Las pesadillas atormentaban a Douglas Quaid de forma recurrente. Aunque jamás había estado en Marte, no dejaba de soñar que se hallaba en el planeta rojo, enzarzado en misiones peligrosas, entre agentes hostiles, junto a una deslumbrante mujer. Una vida, evidentemente, mucho más atractiva que la monotonía de un simple obrero de la construcción en la Tierra del año 2089. Pero podía llevarle a la locura.

Hasta que decidió recurrir a Rekall, una empresa capaz de materializar los sueños imposibles desus clientes, y cuyo lema era: "Podemos recordarlo todo para usted". Y ahí fué donde empezaron realmente sus problemas…

Piers Anthony

Desafío Total

Título original: Total Recall

Traducción: Elías Sarhan

1 – Marte

Dos lunas pendían en el cielo rojo oscuro. Una estaba llena; la otra, creciente. Una parecía tener cuatro veces el diámetro de la otra; y ninguna de las dos era exactamente redonda. De hecho, se podría haber descrito a las dos de forma apropiada diciendo que tenían forma de huevo: un huevo de pollo y uno de petirrojo. O incluso como patatas, una grande y una pequeña.

La grande era Fobos, llamada así por la personificación del miedo: la clase de miedo que se apoderaba de los ejércitos y causaba su derrota. La pequeña era Deimos, la personificación del terror. Aquellos nombres resultaban apropiados, ya que se trataba de los compañeros del antiguo dios romano de la guerra y la agricultura, Marte.

El paisaje de Marte era feo. Hasta el mismo horizonte, que estaba mucho más cerca de lo que hubiera estado en la Tierra, había formaciones rocosas desnudas, rebordes de piedra y polvo. Bien pudo haberse librado una guerra aquí, una que destrozara el terreno; pero quedaba claro que no había agricultura. Era tierra de nadie, en el sentido más literal de la palabra.

Douglas Quaid estaba de pie en la superficie irregular ligeramente ascendente. Llevaba un traje espacial ligero con dispositivo respiratorio, ya que la presión atmosférica era sólo una ciento cincuentava parte de la de la Tierra al nivel del mar, y la temperatura de unos treinta y ocho grados bajo cero. Debería de haber nieve ártica, si el escaso aire hubiera tenido el suficiente vapor para formarla. Cualquier fallo de su traje, cualquier desgarrón con el borde de una roca, le mataría tan rápidamente como si estuviese en el espacio exterior. Casi lo único que tenía Marte a su favor era que el vacío del espacio no poseía gravedad: la de aquí era un poco superior a un tercio de la de la Tierra. Por lo menos, te daba alguna idea de lo que era arriba y lo que era abajo, y te permitía caminar.

Quaid casi no necesitaba la baja gravedad para ayudarse a caminar. Era un hombre recio, tan musculoso que ni siquiera el traje espacial podía ocultar su físico. Parecía irradiar fuerza bruta. Sus facciones cinceladas en el interior del casco tenían un aspecto decidido, reflejaban una voluntad indómita. Quedaba claro que no se encontraba ahí por accidente. Tenía una misión que cumplir, y ni el infierno que era este planeta le iba a detener por mucho tiempo.

Escudriñó el horizonte. Al girar, el terreno irregular cambió, hasta elevarse y convertirse en la montaña más extraordinaria conocida en el sistema solar: el Monte Olimpo, que ascendía dieciséis kilómetros por encima del punto en el que se encontraba. En su totalidad se aproximaba a los veintidós kilómetros, más del triple de altura que la montaña más alta de la Tierra: el Mauna Loa de Hawai, cuya masa, en su mayor parte, quedaba oculta debajo del Océano Pacífico. Al igual que aquélla, ésta era volcánica, pero a una escala desconocida en la Tierra. La base de su cono tenía unos 500 kilómetros de diámetro, con ríos de lava extendiéndose radialmente, ahora congelados. Una escarpa poderosa de unos tres kilómetros de altura rodeaba su ladera, definiéndola de forma extraña aunque clara. El Monte Olimpo era una maravilla que hacía que incluso un hombre como Quaid se detuviera a admirarla.

Hubo un sonido a su espalda, más audible como vibración en la roca que como cualquier otra onda en la escasa atmósfera. Alguien se acercaba: una mujer. Quaid se volvió como si la esperara, sin sentir sorpresa alguna, y la miró con ojos apreciativos. Valía la pena contemplarla: estaba tan bien formada para su sexo como él para el suyo…, voluptuosa bajo el traje espacial. Detrás del visor, se percibía que su cabello era castaño y sus ojos grandes y oscuros. Ella le devolvió el escrutinio, y la postura que adoptó dejó entrever el interés que sentía: si aún no estaba enamorada de él, lo empezaba a estar en ese momento.

¡Pero no era el lugar apropiado para un romance! Los trajes habrían hecho que cualquier cosa interesante resultara imposible, aunque ellos lo desearan. Éste era un asunto serio.

Ella dio media vuelta y se encaminó a una montaña con forma de pirámide que él había pasado antes por alto. A pesar de que no entraba en la escala del Olimpo, era lo bastante grande como para impresionar. Parecía casi artificial en su simetría. ¿Cómo había llegado a estar en Marte algo tan peculiar? Bueno, no era más misterioso que los rostros humanos esculpidos en las rocas, o los diversos artefactos alienígenas dispersos por los alrededores, evidencia clara de que el hombre no fue el primero en llegar aquí.

Quaid la siguió, lamentando que sólo el casco de ella fuera transparente. Aun así, era un placer observarla andar. Le condujo hasta una sinuosa abertura en la ladera de la montaña, a todas luces una grieta que se había producido durante una de las erupciones. Se trataba de una cueva de paredes casi verticales. Apenas se filtraba suficiente luz a través de las grietas para permitirles ver terreno seguro donde pisar a medida que el pasaje se adentraba en la montaña.

Llegaron a un pequeño saliente rocoso en las profundidades. Se hallaban en una cámara más o menos circular de tamaño considerable. No, se trataba de una depresión, de un agujero; sobre sus cabezas se veía el cielo de Marte. El suelo era un agujero tan hondo que parecía no tener fondo. Los ojos de Quaid, adaptándose a la sombra intensa de este nivel, sólo pudieron distinguir el borde curvo y la elevación cilíndrica de roca más arriba. ¿Era una cavidad natural o una cámara excavada por el hombre? Mostraba visos de ambas cosas y de ninguna a la vez. Sintió un asombro que únicamente en parte estaba relacionado con el tamaño y el misterio. De algún modo, supo que el significado del lugar trascendía cualquier cosa que un hombre o una mujer corrientes pudieran imaginar, y que la presencia de los dos allí era mucho más importante de lo que nadie en la Tierra pudiera suponer.

La mujer se dirigió hacia la derecha. Bajó la mano y sacó un cable flexible. Parecía estar anclado a una roca grande o a una proyección de la pared. Retrocedió, tirando del cable, y éste se extendió. Se volvió, y Quaid vio que el extremo que sostenía ella se hallaba conectado a un aparato parecido a un carrete de pescar montado sobre un sólido cinturón.

Ella llevó el cinturón hasta él y alargó los extremos. Se inclinó para pasárselo por la cintura, uniendo los extremos hasta que se juntaron a su espalda con un ligero chasquido. Ahora el carrete quedaba delante, y él se hallaba unido a la roca.

Quaid lo puso a prueba, retrocediendo y viendo cómo se extendía el cable. Estaba enrollado dentro del carrete, donde se aplanaba, aunque adquiría forma redonda a medida que se acercaba a la sujeción de la roca. En realidad, era bastante largo; pero sólo pesaba unos kilos.

Apoyó las dos manos enguantadas sobre el cable y tiró en sentido opuesto. El cable resistió. Incrementó la fuerza y sus músculos se tensaron y abultaron. También resistió. Le hizo un gesto a la mujer, y ella se le acercó. Formó un lazo con el cable y le indicó que se sentara en él. Con movimientos torpes, ella lo hizo, aferrándose a la parte superior para mantener el equilibrio. Quaid alzó la mano y la levantó del suelo. Por supuesto, ella sólo pesaba veinte kilos en la gravedad de Marte; sin embargo, no cabía duda de que podría haberla levantado igual de fácil con todo su peso. Ella sonrió.

La depositó de nuevo en el suelo, al tiempo que sonreía también. El cable serviría.

Se cogieron inadecuadamente las enguantadas manos en señal de despedida. Se abrazaron y pegaron sus visores, incapaces de besarse. ¡Si había algo que detestara de un traje espacial…!

Quaid se apartó de ella y se dirigió al borde del precipicio. Situó las manos en él; luego, de un salto, se lanzó con las piernas por delante hacia abajo, en una maniobra que habría resultado ardua en la gravedad de la Tierra. Agarró el cable, de cara a la pared rocosa, y empezó a bajar por el oscuro abismo, una mano detrás de la otra.

Un hombre de menos capacidades habría hecho un rappel, pasándose el cable por el muslo izquierdo y por encima del hombro derecho, empleando una línea doble que iría extendiendo lentamente para el descenso. Quaid no se molestó en ello; simplemente, fue bajando casi como si estuviera en una escalerilla. A cada metro se impulsaba de la roca con los pies, manteniéndose lejos de su superficie. ¡Un juego de niños!

Se detuvo unos metros más abajo y alzó la vista. La mujer se hallaba inclinada sobre el precipicio. La parte superior de su cuerpo se reflejaba en silueta, y parecía tener la cabeza iluminada debido a la transparencia del casco. Se asemejaba a un ángel en una bóveda pintada. La luna llena, Fobos, flotaba por encima de su cabeza, completando el halo.

Ella se llevó la mano al casco y luego la adelantó, enviándole un beso.

Quaid experimentó una oleada de emoción. ¡Dios, era hermosa!

Sin embargo, tenía que realizar un trabajo. Le devolvió el saludo, luego reanudó el descenso. Se dio cuenta de que no tenía por qué emplear las manos; el carrete podía ser ajustado para que fuera soltando cable a un ritmo regular. Así lo hizo, y se soltó.

Continuó el descenso al mismo ritmo de antes. Eso le permitía tener las manos libres para cualquier cosa que pudiera surgir. Se relajó y miró a su alrededor.

La luz de la luna iluminaba el agujero, mostrándole algunos detalles que no había podido ver desde arriba. Había docenas de gigantescos tubos verticales que se elevaban desde las profundidades, y que le recordaron vagamente a un monstruoso órgano de vapor. ¡No estuvo muy seguro de que no interpretaran música! Pero, ¿qué hacían? ¡No se hallaban ahí como una muestra del arte marciano!

Notó una vibración en la cintura. ¡Algo iba mal con el carrete! Lo cogió; sin embargo, sus torpes guantes no surtieron ningún efecto o empeoraron las cosas. El cable se desenroscaba a un ritmo aterrador.

Quaid descendía ahora a toda velocidad hacia el abismo sin fondo. Movió frenéticamente brazos y piernas, intentando detenerse. Sus pies perdieron contacto con la pared y comenzó a dar vueltas, viendo la pared, los tubos y el espacio que los separaba remolinear vertiginosamente a medida que caía.

– ¡Doug! -era la mujer, que, alarmada, le llamaba desde arriba.

Trató de responderle, pero se encontraba demasiado desorientado como para hacer siquiera eso. Seguía cayendo, penetrando cada vez más en el abismo, el control perdido.

– ¡Doug! -le llegó la desesperada voz de ella, débil en la lejanía.

El abismo se llenó de una cegadora luz blanca. Quaid supo que era el fin. De algún modo, no experimentó miedo; lo único que podía hacer era enfrentarse a su destino.

2 – Lori

Sorprendido, Quaid se despertó. Se hallaba en la cama, en la Tierra, bastante a salvo. El dormitorio estaba bañado por la luz de la mañana.

A medida que se adaptaba al nuevo entorno y los latidos de su corazón regresaban a la normalidad, se dio cuenta de que tendría que haber descubierto que su experiencia no era real. Jamás había estado en Marte, así que, ¿cómo pudo encontrarse allí, sin siquiera cuestionárselo y sin saber cómo había llegado? Sencillamente había aparecido en la superficie desnuda, conoció a una muchacha, penetró en una cueva o una grieta en una montaña con forma de pirámide y descendió por un enorme agujero. ¿Tenía sentido eso, sobre una base racional? En el sueño lo había aceptado; pero así eran los sueños.

Su mente lo repasó todo, siguiendo la situación paso a paso hasta que la escena se quebró. ¿Toda esa luz blanca, procedente de una luna diminuta? Bueno, quizá; ¿cómo podía saberlo sin estar allí? Pero aquel cable… ¿Por qué, sencillamente, no se aferró a él y detuvo su caída? No cabía ninguna duda sobre su capacidad para hacerlo; iba sujeto a él, de modo que lo podría haber cogido de su extremo en el carrete y, una vez sujeto, aguantar. Al ser su peso sólo una fracción del de la Tierra, y con la fuerza de sus brazos, hubiera sido como coger un pavo enorme que hubiera arrojado alguien. Hubiera sido una buena sacudida, sí; sin embargo, nada imposible. Únicamente la atmósfera del sueño hizo que la caída pareciera inevitable.

No obstante, le molestaba un detalle insignificante. ¡Doug!, había llamado la mujer. Eso significaba que le conocía, aunque él no podía localizar su nombre en su memoria. Nada de señor Quaid o Douglas, sino Doug, y gritado con sentimiento. Ese mismo sentimiento despertó uno de respuesta en él, incluso ahora que ya no se hallaba en el sueño, sino de regreso a la realidad. Ella era importante para él, más que importante; ella…

Entonces, todo encajó. ¿Cómo había sido capaz de escuchar su grito…, allí, en el vacío casi total de la atmósfera de Marte? A lo largo de todo el sueño permanecieron sin hablar; pero, al final, la verosimilitud, la semblanza con la realidad, se había venido abajo. La luz resplandeciente, al final…, era esta luz, el resplandor del día de la Tierra, más intenso que el de Marte. Nada que ver con el fulgor del Cielo o del Infierno que uno halla en el momento de su muerte; sólo el resplandor normal de un día normal cuando se quedaba dormido más de la cuenta. ¡Era un alivio!

No obstante, aquella voz seguía perturbándole. Aquella mujer… Había alguien con él. Quaid parpadeó y miró. Una hermosa criatura se inclinaba sobre él. Llevaba un camisón transparente que se abría con una disposición que debía ser intencionada y que revelaba partes de su espléndida anatomía. No se trataba de la muchacha del sueño; era una magnífica amazona rubia. Su esposa, Lori. ¡Cómo pudo olvidarla!

– Estabas soñando -comentó ella con simpatía, mientras alargaba la mano para secarle el sudor de la frente.

Permaneció en silencio, distraído por la visión clara y completa de sus pechos en el interior del camisón abierto. Por supuesto, ya los había visto muchas veces antes; pero, de algún modo, nunca se cansaba de observarlos. Hablando de arquitectura impresionante…

– ¿Marte de nuevo? -inquirió ella, solícita.

Los pechos se movieron al ritmo del brazo cuando terminó de limpiarle el rostro.

Asintió, todavía perturbado por la experiencia, aunque se estaba acomodando rápidamente a la situación actual. ¿Qué tenía la mujer del sueño que Lori no poseyera? Quizás el cabello castaño; nada más. Además, Lori no llevaba puesto exactamente un traje espacial.

De repente comprendió que la voz de la mujer de Marte no había sido un error del sueño. Se encontraban embutidos en trajes espaciales, y éstos disponían de intercomunicadores o lo que fueran. ¡La había escuchado a través del sistema de su casco! Le alentó establecer esa conexión; significaba que su sueño no había sido tan descabellado como pensara.

Lori, malinterpretando su distracción, empezó a acariciarle. Su mano descendió por el cuello de él, y apretó el músculo de su hombro. A ella le gustaban sus músculos y le encantaba tocarlos; era algo que la excitaba, y él no tenía nada que objetar a ello.

– Pobrecito -murmuró, acariciándole el músculo pectoral-. Pobrecito, con esos sueños malos, esas horribles pesadillas. -Bajó la cabeza, y le besó el hueco entre el cuello y el hombro de un modo que podía haber sido de consuelo, pero que se estaba volviendo erótico-. ¿Te sientes mejor?

Sus labios empezaron a moverse por su pecho, se detuvieron en la zona de la tetilla. Alzó los ojos para mirarle. Él no quería que se detuvieran.

– Mm, mm -murmuró.

Lori prosiguió, descendiendo hasta su estómago. Sabía que ella intentaba seducirle para que su mente se apartara del sueño, y lo hacía bien. Le encantó dejar que siguiera. ¡Si tan sólo esa mujer de Marte no hubiera tenido el traje espacial! Podía imaginar que era ella…

– ¿Estaba ella allí? -preguntó, como al descuido.

Oh, oh. ¿Es que disponía de antenas para captar sus pensamientos? Se sintió culpable al pensar en la otra mujer cuando no cabía la menor duda de que todo lo que necesitaba un hombre era Lori. Sin embargo, y a su manera, el interés de Lori por la otra resultaba divertido.

Se hizo el tonto.

– ¿Quién?

– Ya lo sabes. -Lori levantó la cabeza e hizo un mohín contemplativo. Ella también se hacía la tonta, fingiendo que no podía recordar del todo o describir a la otra mujer-. La chica de las… -Ahuecó las manos en el gesto universal que indicaba tetas grandes.

Él sonrió.

– Oh, ésa -como si Lori no perteneciera a ese tipo.

Pero ella se resistió a cambiar de tema.

– Bueno, ¿estaba?

Él se rió.

– ¡Es sorprendente! ¡Te sientes celosa de un sueño!

La cuestión es que le intrigaba el asunto, quizá porque le daba cierta realidad a una figura que él sabía que existía únicamente en su imaginación.

Lori le dio un golpe en el estómago y se volvió para marcharse. Él intentó sujetarla; pero ella se debatió para salir de la cama. Siempre habían jugado a lo bruto; sin embargo, no tan bruto. Él jamás le devolvía el golpe.

– No es divertido, Doug -dijo ella, a medias fuera de la cama-. ¡Suéltame! -En ese momento, la gravedad la ayudaba a ella; si la soltaba, se caería al suelo-. Ahora estás en Marte todas las noches.

¡Cuan cierto era!

– Sin embargo, regreso cada mañana -protestó él, con poca convicción.

Se percató de que estaba llegando al límite en el que la situación iba a hacerse desagradable, ya que era verdad que sentía una secreta pasión hacia aquella mujer inexistente, y Lori lo empezaba a notar.

Consiguió traerla de vuelta a la cama. En este instante Lori ocupaba toda su atención, tal como ella había pretendido. Lucharon, y ella le rodeó con las piernas, apretándole en una presa de tijera, inofensiva pero muy interesante. Él le sujetó los brazos a los costados e intentó besarla. Ella giró la cabeza de un lado a otro para evitar sus labios.

No cabía duda de que había sobrepasado los límites del juego.

– ¡Vamos, Lori, no seas así! -protestó él, retorciéndose entre sus piernas y dándole un suave golpe en una parte oculta-. ¡eres la mujer de mis sueños!

Bruscamente, Lori dejó de debatirse. Le miró con ojos soñadores.

– ¿Lo dices de veras? -Relajó la presa.

– Por supuesto.

Y ahora era verdad. La lucha había completado lo que iniciaran sus mimos y, en ese momento, la deseaba mucho.

Y ella lo sabía. Después de todo, se hallaba en contacto con aquella zona en particular. Le rodeó con sus piernas largas y atléticas, en esta ocasión sin apretar, y tiró de él hacia ella. Se besaron.

– Eres como un toro… -jadeó ella.

Él se rió.

– ¡Bueno, ya sabes lo que hace un toro con una vaca!

– ¡Una vaca! -exclamó ella con fingida indignación-. ¿Has visto alguna vez que una vaca hiciera esto? -Se sentó erguida, montada sobre él, cabalgando sobre sus ingles, y se quitó el camisón. Poseía el cuerpo más hermoso del mundo, y lo sabía-. ¿O esto? -Inició unos saltitos, al tiempo que sus pechos seguían su propio curso mientras su entrepierna le hacía cosas especiales a la parte central de su cuerpo-. ¿O esto? -Bruscamente, dejó caer el torso sobre él y le besó apasionadamente. Las trenzas de su cabello se deslizaron por su cuello y su cara como una suave seda, produciéndole un delicioso cosquilleo.

– No -tuvo que reconocer él-. Las vacas que conozco se quedan quietas, a la espera.

Ella levantó la cabeza, con un destello de humor peligroso en sus ojos.

– ¿Y a cuántas vacas conoces?

– Sólo a una. -Notó que el cuerpo de ella se tensaba en advertencia-. Y únicamente es un sueño.

Lori se relajó. Le gustó la analogía. Había llamado vaca a la chica del sueño, no a la mujer de verdad. Reanudó la actividad. Era verdad que ella no permanecía a la espera; avanzaba más de medio camino para hacerlo. Se trataba de una actitud que a él le encantaba. Él apoyó las manos en sus glúteos y sintió cómo se tensaban alternativamente, provocándole, incitándole a que pusiera algo más que las manos en acción.

Rodaron, y la sujetó debajo de él. Ella gritó como si la estuvieran violando, deteniéndose sólo el tiempo suficiente para besarle mientras él se lanzaba a la culminación. Ella realizó un baile del vientre, aunque su abdomen no se movió; todo fue interno. Metió la lengua en la boca de él, sincronizándola al ritmo de la danza oculta. Oh, no, no era una vaca… pero, en ese momento, él sí que parecía un toro.

Aun así, la imagen de la mujer de su sueño permaneció en su mente, y Quaid deseó que pudiera ser ella la que estuviera con él en ese instante. Cerró los ojos y trató de pensar que la mujer a la que estaba abrazando era la de Marte. Se preguntó qué demonios funcionaba mal en él.

3 – Sueño

Concluyó llegado el momento, como sucede con todo. Lori se puso de pie y se encaminó hacia la ducha; la pulcritud resultaba vital para ella, y él le había revuelto el pelo, manchado los labios y unas cuantas cosas más, con el propósito de disfrutar de un acto espectacular. ¡Lori era la Mujer Plus! ¿Cómo un tipo corriente como él había conseguido capturar a semejante criatura?

Quaid se relajó; luego le tocó su turno, una vez Lori salió de la ducha, con el cuerpo resplandeciente. Su propio cuerpo se sentía muy bien, como ocurría siempre después de hacer el amor con ella; sin embargo, su mente seguía inquieta. ¡Aquel sueño había sido demasiado real! Pese a lo tonto que fuera, no podía quitárselo del pensamiento.

Salió de la bañera, se secó y se enfundó en sus ropas de trabajo, mientras seguía meditando en lo acontecido. No era ningún profesor con un gran coeficiente de inteligencia ni un ejecutivo importante; simplemente era un trabajador de la construcción. Resultaba muy bueno en su trabajo, pero ello no le convertía en un candidato extraordinario. Aun así, Lori se había casado con él, y su ardor seguía intacto después de todos aquellos años de estar juntos. La atracción que ejercía sobre él no tenía ningún misterio: ella atraía a todos los hombres vivos. Pero, ¿cuál era la atracción que ejercía él sobre ella? Oh, era musculoso, y a ella eso le gustaba; sin embargo, seguro que podría haber conseguido a un hombre con músculos y dinero o poder. ¿Por qué se había quedado con un tipo corriente? ¿Y por qué él, el hombre más afortunado, estaba soñando a cambio con una mujer inexistente? En su aspecto más positivo eso parecía una perversidad, y en el más negativo una locura.

No era la primera vez que se le ocurría la pregunta. Procedían de mundos tan distintos. Él era Ingeniero de Construcción, un Especialista en Preparación de Emplazamientos: una forma rimbombante de describir a los trabajadores de bajo nivel que hacían pedazos viejos artefactos para dejar sitio a los nuevos. De hecho, era perforador, igual que su padre. Eso era todo lo que siempre había deseado ser, y se sentía orgulloso de seguir los pasos de su padre. Era bueno en ello también, un verdadero artista con su máquina, que trabajaba dos veces más rápido que cualquier otro, pero eso no le hacía merecedor de un premio como Lori. Oh, tenía músculos, y a ella le gustaba eso, pero no era profesor especializado en nada ni ejecutivo de altura, era simplemente un obrero de la construcción.

¿Y Lori? Lori era la hija mimada de un ejecutivo publicitario. Todavía recordaba el día que se habían conocido, hacía ocho años. Él había estado trabajando duramente en un viejo rascacielos de acero y cristal que estaba siendo demolido para dejar sitio a un nuevo centro de negocios de plasplex. El lugar se hallaba en el distrito financiero, una zona que Quaid no veía mucho normalmente, y había disfrutado con el desfile de hombres y mujeres meticulosamente vestidos, aerocoches último modelo y droides de limpieza que mantenían resplandeciente cualquier superficie. Era un cambio interesante respecto a su destartalado vecindario de clase trabajadora.

Entonces había visto a Lori. Estaba de pie al otro lado de la calle, mirándole. Incluso a aquella distancia vio el brillo de aprobación en sus ojos mientras se clavaban en su torso cubierto de sudor. Se había acostumbrado ya a ese tipo de miradas por parte de hermosas damas con trajes caros, pero la mirada de Lori era más atrevida, y la prolongó cruzando la calle para decirle hola.

Para su eterna sorpresa, se casaron tres meses más tarde. Él insistió durante los primeros años en que vivieran de lo que él ganaba, pero gradualmente Lori le convenció de que aceptara su dinero como si fuera de él, y finalmente abandonaron sus humildes habitaciones por un espacioso y moderno apartamento en uno de los bloques de torres más de moda. Lori se sentía allí como en su casa, pero él tenía problemas para adaptarse a la transición. Había tenido que sufrir muchas bromas al respecto en su trabajo, y todavía se sentía fuera de lugar allí, un simple obrero en medio de tipos de sociedad.

Sin embargo, no tenía derecho a quejarse. El apartamento era una maravilla. Permaneció tendido en la cama y contempló la holopantalla en el techo, recordando los holovideos eróticos que él y Lori habían grabado, y cómo añadía algo extra el pasarlos mientras hacían el amor. Y él disfrutaba con el puro y sensual placer de sumergirse en la sala de inmersión al final de un largo día, dejando que elevadores y chorros de agua le dieran vueltas y expulsaran la fatiga de sus músculos mientras el vapor ascendía en torno a él, y luego relajándose mientras los chorros de aire le secaban. El lado social de su nueva vida tal vez le proporcionara problemas, pero no tardó en descubrir que realmente se estaba acostumbrando a todos aquellos lujos físicos.

Pero, por encima de todo, tenía a Lori, con su ardor siempre presente a lo largo de todos los años que habían permanecido juntos. Pensó de nuevo en su forma de hacer el amor aquella mañana, y un repentino recuerdo de su sueño se introdujo en sus pensamientos y destrozó su relajada satisfacción. Sacudió la cabeza, trastornado.

¡Aquel sueño había sido demasiado real! No podía simplemente echarlo a un lado, por estúpido que pareciera. Y era increíblemente estúpido. ¿Por qué él, el más afortunado de todos los hombres, soñaba con una mujer de fantasía cuando tenía a Lori a su lado? Aquello parecía perverso en el mejor de los casos, y loco en el peor.

Lori salió del cuarto de baño, con su cuerpo resplandeciente, y Quaid se preguntó qué habría visto aquella esbelta, elegante y rica mujer en él. Saltó de la cama con un encogimiento de hombros para su turno en el cuarto de baño. No había tiempo para inmersiones esta mañana; una ducha rápida bastaría. Terminó, se secó y se vistió con sus ropas de trabajo.

Entró en la cocina de su apartamento. Las luces ya estaban encendidas, programadas para encajar durante la semana con su horario de trabajo. Metió unas frutas en la licuadora y la dejó funcionando mientras llenaba la batidora con frutos secos, germen de trigo, cápsulas de proteínas, algunas verduras que habían sobrado del día anterior y media docena de huevos crudos. Le añadió el zumo, pulsó los controles de la batidora, y contempló cómo transformaba el contenido en un energético mejor que todos los energéticos. Sonrió irónicamente mientras observaba. Bien, pensó, si Lori me quiere por mi cuerpo, haré todo lo posible por mantenerme en forma. Se prometió a sí mismo que haría todo lo posible también por sacudirse los efectos de aquel maldito sueño.

Lori se había duchado antes que él, aunque tardaba más en vestirse. Las ropas de él eran normales: los pantalones de ayer, una camisa nueva para hoy y botas. Las de ella podían parecer sencillas; sin embargo, siempre eran una obra de arte que requería tiempo para darle el toque adecuado. Ella se preocupaba mucho más que él por la apariencia. El simple acto de cepillarse el cabello le consumía más tiempo del que él necesitaba para vestirse por completo.

En el otro extremo del cuarto estaban pasando las noticias, aunque no les prestó mucha atención. Bebió su desayuno y dejó que su mirada se perdiera al otro lado de la ventana, a los aerocoches y las corrientes del tráfico y toda la gente nerviosa que se apresuraba para llegar al trabajo. Dentro de un rato, él se encontraría mezclado entre todos ellos. Como siempre. Ciertamente, su vida sería aburrida si no fuera por Lori…, y la verdad era que, aun así, resultaba bastante monótona. Él sabía muy bien lo que era: un cero a la izquierda musculoso, con una vida mejor de la que merecía; no obstante, no sentía tanto agradecimiento por ello.

El locutor del video siguió con su perorata:

– En el frente de guerra, los satélites del Bloque Norte incineraron unos astilleros en Bombay, iniciando un fuego que barrió toda la ciudad. Se calcula que las bajas civiles superan las diez mil. El Presidente defendió el ataque, diciendo que las armas con base en el espacio eran la única defensa efectiva contra la superioridad numérica del Bloque Sur. -Se produjo una breve pausa mientras la cámara recorría el escenario de la carnicería. Quaid ni se molestó en mirar. Imaginaba a la gente más allá de su ventana como parte de esa escena, siendo atacada y muriendo, debatiéndose por incorporarse y llegar a sus trabajos pero sin conseguirlo, taponando los túneles peatonales. Los aerocoches perdían el control a medida que el gas alcanzaba a sus conductores, haciéndoles caer ardiendo en llamas a los niveles inferiores. No, en llamas no; hoy los aerocoches venían provistos de medidas de seguridad y, a diferencia de los coches terrestres, se garantizaba que no eran explosivos. De todos modos, podían causar unos buenos accidentes. Tenía un atractivo siniestro la idea de que esta ciudad resultara el objetivo de un ataque por sorpresa.

»Los astrónomos dicen que se sienten desorientados por la aparición de seis novas -prosiguió el locutor, con sonrisa indulgente. ¡Todo el mundo sabía cómo eran los científicos!-. Parece que esas estrellas no encajan en ningún patrón de ese tipo. Algunas estrellas se convierten en novas, y otras en supernovas, y los mecanismos del proceso son bien conocidos. Sin embargo, en años recientes, un análisis más exhaustivo ha revelado que seis de las novas que se captaron, simplemente, no tendrían que haberse producido…, según con los astrónomos. -Volvió a sonreír-. ¡Bueno, de vuelta a la pizarra, muchachos!

Sí, cada vez que los hechos no encajaban en una teoría, creaban una teoría nueva. Con el tiempo, darían con una que explicara los hechos. Las estrellas no se convertían en novas por capricho.

– Un incremento de la violencia en Marte la noche pasada, donde…

Quaid se irguió y se volvió hacia el video. Se trataba de una televisión de pantalla múltiple, la mejor que se podían permitir, lo cual significaba color pero no tridi. Abarcaba toda una pared de la zona de cocina-salón-comedor de su apartamento, y hacía que el diminuto piso pareciera mayor de lo que era. La pantalla se hallaba dividida en varios segmentos, que mostraban de forma simultánea diversas clases de texto y programación: el clima, la bolsa, los monitores de seguridad que controlaban la puerta de entrada y el vestíbulo de la planta baja, un programa «niñera» para cualquier pequeño que pudiera ser molesto, una esquina con programación erótica para viejos verdes, un boletín de compras para las amas de casa atareadas, y un canal para antiguas cintas de video. Quaid ignoraba los restantes sin esfuerzo alguno; no era sólo que tuvieran el sonido bloqueado, sino que poseía el reflejo ejercitado desde la infancia que le permitía a cualquier ciudadano desconectar de nueve décimas partes de la programación sin un esfuerzo especial. Cualquiera de las secciones podía ser amplificada hasta que ocupara toda la pantalla, o la parte de ella que uno eligiera; no obstante, casi nunca valía la pena molestarse en hacerlo. El ojo humano era el amplificador más versátil. Además, ocurría que a veces distintos miembros de una familia querían ver diferentes segmentos, y esto se lo permitía sin necesidad de discutir.

El video de las noticias del episodio de las minas marcianas ocupaba la sección central grande de la pantalla. El locutor realizaba su narración desde una minipantalla destinada a él.

– …una explosión rompió el domo geodésico que cubre la Mina Pirámide, paralizando la extracción de mineral de turbinio, el recurso clave para el programa de armas de haces de partículas del Bloque del Norte.

Soldados con mascarillas respiratorias trataban con rudeza a los mineros. Estaba claro que la autoridad militar se sentía casi deseosa de que alguien les alegrara el día con una resistencia simbólica. Quaid descubrió que le temblaban los dedos, como si estuviera empuñando y disparando un rifle. Era extraño, ya que no recordaba la última vez que había manipulado un arma de fuego, si es que alguna vez lo había hecho.

– El Frente de Liberación de Marte ha reivindicado la explosión -continuó el locutor-, y ha exigido la independencia total del planeta de, cito textualmente, «la tiranía del Norte». Declara que están preparados para realizar más…

De repente, la pantalla principal saltó a una ventana ambiental, una filmación de una selva supuestamente virgen que, en ese instante, ocupó todas las pantallas del video multivisión. Era un paisaje hermoso; no obstante, no era lo que deseaba ver en ese momento.

– No me extraña que tengas pesadillas -comentó Lori, poniéndose delante de la pantalla con el mando a distancia en la mano. Iba vestida con un elegante traje de calle, dispuesta a salir de compras-. Siempre estás viendo las noticias.

Quaid se sentó en la mesa mientras Lori untaba unas rodajas de pan con mantequilla para su propio desayuno.

– Lori, he estado pensando -dijo-. Hagámoslo de verdad.

– ¿De nuevo? ¡Creí que el esfuerzo de esta mañana te contendría por lo menos media hora!

– No -repuso él, impaciente con ese juego.

Ella se dio cuenta de que hablaba en serio.

– ¿Hacer qué?

– Mudarnos a Marte -anunció él, temiendo su reacción.

Lori, exasperada, aspiró una profunda bocanada de aire.

– Doug, por favor, no arruines una mañana perfectamente maravillosa.

– Sólo piénsatelo -pidió él. Si consiguiera convencerla.

– ¿Cuántas veces hemos de hablar de esto? -preguntó ella con tono impaciente-. Yo no quiero vivir en Marte. Es seco, es feo, es aburrido.

Quaid observó a un ciervo beber de un arroyuelo en la ventana ambiental.

– Han vuelto a duplicar la prima para los nuevos colonos.

– ¡Claro! ¡Ni siquiera un idiota quiere acercarse a ese lugar! ¡En cualquier momento podría desatarse una revolución! -Jugueteó con el desayuno, sin probarlo. Estaba realmente irritada.

Quaid también se sentía irritado. Le gustaría que ella tuviera en cuenta su sueño, en vez de despreciarlo. Era inigualable en la cama; pero, en este tema, era inútil. Dominó su furia, cogió el mando a distancia que ella había depositado sobre la mesa, y volvió a activar las noticias.

Tenía suerte; el tema de Marte aún seguía en pantalla.

– Con una mina ya cerrada -continuó el locutor-, el administrador de Marte, Vilos Cohaagen, dijo que serían empleadas las tropas si era necesario para mantener la producción a plena capacidad. -La escena cambió para mostrar una conferencia de prensa en pleno desarrollo. Quaid reconoció los rasgos del administrador de la Colonia de Marte. Cohaagen era robusto, casi tanto como el mismo Quaid, pero tenía que serlo para desempeñar ese trabajo, pensó Quaid. Nombrado por el Bloque Norte para supervisar las operaciones mineras en Marte, el administrador de la Colonia era como un gobernador militar del pasado imperialista. Detentaba un poder casi absoluto, y su habilidad para mandar se hizo evidente mientras controlaba las preguntas de los periodistas.

– ¡Señor Cohaagen! -indicó un periodista-. ¿Piensa negociar con su líder, el señor Kuato? Parece que cada vez tiene más seguidores entre los…

– ¡Tonterías! -repuso Cohaagen, interrumpiéndole-. ¿Alguien ha visto alguna vez a este Kuato? ¿Puede alguien mostrarme una fotografía? ¿Eh? -Esperó; sin embargo, por una vez, los periodistas permanecieron en silencio-. ¡No creo que haya ningún señor Kuato! -Su rostro se endureció-. Permítanme dejar esto claro, caballeros: Marte fue colonizado por el Bloque Norte con un enorme coste. Todo el esfuerzo de guerra depende de nuestras minas de turbinio. No tenemos intención de abandonarlas simplemente porque un puñado de mutantes perezosos creen que ellos son los propietarios del planeta.

De repente, las ventanas saltaron otra vez al entorno ambiental. Lori se había apoderado nuevamente del mando y lo había cambiado.

– Tiene razón en eso -dijo-. Salvo que los lunáticos están locos por la Luna, no por Marte. ¡Todo lo concerniente a Marte es una locura!

Enojado, Quaid intentó recuperar el mando; pero ella saltó detrás de la mesa y se echó a reír.

– ¡Lori, vamos! -restalló él-. Esto es importante.

Ella se detuvo y frunció los labios.

– ¡Un beso!

Normalmente a él le gustaban sus juegos que, de forma habitual, involucraban un contacto íntimo con su voluptuoso cuerpo; además, no deseaba pelearse con ella. Aceptó sus condiciones, se puso de pie, se acercó a ella y la rodeó con los brazos.

Ella se acurrucó en ellos.

– Cariño… -Se detuvo a medio camino de un beso-. Sé que es difícil estar en una ciudad nueva. Pero démosle una oportunidad. -Otra pausa-. ¿De acuerdo?

Quaid se obligó a sonreír. Su último aumento de sueldo les había permitido trasladarse veinte pisos más arriba en la torre, lo cual significaba ascender también en la escala social. A Lori le encantaba aquello, pero Quaid tenía que admitir que, con su trasfondo de clase trabajadora, tenía algunos problemas en adaptarse a la «nueva ciudad». Por el momento, sin embargo, se sentía irritado con Lori por distraerle de nuevo. En realidad estaba interesado en las noticias de Marte.

Finalmente, ella le besó. Estaba de espaldas a la pared del video.

Las manos de él encontraron las de ella, que sostenían el mando a distancia. Mientras seguía besándola, cambió de nuevo a las noticias y las observó por encima de su hombro.

Cohaagen estaba hablando.

– Como quizás hayan notado, aquí en Marte no hemos tenido la bendición de una atmósfera. Por lo menos, ninguna que valga la pena mencionar. Hemos de producir nuestro aire. Y alguien ha de pagarlo.

Lori se desprendió por fin del beso, que se había alargado más allá de sus intenciones.

– Vas a llegar tarde.

Quizá temiera que él llegara a excitarse para otro intercambio sexual, después del cuidado que había tomado en arreglarse. Su preocupación no estaba del todo errada.

Quaid la soltó lentamente, como si abandonara a regañadientes la idea de la intimidad. Su objetivo real era escuchar lo que faltara del telediario.

– Correcto -decía un periodista-; sin embargo, los precios que ustedes establecen resultan extravagantes. Una vez que un minero ha deducido el coste de su aire, no le queda nada…

– Éste es un planeta libre -afirmó con energía Cohaagen-. ¡Si no quiere mi aire, que no lo respire!

– Señor Cohaagen -dijo otro periodista-. ¿Algún comentario, señor, sobre el rumor de que cerró usted la Mina Pirámide porque halló dentro de ella artefactos alienígenas?

Cohaagen hizo girar los ojos, exasperado.

– Bob -dijo-, me gustaría que pudiéramos hallar algunos hermosos artefactos alienígenas. Nuestra industria turística podría utilizarlos para promocionarse. -Los periodistas rieron a coro-. Pero el hecho es que se trata únicamente de otro elemento de propaganda terrorista, difundido para minar la confianza en el gobierno legalmente nombrado de Marte.

Las noticias cambiaron de nuevo a la Tierra.

Lori había estado empujándole con suavidad y firmeza hacia la puerta. Él se dejó llevar y permitió que ella le guiara, como un remolcador a un carguero, hacia la salida del apartamento. Lo llevó hasta el umbral de la puerta y lo echó.

– Que tengas un buen día -le deseó, con una tierna sonrisa.

Quaid sonrió, le dio otro beso fugaz y se marchó. Oyó que, desde las pantallas múltiples, ahora que ella ya no trataba de cambiarlas, hacían una descripción del clima, del gráfico económico y de la seguridad local. Bueno, por lo menos, no había vuelto a poner la ventana ambiental.

Entonces, mientras atravesaba la puerta, tuvo una visión. Se trataba de una fotografía mental del cielo que se volvía de un espantoso color rojo, al tiempo que los edificios estallaban en llamas. ¡Toda la Tierra estaba siendo destruida por una nova! El Sol había despedido su energía, calentando los planetas interiores, causando unas tormentas solares que lo incineraban todo. Con horror, supo que iba a morir…, junto con el resto de la especie.

Quaid parpadeó. El mundo había vuelto de nuevo a la normalidad. Fue un arrebato de su imaginación, incitado, probablemente, por las noticias acerca de las misteriosas novas. No podía suceder aquí, por supuesto; el sol no pertenecía a ese tipo de estrellas.

¿De verdad? Los astrónomos reconocían que había estrellas que se estaban convirtiendo en novas sin motivo aparente. ¡Estaba claro que los astrónomos no conocían tan bien las estrellas como ellos pensaban! ¿Hasta dónde conocían al sol?

No, era demasiado fantástico. Descartó la idea y se dirigió a los ascensores.

4 – Trabajo

Quaid se vio inmerso en el flujo de las personas que iban a su trabajo, el que había estado contemplando antes desde la ventana. Odiaba esto, y no sabía a ciencia cierta por qué; las corrientes de peatones no tenían nada implícitamente malo en ellas. Quizá se debiera a que su sueño de Marte le brindaba la capacidad de apreciar mejor el desértico terreno abierto, donde hasta el simple hecho de vislumbrar a una persona era un acto significativo, en especial si se trataba de una mujer adorable embutida en un traje espacial. Aquí, se veía zarandeado constantemente por la incesante masa de humanidad, respirando el aire usado de los que le rodeaban y percibiendo la polución industrial, que era crónica en los niveles inferiores, sin importar lo que dijeran las campañas publicitarias locales. Por lo menos, Marte estaba limpio; ahí no había nada salvo polvo rojo y piedras. En Marte, un hombre podía alargar los brazos sin tropezar con la nariz húmeda del tipo de al lado.

Descendió la larga escalera mecánica, que a aquella hora parecía una resonante cascada de cabezas, espaldas y hombros que se deslizaban hacia los niveles inferiores de la estación del metro. Al fondo, la corriente era momentáneamente desviada en torno a una pequeña zona ocupada por un violinista tullido. Quaid sonrió, revitalizado por la visión de alguien que reclamaba espacio y atención para él en medio del anónimo aplastamiento matutino. Se detuvo un instante para deslizar su tarjeta de identificación en el registrador portátil de crédito del violinista. Registró su donativo, y Quaid se dejó arrastrar de nuevo por el flujo.

Se abrió paso a una zona de seguridad. La masa de trabajadores formaba colas para pasar por los grandes paneles de rayos X. El embotellamiento de siempre que le hacía perder tiempo, pero que no podía evitar. Había tanta violencia en los sistemas de tránsito que se habían tenido que adoptar algunas medidas, y por supuesto no deseaba que le robara o le matara algún demente en el metro, o pasar a formar parte de un grupo de rehenes de algún culto revolucionario de reciente creación. No se permitía el paso de ningún objeto metálico o de plástico que pudiera ser empleado como arma, salvo que se viera con claridad que no comportaba peligro alguno; y eso, de algún modo, había reducido los incidentes de violencia.

Sin nada mejor que hacer, se puso a observar las colas que tenía delante a medida que pasaban por entre los paneles. Cada persona perdía allí las ropas y la carne, convirtiéndose en un esqueleto andante, para adquirir de nuevo forma humana completa más allá del panel. Vio que le tocaba el tumo a una mujer joven y atractiva; contempló con atención mientras cruzaba los rayos X; pero no le sirvió de nada. Lo único que aparecía allí eran los huesos, no su cuerpo desnudo. Siempre tenía la esperanza de que algún día algo funcionara mal y que los rayos X fueran lo suficientemente débiles como para eliminar sólo la ropa, dejando al descubierto la carne desnuda. Lamentablemente, nunca sucedía; los paneles funcionaban o no funcionaban, estaban completamente activados o desactivados. Aun así, ésos eran unos buenos huesos.

Le llegó su turno. Pasó, sintiéndose como una persona que se desnudara sobre un escenario. Mientras cruzaba el panel, echó un vistazo a la línea que había a su espalda y vio que una mujer joven le miraba, acariciándose los labios con la punta de la lengua, los ojos fijos en él. ¡Ella intentaba ver su carne desnuda! Eso le gustó un poco. También sabía que poseía unos buenos huesos.

¿Qué le importaba a él lo que pensara una mujer desconocida? En casa tenía una esposa adorable y atenta, y una mujer adorable y aventurera en Marte. No necesitaba ninguna relación más. No obstante, de forma tonta, las ansiaba. Por lo menos, ansiaba una salida de esta monótona existencia. Quizá lo que quería era algo de aventura, ya fuera un viaje lejano o una conquista sexual. ¡Cualquier cosa menos esta maldita carrera de ratas!

Siguió su camino hasta las escaleras mecánicas que bajaban al metro. Allí le esperaba otro embotellamiento, ya que nunca había los coches suficientes para cargar toda la gente que quería entrar. Se encontraba demasiado lejos para conseguir subir al primer metro que viniera, y tendría que esperar al segundo, lo cual significaría unos buenos seis minutos de retraso. Se suponía que pasaban a intervalos de tres minutos; sin embargo, jamás era así. Con toda probabilidad, algún funcionario importante chupaba algo de los presupuestos de tránsito, dejando menos dinero del necesario para la compra y el mantenimiento de más coches. De modo que los que pagaban eran siempre los pasajeros, con un ineludible retraso adicional de tres minutos. Si se encontraba con otro embotellamiento, se presentaría tarde al trabajo, y se lo descontarían de la paga.

Finalmente llegó el metro. Quaid consiguió entrar, y se sintió como una sardina en una lata monstruosa. ¡Qué contraste con Marte!

Había pantallas de video montadas por todas partes, y cada una mostraba sus anuncios. Era como las ventanas múltiples de la pantalla de su casa, con la excepción de que éstas mantenían la perseverancia de la venta machacante. Se trataba de un mercado atrapado, y los patrocinadores se mostraban implacables. Intentó desconectar la pantalla más próxima a él; sin embargo, la alternativa era escuchar la dificultosa respiración de la gente que le rodeaba y percibir sus olores corporales. En la pantalla, un taxista se volvió, como si mirara a un pasajero en el asiento de atrás. Bajo la gorra a cuadros de estilo antiguo había el rostro de un maniquí. Sonrió mecánicamente y dijo:

– ¡Gracias por tomar un TaxiJohnny! Espero que haya disfrutado de la carrera. -El anuncio desapareció y empezó otro.

Un tipo con aspecto feliz yacía en una cama redonda, al lado de la chica. Estaba claro que acababa de hacer el amor con ella o iba a hacerlo. Se encontraban bajo un domo de cristal en el fondo del océano; en el exterior y alrededor de ellos nadaban llamativos peces de colores. Quaid sabía que la mayoría de los peces se hallaban casi en la superficie, no a cinco kilómetros de profundidad, y que tenían mejores cosas que hacer que posar para los ojos de unos turistas que, en cualquier caso, no les prestaban la menor atención. ¡No cuando había chicas desnudas para acariciar! Pero, qué demonios, era el anuncio de ellos. Resultaba estúpido esperar realismo de una publicidad.

– ¿Sueña con unas vacaciones en el fondo del océano…? -decía una voz con ese tono ensordecedor con que los anunciantes insistían en atacar a sus víctimas. Quaid hizo una mueca e intentó apartarse de la pantalla; pero los demás pasajeros se negaron a abrirle paso. Ellos tampoco querían que les rompieran los tímpanos.

La pantalla dio un salto a un apartamento del nivel pobre, mucho peor que el propio apartamento de Quaid, donde se veía sentado al tipo del domo submarino, solo, rodeado por un enorme montón de facturas. Parecía abatido.

– ¿…pero no puede permitirse sacar a flote ese viaje? -continuó la voz del narrador en off.

¡Acertaba en eso! ¡Si Quaid tan sólo dispusiera del dinero para mudarse a Marte! Ésa era la auténtica razón por la cual Lori se oponía a ello; estaba al tanto de que no existía ningún modo de que pudieran permitírselo. Oh, dispondrían de la bonificación para los colonos nuevos, aunque sabía que eso desaparecía rápidamente en los gastos de traslado. Debías tener un buen remanente, de forma que un hombre no tuviera que trabajar allí de minero para poder sobrevivir. Por eso ella sacaba el mejor partido a su situación cotidiana real, y él tenía que reconocer que hacía un buen trabajo, y que debería estarle agradecido. Sin embargo, él era como el pobre desgraciado del anuncio: ansiaba un mundo lejano, en vez de la vida hacinada que se podía pagar. Con la excepción de que el tipo del anuncio ni siquiera se podía permitir un apartamento decente.

La escena volvió a cambiar. En esta ocasión, una mujer de aspecto sofisticado detenía sus esquíes cerca de una bandada de pingüinos. Resultaba atractiva con su traje de esquí, y parecía encontrarse en la cima del mundo…, o el fondo de él, fuera cual fuese el caso.

– ¿Le gustaría esquiar en la Antártida…?

Entonces, la misma mujer apareció en una oficina, rodeada por diez empleados, todos los cuales le exigían decisiones. Su apariencia era, convincentemente, la de estar siendo acosada. Tenía el pelo revuelto, y ya no parecía atractiva, sólo agotada. Quaid había visto a mujeres ejecutivas como ésa.

– ¿…pero se encuentra cubierta de nieve en el trabajo? A pesar de sí mismo, Quaid se dio cuenta de que respondía a los anuncios. La Antártida estaba muy lejos, una región inmensa y desolada, parecida, a su manera, a Marte…

– ¿Siempre ha deseado escalar las montañas de Marte…? Quaid se sobresaltó. Súbitamente, toda su atención se concentró en la pantalla. Allí, un alpinista trepaba por una montaña con forma irregular de pirámide que, sorprendentemente, se parecía mucho a la del sueño de Quaid. ¿Se estaba imaginando eso? ¿Su sueño se apoderaba del mundo cotidiano, o de su percepción de él? ¡No, se trataba realmente del anuncio! No era él, Douglas Quaid, el que se hallaba en la escena, sino un hombre más bajo, con un traje espacial para turistas, la clase de trajes que se habían hecho más para la comodidad que la eficacia.

En ese instante, el deportista se transformó en un hombre viejo que se arrastraba escaleras arriba.

– ¿…pero su camino es descendente? -La cámara retrocedió para revelar la chaqueta de tweed y el dignificado rostro de un caballero de aspecto universitario, el narrador del anuncio-. Entonces venga a Rekall, Incorporated -continuó-, donde le ofreceremos el recuerdo de sus vacaciones ideales, más baratas, más seguras y mejores que la realidad. -La escena cambió a una playa al atardecer. El narrador estaba confortablemente sentado en una silla de aspecto extraño que flotaba sobre el agua-. Así no dejará que la vida pase por su lado. Llame a Rekall: para conseguir el recuerdo de toda una vida. -Quaid observó, fascinado, mientras sonaba la cancioncilla de Rekall y un número de doce dígitos llenaba la pantalla.

Quaid se sintió intrigado. Estaba fascinado por un sueño estúpido. Y eso era precisamente lo que esa compañía parecía vender: un sueño, bajo la forma de un recuerdo. ¿Sería suficiente? Sabía que necesitaba algo que le reconciliara con su vida cotidiana. Tal vez fuera esto.

Los anuncios continuaron con su atronadora oferta, explorando artículos de tocador íntimos que, supuestamente, eran una excelente inversión; también supositorios nasales para reciclar la polución, y otros muchos productos; sin embargo, Quaid ni los notó. ¡Quizá, después de todo, había encontrado una forma de visitar Marte!

Finalmente llegó al trabajo. Justo a tiempo, y pronto se encontró en su puesto, ocupado en lo que mejor sabía hacer. Cuando los encargados de la demolición deseaban que algo se derribara rápidamente y bien, él era el primer hombre en recibir la asignación. Nunca la rechazaba; empleaba el trabajo como ejercicio, desarrollando así de forma incesante los músculos. Después de todo, a Lori le excitaban los músculos, y puede que también a la mujer de Marte del sueño.

Intentó distraerse de ese último pensamiento y enfocó su atención en el trabajo que tenía entre manos. Estaban desmantelando una de las viejas fábricas de automóviles que habían sembrado el paisaje. Los niveles de polución habían llegado finalmente a amenazar la vida hacía cincuenta años, como todo el mundo había predicho que sucedería, pero no fue hasta que la gente empezó a caer como moscas que se decidió hacer algo al respecto.

Los vehículos a combustibles fósiles ya no eran «regulados» o «reacondicionados»…, habían sido simplemente eliminados, y la limpia tecnología de fusión, que llevaba años disponible, había sido empleada finalmente en usos prácticos. Los fabricantes de coches habían luchado contra el cambio con uñas y dientes, pero finalmente habían tenido que ceder ante la presión pública y diseñar coches de emisiones limpias. Era una gota en el cubo, demasiado poco y quizá demasiado tarde, en lo que a eliminar la polución se refería, pero era un comienzo.

Los fabricantes de coches habían abandonado sus viejas fábricas pasadas de moda a favor de modernas plantas totalmente mecanizadas en las que los robots eran manejados por ordenadores. Pero los detritos del pasado habían quedado, y el trabajo de Quaid era librar al mundo de ellos. Esta mañana trabajaba en la carretera de entrada que conducía al emplazamiento de la fábrica en ruinas. Apenas fue consciente del paso del tiempo mientras reducía el asfalto a minúsculos pedazos.

Lo bueno que tenía el trabajo duro era que mantenía tu mente alejada de los sueños tontos; se concentraba por completo en el trabajo a realizar, como si se tratara de la pantalla central de un video verdaderamente fascinante, y se olvidaba de todo lo demás. Había un cierto placer en triturar la superficie de una carretera; era como si machacara los límites que le imponía la sociedad y que le mantenían aquí, en la aburrida Tierra, en vez de permitirle encontrarse en algún planeta más interesante. Estaba consiguiendo algo.

Sin embargo, en ese momento, el sueño retornó, y se negó a desaparecer. Trató de ignorarlo; pero flotaba a su alrededor. Rekall…, ¿había algo ahí?

– ¡Hey, Harry! -gritó por encima del rugir del martillo perforador. Harry era un tipo de mediana edad, con una barriga de bebedor de cerveza y un acento de Brooklyn. Llevaban un par de años trabajando juntos, y Quaid lo consideraba una persona honesta en la que se podía confiar-. ¿Has oído hablar alguna vez de Rekall?

– ¿Rekall? -respondió Harry. Pequeños trocitos de roca cayeron de su pelo cuando agitó negativamente la cabeza. No conseguía situar la referencia.

– ¡Venden recuerdos falsos! -apuntó Quaid.

Entonces Harry recordó.

– Oh, sí -dijo, y aulló la cancioncilla publicitaria de la compañía a pleno pulmón. Luego detuvo su máquina y preguntó-: ¿Estás pensando en ir ahí? -Quaid hizo una pausa también, apoyándose sobre su martillo perforador mientras éste siseaba en neutral.

– No lo sé -dijo, mientras se sacudía el polvo de roca de sus guantes-. Quizá.

– Bueno, no lo hagas -dijo firmemente Harry.

Lo seco y definitivo de la respuesta tomó a Quaid por sorpresa. Evidentemente, Harry sabía algo acerca de Rekall Incorporated que los anuncios no mencionaban.

– ¿Por qué no? -preguntó. Si había algo raro en aquel lugar, quería saberlo.

Harry se acercó más a él y bajó la voz.

– Un amigo mío probó una de sus «ofertas especiales». Casi lo lobotomizan.

Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Quaid.

– No me digas… -jadeó, llevándose una mano a la frente.

Harry le dio una palmada en el hombro y se apoyó una vez más en su máquina.

– No trastees con tus sesos, amigo. No vale la pena. -Su martillo perforador rugió a la vida, y Quaid puso a trabajar el suyo también. Volvió a enfrascarse en su trabajo mientras meditaba en las palabras de Harry. Era un buen consejo, por supuesto. Sólo un estúpido lo ignoraría.

Sin embargo, cuando terminó su jornada laboral, se dirigió a una unidad telefónica. Recorrió con el dedo una larga lista de compañías y los teléfonos de sus oficinas, y se detuvo en Rekall, Incorporated. Aún no estaba del todo seguro de que fuera a hacerlo; pero sí iba a averiguar algo más del asunto. Quizás ésa fuera la única manera de tratar con su sueño.

5 – Rekall

Quaid se detuvo delante de la consola de ordenador del directorio del edificio antes de seleccionar Rekall, Inc. de entre la lista de nombres. La pantalla mostró la localización de la oficina, pero pese a todo dudó.

¿Era ésta la respuesta? Harry le había aconsejado que no lo probara; pero Harry no se veía sometido a sueños crónicos sobre Marte. Marte era un íncubo que, sencillamente, tenía que quitarse de encima de cualquier manera. Debía desterrar por completo el asunto, lo cual era imposible, o viajar hasta allí, lo que también quizá resultara imposible, o descubrir un término medio. Y tal vez ésta fuera la solución.

Sabía que una ilusión, sin importar lo convincente que fuera, seguía siendo sólo una ilusión. Por lo menos, de forma objetiva. Pero, subjetivamente…, podía ser todo lo contrario.

Bueno, tenía concertada una cita. En los cinco próximos minutos. Se hallaba en un punto decisivo; tenía que entrar, y someterse a su estrategia de ventas, o arrugarse y marcharse. Habría aplastado a cualquier hombre que le hubiera llamado cobarde -afortunadamente, nadie lo había hecho desde que consiguiera su tamaño de adulto-; pero ahora se acusaba de ello a sí mismo. Experimentaba la terrible atracción de Marte; sin embargo, también el terror de caer por aquel misterioso agujero. ¿Deseaba, de veras, hacer que su sueño pareciera real?

Sólo había una forma de descubrirlo. Inspirando profundamente, subió en un ascensor y se encaminó a la zona de recepción de la compañía.

La recepcionista era una rubia de voz preciosa, que se pintaba las uñas mediante un único contacto con un pincelito de color blanco. Al instante, un pigmento rojo saturaba cada uña. Durante un instante pareció llevar el torso desnudo, con los pechos pintados de azul; pero entonces la luz cambió, y se dio cuenta de que se trataba del efecto de una de esas blusas de transparencia variable, donde ahora-lo-ves, ahora-no-lo-ves. Vista desde un ángulo, y bajo una luz, estaba completamente vestida; vista desde otro ángulo, bajo otra luz, estaba desnuda. La mayor parte del tiempo se hallaba en un estado intermedio, mientras el efecto cambiaba de forma intrigante a medida que ella variaba de postura. Se lo tendría que mencionar a Lori; probablemente se compraría un vestido similar para ella.

La mujer guardó los trastos sin sentirse cortada. Le sonrió con profesionalidad.

– Buenas tardes. Bienvenido a Rekall.

¿Estaba haciendo lo correcto? Tuvo la impresión de ser un escolar que se metía en un garito de adultos.

– He concertado una cita. Douglas Quaid.

Ella comprobó una lista. Quaid estuvo seguro de que se trataba de una pose; tenía una cita, y no había nadie más en la oficina. Ella alzó los ojos.

– Un momento, señor Quaid. -Habló en voz baja por un videófono mientras mantenía unos ojos apreciativos clavados en Quaid, que contemplaba inquieto los posters video de viajes que alineaban las paredes-. ¿Señor Quaid? -dijo al cabo de un momento-. El señor McClane estará inmediatamente con usted.

Apenas había terminado de hablar, un vendedor emergió de una oficina interior.

– Gracias, Tiffany -dijo. Hizo un guiño a la recepcionista, luego sonrió y ofreció su mano a Quaid-. Doug…, Bob McClane. Encantado de conocerle. Por aquí, por favor. -Quaid le siguió fuera de la zona de recepción.

