por que también su situación personal. A pesar de ello, no era ahora el turno demister Hyde. Saíto perdió su aplomo, humilló la mirada y masculló una respuesta ininteligible. Seguidamente, puso en la mano del prisionero un vaso repleto de whisky, se llenó el suyo hasta los bordes y declaró:

– Vamos a ver, coronel Nicholson. No estoy totalmente seguro de que me haya comprendido. No quiero que haya malentendidos entre nosotros. Cuando dije que todos los oficiales tendrían que trabajar, nunca me referí a usted, su jefe. Mis órdenes concernían únicamente a los demás…

– Ningún oficial trabajará -replicó el coronel mientras dejaba el vaso sobre la mesa.

Saíto reprimió una reacción de impaciencia y se esforzó por conservar la calma.

– He estado incluso reflexionando estos últimos días -añadió-. Pienso que yo podría ocuparme de las tareas administrativas. Sólo los oficiales subalternos deberán poner manos a la obra…

– Ningún oficial realizará labor manual alguna -afirmó el coronel Nicholson-. Los oficiales están para dar órdenes a sus hombres.

Saíto fue incapaz de contener su furia más tiempo. No obstante, cuando el coronel retornó a su celda, tras haber conseguido mantener sus posiciones intactas, a pesar de las tentaciones, de las amenazas, de los golpes y casi de las súplicas, llegó convencido de que la partida estaba bien encarrilada, y de que el enemigo no tardaría en capitular.

VI

Los trabajos no avanzaban. Al preguntarle a Saíto por la marcha de los trabajos, el coronel había hecho vibrar dolorosamente una cuerda sensible, y demostró buen juicio al prever que la necesidad obligaría a ceder al japonés.

Al final de las tres primeras semanas, el puente no sólo no había sido diseñado, sino que las contadas operaciones preliminares habían sido efectuadas tan ingeniosamente por los prisioneros que haría falta cierto tiempo para reparar los errores cometidos.

Enfurecidos por el tratamiento infligido a su jefe, cuya firmeza y valentía no les habían pasado desapercibidas, irritados por la sarta de insultos y golpes que los guardias hacían llover sobre ellos, crispados por tener que trabajar como esclavos en un obra valiosa para el enemigo y abatidos por haber sido separados de sus oficiales y no poder escuchar las órdenes habituales, los soldados británicos rivalizaban por mostrar el menor brío posible o, aún mejor, por ver quién cometía la pifia más sonada, fingiendo buena voluntad.

Ningún castigo era capaz de desbaratar su empeño intrigante, lo cual en ocasiones llegaba incluso a provocar lágrimas de desesperanza en el pequeño ingeniero japonés. No había centinelas en suficiente número para vigilarlos a cada instante, ni con la suficiente inteligencia para darse cuenta de las fechorías que hacían. El jalonado de dos tramos de vía tuvo que ser reiniciado veinte veces. Los alineamientos y las curvas sabiamente calculadas y señalizadas con postes blancos por el ingeniero se transformaban, nada más volver la espalda, en un laberinto de líneas rotas, cortadas en ángulos extravagantes, que le arrancaban a su regreso penosas exclamaciones. A cada lado del río, las dos extremidades que el puente debía unir presentaban impresionantes diferencias de nivel, nunca se situaba la una enfrente de la otra. Uno de los equipos súbitamente se ponía a cavar el suelo con furia y lograba finalmente una especial de cráter que descendía mucho más bajo del nivel prescrito, mientras que el centinela, en su estupidez, se regocijaba de ver por fin a los hombres poniendo empeño en su trabajo. Cuando el ingeniero aparecía, montaba en cólera y comenzaba a repartir golpes, indistintamente, a prisioneros y guardias. Estos últimos, al percatarse de que les habían tomado el pelo, se vengaban a su vez, pero el daño ya estaba hecho y requería varias horas o días para repararlo.

Un grupo de hombres fue enviado a la selva para talar árboles adecuados a la construcción del puente. Tras una cuidadosa selección, volvían con las especies más retorcidas y frágiles, o bien invertían un esfuerzo considerable en cortar un árbol gigante, que acababa cayendo en el río, donde era imposible recuperarlo. Incluso optaban por troncos carcomidos en su interior por insectos, incapaces de soportar la más mínima carga.

Saíto, que todos los días iba a inspeccionar la obra, daba rienda suelta a su cólera en manifestaciones cada vez más violentas. Él también arremetía con insultos, amenazas y golpes, de los que no se libraba siquiera el ingeniero, el cual, desairado, le aseguraba que la mano de obra era de una inutilidad absoluta. Entonces gritaba todavía más fuerte imprecaciones aún más terribles y trataba de concebir nuevos métodos barbáricos para poner fin a esa silenciosa oposición. Hizo sufrir a los prisioneros como sólo sabe hacerlo un centinela rencoroso, abandonado prácticamente por todo el mundo y presa del terror a ser cesado por incapaz. Aquellos que eran sorprendidos en flagrante delito de mala fe o sabotaje eran atados a los árboles, azotados con varas de espinos y abandonados así durante horas enteras, desnudos, ensangrentados y expuestos a las hormigas y el sol de los trópicos. Clipton los veía llegar por la noche a su hospital, transportados en volandas por sus compañeros, con fiebres violentas y la espalda en carne viva. Tampoco podía mantenerlos bajo su custodia durante mucho tiempo, ya que Saíto no se olvidaba de ellos. Tan pronto eran capaces de arrastrarse, los enviaba de nuevo a la obra y ordenaba a los guardias que los vigilaran especialmente.

El tesón de esos seres temerarios conmovía en ocasiones a Clipton, llegándole a veces a arrancar más de una lágrima. Le maravillaba su resistencia ante el tratamiento que recibían. Siempre había uno de ellos que, a solas, encontraba la fuerza necesaria para incorporarse y murmurar algo, guiñándole el ojo, en una jerga que empezaba a generalizarse entre todos los prisioneros de Birmania y Tailandia.

– El maldito todavía no está construido, doctor. El maldito ferrocarril puente del maldito emperador no ha atravesado todavía el maldito río de este maldito país. Nuestro maldito coronel tiene razón y sabe lo que hace. Si lo ve, dígale que todos estamos con él, y que ese maldito simio no ha acabado todavía con el maldito ejército inglés…

La violencia más atroz no había traído consigo ningún resultado. Los hombres se habían habituado a ella. El ejemplo del coronel Nicholson surtía sobre ellos un efecto más embriagador que la cerveza o el whisky que se les negaba. Cuando uno de ellos sufría un castigo demasiado severo como para poder continuar, bajo amenaza de represalias que pondrían su vida en peligro, siempre había alguien para sustituirle. Se estableció un sistema de relevo.

Aún más meritoria, pensaba Clipton, era su resistencia a la melosa hipocresía mostrada por Saíto en esas horas de desaliento en las que éste comprendía con tristeza que había agotado la gama habitual de torturas, y que su imaginación no daba para inventar otras.

Un día los convocó delante de su oficina, después de decretar el fin de jornada antes que de costumbre, para evitar que se esforzaran en exceso, según les dijo. Hizo distribuir pasteles de arroz y fruta, adquiridos a los campesinos tailandeses de un pueblo vecino; un regalo del ejército japonés para incitarles a dejar de ralentizar sus esfuerzos. Dejó de lado todo su orgullo y se dedicó a revolcarse en bajezas. Se vanaglorió de ser como ellos, un hombre del pueblo, sencillo, cuyo único propósito era cumplir con su deber sin meterse en problemas. Les explicó que los oficiales, al negarse a trabajar, aumentarían el volumen de obligaciones de cada uno de los hombres. Podía entender la animadversión que sentían, pero no se lo reprochaba. Para demostrárselo y para evidenciar su simpatía hacia ellos, había decidido recortar, por iniciativa propia, la cuota de trabajo. El ingeniero había fijado esta última, para el terraplén, en un metro cúbico y medio por hombre. Pues bien, él, Saíto, había determinado reducirla a un metro cúbico, y lo hacía porque se apiadaba de su sufrimiento, del que él no era responsable. Esperaba que, ante ese gesto fraternal, dieran prueba de buena voluntad finalizando rápidamente esa sencilla obra, destinada a recortar la duración de esa maldita guerra.

El final de su discurso estuvo marcado por un tono que rayaba con la súplica. Pese a todo, los ruegos no surtieron más efecto que las torturas. Al día siguiente se respetó la cuota de trabajo. Todos los hombres cavaron y transportaron escrupulosamente su metro cúbico de tierra, algunos incluso más. Pero el punto al que se desplazaba esa tierra era un insulto al más elemental sentido común.

En última instancia fue Saíto el que dio su brazo a torcer. Había agotado todos los recursos y la obstinación de sus prisioneros lo había convertido en un ser digno de conmiseración. Los días que precedieron a su derrota, se le vio recorrer el campamento con la mirada asustadiza de un animal acosado. Llegó incluso a implorar a los tenientes más jóvenes que escogieran ellos mismos su trabajo, prometiéndoles primas especiales y un régimen mucho más ventajoso que el ordinario. Todos, no obstante, se mostraron inquebrantables y, como se encontraba bajo la amenaza de una posible inspección de las autoridades japonesas, acabó resignándose a una capitulación vergonzante.

Proyectó una maniobra desesperada para «salvar la cara» y camuflar su descalabro, pero esa penosa tentativa no sirvió siquiera para engañar a sus propios soldados. El 7 de diciembre de 1942, en el aniversario de la declaración de guerra de Japón, hizo proclamar que en honor a la fecha había decidido condonar todas las sanciones. En conversación con el coronel, le anunció que había adoptado una medida de extrema benevolencia: los oficiales serían excluidos de todo trabajo manual. Como contrapartida, esperaba que éstos se tomaran en serio la dirección de las actividades de sus hombres, para así lograr un alto rendimiento.

El coronel Nicholson declaró que él estudiaría las decisiones a tomar. A partir del momento en que las posiciones fueran fijadas sobre una base correcta, no había razón para que él se opusiera al programa de los vencedores. Como en todo ejército civilizado, los oficiales serían responsables de la conducta de sus soldados, algo que era evidente para él.

Se trataba de una capitulación total por parte de los japoneses. Por la noche, el bando británico celebró la victoria con cánticos, exclamaciones de triunfo y una ración adicional de arroz, que Saíto, a regañadientes, había dado orden de distribuir para marcar su gesto. Esa misma noche, el coronel japonés se retiró pronto a sus aposentos, lloró por su honor mancillado y ahogó su rabia en libaciones solitarias que se prolongaron ininterrumpidamente hasta bien entrada la madrugada, cuando, borracho como una cuba, se desplomó sobre su lecho. Sólo alcanzaba ese estado de embriaguez en circunstancias extraordinarias, pues tenía una capacidad singular que generalmente le hacía resistir a las mezclas más atroces.

VII

El coronel Nicholson, acompañado por sus consejeros habituales, el comandante Hughes y el capitán Reeves, marchaba en dirección al río Kwai, siguiendo el terraplén de la vía en que trabajaban los prisioneros.

Andaba lentamente, sin prisa alguna. Inmediatamente tras su liberación, había conseguido una segunda victoria: cuatro días de descanso absoluto para él y sus oficiales, en compensación por el castigo que injustamente se les había infligido. Saíto tuvo que dominar su rabia al considerar este nuevo retraso, pero finalmente accedió. Dio incluso órdenes para que los prisioneros fueran tratados convenientemente, y machacó la cara a uno de sus soldados en el que creyó adivinar una sonrisa irónica.

El hecho de que el coronel Nicholson solicitara cuatro días de reposo no se debía únicamente a la necesidad de recuperar fuerzas, tras el infierno que había sufrido. Deseaba reflexionar, analizar la situación, discutirla con su estado mayor y establecer un plan de acción, como corresponde a todo mando consciente, evitando así lanzarse de cabeza a la improvisación, algo que odiaba por encima de todo.

No tardó en darse cuenta del boicoteo sistemático al que se habían dedicado sus hombres. Al percatarse de los sorprendentes resultados de sus actividades, Hughes y Reeves no pudieron contener algunas exclamaciones:

– ¡Admirable terraplén para una vía férrea! -dijo Hughes-. Sir, le sugiero que convoque a los responsables del regimiento. Y pensar que por aquí tienen que pasar trenes cargados de munición…

El rostro grave del coronel se mantuvo inalterable.

– ¡Bonito trabajo! -insistió el capitán Reeves, antiguo ingeniero de obras públicas-. Ninguna persona con uso de razón puede creer que los japoneses tengan intención de trazar una vía sobre esta montaña rusa. Preferiría enfrentarme de nuevo al ejército japonés, sir, que hacer un viaje por esta línea.

El coronel permaneció silencioso. Seguidamente hizo una pregunta: -A su juicio, Reeves, usted que es técnico: ¿todo esto puede ser de alguna utilidad?

– No lo creo, sir -afirmó Reeves, después de un momento de reflexión-. Perderían menos tiempo abandonando este desastre y construyendo una vía nueva un poco más lejos.

El coronel Nicholson parecía cada vez más preocupado. Agitó la cabeza y continuó su marcha en silencio. Deseaba ver el conjunto de la obra antes de formarse una opinión.

Arribaron entonces a las inmediaciones del río Kwai. Un equipo de unos cincuenta hombres semidesnudos, ataviados únicamente con el triángulo de tela distribuido como uniforme de trabajo por los japoneses, trabajaba incesantemente en torno a la vía. Un centinela, fusil en hombro, deambulaba delante de ellos. Un poco más lejos, parte del equipo cavaba el suelo; la otra parte transportaba la tierra en encañizadas de bambú, arrojándola a ambos lados de una línea jalonada por estacas blancas. El trazado inicial era perpendicular a la ribera del río, pero el pérfido ingenio de los prisioneros había logrado hacerlo prácticamente paralelo a ésta. El ingeniero japonés no se encontraba allí, pero podía vérsele al otro lado del río, gesticulando en medio de otro grupo, que cada mañana era transportado en balsa a la orilla izquierda. Sus chillidos también eran perfectamente audibles.

– ¿Quién ha plantado esta línea de estacas? -preguntó el coronel, haciendo un alto en el camino.

– Él, sir -dijo un cabo inglés, poniéndose firme ante su jefe, al tiempo que apuntaba con el dedo al ingeniero-. Él, pero yo le he ayudado un poco. Introduje una pequeña rectificación después de que se fuera. Nuestras ideas no siempre son coincidentes, sir.

Aprovechando que el centinela se había alejado un poco, le lanzó un guiño silencioso. El coronel Nicholson, aún cariacontecido, no respondió a esa señal de connivencia.

– Comprendo -replicó en un tono glacial.

Continuó su camino sin otro comentario y, poco después, volvió a detenerse ante otro cabo. Éste, ayudado por algunos hombres, se empleaba a fondo limpiando el terreno de unas raíces enormes, izándolas a la cima de una pendiente en vez de dejar que rodaran hasta el fondo de la hondonada, bajo la mirada inexpresiva de otro soldado japonés.

– ¿Cuántos hombres participan en el equipo de trabajo, esta mañana? -inquirió imperiosamente el coronel.

El guardia le observó fijamente con sus ojos redondos, preguntándose si en las órdenes recibidas entraba el permitir interpelar a los prisioneros, pero el tono del coronel era tan autoritario que permaneció inmóvil. El cabo se incorporó rápidamente y respondió vacilante:

– Veinte o veinticinco, sir, no lo sé muy bien. Uno de los hombres se ha sentido indispuesto al llegar a la obra. Un desfallecimiento repentino… e incomprensible, sir. Su estado de salud era bueno esta mañana. Tres o cuatro de sus compañeros han sido «obligados» a llevarlo al hospital, sir, puesto que era incapaz de caminar. Aún no han vuelto. Era el hombre más corpulento y robusto del equipo, sir. En las condiciones actuales, nos será imposible cumplir con nuestra cuota, sir. Este ferrocarril parece atraer todas las desgracias.

– Todos los cabos -replicó el coronel- tienen la obligación de conocer el número exacto de hombres bajo sus órdenes… ¿Cuál es la cuota?

– Un metro cúbico de tierra que cavar y transportar, por hombre y día. Con estas malditas raíces, sir, tengo la impresión de que esa tarea, insisto, esta fuera de nuestro alcance.

– Comprendo -dijo el coronel, en un tono aún más seco.

El coronel Nicholson se alejó murmurando entre dientes algunas palabras incomprensibles. Hughes y Reeves le siguieron.

Luego, ascendió con su comitiva sobre un montículo, desde el que se divisaba perfectamente el río y el conjunto de la obra. El Kwai tenía una anchura, en ese tramo, de más de cien metros, con unas orillas elevadas considerablemente sobre el nivel del agua. El coronel inspeccionó el terreno en todas las direcciones y, a continuación, se dirigió a sus subordinados. Enunció algunos tópicos, pero en un tono de voz restituido de todo su vigor:

– Estos tipos, quiero decir, los japoneses, acaban de salir de su estado de salvajismo, y lo han hecho con demasiada rapidez. Han intentado copiar nuestros métodos, sin asimilarlos. Los dejan sin modelos y, ahí los tienen, desorientados. Son incapaces, en este valle en el que nos encontramos, de conducir una empresa que sólo requiere un poco de inteligencia. Ignoran que se gana tiempo reflexionando un poco de antemano, en lugar de revolverse en el desorden. ¿Qué opina usted, Reeves? Las vías férreas y los puentes son lo suyo.

– Ciertamente, sir -respondió el capitán con su vivacidad instintiva-. He construido en India más de diez obras de este tipo. Con el material que hay en esta selva y la mano de obra de la que disponemos, un ingeniero cualificado levantaría el puente en menos de seis meses… Hay momentos, he de confesarlo, en los que la incompetencia de los japoneses me hace hervir la sangre…

– A mí también -reconoció Hughes-. Tengo que admitir que el espectáculo de anarquía al que asistimos me exaspera a veces. Con lo simple que es…

– Y a mí -interrumpió el coronel-, ¿creen ustedes que este escándalo me llena de júbilo? Lo que he visto esta mañana me ha conmocionado profundamente.

– En cualquier caso, podemos estar tranquilos en lo que respecta a la invasión del subcontinente indio, sir -dijo entre risas el capitán Reeves-, si, como pretenden, esta línea de comunicación ha de contribuir a ello… El puente sobre el río Kwai aún no está listo para cargar con sus trenes.

El coronel Nicholson seguía adentrándose en sus propios pensamientos, con sus ojos azules clavados en los colaboradores.

– Gentlemen -exclamó-, creo que a todos nos va a hacer falta mucha firmeza para recuperar el control sobre nuestros hombres. Con esos bárbaros han adquirido el hábito de la negligencia y la pereza, lo cual es incompatible con su condición de soldados ingleses. Ello va a requerir también mucha paciencia, y tacto, puesto que no podemos hacerlos responsables de la situación. Necesitan una autoridad, algo de lo que han carecido hasta ahora. Los golpes no pueden remplazaría. Lo que hemos visto es una prueba… de convulsión desordenada. En definitiva, nada positivo. Estos asiáticos han demostrado solos su incompetencia en materia de mando.

Se produjo un silencio, en el que los dos oficiales se preguntaron en su fuero interno sobre el significado real de estas palabras. El lenguaje era claro, no ocultaba ningún doble sentido. El coronel Nicholson hablaba con su habitual franqueza. Tras otro momento de honda reflexión, añadió:

– Les recomiendo, por lo tanto, y así se lo haré saber a todos los oficiales, un esfuerzo inicial de comprensión. Ahora bien, nuestra paciencia bajo ningún concepto deberá caer en la debilidad. De proceder así, pronto nos hundiríamos al mismo nivel que esos seres primitivos. Yo me encargaré personalmente de hablar con los hombres. A partir de hoy, hemos de corregir las faltas más graves. Naturalmente, nuestros soldados no podrán ausentarse de la obra con el más mínimo pretexto. Los cabos responderán con resolución a las preguntas que se les haga. Huelga insistir sobre la necesidad de reprimir con firmeza todo intento de sabotaje o cualquier otra ocurrencia. El trazado de un ferrocarril debe ser horizontal, no una montaña rusa, como muy bien ha indicado usted, Reeves…

SEGUNDA PARTE

I

En Calcuta, el coronel Green, jefe de la Unidad 316, releía con atención un informe que había llegado a sus manos, tras un enrevesado recorrido, enriquecido de comentarios escritos por media docena de servicios secretos, militares o adjuntos. La Unidad 316 («Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.», como la denominaban los iniciados) no había alcanzado aún el desarrollo que habría de adquirir en Extremo Oriente, en la fase final de la guerra, pero ya se hacía cargo con brío, cariño y una meta precisa, de las instalaciones japonesas en varios países ocupados: Malasia, Birmania, Tailandia y China. Trataba de suplir la exigüidad de sus medios con la audacia de sus ejecutores.

– Es la primera vez que veo a todos de acuerdo -dijo en voz baja el coronel Green-. Tenemos que intentar algo.

La primera parte de dicha observación hacía referencia a los numerosos servicios secretos con los que la Unidad 316 no tenía más remedio que colaborar, los cuales, separados por un muro de hermetismo, en su celo por conservar el monopolio de sus métodos, desembocaban a menudo en conclusiones contradictorias. Ello provocaba profundo enojo al coronel Green, encargado de establecer un plan de acción a partir de las informaciones recibidas. La acción era el dominio de la Unidad 316.

Al coronel Green sólo le interesaban las teorías y las discusiones en la medida en que convergían hacia aquélla. Incluso se le conocía por exponer esta concepción a sus subordinados al menos una vez al día. No tenía más remedio que dedicar una parte de su tiempo a intentar desgranar la verdad contenida en los informes, considerando no sólo los datos en sí, sino también las tendencias psicológicas de los diferentes organismos emisores (optimismo, pesimismo, inclinación a reelaborar irreflexivamente los hechos o, al contrario, incapacidad absoluta de interpretación).

El coronel Green reservaba un lugar especial en su corazón para el verdadero, magno, ilustre y único Servicio de Inteligencia, un cuerpo que se consideraba a sí mismo esencialmente espiritual, se negaba sistemáticamente a colaborar con el cuerpo ejecutivo y, encerrado en su torre de marfil, no permitía el acceso a sus documentos más valiosos a ninguna persona susceptible de sacar partido de ellos, bajo pretexto de que eran demasiado secretos, razón por la que los guardaba cuidadosamente en una caja fuerte. Allí permanecían durante años, hasta ser totalmente inutilizables o, más concretamente, hasta que uno de los jefes, mucho tiempo después de terminada la guerra, sentía la necesidad de escribir sus memorias antes de morir, confesarse ante la posteridad y revelar a la nación cautivada cómo, en tal fecha y tales circunstancias, el servicio había dado pruebas innegables de sutilidad interceptando el plan completo del enemigo: el punto y el momento fijados por éste para atacar habían sido determinados de antemano con gran precisión. Dichos pronósticos eran rigurosamente exactos, ya que, en efecto, el citado enemigo había atacado en las condiciones anunciadas y con el desenlace igualmente previsto.

Ése era, al menos, el punto de vista, tal vez un poco excesivo, del coronel Green, que no gustaba de la teoría del amor al arte por el arte en materia de inteligencia militar. Masculló una observación incomprensible mientras meditaba sobre aventuras precedentes y acto seguido, ante la precisión y la milagrosa coincidencia de las informaciones en el caso presente, se sintió casi apesadumbrado de tener que reconocer que, esta vez, los servicios habían realizado una tarea útil. Se consoló concluyendo, con cierta mala fe, que las revelaciones contenidas en el informe eran conocidas desde hacía mucho tiempo en todo el subcontinente indio. Finalmente, las resumió y clasificó en su cabeza para uso futuro.

– El ferrocarril de Birmania y Tailandia está en fase de construcción. Sesenta mil prisioneros aliados desplazados por los japoneses sirven de mano de obra y trabajan en él en condiciones abominables. Pese a las terribles pérdidas, es previsible que la obra, de importancia considerable para el enemigo, sea concluida en varios meses. Adjunto un trazado aproximado. Incluye varios cruces de río sobre puentes de madera…

Al llegar a ese punto de su recapitulación mental, el coronel Green sintió cómo recobraba su buen humor habitual, esbozó una sonrisa de satisfacción y prosiguió:

– El pueblo tailandés está descontento con sus protectores, que han confiscado el arroz y cuyos soldados se comportan como si estuvieran en un país invadido. Los campesinos que habitan en la región del ferrocarril se encuentran particularmente irritados. Varios oficiales de alto rango del ejército tailandés, e incluso algunos miembros de la corte real, se han puesto secretamente en contacto con los aliados y están dispuestos a respaldar una acción antijaponesa en su país, para la que se han ofrecido voluntarios numerosos partisanos. Solicitan armas e instructores.

– No cabe duda alguna -concluyó el coronel Green-. Es preciso que envíe un equipo a la región del ferrocarril.

Después de adoptar su decisión, reflexionó largo rato sobre las diversas cualidades que el jefe de dicha expedición debería poseer. Tras laboriosas eliminaciones, convocó al comandante Shears, antiguo oficial de caballería, destinado a la Unidad 136 desde la fundación de esta institución especial; es más, fue uno de sus promotores. La creación de este cuerpo fue posible gracias a la vehemente iniciativa individual de varias personas, apoyadas, con no mucho entusiasmo, por contadas autoridades militares. El coronel Green mantuvo una larga entrevista con Shears, que acababa de llegar de Europa, donde había llevado a buen puerto algunas misiones delicadas. Le comunicó toda la información de la que disponía y esbozó para él, a grandes líneas, la que sería su misión.

– Llevará consigo una pequeña parte del material -dijo-. El resto se lo lanzaremos en paracaídas, de acuerdo a sus necesidades. En lo que se refiere a la acción, la comprenderá cuando llegue al lugar en sí. No se precipite. A mi juicio, es mejor aguardar la finalización del ferrocarril y asestar un gran golpe, antes que mantenerlos en alerta con varias intervenciones menores.

Era inútil precisar la forma exacta de la acción, ni el tipo de material al que se aludía. La razón de ser de «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» hacía superflua toda explicación complementaria.

Mientras tanto, Shears debía ponerse en contacto con los tailandeses, asegurarse de su buena voluntad y lealtad y luego iniciar la instrucción de los partisanos.

– Por el momento, creo que lo mejor es que su grupo esté compuesto por tres hombres -propuso el coronel Green-. ¿Cuál es su opinión?

– Me parece bien, sir -aprobó Shears-. Nos hace falta un núcleo de, al menos, tres europeos. Un grupo mayor correría el riesgo de llamar la atención.

– Estoy de acuerdo. ¿A quién piensa llevar?

– Propongo a Warden, sir.

– ¿Al capitán Warden? ¿Al profesor Warden? Tiene usted buen gusto, Shears. Ustedes dos están entre nuestros mejores agentes.

– Si no he comprendido mal, se trata de una misión importante, sir -dijo Shears en un tono neutral.

– Se trata de una misión muy importante, con una faceta diplomática y otra activa.

– Warden es el hombre que preciso para ella, sir. No olvide que es antiguo profesor de lenguas orientales. Conoce el tailandés y podrá hablar con los indígenas. Es una persona sensata, que no pierde la calma… al menos, con facilidad.

– Llévese a Warden. ¿Y el otro?

– Me lo voy a pensar, sir. Probablemente uno de los jóvenes que han terminado el curso. He visto varios que parecen adecuados. Mañana se lo comunicaré.

La Unidad 316 había fundado una escuela en Calcuta, donde formaban a jóvenes voluntarios.

– Está bien. Eche un vistazo a este mapa. He marcado los puntos posibles para el lanzamiento en paracaídas, puntos en que nuestros agentes afirman que podrán permanecer ocultos entre los tailandeses, sin peligro de ser descubiertos. Ya hemos efectuado reconocimientos aéreos.

Shears estudió detenidamente el mapa y las ampliaciones fotográficas. Examinó con atención la región que la Unidad 316 había escogido como teatro para sus heterodoxas operaciones en Tailandia. Sintió el escalofrío que siempre atravesaba su cuerpo en los momentos previos al inicio de una nueva expedición en país desconocido. Todas las expediciones de la Unidad 136 presentaban un elemento excitante, pero la atracción de la aventura en esta ocasión se aderezaba con el carácter salvaje de esas montañas cubiertas de selva y habitadas por un pueblo de contrabandistas y cazadores.

– Hay varios lugares que parecen adecuados -añadió el coronel Green-. Esta pequeña aldea aislada, por ejemplo, no lejos de la frontera con Birmania. A dos o tres días de marcha de la vía férrea, según parece. De acuerdo con el trazado aproximado, el ferrocarril debe atravesar el río por aquí… el río Kwai, si el plano es correcto… En este lugar se construirá probablemente uno de los puentes más largos de toda la línea.

Shears dibujó una sonrisa con sus labios, como había hecho su jefe al considerar los numerosos cruces sobre el río.

– A no ser que un estudio más en profundidad indique lo contrario, pienso que ese punto es perfecto como cuartel general, sir.

– Bueno, ahora sólo queda organizar el lanzamiento en paracaídas. En mi opinión, tendrá lugar dentro de tres o cuatro semanas, siempre que los tailandeses estén de acuerdo. ¿Ha saltado ya alguna vez?

– Nunca, sir. Esa práctica comenzó a formar parte de nuestra instrucción básica después de que yo me fuera de Europa. Creo que Warden tampoco lo ha hecho.

– Espere un momento. Voy a solicitar a los especialistas que les hagan algunas sesiones de entrenamiento.

El coronel Green cogió el teléfono, llamó a un responsable de la R.A.E y expuso su petición. La respuesta, bastante prolija, no dio la impresión de satisfacerle. Shears, que no dejaba de observarle, creyó apreciar en él su típica cara de mal humor.

– ¿Es ésa realmente su opinión definitiva? -inquirió el coronel Green.

Permaneció un instante con el ceño fruncido y colgó. Tras un momento de silencio, determinó ofrecer finalmente algunas aclaraciones.

– ¿Quiere conocer el parecer del especialista? Pues muy bien, esto es lo que me ha dicho exactamente: «Si insiste en que sus hombres realicen algunos saltos de entrenamiento, yo le proporcionaré los medios, pero no se lo aconsejo realmente, a no ser que dispongan de seis meses para una preparación seria. Mi experiencia en misiones de este tipo se resume de la siguiente manera: si saltan una vez, tienen aproximadamente un cincuenta por ciento de probabilidades de romperse algo, ¿comprende? Si saltan dos veces, las probabilidades son de un ochenta por ciento. Si saltan tres, pueden estar seguros de que no saldrán ilesos, ¿sabe lo que le quiero decir? No es una cuestión de entrenamiento, es un problema de probabilidades. Lo más juicioso es lanzarlos sólo una vez: la buena». Ésas son sus palabras. Ahora le toca decidir a usted.

– Una de las grandes ventajas de nuestro ejército moderno es que dispone de especialistas para resolver todas las dificultades, sir -respondió Shears con gravedad-. No podemos aspirar a ser más astutos que ellos. Además, la opinión de esta persona me parece repleta de buen juicio. Estoy seguro de que el carácter racional de Warden la apreciará, y que estará de acuerdo conmigo. Siguiendo su consejo, saltaremos sólo una vez… la buena.

II

– Tengo la impresión, Reeves, de que no está satisfecho -dijo el coronel Nicholson al capitán de ingeniería, cuya actitud evidenciaba una cólera contenida-. ¿Qué sucede?

– ¿Insatisfecho? Sucede que no podemos continuar así, sir. Le aseguro que es imposible. De hecho, había decidido confiarle todo hoy mismo. El comandante Hughes, aquí presente, me apoya.

– ¿Qué sucede? -insistió el coronel, frunciendo el ceño.

– Coincido totalmente con Reeves, sir -afirmó Hughes, que había abandonado la obra para reunirse con su superior-. Yo también quiero insistir en que no podemos seguir de esta manera.

– Pero, ¿a qué se refieren?

– Nos encontramos en plena anarquía. Nunca en mi carrera había presenciado tamaña inconsciencia, ni tal ausencia de método. De este modo no conseguiremos nada. Estamos estancados, todo el mundo da órdenes sin lógica alguna. Esos tipos, los nipones, carecen totalmente de sentido del mando. Si se empeñan en meter sus narices en esta empresa, nunca la llevaremos a buen término.

La marcha de las operaciones había mejorado innegablemente desde que los oficiales ingleses se hicieran cargo de la dirección de los equipos, pero, pese al perceptible progreso de los trabajos, desde el punto de vista de la cantidad y la calidad, era evidente que no todo iba a mejor.

– Explíquense. Usted primero, Reeves.

– Sir -dijo el capitán sacando un papel de su bolsillo-, me he limitado a poner por escrito las mayores bestialidades. De lo contrario, la lista sería demasiado larga.

– Prosiga. Estoy aquí para escuchar todas las quejas razonables y considerar todas las sugerencias. Me doy perfectamente cuenta de que la cosa no marcha, y ahora a usted le corresponde explicármelo.

– Bueno, en primer lugar, sir: construir un puente en este lugar es una locura.

