Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, consiga el exterminio de su imaginación.

Hace mil años Scherezade atravesó mil y una noches contando historias al Califa para salvar su vida y la de las mujeres de su reino.

Voces del desierto recrea los días de Scherezade y nos revela los sentimientos de una mujer entregada al arte de enhebrar historias cuyo hilo no puede perderse sin perder la vida.

En esta novela, Nélida Piñon reinventa la fascinación de Las mil y una noches y nos hace vivir las voces del desierto, de donde vienen y hacia donde van los sueños.

Nélida Piñon

Voces del desierto

Título original: Vozes do Deserto

© Nélida Piñon, 2004

© De la traducción: Mario Merlino

A la memoria de Carmen Piñon, mi madre

1.

Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, a quien su padre sirve, consiga decretar mediante la muerte el exterminio de su imaginación.

Intenta convencer a su padre de que es la única capaz de interrumpir la sucesión de muertes de doncellas en el reino. No soporta ver el triunfo del mal que se imprime en el rostro del Califa. Ofreciéndose al soberano en sedicioso holocausto, quiere oponerse a la desdicha que afecta a los hogares de Bagdad y alrededores.

Su padre reacciona al escuchar la propuesta. Le suplica que desista, sin poder alterar la decisión de su hija. Vuelve a insistir; esta vez, hiriendo la pureza de la lengua árabe, pide prestadas las imprecaciones, las palabras espurias, bastardas, escatológicas, que los beduinos usaban indistintamente en medio de la ira y de las juergas. Sin avergonzarse, echa mano de todos los recursos para convencerla. Al fin y al cabo, su hija le debía, además de la vida, el lujo, la nobleza, la educación refinada. Había puesto a su disposición maestros en medicina, filosofía, historia, arte y religión, que despertaron la atención de Scherezade sobre aspectos sagrados y profanos de la vida cotidiana que jamás habría aprendido si no hubiese sido por influencia de su padre. Le había brindado también a Fátima, el ama que, tras la muerte prematura de su madre, le enseñó a contar historias.

A pesar de las protestas del Visir, bajo la amenaza de perder a su amada hija, Scherezade insistía en una decisión que implicaba a los familiares en el drama. Cada miembro del clan del Visir valoraba, en silencio, el significado de este castigo, los efectos de aquella muerte en sus vidas.

También Dinazarda, la hermana mayor, había intentado disuadirla. La preveía incapaz de doblegar la voluntad del soberano. Siendo así, ¿por qué acompañarla al palacio imperial, como le había pedido, y participar de un acto que ahora la llevaba a las lágrimas, manifestaciones de un duelo anticipado?

El debate había traspasado los límites de los aposentos, de las dependencias de los servidores, para circular por el submundo de Bagdad, constituido por mendigos, encantadores de serpientes, charlatanes, mentirosos, que en el bazar adoptaban formas obscenas y jocosas mientras propagaban la noticia de la hija del Visir, la princesa más brillante de la corte que, con la mira de salvar a las jóvenes de las garras del Califa, había decidido casarse con él.

La noticia del sacrificio, frente al cual nadie se mantenía indiferente, se difundió por el califato. No habiendo ya cómo sofocar la red de intrigas que generó la información, se comentaba que el Visir, después de amenazar a su hija menor con el exilio a Egipto, para que ella viviese allí, donde un príncipe de ese reino la tomaría como esposa, se vio de nuevo contrariado en sus planes. Desobedecido por Scherezade, atentó contra su propia vida, cortándose las muñecas. No se desangró gracias a la aparición providencial de sus dos hijas, que, cogiendo la cimitarra con la que él había cometido tal desatino, amenazaron con arrancar sus propias vidas con la misma hoja si el padre insistía en inmolarse. No soportaban de ninguna manera el disgusto de enterrarlo. Temiendo el descabellado gesto de las hijas, expresión, no obstante, de amor filial, el Visir se recogió en sus aposentos, resignado a su suerte.

Con la difusión de tal hecho, el destino de Scherezade ganó notoriedad. Conmovía a la vieja medina que, de costumbre, lidiaba con la coba y con la burla. Los sentimientos que inspiraba la joven hacían que teólogos, filósofos, ilustres traductores, incluidos sus maestros, se reuniesen pesarosos frente a las puertas del palacio del Visir y, arrodillados, con los ojos puestos en dirección a La Meca, escandiesen versículos enteros del Corán con el propósito de hacerla desistir de semejante acto. En la mezquita, no lejos del palacio del Visir, la turba de mercaderes y mendigos, incrédulos tal vez de la eficacia de tal holocausto, rezaba también por el éxito de la joven que soñaba con liberar al reino del maldito decreto.

En el bello patio de su casa, Scherezade reflexionaba sobre su propia desdicha. Hallándose éste cercano a la fuente, al salpicarle la túnica, el agua mojaba también sus largos cabellos. Tenía a su lado a Dinazarda, que le hacía frecuente compañía después de que Fátima se despidiera de Bagdad para siempre. Presa en el jardín, convertido en aquellos días en escenario del drama familiar, allí convergía la atención de los esclavos y de discretos cortesanos, solidarios con el dolor del Visir. En torno a la joven florecían sentimientos ante la inminencia de un desenlace trágico.

El día previsto, Scherezade se preparó, indiferente al sufrimiento de su padre. A su vez, él se había negado a acompañarla hasta la puerta, ni siquiera para despedirse. La hija dejó la casa del Visir sin mirar atrás, arrastrando a Dinazarda, que formaba parte de su proyecto de salvación. Al presentarse ante el Califa, después de ser anunciada, él la escucha sin dirigirle la palabra. Rápidamente la conducen a los aposentos reales, sin una sola contracción facial. Aunque acostumbrada al deslizarse continuo de los esclavos sobre el mármol translúcido, llevando y trayendo manjares, la intimida el confinamiento al que se enfrenta en aquel escenario lujoso. Por primera vez salida de su hogar, se ve ocupando por un tiempo indeterminado el centro de una trama que podría fácilmente escapar a su control.

Observados de paso, los cortesanos murmuran viéndola camino de los aposentos, con la expectativa de que ha de ser la próxima víctima del Califa. Sus semblantes pálidos evocan máscaras procedentes de la gris luminosidad de Babilonia en el mes de enero.

Entre aquellas paredes, las hijas del Visir se alimentan frugalmente. Testigos de la realidad fastuosa, se abrazan entristecidas, evitando mencionar entre sí la palabra fatídica que al amanecer llevaría a Scherezade al cadalso. Próxima víctima de la tiranía del Califa, se abstrae de tan grave amenaza. Ayudada por Dinazarda, ameniza la convivencia de duración efímera, quizá de no más de una noche, con historias graciosas. Y cuando finalmente les es anunciado el Califa, los trajes de las jóvenes, de tono pastel, sin ningún adorno, palidecen en acentuado contraste con los suntuosos aderezos del Califa, en medio de los cuales se destaca su turbante blanco. Así como las joyas que integran el tesoro abasí, exhibidas por él sin embarazo, y que reverberan a la luz del sol.

Como parte del cortejo de su hermana, Dinazarda se ajusta al ceremonial que precede a cada movimiento. Próxima a Scherezade y al Califa, forman un trío que actúa con gestos casi mecánicos. Cada cual sigue las notas de una balada a la sordina, con la expectativa de que el triángulo carnal se deshaga cuando Scherezade sea llevada a copular con el soberano.

Las hermanas sienten la ausencia del Visir. Fiel servidor del Califa, él se mantiene apartado de la cercanía de los aposentos, padeciendo desde lejos la pérdida de Scherezade. Desde el instante en que viera partir a sus hijas, sin derecho a expresar dolor y rechazo, sobre este padre amargado se abatió el espíritu de la tragedia. En cualquier instante, sujetas al arbitrio del soberano, las hijas serían llevadas al ara del sacrificio sin tiempo a que él expresase su rechazo. Pero ¿en nombre de qué ambición había eludido defender a sus propias hijas, inmolarse en su lugar?

El cadalso, de construcción esmerada, había sido levantado con la única finalidad de servir a las jóvenes esposas del Califa, condenadas al amanecer. Por orden del soberano, ninguna sangre vil, criminal y traidora, fuera de las jóvenes, mancharía el suelo de mármol diariamente preparado para la ceremonia de la ejecución de las esposas. Una función para la cual los verdugos, designados con tal fin, se mantenían en permanente vigilia.

Distante de las ventanas, Scherezade cierra los ojos, no quiere ver la silueta de la ciudad que se refleja en los jardines. O descubrir la sombra de la cámara de la muerte que se proyecta contra la pared próxima a los aposentos. Dinazarda, sin embargo, aun volviendo la cabeza, no percibe el cadalso vecino. Enamorada de los jardines imperiales, escudriña desde las ventanas en arco las alamedas que, perdiéndose en el horizonte, forman un laberinto que amenaza con tragarla. A pesar del hechizo de las flores cuyo aroma llega a su nariz, se distrae con los pájaros que, en vuelo rasante, se posan en el palomar de arquitectura extravagante.

Dinazarda anda sin rumbo por los aposentos, lugar de su disgusto. Busca en la memoria algún recitado que exprese la agonía de ver a su hermana tan cerca de la muerte. Lamenta, al mismo tiempo, estar encadenada a alguien que se ilusiona contando historias que rediman a los hombres. Y que la hace reír y llorar, encantada por un talento con el don de transportarla tan lejos que tiene a veces dificultad para volver al punto de partida.

Encerrada en los aposentos, rodeada de esclavas afligidas, se arrepiente por haber cedido a Scherezade. Sobre todo por sentirse mera pasajera del sueño ajeno, dispuesta a ocupar en la vida cotidiana de la corte un papel irrelevante, en caso de que el Califa perdone la vida de su hermana. Inmersa en un conflicto que afecta a su humor, acaba rindiéndose al saber de Scherezade, que, entre enternecida y displicente, la obliga a seguir sus huellas fascinantes.

Scherezade no parecía reparar en el estado de espíritu de su hermana. Concentrada en su propia salvación, que dependería, aquella primera noche, de la actuación de Dinazarda, ignoraba que ni siquiera las delegaciones extranjeras de visita en la corte se libraban del macabro espectáculo. Cruzando los jardines camino de la suntuosa entrada del palacio, debían pasar necesariamente delante del cadalso. La fantasmagórica presencia, proyectada pared arriba, avanzando a diferentes horas del día hacia las ventanas del salón del trono, servía de aviso a los transgresores del reino.

Enlazadas por el mismo destino, ambas hermanas esperan a que caiga la noche. Reunidas en los aposentos, Scherezade disimula a duras penas la náusea. El miedo que siente le acentúa el malestar debido a la convivencia forzada con las esclavas que la rodean. En breve el Califa vendrá a reclamar su cuerpo.

2.

Al nacer la noche, Dinazarda anima a su hermana a resistir al Califa, que pronto vendrá a tomar posesión de su cuerpo. Ocupando el mismo aposento, Dinazarda no sabe cómo proceder a la llegada del soberano. Si debe, por propia iniciativa, abandonar la habitación antes de los preludios amorosos entre su hermana y el soberano, o aguardar a que él la eche.

Prevé el dolor de la despedida. No sabe si tendrá tiempo de abrazarla si el Califa, negándose a escuchar su primera historia, condena a su hermana a la muerte. Quiere eludir los gestos preliminares a la cópula. A pesar de la curiosidad por el ayuntamiento de las carnes desnudas, una penetrando a la otra sin pudor, enlazadas como animales hinchados, Dinazarda no soporta que su hermana se someta a la concupiscencia del Califa. Prefiere no ver el desenlace de aquella unión.

La serenidad de Scherezade la impresiona. Acomodada en el lecho, su rostro, impenetrable, no traduce lo que piensa ni transmite aprensión. Enfrentada a aquel cuerpo que se había vaciado para el cumplimiento de su deber, Dinazarda rechaza la visión del Califa blandiendo el miembro como instrumento de conquista. Para aliviarse, atribuye naturalidad a lo que está a punto de ocurrir, cuando los avances del Califa, tendido al lado de Scherezade, pongan en su mira la consumación final. Y cada escena que va anticipando se integra a las muchas que se suceden en su imaginación perturbada.

El lecho, adornado con cojines y tejidos bordados, aguarda a los amantes. Entre estos magníficos brocados, Scherezade revive el escenario de las historias amorosas y concupiscentes que se había acostumbrado a contar a su ama Fátima, con la diferencia de que es ella ahora quien fornica, sustituyendo a sus personajes.

Había empezado a oscurecer. Dinazarda hace ademán de acariciarla antes del duelo amoroso, pero refrena el gesto. Es tarde para añadir o sustraer detalles al drama a punto de desencadenarse frente a ella. Las farolas mortecinas reparten sombras por donde el Califa transita, después de aparecer en los aposentos precedido de fanfarrias. A cada paso él se agiganta, anunciando la intención de reclamar el cuerpo de la joven, sin reivindicar su alma. Quede claro a los súbditos, entre ellos las favoritas, que prescinde de la carga de la intimidad. Él cumple la rutina del sexo, seguro de que no le causará daño alguno ni le dejará secuelas indelebles.

Por primera vez, Dinazarda lo ve de cerca. Avanzado en años, con una barba espesa, corpulento, el Califa esconde su mirada opaca frunciendo los ojos. Aunque él encarne el califato de Bagdad, ella no controla su rechazo hacia aquel hombre en la inminencia de invadir la vulva de su hermana con actitud de amo. Se previene, sin embargo, evita demostrar complicidad con su hermana en presencia del invasor, revelar sus planes, que las imagine dispuestas a asestarle el golpe mortal. No sería buen camino hostilizar al regente de una realidad que prevalecía por encima de la justicia común.

Amedrentada, quiere regresar al palacio de su padre. Se arrepiente de la promesa hecha a su hermana, pero no puede fallar en la misión de despertar a la somnolienta Scherezade después de la cópula y convencer al soberano de la necesidad de escuchar la historia que ella le contará antes de ordenar su decapitación.

Con indolencia cautelosa, el Califa se mueve sin disipar energía. Esparce a su alrededor una rara fragancia cítrica. Su traje, imponente, trae por delante un bordado de inspiración extranjera, cuyos detalles meticulosos registran la evolución de la caza del ciervo. Evita cruzar la mirada con Dinazarda, la intrusa. Al acercarse a Scherezade, que se recuesta en los cojines del lecho, él no trasluce emoción, se extiende a su lado evitando rodeos. Y, sin más aviso, comienza las lides sexuales.

Disciplinado en la cuestión carnal, el Califa no altera su conducta en el lecho. Hace mucho que sus concubinas, afectas a sus convenciones, abandonan los aposentos al acabar el coito, pues no aprueba él ninguna manifestación ostensible de aprecio, tales como enviarle señales amorosas mediante misivas, pañuelos bordados, flores secas. Los caprichos femeninos no lo conmueven.

La ausencia de caricias por parte del Califa impulsa a Dinazarda a retroceder en busca de un refugio donde esconderse. Apresurada, atraviesa los módulos que forman los aposentos reales hasta encontrar un rincón donde pasar la noche. El biombo, que lo separa con su extremo puntiagudo del resto de los aposentos, le sirve de tapia contra la realidad amenazadora. De laca, compuesto de innumerables hojas, sus dibujos, que enaltecen la dinastía abasí, la distraen, así como las paredes decoradas con motivos florales y expresivos trazos caligráficos.

En el trayecto hasta el otro lado de los aposentos sobresale en su retina la imagen de los amantes, que se esfuerza por borrar. Una angustia que combate, no obstante, con raciocinio simplista. ¿Qué podría ocurrir entre el Califa y su hermana Scherezade que ésta no haya previsto? Antes de abandonar el palacio de su padre había sonsacado a un auxiliar del Visir la afirmación de que no había en la vida del soberano registro de conducta que hiriese la ley islámica. Su comportamiento presuponía las prácticas comunes a su estirpe, salvo el decreto reciente que ordenaba la ejecución de las jóvenes esposas después de la noche nupcial.

Aun así, ¿cómo aliviarse si tenía razones para creer que Scherezade, a la llegada del Califa, se despediría de ella para siempre? ¿Y que, al llegar el alba, su hermana tendría la misma suerte de sus predecesoras, no valiendo de nada, por tanto, su sacrificio?

No le llega ningún ruido. Bajo el amparo del biombo, Dinazarda se esfuerza por no mirar hacia el lecho. Pero la imaginación, huyendo a su control, engendra por todas partes falos deformes, menudos, algunos con alas, otros con aletas. Todos en igual posición eréctil, dispuestos a rasgar el himen de las novias con el mensaje del deseo desencajado. Como reacción al miembro que la persigue, su vulva late ante la inminencia de una penetración dolorosa. Atribuye al macho invisible actitudes que preceden a la cópula, irritándola que descuide la anatomía femenina, los pequeños labios ahora turgentes. Al mismo tiempo que, subyugada por la fantasía, le parece ver, al otro lado de los aposentos, al Califa arrancando las ropas de su hermana, susurrándole palabras torpes, que lo excitan; los amantes han perdido el recato hasta tal punto que son capaces de disfrutar a cielo abierto del mismo sexo que practican los miserables de Bagdad.

Dinazarda lamenta el destino de Scherezade. Duda de que el Califa, al abrirle las puertas del amor, la transporte al goce, la haga perdonarle sus acciones crueles. Espera al menos que él sea paciente con Scherezade, pues no debería suponer a su hermana ducha en las artes eróticas.

En medio de divagaciones febriles, sin advertir lo que ocurre en el lecho de la pareja imperial, Dinazarda medita sobre la reacción de su hermana ante el pétreo miembro del Califa forzando la entrada en su sexo, sin tomar en consideración que aún tiene las paredes secas, infringiendo él, con tal precipitación, el precepto religioso que sólo permite acceder al órgano femenino si éste se ha mostrado dispuesto al coito, lubricado con el benéfico óleo del deseo.

Tal vez el Califa, motivado por este transitorio sinsabor, se abstenga de entrar en el sexo de Scherezade, consolándose con llevar la mano de la joven a su pecho para que, bajo su dictado, roce la maraña de sus pelos y se deslice enseguida hacia el falo, en los últimos tiempos susceptible de fallar, hasta endurecerlo y hacerlo feliz.

3.

Aún en casa de su padre, en vísperas de la partida, Scherezade se había imaginado desnuda en la cama, con el soberano cabalgando jadeante sobre su cuerpo. Anticipando el horror que la escena le inspiraba, había cerrado los ojos para impedir el desenlace de aquella cópula que proseguía en el sueño, a despecho de sus planes de combatir el sexo descomedido de aquel dictador a cuya presencia sería conducida a la mañana siguiente. Y a quien le correspondía saber que, aun viviendo en el palacio imperial, no asumiría el papel de alguna célebre meretriz de Bagdad, preparada para reparar el cuerpo gastado del amante con recetas mágicas, pociones milenarias. Aunque en su bagaje de saberes hubiese fórmulas y rituales capaces de prodigarse sexualmente de manera excepcional. Como bálsamos, linimentos, la ingestión, en la penumbra de la noche, de alimentos raros. O la receta que aconsejaba frotar en los pliegues del falo a la deriva pelos de la cola y trozos de cerebro de animales portentosos, tales como el tigre, el oso, el propio asno.

Su destino no era vencerlo en la cama, sino superarlo al iniciar la primera historia. Sujeta a este recordatorio, Scherezade siguió el gesto del Califa al desnudarla de la cintura para abajo, con visible menosprecio de los senos. Una escena cuya evolución, manteniéndola fría a pesar de que el Califa le arañaba el vientre con las uñas, la llevó a pensar en Dinazarda, del otro lado de los aposentos, en la tentativa de adivinar cómo su temperamento, atrevido en la cuestión sexual, reaccionaría ante las llamadas que ahora emanaban del lecho del Califa. Pues aunque su hermana se hubiese tapado los oídos con cera de miel traída del mercado para no participar de aquel interludio sexual, tanta cautela no protegía su cuerpo, que ahora ardía de deseo. En estas circunstancias, entonces, sería natural que los muslos de Dinazarda se mojasen con el líquido que se escurría de su vulva, fuente inagotable de placer, y que, en el curso de tal escena, friccionase el sexo con la expectativa de que le aflorasen estremecimientos, descargas eléctricas. Y que, transida de ansiedad, temiendo frustrarse, clamase por quien frotase su sexo, rascase la región delicada, le arrancase pelos, masticase su carne, a fin de precipitar el goce.

Aunque le interesase el éxtasis atribuido a Dinazarda, Scherezade volvió al Califa justo en el instante en que él, arrancándole la prenda íntima, exponía, a la luz del candil, su pubis oscuro, en cuya raja cerrada introdujo, de un solo golpe, el miembro autoritario.

El Califa teme sucumbir al esfuerzo de agitarse hacia arriba y hacia abajo, dispuesto a dar fin a un espectáculo seguido a distancia por las mujeres que dormían en el extremo de los aposentos. Y cuya presencia no le pesa, pues hace mucho que ha perdido el sentido de la intimidad, la noción de que el cuerpo le pertenece a él y a nadie más. Así, desde la adolescencia, al adueñarse la corte de cada acto suyo, se había vuelto, en consecuencia, sujeto principal de la maledicencia de Bagdad. Cualquier iniciativa suya se divulgaba inmediatamente por los salones, adquiriendo versiones contradictorias.

Niño aún, le bastaba con requerir que una favorita acudiese a su lecho para que se divulgara cuántas veces había entrado él, afanoso, en el vientre de la hembra. Incluso hasta el instante en que, después de alcanzar el orgasmo, había caído exhausto al lado de la compañera.

El férreo control de los cortesanos había accionado su instinto de defensa, dándole el pretexto para no revelar jamás, fuese a quien fuese, la naturaleza de sus emociones. Y era con esta decisión en mente como montaba sobre el cuerpo de la concubina, apresurado por correrse, por librarse de su compañía y devolver luego a la mujer al harén sin una sola prueba de cariño. Desconsiderando, además, en estas sus travesuras sexuales, si ella tenía dueño, hasta el punto de usurpar, en cierta ocasión, a la favorita de su tío sin pedirle al menos permiso o disculparse posteriormente. Un hurto que no le había ocasionado problemas, porque el tío no deseaba criticar al heredero abasí, cuyos actos predadores estaban endureciendo visiblemente su sensibilidad, dañando las cuerdas susceptibles del amor.

A lo largo de los años, estas prácticas acarrearon cambios en su comportamiento. Bajo el yugo de esta especie de desilusión, fue debilitándose lentamente su espontaneidad en el sexo, sin que tal sentimiento, en contrapartida, aplacase la tristeza que lo envenenaba y para la cual no había antídoto. El proceso de envejecimiento, sin embargo, lo asustó. Comenzó a esconder el declive de su cuerpo hasta el día en que, vencido por ciertas evidencias, descuidó los detalles, tal vez por saber que, a pesar de sus debilidades, tenía a su favor el poder de ordenar la muerte de sus enemigos.

Ya le daba igual que las mujeres se extrañasen de sus tropiezos viriles, de su retraimiento continuo. Con ellas en los brazos, bregaba por el placer instantáneo, aunque le pasase ahora por la cabeza el deseo de susurrar al oído de Scherezade, desnuda y paralizada, a manera de orientación, que diese nuevo vigor a la zona de sus genitales, sensibilizando su piel con las uñas, preparándolo para trabar la batalla del amor, antes de que se perdiese el vigor de su vara.

Detrás del biombo, Dinazarda no tiene sueño. El cuerpo le hormiguea pensando en Scherezade engolfada en poderosa experiencia. También ella, atravesada por aguijonazos, siente una extraña boca que le arranca pedazos y delicias, mientras de la carne, herida, parecen gotear secreciones, esperma, en medio de lamentaciones suyas y del amante imaginario que, caóticas, se entrecruzan. Sobresaltos que la ablandan, doblegan su voluntad. Le viene a borbotones el gusto de la sangre, surgido de la vulva dilatada. En medio del delirio, lanza esta placenta al caldero de la bruja, calentado con leños, con carbones, sobre el fuego de la imaginación. De repente, se cree la mujer que el Califa ha elegido para crucificar con su miembro enemigo.

Nada oye de Scherezade. Si sigue viva o ha desfallecido. Los ruidos que distingue corresponden al jadear desacompasado del Califa. Scherezade ni siquiera emite sonido ni lamentos. Actúa con la certeza de que es menester sobrevivir. No obstante, su cuerpo arde. Discreta, se palpa el sexo, la brecha producida por el paso del Califa, caído a su lado, ambos genitales hechos jirones. Conscientes, no obstante, de que el arma mortífera de la pasión no los ha enlazado ni comprometido en voluptuosidad alguna.

Scherezade reza para que su hermana no se retrase, temerosa de que el soberano repudie la propuesta de Dinazarda, que se acerca ahora sin hacer ruido. El Califa divisa primero su sombra, después su presencia, pero ¿quién podría molestarlo a aquella hora, trayéndole noticias del reino? Observado por la joven, cuyo rostro apenas identifica, el Califa se cubre, se sienta en el diván.

En el esfuerzo de salvar a su hermana, Dinazarda arriesga su propia vida. Sobre sus babuchas doradas se desliza, amedrentada, hasta el lecho real. Evalúa los riesgos, con la cabeza puesta en juego. No tiene, sin embargo, a quién apelar, a merced de un soberano que desprecia el lírico arbitrio del amor. Teme alterar las instrucciones recibidas, fallar en la argumentación que Scherezade le ha preparado cuidadosamente, mostrándose incapaz de probarle al Califa el talento de su hermana para contar historias. Precipitando su muerte, en este caso, en vez de salvarla.

Crece el silencio en medio de la noche. A pesar de la penumbra, Dinazarda observa a Scherezade postrada en la cama, rendida. En gesto impensado, se inclina sobre los muslos de su hermana, sigue el impulso piadoso de lamer la sangre coagulada entre sus muslos. Se reincorpora luego, arrepentida, intentando corregir una situación conflictiva. Dispuesta a luchar, no se abate, se inclina en profunda reverencia. Murmura sonidos que el Califa apenas registra, pero las palabras, animosas, despiertan sus ganas de prestarle oídos. Dinazarda aumenta el tono de voz y sólo enmudece cuando arranca del Califa la promesa de escuchar a Scherezade. Sólo entonces ayuda a su hermana a contar la primera historia.

4.

Incómodo por la invasión inoportuna de Dinazarda, el soberano, aún somnoliento, decide escuchar a Scherezade antes de entregarla al verdugo. Desconoce las intenciones de su esposa de usar a Dinazarda como parte de una estratagema capaz de salvarla. Atendió, no obstante, la súplica recatada, sin que él mismo se explicase la razón de haber cedido. Tal vez porque ella le aseguró que la palabra de su hermana era una especie de capullo del que saldría un día, en el momento justo, el gusano de seda.

Sin ocultar su impaciencia, se acomoda en el diván. Se sorprende, sin embargo, de la joven tímida, con la que hace poco se ha unido carnalmente, cambiando varias veces de posición mientras le habla, obedeciendo cada movimiento a una instrucción secreta, dictada por el tenor del enredo.

Scherezade tiene el verbo fácil. Las palabras, formando una amalgama inquebrantable, sirven a manera de escudo para que los personajes desfilen delante del soberano. Y aunque amigables algunos entre sí, estas criaturas no siempre provienen de la misma familia. Parecían unidas más por la ambición del oro y la aventura que por la sangre. Sus historias, pues, avanzaban en torno a aventureros que ponían la vida sobre la mesa con la esperanza de escarnecer los días y la miseria.

A medida que Scherezade describía cómo ellos escalaron las murallas de Bagdad al oeste, pretendiendo alcanzar las márgenes del Tigris, el Califa se mesaba la barba, incrédulo ante lo que escuchaba. Pero al parecerle tan reales, dudaba de que hubiesen nacido de joven tan inexperta. De cómo había sabido Scherezade describir a forajidos, vagabundos, amantes, gente que desenvainaba la espada sólo por el privilegio de posar la vista en los senos de la mujer del mercader bañándose en el patio de la casa, aprovechando el calor del sol matutino. Dispuesta la hembra a cederles lo que ellos estarían dispuestos a pagar con el brazo cortado por el marido celoso.

A veces jocosa, Scherezade sonríe en defensa de estos seres. Los libra de inesperados sinsabores, sabiendo que volvería, con algunos de ellos, a emprender otra aventura. Pero mientras la noche avanza, e infunde en el Califa una pasión que hace mucho lo había abandonado, él no nota en ella fatiga ni esfuerzo desmesurado. Como si en cada enunciación ella sorbiera la sangre del soberano con el fin de aliviarlo.

De repente, reacciona ante la posibilidad de que la joven abuse indefinidamente de su hospitalidad. La solución sería entregarla al verdugo, cortando de raíz sus pretensiones de artista, miembro de un arte practicado por las clases populares. Al iniciar el gesto que habría significado la inmediata condenación de Scherezade, él quiso escucharla un poco más; ansioso por conocer el destino del joven Hassaum, que osara robar la corona de un rey que, después de perder la fortuna, hundido hoy en la miseria, sólo disponía de este adorno como patrimonio.

Antes de entregarla al verdugo, necesitaba también tomar conocimiento de aquella otra banda de malhechores, dirigidos por una moza altiva, vestida de hombre. Así como de los que quedaban de una tribu que había interceptado a la caravana, camino del palacio de verano de un potentado extranjero, pensando encontrar joyas en las arcas y en los cestos de mimbre. Cuando se asustaron al ver a ciertas mujeres, algunas de edad avanzada, integrantes del harén de un potentado, viajando por el desierto sin la escolta debida.

El soberano juzgó atrevido un tema que permitía a los malhechores disponer de mujeres pertenecientes a cierto monarca, aunque no fuesen suyas. Pese a que criticase a Scherezade por el mal ejemplo, no interrumpió el curso de la historia, que ya iba bien avanzada. O le sugirió que reposase, al fin y al cabo llevaba hablando muchas horas.

No se notaba en Scherezade el esfuerzo consumido en dotar al enredo de recursos que impidiesen al Califa decretar su muerte, si es que de verdad quería saber cómo continuaba el amor del bandolero y la princesa. Sin que él se diese cuenta de que la meta de la joven era no dejar nunca los hilos sueltos del relato en el aire, de modo que pudiera enlazarlos a la noche siguiente. Pues su papel, a fin de salvarse, suponía considerar el peso de cada palabra en la frase, sin olvidar, para ello, añadir huesos, grasas, pasiones a los personajes, frutos de su invención. Confiándoles a ellos el encargo de ablandar el corazón empedernido de aquel hombre.

Había amanecido, y el Califa debía dirigirse al salón de audiencias, donde lo aguardaban. Pero como Scherezade no había concluido la historia de cuyo desenlace está pendiente, decide respetar su vida un día más. Al volver por la noche a los aposentos, Dinazarda recalca ante él que una de las virtudes de su hermana era hacer latir el pecho ajeno. Así, después de fornicar con Scherezade, él atiende a la gracia requerida de que la joven siga adelante con la historia inconclusa. Sin sospechar que, con ayuda de tal concesión, ella lo privaba de la atención a sus súbditos. Le cedía, involuntariamente, la máquina de fabricar sueños, admitía en público que cualquier historia, pronunciada con liturgia solemne, salva a quien sea de la visión del cadalso. Y, peor aún, corría el riesgo de pasar a las manos de la joven un poder en franca disputa con el suyo.

De piel clara, Scherezade había salido a su madre, a quien el Califa no llegó a conocer. A pesar de su cuerpo menudo, había en sus relatos figuras ciclópeas con la misión de estremecer el equilibrio del califato. Prometiendo para ello, a los ambiciosos y desvalidos, cierta perla cuya coloración negra tenía la propiedad de sanar a los moribundos y extender entre sus propietarios beneficios prodigiosos. Ocurriendo estos hechos de tal forma que el Califa no interrumpiera su flujo narrativo. Y ello porque, atento a esta especie de baile de máscaras, él confía en la mirada de Dinazarda afirmándole que disfruta del arte con que su hermana, a sus expensas, esquiva la sentencia nocturna.

Después de cada cópula, Scherezade se aploma, le demuestra el encanto que los miserables ejercen sobre la imaginación. Qué pueden hacer sus cortesanos que ya no hayan practicado los vagabundos de Bagdad en las callejuelas o en divagaciones por el desierto. Con voz de flauta y de laúd, ella rinde culto a volutas verbales que desestabilizan la realidad sobre la que gobierna el Califa.

Durante las noches, aunque padeciendo el mismo miedo que acomete a las jóvenes anónimas del reino, ella es feroz en la defensa del hambre arcaica que le suscita cada historia. Es, por otra parte, en nombre de todo aquello que la devora por dentro que sale a buscar frases, motes, los artificios narrativos que conserven su vida hasta la mañana siguiente.

5.

Bajo el ardid de velos diáfanos, la mirada de Scherezade vaga, supera el rostro del Califa, consulta las estrellas. A través de las ventanas en arco, la vía estelar configura una cartografía donde lee historias que añade a su repertorio.

Entregada a los cuidados de Dinazarda, que delega en la esclava Jasmine la tarea de embellecer su cuerpo, Scherezade se resiste a perderse en la superficie indescifrable del Califa, que le prepara pequeñas emboscadas con el propósito de recorrer los laberintos de la joven.

Su presencia la cohíbe. No ama a aquel hombre. Lucha solamente por la vida, obedeciendo al instinto de la aventura narrativa y a la pasión por la justicia. Desde que el terror se difundiera por el reino, con el sacrificio de las jóvenes entregadas inicialmente a la lujuria del Califa y más tarde al cadalso, Scherezade había decidido oponerse a tal crueldad. Para ello, se había enfrentado a su padre, el poderoso Visir, dispuesta a embarcarse en un viaje sin retorno.

Bajo la luz de los candiles, examina al Califa, intentando desvelar los actos de aquel hombre, que afectan incluso a los preceptos del Corán. Bajo ningún pretexto habría justificación para la matanza de las jóvenes. ¿Con qué derecho arbitra sobre la vida de los súbditos, enlutando a las familias en nombre del honor herido?

Decidida a salvarse, Scherezade se esmera en los detalles, que utiliza como arma. Para dar credibilidad a su palabra, piensa, se organiza, vislumbra el mundo. Acepta que le seleccionen comida y trajes. Sólo falta que Dinazarda agregue ingredientes de su propia cosecha a los relatos que Scherezade les viene contando. Es su propia hermana, por añadidura, quien en las últimas semanas, con el pretexto de derramar miel sobre los higos, ya de por sí dulzones, le insinúa que el artista no prescinde de los toques originales de un observador anónimo, con afán de colaboración. Gracias a quien le llegan fragmentos que, aunque inconexos, pueden fundirse en el futuro en una historia.

Con disimulada desatención, Dinazarda, acompañada por la esclava Jasmine, se entretiene con el arte de envolver a Scherezade con velos y paños procedentes de varias partes del mundo. Ambas mujeres se divierten experimentando maneras de ajustar las mencionadas telas al cuerpo de Scherezade. Se aplican, sobre todo, en el uso de velos que veden a los demás la visión de su rostro.

Como cualquier musulmana, las hijas del Visir no escapan a la imposición de los velos, adoptados inicialmente por Fátima, mujer del Profeta, después de la revelación que Alá le concediera a su marido. Se mostró tan agradecida por la magnitud de la noticia traída por Mahoma que, en consonancia con su creencia, cortó con rápidas cuchilladas retazos de telas que había en la casa para cubrirse enseguida con ellos. A partir de aquella fecha, ningún extraño debía ver partes de su cuerpo, observando el grado de fe que la rodeaba como una aureola.

Muy pronto, las dos hijas del Visir tuvieron acceso a la lectura del Corán, impresionándolas los versículos relativos al episodio que, al predicar el recato, impedía que la emoción femenina, aflorando a las mejillas, fuese observada por alguien de fuera de la familia.

Transparentes y delicados, los velos se integraron inmediatamente, para las hermanas, en la esfera de la imaginación. Persuasivos por naturaleza, guardaban y exhibían lo que estuviese bajo el foco de la atención masculina. Y, mientras cumplían esta función, preservaban las incertidumbres de los sentimientos femeninos, el inesperado desequilibrio de la razón, los momentos en que el alma, tentada por la melancolía, no se contiene. Pero, al mismo tiempo que escondían, estos velos permitían igualmente que cualquiera de las hermanas, al abrigo de ellos, se refugiase, incluso en pensamiento, en la gruta del pecado, a fin de regocijarse con placeres sigilosos. En la caverna donde el deseo brilla y humedece los sueños.

Ellas habían heredado de su madre y de las amas el significado de los velos. La tela inconsútil, como el tul, el raso, la seda, que, pegada al cuerpo, sirve de estímulo al juego erótico. El lenguaje de los gestos que de ahí deriva, propalando ambigüedades, lujuria, discordia, desengaños, aciertos. Con ellos en los rostros, seguras de no ser reconocidas, huyen de la tiranía del padre y del Califa. Como si, ancladas en tierras exóticas, cesase el peligro de ser llevadas de vuelta al serrallo, mientras confían en que los ojos, a pesar de ser tan expresivos, confundan al observador, diciendo lo contrario de lo que sienten.

Como sierva, Jasmine no se adorna con velos. Sin la protección de este escudo, se somete a la claridad, expone los sentimientos, queda a merced de la codicia masculina. Habituada, sin embargo, a acoger el instinto de quien la ve y quiere llevarla a casa, ella anda suelta por las adyacencias de los aposentos, yendo hasta la cocina, trayendo y llevando recados y meriendas. Observa el aprecio del Califa por los velos. Como parte de una cultura que los ha consagrado, él aplaude con entusiasmo lo que viene en la estela de su fascinante código, y que amplía sobremanera la franja del goce sexual. Igual que el Profeta que había desvelado con las yemas de los dedos el rostro de su esposa, también él anhela, aún hoy, una gracia que, originaria de tal misterio, lo haga rebosar de sí mismo.

Antes de que Scherezade se instalase en el palacio, el Califa, sumido en los últimos años en una prolongada melancolía, iba de visita al harén, de preferencia al caer la tarde. Carente de impulso erótico, transponía los umbrales en silencio, yendo siempre a ocupar la misma silla. Rodeado por las concubinas, que celebraban su presencia con alaridos confusos, él jamás retribuía la falsa alegría. Nada tenía que añadir a lo que les había dicho. Incluso porque el júbilo de las mujeres le recordaba la advertencia del Profeta, cuando se refería a los indicios de la malicia femenina. Después de detenerse largamente a las puertas del infierno, Mahoma había comprobado que la mayoría de los que allí ingresaban estaba formada por mujeres. Insinuando, así, que la hembra era más propicia al pecado. El Califa se acordaba igualmente, enfrentado con el tumulto a su alrededor, de cierta voz que, a propósito de la naturaleza sagaz de la mujer, había proclamado rencorosa: «Oh, vulva, ¿con cuántas muertes de hombres cargas?». Y evocaba también la metáfora creada por poetas árabes que, en su afán de describir el órgano sexual de la mujer, asociaron su forma a la cabeza de un león famélico e insaciable.

En los últimos tiempos, el Califa permanecía en el serrallo sin solicitar sexo de las favoritas. Aceptando que danzasen a la espera de despertar su concupiscencia, seguía atento la danza del vientre, que otorgaba a la mujer un malabarismo sinuoso mientras movía las caderas. Atraía su atención que la mujer, desprendiéndose de cada velo de la cintura, se despojara lentamente de tal protección. Sueltos en el aire, estos velos, en oposición a la gravedad, permanecían durante unos segundos en la región sutil hasta rozar, camino de la caída, partes de la silueta femenina.

Al ofrecerse lascivas, el Califa se sentía tragado por la violencia de una vulva que quería arrastrarlo hacia sus honduras sin dejar vestigio de su paradero. Cuando intuía, regido por el demonio, que no había salvación para el falo, a pesar de nutrir, aunque momentáneamente, la ilusión de captar la poesía del mal y de la carne. De aproximarse a un misterio encerrado tras aquellos velos tremolantes, dispuestos a condenarlo para siempre.

6.

Cada noche Scherezade envuelve al Califa en una tela sutil. Apacigua sus nervios, mientras que sus ritmos narrativos expresan la danza de los sentimientos. Sus historias, sembradas de actitudes heroicas e imprudentes, sacian a los oyentes ávidos, manteniendo el interés del Califa hasta el amanecer. Cualquier fracaso significa la pena de muerte.

Su corazón no siempre se prende a los relatos que va a contar. Su expectativa es retomar un día el curso de la vida cotidiana del lado opuesto a los muros del palacio imperial, librarse de la carga de narrar. A veces se ausenta de los aposentos, dejando el cuerpo atrás. Retorna entonces a la casa de su padre y se regocija al ser recibida en la puerta por los servidores que se inclinan a su paso. La mesa, cubierta de manjares de la infancia, es la prueba de estar aún presente en la casa del Visir. Al abrigo de tantas memorias, reconstituidas entre las paredes de la vivienda, todo la protege, no se siente autorizada a morir. ¿Cómo, además, despedirse, si le corresponde al padre morir en su lugar?

La ilusión de haber partido de vuelta a su casa pronto se deshace. Ya no tiene adónde ir, salvo quedarse en el palacio del Califa, donde las criaturas de su imaginación prosperan bajo el impacto de sus personalidades cinceladas. Oprimida, sin embargo, por una melancolía consonante con días grises originarios de las regiones lejanas, que nada tienen que ver con el desierto que ocupa su corazón, ella acelera el verbo, trae hasta cerca del lecho al pueblo de Bagdad.

La nostalgia aprieta su pecho. La asfixia comprobar que su existencia se prolongará mientras mantenga al soberano víctima de su arma verbal. Respira hondo, comprime los labios extrañamente carnosos, teniendo como moldura el rostro fino, casi ascético. Los reabre, libera frases y suspiros encerrados en la garganta.

En el semblante, el velo intensifica su enigma. Prácticamente pegado a la piel, forma parte del rostro. Se resiente cuando Dinazarda, en gesto abrupto, lo arranca para averiguar si su hermana aún se encuentra entre los mortales. Quién sabe si, capitaneando sus aventuras, había embarcado en una nave extranjera y ya no regrese a Bagdad.

Aun cuando tiene el rostro expuesto, en ella perdura una delicada película que veda a los demás ingresar en su interior. Una materia que la protege del Califa, en especial a la hora en que su falo singla inoportuno por su vulva. Pero, observada por Dinazarda, ella es altanera, casi traslúcida. Sobre ella se cierne la aureola proveniente del arte de contadora. Razón tal vez de rebanar las historias con prudencia, guardando las migajas de la borona caídas sobre la mesa para el hambre de aquel día. A veces, tiene la ciencia de acertar, de alcanzar por momentos el ápice de la narración. El raro instante en que, al alcanzar la cuerda sensible del enredo, no le cabe retroceder o abdicar de los ingredientes que, apasionadamente enlazados, determinan su desenlace.

La propia Fátima, que la tuvo en brazos desde su nacimiento, decía, en intrépida defensa, lo que Jasmine repetiría más tarde: que Scherezade tejía con las palabras. Con el telar y el algodón entre los dedos, ella iba afinando los hilos para hacer con ellos, al final, un tipo de manta capaz de proteger a los oyentes del frío de las noches en el desierto.

Scherezade, sin embargo, se afligía bajo la presión de los méritos que se le atribuían. Poco afecta a los homenajes, se negaba a ser la tejedora con la que Fátima la identificaba. Lo que no le impidió, en ciertas ocasiones, hinchar el pecho, para luego arrepentirse de la arrogancia que la podía envenenar. En un sombrío domingo, se flageló corriendo por los salones, pasadizos secretos, sótanos del palacio de su padre, hasta sucumbir, jadeante, en el patio, entre mil flores, exhortando a los duendes para que la castigasen. Al final del esfuerzo, se había apaciguado repitiendo la práctica antigua de esconder misivas ligeramente perfumadas bajo cojines coloridos desparramados por la casa. Mensajes que, de inconfundible caligrafía, frustraban a quien se empeñase en desvelarlos. Estos pequeños papiros, simples anotaciones sueltas, no ofrecían al desavisado lector una única frase conclusiva. Pues las palabras, salpicadas aquí y allá, comprimidas entre dibujos dispersos, obstruían el acceso a quien fuere a buscarlas.

Montada en un imaginario corcel, Scherezade galopaba por la casa, perseguida por adversarios intrigantes. Huyendo de Dinazarda, que, a la caza de sus misivas, pretendía descubrir la razón de que la caligrafía de su hermana, vista desde lejos, se confundiese con el perfil del camello, un animal al que Scherezade homenajeaba con cualquier pretexto.

En conjunto, las misivas, por su carácter críptico, de nada valían. No pasaban de ser un papiro que serviría únicamente de palanca para que Scherezade elaborase alguna historia dispuesta a despuntar bajo el impulso de su ingenio.

Esta vocación para engendrar episodios, que confundían a la familia, le había venido de la cuna, por parte de madre, de fértil imaginación. Dinazarda, dos años mayor, había sabido por su padre que la madre, poco antes de fallecer, había reparado junto a su marido en la obstinación con la que Scherezade, tan pequeña todavía, otorgaba vida a lo que parecía perecedero. Su precoz devoción por propagar la vida cotidiana de los humildes que hacían de Bagdad el centro irradiador de la civilización árabe.

Mediante tales recursos, la muchacha exigía que los miembros de la familia la interrogasen sobre cualquier asunto. Apostada en medio de la sala, como una esfinge, aguardaba el planteamiento de preguntas disparatadas, que pusiesen a prueba su conocimiento. Aun si fallase, de ningún modo debían prescindir de sus respuestas. Pues todo lo que les dijese estaría respaldado por la memoria del Islam. En el caso de que quisiesen de verdad hacer escrutinio del pasado de la grey familiar, o rastrear la trayectoria del profeta que había forjado la gran nación espiritual, que le confiasen a ella, a pesar de la edad, la tarea de aglutinar leyendas y registros sueltos, esparcidos por el califato.

La madre, a punto de exhalar el último suspiro, teniendo a Fátima al lado, se había esforzado por sonreír. La conmovía que los relatos iniciales de esa hija suya abarcasen figuras legendarias del desierto, de las mezquitas, de los mercados islámicos. Como si, no bastándole contar con los miembros de la casa para la construcción de sus enredos, se preparara precozmente para lidiar con la carne ajena que sufría, soñaba, forjaba mentiras, y no tenía nombres.

Apenas había aprendido a andar, asomaron en ella la memoria incorruptible y la atracción por lo inefable, ya a su alcance. Bajo los cuidados de Fátima, desenterraba, desenvuelta, muertos y figuras emblemáticas, emparejaba adversarios y amantes, traducía el meollo del amor. Aun faltándole experiencia, con el faro de sus ojos rescataba los barcos de la tormenta, llevando a la playa, por medio del destajo verbal, las mercancías de la bodega y lo que yacía en el fondo del mar, oriundo de naufragios anteriores.

Las raras amonestaciones que le hace el soberano, aunque ajenas a sus historias, le sirven de aviso. Inmediatamente vuelve a calcular el tiempo de la historia y comprueba su densidad, si de hecho serviría para entretener al Califa hasta la madrugada. Las veladas manifestaciones del Califa la inducen a echar mano de recursos inesperados, como sembrar huellas falsas, simular que había perdido el aplomo de tanto excederse en la invención.

Así, como resultado de estos artificios del arte de contar, ella hace surgir personalidades que, aun sin función aparente, avivan la curiosidad del soberano. Para que él, sometido al caos astucioso de la joven, le conceda el derecho de vivir, siempre que prosiga. Sin que tal gesto, repetido cada amanecer, incline al Califa a esparcir a su alrededor actos generosos y la exima de la culpa de ser mujer.

Con el rostro ensombrecido, ella afronta la tensa pugna, lucha por restaurar los tejidos de la vida tomando a sus personajes como ejemplo. Sufre al pensar que su valor consiste en servirlo como una esclava en la mazmorra, que sólo existe legitimada por el soberano.

Dinazarda quiere ayudarla, detener el flujo diario de sus historias. Suspender, quizá, la visita del Califa para que su hermana, al fin, pasee por los jardines del palacio. Amenazando para ello al soberano con la venida de un escriba del norte que sustituya a Scherezade. Velada amenaza que obliga al soberano a confesar que, gracias al talento de Scherezade, había frecuentado las caravanas que cruzan el desierto, había convivido con marineros afectos al Índico, había compartido la intimidad de los ladrones especialistas en robar tesoros. Por medio de este arte, tan antiguo y descuidado, de hablar sin parar, se había internado en el mundo, sin abandonar para ello los límites del palacio.

El esfuerzo de Dinazarda por salvarle la vida estimula a Scherezade a recompensar la devoción fraterna practicando pequeñas locuras. A exponer a la luz del día historias guardadas en el baúl de la memoria. So pena de excederse, confía en que será capaz de cortar a tiempo alguna que otra incongruencia. Por ello, con un ritmo frenético, presenta casualidades asimétricas que hagan sonreír de puro gusto al Califa, a Dinazarda y a Jasmine. E, incluso para mantener este efecto, sigue el principio de que cada enredo, ambiguo por naturaleza, se desprende de un tronco único, perdido en la noche de los tiempos. Una matriz a la que se le añaden adornos, afeites, variantes, todo lo que otorgue dimensión coral a lo que cuenta.

Si el Califa le preguntase de repente si había peligro de destruir los fundamentos del relato sólo por añadir temas nuevos a un hipotético núcleo central, ella diría que no. Al fin y al cabo, todo lo que venía haciendo, desde la llegada al palacio, era ceder al arte de fabular el germen existente en el vientre de cualquier intriga. Sólo a partir de los nudos entrelazados, mediante una punzante carga narrativa, cumpliría los principios básicos de cualquier historia.

7.

Dinazarda no oye lo que dicen los amantes. Los suspiros que reproduce para sí misma, al pasear por los jardines, son invención de su fantasía.

La educación familiar no le permite preguntarle a su hermana si murmura y grita cuando el Califa la penetra. Si goza, siguiendo las instrucciones del Califa, que no acude a imprecaciones y meneos voluptuosos para mantener el sexo erecto.

Por detrás del biombo, con Jasmine al lado, no capta ruido alguno que la sonroje. Tiene presente la información de que el Califa reprueba manifestaciones ruidosas en el lecho bajo la justificación de agradarle. Los bramidos desgarradores y las contorsiones exageradas le recuerdan a la Sultana copulando con el esclavo africano. Una lujuria que, según el Califa, formaba parte de la lista de mentiras y malogros que reflejan el carácter disimulador de la mujer.

Dinazarda ignora si Scherezade, mediante las mañas provenientes de un oficio que la lleva a fingir todo el tiempo, aparenta ante el Califa una pasión que no siente. Pues incluso con ella, la hermana mayor, es reservada, no aprueba confidencias. Forzada, no obstante, a ceder al juego sexual del soberano, Scherezade se aprovecha de la alcoba para imprimir erotismo a sus tramas. Experiencias que vuelven sus historias intensamente carnales, capaces de trastornar los sentidos, de perturbar el cuerpo de las jóvenes que la oyen. De esta forma, al intensificar la fantasía de Dinazarda y Jasmine, les facilita el acceso a las pulsiones genitales de los personajes.

Scherezade había aprendido con Fátima que si la imaginación edifica enredos de amor, el cuerpo fatalmente sufre sus efectos. Se sentía atraída por el realismo proveniente de la materia corpórea. Con todo, rechazando ser heroína de sí misma o de sus historias, prefiere prestar a príncipes y plebeyos, elegidos al azar, las palabras apasionadas que intensifican la vulva de Zoneida y el falo de Simbad.

Lo cierto es que no pretende fomentar el ardor narrativo con sentimientos amargos. O hacer de sus personajes réplicas de sí misma. No se lamenta usando su propio nombre, para ello domestica su dolor, lo vuelve inexpresivo. Igualmente juzgaría perverso insertar al Califa en sus relatos, sea como héroe o como verdugo. Lo libra de hacerlo vil. Y, para dar credibilidad a su tarea, aspira a deshacerse de las marcas de su individualidad. Su ser profundo no está en cuestión. Sobre todo tiene a la vista las palabras del mayordomo real a su llegada al palacio, al transmitirle los hábitos del Califa, esperando que se adaptase a las normas, por más fugaz que fuese su permanencia en los aposentos reales. Sin olvidar que sus antecesoras, novias como ella, confiadas en su propia belleza, esperaron del monarca estima. En consecuencia, a duras penas soportaron la desilusión de oír de la voz pétrea del heraldo, aguardando desde temprano a la puerta, después de que el Califa desapareciera discretamente de los aposentos, el anuncio de la muerte inminente.

Con palabras que parecían sinceras, el subalterno simulaba deplorar el sacrificio de aquellas hermosas princesas del linaje del Visir. Sin dejar de realzar, sin embargo, que ninguna de las jóvenes venidas al palacio había montado una escena. Todas se limitaron al llanto contenido y a rezar por Alá y su Profeta, aunque lamentasen el final prematuro.

La crueldad del Califa resplandecía a los ojos de Scherezade. Aun así, no atendía al consejo de Dinazarda, que le rogaba que actuase de tal modo que él se enamorase de ella. Su meta consistía en arrebatarle el sosiego mediante emociones contradictorias, en desplazarlo del sexo a las palabras, en insuflarle la lenta agonía derivada de su habilidad narrativa.

También el Califa se detiene a pensar en los sacrificios que le impone el oficio de Scherezade. Pero no por eso la alivia de los tributos que debe pagar para mantenerlo atento. Creía que era premio suficiente agradarlo, ver en el rostro de su hermana y de Jasmine la exaltación que las motivaría a seguirla, en caso de que él las condenase a vivir lejos de la corte.

La observa, no obstante, ofuscada por una diáfana luz interior, justo en el instante en que bautiza a sus personajes, exhibe sus vidas, los lleva por Bagdad, Karbala, Najaf, al nacimiento del Éufrates y del Tigris. Emoción así no había experimentado él con sus súbditos. Tal vez por abstenerse de mirarlos, de oír sus penas y sus encantos. Había sido siempre indiferente a la suerte colectiva, no les había levantado el rostro por curiosidad mientras se inclinaban a su paso. Al menos para leerles la suerte en la expresión condolida. Pero ¿qué le habrían dicho, si les hubiese interrogado sobre sus sueños? ¿Confesarían al soberano el temor que tenían a la miseria y al ocaso?

Al darse cuenta de que invertía los papeles, dejando por un instante de ser el señor del califato, él reaccionó. ¿Por qué iba a culparse si todos le debían la vida, si él era quien, pudiendo alzar la cimitarra contra ellos, diariamente postergaba la sentencia mortal? No obstante, confía en la entereza moral de Scherezade al contarle una historia. El cuidado con que la joven arma el relato y preserva a aquellos a los cuales, habiendo creado con ellos vínculos familiares, no piensa sacrificar en nombre de una aventura trivial. Claro que ella también es traicionera, echa mano de recursos espurios a fin de propiciar a sus personajes sueños, amores, desgracias y esperanzas imposibles. Todo lo que no puede cumplir, pero que le conviene disimular.

El soberano medita sobre el hado de la joven. ¿Qué pretende ella que ya no le haya dado? ¿Acaso, al respetar la vida de Scherezade al amanecer, quiere ella a cambio sacrificarlo proponiéndole una nueva historia, que no se resiste a escuchar, y cuyo desenlace, en medio de la noche, da curso inmediato a otra, en nerviosa sucesión que lo sumerge en la desgracia?

Se indigna por tal comportamiento. Con estas mujeres que, iguales a Scherezade y a la Sultana, consumiendo su energía y su voluntad, no merecen lástima. Alza las manos para convocar al verdugo, pero, mirando a las tres jóvenes, suspende el gesto. Disconforme, sin embargo, con su propia debilidad, como arrepentido, se aparta de los aposentos.

En el salón del trono donde su abuelo y su padre, abasíes de temperamento, habían ejercido el poder inmersos en profunda soledad, el Califa dispensa a los cortesanos con la sensación de estar igualmente condenado a morir. Acepta, resignado, el albaricoque que le traen en bandeja de cobre. Mastica la pulpa despacio, se concentra en su dulzura.

8.

El dolor del Califa, que se vuelve agudo hacia las doce, cuando el sol quema Bagdad, no proviene de un amor ofendido. Hace mucho había dejado de querer a la esposa que lo había traicionado miserablemente en el pasado. En realidad, nunca la amó. Repartido entre tantas mujeres, se había habituado al fulgor del deseo que no excedía una semana. Sólo el tiempo de alborotarse, de tejer una fantasía que desembocaba en el lecho y allí mismo se amortiguaba. Pero mientras perduraban restos de la atracción por cualquiera de las concubinas, practicaba modalidades sexuales con la pretensión de alcanzar la cópula perfecta. Siempre en busca de un arrebato que tuviese como premio acceder al paraíso, donde agradecer a Alá la fortuna de la carne.

Al principio, a pesar de ser joven, había esbozado una reacción a esta especie de canibalismo. El hecho de devorar a las favoritas sin considerar sus aflicciones o concederles atenciones bajo la forma de una mirada larga, o de una caricia que las abasteciese de ilusiones. No habiendo, no obstante, a lo largo de los años, amado a ninguna de estas mujeres, no había hecho de ninguna de ellas un unicornio invisible a los impuros, una fuente de consuelo, un regalo mítico para quien llevaba a cuestas el peso del califato.

En general, observaba aprensivo el cuerpo femenino. Al aventurarse por el misterio que exhalaba continuamente la vulva, por más que se perturbase, no le inspiraba amor ni una emoción inusitada. Y aunque aguardase que surgiera del sexo alguna forma de esperanza que lo convenciese de estar amando, tal incendio, proviniendo de su cuerpo, y de la mujer, no ascendía a su corazón, que se mantenía frío.

Sentía, al fin y al cabo, estar practicando un acto demoníaco, sin la recompensa al menos de llegar a conocer un sentimiento restaurador, capaz de establecer nuevas formas de convivencia. Lo que lo llevó a concluir, a su vez, que no estaba en él modificar una situación con la que el corazón empedernido no quería colaborar.

En cierta ocasión, regresando del desierto de horizonte infinito, notó, al fornicar con una hermosa mujer, que sus actos en la cama, aunque convulsos y fugaces, le parecieron de repente automáticos, como practicados por un extraño a quien, a despecho de haberle prestado el falo, no había participado del festín. Alguien que se fundía con la carne femenina para desprenderse enseguida de ella apático, sin fuerzas. Forzándolo tal indiferencia a indagar la razón de que el sexo, celebrado por vendedores y artistas, llevase a los hombres a la locura, a cegarlos, escindiéndolos en dos. Hasta comprobar que, al no sucumbir jamás al amor, corolario natural del sexo, la vida lo había librado de la insania, pero, en contrapartida, lo había vaciado de expectativas, de emoción, de perplejidad, y de todo lo demás que ignoraba.

Por consiguiente, las variaciones eróticas practicadas en años anteriores, al intentar revivirlas de nuevo, ya no le infundían ánimo. Coincidiendo el desinterés por estas iniciativas con una vida cotidiana repleta de escenas gastadas, por demás conocidas. No habiendo así nada por descubrir en su reino que lo llevase a un goce responsable de que la respiración fallara, la boca espumajeara de placer. Hasta el punto de olvidar por momentos las manifestaciones de un envejecimiento que ocupaba sus días.