McClane parecía un buscavidas jovial. Debía de tener unos cincuenta y tantos años, y llevaba un traje de piel de rana marciana color gris, a la última moda. Por supuesto, las ranas no eran nativas; no quedaba ninguna vida nativa superviviente en Marte. Sin embargo, las ranas terrestres importadas, criadas en granjas marcianas especiales, habían desarrollado unas características inusuales bajo la gravedad reducida y la mayor radiación, y ahora se había creado un buen mercado para sus pieles.

McClane abrió camino hasta su oficina, decorada con estilo.

– Siéntese, por favor, póngase cómodo.

Quaid se dejó caer en un sillón lustroso y de aspecto futurista, que se ajustó sutilmente para acomodarse a su peso y configuración. A Lori también le gustaría estar al tanto del sillón; esta gente se mantenía informada respecto a la última moda.

McClane se sentó detrás de su enorme escritorio de falsa madera de nogal.

– Bien, ¿usted desea un recuerdo de…?

– Marte -indicó Quaid, que se dio cuenta de que, de algún modo, ya había atravesado la delgada línea que separaba la duda del compromiso.

Sin embargo, la reacción del hombre le sorprendió.

– Correcto. Marte -repitió McClane, con poco entusiasmo.

– ¿Hay algo de malo en ello?

McClane frunció el ceño.

– Bueno, para serle franco, Doug, si lo que busca usted es algo del espacio exterior, creo que le gustaría mucho más uno de nuestros cruceros a Saturno. Todo el mundo está loco por ellos, y cuestan casi lo mismo.

Oh. Así que se trataba de una operación de anzuelo, con el fin de ofrecerle algo más caro.

– No me interesa Saturno -repuso Quaid con firmeza-. Me interesa Marte.

McClane, a quien la intriga no le había dado buen resultado, puso la mejor cara que pudo.

– De acuerdo, de acuerdo, será Marte. Aguarde un segundo mientras yo… -Tecleó algo en su ordenador, y aparecieron unos números en la pantalla-. Muy bien…, nuestro paquete de Marte sólo cuesta ochocientos noventa y cuatro créditos. Ello abarca dos semanas enteras de recuerdos, con todos los detalles. -Alzó la vista-. Un viaje más largo le costará un poco más caro, ya que necesitará un implante más profundo.

Más anzuelos.

– Quiero el viaje estándar.

En realidad, deseaba lo real real; pero hasta el viaje de recuerdos más completos estaría por encima de sus posibilidades.

McClane mostró la expresión de un hombre razonable enfrentado a un cliente poco razonable o ignorante.

– No tenemos ningún viaje estándar, Doug. Cada día se confecciona a la medida de sus gustos personales.

¡Era un tipo escurridizo! De una u otra forma, iba a conseguir subir los precios.

– Quiero decir, ¿qué hay en el itinerario?

El hombre adoptó un aire profesional.

– Lo primero, Doug, es que cuando usted viaja con Rekall, lo hace en primera clase. Una cabina privada en un transbordador de las Líneas Espaciales Interplanetarias. Un hospedaje de lujo en el Hilton. Y todas las atracciones más importantes: el Monte Olimpo, los canales, Venusville… -Le miró de soslayo, con la misma expresión lustrosa que la sonrisa de la recepcionista-. Lo que usted pida, lo recordará.

– Y, de verdad, ¿cómo es?

Quaid había oído hablar de Venusville, uno de los cubiles de los bajos fondos más famosos del sistema solar. Dudaba de que encontrara a la mujer de su sueño allí.

– Tan real como cualquier recuerdo que haya en su cabeza.

Quaid ni se molestó en ocultar su escepticismo.

– Sí, de acuerdo.

– Se lo garantizo, Doug, su cerebro no notará la diferencia…, o le devolvemos su dinero. Hasta dispondrá de pruebas tangibles. Tickets utilizados. Postales. Películas…, tomas que usted habrá grabado de los paisajes locales de Marte con una cámara alquilada. Regalos. Y mucho más. Tendrá todo el apoyo que sus recuerdos puedan necesitar. Le garantizamos…

– ¿Qué me dice del tipo al que casi lobotomizan? -interrumpió Quaid-. ¿Le devolvieron su dinero?

McClane consiguió mantenerse impertérrito.

– Eso pertenece a la historia antigua, Doug. Hoy en día, viajar con Rekall es más seguro que ir en cohete. Mire las estadísticas. -Trasladó al monitor de Quaid una lista de estadísticas y gráficos. Eran, por supuesto, confusas por su complejidad y aparición repentina, y sin lugar a dudas habían sido planeadas para que fueran así; se suponía que el cliente debía quedar impresionado con los números, al tiempo que quedaba convencido de su validez-. ¿Qué me dice?

¡Resultaba muy rápido planteando el tema! Sin embargo, Quaid no deseaba que creyera que se comprometía con mucha alegría.

– No estoy seguro. Si me ponen el implante, jamás iré de verdad.

McClane se inclinó sobre el escritorio.

– Doug, ¿podemos ser sinceros?

¿Me da a entender que me ha mentido todo el tiempo? No obstante, Quaid mantuvo la cara impasible, deseoso de averiguar cuál era la siguiente táctica.

– Usted es un trabajador de la construcción, ¿verdad? -continuó McClane.

Este tipo le estaba dando en el lado negativo.

– ¿Y qué?

– ¿De qué otro modo piensa llegar a Marte? ¿Alistándose en el ejército? -McClane hizo una mueca, mostrando su desagrado ante esa idea-. Enfréntese a ello, amigo; Rekall es su medio. A menos que se quede en casa y mire la televisión.

Lo había expresado de forma poco amable, aunque, lamentablemente, exacta. Éste era, para un ingeniero de la construcción, para un especialista en preparación de emplazamientos, resumiendo, para un trabajador del martillo perforador, el único modo viable de hacerlo.

Antes de que pudiera sentirse desanimado, McClane se puso de pie y se apoyó sobre el escritorio, con una mano sobre su hombro.

– Además, piense en lo molestas que son las vacaciones de verdad: maletas perdidas, un clima horrible, habitaciones en hoteles de mala muerte. Con Rekall, todo es perfecto.

De nuevo daba en el clavo. ¡El mismo Quaid había experimentado esas molestias, y ni siquiera tuvo que ir a Marte para ello!

– De acuerdo. Ha sido la ambición de mi vida, y me resulta claro que jamás podré cumplirla en la realidad. Así que creo que me tendré que conformar con esto.

– No lo mire de ese modo -le amonestó McClane con severidad-. Usted no va a recibir la segunda mejor posibilidad. El recuerdo real, con toda su vaguedad, omisiones y elipses, por no decir distorsiones…, ésa es la segunda mejor posibilidad.

Una vez más, acertaba. ¿Qué diferencia habría, cuando hubiera regresado a casa de un viaje de verdad? Lo único que le quedarían serían los recuerdos y una cuenta bancaria mermada. Se garantizaba que los recuerdos de Rekall eran mejores. Aun así, le seguía carcomiendo una duda.

– Sin embargo, si sé que he venido a su oficina, me daré cuenta de que no es real. Quiero decir…

– Doug, usted nunca recordará haberme visto o su paso por esta oficina; de hecho, ni siquiera recordará nuestra existencia. Eso forma parte de la oferta. No experimentará ninguna señal contradictoria; todo apuntará a la validez de su experiencia reciente.

Se lo había vendido.

– Cogeré el viaje de dos semanas.

– No lo lamentará -le aseguró McClane con voz cálida. Apretó un botón que activaba el teclado de Quaid-. Ahora, mientras rellena nuestro cuestionario, le pondré al corriente de algunas de las opciones de que disponemos.

Quaid empezó a llenar las preguntas de elección múltiple que tenía en la pantalla: detalles sobre su preferencia en muchas cosas pequeñas, tales como los colores de la ropa, y algunas íntimas, como las medidas de las mujeres a las que le gustaría conocer.

– No se preocupe por las opciones -dijo, impacientándose con todo el asunto.

– Sólo respóndame una pregunta -formuló con vehemencia McClane-. ¿Qué es lo que siempre permanece inmutable en todas sus vacaciones?

A Quaid no le interesaban los juegos de adivinanzas.

– Me rindo.

– Usted. Usted es siempre el mismo. -Se detuvo para conseguir el efecto deseado-. Sin importar adonde vaya, allí está usted. Siempre la misma persona conocida. -Sonrió con expresión enigmática-. De modo que lo que quiero sugerirle, Doug, es que se tome unas breves vacaciones de sí mismo. Es lo último en viajes. Lo llamamos el Viaje del Ego.

Eso parecía algo dudoso.

– En realidad, no me interesa.

Sin embargo, McClane se había volcado en la venta.

– Le encantará. -Se irguió, como si fuera a descubrir algo especial-. Le ofrecemos una serie de elecciones de identidades alternativas durante su viaje.

Seguía pareciendo algo dudoso. ¿Qué sentido tenía realizar un viaje -o recordar un viaje- si le sucedía a alguien distinto?

McClane reemplazó el cuestionario en el monitor de Quaid por una lista:

A-14 PLAYBOY MILLONARIO.

A-15 FIGURA DEPORTIVA.

A-16 MAGNATE INDUSTRIAL.

A-17 AGENTE SECRETO.

– Vamos, Doug, ¿por qué ser un turista en Marte, cuando tiene la oportunidad de ser un playboy, un atleta, un…?

A pesar de sus dudas, Quaid se sintió interesado.

– Un agente secreto… ¿cuánto cuesta eso?

– Deje que le tiente, Doug. Es como en una película, y usted es la estrella. ¡Emoción, tensión, identidades secretas, persecuciones! Usted es un agente de primera, de regreso con una personalidad falsa de la misión más importante que haya emprendido jamás… -Dejó que su voz se apagara.

– Continúe -dijo Quaid, que no deseaba que le dejaran en ascuas.

McClane se apoyó contra el respaldo del sillón.

– No voy a arruinarle la diversión, Doug. Pero, quédese tranquilo: en el momento en que todo concluya, habrá usted conquistado a la chica, matado a los tipos malos y salvado el planeta. -Sonrió con aire de triunfo-. ¿No cree usted que eso vale trescientos créditos?

Quaid sonrió a regañadientes. El último anzuelo y estratagema de McClane le habían atrapado.

6 – 41A

Aparecieron unos cuantos detalles rutinarios, de los cuales Quaid se desconectó del mismo modo que lo hacía con las ventanas irrelevantes de una multipantalla. Descubrió que, una vez tomada la decisión, no había necesidad de ninguna demora, ya que se trataba de un procedimiento puramente interno. Interno en la cabeza. Dentro de un par de horas habría regresado de Marte: así de sencillo, al menos en lo que se refería a su parte en el asunto. McClane le prometió que recibiría una explicación lógica por la falta de tiempo transcurrido: ¿cómo podría haber ido a trabajar hoy y, aun así, regresar de unas vacaciones de dos semanas? Nada de lo que preocuparse, no existiría ninguna incongruencia visible. Guardaría en secreto su recuerdo, ya que no querría que sus compañeros de trabajo sintieran celos; y éstos no le mencionarían su ausencia, porque pensarían que se debió a una enfermedad bochornosa. Nunca tendría la inclinación de comprobar las fechas reales de su viaje con las fechas del trabajo, ya que su recuerdo las habría grabado de forma indeleble. Una comprobación directa, con la evidencia acumulada, sin duda mostraría algunas discrepancias…, sin embargo, ¿quién desearía llevarla a cabo? Sus compañeros no; Lori, que se sentiría aliviada al ver que él se quitaba la idea de Marte de la cabeza, tampoco. A ella se le notificaría lo que él había hecho, ya que era su familiar más próximo y debía saber adonde había ido a parar el dinero; pero seguiría la corriente. Incluso le darían una bonificación: un recuerdo simbólico en el que le despedía en el espaciopuerto, y la sensación de soledad durante su ausencia, de forma que pudiera apreciar en toda su medida el impacto de la experiencia vivida por él. No habría ningún problema, garantizado.

De hecho, si recordaba algo de su visita a esta oficina, podía regresar a ella para que le devolvieran su dinero. No debía surgir ningún problema, o serían ellos los que asumirían las pérdidas. El sistema se corregía por sí solo.

Ya era de noche, y ellos estaban preparados. McClane le llevó hasta otra habitación en la parte trasera del complejo, donde había algo que se parecía al sillón antiguo de un dentista. La cámara tenía una mezcla como de quirófano y sala de sonido. Una enfermera le puso una bata de color verde sobre sus ropas de calle.

– No se preocupe, señor Quaid -dijo cuando McClane se marchó-. Esto sólo es para proteger su ropa de cualquier mancha que pueda caer de la intravenosa. ¡No vamos a operarle!

– ¿Intravenosa? -preguntó él, sobresaltado.

– Debemos sedarle un poco, señor Quaid, a fin de que su mente se vuelva receptiva al implante del recuerdo. En realidad, no funcionaría si usted se encontrara en un estado de plena consciencia.

Le sonrió. No era tan bonita como la recepcionista, y su blusa era totalmente opaca; sin embargo, su sonrisa resultó agradable y tranquilizadora.

– Hum, sí, claro -aceptó, mientras se sentaba en el sillón.

Resultaba agradable tener a una mujer sobre él, cualquier mujer, en cualquier ocasión. Lori era buena en eso, muy buena. Pero la de Marte…

La enfermera se cercioró de que estuviera cómodo, le colocó los brazos sobre los respaldos laterales del sillón de un modo especial y ajustó el apoyacabezas. Le subió la manga y le frotó el antebrazo con alcohol frío.

– ¡Vaya, usted debe ser un hombre muy fuerte, señor Quaid! -exclamó al notar la musculatura del brazo, mientras le aplicaba un anestésico local.

La mayoría de las mujeres comentaban que preferían la personalidad al aspecto, igual que lo afirmaban los nombres; sin embargo, las apariencias ganaban siempre.

– Soy ingeniero de construcción. Manejo un martillo perforador.

– ¡Ah! ¡Eso lo explica! Debe de ser muy bueno en su manejo.

Sabía que ella sólo le halagaba con el fin de distraerle de los preparativos; no obstante, le gustó. Resultaba fácil imaginarse en la cama con una mujer así mientras estaba medio recostado en ese sillón extremadamente cómodo y sentía el suave roce de ella sobre su piel. Ni siquiera notó el pinchazo de la aguja cuando le puso la intravenosa. Sintió una creciente relajación a medida que el canutillo empezaba a dejar fluir su contenido hacia su interior. No se dio cuenta de la marcha de la enfermera, y no le importó; parecía como si flotara, perfectamente relajado.

Un hombre joven entró en la estancia. Se movía con gran rapidez, como si fuera hiperactivo. Era delgado, con un cabello de un castaño indefinido y penetrantes ojos de color gris; a Quaid le recordó un ratón en busca de comida.

– Hola, señor Quaid -dijo-. Me llamo Ernie, y soy su ayudante técnico. La doctora Lull vendrá en un minuto. ¿Se encuentra cómodo?

– Sí. -¡Vaya si lo estaba! Un poco más de comodidad y se quedaría dormido.

– Dejaré el «casco espacial» aquí -comentó Ernie con una sonrisa fugaz, mientras colocaba el aparato en un extremo de un apoyabrazos de metal-. Se trata de una especie de broma, ¿sabe?; se parece…

– He comprendido la broma -cortó Quaid. Le estaban tratando como a un niño. Resultaba agradable con la mujer; pero no cuando lo intentaba un tipo desgarbado con pinta de adolescente.

Ernie hizo descender el cuenco lustroso y metálico sobre la cabeza de Quaid.

– ¿Es su primer viaje?

– Aja.

En realidad, se parecía a un casco espacial, y con bastante facilidad podía imaginarse saliendo al desnudo paisaje de Marte con semejante aparato en la cabeza. Pero sabía que se trataba de un escáner de ondas cerebrales, que se empleaba para leer y modificar la parte de su actividad cerebral relacionada con los recuerdos. Probablemente este casco valiera unos cuantos miles de créditos.

Ernie acabó de ajustar con cuidado el complejo instrumento científico y lo fijó en su lugar. Quaid hizo una mueca cuando una correa rodeó su cabeza con demasiada tirantez.

– No se preocupe -comentó Ernie mientras ajustaba la correa-. Las cosas se joden muy raras veces.

Simplemente cumple con tu trabajo, gilipollas, pensó Quaid. Ya estaba preparado para Marte.

La puerta se abrió y entró una mujer de mediana edad con aspecto de pájaro. Vestía un elegante traje pantalón que no la favorecía mucho. Su cuerpo era demasiado delgado y su cabello demasiado pelirrojo. Se trataba de una mujer artificial en el peor de los sentidos: intentaba mostrar un aspecto competente y ganador, y lo único que conseguía era aparecer como alguien desmañado.

– Buenas noches, señor… -se detuvo para echarle un vistazo al historial del video, buscando con ansia el nombre. Lo encontró-. Señor Quaid. Soy la doctora Lull.

Hablaba con acento sueco, y le trataba con una cordialidad impersonal que le habría chocado de no estar sedado.

– Encantado de conocerla -repuso, con falsa sinceridad.

Una vez acabadas las trivialidades, la doctora Lull se puso una bata de cirujano; luego echó una ojeada al historial de Quaid.

– Ernie, introduce las matrices 62b, 37 y… -Observó a Quaid-. ¿Le gustaría integrar algún elemento alienígena?

– ¿Monstruos con dos cabezas? -preguntó él con cierta duda.

Ella se rió con algo parecido a un sentimiento real.

– ¿No está usted al tanto de las noticias? Estos días estamos encontrando artefactos alienígenas.

– Oh.

– Claro. ¿Por qué no?

La idea le intrigó. Tal vez ése fuera uno de los motivos por los que estaba tan interesado en Marte. Tenía la esperanza de explorar, de descubrir los restos de algún vasto complejo alienígena perdido, una superciencia, asombrar al mundo con su descubrimiento, bañarse en la fama de su logro…

La doctora Lull le lanzó la matriz a Ernie. Eso daba a entender lo que ella pensaba de semejantes ideas: sólo eran una ficción en una cinta.

– Pues lo tendrá -anunció Ernie.

Mientras Ernie conectaba las cintas adecuadas, la doctora Lull sujetaba con correas los brazos, las piernas y el torso de Quaid a fin de mantenerlo seguro en su sitio. Eso le produjo una ligera alarma; ¿acaso creían que experimentaría algunas convulsiones?

– ¿Lleva mucho tiempo casado, señor Quaid? -le preguntó la doctora Lull, con un interés aparentemente sincero. Quizás una mujer con esa silueta sintonizara con la idea del matrimonio y no tuviera mucho éxito en llevarla a la práctica.

– Ocho años.

Le sorprendió escuchar su respuesta. Oh, era verdad…, sin embargo, se dio cuenta de que Lori aún aparentaba veinticinco años. Apenas había envejecido un poco; el retrato mental de ella el día de su boda permanecía inmutable del recuerdo de su sesión de aquella mañana. Era extraño que nunca antes lo hubiera notado. No es que le molestara; le encantaría que mantuviera el mismo aspecto en los próximos cuarenta años.

Aun así, esa mujer de su sueño de Marte…, ¿cuántos años tenía? Seguro que todavía no había llegado a los treinta.

– ¿Así que desea tener una aventura en solitario? -preguntó la doctora Lull, pasándose la lengua por los labios.

Evidentemente, el tema le interesaba; el tono de su voz mostraba aprobación antes que condena.

Quaid comprendió que incluso las mujeres de mediana edad poco atractivas también tenían sueños. Ella experimentaba con el suyo, ejercitando una fantasía verbal contenida con él, y quizá se imaginaba en la cama a su lado, del mismo modo que él se imaginaba en la cama con cualquier mujer joven y sexy con la que se encontraba. Por primera vez percibió que este tipo de fantasía podía llegar a ser una imposición en la otra persona, incluso cuando no se la formulaba abiertamente. En ocasiones se había aproximado a alguna mujer joven, y lo único que había conseguido era que ella se diera la vuelta con gesto ofendido, cuando su intención no había sido molestarla. Ahora, viéndose a sí mismo como el objeto del deseo de la doctora Lull -inmovilizado al sillón mientras ella le desnudaba y le manipulaba en la forma que más le agradara-, entendía la parte de la mujer. Pero no le interesaba ser la víctima de la imaginación de ella.

– En realidad, no -replicó brevemente.

– Todos los sistemas preparados -anunció Ernie.

La doctora Lull volvió a adoptar su aire profesional.

– Bien. Entonces, ya estamos preparados. -Pisó una palanca, y el respaldo del sillón de Quaid se situó en una posición totalmente reclinada-. ¿Dispuesto para entrar en la tierra de los sueños?

Quaid asintió. De repente se le ocurrió que el casco quizá le estuviera leyendo los pensamientos durante todo ese tiempo. ¿Sabía la doctora lo que él había estado pensando acerca de ella? ¡Esperaba que no!

La mujer alzó una mano hacia la unidad intravenosa y abrió el goteo. Quaid quedó sorprendido una vez más; ¡había pensado que ya la habían activado! ¿Toda esa relajación fue, simplemente, obra de su imaginación?

– Empezaré a formularle unas preguntas, señor Quaid -continuó la doctora Lull-, a fin de que podamos ajustar al máximo el cumplimiento del programa de sus deseos. Por favor, responda con absoluta sinceridad.

¡Ni lo esperes! Sin embargo, tenía la certeza de que podría controlar las preguntas, que no tendrían acceso a sus pensamientos más íntimos.

En ese momento comenzó a sentir de verdad el efecto de la anestesia. No flotaba, sino que se hundía. Sus barreras mentales estaban bajando; ya no le preocupaba si descubría la opinión que tenía de ella.

La doctora Lull no le formuló una pregunta de inmediato. En vez de ello, comprobó sus constantes vitales. Actuaba con cuidado en lo referente a su salud; apreció eso. Ese rollo del pobre bastardo al que lobotomizaban le había inquietado; no deseaba que ocurriera con él un accidente similar.

Luego, cuando se sintió conforme, empezó:

– ¿Cuál es su tendencia sexual?

¡Fácil!

– Heterosexual.

Ella simplemente le centraba para cerciorarse de que sus reacciones coincidieran con las indicaciones que obtenían.

Asintió.

– Ahora quiero que le eche un vistazo a este monitor.

Somnoliento, contempló una silueta vagamente femenina en una pantalla de ordenador que no había observado antes.

– ¿Cómo prefiere que sean sus mujeres? -preguntó-. ¿Rubias, de cabello castaño, pelirrojas, negras u orientales?

– Castañas.

Sin embargo, Lori era rubia. Era la mujer de Marte la que tenía el cabello castaño. No obstante, era verdad…, más de lo que esperaba que la doctora comprendiera. No cabía duda de que Lori tenía todo lo que un hombre podía desear. La reserva que mantenía hacia ella, ¿surgía únicamente del color de su cabello? Debía meditar en eso, cuando dispusiera de tiempo para hacerlo sin que le espiaran.

Escuchó un suave ruido de teclas a su lado. La imagen esquemática cambió para ajustarse al gusto de Quaid: la mujer adquirió un cabello castaño oscuro, con ojos también oscuros y una piel ligeramente cetrina. No se parecía demasiado a la de su sueño, aunque no le importaba que no encajara a la perfección. No sabía con exactitud el porqué. Quizá se debiera a que algunas cosas eran demasiado íntimas como para ser programadas. Tal vez era que no deseaba que la mujer de verdad de su sueño quedara distorsionada por un recuerdo artificial. Que ésta sea otra mujer, similar pero no tan parecida que resultara algo confuso. El recuerdo quizá no fuera tan agradable, pero la cautela era lo mejor.

– ¿Esbelta, curvilínea, voluptuosa? -preguntó la doctora Lull con voz aguda.

¡Ahora sí que empezaba a sentir sueño! Ese material que penetraba por la intravenosa no se andaba con chiquitas.

– Volup… tuosa.

– ¿Tímida, agresiva, sensual? Sea sincero.

¿Por qué no iba a ser sincero? Bueno, había un motivo; sin embargo, en ese momento no lograba recordarlo.

– Sensual…, y tímida -¡Que se debatieran en conseguir esa mezcla!

– 41 A, Ernie.

¡Un punto para el conflicto! Quizá, si no se sintiera tan somnoliento, habría podido confundirlos un poco. En su estado actual, dijo la verdad, y tenía a alguien en mente, aunque había deseado mantenerla un poco al margen.

Fue levemente consciente de que Ernie introducía la cassette 41A en su consola. La imagen del ordenador se convirtió en la versión esquemática de la mujer del sueño de Quaid. El parecido era tan próximo a la realidad que resultaba apabullante.

¡Oh, no! ¿Es que lo sabían? ¡Era imposible! No obstante…

– Vaya, sí que se lo va a pasar en grande -rió entre dientes Ernie-. No querrá regresar. Ésa 41A es una tía que no le dejará…

Quaid perdió el sentido. Se hallaba ya de camino, fuera al lugar que fuese.

7 – Problema

McClane estaba entrevistando a otra posible cliente, una mujer solitaria de mediana edad. Ésas solían ser clientes bastante corrientes; las mujeres parecían tener más sueños reprimidos que los hombres, y un poco más depresivos. Tampoco resultaban, necesariamente, más pobres; sólo estaban cansadas de permanecer en casa mientras sus maridos disfrutaban de toda la acción. Lo que él ofrecía era ideal para ellas.

– Como puede ver, señora Killdeer, es cierto que nosotros podemos recordarlo todo por usted. ¡Será la mejor experiencia que jamás haya vivido!

– Pero no dispondré de ningún recordatorio -se quejó ella.

– Eso no es cierto -repuso con vigor McClane-. Por unos pocos créditos más, nosotros le suministramos postales, fotografías de los paisajes que ha visto, cartas de los hombres atractivos que ha conocido…

El zumbido del videófono lo interrumpió. ¡Maldición! Les había advertido que no hicieran eso mientras cerraba un trato. Activó el videófono, y la doctora Lull apareció en la pantalla.

– ¿Bob? -dijo inmediatamente. Su voz era tensa-. Será mejor que bajes aquí de inmediato.

McClane alzó los ojos al cielo delante de la señora Killdeer, como si estuviera del lado del cliente y en contra de la compañía. No exageraba mucho; las buenas ventas no resultaban tan corrientes, y detestaba que le estropearan el discurso con el que atrapaba la atención del interesado.

– Estoy con una cliente muy importante.

– Parece que se ha producido otra embolia esquizoide -anunció llanamente la doctora Lull.

McClane quedó petrificado. Peor aún, también la señora Killdeer. ¡Entendió la referencia! Casi con toda seguridad esto le iba a costar dos clientes: Quaid y Killdeer. ¡Qué horrible final!

Se puso de pie y trató de esbozar una sonrisa tranquilizadora.

– Regresaré en un momento.

Sin embargo, temía que ella ya no estaría allí a su vuelta. ¡Maldición, maldición, maldición!

Salió de la oficina de ventas y se dirigió pasillo abajo, hacia el estudio de los recuerdos. ¡Imbéciles, interrumpirle con semejante anuncio en presencia de un cliente! ¡Iba a patear unos cuantos culos! ¿Es que Renata Lull creía que podía hacer algo así y…?

No obstante, cuando entró en el estudio, se detuvo en seco, olvidada su cólera. Quedó perplejo ante lo que sucedía.

El cliente, Douglas Quaid, se había vuelto loco. Gritaba y se debatía en su sillón, luchando con violencia en sus intentos por romperlas correas que le inmovilizaban. Era un hombre muy fuerte -McClane no se había percatado de la fuerza que poseía-, y la conexión intravenosa corría el peligro de soltarse. En realidad, todo el sillón sufría sacudidas. ¿Qué había ocurrido? ¿Una reacción adversa al sedante?

Quaid parecía otra persona. No estaba tan enloquecido como furioso. Sus ojos se mostraban inexorables, y su voz era fría y amenazadora.

– ¡Sois carne muerta, todos vosotros! -gritó, con perfecta claridad-. ¡Habéis destruido mi pantalla!

La doctora Lull y Ernie se arrinconaban temerosos contra una esquina de la estancia, intentando mantener una distancia segura con respecto al furioso hombre. Pero McClane tenía más experiencia con casos que habían salido mal; resultaban más corrientes de lo que dejaba ver en los informes. Cada cliente era un individuo distinto, con sinapsis y reacciones distintas; resultaba inevitable que se produjeran algunos desajustes.

– ¿Qué demonios está sucediendo aquí? -demandó McClane, irritado-. ¿Es que no podéis instalar un jodido implante doble? -La educación era para los posibles clientes, no para los empleados incompetentes.

– No fue culpa mía -protestó la doctora Lull-. Dimos con una capa de recuerdo.

– ¡Soltadme, imbéciles! -rugió Quaid-, ¡Llegarán en cualquier momento! ¡Os matarán a todos!

¿Eh?

– ¿De que está hablando? -restalló McClane.

– ¡Detened esta operación ahora!

¿Cómo es que el tipo hablaba con tanta precisión? Un loco por reacción inducida podía gritar y soltar espuma por la boca, pero sus palabras, en su mayor parte, eran obscenidades ininteligibles. Quaid sonaba de una forma alarmantemente coherente.

– Señor Quaid, cálmese, por favor -pidió McClane, tratando de apaciguarlo.

Quizá debieran cambiar la mezcla, sedarlo por completo y, luego, explorar el problema. ¿Una capa de recuerdo? ¡Quién habría esperado eso!

– ¡Yo no soy Quaid!

¿Personalidad múltiple? Eso podía explicar el arrebato; además, tendría la misma reacción que una capa de recuerdo, debido al recuerdo que se aferraba a la personalidad alternativa. ¡Sin embargo, Lull lo habría descubierto! Visiblemente nervioso, McClane se acercó para inspeccionar los ojos de Quaid.

– Lo que está experimentando es una reacción al implante -dijo, aunque no tenía la certeza de que fuera así. ¡Cualquier cosa con tal de calmar a esta cosa musculosa y salir del problema!-. No obstante, en unos minutos…

Quaid tiró de las correas. De repente, la que le sujetaba el brazo derecho se rompió. El brazo salió disparado y agarró a McClane por el cuello. ¡Qué poder devastador tenía el nombre!

– Desáteme. -La palabra fue pronunciada en voz baja; sin embargo, la suave amenaza resultaba clara.

McClane, ahogándose, intentó soltar los dedos de Quaid de su cuello. No obstante, ni con sus dos manos pudo aflojar el férreo apretón. Los trabajadores de la construcción poseían brazos fuertes; eso ya lo sabía. ¿Por qué no les indicó que duplicaran las correas? ¡Se iba a desmayar antes incluso de poder hablar!

Ernie salió de su inmovilidad. Se lanzó hacia el sillón y trató de bajar el brazo de Quaid, empleando en ello todo el peso de su cuerpo. Bien podría haber estado empujando la rama de un roble. McClane sintió que se desvanecía mientras se esforzaba infructuosamente por respirar.

La doctora Lull preparó a toda velocidad una pistola hipodérmica y, frenéticamente, la incrustó contra la cadera de Quaid. Disparó una dosis tras otra de narquidrina hasta que, por fin, el hombre relajó la mano y se desmayó.

McClane cayó al suelo, medio ahogado, mientras el estudio y todo el mundo daban vueltas. Ernie consiguió sujetarlo, suavizando la caída.

La doctora Lull se acercó a ellos.

– ¿Estás bien? -preguntó con cierta ansiedad, bajando la mano para tocar su frente.

McClane hizo a un lado la mano y jadeó en busca de aire. ¡Qué desastre de situación!

– ¡Escúchame! -exclamó la doctora Lull con tono urgente-. No ha parado de hablar de Marte. -Era evidente que estaba asustada de veras-. ¡Realmente ha estado allí!

El mundo se asentó con lentitud y recuperó su configuración normal; sin embargo, McClane aún sentía la presión de aquellos terribles dedos contra su cuello. Seguro que estaba amoratado; no obstante, era una suerte que no fuera algo peor. ¡Qué monstruo!

– ¡Usa tu jodido cerebro, zorra estúpida! -siseó-. ¡Se encuentra representando su papel de agente secreto en el Viaje del Ego! Debisteis haberle sujetado lo suficiente, de modo que cuando creyera…

– No es posible -repuso Lull con frialdad. No le gustaba el lenguaje fuerte, pero en esta ocasión su descuido había propiciado el desastre.

– ¿Por qué no? -preguntó McClane con tono condescendiente. ¡Ella no se iba a librar de este caos con ninguna jerga pseudomédica!

– Porque todavía no hemos hecho el implante.

McClane se la quedó mirando con los ojos muy abiertos, y tuvo que contener la réplica que pensaba lanzar la histeria

– Estábamos…

– Oh, mierda… -De repente, se sintió aterrado. ¿Ningún implante? ¿Y el hombre había estado hablando de una experiencia marciana real? ¡Esto ya no era raro, era peligroso!

– Es lo que he intentado decirte -comentó la doctora Lull con énfasis-. Alguien le borró la memoria. ¡El hombre ha estado de verdad en Marte! Y eso no es todo…

– ¿Alguien? -gritó Ernie, poseído por el pánico-!Está hablando de la jodida Agencia!

– ¡Cierra la boca! -le gritó la doctora Lull. El poderoso golpe verbal lo redujo atontado al silencio.

McClane intentó pensar. Pero, ¿cómo pensar en lo impensable? El lío en el que se habían metido hacía que la embolia esquizoide pareciera como un simple dolor de cabeza. Porque parecía como si Ernie tuviera razón: el enmascaramiento de su memoria debía haber sido realizado por la Agencia. Nadie más disponía de esa tecnología. Y todo el mundo, desde los jefes de estado hasta las más miserables ratas de túnel de las minas marcianas, sabía que interferir con los planes de la Agencia podía conducir a serios, por no decir fatales, resultados. No se necesitaba ser un Einstein para imaginar que el eliminar la pantalla protectora de un agente operativo, aunque fuera por accidente, podía calificarse de una interferencia importante.

La Agencia era un departamento gubernamental semisecreto. Su red se había extendido a través de toda la Tierra y la Colonia Marciana, y no estaba sujeta a ninguna ley civilizada. Conseguía sus metas por todos los medios que fueran necesarios, aunque cuáles eran esas metas, y quién las establecía, era algo que nadie sabía con seguridad. Por supuesto, tenía agentes como Quaid: brutos asesinos que sólo podían ser detenidos por otros de su misma clase. El hecho de que esta exposición de uno de sus agentes no hubiera sido intencionada no significaría nada. Ellos tres podían considerarse literalmente como carne muerta, exactamente tal como Quaid había amenazado. ¿Por qué demonios había acudido el tipo a Rekall?

McClane no era ningún asesino. Pero, en este instante, y de una forma horrible, su vida se encontraba ante el abismo. Podían matar a Quaid simplemente aumentando la dosis sedante hasta un nivel letal. Podían hacerlo en el acto. Sin embargo, ¿lograrían con ello escapar con vida? ¿Qué harían con el cuerpo? Los tres juntos apenas podían moverlo, y menos aún sacarlo del edificio sin que nadie lo viera. ¿Llevaba encima algún transmisor? Temía que sí…, lo cual significaba que la Agencia entraría en acción en el instante mismo en que la señal vital de Quaid se apagara en el monitor de quien lo estuviera vigilando. ¿Podían drogarlo a un nivel casi de muerte y tener tiempo de arrastrarlo fuera de ahí y esconderlo en un lugar en el que no lo encontraran nunca? ¡No había ningún sitio en el que no lo encontraran nunca si disponían de un transmisor! Rastrearían el camino seguido por él, y caerían sobre Rekall sin hacer ninguna pregunta. Ésa no era la solución.

Entonces apareció en su mente. ¡No tenían por qué matarlo u ocultarlo! Lo único que debían hacer era esconderse ellos mismos, esconder a Rekall, Inc., de Quaid y la Agencia. Tenían que sacarlo de aquí y borrar todo recuerdo de su visita, tal como habrían hecho con el tratamiento normal. No obstante, con una diferencia…

– De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer -dijo-. Renata, cubre cualquier recuerdo que tenga de nosotros o de Rekall.

– Lo intentaré -repuso ella, nerviosa-. Su mente es un lugar bastante revuelto.

McClane se volvió al asustado joven.

– Ernie, mételo en un taxi…, por la parte de atrás. Haz que Tiffany te ayude.

Ernie asintió. Llevaría a Quaid al taxi y le daría al conductor la dirección de su casa. No resultaría fácil localizar el punto exacto de la recogida y, si la doctora Lull llevaba a cabo su trabajo de forma correcta, nadie lo intentaría jamás. Una cosa estaba clara: la Agencia no había enviado a Quaid hasta aquí; vino por voluntad propia, debido a alguna filtración en su escudo de condicionamiento. Tenía la obsesión de Marte en su cabeza…, ¡no era de extrañar! Si conseguían sacarlo limpiamente de Rekall, no habría repercusiones. Siempre que nada saliera mal.

Siempre que nada saliera mal. Ahí estaba la clave. Sin embargo, Lull sabía que tanto su vida como la de él estaban en la cuerda floja; haría bien el trabajo. Ella conocía su profesión, igual que él conocía la suya.

– Destruiré su archivo y devolveré el dinero -explicó McClane, mientras sus pensamientos trazaban a gran velocidad todos los detalles. Se puso de pie y recorrió el limitado espacio del suelo-. Y, si alguien viene haciendo preguntas…, nunca hemos oído hablar de Douglas Quaid.

Los tres miraron a Quaid, tendido sin sentido en el sillón. McClane esperó con ardor no volver a saber nunca más nada del hombre.

Regresó a la oficina delantera. Tal como había supuesto, la señora Killdeer se había marchado. Ya no se lamentaba de la venta perdida; de hecho, se sentía aliviado. En este momento le acuciaban asuntos más urgentes. Tenía que borrar esos archivos, y explicarles a todos los que habían visto a Quaid que nunca le vieron, empezando por la recepcionista. De hecho, le podía ser de utilidad ahí atrás, ya que no podían tratar a Quaid adecuadamente mientras se encontrara completamente dormido, y existía la posibilidad de que se recuperara demasiado mientras realizaban los preparativos delicados. La recepcionista era excelente en pacificar a la gente, en especial a los hombres; ayudaría a mantener tranquilo a Quaid. Además, la devolución del dinero…, quizá lograra anular el pago antes de que quedara registrado de forma permanente en el sistema central de ordenadores, como si nunca se hubiera producido ningún pago. Eso sería mucho mejor. Ningún pago, ninguna devolución…, no había ocurrido nada.

Si esto salía bien, la vida seguiría igual que antes. Si no, podían encontrarse muertos antes de darse cuenta de ello. McClane supo que esa noche no iba a dormir bien, o ninguna noche de esa semana.

8 – Harry

Quaid, confuso, se encontró en el asiento trasero de un vehículo. La lluvia golpeaba contra la ventanilla que tenía al lado de la cabeza. Intentó orientarse; sin embargo, la cabeza apenas le funcionaba. ¿Cómo había llegado aquí? De hecho…

– ¿Dónde estoy? -le preguntó a quienquiera que estuviera al alcance de su voz.

– ¡Está en un TaxiJohnny! -respondió una voz jovial.

Un taxi. Un coche. ¡Ya había deducido eso!

– Quiero decir, ¿qué hago aquí?

– Lo siento. ¿Sería tan amable de replantear la pregunta?

Quaid parpadeó y miró hacia delante, apartando los velados ojos de la húmeda ventanilla y posándolos en el conductor que había en el asiento delantero del taxi. No se trataba de un hombre, sino de un maniquí con una sonrisa fija vestido con un antiguo uniforme de taxista. Entonces Quaid recordó: esta compañía de taxis empleaba el falso toque humano, suponiendo que una imitación de hombre era mejor que ningún hombre en absoluto. Usualmente, Quaid tomaba los taxis que se programaban verbalmente, los taxis completamente automatizados, en vez de los modelos semiautomáticos con los maniquíes como interfase. Éstos tendían a ser un coñazo. Una de las causas para ello estaba en que solían equivocarse con las direcciones, ya que se trataba de máquinas relativamente poco sofisticadas.

Con tono impaciente, pronunció con cuidado:

– ¿Cómo llegué a este taxi?

– La puerta se abrió. Usted se sentó.

¡Ahí estaba la segunda causa! Solían tomarlo todo con una irritante literalidad. Exasperado, se reclinó contra el asiento mientras Johnny aceleraba para pasar un semáforo en rojo. ¿Tendría algún sentido preguntarle a la máquina estúpida adonde iban? Probablemente no. Resultaría más sencillo esperar a que llegaran. Mientras tanto, quizá su aturdida cabeza tuviera tiempo de despejarse. ¿En qué se había metido? Lo último que recordaba era salir del trabajo y… nada.

Pasado un tiempo, el taxi se detuvo en un lugar que reconoció: el edificio de su apartamento. ¡De modo que le llevaba a casa! Pero, ¿por qué tan tarde? Ya era de noche. ¡Había perdido cuatro horas!

La puerta del taxi se abrió, y el maniquí volvió su cabeza y trinó:

– ¡Gracias por tomar un Taxi Johnny! Espero que haya disfrutado de la carrera. -Quaid sintió un intenso deseo de borrar aquella sonrisa maníaca de la cara del maniquí, pero se sentía demasiado mareado para llevarlo a la práctica de una forma efectiva. Casi agradeció la fría lluvia que le aguijoneó cuando salió del taxi. Lo empapó por completo, pero también le ayudó de alguna forma a recobrar sus sentidos. Mientras se tambaleaba hacia el edificio, una voz familiar llamó:

– ¡Hey, Quaid! -El acento de Brooklyn era inconfundible. Era Harry, de vuelta del trabajo. Quaid se sintió complacido pero desconcertado.

– ¡Harry! ¿Qué estás haciendo aquí?

Harry apoyó una mano en su hombro y sonrió.

– ¿Cómo fue tu viaje a Marte? -preguntó.

– ¿Qué viaje? -Quaid se echó hacia atrás el empapado cabello que caía sobre su frente y respondió a la sonrisa de Harry con una mirada inexpresiva.

– ¿Qué quieres decir con «qué viaje»? Fuiste a Rekall, ¿recuerdas?

Quaid, confuso, intentó recordar.

– ¿Fui?

– Sí, fuiste -dijo Harry. Quaid echó a andar al compás del otro, y ambos se acercaron a la entrada del edificio.

Quaid todavía estaba inseguro. Quizá sí había ido. Lo habían discutido fugazmente en el trabajo, y Harry le contó lo del accidente de la lobotomía. Entonces, sí fue…, ¿o no? Evidentemente, tenía que haber pasado aquellas horas perdidas en alguna parte…

– Vamos -dijo Harry-. Te invito a una copa. Así podrás contármelo todo. -Adelantó una mano para sujetar a Quaid por el brazo, pero Quaid se echó hacia atrás. Una copa no ayudaría en nada a aclarar lo que iba mal en su cabeza. Todo lo que deseaba ahora era ir a su casa y dejar que Lori se ocupara de él. Quizás entonces pudiera dilucidar…

– Gracias, Harry, pero es tarde -dijo, con un toque de impaciencia.

– Mierda y mierda -restalló Harry. Su rostro se había vuelto hosco, su voz dura. Antes de que Quaid supiera lo que estaba ocurriendo, tres robustos hombres con traje de calle estaban detrás de él y a su lado, empujándolo al interior del edificio.

– ¡Eh! -gritó Quaid. No estaba seguro de lo que estaba ocurriendo, pero le asustó, y luchó por liberarse. Luego notó algo. Bajó la vista. Harry estaba clavando una pistola en sus costillas.

– Relájate -dijo Harry con voz monótona. Quaid dejó de resistirse, aunque su corazón siguió latiendo alocadamente. Los cuatro hombres le hicieron avanzar a través del vestíbulo y hacia la escalera de emergencia que conducía al garaje y aparcamiento del nivel inferior.

Tuvo que seguirles. Sabía, sin saber cómo lo sabía, que iban a golpearle hasta dejarle sin sentido y arrojarle escaleras abajo, o algo peor. Tenía que recobrar un mayor control físico si quería salirse de aquello con vida. Cuando actuara, tenía que ser por sorpresa, y rápido, y de forma efectiva. Así que por el momento mantuvo tanto su cuerpo como su habla más lentos de lo normal. Que pensaran que todavía estaba drogado. A la larga, sería una ventaja para él.

– ¿Qué está pasando, Harry? -No hubo respuesta. Gracias a la oleada de adrenalina, la cabeza de Quaid que estaba aclarando. Sus recuerdos empezaban a llenarse de nuevo. Había ido a Rekall y…, ¿y qué? Había deseado un recuerdo de Marte. Había hablado con un hombre…, pero la memoria se desvanecía ahí.

Quaid lo intentó de nuevo.

– ¿Sois policías? -De nuevo ninguna respuesta. El momento y el lugar del ataque indicaban que estaba relacionado con su visita a Rekall. Quizás alguien no deseaba que recordase algo. Pero había ido allí solamente a causa de su sueño de Marte…

– Harry, ¿qué es lo que hice? -preguntó, temeroso e irritado a la vez. Ahora obtuvo una respuesta.

– ¡Largaste, Quaid! -dijo Harry, furioso-. ¡Hablaste más de la cuenta!

– ¿Largué? ¿Sobre qué? -Antes de que tuviera tiempo de descifrar el acertijo, los matones lo arrojaron contra una pared y le retorcieron violentamente los brazos a la espalda.

– Hubieras debido escucharme, Quaid. -La voz de Harry era muy baja ahora, pero esto no conseguía otra cosa que hacerla más amenazadora-. Yo estaba ahí para mantenerte lejos de cualquier problema.

¿Lejos de qué problemas? ¿Algo que tenía que ver con un recuerdo? ¿Cómo podía un recuerdo hacerle daño a nadie? O quizá tenía que ver con su sueño. No, eso era más ridículo aún. Quaid no tenía ninguna respuesta, no podía recordar lo suficiente ni siquiera para aventurar una suposición. Pero resultaba obvio ahora que no importaba lo que recordara; iban a matarle de todos modos. Había creído que Harry era su amigo. Ahora sabía que había sido engañado. Aquella maniobra estaba planeada; no era el resultado de una decisión repentina, y Harry estaba evidentemente a cargo de todo. Lo cual significaba que, cuando hiciera su movimiento, al primero que tenía que abatir era a Harry.

– Harry, estás cometiendo un error -dijo, sabedor de que, si no planteaba su caso ahora, nunca tendría ninguna otra oportunidad-, ¡Me has confundido con otra persona!

Harry ni siquiera dejó entrever el más ligero rastro de una sonrisa.

– Oh no, amigo. Tú te has confundido con otra persona. -Uno de los matones dio un tirón del brazo de Quaid, y éste perdió el equilibrio. Por un momento pensó que estaba cayendo…

Su visión-sueño le inundó de nuevo, y de pronto estuvo seguro. ¡Marte tenía algo que ver con esto! ¡Ese sueño era demasiado real, demasiado persistente! Quizás había estado realmente allí… No, eso era imposible; él solamente había deseado ir allí. Toda su vida adulta la había pasado en la Tierra, con Lori; sus recuerdos de eso eran tan claros como nebulosos eran los de Marte. Sin embargo…

Harry alzó la pistola hacia la sien de Quaid. Tensó levemente el dedo sobre el gatillo. Parecía lamentar sinceramente tener que hacer aquello; la vieja expresión de Esto Me Duele Más A Mí Que A Ti estaba en sus ojos.

El gesto de Quaid se endureció. Al igual que el muchacho perdido entre las zarzas, tenía sus dudas acerca cuál de los dos dolores era el peor. A otro nivel, también era consciente de que la disposición de los hombres era perfecta para lo que deseaba. Ya era hora de derribar las fichas de dominó.

Harry había cometido el error clásico de acercar demasiado el arma al objetivo. El puño de Quaid se alzó a tanta velocidad que fue como una mancha borrosa que hizo a un lado el brazo de Harry. La pistola disparó al pozo de la escalera.

El brazo de Quaid golpeó contra el cuello de Harry, aplastándole la nuez de Adán. Harry apenas tuvo tiempo para derrumbarse, jadeante, tratando de respirar, antes de que Quaid girara en redondo y aplastara el puño con la fuerza de un martillo contra el corazón del matón más próximo. El hombre aún seguía de pie, muerto en esa postura, en el momento en que Quaid saltó hacia el siguiente. Cogió la cabeza del hombre entre las manos y la retorció con tanta ferocidad que hubo un crujido audible, y el rostro quedó mirando desde el lado equivocado del cuerpo, con los ojos muy abiertos en perplejidad. El último matón había dispuesto de tres segundos para reaccionar; en ese instante se lanzaba contra él, con la pistola alzada. Quaid levantó la rodilla contra su cabeza, incrustándole la nariz en el cerebro. Con el rostro aplastado, el matón cayó al suelo.

Había transcurrido un total de cinco segundos desde que el dedo de Harry se tensara sobre el gatillo. Cuatro hombres estaban muertos.

¡Estás perdiendo velocidad, muchacho!

¿Qué? Quaid sacudió la cabeza. No había nadie más presente. Sólo él y los hombres muertos, horriblemente desparramados al lado del pozo de la basura. En una ocasión, quizá uno de ellos había sido su amigo.

Miró con expresión asombrada los cuerpos. ¿Cómo…, qué…?

Se contempló las ensangrentadas manos. ¿Eran de él? ¿Fueron ellas las que realizaron esta carnicería? Era como sí pertenecieran a otra persona.

Recordó haber pensado en disposiciones adecuadas y en fichas de dominó. Luego…, esto.

Recuperó la serenidad. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido aquí, ¡si se quedaba le echarían la culpa a él! Debía alejarse de esa pesadilla y llegar sano y salvo a casa.

Se introdujo de un salto en la furgoneta. Allí estaba aún la llave del encendido. Arrancó el motor y puso el vehículo en movimiento. Al cabo de un momento derrapaba a toda velocidad alrededor de los pozos de basura, en dirección a la salida.

9 – «Esposa»

Quaid huyó escaleras arriba hasta el vestíbulo, ajeno a la atención de los demás residentes del edificio, que se quedaron mirándole mientras pasaba. Dejaron que tuviera un ascensor para él solo.

Una vez arriba, entró a toda velocidad en su apartamento, jadeante y falto de aire. ¡Qué alivio era encontrarse aquí! Sin embargo, aún no podía relajarse; si le habían enviado a una pandilla de matones, quizá le mandaran otra; además, sabían dónde vivía.

Lori se hallaba en la holoconsola, agitando su raqueta de tenis en perfecta sincronización con el holograma de una jugadora de tenis. El holograma brillaba con un color rojo intenso, lo cual indicaba que lo estaba haciendo bien. Sonrió cuando entró Quaid, satisfecha con su sesión de práctica.

– ¡Hola, cariño! -dijo.

Quaid fue de un lado para otro del apartamento, manteniendo la cabeza por debajo del nivel de la ventana. Apagó todas las luces de la sala, luego tiró de Lori fuera de la consola y desconectó ésta. Ella le miró, alarmada.

– ¡Unos hombres acaban de intentar asesinarme! -explicó él.

Ella se quedó inmóvil.

– ¿Te atracaron?

– ¡No! Espías o algo parecido. Y Harry, el del trabajo.

Lori se apartó ligeramente de él, pasando por delante de una ventana. Abrió la boca…

– ¡Agáchate! -gritó él, cogiéndola y arrojándola al suelo. La cubrió con su cuerpo, de modo que ninguna bala la alcanzara-. Harry era el jefe -explicó.

Asombrada, Lori salió de debajo de él y se pasó inútilmente las manos por el arrugado vestido. Parecía que trataba de encontrarle algún sentido a toda la situación.

– ¿Qué ocurrió? ¿Por qué querrían matarte unos espías?

¡Una pregunta excelente! Escudriñó por la esquina de una ventana.

– No lo sé -murmuró-. Puede que tenga algo que ver con Marte.

¡La palabra mágica! Lori frunció el ceño. Empezaba a cuestionarse la cordura de Quaid. En este momento, ya casi no se lo reprochaba.

– ¿Marte? ¡Si ni siquiera estuviste jamás en Marte!

– Lo sé. Es una locura. Después del trabajo, fui a ese lugar llamado Rekall y, al regresar a casa…

Ella se mostró incrédula.

– ¿Fuiste a ver a esos matarifes del cerebro?

– ¡Déjame acabar!

Sin embargo, teniendo en cuenta lo sucedido, no podía negar que se había producido una especie de carnicería. Antes de lo de Rekall, su vida era normal, incluso monótona, con la excepción del sueño sobre Marte. Después de ir a Rekall, su vida era un caos y estaba casi acabada. No obstante, ¿cómo podía incluso el recuerdo implantado más realista justificar lo de Harry y los matones?

– ¿Qué les pediste que hicieran? -preguntó ella, preocupada-. ¡Dímelo!

– Compré un viaje a Marte.

Aquel recuerdo, en algún momento durante el trayecto a casa, se había asentado en él: no el recuerdo mismo de Marte, que parecía estar ausente, sino su consentimiento para que le realizaran el implante. Algo debió haber salido mal, pero, ¿podía eso significar su sentencia de muerte?

– ¡Oh, Dios, Doug!

Seguro que ella creía que le había hecho olvidar su obsesión con Marte; parecía consternada.

– No es eso lo importante. Esos hombres iban a liquidarme… -Se detuvo, dándose cuenta con absoluta claridad de lo que había pasado-. ¡Pero yo los maté a ellos!

Parecía imposible, pero estaba seguro de que ese recuerdo era real. Además, la sangre que manchaba sus manos lo probaba…, y ahora manchaba también el vestido de Lori.

Sin embargo Lori, en ese momento, no estaba preocupada por eso. Se obligó a permanecer tranquila.

– Doug, escúchame. Nadie trató de matarte. Estás alucinando.

– ¡Maldita sea, esto es real! -estalló. Se lanzó hacia otra ventana y echó una ojeada al exterior.

Lori le siguió y le cogió por los hombros.

– ¡Deja de dar vueltas y escúchame!

Quaid permaneció inmóvil, mirándola con ojos furiosos.

– Esos carniceros de Rekall te han manipulado el cerebro -le dijo con energía-. Y ahora padeces ilusiones paranoides.

Él alzó las manos manchadas de sangre.

– ¿Llamas a esto una ilusión paranoide?

Ella quedó impresionada; estaba claro que ya no sabía si sentir miedo por él… o de él.

Resultaba inútil intentar discutir con ella. ¡Ni él mismo estaba tan seguro de la situación! Corrió hacia el cuarto de baño, manteniéndose fuera del campo de visión de las ventanas. Su apartamento era bastante alto; no obstante, un buen francotirador controlaría la distancia, en especial si disparaba desde otro edificio y a la misma altura.

Lori aguardó hasta que la puerta del cuarto de baño se hubo cerrado y entonces se dirigió rápidamente al videófono.

– ¡Doug! -gritó, por encima del hombro-, ¡Voy a llamar al doctor!

La voz de él le llegó ahogada:

– ¡No lo hagas! No llames a nadie.

Una débil sonrisa rozó los labios de Lori cuando el rostro de un hombre apareció en la pantalla.

– Richter -dijo en un susurro. Había algo predador, algo duro y cruel, en el rostro del hombre, que se suavizó cuando la oyó pronunciar su nombre.

– Hola -dijo. Ella le envió un silencioso beso.

En el cuarto de baño, Quaid se lavó la sangre de las manos. Probablemente procedía del matón al que le había aplastado la nariz…, aunque aún no estaba muy seguro de cómo podía haber hecho algo semejante. Sabía luchar, por supuesto: moviendo los dos puños delante de la cara, tratando de penetrar la guardia del otro trabajador al tiempo que intentabas darle en el hombro o en la cabeza. Pero había hecho eso con la rodilla. Y los otros…, le había retorcido el cuello a uno y aplastado la laringe al otro. En una pelea limpia, esas cosas no tenían cabida. Y, aunque así fuera…, ¿dónde lo aprendió? La terrible velocidad con la que había actuado…, en vez de unos golpes torpes lanzó cuatro precisos arietes, cada uno tan brutalmente eficiente que, recordándolo ahora, le dejaban sorprendido. Había sentido miedo, por supuesto; pero había actuado como una máquina de matar.

Mientras lo meditaba, terminó de quitarse la sangre de las manos. Se echó agua fría en la cara y, luego, se miró en el espejo. ¡Ni siquiera tenía un rasguño! ¡Ahora sí que empezaba a parecer una fantasía!

Sin embargo, sabía que no lo era. Se secó el rostro y las manos, apagó la luz y abrió la puerta del baño. Por alguna razón que no logró descubrir, se colocó a un lado de la puerta en vez de quedarse en el centro, como si quisiera cederle primero el paso a alguien.

Unas balas trazadoras se estrellaron en el baño, destrozando el espejo, las paredes y los frascos que había allí. Los cristales llovieron a su alrededor. Quaid se lanzó de cabeza hacia delante y penetró en la sala de estar.

¡Otra pandilla de matones le había localizado! De alguna forma lo había sospechado, y eso le salvó la vida. Ya no jugaban como antes, tratando de introducirlo en un vehículo; ahora actuaban directamente, le disparaban apenas verlo.

– ¡Lori! -gritó desde el suelo, mientras rodaba hasta situarse detrás del sofá-. ¡Corre!

La sala de estar se hallaba en una total oscuridad, salvo los tenues rectángulos de las ventanas, más allá de las cuales parpadeaban las luces de la ciudad. Quaid avanzó, haciendo ruido al arrastrar las rodillas por el suelo…, y las balas atravesaron el mobiliario a unos escasos centímetros por encima de la cabeza. Se incorporó hacia un lado y se arrojó debajo de la mesita de café, rodando en silencio de un modo que desconocía que supiera hacer. Se quedó congelado allí, a la escucha. Oyó que su atacante atravesaba el salón. ¡El francotirador estaba en la misma habitación, y usaba la oscuridad como escudo!

No había recibido ninguna respuesta por parte de Lori. Debieron ocuparse de ella en silencio mientras Quaid se encontraba en el cuarto de baño. ¡Si le habían hecho algún daño, lo pagarían! Sin embargo, primero debía salvar su propia vida.

Notó que sus facciones se endurecían en una expresión familiar en la oscuridad. Puede que su memoria estuviera en blanco; no obstante, comprendió de pronto que ésta no era la primera vez que le disparaban. Sabía cómo manejar la situación.

En silencio, cogió un almohadón del sofá. Luego lo arrojó a través de la habitación.

Unas balas trazadoras lo destrozaron.

Quaid dio un salto por encima de una silla en dirección a la procedencia de las balas, moviéndose de nuevo con una velocidad y una certeza que le asombraron.

Estableció contacto. Las balas salieron disparadas frenéticamente, chocando contra el techo y las paredes. Consiguió arrebatarle el arma a su oponente, y la arrojó al suelo.

Inmediatamente se ocupó de su atacante. Golpeó un hombro, una pierna, intentando calcular la distancia que le separaba de la figura que se debatía en la oscuridad. Le acertó con un golpe en pleno plexo solar, y escuchó el dolorido jadeo cuando la otra persona se quedó sin aliento. El francotirador era bajo, y se amparaba más en la velocidad que en la fuerza. Lo sujetó con un brazo en una presa alrededor del cuello, con la presión suficiente para mantenerlo inmovilizado, y alargó el brazo hacia la pared para encender la luz.

Las luces iluminaron la estancia. Quaid parpadeó, ajustando los ojos al resplandor. Miró a la persona que sujetaba.

Se trataba de una mujer, con las trenzas claras de su cabello alborotadas. De hecho, era Lori.

Se quedó perplejo…, y atontado. ¿Su esposa le había estado disparando? ¿Cómo era posible?

– Lori… -comenzó.

Ella le clavó ferozmente el tacón de su zapato en el pie. Incluso a través del calzado, resultó efectivo; el dolor le inundó. Durante un momento aflojó su presa.

Ella le lanzó un codazo a la cara, obligándole a retroceder, aunque no a soltarla por completo. Se volvió, apoyándose en el brazo de él, y comenzó a aporrearle con una serie rápida de golpes en el pecho, cuello y cara. Sabía lo que estaba haciendo; éstas no eran unas bofetadas inocuas, sino golpes bien dirigidos y sorprendentemente fuertes que le causaban daño. De hecho, habrían dejado sin sentido a un hombre menos recio. Lo único que le protegió fue su masa y su buena condición física; tensó los músculos de forma automática y apartó la cara, aguantando los golpes y haciendo que resbalaran sin surtir todo su efecto.