– ¿Por qué?

– ¡El fondo es de lodo, sir! ¿Quién ha oído hablar de un puente ferroviario sobre un fondo movedizo? Sólo a unos salvajes como éstos se les ocurre una idea así. Le apuesto lo que quiera, sir, a que el puente se desploma con el primer tren.

– Este asunto es grave, Reeves -dijo el coronel Nicholson, mirando fijamente a su colaborador con sus ojos claros.

– Muy grave, sir. He tratado de demostrárselo al ingeniero japonés. ¿Qué digo? ¡Ingeniero! ¡Un infamante chapucero, Dios mío! Trate de meter en razón a una persona que ni siquiera sabe lo que es la resistencia de suelos, que pone cara de no saber nada cuando se le citan cifras de presión, y que, para colmo, habla deficientemente el inglés. Y no será por falta de paciencia por mi parte, sir. He intentado todo para convencerlo, incluso con una pequeña experiencia, pensando que no podría negarse ante la evidencia. Todo, una pérdida de tiempo. Se obstina a construir su puente sobre el lodo.

– ¿Una experiencia, Reeves? -interrogó el comandante Nicholson, en quien esa palabra despertaba siempre una intensa curiosidad.

– Muy sencilla, sir. Hasta un niño la comprendería. ¿Ve desde aquí ese pilar en el agua, cerca de la orilla? He sido yo quien ha dado instrucciones de colocarlo, a golpe de maza. Pues bien, ya ha penetrado considerablemente en la tierra y todavía no hemos encontrado un fondo sólido. Cada vez que se golpea el extremo superior, sir, se hunde un poco más, como todos los pilares se hundirán bajo el peso del tren, se lo garantizo. Sería necesario construir un cimiento de hormigón, pero no disponemos de los medios para ello.

El coronel observó el pilar con atención y preguntó a Reeves si era posible realizar la experiencia en su presencia. Reeves dio una orden y varios prisioneros se acercaron y jalaron una cuerda. Una pesada maza, suspendida de un andamio, cayó entonces dos o tres veces sobre la cabeza del poste, que se hundió de manera apreciable.

– ¿Lo ve, sir? -exclamó Reeves triunfante-. Podríamos seguir golpeando hasta mañana, y la cosa no cambiaría. Pronto desaparecerá bajo el agua.

– Bien -repuso el coronel-. ¿Cuántos pies ha penetrado actualmente en el suelo?

Reeves le proporcionó la cifra exacta, que tenía anotada, y añadió que ni los árboles más grandes de la selva bastarían para alcanzar un fondo sólido.

– Perfecto -concluyó el coronel Nicholson con evidente satisfacción-. Está totalmente claro, Reeves. Hasta un niño, como usted dice, lo comprendería. Es una demostración de esas que a mí me gustan. ¿Y no ha convencido al ingeniero? Pues a mí sí, y no olvide que eso es lo fundamental. Entonces, ¿cuál es la solución que propone?

– Trasladar el puente, sir. Creo que a una milla de aquí, aproximadamente, hay un lugar que podría ser adecuado. Obviamente, habrá que verificarlo…

– Hay que verificarlo, Reeves -dijo el coronel con su habitual calma-, y tiene que proporcionarme cifras para que pueda convencerlos. Tras tomar nota de este primer punto, preguntó:

– ¿Algo más, Reeves?

– Los materiales del puente, sir. Hay que talar este tipo de árboles. Nuestros hombres habían empezado con una sabia selección, ¿no es cierto? Ellos, al menos, sabían lo que hacían… Pues bien, con este ingeniero, sir, la situación apenas ha mejorado. Ordena cortar cualquier cosa, sin importar cómo, sin molestarse en averiguar si la madera es dura, blanda, rígida o flexible, o si será capaz de resistir la carga a la que será sometida. ¡Una vergüenza, sir!

El coronel introdujo una nueva anotación en el trozo de papel que utilizaba como ficha.

– ¿Alguna otra cosa, Reeves?

– Esto me lo he guardado para el final, porque es lo más importante, sir. Usted lo ha visto igual que yo: el río tiene un mínimo de cuatrocientos pies de anchura y las orillas son altas. El tablero estará a más de cien pies sobre el nivel del agua. Se trata de una obra importante, no un juego de niños, ¿cierto? Pues bien, he pedido varias veces a ese ingeniero que me enseñe su plano de ejecución. Se limitaba a agitar la cabeza con su estilo característico, como lo suelen hacer las personas avergonzadas… hasta que se lo he solicitado de manera categórica. En fin… aunque le resulte difícil creérselo, sir, no existe tal plano. ¡No ha realizado ningún plano! ¡Ni tiene la intención de hacerlo!… Tampoco daba la impresión de saber de lo que estábamos hablando. Perfecto: pretende construir ese puente igual que se tiende una pasarela sobre un tajo, o sea, a base de trozos de madera colocados al azar y alguna viga que otra para sustentarlos. No se mantendrá nunca en pie, sir. Me avergüenza profundamente participar en un sabotaje de estas características.

Había alcanzado un estado de indignación tan sincero que el coronel Nicholson consideró conveniente pronunciar algunas palabras tranquilizadoras.

– Cálmese, Reeves. Ha hecho bien en desahogarse y comprendo perfectamente su punto de vista. Todos tenemos nuestro amor propio.

– Muy bien, sir. Se lo digo con toda sinceridad: preferiría seguir sufriendo malos tratos que participar en el engendro de ese monstruo.

– Le doy totalmente la razón -repuso el coronel mientras anotaba este último punto-. Esto es obviamente muy grave. No podemos permitir que las cosas continúen así. Reflexionaré al respecto, se lo prometo… Su turno, Hughes.

El comandante Hughes se encontraba en un estado de exaltación similar al de su colega, algo que era bastante inusual en él, una persona de temperamento tranquilo.

– Sir, nunca conseguiremos imponer disciplina en la obra, ni una labor seria por parte de nuestros hombres, mientras que los guardias japoneses sigan interfiriendo constantemente con sus consignas. Mírelos, sir, unos verdaderos brutos… Esta mañana, una vez más, he dividido todos los equipos que trabajan en el terraplén de la vía en tres grupos: el primero cavando la tierra, el segundo transportándola y el tercero distribuyéndola y nivelando el dique. Me tomé la molestia de establecer por mi cuenta la importancia de estos grupos y de precisar las tareas, con objeto de lograr una cierta sincronización…

– Comprendo -dijo el coronel, de nuevo interesado-. Una especialización del trabajo, digamos.

– Exactamente, sir… En cualquier caso, estoy acostumbrado a este tipo de trabajos de nivelación de tierras. Antes de ser director de empresa, era jefe de obras. He excavado pozos a más de trescientos pies de profundidad… Esta mañana, de todas maneras, mis equipos han comenzado a trabajar de la forma que acabo de explicar. Todo iba estupendamente. Se encontraban muy adelantados con respecto al calendario previsto por los japoneses. En fin, en esto que aparece uno de los gorilas y se pone a gesticular y a dar alaridos, exigiendo la reunión de los tres grupos en uno solo. Más fácil de vigilar, supongo… ¡Vaya idiota! Resultado: el estropicio, la confusión y la anarquía. Los unos estorban a los otros y todo deja de funcionar. Sir, compruebe usted el bonito espectáculo por sí mismo.

– Tiene toda la razón. Ahora comprendo -sancionó el coronel Nicholson, tras haber observado la escena concienzudamente-. Ya me había apercibido de ese desorden.

– Aún hay más, sir: esos imbéciles han fijado la cuota en un metro cúbico de tierra por hombre, sin darse cuenta que nuestros soldados, bien dirigidos, pueden realizar mucho más. Entre usted y yo, sir, esa cuota la podría cumplir un niño. Cuando estiman que todos y cada uno han cavado, transportado y esparcido su metro cúbico, sir, se acabó la cosa. ¡Insisto en que son estúpidos! Si faltan sólo varias encañizadas de tierra para unir dos tramos aislados, ¿piensa que exigen un esfuerzo suplementario, aun cuando el sol todavía está alto? La mayoría de las veces interrumpen el trabajo del equipo, sir. ¿Y cómo puedo dar yo la orden de continuar? ¿Qué pensarían los hombres de mí?

– ¿Cree usted realmente que esa cuota es insuficiente? -interrogó el coronel Nicholson.

– Es totalmente ridícula, sir -repuso Reeves-. En India, bajo un clima tan duro como éste, y en un terreno mucho más complicado, los coolíes despachan fácilmente un metro cúbico y medio.

– Ese asunto también a mí me parecía… -dijo el coronel como ensimismado-. Una vez tuve que dirigir un trabajo de ese tipo, hace tiempo, en África, para una carretera. Mis hombres iban mucho más rápido… Definitivamente, no podemos continuar así -resolvió enérgicamente. Han hecho bien en hablar conmigo.

Tras releer sus notas, reflexionó y se dirigió a sus dos colaboradores.

– ¿Quieren saber cuál es, a mi juicio, la conclusión de todo esto, Hughes, y usted también, Reeves? Prácticamente todos los errores que me han indicado tienen un mismo origen: una falta absoluta de organización. De hecho, yo soy el principal culpable: debería haber puesto las cosas en su sitio desde el principio. Cuando se quiere ir demasiado rápido siempre se pierde tiempo. Ésa debe ser nuestra misión prioritaria: la creación de una organización simple.

– Usted lo ha dicho, sir -ratificó Hughes-. Una empresa de este tipo está condenada al fracaso si no cuenta desde el principio con una base sólida.

– Lo mejor sería que convocáramos una conferencia -dijo el coronel Nicholson-. Debería habérseme ocurrido antes… Los japoneses y nosotros. Necesitamos una discusión conjunta para determinar el papel y las responsabilidades de cada uno… Eso es, una conferencia. Hoy mismo voy a hablar de ello con Saíto.

III

La conferencia tuvo lugar varios días más tarde. Saíto no había comprendido muy bien de qué se trataba, pero aceptó asistir, sin atreverse a pedir explicaciones complementarias, temeroso de mostrar debilidad dando la impresión de ignorar las costumbres de una civilización que odiaba, pero por la que, a su pesar, sentía una gran admiración.

El coronel Nicholson había redactado una lista de asuntos a debatir, y aguardaba, rodeado de sus oficiales, en la larga barraca que servía de refectorio. Saíto llegó en la compañía de su ingeniero, varios guardaespaldas y tres capitanes que había llevado para abultar su comitiva, pese a que no comprendían una palabra de inglés. Los oficiales británicos se levantaron y se pusieron firmes, al tiempo que el coronel les saludaba reglamentariamente. Saíto pareció desconcertado. Había acudido al lugar con la intención de afirmar su autoridad y ya se sentía manifiestamente en inferioridad ante los honores que se le ofrecían con tradicional y majestuosa corrección.

Siguió un prolongado silencio, en el que el coronel Nicholson no dejó de interrogar con su mirada al japonés, a quien, a todas luces, le correspondía la presidencia. Una conferencia no era concebible sin un presidente. Los hábitos y la cortesía occidentales obligaban al coronel a esperar a que la otra parte declarara el debate abierto, pero el malestar de Saíto no dejaba de aumentar y a duras penas soportaba ser el punto de mira de todos los asistentes. Los procedimientos del mundo civilizado le rebajaban. No podía admitir ante sus subordinados su desconocimiento de ellos, pero se sentía paralizado por el miedo de quedar en evidencia tomando la palabra. El pequeño ingeniero japonés daba la impresión de sentirse aún más apocado.

Saíto hizo un esfuerzo considerable para recomponerse y, en tono malhumorado, le pidió al coronel Nicholson que expresara lo que quería decir. Esa actitud fue la que consideró menos comprometedora. Al ver que no sacaría nada de él, el coronel determinó actuar y pronunció las palabras que el bando inglés, cada vez más angustiado, empezaba a perder las esperanza de escuchar. Abrió su alocución con «gentlemen», declaró la conferencia abierta y expuso en pocas palabras su objetivo: crear una organización adecuada para la construcción de un puente sobre el río Kwai, y establecer las pautas de un programa de acción. Clipton, que también se encontraba presente (el coronel lo había convocado porque consideraba conveniente la participación de un médico desde el punto de vista de la organización general), pudo comprobar que su superior había recuperado toda su prestancia, y que su desenvoltura se afirmaba conforme iba creciendo el desconcierto de Saíto.

Tras un breve y clásico preámbulo, el coronel entró de lleno en el asunto abordando el primer punto de importancia.

– Antes que nada, coronel Saíto, hemos de hablar sobre el emplazamiento del puente. Éste fue determinado, en mi opinión, con un poco de apresuramiento. Consideramos necesario modificarlo. Para ello hemos localizado un punto situado aproximadamente a una milla de aquí, río abajo. Dicha modificación, evidentemente, conllevará la prolongación de la vía. Asimismo, sería preferible trasladar el campamento y construir nuevas barracas al lado de la obra. Pese a todo, considero que ése es el camino que debemos emprender.

Saíto dejó escapar un gruñido ronco, que indujo a Clipton a adivinar la inminencia de un ataque de cólera. No era difícil imaginar sus pensamientos. El tiempo se acababa. Había pasado más de un mes sin ningún resultado positivo y, ahora, le proponían una ampliación considerable del alcance de la obra. Se levantó bruscamente, con la mano fuertemente apretada sobre la empuñadura de su sable, pero el coronel Nicholson no le dio ocasión de proseguir con su manifestación.

– Permítame, coronel Saíto -dijo en tono imperioso-. He mandado realizar un pequeño estudio a mi colaborador, el capitán Reeves, oficial del cuerpo de ingenieros, que es nuestro especialista en materia de puentes. La conclusión de este estudio…

Dos días antes, tras haber observado detenidamente, por sí mismo, el modo de proceder del ingeniero japonés, se había convencido definitivamente de su incapacidad y adoptó de inmediato una decisión radical. Agarró por el hombro a su colaborador técnico y le espetó:

– Escúcheme, Reeves. Nunca conseguiremos nada con ese chapucero, que sabe de puentes incluso menos que yo. Usted es ingeniero, ¿no es cierto? Me va a retomar toda la obra desde el principio, haciendo caso omiso de todo lo que él diga o haga. Antes que nada, localíceme un emplazamiento adecuado. Luego ya veremos.

Reeves, feliz de vérselas de nuevo con los quehaceres que le ocupaban antes de la guerra, estudió atentamente el terreno y efectuó varios sondeos en diversos puntos del río. Descubrió un suelo prácticamente perfecto, con una arena dura que se prestaba muy bien para soportar un puente.

Antes de que Saíto pudiera encontrar los términos que tradujeran su indignación, el coronel dio la palabra a Reeves, que enunció algunos principios técnicos, presentó varias cifras de presión, en toneladas por pulgada cuadrada, sobre la resistencia de suelos, y demostró que, si se obstinaban en construir sobre una base de fango, el puente se hundiría con el peso de los trenes. Terminada su exposición, el coronel le dio las gracias en nombre de todos los asistentes y concluyó:

– Parece evidente, coronel Saíto, que debemos trasladar el puente para evitar una catástrofe. ¿Me permite pedir la opinión de su colaborador?

Saíto se tragó su rabia, tomó de nuevo asiento y entabló una animada conversación con su ingeniero. Sin embargo, los japoneses no habían enviado a Tailandia a la élite de su cuerpo técnico, que era indispensable para la movilización industrial de la metrópoli. El ingeniero en cuestión no estaba muy capacitado. Carecía a ojos vistas de experiencia, seguridad en sí mismo y autoridad. Cuando el coronel Nicholson le puso ante las narices los cálculos de Reeves se sonrojó, hizo un gesto de reflexionar profundamente y, finalmente, demasiado nervioso para poder efectuar una verificación y saturado de confusión, declaró apesadumbrado que su colega estaba en lo cierto y que él mismo había llegado a una conclusión similar unos días antes. Era una forma tan humillante de perder la cara para el bando japonés que el coronel Saíto se puso lívido y empezaron a caerle gotas de sudor sobre su rostro descompuesto. A continuación, esbozó un vago signo de asentimiento. El coronel prosiguió:

– Entonces estamos de acuerdo sobre ese punto, coronel Saíto. Ello quiere decir que todos los trabajos realizados hasta el día de hoy no tienen ninguna utilidad. En cualquiera de los casos, habríamos tenido que reiniciarlos, en vista de los graves errores que presentan.

– Pésimos obreros -masculló hoscamente Saíto, en busca de revancha-. En menos de quince días, los soldados japoneses hubieran construido las dos secciones de la vía.

– Seguramente los soldados japoneses lo hubieran hecho mejor, puesto que están habituados a los jefes que los comandan. Espero, coronel Saíto, poder demostrarle pronto la verdadera cara del soldado inglés… En otro orden de cosas, he de advertirle que he modificado la cuota de trabajo de mis hombres…

– ¡La ha modificado! -aulló Saíto.

– He ordenado aumentarla -dijo el coronel con calma-. De un metro cúbico a un metro y medio. Por el interés general. He pensado que usted aprobaría esta medida.

Ello dejó estupefacto al oficial japonés, momento que el coronel aprovechó para abordar otra cuestión.

– Ha de comprender, coronel Saíto, que nosotros contamos con nuestros propios métodos, cuya utilidad espero poder demostrarle, siempre y cuando dispongamos de toda libertad para aplicarlos. Consideramos que el éxito de una empresa de estas características depende, prácticamente en su totalidad, de la organización de base. Por ello, a continuación le presento el plan sugerido, que someto a su aprobación.

El coronel reveló entonces el plan organizativo en el que había trabajado durante dos días, ayudado por su estado mayor. Era relativamente simple y adaptado a la situación. En él se aprovechaban a la perfección todas las competencias de las que disponían. El coronel Nicholson administraría el conjunto de la obra, y sería el único responsable ante los japoneses. Al capitán Reeves se le confiaba todo el programa de estudios teóricos preliminares y era nombrado, al mismo tiempo, asesor técnico en la realización de las obras. El comandante Hughes, una persona habituada a manejar a hombres, haría labores de director de obra y sería el máximo responsable de su ejecución. Los oficiales de la tropa, designados ahora jefes de equipo, se encontrarían directamente bajo sus órdenes. Se crearía igualmente un servicio administrativo, a cuya cabeza el coronel había colocado a su mejor suboficial contable. Éste se encargaría de la comunicación, la transmisión de órdenes, el control de las cuotas de trabajo, la distribución y mantenimiento de las herramientas, etcétera.

– Es absolutamente necesario que dispongamos de un servicio de este tipo -afirmó el coronel incidentalmente-. Sugiero, coronel Saíto, que haga verificar el estado de las herramientas distribuidas hace sólo un mes. Es un verdadero escándalo.

– Deseo solicitar firmemente que dichas bases sean admitidas -dijo el coronel Nicholson alzando la cabeza, tras haber descrito uno a uno todos los detalles del nuevo organismo y explicado los motivos que habían llevado a su creación-. Además, estoy a su disposición para cualquier aclaración, si así lo desea. Le garantizo que todas sus sugerencias serán estudiadas minuciosamente. ¿Da su aprobación al conjunto de las medidas?

Saíto seguramente precisaba algunas explicaciones adicionales, pero el coronel mostró tal autoridad al pronunciar estas palabras que no pudo reprimir un nuevo gesto de aquiescencia. Con un simple movimiento aprobatorio de la cabeza, aceptó en bloque el citado plan, que eliminaba toda iniciativa japonesa y le reducía a él a desempeñar un papel en la práctica insignificante. Ya no se trataba de una humillación, puesto que se había resignado a cualquier sacrificio con tal de ver en pie, por fin, los pilares de esa construcción en la que había comprometido su vida. A regañadientes, y muy a su pesar, seguiría confiando en los extraños preparativos de los occidentales, destinados a acelerar la ejecución de los trabajos.

Alentado por ese triunfo inicial, el coronel Nicholson continuó:

– Ahora quiero tratar un punto importante, coronel Saíto: los plazos fijados. Comprenderá, ¿no es cierto?, que la prolongación de la vía impone un suplemento de trabajo. Además, la construcción de las nuevas barracas…

– ¿Para qué quiere nuevas barracas? -replicó Saíto-. Los prisioneros pueden muy bien caminar una o dos millas para desplazarse a la obra.

– He hecho estudiar ambas soluciones a mis colaboradores -contestó con paciencia el coronel Nicholson-. De dicho estudio se desprende…

Los cálculos de Reeves y Hughes mostraban claramente que el total de horas perdidas en ese desplazamiento sería muy superior al tiempo necesario para el establecimiento de un nuevo campamento. Una vez más, Saíto se vio superado en sus especulaciones por la sabia previsión occidental. El coronel prosiguió:

– Por otra parte, ya se ha perdido más de un mes a causa de un desgraciado malentendido del que no somos responsables. Para acabar el puente en la fecha fijada, a lo que me comprometo si usted acepta mi nueva sugerencia, es necesario comenzar inmediatamente a abatir los árboles y a preparar las vigas. Mientras tanto, otros equipos trabajarán en la vía y otros distintos con las barracas. Si se respetan esas condiciones, de acuerdo a las estimaciones del comandante Hughes, que tiene una muy amplia experiencia en el ámbito de la construcción, no dispondremos de hombres suficientes para finalizar la obra en el plazo previsto.

El coronel Nicholson se recogió un instante en un silencio cargado de atenta curiosidad, tras lo que prosiguió en su tono de voz enérgico.

– Le quiero hacer una propuesta, coronel Saíto. Destinaremos inmediatamente la mayoría de los soldados ingleses al puente. Sólo una pequeña parte trabajará en la vía, por lo que solicito que nos preste sus soldados japoneses para reforzar ese grupo, con objeto de que ese primer tramo sea acabado lo antes posible. Asimismo, considero que sus hombres podrían encargarse de la construcción del nuevo campamento. Ellos son más hábiles en el manejo del bambú que los míos.

En ese instante, Clipton se sintió invadido por una de sus crisis periódicas de compasión. Antes de ello, había sentido ganas de estrangular a su jefe en varias ocasiones. Ahora su mirada no podía despegarse de esos ojos azules que, tras haber observado fijamente al coronel japonés, buscaban ingenuamente como testigo a todos los participantes de la reunión, uno detrás de otro, como solicitando aprobación a la ecuanimidad de esa petición. Se despertó en su interior la sospecha de que esa fachada de apariencia tan límpida tal vez escondiera un sutil maquiavelismo. Escrutó con ansiedad, apasionamiento y desesperación cada rasgo de esa fisonomía serena, con la descabellada intención de descubrir en ella algún indicio de pérfido pensamiento secreto. Al cabo de un momento, bajó la cabeza, desistiendo de su propósito.

– No es posible -resolvió-. Cada una de las palabras que pronuncia es sincera. Ciertamente ha estado buscando los medios más convenientes para acelerar los trabajos.

Luego se irguió para observar la actitud de Saíto, cosa que le reconfortó ligeramente. La cara del japonés era la de un hombre sometido a suplicio, un hombre que se encontraba al límite de su resistencia. La vergüenza y la furia le martirizaban, pero se había dejado atrapar por esa serie de razonamientos implacables. No contaba con muchas posibilidades de ofrecer resistencia. Dio su brazo a torcer una vez más, tras debatirse entre la insurrección y la sumisión. Tenía la vana esperanza de recuperar parte de su autoridad conforme fueran progresando los trabajos. Aún no se había dado cuenta de la situación tan abyecta con que le amenazaba la sabiduría occidental. Clipton estimó que sería incapaz de remontar la cuesta de sus renuncias.

Saíto capituló a su manera. Súbitamente se le oyó dar órdenes a sus capitanes, en japonés, en un tono feroz. El coronel, tras hablar a una velocidad tal que sólo él fue capaz de comprenderse, presentó la propuesta como idea propia, transformándola a continuación en orden imperiosa. Cuando hubo finalizado, el coronel Nicholson abordó un último punto, un detalle, aunque lo suficientemente delicado como para concederle toda su atención.

– Sólo queda establecer la cuota de trabajo de sus hombres para el terraplén de la vía, coronel Saíto. Primeramente pensé en un metro cúbico, para evitar que se esforzaran demasiado, pero tal vez usted estime conveniente que sea igual a la de los soldados ingleses. Ello, por otra parte, daría lugar a una positiva rivalidad…

– La cuota de los soldados japoneses será de dos metros cúbicos -exclamó Saíto-. Ya he dado órdenes al respecto.

El coronel Nicholson se inclinó en señal de respeto.

– Dadas esas condiciones, pienso que la obra avanzará con rapidez… No se me ocurre nada más que añadir, coronel Saíto. Sólo me queda agradecerle su comprensión.Gentlemen, si nadie desea formular ninguna otra observación, creo que podemos dar esta reunión por finalizada. Mañana comenzaremos a trabajar sobre las bases acordadas.

Seguidamente se levantó, saludó y abandonó el lugar dignamente, satisfecho de que el debate tomara el curso que había previsto para él, de haber hecho prevalecer el sentido común y de haber dado un gran paso en la realización del puente. Se había mostrado como un técnico hábil y sentía que había jugado sus cartas de la mejor manera posible.

Clipton le acompañó hacia la choza donde ambos se alojaban.

– ¡Qué insensatos, sir! -exclamó el doctor mirándole con curiosidad-. Cuando pienso que, si no fuera por nosotros, ahora estarían construyendo su puente sobre un fondo de fango, y que éste acabaría hundiéndose bajo el peso de los trenes cargados de tropas y munición…

Sus ojos refulgían con un extraño resplandor al pronunciar estas palabras, pero el coronel permaneció impasible. La esfinge no podía desvelar un secreto inexistente.

– Ciertamente -respondió con solemnidad-. Son tal como los he creído siempre: un pueblo muy primitivo, aún en su infancia, un pueblo que se ha hecho demasiado rápido con un barniz de civilización. No han aprendido absolutamente nada en profundidad. Cuando se les deja solos, no son capaces de dar un paso adelante. Si no fuera por nosotros, se encontrarían todavía con barcos de vela y no tendrían ni un solo avión. Unos verdaderos niños… ¡Y qué pretenciosos, Clipton! ¡Una obra de tal magnitud! Créame, ésos sólo son capaces de construir puentes de lianas.

IV

No hay comparación posible entre un puente, tal como lo concibe la civilización occidental, y los prácticos andamios que los soldados japoneses habían tomado la costumbre de levantar en el continente asiático. No existe tampoco ningún parecido en los métodos empleados para su construcción. El imperio nipón contaba ciertamente con técnicos cualificados, pero éstos habían sido reservados para la metrópoli. En los países ocupados, la responsabilidad de las obras había sido puesta en manos del ejército. Los contados especialistas, destacados a toda prisa a Tailandia, carecían de autoridad y de brillantez, y casi siempre delegaban sus funciones en los militares.

El modo de proceder de estos últimos, rápido y hasta cierto punto eficaz, todo hay que decirlo, venía dictado por la necesidad, cuando, en el transcurso de su progresión en el país conquistado, se topaban con obras de fábrica destruidas por el enemigo en retirada. El procedimiento consistía, primeramente, en clavar líneas de pilares en el fondo del río y, luego, montar sobre esos soportes un amasijo inextricable de fragmentos de madera, fijados sin orden ni concierto, con un desprecio absoluto por la mecánica estática y acumulados en los puntos en los que la experiencia inmediata había revelado una debilidad.

Sobre esta tosca superestructura, que a veces alcanzaba una altura muy considerable, colocaban dos hileras paralelas de gruesas vigas como soporte para los raíles, los únicos trozos de madera medianamente escuadrados. El puente se consideraba entonces terminado. Bastaba para satisfacer la necesidad del momento. No contaba ni con barandilla ni con carril para peatones. Éstos, en caso de que quisieran utilizarlo, tenían que andar en equilibrio por las vigas, sobre el abismo, una práctica en la que, por cierto, los japoneses eran expertos.

El primer convoy pasaba lentamente, bamboleándose. La locomotora a veces descarrilaba en el empalme con tierra firme, pero un equipo de soldados, armados de palancas, conseguía generalmente volver a colocarla sobre la vía. El tren proseguía entonces su ruta. Si dañaba ligeramente la estructura del puente, le añadían algunos trozos de madera. El convoy siguiente lo atravesaba de acuerdo al mismo patrón. El andamio se tenía en pie durante varios días, semanas o incluso meses. Después, una inundación se lo llevaba por delante o una serie de sacudidas demasiado violentas producían su derrumbamiento. En ese caso, los japoneses reiniciaban su construcción, con toda calma. El material lo proporcionaba la inagotable selva.

El método de la civilización occidental evidentemente no era tan simplista. Al capitán Reeves, que representaba a un elemento esencial de esa civilización, el tecnológico, le hubiera avergonzado dejarse guiar por un empirismo tan primitivo.

Pero la tecnología occidental conlleva, en materia de puentes, una retahíla de engorrosos trámites que complican y multiplican las operaciones previas a la ejecución. Por ejemplo, exige un plano detallado, y para trazar ese plano se debe conocer de antemano la sección de cada viga, su forma, la profundidad a la que se clavarán los pilares y muchos otros detalles. Ahora bien, esa sección, esa forma y esa profundidad precisan también complicados cálculos, basados en cifras que representan la resistencia de los materiales empleados y la consistencia del terreno. Dichas cifras, a su vez, dependen del coeficiente característico de las muestras estándar que, en los países civilizados, vienen especificadas en formularios. De hecho, la ejecución implica el conocimiento completo a priori, y esta creación espiritual, anterior a la creación matemática, es una de las mayores conquistas de la ingeniería occidental.

A orillas del río Kwai, el capitán Reeves carecía de formularios, pero era un ingeniero experto y su saber teórico le permitía prescindir de ellos. Bastaba con elevarse un poco sobre el mar de inconvenientes y, antes de iniciar sus cálculos, efectuar una serie de pruebas sobre muestras de peso y forma simples. De esa manera, podría determinar los coeficientes con métodos sencillos y la ayuda de varios aparatos que hizo fabricar con toda urgencia, puesto que el tiempo apremiaba.

Con el consentimiento del coronel Nicholson y bajo la mirada angustiada de Saíto y la irónica de Clipton, inició el trabajo con dichas pruebas. Paralelamente, diseñó el mejor trazado posible para la vía férrea y luego se lo envió al comandante Hughes, para su ejecución. Con el ánimo más desahogado y, tras haber logrado reunir los datos necesarios para sus cálculos, se dispuso a abordar la parte más interesante de la obra: el proyecto teórico y el plano del puente.

Se consagró a ese proyecto con el rigor profesional que ya aportaba anteriormente a la práctica de su oficio en la península india, cuando realizaba estudios análogos por cuenta del gobierno. Ahora se añadía un entusiasmo febril que, en vano, se había esforzado por sentir en el pasado, con ayuda de lecturas apropiadas (como, por ejemplo,El constructor de puentes), un entusiasmo que le invadió súbitamente, cual repentina embriaguez, al oír una mera reflexión de su jefe.

– ¿Sabe una cosa, Reeves? Confío totalmente en usted. Es la única persona técnicamente cualificada de las que tenemos aquí. Le daré un gran poder de iniciativa. Tenemos que demostrar nuestra superioridad a esos bárbaros. No ignoro las dificultades, en este país perdido y con escasez de medios. Justamente por ello, el resultado será mucho más meritorio.

– Puede confiar en mí, sir -respondió Reeves, subyugado de inmediato-. Usted se sentirá satisfecho y ellos verán de lo que somos capaces.

Ésta era la ocasión que había estado esperando toda su vida. Siempre había soñado emprender una gran obra, sin sentirse constantemente acosado por los servicios administrativos, irritado por la injerencia en su trabajo de funcionarios que le exigían insípidas justificaciones, que se las arreglaban una y otra vez para ponerle trabas bajo un pretexto económico y desbarataban todos sus esfuerzos en pro de una creación original. Ahora únicamente tendría que rendir cuentas a su coronel, que le había declarado su simpatía. Si bien el coronel Nicholson respetaba la organización y un cierto formalismo indispensable, al menos era comprensivo y no se dejaba hipnotizar por cuestiones de financiación o política en lo referente a puentes. Además, con una buena fe absoluta, había reconocido su ignorancia de los asuntos técnicos y afirmado su intención de dejar las riendas en manos de su adjunto. La obra, ciertamente, era complicada y los medios escasos, pero él, Reeves, supliría todas las carencias con su entrega. Dentro de él bramaba ya el soplo que atiza el fuego creador del alma, que da nacimiento a esas grandes llamas devoradoras capaces de consumir todos los obstáculos.

A partir de ese instante, los días dejaron de tener un minuto de reposo para él. En primer lugar, bosquejó rápidamente un boceto del puente, tal como lo veía ante sí cuando contemplaba el río, con sus cuatro hileras de majestuosos pilares meticulosamente alineados; con su armoniosa y audaz superestructura, elevándose a más de cien pies sobre el nivel del río, provista de unos tirantes ensamblados por un procedimiento que él había inventado y que, en vano, en el pasado, había intentado hacer adoptar al rutinario gobierno de la India; con su ancho tablero, flanqueado por robustas barandillas caladas, que comprendía no sólo el corredor para los raíles, sino también, a su lado, un carril para los peatones y los vehículos.

