Tras la aparición de sus ensayos literarios, reunidos bajo el título de La literatura en la construcción de la ciudad democrática (Crítica), simultáneamente, el padre del más popular de los detectives españoles de ficción incide en O César o nada en otra novela de género: la histórica. Tiene también sus reglas y limitaciones y permite suponer en el que la emprende un amplio conocimiento histórico del período elegido. No se trata, en este caso, de la España de la inmediata postguerra (que sería también ya novela histórica y que Vázquez Montalbán utilizó en otras producciones marginales a la serie de Carvalho). En esta ocasión, la empresa hubo de resultarle mucho más difícil y compleja, porque se trata de narrar las intrigas de una Roma renacentista dominada por la familia valenciana de los Borgia. Los personajes que protagonizan la historia son complejos héroes que hemos conocido a través de la historia, la literatura y el arte.

Ninguno de los pecados de la época están ausentes: la simonía (la compra del papado por parte de Rodrigo Borja), los crímenes de estado, las traiciones reales y el incesto atribuido a Lucrecia Borgia («conseguiría ser a la vez hija, esposa y nuera de su padre, según consta en los libelos de la estatua de Pasquino»). Permanece incólume el valor que los Borgia atribuyen a los lazos familiares. Vázquez Montalbán, en la intimidad, les hace hablar a ratos en valenciano. Reproduce también poemas en italiano y abundantes citas latinas clásicas y bíblicas. La corte se lamenta de la invasión de los `catalanes`. Pero bajo el rico anecdotario que imprime interés a la narración subyacen conceptos políticos básicos: la ciudad-estado frente al Estado, el papel temporal del Papado, la necesidad de una Reforma que culminará, tras la muerte de César, en uno de sus descendientes, quien seguirá las huellas de San Ignacio de Loyola.

Manuel Vázquez Montalbán

O César o nada

1 El señor Maquiavelo recibe tristes noticias

Si se pudiera aplicar la razón al juego, sea al de naipes, la "cricca", o al de dados, el "chaquete".

Si se pudiera. Seguro que estudiando las combinaciones se llegaría a saber por qué se gana, por qué se pierde, por qué el barbero de Sant.Andrea es capaz de ganar a Nicolás Maquiavelo, a pesar de que el señor secretario incluso cuando come rodajas de "finocchiona" o bebe vino trebbiano rebajado con agua lo hace como si pensara sobre el origen y la finalidad de la "finocchiona" en el mundo y por qué razones objetivas los vinos trebbianos le gustan más que los de Cinquéterre, mal que les pese a los genoveses. ¿Por qué? ¿Por qué me gana este imbécil? Piensa y se irrita ante la prepotencia, la impunidad y ludismo con que mueve las cartas el barbero, las soba, las selecciona, las ordena, arroja finalmente la elegida sobre el tablero de la victoria y la derrota. Y se le atraganta a Maquiavelo la rodaja del embutido que estaba masticando cuando lanza la perdedora carta sobre la mesa y grita:

– ¡Que me ganes tú es peor que perder! Y perder en mi casa aún peor. La próxima vez volveremos a jugar en la posada.

Barbo Mulino abre el gesto invitando a los compañeros de timba a que se escandalicen ante la agresión del hombre que siempre lee, incluso cuando recorre los caminos que unen su casa de Sant.Andrea de Percussina con el villorrio y que se viste de ceremonia, con una capa de sabio cuando recite a los clásicos en casa, como si leer fuera un pontifical. El sastre Guidotto cocina dos tipos de trajes de gala para el "magnífico señor" Maquiavelo, los que usa cuando negocia en nombre del gobierno de Florencia y los que se pone cuando lee.

– Lee usted demasiado.

Trata de retirar Maquiavelo su gesto airado y lo que era mueca agria se convierte en complicidad irónica.

– Me horroriza que la suerte exista.

No han entendido los demás la intención exacta de las palabras, pero se relajan y Barbo se atreve a crecerse.

– Jugar a las cartas no se aprende en los libros. Leer no es bueno para la lógica del jugador.

– Yo cuando leía jugaba peor.

Ya es desafío burlesco lo que ha dicho el médico, y no se lo consiente Maquiavelo.

– Señor médico, si leyera más, mataría menos.

Pero está cansado el anfitrión, se levanta e invita con el gesto a que los demás prosigan el juego, mientras los insulta mentalmente como comedores de mierda; peor aún, comedores de carne seca que se disputan con los gusanos más asquerosos. Gusanos asquerosos, es lo que son. En torno a la mesa camilla con brasero de orujo, las paredes soportan libros y archivos hacia los que va Nicolás Maquiavelo para recuperarse a sí mismo, y al coger un libro y abrirlo suspira liberado y se permite contemplar el empecinamiento de los jugadores con el aplomo recuperado y un cierto desdén, hasta que cree oír ruidos, rumores inesperados y para confirmarlos se acerca a la ventana a tiempo de ver contra quién litiga la criada campesina, todavía más campesina que criada. Con un hombre que lleva encima todos los caminos del mundo y barba de días.

Desde su condición de pobre y criada no es muy compasiva la muchacha con los pobres y vagabundos, y se asoma el dueño a la ventana para instarle a la compasión.

– Dale algo y que se vaya.

El rostro del hombre alzado hacia Maquiavelo sigue sugiriendo cansancios, pero también heridas, y por cada herida una historia que pudiera ser interesante.

– Dice conocerle, don Nicolás, y quiere hablar con usted.

– ¿Yo te conozco?

Y el hombre musita con estudiado cansancio.

– César Borja.

– No conseguirías parecerte a César ni aunque te empeñaras durante mil años.

– Le traigo noticias de César Borja.

La condescendencia se vuelve sorpresa y con el cuerpo volcado hacia el patio ordena Maquiavelo que suba y deja atrás a los jugadores mientras refunfuña "Comeros las entrañas, cabrones, así no os quede nada colgado de los cuernos".

Ellos le responden con miradas maliciosas y un codazo al aire de Barbo Mulino, ¡cómo las gasta el señor secretario de Los Diez de la Guerra cuando pierde! Consejero supremo del poder militar de Florencia, titulado "magnífico señor" y no sabe perder. Alcanza Maquiavelo una sala donde atardecen más libros en compañía de mesa noble, perchero con capa de ceremonia que se pone sobre los hombros y casi sillón del trono que ocupa para componer el gesto del pensador que cavila a la espera del visitante. Frente a la sobreinterpretación de intelectual solariego pensativo, replica el mensajero aumentando la carga del cansancio sobre las espaldas y un desvaído gesto de boca abierta y exangüe por haber anhelado en exceso.

– ¿Te envía César Borja?

– ¿No se ha enterado?

– ¿De qué debía enterarme? He escogido este retiro precisamente para no enterarme de lo que pasa.

Bastantes problemas tengo con lo que me pasa.

– César Borja ha muerto.

Abre la boca Maquiavelo, pero no los ojos escondidos tras la ranura desde la que leen el ademán y el vestuario del arcángel de la muerte, como si llevara encima el malvado polvo del escenario de la noticia.

– Vienes de lejos.

– Desde Viana, Navarra, junto a los Pirineos. A contracamino, he pasado antes por Ferrara para hablar con la señora Lucrecia, la hermana de César. Era mi deber.

Y como es silencioso el abatimiento del visitado, el visitante quiere descargar cuanto antes lo que viene a decir.

– ¿No me pregunta cómo ha sido?

– Dalo por preguntado.

– No le entiendo.

– ¿Cómo ha sido?

No le gusta al mensajero teatralizar la muerte de pie y reclama con los ojos el derecho a asiento que Maquiavelo le concede. Ya demostrado que su cansancio necesita descanso, se repasa las facciones con las manos y finalmente fija los ojos en un ángulo de la estancia, como si allí le aguardara la imaginería del recuerdo, y recita más que cuenta una historia mil veces repetida.

– Le dijimos todos que no arremetiera contra los de Beaumont, que esperara a que formáramos un grupo, pero desde su marcha de Roma, mi jefe no era el mismo César Borja calculador que usted había conocido. La misma audacia con que se fugó tantas veces, incluso de los castillos de España, la quiso poner en aquel ataque suicida contra los de Beaumont. No me dio tiempo a alcanzarle y le vi desde lejos cómo hacía frente a las cuchilladas y lanzadas de la jauría que le rodeaba para derribarle y rematar la obra hasta desfigurarle.

Cuando llegué a su lado aún le salía la vida por cada herida, pero en sus ojos se había instalado la muerte. Yo soy Juanito, don Nicolás, se acordará usted de mí, de cuando visitaba con el señor Leonardo las fortificaciones de la Romaña. César no podía dar ni un paso sin mí. Si tú no vienes, Juanito, viajo sin sombra. Juanito Grasica, recuerde.

– Recuerdo.

– ¿Recuerda aquel día en que César y Leonardo da Vinci se

rieron de sus teorías sobre el asalto militar?

– Fue una discusión sobre mi estudio "Dificultad para la conquista de Pisa contra la barbarie feudal". Recuerdo todas las veces que se han reído de mí, y en cambio no puedo recordar todas las que yo me he reído de los demás. Así que César Borja ha muerto.

Y prescinde del visitante para musitar:

– "Alea jacta est." Pero recupera al emisario como pasivo receptor de un monólogo.

– Muchos esperaban su regreso para consumar un sueño. Algunos no se creerán que haya muerto. Un juicio fácil sería decir que César murió cruelmente porque a su vez fue cruel. Un jefe no debe preocuparse por tener fama de cruel si esa crueldad mantiene unidos a sus leales. Lo terrible es ser cruel inútilmente.

– ¿A quién se refiere usted con sus leales?

– A ti.

– Seguro. Yo siempre fui leal a mi jefe, aunque casi nunca entendía el sentido de lo que hacía.

Alguna vez se lo dije, en los raros momentos en que Miquel de Corella o Ramiro de Llorca o el señor de Montcada dejaban que me acercara a él. Una vez el jefe me dijo, no lo olvidaré mientras viva, que sus actos no eran casi nunca personales: "Yo soy yo y mi familia." Todos los Borja actuaron, todavía actúan, guiados por un instinto de familia.

– Aciertas, Juanito. Hubo algo más, pero sin duda el instinto familiar fue determinante. Eran extranjeros llegados a Italia, donde se encontraron con la hostilidad de las familias y los jefes ya establecidos. Todo lo empezó el tío abuelo de César, el papa Calixto Iii, un pontífice que pilló por sorpresa a las familias italianas y comenzó la saga de los Borja en Roma. Pero hoy no existiría la historia ni la leyenda de los Borja sólo a causa de aquel papa obsesionado con la convocatoria de una Cruzada contra los turcos. Esa leyenda empezó el día en que el padre de César, el cardenal Rodrigo, se despertó al lado del cuerpo de su amante y madre de César, Vannozza Catanei, y se dijo: "Puedo ser papa, quiero ser papa." Sale del cansancio Juanito Grasica para guiñarle un ojo al sabio.

– La cama forma parte de la vida de los Borja.

– No lo dudes. Rodrigo, es decir, Alejandro Vi, el padre de César, empezó a sentirse papa en una cama.

El cuerpo de Vannozza aparece segmentado por los listones de la celosía. El sol se pone y promete la noche y a Rodrigo no le gusta la noche. Musita:

– "Quan ve la nit i expandeix ses tenebres, pocs animals no cloen les palpebres i los malalts creixen en llur dolor"

– ¿Decías algo? Sólo hablas en catalán cuando estás triste o cuando estás con los tuyos.

– Son unos versos de un poeta valenciano, Ausiás March. Escribió sobre el amor y la muerte.

Hay pliegues en el vientre de Vannozza, arrugas que empiezan a cercarle los ojos, aunque no hayan perdido su condición de lagos serenos, propicios aunque lejanos.

– ¿A quién miras cuando miras?

– A ti.

Los cabellos teñidos le caen dulces sobre los senos cuando se inclina en busca de las piezas de ropa descuidadas sobre una silla.

Rodrigo sube las sábanas para cubrir mínimamente su propia desnudez, mientras analiza las decadencias de Vannozza con una mirada a la vez tierna y asustada.

– Es curioso, a pesar de la oscuridad, es de noche cuando te das cuenta de que el tiempo pasa.

Vannozza esta vez le ha oído y le contempla sonriente pero sorprendida.

– Estás melancólico o me estás diciendo que me hago vieja. No tengo el cuerpo de Giulia Farnesio.

– Quedamos en no volver a hablar de Giulia. Estás muy hermosa. Yo sí me hago viejo. ¿Cuántos años tengo?

– ¿Sesenta?

– Sesenta y uno.

– ¿Y qué?

Se ha vestido Vannozza y se exhibe ante él.

– ¿Estoy guapa?

Asiente Rodrigo y se levanta del lecho envuelto en las sábanas.

Va hacia la ventana que da a un patio interior y desde allí percibe en otra estancia al hombre inclinado sobre los papeles con una pluma en la mano.

– Tu marido escribe. Pero es un mal poeta. Peor, es un poeta vulgar.

Vannozza se pega a Rodrigo y se deja caer de espaldas contra su pecho al tiempo que le coge los brazos y los cruza sobre sí misma.

Ahora son los dos los que observan al escribiente.

– Es un buen hombre y te es leal.

– Si no lo fuera, no te lo habría dado por marido.

– ¿Si no fuera un buen hombre o si no te fuera leal?

– Si no me fuera leal aun a costa de dejar de ser un buen hombre.

Rodrigo suspira, deshace el abrazo, la situación. Empieza a seleccionar sus ropas y paulatinamente su aspecto va adquiriendo la apariencia de un eclesiástico, una apariencia todavía no ultimada, pero ya se siente capaz de decir:

– Hemos de dejar de vernos durante algún tiempo.

– ¿Por qué?

– Empieza el cónclave para elegir un nuevo papa.

El hombre ahora sí completa su vestuario. La casulla cárdena le convierte en príncipe de la Iglesia.

– Todo cardenal quiere ser papa. ¿Por qué no yo?

– ¿Estás loco?

– ¿No puedo conseguirlo? Durante más de veinte años he sido el urdidor de la política pontificia, soy el canciller apostólico. No ha habido paso dado por los papas desde los tiempos de mi tío Alfonso, Calixto Iii, que yo no conozca, que yo no haya propiciado. He dejado que otros lo fueran con menos conocimiento de asuntos de la Iglesia que yo. Yo coroné con estas manos al papa que acaba de morir. ¿Por qué no puedo serlo yo ahora?

– Has tenido siete hijos naturales conocidos y se te atribuyen otros tantos por ahí desperdigados.

– No soy el único cardenal que tiene hijos, Riario los tuvo y fue papa. Della Rovere los tiene y quiere ser papa. Sixto Iv convirtió la boda de uno de sus hijos en un acontecimiento social.

– No eres italiano. Todas las familias italianas quieren ver como papa a uno de su dinastía: Colonna, Della Rovere, Medicis, Orsini, Este, Sforza. Recuerda la campaña que desencadenaron cuando llegasteis los catalanes a Roma, recuerda la suerte de tu hermano Pere Lluís.

– Recuerdo y porque recuerdo quiero ser papa. Toda la historia de los Borja conduce a que yo sea papa y a que el día de mañana lo sea nuestro hijo César.

– ¿César, papa?

Rodrigo pasa por alto la perplejidad de la mujer, sustituida por el rostro de la incredulidad, y la invita a salir del dormitorio con un amplio gesto amable pero autoritario. Él mismo abre la puerta y tira de Vannozza cogiéndola por una mano hasta llevarla a una sala de estar donde sorprenden la espera de César, Lucrecia, Joan y Jofre. Si Lucrecia corre para abrazar a su padre y recibir de él besos en las mejillas y en los labios, Joan inclina la cabeza y junta los talones entre la ironía y el respeto. Jofre, casi un niño, sale del tedio para entrar en la resignación. César no ha movido ni un músculo y espera acontecimientos, de perfil, sentado sobre el alféizar de la ventana que anuncia la noche romana. Viste de negro y agrede el espacio con su nariz de ave rapaz. Se une al grupo Carlo Canale, el marido de Vannozza, que se suma con la naturalidad de un hombre invisible, a juzgar por el poco caso que le hacen los allí reunidos, con la excepción de Vannozza, que se separa de Rodrigo para ponerse a su lado y escuchar juntos lo que va a anunciar el cardenal.

– Hijos míos, os he mandado llamar porque he de comunicaros algo que Joan ya sabe y tú, César, quizá sospeches. El papa ha muerto y empieza el cónclave. Os aviso de que quiero ser papa y haré cuanto esté en mis manos para conseguirlo.

Es César quien le tira un objeto que Rodrigo se ve obligado a cazar al vuelo. Es un puñal enfundado, y desde el silencio, el cardenal pide explicaciones.

– Ya tienes en tus manos algo para conseguirlo.

No es aprobación lo que se lee en el rostro de Rodrigo, ni en el de Joan, y sí alborozo en el de Jofre, mientras Lucrecia sigue refugiada en el pecho de su padre.

– Tú deberías ser quien más cuidado pusieras en lo que haces y dices. Hemos hablado muchas veces de vuestro destino y pasa porque yo consiga ser papa ahora y tú lo consigas a tu vez algún día.

César aguanta la mirada de su padre y contempla a sus hermanos como estudiándolos. Es amor lo que siente por Lucrecia, desprecio por Joan, indiferencia hacia Jofre.

También Rodrigo pasa revista a sus hijos como si los inventariara.

– La familia nos hará invencibles. Los Borja contra el resto de familias que se reparten el poder y no quieren intrusos. Mi tío llegó solo a Roma sin otra protección que san Vicente Ferrer y se rodeó de valencianos y catalanes para defenderse de estos conspiradores. Él no tenía lo que yo tengo. Riqueza. Experiencia en la curia. Una familia. Pero empecé casi de la nada. Mi madre era una señora viuda de Xátiva que gracias a su hermano obispo de Valencia…

tenía dos hijos, mi pobre hermano Pere Lluís y yo…

Los hijos escuchan la historia de su dinastía con dedicación pero desde una cierta hartura. Aunque Rodrigo se detenga ante Joan y le coja por un brazo, como convirtiéndole en el principal destinatario de su nostalgia, es Joan precisamente quien atiende con menos ganas. César se ha enroscado en sí mismo y escucha el discurso de su padre mientras contempla una lejanía que sólo él ve. Rodrigo acaricia ahora los rizos rubios de Lucrecia, le pasa las manos por las mejillas, los hombros, detiene las manos sobre los pechos, pero luego las baja hasta el talle de avispa, del que se apodera como si quisiera beber de aquel cuerpo.

– Tú, Lucrecia, aportas tu belleza, y todos los señores de la Tierra querrán poseerla y serán poseídos por los Borja. Tú, Joan, heredarás de tu malogrado hermanastro Pere Lluís el ducado de Gandía y serás rico y poderoso en España y el brazo armado del papado si yo salgo elegido. Tú, César, has de ser cardenal y papa, y tú, Jofre, has de crecer, muchacho, para ser útil a la familia.

Durante el cónclave hemos de vernos lo menos posible. Todo el mundo sabe que tengo una familia, pero conviene que no lo recuerden demasiado mientras gano voluntades para ser elegido. Burcardo, el jefe de protocolo, me ha aconsejado que no os dejéis ver.

– Burcardo es un pájaro de mal agüero.

Joan replica a su hermano sin salir de la displicencia:

– César, tú detestas a Burcardo porque está horrorizado por tu forma de vestir.

– Y por nuestra forma de vivir.

Burcardo nos odia. Más incluso que Giuliano della Rovere.

– Burcardo me es fiel, y lo sabe todo sobre cómo debo comportarme para ser papa.

Y desde la distancia devuelve el puñal hacia su hijo que, a su vez, se ve obligado a cazarlo en el aire.

– ¿Vas a luchar desarmado?

Rodrigo se ha metido una mano en un bolsillo interior de la casulla y la saca llena de monedas de oro que va precipitando una a una sobre un cáliz ornamental.

– Éstas serán mis armas.

Pero se arrepiente de su gesto, se santigua y se acerca a un reclinatorio para arrodillarse, entre la curiosidad de los presentes y sin otra piedad acompañante que la de Vannozza y su marido, persignados e igualmente arrodillados.

De rodillas y con los brazos en cruz se recoge Rodrigo ante su sitial, mientras cada cardenal adopta el continente que le dicta la edad o el tedio. Si recogido está Borja, Giuliano della Rovere mueve las faldas y las palabras, arqueos de ceja, roces con los curiales sin perder de vista de reojo la extraña pasividad enfervorizada de Rodrigo.

– ¿Va a salir Ascanio Sforza?

Es tan viejo el cardenal Maffeo Gherardo que su voz es como un soplo que sus manos a manera de altavoces empujan hacia una oreja de Della Rovere.

– Entró papa en el cónclave.

– Entonces no saldrá papa.

– Cualquiera menos el ponzoñoso Borja, Gherardo. Desde que estos ganapanes catalanes llegaron a Roma han estado trabajando para la llegada del Anticristo. En Florencia clama contra el papado el profeta Savonarola, y los católicos alemanes están en pie de guerra. Se sublevarían los sectores más sanos de la Iglesia si esta infame turba catalana ocupa la silla de Pedro.

Se solicita silencio porque el obispo Bernardino López de Carvajal va a hablar con su reputado y estudiado continente del hombre bueno pacificador de los espíritus. Della Rovere cambia de cardenal, de grupo, y los mensajes retóricamente bien intencionados de López de Carvajal llegan fragmentados por sus cuchicheos.

– … hay que elegir el candidato más apto para luchar contra los vicios de la Iglesia… la Iglesia debe ser reformada… no trafiquéis con los bienes sagrados… no caigáis en el pecado de simonía.

Es el momento elegido por Rodrigo para desarrodillarse y acercarse al joven cardenal de Medicis.

– Hay que terminar cuanto antes. La ciudad está en plenos disturbios. Esta noche se han contado doscientos asesinatos.

– Cuando subíamos las escaleras de San Pedro se han visto tres soles casi iguales.

– Señal de Dios. El tres es el orden espiritual de Dios en el cosmos: el cielo, la Tierra, el hombre. Dios quiere una elección rápida.

– Ascanio Sforza tiene siete votos.

Parece satisfecho Sforza, con sus ojos fruncidos estudiando las idas y venidas de Borja y Della Rovere. La ruta de Della Rovere es opuesta a la que sigue Borja, conversando, cuchicheando, convenciendo, pero finalmente se encuentran y bajan los ojos, las sonrisas, las voces, cuando Della Rovere pregunta:

– ¿Cuánto estás dispuesto a gastarte?

– Lo que haga falta: ducados, obispados, abadías, beneficios eclesiásticos, casas de campo, fincas, castillos.

– Tu tío ya os dejó bien servidos.

– Donde estuvieres haz lo que vieres. Incluso tengo dinero para comprarte a ti.

– ¡Sí que tienes dinero!

Se separan los cardenales, cejijunto el asténico Della Rovere, pícnico, plácido y abrazador Borja, que va desgajando las cuentas del rosario que cuelga de una de sus manos, y a cuenta por promesa, la más adecuada para cada oreja.

Con peine de oro y nácar, Adriana del Milá acaricia más que peina los cabellos de Lucrecia y sonríe ante sus demandas. Quiero que me peines como a tu nuera, Giulia Farnesio. Es la chica más guapa de Roma. Joan Borja, vestido de turco, da ante el espejo algunos toques con sus dedos a los cabellos que le asoman bajo el turbante, y al mismo espejo se inclina el príncipe Djem componiendo muecas. Se vuelve Joan y le golpea

con los dedos levemente en el triple estómago situado sobre una doble barriga, pero el príncipe compone el gesto de un luchador y los dos hombres se traban los cuerpos con los brazos y caen al suelo entre jadeos y risas sofocadas. El más congestionado es Djem, que pide tregua, recupera estatura y respiración en la ventana, como si no hubiera suficiente aire en Roma para su asfixia. Hasta allí le llega la voz de Joan.

– Estás demasiado gordo, Djem.

– Los rehenes comemos demasiado. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

– Si mi padre es papa, todo cambiará. Ya no tiene sentido que te conserven para molestar a tu hermano, el sultán Bayaceto.

– ¿Si no tiene sentido conservarme como rehén, qué sentido tiene conservarme? ¿Me mataréis?

– No digas tonterías, Djem.

Tu hermano paga para que te tengamos en Roma. Eres un buen negocio.

Irrumpe Lucrecia en la conversación y Adriana del Milá interrumpe el peinado.

– Eres el preso más divertido que hemos tenido.

– Gracias, Lucrecia. No soy exactamente un preso. Soy una razón de Estado. Mis compatriotas los turcos ya están a las puertas de Belgrado.

Una estúpida razón de Estado, piensa Djem, y su discurso mudo increpa a los que contempla. Se pretende que mi hermano se asuste porque vosotros podéis convertirme en su antagonista, en el aspirante al trono de los turcos, imbéciles.

Mi hermano cada vez se asusta menos. Yo no asusto a mi hermano, pero a vosotros los cristianos os encanta creer que yo asusto a mi hermano. Constantinopla es nuestra. Hemos llegado hasta Belgrado. Tenéis el Islam a las puertas, pero me parece de perlas que vosotros creáis que yo asusto a mi hermano, porque el día que dejéis de creerlo… Se rebana Djem el cuello con un dedo. A Joan de Gandía le produce desgana la situación y prefiere pasar un brazo sobre los hombros del turco, ahora asomado a la ventana.

– ¿Qué nos importa que los turcos lleguen a Belgrado? ¿Alguien ha estado en Belgrado? ¿Existe Belgrado? Nos hemos vestido de turcos para vivir turcamente esta noche.

– Mira, César se marcha.

Joan y Djem contemplan el paso de César a caballo por el patio en dirección a la puerta.

– Y va sin Michelotto Corella. Milagroso. ¿De qué va vestido?

– De César Borja. Mi hermano siempre va vestido contra los demás. Nunca se disfraza como tú o como yo. Mi padre se empeña en hacerle cardenal y él odia esa decisión. Es un hombre de armas.

– Tu padre es un cazador y puede ser papa.

– Dios, qué mal sueño. Cuántas obligaciones caerán sobre mí: me sobran las que tengo y sólo me falta que mi padre me aprisione más en la tela de araña de su ambición política. Me ha propuesto un matrimonio con una mujer horrible, María Enríquez, prima del rey de España. Heredo a la novia de mi malogradísimo hermanastro Pere Lluís. Tendré que viajar a España y gobernar sobre mis súbditos en Gandía, un lugar lleno de naranjos y de moriscos.

Ha entrado Burcardo en la estancia y pide explicaciones sobre la marcha de César. Encuentra indiferencia en todos menos en Lucrecia, a la que Burcardo se dirige sin mirarla a los ojos.

– Yo he visto cómo se marchaba su hermano, señora. Una cosa es que no se deje ver mientras dura el cónclave y otra que se marche de Roma. Suena a desafección.

– Burcardo, siempre pendiente de las apariencias. ¿Por qué no me miras nunca cuando me hablas? ¿Lo ordena el protocolo?

– El hombre sólo debe mirar lo que puede ver.

Adriana del Milá contempla al jefe de protocolo con curiosidad.

– Curioso acertijo. ¿Qué quiere decir? ¿Que no puede ver a Lucrecia? ¿Acaso es ciego, señor Burcardo, o le perturba la belleza de Lucrecia? Me han dicho que usted considera a las mujeres causa de la perdición de los hombres.

– Es un hecho objetivo desde el Paraíso Terrenal, pero reconozco que ha pasado mucho tiempo desde entonces.

Adriana del Milá ríe y ofrece a Burcardo como ejemplo de error humano insuficientemente encarnado.

– Supongo que le repugnará la lectura de "La ciudad de las damas" o de "El libro de las tres virtudes", de la veneciana Cristina de Pizan, en defensa de la entidad propia de las mujeres. O que el señor Burcardo permanecerá sordo a las argumentaciones de ilustres mujeres humanistas como Nogarola o Scala en defensa de la inocencia de Eva en el turbio asunto de la tentación de la manzana en el Paraíso Terrenal.

– Es lógico que las hijas de Eva defiendan a Eva. No desconozco esa literatura, como no desconozco que un escritor tan excelente como licencioso, Boccaccio, ha elogiado a las mujeres en "De claris mulieribus" por encima de las posibilidades de la sustancia femenina y sin tener en cuenta sus accidentes, tan tornadizos. En cualquier caso es otra mi preocupación. He visto cómo César marchaba y no es bueno que así haga. Sería preciso que alguien le convenciera de que volviera.

Es indiferencia lo que se desprende de la inmovilidad de los allí reunidos, y Burcardo saluda antes de abandonar la sala y avanzar mediante aladas, veloces pisadas hacia la escalera que conduce a los zaguanes inferiores. Corre tras él Djem forzando el peso y el paso hasta que entre dos resoplidos se le entiende:

– Burcardo, no corra.

Llega el príncipe a la altura del perseguido, que le espera en actitud servil.

– Cómo se nota que no tiene vicios. No corre. Vuela. Varias veces he creído advertir en usted una actitud de sano distanciamiento hacia la conducta de los Borja.

– Es lo más lógico. Mi obligación consiste en orientar conductas, no en imponerlas.

– Pero es evidente que le molesta la familiaridad entre los Borja, el padre y la hija, el hermano y la hermana. Se pasan el día tocándose, lo ha observado, supongo. Debe de ser una antigua costumbre valenciana. Tampoco debe de gustarle el amorío de Rodrigo con la joven Giulia Farnesio, nada menos que con el celestinaje de Adriana del Milá, su suegra y la ceguera del marido, Orsino Orsini, que no es ciego pero sí tuerto.

A un buen cristiano como a usted estas cosas deben escandalizarle.

Es mudez lo que responde.

– Señor Burcardo. La elevación al solio pontificio de Rodrigo podría provocar una revuelta.

Y más mudez la que invita a hablar.

– Los rehenes lo pasamos muy mal en tiempos de mudanza. Circulan las más atroces noticias sobre la conducta de los Borja y hay extraños signos en el cielo. Hay quien ha visto los siete ángeles como anuncio de las siete plagas.

Creo que para ustedes los cristianos ese signo es muy importante…

Los finos labios de Burcardo se mueven para recitar:

– "… siete ángeles que tenían las siete plagas postreras… y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas y habló conmigo, diciéndome: ven acá y te mostraré la condenación de la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas. Con la cual han fornicado los reyes de la tierra y los que moran en la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación…"

Burcardo parece en trance y en su gesticular coge por un brazo al turco y acerca los labios a la cara de su oyente.

– Y en el Apocalipsis se añade: "… Y me llevó el espíritu al desierto y vi a una mujer sentada sobre una bestia bermeja llena de nombres de blasfemia y que tenía siete cabezas y siete cuerpos…" Ha quedado en silencio el recitador, pero invoca con el gesto a que Djem deduzca.

– Siete cabezas y siete cuerpos. Los siete hijos de Rodrigo.

Rodrigo merodea entre cardenales cansados y el camarlengo, avizor de la evolución de las intenciones, legajos y libros han desordenado el espacio, también en los rostros aparece el desajuste del cansancio y los cuerpos se abandonan a los sitiales como en busca de la imposible horizontalidad del sueño. De pronto Borja atraviesa el salón en dirección a Ascanio Sforza y le espeta:

– Nunca serás papa. Todos te señalan como representante de potencias extranjeras, y a Giuliano della Rovere también, pero de las contrarias. Soy el único candidato neutral. El Vaticano necesita ser independiente, como un poder espiritual al margen de la lucha por la hegemonía y capaz de enfrentarse al Gran Turco y al Islam. Con siete votos entraste y con siete saldrás. Únete a mí, Ascanio, serás mi canciller, tendrás el castillo de Nepi, el obispado de Erlau.

– ¿Cuánto rinde?

– Diez mil.

– Quiero un monasterio en Cataluña.

– Ripoll, en las raíces mismas de la historia de Cataluña.

– Y parte de tus pensiones.

– Hacia tu palacio avanzan tres cargamentos de plata.

– Cuatro.

– Cuatro. ¿Cuántos votos puedes decantarme?

Baja los ojos Sforza ofreciendo confianzas y Borja se va a por Orsini, al que se limita a decirle:

– Las ciudades de Monticelli y Soriano, el obispado de Cartagena, treinta mil.

Y junto a la oreja del cardenal Colonna susurra:

– La abadía de Subiaco.

Y al cardenal Pallavicini:

– El obispado de Pamplona.

– ¿Y una pensión?

– Y una pensión.

Della Rovere contempla a distancia la expedición persuasiva de Borja, que ahora ultima el pacto con el cardenal más joven, Giovanni Medicis. Unos labios Colonna musitan a la oreja de Giuliano della Rovere:

– Ya sólo depende del voto de Gherardo.

Y allí está el viejo nonagenario, autista, dormitando, sin darse cuenta de que Rodrigo Borja se le acerca con el abrazo ya puesto.

– Ese "marrano" hijo de puta "marrana" va a salirse con la suya.

Si no lo puedo impedir aquí lo impediré fuera.

Colonna insiste:

– Más te valdrá. Rodrigo va a ganar, pero la calle es nuestra si tú quieres. Me han dicho que la familia de Rodrigo está dividida, atemorizada, y hasta César ha abandonado Roma.

– Más tranquilo me quedaría si se hubiera ido Joan. No me gusta que César se haya marchado. Es imposible creerlo. Tiene alma de luchador. Mira. Mira cómo esa bestia ponzoñosa se cierne sobre el senil y baboso Gherardo. Hay que impedirlo.

Hacia allí va Della Rovere tratando de evitar la derrota, pero se le adelanta Rodrigo, y cuando llega Giuliano, advierte que el viejo se ha despertado y tiene los ojos como rombos ante los susurros que salen de los labios de Borja.

– … seis mil.

Cierra los puños Giuliano y los ojos y, cuando los abre, el horizonte del salón lo ocupa el rostro satisfecho de Rodrigo, que recibe felicitaciones y besamanos, mientras hay correrías de los encargados del protocolo y López de Carvajal anuncia:

– "Habemus papam." Inclina la cabeza Della Rovere y va a por Ascanio Sforza mientras estalla un júbilo general en la sala en torno al nuevo papa.

Colérico, Giuliano increpa:

– ¿Qué has hecho, Ascanio, insensato? Has vendido tu derecho a la primogenitura por un plato de lentejas.

– No te pongas bíblico, Giuliano. Era más fuerte que los demás y más rico.

Pretende irse Ascanio a felicitar al vencedor, pero le retiene por un brazo Della Rovere.

– Cuando te haga rico ya no le necesitarás. Empieza a pensar en ello.

Sforza le sonríe enigmáticamente y va hacia Borja, pero es el nuevo papa quien se les acerca, prescinde de Ascanio, como si ya estuviera comprado y no debiera tenerle en cuenta y provoca el besamanos y luego el abrazo de Della Rovere. Y cuando el abrazo se consuma, se cruzan susurros de boca a oreja. Dice Giuliano:

– Quiero que sepas que he votado por ti.

Rodrigo Borja contesta en voz queda:

– Lo esperaba, y para ti he reservado la fortaleza de Ostia, la legación de Aviñón y un canonicato en Florencia.

– Gracias, santidad.

Suenan las campanas y a contrarritmo de su lentitud majestuosa los pies de Della Rovere recorren los espacios que le separan de grupos y personas que aguardan sus voces conjurantes.

– Ha llegado la hora. Roma no puede consentir que se consume la hegemonía de esos bastardos que en

mala hora llegaron hace casi cincuenta años.

Es el mismo Della Rovere el que sigue hablando a otros rostros atentos:

– En cincuenta años han acumulado riquezas a costa de las de nuestras familias y se han valido de sicarios valencianos y catalanes que se han llenado las manos de sangre y los bolsillos de oro.

Y es horror morboso el que provoca cuando dice:

– Rodrigo se acuesta con su hija Lucrecia, bajo la protección de esa alcahueta catalana, Adriana del Milá, casada con un Orsini cornudo y contento. También se acuesta con Giulia Farnesio, casada con el tuerto y cornudo Orsini, bajo la protección de su suegra. Y la amante de Rodrigo, la madre de sus hijos, la gran ramera, Vannozza, mete en su cama a sus hijos, unas noches Joan y otras César, un hijo de papa que fornica cuarenta veces, cuarenta al día, y no le importa hacerlo con hombre o mujer.

– Pero ¿tú lo has visto, Giuliano?

– No se recatan. Han perdido el temor de Dios y no les importa el temor a los hombres. Lucrecia es la amante de su hermano Joan.

César tiene el mal francés, César es un sifilítico.

– Pero si es un muchacho.

Y en sus andares llegó Della Rovere a la presencia de Burcardo, sorprendido en plena calle, en un afanado buscar que no quiere desvelar.

– Se ha confirmado la gran estafa. Rodrigo será proclamado papa.

– La Providencia.

– Burcardo, no me vengas ahora con la Providencia. Soy cardenal.

Concédeme el derecho a saber cuándo interviene y cuándo no interviene la Providencia. ¿Sabes cuánto dinero se ha gastado Borja en ser papa?

– La Providencia le había enriquecido.

– Burcardo, me consta que tú eres un católico, apostólico y romano de firmes convicciones. Sé que eres seguidor del teólogo Institoris, el gran inquisidor de Maguncia, Colonia, Tréveris, Salzburgo, Bremen. Tú conoces el "Malleus maleficarum" lo suficiente para haber comprendido que en la corte de los Borja hay diversas formas de brujería. Vannozza, Lucrecia, Adriana del Milá son brujas y sus maleficios caerán como una maldición sobre la obra de Dios. ¡Si tú quisieras hablar!

Me consta que te escandaliza la vida que lleva esa familia. Se dice que Rodrigo y su hija copulan, y que también copulan Vannozza y César.

– Tal vez sean demasiadas copulaciones.

– Hay que impedir esa coronación. Si tú hablaras. Si tú contaras lo que sabes…

Pero Burcardo tiene prisa y deja en el aire la promesa.

– Un día se abrirá el libro donde todo está escrito, y lo que fue mezquino aparecerá como mezquino y lo que fue grande como grande.

Le persigue la voz progresivamente alejada de Giuliano della Rovere:

– ¿Ese libro lo escribirás tú?

Tienen dirección los pasos de un progresivamente asustado Burcardo, que cree ver siluetas amenazantes por doquier y mira a los cielos de Roma en busca de señales reveladoras. Burcardo sigue su ruta y se introduce entre unas ruinas, y allí entre las columnas caídas y las malezas desafiantes se entrena gente de armas en luchas corporales. Elige Burcardo a uno de ellos, barbado y fornido, que acepta el aparte y escucha el mensaje.

– César se ha marchado, Corella, y sería de mal ver que alguien interpretara esta ausencia como un desacato a su padre, el nuevo papa.

– ¿Papa?

Corella se vuelve hacia los luchadores.

– Rodrigo ya es papa. Hugo.

Juanito. Ya tenemos papa.

Jalean el nombramiento de Rodrigo los luchadores y rodean a Burcardo, el mensajero, para levantarlo en hombros contra su voluntad y su sentido del equilibrio.

Corella selecciona a uno de los combatientes.

– Mientras entretienen a ese pájaro de mal agüero, Juanito, busquemos a Llorca y nos vamos a por César. Imagino dónde puede estar.

– Mirad este dibujo e imaginaos el cuadro del que procede. Os quiero imitando esta consagración de la primavera.

Las manos de César conducen a tres muchachas desnudas a la composición de "Las tres gracias" de Botticelli, no siempre con amabilidad porque los dedos se engarfian en las carnes jóvenes cuando son torpes y a manotazos fuerza los

cuellos en búsqueda del gesto que reproduce un dibujo al carbón sobre un caballete. Se retira el artista para comprobar si la realidad imita cumplidamente al arte y no es de su gusto lo que ve porque deshace la composición a empujones y fuerza a las muchachas a caer sobre la cama.

Allí se sienten liberadas y ya en un terreno conocido desde el que tratan de atraer al adusto hombre oscuro que se ha sentado en el borde del lecho y las observa críticamente.

– Enseñadme el culo.

Y se ponen los tres culos hacia el techo entre risitas y campanilleos de ricitos de falsas damas florentinas. Es cuando César pasa revista a las nalgas.

– Sólo tú tienes un culo lunar.

El tuyo es tan tópico que parece una manzana.

– Siempre me han dicho que tengo el culo bonito.

– ¿Queréis participar en una gran concentración de culos? Yo

puedo distinguir hasta treinta variantes de culos.

– ¿No prefiere usted ver la cara de las personas?

– Los culos son menos comprometidos. Las caras tienen muchos más elementos para el fracaso. A un culo le basta con emitir tres o cuatro buenas señales.

– ¿Pero usted nos ha elegido por nuestra cara o por nuestro culo?

– Si no me gustaran vuestros culos no estaríais aquí conmigo.

– ¿Usted no se desnuda?

No contesta César ni se desnuda, pero se arroja sobre los tres cuerpos y manosea las carnes que se ponen a su alcance, mientras la muchacha del culo lunar trata de desnudarlo. Se resiste él con energía, casi con violencia, y las tres mujeres se rinden a sus deseos, que no son otros que mantenerles la cara contra el colchón y los culos hacia los cielos, mientras los acaricia como a un diapa són. En éstas se abre la puerta parsimoniosamente, con tiempo para que César recupere la tensión y la vigilancia sobre el arma que lleva al cinto. En el dintel, Corella, Llorca y Juanito Grasica miran alternativamente los culos de las mujeres de rostros escondidos y la actitud de César, que ha abandonado la sorpresa y les opone una fría indignación.

– ¿Os he mandado venir?

– César, pasan cosas en Roma.

– Siempre pasan cosas en Roma.

– Tu padre es el nuevo papa.

Se ríe una de las muchachas y le lanza César un manotazo al culo al tiempo que también él ríe. La posibilidad de que el extraño hombre oscuro sea hijo del papa va sumando hilaridades incontenibles y contagiosas, hasta que César deja de reír y empuja a las mujeres para que abandonen el lecho y luego la estancia.

– No podemos salir en cueros.

La desnudez es pecado, santidad.

– No tenéis otra forma de salir. El hijo del papa os autoriza a salir en cueros.

Pero cuando ya han abandonado la estancia entre lamentos y risas histéricas, el mismo César va lanzándoles las prendas a través del rectángulo de la puerta abierta.

Como si se le acabara la conducta, César recupera la situación y contempla la dedicada espera de los tres hombres.

– Mi padre es el papa.

– Burcardo nos ha encargado que vengamos a buscarte. Tan malo es que te dejes ver junto a tu padre como que te vayas de Roma.

Della Rovere ya anda diciendo que estás enfrentado a Rodrigo, y va excitando las jaurías para que se opongan al nombramiento de tu padre.

– Es mi hermano Joan quien ha de defender a mi padre. Él es el hombre de armas. Yo seré un eclesiástico y sólo puedo rezar por él.

Ramiro de Llorca es incapaz para la sonrisa y es agresión cuanto dice.

– Tu hermano no tiene temple para afrontar esta situación. No tiene agallas.

– Mi padre sabrá defenderse solo.

Da por terminada César la audiencia y a pesar de los gestos de Ramiro, predispuesto a marcharse, Miquel no se resigna. Se enfrenta a él, le habla con las caras casi juntas y soporta los progresivos empujones que César le va dando para sacárselo de encima.

– Escucha bien. Yo iba para notario o para profesor de una de esas malditas universidades y desde que nos encontramos en la Universidad de Pisa me he convertido en tu escudero. Me debes todo lo que no he sido y no te debo nada de lo que soy. Te voy a hablar claro.

Sabes que tu padre no podrá seguir maniobrando como hasta ahora. Ya no se trata de ganar la batalla en los despachos o en los sótanos.

Ahora tu padre es un jefe de Estado casi sin ejército y tú sabes que tu hermano no va a dárselo. Tú nos lo has contado miles de veces.

Ha llegado el momento. ¿Crees que es hora de desertar?

– Yo no deserto. Me limito a empezar a presionar. Ha bastado que me marchara para que todo el mundo se pusiera nervioso. ¿Hubiera conseguido el mismo efecto Joan? Me habéis venido a buscar.

Doy más miedo lejos de Roma que en Roma.

Corella empieza a comprender y a sentirse ridículo.

– Entonces, ¿todo ha sido una comedia?

– Elévalo a la condición de farsa.

Corella señala a César y comenta a los otros dos compañeros:

– Es más listo que nosotros tres juntos. Una vez aprendí en un libro, cuando leía, que en estos tiempos de mudanza sólo vale la pena ser condotiero, cardenal, cortesano, filósofo, mago o mago filósofo o filósofo mago, comerciante, banquero, artista, mujer, ¡ah!, y príncipe. Pues bien, de César su padre quiere hacer un cardenal, incluso un papa, pero César en realidad es un condotiero, un cardenal, un filósofo mago que lee a Nicolás de Cusa, a Pico della Mirandola o a los herméticos seguidores de Marsilio Ficino y consulta los astros. Además es un príncipe. Tiene tanto dinero como un banquero y para ser el hombre total sólo le falta ser mujer.

Comprended que le venda mi alma.

No hay príncipe sin sicario, y yo soy y seré el principal sicario del príncipe. ¿Tú también, Ramiro?

Ramiro de Llorca abandona su talante huidizo para responderle:

– Tú serás un sicario humanista, por lo que veo y por lo que oigo. Palabras. Palabras. Palabras. ¿Y yo?

– Un sicario. Simplemente un sicario.

– "Sic debes assare porcum." Señalaba Joan Borja al animal tostado sobre la bandeja al tiempo que sobre él cernía el cuchillo para trocearlo y servirle una ración a Djem.

– No debías haberme dicho que era cerdo. Nosotros no podemos comer cerdo.

– Esta receta es del cocinero del papa Martín V, el restaurador de Roma como centro de la cristiandad, y supongo que aunque seas un infiel se te puede conceder una bula. Come cerdo.

– ¿Puede rechazar un plato de cerdo un infiel prisionero? ¿Qué es aquello que tan bien huele en aquella cazuela?

– Faisán con salsa de piñones y flor de almendro, aromatizado con canela. Y más allá tienes una menestra romana de hígados y pulmón de cabrito con leche de almendras y especias y perdices en escabeche con corteza de naranja. Es una noche excelente para cenar hasta reventar y no acercarse por casa.

Es tradición que el pueblo pueda saquear la casa del elegido papa, y no creo que los saqueadores nos tengan en gran estima.

– Te veo poco afectado por el nombramiento de tu padre.

– Si a él le place, a mí me place.

– ¿Vuestro Dios inspira el nombramiento de los papas?

– Eso dice la doctrina de la Iglesia.

– Tu padre, ¿cree en Dios?

Es desconcierto lo que nubla los ojos de Joan, aunque quiere ser indignación por lo que considera osadía.

– No te enfades. Es una pregunta basada en la observación de su conducta. Es un gran conocedor de las leyes de la Iglesia y de los poderes políticos, conoce como nadie las flaquezas de los nobles y cómo contentar o asustar a los de abajo. Pero pocas veces le he oído hablar de cosas de religión y se muestra tolerante con los judíos y curioso con el mahometismo.

– Mi padre es católico, apostólico y romano, especialmente devoto de la Virgen María, y sabe que las otras dos religiones monoteístas, la tuya y la de los marranos, son falsas. La de los marranos es falsa desde el momento mismo de la Crucifixión de Cristo y la vuestra es una religión fatalista que no cree en la libertad del hombre, aceptáis la esclavitud siempre que el esclavo no sea mahometano, vuestras sanciones eternas son pueriles y os lanzáis a guerras santas para destruir la cristiandad.

– Todas las religiones tienen sus guerras santas. Estoy demasiado gordo para pensar, Joan, pero hay muchas formas de esclavitud y vosotros los cristianos tratáis como esclavos a vuestros prisioneros, a vuestros miserables, sean de vuestra religión o no lo sean. En cuanto a lo que tú llamas nuestras sanciones eternas y dices que son pueriles, a mí no me lo parece. El Corán dice, que cuando morimos, permanecemos "en la embriaguez de la muerte" hasta el día de la resurrección y el Juicio Final. ¿Se puede pedir más que una embriaguez perpetua? ¿Dónde esperáis vosotros el Juicio Final? En lugares horribles como el Purgatorio o el Infierno o en un sitio estúpido como el Limbo. De lo que estoy seguro es de que tu padre nunca irá al Limbo. Pero ¿qué te ha llevado a esta fiesta en la que tú estás disfrazado de turco y yo no? Yo soy turco, Joan.

– A todos los Borja nos gusta disfrazarnos y César va perpetuamente disfrazado. Creo que en España no me dejarán disfrazarme de infiel. Están expulsando a los judíos y acogotan a los mahometanos vencidos. Mi futura mujer es una joven vieja, prima de los reyes de España e hija del Gran Almirante de Castilla. Nos casaremos en Barcelona y los reyes de España serán nuestros padrinos. Me han dicho que María Enríquez duerme con armadura para que no la violen ni en sueños. "Bebamus atque amemus, mea Lesbia." Dio palmadas Joan Borja y los criados corrieron las cortinas para que se deslizaran como siluetas primero bidimensionales las bailarinas vestidas según las convenciones orientales.

– ¿Son turcas? -preguntó Djem.

– No. Creo que son de la Puglia, y cuando no llueve en el sur las muchachas suben a Roma o más al norte para ganarse la comida.

¿Recuerdas estas danzas?

Y bajo el imperativo gesto del anfitrión y el arrastrado sonido de los músicos, las muchachas empezaron a contonearse y a mirar unas veces al este y otras al oeste, sin otra obsesión que convertir su ombligo en el centro de sus contorsiones. Era ataque de risa lo que se había apoderado del príncipe Djem, lo que no le impedía comer a dos carrillos con las manos llenas de las más diversas carnes desgajadas por los dedos ansiosos. No comía Joan, sino que, provisto de una jarra de cobre llena de vino, bebía y se cimbreaba junto a las bailarinas y trataba de imitar sus gestos para hilaridad creciente de Djem. Tanto bebía Joan como comía Djem, y se levantó el turco real para buscar la baranda que daba al jardín y más allá a Roma con el lucerío desperdigado bajo la noche. Vomitó Djem tratando de que lo que salía de su boca no manchara la baranda y fuera a parar al jardín presentido entre las sombras. A su espalda las bailarinas y Joan componían sombras chinescas y la amargura del vómito le provocaba más vómito. Repitió dos veces más las arcadas, se secó las lágrimas y se recreó en la contemplación de las sombras del baile.

Y hubo rencor cuando dijo:

– Alá es el más grande y su alfanje rebanará vuestras cabezas.

Hay que matar a los infieles allá donde se hallen.

Pero hay una sombra en el jardín y poco a poco se concreta en la figura de un muchacho sin otro vestuario que un taparrabos ceñido con una cinta de oro.

– ¿Qué haces ahí? ¿Me espiabas?

– Me ha dicho el señor Joan que viniera a hacerle compañía. Me ha dicho que a usted no le gustan las bailarinas, que prefiere los bailarines.

Ya es cariño lo que la mirada de Djem reparte por las apenumbradas formas del muchacho.

– ¿Eres un buen bailarín?

De rodillas cardenales y nobles, Orsini, Della Rovere, Colonna, Medicis, Sforza, Campofregoso, nombres que Rodrigo va mencionando a medida que le besan la mano, como si hiciera el inventario de los vencidos. Los gestos de Rodrigo se han vuelto más solemnes y da la espalda a los que le homenajean para subir tres escalones y quedar a un nivel superior.

Desde su nueva estatura les ordena que se levanten y se santigua, provocando la mimesis del gesto y un murmullo que se corta cuando habla el papa.

– Os agradezco que hayáis venido a mi casa para ratificar vuestra adhesión. Burcardo prepara el protocolo adecuado para la ceremonia de la coronación y Dios está con mi alegría y con la vuestra para mayor esplendor de la Iglesia. No es el momento de deciros cuán ambicioso será mi pontificado, pero sí quiero hacerme eco de lo que ya es profecía: de la fuerza del Vaticano depende el futuro de la cristiandad, y pasaron aquellos tiempos de debilidad en los que había que pactar con los poderes temporales.

El papado es un poder espiritual y ha de ser un poder temporal respetado. Desde esta fuerza cumpliré el deseo de mi tío, Calixto Iii, e impulsaré una Santa Cruzada contra el Turco, también la cristianización de los nuevos mundos conocidos o por conocer. La con quista de Granada por parte de los reyes de Castilla y Aragón significa la derrota del infiel en España ocho siglos después de la invasión. Es un motivo de gozo y una premonición. Id a prepararos para mi investidura. Os comunico que me haré llamar Alejandro Vi por el orden sucesorio que me impone la existencia de cinco papas que Alejandro se llamaron.

Salieron mansamente los que habían expresado su inquebrantable adhesión, mientras Burcardo examinaba con mil ojos cuanto los rodeaba, según su costumbre, y cuando quedaron a solas el papa y el maestro de ceremonias, Rodrigo le preguntó:

– ¿Qué se dice, Burcardo?

– Que ha habido simonía.

– ¿Simonía? Me he limitado a repartir mi dinero entre los pobres. Los cardenales suelen ser los más pobres hijos de familias ricas, pero pobres al fin y al cabo.

– Respetuosamente, mi consejo sería que repensara el nombre de Alejandro, habida cuenta de la escasa relevancia de los papas que así se llamaron.

– Alejandro Ii plantó cara a un emperador, Alejandro Iii se opuso a otro emperador y nada menos que a Federico Barbarroja. ¿No estamos en un momento en que hay que plantar cara a los soberanos de España y Francia?

– Nadie se acuerda de esos papas, y existe el referente peligroso de la grandeza de Alejandro el Magno.

– ¿Qué mal tiene ese referente?

Se cuenta que los Borja somos descendientes indirectos de los amores de Julio César con una tarraconense, y después de Alejandro ha sido Julio César el más grande caudillo de la Historia.

Se le puso el peor ceño a Burcardo al ver cómo Adriana del Milá entraba en la estancia y se retiró sin darle otra acogida que un arqueo de cejas.

– Este Burcardo no soporta el olor de las mujeres. No quiero entretenerte, pero no podía dejar de venir a abrazarte. Rodrigo, ¡por fin!

Se abrazan y hay ternura en los ojos de Rodrigo hasta que llora.

– Es un triunfo de nuestra familia, Adrianeta. Si mi madre viviera este momento, cuán temerosa estaba de nuestro futuro cuando nos dejó ir a Roma bajo la protección del "oncle"

Alfons. También a tu padre, mi primo. Tú eres una Borja, Adriana, más incluso que muchos Borja de la rama directa. Tú eres sobrina nieta del "oncle" Alfons, de su santidad Calixto Iii. Conoces la lucha de los Milá codo con codo con los Borja.

– Asómate a la ventana, Rodrigo.

– No es prudente.

– Asómate y prolonga tu vista hasta aquel grupo de muchachas que camina a lo largo del Tíber.

No divaga demasiado la mirada Alejandro Vi y sus labios emiten un nombre que parece golosina.

– ¡Giulia!

Más que verla ha presentido su aura dorada jugueteando entre sus amigas.

– Quiere brindarte el homenaje de su presencia, aunque sea a lo lejos.

– Apenas la veo pero la presiento. Los cuerpos amados emiten una energía que nos llega al estómago. Quién fuera el aire que la rodea, más grácil ella que el aire mismo. ¿Cuántos años tiene tu nuera?

– Lo sabes mejor que nadie.

Todos sus años son tuyos.

– ¿Cuántos?

– Diecisiete.

Los ojos de Rodrigo acarician la silueta lejana y cuando vuelven a entrar en la estancia se estrellan con Burcardo, que ha hecho una entrada silenciosa, y le habla de perfil para no aceptar en su ámbito visual la presencia de Adriana.

– Creo conveniente que pruebe la silla gestatoria. No es fácil sentarse bien en esa silla, aunque usted tiene cuerpo suficiente para realzarla.

– Vente conmigo, Adriana, y dime qué te parece.

Toma el papa a Adriana de una mano y la hace descender casi sin pies los escalones que los separan del patio de carruajes. Allí espera la silla y sus portadores y allí está también César con Michelotto y sus guardaespaldas con toda la gravedad que la ocasión requiere en su rostro. Conturba a Rodrigo la presencia de su hijo, pero se sube a la silla, comprueba la posición más requerida forzando el trabajo de los portadores y pide opiniones.

– ¿Quién puede a quién, la silla o el papa? ¿Cómo me veis?

– Como un papa de Roma. Eso es todo -comenta Adriana entusiasmada, y complace su comentario a Rodrigo, pero queda pendiente de la opinión de César.

– ¿Nada tienes que decir?

César se acerca a la ventanilla y se inclina para que sus palabras se queden entre su padre y él.

– "No guanyarás aquest joc si jo no jugue amb tu"

– "De quin joc parles? Es un joc complir el mandat de la Divina Providéncia?"

Ordena Rodrigo que prosiga el ensayo e incluso saluda con una mano y desde una sonrisa protectora y blanda a la supuesta multitud que le aclama. "Ave Maria gratia plena dominus tecum…"

Maquiavelo se estremece y cierra la contraventana. Por un momento el cristal le devuelve su imagen y le retiene como una sorpresa.

– Viví unos años dorados cuando fui embajador de la República de Florencia y conocí a Catalina Sforza, una mujer de un poderío extraordinario que me puso en ridículo, aunque lo tenía fácil porque yo era un embajador novato. A la Sforza sólo la pudo dominar César Borja. No negocié con el rey de Francia, cuya fuerza era la de su Estado. Él no era casi nada.

César era otra cosa. Podías hablar con él de filósofos y de magia, de pintura y de poesía, de armamento y de traiciones. Él podía inventarse un Estado. Sobre los Borja, todo lo que no fue verdad fue calumnia. La calumnia.

Recuerdo un cuadro de Botticelli que se llama "La calumnia".

Ya es de noche en la casona de Maquiavelo y de sus pensamientos vuelve para advertir que Juanito dormita desguazado sobre el sillón.

Da dos palmadas en el aire para despertarle y el sobresalto del durmiente le pone en pie y ladea el sillón hasta volcarlo.

– Tengo mal dormir.

– La gente de armas tiene mal dormir y la de letras también. Yo duermo mal porque soy un hombre de letras y quisiera serlo de armas.

Decía que Botticelli pintó un cuadro titulado "La calumnia" en el que denunciaba los excesos de los jueces florentinos contra los calumniados. Pero si en Florencia se calumniaba bien, en Roma la calumnia rozaba la perfección. La calumnia mancha y es muy difícil quitarte de encima esa pintura.

Pero si eres fuerte puedes llevar el peso de todas las calumnias.

César era fuerte. Yo le reconocí como el más fuerte. No entiendo ese cansancio final. Ese rapto de locura en un hombre tan racionalizador.

– Él decía de usted que era el único sabio que no le había parecido tonto.

– ¿Eso decía? Todo sabio tiene algo de tonto. Voy a ver si resisten todavía los jugadores. Quédate ahí, pero no te me duermas. He de decirte algo importante.