Atontado más por la identidad de su atacante que por los propios golpes, Quaid no los devolvió. ¿Cómo podía estar haciéndole eso su adorable y amante esposa? ¡Esta misma mañana había sido tan dulce y sexy, las manos tan suaves y evocadoras! Si se hubiera tratado de otra persona, habría contraatacado casi antes de recibir el primer impacto. Pero, contra Lori…

No obstante, ella sólo se estaba desentumeciendo. En ese momento ya disponía del espacio adecuado para atacar más fuerte. Se echó hacia atrás para lanzar el golpe de gracia. Éste no lograría evitarlo o esquivarlo.

La golpeó en el estómago. El golpe resultó más fuerte que veloz, y ella era ligera. De algún modo, sin embargo, no puso toda su fuerza en él, ya que aún se mostraba reticente a hacerle daño. Además, había quedado un poco atontado por el violento ataque al que se había visto sometido, y se sentía algo debilitado. El efecto de la droga aún no se había desvanecido por completo, lo cual empeoraba la situación. Incluso así, el golpe la mandó hasta la cocina.

Logró mantenerse de pie, bajo ningún aspecto derrotada. Se hallaba en mejores condiciones para luchar de las que él había sospechado. De hecho, parecía que había un montón de cosas acerca de ella que él desconocía. Pero, ¿cómo podía estar involucrada en esta conspiración para matarle? ¡Ni siquiera le interesaba Marte!

Se tambaleó hacia ella, sabiendo que debía dominarla e interrogarla. Nunca se le había ocurrido pensar que ella estuviera al corriente de algo sobre esta sorprendente situación; sin embargo, ahora que tenía la certeza de que así era, tenía que descubrir lo que ella sabía.

Lori cogió un cuchillo de trinchar de un gancho de la pared. Empezó a acosarle, sintiendo más confianza en sus posibilidades que él en las suyas propias. Retrocedió, dándose cuenta de pronto de que no se enfrentaba a una aficionada.

Miró a su alrededor en busca de la pistola que ella siempre tenía allí, y la descubrió en un rincón de la habitación. Avanzó hacia allá, pero ella interceptó su camino, lanzando un corte experto hacia su brazo tendido. El intentó hacerse a un lado y proseguir su camino hacia la pistola; sin embargo, ella consiguió contraatacar y hacerle un pequeño corte en el pecho. Le mantenía a raya, atacándole a cada ocasión que él se concentraba en el arma en vez de en ella, aunque no consiguió producirle ninguna herida letal. Él se estaba convirtiendo en una masa de cortes superficiales y sangre goteante.

Una vez más, amagó hacia el arma con la mano izquierda. Ella lanzó el cuchillo hacia el brazo, produciéndole otra herida…, y se vio sujeta por su puño derecho. Fue un golpe contundente el que recibió en la mandíbula.

Se tambaleó hacia atrás, atontada. Rápidamente, Quaid le cogió el arma y la apuntó hacia ella.

– ¡Habla!

Ella guardó un terco silencio. Él apoyó el cañón de la pistola contra su oído. No estaba para bromas, y se lo demostraba con toda claridad. La dura personalidad alternativa se había apoderado de él de nuevo.

– ¿Por qué mi propia esposa intenta matarme?

– Yo no soy tu esposa -repuso ella.

Él amartilló la pistola. Lori se dejó llevar por el pánico.

– ¡Te lo juro por Dios! No te había visto nunca hasta hace seis semanas. Nuestro matrimonio es, simplemente, un recuerdo implantado… ¡aggghh! -Quaid la agarró por el pelo y tiró de su cabeza hacia atrás. ¿Cómo podía ella afirmar que ocho años de matrimonio no existían? ¡Él los recordaba!

Recordaba la forma en que ella había cruzado la calle aquel primer día. Recordaba su boda, el sorprendente contraste entre el humilde traje de gala de su padre y el esmoquin de última moda de piel de rana marciana del padre de ella. Recordaba su viaje de luna de miel tan vividamente como si hubiera ocurrido ayer; el trayecto en el subtren transcon, la suite en el caro hotel donde habían sido atendidos por toda una flota de droides de servicio. Había sido la primera vez que había dormido en una cama de gelatina, la primera vez que había probado el champagne venusiano. Lo habían tomado en estilizadas copas aflautadas de cristal moldeadas a cero g en una de las estaciones espaciales. Todavía podía ver la extraña forma del cristal, sentirlo en su mano, saborear el burbujeante vino azul.

Pensó de nuevo en los primeros años que habían pasado juntos en el antiguo vecindario de él. Lori había parecido tan fuera de lugar allí como un diamante lunar en un reciclador de basura, y recordó lo feliz que se había sentido cuando él había aceptado finalmente mudarse a su nuevo apartamento. Nunca olvidaría la celebración de aquella noche… ¿Cómo podía Lori decir ahora que nada de aquello había ocurrido? Él lo recordaba.

No obstante, ella había intentado matarle, y no había sido ninguna confusión de identidades. Sabía quién era él y le quería ver muerto. Eso indicaba que había cierta verdad en lo que le decía.

– ¿Crees que soy idiota? -dijo Quaid amargamente.

La mirada y la postura de Lori indicaron que eso era exactamente lo que pensaba. Parecía haberse convertido en una fría zorra, tan diferente de la amante que había sido mujer como el propio Quaid lo era de la máquina de matar que parecía haberse apoderado de su cuerpo. Su traje de tenis estaba roto y tenía hematomas en el rostro, pero parecía más altiva que humillada.

– ¡Recuerdo nuestra boda!

– Fue implantada por la Agencia -repuso llanamente ella.

– ¿Y enamorarme de ti? -Aunque, en ese momento, se dio cuenta de que no la amaba de verdad. Recordaba amarla; pero, de alguna manera, experimentaba un sentimiento más verdadero hacia la mujer de Marte. Oh, Lori era muy buena en la cama; sin embargo, no era lo mismo. ¡Esta idea absurda empezaba a tener sentido!

– Fue implantado.

– Nuestros amigos, mi trabajo, ocho años compartidos…, ¿eso también fue implantado por la Agencia?

– El trabajo es real -contestó ella, impertérrita-. Pero la Agencia te lo consiguió.

– Tonterías. -Quaid apartó a Lori, pero siguió apuntándola con la pistola. Intentó mantenerse escéptico; no obstante, la certeza empezaba a erosionar la incredulidad. Había demasiados misterios ínfimos -y significativos- que quedaban resueltos por la situación. La aversión de ella por su sueño de Marte…, ¿por qué se suponía que debían mantenerle alejado de Marte? El esfuerzo de Harry para que no fuera a Rekall…, ¿por qué se suponía que ni siquiera tenía que recordar Marte, ya fuera algo verdadero o falso? Había un montón de cosas que todavía no comprendía; pero, por lo menos, esto le brindaba una base para que la situación tuviera algún sentido. Posiblemente se había dejado engañar por la vida que creía llevar -una esposa como Lori, un amigo como Harry-, razón por la que no pudo vislumbrar la vida que realmente pudo haber llevado. Era como si hubiera que derrumbar las viejas estructuras antes de poder erigir otras más sólidas y nuevas. Confirmando algunas de sus sospechas, Lori dijo:

– Borraron tu identidad e implantaron una nueva. Yo fui inscrita en ella como tu esposa a fin de poder vigilarte, asegurarme de que el borrado funcionaba. Lo siento, Quaid. Toda tu vida no es más que un sueño.

Él se derrumbó pesadamente contra la pared. El hecho de que la situación empezara a tener más sentido no se lo hacía más fácil. Antes, sólo había sido un sueño lo que le perturbaba; ahora, toda su vida se había convertido en un sueño.

– Si no soy Doug Quaid, ¿quién soy?

Ella se encogió de hombros.

– No tengo ni idea. Yo sólo trabajo aquí.

¿Tan insensible podía ser? Sin embargo, su actitud apoyaba lo que decía. El amor que sintiera por él había sido una falsedad; ésta era la realidad.

Quaid se levantó del suelo para sentarse en una silla. Se frotó la frente, intentando decidir cómo reaccionar. La comprensión de que el recuerdo de su vida sólo era una falsedad no le devolvía su vida real; esa parte seguía en blanco. No tenía ni idea de adonde ir ni qué hacer. Le habían quitado la base de su vida, y aún estaba cayendo. ¿Qué clase de aterrizaje tendría?

De repente, Lori se mostró mucho más amigable. Suavizó las facciones del rostro, y su cuerpo perdió parte de su indiferencia. Se convirtió de nuevo en la mujer que había conocido.

– Voy a echarte de menos, Quaid -dijo-. Fuiste el mejor encargo que jamás tuve. De veras.

– Me siento halagado -repuso él, desconfiando de sus palabras.

Le había mostrado de manera bastante convincente lo poco que él le importaba; ¿qué planeaba ahora?

La cogió por el codo y la arrastró con él a la ventana, apuntándola aún con la pistola a la cabeza. Se mantenía alerta ante cualquier movimiento falso que ella pudiera hacer; no le quitaría de un golpe la pistola del mismo modo que él había apartado el arma de Harry. Ni siquiera tenía que vigilarla directamente; podía sentir sus movimientos. ¿Dónde estaban los demás? Tenía la certeza de que se encontraban allí fuera, en alguna parte. Aunque no conseguía recordar ningún detalle en particular, conocía la naturaleza de estas cosas: los agentes no trabajaban solos. Siempre mantenían una red operativa interconectada, cada uno vigilando las espaldas del otro. Puede que los desconcertara momentáneamente al matar a cuatro agentes y al anular a Lori; sin embargo, eso no representaba ninguna victoria, únicamente el retraso en uno o dos de sus planes.

– ¿Estás seguro de que no quieres…? -preguntó ella-. ¿En recuerdo de los viejos tiempos? -Le tendió amorosamente los brazos.

Las entrañas de Quaid se retorcieron ante la ironía de aquellas palabras. Si lo que Lori le decía era verdad -y estaba empezando a creer que así era-, entonces él y todo aquel mundo eran unos desconocidos. Si no tenía un pasado, ¿cómo podía tener un presente? Quaid no era un hombre dado a profundas reflexiones: era un hombre de acción. Cuando el sueño de Marte había salido a la superficie, había ido a Rekall para hacer algo al respecto, o intentarlo al menos. Pero, ¿qué podía hacer respecto a esto? ¿Qué acción podía emprender para recuperar la vida que había perdido?

Por ahora, al menos, esto era un punto a discutir. Tenía que pensar en alguna forma de sobrevivir a los matones antes de poder empezar a buscar las piezas que faltaban en su identidad.

Quaid tensó los músculos de la mandíbula. Podía haberle engañado en una ocasión, pero no pensaba caer en la misma trampa dos veces.

Ella retiró su mano.

– Ya sabes, no somos unos extraños.

Él miró por una segunda ventana, más para centrar la mente que los ojos. Sabía que los matones no estarían a la vista. De hecho, si se encontraban ahí fuera, pronto le liquidarían con una mira telescópica. Debía actuar aprisa. Pero, ¿cómo?

– Si no confías en mí, puedes atarme -le dijo Lori, tirando de su escote para mostrar más pecho.

– No sabía que te gustaran esas cosas.

– Ahora es el momento de averiguarlo.

¿Qué tramaba? Sabía que a ella no le interesaba el sexo con él. Se volvió hacia ella…, y la descubrió mirando una de las pantallas de video.

Oh, oh.

Una de los cuadrados de la pantalla era un monitor de seguridad que mostraba la entrada del edificio. Cuatro agentes penetraban en aquellos momentos en el ascensor. El jefe evidente era un tipo enorme, sólido, con aspecto despiadado, igual que un perro de ataque al que se ha entrenado después de repetidos castigos.

Quaid miró con ojos furiosos a Lori y le clavó la pistola en la cabeza.

– Eres una chica inteligente -siseó, con los dientes apretados.

– No me dispararás, ¿verdad, Doug? -preguntó ella, manteniendo su postura amistosa y levemente desvalida-. No después de todo lo que hemos vivido juntos.

Odiaba reconocerlo, pero le estaba conmoviendo. No quería hacerle daño, aunque había intentado matarle.

– Tienes razón, Lori. Tuvimos momentos buenos.

Ella sonrió.

– Sí, Doug. Si quieres, podemos…

Casi igual que el recuerdo imaginado de la recepcionista de Rekall ofreciéndose a hacer el amor con él. No era tan estúpido. Sabía que apenas disponía de tiempo.

– ¿Quiénes son?

– ¿Quiénes?

– No me obligues a hacer algo que no deseo.

Ella dejó de fingir.

– El tipo grande es Richter. Es terriblemente mezquino. El que va con él se llama Helm, y no es mucho mejor. Mira, Doug, reconozco que intenté distraerte. Es mi trabajo. Sin embargo, puedo ayudarte a escapar de ellos si…

Él bajó la pistola y la apoyó contra su pecho. Ella le sonrió, alentándole y conteniendo la respiración. De repente, él levantó el arma y la golpeó en la cabeza, haciéndole perder el sentido.

– Ha sido agradable «conocerte» -comentó, sorprendido por su propio acto. Su otro yo se había apoderado de él de nuevo, haciendo lo que obligaba la situación. ¡Bueno, esperaba que supiera lo que hacía, ya que él no tenía ni idea!

10 – Metro

Quaid corrió pasillo abajo, pasando al lado de las puertas de los demás apartamentos, evitando coger el ascensor. Escuchó cómo subía y disminuía su velocidad; ¡seguro que eran los matones! Si le veían, podía considerarse hombre muerto. Tenía la pistola, pero ellos dispondrían de diez veces su capacidad de fuego. Se lanzó a través de una puerta marcada salida justo antes de que se abrieran las puertas del ascensor.

Contuvo el aliento y se aplastó contra una pared, aguzando el oído. Oyó cómo salían y cargaban contra su apartamento: uno, dos, tres, cuatro. Cómo podía contar su número con semejante exactitud por el sonido de sus pies no lo sabía; seguro que en algún lugar, en algún momento, debió recibir un entrenamiento muy especial, y todo ello estaría en aquella parte de su memoria que habían borrado. Quizá fuera igual que el hombre que, de un vistazo, era capaz de contar una manada de vacas: contaba las piernas y las dividía por cuatro. En esta ocasión no se trataba de ninguna broma; lo único que podía escuchar eran las pisadas, que superaban en número a los hombres que las producían.

Cuatro…, el mismo número que viera en el monitor. Eso significaba que no habían dejado a ningún hombre abajo para interceptar su salida. Eso era otro error táctico por su parte. Pero, ¿qué se podía esperar de unos matones? No eran profesionales verdaderos, sino simplemente hombres a los que contrataban y cuyos cerebros resultaban prescindibles.

No estaba mal. Se puso en movimiento otra vez, tras haberse detenido sólo unos segundos, y volvió a respirar. Descendió por las escaleras saltando varios escalones cada vez, por esa interminable escalera en forma de caracol que llegaba hasta el nivel de la calle. Resultaba más fácil subir una escalera de a dos o tres escalones que bajarla de la misma forma; pero, evidentemente, también le habían entrenado para ello. Casi la bajó de a cuatro, cinco, seis por vez, aterrizando como un bailarín de ballet, guiándose por el pasamanos. Sí, poseía la técnica para hacerlo, lo cual era bueno, ya que tenía un largo trayecto que bajar.

Una de las razones por las que se detuvo a interrogar a Lori, cuando sabía que los matones subían a su apartamento, era que sabía cuánto tiempo les tomaría llegar. Incluso el ascensor más rápido no podía cubrir los doscientos pisos en un instante. El ascensor era rápido, casi un cohete; pero se veía limitado por la aceleración que los residentes normales podían soportar, aun cuando se le diera al mando de «prioridad». De modo que dispuso de tiempo.

Sin embargo, ahora era él quien tenía que cubrir, y rápidamente, esos doscientos pisos. Gracias a su técnica, bajaba a la velocidad máxima. En línea recta, habría sido una caída de seiscientos metros; tal como iba, resultaba una escalera de kilómetro y medio de longitud. ¿Podía recorrer esa distancia en cinco minutos? Sería mejor que fuera capaz de hacerlo, ya que les llevaría a los matones un minuto cerciorarse de que se había marchado, quizá dos más coger un ascensor rápido de bajada, y tres más llegar hasta la planta baja. Máximo, seis minutos…, menos si, con suerte, conseguían un ascensor de inmediato. Si era afortunado, tendría una ventaja sobre ellos de un minuto y, si no lo era, quizá ninguna en absoluto. Así que continuó bajando a un ritmo aparentemente suicida. ¡Sería un suicidio no hacerlo!

Una vez llegara al primer nivel, sabía que podría atajar a través del edificio y descender por el techo inclinado que cubría el muelle de descarga de mercancías semisubterráneo. Eso le ahorraría más tiempo para su huida hasta el metro. De modo que tenía que ser este camino para él: su huida, y no del fuego u otra clase de emergencia, sino del asesinato. Cinco plantas, diez, quince…, perdió la cuenta, y no le importó, porque lo único vital era la planta baja. ¡Un minuto!, pensó. ¡Dadme un minuto de ventaja sobre ellos, y jamás me encontrarán! Lo que significaría seis minutos para ellos. ¿Serían lo suficientemente estúpidos como para retrasarse en el apartamento? ¡Rezaría por ello!

Richter abrió camino hacia el apartamento. Su rostro se contorsionó furioso cuando vio a Lori tendida inconsciente en el suelo. Él no había deseado que ella aceptara aquella misión, pese a lo importante que era para su promoción…, para la de los dos. Le había advertido a Lori que el hombre llamado Quaid era peligroso, pero ella simplemente se había reído de él, díciéndole que se mostraba demasiado protector. Bueno, ahora no podría reírse. Se arrodilló a su lado e intentó gentilmente hacerla volver en sí.

– Lori -llamó con suavidad-. ¡Lori! -Los ojos de ella aletearon y se abrieron, y gruñó mientras se acariciaba el hematoma en su sien-. ¿Estás bien?

Ella asintió cuidadosamente.

– Lo siento -dijo con voz débil-. Creo que lo estropeé.

– ¿Qué es lo que recuerda?

– Hasta ahora nada.

Mientras tanto, Helm había sacado un pequeño aparato de rastreo y lo había activado oprimiendo un botón. Lo sostuvo en la mano y lo giró, con unos movimientos de búsqueda. De repente, un punto rojo empezó a parpadear cuando el aparato apuntó a la ventana. Lo mantuvo en esa posición y apretó otro botón.

En ese momento la pequeña pantalla del rastreador cobró vida, mostrando un plano tridimensional del edificio desde el lugar donde se encontraban. Parecía un modelo hecho de cristal transparente. Cerca del extremo inferior, el parpadeante punto rojo se movía en una frenética espiral, como si fuera una mosca envenenada. Estaba bajando por las escaleras, y a una buena velocidad.

De pronto, el punto abandonó el edificio. Richter cruzó hasta la ventana, con Helm pisándole los talones. Vieron a Quaid descender por el plano inclinado de un tejado en dirección a la zona de uso común.

– ¡Mierda! -exclamó Richter-. ¡El metro! ¡Vamos! ¡Vamos!

Helm y los otros dos agentes se lanzaron hacia la puerta, pero Richter se quedó atrás. En silencio, ayudó a Lori a ponerse en pie y la abrazó. Había transcurrido demasiado tiempo desde la última vez que la había tenido en sus brazos, y sólo Dios sabía cuándo dispondrían de la próxima oportunidad.

– Recoge tus cosas y márchate -dijo, liberándola con pesar de su abrazo.

– ¿Y si lo traen de vuelta? -preguntó Lori mientras él se encaminaba hacia la puerta.

Richter se detuvo en la puerta. Se volvió, y Lori sintió miedo ante la expresión en sus ojos.

– No lo harán -dijo. Se dio bruscamente la vuelta y desapareció.

Quaid emitió un silencioso suspiro de alivio cuando llegó a salvo a la estación del metro. Había dispuesto de su minuto de ventaja, quizá más. ¿Qué habían hecho los imbéciles ahí arriba, entretenerse con Lori? Si ése era el caso, de forma irónica, le debía a ella un favor, aunque tenía la convicción de que no había sido algo voluntario por su parte. Lamentaba haber tenido que golpearla, pero fue el único modo de impedir que diera la alarma antes incluso de que llegaran los matones. No la había amado, aunque sí le gustaba, y no la hubiera herido por nada en el mundo…, antes de que estallara esta situación. Ella le había parecido demasiado buena para ser verdad, y ahora ya sabía que era demasiado buena para ser verdad. Simplemente, cumplía una misión. Seis semanas…, ¡no le asombraba que el recuerdo de sus ocho años con ella no cambiara nunca! En realidad, se trataba de una experiencia de seis semanas.

Había creído que su vida era monótona. ¡En este instante, ya no parecía aburrida! No obstante, la hubiera cambiado con gusto para recuperarla. Por lo menos estaría a salvo, en vez de huir para salvar la vida, sin tener ninguna idea de adonde ir o de quién era. Si pudiera volver atrás, se mantendría bien apartado de Rekall, y tendría los ojos y los oídos bien abiertos para investigar la situación sin llamar la atención, hasta que supiera lo suficiente como para actuar evitando que le persiguieran los matones.

La gente le miraba. Quaid frenó la marcha y, de vez en cuando, observaba por encima del hombro. Si no tenía a los matones pisándole los talones, lo mejor era que se perdiera entre la multitud. ¿Cuan lejos se encontraban de él? Había rogado un minuto de ventaja, y lo había conseguido; pero tenía la certeza de que no abandonarían la búsqueda. Debía coger un coche hacia ninguna parte en especial y perderlos por completo.

Naturalmente, transcurrieron varios minutos antes de que llegara el metro. Esperó más allá de la zona de seguridad, sin desear comprometerse antes de que fuera absolutamente necesario. Tres, cuatro minutos…, ¿cuánto tiempo se mantendría la situación? ¡Era un blanco perfecto! Obtuvo ventaja al escapar del edificio, pero en este momento la suerte se le ponía en contra.

Entonces escuchó el ruido del metro. ¡Lo iba a conseguir! Se encaminó hacia la entrada.

Se dio cuenta de que sería mejor que se deshiciera del arma; quizá tuviera un dispositivo por el que pudieran rastrearla. Ciertamente, no lograría pasarla por la zona de seguridad, de modo que no conseguiría subir al vagón con ella.

Miró hacia atrás una vez más…, y vio a Richter y compañía entrar corriendo en la estación. ¡Maldición! ¡Otros treinta segundos, y los habría dejado atrás!

Modificó de inmediato el plan. Se quedó en la cola, pero se guardó el arma. ¿Qué importancia tenía una alarma, cuando los asesinos lo habían encontrado? Se metió entre los paneles.

Contempló el pequeño monitor que había delante de la fila de los usuarios. ¡Era un esqueleto andante, y la pistola que llevaba en la mano brillaba con un rojo intenso! Las alarmas aullaron y se encendieron unas luces rojas. Unos guardias salieron a interceptarle. ¡No había nada relajado en esta zona de seguridad!

Todavía no podía correr, porque la gente que tenía delante le bloqueaba el estrecho canal. Había pensado que ya no estarían allí cuando saltaran las alarmas, pero parecían confusos y permanecían quietos. Mientras tanto, los guardias atravesaban la pantalla, con sus propias armas convertidas en otros tantos destellos rojos.

¿Podía ir hacia el otro lado? En el monitor, su esqueleto se detuvo y dio media vuelta, mostrando su propia indecisión. Vio que Richter y Helm se acercaban. ¡Eso era peor!

No había ninguna salida, ni hacia delante ni hacia atrás. Se volvió a un lado, saltó el pasamanos que servía de guía y cargó contra el mismo panel de rayos X. De repente, en el monitor, su esqueleto se hizo más grande; luego atravesó su propia imagen esquelética, destrozando la pantalla. Las mujeres que había en la estación prorrumpieron en gritos.

Esa maniobra le consiguió una salida…, pero no en dirección al metro. Tenía que escapar de los matones. Y, ahora, ¿adonde podía ir?

Su otro yo oculto tomó el mando. Emprendió la carrera hacia delante, esquivando a la gente inmóvil y con la boca abierta, hasta que llegó a unas escaleras mecánicas. Lo llevarían hasta los trenes que viajaban en ángulo recto con los de allí, en el siguiente nivel inferior. Pero aún no sabía adonde iba. Podía tomar un tren, seguro, pero…, ¿hacia dónde?

Richter y sus matones llegaron al arranque de las escaleras mecánicas. Consultó el dispositivo de rastreo. El parpadeante punto rojo que era su presa aparecía en la pantalla, avanzando firmemente hacia abajo. Richter hizo girar el dispositivo, comprobando los alrededores. Cerca del fondo de la escalera había varias otras escaleras mecánicas que indicaban arriba.

Su presa tomaría una de ésas, con la intención de deslizarse hasta el nivel de la calle y perderse allí. No desearía tomar un metro, porque no había ningún lugar donde ir. Así que, en vez de perseguirle y llegar demasiado tarde, lo rodearían. Entonces sí que no tendría realmente ningún lugar donde ir. Aquél era un trabajo asqueroso; resultaba malditamente difícil intentar atrapar a un hombre en un lugar público. Pero pronto estaría hecho, y desaparecerían.

Indicó que todo el mundo menos Helm siguiera en el mismo nivel.

– ¡Vamos, vamos, vamos! -aulló, y a Helm-: Tú, ven conmigo. -Echaron a correr escaleras abajo detrás de Quaid.

Quaid alcanzó el final de las escaleras y miró cautelosamente a su alrededor. Ningún matón. Corrió hacia delante, vio unas escaleras mecánicas que subían y se encaminó hacia ellas. Seguía sin ver ningún matón. Pero no confiaba en esto. En cualquier momento aparecerían a la carga doblando alguna esquina, con las pistolas llameando. Decididos a eliminarle…, ¿porque soñaba con Marte? No, porque no era lo que él creía que era.

Nada de aquello parecía tener mucho sentido. Necesitaba tiempo para esclarecer la situación, para explorar cada rincón de su fragmentada memoria y sacar cualquier cosa que hubiera allí. Quizá descubriera que era un criminal que… No, no le habrían dado a un criminal un apartamento agradable, un trabajo decente y una mujer como Lori. A menos que lo mantuvieran oculto hasta el momento en que tuviera que testificar en un juicio importante. Sí, eso podía tener algún sentido. No deseaban que recordara las cosas prematuramente, ya que entonces existía la posibilidad de que regresara con su gente en vez de servirles de testigo. Eso explicaría por qué Lori, que, como descubrió, no sentía nada por él, se había mostrado tan amistosamente abierta. Su trabajo consistía en mantener su mente ocupada. O su pajarito. Debieron suponer que era lo mismo. Puede que hubieran tenido razón, de no ser por la excepción de la mujer de su sueño de Marte.

Ya estaba subiendo por las escaleras mecánicas. Miró hacia atrás, y lo único que distinguió fue a ciudadanos corrientes. ¿Dónde se encontraban los matones? ¡Por entonces, deberían de haberle alcanzado!

Miró hacia arriba…, ¡y allí estaban! Cuatro agentes que llegaban al descansillo superior y que ojearon en su dirección. Intentó encogerse, escondiéndose entre los demás usuarios; pero era demasiado alto para lograrlo. Su única esperanza residía en que no le vieran antes de que se acercara lo suficiente…

Escudriñaban hacia abajo, comprobando toda la zona. ¡LE VIERON!

No hubo ninguna pausa, ninguna petición de rendición. Simplemente, empezaron a disparar.

Quaid amagó a un lado. Un desafortunado usuario recibió un tiro en la cabeza. Cayó hacia atrás, a los brazos de Quaid. Su rostro había desaparecido.

Estallaron gritos cuando el resto de la gente comprendió lo que ocurría. Todos los ciudadanos se agacharon en la escalera, intentando apartarse de la línea de tiro. Eso dejó a Quaid expuesto, la única persona que estaba de pie.

No podía agacharse como los demás; le localizarían en segundos ahora que sabían dónde se encontraba. En realidad, su otro yo no pensaba consentirlo. Ya se había puesto en movimiento y subía la escalera, empleando el cuerpo sin cara como un escudo. Tenía la pistola en la mano, y disparó contra sus enemigos. Uno, dos, tres, cuatro…, y los cuatro matones cayeron por ese orden, cada uno atravesado por una bala.

Quaid desconocía quién era su otro yo, pero empezaba a caerle bien. ¡Ese tipo era un superviviente!

De momento estaba a salvo. Podía largarse de la estación de metro y…

Una bala zumbó junto a su oreja. ¡Desde atrás! Se volvió para echar un vistazo. Allí estaban Richter y Helm, que corrían hacia las escaleras mecánicas, disparando a medida que se acercaban. En ese momento entraron en contacto con ellas y empezaron a subir por encima de los usuarios tumbados, sin dejar en ningún momento de dispararle. Si se hubieran detenido para apuntar adecuadamente, Quaid hubiera muerto sin siquiera saber que se encontraban allí.

Quaid alzó el cadáver que había empleado como escudo, se volvió y se lo arrojó a los dos agentes, tumbándolos hacia atrás. Luego se lanzó escaleras arriba. Llegó hasta el final y corrió pasillo abajo.

Si esos dos eran los únicos que le perseguían ahora, disponía de una ventaja aproximada de unos diez segundos. ¿Adonde podía ir? ¿Seguir subiendo para salir a la calle? Quizás hubiera más matones apostados en la salida. Si lo conseguía, seguiría en la misma zona; le buscarían con coches y, tal vez, con vehículos aéreos. No podía regresar a su apartamento; Lori le delataría de inmediato, si es que primero no le disparaba.

Eso le dejaba únicamente el metro. Las líneas recorrían toda la ciudad y llegaban hasta las afueras, con transbordos por todas partes. ¡Los agentes serían incapaces de cubrir cada salida de todo el sistema del metro! De manera que, si lograba subirse a un vagón sin que le siguieran, su ventaja de diez segundos se transformaría en una de diez minutos, y conseguiría salir de la ciudad antes de que se hicieran una idea de dónde se encontraba.

Su cuerpo ya conocía esa información. Corría pasillo abajo, encaminándose hacia otra línea. Se metió la pistola en la cintura del pantalón; ya estaba dentro de la zona de seguridad, así que no activaría ninguna alarma más.

Llegó hasta el andén donde ya había un convoy. Los últimos usuarios se esforzaban por entrar en los vagones. Corrió a lo largo de la plataforma que, afortunadamente, en ese momento estaba vacía, en dirección al tren.

El último pasajero subió. Sonó el silbato de partida. La puerta se cerró.

Quaid dio un salto enorme y se metió en un vagón en el último segundo, evitando las puertas por un pelo. ¡Lo había conseguido! Trastabilló, tratando de no chocar contra los otros pasajeros. Estuvo a punto de caer; sin embargo, mantuvo el equilibrio.

Las balas destrozaron los cristales de la puerta justo encima de su cabeza y salieron por el otro extremo. ¡Richter y Helm habían llegado! Si se hubiera encontrado en una postura erguida…

– ¡Agáchense! -les gritó a los otros pasajeros, sabiendo lo que se avecinaba.

El metro empezó a moverse. Una serie de ventanillas fueron destrozadas. Los pasajeros decidieron hacerle caso. Se agacharon lo mejor que pudieron.

El tren adquirió velocidad. Quaid escudriñó por el agujero de una ventanilla. Vio que Richter y Helm, furiosos, observaban cómo el metro abandonaba la estación. Los había derrotado…, de momento.

Se volvió para descubrir que el resto de los pasajeros le miraban fijamente. Se dio cuenta de que estaba cubierto de sangre debido al cadáver que había empleado como escudo. Bueno, no pensaba ofrecerles ninguna explicación. Cuanto menos supieran sobre él, mejor para él…, y para ellos. Richter parecía no tener ningún freno en los métodos que empleaba; si creyera que alguna otra persona sabía quién podía ser Quaid, la obligaría a hablar a punta de pistola…, y luego, de todas formas, puede que la matara.

Evitó las miradas y se centró en la pantalla publicitaria más cercana. Se trataba de un vendedor de pie ante una nave espacial.

– ¡No os contentéis con recuerdos difusos! ¡No os contentéis con implantes falsos! Vivid el viaje espacial a la antigua usanza, en unas vacaciones de verdad que podéis pagaros.

¡La respuesta de las agencias de viaje a Rekall! Quaid sacudió la cabeza y suspiró. Le hubiera gustado creerles. Ya que una cosa que no había cambiado en la casi completa demolición de su estilo de vida era la fascinación que sentía por Marte. De una u otra forma, aún deseaba ir allí, y, siempre que existiera, todavía quería encontrar a aquella morena.

¿Existía? Lo único que podía hacer era mantener la esperanza de que así era. Su vida sustancial con Lori se había convertido en una ilusión; quizás el sueño que tenía de la otra mujer pudiera transformarse en una realidad.

11 – Ayuda

Richter y Helm salieron furiosos de la estación y cruzaron la lluvia hasta su coche. Richter estaba colérico. Después de todo, habían perdido su presa y, luego, les detuvieron los agentes de seguridad del metro porque sus armas habían activado de nuevo las alarmas. Eso no sería positivo en su historial. Sin mencionar a los cuatro agentes de bajo rango que habían perdido. Ya sumaban un total de ocho, más uno o dos civiles. ¡Para todas las personas involucradas en el asunto, esto apestaría! La primera misión había sido estropeada por Harry, sin lugar a dudas un incompetente al que, en primer lugar, no se le tendría que haber asignado aquel caso. Sin embargo, en esta ocasión, fue el mismo Richter el que falló, y no le darían ningún crédito por haber estado a punto de tener éxito. ¡«Estar a punto» equivalía casi a una degradación!

Odiaba a ese hombre que creía ser Douglas Quaid. Nunca le había gustado. Había algo en él en lo que no confiaba, pero Cohaagen simplemente no podía verlo. ¡Él había promocionado al hijo de puta, por el amor de Dios! Richter bufó, disgustado.

Pero no había empezado a odiar realmente al bastardo hasta que a Lori le había sido asignada la misión de representar el papel de su «esposa». Después de todos los chistes sobre la Bella y la Bestia, aquello había sido algo imposible de soportar. Y, ahora que el hombre le había eludido y humillado, ese odio se había convertido en algo al rojo blanco y apenas controlable. Vería los sesos del hombre esparcidos por el paisaje antes de terminar con él, y eso aún no sería suficiente. Si tenía suerte, quizá tuviera la oportunidad de contemplar al hombre sudar antes de morir.

Subieron al coche. Helm se sentó en el asiento del conductor, Richter a su lado, donde se encontraba todo el equipo. La lluvia que había empapado sus ropas pronto inundó el interior del vehículo con su polución, empeorando su humor.

El salpicadero se hallaba atestado de sofisticados aparatos de rastreo, mapas electrónicos y equipos de comunicación. Con gesto furioso, Richter activó interruptores y apretó teclas, tratando de obtener una lectura de su presa. Maldita sea, se suponía que el seguimiento era continuo; ¿qué era lo que interfería? ¿Había algún desperfecto en el equipo? ¡Adivina quién sería el culpable de que un rastreador en mal funcionamiento les fallara! Sabía que Cohaagen no estaba de acuerdo con él en este procedimiento, y si el tío conseguía un pretexto para apartarle del caso…

La radio cobró vida.

– Seis beta nueve, tenemos una transmisión del señor Cohaagen.

Richter miró a Helm y gruñó. ¡Pensando en el diablo!

Sin embargo, tenía que contestarla.

– Aquí Richter. Pásemela.

Se secó la lluvia de la cara y se alisó el cabello, aunque eso no le ayudó mucho. La ciencia moderna era maravillosa, pero en ese momento deseó que no hubieran inventado una forma de eliminar la limitación de la velocidad de la luz, convirtiendo la comunicación instantánea entre los planetas en algo virtualmente posible. Entonces, Cohaagen no podría pedirle explicaciones sobre la misión mientras se llevaba a cabo una persecución.

El monitor de video se iluminó, osciló levemente y, luego, mostró la granulosa imagen de la cara de Cohaagen. El hombre no era ni tan apuesto ni tan bien hablado como en las entrevistas televisadas, lo cual no resultaba ninguna sorpresa. Clavó los ojos en Richter y frunció el ceño.

– ¿Qué mierda estás haciendo, Richter?

Richter mostró una sonrisa congraciadora que sabía que no engañaba a nadie; tampoco era ésa su intención.

– Tratando de neutralizar a un traidor, señor. -¡Y ésa es la palabra adecuada! ¡Trágate ésa, señor!

El fruncimiento de ceño de Cohaagen se transformó en una cólera abierta.

– Si hubiera querido que lo mataran, ¡no lo habría mandado a la Tierra!

Richter suavizó sus facciones, jugando al subordinado obsequioso, de nuevo sin mostrar ninguna preocupación porque le creyeran.

– No podemos dejar que se nos escape, señor Cohaagen. Sabe demasiado.

– Lori dice que no puede recordar ni una mierda.

– Eso es ahora -respondió Richter-. Dentro de una hora puede recordarlo todo.

– Escúchame, Richter. -Había estática en la línea, pero no la suficiente como para hacer ininteligibles las palabras de Cohaagen-. Quiero que Quaid sea entregado vivo para reimplantación. ¿Lo has entendido? Lo quiero de vuelta aquí junto con Lori.

Sobre mi cadáver, pensó Richter. Aquello era todo lo que podía hacer para impedirse arrancar el monitor de video del tablero y arrojarlo fuera del coche.

– ¿Me has entendido? -repitió Cohaagen. Richter adelantó una mano y giró un dial, interfiriendo la recepción. Desde el otro lado sería imposible descubrir qué había causado la disrupción.

– ¿Qué ha dicho, señor? No le he entendido.

Cohaagen le miró con ojos furiosos.

– He dicho xtrfb… lsw… rojwf…

Richter incrementó la interferencia, evitando de forma deliberada escuchar las órdenes de Cohaagen. Helm miraba impasible por el parabrisas hacia la lluvia, fingiendo no ser consciente de nada de lo que ocurría. A él le gustaba menos que a Richter que la presa escapara del lazo.

– ¿Hola? -dijo Richter-. Tenemos manchas solares. Cambio a otra frecuencia. -¡Qué agradable resultaba que esas transmisiones no fueran de confianza cuando ocurría algo a escala solar!

Un punto rojo parpadeante apareció en el dispositivo rastreador de la consola. Helm dio un codazo a Richter, y Richter asintió. Tenían localizado de nuevo a su hombre.

– Señor Cohaagen, ¿está usted ahí? -continuó Richter-. ¿Me escucha? ¿Me escucha? -Muy educadamente, con un leve toque de perplejidad: la grabación mostraba que no tenía la menor idea de que las órdenes habían cambiado.

Con un despectivo giro del dial, Richter finalizó la transmisión. Cohaagen no podría probar nada; las transmisiones interplanetarias eran notables por las interferencias. Un precio que había que pagar por violar la velocidad de la luz. Había la suficiente interferencia real como para cubrirle las espaldas.

Richter se permitió emitir una sonrisa sombría y fugaz. Se volvió hacia Helm.

– Jodido tonto del culo. Debió de matar a Quaid cuando tuvo la oportunidad -dijo. Ahora sería él, Richter, quien lo haría, y con sumo placer. Había localizado la presa, y ninguna mancha solar, real o falsa, interferiría.

Helm metió el coche en el tráfico, salpicando de agua a los usuarios que salían de la estación de metro. Escuchó sus leves protestas, que sonaron como música a oídos de Richter. Alzó una mano por encima del hombro y levantó un dedo en dirección a ellos, aunque sabía que no podían ver el interior del vehículo. No obstante, el gesto le proporcionó satisfacción. Era una pena que no pudiera mostrarle el mismo respeto a Cohaagen.

Quaid había tomado la decisión de no ir muy lejos. Ellos esperarían que abandonara la ciudad, de modo que se apresurarían a cortar todas las salidas. Por lo tanto, se quedó cerca…, aunque no demasiado. Su otro yo le había dejado; sólo se manifestaba cuando era necesaria la acción inmediata y efectiva, como matar a varios hombres en segundos. Ahora dependía de sí mismo y, de momento, eso le agradaba.

Se bajó del metro unas pocas estaciones después y se dirigió al lavabo. ¡Su aspecto era horrible! Se lavó la cara y las manos y frotó las manchas más grandes de su camisa; sin embargo, no pudo hacer gran cosa al respecto. Se le ocurrió una buena idea; se agachó, pasó los dedos por el suelo cerca del ángulo con la pared y se los llenó de tierra. Se los pasó por la camisa, cubriendo así las manchas de sangre restantes. De este modo parecía bastante sucio, como un vagabundo, no como un refugiado de un matadero. Eso debería bastar. Se echó el cabello hacia atrás y adoptó una expresión cansada, como si sólo fuera un trabajador agotado que regresaba a casa después de un día duro en las alcantarillas.

Se subió a otro metro, intentando dificultarles a los matones su rastro. No obstante, no podía continuar eternamente con eso; necesitaba trasladarse a otro lugar. Y para ello le hacía falta dinero.

Se detuvo en un cajero automático cerca del final de la línea del metro y sacó todo el efectivo que se atrevió: lo suficiente como para pagarse un vuelo a otro continente. La transacción sería localizada, y en unos pocos minutos los matones le seguirían el rastro de nuevo; ésa era la causa por la que aún no le hubieran cancelado su tarjeta de identidad. Pero, aunque carecía de la experiencia mortífera de su yo oculto, sí poseía una cierta astucia innata. En vez de dirigirse al aeropuerto, tomó el siguiente metro que volvía al centro de la ciudad y regresó casi al punto en el que comenzara todo. Eso les pillaría por sorpresa. Así lo esperaba. Quizá pensaran que no se había dado cuenta del rastreo de su tarjeta de identidad y que, de forma inocente, seguía su camino, y que no haría nada impredecible. Así lo esperó de nuevo.

Se bajó del tren y subió por unas escaleras mecánicas. Salió por un arco en el que se leía metro hacia la planta baja de unas galerías comerciales de los años 80, que habían degenerado por completo en una típica escena callejera de barrio: llenas de bares, pensiones de mala muerte, billares, tiendas de empeños y salas de masaje. Las galerías estaban atestadas de niños en monopatines y bicicletas, e incluso se veía a varios vagabundos durmiendo en los portales. Era como penetrar en el pasado, y casi sintió nostalgia. ¡La vida debió ser mucho más sencilla antes de que colonizaran los planetas!

Este era el lugar ideal para esconderse. Descubrió un hotelucho al otro lado de las galerías. Allí aceptarían efectivo sin hacer ninguna pregunta, y no tendría que mostrar su tarjeta de identidad. Podría descansar, lavarse la camisa o, tal vez, comprarse algo de ropa en una tienda de segunda mano. Empezaba a cogerle el ritmo a la supervivencia como un fugitivo anónimo.

Iba a cruzar en dirección al hotel cuando pasaron dos policías motorizados realizando una ronda. Se volvió hacia un escaparate y se quedó allí hasta que se alejaron. Demasiado tarde se dio cuenta de que no había tomado la mejor decisión: el escaparate mostraba unos maniquíes con sujetadores y lencería femenina. Bueno, quizá pareciera que era un mirón. Algunos de esos maniquíes tenían una buena silueta.

Sin embargo, la costa había quedado despejada. Reanudó la marcha y entró en el hotel.

Helm conducía el coche a gran velocidad a través de las mojadas calles.

– Hey, hombre -dijo-. Apuesto a que te alegra que Lori esté fuera de este caso.

La mandíbula de Richter se tensó, pero mantuvo los ojos fijos en el aparato de rastreo.

– Se trata sólo de un trabajo -dijo secamente.

– Bueno, yo puedo asegurar que no me gustaría que Quaid estuviera jodiendo a mi chica.

Richter hizo una mueca. Su mano salió disparada, agarró la oreja de Helm, y retorció dolorosamente. El coche dio un bandazo.

– ¿Acaso estás diciendo que a ella le gustó? ¿Es eso lo que estás intentando decir?

Helm luchó por controlar el coche y evitar que la oreja le fuera arrancada de la cabeza.

– ¡No, no, por supuesto que no! -dijo, rechinando los dientes-, ¡Estoy seguro de que ella odió cada minuto de ello!

Richter dio a la oreja de Helm otro doloroso giro y luego la soltó. Con el rostro enrojecido, volvió su atención al aparato de rastreo, que cambió a una sección más detallada del mapa.

– Círculo veintiocho. Nivel superior -dijo inexpresivamente. Y luego sonrió-. Las viejas Galerías…, por supuesto. Quaid piensa que se puede ocultar entre la carroña. ¿Sabes una cosa? -le preguntó a Helm-. Creo que no se ha enterado de que lleva un transmisor. -Pero lo llevaba. En realidad, había sido ese transmisor el que les alertó en un principio de la visita que Quaid realizó a Rekall. La alarma saltó en el instante mismo en que el hombre se apartó de su ruta normal, y tuvieron que moverse rápido y visitar Rekall para interrogar al personal y ocuparse de ellos.

Helm dobló una esquina, con los ojos fijos en la carretera y frotándose la oreja.

Quaid se dirigió a su habitación del hotel. Era tal y como había esperado: poca cosa. Estaba separada de los otros cuartos básicamente por un tabique de escayola. Si se molestaba en escuchar, podía captar lo que pasaba en las otras habitaciones: el ruido de vasos, una discusión acalorada, una partida de póquer que duraba toda la noche, la vibración del sexo intenso, y un montón de ruido de video. Eso convertía el lugar en el sitio perfecto para ocultarse.

Sin embargo, apenas había cerrado las sucias cortinas de la ventana cuando sonó el videófono. No respondió. Pero eso le perturbó: ¿por qué le llamaría alguien aquí? ¿Sería para el inquilino de la noche anterior? En cuyo caso, quizá lo mejor sería que contestara y fingiera que era el mismo hombre, ocultando así su propia presencia. No obstante…

Cuando ya sonaba por cuarta vez, se situó al lado de la pantalla, de modo que no le vieran, y pulsó la tecla de respuesta. No habló. Si le pedían un nombre, inventaría uno. Se asomó levemente para espiar la pantalla, manteniéndose fuera de su campo.

Lo único que se veía era la mano de un hombre que bloqueaba la lente. ¡Vaya, ésa era otra forma de hacerlo!

– Si quieres vivir, no cuelgues -le dijo una voz hosca masculina.

¡No parecía que se hubiera equivocado de número! Quaid permaneció inmóvil, sin colgar, aunque también sin hablar.

– Llevas encima un transmisor que les indica tu posición -anunció el hombre-. Entrarán por esa puerta en unos tres minutos, a menos que hagas exactamente lo que yo te diga.

Quaid, manteniéndose fuera del campo de visión de la cámara, buscó el transmisor. ¡Como un maldito idiota, no pensó en ningún momento en eso!

– No te molestes en buscarlo. Lo tienes en el cerebro.

Quaid miró a su alrededor, intrigado.

– ¿Quién eres? -Estaba claro que su identidad no era un secreto para el hombre que le llamaba.

– No te preocupes por eso. Moja una toalla y enróllatela a la cabeza. Así se mitigará la señal. Además, no es muy fuerte.

– ¿Cómo me encontraste?

Tenía que suponer que se trataba de un amigo, y no de un enemigo. ¿Por qué un enemigo le haría una advertencia?

– Te aconsejo que te des prisa.

Quaid vio el lavabo en el otro extremo de la habitación. Pasó delante del videófono para ir hacia allí. Ya no parecía tener mucho sentido ocultarse.

– Eso te permitirá ganar algo de tiempo -dijo el hombre con tono de aprobación-. No podrán localizarte con precisión.

Quaid se sentía como un idiota, pero mojó una toalla grande y se la enroscó alrededor de la cabeza. Consiguió formar un tosco turbante, que le chorreaba por el cuello y la espalda.

Helm conducía el coche, acercándose a la señal generada por el transmisor de Quaid. El aparato rastreador cambió de un mapa detallado a un mapa general de la zona. La luz parpadeante se hizo más débil.

Richter se sobresaltó.

– ¡Mierda!

– ¿Qué ocurre? -preguntó Helm.

Richter trasteó con el aparato de rastreo y lo observó unas cuantas veces.

– ¡Lo hemos perdido! -¿Qué demonios? Quizá se estaba dando una ducha. Richter sabía que el agua podía interferir la señal. Apretó los puños entre sus rodillas. No era un hombre paciente por naturaleza, pero podía aprender. Quaid no iba a permanecer toda la noche en la ducha, y cuando saliera…

Helm siguió conduciendo.

Quaid volvió a envolverse la cabeza con la toalla mojada, realizando un turbante mejor; sin embargo, aún le goteaba por el cuello.

– Con eso vale -le dijo el hombre-. Ahora, mira por la ventana.

Quaid se acercó a la ventana y, con cautela, apartó la cortina. Espió fuera. No se trataba de un rascacielos; se hallaba bastante cerca del pavimento.

– ¿Ves la cabina telefónica que hay al lado del bar? -le preguntó el hombre a su espalda.

Observó a través del limitado paisaje y descubrió el bar, luego la cabina. En ella, un mercenario con bigote le miraba, al tiempo que sostenía en alto un maletín de médico.

– Éste es el maletín que me diste -dijo el mercenario.

– ¿Que yo te di?

– Voy a dejarlo en la cabina -siguió el mercenario-. Ven a buscarlo, y luego no te pares.

Quaid vio que el hombre iba a colgar.

– ¡Espera!

El mercenario hizo una pausa. Era evidente que él tampoco deseaba pararse.

– ¿Qué? -preguntó, impaciente.

– ¿Quién eres? -Necesitaba saber el nombre de su misterioso aliado. Todo el mundo en quien había confiado se había vuelto contra él. Ese hombre podía ser el único amigo que le quedaba. Quaid tenía que saber quién era.

El mercenario titubeó; luego habló con brusquedad:

– Éramos amigos en la Agencia. Me pediste que te localizara si desaparecías. De modo que aquí estoy. Adiós.

– ¡Espera! -repitió Quaid, desesperado-, ¿Qué estaba haciendo yo en Marte? -Pero la comunicación se cortó. El mercenario abandonó la cabina. Quaid golpeó con los puños, frustrado, el alféizar de la ventana mientras veía al hombre alejarse rápidamente. Sin embargo, lo que le había comunicado era inapreciable. Si había pertenecido a la Agencia, y la dejó…

Pero no disponía de tiempo para formular conjeturas ahora. Salió disparado del cuarto, aferrándose el improvisado turbante a la cabeza.

Richter y Helm dieron vueltas alrededor de las galerías en el coche. La lluvia seguía cayendo, apestando más que nunca. Richter le dio un golpe al aparato rastreador, sin conseguir nada. Pero está aquí, pensó. Puedo olerlo. Sacudió de nuevo el aparato. La interferencia continuó.

Helm no hizo ningún comentario. Simplemente, continuó conduciendo.

Quaid salió corriendo del hotel. Buscó con la mirada al mercenario; sin embargo, el hombre había desaparecido. ¡Maldición! Tal vez el desconocido le había salvado la vida…, o tal vez no. ¿Podía confiar en él? ¿Supón que se hubiera encontrado a salvo en la habitación del hotel, y que esta maniobra le condujera ahora al lugar donde Richter pudiera dispararle? Eso no parecía tener mucho sentido; pero muy poca cosa de lo ocurrido durante todo el día lo tenía.

Pero olvidaba el maletín. Quizás eso respondiera algunas de sus preguntas. Se encaminó hacia la cabina telefónica, y le dio un vuelco el corazón cuando descubrió que una anciana se le había adelantado. Tenía el maletín en la mano.

– Disculpe, señora -dijo-. Pero esto es mío.

La anciana le miró hoscamente.

– No veo su nombre en él -restalló.

Quaid aferró el maletín y tiró suavemente de él.

– Alguien lo dejó ahí para mí.

La anciana se negó a entregar su presa.

– ¡Suéltelo! -gritó con voz fuerte.

Quaid tiró un poco más fuerte.

– Por favor, señora. Lo necesito.

– ¡Encuentre su propio maletín! -respondió la mujer, apretándolo contra su pecho con todas sus fuerzas-. ¡Debería de sentirse avergonzado, con su tamaño! -Algunos transeúntes se habían parado para disfrutar del espectáculo gratuito.

Quaid se sintió perdido. No deseaba hacerle daño a la mujer, pero necesitaba ese maletín. Tiró fuertemente de él, arrancándoselo de las manos, casi perdiendo su turbante en el proceso.

– Disculpe, señora -se excusó-. Lo siento. -Giró sobre sus talones y echó a correr. La voz de la anciana resonó a sus espaldas:

– ¡Que te jodan, imbécil!

Desde un portal, el mercenario vigilaba. Contuvo el aliento durante la torpe disputa de Quaid con la anciana, y suspiró aliviado cuando Quaid recuperó el maletín y echó a correr. Habían pasado por muchas situaciones apuradas juntos, tanto en Marte como en la Tierra, y el hombre que ahora era conocido como Quaid había salvado su vida más de una vez. De hecho, había sido ese hombre quien lo había introducido en la Agencia. En estos momentos, el mercenario no estaba seguro de si había sido una bendición o una maldición.

Pensó en cómo había cambiado la Agencia desde que él fuera reclutado. Originalmente había sido creada para supervisar los distintos grupos de inteligencia del Bloque Norte. Su misión era mantenerlos en línea y asegurarse de que no se hicieran demasiado poderosos para que el gobierno del Bloque Norte pudiera manejarlos.

Luego, Vilos Cohaagen había sido nombrado jefe de la Agencia. Bajo su liderazgo, la Agencia había actuado no sólo como guardián de los otros grupos, sino que gradualmente los había ido absorbiendo. La cooperación que recibía de una amplia variedad de oficinas de refuerzo de la ley era engañosa. Cooperaban con la Agencia porque, a un nivel mucho mayor del que nadie imaginaba, ellas eran la Agencia. Cohaagen poseía la imaginación necesaria para ver lo que podía hacerse con una red así y, más importante aún, tenía el sentido común necesario para hacerla crecer de una forma invisible. Nadie cuestionaba sus acciones porque nadie se daba cuenta de ellas. Cuando comprendieron lo que había hecho, ya era demasiado tarde.

Cohaagen había utilizado la Agencia para reunir una enorme cantidad de suciedad sobre la gente clave del gobierno. Su dossier sobre el Presidente era especialmente dañino. Cuando llegó el momento, utilizó toda esa suciedad para conseguir su nombramiento como Administrador de la Colonia de Marte. Cohaagen sabía que quien controlara las minas de turbinio marcianas controlaba el Bloque Norte, todo el Bloque Norte, no sólo unos cuantos políticos poderosos. Sin turbinio para alimentar sus armas, el Bloque Norte se vería obligado a rendirse.

El Presidente sabía eso también, pero también sabía que Cohaagen tendría que renunciar a su puesto en la Agencia a fin de ocupar su puesto en Marte. El Presidente pensó que, enviando a Cohaagen a Marte y nombrando un sucesor para dirigir la Agencia, recuperaría el control y neutralizaría a Cohaagen.

Fue una estupidez. El nuevo líder de la Agencia no era más que una marioneta de Cohaagen. Para todo uso y finalidad, ésta seguía hallándose todavía bajo el control de Cohaagen. Y ahora las minas de turbinio eran suyas también.

Mientras pudiera retenerlas. El mercenario sonrió. Cohaagen podía ser un efectivo jefe de la Agencia, pero no sabía nada acerca de dirigir una colonia. Estaba tan metido en las intrigas políticas que ignoraba el bienestar de la gente en Marte, especialmente aquellos que trabajaban en las minas. Cuando protestaban por el deterioro de sus condiciones de vida, los aplastaba sin piedad. Pero sus tácticas de terror habían hecho que le saliera el tiro por la culata, creando la revolución que ahora amenazaba con detener la producción de turbinio y minaba el ansia del poder de Cohaagen.

El mercenario agitó la cabeza. Él no era un político. No sentía el menor interés hacia los asuntos de estado. Pero, al contrario que muchos de los tipos facinerosos que recientemente habían sido reclutados, tenía un fuerte sentido del honor personal. Las cosas que Cohaagen le había ordenado que hiciera para reprimir la revuelta en Marte no eran honorables. Él era un profesional hábil, no un sádico mezquino. Deseaba salir de la Agencia, y deseaba hacerlo rápido.

Una vez cumplido con su deber hacia el hombre llamado Quaid, podía proseguir con su cuidadosamente planeada desaparición. Había hecho una promesa, y la había mantenido, con gran riesgo personal. Ahora podía esfumarse de nuevo, una vez cumplida su misión. Se metió por una calle lateral, intentando actuar como un peatón normal, pero estaba nervioso. Sabía que la Agencia iba detrás de su amigo, y que no se detendría ante nada para atraparle. Había ayudado a un compañero, como sabía que debía hacerlo, pero, si su acción era descubierta alguna vez, alertaría a la Agencia y pondría en peligro su propia desaparición. Era por eso por lo que debía ocultar su identidad; cuanto menos se supiera acerca de él, mejor.

Mientras daba vueltas en torno a las Galerías, Helm vio a alguien familiar. Dio un codazo a Richter y señaló. Richter reconoció también al hombre. Sus ojos se condensaron en dos pequeños puntos. ¿Qué demonios estaba haciendo Stevens allí? ¿No habían sido él y su presa camaradas allá en Marte? ¿Estaban los dos juntos en este pequeño juego? Pronto lo averiguaría.

Helm aparcó el coche. Rápida y silenciosamente, se bajaron de él y siguieron al hombre.

Stevens abandonó el círculo interior de las galerías, perforando nerviosamente con la mirada la semioscuridad ante él. Volvió brevemente la cabeza para ver si era seguido…, y cayó directamente en brazos de Richter y Helm. Helm lo sujetó y golpeó su cabeza contra la pared, luego lanzó unas cuantas y sólidas patadas a sus costillas y riñones. Stevens se derrumbó en la acera.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Stevens? -preguntó Richter-. ¿Visitando a tu viejo camarada Quaid?

– ¿De qué demonios estás hablando? -Aunque atontado por los golpes, Stevens reconoció a Richter, el agente ejecutor de la Agencia, el tipo de individuo que daba a la organización todo su mal nombre. Se apoyó sobre una mano, alzándose de la mejor manera que pudo, pero sabía que estaba condenado.

– ¿Tengo que explicarme? -Richter alzó el pie y lo dejó caer con violencia sobre la mano plana que Stevens apoyaba en el suelo. Stevens gritó cuando los huesos de sus dedos restallaron al partirse. Helm cerró su boca con una patada bien dirigida.

– ¿Dónde está él?

– No puedo decirlo -jadeó Stevens por entre la sangre y los dientes rotos-. Es información clasificada. -Evidentemente, el truco de la toalla había funcionado, y habían perdido su presa. Que siguiera perdida. Stevens no tenía intención de arrastrar a su amigo con él.

Richter hizo girar sádicamente su tacón sobre la rota mano de Stevens. El dolor ascendió por el brazo hasta su hombro.

– Sí nos lo puedes decir, Stevens -dijo Richter con voz suave-. Pertenecemos al mismo equipo. -Saltó con ambos pies sobre la destrozada mano de Stevens.

– ¡Está bien, está bien! -jadeó Stevens-. Sólo llamad a Cohaagen; pedid su autorización.

Furioso, Richter saltó de nuevo, sobre el tobillo de Stevens ahora, partiéndolo contra el bordillo.

– ¿Es eso suficiente autorización? ¿Eh? -se burló.

Stevens se agitó agónicamente. Sabía que no podría resistir mucho más. De pronto, sin embargo, sintió una débil oleada de esperanza. La atención de Helm se había visto desviada por algo; dio un codazo a Richter y señaló.

– ¡Ahí está! -Richter miró en la distancia y vio a Quaid pasar junto a un TaxiJohnny aparcado en el lado más alejado de las galerías. Llevaba algo blanco enrollado en torno a la cabeza, y cargaba con una especie de maletín. Richter sonrió malignamente. Sí, Quaid llevaba un maletín.

Con la pistola en la mano, Helm echó a correr en su persecución, pero Richter se demoró unos instantes, contemplando la encogida forma de Stevens. Se inclinó ligeramente, dio unas suaves palmadas a Stevens en el hombro. El mercenario alzó la vista, directamente a la boca del cañón de la pistola de Richter.

Sonó un disparo.

12 – Johnny

Quaid tenía el maletín, pero seguía sin tener ningún lugar donde ir. Caminó calle abajo en medio de la lluvia, que ya no notaba. Esperaba que el maletín contuviera lo que necesitaba, fuera lo que fuese. Parecía una cuerda muy fina de la que suspender su vida.

De pronto oyó un ruido que últimamente le era muy familiar: alguien había efectuado un disparo. Supuso que no era tan inusual en aquel vecindario, pero había pasado ya por demasiadas cosas como para dar nada por sentado. Buscó el origen del sonido, y vio a dos hombres correr hacia él. Estaban demasiado lejos para distinguir quiénes eran, pero no aguardó a las presentaciones. Se dio la vuelta y se metió en un TaxiJohnny que había aparcado, agachándose e intentando ocultar la cabeza.

Johnny se volvió hacia el asiento trasero y mostró una amplia sonrisa.