A continuación, abordó los cálculos y los diagramas y, por último, realizó un plano definitivo. Había conseguido un rollo de papel aceptable de su colega japonés, que en ocasiones se apostaba silenciosamente detrás de él, contemplando la obra en ciernes, sin poder disimular su estupefacta admiración.

Tomó también la costumbre de trabajar del alba a la puesta de sol, sin un instante de reposo, hasta que comprendió que el tiempo pasaba demasiado rápido, hasta el momento en que, angustiado, cayó en la cuenta de que los días eran demasiado cortos y que su proyecto no sería concluido en el plazo que se había impuesto a sí mismo. Entonces, tras la mediación del coronel Nicholson, obtuvo de Saíto la autorización para conservar una luz tras el apagado de la iluminación. A partir de esa fecha, sentado sobre su tambaleante taburete, con su miserable cama de bambú como pupitre, su papel de dibujo extendido sobre una plancha de madera cuidadosamente cepillada por él, iluminado con una minúscula lámpara de aceite que apestaba la choza con su hedor fétido y desplazando con su mano experta una te y una escuadra talladas con infinita precaución, se pasaba las tardes y, a veces, las noches diseñando el plano del puente.

Sus instrumentos sólo los abandonaba para coger otra hoja de papel y efectuar febrilmente más pies cuadrados de cálculos, sacrificando su sueño tras una jornada agotadora, decidido a incorporar su ciencia en la obra que habría de demostrar la superioridad occidental, ese puente destinado a cargar con los trenes japoneses en su recorrido triunfal hacia el golfo de Bengala.

Clipton pensaba que los engorros delmodus operandi occidental (primero el establecimiento de la organización, luego las pacientes investigaciones y especulaciones técnicas) retrasarían la realización de la obra un poco más de lo que el desordenado empirismo japonés hubiera hecho. Sin embargo, no tardaría en darse cuenta de lo vano de esa esperanza y del error cometido al burlarse de los preparativos durante los insomnios provocados por la lámpara de Reeves. Empezó a reconocer que se había dejado llevar por una crítica demasiado fácil de los usos civilizados el día en que Reeves entregó al comandante Hughes su plano completamente finalizado, cuya ejecución fue iniciada con una celeridad que superaba los sueños más optimistas de Saíto.

Reeves no era una de esas personas que, completamente hipnotizadas por el simbolismo de la preparación, retardaban indefinidamente el momento de la realización por consagrar toda su energía al espíritu, en detrimento de la materia. Él tenía los pies bien puestos sobre el suelo. Además, en los momentos en que se mostraba propenso a una búsqueda excesiva de la perfección teórica y a envolver el puente en una maraña de cifras abstractas, ahí estaba el coronel Nicholson para reconducirle por el buen camino. Este último estaba dotado del buen juicio propio de un jefe, lleno de realismo, que no pierde nunca de vista la meta a alcanzar, ni los medios de que dispone, y que alimenta entre sus subordinados una proporción armoniosa entre ideal y práctica.

El coronel había dado su aprobación a las pruebas preliminares con tal de que fueran realizadas rápidamente. Asimismo, vio con buenos ojos el trazado del plano y solicitó explicaciones detalladas acerca de las innovaciones introducidas por el creativo ingenio de Reeves. Solamente insistió en que éste no se excediera en sus fuerzas.

– Si cae enfermo, Reeves, nos pondrá en un brete. Toda la obra depende de usted. No lo olvide.

A pesar de ello, empezó a aguzar el oído y a meterle un poco de sentido común en la cabeza el día en que Reeves fue a buscarle con aspecto preocupado para exponerle cierta aprensión…

– Hay un asunto que me inquieta, sir. No pienso que debamos tenerlo muy en cuenta, pero me gustaría contar con su aprobación.

– ¿Qué sucede, Reeves? -inquirió el coronel.

– El secado de la madera, sir. Ninguna obra seria puede ejecutarse con árboles recientemente abatidos. Haría falta exponerlos antes al aire libre.

– ¿Cuánto tiempo se precisa para secar su madera, Reeves?

– Ello depende de la calidad, sir. En ciertas especies, es prudente dejarla hasta dieciocho meses, o incluso dos años.

– Imposible, Reeves -dijo el coronel con vehemencia-. Sólo disponemos de cinco meses en total.

El capitán hundió la cabeza con gesto afligido.

– Desgraciadamente ya lo sabía, y es justo eso lo que me tiene desolado.

– ¿Qué inconveniente hay en utilizar madera fresca?

– Determinadas especies se contraen, sir, lo que puede provocar grietas y holguras después de montada la obra… aunque no en todas las maderas. El olmo, por ejemplo, prácticamente no se altera. Naturalmente, he escogido árboles con características similares a este último… Los machones de olmo del «London Bridge», sir, han resistido seiscientos años.

– ¡Seiscientos años! -exclamó el coronel Nicholson. Una llama brillaba en sus ojos cuando se giró instintivamente hacia el río Kwai-. Seiscientos años no estaría nada mal, Reeves.

– ¡Ah!, pero es un caso excepcional, sir. Aquí apenas podemos esperarnos cincuenta o sesenta años; tal vez un poco menos, si la madera no seca bien.

– Debemos arriesgarnos, Reeves -sentenció el coronel con autoridad-. Utilice madera fresca. No podemos hacer milagros. Si se nos reprocha algún fallo, basta con que podamos responder que fue inevitable.

– Entiendo, sir… Hay otro punto: la creosota, que protege las vigas del ataque de los insectos. Creo que tendremos que prescindir de ella, sir.

Los japoneses no tienen. Naturalmente, nosotros podríamos fabricar un sucedáneo. He pensado en montar un aparato para la destilación de la madera. Es factible, pero exigiría un poco de tiempo… Aunque no lo recomiendo, después de mucha reflexión.

– ¿Por qué motivo, Reeves? -preguntó el coronel Nicholson, a quien encantaba este tipo de detalles técnicos.

– Si bien hay división de opiniones al respecto, los mejores especialistas desaconsejan el creosotado cuando la madera no ha sido secada convenientemente, sir. La creosota ayuda a conservar la savia y la humedad, con el consiguiente riesgo de que se origine un rápido enmohecimiento.

– En ese caso, suprimiremos el creosotado, Reeves. Tenga en cuenta que no debemos meternos en empresas que están por encima de los medios de los que disponemos. No hay que olvidar que el puente tiene una utilidad inmediata.

– Aparte de esos dos asuntos, sir, ahora estoy convencido de que podemos construir en este lugar un puente apropiado desde el punto de vista técnico, y medianamente resistente.

– De eso justamente se trata, Reeves. Va por buen camino. Un puente medianamente resistente y apropiado desde el punto de vista técnico. «Un puente» y no un andamiaje innombrable. No está nada mal. Se lo repito, tiene toda mi confianza.

El coronel Nicholson se despidió de su asesor técnico, satisfecho de haber encontrado una fórmula breve que definiera la meta a alcanzar.

V

Shears -«Number One», como le denominaban los partisanos tailandeses en la aislada aldea donde se habían escondido los hombres enviados por la Unidad 316- era también de esa estirpe de seres humanos que dedica mucha reflexión y cuidados a la preparación metódica. De hecho, la estima en la que le tenían sus superiores se debía justamente a la prudencia y paciencia que demostraba en el período anterior a la acción, así como a su nervio y capacidad de decisión llegada la hora. Warden, el profesor Warden, su adjunto, disfrutaba igualmente de una justificada fama de no dejar nada al azar cuando las circunstancias lo permitían. En cuanto a Joyce, el último miembro y benjamín del equipo, con el curso seguido en Calcuta, en la escuela especial de la «Explosivos Plásticos y destrucciones S.L.», aún fresco en su memoria, parecía tener las ideas muy claras, pese a su juventud. Shears tenía bien en cuenta sus opiniones. Asimismo, en el curso de las conferencias cotidianas, celebradas en la choza indígena donde se habían reservado dos cuartos, todas las ideas interesantes eran analizadas minuciosamente y todas las sugerencias examinadas a fondo.

Los tres camaradas discutían esa noche acerca de un mapa que Joyce acababa de colgar en un bambú.

– Éste es el trazado aproximado de la línea, sir -señaló-. Las informaciones recibidas son prácticamente coincidentes.

A Joyce, diseñador industrial en la vida civil, se le había encargado detallar sobre un mapa a gran escala las informaciones recogidas sobre la vía férrea de Birmania y Tailandia.

Contaban con abundantes datos. Desde que un mes atrás fueran lanzados en paracaídas, sin percance alguno y en el punto previsto, habían conseguido granjearse la simpatía de numerosas personas, en un amplio espacio geográfico. Fueron recibidos por agentes tailandeses y albergados en esa pequeña aldea de cazadores y contrabandistas, perdida en medio de la selva, lejos de toda vía de comunicación. La población odiaba a los japoneses. Shears, desconfiado por profesión, se fue convenciendo poco a poco de la lealtad de sus anfitriones.

La primera parte de su misión la estaban cumpliendo con éxito. Se habían puesto secretamente en contacto con varios jefes de aldea, encontrando así voluntarios dispuestos a ayudarles. Los tres oficiales habían iniciado ya la instrucción de éstos. Les iniciaron en el empleo de las armas utilizadas por la Unidad 316. La principal de ellas era elplástico, una pasta blanda, oscura y maleable como la arcilla, en la que varias generaciones de químicos del mundo occidental pacientemente habían logrado concentrar todas las virtudes de los explosivos conocidos hasta la fecha, y otras adicionales.

– Hay un gran número de puentes, sir -retomó Joyce- pero muchos de ellos ofrecen escaso interés, en mi opinión. He aquí la lista, desde Bangkok a Rangún, a no ser que se reciban datos más precisos.

El «sir» había sido dirigido al comandante Shears, «Number One». No obstante, si bien la disciplina era estricta en el seno de la Unidad 316, no era habitual dicho formalismo en los grupos en misión especial. Shears, por otra parte, había insistido ante Joyce varias veces para que suprimiera el «sir», pero no había encontrado satisfacción en este punto. Un hábito anterior a su movilización, a juicio de Shears, era el que le obliga a acudir siempre a esa fórmula.

A pesar de ello, Shears, hasta el momento, tenía todas las razones para felicitarse por Joyce, que él mismo había escogido en la escuela de Calcuta, a partir de las calificaciones de los instructores, su aspecto físico y, sobre todo, confiando en su propio olfato.

Las calificaciones eran buenas y las apreciaciones elogiosas. A todas luces el aspirante Joyce, voluntario, como todos los miembros de la Unidad 316, había dado siempre plena satisfacción en su rendimiento y ofrecido pruebas, por todos los sitios donde había pasado, de una buena voluntad extraordinaria, lo cual ya no era poco, pensaba Shears. Su ficha de incorporación lo presentaba como un ingeniero diseñador, empleado en una gran empresa industrial y comercial. Un pequeño empleado, con casi toda seguridad. Shears no había investigado más sobre ese punto. Era de la opinión de que todas las profesiones podían conducir a la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.», y que lo pasado, pasado está.

Por el contrario, todas las cualidades destacadas de Joyce no hubieran bastado al comandante Shears para elegirlo como tercer miembro de la expedición, si no se hubieran visto reforzadas por otras cualidades más difíciles de apreciar, cualidades en las que sólo se fiaba de su impresión personal. Había conocido voluntarios excelentes durante el entrenamiento, cuyos nervios, sin embargo, eran incapaces de soportar determinadas tareas que el servicio en la Unidad 316 exigía. Tampoco les guardaba rencor por su incapacidad. En esta cuestión, Shears tenía opiniones muy personales.

Así pues, convocó a ese potencial camarada con objeto de analizar ciertas posibilidades. Había pedido a su amigo Warden que le acompañara en la entrevista, ya que la opinión del profesor en una elección de este tipo no era desdeñable. Le gustó la mirada de Joyce. Probablemente no estaba dotado de una fuerza física extraordinaria, pero gozaba de buena salud y parecía una persona muy equilibrada. Las respuestas simples y directas a sus preguntas evidenciaban que tenía el sentido de la realidad, que no perdía nunca de vista el objetivo a alcanzar y que comprendía perfectamente lo que se esperaba de él. Además, la buena voluntad se podía, en efecto, leer en su mirada. Era evidente que se moría de ganas de acompañar a los dos veteranos, desde el momento en que le habían llegado rumores sobre la existencia de una misión arriesgada.

Shears abordó entonces un asunto de gran interés para él y que consideraba importante.

– ¿Es usted capaz de utilizar un arma de este tipo? -preguntó.

Puso ante sus ojos un puñal afilado. Dicho puñal formaba parte del equipo que llevaban los miembros de la Unidad 316 en misión especial. Joyce no se inmutó. Respondió que le habían enseñado el manejo de esa arma y que el curso realizado en la escuela comprendía un entrenamiento con maniquís. Shears volvió a insistir.

– No va por ahí mi pregunta. Lo que quiero decir es: ¿está usted seguro de que verdaderamente «sería capaz» de utilizarlo, a sangre fría? Hay muchos hombres que saben, pero no son capaces.

Joyce comprendió. Tras reflexionar en silencio, respondió con gravedad:

– Sir, esa pregunta ya me la he hecho.

– ¿Así que ya se ha hecho esa pregunta? -repitió Shears, observándole con curiosidad.

– En efecto, sir. Debo confesar que incluso me ha atormentado. He tratado de imaginármelo en mi cabeza…

– ¿Y?

Joyce dudó sólo unos segundos.

– Francamente, sir, espero poder darle satisfacción en ese punto, si la necesidad se presentara. Lo espero sinceramente, pero no puedo contestar de forma absolutamente afirmativa. Haré todo lo posible, sir.

– Nunca ha tenido ocasión de practicarlo en la realidad, ¿cierto? -respondió Joyce, como buscando una excusa.

Su actitud expresaba una compunción tan sincera que Shears no pudo reprimir una sonrisa. Warden entró bruscamente en la conversación.

– El chaval parece creer, Shears, que mi profesión sí que te prepara para ese tipo de faenas. ¡Profesor de lenguas orientales! Y la de usted, ¿qué me dice? ¡Oficial de caballería!

– No me refería exactamente a eso, sir -balbuceó Joyce, ruborizándose.

– Sólo entre nosotros puede practicarse ocasionalmente, me parece -concluyó filosóficamente Shears-, ese tipo de faenas, como usted dice, por un licenciado en Oxford o un antiguo oficial de caballería… Después de todo, ¿por qué no un diseñador industrial?

– Cójalo -fue el único y lacónico consejo que le dio Warden al término de la entrevista.

Shears le hizo caso. Pensándolo bien, él tampoco estaba muy descontento de sus respuestas. Desconfiaba igualmente de las personas que se sobrevaloraban como de las que se subestimaban. Apreciaba a las que sabían discernir de antemano el punto delicado de una empresa, a aquellas personas lo suficientemente previsoras como para prepararse ante ella, y con imaginación para representársela en su mente. Siempre y cuando no quedaran hipnotizados por ella. Estaba satisfecho, ya de partida, con su equipo. En cuanto a Warden, lo conocía desde mucho tiempo atrás y sabía perfectamente de lo que «era capaz».

Permanecieron un buen rato absortos en la contemplación del mapa, al tiempo que Joyce mostraba con una vara los puentes, destacando sus características específicas. Shears y Warden escuchaban atentos, el rostro extrañamente tenso, pese a conocer ya de memoria la sinopsis que exponía el aspirante. Los puentes suscitaban siempre un poderoso interés en todos los miembros de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.», un interés de carácter casi místico.

– Joyce, lo que nos está describiendo son simples pasarelas -dijo Shears-. Queremos dar un gran golpe. No lo olvide.

– Es cierto, sir. Las he mencionado únicamente a título indicativo. De hecho, creo que sólo hay tres construcciones verdaderamente de interés.

No todos los puentes merecían la misma atención para la Unidad 316. Number One coincidía con el coronel Green sobre la conveniencia de no provocar la alarma entre los japoneses con acciones de poca monta antes de la finalización del ferrocarril. Asimismo, había decidido que el equipo no señalaría su presencia aún y que se limitaría a recoger información de los agentes indígenas en el acantonamiento.

– Sería una estupidez echar todo a perder por el placer de reventar dos o tres camiones -decía a veces, con objeto de contener la posible impaciencia de sus camaradas-. Hay que comenzar por un gran golpe. Es necesario para imponer nuestra autoridad en el país, a los ojos de los tailandeses. Esperemos a que los trenes empiecen a circular sobre la vía férrea.

Puesto que su firme intención era comenzar con un «gran golpe», resultaba evidente que los puentes de escasa importancia tenían que ser eliminados. El resultado de esta primera intervención debía compensar el largo período de inactividad de los preparativos y, por sí solo, dar una apariencia de éxito a su aventura, incluso aunque las circunstancias hicieran que no fuera seguido por ningún otro. Shears era consciente de que nunca se puede saber si la acción presente iba a verse continuada por otra futura. Esta última idea se la guardaba para sí, aunque no había pasado inadvertida a sus dos colegas. La percepción de ese pensamiento subyacente no había alterado al antiguo profesor Warden, cuyo espíritu racional sancionaba esa manera de ver y de prever.

Tampoco pareció inquietar a Joyce, ni enfriar el entusiasmo que las perspectivas del gran golpe habían hecho nacer en él. Muy al contrario, la idea parecía estimularle aún más, ya que le forzaba a concentrar todo el vigor de su juventud sobre esa ocasión probablemente única, sobre ese objetivo inesperado que de repente se levantaba ante él como faro centelleante, proyectando la deslumbrante luz del éxito en el pasado y en la eternidad futura, iluminando con refulgencias mágicas la penumbra gris que había oscurecido hasta entonces el camino de su existencia.

– Joyce tiene razón -dijo Warden, siempre parco en palabras-. Sólo hay tres puntos de interés para nosotros. El primero es el campamento número 3.

– Yo opino que ése hay que eliminarlo definitivamente -afirmó Shears. El terreno descubierto no se presta a la acción. Además, se encuentra en una planicie y las orillas son bajas. Reconstruirlo resultaría demasiado sencillo.

– El segundo se encuentra cerca del campamento número 10.

– Éste hemos de tenerlo en consideración, pero se encuentra en Birmania, donde no contamos con la complicidad de los partisanos indígenas. Por otra parte…

– El tercero, sir -dijo Joyce precipitadamente, sin darse cuenta de que interrumpía a su jefe-, es el puente sobre el río Kwai, que no ofrece ninguno de esos inconvenientes. El río tiene una anchura de cuatrocientos pies y sus márgenes son altas y escarpadas. Se encuentra a sólo dos o tres días de marcha de nuestra aldea. La región está cubierta de selva y prácticamente deshabitada. Podemos aproximarnos sin ser descubiertos y dominar desde una montaña todo el valle. Está muy lejos de todo centro de importancia y los japoneses dedican muchos esfuerzos a su construcción.

Es más ancho que el resto de los puentes y consta de cuatro hileras de pilares. Es la obra más importante de toda la línea y la mejor situada.

– Da la impresión de haber estudiado a fondo los informes de nuestros agentes -observó Shears.

– Los informes son muy claros, sir. Me parece que el puente…

– Admito que el puente sobre el río Kwai tiene su interés -afirmó Shears, examinando de nuevo con atención el mapa-. Su capacidad de discernimiento no es nada mala para ser un principiante. Ese tramo ya había despertado el interés del coronel Green y el mío, pero aún no disponemos de información lo suficientemente precisa, y puede que haya otros puntos donde la acción sea más conveniente… ¿En qué fase se encuentra la construcción de ese famoso puente, Joyce, usted que habla de él como si lo hubiera visto?

VI

La ejecución iba por buen camino. El soldado inglés es trabajador por naturaleza y acepta sin rechistar una severa disciplina, siempre y cuando confíe en sus superiores y perciba al inicio de cada jornada que hay una fuente de desgaste físico lo suficientemente abundante como para garantizar su equilibrio nervioso.

En el campamento del río Kwai, los soldados sentían un gran aprecio por el coronel Nicholson. ¿Quién no lo hubiera hecho después de su heroica resistencia? Por otra parte, la tarea impuesta no permitía tampoco ningún tipo de desvarío intelectual. Así pues, tras un breve período de vacilación, en el que trataron de penetrar en las intenciones reales de su jefe, se habían puesto manos a la obra con toda seriedad, ávidos por demostrar su habilidad en la construcción, después de haber dejado bien patente su ingenio en materia de sabotajes. El coronel Nicholson había disipado toda posibilidad de malentendido, primero a través de una alocución en la que les explicó muy claramente lo que esperaba de ellos y, luego, mediante rigurosos castigos a varios recalcitrantes que no se habían enterado muy bien. Estos últimos no le guardaron rencor, por considerar justificadas las penas que se les había impuesto.

– Créame, conozco a esos muchachos mejor que usted -le espetó el coronel a Clipton un día, después de que el médico hubiera osado protestar por una faena que consideraba demasiado dura para unos hombres desnutridos y en mal estado de salud-. Me ha costado treinta años conocerlos. No hay nada peor para su moral que la inactividad, y su estado físico depende en gran medida de su moral. Una tropa que se aburre es una tropa derrotada de antemano, Clipton. Deje que se aletarguen y verá cómo se desarrolla en ellos un espíritu malsano. Si, por el contrario, ocupa cada minuto de su jornada con un trabajo agotador, el buen humor y la salud están garantizados.

– «Trabajen con agrado» -murmuró Clipton malévolamente-. Ése es el lema del general Yamashita.

– No es tan estúpido como parece, Clipton. No hemos de dudar en adoptar un principio del enemigo si éste es bueno… En caso de no existir una obra, yo tendría que inventármela, pero, mire por dónde, tenemos el puente.

Clipton no encontró ninguna fórmula para traducir lo que sentía por dentro, y se limitó a repetir estúpidamente: -Sí, tenemos el puente.

Por otra parte, ellos mismos, los soldados ingleses, se habían hartado ya de mostrar una actitud y una conducta que chocaban con su tendencia instintiva al trabajo bien hecho. Incluso antes de la intervención del coronel, las maniobras subversivas, para muchos, se habían convertido en un incómodo deber, y algunos no habían aguardado sus órdenes para comenzar a emplear de manera concienzuda sus brazos y herramientas. Prestar lealmente un esfuerzo considerable a cambio del pan de cada día formaba parte de su naturaleza occidental, al tiempo que su sangre anglosajona les llevaba a orientar dicho esfuerzo hacia lo constructivo y lo sólidamente estable. El coronel no se había equivocado con respecto a ellos: su nueva política les aportó un alivio de carácter moral.

Puesto que el soldado japonés es también disciplinado y entregado al trabajo y, además, Saíto había amenazado a sus hombres con cortarles la cabeza si no demostraban que eran mejores obreros que los ingleses, ambas secciones de vía fueron terminadas rápidamente, al mismo tiempo que se edificaban y habilitaban los alojamientos del nuevo campamento. En torno a ese mismo período, Reeves finalizó su plano y se lo entregó al comandante Hughes, que de esa manera entraba en juego y podía demostrar de lo que era capaz. Gracias a su talento organizativo, al conocimiento de sus hombres y a su experiencia de las múltiples combinaciones que pueden determinar una mayor o menor eficacia en la asociación de éstos, el técnico industrial obtuvo, ya desde los primeros días, resultados tangibles.

La primera medida de Hughes fue la división de su mano de obra en diferentes grupos, y la atribución de una actividad particular a cada uno de ellos: uno continuaría abatiendo árboles, otro realizaría el desbaste inicial de los troncos, un tercero tallaría las vigas, uno de los más numerosos clavaría los pilares y muchos otros se encargarían de la superestructura y el tablero. Varios equipos, y no precisamente de menor importancia a los ojos de Hughes, se especializarían en trabajos diversos, como la edificación de andamios, el acarreo de materiales y el afilado de las herramientas, actividades complementarias a la obra propiamente dicha, a las que, no obstante, la previsión occidental concede, con toda razón, tanta atención como a las operaciones directamente productivas.

Estas disposiciones destacaban por su sensatez y acabarían revelándose eficaces, como ocurre siempre que no son llevadas al extremo. Tras la preparación de un lote de maderos y la construcción de los primeros andamios, Hughes puso en acción al equipo encargado de los pilares. La misión de este grupo era ardua; la más dura e ingrata de toda la empresa. Los neófitos constructores de puentes, privados de valiosos accesorios mecánicos, se veían obligados a emplear aquí los mismos procedimientos que los japoneses; a saber, dejar caer sobre la cabeza de los pilares una pesada maza, repitiendo esta operación hasta que quedaran sólidamente implantados en el fondo del río. El «martinete» se precipitaba de una altura de ocho a diez pies, y luego había que izarlo de nuevo por un sistema de cuerdas y poleas, para volver a percutir, una y otra vez, interminablemente. Por cada golpe el pilar se hundía una ínfima fracción de pulgada, puesto que el suelo era muy duro. Era una tarea agotadora y desesperante. El resultado no era perceptible de un minuto al otro y la imagen de un grupo de hombres semidesnudos, tirando de una cuerda, evocaba indefectiblemente una sombría atmósfera de esclavitud. Hughes había otorgado la dirección de este equipo a uno de sus mejores tenientes, Harper, un hombre enérgico, verdadero maestro en incentivar a los prisioneros con el acompasamiento del ritmo de trabajo mediante su voz sonora. Gracias al brío de Harper, esa labor propia de galeras fue realizada con entusiasmo. Ante las miradas atónitas de los japoneses, pronto se alzaron las cuatro líneas paralelas, cortando la corriente hacia la orilla izquierda.

Clipton se preguntó por un momento si la fijación del primer soporte no sería objeto de una ceremonia solemne, pero todo quedó en algunos gestos simbólicos muy sencillos. El coronel Nicholson se limitó a agarrar personalmente una cuerda del martinete y a tirar vigorosamente de ella durante unos diez golpes, con el fin de dar ejemplo.

Cuando el equipo de los pilares hubo tomado suficiente ventaja, Hughes puso en acción a los equipos encargados de la superestructura. A éstos les siguieron los que construirían el tablero, con sus amplios carriles y sus dos barandillas. Las diversas actividades estaban tan bien coordinadas que la obra, a partir de ese momento, comenzó a progresar con una regularidad matemática.

Un espectador poco interesado por los detalles de la acción, pero fanático de las ideas generales, habría observado en la evolución del puente un proceso continuo de síntesis natural. Ésta era justamente la impresión del coronel Nicholson, que satisfecho seguía dicha materialización progresiva, haciendo con facilidad abstracción de todo el polvo que desprendían esas actividades elementales. El resultado de conjunto sólo alcanzaba a incidir en su espíritu, simbolizando y condensando en una estructura viva los esfuerzos denodados y las innúmeras experiencias asimiladas, en el transcurso de los siglos, por una raza en su continuo camino hacia la civilización.

Bajo esa misma luz, en ocasiones, se le aparecía el puente también a Reeves. Lo observaba maravillado alzarse sobre el agua mientras crecía en longitud sobre el río, tras haber logrado casi de inmediato su anchura total. Se imprimía así, majestuosamente, la forma palpable de la creación en las tres dimensiones espaciales, encarnando milagrosamente bajo las montañas salvajes de Tailandia la potencia fecunda de sus concepciones e investigaciones.

Saíto, por su parte, también se dejó invadir por la magia de ese prodigio cotidiano. Pese a sus esfuerzos, no lograba disimular del todo su asombro y admiración. Su sorpresa era natural. Dado que todavía no había asimilado ni, aún más importante, analizado los rasgos sutiles de la civilización occidental, como muy bien afirmaba el coronel Nicholson, no era capaz de adivinar la manera en que el orden, la organización, la evaluación de las cifras, la representación simbólica sobre el papel y la experta coordinación de las actividades humanas podían favorecer y, finalmente, acelerar la ejecución de la obra. El sentido y la utilidad de esta gestación espiritual siempre permanecerán ajenos a los seres primitivos.

En cuanto a Clipton, se convenció por fin de su ingenuidad inicial, recriminándose humildemente la actitud sarcástica con la que había acogido la aplicación de métodos industriales modernos a la edificación del puente sobre el río Kwai.

Hizo examen de conciencia con su habitual sentido de la objetividad, no exento de remordimientos por haber evidenciado tan poca perspicacia. Tuvo que reconocer que los usos del mundo occidental, en esta ocasión, habían producido resultados innegables, generalizando y concluyendo, a partir de esa constatación, que dichos usos deben ser «siempre» eficaces y que siempre originan «resultados». Las críticas que a veces se les lanza no les hace la suficiente justicia en ese sentido. Él mismo, igual que muchos otros, se había dejado tentar por el perverso demonio de la burla fácil.

El puente crecía en tamaño y belleza por cada día que pasaba. Pronto alcanzó la mediana del río Kwai, sobrepasándola poco más tarde. Fue entonces cuando resultó evidente para todo el mundo que el puente sería acabado antes de la fecha prevista por el alto mando japonés, y que no ocasionaría retraso alguno a la marcha triunfal del ejército conquistador.

TERCERA PARTE

I

Joyce se bebió de un trago el vaso de alcohol que le habían ofrecido. La dura expedición no había hecho demasiado mella en él. Se mostraba aún bastante alerta y sus ojos rebosaban vitalidad. Sin deshacerse siquiera de la extraña vestimenta tailandesa, con la que Shears y Warden apenas le reconocían, comenzó a exponer ávidamente los resultados más importantes de su misión.

– El golpe es sin lugar a dudas factible, sir. Difícil, no nos engañemos, pero posible y ciertamente rentable. El bosque es frondoso y el río ancho. El puente se eleva sobre un abismo y las márgenes del río son escarpadas. Se precisa un material considerable para quitar el tren de en medio.

– Comience desde el principio -dijo Shears-. Aunque quizá prefiera darse una ducha antes… -No estoy cansado, sir.

– Déjelo continuar -refunfuñó Warden-. ¿No ve que tiene más necesidad de hablar que de descansar?

Shears sonrió. Parecía evidente que Joyce estaba tan impaciente por relatar lo sucedido como Warden por escucharlo. A continuación se colocaron lo más cómodamente posible frente al mapa. Warden, siempre previsor, tendió un nuevo vaso a su camarada. En la habitación contigua, los dos partisanos tailandeses que habían servido de guía al joven ya habían comenzado a contar en voz baja su expedición, agazapados en el suelo y rodeados por varios habitantes de la aldea, en un relato aderezado con elogiosos comentarios sobre el comportamiento del hombre blanco que habían acompañado.

– El viaje ha sido un poco agotador, sir -reanudó Joyce-. Tres noches de marcha en la selva, ¡y por qué caminos! Pero los partisanos se han portado admirablemente. Me condujeron, como habían prometido, a la cima de una montaña, sobre la orilla izquierda, desde donde se domina todo el valle, el campamento y el puente. Un punto de observación perfecto.

– Espero que nadie le haya visto…

– Imposible, sir. Sólo nos desplazábamos por la noche, rodeados de una oscuridad tal que no me quedaba más remedio que apoyar la mano sobre el hombro de un guía. Por el día nos deteníamos en medio de una espesa vegetación, con el fin de evitar cualquier mirada indiscreta. Además, la región es tan salvaje que esas precauciones ni siquiera son necesarias. No nos hemos encontrado ni un alma hasta la llegada.

– Muy bien -dijo Shears-. Prosiga.

Sin dar muestra alguna de ello, Number One examinaba meticulosamente la actitud del aspirante Joyce mientras le escuchaba, tratando de precisar la opinión que empezaba a formarse de él. La importancia de esta misión de reconocimiento, en su opinión, era doble, puesto que también le permitía valorar las cualidades de su joven compañero en esa acción en solitario. La primera impresión, tras su vuelta, fue favorable. También era de buen augurio el aspecto satisfecho de los guías indígenas. Shears sabía muy bien que esos imponderables tenían su importancia. Joyce se mostraba, ciertamente, un tanto exaltado, por lo que había visto, la información a transmitir y la reacción originada por la atmósfera relativamente apacible de su acantonamiento, después de la tensión de los múltiples peligros a los que se había visto expuesto tras su partida. Con todo, daba la impresión de tener bastante control de sí mismo.

– Los tailandeses no nos han engañado, sir. Es una construcción verdaderamente imponente…

La hora del gran golpe se acercaba conforme las dos líneas de raíles crecían en longitud, sobre ese terraplén construido a base del ingente sufrimiento de los prisioneros aliados desplazados a Birmania y Tailandia. Shears y sus dos colaboradores seguían día a día la progresión del ferrocarril. Joyce pasaba horas completando y corrigiendo su trazado con las últimas informaciones que llegaban. Cada semana marcaba con una gruesa raya roja la sección finalizada. Ahora el trazo era casi continuo entre Bangkok y Rangún. Los tramos de especial interés estaban marcados con una cruz. Las características de cada una de las obras de fábrica se anotaban en fichas, mantenidas meticulosamente al día por Warden, que era una persona amante del orden.