Antes de la llegada de Scherezade, al convocar a una favorita, se arrepentía enseguida. Se veía obligado a practicar un acto demoníaco, que lo arrastraba a las honduras del cuerpo femenino, preguntándose por qué ceder a un deseo que no le daba a cambio la esperada epifanía. Muy por el contrario, frecuentemente llegaba al epílogo con la sensación de llevar dentro de sí el cadáver de un hombre semejante a él cuando era joven.

Absorto en sí mismo, no había cómo modificar un drama que tenía por fin atender a la necesidad de que su cuerpo alcanzase un espasmo parecido a la muerte. En esas ocasiones, disolvía sus amargas consideraciones sobre el amor elaborando pronósticos en torno al tema. Como si el amor humano, huraño a él, pero presente entre sus súbditos, igualase a todos mediante la repetición del deseo que les imponía cualquier doncella.

La soledad del Califa persistía a despecho del séquito de las vírgenes que se sucedían en su lecho y que iba sacrificando cada día. Y no teniendo nunca con quién compartir sus desventuras, iba guardando en secreto sus desilusiones. Diferente de los demás mortales, se protegía de las intemperies enviando a los súbditos al cadalso.

Después de la decisión de inmolar a las jóvenes del reino, con la finalidad de satisfacer su odio a la Sultana, el Califa se sintió a salvo. Había encontrado así un modo de garantizar a la corte que era inmune a la mujer, a aquel ser de formas tan sinuosas como las líneas del Tigris y del Éufrates, en cuyas venas había encontrado leche, miel, veneno. Pero, a pesar de protegerse, flaqueaba delante de la hembra, seguía teniéndolas en el lecho como un mal necesario. Aquel ser cuya contextura, poblada de sentidos y ambivalencias, hermosa y miserable al mismo tiempo, seguía siendo para él un misterio indescifrable, al cual sólo tenía acceso en la penumbra de la noche, cuando, aturdido, palpaba a oscuras la piel lisa que le provocaba exudaciones en el cuerpo.

Entregado a los esclavos para las abluciones matinales, la piel acusaba la presencia femenina, a pesar de que lo rociaban con esencias. No había resistido al sexo. No valía de nada, por tanto, forjar como defensa subterfugios que lo desembarazasen del yugo de la mujer.

De vuelta al trono, sorbía la infusión de menta. La melancolía que advenía del poder lo protegía de las embestidas ajenas. Las aguas del baño recién dado, que aún lo calentaban, lo ayudaban a enfrentarse a las tareas del reino. Y para alivio suyo, rodeado del Visir y de los demás consejeros, sólo volvería a ver a Scherezade y a Dinazarda al caer la noche.

9.

Las esclavas se agrupan en torno a las hermanas. Un vuelo de escarabajos que murmuran con tono monocorde mensajes opacos. Nadie les presta atención ni entiende las imprecaciones que hacen a la sordina. Originarias algunas de Nubia, la geografía donde el oro de las minas hace relucir los ojos, ellas sueñan con el metal que un día las libere del palacio del Califa. Aguardan, impacientes, que les sean dadas las órdenes.

Al conceder a Scherezade otro día, el Califa se retira. Después del gesto magnánimo, Dinazarda reorganiza la vida cotidiana, como si su hermana fuera eterna. Reclama votos de obediencia de las esclavas, que preparen el baño de Scherezade antes de su reposo. Jasmine se esmera, balbuciendo palabras a guisa de plegarias a un dios con quien aparenta intimidad.

Sostenida por Jasmine, Scherezade se sumerge en la piscina. Después de la penosa jornada nocturna, prácticamente desfallece de tensión. Se esfuerza por recoger los pedazos de vida que le quedan, por guardar intactos los sentimientos ocultos en la noche vencida.

El clavo y el limón, envueltos en tul, impregnan la habitación, trasladan a la joven lejos de allí. El agua tibia, mientras conforta su cuerpo, le da ánimo. Golpea la superficie con las manos, provoca leves ondas, como si navegase a vela por el Mediterráneo, quizás por el Índico, acompañada por Simbad, que ha venido a buscarla. El marinero y ella se enlazan enternecidos, sirviendo el prolongado abrazo de vela que se hincha arrastrando el velero. Bajo el efecto de las olas encrespadas, los dos son arrastrados lejos de allí. La violencia de las corrientes marítimas es un ardid del genio del mal recién salido de la botella encontrada en la desembocadura del Tigris y del Éufrates. Es este liberto el que intenta atraer a Scherezade y a Simbad hacia el fondo de las aguas, cuya sal eterniza las carabelas hundidas.

La mirada de la princesa insinúa interminables peripecias. Jasmine prevé que ella no interrumpirá tan pronto el viaje. También ella aspira a integrarse en una fantasía que la lleve a conocer el curso de la historia. Scherezade, sin embargo, desconociendo los sueños de la esclava, surca las aguas del baño, avanzando mar adentro, bajo la protección de Simbad. El rumbo de tal aventura inquieta a la esclava. ¿Adónde irá la joven después de dejar el fondeadero? El juego de la ilusión, que seduce a la princesa, podrá, no obstante, inducir a Jasmine y a Simbad al naufragio. Frente al peligro, Jasmine teme hundirse antes de alcanzar la playa. Afligida por el siniestro pronóstico, golpea las aguas de la piscina en la que enjabona a Scherezade, la obliga a regresar a la superficie.

De vuelta a la tierra, con la piel rasguñada por los mariscos, y habiendo perdido a Simbad de vista, Scherezade se entristece viéndose de nuevo en los aposentos. A su lado, Jasmine juega con la espuma que rebosa de la piscina, baña a la joven con los óleos santos reservados a los profetas y sacerdotes. De aplicación prohibida a los profanos como ella, por atizar en ellos la lujuria, la codicia.

Ahora, con gajos de limón en la palma de la mano, acaricia los miembros de la princesa. Y mientras imprime ritmo a la superficie de su cuerpo, le asegura a Scherezade levedad casi alada. El agua tibia, otra vez renovada, intensifica el placer difundido por el cuerpo, ayuda a Scherezade a elaborar la historia de aquella noche. Quiere otorgar sucesión a un enredo que apela a recursos inverosímiles, pero del agrado del Califa.

Son muchos los personajes que navegan por el interior de su nave. Sin duda Simbad, ahora de vuelta, es de los más persistentes. No se cansa de pedirle oportunidad de aparecer en sus historias y ser aplaudido por el soberano. Otras criaturas, sin embargo, menos afectas a la vida del mar, llevan en el mástil del alma la bandera de la esperanza. Nostálgicos de la inmensidad del mar, esperan que Scherezade, mediante su poder de narrar, los conduzca un día a la célebre isla de los amores, donde esperan ganar, rodeados por voluptuosos abrazos, la promesa de la inmortalidad.

Scherezade se compadece de estos personajes ambiciosos. Atracando el barco en el muelle, los recibe con vituallas y licores espirituosos. De tanto actuar con sentimientos dispersos, resucita sus ilusiones con promesas. A cambio exige que la salven de las garras del Califa, pudiendo finalmente con tal victoria retornar a la casa de su padre, o ir al encuentro de Fátima, que vive cerca de Karbala, no lejos del Éufrates.

El son de balada que le llega interrumpe estas divagaciones. Atenta al laúd, Scherezade va a la caza de otras peripecias con las que sobrevivir. Cada jornada que emprende dentro de los aposentos la conduce a errores. Hasta la venida al palacio, había sido una contadora empeñada en lanzar las bases preliminares de una historia y conducirla a buen término, teniendo a la vista el mercado de Bagdad. Su misión requería, entonces, arrebato, cierto preciosismo. A partir, sin embargo, de la decisión de salvar a las jóvenes del reino, debía precaverse, coordinar cada uno de los detalles, en apariencia inconciliables entre sí. Ya no podía, como antes, cuando vivía en la casa de su padre, olvidarse de juntar partes del alma popular, que jamás estuvieron unidas, y formar con ellas un personaje de rara solidez, que habría de presentar ante el Califa.

En el transcurso de la espinosa batalla, en la que el menor fallo ponía en riesgo su vida, Scherezade goza de la aprobación de Dinazarda, que reconoce sus méritos, y del Califa, que, a pesar de ser avaro en los elogios, la mira con admiración. Con todo, ella recorre una senda peligrosa, fácilmente se resbala, sucumbe a los desaciertos que rondan a los contadores como ella. A despecho de la sapiencia que demuestra tener, cuántas veces ignora qué dirección tomar. Pues cuando domina aspectos de la historia, se le escapa el sentido de la duración. La propia imaginación, de la que tanto se jacta, en muchos instantes carece de visión minuciosa. Tiene dificultades en cuidar de la materia que guarda en sus manos. Como, por ejemplo, podar aquellos excesos que sólo sirven para desviar la atención del Califa del núcleo esencial del relato.

Jasmine rodea la piscina de mármol, en busca del cuerpo de Scherezade, que se había distanciado. Acaricia su espalda, va desplazándose en busca de otros lados igualmente sensibles, sin descuidar las líneas suaves que la acercan a la prohibida geografía del pubis. Mientras perfuma el cuerpo de Scherezade anclado en las aguas del mar Caspio, o del Golfo Pérsico, dispuesta a singlar en dirección al mare nostrum, Jasmine advierte sus contracciones, quizá, de placer. Se conduele instantáneamente de la soledad de la joven. En su condición de esclava, conoce la compasión como nadie. Se solidariza con el talento errante y susceptible de Scherezade, que, habiendo iniciado su peregrinación verbal, ya no se detiene.

Inmersa en la bañera, Scherezade se alivia, la historia que ahora concibe le suena eficaz, aunque lleve en el vientre afluentes caudalosos. Lo que la lleva a preguntarse qué sino es el suyo, este de saber más que el común de los mortales. De afligirse con secretos, códigos, trabas, que los humanos fueron engendrando como forma de crear una civilización que cupiese íntegra dentro de los muros de Bagdad.

De nuevo naufraga. Casi perdida, se aferra a las metáforas que le pisan los talones. Son porfiadas y bellas. Esta vena poética, con boca de dragón, exige como pago multiplicarse entre los hombres. Pero, en este caso, ¿por qué, hija del Visir, se había encargado de absorber el delirio de la poesía nacida en Bagdad?

Se apiada del peso del mundo. Nada sabe de Jasmine. Sólo reconoce su condición de desterrada, a la deriva. Ignora si nació en Esmirna o, simple criatura del desierto, engulló tormentas de arena, serpientes blancas, hebras de alfombras sueltas. Si acaso podría presentarse como descendiente del Profeta, aunque sin derecho a sentarse a la vera del trono del califato, pues su tribu, quizás anteriormente ligada a los fatimíes, se había opuesto a una teología severa que los privaba de ciertos goces carnales. ¿Le habían ofrecido sus padres el nombre Jasmine en amoroso arrebato, sin prever que, en el futuro, surgiría entre la esclava y las hijas del Visir un vínculo debido a la languidez del desierto que las hermanaba?

Escuchando las historias de Scherezade, Jasmine borra sus amarguras, se reconcilia con la vida. Admira la altivez con que la contadora, sosteniendo el juego de la muerte, desafía las nociones de propiedad del Califa, habituado a guardar para sí todos los bienes.

Dinazarda, como de costumbre, indica a Jasmine qué traje usará su hermana aquella noche. Un sari traído de la India, drapeado con zafiros. Jasmine envuelve a Scherezade con el ropaje que en el cuerpo de la joven se multiplica en pliegues, pareciendo más una mortaja, como si la tragase. Jasmine trajina con aquellos paños que la enredan junto a la princesa, formando las dos un único cuerpo. Siente que todo en ella late, como si hubiesen decretado su ahorría. La vida, en un instante, era fuente de gozo perpetuo.

Ajena a los conflictos de la esclava, Scherezade ya no se encuentra entre ellas, simplemente había emergido en una zona prohibida, que desde hace mucho frecuenta. Distante de los actos comunes, riega palabras, activa la imaginación.

10.

Había llegado al palacio desprovista de bienes, sin las pompas debidas a la hija del Visir. Como una joven oriunda del desierto que, después de perder su idioma, la tienda, los camellos, las canciones, el rastro de la grey, hubiera pasado a depender de la misericordia del Califa.

La modestia de Scherezade, sin traer nada suyo, venida con la escolta del Visir, había sorprendido al soberano. No pudiendo él imaginar que, por debajo del caftán austero, con Dinazarda al lado, la joven ocultaba la esperanza de vencer al cruel soberano. Confiada desde el principio en que su equipaje consistía en una persuasiva historia.

Forzada por estas consideraciones, ella había sacrificado objetos de familia, heredados de su madre. En especial, maravillas como el cofre de marfil, la escudilla de oro, el tambor africano, el asno revestido de brillantes, piezas que conformaron su sensibilidad, y prontamente la sumergían en una memoria tan real que casi podía tocarla con los dedos y verla contraerse, mostrar señales de dolor.

La mañana en que avanzaría hacia el palacio del Califa se había despertado temprano, iniciando las despedidas. Los esclavos, entre llantos, le llevaban los animales, manjares de su agrado, las piezas caras a su corazón, para que jamás se olvidase de la casa. La había acongojado, en particular, abandonar las tablas coránicas, de sinuosa caligrafía, en las que había aprendido a leer y a escribir. De tanto seguir en ellas con destreza los versículos del Corán, las repetía de memoria, sobre todo los viernes. Se había dirigido a sus parientes y servidoras segura de que no volvería a verlos. Aquella jornada, recién iniciada, le exigiría sacrificios, renuncia a la realidad y a los valores familiares, para ofrecerles a cambio el derecho a luchar por su propia vida.

Preocupado el Califa por la pobreza de las princesas, hizo llevar trajes y regalos, aunque Scherezade debiese morir al alba. Para que enseguida Dinazarda examinase las vestimentas y finalmente se inclinase por aquellas cuyos tejidos lucían detalles nacidos de la invención de expertas bordadoras y artesanos.

Los regalos, expuestos a la vista de las jóvenes, iban desde frascos de hueso pirograbados, recipientes de ébano, plata, cobre, joyas cinceladas, brazaletes de filigrana, collares de jade, cadenas de metales pesados, hasta manuscritos, algunos originarios de las primeras escuelas religiosas de Bagdad.

Ya a primera hora del día, Scherezade apreció las vidrieras de colores, detrás del lecho, que filtraban el brillo fuerte del calor. Se esforzó por ver desde la ventana los reflejos de la cúpula verde del palacio construido por el abasí al-Mansur, mientras le traían, en nombre del Califa, la cesta con granadas y dátiles recogidos en un oasis distante unas horas de Bagdad. Cuidados estos que el Califa extendía a otros visitantes, además de a las favoritas, preocupado en entretenerlas con futilidades y aderezos, sin aflojar, no obstante, la vigilancia del harén.

La prodigalidad del Califa, en contraste con su notoria crueldad, había motivado que las caravanas, venidas del extranjero, se acercasen a la entrada del palacio, con la expectativa de ser atendidas. La espera, que podía durar días, provocaba alaridos en el entorno palaciego, atrayendo curiosos a las tiendas montadas cerca de allí, con la aquiescencia del Visir. El espectáculo de hombres y mercancías en profusión irradiaba intrigas, arrobos, sorpresas. Sobre todo el desembarco de cestas, baúles, alfombras, sedas, joyas, dromedarios, caballos de raza, corderos, ovejas, animales surgidos de sorprendente mezcla de razas. Y barricas de aceite, de vino, comestibles que, después de vencer geografías inhóspitas, trayendo aún el olor de los reinos infieles, serían llevados a la presencia del Califa.

Dinazarda palpa el frescor del algodón egipcio, desliza la mano por la seda china antes de elegir. Sabe lo que busca. Reverente, sondea aspectos que destaquen los encantos de su hermana. En estas ocasiones, enseña a Jasmine el sentido de la aventura, le asegura que algunos de los trajes, procedentes del Extremo Oriente, vinieron por la ruta de la seda, sendero peligroso, habiendo afrontado pillajes, batallas, hasta desembarcar en Bagdad. Como resultado de estas amarguras, los trajes relucían a la vista de ellas. De colores magníficos, es verdad, pero no siempre combinando entre sí. Fácilmente aunados en el mismo vestido, estos coloridos herían acuerdos establecidos en nombre de la belleza. Principios provenientes, tal vez, de una consagración tribal, y que sólo deparaban alteraciones en sus fundamentos cuando se producía un nuevo asomo armónico.

Dinazarda persiste en la elección. Evita las zonas de sombras y luz que relucen despiadadamente en ciertos trajes. Sirve a su hermana pensando en saciar la lujuria del Califa, que se complace con la magia del conjunto, incluyendo las joyas. Ignora que el soberano, no siempre inclinado a quimeras, convierte a Scherezade en aquel momento, gracias a los trajes, en una mera extranjera recién llegada a Bagdad, aún llevando en sus sandalias el polvo del largo viaje.

Bajo el efecto de un tedio incesante, insatisfecho con las hembras en su lecho, el Califa se había habituado a abrigar en el interior de la mujer que eventualmente lo acompañase otra, nacida de su ilusión. Pareciéndole el recurso práctico y eficiente, al menos mientras le durase la fantasía. Hasta aquella fecha, le había ahorrado este truco a Scherezade. Ahora, sin embargo, al pedirle sólo con la mirada el cuerpo prestado para poseer a una mujer distinta de ella por algunas horas, le prometía no retenerla por mucho tiempo. En general, ellas se desvanecían enseguida, pues no había cómo fijarlas en la memoria más allá de unos minutos.

Estas arrojadas maniobras, sin embargo, intensificaban su placer. Sobre todo cuando, tejiendo intrigas amargas, hacía que estas mujeres imaginarias atravesasen mares, desfiladeros, desiertos, siempre en el afán de probar un amor que él no retribuía. Condenadas a la aventura, estas criaturas inventadas se deslizaban por el suelo esmerilado del palacio, para verse reflejadas en las vetas que guardaban en la superficie las huellas de otros visitantes igualmente afligidos, para ser recibidos por el Califa. Ignorando tales hembras que, en breve, el Califa, a lo largo de su arduo proceso de inventar otros rostros, los rechazaría.

Al agrupar a estas mujeres ficticias en torno a Scherezade, ellas le parecían tan reales que le reclamaban de repente una atención que el Califa no estaba dispuesto a concederles. Pero queriendo, con todo, comprobar que aún vivían dentro del cuerpo de la contadora, como producto de su imaginación, el Califa, en la expectativa de que una de estas hembras le respondiese, se dirigió a Scherezade en lengua extranjera.

Como resultado de su ingenio, el soberano se iba descubriendo detentador de la habilidad no sólo de reproducir mujeres con temperamento desinteresado, sino con autonomía. Hasta el punto de que este procedimiento de ficción le daba, y por primera vez, entrada en el mundo de Scherezade, pudiendo, en consecuencia, competir con ella en igualdad de condiciones. Al igualarse, pues, a la contadora, podía exhibir rasgos inventivos no siempre inherentes al arte del buen gobernar.

La suerte parece favorecerlo. El vapor que sale de la infusión de menta le crea nuevas ilusiones. Se apega a las señales incipientes de la primera historia que está a punto de contar. Para ello, oscurece temporalmente la realidad circundante, como había visto a Scherezade hacer con sus personajes, de modo que, confiados en ella, ellos le hacían confidencias, mencionaban aflicciones, desmenuzaban a qué genealogía familiar pertenecían, ayudando a la contadora a fortalecer el tejido social de su trama.

Teniendo en la mira la técnica de la hija del Visir, sus mujeres imaginarias no podrían escapar del sino de proporcionarle igualmente intrigas que brotarían más tarde, con el marco adecuado. Atento a lo que estas mujeres van a susurrarle a través del cuerpo de Scherezade, el Califa se acerca a la ventana. La tormenta de arena, tan propia de la época, toma forma, amenaza con invadir los aposentos, pegándose a la piel, a los ojos, sin respetar los orificios. Indicándole que la vida le llega mediante los ruidos producidos por el bazar.

En la expectativa de que en cualquier momento llegue a pronunciarse su talento, se resigna a la espera, pero el soplo de misterio tarda en revelarse. La urdimbre proveniente de las mujeres inventadas no repercute en él. Irritado por la arena que le entra en el traje, se aparta de las ventanas, cerradas deprisa. No le surge una sola idea con la que iniciar la ambicionada historia. Retorna al centro de los aposentos y percibe que las mujeres, que ocupaban antes el puesto de Scherezade, se habían desvanecido sin dejar rastro. Desilusionado, el Califa pasa delante de Scherezade fingiendo no verla.

Afectado por una fantasía que había desfallecido ya en el nacimiento, comprueba que carece de la virtud de coser emociones, de crear personajes, de dar continuidad a una historia a la espera de ser contada. Al contrario de Scherezade, él no sobrevuela el desierto ni se refugia en las tiendas azotadas por la furia del viento.

Postrado a fuer de sus limitaciones, el Califa se dirige al salón de audiencia. El ejercicio de la falsa creación lo flagela. Se arrepiente, entonces, de haber huido de los aposentos fantasía mediante, sin dejar una señal de que pensaba regresar. Al mismo tiempo se enternece con la dignidad que orienta el comportamiento de las hijas del Visir. No se atreve por ello a desnudar a Scherezade, a violentar su pudor. Al fin y al cabo, ella nunca había estado a su alcance. Su trama personal se encierra en un misterio poético. Resguardada y celosa, ella se resiente por el cautiverio en que vive en el palacio. Razón de que su desabrida imaginación siembre ilusiones, mentiras. Pero es también desde la prisión desde donde siembra falsas esperanzas. Dándole a él un motivo diario para amenazarla con la muerte.

11.

El festín amoroso se desarrolla prácticamente delante de Dinazarda, que no tiene adónde ir, más allá de aquellos aposentos. Al anochecer, la anima saber que Scherezade, reconfortada con su presencia, exige que ella y Jasmine, recién incorporada a la intimidad de la esposa del Califa, sean testigos de su inmolación nocturna. Y que el propio Califa, hombre de trato difícil, acepte su compañía, como si temiese quedarse solo con Scherezade.

Desde el principio, viendo a su hermana entregada al soberano, Dinazarda había temido por su suerte, pero enseguida se tranquilizó. Se murmuraba en la corte que el Califa, a pesar de su crueldad reciente, jamás había abusado del cuerpo femenino, a no ser por satisfacer la lujuria o por inesperado capricho. Según confidencia de un eunuco pillado por Jasmine en un desahogo, el soberano era tenido por las favoritas como un macho desmañado e indolente en el lecho. A pesar de haber poseído a un incalculable número de mujeres, tal era su apatía junto al cuerpo femenino que descartaba las prácticas sexuales que le exigiesen un esfuerzo suplementario. Su ideal consistía en alcanzar la plenitud orgásmica sin desplazarse en demasía en el interior de la vulva femenina. Un viaje agotador aquel, del cual volvía trayendo recuerdos que prontamente se disipaban con las tareas del reino.

Notoriamente nunca había aplicado castigos corporales a las favoritas, aun siendo presa de la furia. Habiéndose transformado su comportamiento a partir de la traición de la Sultana, que le había infligido un dolor severo, todo se podía esperar de él, incluso la aplicación indiscriminada de la pena de muerte contra jóvenes inocentes. Y desde el sacrificio de la primera víctima, por otra parte, había dejado de cortarse las puntas irregulares de la barba, en señal de luto. Para atenuar su aflicción, había echado mano del ardid de recurrir al heraldo encargado de dictar la sentencia a las víctimas. Un desenlace que parecía reducir su responsabilidad.

Scherezade, sin embargo, queriendo evitar que Dinazarda sufriese, había prohibido a su hermana mirarlos mientras copulasen. Le había impuesto la regla básica de alejarse a las primeras señales del deseo del Califa. Y a pesar de que la hermana había sido requerida en el palacio con el propósito de vencer al soberano, no podía infringir esta norma. Debía obedecerla aun circunscrita a los límites impuestos por el biombo, en el lado extremo de los aposentos.

Al solicitar que la siguiese hasta el palacio, Scherezade había confiado en que la sagaz intervención de su hermana le impediría vestirse con la mortaja en vez de hacerlo con los trajes nupciales. Gracias al talento de Dinazarda, sin el cual no vencería al Califa, pondría su plan en marcha, en el intento de salvarse. Con sobradas razones había confiado en que Dinazarda, aquella primera noche, despertaría la curiosidad amortiguada del Califa para hacerle escuchar su primera historia. Como nadie, sería ella capaz de transformar un hecho adverso a la hermana en un proyecto favorable. Y esto porque Dinazarda había aprendido temprano, con su padre, a convencer al inocente de declararse culpable si fuese necesario. Había asimilado también con él la técnica de indisponer a unos servidores con otros, sabiendo tejer intrigas con posibilidad de difundirse por el palacio.

Había sido tan difícil convencer a Dinazarda de seguirla como lograr la autorización de su padre. Y aunque le prometiese los créditos de cualquier victoria, Dinazarda no se había dejado convencer, negándose a discutir el tema. Albergaba, sin duda, otro tipo de ambición, sobre la cual no decía nada. Diferente de Scherezade, que celaba por ser discreta, todo en ella llamaba la atención. Alta y morena, su figura se ajustaba a las dimensiones de los salones amplios. Reía alto, sin moderación, y daba varias órdenes al mismo tiempo, segura de ser obedecida. No había nacido para la imperecedera gloria, pero tenía noción de que Scherezade podría traerle beneficios o perdición. Un juego peligroso, pero estimulante. Al mismo tiempo, le dolía que sus crónicas familiares jamás se difundiesen por las dependencias del palacio del Visir, como las de Scherezade. Carentes de grandeza creativa, sus palabras no generaban creencia. Le faltaba la capacidad de adulterar la realidad, de encantar a los oyentes. Como ningún relato suyo alcanzaba potencia mágica, se había adentrado en las arterias caóticas de Bagdad.

Consciente de la vanidad de Dinazarda, Jasmine seguía al pie de la letra su mandato, sin distorsionar sus palabras con falsas interpretaciones. Traía a su presencia las urdimbres que circulaban por la cocina y los establos, con la esperanza de consolidar su lugar en los aposentos. Tenía pretensiones de ascender en la jerarquía de la corte. Y a cambio de los favores dócilmente prestados, no volver a ser vendida a otro califa, menos afortunado que aquél. Aspiraba a asociarse en el futuro inmediato a las historias de Scherezade y acrecerlas con sus mensajes adulterados. Y todo para que sus intrigas, huyendo del círculo de la cocina y de los establos, llegasen a los oídos insensibles de los cortesanos, cuando, entonces, en medio del baño con agua tibia, renovada por los esclavos, se preguntasen a quién debían relatos tan fascinantes.

Se había establecido entre las hermanas que, frente a la manifestación del interludio amoroso, Dinazarda se refugiaría detrás del biombo o se iría a visitar los jardines, donde, en medio de granados en flor, setos de mirtos, palmerales, naranjales, jazmines, limoneros, mil otras especies de flores, todas merecedoras de riego, se sentiría a salvo. Pudiendo observar desde el mirador, en noche de luna, las murallas redondas que protegían la ciudad, los cuatro portones gigantescos, las piedras del palacio traídas de las ruinas de Ctesifonte, la tumba del Imán Abu Hanifa. Al pasear por los jardines diseñados por el abuelo del Califa, cuyas alamedas estrechas y circulares, a guisa de laberinto, confundían a los caminantes, induciéndolos a perderse, evocaría al soberano. Con la intención tal vez de imprimir a los jardines la marca de su desesperación, y de obligar a los visitantes a conocer, aunque por breve tiempo, los tormentos derivados de la incertidumbre y del extravío, forzaban a los servidores a salir en busca de los afligidos forasteros. Una inconveniencia enseguida compensada por la visión de la fuente, a cuyas proezas técnicas se debía que los chorros, formados por aguas multicolores entrelazadas en el aire, alcanzasen una altura que prácticamente refrescaba las cercanías del palacio.

Scherezade tenía fe en que su hermana no traicionaría su confianza. No concebía que sorprendiese su cuerpo devorado por el falo del Califa, repitiendo con ella los mismos actos practicados con sus favoritas, sin dejarle margen a la ilusión de representar para el soberano un ideal amoroso al que él finalmente se habría rendido.

Bajo el peso del corpachón del Califa, que la oprime sin reparos, Scherezade se vigila para no emitir un grito involuntario de placer. Al fin y al cabo, siendo la carne una materia ingrata, que no responde a un dictado moral, bien podía gozar de repente, disfrutar de las regalías de un cuerpo enemigo.

Al privarse, sin embargo, de tal goce, explora en sus relatos las prácticas sexuales inspiradas vagamente en el Califa y, sobre todo, con ejemplos suministrados por tratadistas árabes. Enfrentada con personajes que prevarican, Scherezade describe con minucioso sabor el paisaje laxo que adviene después del coito, la prisa con la que las criadas borran las evidencias del sexo dejadas en las sábanas revueltas o en el suelo de Bagdad.

Aborda estos temas como si, habiendo frecuentado el burdel de uso exclusivo de los subalternos del reino, pudiese discurrir al respecto. La verdad, sin embargo, es que poco entiende del tejido carnal que, en la fricción con la piel ajena, tiende a rasgarse bajo el impacto de continuos estremecimientos. La inquieta notar los estragos que produce el amor. Nada puede hacer frente a los delirios del cuerpo, simplemente apartarse del drama amoroso, incapaz de deslindar la conducta de los seres que, bajo el régimen de la pasión, gotean salitre, plata, secreciones. Teme participar de un espectáculo constituido por espasmos falsamente simétricos y de cuerpos fundidos y desesperados.

No por ello Scherezade se libra del bien y del mal, que giran en torno a ella y a sus personajes. No obstante, la agota el contagio humano que sus historias le imponen. Tal oficio, a juzgar por lo que sabe, tiene reglas inciertas y cualquier descuido hará que el Califa la conduzca a la muerte.

12.

Mastica despacio. Acoge el alimento con la ayuda del pan. Se apoya en el hueco de la mano mientras piensa. Ya en la primera refección, Scherezade es dueña de la palabra que pronuncia. En medio de las abluciones, con el cuerpo impregnado de esencias, define a su gusto la pauta de la historia. Y aunque reverenciada como reina por las esclavas que integran el conjunto bajo la dirección de Jasmine, Scherezade no es señora de lo cotidiano. Menos aún del futuro inmediato.

En su afán de librarse de la sentencia de muerte que se cierne sobre ella, es menester suspender la narración con el primer destello de luz. Teniendo antes el cuidado de dejar a la vista la espuma difusa de la pasión narrativa. Lanzando para ello el anzuelo que fisgue el corazón del Califa con la intriga latente del enredo, de modo que la garganta del soberano, en medio de la asfixia, sufra la agonía de una verdad que sólo le será revelada la noche siguiente.

Al servicio de su oficio, el tiempo de los hombres, marcado por una ampolleta hipotética, es frágil. Los minutos que prevé, antes del amanecer, se fundan en el equívoco. Apenas Scherezade determina el rumbo y las oscilaciones de la historia, teme que la vida escape a su control. Sus noches, siempre mal dormidas, le ponen difícil la percepción inmediata del destino. Bajo una amenaza cuya gravedad supera su ingenio, le corresponde prolongar un proyecto sujeto a tantas interrupciones estratégicas.

Jasmine le trae infusiones, tes, líquidos que mitigan la ansiedad. Se desliza sobre el mármol, vertebrada como la serpiente blanca que resbala por las arenas del desierto, dejando marcas sinuosas. Pero, a despecho de sus cuidados y de la vigilia de Dinazarda, vacila en decretar el epílogo del relato. De marcar con rigor la extensión de una historia, cuando sólo cuenta con escasos minutos, que preceden al alba, para conocer de cerca el ápice de su creación.

La apresurada realidad del tiempo la amedrenta. Su eficacia, tensando a los personajes, le insinúa, no obstante, que la línea del horizonte es huidiza. Hasta el punto de verse forzada a dotar a los héroes de recursos excedentes, filigranas, volutas, sólo para mantenerlos en escena, visibles para el Califa. Pero si de un lado tales arabescos indican pericia, ¿qué ocurrirá si no alcanzan el efecto deseado?

El pavor de la muerte le causa escalofríos. Avanza indómita, tiene aún mucho que contar. Su imaginación, sujeta al flujo y reflujo de la marea, la amonesta sin cesar. En su mar interior nadan aventureros y bandoleros sobre la cresta de las olas que se encrespan. Subyugada por el carácter huraño del Califa, dobla y multiplica las mallas del enredo, cubre a sus criaturas con la túnica de la humanidad, tejida en las callejas sofocantes de Bagdad.

El Califa no se conmueve. Con mínimos gestos, expone un desaliento nacido de una mirada inmersa en sí mismo y que le ocasiona un extraño disfrute. Contando con estos goces íntimos, emite a la joven señales de peligro. Al menor descuido, como errar en la sucesión de las palabras y de las peripecias, o romper el encanto del habla, él tiene el poder de condenarla a muerte.

Libre de nuevo en la reluciente mañana, Scherezade se niega a celebrar la vida que le es otorgada con semejante indiferencia. Acepta los manjares, tiene hambre. La cabeza del cordero, sobre la bandeja, servida con una guirnalda de hierbas alrededor, se asemeja a la suya propia, en la inminencia de ser decapitada por el verdugo. Su vida, a veces, lejos del fausto de la nobleza, le parece miserable. Las aceitunas saladas, venidas de olivos que casi presenciaron el comienzo del imperio islámico, son bienvenidas. Su pulpa y el aceite alimentan a los pobres del califato. En su condición de princesa, Scherezade es una ardorosa hija del desierto, heredera de la medina. ¿Por qué no probar antes de la muerte los cuernos de la gacela, los bizcochos que enriquecen las tardes de las jóvenes?

Scherezade resiste. Desamparada frente al soberano, con quien comparte simplemente el lecho, anhela que sus palabras despierten en él la noción de la aventura, vecina del acto de vivir. Reconoce que su proyecto fracasa en las manos del Califa. Piensa en su padre, que circula por el reino y por los salones del palacio, siempre armando emboscadas, buscando culpables. A los ojos del pueblo, una figura contradictoria, en rencorosa defensa del califato.

Hace años mantiene el puesto de Visir a costa de un talento probado con frecuencia y que le ha acarreado humillaciones sin fin. En algún lugar, que la hija ignora, él aguarda la confirmación de aquella muerte. Silenciosa aflicción que acelera su vejez y lo deshonra. Esté donde esté ahora, ¿quién oirá el ruido de su respiración desacompasada? En la soledad del palacio, a salvo del Califa, el padre jadea, un animal acosado en busca del aire que se le escapa. Disconforme con la tragedia a punto de abatirse sobre su casa.

13.

Tampoco el Califa se despoja de los misterios confirmados a la sombra del trono. De un poder que no lo protege de las aflicciones ni del recuerdo de la Sultana que, al saciar la lujuria con sus propios esclavos, había mancillado el lecho real con esperma ajeno. Indiferente a que le depositasen en el vientre un producto espurio y, en consecuencia, atribuyéndosele al Califa una paternidad indebida.

A despecho de reinar sobre el califato de Bagdad, el deshonor, que aún hoy lo persigue, le inflige nociones distorsionadas de la realidad. ¿Cómo confiar en la figura femenina que, aun en vigilia, se avergüenza delante de los súbditos? Había jurado que ninguna mujer volvería a traicionarlo, pero, para mantener intacta la palabra, había que condenar a muerte a cada esposa que le calentara el lecho. Saliendo ella de sus brazos derecha hacia la cuchilla del verdugo.

No concede futuro a estas jóvenes ni les demuestra gratitud, aun habiendo conocido la cópula a través de ellas. Y aunque penosa, su decisión evitaba en el futuro que se practicase contra él cualquier acto vil. Sobre todo por no pretender revocar un decreto ciertamente impopular, se mostraba hostil al llamamiento hecho por cierto líder vecino que, temeroso de una rebelión popular, le había alegado preceptos religiosos, la necesidad de absolver a quien se presumía inocente. La insidiosa apología del amor conyugal, venida de un respetado bey, no le servía de nada frente a su decisión.

Para afrontar las reacciones que le recomendaban la cancelación de la medida, el Califa había prohibido la discusión al respecto, llegando a prometer que aplicaría, sin indulgencia, igual pena a quien actuase contra sus intereses. Y que no se atreviesen a considerar su decisión como debilidad de un corazón profundamente golpeado, incapaz de superar los sinsabores de la traición.

Hace mucho a salvo de los sentimientos, había negado a las mujeres la llave del amor. Sobre todo ahora, cuando el ocaso, introduciéndolo lentamente en el ritual de la propia muerte, le concedía las prerrogativas de la soledad.

Scherezade, sin embargo, víctima voluntaria de esta cadena interminable de jóvenes asesinadas, queda al acecho. Los ojos fruncidos del Califa, casi un trazo en el horizonte, lo vuelven indescifrable. La disimulada habilidad con la que se frota el dorso de la mano contra la boca, como librándose de una mota incómoda pegada a la comisura de los labios, revela el deliberado esfuerzo de divisar al enemigo y no ser visto por él. El esbozo que Scherezade hace de él ora se desvanece, resguardado por detrás del asiento imperial, ora resurge tenso, cuando él nota que quieren desvelar los rasgos de su interior.

Frente a la vigilancia de Scherezade, el Califa suaviza las expresiones. Le niega el derecho de destacar cuáles de sus marcas proceden del bien y del mal. Ansía una descripción que condiga con su estirpe, que lo proclame como un hombre agradable, cuya templanza es la señal del gobernante justo. Una efigie que, enmarcada por la barba, exhale olor a sándalo, de forma que, reproducida en la imaginación popular, se vuelva la iconografía inspiradora de su leyenda. Lo vuelva así en el bazar, en el desierto, o en casa, junto a la tetera, protagonista de los enredos que circulan entre beduinos y mercaderes. Objeto de culto, como Harum al-Rashid.

Aunque ambicione popularidad, le disgusta la convivencia con el pueblo. Próximo a la turba, en general mantenida lejos, nunca sabe si les sonríe o saluda con la mano derecha, de cuyas falanges penden anillos, como símbolos de su autoridad. Abasí como Harum, difícilmente repetiría las hazañas del soberano que, como ningún otro, había disfrutado de la algarabía del mercado sólo por el gusto de conocer las emociones humanas.

Su temperamento, irreconciliable con la vida mundana, se cerraba a quien no le fuese útil en la gestión del califato. Con cualquier pretexto, dando curso a súbitos arranques, abandonaba el salón de audiencia sin aviso, con la excusa de caminar sin rumbo por los pasillos, seguido de la guardia. Un trámite que podía tardar hasta el anochecer, en total desconsideración con los visitantes, a su espera en el salón de audiencias. Un deambular interrumpido para sorber los tragos de té que le servían donde estuviese. No pudiendo nadie, entonces, dirigirle la palabra, ni consultarlo sobre algún tema pendiente. Con el turbante colocado en la cabeza, cubriéndole prácticamente los ojos, no advertían sus inquietudes.

El comportamiento del Califa intimidaba a los cortesanos, habiéndose acentuado tal intransigencia a partir de la traición de la lúbrica Sultana, y con la serie de las muertes inocentes. Un hecho que había producido versiones disparatadas, cada cortesano considerando la peculiaridad de los métodos con que él infligía el castigo. Se decía de él que, en cierta ocasión, lanzando terribles alaridos, arrepentido tal vez de sus crímenes, había intentado lanzarse desde el balcón del palacio hacia el patio interior, empapándose antes, sin embargo, con la sangre de una joven que había asesinado con sus propias manos, teniendo el cuidado de friccionar el líquido, ya pastoso, en sus propios genitales, a la manera de un goce tardío.

Encerrado en su capullo, el Califa despierta en Scherezade la acción contraria. Al ganarle a la muerte un nuevo día, ella ejerce con vigor el insigne arte de la seducción. Todo es pretexto para descorrer un futuro, sea donde sea. Aun cuando esmerila una bandeja de cobre, con la expectativa de que las imágenes de Simbad y Zoneida surjan en la superficie.

El Califa la quiere doblegada por el miedo, vencida. Busca en las pupilas de Scherezade una señal de angustia por su veredicto, que no capta. Aun así, persiste en intimidarla, de forma que las historias, surgidas de este pavor, se renueven automáticamente y lo hagan feliz. Olvidado, no obstante, de que tal vez estuviese en marcha, entre sus súbditos, una subversión amorosa, teniendo como mira activar la imaginación, gracias a las historias nacidas de Scherezade.

El mutismo del Califa preocupa a Scherezade. El instinto le sugiere que se reconcilie con el soberano, se ocupa de la savia de su rencor, concediéndole una narración que avance por su insondable enigma y le agrade. Pero sus perspectivas no son auspiciosas. El Califa se pone altivo, hablándole de la muerte como de un hado placentero. Le recomienda también que tenga cuidado, si no da continuas pruebas de ingenio, él le arrancará el corazón, como ya ha hecho con otras.

Estas escenas, presenciadas por Jasmine, llevan a la esclava a suavizar el sufrimiento de Scherezade con iniciativas modestas. Observa que, al prepararse cada noche, ella suspira, como si fuera un bramido de guerra. Así perfecciona recursos, supera obstáculos, en busca de la perla que, según Simbad le había asegurado, existe en el fondo del mar.

También Dinazarda, mirando a su hermana casi inmolada, se subleva. Pero, no pudiendo envenenar al Califa y salir ilesa del crimen, aparenta resignación. Se muestra insensible al drama de una Scherezade que transmite al soberano las claves de la imaginación humana. De cómo ella recurre al acervo de una memoria, vigorosa y singular, para discurrir sobre el universo narrativo que los hombres, esclavos entonces de la oscuridad y del miedo, construyeron desde los tiempos de las cavernas, y que ni las llamas del fuego, que nacieron más tarde, consiguieron destruir.

Desde que Scherezade enunciara la primera frase, bajo la vigilia de Fátima, que, con la vara en la mano, iba ahuyentando fantasmas y genios del mal, la joven había evolucionado de forma vertiginosa. Orquestando frases para ello, dándoles suntuosidad, captando las peripecias que hipnotizaban al Califa.

Atento, él registra cómo la joven fomenta las emociones. La insidia con que, habiendo perdido la vergüenza, se desliza por los desvanes de las vidas secretas de gente como Simbad y Zoneida, sin respetar límites. Scherezade actúa sin dar margen a que estas criaturas huyan de su poder persuasivo. Pero, aunque deslumbrado con estos personajes que Scherezade mantiene intactos dentro de la redoma de la historia, él reacciona, quiere a veces lanzarlos a la mazmorra, prender sus patas, sus falanges, sólo para suspender el alboroto del cerebro de Scherezade.

Bajo el arbitrio del soberano, nada la detiene. Frágil y solitaria, Scherezade prosigue con aventuras cuyo desenlace prevé repartir pan y fantasía en la plaza de Bagdad. Eran su perdición y su acierto afligirse y conmoverse con los personajes salidos de su meollo. Pues, igual a ellos, también ella padecía de la angustia de improvisar.

14.

Insolente en las historias, Scherezade es recatada en el lecho. Envuelta en sábanas de seda, cede al Califa partes del cuerpo. Después de la cópula, Jasmine la cubre con telas delicadas, que protegen su jadear discreto.

El Califa obedece a sus reglas, acata su pudor. Al ganar acceso a la piel blanca y suave de la joven, él apoya su mano sobre la matriz de aquel cuerpo, de donde nace la vida, la palpa, como si visitase las vísceras resguardadas. Con gesto desprovisto de arrebato, se acomoda a las conformaciones de sus volúmenes, se desliza finalmente hacia el pubis. Al servicio del placer rápido, pues tiene prisa, penetra la zona recóndita de la vulva con el falo.

Al cesar esta cópula, como las otras, de la cual el Califa se desprende con eficacia, Dinazarda y Jasmine, detrás del biombo, retoman el territorio del cual fueron expulsadas, y donde Scherezade las aguarda. Con los ojos cerrados, aún sobre el lecho, ella acepta que la sofoquen entre sedas y caricias. Vestida de nuevo, la hija del Visir refuerza los detalles del escenario de la historia que está a punto de empezar.

El Califa acepta las frutas y las lonchas de carnero frito. Mientras se alimenta, se prepara para oírla, evitando mirarla. No se explica por qué, después del coito, se cohíbe con la joven, como si necesitase borrar del rostro el recuerdo de la intimidad recién vivida. Tal vez por haber cumplido en la cama un acto mecánico, cuyo realismo, comparado con los relatos de Scherezade, carecía de grandeza.

La joven, no obstante, discípula del Califa en el arte de encubrir sentimientos, aparta del horizonte de su mirada la figura del soberano. Como si, no existiendo él para ella, cesasen los motivos de su cohibimiento. Sin intención de ofenderlo, se refiere a Bagdad, otra vez centro de su historia. Al-Amin le preocupa por su inconstancia. He ahí un personaje que, apasionado con exacerbada frecuencia, disfruta de su propia frivolidad, como parte del embate amoroso. Es con gusto como él va dejando, por donde camina, marcas del pecado cometido.

Y así Scherezade prosigue con al-Amin, cuyo método de vivir juzga sin duda peligroso, cuando Dinazarda, tosiendo insistente, le emite señales de advertencia. Le hace ver que la considera desmotivada en el trabajo, abarcando apenas aspectos del temperamento de al-Amin, que deberían agradar al Califa, hasta por ser el soberano tan diferente de aquel joven aventurero. Dejando atrás Scherezade con ello vacíos peligrosos, que debería llenar mientras dispone de tiempo. Dinazarda reacciona, pues, a los eclipses oscuros de su hermana, que le dan la impresión de que ella, en el afán de acompañar a al-Amin, se ha alejado de los aposentos, con el riesgo de no volver tan pronto.

Tal vez Dinazarda exagerase juzgando a Scherezade inepta en el desarrollo de aquel tramo de la historia, sin cederle algunos minutos para exponer los pormenores de la trama, a fin de cumplir lo que fuera programado previamente durante la tarde. Expresando su reacción un pesar creciente porque Scherezade no la consulta como solía hacer en el pasado.

Le duele que Scherezade la margine de sus decisiones, como si le faltase prestigio para afectar al núcleo de sus historias. Indispuesta por tal desconsideración, le arrebata a Jasmine la jofaina con agua caliente, en la que la esclava había añadido esencias, destinada a la contadora. Sumerge en ella los pies en busca del alivio que su propia hermana le ha negado. El calor, que le sube desde la planta del pie, le provoca la ilusión de deambular de nuevo por la imaginación de Scherezade, aún ocupada con al-Amin. Ahora más calmada, se alegra de participar de los beneficios de tal imaginación como si fuese suya también, heredada, por añadidura, de su madre, que había legado este don a sus hijas.

Scherezade añade características nuevas a la última novia de al-Amin, que él está dispuesto a abandonar después de jurarle amor eterno. Mientras ella atrae la atención del Califa, consiente los disgustos de Dinazarda, que no ha vacilado en seguirla hasta el palacio, a despecho de los graves riesgos de aquella empresa. Ambas se querían y nutrían una intensa memoria familiar. A la vista de ciertos objetos, lloraban al mismo tiempo, buscando equivalencias entre aquellos que habían heredado de su madre. Y, ciertas tardes, con el sol iluminando los aposentos, hablaban de la vida cotidiana familiar, dejada atrás. De los recuerdos que cada cual tenía de su madre.

Dinazarda, dueña del fantasma materno, que parecía no abandonarlas jamás, retenía más informaciones dada su condición de primogénita. La imagen de la madre, a veces tan nítida, sobresalía en medio de sombras. Iba tras ella, pero la figura se desvanecía, prometiéndole antes retornar en otro momento. La acometía entonces la urgencia de asegurarle a Scherezade que ella había sido la única en heredar de la mujer que las había parido el rostro armonioso, en medio de una cabellera negra. Pues pequeña y clara como la madre, los ojos intensos, casi saltándole de las órbitas, Scherezade era sin duda la madre rediviva. Pero ¿sería realmente como todos le decían? ¿O meramente inventaba Dinazarda esta semejanza para atenuar las añoranzas de su madre, para cumplir con el designio de los muertos, el de verse falsamente reconstituidos en quienes los sobreviven?

La estación seca en aquellos días acentúa el calor. Las esclavas renuevan el agua de las jarras, preparan baños y agitan alrededor los abanicos gigantescos. Aquel verano les roba el aire, que la noche les devuelve con la brisa o con la lluvia fuerte de la temporada. Scherezade se baña repetidas veces, evitando así los pensamientos torpes que la asfixian. Dinazarda y Jasmine luchan para despejar el ambiente, quieren salvarla. Cualquier grito de la contadora, siendo mero ejercicio para desahogar sus angustias, podía ayudarla. Al fin y al cabo, Scherezade carecía de mensajes que le asegurasen que la vida le sería devuelta de nuevo al amanecer.

Y prueba de que la vida cotidiana les sonreía, el Califa les envía regalos, trajes de raso azul, de seda escarlata y ocre, de algodón púrpura, ofrecidos por los comerciantes que, sabedores de su prodigalidad, luchan por merecer sus gracias. Dinazarda palpa las telas, se las lleva a la cara, so pena de que las piedras la rasguñen. Entrega la seda a Scherezade, curiosa por conocer la ruta de la caravana, lo que le dice la tela del trepidante viaje hasta Bagdad, después de haber afrontado las borrascas de nieve y arena. La lleva al oído, se extasía al sentir que tal finura, procedente de un capullo, se debe al hilo expulsado por la oruga, con el cual se produce materia de consistencia tan inefable.

Con cualquier pretexto, la imaginación de Scherezade hace hablar al mundo. Transmite tal veracidad que hace palidecer a los oyentes. Tiene plena noción de hacer sufrir al Califa siempre que lo introduce entre sus criaturas y lo vuelve partícipe del dolor ajeno. ¿Y podía acaso ser de otro modo? ¿Cómo ahorrarle confesiones que tienen por fin ensanchar y estrechar el corazón, este órgano necesitado de sumergirse en el espíritu del insurgente sin medir consecuencias?

Scherezade acaricia las telas, oye lo que le dicen. Salidas de sufridas manos femeninas, íntimas del arte de bordar, algunas de ellas reproducen paisajes, escenas domésticas, indicios de felicidad, todo, en fin, lo que está próximo a la flamante fantasía de los hombres.

Le decía Fátima que algunos trajes lucían triste sino. Ejemplo conocido en Bagdad le había ocurrido a una esclava hindú. Fascinada por un traje de gala, se lo había puesto en la penumbra de la noche, sin pensar que así usurpaba la suerte de la princesa a quien estaba destinada la pieza. Sorprendida en el delito, la joven fue enseguida desalojada del sueño y arrastrada, sin muestras de piedad, hacia el cadalso, a despecho de su arrepentimiento.

Intentando establecer un eslabón entre las cosas, Scherezade sorprende las huellas femeninas en sus trajes. Se debate por localizar los secretos de las artesanas, de almas atormentadas, cada cual en su exilio doméstico. Teme, sin embargo, excederse, inmiscuirse en demasía en la vida del otro, y que, súbito, el llanto de la novia de al-Amin, que la abandonó sin una sola palabra de consuelo, descalifique su humanidad. Pero ¿qué hacer en estos casos? Al fin y al cabo, ella carga el fardo de representar a los parias de Bagdad, a los piratas del Índico, a los vencedores y a los vencidos. No puede serles infiel ni expulsarlos del infierno ni del paraíso de sus historias. Ni dejar de ofrecerles la única morada donde jadean y brillan.

15.

Jasmine es esclava y bella. Sirve a las dos hermanas con la ilusión de haber nacido en la poderosa familia del Visir. En sus sueños, desgarrados y sin esperanza, ambiciona pertenecer a la grey de Scherezade y Dinazarda.

Educada en el desierto, en medio de las ovejas, aún ahora, años después, se refriega la piel con piedra pómez, venida del mar, para librarse del olor de los animales que anidan en su alma. Y mientras suspira escuchando las historias que Scherezade trae a la superficie, en ellas identifica su vida y la de sus ancestros. Le intriga cómo la princesa, no formando parte de su raza, conoce más que ella del espíritu de su clan, transmite los enredos como si hablase en nombre de los beduinos.

De común acuerdo, las hermanas aceptaron que Jasmine se integrase a la intimidad de los aposentos, viviendo allí prácticamente aun cuando el Califa regresa a ellos desde la sala del trono. Consienten que Jasmine se beneficie de la alianza que Scherezade había establecido entre la aristocracia de Bagdad y el mundo del mercado, que la esclava encarna. A simple vista de ella, las hijas del Visir se imaginan en la medina comprando pistacho, queso de cabra, envueltas por el olor de sándalo mezclado con el ámbar gris, esencia oriunda de la ballena que Simbad capturara para ellas.

Desde el principio, Jasmine se había distinguido de las demás esclavas. Al instalarse las jóvenes en los aposentos, Jasmine había demostrado ahínco en servirlas, mediante delicadezas que tradujesen sus sentimientos. Incorporada, pues, a la pequeña corte, prolongaba su permanencia entre las jóvenes fuera de las horas debidas, invadiendo para ello la noche con pequeños servicios. Al hacerse tarde a veces para volver a las dependencias de los servidores, Dinazarda, compadecida, la instaba a acomodarse en el lecho de al lado, detrás del biombo.

La devoción de Jasmine, patente en cada detalle, conmovía a las hermanas, que ya no sabían cómo atenuar sus excesos o reducir su tiempo de permanencia entre ellas. Pero, mientras ordenaban su retirada hacia el universo de los esclavos, sentían su falta cuando tardaba en regresar. Habituadas a su convivencia, iban valorando cada vez más los pequeños actos que Jasmine, como nadie, sembraba a su alrededor, y de los que ya no prescindían. Preguntando diariamente por dónde andaría, le confiaban tareas, exigiendo su compañía todo el tiempo.

Al contrario de Jasmine, que había vivido en la miseria, Scherezade había nacido en medio de la abundancia de la casa de su padre. Pronto, después de la muerte prematura de su mujer, él había confiado su hija menor a Fátima, que hiciese de ella lo necesario, pero le había recomendado que jamás dejasen los límites del palacio, aunque Scherezade, en el futuro, insistiese en visitar el viejo bazar. Como si el Visir presintiese que aquella hija, llegando a aficionarse a las aventuras, se lanzaría, en consecuencia, a los abismos de Bagdad, estableciendo prontamente alianza con los pecadores de la ciudad. Sin tener en cuenta, no obstante, que, al llegar el momento de abandonar el capullo, la interdicción paterna incitaría la curiosidad de Scherezade, le quitaría el sueño.

De hecho, con los años, ávida por conocer un territorio sujeto al desprecio de su padre, por consiguiente zona de peligro, Scherezade acribillaba a Fátima a preguntas. Insistía en que le hablase del mercado, que iba convirtiéndose para ella en un mundo que, aunque desconocido, representaba el pueblo de su ciudad.

Fátima intentó resistirse. Recordando las advertencias del Visir, hizo hincapié en los peligros existentes en aquella parte de Bagdad para hacer que la niña desistiese. Pero, cuanto más hablaba de una urbe poblada por la algarabía de ladrones, sicarios, mercaderes, genios del mal, más Scherezade, llorando plañidera o airada, exigía ver de cerca las inesperadas curvas de las callejuelas, el propio mercado, donde le parecía que había sido parida su imaginación. Quería atravesar los límites de la geografía que, ámbito prohibido, ocupaba su fantasía.

La influencia del mercado se hizo presente enseguida en sus primeras historias. Describía Bagdad con tal agudeza que Fátima, su única oyente, se impresionó. Las escenas ocurridas allí, contadas con su voz aún en formación, guardaban una ilimitada fidelidad a la medina, hasta el punto de que Fátima juzgaba que algún mago, en nombre del bien y del mal, le dictaba tales pormenores. O si no que su madre, desde el reino de la muerte, le susurraba datos preciosos. Aquella niña, a pesar de las joyas, de los velos, de su fina procedencia, no parecía de la nobleza. Sin sombra de duda, tenía el alma labrada en la piedra de la imaginación árabe.

Testigo de los aconteceres palaciegos, Jasmine se niega a describir a las demás esclavas, que no tenían acceso a los aposentos, el tenor del drama del que participa gracias al consentimiento de las hijas del Visir. Y evita también, en cualquier circunstancia, con el fin incluso de despertar piedad en las hermanas, manifestar el deseo de volver un día con su familia, seguramente muerta o dispersa por el desierto, donde antaño vivieron todos en tiendas rasgadas por el viento. Pensaba en ellos con frecuencia, queriendo contarles que servía a la princesa Scherezade, esposa del Califa en Bagdad. Vivía a su lado, a expensas de sus narraciones. Pues no hacía ella otra cosa que contarle historias al soberano. También ellos, nómadas tan incrédulos, quedarían encantados con ella, a despecho del conocimiento precario que tenían del mundo islámico. Pero que supiesen, desde ya, que esta princesa, verdadero heraldo de la imaginación típica del desierto, sabía utilizar como nadie, mediante sonidos rupestres y guturales del idioma, el hablar típico de las caravanas, de las tribus dispersas, de los desolados beduinos del desierto.

El Califa apenas mira a Jasmine, no le da importancia. Ignora que ella trae en su regazo misterios típicos de la nación que gobierna. Habituada a los horizontes infinitos, donde la importancia humana se reducía a un grano de arena, Jasmine se resigna a la indiferencia del Califa. Se refugia detrás del biombo, cerca de Dinazarda. Cuando puede dormir, agradece las bendiciones recibidas. Y por iniciativa propia, so pretexto de ejercicio, añade a ciertas escenas de la historia de Scherezade la astucia originaria de una enmarañada genealogía de semitas, hindúes, arameos. Pueblos errantes que estuvieron en todos los lugares al mismo tiempo.

Al volver cerca de Scherezade, se encanta de nuevo con la vorágine de la contadora, que no cesa frente a los obstáculos. Mientras ella cuenta, bebe prácticamente la sangre de Jasmine siempre que precisa extraer los secretos de su tribu. Sin ceremonia, Scherezade se apodera de los enredos latentes en aquel corazón cautivo, o de quien más cruce por ella. Es así como Scherezade circula al azar en medio de los vendedores de agua, de los encantadores de serpientes, de los dentistas que exhibían como trofeos dientes arrancados de héroes y asesinos célebres.

No siempre Scherezade había dependido de los refuerzos que una esclava u otra le traía. Su imaginación febril, sola, sin ayuda de nadie, se formaba un juicio sobre las cosas. Cuántas veces Fátima y ella se dirigían resueltas al mercado, hincando luego el pie cerca de los rapsodas adornados con amuletos, que ponían a la vista el pecho tatuado con figuras que conjuraban maleficios, a quienes les cabía el oficio de sustentar mentiras con apariencia de verdad.

También se sorprendían con un anciano, precisamente un tuareg en harapos que, por su edad avanzada, iba tropezando con los objetos, lo que le dificultaba cortar finas rodajas de sandía con la misma cuchilla con la que en el pasado cortara las cabezas de férreos enemigos. Siempre hablando solo, él atraía compradores a su tenderete, mientras repetía estribillos enaltecedores, todos evocando a Harum al-Rashid.