– Bienvenido al TaxiJohnny -saludó el maniquí-. ¿Adonde puedo llevarle esta noche?

– ¡Sólo conduce! -restalló Quaid-. ¡Rápido!

El maniquí se detuvo; luego habló de nuevo, con el mismo tono amistoso.

– ¿Podría repetir su destino, por favor?

Quaid miró por la ventanilla trasera. Los dos hombres estaban ahora lo bastante cerca como para poder distinguir sus rostros. Eran los dos matones que le habían perseguido en la estación del metro, ¡Debían de haberle seguido el rastro pese a la toalla!

– ¡Vamos a cualquier parte! -exclamó, mirando aún hacia atrás-. ¡Arranca! ¡Arranca! -Vio que Richter sacaba alguna artillería pesada y apuntaba hacia él-. ¡Mierda!

Johnny no se movió, y tampoco lo hizo el taxi.

– No conozco esa dirección -dijo.

Ahora Helm había sacado también su artillería y estaba tomando puntería. Todavía se hallaban a media manzana de distancia, pero aquellas armas tenían el aspecto de pequeños cañones para él.

– ¡A McDonald's! ¡Llévame aun McDonald's! ¡Ya! -Richter y Helm empezaron a disparar. El taxi siguió sin moverse.

– Hay catorce franquicias McDonald's en la zona metropolitana. Por favor, especifique…

Quaid ya había tenido suficiente. ¡Si no se largaba de ahí en unos segundos, estaba acabado! Agarró al maniquí, lo arrancó de sus anclajes y lo arrastró al asiento trasero, llevándose la rueda del volante con él.

Las balas destrozaron la ventanilla de atrás. Quaid anheló fugazmente los buenos viejos tiempos, cuando era obligatorio que los vehículos utilizaran vidrio o plástico a prueba de balas. Se inclinó sobre el asiento del conductor y agarró torpemente la palanca móvil sobre la que había estado montada la rueda del volante. El coche dio un salto hacia delante.

La cabeza de Johnny dijo:

– Por favor, abróchese el cinturón.

Sin la rueda del volante, Quaid apenas podía controlar el vehículo. ¿Cómo iba a arreglárselas?

Como mejor pudiera, pensó sombríamente, mientras las balas zumbaban junto a sus oídos. Aceleró, e intentó maniobrar la sensible palanca hacia la izquierda para meterse por una calle lateral. Otra ventanilla saltó destrozada y lo sobresaltó, enviando al taxi a girar sobre sí mismo. Fue arrojado hacia un lado mientras el vehículo trazaba un limpio círculo.

Richter y Helm seguían disparando. Las ventanillas estallaron alrededor de Quaid mientras intentaba recuperar el control del taxi. Tiró de la palanca en dirección opuesta…, ¡y se rompió en sus manos!

– ¡Mierda! -El taxi dejó de girar y aceleró hacia delante, dejando a Richter y Helm atrás. Por un momento Quaid pensó que se había librado de ellos. Luego miró a través del parabrisas.

Avanzaba directamente hacia una pared de cemento.

– Prepárese para colisión -anunció con voz tranquila Johnny-. Prepárese para colisión.

Quaid notó que una risa histérica luchaba por abrirse camino mientras forcejeaba por alcanzar la base de la palanca, pero se vio rápidamente reemplazada por un absoluto terror. El coche estaba completamente sin control, y la pared se acercaba a cada segundo. El choque era inevitable. Abrió la portezuela para saltar.

¡Entonces recordó el maletín! Aferrándose al marco con una mano, rebuscó en la parte de atrás y arrancó el maletín de junto al sonriente rostro de Johnny.

– Prepárese para impacto inmediato -dijo Johnny, imperturbable.

¡Quaid saltó! Esto también sabía cómo hacerlo su cuerpo; un salto que podría haber matado a un aficionado apenas le produjo unos leves golpes mientras giraba con práctica y rodaba por un terraplén, aferrándose al maletín como si de él dependiera su vida. Unos segundos más tarde, el taxi impactó contra la pared y estalló en llamas.

Quaid estaba a salvo, por el momento al menos. Pero Richter estaría pronto tras él de nuevo, cuando descubriera que no había ningún cadáver en el TaxiJohnny. Quaid tenía que perderse mejor de lo que lo había hecho hasta ahora, y mantenerse perdido.

Se incorporó y desapareció en la oscuridad.

Richter y Helm se detuvieron en seco cuando el taxi estalló. La lluvia aún seguía cayendo, pero poco podía hacer para extinguir las grandes llamaradas que brotaban del destrozado vehículo.

Lo contemplaron durante un instante, conteniendo el aliento mientras saboreaban la destrucción. Cualquier caos resultaba agradable; sin embargo, el fuego tenía una atracción especial. Helm fue a adelantarse, pero Richter lo retuvo.

– Todavía no -dijo-. Me gusta la carne bien hecha. -Encendió un cigarrillo, luego se volvió para contemplar la barbacoa.

Mientras tanto, más abajo, Quaid saltaba, sin que nadie le observara, el guardarrail, con el maletín en la mano. Se hallaba en la zona industrial de la ciudad. Se encaminó hacia el reconfortante escondite que le proporcionaban dos edificios de ladrillos. Con un poco de suerte, el accidente distraería el tiempo suficiente a los matones y perderían su rastro de forma definitiva. Siguió corriendo con más confianza. En este momento, lo que necesitaba era encontrar un lugar solitario y resguardado de la lluvia donde pudiera inspeccionar el contenido del maletín. Se llevó una mano a la cabeza y sostuvo en su lugar el flojo turbante; ¡era afortunado de no haberlo perdido durante su choque contra el muro!

Helm había ido en busca del coche y llamado por radio pidiendo ayuda. Ahora él, Richter y otros cuatro agentes contemplaban cómo los dos bomberos llenaban de espuma los humeantes restos y buscaban en su interior. Uno de los bomberos retrocedió y se dirigió a Richter.

– No hay nadie dentro -dijo, con un encogimiento de hombros.

Richter y Helm se miraron, sorprendidos.

– Quizás ardió por completo -murmuró Helm.

Entonces el otro bombero llamó desde los restos del coche.

– ¡Esperen un momento! ¡He encontrado algo!

Richter y Helm se acercaron ansiosamente mientras el bombero extraía una forma carbonizada de entre la espuma. Eran los semifundidos restos del maniquí conductor. La horrible cabeza se volvió.

– Gracias por haber tomado un TaxiJohnny -dijo alegremente-. Espero que haya disfrutado de la carrera.

¡La presa se les había escapado una vez más! Encolerizado, Richter aplastó el puño contra la cabeza de Johnny, cerrándole con fuerza la mandíbula. Hizo una mueca y retiró rápidamente la mano. ¡La maldita cosa estaba ardiendo!

Un agente se le acercó corriendo.

– Hemos conseguido una lectura en el complejo industrial -dijo-. Es débil, pero se trata de él.

– ¡En marcha! -gritó Richter.

13 – Hauser

Quaid avanzó zigzagueando por entre el complejo industrial, tratando de mantenerse oculto al tiempo que buscaba un edificio apropiado. Quería algo que estuviera vacío y que no resultara un escondite demasiado obvio.

Quaid había estado en lugares así muchas veces en su trabajo. Estaba familiarizado con el olor acre de los residuos químicos que rezumaban de los oxidados bidones; con la visión de la enmarañada maquinaria anticuada; con el aceitoso naranja y verde flotando en la superficie de los charcos. Sabía mucho mejor que la mayoría cómo muchas fábricas habían cerrado desde que la guerra con el Bloque Sur se había vuelto caliente. Con gran parte del dinero desviado hacia la fabricación de armamento, la producción de artículos cotidianos había cesado en su mayor parte.

Eso importaba poco a los ricos, como los del nuevo bloque de torres de Quaid. Los lujos que deseaban les eran proporcionados por pequeñas fábricas «boutique» especializadas. Ahora, como en el pasado, los ricos se hacían más ricos, y los pobres seguían jodidos. El abandono de los grandes centros industriales habían dado como resultado carestías y privaciones para el individuo medio. También hacía que le resultara mucho más difícil a la gente encontrar trabajo: las nuevas plantas dedicadas a la defensa estaban casi enteramente mecanizadas.

No era extraño que mucha gente emigrara a trabajar a las minas marcianas. No sólo se ofrecían enormes bonificaciones, sino también seguridad en el trabajo. Parecía muy probable que la demanda de turbinio seguiría incrementándose durante largo tiempo todavía. El turbinio era un recurso raro, desconocido en la Tierra pero relativamente común en Marte, un elemento clave en el programa de armas de haces de partículas. Exactamente qué era y cómo era utilizado constituía información clasificada; ni siquiera era listado en la mayor parte de los libros de referencia, pero era sabido que el sistema de armas con base en el espacio del Bloque Norte dependía de él. El material era más valioso que los diamantes y, mientras la guerra continuara, se seguirían necesitando mineros para arrancarlo del suelo marciano.

Quaid detuvo sus pasos cuando descubrió un escondite apropiado: una amplia y destartalada fábrica donde seguramente hallaría un rincón en que ocultarse. Seguro que más adelante la demolerían con el fin de construir una nueva fábrica de procesado de turbinio, pero ahora se hallaba desierta. Ni siquiera habían cerrado las ventanas; su interior no debía de contener nada que valiera la pena robar.

Trepó por una ventana con la cabeza agachada para que no se le cayera el turbante y, por fin, consiguió guarecerse de la lluvia. Se halló en una cavernosa ruina industrial. El agua caía por diversos agujeros en el techo. ¡Era ideal!

No perdió tiempo. Depositó el maletín sobre una oxidada cadena de montaje y vació su contenido, esperando febrilmente que de alguna forma le dijera algo sobre su verdadera identidad. Quizás entonces comprendiera porqué aquellos matones intentaban matarle.

Había fajos de dinero marciano: un montón de ellos. Lanzó un silbido mientras examinaba los billetes de color rojo. Como el dinero marciano era válido en la Tierra, esto le ayudaría a solventar cualquier problema financiero que se le pudiera presentar. Sin embargo, de momento, no era lo que más necesitaba. Su prioridad era algo que le salvara la vida.

Los siguientes artículos demostraron ser de mayor interés. Había un par de tarjetas de identidad. Una de ellas, extendida a nombre de alguien llamado Brubaker, contenía la foto de un rostro que encajaba con el suyo. Sus manos temblaron de excitación. ¿Era Brubaker su auténtico nombre? ¿Era Brubaker el hombre tras el que iban los matones? Examinó la otra tarjeta de identidad. La foto era de una mujer de edad indefinida, con exceso de peso y múltiples papadas. Tenía que ser alguien importante para él…, ¿por qué si no estaría su tarjeta de identificación en el maletín? Contempló largamente su rostro, buscando dentro de sí mismo con la esperanza de hallar alguna chispa de reconocimiento. ¿Podía tratarse de algún familiar? ¿Su madre? ¿Una amiga? No era probable. El rostro no significaba nada para él. Alejó una oleada de decepción y siguió vaciando el maletín.

Había una especie de extraño aparato quirúrgico en el interior de una bolsa de plástico sellada. Bueno, el maletín parecía el de un médico, y quizá lo habían introducido para darle visos de autenticidad. Podía alegar que era algún especialista.

Había un peculiar molde de goma. Lo alzó y vio que era una elaborada máscara que cubría la cabeza, con alguna especie de dispositivos electrónicos encajados en ella que hacían que la boca se moviera y cambiara ligeramente de expresión. Encajaba con el rostro de la mujer de la tarjeta de identidad. Así que tenía que tratarse de un disfraz, con una identificación para respaldarlo. Detrás de la máscara había metros y metros de una viscosa tela plástica; parte del disfraz, esperó. Necesitaba algo más que una máscara -aunque fuera algo tan sofisticado como aquello- para transformarse en la mujer reflejada en la tarjeta de identificación.

Inspeccionó el fondo del maletín. Sólo quedaban unos pocos artículos. Sacó un paquete de tabletas de chocolate.

Se las quedó mirando, sorprendido. No, eran tabletas de verdad: barritas de chocolate Mars. Mars, Marte…, alguien debía de tener un sentido del humor bastante raro. No obstante, le recordaron que estaba hambriento. ¿Serían seguras de comer?

Había un extraño par de zapatos de goma. ¿Eh?

Siguió rebuscando, y sacó una combinación de reloj de pulsera y teclado numérico. Examinó el pequeño instrumento al tiempo que apretaba uno de los botones.

De repente se vio sorprendido por la aparición de un hombre de aspecto peligroso. El hombre le miraba desde las sombras, a unos nueve metros de distancia.

No había tiempo para pensar. Quaid sacó la pistola y disparó. El hombre, al unísono, apuntó y abrió fuego sobre Quaid.

¿Quién iba a caer? Quaid no sintió daño alguno, pero eso podía ser engañoso. Un hombre podía estar seriamente herido y no sentirlo hasta que se hubiese hecho cargo de la persona que le atacara. No se examinaría el cuerpo hasta que supiera qué pensaba hacer el hombre.

El otro parecía tener la misma idea. Con las pistolas apuntándose mutuamente, se mantuvieron vigilados.

Quaid avanzó un paso. El hombre le imitó, penetrando en el ángulo de luz. Llevaba un tosco turbante húmedo en la cabeza.

Quaid se sintió atónito. ¡El hombre era él mismo! O, para ser preciso, un holograma de una fidelidad pasmosa de su propia imagen.

Se dirigió hacia el holograma, al tiempo que éste le imitaba en cada paso que daba. Quaid alzó un brazo; el holograma también lo alzó. Quaid realizó un movimiento repentino, como si quisiera coger al otro desprevenido, tal como se hacía en las viejas comedias. No logró engañar al holograma.

¡El reloj! Había oprimido un botón, y entonces apareció la imagen. Lo volvió a presionar. El hombre del holograma desapareció con un bzzzt.

¡Éste podía resultar un aparato muy útil! Si Richter le acosaba…, sí. Se colocó el reloj alrededor de la muñeca, teniendo buen cuidado de no apretar de nuevo el botón.

Helm conducía despacio por el distrito industrial abandonado. Los dos hombres dirigían los focos que habían montado en el techo del coche hacia los edificios. De momento, lo único que descubrían era una desolación empapada por la lluvia.

Richter habló por la radio.

– ¿Alguna señal de él?

Había cuatro agentes en dos coches que realizaban inspecciones por otras calles paralelas al coche de Richter.

– Escuché un disparo en la vieja fábrica Toyota -le informó uno por la radio.

– Reunios conmigo en la zona de carga -ordenó Richter.

Apostaría a que se trataba de su presa. Quizás había matado una rata para comérsela, o a uno de los perros hambrientos que pululaban por la zona.

Quaid apartó con el pie una rata que intentaba llegar hasta sus barritas Mars. En realidad, se trataba de un buen indicio; las ratas eran astutas, y no se acercarían a una comida envenenada.

Quedaba una cosa más en el maletín. La sacó: era un equipo de videodisco en miniatura, con reproductor y monitor de televisión. Había un disco insertado en el aparato, lo cual significaba que quizá hubiera un mensaje grabado para él. Era lo que más necesitaba: información. Apoyó el reproductor de modo que la pantalla quedara delante de él, y lo activó.

Su propia cara, sin el turbante, apareció en un primer plano. Se dirigía a la cámara.

– Hola, desconocido. Soy Hauser. Si las cosas han salido mal, me estoy hablando a mí mismo… y tú tendrás una toalla húmeda enroscada alrededor de la cabeza.

Quaid se sobresaltó y se llevó la mano al turbante.

Hauser se rió de buena gana. Mostraba un aspecto de confianza absoluta en su propia persona. Bueno, resultaba agradable descubrir que había alguien que creía saber lo que hacía. Quaid abrió una barrita Mars y la comió mientras escuchaba.

– Sea cual sea tu nombre, prepárate para recibir una buena sorpresa -continuó Hauser, poniéndose serio-. Tú no eres tú. Tú eres yo.

Quaid siguió comiendo la barrita de chocolate.

– No me digas -repuso, contemplando el rostro de Hauser.

El coche de Richter convergió con los demás coches ante las puertas de una fábrica enorme y abandonada, en cuya fachada pendía un cartel desgastado que ponía: «Toyota». Richter comprobó el aparato rastreador, que mostraba un pálido destello.

– ¡Bingo!

En el interior, Quaid seguía contemplando la pequeña pantalla, totalmente absorto. ¡Por fin estaba llegando a alguna parte!

– Toda mi vida trabajé para la Inteligencia de Marte, una rama de la Agencia. En otras palabras, hacía el trabajo sucio de Cohaagen. Luego, hace unas semanas, conocí a alguien…, una mujer. Y descubrí algunas cosas. Como que he estado jugando con el equipo equivocado. -Hauser suspiró y adoptó una expresión de culpabilidad-. Todo lo que puedo hacer ahora es intentar arreglar esa situación.

Quaid le arrojó un trozo de la barrita de chocolate a la persistente rata. Era una estupidez, pero sentía cierta simpatía hacia cualquier criatura que tuviera que ocultarse en un lugar como éste, odiada y acosada por el hombre. La rata cogió el trozo y se escurrió por entre las sombras.

Hauser se tocó la cabeza.

– Tengo suficiente mierda aquí dentro como para hundir a Cohaagen…, y eso es lo que intento hacer. Lamentablemente, si estás escuchando esta grabación, es que él me cogió primero. Aquí viene la parte dura, camarada: ahora todo depende de ti.

Quaid masticó, sin saber si le gustaba la idea. Si la imagen suya que aparecía en la pantalla estaba al tanto de todo lo que había tenido que pasar, y creía que ésa había sido la parte más fácil…

– Siento arrastrarte a esto, pero tú eres la única persona en la que puedo confiar -comentó Hauser con tono de disculpa.

Richter subió a toda velocidad por unas escaleras, conduciendo a Helm y a cuatro agentes al interior del edificio que les protegería de la lluvia. En esta ocasión no habría ningún pasillo de metro, ninguna escalera mecánica o trenes que la presa pudiera utilizar para escapar. Esta vez le atraparían. Richter quería escuchar los gritos del bastardo antes de morir.

Regresaron dos ratas en busca de otras migajas de comida. ¡En esta carrera de ratas, las noticias viajaban deprisa! Quaid sonrió fugazmente. ¡Qué demonios! Le arrojó a cada una un pedazo de chocolate. Si pudiera deshacerse con la misma facilidad de las ratas humanas que le perseguían.

– Sin embargo, sigamos un orden -dijo Hauser desde la pantalla-. Hemos de quitarte el transmisor que llevas en la cabeza. -Se señaló su propia cabeza, justo entre los ojos-. Coge eso que hay en la bolsa de plástico… -Alzó una bolsa de plástico idéntica a la que tenía Quaid-, y métetelo por la nariz.

¿Por la nariz? ¡Vaya gracia! Pero, probablemente, era mejor eso que una bala en la cabeza, que era lo que el transmisor le depararía.

Abrió la bolsa de plástico y extrajo el aparato quirúrgico. Parecía el tentáculo metálico de un alienígena.

Oprimió el brazo móvil. De él salió un tentáculo interior en cuyo extremo sobresalía una pequeña garra. Lo asoció con una serpiente que atacara desde el agujero de una pared, cogiendo algo y arrastrándolo de vuelta hacia la pared. ¿Por la nariz?

– No te preocupes, posee un sistema autónomo de guía -le indicó Hauser para tranquilizarle- Lo único que tienes que hacer es empujar con fuerza… hasta el seno maxilar.

Quaid recordó una antigua broma: «Cuando mi perro se porta mal, le doy un filete.» «¡Pero le debe encantar la carne!» «¡No cuando se la meten por la nariz!». A ese perro tampoco le gustaría que le metieran este instrumento de tortura por la nariz. No obstante, Quaid se jugaba mucho en esto: su propia vida.

Debía hacerlo. Con cuidado, introdujo el aparato en su nariz y empezó a empujar. Hizo una mueca de dolor. Podía resistir el dolor normal, como el que producía el golpear con el puño cerrado contra una pared; sin embargo, había algo particularmente perturbador en una profunda intrusión por tu nariz. No se trataba sólo de las mucosidades, sino que se hallaba muy cerca del cerebro. Se imaginó uno de esos aspiradores de tubo rotatorio que destruían cualquier obstrucción que hubiera en una tubería. No obstante, la obstrucción aquí no era un pedazo de mierda atascada; ¡se trataba de su tejido nasal!

– Y ve con cuidado -aconsejó Hauser desde la pantalla-. También es mi cabeza.

¡No me digas! Con precaución, Quaid se sentó y continuó con el procedimiento. La serpiente de metal sí que poseía un sistema autónomo de guía; parecía saber hacia dónde iba. Lo único que le hacía falta era que la empujaran. ¡Maldición, odiaba esto!

Richter y sus hombres se desplegaron por el interior de la cavernosa fábrica e iniciaron la búsqueda. Empleaban linternas pequeñas pero potentes. Avanzaban en silencio; no obstante, las ratas y las palomas se apartaban rápidamente de su camino. Richter esperaba que eso no alertara a su presa; quería coger al hombre por sorpresa. Una de las razones era que así existía la posibilidad de que se salvaran algunas vidas. Tenía que reconocer su eficacia: un hombre que ni siquiera conocía su propia identidad se había cargado a ocho agentes en un solo día. ¡Hablaba bien en favor del entrenamiento que proporcionaba la Agencia! ¡Era una pena que no pudieran permitirse adiestrar a todo el mundo de esa forma!

Con una mueca espantosa, Quaid siguió empujando más adentro el instrumento. Recorrió la última distancia dolorosa que le quedaba. Entonces, activó el brazo metálico.

Escuchó el crujir del cartílago al romperse y olvidó el dolor. Éste se vio reemplazado por una agonía incandescente. Quaid se echó hacia atrás, terriblemente mareado. ¿Habría sido peor la sensación de una bala? ¡En cualquier caso, habría sido más rápida!

– Cuando oigas el crujido, ya habrá llegado a su destino -le alentó Hauser.

¡Vaya, gracias por comunicármelo, doctor! Quaid se apoyó contra la pared y descansó; aún tenía el tentáculo alienígena en el interior de su nariz. Percibió que la sangre goteaba por alguna parte de la cavidad sinovial, como un mar encrespado que penetrara en cuevas calizas. ¡Oooooh, qué dolor! Sentía la nariz tan hinchada que sus ojos debían haber sido empujados hacia los lados de su rostro, como los de un sapo.

Mientras tanto, Hauser seguía hablando.

– Bien, éste es el plan. Dirígete a Marte y toma una habitación en el Hilton. Muestra la tarjeta de identidad de Brubaker. -Apareció una breve toma de la identificación falsa que había en el maletín-. Eso es lo único que has de hacer. Simplemente, cumple lo que yo te diga, y atraparemos al hijo de puta que nos jodió a los dos. -El tono de voz de Hauser se hizo más íntimo-. Cuento contigo, amigo. No me falles.

La pantalla se apagó por sí misma. Quaid quedó en la oscuridad, abrumado por algo más que el dolor.

Ya había recibido la información que deseaba. Era, o había sido, Hauser, un agente de la Inteligencia de Marte. Eso explicaba la habilidad especial que mostraba con las manos y las armas. Un agente era el nombre limpio con el que se llamaba a un asesino en una misión. Antes había estado en el bando equivocado, y ahora se encontraba en el correcto, razón por la que sus antiguos camaradas eran sus enemigos.

Sin embargo, si le atraparon poco después de que cambiara de bando, tal como, obviamente, sucedió, ¿por qué, sencillamente, no le mataron? ¿Por qué se tomaron las extraordinarias molestias para establecer a un hombre al que consideraban un traidor en la Tierra, con una muñeca como Lori y un trabajo decente aunque aburrido? Había pensado que era para protegerlo hasta que tuviera que testificar en un proceso; pero parecía que habían sido sus enemigos los que lo hicieron. Eso carecía de todo sentido. Así pues, aún había un montón de cosas que desconocía.

Bueno, por lo menos ya sabía dónde buscar las respuestas. Aspiró una profunda bocanada de aire, cogió el tentáculo y tiró de él, sacándoselo de la nariz. Apareció todo manchado de sangre y mucosidades, al tiempo que la agonía volvía a apoderarse de él.

Mareado por el dolor, observó el resplandeciente guisante plateado que había en la ensangrentada garra. ¡Así que éste era el transmisor! Su primer pensamiento fue arrojarlo lejos; pero, de inmediato, se le ocurrió una idea mejor.

Se quitó la toalla de la cabeza y la usó para limpiarse la sangre de las manos y la cara. Luego, sacó una barra de chocolate Mars. En este momento no tenía apetito, aunque tampoco le hacía falta.

Vio algunas ratas entre las sombras. Las noticias se habían difundido otra vez: comida gratis. Bueno, se encontraba en un estado de ánimo complaciente, a pesar de que sentía como si le hubieran aplastado la nariz en una enorme trampa para ratas.

– Poneos en fila, amigas -les murmuró a las ratas-. Quiero que cada una de vosotras disponga de la misma oportunidad.

¡BIIIIP! Un punto rojo intenso destelló en el aparato rastreador.

– ¡Lo tengo! -exclamó Richter.

Condujo a los agentes a la carrera a través de la fábrica.

Quaid volvió a guardar todas las cosas en el maletín. Iba a añadir el dispositivo del videodisco cuando los haces de unas linternas barrieron el polvoriento aire. Dejó caer el aparato y corrió hacia un montón de cascotes en el momento mismo en que una ráfaga de balas saturaba la habitación. Quien fuera que estaba disparando no corría riesgos. Quaid saltó en silencio por la ventana y corrió tan rápido como le permitían sus piernas.

Richter y sus hombres giraron a izquierda y derecha como si fueran misiles de rastreo térmico. El detector les mostraba el emplazamiento exacto de la presa. El imbécil debió olvidarse de ocultar la señal, si es que estaba al corriente de su existencia. Quizás interfirió con ella sin siquiera darse cuenta y, en ese momento, realizaba otra cosa.

– Se mueve -dijo Richter-. ¡Por aquí!

Atravesó a la carrera una puerta que le condujo a la estancia adecuada.

Los haces de sus linternas atravesaron el polvoriento aire. Algo se movió. Lanzaron una andanada de balas que destrozó la habitación.

Los disparos cesaron. De repente reinó el silencio. No se veía ningún cuerpo a la vista. ¿Qué demonios? Richter comprobó el aparato rastreador.

El punto rojo aparecía en movimiento. Escucharon un ruido, sonoro en la quietud.

– ¡Allí! -gritó Richter.

Los rifles automáticos dispararon otra ráfaga de balas. Una lata voló por los aires, completamente agujereada.

Comprobó de nuevo el rastreador. El punto rojo se estaba alejando.

– ¡No, ahí! -Señaló debajo de una línea de montaje.

Corrieron a lo largo de la extensión de la línea, disparando debajo de la cinta.

Aún seguía sin aparecer ningún cuerpo…, y el punto continuaba avanzando en el rastreador, justo más allá del último lugar hacia el que habían abierto fuego. ¿Es que el hombre tenía nueve vidas?

Se escuchó el ruido de algo que se escurría por el suelo en la oscuridad. Dispararon en la dirección del sonido, destrozando un montículo de desperdicios.

Richter lo recorrió con la linterna. El cuerpo de Quaid no estaba allí.

Perplejo, volvió a observar el rastreador. El punto parpadeante indicaba con claridad que tenían a Quaid delante de ellos. Pero ahí no estaba. Sólo había basura.

Richter pasó el haz de luz sobre la basura e iluminó…

A una rata aterrorizada, que llevaba en la boca un fragmento del envoltorio de una barrita de chocolate Mars. El rastreador indicaba inconfundiblemente a la rata.

Entonces lo comprendió. El maldito gilipollas había hecho que la rata se comiera el transmisor…, tal vez escondiéndolo dentro de la tableta de chocolate. Estuvieron persiguiendo a la rata mientras su presa se escapaba.

Una vez más les había vencido.

Furioso, hizo añicos con una ráfaga el cuerpo de la rata.

Cuando el velo rojo de la furia se aclaró de sus ojos, Richter se dio cuenta de que Helm estaba de pie a su lado, sujetando los restos del lector de videodiscos. Había sido alcanzado por una bala perdida y ahora chirriaba como una grabación rota. Lentamente, Richter volvió la cabeza y observó un fragmento lleno de estática del mensaje grabado en la rota pantalla.

Sólo quedaba un pequeño fragmento del disco, pero era suficiente para reconocer la voz de Hauser diciendo:

– Dirígete a Marte squerrrk. Dirígete a…

14 – Nave

Helm conducía una vez más. Richter, echando chispas, se recompuso para realizar un informe oficial. Colocó el videófono en grabación y observó mientras su propia imagen aparecía en la pantalla, como si se tratara de un reflejo de él.

– Esto no marcha bien -anunció-. Recuerda todas sus técnicas de campo y ha estado recibiendo ayuda, preste atención, de Stevens, y Dios sabe de quién más. -Hizo un gesto al estilo de un hombre eficaz rodeado de incompetencia; que Cohaagen se las arreglara con esa expresión-. He puesto a todos los espaciopuertos en alerta máxima; pero, si para el despegue no ha aparecido, cogeré el primer transbordador y le esperaré en Marte.

Apretó una tecla. El disco retrocedió; luego reprodujo:

– …le esperaré en Marte.

Bastante bien. Extrajo el videodisco, se volvió a un agente que había en el asiento trasero y se lo pasó.

– Transmítale esto a Cohaagen, después de que yo me haya marchado.

El hombre asintió. No le hacía falta saber por qué el mensaje era entregado de esta forma, su única obligación era cumplir las órdenes. En el momento en que Cohaagen quisiera anular ese movimiento, ya sería demasiado tarde.

Richter tenía la intención de atrapar a su presa, sin importarle quién se cruzara en su camino, aunque se tratara de su jefe.

A través del movimiento de los limpiaparabrisas vio que el espaciopuerto aparecía ante él. Bueno, algo positivo tenía su viaje a Marte: ¡le sacaría de esta jodida lluvia! Marte era seco, de una sequedad desértica; allí jamás caería la lluvia.

Al día siguiente, Richter avanzó por el corredor vacío de la sección del bar de la nave. Varios guardias de seguridad se apresuraron a colocarse a ambos lados. La nave espacial vibraba y rugía, preparándose para el despegue.

– Hemos mirado por todas partes -le anunció un hombre de seguridad-. El equipaje, la sala de máquinas…

– En los camarotes del personal de vuelo -añadió el segundo oficial de seguridad.

– ¿Y en el compartimiento del tren de aterrizaje? -preguntó Richter sucintamente.

Los dos hombres de seguridad se miraron. Estaba claro que eso se les había pasado por alto.

– Yo lo comprobaré -dijo Helm. Se dirigió hacia unas escaleras, las bajó.

Richter atravesó una portilla. Contempló a través de ella los complejos motores y alas del orbitador espacial. Se trataba de una nave de pasajeros pesada, más lenta pero más cómoda que los transbordadores. Los turistas eran quisquillosos acerca de cosas como la aceleración o la caída libre, aunque resultaba más eficaz acelerar deprisa y, luego, deslizarse por la inercia. ¡Todo por satisfacer a los malditos turistas!

Prosiguió su marcha hacia los camarotes. En esta sección, cada cabina contenía una cápsula para dormir transparente. Los pasajeros regulares elegían normalmente pasar todo el viaje en los confortables confines de sus cápsulas. Por otra parte, la mayoría de los turistas ajustaban sus cápsulas a distintos ciclos de sueño-vigilia, a fin de poder gozar de la compañía de otros pasajeros y contemplar al menos algunas de las glorias del espacio a través de sus portillas exteriores. Las cabinas disponían también de portillas interiores y, afortunadamente para Richter, la mayor parte de los pasajeros todavía no habían opacificado sus cristales.

El capitán de la nave se plantó delante de él con expresión irritada.

– ¡Otra vez no! ¡Seguridad ya lo ha registrado en dos ocasiones!

Richter le ignoró. Siguió bajando por el pasillo, observando a través de las hileras de mirillas los rostros de los pasajeros que se prestaban a la inspección. Llegó hasta una mirilla que mostraba la nuca de un pasajero. Golpeó con el puño. El sorprendido pasajero se volvió y miró a través del cristal.

– Nadie ha entrado o salido -le comunicó el capitán. No cabía duda de que estaba harto de todo eso; pero carecía de poder para detenerlo.

Mientras seguía ignorando al capitán, Richter llegó hasta varias mirillas opacificadas. ¡Esto prometía más! Abrió todas las puertas. Ninguno de los pasajeros era Quaid.

– ¡Ya llevamos un retraso de dos horas! -protestó el capitán. Cuando Richter no respondió, el capitán ya tuvo suficiente. Habló en voz baja a una unidad de radio en la pared-. Pongan en marcha los motores. Nos vamos.

¡No hasta que Richter diera el visto bueno! Continuó comprobando las cápsulas.

Una mujer enormemente gorda anadeaba desde la parte trasera de la nave en dirección a la parte frontal. Llevaba varias bolsas. En el momento en que el capitán colgaba el teléfono, la mujer se aplastó contra una pared y pasó a su lado. Su vanidad era tal que incluso llevaba zapatos de tacón alto, pese a que la hacían sobresalir por encima de las cabezas de la mayoría de los hombres y no ayudaban en nada a sus piernas como salchichas.

– Perdone, señora -comentó el capitán, con forzada educación-. Tiene que volver a su cápsula.

– ¿Dónde está mi cabina? -siseó la mujer, metiéndole en la cara una tarjeta de embarque.

– Es la número diecinueve. Siga recto.

– Gracias -continuó con su anadeo pasillo abajo, tomándose su tiempo.

Los motores, en respuesta a la orden del capitán, rugieron con más fuerza. Richter salió de una cabina y empujó a la mujer gorda fuera de su camino, asqueado por el fugaz contacto.

– ¿Qué es ese ruido?

– Vamos a despegar ahora, o de lo contrario perderemos el impulso de la Luna -repuso el capitán-. Le recomiendo que se prepare.

– ¡No puede despegar hasta que yo lo diga! -exclamó Richter-. ¡Seguridad tiene prioridad!

– ¿De veras? He de consultar el código. Ahora le sugiero que ocupe una de las cabinas vacías si no quiere que la aceleración le pille aquí en el suelo. Ya hemos sellado la compuerta de entrada.

Richter se dio cuenta de que el capitán realizaba la misma maniobra que él había practicado con Cohaagen. Le resultaría imposible demostrar que el capitán conocía que seguridad tenía prioridad; y, cuando consiguiera comprobar el código espacial, la situación ya sería académica: se encontrarían en el espacio.

Miró con ojos llameantes al capitán, a punto de soltar un ácido comentario. Helm intervino rápidamente.

– He comprobado el tren de aterrizaje. Nada.

El capitán detuvo a una azafata que pasaba por allí.

– Charlotte, lleve a estos caballeros a unas cabinas vacías -le dijo con tono vivo. Luego se dirigió a la proa de la nave.

– Por aquí -indicó la azafata con una agradable sonrisa.

Richter, con los dientes apretados, tuvo que seguirla. El único consuelo que tenía era saber que Cohaagen debía de estar apretando los dientes incluso con más rabia que él.

Richter y Helm se dirigieron con la azafata hacia la parte posterior. El capitán se encaminó hacia la cabina del piloto, situada en el otro extremo de la nave. Pasó delante de la mujer gorda, que aún se esforzaba por subir a su cápsula superior.

– ¿Dónde está mi cabina? -inquirió la mujer gorda.

– Es ésta, señora -señaló con paciencia el capitán-. Ahí la tiene.

Mientras la dejaba atrás, sacudió la cabeza. Había sido un día largo.

Richter miró hacia atrás y sonrió fugazmente. Le agradaba que el capitán también tuviera sus propios problemas. Se lo tenía merecido.

Charlotte les indicó su cápsula. Sonreía sin ninguna muestra de burla, lo cual significaba que era tan profesional en su oficio como Richter en el suyo.

¿Qué hacían las bonitas azafatas en las largas y aburridas horas de vuelo, durante su tiempo libre? Quizá, mientras tuviera que quedarse ahí, valiera la pena averiguarlo. Además, podía resultar una aliada útil, ya que se relacionaba con todos los pasajeros. Si le pedía que le informara de cualquier cosa extraña, tal vez pudiera ayudarle mucho.

Richter adoptó su sonrisa más encantadora, tan hipócrita como la del mismo Cohaagen.

– Gracias, señorita -dijo-. Quizá lleguemos a vernos un poco más.

La sonrisa de ella quedó congelada, como si acabara de descubrir una tarántula en su bolso.

– Lo dudo, señor -repuso, y se retiró rápidamente.

¡Maldición!

La mujer gorda cerró a toda velocidad la puerta y bajó la persiana de la mirilla.

– ¿Dónde está mi cabina? -preguntó, aunque no había nadie más con ella.

Alzó los brazos, se cogió de las orejas y tiró. Mientras realizaba este esfuerzo, la cara se abrió por la mitad. La piel se deslizó a ambos lados de la nariz, llevándose las mejillas gordas y la papada.

Debajo había el rostro de un hombre. Era Douglas Quaid.

Terminó de quitarse por completo la cara artificial. Hasta el mismo pelo era falso, al igual que los pequeños pendientes. A medida que se la quitaba volvió a cerrarse, retomando su aspecto original, aunque un poco más desinflada. Este regalo de Hauser le había sido de mucha utilidad, al igual que el enorme vestido y los zapatos de goma.

– ¿Dónde está mi cabina? -preguntó la cara con voz quejumbrosa-. ¿Dónde está mi cabina?

La sostuvo en las manos y le clavó un dedo; sin embargo, siguió hablando.

– ¿Dónde está mi cabina?

Irritado, aplastó la cara contra la pared. Guardó silencio.

Se relajó. Entonces, después de un latido, la cara habló de nuevo.

– Gracias.

Tuvo que sonreír. Por lo menos, la máscara había cumplido su cometido y engañó a los matones.

No se molestó en quitarse el vestido o las capas de plástico rellenas con gomaespuma que redondeaban su recio cuerpo convirtiéndolo a las monstruosas proporciones de la mujer gorda. Se sentía completamente cómodo en él y, además, no deseaba ser sorprendido a bordo sin su disfraz. Había decidido ya pasar todo el viaje en éstasis, y volvería a colocarse la máscara después del despegue. No tenía ningún sentido correr riesgos innecesarios.

Mientras se reclinaba en su cápsula, contempló el más notable de los rasgos del disfraz que Hauser le había proporcionado. El calzado de caucho estaba cubierto por delgados y flexibles hologramas que daban la ilusión de que llevaba recios tacones altos, aunque dentro sus zapatos eran completamente planos. Ello creaba el efecto de quitarle unos ocho centímetros de estatura, ya que la gente lo justificaba por los tacones. Aun así, seguía teniendo una imponente figura de mujer, aunque no exagerada. De todos modos, debía de tener mucho cuidado de no permitir que se le vieran jamás las rodillas, ya que parecería que tenía las pantorrillas más cortas. Sin embargo, no tenía mucho de que preocuparse al respecto; su traje le llegaba casi a los tobillos, ocultando muy efectivamente sus piernas.

Todavía ocultaba más con el disfraz. Comprendiendo que le haría falta una pistola, pero que, tras no poder pasarla por un control de metro, aún tenía menos posibilidades en una nave espacial, había comprado en un puesto del mercado negro una especial. Toda su estructura era de plástico y de otros materiales no metálicos, con lo que se garantizaba que no activaría ninguna alarma. El plástico podía hacerse tan duro como el metal, como bien lo demostraban las balas, que empleaban detonadores de plástico para la explosión. Estas pistolas llevaban décadas prohibidas; no obstante, se podían obtener fácilmente…, si se pagaba su precio. La que llevaba aún era más sofisticada: se podía desmontar en diversas partes que se camuflaban a la perfección. Los botones del vestido de la mujer gorda, las fantasías de sus zapatos, las peinetas en su cabello…, todo cumplía otro objetivo, de manera que ni siquiera una inspección física delataría su verdadera naturaleza. Requeriría tiempo volver a montar la pistola, pero le salvaría la vida. ¡Siempre que no la necesitara mientras estuviera disfrazado!

En realidad, ahora que ya había pasado el control de embarque, podía montar la pistola y guardarla a mano en su bolso. Luego, cuando llegaran a Marte, la desmontaría en unas pocas piezas más grandes y las escondería en su cartera y en el espacio libre en los zapatos de goma. Marte no disponía de los sofisticados rayos X de la Tierra; dependía de la inspección física rutinaria que, según tenía entendido, era superficial. De modo que conseguiría pasarla de contrabando y montarla rápidamente poco después. Debería arreglar su ropa para mantenerla sujeta sin algunos de sus botones; sin embargo, ya se sabía que las mujeres cambiaban continuamente de vestido. No habría ningún problema, siempre y cuando no se topara con ningún tornado. Y no existían muchas probabilidades para que eso ocurriera en la atmósfera casi sin aire de Marte.

El rugido de los motores aumentó de volumen. La nave se sacudió violentamente. ¡Tenías suerte si estos armatostes no se desarmaban durante el despegue! Se sujetó rápidamente a la litera mientras la nave alzaba el vuelo.

Se echó hacia atrás y se relajó. Era la única manera de tratar con la aceleración. Ahora dispondría de tiempo para ordenar los recuerdos que, lentamente, empezaba a recuperar, ayudado por todo lo que había descubierto la noche anterior. Así que él era Hauser, un agente que poseía una conciencia y que se había pasado al bando contrario. Le gustaba eso. Ya había vivido en carne propia los suficientes métodos empleados por la Agencia como para saber que no deseaba que le asociaran con ella. Pero, ¿cuál era el secreto que conocía que le convertía en un peligro para ellos? Seguía siendo un enigma. ¿Por qué se habían tomado tantas molestias para mantenerle vivo y con buena salud, a pesar del hecho de que debían dedicarle un equipo entero para vigilarle y tenerle en la ignorancia? ¡Tenían que buscarle por algo! No obstante, también eso seguía siendo un enigma.

Por lo menos se hallaba camino de Marte, donde esperaba encontrar las respuestas que buscaba. En Marte, donde estaba la mujer de sus sueños. Ahora tenía la certeza de que existía. Soñó con ella porque la recordaba, a un nivel anulado por el implante que le había convertido en Quaid. De alguna forma, parte de ese recuerdo logró filtrarse a través de su cerebro, haciendo que creciera en su interior el deseo de retornar a Marte y a la imagen de la mujer. Si conseguía encontrarla, descubriría el resto de su pasado.

Pero, primero, tendría que enfrentarse con Cohaagen. Hauser así se lo comunicó, e intuía que era verdad. No se le permitiría que siguiera vivo si Cohaagen y sus mortíferos lacayos permanecían en libertad.

La aceleración le echó hacia atrás, haciendo que le resultara dificultosa la respiración. Descubrió que pensaba en tres cosas: aplastar a Cohaagen, amar a la mujer de Marte, y algo más de un significado abrumador. No obstante, no tenía claro qué era. Todavía no.

Se concentró en eso último, con la certeza de que ahí radicaba la clave de todo. Se trataba…, se trataba de lo que estaba buscando cuando le acompañaba la mujer, en el momento en que cayó en el agujero. Se encontraba allí, bajo el suelo de Marte. Pero, ¿qué era? Su aspecto físico sólo formaba una parte de su esencia. Había tanto más…

Perdió el hilo del pensamiento. De momento, lo dejó pasar y echó a un lado la cortina para mirar por la mirilla. Se imaginó a sí mismo convertido en un fantasma, en un holograma, que salía volando por la ventanilla y al exterior de la nave y daba la vuelta para contemplar la llameante y ruidosa descarga de combustible de los motores. Se concentró en ello, hasta que todo su mundo se volvió rojo. Si tan sólo pudiera incinerar los restos de su existencia falsa y recuperar su verdadera identidad, descubriendo qué era lo que latía en lo más profundo de su cerebro, algo tan importante como para cambiar el destino de un mundo…

15 – Espaciopuerto

Todo estaba a oscuras y en silencio. Luego, Fobos, la mayor de las dos lunas de Marte, con forma de patata, apareció a la vista. Tenía unos veintiséis kilómetros de largo, unos veinte de ancho y diecisiete de profundidad, lo cual, de acuerdo con las medidas que solían tener las lunas, la convertía en un satélite pequeño; aun así, tenía casi el doble de tamaño que su compañera, Deimos. Era tan fea como puede serlo la roca desnuda, apenas algo más que un fragmento arrancado de un cuerpo más grande y congelado en su propia irregularidad. Sin embargo, se trataba de un excelente punto de encuentro, ya que era sólida y no poseía ninguna gravedad propia significativa.

El orbitador espacial hizo su aparición y se acercó a la luna. En comparación, la nave parecía pequeña, una simple mota. Luego, por encima de las dos, estaba la enorme masa roja de Marte, tan grande en contraste que sólo se veía su arco. Sin embargo, Marte era uno de los planetas más pequeños, con apenas una décima parte de la masa de la Tierra. ¡Cómo cambiaba las cosas la perspectiva!

Quaid, a bordo del pequeño transbordador, contempló al orbitador espacial separarse de Fobos. Los otros pasajeros no prestaron ninguna atención, aburridos con ese espectáculo como lo habían estado durante todo el viaje. Lo único que deseaban eran sus trofeos de turistas y las mesas de juego. Sin embargo, él se sentía fascinado. El acertijo de su vida se hallaba en este planeta, y no sólo en la gente que lo habitaba. Había algo en el paisaje de Marte…

El transbordador encendió los motores y acortó la distancia. Poco a poco, el sentido de la orientación de Quaid se vio alterado, hasta que ya no percibió el planeta como si se encontrara arriba, sino abajo. Eso resultaba un poco más tranquilizador.

El transbordador atravesó el paisaje irregular surcado por cráteres de todos los tamaños. Quaid se sentía atrapado por él, incapaz de apartar la vista. Esto era casi igual que en su sueño, salvo, salvo…

Sacudió la cabeza. Aún no conseguía descifrarlo. Lo que le habían hecho a sus recuerdos era como una cuerda gruesa alrededor de su cuerpo, tirante, clavándose en su carne, dejándole una ínfima libertad en algunos lugares, ahogándole cuando intentaba soltarse. Necesitaba algo más que los pensamientos para liberarse.

El terreno era violento, tal como le corresponde al planeta bautizado en honor del dios de la guerra. Vio parte del enorme cañón ecuatorial llamado Valles Marineris, con más de cinco mil kilómetros de largo: a su lado, el Gran Cañón de la Tierra quedaba empequeñecido, sus paredes se habían derrumbado en algunas partes, empujadas de forma evidente por una inundación. Marte, en el pasado, había tenido agua en su superficie, y en gran cantidad; ahora, el agua se hallaba atrapada en el hielo enterrado en forma de glaciares bajo el polvo y la arena de la superficie. Nadie tenía la certeza de la cantidad de agua que había, si podía ser liberada y lo que quizá hubiera allí abajo. Distinguió los tres volcanes que formaban un escudo sobre el precipicio de Tarsis. Conocía esta región; ¡la recordó mientras la contemplaba! Sin embargo, ¿dónde estaba aquel recuerdo enterrado en lo más profundo de su memoria? Tenía algo que ver con el hielo…

En ese momento, el transbordador se aproximó a la cima del Monte Olimpo, que tenía unos veinticinco kilómetros de altura, según recordaba; una montaña magnífica como ninguna otra que hubiera en el sistema solar. Podía parecer extraño que un planeta mucho más pequeño que la Tierra tuviera una montaña volcánica mucho más alta que cualquiera de las que había en el planeta madre; pero ello se debía a que la gravedad era mucho menor y al hecho de que la capa del planeta no se veía sujeta a una alteración permanente. En la Tierra, una estructura semejante habría sido derribada por las fuerzas de la gravedad y por la erosión; además, la capa cambiante tendía a aislar a los volcanes de su fuente de origen antes de que pudieran realizar mucho daño.

Los cohetes retropropulsores se encendieron para el descenso vertical del transbordador. En la llanura de Chryse, sembrada de enormes rocas, el techo del espaciopuerto se abrió hacia los costados, mostrando una plataforma de aterrizaje en su interior. El transbordador bajó hacia el espaciopuerto, y el techo se cerró encima de él. Esos mecanismos eran necesarios debido a que el aire de Marte resultaba demasiado tenue para permitir la descarga externa.

Quaid, disfrazado de mujer gorda, salió junto a los demás turistas. Mostró su pasaporte, el que le suministrara Hauser en el interior del maletín, y el sello oficial en una de sus hojas. El sello ponía:

COLONIA FEDERAL DE MARTE / CONFEDERACIÓN DE NACIONES DEL NORTE.

En realidad, nadie comprobaba la documentación; Marte quería tanto a los turistas como a los colonos, razón por la que mantenía sólo una vigilancia mínima. Lo cual significaba que una persona podía entrar legalmente a Marte en el plazo de unas dos horas.

Claro que sería mejor si lo pudieran reducir a dos minutos. Sin embargo, la burocracia era incapaz de lograr eso. Aunque llevaras únicamente un maletín pequeño, que no contuviera más que una barrita de chocolate Mars, eso ya justificaba una demora de una hora. En otros planetas, donde no les importaba en absoluto causar una buena impresión, supondría un retraso de cuatro horas, y todavía más si la víctima se quejaba. Los burócratas, en sus dominios, eran como unos tiranos en pequeña escala, incapaces de comprender por qué a los visitantes les caían mal.

Afortunadamente, la gravedad de Marte hacía que la espera en la fila, de pie, resultara fácil. Incluso una mujer gorda como él podía soportarla.

En la Sala de Inmigración del espaciopuerto se les indicó a los viajeros que formaran en tres filas y que aguardaran hasta que les tocara su turno con alguno de los tres oficiales de inmigración. ¿Por qué no mantenían a una docena de oficiales allí, que les ayudaran entre una nave y otra? Richter sonrió, sabiendo la razón. Porque eso sería demasiado eficiente. Los visitantes necesitaban sentir el poder de la burocracia, que se manifestaba haciéndoles perder su tiempo. Aprobaba esta medida. Era adecuado que a los civiles se les recordara constantemente quién tenía el control.

Miró a su alrededor. Un imponente retrato de Cohaagen colgaba de la pared frontal, dándoles la bienvenida a todos los visitantes. Había soldados armados, preparados para entrar en acción en el caso de que alguien protestara. Recordó haber visto un video acerca de los tiempos antiguos, cuando los nazis añadieron feroces perros de ataque en los controles, y los soltaban en el momento en que alguien les brindaba una excusa. ¡Fantástico!

Vio que la mujer gorda estaba en la fila detrás de una madre que llevaba a su hijo pequeño sujeto al hombro mediante un arnés, y sus labios se fruncieron con disgusto. ¡Gracias a Dios, Lori nunca había engordado! El pensamiento de que pronto la vería de nuevo elevó aún más su espíritu.

Apareció una escolta de soldados. Apartaron a la gente a un lado para dejar paso a Richter y a Helm, que fueron escoltados al primer lugar de la fila más próxima. Tropezaron con la mujer gorda, que le estaba haciendo carantoñas al bebé. Richter se apartó bruscamente ante el contacto.

Dos agentes vestidos de paisano se les acercaron y saludaron a Richter y a Helm como si fueran VIPs. ¡Vaya, por qué no!

– Bienvenido a casa, señor Richter -dijo el primer agente con entusiasmo-. El señor Cohaagen desea verle de inmediato.

Richter pasó entre los dos, sin apenas dignarse a reconocer su presencia.

– ¿Qué mierda es eso? -Señaló una pintada que había en la pared: Kuato vive. Un pintor se estaba encargando de taparla.

– Las cosas han empeorado -repuso el agente con voz tensa-. Los rebeldes se apoderaron de la refinería ayer por la noche. Ya no sale más turbinio.

Richter y su grupo siguieron pasillo abajo. Se sentía asqueado. ¡Lo último que necesitaban era mensajes del líder mítico del Frente de Liberación de Marte! Ya era una molestia suficiente tener que tratar con el traidor Hauser sin que se vieran acosados por personajes imaginarios. Lo peor con los tipos inexistentes era que no se les podía matar.

– ¿Algo nuevo acerca de Hauser? -preguntó, al recordar su misión.

– Ni una palabra.

Perturbado por algo que apenas sabía qué era, Richter se detuvo y miró hacia la gente que aguardaba con paciencia en la fila. Vio que el bebé jugaba con el cabello de la mujer gorda. La gorda había modificado su vestimenta, aunque ésa tampoco la favorecía en nada. Entonces el bebé golpeó con bastante ímpetu a la mujer en la cara, inconsciente de su propia fuerza.

– ¿Dónde está mi cabina? -preguntó la mujer gorda, de forma incongruente.

Richter se concentró en ella, levemente inquieto. ¿Era eso lo único que sabía decir?

La mujer gorda abrió la boca, aparentemente horrorizada. El bebé se rió.

Oh. Lo hacía para divertir al niño. Richter se volvió, echando a un lado su preocupación. El grupo ya estaba a punto de abandonar la Sala de Inmigración.

– ¿Dónde está mi cabina? -volvió a preguntar la mujer gorda.

Richter se detuvo y se volvió de nuevo. De repente, su preocupación indefinida cobró la forma de una aguda sospecha. ¿Era posible?

La mujer gorda, eso era evidente, intentaba hacerse callar a sí misma, agarrándose la cara como si ésta hablara por voluntad propia. El bebé no cesaba de reírse ante esa exhibición. El resto de la gente empezaba a mirarla, incluidos los soldados, que hallaban su comportamiento extraño aunque no peligroso. Las mujeres tendían a quedarse embobadas con los niños; era una de las cosas más irritantes que tenían.

En aquel momento la mujer gorda le miró. Sus ojos se clavaron en los de Richter.

¡Entonces lo supo!

– ¡Ése es Quaid! -exclamó con voz ronca-. ¡Detenedle!

La mujer gorda salió de la fila y corrió hacia la parte delantera, moviéndose con una velocidad sorprendente para el tamaño que tenía. Se abrió la cara, que se soltó a ambos lados.

Los soldados estaban aturdidos, pensando que tenía alguna especie de enfermedad asquerosa. Cargó contra ellos, y casi cayeron uno encima del otro cuando intentaron apartarse de su camino, no queriendo contagiarse. Eso le permitió alejarse a toda velocidad de Richter.

Richter emprendió la persecución de Quaid mientras desenfundaba su pistola; sin embargo, no pudo efectuar ningún disparo. Las malditas filas de gente estúpida, que ahora se dispersaban por el pasillo, le estropearon cualquier campo de visión decente.

Otro soldado sacó un arma a poca distancia del fugitivo. Pero Quaid le golpeó el brazo y lo empujó contra otro soldado; luego golpeó a un tercero en la cara. Richter habría admirado la habilidad del hombre, si no hubiera sido tan importante cogerlo. ¡Vaya si se notaba el entrenamiento de la Agencia!

No obstante, Quaid no estaría a salvo durante mucho tiempo. Se hallaba confinado a los límites del espaciopuerto, y la gente ya empezaba a pegarse a los costados del pasillo. En un instante sería un buen blanco.

Quaid echó a correr por un pasillo. ¡Eso fue un error! Había perdido su escudo. Seis soldados iban tras él, y Richter y Helm detrás de ellos. ¡Acorralarían a la rata en un momento!

Había un gran ventanal en una intersección. A través de los cristales se podía ver el desnudo paisaje marciano. Ahí fuera casi reinaba el vacío absoluto; ¡el hombre no podría escapar por allí!

Quaid estaba a punto de girar una esquina, pero un joven soldado bloqueaba la intersección. Quaid arrojó la deshinchada máscara contra el soldado, que la cogió instintivamente. La máscara restalló y dijo:

– Prepárate para una gran sorpresa.

El soldado la miró con la boca abierta…, ¡y la máscara estalló!

La explosión destrozó el ventanal. Lo fragmentó hacia fuera, empujado por la presión de la atmósfera terrestre.

Al instante se formó un tornado, mientras el aire salía expelido hacia fuera. El espaciopuerto comenzaba a despresurizarse del mismo modo en que lo haría un globo. Todo el mundo intentó agarrarse a algo cercano para resistir y salvar la vida.

¡El muy idiota!, pensó Richter. ¡Ya habían acorralado a la rata, y a Quaid no se le ocurrió otra cosa mejor que esa estupidez! Ahora todos se hallaban en problemas.

Vio que Quaid se aferraba a un pasamanos que daba a una escalera que bajaba. ¡No cabía la menor duda de que el tipo sería capaz de manejar esta situación mejor que la mayoría! Iba a largarse mientras los soldados se hallaban inermes.

Uno de los soldados, bastante próximo al ventanal, fue sorbido a través de la abertura hacia el vacío casi total. La máscara de Quaid, sus ropas y la gomaespuma fueron arrancados de su cuerpo y siguieron al soldado por la ventana. Quaid se quedó con la camisa de manga corta y los pantalones arremangados que llevaba debajo del disfraz, junto con esos ridículos zapatos de tacón alto. ¡Aún seguía aferrado a su maletín!

Un oficial de inmigración se debatió por llegar a un panel de control y consiguió activar una alarma de emergencias.

Una barreras metálicas empezaron a bajar en orden, cubriendo todas las ventanas y puertas de la izquierda, de la derecha, de atrás y de delante. ¡SQQRRCHANG! ¡SQQQRRCHANG! ¡SQQQRRCHANG!

¡Bien! Eso no sólo detendría la pérdida de aire, sino que atraparía a Quaid en el interior, de modo que podrían completar su trabajo. ¡Ninguna bala descuidada atravesaría esas barreras!

Vio que Quaid miraba con gesto frenético a su alrededor. ¡Sí, no dejes de mirar, mierdecita! ¡Ya te hemos arrinconado! Y yo soy el que te va a…

Una barrera comenzó a descender por encima del pasaje de la escalera cerca de Quaid. ¡SQQQRRRRR!

Quaid se lanzó al suelo y rodó por debajo de ella justo antes…

¡CHANG! Había pasado.

¡No!, pensó Richter, angustiado.

Una lámina metálica cayó sobre la ventana destrozada. Si el sistema fuera inteligente, habría cerrado primero ésa, ahorrándoles a todos una molestia.

El tornado se disipó al instante. Los turistas ya disponían de aire para gritar con voces jadeantes. ¡Que se jodan!

Richter corrió hasta la barrera de la escalera.

– ¡Ábranla! ¡Ábranla!

– No puedo -repuso el soldado más próximo, un joven desgraciado e inexperto-. Están todas conectadas.

Frustrado y furioso, Richter le dio un golpe en la cara con la pistola.

16 – Venusville

El ruidoso y antiguo tren, probablemente algún saldo condenado de un metro del siglo XX de Nueva York, salió de la estación y se metió en un oscuro túnel. En el exterior se escuchaban ruidos chirriantes y se veían parpadeantes luces, como si la cosa fuera a salir volando de las vías y a estrellarse contra una columna. Eso, unido al atestado espacio, creaba una sensación de ansiedad.

Quaid observó a su alrededor, alerta ante cualquier peligro potencial. En ese instante, no se hallaba bien vestido precisamente; apenas consiguió aferrarse a su bolso cuando fueron sorbidas sus ropas sueltas. En este momento trataba por todos los medios de hacer ver que el bolso era un paquete. Pero nadie parecía darse cuenta. Los indiferentes nativos de Marte (cualquiera que llevara más de un año aquí era un nativo) hablaban entre ellos, y escuchó fragmentos de conversaciones.

– Mientras estuviste fuera -comentó una mujer marciana-, subieron el precio del aire.

– ¿De nuevo? -preguntó su compañero, con aire resignado-. Es la tercera vez en los últimos dos meses.

– Sí, y mientras tanto nuestra paga sigue siendo la misma.

Interesante, pensó Quaid. Nunca mencionaban el precio del aire cuando ofrecían las sustanciosas bonificaciones a los colonos potenciales de la Tierra.

La mujer estaba hablando de nuevo, ahora en voz más baja:

– ¿Oíste lo de los Hamilton?

– Observé que su casa estaba a oscuras ayer por la noche.

– Y la noche antes de ayer, y la noche anterior a ésa.

– ¿Se han ido de viaje?

– Sí, podrías decirlo así -murmuró la mujer con una ligera sonrisa perspicaz. Su voz se convirtió en apenas algo más que un susurro, y Quaid se tensó para oírla-. Veremos cuánto tiempo dura el Administrador cuando todos sus trabajadores se hayan «ido de viaje»…

Quaid siguió los ojos de la mujer cuando ésta miró significativamente los carteles que llenaban el interior del vagón. Los carteles proclamaban una enorme recompensa por la captura del misterioso líder de las fuerzas rebeldes, Kuato. El nombre era mostrado en grandes y claras letras.

Pero no había ninguna foto.