Con cuatro andares llega Maquiavelo al salón del juego y allí sólo quedan los restos de la finocchiona y los quesos, los vasos entintados por el vino, varias botellas apuradas y las cartas desparramadas. Se aplica Maquiavelo sobre las cartas, las repasa, selecciona varias y al mismo tiempo se sienta. El abanico de naipes queda ante sus ojos.

– Éste era mi juego. ¿Cómo es posible que con este juego me hayan ganado? ¿Cómo se puede encauzar la suerte? ¿Por qué resquicio de la razón se cuela la suerte?

Recuerda lances y reparte cartas como si aún estuvieran presentes los jugadores. Rehace jugadas.

Escupe imprecaciones.

– Barbo Mulino tenías que llamarte. ¿De qué hacías tú en el molino? ¿De burro? Y usted, doctor, es más peligroso con sus tonterías que con sus recetas.

Repasa los dorsos de las cartas en busca de señales y en este trance le sorprende la criada.

– ¿Puedo poner un poco de orden en esta covacha?

– La próxima vez que juguemos quiero que estés en la otra habitación y por la rendija de la puerta veas el juego. Luego me dices si hacen trampas o si cuando yo dejo la estancia cambian de cartas.

– ¿Para qué van a tomarse tantos trabajos si no juegan dinero?

– Para ganar.

Deja a la muchacha en sus trajines y acude junto a los libros y legajos para seleccionar una carpeta que deposita sobre la mesa ya desocupada, la abre y husmea unos folios hasta enfrascarse, sentarse, corregir, escribir, sin noción del tiempo. Lee en voz alta lo que ha escrito:

– Si los hombres supieran cambiar su naturaleza de acuerdo con los tiempos y con las cosas, la suerte no cambiaría.

Luego sentencia:

– La suerte implica el fracaso de la vigilancia del espíritu.

Se abre la puerta y, ante su impaciente rechazo, allí está Juanito Grasica somnoliento y dubitativo.

– Le estuve esperando, pero al ver que no venía…

– Importantes asuntos me reclamaban. No pasa día sin que añada unas cuantas líneas a las notas que tomo sobre lo que acontece. Aquí mi día es completo. Por la mañana me levanto con el sol y me voy a un bosque que estoy talando. Algunos días cazo. La caza me apasiona, por el procedimiento que sea, con red, con liga. Llevo conmigo libros, Petrarca, Ovidio, me peleo con el Dante. ¡Cómo se puede ser tan idealista rodeado de tanta realidad! Luego repaso mi trabajo del día anterior, mis notas, mis observaciones. Como lo que producen mis tierras, que no es mucho, y por la tarde me mezclo con esta gentuza y juego, juego, y pierdo, pierdo, nos insultamos. En fin. Pero llega el momento en que entro en mi gabinete, me quito las ropas del día y me visto con un atuendo digno de cortes reales o pontificias y me traslado a la antigüedad para leer a los clásicos debidamente guarnecido. En ese momento no temo a nada.

Ni a la pobreza. Ni a la desgracia. Ni a la muerte. ¿Comprendes, Juanito?

– Me ha dicho que iba a comunicarme algo muy importante.

– ¿De qué hablábamos?

– ¿De qué íbamos a hablar? De César Borja, de su padre, Rodrigo, el papa Alejandro.

– Rodrigo. Alejandro Vi. No hizo otra cosa que tratar de engañar a los demás y siempre se salió con la suya. No ha habido hombre alguno que prometiera más y diera menos. Pero hizo de engañar un placer. Y eso vale la pena. ¿Comprendes, Juanito? Un jefe ha de ser zorro y león: un zorro para conocer las trampas y un león para amedrentar a los lobos. Un jefe no puede respetar la palabra dada si actúa en su contra. No sería un jefe. Sería un idiota. ¿Comprendes, Juanito? Además, Alejandro Vi tenía sentido dinástico, como un emperador, no como un papa.

Quería crear una dinastía.

– ¿Y eso por qué?

– Porque tenía sexo.

– Me ha dicho que iba a hacerme una revelación muy importante.

Medita Maquiavelo lo que va a decir, pero finalmente no se detiene.

– Alejandro Vi necesitaba a César, pero le temía. Y César empezó a morir el día en que murió su padre. Nunca reconocieron que se necesitaban. La muerte de Alejandro Vi no fue mala suerte. No es que Dios le hubiera abandonado.

Simplemente, César no supo resituarse en un mundo en el que ya no contaba con la ayuda del lugarteniente de Dios. Recuerda la ceremonia de la coronación. Más parecía la coronación de un caudillo que la de un papa.

Y ante la mirada interior de Maquiavelo desfilaba Alejandro Vi sobre su caballo y bajo la tiara pontificia que le separaba o le unía con el cielo.

2 El papa en familia

– Todo el mundo reconoce que es el papa más hermoso. No ha habido Santo Padre con tanta majestad.

Desde la ventana, estimula Adriana del Milá con sus comentarios a que los que la rodean los respalden, y asienten cortesanos y cortesanas, volcados sobre las bandejas y agarrados a las copas llenas de vino para no caerse, y sólo Adriana se empeña en no perder de vista el núcleo de la ceremonia en las escaleras de la basílica de San Pedro. Puede ver Adriana el instante justo en que la tiara pontificia amuebla la poderosa cabeza de Rodrigo Borja.

– Les guste o no les guste, todos los cardenales le rinden pleitesía, qué importa lo que piensen debajo de esas mitras blancas si cada uno ha traído a doce escuderos vestidos de rosa, plata, verde y negro, para mayor resplandor de Rodrigo, de un Borja.

Vuela Adriana de ventana en ventana a medida que el cortejo se pone en marcha y reclama la presencia de Lucrecia.

– Lucrecia, ¡corre! ¿Dónde está Giulia?

– No sé. Hace un momento estaba aquí.

– Idiota. Se perderá el espectáculo. Van a tomar posesión del palacio de Letrán. Jamás se ha visto desfile así en Roma, con más embajadores, más prelados, más nobles, siguiendo la enseña de los Borja, el buey de los Borja.

¡Todos detrás del buey!

Los ojos de Adriana no se apartan del círculo más inmediato que rodea al nuevo pontífice, donde Antonio Pico della Mirandola despliega el estandarte del papa: el buey de los Borja, magnificado por el diseñador hasta convertirlo en un toro. Lucrecia secunda el entusiasmo de Adriana, pero no su intensidad. Es la fiesta de Adriana. La fiesta de "los catalanes", pregona desafiadoramente mirando a los que las rodean.

– A mi padre y a Rodrigo y al pobre Pere Lluís los persiguieron como a alimañas cuando murió Calixto Iii. Míralo. Sabíamos que un día u otro Rodrigo triunfaría.

Es nuestra victoria.

Y sobre su jaca blanca, Rodrigo, la tiara pontificia en la cabeza bajo un dosel dorado, surcado de rayas amarillas y rojas. Los ojos de Rodrigo se fijan en una pancarta: "Roma era grande bajo César.

Ahora es más grande aún. César era un hombre. Alejandro es un Dios." Musita: esto son cosas de Canale. Rodrigo pasa bajo un arco floral constantiniano y sus ojos se lanzan hacia el cenit como tratando de abarcar la profundidad del espacio.

– "Que m.estau veient? Mareta?

Oncle? Soc en Rodrigo. Soc papa!"

De nuevo sus ojos tropiezan con el estandarte de los Borja.

– "Pere Lluís, germá, mira on soc"

La angustia se le hace estertor en la garganta y lágrimas en los ojos.

– "Hem guanyat. Mare, oncle, Pere Lluís, germá meu. Hem guanyat. Fixau-vos. Han convertit el bou del nostre escut en un brau.

Hem guanyat!"

Alfons de Borja paseaba por delante del trono pontificio alargando las zancadas, forzando el ritmo de su ir y venir, con las manos en la espalda y la mirada al frente, aunque de vez en cuando su cabeza se ladea, sus ojos en busca de la puerta que de un momento a otro sabe se va a abrir. Y cuando lo hace es para que el secretario le anuncie:

– Santidad, sus sobrinos Rodrigo y Pere Lluís.

Compone el gesto Alfons de Borja, como aumentando su elevada estatura de hombre y papa, pero cuando los dos jóvenes entran en el salón se conmueve, acude a su encuentro, les niega la mano que querían besarle y los abraza con la garganta estrangulada.

– "Pere Lluís, Rodrigo…

fills meus"

– "Oncle" -dice Rodrigo.

– "Santedat" -dice Pere Lluís.

– "Estic molt content del profit que heu tret als estudis a Bolonya i hem de prendre decisions importants. Qué voleu fer ara?

Romandre ací, al meu costat?"

– Vosté, oncle, es el cap de la nostra família"

– "Tot va be a casa vostra?

I la vostra mare? Fa molt que no passeu per Xátiva. Ho comprenc.

Peró ara la vostra terra es la cristiandat"

– "Tot be, tot be, oncle. Farem el que vosté ens digui"

.

Repara Calixto Iii en la presencia del secretario y le insta a que acerque dos sillas a situar delante del trono. Recupera el asiento y la jerarquía y desde su adquirido nivel observa a sus sobrinos. Abandona el catalán y señala a Rodrigo.

– Vas demasiado bien vestido para ser un sobrino del papa. Ahora soy el representante de Cristo en la Tierra. Cristo era pobre y fue crucificado casi desnudo. Por eso san Mateo escribió: "Beati pauperes spiritu, quonian ipsorum est regnum caelorum." Asiente el secretario somnoliento y se sobresalta cuando oye la respuesta de Rodrigo.

– Bien cierto es, bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Pero san Mateo no se refiere a los pobres de bolsillo, sino a los pobres de espíritu. Juvenal nos advirtió: "Nihil habet infelix paupertas durius in se, quam quod ridiculos homines fecit."

– No me parece una buena medida colocar en la misma balanza a un santo como Mateo y a un disoluto descarado como Juvenal, pero vosotros, especialmente vosotros, por lo difícil que lo habéis tenido como hijos de viuda, debéis tener en cuenta aquella sentencia sabia: "Claudus eget baculo, cecus duce, pauper amico." Su santidad guiña un ojo a sus sobrinos y prosigue:

– El dinero no es malo si se emplea en fortalecer la obra de Dios y sus instrumentos, ahora ese instrumento somos los Borja. Una familia escogida por Dios para cumplir sus designios en la Tierra. Me di cuenta cuando el predicador Vicente Ferrer profetizó que sería papa y me encargó la tutela de Alfonso de Aragón, rey de Nápoles. Ahora, formáis parte de los trescientos valencianos, catalanes y aragoneses que me he traído a Roma como gente de confianza y no quiero que me defraudéis. Estoy rodeado de hostilidad. Esta gentuza se pasa el día exclamando: "Oddio, la Chiesa romana in mano ai catalani!" Nos detestan. Esta ciudad, este país se divide en asesinos y asesinados. Entre ladrones y robados. No basta con la santidad y el carácter para hacer fuerte a la Iglesia. Hay que estar preparado, y el estudio de las leyes de Dios y de las del mundo es fundamental. La santidad y el carácter los emplearemos contra el infiel, y antes de morir yo mismo encabezaré una cruzada contra el Gran Turco, a mis setenta y cinco años estoy dispuesto a ir a la lucha, el primero, con la misma indignación moral con la que Cristo expulsó del Templo a los mercaderes. Para ello cuento contigo, Pere Lluís. Conozco tu buena disposición militar y serás el capitán general de los ejércitos del Estado pontificio. Tú, Rodrigo, serás cardenal, pero sobre todo has de ser como yo, un experto en leyes, y lo eres tras los estudios en

Lleida y Bolonia. La Iglesia no es sólo una fe o una comunión, es también un aparato de poder muy complejo.

No tenían otra respuesta para el asentimiento que cabecear una y otra vez, convencidos de que la infalibilidad de Calixto Iii se plasmaba en primera instancia ante la familia.

– Y no os creáis que estoy inútilmente obsesionado por lo del Turco. La caída de Constantinopla nos obliga a reaccionar y Belgrado está amenazada. Hace unos meses pasó por aquí un caballero paisano, Joanot Martorell, ¿le conocéis?

No lo conocían, ni juntos ni por separado.

– Un bravo caballero que estaría dispuesto a secundar una cruzada si le diéramos la exclusiva de su crónica. Tiene un conocimiento extraordinario de por qué hay que aplastar al Turco.

– ¿Por qué?

– ¿Y tú me lo preguntas, Pere Lluís? El Islam es una religión excluyente, y el desarrollo de los países del Mediterráneo es el único posible. Más allá de Finisterre empieza lo desconocido. Se habla de imanes que hunden a los barcos desde el fondo marino o de cataratas que precipitan los océanos en la nada. Los turcos cierran el Mediterráneo e impiden la expansión de los pueblos cristianos.

Se fomenta la corrupción de tolerarlos. Venecia negocia con los turcos, y los franceses a veces utilizan sus servicios. Hay que cortar por lo sano.

Prosiguió el advertimiento del anciano a sus sobrinos mientras la tarde romana ocre y verde se volvía noche ante los ojos fugitivos de Rodrigo, que escuchaba a su tío pero su mirada tenía voluntad de huida.

– ¿Rodrigo? Te estoy hablando.

– Sí, "oncle".

– Conviene que en Roma no olvidemos que somos de la familia

pero también que no olvidéis que soy el papa.

– Sí, santidad.

– ¿Qué impresión os ha producido Roma?

Se miran los dos hermanos consultando la respuesta y finalmente Pere Lluís se decide.

– La verdad es que nos gustaba más Bolonia, y más que Bolonia, Valencia. Roma parece un poblado oscuro y sucio.

Se envalentona Pere Lluís ante la sonrisa condescendiente de su tío.

– En Valencia la noche se vive y en Roma da la sensación de que todo el mundo habla de todo el mundo y espía a todo el mundo y el Tíber apesta. Los sicarios de los Orsini y de los Colonna marcan sus territorios como los perros y los Della Rovere vigilan Roma desde Liguria como los buitres vigilan la agonía de la vaca.

– La diferencia entre el pasado y el futuro es Valencia o Roma.

En Valencia yo podía ser sólo obispo o cardenal, con la benevolencia de los Trastámara, reyes en Castilla y en Aragón y ahora en Nápoles. En Roma soy papa. No lo olvidéis. Los papas no podemos seguir pendientes de la benevolencia de nuestros amigos los reyes.

He discutido mucho sobre esto con Lorenzo Valla, un filólogo que sostiene la peregrina tesis de que Constantino no consagró el poder temporal de los papas. Necesitamos tener nuestra propia riqueza y nuestro propio poder. "Pauper eget amico." Los pobres necesitan un amigo. Yo soy vuestro amigo, pero el mejor amigo de la Iglesia es ella misma.

Bendecidos por el papa Calixto Iii, no se reprodujeron en las despedidas los abrazos ni las efusiones, y cuando salieron los dos jóvenes del palacio, aspiraron el aire como si les faltara desde hacia tiempo.

– "Pere Lluís, hem fet sort.

L.oncle ens ha col@locat for amp;a be"

.

– "De qui es pot refiar un si no es dels seus nebots? Peró ara vull viure la nit de Roma. Vull saber com tenen la figa les romanes, despres de tocar tantes figues a Valencia i Bolonya tinc els dits morts de gana. Porto massa temps sense dona"

– "I jo tambe"

– "Tu ets un eclesiástic. Tu, a pregar a la Verge i a flagellar-te quan sentis la temptacio de la carn"

.

Saluda Pere Lluís a su hermano, se despega de él y se aleja mientras Rodrigo se queda ensimismado y sonriente, los ojos alzados al cielo y susurra: "Pere Lluís, Pere Lluís." Intenta Rodrigo recuperar su caballo atado a un muro del Vaticano, pero en el camino se le interpone una gitana.

– Caballero. Déjame que te diga la buenaventura.

– ¿Y si es la malaventura?

– No seas malo, caballero. Si es mala mi profecía, también te interesa.

– No. Sólo me interesan las buenaventuras.

Le coge la mano la gitana y examina la palma.

– Larga vida y tendrás un hijo rey.

– ¿Rey? ¿De dónde? ¿De Samarkand? ¿De Asmara?

– De Italia, rey de Italia.

Cabecea Rodrigo sonriente, condescendiente, y le da a la gitana una moneda, pero ella no la recoge porque huye despavorida ante la presencia de un grupo de facinerosos que rodean al hombre, le obstruyen el paso, mientras hablan entre sí como si no advirtieran su presencia.

– Creo que han llegado a Roma más marranos catalanes, como si no estuviéramos suficientemente infectados de judíos.

– Y de suizos.

– Y de turcos.

– Sólo hay una condición peor que la del judío, y es ser suizo, y peor que suizo, turco, y peor que turco, catalán.

– Oye tú, figurín. Contigo hablo. ¿Tú eres catalán?

– Yo soy valenciano.

– Valenciano, catalán, aragonés, ¿no es lo mismo? ¿No sois acaso sicarios de la política de Nápoles? ¿No serás el sobrinito que estaba esperando su santidad el papa?

Rodrigo intenta avanzar, pero allí siguen los obstáculos humanos.

Finalmente empuja al más próximo hasta derribarle y se revuelve para darle un puñetazo al que se le echa encima. Con una mano en el cinto y el otro brazo marcando las distancias afronta a los otros dos que avanzan hacia él. De pronto un bulto humano irrumpe en la pelea y se lanza gruñendo y jadeante sobre los enemigos de Rodrigo. Es Pere Lluís, bravucón y desafiante, pero en su arrogancia descuida la defensa y recibe un golpe en la nuca y varios puñetazos de los agresores hasta que Rodrigo viene en su auxilio. Huyen los hostigantes y Rodrigo ayuda a izarse a su hermano, doblado de dolor.

– "Saps qué et dic, Pere Lluís? No m.ajudes mes, perqué cada vegada que m.ajudes rebem tots dos"

.

– De la santidad de mi sobrino hablan sus obras de caridad, de su buena preparación adquirida en los estudios de Lleida y Bolonia, su habilidad como gestor de los bienes de la Iglesia y como diplomático, ¿qué se puede oponer a su nombramiento como cardenal?

Casi todas las cabezas cardenalicias asentían y entre dos relativamente jóvenes purpurados era especial el acuerdo por la nominación de Rodrigo para cardenal, aunque en voz baja su argumentación no coincidía con la de Calixto Iii.

– Nos conviene que este semental llegue a cardenal porque nos interesan los cardenales robustos y fogosos.

– Sería un desastre que prosperasen los cardenales delgados de ayuno y secos de castidad. Abundan los predicadores que reclaman cardenales escuálidos, como si la delgadez estuviera en relación directa con la santidad. Lo que me parece empeño más necio es nombrar capitán general militar al otro sobrinito, Pere Lluís. Ése orina con la bragueta cerrada y se abre la bragueta cuando ya no tiene que orinar.

– Rodrigo es un buen cazador de jabalíes y de mujeres y ha demostrado ser un buen administrador, trabajador.

Pero la voz de Calixto Iii se alzaba sobre los reunidos y era urgente el silencio.

– Otra de mis primeras decisiones es la canonización de Vicente Ferrer, el gran predicador valenciano que estuvo en el origen de nuestra dedicación a la Iglesia y que profetizó que nos llegaríamos a papa.

Rumores de admiración y algunos ojos sarcásticos que se relajan cuando el pontífice reparte su bendición y la reunión descompone su formalidad para crear grupos según afinidades. Los dos jóvenes cardenales convocan el interés de un grupo en torno a la historia de Vicente Ferrer.

– Retengo que fue un hombre muy milagroso y muy influyente políticamente. Entre los milagros no escasean los que hacen referencia a la cocina. Imaginad, eminencias.

Imaginad, sobre todo, la historia de la leyenda áurea de san Vicente Ferrer que voy a relataros. Era tanto su prestigio que podría hablarse de un nuevo Pablo de Tarso, predicador y urdidor de iglesias. En cierta ocasión aceptó la invitación a cenar de un feligrés y la noticia causó gran conmoción en el anfitrión y su familia. María, podemos suponer que la esposa del buen creyente se llamara María, esta noche viene a cenar el fray Vicente y quiero que le des a probar lo mejor que tengamos. Llegó la hora de la cena, se presentó el próximo santo y los tres se sentaron a la mesa a la espera de los manjares. Trajo la esposa con melancólica satisfacción una gran bandeja con la que apenas podía y de la que emanaban fragancias de hierbas aromáticas y especies. Salivaba el santo, salivaba el marido y la mujer levantó la tapadera provocando un grito terrible en el uno y en el otro: sobre la bandeja y blondas empanadas de salsa, un niño desnudito con el color inequívoco de un tostón asado y repetidamente lubrificado con sus propias grasas fundidas mezcladas con miel, alcaravea, anís, jengibre y comino.

¡Qué has hecho, desgraciada! El marido. ¡Tú me pediste que le cocinara lo mejor que tuviéramos!

¿Qué cosa mejor que nuestro hijo único? La mujer. Tragedia era lo que se vivía hasta que sonó la voz serena del santo: no hay que preocuparse. Se concentró. Elevó sus ojos al cielo y a continuación rezó una fórmula milagrosa. Nada más terminar, la salsa empezó a removerse y el niño asado se puso finalmente en pie, se frotó los ojitos, que le picaban del mucho jengibre, y tendió sus bracitos para que su madre lo acogiera.

– Sospecho que la madre no lo acogería.

– ¿Por qué, su eminencia reverendísima?

– Porque con tantas grasas y aderezos el infante estaría hecho un asco y le pondría perdido el vestido. ¡Qué iba a decir el santo Ferrer de tanto descuido!

Las risotadas del grupo atrajeron el avance de Calixto Iii flanqueado por sus sobrinos.

– ¿Qué es motivo de tanta risa, monseñor Orsini?

– De tanto gozo, santidad.

Contábamos milagros de san Vicente Ferrer, y son prodigiosos.

– ¿Por ejemplo?

– El del niño cocinado por su madre para satisfacer el apetito del santo. Y me plantea un serio problema de lógica corporal, aunque bien sabido es que, en cuestión de milagros, sólo Dios pone la lógica.

– Sabia apostilla.

– Pero es probable, santidad, que el niño fuera cocinado según la receta del asado de cerdo o de cabrito. Soy buen comedor y recuerdo la receta de Giovanni Bockenheym, el gran cocinero del papa Martin V. Dice así: "Sic debes asare porcum. Recipe intestina eius, scilicet jecorem et pulmonem, et pista ila cum cultello, et tempera illa cum ova dura, lardone et petrocilinio, maiorano et uva passa et speciebus dulcibus. Et tunc scinde porcum per latus…" En fin, para qué seguir. Después de tanto destrozo de vísceras y troceamientos, ¿cómo recomponer el cuerpo y su alma mortal?

Sostiene Calixto Iii la mirada socarrona del joven cardenal y no le contesta, prosigue su camino, mientras con una mano retiene la voluntad de intervención violenta de Pere Lluís. Cuando se han alejado del grupo de todavía rientes cardenales, Calixto Iii reconviene a su sobrino:

– Pere Lluís, un militar debe tener la sangre más fría.

– Es que estaban burlándose de su santidad, no de san Vicente Ferrer.

– Estaban burlándose, eso es todo. Y eso es muy romano.

Es destreza la que demuestra el joven cardenal Orsini cuando hace vibrar el arco, lo tensa y saca del carcaj la flecha para montarla. A su lado le secundan como comparsas entregados el señorío de Roma que espera el blanco espectacular.

Cuando se produce hay aplausos y los arcos cuelgan fláccidos de las manos de los rivales a priori derrotados.

– Es inútil.

– Aciertas porque piensas que el blanco es el corazón de un Borja. ¿De cuál de los dos?

– De cuál de los tres, preguntarás, porque los dos sobrinos no serían nada sin el tío.

– Es una vergüenza que el patriciado romano se haya tragado un papa extranjero, obediente a la estrategia del rey de Nápoles.

El acalorado y sesentón patricio ve cómo su carrillo izquierdo es pellizcado hasta el dolor por Orsini.

– La historia viene de lejos.

El rey Alfonso de Aragón hizo del cardenal de Valencia un jurista y con el tiempo un papa. Calixto Iii sabía más que vosotros y ha preparado en leyes a su sobrino Rodrigo en Lleida y Bolonia para que sepa más que nosotros. El que no sé qué pinta en esta historia es Pere Lluís. Ése es un buey prepotente y arrogante que nos trata como si viviéramos en libertad vigilada.

– ¿Sólo Pere Lluís? A él le ha nombrado capitán general del ejército.

– Del poco ejército.

– El único que tiene el Estado, pero es que Rodrigo, como quien no hace nada, ha sido investido en San Niccoló in Carcere, lo que le convierte en el jefe de la policía y de las prisiones de Roma.

– Os fijáis demasiado en los cargos y muy poco en el poder económico que acumulan. ¿Alguien conoce en estos momentos cuáles son las propiedades de los sobrinos del santo tío?

No parecían los demás ni tan buenos arqueros, ni tan informados como Orsini, por lo que le dejan hacer el inventario en voz alta.

En España, Rodrigo dispone del decanato de la iglesia de Santa Maria de Xátiva, su tierra natal, y de curatos muy ricos de la diócesis de Valencia. Nada más llegar, antes de enviarle a estudiar a Bolonia, ya le nombró notario apostólico, y ahora, como vicecanciller, su principal cometido es recaudar, recaudar, recaudar, eso sí, con las

leyes en la mano. ¿Y el otro sobrino cardenal, Lluís Joan del Milá, sabéis lo que le permite acumular el inocente nombramiento de Los Cuatro Santos Coronados?

¿Y Pere Lluís? Dueño del castillo de Sant.Angelo a pesar de nuestras protestas y a continuación gobernador de Terni, Todi, Rieti, Espoleto, Orvieto, Nocera, Asís…

– ¿Sigo? El viejo es astuto y para no ser acusado de nepotismo amplió el Sacro Colegio con cardenales instrumentalizables como Piccolomini, demasiado intelectual para mi gusto, Juan de Mella, Giovanni di Castiglione… pero, como compensación, nombra a Rodrigo legado de la Marca de Ancona y pretende que el asno matarife Pere Lluís se case con una Colonna.

Sólo faltaba que un Borja se metiera en la cama con una Colonna.

Se abre paso entre los reunidos un airado arquero que se enfrenta a Orsini.

– Las mujeres de mi casa no se meten en la cama con esos catalanes.

– Era sólo una metáfora, príncipe Colonna. Pero es cierto que Calixto Iii planeó la boda de Pere Lluís con una Colonna y de esta circunstancia se aprovechó ese mal nacido para quitarle las propiedades a mi padre. Este papa es un ignorante que ha frenado en Roma el esplendor del humanismo que florece en Florencia, Ferrara, Venecia.

Un recién llegado cabecea como campaneando la duda.

– No estoy tan de acuerdo en eso. Calixto Iii no es un humanista "in sensu stricto", pero ha impulsado el catálogo de la Biblioteca Vaticana y es el principal letrado en la Ciencia de las Leyes. Fue protector de Valla a pesar de la persecución de la Inquisición y Valla es uno de los espíritus más críticos de este siglo, recordad que llegó a cuestionar que llamáramos cristianismo a lo que llamamos cristianismo. Era un peligroso modernista que condenaba el ascetismo medieval y exigía la reforma de la relación entre poder temporal y espiritual. Pues bien, también fue Calixto Iii quien ordenó que se le enterrara en Letrán.

– Valla ya era el filólogo más influyente en tiempos de Nicolás V. ¿Qué iba a hacer un advenedizo como Calixto Iii? A Valla todos lo admiraban, pero muy pocos secundaban en la práctica sus proyectos reformistas. ¿En qué se ha notado en el pontificado del "catalán" la influencia de la tesis de Valla contra la legitimidad del poder temporal de los papas? En cuanto a la biblioteca, se la organizó un catalán, y ha traído a Roma pintores valencianos. ¿No hay bibliotecarios en Roma, ni pintores en Italia? ¡Salid a las calles de Roma y todo personaje principal o es catalán o valenciano o aragonés! ¿En cuántos lugares es más determinante la lengua de esos invasores que la hermosa lengua de Petrarca, heredera directa de la de Horacio?

– Desconocía en ti esas aficiones literarias. Te suponía sólo un buen arquero.

El recién llegado insiste en su objeción, pero no provoca la indignación de Orsini, que le contempla con respeto.

– Nada va contigo, Eneas Piccolomini.

– He llegado a tiempo de escuchar lo que has dicho. Me consideras demasiado sabio, demasiado humanista. Puede ser cierto. Soy un aprendiz de humanista en un siglo en el que Italia produce centenares, todos espléndidos, mientras vosotros los patricios os dedicáis a perder el tiempo en maledicencias y batallas tribales. ¿Sabéis por qué los Borja están donde están?

¿Acaso se hicieron con el poder por la fuerza? No. Se hicieron con el poder por vuestra debilidad.

Os creéis el meollo del mundo y sólo sois conspiradores vitalicios de aldea.

– ¡Tú estás al servicio de los catalanes!

– Estoy al servicio de la evidencia. Orsini, tú que llevas la voz cantante, ¿dispones siquiera de un plan, de una línea de acción para frenar a los Borja?

No contesta Orsini y finalmente da la espalda airado al recién llegado. Repite la gestualidad del arquero y sale la saeta, pero esta vez no da en el blanco. Cuando el joven Orsini se vuelve, percibe en las miradas que le rodean la satisfacción por su derrota.

Tocan a muerto las campanas de Roma y por las ventanas los ciudadanos se preguntan por la condición del muerto. El rey de Nápoles, se extiende el eco por los patios, sobre los tejados, en las plazas, y llega al salón del trono, donde Calixto Iii departe con Pere Lluís sobre unos planos.

– A los Orsini hay que pararlos en Roma y a los turcos en Belgrado, ésos son los dos frentes de la cristiandad.

– Los Orsini y todos los demás están en cintura. Lo de los turcos es otro cantar, pero ningún país se ha apuntado a la Cruzada. Proclaman el peligro del Islam, pero no quieren pegar ni una lanzada.

Por la puerta abierta entra el secretario y supera el enojo del papa anunciando la noticia.

– El rey de Nápoles ha muerto.

No se conturba Calixto Iii, pero se persigna mecánicamente.

– Ya lo sabía y he ordenado quince días de luto y mañana oficiaré un gran responso por el alma del rey Alfonso. Ahora empiezan los problemas, Pere Lluís. Nos interesa que el reino de Nápoles siga en manos de la Corona de Aragón y no se convierta en zona de influencia francesa, pero me he negado a reconocer a un bastardo

como heredero. No tiene fácil solución.

– Yo tengo una solución. ¿Por qué no damos la vuelta al asunto y me proclamo rey de Nápoles?

Descansa Calixto Iii sobre el respaldo de la silla y estudia a su sobrino a distancia mientras repite varias veces: dar la vuelta al asunto. Se impacienta Pere Lluís.

– De hecho no sería la primera legitimidad conseguida por una decisión diplomática o de fuerza.

¿Qué poder hoy día procede del linaje directo?

Sigue sin responderle su tío y la impaciencia se convierte en desaliento.

– Si parece propósito tan descabellado, no he dicho nada.

– Déjame estudiarlo. Conviene sondear a las grandes familias, porque podrían considerarlo un golpe de tuerca excesivo. Rodrigo ya es vicecanciller; vuestro primo Lluís Joan del Milá, cardenal; tú, capitán general. No hay que tentar la suerte. Pero tampoco te digo que no.

Con un ademán da el papa por concluida la sesión de trabajo y sale Pere Lluís de la estancia comedidamente, pero nada más rebasada la puerta se entrega a una carrera que va rebasando sorprendidos subalternos. Irrumpe en, rompe, atraviesa la audiencia de quienes esperan ver al Santo Padre.

Asciende una escalera de tres en tres mientras grita el nombre de su hermano y a sus gritos se abren puertas y orejas, incluso las de Rodrigo, entregado al estudio de un códice y alertado por la resonancia del reclamo. Lo que era reclamo sonoro se convierte en la presencia viva de un Pere Lluís desaforado que recupera el aliento, pero no la contención del gesto.

– Ha muerto el rey de Nápoles.

– Me he enterado. Desconocía que le tuvieras tanto apego.

– Por mí podía haber reventado el mismo día en que le parieron.

Pero he tenido una idea, Rodrigo, que ayudaría a culminar el sentido de la lucha de nuestra familia, el carácter profético con el que la señaló san Vicente Ferrer. ¿Cómo verías que yo fuera proclamado rey de Nápoles? El rey Alfonso no ha dejado descendencia legítima, y pocas probabilidades tiene el bastardo Ferrante.

– Déjame estudiarlo.

– ¡No me contestes lo mismo que el "oncle", Rodrigo! ¿Qué hay que estudiar? Por todas partes se extienden los nuevos jefes de Estado promocionados por las armas o por el dinero, son señores de fortuna, cuando no jefes creados por acuerdos diplomáticos. ¿Por qué nuestro tío no puede promocionarme al trono de Nápoles?

– "Quanto altior est ascensus tanto durior descensus".

– Ése es el aforismo de un fraile capón.

– Y santo. San Jerónimo.

– No es tu estilo citar a los Padres de la Iglesia. Tenemos en el escudo un toro, un animal fuerte y poderoso, sagrado en un montón de religiones. Yo soy un buey Borja y no un fraile castrado pensando sandeces sobre el exceso de ambición.

– Todavía no somos lo suficientemente ricos, ni lo suficientemente fuertes. Lo que tú quieres cuesta dinero y fuerza. Todo llegará.

– Yo tengo la fuerza. Todos los capitanes son de mi confianza y mantengo a raya a las demás familias, incluido ese payaso de Orsini al que le voy a arrastrar por los cojones el día menos pensado.

– Es preferible que le cortes la cabeza a que le arrastres por los cojones. Si le cortas la cabeza no lesionas su orgullo. Si le arrastras por los cojones no te perdonará.

Lanza un puño al aire, luego el otro, Pere Lluís y se planta finalmente ante su hermano, crispado, desafiante.

– ¡No te rías de mí! ¿Estás conmigo o contra mí?

Rodrigo cierra los ojos y cuando los abre vuelve a tener ante sí el trabajo interrumpido por la irrupción de Pere Lluís. De reojo contempla cómo la tensión del hermano se va diluyendo en angustia a la espera de la sanción. Exhala Rodrigo un suspiro que le hace daño en el pecho y sin dar la cara exclama:

– Estoy contigo, Pere Lluís.

Pase lo que pase.

Abandona el capitán general la estancia y ya en soledad arroja Rodrigo la pluma, se levanta, contempla un reclinatorio y va hacia él, se arrodilla y reza tres avemarías en catalán dedicadas a la Mare de Déu de Lleida. Cuando termina de rezar permanece en concentración y se decide a abandonar el palacio, rechazando la escolta, aunque no puede evitar que le sigan dos soldados a distancia. No ceja el cardenal canciller y de memoria su cuerpo se zambulle en la oscuridad del portal de un palacete.

También de memoria sus pies suben la escalinata y desembocan en un claustro donde pasea una vieja conseguidora con sus pupilas, inclinadas las cuatro mujeres ante la aparición del cardenal que, sin detenerse, le hace una señal a la vieja para que le secunde. Ya en el interior de una sala alcoba, Rodrigo insta a la mujer a que cierre la puerta.

– Su eminencia, ¿se ha fijado?

Ha vuelto la veneciana, Paola.

¿La recuerda? Sus padres me pusieron mil reparos, pero yo me permití utilizar…

– ¿Mi nombre?

– Eso no lo haría nunca. Utilicé sus deseos y mi dinero.

– No quiero chicas hoy. Toma esta lista y consígueme una reunión con esta gente aquí, en media hora.

Estudia la vieja la lista.

– No será fácil, pero media hora es mucho tiempo. ¿No quiere su eminencia reverendísima buena compañía durante tanto tiempo?

Niega Rodrigo con la cabeza y da la espalda, señal que basta a la celestina para salir de la habitación. Cuando se queda solo, el abatimiento le lleva a dejarse caer en un sillón y levanta las manos abiertas al cielo como tratando de contener el peso del mundo. Está a disgusto sentado y también de pie, cree advertir una presencia en la estancia y se revuelve hacia la puerta. Apoyada en el quicio, una muchacha morena con el escote de la blusa desbordado por los senos, la sonrisa cómplice.

– ¿Me recuerda? Soy Paola.

– Te recuerdo, Paola.

Le tiende una mano la veneciana y Rodrigo la acepta, como acepta el recorrido hasta un dormitorio donde Paola se desnuda y queda a la espera de la reacción del hombre. Se deja querer Rodrigo desde una pasividad ensimismada hasta que la muchacha interrumpe sus dedicaciones y se desparrama a su lado.

– ¿Ya no le gusto a su eminencia?

Con un dedo dibuja el hombre un signo sobre la piel de la muchacha, se deja acariciar, montar y acaba en el juego de las caricias y la pasión con el techo como reloj de sombras. Y cuando las sombras se instalan definitivamente, la mujer duerme y Rodrigo piensa, con un brazo bajo la nuca, hasta que chirrían los goznes de la puerta, asoma la vieja medio cuerpo y Rodrigo le hace una seña para que mantenga silencio. Paola dormita desnuda bajo una sábana mal repartida sobre sus desnudeces y Rodrigo termina de vestirse. Omite la cara de satisfacción de la celestina por su vencimiento y le impide que le siga. Recupera el cardenal la estancia inicial y allí aguardan cuatro hombres.

– "Galceran, Joan, Llan amp;ol, Milá. Sabia que vindríeu. La mort del rei de Nápols complica les coses. Pere Lluís pressiona perqué el papa el proclami rei, i aquesta seria la gota d.aigua que fa vessar el vas i esclatar un al amp;ament contra "i catalani"

.

– "Qué podem fer?"

.

– "Pressioneu Calixte Iii perqué no nomeni Pere Lluís"

.

– "I qui millor que tu per aconseguir-ho?"

– "Jo? Peró es que no te n.adones, Milá? Com es prendria el meu germá que jo treballara en contra de les seues boges ambicions?

Si el meu oncle em demana el meu parer, haig de dir-li: fes-lo rei de Nápols o emperador de Constantinoble o de Samarkand. Hem de protegir Pere Lluís de si mateix i de pas nos protegirem nosaltres i el Sant Pare"

Se ha hecho la luz entre los conjurados y son los gestos los que refrendan las explicaciones del joven cardenal los que los persuaden y cada cual asume el compromiso a su medida.

Un arrapiezo se sube a una fuente romana y grita:

– ¡Catalanes! ¡Ladrones!

¡Fuera!

A su alrededor crecen voces convergentes y los manifestantes miran hacia el palacio, tratando de que sus miradas se metan en la alcoba papal. El papa, en el lecho, pregunta con un gesto qué está pasando fuera y nadie le contesta, le arropan pese a los calores del "ferragosto" o le tienden pócimas que Calixto Iii rechaza y balbucea casi sin voz algo que sólo su secretario entiende.

– Quiere que lea su juramento del día de la proclamación.

Rodrigo sale de su meditación.

– ¿Ahora?

El anciano sigue bisbiseando mientras agarra con toda la energía que le queda el brazo de su secretario.

– Insiste en que sea ahora.

Abarca Rodrigo a los pobladores de la estancia, mientras frunce la nariz como si le molestara el olor de la enfermedad o el de la muerte. Una vieja enfermera retira la teja de debajo del cuerpo del papa y arrugan la nariz el médico, Pere Lluís y dos viejos cardenales entre el rezo del rosario y el sueño. Examina el médico las heces y cabecea pesimista. No parece sentir el hedor el secretario, que tiende a Rodrigo un papel como una orden que de hecho viene de su tío, papel que finalmente acepta, examina y lee con la voz progresivamente entera:

– "Jo, Calixte Iii, papa, promet i jure a la Santa Trinitat, Pare, Fill i Esperit Sant, a la sempre Verge Mare de Deu, als apóstols sant Pere i sant Pau i a tots els exércits celestials que, si cal, vessare la meua própia sang per tal d.intentar, en la mesura de les meues forces i amb el concurs dels meus venerables ger mans, tot el que siga possible per a conquerir Constantinoble, que ha estat presa i destruñda per l.enemic del Salvador Crucificat, pel fill del diable, Mohamed, príncep dels turcs, en cástig pels pecats dels homes. Hem de deslliurar Constantinoble i exterminar en Orient la secta diabólica de l.infame i pérfid Mahoma. La llum de la fe está quasi extingida en aquestes dissortades regions. Si alguna vegada jo t.oblidara, Jerusalem, que caiga la meua destra en oblit, es paralise la meua llengua en la meua boca, si jo no me.n recordara ja de tu, Jerusalem, si ja no fores tu l.inici de la meua alegria. Que Deu vinga en el meu ajut i en el meu Sant Evangeli!

Que així siga"

Sólo Pere Lluís parece haber entendido el texto y dice: "¡Amen!", mientras el rostro del papa agonizante expresa satisfacción ante Rodrigo, inclinado.

– "Veneu tot el tresor pontifici i pagueu la Croada!"

– "Sí, oncle"

– "Hem de tallar-li el cap a Mohamed"

.

– "Així es fará, oncle"

.

Rodrigo convoca con un gesto la atención de su hermano y se lo lleva a un ángulo de la cámara.

– "Aixó s.acaba i no conve que la mort de l.oncle nos agafe a Roma. Esclatará una revolta i els Orsini o els Colonna o qui sigui llen amp;aran la xurma contra nosaltres. Hem de guanyar temps. Hauries d.anarte.n a Espanya, a Valéncia, a Xátiva. Ja tornarás quan tot…"

.

– "I tu?"

.

– "A mi m.odien menys que a tu.

Peró per si un cas posare terra pel mig"

.

Embiste Pere Lluís como un buey, pero su hermano no le da tiempo para refugiarse en su rebelión. Lo coge por los hombros y deja de hablarle en catalán.

– Deja de comportarte como un buey con cuernos y pórtate como un hombre con sesos. ¿Cuántas bravatas necesitas para impedir que te maten? ¿Cuántos mercenarios van a seguir protegiéndote cuando sepan que el "oncle" ha muerto? Todo está preparado. El cardenal patriarca de Venecia, Barbo, nos debe muchos favores y te presta su escolta. Vete a Ostia y embarca en una galera hacia España. Aquí están asaltando nuestras casas, nuestras posesiones. Hay que ganar tiempo.

Se oye griterío en la calle y por la ventana abierta al agosto romano entran varias piedras y gritos como cuchillos.

– ¡Catalanes! ¡Ladrones!

¡Fuera de Roma!

Acepta Pere Lluís el consejo de su hermano, se abrazan y sale corriendo mientras Rodrigo se asoma a la ventana y contempla con curiosidad el tumulto.

– Las tribus de los Colonna y de los Orsini se han puesto de acuerdo para echar a la tribu extranjera. Han vendido la piel del buey antes de matarlo.

El ruido de la calle se ha metido en palacio y de los pasillos lejanos llega el ruido sincopado del avance de grupos que Rodrigo afronta sin apartarse de la ventana. La estampida de los pasos precipitados empuja la puerta y se encarna en un grupo de gente armada a cuyo frente va la colección completa de patricios romanos. La presencia de Rodrigo los contiene hasta que Orsini asume el protagonismo y da dos pasos hacia el Borja cardenal.

– Tu tío está a punto de morir y el yugo de los Borja morirá con él.

– ¿De qué yugo hablas?

– Habéis utilizado la silla de Pedro para enriqueceros y apoderaros del Estado.

– La silla de Pedro quedará vacía en las próximas horas y ¿quién la ocupará? ¿Un Colonna?

¿Un Orsini? ¿Un Della Rovere?

¿Quién puede oponerse a un cambio de signo? Mi tío ha sido un hombre de leyes que ha ayudado a consolidar la legitimidad del papado unificado después del oprobio de Aviñón. Mi tío no consiguió disuadir al papa Luna para que renunciara al solio y fortaleciera la unidad de la Iglesia. No soy un hombre de armas, ni de algaradas, yo soy un hombre de leyes. ¿Voy a oponerme yo a que tú, por ejemplo, seas el futuro papa?

– Yo no lo pretendo. Pero tu hermano merece un castigo. Nos ha humillado. Se ha burlado de nosotros.

– Mi hermano es mi hermano, yo soy yo, y la causa de la Iglesia, que es la de Dios, está por encima

de todos nosotros. Los cardenales somos gente sagrada puesto que nuestros fines son sagrados, ya lo dijo san Pablo: "Qui altare deserviunt, cum altare participant." Los que sirven al altar, participan del altar. Dejad que me cuide del tránsito de mi tío y contad conmigo para cuando haya que continuar la historia sagrada de la Iglesia.

Se abre paso Rodrigo sin ser hostigado y al llegar al pasillo corre más que anda, gana la escalera y llega al patio trasero al tiempo que su hermano sube a un caballo rodeado de cuatro jinetes guardaespaldas.

– Da un rodeo para que no parezca que te diriges a Ostia, porque pueden tener controlada la salida. Cruza el Tíber por la Puerta de San Paolo. Van a por ti, Pere Lluís.

Arrancan los cinco jinetes sin que nada diga Pere Lluís y queda en el patio Rodrigo con los ojos llorosos y en los labios una sentencia:

– "Mihi hieri et tibi hodie."

Hacia el horizonte marino miran los ojos empequeñecidos, febriles, de animal enfermo de Pere Lluís Borja y es abatimiento lo que le derrama sobre el malecón mientras se vuelve hacia los guardaespaldas que esperan su decisión.

– La galera ha zarpado y no ha querido esperarme.

Los guardaespaldas se miran entre sí y uno de ellos se decide.

– Las galeras no esperan a los vencidos y nosotros no queremos jugarnos nuestro humilde cuello junto al suyo, jefe. El cardenal Barbo no nos obliga a más. Nos vamos.

Le dan la espalda y Pere Lluís retiene por un brazo al que ha hablado.

– Tengo dinero para fletar cien galeras.

– Avísenos cuando estén fletadas, pero por si acaso no siga vestido de capitán general, le buscan y lo pasará mal si le encuentran.

Se alejan los mercenarios y Pere Lluís encuentra un rincón en penumbra para arrancarse los atributos más llamativos de su uniforme y quedar como un capitán general desaliñado o degradado. Suda y le castañean los dientes cuando se mete por las callejas portuarias en busca de la primera oportunidad de huida. Se introduce en una taberna donde su irrupción provoca silencios y algún sarcasmo.

– ¡El almirante de la flota turca!

Las risotadas le siguen mientras se abre paso hasta el tabernero. Los ojos de Pere Lluís bajan turbios y le cuesta hablar cuando señala el blusón que luce el propietario del local.

– ¿Cuánto me pides por ese blusón?

– ¿Sólo el blusón? ¿No quiere el señor también los calzones?

– Sea. El blusón y los calzones.

Le dice el precio el hombre a la oreja y Pere Lluís no discute.

Pone sobre el tablero el dinero.

Tampoco discute el tabernero, que se despoja del blusón y de los calzones para la risotada general, al tiempo que Pere Lluís se desviste y se pone la ropa recién comprada.

El tabernero no sólo se queda el dinero, sino que también se apropia de la ropa del visitante y se la pone mientras la hilaridad crea más hilaridad. A uno y otro lado del tablero se han cambiado los aspectos, pero la perplejidad del tabernero se ha vuelto codicia.

– ¿Qué más está dispuesto a comprar su excelencia?

– Un barco. Necesito zarpar hoy mismo.

– Aquí en Ostia no lo encontrará. Tal vez en Civitavecchia.

Allí podría conseguírselo. Si le interesa puedo hacer gestiones.

Le da su consentimiento Pere Lluís y más dinero, para refugiarse a continuación en una mesa y beber directamente con sed de días una jarra de vino. Percibe de pronto que está rodeado de un cerco de miradas y de silencio y se empeña en romperlo.

– Soy un caballero del Santo Sepulcro que trato de reunirme en Malta en una expedición contra los infieles.

Se van acercando los tabernarios como una mancha de vino derramada y alguno se atreve a sentarse a su mesa.

– No sabíamos que estaba en marcha una Cruzada.

– El papa va a morir y sin duda su sucesor cumplirá su proyecto de organizar una Cruzada.

– ¿Quién será el sucesor?

¿Otro catalán?

– No. ¡Jamás!

Ha sido casi un grito el que ha lanzado Pere Lluís y recibe el refrendo popular.

– ¡Jamás!

– Dicen que la familia del papa se ha apoderado de todas las riquezas de Roma y los mercenarios de su sobrino Pere Lluís han expropiado a las grandes familias y han abusado de sus privilegios.

– Se dice, sí.

– A mí no me importa que se lo roben todo a los señores de Roma.

Yo sigo pobre sean quienes sean los ricos, pero usted que tiene portes romanos, ¿a qué partido pertenece?

– Al de Dios nuestro Señor.

– Bando muy amplio es ése.

– En él cabemos todos.

Ha vuelto el tabernero y susurra las nuevas a oídos de Pere Lluís. Trata de levantarse pero se le nubla la vista y los rostros que se le acercan le parecen o difuminados o distorsionados. Consigue finalmente izarse y proclama:

– Me voy, señores, pero queda pagada una ronda.

Se apoya en el hombro del tabernero vestido de capitán general de Roma y suben una escalera hasta encontrar una habitación común de hospedería. Sobre la cama pierde el conocimiento, y cuando lo recupera, el rostro del tabernero está cerca del suyo y en retaguardia una silueta que cree familiar pero que no percibe con nitidez, hasta que la silueta sale de sí misma y allí está el secretario de su tío, que le aborda sin darle tiempo a decir nada.

– Gracias a Dios que ha despertado. Su familia está muy preocupada por usted en estos tiempos de revuelta. Su hermano me encarga decirle que todo sigue su curso.

Cierra los ojos Pere Lluís y continúa el secretario ofreciéndole información sobre su circunstancia.

– Lleva dos semanas entre delirios y no ha sido fácil encontrarle. En cuanto se recupere podrá embarcar en Civitavecchia.

Pere Lluís quisiera preguntar ¿qué tengo? pero la voz no le acompaña.

– Se trata de unas fiebres.

Es tan neutral la expresión del secretario como experta la del tabernero enfermero, que deposita un pañuelo mojado sobre la frente del yaciente. Es una sonrisa la que cubre su rostro, mientras los ojos cerrados protegen la sensación de seguridad que experimenta. Pero en cuanto cierra los ojos, la expresión del secretario deja de ser neutral para ser preocupada y la del tabernero teatralmente angustiada, mientras cabecea como negándose a asumir lo inevitable.

– ¿Sin noticias de tu hermano?

Es sarcasmo lo que refuerza la pregunta de Orsini, pero Rodrigo la asume como una interesada demanda y, abatido, confiesa:

– Sin noticias.

– Un cónclave con estos calores de agosto y la peste en las calles y en los cementerios.

Indica resignación el gesto de Rodrigo y al paso con Orsini va connotando el conocimiento de los otros miembros del Sacro Colegio.

– Veo a Estouville muy seguro de su victoria. ¿Cómo verías tú

la victoria de un cardenal francés?

– ¿Qué tiene de malo un cardenal francés?

– Tal vez sea conveniente ahora un papa italiano, después del interregno de mi tío: la ciudad lo acogería como una reparación.

– Me complace mucho tu juicio, Rodrigo, por venir de ti.

– Mis votos serán para un cardenal italiano: Barbo.

– ¿El patriarca de Venecia?

Jamás. Eso sería fortalecer el papel de la república veneciana, y no están ni los Medicis, ni los Sforza, ni los Gonzaga, ni los Este dispuestos a asumirlo.

– Puedo aceptar una alternativa.

Se acerca Rodrigo al patriarca de Venecia y le abraza cariñosamente y para decirle al oído:

– Gracias por lo de Pere Lluís.

– ¿Qué tal está?

– Mal. Pero estará peor si saben que sigue vivo y dónde. Or sini no te acepta como papa. Tampoco los Della Rovere.

– ¿No es mi momento?

– No. Tal vez sería el momento de un papa viejo o enfermo.

– No se lo tragarán. Sabré esperar.

Hay llamadas al orden para que empiece el cónclave en oración y, mientras se reza, las miradas se cruzan, se estudian las expresiones y Rodrigo apacienta y tranquiliza a su rebaño de cardenales, dejando hablar, dejando pasar el tiempo y abriendo las puertas a la fatiga y a la oratoria y otra vez la fatiga y otra vez la oratoria. Es de noche cuando los cardenales se levantan y va Rodrigo a las letrinas en coincidencia con otros purpurados de convergentes urgencias. Sotanas alzadas y en cuclillas, buena parte del Sacro Colegio prosigue el cónclave mientras alivia esfínteres.

– No es mal sitio para hallar serenidad de espíritu.

– Somos lo que comemos, como decía Aristóteles, y por lo tanto lo que cagamos.

– Dios nos ha dotado del placer de la ansiedad de orina y de su alivio.

– Nada está escrito sobre que ese placer sea pecado. Tengo entendido que un poeta latino, Catulo, decía que vosotros los de España os limpiabais los dientes con orines para tenerlos más blancos.

– Otro poeta latino decía que vosotros los romanos os poníais excrementos de niño sobre la cabeza para impedir la calvicie.

– Hemos venido a hablar de otra cosa. Decid en voz alta vuestro candidato.

Uno por uno los acuclillados cardenales proclaman sus preferencias y sólo dos sentencian: cualquiera menos el francés. Se sorprende Rodrigo.

– ¡Pero si es el más rico!

– Si nombramos un papa francés, Roma será la cismática.

– ¿Entonces?

Orsini se pone en pie y le secundan los demás.

– Por los aquí reunidos me comprometo a decirte que dos de nuestros votos serán para Piccolomini, y le respaldan el norte y el sur, Sforza desde Milán y Ferrante desde Nápoles. ¿Tu voto, Rodrigo?

– Mis votos. Son siete. Me hago responsable de siete votos.

– ¿Y van a parar?

– Volvamos al cónclave.

Ya de vuelta en la sala, busca Rodrigo a Piccolomini, bajo la mirada vigilante de los conjurados de las letrinas.

– Sin duda, Eneas, especulan sobre qué te estoy pidiendo para darte mis votos.

– ¿Qué me estás pidiendo, Rodrigo?

– Consolidar el patrimonio de mi familia y mis aliados y mis funcionarios catalanes, aragoneses y valencianos.

– Te digo sinceramente, Rodrigo, que no ambiciono ser papa y prefiero moverme entre mis libros en esta época en que parece que vuelven las luces de la Edad de Oro de la cultura latina, tiempos para el hombre, ese milagro, como le ha llamado Pico della Mirandola. Pero no estoy dispuesto a que un francés se siente en la silla de Pedro porque sería el principio del fin del equilibrio italiano.

El día en que Francia o los españoles se metan en Italia se habrá acabado nuestro mundo. ¿Qué más he de darte por tus pregonados siete votos? ¿A ti? ¿Personalmente?

– ¿Te puedo ser útil?

– Tu experiencia y tu poder me serán útiles.

– Quiero que lo reconozcas públicamente desde el primer momento.

Asiente Eneas Silvio Piccolomini y se está dando paso a la votación. Estouville. Piccolomini. Estouville. Piccolomini. Estouville. Estouville. Estouville.

Estouville. Faltan siete votos, los que dependen de Rodrigo, y seis cardenales han vuelto hacia él las caras. Asiente Rodrigo y los votos van cayendo. Piccolomini.

Piccolomini. Piccolomini. Piccolomini. Piccolomini. Piccolomini.

Piccolomini. Entusiasmo hasta el griterío entre los cardenales triunfadores, en contraste con la serenidad del nominado y la aparente, cortés indiferencia de Rodrigo. Agradece Piccolomini la confianza.

– No es el momento de expresar mi programa, pero tengo pensado llamarme Pío Ii y quiero manifestar mi deseo de superar las diferencias habidas en el pasado, basándome en la experiencia de Rodrigo Borja, hombre sabio y de leyes, pieza de entronque entre dos pontificados, y lo escojo como cardenal que pondrá la tiara sobre mis sienes.

El besamanos del proclamado papa recibe la compensación de su bendición y de abajo arriba los ojos de Rodrigo recibieron la promesa de la palabra cumplida. Ya fuera del salón del cónclave, Rodrigo pasó los días resolviendo papeles, honrando la memoria de su tío y rezando a las vírgenes que le eran más propicias. La sombra del secretario cesante le asaltó en uno de sus rezos para comunicarle:

– Pere Lluís ha muerto.

Y Rodrigo le cogió por la pechera para obligarle a acercársele primero y a arrodillarse a su lado después.

– ¿Las fiebres o es cierto lo que se dice del veneno?

Se encoge de hombros el atrapado y le libera de la retención el cardenal para seguir sus oraciones.

Oraciones privadas que días después se convertirán en rezos públicos a la sombra de la ceremonia de investidura del papa Pío Ii. El compungido cardenal Borja se pone las facciones de la majestad para coger la tiara pontificia, elevarla sobre la cabeza de Pío Ii, oponerla al cielo, diríase que para verla en contraste con el infinito, a medio camino entre la cabeza de Piccolomini y la suya. Se instala Rodrigo en el instante, con la tiara entre las manos, hasta que le llega la voz irónica de Piccolomini.

– Rodrigo, esta vez el papa soy yo. Ponme la tiara.

La deposita el cardenal sobre las sienes de Piccolomini y se quedan en el aire, como frustrados, sus brazos abiertos, hasta que se recogen, formando una cruz sobre el pecho, como si guardara para sí el comentario de Pío Ii.

– Un día será tuya, Rodrigo.

No lo dudo.

De las nubes baja la mirada de Alejandro Vi, a caballo, camino de San Juan de Letrán. Mira con orgullo a quienes le vitorean y luego sus ojos selectivos buscan a personas concretas entre la multitud y los cierra como un gato tranquilizado cuando corrobora presencias. La silueta de Giulia en una ventana. No ha visto a César, rodeado de Corella, Grasica, Llorca y Montcada disfrazados de frailes divertidos por el espectáculo, hasta la carcajada de Corella que fuerza a César a empujarle para que abandone la primera fila del público. Ya libres de contención, Corella no puede contener el ataque de risa, y aunque los demás son cómplices de su hilaridad, poco a poco se cansan y le golpean para que se calme.

– ¿Qué es lo que tanto te ha hecho reír?

– La emoción de las masas, querido César. Lo fiable que es la emoción de las masas. Esa chusma que hoy grita "¡Viva el papa!" es la misma que durante el cónclave nos quería rebanar el cuello a "los catalanes" y son a su vez hijos o nietos de los que querían degollar a tu padre y a tu tío cuando la muerte de Calixto Iii.

– A los pueblos los cambian las minorías inteligentes y seguras de sí mismas, con proyecto de futuro.

Hay que llenarles el cerebro.

¿Descubres ahora que las multitudes tienen cerebro de niño?

– ¿Por qué denigras a los niños?

– Vamos a terminar esta fastuosa celebración en familia, Miquel.

Tengo ganas de ver la cara de todos mis hermanos naturales, de mi madre natural, de su marido natural y de mi padre natural bajo la tiara de san Pedro.