A pesar de su apariencia descuidada, expuesto a la miseria y a las intemperies, el anciano se exaltaba con la memoria del legendario califa abasí. Al mismo tiempo que, afectado por inexplicable vanidad, mencionaba su propio talento, gracias al cual se mantenía vivo. Al contar sus historias, demostraba una clara preferencia por los adúlteros que, sólo por el pecado de confundir los síntomas de la concupiscencia con el amor, caían fácilmente en desgracia. Y, con las cuerdas vocales casi rotas por el esfuerzo, se convencía de que existía en el paraíso lugar para los que, habiendo sido víctimas de las pasiones que oscurecen los sentidos, osaron con valentía aventurarse por los bordes del abismo del mal.

Impresionada con historias como la del vendedor de sandías, Scherezade las había guardado en su memoria como reliquias. Enredos que, habiendo prosperado lejos del núcleo familiar, le resultaban tan transparentes como cualquier otro. Para ella no había excelencia en un relato por ostentar procedencia noble. Su mérito de contadora consistía en añadir a cada uno de ellos alusiones, arrebatos, imágenes, todo lo que se había cristalizado en los manuscritos y en las mentes de Bagdad.

Siempre había reclamado el derecho de contar lo que quisiese. El arte de narrar sólo maduraba moviéndose intrépido en medio del pantano de las palabras improvisadas. De ahí que defendiese para sí el planeamiento impreciso, susceptible de cambios repentinos. Como si cada frase impusiera a sangre y fuego su propia ley. Un saber único, con el cual imprime rumbo a la historia que, justo aquella noche, causa desasosiego al Califa.

Aquella tarde, sensible a los ruidos de Dinazarda y Jasmine, se concentraba con dificultad. Tenía mucho que hacer, como desatar ciertos nudos que le impedían alzar el vuelo. Sin mencionar que hacía falta, sobre todo en la escena en que Zoneida, dolida por la ingratitud de su amante, le daba la espalda, crear condiciones para que los oyentes llorasen por los infortunios de esta mujer. No descuidando en ningún momento las emociones originarias de una matriz común a todos los seres.

Pero faltando poco para que el Califa retornase a los aposentos, Scherezade tiene otras urgencias que atender. Cómo equilibrar, en la dosis justa, la desesperación y la esperanza de ciertos personajes proclives a la exageración, perjudicando con ello la naturalidad que debía fluir entre todos.

Contrario a lo que se decía de la joven hija del Visir, su imaginación, alimentada por los incunables y los rollos traídos a su casa por los sabios de Bagdad, dependía mucho de las palabras que le brotaban de las vísceras. Como si en el interior caliente y sofocante de las tripas hubiese un manuscrito que fuese leyendo mientras hablaba.

Bajo el torbellino de tantos enredos aún sin urdir, Scherezade se comporta frente al Califa como la falsa profetisa que, aunque adivine el mundo, es incapaz de entender su propia vida. Alguien que, en medio del dolor, se obliga a hacer un collage de los hechos reales para injertarlos en la psique de Aladino en dosis que no afecten a su vida.

Igualmente encadenada a la nave de Simbad, ahora atracada al borde del muelle de los aposentos del Califa, ella se pregunta si puede alardear de la misma libertad que atribuye al apasionante marinero. Si le es suficiente con dar marcha a la imaginación para redimirse.

Se siente desamparada. Sin posibilidad de ingresar en la boca oscura del misterio y, en este desconsolado descampado, encender el fuego con que iluminar su propia alma ahora en la penumbra.

16.

Sale de excursión con el pensamiento por Bagdad. Se traslada igualmente por el mundo sin que sofrenen su ímpetu. De vuelta a los aposentos, Scherezade sigue la regla básica de no distanciarse un solo momento de sus historias.

Yendo con Fátima al mercado, había aprendido que, para seducir al oyente, convenía obedecer a pausas respiratorias, dar a las palabras dosis de pecado. Hasta para vender una granada, de esplendor dorado, era menester teatralizar lo cotidiano, hacer ver al comprador que, originaria de Asia, se le atribuía a la fruta el milagro de aumentar los senos de las favoritas del Califa, escasas en volúmenes físicos.

Muy pronto, había creado expectativas en torno a cualquier tema. Desde las lámparas de Aladino hasta el mástil del barco de Simbad. Iba fácilmente encaminándose por la colmena de las abejas del huerto de su padre, que le ofrecía la arquitectura ideal donde encontrar las llaves embadurnadas de miel con las cuales abrir una historia.

Scherezade había aceptado a Jasmine a sus pies como a un mastín que disimula la ferocidad a cambio de su devoción. No le hace amonestaciones cuando la esclava desvía la atención de su trabajo, no controla su deseo de sustituir la memoria de Fátima en la intimidad de la princesa. De participar del arrobo de Scherezade, en especial cuando la princesa, atropellando las palabras que le salen a borbotones por las comisuras de los labios, las sofrena de repente, en pro de la anhelada armonía del conjunto.

Dinazarda interrumpe las divagaciones de la esclava. Entra y sale de los aposentos escondiendo de su hermana lo que la lleva a las lágrimas y contribuye a revelarle una realidad cruenta, en la inminencia de abatirse sobre ellas. Reproduce, a lo sumo, siempre en proporciones reducidas, el remedo del drama. Ya le basta con vivir bajo la constante amenaza de muerte desatada por un Califa que, enredado en los ardides y en las traiciones, se mantiene indiferente al empeño de Scherezade en dar veracidad a las diversas voces de sus criaturas, en imprimir disimulación a sus relatos.

Exhausta, Scherezade aparta a Jasmine con un gesto. La empobrece el esfuerzo de afrontar dilemas y conflictos venidos de todas partes, a los que se añaden los dolores particulares. Recostada en los cojines, sola finalmente, busca significado en lo que había contado en la víspera. Le parece que sólo induciría a Aladino a centellear aquella noche si lo hiciese adoptar otro papel, además del de vendedor de lámparas. Tal vez debería convertirlo en príncipe, a pesar del contraste de sus modales rústicos. Bajo su batuta, enseñándole a guiñar los ojos, a contraer los músculos de su fisonomía, traduciendo de esta forma una astucia convincente.

Scherezade reconoce su actividad de contadora de historias como improductiva. Un oficio hace mucho relegado a la oscuridad, rindiendo a sus practicantes escasas monedas. Por eso mismo ejercido en el bazar por los desvalidos de la suerte, los alcanzados por una invencible melancolía. No pasando ella, pues, de mera contadora, lleva en sus alforjas un puñado de enredos que exhalan un aroma popular. Es ella una anónima que, si no hubiese nacido princesa, estaría hoy en la miseria.

Ve, con los años, que forma parte de una raza que, aunque despreciada por los doctos maestros de las escuelas coránicas, osa hospedar sus historias en las callejuelas de la medina, atraída por el olor de las frituras, de los cuerpos sudorosos, por la promesa de la inmortalidad. Ganando a cambio, gracias a su fidelidad, la regalía de ser mujer, hombre, roca, cordero, menta, genio de la botella, todos los estados al mismo tiempo, sintiendo cada cual con igual intensidad.

Siempre había amado el silencio imperecedero de aquellos seres del desierto que, al loar al Profeta, suspendían la respiración, por resultarles fácil renunciar a la vida si fuera necesario. Scherezade, sin embargo, no vive en la esfera de la fe. Para su naturaleza disconforme, la religión no constituye una vocación. Al contrario, centrada en la trivialidad de lo cotidiano, hace mucho se había alejado del plano divino, a fin de lanzarse a la furia de los personajes que desgobiernan su imaginación. Ante la simple idea de que nada le apacigua el espíritu fuera de sus criaturas, ella sonríe, consiente que Jasmine se acerque de nuevo, le haga compañía.

17.

La voz de Scherezade repercute por el palacio, llega a la cocina, se mezcla con las hierbas furiosamente frotadas en la piel del carnero que gira sobre las brasas. Cada servidor a la sombra del imperio arranca trozos de la carne y de las palabras que oye por la mitad, incapaz de prever el epílogo de las historias.

El arte que ella ejerce al borde de la cama debe parte de su fabulación a la vida del mercado de Bagdad y a los relatos concebidos en los serrallos de los palacios árabes, donde las favoritas registraron en palabras simbólicas, vedadas a los amos, sus frustraciones. Y que, al transmitirse de madres a hijas, establecieron parámetros básicos entre sus sucesoras en el harén del Califa. Muchas de estas historias, tristes y repetitivas a pesar de haber surgido de una inmolación individual, proporcionaban peso a un universo que, bien explorado, había convertido a Scherezade en dueña de un ilimitado repertorio.

Sensible a los gestos matutinos, que le vienen después de que el Califa le haya perdonado la vida, Scherezade sorbe con alivio la infusión de menta traída por Jasmine. La esclava, al depositar en la mesa baja la bandeja de cobre, con la tetera y los vasos, cerca de la contadora, ignora el significado emblemático de cada objeto. Pero Scherezade, que la acompaña de cerca, no quiere confesarle que la bandeja, que Jasmine acaricia como preservando la memoria de su tribu, representa la Tierra, mientras que la tetera, por motivo insondable, el Cielo. Y los vasos, tal vez por contener el líquido, la lluvia que, para quien vive en el desierto, es un regalo de Alá.

Jasmine se agita, queriendo ser apreciada. Sacia su sed matutina con la esperanza de salvarla en los días siguientes. Se alterna con las otras esclavas junto a las hermanas, aunque es la única que está cerca de ellas. Pero no siempre había sido así. Al principio, ninguna de las hijas del Visir le había prestado atención ni había distinguido su rostro del de las demás esclavas. Sin desanimarse, Jasmine las había rondado haciendo discretas gracias, les llevaba lo que al menos habían solicitado. En pocos días, las hermanas comenzaron a exigir su compañía, surgiendo luego entre ellas la disputa por la esclava de piel trigueña y piernas largas. Sobre todo Dinazarda, que exigía continua atención. Debiéndose tal vez su temperamento absorbente al hecho de no haber contado en su infancia con tutora tan dedicada como Fátima. O por haber percibido muy pronto que el brillo de Scherezade ofuscaba a todos a su alrededor, no dejándola lucirse. Ya en el palacio, justifica algunos de sus arranques diciendo que vive bajo la constante amenaza de perder a su hermana.

El veneno que Dinazarda traga en estas circunstancias afecta igualmente a Scherezade. Para compensar a su hermana de un sufrimiento por el cual se siente responsable, Scherezade le rodea los hombros con su brazo, lleva la cabeza a su pecho, libera a Jasmine para que la sirva. La lucha que ahora traba con el Califa le provoca un pesimismo que surge a su pesar. Se concentra únicamente en el hombre taciturno con quien se acuesta y que, por la noche, la obliga a fabular so pretexto de nada. Y que, a despecho de exigir de ella una fantasía exacerbada, manifiesta desprecio por todo lo que contraríe la lógica y la coherencia con la que preside su califato.

Dinazarda se rehace de las escenas de celos. Paseando por el palacio, renueva los votos de amor a su hermana sin descuidar su defensa. Ya por las mañanas, con la expectativa de que el Califa anuncie el destino de Scherezade, la besa con ternura distraída. Quiere robar del beso su inmanencia trágica. De nada vale prevenirla de los peligros que acechan a su discurso. Scherezade actúa a veces como si no fuera prioritario salvarse. Verla, sin embargo, expresar su confianza en el arte conmueve a Dinazarda. Aquella contadora sabe como nadie blandir los disturbios y las divagaciones que acosan a sus personajes frente al rostro inmutable del Califa, haciéndole ver que también él corre el riesgo de perecer con la muerte de cada ser que ella inventa.

Fruto de una disputa transitoria, Jasmine se acobarda. Teme que la sacrifiquen en medio de una decisión injusta. Lee en el rostro de Dinazarda su inquietud por el futuro de Scherezade, la fragilidad que ronda aquella vida. Confía, sin embargo, en que la princesa, evitando lagunas en su memoria, sortee los peligros que afloran en el curso del relato. Pero ¿qué sería para una contadora privarse de los sobresaltos del arte, a pesar de los diabólicos recursos de su talento? ¿De qué modo seducir al Califa si le faltase la autonomía que sólo la sustancia forjada en la mentira puede asegurarle?

Al margen de estas disputas nimias, Scherezade baraja sentimientos que, dentro o fuera de la historia, rozan el angustiado corazón del soberano. Con instinto feroz, ella hace ajustes, sortea el caos que adviene de sus incertidumbres. Tan desafiante como sus personajes, Scherezade insta a que Aladino, Zoneida, en la categoría de modestos mortales, sucumban al peso del destino individual.

En este empeño, Scherezade cumple con desvelo los rituales del oficio. Aunque busque eludir la crueldad que el Califa esparce, acusa el golpe que él le asesta con cualquier pretexto. Así, a despecho del benevolente corazón de su hermana y de la esclava a su lado, se vuelve frágil de repente. Parece zozobrar, no se siente a salvo. Pero apunta el esfuerzo con el que Jasmine defiende su vida. Todo en la esclava, exhalando hechizo, se alía a las fuerzas ajenas a la trama humana. Como si le fuera fácil visitar su tribu, aun estando en el exilio, y regresar bella y retocada del espectáculo de la miseria, fingiendo pertenecer a una grey principesca.

A la sombra de Scherezade, Jasmine ve las horas correr. Frecuentemente, queriendo infundir ánimo a las hermanas, les atribuye un poder que, de hecho, pertenece al Califa. Correspondiéndole a ella, tan sólo, transmitir a las hijas del Visir el olor venido de los establos, de las bodegas, y que les hace falta conocer. Devolver a los aposentos reales la fragancia de una impía y sufrida humanidad.

Por donde camina, las voces del pueblo de Scherezade persiguen a Jasmine. Mientras transporta objetos, ropas, alimentos, desde la cocina, que fuera su casa, hasta los aposentos, de cuya elegancia estuvo privada sin piedad desde el nacimiento, tiene dificultades para resistirse al cerco que el mundo le impone. En compensación, a fuer de la imaginación de la princesa, vuelve a oír los bramidos de las cabras, de los beduinos, nómadas como ella. Se ve de nuevo en la tienda familiar, cuyos detalles recompone en la memoria. En el interior de la tienda, acompañada de pastores sudorosos, que jadean y gimen en conjunto, Jasmine contempla el techo de lona, atraída por el equilibrio delicado del armazón. Un trabajo hecho con tiras finas tejidas con lana y pelos de animal y cosidas de un borde a otro. El toldo que, por su peso, se apoya sobre el caballete sujeto por correas estiradas y anchas, fijadas con cuerdas a estacas, y que resisten al viento.

Se acuerda de la brevedad de los días, de la vida que se desarmaba, y luego iban por el desierto montando la casa volante según sus necesidades. La tienda familiar reflejaba pobreza, al contrario de aquellas de las tribus ricas, con espléndidos divanes, cuyas bolas doradas, distribuidas alrededor, simbolizaban la autoridad y el poder del jefe. Las lamparillas de aceite, iluminando apenas el rostro arrugado de la madre, no ocultaban las alfombras raídas que, amontonadas sobre el caballete, separaban a los miembros de la tribu según su sexo.

Ahora sofocada por el lujo del palacio del Califa, Jasmine enaltece la banqueta, el bastidor, el catre, piezas traídas por su madre después de casarse. Ante el simple recuerdo, el pasado le llega a bocanadas, persiguiéndola con el olor intenso de las cabras recién nacidas, que dormían entre ellos para que no se extraviaran.

Antes de ser vendida en circunstancias jamás reveladas, Jasmine se entregaba con furia a las divagaciones, antes de que el sueño la venciese. Al amanecer, se alejaba de la tienda en busca de ciudades enterradas bajo las dunas. En la expectativa de sorprender, aflorando de algún cráter, un palacio con la fachada labrada en la piedra, cuya bóveda, ya opaca, se abriera mediante un mecanismo mágico, a fin de que Jasmine contemplase el firmamento.

Jasmine no le hace confidencias a nadie. Los desatinos que le traspasan el alma, sin embargo, atraen a Scherezade, que observa cómo ella reconstruye un universo del cual fuera cruelmente desalojada. También ella, hija de visir, se ve incapaz de lidiar con las pérdidas de Jasmine, aunque se apiade de sus pesares.

Aunque aliviada de la trama, Dinazarda enlaza a Jasmine a toda prisa, a tiempo de respirar la fragancia del perfume que la esclava exhala, dejando un rastro capaz de perturbar al Califa, que atraviesa, en este instante, los umbrales de los aposentos, ajeno a los trastornos femeninos. Mira a las mujeres y ningún gesto suyo favorece el esfuerzo diario de Scherezade por salvarse. Exige tan sólo que la joven acomode en su paisaje interior el mayor número posible de criaturas, animales y minerales. Y no se olvide, sobre todo, de modelar el alma de sus personajes, a fin de ajustarlos mejor a las historias que le va a contar. Sólo este hecho le interesa. Por tal razón, abandonó más temprano el salón de audiencias, dejó de dictar sentencias sobre el destino de sus súbditos, desatendió a las concubinas del harén, renunció a las cacerías y al halcón posado en su hombro. Frente a aquello a lo que había abdicado, que comenzase Scherezade, sin pérdida de tiempo, a contarle lo que al final le había ocurrido a Simbad, bajo la amenaza de naufragar en aquel séptimo viaje.

18.

El Califa rodea a Dinazarda de atenciones. Confía en que la joven, a pesar de la apasionada defensa de Scherezade, no se vuelva contra él. Aprecia, pues, cómo ella, ante sus primeros avances, ya llevando a Scherezade al lecho, desvía la mirada, mientras se encamina hacia el biombo.

Aunque se retire de la escena, en el extremo de los aposentos, Dinazarda participa de los juegos amorosos, que atizan su fantasía. A su lado, Jasmine, de infatigable diligencia, inventa pretextos para permanecer en aquellas dependencias formadas por habitaciones unidas bajo forma de arcos, integradas todas en el núcleo central, que tiene el lecho como eje, con el cual componen una equilibrada perspectiva.

Designada para servir a las hermanas, Jasmine se había esforzado desde el principio para ser notada, disponiendo manjares y relatos sucedidos en la cocina. Trae a Scherezade, que jamás abandona aquella ala del palacio, muestras vivas del jardín, bajo forma de pétalos que flotan en la superficie del gamellón con agua. Y por guardar vívidos recuerdos de los castigos y humillaciones sufridos, todo lo hace para no ser reprendida. Para ello había asimilado los hábitos de la corte, queriendo pasar por una princesa etíope que hubiera vivido en medio de las dunas. Comenzando por el caminar elegante que apenas alzaba los pies del suelo, mirando a su alrededor, atenta a cada detalle. Pero, aunque familiarizada con la vida palaciega, sobresalía en la esclava el orgullo de haber pertenecido en el pasado a una realidad opuesta a aquélla, cuyas reglas fueron dictadas por el soplo de la escasez y de la esperanza.

Después de unos minutos, Dinazarda se desinteresa de las insinuaciones de Jasmine relativas al legado histórico familiar. Importándole poco si la esclava, antes del cautiverio, procedía de la nobleza del desierto y, por tal motivo, había entretenido a algún sultán con quien pensara casarse. Próspero señor que, por ambición, la había vendido a traficantes de esclavos a cambio de magníficos alazanes.

De Jasmine, ella esperaba que estuviese atenta a los sucesos de Bagdad. Que descubriese, sin la intervención de Scherezade, el grado de verdad habido en las intrigas que les llegaban, en general fermentadas por el pueblo con el propósito de ahuyentar al fantasma de la pobreza. Gracias, además, al buen trato que la esclava tenía con los caballerizos, guardas y cocineros, le reproducía, con facilidad, detalles de una vida cotidiana que a las hermanas les parecía seductora.

Instada a contribuir con la dosis diaria de maledicencia, Jasmine no se hurta a dilatar el tiempo de la conversación que mantiene en especial con Dinazarda, siempre teniendo como foco las historias originarias de los sótanos del palacio. Y cuando quería lucirse a los ojos de las princesas, y conmoverlas en consecuencia, Jasmine matizaba aspectos de la vida con el uso de los estribillos populares.

Alzada súbitamente a la categoría de modesta narradora, Jasmine se conmueve. Agradece que Dinazarda no interrumpa sus divagaciones reclamándole palabras con sello oculto. Incluso porque no tendría cómo renunciar a la dimensión que el desierto le había impreso a su alma. Pues, a despecho de la aprobación de las jóvenes, jamás debería violar las reglas que rigen a las princesas. Había aprendido también, desde la vida nómada, que no convenía confiar en los humanos. Había entre ellos el acuerdo de practicar ardides como medio de defenderse. Cada cual, resguardando las huellas secretas del respectivo corazón, iba nutriendo sentimientos contradictorios, causantes de profundo desasosiego.

A lo largo de un único día, las tres jóvenes sufrían variados reveses. Pasaban de instantes inclementes, causantes de lágrimas, a una alegría desbordante. Hasta el punto de que Dinazarda, en el afán de disolver las tensiones, hiciera venir del bazar una maravilla china, una crema de tortuga de la cual se esperaban milagros cuando se friccionasen con ella los pies. Sin duda, un juego perturbador, al cual Scherezade se sometía con la expectativa de ahuyentar la inminente amenaza del cadalso.

Scherezade se disgusta porque, forzados a la intimidad impuesta por los exiguos aposentos, les falte ceremonia. Afligida, cierra los ojos incluso a la luz del día, para pensar y ratificar ciertas cuestiones. Una promiscuidad que se evidencia cuando el Califa, al dar realce a su naturaleza femenina, se extiende lánguido frente a todas las mujeres. Dispuesto a copular, se libra de parte de sus ropas, sólo dejando a la vista los oscuros genitales. Para que las telas restantes escuden sus sentimientos.

El soberano prefiere fornicar en la oscuridad. Se guía por la lamparilla que justamente distrae a Scherezade de las funciones amorosas. Y esto por estar pendiente de la tenue llama, cuya sombra, proyectada sobre los objetos y el rostro del Califa, muda la forma de lo que ella ve, hasta el punto de convencerse de ser la lámpara de bronce un regalo que la astuta criada de Alí Baba les enviara después de que el amo la pidiese en matrimonio, como agradecimiento por las maniobras que Scherezade había hecho en su favor.

Antes de escuchar a Scherezade, el Califa exige una pausa. En los últimos meses, el cansancio, al envejecerlo, le había robado la ilusión del placer. La mirada de Scherezade, como adivinando su desaliento, le vacía el cuerpo, vence sus protuberancias. También ella simula frente a él. Para aguantarlo, usa disfraces faciales, reglamenta su bravura. Protesta, a la sordina, contra sus amenazas de muerte. Su consuelo, entonces, es no amarlo. El germen del amor, que existe en ella, no habla, de nada se queja. Sólo se pregunta a quién ha de destinar este amor que precisa. ¿A quién ofrecérselo en el futuro?

19.

Scherezade atiza la imaginación del Califa, jamás su deseo. A pesar de los ornamentos elegidos por su hermana, ella palidece cada día, su brillo está en las palabras con las que cuenta las historias.

Desde la casa de su padre, Dinazarda se ocupaba de escoger los trajes que ambas usarían en las ceremonias familiares. Una selección que desconsideraba el gusto del Visir, quien la acusaba constantemente de adoptar hábitos perniciosos. Pocos años mayor que Scherezade, a Dinazarda le daba placer desafiar a la autoridad paterna. No veía por qué ceder a su voluntad, cuando el padre, aunque siguiese protestando, daba enseguida indicios de olvidar un percance ocurrido días atrás.

Gracias a su sencilla insubordinación, Dinazarda se atrevía a subir a la alfombra mágica que la fantasía de su hermana le proporcionaba e instalarse en la proa, fingiendo visitar parajes consonantes con las descripciones previamente hechas, regiones imaginarias donde ambas hijas del Visir se encontraban a salvo.

Los modismos, que Dinazarda introducía en la casa con el fin de internarse en el camino de la modernidad, incomodaban a su padre. No pretendía someterse al imperativo de la fantasía que las dos hijas iban difundiendo por el palacio. Parco en palabras en el hogar, adonde muchas veces llegaba abatido por la noche tarde, el Visir combatía los hábitos que hiriesen la moral del Islam. Al amonestarlas, sus sermones, lanzados a toda prisa, ya retornando al salón de audiencias del Califa, donde de hecho su vida parecía transcurrir, enfatizaban que no debían las hijas incumplir una sola regla del Corán o entregarse a las prácticas ofensivas a la religión que profesaban, dando él realce a aquellas que prescribían modestia y obediencia en la mujer.

Después de alguna discusión, a la noche siguiente, él confesaba comprender que las hijas, por mera curiosidad, se refugiasen en un gusto extranjero, en flagrante contradicción con el que presidía Bagdad. Ahora en tono conciliador, les decía no ver razón en que ambas jóvenes estimasen colores y modales atrevidos que la corte del Califa, por cierto, aún no había consagrado. De modo que debía avivarles la memoria, por si hubiesen olvidado ciertos preceptos fundamentales por los que, después de las revelaciones hechas por Alá al profeta Mahoma, las mujeres de la familia, presas de conmovido fervor, se cubrieron el rostro con trozos de tela disponibles en la casa, como forma de impedir que parte tan reveladora de la mujer estuviese al alcance de la concupiscencia masculina.

Era atento, no obstante, con sus hijas. Al verlas, el Visir esbozaba una sonrisa y, dándoles constantes pruebas de amor, permitía que le hablasen, aun con el riesgo de que discutiesen sus argumentos. Admitió que Dinazarda no viese reproche en las nuevas expresiones de belleza que iban llegando al interior de los domicilios principescos de Bagdad, cada cual expresando prerrogativas oriundas de otros reinos. También la civilización islámica, de la que el Visir y sus hijas tan orgullosamente formaban parte, en cualesquiera tierras que estuviese enseguida alzaba magníficos monumentos, siempre en obediencia a la noción de que lo bello fluía de Alá y desembocaba en los corazones de sus devotos.

Los propios soberanos abasíes, descendientes de Abbás, tío de Mahoma, que concibieron Bagdad en el siglo VIII, en las márgenes del Tigris, al norte de Ctesifonte, al construir mezquitas, minaretes, las murallas redondas, tuvieron en mira maravillas que complaciesen a Alá y asombrasen a los ojos humanos. Y tanto fue así que se designó tal período como la edad de oro de la cultura islámica. ¿Y por qué, padre?, dijo Dinazarda, ¿o lo habrían dicho las dos al unísono? Porque tuvieron el coraje de asumir la nostalgia de la grandeza que emana de lo divino, mientras se proclamaban productos de la magnitud del Poderoso, que los había provisto de la existencia. Además, ¿no había sido el Visir, tan generoso, quien cediera a Scherezade recursos con los cuales ella impresionaba a maestros y oyentes?

Como resultado de estos privilegios, las hijas, antes pacíficas, comenzaron a rebelarse contra la mentalidad del Visir. No veían impropiedad en servir a Alá y dar pruebas a su padre de que el propio mundo comportaba variadas manifestaciones de arte. Por todos los motivos, se podía renunciar a las formas tradicionales sin incurrir en delito moral.

Tal atolladero, en vez de disgustar al Visir, lo hacía enorgullecerse de sus hijas. Había hecho bien en propiciarles una educación primorosa, en traer al palacio maestros que transmitían los fundamentos básicos de la inteligencia humana. Sabios, de apariencia circunspecta, entrando y saliendo de los salones del palacio, que transportaban toda suerte de conocimiento, en esa época concentrado en Bagdad. Y ese saber les pesaba tanto que parecían arrastrar, por las dependencias de la casa, un camello que llevase en la giba una canasta cargada de manuscritos y tablas caligráficas.

El Visir, que al servicio del Califa recaudaba impuestos exorbitantes y amordazaba al pueblo, obstruyendo cualquier ráfaga de liberalismo, había concedido regalías a sus hijas. Tal vez por la viudez precoz, auxiliado por Fátima, prescindía de aplicarles castigos, de privarlas de los beneficios propios de su clase. Y en contra de las prácticas de la corte, punitiva y castradora para las mujeres, las hijas le exponían sus propias ideas, bregando por ellas. Aunque con la condición de que semejante privilegio fuese disfrutado intramuros y perdurase sólo mientras él viviese. Una vez que sus hijas contrajesen matrimonio, sus maridos suspenderían semejantes prerrogativas.

Él había amado a la madre de las jóvenes con suave y persistente amor. Le había concedido amplios beneficios sin el temor de que llegase a traicionarlo. La complicidad entre los esposos ocasionó una felicidad rara, que había perdurado hasta el fallecimiento de la mujer, por una fiebre que no fue posible vencer. Amparada entre sus brazos, ya en los suspiros finales, ella le suplicó desvelos con las hijas, que se les diese una educación esmerada, aprovechándose de la circunstancia de ser Bagdad una metrópoli propicia a la sabiduría. Además de las salas de estudios, frecuentadas por maestros del Oriente Medio, esta especie de universidad atraía a sus lecturas públicas a una multitud calculada en cuarenta mil personas, incluidas entre ellas algunas mujeres disfrazadas con trajes masculinos.

Y prosiguiendo con sus solicitaciones finales, la moribunda pidió a su marido que tomase en consideración la habilidad y el temperamento de cada hija. Dinazarda, por ejemplo, su primogénita, habría sucedido al padre en sus funciones de Visir, si hubiese nacido hombre. Al hablar de Scherezade, la voz, que casi se había apagado, recobró el vigor, advirtiéndole del brillo de la mirada de Scherezade, que, desde su nacimiento, anunciaba misterios. No erraría al profetizar que la memoria de esta hija retenía el saber del mundo, mereciendo que le franqueasen las puertas de la erudición. ¿Y de qué otro modo su marido cumpliría los designios de Alá?

Aunque absorto en sus tareas, los sentimientos del Visir se prodigaban delante de las hijas, que, en medio de los juegos, reían, parecían felices. No tenía, entonces, pudor en pedirle a Alá, incluso en presencia de ellas, que les ahorrase en el futuro amargas desilusiones.

En esta fase de formación, Scherezade consumía los días con Fátima, exclusiva para su servicio, mientras Dinazarda seguía a su padre, ya de regreso del palacio del Califa, en general abatido. Pero, a pesar del mutuo afecto, padre e hija chocaban con frecuencia, sobre todo al enseñarle el Visir el arte de negociar. Raro momento en que él, en tono insistente, reclamaba de Dinazarda consistente defensa de su punto de vista. Debía ella aprender a qué aspectos renunciar a fin de alcanzar con el adversario un acuerdo satisfactorio, tendente a favorecerla más adelante.

La hija se entretenía igualmente con el universo mundano del que le hablaba su padre. Consciente de la idiosincrasia de su grey y de los cortesanos, Dinazarda extraía del Visir, al volver él de su jornada, pormenores administrativos referidos al califato. Informaciones que su padre le cedía sin desconfiar y que la hija memorizaba. Mientras él distribuía alguna que otra palabra inconveniente, ella lo besaba, y comenzaba a interrogarlo sobre otros asuntos, aún desconocidos.

Al margen de estas querellas familiares, tan del agrado del Visir y de Dinazarda, Scherezade recibía a su padre con discreta efusión, y buscaba luego su refugio. Pero agradecía tener un padre que la dejaba concentrarse en la aguerrida y preciosa materia de la imaginación. Su método era evitar una discordancia frontal con su padre. Habiendo aprendido hacía mucho que no le convenía dejar rastros de sus travesuras.

Siempre recluida, Scherezade amaba el silencio. Sin ningún esfuerzo, se abstraía de la realidad. Con algunos minutos de meditación, se sumergía en los conflictos humanos, olvidada de las funciones diarias. No reclamaba comida, agua, complaciéndose en robar horas del sueño para dedicarlas a las aventuras de cierto genio de la lámpara que, en aquellos días, la perseguía hasta el punto de amenazar su integridad física. Un genio que, oscilando entre el bien y el mal, alzaba la voz para conmover el coro de voces que, del otro lado del desfiladero, solapaban el curso de la historia de Scherezade.

En estos momentos, que Scherezade luchaba por prorrogar, de nada valía que le hablasen. Cedía, a lo sumo, un monosílabo. Ni Dinazarda debía golpear su puerta, insistir. Pues el corazón de la princesa, habiéndose ausentado, no estaría a su alcance en las próximas horas.

20.

Scherezade no había salido a su padre. Al Visir no le había sido otorgada la imaginación que la hija heredara de su madre. En compensación, la naturaleza pertinaz y astuciosa de aquel hombre sabía explotar a su favor las querellas familiares, intensas entre los abasíes. Sobre todo las tramas de la corte, que, en sus manos, se convertían en un instrumento de rara persuasión.

Así iba pensando el Califa sobre el Visir, intransigente servidor, cuya devoción a la corona anticipaba y castigaba los avances de los enemigos, sin siquiera consultarlo. A quien él mantenía próximo al trono, confiado en su obsesiva entrega al poder, que sólo se aliquebraba frente al amor a las hijas.

Viudo desde hace mucho, el Visir se mantenía fiel a la memoria de la esposa, resistiéndose a contraer nuevo matrimonio, aunque el Califa lo estimulase. En casa, sin embargo, aturdido por el talento de Scherezade, le facilitaba una esmerada educación. Los maestros de Bagdad, convocados para esta misión, amanecían diariamente en el palacio, sólo dejando a Scherezade al anochecer. Provistos de toda suerte de conocimientos, hasta de los griegos clásicos, algunos de los sabios provenían de la escuela de traductores; otros, asociados a las escuelas religiosas, las madrasas, se perfeccionaban en los estudios exegéticos del Corán. En su calidad de teólogos, detentaban un poder que superaba en mucho al de los colegas dedicados a la filosofía, probándose así que cuidar de la trascendencia de Alá constituía estímulo mayor que especular sobre los hombres en sus andanzas terrestres.

Mientras que Dinazarda era negligente en los estudios, Scherezade exigía de sus maestros las llaves para abrir las puertas de la percepción y la sabiduría. Nada le satisfacía la ambición intelectual, para perplejidad de los profesores.

Sabedor del grado de exigencia de su hija, el Visir agradecía a Alá el privilegio de tener una hija para quien el mundo se hacía íntimo. Así, cuando Scherezade, años después, le comunicó la intención de entregarse al Califa, juzgando que con semejante acto impediría la muerte de tantas jóvenes, él se rasgó el turbante y ayunó durante los días siguientes. Abatido por el dolor que lo consumía, pero que se preciaba de esconder de los demás. Y en el palacio del Califa, al seguir con rigor la norma diaria, sin flaquear en las audiencias con el soberano, era como si la hija no existiese. Desistía de que le hablasen de ella, como si la muerte, al borde de la entrada de la casa, no amenazara aún a ningún miembro de su grey. Al contrario, sobre la cabeza de la hija se cernía la corona de reina, y no la cuchilla del verdugo.

La frágil situación del Visir, puesto a prueba entre la lealtad al trono y el tormento por la pérdida temporaria de las hijas, cohibía al Califa. En las audiencias, al enfrentarse con el Visir, el soberano se limitaba a asuntos pertinentes al califato, no mencionando jamás a sus hijas, o incluso sugiriéndole que las fuese a visitar en los aposentos reales, donde vivían recluidas.

Sometido a la jerarquía cortesana, el Visir reaccionaba a las noticias que eventualmente le llegaban sin pronunciarse, aunque los ojos le brillasen ante la mención de sus nombres, o sabiendo que Scherezade se había librado una vez más de la muerte.

Mortalmente ofendido como cualquier padre, no sabía cómo persuadir al Califa de que se desinteresase de Scherezade. Al principio, intensificó sus quehaceres, esperando apartarlo del palacio. Pero sin obtener los resultados esperados, le aconsejó viajar por el reino, tan necesitado de su presencia. Debiendo para ello alejarse de Bagdad durante los meses siguientes.

El soberano se negó con firmeza. No pretendía convivir tan de cerca con los conflictos del reino, que ya le pesaban desde mucho tiempo atrás. Fue cuando el Visir, en árabe primoroso, lo instigó a ir al distante Egipto, con la expectativa de conocer a unos sabios que añadirían riquezas a su sabiduría. De ellos se decía que, por no cortarse las barbas, arrastradas por el suelo, éstas levantaban polvo y soltaban hebras, recogidas por sus discípulos como reliquias.

El Califa no veía razón para desplazarse tan lejos, si en Bagdad había hombres de igual envergadura, sin el trastorno de aturdirse con barbas de tal longitud. La argumentación del Visir, no obstante, tenía fundamento. Aquellos ancianos, en permanente vigilia, ofrecían a los visitantes, entre sorbos de hierbas recogidas en la huerta, la visión ordenada del universo de la que nunca se había oído hablar anteriormente. Síntesis tan perfecta que causaba perplejidad a los oyentes, ansiosos por desvelar secretos confiados a los pocos de un círculo restringido. En compensación, en ningún otro lugar, tal vez, la valiosa perspicacia del Califa sería más apreciada que en aquellos parajes sagrados. Mereciendo él, pues, oírlos discurrir sobre la ciencia de la guerra, traducida en ganancia de tierras y despojos, sobre el arte de aprender los aspectos demoníacos de la naturaleza humana, sobre el bendecido uso de la ilimitada imaginación.

La mirada del Califa parecía asentir, como si la táctica del canciller estuviese a punto de dar resultados. Bajo semejante estímulo, el Visir le confirmó que otros sultanes, beyes, jeques, después de La Meca y Medina, se aventuraron con caravanas propias por la margen del Nilo, cruzando el desierto en dirección al oasis Dakhla, en busca de estos sabios. A la sombra de las palmeras de dátiles meditaban, preparándose para el encuentro místico. Para luego, después de anidarse a los pies de una escarpa de altura elevada, tomar el rumbo de Qasr, con la confianza puesta en que, a despecho de las escasas descripciones que les habían sido confiadas, la intuición, tan apreciada por los santos del desierto, los ayudaría a localizar el escondrijo buscado.

El Visir frunció los ojos y, con gesto igual al de Scherezade cuando se enfrentaba con cualquier enigma, se preguntó en voz alta, como no esperando respuesta, si no valdría la pena, al final, tamaño sacrificio, a cambio de escuchar historias cuyo entramado intrigante suplantaba el que Scherezade, mera aprendiz, le venía contando. Y, probando el interés del Califa, insistió en la cuestión, sin percibir que el soberano, desatento a su ponderación, se concentraba ahora en el proyecto de alzar la nueva mezquita, cuyo diseño le fuera entregado por la mañana. Le parecía oír otra vez el timbre del arquitecto asegurándole la magnitud de una construcción concebida por un soñador que erguía minaretes en la creencia de que volarían por sí mismos, desprendidos del impulso creador del artista.

Arrodillado al pie del trono, el arquitecto, entre tímido y ufano, le había asegurado al Califa que las cúpulas doradas y centelleantes de la futura mezquita, en contraste con el cimborrio verde del palacio, serían apreciadas tanto por los que estuviesen en las márgenes del Tigris, o navegando sus aguas, como por los que entrasen a pie en Bagdad a través de los cuatro portones, rodeando antes las murallas redondas.

Con los ojos casi saltándole de las órbitas, el arquitecto preveía minaretes leves, traslúcidos, listos para brotar del patio central, imantados por el firmamento. Un milagro que habría de causar a los creyentes la sensación de ascender al paraíso prometido por el Profeta.

Comprobando la indiferencia del Califa, el Visir se arrepintió de la iniciativa. En los últimos tiempos, tal vez por la abusiva frecuencia con la que se aprovechaba de las intrigas palaciegas, se venían evidenciando sus desaciertos. Se hacía penoso convencer al Califa de qué iba el asunto, aun cuando se trataba de un pariente que quería usurparle el trono abasí en medio de las fanfarrias. Una acusación que el Califa simulaba no asimilar. Aunque semanas después, antes de que consumasen la traición, los abatiese sin piedad.

El hecho es que el desencanto del Califa con las tramas de la corte se había acentuado después de someterlo Scherezade a los efectos voluptuosos de sus relatos. Las peroratas de su ministro, aunque pertinentes, se desvanecían a sus ojos. Atraído por los relatos nocturnos de la joven, cavilaba, por primera vez, sobre la existencia de un tiempo que fuese capaz, un día, de preservar los encargos de la tradición y modernizar simultáneamente la visión de una posteridad hecha de anarquía y libertad peligrosa.

El Califa había heredado de su padre el aprecio por las oraciones laudatorias. Pero la lisonja del Visir, aunque bienintencionada, le sonaba ahora sin encanto si se la comparaba con las leyendas traídas al lecho por Scherezade. Leyendas que, posiblemente volátiles, superaban las arrogantes afirmaciones de los cortesanos, loando la inmutabilidad de la imperial vida cotidiana de los abasíes.

Pero lo que el Califa exigía en aquellos instantes era una realidad que fuese fuente de sorpresa y entretenimiento. Pues crecía en él la aspiración de adueñarse un día de la destreza de Scherezade y conmover a sus súbditos reunidos en el bazar, presentándose ante ellos como un personaje de dimensión universal, de la altura de Harum al-Rashid, abasí como él.

Estos delirios, felizmente, se eclipsaban, retomando su índole altiva, resistente a los cambios. Exigiendo que los acólitos, fámulos, áulicos reverenciasen a su majestad simbolizada en el turbante engastado en perlas y brillantes que, calado en la cabeza, le cubría parte de la frente, realzando su nariz ganchuda de águila.

Se despidió con prisa del Visir, tomando el rumbo opuesto al de los aposentos. Andaba al azar, siguiendo las vías de un laborioso laberinto que reproducía ciertas tramas de Scherezade, tendentes a volver al punto de partida, para desde allí proseguir hasta un lugar donde no había estado anteriormente.

Al avanzar por los interminables corredores, olvidado de observar las maravillas caligráficas impresas en las paredes a manera de mural, las palabras de Scherezade afloraban desprendidas de las historias. La brisa del anochecer traía al Califa la voluptuosidad de las fragancias silvestres provenientes de los jardines, seguida de una extraña languidez. Sus pasos, claudicantes con los años, lo obligaron a reducir el ritmo. Pero para que no notasen su fatiga, se apresura en dirección a los aposentos. Quizás el verbo de la joven lubrique su imaginación erótica, exacerbe el fuego de los genitales. Ante la simple idea, se ruboriza como un aprendiz de las artimañas de la carne. En unos pasos, afrontará la materia que Scherezade esboza con el propósito de atormentarlo.

A la entrada, Jasmine anuncia su venida, se anticipa al heraldo, a quien le incumbe esa tarea. La quiebra del protocolo inquieta a Dinazarda. El Califa, sin embargo, fingiendo no ver un acto merecedor de punición, se atusa la barba. Los efluvios, que emanan del ambiente, lo eximen de evaluar pormenores, de averiguar qué mundo se conforma a su sensibilidad. Se preocupa por seguir a Scherezade a los lugares que ella le va indicando mientras cuenta. Hasta la India, Damasco, a la orilla del Bósforo, siempre llevado por el don de transitar por estos escenarios. Cuando, seguro de haber ganado aletas, que Scherezade le había cedido aquella noche, él se siente nadar, surcando los mares.

21.

Las horas conquistadas a la muerte imponen tensión al relato y una brevedad que Scherezade teme no controlar hasta el amanecer. Cada noche se hace más penoso defender la vida y la historia. Disimula, sin embargo, las vicisitudes que afronta, como si, liberada de los dispositivos impuestos por el Califa, dispusiese de condiciones privilegiadas.

Aunque somnolienta y afligida, su relato cobra sustancia al accionar los botones de la memoria del Califa. Al activar su cerebro, adecuadamente lubricado, para que acepte los impactos de su desgarrada narración.

Ambos copulan por obligación. La disimulada representación del amor, que practican sobre el principesco diván, es grotesca. Al fin y al cabo, la obstinación del soberano en entregarla a la crudeza de sus testículos le impide apreciarlo. Reconoce, no obstante, el talento del Califa en asimilar los hechos encadenados de las historias, la velocidad con la que visualiza la materia que ella, en obediencia a su instinto, exagera con el propósito de salvarse.

Confinadas en el palacio, las hermanas, ciertas tardes, con la ayuda de Jasmine, se divierten imitando a los cortesanos, los mercaderes de Bagdad, algún que otro visitante observado de lejos. Bajo este irresistible impulso lúdico, que les ahuyenta el miedo, ellas inventan situaciones inverosímiles, filiaciones raras, gracias a las cuales se proclaman, de repente, hijas de un sultán que, por su espíritu libertario, había permitido a las jóvenes radicarse en Bagdad, donde ambas adquirieron un suntuoso palacio fuera de las murallas redondas, en la otra margen del Tigris, en dirección a Karbala. Y que, justo aquel día, habían vuelto a la ciudad después de una prolongada temporada en el desierto de Gobi, en cuyas arenas montaron tiendas, con la esperanza de disfrutar de un inquietante veraneo. Pues, aunque afectas a las comodidades, eligieron el referido desierto como lugar ideal para una vida al azar de las vicisitudes, en la inminencia de descubrir cómo sería viajar, por el simple gusto de volver al hogar cuando se sintiesen hastiadas. Por ello estas princesas, sin duda frustradas después de algunas madrugadas en la región inhóspita, concluyeron que el placer del viaje consistía en regresar a casa, llevando en la litera y en las carrozas baúles abarrotados de recuerdos.

Scherezade reducía la agonía diaria engendrando historias, mientras que Dinazarda, pendiente de la fantasía que su hermana le prestaba, escondía el secreto anhelo de montarse en una alfombra mágica y sobrevolar con ella parajes desconocidos, yendo hasta el Golfo Pérsico, sólo para probar los peces de escamas plateadas. De vuelta a Bagdad, después de afrontar atropellos, aterrizaría por primera vez en el bazar, en el que absorbería una realidad excesivamente veraz. Pero no queriendo que en ningún momento se disipase la tenue fantasía que las tres jóvenes vivían en aquellos aposentos, Dinazarda, en lenguaje cifrado, reclamaba de su hermana datos que parecían faltar en la vida cotidiana.

Scherezade se repartía entre su hermana, que, a pesar de amarla, desarrollaba fórmulas de ambigüedad, y el Califa, dando cauce a su crueldad. En momentos temerarios, decía en voz alta los nombres de los personajes, para que no se apartasen de ella. Necesitaba la protección de estas figuras. Convocados, ellos se acercaban. Allí estaban Simbad, Alí Babá, Zoneida, todos alterados por la carnalidad reciente, dispuestos a rebelarse contra el escenario original de una historia que, muchas veces, los inmovilizaba.

Scherezade se compadecía de una rebeldía nacida del coraje que ella misma les había plantado en el centro del pecho. Entendía que estos personajes no aceptasen morir justo ahora, aunque ella decretase sus muertes. Como genuinos actores del drama, no permitirían, ni siquiera en beneficio propio, que los labios de Scherezade los condenasen al silencio. Pues sólo luchando por la respectiva humanidad y supervivencia, Simbad y Zoneida serían aptos para encarnar un papel relevante en la historia que se les destinase.

Registra su angustia de simples mortales. De cómo estas criaturas, en su ansia por volverse personas de verdad, aspiran a mezclarse con el Califa, con los demás habitantes del palacio. Y quizá, formando una única familia, ¿no ayudarían a estos seres de carne y hueso a liberarse de normas asfixiantes, a volverse personajes como ellos?

Scherezade vacila. Cómo dar estatuto de personajes al Califa, a Dinazarda y a Jasmine, si hasta aquella fecha sólo el pueblo de Bagdad había ocupado sus relatos. Desde su infancia, estimulada por Fátima a vivir aventuras que rayasen en la insensatez, ella había reforzado la creencia de que, a lo largo de los siglos, se había extendido por el califato una grey constituida por seres de imaginación centelleante. Y que, aunque tristes, desnutridos, víctimas del despotismo del Califa, sabían, como nadie, entrelazar tramas irresistibles y conmovedoras.

Scherezade confiaba en que en el futuro esta gente se sentaría a su lado únicamente para escucharla contar historias en las cuales ellos surgirían restaurados en su belleza original. Sorprendidos, tal vez, con una princesa que se había perfeccionado en el arte de fingir, y cuya astucia, mientras avanzaba en las peripecias, iba exponiendo a la luz del sol, a la vista de todos, la ambigüedad secreta de cada uno de ellos.

22.

Al principio, Alí Babá, maldecido por la suerte, no se atrevía a dibujar en la arena un futuro que le sonriese. Así iba Scherezade hablando de su héroe, para que el Califa aceptase la existencia de la miseria aliada a la aventura.

Ella describe a este personaje, paradigma de las virtudes típicas de Bagdad, ansiando estar personalmente en la caverna donde los cuarenta ladrones iban apilando maravillas robadas a las caravanas que hace siglos atraviesan el desierto.

Mientras detalla lo que ve, para que el Califa se acerque a las piedras amontonadas dentro de sacos de linaza, Scherezade simula exponer contra la luz de la lamparilla los rubíes, las esmeraldas, los zafiros, a fin de rastrear las vetas cuyo brillo le ofusca la visión.

La historia de Alí Babá la exalta y la amedrenta al mismo tiempo. Sobre todo cuando los intrépidos ladrones, que suman en total cuarenta, se acercan velozmente a la caverna montados en corceles árabes, cuyas patas enérgicas levantan, a su paso, la arena del desierto. Hasta el punto de que Scherezade siente en el cuerpo los escalofríos provocados por los rubíes.

Su celo por lo que cuenta la lleva a excederse. Describiendo ciertas piedras preciosas con excesiva minuciosidad, atribuyendo a las oscilaciones climáticas la naturaleza álgida y ardiente de los minerales con los que se practica el arte de la orfebrería. Y con el propósito de que el Califa confíe en su imaginación, extiende la mano para que, en medio de las líneas de la suerte, él vislumbre la piedra más centelleante de la colección de los ladrones. Aquel raro rubí que ella esculpe con su codicia.

Los tesoros descritos por Scherezade, hace mucho acumulados en la caverna, desfilan delante del Califa, para que aprecie las joyas que Alí Babá, en aquel momento ya camino de Bagdad, lleva a lomos de la mula, después de la visita a la caverna. Selección hecha al azar, tocado por la aflicción y por la avidez de disfrutar la fortuna que los hados le han dado inesperadamente.

Gracias a tal imaginación, que es también una lámpara, Scherezade prosigue con detalles que faciliten el despliegue del relato. Así sus oyentes, ávidos de noticias, acompañan a Alí Babá cruzando la ciudad, no muy distante de su aldea natal, donde tenía la intención de pernoctar. Siéndole conveniente el horario tardío, por pretender que la carga del animal no despierte sospechas entre los vecinos, cuyo rumor podría llegar a los malhadados ladrones.

Repetidas por Scherezade, las palabras de Alí en relación con su fortuna, aunque expresasen alegría por el oro en su poder, hundían al Califa en el miedo. Y esto a pesar de que el mulero había contratado los servicios de una criada, a punto de dominar la escena, y que había tenido la felicidad de encontrar. Una mujer que, combinando astucia y devoción al amo, llegaría a agradar al Califa en su lento proceso de humanización.

Jasmine se alborota con la criada. Aunque oyente del pequeño círculo, no puede pedirle a la princesa informaciones adicionales sobre el nuevo personaje que entra en escena y de quien se esperan actos de coraje y lealtad. Impaciente en sus evaluaciones, la esclava observa con tristeza que Scherezade, al contrario de sus otras historias, no le había dado un nombre, aunque sencillo, ni había mencionado el aspecto físico de la criada, un dato al fin y al cabo relevante para cautivar a Alí Babá en el futuro.

Nacida en el destierro, Jasmine amaba los cuentos que consagraban a aquellos seres de inexpresivo origen familiar, entre los cuales se encontraba. Lloraba con los personajes obligados a olvidar los días felices en pro de la salvación individual. Con qué gusto habría luchado en campo abierto por la gloria de integrar un día la galería de héroes a los que Scherezade atribuye a veces actos de renuncia. Habiendo, pues, sufrido tantas humillaciones, sería para Jasmine un castigo que no le viesen en el futuro méritos suficientes para participar en una historia contada por la favorita del Califa. Ella se contentaría simplemente con que diesen su nombre a aquella criada, asociándose así a un relato iniciado justo cuando Alí Babá, arrastrándose entre las rocas de la altiplanicie, sorprende a la puerta de una caverna a los cuarenta ladrones gritando al unísono «Ábrete, Sésamo».

También Scherezade se conmueve en el curso del relato. Al repetirle al Califa «Ábrete, Sésamo», clave con la que abrir y cerrar la caverna y dar paso a los ladrones, su voz, descuidando el arte de susurrar, en el que era maestra, resuena grave por el palacio. Y cuanto más emite el clamor milagroso, el timbre recrudece, pareciendo empuñar dagas, cimitarras, armas templadas en las aguas del mítico Éufrates. Como si al decir con tal frecuencia el «Ábrete, Sésamo», por efecto de una extraña magia, añadiese densidad a un enredo ya de por sí atrayente. Un logro que se amplía por el hecho de que el Califa, enfrentado con las travesuras de Alí Babá, sufre y se maravilla con su suerte.

El propio Califa, además, impotente para prestar ayuda a Alí o impedir que cayese en la trampa tramada por los cuarenta ladrones, presiente que la muerte de aquel súbdito le acarrearía daños, lesiones impensables. Visiblemente trastornado por un sentimiento nada común en quien se había habituado a emitir sentencias condenatorias sin por ello padecer remordimientos, él mira a Scherezade casi pidiéndole clemencia, mientras le advierte de que, a despecho de su autoridad de narradora, no se atreva a asestar a Alí Babá el golpe mortal.

Sorprende al Califa que un enredo tan popular lo haga sufrir. Que el destino de aquel súbdito, ganando rápida repercusión, tuviese tanto que ver con él. Pero sofrena el ímpetu y no le dice nada. Apuesta, no obstante, por el triunfo del hombre y de la criada, cuyas facciones, ayudado por Scherezade, iba forjando a cada avance de la historia.

A merced de Scherezade, el soberano prueba un poder que, en aquellas circunstancias, de nada le sirve. No está a su alcance salvar al súbdito imprevisor de las amarguras de la narración. Ambos, él y Alí, dependen de los rumbos que la joven les quiera dar.

Hasta aquella noche, se había interesado únicamente por los asuntos provenientes de los abasíes. Hace mucho asentados en el trono de Bagdad, ninguna otra dinastía había sabido apuntar a su favor tantas victorias, garantizándoles fama de invencibles y permanencia en la historia islámica. Educado, por tanto, con tales postulados en su mente, el éxito del vecino iba contra los fundamentos de la corona, reducía su capacidad de mando.

Así, desear que Alí Babá y la vivaz criada saliesen vencedores, además de sonarle inédito, lo impulsa a adoptar por primera vez el peso de la solidaridad. Un sentimiento que, si no le inunda propiamente el alma, imprime en ella algunas señales de blandura. Sobre todo porque Scherezade, en la sucesión de esta historia, lo introduce de inmediato en otras con igual fiebre y placer.

Aquella extraña noche, que al soberano le parece interminable, él no se da cuenta de que la palabra de Scherezade es un filo al borde de su nariz ganchuda, que amenaza con mutilarla. Y que, a pesar de resignarse a la posición subalterna de oyente, tiene el derecho de insinuar con la mirada su vivo deseo de decidir sobre el futuro de Alí Babá.

También Scherezade, por medio de la misma mirada evasiva, le hace ver que acepta por breves minutos compartir con el compungido Califa las riendas de la historia. Pero antes de que él piense en el desenlace que pretende atribuirle a Alí Babá, conviene saber que la maliciosa criada, en aquel instante en su aldea natal, empeñada en salvar al amo de las embestidas de los cuarenta ladrones, iba lentamente derramando aceite hirviendo en los oídos de los hombres que, escondidos en los barriles a la puerta de la casa, aguardan la hora de matar a Alí Babá, como desquite por los ultrajes sufridos.

A medida que Scherezade pule un aspecto u otro de la conducta del hombre y de su futura esposa, con la expectativa de que el soberano contribuya con algún detalle esencial, él suplica, paralizado de emoción, que Scherezade prosiga. Que bajo ningún pretexto interrumpa la corriente de encantamiento con la que viene alfombrando su vida cotidiana.

23.

Scherezade es un ser carnal. En breve tendrá veinte años y teme no llegar a la vejez. Su cuerpo conjuga miedo y exaltación mientras da vida a las historias que narra.

La materia de la imaginación, que estremece sus sentidos, tiene la voz como conducto. Cada noche su timbre, milenario, repercute en la fantasía y en las palabras que van dando cuerpo a sus enredos. El registro vocal de la joven se altera, sobre todo al encarnar a heroínas desconsoladas, al asegurar intensa existencia a Aladino, Zoneida o Alí Babá, cuya experta criada salva a su amo con notables artificios. Con irreprensible imparcialidad, Scherezade les atribuye una modulación que varía entre opaca, oscura, áspera, nerviosa, según las circunstancias. Hasta el punto de que sus cuerdas vocales, ora expeliendo timbres agudos, ora forjando un arranque gutural, han ganado la pátina de un tiempo vencido. Una coloratura que confunde a la propia Dinazarda y encanta al huraño soberano.

Mientras Scherezade cela para que sus personajes no sacien de inmediato la curiosidad de los oyentes, resguarda igualmente sus sentimientos. Se resiste a las propuestas de afecto y admiración que la reduzcan a una condición simplona. Y cuando Jasmine mitiga su sed, o refresca su piel acalorada con rodajas de sandía dejada al sereno en el patio para que se enfríe, ella agradece, pero no comulga necesariamente con sus ideales. Allí está para afectar al Califa con cierto grado de perplejidad, que no se acomode en los divanes entregado a sueños apartados de sus relatos.

Teniendo a Dinazarda y Jasmine como testigos, mientras el Califa no viene por la noche, ella se eleva a la categoría de los imitadores. Compone, con facilidad, la personalidad de un barítono, recién llegado a Bagdad, que ostentaba una panza voluminosa. Un señor que con la voz propagaba notas musicales y maledicencias en la misma frase musical. Introduciendo villanía en la trama que se había encargado de defender en medio de acordes altisonantes.

Bajo los aplausos de las jóvenes, ella no persiste en el retrato de un exhibicionista que antaño sirviera en la corte. Describe ahora a una mujer, igualmente opulenta, de quien se decía que tenía voz de soprano, y cuyo transcurso existencial, siendo tan intenso como el de Zoneida, merecía ser incluido en una de sus historias, quizá convirtiéndola en escudera del voluble al-Amin. Una cantante que, usando la voz, actuaba con un tipo lleno de atavíos románticos, a pesar de que el físico de la mujer no despertaba pasión. Ambos, sin embargo, enlazados mientras cantaban, aguardaban un desenlace trágico, fuera de su alcance.

Compenetrada, Scherezade copiaba sus tics nerviosos, las sucesivas desafinaciones, indiferente a que Dinazarda y Jasmine se riesen, pidiendo más. Sobre todo cuando la cantante, entre falsetes y meneos, ahora con turbante, albornoz, blandiendo la cimitarra, pasaba por hombre, hasta el punto de besarse, exaltada, su propia mano, fingiendo los labios de la compañera. Ella y el tenor, cada cual en su papel, traduciendo un amor en vísperas de agotarse.