Había otra cosa que no se reflejaba tampoco en los folletos de emigración. Quaid no había tenido la menor idea de que el Frente de Liberación de Marte poseyera una base de apoyo tan amplia. Los noticiarios hacían parecer el asunto como si los rebeldes no fueran más que unos pocos alborotadores desleales. Sin embargo, parecían tener la obvia aprobación de aquella pareja de clase media de aspecto ordinario en el tren. Ciertamente, no sonaba como si Vilos Cohaagen fuera universalmente querido. Lo cual no era en absoluto sorprendente, si estaba atornillando a la población con el mismo aire que respiraban. Archivó la información para futura referencia.

Una luz de color rojo inundó el vagón. El traqueteo disminuyó cuando el metro salió a la superficie de Marte. Quaid escudriñó el extraño paisaje por la ventanilla, empapándose de todo. Era árido, era feo, ¡pero se trataba de la tierra de su sueño!

Pasó al otro lado del coche cuando desaparecieron las reverberaciones. Miró fuera, fascinado, experimentando al mismo tiempo diversas emociones.

¡Allí estaba la montaña con forma de pirámide de su sueño! Al lado había un emplazamiento minero. ¡Su sueño era real! ¡Las cosas que lo habitaron existían aquí en Marte!

Pasado un rato, se volvió y tocó el hombro del marciano más cercano.

– Perdone. ¿Qué es eso?

El hombre le miró; luego posó los ojos en la ventanilla.

– ¿Se refiere a la Mina Pirámide? -Vio que Quaid se la quedaba contemplando con fijeza-. Yo solía trabajar allí, hasta que encontraron toda esa mierda alienígena en el interior. Ahora está cerrada.

¿Artefactos alienígenas? Entonces, también eso era verdad. Había estado allí, y su sueño era un recuerdo real, ¡no una simple fantasía! Sin embargo, si cayó en su interior, ¿cómo pudo sobrevivir intacto? A menos que algo frenara su caída y él hubiera recibido un golpe en la cabeza que le produjo amnesia. Pero eso no explicaría por qué otros querían matarlo, o la razón por la que Hauser deseaba vengarse de Cohaagen. ¡Seguía sabiendo tan poco!

– ¿Se puede ir de visita? -preguntó, embelesado.

– Ja. No te puedes acercar ni a quince kilómetros.

Así pues, había un secreto ahí. ¿Por qué mantenían a la gente alejada? ¡Ciertamente, no le mantendrían a él alejado! De una u otra forma, conseguiría entrar y desentrañar su pasado.

Y encontrar a la mujer.

La Mina Pirámide resultaba igual de impresionante desde otro ángulo, como el que se podía observar desde el vestíbulo que conducía a la oficina de Cohaagen. Richter contempló a través de la pared de cristal el complejo minero, deseoso de ser merecedor de una instalación tan sorprendente como aquélla. Entró en la oficina y miró el respaldo del sillón de Cohaagen al otro lado de su escritorio.

– Señor Cohaagen -dijo-. ¿Deseaba usted verme?

Cohaagen hizo girar su sillón. Sonrió en silencio por un momento.

– Richter -dijo finalmente-. ¿Sabes por qué soy una persona feliz?

Porque eres el que está arriba de todo, pensó, con subordinados a los que triturar. No permitió que nada de esto se reflejara en la dedicada expresión de su rostro.

– No, señor -dijo respetuosamente.

– Porque tengo un trabajo jodidamente grande -dijo Cohaagen con calma-. Mientras el turbinio siga fluyendo, puedo hacer cualquier cosa que desee. Cualquiera. No tengo a nadie mirando por encima de mi hombro. A nadie le preocupa cómo vivo. A nadie le importa una mierda si algunos pocos marcianos tienen que sufrir.

Hizo una pausa.

– Te diré la verdad -prosiguió-. No cambiaría de lugar con el Presidente. -Le resultaba difícil mantener el rostro impasible. Tenía al Presidente cogido por las pelotas y lo sabía, pero no quería darle ese tipo de información a Richter. No, la mascarada tenía que seguir. Por el momento.

Además, no había nada divertido acerca de la situación rebelde. Estaban causándole más problemas de los que había esperado. Si no les paraba los pies… No. Ni siquiera debía de pensar así. Les pararía los pies.

Se puso en pie y se inclinó hacia delante, con las manos sobre el escritorio.

– De hecho -continuó-, la única cosa que me preocupa es que algún día, si los rebeldes ganan, todo eso pueda acabar.

De pronto Cohaagen estalló en un acceso de furia y golpeó el escritorio con el puño. La pecera que había en una esquina saltó.

– ¡Y tú estás haciendo que eso ocurra! ¡Desobedeciste mis órdenes! ¡Y luego le dejaste escapar, maldita sea!

El rostro de Richter permaneció impasible. No había ninguna forma en que Cohaagen pudiera probar que su transmisión de radio había llegado hasta él, de modo que no había ninguna forma en que pudiera demostrar la insubordinación de Richter. Y ambos lo sabían.

– Tuvo ayuda, señor -dijo con voz llana-. Desde nuestro lado.

– Lo sé -dijo Cohaagen, impaciente.

– Pero, yo pensé… -Richter no pudo ocultar la sorpresa en su voz.

– ¿Quién te dijo que pensaras? -restalló Cohaagen-. ¡No te di suficiente información pura pensar! -Agitó un índice ante el rostro de Richter-. ¡Tú haces lo que se te dice! ¡Eso es lo que haces!

Cohaagen recuperó su calma. Abrió un cajón y extrajo una caja pequeña. Sacó algunos copos de su interior y los echó en la pecera sobre el escritorio.

– Ahora vayamos al asunto -dijo con tono razonable-. Kuato desea lo que hay en la cabeza de Quaid, y puede que lo consiga. Corren rumores de que ese maldito individuo es un psíquico.

»Ahora bien, tengo un pequeño plan para impedir que eso ocurra. ¿Crees poder llevarlo a cabo?

Richter sintió deseos de meter la cabeza de Cohaagen en la condenada pecera y dejar que los peces se comieran su rostro, pero todo lo que dijo fue:

– Sí, señor.

– Estupendo -indicó Cohaagen, y alzó la vista de los peces con una radiante sonrisa-. Porque ya estaba preparándome para borrarte.

Quaid salió de la estación del metro hacia la apabullante parte baja de la sección de la Llanura de Chrysse. Éste era el lugar donde la gente sofisticada y fina llevaba a cabo sus negocios. La hermosa plaza pública daba al espectacular paisaje marciano. Aquí había un montón de aire libre, y el domo geodésico aparecía limpio.

De hecho, se trataba del tipo de lugar donde le gustaría vivir, aunque no tuviera que recordar su pasado. Puede que el metro estuviera atestado; ¡sin embargo, la vida en la superficie de Marte jamás se vería superpoblada! La Tierra no sólo estaba hacinada, sino también llena de polución, mientras que aquí…

No disponía de tiempo para las fantasías. Tenía agentes que le seguían el rastro y quizá le cogieran pronto. Necesitaba desaparecer bajo su identidad falsa.

Miró a su alrededor y descubrió la entrada del Hotel Hilton. Penetró en su interior.

Resultaba tan llamativo por dentro como por fuera. ¡Era un verdadero paraíso para turistas!

Se acercó a la recepción, donde había un empleado sentado ante la terminal de un ordenador. El recepcionista alzó la vista y sonrió al reconocerle.

– Oh, señor Brubaker. Nos alegramos de tenerle de vuelta.

¡Vaya! ¡Hauser sí que lo había preparado bien!

– Me alegra estar de vuelta -comentó.

– ¿Le gustaría disponer de la suite de siempre?

– Claro.

Era demasiado bueno para ser verdad. Por supuesto, en un sentido técnico, no era verdad, ya que se encontraba bajo una identidad falsa. Sin embargo, así como se podía preparar otra identidad, también se la podía comunicar al enemigo. Seguiría la corriente, aunque permanecería alerta.

El recepcionista comprobó el monitor.

– Hum. Parece que se dejó usted algo en su última estancia.

Quaid se puso tenso. ¡Había dejado un reguero de matones muertos a su espalda! Y sus recuerdos, junto con su mujer.

El empleado se dirigió a los buzones y regresó con un sobre cerrado de papel manila. Se lo pasó a Quaid.

– Aquí tiene. -Estudió el monitor-. Es la Suite Dos-ochenta, en el Ala Azul. La tarjeta para la puerta estará lista en un minuto.

El recepcionista se marchó para codificar la tarjeta. Quaid abrió el sobre y extrajo una hoja de papel rojo doblado en un cuadrado pequeño. Desplegó el papel y descubrió un folleto publicitario para un bar: El Último Reducto, en Venusville.

Oh, sí, el famoso antro del hampa, un imán para los turistas. También existía un Marsville en Venus, con la misma reputación.

Se concentró en el folleto. Mostraba el dibujo de una mujer desnuda. Escrito al pie había un mensaje manuscrito: «Para pasar un buen rato, pregunta por Melina».

Subrepticiamente, Quaid tomó una pluma del hotel y garabateó: «Melina», debajo del mensaje escrito. El vello de su nuca se erizó cuando vio que las dos escrituras coincidían.

Aquél era un mensaje dirigido sólo a él. Pensó en la mujer de sus sueños. ¿Era posible? No, por supuesto que no. Sin embargo…

Antes de darse cuenta ya salía a la calle. Mientras abría la puerta de la entrada miró hacia atrás. El recepcionista estaba regresando.

– Aquí tiene su llave, señor Bru…

Entonces el hombre comprendió que le hablaba al aire. Mostró una expresión sorprendida.

La puerta se cerró detrás de Quaid. Salió a la entrada del hotel y se acercó a la parada de taxis.

Un hombre negro vestido con un traje reminiscente de la época del jazz se dirigió hacia él. El hombre parecía tener unos cuarenta años, aunque se le veía ágil.

– ¿Necesita un taxi, amigo? Me llamo Benny, y soy la persona que le hace falta en este momento.

Quaid indicó con un gesto el primer taxi de la fila.

– ¿Qué hay de malo con aquél?

– Que no tiene seis hijos a los que alimentar.

Quaid vio que el conductor del otro taxi era un macarra de poco más de veinte años. No resultaba más atractivo que Benny. Asintió con la cabeza.

– Lo tengo a la vuelta de la esquina -dijo Benny con tono ansioso.

Cuando Quaid le siguió hasta el taxi clandestino, el conductor macarra se dio cuenta de que le birlaban un cliente.

– ¡Eh! -protestó. Luego comprendió que no serviría de nada-, ¡Gilipollas!

¡Después de todo, Marte no era muy distinto de la Tierra! No obstante, para el tipo de asuntos que quizá Quaid establecería aquí, y con agentes que le seguían la pista, un taxi falso tal vez resultara mejor que uno autorizado. Benny no sería muy proclive a delatarle a nadie, y probablemente conocía los callejones de Marte como el mejor.

Mientras se acercaba al destartalado taxi, una fuerte explosión resonó en el nivel superior de la Mina Pirámide. Se rompieron algunas ventanas, y Benny se vio arrojado al suelo al tiempo que empezaban a sonar las alarmas. Quaid consiguió a duras penas mantenerse en pie.

Benny se levantó, tambaleante, ligeramente aturdido.

– Bienvenido a Marte -dijo con ironía. De pronto hubo soldados por todas partes, disparando a invisibles fuerzas rebeldes que respondían a su fuego. Benny abrió apresuradamente la portezuela del taxi.

– Salgamos rápido de aquí, amigo. -Quaid subió.

Benny se metió a toda prisa en el tráfico, y entonces pareció relajarse.

– ¿Qué es todo esto? -preguntó Quaid, al tiempo que doblaba la cabeza para ver el humo que ascendía de la mina.

– Oh, lo de costumbre -dijo Benny, como sin darle importancia-. Dinero, libertad…, aire. -Cambió de carril-. Bien, ¿adonde vamos?

– A Venusville.

Benny se le quedó mirando.

– ¿Me lo repite otra vez, amigo?

Quaid sacó el folleto.

– Venusville.

Benny sacudió la cabeza.

– ¡Amigo, esto es Venusville! Bueno, la parte alta.

– Entonces, vamos a la parte baja.

– ¡Aja! ¡Sí que sabe lo que quiere! -Puso el coche en marcha-. ¿Algún sitio en especial?

– El Último Reducto.

– ¡Amigo, le recomiendo otro lugar!

– Ésa es la dirección que tengo.

– ¡Muy bien, entonces! -aceptó Benny, dubitativamente.

Condujo el coche hasta las afueras de la ciudad.

Quaid aprovechó esa oportunidad para quitarse los zapatos de goma. Llevaba los suyos debajo. Dos partes de la pistola de plástico iban ocultas en los tacones de los zapatos de goma; se las metió en los bolsillos y, luego, guardó otras dos que sacó del bolso. Ya no deseaba seguir llevando ese bolso consigo; lo arrojaría en alguna zanja a lo largo del trayecto. Estaba contento de haber podido quedarse con todo lo importante cuando estalló la ventana del espaciopuerto.

Pronto penetraron en uno de varios conductos metálicos que atravesaban el abismo que separaban las dos zonas de la ciudad. Ah… ¡ya empezaba a resultarle claro! La parte lumpen se encontraba en el otro extremo.

– ¿Es su primer viaje a Marte? -le preguntó Benny con ganas de conversar, de una forma muy parecida a como lo hubiera hecho una versión moderna de un maniquí de un TaxiJohnny.

Si se percató de los movimientos de Quaid con los zapatos y el bolso, era demasiado discreto como para comentarlo. Los turistas podían permitirse tener costumbres extrañas.

Quaid observaba a través de la ventanilla, todavía absorto por el paisaje. Semejantes montañas colosales, riscos, llanuras bañadas de rocas; la desolación perfecta; pero también fascinante. ¡Podía quedarse contemplando ese paisaje durante horas, incluso días! Sin embargo, eso sólo era una parte de la cuestión. Había soñado con Marte y anhelado viajar hasta allí. Ahora se encontraba en su superficie, y le fascinaba; sin embargo, la añoranza persistía. Por su identidad real, por la mujer, y por algo más. A pesar de su esfuerzo por descubrirlo, no conseguía percibir todo el cuadro. Era como si debajo de todas sus preocupaciones superficiales yaciera una más profunda, como el basalto bajo suelo poco profundo, indicando algún suceso horrendo e importante de su pasado que él, a costa del peligro que corría su propia vida, ignoraba. Como si el hecho de que sobreviviera fuera algo intrascendente si se lo comparaba con el significado que tenía ese estrato más profundo.

Salió de su ensoñación al darse cuenta de que el taxista le había hablado.

– Mmmm. Bueno, no… Más o menos.

Benny meditó la respuesta.

– El tipo no sabe si ha estado en Marte -musitó.

Quaid se dio cuenta de que sonaba bastante confuso. Sin embargo, era verdad. Alguien en su cuerpo había estado en Marte antes; pero el propio Quaid, como tal, nunca. Cuando recobrara la memoria podría afirmar que había estado…

Sacudió la cabeza. Cuanto más averiguaba, menos parecía saber.

El conducto desembocó en una plaza en la zona pobre de la ciudad. El contraste con la parte rica era sorprendente. La zona alta tenía calles anchas y limpias, y vistas preciosas; ésta más baja tenía calles claustrofóbicas y sombrías horadadas en la ladera de la montaña. Se hallaba bajo una noche eterna. Brillaban tenues farolas, aunque la única luz natural fluía de una arcada lejana. No se debía al cambio de horario; por pura coincidencia, el día de Marte era una media hora más largo que el de la Tierra, al que te adaptabas con tanta facilidad que casi nadie notaba la diferencia. Se debía a la naturaleza subterránea de la ciudad. Resultaba como vivir en el interior de una mina. No era ninguna broma llamar a esta parte la zona oscura de la ciudad.

La gente iba y venía con indiferencia bajo los techos bajos. Una parte importante de la población, si lo visible era típico, mostraba algún tipo de deformación. Quaid sintió un escalofrío.

Todos los edificios se hallaban en un estado lamentable y cubiertos por variadas clases de pintadas. Las casetas psíquicas parecían ser bastante populares. Numerosos carteles con el lema se busca ofrecían recompensas por Kuato y, como los del tren, ninguno mostraba su fotografía. Kuato, el legendario líder del Frente de Liberación de Marte. ¡Quaid comprendió por qué los habitantes de un lugar como éste podían anhelar la liberación! Si depositaban sus esperanzas en una figura inexistente…, bueno, quizás eso fuera mejor que no tener ninguna esperanza.

Algo flotó casi hasta la superficie de su mente; sin embargo, se deslizó antes de que pudiera atraparlo. ¿Acaso él conocía alguna forma de liberar Marte? ¿Liberarlo de qué? El hecho real es que la pobreza era algo endémico; también en la Tierra abundaba. No existía ninguna varita mágica que pudieras agitar para liberar a las pobres masas oprimidas de Marte.

¿O sí existía? Vio que los soldados patrullaban las calles por parejas. La hostilidad que había entre ellos y la gente era palpable. ¿Existía alguna forma de sacar a estas pobres personas del gueto oscuro hacia el lado soleado? ¿Proporcionarles tierras con suficiente luz para todos ellos?

Sacudió la cabeza. Él no era ningún asistente social. Siempre que los domos fueran imprescindibles para hacer viable la atmósfera, la gente corriente sería esclava de aquellos que los construían y controlaban. Era la forma de ser de Marte.

El taxi se acercó al lado de una mujer atractiva con un andar muy sensual… visto desde atrás. Llevaba a un niño pequeño de la mano.

– No está mal, ¿eh? -preguntó Benny.

Quaid tuvo que reconocer que incluso este agujero del infierno tenía sus puntos luminosos. Mientras adelantaban a la mujer, se volvió para mirarla a la cara.

Estaba horriblemente deformada. Su hijo tenía el mismo defecto congénito.

¡La oscuridad y la pobreza no eran los únicos males que los azotaban! Quaid se volvió hacia Benny.

– Dígame, ¿por qué hay tantos…?

– ¿Monstruos? -finalizó Benny por él-. Por culpa de los domos baratos, amigo. Y la falta de aire que sirva como protección contra los rayos.

Oh. No cabía duda de que el material de los domos, si era situado adecuadamente, filtraba la radiación solar dañina al tiempo que dejaba pasar la luz inofensiva. Sin embargo, un domo barato lo dejaba pasar todo. Marte se encontraba más apartado del Sol que la Tierra, de modo que la luz resultaba menos intensa; pero, aun así, seguía teniendo componentes dañinos. En la Tierra, la capa de ozono servía para filtrar casi todos los rayos peligrosos. Surgieron problemas cuando el descuido del hombre eliminó ese ozono, y no se hizo nada hasta que los casos de cáncer de piel se quintuplicaron. Eso, finalmente, atrajo la atención de los políticos, que comenzaron a escuchar a los científicos que llevaban décadas advirtiendo del peligro; entonces se decidieron a poner en práctica programas para recuperar la capa de ozono. Fueron muy caros, y tomaron su tiempo, y aún no se había terminado la tarea; sin embargo, los casos de cáncer empezaban a disminuir. Aquí en Marte, era evidente que se trataba de algo más que el cáncer; era un daño genético. Sufrían una tiranía que ni siquiera un sistema social progresista podía aliviar. Era algo inherente a las condiciones del planeta.

¡Si tan sólo hubiera una respuesta sencilla y universal! Un cambio que solucionara todos los problemas de los desvalidos. Pero ése era un sueño poco piadoso.

El taxi aparcó delante de El Último Reducto. Era un antro siniestro, incluso para los cánones que regían aquí.

– ¿Está seguro de que quiere entrar ahí, amigo? Corre el peligro de pillar alguna enfermedad.

¡Una advertencia lógica! A Quaid no le resultaba muy atractivo el lugar. Aun así, ¿dónde debía buscar, si no en el sitio que apuntaba el confuso mensaje?

Quizá tuviera algún sentido. Si la persona equivocada recibía el sobre, veía el anuncio y venía aquí, en busca del buen rato prometido, llegado a este punto se sentiría asqueado y se marcharía. Pero la persona correcta no se dejaría disuadir. De modo que era una buena forma de enviar un mensaje.

– Sé de una casa mucho mejor en la esquina -ofreció Benny-. Las muchachas son limpias, no se rebajan las bebidas y…

– Y el jefe les da una comisión a los taxistas -terminó Quaid.

Benny le miró con expresión de culpa y una amplia sonrisa. Tenía un buen número de dientes en mal estado y dos fundas de oro, una con el dibujo de una luna creciente, la otra con una estrella.

– Eh, amigo, tengo seis hijos que alimentar.

Quaid le dio una buena propina.

– Llévelos al dentista.

Benny se entusiasmó al contar el dinero. Quaid abrió la puerta y salió. Cuando Benny alzó la vista, ya se alejaba del taxi.

– ¡Eh, amigo! -le llamó Benny-. Le estaré esperando. Tómese su tiempo. Recuerde, me llamo Benny.

Sí, lo recordaba. Quaid se volvió a medias para hacerle un gesto de despedida con la mano; luego, entró en El Ultimo Reducto. Esperaba no estar cometiendo un gran error.

17 – Melina

Quaid se detuvo justo al cruzar la puerta y escudriñó el antro. Evidentemente, se trataba de un burdel de baja categoría para mineros. Las muchachas no paraban de salir y entrar, cogiendo clientes y llevándoselos arriba. El folleto no había sugerido nada menos… ni nada más.

Se sentó a la barra, al lado de un par de mineros. El impasible camarero se le acercó y aguardó a que Quaid le pidiera lo que deseaba beber. El hombre era lo suficientemente grande y feo como para obtener una rápida atención; probablemente alternaba este trabajo con la seguridad del local.

– Busco a Mel -dijo Quaid.

Una sospecha inmediata oscureció el semblante del hombre.

– Está ocupada. Pero Mary se encuentra libre.

Mary, una prostituta atractiva y con buen cuerpo, apareció de ninguna parte.

– Libre, no -ronroneó-. Disponible.

La miró. Se dio cuenta de que tenía tres pechos completos, y que mostraba su esplendor con un bikini especial. ¡Para cualquier hombre que se excitara con las tetas, aquí tenía una ración extra! Sin embargo, recordó a Lori, a pesar de lo ilusorio que resultara ser su matrimonio, y supo que, aunque su meta fuera el sexo, el recuerdo le habría estropeado la diversión.

– Gracias. Esperaré.

– Basura terrestre -comentó ella. Era el tipo de contestación que había esperado.

La mujer se tiró un pedo y se encaminó hacia otro cliente. Quaid no se había esperado eso. Puede que no conociera lo suficientemente bien este tipo de lugares.

Volvió a centrar su atención en el camarero. En esta ocasión le metió un billete rojo en la mano.

El camarero dejó de mostrarse tan hostil.

– Lo que ocurre, amigo, es que Mel es muy selectiva. Sólo va con sus clientes fijos.

Si la mujer podía permitirse el lujo de ser selectiva en un lugar como éste, ¡tenía que ser muy especial!

– Llámela. Le gustaré.

Con cierto nerviosismo, que Quaid observó con interés, el camarero habló en dirección de una mesa cercana.

– Eh, Mel. -Se produjo una pausa, como si alguien ignorara la llamada-. Melina.

Quaid miró en la dirección a la que llamaba el camarero. Había una mujer sentada a una mesa en compañía de unos mineros, riendo escandalosamente. Se perchó en las rodillas de un tipo hosco y sin afeitar, de espaldas a la barra. Uno de los mineros, sentado de cara a la barra, vio que el camarero intentaba llamar la atención de Melina. Le hizo una seña, y ella se volvió en redondo.

Quaid quedó perplejo. ¡Era la mujer de sus sueños!

– Está con Tony -murmuró el camarero-. Le daré un buen consejo, amigo: si no le gusta pelear…

– Vale la pena luchar por algunas cosas -replicó Quaid.

– Entonces, hágalo fuera. Al dueño le gustan los muebles en buen estado.

La risa de Melina había cesado bruscamente, y su rostro expresaba impresión. Sus ojos se clavaron en los del minero al otro lado de la mesa, luego volvieron a posarse en Quaid. Tomó una decisión. Se levantó de las rodillas de Tony y se contoneó hacia la barra. Quaid permaneció de pie, esperando lo que pudiera suceder. Sabía ya que había establecido un contacto inestimable, pero, ¿de qué naturaleza? Esta mujer se asemejaba a la muchacha del sueño sólo exteriormente. Había poca dignidad en la seductora y barata sonrisa que le dirigió mientras cruzaba la estancia.

– Vaya, si es la erección humana -dijo Melina. Le dio un beso húmedo y empalagoso. Luego se pegó a él, palpando sus músculos debajo de la camisa-. Veo que aún abultas. -Bajó la vista-. Oooh. ¿Con qué la has alimentado?

Él se dio cuenta de que estaban en un lugar público, mientras que todo lo que había entre ellos era algo privado. No podían hablar de nada aquí…, si es que había algo de lo que hablar. Le siguió el juego.

– Con rubias.

Literalmente cierto; Lori era rubia.

– Creo que todavía está hambrienta. -Tiró de él hacia las escaleras. Cuando pasaron al lado de la mesa de los mineros, Tony adelantó una pierna para bloquear su camino.

– ¿Adonde crees que vas? -preguntó.

– Relájate, Tony -dijo Melina-. Quedará más que suficiente para ti.

Tony no quedó satisfecho. Cogió el brazo de Melina y la sentó sobre sus rodillas.

– ¡Yo estaba primero! -Se volvió hacia Quaid-. Coge número, amigo.

Quaid aferró la muñeca de Tony y se inclinó sobre él.

– Esto no es una panadería.

Tony parecía dispuesto a discutirlo.

– George -dijo Melina, con exasperación-. Métele algo de buen sentido en la cabeza a este mono. -El minero al otro lado de la mesa se echó hacia atrás en su silla. Parecía relajado y confiado en sí mismo.

– ¿Tienes que ir a alguna parte? -dijo razonablemente-. Dale a ese tipo una oportunidad.

Reluctante, Tony soltó el brazo de Melina. Entonces Quaid dejó de sujetarle la muñeca.

– Que te jodan -dijo Tony hoscamente.

Melina se puso de pie y continuó en dirección a las escaleras. Quaid la siguió, manteniendo un ojo alerta en Tony y el resto de la sala. Si aparecían algunos agentes… Perdió el tren de sus pensamientos cuando miró sorprendido a la mujer que bajaba las escaleras.

Era una enana. Su cabeza no llegaba más allá de la cintura de Quaid, e iba vestida tan sólo con un rígido corsé. Miró a Quaid con interés.

– Thumbelina, querida -dijo Melina-. Ocúpate de Tony, ¿quieres? Tiene hormigas en los pantalones.

La enana asintió, pero mantuvo los ojos fijos en los pectorales de Quaid.

– Si necesitas alguna ayuda, grita -dijo, con una sonrisa sugerente.

En el pasillo de arriba, Melina volvió la cabeza y le miró. Su gesto seductor prometía que le esperaba un rato estupendo. Abrió una de las puertas que flanqueaban el pasillo y le dejó entrar primero en la habitación.

Con cuidado, cerró la puerta tras ella, se volvió hacia Quaid…, y le abofeteó.

– ¡Bastardo! -exclamó-. ¡Estás vivo! ¡Pensé que Cohaagen te había torturado hasta matarte!

– Perdón -dijo Quaid, cogido por sorpresa.

El tono de su voz y su porte eran ahora distintos. La puta barata se había desvanecido apenas cerrar la puerta. De repente, tenía delante a una persona inteligente y motivada que, incluso en su cólera, mantenía una cierta dignidad. Quaid no supo qué sacar en limpio de este súbito cambio de actitud.

– ¡¿No pudiste coger un maldito teléfono?! ¿Nunca te preguntaste si yo estaba bien? ¿Ni siquiera sentiste la más mínima curiosidad?

Quaid no sabía qué decir. Le gustaba esta mujer mil veces más que la del bar; pero no la entendía ni un ápice mejor que a la otra. Simplemente se la quedó mirando con aire inocente.

La ira de Melina parecía haberse aplacado. Ya había soltado toda la presión. Le observó, y su expresión volvió a cambiar a un estado de ánimo más opaco.

De repente le rodeó con los brazos. Le besó apasionadamente. Quaid seguía perplejo, demasiado sorprendido como para cooperar adecuadamente.

– Oh, Hauser…, ¡gracias a Dios que estás vivo! -exclamó. ¡Así que le conocía! ¿De qué otro modo podía saber ese nombre? Hizo un poco entusiasta esfuerzo por liberarse de su abrazo. No había venido para esto, aunque la deseaba.

– Melina… Melina… -¿Era éste realmente su nombre? Parecía encajar, pero sus recuerdos no lo centraban. Con el corazón latiéndole aceleradamente, reunió todas sus fuerzas para apartarla-. ¡Melina!

Ella se detuvo, encendida y jadeante.

– ¿Qué?

– Hay algo que tengo que decirte…

Ella aguardó, curiosa. Quaid siguió con dificultad:

– No te recuerdo. -Eso era una simplificación del asunto; pero, de momento, tendría que bastar. La imagen soñada era sólo eso: una imagen sin ninguna sustancia. No conocía para nada a esta mujer, del mismo modo que desconocía a Hauser. ¿Había estado realmente en la superficie desnuda de Marte con ella, explorando la Mina Pirámide?

La respiración de Melina había vuelto a la normalidad. Pareció confundida.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no te recuerdo a ti. No nos recuerdo a nosotros. Ni siquiera me recuerdo a mí.

Melina dejó escapar una seca risa, sin creer realmente lo que oía.

– ¿Qué ocurre, has sufrido amnesia repentina? -dijo-. ¿Cómo llegaste hasta aquí?

Ahora podían ir al fondo del asunto.

– Hauser me dejó una nota.

Evidentemente, Melina no lo tomaba en absoluto en serio.

– ¿Hauser? Tú eres Hauser.

– Ya no. Ahora soy Quaid. Douglas Quaid.

Una sonrisa se extendió por el rostro de Melina.

– ¡Hauser, has perdido la cabeza!

– No la perdí. Cohaagen la robó. Descubrió que Hauser había cambiado de bando, de modo que le convirtió en alguien distinto. -Quaid se encogió de hombros-. Yo.

Melina le miró con suspicacia.

– Todo esto es demasiado extraño.

– Luego me llevó a la Tierra -siguió Quaid-, con una esposa, y un trabajo miserable, y…

– ¿Has dicho esposa? -Sus ojos llamearon-. ¿Estás jodidamente casado?

Quaid se dio cuenta de que había cometido un desliz y retrocedió rápidamente sobre sus propias huellas.

– En realidad no era mi esposa -dijo, sin convicción.

– Oh, estúpida de mí. -El sarcasmo rezumó en su voz-. Ella era la esposa de Hauser.

– Mira -dijo rápidamente Quaid-, olvidemos lo que he dicho acerca de la esposa.

– ¡No! -Melina estaba furiosa-. ¡Olvidémoslo todo! ¡He terminado contigo! ¡Ya estoy harta de tus mentiras!

– ¿Por qué debería mentirte? -Estaba exasperado. Se hallaba tan cerca de llenar los espacios vacíos en su memoria, y parecía como si no hubiera forma de llegar nunca más cerca de ello.

La voz de Melina se volvió helada.

– Porque aún trabajas para Cohaagen.

– No seas ridícula -dijo él secamente. Fue un error. Ella prácticamente le escupió a la cara.

– ¡Nunca me amaste, Hauser! Me usaste sólo para entrar.

– ¡Para entrar dónde?

Ahora ella se mostró aún más suspicaz.

– Creo que será mejor que te marches. -Saltó de la cama.

Eso era lo último que él deseaba hacer, y no sólo por el atractivo sexual de ella.

– Melina, Hauser me necesita para que haga algo. -Se señaló la cabeza-. Me comunicó que aquí tengo lo suficiente como para acabar con Cohaagen.

– ¡No servirá! -restalló ella-. En esta ocasión no me lo tragaré.

– Ayúdame a recordar -pidió, poniéndose de pie.

Avanzó un paso, y ella retrocedió.

– ¡Te he dicho que te largaras!

– Melina -rogó-. ¡Hay gente que intenta matarme!

Ella se agachó para coger algo de debajo del colchón. Quaid se halló mirando el cañón de la enorme pistola automática que ella había sacado con rapidez.

– ¿De verdad?

Él escudriñó sus ojos acerados. No vio ninguna esperanza en ellos.

¡Maldición! Esto no sólo era una pérdida de información, sino que se trataba de algo personal. Por fin había hallado a la mujer de sus sueños, y ella le odiaba.

Con una sensación de profunda pérdida, retrocedió por la habitación. Cuando hubo cerrado la puerta, Melina abandonó sus intentos de retener las lágrimas. Había sido una estúpida al creer que Hauser la había amado alguna vez.

Él se había unido a la causa rebelde, proclamando que había visto los errores de su anterior forma de actuar y que deseaba ayudar a la gente pobre de Marte a liberarse del yugo de la opresión de Cohaagen. Ella había dudado de su sinceridad desde un principio. Cohaagen debía de tener una opinión muy pobre de los rebeldes para pensar que podía plantar un espía entre ellos tan fácilmente. Nunca había permitido que Hauser se acercara a Kuato.

Sin embargo, había pasado mucho tiempo con Hauser, en su papel de vigilante de la Resistencia, y aunque su mente había seguido manteniendo su desconfianza original, su corazón, al final, la había traicionado. El hombre era inteligente, divertido y magnéticamente atractivo, y había afirmado estar enamorado de ella. Antes de que pudiera detenerse, Melina se había dado cuenta de que ella también se estaba enamorando de él. Ahora se censuró lacrimosamente a sí misma. ¿Cómo había permitido que ocurriera? ¿Una rebelde, enamorada de un espía de la Agencia? Era algo obsceno.

Cuando él había desaparecido, ella había intentado borrarlo de su mente y de su corazón. Había intentado meterlo en un mismo saco con todos los demás secuaces y matones en la nómina de Cohaagen.

Pero había fracasado. Cuando lo vio en el bar, los viejos sentimientos habían aflorado de nuevo. Sabía que él estaba intentando aprovecharse de esos sentimientos. Estaba intentando utilizarla de nuevo con esta ridícula historia de amnesia e implantes de memoria. Era un insulto a su inteligencia, y se resentía amargamente de ello, pero, ¿qué podía hacer? En lo más profundo de su corazón sabía que todavía le quería.

En el salón, Benny recorría con las manos el cuerpo de Mary, que le mantenía a raya con su experiencia, aunque sin verdadera convicción.

– He dicho que estoy disponible, pero no gratis -le recordó.

– No pido nada gratuito, nena -protestó él-. Es algo más parecido a una comisión.

Entonces vio a Quaid bajar por las escaleras con aspecto abatido.

– Más tarde continuaremos con esto -le prometió.

Se apresuró a interceptar a Quaid en la puerta.

– ¡Eh! No le llevó mucho tiempo.

Quaid le hizo una mueca feroz y salió del recinto.

Quaid se metió entre la densa multitud de la plaza, procurando evitar a los soldados, que parecían estar por todas partes. Benny se apresuró a seguirle.

– ¿Lo ha hecho alguna vez con una mutante? -preguntó.

– No.

– Conozco a unas gemelas hermafroditas… -dijo Benny-. Amigo, le aseguro que no sabrá si va o viene.

– No estoy de humor -repuso Quaid. El pensamiento echó sal en la herida. ¡Qué estupendo podría haber sido, debería de haber sido, con Melina! Pero, ¿cómo podía convencerla cuando le resultaba imposible recordar algo de su relación juntos?

Benny seguía aún a sus talones.

– ¿Qué le parece una psíquica? -dijo-. ¿No le gustaría que le leyera una psíquica?

¿Acaso podría decirle cómo arreglar las cosas con Melina? ¡Ni en sueños!

– ¿Dónde está su taxi? -Benny señaló al otro lado de la calle. Quaid suspiró-. Lléveme a mi hotel.

Benny se encogió de hombros mientras abandonaban la oscura cloaca y penetraban en el conducto de tráfico bien soleado. Al menos lo había intentado.

De algún modo, todo ese resplandor no consiguió levantarle el ánimo a Quaid.

18 – Edgemar

Quaid se relajó precavidamente en su habitación del Hotel Hilton. Era un cuarto con una noche especial para turistas, distinta de la noche de Marte. La media hora añadida al día marciano quizá no fuera ningún problema para los trabajadores locales, pero para los turistas recién llegados de la Tierra podía significar la pérdida total de sincronización. De modo que en cada habitación se podía establecer cualquier ritmo y tiempo determinado que deseara su ocupante. Quaid no se había molestado en quitarle el horario que el cliente anterior había fijado. Después de todo, él también era un turista. De ese modo, en la habitación reinaba la noche, mientras que fuera aún no había empezado a anochecer.

Los lacayos de Cohaagen aún no habían venido en su busca. ¿Les había despistado de verdad, o todavía aguardaban el momento en que creyeran que dormía? Después de los varios intentos fallidos para liquidarle, quizás habían aprendido algo de cautela. Lo más probable era que no desearan armar un escándalo en el distrito turístico de Marte. Puede que lograran cogerle; pero, si ello les costaba una mala temporada con los turistas debido a que los viajeros tuvieran miedo de ser asesinados en las habitaciones de sus hoteles, sería un precio muy elevado. Así que, de momento, quizá se encontrara a salvo…, o tal vez no. Por las dudas, adoptaría medidas de precaución para dormir, poniendo un muñeco en la cama mientras él descansaba en otra parte.

Sin embargo, en ese momento su mente no se hallaba concentrada en la supervivencia. Pensaba en Melina. ¿Qué debió haber hecho para que ella le creyera? Ya no tenía ninguna duda de que se trataba de la mujer de su sueño, porque una impostora le habría seguido la corriente, intentando sacarle la mayor información posible mientras, supuestamente, mantenía una relación sexual espontánea con él. Luego haría que los matones le atraparan. Por el contrario, ella le había echado. A pesar de lo doloroso que le resultaba, eso le convenció. Quizá, después de todo, él había actuado bien, porque ahora sabía que podía confiar en ella…, si tan sólo lograba convencerla para que ella confiara en él.

Bueno, dormiría con eso en mente. Quizá volviera a soñar con ella y, en el sueño, ella le explicara cómo podía aproximársele. Mientras tanto, trataría de relajarse. Había comido un montón de barritas de chocolate Mars y unas cuantas vitaminas, con el fin de mantener el equilibrio. No es que fuera un fanático de los dulces; sin embargo, le hacían sentirse cercano a Hauser, lo que le permitía mantener la esperanza de llegar lo más lejos posible en el conocimiento de su personalidad y, de ese modo, tener la posibilidad de recordar algo vital. No era más psicólogo que un asistente social; pero le parecía que, cuanto más se sumergiera en las cosas que se asociaban con Hauser, más probabilidades tenía de activar algún recuerdo adicional que le permitiera adentrarse en el hombre. Algo así podría salvarle la vida, o darle más significado.

Conectó el video. La habitación no tenía una pantalla que abarcara toda una pared, ya que Marte no poseía una gran industria de consumo; no obstante, se acostumbraría a una más pequeña.

Apareció un documental local sobre ¿qué podía ser? Marte. Eran imágenes monótonas de unas rocas negras en el desierto. Eso mismo le había fascinado antes; pero, ahora que se había peleado con Melina, todo lo que no se pareciera a ella le resultaba aburrido.

– La primera evidencia de una presencia alienígena en Marte no fue descubierta hasta transcurridos cuarenta años de la primera expedición tripulada -comentó un locutor-. Cuando la arena vitrificada suministró pruebas de la visita que realizaron viajeros no humanos.

Quaid estaba tendido en su cama, a oscuras, en el cuarto del hotel, bañado por el pálido resplandor azul de la pantalla y el tenue brillo rojo del cielo. Sabía que el programa debería interesarle; sin embargo, la imagen del rostro colérico de Melina cubría lo demás. Con ella a su lado, todo lo referente a Marte resultaba maravilloso; sin ella, el encanto desaparecía.

Cambió de canal. El rostro de Vilos Cohaagen llenó la pantalla, y Quaid se sentó en la cama para mirar más atentamente. Cohaagen estaba pronunciando un discurso desde su oficina.

– Esta noche, a las 6:30 p.m., he firmado la orden declarando la ley marcial en toda la Colonia Federal de Marte. No toleraré más daños a nuestras operaciones de exportación de mineral. El señor Kuato y sus terroristas deben de comprender que sus esfuerzos abocados a la derrota sólo traerán miseria…

Quaid contempló el rostro de su enemigo. ¿Por qué declaraba Cohaagen la ley marcial? ¿Cuál era su utilidad? Con su poder como Administrador y con la Agencia en la punta de sus dedos, parecía ridículamente redundante. Pero así actuaban los políticos. Mientras las cosas parecieran exteriormente claras, podrían seguir con todo el trabajo sucio que les pareciera bajo mano.

El noticiario cambió. Aquí había otra cosa que no se mencionaba nunca a los terrestres que consideraban el emigrar a Marte.

La escena era en una cámara de descompresión en la que había de pie cuatro prisioneros con grilletes. Estaban despresurizando poco a poco la cámara. Resultaba claro que los prisioneros conocían la situación y se hallaban indefensos.

– Francis Aquado, por destrozar una propiedad pública -explicó el locutor-. Judith Redensek y Jeanette Wyle, por ofrecer resistencia al arresto. Thomas Zachary, por traición.

La descompresión continuaba. Los prisioneros jadeaban, sofocándose. Sus membranas mucosas sangraban. Tenían los ojos desorbitados. La cámara se centró en ellos de uno en uno, mientras los primeros planos mostraban todos los detalles que podría desear un sádico. No cabía duda de que eso era muerte por tortura. No sólo resultaba evidentemente estándar, sino que se encontraba tan firmemente arraigado que se hacía de forma abierta, televisado para una audiencia masiva. Eso no hablaba muy a favor del público. Por lo menos en la Tierra, normalmente, el polvo se barría debajo de la alfombra.

La pantalla se quedó a oscuras. La había apagado de modo involuntario. Se llevó las manos a la cabeza, sintiéndose perdido.

Si el castigo por estropear una propiedad pública en Marte era una muerte agonizante, ello significaba que si se atrapaba a alguien en el acto de realizar una pintada estaba perdido. Si una persona inocente era arrestada por un cargo falso y se resistía, la resistencia ofrecida daba pie a una ejecución. La traición quizá sólo significara que alguien había objetado en voz alta contra semejante política. ¡Él ya era culpable de todos esos cargos! Odiaba a Cohaagen y, de hecho, había destrozado propiedades públicas cuando se resistió al arresto, ya que seguro que le culparían por el ventanal roto del espaciopuerto. No cabía duda de que era culpable de traición, debido a que él ya había condenado al gobierno de Marte. Si alguna vez aparecía ante él un botón mágico con la frase abolición del gobierno de Marte, no vacilaría un instante en oprimirlo. Sin embargo, las posibilidades eran que el gobierno marciano le cogiera a él primero y apretara el botón de abolición de Hauser/Quaid.

Pero se suponía que en su cabeza había un secreto que podía desenmascarar toda la situación. ¡Si pudiera recordarlo!

Le sorprendió escuchar una llamada en la puerta. Permaneció inmóvil, alerta. ¿Llamarían los matones?

Repitieron la llamada.

– Señor Quaid…

Titubeó un instante y, luego, tomó la decisión de contestar. Después de todo, los matones, probablemente, habrían irrumpido por la fuerza o disparado una ráfaga a través de la puerta.

– ¿Sí?

– Tengo que hablar con usted… acerca del señor Hauser.

Quaid no había empleado ninguno de esos dos nombres en el hotel. Estaba registrado bajo el nombre de Brubaker. Eso significaba que la persona que llamaba no lo hacía por nada rutinario. La voz, sin embargo, parecía familiar, y Quaid frunció el ceño en un esfuerzo por situarla. No lo consiguió.

No podía arriesgarse. Sacó la pistola y le quitó el seguro. Lo primero que había hecho, apenas llegar al hotel, fue montar los diversos segmentos que llevaba en los bolsillos y que, a su vez, habían sido montados de los diferentes objetos que aparentaban ser los componentes. Con suma cautela, se acercó a la puerta y se colocó a un lado.

– ¿Quién es usted? -preguntó.

– El doctor Edgemar -replicó la voz apagada-. Trabajo para Rekall, Incorporated.

– ¿Cómo me encontró?

– Es difícil de explicar -repuso Edgemar-. ¿Podría abrir la puerta, por favor? No voy armado.

Quaid abrió la puerta con precaución, dispuesto a disparar al menor movimiento brusco.

Una persona de aspecto intelectual y poco amenazador, con una chaqueta de tweed, estaba allí de pie. Al verle, Quaid supo finalmente dónde había oído antes su voz. Era el narrador del anuncio de Rekall que había visto en el metro, allá en la Tierra. El anuncio que había desencadenado toda aquella cadena de acontecimientos.

Apuntó con el arma al hombre y miró a ambos lados del pasillo.

– No se preocupe -le dijo Edgemar-. Vengo solo. ¿Puedo pasar?

Quaid metió rápidamente al hombre en el cuarto y cerró la puerta. Cacheó a Edgemar, sin hallar ningún arma.

– Le resultará muy difícil aceptar lo que voy a decirle, señor Quaid.

– Le escucho -comentó Quaid sucintamente.

– Me temo que usted, en este instante, no está aquí de verdad.

Quaid no pudo evitar una risita, a pesar de hallarse en tensión.

– ¿Sabe, Doc?, me podría haber engañado.

¡Lo cual era quizá exactamente lo que el hombre estaba haciendo! De momento, no había mencionado ni a Cohaagen ni a Melina…, y en cualquier caso a Quaid le resultaba imposible confiar en él. Podía afirmar que venía de parte de Melina, tentar a Quaid y conseguir que le acompañara tranquilamente a una trampa tendida por Cohaagen. Sin embargo, la trama que le exponía resultaba interesante, incluso en esta situación de tensión nerviosa. ¿Qué ganaría Cohaagen si convencía a Quaid de que se hallaba en alguna otra parte? Resultaría más fácil enviarle a otra parte…, como al infierno con una bala en el cráneo.

– Tal como le decía, usted no está aquí de verdad -insistió el hombre-. Y yo tampoco.

¡Vaya engaño si el doctor lo compartía con el paciente! Quaid apretó el hombro de Edgemar con la mano libre para comprobar la solidez del hombre.

– Sorprendente. ¿Dónde nos encontramos?

– En Rekall.

La seguridad e ironía de Quaid titubearon. ¿Podía tener aquello algún sentido? Él había ido a Rekall y había experimentado una gran desorientación. De hecho, su mundo se derrumbó, convirtiéndole en un fugitivo buscado.

– Se encuentra sujeto por unas correas a un sillón de implantes -continuó Edgemar-. Y yo le estoy monitorizando en una consola de sondeos psíquicos.

– Ya lo entiendo…, ¡estoy soñando! -exclamó Quaid con sarcasmo-. Y todo esto forma parte de aquellas deliciosas vacaciones que me vendió su compañía.

Con la salvedad de que ningún sueño almacenado podría incluir aquella escena con Melina donde, en vez de una satisfacción, recibió un rechazo. ¡Sólo la realidad le hacía eso a un hombre!

– No exactamente -dijo Edgemar, sin sentirse molesto por la actitud de Quaid. Los médicos aprendían pronto a no verse perturbados por las reacciones de sus pacientes-. Lo que usted experimenta es un engaño libre sacado de nuestras cintas de recuerdos. No obstante, usted mismo es quien lo inventa.

Ese comentario hizo que Quaid se detuviera. ¿Y si la cinta tenía a Melina programada para una reunión gozosa, con un acto sexual completamente satisfactorio, mientras su mente cínica era incapaz de conformarse con el resultado? De esa forma, dentro del sueño, su sospecha se convertía en la sospecha de ella, haciendo que le rechazara. Tenía entendido que la mente de una persona podía conseguir algo así; se lo llamaba transferencia, o algo parecido. ¡Se podría haber destruido a sí mismo!

No obstante, seguía sin creérselo.

– Bueno, si éste es mi engaño, ¿quién le invitó a usted?

– Yo he sido implantado de forma artificial como una salida de emergencia -repuso Edgemar sin la menor vacilación. Luego, con más seriedad, añadió-: Lamento comunicarle esto, señor Quaid, pero usted está padeciendo una embolia esquizoide. No podemos sacarle de su fantasía. Me han enviado para que intente que regrese por propia voluntad a la realidad.

– ¿Y la «realidad» es que yo no estoy verdaderamente aquí? -preguntó Quaid.

– Piénselo, señor Quaid. Su sueño comenzó en mitad del proceso de implantación. Todo lo sucedido después: las peleas, el viaje a Marte en una cabina de primera clase, su suite en el Hilton, forma parte del programa de Rekall.

– ¡Eso es una completa estupidez! -exclamó Quaid, empezando a temer que no lo fuera.

– ¿Y qué me dice usted de la mujer? -preguntó Edgemar, impasible-. Cabello castaño, voluptuosa, sensual y tímida, tal como usted especificó. ¿Es eso una estupidez?

– Ella es real -dijo Quaid-. Soñé con ella incluso antes de ir a Rekall.

– Señor Quaid, ¿se escucha a sí mismo? -preguntó Edgemar con tono persuasivo-. ¿Es real porque soñó con ella?

– Así es.

Y, en realidad, él lo creía, y no tenía la esperanza de que el doctor lo comprendiera.

Edgemar suspiró, desalentado.

– Quizás esto le convenza. ¿Le importaría abrir la puerta?

Quaid clavó la pistola en las costillas de Edgemar.

– Ábrala usted.

– No hace falta que se ponga violento. -El hombre cuadró los hombros y se acercó a la puerta. Quaid se pegó a él, dispuesto a cualquier cosa mientras el hombre la abría.

Cualquier cosa menos lo que vio.

¡Lori estaba en el umbral!

Quaid hizo lo mejor que pudo para absorber el impacto. Lori era hermosa, con el tipo exacto de sensualidad y timidez que a él le gustaban, mostrando más pecho de lo que parecía darse cuenta, el rostro con un leve moretón en el lugar en que la había golpeado con la pistola, al lado del ojo. De repente lo lamentó; nunca antes la había golpeado.

Lori adoptó una expresión valiente, como si estuviera conteniendo las lágrimas delante de un niño enfermo. No dejaba entrever la menor indicación que mostrara que jamás había sido la adorable esposa de Quaid.

– Cariño…

¡Pero ella le disparó con la pistola! Había intentado golpearle y matarle con un cuchillo de cocina. Los cortes recibidos en la piel aún estaban cicatrizando. Sólo adoptó una actitud seductora con el fin de distraerle mientras observaba a Richter y a Helm acercarse por el monitor. Ella misma le contó cómo toda su relación era un implante, salvo las últimas seis semanas. ¿Cariño?

¡Dios le ayudara, pero deseaba creer en ella! Si la situación era un sueño, entonces su ataque jamás se había producido y, de verdad, se trataba de su adorable esposa.

– Por favor, pase, señora Quaid -invitó Edgemar.

Lori entró en la habitación con gesto titubeante. Todavía movía las caderas de esa forma que siempre lo había enloquecido. Y aún lo hacía. Quizá no la amara; pero, ¡por todos los diablos que tampoco la odiaba!

Entonces, ¿por qué la había proyectado en sus sueños como semejante villana? ¿Para tener un pretexto con el que deshacerse de ella y perseguir a la mujer de Marte? Eso, de una forma desagradable, tenía sentido. Una mente desquiciada…, ¡él jamás se permitiría hacer eso en la realidad!

¡Tampoco podía permitirse el lujo de confiar en ella! Quaid atrajo a Lori hacia él y la cacheó con brusquedad. Incluso eso le causó dolor, ya que sus manos, al recorrerla, le comunicaron lo espléndido que era su cuerpo. Había acariciado aquel cuerpo en tantas ocasiones, recibiendo tanto placer de él. ¿Cómo podía dudar de ella ahora?

– Supongo que tú tampoco estás aquí -dijo con tono hosco.

Se estaba comportando como un patán; pero, ¿qué alternativa le quedaba? Un error significaría el desastre.

– Me encuentro aquí, en Rekall -comentó ella.

Quaid se rió y la apartó de sí con un empujón. Sin embargo, en su interior, sufría. ¡Si tan sólo ella se derrumbara y le maldijera, diciéndole que le odiaba! Entonces sentiría que el trato que le brindaba estaba justificado, ya fuera real o irreal esta escena.

– Doug, te amo -repuso Lori, con sus enormes ojos húmedos.

– Perfecto. ¡Por eso intentaste matarme!

Debía mantener la actitud con la que poder ocultar la duda que le carcomía.

– ¡Nooo! -protestó ella, prorrumpiendo en sollozos-. Nunca haría nada para herirte. Te amo. Quiero que vuelvas a mí.

Su desesperación le partía el corazón.

– Increíble -musitó.

Sin embargo, la certeza que sentía se había resquebrajado. Sería tan fácil cogerla entre los brazos…

– ¿Qué resulta increíble, señor Quaid? -preguntó Edgemar. Adoptó un tono de voz razonable-. ¿El hecho de que usted experimente un episodio paranoide activado por un agudo trauma neurológico? ¿O… -entonces su voz sonó burlona- que sea usted un agente secreto invencible de Marte y que sea la víctima de una conspiración interplanetaria que le hace creer que es un miserable trabajador de la construcción?

La poca certeza que le quedaba a Quaid estaba siendo más minada aún. ¡Ciertamente, los acontecimientos recientes que había experimentado sí parecían ahora carentes de toda lógica! Las cosas que no parecían tener mucho sentido…, ¿qué mejor forma de explicarlas que aduciendo que eran el producto de una mente soñadora y levemente perturbada?

Edgemar le observó con gran simpatía y calidez.

– Doug, ¿cuántos de nosotros somos héroes? Usted es un hombre bueno y honrado. Tiene una mujer hermosa que le ama.

Lori miró a Quaid, irradiando puro afecto.

– Posee un trabajo seguro con un futuro brillante -prosiguió Edgemar-. Le queda toda la vida por delante, Doug. -Frunció el ceño con gesto benévolo-. Pero tiene usted que querer regresar a la realidad.

Las piezas parecían encajar. Quaid casi estaba convencido. No cabía duda de que había deseado ser un héroe intrépido; sin embargo, esta aventura le había hecho cambiar de parecer con respecto a esas cosas. Deseaba a una mujer hermosa y, de hecho, así era Lori. Que su cabello no fuera oscuro…, ¿era una razón válida para rechazarla? Teniendo en cuenta la forma en que le tratara Melina…

– ¿Qué he de hacer? -preguntó.

Edgemar abrió la mano, mostrando una píldora pequeña.

– Tómese esta pastilla.

– ¿Qué es?

Quaid no era tan tonto como para no darse cuenta del hecho de que una pastilla imaginaria no podía hacer algo que a la imaginación le resultaba imposible.

– Es un símbolo. Un símbolo de su deseo de regresar a la realidad -explicó Edgemar-. Dentro de su sueño, se quedará dormido.

¿Y despertaría en la realidad? Ya le había ocurrido antes, cuando cayera en el precipicio de Marte para aparecer en su cama, al lado de Lori. ¡Tenía su atractivo! Cogió la píldora y la estudió. Podía apreciar su lógica: en la vida, una persona tomaba una pastilla para ponerse bien. En un sueño, tomaba una para querer ponerse bien. El efecto sería parecido.

– Ha de saber, señor Quaid, que Rekall le proporcionará una terapia gratuita durante todo el tiempo que le haga falta. Además, si firma un pliego de descargo contra nosotros, acordaremos una cantidad mayor como compensación económica.

– ¿Cuánto?

Formuló la pregunta de forma automática, aunque apenas le importaba. La pregunta más importante era si anhelaba la realidad que había conocido en la Tierra o una continuación de esta descabellada aventura en Marte. La respuesta debía de ser obvia; pero el recuerdo de Melina, y algo apenas vislumbrado, algo tan importante que…

– Mil créditos. Quizá más.

Lori se animó.

– Piensa en ello, Doug. Podríamos comprar una casa.

En vez del apartamento en el piso doscientos. También eso tenía su atractivo. Tal vez unas vacaciones en un domo submarino.

– Claro está -añadió Edgemar-, todo eso depende de que usted tome la píldora.

Cuando ya estaba a punto de sucumbir a su lógica, las sospechas de Quaid renacieron. ¿Por qué todo debía depender de que se tragara la pastilla? ¿Por qué no podía, simplemente, declarar: «¡He terminado de soñar! ¡Quiero regresar a la realidad y a Lori!», y estar allí? En muy contadas ocasiones había experimentado lo que creía que llamaban un sueño lúcido, en el que se daba cuenta de que estaba soñando y que, de alguna manera, podía controlar. Generalmente, cuando le ocurría eso, el sueño perdía su sustancia y se despertaba. De modo que, en vez de lanzarse hacia una chica desnuda de un anuncio, se despertaba con una erección y nadie con quien desfogarse. Aquello fue durante su adolescencia, antes de conocer a Lori. Sin embargo, el principio seguía siendo válido: si no conseguía salir sin la ayuda del símbolo, ¿por qué debería funcionar con el símbolo? ¿Por qué estaban tan ansiosos por ese símbolo?

– Digamos que tiene razón -comentó Quaid-. Que todo esto es un sueño. -Alzó la pistola a la cabeza de Edgemar-. Entonces, podría apretar el gatillo y no importaría.

Empezó a presionar el gatillo. Ésta era una prueba importante. ¡Si no se trataba de un sueño, Edgemar estaría muy ansioso por evitarla!

– ¡No lo hagas, Doug! -exclamó Lori.

No obstante, Edgemar permaneció con una calma preternatural. Sus ojos y su voz mostraban la preocupación altruista que sentía por su paciente.

– Para mí no significará ninguna diferencia, Doug; sin embargo, las consecuencias para usted serán devastadoras. En su mente, yo estaré muerto. Y, sin nadie que le guíe para salir, usted quedará estancado en una psicosis permanente.

¿Era posible? La psicosis era una enfermedad de la mente. ¿Su propia acción podía determinar el camino que seguiría su mente? ¿La decisión de dispararle a Edgemar representaría su decisión de evitar la realidad, más que cualquier hecho tangible de abrazarla, como el tomar la pastilla?

– ¡Por favor, Doug, deja que el doctor Edgemar te ayude! -rogó Lori.

Con el dedo en el gatillo, Doug se debatió entre la duda. Sabía que podía desperdigar por la estancia los sesos del doctor. Pero, ¿quería hacerlo? ¿Si eso significaba que se encerraría en un sueño de violencia, incertidumbre y amor frustrado?

– Las paredes de la realidad se derrumbarán -dijo Edgemar-. En un instante, usted será el salvador de la causa rebelde; luego, lo siguiente que verá es que usted es el camarada de Cohaagen. Hasta que, finalmente, en la Tierra le harán una lobotomía.

Quaid se sentía desmoralizado por completo. Debía de ser cierto: si, de verdad, se hallaba en un estado de semicoma allá en la Tierra y no le podían sacar de él, le harían una lobotomía. No tenía ningún sentido mantener a un vegetal. Era antieconómico. Un hombre lobotomizado quizá no fuera muy creativo; sin embargo, podía manejar un martillo perforador. Así que lo mejor era que tomara la decisión correcta; sería un desastre continuar con la ilusión, en cualquier dirección.

– De modo que contrólese firmemente, Doug -prosiguió Edgemar con voz severa-. Y baje la pistola.

Vacilante, Quaid bajó el arma. Si esto era un sueño, y él le disparaba a alguien, sería él quien moriría (o le harían una lobotomía, que era lo mismo) en vez de la otra persona.

– Eso es. Ahora tome la píldora, vamos… -Edgemar se detuvo unos instantes cuando la mano de Quaid, lentamente, cogió la pastilla-. Llévesela a la boca.

Quaid se llevó la píldora a la boca. Sabía exactamente igual que cualquier otra píldora. Por supuesto, siempre sería así, tanto en un sueño como en la realidad.

– Y tráguela -continuó Edgemar, como si le estuviera dando instrucciones para aterrizar a un piloto ciego.

Quaid titubeó. Edgemar y Lori le contemplaban con gran expectación.

– Adelante, Doug -comentó Lori.

Sin embargo, aún se sentía desgarrado por la duda. ¿Y si esto no era un sueño? Entonces, la pastilla sería -de hecho, probablemente lo era- un tranquilizante potente o incluso algo letal.

En ese momento vio que una única gota de sudor bajaba por la frente de Edgemar.

Su reflejo Hauser se apoderó de él. Bruscamente, apuntó a Edgemar con la pistola y disparó.

El explosivo plástico de la pistola de plástico envió la bala de plástico a través de la cabeza del hombre. La sangre salpicó la pared, formando un círculo de espeso líquido.