– Suerte tuvo san Pedro. Si hubiera tenido una tiara tan valiosa se la habría vendido y habría ido al infierno.

Por los ventanales de la mansión de Carlo Canale y Vannozza Catanei, el matrimonio sigue al cortejo mientras Joan Borja y Djem juegan al ajedrez. Canale contempla el protagonismo de Alejandro Vi como si fuera su propio protagonismo y Vannozza adopta la expresión de misión cumplida. Entran César y sus acompañantes, que no merecen la atención de los jugadores, ni distraen a Canale de su adoradora contemplación del desfile, pero Vannozza sí repara en César y estudia su expresión, va hacia él, le coge una mano y le propone:

– Todo bien, ¿no?

César besa a su madre en la mejilla y asiente cerrando los ojos. Deja que Corella ocupe el lugar de acompañante de Canale ante la ventana y se sitúa en segundo plano. Canale expresa en voz alta su entusiasmo sin perderse ni un segundo el espectáculo:

– ¿Has visto cómo le ha impresionado la pancarta que le he puesto?

– ¿De qué pancarta se trata, señor Canale?

– Una que decía: "Roma era grande bajo César. Ahora es más grande aún. César era un hombre.

Alejandro es un Dios." Aplaude Corella, se suma al aplauso César y Vannozza salta alborozada.

– ¿Verdad que es una hermosa pancarta? Carlo me la consultó y yo le dije "¡Adelante!"

– ¿No está Lucrecia?

– Sigue el cortejo desde el palacio de Santa Maria in Portico, con la Milá y…

– Y…

– Y…

No quiere despejar Vannozza la incógnita y César le acerca los labios a la oreja.

– ¿Te duele?

– ¿Por qué había de dolerme?

Tu padre y yo siempre hemos conocido los límites que nos separaban.

Fue un honor que me escogiera como compañera. Era el hombre más atractivo de Roma. Alguien dijo de él entonces: nunca he visto a un hombre tan carnal. Le he dado hijos, pero los ha educado según su arbitrio. He tratado de ayudarle y no de perjudicarle. Giulia es la juventud. Tu padre necesita sentirse joven, mientras pueda, y eso nos interesa a todos. A ti para empezar.

– ¿Y a ése?

Le riñe Vannozza a César con un gesto. No. No debe tratar tan despectivamente a su hermano, enfrascado en una jugada, frente a la mirada de araña de Djem. Pero la mujer prefiere volver a la tranquilizada reflexión anterior.

– Cuando conocí a tu padre acababa de volver de España. Había coronado ya a dos papas y como cardenal de Valencia fue a visitar su sede, Xátiva, Torreta de Canal, todos esos lugares de los que tanto me ha hablado. Conoció también a Fernando de Aragón, que le pareció de mal fiar, y a su mujer, Isabel de Castilla, una castellana insoportable. Tu padre decía de ella: es antipática pero necesaria, y la ayudó a conseguir el trono contra su sobrina, la heredera legítima. A la vuelta estuvo a punto de morir ahogado. Una tempestad engulló a muchos de sus acompañantes y Rodrigo volvió a Roma como un resucitado. Era el hombre más admirado por las mujeres. No, aún no era un dios. Era…

– Un príncipe.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque cada vez que vuelves al pasado y me cuentas esa historia dices que era como un príncipe.

– Mírale. ¿Un dios? ¿Un príncipe?

Se acerca César a la ventana a tiempo de ver cómo culea el caballo y la espalda del papa con la capa desplegada y la cabeza erguida a pesar del peso de la tiara.

– No son tiempos de dioses, sino de príncipes.

Pero Vannozza no quiere perder esta mañana su secreta placidez y contempla enamoradamente el alejamiento de Alejandro Vi, como si quisiera empujarle con la mirada para ultimar un largo camino.

– César, a veces pienso que tu padre ha pasado por mí como por un lugar de reposo entre dos batallas.

– Entre dos cacerías. Mi padre no es un guerrero. Es sólo un cazador.

3 Vannozza, el reposo del cazador

Carlo Canale solicita atención, silencio y pellizca el aire con dos dedos como si quisiera aguantarse con ese contacto mínimo, gaseoso, mientras se pone de puntillas en busca de la levitación y los labios se le convierten en una piel adherida a la textura de los versos que declama.

– "Volgendo gli occhi al mio novo colore che fa di morte remembrar la gente, pietá vi mosse; onde benignamente salutando, teneste in vita il core.

La fragile vita ch.ancor meco alberga, fu de begli occhi vostri aperto dono, et de la voce angelica soave.

Da loro conosco l.esser ov.io sono: che come suoi pigro animal per verga, cosí destaro in me l.anima grave.

Del mio cor, donna, l.una et l.altra chiave avete in mano; et di ció fraile son contento, presto di navigare a ciascun vento, ch. ogni cosa da voi m.e dolce honore."

Aplaude Vannozza más que los demás miembros de la improvisada corte poética.

– ¡Qué bello! ¡Qué bello, Petrarca! Me pone la piel de gallina. ¡Carlo! Recita ahora tus poemas. ¡Carlo, escribe! ¡El gran Poliziano decía que tenía alma de poeta y le había dedicado su "Orfeo"!

Y tal vez hubiera recitado Canale de no comentar César:

– A veces escribir debe de ser un placer secreto.

– No seas malo, César, y deja que Carlo recite sus versos.

Se niega Carlo a la espera de que sea el mismísimo Alejandro Vi quien se lo solicite, desinteresado de lo que piensen Corella y los demás secuaces de César o Lucrecia, como ausente y empeñada en acariciarse los bucles de oro, mientras a su lado permanece un joven arrobado, desentendido de lo que se está hablando. Alejandro Vi no solicita los versos de Canale, sino que busca en el cielo su propia inspiración y sin más preámbulo recita:

– "Alt e amor, d.on gran dessig s.engendra esper, venent per tots aquests graons, me son delits, mas dona.m passions la por del mal, qui.m fa magrir carn tendra e port al cor sens fum continuu foc, e la calor no.m surt a part de fora.

Socorreu-me dins los termes d.una hora, car mos senyals demostren viure poc!" (1)

– ¡No entiendo nada, pero me parece bellísimo!

– Vannozza, tantos años cerca y sigues sin entender mi lengua. César, ¿te han gustado estos versos de Ausiás March?

Pero no es César quien contesta sino Corella.

– Tanto como los que Canale ha recitado de Petrarca. Son dos grandes poetas, unidos por el V [1]ínculo de lecturas comunes. Desde hace más de un siglo y medio la relectura de los clásicos latinos y griegos ha propiciado la aparición de clásicos italianos, franceses, catalanes, castellanos. Petrarca es, a la lengua italiana, lo que Ausiás a la catalana, dos fundadores. Además los dos proceden de san Agustín y de Cicerón, de Virgilio y de Ovidio. ¿Sabía su santidad que un papa de Aviñón estuvo a punto de excomulgar a Petrarca porque citaba a Virgilio?

– Yo no pienso excomulgar a nadie por citar poetas. Y contra la opinión de los teólogos, ni siquiera voy a excomulgar a Copérnico, que me está liando el Cielo y la Tierra y no sé a dónde nos va a llevar.

– Bien hace su santidad. Citar a Virgilio ya no es peligroso, pero construir una lengua quiere decir vertebrar un país. No hay entidad sin lengua. Lo acaba de decir un sabio castellano, Nebrija: siempre fue la lengua compañera del Imperio.

Ríe César a carcajadas.

– Miquel el inesperado. El guerrero más secreto y peligroso de Roma diserta sobre Pretarca, Ausiás March y sobre el siglo entero, si se tercia, como un discípulo de los humanistas florentinos o ferrarenses.

– A eso le llaman la alianza de las armas y las letras.

Sale Lucrecia de su aislamiento y pregunta sin dejar de acariciarse el cabello, mientras su acompañante asiente a cuanto dice:

– ¿Son tan peligrosas las armas como las palabras? ¿Son tan bellas las armas como las palabras?

Ahora es César quien le replica.

– Las armas sólo sirven para matar, pero hay palabras que matan y otras que duermen.

Borra con un gesto en el aire Alejandro Vi las preocupaciones de Lucrecia y le pide que se siente sobre sus rodillas. El papa se fija en la desazón con que el joven que permanecía hasta ahora junto a su hija contempla la obediente respuesta de Lucrecia. Junto al muchacho el cardenal Ascanio Sforza le pone una mano sobre el hombro y el papa reconforta al joven en alta voz:

– Tranquilo, yerno. Tranquilo, Giovanni, porque eres un Sforza y porque nada hay más tierno que el amor de un padre por su única hija.

Dile, Ascanio, a tu sobrino que Lucrecia está en buenas manos.

Sonríe Ascanio condescendiente y concede también el muchacho, conturbado por sus prejuicios. Alejandro se pone paternal y didáctico con la hija que ya está sobre sus rodillas.

– Vayáis donde vayáis, conviene que no perdáis las raíces de donde vienen los Borja, pero también que os sintáis de aquí, porque Valencia y la Corona de Aragón es nuestro pasado. Roma y la cristiandad nuestro futuro. Pero no olvides, Lucrecia, que en catalán han escrito grandes escritores como Ausiás March, al que sospecho conocí en Lleida, o Joanot Martorell, vehemente cruzado in péctore, conocido de mi "oncle" Alfons, Calixto Iii. Tu hermano Joan está en Gandía, la tierra de los poetas March, tan cerca de nuestra amada Xátiva.

Acude Vannozza y fuerza a Lucrecia a abandonar las rodillas de su padre.

– Quisiera hablar con su santidad. Dejádmelo un momento para mí.

Ni Lucrecia ni Rodrigo comprenden la brusquedad de Vannozza, mal disimulada por la sonrisa, pero él se deja llevar a la habitación contigua, sorprendido por el misterioso secuestro. Rodrigo lo interpreta como un acceso de celos y trata de insinuarse a Vannozza palpándole las carnes, como si le despertara un deseo irrefrenable.

Ella acepta el juego al tiempo que trata de sacarse de encima las pontificias manos, pero se echa a llo rar y lo que ha sido cerco de amor se torna cerco compasivo.

– ¿Qué te pasa, reina mía?

¿Te ha molestado algo de lo que he hecho?

Se hace rogar Vannozza el desvelamiento de su angustia hasta que por fin cede.

– No me consultas nada. Has hecho de César cardenal de Valencia y su madre sin enterarse. Has apalabrado el matrimonio de Lucrecia con un Sforza y el de Joan con una castellana y me he enterado por terceros. Tú me desdeñas y los otros me insultan.

– Dime quién te insulta y haré un escarmiento.

– A mis oídos llegan todos los días las maledicencias que lanzan tus enemigos. Todo desborda ya lo tolerable. Se dice que me acuesto a la vez con Joan y con César, que tú utilizas mi casa para irte a la cama con Lucrecia o con Giulia Farnesio, bajo el celestinaje compartido con Adriana del Milá, Adriana y yo celestinas de la nuera de Adriana. Pero lo que no puedo soportar es…

– No puedes soportar ¿qué?

– En Florencia el fraile Savonarola me insulta constantemente al acusarte a ti de concupiscencia.

Ya no se trata de la palabra de un enemigo político como Della Rovere, sino de un santo. Me aterra que los santos me condenen.

– Vannozza, mujer. Savonarola no es un santo. Para ser santo debiera beatificarlo yo y no pienso hacerlo. Pero te prometo que haré algo, que le enviaré un aviso contundente.

– ¿No podrías pedirle que me bendijera?

– ¿Savonarola? ¿Para qué quieres tú la bendición de un fraile pudiendo tener la del papa? ¿Quieres que te bendiga?

Es indignación lo que empuja a Vannozza a abandonar el aparte con Rodrigo.

Tal vez la noche ayude a Vannozza a llorar desconsoladamente, sin que los cariños multiplicados de Carlo Canale consigan aplacar su llanto. El abrazo del hombre se convierte en acunamiento y arrullo hasta que la mujer deja de llorar y parpadea cada vez más complacida.

– Todo lo he hecho por él. Todo. Le he dado mi vida. Hijos.

He pasado por todas sus veleidades.

– Lo sé, cariño.

– Cuando volvió de España parecía un príncipe milagrosamente salvado de las aguas y ya tenía dos o tres hijos de los que sólo le queda una hija. No sé dónde para.

Yo le di cuatro y mi paciencia y mi comprensión.

– Lo sé, cariño, lo sé.

– Hasta he pasado por la historia de la Farnesio, fraguada por la mala puta de la Milá, esa primita que parece nacida para alcahueta a costa de su propio hijo.

– El pobre Orsino Orsini es tuerto.

– Pero su madre no. Recuerdo el momento en que Giulia Farnesio entró en nuestras vidas.

Ante los ojos interiores de Vannozza, la memoria recrea el encuentro de Rodrigo con Giulia Farnesio, parpadea cada vez que los ojos de Rodrigo succionan la presencia de la muchacha.

– Giulia -dice Vannozza.

La muchacha acude a su reclamo en el recuerdo, de pronto aparece en el hueco de una puerta abierta, con una alegre espontaneidad, buscando con los ojos a Adriana.

– ¡Giulia! -la reclama Adriana tendiéndole una mano.

Y hacia ella va la joven Farnesio, pero por el camino abierto por los reunidos de pronto se topa con Rodrigo, que ha interrumpido la conversación, el gesto, la vida misma, asfixiado ante el impacto de belleza que ha recibido.

– ¡Giulia! -vuelve a reclamar Adriana inútilmente porque el movimiento se ha paralizado en el espacio del encuentro que ocupan Giulia y Rodrigo, hasta que él tiende las manos, coge una de las suyas, se la besa, al tiempo que Adriana llega a su altura.

– ¿No conocías a mi nuera Giulia Farnesio? Giulia, es el cardenal Borja, mi primo, no hay que presentártelo.

Asume la muchacha azorada que no hay que presentárselo y no se empeña en recuperar las manos que le retiene Rodrigo. Lucrecia se ha abierto camino y se interpone blandamente entre su padre y Giulia, se abraza al cardenal, le besa y Rodrigo se desprende poco a poco del contacto con la aparición.

Vannozza ha quedado paralizada por lo evidente, igual que Orsino Orsini, el tuerto marido de Giulia, y los cortesanos de los Borja cuchichean sobre lo que acaban de ver. Hierático, Burcardo recorre con sus ojos críticos tanto las desnudeces excesivas de Giulia como el excesivo afecto que Lucrecia demuestra por el padre recuperado. No por mucho tiempo. Rodrigo ve cómo Adriana y Giulia se ríen y preparan la salida del salón y no le queda otro camino que el seguir a las dos mujeres por un túnel de silencio roto por las risas y los cuchicheos de Adriana y Giulia, que fingen la huida. El seguimiento desemboca en un salón donde Adriana ha desaparecido y Giulia trata de encontrar inútilmente la salida mientras Rodrigo da con ella y se le acerca, impulsivo pero interrogativo como pidiendo permiso para lo que no tiene más remedio que hacer.

– Es un honor, eminencia, pero…

– No hay más honor que el mío de poder siquiera verte, percibir el aura que emana de tu cuerpo de joven diosa. Me siento enfermo y no puedo decirte de qué enfermedad.

Me duele el pecho y no he recibido otro golpe que el de tus ojos.

– Es un honor, eminencia, pero…

– "Plena de seny, dirvos que us am no cal puis crec de cert que us ne teniu per certa -si be mostrau que us está molt cobertacella perqu [2]é amor es desegual." (2)

No ha entendido las palabras de Rodrigo, pero sí que él se arrodille, le tome la mano entre las suyas y luego se abrace a su talle y la contemple de abajo arriba como una copa floral y frágil. Los ojos de Vannozza estaban más allá de la puerta entreabierta y vuelven del recuerdo para recuperar la servil, a veces irritante ternura de Carlo Canale.

– Han pasado dos años, Rodrigo ya es papa. Ha enriquecido a los Orsini por dejarse poner cuernos y a los Farnesio por ser parientes de Giulia. Se dice que Laura, la hija de Giulia y el tuerto Orsini, es en realidad hija de Rodrigo. Todos hemos pecado, pero la pecadora fundamental sigo siendo yo, yo soy la que le he dado los hijos, yo voy de boca en boca de santos predicadores.

– ¡Santos! Eso lo dices tú, bella mía. ¡Santos! ¡Vete a saber!

– Si te dijera que Savonarola no me preocupa te mentiría, Remulins, pero si te dijera lo contrario, también. Ese modelo de religiosidad que representa Savonarola corresponde al pasado, a la infancia de la Iglesia, se emparenta con la rebelión de Hus o con las teorías multitudinarias que reivindican el protagonismo de las ovejas frente al Buen Pastor. En el cristianismo subyace un impulso igualitarista que tiende a la anarquía, al desorden y el desorden, sólo conduce al desorden o a un nuevo orden peor que el impugnado.

Los tiempos de cambio son estimulantes pero peligrosos, porque no siempre el cambio es controlable y hay fuerzas oscuras que aprovechan las mutaciones para la subversión.

Pero, sobre todo, lo que me preocupa de Savonarola no es que me considere el Anticristo, sino que sea un pelele en manos del rey de Francia y haga de Florencia la puerta de entrada de los franceses en Italia.

– De hecho a Savonarola se le debe el título de Nuevo Ciro con el que Carlos Viii amenaza invadir Italia. Y fue Savonarola el que utilizó al profeta Isaías para justificar esa invasión. Isaías pone en boca de Jehová: Ciro es mi pastor y cumplirá todo lo que yo quiero, en diciendo, Jerusalén serás edificada y sobre el Templo serás fundada.

– Isaías es un puro pretexto.

Ya sé que el rey de Francia ha pedido que le lean el libro de Isaías y utiliza la consigna: en ti está Dios y no hay otro fuera de Dios. Ése es el desorden que temo. Los franceses por el norte utilizando Florencia y los españoles por el sur utilizando Nápoles mientras Castilla se expande más allá de la mar Océana, hacia las Indias, por el nuevo camino descubierto por Colón.

– Isaías dijo: de Oriente los sirios y los filisteos de poniente y con todas sus bocas se tragarán a Israel.

– ¡Profetas! ¡Profetas al servicio de historias pasadas! ¿Y el poder de Dios hoy? ¿Quién representa el poder de Dios? Savonarola predica la necesidad de un concilio para desposeerme y le secundan el rey de Francia y Della Rovere.

– En mi opinión hay que dejarle hacer. No conviene atacarle con el pretexto de que es un instrumento de los franceses porque eso representaría una precipitada declaración de hostilidad contra el rey de Francia. Savonarola se autodestruirá teológicamente y teológicamente hay que dejar que se ahorque él solo.

La idea deslumbra a Rodrigo.

¡Que se ahorque él solo! ¡Remulins! Admira la frialdad analítica de su compañero de estudios desde que se conocieron en el Estudi de Lleida. No consigue recordarle en ningún desliz, cierto, aunque tampoco le recuerda en ninguna cacería.

– Vigila el caso Savonarola.

Lo pongo en tus manos. Viaja a Florencia cuanto haga falta. No puedo perder el tiempo con estos frailes fanáticos cuando he de pelearme con los nuevos príncipes y en tiempos de cambios insospechados. Voy a dictar una normativa para la repartición de los territorios conquistados por los españoles y los portugueses más allá del océano. Vamos a llegar al 1500 y me temo una oleada de milenarismo a cargo de frailes calzados o descalzos como ese Girolamo Savonarola.

– No minimizaría lo de Savonarola. Se ha hecho dueño de la República de Florencia, hace inviable el poder de los Medicis y ha conseguido extraños usos sociales.

– ¿Por ejemplo?

– Las gentes se pasan el día rezando, hacen ayuno voluntario sólo con pan y agua tres días a la semana y dos con pan y vino.

– El vino mejora la dieta.

– No te rías. Los conventos están llenos de doncellas y mujeres casadas y se dice que en Florencia sólo ves por las calles chicos, hombres y ancianas. Organizan hogueras para purificar las vanidades y a ellas van a parar vestidos de lujo, objetos suntuosos, cartas, dados, cancioneros, pelucas, instrumentos de música y obras de arte lascivas. Botticelli, el gran Botticelli, ha pedido perdón por sus tiempos de pintor pagano y sólo pinta vírgenes, y de ti, Savonarola dice que ni siquiera crees en Dios.

– Alejandro pensaba que peores cosas decían de él en los panfletos que cuelgan en el busto de Pasquino junto a la piazza Navona. Pudo leer uno cuando abandonaba la plaza donde César había lidiado dos toros. Pero lo del fraile es diferente y rompe el signo de los tiempos. Vigila eso de cerca, Remulins -le insta-, y tenme al día.

– Burcardo quiere hablarme y es un milagro porque es un hombre que calla tanto cuanto mira y me pone nervioso.

Como en un relevo preconcebido, Remulins deja su sitio a Burcardo, de silencioso entrar y breve saludo, hasta que, a solas con el papa, trata de vencer la asfixia de la prudencia para hablar con soltura.

– Santidad, he visto a medio hacer algunas pinturas de Pinturicchio que su santidad ha encargado y otras ya realizadas y me temo que puedan ser piedra de escándalo en este pedregal de escándalos que rodea a su santidad.

– Son pinturas religiosas, Burcardo.

– Desgraciadamente la Iglesia jamás ha elaborado un criterio suficiente, un canon moral sobre el tratamiento de las imágenes. Ese canon moral urge, porque, en efecto, hablamos de situaciones y personajes irreprochablemente sacros, pero con una modelo casi exclusiva, santidad: Giulia Farnesio, como ha sido utilizada de modelo su hija Lucrecia y en el pasado Vannozza Catanei.

– ¿Te sorprende la selección de modelos? Tú eres hombre ilustrado, y conoces las teorías platónicas dominantes y la tristeza que sentimos por la imposibilidad de aprehender la Belleza absoluta. Pero en su imposibilidad, en su ausencia terrena, hay que acercarse a la belleza más cercana y aproximada.

¿Hay mujer más bella que Giulia

Farnesio para representar a la Virgen o a las santas? ¿Acaso el gran Giotto o Masaccio no recurrieron a modelos reales para encarnar historias evangélicas? ¿Para qué una Doctrina de las Imágenes como la que tú le pides a la Iglesia?

– Se dice que cada vez que su santidad pasa ante un cuadro en el que aparece Giulia Farnesio se arrodilla o se persigna.

– Me arrodillo o persigno ante la Virgen o ante santa Catalina, no ante Giulia Farnesio.

– Se habla de un pasadizo secreto que comunica el Vaticano con el lugar de encuentro con Giulia Farnesio.

– Tú conoces ese pasadizo, bajo la Capilla Sixtina, que está ahí para cualquier emergencia. Roma no es un lugar seguro, ni siquiera para el papa.

– También se reprocha que su santidad haya llenado las estancias vaticanas con la estampa del buey, y se interpreta como signo de paganismo. El buey Apis.

– Según mis cortas luces en mitología, Burcardo, los egipcios fueron los maestros de simbología de Moisés. ¿Era hereje la simbología de Moisés? Si recorres las estancias Borja sólo verás exaltación de los valores evangélicos o bíblicos, aunque sibilas y profetas anunciaran la llegada de Cristo.

– Se dice…

– ¡Se dice! ¿Quién lo dice?

– Es grave que se presuma en su santidad una aplicación de la Cábala judía mediante la síntesis de elementos culturales cristianos, judíos, paganos, a la manera del peligroso Pico della Mirandola, partidario de declarar la Cábala como parte de la Revelación. Eso se suma a la prevención de judaísmo…

– Sé que se me llama "marrano" porque he acogido en Roma a los judíos que los reyes de Aragón y de Castilla, Fernando e Isabel, han expulsado, siguiendo el consejo del tétrico Cisneros, confesor de Isabel. ¿Qué son esos judíos?

Médicos, abogados, astrólogos, profesionales que necesitamos.

– Prestamistas.

– También necesitamos dinero, si queremos organizar un ejército del Vaticano que disuada las rebeliones de los involucionistas señores feudales o los apetitos de franceses y españoles. La alianza con los Sforza ha sido un fiasco y mi yerno un pusilánime que no moverá un dedo contra los franceses.

Ha huido a su tierra y me acusa de toda clase de agravios. Según parece le inspiro pavor. Necesitamos formar una liga antifrancesa con otras ciudades y sobre todo con la República de Venecia. Eso cuesta dinero. Te agradezco que trates de protegerme de los demás, pero no me protejas de mí mismo.

Mas no es posible seguir la conversación porque llegan gritos y alborozos desde el patio interior y se asoma a los ventanales el papa para descubrir el motivo, sin que Burcardo se atreva a ponerse a su lado.

– Mira, Burcardo, es César.

Está jugando al toro.

A caballo, César burla al toro, finge dejarse atrapar, luego se escapa, se inclina para tocarle la testuz, cogerle por la cola. Le ríen las gracias su corte de seguidores y damas asomadas a las ventanas. Desciende César del caballo y desenfunda la espada. Espera la arremetida del animal con los brazos en alto armados por el espadón, deja pasar a la bestia y a continuación la decapita en dos tiempos, el primer golpe detiene la carrera del animal y le obliga a ponerse de rodillas. El segundo desprende la cabeza e instantes después César la alza ensangrentada hacia la ventana donde su padre ha trocado la expresión de entusiasmo por la de disgusto. No así Burcardo, que parece fascinado ante el cabezón del que cuelgan barbas de sangre.

Savonarola se ha subido a un pedestal sin estatua y clava su barbilla en el aire, puros ángulos agudos sus rasgos y sus gestos, como si tratara de agredir el espacio en el que se inserta como una cuchillada.

– ¡Sabed, florentinos, que las tropas de Carlos Viii, rey de Francia, van a entrar en la ciudad, y bendito sea Dios porque Carlos Viii, el Nuevo Ciro, será el instrumento contra el Anticristo que vive con figura de papa de Roma en la sede de Pedro!

Roma iguala en sus pecados a Nínive o a Babilonia y las rameras del papa han dejado el santo lugar lleno de huevos de la serpiente, crías de Satanás. Hay que volver a la sencillez de la vida cristiana, imitando las costumbres y la vida de Cristo, un Cristo pobre.

¡Una vida cristiana que no puede fundarse en los sentidos naturales, sino en la luz natural de la razón avalada por la Revelación y con el fin de perpetuar el estado de Gracia! ¡Necesitamos un concilio que aleje al Anticristo de la silla de Pedro!

Se despega Maquiavelo de la multitud que sigue el sermón de Savonarola y encuentra la complicidad de un hombre principal vestido de peregrino.

– Cuanto más le escucho más dudo.

Lo ha dicho Maquiavelo y el peregrino finge sorpresa.

– ¿Duda de la santidad de Savonarola?

– Dudo de la eficacia de lo que dice. Tiene discurso para una revolución, pero sólo cuenta con palabras para impulsarla.

– Y con las tropas del rey de Francia.

– Savonarola cuenta con las tropas de Carlos Viii, pero Carlos Viii no cuenta con Savonarola. Es un comparsa para los sueños de anexión de los bárbaros.

– ¿Otra vez los bárbaros?

– A Carlos Viii le llaman el Rey Pequeño y le gastan muchas bromas por el lema de su bandera "Misso a Deo". Pero es un rey pequeño, posiblemente enviado por Dios como instrumento de los bárbaros. La Historia ha construido un statu quo ciudadano en Italia, cada ciudad un sistema, un universo que aspira a reconstruir el universo de la Roma clásica, una razón y en su conjunto una trama hacia una Italia posible, futura, heredera del saber de Roma, tal como se ha esbozado en los últimos doscientos años de sueños del humanismo. Pero están llegando otra vez los bárbaros.

– ¿Los turcos?

– Los franceses, los aragoneses, los castellanos y hasta los suizos se han armado y son los mercenarios más salvajes y amenazadores. ¿Quién va a pararlos? ¿Savonarola? Solamente es un profeta desarmado.

– Un profeta desarmado. Bien visto. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

– No son tiempos para confesar identidades, ¿con quién hablo yo, primero?

– El peregrino Remulins, de Cataluña.

Se ríe Maquiavelo.

– Más Remulins que peregrino porque a pesar de la distancia sabemos en Florencia quién es quién en la corte del papa y usted es hombre tan de su confianza como su médico, igualmente catalán.

– Y yo, si no me equivoco, hablo con Nicolás Maquiavelo, hombre escuchado por el gobierno de la ciudad.

– Lo soy pero no sé por cuánto tiempo. Entre Savonarola y los franceses matarán la república. La caída de los Medicis ha significado la oportunidad de traer la república y entre todos la estamos matando. Los Medicis eran truculentos y despóticos pero a veces magníficos. ¿No fueron los Medicis

quienes financiaron a Ghiberti durante cincuenta años para que hiciera unas puertas, las del Baptisterio? ¿Quién puede discutir que la Florencia de Lorenzo el Magnífico creó los mejores brillos culturales desde el siglo de Augusto? En su tiempo, Florencia estaba llena de estudiosos de toda Europa. En cambio, Savonarola y los anti-Savonarola son mediocres, mezquinos, pequeños, beatos. ¿Ha llegado a Roma noticia de la "hoguera de las vanidades"? Retrata a Savonarola y a los suyos. Organizaron una hoguera purificadora para que los florentinos echaran en ella todas sus vanidades y así hicieron.

¿Qué arrojaron a las llamas? Pelucas, barbas postizas, caretas de carnaval, cartas, dados, espejos, perfumes, abalorios, libros, retratos de hermosas damas y hasta algunos artistas quemaron sus obras "licenciosas", como Baccio della Porta o Lorenzo de Credi. Pero a pesar de todo yo prefiero la república, y frente a Julio César, yo estoy con Casio y Bruto.

– Yo he buscado el encuentro con usted.

– Yo no lo rechazo, pero no en plena calle.

Caminan los dos hombres hasta hallarse a cubierto y propone Maquiavelo ser seguido hasta los escalones que llevan a un salón de taberna dominado por una mesa, vasos de vino y hombres reunidos.

Uno de ellos se ha sentido molesto ante la entrada de Remulins y trata de ocultar quién es por el procedimiento de sentarse en segunda fila y colocar la jarra de vino a la altura del rostro.

– No creo traicionar vuestra confianza con la presencia de mi invitado, señor Remulins, asesor de su santidad y hombre interesado por conocer nuestra opinión sobre el fenómeno Savonarola.

– No puede durar.

– Savonarola es un cadáver.

Cabecea Maquiavelo, disconforme con los que así opinan y, tras

tomar asiento y vino, toma la palabra.

– Por el discurso que hoy ha hecho, Savonarola tiene más poder que nunca. Ha mezclado sus argumentos regeneracionistas de la Iglesia con el papel de Carlos Viii como purificador de la cristiandad. ¿Qué más le puede interesar al rey francés? ¿No es un regalo este san Juan Bautista florentino que anuncia la llegada del Mesías y pide un concilio para proclamarlo?

– No blasfemes, Nicolás.

– No es blasfemia, es evidencia. Carlos Viii pasará por Florencia, la aplastará e irá a Roma dejando a Savonarola como un profeta desarmado pero instrumentalizable. ¿No lo ve usted así, Remulins?

– Yo escucho.

– E informa.

No ha podido contenerse el hombre semioculto y adelanta la cabeza, y con ella la cara, el cardenal Della Rovere, y hacia él dirigen todos sus miradas y Remulins la pregunta:

– ¿A quién informo?

– A Alejandro Vi, el próximo objetivo de Carlos Viii.

– Usted mismo, Della Rovere, debería informar como cardenal del Sacro Colegio y defensor de los intereses de la Iglesia.

Trata de sumar la aquiescencia ajena Giuliano y mirando a todos y cada uno de los presentes proclama:

– ¿Acaso los intereses de la Iglesia coinciden con los de los Borja? Un papa que nombra hasta cuarenta y tres cardenales según cuarenta y tres intereses personales o de familia, ¿representa los intereses de la Iglesia? ¿Los intereses de los italianos coinciden con los de los Borja? ¿No es más cierto que esta familia es una raza intrusa que viene de España y ha representado los intereses de la Corona de Aragón en el pasado y hoy los de los Reyes Católicos?

No hay quien se atreva a la respuesta y casi todos miran a Maquiavelo para que se comprometa.

Finalmente habla:

– De lo que estoy seguro es de que los intereses de los italianos no coinciden con los de los bárbaros, y bárbaros y bien bárbaros son los nuevos invasores de Italia.

La soldadesca asalta casa por casa y, como siempre ocurre, los mercenarios sólo sirven para cobrar la soldada y abandonarte cuando vienen mal dadas. Roma está en silencio a la espera del pillaje y del llanto. Milán y los Sforza ceden ante los franceses, Florencia se rinde, Venecia consiente.

¿Qué puede hacer el papa con un puñado de mercenarios? La guardia española y los voluntarios de la colonia alemana resisten en las puertas de Roma, pero es un combate condenado al fracaso. Burcardo, César y Djem escuchan la perorata de Alejandro Vi desde el respeto.

– Y las familias romanas, ¿dónde están? ¿Dónde están esos vendepatrias? Della Rovere es un agente francés, pero Orsino Orsini había recibido mi encargo de hacer frente al invasor, aunque fuera con su único ojo. ¿Dónde está? Por cierto, ¿las mujeres están a buen recaudo?

– No todas.

– ¿Qué quieres decir, César?

– De eso veníamos a hablarte.

Giulia Farnesio está en poder de los franceses.

– ¿Se ha pasado, obligada por su marido, a los franceses?

– La tienen en condición de rehén y te piden un rescate.

– ¿A mí?

– A ti.

Ha oído pero no ha oído el papa. Se ha puesto en pie y quisiera caminar pero no lo hace, también hablar, pero tampoco logra hilvanar una oración compuesta. Sólo consigue decir tres veces "Giulia, Giulia, Giulia" y, ya desahogado, se lamenta:

– Y Joan en Gandía, mi general, mi brazo armado, tan lejos.

Yo le preguntaría: ¿qué podemos hacer?

Mas no contesta el ausente Joan, sino César.

– Pagar.

– Pagar ¿qué?

– El rescate. El secuestro puede tratarse de una burla, conocedores los franceses del mucho interés que te despierta la dama, pero de momento le han puesto un fuerte precio. Están a las afueras de Roma y si pagamos la sueltan.

– ¿A qué esperamos? No importa el precio. César, negocia tú, ahora, corre, no pierdas ni un segundo.

De la penumbra sale Corella, cuchichea con César y se van, dejando al papa con un brazo sobre la espalda de Burcardo, sorprendido por el gesto papal.

– Ya ha empezado la humillación. Entrarán en la ciudad y traen la consigna de desposeerme de la sede, convocar un concilio y nombrar un papa proclive a sus intereses.

Medita Burcardo y no se suma a la tristeza autocompasiva de Alejandro Vi.

– Pero se encontrarán con un buey Borja con las patas bien firmes y la testuz defendiendo la sede de Pedro. Poca fue la resistencia del papa Luna desde Peñíscola comparada con la que yo pueda hacer. Burcardo, escucha y anota, porque puedes oír en estos momentos mi última posibilidad de testamento. Grandes han sido mis faltas, pero siempre he tratado de consolidar la autonomía de la Iglesia frente a los príncipes.

– No todo está perdido.

– ¿Tienes un ejército escondido entre tus libros de rezos o de protocolos?

– El ejército escondido, invisible, pero real lo tiene su santidad. No dé la tiara por perdida hasta no descubrir las intenciones del francés.

Arde Roma, comprueban los dos hombres desde las ventanas asaltadas por las luminarias, y el pillaje se desparrama como el aceite hirviendo. Djem, a espaldas del papa y de Burcardo, se ha sentado a una mesa y come con las dos manos cuantos manjares se ponen a su alcance hasta que nota la mirada desaprobadora de Burcardo sobre sus manos, sus labios grasientos, su cuerpo vencido por el ataque de bulimia. Los ojos de Djem son no sólo los de un animal hambriento, sino también acorralado.

– ¿Qué le pasa, príncipe Djem?

– Tengo hambre.

– ¿Es sólo hambre lo que tiene?

– Júrame que me dirás la verdad, Burcardo.

– Toda la verdad que yo tenga es suya.

– Me han dicho que vais a entregarme a los franceses. No tengo a Joan, mi amigo, el único que me protegía.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Me lo han dicho.

– Delira, príncipe. ¿Cree que los franceses han venido a Roma a buscarle?

Hasta las estancias de los Borja empiezan a llegar desde la calle gritos y blasfemias, ruido de armas y de muerte, mientras César y Miquel cabalgan hacia las luces del campamento francés, la mano del Papa protege especialmente una bolsa que cuelga junto a su pernera derecha y no perderá el contacto hasta llegar al campamento enemigo, cuando la tome posesivamente para dejarla caer sobre una mesa rodeada de militares franceses. No ha gustado su prepotencia y un oficial pincha con un cuchillo su garganta, pero Michelotto ha sacado el suyo y lo pone a su vez en el cuello del militar francés. Hay una colérica parálisis de los militares reunidos hasta que en la habitación entra un personaje que merece el grito:

– "Attention! Le roi!" Solicita una explicación Carlos Viii, con la afilada e inmensa nariz en ristre, mal asentado sobre sus pies deformes, bovinos, y se la suministran en voz baja, al tiempo que le enseñan la bolsa llena de dinero que César ha traído. El rey cede el dinero a un ayudante con un mohín de desprecio y va hacia el trío ya desarmado que componen César, Corella y el oficial francés.

– Así que estoy ante el famoso cardenal César Borja, cardenal de Valencia. ¿Sobrino del papa?

¿Hijo quizá?

– Allegado.

– Allegado. ¿Viene en busca de Giulia Farnesio? Su marido el príncipe Orsini es leal a mi causa y no ha puesto demasiado empeño en rescatarla. La dama es hermosa y el precio ha sido alto. El papa es un hombre que sabe valorar lo que quiere, ¿no es cierto?

– Eso dice su fama.

Ordena el rey con la cabeza que se cumpla lo acordado y al instante brota más que sale Giulia de detrás de un biombo de lona. Mirada por todos, a nadie mira, pasa con majestad ante las inclinaciones de los hombres, sale de la tienda y va hacia un caballo enjaezado. A él se sube y será Carlos Viii en persona quien golpee la grupa del caballo, y sobre el animal, Giulia Farnesio, entre las teas encendidas y los ecos de los cascos de los caballos, avanza hacia la entrada de Roma y a lo lejos parecen sólo quedar luces para captar la soledad del papa, empequeñecido en la lejanía, esperando a las puertas el regreso del amor perdido, como si sólo él y ella contaran después de la catástrofe.

– ¿Ves lo que yo veo, Burcardo?

– Lo veo, cardenal Della Rovere.

– ¿Y no te hierve la sangre cristiana?

– La sangre no hierve, eminencia.

Della Rovere da vueltas en torno a Burcardo como si quisiera sitiarle y rendirle por asedio.

Ante ellos se produce el encuentro entre Giulia y Alejandro, ella arrodillada trata de besarle el anillo, él la fuerza a levantarse y llegan a tiempo César, Miquel, Adriana del Milá, el marido Orsini para llevársela. En el momento en que Orsini cobija a su mujer bajo una capa se detiene el gesto posesivo de Rodrigo y hay un desafío fugaz en las miradas cruzadas de los dos hombres, desafío desigual porque, sobre el ojo vacío, Orsini lleva un parche. Finalmente el papa queda solo bajo la luna y los ojos acechantes e insolidarios de los romanos. Una voz oscurecida, hija de la noche, sale como una lengua bífida en dirección al maestro de protocolo:

– Burcardo, esta noche entrarán los franceses en el Vaticano y los Borja habrán terminado. Será necesario el testimonio cercano de alguien que los conoce bien como tú para impugnarlos y que no salgan librados. Un concilio purificador.

Ésta es la cuestión.

Se ha sobresaltado Burcardo ante las palabras que salen del embozado Della Rovere, que sigue a su lado.

– Los del partido francés lo tenemos todo controlado y esta vez Rodrigo no se salvará.

No contesta Burcardo, y va en pos de Rodrigo mientras Della Rovere sigue los pasos del cortejo Orsini que secunda el regreso de Giulia al hogar. Adriana ha acogido entre sus brazos a la deprimida Giulia y Della Rovere se dedica al marido Orsini, que camina como si llevara el peso del mundo sobre sus espaldas.

– Ha sido humillante, bravo Orsini, pero me ha emocionado su gesto de dar la cara por su mujer en el momento en que el papa parecía tomar definitiva posesión de ella. Se dice que su santidad os ha prohibido los contactos sexuales. Ni siquiera permite que el marido haga uso de su esposa. Rompe el vínculo sagrado que Dios ha establecido.

No le escucha Orsini, como no escucha a su madre Adriana cuando trata de sacarle de su melancolía.

– Todo ha pasado, hijo.

Pero desde la histeria irreprimible, grita el marido:

– ¡Todo ha quedado en evidencia! Más que nunca. No pienso quedarme en Roma ni un día más.

El papa es un monstruo y hasta el marido de Lucrecia desde Padua dice que es un repugnante incestuoso y reclama que le devuelvan a su mujer. ¡Mañana partiré hacia Jerusalén como peregrino!

– Me parece muy lejos para ti, hijo.

– No hay lugar demasiado lejano para mi vergüenza.

Obliga Della Rovere a detenerse al joven Orsini tomándole por los hombros.

– Más vergüenza ha vivido y vivirá Rodrigo Borja, al que me niego a reconocer como mi sumo pontífice. Esta noche los soldados franceses han allanado la casa de Vannozza y han hecho con ella lo que han querido.

No se siente cómplice de las desdichas ajenas el deprimido marido y se escabulle Della Rovere tratando de volver al dúo formado por el papa y Burcardo, pero ya entran en palacio seguidos de César y sus amigos y Giuliano queda a una prudente distancia. En el interior, Alejandro va hacia el trono pontificio y se sienta. Con la excepción de Burcardo, sus hijos, los amigos de César y Djem, nadie le acompaña, y a medida que se acerca el ruido de las fanfarrias que preceden a la tropa francesa, aumenta la serenidad del grupo, sin que nadie se aparte de su puesto, y cuando baten las puertas bajo la presión de la soldadesca, Burcardo lanza la última recomendación.

– Santidad, cada cual en su sitio, y el suyo es el de Dios.

Si el rey de Francia lo profanara, la excomunión lo descalificaría.

Sentado en el trono presencia Alejandro la entrada de los soldados, de sus capitanes, que se contienen a una prudente distancia, y finalmente Carlos Viii avanza cojeando por el pasillo, con el único auxilio de la nariz cuchilla para aparecer dominador y distante hasta que no puede evitar el vis a vis con Alejandro Vi. Todos los ojos estudian el gesto venidero y de él dependerá la partida planteada por Burcardo. Carlos Viii hinca la rodilla en tierra y besa la mano y el anillo que le tiende el papa, mano que luego se alza y bendice al rey de Francia, emocionado y entregado como un vasallo espiritual mientras que, tras el papa, César y Burcardo se sienten ganadores y en el cortejo francés Giuliano della Rovere traga un bolo de amargura.

Levanta la copa Carlos Viii en dirección a Alejandro Vi, que inclina la cabeza en señal de reconocimiento.

– Que los malentendidos del pasado sean la base de los acuerdos del mañana.

Parsimoniosamente alza su poderoso cuerpo el papa y se plantea la desigual batalla visual entre el encorvado rey y el erguido pontífice.

– Señor, me avisaron de que con su majestad llegaba Ciro, el gran conquistador persa, nombre con el que le han saldado príncipes y poetas. Yo aprecio junto a Ciro, el hombre de armas, el talento de un Pericles, estadista insigne, y el razonamiento de un santo Tomás, hacedor de nuestra lógica.

Beben los reunidos y suena la música. De todos los rostros del entorno papal expresa furia el de Corella y depresión profunda el de Djem.

– ¿Qué te apura, Miquel?

– Ignoro cómo se te ha ocurrido aceptar la propuesta de tu padre de acompañar como rehén al rey de Francia en su expedición hacia Nápoles.

– Es una prueba de confianza en nuestras buenas intenciones. Djem también viene como rehén.

– Tu padre es fuerte dentro de su debilidad. El rey francés no se ha atrevido contra él y en definitiva ha sido el único hombre de Estado de Italia que ha tratado de enfrentársele. Pero tú ni siquiera eres oficialmente su hijo.

– No me menosprecies. Soy un cardenal. Ahora se trata de otra corrida, Miquel. Mira la nariz del rey de Francia. Este imbécil sólo tiene nariz y presunción.

Se inclina Della Rovere ante Vannozza.

– Me complace ver que la invasión no la ha afectado, señora Vannozza. Circulaban terribles temores sobre actos vandálicos de la soldadesca francesa, actos de los que habría sido usted víctima.

– Alguna lesión ha sufrido la fachada de mi casa. Pero sólo la fachada. Esté seguro, Giuliano, que de haber sido yo víctima de tales ultrajes me habría enterado.

No es gozo lo que queda colgado de las facciones de Della Rovere, pero Vannozza vase a por César, al que coge por el brazo y se lo lleva a un ángulo del salón.

– ¿Cómo has permitido ese acuerdo de tu padre con el rey?

¿Cómo has permitido que te den el peor papel, el de rehén?

– Rodrigo ahora ve la invasión como una tormenta pasajera y ya planea una política de alianzas para poner en cintura a todos los traidores romanos que se han pasado al francés, para empezar los Orsini y Della Rovere. Cuando se vayan los franceses habrá llegado el momento de ajustarles las cuentas. No he visto nada raro en su empeño.

Acaricia Vannozza a su hijo y en sus ojos no sólo hay ternura sino también un cierto temor.

– Eres demasiado confiado.

– Eres el único habitante de Roma que cree tal cosa. ¿De quién desconfías tú? ¿De mi padre?

– No.

– ¿De mí mismo?

– De la situación. Tú deberías estar en el lugar adecuado en el momento justo, de lo contrario perderás tu oportunidad.

– Ésta es mi oportunidad. Sólo me molesta compartirla con el gordo, melancólico, inútil Djem.

– ¿Lo sabe él?

– Lo teme.

Buscan a un Djem desganado que rechaza las ofertas de las bandejas y se acerca a Alejandro Vi, le habla, le ruega algo que el papa no atiende, se pone impertinente el príncipe turco y un guardaespaldas lo retiene, le empuja, le aleja hasta casi entregarlo en brazos de Vannozza que llega en su ayuda.

– Tranquilo, tranquilo, Djem.

¿Qué te pasa?

– Me habéis vendido. Me habéis cedido al rey de Francia como una sobra que ayuda a sumar lo sustancial del acuerdo.

– Sólo será por seis meses.

– ¿Por qué no siete o cuatro?

– Luego volverás. También se va César con él como delegado del pontífice.

– Como rehén. Pero él es un rehén preciado. Es el hijo de un señor de la Tierra y del señor del Cielo. ¿Y el pobre Djem? Yo soy una pieza cada vez más gastada, que ya no interesa ni a mi hermano, ni al papa y no entiendo por qué el rey de Francia me quiere en el botín.

– Consuélate. Se sabe que los fogones franceses compensan los mejores apetitos.

Las campanas al vuelo interrumpen la fiesta y la redoblan porque el júbilo se ha apoderado de todos menos de Djem y se abrazan entre cortesías franceses y papa

les por el acuerdo de paz, pero Carlos Viii ordena:

– Es hora de partir hacia Nápoles, donde pienso proclamarme ¡rey de Sicilia y de Jerusalén!

Se inclina cortés ante Alejandro y se retira para permitir que el padre bendiga a César, le abrace y proclame en voz alta:

– Cardenal, cumpla su misión junto a nuestro aliado y todo sea por la obra de Dios.

Cabalga el rey francés todavía empujado por el redoble de las campanas y flanqueado por César y Djem, mientras que a sus espaldas las carretas transportan botines de guerra y ofrendas del papa, aunque los principales dones sean los dos hombres que rumían distintas preocupaciones. Suda Djem, víctima de la angustia o de un inconcreto mal.

– Extraños sudores tienes en enero, Djem.

– No me encuentro nada bien, César.

– No creo que la cabalgada sea excesiva. Pernoctaremos en Velletri.

Sonríe César cuando llega al galope un mensajero.

– ¡Majestad! ¡Se han perdido las dos carretas que llevaban los objetos de valor!

– ¿Cómo se han podido perder precisamente esas dos carretas?

Interviene César:

– No hay ladrones como los romanos, majestad. Los hay que se roban a sí mismos cuando no tienen nada que robar.

– ¡Van a rodar cabezas!

Cabalga el rey francés con el entrecejo fruncido y mira de reojo a Djem y César.

– Uno de los dos va vestido de turco y es justo porque es turco, pero su eminencia, ¿de qué va vestido?

– De mí mismo.

Es llamativo el traje violeta y fucsia y empieza a gustarle al rey, que analiza de reojo, cada vez más admirado, el vestuario de César.

Mas ha llegado la comitiva al lugar de descanso, descienden los caballeros y la guardia protege tanto al rey como vigila a los rehenes, pero nadie repara en que Juanito Grasica se ha metido en el grupo y lleva la misma indumentaria que César. Se establece un acuerdo entre miradas, y mientras Grasica se integra en la comitiva real junto a Djem en el momento de entrar en palacio, César va rezagándose hasta quedar desconectado y meterse en un pliegue de la noche. Djem no ha advertido la operación y sigue pesada, torpemente en su condición de rehén, pero cuando concentra los ojos en el hombre que creía César, que va vestido como César, descubre que no es él. Va a lanzar una exclamación, pero Juanito Grasica le ordena silencio y en el estupor permanece cuando, satisfecho el rey por el aspecto del zaguán del palacio, se vuelve hacia donde supone va César.

– Espero que sea residencia digna de un cardenal, puesto que lo es de un rey de Francia, del llamado nuevo Ciro de la cristiandad.

Pero no sigue porque César no es César y Juanito Grasica acoge con sospechosa complacencia las perspectivas que ofrece el palacio y el terror no tiene suficiente espacio en los ojos del sudoroso Djem al comprobar que César ha desaparecido, hasta que el príncipe turco se desmaya.

– Por si faltara algo, el miserable que se ha hecho pasar por César escapó aprovechando la confusión. Haré lo que hubiera hecho Ciro en mi lugar, ahorcaré al alcalde de este miserable lugar y pasaré a cuchillo a este pueblo de ladrones y farsantes.

Della Rovere no está colérico pero sí sombrío.

– Majestad, me permito aconsejarle que no haga ni lo uno ni lo otro. Ha sido acogido como un li berador de la tiranía Borja y esas matanzas envenenarían el futuro.

Nápoles le espera y será señor de Italia de norte a sur, de Milán a Nápoles, nada igual desde los tiempos del Imperio romano.

– ¿Y el Estado pontificio?

– Quedará apresado entre la tenaza del norte y el sur.

– Quiero que me traigan a ese hijo del papa ensartado en un palo.

Entre los asesores del rey circulan noticias preocupantes que el rey quiere conocer.

– ¿Qué habláis a mis espaldas?

– Han sufrido emboscadas las tropas que enviamos en busca de César el renegado. Allá donde llegaban las partidas de nuestro hombres eran atacadas por imprevistos grupos armados que una vez hecho el mal se retiraban. Se dice que los dirige César Borja desde un ignorado retiro.

– ¡A ese hijo de ramera lo pasaré por el potro y le haré beber plomo fundido!

– Con todos mis respetos, majestad, fue un error no cumplir el primer plan acordado. Ocupar Roma, destituir a Alejandro Vi, convocar un concilio para nombrar un nuevo papa y ajustar la cuenta a los Borja mediante un proceso ejemplar.

– No estaba madura la situación para ese escándalo, ni todos los socios estaban de acuerdo con su candidatura para el papado, Della Rovere.

– ¡Todo empezaba por romperle el espinazo a los Borja!

No puede recrearse Della Rovere en su ensueño porque se renuevan las malas noticias, y según un apresurado galeno, hay que acudir a la cabecera del príncipe Djem.

– Parece o finge estar seriamente enfermo y apesta como un albañal.

– Vaya, Della Rovere, no puedo soportar a esa bola de sebo vestida de turco.

Djem está semidesnudo entre sudores de invierno y un desasosiego que le expulsa de la cama donde le retienen los brazos de cuatro soldados. Es tal su fuerza incontrolada que uno de los soldados se sienta sobre su abdomen y lo que era angustia se vuelve rugidos de dolor. Della Rovere contempla el desigual combate entre el agonizante y los soldados y sus ojos se fijan en la presencia oculta, disminuida, inapetente del galeno.

– ¿Qué le pasa a este hombre?

– Se le va la vida por el culo y por la boca.

– Justo fin para un pederasta, pero esa respuesta no puedo dársela a su majestad.

– ¡Joan! ¡Lucrecia! ¡Joan!

¿Por qué me habéis abandonado?

¿Por qué?

Los gritos del moribundo se vuelven llanto y baba y vómito, hieden sus ropas, las sábanas, la habitación y no resisten los soldados reductores, ni los testigos que se apartan dejando al príncipe Djem sobre sus propias deposiciones y sudores musitando con regresivas fuerzas el nombre de Joan Borja. El galeno ha retenido el comentario del cardenal Della Rovere.

– Sin duda se trata de algo que ha ingerido y sospecho que, más que una disentería natural, asistimos a un envenenamiento.

No se inmuta Della Rovere y, mientras arroja una mirada de desprecio sobre la poca vida que le queda a Djem, musita:

– La cantarela.

– Eso es una leyenda.

– ¿En cuántas leyendas creemos y cuántas han probado su incerteza?

Me contaron la fórmula de la cantarela, el veneno de los Borja, preparado por César en la finca de Vannozza en San Pietro in Vincoli: arsénico, el sulfato que se emplea para las viñas, orines. No hay muerte sospechosa en Roma que no se atribuya a la cantarela que reparte el señor Canale o a las puñaladas de Miquel de Corella o a las masacres más masivas del torvo Ramiro de Llorca. Corella mata de uno en uno y Ramiro de Llorca de cien en cien. Corella es el instrumento de amenaza personal y Llorca el colectivo. ¿Por qué iba a librarse Djem?

– ¿Por qué?

– ¿A quién servía Djem a estas alturas?

– Pero el príncipe aún no ha muerto. He ordenado vómitos y sangrías, en cuanto se tranquilice.

– No ordene nada. Mírelo.

Djem buscaba algo en el techo mientras de los labios le colgaban salivas y nombres de sombras que se le escapaban. Della Rovere se le acerca y le pregunta:

– Príncipe, príncipe Djem.

¿Me oye?

Lo oye y lo busca con la mirada. Reconoce a Della Rovere.

– ¡Della Rovere! ¡Hemos ganado!

– Hemos ganado, sí.

– El Bósforo.

– ¿El Bósforo?

– Más allá del Bósforo.

– ¿Más allá del Bósforo?

Y se gasta Djem las últimas palabras que le quedan:

– Más allá del Bósforo, la muerte.

Abre las pesadas puertas Joan a empujones sin que los criados se atrevan a detener su avance ni su ruido porque la ferocidad de su expresión sólo está contrarrestada por las lágrimas y desemboca en la capilla, donde María Enríquez ruega a Dios.

– ¡Lo han vendido! ¡Lo han vendido como a un cerdo!

La mujer está desconcertada, presiente un motivo dramático para la tribulación de su marido y se deja llevar por el impulso de abrazarle, pero se contiene.

– ¿Qué ha pasado?

– ¡Djem ha muerto! Lo habían entregado a los franceses como si fuera un animal y ha muerto.

– ¿Tanto pesar por un infiel?

Ahora el desconcertado es Joan, pero del desconcierto pasa pronto a la indignación.

– Era mi amigo.

Y de la indignación al despegue físico de su mujer dejándola en mitad de la capilla en un inútil gesto de retención. Corre Joan hasta encontrar la soledad del salón del trono ducal y grita al aire como si estuviera poblado por su familia romana:

– ¡Le habéis matado!

No obtiene respuesta y ante el muro de silencio se enfurece aún más el duque de Gandía. Pero ¿de qué sustancia estáis hechos? Ha muerto Djem como un perro abandonado y entregado a los franceses y vosotros os reís y celebráis la dura broma. ¿Y el cadáver de Djem? Te acusan a ti, César, maldito, urdidor de esta jugada del detalle final de Djem para que las manos del francés quedaran vacías.

¿En tan poco le apreciabas como para quitarle la vida sólo por un detalle, un detalle, el querido Djem un detalle, un detalle su vida o su muerte? Pero en Roma, César está contento y rompe la carta de su hermano, que ha leído imperturbable, rodeado por Miquel Corella, Montcada, Llorca y Grasica, excitados y pletóricos.

– A mi hermano, el duque de Gandía, no le ha gustado nada, nada de nada la muerte de Djem.

Me dan asco sus lágrimas histéricas y que haya asumido los rumores sobre la muerte del turco. ¿La cantarela de la que habla Della Rovere? ¿Acaso Djem no se dejaba querer por el clan Della Rovere contra los Borja? El pobre gordo me era indiferente y a veces me divertía.

Corella le tiende un puente de ironía.

– Tu hermano está amargado en Gandía. No le dejan vestirse de turco y se dice que su mujer se mete en la cama en camisón con ventanilla.

Grasica se vuelve desde la ventana.

– Ha llegado el cortejo de Nápoles. Jofre y doña Sancha saludan a la multitud.

– Ésta es otra historia. Por lo que me han contado, Sancha, la mujer de Jofre, se mete siempre desnuda en la cama.

– Y con todo el que puede.

– Mi hermano es casi un niño y ella una sureña de dieciséis años.

Mal asunto los maridos cornudos.

Preso de un ataque de cuernos por los devaneos de Giulia Farnesio, el infeliz Orsini quiso irse a Jerusalén, pero le ha sido más cómodo refugiarse en un castillo de la familia y reclama que su mujer le acompañe. Desde allí conspira para destruir a mi padre y resucitar un partido francés, ahora que Carlos Viii regresa a Francia con la cola entre las piernas. Mi padre le ha prohibido a Giulia que haga vida marital ¡con su marido!

Cuadro completo. Mi hermano Joan en Gandía compensa la muerte de Djem y la cristiana continencia de su mujer con todas las putas del ducado y Jofre se saca la espada más que el sexo para compensar las aventuras de doña Sancha. Miquel, demasiados cuernos en esta historia.

Las alegres risotadas de los compinches son acogidas con complicidad por el recién llegado Alejandro, que sin decir nada abraza a César larga, emocionadamente.

Se despega de su hijo, lo contempla como una lejanía.

– Espléndido, César. Tu fuga del ejército francés ha sido extraordinaria y no hay corte que no se ría de ella.

– Va a quedar poco tiempo para la risa. Carlos Viii se retira pero ha puesto en evidencia la fragilidad defensiva de los Estados italianos. Nos quedamos alelados cuando vimos entrar al ejército francés, el verdadero ejército moderno nacional: tres mil jinetes, cinco mil infantes de Gascuña, cinco mil infantes suizos, cuatro mil arqueros bretones, doscientos ballesteros y un importante cuerpo de artillería lo suficientemente ligero como para ser arrastrado por caballos y no por bueyes. Los Estados italianos no se pueden defender a base de mercenarios y de señores feudales irresponsables, un puñado de condotieros venidos a menos, más mercenarios que los mercenarios plebeyos y sólo pendientes de la finalidad de su propia tribu.