Y tan fugaz era el duelo de los artistas que el tenor, al seducir a una modesta vendedora de albaricoques frescos, de pie en su tenderete situado en la medina, se sorprende cuando ella, con mórbida curiosidad, le pregunta cómo eran habitualmente tratadas las mujeres del harén real. Si el Califa, al llevarlas a la cama, las regala con presentes a la altura de una noche de voluptuosidad. Pero al avanzar el tenor hacia la joven, aspirando a que, a cambio de la información, copulase con él, la vendedora, en actitud ingrata, exige más. Quiere saber si los eunucos, notoriamente incapaces de operar con el falo en la vulva femenina, usaban de miradas lascivas, con dedos y lenguas ágiles, plásticos, flexibles, señores de prácticas que enloquecían a las favoritas. ¿Hasta el punto de recurrir a las telas de algodón, originario de las márgenes del Nilo, para ahogar los gritos de las mujeres?

Bajo la concordancia de Dinazarda, la voz de Scherezade, que no se gasta ni se quiebra, amplía sus acciones, adopta nuevas prerrogativas narrativas. Presta a cada papel una imprescindible comprensión. Como hombre y mujer, ríe, llora, víctima de un trampolín emocional. Como tal, ella fabula figuras legendarias del mundo árabe que irradian voluptuosidad, exudan olores, destilan secreciones, desafían a gigantes y monarcas, todos con dimensión mágica. Y que, empujados por ella, alzan el vuelo, atraviesan el túnel del tiempo hasta llegar al Profeta, justo en la época en que Mahoma y sus seguidores, sufriendo la hostilidad de los habitantes de La Meca, se refugiaron en Medina, para vivir allí el exilio. Una hégira dolorida a partir de la cual, enriquecidos por la palabra de Alá, daba esta fecha inicio a la era musulmana.

Los papeles que Scherezade va representando no siempre sugieren un desenlace malévolo. Algunos, desembocando en una ruptura feliz, hacían sonreír a las mujeres. La prueba es que, habiendo tornado a Dinazarda y Jasmine exultantes, ella regresa al escenario de Bagdad, después de haberla llevado lejos la imaginación. Indicando tal regreso que se había cansado de visitar el otro extremo de la Tierra, mucho más allá de lo previsto por cualquier mortal. De haber seguido al incansable Simbad, ya en su séptima aventura marítima, que bien podría ser la última.

Pero, aunque Dinazarda se regocije con tal fantasía, ella acaba recriminando a su hermana que no debería gastar el producto de este festín con ellas. Es preferible que reserve lo mejor de estas vituallas para el Califa, a punto de llegar a sus aposentos. Sólo teniéndolo como oyente convendría recomenzar el ciclo de las vicisitudes humanas.

24.

El pecho del Califa se vacía de esperanza. No ama a Scherezade ni a ninguna otra mujer. El frío en el pecho, que ahuyenta la emoción, se irradia hasta la mirada impenetrable. La crueldad, que adviene de su ideal de venganza, amenaza con envejecerlo.

Confiado en la eficacia de su juramento de eliminar a las jóvenes después de copular con ellas, regresa por las mañanas a la sala del trono sin liberar a Scherezade de sus votos. Se cierne sobre sus súbditos la certidumbre de que en breve repartirá su dosis diaria de justicia.

A pesar de tal propósito, tarda en encomendar la muerte de Scherezade. Le inquieta usar las historias de la joven como pretexto para mantenerla a su lado. Admite, en verdad, que la fantasía de aquella contadora le aceita el cuerpo, y sus palabras, a veces cultas, casi siempre de raíz popular, suspenden las nociones que había tenido hasta entonces de la realidad. Sin necesidad de abandonar el palacio o visitar el reino, la hija del Visir le lleva a los aposentos, a la sala de audiencias, al repertorio de su corazón, por donde, en fin, camine, la visión de seres grotescos, de tierras incógnitas, de aventuras que había ambicionado vivir desde la adolescencia, pero le había faltado el valor de abandonar el reino a cambio de la miseria humana, de la inestabilidad de la suerte.

Entrecierra los labios, suspira, contrae el pecho al seguir a Scherezade. Aunque no hable, va corrigiendo en el pensamiento una que otra palabra. Algunas, por iniciativa propia, las deja suspendidas en el aire, reservándolas para una emergencia, o para el instante en que se sintiese necesitado de ellas. Mediante estos ejercicios, que lo exaltan, el Califa olvida a la esposa que lo había traicionado con el esclavo negro. Una humillación hecha pública por su hermano, sultán como él, de visita a Bagdad, y que, por triste sino, había sido víctima de igual infamia.

Tan pronto se distancia de los aposentos, y de la magia de la joven, el soberano sucumbe a la visión de aquella esposa, muerta hace pocos años. Gracias a la fascinación de la traición conyugal, ella emerge vigorosa, mirándolo fijo a los ojos. En el curso de estas evocaciones, el fantasma de la Sultana, siempre arrogante, no esboza gesto de arrepentimiento, no se tira al suelo, mesándose los cabellos, rasgándose las vestiduras, no le pide jamás perdón. Al contrario, por medio de estos vagos recuerdos, ella quiere quitarle el turbante, lo vilipendia con actos y palabras obscenos. Lo insulta, maldice la hora en que lo conociera en Karbala, la ciudad santa, donde había nacido.

Aquella sombra asfixiante crece brutal y elocuente. Arranca al soberano del trono para arrojarlo a tierra, donde sienta de cerca el asombro humano, la vida sin el soborno del poder. Los abundantes senos de la Sultana, otrora fuente que por algunos días le diera leche y miel en dosis desmedidas, jadean bajo el delicado traje de seda.

Airada, ella exhibe desprecio por la corona de los abasíes, indigna a sus ojos. Blasfema como protesta contra la sentencia que le había impuesto la muerte de forma inexorable. ¿En nombre de qué poder el Califa se arrogaba el derecho de castigarla simplemente por disfrutar del goce que había encontrado en los brazos sudorosos y exuberantes de sus esclavos?

En él salón del trono, protegido de las intemperies humanas, los gestos del Califa son confusos. Quiere borrar el retrato de la mujer fornicando con el coloso negro, en su casa, a la luz del sol. En el patio, precisamente, ornado con árboles cuyas copas refrescan el aire, allí estaba ella, desnuda, feroz, espléndida, con las piernas abiertas, descoyuntadas, dispuesta a parir. Entregada a los cuidados de la criada que aislaba a los demás esclavos y acompañantes de la escena, la Sultana mugía como una vaca, resollaba como un carnero, un animal en celo.

También originaria de la ciudad santa, a la cual había vuelto cierta vez para rendir tributo a Hussein, nieto del Profeta, frente a su tumba de oro, la criada era de complexión menuda, pero de fuerza inesperada. Casi pegada al cuerpo de la Sultana, regía sus movimientos, impidiendo que sus alaridos, que estremecían los árboles, precipitasen la caída de las frutas maduras al suelo. O que atravesasen los muros, las paredes, los corredores, llegando a las dependencias del Califa, a la antigua medina, a los portones de las murallas redondas de Bagdad.

Él recuerda a la mujer traspasada por el falo del negro. La cautela con la que, prácticamente agónica, ella aparta la cabeza de su amante. No quiere beberle el sudor, que cae de la frente. Pero tal deseo mueve a las dos criaturas durante la cópula, que los hace chocar contra la fuente de piedra, cuyas aguas salpican sus cuerpos, sin refrescar los inextinguibles ardores.

La silueta femenina, como el Califa la evoca, exhibe furia, lujuria, reclama del esclavo un ímpetu ininterrumpido, que no debe enfriarse. Al servicio de la soberana, al hombre le cabe exhibir sin desfallecimiento la virilidad requerida. Y aunque está prohibido por el ceremonial dirigirle la palabra, la respiración desacompasada y salvaje del africano parece que habla, que pronuncia obscenidades.

La criada, figurante constante de la escena, y que acompaña a la Sultana desde los tiempos de Karbala, mantiene al esclavo bajo estricta vigilancia. Arrodillada al lado de los amantes, dispuesta a intervenir, ella se desembaraza de las convulsiones que amenazan con envolverla. Y, sin desfallecer, en el esfuerzo de impedir que las secreciones abundantes del africano maculen a su dueña, ella seca el cuerpo de la Sultana.

Los manjares llevados junto al trono, donde el Califa medita y sufre, son apenas tocados. Se atusa la barba con los dedos adornados de anillos. Nada borra el recuerdo de la Sultana haciéndole una señal a la criada, que inmediatamente interpreta su deseo. Sin otros cuidados, la sirvienta arranca al esclavo de encima del cuerpo de la mujer. Con el gesto, rudo e ingrato, ella desprende el miembro hinchado del hombre de la vulva de la mujer, y con él las secreciones que ambos han producido. Y, sin pérdida de tiempo, la fiel servidora limpia el cuerpo indolente de la mujer sobre el césped con una esponja perfumada con almizcle, originario del índico.

A la vista de la orgía, que aún ahora se le hace presente, la ira ciega al Califa. Quiere matarlos, detenido, sin embargo, por su hermano, su cómplice en la desgracia, que contiene su indignación. Convenía que el Califa, como su propio hermano en el pasado, conociese el límite del dolor. Que observase, para ello, cómo el miembro aventajado del esclavo, erecto como un obelisco, que actúa ajeno a su voluntad, había doblegado el cuerpo de la esposa, había penetrado en sus honduras, casi saliéndole por la boca que se retuerce entre muecas.

Este mismo africano, con movimientos sincronizados, en obediencia al ama, desliza por el cuerpo de la soberana un paño de lino empapado en aceite. Así él le recorre los senos, gira alrededor de las formas, señalando los detalles voluminosos. Y por haberle dejado el semen entre los muslos, con la misma tela friega el sexo abierto de la mujer. Urge borrar vestigios, olores, marcas, huellas, que su naturaleza había dejado en la Sultana.

La impersonalidad de tal escena impresiona al Califa, pero no lo consuela. Nada apaga la traición ni mitiga el ansia de reparar la ofensa sufrida con la cimitarra heredada de su padre. Su hermano lo había disuadido a tiempo. La tarea de golpear la carne impura de la mujer era del verdugo, que, no obstante, debía aguardar. Ambos saldrían de viaje, dejando Bagdad atrás.

Al regreso de tal periplo, hecho en compañía de su hermano, ordena la muerte de la esposa, no olvidando a la criada, al esclavo y demás partícipes de la orgía. Sabiéndose condenada, la Sultana le suplicó que la escuchase, tenía un secreto que revelarle. Atendiendo a su petición, el Califa permitió que la mujer, traída por el verdugo, lo viese antes de la ejecución de la sentencia. La Sultana, frente a la indiferencia del Califa, que la condenaba igualmente a callarse, vociferó, le soltaba improperios, un habla aprendida con los esclavos. Aun provocado, él no reaccionaba. Nada lo conmovía. Ni siquiera el rostro aterrorizado pidiéndole clemencia, al menos algunos días de vida, mientras el verdugo, decidido a silenciarla antes de que la muerte lo hiciese, la amordazaba sin señales de compasión.

La impiedad de la escena, cuando es revivida, estremece al Califa. Aquella mujer, que había usurpado su honor y lo había lanzado al desasosiego, pasado tanto tiempo lo mantenía aún subyugado. Hasta el punto de arrepentirse de haberle concedido entonces muerte tan rápida. Si estuviese en sus manos, la reviviría a cualquier precio, sólo por el gusto de recibirla en confesión, de escuchar los pormenores sórdidos. Para que, terminando de enterrarla en la memoria, no restase en él un mínimo recuerdo de su vileza.

Pero ¿cuáles habrían sido sus últimas palabras, qué podría contarle capaz de apaciguar su indignación, de arrancarle la punta clavada en el pecho? ¿Existirían palabras, en la lengua de los hombres, que justificasen tal traición, la quiebra de la confianza? ¿O le faltaron a la mujer, inmersa en esa zona de penumbra en la cual había sido reina y esclava al mismo tiempo, condiciones para elegir entre el bien y el mal, lo nefando y lo sagrado? En la antesala de la muerte, ¿habría la última palabra de la mujer borrado para siempre su silueta de modo que, al final de su dramático discurso, no restase en él más que una sombra desvaída?

25.

El Califa le impone la tiranía de los días que siguen. La materia del tiempo la envejece, transforma a Scherezade en un ser diferente a cada segundo. Se mira en el cristal que le trae Jasmine y comprueba la mirada desolada. Sujeta al implacable misterio temporal que rige su cerebro, afronta, junto a Dinazarda, la elocuencia de la ampolleta, los granos de arena que martirizan el corazón, para no zozobrar.

Bajo el fulgor de las piezas valiosas que hay alrededor, que reverberan con los primeros rayos solares, Scherezade tiene ganas de llorar, pero se resiste a que le roben la ilusión. Prisionera de aquel mausoleo, adquiere la dimensión trágica de los minutos que se escurren sin conmiseración ni rescate, y que piden llevarla a la muerte en breves segundos. Su única salvación consiste en engendrar pausas, intervalos, interrupciones, cortes, en defensa de una historia que respire hasta el amanecer.

Para controlar, sin embargo, la frecuencia con que los minutos laten en la frente, consulta a su hermana y a la esclava, ambas expresivas en su defensa. Scherezade pide poco de ellas, ansía solamente un epicentro irradiador que la reconforte, la advierta de sus debilidades, qué hacer exactamente con el maldito enredo que ahora tiene en sus manos.

La muerte inminente de la hermana es un conflicto para Dinazarda, evita mirarla, simula indiferencia. Con el gesto pretende que el Califa se conduela de Scherezade y la juzgue desamparada por su propia familia, que ella representa en aquellos aposentos. Pero, para su disgusto, el soberano no registra su desamor por Scherezade. Absorto ante el despliegue de una realidad enojosa, el Califa no retiene la llave de la felicidad.

La estrategia de Dinazarda falla. Había sido ingenua al contar con la solidaridad del Califa, cuya indiferencia era proverbial. Mientras Jasmine se desvela en cuidados, su esfuerzo en ese momento es evitar que Scherezade, mientras narra, flaquee por el cansancio, por lo avanzado de la hora. Pero, sorbiendo a tragos la tisana de limón ligeramente calentada, donde flotan dos pétalos simbólicos, servida por la esclava, ¿acaso Scherezade se recobra, se anima? ¿O sigue exigiendo que le susurren al oído la creencia en su ardiente talento, y le proclamen que, por iniciativa de Alá, disponen hoy, otra vez, de la palabra fervorosa y de un cuerpo armónico?

Scherezade transforma la mueca del rostro en sonrisa. Nada la protege del sacrificio inminente. Siempre había sabido de los riesgos de la empresa, que para salvarse convenía entretener al Califa con un episodio lleno de sobresaltos, inyectar en él ingredientes de su inventiva, la insignia de su imaginación. Se sabe dueña de una fantasía insolente, de riendas sueltas, que vale sofrenar para conciliar mejor los intereses antagónicos de la historia en cuestión. Cualquier imprudencia, al dar demasiada relevancia a escenas condenadas de antemano por el Califa, redunda en su condenación.

Entre las paredes de los aposentos, que nunca abandona, Scherezade vive el conflicto de servir a la vida y a la muerte. En contumaz competición, una y otra alcanzan el paroxismo del respectivo esplendor a las primeras señales de la alborada.

Al salir vencedora cada mañana, ella vive la tregua de las escasas horas ganadas a la muerte en medio del torbellino de las emociones. Una prórroga debida a la destreza de su narración, pero que, en contrapartida, sacrifica el proyecto inicial, ya en marcha.

Forzada, de repente, a resucitar detalles enterrados en la memoria, teniendo siempre en vista seducir al implacable amante, Scherezade enriquece el filón de los relatos con un celo intransigente. Para este fin, lanza un personaje en el lecho del otro, aunque no haya amor, ni lo motive la pasión. Sabe que en algún lugar del cuerpo de Simbad hay una memoria que pronto responde al deseo y lo convierte en un amante perfecto. Él simula el amor como si amase.

26.

¿Acaso este ilustre abasí ansía un plato de lentejas en el que floten trozos de cierto carnero que, antes de ser abatido, había sorprendido el fulgor de la luz al brillar en la arena ardiente del desierto? ¿O requiere la mirada complaciente de una mujer que, en vez de envenenarlo con la fuerza del resentimiento, lo nutra con la leche materna?

El Califa jamás había indagado los motivos de que Scherezade fuese espontáneamente a su encuentro, exponiéndose a la crueldad de sus actos. Prescinde de explicaciones que, en general, terminan por exponer sus propias debilidades. Actúa al contrario de Harum al-Rashid, el noble antepasado que, de tanto necesitar de la verdad y la mentira, iba al mercado disfrazado de alfarero, de mendigo, de mercader, forzando a los súbditos a que denunciasen su prepotencia y sus errores.

Pronto el soberano había aprendido la fuerza corrosiva nacida de hombres y animales. El diálogo entre criaturas que, sin la menor justificación, adopta un rumbo dañino. En el curso de un simple intercambio de ideas, exponiéndose fatalmente a la debilidad de uno de los interlocutores. En el caso de un Califa, la concesión de intimidad, fuera a quien fuese, mina la esencia del poder, que parece reposar en la reclusión absoluta de su alma.

Los aposentos ofrecen a Scherezade la única geografía a su alcance. Mejor que nadie, ella entiende los intersticios de aquella grey imperial, erigida a la sombra del Profeta. De cómo ellos consolidaron su irresistible atracción por el trono a través de los diversos soberanos. Y mientras el día transcurre, y cumple, tensa, los detalles de la vida cotidiana, allí representados por Dinazarda y Jasmine, ella evoca la sagacidad del Califa, el recorrido de las ponderaciones monosilábicas de un hombre que no conoce otra expresión de la vida que la que viene intermediada por el poder.

Como prisionera del Califa, el jardín le parece inaccesible. Cuando siente que pierde Bagdad de vista, la inventa para tenerla de vuelta, como si Fátima, aún hoy, la condujese por las callejuelas estrechas, que ganan realce cuando comienza a ponerse el sol. A despecho de las condiciones adversas que le impiden el vuelo y la hacen imaginarse un pájaro con un alfiler clavado en el ala, hay vida que late en su entorno. Las esclavas ríen, olvidadas de que la princesa las observa. Gracias a estas jóvenes, el jadear de la existencia alienta a Scherezade y la ayuda a dar combate a la fragancia de la muerte que se desliza por las alfombras, faltándole poco para abrazarla.

Al caer la noche, el Califa vendrá enseguida. Él es sensible al reloj, jamás se retrasa. No perdona a quien desconsidera el valor del tiempo, aunque sea por unos minutos. Fiel a este atributo, él asoma en la curva del corredor, precedido por la diligente falange de guerreros. Por disposición protocolar, el heraldo responde de sus desplazamientos. Relevante figura en la corte, anuncia de lejos la aproximación del monarca, dando tiempo a las hijas del Visir, que no están exentas de este deber, de postrarse sobre el suelo de mármol, antes de que el soberano, erguido a pesar del cuerpo cansado, cruce el portal.

La curvatura profunda, que mantiene a las hermanas prácticamente en el suelo, no les permite sondear el ánimo del Califa. Si perdura aún en él la indisposición manifiesta aquella mañana, cuando, por razón desconocida, algo se había desprendido involuntariamente del granito del poder y lo había herido, robándole la ilusión de inmortalidad.

Cuántas veces él se olvida de dispensarlas de la incómoda posición. Retrasa el retorno de las hermanas a la práctica diaria, iniciada a partir de la fecha en la que Scherezade, armándose de valor, había comunicado a su padre el deseo de inmolarse en pro de la salvación de las jóvenes del califato. Manteniéndolas en esta curvatura, que retrasa la escenificación de las historias de Scherezade, ambas jóvenes aguardan a que el Califa las libere.

Extranjera del grupo, Jasmine imita a las princesas. Al imprimir, sin embargo, humildad a sus gestos, su reverencia tarda más que la de ellas. Expuesta al tamiz de cada hermana, trae enseguida golosinas, cuida de no ofender el paladar del soberano. Pero él no la observa, acepta distraído los cuidados que le son debidos. Se había habituado a estar rodeado de mujeres, por estar vedado el ingreso masculino en los aposentos. Poco a poco, el Califa va olvidándose de las audiencias concedidas por la tarde a los mandatarios, líderes religiosos, beduinos prominentes, hombres del desierto. Muchos de ellos, procedentes de regiones ignotas, tenían en vista proponer al soberano toda clase de negocios. Desde alianzas espurias, expansiones territoriales, tan del agrado de los abasíes, hasta ventajas personales que expandiesen sus fortunas.

En el salón de audiencias finamente ornado, donde relucen piezas raras, el soberano es parsimonioso, finge meditar sobre las ofertas hechas junto al trono. Parco en palabras, es un ser que ostenta un esmerado sentido de la justicia. Oye las protestas simulando laboriosidad, sin decir nada. No toma en consideración la difícil conducción del destino individual y colectivo, ahora a su cargo. Al llegar a los aposentos, aunque se distienda, no se olvida de reproducir, en escala menor, los ornamentos del poder que se extienden por el califato. Es con negligencia como acepta manjares, sumisión, la oferta del cuerpo femenino. El arsenal misterioso que merece en su condición de soberano inmortal.

27.

Dinazarda vaga por el palacio. Dueña de sus propios pasos, por donde camina lleva consigo los méritos de su hermana. Nunca sabe si el beso que le dio en la frente es el último de su vida.

En el jardín, aspira las flores, exige la verdad. ¿Por cuánto tiempo aún tendrá a Scherezade a su lado? En estos instantes solitarios, que exacerban la sensibilidad, lamenta que se le haya otorgado a su hermana un talento tan irresistible.

Imagina qué estará haciendo ahora, aislada en los aposentos, en medio de las esclavas, que no la abandonan. Tal vez consulte el futuro en el espejo que Jasmine insiste en presentarle, para que certifique su belleza.

Scherezade da muestras de cansancio. Frente al cristal, se resiste a guardar los rasgos del rostro que en breve presentará evidencias de envejecimiento. El miedo le ha dejado marcas que llevan el nombre del Califa. Pero le apesadumbra ser un día olvidada, que no le quede tiempo de llevar sus historias a los oídos del pueblo de Bagdad.

Teme que nadie, además de Dinazarda y Jasmine, reverencie sus relatos, los guarde en un rincón del corazón, el lugar de las intemperies. No contar un día con un amigo que, en gesto desgarrado, exija la continuación de sus relatos, como si ellos fuesen tutela de una familia universal.

Dinazarda pasea displicente por las alamedas floridas. Aparta con cuidado los arbustos, las espinas inesperadas. Hace mucho consume el vivir cotidiano al lado de su hermana, defiende sus intereses, chupa su veneno, su sangre aventurera. De tal forma presencia sus actos, que es como si viviese en su lugar.

Inspecciona otras dependencias del palacio, nada se le escapa a la crítica. De regreso a los aposentos, la visión de Scherezade dormida la atormenta. Su hermana acepta el cautiverio como queriendo olvidar las formas del mundo para describirlas a su manera. La concentración en que vive le causa agotamiento. Movida por la compasión, Dinazarda vacila en despertar el cuerpo frágil, inmerso en el sueño profundo, olvidada por momentos de la ronda diaria del verdugo. Tal vez el reposo favorezca la reflexión que Scherezade necesita para dar inicio a la historia nocturna. Por otro lado, conviene que repase los detalles, no desperdicie horas preciosas, todas calculadas para salvarla.

Scherezade se asusta por lo avanzado de la hora. El sol había reducido su intensidad y le queda poco tiempo para prepararse. Pero el retraso no ha de causarle daño. Tranquiliza a su hermana, es esencial para ella que Dinazarda siga confiando en su habilidad de tejer una alfombra con simples hebras que flotan en la memoria. De ser capaz de filtrar la materia del mundo al servicio de su ingenio.

Tal vez Dinazarda tenga razón en señalar sus excesos, su inclinación a lo inverosímil, que el Califa, no obstante, subyugado por estos aspectos, jamás criticó. Ni una sola vez le hizo ver que la fabulación, desenfrenada y sir límites, tropieza con sus intereses, difícilmente encaja con la realidad bajo su mando.

El semblante de su hermana perturba a Dinazarda. Juzga prudente aliviar a Scherezade de la presión que ejerce sobre ella, del estigma de ser copia suya. Le acaricia los dedos, la mejilla, le confirma que estará siempre a su lado. Que no se sienta desamparada por cumplir las leyes inexorables de su oficio. ¿No había sido ella, Scherezade, por otra parte, quien le había confesado que la impericia narrativa es también fruto de la experiencia?

Después de resucitarle el ánimo, se esmera Dinazarda en hablar del jardín, donde, por iniciativa propia, había bautizado algunas alamedas con los nombres de personajes de su hermana. Rincones aptos como escondrijos, propicios para vivir un amor prohibido. O para confesar al amante que había llegado el momento de decirle que ya no lo quiere, hay otro en vista, un príncipe que suspende el significado de la vida, en caso de que se ausente de ella. Pero no siendo artista como Scherezade, su contribución es traerle pinceladas esfumadas del paisaje de Bagdad.

Con la expectativa de que el Califa vaya a verlas, las horas pasan veloces. Y cuando él se acerca, precedido por dagas, banderolas, clarines, aparenta prisa. A pesar de la mirada lejana, él señala, arrogante, la cama, la cópula nocturna. Se desnudan parcialmente y él aguarda que el rostro de Scherezade incite al sexo. Pero antes de prolongar las evoluciones en la vulva de la joven, le sobreviene el espasmo, como si la muerte, y no el placer, lo hubiese visitado. Como consecuencia, las abluciones son rápidas. Aún enfurecido por los problemas del califato, ordena que Scherezade dé inicio a la historia que desde hace tres días le viene contando. Le insinúa que, si falla, al amanecer la entregará al verdugo. Pero, para agradarle, ella jura echar mano esta vez de lances osados, quitando para ello personajes y sustituyéndolos por otros, sin dejar la escena libre de situaciones embarazosas.

Scherezade sabe, de antemano, en qué frase había dejado suspendido el relato de la víspera. En qué exacta circunstancia el marido de Samira, abordado por el Gran Visir, que quería sobornarlo, había manifestado desapego por los bienes materiales. Una etapa que debería, no obstante, cerrar para siempre, si pretendía añadir desdoblamientos que encadenasen al Califa de nuevo, ahora abandonado sobre el lecho.

La falta de atención del soberano, cuya laxitud provenía no del sexo, sino del tedio, puede costarle la vida. Frente a tal peligro, Scherezade reacciona con presteza. Usa palabras que creen vendavales, remolinos. Prácticamente se incendia, para quemar con su fuego el corazón del Califa. Que nada quede incólume al furioso paso de su historia. ¿No ve él cómo los personajes, saltando del espíritu a la carne, finalmente jadean ávidos?

El soberano se rinde provisionalmente a la marcha de la tragedia en la que es introducido. Su mirada, voraz, no la deja capitular, exige la tarea cumplida. Ella afronta su juego nervioso e inestable con una sonrisa irónica. Casi le prueba ser dueña única de su imaginación, la agudeza de su instinto de enlazar palabras sueltas. Prefiere, sin embargo, impulsar el sentimiento fascinador con el que seduce al Califa desde su llegada al palacio. Son muchos los rituales que aún necesita cumplir.

28.

Evocaba a Fátima con frecuencia. Cómplice suya desde la infancia, la había acompañado a cada paso después de la muerte de su madre.

Se divertía en su compañía. Su humor le había franqueado las puertas de la aventura. La había ayudado a forjar una Bagdad entregada a la intriga, poblada por nobles, plebeyos, animales raros, unos de estatura gigante, otros pigmeos, todos aliados de lo sobrenatural.

Seducida por su ama, Scherezade reaccionaba ante lo que le decían los maestros de Bagdad, de visita diaria al palacio. Venidos de la escuela de traductores, y trayendo a cuestas rollos sagrados, manuscritos, algunos de procedencia griega, vertidos a la perfección al árabe, ellos le aseguraban el riguroso predominio del mundo racional sobre todas las cosas.

Sin hacer comentarios, Fátima se complacía en ocupar los asientos que guardaban aún el olor docto de sus cuerpos. Como insinuando a Scherezade la existencia de actos modestos puestos al margen de las consideraciones de aquellos sabios. De ahí a pedirle la inclusión de duendes, genios, mendigos, príncipes, en sus relatos. Criaturas que, ganando espacio en su imaginación, expresasen la simultánea sordidez y magia de lo cotidiano.

Le habían dado el nombre de Fátima en homenaje a la hija del Profeta. Al pronunciar su propio nombre, ella se golpeaba en el pecho repetidas veces en acto de reverencia al ancestro. Discreta en sus artimañas, el ama no temía al Visir. Solidaria con las carencias de la niña solitaria, tan pronto el salía sin hora de regreso al palacio del Califa, ella le encendía la fantasía. Importándole poco la presencia de los siervos, o incluso de Dinazarda, observando la escena.

Fátima sentía latir en la niña una curiosidad que lanzaba llamas por la mirada y por las fosas nasales, como asegurándole que, a despecho de su tierna edad, sabía de la existencia de otros universos, aparte del califato de Bagdad. Desafiaba al ama a leer las reacciones de su rostro cuando le describía el trazado circular de las callejas de la medina.

Examinada por la niña, Fátima reparaba en los rudimentos de su saber. Ante la visión de las tablas caligráficas y los manuscritos en los que Scherezade estudiaba, se sumergía, perpleja, en este mundo de espesa e intrincada belleza. Preocupada por proveer a la niña de ingredientes que ampliasen su territorio infantil y la proyectasen a centros distantes del palacio de su padre, donde el espectáculo de la vida, presente en todas partes, reverberaba incongruente y polifacético.

Bajo el estímulo de Fátima, Scherezade, antes de dormir, arrullaba a su ama con los relatos. A veces dando énfasis a cierto camello traído del desierto del Sahara por Omar, criatura recién inventada. O hablando del marinero Hassid, que, a punto de subir a la nave que lo llevaría en dirección a las temibles Columnas de Hércules, se despidió de la patria masticando trozos de sandía que se le escurrían por el pecho asombrado.

Fátima dormía a su lado, con la expectativa de despertar repuesta, bajo la magia de los poderes derivados de la niña. Era común que Scherezade, oyendo a Fátima describirle las figuras míticas de Bagdad, ardiese de fiebre. La exaltaba pensar que, en el futuro, caminando por el bazar, ambas encontrarían vestigios de arena del desierto en las mercancías traídas por las caravanas.

Scherezade ya no podía esperar más. Había llegado la hora de romper amarras, de visitar el mercado. Tampoco Fátima tenía cómo seguir prorrogando esta decisión. Así, antes de dirigirse al centro de Bagdad, se ocupó de impedir que el Visir descubriese el grave delito. Para borrar en Scherezade las marcas de la procedencia noble, la hizo pasar por un zagal imberbe, de complexión delicada. Operando en ella tal transfiguración que Scherezade, frente a un disfraz que realzaba su ambigüedad, ya no sabía, al final, quién era, a qué nombre atender. Un dilema que, si la perturbaba, hacía reír a su ama. Orgullosa de un trabajo que se oponía al cuerpo original de la adolescente y disimulaba su sexo, Fátima le mostró, con ejemplos concretos, las ventajas de experimentar el placer de ser niña y niño al mismo tiempo. Respondiendo de esta forma al doble estado con una sabiduría que le faltaría en el futuro, en el caso de que se quedase únicamente anclada en el cuerpo femenino.

Cogida de su mano, Fátima arrastraba a Scherezade como ciega por las callejas, tropezando con las piedras, con las paredes angulares, sin sentido de la orientación. Lo único que no lograba era detener las lágrimas de la niña, tocada por tantas revelaciones. Hasta el punto de ruborizarse y palidecer, ir de un estado a otro sin agotar jamás las emociones en las visitas siguientes. Cuando, entonces, seguras de no ser descubiertas por la guardia del Visir, disfrutaban de los misterios de la ciudad, abrían espacios cerrados, puertas secretas, se atrevían cada vez más.

Aun variando de disfraz, apoyada en un bastón difícilmente se reconocerían las facciones delicadas de Scherezade, su cutis blanco, casi nunca expuesto al sol, ni le atribuirían rasgos de sensualidad bajo su pobre apariencia. En esos paseos, caminaban despacio, sin que Fátima la perdiese de vista. En el rostro cincelado del ama se traslucía la disposición de alzar los puños contra cualquier intruso que observase a Scherezade de cerca, ahuyentándolos con una vara o con palabras rudas. Sin que la beligerancia de Fátima atrajese a Scherezade, sólo atenta a acumular experiencia, guardar las facciones del universo de la medina, internarse por sus laberintos. Aquellos corredores que, además de proteger a sus habitantes de un ataque enemigo, canalizaban la brisa y los defendían del sol inclemente.

Al vislumbrar el mercado por primera vez, Scherezade había identificado de inmediato la geografía real de sus historias. A través de aquel escenario turbulento, invadido por las imprecaciones populares, poblado de olores, fragancias, aromas desconocidos, palpaba el corazón del arte de fabular.

Scherezade regresaba de estas fugas con sensación de desamparo. Intuyendo sus sobresaltos, que la niña aún no había aprendido a filtrar, Fátima la ceñía contra su pecho, acariciaba sus cabellos, asegurándole que, a despecho de los vértigos y de las conmociones, no desfallecería. Sólo le pedía que no guardase en el rostro, a la vista de todos, las huellas de la insubordinación.

Siguiendo la orientación del ama, Scherezade se refugiaba esos días en la habitación, donde hacía las comidas, con el pretexto de no encontrarse bien. Su padre, envuelto en los quehaceres administrativos del califato, nunca había percibido las transformaciones que afectaban a su hija. La propia Dinazarda, en general atenta, informada de su indisposición, respetaba su solicitud.

Con la ayuda de Fátima, rehacía el camino de los sentimientos durante los días siguientes. Iba deshaciendo en el cuerpo las impresiones que le habían dejado las experiencias. No se sentía obligada a probar al Visir, o a su hermana, los hallazgos derivados de la visita a las tierras impregnadas de miseria, ilusiones, gritos lastimosos. Celoso de su estirpe, el Visir, temiendo ver su fama mancillada, no toleraría a su hija en medio de la turba.

Su aprendizaje en aquellos años se había acelerado. Con Fátima trayéndole flores, insectos disecados, dulces, decidida a suministrarle el precioso bien de conocer el mundo. No hurtándose a llevarla a escondidas al mercado, siempre que Scherezade se lo pedía, aun teniendo que pagar con la vida tal desobediencia al Visir.

De naturaleza desprendida, el ama no había acumulado monedas en aquellos años. Y, por temperamento, no lisonjeaba al Visir pretendiendo obtener recompensas. Jamás se había considerado con derecho a tener un hogar fuera de los límites de aquel palacio. Por ello, por encima de todo, contribuía a consolidar el repertorio de las historias que la niña grababa rápidamente en la memoria.

A partir de las visitas a la medina, Scherezade había entendido que los secretos de la vida cotidiana, la materia del saber, la realidad lejana, el universo árabe, eran para ella de fácil aceptación. Su alma, al fin y al cabo, había surgido de este pueblo que deliberadamente había creado laberintos desordenados. De ahí que no registrase distancia entre la grey de la corte, siempre arrogante, y la gente andariega, ansiosa de comida y fantasía. Todos ellos, como de común acuerdo, exhibían iguales dosis de delirio en su impía carnalidad.

29.

En contra de su designio de eliminar a las jóvenes esposas, el Califa salva cada mañana la vida de Scherezade. Aunque se esfuerce por decretar su muerte, frustra al verdugo que aguarda a su presa a la entrada de la habitación.

Al acecho de una sentencia que la amenaza, Scherezade se perfecciona en el arte de imbricar historias. Dueña de un tiempo que le es escaso, va enlazando un enredo con otro, mientras se desprende de la red de las intrigas, como sabe hacerlo un narrador competente.

Hundido en las dudas que le provoca reinar, el Califa alza la ceja derecha en forma de arco, indicio de que pretende decretar la muerte de un adversario o de un inocente. Afirmando con tal gesto que tiene sobrados motivos para vengarse, la vida lo ha ofendido gravemente.

Lo que siente por la joven, y que se traduce en piedad y admiración, hiere su autonomía, sus actos de gobernante, sin que atine con las razones de no decretar su muerte y terminar de una vez con este suplicio. Las aflicciones, sin embargo, derivadas de estos conflictos, son siluetas que lo sofocan como una mancha, sombras arraigadas en el corazón, ahuyentando cualquier haz de luz que signifique alegría. Y que combate reduciendo la influencia de Scherezade, borrando su capacidad de fabular la vida, como si ésta fuera también objeto de su invención.

En el afán de olvidar a la princesa, él teje pequeños delirios. De nuevo imagina a una extraña introduciéndose en el cuerpo de Scherezade, sin pedirle siquiera permiso. Una mujer cuyo nombre y procedencia ignora, pero a quien codicia. Y contra quien, después de una cópula nerviosa e imaginaria, que lo vacía de emociones y de esperanzas, toma las armas.

La fantasía del Califa no le pasa inadvertida. Scherezade nota en el soberano la resolución de teatralizar su encuentro con la extraña, como si, amparado por la ilusión escénica, él reflejase el deseo de vaciar el contenido del cuerpo de Scherezade, quedándose sólo con su corteza, para ofrecérsela a la otra mujer. Había actuado así en otra ocasión, sin que ella entonces hubiese reaccionado. Sólo que ahora la pretensión del soberano es desalojarla de sus aposentos, en breve las trompetas del heraldo anunciarían su intención.

Se estampa en él la urgencia de destruirla. Convencido de que si no fustiga la fuente del mal, la desgracia se abatirá sobre su casa. Pero sólo podría prolongar la ilusión de multiplicar las mujeres, y minar al mismo tiempo la energía de la joven, si Scherezade colaborase, si le cediera, voluntariamente, el envoltorio de su preciosa carne, en el cual encajar una mujer de su invención.

Scherezade adivina su ardid. Lo que él está dispuesto a hacer si le presta su propio cuerpo, volviéndose, entonces, simple figura de ajedrez que el soberano moverá a su antojo sobre el tablero de su lujuria. Pero, tentada por un proceso que había iniciado el fantasioso Califa, la hija del Visir pondera que, al fin, de tanto disfrazarse de personajes apegados a sus vísceras, de complacerse en usar voz y meneos ajenos, sería natural aceptar su magia, escarnecer la realidad del soberano, aunque so pena de perder el alma.

Desde su infancia, el Califa había soñado con fabular la vida cotidiana, y sólo ahora, mediante este truco, se sentía capaz de asegurar trascendencia a cualquier hecho sórdido, fuera de la línea divisoria de un realismo que su poder había establecido. Pero, enfrentado al dilema de proseguir con esta escenificación y perder, no obstante, el sentido de cualquier realidad, se asusta. Teme vivir una orgía perdularia, consumir las monedas de la imaginación, que sueña con lanzar gratuitamente en el bazar.

Anticipándose a las emociones que expondrá los próximos días a sus súbditos, se pregunta qué clase de doncella ocupa ahora el cuerpo de Scherezade, transformado en mero receptáculo. Pero si Scherezade, de hecho, se había despedido, ¿a quién tenía en los brazos? ¿Quién usaba tras los velos las facciones de Scherezade? ¿Acaso alguien originario del desierto, familiarizado con las tiendas, que, a la llegada de las lluvias, se cierran como un molusco, protegiendo de esta forma a los moradores del acoso del viento?

La dócil adhesión de Scherezade a tal fantasía lo perturba. Duda de que ella apoye una imaginación que actúe de forma autónoma, disputando con ella el cetro de la quimera. No sabe, con todo, analizar las expresiones de la joven. En los últimos tiempos, conviviendo con Scherezade, en él se había intensificado el desprecio por el juego de la máscara en que fuera educado. Repudio este que no lo protege, pues teme las consecuencias de un delirio que, a fin de recuperar la juventud y ser feliz, había expulsado a Scherezade de sus aposentos.

¿Y por qué preocuparse? Hace mucho que ella le hace daño. No obstante, sin ella a su lado el mundo pierde cohesión, se fragmenta, sin la ventaja al menos de que la joven le arranque la savia de la que él depende para rejuvenecer.

Había ido demasiado lejos en su capricho de implantar indistintas mujeres en el interior de Scherezade. Quizás había generado en la joven la decisión de vengarse, de imponer al Califa el fardo de la realidad, que, solo, él ya no puede soportar. O de desaparecer ella del palacio sin despedirse. Pero si Scherezade huyera de verdad, ¿cuál sería su paradero? ¿Regresaría a la casa de su padre o emprendería un viaje soñado hace mucho, siendo posible que, en aquellos minutos, ya hubiese tomado el rumbo de Damasco? Lo que explica su fisonomía contraída, aunque no hable ni proteste por el cautiverio que le ha sido impuesto.

Teniéndola enfrente, el Califa se pregunta adónde se ha ido Scherezade, dejando atrás sus restos mortales. Tuvo ganas de seguirla, reclamar de vuelta su monólogo narrativo, sin el cual la existencia lo apesadumbra. ¿Estaría ella malhumorada, dispuesta a dejarle un rastro de odio, un legado que Dinazarda y Jasmine heredarían?

En medio de tal inquietud, él conjetura si había envejecido hasta el punto de perder toda benevolencia consigo mismo. Y, si esto realmente había ocurrido, ¿por qué había cedido a un impulso juvenil que, ofendiendo a Scherezade, la había llevado a la fuga, a pesar de tenerla enfrente?

Culpable de capitular frente a una invención cuyo flujo pernicioso no logra restañar, todo en él brota sin control, señala que la vejez lo está castigando. Ya no sabe cómo librarse del don de la imaginación, otrora tan ambicionado, y que ahora le viene sin el sentido de la medida, forjando historias que emulan una realidad ordinaria y grosera.

Este talento tan reciente lo asfixia. Al contrario de los vagabundos de Bagdad, el Califa no se había preparado para emocionarse con las desgarradoras notas del laúd, que escucha en el salón del trono. O para aceptar las verdades contradictorias de la simpleza cotidiana. Su corazón quiere sólo reposar, librarse de las amarguras humanas.

A partir de estas dificultades, de las que tan bien se hacen cargo los artistas, el Califa percibe que la imaginación jamás reposa. Es onerosa, promiscua, prisionera de ilimitados recursos. Con sus combinaciones inverosímiles e infinitas, ella circula por un territorio ocupado por los maestros de los disparates. Por seres que, fecundando a los demás con sus hazañas mentales, merecen aplausos en la plaza pública.

Scherezade observa en el rostro ansioso del Califa esta nueva prodigalidad. Evalúa rápidamente los beneficios y las pérdidas que le puede acarrear la súbita emancipación del soberano. En general taciturno, poco afecto al placer, la naturaleza del Califa, no obstante, consume absurdos novelescos y se divierte con ellos. Ya este otro hombre, que ahora aflora en él, la sorprende. Ignora si le conviene perpetuar ese estado, si más vale encarcelarlo otra vez, hacerlo renunciar a la voluptuosidad emanada de su nueva imaginación, devolverlo a la apatía habitual. Y sólo así, resignado como siempre, él oiga a Scherezade narrar, se someta a una maestría que abate su proverbial crueldad.

30.

Scherezade vive una audaz aventura. Sus viajes, alrededor de la habitación, no la llevan a ningún lugar. Quien traslada, quien ama, quien corroe los metales y los corazones es la imaginación, guerrera intrépida que la trae de vuelta a Bagdad, siempre que se aleja en demasía.

Nunca se cansa de entregarse a la irremediable voluptuosidad de contar historias, como si así iniciase una peregrinación a La Meca, o a Medina, según la dirección que tome. Y que le va ofreciendo, ante la visión genesíaca de estas tierras, prodigiosas revelaciones.

Scherezade sigue sola en estas empresas, dejando todo atrás. Forzada a rápidas despedidas, enseguida se olvida de todos. Pierde vínculos familiares, desprecia afectos. Se fija en Dinazarda, como si su hermana ya no estuviese allí. De nada vale que Jasmine le dirija una mirada dispuesta a socorrerla en las horas de aflicción. Engolfada en la odisea de aquella travesía, que amenaza con eternizarse, Scherezade no se cuestiona qué especie de destino es éste, del cual no logra huir. En estos instantes, tiene a su favor la propiedad de fabular lo que la lleva a un centro, donde la cabeza de un dios invisible reposa y reparte falsas sinecuras.

De porte menudo, después de la pubertad había crecido poco. La piel blanca, en contraste con el cutis moreno de Dinazarda, se resiente por el sol que ha invadido los aposentos. Todo en ella es proclive a desmoronarse. Pero al caminar ávida por el mármol, teniendo los jardines en la retaguardia, Scherezade se decide a aniquilar al Califa. Para ello recorre las venas de los personajes, inquiere la compulsión de sus vidas, deambula por una zona de peligro. La tranquiliza reconocer que el Califa, aunque lo ambicione, es incapaz de escudriñar sus secretos, sus profundas intenciones.

Sometida al mundo, ella busca en esta cruzada una geografía incierta que existe y no lleva nombre. Pero que la autoriza a acercarse a otro centro, otrora soñado por profetas, poetas, y que tiene la imaginación como guía. Aunque esclava de la cuchilla de la muerte por determinación del Califa, aun así emprende la travesía que enfrenta al héroe a toda suerte de obstáculos.

Al timón del barco que atraviesa su memoria, Scherezade supera, con los cabellos al viento, olas encrespadas, seduce a la legión de los dragones que, con la levedad de los peces, la persiguen por la superficie del mar. En el papel de heroína, cumple airosa la tarea que el destino le impuso al resistirse a la saña de los verdugos, no aceptando jamás ser un cordero resignado frente al altar del sacrificio. Su meta sigue siendo la misma, salvar a las jóvenes del reino bajo la mira de un déspota.

A lo largo de este viaje iniciático, sin lugar seguro para llegar y con fecha que se prorroga como premio, Scherezade depende exclusivamente de los caprichos del monarca. Delante del cual ella reclama la prerrogativa de afrontar, por medio de sus historias, un mundo ignoto, en el que está presente toda gama de aventuras.

Al servicio de las hijas del Visir, las esclavas forman un círculo en torno a la contadora. Algunas, discretas, apenas balbucean sonidos, mientras que Jasmine, agitando un mosquitero, va a la caza del único insecto que ahora molesta a Scherezade. La joven acepta que la traten con cumplidos. Se sabe en posición de relieve en el frontispicio de la imaginación árabe. Como si desde la infancia, incentivada por Fátima, hubiese asumido la complexión de todos los héroes cuyas leyendas se posaron en el recuerdo de los hombres. Y, mediante esta convicción, se reviste altiva con la faz de los personajes andariegos.

Oriente es un vértigo en su alma. A fuer de esta atracción, Scherezade se sumerge en la memoria arcaica y en los arcanos de otras latitudes, revive enigmas históricos, como el encuentro de Príamo con Aquiles, después de la muerte de Héctor. Y lo reproduce con riqueza de detalles, dando realce, por pura solidaridad femenina, a los lamentos de Andrómaca y de Hécuba, mujeres golpeadas por el dolor. Aquel momento único en que el rey de Troya, arrodillado frente al altivo hijo de Tetis, reclama los despojos mortales del príncipe Héctor.

En el horizonte de aquella mente narradora que se desborda con frecuencia, engendrando múltiples versiones, el sufrimiento del anciano por su hijo amado la enternece. Apoya que Aquiles, al devolver los despojos del príncipe, ceda al rey transido la expresión de su misericordia y crezca a los ojos de la historia.

Imbuida de tal magia, Scherezade prevé en el cristal del tiempo otros misterios allende el mar. Sorprende, así, la cabalgata solitaria del noble caballero Parsifal, designado por sus méritos para descubrir el cáliz sagrado. Ella escudriña la credulidad del caballero al servicio de Arturo. El espíritu que preside una aventura que viene a ser uno de los epicentros de cualquier narración.

Con tal certidumbre, Scherezade sonríe complacida. Como que la vida la favorece al guardar distancia de siglos y civilizaciones, al ser capaz de seguir los pasos de este Parsifal, de acatar su sufrimiento, su perseverancia, su fracaso. Pero ¿dónde había escondido el caballero el Grial, objeto de aquella busca? ¿Habrá encontrado junto al cáliz la esencia inefable?

La interminable caminata del solitario héroe tal vez la estimule a intensificar sus propias historias. Sujeta ella al ilusorio juego del enredo, quizás atine a mezclar leyendas, como éstas, con las que se originaron del arrojo de Simbad, de Aladino, de Zoneida, seres ávidos de aventuras. ¿Y no podría ella, igualmente, al dar curso a su naturaleza secreta y ambivalente, convertirse en el Parsifal del desierto e ir al encuentro de su propio sueño?

31.

El Califa nota su inesperada voluptuosidad. Scherezade transpira, el cuerpo se humedece. Él husmea el olor proveniente de la piel entumecida, mojada. Al sorprender su euforia amorosa, todo en él late, capitula, el miembro se endurece por instantes.

Transportada lejos de allí, el deseo de Scherezade no adviene del soberano. Más intrépida que su padre, codicia lo que sea en presencia del soberano, con la intención de castigarlo. No disimula su emoción, actúa como si no lo tuviese presente. Una postura frente a la cual el Califa retrocede. Acobardado, las venas del falo se enfrían y desfallecen.

Libre del Califa, ella disimula su exaltación manteniendo en el rostro la algidez del mármol. Divaga de nuevo recordando al joven de paso por el mercado, de ojos negros, fijos en ella, como si quisiese retener su imagen en el futuro. Se enfrenta a Fátima, que, desterrando a quien mirase a Scherezade por largo tiempo, lo ahuyenta con la vara, lo aparta a gritos, como a una oveja. La sonrisa del zagal, sin embargo, dirigida a Scherezade, anuncia las estaciones del año, el calor del desierto, de donde ciertamente procedía la piel tiznada. El cuerpo de Scherezade, reaccionando a la mirada, late, lo siente tumbado a su lado, la mano ancha, extendida en el vientre, girando en círculos, los órganos expandiéndose a su paso, revolviéndola, una perturbadora emoción que no cesa.

Fátima había reparado en el intercambio de miradas, pero nada hace. Como si quisiese que Scherezade, de vuelta al palacio de su padre, se llevase la imagen del joven y no lo olvidara. Un regalo que le hace bajo la forma de un amante intangible, que jamás sería suyo. Y que se contentase, a partir de aquel encuentro, con transportar en sus entrañas la furtiva alegría de haberse enamorado de refilón de un modesto joven de Bagdad.

El cuerpo de Scherezade había sido siempre de difícil acceso. Aunque ansiase la carne ardiente del joven que acababa de conocer, en la práctica se ocupa de duendes, monstruos, de criaturas con andrajos o con la corona de rey, aspirantes a la risa o al llanto, siempre inseparables. Sobre todo de los seres populares que, donde estuviesen, hacen el amor sin escrúpulos. A la sombra del árbol, sobre el suelo abrasador del desierto, o detrás de los tenderetes de frutas. Entretenidos con los embates amorosos, gimen, vociferan, murmuran, sirviéndoles cualquier rincón para las convulsiones que preceden al goce.

Gracias también a Scherezade, el Califa se ilusiona con ser un alazán o un unicornio, cuando va en pos de sus personajes temiendo ser rechazado. Desconfía de que ella haya creado a estos seres con el único propósito de que la defiendan, para no quedar sumida en el desamparo, entregada a la saña del soberano. Al mismo tiempo que da prueba de no temer el vergajo de su crueldad, parece decirle que un día se irá lejos para no volver. Dispuesta a asumir cualquier riesgo, sin medir las consecuencias. Al fin y al cabo, ¿qué podría aguardar el soberano de quien vive a la espera de su perdón provisional para sobrevivir? Alguien que, con el pretexto de hablar de la vida ajena, modela a sus personajes a la medida de su quimera.

Olvidada en su rincón, Dinazarda no pierde al Califa de vista. El nerviosismo con que él camina desorientado, casi deslizándose por el suelo de mármol. Se aploma, sin embargo, con rapidez, disimula su debilidad. No quiere que comprueben su envejecimiento. La sangre de las jóvenes, que había bebido antes de matarlas, no había regenerado la piel, no había detenido la ruina en marcha. Envejece perdiendo pequeñas alegrías, siempre preciosas.

A pesar de los pesares, Dinazarda lo socorre, sólo falta que le ofrezca a las huríes abriéndole las puertas del paraíso en vida. Mientras lo atiende, emite señales a su hermana, que se prevenga. Que no confíe demasiado en su talento para salvarse. El soberano no ha de aguantar por mucho tiempo una sumisión que lo humilla. ¿Por qué creer en la gloria humana?

La desenvoltura de Scherezade, sin embargo, exime a Dinazarda de participar de sus aflicciones. Siempre que Dinazarda la quiere atraer a la realidad práctica, Scherezade, bajo el impulso de la fantasía, prosigue incólume. Atraviesa despeñaderos, mares, vacila dónde reposar durante las noches siguientes. El mundo árabe, al cual pertenece, le asegura su condición arcaica. Cruce de ambulantes e inventivos, la sangre de la joven se abastece de alegría al oír el balido de los animales, el sonido originario de la guitarra de seis cuerdas, al enaltecer la corcova flexible del camello, cuya sombra, proyectada en las arenas del desierto, revela a aquel notable hermano de su raza. Una naturaleza que, de tanto apiadarse de lo humano, se ajusta igualmente a los rigores del calor y del invierno, congelando y calentando la sangre según las conveniencias de los bereberes, de los beduinos, de tantos pueblos.

Visita continuamente el meollo de su raza. Nutre la esperanza de alcanzar en el futuro la síntesis narrativa. Y, de tanto abarcar sus mitos más caros, obtener como recompensa la capacidad de disfrazarse de hombre y mujer indiscriminadamente, e interpretarlos con rara paciencia.

Al masticar el pan ázimo, sin vestigios de levadura, al que se le había añadido azafrán y mantequilla, Scherezade atraviesa el mar Rojo, camino de Damasco, en su afán de reclamar derechos que no tiene. Sucesivos desplazamientos que le traen, de donde había estado, los haberes de la experiencia de la que sus días de hoy ya no prescinden. Trae igualmente la música, la danza, la poesía, el sentimiento religioso. Lo que había naufragado, en fin, de todas las eras.

El Califa se desentiende de las amonestaciones de la joven. Tamborilea, distraído, atento al sonido del laúd que el músico arranca del instrumento con su pluma de águila, a la entrada de los aposentos reales, a los que no tiene acceso. Cada cuerda, que hace estremecer el cuerpo de madera del instrumento, en forma de pera, unge el alma del Califa.

Entre vulnerable y malicioso, el soberano se pregunta la razón de que Scherezade sonría y él no. ¿Qué le falta a él para disfrutar de esta suerte de alegría? Pues ansía internarse en la zona de aquella felicidad. El misterio que aflora en la joven y la aísla de él. Como si el Califa, comprometido con la soledad del poder, le envidiase un placer que no se desvanece en la hija del Visir, a despecho de la sentencia de muerte que se cierne sobre su cabeza.

Obediente a los pequeños detalles, Scherezade registra la naturaleza de aquel conflicto. Seguida de cerca por Jasmine, cuyo seno jadea con imperceptible temblor, Scherezade quiere decirle al Califa que muy poco conoce él de la patria secreta de los hombres. A pesar de su poder, no sabe golpear la puerta de la aventura humana. Diferente de ella, que, aunque condenada a morir en cualquier instante, cuenta con la imaginación, heredada de su madre, para deambular por los mercados, tropezarse con el léxico, con las leyendas escatológicas, con todo lo que proviene del suelo apisonado de la tierra popular. Capaz de compadecerse con el eco de la miseria que proviene de los millares de esclavos de aquel califato.

Casi todo lo que ella viene produciendo, a expensas del Califa, es fruto de la invención, de los pergaminos que ha leído, de las historias que escucha, de los prodigios que la memoria ha ido acumulando a lo largo de los años. Y de su vocación de inventar y de vivir muchas vidas al mismo tiempo. Hasta de concebir ciudades enterradas, de descifrar inscripciones hace mucho desaparecidas, de internarse por el sueño al traducir estos mensajes crípticos. Sin olvidar la persistencia de los maestros de Bagdad, las fugas al bazar, al que había acudido a veces con ropas masculinas, dando a la voz un acento raspante, áspero. Casi siempre con las manos dentro de los bolsillos de la túnica, para que no viesen sus dedos de alabastro, modelados largos y ágiles, mientras iba aplomando el cuerpo con la audacia negada a las mujeres.

Scherezade se sabe instrumento de su raza. Dios le ha concedido la cosecha de las palabras, que son su trigo.

32.

Era menester venir a amar. Someterse a la carne apasionada y abandonar por instantes el infortunio ajeno, presente en sus historias. Suspender el indomable instinto narrativo para transformarse, al final, en personaje del propio destino.

Scherezade teme descubrir de repente la faz del amor en algún extraño, en un simple intercambio de miradas. Una flecha disparada por un príncipe o un aventurero rompiendo las paredes del palacio y de su vientre al mismo tiempo. Un Harum o un Simbad que, después de vencer a la guardia imperial, cabalgaría con ella por el desierto hasta la tienda armada con adornos preciosos, que ambos habían estipulado previamente como el lugar perfecto para la unión de sus genitales voraces, aún extranjeros.

En materia de sexo, las hijas del Visir proclaman inexperiencia. Mientras que Scherezade había tenido al Califa como único amante, Dinazarda, sin que su hermana lo supiese, había hecho el amor a escondidas con el escudero de su padre, de visita al palacio. Un joven asesinado días después, recayendo las sospechas de tal crimen sobre un marido traicionado. Sin que las lágrimas de Dinazarda por él se prolongasen más de un día. Aunque jamás lo amó, se acuerda, sin embargo, de la primera vez que fornicaron en la habitación, con la complicidad de la criada.

No la había movido para acto tal un vestigio de pasión, sino la voluntad de sentir la irradiación del deseo naciendo y muriendo entre las piernas. Con la precoz muerte del escudero, él le había quedado debiendo un sexo más audaz, que Dinazarda sabe que existe por la lectura de tratados eróticos, mantenidos por su padre lejos de las hijas.

Educada para vivir en un mundo de disimulos, que guarda secretos, no le había confiado a Scherezade el caso del amante. No sintiéndose con derecho, por tanto, a obtener de su hermana lo que le quisiese ofrecer. Pero ¿qué podía decirle ella de su propia vulva, del falo del Califa, de los asuntos del corazón, si vivía encerrada en sus historias, manteniendo el sexo a distancia?

De escasas hazañas sexuales, Dinazarda duda de la inocencia de su hermana. Sospecha que, antes de volverse la mujer del Califa, se había despojado de parte de sus vestiduras a fin de que cierto mancebo, salido del mercado, le acariciase el sexo húmedo antes de irrigarla con su esperma incandescente. Escudriña su pubis, a través de la sábana de raso, en busca de los pelos.

Ante la mirada morbosa de su hermana, Scherezade, indefensa, se retrae. En actitud de alerta frente a la curiosidad de Dinazarda, se enlaza con Zoneida, Alí Babá, que la prodiguen con enredos que despisten la verdad. Su mirada, volviéndose el propio escudo, es penetrante. Afecta a Jasmine, que, en el baño, la frota con una esponja traída posiblemente por Simbad. Pero, a pesar de la intimidad presente, la esclava no se excede en el celo. Resguardando sus aflicciones, se limita a sorprender en la joven sobresaltos, trepidaciones del deseo. Lo que puede haber, sin embargo, entre una princesa y la esclava es epidérmico y fugaz. Tal vez el rozar de los dedos que a veces provocan espasmos en Scherezade, como emitiendo ella la señal de que Jasmine ha avanzado por regiones cóncavas, debajo del monte de Venus.