Entonces la mancha de sangre explotó, arrojando a Quaid hacia atrás por los aires. Un agujero grande apareció en la pared. ¡Había tomado la decisión equivocada! Su mundo de sueños se estaba derrumbando, ¡exactamente de la forma en que el doctor Edgemar le había dicho que sucedería!

En ese momento chocó contra la pared, y cayó atontado al suelo. Cuatro agentes de Marte irrumpieron a través del agujero y le sujetaron.

¡Pero éste no era el fin del sueño! ¡Se trataba de la confirmación de la realidad de Marte! No le habían atacado antes porque intentaban cogerle vivo, con el fin de averiguar lo que sabía. Cuando no cayó en el engaño de la píldora, entraron a la fuerza para prenderle. ¡Encajaba a la perfección!

Tranquilizado, empezó a luchar. Trataban de esposarle, pero le dio con el codo a una mandíbula, dislocó un hombro, y se liberó de ellos a patadas y empujones. Se soltó de un agente que le aferraba el tobillo. ¡No estaban empleando armas, sólo querían abatirle!

Con las manos apoyadas en el suelo para recuperar el equilibrio, trastabilló en dirección a la puerta. ¡Pensaba largarse, y que el sueño se fuera al infierno!

Sin embargo, había alguien delante de él. Alzó la vista. Lori bloqueaba su camino. Oh, de acuerdo. Reemprendió la marcha…, y el pie de ella se aplastó contra su cara.

Se tambaleó, más herido por su odio que por el golpe. ¡No quería volver a pegarle! Ya había sido bastante desagradable allá en la Tierra.

Sólo se detuvo un momento; sin embargo, eso les brindó tiempo a los otros para cogerle y frenarle. Se puso tenso, preparándose para que las cabezas de los dos tipos que le sujetaban los brazos chocaran.

Entonces Lori le pateó los testículos, y el planeta estalló en una onda de dolor. Dejó de resistirse; sólo existían la agonía y la traición de ella. ¡Le había dicho que le amaba!

Como desde la distancia, de algún lugar más allá del radio del dolor, la escuchó hablar:

– Eso es por haberme obligado a venir a Marte. ¡Sabes cuánto odio este jodido planeta!

No, no lo sabía. Había pensado que sólo se trataba de una postura para desalentarle en su deseo de venir hasta aquí. Evidentemente, no todo lo referente a ella había sido una actuación.

Los agentes le esposaron las manos a la espalda. Estaba indefenso. Entonces Lori le lanzó un rodillazo en la cara, haciéndole perder el poco sentido que le quedaba.

Vagamente sintió que le arrastraban por el suelo hacia la puerta. Lori, al final, le había hecho un favor. Le había convencido definitivamente de sus auténticos sentimientos hacia él. Nunca más lograría engañarle. Aunque no creía que tuviera oportunidad de demostrarlo. Perdió el conocimiento.

Lori habló por un teléfono inalámbrico.

– Lo tengo -dijo, sonriéndole al rostro de Richter que apareció en la pantalla.

– Tráelo -indicó Richter.

Lori frunció los labios en un silencioso beso.

– Ciao. -Cortó la transmisión.

19 – Fuga

Richter y Helm esperaban en un coche fuera del Hotel Hilton. Richter cerró el puño con satisfacción. Él hubiera preferido matar al hombre; pero, por lo menos, la zorra había sido capaz de cogerlo con vida, cumpliendo la orden de Cohaagen.

– Tomad el ascensor de servicio -comunicó Richter-. Saldremos a vuestro encuentro.

Helm ya estaba saliendo del coche. Richter le siguió, y los dos corrieron al interior del hotel.

Quaid recuperó el sentido con las percepciones borrosas. Le arrastraban a un ascensor de servicio. Dos clientes y un mozo con un carrito se hicieron a un lado, sin interferir en sus movimientos. Debió de perder la consciencia sólo unos pocos segundos…, el tiempo suficiente para que sus testículos se asentaran en un nivel de agonía soportable.

Le incorporaron mientras aguardaban a que llegara el ascensor. Miró el suelo y no ofreció resistencia; lo único que intentaba era recuperarse por completo. Fijó los ojos en algo agradable. Después de un momento, se dio cuenta de que se trataba de las piernas de Lori. ¡Era una pena que su corazón no estuviera a la altura de su cuerpo!

También se percató de que llevaba una funda con un cuchillo sujeta al tobillo. ¡Ya no le cabía ninguna duda de que era una profesional! ¿Cómo pudo creer en ella alguna vez?

Las puertas del ascensor se abrieron. Brotó una ráfaga de disparos.

¿Eh? ¿Finalmente le habían disparado? No sintió nada.

Entonces, el agente que tenía delante cayó al suelo. El rostro del hombre parecía como un boceto de expresiones de sorpresa. No habían matado a Quaid…, el muerto era el agente. ¿Qué estaba pasando?

En ese momento, una mujer salió corriendo del ascensor. Tenía unas piernas tan atractivas como las de Lori, unos pechos más llenos y un cabello largo y oscuro. Entonces, cuando posó la mirada en su cara, quedó sorprendido. ¡Era Melina!

Melina giró, sin dejar de disparar la ametralladora. En un instante había abatido a los tres agentes que quedaban de pie y cuyas manos estaban ocupadas en Quaid. Logró no darle ni un balazo a éste. O tenía suerte, o poseía una excelente puntería.

Lori se arrojó al suelo, agitó las piernas y derribó a Melina. El arma salió volando por los aires. Lori agarró el cabello de Melina y tiró con tanta fuerza que casi le rompió el cuello. Se enroscó el pelo de Melina alrededor del puño, sujetando con firmeza su cabeza, y le aplastó la cara contra la pared. Una vez. Dos, tres veces. Melina dejó de debatirse. Quaid, que acababa de experimentarlo en carne propia, sabía lo que se sentía.

Se arrastró por encima de los cadáveres de los agentes. Con las manos esposadas a la espalda, arrancó un arma de una mano muerta. Los agentes llevaban pistolas, sólo que, en esta ocasión, no las habían empleado contra Quaid.

Lori extrajo el cuchillo de la funda del tobillo. Lo alzó muy alto, preparándose para clavarlo en el corazón de Melina. Pero se detuvo un instante.

Los ojos de Melina recuperaron el enfoque. Vio el acero que pendía sobre ella.

Era lo que estaba esperando Lori. Sin lugar a dudas, sabía quién era Melina: la mujer de su sueño. Deseaba que Melina viera lo que le aguardaba. Tal vez también deseaba que Quaid lo contemplara. Su intención era herirle de cualquier forma que pudiera, y había encontrado el modo perfecto.

– ¡No lo hagas! -gritó Quaid. No era un ruego, sino una advertencia.

Lori se volvió, y vio que él la tenía encañonada con la pistola. No obstante, también notó que se hallaba contorsionado, con las manos esposadas a la espalda. ¿Podría disparar con precisión desde esa postura?

La actitud de Lori cambió, de esa forma tan camaleónica suya. ¡Evidentemente, ya conocía la respuesta a su puntería!

– Doug… -jadeó-. Tú nunca me dispararías, ¿verdad?

Él mantuvo la pistola apuntada sobre ella.

Lori bajó el cuchillo y juntó las manos en un gesto inocuo.

– Sé razonable, cariño. Estamos casados.

Sí, eso creyó en una ocasión. Sin embargo, ahora conocía la verdad. Era mucho mejor así. El arma no tembló en sus manos.

Lori, con un movimiento sutil, colocó el cuchillo en una posición para arrojarlo, sosteniendo el extremo del acero entre los dedos. Él no tenía ninguna duda de su capacidad para lanzarlo al sitio que deseara. Se había convenido en su blanco principal.

– Considera esto un divorcio -dijo hoscamente.

Lori echó el brazo hacia atrás para lanzar el cuchillo.

Quaid disparó. La bala le dio en mitad de la frente. El cuchillo cayó de sus manos, luego fue Lori la que cayó.

Quizá la hubiera dejado marchar con vida, incluso después de que intentara matar a Melina. Odiaba matar a mujeres. Pero le había demostrado qué tipo de naturaleza tenía hasta el mismo instante final. Toda ella era una agente, tan brutal como cualquiera de los matones, y más peligrosa que la mayoría. Tuvo que hacerlo.

Melina se sentó en el suelo, magullada y atontada. Estaba claro que no había esperado que otra mujer la superara en combate.

– ¿Ésa era tu esposa?

Quaid asintió. La había matado, y sabía que tenía una justificación; pero, pese a ello, le enfermaba el acto cometido. Estaba claro que Lori no sólo no le había amado, sino que ni siquiera le había caído bien. Él no la amaba; pero que le gustaba. La había matado con más remordimientos de los que habría sentido ella si la situación hubiera sido a la inversa.

– Vaya zorra -comentó Melina.

Eso resumía adecuadamente la situación. Ocho años -o seis semanas- habían sido arrancados de su vida. Dolía.

Richter aporreó con impaciencia el botón de llamada del ascensor de servicio. Finalmente llegó. Helm y él entraron. Todavía lamentaba que Hauser no hubiera intentado escapar, así habría tenido una excusa para matarlo…, en cumplimiento del deber.

Con un gesto de dolor, Melina se arrastró hacia Lori y hurgó en sus bolsillos.

Quaid la observó.

– ¿Has venido a verme en tu pausa para el café? -preguntó sarcásticamente-. ¿Te has tomado un descanso en tu trabajo?

– Éste es mi trabajo -replicó ella.

– Y El Último Reducto es tu hobby. -Sabía que estaba siendo quisquilloso, pero estaba harto de permanecer en la oscuridad.

– Ésa es mi tapadera -dijo ella. Siguió su búsqueda.

Era una profesional, como lo había sido Lori. Hacía todo lo necesario para proteger su auténtica misión. Podía confiar en ello.

– Pensé que no te caía bien.

– Y así es -corroboró secamente Melina. Encontró la llave de las esposas y se las quitó.

– ¿Qué te hizo cambiar de parecer? -preguntó él, como si mantuvieran una conversación en vez de intentar escapar a la desesperada.

– Si Cohaagen quiere verte muerto, puede que, después de todo, digas la verdad.

En realidad, parecía como si Cohaagen, en esta ocasión, hubiera querido cogerlo con vida; los agentes podrían haberlo liquidado en cualquier momento desde el instante que penetraron a través de la pared; sin embargo, aguardaron a que acabara aquella breve escena con Lori y Edgemar. En cualquier caso, evitó clarificarle ese punto a Melina. El razonamiento de ella era parecido al que él hacía sobre ella: si se negó a tratar con él durante el tiempo en que dudó acerca de la naturaleza de su lealtad, probablemente también era sincera. Lori había sido todo lo opuesto a ella, y no sólo en el color del cabello. A veces resultaba necesario comprobar quiénes eran los enemigos de una persona antes de decidir si esa persona era amiga.

– Así que te dejaste caer para disculparte -indicó él.

– Kuato quiere verte. -Retiró las esposas de Quaid-. ¡Vamos! -Le hizo ponerse en pie y echaron a correr pasillo abajo.

Richter y Helm salieron corriendo del ascensor de servicio. Richter se detuvo en seco al ver el agujero de bala en la frente de Lori. La sangre huyó de su rostro al tiempo que era golpeado por una oleada de incredulidad y rabia. La última vez que la había visto había sido tan cálida, había estado tan viva, y ahora…

No, pensó. No Lori. ¡No mi Lori! Ella había sido lo mejor que le había ocurrido en su vida. Lista, hermosa, y estupenda en la cama. No podía soportar el pensamiento de no poder volver a abrazarla, de no poder volver a verla sonreír, de no escuchar de nuevo su sensual voz.

Se sintió lleno de una aturdidora angustia que se vio rápidamente reemplazada por una furia al rojo blanco. Hauser había hecho aquello. ¡Aquel asesino, traidor pedazo de escoria! Richter vengaría la muerte de Lori aunque fuese la última cosa que hiciera en su vida. Le arrancaría la cabeza al bastardo, le…, le…

Helm apoyó una mano en su hombro y señaló. Richter vio a Quaid y Melina correr pasillo abajo. Con un aullido incoherente, abrió fuego y cargó tras ellos. Las balas zumbaron junto a los oídos de Quaid.

¡Maldición! Había temido que saldrían más matones del ascensor, de modo que una ráfaga de balas acabarían matándolos a él y a Melina aun en el caso en que pudieran liquidar a Richter y a Helm. Sin embargo, daba la impresión de que únicamente estaban los dos hombres. En este momento, cualquier vacilación, cualquier intento de obtener una posición desde la cual disparar con precisión, les pondría en una desventaja fatal. Tenían que continuar corriendo.

Llegaron hasta una puerta de salida de emergencia. Melina tiró de ella. Se negó a abrirse.

– ¡Mierda! -exclamó.

Siguieron corriendo, ya que, de momento, no gozaban de otra alternativa. Se encaminaron hacia la gran ventana que había al final del pasillo. Más allá del cristal, sólo estaba el cielo rojo y el armazón geodésico, sin ninguna indicación de que hubiera alguna superficie sobre la que pudieran apoyarse.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Quaid, viendo el callejón sin salida al que se aproximaban.

– ¡Salta! -replicó ella sucintamente.

Si hubiera tenido un control más férreo sobre su voluntad, quizá lo habría cuestionado; pero aún seguía un poco atontado por el golpe recibido. Quizás a ella le sucedía lo mismo. Bueno, si iba a lanzarse al vacío, ¡ella era la persona con quien deseaba hacerlo! Recordó el sueño…

Saltaron juntos…, y atravesaron el cristal de la ventana. Volaron por el aire, y cayeron, y fragmentos de la vida de Quaid pasaron ante sus ojos, y de ellos pudo obtener una mayor comprensión de los sucesos que tenía enterrados en su mente. ¡Se relacionaban con el bienestar de la humanidad!

Entonces miró hacia abajo, y vio el techo a sólo un metro ochenta de distancia. Obviamente, Melina lo sabía. El hotel era una serie de terrazas construidas justo al lado del domo.

Aterrizaron, rodaron, y se pusieron de pie para reanudar la carrera. Richter y Helm aparecieron ante la ventana rota y les dispararon. En ese momento, Quaid y Melina se desvanecieron de su campo de tiro al girar una esquina.

Quaid escuchó el impacto producido por Richter y Helm cuando saltaron por la ventana para seguirles. ¡La persecución aún no había acabado!

Corrieron de techo en techo, zigzagueando para mantenerse fuera de la línea de tiro. Afortunadamente, sus perseguidores no podían disparar con precisión mientras corrían, de modo que estaban desperdiciando las balas.

Sin embargo, pronto se hallaron arrinconados, tal como lo estuvieran en el hotel, aunque en esta ocasión les rodeaba el precipicio y no las paredes. ¿Adonde irían ahora?

Melina corrió a toda velocidad hacia el borde de la tenaza. Quaid la siguió, consternado.

– ¿De nuevo?

Evidentemente, así era. Esperaba que ella supiese todavía adonde iba. Entonces vislumbró el domo. Dejó caerla ametralladora que llevaba, ya que le resultaría imposible sostenerla mientras empleaba ambas manos para aferrarse a la estructura que le esperaba delante. Se metió la pistola en el cinturón. Lamentaba no haber podido guardar la pistola de plástico que tanto le costó introducir en Marte; era un arma de excelente calidad.

Llegaron hasta el borde del techo de la terraza, saltaron y se aferraron al andamiaje del domo geodésico. ¡Nuevamente habían encontrado una vía de escape!

Mientras se sujetaba a una viga, Quaid echó un vistazo hacia atrás. Vio que Richter y Helm llegaban hasta el borde del techo. Richter alzó el arma para dispararles, pero Helm le dio un golpe en el brazo a tiempo para que el arma descargara contra el suelo.

– ¿Pretendes matarnos? -chilló Helm.

Furioso, Richter dio un manotazo a Helm en la cabeza e intentó disparar de nuevo. Helm luchó ferozmente con su más robusto jefe para impedírselo.

– ¡Agujerearás el maldito domo! -gritó mientras le daba de puñetazos a Richter.

Cierto, pensó Quaid, recordando la escena en el espaciopuerto. Una bala podía conseguirlo con la misma facilidad que una máscara explosiva. El hombre era un idiota de los que disparaban primero, con la misma probabilidad de matar a un inocente que a la persona a la que perseguía. Pero debió de recuperar los sentidos, porque el disparo no llegó nunca.

– Por cierto -jadeó Quaid, como si estuvieran haciendo aquello por pura diversión-. ¿Has oído hablar alguna vez de una compañía llamada Rekall?

– Hubo un tiempo en que fui modelo para ellos. ¿Por qué?

– Sólo me preguntaba. -Las cosas iban ocupando su lugar en su mente, aunque se estuvieran haciendo pedazos en otros aspectos.

Quaid siguió a Melina mientras ésta, con movimientos atléticos, avanzaba a lo largo de las vigas, descendía por tuberías y se balanceaba de un puntal a otro. ¡Quizá su aspecto fuera el de una mujer sensual, pero ahora también era una acróbata!

Sin embargo, las contorsiones de él hicieron saltar el arma que llevaba a la cintura. Quaid no pudo cogerla; lamentándolo, tuvo que contentarse con verla caer. Melina había soltado la suya sobre el techo o la había perdido de una manera similar. Ya no disponían de ningún modo con que devolver los disparos.

Mientras tanto, Richter y Helm descendían por el lado del hotel, una empresa mucho más fácil y corta. ¡Estaban recuperando la distancia!

Quaid y Melina saltaron al suelo cerca de una sólida pared. Richter y Helm aterrizaron casi simultáneamente. Emprendieron la carrera, disparando sus armas.

Quaid miró a su alrededor y no vio ningún lugar en el que ocultarse. Buscó frenéticamente el arma que se le había caído; pero estaba perdida entre la basura que había al pie del domo. En cualquier caso, no disponía de tiempo para continuar la búsqueda. ¡Las cosas se ponían mal para el equipo de casa!

Richter aminoró la velocidad hasta un paso rápido cuando llegó a distancia de tiro. Alzó el arma, apuntando con cuidado. Sonreía con una mueca. ¡Su intención era no hacer prisioneros!

Entonces un coche derrapó en una esquina, interponiéndose entre Richter y Helm. Se detuvo delante de Quaid y Melina.

¡Se trataba de Benny, el taxista vestido como un músico de Jazz!

– ¿Una carrera? -preguntó.

Se lanzaron de cabeza al interior del taxi, cayendo uno encima del otro cuando Benny pisó el acelerador y arrancó con una sacudida de cola.

– ¡Al Último Reducto! -jadeó Melina-. ¡Aprisa!

Richter disparó desde la acera, y la ventanilla trasera del taxi saltó hecha añicos. Quaid empujó a Melina hacia abajo para evitar los volantes trozos de cristal.

– ¡Jesús! -exclamó Benny-. ¿Están en problemas, amigos? -Pisó el acelerador a fondo.

Tras ellos, Richter y Helm subieron a su coche y se lanzaron en medio del tráfico, haciendo sonar sus armas.

Benny dio un volantazo y se metió por el túnel principal.

– ¡Cuidado con lo que hacen, amigos! ¡Tengo seis hijos que alimentar!

Benny dio un pronunciado giro a la izquierda y se metió en un conducto que atravesaba el abismo. El movimiento juntó a Quaid y a Melina. ¡Deseaba poder hacerlo de forma deliberada! Pero, tal como estaba la situación, se separó con cuidado, sin querer producir ningún malentendido.

El pavimento de este conducto era bastante irregular. A medida que el coche avanzaba de segmento en segmento a máxima velocidad, se encendieron bastantes luces y las ruedas produjeron sonidos rítmicos. Calumf, calumf, calumf, transmitidos a través del chasis. El efecto era extrañamente calmante.

– ¿Tiene un arma, Benny? -preguntó Quaid.

– Bajo el asiento, amigo.

Quaid hurgó debajo del asiento delantero y encontró una pistola en una funda oculta. La sacó y le echó un vistazo. Era un arma especial para profesionales, y estaba cargada. ¡Este taxista sí que sabía cómo protegerse cuando la situación lo requería!

Miró hacia atrás. Richter tenía el torso fuera del coche. Captó el resplandor del cañón de un arma. El espejo retrovisor de Benny saltó hecho pedazos. ¡Richter mejoraba la puntería!

Quaid se inclinó fuera de la ventanilla y tomó puntería. La bala dio en el blanco; el parabrisas del coche de Richter se hizo añicos.

El coche dio unos bandazos, aunque no perdió el control. Eso indicaba que no le había acertado al conductor. Una pena. Vio que una mano que empuñaba una pistola quitaba los fragmentos de cristal que aún quedaban en el parabrisas. Luego, el fuego se reanudó desde el interior del coche.

¡Lo único que había conseguido era hacerle más fácil a Richter la tarea de dispararles! En realidad, parecía que el hombre estaba buscando una artillería más pesada. ¿De qué disponía?

Richter abrió fuego. Un guardabarros saltó del coche. Disparó de nuevo. Otra ventanilla voló hecha pedazos. ¡De acuerdo, ya había demostrado que tenía un arma de gran calibre!

Quaid volvió a disparar; sin embargo, su arma no parecía adecuada para la situación. Los dos hombres del otro coche iban agazapados, de modo que no podía lanzar un buen disparo y, a menos que le diera a uno de ellos, no iba a conseguir gran cosa. Parecía que unas protecciones metálicas cubrían las ruedas delanteras, razón por la que el coche era casi invulnerable al daño que le podía infligir su arma. No obstante, ese cañón de Richter…

Richter disparó de nuevo. En esta ocasión, el techo del taxi saltó por los aires.

– ¡Maldita sea! -gritó Benny-. ¡Ni siquiera he terminado de pagar el taxi!

Aún se les avecinaba algo peor. Uno de los neumáticos del coche de Benny reventó cuando tomó una curva. El taxi perdió el control y dio una voltereta, deteniéndose en posición invertida en uno de los arcenes del conducto.

Quaid apenas fue consciente de lo que hacía; probablemente, su personalidad de Hauser había tomado de nuevo las riendas, como hacía siempre en momentos de crisis graves. Se dio cuenta de que cogía a Melina y la envolvía entre sus brazos todo lo posible, tratando de protegerla del impacto.

Antes de que se detuvieran por completo entró en acción.

– ¡Fuera! -ordenó. Se contorsionaron debajo de los asientos suspendidos y salieron por el parabrisas roto-. ¡Aprisa! ¡Aprisa! -les urgió, poniéndose de pie y tirando de Benny y de Melina.

– Oh, Cristo -gruñó Benny-. ¡Ahora van tras de mi!

Los tres echaron a correr, apenas a tiempo. El coche de Richter tomó la curva y se detuvo con un chirriar de frenos. Él y Helm bajaron, y acribillaron el destrozado coche con sus metralletas.

20 – Kuato

El sonido de los disparos debía de haber alertado al encargado del Último Reducto. Mantuvo la puerta abierta mientras Melina, Quaid y Benny entraban en tromba, y la cerró rápidamente tras ellos apenas estuvieron dentro. Quaid se detuvo en seco, momentáneamente confuso ante la escena que lo recibió.

Tony y los otros mineros habían alzado su mesa y, con ella, una sección del suelo. Un agujero boqueaba allí. ¿Era una vía de escape de algún tipo?

Melina sabía exactamente lo que era. Se metió en el agujero y desapareció en la oscuridad. Benny la siguió, lanzando aterradas miradas por encima del hombro. Quaid se arrancó de su inmovilidad y se metió también rápidamente.

Los mineros volvieron a colocar la mesa y reanudaron su partida de póquer justo en el momento en que Richter, Helm y seis soldados entraban a la carga en el bar, dispuestos a todo.

Los jugadores de cartas contemplaron a los hombres armados con una pizca de curiosidad. La escena era tan tranquila y pacífica como un club de bridge una bochornosa tarde de jueves, pero Richter no se dejó engañar. Sabía que aquellas criaturas subhumanas estaban protegiendo al hombre que había matado a Lori y, por esa sola acción, habían puesto en entredicho su derecho a vivir. No le importaba a cuántos de ellos tuviera que matar a fin de conseguir la información que necesitaba.

Agarró a Mary y apoyó el cañón de la pistola en su cabeza. Era la misma pistola que había arrancado el techo del taxi de Benny.

– ¿Adonde fueron? -preguntó.

– ¿Quiénes? No sé de qué… -La cabeza de Mary voló en pedazos, arrancada de sus hombros. Richter echó el cuerpo a un lado y agarró a Thumbelina.

– Quizá lo sepas -sugirió, con voz amenazadoramente fría.

Antes de que ella pudiera responder, Tony dio un poderoso salto y derribó a Richter al suelo. Mientras Helm corría para apuntar con su arma a Tony, Thumbelina hizo un rápido movimiento hacia arriba, destripándolo desde la ingle hasta el esternón con un cuchillo bowie.

Fue como arrojar una cerilla a un barril de pólvora. El resto de los mineros estallaron en acción y atacaron a los soldados con puños, cuchillos, pistolas, botellas y jarras de cerveza. Cuando Richter consiguió librarse de los brazos de Tony, vio que la mitad de sus hombres habían sido eliminados.

Se lanzó contra una ventana, con las pistolas disparando a sus espaldas. Un amplio número de soldados se habían reunido fuera al sonido de los disparos, y cubrieron su retirada con una andanada de balas.

Deslizándose tras una barricada de coches y camionetas volcados, Richter se dirigió hacia donde se había detenido un vehículo militar para descargar más soldados. Las balas silbaron junto a sus oídos mientras se agachaba y rodaba sobre sí mismo en dirección al camión. Vio que llevaba montado un lanzacohetes. Sus ojos se iluminaron. Aquello serviría.

– ¡Vosotros! ¡Aquí! -ordenó. Hizo apuntar el lanzacochetes, y estaba a punto de dar la orden de disparar cuando un soldado le tendió un videófono de campaña.

– Cohaagen -dijo.

Richter chirrió los dientes mientras aceptaba la llamada.

– Señor… -empezó, pero Cohaagen le interrumpió.

– Cesa la lucha y abandona el lugar.

No, no, no, aquello no podía estar ocurriendo.

– ¡Están protegiendo a Quaid! -protestó, con la voz quebrada por la furia y el asombro.

– ¡Perfecto! -dijo Cohaagen-. Sal del Sector G. Ahora. -Antes que Richter pudiera responder, Cohaagen añadió-: No pienses. Hazlo.

Richter vio la expresión en los ojos de Cohaagen y se tragó su respuesta. Cohaagen tenía algo en la manga. Richter no sabía lo que era, pero sabía que sería peor que cualquier cosa que el lanzacohetes pudiera arrojar. Siguió las órdenes.

Quaid se dejó caer por el agujero a un túnel y siguió a Melina y Benny. El túnel parecía ser una arteria del enorme complejo minero que se extendía en todas direcciones por debajo de la ciudad. Sus sospechas se vieron confirmadas mientras corría más allá de mineros que desmenuzaban las paredes de roca con sus martillos perforadores. Los mineros les ignoraron. Parecían estar acostumbrado a esas cosas.

El túnel se bifurcaba en varios otros en una intersección al extremo de Venusville. Melina se detuvo allí por un breve instante para recuperar el aliento, y casi dejó de respirar por completo cuando un estremecimiento mecánico sacudió el suelo bajo sus pies.

– Dios mío -dijo, estupefacta-. ¡Las puertas de presión de emergencia! ¡Están aislándonos del resto de la ciudad!

Apenas había dicho esto…, ¡SQURRCHANG! Una lisa puerta de metal descendió del techo, cerrando la entrada a uno de los túneles frente a ellos. Echaron a correr hacia el siguiente…, ¡demasiado tarde!

Sólo un túnel permanecía abierto. Con la velocidad de la desesperación, se agacharon, rodaron y se lanzaron bajo la última puerta antes de que se asentara restallante en su lugar. ¡Lo habían conseguido!

Los rebeldes supervivientes de la batalla del Último Reducto miraron cautelosamente a través de los restos de cristal que asomaban de los marcos de las destrozadas ventanas del local. Los soldados habían dejado de disparar hacía un cierto tiempo, y ahora parecían estar recogiendo sus cosas y batiéndose ordenadamente en retirada. Los rebeldes no sabían qué pensar de todo aquello.

Mientras los soldados desaparecían de su vista, la gente de Venusville empezó a emerger de los agujeros donde se habían apresurado a esconderse durante la batalla. Hablaban en voz baja. Algunos parecían desconcertados. Otros suspicaces. Se sobresaltaron cuando las puertas de presión resonaron en sus lugares y nadie supo qué esperar a continuación. Una multitud se congregó en la plaza, pero permanecía extrañamente silenciosa. Luego se volvió más silenciosa aún.

Los gigantescos ventiladores que hacían circular el aire a través del sector redujeron su velocidad y finalmente se detuvieron. El silencio fue absoluto. Todos los rostros se llenaron de temor. Luego…

¡Los ventiladores empezaron a girar de nuevo! Alguien se echó a reír, aliviado, pero la risa se convirtió en un estrangulado grito de desesperación cuando los papeles que sembraban la plaza empezaron a volar hacia arriba, hacia las grandes palas.

¡Los ventiladores estaban girando al revés! ¡Estaban sorbiendo el aire de Venusville!

Quaid se tambaleó cuando el túnel se abrió a un espacio más amplio. Melina tomó una linterna de un estante cerca de la abertura del túnel y paseó su haz en torno a una cámara excavada, iluminando las paredes, acribilladas de nichos.

– Los primeros colonos están enterrados aquí -dijo.

Quaid observó que había cadáveres humanos en los nichos, momificados de forma natural, sin mortajas. Sabía que se habían dado casos semejantes en algunas partes de la Tierra. La momificación dependía del clima, no de las mortajas.

Melina abrió camino a través de un laberinto de angostos corredores alineados con tumbas abiertas. Recordaba la primera vez que había estado allí, cuando era una niña, temerosamente aferrada a la mano de su madre. Su madre había calmado sus miedos contándole historias acerca de cada forma desecada, hasta que se habían convertido en individuos reconocibles, casi vivos.

Las historias de su madre habían iniciado a Melina en el sendero que la condujo a unirse a las fuerzas rebeldes. Los habitantes de los primeros asentamientos habían sido una raza resistente, decidida a crear una colonia que fuera la envidia de todos los demás planetas.

Habían construido unos firmes cimientos, pero el descubrimiento del turbinio los había minado. Al Bloque Norte sólo le importaban las minas, con exclusión de casi todo lo demás, y las condiciones de vida se deterioraron en consecuencia.

Vilos Cohaagen había hecho que las cosas se volvieran intolerables. El hombre era un monstruo insensible. No hacía el menor esfuerzo por escuchar a la gente de su colonia. Respondía a las peticiones con arrestos, y declaraba que cualquier critica dirigida a él era punible con la muerte. Melina no podía soportar el ver los sueños de los primeros colonos disolverse en polvo, así que se había unido al Frente de Liberación de Marte. Tenía intención de ver la visión de los primeros colonos convertirse en realidad.

La voz de Benny interrumpió sus pensamientos.

– He oído hablar de este lugar -susurró.

– Vinieron para edificar una vida mejor -dijo Melina-. Pero las cosas no funcionaron como esperaban. Cohaagen escatimó en los domos y nos convirtió en fenómenos. Nos hace trabajar como esclavos en nuestro propio planeta, y no nos permite abandonarlo. Incluso nos hace pagar por el aire que respiramos.

Algo encajó en su lugar en la mente de Quaid. Aire…

– Somos como sus malditos peces en su pecera -gruñó amargamente Benny.

– En la actualidad podríamos tener un planeta donde vivir -prosiguió Melina-. Pero el Bloque Norte decidió que crear una atmósfera no era «económicamente viable». No si significaba retirar dinero y mano de obra de las minas de turbinio. -Se mostraba profundamente disgustada.

Aire. Quaid luchó por aferrar el pensamiento que casi tenía al alcance de la mano pero que le eludía. En vez de ello se centró en la situación de los mineros. Había sabido que la minería del turbinio era peligrosa; de hecho, era algo más que una sospecha el que el índice de mutaciones en Marte era tanto culpa de la radiación en las minas como de la luz del sol no protegida que llegaba al interior de los domos. Sin las enormes bonificaciones, nadie emigraría voluntariamente para trabajar en las minas.

Y no era hasta que llegaban a Marte que se daban cuenta de que habían tenido que gastar la mayor parte de esa bonificación en aire, pensó lúgubremente Quaid. Puesto que las minas eran lo único disponible en la ciudad, la gente normal tenía que trabajar en ellas, simplemente para poder seguir respirando. Aunque sospecharan lo que les costaba…, ¿qué otra elección tenían? La mutación lenta era mejor que la muerte rápida.

Empezó a recordar por qué Hauser había cambiado de lado. Si la gente de Marte tuviera alguna alternativa a la minería del turbinio, habría una revolución. En realidad ya había una, pero no era suficiente, porque Cohaagen controlaba el suministro de aire.

– Y a nadie allá abajo en la Tierra le importa en absoluto -prosiguió Melina-. Mientras el turbinio siga fluyendo, mientras el Bloque Norte pueda mantener su superioridad militar en la Tierra, nadie va a volcar el pequeño y cómodo carrito de manzanas de Cohaagen. -Se detuvo y se volvió hacia Quaid, con esperanza en los ojos-. Pero quizá tú puedas cambiar todo eso.

Él desvió la vista, embarazado. ¡Si tan sólo pudiera desenterrar esos recuerdos, fuera lo que fuese lo que se suponía que sabía que podía hacerlo cambiar todo! Pero las cadenas de su mente permanecían firmes.

– Haré lo que pueda -dijo hoscamente.

Avanzaron a través de las catacumbas, Quaid al lado de Melina, Benny demorándose detrás.

– Es algo que tú sabes -indicó Melina-. Kuato va a hacer que recuerdes algunas cosas.

– ¿Como qué?

– Todo tipo de cosas. -Dudó, y cuando continuó su voz era ronca por la emoción-. Quizá incluso recuerdes que me quisiste.

Quaid no pudo soportar el oír el pesar en su voz. Sujetó su brazo y la hizo volverse de cara a él. Tenía que convencerla de que lo que había en su corazón era real; de que los falsos recuerdos en su cabeza no importaban.

– ¡Melina, escúchame! -dijo-. ¡No necesito a Kuato para eso! Soñé contigo cada noche, allá en la Tierra. Borraron todo lo demás; sin embargo, no consiguieron destruir lo que sentía por ti. Cuando dormía, te veía, y te deseaba, cada noche. El recuerdo de nuestra vida juntos puede haber desaparecido, pero el sentimiento permanece. Simplemente no pude soltarlo, puesto que sin él no hubiera podido seguir viviendo.

Melina le miró directamente a los ojos, y él vio que empezaba a creerle.

– Entonces, tú, realmente…

– ¡Siempre! -Se le acercó más, pero antes de que sus labios pudieran unirse Benny dejó escapar un grito de alarma.

¡Los cadáveres a su alrededor se estaban moviendo! Toda una sección de la pared de la catacumba se deslizó como una puerta. Tras ella había siete hombres armados.

Quaid se tensó, pero Melina apoyó una mano en su brazo, tranquilizándole.

– Todo va bien -dijo-. Son de los nuestros.

Uno de los rebeldes avanzó e hizo un gesto hacia Benny con el cañón de su arma.

– ¿Quién es ése? -preguntó.

– Nos ayudó a escapar -respondió Melina.

– Hey, no se preocupe por mí, amigo -dijo Benny-. Estoy de su lado. -Apoyó su mano izquierda sobre la derecha y tiró. Hubo un clic; luego la mano derecha se soltó, como si fuera el apéndice de una marioneta. Era artificial. Debajo había un deformado muñón con unos pocos dedos vestigiales. Quaid se sintió ligeramente enfermo ante la visión, pero los otros miraron con muda simpatía.

Entonces el taxista extendió su brazo y cerró el puño. Había algo extraño en la forma del brazo, y el estómago de Quaid se agitó cuando vio algo rebullir debajo de la manga. El taxista tiró de la manga hacia arriba, y un segundo antebrazo se desprendió del primero, un miembro grotesco con largos, huesudos y palmeados dedos que se cerraban y abrían lentamente. Incluso los rebeldes retrocedieron ante aquella visión…, pero sirvió para su propósito. Todos quedaron convencidos de que Benny era uno de ellos.

– Seguidme -dijo el rebelde. Siguieron a los hombres armados a través de un angosto túnel hasta una amplia caverna excavada donde había más luchadores de la Resistencia acampados en pequeños grupos. Se veían armas y municiones apiladas en torno a la estancia, y unos cuantos hombres examinaban unos mapas al fondo. El resto estaban comiendo, jugando a las cartas, limpiando armas, leyendo y durmiendo, pero había poca conversación y ninguna risa. El talante general era sombrío.

Quaid perdió algo de respeto hacia los rebeldes. No cabía ninguna duda de que eran una fuerza organizada; sin embargo, estaba averiguando demasiado acerca de ellos. Un espía lograría dar un informe bastante exacto sobre la cantidad de miembros de que disponían y su naturaleza, si era traído hasta allí de aquel modo. El procedimiento más sensato habría sido drogarle, traerle aquí inconsciente, y luego matarle si resultaba ser un espía.

El rebelde que iba en cabeza se volvió hacia Benny.

– Aguarda aquí -ordenó. Y luego, a Melina y Quaid-: Vosotros, venid conmigo. -Los escoltó hasta la mesa al fondo de la estancia. Ahora Quaid pudo ver que había un videófono entre los mapas y planos que cubrían la mesa. También pudo ver que el hombre sentado a la mesa, el hombre que estaba evidentemente al mando, era George, el afable minero del Último Reducto. Hablaba urgentemente por el videófono, y había autoridad en su tono.

– ¡Entonces bajad los sellos de presión! -dijo.

– No podemos -respondió una voz, y Quaid se envaró al oírla. Pertenecía a Tony, el ardoroso minero que había estado con Melina en el bar. Miró por encima del hombro de George y vio que el minero no estaba en forma para luchar con nadie en aquellos momentos. Parecía estar respirando con dificultad, y Quaid pudo ver a otros al fondo, tendidos en el suelo del bar o caídos sobre las mesas, jadeando en busca de aire.

– Cohaagen ha despresurizado los túneles -prosiguió Tony-. Y están preparados para hacerlos saltar.

George miró por encima del hombro a Melina y luego volvió los ojos a la videopantalla.

– De acuerdo, no pierdas la calma. Melina acaba de llegar aquí con Quaid.

– Espero que haya valido la pena -dijo Tony. George cortó la transmisión e hizo una momentánea pausa, con aspecto ceñudo. Se volvió para mirar a Melina, y una débil sonrisa cruzó sus labios.

– Me alegra que lo hicieras -dijo.

– No pareces tan alegre como eso -respondió Melina.

George se levantó de su silla, y su expresión ceñuda regresó.

– Cohaagen ha sellado Venusville.

– Lo sabemos -dijo Melina-. Casi nos atrapó a nosotros.

– Lo que no sabes es que está bombeando fuera el aire.

Melina se llevó una mano a la boca. Había sabido que Cohaagen era despiadado, pero hasta ahora no había sabido hasta qué punto lo era. George miró a Quaid.

– Tiene que saber usted algo malditamente importante, Quaid. Él le quiere a usted. -Quaid se sintió abrumado-. Si no lo entregamos, por la mañana todo el mundo estará muerto. -George les condujo hacia una puerta blindada. Tecleó una serie de números. La cerradura hizo clic.

– ¿Qué es lo que vais a hacer? -preguntó Melina.

– Eso es cosa de Kuato -respondió George. Hizo un gesto con la cabeza a Quaid-. Vamos.

¿Sería Kuato capaz de desbloquear su memoria? Puesto que el propio Quaid no sabía lo que se suponía que debía saber, dudaba de que nadie fuera capaz de decirlo simplemente mirándole. Quizá tenían intención de drogarle e interrogarle. Eso era muy poco probable que funcionara tampoco. Seguía sin poder recordar claramente su experiencia en Rekall, pero creía que se habían encontrado con serios problemas con el condicionamiento de su memoria anterior. No sería diferente aquí.

Quaid miró a Melina antes de seguir a George. Ella alzó la mano en un pequeño gesto de adiós y, por un momento, pareció exactamente igual que en su sueño. Deseó ir hasta ella, apretarla contra él y no soltarla nunca, pero deseaba su memoria, la necesitaba, incluso más. No sólo por su bien, sino también por el bien de aquellos que estaban muriendo en Venusville. Había algo atrapado fuera de su alcance en su cabeza, y tenía que liberarlo y liberar al pueblo de Marte antes de ser libre él para amar a Melina. Apartó con un esfuerzo sus ojos de ella y siguió a George a través de la puerta.

Entró en una oscura estancia en forma de domo que estaba tan vacía como la otra había estado llena. No había rebeldes a la vista, y ninguna señal de Kuato. El hombre no iba a llegar tras ellos tampoco, porque la puerta se cerró a sus espaldas y Quaid pudo oír el clic de la cerradura al actuar de nuevo.

George lo llevó hasta una mesa con dos sillas.

– Siéntese -dijo.

Quaid se dejó caer en una de las sillas y escudriñó la habitación en busca de otra entrada. Naturalmente, Kuato dispondría de la suya propia, independiente de la que utilizaban las tropas. Con la salvedad de que no había ninguna entrada más. A menos que fueran más diestros en ocultarla que sus ojos entrenados en desenmascararla, lo cual dudaba bastante. Sabía que eran los ojos de Hauser los que realizaban la inspección. Hauser…

Algo chasqueó en su interior. Melina le había conocido como Hauser, no como Quaid. No obstante, en el recuerdo del sueño, ella le llamó Doug. ¿Cómo podía ser?

La respuesta resultaba tan obvia que le hizo sonreír. ¡No le cambiaron el nombre, únicamente el apellido! Douglas Hauser se había convertido en Douglas Quaid. Ya lo recordaba, o eso creía. Lamentablemente, no se trataba de un recuerdo importante.

Sus pensamientos volvieron al presente.

– ¿Dónde está Kuato? -preguntó.

– De camino -respondió secamente George. Pareció meditar algo antes de hablar de nuevo-. ¿Ha oído los rumores acerca de los artefactos alienígenas? -Quaid asintió-. Son ciertos. Cohaagen encontró algo en la Mina Pirámide, y eso lo asustó mortalmente.

Lo cual explicaba por qué había sido cerrada la Mina Pirámide. Quaid sintió el aleteo de la memoria. Había algo más profundamente enterrado en su mente que el turbinio en el helado suelo marciano, pero no conseguía perforar hasta ello.

– ¿Qué pasa con eso?

– Dígamelo usted -respondió George-. Hace un año, fue usted al encuentro de Melina y le dijo que deseaba ayudarnos. Así que nos dijimos: «Estupendo. ¿Está de nuestro lado ahora? Que nos diga lo que hay en la mina». Usted fue allá a descubrirlo. Y eso es lo último que supimos de usted.

– ¡Mi sueño! -exclamó Quaid-. ¡Mi memoria! Fui con Melina, y caí al pozo…

George se quitó la chaqueta y la arrojó al respaldo de la otra silla.

– No supimos si había muerto en la caída o sido capturado -continuó-. O quizá simplemente estaba jugando con nosotros. Pero si ése era el caso, ¿por qué está Cohaagen tan desesperado en apoderarse de nuevo de usted? -George sacudió la cabeza-. No, el gran secreto de Cohaagen se halla enterrado en ese agujero negro que usted llama el cerebro. Y tenemos que averiguar qué es.

No había ninguna duda al respecto, admitió Quaid. Estaba claro que no murió en la caída, y que había sido capturado. Pero, ¿cuánto tiempo permaneció en libertad en aquel complejo alienígena antes de que le atraparan? ¿Qué descubrió? Puesto que sabía que había averiguado algo sorprendente, algo mucho mayor que lo que ninguno de ellos imaginara. Le faltaba todo un capítulo de su vida, y lo quería recuperar.

George se sentó frente a Quaid, a poca distancia.

– Ahora bien, mi hermano Kuato es un mutante. Por favor, no muestre revulsión al verlo.

– Por supuesto que no -repuso Quaid, preparándose interiormente para la visión.

Así que el hombre tenía tres brazos o dientes en los oídos. Lo que importaba era lo que podía hacer.

George se desabotonó la camisa. Quaid notó que su pecho era extraño. Había mostrado un aspecto robusto, como si el hombre siempre lo estuviera sacando igual que un fanfarrón. En este momento comprendió que se trataba de una forma plástica. ¿La versión masculina de los senos postizos? No debía de ser muy agradable si alguien le golpeaba ahí: no muy agradable para el puño del hombre.

Entonces George se quitó la cubierta de plástico, revelando…

Quaid tuvo que hacer un gran esfuerzo para no quedarse boquiabierto. ¡Una segunda cabeza pequeña crecía del pecho del hombre!

Arrugada y peluda, la cabeza era una mezcla entre la de un feto y la de un anciano. Tenía los ojos cerrados, como sumido en el sueño. Evidentemente, sólo se hallaba formada a medias, como la mano-garra de Benny. Las mutaciones en muy contadas ocasiones resultaban beneficiosas; la mayoría eran negativas, y no sólo grotescas, sino también inútiles. Sin embargo, algunas eran distintas…

George se volvió hacia Quaid y extendió las manos.

– Coja mis manos -dijo. Luego, al notar la vacilación de Quaid, insistió-: Adelante.

Con gesto titubeante, Quaid estrechó las manos de George. Intentaba no parecer remilgado, pero la sola idea de estar cerca del mutante le repelía. Lo mismo que sostener las manos del hombre.

– Le dejaré con Kuato -comentó George.

Cerró los ojos y pareció quedarse dormido.

Simultáneamente, la cabeza de Kuato se movió y bostezó, como si despertara. Uno de sus ojos era anormalmente grande.

Kuato observó con una intensa mirada a Quaid, abrió su boca sin dientes y preguntó:

– ¿Qué desea, señor Quaid?

– Lo mismo que usted -repuso Quaid, con voz tan impasible como le fue posible-. Recordar.

– Pero, ¿por qué?

Quaid se quedó anonadado. Si Kuato conocía su nombre, ¿por qué no estaba al corriente de su misión?

– Para saber quién soy.

– Usted es lo que hace -comentó Kuato.

Se detuvo, dándole tiempo para que sus palabras penetraran en su mente. Lamentablemente, casi todo lo que Quaid había estado haciendo últimamente era buscar sus recuerdos, al tiempo que intentaba sobrevivir.

– Un hombre es definido por sus acciones, señor Quaid -prosiguió Kuato-. No por sus recuerdos.

Observó fijamente a Quaid, que tuvo dificultad en devolver esa mirada tan desigual. ¡Un ojo era tan grande y el otro tan pequeño!

– Ahora, abra sus pensamientos a mi presencia…

Quaid no pudo evitar centrarse en el ojo grande de Kuato. Era hipnótico. Descubrió que caía en un trance.

– Abra… -dijo Kuato.

Quaid pareció caer en dirección al enorme ojo. Se vio reflejado en la pupila. Parecía como si estuviera abalanzándose sobre su propia cabeza reflejada, su ojo, su pupila, en la que vio el reflejo de…

21 – Revelación

Quaid vio que la Mina Pirámide se alzaba como el Monte Cervino a un lado del cañón. Flotó, aparentemente separado de su cuerpo, contemplándolo.

– Entre -dijo Kuato, desde alguna parte de otra realidad.

Quaid descubrió que podía moverse simplemente con desearlo. Saltó a la ladera de la montaña; luego, como en un sueño, se adentró en el túnel que tenía a un costado. El túnel penetraba en las profundidades para acabar en un callejón sin salida en un agujero que había en la pared de piedra. Se deslizó a través del agujero y penetró en el abismo.

Una gigantesca estructura de metal parecía llenar el núcleo central de un foso negro. El foso de su sueño…, pero, de alguna forma, distinto. La estructura, a su manera, estaba viva, no muerta, y era dinámica más que pasiva. Ya la había visto antes y creyó que era algo muerto; ahora sabía que no era así.

Flotó hacia ella. Tenía enormes puntales de metal, como la estructura inferior arqueada de un puente.

Continuó su avance hacia el centro de la estructura y vio un bosque de gigantescas columnas de metal oxidado.

La voz de Kuato surgió otra vez.

– ¿Qué es?

Quaid no respondió. No le hacía falta; Kuato leía su mente. Las preguntas, simplemente, eran para centrar su atención.

Descendió a las profundidades, como si estuviera sujeto por un cable, igual que lo hiciera en el sueño. Pero, cuando pasaba por el punto en el que el sueño había terminado…

Sus manos, por voluntad propia, encontraron el cable que llevaba a la cintura y se cerraron a su alrededor. Se aferraron a él de forma automática y, de repente, fueron sacudidas hacia arriba cuando intentaron detener su caída. Casi perdió de cuajo los brazos en el momento en que soportaron todo el peso de la caída de su cuerpo. Incluso en la gravedad inferior de Marte, resultó un gran impacto. Dio vueltas, lastimándose…, y chocó contra la pared del abismo. La sacudida recorrió todo el traje, atontándolo. Los guantes resbalaron sobre el cable y empezó a caer de nuevo. Sabía que no podía permitirse eso; aún se hallaba a mucha distancia del fondo.

Le ordenó a sus manos que resistieran, sin importar el coste. Sin embargo, el precio resultó ser la pérdida de sentido. Sintió que una vez más daba vueltas hacia…

La galaxia estaba atravesada por líneas de comunicación y comercio. A un nivel interestelar, la velocidad de la luz limitaba ambas cosas; sin embargo, las especies que adoptaban el punto de vista a largo plazo eran las que prosperaban. Enviaban naves misioneras, con el conocimiento de que no verían ningún resultado durante las vidas de aquellos que iban a bordo, o las vidas de cualquiera de las criaturas supervivientes. Aun así, continuaron, ya que ésa era la naturaleza del punto de vista a largo plazo.

En realidad, la galaxia eran los escombros que estaban siendo arrastrados hacia el monstruoso agujero negro que había en su centro. Comenzó como una nube, se transformó en un quasar y sorbió el gas y el polvo de su entorno hacia sí misma, pues su apetito era insaciable. Durante el transcurso de miles de millones de años se había apagado un poco, ya que la sustancia que la rodeaba se había ido diluyendo; sin embargo, siguió siendo un sistema bien organizado.

Hauser recobró el sentido. Se hallaba en el fondo del abismo. Había experimentado un visión fugaz de un agujero negro pero, mientras su mente estuvo inconsciente, su manos, de forma inequívoca, le hicieron bajar a salvo.

Se separó del cable. Necesitaba libertad de movimientos para explorar. Luego subiría de nuevo y…

¿Y qué? Melina le había oído caer. Sabía que algo había ido mal, y habría ido en busca de ayuda. Debió decirle que todo estaba bien, aunque no pudo hacerlo a causa del golpe que le dejó medio inconsciente. No sabía cuánto tiempo había estado sin sentido. De modo que su misión…

¿Cuál era su misión? No conseguía recordarlo. Esa pérdida de orientación…

Ya retornaba a él. Lo que intentaba era averiguar algo acerca del artefacto alienígena. Qué era, qué hacía, quién lo dejó ahí, cualquier cosa. Así que Melina…

Fuera cual fuese el pensamiento que empezó a surgir en su cerebro, se vio reemplazado por otro. Amaba a Melina. Cerró los ojos y apretó una mano contra su frente. ¿Cómo podía haber permitido que ocurriera esto? Él era un profesional experimentado, no un recluta enamorado. Su amor por ella había sido una pose, un medio para llegar a un fin, el truco más viejo del libro. La había utilizado para infiltrarse en las fuerzas rebeldes de Kuato y había tenido éxito en ello, aunque no había conseguido localizar al propio Kuato. Ahora ya era hora de que el resto del plan entrara en acción. Ya era hora de que él regresara a Cohaagen, al mundo de intrigas y traiciones y fríos cálculos.

Pero parecía como si hubiera sido él el traicionado, por su corazón. Había experimentado la pérdida de control, de indiferencia, hacía tiempo, pero la había ignorado, la había reprimido, había intentado olvidarla. Ya no podía seguir haciéndolo. El valor y la determinación de Melina habían atravesado su armadura de amoralidad…, y despertado sentimientos en él que nunca antes había experimentado.

Quería a Melina. Ya no podía seguir negándolo. Y si traicionar a los rebeldes significaba perderla, entonces no podía traicionarles. No le importaba lo que Cohaagen pensara que era su misión. Estaba haciendo esto por ella.

Se preparó para explorar el aparato alienígena cuyos puntales se cernían sobre él en la casi oscuridad. Durante un momento pareció que comprendía a los alienígenas, sus naves misioneras, su punto de vista a largo plazo…, ¿o se trataba de algo que aún debía descubrir? Tenía los recuerdos entremezclados, y la cronología no se asemejaba a una línea recta. Los implantes de recuerdos eran como estratos superpuestos, uno dos tres, una turbulencia sináptica donde se molestaban mutuamente en los bordes…, ¿cómo podía estar seguro de lo que era real? Concéntrate en el nivel más bajo, excluye todo lo que aún no ha acontecido…

Encontró algo que podía ser un sendero, aunque para pies no humanos. La superficie era árida, casi como papel de lija, con ondulaciones entrecruzadas. Se parecía a una cinta que se enrollaba en su contorno, sin guardarieles, por lo que se veía obligado a agacharse para cruzar a otras cintas que pasaban por arriba. Acababa en un precipicio que caía en un agujero, donde reanudaba su trayecto unos cuantos centímetros más abajo. Era como si la cinta hubiera sido doblada en ángulos rectos y enderezada de nuevo en un nivel más bajo. Quienquiera que hubiera recorrido este camino no se preocupaba demasiado por la continuidad.

Bajó de un salto y reemprendió la marcha, con la firme determinación de averiguar adonde conducía este sendero. Por lógica tenía que ir a alguna parte y, quizá, le brindara una pista sobre la estructura alienígena. No se le ocurría mejor idea que ésa. El sendero parecía dispuesto a no satisfacerle. Giró en ángulo recto hacia arriba y continuó a lo largo de un techo bajo; luego giró en una esquina hacia la parte superior de una subestructura dentro del gigantesco complejo. Si esto era realmente un sendero, las criaturas que lo utilizaron debían tener patas como las de las moscas, de modo que pudieran subir por las paredes y andar por el techo.

¿Tenía algún sentido?

Perseveró y logró regresar al nivel de la superficie, de forma que pudo caminar de nuevo con normalidad. Siempre había un camino despejado hacia delante; a veces tenía que avanzar sobre manos y rodillas, aunque en ningún momento apareció bloqueado por completo. De ello dedujo que los alienígenas debían de tener la mitad de la altura de un nombre. Además, tampoco le temían a las alturas, ya que algunos senderos por los que pasó subían directamente por los costados de unas columnas muy altas. La idea de una mosca se hacía más fuerte y le desalentaba. ¿Las moscas podían ser constructoras? ¿Para qué construirían algo? ¿Algún armazón para la ventilación de la carroña?

Finalmente llegó a una especie de plaza central en la que convergían una serie de senderos. Había una columna chata en el centro, cubierta por lo que parecían unas tallas en relieve. Eran de todas las clases, e iban desde diseños geométricos clásicos hasta gotas de formas extrañas.

Giró a su alrededor, observando las figuras. Muchas se parecían a hormigas.

¡Hormigas! Las hormigas podían caminar por las paredes y los techos, y eran más largas que altas. Construían montículos y perforaban túneles a través de la madera. Poseían una sociedad bastante organizada e incluso libraban guerras, de la misma forma que el hombre. ¿Podían ser hormigas los alienígenas?

Entonces descubrió la imagen de un hombre. De inmediato se concentró en ella, con la sospecha de que la había malinterpretado por lo ansioso que estaba de vislumbrar algo familiar. Sin embargo, y sin lugar a dudas, se trataba de un hombre…, y a su lado, definitivamente, había una mujer. Las figuras estaban desnudas, y la femenina le recordó a Melina por la perfección de sus formas.

Melina…

Ya no le cabía duda: ¡cada vez se acercaba más! Sabía que esas tallas no habían sido labradas por el hombre; formaban parte de la estructura alienígena. Ellos las habían colocado allí. ¿Por qué?

¿Podía tratarse de un mensaje dirigido a la humanidad?

Lo estudió. Tanto el hombre como la mujer miraban más allá de la columna, con el interés reflejado en sus rostros. Hauser siguió la dirección de sus ojos. Allí, en la plataforma circular, había una cámara. Tenía, aproximadamente, el tamaño y la forma de un hombre.

Parecía una invitación bastante clara. Podía entrar en la cámara…, ¿y qué pasaría? ¿Lo conservarían para tenerlo como una referencia futura de un espécimen del Homo sapiens? El término significaba «hombre racional»; ¡pero él no estaba seguro de que sería muy racional emprender la acción que le invitaban a tomar!

Sin embargo, si los alienígenas habían estado al corriente de la existencia del hombre, también debían de saber cómo capturar a un espécimen si lo querían. No necesitaban montar una trampa para el alma aventurera que descubriera este oculto lugar.

Observó de nuevo las figuras talladas en la columna. ¿Podía tratarse de unos ejemplos de las muchas criaturas que los alienígenas habían conocido, los machos y las hembras de los sistemas de la galaxia? ¿Una pareja de cada una, como en el Arca de Noé? ¿O se trataba de una especie de monumento para que cada ser que lo visitara se encontrara representado en él?

Pero, ¿por qué?

Miró con mayor atención algunas de las otras figuras. Muchas resultaban indescifrables; no obstante, otras apenas eran reconocibles. Por ejemplo, había una pareja de perfectos Monstruos de Ojos Saltones, del tipo que usualmente se utilizaba en los videocómics para representar la Amenaza Maligna del exterior. Sus ojos saltones miraban hacia… una cámara que, evidentemente, estaba diseñada para contener a uno de ellos.

Una figura parecía un cruce entre una araña gigante y una serpiente pequeña. Seguro que también habría una cámara para ella.

Como en la Tierra no existían esas criaturas, y jamás habían existido, por todo lo que él sabía, los seres que aparecían aquí debían ser viajeros galácticos. ¡Jamás caerían en semejante trampa!

Entonces lo comprendió: ¡comunicación! Debía de tratarse de cámaras de comunicación, cada una para su respectiva especie. Quizá tuvieran un sistema central de telefonía, de modo que los viajeros pudieran llamar a casa o, por lo menos, averiguar dónde se encontraban los servicios locales.

¿Confiaba en los antiguos alienígenas?

¿Qué tenía que perder?

Hauser se acercó a la cámara del hombre y entró.

Se produjo un leve resplandor de luz verde y un medido cliqueteo, como si se activara un motor. Luego…

La galaxia estaba atravesada por líneas de comunicación y comercio…

¡Así que éste era el lugar de donde lo había recordado! La cinta de enseñanza de los alienígenas. Ahora lo tenía en su orden adecuado. Escuchó y observó, no con sus sentidos, sino con su mente.

En el borde de la galaxia, muy alejado aún de las fauces del agujero negro central, el polvo formaba una espiral y nacían nuevas estrellas. Algunas adquirieron sistemas planetarios; otras resultaron adecuadas para el desarrollo de la vida. Algunos de estos planetas «vivos» eran prospectivas para un nuevo comercio, para reemplazar aquellos que se perdían en el interior cuando sus sistemas penetraban en el horizonte de sucesos y se perdían para siempre. La experiencia les había mostrado que el proceso podía ser acelerado presentándoles una tecnología avanzada a los comerciantes incipientes, facilitando de ese modo su desarrollo hasta que se convertían en comerciantes plenos. De esta forma, la red de la galaxia se mantenía a un nivel constante, pese a la incesante pérdida de planetas avanzados. El aspecto y la química de las nuevas especies no importaban; los únicos requisitos eran que fueran capaces de dominar la tecnología avanzada y que la emplearan de un modo positivo.

El curso normal era que una especie comerciante se desarrollara después de varios miles de millones de años de vida en un planeta, siempre que algún cataclismo natural no la borrara de la superficie. Semejante especie podía avanzar desde la primera realización mental como fuerza comercial al viaje interestelar en unos pocos millones de años. Entonces, adquiriría los contactos galácticos y empezaría a realizar el intercambio en unos cientos de años…, siempre que se le proporcionara adecuadamente la tecnología. La posibilidad de que una especie que no recibiera ayuda alcanzara el estado comercial pleno era de una entre diez; aproximadamente la mitad llegaban a destruir sus planetas y, por lo tanto, a sí mismas antes de dar el salto al espacio. Muchas de las que quedaban perdían el interés y se alejaban de la investigación espacial, prefiriendo la seguridad del aislamiento. Sin embargo, las especies que recibían ayuda tenían un 50 por ciento de posibilidades, ya que eran asistidas en la primera oleada de su ambición y lograban completar el proceso antes de destruir su entorno con una guerra, el agotamiento de sus recursos o un accidente.