Pasaron los tiempos en que los condotieros como Sforza podían incluso llegar a tener sentido de Estado. Hay que crear un ejército regular y quiero que me escuches.

Tengo proyectos.

– Lo comentaré con tu hermano Joan. Le haré venir de Gandía para castigar duramente a los Orsini. La situación tiene una inmensa ventaja. Desenmascarado Giuliano della Rovere, ha buscado refugio en Francia. Nos libramos de esa mosca cojonera.

Ante las risas de los amigos de César, Alejandro finge una festiva sorpresa.

– ¿De qué os reís? ¿No somos los Borja bueyes y no es la mosca cojonera una habitual de las partes de los bueyes? Con toda su fortaleza el buey no puede embestir a esa mosca y mejor que se haya ido.

De momento tengo proyectos defensivos no militares. ¡Alianzas!

¡Alianzas de sangre! Se ha roto la de tu hermana con los Sforza, pero ahí está Jofre y doña Sancha. Tu hermano quedó como un Borja la noche de bodas. El "xiquetet" (3) se subió tres veces encima de doña Sancha y ella no consiguió descabalgarle y lo acredita el testimonio del cardenal legado y del mismo rey de Nápoles.

Tu hermana Lucrecia se la pasaré al hermano de doña Sancha y eso acabará de completar una gran jugada napolitana que implica a la Corona de Aragón y al rey de España. Pero de momento sigue sin dejarte ver demasiado. El rey francés ha dado orden de busca y captura contra ti y yo le he enviado una nota de pesar, lamentando tu irresponsable conducta. El muy memo se [3]había proclamado rey de Sicilia y de Jerusalén.

– ¿Por este orden? Es un enunciado imaginario, pero muy usado.

Es como proclamarse rey en la Luna.

Consiente el gozoso Alejandro la burla de César y le ve marchar con orgullo y respeto. Se acerca a la ventana para contemplar la llegada de Jofre, Sancha y su séquito. Ella es una muchacha que luce una espléndida, sabia delgadez de sureña contenida y de mirada desafiante, mientras a su lado el marido barbilampiño mira a diestro y siniestro, superarmado y retador.

Cordial y sensual, Sancha responde con indiferencia ante la reverencia de Burcardo, y se entrega al espontáneo abrazo de Vannozza y al más calculado de Lucrecia. Estudia cuanto le rodea con una mirada posesiva, y al levantar el rostro por la fachada, sus ojos tropiezan con la presencia de Alejandro Vi y César en la ventana.

No baja la mirada la napolitana, sino que la sostiene y abre la sonrisa cuando aprecia la malicia valorativa en los ojos del papa y de su hijo. Alejandro ha iniciado un ligero saludo con los dedos tras los cristales y lo reprime para enviarle una bendición ampulosa.

Al estímulo responde Sancha con el acto reflejo de hincar rodilla en tierra y sonríe el papa en la distancia. Alejandro musita:

– "No comprenc com el xiquetet va poder amb aquesta famella" (4).

Suena la música y, roto el protocolo, los Borja y sus amigos se dejan llevar por la noche y las libaciones. Los ojos de doña Sancha parecen dedicados a seleccionar los gestos del escándalo: labios demasiado próximos de parejas que hablan, las manos del papa pasando de la cintura de Lucrecia a la de

(4) "No comprendo cómo el mozalbete pudo con esta hembra.

Adriana del Milá o sus ojos definitivamente cazadores ante cada desaparición de Giulia. Se detiene la mirada de la napolitana en la poderosa presencia de Ascanio Sforza. La estudia. La saborea, diríase. Intenta Sancha fingir dedicación por el adormilado Jofre, pero le divierte más escuchar cómo el insolente Corella canta una canción a la oreja de una embajadora.

– ¿Sorprendida?

Se ha puesto a su lado César, que va como vestido de luto.

– ¿Hay algo de lo que deba sorprenderme?

– Tal vez no lo hayas visto todo.

– Eso espero.

– ¿Te han defraudado los Borja?

– Es mucho más interesante la leyenda.

– ¿Contribuirás a ella?

– ¿Debo? Parece muy enterado de toda esta gente. ¿Quién es aquel cardenal de tan poderoso aspecto?

– Vamos a ver. Buena apreciación. Ascanio Sforza. Estuvo a punto de ser papa.

– ¿Lo merecía más que mi suegro?

Se aguantan las miradas maliciosamente. Doña Sancha parece reparar en el traje negro de César.

– ¿De luto?

– No era ésa mi intención. Yo casi siempre voy vestido de luto.

– ¿Quién es usted?

Se soprende César de no haber sido reconocido.

– Un personaje de la leyenda negra de los Borja. ¿No le han contado los relatos de las costumbres de Roma? Especialmente del propio papa o de su hijo natural, César.

– Sí. De ambos.

– ¿Le habían contado la historia de las castañas?

– Ésa no.

– Es costumbre orgiástica que en este salón, en presencia del papa, una docena de mujeres desnudas caminen a cuatro patas recogiendo con la boca las castañas que antes les han tirado en el suelo.

Cierre los ojos e imagínelo.

Cierra los ojos Sancha y lo imagina y ve los culos rosados y los senos de las mujeres reptadoras, las castañas por los suelos, el papa presidiendo, Lucrecia y Vannozza jocosas. Abre los ojos sonrientes.

– ¿Lo ha visto?

– ¿Son comestibles las castañas?

– ¿Ha visto cómo los caballeros se subían a la espalda de las mujeres desnudas y las cabalgaban?

– No. Eso no lo he visto.

– Vuelva a cerrar los ojos y haga un esfuerzo.

Así lo hace y sobre la misma escena se superponen los caballeros que montan a las damas y ya Lucrecia está en las rodillas del papa.

De nuevo el vértigo del abismo moral la obliga a abrir los ojos y repasar el mal menor de las justas eróticas livianas que presencian.

Pero César se le ha acercado demasiado, casi pegado a ella, y sus labios merodean los suyos.

– Me presento, hermana mía.

Soy César Borja.

Se ha despertado el joven Jofre a tiempo de ver el acercamiento y se predispone a interponerse entre la pareja cuando tropieza con un criado y su bandeja repleta de copas y botellas, y al estrépito de la caída y al desconcierto del vertido de las copas sobre los vestidos acude Vannozza poniendo orden y cubriendo la tribulación del muchacho. La actitud burlona de César le advierte de algún desaguisado y quiere abrazar a Sancha para protegerla, pero huye la napolitana y sale majestuosamente al jardín abriéndose camino entre miradas desnudadoras, pendiente de César, que dialoga con unos amigos, y comentan algo que intuye la afecta, y ve cómo César se despega del grupo y va hacia ella con todas las malicias en los ojos y cuando trata de ganar el jardín tropieza con el corpachón de Alejandro Vi, que la retiene benévolamente entre sus brazos y la mira arrobado.

– ¡La flor más tierna, hermosa y oscura de Nápoles!

Regatea la muchacha al papa sin perder la sonrisa y llega al jardín, adonde la sigue César con la mirada dedicada, dejando a Alejandro en una perpleja parálisis. Pero poco rato permanece paralítico, porque pasa a su lado Giulia y como ella finge desentenderse sin perder la sonrisa, la quiere seguir Alejandro, pero no le deja el asalto de Vannozza, la voluntad conversadora de la mujer a la que Alejandro responde por una cortesía que no desdice la voluntad de seguir la ruta de la Farnesio.

– Es tu noche, Rodrigo.

– La de toda nuestra familia, Vannozza. Joan emparentado con los reyes de España y Jofre con los de Nápoles, a la espera de Lucrecia, que seguirá su camino.

He seguido la obra del "oncle" Alfons, construir una poderosa familia, y a cada derrumbamiento de ese edificio le he buscado la pieza que prosiguiera implacablemente esa labor. Cuando murió o mataron a mi hermano Pere Lluís, yo hice de mí mismo y de Pere Lluís, yo fui los dos. Le puse Pere Lluís a mi primer hijo para que continuara el destino de mi hermano, para que fuera instrumento de poder de la familia, pero también murió, y he puesto a Joan en su puesto y lo he casado con la que estaba apalabrada como mujer de mi hijo muerto. Tengo instinto dinástico, como otros tienen instinto de supervivencia.

– Todas las piezas están en su sitio, ¿y yo?

– Te haces vieja, Vannozza, no de cuerpo, pero sí de espíritu.

Nunca te habías quejado y te quejas demasiado últimamente, no creo que tengas motivos.

– Yo sólo he sido el reposo del cazador, la paridora que te ha permitido juntar piezas para la construcción del edificio Borja.

Finge Alejandro Vi quedar atribulado por la injusticia del reproche, pero considera que Vannozza es una paridora muy bien recompensada. Siempre ha procurado buscarle maridos que dignificaran su vida y la de Rodrigo. Un papa o un rey que no deje bien colocadas a las amantes no merecería ser papa ni rey. Primero fue Doménico, el patricio Della Croce, y ahora Carlo Canale, un amigo de Poliziano, muy respetado en los círculos literarios, ex secretario del cardenal Gonzaga, incluso escribe poemas según dices. Un poeta.

¿Qué más quieres? ¿Hablamos de tu patrimonio? Sus casas, el palacio Magani, el de San Pietro in Vincoli, la residencia con la viña. ¿Y sus derechos al castillo de Bieda?

– Me quejo de mi papel, no de mi pobreza o mi riqueza. Tus hijos y Giulia, Giulia, Giulia repetida en todos los cuadros de Pinturicchio.

– ¿Y tú no?

Le aprisiona Alejandro una mano y casi con dureza la saca de la fiesta y la arrastra por el pasillo hasta llevarla ante el cuadro de " La Anunciación ".

– ¿No eres tú ésa? ¿No te he idolatrado y nos hemos amado como nos pedía el cuerpo y la juventud?

Solloza Vannozza.

– Tengo miedo, Rodrigo. Por mí, por los hijos. Es demasiado alta la apuesta. El pobre Jofre muerto de miedo ante esa mujer tan poderosa, tan desafiante.

– A cada cual su miedo.

– Tengo miedo, Rodrigo.

Súbitamente Vannozza cambia de actitud, suspira profundamente, se seca las lágrimas, sonríe a Rodrigo y acepta su brazo para volver al salón, pero ante la puerta ella retrocede y deja que el papa entre solo en la fiesta, en aquel momento protagonizada por Carlo Canale.

– Amigos, estamos en un momento decisivo del pontificado del gran Alejandro y confío en que su santidad no pensará que trato de aconsejarle, pero el gran Petrarca utilizó la historia de Aníbal para juzgar las victorias desaprovechadas. Cuando hostiguéis a los Orsini o a los Della Rovere, recordad este poema de Petrarca:

"Vinse Hanibal et non seppe usar poi ben la vittoria sua ventura: per signor mio caro, aggiate cura, che similmente non avegna a voi.

L.orsa rabbiosa per gli orsacchi suoi che trovaron di maggio aspra postura rode sé dentro, e i denti et l.unghie endura per vendicar suoi denni sopra noi.

Mentre, il novo dolor dunque l.accora, non riponete l.onorata spada anzi seguite lá dove chiama.

Vostra fortuna dritto per la strada che vi puó dar, dopo la morte anchora mille et mille anni, al mondo honor et fama."

Los ojos de Vannozza han pasado del desconsuelo al ilusionado seguimiento del recitar de su marido, pero fatalmente buscan a Alejandro, empalagoso e infantil ante Giulia, y más allá de las puertas, el jardín, descubren el primer abrazo, el primer beso entre César y Sancha, previos al encarnizamiento de los cuerpos.

4 El último desfile de Joan de Gandía

Sobre la campiña de yeso pintada de verde, nervaduras de ríos en añil, colinas nevadas, castillos soñados. Los ojos del papa arrodillado coinciden con la maqueta de sus sueños de conquista y al señalar los castillos enuncia el nombre de sus dueños, que es el de sus enemigos.

– Colonna, Orsini, Orsini, Colonna, Orsini, Orsini, Orsini, ¡Orsini!

La concentración de sus ojos y de su contenida cólera no le ha permitido ver la entrada de Lucrecia en la estancia y a su estela Adriana del Milá, que ha quedado en la puerta, preocupada pero retenida por la prudencia. Tienen fiebre los ojos de Lucrecia y prisa sus pequeños pies alados para llegar junto al papa arrodillado y permanecer allí, con los puños cerrados y los labios temblorosos, a la espera de que acudan las palabras. No repara en ella Rodrigo hasta que en el inventario de un castillo más alejado su mirada se hunde en el regazo de la muchacha y los ojos suben hasta descubrir, primero, el rostro y, luego, su conmoción. Silencio hasta que el papa, arrodillado, trata de apoderarse de las manos de su hija, manos que le rechazan, gesto que permite el estallido de las palabras.

– ¡No me volverás a ver!

Se ha izado el pontífice hasta la enormidad y ahora se revuelve hacia Adriana, que desde el dintel le recomienda sosiego y que deje pasar el temporal.

– ¿Así castigas mis ojos, hija mía?

– ¡Has jugado conmigo! Me has prometido varias veces sin pedirme parecer y después de haberme casado con Giovanni Sforza algo le has hecho para que huya a Pesaro como un poseído. Además, ¿qué quiere decir esto?

Tiende a su padre un pergamino que él acoge benevolente y ojea para quitar importancia a su contenido.

– Pura fórmula.

– ¿Pura fórmula que el general de los agustinos se traslade a Pesaro a pedirle a mi marido la separación porque el matrimonio "no se consumó"? ¿Alguien me ha preguntado a mí si el matrimonio se consumó?

Consigue Rodrigo apoderarse de sus manos y la atrae, dominando el rechazo de Lucrecia con su fuerza.

– Entiéndeme bien. Tú eres una Borja, por encima de todo eres una Borja y los Borja tenemos una finalidad de la que tú eres un instrumento, como lo soy yo. Acabo de llamar a Joan para que lo deje todo y vuelva de Gandía. Ha de dirigir la campaña contra los Orsini. Uno por uno, esos castillos han de caer. ¿Me ha opuesto Joan alguna razón personal? No. Vendrá a pesar de que acaba de tener un heredero y su mujer María Enríquez vuelve a estar preñada. Él es un Borja. ¿Y tú? La boda con Giovanni Sforza fue un error y no hay que persistir en el error. No te faltarán maridos. Me interesa una alianza con Nápoles, y tu cuñada Sancha tiene un hermano muy bien parecido, Alfonso de Aragón.

Serías duquesa de Bisceglie.

Logra Lucrecia zafarse de la retención, correr hacia la puerta y desde allí revolverse y gritar:

– Me habéis buscado a un bastardo del rey de Nápoles. Por lo que veo, los Borja vamos de bastardo en bastardo. ¿He de consumar o no he de consumar ese nuevo matrimonio? Te comunico que me meto en el convento de las dominicas de San Sixto y no pienso volver a veros.

Queda el papa con la palabra en la boca cuando sale corriendo Lucrecia, Adriana del Milá tras ella, previa disculpa de su desairada situación. Por unos instantes resta Rodrigo conmovido, pero se alza de hombros y vuelve a sus castillos al tiempo que entra César y su séquito para rodear la maqueta, comentarla, valorarla. Más benévolo César, despectivo Corella y con voluntad de dar una lección de conocimiento de lo que llama "arte de diseño". Pinturicchio no sabe reproducir castillos. No tiene la contundencia de un gran "Artifex polytechnes", del estilo de Leonardo, capaz de urdir toda clase de ingenios, como su maestro Verrocchio. Los artífices son hijos de Mercurio y en las atribuciones astrales de Mercurio están la orfebrería, la escultura, la pintura, la astronomía, la música y todo lo que tiene que ver con el cálculo y la técnica.

– Desde las formulaciones de Marsilio Ficino, los artistas aparecen como mercurianos y practicantes de la unidad de las artes a través del "diseño". ¿Sabéis qué es eso? La capacidad de crear materialmente desde los imaginarios de la inteligencia, mediante la geometría, que es el armazón de todas las cosas, y la ingeniería, la acción, las manos y los materiales finalmente. Leonardo ha hablado de esa relación entre mente y manos, sin dividirla en las acciones de las diferentes artes. El artista es, ha de ser "El Gran Diseñador". Yo ese talento no lo aprecio en esta maqueta.

Sopla y resopla Alejandro Vi, con los acumulados incordios de Lucrecia y el sabelotodo de Corella.

– Miquel, tú sí que eres un gran diseñador, con el "punyalet" (Puñalete). Me basta con lo que ha hecho Pinturicchio. Esos castillos caerán en nuestras manos uno tras otro.

– ¿Por obra del Espíritu Santo?

César sustituye a un voluntariamente desplazado Corella.

– Por obra de tu hermano y de las tropas a su mando. He ordenado a Joan que vuelva cuanto antes a Roma.

Hay sorna en la mirada que se cruzan César y Miquel de Corella, pero deja el cardenal en boca de su lugarteniente la respuesta.

– Sin duda grande es el deseo de servirse de su hijo el duque de Gandía, pero ¿qué experiencia de asedios tiene? ¿Qué estrategias de asaltos a fortalezas ha aprendido?

Alejandro Vi es poseedor de una verdad secreta, porque sonríe a solas con su secreto.

– En su día sabréis con qué efectivos cuento y, desde luego, Joan de Gandía no estará solo.

Levanta, caballero sobre su caballo, Joan de Gandía la vista hacia la ventana y decae su alegría de fugitivo cuando contempla la gravedad herida del rostro de María Enríquez, con el niño en brazos, las piernecitas deslizadas sobre la gravidez del vientre de su madre. Retiene Joan la imagen en su mirada, como si quisiera absolverla de la tentación del olvido, quedársela para siempre, el relativo siempre del que es capaz. Finalmente alza dos dedos hasta su frente a manera de despedida y sólo encuentra la sequedad de los ojos de la mujer después de las lágrimas, una sequedad brillante y furiosa, que permanecerá en la estela de su galopar por un pasillo de tiempo y arboledas hasta llegar al mar y ya en el barco, a medida que se alejan las costas de Valencia, siente que se despega con demasiada facilidad de la patética despedida de María, de los últimos meses de su vida, atraído como un imán cada vez más fuerte por los horizontes de Roma y el núcleo magnético del Vaticano.

Ya en los corredores pontificios desemboca en el centro del remolino succionador, esos besos en las mejillas de su padre, el abrazo cordial de César y una broma tímida de Jofre que ni siquiera entiende pero ríe. Y no pregunta quién es el hombre de mirada estudiadora que le contempla desde un ángulo de la sala porque sus ojos buscan a Vannozza y la encuentra junto a Canale y luego a Lucrecia, pero no está su hermana.

– ¿Y Lucrecia?

– De Lucrecia, ya hablaremos en su momento. ¿Bueno el viaje?

Danos noticias de España. ¿Tu hijo? ¿Y el que viene? ¡Bravo, Joan! Todo sale según nuestros planes.

– ¿Qué pasa con Lucrecia?

– Eso me pregunto yo, ¿qué pasa con Lucrecia?

Se dirige Rodrigo a toda su familia.

– ¿Qué pasa con Lucrecia?

Nadie de los reunidos contesta, pero se abre la puerta e irrumpe Sancha como una llamarada morena que obliga a cerrar los ojos al duque de Gandía.

– ¿Qué pasa con Lucrecia? -pregunta Sancha burlonamente, y se contesta-: Que es una santa.

Con la excepción de su santidad, nadie en la familia tiene los pro fundos sentimientos religiosos de nuestra Lucrecia. Acabo de verla en su tienda de campaña en el monasterio de las dominicas. "Ora et labora. Ora et labora." También estaba allí, consolándola, el espía de la familia, Perotto. ¿O no debe admitirse que es el espía de la familia? No hay familia romana que no tenga espías para vigilar a las demás familias. Lo nuevo es tener espías para vigilarnos a nosotros mismos.

Un arrobado Rodrigo quita importancia al sarcasmo cabeceando generoso y ofreciendo a Joan como ofrenda la gracia de su nuera. No tiene César ojos para nadie más que Sancha, tampoco Joan, deslumbrado, y ha de darle un codazo el joven Jofre.

– Es mi mujer, Sancha.

Asume el joven la propiedad de la muchacha enlazándola por el talle y acercándosela al recién llegado. Sancha mira un momento a César y al otro a Joan, para fi nalmente enfrentarse irónicamente a Vannozza.

– Vannozza, qué hijos tan guapos tienes. Me habían dicho que estabas casado con una castellana rígida, siempre de luto.

Vuelve a los ojos interiores de Joan el ramalazo de imagen de María Enríquez en la ventana, severa, enlutada, pero hermosa en su recuerdo y va a defenderla, pero el calor que emana de la morenez de Sancha le impone silencio, a César indignación y a Jofre la inquietud nerviosa con la que manosea a Sancha para dejar constancia de su propiedad. Ha captado la situación Rodrigo, por lo que da palmadas e impone prioridades.

– Ya llegará el momento de la relajación y la memoria. "Ara, Joan, anem per feina" (2). Fuera las damas, y tú, Jofre, procura que tu mujer no se pierda por los [4]corredores. Siempre hay que saber dónde están las mujeres. César, quédate.

Da la espalda a todo Alejandro y gana la estancia donde permanece la maqueta de los castillos. Observa Joan que en el cortejo seguidor del papa no sólo avanzan César, Miquel de Corella, Juanito Grasica y Ramiro Llorca sino también el caballero estudiador y esquinado que no ha sido presentado y que prosigue su puesta en situación con economía de gestos.

Extiende el brazo el papa sobre las futuras conquistas. Con un arquear de cejas invita a César a la explicación y no se entretiene el cardenal.

– Joan, éstas son las fortalezas a conquistar, no por conquistarlas, sino por un plan de anexión real de territorios para el Estado pontificio en detrimento de los poderes feudales. Recuerda la expansión hacia Nápoles tan contestada por los Della Rovere, ahora se trataría de rodear Roma de un territorio estatal real de obediencia a su santidad.

– ¿No te basta con amenazarlos con la excomunión? ¿No es más poderosa la posesión espiritual?

– Han pasado muchos años desde la sumisión de Canosa. Los príncipes modernos ya no tienen miedo a condenarse y pensadores como Valla han cuestionado la legitimidad histórica de que Constantino atribuyera a la Iglesia poder temporal.

Ya no estamos prefigurando príncipes o emperadores como en los tiempos de Marsilio de Padua o de santo Tomás, situados en la punta de la pirámide por la gracia de Dios y de su representante en la Tierra, el papa. Los príncipes modernos son reales y se lo deben todo a la realidad de su poder. Se han refugiado en un remedo de Dios y su Iglesia, el Estado.

No ha sido cordial la respuesta de César y Alejandro le invita a que sea paciente y continúe su explicación.

– Los reyes de España han conseguido la unidad a hierro y a fuego, el de Francia lo mismo, el emperador Maximiliano de Austria está sobreponiéndose sobre los señores feudales. Es otra fase de la Historia. Unidades nacionales.

Reyes fuertes. Retorno a la idea del Imperio. Banqueros. Descubrimientos científicos. Nuevos mundos para la expansión. Hay hasta quien dice que la Tierra es redonda. ¿Qué puede hacer Italia, dividida en ciudades-Estado y sometidos todos al capricho de las familias feudales?

Se encoge de hombros Joan y contempla los castillos como si fueran enigmas. Luego se echa a reír.

– No entiendo para qué lo haremos, pero me gustará hacerlo. Seremos más ricos. Más temidos y por lo tanto más guapos. Más admirados. ¡Espléndido!

No hay desencanto en la expresión que César dedica a Corella

cuando se retira de al lado de la maqueta y deja a su padre la iniciativa.

– Miles de hombres están preparados, y lo que es más importante, dispondrás de la asesoría de un gran militar.

– ¿Asesorías? ¿Desde cuándo un Borja ha necesitado asesorías?

– Hasta los Borja necesitan asesorías, Joan. Lo importante es saber escogerlas.

Reclama ahora Rodrigo el protagonismo del silencioso invitado, quien da un paso al frente, saluda y se presenta.

– Guidubaldo de Urbino, al servicio de su santidad.

– Mucho Guidubaldo para tan poco Urbino.

Ríe Joan su propia gracia hasta que interviene Corella, que permanece junto a César.

– No son risas las que merece el mejor capitán de Italia.

– Si no el mejor, sí uno entre los mejores y tan Guidubaldo como Urbino. Estoy dispuesto a demostrárselo.

Ha escupido el de Urbino con los dientes apretados y mal soporta que Joan estudie su porte de manera jocosa y finalmente se rinda burlonamente al imperativo familiar.

– Si es elección vuestra, buena será. Señor de Urbino, le ruego acepte mis excusas y espero que entre los dos habrá una franca colaboración.

– ¡Así me gusta!

Está contento Rodrigo y pasa un brazo sobre los hombros de Joan, al que se lleva, dejando a Corella, César, Llorca y Urbino discutiendo a propósito de estrategias, corroborando el invitado las observaciones de César. Padre e hijo ganan la estancia donde las damas coloquian complicidades ante la abulia adormilada del joven Jofre, pero no los detienen los reclamos de Vannozza, ni de Sancha, aunque Joan deja sus ojos en el rostro y los senos de su cuñada,

mientras el padre se lo lleva de confidencias.

– Giuliano della Rovere ya no es enemigo. Está en Francia comiendo la sopa del rey Carlos.

Hay que acabar con los Orsini.

Me dejaron solo frente a los franceses. Los muy mal nacidos se han puesto desafiantes y el tuerto de Orsino Orsini ha llegado a negarme la presencia de Giulia en Roma. Me puse serio y le amenacé con excomulgarle, a él y a todos los Orsini. -Baja la voz Rodrigo y añade-: Incluso a Adriana.

– ¿Excomulgar a Adriana? ¿Pero no ha sido tu cómplice en la seducción de Giulia?

– Joan, no emplees con el papa palabras irreverentes. Seducción.

¿Quién ha seducido a quién? Vamos a ver a tu hermana Lucrecia, a ver si tú puedes convencerla de que salga de su clausura.

– Lucrecia, rebelde.

– Tu hermana ya no es una niña.

Duda entre su fidelidad a la familia y la estúpida voluntad de ser ella misma. Hoy día las mujeres han conseguido un poder extraordinario, Joan. Son cultas. Saben, y el saber es un poder. Pero el saber implica dolor, Joan. Recuerda el Eclesiastés: "Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor."

– Reverenda madre, su santidad pide ser recibido.

Abandona la superiora su pluma en el tintero y aplica un secante sobre la escritura. Luego vase a un reclinatorio, donde se persigna, y reza una secreta plegaria para despedirse de su destinatario con otra persignación y afrontar el encuentro con el papa acompañado por Joan de Gandía y Burcardo.

Se inclina la monja en el besamanos y recibe la bendición y a continuación la propuesta de un aparte que Gandía y Burcardo respetan.

Aprovecha Joan el alejamiento de

su padre para encararse con Burcardo y espetarle:

– ¿Qué pasó con Djem?

– Ya le dio su santidad cumplida cuenta por escrito de lo sucedido. Se juntó una situación estratégica con la mala salud del príncipe, mala salud provocada por sus excesos.

– El único exceso fue utilizarlo como un peso añadido en el botín del francés. Djem no sólo era una bola de sebo. Dentro de esa bola de sebo había un corazón, un corazón solitario e incomprendido.

Ha alzado la voz Joan y le recomienda Burcardo silencio para no interrumpir el diálogo alejado entre Alejandro Vi y la superiora.

– Es un honor recoger aquí a la señora Lucrecia, pero no quisiera que su santidad tomara como rechazo o reparo lo que voy a decirle. Lucrecia es una muy buena niña y buenísima cristiana, pero su vida hasta ahora ha pertenecido al mundo y al mundo volverá. Aunque ella trate de evitarlo, con ella el mundo ha entrado en este convento, creando graves disturbios entre las hermanas.

– Comprendo la situación, reverenda madre, y qué más quisiera yo que mi hija recapacitara.

Le tiende una bolsa que la superiora coge y acepta sin sorpresa haciéndola desaparecer entre sus tocas.

– Quisiera compensar tanta tribulación con una aportación al ajuar de las novicias.

– Con paciencia tal vez se pueda superar todo.

– Paciencia, hermana, cierto.

Admiremos la santidad no canonizada de Job cuando ante las calamidades que Dios le enviaba respondió: "Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo tornaré allá.

Jehová dio y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito."

– Bendito sea el nombre de Dios.

– Amén.

Conciliada la superiora, abre el paso hacia el claustro, en cuyo centro se ha levantado una poderosa tienda de campaña dentro de la que se mueven las sombras de sus habitantes creadas por las luces interiores. Por un momento asisten el papa y sus acompañantes a la evolución de las sombras y sus encarnaciones, evolución que les indica que están jugando a la gallina ciega y que la gallina no es hembra sino varón, lo que provoca que Burcardo cierre los ojos y que la superiora los abra desmesuradamente. Invita Alejandro a su hijo Joan a que vaya al encuentro de su hermana y así hace penetrando en la tienda, sorprendiendo y rompiendo la lógica del juego. Detenidas las cuatro muchachas, una de ellas una luminosa Lucrecia y la otra una jadeante y oscura Sancha, sólo la gallina que es gallo ciego sigue su juego y en su búsqueda tropieza con Joan y al reseguir su cuerpo llega a la cara, que de macho nota y se

quita la venda para quedar en suspenso ante el poderoso duque de Gandía.

– Lo siento, yo…

– Extraña monja.

– Se presenta Pere Caldes, aunque aquí se me conoce por Perotto. Estoy al servicio de su hermana, señor duque.

– Ya lo veo.

Pero no hay tiempo para el enfrentamiento porque Lucrecia se ha abrazado a Joan como una serpiente hasta hacerle perder el equilibrio y caer al suelo, donde la mujer se sienta sobre el pecho del hermano.

– ¿De dónde sales? ¿Has conseguido que te dejara marchar tu horrible mujer? ¿No te has traído a mi sobrino? ¿Qué se siente al ser padre?

– Tu peso es grácil pero no me deja respirar.

Recupera Joan la estatura y Lucrecia se lo lleva hasta el esquemático lecho donde se sientan, las manos del hombre entre

las de ella, alegre, lagrimeante, con el gozo tan roto como desbordado.

– Joan, Joan.

Rompe a llorar abiertamente Lucrecia, abrazada por el hombre, entre el suspenso de los allí reunidos, sin saber qué hacer, y cuando los ojos nublados de la muchacha remontan por encima del hombro de su hermano ve más allá de la lona la sombra de su padre, de la abadesa, de Burcardo.

– Están ahí acechando.

– ¿Qué pueden acechar?

– No puedo disponer de mi vida, Joan.

– Yo tampoco.

– Me han dejado estudiar latín, leer a los clásicos, discutir de filosofía, pero no puedo escoger marido y ni siquiera me dejan conservar los que me imponen.

– Me han educado como un militar. Detesto el papel que me han atribuido. Me divierte pero me cansa sólo imaginarlo. Me gusta

vivir, sólo vivir, como le gustaba al pobre Djem.

Ahora es Joan el que está llorando desconsoladamente y contagia en su total desconsuelo a Lucrecia, mientras Sancha contempla la escena desde una divertida curiosidad.

Sancha, desnuda. Sancha coge un velo y lo retuerce con voluntad de hacer de él un dogal y va a por el cuerpo del hombre también desnudo entre las sábanas. Pasa el dogal por el cuello y se revuelve el cuerpo de César, sobresaltado por la blanda amenaza y aliviado por las risas de ella. Se libera el hombre y monta sobre la mujer, primero jugando y luego atraído por las provocaciones la penetra por el camino más corto y consigue que la sorpresa de los ojos femeninos se vuelva desmayo amoroso y demanda de que prosiga y así hasta que separan sus humedades y buscan en el

techo paisajes que sólo ellos ven.

De los que vuelve Sancha con una conversación aplazada.

– Tenías que haberlos visto llorar. Lucrecia lloraba como una mujer y Joan…

– ¿A qué vienen Joan y Lucrecia ahora?

– Nunca había visto llorar a un hombre a causa de otro hombre. Era tan tierno.

– ¿No te basta con la ternura del joven Jofre?

– Mi marido es tierno porque es inseguro e inmaduro. Es tierno como un novillo. La ternura de Joan era diferente.

– ¿Yo no soy tierno?

– No. No eres tierno. Tienes demasiado cerebro. La gente demasiado inteligente puede fingir la ternura. Sólo fingirla.

– El cardenal Ascanio Sforza, ¿también es tierno?

Se alarma Sancha y medio incorpora su desnudez entre las sábanas.

– Y ahora pregunto yo, ¿a qué viene Ascanio en todo esto?

– Sé que te acuestas con él, menos que conmigo, pero te acuestas.

– ¿Yo, con Ascanio Sforza?

– Tú.

Es fingida indignación y demostración de dignidad herida lo que expulsa a Sancha de la cama en pos de sus ropas que recoge desordenadamente y busca un rincón donde vestirse mientras César, sin moverse del lecho, contempla burlón sus precipitaciones.

– ¿Tan inseguro ves el futuro de los Borja que te acoges a la sombra de los Sforza? ¿Quieres dejar Roma por Milán? ¿Te gustan las brumas del norte?

– Agradece lo que te he dado y no me pidas explicaciones de lo que hago con el resto de mis horas.

– Deberías cuidar más de tu infantil marido. Comprende que no está a la altura de tus necesidades. Se emborracha. Va buscando pelea. Ha matado estúpidamente por el placer de satisfacer su prepotencia y han estado a punto de matarle a él. En Roma se mata con mucha facilidad.

– Jofre es vuestro problema, de los Borja, no el mío. Yo no pedí casarme con un niño.

Ya vestida, Sancha va a marcharse, pero César le impide la salida y en el forcejeo quedan cara a cara, hasta que César ordena:

– Desnúdate.

– Ya lo estaba.

– Desnúdate.

Se retuerce Sancha resistente, pero César le arranca la ropa a manotazos, primero a pesar de la resistencia de la mujer, luego en su abandono, y es placidez lo que experimenta Sancha cuando César la arroja sobre la cama y se predispone a la penetración. Se detiene el hombre ante la mezcla de deseo y burla que ve en los ojos de la mujer y no sabe si entrar o salir, con el rostro lleno de sombras, hacia las que van las manos de Sancha. Recorre con los dedos las sombras y finalmente se detiene en una que es real, que es mancha, no efecto de las luces.

– ¿Esa mancha? ¿Es cierto que tienes el mal francés? ¿Es cierto que por eso sueles recibir a la gente de noche o entre penumbras?

¿Es cierto que se trata de un secreto bien guardado por vuestro médico, Gaspar Torrella?

César rechaza la caricia, no contesta, devuelve su rostro a las sombras, desmonta y se deja caer conturbado junto al cuerpo de la mujer victoriosa. Tiene prisa ahora Sancha por vestirse y corre luego por pasillos y jardines hasta llegar al interior del Vaticano, donde el papa celebra el oficio de Pentecostés, y con celeridad la mujer busca la tribuna donde están Lucrecia, las damas de su séquito, Adriana, Giulia Farnesio. Sobre las rogativas del papa se montan las risas de las muchachas por algo que les cuenta Sancha, risas que Adriana no consigue reprimir, de las que finalmente participa. Es Sancha la que cuenta una historia regocijante y Lucrecia la que la secunda, mientras se vuelven hacia ellas los rostros graves de los cardenales y la indignación contenida de Burcardo. También perciben la sonrisa comprensiva del papa sin que abandone los latines ni el ritual, pero el escándalo estalla cuando Lucrecia inicia una marcha hacia el coro seguida de las ruidosas damas, como si partieran en expedición jocosa. Burcardo masculla a media voz "Ignominia et scandalo nostro et populi", pero la alegría histérica de las mujeres es incontenible y parapetadas desde los sitiales del coro, invisibles para la audiencia irritada, montan sus risas sobre la parsimonia recitadora del papa.

La entrada en la tienda de campaña de Guidubaldo de Urbino provoca que de entre las sábanas de Joan de Gandía salten dos mujeres entre desvestidas y desnudas que se quedan acorraladas por la mirada del militar. Se despereza Joan y les ordena que se vayan mientras cubre sus propias desnudeces y afronta el encuentro.

– ¿Todo va bien?

– Hasta ahora todo ha sido fácil y los castillos han caído como si no existieran, pero esta vez va en serio. El castillo de Bracciano es una formidable fortaleza.

– Llevamos semanas de asedio y mi paciencia tiene un límite. Yo no veo tan formidable esa fortaleza. Ayer me di una vuelta por sus murallas y me parecen accesibles.

– Tengo experiencia en asedios y no intentaría un ataque a tontas y a locas.

– Estoy harto de todo esto.

¿Cuánto tiempo hace que no se ha tomado un buen baño de espuma y esencias, Urbino?

– No suelo tomar baños de espuma y esencias.

– Torpes guerras. Como cuando los niños juegan a confrontar los pulsos o a calcular la fuerza en la mirada del otro, debiera decidirse la victoria o la derrota por procedimientos menos engorrosos.

– Sospecho que Bartolomea Orsini no se va a dejar mirar a los ojos.

– Y eso es lo peor: que una mujer nos mantenga a raya.

Sale Joan de Gandía de la tienda seguido por Guidubaldo de Urbino y examina a lo lejos la silueta del castillo contra el cielo. Toma un caballo el duque de Gandía ante la perplejidad de su capitán, pero secunda su acción y le sigue en el galope hacia el castillo. Ya ante sus muros, Joan de Gandía informa al centinela de su condición.

– Quisiera que se asomara la castellana, la muy admirable señora Bartolomea Orsini.

La misma perplejidad del capitán de Urbino recorre a los vigilantes, pero al rato se asoma Bartolomea Orsini y tiene ocasión de contemplar Joan de Gandía la rotundidad corporal de la dama y su socarrona mirada que no acepta pulsos tan distantes.

– Cuánto honor ser sitiada por el hijo del papa.

– Creo inútil toda resistencia.

No hay que hacer más incómodo lo que es de por sí incómodo.

Vuelta hacia sus soldados, la Orsini señala al duque de Gandía.

– ¿Habéis oído? Para este Borja marrano e hijo de marranos, un asedio es cómodo o incómodo. Un fastidio, sin duda.

Hay risotadas tras los muros, risotadas que perduran lo suficiente como para llegar a los oídos de Alejandro Vi, que departe con César y Miquel de Corella y ha escuchado el parte voceado por un mensajero.

– ¿Se ríen? ¿De quién se ríen?

No se atreve el mensajero a plantear una hipótesis y es Miquel de Corella quien se arriesga.

– Supongo que se ríen del duque de Gandía y de todos nosotros.

El asedio de Bracciano se ha convertido en el hazmerreír de Italia

e incluso de Francia y España.

Se cuenta que el rey francés está informado al día y alimenta a los Orsini para que nos desgasten.

Parece abatido el papa. Acorralado como un toro embiste en dirección hacia el paisaje, donde supone se está dando la batalla.

– ¿Qué harías tú, Miquel?

– César tiene alguna idea sobre qué hacer.

Por fin se dirige a César, Rodrigo.

– ¡Habla, César! ¿Necesito intermediarios para saber lo que piensas? ¿Qué haría su eminencia el cardenal?

– Su eminencia el cardenal aconsejaría a su santidad el Santo Padre que nos retiráramos de un asedio estéril y diéramos algún golpe fácil para recuperar la confianza de nuestros soldados y evitar las risas.

– Eso es lo que aconseja el de Urbino, pero Joan se opone.

– La incompetencia del duque sólo está a la altura de su prepotencia.

– "No parlis així del teu germá!" (3).

– "En el nom de Deu! Es que esteu cec? Es que no veieu que fins el capitá d.Urbino se sent ridícul?" (4).

Cabalga Joan junto al de Urbino y es su expresión de cansancio tanto como de hastío, pero de pronto ha de salir de su melancólico ensimismamiento porque se ven cercados por la tropa de los Orsini, y Guidubaldo le ordena:

– ¡Salga a galope! ¡Yo trataré de proteger la huida!

Vacila Joan, finalmente sale espoleando, esquivando la arremetida de alguna lanza, pero no puede evitar una ligera herida en la pierna que contempla con horror mientras no deja de galopar hasta llegar a la tienda, entrar sin atender ayuda ni consejo y tirarse sobre el colchón para aullar y blasfemar con la mano conteniendo la escasa sangre. En vano sus acólitos tratan de examinársela. La protege como si fuera la fuente del dolor más insoportable hasta que la visión de la sangre le provoca el desmayo y pueden destaparle las ropas para llegar al origen de la sangre. Alguien dice: "Es un arañazo." Y las otras voces se vuelven risas mientras Joan de Gandía vuelve en sí. Le preguntan:

– ¿Y el señor de Urbino?

– Se ha dejado atrapar.

[5]-¿Si se ha dejado atrapar, de qué se queja?

La pregunta de Alejandro Vi queda sin respuesta y el silencio le invita a proseguir:

– Los Borja somos cazadores y sabemos asumir que un día cobremos piezas y otros no. Somos cazadores de Dios y Joan está predestinado para serlo. En cuanto esté repuesto de sus heridas, le haremos un recibimiento triunfal porque ha sido un héroe de Roma que ha luchado por la grandeza de la Iglesia. En lo que respecta al señor de Urbino, que hubiera sido más cauto. No voy a invertir en su rescate. ¿Por qué cabeceas, César?

– Urbino ha hecho lo que ha podido con un ejército de mercenarios con pocas ganas de luchar.

Hay que aprender la lección de los franceses y los españoles. Están formando ejércitos nacionales muy bien entrenados.

– Tu hermano también ha hecho todo lo que ha podido.

– Sin duda. Más era imposible esperar de él.

– Observo cierto tono de burla en lo que dices.

– Preferible que la risa quede en la familia y no contagie a toda Italia.

Vocifera Alejandro:

– ¡Un poco de respeto hacia tu hermano! ¡Está herido!

– Lo pasa peor la herida que mi hermano. La herida está muerta de vergüenza por ser considerada herida cuando ella, la herida, sabe muy bien que no pasa de arañazo.

– ¿A qué santo esta sandez?

Joan ha sido mal aconsejado por el de Urbino, eso es todo. Necesita foguearse. Para futuras empresas le he buscado un gran maestro de estrategia.

Como si quisiera fingir guardar el secreto, da la espalda Rodrigo a su hijo y acompañantes y no indaga César sino que espera.

– ¿No te interesa saber el nombre?

– Sin duda.

– Sin duda ¿qué? ¿Te interesa o no te interesa? Voy a decírtelo para que veas que mis deseos son órdenes en la cristiandad. Don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán de los reyes de España, ha aceptado que tu hermano dirija con él la conquista de Ostia. Della Rovere se ha refugiado allí con una guarnición francesa.

– Lamento decirte que te equivocaste dejando que Joan mandara lo que no sabía mandar y te equivocas ahora metiendo al enemigo en casa. El Gran Capitán es un militar de verdad. Está al mando de un ejército de verdad y no de una pandilla de mercenarios que se van corriendo a la primera descarga.

El Gran Capitán va a desfilar por Roma no para ayudarte, sino para avisarte. Roma va a quedar ocupada por soldados de Castilla y poco podrán hacer nuestros mercenarios catalanes, valencianos y aragoneses. Tú, el gran cazador, puedes convertirte en el cazador cazado.

Saluda hierático César a su padre y se marcha seguido de su cuadrilla. La contenida rabia de César es estudiada por sus acom

pañantes, hasta que su propia carcajada invita a la risa general.

– Ni que le busque al mismísimo Julio César como condotiero haría de mi hermano un ganador.

¿Habéis oído? Ahora nos mete a los castellanos en Roma e hipoteca la autonomía del Estado.

– No está tu padre para sutilezas. Si Joan no está herido ni siquiera en su orgullo, tu padre sí. Ayer tuve que acabar de mala manera una reunión en la que se burlaban no de Joan de Gandía, sino de todos los Borja.

– ¿Cómo acabaste con la reunión?

– De la manera más lógica.

Acabé con los reunidos. Navegan por el Tíber hacia Ostia y hacia el mar Tirreno, que es el morir, como decía el divino Manrique en las "Coplas a la muerte de mi padre".

Juanito Grasica escucha arrobado a Corella.

– Sólo a ti se te ocurre mezclar la poesía con el crimen.

– Es más fuerte que yo. Soy un humanista.

– Habrá que rendirle una visita al herido, no vaya a quejarse de mi falta de fraternidad.

– Tú ordenas, César.

La regocijada cuadrilla desemboca en la cámara donde Joan de Gandía reposa con la pierna en alto bajo los cuidados de Vannozza, Lucrecia y Sancha. Es contrita la expresión con la que Corella contempla el vendaje mientras sus ojos sopesan la magnitud del estropicio.

– Así somos. Sólo un instante separa la vida de la muerte y ya Virgilio habló de las mil caras de la muerte. "Plurima mortis imago." ¿Lees a Séneca, Joan?

– Cada vez leo menos, Miquel.

No es Séneca uno de mis autores preferidos, pero algo recuerdo de él. Bastante menos tenebroso que lo que has dicho. "Vivere militare est."

– Vivir es luchar, no está mal la divisa para un guerrero como tú, un guerrero seriamente herido, por lo que veo. "Cotidie morimur", dejó escrito Séneca, y es cierto, cada día morimos.

– Os aseguro que no me gusta hablar de la muerte. ¿Vienes tan truculento como Miquel, César?

¿Dónde has dejado al no menos truculento Llorca?

– No. Tampoco me gusta hablar de la muerte.

– A los Borja nunca nos ha gustado hablar de la muerte.

– A los Borja no nos gusta la nada.

César ha lanzado su reflexión al aire, como si hablara consigo mismo, pero dedica a continuación la mirada a su hermano.

– En boca de un cardenal decir que la muerte es la nada no deja de ser sorprendente. Tu lema es religiosamente sospechoso, hermano. O César o nada. ¿Te refieres a la nada?

No secunda César el problema filosófico. Insiste.

– Tampoco nos gusta lo poco.

– ¿A qué te refieres?

Le señala César el vendaje.

– Estás poco herido, Joan.

Muy escasa la herida para la magnitud de la derrota, aunque creo que viene en tu ayuda el Gran Capitán.

Trata de levantarse el duque pero le contienen las mujeres y es especial la retención de Sancha, carnal, amorosa, imponiendo su peso sobre el cuerpo de Joan, un contacto dedicado a César. El cardenal no parece tenerlo en cuenta y envuelve de ironía la contemplación de la pareja, a manera de Piedad de la Virgen hacia el Cristo herido, y al Cristo de Pinturicchio se parece Joan de Gandía, demacrado y barbado. Se marcha César al frente de las risotadas de sus amigos y queda el de Gandía autocontenido y entregado a la patria de las mujeres. Es Vannozza la más angustiada y corre tras César en busca de un arreglo, la secunda Lucrecia tras pensárselo y Sancha se queda a su lado, samaritana, hasta que ya a solas pasa al cuerpo a cuerpo y el abrazo del herido es suficientemente poderoso como para hacerla caer en el lecho a su lado.

Sancha le repasa las facciones con un dedo.

– Debe de ser muy hermoso que tú le digas a una mujer: te quiero.

– No suelo decirlo.

– ¿Podrías llegar a decírmelo a mí?

– Podría.

– Eres diferente.

– ¿A qué? ¿A quién?

– A todos. Incluso diferente a los Borja. Tus sueños no son de conquista.

Se siente incómodo el de Gandía y abandona el lecho cojeando levemente.

– No me subestimes, Sancha.

Paso por ser un conquistador de mujeres y un caudillo.

– Mujeres no lo dudo, pero tú no eres un caudillo. Sé distinguir a un caudillo. Lo es tu hermano César. Tu padre. Lo podría ser Ascanio Sforza. Ese Gran Capitán del que tanto se habla. Son cazadores y un día cazarán corzos y otro hombres. Lo que a ti te gusta, Joan, es marcharte.

– ¿Marcharme?

– No estar donde estás. Marcharte de Gandía. Marcharte de Roma. Te gustaría marcharte de allí donde estuvieres.

Se ha levantado Sancha, corre hacia el herido, se le abraza, trepa por él hasta poder acariciar su oreja con los labios.

– ¡Somos tan diferentes, Joan, tú y yo! ¡Te quiero tanto!

De negro y espada van los caballeros que secundan el avance del Gran Capitán hasta el trono del papa y cuando se arrodillaba el militar le sale al encuentro Rodrigo, lo alza y le abraza porque, lo proclama, no puede estar de rodillas el hombre que rindió al moro

en Granada y al francés en Nápoles. Doble victoria sobre los bárbaros. La cristiandad tiene una deuda con el Gran Capitán. No parece halagado el castellano por tanto elogio aunque opone al papa la insistencia en arrodillarse y besarle el anillo de la mano, tolerada esta vez su actitud benevolentemente, al precio de que el militar acepte un aparte con Alejandro Vi, ante la inquietud de un prohombre del séquito al que el pontífice envía una mirada despreciativa.

– Qué mal nos mira el embajador de España. Ni yo puedo soportarlo a él ni él a mí, don Gonzalo. Es un maleducado que no sabe hablarle a un papa. Me costó Dios y ayuda meter a un Borja en el segundo viaje de Colón a las Indias Occidentales y me sorprende que se contemple con desconfianza la presencia de los Borja en los nuevos territorios a conquistar y cristianizar.

– Vengo de un país montaraz, santidad, que ha estado guerreando durante ocho siglos.

– Yo también vengo de por allí y desciendo de altos mandos del ejército del rey Jaime el Conquistador. Sé lo que fue la Reconquista, capitán. Guerrear y sestear. Un país de contraste, siempre entre la guerra y la siesta.

Pone Alejandro Vi sus manos sobre los hombros del militar, que da un paso atrás como rechazando el contacto físico, pero no le deja retroceder el papa, le retiene y aún le atrae hasta hablarle cara a cara.

– Necesitamos el brazo armado de Castilla y Aragón para alejar la barbarie francesa de Italia y ya he hablado con el rey Fernando de la necesidad de un Estado pontificio fuerte, capaz de hacer valer su fuerza espiritual con su poder político y militar. Mi hijo será el instrumento militar de ese poder espiritual y ha de marchar

con sus tropas a la conquista de Ostia.

No hay recelo, pero sí alejamiento crítico en los ojos del Gran Capitán, a pesar de la poca distancia que guardan con los de Alejandro Vi.

– No lo impongo.

Conserva el castellano la distancia y la frialdad.

– Lo pido.

Se aguzan las miradas y sin emoción apreciable los labios del papa musitan:

– Lo pido.

Esta vez se altera Gonzalo Fernández de Córdoba, cierra los ojos y mueve la cabeza rechazando la simple posibilidad de la súplica.

– No hay que pedir lo que ya está concedido.

Atrae hacia sí el papa al capitán, mal que le disguste el abrazo al castellano, y una vez conseguido lo exhibe como un trofeo a la corte y al indignado embajador.

– ¡Proclamo grandes noticias!

Las tropas de Castilla y Aragón marcharán contra los últimos reductos franceses, y al lado del Gran Capitán, hombro con hombro, ¡el duque de Gandía!

El señalado Joan acoge con una simple sonrisa la ovación que respalda la proclamación del papa y sus ojos buscan la inteligencia con Sancha. Pero los ojos de Sancha no le aguardan. Diríase que Sancha sólo mira al militar castellano y espera junto a Lucrecia, Giulia y las damas de la corte ser presentada al héroe de Granada. Conduce el papa a Gonzalo hacia el duque de Gandía primero, los cardenales después, entre ellos César, y finalmente las damas, y hay cruce de miradas primero, luego de palabras, entre Fernández de Córdoba y Sancha.

– Vengo de Nápoles y he querido ofrecerle un regalo, doña Sancha.

– ¿Un escudo de armas? ¿Una espada?

– Una persona.

– ¿Viva? ¿Muerta?

A un gesto del capitán, de entre el séquito sale el joven Alfonso de Aragón y hermano y hermana se abrazan primero, para coger después Alfonso a su hermana por las manos y darle vueltas alrededor del eje de su propio cuerpo como si Sancha levitara a una velocidad de tiovivo. Forman círculo los asistentes, momento que aprovecha el embajador para acercarse al Gran Capitán.

– Pero ¿se ha vuelto loco? Las instrucciones del rey Fernando son bien precisas. Hay que parar los pies a los Borja. ¿Y qué hace usted? Primero le dice que sí a la grotesca farsa de promocionar a su hijo y ahora trae a la corte al hermano de doña Sancha y se lo pone en bandeja al papa para que lo case con Lucrecia. No era ésa la estrategia del rey Fernando y mucho menos la de la reina Isabel.

Ella detesta a este papa hereje.

No tiene ojos el militar para el embajador. Todos los tiene para la morena napolitana, en situación de presentarle su hermano a Lucrecia. Ascanio Sforza ha abandonado el círculo de cardenales y pasea junto a César.

– Voluble es la muchacha. Parece que acaba de dejarnos a todos por el capitán español.

– Es una sibila.

– Pitia desde luego, no, tal vez Casandra. Oportuna asociación. Casandra fue sibila porque Apolo, enamorado, le dio el don de la profecía, pero cuando ella lo rechazó, Apolo divulgó que todas las profecías eran falsas. ¿Quién de nosotros hará de Apolo? ¿Tú, César?

– ¿Por qué no? Doña Sancha tiene el cerebro en la entrepierna y lo tiene muy desarrollado.

Desangelado, Joan contempla los juegos oculares de Sancha y el Gran Capitán, hasta que se siente vigilado el soldado por los ojos del duque y cambia la atención por

la mujer por la dedicación a su inmediato compañero de armas.

– Deberíamos hablar a fondo sobre la campaña, duque. Yo calculo mis expediciones metro a metro, pan a pan de la intendencia. Y quisiera que comenzáramos haciendo un análisis sin piedad de los defectos de la campaña contra los Orsini, en la que no me explico cómo fracasó un militar tan experto como Guidubaldo de Urbino.

– Guidubaldo tiene una mentalidad de condotiero clásico. Hoy la guerra es un arte, mejor, una ciencia.

Se toma tiempo para contestar el Gran Capitán y cuando lo hace trata de filtrar la ironía para que no soliviante al displicente duque.

– Qué razón tiene, señor duque.

El tiempo de los aventureros victoriosos se ha terminado y empieza el tiempo de la ciencia de las derrotas.

– Es un honor recibir al duque de Gandía, el conquistador del castillo de Ostia, al lado del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba.

Ascanio Sforza ha levantado la copa y secundan el brindis cardenales y patricios.

A pesar del homenaje no se siente cómodo el duque, semirrecostado en una tumbona, sobre las sienes una corona de laurel, con la copa por enésima vez vacía y el brillo de la embriaguez en los ojos con que recorre el grupo de invitados de Ascanio sentados a la mesa.

Un viejo clérigo coloreado por el alcohol, también sobre las sienes una báquica corona de laurel, se dirige al duque.

– Con la venia, caudillo victorioso.

Ascanio le corta con la mirada y retoma el discurso de la amabilidad.

– Os preguntaréis por qué un Sforza, familia tan agraviada últimamente por los Borja, organiza este homenaje al duque de Gandía. Y os limitaréis hoy, mañana, siempre, a la explicación que voy a daros. A pesar de que mi sobrino Giovanni ha sido repudiado como marido de Lucrecia y a pesar de los recelos que tradicionalmente se cruzan Milán y la Santa Sede, mi lealtad al papa y a su proyecto de Estado Vaticano está fuera de cualquier sospecha.

Se suman embriagadamente varios comensales al entusiasmo de Ascanio.

– ¡Por eso brindo por el duque de Gandía, instrumento de la política del Santo Padre!

– Insuficiente instrumento, sin duda.

Se revuelve Ascanio hacia el socarrón que habla desde la retaguardia. Joan le mira con desprecio.

– ¿Desde cuándo en casa de los Sforza opinan los mayordomos? ¿Por qué no haces callar a tu mayordomo, Ascanio?

– Cállate, Fabio.

– Ojalá el instrumento del Vaticano sea más eficaz que el instrumento de su sobrino, cardenal Ascanio. Se dice que no funcionó ante la hermosa Lucrecia.

Las arqueadas cejas del cardenal Sforza no consiguen evitar el contagio de la hilaridad, ni que Joan se enfrente con el discurseante con una imperativa mala mirada que no detiene el discurso.

– Mal asunto lo del instrumento. El duque no es un buen instrumento militar y ni siquiera los encantos y la sabiduría amorosa de Lucrecia Borja consiguen que a su sobrino se le levante el instrumento.

Lanza el duque el contenido de su copa de vino sobre la cara del incordiante y tras el vino las palabras:

– Con la cara de capón que tienes, tu problema debe de ser previo. Tú careces de instrumento.

Mas no se altera el litigante y, como si hablara con Sforza, espeta:

– ¿Es cierto, cardenal, que los bastardos, como este bastardo que esta noche es su invitado, hijo de la putísima Vannozza Catanei, llevan un estigma morado, cardenalicio en suma, en los testículos?

Se ha levantado Joan ya sin capacidad de ironía y sale de la habitación para ganar la calle trastabilleando, avanzando a impulsos dominados por la energía del alcohol, cayéndose, volviéndose a levantar, seguido por sus criados, que dudan en intervenir en su larga huida por el túnel de la noche hasta que gana los aposentos de su padre. Allí está Alejandro departiendo con Remulins.

– No podemos dar un paso en falso con Savonarola y es importante que el hastío empiece a entrar en la sociedad florentina.

– Se ha convertido en un tirano moral y crece la contestación contra él. Los comerciantes se quejan de que Florencia es una ciudad sin créditos e incitan a la revuelta.

Los florentinos siempre han sido muy levantiscos, no olvidemos que hasta el palacio de la Signoria tiene forma de fortaleza para defenderse del populacho. La retirada de los franceses tampoco ha favorecido al fraile. Pero hemos de seguir teniendo paciencia. Savonarola debe autodestruirse.

Es el momento elegido por Joan de Gandía para irrumpir en la habitación y exhibir su descontrol histérico ante su padre, al que se enfrenta a gritos.

– ¡Soy un bastardo! ¿He de soportar que lo recuerden los sicarios de Sforza? ¿No [6]podías haber hecho de mí algo mejor que un bastardo?

– ¿De qué estás hablando?

– ¡Tú me has dicho que acudiera al homenaje que me iba a ofrecer Ascanio Sforza! ¡Tú! ¡Y he sido

insultado! ¡Tú también! ¡Vannozza, igualmente! ¡Me han llamado hijo de puta!

– ¿Quién ha sido? ¿Ascanio?

– ¡Ése ha preparado el escenario y su mayordomo ha hecho el resto! ¡Un mayordomo! ¡Él ha puesto la lengua!

– Por poco tiempo.

Hay determinación en el papa cuando abandona la estancia dejando a Remulins sin recursos para asumir al tambaleante Joan y recorriendo los corredores reclamando a gritos la presencia de Miquel de Corella.