Seducida por las caricias de Jasmine, que avanzan y retroceden según sus temblores, Scherezade comprueba que la expectativa constante de la muerte había hecho menguar su deseo. Aun cuando sueña vagamente con extraños que amenazan su carne solitaria, ella no loa la pasión o el amor como bienhechores. La realidad, proveniente del Califa, había borrado el misterio del amor, impidiéndole que se propagase.

Aún no había amado. Enfrentada, no obstante, con la amplitud de los sentimientos presentes en sus historias, Scherezade lastima a la especie humana con descripciones feroces. En el tema, su léxico se vuelve escatológico, realista, despojado de pinceladas líricas. A veces, ante la ausencia del amor que le deja un hueco en el alma, se arrepiente, sirviéndole entonces como consuelo ir al meollo de la trama, a buscar la conciencia del mal, el atributo del bien.

Atenúa la nostalgia diaria observando el firmamento. Desde el jardín de la ventana, la mirada avanza por la ciudad envuelta en una esfera rojiza. En el anuncio del lento anochecer, Bagdad se le aparece como un proyecto concebido en tierras extranjeras por el propio rey David, que, en un asomo de reverencia a Jehová, había encomendado a Salomón, hijo tenido con Betsabé, la tarea de construir el templo del cual el dios de Abraham se presenta como guardián y arquitecto.

Desde su infancia, Bagdad había encarnado la ilusión prohibida. Razón de que Scherezade le suplicase a Fátima que la dejase caminar por la medina, sólo para oír lo que le dirían los hermanos de narración. A partir de estas salidas, había reconstruido con la imaginación un minarete cuya claraboya se abre para que el creyente converse con Alá, sin otro intermediario. Había desvelado igualmente el interior de chozas y de palacios azulejados, había encontrado en las alcobas manchas como señales de los pecados provenientes de una pasión vivida a escondidas.

Había sido también su objetivo conocer la génesis de Bagdad. Las curvas, los meandros, círculos, rayas sinuosas, trazos surgidos de la necesidad popular. Consultando manuscritos, había desvelado la formación de los primeros pasadizos secretos por donde socorrió a Harum al-Rashid, al perderse cierta vez, el verdulero encargado de proveer de cactus y tomates al palacio.

En estos paseos, algunos imaginarios, otros reales, Fátima le pule el gusto. Con su carácter didáctico, le va apuntando detalles relevantes. Sensible a los argumentos del ama, Scherezade puebla el paisaje urbano con personajes impermeables a un tipo de heroísmo que le había sonado siempre grotesco. Le disgusta el héroe que, jactándose de sus propios hechos, llena de aire el pecho. En la soledad de la habitación, atraída por los vagabundos que, por lo común, prescinden de atavíos y reverencias, Scherezade los trae al centro de las historias, astutos y matreros. Los esculpe como el tipo de héroe que, a pesar de la dimensión casi mítica, vende dátiles, frutos secos, cebollas, carne de carnero, especias.

Bajo la presión de la muerte, que el Califa no le deja olvidar, Bagdad se esfuma en el horizonte. Mirar la ciudad, con todo, la desembaraza de las cuerdas que la atan al fardo narrativo, atenúa su agonía.

Sensible a lo que siente la princesa, Jasmine se arrodilla a su lado, le ofrece manjares. Sorbiendo el té, Scherezade lee la suerte en las hojas de menta posadas en el fondo del vaso. El futuro es oscuro y melancólico, no le da tregua. Le dice que el alma narrativa es ingrata, formula las pretensiones de los personajes sin considerar el miedo que habita en el cuerpo del narrador.

Junto a la pequeña corte, constituida por mujeres, ella va olvidando el perfil del cadalso que se extiende por los muros del palacio y alcanza las ventanas del aposento real. Espera superar la hora prevista para su ejecución, después de contarle al Califa, en cuanto llegue, otra historia. Más animada, prevé el amor aflorando de las callejas de Bagdad. Admite su cuerpo un día con brechas por donde se empeñe en entrar el amor.

No sabe el Califa, sentado aún en el trono, a punto de dirigirse a sus aposentos, que, a partir de aquel instante, está condenado a que de nuevo lo traicione una mujer.

33.

Dinazarda se esfuerza por salvar a Scherezade. Teme el súbito fracaso, que el repertorio de su hermana se agote sin aviso previo, o que el Califa se canse de escucharla. Que no quiera convivir más con un misterio que lo amenaza con la eternidad, pareciendo no alcanzar jamás su fin.

Recurre a Jasmine, que, meses antes, al hinchar el pecho, sobresaliendo sus pezones estremecidos a través del traje transparente, le reveló su afán de prosperar. Desposeída de bienes, le hizo ver que sabía más de lo que había estudiado. Le da gusto escuchar e inventar sobre cualquier asunto. En cierta ocasión, aludió a la profunda vergüenza que hace mucho la agobia, sin detenerse en el motivo de la angustia. Sólo adelantó que en el cautiverio anterior, hasta que la llevaron al palacio del Califa, había aprendido esbozos del magnífico arte de la caligrafía, pero no lo suficiente como para ostentar esta gala raramente reservada a las mujeres, y mucho menos a los esclavos. Habiendo ejercido este arte a escondidas, y con real ahínco, sus trazos, convulsos y trémulos, aún hoy señalan una alta dosis de incertidumbre, como que nada dicen. No hay palabras en esta caligrafía de dibujo aleatorio.

Llamada a servir en los aposentos reales, Jasmine se había consagrado apasionadamente a las hermanas. Arrodillada al pie de las jóvenes, su postura preferida en su deseo de agradarlas, con cualquier pretexto les pedía clemencia por los errores cometidos. Siempre dispuesta a asumir las culpas del mundo a cambio de un rincón donde encontrar un día un poco de sí misma.

Habiendo Jasmine llegado cierta mañana a los aposentos, Dinazarda había aprobado de inmediato su piel trigueña, los cabellos oscuros, recogidos en la coronilla, y que la elevan por encima de la humanidad, como si desde lo alto de aquella montaña la esclava divisase la ciudad ideal. De extracción modesta, su aire principesco impulsa a Dinazarda a descubrir su procedencia. Aunque inquisitiva, habiendo heredado del Visir la función del mando, Dinazarda no se había atrevido a preguntarle de dónde había llegado engrillada para entrar en el servicio del palacio. Acaso era oriunda de la tribu del norte, de moral indomable, supuestamente generada por el rey Salomón, que, con la aquiescencia de Jehová, había preñado a innumerables mujeres llegadas a Jerusalén en busca de su proverbial sabiduría.

Luego se estrecharon los lazos entre ellas, no pudiendo ya las hermanas prescindir de sus cuidados. Mientras que Scherezade retribuía sus gentilezas con distraída dulzura, Dinazarda, ejerciendo autoridad, marca la diferencia entre ellas. Pero luego, arrepentida de su despotismo, no resistiendo a su mirada, entre lánguida y combativa, le ofrece regalos, prueba confiar en ella encargándole que cumpla pequeñas misiones. Lo cierto es que la intriga la sagacidad con la que Jasmine, escabullándose por el palacio, trae de vuelta lo que restablecería el equilibrio entre ambas.

En los últimos días, Dinazarda la había enviado al bazar, con la condición de mantener en secreto su misión, incluso entre las demás compañeras de infortunio. El lenguaje que Dinazarda emplea, cuando le indica que parta y regrese al palacio trayendo al final de la jornada determinados valores, se reviste de un simbolismo que perturba a Jasmine. Notando, sin embargo, la perplejidad de la princesa, ella insiste en ser puesta a prueba, que la hagan demostrar su inteligencia, la manera en que se enreda con las intrigas palaciegas. Al pedirle lo imposible, permitiría que ella ascendiese en la escala social del palacio.

Como Scherezade, Dinazarda tiende a la minucia, a prever con antelación los desatinos de la realidad. Sentada como un buda de brazos cruzados, ella va alzando la voz. Tocada por el sentido de la misericordia y por el encanto de la esclava, hace hincapié en que sea precavida, sobre todo después de superar la última puerta del palacio, rumbo a la ciudad. Que observe si algún esbirro la está siguiendo. Nadie debe saber que pertenece a la joven esposa del Califa.

En Bagdad, todo cuidado es poco. Entre aquellas paredes, fácilmente se da que un extraño, aun pidiendo limosna, sea un príncipe. No se sabe, por tradición, quién es viajero, ladrón, noble; cada cual, más belicoso que el otro, arranca pedazos de vida con los dientes. No está de más prevenirse contra alguna doncella dispuesta a seducirla, creyendo que Jasmine es el propio Harum al-Rashid disfrazado de mujer. Que en especial aguce el oído prestando atención a los alaridos de taimados vendedores de mercancías fraudulentas que deambulan por la medina. Son ellos los que elaboran extravagancias teológicas en torno a la fruta del árbol del mal, del higo y del dátil, crecidos en el paraíso prometido por Mahoma.

Según Scherezade, nadie mejor que los ladrones y aventureros de Bagdad para aferrarse al acto elemental de contar historias. Debido tal vez a la miseria en que vivían, sus enredos pecan por exceso. De ahí que sea fácil recabar informaciones en tal compañía.

Dinazarda confía en que nada escape a Jasmine. Y que, dueña de semejante mandato, regrese al palacio del Califa con las manos repletas de granadas, uvas bronceadas y poemas ele amor. Sencillos detalles ligados a la humanidad del mercado, que Scherezade sabrá reunir para formar con ellos una historia si fuere necesario.

Jasmine se impresiona ante el encargo de Dinazarda de ir a ofrecerle a Scherezade el misterio que irradian los minaretes y la plaza. Pero ¿cómo actuaría igual a una princesa y regresaría al palacio sin que tal tarea le cause daños al alma? ¿De qué forma transportar invenciones populares a los aposentos reales sin introducir en ellas el toque profundo de sus propias aspiraciones personales?

En la defensa de estas nociones, la esclava recuerda que había nacido en el desierto, caldeada por la miseria y por las canciones melancólicas. Y que, habiendo dormido entre cabras, carneros, había aspirado el perfume de los camellos, había matado la sed valiéndose de los pozos cuya agua, escasa y disputada, alentaba a la tribu nómada. ¿Quiso la suerte ahora convertirla en una princesa, hacerla parte de aquella dinastía, hasta el punto de ser quemada un día en la pira de la esperanza cuando ellas se fuesen?

Al acecho, Jasmine vaga al azar por la medina, con dificultad para seleccionar los relatos que escucha. Pero, un poco antes del anochecer, tiene todo en sus manos. Con el fardel lleno de provisiones, deposita delante de Dinazarda dulces, quesos, palabras, los productos de la tierra, bajo forma de historias. Dinazarda la llama aparte, exige pormenores, que le hable.

No lejos de ese diálogo, Scherezade se despreocupa del torbellino que asalta a las dos mujeres. Concentrada en lo que dirá por la noche, teme perder el ritmo esencial de las frases, ahora que el Califa ha llegado. Abatido, él se sienta en el diván, prescindiendo de la cópula con una seña. Pero que Scherezade prosiga, a partir de la última palabra de la víspera.

Ella retoma en el punto en que había introducido a Aladino, personaje de la nueva trama. El tema, de copiosa perspectiva, subyuga enseguida a los presentes. Teniendo como núcleo la vida de Aladino, sigue los desvíos maléficos de la imaginación. Le resulta fácil expandir una aventura que promete absorber motivos paralelos, sin desvincularlos por ello del vendedor de lámparas. Al presentar, sin embargo, el temperamento del joven, se vuelve escurridiza, las palabras fomentan la ambigüedad, se rodea de casualidades, de elementos descomunales. Pero es con levedad y desenvoltura como va convenciendo al soberano de que existe, dentro de cualquier historia, el germen de otra. Así, en la estela de Aladino vendrán otros miserables, ansiosos, como él, por enriquecerse. Debiéndose tal hecho al milagro de fabular, tan natural en ella.

Sólo a partir de estos nudos, que se entrelazan delante del Califa, ella obedece a los principios básicos de un relato y prorroga la muerte hasta el día siguiente.

34.

La tensión del Visir crece mientras observa la ampolleta. No confía en el futuro. Sufre por su hija entregada a la codicia del Califa, que jamás se sacia. Y que de nada vale jurar servir al soberano por toda la eternidad a cambio de la vida de aquella joven.

Queriendo salvarla, el Visir lucha por mantenerlo distante de los aposentos, donde Scherezade seduce la imaginación del soberano. En el afán de distraerlo, aviva sus deberes provenientes del califato de Bagdad. Además de ser objeto de culto por parte de sus súbditos, responde igualmente por las funciones públicas y por el arte de la guerra. No conviniéndole mantenerse indiferente a sus vecinos territoriales, sobre todo a Samarra, que en el pasado les usurpara el título de capital. Aunque, décadas más tarde, Bagdad recuperase el honroso título a costa de una guerra.

Por más que le falte la fantasía de su hija, el Visir es un hombre tenaz. Y, en defensa de Scherezade, no puede fallar. Suavizando el habla, reduce el ritmo, prácticamente susurra al oído del soberano como si fuera una favorita. Le menciona la beligerancia de Samarra, hoy tenidos como amigos. No debería el Califa, no obstante, ilusionarse. Como antes, seguían nutriendo la ambición de robarles de nuevo el título de capital de las tierras del Profeta. Aquella codiciada Bagdad que, al caer la noche, bañada de fulgor bermejo, proyecta en los callejones, en las travesías, un rastro de luz sobre el cual se camina como si fuera de día.

Refresca la memoria del Califa con hechos concretos, relativos a Samarra. Cómo este reino, disconforme con la degradación política sufrida por la pérdida de Bagdad, actúa a la sordina, teniendo sus mandatarios el objetivo de minar la ciudad. No hay que perder de vista a enemigos así. Los propios persas merecen atención, por el ánimo belicoso presentado en otras ocasiones. De este modo, en caso de que el Califa se incline sobre las líneas de los mapas, ambos concluirían que, tomando en cuenta las precarias fronteras actuales, vale anexionar estos reinos al califato al precio de la guerra. Una práctica de larga data común entre los abasíes, el ilustre clan que, asociado a su fundación, había aportado a Bagdad relevantes conquistas.

Aquellos voluntariosos abasíes, con arraigo desde los orígenes en la historia islámica, dirimían cuestiones de poder y de fe con el filo de la espada. Enfrentándose para ello en sañudas batallas que requerían fibra de héroes. Forma por la cual este linaje, del que descendía el Califa actual, se había preservado contra los ismaelitas, de tendencia herética y amenazadora. Una secta que, según la leyenda, había fundado Abdullah, hijo de Fátima, cerca de los ríos del Golfo Pérsico. Y que, habiendo manifestado de pronto clara discordancia con el califato de Bagdad, provocó la ira de los califas, disconformes con un cisma considerado perjudicial para el mundo islámico.

Estos ismaelitas, debido a su vocación mística, eran inicialmente austeros y parecían convencidos de que las palabras del Corán, de origen divino, guardaban un sentido sagrado, sólo al alcance de iniciados como ellos. Con tal carácter dogmático, la secta se había propagado por el Islam, gracias a que sus adeptos disimulaban, bajo la práctica de oficios modestos, una intensa actividad religiosa, mientras conspiraban contra los poderes constituidos.

Lo cierto es que Abdullah y su horda de heréticos, condenados al nomadismo, surgieron en el escenario islámico con la designación de fatimíes. Creadores, sin duda, de una prodigiosa civilización que los propios abasíes absorbieron en la vida cotidiana.

El Visir no desfallece. Su índole persuasiva retorna a los persas y a los demás adversarios que el Califa había ahuyentado con negligencia. Además de estos pueblos, abarca otros, igualmente amenazadores para la grandeza de Bagdad, que, entre tantos centros, posee una notable escuela de traductores, responsable de la diseminación del saber clásico, venido de los griegos, entre los habitantes de la lejana Europa.

Es difícil convencer al Califa. Hacerlo admitir que había llegado el momento de deplorar la conducta de tribus que en el desierto, en acción aislada, vienen hostigando desde hace mucho a las caravanas que, camino de Bagdad, transportan mercancías esenciales para el comercio de la región.

Concentrado primero en Scherezade y ahora en los acordes del arpa con la que lo entretiene el instrumentista, el soberano se abstrae de la realidad que el Visir se esfuerza en presentarle por medio de una monótona argumentación. El músico, con un gorro africano en la cabeza, que afina el instrumento según las cuerdas de su propio corazón, sugiere al soberano abandonar la cimitarra que el Visir, no obstante, lo impulsa a empuñar, aventurándose por parajes ignotos y perturbadores.

El Visir se irrita con los ruidos del instrumento, que le suenan como una provocación, impidiéndole atender los asuntos del califato. Controlando su ira contra el músico, insiste en los desgarrados persas que, en incursiones por el desierto, roban el agua de los pozos beduinos.

De tal forma se entusiasma con el diagnóstico favorable a la guerra, con el deterioro del marco político de los vecinos, que toda su atención se concentra en las maniobras guerreras, olvidado de defender a su hija.

Entretenido con la magnitud de los salones del palacio, el Califa se fija en un tapiz colgado de la pared, en el cual los artesanos del reino, contrariando la norma de no reproducir rostros humanos, han registrado la célebre batalla entablada por un furioso antepasado abasí. La consigna artística de los rostros convulsos de los guerreros al borde de la muerte despierta en el pecho del Califa el fragor de la lucha. La mirada complaciente del soberano con sus guerreros da pie a que el Visir, con visible orgullo de su administración, afirme encontrarse el tesoro real abarrotado de monedas. Con inocultable codicia, enumera los bienes del reino, inventariando cada detalle como si se tratase del tesoro de los cuarenta ladrones que el joven Alí Babá acaba de descubrir, sin mencionar, no obstante, ante esta evocación, el nombre de su hija.

Al oír hablar de Alí Babá, citado por el Visir como quien apunta un dato curioso, el Califa atiende a la descripción que le hace del tesoro real, coincidente en muchos puntos con la historia de Scherezade. Los detalles realzados por el ministro, relativos al oro, a la plata, al rubí, atraen su atención. Se pregunta si Scherezade, antes de trasladarse al palacio, le había hablado a su padre de la figura de Alí Babá, o si había recibido de él las mismas descripciones que el Visir a veces le transmite, cuando pretende realzar el poder de la moneda.

La preocupación por bienes y joyas expresa sin duda una obsesión familiar, aunque con resultados dispares. Pues si el Visir carece de encanto verbal, la hija, bajo el impulso de su poderosa imaginación, transforma en refinada sustancia cualquier materia rústica. Sin hablar de que el Visir, en el oficio de gobernar, da repetidas muestras de mezquindad, mientras que su hija, contando historias, se desdobla en abundancia y quimeras.

Antes de sumergirse en los acordes suaves de la música que lo dejara relajado, el Califa consideró desmesurada la insistencia del Visir. Le agobia la propuesta de montar su corcel blanco, animal tan tenso como el arco del laúd, y empuñar dagas y cimitarras. Entregarse otra vez a la rutina bélica, celebrada por cortesanos y poetas, no le causa, como antaño, la misma animación que hoy le inspiran los relatos de Scherezade.

Después de la venida de la joven al palacio, el Califa se había indispuesto con la corte, sólo ahorrando críticas para el Visir en consideración a su devoción por el reino. Pero qué hacer con un servidor que, al retenerlo en el salón de audiencias fuera de tiempo, lo priva de seguir las recomendaciones de Scherezade de, a cualquier hora del día, incluso en medio de una audiencia, indiferente a las circunstancias externas, cerrar los ojos, en el simple afán de sorprender la nave de Simbad, bajo la tempestad, estrellándose contra las rocas. Mientras que cierta soberana, elevada en el promontorio de la isla sobre la cual reina, ávidamente observaba los despojos del naufragio que llegaban a la playa. Esperanzada en convertir, esa misma noche, a los marineros en bestias y amantes, a su servicio.

Bajo la doble custodia del hechizo de Scherezade y de la cruel reina, el Califa se distrae, como si ya estuviese, después de dejar al Visir, camino de los aposentos.

35.

El amor es teatral, intuye Scherezade, que, a merced del Califa, jamás se ha enamorado. El espectáculo amoroso, como lo concibe ahora, junto al lecho del Califa, requiere ilusión, artificio, máscaras pegadas a los rostros de los amantes mientras copulan. Y que, modeladas como cera, se derriten y se renuevan durante la noche, a medida que ellos sustraen y añaden gestos y palabras a la convivencia.

Scherezade se desliza con babuchas doradas sobre el mármol refrescante de los amplios aposentos, yendo al encuentro del águila real de casi dos metros de envergadura, que le traen al amanecer, por orden del Califa, una vez que éste le ha perdonado la vida. Se alboroza con el ave de procedencia altanera que, después de reinar en las alturas y anidar en los acantilados inaccesibles de los mares del califato, había llegado a posarse en los jardines, donde el Califa la mantiene encadenada.

Scherezade se mortifica con su presencia. La imagen del ave realza la libertad que ha perdido. La deja a su lado, no obstante, tan sólo el tiempo de disfrutar del sentido de grandeza que el animal difunde con su indiferencia. La libera, entonces, con la misma brevedad con que, habiéndose acomodado junto al soberano en el lecho, quiere enseguida abandonarlo. Por otra parte, es común, durante el propio coito, que ella se ausente, sin importarle que otro hombre ocupe el lugar del Califa. Lo mismo, por cierto, ocurre con el soberano, que se sirve de ella para alcanzar el orgasmo que una extraña podría concederle y del cual emerge vacío y melancólico.

Desde lo alto del minarete, el clamor de la voz del almuecín convoca de lejos al pueblo a rezar. En los aposentos, donde la vida transcurre, Scherezade reza, pero no le pide nada a Alá. Envuelta en sedas, tules, velos, ensaya algunos pasos, a modo de danza. Expresiones corporales originarias de una coreografía dictada por Ishtar, la diosa que representa el amor en la antigua Babilonia. Luego se desanima. La brisa nocturna, entrando por la ventana, despeja el ambiente, rompe el equilibrio de su semblante, desgobierna las hebras de la barba del Califa, que recorre con sus ojos menudos la habitación. Se alberga en él una vida secreta.

Vacila en aplicarle adjetivos al Califa. ¿Feo, altivo, apático? O un hombre cuya nariz ganchuda, proyectada en la pared, tiene la forma de una cimitarra asesina. A pesar de las noches vividas bajo amenazas, Scherezade sobrevive a las sentencias del soberano. Embriagada por la libertad de disfrutar de un nuevo día, mastica cada alimento con un placer renovado, aspira la fragancia de la especia recién llegada de la India.

Jasmine sueña con situaciones improbables. Sin descuidar los detalles, asimila los gestos de sus amas, cómo se comportan, suspiran, se alimentan. Apura pormenores para imitar más tarde a las hermanas a escondidas. Y mientras las hijas del Visir aprecian la pulpa de los dátiles de epidermis apergaminada, Jasmine las copia también con parsimonia.

Aunque bajo el mismo techo, las hermanas no demuestran intimidad con el Califa. Scherezade jamás confunde al amante con el soberano de Bagdad. La rápida ceremonia que los unió, al prescindir de ritual, impidió en Dinazarda el aluvión de emociones. Parecía más una ejecución que una boda. Llamando la atención que el Califa, impedido de alimentar cualquier sentimiento amoroso, no pronuncie el nombre de Scherezade. Hábito que había extendido a todas las favoritas, tratándolas, así, como si formasen parte de una entidad incorpórea que debiera eludir.

Jasmine renueva el agua tibia de la lavanda donde flotan pétalos recogidos en los jardines. Le place que el Califa y las hijas del Visir, después de cada refección, sumerjan los dedos en las copas de alabastro, confiando en los resultados de los embates que en breve ocurrirán entre ellos. Cuando impelidos todos por la imaginación de Scherezade, y bajo el cúmulo de los peligros, se encaminan por el desierto, por el bosque, por los mares. Por el mundo, en fin, que ella resucita antes del amanecer.

36.

Scherezade desenrolla los hilos coloridos de la historia que salen de un ovillo a salvo de la intemperie. Mientras la escucha, el Califa, impasible, reposa, anula los movimientos. A cada palabra de la joven, se olvida de la humillación infligida por la mujer que lo traicionara con el más miserable de sus sirvientes. Lentamente se borran las escenas envilecedoras que lo dejan a veces insomne, perseguido por un inexplicable terror. Como si el miedo, al encadenarle los pies, le robase el gusto de caminar por la vida, instaurase en él el caos de la civilización. Ya sin lograr, en consecuencia, entender las reglas del mundo donde había aprendido a vivir y a reinar simultáneamente.

Le basta, no obstante, con regresar al salón de las audiencias para que la silueta de la Sultana, muerta hace algún tiempo, lo persiga. Ningún escondrijo le ofrece ya protección vedando la entrada de aquel fantasma. A esas horas, la sombra implacable de su esposa, en flagrante falta de respeto a la imponencia del trono, avanza en su dirección, peldaños arriba, lo lame con el veneno de su saliva, lo muerde con una boca que exhibe dientes y lengua. Señalándole, con gesto voraz, su propia vulva, el lugar de la crisis y de la traición, el depósito ígneo de su sexo, del cual afloran lava, lama, secreciones. Justo donde ella lo azotara, golpeándolo con el arma del desatinado deseo. En este escondrijo, oscuro y húmedo, la Sultana experimentó goces que el descomunal africano le trajo como consigna de su origen remoto.

La memoria de la insultante lujuria de la mujer refuerza en el Califa el espíritu de desquite. Como si, teniéndola aún a su lado, aquella voz lúgubre lo exhortase a no confiar en otra hembra, a matarlas después de la posesión. Y siempre que él accede al templo de la venganza, enviando a una joven al cadalso, el rostro de la esposa muerta se desvanece, pero no se apaga del todo. Apegada al soberano, lo vigila de cerca, reclamando sus derechos.

El fantasma de la Sultana, en esta mutua persecución, impreca, indaga en nombre de qué principio el Califa había decretado su muerte. Y por qué motivo no liberaba a las mujeres, a las que apenas atendía, mediante un simple albalá, pudiendo así ellas celar por sus propias fantasías, vivir travesuras amorosas. Mientras su sonrisa arrogante le aseguraba que, gracias al arte de fabular la realidad, pulido en aquellos años, ella había disfrutado de los placeres de la carne. Cuando, prácticamente vecina del harén del soberano, huía de la prisión que significaba vivir atada a un hombre que, aunque la hubiese elegido reina, desconsideraba los caprichos de un ser como ella.

De vuelta a los aposentos después de las audiencias, el Califa se entretiene con las hijas del Visir. Ya no queda en derredor vestigio de la silueta de la reina. Frente a los gestos graciosos de las jóvenes, se ilusiona con la victoria. Como si la Sultana, no habiendo siquiera existido, no pudiese causarle ninguna molestia.

En ciertos momentos del día, con todo, averigua los estragos provocados en su corazón. Comprueba que, ni siquiera libre de su presencia amarga, siente conmiseración por sus súbditos, se compadece de una reina responsable de que viva ahora bajo el dominio de la imaginación de Scherezade.

Al caer la noche, le pesan los años. Apoyado en los cojines desparramados a lo largo del diván, retribuye con displicencia los frutos secos. Para las hijas del Visir recurre a gestos que no destronan su majestad ni lo alejan del centro irradiador de su egoísmo.

Al unirse más tarde al cuerpo de Scherezade, parte de un ritual que amenaza con eternizarse, teme la naturaleza de los sentimientos ahora en curso, el rumbo de la historia que ella comienza a contarle. Intuye que su poder, frente al imperio narrativo de Scherezade, vale poco, lo que le da motivos para amenazarla de nuevo con la muerte ante las primeras señales de la aurora.

37.

Dinazarda se vanagloria de los méritos de su hermana en presencia del Califa. No enaltece propiamente sus encantos físicos ni le hace ver que el cuerpo de Scherezade, discreta en el amor, alberga vida, jadea en sigilo. Pero le deja entrever que la seducción narrativa, a la que está sujeto, supera el placer erótico con el cual se entretiene cada noche.

No mide esfuerzos en proveer a su hermana de innumerables virtudes. Aunque vocifere, le toque el brazo, actúe como si ella le perteneciese. Hasta tal punto que se pregunta por qué no considerarla suya, si había puesto su propia vida en peligro para salvar a esta contadora de historias. Si, desde la llegada al palacio del Califa, había sacrificado sus esperanzas a cambio del bienestar de su hermana.

Dinazarda no oculta su creciente frustración. Tiene razones para arrepentirse, para que oigan sus gritos de protesta por haber atado su existencia a Scherezade, ser prisionera ahora del Califa, que no hace nada por enaltecerla. No se considera de ningún modo compensada por tanto empeño. Al fin y al cabo, su hermana y el soberano le debían mucho. Gracias a ella reinaba el orden en aquel lado del palacio. Bajo su persistente capacidad de tejer intrigas y dirigir la vida casera, la realidad de la corte se había suavizado.

Al insinuar la sabiduría de su hermana, Dinazarda se envanece al realzar la propia. Se siente tentada a confesarle al soberano que Scherezade, bajo la amenaza de que su memoria claudique, palidezca, frecuentemente recurre a su socorro. Cuando entonces, condolida ante su inminente infortunio, ella restaura su confianza mediante señales que, sólo sugeridas, son suficientes para enlazar a Scherezade de nuevo a un relato a punto de sucumbir al brote de una lógica asfixiante.

En los últimos días, previendo momentos de estiaje en la imaginación de la joven, Dinazarda le encargó a Jasmine que fuese a recoger al bazar restos de historias que revitalizasen en el futuro el repertorio de su hermana. Y no queriendo transmitirle a Scherezade la impresión de que había perdido confianza en sus urdimbres, hiriendo así su vanidad, no dijo nada. Simplemente exigió que Jasmine se precaviese, no quería ponerla en peligro. Era una esclava hermosa, le llamaba la atención su modo de caminar, dejando por donde iba rastro de aroma silvestre. De porte elegante, aseada, con las piernas largas y finas, en perfecta sintonía con su cuello ornado con argollas de plata. Las ropas que la cubrían le aseguraban actitud de princesa. Debiéndose tal fausto, incompatible con su condición, a Scherezade, empeñada en hacerla olvidar el cautiverio.

Fue esta misma Jasmine la que, en cierta ocasión, proclamó una ilimitada lealtad a las hermanas, el deseo de ser puesta a prueba en hora de aflicción. Y ello por conocer, por primera vez, el sentimiento de pertenecer a las hijas del Visir, que reclamarían su cuerpo y llorarían por ella en caso de muerte.

Desde esta perspectiva, Jasmine no fallaba. En la defensa de las princesas, su temperamento aguerrido veía enemigos incluso en quienes le hablasen con una fonética caprichosa, como privándola de su lengua tribal.

Jasmine transpone los muros del palacio, se distancia rápidamente. Aparenta pobreza y cansancio con la cabeza pendiente sobre los hombros, que la envejece. Aspira ávida los olores de la ciudad. Por los intersticios de las casas sorprende de lejos las murallas, el mundo del Califa que se extiende más allá de ellas. Atraída por el peligro, se desvía de la ruta prevista, avanza en dirección al río Tigris, en la margen oeste de Bagdad. Las aguas, que bordean la ciudad, habían bañado antes otras tierras.

Se siente libre. Por designio divino, el entorno le sugiere que disfrute del inesperado porvenir. Guiada por continuas emociones, Jasmine reza ante la visión de la monumentalidad de la mezquita que llena el paisaje de Bagdad. Piensa en su familia, de la cual fuera brutalmente apartada. El recuerdo la quebranta, pero prosigue. En el centro de la tumultuosa plaza, le fascina la algarabía de los transeúntes. Andando al azar, se olvida de los quehaceres que la han llevado a la medina, ya no tiene que dar satisfacciones a su ama. La emoción, con todo, la vuelve imprudente, la induce a sonreír sin motivo. Inventando lo que le hace falta. Cruza así las callejas, clasifica los objetos a la venta. Le parece ver la silueta de Harum al-Rashid, que, vivo de nuevo, años después de su muerte, celebra las aventuras y desventuras de su pueblo.

La imagen de aquel abasí no es nítida. Ella se pregunta si el poderoso príncipe, cuyo fantasma la sigue, había sido hermoso o gordo en el pasado. Y si el peso del cuerpo le dificultaba ahora, en este retorno, trepar muros, teniendo en vista anidar en los brazos de una princesa, bajo la custodia del marido, celoso de mantener distante de extraños aquellos brazos lánguidos. ¿O habría preferido este califa al-Rashid girar en torno a los tenderetes, en busca de los escombros humanos, en vez de visitar a su dama?

Al frente del califato durante veintitrés años, Harum al-Rashid se había deslizado anónimo en medio de mercaderes, mendigos, viajeros. Siempre contrariando a los áulicos que le distorsionaban la realidad, impidiéndole beber de la fuente de los desahogos, las intrigas, las tramas de su pueblo. Harum era, sin embargo, insaciable. Seguía desafiando a las criaturas del mercado para que le contasen sus dramas, que hablasen sobre el soberano reinante, cuyo rostro desconocían. Ponía a prueba su propia humanidad escuchando el torrente de imprecaciones, ofensas, expresiones sacrílegas, que lo acusaban, en estilo rústico, de ser un déspota indiferente a la suerte de los miserables. Y aunque verbalmente azotado por los infelices, ningún comentario conmovía su convicción de ser amado por su pueblo, que, en los siglos venideros, se encargaría de honrarlo llorando su memoria.

Jasmine desconfía de sus intenciones. Con turbante en la cabeza, con sandalias gastadas, disfrazándose de nuevo, Harum al-Rashid, representante de una estirpe arrogante, quería corregir a la fuerza una injusticia entregándose al juicio popular. Pero ¿cuándo, al frente del trono, había promulgado leyes favorables a su gente? ¿Hasta dónde había ido en la escala de la miseria y de la expiación, a pesar de los trajes de beduino y de pordiosero? ¿Acaso había quitado de la escudilla de barro del mendigo restos de comida sólo para dar andadura a la experiencia que lo llevaba a convivir íntimamente con la plebe? Y al cubrir el cuerpo de una compañera de infortunio, ¿había atravesado el corazón de sus súbditos del mismo modo en que penetrara con su miembro la vulva popular y desprotegida? ¿O no pasaron aquellas incursiones a Bagdad de una grotesca farsa?

Bajo la amenaza de desmoronarse, Jasmine endulza su boca con dátiles. Tiene hambre, angustia, mezcla voluptuosidad y miedo. Pero refrena la imaginación, borrando el fantasma de Harum. Prevalece en ella, no obstante, la esperanza de escuchar en breve, en algún rincón, a un derviche contándole las mismas historias que algún otro le relatara en el pasado a Harum al-Rashid, haciéndolo para siempre cautivo de sus personajes.

38.

No había llegado a amar al Califa ni a enternecerse con su tormentoso pasado. Bajo los velos que le cubren el rostro, la mirada camaleónica de Scherezade acecha las manifestaciones de su ilimitada fuerza.

Los movimientos del soberano son pausados, carecen de encanto. Hastiado en los últimos tiempos de un poder que lo reviste con la corona de la divinidad, gobierna con displicencia. Pero basta que se irrite para blandir varias cimitarras contra enemigos invisibles. Al definir el destino ajeno, no asoma en su rostro una emoción que lo identifique con el común de los mortales. Convencido del acierto de sus medidas, no hay en él lugar para el error.

Como un alacrán que se arrastra sobre las piedras ardientes, es común que se deslice por el mármol de los salones, en el intento de entender las transformaciones que se operan en él a partir de Scherezade y de los años. Reacciona mal ante la arena de la ampolleta que marca el paso de un tiempo interrogante. Casi acercándose a los aposentos, reduce el paso, concediendo margen a las hijas del Visir para que se postren, según el rigor protocolar. No las exime de que le rindan vasallaje. Aprendió con su padre, como regla útil para el ejercicio del poder, la necesidad de conciliar la razón con la fe musulmana. Una razón que le parece, sin embargo, impregnada de misterios, jamás a su alcance. Lo había trastornado descubrir en su más tierna edad su aversión a la sangre que brotaba de cualquier herida de arma blanca. De tal modo flaqueaba a la vista de la sangre que se sentía a veces desmayar delante de sus súbditos. Una condición que, siendo conocida por su padre, daría motivo para desplazarlo de la línea de sucesión al trono. Ante tal amenaza, queriendo apartar la tacha de cobarde e igualmente superar una zona de total incomprensión para él, optó por actos que alterasen su noción de la decencia y no comportasen arrepentimiento en el futuro.

Así, mientras lo iban adiestrando en el arte de la guerra, sin motivo aparente desafiaba a un subordinado a la lucha sin tregua, contando con ventaja sobre el adversario, vulnerable a su presencia. Pero al ver al herido echando sangre antes de morir, el príncipe tenía bascas de vómito, casi se desmayaba. Insistía, con todo, en contemplar el objeto de su horror hasta acostumbrarse a la mirada vidriosa del moribundo, fija en un punto vago del horizonte, como indicando la despedida próxima. En este preciso instante, el príncipe heredero desenvainaba la daga con el puño claveteado con rubíes y esmeraldas, y con ella asestaba el golpe postrero.

En la intimidad de los aposentos, el Califa no se excede ni disipa actos. Reduciendo el vértigo del poder, se esfuerza por probarles a las hijas del Visir que es un hombre cansado de regreso al hogar, reclamando cariño y con la mirada ungida de solidaridad. Como un campesino cualquiera, espera un plato de lentejas y trozos de carnero. Nada dice, sin embargo. Menea la cabeza y acepta los quesos, la cuajada, el pan, las uvas, los higos, la miel.

Aprecia la brisa que le viene del jardín, mientras demuestra hastío por otros placeres. No se da prisa en disponer de las mujeres. En el pasado, sin embargo, había profesado el deseo de repetir en la práctica las hazañas de Harum al-Rashid, de llegar a ser sucesor de su linaje. Además, teniendo en vista esta ambición, que el ilustre abasí encarnaba, se había ilusionado con trepar el muro del palacio y desaparecer rumbo al mercado. Un proyecto que implicaba abrazar valores heroicos y altruistas, dormir con el pueblo y comer de sus migajas. Cada día se prometía cumplir el designio de querer ser aquel soberano que había ganado el don de la inmortalidad. Una figura que, aunque desaparecida, aún hoy el pueblo resucitaba. Desde que Harum murió, Bagdad honraba llorando su memoria. Mantenedores del mito, todos repetían su nombre, al acecho por si su figura surgiera de repente entre ellos, sorprendiendo las intrigas de la vida cotidiana.

Según le habían contado, Harum recorría los tenderetes del mercado disfrazado de mendigo, so pretexto de historias escuchadas al azar. Lejos del trono, pelando una naranja, iba recogiendo el palpitar de los sentimientos comunes. Travestido de personaje, rastreaba las señales de la pasión recóndita, se divertía con los que le faltaban a la verdad. Constaba que el califa concebía la mentira como el atributo básico de cualquier historia. Ello tal vez por haberse despojado del atuendo principesco y ya no saber cuál sería la medida de su verdad. Pero a través de los tics nerviosos de cada súbdito, él desvelaba con presteza lo que se había guardado bajo siete llaves. Ya los viejos, próximos a la muerte, atizaban su compasión. Casi despidiéndose, Harum escuchaba sus palabras sibilantes debido a la falta de dientes.

Procediendo de la dinastía de Harum al-Rashid, al Califa, desde niño, le habían encantado las leyendas y las especulaciones en torno al abasí que había vencido el olvido a fuer del amor que inspirara en los súbditos. Pero ¿serían fidedignas estas historias, servirían de ejemplo al buen gobernante? ¿Acaso sería prudente que un califa confiara en su pueblo hasta el punto de cederle su corazón? ¿No expresaría tal devoción una debilidad susceptible de inspirar rebeliones, siendo mejor en este caso suscitar intimidación, un sentimiento próximo al terror?

Caminando por la medina, Jasmine enhebró motivos para borrar la atracción que sentía por Harum y que perturbaba su noción moral. Sospechaba que el comportamiento de aquel príncipe no pasaba de ser un fraude al pueblo. ¿Hasta qué punto, al inspirarles amor incondicional, había actuado de mala fe, los había forzado a desistir de luchar por la independencia, de librarse de su autoritarismo? ¿Ahogando tal taimada afinidad con la plebe incipientes focos de insubordinación, mientras disfrazado de mercader obtenía informaciones?

Al menos una vez el Califa decidió seguir las huellas de Harum al-Rashid. Vestido con harapos, se dirigió al centro de Bagdad. Recorriendo las callejas, creyó por momentos tener acceso a las quimeras de aquella extraña vida cotidiana. A medida, sin embargo, que pasaban las horas sin obtener la aguardada sensación de felicidad, comprobó que prefería los dictámenes provenientes del trono a ser amado por el pueblo. Jamás abdicaría del menor rasgo de su majestad. Aquel ancestral aventurero no le servía de paradigma al frente del califato. Su naturaleza desconfiada no creería en las respuestas que el pueblo le diese.

Después de esta decisión, había apartado a Harum como modelo. Aquel héroe que, con el fin de repartir dosis de justicia entre todos, casi había estremecido los pilares del poder. Un comportamiento que, después de su muerte, había dado motivo a los dos hijos, confundidos ambos con el significado social de tales mensajes, para enfrentarse por la conquista de la herencia, resultando de tal combate el fallecimiento de uno de ellos.

Encastillándose en su palacio, el Califa no volvió a soñar con Harum al-Rashid. Rodeado de regalías, admitía ante sí mismo que haber pretendido ser el nuevo Harum no había sido más que un momento de incertidumbre, del cual se había alzado con el ceño fruncido, cerrando el paso a la piedad, a la condescendencia inútil. Ya no tenía razón para retornar a las callejas malolientes. Ni siquiera el deseo de restaurar el ideal de la juventud lo haría volver atrás. No temía tampoco que lo perturbase la silueta del ilustre ancestro, señalando el fracaso de sus ilusiones.

De vuelta ahora a los aposentos, se resistía a confesarles a las hermanas que allí, en lo acogedor del hogar, había un hombre vencido por la fatiga, despojado de esperanzas.

39.

Dinazarda padece. Igualmente le afecta la convivencia con la muerte que amenaza a Scherezade. Lamenta el sino de su hermana, cuya arrogancia la indujo a lanzarse en defensa de las jóvenes del reino. Busca en ella señales de arrepentimiento, ahora que ha superado la fase heroica de las primeras semanas. Pero si no fue la vanidad la que precipitó su destino, ¿por qué había caído en la tentación de enfrentarse al Califa?

Recorre el jardín. Por orden del Califa, las alamedas se vacían a su paso. Piensa en Scherezade, privada del placer de lamer el rocío de las flores de esa mañana. También en su padre, impedido de visitar a sus hijas, contentándose con las noticias que le llegan, no siempre fidedignas. Lo imagina sin saber qué hacer, dividido entre el amor paternal y la función de visir.

A pesar de su frialdad, el soberano es atento. La boda con Scherezade, que debería haber durado una sola noche, no le acarreó responsabilidad familiar. No se siente parte de aquella grey. Con todo, ofrece regalos a las hermanas, no las reprende. Sólo abandonando el paraje enrarecido del trono, donde casi siempre se encuentra, al concentrarse en el talento expositivo de Scherezade. Fuera de esta circunstancia, de la que es responsable, se muestra insensible al drama de las hermanas, aunque Dinazarda lo mire con la esperanza de que prescinda de las inequívocas pruebas de su crueldad.

El Califa subestima la mirada femenina. Siempre sospechó que, por debajo de la fina película del amor lírico atribuido a las mujeres, había una falsa trascendencia. Por detrás de la pregonada fragilidad femenina, de ternura tan convincente, se encontraba una fortaleza cuya mira era aniquilarlo. Convenía, pues, protegerse de la intimidad procedente de la cópula airada. Para que ninguna hembra, a fin de ser cómplice de su alma, lo golpease como hiciera la Sultana en el pasado. Aunque, a pesar de tales cautelas, persistiese en él el dilema de conciliar esta alianza carnal, establecida entre sí mismo y las mujeres, con su espíritu inhóspito, desconfiado, que se nutría de la inmanencia del poder.

Los años acentuaron su indolencia. La experiencia derivada de la edad, reduciendo el impacto de la realidad en su vida cotidiana imperial, lo había ayudado a resistir a la presión de la lujuria que antaño había confundido su existencia. Cuando se preguntaba si valía para las mujeres el riesgo de morir en sus manos a cambio de las joyas y de la esperanza.

En cuanto a Scherezade, confinada en el palacio, su campo afectivo se había estrechado en aquellos meses. Su vida se restringía al Califa, a su hermana y a Jasmine, mientras que la figura de su padre se iba desvaneciendo lentamente. Como resultado de tal precariedad, ella se adhiere a las incertidumbres que el propio soberano engendra. Concede a sus personajes un corazón tan oscilante como el del soberano. Y, sumergidos ellos en la misma aflicción que ella, los obliga a conocer el miedo que ronda a los mortales. Pero aunque repudie al Califa, no exagera al juzgar la materia que corroe la maraña interior del alma de aquel hombre.

Esclava de una muerte programada, aguarda a que el Califa le recuerde cada aurora que, por más que pueda matarla, preserva su vida por breves horas, para amenazarla de nuevo en el futuro inmediato. Se resiente por este juego y aprende a odiarlo. ¿Qué decirle a este sucesor del Profeta, culpable poeta del sarcasmo, que prescinde de subterfugios y metáforas cuando trata de su vida y de su muerte?

Le sobran horas para pensar. El jardín visto desde la ventana, por donde Dinazarda pasea en estos instantes, es un consuelo incrustado en la línea del horizonte. Un paisaje que abandona luego a cambio de la experiencia de sumergirse en su pecho. Para Scherezade, cohabitar con su propio cuerpo a lo largo de una jornada se convierte en una especie de pasión.

Reconoce bien el peligro de intentar hacerle al Califa revelaciones precedidas de una intensa curiosidad. Cada relato debe corresponder a las expectativas que tiene el soberano del arte de narrar. Sobre todo porque, al escucharla, él se libra también de hablar. Si no fuera así, si no tuviese él esos cuentos caldeados desde hace mucho en su imaginación, ¿cómo daría guarida el Califa al material que Scherezade va desenrollando de su ovillo de lana?

Al contrario de su hermana, Dinazarda, afecta a dar órdenes, provee a los demás de las instrucciones que el Califa le ha confiado. Sujeta a las tribulaciones del palacio real, renueva diariamente su fe en los milagros, en las plegarias a Alá, a quien encamina peticiones. Más que nada cuenta con el carácter fascinador de las historias de su hermana para doblegar el corazón insensible del Califa y subvertir sus nociones punitivas.

Menos dotada que Scherezade, Dinazarda guarda ahora en la bolsa de su cuerpo pedazos de las historias que le trae Jasmine, como consecuencia de sus frecuentes idas al mercado. De donde la esclava regresa reiterando sus votos de confianza en el talento del derviche, cuyo nombre ignora. Un hombre que no se conmueve con sus visitas y le niega, reticente, el desenlace de los relatos que le transmite, y esto a despecho de las monedas que Jasmine deja caer hartamente en el plato de lata.

Conocedora de la ingratitud ajena, Dinazarda acepta que el derviche repudie las monedas que ella le proporciona por medio de la esclava. Se vale de cierta ironía para observar la táctica con la que el miserable, según Jasmine, amenaza con vaciar el arsenal de sus historias. Sobre todo cuando este derviche, queriendo infligirle castigo, le confiesa a la esclava que esa historia, la que ahora inventa, es la penúltima de su repertorio. Amenazas que, aun de lejos, no impresionan a Dinazarda. Las reservas de tramos de historias, sueltos y sin nexo, que ella y Jasmine acumularon aquellas semanas serían suficientes. Scherezade sabría, gracias a su verbo insolente, triturar estos fragmentos, haciéndolos desaparecer en sus tripas.

Ajena a la conspiración reinante que encabeza Dinazarda, la imaginación de Scherezade reivindica el patrimonio forjado por Bagdad desde su fundación. Las ovejas de su rebaño, arreadas allí mismo, alrededor del lecho, son la razón de su ser. Mediante estos hijos aventureros del Profeta que son sus personajes, ella recarga la máquina de narrar de lunes a domingo, sin pausa alguna. Y para que no decrezca el interés del Califa, infunde en el enigmático hombre una adicción que le impide liberarse de la voluptuosidad de escuchar sus cuentos.

40.

A medida que la noche avanza, Scherezade apila el legado de sus historias, bajo la mirada trastornada de Jasmine, que venera las estrellas al alcance de la vista.

La hija del Visir abre a un Califa fatigado el tapiz de trama suntuosa, cuyos nudos y puntas le llegan de la psique colectiva del pueblo que él gobierna. De una fuente originaria del cruce de culturas nómadas que atraviesan el desierto, las tundras, el espacio geográfico. Mientras ella le habla, desfila el saber de una gente que, a cada cambio, lleva a cuestas, como un fardo, la tienda, la religión, la fabulación.

Fue Fátima quien le afirmó que, si un día quisiera contar una historia de forma que todos hablasen por medio de ella, incorporase a cada palabra el timbre coral, sólo así volviendo visible lo que la tradición requiere de ella. Al infundirle tal desconfianza, Fátima defendía que, para dar sentido a la propia vida, debía someterse a la conciencia del pueblo.

Algunas veces al día, Scherezade atraviesa los aposentos en todas direcciones. En estas caminatas, en las que intensifica sus pasos, fantasea con que viaja a Samarra, convencida de haber dejado allí, cierta vez, su corazón. Un viaje del que regresa forzada por los clamores de Bagdad, que susurra y vocifera noche y día.

Llevada por Dinazarda a la ventana, Scherezade se apoya en el alféizar, observando el horizonte. Con la punta de las uñas deja en el polvo del alero una inscripción de difícil lectura. Un polvo del desierto, o de la mezquita de cúpulas doradas, venido directamente a ella, y que ha pasado inadvertido a la limpieza de las esclavas.

También Jasmine se incorpora a este tipo de paseo. Las jóvenes se desplazan por los espacios relativamente exiguos de los aposentos, probando de común acuerdo el gusto de las tierras exóticas que Scherezade les describe. A la zaga, ella, del cortejo, forman todas, con curvas idénticas, un único cuerpo femenino. Pero quien habla, balbucea, murmura, es la voz de Scherezade, que celebra el amor del pueblo árabe por el desierto. Un querer tan intenso que le había motivado la práctica de convivir con lo efímero, materia fugaz pronta a desvanecerse al anochecer. Una lección que también les transmite el valor provisional de la vida, preciosa en las circunstancias presentes.

A lo largo de las horas, las escenas se suceden sin mayores rupturas. Hasta la visita del soberano, que, después del sexo y la ablución, se acomoda en el diván. Con desenvoltura, él cambia los placeres de la cópula por las historias, sorbiendo la tisana caliente con la expectativa de que los héroes de Scherezade impriman ciertas incertidumbres en su vida cotidiana. Todo lo que, en fin, la joven le reserva por las noches para atizar el fuego de su imaginación. Ajeno al hecho de que Jasmine, después de visitar el mercado aquella tarde, le ha entregado a Dinazarda las frases dictadas por el derviche. Algunas frases, vastas y elocuentes, citaban a un mendigo que, camino de Mosul, lejos de Bagdad, se había convencido de encontrar, a la entrada de la ciudad, un tesoro portador de esperanza para la humanidad. Tal enredo, repleto de pormenores, interrumpido por el derviche antes incluso del desenlace, sin que valiese de nada que Jasmine insistiese en que lo llevase a término. Pero, de todo lo que Jasmine escuchó, la historia del derviche era contraria a la de Scherezade, que, en la víspera, por coincidencia, había abordado el mismo tema. Es decir, sobre un príncipe que, disfrazado de plebeyo, habiendo jurado que jamás retornaría a los privilegios de su clase, tiene la mala fortuna de enamorarse de una princesa de Karbala, frente a quien oculta una condición social a la que había renunciado por razones morales, sin derecho ahora a exigir la felicidad que la joven ha de ofrecerle.

El relato del derviche, transmitido a Dinazarda en árabe dialectal, y con fuero de verdad, había surgido por cierto de los habitantes de Bagdad, afectos a desenlaces dramáticos y amorosos. Una historia que sería llevada a conocimiento de Scherezade, quien muy pronto se dedicaría a elaborarla, en caso de que fuera de su interés. Dinazarda se disponía a ceder a su hermana estos fragmentos con mérito suficiente para atraer su atención.

Acomodado en la alfombra en la posición del loto, el Califa llevaba una túnica blanca de algodón egipcio, que le otorgaba un aspecto jovial y servía igualmente para esconder alguna erección involuntaria. Aspira la brisa de aquel enero e inicia su oración. Lo alivia pensar que ya se había desprendido en el pasado de la obligación de peregrinar a La Meca, pudiendo quedarse en el palacio, cumpliendo, de buena fe, los preceptos impuestos por el Corán, aunque le costase echarse al suelo cinco veces al día para orar a Alá, en dirección a la ciudad santa. Pero, teniendo origen su autoridad en Dios, se sometía con humildad a Alá y a Mahoma, su mensajero. Y guardaba ilimitada reverencia al libro santo, que le fuera revelado, y cuya base legislativa, tanto en cuestión moral como de costumbres, reforzaba su poder temporal. Fuera de algunos pecados, que no hacía falta mencionar, el Califa dictaba edictos, exigía subordinación, según el mandato del Profeta.

Durante la disertación, Scherezade se yergue algunas veces, como si cada movimiento impulsase el relato de la princesa que, transformada en piedra, había causado profunda conmoción en el reino de su padre. Y mientras les habla del episodio considerado de mal agüero para los súbditos de aquella princesa, Scherezade, temiendo que los oyentes la abandonasen, mide su estupor. A pesar de dominar los detalles de la historia, avanza morosa, preñada de dudas, como si la mente no la abasteciese con la mercancía necesaria. Simula que tal lentitud se debe al cuidado en fijar en el cerebro del Califa las coordenadas de una trama compleja de antemano.

Aunque Scherezade no titubee, su palidez repentina inquieta a Dinazarda, que la ve prácticamente marchando en dirección al cadalso, sin medios para ayudarla. Pero luego, en una mudanza completa, su rostro se ilumina de repente, adviniéndole una felicidad arrebatadora, como si la perfección, intangible y distante, al final estuviera a su alcance. Y todo por presentir que, por milagro, había avanzado en el camino de su arte. Las palabras ahora, al hablar de la princesa hechizada por una bruja, le fluían con tal oleosidad que le llegaba la certidumbre, derivada de esta ventura, de haber por fin acertado. La memoria, aunque acuciada por la abundancia, no le había fallado, había dejado simplemente caer al suelo lo que sobraba en la historia de la princesa.

Después de semejante hecho, Scherezade se retrae, no se permite ilusionarse con una satisfacción que no es habitual en ella. Pues convenía desconfiar de las fuerzas del mal que engatusan a las criaturas por medio de la vanidad. Maestra o no de su oficio, no debía saciar la curiosidad del amo. Mejor dividir las acciones narrativas con parsimonia, diferir el desenlace, hasta el instante de atar con un nudo ciego el corazón del Califa a lo que le venía contando. Sólo mediante tales cuidados podría solicitar más horas de vida.

41.

La música que viene de lejos impulsa a Scherezade a mezclar a los vivos con los seres que inventa por la noche. A ofrecerles el sonido del laúd que traspasa las paredes del palacio sólo para alcanzarla.

Consume sus días con las otras mujeres en mutua vigilancia. Para vencer el tedio, recurre a las intrigas de los cortesanos que, corroídos por la envidia, destruían a quien se acercase al poder. Algunos de ellos llegaban al extremo de recoger migas de pan que el Califa dejaba caer al suelo, con el propósito de impedir que aquellos servidores fuera del círculo del poder ascendiesen a la vista del soberano.

Estas vilezas cortesanas despertaban la curiosidad de Scherezade. Contadas por Fátima, tenían mucho que ver con las aventuras engendradas en torno a los abasíes. Aquella ama que al pretender internar a su pupila entre las breñas de la oscuridad humana no había vacilado, para ello, en citar la fuente de donde procedían algunas de esas urdimbres siniestras.

Las jóvenes intercambian miradas. Encerradas en los aposentos reales, la monotonía de la tarde las sofoca. Pero para que saboreen ciertos episodios en torno a los abasíes, Scherezade va desmenuzando las intimidades de esta grey imperial. Asume al mismo tiempo la condición masculina y femenina con el propósito de comprender la dimensión de esos seres inmortales. Piensa de esta forma compensar a sus compañeras por las amarguras sufridas en los límites de aquellos aposentos, desde donde vislumbran en la pared la sombra del cadalso.

Tiene mucho que contarles. So pretexto de estas reminiscencias, evoca la maledicencia tan generalizada entre los cortesanos de que vivían apartadas por orden expresa del soberano. Duda, no obstante, por dónde comenzar, presa de la emoción que le despierta el laúd, refinado instrumento de seis cuerdas dobles, cuyo sonido, arrancado mediante la pluma de un águila abatida con flecha por un despiadado cazador, le viene del pasillo. Un lamento musical surgido de una inusitada forma de perilla extrañamente próxima al dorso femenino que la hiciera llorar y sonreír desde la infancia.

Tensa con el lento avance de la conversación, Dinazarda insiste en que su hermana se dé prisa, antes de que llegue el Califa. Pendiente de los recursos de la memoria, Scherezade se abstiene de esta preocupación, concentrada ahora en el laúd, que había florecido tanto en la corte como en el desierto, a medida que el islamismo iba echando raíces en el suelo árabe. Y que, por medio de su caja acústica, generaba sentimientos doloridos, volviéndose presencia obligatoria en los recitales poéticos, como ocurría con frecuencia entre los beduinos. Habiendo el instrumento musical alcanzado la perfección justo en la época de los abasíes, que se rodeaban de los mejores músicos del califato. Sobre todo durante el reinado de Harum al-Rashid, que contó con el talento de Ziryab a su servicio.

Bajo el mandato de su imaginación nómada, Scherezade fingía seguir los acordes del laúd, mientras que el instrumento singlaba las encrespadas aguas del Índico, navegaba indistintamente por los ríos Tigris y Éufrates, de visita a las aldeas, hasta establecerse en Bagdad, donde Ziryab había crecido rasgueando sus cuerdas. Venido de familia de músicos, él cerraba los ojos en pleno transporte amoroso, concentrado en extraer del sonido una quejumbrosa tristeza, como señalando que se había ausentado hacía mucho de la convivencia humana. La musicalidad de este hombre, no obstante, al superar los muros del palacio, alcanzando los rincones de la ciudad, iba al núcleo de las mezquitas y de las chozas, suscitando, a su paso, expresiones de fervor. Teniendo él la profunda convicción de que el lenguaje de su música se dirigía a Alá.