Sin embargo, esa ayuda tenía sus riesgos. A veces, a una especie que habría sido eliminada por una selección natural (destruyéndose a sí misma), se le permitía sobrevivir. Semejantes especies piratas podían embarcarse entonces en la destrucción de especies legítimas, empleando esa tecnología de una forma negativa en vez de positiva. Las especies piratas tendían a gustar de la conquista por sí misma, incapaces de apreciar las ventajas del intercambio normal. Si se les permitía continuar, tales especies sembrarían el mismo caos en la galaxia que aquél con el que asolaron su planeta madre, y todo culminaría en la destrucción a una escala mucho más amplia.

Sí, pensó Hauser, y la presentación se detuvo en el instante en que expresó su pensamiento privado, dándole tiempo para que asimilara el material a su propia manera. Dale una pistola a un niño, y quizás empezará a dispararle a otros niños. No era algo inteligente.

De modo que se tomaron precauciones, y resultaron efectivas. Una de ellas era exigirle a la especie prospectiva que consiguiera el vuelo espacial por iniciativa propia, antes de que se la ayudara; ello garantizaba que sólo una especie capaz de realizar un esfuerzo bien ejecutado y continuado, de naturaleza adecuada, se beneficiaría de ello. Otra fue la ocultación de la completa naturaleza de dicha ayuda, de modo que una especie poco curiosa jamás se beneficiara de ella. La tercera precaución no se especificaba.

Sin embargo, el tiempo en que se establecía la ayuda y la ejecución de la misma variaba de miles a millones de años. Era posible que no sólo los individuos que plantaban la ayuda, sino toda su especie, hubieran muerto antes de que las especies que las recibían se manifestaran como comerciantes. Una vez que se plantaba la ayuda, jamás se retiraba. No había una segunda oportunidad. Ello hacía que la decisión tomada resultara crítica.

Hauser volvió a reaccionar. ¡Antes de que un hombre le diera una pistola cargada a un niño, debería meditarlo con mucha cautela! En especial, si sabía que no tenía forma alguna de quitársela. Así, podía colocarla en un estante alto de modo que el niño no pudiera llegar a alcanzarla hasta que hubiera crecido; además, podía ocultar su naturaleza, de forma que el niño que no la inspeccionara con suma atención pudiera arrojarla sin haberla usado. Pero el niño que crecía y tenía la inteligencia de comprender la naturaleza de la pistola tenía la posibilidad de descubrir que se trataba de algo muy útil para mantener su hogar a salvo de los ataques.

No resultaba una analogía perfecta, aunque serviría. En ciertos aspectos, la humanidad era infantil, y ésta, evidentemente, era una construcción alienígena muy sofisticada, a una gran escala. Eso dejaba la tercera precaución. ¿No especificada? ¿Qué significaba eso? ¿Que variaba de acuerdo con las especies? Bueno, quizá lo averiguara una vez se descifrara todo.

Se relajó y dejó que continuara el espectáculo. Estaba a punto de descubrir lo que había venido a buscar, ¡y prometía ser algo mucho más grande de lo que imaginara!

El curso normal para una especie comerciante era crecer dentro de su propio planeta, conseguir el viaje interplanetario, recibir la ayuda, avanzar hacia el comercio galáctico, ayudar a nuevos prospectivos y retirarse cuando su sistema estelar se veía arrastrado hacia las fauces centrales de la galaxia. Había muchas variantes de este proceso, y la duración de las especies comerciantes difería ampliamente. Claro está que una especie podía sobrevivir a la destrucción de su sistema natal colonizando otros sistemas más alejados, y muchas lo hacían. Pero, en general, el corazón de una especie moría cuando perdían su sistema de origen, y éstas preferían expirar con él, dejándoles el proceso incesante de la civilización a aquellas que venían detrás.

Una de estas especies comerciantes eran los No'ui. Los No'ui eran especialistas en la plantación de ayudas, y lo habían hecho para una amplia gama de especies prospectivas. Resultaban muy buenos en construcciones importantes, y su fuerte era la química. Ninguna de sus ayudas fracasó por alguna causa inherente a su naturaleza; sus análisis y su tecnología eran seguros. Por esta razón, ellos fueron los encargados de proporcionar algunas ayudas a las prospectivas más difíciles.

La prospectiva actual era difícil. La exploración inicial reveló una especie de criaturas de cuerpo caliente, cuatro extremidades, no telepáticas y con dos sexos, que se mostraban inusualmente agresivas. Esta especie local (se produjo una pausa fugaz cuando el programa le permitió a Hauser llenar el espacio en blanco con «los humanos», ya que el nombre que les daban los No'ui no tendría ningún significado para él) avanzaba rápidamente en su planeta nativo de la «Tierra», y estaba desarrollando herramientas cada vez más sofisticadas. Se llegó a la conclusión de que esta especie de humanos conseguiría el viaje interplanetario en el plazo máximo de cincuenta mil años. Sin embargo, la posibilidad de que se convirtieran en comerciantes de éxito, a escala galáctica, sólo era de una entre tres, incluso con la ayuda.

Hauser emitió un silbido en el interior de su casco. ¡Una entre tres! Eso significaba que, según los parámetros de los No'ui, éstos creían que la humanidad tenía el doble de posibilidades de fracasar que de triunfar. ¡Doble o nada!

No obstante, la especie humana había llegado hasta aquí, y Hauser estaba descubriendo cuál era la naturaleza de la construcción alienígena. Tal como él lo entendía, eso significaba dos pasos dados de tres posibles. De forma que las probabilidades empezaban a equilibrarse, y quizás a resultarles favorables.

Éste es un No'ui, prosiguió la presentación. Apareció la imagen de una hormiga gigante, lo que confirmó la intuición de Hauser. Los No'ui eran criaturas de seis extremidades, cuerpos calientes, semitelépatas, y poseían dos sexos, lo cual los convertía en clones casi exactos de la especie humana, según los estándares galácticos. Anticipando su pregunta, el narrador mental se detuvo para ofrecer una imagen de un tipo de especie más apartada.

Era como una medusa que respirara fuego y con dos pinzas de langostino. Sin embargo, lo que de verdad la alejaba era su naturaleza mental. Pareció concentrarse en Hauser: y el estómago de Hauser se contrajo, su respiración se hizo jadeante, su corazón se saltó varios latidos y le dio un vuelco antes de reanudar algo parecido a una palpitación regular, y pareció como si estuvieran estirando su mente a los costados y doblándola sobre sí misma. Rápidamente estuvo de acuerdo: ¡los No'ui eran casi clones de ellos!

Entonces la presentación se orientó hacia el trabajo que realizó la enorme estructura. Los No'ui caminaban por las pasarelas y, claramente, sus patas se aferraban con firmeza a la superficie corrugada, de forma que podían andar erguidos, verticalmente y del revés con la misma facilidad. En realidad, sólo necesitaban tres o cuatro extremidades para caminar; las otras dos o tres se empleaban para fines distintos. Algunos conducían objetos flotantes a lugares asignados, mientras que otros usaban complejas herramientas para llevar a cabo cosas indescifrables. El lugar se parecía a un hormiguero, con un tráfico constante por los caminos, aunque no se producía ningún choque. ¿Eran todos caminos de dirección única? No; cuando dos individuos se cruzaban, uno de ellos se deslizaba por el borde y reanudaba la marcha por la parte inferior de la plancha hasta que la superior volvía a estar despejada. Como eran semitelépatas, mantenían una comunicación constante entre sí, y jamás se veían sorprendidos por ningún encuentro.

El plano se centró en un No'ui en particular. Se trataba de -una pausa para aplicar una designación adecuada desde la mente del receptor- Q'ad, un especialista en la demolición de estructuras temporales que ya no se necesitaban, de modo que sus elementos pudieran ser usados en estructuras nuevas. Q'ad empleaba un aparato que convertía la piedra y el metal en polvo, el cual era succionado y almacenado. Q'ad era un macho muy bien proporcionado. Era un experto en su especialidad, aunque no llevaba mucho tiempo en ella.

Hauser se detuvo en ese momento para reflexionar. Resultaba evidente que la presentación estaba siendo montada con el fin de que se relacionara con los conceptos que él comprendía. Los No'ui habían estudiado a la especie humana durante los dos últimos millones…, no, seguro que eran más bien unos cincuenta mil años, ya que era el hombre moderno, y no el primitivo, quien se había diseminado por toda la faz del planeta, empleando herramientas cada vez más sofisticadas. Sólo fue una adivinanza la edad que él le había adjudicado a este complejo; estaba claro que nadie utilizó ningún método moderno para establecer su antigüedad o, en caso de que lo hicieran, no anunciaron los resultados. En cualquier caso, los No'ui habían estudiado al hombre y conocían su naturaleza, por lo que prepararon la narración para que se relacionara con esos conocimientos. Sin embargo, muchos de los detalles eran improvisados en el momento. Por ejemplo, el nombre que le dieron fue Q'ad, no alienígena, de modo que pudiera aceptarlo con facilidad; se trataba de una variante alienígena de su nombre. ¿Cómo pudieron saber esos seres remotos que un hombre llamado Douglas Quaid Hauser vendría para observar esta presentación? La respuesta era que no podían haberlo sabido; pero dejaron un programa de ordenador telepático (o semitelepático…, aún no distinguía bien la diferencia; no obstante, después de ver al alienígena que no era un clon de ellos, no le interesaba adentrarse más en el asunto) para enseñarles el tema de la forma más expedita. ¡Eso llenaría volúmenes acerca de la sofisticación de los No'ui!

¡Y ellos sólo eran los plantadores de ayuda locales, en una galaxia llena de comerciantes! Simplemente, una especie típica que realizaba un trabajo menor antes de continuar hacia el próximo sistema que requería su ayuda. ¿Cómo podría competir con ellos alguna vez la especie humana? Sin embargo, los No'ui pensaban que estaban capacitados para hacerlo, siempre que lograran la cualificación para ello. ¿Seguían vivos los No'ui? Posiblemente, sí, en alguna parte de la galaxia, ya que habían adoptado el punto de vista a largo plazo.

Hauser se sintió fascinado y abrumado. ¡Quería conocer a los No'ui! Sabía que jamás lo haría, ya que, tal vez en ese instante, se encontraran a cincuenta mil años luz. Sin embargo, su mensaje casi era tan bueno como su propia presencia. Eliminó los pensamientos y volvió a sintonizar con la presentación.

Q'ad, en ese momento, no se hallaba trabajando como pulverizador. Se encontraba con M'la, su compañera presente, y llevaban su huevo a la enfermería del hormiguero para que lo incubaran. Los dos habían visto en el otro la posibilidad de un cruce superior, de modo que se unieron. Les quedaba poco para descubrir el resultado de sus esfuerzos.

El huevo tenía casi una cuarta parte de la masa de M'la; ella había perdido tiempo de trabajo en generarlo, pero era algo aceptable. Siempre se necesitaban buenos trabajadores nuevos. Establecieron turnos para llevarlo. Si su retoño era aceptado, sería una reivindicación para ambos.

La enfermería del hormiguero se hallaba a bastante profundidad del emplazamiento de la construcción, en la zona más elaborada. Resultaba arduo llevar el pesado huevo por el sendero vertical; las pinzas de sus patas no se aferraban bien, y tuvieron que emplear las seis extremidades para sostenerse, pegando el huevo a una de sus espaldas. Finalmente se vieron obligados a avanzar juntos, cada uno sosteniendo un extremo de la funda del huevo. Q'ad iba primero, llevando la parte frontal pegada a su parte trasera, mientras que M'la le seguía, con la parte trasera de la funda pegada a su cabeza, entre las antenas.

Para cuando llegaron al fondo, los dos estaban agotados; sin embargo, el huevo se hallaba a salvo. Estaba próximo a la eclosión; el movimiento, junto con el incremento de presión de las profundidades, le había afectado.

Lo llevaron a la reina de la enfermería. Ésta lo tocó con sus antenas y leyó la mente que empezaba a despertar en su interior. Ha llegado el momento, acordó. Como su especie no era telepática por completo, necesitaban formular unos pensamientos específicos para la proyección; las especies totalmente telepáticas poseían una comprensión global sin necesidad de hacer eso.

Deseamos estar presentes, pensó Q'ad.

Ella se detuvo, a punto de alzar el huevo.

¿Sois conscientes de que la posibilidad para que un recién nacido en esta región se cualifique es de una entre tres?

Sí, respondieron al unísono.

La radiación que había allí provocaba una incidencia importante en las mutaciones incontroladas, y hasta que no establecieran un escudo atmosférico se veían confinados a las profundidades, donde, aun así, existía el peligro de que sus huevos resultaran dañados. Q'ad, en una ocasión anterior, había criado uno con L'ri, y el huevo fracasó y fue destruido, salvando sus elementos como comida. Sin embargo, con M'la los auspicios parecían mejores.

Hauser se detuvo de nuevo, interrumpiendo la presentación con su pensamiento activo. ¿L'ri? ¡Eso aún no había tenido lugar! Lo que significaba que incluso el recuerdo de la experiencia estaba siendo modificado, con el fin de que sintonizara con los nombres y acontecimientos que se relacionaban mejor con su percepción actual. Para el Hauser original, el nombre había sido distinto. El programa alienígena seguía en su mente, operando todavía a su manera especial. La técnica de implantación de recuerdos de los No'ui se comparaba con el método de Rekall lo mismo que un holograma tridimensional con una pequeña pantalla plana de televisión. Estaba asombrado.

Entonces, podéis ser testigos, pensó la reina. Sin embargo, sólo recibiréis; vuestras emisiones serán frenadas.

Lo comprendemos.

Se dirigieron a una cabina de recepción. Sabían por qué bloquearían sus emisiones; de lo contrario, quizás intentaran influir en las respuestas de su vástago.

Contemplaron la pared de la cabina, que reproducía la visión y el pensamiento de la cámara de incubación. El huevo se encontraba allí, y ya empezaba a despertar a medida que los pensamientos propicios de la cámara le afectaban. El huevo osciló, luego se resquebrajó y, finalmente, se abrió. El retoño salió de su interior y se secó en la atmósfera brillante de la luz recreada de su estrella natal de No'ui. Esa estrella se hallaba a cien mil años luz de distancia, y nadie de la tripulación de esta misión la había visto jamás; no obstante, seguía siendo su hogar. Cuando esta misión de ayuda concluyera, quizá dentro de otros cien mil años, sus lejanos descendientes regresarían a casa. ¡Ese era su sueño!

El vástago era un macho, y parecía sano; la exploración holográfica lo verificó: no había ninguna mutación física. Q'ad sintió el alivio de M'la; ya habían salvado el primer obstáculo.

Sin embargo, ahora se produciría el interrogatorio, lo cual era mucho más crítico. Un leve defecto físico podía ser tolerado, como un par adicional de extremidades; pero no ocurriría lo mismo con un defecto mental importante.

Retoño: ¿cuál es tu naturaleza?, surgió el pensamiento de la reina.

El vástago había estado caminando de forma experimental alrededor de la cámara, coordinando sus seis patas. Respondió de inmediato, ya que los No'ui nacían con una memoria genética.

Soy un macho No'ui.

¿Cuál es tu objetivo?

Servir la voluntad de mi especie.

¿Cuál es la transformación planetaria?

El retoño vaciló, y tanto Q'ad como M'la se pusieron rígidos. ¿Habría funcionado la transferencia técnica?

Es la adaptación de un planeta hostil a una fase compatible, respondió el vástago. Q'ad y M'la se relajaron de nuevo.

Dada una cantidad suficiente de ácido hidrazoico y agua, ¿cómo generarías una atmósfera de unas tres cuartas partes de nitrógeno y una cuarta parte de oxigeno?

El retoño se detuvo otra vez. Esto no sólo era una información técnica, sino que era un ejercicio de aplicación. Si el retoño salía con bien de esta situación, mentalmente quedaría cualificado.

¿Se me permite una pregunta?

Permitida.

¿Existen los medios para una fusión nuclear?

¡Lo estaba consiguiendo!

Existen.

Entonces iniciaría una reacción de fusión controlada para obtener energía, pensó con cuidado el retoño. Utilizaría esa energía para separar los componentes del ácido hidrazoico en una parte de hidrógeno y tres partes de nitrógeno. También separaría los componentes del agua en dos partes de hidrógeno y una de oxígeno. Esto contendría tres partes de hidrógeno, tres partes de nitrógeno y una parte de oxígeno. Entonces mezclaría el hidrógeno con el helio por medio de una fusión nuclear prolongada, dejando el nitrógeno y el oxígeno en las proporciones adecuadas. Almacenaría el helio sobrante en estado sólido para algún posible uso futuro.

¡Q'ad y M'la realizaron una pequeña danza de júbilo! ¡Lo había conseguido! Claro que se trataba de una respuesta muy simplificada; pero, ¿qué se podía esperar de un retoño sin ninguna experiencia del universo? Ya aprendería todo lo necesario. Dos partes de la prueba habían concluido.

Sin embargo, la tercera podía representar el fracaso. De nuevo se pusieron tensos.

Explica este concepto: (FIGURATIVO)

El vástago se detuvo y, nuevamente, Q'ad y M'la se pusieron rígidos.

Las antenas del retoño palpitaron. Luego relajó su pequeño cuerpo.

No soy capaz.

¿Por qué no eres capaz?

Se trata de un concepto ajeno a mi naturaleza.

Las antenas de Q'ad tocaron las de M'la en una expresión de puro gozo. ¡Su vástago había cualificado!

Abandonaron la cámara. Ya no tendrían más contacto con su vástago, a menos que, más adelante, se le asignara al mismo proyecto en el que trabajaban ellos. Su parte había sido hecha: habían producido un verdadero individuo No'ui.

Pero el episodio le recordó a Q'ad el concepto alienígena. ¿Qué significaba? Ya se había esforzado en ello con anterioridad; sin embargo, siempre permaneció más allá del alcance de sus antenas. Parecía sugerir que algo no era precisamente de la forma en que estaba representado, sino que indicaba su esencia. Eso era incomprensible. Una cosa era o no era; no podía aproximarse a algo que no fuera el sentido puramente físico, como en el caso de un cálculo en vez de una suma directa. No obstante, daba la impresión de que el lenguaje verbal de la especie humana utilizaba este concepto, y los humanos lo entendían. Claro está, eran primitivos; quizá eliminarían semejantes términos sin sentido de su vocabulario a medida que maduraran. Aun así, le molestaba que una especie primitiva pudiera comprender un concepto que le estaba vedado a todos los No'ui.

Q'ad y M'la eran ahora libres de regresar a sus tareas. Pero, con el tiempo, volverían a aparearse, ya que su combinación había demostrado ser fructífera. Cada uno había justificado su esfuerzo al producir un retoño viable en este entorno hostil.

Q'ad descubrió que le habían asignado un trabajo en la superficie. Se acercaban al momento en el que llevarían a cabo la prueba de la transformación, y debían realizarse ciertas modificaciones en el paisaje. M'la se pondría a trabajar con las plantas genéticamente modificadas que serían capaces de plantar sus raíces en la arena de este árido planeta. Los dos tenían que llevar trajes espaciales, ya que hasta que el proyecto no se completara no existía una atmósfera suficiente que les pudiera sustentar. En realidad deberían usar trajes cuando se estableciera la atmósfera porque, claro está, no serían capaces de respirar la mezcla alienígena.

Entonces, la presentación abandonó a Q'ad y a M'la y enfocó el planeta desde el exterior, mostrando el instante de su transformación momentánea. Se generó una atmósfera de la forma general descrita por el retoño, rica en oxígeno, aunque adecuada para el mantenimiento de los humanos. Fluyó el agua, y las plantas especiales florecieron. El reactor nuclear extendió elementos a lo largo de todo el planeta, que se emplearon para disipar el enorme calor, al mismo tiempo que hacían bajar la temperatura de la superficie al nivel requerido por las plantas, que se encontraba entre los puntos de congelación y vaporización del agua que ya se acumulaba en las hondonadas.

La prueba resultó un éxito; era evidente que la especie humana sería capaz de vivir en la superficie del planeta si llegaba a activar los mecanismos ya preparados. Los No'ui los desconectaron y devolvieron el planeta a su condición anterior, salvo que el fluir del agua había cambiado algunas de sus características de forma irrelevante. Se eliminaron las plantas; se almacenaron sus semillas, que serían dispersas cuando el sistema fuera activado en el futuro por los colonizadores humanos. La activación en sí misma resultaría sencilla; el complejo estaba preparado para que cobrara vida en el momento en que se llevara a cabo una acción determinada. Hauser recibió con claridad cuál debía ser ésta. Él podría ponerla en práctica con suma facilidad.

Pero, ¿cómo sabían que los humanos serían unos comerciantes adecuados?, se preguntó Hauser. ¿Y si maltrataban el equipo?

En respuesta a ello, vio una representación del planeta Marte, con la Montaña Pirámide en relieve: el emplazamiento del reactor nuclear que les viera construir y donde él, ahora (en el recuerdo), se hallaba de pie, recibiendo esta representación. Existían tres cursos a tomar: se podía emplear en su intención original, y no sólo transformaría el planeta de modo que resultara habitable para la especie humana, sino que les desvelaría sus secretos tecnológicos a los humanos, permitiéndoles así catapultar a la especie hacia el espacio galáctico, convirtiéndose en comerciantes establecidos. O podía ser ignorada, en cuyo caso la especie humana emprendería su camino hasta donde llegara, con la posibilidad de adquirir el status de comerciantes en un milenio próximo. O se la podía emplear de forma errónea, en cuyo caso se destruiría. Apareció un pequeño símbolo de una nova que, evidentemente, indicaba la destrucción.

En ese momento, el programa se dirigió a él de forma directa: Ve a comunicárselo a tu especie, D'gls Q'ad H'sr. Hazles comprender que la elección depende de ella. Nosotros, los No'ui, dejamos la cuestión a vuestras extremidades.

La presentación concluyó. Hauser se encontró de pie en la cabina, y de nuevo sólo era eso, una simple cabina. La presencia alienígena había desaparecido.

Durante un tiempo permaneció allí, abrumado. Sabía que el mensaje poseía unos niveles que le llevaría horas, semanas o años comprender por completo. Ahora mismo conocía la finalidad que cumplía el complejo y la forma de activarlo. Con ello bastaba.

También sabía que, fueran cuales fuesen las lealtades que tuviera en el pasado, habían sido anuladas por los No'ui. Ahora él era su emisario.

22 – Traición

En ese momento, como Quaid, comprendía bastantes cosas, aunque no las suficientes. Estaba al tanto de que existía peligro, un peligro inmenso; pero no conocía muy bien su naturaleza. ¿Le habían capturado los hombres de Cohaagen en aquel complejo alienígena? Si era así, ¿qué les había contado? Su mente estuvo abierta para los No'ui, pero no para su propia vida, que había sido borrada por el implante de memoria que cancelara su identidad pasada y le convirtiera en Douglas Quaid.

De algún modo, sabía que nunca le habría revelado a Cohaagen la verdadera naturaleza de la construcción alienígena. Cohaagen era la persona equivocada; él, más que usarla, abusaría de ella. Quizá Cohaagen le sometió el implante de memoria en un esfuerzo para que le contara lo que sabía. En cualquier caso, el conocimiento alienígena debió de resistir el interrogatorio de Cohaagen. Pero, ¿quién era la persona indicada a quien se le podía exponer?

En ese momento vio una extensión de hielo en el fondo del complejo; debió de trasladarse a otra zona. El hielo estaba perforado por cientos de estanques redondos, como si fuera el tablero de un juego de estaquillas. Alzó la vista y notó que había una columna suspendida directamente encima de un agujero, igual que una clavija.

Una clavija. Una que pudiera bajarse al agujero, donde comenzaría una reacción que activaría el sistema, causando una compleja cadena de acontecimientos que, a su debido tiempo, harían que…

Kuato no había sido capaz de comprender mucho del mensaje de los No'ui; sólo había sido dirigido a Quaid. Evidentemente, los No'ui también sabían cómo protegerse de los telépatas, ¡incluso en un recuerdo de un mensaje recibido cincuenta mil años después de haber sido grabado! De modo que, seguro, fueron capaces de ocultárselo a Cohaagen. Sin embargo, Kuato, en ese momento, lo percibió.

– ¡Un reactor nuclear! -exclamó-. ¡Para producir una atmósfera!

¡Eso no era ni la mitad del asunto!

– ¡Piense, Quaid! ¿Cómo funciona?

Quaid regresó al recuerdo. Recorrió veloz el espacio, sin necesidad de ningún impulso externo, ya que se encontraba explorando un diseño que estaba almacenado en su cabeza y que podía ser recorrido por el simple pensamiento. Era el implante eidético de los No'ui; la presencia alienígena en su mente. Pasó al lado de unos andamiajes temporales a los lados del abismo. Se aproximó a un reborde en la misma cima del abismo. Había una pasarela que conducía a lo que él sabía que era una sala de control. Flotó a su interior.

Había consolas electrónicas rodeadas por unos sistemas mecánicos enormemente complejos…, con la parte superior de las columnas corroídas. Pero la corrosión no era nada; los No'ui lo habrían evitado si de verdad importara. Los elementos clave de la maquinaria se hallaban protegidos. Pasó cerca de una pared suavemente rugosa.

Sabía cómo activar este aparato. La pregunta era si Kuato encarnaba a la persona adecuada a quien decírselo. Había algo que le hacía dudar, y no porque Kuato fuera una mala persona -no era el caso-, sino por la maldad de la situación misma. Algo no encajaba y, hasta que no supiera qué era exactamente, lo postergaría.

– ¡Allí! -gritó Kuato-. Regrese… más… allí.

Un mandala abstracto, una configuración concéntrica de formas geométricas que podían representar al cosmos, había sido esculpido en la roca. Se hallaba cubierto por extraños jeroglíficos que no procedían de Sumeria o de Egipto o de ninguna otra cultura terrestre. Se trataba de una representación No'ui, y ahora Quaid la comprendía, aunque no tenía ningún interés en interpretarla para nadie. La maldad seguía presente…, no en Kuato, pero…

– Más cerca -indicó Kuato con ansiedad.

Estaba claro que podía ver el mandala y las figuras; sin embargo, desconocía su significado.

En el centro del mandala había una imagen de sorprendente familiaridad: una mano humana.

Kuato vio la mano, aunque no comprendió su significado.

– ¿Cómo se activa el reactor? -preguntó-. ¡Concéntrese!

Quaid se centró en la mano, deslizándose hacia ella como si se viera arrastrado a su interior. Oh, sí, sabía…

De pronto, la mano empezó a vibrar. Un retumbar bajo llenó la estancia. Los ojos de Quaid se abrieron de golpe y el retumbar continuó. ¡No formaba parte de su visión!

Arena y gravilla llovieron del techo. Grietas finas como cabellos se abrieron en las paredes y luego se expandieron a amplias fisuras. Una excavadora minera perforó la pared de la cámara y penetró en la estancia. Quaid saltó de su silla y George le siguió los pasos, abotonándose la camisa mientras corría hacia la puerta. Un rebelde la abrió desde el otro lado, y penetraron en el caos de la cámara exterior.

Otra excavadora había perforado su camino hasta las catacumbas, abriéndose paso a través de los cuerpos momificados. Cincuenta soldados se ocuparon de los rebeldes de allí, superados tanto en cantidad como en armas. La otra excavadora surgió por la otra pared alineada de nichos, indiferente al sacrilegio. Más soldados siguieron la estela del monstruo metálico hacia el interior de la cámara. Algunos rebeldes intentaron luchar, pero habían sido cogidos desprevenidos. Para las fuerzas de Cohaagen, ésta no era más que una operación de limpieza.

– ¿Dónde está Kuato? -dijo el rebelde junto a la puerta. Una explosión resonó a través de la estancia, arrojándolos a todos al suelo. Quaid ayudó a George a ponerse en pie y se inclinó para tenderle una mano al luchador rebelde, pero el hombre estaba muerto.

Melina y Benny hallaron su camino hasta el lado de Quaid. La ensangrentada camisa de George había resultado desgarrada en su caída, y todos contemplaron con sorpresa la arrugada cabeza de Kuato. Pero no había tiempo para explicaciones.

– ¡Por aquí! -exclamó George. Les condujo a través de una puerta oculta hasta un pasadizo. Los soldados intentaron bloquear su paso, pero Melina los barrió con una ráfaga. Benny y Quaid cogieron las armas de los soldados caídos y corrieron a través de una serie de cámaras hasta alcanzar una compuerta. Quaid protegió la retaguardia mientras George, Melina y Benny se metían por la puerta. Mientras cerraba la puerta y giraba la palanca a su lugar, oyó más disparos…, ¡desde dentro de la compuerta!

Quaid se volvió justo a tiempo para ver a Benny acribillar a balazos el cuerpo de George. Había habido un traidor entre ellos. El mismo Kuato lo habría descubierto si hubiera penetrado en la mente de Benny. Sin embargo, estaba vigilando a Quaid, y de esa forma había pasado por alto lo obvio. Benny había usado a Quaid como un escudo para llegar hasta Kuato.

Antes de que Quaid pudiera reaccionar, Benny agarró a Melina y apuntó su arma contra su cabeza.

– ¡Quietos! -gritó. Quaid se inmovilizó, y Benny rió quedamente-. Felicidades, amigos. Nos habéis llevado directamente hasta él.

Quaid ignoró la ironía y se arrodilló para examinar la forma inerte de George, intentando hallar un último destello de vida. Si Kuato podía golpear la mente de Benny, atontarlo lo suficiente para que Quaid…

– Olvídalo, hermano -dijo Benny-. Sus días de clarividente han terminado.

La cabeza de Kuato era un peso muerto. La cabeza de George pendía fláccida. El cuerpo parecía muerto.

Melina miró con ojos coléricos a Benny, tan sorprendida como iracunda.

– ¡Benny, eres un mutante!

Los labios del hombre emitieron una mueca burlona. Le mostró un brillante transmisor oculto en el interior de su mano ortopédica.

– Da sus frutos mantenerse en contacto. Vuestras tropas nunca me cachearon. ¡Demonios, Kuato nunca me sondeó! Puede que tuviera poderes extraños; pero no era inteligente, y esta organización tampoco. ¡Apuesta lo que quieras a que nadie se habría introducido en la guarida de Cohaagen con tanta facilidad!

Quaid tuvo que estar de acuerdo. Él mismo se había percatado desde un principio de la lasitud de los rebeldes. Dependían demasiado de los poderes mutantes de Kuato, y dejaban que ocurriera lo estúpido y obvio. No eran profesionales.

Pero Benny sí lo era. Sus ojos brillaron cruelmente cuando añadió:

– Lo siento, Mel, tengo cinco niños que alimentar.

¿Cinco?

– ¿Qué sucedió con el sexto? -inquirió Quaid.

Benny sonrió.

– Mierda, hombre. Ni siquiera estoy casado. -De repente, se mostró autoritario-. ¡Y ahora poned vuestras jodidas manos sobre vuestras cabezas!

¡De la majestuosidad alienígena a la ignominia humana con tanta rapidez! Parecía que tenían razón los No'ui al dudar de la posibilidad de triunfo de la humanidad. Con el control en manos de Cohaagen y sus lacayos asesinos, el regalo de los alienígenas no valía la pena.

Mientras Quaid cumplía la orden de Benny, éste arrastró a Melina consigo en tanto se inclinaba y con el pie abría la palanca de la puerta de la esclusa. Quaid permaneció alerta a la espera de algún error por parte de Benny, pero el hombre estaba alerta también. Sólo sacrificando a Melina conseguiría atraparlo…, y Benny sabía que no iba a hacerlo. Benny había estado a su lado cuando Quaid reconoció su amor hacia ella.

Entonces Quaid escuchó un jadeo apagado procedente de la cabeza de Kuato. Se inclinó sobre él para escuchar un susurro apenas perceptible.

– Quaid…

– ¡Atrás, Quaid! -restalló Benny.

Kuato hizo un esfuerzo para hablar de nuevo.

– Active el reactor… Libere Marte.

Quaid saltó hacia atrás cuando una ráfaga de disparos destrozó la cabeza. Oyó una ahogada exclamación de Melina. Alzó la vista…, y allí estaba Richter, de pie ante él, sujetando un rifle automático.

– Haz un movimiento -dijo Richter-. Por favor.

Los ojos de Quaid se clavaron llenos de odio en los del hombre. No obstante, estaba desvalido. La traición de Benny había barrido toda esperanza de la Resistencia y de Quaid.

Quaid y Melina fueron esposados brutalmente y metidos en la excavadora para ser sacados de ahí.

– Lo siento -le dijo a ella por encima del rugido del motor-. Si no hubiera sido por mí, Benny jamás habría llegado hasta Kuato. Yo te traje -exclamó ella-. Pensé…, temí…

– Que yo fuera un traidor -terminó él por ella-. Lo sé. No recuerdo mucho de lo que éramos el uno para el otro antes, pero creo que, para mí, se suponía que sólo se trataba de una cuestión de negocios. Cuando caí en el abismo, me di cuenta de que te amaba. Ésa es la razón por la que ese recuerdo no dejaba de volver a mi mente. Fue lo último que vi de ti. Creo que Cohaagen no sabía nada del asunto, o creyó que el implante del recuerdo lo borraría. Y borró todos los recuerdos; pero no el amor.

– Yo no podía olvidarte -indicó ella-. No sabía si debía confiar en ti; pero, de algún modo…

– Creo que estábamos destinados el uno para el otro, pese a lo raro que suene eso. Pero, ¿sabes?, ahí abajo descubrí más cosas, antes de que ellos…, supongo que me capturaron. No lo recuerdo; sin embargo, recuerdo el mensaje alienígena.

– ¿El qué?

– A los No'ui. Una especie comerciante alienígena. Prepararon esto para nosotros, para cuando llegáramos a la mayoría de edad. Si es que nos cualificábamos. Y me parece que no damos la talla. Pero… -Se detuvo, recordando algo más-. ¿Sabes algo sobre el ácido hidrazoico?

Ella se concentró, mientras la excavadora avanzaba dando tumbos.

– Es un líquido incoloro, venenoso y altamente explosivo. Una vez llegué a olerlo. ¡Es asqueroso!

– ¿Cómo sería a escala planetaria? Quiero decir, miles de toneladas de ese líquido.

– ¡Supongo que como el infierno! ¿Por qué?

– Los alienígenas…, iban a emplearlo para producir aire. Quiero decir, con agua. Pensaban derretir el hielo y combinarlo…, no lo sé, no soy químico. ¿Tiene algún sentido?

– Yo tampoco soy química, ¡aunque creo que sólo tendría sentido para un alienígena!

– Pero, con una tecnología alienígena avanzada, ¿sería posible? Me refiero, ¿podría descomponerse el ácido hidrazoico y el agua y volver a combinarlos en el aire, empleando lo sobrante para que un reactor nuclear le diera energía a todo?

Ella sacudió la cabeza.

– ¡Tendría que preguntárselo a alguien que supiera más que yo del asunto! Sin embargo, a mí me suena como algo descabellado.

Él suspiró. Quizá fuera descabellado. Pero era algo que también tenía en la mente. Esperaba que los alienígenas supieran lo que hacían.

La perforadora continuaba su avance, llevándolos hasta Cohaagen. Quaid no creía que disfrutara del encuentro.

23 – Peor

A la mañana siguiente, sujetos todavía por grilletes, incómodos, aunque sin haber sido maltratados (para sorpresa de Quaid), fueron llevados a la elegante oficina de Cohaagen. Había supuesto que Richter le golpearía despiadadamente, aunque le hubieran prohibido matarle, y que Melina sería presa de los matones, ya que era una mujer hermosa y desvalida (porque estaba esposada). Sin embargo, les proporcionaron comida y la posibilidad de utilizar las instalaciones sanitarias, y les dejaron solos (aunque vigilados por una cámara) para dormir. Naturalmente, no hablaron, sabiendo que cada palabra que dijeran sería examinada concienzudamente en busca de pruebas que emplear contra los rebeldes. Por lo tanto, fue incómodo; pero no malo.

Ahora sabía que iba a ser malo. Les habían dejado en paz hasta que Cohaagen pudiera interrogarles directamente, y Quaid sabía que el hombre haría todo lo que considerara necesario para conseguir sus fines. Richter era un matón, brutal pero sin imaginación para generar un daño real. Cohaagen, en cambio, era un criminal de guante blanco, menos violento en los modales aunque diez veces más peligroso.

Ve a comunicarle a tu especie…

¿Comunicárselo a Cohaagen? ¡Imposible! El hombre no mantenía los intereses de la especie en la mente, y menos aún los intereses de la galaxia. Lo único que deseaba era aquello que fuera bueno para la Colonia de Marte, tal como él lo definía: en resumen, poder para Vilos Cohaagen. La ciencia de los No'ui representaba un poder más allá del conocido por el hombre; no debía caer en las manos de este mezquino dictador.

De hecho, Quaid estaba dispuesto a resistir una tortura horrible antes que entregar la información. Cohaagen desconocía lo referente al centro de mensajes alienígena; había sido escondido entre el caos de senderos sinuosos, de modo que sólo una persona con una curiosidad y una persistencia especiales lo descubriera. La Resistencia le había encomendado a Hauser la misión de averiguar el sentido del acertijo del artefacto alienígena y, de ese modo, se le motivó; de lo contrario, jamás hubiera mantenido esa persistencia. Además, habiendo descubierto hacía poco tiempo el amor que sentía por Melina, lo hizo por ella, para lograr su confianza y que también le amara. ¡No, no pensaba entregar el mensaje No'ui aquí!

Que comprendan que la elección depende de ellos.

Porque la humanidad tenía que ignorar el artefacto, tal como hiciera hasta ahora, o invocarlo y emplearlo de forma positiva, como era la intención de los No'ui. Si el hombre intentaba usarlo negativamente, se destruiría. Eso era lo que significaba el símbolo de la nova: una nova era una estrella que consumía su energía en poco tiempo, de hecho provocaba una explosión, destruyendo todo lo que había a su alrededor. El complejo alienígena estallaría, quizás activando el ácido hidrazoico que había enterrado debajo del glaciar subterráneo, liquidándose a sí mismo y a la colonia humana al mismo tiempo. Ésa era la elección: usarlo o perderlo. Pero Cohaagen sólo fingiría emplearlo de modo adecuado; en vez de eso, establecería un monopolio científico, empleando el poder no sólo para convertirse en el dictador de Marte, sino de toda la especie humana. Eso era con lo que los alienígenas no habían contado, ya que desconocían la duplicidad. Para olios, algo era o no era; ni siquiera podían comprender el concepto relativamente inocuo de «figurativo». Eran criaturas de mente literal, que salían del huevo con el conocimiento genéticamente codificado, con sus valores ya establecidos.

Dejamos la cuestión en sus manos.

Ésa era la esencia de su conclusión. Le entregaron el mensaje a una persona -la primera que llegó hasta su centro de mensajes-, y confiaban en ella para que hiciese lo correcto. Le habían convertido en su emisario, y pensaba honrar la confianza depositada en él. Quería que la humanidad se convirtiera en comerciante de pleno derecho, una de las especies importantes de la galaxia. Así que pensaba mantener el secreto ante Cohaagen, dejando que el complejo alienígena fuera destruido antes que pervertido. Con ese fin, se hallaba preparado para entregar su vida y la de Melina. Sabía que ella querría que fuera de ese modo. No le contó nada para que no pudiera revelar el secreto.

¡Melina! ¿Y si Cohaagen la torturaba a ella en presencia de Quaid? Cohaagen lo haría, si pensaba que eso sería efectivo. ¿Podría Quaid soportarlo?

Sólo existía una respuesta: tendría que resistirlo.

Quizá tuvieran suerte y Cohaagen no estuviera al corriente de lo que había descubierto Quaid. Después de todo, parecía que antes, cuando preparó el implante de memoria y envió a Quaid a la Tierra, lo ignoraba. El traidor Benny no se enteró de nada, de lo contrario no habría matado a Kuato. Creyó que el único secreto era que el artefacto alienígena producía una atmósfera y cómo activarlo. ¡Eso era lo más insignificante!

Los pensamientos de Quaid se vieron interrumpidos cuando unos hombres entraron en la oficina llevando un cuerpo. Lo arrojaron sobre la mesa de conferencias. Era Kuato, la cabeza encogida que crecía desde el pecho de George.

Cohaagen lo contempló.

– ¡Así que éste es el gran hombre!

Richter y Benny, de guardia al lado de Quaid y de Melina, rieron entre dientes. Estaban satisfechos con lo que habían conseguido. Habían logrado desentrañar el misterio del líder del Frente de Liberación de Marte, destruyéndole a él y a su organización.

Quaid vio que Melina no podía reprimir un gesto de dolor. Aún se culpaba por el colosal error de llevar a Benny a su refugio más secreto. Pero, ¿cómo podía saberlo? Benny había estado de su lado, ayudando a su causa, ayudándoles a escapar de la persecución. Benny era un profesional; con eso estaba todo dicho. Sería mejor culpar a Quaid, o a su aspecto Hauser, por no reconocer a otro profesional cuando lo veía.

Cohaagen examinó con atención la cabeza de Kuato. Hizo un gesto de asco.

– No me extraña que se mantuviera oculto.

Se apartó y les hizo una seña a los matones, que recogieron el cuerpo y se lo llevaron. Otro matón limpió la mesa. Cohaagen era quisquilloso en lo referente a la apariencia; no deseaba que quedara ninguna mancha desagradable.

Luego se acercó hasta donde se hallaba sentado Quaid y le dio una palmada en el hombro.

– Bueno, te felicito, Quaid -comentó con alegría-. Eres un héroe.

La réplica de Quaid fue directa.

– Que te jodan.

Sorprendentemente, Cohaagen no se irritó. Sonrió.

– No seas modesto -dijo-, Kuato ha muerto; la Resistencia ha sido completamente eliminada; y tú fuiste la clave de todo.

Quaid notó que Melina le contemplaba con ambivalencia. Ella nunca había tenido la certeza total de su lealtad a la Resistencia, y todavía no la tenía, pese al amor que le profesaba.

– Está mintiendo -dijo Quaid.

Puede que los dos estuvieran a punto de morir; pero quería que ella le creyera.

Cohaagen se dirigió a Melina.

– No le culpes, cariño. Él no sabía nada al respecto. -Sonrió-. Ahí radicaba todo.

Ahora Melina se hallaba confusa…, y también Quaid. ¿De qué estaba hablando el hombre?

– ¿Sabes, Quaid? El difunto señor Kuato poseía una sorprendente habilidad para detectar a nuestros espías -continuó Cohaagen-. Desconocíamos que fuera un telépata. Ninguno de nuestros hombres podía llegar cerca de él. Así que Hauser y yo nos sentamos y te inventamos a ti…, el topo perfecto.

– Mientes -dijo Quaid-. Hauser se volvió en tu contra.

– Eso era lo que queríamos que tú pensaras. En realidad, Hauser se presentó voluntario para ser borrado y programado de nuevo. Eso ocurrió cuando fracasó en llegar hasta Kuato la primera vez. Esta zorra astuta… -Con un gesto, Cohaagen señaló a Melina, que respondió con una mueca en la que le indicaba que le escupía a la cara-. Nunca le llevó hasta las catacumbas. Le llevó directamente a la Pirámide, sin mencionar jamás la entrada que había allí. Sólo le guió hasta aquella cueva vacía que ellos no utilizaban. Cuando cayó en el abismo, no salió corriendo a ver a Kuato, sino que regresó al domo y a su tapadera. Todo había sido en balde; lo que ocurría era que no confiaban en Hauser. No lo suficiente. Necesitábamos una forma de convencerles para que confiaran por completo.

– Sé sincero -repuso Quaid, irritado. Señaló a Richter tanto como se lo permitieron los grilletes-. Ha intentado matarme desde que fui a Rekall. Y también Harry, y Lori, allá en la Tierra. No tratas de matar a alguien a quien piensas introducir como espía.

– Richter desconocía el plan -dijo Cohaagen-. Los demás se hallaban bajo sus órdenes.

– Entonces, ¿por qué sigo con vida?

Cohaagen sonrió con cierto orgullo.

– Él no tiene tu talla. Además, te brindamos ayuda. Con Benny…

Benny se inclinó burlonamente ante Quaid.

– Ha sido un placer, amigo.

– El tipo que te dio el maletín -prosiguió Cohaagen-. Ése lleno de cosas que te resultaron tan útiles.

Quaid no lo aceptó de inmediato.

– No lo creo. Demasiado perfecto.

– ¡Perfecto mis pelotas! Destruyes tu implante de recuerdos falsos antes de que podamos activarte. Matan a Stevens cuando te localizó en aquel hotel. Mientras tanto, Richter, aquí presente, jode todo lo que tardé meses en planear. -Miró con ojos centelleantes a Richter, quien bajó la vista-. Me sorprende que haya funcionado.

Quaid asintió, impresionado a pesar de sí mismo. Tenía sentido. Supongamos que Hauser fuera un agente de Cohaagen. Entonces, cuando Melina no le conduce hasta Kuato, pese a su relación más que amistosa, tiene que hallar una forma de autoeliminarse de la escena. Así, finge una caída y espera a que lleguen los hombres de Cohaagen para «capturarlo», iniciando así la trama más compleja. Su sueño representaba aquel último episodio antes de que el implante de memoria se apoderara de su vida.

Sin embargo, habían ocurrido dos cosas con las que no habían contado. Se había dado cuenta de que amaba de verdad a Melina -eso, que pudo haber sido una impostura, se transformó en algo real-, y descubrió el mensaje de los No'ui. ¡Eso debió cambiarlo todo!

Pero, entonces, ¿por qué se presentó como voluntario para esa misión tan compleja y arriesgada para sí mismo (incluso sin la intervención de Richter), sólo con el fin de traicionar a la mujer que amaba y a los No'ui, que le habían convertido a una causa mayor? ¡No tenía sentido! Cohaagen todavía debía estar mintiendo.

¿Era esto otra trampa que le tendían con el fin de que revelara algo útil para el programa de Cohaagen? ¿O Cohaagen sospechaba que Quaid sabía más acerca del artefacto alienígena de lo que dejaba entrever, de modo que fingía todo esto para obtener dicha información? ¡No funcionaría!

– Bueno, he de reconocértelo, Cohaagen -dijo, como si se rindiera-. Éste es el mejor lavado de cerebro que he visto en mi vida.

– No aceptes sólo mi palabra, Quaid. Hay un amigo tuyo que quiere hablarte.

– No me digas -repuso Quaid-. Deja que adivine quién es.

Cohaagen conectó la pantalla de un televisor. Sin lugar a dudas, allí apareció Hauser, con las mismas ropas y entorno de su anterior mensaje.

– Hola, Quaid -saludó Hauser-. Si estás escuchando esto, es que Kuato ha muerto y que tú nos llevaste hasta él. Sabía que no ibas a defraudarme. -Se rió, y había un deje de crueldad ajeno al estado actual de Quaid-. Lamento todos los problemas por los que te he hecho pasar, muchacho; pero, eh, sólo eres un programa.

La última muralla de resistencia de Quaid se derrumbó. Era verdad: ¡Hauser se había presentado voluntario! Pero, ¿por qué? ¿Por qué traicionar a Melina y…?

– Me gustaría desearte felicidad y una larga vida, muchacho; pero, lamentablemente, eso no va a suceder -continuó Hauser desde la pantalla-. ¿Sabes?, el cuerpo que llevas es el mío y, bueno… -la figura se encogió de hombros como si se disculpara-, quiero que me lo devuelvas.

Quaid estaba helado. Si su identidad actual había sido inventada, entonces podían eliminarla en cualquier momento. ¡El villano Hauser volvería a vivir en él!

– Lamento traicionarte -dijo Hauser-. Pero lo justo es justo, y yo estaba primero. Así que, adiós, amigo, y gracias por no dejar que te mataran. -Sonrió, como un vencedor generoso con su enemigo caído-. ¿Quién sabe? Quizá nos encontremos en nuestros sueños.

El mensaje del videodisco terminó.

Quaid, bajo la presión del fuerte impacto, miró a Melina, ella aparecía tan furiosa como él, comprendiendo al fin la forma en que ambos habían sido traicionados.

Pero aún seguía allí la insistente pregunta: entonces, ¿qué pasaba con el amor que Hauser sentía por Melina? ¿Por qué le habría hecho esto a ella? Y el mensaje de los No'ui…

En ese momento estableció la relación. Hauser sabía que no debía hablarle a Cohaagen acerca de los No'ui, pero, ¿cómo podía evitarlo, ya que trabajaba para Cohaagen? ¿Y sabía que éste atraparía a Melina y la torturaría para que le revelara dónde estaba Kuato? Había necesitado una forma en que salvar a Melina, al tiempo que ocultaba el secreto alienígena. Hasta que encontrara a la gente adecuada a quien revelárselo.

Así, planeó una forma de realizar ambas cosas. ¡Se había presentado voluntario para una misión que no sólo necesitaba que dejaran en paz a Melina, sino que hacía que ella estuviera allí para que Quaid la encontrara, al mismo tiempo que suprimía el mensaje alienígena de su mente! ¡Le presentó a Cohaagen una serie de cosas que hicieron que éste mismo ocultara lo que más anhelaba! Mantenía la esperanza de que Quaid recordara a los No'ui antes de conducir a Cohaagen hasta Kuato. Y casi lo había conseguido.

Casi.

Ahora bien, cuando le devolvieran todos los recuerdos a Hauser, seguro que también descubrirían sus secretos. Resultaba posible realizar un implante de memoria sin leer los recuerdos anteriores; simplemente, se los suprimía. Era algo parecido a grabar un mensaje nuevo en un videodisco usado; a nadie le importaba lo que se borraba. Sin embargo, restaurar la memoria antigua…, para ello tendrían que comprobarla en cada punto, cerciorándose de que era exacta. ¡Ahí no había secretos inviolables!

Cohaagen, una vez barridos los rebeldes, ganaría mucho más de lo que había soñado. Todo debido a que el plan desesperado de Hauser no había funcionado por completo.

¡Maldición!

Lo peor era que Melina jamás sabría lo que Hauser había intentado hacer. Eso, de alguna forma, dolía más que cualquier daño tangible provocado por el fracaso de Hauser.

24 – Huida

A su debido momento, Quaid y Melina fueron sujetos a unos sillones de exámenes en una versión a escala industrial de la clínica de implantes de Rekall. Quaid había esperado una oportunidad para escapar; pero los matones fueron lo bastante cuidadosos como para mantenerlos todo el tiempo con los grilletes. Aunque él mismo hubiera dispuesto de la opción de liberarse, Melina habría seguido siendo una rehén.

¿Y si aceptaba el implante? ¿Existía la posibilidad de que los técnicos pasaran por alto la importancia de lo que estaban manipulando, de modo que Hauser fuera restaurado con su secreto intacto? Lo dudaba; además, el equipo de implantes hacía sonar una alarma si sucedía algo fuera de lo normal, y el mensaje alienígena dispararía un clamor de seis alarmas juntas. Pero, ¿qué podía hacer, inmovilizado como estaba?

Cohaagen observó mientras un doctor y seis ayudantes preparaban el procedimiento de reprogramación. Melina ya tenía colocado un sistema intravenoso en el dorso de la mano. Quaid se resistió y se esforzó por soltarse cuando un técnico le introdujo una aguja en su mano. No era el aguijón momentáneo del pinchazo lo que le molestaba, sino la finalidad de la droga que recorrería su sistema y lo aplacaría para lo que iba a ser la pérdida de su personalidad…, y algo peor.

– Relájate, Quaid -pidió Cohaagen-. Te gustará ser Hauser.

– El tipo es un jodido gilipollas.

En realidad lo había sido hasta un cierto punto: el punto en el que comprendió el amor que sentía por Melina y cuando recibió el mensaje de los No'ui. Luego, intentó todo lo que estaba a su alcance para corregir una vida mal llevada… y, en el proceso, destruyó el Frente de Liberación de Marte. Así que la definición seguía siendo válida.

– Cierto -corroboró Cohaagen-. Pero tiene una casa grande y un Mercedes. Y a ti te gusta Melina, ¿verdad? -Miró a la mujer, que le hizo una mueca, sin apreciar su mirada-. Bueno, pues podrás joderla todas las noches. Se va a convertir en la mujer de Hauser. Y no sólo eso, sino que la reprogramaremos para que sea respetuosa, complaciente y apreciativa…, la forma en que ha de ser una mujer.

Quaid y Melina se miraron con horror. Si hubiera deseado una mujer así se habría sentido satisfecho con Lori, que interpretó su papel a la perfección. Pero, antes incluso de que estropeara sus recuerdos falsos, se había sentido insatisfecho con ella, añorando a Melina. Su gusto iba hacia una mujer de verdad, independiente y valerosa. ¡Si se apartaba de su camino, ella le situaría de nuevo en él en un abrir y cerrar de ojos! La idea de convertir a semejante mujer en una mascota dócil le asustaba. Y ella…, él sabía que no deseaba transformarse en esa clase de puta real, igual que no quería ser una traidora a su causa. Interpretó el papel de puta; pero sólo había sido eso: un papel. ¿Qué le haría a su interior verse encerrada en ese aspecto de su vida? Bien podrían hacerle una lobotomía…, aunque eso se parecía mucho.

Llegó una llamada por el videófono. Respondió un ayudante, luego se volvió hacia Cohaagen:

– Es para usted, señor.

Cohaagen se volvió impaciente hacia la pantalla, donde un nervioso técnico permanecía de pie frente a una pared de diales e indicadores.

– ¿Qué ocurre? -restalló Cohaagen.

– Señor -respondió el técnico-, el nivel de oxígeno está en su límite más bajo en el Sector G. ¿Qué es lo que desea que haga?

– No haga nada -dijo Cohaagen.

– No van a durar ni una hora, señor -indicó el técnico.

Cohaagen pulsó un botón en el videófono, y éste mostró tres rápidas vistas de Venusville. Por todas partes, la gente estaba tendida en el suelo o derrumbada en los portales, con las bocas abiertas, jadeando en busca de un poco de aire. Melina volvió la cabeza hacia un lado, incapaz de mirar, mientras Quaid luchaba furiosamente contra sus ataduras. ¡Tenía que liberarse! ¡Tenía que detener aquella locura!

Cohaagen volvió a conectar con el técnico.

– Entonces, pronto habrá terminado todo -dijo. Cortó la transmisión.

– ¡No seas estúpido, Cohaagen! -gritó Quaid-. ¡Dales a esa gente aire!

– Amigo mío, dentro de cinco minutos a ti no te importará una mierda esa gente. -Cohaagen se volvió hacia el doctor-. Adelante.

El doctor bajó el casco a la cabeza de Melina. Ella intentó apartarla, pero no lo consiguió; estaba atrapada.

Entonces, el doctor se aprestó a bajar el casco de Quaid, momento en el que Richter le interrumpió.

– Eh, perdóneme, Doc, pero…, cuando sea Hauser, ¿recordará algo de esto?

– Nada -le aseguró el doctor.

– Gracias.

Entonces Richter golpeó a Quaid con todas sus fuerzas.

Vio las estrellas. Tendría un ojo amoratado y, quizá, una contusión, aunque el apoyacabezas frenó la mayor parte del impacto. Miró con ojos furiosos a Richter, que le sonrió.

– Eres muy valiente, grandulón -comentó Quaid con ironía.

Cohaagen apartó a Richter.

– Lo siento, Quaid. Pronto acabará, y todos volveremos a ser amigos.

¡Antes preferiría hacerse amigo de unos escorpiones! Pero eso era lo menos importante. ¿Cómo podía proteger el mensaje de los No'ui de ser descubierto?

El doctor activó la máquina de los implantes. Emitió un espantoso sonido gimoteante que le recordó los viejos tornos de los dentistas, la clase que aún se usaba en los videos de terror. Cohaagen sonrió y se llevó a Richter del laboratorio. Se detuvo en la puerta y se volvió hacia Quaid.

– De paso, doy una pequeña reunión en casa esta noche. ¿Por qué tú y Melina no venís a eso de las nueve?

Quaid apretó los dientes y se negó a responder.

Cohaagen se dirigió al doctor.

– Doc, ¿se lo querrá recordar usted?

– Hum, hum -replicó el doctor, con aire ausente.

Richter se despidió con un gesto de la mano.

– Te veré en la fiesta.

Y expresaría su sorpresa ante el ojo hinchado de Hauser. Así que el tipo era un hipócrita; ése era uno de sus defectos menores.

Cohaagen y Richter abandonaron el laboratorio. En ese instante, los ruidos que salían del equipo se hicieron aterradores de verdad, no por su mecánica, que esencialmente era indolora, sino por su significado. Era como si el cerebro vivo fuera partido en trozos, de modo que se pudieran emplear partes de los que había en la morgue.

Tanto Quaid como Melina lucharon contra ello. Se concentraron en anular los efectos de la reprogramación; pero sus recursos eran escasos para enfrentarse a una fuerza tan abrumadora. Quaid tiró de las abrazaderas metálicas que le sujetaban las muñecas, los antebrazos y los tobillos.

– Por favor, quédese quieto -pidió el doctor.

Entonces sintió dolor, tanto físico como mental, cuando su piel fue apretada por las ataduras y su mente intentó oponerse al lavado de cerebro. Las dos clases de dolor se agudizaron. Quaid hizo una mueca, como si con ello pudiera apartar el programa hostil.

– No se oponga -aconsejó el doctor-. Eso lo convierte en un proceso doloroso.

Quaid vio que Melina se debatía en vano. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y la saliva brotaba de su boca. Se retorció en el sillón, intentando soltarse. El gemido del equipo sonaba espantoso; pero no era nada comparado con el dolor de la lucha y la pérdida. Parecía desvalido; no obstante, no podía dejar, simplemente, que sucediera. ¿Era esto lo que sentía una mujer al ser violada? Porque, sin lugar a dudas, se trataba de una clase de violación.

– Es un procedimiento muy delicado, señor Quaid -le advirtió el doctor-. Si no se queda quieto, terminará esquizofrénico.

¿Les impediría eso que descubrieran el mensaje de los No'ui? Si fuera así, podía ser una salida. Pero no confiaba en ello. Reunió todas sus fuerzas para mantener intacta su identidad y soltarse del sillón.

Los grilletes no cedieron nada; Cohaagen se había cerciorado de que fueran eficaces. Sin embargo, los tornillos que mantenían unido el sillón empezaban a crujir.

– Active el sedante -le dijo el doctor a un ayudante.

¡Eso sería el fin! Quaid supo que era su última oportunidad. Aun así, su fuerza se hallaba al máximo de tensión; ¿qué más podía hacer?

¡No'ui!, pensó. ¡Necesito ayuda!

Y de una fuente intacta surgió una oleada de fuerza. El ruido, el dolor y el forcejeo crecieron, y le pareció que ya no podía aguantar más; sin embargo, notó que la fuerza aumentaba. Quizá se tratara de la fuerza que otorga la locura y que el implante de los No'ui sabía cómo llamar. No importaba. Tensó aún más los brazos y abrió la boca para lanzar un grito.

¡Entonces, con un rugido tanto vocal como estructural, arrancó el apoyabrazos derecho del sillón! Colgó de su brazo como una tablilla floja. ¡Se estaba liberando!

De inmediato, se quitó de un golpe la intravenosa de la otra mano, deteniendo el sedante. Con una mano parcialmente suelta podía…

El doctor se abalanzó sobre él para detenerle. Quaid empuñó el apoyabrazos como una incómoda arma y lanzó un golpe duro y abierto a la garganta del médico.

Los ayudantes cayeron sobre él. Uno asió el antebrazo de Quaid. Quaid lo retorció en una presa de un sólo brazo y le rompió el cuello.

Entonces dispuso de un instante para quitarse el equipo. Alzó el casco de su cabeza. ¡Con eso liquidaba el proceso de implantación! Mientras se lo sacaba sintió un terrible dolor de cabeza, como si se estuviera arrancando cables del cerebro; luego la sensación desapareció.

Otro ayudante, a espaldas de Quaid, le aferró la muñeca. Quaid agarró el cabello del hombre y tiró brutalmente de él hacia delante por encima de su hombro. La cabeza aterrizó entre sus rodillas. Las cerró de un golpe, presionando el cráneo como si fuera una nuez en un cascanueces. El hombre lanzó un aullido y se derrumbó.

Quaid alargó el brazo y soltó la abrazadera que le rodeaba la muñeca izquierda. Ya tenía los dos brazos libres. Vio que Melina aún luchaba contra el lavado de cerebro.

– ¡Aguanta! -gritó.

Tres ayudantes más se lanzaron sobre Quaid, sujetándole los brazos. Y otro le atacó con una larga vara metálica. Quaid colocó a un hombre delante de él, como un escudo. La vara le atravesó el ojo. Eso acabó con él. Los otros, asustados, se quedaron congelados durante un momento. Quaid aprovechó para agacharse y quitarse la abrazadera de un pie.

En el acto le propinó una patada en la entrepierna al ayudante que se lanzaba contra él; recordó exactamente lo que se sentía cuando pensó en la patada que le diera Lori. El hombre cayó de lado.