– "Miquel, Corella, en el nom de Deu, per la Verge Santa de Lleida, malparit, vine, vine de seguida! A on t.has ficat, malparit?" (5).

A sus gritos acuden César y Miquel de Corella y va Rodrigo directamente a por el lugarteniente de su hijo al que aparta a empujones y cuando lo tiene a solas le vomita en la oreja crispadas consignas que Corella asume con progresiva frialdad. Escoge Corella a cuatro hombres entre los que le rodean y contiene a César cuando trata de intervenir en el lance.

– No va contigo.

Sale Corella al frente de los hombres armados y engrosa el grupo con la soldadesca de la puerta, para ponerse al frente de la tropa y reandar el camino desandado por el duque de Gandía. A medida que se acerca el portón del palacio de Ascanio Sforza, el grupo aumenta la decisión, la aceleración de su marcha subrayada por la respiración forzada. No lo detienen los portones, abiertos por la presión de los cuerpos unificados en uno solo, Corella como ariete. Baten las maderas contra las paredes y el grupo asciende las escaleras para desembocar en el comedor, donde permanecen los comensales digiriendo lo que han comido, lo que han bebido, lo que han reído y siguen riendo según las explicaciones del mayordomo Fabio, el hombre que ha agredido moralmente al duque de Gandía. Corella no dice nada. Va a por Ascanio y le pone un cuchillo en el cuello con la punta buscando una gota de sangre hasta que brota, entre el pánico establecido en los restantes comensales, y al oído del cardenal vierte no audibles palabras que llevan al aterrado Ascanio a señalar al comensal que ha insultado a Joan Borja. A por él se van Corella y la gente armada, le rodean, le sacan de la estancia a empujones y nada más recuperar la negrura de la noche un puñal en una mano traza una raya de plata en la garganta del aterrado Fabio, y lo que fue plata se vuelve hendidura de sangre que los ojos del agonizante no entienden, tratando inútilmente de contemplar la herida hasta que la muerte los nubla de evidencia y cae el cuerpo deshabitado como un pelele sobre la calle, a medida que se alejan los pasos diríase que rítmicos de los asesinos.

– No hay nada como una buena mesa para la reconciliación, si es que hay algo que reconciliar.

Gozosa, Vannozza se retira de la baranda desde la que se contemplan los viñedos y muestra la mesa llena de excesivos manjares para los escasos comensales. Coge con un brazo a César y con el otro a Joan y los invita a que se sienten frente a frente, flanqueados por Canale y el primo Borja cardenal.

– Podemos hablar entre familiares e incluso aligerados por la ausencia de Rodrigo, qué digo, Rodrigo, del Santo Padre. Siempre será Rodrigo para mí. Hay que glorificar a Joan el vencedor y a César, que va a Nápoles como legado pontificio.

Pellizca Joan de Gandía los alimentos, en cambio César come con buen apetito.

– Me gusta invitarte a comer, César, porque haces honor a lo que comes. Tu padre siempre ha sido tan poco apreciativo en estas cosas. Come para vivir, dice. Yo creo que comer es un placer. No hay que cerrarse a la tentación de los sentidos. Tú has salido a mí.

Tú eres un desganado, Joan.

– La gloria harta.

– César.

– Lo digo con propiedad, madre.

Joan lleva un tiempo rodeado de batallas, militares y amorosas.

– ¡Cuenta! ¡Cuenta!

– ¿Qué puedo contar que no sepa toda Roma? Se dice que tu hijo predilecto…

– César.

– ¿Acaso no es vuestro hijo predilecto? ¿De ti y de Rodrigo?

Se dice que comparte a la bella Sancha con el Gran Capitán, otros dicen en cambio que no, que el amor del Gran Capitán por doña Sancha es platónico, como sería lógico en estos tiempos de platonismo. Parece que también andas detrás de una hija del conde Della Mirandola.

– ¿Es todo eso cierto, Joan?

– Si lo dice César, dispone del servicio de espías más eficaz de Roma y no me explico el porqué de esta reunión si ya empezamos con sarcasmos.

– Tiene razón tu hermano, César. ¿Verdad, Carlo?

– Sí, Vannozza.

Parece admitir César que ha comenzado mal la reunión, bebe, gana tiempo y afronta a su hermano.

– Tú y yo deberíamos llegar a un acuerdo.

– La noche promete.

– A nadie se le escapa que Roma te gusta y te asfixia, te gusta porque vives su noche como un murciélago y te asfixia porque nuestro padre te ha preparado un destino que no es de tu agrado. Yo te propongo un cambio.

– ¿De qué cambio se trata?

– Yo te doy la noche y tú me das tu destino.

– Hermosa metáfora, César, hijo. Pero un tanto nocturna, oscura, ¿verdad, Carlo?

– Verdad, Vannozza.

– Yo quiero ser el capitán de los Borja y a cambio te doy la libertad de vivir tu vida.

Hay ironía en los ojos de Joan, pero poco a poco se va convirtiendo en interés.

– ¿Cómo se puede conseguir esa alquimia? ¿Has consultado a tu astrólogo Beheim?

– Los astrólogos sólo sirven para ofrecer ritos, como los cardenales. Beheim atribuye mi destino a un hecho tan aleatorio como el que en el momento de mi nacimiento el Sol se encontraba en la casa ascendente, la Luna en la séptima, Marte en la décima, Júpiter en la cuarta. Es bellísimo pero estéril.

Mi vida se condiciona porque nací en casa de Vannozza y mi padre era un cardenal. Y tampoco asumo esta explicación absolutamente. La verdad no existe. La necesidad de actuar sí. Tengo esa alquimia, y no es otra que la necesidad de que nuestro padre se dé cuenta de lo evidente y de que tú seas quien le muestre lo evidente.

– Incluso tengo un papel, aparte del de animal nocturno.

– Tu papel es convencer a nuestro padre de que yo debo ser el capitán y que tú harás… política, por ejemplo. Estás bien situado entre Castilla y Roma, en Gandía. Puedes crear un triángulo de poder y de faldas entre Castilla, Gandía y Roma.

– En Castilla no hay más faldas que las de la reina Isabel y las de su confesor, Cisneros. Por cierto, se dice que la reina Isabel no se cambió la camisa durante toda la campaña de asedio a Granada.

– Una estrategia para rendir a los moros por el olor, supongo. No hablo en balde, Joan. Creo que mi oferta te interesa. Yo tengo ideas militares y creo que la guerra es una ciencia. Tú la ves como un hermoso desfile final en honor del triunfador.

Vannozza acaricia el cabello de Joan, el perfil de la cara.

– Los desfiles son muy hermosos, Joan. Las guerras no tendrían sentido sin los desfiles finales. Pero hay que saber estar en el momento oportuno cuando pasa el verdadero destino, Joan. No me parece ninguna tontería lo que propone tu hermano.

– Iba a decir lo mismo, Vannozza.

Ha opinado Canale, pero un criado ha entrado, se acerca a la anfitriona y le cuchichea una misteriosa noticia que pasma las facciones de Vannozza.

– Extraños amigos tienes, Joan. Me dicen que ha venido a buscarte un caballero. Un caballero o sin caballo y ¡enmascarado!

– ¿Más que nosotros?

Sonríe Joan ante su propia ironía, medita y deduce, porque con un gesto pide que sea introducido el enmascarado. Cuando lo ve se concentra su atención, se pone en pie algo excitado, contempla los manjares como un obsceno obstáculo, no sabe cómo decir lo que va a decir, pero finalmente lo dice.

– Disculpadme. César sin duda tiene razón. Soy un animal nocturno. Me llama la noche. La noche es suave para mí y me reclama. Ya hablaremos de todo eso, César. No lo echo en saco roto. Tú podrías ganar las batallas, pero ¿me dejarías a mí los desfiles?

Besa a su desconcertada madre, se despide de los demás con un gesto y sale seguido del enmascarado.

Supera Vannozza su estupor y corre hacia la baranda a tiempo de ver a Joan subir a su caballo e invitar al enmascarado a que se siente tras él sobre la grupa. Los sigue en mula el guardaespaldas del duque. Parte veloz el corcel espoleado y Vannozza se vuelve lunar y, preocupada, escudriña el fondo de la noche. Y es la noche la que se apodera de la situación con su largueza, recorriendo la silueta de Roma y siguiendo el curso del Tíber a cuya orilla cabalga el caballo doblemente cargado.

El rostro de Vannozza ocupa todo el horizonte que puede ver Alejandro Vi y los labios de la mujer le están llenando los oídos de lacerantes preguntas que no quiere oír.

– ¿Dónde está Joan? ¿Por qué toda Roma es un rumor de que lo han asesinado?

La misma pregunta la dirige dramáticamente Vannozza a su hijo César, a Corella, a Llorca, a Juanito, a la gente armada que los rodea.

– ¿Dónde está Joan? Salió de mi casa vivo, han pasado dos días y no aparece. ¿Por qué corren las calles patrullas armadas? Las nuestras, las de los Colonna, las de los Orsini.

Presiente Vannozza que algo le ocultan porque César y su padre cruzan miradas de advertencia.

– ¿Qué sabéis y no queréis decirme?

Coge César a su madre por los hombros y le habla manteniéndole la mirada. El caballo de Joan ha aparecido. También su guardaespaldas. Mal herido, es cierto, y sin poder dar información coherente.

Todas las tropas fieles al papado recorren las calles de Roma y rastrean las orillas del Tíber. Aquí están todos los embajadores extranjeros que han ofrecido su capacidad de colaboración. Cada información la ha asumido Vannozza como un mazazo y descubre ahora que el salón está repleto de cardenales y embajadores de gestos solidarios.

Se revuelve hacia Alejandro demandándole que las desmienta, que renueve su esperanza. Pero el papa aparece abatido, como si a pesar de su poderosa humanidad el trono tuviera capacidad de engullirlo y desde el melancólico abandono ve cómo se retira Vannozza entre Lucrecia y Sancha. En cuanto las mujeres han desaparecido, César informa a su padre.

– El Tíber está lleno de buceadores. Un guardián de las serrerías ha visto cómo arrojaban un cuerpo al agua. Lo han tirado desde un caballo blanco. Todo lo ha visto un tal Giorgio Schavino, que en un primer momento no le ha dado más importancia, porque cada noche se arrojan al río docenas de cadáveres. El Tíber es el vertedero de todos los crímenes de Roma. Es posible que…

Se ha cubierto el papa el rostro con una mano mientras balbucea angustiado: "En el agua no… en el agua no… Un hombre debe morir con los pies en la tierra." No le cabe más angustia en el pecho y se levanta para liberarla y caer luego de rodillas y rezar en catalán su avemaría talismán dedicada a la Virgen de Lleida. Pero no puede rezar por mucho tiempo. Se escuchan rumores que se acercan y se abren las puertas para dar paso a cuatro soldados que llevan en andas el cuerpo de un hombre. Cuando dejan las andaduras en el suelo, un rugido sale de la boca de Alejandro, que corre al encuentro de la evidencia de la muerte del hijo.

Joan de Gandía tiene el rostro morado y surcado de regueros de limo, en el cuerpo su padre va contando con dedos temblorosos ocho puñaladas y lanza un gemido de angustia cuando cuenta la novena, en la garganta, tan profunda que casi separa la cabeza del cuello. Se levanta el papa y retrocede de espaldas, para abandonar finalmente el salón de audiencias y cerrar tras de sí con furia la puerta que le separa de la evidencia. Ahora es Vannozza la que entra corriendo, grita, llora ante el hijo muerto, se abraza a él, hace descender el cuerpo hasta sentarlo sobre su regazo. Los asistentes están conmovidos y el embajador francés llora desconsoladamente, a su lado el español hasta pestañea. Por fin llegan las mujeres de la familia y consiguen que Vannozza deje el cuerpo de su hijo y las acompañe.

Los soldados devuelven el muerto sobre las parihuelas y recorren con él las dependencias del palacio hasta introducirlo en una estancia donde los espera una desnuda mesa de mármol en el centro, junto a la cual una mesa de madera sostiene las herramientas de la cirugía, recontadas por dos galenos inmutables. César ordena que todo el mundo abandone el salón menos los médicos y contempla a su hermano con los ojos llenos de compasión, no de tristeza.

– Procuren volverle a unir la cabeza al cuello. Ha de ser enterrado tan entero como había vivido.

Se afanan en seguida los cirujanos sobre el cadáver, al que desnudan, para luego baldearlo con cubos de agua aromatizada, mientras César los deja en su trabajo y vuelve al salón del trono para intentar ganar las dependencias de su padre. Pero dos guardias le cierran el paso y Burcardo le advierte:

– Su santidad ha dado órdenes estrictas. No quiere ver a nadie.

Más allá de la puerta, Alejandro VI, arrodillado, reza una, dos, cinco, diez veces su avemaría.

Es puro llanto, cuando no desesperación, que se arrastra por los suelos y lanza al techo los gritos más guturales, desde el más total abandono en el dolor. De pronto deja las plegarias y los gritos y recita con devoción unos versos:

– "Quan ve la nit i expandeix ses tenebres, pocs animals no cloen les palpebres i los malalts creixen en llur dolor."(6)

Pero pasa a los alaridos, a las imprecaciones dirigidas contra los [7]seis puntos cardinales de la habitación. Escucha César los alaridos desde fuera y los encaja con frialdad. Le interesa la reserva de Burcardo, inclinado sobre una mesa y escribiendo notas sobre un pergamino.

– ¿También hoy escribe su diario?

– Escribo las anotaciones para el funeral. Su santidad querrá que sea recordado como el entierro de uno de los grandes príncipes de la cristiandad.

– Habrá que comunicárselo cuanto antes a su mujer.

María Enríquez es puro luto cuando acepta la carta de su suegro que le tiende un embajador especialmente enviado desde Roma. La lee con los ojos tan secos como despidiera a su marido, pero en la evidencia de que se han secado de tanto llorar. Su estado de gravidez es ya pura proclama de parto y se mueve con dificultad cuando se acerca al circo de madera dentro del que gatea su primogénito. Junto al circo acaba de leer la carta y alza los ojos hacia el embajador.

– Señor Remulins, aquí no pone el nombre del asesino.

– No se sabe, doña María. Ha habido múltiples investigaciones.

Las sospechas se dirigieron hacia el cardenal Ascanio Sforza, agraviado por un lance desafortunado protagonizado por su mayordomo, también se ha sospechado de la familia Della Mirandola, de Guidubaldo de Urbino, molesto por un lance militar ambiguo, los Orsini no han perdonado las repetidas afrentas sufridas, pero todo son especulaciones. ¡Había tantos asesinos potenciales!

– Olvida usted algunos nombres en la lista de presuntos asesinos.

– No puedo olvidar lo que no se ha escrito. También se ha dicho que el duque pudo ser víctima de sicarios enviados por los reyes de España, por sus tíos, doña María, y prudentemente no he querido usar esta información.

– Curioso que aquí en Gandía, a tanta distancia de Roma, la lista se agrande e incluya a parientes de Joan tan próximos como sus hermanos Jofre y César.

– ¡Qué disparate! La leyenda de los Borja no respeta ni la muerte de uno de sus más preciados hijos. Ha de pensar, señora, que los enemigos de los Borja llenan Italia de calumnias, y el poeta Sannazaro ha llegado a sacar partido satírico de esta tragedia. Ha escrito que puesto que su santidad es un pescador de hombres, ha sido lógico que pescara a su hijo en el Tíber.

– De Jofre se dice que se ha vengado de los cuernos que le puso mi marido con Sancha de Nápoles y de César porque su ambición no se para en nada. Conozco la vida que llevaba Joan en Roma. Sabía lo que iba a pasar. Lo presentí desde el momento en que Joan me dejó para ir a esa Babilonia llena de rameras y traficantes de paraísos.

Confío en el Dios justiciero y terrible que envió el fuego sobre las ciudades corruptas. A mi Joan lo han matado los Borja. Todos.

Su mundo disoluto. Su falta de temor de Dios. Dígale usted a su santidad que exijo me entregue el cuerpo de mi marido y que inculcaré a mis hijos el odio eterno a todo lo que los Borja representan. Y ahora, ¡fuera! ¡Con usted ha entrado en Gandía el hedor de Roma!

Ante los cardenales reunidos en consistorio, termina Alejandro Vi su intervención.

– Creo que Dios me ha castigado por mis pecados y asumo buena parte de la crítica que rectas conciencias cristianas han dirigido a la forma de llevar los asuntos de Dios. Es hora de reconciliación en el seno de la Iglesia y la carta que os he leído del cardenal Della Rovere no sólo está llena de compasión por el padre herido, sino también de solidaridad con la reforma de nuestras costumbres.

Daría siete papados, siete, a cambio de la vida del duque de Gandía…

Un sollozo quiebra el discurso, sólo un instante, porque reaparece la voz firme para anunciar:

– Proclamo una reforma completa de los comportamientos del Vaticano, una escrupulosa diligencia en los oficios sagrados, una severa vigilancia para que las cosas mundanas no penetren en este recinto sagrado y se acabará cualquier tráfico de prebendas. Desde ahora sólo serán concedidos beneficios a quienes los merezcan y en primera línea de mis reformas estará el rechazo de cualquier forma de nepotismo o simonía.

Bendice el papa a los reunidos arrodillados y sale por la puerta lateral para aligerar el peso de las ropas con la ayuda de Burcardo. Su paso se ha hecho más pesado y el tiempo y la pasividad han acentuado la orografía de su rostro. En la sacristía le espera Remulins, que nada dice mientras Burcardo cumple su cometido de devolverle a la vestimenta privada.

Cuando el jefe de protocolo ha concluido y los deja a solas, entre Remulins y el papa se retoma una conversación aplazada.

– Así que doña María Enríquez me ha excomulgado.

– No es la palabra.

– Ha maldecido Roma. Ha jurado inculcar a mis nietos odio eterno a los Borja. Reclama el cadáver de mi hijo porque en Roma es como si estuviera en el infierno o depositado provisionalmente en un prostíbulo. En un momento en que mis más notorios enemigos me envían su pésame, esa castellana es puro nudo de encina. Mira, Remulins, hasta Savonarola me ha enviado una carta llena de cariño en la que me da un pésame que me parece sincero.

Tiende la carta de Savonarola a Remulins. La lee y aprecia lo que ha leído.

– Está sinceramente conmovido.

– Tan sinceramente conmovido que me conmueve.

Parece sincera la emoción del papa y a sus ojos llegan lágrimas de refresco.

– Si lo considera conveniente, cambiamos de estrategia hacia Savonarola. Retiramos la presión que ejercíamos sobre él. Empezaba a dar buenos resultados y el obispo Caraffa le ha retirado su apoyo.

Las lágrimas surcan las mejillas de Alejandro, pero su gesto se endurece y su voz sale brusca.

– No seas tonto, Remulins.

Hay que ir a por Savonarola. Una cosa es la compasión y otra la geometría.

Acepta Remulins el veredicto y deja a solas al papa. Camina el pontífice en su soledad y tristeza hasta llegar a la sala donde le espera la maqueta de los castillos que esperaba conquistara su hijo Joan. No está sola la miniatura de una guerra que pudo haber sido y no fue. César la estudia como un experto, calcula distancias, toma notas y aunque se retira prudentemente ante la llegada de su padre, no abandona la presa. Nada dice.

Poco a poco se aficiona Rodrigo a repasar el viejo sueño y en su afán se arrodilla y vuelve a contemplar el horizonte de conquista a ras del terreno construido en yeso verdeante. La voz de César suena a su espalda y le sorprende la frialdad certera de sus argumentaciones.

Hay que cambiar de aliado o equilibrar la alianza con España. El rey de Francia ha de ser nuestro valedor y luchar junto a él para que nos ayude a crear un espacio pontificio. He hablado con el embajador francés. Recuerda lo conmovido que estaba el día en que encontraron el cuerpo de Joan.

Me ha insinuado que podemos contar con la comprensión del nuevo rey Luis Xii y ha encargado a Miguel Ángel una escultura conmemorativa de la muerte de Joan. Le molesta que la voz de César sea tan neutra cuando habla de su hermano.

– ¿No has llorado a tu hermano, César?

– ¿Viene a cuento eso ahora?

– No. No has llorado suficientemente a tu hermano. A mis oídos ha llegado la presunción terrible de que tú…

– ¿Qué podía ganar yo con la muerte de mi hermano?

– Mis sueños se han derrumbado.

Primero murió vuestro hermanastro Pere Lluís, que tenía un gran talento militar, curtido en las luchas de la Reconquista en España. Lo preparé todo para que Joan ocupara ese vacío. Otra vez el vacío. Muerto en el agua, horrible, los ojos de Joan sumergidos en los lodos eternos.

La voz de César ha bajado de tono. Trata de ser persuasiva.

– "Recorda lo que et vaig dir: no guanyarás aquest joc si jo no jugue amb tu" (7).

– Es la peor muerte posible.

La muerte en el agua. Las tinieblas del agua. ¡Sálvame, oh Dios, pues las aguas han entrado en mi alma, me hundo en el lodo…!

– "Encara está tot per fer, pare" (8).

Por fin parece haber vuelto Alejandro a la realidad y a la propuesta de su hijo.

– "Qué vols, César?" (9).

– "Ocupar el lloc del meu germá" (10).

Se arrodilla junto a su padre y sus ojos se suman a los suyos en la contemplación a ras de suelo de las perspectivas de conquista.

– Ahora seré yo el cazador de Dios.

– Quiero que quede memoria eterna de lo que significó Joan de Gandía en el proyecto de los Borja.

En una dependencia del Vaticano un joven escultor contempla la obra de la "Piedad" en la que la Virgen sostiene el cuerpo de su hijo desclavado de la cruz. Acompaña al escultor el embajador francés, emocionado por el dúo escultórico, y a medida que retroceden para adquirir perspectiva recuperan a Vannozza, apoyada en la pared, como pidiéndole soporte para su zozobra.

– La madre y el hijo, señora Vannozza. Tal como los vi el día triste de la aparición del cadáver.

Para siempre esta escultura de Miguel Ángel recogerá vuestra historia, la de Vannozza y Joan de Gandía, una de las historias más tristes que he presenciado.

Quiero que la acepte como una prueba de buena voluntad del rey de Francia Luis Xii y de este humilde embajador, Jean Villers de la Grolaye.

[8]Vannozza avanza hacia la pareja de mármol. Un rayo de orgullo ilumina el rostro de Miguel ángel mientras Vannozza acaricia las facciones, el cuerpo del Cristo yaciente.

– El odio te ha matado. Ese odio que rodea a los Borja y que ha convertido en castigo de Dios el maldito Savonarola.

Los ojos de Vannozza, enrojecidos, han conseguido la terribilidad.

– ¡Maldito! ¡Maldito sea Savonarola si él ha sido el instigador de Dios!

5 El profeta desarmado

Remulins se ha mezclado con el público que espera la palabra de Savonarola, a su lado Maquiavelo parece más interesado en la observación de la gente que en la inmediata aparición del predicador.

– Mujeres. Ya sólo le quedan mujeres ricas.

Remulins repara en la observación de Maquiavelo, pero no demasiado tiempo porque el profeta ha hecho su aparición y un silencio total espera la acechanza del fraile volcado sobre los feligreses, somo si fuera halcón dispuesto a echarse a volar sobre sus cabezas.

– ¡El papa me ha excomulgado!

No contento con impedirme predicar, ¡me ha excomulgado! ¡Traición! ¡Traición, pueblo cristiano, es la palabra con la que explicaría qué está sucediendo y cómo el cuchillo del maligno quiere degollar al portavoz de Dios! Las fuerzas del mal han conseguido sumar a mis enemigos y asustar a mis amigos dejándome en el mismo Getsemaní en el que Cristo superó las tribulaciones del alma.

De pronto, Savonarola se enfurece porque a la iglesia llega un grupo de mujeres encabezadas por una señora principal, imbuida en la inocencia de que ha nacido para llegar tarde a los sermones, incluso a los de Savonarola. Pero esta vez el fraile se cierne sobre la multitud y señala acusadoramente a la recién llegada.

– ¡He aquí el demonio! ¡He aquí el demonio que viene a turbar la palabra de Dios!

Acoge la dama con estupefacción la agresión, luego con ira, finalmente con miedo cuando los rostros se han vuelto hacia ella recriminándola, rostros que la obligan a retroceder a la par que su cortejo y salir de la iglesia despavoridas.

– Mis enemigos dicen prestarse a pasar la prueba de caminar sobre fuego para, si salen ilesos, demostrar que soy un hereje y exigen que yo haga lo mismo. Dicen: ¡será la prueba de Dios! ¡La confabulación de mis enemigos me fuerza a pedirle a Dios su confianza y acepto el desafío! ¡Yo y mis discípulos caminaremos sobre brasas para demostrar que Dios guía mis pasos y los protege!

Contrario al entusiasmo producido, Maquiavelo cabecea irónico e invita a Remulins a que le siga.

– Vamos. Todo lo importante ya lo ha dicho.

Callejean sin decir nada pero esperando cada cual que sea el otro el iniciador del diálogo.

– ¿Qué novedades hay, señor Maquiavelo?

Se ríe Nicolás francamente y su risa detiene a Remulins.

– ¿De qué va la risa?

– Admita que es regocijante que sea usted el que me pregunte sobre novedades, cuando es público y notorio que usted ha llegado a Florencia para terminar de acorralar a Savonarola.

– ¿Eso se dice?

Parece entristecido Remulins y desde una cierta melancolía comenta:

– Savonarola se está ahorcando él solo. La Signoria de Florencia la dominan los "arrabbiati", contrarios al fraile, y no cejarán hasta destruirlo.

– Permítame, Remulins, que establezca una hipótesis de la situación. Savonarola clamó contra la corrupción de la Iglesia y de los príncipes cómplices y fue utilizado inicialmente por una fracción de los Medicis contra otros Medicis.

Eso permitió que el mito Savonarola creciera y se apoderara de él el pueblo, los obispos escandalizados por la corrupción de la Iglesia, como Caraffa, y esos sectores de las clases poderosas a las que les gusta de vez en cuando, por poco tiempo, pedir perdón por ser poderosas. Luego la lucha contra los Medicis significó la llamada a los franceses para que nos invadieran y destruyeran la república y el impulso del renacer italiano.

Savonarola proclamó a Carlos Viii el Nuevo Ciro constructor de Jerusalén y del Templo, en contra del destructor de la cristiandad, Alejandro Vi. Desde el Vaticano, ustedes empiezan a organizar la ruptura del frente de los partidarios de Savonarola y poco a poco consiguen aislarle. Por si faltara algo, el papa trata de pactar con los franceses y deja a Savonarola sin padrinos. Ya sólo le quedan esas escasas mujeres ricas que siguen pidiendo perdón por serlo. Cada vez menos. La mala conciencia de los ricos dura poco.

Después de la agresión de hoy contra la esposa de Bentivoglio, uno de los ciudadanos principales de Florencia, de una estirpe de peligrosos y sangrientos condotieros, ese coro de beatas va a quedarse mudo. Por si faltara algo, el papa ha amenazado a los mercaderes florentinos con embargar sus mercancías si apoyan a Savonarola y el obispo Caraffa le ha retirado su apoyo. Los comerciantes sí que tocan realidad, saben lo que es la realidad y quieren que les pertenezca. Empezaron como correcaminos con sus mercancías, de feria en feria, de mercado en mercado y han acabado teniendo dinero, dinero acumulado. Trabajo y dinero. Ése es el nuevo poder real y no está con frailes místicos creadores de desorden. Savonarola insiste en la necesidad de un concilio, pero ya sólo le apoya Dios, según cree él.

La prueba del fuego es una trampa que le han tendido. ¿Ha sido idea suya, Remulins?

Remulins medita y Maquiavelo espera pacientemente a que salga de su silencio. Finalmente Remulins habla.

– Mi mano derecha ha ayudado a tejer todo eso. Mi mano izquierda ha tratado de impedirlo, de aprovechar los momentos tranquilos de Savonarola para suavizar el cerco.

¿Usted cree en la necesidad de reformar la Iglesia?

– ¿Para qué?

– ¿No preferiría usted una Iglesia fundamentada en la Virtud?

– Para mí, Virtud equivale a Razón, señor Remulins. ¿Puede la Iglesia fundamentarse en la Razón? No estoy metiéndome en cuestiones teológicas. Alejandro Vi hace lo que yo creo inevitable, ni bueno ni malo, inevitable. Igual actuaría cualquier otro papa inteligente con sentido histórico. Savonarola está fuera de la Historia, y si triunfaran sus tesis redentoristas, el oscurantismo más fanático caería sobre todos nosotros. La corrupción es más tolerable que el fanatismo.

– ¿Hay que elegir entre el oscurantismo o la corrupción? ¿Es inevitable esa elección?

Está sorprendido Maquiavelo y retiene con un brazo los pasos de Remulins.

– ¡Vacila! ¡Usted, el instrumento de la política de Alejandro Vi no cree en lo que hace!

¡En el fondo "comprende" a Savonarola!

Consigue proseguir su marcha Remulins y deja a un maravillado Maquiavelo a unos pasos de distancia, finalmente avanza a zancadas para ponerse a la altura del delegado pontificio.

– Insisto. ¿Es cierto que la idea de la prueba del fuego la ha sugerido usted?

Cierra los ojos Remulins, le tiembla el mentón y aprieta los puños. Y desde esa profunda conmoción que se traduce en temblores, responde:

– No.

Alejandro Vi está satisfecho y exhibe un pliego de documentos para justificar su buen humor.

– He aquí la comunicación de los banqueros pidiendo a la Signoria de Florencia que proteja sus negocios frente a los efectos de las predicaciones de Savonarola.

A los florentinos en cuanto les tocas el bolsillo se acabó el profeta Isaías. ¿O ahora nuestro querido Savonarola ya está en Ezequiel, según creo? ¿No es así, Remulins?

Asiente el consultor algo desganado, desgana que no escapa al papa.

– ¿Algo no marcha?

– No. Todo va según lo previsto. A nuestro fraile le sentó mal la prohibición de predicar, la violó, ahora le has excomulgado y ha reaccionado desobedeciendo, proclamando su verdad, administrando la eucaristía. No tenía otra salida. Ahora se le podrá formar un tribunal eclesiástico, si es que antes la Signoria de Florencia no le ajusta las cuentas. Pero esa prueba del fuego no nos conviene.

Fue sibilinamente propuesta por un predicador inspirado por los "arrabbiati", el bando ciudadano contrario a Savonarola.

– ¿No nos interesa esa prueba?

– Es retrógrada. Será un motivo de escarnio en boca de los humanistas. Ha sido una trampa. Un predicador franciscano aseguró que él estaba dispuesto a caminar sobre brasas para demostrar que Savonarola era un farsante y Savonarola no tuvo más remedio que asumir el desafío.

– ¡Pobre diablo! Su suerte está echada y llegará un momento en que la propia sociedad florentina le ajustará las cuentas. Pero tienes razón. No podemos hacer renacer los autos de fe, las pruebas de Dios. Todo ese oscurantismo no debe volver. Aunque se me ocurre otra razón más práctica para oponernos a la prueba de Dios.

– ¿Cuál es esa razón?

– Imagina que sale bien librado de la prueba. ¿Qué se demuestra a los ojos del populacho? Que Savonarola tiene razón y los que le hemos excomulgado no.

– ¿Qué hacemos, pues?

– Reclama a la Signoria de Florencia que nos entreguen a Savonarola para ser sometido a un juicio eclesiástico, aquí, en Roma. Tú asume un cargo que justifique tu actuación. Como jurista, como auditor del gobierno de Roma.

– No hemos hablado sobre el final de esta historia. ¿Savonarola debe morir?

– Si se rinde, a enemigo que huye, puente de plata. Pero hemos de dejar que sean los florentinos y el propio Savonarola los que decidan. Hay que seguir de cerca ese proceso. Eso es todo. Savonarola ya no es un peligro. Has trabajado muy bien, Remulins. Ahora voy a despachar con César.

Es una invitación a la despedida y Remulins sale de la estancia cavilando, no repara en que César le saluda, pero sí, ya en el pasillo, en que Burcardo y Miguel Ángel emergen de una secreta conversación y el jefe de protocolo insta al artista a que aborde al jurista. Acelera los pasos Miguel Ángel sin que Remulins se dé por reclamado hasta que una mano del pintor se posa sobre su brazo.

– Quisiera que me concediera un momento. Será sólo un momento.

– No es perder el tiempo hablar con Miguel Ángel Buonaroti.

– Pero quisiera hablar en un lugar más tranquilo.

Se deja llevar Remulins al taller donde trabaja Miguel Ángel, ocupado por discípulos afanados que el pintor despide con un simple batir de palmas. Ya a solas, el artista se asegura de que están las puertas bien cerradas y aborda a Remulins.

– Hablo con la persona mejor enterada sobre lo que está sucediendo en Florencia y quisiera expresarle mi inquietud por la suerte que pueda correr fray Girolamo Savonarola.

Estudia Remulins la angustiada expresión de Buonaroti, pero no contesta y deja que tras un silencio de expectativa el otro prosiga su explicación.

– Cuando fray Girolamo empezó sus predicaciones yo estaba en Florencia al servicio de los Medicis y muchas veces fray Jerónimo habló muy especialmente con los artistas, humanistas, escritores, Botticelli, Della Robbia, Pico della Mirandola, conmigo mismo y nos causó un gran impacto.

Escucha Remulins pero entretiene mecánicamente el cuerpo y las manos revisando diseños y bocetos.

– Fray Girolamo nos transmitió toda su espiritualidad y cada cual la recibió de manera diferente.

Cada uno asumió su mensaje segun sus propias obsesiones.

– Botticelli cambió el sentido de su obra y dejó de pintar a las amantes propias y ajenas en motivos evidentemente paganos. Pero no veo yo en sus obras, Miguel Ángel, el mismo impacto de espiritualidad.

– La pintura es hija de la pintura, Remulins, no de la espiritualidad. Mi pintura la iluminan Masaccio o Leonardo, incluso Leonardo, a pesar de que es un insoportable bastardo. Savonarola no tiene por qué influir sobre la pintura. Pero en cambio me impresionó lo que el fraile decía sobre la relación entre espiritualidad y sociedad, sobre la pobreza por ejemplo, sobre la sencillez de la vida cristiana. Ese hombre es un inocente, Remulins.

Sale de un momento de ausencia Remulins.

– No siempre un inocente es inocente.

No parece comprender Miguel Ángel.

– A veces desde la inocencia más angélica se puede provocar el caos.

– ¿El desorden?

– El desorden.

– ¿Siempre es repudiable el desorden? ¿Se puede transformar la vida, se puede tener esperanza sin desorden? Yo parto del sentido del orden pictórico que me han dejado mis maestros, pero yo introduzco el desorden en ese orden y así han crecido las artes en nuestro siglo en busca de la Edad de Oro grecolatina perdida.

– No hay edades de oro, Miguel Ángel. Nunca las hubo.

– ¿Ni en el Paraíso?

No es desconcierto lo que manifiesta Remulins ahora, sino prudencia, y sus ojos miran a todas partes, como si incluso las estatuas y los figurantes de los cuadros pudieran escucharle.

– ¿Le envía Burcardo?

– He comentado con Burcardo el asunto de Savonarola y él también siente un profundo respeto por la finalidad que anima al fraile.

– ¿Por qué no ha intercedido ante su santidad?

– Burcardo cree que su santidad, como jefe de protocolo, se lo toma muy en serio, pero no como teólogo.

– ¿Qué piden para Savonarola?

– Razón o compasión.

– Es demasiado total el espectro. Escoja. Razón o compasión.

– Compasión.

– Siento tanta compasión por Savonarola como pueda sentir usted, y desde la compasión no puedo, no debo salvarle.

– Entonces le pido que aplique la razón, ¿qué se gana aniquilando a Savonarola?

Sonríe Remulins tristemente.

– Me parece que su pregunta llega tarde. Ahora debería formularla así: ¿qué se pierde condenando a Savonarola?

– ¿De qué te ha hablado Remulins, de Savonarola? ¿Sigues obsesionado con el caso Savonarola?

¿Tanto peligro ves en ese fraile alucinado? Me parece absurdo. Debilita a los florentinos y eso no nos va nada mal.

– Está pidiendo un concilio para reformar la Iglesia y deponerme.

– Estáis destruyendo a un fantasma y por lo tanto le perpetuáis como fantasma. A Savonarola ya no le hace caso ni el rey de Francia.

Por cierto, hemos de revisar nuestra posición antifrancesa. Esa Liga Santa contra los franceses interesa, pero no interesa.

– ¿Santa? ¿Quién pone la santidad?

Alejandro Vi ha interrogado a César desde la seguridad que le da conocer ya la respuesta. César le exige más que le habla. Tú, tú analiza esa pantomima de la Liga Santa. ¡Santa! Analiza a tus aliados contra Francia. Los reyes de España, Ludovico el Moro en el Milanesado, la República de Venecia, el emperador Maximiliano de Austria.

– La santidad evidentemente la pones tú. ¿Las tropas?

– Con tal de que ellos pongan las tropas, pero después de la experiencia de la invasión de Carlos Viii no me fío ni de Venecia, ni de Milán, y el abrazo de los reyes de España es el abrazo del oso. Frena nuestra expansión familiar hacia Nápoles que tanto hemos trabajado. El matrimonio de Jofre con Sancha. Ahora el matrimonio de Lucrecia con Alfonso de Bisceglie. ¿Insistes en tu proyecto de dejar el cardenalato?

– Insisto. Tras la muerte de Joan no necesitas un hijo cardenal. Necesitas un hijo soldado.

El cerebro dinástico de Alejandro Vi se ha puesto en marcha y le ayuda a contemplar a su hijo con otros ojos.

– Si renuncias al cardenalato podría pensarse en que te casaras con una princesa napolitana. Me has hablado de Carlota de Aragón.

– Hay que solucionar un problema previo.

No acierta el papa qué problema previo puede ser y pone por testigo al hierático Burcardo de que para él no hay tal problema previo.

– ¿Te refieres a tu condición de cardenal de Valencia? ¿Quizá a las histerias de María Enríquez, reclamando el cuerpo de Joan y maldiciendo a los Borja a través del impertinente embajador español?

– Me refiero a Lucrecia.

Pretexta una urgencia Burcardo para retirarse, pero César le ordena con un gesto que se quede, gesto que Alejandro refrenda.

Avanza a largas zancadas César hasta la puerta y permite el paso a alguien que espera, un joven caballero que se descubre ante el papa e hinca la rodilla en el suelo.

– Pere, Pere Caldes, si no me equivoco. ¿Qué te trae aquí? Te he dado órdenes de que no te separes ni un momento de Lucrecia.

– Obedezco órdenes de César.

Me ha ordenado venir.

El Valentino da vueltas en torno del trío que Pere, arrodillado, completa con Burcardo y Alejandro, silencioso, cavilando sobre el próximo paso a dar más que conteniendo un discurso.

– César, ¿se puede saber qué ha pasado o qué va a pasar? ¿A qué santo la presencia de Pere aquí?

Debería estar al cuidado de tu hermana.

– Tú lo has dicho. Debería estar al cuidado de mi hermana.

Jugando con ella a la gallina ciega. ¿No es cierto, Burcardo? ¿No vieron jugar a la gallina ciega a Pere y a las damas? ¿Te llaman Pere o Perotto?

– Los valencianos y catalanes me llaman Pere y los de aquí Perotto.

– Te va mejor Perotto. Tienes fisonomía de llamarte Perotto y no Pere. Pues bien, tú que cuidas a mi hermana podrás darnos una explicación a su santidad y a mí mismo, cardenal de Valencia.

Calcula César el efecto del silencio y finalmente, acercándose al todavía arrodillado Pere, formula la pregunta:

– ¿Podrás explicarnos por qué Lucrecia está preñada y de quién?

Ha bajado la cabeza Pere y la nuez recorre como loca su encierro tratando de huir, mientras César prosigue sus conjeturas, Burcardo ha cerrado los ojos escandalizado y Alejandro Vi permanece boquiabierto.

– Por qué está preñada es fácilmente inducible. Quién la ha

preñado es más difícil de colegir.

Su ex marido Giovanni Sforza, legalmente, según sentencia de doctos eclesiásticos y juristas, no hizo uso del matrimonio, ni quiere demostrar en público que es sexualmente potente, tal como le ha demandado su santidad y su propio tío Ludovico el Moro. O el semen de Giovanni Sforza circula con lentitud de caracol herido por los secretos caminos que llevan a la fertilidad o Giovanni Sforza no, no puede ser el padre.

– Yo.

– ¿Tú?

– Yo quisiera explicar que en la situación…

– Quieres explicarnos que tú eres el padre…

Alejandro pasa del pasmo a la incredulidad y aleja la sospecha con un gesto ampuloso, sin que Burcardo salga de la clausura de la mirada.

– Vamos, César, no saques conclusiones estúpidas.

– Si Pere, "Perotto", no es el padre, hay que deducir que estamos ante un caso brujeril de inmaculada concepción o mi hermana es una ramera dispuesta a meter en su cama a todo el que llama a la puerta del convento de las dominicas.

Se ha puesto en pie Pere desafiante y se enfrenta a César con el hocico fruncido.

– No tolero que se insulte así a la señora. Yo soy el responsable de todo lo ocurrido.

– ¿Ha oído su santidad?

Su santidad ha oído y se deja caer abatido en la silla pontificia, mientras César se acerca a Perotto y le habla casi boca contra boca, obligándole a retroceder ante el avance de su cuerpo.

– Naciones enteras especulan sobre quién será el próximo marido de Lucrecia. Lo será Alfonso de Nápoles, para tu información, Perotto. Están en juego razones de Estado y seguridad que afectan a italianos, franceses, españoles, austríacos y tú juegas a la gallinita ciega con mi hermana y ¡zas! un niño. Fruto del amor.

Supongo.

– No ha habido otra cosa que amor. Un amor correspondido.

César parece emocionado y pasa una mano por los cabellos de Perotto.

– Qué afortunado has sido.

Amor correspondido. Amor y soledad. Soledad y amor. La soledad de Lucrecia y el amor de Pere Caldes.

En la otra mano de César, ahora enfurecido, brilla una daga, y con la misma celeridad con que ha aparecido, la daga se clava en el cuello de Pere, pero el giro de la cabeza del hombre amenazado permite que lo que hubiera sido la muerte se convierta sólo en herida profunda. Tiene fuerzas el herido para recorrer los pasos que le separan de la silla de Pedro y caer de rodillas ante el papa, levantado, sin suficientes manos para lo que tiene que hacer, aunque le tienta borrar las salpicaduras de sangre que le han llegado al rostro, en la boca un grito que expulsa a César de la estancia.

– ¡César!

Mientras, Burcardo trata de restañar la sangre del herido, inmutable en los ojos, duro en el gesto con el que aplica un pañuelo sobre la herida, con crueldad purificadora, sin reparar en los gritos de Perotto.

Savonarola reza en la penumbra aunque sobre el rostro el ventanal permite la coincidencia del halo de luz de los elegidos, ojos que lloran desde una angustia desencajada.

Reza en un silencio que sólo él percibe porque de pronto se rompe e irrumpen en su ámbito los gritos de las gentes que se manifiestan en el exterior del convento.

– ¡Farsante!

– ¡Eres el castigo de Florencia!

– ¡La ruina de Florencia!

Escucha los gritos acorralados los oídos, cercado su espíritu, trata de entenderlos pero no llega a la lógica de las palabras.

Entra un demudado fraile.

– Fray Girolamo. No es prudente salir en este momento.

– Ya habrán encendido las hogueras y pronto habrá brasas.

– El convento está rodeado de piquetes amenazadores.

– ¿Quiénes son?

– Los comerciantes han movilizado a la plebe y a ex presidiarios como agitadores. Le acusan de ser la causa del bloqueo económico de la ciudad, de la ruina de Florencia.

De entre los manifestantes brota un prohombre subido a un mojón de la plaza y proclama:

– ¡Savonarola nos ha arruinado!

Hay que volver a aquellos tiempos en que el talento de nuestros banqueros hizo de Florencia la capital del esplendor y del humanismo.

¡Debemos unirnos los engañados por Savonarola con los que siempre le combatimos para que Florencia vuelva a ser un imperio financiero!

Hay entusiasmo jaleador. Savonarola ha escuchado el discurso asomado a una ventana protegida por una celosía y en su rostro se mezclan el tenebrismo exterior y el interior.

– Finalmente me van a echar los comerciantes y no el papa. ¿Hay respuesta del rey de Francia?

¿Respalda la convocatoria de un concilio?

Se miran entre sí los frailes que le rodean y uno de ellos responde:

– Le hemos enviado un mensajero y no ha recibido respuesta. Se dice que Carlos Viii está muy enfermo.

– Habrá que afrontar la prueba de las ascuas, si nuestros enemigos insisten en ello y dan el ejemplo.

Se descalza Savonarola y se contempla los pies.

– Pobres pies míos.

Pero desecha la autocompasión.

– Sufre más de lo necesario el que sufre antes de lo necesario.

Se arroja a sus pies un joven fraile y se los acaricia amorosamente.

– Dios no permitirá que estos pies se abrasen. Dios no permitirá su propia derrota.

– Dios permitió su propia derrota en el Sinaí, pero convirtió aquella derrota en la victoria de la Resurrección.

Le invita Savonarola a que se levante y vuelve a contemplar lo que ocurre en el exterior a través de las rejas de la celosía.

El orador ha formado ahora un reducido grupo de patricios que le felicitan por lo que ha dicho.

– Me han contado la humillación que sufrió tu mujer el otro día desde la boca de ese iluminado.

Toda Florencia hizo suya esa ofensa.

– Lo agradezco, pero no he hablado desde el despecho, sino desde la angustia de todos los florentinos ante la ruina que nos amenaza.

– ¿Qué podemos hacer, Bentivoglio?

– ¿Qué podemos hacer? ¿Me lo preguntáis a mí? ¿No sois vosotros los responsables de la Signoria de Florencia?

Bentivoglio ha dirigido una mirada irónica a los que le rodean y se dirige especialmente a varios de ellos.

– Canigiani, Giugni, Canacci, ¿no sois vosotros los principales impugnadores de Savonarola? ¿No tenéis ahora mayoría "los arrabbiati" en el gobierno de la ciudad?

Ese iluminado ha llevado más allá de lo asimilable aquel espíritu de reforma que en un primer momento nos atrajo a todos. Los cambios excesivos son catástrofes anunciadas.

– Hemos de liberarnos de Savonarola.

– Encarceladlo, pues.

– No podemos crear un mártir.

– Ha repartido la Eucaristía estando excomulgado. Que sea el papa quien lo meta entre rejas.

¿No os ha pedido que lo enviéis a Roma?

– ¿Vamos a convertirnos en un instrumento del Vaticano? ¿Estás loco? ¿Quieres que eso sea utilizado por los de Savonarola contra nosotros? ¡Vayamos a la Signoria y debatamos la situación!

No se hacen de rogar los caballeros y a pasos sincopados abandonan las proximidades del convento y ganan el salón de reuniones del gobierno de Florencia donde Canacci toma la palabra.

– Sabemos que Savonarola ha dejado de ser un problema, pero sigue siendo un problema. Cuanto antes lo dejemos fuera de juego, antes podremos atender los problemas reales de la ciudad.

– La guerra y el dinero.

– Eso es una simplificación, Canigiani.

– Ésa es la realidad. Hasta que no haya desaparecido de nuestras vidas y de nuestra ciudad, Savonarola será un elemento de distorsión. Hemos de recuperar la lógica de la situación y la iniciativa política y económica.

Los tres principales protagonistas de la polémica han conseguido que se generalice y que los miembros de la Signoria intervengan cada vez con mayor seguridad.

– Se ha metido en una encerrona con la prueba del fuego.

– No es tal encerrona. Puede eludirla si la eluden sus enemigos, los que la solicitaron.

– Hemos de redactar unas actas según las cuales, pase la prueba o no la pase, Savonarola debe perder y ser expulsado de Florencia.

– Si es expulsado puede volver.

– ¿Qué hacemos con él?

– Un proceso.

– Que confiese que ha sido un falso profeta. Ha de dejar de ser un héroe para el populacho.

Las puertas del convento de San Marcos se han abierto y Savonarola encabeza una procesión de frailes que le secundan en su marcha hacia el escenario de la prueba

del fuego. Desembocan en la plaza donde ya aguarda la parte contraria y los más destacados miembros de la Signoria, acogidos a la protección de un gran crucifijo, con todas las bocacalles cerradas por vigas de madera. Los alguaciles apagan las llamas y diseñan un pasillo de ascuas que iluminan los ojos de Savonarola cuando proclama:

– ¡Aquí estoy! ¡Yo entraré en el fuego para Tu mayor Gloria, Señor!

Frailes adversos y partidarios de Savonarola contemplan el pasillo de fuego y se invitan a iniciar la prueba los unos a los otros.

Pero Savonarola es taxativo.

– Que empiecen los que han provocado esta situación.

Canigiani se dirige a los franciscanos intermediarios.

– ¿Dónde están Rondineli y Francesco de Apulia?

– Se niegan a venir porque dicen que Savonarola les va a hacer víctimas de un encantamiento y que ya notan que sus ropas están encantadas.

– Que se cambien de ropas.

– Es que dicen que también el crucifijo está encantado.

– ¡Que cambien el crucifijo!

Aguardan al cambio de crucifijo, pero los enemigos de Savonarola no se presentan. Canigiani y sus compañeros de la Signoria dejan pasar las horas, y a medida que transcurre el tiempo, Savonarola se siente más seguro de sí mismo.

Finalmente Canigiani se dirige a él.

– Fray Girolamo, si tanta es la confianza en Dios, ¿por qué no pasa la prueba? De lo que se trata es de demostrar que usted es un verdadero profeta.

– Me está tentando como el diablo a Jesucristo. De lo que se trata es de responder a una provocación de la que no soy responsable.

Sólo negaciones llegaron de los frailes emplazadores, y por fin los responsables de la Signoria parla mentaron en baja voz, para que Canigiani proclamara:

– ¡La prueba se ha suspendido!

Había empezado a llover y las aguas, al anegar la agresividad de las brasas, aumentaban la irritación de las gentes frustradas. Los miembros de la Signoria se han repartido entre el público e instan a un grupo de agitadores para que den un nuevo sentido a lo sucedido.

Por fin uno de ellos lanza el primer grito.

– ¡Farsante! ¡Anunció que caminaría sobre las llamas y huye con la cola de Belcebú entre las piernas!

– ¡Savonarola, farsante!

Se generaliza el grito y el acoso de los insultos mientras Savonarola trata de imponer su voz sin conseguirlo y retrocede empapado por la lluvia, protegiendo con sus brazos a sus hermanos, antes de convertir su melancólica estupefacción en alarma y franca huida que ultima refugiados en el convento los frailes, atrancando puertas los unos, sacando armas los otros para la defensa, mientras Savonarola cae de rodillas para meterse en un aislamiento místico. Fuera, entre los mirones del cerco, Maquiavelo, calado su ropaje, calados sus huesos, permanece a suficiente distancia del convento y musita:

– Pobre profeta inútilmente armado.

Sobre la ribera del Tíber los barqueros arrojan dos cadáveres y al rodar por el talud queda al descubierto la cara desencajada de Perotto y una muchacha con los cabellos esparcidos como una irradiación de sus ojos desorbitados.

Uno de los barqueros coloca los cuerpos cara al cielo y Burcardo los examina. No hay emoción en su comprobación.

– Los conozco. Guárdalos en un almacén y recibiréis instrucciones.

Con la misma gravedad con que ha reconocido los cadáveres, corre

Burcardo a informar a Alejandro Vi de lo que ha visto.

– Perotto y Pantalisea. El guardián de Lucrecia y su doncella.

Exhala el papa un suspiro liberador de la angustia recién adquirida.

– Él era un mal nacido, pero ¿por qué ella?

No responde Burcardo, y renueva el papa su pregunta:

– ¿Por qué ella?

– No soy la persona más adecuada para contestar esa pregunta.

Se ensimisma Alejandro Vi y sale de su ensimismamiento para repetir la pregunta, pero esta vez está a solas con Corella.

– ¿Por qué ha sido asesinada la doncella de Lucrecia?

Corella se encoge de hombros y aguarda en silencio que el papa dé por suficiente la respuesta. Alejandro merodea a su alrededor y prosigue sus paseos circulares como si hablara en voz alta.

– No matarás. He aquí un mandamiento de la Ley de Dios que tiene una compleja casuística. A veces hay que matar para defender valores superiores. Hay guerras justas, por ejemplo, pero ¿por qué Pantalisea?

– ¿A quién va dirigida esa pregunta?

– Pongamos que a ti, Miquel de Corella.

– ¿En calidad de presunto asesino o en calidad de universitario graduado en estudios humanistas?

– Me gustas mucho como humanista, Miquel.

– Su santidad ha preguntado ¿por qué Pantalisea? y no ha preguntado ¿por qué Pere Caldes?

¿Quién había hecho más méritos para morir, el guardián de Lucrecia o su doncella? O acaso sea más honesto preguntarnos ¿habían hecho algún mérito para morir?

– En el fondo es lo que te estoy preguntando, Miquel.

– Permítame su santidad que dé un giro a su pregunta y cambie de ciudad. Vayámonos imaginariamente a Florencia, donde en estos momentos está en la cárcel y sufriendo tormento el fraile Savonarola.

Fue cazado en su convento como una alimaña, sin oponer resistencia, aunque sí la opusieron algunos de sus frailes, en especial el tedesco fray Enrique que cortó muchas cabezas de asaltantes mientras rezaba y pedía ayuda a Dios. Ahora se le está torturando para que confiese que es un impostor y un enemigo del papa y de la cristiandad. ¿Por qué?

– Los cuerpos sociales deben defenderse de sus destructores, y el tormento ha sido legitimado intelectualmente por Ulpiano y en el definitivo "Tractatus de turmentis".

– Conozco el "Tractatus", conozco la coartada. Pero mi pregunta no reflejaba mi inocencia escandalizada, santidad, sino que iba a por la causa política del asesinato o de la tortura. La causa es el efecto. El terror como auxiliar del poder. Según mis noticias, Savonarola, un hombre de complexión delicada, está destrozado y ha perdido el uso de un brazo. Todo sea para que el diablo salga de su cuerpo. Es un favor que se le hace al propio Savonarola y a cuantos creyeron en sus mentiras. ¿No es así?

Estudia Alejandro la neutral expresión de Corella.

– Yo no he pedido que se le aplique tormento. Yo pedí que lo trajeran a Roma, donde sin duda hubiera recibido un tratamiento menos inquisitivo.

– ¿Menos inquisitivo? ¿Por qué? Su santidad ha citado a Ulpiano, quien, si no recuerdo mal, dice que la tortura no es otra cosa que el tormento y el sufrimiento del cuerpo para obtener la verdad.

Loable finalidad que a veces no consigue la placidez de la filosofía. ¡Tal vez nos hubiéramos acercado mucho más a la verdad si Platón, por ejemplo, en vez de dialogar con Sócrates lo hubiera torturado!

– Eso es un sarcasmo.

– Es simplemente un exceso imaginativo, santidad. De hecho el tormento forma parte del "inquisitio specialis", que permite utilizar todos los medios posibles para llegar a la verdad. El moderno derecho penal, y su santidad es un gran hombre de leyes, legitima la tortura, y ya no aplicada a plebeyos y mendigos, sino incluso a gentes principales. El orden establecido necesita defenderse.

Molesto, Alejandro le insta con un gesto a que se vaya, pero ya cuando Corella está a punto de dejar el recinto, escucha el renovado reclamo del papa.

– Que conste que no has contestado a mi pregunta de por qué ha sido necesario asesinar a Pere Caldes y a Pantalisea.

– Creo haberlo contestado suficientemente, santidad. Pere Caldes y la infeliz Pantalisea representaban el desorden o su tolerancia. En tiempos de revuelta hay que ser implacables con los rebeldes y con sus cómplices.

Burcardo ha permanecido en un segundo término y presencia el inquieto caminar de Alejandro, como si temiera que se le estrecharan los límites del lugar, camina y dialoga sin mirar a su jefe de protocolo. Burcardo, ¿quién conoce la noticia del hallazgo de los cadáveres? Los barqueros, su santidad, Miquel de Corella, este humilde servidor.

– Necesito que Lucrecia reciba la noticia plácidamente, sin escándalo. Haz que venga.

Y viene una Lucrecia embarazada, plácida, blanca, coronada de rosas acude al abrazo de su padre y se recrea en el recibimiento de caricias, como una niña ansiosa de cariños aplazados. Termina sentada sobre las pontificias rodillas y Alejandro le habla abrazándola, para impedirle cualquier posibilidad de huida.

– Lucrecia, necesitaba hablar contigo, de padre a hija, con la sinceridad que siempre hemos tenido. Antes de cualquier otra consideración, he de decirte que aguardes con confianza el fruto de tu vientre, será bendecido por mis manos y tratado con caridad.

Lucrecia se entrega aún más al seno paterno y lágrimas de felicidad le surcan el rostro.

– Ese hijo, al fin y al cabo, es fruto de la Providencia, Dios da y Dios quita, premia y castiga.

Dios siempre alecciona.

Está conforme Lucrecia con la pedagogía de Dios.

– A veces la pedagogía de Dios es terrible.

Sigue estando de acuerdo Lucrecia con la terribilidad de la pedagogía de Dios.

– En la concepción de ese fruto que palpo ahora con mis manos has intervenido tú, pero también Pere Caldes y tu doncella Pantalisea, sabedora de la naturaleza de vuestros encuentros.

Lucrecia ya no sonríe, ni llora, pero se deja mecer placenteramente.

– Dios ha sancionado esa complicidad, Lucrecia.

Los ojos de Lucrecia piensan, pero su cuerpo sigue entregado al amor paterno.

– El Tíber ha arrojado los cuerpos sin vida de Pere y de Pantalisea.

Hay horror en los ojos de la mujer, horror que su padre no ve, mientras sigue acunando a su hija, pero quiere comprobar el efecto de sus palabras y coge la cara de Lucrecia con una mano y la vuelve para quedar frente a frente. De la más neutra de las miradas, Lucrecia pasa a una expresión dulce y un comentario ligero.

– El Tíber siempre ha sido un peligro.

– ¡La muerte puede venir de tantos factores!

– Yo siempre pienso en la muerte. No creo que viva muchos años.

– ¡Calla, Lucrecia! No me destroces el corazón.

– Te lo digo en serio. Tengo en mi cabeza el lema latino: "Vive memor Leti, fugit hora."

– El tiempo huye, es cierto, pero hay que dejar la vida, la muerte, el tiempo en manos de Dios. Piensa en esa mano de Dios cuando trates de preguntarte por qué han muerto Pere Caldes y Pantalisea.

Cierra los ojos Lucrecia asintiendo y permanece su sonrisa mientras su padre la libera del abrazo.

– Y piensa en los planes de boda con Alfonso de Nápoles. Debe complacerte, como te complace la amistad con su hermana Sancha.