Tras obtener un conocimiento más completo y preciso de la línea, su atención se dirigía ahora irremediablemente hacia el puente sobre el río Kwai que, ya desde los comienzos, había copado su interés por sus innumerables atractivos. En su particular visión de los puentes, quedaron hipnotizados por la excepcional abundancia de circunstancias favorables a la ejecución del plan que habían empezado a esbozar de forma mecánica, un plan en el que se combinaban la precisión y la fantasía características de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.». Poco a poco fueron concentrando, llevados por el instinto y la razón, toda la fuerza de su ambición y sus esperanzas sobre el puente del río Kwai, y sobre ningún otro. Los demás habían sido examinados concienzudamente. Sus ventajas fueron asimismo discutidas, pero el del río Kwai terminó por imponerse de manera natural e implícita como objetivo evidente de su empresa. El gran golpe, en un primer momento abstracción vaga, existente sólo en el mundo de los sueños, había ido tomando cuerpo en un objeto sólido, situado en el espacio, en definitiva, vulnerable, expuesto a todas las contingencias y todas las degradaciones de las acciones humanas y, muy en particular, a la aniquilación.

– No es un trabajo para la aviación -declaró Shears-. Un puente de madera no es fácil de destruir desde el aire. Las bombas, cuando alcanzan su objetivo, derriban dos o tres tramos del puente, mientras que los demás permanecen intactos. Los japoneses harían una reparación improvisada, y ya han demostrado ser unos maestros en ese arte. Nosotros podemos no sólo hacer estallar los pilares a ras del agua, sino también activar la explosión al paso de un tren. De esa manera, provocaremos el desplome de todo el convoy en el río, causando daños irreparables y dejando inutilizable hasta la última viga. Lo he visto ya una vez en mi carrera. El tráfico fue interrumpido durante varias semanas, y eso que el ataque se produjo en un país civilizado, donde el enemigo tenía la posibilidad de desplazar tornos elevadores. Aquí les aseguro que tendrán que desviar el trazado y reconstruir el puente en su totalidad… sin contar la pérdida de un tren y de su cargamento. ¡Un espectáculo infernal! Ya lo puedo ver ante mis ojos.

Los tres contemplaron ese admirable espectáculo. El gran golpe contaba ahora con un sólido armazón sobre el que la imaginación podía colocar sus adornos. Una sucesión de imágenes, alternativamente oscuras y coloridas, poblaban los sueños de Joyce. Las primeras hacían referencia a la preparación en la sombra; las segundas lo abocaban a un cuadro de una brillantez tal que era capaz de discernir los más ínfimos detalles con una extraordinaria precisión: el tren precipitándose sobre un abismo, en el fondo del cual refulgía el río Kwai entre dos masas compactas de selva. Su mano agarrada fuertemente a una palanca, sus ojos mirando fijamente un punto concreto en el medio del puente, el espacio entre la locomotora y ese punto disminuyendo rápidamente. Tenía que apretar en el momento justo, sólo quedaban varios pies, ahora sólo un pie… su mano empujaba sin vacilación alguna en el instante preciso. En el puente fantasma construido en su imaginación, ya había buscado y encontrado un punto de referencia en la mitad del largo…

– Sir -declaró un día con inquietud-, ojalá que la aviación no llegue antes que nosotros.

– Ya he enviado un mensaje solicitando que no intervengan aquí -respondió Shears-. Espero que nos dejen tranquilos.

Durante este período de espera, acumularon una abundante información sobre el puente, que los partisanos espiaban por encargo suyo desde una montaña cercana. No se habían aproximado aún por temor a que se detectara la presencia de un hombre blanco en la región. Los agentes más capacitados se lo habían descrito, una y otra vez, e incluso dibujado sobre la arena. Desde su retiro habían seguido todas las etapas de la construcción, asombrados por el orden y la inusual meticulosidad que parecían dirigir todos los movimientos y que se desprendían de todos los informes. Estaban acostumbrados a dirimir la verdad subyacente en los rumores. Desde un comienzo habían podido detectar en las reseñas de los tailandeses un sentimiento cercano a la admiración. Éstos no eran capaces de apreciar la experta ciencia del capitán Reeves, ni la organización creada a iniciativa del coronel Nicholson, pero se daban perfecta cuenta de que no se trataba de un andamiaje sin pies ni cabeza, al estilo habitual japonés. Los pueblos primitivos distinguen inconscientemente el arte y la ciencia.

– Dios les bendiga -exclamaba Shears en ocasiones, impaciente-. Si es cierto lo que nos dicen nuestros agentes, lo que están construyendo es un nuevo puente «George Washington». Quieren dar celos a nuestros amigos los yanquis.

Ese insólito tamaño, ese lujo incluso, intrigaban e inquietaban a Shears. Los tailandeses afirmaban que el puente disponía de un amplio carril, junto a la vía, con espacio para dos camiones, uno en cada dirección. Una obra de tal magnitud debía de ser objeto, sin duda, de una vigilancia especial. Por otra parte, quizá tuviera una importancia estratégica mayor de la que había imaginado, por lo cual el golpe sería tanto más acertado.

Los indígenas se referían también con frecuencia a los prisioneros. Los habían visto, semidesnudos bajo el tórrido sol, trabajando sin respiro bajo la supervisión de los guardias. Los tres olvidaban entonces su empresa, por un momento, para dedicar unos pensamientos a sus desgraciados compatriotas. Conocían bien los métodos de los nipones, y no les costaba trabajo imaginar a qué extremo habrían llevado su crueldad para la realización de una obra de esas características.

– Si al menos supieran lo poco que nos queda, sir -dijo Joyce un día-, y que el puente nunca será utilizado, tendrían la moral indudablemente más alta.

– Tal vez -repuso Shears-, pero no quiero, bajo ningún concepto, que nos pongamos en contacto con ellos. Es imposible, Joyce. Nuestra profesión exige un máximo secreto, incluso en relación a los amigos. Su imaginación se pondría en marcha, tratarían de ayudarnos y, muy al contrario, pondrían todo en peligro al intentar sabotear a su manera el puente. Provocarían la alarma entre los nipones y se expondrían inútilmente a terribles represalias. Tenemos que mantenerlos al margen del golpe. Los japoneses no deben sospechar en ningún momento su posible complicidad.

Un día, ante las noticias de los singulares prodigios que cotidianamente les llegaban del río Kwai, Shears, incrédulo, tomó bruscamente una decisión.

– Uno de nosotros debe ir a ver. La obra está tocando a su fin y no podemos fiarnos más tiempo de las informaciones de esta buena gente, que me parecen ilusorias. Irá usted, Joyce. Le servirá de excelente entrenamiento. Quiero saber qué aspecto tiene verdaderamente ese puente, ¿comprende? Sus dimensiones exactas, el número de pilares… Tráigame cifras. La forma de atacarlo, la manera en que está vigilado, cuáles son las posibilidades de acción. Haga todo lo que pueda, sin exponerse demasiado. Es fundamental que no le descubran, no lo olvide, pero, ¡por el amor de Dios, tráigame datos precisos sobre ese maldito puente!

II

– Lo he visto con los prismáticos, como le estoy viendo ahora a usted, sir.

– Empiece por el principio -insistió Shears, pese a su impaciencia-. ¿Cómo fue el trayecto?

Joyce salió una tarde en compañía de dos indígenas con experiencia de expediciones nocturnas silenciosas, acostumbrados como estaban a pasar de contrabando fardos de opio y cigarrillos de Birmania a Tailandia. Afirmaban que sus senderos eran seguros, pero el secreto de la presencia de un europeo en las inmediaciones de la vía férrea era de tal importancia que Joyce había insistido en disfrazarse de campesino tailandés, tiñéndose la piel con un preparado oscuro elaborado en Calcuta para ese tipo de circunstancias.

No tardó en convencerse de que sus guías no habían mentido. Los verdaderos enemigos en esa selva eran los mosquitos y, sobre todo, las sanguijuelas, que se enganchaban a sus piernas desnudas y luego se le subían por el cuerpo. Joyce podía sentir su pegajoso contacto cada vez que se tocaba la piel con la mano. Había hecho todo lo posible por superar la repugnancia que le provocaban y olvidarse de ellas. Prácticamente lo había logrado. En cualquier caso, era imposible librarse de ellas por la noche. Se había prohibido a sí mismo encender un cigarrillo para achicharrarlas, puesto que debía dedicar toda su atención a mantenerse en contacto con los tailandeses.

– ¿Fue dura la marcha? -preguntó Shears.

– Bastante, sir. Como ya le he dicho, me vi obligado a agarrarme al hombro de un guía. Y los «senderos» de esta buena gente son realmente curiosos…

Durante tres noches, le habían hecho escalar colinas y bajar por barrancos. Siguieron el lecho rocoso de arroyos obstruidos en diversos lugares por restos de vegetación podrida, de un olor nauseabundo. Cada vez que chocaba con esos restos, recogía un nuevo y animado surtido de sanguijuelas. Sus guías sentían predilección por esos caminos, donde estaban seguros de no perderse. La marcha duraba hasta el alba. Con las primeras luces del día, se internaban en la espesura e ingerían rápidamente el arroz cocido y los trozos de carne asada que habían llevado para el viaje. Los dos tailandeses se acurrucaban junto a un árbol, y el resto del día lo dedicaban a succionar su chirriante pipa de agua, de la que nunca se separaban. Ésa era su manera de descansar durante la jornada, tras el esfuerzo realizado por la noche. A veces dormitaban entre calada y calada, sin cambiar de posición.

Joyce, por su parte, procuraba dormir para ahorrar fuerzas, deseoso de inclinar a su favor todos los factores de los que dependía el éxito de esa misión. Antes de ello, se deshacía de las sanguijuelas que le cubrían el cuerpo. Algunas de ellas, atiborradas, se habían soltado solas durante la marcha, dejando tras de sí un pequeño coágulo de sangre negra. Las otras, aún no saciadas del todo, se cebaban con esa presa que los azares de la guerra habían llevado hasta la selva de Tailandia. Bajo el fuego de un cigarro, sus cuerpos embutidos se contraían, comenzaban a contorsionarse y, finalmente, se desasían y caían al suelo, tras lo cual, las aplastaba entre dos piedras. Luego se acostaba sobre una fina lona y se quedaba dormido inmediatamente, pero las hormigas no le dejaban mucho tiempo en paz.

Atraídas por las gotas de sangre coagulada que cubrían su piel, escogían ese momento para aproximarse en legiones filiformes, negras y rojas. Pronto aprendería a distinguirlas, desde el primer contacto, incluso antes de recuperar la conciencia. Contra las rojas no había solución alguna. Mordían sus llagas cual tenazas al rojo vivo. Llegaban en batallones; sólo una ya era insoportable. No tenía más remedio que ceder terreno y buscar otro lugar donde descansar, hasta el momento en que volvieran a descubrirle y a atacarle. Las negras, y en particular las negras grandes, eran más llevaderas, pues no mordían y su roce sólo le despertaba cuando tapizaban totalmente sus heridas.

Pese a ello, siempre se las arreglaba para dormir lo suficiente, es decir, lo suficiente para ser capaz de escalar, a la caída de la noche, cumbres diez veces más altas y cien veces más escarpadas que las montañas de Tailandia. Durante esa misión de reconocimiento, que era la primera etapa en la ejecución del gran golpe, la sensación de depender sólo de sí mismo le embriagaba. No le cabía la menor duda de que el éxito final pendía de su voluntad, su buen juicio y sus actos durante esta expedición, y esa certeza le hacía conservar intactas sus inagotables reservas. Su mirada no se apartaba de la meta imaginada, de ese fantasma que se había instalado permanentemente en el universo de sus ensoñaciones y cuya simple contemplación dotaba al más banal de sus movimientos de la ilimitada potencia mística que contiene un esfuerzo glorioso hacia la victoria.

El puente real, el puente sobre el río Kwai, se apareció ante él, de forma repentina, al alcanzar la cumbre de una montaña desde la que se dominaba el valle, después de una última ascensión aún más agotadora que las otras. Habían prolongado su marcha con respecto a las noches precedentes, de forma que cuando llegaron a ese punto de observación ya anunciado por los tailandeses, el sol se alzaba en el horizonte. Descubrió el puente como desde un avión, a varios cientos de metros por debajo de él, cual cinta de color claro tendida sobre el agua entre dos masas boscosas, lo suficientemente escorado a su derecha como para percibir la estructura geométrica de vigas que sostenía el tablero. Durante un buen rato, no observó ningún otro elemento del panorama que se extendía a sus pies, ni el campamento situado frente a él, sobre la otra orilla, ni siquiera los grupos de prisioneros que se afanaban en la obra. El punto de observación era ideal y en él se sentía totalmente seguro. Las patrullas japonesas no se internarían en la zona de monte bajo que lo separaba del río.

– Lo he visto como le estoy viendo a usted, sir. Los tailandeses no han exagerado: tiene unas proporciones considerables y está bien construido. Nada que ver con los otros puentes japoneses. Aquí tengo varios bocetos, aunque sé hacerlos mejores…

Lo reconoció nada más verlo. El estremecimiento que sintió ante esa materialización del fantasma no fue provocado por la sorpresa, sino, bien al contrario, por su aspecto familiar. El puente era tal y como él lo había construido. Se dispuso a verificarlo, primero con ansiedad y luego con una confianza cada vez mayor. El marco en que se encuadraba el puente coincidía asimismo con la paciente síntesis de su imaginación y su deseo. Pocos eran los elementos que diferían. El agua no era tan brillante como él se la había representado, sino cenagosa, algo que en un primer momento le contrarió profundamente. No obstante, se serenó pensando que esa imperfección convenía a sus propósitos.

Luego, naturalmente, dedicó dos días, invisible, agazapado entre la maleza, a observar con los prismáticos y a estudiar el escenario donde se desarrollaría el gran golpe. Se grabó en la cabeza la disposición de conjunto y todos los detalles, tomando notas e identificando sobre un boceto los senderos, el campamento, las barracas japonesas, los recodos del río y hasta los peñascos que se alzaban en diversos puntos.

– La corriente no es demasiado violenta, sir. El río es practicable con una pequeña embarcación o un buen nadador. El agua es fangosa… El puente cuenta con un carril para vehículos… y cuatro hileras de pilares. He visto a los prisioneros hincándolos con un martinete. Prisioneros ingleses… Ya casi han alcanzado la orilla izquierda, sir, la del punto de observación. Otros equipos continúan los trabajos por detrás. El puente estará terminado, quizá, dentro de un mes… La superestructura…

Disponía de tal abundancia de datos que su narración no seguía ya ningún plan determinado. Shears le dejaba que se expresara a su manera, sin interrumpirle. Ya habría tiempo para hacerle preguntas precisas, cuando terminara.

– La superestructura consta de un sistema geométrico de tirantes que da la impresión de haber sido estudiado a la perfección. Las vigas están bien escuadradas y ajustadas. He visto con los prismáticos los detalles de la instalación… Una obra excepcionalmente minuciosa, sir… y sólida, no nos engañemos. No se trata simplemente de hacer estallar unos trozos de madera. He estado reflexionando sobre el terreno acerca del procedimiento más seguro y, al mismo tiempo, el más simple, sir. Pienso que debemos atacar los pilares en y bajo el agua. El agua está sucia, por lo que las cargas serán invisibles. De esa manera, toda la construcción se hundirá de golpe.

– Cuatro hileras de pilares -interrumpió Shears- es mucho trabajo. ¿Por qué demonios no levantaron ese puente como lo suelen hacer?

– ¿Qué distancia hay entre los pilares de una misma hilera? -preguntó Warden, siempre amante de la precisión.

– Diez pies.

Shears y Warden hicieron en silencio el mismo cálculo.

– Hay que prever una longitud de sesenta pies, para estar completamente seguros -afirmó Warden finalmente-. Ello significa seis pilares por hilera, es decir, en total debemos «preparar» veinticuatro. Requerirá tiempo.

– Se puede hacer en una noche, sir, estoy seguro. Podemos trabajar bajo el puente con toda tranquilidad. Su anchura nos permite permanecer completamente ocultos. El choque del agua contra los pilares ahogará todos los ruidos. De ello no me cabe ninguna duda…

– ¿Cómo puede estar seguro de lo que va a pasar bajo el puente? -inquirió Shears, mirándolo con curiosidad.

– Sir, es que aún no les he contado todo… He estado allí.

– ¿Que ha estado allí?

– Era necesario, sir. Usted me dijo que no me acercara, pero tuve que hacerlo para obtener determinados datos de importancia. Descendí del punto de observación hacia el río por la otra ladera de la montaña. Me dije que no podía dejar escapar esa ocasión, sir. Los tailandeses me guiaron por unas pistas dejadas por jabalíes. Fue preciso avanzar a cuatro patas.

– ¿Cuánto tiempo le llevó? -preguntó Shears.

– Unas tres horas, sir. Salimos hacia el atardecer. Mi intención era llegar al lugar por la noche. Corría un cierto riesgo, por supuesto, pero quería verlo por mí mismo…

– A veces no está tan mal interpretar con cierta libertad las instrucciones recibidas -afirmó Number One lanzando un guiño a Warden-. Lo logró, ¿no es cierto? Eso ya es algo.

– No me han podido ver, sir. Alcanzamos el río aproximadamente a un cuarto de milla del puente, río arriba. En ese lugar hay un pequeño poblado indígena, aislado, por desgracia, pero todos dormían. Entonces envié a mis guías de vuelta. Quería estar solo durante la exploración. Me metí en el agua y me dejé llevar por la corriente.

– ¿La noche era clara? -indagó Warden.

– Bastante. No había luna, pero tampoco nubes. El puente es muy alto. Es imposible que me vieran…

– Vayamos por orden -dijo Shears-. ¿Cómo abordó el puente?

– Me tumbé boca arriba, sir, con sólo la boca fuera del agua. Por encima de mí…

– Por Dios, Shears -masculló Warden-, debería pensar un poco más en mí para ese tipo de misiones.

– Creo que la próxima vez pensaré sobre todo en mí -musitó Shears.

Joyce evocaba la escena con tal intensidad que sus dos compañeros se dejaron arrastrar por su entusiasmo, sintiendo un profundo pesar ante la idea de haberse perdido tan deliciosa experiencia.

El mismo día de su llegada al punto de observación, después de tres noches de extenuante marcha, decidió repentinamente intentar esa expedición. No podía esperar más tiempo. Tras haber visto el puente casi al alcance de su mano, necesitaba tocarlo con los dedos.

Tumbado en el agua, sin poder distinguir ningún detalle en las masas compactas de las orillas, y apenas consciente de ser arrastrado por una corriente que no veía, tenía como único punto de referencia la larga línea horizontal del puente, que se destacaba en negro sobre el cielo. La línea se alargaba en su ascensión al cénit, conforme se acercaba, mientras que, por encima de su cabeza, las estrellas se precipitaban y se perdían en su interior.

Bajo el puente la oscuridad era casi completa. Permaneció un buen rato ahí, inmóvil, aferrado a un pilar, inmerso en un agua fría pero incapaz de aplacar su fiebre. Poco a poco fue penetrando en las tinieblas y descubrió sin sorpresa el extraño bosque de troncos lisos que emergían por encima de los remolinos de agua. Ese nuevo aspecto del puente le era también familiar.

– El golpe es realizable, sir. No me cabe ninguna duda al respecto. Lo mejor sería transportar las cargas en una balsa ligera e imposible de ver. Los hombres irían a nado. Bajo el puente no hay peligro alguno. La corriente no es tan fuerte que impida nadar de un pilar al otro. En caso necesario, nos podríamos atar para evitar ser arrastrados… Recorrí toda la longitud del puente y medí el espesor de los troncos, sir. No son demasiado gruesos. Bastará con una carga relativamente pequeña… bajo el agua… El agua es turbia, sir.

– Habrá que colocarla a bastante profundidad -dijo Warden-. Quizá el día del golpe el agua esté más clara.

Había ensayado todos los gestos necesarios. Durante más de dos horas, palpó los pilares, tomó medidas con un cordel, estudió los intervalos y eligió aquellos cuya ruptura causaría la catástrofe más trágica, grabando en su memoria todos los detalles útiles para la preparación del gran golpe. En dos ocasiones pudo oír unos pesados pasos muy por encima de su cabeza. Un guardia japonés recorría el tablero de arriba abajo. Él se agazapó contra un pilar y esperó. El guardia se limitó a hacer un barrido rutinario del río con su linterna.

– A la ida se corre un cierto peligro, sir, en caso de que enciendan alguna lámpara. Pero una vez llegados bajo el puente, se les oye venir desde lejos. El ruido de los pasos rebota en el agua. Disponemos de mucho tiempo para refugiarnos en una de las hileras interiores.

– ¿Es profundo el río? -inquirió Shears.

– Más de dos metros, sir. Me he sumergido en él.

– ¿Qué método ha pensado para activar la explosión?

– Bueno, creo que debemos descartar un accionamiento provocado automáticamente por el paso del tren, sir. Sería imposible disimular los cordones. Todo debe estar bajo agua, sir… Un cable eléctrico con una longitud suficiente, colocado en el fondo del río. El cable sale por la orilla, escondido entre la maleza… en la margen derecha, sir. He descubierto un emplazamiento ideal, un pedazo de selva virgen, donde se puede apostar un hombre. Además, ofrece una buena vista sobre el tablero del puente, a través de un resquicio que dejan los árboles.

– ¿Por qué en la margen derecha? -interrumpió Shears frunciendo el ceño-. Es la del campamento, si no lo he entendido mal. ¿Por qué no en la orilla opuesta, la de la montaña, que, según lo que nos cuenta, está cubierta con una vegetación impenetrable y que, obviamente, puede servir de vía de retirada?

– Exacto, sir. Pero mire otra vez este boceto. La vía férrea, después de una amplia curva, da la vuelta precisamente a esa montaña que hay tras el puente y sigue paralela al río, por debajo de aquél. Entre el agua y la vía, los árboles han sido talados y el terreno desbrozado. A la luz del día no es posible permanecer oculto. Habría que situarse mucho más retirado, al otro lado del terraplén, en los primeros repechos de la montaña… Un cable demasiado largo, sir, es imposible de esconder en el cruce de la vía del tren, a no ser que se disponga de mucho tiempo para prepararlo.

– Esa alternativa no me agrada -señaló Number One-. ¿Y por qué no en la orilla izquierda, pero detrás del puente?

– Esa orilla es inaccesible por el agua, sir. Hay un abrupto acantilado. Y un poco más allá, está el pequeño poblado indígena. Fui a observar: volví a cruzar el río y luego la vía. Ascendí a la zona trasera del puente, dando un rodeo para permanecer siempre en terreno cubierto. Es imposible, sir. El único lugar adecuado se encuentra sobre la orilla derecha.

– O sea -exclamó Warden-, que ha estado toda la noche dando vueltas alrededor del puente…

– Más o menos, pero antes del alba ya me había internado de nuevo en la selva. Llegué al punto de observación por la mañana.

– Y de acuerdo a su plan -dijo Shears-, ¿cómo podrá escapar la persona que se encuentre en ese puesto?

– Un buen nadador no precisa más de tres minutos para atravesar el río. Ése es el tiempo que me ha llevado a mí, sir. Además, la explosión desviará la atención de los japoneses. Creo que un grupo de apoyo, apostado en la parte inferior de la montaña, podría cubrir la retirada. Si consigue a continuación cruzar el espacio descubierto y la vía, ese hombre está salvado, sir. La selva hace imposible cualquier persecución eficaz. Le aseguro que es el mejor plan.

Shears permaneció pensativo un buen rato estudiando el boceto de Joyce.

– Es un plan que merece ser considerado -dijo Shears finalmente-. Después de haber visitado el campo de operaciones, naturalmente, usted está bien capacitado para dar su opinión. Vale la pena correr un cierto riesgo para lograr el resultado establecido… ¿Ha observado algo más desde las alturas de su mirador?

III

Cuando regresó a la cima de la montaña, el sol ya estaba en lo alto. Sus dos guías, llegados durante la noche, le esperaban con inquietud. Estaba exhausto. Se tumbó para descansar durante una hora, pero no se despertó hasta la tarde, cosa que reconoció disculpándose.

– Bueno… Entonces, supongo que durmió también durante la noche. Era lo mejor que podía hacer. El día siguiente se reincorporó a su puesto, ¿verdad?

– Así es, sir. Me quedé un día más. Había muchas cosas que examinar todavía.

Tenía que observar a los seres vivos, después de haber dedicado ese primer período a la materia inerte. Hechizado hasta entonces por el puente y los elementos del paisaje estrechamente vinculados a la natura operación, sintió súbitamente una profunda desazón ante el espectáculo de sus desgraciados hermanos, a los que observaba con sus prismáticos afanándose en el campamento, reducidos a un abyecto estado de esclavitud. Conocía bien los métodos aplicados por los nipones en los campamentos. Una multitud de informes secretos detallaban las interminables atrocidades cometidas por los vencedores.

– ¿Ha presenciado alguna escena brutal? -inquirió Shears.

– No, sir, probablemente no era el día adecuado. No obstante, me sobrecogió pensar que llevan trabajando así durante meses, con ese clima, mal alimentados, en míseras viviendas, sin ningún tipo de cuidados y bajo la amenaza de terribles castigos.

Hizo un repaso de todos los grupos, examinando con los prismáticos a cada uno de los hombres. Quedó horrorizado del estado en que se encontraban. Number One frunció el ceño.

– En nuestro trabajo no hay lugar para demasiadas emociones, Joyce.

– Lo sé, sir, pero es como le digo, son unos verdaderos sacos de huesos. La mayoría tienen los miembros cubiertos de heridas y llagas. Algunos apenas pueden mantenerse en pie. A nadie, en nuestra parte del planeta, se le ocurriría obligar a realizar una obra a unos hombres en un estado físico tan deplorable. ¡Tendría que verlos, sir! Daban ganas de llorar. Los hombres del equipo que tira de las cuerdas para clavar los últimos pilares… Unos esqueletos, sir. Nunca había visto un espectáculo tan horrendo. Es un crimen abominable.

– No se preocupe por ello -dijo Shears-. Los japoneses lo pagarán a su debido tiempo.

– Sin embargo, sir, su actitud me ha causado un gran asombro. Pese a su evidente decaimiento físico, ninguno de ellos parecía realmente abatido. Los he observado bien. Ignoran la presencia de sus guardias, haciendo de ello una cuestión de honor. Ésa es exactamente la impresión que me ha dado, sir: actúan como si los japoneses no estuvieran presentes. Se pasan en la obra desde el amanecer hasta la caída de la noche… y así desde hace meses, sin un día de descanso, probablemente… pero sus rostros no reflejaban desesperanza alguna. A pesar de su vestimenta y su penoso estado físico, no dan la impresión de ser esclavos, sir. He observado bien sus miradas…

Los tres guardaron silencio un buen momento, sumidos en sus propias reflexiones.

– El soldado inglés dispone de inagotables recursos en la adversidad -concluyó Warden.

– ¿Realizó alguna otra observación? -preguntó Shears.

– Los oficiales, los ingleses, quiero decir, sir. Ellos no trabajan, sino que están al mando de sus hombres, quienes parecen estar mucho más atentos a ellos que a los guardias. Van en uniforme.

– ¿En uniforme?

– Con las insignias, sir. Pude reconocer todos los rangos.

– ¡Caramba!… -exclamó Shears-. Los tailandeses habían indicado ese punto, pero no había querido creerles. En los otros campamentos, han hecho trabajar a todos los prisioneros, sin excepción… ¿Había oficiales superiores?

– Un coronel, sir. Con casi toda seguridad, el coronel Nicholson, de cuya presencia nos habían informado, y que fue torturado a su llegada. No abandonó la obra en ningún momento. Sin duda, se encuentra ahí para interponerse, en caso necesario, entre sus hombres y los japoneses, porque tienen que haberse producido incidentes… ¡Debería haber visto el aspecto de esos centinelas, sir! Verdaderos simios disfrazados, con una forma de arrastrar los pies y de contonearse que no tenía nada de humano… El coronel Nicholson, por su parte, muestra una sorprendente dignidad… Un líder a ojos vistas, sir.

– Ciertamente se precisa una inusual autoridad y excepcionales cualidades para mantener la moral en semejantes condiciones -afirmó Shears-. Yo también me saco el sombrero.

Joyce había tenido otros motivos para el asombro en el curso de esa jornada. Prosiguió entonces con su relato, a todas luces deseoso de hacer partícipes a los dos compañeros de su sorpresa y admiración.

– En un momento determinado, un prisionero de un equipo alejado atravesó el puente para ir a hablar con el coronel. Se puso firme a seis pasos de él, sir, con su extraña vestimenta. No resultó ridículo. Un japonés se acercó entonces dando gritos y haciendo molinetes con su fusil. Seguramente el hombre había abandonado su grupo sin permiso. El coronel Nicholson miró al guardia con un gesto bastante expresivo, sir. Vi la escena con todo detalle. El guardia no insistió, se limitó a marcharse. ¡Increíble! Aún hay más: poco antes de caer la tarde, apareció un coronel japonés en el puente; probablemente Saíto, del que nos han destacado su temible brutalidad. Pues bien, y no le miento, sir, se aproximó al coronel Nicholson en actitud de deferencia… Lo ha oído bien, de deferencia. Determinados detalles no dejan lugar a dudas. El coronel Nicholson saludó primero y el otro le respondió precipitadamente, y casi con timidez. ¡Lo vi perfectamente! Luego pasearon el uno al lado del otro. El japonés daba la impresión de ser un subalterno que recibía órdenes. Presenciar todo esto me ha llenado de alegría, sir.

– Digamos que a mí tampoco me contraría -murmuró Shears.

– ¡A la salud del coronel Nicholson! -dijo súbitamente Warden alzando su vaso.

– Tiene razón, Warden, a su salud, y a la de los quinientos o seiscientos desventurados que están viviendo un infierno a causa de ese maldito puente.

– Es una pena, en cualquier caso, que el coronel Nicholson no nos pueda ayudar.

– Tal vez sea una pena, pero usted conoce bien nuestros principios, Warden; debemos actuar solos… Pero volvamos un poco al puente.

Siguieron hablando del puente toda la velada. Estudiaron febrilmente los bocetos de Joyce, pidiéndole una y otra vez que aclarara algún detalle en concreto, cosa que éste efectuaba sin vacilar. Hubiera podido dibujar de memoria todas y cada una de las piezas de esa construcción, y describir cada remolino del río. Comenzaron a discutir el plan que habían ideado, haciendo una lista de todas las operaciones necesarias, detallando cada una en profundidad y esforzándose por adivinar todos los accidentes imprevisibles que pudieran surgir a última hora. Seguidamente, Warden se ausentó para recoger unos mensajes en el puesto instalado en una habitación contigua. Joyce dudó un momento.

– Sir -dijo finalmente-, yo soy el mejor nadador de los tres y ahora conozco el terreno…

– Eso lo veremos más tarde -dijo Number One, interrumpiéndole.

Joyce estaba al límite de sus fuerzas. Shears se dio cuenta de ello al verle tambalearse de camino a su cama. Tras un tercer día dedicado a espiar, tumbado boca abajo entre la maleza, había tomado por la noche el camino de vuelta y regresó al acantonamiento de un tirón. Apenas se había detenido para comer. Por su parte, los tailandeses tuvieron que emplearse a fondo para soportar el ritmo impuesto por él. Ahora estaban ocupados relatando, llenos de admiración, la manera en que el joven blanco había conseguido agotarles.

– Debe descansar -insistió Number One-. No serviría de nada que se matara ahora. Nos va a hacer falta toda su energía. ¿Por qué ha vuelto tan rápido?

– El puente estará terminado probablemente en menos de un mes, sir.

Joyce se quedó dormido de golpe, sin siquiera deshacerse del maquillaje que le hacía irreconocible. Shears se encogió de hombros y no trató de despertarlo. Permaneció a solas, reflexionando intensamente sobre la distribución de los papeles para la escena a representar en el valle del río Kwai. Aún no había tomado ninguna decisión cuando Warden regresó y le tendió varios mensajes que acababa de descifrar.

– Parece que la fecha se va aproximando, Shears. Información del centro de operaciones: el ferrocarril está terminado en la mayoría de los tramos. La inauguración tendrá lugar, con toda probabilidad, en cinco o seis semanas. Un primer tren repleto de tropas y de generales. Una pequeña celebración… Un importante arsenal de munición, también. No parece nada mal. El centro de operaciones aprueba todas sus iniciativas y le da entera libertad. La aviación no intervendrá. Nos mantendrán al corriente a diario… ¿Y el niño?, ¿duerme?

– No lo despierte. Merece un poco de descanso. Se las ha arreglado muy bien… En su opinión, Warden, ¿cree que se puede contar con él en «todo tipo» de circunstancias?

Warden reflexionó antes de contestar.

– Mi impresión es buena, pero no se puede afirmar nada «de antemano», usted lo sabe igual que yo. Comprendo perfectamente lo que quiere decir. Se trata de saber si es capaz de tomar una decisión difícil en unos segundos, incluso en menos tiempo, y si está preparado para ejecutarla… ¿Por qué me lo pregunta?