Cualquier mortal, al oírlo, sucumbía a la emoción. El propio califa Harum al-Rashid, en conflicto con sus sentimientos, había designado al músico como panacea de todos los males. Entusiasmo que despertó celos sobre todo en Ishaq al-Mawsil, músico oficial de la corte que, presa de una descontrolada envidia por el creciente éxito del discípulo, juró silenciar al artista que le hacía sombra y amenazaba su posición junto al califa. Actuando con rapidez, pensó primero en matarlo, pero no encontrando forma de hacerlo sin que las sospechas recayesen sobre él, consideró la mejor solución malquistarlo con el soberano, anular su influencia, preparar el camino para su destierro.

Ishaq sabía cómo Harum al-Rashid, a pesar de su aparente espíritu altruista y aventurero, reaccionaba al enfrentarse a cuestiones vitales, como cuando infligió una muerte despiadada a Musa al-Kazim, gran líder religioso. Y cuánto se complacía en estimular la animosidad entre sus hijos Amin y al-Mamun, sin prever que, después de su muerte, de esta disputa resultaría una guerra mortal entre los hermanos, con la victoria final de al-Mamun.

Contando con la debilidad moral del califa, Ishaq al-Mawsil actuó con tal sagacidad e insidia que Harum, cediendo a la maledicencia del maestro de la corte, decretó la desgracia de Ziryab. Pillado de sorpresa, el músico se volvió incapaz de articular su defensa frente a una pena que lo expulsaba de los dominios del califa y le prohibía volver a poner los pies en la tierra en la que había nacido y su música había prosperado.

Ziryab sucumbió al dolor. Sumido en lamentos, recorría Bagdad sin rumbo, despidiéndose del paisaje amado. Con los ojos dilatados, parpadeando sin parar, iba archivando cada detalle que lo rodeaba, con el temor de olvidar el repertorio de su vida, y sin el consuelo al menos de reponer en el futuro otro bien en su lugar.

Descontrolado, lloraba en las callejas, al borde de los balcones, contemplaba el crepúsculo dorado a la hora de la oración, con el corazón a punto de partirse, según aseguraba Scherezade al relatar sus desventuras. Solidaria con el artista, había dado la vuelta a la ampolleta del tiempo para regresar a la época de Harum al-Rashid y presenciar la lenta agonía que había abatido al músico antes de partir para el destierro, llevando escasas pertenencias, viéndolo dar los últimos pasos en Bagdad, mientras se deshacía del mundo que lo había movido a vivir. Un escenario sin el cual apenas sabría dar nombre a cualquier otra realidad que llegara a vivir en otras tierras.

Dinazarda sufría igualmente por el arte de un hombre que, además de haber dominado los recursos melódicos de su instrumento, se había dedicado a generar en quien lo oyese estados de espíritu alterados, una escala creciente de pasión y de desahogo emocional. Le daba lástima que las palabras de Scherezade, describiéndolo, no pudiesen ser escuchadas por Ziryab, que, concentrado en obedecer la orden de abandonar Bagdad, estaba dispuesto a dirigirse a al-Andalus, al otro lado del mar, donde los árabes, en su afán de expandir poder y cultura, acababan de instalarse. Y aunque tuviese en el mapa de su corazón el proyecto de atracar en el califato de Córdoba, bajo el régimen de los omeyas, dudaba de la posibilidad de hacer crecer su arte allí. Dolido por la traición de su maestro, sólo podía aspirar a neutralizar los maleficios de la suerte y esperar que las nuevas tierras, adonde aportaría, le quedasen debiendo en el futuro un sistema musical impregnado de elementos persas, griegos y árabes. Una pericia musical que fuese blanco de consulta obligatoria para las composiciones de la época.

Ziryab intentaba avizorar el porvenir por medio del tenue humo de sándalo que ardía en su sala mientras cavilaba. Lejos de prever que se encontraba en la inminencia de incidir en los fundamentos de la música traspasando las márgenes del Mediterráneo, a punto de causar impacto en los centros andalusíes bajo fuerte influencia sufí. De modo que, a partir de la matriz de su laúd, llegaría a construirse un discurso musical con el amor como tema dominante. Pero cómo podría entonces adivinar que, en el futuro, tendría como cómplice a un grupo de poetas que, deambulando por tierras soleadas, subiendo a la región de las hierbas fragantes, rasguearían, a su manera, las cuerdas de un instrumento parecido al suyo, mientras que llegarían a seducir los oídos de las castellanas con el canto de su poesía. Sin que estos vagabundos del amor cortesano reconociesen la deuda contraída con la música de Ziryab.

Dinazarda pide que su hermana les hable de la trampa diabólica preparada por Ishaq al-Mawsil, que, antes de rendirse a la envidia, sin duda habrá amado a su discípulo Ziryab. Pero, sin dejar hablar a Scherezade, ella misma lanzaba conjeturas sobre el destino final del artista en el continente bárbaro, donde los árabes empezaban a crear un imperio incipiente.

Scherezade se sorprendía ante su hermana, tan afectada por el episodio. Lamentablemente, no tenía cómo detallar las circunstancias previas a la partida del artista. Excepto que, para cumplir el plazo concedido por el califa, Ziryab se había incorporado deprisa a la primera caravana que saldría de Bagdad. Dando inicio a una travesía que lo dejó prácticamente al borde del mundo andalusí, después de cruzar Egipto, Libia, Túnez, Marruecos.

Habiendo crecido contemplando la inmensidad del desierto antes de vivir en Bagdad, la vista del mar, mediando dos continentes, representó un bálsamo para el duelo de Ziryab. El misterio azul, bajo la forma de cabrillas, olas, mareas yendo y viniendo, lo ayudaba a alejarse del hogar. A la orilla del Mediterráneo, que le traía suave brisa, se inventaba a sí mismo con la arcilla del miedo y de la esperanza.

Scherezade describe al músico con toques dramáticos. Familiarizada con el universo de los viajes, le atribuye percances, encuentros, amenazas, el temor de no llegar vivo a al-Andalus. Y que, después de subir a la frágil embarcación para realizar una travesía marítima relativamente breve, desembarcó en un litoral cuyas dunas le recordaban el desierto, comprendiendo enseguida la razón de que los primeros árabes se aventurasen por aquellas tierras ardientes con la intención de quedarse allí.

Golpeado por la emoción del exilio, se le ha vuelto ronca la voz. El timbre, como rugoso, lo inspiró para ajustar el canto que le salía ahora de la garganta a su laúd. Voz y cuerdas, al entonar juntas un canto profundo que emitía gritos desgarradores, arañaban la garganta, obligándolo a alargar las sílabas, a prolongar en el pecho las notas musicales hasta que se quebrasen. Tal esfuerzo, en apariencia nocivo para la voz, producía, no obstante, un efecto de sorprendente emoción.

Ziryab recobró súbito aliento con esta vereda musical surgida de la nostalgia que sentía de Bagdad. Y que, fundada en la amenaza de que la música y el timbre se paralizasen en el aire en una oxidación repentina, parecía darle la seguridad de haber encontrado en al-Andalus un nuevo ideal de belleza.

Aún en los aposentos, Dinazarda pide que le revele el final ele Ziryab. Si había encontrado un amor de facciones levantinas que le recordara las noches árabes. O si había muerto desgraciado, sin que una mano amiga cogiese la suya al exhalar el último suspiro. Dinazarda lucha por descorrer el porvenir del músico sin darle tiempo a su hermana de desarrollar los actos de injusticia cometidos contra Ziryab. No le deja decir que el músico y ella misma, simple contadora, pertenecen a una categoría inmolada en el altar de la crueldad. O que en Bagdad, o en al-Andalus, la vida, para los corazones insobornables, siempre estuvo pendiente de un hilo.

42.

El Califa se distrae, parece ausentarse del palacio. Es difícil seguir su derrotero. Tiene alas, que Scherezade le proporciona. Le cuesta desprenderse de los lugares a los que va de visita bajo el estímulo de la imaginación de la joven, que le da lecciones diarias.

De vuelta a la realidad de los aposentos, revigorizado por la experiencia humana, él clava en la hija del Visir la espina de la indiferencia. Para que, bajo el terror de la muerte posible, ella no se acomode, y mantenga encendida la emoción y la curiosidad que le demanda.

La impertinencia del soberano es constante, pero Scherezade no replica. Bajo la cerrada barba del Califa, que alberga secretos crueles, ella registra la destreza con la que le araña el alma. Las uñas del soberano, largas y curvadas, traen manchas de sangre. Sin alterar su fisonomía, él mastica los dátiles con deliberada lentitud, anuncio de tormentas. Y mientras escupe con la punta de la lengua los huesos de la boca, retiene el plato pegado al pecho.

Scherezade elude observar cómo él aplaca su hambre. A sus gestos mezquinos, cebados en el abuso del poder, responde con las historias. Como diciéndole que no puede intimidar a quien se inmola cada día por el prójimo, a quien coloca voluntariamente la cabeza en el cepo para darle gusto al verdugo.

Su venganza consiste en abrirle la gaveta de la imaginación e implantar en el soberano el caos narrativo. Depositar en este hombre enredos paralelos y circulares, algunos iniciados en Bagdad, otros cerrados en Singapur. Historias de las que no se libra y menos aún olvida. Para que sólo respire por medio de un filtro que purifica el aire con la ayuda de palabras voluptuosas, provenientes de la fantasía. Y, no siendo así, ¿qué más podría pretender este soberano, además de la muerte, siempre que se baja del trono y apoya los pies en los flecos arrugados de la alfombra heredada de su abuelo?

Scherezade contiene la indignación. Le hace falta seguir sosteniendo la maraña verbal con el misterio en el que introduce al Califa. Bien sabe que cualquier urdimbre presentada depende de la fe del oyente. Y no está en condiciones de prescindir de la confianza ciega o la credulidad del Califa, de Dinazarda y de Jasmine, en las artimañas de su oficio. Sin la adhesión de ellos, de nada valdría forzar que los intersticios, por donde pasan las historias, se dilaten hasta el punto de introducir en ellos los ingredientes indispensables a la elucidación de la materia creada a merced de sus impulsos.

Esta inteligencia, que se renueva al crepúsculo, debe proveer a Scherezade de persistencia. Gracias a la cual, bajo el efecto de la invasión de tantas variantes, rodeada de sargazos, casi zozobrando, todo en ella se ordena de repente. Como si los propios personajes asumiesen el mando de la acción.

En su condición de oyente, Dinazarda no ve la hora de que el Califa se despida, en dirección al trono, para cubrir a Scherezade de ofrendas, como recompensa por su esfuerzo en emerger de la vastedad de las palabras y salvarse. Y expresarle a la hermana su admiración como si las dos estuviesen en el bazar, libres de los obstáculos de la corte, y la saludase allí mismo, con los mismos hilos verbales con que bordara por la tarde, en el bastidor de la memoria, su historia nocturna.

Desde la infancia, Scherezade se había acostumbrado a repetir en voz alta pasajes de cualquier historia. Con el propósito, tal vez, de suavizar los ruidos guturales del idioma, en permanente choque entre sí, y ello mientras iba compilando palabras que la humanidad había ido reuniendo al azar. De esta forma, soñando con transformar lo que había nacido imperfecto, hacía crecer imágenes que acababan consagradas por la emoción y el uso poético.

Siempre que se sentía desorientada, Scherezade recurría al recuerdo de Fátima. Con el ama había aprendido el sentido de la aventura. Al recorrer a escondidas los escondrijos del palacio del Visir, se había entrenado para otros vuelos. Era común, acomodadas plácidamente en torno a la fuente del patio, apaciguadas por la caída del agua, que se ejercitasen en el arte de la fuga. Cuando, simulando haber abandonado el palacio, ya camino de Samarcanda, agradecían la brisa venida del Éufrates a la vista de las palmeras fecundadas por el viento. Seguras de regresar un día a casa con un cargamento de historias inusitadas.

Fátima le había asegurado que había nacido con el relato en el corazón. Pero que, para obtener buenos resultados, debía recoger ciegamente lo que fuese. Y perder el sendero de una historia sólo por un acto de la voluntad o como resultado de una imprevisible infidelidad al oficio. O que ya no quisiera seguir viviendo.

Los ojos de Fátima brillaron de nuevo después del llanto. Pero Scherezade no debía preocuparse por sus inquietudes, pues era su talento tan genuino que fácilmente forzaría el tabernáculo ajeno, para extraer lo que hiciera falta. Dispuesta a esclarecer lo que había zozobrado en el mar de tantas ideas.

A pesar de la diferencia de edad entre Fátima y la hija del Visir, ambas se comprometían a visitar el mundo en una caravana dispuesta a tomar el rumbo dictado por los sueños de aquellas mujeres. En tal peregrinación, mientras Scherezade se ocuparía de los relatos, Fátima la guiaría por los laberintos de la Tierra.

Scherezade sufría por su ausencia. Buscaba su sombra en cada rincón y responsabilizaba a su padre por la pérdida. Años antes, aún en casa de su padre, el Visir, condolido por la creciente dificultad de Fátima para caminar, por los dolores de la pierna últimamente hinchada, le ofreció condiciones regias para jubilarse, incluido el regalo de una casa. No quería a Fátima, a quien tanto debía, enredada en quehaceres, desamparada.

La propuesta de su padre indignó a Scherezade. Cómo se atrevía a privarla de la compañía de Fátima, con ella desde el nacimiento, cuando en sus planes se veía a su lado hasta la muerte. Sólo moderó la reacción ante la certidumbre de que el ama se negaría a abandonar a Scherezade, a quien consideraba una hija. Para su sorpresa, Fátima aceptó sin vacilar las condiciones del Visir. Al fin y al cabo, nunca había tenido una casa donde cocinar, preparar la lumbre, ordeñar la cabra, consolarse con fantasías que, durante todos aquellos años, había producido en beneficio de Scherezade.

Al despedirse, Fátima no quiso decir adónde se iría a vivir. Sólo anticipó que sería lejos de Bagdad, en medio de ovejas y camellos, vecina de una tribu dada a contar historias que le recordarían a Scherezade. Aunque insistiesen sobre su paradero, sólo a ella le confiaría el itinerario de su vida. Le detalló qué hacer para llegar a la pequeña casa, con la esperanza de que un día se quedase con ella todo el tiempo que quisiera. A nadie había amado tanto como a Scherezade.

Scherezade lloró durante las semanas siguientes. Hasta acostumbrarse a captar las señales que Fátima le enviaba de lejos, con el propósito de ayudarla. La voz, a veces, le llega límpida; otras, susurrante, no tallándole nunca el eco de su amor ante la sola mención de su nombre.

Sentada ahora al borde del diván, con Jasmine masajeándole los pies, Scherezade pone su celo en el nuevo día ganado. En ciertas tardes, duda de si tendrá ánimo para seguir frecuentando el lecho del Califa, para someterse a sus caprichos. Cuando se pregunta por qué narra, vacila en la respuesta, y no le importa. Sólo sabe, por el momento, que narra con el propósito de ahuyentar la sombra de las futuras víctimas del vengativo Califa proyectada en la plataforma, donde el cadalso se destaca, imponente.

43.

Las noches de los amantes transcurren en los aposentos del palacio, una edificación próxima a la mezquita. En esta geografía, donde ambos escenifican la vida y la muerte, el Califa aparenta conciliar el coito presuroso con las aventuras descritas por la joven. Mientras que el deber erótico, aliado al entretenimiento, no interfiere en lo que dice Scherezade.

Al terminar, sin embargo, los quehaceres del reino, el Califa en general se inquieta, se siente afectado por un acto de dimensión moral que lo fuerza a ir al encuentro de la hija del Visir, sólo por haberle respetado la vida aquella mañana. A volver a este hogar provisional con el propósito de escuchar relatos y repetir en el lecho, hasta que le flaquee la virilidad, el sexo de la víspera.

Así, la conjunción de las palabras de la joven con el deseo carnal, lejos de alegrarlo, arranca al Califa de las amarras de la realidad. Crea en él tal expectativa que, al final de las audiencias, lo devuelve a las historias de Scherezade, cuyo epílogo aspira a conocer. Vive una relación cotidiana que, cumplida al pie de la letra, va estableciendo entre ellos el tácito reconocimiento de ser Scherezade la esposa cuya vida él preserva cada mañana, y con quien cumple los rituales del matrimonio.

No le resulta fácil contrariar el designio que trazó después de la traición de la Sultana. Le duele al Califa no respetar la sentencia de muerte que se cierne sobre cada joven, y que tiene como origen una proclama divulgada por todo el reino, cuyo carácter siniestro aterroriza, aún hoy, a los padres de cualquier doncella bajo el riesgo de inmolación pública.

Scherezade fue la primera en interrumpir la serie de las ejecuciones cuando el Califa, reacio a cumplir el precepto de la ley, a pesar de la actitud expectante del verdugo a la entrada de los aposentos, frustraba así al ejecutor siempre a la misma hora, cada vez que se negaba a entregarle la víctima del sacrificio. Imponiéndole una súbita inactividad, que llevaba al verdugo a la desesperación mientras lo hacía pensar si había sido la felicidad conyugal responsable del incumplimiento de la ley que el propio Califa promulgara.

También a los acólitos les extrañaba la especie de amor por Scherezade, que hacía al Califa relegar a sus favoritas a más triste suerte. Pues desde la venida de la hija del Visir ya no convocaba a las mujeres al lecho real, motivando que se aventurasen innumerables hipótesis para el hecho, ninguna al fin convincente. No valiendo de nada, frente a su pesado silencio, que insinuasen al Califa la conveniencia de retornar al harén.

Corpulento, de nariz ganchuda, el soberano había cedido a la fascinación de la joven. Prácticamente había abandonado la alforja del poder a cambio de la fantasía. E, igual que cualquier criatura del pueblo, aspiraba a ser otro que no él, usurpar la identidad ajena por medio del ardid de la ilusión. Quizá llenar la propia soledad robando la apariencia de un personaje de Scherezade. Fundir la realidad del reino con las historias de la joven, convencido ahora de que, mediante la fabulación, alargaría la vida.

Sin abandonar el palacio o renunciar a las regalías del trono, había asumido por momentos la figura de Simbad, exhaustivamente explotada por Scherezade, viviendo a cambio deliciosas aventuras. En nombre del marinero, el Califa conocía de cerca las astucias del insigne mentiroso, a quien el destino había reservado toda clase de peripecias. Una burla a través de la cual su goce se multiplica.

Al ser Simbad, aunque por instantes, decide por iniciativa propia atribuir al marinero una compañera hindú, de nombre Shiva, que Scherezade no había previsto. Disputando luego con esta mujer, recién inventada, el derecho a mantener las ambivalencias del marinero sin medir hasta qué punto un acto como aquél podría afectar a la andadura de la historia de Scherezade. Un artificio con el cual también él pretendía arrogarse una provisional sabiduría.

Ofendida por tal injerencia, Scherezade se niega a proseguir, alegando una súbita afonía. Al dejar de enredar al Califa con su trama, interrumpiendo en consecuencia el traslado del Califa a reinos donde jamás había estado su regia humanidad, Scherezade confiaba en que semejante maniobra surtiera efecto.

La verdad es que el Califa venía desligándose de la administración del califato para vivir en función de la joven. Hasta el punto de que los cortesanos, a la sordina, se preguntaban cómo el Califa, después de la muerte de la Sultana, consumía las noches con Scherezade. Justamente él, que, en aquella ocasión, había acentuado su desprecio por las mujeres, juzgadas responsables de su derrumbe afectivo, y había sellado las grietas del corazón, para que allí no brotase ni creciese nada. Considerando, pues, este mundo tan ilusorio, ¿por qué exponerse entonces a tanta suerte de peligros? ¿No estaría este exceso de fantasía, suministrada por Scherezade, afectándole seriamente?

El Califa sufría un intenso dilema. Sólo porque había intentado imponer a Scherezade un personaje de su autoría, hasta entonces inexistente, pensando fomentar la fabulación erótica de la joven, corría el riesgo ahora de transformar a la contadora en alguien a punto de prevaricar en sus propósitos narrativos. O incluso callarse, derivándose de tal decisión su muerte, al final, a manos del verdugo. Con el agravante, además, de que Scherezade lo privaría de un placer jamás experimentado anteriormente.

Se había precipitado, sin duda, al inventar a Shiva con la intención de buscar señales concretas de su imaginación. Había empañado el talento de Scherezade llevado tal vez por la envidia. Pero, en este caso, ¿estaría esta fantasía suya ocupando el lugar reservado hasta hoy a la crueldad?

Siempre había temido las acciones descontroladas. Alterarse hasta el punto de repartir, de repente, las joyas de la corona entre los mendigos, realizar actos de clemencia entre los criminales de Bagdad, y todo so pretexto de una falsa bondad. No le convenía levantar el cerco construido para protegerlo de los súbditos y de los enemigos, o de cualquiera que pretendiese apoderarse a la fuerza de su alma. Ninguna otra amenaza le parecía, no obstante, tan grave como el rostro de Scherezade oscurecido por el misterio de la imaginación.

Scherezade no lo pierde de vista, interpretando los surcos de aquella alma. Había aprendido a dar lustre a la máscara del Califa, fija en su rostro, añadiendo y sustrayendo palabras no siempre en el orden deseado, pero con la intención de desestabilizar el reino de aquel soberano. Hacía mucho que ambos trababan una batalla. Sólo que aquel día, de tanto sufrir sus constantes amenazas, se divierte en observar la perplejidad del Califa. Pero, no queriendo marginarlo en relación con Dinazarda y Jasmine, mitiga la discordia entre ellos disimulando lo que sabe a su respecto. Para despistar, agradece a Dinazarda los suculentos dátiles traídos al soberano.

Siguiendo este movimiento de solidaridad, también Jasmine se ocupa del Califa. Falta ahora que él ordene el inicio de los relatos. Pero el soberano no demuestra prisa, aparenta cansancio. Y aunque él pudiese estar ante la inminencia de la muerte, ni así, a guisa de despedida, saluda el talento femenino, suspende la sentencia que ahora pesa sobre Scherezade.

El embate entre estas personalidades agobia a Dinazarda, le provoca lágrimas. Quiere desaparecer en el horizonte montada en la alfombra voladora de Aladino. Pero se recompone gracias al enredo que, ya en los primeros minutos, presenta tal encanto que es imposible abdicar de las secuencias siguientes. Instintivamente cierra los ojos, yendo en pos de los personajes. Bajo la pertinacia del verbo fraterno, Dinazarda es presentada a Harum al-Rashid, que, disfrazado de mercader, teniendo en vista atraerla, se pega a su cuerpo.

Mientras Scherezade prosigue, Dinazarda sospecha de las intenciones de Harum, que, además de a ella, ambiciona el amor de su pueblo. En general, no admite que lo defrauden. Pero, por motivos que ella no acierta a descubrir, al caminar los dos por la medina, siente por el califa apátrida un deseo maldito y oscuro. Se resiste, con todo, al fantasma que lleva la aureola del pecado y la hace estremecer. Y cuando Scherezade interrumpe la historia al clarear el día, Dinazarda reposa pensando en el abasí. En las horas siguientes, lucha por conjurar su silueta, pero, partícipe de este juego, lamenta la desdicha de no tener, entre los vivos, su carne turgente y los ojos oscuros. Sólo que la silueta de Harum, en vez de abrigarla, cubre, en una esquina del mercado, el cuerpo de una extraña. En la oscuridad, los ayes de la mujer, penetrada por Harum al-Rashid, resuenan en el descampado, van más allá de las murallas, se confunden con los suspiros que Dinazarda emite en la callada de la noche.

Scherezade insiste en golpear a los oyentes con las peripecias de su brava gente. Adivina el estremecimiento que sacude a su hermana mientras describe a Harum como señor del corazón popular. Y que, a pesar de haber muerto, se apropia aún de la vulva y la hace latir. Responsable, sin embargo, del actual estado de espíritu de Dinazarda, Scherezade le estira las cuerdas de los nervios para que vibren. Así, obedeciendo a la ley de la historia, Harum parte en pos de Dinazarda. Se ocupa de ella y de otras al mismo tiempo. Con la simple mirada, él quiere también incluir a Scherezade en la lista de las conquistas, envolverla en su círculo de fuego, aunque la joven, bajo el despotismo de su imaginación, se concentre sólo en acumular recursos con los que proseguir su empresa narrativa.

44.

Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas en posición del loto, prescrita para la lectura del Corán, el anciano profiere palabras a los paseantes, atrayéndolos a su suerte. Casi al borde de la muerte, él está rígido, llama la atención de Jasmine.

Ella no sabe qué decir para atraerlo. Teme que su piel trigueña, los cabellos ensortijados ofendan al hombre con recuerdos amargos. Siguiendo las pautas del corazón, se arrodilla en el suelo, a su lado. En riguroso silencio, dispone de tiempo para escucharlo.

El derviche finge ignorar su presencia, pero, siguiendo su instinto delicado, demuestra conocer la razón de su visita. No hace falta que el niño a su servicio lo advierta sobre la joven, para quien sus palabras salarían y darían sabor a su comida. ¿O qué podría querer de él una mujer sin litera ni esclavos, caminando sola por el bazar?

Con gesto incisivo, insiste en que ella le hable. Que no lo condene a un silencio que es prerrogativa suya. Jasmine reconoce que vale la pena capitular mediante la confesión de que está allí con el propósito de demandarle una tarea. Alterna mentiras y verdades hasta admitir, al final, que ha venido en busca de peripecias. Necesitaba escuchar aventuras que transportaría a casa dentro de la alforja, como pan fresco. Había venido con la ilusión de escuchar lo que le diría al propio Harum al-Rashid, en caso de que este abasí aún viviese.

Jasmine lo había elegido entre tamos pobres por su ceguera. Nota, de cerca, la expresión de codicia que invade el rostro del viejo frente a sus promesas. Aquel hombre ama el oro que pueden generar las historias. La pérdida de la inocencia había añadido cierta perversión y realismo a sus dotes de contador. Para aliviarlo, pues, de su deseo, la esclava deja caer algunos dinares en la vasija de latón.

El derviche se sobresalta al oír el ruido de las monedas tintineando, aunque no hubiese aguzado el oído a tiempo para saber el valor de la dádiva, cuántos platos de comida le asegurarían aquellas monedas. Él recoge una moneda y la acaricia con un goce tal vez debido a su condición de ciego. Una ceguera que se le había impuesto como castigo. Hace muchos años, en el desierto, camino de Samarra, apostó que podría alejarse de la caravana sin peligro de perderse, regresando a ella gracias al talento de husmear el camino de vuelta. Sin medir las consecuencias de ese acto imprevisor, se alejó entre risotadas. En poco tiempo, deambulando por las arenas, expuesto largamente al sol, gritaba pidiendo socorro. Sin rumbo, con creciente dificultad para mirar a su alrededor, no atinaba a regresar a la caravana. Al ser recuperado mucho después por una tribu nómada, había perdido la visión. Los ojos, quemados, parecían un cráter vacío. Cuando lo dejaron en Bagdad, donde nunca antes había estado, se hundió en la más profunda miseria.

Interrumpió la sucesión de los hechos para confesarle a Jasmine que, al descubrirse ciego, había llorado, quejumbroso. Además de ser un hombre sumido en una absoluta oscuridad, era pobre, inculto, despojado del saber existente en los centros de estudios de las urbes islámicas.

Al principio, enfrentado a aquella situación, pensó en matarse. Lanzó imprecaciones, furioso, contra los hombres, sin descartar a Mahoma. En su total desesperación, suplicó que el santo hombre lo dotase de algún talento capaz de amarrarlo de nuevo a la vida. Pues, abandonado a su propia suerte, un mendicante más entre tantos de Bagdad, le costaba entender qué había por detrás del castigo.

Aguardó la primera semana para que el Profeta le respondiese. Cierta mañana, al despertar, hambriento y sucio, le afloró un ánimo inusitado. De repente, surgió de su interior un hombre a quien Mahoma, perdonándole las ofensas, le ofrecía inesperados recursos. Como la capacidad de recuperar detalles preciosos de la realidad circundante, de traducir enigmas antes insolubles, de desvelar la naturaleza secreta de los hombres y los objetos, aun no pudiéndolos ver, de contar historias alejando de su boca resúmenes tristes que, apenas iniciados, prontamente se agotan. Mientras una voz le decía que atendiese sobre todo la llamada imperativa de la imaginación. De lo que se derivó la facultad de hablar durante horas sin dar muestras de cansancio.

Pero ¿con qué historia cautivar ahora a una mujer que le había pagado antes incluso de estipular el valor de su trabajo? Aunque su repertorio se había ampliado en los últimos años, conocía sus limitaciones. Frecuentemente, debido a su escasa familiaridad con la medina, evitaba situar a sus personajes en el califato, no se atrevía a describir la configuración urbana de Bagdad, que sólo conocía por medio de descripciones. En sus historias, los personajes recorrían sólo las cuatro vías básicas, que daban acceso a la urbe, la parte este conocida como al-Russafa, navegando, incluso, hasta el estuario del río Tigris.

Al haberle pagado bien, Jasmine aguardaba la recompensa. Acuciado, por tanto, por una curiosidad femenina que le pedía, además de una historia, detalles anteriores a su ceguera, el anciano le reveló su pasada condición de alfarero. Un artesano que se quejaba de las privaciones y de la arcilla pegada a la piel, que tardaba en quitarse. Habiendo en él, desde la adolescencia, una amargura que se reflejaba en la calidad de su trabajo. Lo que le hacía producir cántaros, platos, bandejas que se rompían al más leve toque, hasta el punto de que ya no lograba venderlos. No obstante, a pesar de un talento tan escaso, tenía la veleidad de marcar en la superficie del barro, a guisa de expresión artística, trazos del arte caligráfico, siempre con resultados finales que nada tenían que ver con el arte islámico de la escritura.

No le había mencionado, sin embargo, que, igual que el de alfarero, su oficio actual, de contador de historias, lo obligaba a combinar palabras, a incrustarlas en el barro de la fantasía y llevarlas al horno. En busca de figuras que, transitando desde un pescado, un caballo, piedras preciosas, hasta unas siluetas femeninas, propiciasen la creación de símbolos que, sin función aparente, representaban metáforas o la depuración de experiencias místicas, como era el caso de los sufíes.

La miseria del derviche lo lleva a deplorar en público su destino. Como si, olvidado de las gracias recibidas, hubiese perdido la fe en el Profeta que había actuado en su favor. Mientras hablaba, casi no se movía. Con movimientos limitados, en el afán de explorar la emoción de Jasmine, pasa varias veces el dorso de la mano por sus ojos quemados por el sol, atrayendo la atención al centro de su dolor. Reminiscencias, sin embargo, que parecían molestarlo.

Atenta a las penurias del derviche, Jasmine controla la sed. Asiste como una cría a un curso cotidiano al cual debe asociarse si quiere, de verdad, escuchar sus historias. Aguarda, pues, que comience el relato. Pero luego dice que tiene prisa, su marido la espera en casa. Hombre desconfiado, que le demanda repetidas pruebas de fidelidad.

El derviche, en cuyos oídos aún repercute el ruido de las piezas de oro cayendo en la vasija de latón, respira hondo, con la expectativa de que otras monedas sacien su estómago. Comienza a contar, la voz le suena aguda, no es el timbre deseado. Suaviza el tono, el momento requiere susurros. Su meta es llegar al final y corresponder al pago que ha recibido de Jasmine.

45.

Scherezade se siente adolescente de nuevo al recordar cómo recorría Bagdad con las manos manchadas de carbón, apoyada en un cayado. Simple artificio con el que Fátima, esmerándose en el arte del disfraz, escondía las facciones delicadas de Scherezade, sus venas azules destacadas en la piel blanca. No podían las dos correr ningún riesgo.

Al lado de Dinazarda, en los aposentos reales, ella recuerda las diversas idas al mercado, el ama arrastrándola por las callejuelas como ciega, cuando se tropezaba con extraños, fingiendo no saber hacia dónde ir. Mientras era guiada, Scherezade aspiraba a toda prisa el almizcle que avivaba la glándula de la gacela macho. Aquellos perfumes, oriundos de la India, de la China, de todas partes, cuyo aroma emanaba de las pequeñas tiendas que poblaban Bagdad.

Al volver de estas fugas, cada una de ellas con un disfraz diferente, Scherezade se escondía en los aposentos para que no viesen su mirada encendida, su rostro abrasado. No confesándole jamás a su padre que había estado en el centro de la ciudad y no tenía nada de qué quejarse. Él no entendería las ventajas derivadas de aventurarse por tierras impregnadas de miseria y de ilusiones. Celoso de su posición en la corte, no soportaría que su hija se contaminase con la turba, con la cual personalmente no se entremetía. En casa, con excepción de Fátima, trataba a todos con distancia, evitando cruzar su mirada con los esclavos, temeroso, tal vez, de que le inspirasen piedad.

Al borde de la fuente, cuyo chorro de agua le salpicaba el rostro, Scherezade, al lado de Fátima, revivía el mercado de Bagdad, escenario real de las historias que fabulaba. En aquel agrupamiento humano, entrecruzado de lenguas, dialectos, imprecaciones, expresiones privadas, había una algarabía infernal y un olor perturbador. Una turbulencia, gracias a la cual iba tocando el corazón del arte de inventar, mientras renunciaba a su propia alma a cambio de las demás.

Aún en la cuna, Fátima tocaba su piel convirtiendo el mero gesto en suave caricia. Ansiosa por concederle en el futuro porciones de vida tan estimulantes que su propia madre, aunque celosa de la hija, cedía a Fátima pedazos de Scherezade, como previendo la muerte prematura, anunciada por la brisa que le deshacía el peinado y la sonrisa al mismo tiempo.

Fátima había heredado a Scherezade justo después de la muerte de la madre. A partir de esta orfandad, el ama la había ayudado a soñar mediante el ofrecimiento de una tierra poblada de seres que, a través de la intriga, expresaban la sordidez de la vida cotidiana. Ora hablándole de un opulento príncipe que se había convertido en un frío asesino, ora de un maltratado vendedor de lámparas que, a pesar de la pobreza, daba a su amante delicias provenientes del amor.

En las idas a la medina, internándose por las callejas, Scherezade temía que, en cualquier momento, se evaporasen las mercancías de los tenderetes y, como castigo, la condujesen a un palacio oreado por la brisa del mal, donde le dirían que la realidad del bazar no pasaba de ser una mera ilusión.

Fátima no la perdía de vista. La atraía hacia sí evitando cederla totalmente a la fuerza centrífuga de la fantasía, que se había tornado su vía de acceso a lo real. Ligada a Scherezade como si la hubiese parido, Fátima prácticamente la ataba a una cuerda sujeta a su cintura, abasteciéndola de ingredientes que ensanchasen el territorio de sus historias.

Palpitaba en la niña una avidez envidiable. Cada visita suya al bazar correspondía a cruzar el desierto montada en la corcova de un camello con el cual iba conociendo grutas en las que reverberaba el cristal, como parte de una gloriosa mentira. Solidaria con las necesidades de Scherezade, Fátima le traducía lo que hasta entonces había estado distante de su comprensión. Solas las dos, ella susurraba palabras revestidas de significado desconocido, que constituían una verdadera carta de horro. Pues lo que de hecho tenía peso para las dos pertenecía al ámbito de la emoción y de la lágrima.

Arrojada, Fátima se enfrentaba a los tentáculos del Visir que se extendían por Bagdad, que bien podían alcanzarlas en cualquier descuido. Su vida, no obstante, sólo cobraba sentido al servicio de Scherezade. Nunca había visto antes a una criatura que lanzase llamas por la mirada y por la boca, y que, mediante este don, confirmase que existía en alguna parte un universo al alcance de la fabulación. Bajo el impulso de tal fervor, moriría por ella. Valía la pena llegar hasta el cadalso, si éste era el precio que debía pagar por su felicidad. Era natural, pues, que en la trayectoria de semejante talento hubiese un lastre de sangre, alguien inmolado, para que Scherezade pudiese izar la vela del barco de la imaginación con que cruzar el océano.

A partir de esta sucesión de visitas al mercado, Scherezade descubría que, a pesar de su nobleza, había surgido del pueblo agrupado en los laberintos de Bagdad. Tenía en mente tal genealogía con el fin de no perder de vista las historias que comenzaba a reunir. No registraba, definitivamente, distancia entre su grey y la gente andariega y anónima que iba poblando su espíritu. Todos la complacían, exhibiendo en su carnalidad igual dosis de delirio.

46.

Scherezade aspira a vencer al Califa, quebrantar su voluntad y volver a salvo a la casa de su padre. Contemplar las flores de los jardines que han resistido al cambio de estación, aguardando su vuelta.

Los azulejos que dan marco a las ventanas refrescan el ambiente y le sirven de espejo. Mirándose a través de las manchas opacas de la superficie esmaltada, cree verse en la litera conducida por los esclavos, cruzando los portales de la propiedad real, yendo al encuentro de su padre. En la divagación, Dinazarda se sienta a su lado, ambas ansiosas por llegar a la fuente del patio de casa. En sus sueños, Dinazarda rige los detalles prácticos, ordena que la litera, bajo la vigilancia de la guardia del Califa, siga hasta el mercado, donde todo palpita sin inquietudes, antes de proseguir. Compensa los sufrimientos recientes de Scherezade haciéndola visitar el territorio de los artesanos, escribas, jueces, inspectores de policía, adivinadores, barberos, mendigos, vendedores de esencias, charlatanes, donde todos vivían en pie de igualdad.

También Jasmine, incluida en su proyecto onírico, apoya a Scherezade, le retiene la mano izquierda. La litera se mueve despacio, dando tiempo a que la joven engendre aventuras. En la neblina de la divagación, la figura de la esclava se engrandece. Vaya a donde vaya, Scherezade piensa llevarla consigo. Jamás la dejaría en el palacio, entregada a la voracidad del Califa como una pertenencia de la que desatento se despreocupa. En pro de su libertad se empeñaría en conversar con el Califa, implorándole, si fuere preciso, que le cediese a la esclava como forma de pago por las historias con las cuales lo ha entretenido. Paga, además, merecida, por su prolongado exilio en el palacio sirviéndolo. ¿Y no es cierto que sus relatos valían dinares, oro, esmeraldas? En caso de duda, que el soberano le preguntase a un potentado extranjero cuánto estaría dispuesto a pagar por ella. Era natural que le pagase con un ser mortal, como Jasmine, después de regalarlo con sus personajes inmortales. No aceptaría que Jasmine sufriese de nuevo el dolor de la separación, la pérdida de los seres que amaba. ¿Cómo rehuir la mirada de la esclava que, como nadie, dominaba el arte de la súplica?

En su imaginación, la litera se detiene en la plaza. Scherezade descorre ligeramente la cortina, ver por ese ángulo el desfile del paisaje humano en la plaza le hace sangrar el corazón. El torbellino repercute dentro de la litera, le devuelve los sentidos, los aguza. Junto a los mercaderes, suplicantes, vagabundos, de vuelta al hogar del alma que es Bagdad, llena sus vacíos interiores con los recursos a su alcance.

En los aposentos del Califa, Dinazarda desvía la mirada de su hermana, respeta su ausencia. La imaginación de Scherezade le da abundantes pretextos para esfumarse de allí, dejando el cuerpo atrás. Aun soñando, absorbe los latidos imperceptibles de cierto pecho vecino que pasa junto a la litera, y se pregunta si tiene contorno de hembra o macho. Aspira los efluvios de sus genitales, que emiten señales sordas.

Confinada en el palacio, Scherezade recibe en el rostro la brisa, que se convierte enseguida en lluvia. Las manifestaciones de la naturaleza erizan su condición humana, propician en ella la creación de otras realidades contradictorias. Aún le quedan horas para soñar. Así, otras divagaciones la llevan a abandonar la litera con el pretexto de volver a ver el tumultuoso horizonte urbano. Al pisar el suelo de Bagdad, que arde, todo le parece fugaz. El exceso de su fantasía, que es casi un vicio, la despoja de los trajes de princesa y le da a cambio la lujuria de los paseantes. Pero ya no quiere que miradas anónimas, en medio de los sueños, perturben su feminidad, penetren en su sexo sin medir las consecuencias de este abrazo mortal.

En los aposentos de nuevo, comprueba que cada falso regreso al palacio de su padre, o a la medina, le sirve para experimentar formas de existencia que la extenúan. Doblegada por tanta carga, exige el alma de vuelta. Al mismo tiempo, a pesar de las desilusiones provenientes de estos ejercicios, se opera en ella el milagro de estar en tantos lugares sin alejarse del palacio del Califa. Valía la pena, pues, proseguir con estas fabulaciones ocasionales, de las que salía con el corazón herido. Y viajar otra vez, ahora con Fátima, si aceptase dejar su refugio secreto. En este caso, ambas elegirían el mismo desfiladero en que el genio de la botella concediera a su libertador el poder de pedirle tres deseos. Después de este y de otros encargos, Fátima y ella reposarían en una tienda con la propiedad específica de hacerlas felices, según les fuera anunciado.

Pero ¿sería razonable que, a pesar de vivir bajo el dominio del Califa, discurriese sobre la historia humana sin desplazarse al menos hasta los lugares adonde la llevase la alfombra mágica? Al fin y al cabo, ¿adónde más le faltaba ir sin la sensación de ya haber estado allí anteriormente?

47.

Scherezade aprende a sobrevivir. Las reglas de la vida no están escritas. Le cabe inventarlas en cada aurora.

Le ha sido útil convivir con el Califa, que había hecho de la política de la disimulación una alforja, una espada, una daga. Absorbe su silencio, las irradiaciones de la mirada cruel, raramente alterada por la ternura, haciendo un juicio del mundo. Para ablandar al soberano, removerlo del centro de su imperio interior, serán necesarios años de empeño, de una batalla casi inútil.

Mientras el Califa visita su cuerpo con enfado creciente, Scherezade se abstrae. Nada interrumpe los dictámenes de su relato. Confía en su arte, que se ha mostrado superior a los juegos de la carne. En el caso de ellos, la pugna entre relato y lujuria pierde sentido.

Siempre había contado historias de forma ininterrumpida. Su índole obsesiva, que no se enfriaba, robaba el sueño de Fátima con el pretexto de añadir lo que había quedado faltando en la víspera. Una inclinación que no le da tregua, pero sustenta su valor. Pues la obliga a inventar un escenario sobre el cual sus personajes, nacidos de la ilusión, pisan firmes. Casi criaturas reales, llevan nombres que indican quiénes son y cómo se comportan. Así, no se sorprende de que la criada de Alí Babá, recién presentada al soberano, actúe con firmeza en defensa de su ingenuo patrón. Y que se mueva con desenvoltura, frecuente los corredores del palacio, se comporte como si estuviera al servicio del Califa. Y esto por la manera en que la criada sorbe el té directamente del vaso de Dinazarda y disputa con Jasmine el trozo de carnero asado a la brasa.

Scherezade no duda de que, en razón de sus historias, inspire seguidores, siendo Jasmine la discípula más férrea. Delante del cristal biselado, le copia ciertas características y las reproduce directamente en su propia alma. Y, en la espera de un resultado feliz, la esclava inclina la cabeza, confiada por haber heredado el temperamento narrativo de Scherezade. Teniendo, entonces, el espejo como figurante, Jasmine promete acompañar a Alí Babá en su fuga por el desierto. ¿Quién mejor que ella conoce las desesperadas llagas de aquella región, con la ventaja de estar dispuesta a sacrificarse por él?

Scherezade presiente a su hermana golpeada por un infortunio cuyo origen desconoce. ¿Acaso se sentía relegada por Jasmine, que la estaba cortejando en esos días? Aunque ignore sus motivos, Scherezade entiende las congojas de un pecho herido, tentado de vociferar y ser cruel al mismo tiempo. Los efectos de un dolor que, remitiéndose a un lamento antiguo, necesita ser extirpado. Registra en su hermana igualmente antagonismos afectivos bajo la forma de envidia, afecto, remordimiento, solidaridad. En vez, sin embargo, de que las aflicciones fraternas la afecten, comprende la ambigüedad que infunde inseguridad a la acción de la historia e igual tormento a los personajes.

Condolida, Scherezade busca reconciliar a Dinazarda con las fuerzas de lo imprevisto, que traen alegrías, una risa franca. Su mirada pide que la hermana le hable, ¿qué puede hacer por ella? Dinazarda repara en el empeño de hacerla olvidar las veces en que Scherezade, a fin de herrar el indómito pecho del Califa con la brasa de las palabras amontonadas al azar, involuntariamente la había herido a ella y a la propia Jasmine. Decide, entonces, disimular las pesadumbres y distraerla. Es menester que Scherezade prosiga en su oficio y gane la carrera contra la muerte.

Aliviada por la risa de Dinazarda, Scherezade se siente de nuevo inmune a las pequeñas tragedias. Le preocupa ahora conceder placer a los oyentes, adoptar un ritmo compatible con el volumen de las emociones concentradas en cada episodio. Tiene cuidado con la elección de una frase que le impida precipitar el desenlace de la historia antes del amanecer. Amenazada por tal desliz, intensifica el calor de las palabras, sala y endulza las circunstancias que rinden peripecias. Con el apoyo de Dinazarda, obliga a los personajes, eventualmente perseguidos por la daga asesina, a refugiarse en el interior de los barcos a la orilla del Tigris, aunque con el riesgo de ser arrastrados por la corriente del río, y todo so pretexto de prorrogar sus historias.

Jasmine le adivina las funciones vitales con retraso. La princesa sólo podría salvarse si el soberano considerase imprescindibles sus enredos. Si la memoria, despertada por la princesa, le rindiese continuos beneficios. Jasmine se conmueve, imagina su angustia frente a la materia ingrata y dispersa de la vida, que se resiste a encerrarse en un modesto relato. Tiene ganas de asistirla con agua y pan, de adentrarse en un alma con tal adhesión al sueño.

Las hijas del Visir han sido pródigas en hacerla feliz. La esclava retribuye proveyéndolas de la belleza a su alcance. Trae de la cocina las pastitas mezcladas con miel y que, con una fina masa, apiladas unas sobre las otras, se asemejan a las capas narrativas de Scherezade. Y todo para merecer los elogios de los que había carecido toda su vida. Sin pensar que Dinazarda, por culpa de estas iniciativas, sintiéndose relegada de la escena, la expulsa con gesto autoritario, del que luego se arrepiente.

Los sentimientos, con todo, que se expanden oscilantes por los aposentos, unen a las jóvenes. Sumergida en los conflictos, Dinazarda no se aventura a ayudar a Scherezade con alguna historia. El acto de improvisar, en aquellas circunstancias, además de penoso y solitario, tiene el agravante de ser altamente dramático. La pobre hermana, al borde de la muerte, no sabe, de antemano, de cuántas horas dispone aún para fortalecer su vocación, para organizar el asunto que ahora tiene en su mente, para imprimir pausas respiratorias a lo que le cuenta al soberano. Para prever, en fin, con ingenio y desenvoltura, el desenlace de un enredo.

Instada a entender su propio drama, Scherezade se aleja, se sustrae a admitirle a Dinazarda la naturaleza real de sus recursos. Encubre informaciones pertenecientes al misterio de su arte. Sólo le importa ahora apostar por el arte solitario de narrar. Gracias al cual, contra la maliciosa insinuación de los cortesanos de que le debe la vida a sus hábiles contracciones en el lecho, venía huyendo del cadalso. Lejos de todos, no obstante, no registra la flor recién abierta que Jasmine ha puesto en el búcaro de opalina.

48.

Scherezade sorbe la infusión de menta y apenas toca los bizcochos. Inquieta por las pequeñas volutas de la historia, no disfruta de los delicados caprichos que Jasmine le ofrece.

La materia de la imaginación, que horas antes le había parecido atrayente, vista con nueva luz resulta defectuosa. Nueva esgrima, pues, contra los personajes ariscos que pretenden dar rumbo autónomo a sus vidas, sin considerar los intereses de Scherezade.

Generosa, ella oye sus voces. Los latidos de aquellos corazones víctimas de la injusticia la acusan de haber montado un panorama impreciso, desprovisto de encanto. Como si ella tuviese que responder por las debilidades que agitan las almas de Simbad, Zoneida, Alí Babá, al borde de la desesperanza.

El duelo trabado entre ella y las criaturas la exacerba. La rebelión se produce justo en medio de la trama, cuando le resulta más penoso reparar los daños causados o proveerlos del sentido del honor. Desatada esta guerra particular, Scherezade quiere devolverles el juicio. Aumenta la voz, les impone obediencia. ¿Dónde se ha visto un desencuentro que los aparte para siempre? ¿Y acaso no habían nacido juntos, como siameses?

Dinazarda sigue las desafinaciones de aquellos insurgentes que reclaman emancipación. Le resultan visibles los problemas de su hermana, aunque los ruidos provenientes de sus historias sean de difícil captación. Llama así la atención de su hermana sobre el peligro reinante, que interrumpa, por favor, el falso diálogo con los personajes. Se siente, no obstante, confundida, pues Scherezade demuestra ser tan insubordinada como aquellas criaturas, en cuyas manos padece como si sintiese placer. Como si, de tal protesta, dependiese su capacidad de improvisar.

Dinazarda se perturba naturalmente. Se pregunta de qué forma engendrar soluciones con los restos de un pecho rebelde como el de su hermana, que acata el bien y el mal como entidades conjuntas e inseparables. Aunque los fallos de Scherezade le pasen desapercibidos al Califa, a ella no se le escapan. Al fin y al cabo, es eximia en descubrir el polvo olvidado en un rincón del palacio. Al prever, pues, el fracaso inminente de Scherezade, le falta el aire, se siente en el desierto, sufriendo el frío de las noches de diciembre. Cierra los ojos, las pestañas se agitan nerviosas, le dificultan la visión de las cosas.

Scherezade, sin embargo, al contrario del temor de Dinazarda, sonríe. No teme ahogarse o pescar escombros en el fondo del mar. Cuántas veces, en medio del peligro, regresa a la superficie con burbujas en la boca, pero con el vocabulario renovado. Expuesta a la muerte, como la noche anterior, había sabido, y muy bien, usar de la artimaña poética para ganar un día más. Había aprendido a sobrevivir con los miserables de la Tierra, aquella escoria humana de Bagdad. Con esta gente, ella justifica sus decisiones y se abstiene de ceder al egoísmo del Califa, férreo oponente de sus sueños.

Dinazarda está pendiente del colapso verbal de Scherezade. Teme que su hermana, a pesar del flujo continuo de su matriz reproductora, se rinda, al final, a la miseria de la vida cotidiana y se agote. Que ya no se abastezca del misterio que sorbe en cada comida, junto con el alimento. Condolida por la soledad de Scherezade, Dinazarda la conduce al lecho después del baño, y que repose, ahora que el Califa le ha concedido un día más.

Es tal su agotamiento que Scherezade desfallece en la cama. Sin importarle, en aquel instante, despertar en la prisión, si ése fuese su castigo. Horas después, al abrir los ojos, sorprende a Dinazarda inclinada sobre ella, observándole las facciones. El conjunto de éstas es triste y ensimismado, jadea discreta incluso durante el sueño. ¿Soñó acaso Scherezade?, y, en ese caso, ¿en qué paraje estuvo? ¿Habrá regresado, de verdad, a los aposentos reales? ¿O serán esos sueños la epopeya que cada individuo forja con el propósito de conseguir el estatuto de héroe y ser feliz?

49.

No hace falta pedir permiso para entrar en el reino imprevisible de Scherezade. En su apacible ensenada, ella ansía que la amen. En medio de las aguas, flotan historias inconclusas con la expectativa de que su aguerrida invención les ponga fin.

Mientras Scherezade habla, Dinazarda teme que su memoria falle, que la lengua titubee. Y que su mirada, atraída por una falsa línea de horizonte, se detenga en un oasis lejos de Bagdad. Induciéndola los detalles de ese viaje a la ilusión de no querer ya, como antes, prolongar sus enredos. En aquel califato, nada merecía su esfuerzo por prestigiar las peripecias de un pasado petrificado.

La hipótesis irrita a Dinazarda. Con timbre raspante exige que su hermana prosiga en defensa de la vida. Y que, al perseguir tal objetivo, traiga a la superficie la singularidad que surge de todas las cosas. Afligida por la suerte de Scherezade, ablanda el tono de la voz, le infunde ánimo. Promete librarla un día de aquella prisión. Confía en que su fuerza narrativa asombre al Califa, suscite encanto en él, amanse su espíritu.

Ciertos días son especialmente crueles. Con la expectativa del fatídico pronunciamiento del Califa al amanecer, Dinazarda, a veces, no quiere seguir viviendo. Atenta al eco de las plegarias que le llegan de los minaretes de Bagdad, le duele afrontar el veredicto. El rostro inmutable del Califa, no obstante, antes de pronunciarse acepta las abluciones, el té hirviendo. Es pronto aún para cuidar del reino o burlarse de las jóvenes. De vuelta a los aposentos, de los que se había alejado en la mitad de la noche, él no demuestra aprecio por los sentimientos ajenos. Y cuando, al final, libera a Scherezade con un guiñar de ojo, el Califa cede al curso de la agonía que igualmente lo aprisiona.

Scherezade no se descontrola ni reacciona. El acto despótico del Califa había nacido de la comprensión universal que él juzga tener del reino y del derecho a la defensa del honor ofendido. Ella, no obstante, reacciona a tal villanía, negándose a celebrar una victoria lograda a costa de su pavor. Duerme con el enemigo, pero no apoya sus designios. En compensación, se ha abierto para ella la temporada de caza contra el soberano. Va en busca de los personajes palpitantes, de los genios de la botella, que envenenen a este adversario.

El esfuerzo de Scherezade por sobrevivir es conmovedor. Merece que la traten como una reina, que le arrojen pétalos por donde camine. Pero Dinazarda, sujeta a la precariedad de sus propios sentimientos, ora la quiere mucho, ora piensa en abandonarla a su propia suerte, salvarse mientras pueda. No ve razón para amarrar su vida a la de ella. Una falsa justiciera que, en nombre de la gloria personal, había lanzado a su padre, a su hermana y a Jasmine a la hoguera de su ambición.

Se desvía violentamente de su hermana, no quiere mirarla. Se refugia en el jardín, pero luego vuelve a los aposentos, con miedo a que lleven a Scherezade al cadalso y nunca más pueda volver a verla. El dolor por su eventual muerte se agrava cada día. Presiente que, si la memoria simula olvidar a los muertos, el amor, albergado en el corazón y siempre al acecho, a cualquier señal fustiga a quien sobrevive a los recuerdos. Activada por estas consideraciones, Dinazarda va hacia la ventana, tiene los ojos bañados en lágrimas. Su hermana vive al borde del abismo. Recorre una trayectoria intangible, fuera de su alcance. Se pregunta si vale la pena intentar salvarla. Si es legítimo, por su parte, seguir enviando a Jasmine a recoger relatos al mercado, estén donde estén. Echar mano de recursos que la propia Scherezade repudiaría, cristalizada ella en su concepto de victoria. Tal vez debería confesar a su hermana lo que viene haciendo con la ayuda de Jasmine, auxiliándola con modestos cuentos proporcionados por el derviche ciego.

Jasmine detecta la tensión reinante, que la incita a acoger a las hermanas en el lecho, incluso a la luz del sol, donde, la noche anterior, se había manifestado el deseo del Califa. Ellas ceden. Horas más tarde, olvidadas del drama, despiertan animadas. Scherezade, entre susurros, frutos secos y sorbos del licoroso vino de Madagascar, desentierra la trama que le presentará al Califa. Bajo el mando de algún personaje recién inventado, busca soluciones para las diferentes etapas del relato. De súbito les confiesa a las jóvenes que se encuentra en una encrucijada que la obliga a definir la nueva historia cuando apenas sabe qué rumbo tomar, frente a tantas opciones.

El miedo a perder a su hermana se convierte en un tema vital para Dinazarda. Investida de una inesperada autoridad, ella insta a Scherezade a subir al púlpito del mundo imaginario árabe, tan fulgurante como las estrellas en el firmamento. Esta tribuna, de contenido simbólico, tiene metros de altura. Elaborada con una madera de hermosas ranuras, ricas taraceas, desde su altura, comparada con los minaretes, se avizora el universo. ¿Qué otro lugar mejor para instalarse y hablar a los árabes comprometidos con relatos interminables? ¿Y describir a la multitud el fausto de las historias pobladas de mercaderes intrigantes, aventureros oportunistas, miserables?

Entusiasmada con su propio discurso, Dinazarda prosigue. ¿No era verdad que las criaturas desgarradas eran las preferidas de Scherezade? ¿Y que en el afán de modelar sus rostros tocados por la pasión, de retocar sus emociones, de evidenciar la lujuria, Scherezade ondula los brazos en el aire, como si a cada gesto, sucedido por otros, erigiese tiendas, palacios, acelerase la imaginación, tensa y sutil, casi desesperada?

Jasmine es diligente. Sirve té a las hermanas mientras ellas debaten. Cree estar salvando a la contadora de historias. En actitud impensada, la esclava atrae la mano de la joven a su propia frente y le transmite su fiebre. Consagra una tradición tribal, asentada en el desierto, venida de su madre, de su abuela, de halagar a niños, ancianos, el hocico de las ovejas, con la ternura de su piel.

Ocupada en observar a Scherezade, Dinazarda no censura el gesto de la esclava. Llama la atención, sí, de la hermana, que, ansiosa por componer el esbozo de la historia, actúa como si fuera fácil inventar, no teniendo que pensar en cómo rematarla. ¿Acaso se descuida ella de su arte, ya no le importa aprovechar los detalles que afloran del calabozo de la memoria? Luego Dinazarda se arrepiente de las críticas. Admite que, por flaqueza moral, muchas veces la dominaron los sentimientos mezquinos. Había envidiado a su hermana incluso mientras la admiraba. ¿Era éste el conflicto básico entre ellas?

Jasmine se aleja respetuosamente. Tiene las piernas rígidas de tanto haber transpuesto las dunas doradas del desierto. De vuelta a la cocina, se ocupa del alimento de las hermanas con la naturalidad venida de los bienes escasos, enseguida extiende sobre los cojines los trajes que Dinazarda ha seleccionado para que Scherezade se vista esta noche. Actos que, sencillos, ayudan a Scherezade a establecer correspondencia entre el curso cotidiano de la esclava y el suyo, que siempre fue el de multiplicar el recorrido de las metáforas, única forma de expresar realidades exóticas. Ambas mujeres iban, así, en pos de la misma perturbadora poesía, a pesar de la prisión en que vivían. Sirviéndoles la aproximación a lo trivial para formar un único bloque de carne que contuviese las muestras de sus intensas humanidades.

El relato que Scherezade preparaba aquella tarde huía del molde de las historias anteriores. Por ello encuentra dificultad en prever su duración. Aunque sepa que el éxito de cualquiera de ellos reposa en el Califa. Cuando él, probando su interés, se entretiene con las hebras de la barba blanquecina que teje como un tapiz, presiona los labios con el dorso de la mano, mientras sorbe despacio el vino con los ojos entreabiertos, como un poeta soñador.

Ningún cuento, con una duración que no excede, a veces, la de una balada ejecutada en el laúd, puede fenecer antes de clarear. En favor de sus pretensiones, Scherezade se ve obligada a crear, en el vacío de los enredos, trucos y artimañas. Además, a medida que oscurece, el Califa a punto de llegar, ella llena los minutos que le quedan con pistas falsas. Y eso para no permitir que Dinazarda y Jasmine piensen que es fácil ocupar un hueco de porte desmedido, que es el tamaño de una historia, con palabras tullidas y no siempre asociadas a la ofuscadora belleza del desierto.