– Me complace mucho. Me complace -musita, y se retira la mujer dulcemente sonriente y sólo tras la puerta volverá el horror a sus ojos y un estertor de angustia que se vuelve respiración entrecortada, progresivamente calmada, serenidad y una enigmática sonrisa con la que recompone su atuendo y las rosas que la coronan.

La corona de espinas de una crucifixión es el elemento más alto de la estancia casi desnuda, en el centro el potro que tensa los músculos de un Savonarola tan desnudo como la estancia. Sobre la piel las amalvadas huellas de la tortura, en el rostro el rictus de todos los dolores acumulados y en los ojos la búsqueda del rostro de Cristo, que encuentran, un rostro de Cristo sólo preocupado de su propia crucifixión. Los verdugos corrigen la tensión de la máquina, mientras interrogan con la mirada a los inquisidores sentados tras una mesa, entre los que se encuentran los más altos cargos de la Signoria, pero sobre ellos se mueve la autoridad del notario Francesco Barone, "Ceccone". Ceccone está terminando de revisar un papel y cabecea negativamente.

– No podemos aceptar esta confesión. Ridiculiza el procedimiento y no nos da argumentos para la condena.

– ¿Qué hacer entonces?

– Hay que proponerle otra vez que firme nuestra propuesta.

Asiente Canacci y los verdugos reciben la orden de que suelten a Savonarola. Liberado de sus ligaduras y del potro, le han de sostener entre cuatro para sentarle con dolor, un dolor que se convierte en aullido cuando alguien le coge bruscamente el brazo izquierdo.

Ceccone le tiende los folios al tiempo que comenta:

– Su tozudería es la única causante de sus males. ¿Ha visto lo que nos obliga a hacer? Es inaceptable su declaración. Esta que le proponemos se ajusta a la verdad de lo percibido.

La lee trabajosa, dolorosamente fray Girolamo y la rechaza. Contempla gravemente a Ceccone.

– Tú eres Barone, "Ceccone" te llaman, conocido por tus estafas y tus estancias en la cárcel. ¿Cómo puedes ser el notario de esta infamia? ¿Desde qué aptitud moral?

– No está en condiciones de conceder aptitudes morales. Firme esta propuesta y se acabarán sus padecimientos.

– No. Y si la publicas como si yo la hubiera firmado, antes de seis meses morirás.

– Sus señorías han escuchado las amenazas.

Sus señorías decretan con un ademán que el fraile vuelva al potro y a él retorna entre gemidos que se convierten en alaridos cuando gira la rueda que quiebra el cuerpo. Sobre el fondo de los gritos del torturado, los reunidos deliberan.

– Esta situación no puede durar indefinidamente. Tal vez deberíamos llegar a un pacto, a un texto condenatorio pero ambiguo, que luego nosotros podemos complementar con apostillas escritas al margen.

– No le veo salida. Quizá lo más sensato fuera entregárselo al papa.

– Eso jamás. Ya le hemos escrito expresándole nuestros coincidentes deseos de arrancar cuanto antes esta cizaña del trigal de la Iglesia y ofreciéndole que envíe a sus delegados, a Remulins, si quiere, a interrogarle aquí. Siempre aquí. En Florencia. Savonarola debe ser destruido aquí y por nosotros.

Basta un gesto del airado Ceccone para que la saña del potro se extreme y de los alaridos pase Savonarola al desmayo. Comprueban la certeza de la pérdida de conocimiento, liberan al fraile y lo arrastran entre cuatro hasta su celda, donde abandonan el cuerpo a la piedad del lecho. Del desvanecimiento vuelve lentamente Savonarola y con bastante trabajo consigue beber agua de un jarrón sin poder utilizar su brazo inválido, repasándose las tumefacciones del rostro con una mano, balsamizándolas con agua. Entra un carcelero huidizo, muerto de miedo, asegurándose de que no es espiado desde el exterior. Es portador de una vela y de una carpeta y a partir de esa entrada todos los movimientos torpes, miradas, ansiedades de Savonarola se dirigirán a conseguir que el carcelero le entregue unos folios, el tintero, la pluma, encienda la vela a la vista de las muecas del dolor que cualquier gesto causa al prisionero.

– Me la juego, fray Girolamo, me la juego.

– Nada de lo que escribo puede dañarte.

– Yo antes le odiaba, fray Girolamo, pero no puedo soportar lo que le hacen. Podrá ser muy justo, pero mi mirada no lo resiste. Le ayudo en lo que puedo, pero tienen miedo a lo que usted pueda decir, escribir.

– Tú no has de temerlo. Si me encuentran los papeles diré que es cosa de brujería. Escribo una "Regla del bien vivir" para que las generaciones futuras hereden mi ideario.

Ha sacado el carcelero ungüentos y pedazos de tela suave de sus bolsillos y balsamiza las heridas del fraile, pero es tanta la ansiedad por la escritura que detiene sus gestos y le pide que le deje a solas con las palabras. Cuando se ha marchado el carcelero, se aplica a escribir, esperado momento en el que incluso sonríe, como si volviera a ser feliz, y al tiempo que coloca las palabras una detrás de otra recita en voz alta:

– Porque Dios me ha quitado el espíritu, rogad por mí. Dudo de mí mismo porque Dios no me envía sus señales como antaño. ¿Seré un farsante o acaso, como decía san Isidoro, el tormento perturba la mente?

Introducido por el receloso carcelero, entra en la estancia otro fraile tan torturado como Savonarola y se precipita a besarle las manos y a esperar después su bendición. Le repasa Savonarola las facciones llenas de heridas, las ojeras erosionadas por las lágrimas.

– Te han dejado como el "Ecce Homo", pobre fray Domingo.

– No he querido suscribir ninguna condena, ninguna aceptación de que he mentido. Yo puedo resistir, pero usted es muy frágil, padre, y le están destrozando.

– Si tú no me niegas, ¿cómo voy a negarme a mí mismo? Estas gentes me odian porque odian la verdad y mi verdad significa que cambiaría el orden que les ha permitido hacerse ricos, poderosos y lujuriosos. Sólo estoy dispuesto a admitir que quizá me haya equivocado en mi capacidad profética, que he interpretado mal las señales de Dios, que el Señor no confiaba del todo en mí.

– No acepte ni siquiera eso.

Les bastaría para legitimar la condena.

– Yo también tengo un límite.

Además, dudo de mí. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si Dios no me hubiera concedido la profecía?

Se ha alzado Savonarola como rearmado por una oleada de gracia y fray Domingo cae de rodillas convertido en el único feligrés de tan excepcional miserere.

– Infeliz de mí. Abandonado de todos y habiendo ofendido al Cielo y a la Tierra, ¿adónde iré? ¿Hacia quién miraré? ¿En quién buscaré refugio? ¿Quién se apiadará de mí? No me atrevo a levantar los ojos al Cielo porque contra él he pecado. En la Tierra no hay refugio alguno ya que en ella he sido motivo de escándalo. ¿Qué es lo que haré? ¿Me dejaré caer en la desesperación? No, en verdad Dios es misericordioso; mi salvador está lleno de piedad. A Ti pues, piadosísimo Señor, recurro y llego rebosante de tristeza y lleno de dolor, ya que únicamente Tú eres la esperanza y sólo Tú mi refugio.

Pero ¿qué te diré? Puesto que no tengo valor para elevar mis ojos, derramaré palabras de dolor, implorando tu misericordia y diré: "miserere mei Deus secundam magnam, misericordiam tuam".

Reunidos los ocho mandatarios de la Signoria en compañía de Ceccone, el documento inculpatorio de Savonarola ocupaba el centro de la mesa y de sus especulaciones.

– No han bastado dos juicios para conseguir una declaración suficientemente inculpatoria.

– Será necesario pues un tercero.

El que acaba de entrar es el que ha hablado y concentrado el interés de todos los presentes.

Remulins va hacia los mandatarios, se abre camino entre ellos y examina el documento.

– Comentamos una copia con su santidad y nada en este documento nos ayuda a los fines que nos habíamos propuesto.

– ¿Cuál es el mensaje de su santidad?

– Este juicio es un escándalo y debe terminar. Ni las declaraciones de fray Girolamo, ni las de sus dos principales colaboradores

implican culpabilidad suficiente.

Traedlo a mi presencia.

Arrastran a Savonarola entre dos carceleros y al reparar en Remulins se inclina.

– Canciller, quisiera que transmitiera al Santo Padre el testimonio de mi obediencia.

– Buen principio. Sea fiel a esa evidencia y declare su culpabilidad en las supercherías que ha cometido como falso profeta y en sus actividades como conspirador contra la Iglesia y de calumniador de su santidad, en estrecha colaboración con personajes tan desafectos como el cardenal Della Rovere.

– No puedo suscribir lo que no he dicho o lo que ha sido dictado por mi celo apostólico.

Remulins abarca morosamente todas las destrucciones de Savonarola, en especial ese brazo que cuelga a lo largo de su cuerpo. Hay piedad en la mirada del canciller auditor, pero no en sus palabras.

– Que le apliquen otra vez el potro.

Se desmorona el fraile y se arranca las ropas para hacer visibles sus laceraciones.

– ¿No he sido suficientemente atormentado? ¿No es una prueba de que Dios me ha impedido mentir a pesar de la tortura?

Apenas hay vacilación en Remulins cuando insiste en que se ejecute lo que ha pedido. Savonarola proclama con asustada mansedumbre mientras lo tienden en el potro y le aplican las correas:

– Escúchame, Dios, Tú, Tú has sido quien me has apresado…

No puede seguir hablando porque el potro le descoyunta y a las palabras le suceden los aullidos que Remulins escucha con los ojos cerrados, los dientes apretados, que abre para pedir:

– ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!

¡Por Dios! ¡Cuanto antes acabemos mejor!

Savonarola está roto. Gime.

Llora. Proclama:

– ¡Confieso que he negado a Cristo! ¡Confieso que he dicho mentiras!

Se detiene el potro. Corre Ceccone con los folios en una mano y la pluma en la otra. Le detiene Remulins con energía y ordena con un gesto que desaten al lloroso, descontrolado fraile. Lo sientan a la mesa y le ponen delante los papeles que le inculpan. Lanza una penetrante mirada lastimada a Remulins que el auditor aguanta y finalmente firma. Hay un generalizado respiro de alivio mientras se llevan a Savonarola desmayado y hay respeto en los hombres que rodean a un Remulins silencioso.

– Ahora que ha reconocido su culpabilidad, ¿qué hacer? ¿Qué directrices ha marcado el Santo Padre?

Remulins vuelve a la situación y sale de su silencio.

– No tengo otra consigna que la siguiente: que sean los señores de Florencia quienes decidan. Señores.

Tras el saludo, abandona Remulins la estancia y los reunidos contrastan sus perplejidades mutuas sin atreverse a hablar, hasta que uno de ellos propone tímidamente:

– ¿Muerte?

Hay un mohín de repugnancia en el rostro de Agnolo Niccolini cuando razona:

– Ya está destruido. Recluyámosle de por vida y que escriba sus fantasías. Seguro que conseguirá escribir hermosas obras en homenaje a Dios.

Ceccone opone histéricamente:

– ¿Después de tanto trabajo?

Sólo un hombre muerto deja de ser una amenaza.

Otro de los mandatarios ratifica:

– Nuestra intención era que no saliese vivo, y para que no aparezca como venganza personalizada, deben acompañarle fray Domingo y fray Silvestre. ¿Qué importa un frailazo más o menos?

Camina Remulins por la calle.

Suda y las angustias del pecho se le rompen en la garganta como estertores. Va a su encuentro Maquiavelo, que le ha estado esperando.

– ¿Y bien?

– Condenado.

No se detiene Remulins a la altura de Maquiavelo. Continúa su camino defraudando a Nicolás, pero ya las campanas tañen a mensaje de jubileo, y hacia el cielo de Florencia mira.

Sobre ese mismo cielo repican días después campanas que anuncian muerte. Savonarola, vestido de túnica blanca, se despide de su carcelero y le entrega un manuscrito.

– Toma la "Regla del bien vivir". Se la merecerán más los hombres del futuro que los actuales.

Acepta el conmovido carcelero el manuscrito, pero ya forma parte Savonarola de la cuerda de presos, en compañía de sus dos hermanos de congregación, y a la plaza de la Signoria llegan cual tres almas blancas, ante la presencia de los ocho mandatarios, obispos y cardenales, Remulins en lugar privilegiado, mientras los ojos de Savonarola repasan los detalles instrumentales de su ejecución. Las cruces de madera. La leña amontonada para la fogata. Hacia la víctima avanza un obispo y proclama:

– Por especial mandato del Santo Padre, yo te separo de la Iglesia militante y triunfante.

Hay serenidad en la voz de Savonarola cuando responde:

– De la militante, sea. De la otra no te corresponde a ti.

Corrige el inquisidor sus palabras.

– Yo te separo de la Iglesia militante.

Pasan los frailes ante los jueces eclesiásticos y se detienen frente a Remulins.

– Vais a ser ajusticiados.

A la santidad de Nuestro Señor complace liberaros de las penas del purgatorio concediéndoos la indulgencia plenaria por vuestros pecados y devolviéndoos la prístina inocencia. ¿La aceptáis?

Asiente Savonarola, le secundan Domingo y Silvestre. Pasan ahora ante el tribunal civil y Ceccone proclama:

– Oídos y examinados vuestros torpísimos delitos, os condenamos a ser ahorcados. Después vuestros cuerpos serán quemados.

Recorren los últimos tramos hacia el cadalso insultados por la plebe, mientras los arrapiezos lancean desde abajo las maderas del tablado para herir las desnudas plantas de los pies de los frailes.

Todo lo contempla Maquiavelo grave, pero no conmovido, como si asistiera a un fenómeno de la Historia inevitable. Por los ojos de Savonarola y por sus rezos pasan las ejecuciones sucesivas de fray Domingo y fray Silvestre y cuando le llega el turno entrega el cuello

a la soga y a la saña del verdugo.

Arde la hoguera y, entre las llamas sin límites, los tres cuerpos.

El verdugo se seca el sudor y contempla su obra satisfecho y agradablemente sorprendido cuando el joven Maquiavelo le elogia su trabajo.

– Espléndida ejecución, maestro.

– ¿Lo ha notado? Hay una gran diferencia entre hacerlo bien y hacerlo mal. Ahora ya sólo resta arrojar al Arno las cenizas de estas basuras.

– He observado que, casi recién colgado Savonarola, ha recogido usted el cadáver y lo ha arrojado a las llamas. Notable celeridad.

Explota el verdugo a carcajadas.

– ¡Buen observador! He pensado, mételo cuanto antes en las llamas por si conserva un soplo de vida y así experimenta el mismo calor que va a notar en el infierno.

Las risas del verdugo suben hacia el cielo, donde vuelven a flotar las campanadas de gloria.

Burcardo, de rodillas, lloroso, con un rosario en las manos, invoca a Dios:

– Acoge en tu seno a fray Girolamo Savonarola, que tuvo más de santo que de pecador y perdona a los que le destruyeron porque no sabían lo que se hacían.

Es tanta la emoción de Burcardo que acaba estallando en sollozos, que inmediatamente corrige, recupera la respiración, se pasa las manos por la cara y exhala los malos aires contenidos. Vuelve a ser el Burcardo hierático y autocontrolado el que se pone en pie a la espera de que los pasos y el ruido de los alabarderos confirmen la inminente llegada de Alejandro Vi. Llega el papa con el ceño cerrado y claridad de encargos sobre lo que debe hacer su jefe de protocolo.

– Me va muy bien que estés aquí, Burcardo. Tengo un encargo preciso. Tenemos boda.

Como Burcardo se limita a asentir con la cabeza, Alejandro Vi le pregunta:

– ¿No te interesa saber quién se casa?

– Sin duda, santidad, pero todo conduce a la evidencia de que la desposada es la señora Lucrecia y el afortunado marido el duque de Bisceglie, Alfonso de Aragón.

– Estás bien informado. Y quisiera explicarte el carácter que ha de tener esa boda. Yo no la veo como un acontecimiento fastuoso a la manera del anterior matrimonio con Giovanni de Pesaro. Habría que adoptar una cierta discreción, sin que tampoco parezca que escondamos nada.

– Si me permite su santidad, yo ya tenía un bosquejo de cómo podría celebrarse el enlace. La percibía como una boda íntima, en familia, habida cuenta del carácter afectuoso y reservado que se atribuye al joven príncipe. Los familiares de los Borja empleados en el Vaticano, los cardenales Borja y Llopis, el obispo Joan Marrades.

– Añade a Ascanio Sforza.

– El cardenal no es de la familia.

– Pero es un aliado de los napolitanos y le gustará ser invitado. Yo compensaría tanta austeridad inicial, con la que estoy de acuerdo, con un espléndido banquete nupcial posterior. ¿Qué te parece?

– Muy equilibrado, santidad.

– Pues no se hable más. Adelante, Burcardo.

Se inclina Burcardo en prueba de aceptación y de retirada pero le retiene un último comentario de Alejandro Vi.

– ¿Te has enterado de lo de Florencia?

– ¿A qué se refiere su santidad?

– A la ejecución de Savonarola.

– Algo he oído.

– ¿Qué se comenta?

– No he oído comentarios.

– Vamos, Burcardo. Una noticia así no circula sin comentarios.

– No suelo parar mientes en los comentarios, santidad. Volviendo al escenario de la boda, ¿qué le parece don Joan de Cervello como sostenedor de la espada sobre la cabeza de los novios?

– ¡Excelente idea!

No bien ha salido Burcardo vase el papa en busca de la puerta secreta que comunica sus dependencias con el salón oculto y al llegar allí le espera Giulia Farnesio envarada y esquiva.

– ¡Giulia! Al verte recupero la mirada.

– Palabras, sólo palabras.

– ¿Cómo puedes decirme una cosa así?

– Han pasado semanas sin haber sido convocada. Y no sólo he recibido esta humillación sino que hay pruebas evidentes de que poco queda del viejo afecto.

– ¿Pruebas?

– Se habla de que otras mujeres pasan por el lecho del papa.

– La leyenda.

– Se habla de que esas relaciones han tenido frutos.

– Me atribuyen los hijos naturales a docenas.

– También mi familia ha sido agraviada. Un Orsini era candidato a la mano de Lucrecia y ha sido desechado. Francesco Orsini, duque de Gravina.

Alejandro ha conseguido coger una mano a Giulia, que sigue sin darle la cara.

– Todo tiene una explicación, desalmada paloma. ¿Cómo puedes suponer desafección en mí? Si rehuí el encuentro fue fruto de la conmoción que me causó la muerte de mi hijo. Hice voto expreso de nuevas costumbres, pero mi carne es débil y ante ti son débiles mi carne y mi espíritu. Tampoco podía fomentar el escándalo en tiempos de ajuste de cuentas a Savonarola.

El infeliz fraile me acusaba de lascivo y durante su proceso era recomendable la prudencia.

– Atiendo a esas razones, pero ¿y el rechazo del hermano de mi marido? ¿El rechazo de Francesco Orsini como marido de Lucrecia?

– Razones de Estado, paloma mía. Me interesaba mucho la boda con un Orsini porque acallaba los rumores sobre la participación de la familia de tu marido en el asesinato de mi hijo, pero ya conoces la necesidad de ligarnos a Nápoles.

Lloriquea Giulia:

– ¡Me siento tan abandonada!

– Más abandonado me siento yo cada vez que te imagino en brazos de tu marido, en brazos del rencor de ese inválido que en ti debe vengarse de mí.

– Mi marido no me humilla.

– Me humilla a mí en ti. Hablaré con Adriana y volveremos a fijar nuestros encuentros.

Trata Alejandro de llegar al cuerpo a cuerpo, pero Giulia lo rechaza con delicadeza.

– No. Hoy todavía no.

– ¿Cuándo?

– Muy pronto.

La casi huida de la mujer la asume el papa con una melancolía aliviada, y en ese mismo estado de ánimo regresa al salón del trono, donde le aguarda César.

– Te veo extraño. Estás contento, pero no estás contento.

– ¿Quién no teme perder lo que ya no ama?

– Muy profunda esa reflexión.

– En mi ánimo se mezclan las sensaciones contrapuestas: el alborozo por la caída de Savonarola y la tristeza por la inevitabilidad de su muerte.

– ¿Otra vez esa historia?

¿Otra vez ese fantasma? ¿Aplicas a un cretino como Savonarola esa delicada observación de que temes perder lo que no amas? ¿Es Savonarola la causa de tu melancolía o hay que buscarle razones menos espirituales?

Va a responder el papa pero el ujier anuncia que espera el embajador español y César inicia la retirada.

– Quédate si quieres.

– No soporto a ese imbécil con maneras de capador de cerdos.

– Haz algo mejor. Escóndete ahí detrás y juzga nuestro encuentro. No hay manera de que me entienda con ese macho cabrío.

Se esconde César y entra el malcarado embajador con los respetos mínimos, consistentes en besar el anillo papal y retroceder dos pasos para lanzar su mensaje sin más espera.

– Quisiera comunicarle en nombre de mis señores, los reyes Isabel y Fernando, que hay gran consternación en nuestros reinos por los sucesos acaecidos en la ciudad de Florencia con directa participación del canciller Remulins como auditor eclesiástico del proceso contra fray Girolamo Savonarola.

– No entiendo esa consternación, señor embajador, por cuanto Savonarola era un aliado del rey francés y por lo tanto enemigo de sus católicas majestades.

– Tal vez he empleado impropiamente la palabra consternación.

– Me lo temía.

– Será más apropiado hablar de preocupación. Nada que objetar a la eliminación de un enemigo político y de un intrigante profeta embaucador. Al contrario. En mi país hace tiempo que estaría criando malvas.

– ¿Entonces?

– Sus majestades contemplan lo ocurrido en Florencia en el marco general de unas estrategias poco amistosas, ya que no fueron informadas de los propósitos de su santidad.

– No he tenido otros propósitos que hacer justicia y sobre todo que la hicieran los florentinos.

– Nada de lo que pueda ocurrir en la península itálica debe permanecer oculto al reino de España.

Y en ese mismo orden de cosas sus católicas majestades lamentan no haber sido suficientemente informadas sobre la política de alianzas matrimoniales del Vaticano y sobre el propósito de César Borja de abandonar el cardenalato y dedicarse a la carrera de las armas.

– ¡Burcardo!

La llamada de Alejandro Vi desconcierta al embajador, y más desconcertado queda cuando Burcardo entra en el salón.

– No veo yo, con todos mis respetos, santidad, qué falta hace un jefe de protocolo en este cruce de afirmaciones.

– Precisamente por su condición de jefe de protocolo me va a ayudar a respetarlo por encima de la furia que me asiste.

– No se prive de enfurecerse su santidad.

– Eso también es cuestión mía, y prosiga usted con la ristra de sin sentidos que al parecer debe comunicarme. Tan sin sentidos que más los veo de su cosecha propia que del exquisito sentido común del rey Fernando de Aragón.

– ¡Soy un leal representante de las directrices de mis señores y por mí hablan los reyes de España!

– Y callan, porque la audiencia se ha terminado.

No sabe el embajador si estallar, pero Burcardo le propone ceremoniosamente el camino de salida en el que le acompaña, para dar entrada a un César hilarante que imita las maneras y los decires del embajador.

– ¡Mis católicas majestades me han dicho…! ¡Qué cabestro!

– Fernando de Aragón es muy listo y lanza por delante a este novillo para enviarme mensajes que él debería decirme de otra manera.

Pero no confían en nosotros y desconfían sobre todo de ti. César, es curioso. ¿Por qué en el fondo todos te tememos un poco?

6 El príncipe

César contempla su propia espada.

Recorre los grabados con la yema de un dedo y los recita para información de Corella, Llorca, Juanito, Montcada.

– Aquí pone César Borja, cardenal de Valencia, junto al buey insignia de la familia. Aquí podéis ver un sacrificio votivo.

Aquí motivos paganos, canéforas y sacerdotisas de cuerpos desnudos y el lema "Cum Nomine Caesaris Omen", para que nadie dude de que me guía el mismo empeño que al gran Julio César. Un cupido de ojos vendados pero armado y finalmente el paso del Rubicón y la leyenda "Iacta alea est".

– "Alea iacta est." La suerte está echada. Tus sueños se han cumplido.

– Todavía no, Miquel.

Se ha abierto la puerta y Burcardo invita a César a que le siga. César entrega la espada a Corella.

– Toma, Miquel. Guárdamela, no vayan a pensar sus eminencias reverendísimas que les voy a rebanar el cuello. Pronto me servirá de algo más que de adorno.

Atraviesa la puerta abierta que le ofrece Burcardo y se apodera, en largos pasos, del espacio que le deja un consistorio al que apenas asiste media docena de cardenales desganados presididos por Alejandro Vi. Al lado del papa, Ascanio Sforza estudia, calculador, cómo se instala César y todos esperan que el papa tome la palabra.

– La urgencia dictada por la situación, la voluntad decidida del cardenal de Valencia y las circunstancias derivadas de hechos que están en la mente de todos me aconsejan aceptar la propuesta del cardenal de abandonar su rango religioso para volver a la vida seglar y empuñar la espada en defensa de nuestro Estado, en defensa de la Iglesia. Recabo la opinión de sus eminencias reverendísimas para respaldar su decisión de abandonar la púrpura. Votos a favor y votos en contra.

Ni se molesta Alejandro en contar los votos, ni los cardenales en alzar los brazos y ya avanza Ascanio para acoger en un abrazo silencioso a César, abrazo que repite la rala concurrencia para retirarse a continuación en seguimiento de Ascanio. No bien salidos los cardenales del salón tratan de obtener información de Ascanio, que finge distanciarles corriendo más que andando.

– ¿Y no nos dirás qué se trama, Ascanio? ¿Qué habéis pactado el papa y tú?

– Todo ha obedecido al principio heracliano.

– ¿Qué pinta Heracles en esta historia?

– Heráclito, que no Heracles, cardenal. Todo fluye, nada es y los Borja necesitan un soldado, un príncipe, no un cardenal. Su santidad me ha asegurado que el nuevo estado de César no significará expolio para ninguna de nuestras familias.

– Sólo faltaría.

– Pero ha de darle una buena dote al nuevo capitán del Vaticano, porque si no lo hace así no habrá princesa que quiera casarse con él, y su santidad pica alto: Carlota de Aragón, hija del rey de Nápoles. Por ser cardenal de Valencia, ya estaba bien dotado económicamente.

– Carlota de Aragón, la hija del rey Federico de Nápoles, lo rechazó porque dijo no querer ser una "cardenala".

– Quién sabe si ahora el cardenal será Jofre y César se meterá definitivamente en la cama de doña Sancha como marido y copropietario de sus posesiones napolitanas.

Quién lo sabe. Lo cierto es que el caballero es temible y el Tíber acaba de arrojar nuevos cadáveres.

A César le basta con mirar despreciativamente a quien le estorba y Miquel de Corella hace el resto. En aquellos territorios que usurpan, Ramiro de Llorca es el administrador de sus bienes y sus vasallos y tan despótico que las gentes añoran a Corella o al mismísimo César.

Bajan las voces y se acercan las cabezas para oír en labios de Sforza lo que a pocos metros Alejandro pregona a voz en grito, en la soledad del salón que puebla a solas con César. Desde la aparición de los cuerpos de Pere Caldes y Pantalisea, el Tíber no tiene bastante agua para los cadáveres de nuestros enemigos políticos. Me parece un exceso. Ya me pareció un exceso lo de Perotto y Pantalisea. El guardador de tu hermana y su doncella, asesinados, atados de pies y manos, arrojados al río.

– Muy mal guardó a mi hermana Perotto y aún peor su doncella, porque consintió como alcahueta.

Yo no ordeno matar a nadie. Sólo ordeno a mis hombres que no se dejen matar.

– César, cuando llegados mi hermano y yo a Roma había que defenderse porque cada familia tenía sus sicarios y o aceptabas la misma lógica o eras candidato a acabar en el Tíber. Ahora estamos en otra situación. ¿Qué hay que hacer?

¿Responder a las puñaladas o anticiparse?

– Anticiparse. Ahora estamos en el centro de un polvorín del que no controlamos la mecha, pero si la controlamos el polvorín es nuestro.

Por el sur nos llega la amenaza de España y por el norte la de Francia cuando no la de Austria. Ni nada ni nadie pueden oponerse a la lógica de los acontecimientos.

¿Qué es más cruel, dejar que estalle la crueldad insaciable de los otros contra nosotros o ser fuertes y desde esa fortaleza imponer un nuevo orden? Tú casa a tu hija discretamente con el príncipe napolitano y tranquilizamos a España.

Yo me voy a la corte de Francia donde reside Carlota de Aragón como dama de Ana de Bretaña, tranquilizamos a Francia y consigo mujer. Tú prepárame el camino. Nombra cardenal al consejero del rey de Francia, George d.Amboise y concédele al rey el divorcio para que pueda casarse con su cuñada Ana de Bretaña.

– ¿No temes a Dios? ¿No piensas que puede castigarte tan duramente como me castigó a mí quitándome a Joan?

– No creo en la fortuna, ni siquiera en la suerte, aunque utilice a un astrólogo de prestigio como Lorenz Beheim. No hay otro móvil que la energía creadora de la virtud, es decir, de la razón y la evidencia de lo que es necesario.

No me meto en los asuntos de Dios y espero que me devuelva la misma moneda. Le dejo la libertad de salvarme o condenarme.

Al salir de la audiencia, la espada que le guardaba Corella vuelve a sus manos y César la eleva como si esperara de ella el desvelamiento de sus propios enigmas.

Pero la espada permanece silenciosa y sobre el rostro de César pasa la nube de la inquietud. Paso fugaz.

– Hemos de llegar a Francia disfrazados de príncipes de las mil y una noches. Hay que demostrarles que somos los más altos, los más ricos y los más guapos.

Corella le señala la tonsura.

– ¿Cómo disimular tu viejo disfraz de cardenal?

César y su séquito se apoderan de las tiendas de telas, movilizan a joyeros, orfebres, sastres y diseñadores que sobre pupitres estudian el dibujo no sólo de sus trajes, sino también de las guarniciones de los caballos. Los artesanos se mueven bajo la presión implacable del ex cardenal, que ya ha abandonado todo signo de su condición eclesiástica. Guerreros y diplomáticos se prueban los trajes y asisten al paso de modelos para el vestuario de sus caballos. Ya todo casi ultimado, César estudiaba sus atuendos ante el espejo, pero de pronto su expresión se nubla, acerca el rostro al cristal y descubre que la erupción de la sífilis ha subrayado su sombra.

– Habrá que atrasar el viaje.

Juanito Grasica no entiende la gravedad del hecho en relación con la naturalidad con que lo ha anunciado César.

Corella llega para reforzar su sorpresa.

– Atrasar, ¿por qué?

César les muestra la mancha en el rostro.

– Hay que esperar a que baje la erupción. No sería cortesía viajar a Francia con el mal francés en la cara. Llama a Gaspar Torrella, es el único médico del que me fío.

Luego se pasa los dedos por la coronilla.

– Cuánto tarda en crecer el cabello. No será del agrado de Carlota que cuando me incline ante ella me vea la tonsura.

Pero a su lado se ha situado Corella y le tiende una peluca.

– ¿Tan rico es el papado que los caballos del Vaticano llevan guarniciones de plata? Los Borja han prosperado. Ahora también disfrazan a sus caballos. Setenta mulas cargadas de regalos y cubiertas de satén rojo y dorado, treinta y seis caballos de raza vestidos de oro y terciopelo conducidos por pajes ataviados del mismo color, músicos disfrazados de músicos.

Los caballeros con espuelas de plata.

Della Rovere contempla el cortejo de César y no responde de momento a la pregunta de su acompañante, el cardenal D.Amboise. De pronto emite una carcajada que deja de ser enigma cuando la explica:

– Sobre las espuelas de plata sólo he de decir que es atributo de César sorprender por su vestuario, y lo que me hace reír es esa peluca con la que se tapa la tonsura. No ha dejado tiempo a que su pelo creciera para taparle el estigma del cardelanato. También es notable la capa de maquillaje que trata de ocultar las manchas del mal francés.

Desciende velozmente Della Rovere los escalones y llega a tiempo de recibir a César en el zaguán, sin darle respiro para componer el gesto ni la sorpresa, porque el cardenal se le abraza posesivamente, para luego distanciarle, como si se tratara de reconocer al mejor amigo de su vida y de su muerte.

– ¡Cuánto tiempo, querido amigo! ¡Cuánto tiempo!

Aunque no exterioriza César su sorpresa, sí Corella su inquietud y da vueltas en torno de la enlazada pareja por si se tratara de abrazo de serpiente. Pero se separa Giuliano y proclama ante los dos cortejos la razón de su entusiasmo.

– No os oculto que en el pasado graves fueron las diferencias entre el joven César y yo, diferencias que me llevaron al exilio, lejos de mi querida Roma, de mi querida Italia. Pero la Historia nos ha dado la razón a los dos y ahora nos encontramos en el mismo bando, bajo la bandera y la hospitalidad del rey de Francia. ¡Viva el papa!

¡Viva el rey!

Sirve de introductor Della Rovere a César hasta la presencia del rey de Francia. Suficientes las inclinaciones de César, pero no consiguen borrar la impresión de sorpresa de cortesanos y cortesanas que rodean a Luis Xii, desbordados por el esplendor del atuendo del hijo del papa, y de sus acompañantes. Repasa César a los presentes y se detiene en Carlota de Aragón, que esquiva la mirada como si le dañara sólo el recibirla, pero cuando César, forzado por Della Rovere, ha de concentrar su atención en el rey, Carlota examina al recién llegado con curiosidad irónica pero valorativa.

– Con doble gratitud recibo al enviado del papa. Porque al concederme la bula de dispensa matrimo nial, me permite casarme con la más bella dama de la cristiandad y por el nombramiento de cardenal concedido al santo obispo de Ruán, George d.Amboise.

Ha señalado el rey a Ana de Bretaña como la dama más bella de la cristiandad y ella le corresponde con una sonrisa receptora mientras César replica:

– Su santidad suele decir de sí mismo que es un cazador de Dios y todas sus decisiones no tienen otra finalidad que el bien de la cristiandad.

Corella contempla la fluidez de los diálogos y el buscarse de los ojos de César y Carlota de Aragón, sin que la muchacha se mueva de las proximidades de Ana de Bretaña. Pero es evidente que la reina se burla de su reserva y las dos mujeres ríen observaciones que afectan a César, tomado por el rey en un aparte y, como dialogantes peripatéticos, se encaminan hacia los jardines.

– Debo agradecerle el nombramiento como duque de Valence. Su santidad me nombró cardenal de Valencia, y ahora ser duque de Valence me permite ser el Valentino por partida doble.

– Valentinois en Francia. Hablemos de lo que urge. No quiero precipitar apreciaciones, pero le advierto que la dama se resiste.

Mi futura mujer la ha sondeado y Carlota no se muestra proclive al matrimonio. He recibido carta de varios monarcas pidiéndome que no mezcle la sangre real de Carlota con… en fin. Conoce suficientemente las leyendas que afectan a su familia. Permanezca en la corte cuanto tiempo sea necesario para rendir a la dama.

Escucha César como si estuviera recibiendo los consejos más emotivos y esperados y sólo cabeceará apreciativo cuando el rey se atreva a expresar el memorial de agravios.

– En cualquier caso sería inútil ocultarle que contemplamos como una muestra si no de hostilidad, sí de desconfianza, los repetidos intentos de emparentar a miembros de su familia con infantes de la Corona de Aragón. Mis consejeros lo interpretan como una alianza implícita con los futuros intereses de España en contra de los intereses de Francia.

– ¿Ha sido mal considerada la boda entre Lucrecia y Alfonso de Bisceglie?

– No podría ser contemplada de otro modo.

– ¿Ni siquiera mi viaje puede borrar ese efecto? ¿No puedo yo servir, como agradecido rehén, de prueba de nuestro respeto a los intereses de Francia?

– Hemos olvidado la sangrienta burla inflingida a nuestro antecesor, Carlos Viii, durante su expedición a Italia. Yo no quiero un rehén, César. Quiero un aliado. Necesito un caudillo con alma de príncipe que me ayude a doblegar a las ciudades italianas que se resisten a aceptar el nuevo signo de los tiempos. ¿Qué puede hacer el Estado ciudad frente al Estado nación? El poder del príncipe ha de ser total, mi consejero D.Amboise me ha aconsejado que recaude impuestos sin pactarlos. El Estado moderno necesita dinero porque precisa expansión y soldados con que conseguirla.

Le abandona el rey, siempre seguido de D.Amboise y Della Rovere, a su voluntad y César se encamina a ser presentado a Carlota de Nápoles. Una presentación con pocas palabras, perdidas entre el alto rumor de los reunidos, huidiza Carlota entre otras damas y siempre parapetada tras la impresionante presencia de Ana de Bretaña. El rey, D.Amboise y Della Rovere contemplan los esfuerzos de César.

– Esa plaza no va a poder rendirla.

No está tan convencido Della Rovere.

– No hay que subestimarle al Valentino. Si le deja actuar y hablar, esa plaza puede ser ocupa da, y el papa ofrece una dote considerable.

– Creo que Lucrecia, antes de casarse con Alfonso de Nápoles, había tenido un hijo de padre desconocido, aunque se dice que el padre fue pescado en el Tíber con unas cuantas puñaladas encima y el hijo o ha pasado a mejor vida o ha sido entregado a padres desconocidos.

– Está bien informado, majestad. Después del nacimiento y de la adopción de su hijo a cargo de su propio padre, es decir, de Alejandro Vi, el papa le montó una boda íntima a la niña, en los aposentos del Vaticano, con el príncipe napolitano. Boda fértil. Lo más reciente es que Lucrecia vuelve a estar preñada con la contribución del joven duque de Bisceglie, aunque también se dice que el hijo pudiera ser de Alejandro Vi y así Lucrecia conseguiría ser a la vez hija, esposa y nuera de su padre, según consta en los libelos de la estatua de Pasquino. La diplomacia político-sexual de Alejandro Vi es un éxito.

– Demasiado éxito.

– No nos interesa.

– No. No nos interesa.

Recorre Alejandro los corredores con la satisfacción en el rostro y una carta aletea en su mano.

Comunica a soldados, clérigos y funcionarios el motivo de su alborozo para que lo compartan.

– ¡Carta de Francia!

Desemboca en la estancia donde Lucrecia se prueba un vestido de preñada con la ayuda de Sancha y sus doncellas, en presencia de su arrobado marido y de un grupo de cortesanos, entre los que se alza el poeta Serafino Aquilano en situación de recitar un poema a ella dedicado.

– "No os negaréis, señora, a darle la mano a quien de vos se aleja, no os negaréis, señora.

Una piadosa mirada puede resistir el dolor y esta alma triste siempre de vos, señora.

No os negaréis, señora…"

Interrumpe el papa y agita la carta como la razón de su entusiasmo.

– ¡Carta de Francia! No le pueden ir mejor las cosas a César.

Es el nuevo duque de Valence y el rey cuenta con él como asesor militar.

– ¿Y en amores?

– Sancha, no se puede tener todo, pero la breva madura caerá del árbol. Voy a darle una dote a César como si fuera una princesa de Samarkand a punto de casarse con el Gran Mogol. Espero que Carlota de Nápoles sea sensible si no a César, al oro. Lucrecia, cuida ese hijo que llevas en el vientre. Y tú, Alfonso, cuida el vientre.

Abraza a su hija, la besa tiernamente en los labios, la palpa con una sensualidad que turba a los asistentes, menos a Sancha. También abraza a Alfonso de Bisceglie, le besa en las mejillas, sin respetar el gesto de rechazo sorprendido del joven. Suspira Rodrigo y deja la pequeña corte en la que Alfonso de Nápoles es abrazado con ternura por su hermana, como protegiéndole, y con cariño por una Lucrecia enamorada. Alejandro pasa a despachar con Remulins en presencia de Burcardo y su expresión se ha enrarecido mientras le tiende la carta y le invita a que la lea. Lo hace Remulins y el papa espera su veredicto dando vueltas a su alrededor.

– Según se lea.

– Exactamente. Según se lea.

– Motivos para una cierta ilusión.

– Entiendo que a César le están haciendo perder el tiempo en París y que Carlota de Aragón cumple el papel de una liebre para que el perro corra detrás hasta cansarse y entonces le ofrecerán un conejo. César no puede volver a Italia con las manos vacías.

– Hay un segundo elemento a considerar. Vengo de Florencia y hay rumores muy insistentes sobre una inmediata campaña del rey de Francia en Italia.

– Voy viendo claro. Para Luis Xii es importantísimo que César esté a su lado cuando empiece la campaña. Es la principal demostración de que la Liga Santa se ha roto. ¿Lo de Florencia cómo va?

– Tras la desaparición de Savonarola la Signoria trata de encontrar algo que entusiasme a la ciudad. Florencia es una ciudad abatida. Primero no soportaba a los Medicis. Luego a Savonarola.

Ahora no se soporta a sí misma.

Las ciudades de Italia no comprenden que los tiempos cambian y que sólo Venecia y el Vaticano se aprestan a resistir el huracán de las nuevas naciones hegemónicas.

Con Savonarola desapareció la utopía de la regeneración.

– Remulins, sigo observando en ti cierta proclividad por ese predicador. Era nuestro enemigo.

– Un enemigo demasiado ingenuo.

Un profeta desarmado, como le llamaba Nicolás Maquiavelo.

– ¿No te parece un poco cínico ese Maquiavelo? ¿Otro profeta desarmado?

– Sólo es un pesimista. Un pesimista activo. Desconfía del instinto del hombre y de la vigilancia de Dios. Sólo cree en la razón aliada con la fuerza y a continuación las leyes.

– Olvidémonos de Savonarola y estudiemos cómo queda nuestra política de alianzas. Ascanio Sforza está nervioso porque teme que rompamos la Liga Santa y dejemos a su hermano Ludovico el Moro en Milán solo ante los franceses.

César me insinua que nos sumemos a los franceses sin romper con los españoles. ¿Cómo hacerlo?

– Quizá César tenga la respuesta.

– Necesito a César. Él ve las cosas de este mundo aún más claras que yo. Aguarda el embajador español y va a hacerme preguntas embarazosas.

– Hay que ganar tiempo.

Asienten los ojos del papa y pasa Remulins a un segundo término mientras Burcardo da entrada al embajador español. Pisa fuerte el diplomático y reduce a puro esquema la gestualidad del acatamiento, para pasar cuanto antes al discurso impugnador.

– Si su santidad quería sacar de quicio a sus muy católicas majestades, Isabel y Fernando, lo ha conseguido.

– No me imagino yo al sereno rey Fernando fuera de quicio. Ni al eminente arzobispo de Toledo, Jiménez de Cisneros, al que he encargado la reforma piadosa de las órdenes mendicantes.

– Basta ya de vana palabrería, santidad. Como a un hombre de Estado le hablo, que no como papa.

Como papa, representante de Dios en la Tierra, mi respeto. Soy castellano viejo y no tengo pelos en la lengua.

– "Aequam memento rebus in arduis servare mentem", dijo el gran Horacio.

– El gran Horacio podía batir palmas o meterse los dedos en la nariz, si se le antojaba, pero no es el momento de conservar el espíritu sereno, sino de dejar de tragar sapos por muy vaticanos que sean. Es opinión de sus católicas majestades…

– Católicas majestades, denominación que utilizan porque yo se la concediera.

– ¡Denominación que utilizan porque se la han ganado, rediós!

¡Y no me corte el razonamiento su santidad porque soy más diestro con la espada que con la lengua! Sus católicas majestades no toleran la política de acercamiento del Vaticano al rey de Francia, política que incumple los acuerdos de la Liga Santa y pone en peligro la existencia del reino de Nápoles, vinculado a la Corona de Aragón.

Sus católicas majestades no acatan que de la noche a la mañana un allegado de su santidad como el llamado César el Valentino siga siendo Valentino por arte de birlibirloque, dejando de ser cardenal de Valencia para ser duque de Valence.

Se han adelantado Burcardo y Remulins tratando de contener con la proximidad de su presencia la irascibilidad del embajador, pero el papa detiene su avance con un gesto y exclama con toda la majestad que puede conservar:

– ¡Váyase, señor embajador, por esa puerta, que el descendiente de Pedro no ocupa esta silla para soportar insultos de un mal educado!

– ¡Qué educación ni qué niño muerto, santidad! No estamos en justas florales, ni hay desviados poetas feminoides que tañan la lira o el cencerro. Estamos hablando de negocios de Estado y represento a

la primera potencia conocida, una primera potencia que rinde más servicios a la cristiandad que un pontificado corrupto y moralmente repudiado por todas las conciencias cristianas.

– ¡Fuera! "Fora d.ací! Fora de Roma! Malparit! El dia que vas neixer, la teva mare t.hauria d.haver escanyat!" (1).

– ¡Hable en cristiano! Por los clavos de Cristo. Representante de Dios en la Tierra, ¿no? ¡Pues qué mal representado está Dios!

Vamos a convocarle un concilio para que ponga orden cristiano en esta Babilonia. Me voy, ¡pero un día de éstos me seguirá su santidad, encadenado, en el fondo de una barca que lo llevará a España y lo meteremos en el más lóbrego castillo donde se perderá su rastro pero no su pecadora, siniestra memoria! [9] Es un papa alzado y colérico el que persigue con sus gritos la retirada del embajador.

– "Malparit! Pou de merda!" (2).

Y no se queda corto el embajador, que insulta mientras retrocede sin dar la espalda.

– ¡Hereje! ¡Anticristo!

Miquel de Corella bebe espaciada, profundamente, cabecea, negador.

– Mal lo veo, César. Esa zorrilla napolitana está jugando con nosotros, y su padre el rey Federico va diciendo que no quiere casar a su hija con un bastardo de cura.

– Me interesa más la alianza con el rey que con la dama. Pero hay que encontrarle una sustituta.

Entra un desolado Luis Xii seguido de D.Amboise, de Della Rovere y de un tercer hombre desconocido rústico y receloso, como un campesino disfrazado de noble o un noble disfrazado de campesino.

El rey tiende una mano cansada para ser besada y la otra abierta sobre el corazón.

– ¿Cómo puede luchar un rey contra el corazón de una mujer?

César, permítame que le considere como un hijo y que por lo tanto el rechazo de la dama lo viva como un padre también rechazado.

– Es un honor tanta solidaridad, y entre todas las posibles alternativas sólo me quedo con la que pueda complacerle, majestad.

Hemos iniciado un matrimonio político mucho más interesante que cualquier otro.

– Sólo queda la alternativa de otra Carlota, Carlota de Albret, de la muy noble familia que reina en Navarra. Nos acompaña su padre, Alain de Albret, padre del rey Juan de Navarra. Hemos traído un retrato que no está a la altura de la bellísima dama para que el señor duque juzgue por sus ojos.

Sostienen entre D.Amboise y Della Rovere el retrato de Carlota de Albret y Corella comenta en voz baja junto a una oreja de César:

– "Cara llarga, nas encara mes llarg i figa llarga, suposo" ( [10]3).

– "El que menys compte es la figa. El pitjor es el nas (4).

Esperan el rey y sus acólitos que salgan Miquel y César de su jerga, y salen para que César discursee, remolón:

– Notable y alargada belleza, que aprecio en lo que vale. Han pasado los meses y necesito terminar mi estancia en Francia. Volver a Roma. Tal vez a Gandía y así estar cerca de mis sobrinos, los hijos del infortunado duque de [11] [12]Gandía, sometidos a una educación rígida y oscurantista por parte de su madre, María Enríquez. No quisiera reducir el problema de mi boda a un expediente forzado por el tiempo.

– Buena disposición. D.Amboise leerá la lista de elementos más notables de la dote que ofrece el señor duque a la familia Albret.

– Con la venia, majestad, yo quisiera ver la bula por la que su santidad permite que el señor César deje de ser cardenal. No quisiera ver a mi hija excomulgada.

– Ya te lo he confirmado, Alain.

– Quiero verla.

– Palabra de rey.

– Yo quiero verla.

Remueve Corella el papeleo que reposa en una mesa adjunta, extrae un documento y lo mete bajo la nariz de Alain de Albret. Lo lee el hombre con los ojos, mientras sus labios silabean trabajosamente y de pronto alza la desconfiada mirada en la que envuelve a cuantos le rodean.

– ¡Está en latín!

D.Amboise se muestra paciente con Alain.

– Yo la he leído, Alain, y dice lo que debe decir. César Valentinois es un seglar, como tú.

– Tampoco me gusta nada que mi hija sea considerada un plato menor. ¿No quiere la napolitana?

¡Pues a por la otra! ¿En qué estado moral va a casarse mi pobre hija? Es una muchacha muy sensible.

Continúa, paciente, Luis Xii:

– Ya has leído el inventario de la dote, Alain, y es generoso.

– Todo es poco para mi chiquilla.

– Todo es poco para el esplendor de la dama, es verdad, suegro.

¿Me permite que le llame suegro?

Y estoy dispuesto a reforzar esa dote.

Los ojos rómbicos de Alain de Albret tratan de leer en el rostro de César el valor exacto del añadido.

– No es mala idea, pero ¿en qué medida? Exijo ser el administrador de la dote y además que se conceda a mi hijo Amanieu la púrpura cardenalicia.

Estalla D.Amboise:

– ¿Amanieu cardenal? ¿Qué meritos ha contraído ese zascandil para ser cardenal?

– Pues mira quién habla.

¿Quieres que te explique por qué eres tú cardenal? ¿Si tú eres cardenal, por qué no puede serlo mi Amanieu?

Están cerca las caras de los arqueados cuerpos de Alain de Albret y del cardenal George d.Amboise, y pone paz el rey.

– Alain. Lo importante es lo que nos une, y no dudo yo que su santidad otorgará la púrpura a tu hijo, el querido Amanieu, y que George le dará su voto con todo su corazón. Sin reservas.

Vuelve a sentarse el viejo correoso y repasa la lista de la dote que le ha tendido D.Amboise. Cabecea reticente.

– Aquí pone dinero el papa, pero yo quiero dineros más cercanos. Al fin y al cabo la boda también interesa a su majestad porque refuerza la Corona de Navarra frente a los apetitos expansionistas de Castilla y Aragón. Con esta boda el señor César se convierte en primo de su majestad, y algo vale eso. ¿De cuánto dinero sale avalador su majestad?

Se instala en su asombro el monarca y, cuando va a pasar a la cólera, irrumpe la voz conciliadora de César.

– Comprendo todas sus reservas, querido suegro, insisto en llamarle así, y el rey, no me equivoco, sale fiador de todo lo que avala, teniendo en cuenta que con este matrimonio yo emparento con los reyes de Francia y desde mi condición de duque de Valence participaré en el esplendor de su corte.

Aún no está convencido el viejo y en primera instancia rechaza el pergamino, el tintero y la pluma que Della Rovere ha situado ante él.

– Habrá que esperar. He de consultarlo con mi almohada y con mi Carlota.

Admite César socarronamente la reserva de Alain de Albret y no le ha abandonado la socarronería cuando semanas después avanza tan bien puesto como siempre por un pasillo de caballeros que le conduce junto a Carlota de Albret, con las largas facciones ruborizadas, la larga cara clavada en el pecho mediante la barbilla y con ella la mirada alejada de cualquier encuentro con su marido. El cardenal D.Amboise declama las palabras de la ceremonia, pero los pensamientos de César están lejos y sus ojos divagan hasta encontrar a la turbada Carlota de Nápoles. Ella cree que el Valentinois la mira, pero César sólo ve la distancia más corta hacia el lecho. Luego sus labios, su cuerpo, secundan la liturgia, su final, el largo camino hacia el banquete rodeado de ale grías convencionales y luego hacia el dormitorio, adonde los acompañan D.Amboise y el viejo Alain. Entra la pareja. También los testigos, que se sientan en la penumbra más alejada del lecho iluminado.

No hay desnudez total en la novia, sí en César, que la ofrece sin pudor a su mujer, maravillada ante lo que ve, y a los dos mirones, que apartan la mirada, pero la recuperan cuando César, sin más espera, monta a la muchacha mientras le dice con la voz más dulce que encuentra:

– "Veurem si tens la figa tan llarga com el nas" ( [13]5).

Ella ha creído ser objeto de una delicadeza y parpadea antes de ser penetrada con dolor. Su padre y el cardenal se miran sorprendidos por el rápido acierto de César y, cuando horas después ambos salgan de la alcoba para informar a los que esperan ante la puerta, D.Amboise informará, admirado:

– Cuatro. Cuatro lanzadas y muy diestras.

Bautiza el cardenal al neonato en brazos de su padre Alfonso de Bisceglie, doña Sancha a su lado, Jofre, Burcardo, Remulins, Adriana del Milá, Giulia, Vannozza y Alejandro Vi volcados sobre el baptisterio para contemplar el prodigio. Pasa el niño a los brazos de doña Sancha y de ellos a los del papa, que lo mira arrobado.

– Rodrigo. Te llamas como yo, y ojalá Dios te marque un destino tan gozoso como el mío. ¡Si no fuera por la muerte de mi Joan!

Lagrimean los ojos del papa, besa al niño, lo entrega con delicadeza a su padre ilusionado y sale del lugar acompañado por doña Sancha.

– ¿Son ciertas las noticias de que el rey de Francia ha invadido Lombardía y avanza hacia Milán?

¿Se confirma que César dirige un cuerpo de ejército al servicio del rey francés? ¿En qué situación queda mi tío Federico, el rey de Nápoles? ¿Los soldados del Gran Capitán van a protegerle o van a derrocarle?

– Demasiadas preguntas a un tiempo.

– Tal vez la más importante no la he hecho. ¿Es cierto que existe un protocolo acordado entre Luis Xii y su santidad que implica la intervención en Nápoles?

– No se trata de ningún protocolo. Fueron propuestas relacionadas con el posible matrimonio de César con Carlota de Nápoles, pero César se ha casado con Carlota de Albret. En la propuesta el rey de Francia aceptaba no tomar ninguna decisión sobre Nápoles sin consultarla conmigo.

– ¿Qué contestaría su santidad a esa consulta?

Coge Alejandro la barbilla de Sancha con dos dedos y alza la cara de la muchacha.

– ¿Tú crees que yo o mi familia íbamos a mover ni un solo dedo contra el reino del que habéis venido, tú, la mujer de mi hijo Jofre y el marido de Lucrecia y padre del tierno Rodrigo? ¿En qué cabeza cabe eso? ¿En tu pequeña cabeza?

No llega a oír la respuesta de Sancha porque acelera la marcha.

– En mi pequeña cabeza cabe eso y mucho más.

La huida de Alejandro se convierte en empeño por llegar cuanto antes a una cita. Pasa a sus aposentos vaticanos y gana el pasadizo por el que accede a la habitación secreta y oscura, cuando alguien la ilumina bruscamente y a la luz de la antorcha aparece César vestido de gran capitán de los ejércitos franceses. Es Corella quien sostiene la antorcha y tras él Ramiro de Llorca no quita la mano del pomo de su espada. Se abrazan padre e hijo poderosamente pero sin sentimiento.

– ¿Era necesario tanto ocultamiento?

– Se supone que yo estoy en el norte junto a las tropas de Luis Xii, pero era fundamental que pudiera hablar contigo. Las cartas llegan fácilmente a los espías españoles y a los napolitanos.

– ¿Qué mensaje tan trascendente vas a darme?

– Nuestras tropas avanzan por todo el Milanesado, pronto caerá Toscana y respetarán los territorios potenciales pontificios para marchar sobre Nápoles. Lo que el rey de Nápoles no sabe es que Francia y España están de acuerdo en derribarle y escriturar después un acuerdo de soberanía.

– He interpretado bien tus mensajes cifrados y todo eso ya lo sabía.

– Sabes que el rey de Francia a cambio de este servicio apoyará mis campañas para apoderarnos de la Romaña y sentar las bases de un Estado pontificio real. Y ésa es la base de una Italia unificada capaz de parar las luchas por la hegemonía de Francia y España.

– Ahora ya entramos en el territorio de los sueños, pero sigues explicándome cosas que ya sé.

– Exactamente. Conoces la gran jugada, pero desconoces la pequeña jugada que se está haciendo a tus espaldas. Aquí. En Roma.

Busca lugar el papa donde acomodarse, pero un horizonte de paredes desnudas le obliga a permanecer en pie a la luz de la antorcha, frente a un César dominador que sabe cómo terminará su interrogatorio.

– No te aproveches de lo que sabes y de lo que yo no sé. Habla.

– En el propio Vaticano hay una conjura pronapolitana que dirigen Sancha y su hermano Alfonso, respaldados por todos los enemigos de los Borja, incluido Ascanio Sforza. Los Orsini se abstienen porque son profranceses, pero los Colonna preparan un alzamiento popular en Roma. Están instigando a la población y cuentan con la ayuda de los agentes napolitanos y con el dejar hacer de los espías de Fernando el Católico. Ésos juegan a dos cartas y el Gran Capitán espera el resultado de la jugada para intervenir.

– Exageras el papel del espionaje napolitano. Los intereses de Sancha y Alfonso son transparentes, igual que su posición.

– Los Colonna están detrás y ese vínculo entre Lucrecia y Alfonso de Nápoles se ha convertido en un obstáculo para nuestra estrategia global.

– Bien que lo veo, pero ¿qué hacer?

– Nada.

– ¿Nada?

– Nada. Tu función es dejar hacer y bendecir los resultados alabando los misteriosos designios de Dios.

– ¿El tuyo?

– Ahora mismo vuelvo al campo francés y pronto entraré en Roma como un triunfador. Espero que

habrás preparado un buen recibimiento.

– Burcardo no piensa en otra cosa. ¿Esto es todo lo que debías decirme? ¿Para esto tanta parafernalia? ¿No me preguntas por tu sobrino? ¿Por tu hermana?

– Te pregunto por Giulia Farnesio. ¿Qué tal le sienta su condición de viuda?

– ¿Giulia? La veo poco. Desdichado final el del Orsini tuerto. Se le cayó encima el techo y se le volvieron pulpa los pocos sesos que le quedaban. Pero ¿por qué me preguntas por Giulia?

– Tienes que distraerte. Caza.

Ama. Descansa. Deja que los demás actúen.

No le queda otro recurso a Alejandro que aceptar el abrazo de despedida de su hijo y quedar progresivamente en sombras a medida que se retira Miquel de Corella con la antorcha. A su situación apenumbrada le llega la última recomendación de César.

– No hagas nada. Tú deja hacer. No te sorprendas de nada de lo que pueda pasar.

Con César y Miquel se va la luz y Alejandro Vi se queda a solas con su respiración alarmada, haciéndose preguntas, con la mano en el pecho, de por qué se le ha desbocado la respiración.

Grita la multitud su alborozo y los gritos refuerzan el equívoco de la situación.

– ¡César! ¡César!

Entre el público caminan casi embozados Ascanio Sforza y Della Rovere, mientras Alejandro Vi impone la rosa de oro y entrega la espada-joya a César.

– ¡Te proclamo capitán general y gonfaloniero del Vaticano! ¡Que tu gloria sea la gloria de la cristiandad!