– Me ha dicho: «Yo soy el mejor nadador de los tres», y no era un alarde. Es cierto.

– Cuando me enrolé en la Unidad 316 -masculló Warden-, desconocía que hacía falta ser campeón de natación para tener un papel protagonista. Dedicaré las próximas vacaciones a entrenarme.

– Hay también una razón psicológica. Si no se lo permito, perderá confianza en sí mismo y no hará nada a derechas en mucho tiempo. Uno nunca puede estar seguro «de antemano», como usted dice… ni siquiera él… y la espera por saber quién es el elegido le consume… Lo esencial, naturalmente, es que cuente con las mismas opciones de alcanzar el éxito que nosotros. Estoy convencido… y, por supuesto, de escapar indemne. Lo decidiremos dentro de unos días. Quiero ver cómo se encuentra mañana. Más vale que no le hablemos del puente durante un tiempo… No me agrada demasiado verle conmoverse por la desgracia de los prisioneros. ¡Ah, ya sé lo que me va a decir!… El sentimiento es una cosa, y la acción otra bien distinta. En cualquier caso, tiene tendencia a exaltarse… a verlo todo a través de su imaginación. ¿Comprende lo que quiero decir?… Le da demasiadas vueltas a las cosas.

– No se pueden establecer reglas generales en este tipo de misiones -afirmó el juicioso Warden-. En ocasiones, la imaginación, e incluso la reflexión, dan buen resultado, aunque no siempre…

IV

El estado de salud de los prisioneros preocupaba también al coronel Nicholson, por lo que se dirigió al hospital para hablar de ello con el médico.

– Esto no puede seguir así, Clipton -dijo en un tono serio, casi severo-. Es evidente que un hombre gravemente enfermo no puede trabajar, pero todo tiene su límite. ¡Usted ha puesto en reposo a la mitad de mis efectivos! ¿Cómo quiere que terminemos el puente en un mes? Soy consciente de que la obra ha avanzado considerablemente, pero todavía queda mucho, y con esos equipos mermados los trabajos están estancados. Los hombres que se mantienen en la obra empiezan a resentirse en sus fuerzas.

– Écheles un vistazo, sir -repuso Clipton que, al oír esas palabras, se vio obligado a serenarse para conservar su flema habitual y la actitud respetuosa que todos los subordinados deben a un coronel, independientemente de su rango o función-. Si no atendiera más que a mi conciencia profesional o a la simple humanidad, declararía incapaces de todo esfuerzo no a la mitad, sino a la totalidad de sus efectivos. Sobre todo, para un trabajo como el que están haciendo aquí.

Durante los primeros meses, la construcción se había desarrollado a un ritmo acelerado, sin otro obstáculo que los incidentes ocasionados por algunas oscilaciones de humor de Saíto. Éste se creía a veces obligado a reconquistar su autoridad sacando del alcohol el coraje necesario para mostrarse cruel y superar así sus complejos. No obstante, los accesos eran cada vez más raros, puesto que había quedado bien patente que las manifestaciones violentas eran perjudiciales a la ejecución del puente. Dicha ejecución había ido adelantada durante bastante tiempo con respecto al calendario fijado por el comandante Hughes y el capitán Reeves, como resultado de una eficaz colaboración, aunque no exenta de fricciones. Por otra parte, el clima, la naturaleza de los esfuerzos requeridos, el régimen alimentario y las condiciones de vida habían afectado notablemente a la salud de los hombres.

Su estado físico empezaba a ser preocupante. Privados de carne, salvo cuando los indígenas del poblado vecino acudían a vender alguna vaca raquítica, privados de mantequilla y privados de pan, los prisioneros, cuya alimentación a veces consistía en arroz a secas, se habían visto poco a poco reducidos a esa condición esquelética que tanto había impresionado a Joyce. El trabajo de esclavo consistente en tirar todo el día de una cuerda para alzar una pesada maza, que se precipitaba interminablemente acompañada de un estruendo obsesivo, se había convertido en una verdadera tortura para los hombres de este equipo. Había otros que tampoco habían corrido mejor suerte, en particular los que tenían que permanecer durante horas en un andamiaje medio sumergido en el agua, con la misión de sujetar los pilares mientras el martinete caía una y otra vez, dejándoles prácticamente sordos.

La moral de la tropa era aún relativamente alta, gracias al ardor de ciertos mandos como el teniente Harper que, rebosante de brío y energía, se prodigaba todo el día con vigorosas palabras de aliento en un tono jovial, siempre dispuesto a arrimar el hombro y a poner manos a la obra personalmente, él que era oficial, tirando de la cuerda con todas sus fuerzas para ayudar a los más débiles. Había incluso ocasión para las situaciones cómicas, como, por ejemplo, cuando el capitán Reeves se acercaba con su plano, su regla graduada, su nivel y otros instrumentos fabricados por él mismo, y luego se deslizaba a ras del agua sobre un andamio tambaleante para tomar medidas, seguido por el pequeño ingeniero japonés, que se había convertido en su sombra y que imitaba todos sus gestos, anotando gravemente sus cifras en un cuaderno.

Dado que la actitud de los oficiales se inspiraba directamente en la del coronel, era éste en resumidas cuentas quien tenía entre sus poderosas manos el destino del puente. El coronel Nicholson lo sabía y sentía el legítimo orgullo del superior que ama y busca las responsabilidades, pero también, y en igual medida, soportaba todo el peso de las cargas unidas a este honor y a este puesto.

El número creciente de enfermos ocupaba un lugar preeminente en sus preocupaciones. Estaba asistiendo, ante sus mismos ojos, al desfondamiento literal de sus tropas. Lentamente, día a día, hora a hora, un poco de la sustancia viva de cada prisionero se separaba del organismo humano para disolverse en el universo material. Ese universo de tierra, de vegetación monstruosa, de agua y de atmósfera húmeda atestada de mosquitos no parecía percibir dicho enriquecimiento. Se trataba, desde un punto de vista aritmético, de un riguroso intercambio de moléculas, pero la pérdida, dolorosamente sensible, del orden de decenas de kilogramos multiplicado por quinientos, no se traducía aparentemente en ganancia alguna.

Clipton temía el brote de una epidemia grave, por ejemplo, de cólera, como había ocurrido en otros campamentos. Hasta el momento se había evitado dicho azote gracias a una rigurosa disciplina, pero los casos de malaria, disentería y beriberi habían dejado de ser excepciones. Por cada día que pasaba, juzgaba indispensable declarar indisponibles a un mayor número de hombres, a los que ordenaba el reposo. En el hospital se las había arreglado para prestar una asistencia bastante aceptable a aquellos que podían comer, gracias a unos pocos paquetes de la Cruz Roja, reservados para los enfermos, que se habían salvado del saqueo de los japoneses. Pero, antes que nada, el reposo en sí era un bálsamo para ciertos prisioneros a los que el «martinete», después de destrozarles los músculos, había afectado seriamente a su sistema nervioso, causándoles alucinaciones y forzándoles a vivir en una eterna pesadilla.

El coronel Nicholson, que estimaba a sus hombres, en un primer momento había apoyado a Clipton con todo el peso de su autoridad para justificar esas ausencias antes los japoneses. Con objeto de prevenir las posibles protestas de Saíto, había exigido a los hombres aptos para el trabajo un esfuerzo suplementario.

Sin embargo, desde hacía ya bastante tiempo, estaba convencido de que Clipton exageraba. No escondía su sospecha de que Clipton se excedía en sus atribuciones de médico, que su debilidad le llevaba a declarar enfermos a prisioneros que hubieran podido contribuir con sus servicios. Un mes antes de la fecha fijada para el término de las obras no era ciertamente el momento más adecuado para aflojar. Esa mañana había ido al hospital para ver con sus propios ojos, poner las cosas claras con Clipton y, en caso necesario, hacer recapacitar al médico, con firmeza, pero también con el tacto que un comandante especialista merece en un asunto delicado.

– Vamos a ver. Éste, por ejemplo -dijo en referencia a un enfermo, tras hacer un alto-. ¿Cuál es tu problema, muchacho?

Se paseaba entre dos filas de prisioneros que descansaban en camas de bambú. Unos tiritaban de fiebre, otros, inertes y cubiertos por unas miserables mantas, dejaban ver sus rostros cadavéricos. Clipton intervino con presteza en un tono bastante firme.

– Cuarenta de fiebre esta noche, sir. Malaria.

– Bien, bien -dijo el coronel prosiguiendo su marcha-. ¿Y ése de ahí?

– Úlceras tropicales. Ayer le tuve que horadar la pierna… con un cuchillo. No dispongo de otro instrumento. Le hice un agujero donde cabría una pelota de golf, sir.

– Así que es ése. Ayer por la noche escuché gritos -murmuró el coronel Nicholson.

– En efecto. Cuatro compañeros tuvieron que sujetarle. Espero poder salvarle la pierna, pero no estoy seguro de lograrlo -añadió en voz baja-. ¿Realmente desea que lo envíe al puente, sir?

– No diga tonterías, Clipton. Evidentemente, si es su opinión de profesional, no insistiré… Entiéndame. No se trata de hacer trabajar a los enfermos o a los heridos graves. Lo que quiero decir es que no podemos olvidar que hay una obra que terminar en el plazo de un mes, lo cual requerirá un gran esfuerzo, soy consciente de ello, pero no puedo hacer nada por cambiarlo. Por consiguiente, cada vez que me quita un hombre de la obra, los demás deben enfrentarse a un trabajo un poco más duro. Es importante que lo tenga siempre presente, ¿comprende? Aunque alguno de ellos no esté en plena forma física, puede siempre resultar de utilidad efectuando tareas más sencillas, una instalación de precisión, por ejemplo, o dando un último retoque… Hughes va a iniciar en breve el pulimentado del puente…

– Supongo que lo hará pintar, sir…

– Eso está descartado, Clipton -dijo el coronel con vehemencia-. Sólo podríamos encalarlo, y ello lo convertiría en una apetitosa diana para la aviación. Parece olvidar que estamos en guerra.

– Es cierto ser. Estamos en guerra.

– No, nada de lujos. Me he opuesto a ello. Basta con que la construcción esté bien hecha, que tenga un buen acabado… He venido para decírselo, Clipton. Hay que hacer comprender a los hombres que se trata de una cuestión de solidaridad… ¿Y ése, por ejemplo?

– Una herida muy fea en el brazo que se ha hecho levantando las vigas de su condenado puente de los mil demonios, sir -estalló Clipton-. Tengo a unos veinte como él. Evidentemente, en el estado general en que se encuentran, las heridas no cicatrizan y se infectan. No dispongo de nada para cuidarlos adecuadamente.

– Me pregunto -dijo el coronel, siguiendo el hilo de su pensamiento y haciendo oídos sordos a lo inapropiado de ese lenguaje- si, en un caso como éste, el aire libre y una ocupación razonable no favorecería su restablecimiento mejor que la inmovilidad y el enclaustramiento en su choza. Dígame, Clipton, ¿qué piensa de ello? Después de todo, entre nosotros nunca se hospitaliza a un hombre por un arañazo en el brazo. Estoy convencido de que, si recapacita, acabará siendo de mi parecer.

– Entre nosotros, sir… entre nosotros… ¡Entre nosotros…!

Clipton elevó los brazos al cielo en un gesto de impotencia y desesperación. El coronel lo llevó entonces a la pequeña habitación que hacía las veces de enfermería, lejos de los enfermos. Ahí siguió abogando por su causa y apelando a todas las razones que un mando puede invocar en semejante situación, cuando su intención, más que ordenar, es convencer. Finalmente, viendo que Clipton no parecía muy convencido, le asestó su argumento más poderoso: si persistía en su conducta, los japoneses se encargarían personalmente de vaciar el hospital; y lo harían indiscriminadamente.

– Saíto me ha amenazado con adoptar medidas draconianas -afirmó.

Era una mentira piadosa. Saíto, a estas alturas, ya había renunciado a la violencia, después de haber comprendido que no le llevaría a ningún sitio y, en el fondo, muy satisfecho de ver cómo se levantaba, oficialmente bajo su dirección, la más bella construcción de la vía férrea. El coronel Nicholson dio por buena esa deformación de la verdad, aunque no pudo evitar un cierto remordimiento de conciencia. No podía permitirse descuidar ninguno de los factores que podían contribuir a la terminación del puente, ese puente que simbolizaba el espíritu indomable que nunca se confiesa vencido, el espíritu que siempre se desvive por probar con acciones la invulnerable dignidad de su condición; ese puente al que no le faltaba más que varias decenas de pies para abarcar de un trazo continuo el valle del río Kwai.

Ante esa amenaza, Clipton maldijo a su coronel, pero cedió. Desalojó de su hospital a una cuarta parte de sus enfermos, aproximadamente, pese a la terrible desazón que le invadía cada vez que tenía que elegir. De esa forma, devolvió a la obra un amasijo de lisiados, heridos leves y hombres con fiebre afectados crónicamente por la malaria, pero capaces de andar.

No hubo protestas. La fe en el coronel era de aquellas que mueven montañas, edifican pirámides, catedrales, puentes y hacen trabajar a moribundos con una sonrisa en los labios. El llamamiento a la solidaridad bastó para convencerlos. Retomaron sin rechistar el camino del río. Unos infortunados soldados, con un brazo inmovilizado por vendajes sucios y mal colocados, agarraron la cuerda del martinete con su única mano hábil y empezaron a tirar de ella al compás, echando el resto que les quedaba de ánimo y fuerzas, ayudándose de todo su menguado peso y sumando el sacrificio de ese doloroso esfuerzo a los sufrimientos que, poco a poco, encaminaban hacia su perfección al puente sobre el río Kwai.

Gracias a este nuevo impulso, el puente fue rápidamente terminado. En breve sólo restaría dar los «últimos retoques», en palabras del coronel, para que la obra presentara ese «acabado» en que un observador experimentado reconoce de inmediato, en cualquier parte del mundo, la maestría de los europeos y la preocupación por la comodidad típica de los anglosajones.

CUARTA PARTE EL GRAN GOLPE

I

Unas semanas después de la expedición de Joyce, Warden recorrió el mismo itinerario que el aspirante. Tras una agotadora ascensión, él también alcanzó el punto de observación. Tumbado entre los helechos, pudo contemplar el puente sobre el río Kwai, que se extendía debajo de él.

Warden era todo lo opuesto a un romántico. Nada más llegar, se limitó a echarle un rápido vistazo, el tiempo suficiente para reconocer con satisfacción la construcción dibujada por Joyce y verificar que estaba finalizada. Le acompañaban cuatro partisanos. Warden les comunicó que, por el momento, no necesitaría su ayuda. Se colocaron en su posición favorita, encendieron la pipa de agua y observaron plácidamente los movimientos de Warden.

Primero instaló el puesto de radio y entró en contacto con varias estaciones. Una de ellas, inestimable por encontrarse en un país bajo ocupación, le suministraba directamente, todos los días, indicaciones sobre la inminente salida del largo convoy que habría de inaugurar el ferrocarril de Birmania y Tailandia. Los mensajes recibidos le tranquilizaron. No había contraorden alguna.

Seguidamente, instaló su saco de dormir y su mosquitero lo más cómodamente posible, colocó meticulosamente varios objetos de higiene personal y dispuso de la misma manera las pertenencias de Shears, que se uniría a él sobre esa misma cumbre. Warden era una persona previsora, mayor que Joyce y más sereno. Además, contaba con más experiencia. Conocía la selva, puesto que en el pasado había realizado varias expediciones durante sus vacaciones de profesor. Era consciente del valor que puede tener, en ocasiones, un cepillo de dientes para un europeo, así como del número de días suplementarios que permite resistir un acomodamiento adecuado y una taza de café caliente por la mañana. Si, tras el golpe, se vieran acosados, tendrían que abandonar sus civilizados utensilios, cosa que no tendría la más mínima importancia, ya que habrían contribuido a mantenerlos en plena forma hasta el momento de la acción. Satisfecho de su instalación, se puso a comer, durmió tres horas y, a continuación, se dirigió de nuevo al punto de observación, reflexionando sobre los medios más apropiados para cumplir su misión.

El grupo de la Unidad 316 se separó siguiendo el plan trazado por Joyce, un plan que fue cien veces retocado, acordado en última instancia por el trío y autorizado, un día, finalmente, por Number One. Shears, Joyce y dos voluntarios tailandeses, acompañados de varios portadores, se dirigieron en caravana hacia un punto situado a bastante distancia, río arriba, respecto al puente, dado que el embarque de los explosivos no debía efectuarse cerca del campamento. Fueron lo suficientemente lejos, siguiendo un complicado itinerario, para evitar también las aldeas indígenas. Los cuatro hombres comenzarían a descender en dirección al puente por la noche, con el fin de preparar el dispositivo. Sería totalmente errado creer que el sabotaje de un puente es una operación simple. Joyce permanecería oculto en la orilla enemiga, a la espera del tren. Shears se uniría a Warden, y ambos se ocuparían de proteger la retirada.

Warden debía instalarse en el punto de observación, mantener el contacto por radio, espiar los movimientos en torno al puente y buscar emplazamientos donde cubrir el repliegue de Joyce. Su misión no había sido delimitada rigurosamente. Number One le había dejado una cierta iniciativa. Actuaría según lo que más conviniera, de acuerdo a las circunstancias.

– Si ve que existe la posibilidad de realizar una acción secundaria, sin riesgo de ser descubierto, claro está, no se lo prohibiré -dijo Shears-.

Los principios de la Unidad 316 siguen siendo los mismos, pero recuerde que el puente es el objetivo número uno y que, bajo ningún concepto, habrá de comprometer las opciones de éxito sobre ese punto. Confío en usted para que actúe, al mismo tiempo, de manera sensata y activa.

Sabía que podía contar con Warden y que éste sería, al mismo tiempo, activo y sensato. Warden, cuando disponía de tiempo para ello, sopesaba metódicamente las consecuencias de todos sus movimientos.

Tras un primer examen general de la situación, Warden decidió colocar sobre esa misma cima los dos pequeños morteros de los que disponía, una especie de artillería de bolsillo, así como mantener dos partisanos tailandeses sobre ese puesto a la hora del gran golpe, con objeto de rociar de metralla los restos del tren, las tropas que intentaran escapar tras la explosión y los soldados que se lanzaran en su auxilio.

Ello entraba perfectamente dentro de las competencias que su jefe implícitamente le había asignado al evocar los principios inmutables de la Unidad 316. Dichos principios podrían resumirse de la siguiente manera: «Nunca considerar completamente concluida una operación. Nunca sentirse satisfecho mientras exista la posibilidad de causar un daño al enemigo, por mínimo que sea». (El «acabado» anglosajón era muy apreciado en este ámbito, como en muchos otros). Ahora bien, en el presente caso era evidente que una lluvia de pequeños obuses procedentes del cielo sobre los supervivientes serviría para desmoralizar completamente al enemigo. La posición dominante del punto de observación era casi providencial en ese aspecto. Warden veía igualmente otra ventaja importante en la prolongación del golpe: haría desviar la atención de los japoneses, ayudando indirectamente así a cubrir la retirada de Joyce.

Se arrastró un buen rato entre los helechos y los rododendros salvajes, hasta encontrar emplazamientos que le satisficieron completamente. Tras haberlos hallado, llamó a los tailandeses y eligió a dos de ellos, a los que les explicó con toda claridad lo que deberían hacer cuando llegara el momento. Éstos comprendieron rápidamente y dieron muestras de apreciar su idea.

El reloj rondaba las cuatro de la tarde cuando Warden finalizó sus preparativos. A continuación, comenzó a meditar sobre las disposiciones siguientes. Sin embargo, justo en ese momento pudo oír una música que subía por el valle, razón por la cual retomó su observación y se puso a espiar con los prismáticos los movimientos de amigos y enemigos. El puente estaba desierto, pero sobre la otra orilla, en el campamento, reinaba una extraña agitación. Warden comprendió de inmediato que, a fin de celebrar la feliz conclusión de la obra, los prisioneros habían sido autorizados, o tal vez obligados, a montar una fiesta. Un mensaje recibido días antes dejaba entrever la posibilidad de esas festividades, decretadas por la indulgencia de Su Majestad Imperial.

La música provenía de un tosco instrumento, con toda seguridad fabricadoin situ con medios improvisados, pero la mano que rasgaba las cuerdas era europea. Warden conocía los ritmos bárbaros de los japoneses lo suficientemente bien como para no equivocarse. Además, pronto llegó a sus oídos el eco de las canciones. Una voz debilitada por las privaciones, pero de un acento inconfundible, entonaba antiguos aires escoceses. A través del valle se elevaba una conocida cantinela, repetida a continuación por un coro. Ese conmovedor concierto, escuchado en la soledad del punto de observación, compungió profundamente a Warden, que intentó disipar de su cabeza la melancolía y, de hecho, lo logró concentrándose sobre los elementos necesarios para su misión. Los acontecimientos sólo le interesaban por su relación con la ejecución del gran golpe.

Poco antes de la puesta de sol, tuvo la sensación de que se preparaba un banquete. Había prisioneros afanándose en torno a las cocinas y se podía observar un tumulto del lado de las barracas japonesas, donde se agrupaban varios soldados que dejaban escapar gritos y risas. Desde la entrada del campamento, los centinelas les lanzaban miradas golosas. Parecía evidente que los nipones también se disponían a celebrar el fin de las obras.

La mente de Warden se puso a trabajar con celeridad. Su cualidad de hombre ponderado no le impedía coger al vuelo las ocasiones que se presentaban. Adoptó las medidas necesarias para actuar esa misma noche de acuerdo a un plan rápidamente definido, aunque éste ya había sido objeto de consideración mucho antes de su llegada al punto de observación. En un rincón del mundo lejano y aislado como ése, con un jefe alcohólico como Saíto y unos soldados sometidos a un régimen casi igual de severo que los prisioneros, llegó a la conclusión, a partir de su profundo conocimiento de la estirpe humana, de que todos los japoneses estarían borrachos como cubas antes de llegar la medianoche. Se trataba de una circunstancia particularmente propicia para intervenir con el mínimo de riesgo, como le había recomendado Number One, y para preparar varios de esos artefactos secundarios, objeto de predilección de todos los miembros de la Unidad 316, trampas que harían las veces de sabrosa guinda del golpe principal. Warden ponderó sus opciones y concluyó que sería irresponsable no aprovechar esa milagrosa coincidencia. Decidió, así pues, bajar en dirección al río y comenzar a preparar un material ligero… Además, pese a ser hombre de ciencia, ¿no habría de acercarse él también a ese puente, aunque sólo fuera una vez?

Alcanzó la base de la montaña poco antes de la medianoche. La fiesta se había desarrollado según sus previsiones. Siguió las diferentes etapas de la celebración por la intensidad del bullicio que llegaba a sus oídos durante su silenciosa marcha: unos salvajes alaridos, cual parodia de los coros británicos, que se habían apagado ya hacía un buen rato. Ahora todo estaba en silencio. Escondido en compañía de dos partisanos que lo habían seguido por detrás de la cortina de árboles, oyó esos alaridos por última vez no lejos de la vía férrea, que tras atravesar el puente continuaba paralela al río, tal como había explicado joyce. Cargados con el material, los tres hombres se dirigieron con precaución hacia la vía.

Warden estaba convencido de que podría operar con total seguridad. Sobre esa margen del río no había presencia enemiga alguna. Los japoneses habían gozado de tal calma en ese rincón apartado del mundo que habían llegado a perder por completo su desconfianza. En ese momento, todos los soldados, e incluso la totalidad de los oficiales, estaban con toda seguridad tirados en algún sitio y completamente inconscientes. Warden colocó de centinela a uno de los tailandeses, por si acaso, y se puso metódicamente a trabajar, ayudado por el otro.

Su proyecto era simple y clásico. Es la primera operación que se enseña a los alumnos de la escuela especial de «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» de Calcuta. Es fácil separar los guijarros que forman el balasto de una vía, a ambos lados y por debajo del raíl, abriendo así una pequeña fosa, donde insertar una carga deplástico que se adherirá a la cara inferior de dicho raíl. Ahí radica la virtud de ese compuesto químico: una carga de apenas un kilogramo, adecuadamente colocada, es suficiente. La energía almacenada en esa pequeña masa se libera bruscamente por el efecto de un detonador en forma de gas, cuya velocidad alcanza varios miles de metros por segundo. Ni el acero más robusto resiste, sino que queda pulverizado por esa súbita explosión.

Se fija un detonador en elplástico (es tan fácil introducirlo como clavar un cuchillo en la mantequilla). Un cordón, conocido como «instantáneo», lo conecta a un pequeño artefacto de asombrosa simplicidad, también oculto en un boquete excavado bajo el raíl. Dicho objeto está compuesto básicamente por dos láminas, separadas por un robusto resorte. Entre ambas se sitúa el cebo. Una de las láminas hace contacto con el metal, mientras que la otra se inmoviliza con una sólida piedra. El cordón detonador se entierra. Un equipo de dos expertos puede instalar el dispositivo en media hora. Si el trabajo se realiza con cuidado, el mecanismo es invisible.

Cuando la rueda de una locomotora pasa por encima del aparato, la lámina superior queda aplastada contra la otra. El cebo encendido activa el detonador por medio del cordón, y elplástico explota. Una sección de acero queda pulverizada y el tren descarrila. Con un poco de suerte y una carga un poco más fuerte, se puede derribar la locomotora. Una de las ventajas de este sistema es que la activación la realiza el propio tren, por lo que el agente encargado de instalarlo puede hallarse a varios kilómetros del lugar. Otra ventaja: no se activa intempestivamente por la pisada de un animal, sino que se precisa un peso muy considerable, como el de una locomotora o un vagón.

Warden el experto, Warden el calculador razonaba de la siguiente manera: el primer tren vendrá de Bangkok por la orilla derecha. De acuerdo a lo previsto, saltará en pedazos con el puente y se desplomará en el río. Ése es el objetivo número uno. Seguidamente, la vía quedará cortada y la circulación interrumpida. Los japoneses se emplearán a fondo para reparar los daños. Querrán hacerlo lo más rápidamente posible, para restablecer el tráfico y vengar ese atentado, que supondrá un duro golpe a su prestigio en el país. Desplazarán una gran cantidad de equipos y trabajarán sin descanso. Se afanarán durante días, semanas o incluso meses. Cuando la vía por fin quede despejada y el puente reconstruido, pasará un nuevo convoy. El puente resistirá esta vez, pero, poco después, saltará por los aires el segundo tren. Ello, con toda certeza, tendrá un efecto psicológico devastador, aparte de los daños materiales.

Warden colocó una carga un poco más fuerte de la estrictamente necesaria, disponiéndola de forma que el descarrilamiento se produjera del lado del río. Si los dioses fueran propicios, era posible que la locomotora y varios de los vagones se precipitaran al agua.

Warden terminó rápidamente la primera parte de su programa. Era muy ducho en este tipo de trabajos. Había dedicado muchas horas a entrenarse, desplazando guijarros sin hacer ruido, modelando elplástico e instalando mecanismos. Actuó de forma casi mecánica y pudo constatar con satisfacción que el partisano tailandés, un principiante, le estaba resultando de gran ayuda. Su instrucción había sido realizada adecuadamente y Warden, el profesor, se regocijaba de ello. Aún le quedaba bastante tiempo antes de las primeras luces del amanecer. Había llevado un segundo artilugio del mismo tipo, si bien un poco diferente. Sin dudarlo un momento, fue a instalarlo a varios cientos de metros de ese lugar, en dirección opuesta al puente. Hubiera sido un crimen no aprovechar una noche de esas características.

Warden el previsor reflexionó de nuevo. Tras dos atentados en el mismo sector, el enemigo, en general, está sobre aviso y procederá a una inspección metódica de la línea. Pero nunca se sabe. A veces, muestra rechazo a conjeturar sobre un tercer atentado, puesto que ya ha sufrido dos. Por otra parte, si el artefacto está bien camuflado, puede pasar desapercibido incluso ante un examen minucioso, a no ser que los rastreadores decidan desalojar todos los guijarros del balasto. Warden colocó su segundo aparato, diferente del primero por estar dotado de un dispositivo para modificar los efectos y producir una sorpresa de otro tipo. Este accesorio era una especie de relé: el primer tren no desencadenaría la explosión, sino que la cebaría. El detonador y elplástico sólo se activarían por el paso del «segundo» convoy. La idea del técnico de la Unidad 316 que elaboró este ingenioso sistema era muy lúcida, lo cual sedujo al espíritu racional de Warden. A menudo, tras una serie de accidentes, el enemigo, después de reparar la línea, hace preceder un convoy importante de uno o dos vagones viejos cargados de piedras, arrastrados por una locomotora sin valor. Al suelo nada le ocurre a su paso. El enemigo, entonces, queda convencido de que la mala suerte ha sido conjurada. Rebosante de confianza, envía sin precaución alguna el tren importante y… mira por dónde, éste salta por los aires…

«Nunca considerar completamente concluida una operación hasta que se haya causado el mayor daño posible al adversario». Así rezaba elleitmotiv de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.». «Ingeníenselas siempre para multiplicar las sorpresas desagradables, para inventar nuevas trampas que siembren la confusión en el adversario, cuando por fin éste quede convencido de que todo ha pasado», repetían sin cesar los jefes de la empresa. Warden había hecho suyas esas doctrinas. Después de plantar su segunda trampa y borrar todas las huellas, siguió dándole vueltas a la cabeza sobre la conveniencia de hacerles alguna jugarreta más.

Había llevado consigo otros artefactos, un poco al azar. Uno de ellos, que poseía en varios ejemplares, consistía en una especie de cartucho encajado en una tablilla móvil, capaz de pivotar en torno a un eje y de cerrarse sobre otra tablilla, fija y dotada de un clavo. Este artefacto tenía como objetivo los viandantes. Había que recubrirlos con una delgada capa de tierra. El funcionamiento no podía ser más simple. El peso de una persona pone en contacto el clavo con el cebo del cartucho. La bala se dispara, atraviesa el pie del paseante o, en el mejor de los casos, le impacta en la frente, si anda con la cabeza inclinada. En Calcuta, los instructores de la escuela especial aconsejaban desperdigar un gran cantidad de esos artilugios en las cercanías de una vía férrea «preparada». Cuando, después de la explosión, los supervivientes (siempre los hay) corrieran despavoridos en todas direcciones, los dispositivos se activarían al azar de su estremecimiento, aumentando de esa forma el pánico.

Warden hubiera deseado plantar todo el lote, pero la prudencia y la sensatez le llevaron a renunciar a esos últimos aditamentos. Existía el riesgo de que fuera descubierto y el objetivo número uno era demasiado importante como para ponerlo en juego. Si un paseante caía en una de esas trampas, atraería de inmediato las sospechas de los japoneses sobre un posible sabotaje.

El alba se acercaba. Warden el juicioso se resignó con un suspiro a dejar la cosa ahí, y puso rumbo al punto de observación. De cualquier manera, se encontraba satisfecho de haber dejado tras de sí un terreno bastante bien preparado, de haberlo aderezado con condimentos que darían un sabor especial al gran golpe.

II

Uno de los partisanos hizo un gesto repentino. Había oído un crujido anormal en el bosque de helechos gigantes que cubría la cima de la montaña. Los cuatro tailandeses permanecieron totalmente inmóviles unos instantes. Warden echó mano a su metralleta, preparado para cualquier eventualidad. Entonces se oyeron tres débiles silbidos un poco más arriba de donde ellos estaban. Uno de los tailandeses respondió y agitó el brazo volviendo su mirada hacia Warden.

– Number One -exclamó.

Un momento más tarde, Shears, acompañado de dos indígenas, se unió al grupo en el punto de observación.

– ¿Dispone de las últimas informaciones? -preguntó impaciente a Warden tan pronto lo vio.

– Todo va bien. No hay cambio alguno. Estoy aquí desde hace tres jornadas. Mañana es el día. El tren partirá de Bangkok por la noche y llegará entorno a las diez de la mañana. ¿Y por su parte?

– Todo está listo -dijo Shears, dejándose caer en el suelo con un suspiro de alivio.

Shears se había sentido aterrorizado ante la posibilidad de que los japoneses hubieran modificado sus planes en el último minuto. Warden, por su parte, vivía en un estado de angustia desde la noche anterior. Sabía que debían dejar listo el golpe por la noche. Había pasado varias horas espiando a ciegas los débiles sonidos que subían del río Kwai, pensando en sus camaradas que habrían de trabajar en el agua, justo debajo de él, analizando una y otra vez las posibilidades de éxito, recreando las diferentes etapas de la operación y tratando de prever los posibles riesgos que podrían dificultar el logro de su empresa. No escuchó nada sospechoso. De acuerdo al programa establecido, Shears se uniría a él al amanecer.

– Me alegra verle por fin. Le esperaba con impaciencia.

– El trabajo nos ha llevado toda la noche.