Aquella noche, dispuesta a recibir al Califa, Scherezade se presenta con un traje de fina textura. Entre todas las mujeres presentes en los aposentos perdura el pacto de la ayuda mutua. Alianza idéntica a la que persiste entre Scherezade y su propia historia, que, al buscar la ecuación humana de los personajes, transporta en su vientre el fermento de la multiplicación. Hasta el punto de que cualquier enredo, tímido al principio, cobra aliento a partir del cúmulo de tramas a las que Scherezade añade quimeras, aunque bañadas en sangre.

Semejante clon, patente en Scherezade, le venía del linaje de su madre, muerta muy joven. De la grey materna se decían maravillas. Voces familiares venidas del desierto que ya por las mañanas, después de beber la leche de cabra, soltaban la lengua a fuer de mentiras y de sueños. No teniendo estas imprecaciones espontáneas, ricas en vocablos, un blanco seguro. En compensación, sus plegarias, encaminadas a La Meca, enaltecían al Profeta, a la naturaleza, de donde procedían la carne, el trigo y la levadura. Este pueblo había aprendido a fabular el mundo. Lo que bien podía explicar el hecho de que Scherezade fuese introduciendo en los relatos aquellas motivaciones típicas de la raza nómada de la cual procedía por el lado materno.

50.

La travesía que Scherezade había iniciado a partir de la primera noche en el palacio no le permite reposo. Jasmine presiente los peligros en el mapa del cuerpo de la princesa. Le masajea los músculos contraídos por la acción del miedo, pero ellos se resisten a las caricias. Las venas laten como resultado de los prodigios que saltan de la boca de Scherezade bajo la forma de palabras y saliva.

Después de forzar en vano a la joven a sentir placer, Jasmine se dirige a la medina aquel viernes, día festivo, atravesado de oraciones. Desde la mezquita, por donde pasa, le llega el eco de las predicaciones semanales, después de haber convocado el almuecín a los creyentes, desde lo alto del minarete, para reverenciar a Alá. Como mujer y esclava, no le está permitido subir las escaleras de la torre hasta la claraboya y observar la luz filtrada proyectarse en las paredes decoradas con dibujos geométricos y signos caligráficos. Ni tener acceso a los secretos de una caligrafía que contiene los versículos del Corán, las palabras reveladas por Alá al Profeta a lo largo de dos décadas. El escenario epigráfico, base del arte árabe, huyendo de la representación de la figura humana, que estaba prohibida, traducía de esta forma los enigmas pertenecientes a la esfera religiosa.

Antes incluso de llegar a Bagdad, Jasmine había aspirado a copiar la escritura que utilizaba caracteres angulosos para dar expresión al pensamiento. Algunas de esas caligrafías, presentes en el palacio del Califa, realzaban la belleza de los salones, preservando en su integridad versos de origen religioso.

Al atravesar el bazar, de repente la persigue la sensación de fracaso. Teme una vez más, ya de vuelta de la visita al derviche, presentar a Dinazarda un mensaje inútil que, aunque se había esforzado por memorizar, de nada servía, pues en ningún momento había oído salir de la boca de Scherezade ninguna referencia al texto creado por el derviche ciego. Lo que refuerza su sospecha de que tal vez sean inanes, a los ojos de Dinazarda, estos relatos traídos del mercado.

Como consecuencia de tal frustración, Jasmine claudica en el cumplimiento de su cometido. Ya no recuerda con exactitud qué tiene que contarle, aun corriendo el riesgo de que Dinazarda la reprenda a borbotones. Usando en esas horas, como pocos, el arte de herirla, de señalarle los fallos. Acusándola algunas veces de poner la vida de su hermana en peligro, sobre todo cuando los fragmentos del derviche no encajaban del todo en las invenciones de Scherezade.

Ajena a la súbita animosidad de Dinazarda riñendo a Jasmine, Scherezade, circunscrita a los aposentos, atestigua los límites de su naturaleza, curiosa por saber dónde estará su juventud en el futuro. ¿Qué será de ella entonces, sin rumbo y sin historias, en caso de que el soberano le perdone la vida? ¿Acaso la imagen de una mujer convertida en cisne, tortuga, anémona? Bien sabe que no hay piedad en aquel corazón. La mirada del tirano, metálica y locuaz, no le transfiere instrucciones alentadoras. Advierte simplemente la joven la necesidad de combatir su antigua melancolía y de transformarlo, para su regocijo, en genio de la botella.

El Califa no le pedía sino una existencia alcanzable sólo con su ayuda. Una iniciativa que, al volverlo audaz, suscitase en él el deseo de incorporarse de nuevo, como cuando quiso ser Harum al-Rashid, a la galería de los seres integrados en la mitología popular. Desde su infancia, bajo el impulso de su ambicioso padre, había soñado con cabalgar por el desierto, dar furioso combate a los infieles y, además, observar de cerca a algún hombre piadoso que, en ilimitada obediencia al Corán, purgase los pecados mediante penosos sacrificios.

Únicamente Scherezade le prodigaba palabras suntuosas, haciéndole conocer otras culturas, otros seres, como Salomón, constructor de un magnífico templo, o Ulises, de sabida astucia. Un conocimiento que ella le había traído sin hacerlo, no obstante, sucumbir a las doctrinas heréticas, como los fatimíes, por ejemplo.

Desprendido de la escena, el Califa ordena que le traigan la vida en una copa de vino. Saborea cada gota aterciopelada como si fuera la última. Atenta a su mandato, Scherezade no había reparado en que Jasmine, después del coito, la había envuelto con una manta de nudo rústico, venida de Palestina. Liberada por el soberano para iniciar su relato, ella avanza sin estar segura de la salvación. Todo en el universo del Califa conspira contra el espíritu de aventura que ella viene propagando. Evitando, sin embargo, tropezar con las piedras de las palabras a lo largo de esta travesía, urge inventar héroes con fibra de guerreros.

Scherezade necesita saber adónde llegar. Es menester conceder a sus criaturas un estatuto que agrade al soberano. ¿Pueden ellos ser héroes y villanos al mismo tiempo, convivir con las nociones precarias del bien y del mal que desgarran Bagdad? Siguiendo con sus frases, ella se enfrenta a un obstáculo. Por descuido, había introducido a la heroína en un conflicto previsto para estallar más tarde. Un error que sólo repararía mediante la promesa de llevarla a salvo a la planicie, donde los parientes apacentaban ovejas hasta el crepúsculo.

Después de corregir este equívoco, Scherezade introduce a los oyentes en las combinaciones que rigen lo real y lo mítico de los personajes. Se somete al apático y somnoliento Califa que cierra los ojos. Sobre los cojines de colores él casi no se mueve. Sorbe la tisana de menta con la que Jasmine le renueva el cuerpo. La aparente indiferencia del soberano asusta a Dinazarda, que nota la imperceptible perplejidad de su hermana, sin saber cómo actuar para agradar al insaciable soberano. Preguntándose, tal vez, qué otra penalidad tendrá que sufrir Scherezade.

La suerte de Scherezade consiste en proseguir la historia, al precio que sea. En airear el enredo mientras la brisa que entra por las ventanas en arco refresca los aposentos. Las enseñanzas de Fátima siempre previeron que no había salvación posible para las heroínas que llevaban el luto a la vista de todos, víctimas ellas de los grilletes del afecto. Revigorizada por el recuerdo del ama, Scherezade se enfrenta de nuevo al Califa, que, despierto ahora, la mira atravesándole las paredes del alma.

En permanente viaje imaginario, que la transporta lejos de todo, Scherezade robustece a sus personajes en peligro. Lleva al Califa a acompañarla a donde jamás había estado anteriormente. Así sus oyentes pasan por Petra, reino de los camelleros, que en el pasado perturbara la imaginación de cierto romano amante de los mapas, de nombre Plinio el Viejo. Scherezade liga a los habitantes de los aposentos con las caravanas que, dejando Damasco, llegan ora al suroeste de Asia, ora a la planicie de Mesopotamia, a las márgenes del río Tigris, que en el golfo confluía con el Éufrates, del cual distaba, en la zona de Bagdad, unos treinta y cinco kilómetros. Hasta volver a la ciudad que el valiente abasí Abu Jafar, conocido también como al-Mansur, fundara en la margen occidental del Tigris. De forma redonda, Bagdad, que ella amaba tanto, estaba protegida por tres muros concéntricos, cada cual ofreciendo a quien salía y entraba las cuatro puertas que al-Mansur había previsto como indispensables para la comunicación con el mundo. Siendo la favorita entre todas la puerta noreste, de la cual partía la carretera que llevaba a Khurasan, después de cruzar el puente de madera sobre el río. Sirviendo un camino para ir al palacio que su heredero, al-Mahdi, terminaría de construir.

Acurrucados en Bagdad, a la escucha, sus personajes se compadecían de la miseria reinante. Exhaustos, sin embargo, de tantos viajes que Scherezade les imponía, tardaban a veces algunas horas en retornar a la escena, en colaborar con el embellecimiento del relato. Una rebeldía frente a la cual debe tomarse una medida enérgica. Herida por semejante ingratitud, ella coge la alfombra mágica, que extiende delante del soberano, e invita a los oyentes a sobrevolar Bagdad en busca de los fugitivos, hasta encontrar a estos personajes rebeldes agachados en el suelo, a su espera, embadurnados de sandía.

Su continuo esfuerzo la obliga a preguntarse cuántas vidas más tendrá para arrastrar a su grey hasta el Califa. Y para asegurarle al soberano, con ellos en bandolera, la carnalidad, el espíritu jocoso, la maledicencia, la intriga de su pueblo. Probarle hasta qué punto es posible mezclarlos con los príncipes que, al unísono, suspiran por las peripecias de los miserables.

El Califa se percata de que, a pesar de los trastornos promovidos por la situación amorosa en que ambos vivían, Scherezade permanece a su lado. La savia de la joven circula por sus venas. Gracias a su voz suave, se había alimentado de sus duendes, princesas y pordioseros. Aunque ahora distraída, como distante de los aposentos, él se pregunta hacia dónde se ha dirigido exactamente Scherezade, para salir en pos de ella. Ve sólo a la hija del Visir enfrentándose a la cuchilla del poder, confiada en que el filo que pende implacable sobre ella le ofrezca la última misericordia.

Comienza a clarear. También Scherezade, como otros musulmanes, vive su ascesis. Durante unos minutos más distrae a la muerte que puede llegarle del Califa sin aviso, a pesar de sus aventuras portentosas.

51.

Cada noche es una inmolación. Como Proserpina de visita al Hades, rindiendo vasallaje a Plutón, así también Scherezade, sierva de los deberes conyugales, viaja al mundo subterráneo, del cual emerge con la expectativa de que el Califa le conceda vida con los primeros rayos del sol.

Después de beber el último sorbo de la tisana de menta que Jasmine le ofrece, la muerte inminente se posa en su rostro con grave suavidad. Las contracciones en el semblante surgen y se disuelven, son parte del drama en curso.

Jasmine no se aparta de ella. Tiene un fino olfato. Aspira el voluptuoso veneno de los genitales que han copulado hace poco en el lecho real. Esparce esencias, incienso y mirra sobre las sábanas revueltas. Más tarde, escondida detrás del biombo, con la imaginación hecha fuego, se frota los pezones hinchados. Aprovechándose de la ausencia de Dinazarda, desahoga su creciente ansiedad lamiéndose las falanges como si la lengua no fuese la suya. Luego desliza la mano hacia el sexo, aferra los pelos negros de la tarántula vecina a la vulva, de la cual gotea una materia viscosa que lleva hacia dentro de sí y no expulsa, hurgando sus paredes como si las estuviese excavando. Bajo el impacto de oleadas continuas y de ritmo convulso, sin saber adónde llegar, la esclava adquiere la sensación de haber perdido el mundo donde antaño naciera, anterior al cautiverio. Se estremece, el cuerpo finalmente se abre en una súbita explosión.

El Califa, a su vez, preparándose para proferir la sentencia al amanecer, es prisionero del estado narrativo. Aunque rechace la dependencia que tiene de la joven, es tan intensa su ansia de escucharla que no se aleja del palacio aunque esté forzado a inspeccionar el reino, que demanda su presencia. Prueba de su apego a las palabras de la contadora es que le han surgido alrededor de los ojos pigmentaciones oscuras, indicios de una prolongada fatiga. Las cejas en desorden y la barba blanquecina, reflejadas en el cristal, atraen su atención. Lo invade la confusa noción de que, a partir de la primera unión carnal con Scherezade, y de sus interminables mentiras, ha descuidado su apariencia y ha estado sacrificando varias noches de sueño.

Scherezade hace desfilar delante del Califa un montón de miserias, asociándolo a la desdicha de los personajes. No registra en su rostro ninguna reacción. La postura moral de tal soberano recrudece el repudio que le provoca. No puede entender cómo, a pesar de su crueldad, se echa sobre la alfombra en dirección a La Meca para sus oraciones diarias, con la esperanza de agradar a Alá.

El Califa guarda silencio. Se cuida de exponer delante de la joven la agitación de sus sentimientos. En las últimas semanas, en peligroso precedente, se había dejado fascinar por la posibilidad de escrutar el misterio de Scherezade, de oír sus vagidos, de descubrir la grieta de su espíritu por donde introducirse un día y derrotarla para siempre.

La simple idea de combatir a Scherezade mediante ciertos recursos alborota al Califa. Ya no quiere someterse a lo que brota de la joven sin reaccionar. Por todos los medios debe impedir que esta especie de enamoramiento por ella lo exima de cumplir los votos hechos después de la traición de la Sultana. Se sorprende, no obstante, de la naturaleza de sus emociones. Heredero del trono por voluntad de Mahoma, le cuesta librarse de quien se revela ahora indispensable.

Su voz adopta una inflexión irritada. El hechizo de Scherezade le cohíbe la libertad de ir al harén y traer una favorita al lecho, ahora ocupado por ella. Sin darse cuenta, había abdicado de sus prerrogativas al reproducir la práctica femenina de comportarse según las interdicciones impuestas por el amo. Su existencia se había convertido en una singularidad incómoda. Había pasado a integrar el orden de los hechos inherentes a un curso cotidiano que, aunque le hubiese dado el sentido de la aventura, lo había privado de la vida de antaño. Como consecuencia, el acto de singlar por el mundo verbal de Scherezade lo había indispuesto para ocuparse de sus funciones reales, de aceptar la vida sin desdoblamientos imaginarios.

Scherezade acompaña sus temblores secretos. Aunque maestra en un arte lleno de meandros y subterfugios, se extenúa al recaudar oro, plata, estaño y sal para ofrecerle. Al prodigarle una vida que él aparenta no tener. Ella anida los bienes del mundo en la imaginación, pero ya no soporta que el soberano le arrebate sus haberes.

Por encima del juicio que el Califa se forme a su respecto, no se siente tentada a compartir sus creencias e ideales íntimos con él. Y así superar los límites impuestos por la corte, gracias al poder fascinador que difunde, y con el cual se acerca al lenguaje de las heroínas proclives al sacrificio. Al mismo tiempo, sabe que no es la única en inmolarse por los demás. Algunas mujeres la han precedido, otras siguen su ejemplo. Le había llegado la noticia de que Políxena, de los arcaicos tiempos griegos, le había ofrecido el pecho a Neoptólemo, hijo del impaciente Aquiles, para el sacrificio final. Apremiada por el sufrimiento, la hija del rey Príamo aceptó pagar con su vida por la derrota de Troya. Y aunque había designado frente al verdugo la parte del cuerpo que merecería recibir la daga como instrumento de su ejecución, no le permitieron romper con la tradición. Y ello porque los griegos, en oposición a otros pueblos, prohibían apuñalar a la mujer en el pecho, en la creencia, tal vez, de que la muerte no debe advenir del seno, en cuyas tetas la humanidad se había abastecido de leche y de afecto.

Fiel a la visión helénica, que había consagrado la costumbre de enterrar la daga en la garganta, Neoptólemo hundió el instrumento afilado en la mujer. Habiendo en el gesto, de dimensión simbólica, el reconocimiento implícito de consagrar la afasia femenina. De extinguir, para siempre, aquellas palabras que dejan el lastre de su insidia mientras narran la historia del asesino.

Como de común acuerdo, Scherezade y el Califa cumplen juntos los rituales que preceden a la muerte. Ambos indiferentes a que el griego Homero y el latino Virgilio, por medio de sus respectivas visiones poéticas, se colocasen en campos opuestos en lo que respecta a las mujeres. Pero ¿qué habría movido a Virgilio, en patente respeto a la renuncia de Políxena y en oposición al vate Homero, a privilegiar el pecho de la mujer para sucumbir a la furia de Neoptólemo?

Pero mientras Scherezade narraba los infortunios de los personajes, las palabras de la verdad de ficción la fortalecían. Igual a Políxena, brotaba de su pecho un grito que, frente a la daga en la garganta, amenazaba con no extinguirse jamás.

52.

El Califa no sabe lo que siente. Pero nada teme, nutre la desesperanza sin remordimientos. Bajo la protección del tedio, se resiste a que le roben el cuerpo. No considera a Scherezade una amenaza. Suspira aliviado, teniendo a su favor el recurso de enviarla a la muerte. Un designio que viene tardando en cumplir, pues en vez de entregarla al verdugo e interrumpir su larga agonía, va invariablemente al encuentro de la joven.

Scherezade guarda igual cautela. Tiene en el rostro la sonrisa turbia con que lo vio partir por la mañana de los aposentos, después de perdonarle la vida. El rictus, adherido a su semblante, idéntico al del día anterior, resguarda las emociones de la joven, que prohíbe intimidades.

El Califa se acomoda en el trono, que es para él una silla común, donde recibe a los mandatarios extranjeros con las pompas debidas. Se sabe perseguido por la maldición que recae sobre los abasíes de este califato de que la corona sea disputada por algún rencoroso heredero al acecho, dispuesto a la traición. Le parece natural, no obstante, que, para conquistar Bagdad, se derrame incluso la sangre paterna. En medio del torbellino de los intereses de Estado en juego, traídos a su presencia por el Visir, el soberano piensa insistentemente en las hijas del canciller, a su lado. El Visir no sospecha que el soberano, al pasar revista a la lista de sus haberes, no cuenta con una familia que reconozca como suya, a pesar de los hijos tenidos de tantas mujeres. Por ello, tal vez, en un momento de debilidad, designando a Scherezade y a Dinazarda como una especie de familia, crea con ellas un vínculo que se traduce como hogar.

Lo perturba, sin embargo, el recuerdo de un lazo afectivo que desconsidera el dolor de sus víctimas, y del que está dispuesto a deshacerse sin piedad. Por otro lado, ¿qué familia es aquella que no lo amaba por culpa de su crueldad? Con un rápido discurso, el soberano transfiere los quehaceres administrativos al Visir y, sin pedir permiso, abandona el salón, donde relucen los objetos, pulidos por el sol entrante. Seguido por la guardia, acelera los pasos, tomando un trayecto contrario al habitual. Hace creer a sus acompañantes que pretende llegar aquella misma tarde a un oasis cercano a Bagdad, que había dejado de visitar en favor de las historias de Scherezade.

Sus babuchas doradas, obra del artesano que vivía en las dependencias del palacio a su exclusivo servicio, centellean desde lejos, anunciando que se acerca. En el mármol pulido, por donde se desliza, ve su semblante difusamente reflejado. Son varios hombres en uno solo. Avanza llevado por la ilusión de que un día partirá y olvidará el camino de vuelta. Un pensamiento sin duda inspirado en lo que Scherezade le venía narrando. Jamás se le ocurriría experimentar este tipo de vida ambulante. Se acerca a la curva vecina al harén, un ala de circulación prohibida y que constituía, por sus formas arquitectónicas, un ardid para los desavisados.

A la entrada del serrallo el Califa se detiene, indiferente al alboroto que el anuncio de su llegada provoca entre las mujeres encerradas en aquellas dependencias. Las favoritas que, privadas de su compañía, temían el futuro, el día en que se les comunicase la muerte del soberano. En la sucesión de gestos que despliega a la puerta del harén, nadie se atreve a advertirle al Califa de la obligación contraída con aquellas criaturas. Debería al menos preguntarles cómo se encontraban, saber del estado de ánimo de las mujeres después de un penoso abandono, y prometerles que en breve iría a visitarlas.

La puerta del harén permanecía sellada como señal de que, a despecho de su ausencia, ellas aún le pertenecían. Aquella parte del palacio, bajo severa vigilancia, sólo podía ser visitada por el soberano, el único autorizado a atiborrarse de las carnes de rara textura de las mujeres que él había ido seleccionando personalmente a lo largo de los años. Este territorio de la fantasía masculina, heredado ya en la adolescencia, lo había dispensado de la batalla de la seducción, dado que le bastaba indicar con el dedo qué mujer lo acompañaría al lecho.

Al desviarse del serrallo, optando por los aposentos donde vivía Scherezade, además de cometer grave delito, quebrando una tradición sedimentada por sus pares, había demostrado descortesía con las concubinas que, muy tensas, ignoraban qué destino les estaba siendo reservado. En aquellos meses de abstinencia, ni siquiera había enviado a las favoritas obsequios o palabras de confortación. Un recado que les hiciese ver su intención de experimentar en los próximos días las delicias de aquellos cuerpos de los que se había privado hacía mucho por razones de Estado.

No le habría sido difícil disculparse ante ellas, o mencionar sus quehaceres. Pero, ajeno al entendimiento femenino, tal vez pensaba en lo que sabrían estas mujeres de un reino en expansión, bajo frecuente amenaza enemiga, y cuyas fronteras acogían caravanas que les traían, de regiones inhóspitas, las simientes del mal y de la discordia. Ideas dañinas que tenían el propósito de mortificar a Bagdad, de frenar la índole religiosa del pueblo islámico.

Aun siendo el único hombre con permiso para entrar en el harén, aparte de los castrados, no pretendía delegar en el Visir la tarea de transmitir a las mujeres que, en ciertas noches solitarias, repetía los nombres de algunas de ellas imaginándose tragado por sus muslos ávidos de concederle amor ciego e incondicional. No era el Visir el hombre adecuado para prometerles que el Califa volvería muy pronto a entrar en su lecho. Una retórica de verdad sin efecto, pues no solamente las había privado de su mensaje, sino que tampoco había hecho nada para impedir que la comunidad palaciega divulgase la información de su asiduidad en el trato con Scherezade. O que hablase de la diligencia con la que Dinazarda, por iniciativa propia, había introducido cambios significativos en la rutina de la corte. Apuntando algunas de las mejoras a beneficiar a los esclavos. Y no se había cortado tampoco la joven en protestar ante los cocineros reales por la insulsez de sus comidas, criticándoles el poco aprecio demostrado por las especias. ¿Acaso no sabían que una simple pizca de cualquier hierba convertía un plato insípido en un manjar inolvidable?

Disconforme con el papel que desempeñaba al lado de Scherezade, Dinazarda había establecido para sí misma escalas progresivas, con el propósito de realzar su vocación de mando. Tanto que, al tropezar a la entrada de los jardines reales con algún cortesano, hacía aflorar en la conversación cuestiones delicadas, sólo para lucir su conocimiento. Dejando pendientes en el aire, con habilidad, observaciones que serían completadas más tarde, una vez que consultase a su hermana. Se atrevía a desarrollar ciertos temas mediante consulta a Scherezade, que le cubría eventuales lagunas. Además de cierta soberbia, que le venía de su padre, Dinazarda discurría con el Califa acerca de la pericia con la que se manejaban los pueblos del Extremo Oriente con el fuego y las cacerolas. Ganando tal asunto la inmediata aprobación del soberano, hasta el punto de que a veces ocurría que, de tanto disfrutar de las descripciones culinarias, fácilmente se abstenía de comer en las horas siguientes, alimentado por la fantasía de las recetas de Dinazarda.

El aprecio del Califa por la hermana no amenazaba a Scherezade. Frecuentemente pensaba en cómo retribuir el amor de Dinazarda, visible incluso cuando ambas no coincidían. Reconocía su deuda con la hermana, pues gracias a ella había luchado por su vida. Con el propósito de disipar cualquier sentimiento amargo relativo a ella, aplaudió su talento. Además, por primera vez notaba con qué sutileza Dinazarda discutía los efectos de los aromas y la dosis voluble de la sal y del azúcar en la comida. Iniciativas, sin duda, que abarcaban la idiosincrasia de los otros pueblos.

También Dinazarda, desde la llegada al palacio, se había esforzado por aceptar la rebelión de Scherezade relativa a ciertos asuntos. No soportaba que su hermana decidiese sobre lo que fuere sin consultarla. Como si fuera dueña de sus actos y de sus relatos. Siempre dispuesta a invadir el meollo de las historias de Scherezade, el núcleo de los personajes, y todo sin pedirle permiso.

Los malentendidos entre ambas hermanas, habiendo llegado a oídos del Califa, revelaban el grado de intriga que suscitaban las jóvenes entre cortesanos y esclavos, dedicados a sembrar mentiras. Un hecho que había llevado al soberano a asombrarse por esas pequeñas infamias y a entender cuánto servían estas maledicencias para desahogar disgustos y exacerbar los resentimientos familiares.

Sin duda, las hijas del Visir presentaban la misma dosis de ambigüedad de los personajes. Desvíos de comportamiento que, aunque concentrados en un espacio exiguo como los aposentos, ejercían sobre él una atracción sin la cual ya no sabría vivir.

53.

Distante de las ventanas en arco, el lecho donde los amantes fornican ocupa un espacio desmedido. Las esclavas, en fugaz intimidad, gravitan a su alrededor. También las hijas del Visir, igualándose a las servidoras, participan de las artimañas que envuelven a todos en una fina red.

Aunque compartan la misma cama, entretenidos con ligeros juegos eróticos, el Califa y Scherezade se tratan con deferencia, sin descuidar jamás el trato reverencial. Durante la cópula, se despojan parcialmente de sus ropas. Y, a pesar del intercambio de mucosas de los cuerpos, evitan observar las señales que el sexo deja en la sábana de seda, como huella amorosa. No intercambian miradas, los ojos de ninguno de ellos necesitan hablar. Sólo las palabras de Scherezade sugieren los límites establecidos entre ambos. Tocándole en este caso al soberano actuar según el dictamen de su falo, tenido en los mercados de Bagdad como impaciente.

Cuando se convirtió en mujer del Califa, Scherezade era inexperta en materia de sexo. A lo largo de su formación no había dominado el arte del amor. Y las veces en que se había adentrado en su propio cuerpo, había gozado sin exaltación. Ahora que el vientre se había vuelto receptáculo del esperma principesco, aun así, sin embargo, no daba salida a su instinto. Todo en ella entorpecía y borraba el deseo del Califa. Siguiendo, no obstante, las instrucciones de Dinazarda, abría y cerraba las piernas alrededor del corpachón del soberano, a fin de que el miembro real alcanzase su útero. Sin que tal ejercicio impulsase al falo a ir al fondo de las entrañas. Pero, al mismo tiempo que acataba a su hermana, Scherezade temía que tal conducta disgustase al soberano, hiriese el pudor circunspecto que ambos mantenían.

Dinazarda ya no sabía cómo convencerla de la necesidad de agradar al soberano, cada vez más reticente. Pero Scherezade, fingiendo obediencia a su esposo, era consciente de que no era la concupiscencia, en aquellas circunstancias, la mejor arma para vencerlo. Su fabulación verbal, plena de erotismo, consagrada a la libido de sus personajes, parecía ser suficiente para revitalizar el cuerpo gastado del Califa.

Él cumplía el deber conyugal con hastío. Después de haber experimentado todas las formas perversas del sexo, lo estaba agotando el paisaje del cuerpo femenino. Los años morigeraron cualquier furia interior y se contentaba simplemente con un orgasmo rápido, sin empeño. Preocupándole poco, a esas alturas de la vida, defender su reputación de fornicador. Y esto ocurría justo cuando Scherezade, siempre esquiva, le impedía arrancar de su vulva una prueba de deleite, aunque la sintiese humedecida.

Diferente de otras mujeres que había tenido en el lecho, ella se abstenía del festín amoroso, demasiado concentrada en sus periplos narrativos. Al Califa, de todos modos, no le preocupaba que las caderas de la joven no se moviesen o que a su cuerpo le costase sincronizar con el ritmo de su falo golpeando la vulva. Atento al placer derivado de los relatos de Scherezade, lo redimían aquellos personajes que lo arrancaban de su oscura vida interior para modelar en él prácticamente otro ser. Surgiendo de tal regocijo una fruición que lo rescataba del infierno del trono, donde no había lugar para divagaciones, mientras le iba afinando la percepción y los sentidos. Un estado de excitación que parece anticipar la revelación venida al final de cada historia, cuando él, enredando las hebras de la barba entre los dedos, da muestras de goce.

Acepta pacíficamente que las hermanas permuten secretos entre ellas, que abusen de su aparente tolerancia. Que hasta conspiren contra él, queriendo lanzarlo al territorio movedizo de la lujuria, rodearlo de neblina y miasmas, de los que no pudiese librarse. ¿Y acaso no debería ser así? ¿No eran su boca y su sexo el tema esencial de Bagdad?

Las sospechas impresas en el rostro del soberano retiran a Scherezade de la falsa vigilia del amor, con la cual se había distraído, simulando que el orgasmo del Califa la ha afectado. Atenta a los peligros, Dinazarda reacciona, expulsa aquella farsa que puede costar la vida de su hermana. Con un fuerte impulso, introduce a Scherezade en el reino de las palabras, donde debe operar. Sólo obtendrá un nuevo día de regalo si sus oyentes, afectos a los cuentos, absorben su talento, obtienen otro sentido de la vida.

54.

El sol despunta en las ventanas. El brillo del amanecer se proyecta primero en el rostro del Califa. La luz matutina cierra las aventuras narrativas de Scherezade poco antes de dar énfasis a las partes convulsas y emocionantes de Simbad.

Sobre los cojines, resignada a su propia suerte, Scherezade aguarda el veredicto del soberano. Sueña con regresar a la casa de su padre, borrar los recuerdos de las noches interminables, un yugo que ya no soporta. El drama que se avecina la enmudece, pero luego el Califa, con un simple gesto, la libera por un día más.

Erguida ahora, se mueve por los aposentos, rodea repetidas veces el lecho ya libre de los indicios de la cópula vivida sobre las sábanas. Esboza el gesto de acercarse a las ventanas, desde donde lanzarse y no volver nunca más al palacio del Califa.

Apoyada en el alféizar, admira la luminosidad del jardín que ostenta colores cambiantes, indiferente a que el Califa, eventualmente de regreso, advierta en ella la rebelión que se abre junto a las flores. Reconoce que su cometido narrativo tiene un costo creciente, sacrifica los quehaceres de la cama, escenario de su cautiverio, al servicio de las palabras, tan del gusto del soberano. Pero ¿por qué habría de criticar él a su maestra en el arte de las peripecias? ¿Con quién, sino con ella, estaba aprendiendo el sentido de la aventura, el vértigo de estar en el descampado a merced de los imprevistos?

Debería el soberano comprender la razón de que le hable a veces precipitada cuando, con la excusa de teatralizar los relatos, se agita, indica la lejana línea del horizonte, tan distante de ellos. Gestos con la función de arrancar del baúl del cuerpo situaciones que convocan fantasmas, duendes, magos, en general presentes entre los habitantes de Bagdad. Y todo para darle a él y a estas criaturas vida permanente.

Al caminar por los aposentos como infatigable andariega, Scherezade atraviesa ciudades, desiertos, mares, el Tigris eterno. Vigila feudos enemigos, edificados en el pasado con el propósito de atacar al pueblo del Islam. En el papel de narradora, no le es ajeno el destino de los que empuñan armas y matan. También ellos están dotados de espinas clavadas en el pecho y derraman lágrimas.

De repente, aprensiva con el rumbo de una escena que tiene a Simbad empuñando un arma antes del tiempo previsto, Scherezade da la espalda al Califa, quebrando el ceremonial. Un protocolo que había consolidado la dinastía abasí teniendo en la mira la nitidez jerárquica. Ella se inclina pidiendo disculpas. Su mirada, velada pero insistente, asegura que tal delito no es obra suya, sino cometido por algún personaje educado lejos de la corte, a quien le había faltado ocasión de ver al Califa de cerca, o incluso frecuentar las escuelas de alto saber, reservadas en Bagdad a la elite. Poco conocería de las normas que rigen a los súbditos del califato. Pero, por favor, que recordase que ese mismo personaje, recalcitrante, de vestiduras modestas, tenía virtudes notables, su desenvoltura sobrevivía gracias a la imaginación.

Con los ojos fijos en los jardines, Scherezade imagina enfrente una alfombra mágica, de colores exuberantes, cuyos nudos, certeros, impedían que el viento la volcase. Un artefacto gracias al cual ella sobrevuela los tenderetes de los mercaderes, roba de uno de ellos un racimo de uvas, para dejarlo caer en el regazo de un mendigo. Desde la altura en que se encuentra, se agigantan las minucias de la ciudad, todo se genera conmovedoramente a partir de las acciones de sus habitantes.

En este vuelo sorprende, por la ventana de la casa de Aladino, a su madre horneando el pan y asando un trozo de grasa de carnero que impregnaba el ambiente. Ve, más adelante, a la criada de Alí calentando en el tonel instalado en el patio el aceite con el cual piensa matar a los cuarenta ladrones. A pesar de estar convencida de lo justo de su acto, el miedo le traspasa el corazón. En caso de que el proyecto falle, la criada será inmediatamente sacrificada por el filo de los bandidos despiadados.

Después de ganar otro día de vida, Scherezade se imagina en Tikrit, habiendo llegado allí a tiempo de presenciar al príncipe Zaruz en la inminencia de abandonar su tribu, sin tener ahora adónde ir, después de que el padre lo expulsase de sus dominios. Y todo por haber contrariado al progenitor, que, queriendo esposarlo con una princesa amiga, descubre, para su disgusto, que su hijo se había unido a una esclava etíope. El príncipe, enfrentado con la ira de su padre y la nueva realidad punitiva, se desespera. Y, sin saber qué rumbo tomar, yerra por el desierto, comiendo escorpiones, saltamontes, una tierna gacela. Una situación de difícil arreglo hasta para Scherezade, tan sagaz en las conclusiones de sus historias, teniendo en vista la felicidad de todos.

Así iba ella multiplicando sus divagaciones, cuando Dinazarda, temiendo que tal imaginación de matriz insubordinada acabase por anticipar su sentencia de muerte, moderó su vértigo verbal. Insistió en que Scherezade descansase en el mismo lecho en el que el Califa aparecía todas las noches con la intención de matarla, aunque terminase concediéndole la libertad provisional cada alborada.

55.

El Califa no le facilita la vida. Es parco en ofrecerle dádivas, fuera de las joyas y los trajes que se acumulan en los aposentos, cabiendo apenas en el espacio reservado para este fin.

Jamás le propone a Scherezade, en noches en que la luna baña el palacio y enciende los corazones de los ocupantes, un paseo por el jardín, cuando, cogidos de la mano, descubrirían los brotes de las flores detrás de los arbustos, nacidos gracias a las regueras por donde el agua pasaba sin hacer ruido. Ni la lleva a conocer, como parte del proceso de enamoramiento, la fuente situada en el centro de la vegetación. Para su construcción, el abuelo abasí había hecho venir de lejos a especialistas en el arte de redistribuir el agua en movimiento continuo, bajo la forma de chorros enérgicos, haciendo que el líquido espumajoso se alzase a alturas impensadas y cayera al suelo, para levantarse de nuevo y proyectarse hacia arriba en una coreografía de rara belleza.

No lleva a Scherezade a conocer los tesoros reales, constituidos de piezas acumuladas por los antepasados, celosos en ostentar poder y fortuna. El Califa es insensible a su reclusión, al semblante triste, viviendo la instantaneidad de las palabras que ella derrama y él recoge como un bien más de su inconmensurable fortuna. Pareciendo asegurarle a la joven, el enfado del soberano, que de nada le serviría conocer aquellas obras artísticas si le iba a faltar tiempo de vida para apreciarlas. Ya frente al cadalso ella lamentaría dejar atrás las nociones de que el ser humano, a despecho de la crueldad arraigada en el corazón, era también quien respondía por el rastro del arte que el talento iba derramando.

Era bien conocida la cautela del Califa relativa al tesoro abasí. Temía que la codicia de algún vecino lo moviese a robar las maravillas artísticas, guardadas bajo siete llaves. Le gustaba, sin embargo, describir ciertas piezas como si estuviese a punto de regalárselas a algún dignatario que estuviese visitando Bagdad. Aunque tales palabras, no surtiendo efecto, cayesen en el vacío.

En vez de propiciar a las hermanas algún placer a su alcance, el soberano mantenía a Scherezade bajo régimen de contención, nunca la hizo reír. Ella aceptaba la voz de prisión lanzada diariamente como parte del sistema que le correspondía demoler, si lo quisiera vencer un día. Una victoria que para ella significaría abandonar el palacio, despedirse de la medina, atravesar los portones de las murallas redondas, coger un bote a la orilla del Tigris, susurrarle al barquero el nombre del lugar adonde debía llevarla, que no sería precisamente su destino final, y del cual nunca más regresaría.

La idea de huir se iba volviendo una obsesión. El propio tema, sin razón aparente, surgía en los relatos y en las conversaciones tenidas con Dinazarda y Jasmine. Ni una sola vez, sin embargo, manifestó disposición de dejar el palacio, sino bajo la promesa de regresar. Como si, al reconocer los límites de la prisión, Scherezade se conformase, sabiendo que había dentro de sí un bien que Bagdad no le podía ofrecer. Consciente aún de que el Califa no podía aumentar lo que ella repudiaba en su interior, crecía su deseo de no volver a verlo, de dejar los aposentos a escondidas, sin comunicarle por escrito que se había visto forzada a partir en busca de los sueños hace mucho postergados. No sirviendo de nada que el Califa, en gesto impensado, se arrodillase a sus pies en el desesperado intento de impedirle su proyecto personal.

Ella acepta que el soberano posea su cuerpo como si fuese el de otra mujer. Después de la cópula, sin embargo, todos los músculos se contraen, lo expulsan. Actúa, evitando que el Califa multiplique gestos capaces, de repente, de estimular el falo e invadirle de nuevo la vulva. Para un goce que los disgustaría a ambos.

El soberano se complace igualmente en distanciarse de aquella carne. De Scherezade sólo le interesan los relatos por medio de los cuales se inflama con los miserables de Bagdad, estos andariegos a quienes la joven les ha concedido fuero de verdad, añadiéndoles lo que les hacía falta de forma que cumplieran sus destinos. Y mientras él medita sobre la intensidad de este espasmo que supera al coito, Scherezade jura no herir jamás a sus personajes. Se niega a atribuirles falsedades ideológicas que contradigan su manera de ser. Simplemente criaturas fieles a una naturaleza aventurera y compleja, y que, aunque nacidas de ella, no eran gente de su sangre, copias suyas. No pueden proclamarse hijos de Scherezade o reflejar sus ansiedades. Tanto que, si el Califa le preguntase sobre su talla de artista con la expectativa de una respuesta desprovista de asombro, ella le diría que era un enigma para sí misma. Significando con ello que las actuaciones de sus personajes dependen de circunstancias no siempre salidas de sus propias vísceras. En su calidad de sencilla contadora de historias estaba, sí, al servicio de la adversidad y de lo inusitado que reflejan su oscuridad y la ajena.

Y mientras le va hablando, confiesa su inútil esfuerzo por imprimir ternura en Simbad, en Zoneida. Por integrarlos en un repertorio que corresponda a todas las carencias humanas. Pero, aunque raramente cumpla estos propósitos, allí estaban Alí Babá, Aladino, siempre a sus órdenes. No para ser réplicas de la hija del Visir, sino para volverlos rutilantes a los ojos del soberano.

Siguiendo la misma línea de ponderación ahora desarrollada por Scherezade, Dinazarda espera que le confiese cuál es su personaje favorito, el más parecido a ella. Al hacerle tal pregunta, expresa malicia, muestra sus dientes, le asegura que no vale mentir. Tiene la certidumbre de que uno, al menos, reposaba en el pantano de su corazón negro, espeso y sin cordura, como el de los demás mortales.

Scherezade se abstiene de desvelar un misterio que, al final, se aloja tanto en ella como en quien le pregunta. ¿No es cada cual responsable del enigma individual, sellado para toda la eternidad? A Dinazarda le irrita que su hermana, después de haberse sacrificado por ella, se hurte a esa confesión. Que la quiera engañar, y vague ahora por los aposentos, fijándose ora en Jasmine, ora en la franja del firmamento visto desde la ventana.

El color bronce de Jasmine, que ofusca los metales posados sobre la mesa, palidece al anochecer. Involuntariamente objeto de disputa entre las hermanas, ella observa, entristecida, a la contadora en harapos, a punto de romper los grilletes que la atan a los miembros de aquella extraña familia encabezada por el Califa. Pero ¿será tan acentuado el desgaste de Scherezade como para que piense en abandonarlos un día, en huir montada en una de sus alfombras voladoras, indiferente a las consecuencias de un acto precipitado?

Desea oponerse a esta casta que la ha privado de la libertad. Su condición de esclava la habilita para denunciarlos. Hasta por su extracción miserable, y por el saber oriundo de las voces del desierto, Jasmine se siente investida de mandato popular. Habiendo, pues, asumido esta forma explícita ele representación, se presenta a Scherezade como alguien apreciable en los instantes de crisis.

Encubriendo sus inquietudes, Scherezade pide tregua a quienes la rodean. Se emociona mirando a Jasmine, cuya ingenua malicia procede de la misma matriz de Alí Babá, de Zoneida, de su grey. Identifica rasgos amorosos en la esclava, que la sigue por los aposentos. No quiere, sin embargo, apiadarse de nadie a la hora de morir. No tiene cómo responder por la esclava, arrancarla del estado servil, devolverla a su tribu, hoy dispersa y maldecida. Compensa su sufrimiento regalándole trajes de colores rebosantes, que sirvan a su belleza. La fuerza a auscultar su propio misterio en el ojo denso del espejo que se enamora de sus rasgos armoniosos. La ayuda a imprimir marcas y hendiduras en los sentimientos, a observar el universo sin ser vista. Para que en el futuro todo en ella cobre, quizás, una perspectiva revolucionaria.

El Califa, a su vez, perseguido por la sombra de Scherezade, que le provoca el deseo de evadirse de sí mismo, no encuentra calma en el trono. Abandona de repente el salón y camina por las dependencias del palacio, evitando los jardines. No quiere enfrentarse con el cadalso que domina el paisaje. Al llegar él a los aposentos, Scherezade se asusta, no por su aspecto melancólico, sino por la sucesión de las propias ideas que suscita la presencia del soberano. Ella se pregunta, después, cómo se había sometido a un hombre que, a pesar de su noble estirpe, se asemejaba a un vil sicario. Ahogada con el flujo de las palabras, quiere saber qué derecho tiene ella de orientar a Jasmine si había aceptado, sin rechistar, que el soberano le arrancase pedazos del alma.

Se sabe precaria. Su cuerpo corre riesgos al enfrentarse al poder del Califa. La fortalece pensar que, a pesar de que fueron anónimos de Bagdad quienes le prestaron algunos de los enredos, la mayoría se deriva de sus rasgos personales, guardan en su vientre trazas de la familia de su madre, de dinastía más fecunda que la del padre. Cuántas veces, sin saber adónde ir en el futuro, si sobrevive, simula montar un brioso caballo árabe de trote lento. Su estrategia es ganar tiempo y enternecer al empedernido Califa, hacerlo suspender la maldición lanzada sobre las jóvenes del reino, y sólo entonces huir.

Los caprichos del soberano la sofocan. Le resulta cada vez más penoso pautar la duración de la historia bajo la amenaza de que la alborada surja sin aviso. No es libre para marcar los minutos, dado que el tiempo es fugaz y tenso. De nada vale arbitrar sobre el rumbo de la historia si el Califa no asimila lo que le narra. Una autoría que él le otorga sin ningún sentido de la cortesía, y siempre con la expectativa de condenarla al martirio. Atenta, no obstante, al enemigo, encarnado en el Califa, late de nuevo en ella la pasión que la doblega, pero le concede miedo y esplendor simultáneos.

56.

El Califa convive con Dinazarda, guardiana de su intimidad conyugal, sin considerarla adversaria. No la acusa de formar con su hermana una alianza con miras a dominarlo. En ningún momento la ha amenazado con convertirla en su mujer después de la muerte de Scherezade. No obstante, aun sin haber considerado esta hipótesis, aprendió con la contadora de historias que la realidad era imprevisible.

Preocupado, sin embargo, por evitar conflictos en los aposentos, que podían, de repente, extenderse a otras zonas del palacio, el Califa no le expresaba contrariedades ni le hacía confidencias. Sus desencantos, aunque guardados para sí, aparecían en su rostro.

Reconocía que, dentro de las circunstancias, Dinazarda le era útil. Su celo, por ejemplo, en cuidar de aquella ala reservada a las jóvenes, aunque se moviese fingiendo que él no le había entregado aquel rincón del palacio a sus cuidados. Parecía ella tan a gusto con el universo circundante que el Califa ya cavilaba en aprovecharla junto a su padre, un auxiliar más entre tantos, en medio de los cuales él iba infiltrando discordia, en obediencia a la antigua tradición abasí. Desde hace mucho, además, venía percibiendo en el Visir una fatiga acentuada. Debida tal vez al exceso de trabajo, a una rutina administrativa sin mayores compensaciones. El Visir había envejecido, sin duda, en los últimos meses, debido en verdad a la hija menor, ahora su esposa provisional. Hasta el punto de que el Califa concluía a modo de balance que las arrugas en el Visir se debían al drama de la hija.

En Dinazarda admiraba, además de otras virtudes, su discreción. Ante su primer gesto en dirección al lecho, la primogénita del Visir se refugia detrás del biombo. Un procedimiento que no se le había impuesto, pues a él poco le importaba que los esclavos, o las favoritas, lo viesen fornicando. Apreciaba simplemente a quien fuese capaz de sacrificar la curiosidad por la moderación.

En los pocos minutos que el soberano le concede para hablar, Dinazarda realza aspectos del relato de Scherezade que él tal vez no hubiese notado la noche anterior. Minucias que escapan en medio de la abundancia. Cuando se sorprendía de que una trama de apariencia tan sencilla pudiese encerrar alusiones sólo desveladas a partir de tales consideraciones.

Entre sustos y aprensiones, aprendía que estos relatos, aunque de origen popular, en lo que se refería a Scherezade, sólo tenían razón de ser si él los aprobaba. Si la joven, de hecho, lo introducía en misterios que, hasta ese momento, había juzgado rigurosamente inexistentes.

Tal percepción del mundo, que acababa de aflorarle, le traducía con impensada virulencia la naturaleza dual existente en él y en cada historia. Veía existir en ciertos elementos narrativos una feroz oposición entre sí, correspondiendo, en la práctica de los hombres de Bagdad y del desierto, a la batalla del bien y del mal que ningún musulmán se eximía de desatar en su interior.

Andaba por las dependencias del palacio mezclando los problemas del califato con aquellos suscitados por los relatos de Scherezade. Y le parecía que había, en unos y otros, una falsa discordancia, y ello porque, al hablar necesariamente de la administración del Estado, terminaba mencionando a los hombres que se incluyen dentro de cualquier historia.

El Califa sospecha que existe en el subsuelo de aquellos cuentos un rellano secreto, sólo alcanzable por medio de su rendición incondicional. Es decir, a medida que abdicase de su incredulidad, obtendría condiciones para atacar a Scherezade en la raíz misma de su invención. Al fin y al cabo, todo lo que le exigía la persistente voz femenina, a cambio de tanto que se le regalaba, era adherirse a los hambrientos de Bagdad, sin formularle preguntas ingratas. Sobre todo que se dejase llevar por el magnetismo del arriero que cruzaba las callejas de Bagdad comprando lámparas viejas.

En forma de estribillo, las palabras de Scherezade, oídas por la noche, lo persiguen hasta el trono. Junto con lo que le dice el Visir en defensa del reino, ellas forman un aluvión al cual se asocia la esperanza de dejar de sentirse perseguido. De librarse de cierta grandeza incómoda, compitiendo con la suya, dado que él nutría la expectativa de un día narrar también.

Tal proyecto, no obstante, le parecía lejano, por faltarle con los súbditos una integración capaz de garantizar al acto mismo de crear el éxtasis equivalente a la cópula. Una emoción sin la cual ninguna verdad narrativa subsiste. Hasta conocer a Scherezade, además, nunca había formulado estas ideas. Desconocía que para admitir la veracidad de un personaje se hacía menester aceptar la vida del más modesto de sus vasallos. Había que transitar, entre continuos tropiezos, por el sigiloso laberinto del pensamiento de su pueblo. ¿Cómo reinar si no les había visto el color de los ojos?

El Califa presiente el peligro. A medida que se cuestiona, sus respuestas contradicen lo que defiende como gobernante. La excursión por el arte, de parte de Scherezade, al mismo tiempo que hacía surgir maravillas de cada sentencia, lo volvía vulnerable, fragilizaba su reino. Como si lo expusiese a revelar, aunque bajo la forma de relato, el alma que cargaba a escondidas.

Los indicios de la vejez se acentuaban. No bastando que el cuerpo desatendiese las ofertas que la riqueza proporciona, la exuberante inventiva de Scherezade realzaba las carencias existentes en su formación. Desde que ella fuera a vivir a su lado, había comenzado a desconfiar de su proyecto humano. De no haber ejercido, en todos aquellos años al frente del reino, cierta bondad dictada por el corazón, que sorprendía en la mirada de la joven, en su manera de exponer las historias. Jamás había agradecido a nadie los regalos depositados junto al trono. Como si la conciencia que guardaba de su alta estirpe, tan fuerte en él, lo eximiese de atenciones con el otro. O de cumplir mínimas formalidades que cimientan las relaciones entre las criaturas. Y todo por considerar que sus súbditos le debían sus pobres vidas. ¿Y no era cierto que podía exigirlas de vuelta a través de un simple decreto?

El padre abasí había sido implacable en el trato personal. Para él, la lógica de un soberano se pautaba según los intereses del trono. La norma del poder, pues, les impedía sujetarse a los estatutos que rigen el amor y la gratitud. Los sentimientos caseros, nutridos en la cocina y en la cama, pertenecían al pueblo, capaz de odiar, robar, matar, y hasta de abrazarse efusivo, arrepentido, en medio de las lágrimas.

En una ocasión, aprovechándose de la ausencia del Visir, algunos consejeros emitieron juicios desfavorables sobre Dinazarda. Velada censura debida a la influencia que ella ejercía sobre la esposa del soberano, sin hablar de su injerencia en áreas fuera de su competencia. Comentarios que sorprendieron al Califa. ¿Qué podía haber de grave en mejorar las condiciones de la vida palaciega, descuidada por los áulicos indolentes? Además, había observado últimamente la benéfica influencia de una mano amiga en los detalles cotidianos. Llegando a saber sólo ahora que tales beneficios se debían a Dinazarda, que jamás le había mencionado el asunto. Una modestia que hablaba, sin duda, a su favor.

Aún en la casa de su padre, Dinazarda había manifestado su gusto por mandar. La mirada de lince recorría al azar los rincones de la casa para así diagnosticar los males. Al principio, el Visir había intentado coartar su vocación, hasta aceptar finalmente que practicase en la propiedad paterna lo que aspiraba a hacer en el futuro en un palacio real.

El Califa reaccionó frente a la insidia. Acometido por el súbito deseo de hacer justicia, decidió que Dinazarda, a partir de aquella audiencia, se encargase de ciertas tareas administrativas. Como consecuencia de esta emboscada dispuesta contra ella, Dinazarda, investida ahora de poder, iba acumulando, por donde iba, pruebas de desatención, de desvíos de partidas, de actos que empobrecían el erario público, provocando el aumento de los impuestos. Pero, aunque defendiese el tesoro real, se precavía en las investigaciones, temiendo alguna acción que comprometiese a su propio padre.

Envuelta en tantas tareas, Dinazarda se había olvidado en los últimos días de prestar atención al soberano, mientras él escuchaba a Scherezade. Dando motivos, así, para que el temperamento sombrío del soberano, sensible a cualquier variación, subiese a la superficie. Acometiéndolo de ahí la sensación de haberse equivocado en ceder tanto poder a las dos hermanas. Pareciéndole que el encanto lúdico, antes presente en las hijas del Visir, estaba a punto de desvanecerse. Coincidiendo el hecho con el descubrimiento de que se había descuidado, en todos aquellos años, en observar e interpretar el universo femenino.

Desde su infancia, el Califa había dejado sin registrar las marcas de un día a día que las mujeres fueron forjando en su vida y que se le aparecía ahora, súbitamente, revestido de un carácter sagrado, merecedor de celebración. Gracias a las hijas del Visir y a la esclava Jasmine, iba descifrando despacio las risas desprovistas de sentido que sorprendía a cualquier hora del día en las mujeres. Una especie de alegría que les permitía colocar al margen una realidad cuyos fundamentos dramáticos herían su cuerpo y su dignidad.

Contrario a sus hábitos, el Califa se acerca a la ventana. Los jardines le traían a la memoria al abuelo que había transmitido intransigencia a su hijo, quien, a su vez, lo había hecho también con su heredero. Una cadena de poder que había ahuyentado los rasgos de ternura encontrados en las favoritas y en las hijas del Visir. Por primera vez, el Califa admitía para sí mismo no prescindir ya de la fortaleza moral derivada de aquellas mujeres. O del sutil montaje tan natural en aquella especie.

En aquellos días calurosos, que le devolvían sudor e incertidumbres, el soberano parecía resignarse a que unas simples hembras, presas en los aposentos, guiasen sus pasos, dictasen reglas. Y que Scherezade, a través de sus historias, consumiese su energía, lo sometiera a un coste fácil de evitar si él, desde el principio, hubiese ido a la medina travestido de Harum al-Rashid.

El Califa venía en los últimos tiempos, extrañamente, confundiendo el timbre de Dinazarda con el de Scherezade. Apenas distinguía, salvo a partir de la cuarta o quinta frase, quién le estaba contando la historia. Lo que daba margen a que Scherezade, enredada con la trama urdida por su imaginación, se sorprendiese con el desprendimiento de Dinazarda, que, talentosa en todo, jamás le había reclamado en público su parte en los relatos. Al fin y al cabo, desde la llegada al palacio, aquella otra hija del Visir, a su lado, había subido diariamente los peldaños de la escalera que la llevaba al ara del sacrificio sin protestar ni apuñalarla por la espalda. Sólo por esta razón Scherezade tenía ganas de llorar y huir del palacio.

57.

Scherezade adopta alternadamente papeles femeninos y masculinos. Se siente a gusto describiendo el falo y la vulva. No le molestan los genitales de los seres. Su cuerpo absorbe con la misma intensidad las proporciones de cada cual. Late, palpita, se hincha, crece, se endurece, según la anatomía que representa en sus relatos. Cuando se cansa de ser hombre, olvidada de lo que es ser mujer en la corte de Bagdad, siente desprecio por una humanidad inmersa en la mugre y en las falsas ilusiones.

Tiene un aliento resistente. Describe las peripecias de Simbad sin que su voz manifieste cansancio. Todo lo hace para que el cuerpo de Zoneida sea compatible con las aventuras que le atribuye. ¿Y cómo extraería las alas de estas criaturas tan necesitadas de volar? Mas, para convivir con estas diversas formas de existencia, aprendió a acentuar las modulaciones vocales, a respetar las cuerdas espléndidamente nacaradas, situándolas en el lugar adecuado, de manera que el sonido, emitido por el diafragma, le llegue al cerebro momentos antes de oír su propio timbre.

A lo largo de la convivencia palaciega, acentuó ciertos caprichos. Exprimida entre el Califa, su hermana y Jasmine, cada cual chupándole la sangre, su sensibilidad se empobreció, sufrió cambios. A la vista de un horizonte conflictivo, presagia un futuro aciago. Ya no soporta el confinamiento en que vive. Quiere incorporarse un día a una caravana y distanciarse del soberano, irse muy lejos. Antes, sin embargo, de desaparecer por detrás de las dunas, irá al bazar, recogiendo en la despedida, en el hueco de sus manos, los ruidos provenientes de los corazones palpitantes de los personajes que, no teniendo otro lugar para crecer sino Bagdad, viven igualmente en su imaginación.

Se había habituado tanto a inventar que a veces, para distraerse, como si estuviese de visita en algún otro siglo que no es el suyo, adopta en el lecho la postura que corresponde a la de la célebre cortesana que, en avanzado estado de tuberculosis, pasa revista a la vida, mientras enfatiza haber vivido y amado mucho en sus años de vida. Una cortesana, la que Scherezade representa, cuyo canto es persuasivo aunque, de súbito, le falte la respiración de tanto que tose. Mas para favorecer su desempeño respiratorio, se sienta en la cama. Así logra proseguir con sus quejumbres hasta que le faltan fuerzas de nuevo, y se obliga a terminar su canto acostada, dando pruebas a los circunstantes de la gravedad de su estado.

En esta puesta en escena, Scherezade la imagina nacida en Babilonia, o incluso Samarcanda. Y no estando segura del lugar donde la mujer vio la luz por primera vez, se acuerda, en aquella cama de tantos pecados, de cuán feliz fue la cortesana en compañía de su amante en una aldea no lejos de allí. De donde, a propósito, el padre del novio prácticamente la expulsó so pretexto de celar por el patrimonio y por el honor familiares, convenciéndola al final de que renunciase a su hijo. Pero mientras yace allí, moribunda, desesperada, el padre se arrepiente del sacrificio hecho. Cuando, para su sorpresa, sin esperarlo, aparece el amante presuroso inclinándose sobre ella entre llantos, seguido por la figura del padre. Ambos, sin embargo, llegan a tiempo para las postreras despedidas.

La historia, que fue forjando delante de Dinazarda, con el fin de satisfacerla con la intrincada desgracia del otro, se parece a la suya, aunque no vea ahora con claridad los puntos convergentes. No obstante, comparando su suerte con la de la cortesana, no sabría señalar cuál sería la más dramática.

No siempre la mujer, ahora inventada, le es útil cuando necesita tener la medida del tiempo, que a veces le falla. A su lado, por la ampolleta en la oscuridad se escurre la arena sin precisión. Mira, sin embargo, las estrellas con la expectativa de que le digan la verdad. Como queriendo confiar en la noción de los días que los personajes le transmiten mientras deambulan con desembarazo por el Cielo y la Tierra. También Dinazarda inquiere en la noche en busca de una señal que le indique el paso de las horas.

Jasmine acompaña a sus hermanas. Tiene el reloj de sol en el cuerpo que irradia el frío y el calor del desierto. Su gente, venida de estas dunas, sabe como nadie con qué estrellas contar en el firmamento antes de anunciar, orgullosa, los segundos que faltan para la puesta de sol. O qué brisa abate la llama del candil anticipando el amanecer.