Ascanio Sforza musita:

– Que tu gloria sea la gloria de la cristiandad y el botín de los Borja.

– Es una imprudencia que te pasees por la calle en este día.

– ¿No me acompañas tú, Della Rovere? ¿No eres también tú un triunfador? El rey de Francia ha vencido y el Milanesado ya no pertenece a mi familia. Mi vida peligra en esta Roma entregada a César Borja.

– Mi capacidad de protegerte tiene un límite.

– Y un precio, supongo.

– El de siempre. Un día tú y yo hemos de destruir a esta raza de marranos que infecta Roma desde los tiempos de Calixto Iii. Me interesas vivo y lejos, Ascanio.

Se rumorea que ya has cargado tus bienes y tus cuadros.

– Sólo me falta una despedida.

Se infiltra entre las gentes vociferantes Ascanio y en su recorrido verá fragmentos de César jugando con el toro, a caballo, a pie, con la espada en la mano, enseñando las cabezas sangrantes de seis toros recién separadas del tronco. La nuez de Adán de Ascanio Sforza sube y baja al ritmo de sus rápidos pasos, que le sirven para subir escalones de tres en tres y llegar a la cita con doña Sancha. Soporta la napolitana el abrazo, pero rechaza el manoseo posesivo del cardenal, para enfrentársele.

– ¿Me dejas o no me dejas?

¿Por qué quieres poseerme si me vas a dejar?

– Sancha, ¿a qué juegas? Te he pedido que me siguieras. Tú también has perdido esta batalla, pero podemos ganar la guerra. Los Borja no podrán controlar con una mano a los franceses y con la otra a los españoles. Ahora se han puesto de acuerdo para acabar con la nobleza italiana y con el rey de Nápoles.

Ahora. Pero mañana…

– No me gustan los vencidos.

Estoy cansada de vencidos.

– Por eso prefieres a César o al Gran Capitán.

– ¿Qué me reprochas? ¿Cómo puedo defenderme? Una mujer de mi condición puede formar una corte y tener sus poetas y sus amantes platónicos o no, pero su vida y su vientre dependen de los hombres, como siempre. Bastante hago con proteger a mi hermano. Es el único vencido que merece mi compasión.

Le coge las manos Ascanio y abandona el sarcasmo para acceder a la ternura.

– Un día volveré y nuestros enemigos ya no existirán.

– No volveremos a vernos, Ascanio, y nuestros enemigos gozan de muy buena salud.

Los truenos y los relámpagos iluminan el cielo de Roma y a su luz sale Sforza a la calle y Sancha corre para volver cuanto antes a palacio. Nada más entrar en el zaguán un trueno más fuerte que los otros conmueve los muros del edificio y de las dependencias de arriba llegan el estrépito de derrumbamientos y una nube de polvo y astillas que desciende por la escalera y sale al encuentro de doña Sancha. Superada la sorpresa asciende los escalones y corre en compañía de alabarderos alarmados y cortesanos despavoridos. Todos los pasos conducen al salón del trono y al desembocar en él se percibe que el techo se ha derrumbado y convertido en un montón de escombros. Un criado grita histérico:

– ¡Su santidad está debajo!

Al trabajo de desescombro se suman todos los palaciegos, Sancha, Lucrecia, su marido, Adriana del Milá, y finalmente consiguen llegar al pontífice, enmascarado por el polvo y la palidez del desmayo. Lo conducen al lecho y las mujeres lo lavan con pañuelos de hilo humedecidos en agua de rosas, mientras el médico Torrella le examina las articulaciones y la sangre del párpado. Tiene fiebre de noche, fiebre vigilada por el médico y las mujeres, también por un César intrigado ante la dimensión del destrozo que ha sufrido el techo, y lo comenta con sus acólitos.

– Extraña coincidencia. Orso Orsini muere a causa de un oportuno derrumbamiento sobre su cabeza y a su santidad le ocurre otro tanto.

– Se construye sin rigor. Habrá que ahorcar al arquitecto o cambiarlo. ¿No ha hecho tu padre venir a Bramante a Roma?

– ¿Es sarcasmo, Corella?

– Es deducción. ¿Qué otra causa podemos buscar? ¿Un duelo entre los Borja y los Orsini a base de derrumbamientos? Por Roma se habla de la maldición de Savonarola.

Se interrumpe Corella porque ve pasar a un Remulins casi furtivo en dirección a las estancias papales.

– Pero quien mejor podría decirnos si Savonarola está en condiciones de maldecir a alguien es Remulins. ¡Remulins! ¿Savonarola está en condiciones de maldecir al Santo Padre desde los infiernos?

– Savonarola no está en los infiernos. Yo mismo le transmití la indulgencia plenaria por encargo de su santidad, minutos antes de morir. Se supone que estará en el Purgatorio, incluso en el Cielo.

– Demasiada generosidad. ¿Y si ha ido al Cielo y desde allí intriga contra nosotros?

Remulins sonríe cautamente.

– Savonarola era demasiado inocente.

– ¿Era inocente o era tonto?

Responde secamente Remulins:

– Era inocente.

– Si era inocente o era un inocente, da lo mismo. ¿Por qué fue condenado?

– Porque era un peligro.

Saluda Remulins sin gana y recupera su andadura seguido por la sonrisa sarcástica de César.

– Sabes qué te digo, Corella.

Este Remulins amaba a Savonarola. Estos viejos galápagos, él o mi padre, temen perder lo que no aman.

De la habitación cercana llegan risas y correrías que sobresaltan a Adriana del Milá. Contempla el dulce dormir del convale ciente Alejandro, deja las habitaciones papales y va hacia el núcleo del jolgorio para encontrarse a Alfonso, Lucrecia y Sancha revolcándose y jugando a agresiones blandas, leves insultos en el contexto de una batalla preamorosa a la que se suma Sancha poniéndose de parte de Lucrecia y entre las dos dominando a Alfonso contra el suelo.

– ¡Ríndete!

– ¡Jamás!

Pone la voz hombruna Sancha.

– ¡Pagarás cara tu osadía!

Y provoca un ataque de risa en Lucrecia, que le hace perder el control y permite a Alfonso liberarse del acoso.

– Sois temibles. Nunca he visto un cocodrilo, pero por lo que cuentan sois dos cocodrilos.

– ¡Ñam! ¡Ñam!

Amenazan las mujeres con las bocas abiertas como suponen las abren los cocodrilos, pero Alfonso se recompone y anuncia:

– Basta de juegos por hoy.

Me reclaman deberes propios de mi sexo.

– ¿Rubia o morena?

Golpea festivamente Lucrecia a Sancha por lo que ha dicho, pero la napolitana ha corrido a abrazarse a su hermano.

– ¿Verdad que somos muy felices? ¿Hemos despejado las nubes de los primeros encuentros? ¿Recordáis las batallas campales del banquete de bodas? ¡No paramos de cruzarnos insultos entre nosotros!

¡Bastardo! Fue la palabra preferida.

Se suma Lucrecia a los hermanos para formar el triángulo de la felicidad en el que parece sumergido el muchacho, pero reacciona y proclama:

– Me voy. Las mujeres sois más empalagosas que la miel.

– No seas imprudente. No salgas solo a la calle.

– Me acompañan Albanese y dos o tres más. Quedad tranquilas.

Besa Alfonso a Lucrecia, saluda con una mano a la silenciosa Adriana del Milá y va hacia un rincón de la habitación donde duerme en la cuna su hijo Rodrigo. Se inclina para besar la frente del bebé y desatiende la enternecida expectativa de las mujeres para ganar la calle y perderse la euforia de Lucrecia, que ha cogido las manos de Sancha para decirle:

– ¡Soy tan feliz!

Ya está en la calle Alfonso seguido por sus tres acompañantes, que dialogan relajados y se distancian, sin percibir que al paso del príncipe han salido cuatro hombres enmascarados con los puñales en ristre. Tiene tiempo Alfonso de sacar la espada, pero dos puñales se ceban en su tórax y en su pierna, cae al suelo y tratan de arrastrar su cuerpo los asaltantes.

– ¡Auxilio! ¡Socorredme!

Por fin han percibido el altercado los guardaespaldas y corren hacia el lugar donde es arrastrado el cuerpo ensangrentado del duque.

Las espadas se cruzan, pero los asaltantes huyen más que luchan y dejan en el campo de batalla la sanguinolenta presencia yaciente de Alfonso y el desolado estupor de sus guardianes. Por fin Albanese lo coge en brazos y gana trabajosamente el portón del que salieran, dejando en el empedrado estelas de sangre. Es el propio Albanese el que desemboca en la sala donde Sancha y Lucrecia se hacen confidencias, truncadas a la vista del cuerpo exangüe del príncipe, la pálida faz, la sangre ganando el suelo y tiñendo las manos, el cuerpo de las mujeres cuando lo abrazan.

– Conmigo ha llegado el terror.

¿No le parece una simplificación, señor Maquiavelo?

– No he reunido la suficiente teoría sobre eso. Todavía. Pero analizo sus pasos, César, y sólo veo acciones lógicas si tenemos en cuenta lo que pretende, la finalidad de una empresa. La violencia es necesaria para construir la sociedad, y estamos en tiempos de violencia. Debe ser patrimonio del poder, porque si no, la violencia es desorden. O la aplicas o te la aplican. Se habla del terror de los Borja, pero al lado del terror de condotieros como los Bentivoglio, Malatesta o los Baglione, los Borja han sido seráficos.

También el terror hay que medirlo.

– No debe ser excesivo.

– No debe ser ineficaz, gratuito. Lo verdaderamente nefasto es el terror gratuito e inútil.

– Lo necesito a mi lado.

– ¿Como filósofo o como filólogo?

– Como experto en ciencia militar.

– Muy halagador, pero un experto en ciencia poca cosa es sin un técnico.

– ¿Algún nombre en concreto?

– Leonardo, Leonardo da Vinci. Tiene un cerebro total capaz de pintar más allá de Masaccio y Botticelli y de imaginar las máquinas futuras. Pero de todo su maquinismo yo me quedo con el militar. El asalto a las fortalezas tiene un antes y un después de Leonardo da Vinci.

– Tengo carta libre para conquistar la Romaña. Un primer paso para esa unificación de Italia de la que usted ha hablado.

– Más que unificarla, se trataría de cohesionarla y crear un sistema que la pusiera al abrigo de los bárbaros. Por desgracia el poder de los papas no ha ayudado a fortalecer a Italia, sino a debilitarla. Tal vez usted pueda cambiar ese mal signo. Italia vive un momento de esplendor cultural que no se corresponde con su poquedad política. Usted puede conseguirlo.

Está en muy buena situación. La espada y la Iglesia. Ha comprendido la Historia, es usted un político, se ha dado cuenta de que vivimos una auténtica revolución que sepulta lo viejo y abre paso a lo nuevo y está hecho de la madera de los príncipes. Sólo ha de vigilar un imponderable.

– ¿La fortuna?

– No. No creo en la presencia de la fortuna en la Historia, sino en la eficacia de la razón, en la virtud frente al azar. El riesgo no puede venir de la fortuna o de la Providencia, sino de la tendencia de los hombres a temer lo demasiado nuevo. Entonces entre lo viejo y lo nuevo se impone lo inevitable. El hombre es un pésimo agente histórico. Por eso no escribo para los hombres, escribo para los príncipes y para los amigos.

– Los necesito en Roma, a Leonardo, a usted.

– Estudiaré la oferta. Es curiosa la condición humana. Lo que a mí me gusta de verdad es jugar a las cartas en mi casa de la Toscana y comer nueces o "finocchiona" acompañada de vino trebbiano. Pero lo que me seduce es vivir las acciones del poder desde cerca.

– A mi lado eso está a su alcance.

– ¿Qué opina de todo ello su santidad?

– Se recupera del accidente.

– Tuvo suerte. También tuvo suerte su cuñado el príncipe Alfonso de no morir a manos de los sicarios.

– Suerte. He aquí una palabra que jamás hubiera imaginado en sus labios.

– A veces hay palabras inútiles que son inevitables hasta que no les encontremos sustitución.

Se retira Maquiavelo meditativo y emerge del segundo plano Miquel de Corella para acoger el comentario de César.

– Maquiavelo es el único sabio que conozco que no dice nunca tonterías.

– Es singular.

– ¿Singular? Miquel, el adjetivo es un inmenso elogio en tus labios.

– Se han acabado los tiempos de la retórica y han empezado los del riesgo de pensar, imaginar, escribir sin la protección excesiva de los patrones, aunque todo el mundo finja reproducir los cánones clásicos, grecolatinos. Maquiavelo piensa por su cuenta y cita a Tito Livio y a otros sabios de la antigüedad para disimular que piensa por su cuenta. Fíjate que jamás cita a los padres de la Iglesia.

– Retén su observación sobre el terror inútil.

– No pienso en otra cosa desde el frustrado atentado contra tu cuñado. Fue un acto de terror inútil.

– Habría que remediarlo.

– Estoy en ello.

– Si quieres te puedo dar una razón moral.

– No las necesito, pero adelante.

– Esta mañana pasaba bajo las ventanas de los aposentos de Lucrecia y Alfonso y alguien me ha lanzado una ballesta desde la ventana.

Tiende César la ballesta a Corella.

– Utilízala como prueba si es necesario.

– ¿Has visto a quién la lanzaba?

– He creído ver a Alfonso.

– ¿No tienes la seguridad?

– He creído ver a Alfonso.

Deja Corella a César y se traslada a las dependencias donde Sancha y Lucrecia cuidan del herido. La llegada de Corella es acogida con recelo por Sancha, sin que Lucrecia pueda salir del abatimiento con que contempla a otro marido que ha estado tan cerca de la muerte. Examina Corella al yaciente y tuerce el gesto, mientras Alfonso le contempla con los ojos muy abiertos y se remueve inquieto.

– Mal aspecto tiene, señoras.

He pensado que quizá de la generosidad del Santo Padre pudiéramos esperar un permiso que juzgo importante para la recuperación de don Alfonso.

– ¿Le preocupa la recuperación de mi hermano?

– Nos preocupa a muchos, porque de esa recuperación depende el orden de las cosas. He pensado que el herido ganaría tranquilidad y capacidad de recuperación fuera de Roma.

– ¿Dónde? -pregunta recelosa Sancha.

– En Nápoles.

Se ha iluminado el rostro de Sancha y exclama:

– ¡No pensaba en otra cosa!

¿Recuerdas que te lo he dicho, Lucrecia?

Lucrecia asiente pasando progresivamente de la actitud desmayada a la expectante.

– ¡Habría que proponérselo a su santidad en la primera ocasión!

– ¿Por qué no ahora mismo? Las ideas, como los humores, hay que vaciarlos en seguida.

– ¿Por qué no ahora, verdad, Lucrecia?

Coge Sancha de una mano a Lucrecia, tira de ella para arrancarla del manoseo con su marido y vuelan las dos mujeres lejos de la

habitación mientras contempla la huida Corella estimativamente, para luego volverse hacia el yaciente y cada vez más inquieto príncipe. Hay compasión en los ojos de Corella, pero no en la mano que busca el puñal, mientras corren las dos mujeres y retiran los obstáculos que se les oponen hasta llegar a los pies de un Alejandro Vi sentado en el lecho, encolerizado, levantando la voz a los que le acompañan, César, Remulins y varios cardenales.

– ¡Así que nosotros somos responsables de la caída de Savonarola! ¡Él no hizo nada para merecer la muerte! Me parece, Remulins, que necesitas un descanso.

Trata de oponer Remulins alguna explicación y Alejandro de impedírselo, pero las dos mujeres destruyen la lógica de la situación y la una y la otra componen la totalidad de un discurso.

– ¡Corella ha tenido una idea excelente!

– ¡Trasladar a Alfonso a Nápoles para que se reponga!

– ¡Podríamos salir en pocas horas!

– Siempre que su santidad lo autorice.

Truena Alejandro Vi:

– No toleraré que Lucrecia se mueva de Roma.

Lucrecia llora con los sollozos más insoportables que su padre le haya soportado jamás.

– No me rompas el corazón, hija mía. Estoy convaleciente yo también. ¿Vas a abandonarme? Que se vaya tu marido y ya estudiaremos si le sigues y cuándo.

Ya es suficiente para Sancha, no para Lucrecia, pero el entusiasmo de la cuñada la hace salir de su reserva y la sigue en el camino de regreso a la habitación.

– ¿Qué te parece, César, mi decisión?

– Sabia.

– ¿Sólo sabia? Cuando te pones enigmático superas a Burcardo. ¿Y sobre lo de Savonarola?

¿Qué hacer? No pasa día sin que los pasquines me acusen de asesino.

– ¿Qué hacer con un muerto?

¿Con cualquier muerto?

Remulins sentencia sin cambiar la nota fría de su voz:

– Enterrarlo. Es decir, olvidarlo.

Las mujeres prosiguen su carrera y llegan otra vez a las puertas del aposento donde dejaron a Alfonso. Pero se detiene bruscamente su avance, porque en la puerta hay gente armada y al frente de ella Miquel de Corella, con las piernas abiertas, los brazos primero en jarras, luego abiertos para abarcar, contener el ímpetu de las mujeres que presienten lo peor.

– No es aconsejable que entren.

– ¡Alfonso!

– ¿Qué le ha pasado a mi marido?

Corella siente agredida la ternura que sus ojos y su disposición expresan hacia Lucrecia. Apenas puede balbucirle:

– Un desgraciado accidente.

Hay rabia y cólera en doña Sancha cuando trata de ganar con las uñas el rostro de Corella. La poderosa mano del hombre encierra la muñeca de la muchacha y la detiene.

– ¡Asesino!

Lucrecia ha pasado del desgarro al orgullo agredido.

– ¡Contéstame a mí, Miquel!

¡Te lo pregunto desde mi rango y has de contestarme! ¿Qué le ha pasado a mi marido?

– Un accidente. Cuando se han marchado ha tratado de incorporarse, con tan mala suerte que se ha caído de la cama, y con peor fortuna aún porque ha caído del costado donde tenía las peores heridas.

Aunque he corrido a atenderle, la sangre se escapaba por la terrible herida y nada ha podido hacerse para contenerla.

– ¿Quién? ¿Qué galeno ha intervenido?

– Torrella, el de siempre, supongo.

– ¿Sólo lo supones?

– Yo he salido para avisar y luego me ha retenido la noticia del rápido desenlace.

– Déjanos pasar. Queremos verlo.

– Lo han trasladado.

– ¿Adónde?

– Lo ignoro.

Las dos mujeres contemplan a Corella como si fuera una pared infranqueable, situada delante de otra pared aún más inaccesible. La frialdad de Miquel la conservaría horas después cuando expone ante el papa, César, Remulins, Burcardo, miembros del séquito pontificio, su explicación de lo ocurrido. Tiene los ojos su santidad semicerrados y cuando acaba su exposición Corella no los abre. Esperan inútilmente los demás que diga algo, pero al no decir nada, César toma la iniciativa de pedirles que se vayan para quedar a solas con su padre. Se resiste uno de los presentes. Reúne toda la capacidad de indignación que le queda y se enfrenta a Alejandro y a César.

– Como embajador de Nápoles, pregunto: ¿qué explicación hay a este asesinato? ¿Qué están haciendo ustedes para descubrir a los asesinos?

Sigue Alejandro con los ojos semicerrados, pero César responde.

– Con gran dolor le informo, señor embajador, que don Alfonso murió sobre todo a causa de sus torpezas. No supo caerse bien de la cama.

Es tan dura la mirada de César que el embajador retrocede en la cola de los que se marchan entre la estupefacción y las ganas de alejarse del morboso ámbito. Una vez conseguida la diáspora, Alejandro abre los ojos, mira a diestro y siniestro por si alguien queda en la estancia.

– Gracias por sacarme del apuro. ¿Qué podía decirles?

– Nada. Exactamente lo que has hecho.

– ¿Ha sido para bien, César?

– Ya no hay obstáculos y lo agradecerán tanto franceses como españoles. El Gran Capitán va a derrocar al rey Federico y la independencia del reino de Nápoles pasará a la Historia, como un sueño tonto, inútil. El rey Federico lamentará toda la vida no haberme concedido la mano de su hija. En el futuro, Nápoles será tierra de negociación y conquista a nuestro alcance. Pero hay que pasar a la acción en la Romaña. Ahora hay que acabar de machacar lo que queda de "familias" que se corresponden con la vieja época.

Hay melancolía pero también admiración valorativa en los ojos de Alejandro.

– ¿Y Lucrecia? Habrá que casarla otra vez y ya tengo en la cabeza al pretendiente. Alfonso de Este, futuro heredero del ducado de Ferrara, ¿qué te parece?

– Un muchacho sano, según lo que se considera sano: no lee, no piensa, caza, fornica veinte veces al día con cualquier mujer o animal poco peludo que se mueva a su alrededor, y lo que le hubiera gustado es ser fundidor. Se pasará más tiempo en las camas ajenas y en las fraguas que en la corte. Buen partido. Lo pensé cuando nombraste cardenal a su hermano Hipólito.

– ¿Lo pensaste de verdad?

– Lo comenté con Corella.

Hay valoración real en la mirada que el papa dedica a su hijo.

– Me siento viejo, César, pero veo en ti un príncipe. Qué digo un príncipe: un césar.

7 La vida privada de Lucrecia

Llora Lucrecia, abandonada a la piedad de su lecho, y doña Sancha ya ha llorado todo lo necesario, rígidamente sentada en un canto de la cama, los ojos vagando por un ensueño secreto, de vez en cuando viajan hacia Lucrecia y ni siquiera emite un juicio la mirada.

Le parece natural que Lucrecia llore, tan natural como que a ella se le hayan secado las lágrimas.

Por la rendija de la puerta asoma el ojo de Alejandro Vi y cuando lo retira hay preocupación en el rostro que interroga a Adriana del Milá, situada a su lado.

– ¿Es normal que llore tanto una viuda?

– Depende del marido muerto.

– Apenas se habían tratado.

– Lucrecia se ha enamorado de todos los maridos posibles, presuntos y reales. Lucrecia ahora llora a todos sus maridos muertos. Ella es también todos sus maridos muertos.

– Es una Borja y se debe a la razón de la familia. ¡La familia está por encima de todo y de todos!

¡Incluso por encima de mí mismo!

Me aturden esos lloros. Me desconciertan. Bien está la higiene de las lágrimas un día, dos, tres.

Pero durante semanas las lágrimas ya son debilidad. Vuelve a velar por ella, Adriana. Hay que separarla de Sancha y ofrecerle nuevos estímulos.

– Lucrecia ha pedido permiso para retirarse a sus posesiones de Nepi. Creo que deberías dejarla marchar.

– Que se vaya. Allí podrá llorar a gusto. Pero sobre todo que doña Sancha vuelva a Nápoles cuanto antes. De momento la metéis en el castillo de Sant.Angelo y que no vea a Lucrecia. Es una compañía perniciosa.

Hay cierta dureza en el permiso papal, dureza que se eclipsa cuando avanza hacia un puñado de cardena les que le esperan. Bendice a los respetuosos curiales.

– Quiero expresaros mi gozo por el dinero que habéis prestado para que César ponga en pie el más formidable ejército de Roma desde los tiempos del Imperio romano. Sin vuestra contribución económica hubiera sido imposible. Los nobles vencidos por el ejército de César se están reuniendo en Mantua, en la corte de Francesco de Gonzaga e Isabel de Este, para lamerse las heridas o para conspirar.

– Son malos enemigos -ha opinado un cardenal.

– ¿A qué podemos temer con el respaldo del rey de Francia y la interesada inhibición de los reyes de España? A ver si sus eminencias reverendísimas me dan prueba alguna vez de imaginación histórica.

Les imparte la bendición y se retira, pero nada más haya salido de la habitación, su santidad se esconde detrás de la puerta y escucha con satisfacción y regocijo lo que comenta el coro de cardenales a sus espaldas.

– ¡Es indignante que se disponga de nuestro dinero con tan poca seriedad!

– ¡Sólo para pagarle las batallitas al hijo! ¿A ese nepotismo le llama imaginación histórica?

– César se hace llamar rey de Italia.

Se frota las manos Alejandro y en esta actitud satisfecha le sorprende Burcardo. Alejandro le insta a que escuche a escondidas lo que siguen comentando los cardenales.

– Se han gastado los dineros dejados por los peregrinos del jubileo en pagar las tropas de César. Y ahora está preparando la boda de su hija Lucrecia. A ver quién de nosotros la paga.

– Todos.

– Todos, pero siempre escoge a un desgraciado al que pueda amenazar. O sueltas el dinero o te confisco las propiedades o te excomulgo. La tropa del Vaticano ha expoliado la fortuna de Ascanio Sforza, bienes guardados en un monasterio, lo que no ha sido obstáculo para el asalto.

– Si me llegan a decir que ser cardenal implicaba tanta inseguridad.

– Lo más inseguro para un cardenal es el ámbito que encierran estos muros, dentro del Vaticano todos los ladrones son gente respetable.

La satisfacción de Alejandro se trueca en gravedad, la misma con la que vuelve a la reunión de cardenales, donde de pronto los ceños se convierten en sonrisas y las indignaciones en sumisiones.

– Hemos estado debatiendo las propuestas de su santidad y haremos cuanto esté en nuestra mano. Ese sueño de César coronado como rey de Italia al servicio de la cristiandad debe de ser fruto de una revelación divina.

– Es el sueño necesario de todos los italianos. Nosotros somos

de origen valenciano y se nos ha llamado catalanes. Pero nos consideramos de aquí, romanos, queremos ser italianos. Os sorprende mi firmeza, y me la dicta la seguridad.

– ¿Una revelación divina? Su santidad es el único de todos nosotros que puede comunicar directamente con Dios.

– ¿De qué caminos se vale la Providencia para comunicarse con los humanos? Una gitana. Una gitana me dijo: alguien relacionado contigo será rey de Italia.

Hay consternación general disfrazada de admirativa sorpresa.

– ¿Una gitana?

– Nada más instalarme yo en Roma. Salía de una audiencia concedida por mi tío, el papa Calixto Iii, y la gitana me dio la buenaventura. Dios puede expresarse a través de la más imprevista criatura. Incluso de algo tan hiriente a la vista y tan estéril como una

zarza en llamas. Remulins se pondrá en contacto con vosotros para decidir las aportaciones que espero.

Es una invitación a la marcha que los cardenales realizan desde un total sometimiento. El papa reclama a uno de ellos, el más anciano, que se quede.

– Giorgio, quédate. Debo hablar contigo.

Sólo Burcardo asiste a la conversación entre el papa y el lento, parsimonioso cardenal Giorgio Costa.

– Giorgio, creo que no os gusta demasiado contribuir con vuestro dinero a la gloria del Estado vaticano.

– Ya sabe su santidad cómo somos los cardenales.

– ¿Cómo sois los cardenales?

– Tan poco apegados a los bienes de la Tierra que nos duele gastarlos.

– ¿No hay contradicción en lo que dices?

– ¿En qué no hay contradicción, santidad? Y lo que no es contradicción es ironía.

Ríe a carcajadas el papa y palmea protectoramente sobre la frágil espalda del anciano.

– ¡El Giorgio Costa de siempre! Así me gusta. Mira, Giorgio. Tengo algunos problemas con Lucrecia, la pobre, apesadumbrada por las desgracias que le han reportado sus diversos matrimonios.

Voy a darle un tiempo para que se serene, pero vuelvo a urdir planes de boda y cuando la vea más serena le voy a delegar funciones de poder. Quién sabe si la nombro gobernadora de Roma aprovechando algunos de mis viajes y en ese caso confío en que tú le echarás una mano.

Burcardo se ha puesto al acecho y a Costa no se le escapa la tensión que exterioriza el jefe de protocolo.

– ¿Se encuentra usted mal, Burcardo?

– En absoluto, eminencia reverendísima.

Al papa le divierte el malestar de Burcardo e insiste maliciosamente:

– Lucrecia ya es una mujer y quiero hacer de ella un personaje político, no sólo por matrimonio, sino por su real saber. Yo hago viajes. César está en campaña.

¿Quién mejor que Lucrecia para gobernar Roma?

Burcardo no puede contenerse.

– ¿También asuntos eclesiásticos?

– ¿Por qué no asuntos eclesiásticos de tipo administrativo? Costa. Todo llegará, pero cuando llegue ese momento, cuento contigo.

– En mi larga vida sólo me faltaba ser ama de cría de una señora gobernadora.

Las carcajadas de Alejandro y la crispación de Burcardo respaldan la retirada del viejo cardenal, su parsimonioso andar le permite ir observando el ritual de las guardias, los dioramas de las ventanas asomadas al jardín y percibir el ruido de las armas en las presentaciones de los soldados a los oficiales, los voceríos lejanos, a veces las voces rotas que suben desde los mercados callejeros hasta las ventanas. Pero entre todos los ruidos, percibe el viejo Costa sollozos de mujer y se acerca a la estancia de donde provienen.

Se abre la puerta y enmarca a una Adriana del Milá preocupada que no repara en el anciano y deja la puerta abierta al marcharse. No vacila el cardenal. Empuja la puerta y presencia el abandono de Lucrecia sobre un sofá, desparramada e inconsolable.

– Señora Lucrecia, ¿puedo serle de utilidad?

Levanta el rostro Lucrecia alarmada, se incorpora, se seca las lágrimas precipitadamente.

– Puede seguir llorando. A mi edad ya no se llora y me gusta recordar la emoción del llanto.

– No me encuentro demasiado bien.

– Muy mal ha de encontrarse para tanto desconsuelo. ¿Ha ido acaso la señora Del Milá en busca del médico?

– No creo.

– Me parece que no perdería el tiempo si me escuchara.

Se encoge de hombros Lucrecia y Giorgio Costa cierra la puerta tras de sí. Se sienta e invita a Lucrecia a que lo haga cerca de él.

– ¿A qué santo tantas lágrimas?

– Me lloro a mí misma. Nunca seré feliz ni realizaré mis sueños.

Todos los hombres que se me acercan mueren. No quiero ni oír hablar de un nuevo pretendiente. Sería un hombre muerto.

– Rodrigo, perdón, su santidad no puede soportar las lágrimas.

César tampoco. Los Borja no tienen tiempo de llorar, ni lugar donde hacerlo. Por eso me parece importante que usted se vaya de Roma una temporada.

– ¿Para qué?

– Para llorar. Para llorar a gusto.

Lucrecia está desconcertada, tal vez algo irritada.

– ¿Y después?

Está alborozado el viejo cardenal y no puede reprimir dar una palmada sobre la rodilla de la muchacha.

– ¡Ésa es la pregunta que esperaba!

Levanta Miquel de Corella la espada de César y proclama.

– ¡Bajo el signo de Julio César, César Borja! ¡Dos mil caballeros y cuatro mil infantes!

¿Cuándo tuvo el Vaticano ejército semejante?

Junto a los lugartenientes de César otros caballeros atienden la oratoria ligeramente etílica de Miquel, tolerada por César, en el trance de acariciar los cabellos de una muchacha semivestida más que semidesnuda, entre otras muchachas más semidesnudas que semivestidas.

Las caricias del Valentino son suaves, su talante relajado sigue soportando los cantos de Corella.

– ¿Cuándo Roma ha contado con capitanes como éstos? Vitellozzo Vitelli, Paolo Orsini, Giampaolo Baglione… y yo mismo, Miquel Corella, aunque me esté mal el decirlo, y Montcada y Juanito, Juanito, ¡ven aquí, Juanito, que se te quiere, Juanito!

Pero no está dispuesto Juanito Grasica a cambiar a la muchacha que le atiende por los brazos de Corella e interviene César para proponer.

– ¿Nada tienen que decir los poetas y los músicos?

Los músicos se apoderan apresuradamente de los laúdes y dos poetas componen el trance de la recitación.

– No. No os quiero por separado. Tú, Cimino dell.Aquila, quiero que compongas un poema con música sobre… el tema ya me lo pensaré.

– Lo haré con toda premura.

– Lo harás ahora. ¿No te llaman el divino Aquilano?

– Póngame su augusta persona un tema fácil.

– No estaría a tu altura.

Quiero proponerte un tema que me obsesiona: la hidra. ¿Sabes tú qué es una hidra?

– Una serpiente monstruosa.

– Una serpiente de siete o nueve cabezas que se reproducen. Con la espada cortas cabezas y vuelven a rebrotar. Las hidras están fuera y dentro de uno, Aquilano, pero las peores son las interiores, son los símbolos de la ambición, de la vanidad. Te confieso que me siento dominado por mi hidra interior.

– Pintoresco tema. Heracles mata a la hidra y baña sus flechas en la sangre de la bestia, porque esa sangre es veneno. El gran César nos está diciendo: ¡no domino mi hidra interior! ¡Mi sangre es veneno! -apostilló teatralmente Corella mientras bebía para acentuar su distancia etílica, sin que César, aparentemente, tuviera en cuenta sus palabras y siguiera presionando al poeta.

– ¿Te ves capaz, Aquilano?

Asiente el vate, se concentra, empuña el laúd, lo rasguea y con los ojos perdidos en la fuente de su inspiración recita, acompañado por la música:

– "Siete dones maravillosos subyugan a un amante: la mirada, la sonrisa, los pies, las manos, la frente, la boca y el pecho de su amada.

Pero son flagelos cabezas de la hidra que muerden y desgarran y devoran al amante.

El fuego de la pasión, en lugar de destruirlos, infunde vida a esos encantos, como otros tantos males, Bajo su ataque fatal, el amante encuentra la muerte."

Todos miran a César por si le ha gustado la canción y finalmente el Valentino golpea con su vaso de vino la mesa, iniciando el refrendo de todos los presentes. Orgulloso, Aquilano subraya los vítores y las palmadas con el rasgueo sincopado de su guitarra hasta que César le ordena que se detenga.

– Aplaudo tu rapidez y habilidad, pero no me fío de tus intenciones. ¿Qué has querido decir convirtiendo el amor en sospechoso de ser una hidra oculta?

Irrumpe Corella en el centro de la atención general y acerca su rostro a la muchacha que yace con César.

– Fiammetta, ¿eres una hidra, una venenosa hidra disfrazada de virgen mal alimentada?

Grita teatral e histéricamente la muchacha, pero ya es Corella el dueño de la situación.

– César, el divino Aquilano ha querido aliviarte de tu sentido de la culpabilidad. No te sientas pesaroso por el ácido de la ambición, ni siquiera trates de cortarle la cabeza, porque no controlas las fuentes de sus acciones y la hidra peor es la que desde fuera gana nuestros sentidos. ¿No es así, Aquilano?

– Así es, Michelotto.

– El segundo trabajo de Hércules fue matar a la hidra, César.

Eso ya lo has dejado atrás. ¿Por qué sigues empeñado en matar a la hidra? ¿No estás más a gusto con el tercer trabajo, la cierva Cerinitis, entre tus brazos? ¿Eres la cierva Cerinitis, Fiammetta?

Grita falsamente histérica la muchacha y a César le divierte el espíritu provocador de Corella.

No así a los demás caballeros, que no saben disimular su tedio o su fastidio, hasta que uno de ellos se adelanta.

– César, nos espera una dura campaña mañana y el cuerpo pide descanso.

– Haz lo que quieras, Vitellozzo. ¿Son del mismo parecer tus compañeros?

– Eso creo.

Se retiran los caballeros, algunos acompañados de sus damas y queda César rodeado de sus incondicionales.

– No entiendo por qué Vitellozzo se retira a descansar.

No duerme. No tiene más obsesión que conquistemos algún día Florencia para vengarse de los que asesinaron a su hermano. Es tan buen soldado como pésimo cortesano. Cuando se acaben las guerras no sé qué va a ser de ellos.

– Miquel, nunca se acabarán las guerras.

– ¿No? Ya hemos conquistado Rímini, Pesaro, la Romaña entera. Aquí, en Pesaro, estamos en el palacio que iba a ser para Lucrecia, y el pobre duque Giovanni Sforza se ha ido a refugiar en Mantua, a llorar en el regazo de los Gonzaga, y tengo que contarte algo muy reconfortante.

– Cuéntalo.

– A solas.

Ordena César que se vayan las mujeres, los poetas, los músicos, también sus ayudantes, y queda a solas con Corella.

– Esta tarde Ramiro de Llorca y yo hemos recibido a Colenuccio, un enviado de Ercole de Este.

Venía a rendirte pleitesía, porque Pesaro está muy cerca de Ferrara y no quieren que traspases esa frontera. Los has impresionado, César, y me parece un buen momento para tirar adelante lo de la boda de Lucrecia con Alfonso de Este.

– Me cuentan que Lucrecia está triste, que no se puede hablar con ella.

– Aceptará finalmente. Lucrecia quiere huir de Roma, César.

– ¿Huir? Demuestras un raro conocimiento de mi hermana. ¿Por qué te preocupas tanto por ella?

– La hemos acorralado demasiado. Pobre muchacha, se encariñaba con maridos insuficientes y nosotros los poníamos en fuga, a veces en fuga eterna.

– Un marido es una caja cerrada. Hasta que no se abre no sabes lo que hay dentro. Igual ocurrirá con Alfonso de Este si Lucrecia llega a casarse con él.

– En cambio una mujer no.

Una mujer dentro sólo tiene hijos.

Pequeños Borja que han de perpetuar vuestra familia por encima de los siglos y las fronteras. ¿Quién es la mujer con más prestigio de la cristiandad? ¿Isabel la Católica?

¿De qué es dueña? ¿De su corte?

Ni siquiera es dueña de su cuerpo.

¿Quién es la mujer con más prestigio de Italia? ¿Catalina Sforza?

¿Isabel de Gonzaga? Igual te digo. Son abejas paridoras cuya vida pende de un hilo a cada parto.

Pero Lucrecia quiere tener su corte. Ser ella misma. Lucrecia quiere escapar.

– El poder de Lucrecia es el poder de la familia. Mi poder es el poder de la familia. He pensado muchas veces en lo que debería hacer si mi padre faltara. Se me abriría el suelo bajo los pies. He de conseguir que me nombre gobernador vitalicio de Roma, algún cargo que me permita conservar el poder cuando él falte y otra vez vuelva a echarse sobre nosotros toda esa chusma hoy día humillada y vencida.

César se refugia en una ensoñación que le molesta y rechaza con el brazo. Miquel le tiende una copa llena de vino.

– La primera copa apaga la sed, la segunda da alegría, la tercera placer, la cuarta da locura. El gran Apuleyo sabía lo que se decía: "No sientas la angustia hasta que sea necesaria."

– Tienes razón. No comprendo estas furias abstractas que de vez en cuando me vienen. Las mías son abstractas. Las tuyas concretas.

Miquel, olvida a Lucrecia. Se aproximan tiempos interesantes.

He citado en Roma a Leonardo da Vinci y a Maquiavelo. Quiero que el primero me dibuje máquinas de guerra y que el segundo me justifique las guerras. Pero antes quiero darle un toque a Lucrecia.

Se entristece Miquel de Corella.

– Trátala con afecto, César.

– Algún día podrías haberle dicho que la amas.

– ¿Antes o después de matarle maridos?

Se retira Corella silbando una melodía lúgubre y cuando consigue la soledad exhala también él aire angustiado. Recita:

– "No us negareu, senyora, donar-li la má a qui de vos s.en va, no us negareu, senyora. Una piadosa vista al dol pot resistir i aquesta ánima trista sempre de vos s.enyora. No us negareu, senyora." (1)

Giovanni Sforza va terminando su exposición.

– Las tropas de César descansan en Pesaro. Yo he perdido mi feudo, pero no se detendrán allí y [14]avanzarán hacia Bolonia, hacia Mantua o hacia Ferrara. ¿Por qué no Mantua o Ferrara?

Los ojos de Giovanni se dirigen preferentemente a la pareja formada por Isabel de Este y Francesco de Gonzaga, presidentes de la reunión.

– Ante todo, Isabel, querido Francesco, os agradezco la hospitalidad que habéis dado a esta reunión. Puedo considerarme ya un exilado, y os prevengo, César vendrá a por vosotros, aquí a Mantua, ese bastardo necesita la sangre de los Gonzaga para sentirse fuerte y luego irá a por tu casa, Isabel, irá al asalto de Ferrara, porque también su bastardía necesita la sangre noble de la casa de Este.

Hay fría preocupación en el rostro de madona perpetuamente enfurruñada de Isabel e ironía en Francesco de Gonzaga, ironía que no escapa a la percepción de Giovanni.

– Leo tus pensamientos, Francesco.

– Siempre has leído los pensamientos, Giovanni. Incluso cuando no había tales pensamientos.

– ¿A qué te refieres?

– No seas tan suspicaz. Cuando abandonaste a tu mujer Lucrecia Borja, dijiste que era a causa de males terribles que se avecinaban.

– Tú conoces la fuerza de las familias italianas: los Sforza, los Este, los Gonzaga… pero imagínate Roma, una sola ciudad, llena de familias que luchan por la hegemonía, cada cual desde su territorio, como bandidos sin escrúpulos, y en medio los Borja, que han aprendido a ser los más duros, los supervivientes. Yo quería a Lucrecia, pero no al precio de ser un cornudo y mucho menos un cornudo implicado en un incesto.

Sigue habiendo escepticismo en los ojos de Francesco y su mujer se irrita.

– ¿Lo dudas?

– No ignoro los excesos criminales de los Borja, tan comunes, por otra parte, en otras cortes de Italia, de España, Francia. Pero tampoco ignoro cómo se construyen leyendas.

– ¿Leyendas? ¿Hablas de leyendas cuando es evidente que esa gentuza de marranos y catalanes ha pervertido el Vaticano y conmovido la estabilidad de toda Italia?

Se desentiende Francesco de la indignación de su mujer y acude junto a Giovanni para abrazarle.

– Considérate un invitado muy especial de Mantua.

– Te lo agradezco, pero mi asilo no soluciona el problema. César es diabólico. Cuando tiene enemigos los suma a su ejército mediante el terror o el dinero. Ha conquistado Rímini con la ayuda de sus propios habitantes, que odiaban al tirano Pandolfo Malatesta.

– Curioso personaje. Un sanguinario, pero cuando marchaba al exilio se dio cuenta de que había olvidado a su perro y escribió a César pidiendo que se lo devolviera. Pero, Giovanni, me consta que César te ha quitado Pesaro sin apenas sacarse la espada del cinto.

– ¿Qué señor de Italia puede hoy confiar en que sus súbditos tratarán de salvarle el feudo? Los valores tradicionales se han hundido y el populacho acoge a cualquiera como a un liberador. ¿De qué los libera? Da lo mismo. Son tiempos de iconoclastas sin sentido. César ha empleado a Ramiro de Llorca como administrador de sus propiedades. ¿Resultado? Los vasallos odian a Ramiro de Llorca, no a César que es quien le da las órdenes.

Se generaliza la conversación entre los caballeros sobre la evidencia de la pérdida de los valores del respeto a la autoridad, en relación con la pérdida del temor de Dios, pero Isabel reclama que su marido vaya tras de ella. Mientras la mujer avanza, Francesco de Gonzaga estudia su expresión, como tratando de adivinar lo que le espera, por eso cuando alcanzan la soledad de sus aposentos, el hombre trata de adelantarse.

– Ignoro qué te habrán contado esta vez.

– ¿Contado? ¿Me cuentan alguna cosa alguna vez?

– No empecemos, Isabel. Dispones del mejor servicio de espionaje de Mantua, Ferrara e incluso Roma. Si te han contado que yo…

– Chist. Esta vez no hay faldas de por medio. Me han contado algo más humillante e intolerable.

– ¿Me afecta a mí?

– ¡A mí y a los míos! Resulta que el papa está negociando con mi hermano el cardenal Hipólito y con mi padre el matrimonio de Lucrecia Borja con mi hermano Alfonso, el futuro duque de Este y señor de Ferrara. ¡Esos bastardos! ¡Esa puta bastarda duquesa de Ferrara!

¿Qué te parece?

No le parece nada a Francesco a juzgar por su silencio y por la melancolía irónica con la que contempla a su mujer.

– ¡Me pone nerviosa esa mirada!

¿Qué es lo que te importa a ti?

¿Qué criterios morales tienes?

– Isabel.

– ¿O acaso te gusta esa ramera?

Ya me pareció que te había impresionado cuando la viste en… ¿en Roma?

– No recuerdo cuándo la vi.

– Te impresionó.

– Era una niña.

– ¿Qué es ser una niña?

– Tú sabrás.

– No voy a consentir que esa viscosa bastarda se siente en el trono de Ferrara, el trono de mi madre. Recuerda el día en que lo he dicho.

– Admiro tu orgullo, el orgullo de ser una Este. Yo tengo el de ser un Gonzaga, pero ¿podemos legítimamente suponer que los Borja son unos bastardos y nosotros no tenemos también un origen bastardo o de condotieros que se ganaron la legitimidad por la fuerza?

– Los Este somos la dinastía más transparente. Además, la fuerza y el valor son fuentes de legitimidad. Pero no el degüello y el veneno sistemáticamente, las armas de los Borja.

– Buena parte de las viejas familias armadas y poderosas se han convertido en cortesanas. No tienen otros duelos que los poéticos.

Pero casi todas ellas se auparon gracias a la daga y al veneno.

– Todo eso está muriéndose, es cierto. Pero estamos creando los nuevos príncipes y sólo los que sepan quedar a salvo de las contaminaciones tendrán legitimidad para serlo.

– ¿Legitimidad? Los nuevos príncipes dependerán de los banqueros que paguen sus tropas, sus nuevos artificios de combate, de los cardenales que bendigan sus máquinas de guerra, de la plebe urbana y campesina que forme la tropa y de los poetas que canten sus hazañas.

– ¿Acaso en todo eso no interviene la iniciativa y el valor?

Francesco de Gonzaga contempla a su mujer admirativamente.

– Tienes el rostro de una madona y el alma del más temible condotiero.

– Soy una Este.

De la misma opinión es el cardenal Hipólito de Este cuando responde a las propuestas que le está haciendo Remulins, sentados los dos ante una mesa bien servida, goloso el cardenal, precavido comedor Remulins, pero aún con la boca llena concluye el cardenal.

– Soy un Este.

Acepta Remulins la afirmación, pero opone:

– También un cardenal. Y tanto como miembro de una de las más ilustres familias de Italia como cardenal reconocerá que esta boda es una bendición.

– Esta boda interesa más a la familia Borja que a los intereses de la cristiandad.

– ¿Son separables? César se ha convertido en el guerrero más determinante de Italia y una pieza fundamental de los intereses de todas, absolutamente todas las familias italianas. Le respalda Luis Xii y le deja hacer Fernando el Católico. La conquista de Faenza ha sido un espectáculo militar, un brillante espectáculo contemplado con admiración por varios señores italianos. Usted mismo fue invitado a presenciarla.

Conquistada la Romaña, ya todo es posible. César es hoy el príncipe de Italia.

– Remulins, no puede creer lo que dice.

– ¿Por qué entonces se sienta a negociar? Cardenal Hipólito, su santidad le distinguió con el cardenalato y ahora le hace una oferta sustanciosa para que su padre el honorable duque Ercole acceda a los esponsorios de Lucrecia con su primogénito Alfonso.

– Sustanciosa, sustanciosa. A todo le llaman ustedes sustanciosa.

– ¿Ha heredado su eminencia reverendísima el conocido sentido del dinero de su padre? ¿Quiere que le recuerde el inventario?

Cien mil ducados.

– Ya empezamos mal. Doscientos mil.

– Ya habíamos anulado el censo anual que Ferrara debe pagar al Vaticano. No es concesión baladí que usted sea promovido como arcipreste de San Pedro en el Vaticano.

– Por mí no habría problema, querido canciller. Me aliviaría además el no tener que seguir negociando con usted. Pero hay demasiadas inconcreciones en las propuestas de su santidad. La dote podemos discutirla, pero el ajuar de la novia debería estar valorado en la misma cantidad que la dote.

Luego está el gasto en Ferrara.

Lucrecia querrá tener su corte.

– Todas las duquesas o condesas consortes tienen su corte en Ferrara, en Mantua, en Milán.

– Las cortes de los Borja suelen ser muy caras y mi padre…

– Y su padre es muy cuidadoso de su dinero.

– Ésa es la palabra. Cuidadoso.

– No he dicho otra. ¿En qué actitud está su hermano Alfonso?

– Mi hermano tendrá la actitud que le dicte mi padre, el deber de la estirpe. Recuerdo la conversación que tuvimos antes de partir y traigo una muestra de ello.

Se levanta el cardenal Hipólito de Este y va a un rincón de la habitación donde espera su acercamiento un envoltorio. Retira las ataduras y telas que cubren el lienzo y ante el interesado Remulins aparece el rostro al óleo de Alfonso de Este.

– Mi hermano. Me lo entregó para que la señora Lucrecia pudiera empezar a conocerle.

Es el propio cardenal el que revive la situación en la que le fue entregado el retrato, mientras sus labios mienten el recuerdo y ofrecen a Remulins una situación placentera y galante. Pero evoca la realidad, cuando paseaba como enjaulado Alfonso mientras su padre Ercole mimaba las vísceras de la paciencia y el cardenal se ensimismaba para evitar pronunciarse.

– ¡Me niego a casarme con esa ramera! ¡Sería el hazmerreír de toda Italia!

– En Italia nadie se ríe de quien se casa con una ramera. Depende de la dote. Depende de las relaciones de poder. ¿Crees que a mí me entusiasma esa boda? Desde siempre he sido admirador de fray Girolamo Savonarola y me dolió la encerrona que le costó la vida.

Entre la piedad de los Este y la concupiscencia de los Borja se establece el abismo que separa al Cielo del Infierno. Pero César se ha apoderado de la Romaña, el rey Luis Xii le apoya. Después de la Romaña irá a por Mantua, a por Bolonia, ¿por qué no a por Ferrara? Contéstate a esta pregunta. ¿Por qué no a por Ferrara?

– No me gusta que me hagan preguntas. Mucho menos contestarlas.

– A ti sólo te gusta fundir cañones y fundir rameras en los colchones más sucios de Ferrara.

César Borja quiere esa boda porque ahora sus territorios limitan con Ferrara. Si su hermana se casa contigo se siente respaldado por un pacto de familia e irá a por otros.

– Que vaya a por quien quiera.

Yo no soy un cornudo.

– Ya te he dicho que mis espías en Roma me han garantizado que Lucrecia es víctima de una leyenda, que no hay tanto como se dice.

– Eso quiere decir que hay algo de lo que se dice y Giovanni Sforza ha declarado que su propio padre cometía incesto con Lucrecia.

– Giovanni Sforza no sabe dónde le cuelga el cerebro.

Se quedó falsamente meditabundo Alfonso y cuestionó con ironía.

– El cerebro no cuelga, padre.

Ercole lo dejó por imposible y tomó de encima de la mesa un retrato al óleo de su hijo que entregó al cardenal.

– Lleva este retrato a Roma para entregárselo a Lucrecia y negocia, de momento negocia. Alejandro tiene ganas de casar a la hija y deberá pagar esas ganas.

Preso por la furia sale Alfonso de la sala y salta todas las barreras y los espacios que le separaban de su taller de fundición, una fragua de Vulcano donde los demás operarios sudan y se afanan sobre los metales incandescentes.

Ha recuperado de pronto la paz Alfonso de Este y se desnuda hasta quedar en taparrabos como los demás trabajadores. Se aplica la visera con una mueca de deleite y remueve el material fundido. Una mueca de placer genética, familiar, porque es la misma que consigue organizar el cardenal Hipólito en su rostro, tras concluir su secreta evocación, en el momento en que le entrega el retrato a Remulins en Roma.

– Alfonso de Este. En la franqueza de esta expresión está la franqueza misma de los propósitos de mi familia. Si ultimamos el acuerdo, Alfonso se sentirá lleno de felicidad.

Remulins cierra los ojos para que Hipólito no vea su desdén o su escepticismo.

– ¿Cuántas batallas has ganado esta mañana? ¿Esta tarde? Después de vencer y seducir o violar, mejor violar, a Catalina Sforza, ¿qué otras hazañas te cantan? ¿Has venido hasta Nepi sin gente armada?

¿Dónde está tu sicario Miquel de Corella? ¿Dónde está ese asesino de mis amantes, de mis amadores?

No responde César a Lucrecia.

El hombre trata de captar con una sola mirada la estancia y el jardín sobre el que se proyecta la presencia enlutada de Lucrecia.

– Bello lugar para tanta soledad.

– También me han privado de la presencia de Sancha. Al parecer es una mala compañía. La han encerrado en el castillo de Sant.Angelo, por su seguridad, dicen. Pero qué ingenua soy. ¡Como si no lo supieras! Tú y nuestro padre lo habéis urdido todo.

– Sant.Angelo es un lugar seguro. De haber ido a Nápoles, peligraría. Nápoles no es seguro.

Pronto habrá una intervención de Francia y España contra el rey Federico. Sus días están contados.

– ¿Y Sancha?

– Yo estaré presente en la campaña. Trataré de protegerla. También lo hará el capitán general español, Fernández de Córdoba.

Sancha sabe cuidarse. Tú no. Nos tienes muy preocupados.

– ¿He de empezar a preocuparme yo, entonces? ¿Cuándo vendrá Miquel de Corella a por mí?

César la toma por los hombros.

– Sal de tu sueño de viuda acongojada. Es un sueño inútil.

Tu primer marido sigue siendo un imbécil y el segundo, en paz descanse, era un inútil. ¿No sabes a qué jugamos, a qué juegas? A nuestra altura no podemos dejar que los sentimientos sean una rémora.

Nuestra vida tiene un sentido por encima de las emociones y de la moral al uso.

– La vuestra sí. La de nuestro padre, la tuya, sobre todo la tuya, César. Pero no la mía, ni la del pobre Joan, y bien lo pagó, ni la de Jofre, una caricatura de marido al lado de la poderosa Sancha.

– No disimules tu fortaleza.

Tú eres fuerte como nuestro padre, como yo. Te has de sumar a nuestro empeño. A nuestro sentido.

– ¿De qué sentido hablas?

César medita con las ropas lilas progresivamente enrojecidas por el crepúsculo, subrayados también los ángulos de su rostro, contemplado por Lucrecia como una presencia demoníaca pero que la seduce.

– Hace años nuestro padre salió de su pueblo, Xátiva, e inició un largo recorrido hacia el poder y la gloria. Podía haberse quedado mil veces en el camino, como una hormiga bajo la cólera de la Historia.

– La cólera de Dios.

– Dejémoslo en la Historia.

Yo he estudiado hecho por hecho, hito por hito de ese recorrido y no he visto Providencia alguna. Ha sido el éxito del saber y de la inteligencia individual. La fortuna se ha limitado a sancionar las evidencias. Y Rodrigo lo ha conseguido rodeado de enemigos, esperando el momento en que una gran familia le hiciera fuerte. Hoy esa familia existe a pesar de las bajas. Es también familia nuestra ese frágil duque de Gandía hijo de Joan al que su madre María Enríquez inculca odio eterno a los Borja. ¿Sabes con cuántas casas reales y nobles estamos emparentados? ¿Sabes que hay parientes nuestros en la conquista de las nuevas Indias descubiertas por Colón? ¿No te seduce formar parte de ese gran proyecto?

– ¿Con qué? ¿Con mi vagina?

¿Es mi vagina lo que va a contribuir al esplendor de los Borja?

Sonríe César y comenta.

– Quién sabe dónde está el cerebro, siquiera si tenemos más de un cerebro. Piensa con lo que quieras, pero piensa.

Estudia Lucrecia la reserva regocijada de su hermano.

– Quisiera hablarte como una mujer, como una mujer en cierto sentido madura y viuda. Una mujer a cuya viudez tú has contribuido.

¿Puedo?

La invita César con un gesto.

– Me he dado cuenta de que estáis construyendo un mundo guiado por el dinero, el sexo y la fuerza.

Pero siempre lleváis en el séquito a músicos y poetas, como lleváis en las batallas putas que recojan vuestra sífilis y enfermeros que seccionan las gangrenas o entierran a los muertos. ¿Qué relaciones tienes tú con tu mujer? Por todas partes se pregona que fornicaste hasta tres veces con ella en una noche.

– Cuatro.

– ¿Has vuelto a verla?

– No.

– Has tenido una hija. ¿La conoces?

– No.

– Se habla de que tienes una amante fija de nombre Fiammetta, de que has seducido por la fuerza a una joven noble que se llama Dorotea a la que paseas en tus campañas guerreras, que has usado a Catalina Sforza como un trofeo de conquista.

– ¿Es una maravillada lista de mi vida sexual o un memorial de agravios?

– Todo cuanto he dicho forma parte de la normalidad. No te hace peor ni mejor que a los demás. Eso es lo normal. Lo entiendo. Lo entiendo, César, pero me repugna.

No quiero ser la vagina de los Borja, la vagina perpetuamente enlutada de los Borja.

César parece contenidamente conmovido y va hacia su hermana para abrazarla, acariciarla, besarle la frente, los cabellos.

– Pensamos según vivimos.

A veces nos damos cuenta de que ya no es posible seguir obrando como antes y por eso vamos cambiando, pero muy poco a poco nos damos cuenta de que es necesario cambiar.

Tú no eres la vagina de los Borja. Tú ya tienes responsabilidades con la dinastía. Tienes un hijo natural. Otra consecuencia de tu matrimonio con Alfonso de Bisceglie. Son raíces futuras. Tuyas.

¿No les debes nada? ¿No forman parte de la empresa Borja? No puedes tener la mentalidad de la mujer de un comerciante.

– ¿Y yo?

– ¿Y yo? ¿Qué quiere decir ese yo que me lanzas como una acusación?

– Tú eres un hombre. Un conquistador. Un príncipe. Un césar.

Hay una cierta amargura en la voz de César.

– Yo sólo soy una apuesta. La última apuesta que le quedaba a nuestro padre. O César o nada.

No es sólo mi lema, también es el de Rodrigo, a su pesar.

Luego suspira y expira para expulsar los peores aires.

– Ayúdanos, Lucrecia.

– ¿A qué?

– A no fracasar.

Ante el retrato de Alfonso de Este, la enlutada Lucrecia piensa. La tarde parece solidarizarse con su melancolía. Habla sola en voz alta, pregunta a Adriana del Milá y se contesta a sí misma fingiendo la voz reposada de su tutora.

– Voy a hacerte una pregunta, Adriana.

– Dime, Lucrecia.

– ¿Por qué debo casarme con este hombre?

– Una mujer no puede hacer esa pregunta, una Borja aún menos, Lucrecia.

– Me han dicho que es un hombre mujeriego y que piensa cosas horribles de mí.

– ¿Quién puede pensar cosas horribles de mi niña?

Se le escapa una carcajada a Lucrecia y enfatiza la expresión "mi niña" ridiculizando a Adriana, ridiculizándose a sí misma. Las carcajadas le hacen llorar, para pasar a una grave seriedad con la que se levanta, arregla su tocado y tira del llamador para que acuda su ama de llaves. Habla entonces desde una actitud neutra con una voz desmotivada pero firme.