Warden lo observó con atención y se dio cuenta de que estaba exhausto. Su ropa todavía húmeda echaba humo al contacto con el calor del sol. Su gesto cansado, las profundas ojeras de agotamiento y la barba de varios días le dotaban de un aspecto casi inhumano. Warden le tendió un vasito de alcohol y notó que lo cogía torpemente. Sus manos estaban cubiertas de heridas y arañazos. La piel la tenía arrugada y muy pálida. Le faltaban algunas pequeñas tiras, que habían sido arrancadas. A duras penas podía mover los dedos. Warden le pasó unos pantalones cortos y una camisa seca que había reservado para él y esperó un momento.

– ¿Está seguro de que no hay nada previsto para hoy? -insistió Shears.

– Totalmente. Esta mañana mismo he recibido un mensaje.

Shears bebió un trago y empezó a secarse con cuidado.

– Ha sido una labor muy dura -dijo haciendo un gesto de dolor-. Creo que nunca podré olvidar el frío que hace en el río. Pero todo ha ido bien.

– ¿Y el niño? -preguntó Warden.

– El niño es formidable. No ha flaqueado en ningún momento. Ha sufrido más que yo y no se ha cansado. Ahora se encuentra en su puesto de la orilla derecha del río. Ha insistido en instalarse esta misma noche y de ahí no se moverá hasta que pase el tren.

– ¿Y si lo descubren?

– Está bien escondido. Hay un pequeño riesgo, pero ha optado por aceptarlo. Ahora debe evitar moverse cerca del puente. Por otra parte, el tren puede venir adelantado. Estoy seguro de que esta noche no duerme. Es una persona joven y fuerte. Se encuentra en medio de una espesura a la que sólo se tiene acceso por el río, y la orilla es elevada en esa zona. Desde aquí se debe divisar el lugar. Él sólo puede ver una cosa a través de una abertura en la vegetación: el puente. Además, oirá venir el tren sin problemas.

– ¿Ha estado usted allí?

– Le he acompañado. Tenía razón, es un emplazamiento ideal.

Shears agarró los prismáticos y trató de orientarse en un escenario que no reconocía.

– Es difícil precisar -dijo-. Parece tan diferente. No obstante, creo que se encuentra allí, a unos treinta pies de ese gran árbol rojizo cuyas ramas tocan el agua.

– Ahora todo depende de él.

– Todo depende de él, pero me siento confiado.

– ¿Lleva su puñal?

– Sí, lo lleva. Estoy convencido de que será capaz de utilizarlo, en caso necesario.

– Uno nunca sabe -dijo Warden.

– Eso es cierto, pero así lo creo.

– ¿Y después del golpe?

– Yo he tardado cinco minutos en atravesar el río, pero él nada casi el doble de rápido que yo. Nosotros le protegeremos la vuelta.

Warden puso a Shears al corriente de los diversos preparativos que había realizado. La víspera volvió a abandonar el punto de observación, en esta ocasión antes de que la noche cayera, pero sin adentrarse en la llanura al descubierto. Fue en busca, arrastrándose, del mejor lugar posible para instalar el fusil ametrallador con que contaba el grupo, y con el fin de localizar varios emplazamientos donde los partisanos se apostarían para disparar con sus fusiles a los eventuales perseguidores. Todas las posiciones habían sido meticulosamente marcadas. Esa cortina de fuego, unida a los obuses del mortero, serviría de adecuada protección durante algunos minutos.

Number One dio su visto bueno al conjunto del dispositivo. Seguidamente, puesto que se encontraba demasiado cansado para dormir, se puso a relatar a su amigo el desarrollo de la operación de la noche precedente. Warden le escuchaba con avidez. Esa narración sirvió para consolarle un poco de no haber participado en los preparativos directos. Ya no quedaba nada más que hacer, sólo esperar al día siguiente. Como bien habían señalado, el éxito de la misión dependía ahora de Joyce. De Joyce y del imprevisible azar. Se esforzaron entonces por distraer su impaciencia y olvidar su inquietud con respecto al actor principal que, agazapado entre la maleza, aguardaba sobre la orilla enemiga.

Tras tomar la decisión de la ejecución del golpe, Number One había elaborado un programa detallado. Luego distribuyó las tareas, para que cada miembro del equipo tuviera tiempo de reflexionar y ensayar las maniobras necesarias. De esa forma, llegado el momento, todos serían capaces de mantenerse alerta para enfrentarse a cualquier acontecimiento imprevisto.

Sería infantil creer que se puede volar un puente sin una preparación seria. Warden, como antes hiciera el capitán Reeves, había realizado un plano siguiendo los bocetos e indicaciones de Joyce. Un plano de destrucción, un dibujo a gran escala del puente, con todos los pilares numerados y cada carga deplástico indicada en el lugar exacto que la técnica requería. El ingenioso montaje de los cables eléctricos y de los cordones detonadores encargados de transmitir la explosión había sido señalizado en rojo. Los tres grabaron rápidamente en su mente ese plano.

Number One, sin embargo, no consideraba suficiente dicha preparación teórica, y había hecho realizar varios ensayos nocturnos con un viejo puente abandonado sobre un arroyo, no lejos del acantonamiento. Las cargas deplástico fueron sustituidas, naturalmente, por sacos de tierra. Los hombres encargados de plantar el dispositivo -él, Joyce y los dos voluntarios tailandeses- habían ensayado la aproximación al puente en medio de la oscuridad, nadando en silencio y empujando una ligera balsa de bambú fabricada para la ocasión, sobre la que fijarían el material. Warden hizo las veces de arbitro. Se mostró severo e hizo repetir la maniobra hasta que el abordaje fue perfecto. Los cuatro hombres se acostumbraron de esa manera a trabajar en el agua sin chapoteo alguno, a adherir sólidamente sobre los pilares las cargas ficticias y a unirlas en el complicado sistema de cordones que establecía el plano de destrucción. Number One, finalmente, se dio por satisfecho. Ahora sólo quedaba por preparar el material auténtico y poner a punto un buen número de detalles importantes, como los embalajes herméticos de los objetos susceptibles de entrar en contacto con el agua.

La caravana se puso en marcha. Los guías los llevaron a un punto lejano río arriba respecto al puente, por caminos que sólo ellos conocían, un lugar donde podrían efectuar el embarque con la máxima seguridad. Varios voluntarios indígenas hicieron de portadores.

Elplástico fue dividido en cargas de cinco kilogramos. Cada una de ellas sería aplicada a un pilar. El plano de destrucción establecía la colocación de cargas en seis pilares consecutivos de cada hilera, es decir, un total de veinticuatro cargas. Todos los soportes en una longitud de veinte metros serían destruidos, lo cual era más que suficiente para provocar la desarticulación y desmoronamiento del puente bajo el peso del tren. Shears llevaba consigo, prudentemente, una decena de cargas suplementarias, en previsión de un posible accidente. En caso necesario, las colocarían de la mejor forma posible para causar algunos daños incidentales al enemigo. Él tampoco había olvidado las máximas de la Unidad 316.

Todas esas cantidades no habían sido escogidas al azar; sino determinadas tras diversos cálculos y tras largas discusiones, tomando como punto de partida las medidas recogidas por Joyce durante su reconocimiento. Una tabla, que los tres conocían de memoria, indicaba la carga necesaria para cortar de cuajo una viga de un material determinado, en función de su forma y dimensiones. En este caso, tres kilogramos deplástico, en teoría, serían suficientes. Con cuatro, el margen de seguridad hubiera excedido el habitual en una operación ordinaria. Number One decidió en última instancia aumentar un poco la dosis.

Tenía buenas razones para hacerlo. Un segundo principio de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» establecía que siempre se debían incrementar las cifras de los técnicos. Tras los cursos teóricos, el coronel Green, que regía desde las alturas la escuela de Calcuta, tenía por costumbre, en este aspecto, pronunciar unas palabras dictadas por el sentido común y su propia experiencia de las obras de fábrica.

– Cuando hayan calculado el peso con ayuda de las tablas -señalaba-, dejando siempre un buen margen, añadan luego un poco. En una operación delicada, lo que deben buscar ante todo es una certeza absoluta. Si tienen la menor duda, más vale colocar cien libras de más que una libra de menos. No sería muy inteligente que, después de haberse empleado a fondo, quizá durante varias noches, para instalar su dispositivo, después de haber arriesgado su vida y la de sus hombres, después de haber salido al paso de mil dificultades, no sería muy inteligente, como digo, que la destrucción resultara imperfecta por querer ahorrar un poco de material, o que las vigas sólo quedaran resquebrajadas, pero conservando su posición, lo cual permitiría una rápida reparación. Se lo digo por experiencia. A mí me ocurrió una vez, y no conozco nada que sea más desmoralizador.

Shears se había jurado a sí mismo que esa catástrofe nunca le ocurriría a él, por lo que aplicaba el principio de manera generosa. Por otra parte, tampoco era cuestión de caer en el extremo opuesto y sobrecargar con material inútil a un equipo reducido de hombres.

El transporte por el río no presentaba ninguna dificultad sobre el papel. Una de las numerosas ventajas delplástico es que su densidad es muy similar a la del agua. Un nadador puede remolcar sin esfuerzo alguno una cantidad bastante considerable.

Llegaron al río Kwai con las primeras luces del día, tras lo que mandaron de vuelta a los portadores. Los cuatro hombres esperaron a que se hiciera de noche ocultos en la vegetación.

– Las horas se les deben de haber hecho muy largas -dijo Warden-. ¿Han podido dormir?

– Apenas. Lo hemos intentado, pero usted sabe muy bien cómo se siente uno… cuando la hora se va acercando. Hemos pasado toda la tarde charlando, Joyce y yo. Quería distraer un poco su atención del puente. Teníamos toda la noche para pensar en él.

– ¿De qué han hablado? -preguntó Warden, deseoso de conocer todos los detalles.

– Me ha contado un poco su vida… El muchacho es bastante melancólico en el fondo… Una historia, a fin de cuentas, bastante banal… Ingeniero diseñador en una gran empresa… En fin, nada espectacular. Él tampoco se enorgullece demasiado. Una especie de empleado de oficina. Yo sabía desde el principio que se trataba de algo parecido. Una veintena de jóvenes de su edad que trabajan delante de unas planchas, de la mañana a la noche, en una sala común. ¿Comprende lo que le quiero decir? Cuando no diseñaba, se dedicaba a realizar cálculos… a golpe de formularios y regla. Nada apasionante. No parece haber apreciado demasiado ese puesto… da la impresión de haber recibido la guerra como una oportunidad inesperada. Resulta curioso que un chupatintas haya acabado ocupando un lugar en la Unidad 316.

– También tenemos profesores -dijo Warden-. Me he encontrado con varios como él, y no son de los peores…

– Ni necesariamente los mejores. No se puede decir que haya una regla general. Sin embargo, él no habla de su pasado con amargura… melancólico, ésa es la palabra.

– Sí, yo también estoy convencido. ¿Qué tipo de diseños le hacían dibujar?

– Fíjese en las casualidades del destino: la empresa trabajaba con puentes. ¡Ah! Y no precisamente con puentes de madera. Además, tampoco se encargaba de su construcción. Eran puentes metálicos articulados, un tipo estándar. La firma fabricaba las piezas y se las suministraba a los contratistas, como una caja de mecano, vamos… Él no salía nunca de la oficina. Los dos años anteriores a la guerra, se dedicó a dibujar una y otra vez la misma pieza. Un trabajo especializado, con todo lo que eso conlleva, ¿comprende ahora? Nada para volverse loco de emoción… No se trataba siquiera de una pieza grande, sino de una «vigueta». Así la ha llamado él. Su misión era determinar el perfil que ofrecía la mejor resistencia con el menor peso de metal posible. Eso es, al menos, lo que me ha parecido entender. No soy especialista en esos asuntos. Era una cuestión de ahorro… a la empresa no le gustaba desperdiciar material. ¡Dos años dedicado a eso! Un muchacho de su edad… ¡Si lo hubiera escuchado hablar de su vigueta…! Le temblaba la voz… Estoy convencido, Warden, de que esa vigueta explica en parte su entusiasmo por el trabajo actual.

– He de decir -repuso Warden- que en mi vida he visto a nadie tan ilusionado por la idea de destruir un puente. A veces pienso, Shears, que la Unidad 316 es una creación del cielo destinada a hombres de su clase. Si no existiera, habría que inventarla… Después de todo, a usted, si no se le hubiera atragantado el ejército regular…

– Y usted, si hubiera estado completamente satisfecho con su puesto de profesor en la universidad… En fin, en cualquier caso, cuando la guerra estalló, su vigueta todavía le absorbía todo su tiempo. Me ha explicado con absoluta seriedad que había conseguido, en dos años, ahorrar una libra y media de metal, sobre el papel. No está nada mal, parece, pero sus jefes estimaban que podía rendir aún más. Tendría que haber seguido varios meses con lo mismo… así que se alistó nada más estallar la guerra. Cuando oyó hablar de la existencia de la Unidad 316, no es que se apresurara, Warden, ¡acudió volando! Y pensar que hay personas que no creen en la vocación… En cualquier caso, Warden, resulta curioso. Si no hubiera existido esa vigueta, tal vez en este momento él no estaría tendido entre la maleza, a menos de cien yardas del enemigo, con un puñal a su cintura y al lado de un aparato preparado para hacer saltar todo en mil pedazos.

III

Shears y Joyce siguieron conversando hasta el anochecer, en tanto que los dos tailandeses departían en voz baja, comentando la expedición. A Shears le invadió en varias ocasiones la duda. Se preguntaba si había acertado en su elección, si había escogido al más adecuado para el papel protagonista, a aquel de los tres que tenía más posibilidades de llevar a buen puerto la misión, si no se había dejado llevar por el ardor de sus súplicas.

– ¿Está usted seguro de que será capaz de actuar con la misma resolución que Warden o que yo en cualquier tipo de circunstancia? -le preguntó gravemente una última vez.

– Ahora sí estoy seguro de ello, sir. Déjeme demostrárselo.

Shears no insistió más y mantuvo firme su decisión.

Comenzaron el embarque del material antes del crepúsculo. La orilla estaba desierta. La balsa de bambú, que ellos mismos habían fabricado de acuerdo a sus necesidades, se componía de dos secciones paralelas independientes, con objeto de facilitar su transporte a través de la selva. La montaron en el agua, ajustando sus dos mitades mediante dos cañas transversales amarradas con cuerdas. El conjunto resultaba en una plataforma rígida. Seguidamente, fijaron las cargas con las máxima solidez posible. Otros paquetes contenían las bobinas de cordón, la batería, el cable eléctrico y el manipulador. El material delicado, naturalmente, fue envuelto en un paño impermeable. Por lo que se refiere a los detonadores, Shears había llevado un juego doble. Uno se lo había entregado a Joyce y del otro se hizo cargo él. Los transportaban atados a su cintura, sobre el vientre. Era el único equipamiento realmente frágil, puesto que elplástico, en principio, era resistente a los golpes.

– Se habrán sentido un poco pesados, en cualquier caso, con esos paquetes sobre el estómago -observó Warden.

– Usted sabe que uno no piensa nunca en ese tipo de cosas… Era uno de los riesgos menores de la expedición por el río… Pero créame cuando le digo que hemos tenido que soportar bastantes sacudidas. ¡Malditos tailandeses! Nos habían prometido una vía fácilmente navegable.

De acuerdo a la información suministrada por los indígenas, habían calculado que el trayecto les llevaría menos de media hora. Ahora bien, no se pusieron en marcha hasta que la noche se hizo oscura. De hecho, les llevó más de una hora y el descenso fue muy agitado. El curso del río Kwai era el de un torrente, salvo en las inmediaciones del puente, donde las aguas eran mucho más tranquilas. Nada más salir, un rápido de la corriente los lanzó en plena oscuridad, rodeados de rocas invisibles que eran incapaces de evitar. Tuvieron que agarrarse desesperadamente a su peligrosa y preciada embarcación.

– Si hubiera sabido cómo era el río, habría escogido otro medio de aproximación, realizando el embarque más cerca del puente, aunque supusiera un mayor riesgo. Este tipo de informaciones simples, Warden, es siempre falsa, ya provenga de indígenas o de europeos. He tenido muchas ocasiones de comprobarlo, y ahora me han pillado otra vez. No puede ni imaginarse nuestras dificultades para maniobrar el «submarino» en medio de ese torrente.

El «submarino» era el nombre que habían dado a la balsa. Aumentaron a propósito el peso de ésta con trozos de chatarra, que navegaban la mayor parte del tiempo entre dos aguas. El lastre había sido cuidadosamente calculado para llevar a la balsa, por sí sola, al límite de su flotabilidad. La simple presión de un dedo era suficiente para hacerla desaparecer completamente.

– En el primer rápido, que formaba un estruendo similar a las cataratas del Niágara, el agua nos ha sacudido, revolcado y lanzado por encima y por debajo del submarino, hacia ambos lados del río, raspándonos a veces contra el fondo y otras arrojándonos contra los ramajes. Cuando he tomado conciencia de la situación (no podía respirar y me ha llevado un momento), ordené á todo el mundo que se aferrara al submarino y que no lo soltaran bajo ningún pretexto; que no pensaran en otra cosa. Era todo lo que podíamos hacer. Ha sido un milagro que nadie se haya descalabrado… Un excelente aperitivo, se lo aseguro. Justo lo que necesitábamos para armarnos de toda nuestra sangre fría antes de pasar al trabajo serio. Las olas eran como las de una tempestad en el mar. Yo sentía náuseas… y no había forma de evitar los obstáculos. ¿Sabe, Warden? A veces no sabíamos siquiera en qué dirección nos desplazábamos. ¿Le parece extraño? Cuando el río se cierra y uno queda envuelto únicamente por la selva, apuesto a que usted tampoco acierta a adivinar hacia dónde se dirige. Como sabe, descendíamos con la corriente. Sin embargo, el agua, aparte de las olas, parecía tan inmóvil con respecto a nosotros como el agua de un lago. Los obstáculos eran los únicos elementos que nos daban idea de nuestra dirección y velocidad… cuando chocábamos con ellos. ¡Una cuestión de relatividad! No sé si comprende lo que quiero decir…

Se trataba de una experiencia poco común, e hizo lo que pudo por describirla con la mayor fidelidad posible. Warden le escuchaba con apasionamiento.

– Entiendo, Shears. ¿Y la balsa ha aguantado?

– ¡Ése fue otro milagro! No paraba de escuchar crujidos cuando el azar quería que tuviera la cabeza fuera del agua. Sin embargo, ha resistido… Salvo un momento. Ha sido el muchacho el que ha salvado la situación. Es un fuera de serie, Warden. Déjeme explicarle… Casi al final del primer rápido, cuando ya empezábamos a acostumbrarnos un poco a la oscuridad, fuimos despedidos contra un enorme peñasco justo en la mitad del río. Un latigazo de agua nos había lanzado por los aires, se lo digo en serio, Warden, pero una vena líquida seguidamente nos volvió a atrapar, arrastrándonos hacia un lado. No creía que algo así fuera posible. He podido ver la masa rocosa a sólo unos pies de distancia de mí. No me ha dado tiempo a otra cosa. Únicamente pensaba en poner los pies por delante y en agarrarme a un trozo de bambú. Los dos tailandeses se habían descolgado. Afortunadamente, los encontramos un poco más lejos. ¡Por suerte! ¿Sabe lo que ha hecho él? Sólo ha tenido un cuarto de segundo para reflexionar. Se lanzó de bruces, con los brazos en cruz, sobre la balsa. ¿Y sabe por qué, Warden? Para mantener ambas secciones unidas. Sí, porque una de las cuerdas se había roto. Las barras transversales se deslizaban y las dos mitades comenzaban a separarse. El golpe las habría despegado. Una verdadera catástrofe… Él se ha dado cuenta de inmediato. Ha pensado rápidamente y ha tenido el reflejo de actuar y la fuerza para resistir. Estaba justo delante de mí. He visto cómo el submarino era arrojado fuera del agua y saltaba por los aires, igual que uno de esos salmones que remontan la corriente. Así fue, con él encima y agarrándose con todas sus fuerzas a las cañas de bambú. Y no ha soltado la balsa. Luego, hemos vuelto a amarrar las barras lo mejor que hemos podido. No olvide que, en esa posición, sus detonadores estaban en contacto directo con elplástico, y que ha tenido que darse un golpe tremendo… Como le digo, lo he visto saltar por encima de mi cabeza. ¡Como un relámpago! Ha sido el único momento en que me he acordado de que transportábamos explosivos. Era algo secundario, un riesgo menor, de eso no me cabe duda. Y él se ha apercibido de ello en un cuarto de segundo. Se lo aseguro, Warden, es un chaval poco común. Saldrá airoso de la misión.

– Una sorprendente combinación de sangre fría y rapidez de reflejos -comentó Warden.

Shears repuso en voz baja:

– Saldrá airoso, Warden. Para él, se trata de un asunto personal. Nadie le impedirá que llegue hasta el final. Es «su» golpe, y él lo sabe muy bien.

Usted y yo no somos más que sus ayudantes. Nosotros ya hemos hecho lo nuestro… Debemos concentrarnos única y exclusivamente en facilitarle la tarea. La suerte del puente está en buenas manos.

Tras el primer rápido, llegaron a una zona de aguas calmas, donde aprovecharon para consolidar la balsa. Luego se vieron sacudidos de nuevo en un estrecho canal. Perdieron bastante tiempo frente a un grupo de rocas que bloqueaba una parte de la corriente de agua, formando río arriba un torbellino vasto pero lento, en el que estuvieron dando vueltas durante varios minutos, sin poder retomar el curso del río.

Finalmente consiguieron escapar de esa trampa. El río ganó en anchura y, súbitamente, sosegó sus aguas, lo que les produjo la impresión de desembocar en un lago inmenso y tranquilo. Sus ojos podían ahora divisar las orillas del río y fijar el centro del curso del agua. Poco después vislumbraron el puente.

Shears interrumpió su relato y observó el valle en silencio.

– Me resulta extraño contemplarlo de esta manera, desde arriba… y en su totalidad. Su fisonomía es completamente diferente desde abajo y por la noche. Sólo he podido ver trozos, uno detrás del otro. Los trozos era lo que nos importaba, antes… después también, claro… Salvo al llegar. Entonces, su silueta se destacaba sobre el cielo con una nitidez increíble. Me aterraba pensar que nos pudieran ver. Tenía la sensación de que podían vernos como si estuviéramos en pleno día. Se trataba, claro está, de una ilusión. El agua nos cubría hasta la nariz y el submarino estaba sumergido. Incluso tendía a hundirse del todo. Algunas cañas de bambú estaban rajadas. Pero todo ha ido bien. No había luz alguna. Nos deslizamos sin hacer ruido por las tinieblas del puente. Sin el menor golpe. Atamos la balsa a un pilar de las hileras interiores y empezamos a trabajar. El frío entumecía ya nuestros cuerpos.

– ¿Se encontraron con alguna dificultad en particular? -preguntó Warden.

– No, ninguna dificultad «en particular». Es decir, si es que le parece normal una labor de este tipo, Warden…

Hizo una nueva pausa, como hipnotizado por el puente, que todavía el sol iluminaba, con su madera clara despuntando sobre el agua amarillenta.

– Todo esto me parece como un sueño, Warden. Ya he vivido antes esa sensación. Al día siguiente, uno se pregunta si es cierto, si es real, si ha instalado las cargas, si basta de verdad con un pequeño movimiento sobre la palanca del manipulador. Parece completamente imposible… Joyce está allí, a menos de cien yardas de la posición japonesa, detrás del árbol rojizo, mirando el puente. Le apuesto lo que quiera a que no se ha movido de su sitio desde que nos separamos. ¡Piense en todo lo que puede suceder mañana, Warden! Basta con que un soldado japonés se entretenga persiguiendo una serpiente en la selva… No tendría que haberlo dejado solo. Hubiera sido mejor a que hubiera esperado a esta noche para ocupar su puesto.

– Tiene su puñal -dijo Warden-. Todo depende de él. Cuénteme lo que pasó al final de la noche.

Tras una prolongada jornada en el agua, la piel se vuelve tan delicada que el mero contacto con un objeto rugoso es suficiente para lastimarla. Las manos son especialmente frágiles. El mínimo frotamiento basta para arrancar trozos de piel de las manos. La primera dificultad consistió en desanudar las amarras que afianzaban el material sobre la balsa, unas gruesas cuerdas fabricadas por los indígenas y erizadas con punzantes rebabas.

– Le parecerá infantil, Warden, pero en el estado en que nos encontrábamos… Además, había que efectuarlo en el agua y sin el menor ruido… Míreme las manos. Las de Joyce están igual.

Volvió de nuevo su vista hacia el valle. No podía separar su mente de aquel que aguardaba sobre la orilla enemiga. Levantó sus manos al aire y contempló las profundas desolladuras que el sol ya había endurecido. A continuación, retomó su relato con un gesto de impotencia.

Todos llevaban consigo puñales bien afilados, pero los dedos entumecidos dificultaban enormemente su manejo. Por otra parte, aunque elplástico es estable, no es recomendable hurgar en la masa con un objeto metálico. Shears se dio cuenta rápidamente de que los dos tailandeses no les resultaban ya de ninguna utilidad.

– Me lo había temido, y así se lo había hecho saber al muchacho poco antes de embarcar. Sólo podemos contar con nosotros mismos para rematar la misión. Los otros estaban extenuados. No paraban de temblar aferrados a un pilar, así que los mandé de vuelta. Me fueron a esperar al pie de la montaña. Es decir, que me quedé solo con él… En una labor de estas características, Warden, no basta con la resistencia física. El muchacho ha aguantado las penalidades de una manera extraordinaria. Yo, por mi parte, pienso que estaba al límite de mis fuerzas. Me estoy volviendo viejo.

Fueron desatando las cargas una a una, colocándolas luego en el lugar indicado por el plano de destrucción. Tuvieron que luchar constantemente contra la corriente, para que no se los llevara por delante. Agarrándose con los pies a un pilar, introducían elplástico a una profundidad que lo hiciera invisible y, seguidamente, lo modelaban sobre la madera para que el explosivo actuara con toda su potencia. A tientas bajo el agua, lo adherían con esas malditas cuerdas cortantes y pungentes, que dejaban tras de sí sangrientos surcos sobre sus manos. El mero acto de agarrar las amarras y anudarlas se había convertido en un espantoso suplicio. Al final, terminaron sumergiéndose bajo el agua para ayudarse con los dientes.

Esta operación les llevó buena parte de la noche. La siguiente tarea era menos dura, pero más delicada. Los detonadores fueron instalados paralelamente a las cargas. Ahora había que unirlos por un sistema de cordones «instantáneos», para que todas las explosiones fueran simultáneas. Es un trabajo que requiere mucho tiento, ya que un solo error puede causar bastantes problemas. Una «instalación» de destrucción se asemeja a una instalación eléctrica: todos y cada uno de los elementos deben estar en su sitio. En este caso, la instalación era bastante complicada, puesto que Number One, fiel a sus principios, había previsto un amplio margen de seguridad, multiplicando por dos el número de cordones y detonadores. Dichos cordones eran relativamente largos y los trozos de chatarra que servían de lastre a la balsa habían sido montados para hundirlos.

– Bueno, todo está listo y pienso que no nos ha salido demasiado mal. Para asegurarme, di una última vuelta y revisé todos los pilares. Inútil, ya que con Joyce podía estar tranquilo. Nada se moverá de su sitio, se lo garantizo.

Estaban exhaustos, magullados y ateridos, pero su entusiasmo iba en aumento conforme la obra tocaba a su fin. Desmontaron el submarino y fueron soltando las cañas de bambú una a una. Sólo les quedaba dejarse arrastrar ellos también por la corriente y nadar hacia la orilla derecha, uno con la batería en su funda impermeable y el otro devanando el cable, que había sido lastrado también en diversos puntos y se sostenía por una última caña hueca de bambú. Llegaron a tierra justo en el punto señalado por Joyce. La orilla formaba un talud muy escarpado y la vegetación llegaba hasta el borde del agua. Escondieron el cable entre la maleza y se internaron unos diez metros en la selva. Joyce se encargó de instalar la batería y el manipulador.

– Estoy seguro, es allí, detrás de ese árbol rojizo, cuyas ramas caen en el agua -reiteró Shears.

– La cosa se presenta bien -dijo Warden-. El día prácticamente ha llegado a su fin y Joyce no ha sido descubierto. Lo habríamos visto desde aquí. Nadie se ha paseado por esa zona. Tampoco se observa demasiada agitación en torno al campamento. Los prisioneros partieron ayer.

– ¿Partieron ayer los prisioneros?

– Vi a una tropa considerable abandonando el campamento. La fiesta marcó sin duda el final de los trabajos, y estoy seguro de que los japoneses prefieren no tener aquí a hombres desocupados.

– Mejor así.

– Sólo quedan unos pocos. Creo que los lisiados incapaces de caminar… Entonces, Shears, quedamos en que se marchó…

– Sí, me fui. Allí no tenía nada que hacer y el alba estaba al caer. ¡Dios quiera que no lo descubran!

– Tiene el puñal -dijo Warden-… Todo irá bien. La noche está cayendo y el valle del río Kwai ya está a oscuras. Ya casi es imposible que se produzca un accidente.

– «Siempre» hay un accidente imprevisto, Warden. Lo sabe igual de bien que yo. Ignoro la razón oculta, pero nunca he visto un solo caso en que la acción se desarrolle siguiendo el plan establecido.

– Es cierto, yo también me he dado cuenta de ello.

– ¿Qué forma tomará esta vez «ese accidente»?… Bueno, me marché. Todavía guardaba en mis bolsillos una pequeña bolsa de arroz y una cantimplora de whisky, todo lo que quedaba de nuestras provisiones. Puse tanto cuidado en su transporte como con los detonadores. Echamos un trago cada uno y luego le di todo lo que tenía. Me aseguró por última vez que se sentía completamente capaz de hacerlo. Entonces, me fui y lo dejé solo.

IV

Shears escuchó el incesante murmullo que el río Kwai destilaba a través de la selva de Tailandia y se sintió extrañamente angustiado.

Esa mañana no pudo reconocer ni la intensidad ni el ritmo de aquella compañía continua de sus pensamientos y sus actos, compañía con la que ahora se había familiarizado. Permaneció durante un buen momento inmóvil e inquieto, con todas sus facultades en alerta. Otros factores indefinibles del ambiente material se revelaron poco a poco incomprensiblemente extraños.

Tenía la sensación de que ese entorno, ese hábitat que había penetrado en su ser, al cabo de una noche en el agua y una jornada sobre la cima de la montaña, había sufrido una transformación. Todo comenzó poco antes del amanecer. Primero sintió un inexplicable asombro, seguido de un desasosiego causado por una extraña impresión. Dicha impresión fue invadiendo gradualmente su ser consciente, por el camino de los sentidos ocultos, hasta transformarse en una idea, aún confusa, pero que buscaba desesperadamente una expresión cada vez más precisa. En las primeras luces del día, sólo era capaz de formularla con esta frase: «Hay algo que ha cambiado en la atmósfera que envuelve al puente y al río Kwai».

– Hay algo que ha cambiado…

Repitió esas palabras en voz baja. El sentido especial de la «atmósfera» no le engañaba casi nunca. Su malestar se fue agravando hasta convertirse en profunda desazón, que intentó disipar a base de razonamientos.

– Claro que hay algo que ha cambiado. Eso es natural. La música es diferente según el punto donde se escucha. Ahora me encuentro en el bosque, al pie de la montaña. El eco no es el mismo que sobre una cumbre o en el agua… Si esta misión continúa mucho tiempo más, voy a acabar escuchando voces…

Echó un vistazo a través de la vegetación, sin observar nada de particular. La luz del alba apenas iluminaba el río. La orilla opuesta aún no era más que una masa compacta y gris. Se obligó a sí mismo a pensar únicamente en el plan de batalla y en la posición de los diferentes grupos que esperaban el inicio de la acción. Ésta se anunciaba próxima. Había bajado durante la noche del punto de observación con cuatro partisanos, que se apostaron en los emplazamientos escogidos por Warden, no muy lejanos y ligeramente elevados respecto a la vía férrea. Por su parte, Warden permaneció arriba, acompañado de los otros dos tailandeses, junto a los morteros. Desde ese punto dominaba el escenario, también él presto a intervenir tras el gran golpe. Así lo había decidido Number One. Había conseguido convencer a su amigo de que se precisaba en cada puesto importante un jefe, un europeo, para tomar decisiones, en caso necesario. Es imposible prever todo y dar órdenes definitivas por adelantado. Warden acabó cediendo. En cuanto al tercer elemento, el más importante, toda la acción dependía de él. Joyce llevaba en su puesto más de veinticuatro horas, justo enfrente de Shears, esperando el tren. El convoy había salido por la noche de Bangkok. Un mensaje lo había anunciado.

– Hay algo que ha cambiado en la atmósfera…

En ese momento, el tailandés a cargo del fusil ametrallador también mostró signos de nerviosismo y se incorporó sobre las rodillas para examinar el río.

El desasosiego de Shears no se disipaba. La impresión seguía buscando en todo momento una expresión más precisa, al tiempo que se escurría de todo análisis. La mente de Shears se empleaba a fondo sobre ese irritante misterio.