Quaid se ayudó con los brazos y se incorporó. Aún tenía una pierna inmovilizada, pero no disponía de tiempo para soltarla. Dos ayudantes más le acosaban, manteniéndole a raya como a un oso, utilizando la vara y un hacha de mango largo contra incendios. Quaid esquivó la embestida del hacha, aferró el extremo de la vara metálica, y luego se inclinó con rapidez para soltar la última abrazadera que tenía alrededor del tobillo. El hacha cayó en un arco descendente sobre él, y apenas logró apartarse a tiempo.

Completamente libre ya, Quaid empaló al asistente que había blandido la vara con su propia arma. Luego se dirigió hacia Melina para quitarle el casco.

El ayudante que quedaba hizo lo que debió haber hecho desde el principio: activó la alarma y corrió hacia la puerta. Quaid saltó detrás de él, lo atrapó y le ayudó a llegar más deprisa a la puerta, con la cara por delante. La nariz del hombre dejó un reguero sangriento en la superficie de la puerta mientras se deslizaba sin sentido hacia el suelo. Qué pena que no fuera Richter, que se merecía la devolución de una palmadita en el hocico. No es que eso le hiciera más feo de lo que era.

Quaid regresó al lado de Melina y empezó a quitarle las abrazaderas de los brazos y las piernas.

– ¿Te encuentras bien?

Ella asintió.

No era suficiente. Había estado bajo tratamiento más tiempo que él.

– ¿Sigues siendo tú?

Ella lo meditó.

– No estoy segura, cariño -repuso, con voz perfectamente dócil-. ¿Tú que crees? -Quaid se sintió horrorizado. Entonces ella sonrió y restalló-: ¡Larguémonos de aquí!

¡Ese tono irritado fue como música para sus oídos! Soltó la última abrazadera. Ella bajó del sillón, cogió el hacha empotrada en los restos del sillón de Quaid y corrió hacia la puerta.

Salieron corriendo del laboratorio. Las alarmas aullaban. Dos soldados aparecieron por una esquina. Melina clavó el hacha en el esternón de uno. Quaid golpeó con la vara metálica la sien del otro. Dos menos.

Recogieron las ametralladoras de los soldados, corrieron hacia el ascensor y pulsaron el botón de llamada. Quaid dudaba que la cosa resultara tan fácil como bajar simplemente por el ascensor; pero ninguno de los dos se podía permitir el lujo de ignorarlo.

¡Ding! El ascensor subía. Se detuvo, las puertas se abrieron…, y había una docena de soldados en el interior.

Quaid lanzó una andanada de balas, derribándolos. ¡Ding! Las puertas del ascensor se cerraron ante esa carnicería.

Llegó el otro ascensor. ¡Ding! La flecha señalaba hacia abajo. Las puertas se abrieron. Éste se hallaba vacío. ¡Era como si incluso los ascensores aprendieran con la experiencia! Se metieron dentro.

Quaid se volvió hacia Melina mientras el ascensor bajaba.

– En caso de que no tengamos otra oportunidad para hablar, quiero que sepas que yo…, no importa lo que haya podido ser antes…

Ella se le acercó y le besó.

– Lo sé -murmuró, pasado un rato.

– Pero ese disco de Hauser…

– Me podrías haber tenido en bandeja si te hubieras quedado quieto -dijo ella-. A cambio, luchaste como mil demonios y me liberaste. En seguida supe que no eras así.

– ¡Te deseo! ¡Te amo! Pero…

– Pero no al precio de la traición de Marte -completó ella.

– Sí. Además…

El ascensor se detuvo en la planta baja.

– Más tarde -cortó ella sucintamente.

Las puertas se abrieron. Salieron a una frenética actividad. Las alarmas aullaban. Los mineros se movían por los alrededores como un enjambre de hormigas. Los vehículos de minería y de seguridad avanzaban en todas direcciones. Los soldados estaban en posición de alerta. Aparentemente, la alarma había galvanizado el establecimiento en unos movimientos frenéticos pero inútiles.

Intercambiaron una mirada, ¿podía resultar tan fácil?

Salieron, tratando de aparentar que estaban igual de ocupados que los demás. No tuvieron suerte. Les vieron. Los soldados empezaron a dispararles.

Corrieron. Quaid saltó a una excavadora en movimiento, arrancó al conductor de la cabina y tomó su lugar, aferrando el volante. Miró por la ventanilla en busca de Melina. Los soldados no cesaban de dispararle; las balas rebotaban en el blindaje metálico del vehículo.

No pudo localizarla.

– ¡Melina! -gritó, alarmado.

– Aquí -replicó ella.

Giró la cabeza bruscamente. Allí estaba, en el asiento del. acompañante, cerrando la puerta de golpe. No había esperado a que él la llamara.

Quaid pisó el acelerador. La excavadora salió disparada hacia delante, convirtiéndose de repente en un monstruo. Los soldados y los mineros se apartaron de su camino.

Cohaagen permanecía de pie delante de la ventana que iba del suelo al techo en su oficina y contemplaba pensativamente los domos. El horizonte tenía un color rosado, señal de la próxima llegada del amanecer. Las alarmas seguían sonando como fondo, ahogadas pero insistentes.

Richter se agitaba al otro lado de la habitación. ¿Qué más prueba necesitaba Cohaagen? Seguro que ahora le resultaba claro que sólo había una forma de tratar con el traidor en que se había convertido Hauser.

– ¿Bien, señor? -dijo finalmente.

Cohaagen permaneció en silencio durante un largo momento.

Hauser era un agente de primera. Se desataría el infierno antes de que pudieran volver a tenerlo bajo control. La amistad tenía un límite. El hombre había abusado de la bienvenida que le dispensaron.

– Mátalo -ordenó.

– Ya era jodida hora -murmuró Richter; giró sobre sus talones y salió rápidamente de la habitación.

Si había pensado que Cohaagen no le oiría, estaba equivocado. Cohaagen se envaró ante las palabras. De no haber sido por la intervención de Richter, la programación de Quaid hubiera ido perfectamente, y el hombre no habría desarrollado ese fuerte sentimiento de unión con su identidad temporal. Un hombre podía llegar a creer en sí mismo si se veía obligado a luchar por su vida. Una vez acabara este desagradable asunto, el mismo Richter ya no sería necesario. Ya era jodida hora, realmente.

Toda la ira acumulada en Cohaagen estalló. Miró con ojos furiosos a los peces que nadaban inofensivamente en la pecera de su escritorio, y barrió ésta al suelo, donde se hizo añicos. Los peces empezaron a saltar desesperadamente, incapaces de respirar. Cohaagen sonrió.

Pero había cosas más importantes que hacer. Cohaagen había sospechado que Hauser sabía más sobre el artefacto alienígena de lo que había dejado entrever. Ahora estaba seguro de ello. No podía permitirse esperar más tiempo.

Cogió un teléfono.

– Que venga el equipo de demolición -ordenó.

Entonces miró con intensidad el espacio que tenía delante. No le gustaba tener que destruir a Hauser y al artefacto alienígena. En otras circunstancias, los dos le habrían sido muy útiles. Pero la seguridad estaba primero. Había alzado una especie de imperio aquí, y no podía permitirse el lujo de que tanto la amistad como la codicia lo amenazaran.

25 – Reactor

– ¿Conoces el camino hacia la Pirámide desde aquí? -preguntó Quaid mientras la excavadora proseguía su carga.

– Sí -repuso ella, mirando por la ventanilla. Señaló una dirección-. Gira a la derecha allí.

Enfiló a la derecha, penetrando en un amplio túnel, y derrapó por su superficie a máxima velocidad; casi atropello a unos mineros, que corrieron para salvar las vidas.

– ¡Cuidado! -gritó ella. No deseaba lastimar a la gente corriente, sólo a Cohaagen.

– Hemos de llegar allí primero -explicó sucintamente Quaid-. Él va a destruir el reactor.

Ella se sintió dolida.

– No…

– Si Marte llega a disponer de aire, Cohaagen está acabado.

¡Aunque eso era lo menos importante!

Quaid giró el volante para esquivar a un minero caído. Prosiguió la marcha a toda velocidad a través del túnel, tras ver que el camino ya estaba despejado.

– Si Marte dispone de aire -dijo ella, comprendiéndole-, nosotros seremos libres.

– Seremos libres -repitió él-. Pero aún hay más. Los No'ui…

– ¿Qué?

– No he tenido oportunidad de contártelo…, además, no era seguro mientras Cohaagen pudiera someterte a un interrogatorio -explicó-. Yo, es decir, Hauser, hice más en aquel abismo alienígena aparte de abandonarte. Él…

– ¿Abandonarme? -preguntó ella, frunciendo el ceño.

– Hauser era un espía. Ahora lo recuerdo. Sólo te estaba siguiendo la corriente. Fingió la caída a fin de poder ser «capturado» por Cohaagen y, aparentemente, dado por muerto. Su misión para Cohaagen terminó, porque tú resultaste demasiado inteligente para él. Pero ésa no fue la única razón.

– Lo entiendo. No tienes por qué darme ninguna explicación.

– ¡Sí, debo hacerlo! Tú no lo entiendes. Hauser era el hombre de Cohaagen. Era una máquina carente de emociones, dispuesto a usar a cualquiera a fin de cumplir con las órdenes de Cohaagen. Y entonces tú llegaste a su vida. Le mostraste lo que significaba creer en algo, lo que significaba ser bueno. Empezó a admirarte y respetarte, y luego…

»Sus sentimientos hacia ti le resultaban tan extraños que no supo lo que eran. Los reprimió, luchó por controlarlos, y no fue hasta que se halló en la Mina Pirámide que se dio cuenta de que no podía traicionarte porque… te amaba. Así que vagó por ahí abajo, tratando realmente de llevar a cabo la misión que le encomendaste. Y encontró a los alienígenas.

Ella giró el rostro hacia él, sorprendida.

– ¿Él…?

– Ellos habían dejado un… mensaje. Que el artefacto fue construido por los No'ui, una especie inteligente galáctica con forma de hormiga, para cuando nosotros alcanzáramos la mayoría de edad. Para crear aire en Marte y compartir tecnología, de modo que nos convirtiéramos en una especie como la de ellos, unos comerciantes galácticos que extendieran la civilización.

– ¡Misioneros! -exclamó ella, con una exhalación.

– Correcto. Y Hauser…, bueno, quedó impresionado. Los No'ui confiaron en él para que hiciera lo adecuado, para decirle a su especie qué fin tenía el artefacto y cómo usarlo. Porque si lo empleamos bien, seremos comerciantes; pero si lo usamos de la forma equivocada, o intentamos destruirlo…

– ¡Existe un mecanismo de autodestrucción! -repuso ella, comprendiendo la situación.

– Así es. La cosa está instalada como una bomba. Haz lo correcto, y no pasa nada, de hecho es fantástico para el hombre, ya que nos conducirá a una era nueva, más grande que cualquiera que hayamos tenido en el pasado. Pero, si no haces lo que es debido, explotará. Ese ácido hidrazoico…, debe de haber cientos de miles de toneladas debajo del glaciar. Puede que sea eso lo que lo active.

– ¡Me lo imagino! -dijo ella-. ¡Si se liberara, podría exterminar a toda la colonia humana que hay aquí!

– Sí. Los No'ui no bromean. Vi a uno de sus recién nacidos. Acababa de salir del huevo, y tenía que responder a unas preguntas que yo soy incapaz de contestar, demostrando así que era uno de ellos, o lo habrían matado en el acto. Nuestras opciones son emplearlo bien o perderlo; no podemos atrevernos a emplearlo mal. Así que si Cohaagen intenta destruirlo, no sólo perderemos la atmósfera, sino nuestras vidas.

Ella se sentía anonadada.

– ¿Y eso convirtió a Hauser?

– Eso completó el trabajo que tú iniciaste -admitió Quaid-. No podía soportar ver que te torturaran, y sabía que era lo siguiente que haría Cohaagen para conseguir que le dijeras dónde se encontraba Kuato. Sin embargo, también sabía que no podía dejar que Cohaagen conociera la naturaleza completa del artefacto. Cohaagen ya debió suponer que produciría aire, por lo que intentó mantenerlo oculto para que no arruinara su monopolio. Pero, si hubiera descubierto su mayor significado, que con él podría aprender la tecnología alienígena y aumentar mil veces su poder, él…

– También se apoderaría de la Tierra -comentó ella-. Fingiría ser un gran tipo, utilizando el reactor para crear aire, al tiempo que averiguaba su potencial; pero, una vez que tuviera la información, ya no le haría falta su monopolio del aire. Sería capaz de conquistar todo lo que quisiera.

– Exacto. Hauser…, no me estoy disculpando por él, era un bastardo, aunque tú… fuiste una influencia positiva en él, y los No'ui…, fue como una especie de implante de memoria, y eso le convirtió, haciendo que deseara llevarlo a la práctica de forma positiva. Pero Cohaagen, de modo rutinario, comprobaba constantemente las mentes de sus agentes con el fin de cerciorarse de que no le infiltraban a ningún espía; así que habría descubierto a los No'ui. De modo que Hauser…

– Se presentó voluntario para una nueva misión -concluyó ella.

– Sí. Eso te salvo a ti y al artefacto. Pero ahora…

– Estoy de tu lado -dijo ella-. Haz lo que tengas que hacer, Doug. Hemos de llegar hasta allí y activar esa cosa antes de que él la destruya.

– Y luego tendremos que asegurarnos de que muera -comentó Quaid-. Para que no pueda decir que fue él quien lo activó, convirtiéndose en un héroe que siga al mando de todo. ¡Hablando, ese hombre podría quitarle las verrugas a un sapo mutante! Puede que muramos en el intento, pero…

– Kuato y los luchadores de la Resistencia entregaron sus vidas -dijo ella con voz tranquila-. Yo no puedo ser menos.

Entonces, ella se le acercó y le dio un beso en la mejilla.

– ¿Tiene una radio esta cosa? -inquirió él-. Será mejor que comprobemos cómo va la persecución.

Ella encendió inmediatamente la radio. Se trataba de una unidad estándar, capaz de recibir tanto transmisiones comerciales como privadas. Buscó en las estaciones.

– Seguro que no la están usando -dijo-. De ese modo, nadie se enterará de lo que sucede.

– Entonces les será imposible coordinar sus movimientos para cortarnos el paso -repuso él con satisfacción-. Es una carrera de caballos sin obstáculos.

Ella se detuvo en una emisora de noticias.

– …los resultados de las elecciones especiales se anunciarán a medida que se vayan conociendo -dijo el locutor-. Mientras tanto, vayamos a los acontecimientos científicos: los astrónomos informan del descubrimiento de otra «nova inexplicable». Con ésa ya son siete. Según los científicos, estas novas no deberían crearse, ya que no forman parte del tipo adecuado de estrellas. Ellos…

Algo encajó en la mente de Quaid.

– ¡Oh, Dios mío! -jadeó.

Melina volvió a observarle.

– ¿Algo va mal?

– Esas noticias…, lo de las novas…, acabo de darme cuenta… -Se cortó, incapaz de creerlo.

– ¿Qué ocurre, Doug? -le preguntó ella, alarmada.

– Esas novas… son artificiales -repuso él-. Ésa es la razón por la que no parecen comprensibles. Han sido plantadas, de la misma forma que los No'ui plantan ayuda para las especies.

– Si los alienígenas son tan poderosos como tú dices, supongo que es posible -comentó ella, con ciertas dudas-. Pero no puedo creer que…

– ¡Créelo! -exclamó él-. ¡Aún no has visto la escala enorme del reactor! Si pueden construir algo semejante, y utilizar la ciencia alienígena para crear aire de una forma que a nosotros nos resulta imposible, ¡pueden preparar una estrella para que se convierta en nova!

– Bueno, quizá sí, si tú lo dices. Pero, ¿qué tiene que ver con esto?

– ¡Ya te lo dije, no se andan con bromas! Para ellos, es todo o nada. No hay una segunda oportunidad.

– Sí, pero…

– El símbolo de la destrucción -comentó él, sintiendo que el horror crecía en su interior a medida que hablaba- era una nova.

Melina se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? Nosotros ponemos una calavera y unas tibias cruzadas para marcar el veneno. Pero no pretendemos que se tome de forma literal. Es algo figurativo.

– Ellos desconocen lo figurativo. Se trata de una especie literal, quizá debido a la forma en que nacen genéticamente programados de antemano, como las hormigas. Para ellos, algo es o no es, o lo ignoran. No puede ser a medias, a menos que se encuentre en construcción. Así que, cuando emplean el símbolo de una nova…

Entonces el horror inundó también el rostro de ella.

– ¿Quieres decir…?

– Que cuando hablan de una nova, ¡se refieren a una nova! Si empleamos mal el reactor…

– Nuestro sol se convertirá en nova -dijo ella.

– Ha de ser sintonizado. En el momento en que el reactor empiece a desviarse, le envía la señal de destrucción al sol. El sol consume su energía y se lleva todo lo que tenga alrededor, quizá hasta la órbita de Júpiter. A escala galáctica, sólo será un pequeño resplandor; pero nuestra especie habrá desaparecido. Al igual que esas otras especies cuando no pasaron la prueba hace miles de años, aunque nosotros vemos sus novas ahora. Existen tres requisitos: uno, que consigamos el vuelo espacial limitado por cuenta propia; dos, que seamos capaces de reconocer la naturaleza del artefacto; y el tercero no está especificado…, pero ya sabemos que significa que hemos de hacerlo bien, o de lo contrario adiós.

– No hay una segunda oportunidad -admitió ella, mirando con ojos fijos hacia delante.

– ¡Aquí nos lo jugamos todo! -Sintió el rostro paralizado. Recordó el sueño que había tenido, aquél del fin de la humanidad. ¡No se trataba de ningún sueño, sino de una advertencia alienígena!

– Todo el futuro -comentó ella con voz hueca-. Dios, Doug…

– Sí.

Voló como una flecha por un pasaje, sintiéndose como atontado.

La excavadora pasó al lado de un túnel lateral. Una segunda excavadora salió de su interior y emprendió la persecución.

Melina miró hacia atrás.

– ¡Es Benny! -exclamó-. ¡Cuidado…, sabe conducirla!

Sí que sabía. Se suponía que las excavadoras poseían una velocidad uniforme; sin embargo, la de atrás les iba ganando terreno. Su taladro perforador comenzó a girar.

– ¡Cuidado! -gritó Melina.

Pero no había mucho que Quaid pudiera hacer. Observó por el retrovisor cuando la excavadora de Benny les alcanzó, y la broca penetró en la parte trasera de su propia excavadora. La gigantesca broca estaba preparada para perforar roca; ¿cómo funcionaría con el metal?

Se escuchó el horrendo chillido del metal comiendo metal. La cabina se inundó de fragmentos metálicos. Todo el vehículo vibró con violencia.

¡Ahí tenía la respuesta a su estúpida pregunta! Quaid ya marchaba a máxima velocidad; pero, de alguna manera, logró extraer más potencia del motor y se adelantó. Por poco tiempo; Benny ganó de nuevo terreno y siguió taladrando.

La punta de la broca apareció en la cabina, devorando hambrienta el metal. Se inclinaron hacia delante para evitarla, pero tenían poco espacio. El ruido era ensordecedor. ¡Esa cosa les podía convertir en salchichas!

Entonces se detuvo, a unos centímetros de sus espaldas. Melina se la quedó mirando.

– Creo que ése es su límite -dijo-. Fue pensada para la roca, y la roca se agrieta y se parte. Se ha quedado atascada en el metal.

– Atascada, ¿eh? -Quaid sonrió con gesto sombrío-. Entonces, quizá le tengamos cogido por las pelotas.

– ¿Las pelotas? -inquirió ella, observándole de reojo.

– O lo que sea. Veamos si al pajarito le gusta lo que vamos a hacer.

Quaid giró a la izquierda, luego, a la derecha, haciendo que su excavadora se bamboleara de un lado a otro en el pasaje. La excavadora de Benny, atrapada por su probóscide, fue zarandeada contra las paredes de piedra. Frenó rápidamente y se desenganchó de la de Quaid. No fue suficiente; terminó con dos ruedas apoyadas contra una pared.

– Tendré eso en cuenta si alguna vez no me gusta tu comportamiento -murmuró Melina.

Quaid mantuvo el rostro impasible. Vio a sus espaldas que la excavadora de Benny maniobraba torpemente, mientras las marchas rechinaban. Luego consiguió hacer caer las ruedas al suelo y reanudó la persecución.

Entraron en una cámara oscura. Quaid movió el faro delantero hacia un lado y vio que había suficiente espacio como para dar una vuelta. Apagó la luz y comenzó a girar en la oscuridad.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó alarmada Melina.

– Quizás en esta ocasión pueda cogerlo por el culo -repuso Quaid-. Veremos si le gusta su propia medicina.

Completó casi toda la vuelta y redujo la velocidad, manteniendo las luces apagadas. Vio los faros de Benny; luego el morro de la excavadora, que se acercaba despacio. Las luces oscilaron, explorando la oscuridad.

Quaid inyectó gasolina al motor y encendió los faros. Iluminaron el costado de la excavadora de Benny con terrible intensidad.

Con la perforadora extendida hacia delante y girando con ferocidad, Quaid se encaminó directamente a la cabina de Benny.

– Que te jodan -dijo sucintamente.

Captó los ojos y la boca de Benny que se abrían enormemente bajo el resplandor de las luces cuando éste vio que la perforadora avanzaba directa hacia él. Intentó apartar su propia excavadora de su camino, pero llegó demasiado tarde. La excavadora de Quaid atravesó la cabina, sin hallar problema alguno con el cristal y el plástico, y la devoró como si la estuvieran metiendo en un procesador de comida gigante. Benny quedó convertido en carne troceada, de una forma que hasta a los No'ui les parecería literal.

La excavadora de Benny se hallaba cerca de la pared más apartada de la cueva. La perforadora de Quaid no se pudo detener; siguió hasta que atravesó la misma pared. Toda la máquina vibró.

No quedaba nada por hacer salvo continuar. La pared rocosa empezó a desmoronarse. Quaid prosiguió su avance, con la esperanza de no quedarse atascado. Estaba de suerte; el otro extremo de la pared era hueco.

– ¡Doug! -gritó Melina, mirando hacia delante.

En ese momento Quaid se dio cuenta de que su fortuna no era buena. Delante no había nada. ¡Perforaban en el abismo del reactor alienígena!

Pisó los frenos. La excavadora osciló a través de la abertura, comenzando a caer. Sin embargo, la parte trasera destrozada de la excavadora se enganchó contra el techo del túnel, deteniéndola durante un instante.

– ¡Salta! -gritó Quaid, arrancándose el cinturón de seguridad.

Apenas dispusieron de tiempo para saltar por las portezuelas y aferrarse a unas rocas del techo cuando la enorme máquina se liberó y cayó en las profundidades.

Pero, ¿por qué no se estaban sofocando? El abismo de su recuerdo-sueño había sido un vacío casi completo; utilizaron trajes espaciales para entrar en él. ¡Jamás olvidaría la frustración que sintió cuando trató de besar a Melina a través del casco! Sin embargo, aquí había aire; la atmósfera estaba presurizada.

Entonces recordó un poco más del conocimiento que poseía como Hauser: la mayor parte del reactor se hallaba presurizada, ya que Cohaagen había estado intentando averiguar más sobre él. Cohaagen había sido precavido, lo cual era estupendo: si hubiera hecho algo sin contar con el reactor, se habría activado la nova. La presurización no lo había afectado; el reactor fue construido para soportar la presión atmosférica. Hauser y Melina habían entrado en la sección inexplorada y sin presión, aquella que Cohaagen pensaba que no importaba…, descubriendo que importaba mucho. No sólo era una unidad, sino una serie de unidades complejas interrelacionadas, siendo el reactor nuclear la punta del iceberg, de una forma casi literal.

Se sostuvieron de los salientes a ambos lados del agujero; luego se posaron en tierra y escudriñaron la vasta extensión del abismo.

– Tienes razón -susurró Melina, impresionada-. Nunca vi esto. Es diez veces mayor de lo que nunca imaginé, y…

– Y cien veces más complejo -finalizó él, también impresionado, a pesar de que ya había explorado la mayor parte en su visita anterior y en el recuerdo enterrado de aquella visita, experimentando la explicación de los No'ui-. Éste es nuestro futuro, el futuro del hombre, siempre que podamos activarlo antes de que Cohaagen lo destruya.

Siguieron contemplándolo. Un enorme armazón metálico se extendía desde la pared hacia el espacio, recordando la antigua Torre Eiffel tendida de costado. Cuatro arcos iguales sostenían una inmensa plataforma redonda en mitad del abismo.

La plataforma era un tablero metálico de estaquillas que soportaba un puñado de enormes columnas que atravesaban los agujeros. Las columnas iban desde la parte superior del abismo hasta el fondo, perdiéndose en la oscuridad. Otros arcos y plataformas sujetaban las columnas en diversos niveles, tanto arriba como abajo.

Quaid saltó al armazón.

– Vamos -le dijo a Melina, haciéndole un gesto con la mano.

Ella bajó a su lado y contempló el largo puente traicionero que tenían que atravesar y que se extendía hacia la negra oscuridad. Tal vez hubiera resistido durante milenios; sin embargo, ahora parecía inseguro.

De repente, un estrépito atronador retumbó a lo largo del abismo, sobresaltándolos a los dos.

– La excavadora -explicó Quaid, al darse cuenta del significado del ruido.

Había llegado al fondo. Les pareció que habían transcurrido varios minutos desde que la abandonaran; pero probablemente sólo habían sido varios segundos. El esplendor del reactor les distorsionó la percepción del tiempo. O eso creía.

– Llegarán pronto -le recordó Melina-. Tienes que ser tú el primero.

– ¡Vamos! -aceptó él-. ¿Cómo están tus nervios para cruzar el abismo?

– No en muy buen estado -admitió ella-. Pero, teniendo en cuenta lo que hay en juego, me las arreglaré.

– Buena chica.

Aunque no era una chica: era una mujer.

Emprendieron la marcha por el armazón a la máxima velocidad que se atrevieron, sin mirar en ningún momento hacia abajo.

26 – Decisión

Las calles de Venusville estaban desiertas. De alguna forma, la gente del lugar había hallado las fuerzas necesarias para arrastrarse a sus miserables hogares para morir. En el Último Reducto, un pequeño depósito de aire era pasado de mano en mano. Tony permanecía sentado en el suelo, espalda contra espalda con el camarero, con la cabeza de Thumbelina en su regazo. No había nada que pudieran hacer excepto esperar el final.

En la Mina Pirámide, Richter y dieciséis soldados estaban sobre una de las plataformas, mirando hacia abajo. Richter iluminó con una potente linterna los bordes del agujero abierto por la excavadora de Quaid. Recorrió la zona con la luz y vio el armazón que surgía de la pared de piedra y conducía a la siguiente plataforma más baja.

Prestó atención a todo lo que pudiera captar y creyó descubrir algo. Podía verse a Quaid y a Melina andando por el armazón como si fueran dos hormigas.

Richter sonrió. En esta ocasión la presa no se le escaparía. En lo referente a la mujer…, sabía qué hacer con ella. Quaid era responsable de la muerte de Lori, así que Richter se lo haría pagar como correspondía. Ojo por ojo. Pero la asquerosa rebelde no moriría tan limpiamente, tan rápidamente, como Lori. Oh, no. Y Richter se aseguraría de que Quaid contemplara cada minuto de lo que le ocurría antes de que la matara. Antes de terminar con ella, Richter haría que Quaid le suplicara que la matara de una vez. Subió al montacargas con los soldados.

Quaid y Melina treparon con dificultad del armazón a la plataforma. En el centro había un montacargas, cuyos cables se perdían en la penumbra. Le pareció extraño, ya que los No'ui, normalmente, no utilizaban esos aparatos. Pero, evidentemente, lo habían hecho para los seres humanos. Vagaron por entre el bosque de columnas, dominados aún por la impresionante construcción en la que se hallaban. Eran como secoyas metálicas con la corteza corroída.

– Todo esto es un reactor nuclear gigantesco -repitió Quaid-. Las varillas de turbinio salen de estas vainas para caer en los agujeros del glaciar de abajo. Eso inicia una reacción en cadena. La radiación convierte el hielo en oxígeno e hidrógeno. El gas asciende, es atrapado por la gravedad…

– Y Marte adquiere una atmósfera -finalizó Melina.

– Todavía no. Sólo es vapor de agua: hidrógeno y oxígeno. No podríamos respirarlo. El hidrógeno se emplea para la fusión nuclear, se mezcla para formar helio, igual que la bomba atómica antigua. Eso suministra la energía necesaria para el proceso mayor. El ácido hidrazoico almacenado debajo del glaciar se ve separado en sus componentes, y su nitrógeno se une al oxígeno del agua para conformar el aire que respiramos. La mezcla será un poco rica en oxígeno, pero eso es para compensar la reducida presión del principio. Se reajustará cuando la atmósfera haya sido completada. Todo ocurrirá rápidamente…, mucho más rápido de lo que pueda hacerlo cualquier proceso que nosotros conozcamos. -A medida que el resto de la información de los No'ui salía a la superficie, le sorprendió todo lo que sabía-. No obstante, eso aún es sólo una fase. Marte es frío, de modo que necesita ser calentado para que las plantas puedan crecer y la gente vivir en la superficie sin necesidad de trajes espaciales, tal como lo hacen en la Tierra. Hay conductores de calor que se extienden por toda la…

Se interrumpió al escuchar algo. El montacargas se estaba deteniendo. Oyó el ruido de puertas al abrirse y de botas sobre rejillas metálicas. En la distancia vislumbraron unos haces luminosos procedentes de linternas.

Quaid empujó a Melina detrás de una columna; pero, cuando la rozaron, una capa de metal oxidado cayó ruidosamente sobre el suelo de la plataforma. De repente, todas las linternas apuntaron en su dirección.

– Ha llegado el momento para el Plan B -murmuró Quaid.

– ¿Plan qué?

– Ya lo verás.

A medida que avanzaban, los soldados vieron que Quaid corría y se ocultaba detrás de una columna. Richter y los guardias se lanzaron tras él, rodearon la columna y abrieron fuego a medida que se cerraban sobre ella.

Sorprendentemente, Quaid no estaba allí. ¡Sin embargo, cuatro soldados recibieron una ráfaga de balas y murieron!

Richter rugió, sin saber cómo había ocurrido eso.

– ¡Separaos!

Peinaron la zona. Un soldado se dirigía hacia Quaid, aunque aún no lo había visto.

Quaid tocó unos botones de su reloj, y un holograma se hizo visible a poca distancia. Los ojos de Melina se abrieron mucho al comprender la situación. ¡Así era como lo había hecho! La primera vez no se dio cuenta. Tenía un proyector de hologramas con la imagen de quien lo usaba. ¡Un buen truco!

El soldado vio el holograma. Mientras cargaba contra él para no fallar, abrió fuego.

El Quaid verdadero apareció por la espalda del soldado y le rompió el cuello. Puede que Hauser no fuera una buena persona durante la mayor parte de su vida pero, sin lugar a dudas, sabía cómo luchar. Sus reflejos hacían que a Quaid le resultara fácil algo ante lo cual él habría titubeado.

La búsqueda de Richter continuó. Quaid salió de detrás de otra columna.

En esta ocasión, varios soldados vieron a la figura. La rodearon. Sus balas la atravesaron, y se abatieron entre sí. Otros cuatro cayeron muertos.

– ¡Alto el fuego! -gritó Richter-. ¡Es un holograma! ¡Parad!

No obstante, había llegado demasiado tarde para los nueve soldados muertos.

Dos soldados, desde diferentes lugares, vieron a Melina cerca de ellos. Los dos abrieron fuego sobre su holograma… y se mataron entre ellos.

Tres soldados cayeron sigilosamente sobre Quaid. Lo tenían cubierto desde todos los ángulos. Él sonrió.

– Creéis que me habéis encontrado, ¿verdad?

Pero no les miraba a ellos, sino hacia un lado. Eso era extraño. Se dieron cuenta de que debía de tratarse de un holograma. Observaron a su alrededor en busca del verdadero Quaid.

Sin embargo, ése era el verdadero Quaid. Se volvió a ellos y los abatió.

– Pues así es.

Dos soldados avanzaron dispuestos a todo. Melina salió delante de ellos. Le dispararon, y sus balas la atravesaron. Unos cráteres irregulares aparecieron en sus pechos a causa de las balas que la verdadera Melina les disparó por la espalda.

El verdadero Quaid se reunió con la verdadera Melina, aunque se tocaron las manos para cerciorarse de ello. Corrieron con cautela, ocultándose entre las columnas en dirección al montacargas. Estaba abierto y vacío. Entraron en él a toda velocidad.

Quaid cerró las puertas. El montacargas subió a una velocidad sorprendente. Se abrazaron, aliviados.

– No sabía que hubieran conseguido activar parte de este sistema alienígena -comentó él-. Debe de tratarse de alguna energía residual, o tal vez introdujeron una conexión. Seguro que Cohaagen sintió gran curiosidad por este artefacto.

– Cállate y bésame -dijo ella, alzando el rostro.

De repente, abrió mucho los ojos y se puso rígida. ¿Qué pasaba?

Entonces, Quaid escuchó un leve ruido encima de ellos; alzó la vista. Uno de los paneles del techo se estaba abriendo unos centímetros. ¡Richter se hallaba en el techo! El cañón de su arma se asomó por la rendija. Disparó. La bala rebotó en el interior, sin llegar a darles.

Quaid apartó a Melina de una forma menos romántica de lo que le hubiera gustado y extrajo su arma. Él y Melina devolvieron el fuego; sin embargo, sus balas rebotaron contra ellos. ¡Si seguían disparando se matarían a sí mismos!

Richter no había seguido a sus soldados. Los dejó como una fuerza de distracción mientras él preparaba esa astuta emboscada, seguro de que Quaid sobreviviría y vendría al montacargas. Richter estaba protegido, mientras que ellos dos no. Había mejorado.

Quaid y Melina se movieron de forma errática por la cabina, intentando no ser unos blancos fijos. Pero con eso no bastaba. Seguían siendo unos peces en un tonel. Richter no cesaba de disparar, y una bala rozó el hombro de Quaid.

¡La situación empeoraba! Quaid abrió la puerta. Él y Melina salieron y treparon por lados opuestos del montacargas. Richter siguió disparándoles, y ellos le devolvieron el fuego. Ahora ya se encontraban todos en el exterior, y Richter había dejado de estar protegido por el metal invulnerable del montacargas. Debía mantener su cuerpo fuera de la línea de fuego.

Melina esquivó una bala, perdió el equilibrio y tuvo que soltar su arma, salvándose gracias a que se sujetó con ambas manos mientras sus pies se balanceaban en el vacío.

Richter apuntó a Quaid. Quaid le sujetó el brazo.

En ese momento, Quaid alzó la vista. Detrás de Richter vio que estaba la segunda plataforma. El montacargas se dirigía hacia ella. ¡Cualquier cosa que hubiera fuera de la cabina sería guillotinada! Quaid era como un pan observando al panadero cortar sus extremidades. Richter también lo vio. Sonrió con una mueca brutal.

Quaid intentó trepar al techo junto a Richter, pero éste le empujó. Quaid aferró el otro brazo de Richter…, y quedó colgado de ellos. En cualquier instante los cuatro brazos serían cortados.

En ese instante Richter tiró hacia atrás, sacando sus brazos del peligro al tiempo que le brindaba a Quaid el tirón suficiente con el que subir al techo del montacargas. Lo último que deseaba hacer era salvar a Quaid, pero valoraba su propio cuerpo. Quaid apenas pudo retirar las piernas del peligro del borde que se les venía encima.

Melina se metió en el interior del montacargas un centímetro antes de que la hoja metálica descendiera por su costado de la cabina.

Cohaagen estaba cerca de la sala de control alienígena mientras los expertos en demolición descargaban sus equipos. Había tenido la esperanza de conseguir algo útil de este aparato alienígena; sin embargo, no podía permitir que empezara a producir aire para Marte. No sabía a quién podía haberle contado Quaid sus sospechas acerca del aire, y tampoco estaba seguro de que hasta el último rebelde hubiera sido exterminado. Resultaba obvio que la mujer rebelde había corrompido a Quaid, y quizás ella hizo público el secreto por todas partes. De modo que debía destruirlo ahora, antes de que a otros pseudopatriotas se les ocurrieran algunas ideas inteligentes. El monopolio era algo peculiar: una vez lo perdías, resultaba casi imposible volver a recuperarlo. El espectro del aire gratis generaría un número interminable de revolucionarios potenciales. Ya era hora de acabar con todo el asunto, eliminando la posibilidad. Había sido un tonto en retrasar tanto esta medida, pero había surgido un problema con la ley de preservación de artefactos alienígenas, y los enviados del gobierno de la Tierra le habían estado acosando. Bueno, una vez concluyera esto, les daría libre acceso a la Mina Pirámide; entonces podrían admirar los restos alienígenas a su entera satisfacción. Una cosa era segura: no habría aire gratis, y su poder quedaría asegurado.

Escudriñó por el hueco del montacargas. Vio a dos figuras diminutas luchando en el techo de la cabina que subía. Eso significaba que Quaid había sobrevivido a la misión de exterminio de Richter y que aún causaba problemas. Tenía que admirar la persistencia de Quaid; estaba empleando las habilidades de Hauser, que no había tenido rival como agente. Fue una pena que el hombre se rebelara. Era mucho mejor de lo que jamás sería Richter.

Sin embargo, ya era hora de que tomara las riendas un verdadero profesional. Cohaagen sacó una granada y la colocó con cuidado en el mecanismo del montacargas. Luego volvió al trote a la sala de control.

¡Buuum! La granada, aplastada por los dientes de tracción, estalló, destruyendo el mecanismo y arrancando el puente transversal de sujeción de su lugar.

Cohaagen contempló la escena con satisfacción. Eso acabaría con Quaid y con Richter, que ya había vivido más de lo que era útil.

Quaid y Richter, luchando ferozmente, escucharon la explosión y sintieron la sacudida del montacargas. Los cables se agitaron peligrosamente. El ascensor se detuvo.

El puente transversal de sujeción de los cables se soltó lentamente, con un ritmo medido parecido al del segundero del reloj.

Richter alzó la vista, descubrió lo que había ocurrido.

– ¡Mierda! ¡Me ha dejado a mí también aquí! -exclamó.

– Es tan difícil encontrar buenos amigos en el foso de las serpientes -dijo Quaid con fingida simpatía.

Entonces los dos se agarraron para salvar la vida, mientras el puente caía en el abismo como si fuera un maderamen suelto.

Quaid, a pesar de burlarse de su enemigo, no estaba muy seguro de que su vida fuera a continuar mucho tiempo. ¡Parecía un largo camino hacia abajo!

En ese momento, el puente de sujeción quedó enganchado en uno de los enormes armazones y formó un puente a través de un pequeño arco del abismo. No caerían… de momento.

Pero, mientras el puente se enganchaba, el impacto de la sacudida bajó hasta ellos, y los dos se vieron lanzados fuera de la cabina del montacargas. Ambos alargaron los brazos con desesperación, intentando sujetarse a cualquier cosa.

Quaid agarró un cable suelto del ascensor. Richter hizo lo mismo. Pero eso no sirvió de nada; los cables no se hallaban sujetos a nada. Estaban caaaaayyeeeeendooooo…

La vida de Quaid no pasó ante sus ojos en un relámpago, ni siquiera su reciente vida como Quaid. Sólo pensó en Melina, que sacó la cabeza de la cabina para ver cómo desaparecía, y experimentó una pena fugaz ante la idea de que su relación tuviera que terminar aquí. La suya…, y la de toda la humanidad, una vez se activara la nova preparada por los No'ui.

¡Tuang! Su zambullida, de repente, se vio detenida. El cable se había enganchado a algo.

No… Quaid y Richter pendían de los extremos opuestos de un mismo cable largo que pasaba por encima del puente de arriba. Oscilaban frenéticamente de uno a otro lado, dos contrapesos mutuos, unos ocho metros más abajo. Se habían salvado el uno al otro: una nueva ironía.

Quaid miró a su alrededor en busca de alguna salida. No había ninguna; pendían debajo del puente, y no tenían nada más a su alcance. Quaid vislumbró la puerta abierta del montacargas y vio parte de una forma inmóvil. Ésa debía ser Melina, semiinconsciente en la cabina del montacargas, atontada por la misma sacudida que les había arrojado a ellos. ¿Qué podría hacer ella, aunque estuviera alerta y activa? Quaid y Richter tenían que sobrevivir o caer juntos, y por sus propios medios.

Mientras oscilaban, Richter aprovechó la distracción de Quaid para maniobrar y situarse más cerca. Le lanzó a Quaid una patada en la entrepierna. En el último momento, Quaid consiguió retorcerse lo suficiente como para encajar el golpe en el muslo, y su oscilante cuerpo se alejó con el impacto, reduciendo la fuerza del golpe; no obstante, le dolió.

El movimiento hizo que el cable se deslizara un poco. Quaid era un poco más pesado y fue él quien bajó, mientras Richter era subido la misma distancia.

– ¡No! -gritó Quaid.

En la siguiente oscilación, Richter se encontraba más arriba. Pateó a Quaid en las costillas. De nuevo Quaid intentó volverse con el fin de que sólo le rozara; pero, una vez más, resultó ser un golpe demasiado sólido como para no sentirlo.

– ¡Estúpido…! -aulló Quaid-. ¡Escúchame! -En ese momento, el efecto del movimiento les apartaba, aunque sólo momentáneamente-. ¡Si me derribas, tú también caerás!

– ¡Una mierda! -replicó Richter. Al acercarse de nuevo, le lanzó una patada a la cabeza.

Una vez más, Quaid logró amortiguar la fuerza del golpe, aunque no pudo evitarlo. Los oídos le palpitaban.

– ¡Piénsalo! -exclamó-. ¡Si yo me suelto, mi extremo del cable pasará por encima del puente y tú también caerás!

Richter alzó la vista y, finalmente, se dio cuenta de que Quaid tenía razón. Detuvo la patada que le iba a lanzar. No había sido lo suficientemente inteligente como para percatarse del peligro, y tampoco era lo bastante listo como para descubrir la solución al problema. Daba igual.

Quaid cogió el pie de Richter y, con rapidez, ató el extremo suelto del cable del hombre alrededor de su tobillo. Richter intentó apartarle con furia.

– ¿Qué estás haciendo?

Quaid trepó por su parte del cable y le lanzó una colérica andanada de golpes y patadas a Richter, que quedó desconcertado al verse atacado de forma tan inconsciente.

– ¡Para! -gritó, igual que Quaid momentos antes-. ¡Estúpido!

Quaid machacó a Richter, que intentaba protegerse todo lo posible, temeroso de atacarle. Vio el vacío abierto bajo sus pies, y se sintió muy preocupado.

– ¡Si yo caigo, tú también caerás!

– Estás equivocado -dijo Quaid.

Con un poderoso puñetazo al rostro, hizo que Richter soltara el cable. Con el pie sujeto, Richter cayó boca abajo. Su ímpetu hizo que el cable se deslizara por el puente, bajándole otros siete metros y, al mismo tiempo, elevando a Quaid toda la distancia que le separaba del puente transversal.

Quaid trepó por el puente y le habló a Richter, que pendía boca abajo como si fuera un saco de arena.

– Te veré en la fiesta, Richter.

Richter intentó decir algo, pero el miedo le deformó el rostro cuando comprendió que le habían engañado.

Entonces, Quaid soltó el cable.

– ¡Hasta el fondo!

Dos metros y medio más de cable se deslizaron por entre sus manos, pasando por encima del puente, haciendo que Richter cayera boca abajo. Su aullido de terror le siguió todo el trayecto.

Quaid esperaba que hubiera otra forma rápida de subir. Aún tenía que impedirle a Cohaagen destruir el reactor…, y a toda la especie humana.

Cohaagen y su equipo se hallaban ocupados en la sala de control. Se trataba de una cámara de roca llena de complejos sistemas mecánicos y consolas electrónicas, tal como la recordaba Quaid de la exploración mental a la que le sometió Kuato. Todas las enormes columnas se habían convertido aquí en pilares pequeños. La luz del sol atravesaba el techo de cuarzo. A un lado había la pared de piedra con el jeroglífico del mandala.

Los soldados trabajaban en distintas partes de la estancia, plantando explosivos, colocando cables y abriendo agujeros con martillos perforadores para depositar las cargas. El ruido era insoportable.

Un soldado se hallaba concentrado perforando un agujero. Alguien le tocó el hombro. Alzó la vista. Se trataba de Melina. Perplejo, se quedó congelado.

Detrás de él, Quaid recogió el marrillo y le atravesó el pecho con él.

Un experto en demolición que estaba cerca vio a Quaid y se lanzó contra él, blandiendo la perforadora. Pero se trataba del arma que mejor manejaba Quaid.

– ¿Quieres que nos conozcamos un poco más a fondo? -inquirió, mientras perforaba a su oponente y a dos más que convergieron sobre él mientras se dirigía hacia el mandala.

Cohaagen agarró el detonador y se ocultó.

Melina recogió el arma de un soldado caído. Miró a su alrededor.

Un hombre del equipo de demolición se acercaba sigilosamente a Quaid por la espalda y estaba a punto de atravesarlo con su perforadora. Melina lo abatió con el tiempo justo.

Cohaagen conectó los cables al detonador.

Quaid libró un duelo con el hombre que trabajaba en el mandala, convirtiéndole en pulpa. Entonces arrojó a un costado el martillo perforador, arrancó la carga explosiva de un agujero que habían abierto en el mandala y la tiró lejos.

Alargaba el brazo para colocar la palma de su mano en el hueco de piedra del jeroglífico cuando Cohaagen gritó:

– ¡Lo siento, Doug! ¡No puedo permitirte hacer eso!

Quaid se volvió, para ver a Cohaagen sosteniendo el detonador. Hizo una seña para que Quaid se apartara del altar. Quaid retrocedió.

– Una vez se inicie la reacción, se transmitirá a todo el turbinio del planeta -dijo Cohaagen-. Marte sufrirá un proceso de fusión total. Es por eso por lo que los constructores nunca lo activaron.

– No sabes de qué estás hablando -murmuró Quaid.

– ¿Y tú sí? -La voz de Cohaagen goteó sarcasmo-. El gran Doug Quaid, aquí para salvar el planeta. Lamento decepcionarte, pero dentro de treinta segundos el gran Doug Quaid estará muerto. Entonces yo haré estallar este lugar, y estaré en casa a tiempo para ver el espectáculo tomando palomitas de maíz.

Cohaagen suspiró y agitó tristemente la cabeza. Había pasado tanto tiempo entrenando a Hauser, convirtiéndolo en una máquina perfecta para la Agencia. Juntos habían hablado de los usos del poder, del terror. Hauser había sido un natural. También había sido lo más cercano a un amigo que Cohaagen hubiera tenido nunca. Lo echaría en falta.

– Yo no quería que las cosas terminaran de este modo -dijo-. Deseaba a Hauser de vuelta. Pero no. Tenías que seguir siendo Quaid.

– Soy Quaid.

– ¡No eres nada! -gritó Cohaagen, repentinamente furioso contra el hombre que había ocupado el lugar de su amigo-. Eres un estúpido programa andante que se pasea sobre dos piernas arriba y abajo. Todo lo que a ti se refiere lo inventé yo: tus sueños, tus recuerdos, tus patéticas ambiciones. Podrías ser alguien -se burló-. Podrías ser real. Pero, en vez de ello, has elegido ser un sueño. -Cohaagen sujetó el detonador con una mano, mientras sacaba una pistola de su chaqueta con la otra. La alzó-. Y todos los sueños tienen su final.

El sonido de un disparo resonó en el reactor. Cohaagen cayó hacia atrás, alcanzado en el hombro y brazo. Melina estaba de pie junto al montacargas, con su arma humeando. Quaid corrió y le dio una patada a la pistola de Cohaagen para ponerla fuera de su alcance, y vio que de alguna forma el hombre había conseguido seguir sujetando el detonador. No, pensó Quaid, el hombre estaba faroleando. Cohaagen deseaba vivir tanto como los demás. No se sentiría ansioso de desencadenar la explosión que lo mataría.

Cohaagen vio la duda en sus ojos. Sonrió malignamente. Y activó el detonador.

Una enorme explosión sacudió la estancia, destrozando casi todo menos el mandala, cuya carga explosiva Quaid había retirado. ¡Cohaagen no había mentido!

Un agujero se formó en el techo de cuarzo. Una tremenda succión lo arrastró todo hacia la abertura. Objetos y cuerpos remolinearon en una espiral ascendente, como un tornado invertido. Cohaagen se aferró a una parte del reactor. Melina se inmovilizó en un rincón. Quaid, sorbido a medias hacia el agujero, realizó un esfuerzo hercúleo para descender en contra del viento en dirección al mandala. Estaba intacto, y ésa era la clave; si aún seguía operativo, ¡quedaba una oportunidad! ¿Cuánta destrucción toleraría el reactor antes de activar su propio mecanismo de destrucción? ¿Habían tenido en cuenta los No'ui la posibilidad de un daño aislado, como el de un meteoro cayendo sobre él? Quizá no fuera tan sensible. ¡Esperaba tener razón!

Cogió una cuerda tensa a causa del viento y se empujó hacia abajo. El domo había sido agujereado; pero, mientras el viento siguiera saliendo por la abertura, habría aire para respirar. Cuando éste se agotara…

Cohaagen avanzó y se plantó entre Quaid y el mandala. Sabía que aún no había acabado.

Quaid se aferró con la mano izquierda a la cuerda y alargó la derecha hacia la palma del jeroglífico.

– ¡No lo hagas! -gritó Cohaagen, por encima del espantoso rugir-. ¡Matarás a todo el mundo!

Quaid vaciló. La voz de Cohaagen sonaba con apasionada intensidad. Quaid se vio asaltado por repentinas dudas. ¿Cómo sabía que los recuerdos que Kuato había hecho salir a la superficie eran reales? ¿Y si también habían sido implantados? Si Cohaagen tenía razón, la máquina alienígena mataría a todo el mundo en Marte. Y Quaid sería el responsable.

Cohaagen le lanzó una patada, aún argumentando.

– ¡Hasta el último hombre! ¡Hasta la última mujer! ¡Hasta el último niño! -Golpeó furiosamente la mano izquierda de Quaid con su tacón-. ¡Morirán todos, Quaid! ¡Morirán todos!

La mente de Quaid se vio repentinamente llena con los rostros de todos los hombres, mujeres y niños que había visto en Venusville, los apáticos rostros de la gente que había sido drenada de todo vestigio de orgullo y autoestima. Gente que había sido usada y desechada como simples restos humanos, despiadadamente, sin el menor remordimiento, por el mismo hombre que ahora estaba suplicando por sus vidas.

Un rostro en particular surgió ante él: el deformado rostro del niño que Quaid había visto brevemente desde el taxi de Benny. Aquel recuerdo no había sido implantado. Era tan real como el dolor en su mano izquierda. ¿Qué tipo de futuro tendría aquel niño bajo el gobierno de un hombre como Cohaagen?

Quaid conocía la respuesta. La había visto a su alrededor en Venusville. Cohaagen estaba mintiendo… de nuevo. Cohaagen estaba jugando con su mente… de nuevo. Cohaagen intentaba manipularle como manipulaba a todos los demás. Cohaagen diría cualquier cosa, haría cualquier cosa, para retener su poder. Él era el que destruiría hasta el último hombre, hasta la última mujer, hasta el último niño en Marte, si se le permitía continuar.

Pero esta vez Quaid lo detendría.

– ¡Tonterías! -le gritó a Cohaagen. Tendió el brazo y colocó su palma derecha en el hueco del jeroglífico.

Sintió un cosquilleo. Una voz pareció hablar en el interior de su mente. Está hecho.

Una vibración terriblemente aguda sacudió la sala de control. ¡El proceso empezaba! Los otros controles debían ser simples fachadas, o botones de ajuste. Cohaagen los había destruido, pero bien pudo ser como romper los mandos de una radio: dificultaría la sintonía, aunque su interior aún seguía siendo operativo.

Todos los sistemas mecánicos comenzaron a moverse. La antigua maquinaria gimió y chirrió. De forma simultánea, cientos de varillas descendieron.

El lugar del que se sujetaba Cohaagen se hundió en el suelo. Tuvo que soltarlo. Fue succionado hasta el techo y voló por el agujero.

Las varillas salieron de sus vainas y se clavaron en los agujeros del hielo. Todo el glaciar, allá abajo, comenzó a brillar. El proceso se había iniciado y ya operaba por cuenta propia; la acción de Quaid había bastado. Ahora comenzarían los procesos químicos y la fusión nuclear, que continuarían hasta que todo Marte tuviera aire, calor y agua líquida.

Melina fue arrastrada cerca del agujero. Quaid dejó que éste le succionara hasta encontrarse cerca de ella e intentó cogerla. Si sólo pudieran resistir hasta que la presión se nivelara… Pero eso parecía imposible. Primero bajaría en la estancia, y los eliminaría.

Todos los restos del abismo fueron regurgitados. Había más cuerpos, rifles, trozos de excavadoras, rocas, arena. Una vez desapareciera todo eso, y la presión del aire descendiera, ellos dos también morirían…, aunque Marte y la humanidad entera estarían salvados. Por lo menos, moriría en los brazos de Melina; si no quedaba más salida, ésa era la forma en la que le gustaría morir.

La cámara se llenó de un huracán de niebla. Tenía un olor extraño, y era cálida y húmeda.

¡Se trataba del aire y del vapor de agua del reactor! ¡El proceso ya estaba trabajando para crear la nueva atmósfera!

Más basura fue succionada. Benny. Y Richter, que aún pendía de su extremo del cable.

Melina se vio arrastrada hacia el agujero. Quaid se aferró a ella; pero el incesante viento le succionó con ella. De hecho, a medida que la fábrica de los No'ui cobraba más ímpetu, el viento se hacía más fuerte. Quaid sabía que la mayor parte del aire se escapaba por otros conductos de ventilación alrededor de todo el planeta, aunque, mientras este agujero siguiera allí, también se filtraría por él.

Volaron hacia el domo, aún unidos. Quaid se estiró y trató de bloquear el agujero; sin embargo, la presión era demasiado fuerte. Le dobló, sacándole a él y a Melina fuera.

En el exterior, el remolino se disipó rápidamente. Quaid y Melina cayeron a la ladera del volcán, a unos pocos metros del cuerpo de Cohaagen. Era algo grotesco: tenía los globos oculares reventados, la lengua hinchada y saliéndole por la boca, y sangre en los oídos. Cohaagen había hecho ejecutar por descompresión a cientos de personas, por cargos tan ínfimos como resistencia a un falso arresto; ahora, él había recibido la misma pena. Eso era justicia.

El aire escapaba de los pulmones de Quaid. Él y Melina jadearon en busca de aliento.

Quaid entrecerró los párpados, tratando de proteger sus ojos tanto como le fuera posible. Incluso en el estado de desesperanza en el que se encontraban, luchaba por su vida, ¡sólo por unos cuantos segundos más!

Un enorme chorro de vapor de agua y gas brotaba del domo, formando una gigantesca nube blanca. El calor que emanaba cayó sobre ellos.

Quaid cogió la mano de Melina y sintió que los dedos de la mujer apretaban los suyos. Morían juntos, con el conocimiento de que Marte y la humanidad vivirían.

La montaña vibró a medida que el equipo de los No'ui intensificaba su operación, y el viento salió disparado de su interior. La tierra fue sacudida de la ladera de la Montaña Pirámide, dejando entrever rastros de la auténtica pirámide alienígena debajo. Su naturaleza había permanecido oculta, pero ya no necesitaba seguir escondiéndose.

Las membranas mucosas de Quaid y de Melina empezaron a sangrar. Se estrecharon con fuerza las manos, sabiendo que éste era el final.

Entonces, la nube que no paraba de crecer se los tragó. Gotas de agua caliente cayeron sobre sus cuerpos, y pequeñas motas salieron volando y se dispersaron. Quaid tuvo la certeza de que eran las semillas aladas de las plantas especiales que los No'ui habían diseñado, esparcidas por el viento para asentar sus raíces e iniciar la conversión del suelo hostil de Marte en materia orgánica, con el fin de que, más adelante, pudieran crecer en él las plantas terrestres normales. Era el inicio de la terraformación de Marte, que lo convertiría en un paraíso terrestre. Se alegraba mucho de haber sido testigo de ello antes de morir.

¡Entonces se dio cuenta de que estaba respirando! Melina jadeaba a su lado. Hambrientos, aspiraron más aire. Se miraron. ¿Se trataba de otro aspecto de la muerte, y sus espíritus ya les abandonaban?

La nube prosiguió su avance; pero ellos seguían respirando. Alzaron la vista.

El rojo cielo marciano se tornaba azul en la región más allá de la montaña.

El aire nuevo se extendía, ¡y ellos se hallaban lo suficientemente cerca como para beneficiarse de él! Ésa es la razón por la que sufrieron, sin llegar a morir. En este momento el aire se hacía más denso, ¡y ellos respiraban casi con normalidad! ¡Después de todo, no iban a morir!

Recuperaron parte de sus fuerzas y se sentaron. Se dieron cuenta de que el aire era frío. Había surgido del calor de la montaña pero, a medida que se dispersaba, se enfriaba. Copos de nieve cayeron sobre ellos. No obstante, el mismo suelo se empezaba a calentar cuando el calor del reactor nuclear se extendió por debajo, lo que les ayudó a sentir el frío sin congelarse.

Vieron los copos de nieve en el cabello del otro. Los tocaron y se los quitaron mutuamente del rostro con la lengua.

Abrumados, miraron a su alrededor. El cielo era azul, aunque ahora nevaba con más fuerza.

Se abrazaron, buscando calor; pero también se besaron. ¡La vida era maravillosa!

Aquel pensamiento tuvo su eco en los gritos y vítores que sonaron por todo Venusville.

Todos los domos de Marte se habían colapsado cuando golpeó el reactor. Privada de su protección, la gente cayó allá donde estaba, presa de la agonía de la despresurización. Los turistas ricos se estremecieron en el vestíbulo del Hotel Hilton, y los mineros que aún trabajaban en el gran complejo minero dejaron caer sus herramientas y se derrumbaron de rodillas.

Para los rebeldes, el roto domo fue casi una visión alentadora. La despresurización era una forma horrible de morir, pero al menos pondría un rápido final a su lenta muerte por asfixia. En el Último Reducto, Tony tuvo apenas las fuerzas suficientes para agitar su debilitado puño hacia el cielo, y entonces…

Ocurrió un milagro. Thumbelina se agitó en el suelo y luego se sentó. El camarero alzó la cabeza de su pecho e inhaló. Tony los miró, asombrado. Inspiró también profundamente, y luego otra vez. ¡Había aire! No debería haberlo, los grandes ventiladores no se habían vuelto a poner en marcha…, ¡pero lo había! Tragó grandes bocanadas y rió estruendosamente. ¡Había aire!

En un momento, todos estaban riendo. Pronto estaban de pie y bailando de alegría. Salieron bailando a la calle, y otros se les unieron, hombres, mujeres y niños…, formando una loca hilera de conga que se abrió camino en torno a la plaza de Venusville y se adentró por las calles. ¡Había aire! ¡La tiranía del monopolio de Cohaagen sobre el aire había terminado!

Parecía un milagro.

Quaid y Melina bajaron la vista a sus pies. La nieve se derretía a medida que caía al suelo, y éste aparecía mojado y esponjoso. El agua se deslizaba en pequeños riachuelos por el suelo manchado. Habría cierta erosión…, aunque las plantas de los No'ui ya estaban aterrizando. En poco tiempo asentarían sus raíces, reteniendo la tierra, inmovilizándola a su alrededor para convertirla en humus. ¡El Marte Rojo se volvería verde!

Melina se acurrucó entre sus brazos.

– Bueno, señor Quaid, espero que haya disfrutado usted de su viaje a nuestro maravilloso planeta.

– «Disfrutado» no es la palabra -replicó él con cierta hosquedad.

Habían ganado el derecho a mudarse aquí, como pareja y como especie; pero el terrible precio pagado aún estaba fresco en su mente.

– Vamos. ¿Es que no viste el paisaje, no mataste a los tipos malos y salvaste el planeta? -Le sonrió con gesto seductor-. Incluso encontraste a la chica de tus sueños.

Se estaba burlando de él; sin embargo, esas palabras tan familiares le hicieron sentir un escalofrío.

– He tenido un pensamiento terrible -dijo-. ¿Y si esto fuera de verdad un sueño?

– Entonces bésame deprisa -repuso ella con seriedad-. Antes de que te despiertes.

Quaid alejó ese fantasma. Tomó a Melina en sus brazos y la besó apasionadamente. Ya había acabado con los sueños; la realidad era mucho mejor.

Piers Anthony

***