Scherezade se inquieta por la andadura del relato. Es menester saber con cuántos minutos cuenta aún para avanzar en la peripecia en la que ahora está metida, y que, aunque le queme las manos, no puede dejar enfriar, so pena de comprometer la escena siguiente. Consulta a su hermana. El código entre ellas, imperceptible para los demás, consiste en parpadear, arañar la superficie de la frente con la uña del dedo índice. Extraño diálogo que surte efecto inmediato, pues luego Scherezade, acelerando lo que dice, fuerza al joven personaje, junto a su amada, a apresurarse en consumar el ayuntamiento carnal, dado que las botas de los enemigos, ya próximas, chirrían amenazadoras desde fuera de la habitación. Dándole apenas tiempo para besar a la amante antes de lanzarse desde la ventana al patio, con el riesgo de quebrarse, y emprender la travesía por el desfiladero, a partir de la cual estaría a merced de las trampas del destino.

Mientras el pesaroso amante escapa de los esbirros del Sultán, Scherezade, bajo la presión del Califa, perfecciona prácticas de supervivencia. Ante cualquier manifestación de peligro, se enciende una hoguera en su pecho y las llamaradas iluminan los senderos que debe seguir para no perecer. Es así como, intercalando sueño y realidad, ella ve la primera luz del sol alcanzar el rostro del Califa, con la expectativa de que el hombre, temporalmente ciego por el brillo matinal, avance hacia el verdugo, apostado detrás de la puerta, y decrete la sentencia de vida o de muerte.

58.

En la penumbra de la noche, Scherezade se reviste con el manto de la incertidumbre. Le han confiado secretos ungidos por las manos de un dios que deambuló por el desierto, por las márgenes estrechas del Tigris, y se siente perdida. La visión lejana y gris de Bagdad no la puede salvar de la oscuridad.

A pesar de las lámparas encendidas, la memoria a veces se confunde, disuelve hechos, rehace personajes, mitiga la acción de las peripecias, sustituye decorados. Cansada, cede al sueño vigilada por Dinazarda y Jasmine, que se turnan. El Califa, que se había dormido a su lado, despierta, exigiendo la continuación de la historia. A pesar de estar somnolienta, ella es intrépida, rehace de inmediato la tela de intrigas del relato, rota por el cansancio y el miedo.

La noche es larga y amenazadora. La vigilia intimida a seres y bestias. En su afán de justicia, Scherezade libera a Alí Babá, a Zoneida, para que se pronuncien. Los despoja de las certidumbres implacables, del transitorio heroísmo. ¿Cómo ser héroe del propio terror?

Esta noche, como todas, Scherezade debe superarse, sondear los densos significados de Alí Babá y Zoneida, para mencionar a algunas de sus criaturas, y cederles, a manera de protección, aquellas entidades que cada cual venera a escondidas. Mientras que Jasmine, esclava del Califa, había engendrado dioses adecuados a la inclemencia del desierto, reverenciados por hombres, camellos y lagartos, Dinazarda había heredado curvaturas religiosas y el sentido del drama. El propio Califa, simulacro de lo divino, recurriría, a escondidas, a los favores de un dios que lo resguardase de las intemperies. ¿Quién sino el dios de cada cual se antepone al caos?

En la medina o en el salón del trono, cortesanos y pueblo se igualaban en la expectativa de la venida del sol. Juntos conmemoraban quimeras y la claridad del nuevo día. En algún lugar distante, tal vez en Samarra, Tikrit, Mosul, lejos del Tigris y del Éufrates, los creyentes, en ardorosos rezos, se echaban al suelo con la mirada dirigida hacia La Meca.

Ella misma, al invocar al Profeta, se acuerda de Fátima. ¿Qué habría de decirle ella sabiendo a su amada Scherezade a merced del Califa? Sin embargo, se calla. Le duele la ausencia de Fátima, que le hiciera probar la leche de una cabra alba traída del desierto especialmente para la recién nacida. No la quiere presente en los aposentos ni en pensamiento, apreciando una cópula que humilla y cancela el futuro de su pupila. Al fin y al cabo, Scherezade había cedido a las demandas del Califa en pro de una causa justa y nada tenía que reclamar. Importándole poco que él no alterase jamás la rígida secuencia con la que fijaba el encuentro fugaz de sus genitales, o que ambos bostezasen confiados en que la llama del candil no delataría el mutuo enfado.

Ella festeja tal desinterés. El declive del soberano la favorece. Mientras él ya no es el mismo en el lecho, el transcurrir de las horas nocturnas le despierta el deseo de vencerlo, de entonar loas a la luna, de enaltecer la pugna emprendida por su ego vilipendiado. Fortalecida por la energía que se desprende de la primera claridad, Scherezade, despacio, trama contra el Califa. Va tejiendo una estratagema que hiera al Califa y la conduzca a la libertad.

¿Con quién contaría en la batalla postrera? Piensa seriamente en Jasmine, carne estuante y esclava. ¿Acaso, estimulada por la gloria, aceptaría sustituirla en el lecho del Califa, sin que él distinga qué carne humana tiene en sus brazos? En la penumbra, al fin y al cabo, todos jadeaban agónicos y hambrientos, igualados bajo el tormento del sexo, queriendo a la fuerza despojarse de las secreciones de la pasión.

Había que convencer a la esclava. Prometerle, además de la consagración terrena, las regalías del paraíso. Exigir de ella el concepto de lealtad heredado de la inclemencia del desierto, de la convivencia diaria con la miseria. Quería persuadirla, no obstante, sin imposiciones asesinas, y que fuese libre para rechazar su propuesta. Pero que sopesase la conveniencia de ser la favorita del Califa, en caso de que él aprobase las delicias de un cuerpo trigueño que rozara la arena ardiente y se quemara. Hechizado, entonces, por una vulva procedente de una región donde jamás había estado el sexo del soberano.

Naturalmente había riesgos implícitos en aquel acto. Pero ¿no había querido siempre imitar a Scherezade? Tanto que, por las mañanas, absorbía su olor y su talento al mismo tiempo, sin perder de vista la distracción impresa en el rostro de la contadora. Una expresión que sembraba en todos la sospecha de haberse marchado hacía mucho de los aposentos, así que no contasen en las próximas horas con las artimañas de su oficio.

Además, ¿no hacía Jasmine lo mismo? ¿No estaría, desde ahora, urdiendo su propio relato? ¿Sorprendiendo para ello a Scherezade cuando pisa el suelo marmóreo con el andar de la gacela que guarda en el pecho la recóndita ferocidad de cierto tigre enjaulado, observado en el mercado de Bagdad, mientras Jasmine la veía distanciándose para siempre del palacio del Califa?

59.

Scherezade ya no soporta el grillete que la une al Califa bajo la forma del coito. Después de desistir de llamar a una de las esclavas para sustituirla en el lecho, cavila sobre la posibilidad de traer del harén a una favorita experta en el mester erótico para quedarse en su lugar, a espaldas del soberano.

Piensa en la reacción de Dinazarda, su cómplice desde la llegada al palacio. No la puede mantener distante de la trama que crece en ella vigorosa, ocupando todos sus minutos. Después de las abluciones conducidas por Jasmine, le expone a su hermana el grado de su angustia. La dimensión de su drama personal. Aguarda a que Dinazarda exija pormenores asociados a esta trampa preparada contra el Califa.

Dinazarda se asusta sobre todo con el posible término de una aventura que las había enlazado tan estrechamente en aquel período palaciego, y que parecía imitar la felicidad. Mirando el rostro de Scherezade para no perderla de vista, de inmediato reprueba un proyecto destinado a fracasar. No confía en la benevolencia del Califa, en caso de que descubra el embuste, y mucho menos en su distracción. Lo habían educado para desconfiar de los actos humanos y reprobarlos sin ninguna excusa. El otro, cualquiera que fuese, representaba básicamente un adversario. ¿Cómo hacerle olvidar, entonces, el sabor de la carne de la hermana, la sal que venía probando desde hacía mucho, cómo burlar el paladar habituado a distinguir manjares y hacerlo aceptar en el lecho un cuerpo extraño ofrecido como si fuese el de Scherezade?

A pesar de la irritación de Scherezade, Dinazarda censuraba un cometido que muy pronto se traduciría en muerte. ¿Por qué, entonces, asumir un riesgo como éste? Pero mientras iba hablando, la propia Dinazarda sentía que sus argumentos flaqueaban, como si la propuesta de Scherezade no le pareciese totalmente desprovista de sentido, sino que, por el contrario, pudiese muy bien representar un giro histórico en sus vidas.

Para Scherezade, las débiles consideraciones de su hermana hieren sus intereses. La voz, ligeramente elevada, se sobrepone a los ruidos de la música que viene del salón de los banquetes, donde el Califa entretiene a unos invitados extranjeros. Afirma, en tono incisivo, que el soberano necesita un cambio. Recientemente le había confiado a un noble que ya no soportaba la monotonía de una vida cotidiana cuyo curso se preveía sin fallos.

Egoísta, pues, como era el Califa, poco le importaría quién estuviese en el lecho. De Scherezade sólo quería la parte específica del corazón que le contaba historias interminables. No había en él otro interés salvo el derivado de las peripecias y de los absurdos humanos, un gusto cultivado a partir de Scherezade. Además, ¿quién habría de apostar por el amor de un hombre al que todos sabían incapaz de amar? En su largo reinado no se registraba un solo amor por el que hubiese rasgado vestiduras, manuscritos, o se hubiese echado cenizas en la cabeza como manifestación de duelo.

En su afán de convencer a Dinazarda, sugería que el trueque de las jóvenes en el lecho, antes de la llegada del Califa a los aposentos, se hiciese al caer la noche. La oscuridad, desdoblándose en sombras y falsas proyecciones, al facilitar equívocos daba la bienvenida a monstruos y a fantasías, servía a los intereses de amantes y asesinos.

Scherezade amaba, en particular, la epifanía de aquellas horas, cuando, a la luz de una vela, los hombres del califato asociaban la astucia nocturna a la naturaleza de la mujer, de quien se podía esperar toda suerte de señuelos, de mentiras e ilusiones. Creyendo el propio Califa en la demoníaca habilidad de la hembra para suscitar en él el extravío de la carne, doblegar su virilidad de varón, devorar su falo. Tal vez por ello sea común, en el mundo islámico, darle a la mujer el nombre de Laila, equivalente a noche en árabe.

No era Scherezade la única en acatar los peligros de la noche en sus historias. Hace mucho, califas y miserables coincidían en el temor a la oscuridad y a la vulva femenina, ambas asociadas. Los propios poetas de la corte no se libraban de la maldición. Intérpretes de los sentimientos amorosos, próximos al caos, sus odas tenían a la hembra y al crepúsculo como fuente primera. Tal iniciativa poética atribuía al ideal femenino la misma aura de misterio que Scherezade, en sus relatos, reconocía en aquella naturaleza lunar, cuya vulva cazaban los hombres en el desasosiego de la noche.

Niña aún, Scherezade había estudiado la mística sufí. Sus maestros, bajo el beneplácito de las metáforas que, con igual diapasón, abarcaban pez, agua, caballo y mujer, defendían la necesidad de reunir dos o más elementos antagónicos entre sí en busca de la trascendencia. Y ello porque estos místicos creían que, siendo la experiencia religiosa una vivencia simbólica, dedicada a explicar los enigmas del universo, era natural que la noche, Laila, y la propia mujer se confundiesen con una realidad oculta, a la que ni siquiera tenían acceso las exégesis más caprichosas. Indisolublemente fundidas, ambas evocarían, en apariencia, un útero cósmico, del que habrían nacido todos. Propiciando así la creación de un sitio esponjoso, de anchura insondable, fecundado por la luz y con tendencia a producir incesantes réplicas.

Rodeada por la pequeña tribu de mujeres, Scherezade repasa en la memoria la simbología de la noche, amedrentadora y poética. Se acuerda de cómo, al lado de Fátima, había clamado contra las zonas oscuras del palacio, protestando por la existencia de secretos por todas partes, actuando en abierta defensa del sol. Hasta entender que las religiones, amedrentadoras y arbitrarias, y los hombres en general se incorporan, sin desdoro, a la penumbra, natural zona de pecado y redención.

Aunque se le prohibía frecuentar la universidad de Bagdad, no por ello estuvo Scherezade privada de la enseñanza. Así, su maestro Avicena, que se vanagloriaba de haber caminado durante años por la Tierra con la esperanza de entender a los hombres, le transmitía con detalle todo lo que se refería a los debates incandescentes en torno a cuestiones filosóficas e históricas. Siguiéndola hasta hoy, donde estuviese, el eco de tales palabras. Giboso como un camello, inclinado bajo el peso de los años, ella le ofrecía manjares de los que solía estar privado. Mientras masticaba con avidez, escupiendo la comida sobre la mesa alfombrada de manuscritos y rollos, Avicena la esclarecía diciendo que el mito explicaba metafóricamente lo que existía en torno a los hombres. De modo que una forma se tornaba expresiva de otras, hasta de las implícitas, dependientes también de definiciones.

Le hablaba con una voz casi inaudible, forzando una confidencia cautivadora. Aquel sabio, que tenía la conciencia afectada por el miedo a la oscuridad, incapaz, entonces, de prever que moriría en su cubil sin una presencia amiga, atribuía a la noche leyendas y enigmas, que no agotaban explicaciones. Un legado originario de ancestros amedrentados ante la primera señal del crepúsculo, para quienes el amanecer era benéfico.

La noche siempre había dado inicio a los tormentos de Scherezade. El combate trabado entre la noche y el día, ambos con exaltada carga de contradicciones, inmolaba a los seres. Sobre todo a aquellos que, atreviéndose a elegir al hombre como figura central del universo, prescindían de la noción del bien y de la existencia de un dios.

Entregada a la penumbra, que ampliaba el espectro de la crueldad del Califa, Scherezade no dudaba de que aquel hombre encarnaba el mal. En nombre del honor ofendido, se había olvidado de la doctrina del Islam, celebrada especialmente durante el Ramadán, fecha en que el arcángel Gabriel había revelado al Profeta Mahoma los mandamientos hoy contenidos en el Corán.

Con la cercanía de la noche, ella se hermana con el séquito de mujeres que sufren los efectos de la hora del lobo abatiéndose sobre los humanos. En esta difícil hora, su memoria arcaica, arraigada, además, en cada individuo, recuerda el pasado en el que todos, refugiados en la caverna, creían imposible volver a ver la luz del día otra vez. En su caso, la noche es más dramática, pues gracias a la maldición lanzada por el Califa sobre todas las jóvenes, Scherezade se prepara para morir. Por las paredes de los aposentos, donde se proyecta la balanza de la justicia, se expanden frases que la advierten del peligro que corre. Pero antes incluso de que el ángel de la muerte se la lleve, Scherezade comienza una nueva historia.

60.

Para su sorpresa, Dinazarda la abraza, le pregunta qué silueta conocida se confundiría con la suya, de forma que el Califa, al empinar el miembro en dirección a la vulva, jamás sospeche del trueque efectuado.

El veredicto de Dinazarda le ha despertado sospechas. ¿Qué le había hecho capitular a su hermana ante un cometido tan peligroso como aquel otro que, tiempo atrás, había llevado a las dos jóvenes al palacio del Califa, donde se encontraban hasta entonces? Frente a una Dinazarda alborotada, empuñando espadas en su defensa, Scherezade se arrepintió por alimentar sobre ella pensamientos injustos. Al fin y al cabo, su hermana merecía consideración, nada que viniese de ella le haría daño. Se redimió de su desconfianza encargándole que eligiese a la joven que la sustituiría en el lecho del Califa. Ella misma no sabría elegir un rostro semejante al suyo, o un cuerpo cuyos volúmenes fuesen prácticamente su réplica. No sabía verse en la superficie de cristal y guardar en la memoria facciones cambiantes, que ora se alegraban con el nuevo día ganado, ora sucumbían frente a un futuro dudoso.

Dinazarda, a su vez, le había pedido a Jasmine la selección de la mujer que desempeñaría tal papel. Después de entrevistar a la joven de nombre Djauara, que temblaba de miedo frente a un destino cruel, la puso al tanto, mediante repetidas recomendaciones, de lo que debería hacer en presencia del Califa. Sólo entonces Dinazarda consultó a los astros con la expectativa de elegir una noche compacta y sin luna, con reducidos riesgos para su hermana. Elegido el día, Djauara fue introducida en los aposentos reales, que pisaba por primera vez. Le mostró el lecho en el que copularía con el Califa, repasando rápidamente con ella los detalles finales. No debía olvidar sobre todo que tenía prohibido emitir siquiera una palabra, aunque el Califa insistiese en escucharla. Y cerró la lista de consejos subrayando cómo actuar ahora que se había convertido en la princesa Scherezade.

Dinazarda apagó los candiles, dejando a la vista la tenue llama de una vela a pequeña distancia del lecho, con el propósito de realzar sombras, de proyectar las siluetas de los amantes contra la pared. Scherezade observa a su hermana sin opinar. Se esconde detrás de uno de los biombos, cerca de la cama, como le ordena Dinazarda. Y al observar a Djauara, cuyo nombre significa piedra preciosa, reconoce que efectivamente guarda semejanza con ella, tiene su misma altura.

Recostada en las almohadas de la cama, posición que le ha demandado Jasmine, Djauara se preocupa por borrar su cuerpo para hacer surgir en ella la figura de Scherezade, que había confiado, desde el principio, en la eficacia de aquel plan. Fue ella quien defendió con vehemencia que aquella trama, aunque arriesgada, se confundía con el carácter secreto de la propia existencia que, por norma, escondía de los demás las cuestiones esenciales de la humanidad. Desde su infancia había aprendido que cualquier realidad tenía, esencialmente, índole de ficción. Mirase a donde mirase, abarcando en su visión tanto al Visir, su padre, como al eunuco del Califa, la vida de cada uno estaba constituida de un tejido falsamente armonioso, bajo el cual se movían acciones y pérdidas de difícil evaluación.

Precaviéndose contra cualquier imprevisto, Dinazarda tejía argumentos que se contrapusiesen a las acusaciones del soberano, en caso de que descubriera el fraude. Ella misma se movía en torno al lecho simulando un valor que, de hecho, le faltaba, amedrentada por las consecuencias de un acto considerado de alta traición. A cada paso, ensayaba qué palabras usar para asegurarle al soberano sus buenas intenciones. Habiendo nacido la iniciativa imprudente del exceso de celo por él, después de percibir a qué sacrificio se sometía el Califa en su afán de guardar fidelidad a su esposa. Pues desde la llegada de Scherezade al palacio, tal vez por exceso de escrúpulos y gentileza, había comenzado a prescindir de las favoritas, privándose de experimentar otras carnes con igual derecho a su falo. No pareciéndole justa a ella, por tanto, una situación que causaba daño al señor del califato, aunque, como consecuencia de su iniciativa actual, Scherezade se viese privada de la exclusividad de su erección.

Djauara parecía dócil. Se comportaba como si nada fuese a suceder. Aunque ostentase experiencia sexual, habiendo aprendido pronto a dar placer al hombre, tenía prohibido demostrarle al Califa su sagacidad, en vivo contraste con Scherezade, inexperta en el asunto. Por tal razón, Jasmine le había recordado que, al final del coito, no prolongase su estancia allí, convenía abandonar los aposentos de inmediato.

Al verse en el lecho con el Califa, tan silencioso como ella, Djauara tenía en mente las prescripciones de Dinazarda, que no admitía fallos. La cópula fue rápida, no haciendo nada el Califa por prolongarla. Durante el ayuntamiento, la joven se comportó como Scherezade, refrenando para ello el ímpetu sexual de deleitar al soberano, que, acomodado sobre las almohadas, aguardaba las jofainas con agua templada para sus abluciones, justo después de que la joven saliese deprisa del lecho, dando lugar a Scherezade, escondida detrás del biombo.

Agachada cerca del lecho durante el coito, Dinazarda se sentía aliviada, aunque tuviese algún reparo que hacerle a Djauara. Después de correrse el Califa, al contrario del sobrio comportamiento de Scherezade en la cama, la joven, reteniendo la respiración por un tiempo superior al previsto, se puso a jadear aceleradamente.

La presencia de Djauara le había dado a Scherezade un alivio transitorio. Sin confesárselo a Dinazarda, esta iniciativa representaba el primer paso en el camino de la libertad, en el proyecto de desaparecer un día y dejar a alguien en su lugar. Sólo faltándole a quién elegir para que la sustituyese en el arte de contar historias.

Abusando de la suerte, las hermanas llamaron a Djauara de nuevo, con la condición de que la joven evitase los suspiros finales que amenazaban con echarlo todo a perder. Djauara, sabedora de su descontrol sexual, juró obedecer. Tanto que aquella noche, al final del orgasmo, se esforzó en sofocar cualquier manifestación. Y tan pronto el Califa cayó exhausto a su lado, cerrando los ojos como de costumbre, la joven abandonó la habitación sin hacer ruido.

Gracias a este medio, Scherezade redujo su frecuencia junto al soberano. Prácticamente liberada del deber conyugal, al cual no había renunciado del todo sólo por insistencia de Dinazarda, evocó de repente a la difunta Sultana. Poco conocía de aquella mujer, responsable, al fin y al cabo, de la sucesión de las muertes decretadas por el Califa. De ella decían que era de una belleza casi angelical, aunque tras sus rasgos suaves se escondiese una lujuria insaciable. Al mismo tiempo que los actos de la Sultana pusieron su propia vida en peligro, gracias a ella Scherezade experimentaba, al margen de otras infelicidades, el gusto de contar historias sin las cuales el Califa, y ella misma, ya no sabían vivir.

61.

Mientras Scherezade apacigua su espíritu pensando en la Sultana, a quien conoce a través del rencor que el soberano le guarda, el Califa descubre que el fraude del que está siendo víctima le causa un extraño placer. El hecho de que las hijas del Visir lo engañen con su tácita connivencia le augura el advenimiento de una emoción inusitada. Un sentimiento que, aunque lo deje expuesto a sí mismo, le ofrece la rara oportunidad de revisar algunas de sus decisiones aplicadas a las mujeres.

Al sondear la repercusión de ese fraude en su corazón, no detecta restos que deban ser extirpados con la punta del puñal. De pronto había comenzado a considerar irrelevantes ciertas traiciones. Actos juzgados antaño amenazadores no afectan ahora a su equilibrio. Como si habiendo saciado su sed de venganza, el castigo impuesto a las mujeres ya no le produjese el júbilo de antes. Así, el fantasma de la Sultana, que tanto lo ha perseguido, se disolvía en la retina, casi sintiendo la falta del dolor que ella le provocara en el pasado.

Hace mucho el soberano registra en Scherezade un enfado por el coito que coincide con el suyo. Un repudio que le permite entender el comportamiento de la hija del Visir y solidarizarse con ella. También él, forzado por la imaginación de Scherezade, había aprendido que las fronteras del mundo se ensancharían a medida que fuese rasgando los velos de lo visible. En aquellos días, aspira simplemente a cambios que, entre otros, lo desvinculen del fatigoso deber conyugal. Sin el riesgo, no obstante, de llegar a perder la fuente de distracción que consiste en las historias escuchadas cada noche. La porción de un saber que se había añadido a su entendimiento del mundo.

Aun en la oscuridad, le había resultado fácil darse cuenta de que la extraña en su lecho, semidesnuda, travestida de Scherezade, no era su esposa. A la luz de la única vela disponible, que confundía su visión, el Califa había comprobado el equívoco. En especial le había llamado la atención, mientras la penetraba, ambos próximos al orgasmo, que la respiración de la joven se aceleraba, revelando, por consiguiente, un grado de emoción inexistente en el carácter hirsuto y austero de Scherezade.

Frente a aquel descubrimiento, aceptó el señuelo sin perder el control. En ningún momento lanzó voces, se enfureció o hizo ver a las hermanas que, al desvelar un hecho en sí humillante, causador de sufrimiento, le cabía imponerles un castigo, de acuerdo con la culpa. Sonrió, sin embargo, complacido. Lo que ante la ley del califato se caracterizaba como crimen le pareció un hecho repleto de atenuantes, imponiéndole la revisión de aspectos morales relativos al caso. Además, gracias a aquella mistificación, se le daba la oportunidad de interrumpir la cansada secuencia de fornicaciones. Sobre todo de desprenderlo de la ingente tarea de visitar la vulva ajena cada noche, con la ventaja ahora de que tal dispensa surgía justo cuando las articulaciones de las rodillas, que le infligían dolores y estorbos, se habían vuelto ruidosas, probablemente por falta de grasa. A este sinsabor se había añadido la circunstancia de que a su miembro, a la hora del coito, ya cerca de la vulva, le había dado por retraerse y le costaba recuperar la virilidad deshecha. Un hecho que no lo hacía sufrir, pues hace mucho le venía pidiendo a Alá que lo liberase de la obligación, contraída desde la adolescencia, de visitar diariamente el sexo femenino.

Aquella noche en que la esclava se introdujo en su lecho, Alá, como si escuchase sus ruegos, le dio la rara oportunidad de replicar a la provocación de las hijas del Visir y abstenerse del sexo al mismo tiempo, sin el riesgo de perder en el futuro las historias de Scherezade. Tanto que a partir de esta primera visita, seguida de otras, el soberano exhibía sus dientes pequeños, imprimiendo a la sonrisa socarrona la marca de una maldad jamás vista antes en su rostro. Una expresión que correspondía, por cierto, a su más reciente convicción. No obstante, en el pasado, al enfrentarse con la insubordinación o la insidia de los cortesanos, habría reaccionado furioso y encaminado luego al culpable a la mazmorra o al cadalso. A merced, en el momento, del arcángel Gabriel, se defendía, sin pensar en la muerte de las jóvenes.

Frente al fraude sufrido, se dio tiempo, convenía meditar. Así, al tener a Djauara en el lecho de nuevo, sustituyendo a Scherezade, afloró en su rostro la sonrisa matrera que lo rejuvenecía. Sin titubear se echó sobre la joven. En contacto, sin embargo, con aquella carnalidad rebosante, su miembro, en flagrante desobediencia al proyecto que tenía en vista, se endureció. Desconcertado con el imprevisto de tener el instrumento resuelto en dirección al sexo de Djauara, le cubrió el cuerpo e, inmóvil sobre ella, sufrió su deseo.

Djauara abrió las piernas atrayendo al Califa. El miembro real, sin embargo, activo hasta entonces, en vez de internarse por la hondura del útero, no daba señales de vida. Sólo su voluminoso cuerpo, al comprimirle la superficie, generaba tal malestar que Djauara, con movimientos continuos, frotaba su cuerpo contra él, a fin de resucitar la verga del Califa y quedarse libre.

Montado sobre ella, el Califa hacía de todo para que su sexo no se empalmase. Dispuesto a apartar la posibilidad de que el miembro lo traicionase involuntariamente, se puso a acariciar el rostro de la joven, como si ella fuera su caballo originario de Tartaria. Despejándole los cabellos con las yemas de los dedos, a manera de peine, a pesar de la incómoda posición. Un gesto que, desprovisto de lujuria, manteniendo inerte el falo apoyado en Djauara, alejaba cualquier conjunción carnal.

Djauara apenas respira. Como le falta el aire, hace un ruido ahogado. Las hermanas, detrás del biombo, se inquietan, no la pueden socorrer. Entregada a la suerte, la esclava vacila en hacer creer a los presentes, incluido el propio Califa, que el miembro real, aún en estado de erección, se aloja en la vulva, de ahí que emita lamentos y suspiros falsos, como prueba del goce que el soberano le proporciona.

Como consecuencia de estos hechos, el Califa se divierte durante los días entrantes, se complace en sembrar pequeños desastres alrededor. Tal represalia, aunque surtiendo el efecto inicial de dejar a las hermanas sin acción, lo lleva a meditar sobre el malogro de que se siente víctima. En las visitas siguientes, aun respondiendo a la afrenta recibida, amplía el tiempo de permanencia sobre Djauara. A medida que practica este ejercicio maligno, el sentimiento de venganza parece agriarle el paladar, pierde el gusto de disfrutar de un triunfo que no hace honor a su estirpe. Tal vez por ello, empuja a Djauara hacia un rincón del lecho y, en voz audible para las hijas del Visir, le declara que no vuelva nunca más a los aposentos.

Dinazarda palidece, se siente perdida. Con gesto impensado, se coloca delante de su hermana. Debe el castigo alcanzarla primero. Pero, para su sorpresa, Scherezade se lanza sobre el diván antes ocupado por Djauara, asumiendo el delito. En medio del raso arrugado, aspira el olor dejado por la joven y que le evoca el desierto de Jasmine.

Se alivia ante el recuerdo de este paraje ilusorio. El castigo a punto de desencadenarse sobre ellas, como resultado de aquel canje de papeles, se había transformado en un hecho más en la cadena de los aconteceres que la afligen desde que se enfrenta al Califa. No importándole ya la inminencia de un fracaso que hace mucho viene amenazando su percepción de la realidad. Al final, habiendo aprendido a convivir con la sentencia fatal proferida diariamente por el Califa, no ve razón para temer las consecuencias de otro acto que la lleve al cadalso. Está dispuesta a entregar su cabeza al verdugo.

En medio del tumulto que siguió a la expulsión de Djauara, Scherezade, además de desafiar al soberano con la decisión de morir, aparenta el orgullo de cumplir una trayectoria que representaría la derrota de aquel hombre. Tanto que el Califa, quebrantado por este juego maligno, se aleja en dirección a la salida sin despedirse, dejando atrás una estela de congoja y malestar. Ya próximo al trono, lo consuela pensar que las hermanas, pendientes del castigo que les será infligido, sufrirán la expectativa de su regreso a los aposentos, acompañado del ejecutor.

Conscientes del peligro, las hijas del Visir se abrazan al oír al heraldo, cuya voz, sonando de lejos, anuncia la condenación. Ellas no saben qué bienvenida darle para sortear el peligro.

Rodeadas por el lamento de Jasmine, se despiden de la vida. Pero en el esfuerzo final de conmoverlo, exhiben, tumbadas en el suelo, la humildad de una sierva.

El Califa asoma en los aposentos triunfal. Pasa delante de las jóvenes sin hacer caso a aquel sacrificio. Se acomoda en el diván como si nada hubiese ocurrido. Indica a Scherezade que se acueste y, sin desvestirse ni sacar el falo escondido entre las ropas, la cubre con su cuerpo. Sus gestos, simulando una cúpula activa, prueban que está dispuesto a vivir en régimen de farsa a cambio de las compensaciones habituales, constituidas por los relatos de Scherezade.

62.

Scherezade amanece con fiebre. Se siente exangüe. Se esfuerza, pero le falla el cuerpo, no consigue levantarse de la cama. El Califa, con gesto distraído, tomando por placer sus mejillas sonrosadas, le concede un día más de vida. Una decisión tomada a medio camino de dejar los aposentos. Y que nada le ha costado, una vez que ha superado la agonía de castigar a las mujeres. Pero antes de salir, él mira hacia atrás. Se conmueve con la joven empeñada en aprehender el mundo con sus palabras. Y se pregunta quién después de ella, en caso de que fallezca o se marche del palacio de vuelta a la casa de su padre, le contaría historias. Por primera vez formula la posibilidad de perderla, sin sentir por ello dolor ni intentar impedir su partida.

Dejadas a solas, e ignorando las transformaciones que afectaban al Califa, las mujeres se entregan a la desesperación. Cada cual, en torno al lecho donde se extiende la febril Scherezade, busca un medio de salvarla, bajo la forma de un óleo purificador, de hierbas oriundas del desierto, de todo aquello, en fin, capaz de detener una enfermedad que amenaza con extenderse por su cuerpo, impidiendo que la joven se defienda de la virulencia del Califa, siempre implacable.

Rechaza la sugerencia de recurrir al médico de la corte. Dinazarda teme que los cortesanos, partícipes de una conspiración en marcha, añadan a la menta un veneno que precipite el desenlace de su hermana. En el palacio era fácil asesinar y borrar los vestigios de la acción criminal. Además, había crecido el número de acólitos y servidores que envidiaban la influencia de Scherezade sobre el Califa, un poder ahora acrecentado con las atribuciones otorgadas a Dinazarda, encargada de fiscalizar amplias zonas del palacio.

Ajena al drama circundante, Scherezade abre los ojos con dificultad, ve el mundo opaco, la raíz del mal la había golpeado hondo. El estado febril la deja, sin embargo, excitada, de los muslos le viene una calentura que abrasa y la ata a la vida. Acude a manoseos discretos, como si arrancase del baúl del cuerpo fantasmas, duendes, magos, enigmas que le rondan el espíritu. Sólo cuenta con Dinazarda y Jasmine para aliviarla de la enfermedad, que parecía incurable. Un fardo, sin duda, para la hermana, que vacila sobre qué hacer antes de que el Califa vuelva a los aposentos, con la expectativa de escuchar el final de otra historia. La reacción del soberano, viéndola aún postrada en el lecho, sin condiciones de alegrarle la noche, podía agravar la irritación que tiene, en general, después de las audiencias, y ordenar su muerte en súbito arranque.

Dinazarda piensa en Fátima, que no sabe dónde vive, lejos de Bagdad, qué haría si aún estuviese entre ellas. Su astucia, tan proverbial, fácilmente convertía a una serpiente en rana, con la aquiescencia final de aquel a quien pretendía engañar. Pero ¿a qué ardid recurriría Fátima para engañar al soberano, a fin de proteger a Scherezade? ¿O para conseguir del hombre la liberación de la hermana, la cesión de su custodia?

Siempre había sospechado que la figura de la criada con quien Alí Babá viene a casarse estaba inspirada en Fátima, tan vivaz y lista como aquel personaje. Si Scherezade no llegó a darle el nombre de Fátima, sólo fue para proteger a su ama y mantenerla distante del circuito en el que se decide fácilmente vida y muerte.

Dispuesta a echar mano de algún recurso providencial, Dinazarda se fija en Jasmine, hermosa y de carnes robustas. Y que, en la vorágine de la emoción, proclama con frecuencia amar a Scherezade por encima de su propia vida. Un amor jamás exclusivo, pues se extiende a la otra hija del Visir. Manifestándose dispuesta a sacrificarse por ellas, si tal prueba le fuere exigida. Su medida amorosa siempre había sido intensa, exagerada.

La fiebre no se mitigaba con los recursos disponibles. Había que ahuyentar con presteza el peligro que siempre representa el Califa. Al oír los lamentos de la esclava, arrodillada al lado del lecho de Scherezade, declarándose dispuesta a morir en su lugar, Dinazarda no titubea, hace una seña con la cabeza, le dice que acepta su inmolación. Había llegado la hora de ponerla a prueba.

Jasmine inclina la cabeza, aguarda que le aclare lo que espera de ella. Dinazarda le coge las manos y la somete, sin tergiversaciones. Exige que, a partir de aquel día, se convierta en heroína de las historias que se difunden por Bagdad. Debe equipararse en la vida real, que tiene hedor y heces, a Scherezade. Esta hermana que, en las historias, salva a marineros, libera náufragos, vence a la procelosa tempestad. Y si de hecho había aprendido a admirar a Simbad, que disputase con él ahora el cetro del coraje. Y al fin, ¿qué cosa más noble podía ofrecerle la existencia que dejarse abatir por el filo de la daga, teniendo como meta la preservación de la vida de Scherezade?

Las sentencias, que le va dictando, no exigen lágrimas para ser convincentes. Sus ojos, fijos en Jasmine, tienen una expresión implacable, excluyen rasgos de ternura o de consideración. Demanda, simplemente, que la esclava, a partir de la promesa sellada entre ellas, adopte la actitud de una guerrera valerosa, que ambas alteren el curso de los acontecimientos vividos en aquellos aposentos.

Jasmine asiente con la cabeza. No hace falta que Dinazarda insista o le pruebe que no hay otra opción. Sólo que Dinazarda, angustiada por su hermana, no repara en su gesto. Pues, como si hubiese perdido la creencia en la solidaridad de la esclava, le demanda el cumplimiento de la palabra empeñada. Ante la posibilidad de perder a Scherezade, olvida las virtudes de la esclava que su hermana tanto encarecía.

Jasmine se arroja al suelo, tiembla de indignación. So pena de morir por su audacia, afronta soberbia la mirada del ama. ¿Quién era esta hija del Visir que le robaba las virtudes innatas de las voces del desierto, miembro ella de una tribu que se conducía según preceptos sagrados, en práctica entre ellos antes incluso de la lectura del Corán?

Dinazarda se siente confusa. No sabe cómo reaccionar. Por primera vez, observa en ella aspectos sorprendentes, tiene enfrente a un ser que desconocía. ¿Acaso había subestimado las fuerzas de aquella esclava, acabando por humillar a una amiga, y todo en nombre de Scherezade, que sin duda habría reprobado su conducta de haber sido testigo de la escena?

No sabe contener el llanto de Jasmine. Quiere disculparse, pero los labios se cierran. Inclina la cabeza en su dirección, con la respiración prácticamente pegada a la suya, aguardando a que la esclava entienda el lenguaje de un corazón afligido. No sabe reparar los males de un drama que tal vez merezca comprensión. Su perplejidad acrece, así como el sentimiento del duelo anticipado. Dando tiempo, sin embargo, a que Jasmine, de índole generosa, se recobre. No quiere que la hija del Visir sufra por su causa. Ambas, al fin y al cabo, están a merced de un mal que termina por unirlas. Con voz suave, Jasmine le pregunta qué espera de ella. No les queda mucho tiempo.

Dinazarda se demora en tomar medidas. Jasmine, sin embargo, bajo el mismo impacto, demostrando estar dispuesta a actuar, se dirige deprisa al mercado, a buscar hierbas que salven a Scherezade. Tiene en mente una mezcla que obtienen otras tribus, tan nómadas como la suya. En este afán, coge unas hojas, prueba pomadas, bebe jarabes asquerosos. De vuelta a los aposentos, al aplicar ungüentos en el pecho de la joven, haciéndole beber también un líquido oscuro, viscoso, tiene la certidumbre de que la recupera para la vida.

Dinazarda enjuga la frente de su hermana, recoge la orina y las heces, exhibe el material contra el sol, para descubrir daños que escapan a sus ojos. Tiene la esperanza de que hasta la noche se mantenga la vida de su hermana. Pero ¿cómo sustituirla en la farsa a punto de comenzar a la llegada del Califa, sin que él repudie públicamente la mentira que se viene urdiendo durante las últimas semanas?

No había que aguardar la hora de la verdad, que no existía. Había desaparecido de la escena la voz de la narradora, ahora febril. ¿Y no podría surgir entonces otra elocuencia para sustituir la de Scherezade, evitando de esta forma el desfallecimiento de la historia?

Dinazarda palpa la frente de su hermana. La fiebre se había mitigado. Scherezade sonríe, a pesar de la debilidad. Tiene el cuerpo bañado en sudor. Jasmine la seca con bálsamos y paños. La acaricia con exaltación. Parece haberle salvado la vida. Y le agrada que Scherezade le deba tal tesoro, así como el Califa habrá de deberle un día las historias que le contará. Pero ¿será realmente así? ¿Aceptará Dinazarda compartir con ella un día a día que ambas ambicionan vivir con aplausos e intensidad?

Scherezade se quita el paño de la cabeza y el velo del rostro, como asegurándoles que ha llegado el momento de elegir a sus sucesoras y desaparecer del palacio del Califa.

63.

Jasmine le trae los dátiles seleccionados con esmero. Distraído, el Califa saliva la fruta, chupa la fibra, deshace despacio sus filamentos. Sólo después de dejar limpio el hueso, se lo saca de la boca.

Arrodillada a sus pies, Jasmine le tributa atenciones sólo reservadas a Scherezade. Él observa a la esclava como si fuera un animal encadenado. Hermosa y fina, se inclina ante él tal como una palmera del oasis. Pero ¿de quién se trata, de dónde procede? No se acordaba de haber oído su voz. Pensó si sería muda, si le habían arrancado la lengua antes de comprarla para servir en el palacio. Su silencio podía deberse también a haber oído en cautiverio la belleza del árabe hablado en la corte y disgustarse con la lengua tribal de la familia, plagada de expresiones groseras, aunque tradujese a la perfección necesidades del desierto, mientras arreaban a los animales. Buen motivo para esconder el timbre metálico con el que emitiría notas disonantes. Su quietud, con todo, despedía a su alrededor inquietudes y un espíritu indómito. Captó igualmente, por debajo de la epidermis satinada, una sensualidad contenida, irracional.

Tiene ganas de apartarla, de exigir que Scherezade, recuperada milagrosamente de la fiebre, se arrodille, sustituyendo a la esclava. No se atreve a ofender a la hija del Visir. Vuelve a prestar atención a Jasmine. ¿Qué le diría ella si llegase a demostrar interés por su pasado turbulento? ¿Sería la esclava capaz de contarle una historia comparable, en alguna medida, a las que había escuchado contar a Scherezade? ¿O el don de Scherezade, exclusivo, se negaba a repartirse entre los demás humanos, cabiéndole a la esclava sólo porciones mínimas del encanto de la hija del Visir?

Últimamente el Califa se venía preguntando si no había llegado el momento de intentar vivir sin Scherezade, después de sustituirla por alguien de talento similar al suyo que, no siendo una copia, demostrase habilidad para iniciar y terminar una historia con resultados apacibles. Y que supiese preservar, a lo largo del esfuerzo narrativo, dudas providenciales para la emoción del relato y para el propio narrador.

Al aceptar este cambio eventual, el Califa tenía en cuenta ahuyentar la soledad, que se derivaría de la pérdida de Scherezade, y seguir contando, al mismo tiempo, con la compañía de los miserables de Bagdad, venidos a su presencia, sin salir del palacio. Reposando sobre las almohadas, servido por esclavas hermosas, no haciéndole falta deambular al azar por las callejas de la ciudad para obtener la dosis diaria de historia que Scherezade le traía.

De tanto detenerse en el rostro de Jasmine, se hartó de las facciones humanas fácilmente confundidas con los rasgos de una cabra o de un camello. Al levantarse, el soberano flexionó las piernas, llevando las manos al suelo sin el resultado previsto. Con el gesto había pretendido disipar ciertos recuerdos incómodos. Desolado, hundió su cuerpo de nuevo sobre las almohadas.

Escuchó la historia de Scherezade con la curiosidad de siempre. Un placer que le venía de tal modo ablandando el corazón que se vio tentado a confesarle, poco antes del amanecer, mientras ella aún le hablaba, que, a partir de aquella noche, quedaría libre de su veredicto. Es decir, no habría castigo para ella. Era libre de dejarlo, irse a donde quisiera, llevándose consigo la garantía de que nunca más haría ajusticiar a una joven de Bagdad. Por primera vez, sentía que ya no había deudas entre él, las mujeres y la vida. Además, como resultado de la operación reciente, repleta de equívocos, que había desembocado en la esclava Djauara, había decidido reducir las funciones sexuales, sin hacer alarde del hecho. Hasta suspender de una vez por todas el coito nocturno, cuando comprobase en la práctica que tal interrupción no le causaría ningún daño. Librando así a sus mujeres de la obligación de fornicar, para disfrutar, a cambio, de las divagaciones creativas de alguna joven que habría de reclutar enseguida.

No le dijo nada. Como hablando solo, el soberano se reconoció culpable de los excesos cometidos. Negligente con las hermanas, sobre todo con Scherezade, la había hecho sufrir sin haberle enseñado al menos el arte de la vanidad, que preveía imponerse a los demás de forma abusiva.

Estaba, pues, dispuesto a olvidar la conducta engañosa promovida por las hermanas. Al fin y al cabo, él mismo las había llevado a la saturación, inspirándoles una farsa benéfica. A partir de la cual, simulando la cópula, ambos amantes podían prescindir de su mutua presencia en el lecho. Cabiéndole a él seguir deleitándose con aquellas historias que, aunque inverosímiles, ganaban fuero de verdad gracias a su ilimitada comunión con las palabras que saltaban de la boca de Scherezade como de un sapo verde musgo, habitante de un hipotético pantano.

Dinazarda se disgusta con el Califa, que les da combate con estratagemas inesperadas. Qué pensar del soberano que monta a su hermana, se agita sobre sus carnes frágiles el tiempo suficiente para convencer a todos de que su falo, ahora retraído, había penetrado a la joven y había eyaculado para hacer creer a los demás que había cumplido la tarea de visitar la vulva, cuando le faltaba apetito para fornicar.

Usando a Jasmine como interlocutora, Dinazarda se desahogó, expresando pesares y recelos. Sentía el peligro inminente. Necesitaba que Jasmine, a su manera, describiese si el soberano, después de la falsa cópula con Scherezade, guardaba en el rostro una expresión afligida o un discreto rasgo de concupiscencia. Cómo reaccionaba frente al esfuerzo de Scherezade en abrir sus piernas, a fin de que llegase al fondo del útero. ¿Acaso se comportaba como si el cuerpo de la hija del Visir no fuese más que un receptáculo para su esperma que jamás había echado raíces en ella?

Jasmine seguía su raciocinio buscando un sentido en lo que Dinazarda le dice. Tal vez esta princesa creyese que había llegado la hora de que Scherezade rompiera los lazos con el soberano y volviese a la casa de su padre. De que de una vez por todas se decretase derrotada, dando pie a que el Califa recomenzase el derramamiento de sangre joven. A menos que Dinazarda tuviese intención de ponerlo a prueba, de saber si estaría él, de hecho, preparado para perdonar a las mujeres por un crimen que no habían cometido, y renunciar a cualquier venganza contra Scherezade, devolviéndole el derecho a la vida.

Hablando prácticamente sola, Dinazarda insiste en averiguar las intenciones del Califa mientras él sorbe varios vasos de infusión de menta. El Califa apenas había mirado a Scherezade, al menos para comprobar si aún seguía a su lado. Dándole igual que, en vez de la hermana, una extraña ocupase su lugar, con la tarea específica de no privarlo del vino inyectado en sus venas bajo forma de palabras.

Dinazarda se agita por los aposentos, va a los jardines a recoger flores, hasta llegar a una conclusión sorprendente. El Califa daba indicios seguros de estar dispuesto a liberar a Scherezade, a concederle un salvoconducto con el cual visitar su reino y elegir el lugar ideal para poblarlo con sus mentiras. Pudiendo, si quisiera, llevarse consigo a alguna esclava, alguien trigueño como Jasmine.

Había llegado para Scherezade, pues, el momento de partir. De seguir el viaje, obedeciendo las instrucciones de su deseo reprimido. Un traslado que coincidiese con sus sueños. De tal forma que, en las semanas entrantes, no estando ya entre ellas en el palacio, prosiguiese por el desierto hasta detenerse frente a la pequeña casa de Fátima. Un verdadero oasis en medio de las otras casas de la aldea. Un lugar cuya descripción, hecha antes de que Fátima se despidiese del palacio del Visir, permitiría a Scherezade llegar allí sin margen de error. Pues ambas mujeres, el ama y la princesa, siempre supieron que, después de la larga y dolorida separación, se abrazarían conmovidas, atadas por tentáculos imposibles de romper. Un reencuentro que prometía mantenerlas unidas hasta que la muerte las separase.

Al imaginar la emoción de aquel encuentro, Dinazarda escondió la cabeza entre los brazos, sin permitir que Jasmine viese lo que iba en su corazón.

64.

Dinazarda y Jasmine estaban dispuestas a admitir ante el Califa que Scherezade había huido al amanecer, después de que él se despidiera de las jóvenes, ya de vuelta a la sala del trono. Pero tal vez no preguntase nada al no encontrarla por la noche en sus aposentos. Indiferente a que Scherezade, cansada del oficio de contar historias, se hubiese despedido del palacio, embarcándose en una aventura desconocida.

Desde hace mucho, al fin y al cabo, la hija del Visir aspiraba a una vida cotidiana sin lógica ni coherencia, aun con el riesgo de estrechar los caminos de la salvación. Ya no soportaba ser mujer de aquel hombre, impedida, por tanto, de vivir la instantaneidad de una pasión con algún extraño. Reflejando ella, así, un agobio a punto de redundar en desastre, si Dinazarda no tomaba medidas de inmediato. Hace días Dinazarda venía previendo su declive con consecuencias fatales, aunque Scherezade continuara contándoles historias atrayentes. Sus últimas invenciones, no obstante, de marcado tono pesimista, manchaban la frescura de un enredo que prometía, desde las primeras frases, ser feliz. Tanto que difícilmente los hacía sonreír como antes. Pareciendo disfrutar más en imponer a los oyentes una melancolía pegajosa, como si lo cotidiano, en sus expresiones impactantes, requiriese un aluvión de lágrimas.

Había que abolir la voluptuosidad de la desesperación antes de que Scherezade le pidiese al Califa, como un favor personal, que decretase su muerte, queriendo de esta manera librarse de una vida desprovista de esplendor. Afectada, pues, por el peligro inminente, Dinazarda envía un mensaje a su padre, que en aquella larga temporada había actuado como un cobarde, para que tome medidas enérgicas. Distante hasta entonces del sacrificio de su hija, a quien tal vez juzga merecedora de castigo por haber contrariado sus órdenes, debía él redimirse ahora de semejante omisión y convertirse en héroe de una familia formada por tan pocos miembros. Demostrar a los demás cortesanos el grado de su afecto por la hija.

Desde su venida al palacio del Califa, Scherezade se había negado a implicar a su padre en el drama. Lo libraba del malestar de solicitarle ayuda y ver negada su petición. No quería ver en el rostro del Visir ninguna censura por haber elegido la turbulencia en vez de la felicidad duradera. Una hija que había sido incapaz de prever el dolor derivado del desafío al Califa.

Por detrás de la pérgola, a escondidas, Dinazarda exigió de su padre que sacase a Scherezade del palacio y la llevase lejos de Bagdad. Y exponiéndole la firmeza de sus propósitos, le aseguró que se quedaría en lugar de su hermana. La misma declaración le hizo Dinazarda a Scherezade después de la aquiescencia de su padre. Para su sorpresa, Scherezade reacciona interrogante, cómo quedarse en su lugar si, a partir del momento en que había decidido salvar a las jóvenes del reino, la suerte le pertenecía, nadie podía robarle su destino. A menos que Dinazarda confesase que hacía mucho que pretendía estar en su lugar, que siempre había aspirado a ser reina, a sorprender al envejecido Califa con un heredero al trono.

Scherezade insistió ante su hermana: si admites que siempre has querido estar donde estoy, te dejo en paz, acepto la ayuda de nuestro padre. Dinazarda no le dijo nada, no hacía falta. El silencio confirmaba la sospecha de Scherezade. La conspiración entre Dinazarda y Jasmine había avanzado hasta el punto de haberse repartido las dos las respectivas funciones. Dinazarda serviría al Califa en la cama, mientras que Jasmine, recién descubierta su tardía vocación de contadora, entretendría al soberano con historias que desde hacía mucho bullían en el caldero de la bruja, tal como lo registraba su memoria. Entonces mezclaría las hierbas de sus recuerdos con el material del derviche, todo él desaprovechado, contando aún con el universo ilimitado que Scherezade había cultivado frente a ella en generosa ofrenda.

Con la promesa de que el padre guiaría a Scherezade a donde ella quisiese ir, al abrigo de cualquier peligro, Dinazarda hizo sus planes. Supo en aquellos días que varias caravanas dejaban Bagdad, bastando que Scherezade apuntase en el mapa el rumbo de su elección. Transportando mercancías, no habría para estas caravanas ningún inconveniente en llevar a la princesa y sus preciosos bienes, que el Visir pretendía adelantarle como parte de su herencia. Acomodada en una confortable litera, Scherezade cruzaría el desierto distrayéndose con los animales, en especial los camellos, a quienes siempre había dedicado odas ensalzando su belleza y su utilidad.

Scherezade se negó a definir su itinerario. Al alejarse de Bagdad, no dejaría rastros. Dinazarda se obstinó en conocer su paradero. Si me quedo en tu lugar, arriesgándome a que el Califa me corte la cabeza, te ayudo a definir tu destino.

Scherezade siempre supo que, al abandonar el palacio con vida, sin que los demás lo supiesen, tomaría una caravana rumbo al norte. Conocía bien en qué punto del viaje abandonaría el cortejo, proseguiría en otra dirección y, con unos días más de trayecto, golpearía la puerta de Fátima. Estaba convencida de que daría con el lugar exacto. La casa, según el relato di Fátima, no era grande, pero la avistaría de lejos. Con mucha vegetación alrededor, hasta unos olivos espléndidos, había en ella una habitación reservada para la joven. Y otros detalles en su interior, que se había organizado teniendo en cuenta a Scherezade. ¿En qué otro sitio florecería la imaginación de la joven, para compensar la carencia vivida en estos tiempos difíciles? ¿Y no debía esta misma imaginación proveerla de la abundancia capaz de inventar un enredo cualquiera? Tal como engendrar a un príncipe que, en verdad, no era más que un profesor graduado en la escuela de Bagdad, y cuya vocación herética, al contradecir los principios religiosos entonces vigentes, le había hecho instalarse en fecha reciente en la aldea vecina a la casa de Fátima. Pudiendo muy bien ocurrir en el futuro que ambos jóvenes, hastiados de los recursos urbanos, de la ilusión temeraria que brotaba de cada cosa, llegasen a conocerse. Cuando los dos sabrían, sin prisa, que estaban destinados el uno al otro. Más que para vivir un gran amor, en general amortiguado por el hábito, uno divertiría y haría reír al otro.

Fátima aprobaría la unión. Para ello estaba dispuesta a renunciar a los espacios de la casa en favor de una familia en crecimiento, cuando llegase la hora. Scherezade y ella estaban de acuerdo en cuanto a la modestia de una vida que las dejaba libres para la fantasía que necesitaban.

¿Sería esto, entonces, lo que ocurriría después de que Scherezade se retirase del palacio un viernes sagrado y el emisario del Visir la entregase a una caravana alertada para que obedeciese sus órdenes? ¿Sin que el padre llegase a saber jamás qué dirección tomaría su hija, limitándose a proporcionarle joyas, oro, monedas, todo lo que le hiciese falta? ¿Sin olvidarse de cederle a su devoto criado, Abu Hassan, hace mucho a su servicio, y que había llegado sin lengua porque se la habían cortado los bereberes, temerosos de que un día él hablara y pusiese en riesgo la seguridad de la tribu?

Para concretar la fuga de Scherezade, faltaba que el padre fijase la fecha. Dinazarda sorprendía en la mirada de Scherezade el goce anticipado del momento en que transpondría los umbrales de los aposentos, sin volver la cabeza atrás para ver a quién dejaba en la retaguardia. Arrastrada tan sólo por el deseo irradiador de ser insensata, de asumir riesgos relativamente menores que los que había contraído en el pasado, cuando, en compañía de Dinazarda, se instaló en los aposentos del Califa, usando como pretexto la salvación de las jóvenes del reino.

Si el padre no decidía, en alianza con Dinazarda, sacarla de allí, Scherezade se arrojaría desde la ventana llevada por la desesperación. Ya no soportaba la mirada del Califa solicitándole desenlaces felices sin prometerle a cambio la libertad. Sin reconocerle tampoco en ningún momento que, en pago por tantos favores recibidos, estaba dispuesto a dejarla partir. Pues gracias a sus suntuosas descripciones había recuperado el ánimo de vivir. Y ya el califato no le parecía tan enfadoso como antes. Sin hablar de que había aprendido a perdonar a las mujeres, gracias a que las historias de Scherezade consideraban a hombres y mujeres compañeros narrativos.

Con el poder que el Califa le había otorgado, Dinazarda se movía por el palacio dando órdenes que siempre eran acatadas. En el último encuentro con su padre, también a causa de Scherezade, él pareció disgustado por la creciente influencia de la hija en sectores bajo su mando. Pero al sentir el perfume floral que exhalaba su piel, haciéndole recordar a su esposa muerta, él la abrazó, sintiendo que el amor por su hija germinaba en todo su ser. También ella lo besó en la mano, no quería arrebatar su poder, pero exigía que pusiese a Scherezade a salvo y la llevase a donde ella quisiera ir.

En la víspera de la fuga, multiplicándose en sus funciones, Jasmine había incorporado la imagen de Scherezade en sí misma. Estaba segura de que el Califa pronto se olvidaría de la contadora de historias. También Dinazarda, resto vivo de un trío en vísperas de disolverse, cumpliría lo que Scherezade le había enseñado. Una y otra confiadas en que el Califa, en compañía de ellas, se sentiría libre para viajar de nuevo por el califato, frecuentar a sus favoritas, olvidar que durante un largo tiempo había sido prisionero de la hija menor del Visir.

Los detalles de la fuga, planeados por el Visir, fueron de fácil ejecución. Quien la vio fugazmente no creyó que Scherezade, vestida de esclava en medio de otras, salía por los portones traseros del palacio, al encuentro del criado mudo de su padre, designado para servirla. Luego la caravana los acogió a ambos, siendo inminente la partida. Y tan rápido se dio todo que ya a primera hora de la tarde se habían distanciado de Bagdad, sin que Scherezade mirase hacia atrás una sola vez so pretexto de guardar en la retina las murallas de la ciudad. Apenas si se despidió de Dinazarda y Jasmine, con prisa las dos por ocupar su lugar, temerosas de que la fuga fuese descubierta antes del tiempo previsto.

Scherezade no vio a su padre. No sentía su falta, como si lo hubiese abolido de su vida. Le parecía que, habiéndolo convertido en personaje de una historia en la cual había encajado a la perfección, seguía teniéndolo a su lado. Aunque no volviese a ver a su familia, los tendría cerca, compartiéndolos con Fátima. Y que ellos no la considerasen infiel por reservarles, en el futuro, un papel discreto en el relato que ya tenía en mente.

Las dunas, enfrente, le daban la bienvenida. Finalmente conocía de cerca el desierto. Oía sus voces secretas mezcladas con los finos granos de arena que fustigaban su piel. Mientras la caravana proseguía, Scherezade iba dejando atrás el universo integrado por su hermana y Jasmine. Cada vez que llorase en los años por venir, se consolaría con la memoria que conservaba de ellas. Jamás se perderían. ¿Acaso no era verdad que lo vivido, aunque se disuelva en medio de los recuerdos, es un punto de resistencia en el futuro?

El Califa no saldría en su busca. Había descubierto en él señales de agotamiento. Casi suplicándole que desapareciese de su vista, pues no quería entregarla al verdugo. Al final, reconciliado con las mujeres, e importándole poco sus traiciones, había comprendido la necesidad de preservar su propia biografía, que no se comparaba por su repercusión a la del aventurero Harum al-Rashid. En compensación, no podrían negarle que había sido él quien había obligado a Scherezade a contar las mejores historias del reino, con el fin de salvarse. Gracias a su tiranía, responsable de un hecho inicialmente deshonroso, la historia de su pueblo se consagraría para siempre. Una edificación verbal más poderosa que cualquier mezquita o palacio erigidos con piedra, cal y sudor. Lo que Scherezade había sembrado en los aposentos, a través de él, nunca se disiparía. Para ello, Jasmine y Dinazarda, discípulas suyas, repetirían cada relato hasta el cansancio. Ni ellas ni sus sucesores dejarían morir la sustancia del alma árabe. Aunque él y las jóvenes no volviesen a escuchar nunca más, de los labios de Scherezade, las nuevas historias que ella le estaría ahora contando a Fátima, quien la recibió con los brazos abiertos en cuanto llegó a su casa, cubierta de polvo, hambrienta, pero feliz.

Nélida Piñon

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