El ruido ya no era el mismo; eso lo podía jurar. Un hombre de la profesión de Shears graba instintiva y muy rápidamente la sinfonía de los elementos naturales, cosa que ya le había resultado útil en dos o tres ocasiones. El borboteo de los remolinos, el peculiar chisporroteo de las moléculas de agua en contacto con la arena, el crujido de las ramas doblegadas por la corriente, todo ello junto componía esa mañana un concierto diferente, menos sonoro, o bien, sin lugar a dudas, menos sonoro que la víspera. Shears se preguntó seriamente si no estaba volviéndose loco, o si sus nervios no se encontraban en muy buen estado.

No era posible, sin embargo, que el tailandés se hubiera vuelto sordo al mismo tiempo. Además, la cosa no quedaba ahí. Súbitamente otro elemento de la impresión sobre sus sentidos se le apareció en la mente. El olor también era diferente. El olor del río Kwai no era el mismo esa mañana. Era un efluvio dominado por exhalaciones de fango húmedo, muy similar al percibido al borde de un estanque.

– ¡River Kwai down! [2]-exclamó repentinamente el tailandés.

Conforme la luz empezaba a desvelar los detalles de la orilla de enfrente, Shears tuvo una brusca revelación. El árbol, el gran árbol rojizo, tras el que se ocultaba Joyce: sus ramas ya no tocaban el agua. El río Kwai había bajado. Su nivel había descendido por la noche. ¿Cuánto? ¿Tal vez un pie? Ahora emergía ante el árbol, bajo el talud, una playa de cantos rodados, aún salpicados con gotas de agua, brillantes bajo la luz del sol naciente.

En el instante siguiente a su descubrimiento, Shears sintió una gran satisfacción por haber encontrado la explicación a su malestar y recuperar la confianza en sus nervios. Su sensación no le había engañado. Aún no se había vuelto loco. Los remolinos eran diferentes ahora, tanto los del agua como los del viento que la cubría. Efectivamente, toda la atmósfera se había visto afectada. El nuevo terreno, todavía húmedo, era el que emanaba ese olor a fango.

Las catástrofes nunca se revelan instantáneamente. La inercia de la mente precisa cierto tiempo. Shears fue descubriendo, una a una, las fatales implicaciones de ese banal acontecimiento.

– ¡El río Kwai ha bajado de nivel! Delante del árbol rojizo, ahora hay visible una extensa superficie plana, que ayer se encontraba sumergida. El cable… el cable eléctrico… -dijo Shears, dejando escapar una obscena exclamación-. ¡El cable!

Entonces sacó sus prismáticos y escudriñó ávidamente el espacio sólido que había surgido durante la noche.

El cable estaba allí. Ahora había una larga sección a la intemperie. Shears la recorrió con su mirada, desde el borde del agua hasta el talud. Una línea oscura y jalonada por las briznas de hierba que la corriente había dejado enganchadas en ella.

En cualquier caso, no llamaba demasiado la atención. La había descubierto porque había ido en su busca. Podía pasar desapercibida, siempre y cuando ningún japonés anduviera por allí… Por el contrario, la orilla, que antes era inaccesible, ahora se había convertido en una playa continua, bajo el talud, que se prolongaba, probablemente… hasta el puente (desde ese punto no se veía el puente), una playa que, de acuerdo a la mirada furiosa de Shears, parecía invitar a los paseantes. Ahora bien, los japoneses, a la espera del tren, estaban seguramente entretenidos con ocupaciones que les impedían ir a deambular a la orilla del agua. Shears se secó la frente.

La acción nunca se amolda exactamente al plan establecido. Siempre, a última hora, un incidente trivial, incluso grotesco, viene a trastornar hasta el programa mejor preparado. Number One se reprochó no haber previsto el descenso del nivel del río, como si de una negligencia criminal se tratara. ¡Tenía justamente que haber ocurrido esa noche, no la noche siguiente, ni dos noches antes!

– Esa playa descubierta, sin una mata de hierba, desnuda, desnuda como la verdad, hace daño a los ojos. El río Kwai ha debido de bajar bastante. ¿Un pie? ¿Dos pies? ¿Acaso más?… ¡Dios mío!

Shears sintió un repentino desfallecimiento y se agarró a un árbol para ocultar al tailandés el temblor de sus miembros. Era la segunda vez en su vida que sufría una conmoción de esas características. La primera fue al sentir correr por sus dedos la sangre de un enemigo. Su corazón, entonces, dejaba realmente de latir y todo su cuerpo secretaba un sudor gélido.

– ¿Dos pies? ¿Acaso más?… ¡Dios Todopoderoso! ¡Las cargas! ¡Las cargas deplástico sobre los pilares del puente!

V

Tras el silencioso apretón de manos de Shears, Joyce, solo en su puesto, estuvo un buen rato en un evidente estado de atolondramiento. La certeza de no depender más que de sus propias fuerzas, a partir de ese momento, se le subía a la cabeza como los vapores del alcohol. Su cuerpo permanecía insensible al cansancio de la noche pasada y al frío gélido de su ropa empapada de agua. Nunca antes había tenido esa sensación de poder y dominio que proporciona el aislamiento absoluto, sobre una cima o entre tinieblas.

Cuando hubo recuperado conciencia de su situación, se vio obligado a razonar lógicamente para resolver la realización de varias operaciones necesarias antes del inminente amanecer, y de esa forma no estar a merced de un posible desfallecimiento. Si no se le hubiera ocurrido esta idea se hubiera quedado así, inmóvil, apoyado contra un árbol, con la mano sobre el manipulador y la mirada en dirección al puente, aquel puente cuyo tablero negro se destacaba en un rincón del cielo estrellado, por encima de la masa opaca de matorrales bajos, a través del follaje menos tupido de los grandes árboles. Ésa era la posición que instintivamente había adoptado tras la marcha de Shears.

Se incorporó, se quitó las prendas que llevaba, las retorció y se frotó su cuerpo aterido. Luego, se puso de nuevo los pantalones cortos y la camisa que, aunque húmedos, le protegían del aire frío del alba. Comió todo lo que pudo del arroz que Shears le había dejado y echó un buen trago de whisky. Había estimado que era demasiado tarde para salir de su escondrijo en busca de agua. Utilizó una parte del alcohol para limpiar las heridas que cubrían su cuerpo. Seguidamente, volvió a sentarse al pie del árbol y se puso a esperar. No ocurrió nada durante ese día, algo que él ya había previsto. El tren no llegaría hasta el día siguiente pero, en el lugar en que se encontraba, tenía la sensación de poder dirigir el curso de los acontecimientos.

Vio japoneses sobre el puente en varias ocasiones. No parecían albergar sospecha alguna y ninguno miró hacia donde estaba. Como hiciera en su sueño, se fijó un punto sencillo sobre el tablero que le sirviera de referencia, un travesaño de la barandilla, alineado con él y con una rama muerta. Ese punto indicaba la mitad de la longitud total del puente, es decir, el inicio mismo del recorrido fatal. Cuando la locomotora lo alcanzara, incluso unos pies antes, apretaría con todas sus fuerzas el mango del manipulador. Había desconectado el cable y, siguiendo en su mente la locomotora imaginada, ensayó más de veinte veces ese simple movimiento, con el fin de hacerlo instintivo. El aparato funcionaba bien. Lo había limpiado y secado meticulosamente, procurando quitar hasta la última mancha. Sus reflejos se encontraban también en perfecto estado.

El día transcurrió con rapidez. Llegada la noche, descendió del talud, se dio varios tragos generosos de agua fangosa, llenó su cantimplora y regresó a su escondrijo. Sin cambiar de posición, sentado contra el árbol, se permitió dormitar un poco. Si, en contra de lo previsto, el horario del tren era modificado, lo oiría venir. De eso estaba seguro. Durante la estancia en una selva, uno se habitúa muy rápidamente a permanecer inconscientemente vigilante ante la posible presencia de animales.

Dio unas breves cabezadas, interrumpidas por largos períodos de vigilia. En su sueño y su vigilia se alternaban extrañamente jirones de la aventura presente con recuerdos de ese pasado evocado ante Shears, antes de embarcarse en el río.

Se encontraba en la polvorienta oficina de proyectos, donde había pasado algunos de los años más importantes de su existencia en interminables horas de melancolía, delante de una hoja de diseño, iluminada por un proyector, sobre la que había trabajado durante sempiternas jornadas. La vigueta, esa pieza de metal que nunca había contemplado en la realidad, desplegaba sobre el papel las representaciones simbólicas en dos dimensiones que habían acaparado su juventud. La planta, el perfil, la elevación y las múltiples secciones aparecían ante sus ojos, con todos los detalles de las nervaduras, cuya experta distribución había hecho posible el ahorro de una libra y media de acero, después de dos años de tanteos a oscuras.

Sobre esas imágenes, contra esas nervaduras, se superponían ahora unos pequeños rectángulos oscuros, similares a los que Warden había trazado junto a los veinticuatro pilares en el diseño a gran escala del puente. El título, cuya composición le había ocasionado dolorosos calambres en cada una de las innumerables pruebas, se dilataba con su letra redonda, para seguidamente nublarse a la vista. Él trataba en vano de seguir las letras, pero éstas se dispersaban por toda la hoja para, finalmente reagruparse y formar una palabra nueva, como ocurre a veces en las películas sobre la pantalla de cine. Esta palabra nueva era «destrucción», en letras grandes y negras, con la tinta brillante reflejando la luz del proyector. Esa palabra borraba todos los demás símbolos y se imprimía en la pantalla de su alucinación.

Dicha visión no le obsesionaba verdaderamente. La podía conjurar a voluntad. Bastaba con que abriera los ojos. El rincón de la noche donde se imprimía en la oscuridad el puente sobre el río Kwai conjuraba los espectros polvorientos del pasado y lo reconducía a la realidad, a su realidad. Su vida ya no sería la misma después de ese acontecimiento. Ya empezaba a saborear los filtros del éxito al reconocer su propia metamorfosis.

Muy de mañana, prácticamente al mismo tiempo que Shears, empezó a sentir también él un malestar, originado por un cambio en las emanaciones perceptibles del río Kwai. La alteración había sido tan gradual que no reparó en ella en su período de adormecimiento. Desde su madriguera sólo divisaba el tablero del puente. El río no lo veía, pero estaba seguro de no equivocarse. Esa convicción le angustió a tal punto que determinó necesario salir de su inactividad. Arrastrándose entre la maleza en dirección al agua, consiguió llegar hasta la última cortina de vegetación, desde donde se puso a observar. Al descubrir el cable eléctrico sobre la playa de cantos rodados entendió la causa de su agitación.

Siguiendo las mismas etapas que Shears, su ser fue elevándose progresivamente hasta la contemplación del desastre irreparable y sintió un similar desmoronamiento en su estado físico al pensar en las cargas de plástico. Desde su nueva posición podía divisar los pilares, bastaba con alzar la vista. Tuvo que obligarse a sí mismo a realizar ese movimiento.

Necesitó un largo momento de contemplación para evaluar el nivel de riesgo que suponía la barroca transformación del río Kwai. Ni siquiera tras el minucioso examen, fue capaz de calibrarlo exactamente, entre accesos alternativos de esperanza y angustia mientras seguía el juego de los millares de ondas que la corriente creaba en torno al puente. Tras un primer vistazo, una efusión de optimismo voluptuoso aplacó sus nervios, convulsionados por el horror del primer pensamiento. El nivel del río no había bajado tanto. Las cargas se encontraban todavía bajo el agua.

… Al menos ésa era la impresión desde su puesto, que no era nada elevado. Pero, ¿y desde lo alto? ¿Y desde el puente?… E incluso desde ese punto… Esforzándose un poco más, ahora podía ver una ola bastante gruesa, similar a la que originan a ras del agua los restos naufragados de un navío, una ola alrededor de los pilares que tan bien conocía, de esos pilares en los que había dejado incrustados jirones de su propia carne. No tenía derecho a hacerse ilusiones. Las olas en torno a dichos pilares concretos eran más grandes que las del resto… Y en uno de ellos le parecía poder distinguir por momentos una esquina de materia oscura que resaltaba sobre la madera de color claro y emergía a veces como el lomo de un pez para, al instante siguiente, no dejar tras de sí más que un remolino. Las cargas se encontraban seguramente a ras de la superficie líquida. Un centinela atento sería capaz de descubrir, con toda seguridad, las cargas de las hileras exteriores, con sólo asomarse un poco por encima de la barandilla.

El río quizá descendiera aún más. Tal vez, en un momento, las cargas serían totalmente visibles para todo el mundo, aún chorreantes de agua y refulgientes bajo la luz brutal del cielo de Tailandia… El absurdo grotesco de ese panorama le heló la sangre. ¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo faltaba?… El sol comenzaba en esos momentos a resplandecer sobre el valle y el tren tardaría al menos diez horas más. Su paciencia, su trabajo, sus denuedos, sus sufrimientos, todo se volvía súbitamente caricaturesco y casi ridículo con la fantasía inhumana de la arroyada sobre la alta montaña. El éxito del gran golpe, por el que había sacrificado a una sola carta todas sus desdeñadas reservas de vitalidad y energía, ahorradas durante años de resignación, estaba en juego, y ahora se resolvía en una balanza insensible a las aspiraciones de su ser. Su destino debía decidirse en los minutos que le separaban de la llegada del tren. Se decidiría fuera de su alcance, en un plano superior, tal vez conscientemente, pero en una mente extraña, implacable y desatenta al impulso que había dirigido sus acciones, una mente que dominaba los asuntos humanos desde tan alto que no se dejaba aplacar por ninguna voluntad, ningún ruego, ninguna desesperanza.

La certeza de que el eventual descubrimiento de los explosivos no dependía ya de sus esfuerzos le dio paradójicamente un poco de calma. Se prohibió a sí mismo pensar en ello o aferrarse a algún deseo. No tenía derecho a malgastar ni una porción de su energía en acontecimientos que se desarrollaban en un universo trascendente. Debía olvidarse de ello y concentrar todos sus recursos en los elementos que todavía se encontraban dentro de los límites de su capacidad de intervención. En dichos elementos, y no en otros, tenía que emplearse realmente a fondo. La acción aún era posible y era necesario que previera su eventual desarrollo. Siempre reflexionaba sobre el procedimiento a adoptar a continuación, una cualidad que no le pasó desapercibida a Shears.

Si las masas deplástico eran descubiertas, el tren sería detenido antes del puente. En ese caso, accionaría el mango del manipulador antes de que lo descubrieran a él. Los daños serían reparables y la misión se saldaría con un fracaso a medias, pero era lo máximo a lo que podía aspirar.

La situación era diferente con respecto al cable eléctrico, que sólo era visible por un ser humano que descendiera a la playa y se acercara a varios pasos de él. Entonces sólo quedaría una posibilidad, la de una acción personal. Tal vez en ese instante no hubiera ningún testigo sobre el puente, ni en la orilla opuesta. Además, el talud ocultaba la playa a los japoneses del campamento. El hombre probablemente titubearía antes de dar la voz de alarma, momento que Joyce debía aprovechar para actuar, con toda rapidez. Por ello, era fundamental no perder de vista ni la playa ni el puente.

Tras deliberar un momento más, regresó a su anterior escondrijo para llevarse sus aparatos a este nuevo puesto, situado detrás de una delgada pantalla de vegetación, desde donde podría observar tanto el puente como el espacio desnudo por el que pasaba el cable. Se le ocurrió una idea. Se quitó los pantalones cortos y la camisa, quedándose en calzoncillos. Así era prácticamente el uniforme de trabajo de los prisioneros. Si lo vieran desde lejos, podría pasar por uno de ellos. Colocó entonces con cuidado el manipulador y se arrodilló. Sacó su puñal del estuche. Depositó sobre la hierba, a su lado, ese importante accesorio de su equipamiento, ese elemento que siempre formaba parte de las expediciones de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» y, sin más, se dispuso a esperar.

El tiempo pasaba a un ritmo desesperantemente lento, refrenado, amortiguado, como la corriente decrecida del río Kwai, un tiempo cuyos segundos eternos eran medidos por Joyce a través del murmurar apagado de las moléculas de agua, esas moléculas que mordisqueaban imperceptiblemente los arriesgados momentos venideros, acumulando en el pasado unos instantes de seguridad inestimables, pero infinitesimales y en trágica desproporción con respecto a sus deseos. La luz del trópico invadía el húmedo valle, haciendo brillar la arena negra, impregnada de agua, del terreno recientemente descubierto. Tras recortar algunos travesaños de la superestructura del puente, el sol, que hasta hacía un momento permanecía oculto por el tablero, se elevaba ahora por encima de esa barrera, proyectando justo delante de él la sombra gigantesca de una obra humana. Esa barrera trazaba sobre la playa de guijarros una línea recta, paralela al cable, que se deformaba en el agua, adquiriendo movilidad en una multitud de ondulaciones para, por último, fundirse al otro lado del río con el macizo montañoso. El calor endurecía las desolladuras de sus manos destrozadas y hacía atrozmente lacerantes las heridas de su cuerpo, sobre las que se cebaban legiones de hormigas multicolores. Sin embargo, el sufrimiento físico no le distraía en sus pensamientos, sino que se limitaba a acompañar dolorosamente a la obsesión que, desde un momento atrás, torturaba su mente.

Joyce se sintió presa de una nueva angustia al verse abocado a precisar las formas necesarias de la operación, en caso de que a la hora decisiva para su destino se tropezara con un suceso determinado… Un soldado japonés, atraído por la playa de piedras, paseándose despreocupadamente por la orilla. Al ver el cable tendría una reacción de asombro. Se detendría. Se agacharía para cogerlo y permanecería un momento inmóvil. En ese momento, él, Joyce, debía intervenir. Era indispensable que recreara de antemano sus movimientos. ¡Le daba demasiadas vueltas a las cosas!, eso era lo que le había dicho Shears…

Evocar dicha acción bastaba para agarrotar sus nervios y paralizar todos y cada uno de sus músculos. En caso necesario, no debía sustraerse a la maniobra. Tenía la sensación de que se vería obligado a realizar ese acto, que le habían preparado para ello desde hacía mucho tiempo y que era la conclusión natural de las peripecias que convergían ineludiblemente en aquel último examen de sus opciones. La prueba más temida de todas, una prueba repugnante que podía arrojar sobre uno de los platillos de la balanza, una prueba lo suficientemente pesada de sacrificio y horror que por sí misma bastaría para inclinar ese astil hacia la victoria, arrancándole ésta al pegajoso peso de la fatalidad.

Aguzó todas las células de su cerebro en pos de esa realización final, repasando febrilmente todas las enseñanzas recibidas y tratando de entregarse en cuerpo y alma a la dinámica de su ejecución, aunque sin poder conjurar la alucinación de las consecuencias inmediatas.

Recordó entonces la ansiosa pregunta que su jefe le había hecho: «Llegado el momento, ¿sería capaz de utilizar ese instrumento, a sangre fría?». Esa pregunta desazonó su instinto y su buena fe, por lo que no pudo dar una respuesta categórica. A la hora de embarcar en el río, se había mostrado convencido. Ahora no estaba seguro de nada.

Contempló el arma que yacía sobre la hierba, junto a él. Era un puñal de hoja larga y afilada, con una empuñadura bastante corta, lo suficiente para permitir un cómodo agarre. La empuñadura era metálica y formaba un solo bloque, bastante pesado, con la hoja. Los expertos técnicos de la Unidad 316 habían modificado en diversas ocasiones tanto su forma como su perfil. Las instrucciones recibidas eran claras. No bastaba con agarrar fuertemente la empuñadura y asestar puñaladas sin ton ni son. Eso era demasiado fácil y estaba al alcance de cualquier persona. Toda destrucción requiere una técnica. Sus instructores le habían enseñado dos maneras de utilizar el puñal. En defensa propia, cuando un adversario se lanzaba contra él, había que sujetarlo por delante, con la punta ligeramente empinada, el filo hacia arriba y atacando siempre de abajo arriba, como para destripar a un animal. Ese movimiento no le resultaba especialmente difícil; es probable que hubiera procedido así de forma instintiva. Pero aquí se trataba de otra cosa. Ningún enemigo se iba a abalanzar sobre él, por lo que no tendría necesidad de defenderse. En el desenlace que sentía como inminente, debería emplear el segundo método. Éste no precisaba mucha fuerza, pero sí habilidad y una espantosa sangre fría. Era el método que se les recomendaba a los alumnos para liquidar por la noche a un centinela, sin que éste tuviera el tiempo o la posibilidad de dar la voz de alarma. Había que atacar por detrás, pero no contra la espalda (¡eso hubiera resultado demasiado sencillo!). Lo que había que hacer era rajarle el cuello.

El puñal se prendía con la mano invertida, las uñas hacia abajo y el pulgar tendido sobre el nacimiento de la hoja, para una máxima precisión. La hoja debía situarse en posición horizontal y perpendicular al cuerpo de la víctima. La puñalada se asestaba de derecha a izquierda, con firmeza, pero evitando la violencia excesiva, que podría desviarla. Había que dirigirla hacia un punto concreto, a varios centímetros por debajo de la oreja. Se apuntaba y había que acertar sobre él, no servía cualquier otro. En eso consistía la operación. Ésta incluía otros movimientos, complementarios pero igualmente importantes, movimientos a efectuar en el instante inmediatamente siguiente a la penetración. No obstante, Joyce no se atrevía siquiera a rememorar en voz baja los consejos recibidos a ese respecto por parte de los instructores de Calcuta, consejos que no carecían de un punto de humor.

Joyce no era capaz de conjurar la visión de las consecuencias inmediatas de esta última acción. Así pues, se forzó a contemplar su imagen, elaborarla y precisar su relieve y su abominable color. Se obligó a sí mismo a analizar los aspectos más horrendos, con la vana esperanza de hartarse y alcanzar así el distanciamiento que inspira la costumbre. Recreó la escena diez veces, veinte veces, logrando reconstruir poco a poco, no ya un fantasma o una vaga representación interior, sino un ser humano que se encontraba ante él, en la playa, un soldado japonés en uniforme, de carne y hueso, con su peculiar gorra, de la que sobresalían las orejas y, un poco más abajo, la pequeña superficie de carne oscura, sobre la que apuntaría mientras alzaba, sin hacer ruido, su brazo semitenso. Se forzó a sentir la resistencia ofrecida por el cuello de la víctima, a medirla, a observar cómo brotaba la sangre y el espasmo resultante mientras el puñal, en el eje de su puño apretado, se empleaba a fondo en las operaciones complementarias, y su brazo izquierdo, doblado enérgicamente, le oprimía el cuello. Joyce estuvo revolcándose durante un momento eterno en el horror más profundo que era capaz de imaginar. Se esforzó de tal manera en entrenar su cuerpo para que fuera un simple mecanismo obediente e insensible, que acabó con un cansancio demoledor en todos sus músculos.

Todavía no se sentía seguro de sí mismo. Comprendió con espanto que su método de preparación era ineficaz. La idea de fallar le obsesionaba con tanta intensidad como la contemplación de su deber. Debía escoger entre dos atrocidades. Esta última opción, ignominiosa, difundiría en una eternidad de vergüenza y remordimientos la misma suma de horrores que la primera de ellas, la cual los concentraba en los pocos segundos que durara la abominable acción. La segunda posibilidad era pasiva y no exigía más que una inmóvil cobardía, algo que le fascinaba cruelmente por la perversa seducción que ejerce la sencillez. Finalmente comprendió que nunca sería capaz de realizar a sangre fría y en estado de plena conciencia la acción que se obstinaba a recrear. Así pues, tenía que conjurarla de su ser a toda costa, hallar un derivativo, un excitante o un estupefaciente que lo introdujera en otra esfera de la realidad. Necesitaba una ayuda diferente al sentimiento gélido que le producía ese horrible deber.

¿Una ayuda exterior…? Dio vueltas sobre sí mismo con la mirada implorante. Estaba solo, desnudo, en tierra extranjera, oculto en la maleza como un animal selvático y rodeado de enemigos de todo tipo. Su única arma era ese puñal monstruoso que le quemaba la palma de la mano.

Buscó vanamente un aliado en algún elemento de ese escenario que había encendido su imaginación, pero ahora todo le era hostil en el valle del río Kwai. La sombra del puente se iba alejando por cada minuto que pasaba. Dicha construcción no era más que una estructura inerte y carente de valor. No podía esperar auxilio alguno. Se había quedado sin alcohol e, incluso, sin arroz. Hubiera sentido un gran alivio tragando cualquier cosa.

La ayuda no podía llegarle del exterior. Había sido abandonado a su suerte. Ése había sido su deseo, y su realización le causó regocijo. Depender de sí mismo le había hecho sentirse orgulloso y eufórico, unas emociones que creía invencibles. Ahora éstas no podían desintegrarse de golpe y dejarle tirado, cual un mecanismo con el motor estropeado… Cerró los ojos al mundo circundante y dirigió su mirada hacia sí mismo. Si había alguna posibilidad de salvación, la encontraría ahí, no en la tierra o en los cielos. En el trance en que se encontraba, el único rayo de esperanza que podía vislumbrar estaba en el hipnotizante centelleo de imágenes internas provocado por el efecto embriagador de las ideas. La imaginación era su refugio, lo cual ya había inquietado a Shears. Warden, más prudente, no había resuelto si ello era una cualidad o un defecto.

Combatir los maleficios de la obsesión con el antídoto de la obsesión voluntaria; proyectar la película donde habían quedado grabados los símbolos representativos de su capital espiritual; escrutar con furia inquisitiva todos los espectros de su universo mental; revolver apasionadamente entre esos testimonios inmateriales de su existencia, hasta descubrir una figura lo suficientemente absorbente para colmar todo el dominio de su conciencia, sin dejar intersticio alguno. Pasó revista febrilmente. El odio al japonés y el sentimiento del deber eran excitantes irrisorios, que ningún escenario lo suficientemente nítido contenía. Pensó en sus superiores, en sus amigos, que habían depositado en él toda su confianza y le aguardaban en la otra orilla. Eso tampoco era lo bastante real, sino únicamente lo suficiente para arrastrarle a sacrificar su propia vida. Hasta la euforia del éxito resultaba ahora estéril. Quizá debiera representarse la victoria bajo una forma más palpable que la de la aureola semiiluminada, cuya pálida irradiación ya no encontraba ningún elemento material al que acogerse.

Una imagen atravesó súbitamente su mente, una imagen que resplandeció con luz pura lo que dura un relámpago. Incluso antes de identificarla, intuyó que era lo suficiente importante como para encarnar una esperanza. Se esforzó por reconocerla y brilló de nuevo. Se trataba de la alucinación de la noche anterior: la hoja de diseño bajo el proyector, con las innúmeras representaciones de la vigueta sobre las que se superponían rectángulos oscuros, esa hoja dominada por un título en letra redonda, que componía interminablemente una palabra en caracteres grandes y relucientes: «destrucción».

Ahora la alucinación ya no se extinguía. A partir del momento en que, reclamado por su instinto, se hizo amo victorioso de su espíritu, sintió que sólo ésta era lo bastante consistente, completa y poderosa como para ayudarle a sublimar las repugnancias y temblores de su mísera carcasa. Era embriagadora como el alcohol y tranquilizadora como el opio. Se dejó invadir por ella y puso gran cuidado en no dejarla escapar.

En medio de ese estado de hipnosis voluntaria, divisó sin asombro varios soldados japoneses sobre el puente del río Kwai.

VI

Shears advirtió la presencia de los soldados japoneses y cayó en un nuevo estado de zozobra.

El tiempo transcurría también para él a un ritmo implacablemente lento. Había conseguido recomponerse tras la inquietud que le había causado la evocación de las cargas. Dejó a los partisanos en su puesto y subió un poco por la pendiente. Se detuvo en un punto que ofrecía una vista de conjunto del puente y el río Kwai. Detectó y examinó con ayuda de los prismáticos las pequeñas olas que se formaban en torno a los pilares. Le pareció ver emerger y desaparecer un trozo de materia oscura, siguiendo el juego del remolino. Llevado por los reflejos, por la necesidad, por el deber, empezó a reflexionar sobre una eventual intervención personal con el fin de remediar ese revés del destino. «Siempre se puede hacer algo, siempre hay una acción que se puede intentar», afirmaban los mandos de la Unidad 316. Por primera vez desde que iniciara la práctica de esa profesión, a Shears no se le ocurrió nada y maldijo su impotencia.

La suerte estaba echada en lo que a él concernía. Algo similar le ocurría a Warden, que desde las alturas sin duda pudo constatar también esa perfidia del río Kwai, sin poder hacer nada al respecto. ¿Y Joyce? ¿Se había dado cuenta del cambio? ¿Quién le podía asegurar que contaría con la voluntad y los reflejos que requieren las situaciones extremas? Shears, que en el pasado había tenido ocasión de evaluar la magnitud de los obstáculos a superar en casos similares, se reprochó amargamente no poder ocupar el lugar de Joyce.

Pasaron dos horas eternas. Desde el punto en que se encontraba, se distinguían los alojamientos del campamento. Shears observó el ir y venir de los soldados japoneses en uniforme de gala. Había toda una compañía situada a unos cien metros del río, a la espera del tren, para rendir honores a las autoridades encargadas de inaugurar la línea. Quizá los preparativos de dicha ceremonia sirvieran para desviar la atención de los japoneses. Él se agarraba a esa esperanza, pero una patrulla japonesa proveniente del puesto de guardia fue en dirección al puente.

Los hombres, precedidos por un sargento, tomaron posiciones sobre el tablero del puente, en dos filas a ambos lados de la vía. Caminaban a paso lento, con aspecto indiferente y el fusil apoyado descuidadamente sobre el hombro. Su misión era echar una última ojeada antes de que pasara el tren. De vez en cuando, uno de ellos se detenía y se asomaba por la barandilla. Era evidente que sus movimientos venían determinados por la conciencia profesional y las instrucciones recibidas. Shears creyó ver en su exploración una carencia absoluta de convencimiento, lo que probablemente era cierto. No cabía la posibilidad de ningún accidente en el puente sobre el río Kwai, un puente que habían visto construir ante sus propios ojos en ese valle perdido del mundo.

– Miran sin ver -se repetía a sí mismo mientras seguía su avance.

Cada uno de los pasos de los soldados retumbaba en su cabeza. Se esforzó por no quitarles ojo ni un momento, espiando los menores movimientos de su recorrido, al tiempo que en su corazón se esbozaba inconscientemente una vaga plegaria dirigida a un dios, un demonio o cualquier otra potencia misteriosa, en caso de que existiera. A cada segundo calculaba mecánicamente su velocidad y la fracción de puente barrida. Sobrepasaron la mitad del puente. El sargento, apoyado contra la barandilla, se dirigió al soldado más a mano, señalando hacia el río con el dedo. Shears se tuvo que morder la mano para no gritar. El sargento comenzó a reír. Probablemente comentaba la bajada de nivel. A continuación, se marcharon.

Shears había acertado: miraban pero sin ver. Tuvo la sensación de que acompañándoles con la mirada había ejercido una especie de influencia sobre la capacidad de percepción de los japoneses, un fenómeno de sugestión a distancia. El último hombre abandonó el puente. Nadie había sospechado nada…

Pero volvieron. En esta ocasión recorrieron el puente en sentido inverso, con la misma apariencia de desenvoltura. Uno de ellos se asomó, con toda la parte superior de su cuerpo, por encima de la sección de riesgo y retomó seguidamente su puesto en la patrulla.

Atravesaron todo el puente. Shears se secó el sudor de la cara. Entonces, se alejaron.

– No han visto nada -repitió mecánicamente en voz baja, para convencerse mejor del milagro.

Los acompañó celosamente y no los perdió de vista hasta que volvieron a unirse a su compañía. Antes de dejarse arrastrar por una nueva esperanza, un extraño sentimiento de orgullo le atravesó la mente.

– En su lugar -murmuró-, yo no hubiera sido tan negligente. Cualquier soldado inglés habría descubierto el sabotaje… En fin, el tren no puede estar lejos.

Como si de una respuesta a este último pensamiento se tratara, oyó entonces unas voces roncas dando órdenes en la orilla enemiga y, acto seguido, se produjo un tumulto entre los soldados. Shears dirigió su mirada a lo lejos. En el horizonte, del lado de la llanura, una pequeña nube de humo negro delataba al primer convoy japonés que atravesaba Tailandia, el primer tren cargado de tropas, munición y eminentes generales japoneses, a punto de pasar por el puente sobre el río Kwai.

El corazón de Shears se ablandó. Sus ojos comenzaron a verter lágrimas de agradecimiento a las potencias misteriosas.

– Ya nadie nos puede parar los pies -dijo, siempre en voz baja-. Lo imprevisto ha agotado sus últimas opciones. El tren estará aquí en veinte minutos.

Dominando su exaltación, volvió a bajar al pie de la montaña para hacerse con el mando del grupo de cobertura. Mientras avanzaba agachado entre la vegetación, cuidadoso de no revelar su presencia, no pudo adivinar sobre la orilla de enfrente la presencia de un oficial de elegante figura, en uniforme de coronel inglés, aproximándose al puente.

En el mismo momento en que Number One regresaba a su puesto, con el ánimo aún convulsionado por esa cascada de emociones y con todos sus sentidos ya absorbidos por la percepción prematura de un estruendo deslumbrante, acompañado de llamas y ruinas como pruebas materiales del éxito, el coronel Nicholson puso su pie sobre el puente del río Kwai.

En paz con su conciencia, con el Universo y con Dios, los ojos más claros que el cielo del trópico después de una tormenta, disfrutando por todos los poros de su piel roja del descanso bien merecido que se concede al buen artesano tras un arduo trabajo, satisfecho de haber superado los obstáculos a fuerza de coraje y perseverancia, orgulloso de la obra realizada por él y sus soldados en ese rincón perdido de Tailandia, que ahora le parecía casi territorio anexionado, el espíritu contento ante la idea de haber procedido de forma digna con sus ancestros y de haber añadido un episodio poco común a la leyenda occidental de los constructores de imperios, firmemente convencido de que nadie podía haberlo hecho mejor que él, parapetado en la certeza de la superioridad de los hombres de su raza en todos los ámbitos, feliz de haber logrado demostrar esto último de forma manifiesta en seis meses, henchido de ese alborozo que sirve para compensar todos los sufrimientos del jefe cuando el resultado triunfal está al alcance de la mano, saboreando en pequeñas dosis el vino de la victoria, convencido de la alta calidad de la construcción y deseoso de evaluar por última vez, él solo, todas las perfecciones acumuladas por el esfuerzo y la inteligencia, antes de la apoteosis e, igualmente, efectuar una última inspección, el coronel Nicholson avanzó con pasos majestuosos por el puente sobre el río Kwai.

La mayoría de los prisioneros y la totalidad de los oficiales se habían marchado dos días antes, a pie, en dirección a un punto de reunión, desde donde serían enviados a Malasia, a las islas o a Japón, con objeto de realizar allí otros trabajos. El ferrocarril había sido finalizado. La fiesta que Su Graciosa Majestad Imperial de Tokio había autorizado e impuesto a todos los grupos de trabajo de Birmania y Tailandia sirvió para marcar el término de las obras.

La celebración adquirió una mayor cota de fastos en el campamento del río Kwai. El coronel había insistido en que fuera así. En todo el recorrido de la línea férrea, las festividades se habían visto precedidas por los habituales discursos de los oficiales superiores japoneses, generales o coroneles encaramados sobre un tablado, botas negras y guantes grises, agitando los brazos y la cabeza, deformando estrambóticamente las palabras del mundo occidental ante legiones de hombres blancos lisiados, enfermos, cubiertos de llagas y anestesiados por una estancia de varios meses en el infierno.

Saíto pronunció unas palabras en las que exaltaba obviamente la esfera sudasiática, aunque, condescendiente, expresó también su agradecimiento a los prisioneros por la lealtad de la que habían dado muestra. Clipton, cuya serenidad fue expuesta a duras pruebas en ese último período, obligado a ver a personas medio moribundas arrastrarse por la obra para terminar el puente, hubo de contenerse para no explotar en un llanto de rabia. Luego, tuvo que sufrir un breve discurso del coronel Nicholson, en el que éste rendía homenaje a sus soldados y elogiaba su abnegación y coraje. El coronel concluyó afirmando que sus sufrimientos no habían sido en vano y que se sentía orgulloso de estar al mando de hombres así.

Su pundonor y dignidad en la desgracia serían un ejemplo para toda la nación.

A continuación, comenzó la fiesta. El coronel se había interesado por ella y participó de forma activa. Era consciente de que no había nada peor para sus hombres que la ociosidad, por lo que les impuso un lujo de diversiones cuya preparación les tuvo sin aliento durante varios días. No sólo se celebraron varios conciertos; también hubo una comedia representada por soldados disfrazados e incluso un ballet de bailarines travestidos que le arrancó unas buenas carcajadas.

– ¿Ha visto, Clipton? -dijo el coronel Nicholson-. Usted me ha criticado en diversas ocasiones, pero yo me he mantenido firme. He mantenido la moral, he mantenido lo esencial. Nuestros hombres han aguantado.

Y era cierto. El espíritu de los británicos se había conservado intacto en el campamento del río Kwai. Clipton no tuvo más remedio que reconocerlo, echando un simple vistazo a los hombres que le rodeaban. Era evidente que se entregaban con un entusiasmo infantil e inocente a esa celebración. Sus gritos de júbilo no dejaban lugar a duda sobre lo alta que se encontraba la moral de la tropa.

Al día siguiente, los prisioneros se pusieron en marcha. Sólo permanecieron los enfermos más graves y los lisiados, que serían evacuados a Bangkok con el próximo tren procedente de Birmania. Los oficiales acompañaron a sus hombres. Reeves y Hughes se vieron obligados a partir con el convoy, muy a su pesar, ya que no iban a tener ocasión de presenciar el paso del primer tren sobre esa obra que les había exigido tantos esfuerzos. Por el contrario, el coronel Nicholson sí que obtuvo autorización para quedarse y hacer compañía a los enfermos. Teniendo en cuenta los servicios prestados, Saíto no fue capaz de negarle ese favor que el coronel Nicholson le había solicitado con su habitual dignidad.

Caminaba con grandes y vigorosas zancadas, remachando victoriosamente el tablero. Era el vencedor. El puente había sido terminado, sin lujos pero con el suficiente «acabado» para hacer resplandecer las virtudes de los pueblos de Occidente en pleno cielo tailandés. Ése era su lugar en aquel momento, el del jefe que pasa su última revista antes del desfile triunfal. Otro no era imaginable. Su mera presencia le consolaba un poco de la marcha de sus fieles colaboradores y de sus hombres, que también merecían participar de esos honores. Afortunadamente, él sí que se encontraba allí. Sabía que el puente era sólido y que carecía de puntos débiles. Respondería a lo que se esperaba de él, pero nada podía sustituir la mirada vigilante del jefe responsable. De eso también estaba seguro. Nunca es posible preverlo todo. Una vida rica en experiencias le había enseñado, a él también, que siempre se puede producir un accidente en el último minuto. El descubrimiento de un defecto, por ejemplo. En ese caso, ni el mejor de los subalternos vale para tomar una decisión. Evidentemente, había hecho caso omiso al informe elaborado por la patrulla japonesa enviada por Saíto esa misma mañana. Quería verlo por sí mismo. Mientras recorría el puente, iba inspeccionando con su mirada la solidez de cada una de las vigas y la integridad de cada uno de los ensamblajes.

Sobrepasado la mitad del puente, se asomó por la barandilla, como hacía cada cinco o seis metros. Entonces observó fijamente un pilar y, sorprendido, se quedó inmóvil.

El ojo del experto había detectado de inmediato la pronunciada cresta sobre la superficie del agua, causada por una carga. Tras un examen más detenido, el coronel Nicholson fue capaz de distinguir vagamente una masa oscura apoyada contra la madera. Dudó un momento, retomó su marcha y, después de andar unos metros, se detuvo encima de otro pilar y se asomó de nuevo.

– ¡Qué extraño! -murmuró.

Volvió a titubear, atravesó la vía y pasó a observar el otro lado. Desde allí descubrió otro objeto oscuro, apenas cubierto por una pulgada de agua. Ello le causó un inexplicable fastidio, como la percepción de una mancha que ensuciaba su obra. Determinó continuar su recorrido, se dirigió hasta el final del tablero, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, como había hecho la patrulla. A continuación, realizó una nueva parada y permaneció un buen rato pensativo, en contemplación y agitando la cabeza. Finalmente, se encogió de hombros y volvió a la orilla derecha, hablando consigo mismo.

– Eso no estaba ahí hace dos días -masculló-. Es cierto que entonces el río estaba más crecido… Probablemente se trata de basura, que ha quedado parcialmente enganchada a los pilares. Sin embargo…

Un germen de sospecha atravesó su cerebro, pero la verdad era demasiado asombrosa como para verla con claridad. Pese a todo, ello le hizo perder su apacible serenidad. Le había arruinado la mañana. Dio media vuelta de nuevo para volver a contemplar esa anomalía, pero no fue capaz de encontrar explicación alguna y regresó a tierra, todavía inquieto.

– No es posible -murmuró al reconsiderar la vaga sospecha que se le había pasado por la cabeza-. A menos que sea obra de una de esas bandas de chinos bolcheviques…

La idea de un sabotaje estaba indisolublemente unida en su cerebro con el pirata enemigo.

– Aquí… No es posible -repitió, incapaz de recuperar su buen humor.

El tren ya se divisaba, aunque todavía lejano, abriéndose camino a duras penas por la vía. El coronel calculó que no llegaría antes de diez minutos. Saíto, que no paraba de dar vueltas entre el puente y la compañía, le vio venir, con la turbación habitual que le producía su presencia. El coronel Nicholson tomó una súbita decisión mientras se aproximaba al japonés.

– Coronel Saíto -dijo con autoridad-. Hay algo que no está claro. Es mejor ir a comprobarlo antes de que pase el tren.

Sin esperar respuesta alguna, bajó corriendo a toda velocidad por el talud. Su intención era coger la pequeña barca indígena, amarrada bajo el puente, e inspeccionar todos los pilares. Al llegar a la playa, recorrió instintivamente con su mirada experta toda la extensión de ésta y descubrió la línea formada por el cable eléctrico sobre los brillantes cantos rodados. El coronel Nicholson frunció el ceño y se encaminó en dirección al cordón.

VII

Fue en el momento en que descendía por el talud, con la agilidad que había mantenido gracias a la práctica cotidiana de un ejercicio físico moderado y a la apacible contemplación de las verdades tradicionales, cuando entró en el campo de visión de Shears. El coronel japonés le seguía de cerca. Shears sólo tuvo tiempo para comprender que la adversidad no había jugado todavía todas sus cartas. Joyce lo había visto largo rato atrás. En el estado de hipnosis que se había autoprovocado, había observado sus tejemanejes sobre el puente, sin sentir ninguna emoción en particular. Nada más divisar la silueta de Saíto, en la playa, detrás de él, echó mano al puñal.

Shears vio acercarse al coronel Nicholson, que parecía arrastrar tras de sí al oficial japonés. Ante la incoherencia de la situación, se sintió invadido por una especie de histeria y comenzó a hablar solo:

– ¡Pero si es el otro el que lo ha llevado hasta allí! ¡El inglés, el inglés es el que le guía! Bastaría con explicarle, decirle una palabra, una sola…

El bufido medio ahogado de la locomotora se escuchaba ya débilmente. Todos los japoneses debían de estar en sus puestos, listos para rendir los honores. Los dos hombres que había en la playa no eran visibles desde el campamento. Number One hizo un gesto de furia al comprender de inmediato la situación exacta y darse cuenta con toda precisión, gracias a sus reflejos todavía en forma, de cuál era la acción indispensable, la que una circunstancia de este tipo exigía imperativamente a los hombres enrolados bajo el estandarte de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.». Él también agarró su puñal, lo desenfundó violentamente de su cintura y lo sujetó de frente, a la manera reglamentaria, con la mano invertida, las uñas por debajo y el pulgar sobre el nacimiento de la hoja, no para utilizarlo, sino en un irracional intento de sugestionar a Joyce, siguiendo el mismo instinto que poco antes le había llevado a acompañar con la mirada los movimientos de la patrulla.

El coronel Nicholson se detuvo delante del cable. Saíto se acercó balanceándose sobre sus cortas piernas. Todas las emociones de la mañana se antojaban irrisorias en comparación con la que Shears vivió en ese segundo. Shears comenzó ahora a gritar en voz alta, al tiempo que agitaba el puñal delante de él, a la altura de su cabeza.

– No será capaz. No será capaz. Hay cosas que no se pueden exigir a un muchacho de su edad con una educación normal, a un chaval que ha pasado su juventud dentro de una oficina. Ha sido una locura poner todo en sus manos. Era a mí a quien correspondía estar su lugar. No será capaz.

Saíto llegó al sitio donde se encontraba el coronel Nicholson que, agachado, sostenía el cable en la mano. El corazón de Shears batía violentamente, acompasando la demencia de los lamentos desesperados que rugían dentro de él, lamentos que iban escapándose en pequeños pedazos de frases coléricas.

– ¡No será capaz! Tres minutos… Tres minutos más y el tren habrá llegado. ¡No será capaz!

Un partisano tailandés, tendido junto a su arma, le lanzaba miradas despavoridas. Por fortuna, la selva ahogaba el sonido de la voz de Shears. Éste, doblado sobre sí mismo, apretaba fuertemente su mano sobre el puñal inmóvil que blandía ante sus ojos.

– ¡No será capaz! Dios Todopoderoso, hazlo insensible. Llénale de furia durante diez segundos.

En el momento justo en que profería una de sus insensatas plegarias, adivinó un movimiento entre la vegetación, bajo el árbol rojo. Los matorrales se entreabrieron. El cuerpo de Shears se agarrotó y su respiración se detuvo. Joyce descendía agazapado y silencioso por el talud, puñal en mano. La mirada de Shears se quedó clavada en él.

Saíto, cuyo cerebro trabajaba lentamente, se puso en cuclillas al borde del agua, dando la espalda a la espesura, en esa posición familiar a todos los orientales, que él adoptaba instintivamente cuando cualquier circunstancia particular le hacía olvidar las formas. Saíto también agarró el cordón. Shears oyó entonces una frase pronunciada en inglés:

– Esto es realmente preocupante, coronel Saíto.

A continuación, se produjo un breve silencio. El japonés separaba con sus dedos los diferentes hilos. Joyce se apostó sin ser visto detrás de los dos hombres.

– ¡Dios mío! -exclamó repentinamente el coronel Nicholson-. ¡El puente está minado, coronel Saíto! Lo que he visto pegado a los pilares eran unos malditos explosivos… Y estos cables…

Mientras Saíto reflexionaba sobre la gravedad de esas palabras, el coronel Nicholson se volvió hacia la selva. La mirada de Shears se hizo más intensa. Al tiempo que agitaba su puño de derecha a izquierda, percibió un reflejo de sol en la orilla opuesta. Entonces reconoció de inmediato el cambio de actitud que había estado esperando de aquel hombre acurrucado.

Fue capaz. Lo consiguió. Ningún músculo de su cuerpo en tensión flaqueó hasta que hubo clavado el acero, casi sin resistencia. Los movimientos complementarios los había ejecutado sin titubeo alguno. En ese mismo instante, obedeciendo las instrucciones recibidas y sintiendo también la necesidad imperiosa de aferrarse a un objeto material, apresó firmemente con el brazo izquierdo el cuello del enemigo degollado. En un primer momento, Saíto aflojó las piernas en un espasmo, incorporándose luego a medias. Joyce le sujetó con todas sus fuerzas contra su propio cuerpo, no sólo para asfixiarle sino también para vencer el incipiente temblor de sus miembros.

Seguidamente, el japonés se desplomó, sin dar un solo grito, apenas un estertor, que Shears fue capaz de distinguir porque tenía aguzado el oído. Joyce permaneció paralizado varios segundos, bajo el cuerpo del adversario, que se había derrumbado sobre él y cuya sangre le inundaba ahora. Había tenido las fuerzas suficientes para lograr esa nueva victoria. Sin embargo, no estaba seguro de poder armarse de la energía necesaria para huir. Finalmente, salió de su ensimismamiento y, de un golpe, empujó a un lado el cuerpo inerte, el cual rodó hasta caer parcialmente dentro del agua. Luego, echó un vistazo a su alrededor.

Ambas orillas estaban desiertas. Había triunfado, pero el orgullo que sentía no disipaba ni su repulsión ni su horror. Se levantó a duras penas, ayudándose con las manos y las rodillas. Sólo restaba cumplir unos pocas trámites, bastante simples. En primer lugar, deshacer el equívoco. Dos palabras serían suficientes. El coronel Nicholson había permanecido inmóvil, petrificado ante lo repentino de la escena.

– Oficial. Oficial inglés, sir -murmuró Joyce-. El puente va a estallar. Aléjese.

Joyce no era capaz de reconocer el sonido de su propia voz. El esfuerzo de mover los labios le costó un trabajo inmenso. El otro, para colmo, parecía no entender.

– Oficial inglés, sir -repitió desesperadamente-. Unidad 316 de Calcuta. Comandos. Con orden de hacer saltar el puente.

El coronel Nicholson dio por fin señales de vida. Un extraño brillo cruzó sus ojos y exclamó con una voz sorda:

– ¿De hacer saltar el puente?

– Aléjese, sir. El tren está a punto de llegar. Pensarán que usted es cómplice.

El coronel permaneció impertérrito frente a él.

No era momento de discutir. Había que actuar. Ya se escuchaba claramente el jadear de la locomotora. Joyce se dio cuenta de que sus piernas se negaban a llevarle a ningún sitio. Tuvo que subir el talud a cuatro patas, en dirección a su puesto.

– ¡De hacer saltar el puente! -repitió el coronel Nicholson.

El coronel no se movió de donde estaba, acompañando con una mirada inexpresiva la penosa progresión de Joyce, mientras trataba de descifrar el significado de sus palabras. Súbitamente, comenzó a andar detrás de sus huellas. Apartó furiosamente la cortina de vegetación que acababa de cerrarse sobre él y descubrió su escondrijo. Joyce tenía ya la mano sobre el manipulador.

– ¡De hacer saltar el puente! -exclamó de nuevo el coronel.

– Oficial inglés, sir -balbuceó Joyce, casi suplicante-. Oficial inglés de Calcuta… Las órdenes…

No pudo acabar la frase. El coronel Nicholson se había abalanzado sobre él con un bramido.

– ¡Socorro!…

VIII

«Dos bajas. Algunos daños, pero puente intacto gracias heroísmo coronel británico».

Así rezaba el sucinto informe que Warden, único superviviente de los tres, envió a Calcuta a su llegada al acantonamiento.

Tras la lectura de ese mensaje, el coronel Green pensó que había un buen número de puntos oscuros en ese asunto y solicitó más explicaciones. Warden repuso que no tenía nada que añadir. Su superior determinó entonces que su estancia en la selva de Tailandia había sido demasiado prolongada y que no podían dejar a un hombre solo, en ese peligroso puesto, en medio de una región que los japoneses, probablemente, se disponían a peinar. La Unidad 316 contaba en esta época con numerosos recursos. Lanzaron otro equipo en paracaídas en un sector alejado, con objeto de mantener el contacto con los tailandeses, y Warden fue llamado al centro de operaciones. Un submarino se fue a buscarle a un punto desierto del golfo de Bengala, adonde consiguió llegar tras dos semanas de azarosa marcha. Tres días después de embarcar, arribó a Calcuta y fue a presentarse ante el coronel Green.

En primer lugar, hizo una breve exposición sobre la preparación del golpe y luego pasó a su ejecución. Él había seguido desde las alturas de la montaña toda la escena, sin perder detalle alguno. En un primer momento, comenzó hablando en su característico tono frío y reposado pero, a medida que avanzaba en su relato, fue cambiando de actitud. En el mes que vivió como único representante de su especie, entre partisanos tailandeses, un tumulto de sentimientos no expresados había bullido dentro de él. Los episodios del drama, recreados sin cesar, fueron fermentando en su cerebro, al tiempo que su amor a la lógica le llevaba a agotarse instintivamente en la búsqueda de una explicación racional para aquéllos, y a vincularlos a un número reducido de principios universales.

Los frutos de esas desbordantes deliberaciones los recogió finalmente en las oficinas de la Unidad 316. A Warden le era imposible atenerse a un estricto informe militar. Necesitaba dar rienda suelta al torrente de estupores, angustias, dudas y rabia que llevaba por dentro e, igualmente, exponer con total libertad las razones profundas del absurdo desenlace, tal como él las había interpretado. Su sentido del deber le obligaba asimismo a hacer una presentación objetiva del curso de los acontecimientos. Se empleaba a fondo y, aunque lo lograba por momentos, acababa cayendo en el vendaval de su apasionamiento desatado. El resultado era una extraña combinación de imprecaciones, en ocasiones incoherentes, que aparecían mezcladas con elementos propios de un ardiente alegato, de donde emergían aquí y allá las paradojas de una extravagante filosofía y, a veces, un «hecho».

El coronel Green escuchó pacientemente y con curiosidad ese fantástico retazo de elocuencia, en el que fue incapaz de reconocer la calma o el método legendarios del profesor Warden. Lo que a él le interesaba, sobre todo, eran los hechos. Pese a ello, muy raras veces interrumpía a su subordinado. Tenía ya experiencia de esos retornos de misión, en el que los participantes habían dado lo mejor de sí mismos, pero al final se veían envueltos en un estrepitoso fracaso del que ellos no eran responsables. En este tipo de situaciones, concedía un gran margen de maniobra al «factor humano», hacía oídos sordos a las divagaciones y no se dejaba alterar por un tono en ocasiones irrespetuoso.

– Seguro que piensa que el niño, sir, se ha comportado como un imbécil, ¿verdad? Así es, ha actuado como un imbécil, pero nadie, en su posición, habría mostrado mayor astucia. Le observé muy bien, no le quité ojo ni un momento. Pude adivinar lo que dijo a ese coronel. Hizo lo que yo hubiera hecho en su lugar. Vi cómo se arrastraba. El tren estaba cerca. No comprendí nada cuando el otro se tiró encima de él. Luego fui sospechando el por qué, gradualmente, tras reflexionar sobre el asunto…¡Y Shears le reprochaba que le daba demasiadas vueltas a las cosas! ¡Dios mío, pero si pecaba de lo contrario! Tendría que haber mostrado más perspicacia, más capacidad de discernimiento. De haberlo hecho, se hubiera dado cuenta de que en nuestro oficio no basta con rajar una garganta cualquiera. ¡Hay que acuchillar la buena! Sir, usted está de acuerdo conmigo, ¿no es cierto? Una inteligencia superior, eso es lo que hacía falta. Ser capaz de detectar al enemigo verdaderamente peligroso, comprender que ese venerable zopenco no iba a dejar que le destruyeran su obra. Era su triunfo, su victoria personal. Vivía en un sueño desde seis meses atrás. Un espíritu exquisitamente sutil lo hubiera podido adivinar por su manera de caminar sobre el tablero del puente. Lo tenía apuntado con mis prismáticos, sir… ¡Lástima que no hubiera sido mi fusil!… Recuerdo bien que tenía dibujada en sus labios la beatífica sonrisa de los vencedores… ¡Un admirable prototipo de hombre enérgico, sir, como dicen en la Unidad 316! ¡Nunca derrotado por la adversidad, siempre presto a un último embate! Pues bien, ¡ese hombre de marras gritó pidiendo auxilio a los japoneses! Ese veterano mastuerzo de ojos claros había soñado seguramente toda su vida con construir algo duradero. A falta de una ciudad o una catedral, bien valía un puente. ¿Qué pensaba usted? ¿que iba a dejar que se lo tiraran?… Y, para colmo, ¿esos viejos colonos de nuestro honorable ejército, sir? Estoy seguro de que, en su más tierna juventud, se leyó enterito a nuestro entrañable Kipling, y le apuesto lo que quiera a que en su bamboleante cerebro, mientras la obra se iba alzando sobre las aguas, evocaba frases enteras:«Yours is the earth and everything that's in it, and which is more, youll be a man, my son!». Casi lo escucho desde aquí.

Estaba dotado del sentimiento del deber y del respeto al trabajo bien realizado… también del gusto por la acción… ¡como usted y como nosotros, sir!… La estúpida mística de la acción, de la que comulgan tanto nuestras pequeñas mecanógrafas como nuestros grandes capitanes… No sé muy bien lo que quiere decir ese pensamiento, que no me abandona desde hace un mes, sir. Tal vez ese monstruoso imbécil fuera realmente digno de respeto… tal vez actuaba verdaderamente de acuerdo a un legítimo ideal, tan sagrado como el nuestro; tal vez sus portentosos fantasmas tenían su origen en el mismo mundo en que se forjan los aguijones que nos acosan… ese misterioso éter donde se agitan las pasiones que empujan a la acción, sir; tal vez allá el «resultado» no tenga la mínima importancia, y lo único que cuenta sea la calidad intrínseca del esfuerzo; o bien, como yo lo creo, acaso ese reino del delirio sea un infierno azotado por una matriz diabólica, que infecta los sentimientos que de él nacen con todos los maleficios venenosos manifestados en ese resultado forzosamente execrable… Sir, le aseguro que he estado reflexionando sobre este asunto desde hace un mes. Por ejemplo, nosotros venimos a este país para enseñarles a los asiáticos cómo utilizar elplástico para destrozar trenes y hacer estallar puentes. Y mire usted…

– Hábleme del final de la misión -interrumpió el coronel Green, con su tradicional voz serena-. Aparte de la operación no existe nada.

– Aparte de la operación no existe nada, sir… Recuerdo la mirada de Joyce al salir de su escondrijo. No se achantó. Ejecutó el ataque de acuerdo a las reglas, de lo cual yo soy testigo. Sólo le faltó un poquito de buen juicio… El otro se abalanzó sobre él con tal furia que los dos acabaron rodando por el talud, en dirección al río. Se detuvieron justo al borde del agua. A simple vista, parecían inmóviles. Los detalles los pude apreciar con los prismáticos… Uno estaba encima del otro. El cuerpo en uniforme aplastaba el cuerpo desnudo y manchado de sangre, con todo su peso, mientras dos manos furiosas ceñían su garganta… Lo vi con toda nitidez. Estaba tendido con los brazos en cruz, al lado del cadáver que aún tenía el puñal clavado. Estoy convencido, sir, de que en ese momento comprendió su error. Se dio cuenta de que se había equivocado con respecto al coronel, ¡yo sé que él se dio cuenta!… Lo vi con mis ojos, tenía la mano justo al lado del mango del arma y lo llegó a asir, pero luego se quedó agarrotado. Pude adivinar el juego de músculos y, por un momento, creí que iba a decidirse. Pero era demasiado tarde. No le quedaban fuerzas. Había entregado todo lo que tenía y no pudo… o bien, no quiso. El enemigo que le apresaba el cuello lo tenía hipnotizado. Entonces soltó el puñal y se dio por vencido. Su cuerpo quedó completamente relajado, sir. ¿Conoce usted esa sensación, cuando uno abandona? Se había resignado a la derrota. Movió los labios y pronunció una palabra. Nadie sabrá si era una blasfemia o una plegaria… o acaso la expresión desencantada y refinada de una melancólica desesperación. No era un rebelde, sir, al menos exteriormente. Siempre se mostraba respetuoso con sus superiores. ¡Dios mío! ¡Si yo le contara el trabajo que nos costó a Shears y a mí conseguir que no se pusiera en posición de firme cada vez que nos dirigía la palabra! No me extrañaría nada, sir, que su última palabra, antes de cerrar los ojos, hubiera sido, precisamente, «sir»… La misión dependía de él. Ahora ya todo ha acabado.

– Se sucedieron varios acontecimientos en el mismo instante, varios «hechos», como usted diría, sir. Quedaron un poco confusos en mi mente, pero he logrado reconstruirlos. El tren se acercaba. El estruendo que formaba la locomotora iba creciendo por cada segundo que pasaba… aunque no lo suficiente para cubrir los rugidos de la «furia humana» que pedía auxilio con toda la fuerza de esa voz habituada a dar órdenes… Y yo allí, sir, impotente… No podía hacer más que él; no sólo yo… nadie… quizá Shears… ¡Shears! En ese momento volví a escuchar unos gritos. La voz de Shears, justamente, que resonaba en todo el valle. Una voz de loco iracundo, sir. Sólo pude discernir una palabra: ¡Ataca! Él también había comprendido, y más rápido que yo, pero ya no servía de nada. Unos instantes más tarde, vi a un hombre en el agua. Se dirigía a la orilla enemiga. Era él, Shears. ¡Él también era partidario de la acción a toda costa! Un acto insensato. Después de esa mañana, había perdido el juicio, igual que yo. No tenía posibilidad alguna de salirse con la suya… A mí también me faltó poco para lanzarme, y eso que hubieran hecho falta más de dos horas para bajar de mi cornisa…

No tenía la más mínima opción. Nadó con toda su alma, pero cruzar el río le llevó varios minutos. Y en ese intervalo, sir, el tren atravesó el puente, el majestuoso puente sobre el río Kwai construido por nuestros hermanos. Al mismo tiempo… al mismo tiempo, ahora lo recuerdo, un grupo de soldados japoneses se precipitó corriendo por el talud, atraído por los berridos.

Ellos fueron los que recibieron a Shears a la salida del agua. Se cargó a dos. Dos puñaladas, sir, lo vi con todo detalle. No quería que lo cogieran vivo. Le dieron un culatazo en la cabeza y se desplomó. Joyce había dejado de moverse. El coronel se puso en pie y los soldados cortaron los cables. Ya no había nada más que intentar, sir.

– Siempre queda algo que intentar -dijo la voz del coronel Green.

– Siempre queda algo que intentar, sir… En ese momento se produjo una explosión. El tren, que nadie se había preocupado de detener, cayó en la trampa que yo había preparado detrás del puente, justo debajo de mi punto de observación. ¡Una posibilidad más! Yo, por mi parte, ya la había olvidado. La locomotora descarriló, arrastrando consigo dos o tres vagones al río. Varios soldados ahogados, pérdidas considerables de material y algunos daños, aunque reparables en varios días. Ése es el saldo de la operación… Un resultado que, pese a todo, produjo cierto entusiasmo en la orilla de enfrente.

– En mi opinión, un espectáculo bastante hermoso -observó reconfortante el coronel Green.

– Un hermoso espectáculo para aquellos que amen verdaderamente este tipo de cosas, sir… A pesar de ello, me pregunté si podía aportar algo más. Yo también he llevado a la práctica nuestras doctrinas, sir. En ese mismo instante me estuve interrogando para averiguar si había algo más que se pudiera intentar en el ámbito de la acción.

– Siempre queda algo que intentar en el ámbito de la acción -reiteró la voz lejana del coronel Green.

– Siempre queda algo que intentar… Debe de ser cierto, puesto que todo el mundo lo afirma. Ése era el lema de Shears. Acabo de recordarlo ahora.

Warden permaneció un momento en silencio, afligido por esa última reminiscencia. A continuación, retomó la conversación en un tono de voz más bajo:

– Yo también estuve reflexionando, sir. Reflexioné con todas mis fuerzas mientras el grupo de soldados en torno a Joyce y Shears se volvía cada vez más compacto. Este último seguía a todas luces vivo; el otro quizá todavía viviera, pese al estrangulamiento de ese miserable canalla. Sólo descubrí una posibilidad de acción, sir. Mis dos partisanos estaban todavía en su puesto, junto a los morteros. Podían disparar tanto contra el círculo de japoneses como contra el puente, lo cual también resultaba indicado. Les señalé el blanco y aguardé un momento. Pude ver cómo los soldados ponían en pie a los prisioneros y se disponían a llevárselos. Ambos continuaban con vida, que era lo peor que les podía pasar. El coronel Nicholson les seguía por detrás, con la cabeza inclinada, como sumido en una profunda meditación… ¡Las meditaciones de ese coronel, sir!… Tomé mi decisión de golpe, mientras que aún había tiempo. Di la orden de disparar. Los tailandeses comprendieron de inmediato. Los teníamos bien entrenados, sir. A continuación, unos hermosos fuegos artificiales. ¡Otro magnífico espectáculo, visto desde el punto de observación! ¡Una buena retahíla de proyectiles! Yo mismo me hice cargo de un mortero. Tengo una excelente puntería.

– ¿Resultó eficaz? -interrumpió la voz del coronel Green.

– Muy eficaz, sir. Los primeros obuses cayeron en medio del grupo. ¡Una verdadera suerte! Los dos quedaron descuartizados. De ello me aseguré con los prismáticos. Créame, sir, yo tampoco quería dejar este trabajo inacabado… En realidad, debiera haber dicho los tres. El coronel también. No quedó nada de él. Tres disparos en el blanco. ¡Todo un éxito!

– ¿Y luego?

– Luego, sir, les lancé todo mi arsenal de obuses. Y no eran pocos… Las granadas también. ¡La elección del emplazamiento había sido excelente! Una lluvia generalizada de proyectiles, sir. Debo confesar que me encontraba un poco exaltado. Cayeron por todos sitios: sobre el resto de la compañía que acudía del campamento, sobre el tren descarrilado, del que emergía un concierto de alaridos, y sobre el puente también. Los dos tailandeses se mostraron igual de apasionados que yo… Los nipones comenzaron a responder. Poco después, la humareda se extendió y ascendió hasta donde estábamos, ocultando poco a poco el puente y el valle del río Kwai. Nos encontrábamos aislados en una niebla gris y hedionda. Nos quedamos sin munición, sin nada más que arrojarles. Entonces, iniciamos la huida.

»Más tarde, he tenido ocasión de reflexionar sobre esa iniciativa, sir. Aún estoy convencido de que era lo mejor que podía hacer, que he seguido la única línea de conducta posible, que era la única acción verdaderamente razonable…

– La única razonable -admitió el coronel Green.

Pierre Boulle

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