– Esta noche voy a cenar con mi tutora. Quiero que la cubertería sea de plata.

– ¿De plata?

– Sí. De plata.

Acepta la mujer la orden y nada más salir corre alborozada a comunicárselo al resto del servicio.

– ¡Cubiertos de plata!

La noticia encadenada al alborozo que va provocando llega hasta Adriana del Milá, que está maquillándose en su vestidor, y aunque los pringues blancos que cubren su rostro enmascaran su reacción, sus ojos se han agrandado y sus gestos se aceleran para completar cuanto antes su tocado. Es una Adriana del Milá especialmente amueblada la que se dirige hacia el comedor privado y observa crítica y expertamente la disposición de la cubertería y de los platos, las luces excesivas, tanto que hace retirar un candelabro. Vuelve a la puerta para desde allí comprobar el efecto global de la iluminación, y su atención se ve desviada porque Lucrecia ha entrado en el comedor.

Ya no viste de luto, lleva una corona de flores sobre sus cabellos rubios ondulados y es portadora del retrato de Alfonso de Este. La abraza Adriana, le besa las mejillas y Lucrecia devuelve los cariños con educada dedicación.

– ¡Es una de las noches más felices de mi vida, Lucrecia!

– ¿Por qué?

– ¡Cubiertos de plata! Eso quiere decir que abandonas el luto.

Y ese vestido. Y esas rosas.

¡Maravilloso, hija mía!

Pone encanto Lucrecia en su sonrisa y en los ademanes con que busca una repisa para colocar el retrato de Alfonso de Este.

– ¿Qué te parece, Adriana?

– Un poderoso caballero.

– Me han dicho que es un zafio.

– ¿Zafio, un duque de Ferrara?

– Me han dicho que debo casarme con él y no quiero.

– Una Borja no puede dar esa respuesta.

No le contesta Lucrecia y Adriana queda extrañada de su concentración, pero accede a la mesa, se sienta y aguarda el servicio mientras estudia a su pupila con ojos risueños.

– Me gusta tanto que hayas superado tu estado de postración…

– ¿Tú me quieres, Adriana?

La pregunta ha sorprendido a la Milá y trata de ganar tiempo llenándose los ojos de lágrimas y llevándose un pañuelo a los ojos.

– Sólo la pregunta me ofende.

Te he dedicado mi vida.

Lucrecia se levanta, va hacia Adriana, se arrodilla ante ella y hace caso omiso del enfurruñamiento de la mujer. Le coge la cara con las manos y la obliga a que la mire.

– Tu vida no me la has dedicado a mí, Adriana. No te engañes. No me engañes. Se la has dedicado a mi padre y no te pregunto por qué.

Mi padre decidió que creciera a tu lado, no al de Vannozza, y tú le obedeciste. ¿Por qué? ¿Porque así le predisponías a favor de tu marido, de la familia de tu marido, de los Orsini? ¿Incluso por eso le entregaste a tu nuera Giulia, a costa de los sentimientos de tu hijo Orso, el pobre Orso?

Se ha levantado Adriana trágica y comprueba si la tragedia que interpreta conmueve a Lucrecia.

No. No la conmueve. Sólo hay curiosidad en los ojos de la muchacha arrodillada. Se le cae la máscara a la tutora y envía a Lucrecia por primera vez una mirada de tú a tú.

– Has crecido, Lucrecia. Acabo de darme cuenta. Pero haces preguntas que tú misma deberías contestarte, sobre todo si te consideras una Borja.

– ¿Todo lo has hecho por los Borja?

La gravedad de la expresión de Adriana se carga de furia controlada, no lo suficiente como para no agacharse hacia Lucrecia, cogerla por los brazos y obligarla a ponerse en pie.

– Vamos a hablar cara a cara.

Es casi divertida la expresión de Lucrecia, grave la de Adriana, y desde esa gravedad hablará.

– ¿Qué sabes tú de lo que ha significado sobrevivir en esta ciudad? Yo he visto de niña a los Milá y a los Borja perseguidos por todos los asesinos a sueldo de Roma. Yo he oído el grito pidiendo que nos degollaran a todos los catalanes, y si ese grito ha desaparecido es porque tu padre se ha hecho respetar y ha conseguido que nos respetaran. Tu padre y tu hermano César.

– ¿A costa de la vida de Joan, de la de mi marido, de la de tantos cadáveres como arroja el Tíber?

¡Incluso de cadáveres de los Orsini! ¡De tu familia!

– ¿Hubieras preferido que esos cadáveres fueran los nuestros? ¿En qué mundo vives? Sólo la fuerza puede protegernos y nuestra razón ha sido, gracias a tu padre, la de la familia y la de la cristiandad.

¡Tú vive como una princesa irresponsable mientras los demás matamos y morimos por ti! ¡Nosotros hacemos la faena sucia y Lucrecia pasea coronada de flores blancas!

El énfasis de Adriana del Milá no cambia la actitud de Lucrecia. Se separa y vuelve al retrato de Alfonso de Este.

– Si se casa conmigo, ¿cuánto tiempo le calculas de vida, Adriana?

– ¿Tanto te importa?

– Me he convertido en la novia sangrienta y tengo ganas de vivir como otras mujeres, felices o infelices. En mi casa, rodeada de mis amigos, de mis poetas, de mis cortesanos, lejos de esta angustia que nos rodea. Día tras día. Quisiera adecuar mi vida a un reloj de arena, lenta, el más lento reloj de arena, la más lenta de las arenas lentas. Y contar muy de tarde en tarde mis muertos y los ajenos.

¿Será posible?

Hay desconcierto en Adriana y más todavía cuando, después de un suspiro, Lucrecia concluye.

– Mañana volveré a Roma.

Quiero decirle personalmente a mi padre que acepto la propuesta.

Suspira aliviada Adriana y quiere acudir hacia Lucrecia, pero la detiene su comentario.

– No te librarás de mí, Adriana. Quiero tenerte a mi lado en Ferrara cuando sea la mujer de Alfonso.

Y como los ojos de Adriana le envíen la señal de que no la comprende, comenta.

– Has de terminar tu obra.

Alejandro abraza a su hija tiernamente, luego la aleja de su cuerpo para que las miradas se encuentren.

– No esperaba menos de ti.

La coge por una mano y la conduce ante un auditorio restringido de cardenales y cortesanos.

– Ya os había comunicado que parto para recoger los frutos de las conquistas de César, y en mi ausencia nadie mejor para representarme que Lucrecia. Consideradla gobernadora de Roma y obedeced sus decisiones como si fueran mías.

No se queda para recoger las sorpresas ni los ditirambos sino que vuela con Lucrecia de una mano, forzándola a una marcha que apenas pueden secundar el viejo cardenal Costa y Burcardo. Cuando están a solas los cuatro, el papa extrema otra vez sus caricias a Lucrecia.

– No tengo palabras para expresarte mi júbilo. Serás una gran señora de Ferrara. Mira.

Lee estas cartas que he interceptado. Las envían los espías de Ercole de Este y de su hija Isabel de Gonzaga. Les informan sobre ti, lee… lee en voz alta…

Tarda Lucrecia en decidirse pero finalmente se predispone a la lectura.

– Los subrayados, Lucrecia, basta con los subrayados.

– "… dama encantadora y de las más graciosas…" "… es de una indiscutible belleza que su manera de ser acrecienta y, en resumen, parece tan dulce que no se puede ni se debe sospechar que es capaz de actos siniestros…" ¿De quién hablan?

– Es una carta dirigida a tu futuro suegro, Ercole de Este, al que le llaman duque pero sería más propio llamarle tendero de Ferrara. ¡Negocia como si le fuera en ello la vida! Es un auténtico avaro. La carta la escribe su espía principal, Gianluca Castellini. En parecidos términos se expresa Niccoló de Correggio en esa carta que envía a Isabel de Gonzaga, tu futura cuñada. Esa boda es cosa hecha, y tu buen hacer al frente de la gobernación de Roma será la prueba final. Negociamos muy duramente. Tu suegro es un miserable avaro, pero no puede decir que no a todo lo que le ofrezco.

– Veo que no se debe sospechar de que soy capaz de actos siniestros…

– ¿Te parece poco? Debes de ser el único Borja del que no se sospechan actos siniestros. Giorgio, prométeme que asistirás a mi hija en mi ausencia.

– Quisiera que tú también me prometieras algo a mí, padre.

– Has escogido el mejor momento para pedírmelo.

– Mis hijos. Quiero saber que están a salvo, protegidos de cualquier espada o veneno y protegidos económicamente.

Indica con un gesto Alejandro que salgan de la estancia Burcardo y Giorgio Costa, pero Lucrecia contrapone la orden con un gesto autoritario de que permanezcan.

– Prefiero que se queden.

– Pero, Lucrecia, ¿acaso piensas que esos niños van a correr una suerte adversa? A tu primer hijo lo he adoptado yo, como si fuera mío. Remulins puede darte toda la documentación. En cuanto a Rodrigo, el hijo legítimo con Alfonso de Nápoles, está en tus manos, eres su madre a todos los efectos.

¿Lo quieres contigo en la corte de Ferrara?

– Primero quiero saber cómo va a ser recibido. Si fuera mal acogido, ¿qué garantías me ofreces?

– Cada uno de mis nietos recibirá parte de las propiedades que hemos asumido por derecho de conquista, César está de acuerdo.

Giovanni recibirá el ducado de Nepi y Rodrigo el ducado de Sermoneta. ¿Te parece bien? Todo legal. Tú fingirás comprar unos bienes expropiados, a muy bajo precio, y tendrás la garantía de la transferencia. Todo está muy estudiado, Lucrecia, y con el acuerdo de César. Te dejo bien acompañada del cardenal Costa, pero tú eres la dueña de la pluma, tú tienes el poder de firmar.

Abraza tiernamente a su hija y queda Lucrecia con Burcardo y el cardenal Costa. No muy lejos, sobre un canterano, reposa el tintero y la pluma pontificia. Lucrecia la contempla sin atreverse a cogerla.

– Ésa es la pluma.

Corrobora Costa:

– Ésa es la pluma.

Va a por ella Lucrecia pero Burcardo no puede autocontenerse y se interpone.

– Hay que pensar mucho antes de firmar, señora. La pluma es cosa de hombres.

Parece asombrada Lucrecia.

Burcardo actúa como un obstáculo, nervioso, pero conducido por una pulsión irrefrenable. Lucrecia sonríe y pone por testigo al viejo cardenal.

– El señor Burcardo no me quiere dar la pluma.

– No es eso, señora.

Se adelanta Costa hasta el canterano, extrae la pluma de su sumidero y la muestra.

– No pesa como la espada "Excalibur". Tenga.

– Sabré hacer uso de ella.

– El señor Burcardo ha reaccionado como un hombre. Los hombres creemos que sólo nosotros tenemos pluma.

Burcardo se ha ruborizado ante el comentario de Costa y el guiño que ha dirigido a Lucrecia.

– ¡Qué grosería! ¡No me movía…! Yo me refería a la pluma en el sentido estricto. Disculpe, señora. Eminencia reverendísima…

Se marcha Burcardo, acelerado por su vergüenza, perseguido por la sonrisa sarcástica de Lucrecia y la conmiserativa de Giorgio Costa. Pero nada más quedarse a solas, Lucrecia se adueña de la situación.

– Quiero ver a Remulins, y que traiga toda la documentación sobre el futuro de mis hijos.

Burcardo, encendido, gana sus austeras habitaciones privadas y habla a las paredes, al aire.

– ¡Tan bajo hemos caído! ¡Un espíritu impuro guiando el corcel de la cristiandad! ¡Dios las ha condenado a ser madres, monjas o pecadoras! San Pablo dijo que el hombre es la cabeza y la mujer abrió la puerta al pecado original en el Paraíso. ¿Quiénes somos nosotros para negar lo que dijo san Pablo?

Nadie contesta a sus angustiadas preguntas y cae de rodillas en actitud orante, y cuando desciende los ojos del techo ve por la rendija de la puerta que en un salón próximo también está arrodillado el cardenal Hipólito de Este, mientras Remulins permanece observante en pie a su lado. Deja el rezo Hipólito y vuelve hacia la mesa de

negociaciones llena de papeles y de cifras.

– Le he pedido a Dios que me inspire en este tramo final de las negociaciones.

– Le creo muy inspirado, eminencia. Ahí constan las últimas concesiones de su santidad: la devolución a Ferrara de las ciudades de Cento y Piave de Cento, beneficios eclesiásticos para su hermano Giulio, la opción al capelo cardenalicio para Gianluca Castellini, el consejero del duque de Este. Más, lo siento, es imposible.

– ¿Imposible?

– Imposible.

Suspira angustiado pero resignado el cardenal.

– Dios quiera que el duque sea tan comprensivo como yo.

La comprensión se ha vuelto silencio. Remulins le fuerza la respuesta con un ultimátum perentorio.

– Sí o no.

– Amén.

Sonríe Remulins satisfecho.

Sale al balcón y hace una señal dirigida al patio. Casi en coincidencia con la señal empiezan a estallar fuegos artificiales que se alzan sobre la línea del cielo de Roma. Las luces iluminan el rostro impasible de Remulins, el fatigado de Hipólito de Este, el angustiado de Burcardo, y en otro balcón Lucrecia, Adriana y el viejo cardenal Costa reciben en pleno rostro el impacto del mensaje que conmueve a Roma. Lucrecia pregunta.

– ¿Qué celebramos?

Adriana no le contesta, pero sí el viejo cardenal.

– El anuncio de su boda con Alfonso de Este.

Se despierta sudando y convulso el papa y tarda en recuperar el sentido del mundo de la habitación.

Se seca el sudor y se asoma a la ventana de una Roma sobre la que campanean las señales de la fiesta.

Idéntica convulsión amanece con Lucrecia, presa de una secreta premonición salta de la cama y acude al lecho donde duerme su hijo Rodrigo. A su lado, en duermevela, el aya que lo cuida. Coge Lucrecia a su hijo entre sus brazos.

Es gravedad todavía lo que lleva en el rostro Alejandro Vi cuando acude al salón del trono, donde toda la familia aguarda la despedida de Lucrecia, ella al frente de su séquito, los enviados de Ferrara con el cardenal Hipólito en cabeza, Burcardo, Remulins, César y sus hombres, Vannozza y Carlo Canale, Adriana, Giulia Farnesio. Bendice Alejandro a Lucrecia, arrodillada, luego la alza y le besa las mejillas, los ojos del papa llenos de lágrimas, los de Lucrecia indiferentes, los labios del padre temblorosos por la ternura.

– Con el corazón triste, pero el ánimo gozoso, te envío a la corte de Ferrara, donde te espera tu legítimo esposo, ya casados por poderes, Alfonso de Este.

Y un sollozo contenido detiene la despedida oficial para que Alejandro diga.

– "Adeu, floreta meva, adeu.

No et deixes ferir, colometa, i si et fereixen torna a aquest niu" (2).

Por los ojos claros de Lucrecia pasa la despedida de su padre y antes de partir se deja abrazar por una Vannozza dramática que repite insistentemente hija mía, hija mía.

Cierra los ojos Lucrecia para asumir el abrazo de César y el beso en las dos mejillas de Giulia Farnesio. Su mirada busca a un niño sostenido por una aya y le envía la ternura que no puede propiciar el gesto; sí puede abrazar a su otro hijo Rodrigo, bloqueado ante los excesos de su madre y entregado finalmente a la custodia [15]del ama. Los ojos de Lucrecia tardan en desprenderse de los dos niños y finalmente abarcan, como si fuera por última vez, el friso colectivo de los hombres y mujeres que la han hecho tal como es. De uno en uno, de una en una, la mirada de Lucrecia se los queda para siempre.

– Hasta nunca -musitan sus labios, y desatiende con una sonrisa los brazos tendidos de su padre para dar la espalda e iniciar la marcha hacia Ferrara.

Esos brazos tendidos que recuerda como un intento de Roma de retenerla más que de despedirla durante las horas, los días de viaje. Ojos saturados de caballos, postas, calesas. Es en una calesa donde Adriana le confiesa su cansancio.

– Un viaje tan largo, Lucrecia. Lo han convertido en un espectáculo. Allí donde paramos allí nos espera la recepción, el banquete, los fastos. No puedo más.

– Es más largo de lo que supones, Adriana. Yo no volveré nunca a Roma.

– ¿Qué dice mi niña? ¿Nunca volverás a Roma? ¿Tanto esperas de este matrimonio?

– Tanto espero de mí misma.

Nunca he estado tan a solas conmigo misma. Mi marido es un accidente. De hecho él cree que yo soy una ramera vaticana más.

– ¡No quiero oírte decir tamañas bajezas! ¿Quién puede pensar eso de mi niña?

Se han santiguado las dos jóvenes damas que completan la población de la calesa y contemplan atemorizadas a una plácida Lucrecia por cuyo rostro pasan los paisajes sucesivos que la van acercando a su destino. La comitiva de damas y delegados que finalmente se entrega a la placidez balsámica de la embarcación que río abajo los conducirá hacia Ferrara, hacia los ventanales desde los que la familia

Este espía el desembarco de la hija política.

– Menos de lo que me esperaba.

Creía que era una gata rubia y sólo es una coneja rubia.

Comenta Isabel de Gonzaga.

– Este séquito será mi ruina.

En cuanto podamos hay que aligerarlo de tantos romanos y romanas.

Aquí en Ferrara se le puede constituir una corte más barata.

Se queja Ercole de Este, junto a la presencia aseverante de su hijo el cardenal. Más allá Alfonso se distrae construyendo formas con migas de pan amasadas, y Francesco de Gonzaga ha buscado una ventana en exclusiva para presenciar la llegada de Lucrecia por el río, mientras atruenan las salvas de los cañones. Sus ojos la buscan y se recrean en la contemplación, hasta que la familia se pone en marcha para salir al encuentro, y él secunda sus movimientos, para convertirse en una figura secundaria mientras Ercole abraza a su nuera. Isabel quisiera besarla sin tocarle las mejillas con los labios, ni desviar los ojos que tienen necesidad de apoderarse de todo lo que emana de la recién llegada.

Lucrecia no atiende demasiado a su cuñada, en estudiado gesto de distancia, y sí busca a Alfonso, que con mirada irónica pero gesto cortés le rinde pleitesía. Tiende la mano a su cuñado Francesco de Gonzaga y en el cruce de miradas se sostiene la simpatía del tacto que las manos prolongan. Pero no hay tiempo que perder y la comitiva deposita a Lucrecia en sus habitaciones, enormes y frías, junto a Adriana del Milá, que no tiene palabras, ni siquiera cuando en el dintel se impone la poderosa silenciosa figura de Alfonso de Este, invitación muda para que Adriana se vaya. En los labios de Alfonso baila una ramita masticada y con el pie cierra la puerta que ha dejado abierta la cortesana. Le espera Lucrecia junto al lecho y hacia ella avanza su marido, pero se detiene mientras busca un punto en el suelo que le ayude a empezar su discurso. No lo encuentra, y es Lucrecia la que avanza.

– Ha sido un hermoso recibimiento.

– Sin duda. Sin duda.

Baila la mirada de Alfonso sobre el cuerpo de la mujer y finalmente sus labios dicen:

– Parece ser que estamos casados.

– Estamos casados por poderes.

– Bien. Entonces.

Y sin añadir palabra empieza a desnudarse Alfonso y tan desnudo queda que parece un intruso en la cámara tan vestida de tapices y colchas como la novia de rosa, con rosas en la frente y los ojos que sólo miran los del hombre, lo único que le parece vestido, lo único que no traduce intención alguna, como si los ojos de Alfonso contemplaran sólo una circunstancia.

– ¿Prefieres hacerlo vestida?

¿Prefieres que te desnude? Soy hombre de gestos torpes.

Cierra los ojos Lucrecia y se desviste, para luego acudir al lecho y estirarse, con los ojos en el dosel, una mano en cada pecho, las piernas primero cerradas, luego abiertas a medida que se acerca el hombre. Salta sobre ella más que se sube y la penetra con ayuda de una mano que ha encontrado la dirección correcta, para seguir una monta jadeante, contundente, despreciativa de la cabalgadura, llena de posesiones, con las manos que aprietan la cara, los hombros, los senos, las nalgas de Lucrecia mientras Alfonso susurra:

– ¿Con quién estás follando?

¡Di mi nombre! ¡Quiero que digas mi nombre! ¿Quién te folla?

¿Quién te folla?

Tiene una cierta naturalidad la voz de Lucrecia cuando responde:

– Alfonso, tú.

– ¡Alfonso qué más! ¿Cuántos Alfonsos te han follado? ¡Alfonso qué más!

– Alfonso de Este.

– ¡De Este! ¡Eso es! ¡De Este…! ¡De Este! ¡De Este!

Y cada vez que pronuncia su apellido, Alfonso arremete como si lanzara las últimas estocadas que le quedan, hasta caer vacío sobre el cuerpo de Lucrecia, en el que los ojos conservan una extraña libertad divagante por cielos que sólo ella ve. Se repone Alfonso de la cabalgadura y salta del lecho sin mirar a su mujer. Son los ojos de Lucrecia los que persiguen su marcha de la alcoba para ganar pasillos que le llevan a la fragua perpetuamente encendida donde los vulcanitas le ven llegar subrayado por el fuego y se aplica Alfonso al trabajo con las manos mientras los ojos estudian amorosamente la maqueta de cañón que trata de reproducir.

Pasea nervioso Ercole de Este, sentada Lucrecia, respaldada por Adriana en pie, plácidas las mujeres aunque estudiosas de las idas y venidas del duque.

– No me es grato lo que voy a decir. Pero han pasado meses, tiempo suficiente para que pueda expresarte mis desasosiegos, a la par que mis satisfacciones. Es imposible mantener tu séquito aquí.

Ni siquiera con las importantes ayudas de su santidad. Tampoco veo la necesidad de una corte extranjera. Hay damas, poetas, músicos ferrarenses que podían componer una corte brillante, como la que mi hija Isabel tiene en Mantua.

Tampoco me gusta el trato frío, distante, nada familiar que has dispensado a Isabel.

– ¿Frío? ¿Distante?

Las preguntas se las han cruzado Lucrecia y Adriana.

– Ella se queja.

Nuevamente las mujeres se cruzan la pregunta para desorientación del duque.

– ¿Se queja Isabel de Gonzaga?

– ¿Cómo es posible que se queje dama tan fácil de conformar?

– Reconozco que mi hija tiene un carácter fuerte, pero me consta que está llena de buen ánimo y que bastaría un pequeño gesto… no sé…

– Haré el gesto, duque. Pienso consultarle algo trascendental para los próximos meses. Estudiaré la reforma de la corte, y ya estoy bien servida de poetas y de músicos. Ercole Strozzi me ha ayudado mucho y me ha prometido la próxima llegada de un gran poeta veneciano, Pietro Bembo, un sabio poeta con aspiraciones eclesiásticas.

– He oído hablar de Bembo, en cuanto a Ercole Strozzi, bien, bien, pero su condición de tullido le hace especialmente resentido.

Dudo que nos quiera bien a los Este. Él pertenece a una familia principal. Orgullosa. Leal a los Este, cierto, pero Ercole es otra cosa. En cualquier caso los poetas y los músicos nunca son problema.

– Los problemas son económicos.

– Casi siempre. Cierto. Ahí esta la base de las relaciones, querida hija. Estudia cuanto te he dicho.

Y ya está a punto de irse cuando retiene que no ha dicho todo lo debido.

– ¿Es cierto que estás en estado?

– Es cierto.

– Excelente noticia, excelente.

A propósito, no sería conveniente que ultimaras el deseo de retener en Ferrara a tu hijo Rodrigo.

Creo que estará mejor en Roma que en cualquier otra parte.

– Soy del mismo parecer.

– ¿Eres del mismo parecer?

Parece sorprendido Ercole de la sumisión de su nuera, y cuando se ha marchado estalla Adriana, pero no Lucrecia:

– No aguanto ni un día más en esta corte sórdida. Roma parece un paraíso al lado de esto.

– Puedes marcharte cuando quieras. En cierto sentido necesito cambiar la estrategia y rodearme de una corte ferrarense. Strozzi me ayudará.

– ¡Strozzi! Si no fuera un tullido me daría que pensar. Qué persona tan encantadora. Se ha convertido en tu paladín, Lucrecia. Suerte tienes de él, que te compensa del zafio de tu marido.

Tenías tú razón. Es un zafio.

No retiene Lucrecia el comentario de Adriana y encarga a una doncella que avise a Isabel de Gonzaga que quiere hablar con ella. No tarda en acudir Isabel de Este, entrada que aprovecha Adriana para retirarse y dejarlas a solas.

– Te suponía ya camino de vuelta a Mantua.

– Prácticamente todo está dispuesto para ello.

– No quisiera que te marcharas sin hacerte una consulta.

– Sabes que puedes contar conmigo.

– Estoy embarazada, y aunque tengo alguna experiencia, tú me superas. Me han dicho los astrólogos que el color crema acentúa la provisión de leche en el seno materno. ¿Encargarías un vestuario crema?

Parpadea Isabel.

– ¿Ésa era la consulta?

– Te aseguro que me quita el sueño.

Suspira profundamente Isabel autoconteniéndose. Trata de contestar algo, pero no acude a sus labios la furia que sí acude a sus ojos. Finalmente hace una rígida inclinación y abandona la estancia, cruzándose con el cojo Strozzi, renqueante sobre su muleta. El poeta imita el ceño de Isabel.

– Es tan hermosa como ceñuda.

No comprende Strozzi el ataque de risa que conmueve a Lucrecia y solicita motivos para reírse.

– Cuéntemelo, señora, y así reiremos los dos.

– La orgullosa Isabel ha recibido una trascendental consulta: ¿es bueno el color crema, así en el ambiente como en el vestuario de la madre nodriza, para llenar de leche las ubres maternas?

– ¿Le interesa esa cuestión?

– Creo que estoy en estado, Ercole.

La mueca en el rostro de Strozzi permanece a pesar de que la mirada comprensiva de Lucrecia, incluso la mano que la mujer pone en su brazo, tratan de que se borre.

– Ercole, he venido a Ferrara a tener hijos. Las mujeres sólo servimos para tener hijos.

– No siempre es un buen servicio. Creo que también sirven para ser amadas por sí mismas, en sí mismas.

– El culto a Petrarca o a Platón queda fuera de las alcobas.

Es cosa de vosotros los poetas y de nosotras las mujeres, hasta que llega la noche y los maridos entran en las alcobas. Alfonso ha construido un pasillo directo que une su dormitorio con el mío. Así puede llegar cuando menos me lo espero. Estoy preñada. Alégrate de la noticia, Ercole. Te lo pido.

– Si me lo pide. Venía a presentarle a mi amigo Bembo. Acaba de llegar de Venecia y tenía muchas ganas de conocerla.

– Yo también quiero conocerle.

Desde la puerta invita el cojeante Strozzi a que se aproxime Bembo, y con él entra una imponente presencia que domina la de Strozzi, la de la propia Lucrecia, si no fuera porque Bembo está ilusionado por el encuentro, ilusión que transmite a Lucrecia en el momento en que nota en el dorso de su mano los labios del veneciano.

– Pietro es mucho mejor poeta que yo y ya le ha dedicado uno de sus poemas.

– ¡Que lo lea! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!

Suficiente en el ademán aunque prudente en el habla, Bembo expone:

– Para esta primera ocasión no traigo nada propio. Pero sí he memorizado un poema en español, de Lope de Zúñiga. Sus palabras sonarán como si fueran mías.

"Yo pienso que si muriese y con mis males finase desear.

Tan grande amor fenesciese que todo el mundo quedase sin amar.

Mas esto considerando mi tarde morir es luego tanto bueno.

Que debo razón usando gloria sentir en el fuego donde peno."

Han entrado en la estancia Adriana y las dos damas jóvenes mientras recitaba Bembo y se suman al alborozo casi pueril con el que Lucrecia ha recogido el homenaje.

Tan pueril que retiene a Bembo por un brazo y se lo lleva hasta la ventana, donde conversan sin ser escuchados. Suspira Strozzi ante la evidencia del impacto y recoge su suspiro Adriana.

– ¿Mal de amores?

– Voluntario. Controlado.

Necesario. Petrarquista. Yo no sería nada, ni nadie sin mal de amores.

– Aparte de poeta, ¿qué otra cosa es Pietro Bembo?

– Bello y ambicioso.

– No es poca cosa.

Pero no hay tiempo para continuar la justa de intenciones porque a la puerta asoma Francesco de Gonzaga, que busca con los ojos a Lucrecia y cuando la halla en tan buena compañía le decrece la mirada, se le contraría el gesto y hace ademán de retroceder. No puede porque Lucrecia lo ha visto y corre hasta él para retenerle y privar la conversación de despedida.

– ¿Ya os vais? Me lo ha dicho tu mujer.

– Sí. Nos vamos. Pero yo me quedo, ya lo sabes. Me quedo a tu lado a pesar de que me voy. Déjame quedarme aunque sea sombra, sombra menor, segunda sombra, tercera.

Le sella las palabras en los labios con un dedo Lucrecia.

– Tendremos nuestras cartas.

Quién sabe qué encuentros.

– Todos los que pueda.

– Ercole Strozzi nos servirá de enlace y de buzón de correos.

– ¿Está dispuesto?

Asiente Lucrecia con los ojos, pero los abre cuando desde el pasillo llega la llamada imperiosa de Isabel.

– ¡Francesco! ¿A qué esperas?

Ha cerrado los ojos, crispado, Francesco de Gonzaga y se retira sin soltar las manos de Lucrecia, la mirada en los labios pálidos de la mujer, que repiten con suavidad lo que ha sido imperioso ultimátum en los de Isabel.

– ¡Francesco! ¿A qué esperas?

Los labios de Francesco dicen algo que sólo Lucrecia atiende y responde con una plácida sonrisa, con la que se vuelve para recuperar a los pobladores de la escena.

Pietro Bembo y Strozzi, frustrados pero anhelantes, como si esperaran un veredicto y el relevo.

Adriana se divierte como si bailara sola. Acude Lucrecia hacia Bembo y Strozzi y toma a cada uno de una mano mientras proclama:

– Mis poetas.

Adriana ha adquirido una íntima convicción y va hacia la puerta.

Ha observado algo extraño en ella Lucrecia y la retiene.

– ¿Por qué te vas?

– He de hacer el equipaje.

Vuelvo a Roma.

– Finalmente, me dejas.

– ¿Me necesitas?

Piensa Lucrecia.

– No sé si te necesito, pero te quiero.

Le acaricia las mejillas Adriana con los ojos húmedos.

– Yo también te quiero, Lucrecia, pero no me necesitas.

Lo que ha sido ternura se vuelve ironía.

– Tienes un marido semental, un cuñado enamorado, un confidente cojo y un hermoso poeta veneciano, ¿qué más se puede pedir? Ya tienes vida privada.

Un último silencio compartido por las dos mujeres. Da la espalda Adriana pasillo arriba, perseguida por la mirada cariñosa de Lucrecia, quien finalmente se lleva la punta de los dedos a los labios y envía un beso paloma.

8 El bellísimo engaño

– El señor César tiene tantos catadores entre sus ayudantes que las comidas se enfrían antes de que lleguen a su plato. Mal asunto la comida fría. Su santidad debe prevenir a su hijo contra las comidas frías.

No para atención Alejandro Vi en el comentario de un Leonardo afanado entre cazuelas sobre fogones, a poca distancia de mesas donde reposan maquetas de máquinas de guerra, pero sí Maquiavelo, que no pierde detalle de las manipulaciones del artista.

– ¿Sopa de caballo? Con lo que quiere usted a los animales y sobre todo a los caballos, ¿va a comer sopa de caballo?

– Es un plato que cocino en honor de su santidad, porque la carne de caballo es poco grasa y preveo que su santidad va algo alto de sangres. Después les propongo un suculento plato de menudillos mezclados: de oveja, cerdo, vaca, un plato de muy buen digerir y sólido si lo acompañamos de polenta.

Era el preferido por Ludovico el Moro, ¡Ah, qué bellos tiempos!

Los Sforza eran los Sforza, los Medicis los Medicis y lo único molesto de Florencia era que de vez en cuando podías encontrarte con el desdichado de Miguel Ángel o el arrepentido de Botticelli convertido al savonarolismo y dedicado a ilustrar la "Divina Comedia" como un acto de expiación.

– ¿Por qué era un desdichado Miguel Ángel? -preguntó fascinado el papa por la seguridad descalificatoria del cocinero.

– Es un maleducado, un mal parido. Un día le pregunté en la calle algo relacionado con la "Divina Comedia" y me envió a tomar viento. Le falta armonía. Serenidad. No se puede ir por la vida buscando sólo el movimiento de los cuerpos, sin hallar serenidad, en pos sólo de los músculos y las es quinas de los hombres. Desde esa rigidez moral de Buonaroti, se mata la pintura, se hace escultura pero no pintura. Botticelli fue un pintor grandioso hasta que se cruzó Savonarola en su camino y se convirtió en un pecador. Un excelente pecador y un pintor acobardado, casi un mal pintor. Mal asunto el humanismo en manos de iluminados y beatos del hombre como Pico della Mirandola, que llegó a escribir una "Oración sobre la dignidad del hombre", aunque estoy de acuerdo en su visión del ser humano como un constante Proteo, alguien que se hace constantemente a sí mismo. En Castilla llaman humanismo a lo que promueve el cardenal Cisneros, pero Cisneros no cree en el hombre, sólo cree en Dios. Yo a España no voy ni atado.

Repara Leonardo con el rabillo del ojo que uno de sus ayudantes, un efebo rutilante y de andares cadenciosos, toca las inconclusas maquetas de sus máquinas militares.

Arroja el cazo con el que removía la sopa y grita:

– ¡Giacomo! ¡Hijo de puta!

¡Nieto de puta! ¡Deja mis maquetas!

Giacomo se encrespa y convierte su amor propio herido en desprecio, arrojando una de las maquetas sobre la mesa. Corre Leonardo a por él y le pega un puñetazo en la espalda que precipita al joven sobre el tablero. Se revuelve y es ahora Leonardo el que recibe un puñetazo en las narices. Asustado, Alejandro Vi busca ayuda con la mirada, pero un flemático Maquiavelo le invita a abstenerse.

– No nos metamos en peleas entre enamorados.

Aún se cruzan algunas puñadas Leonardo y el llamado Giacomo, pero finalmente se detienen, se estudian, se ríen y Leonardo consuela las lágrimas del muchacho para volver suspirando a los fogones.

– No siempre la belleza del cuerpo traduce la del alma. Este bello bastardo es un ladrón. Giacomo Salai. Ha posado mil veces para mí y mil veces me ha robado allá donde hemos ido. He estado mil veces a punto de entregarlo a la justicia. Pero ¿cómo se puede meter en la cárcel ese cuerpo?

¿Cómo se puede condenar a la oscuridad esos ojos rodeados de pestañas de seda? Hasta le he dedicado una receta, huevos a la Salai, a base de huevos cocidos.

Se alza la voz estrangulada de Giacomo Salai desde un rincón del estudio.

– ¡Ese plato es mío! ¡Lo inventé yo y me lo has quitado!

Siempre me lo quitas todo.

– La vida debería quitarte, mastuerzo. Ya está casi a punto la sopa.

– Admiro esa capacidad de los genios modernos de pasar de un saber a otro: de la pintura a la mecánica militar, de la proyección de ciudades al utillaje más cotidiano.

– Sentido del gozo, reivindicación del gozo y luego imaginación y matemáticas, Santo Padre. Cuando no se pueden aplicar las matemáticas no hay seguridad en las ciencias ni en el placer.

– ¿También en la pintura?

– ¿Por qué no?

– ¿Se puede aplicar la matemática, por ejemplo, en la interpretación de las pinturas de Pinturicchio?

– A ése basta aplicarle la retina. Conozco el aprecio que tiene su santidad por su obra, pero es sobre todo un buen colorista. Su santidad ha de conseguir distinguir entre una pintura decorativa y una pintura que sea filosofía.

– ¿Filosofía? ¿Ha oído usted, Maquiavelo?

– Se lo he oído decir varias veces.

– La pintura es un conocimiento ensimismado. No se limita a reproducir la realidad, sino a reordenarla según unas claves armónicas nuevas. Reordenar la realidad, ¿hay otra explicación para la filosofía? Algunos filósofos pretenden desvelarla. Demasiado empeño.

Basta con reordenarla. Nuestro territorio es la naturaleza, ahí debe instalarse la medida humana.

El humanismo, tanto se habla de humanismo y humanistas, no es otra cosa que resucitar el principio de que el hombre es la medida de todas las cosas. ¿Quién controla mejor la medida de las cosas que un contemplador por excelencia, el pintor? Por eso, y que me perdone su santidad, el pintor se parece tanto a Dios. Algunos exageran la nota.

Recientemente vi una Anunciación tan desajustada que el ángel más parecía que quería expulsar a la Virgen a bastonazos que anunciarle su estado de buena esperanza. La pintura es el arte superior, a pesar de que se diga que es mejor la poesía y tengan más prestigio los poetas que los pintores. Lo que la mente urde lo hacen las manos, aunque el cretino de Miguel Ángel, ese maleducado mozalbete, diga que no se pinta con las manos, sino con el cerebro. Quiere aparecer como un sabio, tener el estatus de un filólogo, y por eso ese advenedizo se ha puesto a escribir sonetos para ser considerado un "literato".

– ¿Es superior la pintura a la arquitectura, por ejemplo?

– Viva polémica. Ayer noche precisamente la pasé en vela leyendo la copia de un contrato de arquitectura para Luciano Laurana, firmado por Federico de Montefeltro, y jamás se ha escrito mayor desmesura sobre la hegemonía de la arquitectura. Para él, los hombres que más honra y alabanza merecen son los arquitectos, porque están adornados de ingenio y virtud.

¿Qué sentido tiene la palabra virtud en este aserto, señor Maquiavelo, usted que no se saca la palabra virtud de la boca? Se refiere a la virtud de la arquitectura que se basa en el arte de la aritmética y de la geometría, que son dos de las principales artes liberales, por su gran exactitud, gran ciencia, gran ingenio. Ingenio y virtud, las claves de la modernidad, cierto. Pero tanta virtud o tanto ingenio como la arquitectura exige la pintura y es más libre, porque el pintor puede plasmar sus sueños y el arquitecto depende de cómo quieran o deban vivir los otros.

– ¿El pintor o el escultor no dependen del gusto de quienes les encargamos la obra?

– Sí, si el mecenas es un cretino.

– Puedo darme por aludido.

– Pero si el mecenas, como su santidad, es un espíritu libre y amante del arte, dejará hacer al artista. No le reprocho a su santidad ser un mecenas metomentodo, sino un mecenas demasiado tolerante al no siempre escoger a artistas justificados.

– He dejado hacer a humanistas como Pomponio Leto, Pietro Gravina, Aldo Manuzio. Apenas ejerzo vigilancia sobre las impresiones que multiplican las copias de los libros. Todos los humanistas glosan mi generosidad en el arte ornamental, monumental.

– Cierto, cierto. Excesiva a veces, si me permite.

– ¿Cuántas iglesias de Roma me deben la vida? Todos alaban el esplendor generoso de nuestras estancias vaticanas.

– ¡Mucho color! ¡Demasiado color! No puede su santidad negar que tiene un ojo mediterráneo.

– Y clásico. Yo adoro la armonía de los estilos clásicos. Vivimos en unos tiempos en que nos acercamos a los prodigios de la arquitectura del Imperio, precisamente porque la admiramos, cotidianamente recibimos una lección del pasado.

– Todo fluye, nada es, santidad. Nunca repetiremos lo del pasado y tampoco lo amamos tanto como pregonan los humanistas. Buena parte de los palacios de los príncipes actuales cantados en latín por los poetas se ha construido por el desguace de grandes mansiones y obras suntuarias de la antigüedad.

¿Cuántos mármoles del Imperio están aguantando hoy las casas de los nuevos señores, de los mismos que se rasgan las vestiduras cada vez que desaparece una huella de la antigüedad, de aquella supuesta Edad de Oro?

– ¿Sostiene usted que se ha edificado el humanismo sobre la hipocresía y no sobre el pasado?

– Todo fluye. Nada es. Nunca se repiten los hechos. Las matemáticas permiten la realidad menos fugitiva. Todas las matemáticas son especulaciones filosóficas y la pintura es filosofía porque se dedica al movimiento de los cuerpos en la disposición de sus acciones, desde la sonrisa hasta el crimen.

El que desprecia la pintura desprecia la filosofía y por lo tanto la realidad. No puede entender la realidad.

César desemboca con estrépito en los talleres y cocinas de Leonardo, seguido de sus capitanes y, tras comprobar que poco han crecido las maquetas militares, formula preguntas que Leonardo contesta sin oírlas.

– Reconozco el retraso, pero me he entretenido cocinando mis platos para su santidad y el señor Maquiavelo. Tengo criterios propios sobre cocina, y observe estos utensilios que he diseñado: éste, para sostener el huevo en el momento de cocción. Con esta máquina podríamos acertar en la capacidad cúbica de los huevos, y mire qué maravilloso dibujo para fabricar espaguetis en serie.

Se miran Corella y César sin acabar de asumir lo que oyen.

– Pero lo que necesitamos son máquinas militares.

– No lo he olvidado, y aquí tengo inicios de lo que serán maravillosas novedades. Pero así es mi proceso creativo. Necesito divagar para que de pronto me acudan las ideas más deseadas.

– De momento me valen sus máquinas convencionales. Sólo quiero que mañana las comprobemos en el campo de batalla.

Corella interviene y propone al pintor.

– De paso puede pintar algo, por ejemplo: César ante los muros con una máquina de hacer espaguetis en las manos.

– No desdeñe, capitán, los útiles más comunes porque a veces avisan sobre utillajes más complejos.

El más grande arquitecto militar ha sido Francesco di Giorgio, y todos le hemos copiado y muy pocas veces mejorado. Mis mejores máquinas son las futuras y ésas no están hechas todavía.

– Yo he de combatir mañana y pasado mañana y la semana que viene. No puedo esperar esos prodigios. ¿Se aviene a dotarme de máquinas más asequibles?

– ¡Cómo no voy a avenirme!

Maquiavelo se cuela en la conversación.

– Mañana tal vez partan las tropas hacia Toscana y me sorprende el objetivo. ¿Por qué no Bolonia, César?

– Lo lógico sería ir a por Bolonia, y ya hemos castigado algunas ciudades de su zona de influencia, pero el rey de Francia tiene bajo su protección a esa ciudad. La Toscana. Quizá. A por La Toscana.

Tuerce el gesto Alejandro Vi.

– Ni yo, ni el rey de Francia, queremos que toques Florencia.

Luis Xii porque teme que crezcas demasiado a costa de una ciudad que le ha sido leal y yo porque creo que hay otras maneras de dominar Florencia. Que paguen su impunidad.

– Ya hablaremos de lo de Florencia. Ahora es urgente consolidarnos en Nápoles aprovechando el acuerdo entre Francia y España para acabar con la estirpe de Aragón hasta ahora reinante.

Quiere intervenir Maquiavelo y lo consigue colándose por un pasillo de silencio creado por la preocupada expresión de Alejandro.

– Quisiera exponer algunas teorías sobre el movimiento de los infantes, sea cual sea el empeño bélico.

Le da la venia César, pero no Leonardo.

– Señor de Maquiavelo, usted teoriza muy bien, pero ante los muros de los castillos las teorías se desmoronan, como pronto se desmoronarán los castillos y no tendrán sentido. No habrá que construir castillos. Toda la maquinaria de guerra se dirige a hacer inservibles los castillos.

Creo más en la infantería. Siempre he creído más en la infantería.

– La infantería se compone de cadáveres -refunfuña Maquiavelo.

Leonardo sonríe protector de la ingenuidad de Maquiavelo y señala un extraño cono situado sobre la mesa.

– Ése es el futuro. Un vehículo autónomo y blindado contra toda clase de fuego. Puede ir lleno de infantes y sobre todo puede abrir camino a los infantes. Cuando ese vehículo sea operativo, ¡adiós al caballo! ¡Se acabarán las carnicerías de caballos! Ése es el futuro militar, ése y el vuelo.

– ¿Se refiere al vuelo oscurecedor de millones de estorninos que aterren al enemigo como en la Biblia?

– No me sea tan sarcástico, señor Maquiavelo. Va a pensar nuestro señor César que soy imbécil. Un día el hombre volará y los hombres volando sobre el enemigo estarán más allá de cualquier potencia de fuego. Yo los emplazo a una prueba de vuelo. En cuanto al menú que tengo entre manos no lo asocio con ustedes. A usted, señor de Corella, le iría bien unos intestinos hervidos con gengibre y azafrán, y para el señor César unos testículos de cordero con miel y nata.

El señor César no atiende la propuesta de Leonardo, ni tampoco Corella, porque ambos dialogan y César le transmite lo que parecen penúltimas confidencias. Corella le resume la situación.

– Florencia de hecho ya se ha rendido al aceptar tus cuatro puntos, sobre todo que me nombren su capitán y que permitan el regreso de los Medicis, que serán unos comparsas en nuestras manos.

– ¿Han satisfecho a Vitellozzo?

Corella farfulla que eso parece, aunque ese cabeza de corcho es imprevisible. Tan pronto se convierte en alfombra para que la pises como se alza colérico por cualquier nimiedad. Es un tiranozuelo sangriento y arbitrario. Los florentinos ya han asumido entregarle a seis rehenes, escogidos entre los que intervinieron en el asesinato de su hermano. Pero César se ha ido de Florencia mientras Corella habla. Ahora a por Nápoles, piensa, y luego a por Génova.

Giuliano della Rovere ha ordenado al copero que sirva vino en la copa del cardenal D.Amboise y ambos se saludan a distancia con las copas en la mano antes de beber.

– Por fin Luis Xii ya es rey de Jerusalén por el simple hecho de la conquista de Nápoles.

– No por simbólico es un título menos apetecido.

– Pero mi querido George, me da la impresión de que el conquistador de Nápoles no haya sido Luis Xii, ni Fernando el Católico, sino…

– César.

– César.

– Es cierto. Su conquista de Capua ha sido espectacular.

– Y sangrienta.

– ¿Qué conquista no es sangrienta?

– ¿Y el episodio de las cuarenta jóvenes secuestradas por la tropa?

– Creo que han sido sólo treinta.

– El papa retiene a doña Sancha, pero le permitirá volver a Nápoles con su medio marido, Jofre. Qué tristeza de muchacho.

Pendenciero. Acomplejado por la desvergüenza amatoria de su mujer.

Es un peligro ese chico.

– El único peligro es César.

– Y el rey de Francia sigue sin considerar un peligro el prestigio militar de César. ¿Quién va a ser el señor de Italia?

¿Luis Xii? ¿Fernando el Católico? No. César. Los Borja.

– Es un aliado, "malgre lui".

Nos consta que César nos detesta a los franceses, pero no tiene más remedio que ser nuestro aliado.

– Hasta que sea rey de Italia.

– Eso nunca sucederá si le removemos el agua para que navegue, sí, pero con cuidado, con prudencia. Tu política de mantener el fuego sagrado de las familias romanas contra los Borja es muy interesante.

– ¡Pobres familias! Las han metido en cintura. La última derrota de los Colonna y los Savelli ha permitido a los Borja anexionarse todas sus propiedades.

Los ricos Borja son temibles no

por lo que tienen, sino por lo que compran.

– ¿Y César?

– Descansa. Cuando no guerrea se pasa el día tumbado en una cama, melancólico, comprobando cómo la sífilis le mancha progresivamente el rostro. Unas veces mete en su cama a Fiammetta y otras a esa joven Dorotea, secuestrada primero de mal grado y ahora encantada de los excesos de César. Es como una serpiente en período de letargo.

Me han dicho que en las Indias hay serpientes enormes que se llaman boas, capaces de tragarse a un buey. Pero luego han de digerirlo.

Paciente. Pacientemente.

– Me he quedado solo en la oposición. Todos los enemigos de los Borja de la curia ya no cuentan.

He de tener más paciencia que los Borja. Parece un proyecto de titanes.

– He de dejarle, Della Rovere. Me espera una audiencia.

– ¿Con el papa?

– ¿Con el papa? ¿Para qué?

Con César. Con el todopoderoso César Borja.

César permanece semiyaciente en un lecho escuchando las elucubraciones de un Maquiavelo peripatético, pero la voz le llega lejana, sin percibir el sentido total de lo que dice hasta que de pronto retiene la palabra feudalismo… campesinos y mercaderes, ésos son los sectores sociales en alza porque tienen un sentido realista de lo que hacen. La derrota del feudalismo es inevitable y por lo tanto hay que tratar de no convertirse en un señor feudal más. La derrota del feudalismo. Es evidente. Los señores feudales o se vuelven cortesanos, es decir, animales cuyo medio natural es la corte, o agonizan defendiendo sus feudos, ¿treinta, cuarenta años más? Hay que ocupar un lugar de privilegio para ser un competidor de los modernos reyes, Luis Xii o Fernando el Católico. César entra en conversación porque le molesta que Maquiavelo, peripatético, hable como para sí mismo.

– ¿Fernando el Católico o Luis Xii?

– He ahí el modelo, más Fernando el Católico que Luis Xii.

Los viajes coloniales, la victoria sobre el Islam, el sometimiento de los señores feudales de Castilla y Aragón, las limpiezas de etnias y religión del cardenal Cisneros y el oro, los galeones cargados de oro que llegan de América, el oro con el que los españoles pueden comprarlo todo. Ésas son las bases de una posible hegemonía española en los próximos años.

– Será inevitable un choque con Francia, con Austria.

– Con Austria no. La boda entre la hija de Fernando e Isabel con un hijo de Maximiliano de Austria evita esa confrontación, aunque Maximiliano se mueva en la frontera para disuadirle de que ataque Florencia. El choque será con Francia y lo vivirá la próxima generación.

– ¿Lo viviré yo?

– Sin duda.

– Si vivo, lo viviré. Últimamente no consulto a los astrólogos.

Al pobre Lorenz Beheim le pago, pero no le consulto. Me da miedo que acierten y sueño que paso por un desfiladero compuesto por las espadas de mis enemigos y corro, corro, corro, pendiente de la penúltima espada que me acecha. Y me despierto sin saber si he acabado de atravesar el corredor.

– Hay que soñar despierto. Es una época para soñadores, pero despiertos. Imitamos los modelos antiguos pero nada es igual a la antigüedad. Copérnico se protege afirmando que sus teorías planetarias se basan en el saber antiguo, pero no es así. Se justifican en el saber antiguo, porque todavía es muy fuerte la superstición o una interpretación arcana de las Sagradas Escrituras. Cada día aparecen nuevas máquinas, nuevos descubrimientos, incluso tal vez la Tierra sea redonda y gira alrededor del Sol, como sostiene Copérnico. Las patentes de invención llenan los despachos de legajos y legajos y ninguna como la imprenta, que permite el libertinaje de reproducir libros no siempre convenientes. ¿Y la mecánica? Se aplica en el arte militar y luego los descubrimientos pasan a la industria civil y al comercio. Lógicamente las costumbres se resienten.

Virtudes en otro tiempo sagradas se revelan obsoletas al lado del papel del dinero, por ejemplo.

¿Cuándo se había visto tanto poder en manos de los banqueros y los comerciantes? La expansión geográfica, de momento, la controlan los aventureros, pero ya están allí la Iglesia y el Dinero, Dinero con mayúscula, César, dinero fluyente, no propiedades feudales, oro, oro, ríos de oro necesarios para comprar y controlar. Ése es el signo de los tiempos. El cambio. Y hay miedo al cambio. Sólo una minoría de sabios y de audaces no teme al cambio. A los demás los seduce primero, los asusta después y acaban oponiéndose.

– Señor Maquiavelo, tiene usted vocación de augur.

– Los augures han perdido el tiempo analizando las vísceras de los animales sacrificados. Lo que hay que ver es la sociedad, la naturaleza social, las conductas sociales. ¿Por qué? ¿Para qué? Sobre todo para qué. La finalidad.

De la idea de finalidad se han apoderado las religiones, pero ahora se ha humanizado y no es posible ser un príncipe, ni un banquero, ni un guerrero sin finalidad.

– El poder personal. ¿El familiar?

– El familiar es un medio, sólo un medio y no siempre será válido.

Usted tendría un pacto de familia con el rey de Francia, por ejemplo, su primo, o con el de España, primo de la señora viuda de su hermano Joan. ¿Cuánto costaría romper ese pacto? Las relaciones de fuerza, ésa es la cuestión que guía las alianzas, y la finalidad es el poder como instinto individual o de cada sector social, pero también construir un orden, imponerlo a los que lo necesitan y no lo entienden, un orden hecho a la medida de los intereses menos ilegítimos.

– ¿Menos ilegítimos? ¿Por qué no legítimos?

– No puedo contestarle a esa pregunta. Dejémoslo en menos ilegítimos.

Se asoma a la estancia Miquel de Corella.

– Siento interrumpiros, pero el salón está lleno de embajadores que quieren hablar contigo.

– Que esperen.

– Están el español y el francés.

– Que esperen.

– Te advierto que el francés viene acompañado del cardenal D.Amboise.

– Que esperen.

– Muy bien. Que esperen.

César retoma el hilo de la conversación.

– Correlación de fuerzas. Si mido las mías con los franceses y con los españoles, por separado, tengo las de perder.

– ¡Por eso ha actuado magistralmente sumando sus fuerzas, no midiéndolas. ¡De momento!

Estudia César fríamente la vehemencia que ha empleado Maquiavelo en sus últimas palabras.

– A veces pienso, Nicolás, que es usted más entusiasta de mi finalidad que yo mismo. A veces pienso que yo estoy posando para usted, que soy algo parecido a esos animales que destripan los médicos para estudiar anatomía o los caminos de la sangre. O tal vez un modelo de taller de pintura, como los que utiliza Leonardo. Por cierto, jamás había conocido espíritu tan plural.

– Leonardo es nuestro tiempo.

Habría que conservarlo vivo por los siglos de los siglos para poder decir a las futuras generaciones: mirad, he aquí el hombre de los tiempos del humanismo. Él encarna la unión entre el artesano y el sabio, entre la brujería y la ciencia. Me ha dejado ver sus cuadernos y están llenos de observaciones sobre el trabajo de los artesanos.

Los cambios necesitan hombres nuevos y totales. Pero nunca son los suficientes.

– Pero no me construye nuevas máquinas de guerra.

– De momento las sueña.

– Un humanista que no cree en el hombre. Le he oído decir que el género humano es un rebaño pestilente que necesita un puño de hierro. Dice que el hombre es fundamentalmente malo.

– No está mal como una base para el conocimiento. A partir de esa prevención, todo es posible.

El Bien no existe, César, el Mal sí.

– ¿No existe Dios? ¿Sólo existe el diablo? ¿Eso es lo que creen usted y Leonardo?

De nuevo Corella aparece con una timidez que le es impropia.

– El embajador francés ya blasfema en francés y el cardenal, casi.

– ¿Y el español?

– En catalán. Te dedica a ti todas las blasfemias.

– Buena señal. Que sigan renegando.

Se encoge de hombros Corella y desaparece nuevamente para inquietud de Maquiavelo.

– No quisiera copar su tiempo.

– Quiero que lo cope. Los embajadores "faisandes" son más digeribles. Le preguntaba: ¿no existe Dios? ¿Sólo existe el diablo?

– No me tienta demasiado la teología, pero ¿a qué Dios se refiere? ¿Al del Antiguo Testamento, vengativo, cruel, poderoso, poder mismo? ¿A Cristo, conmovido y sacrificado por los hombres? De hecho utilizamos uno y otro modelo según nos convenga. La religión y la Iglesia sólo sirven como instrumentos de cohesión social, y no siempre es así. Los frailes austeros han ayudado a que el pueblo no se rebele contra el clero lascivo y ladrón. Cuando yo hablo de Bien o de Mal me remito a la escala humana. Al hombre como medida de la bondad y de la maldad, y soy pesimista. No creo en el humanismo seráfico de la Academia neoplatónica de Florencia. ¡El gran milagro es el hombre!, decían. ¿Qué hombre? Los hombres normales son conservadores y cobardes. Prefiero influir sobre los príncipes, sobre el poder, porque el poder es el que puede imprimir en el cerebro de las masas las palabras necesarias, puede rellenar esos cerebros de Virtud.

– Entonces Leonardo tiene razón.

– Tiene razones. Como él mismo diría, también en la percepción del Bien y del Mal, todo fluye, nada es.

Ahora Corella no se detiene en el dintel y se acerca precipitadamente a César para cuchichearle algo junto a la oreja.

– ¿Vitellozzo también?

– También.

– ¿Y Ramiro de Llorca?

– Otro que tal.

Se ha puesto en pie César, de pronto enérgico, con la musculatura tensa y los puños apretados.

– ¿Algo va mal?

Regresa César a la lógica de la situación, poco a poco, asumiendo cejijunto que aún sigue allí Maquiavelo.

– El hombre, Nicolás. El hombre como medida de la estupidez, aún peor que como medida de la maldad.

Ercole de Este se apresta a escuchar y el cardenal Hipólito a informarle.

– Sin duda es un buen revés para César, aunque puede darle la vuelta. La cosa viene de lejos.

Había orden expresa del papa de no tocar la Toscana y César la respetaba, dentro de lo que cabe, porque había conseguido amedrentar a los florentinos y que le proclamaran su capitán. Junto a César combate Vitellozzo Vitelli y unos cuantos caudillos, Orsini o Gravina, por ejemplo, y ya sabes que Vitellozzo odia a los florentinos, a los toscanos, porque ejecutaron a su hermano. También se cuenta que Vitellozzo es demasiado orgulloso para ser el segundo de César y que los Orsini combaten a su lado, pero no pueden olvidar las afrentas que han sufrido de los Borja.

Bien. De pronto los notables de Arezzo ofrecen la ciudad al Valentino, y Vitellozzo y sus capitanes dicen que sí, se meten en Arezzo y se apoderan de todo el Valle de Chiana. El rey de Francia se enfada. Alejandro pide disculpas y César declara que Vitellozzo ha actuado por su cuenta.

¿Me sigues, padre?

– Hasta ahora sí.

– Luego se ha dado la explicación de que César ha jugado con dos caras. Con una cara ha expresado su pesar por las decisiones de sus condotieros, con la otra les habría dado permiso para la provocación. Ya estaba casi olvidado lo de Arezzo cuando los jefes de César vuelven a soliviantarse a propósito de la campaña de Bolonia, se han negado a atacar la plaza.

Se habla de un encuentro en la residencia de Mafione del cardenal Giambattista Orsini, donde se ha urdido un plan para acabar con César, y ha empezado a haber escaramuzas entre ellos. Miquel de Corella mata a los que puede y a su vez Vitellozzo, los Orsini hacen lo mismo. Se habla de que Ramiro de Llorca se ha pasado a los insurrectos.

– Siempre ha sido el paniaguado de César, el hombre que estrangulaba al pueblo colectivamente mientras Corella estrangulaba de uno en uno. ¿Y la tropa mercenaria?

– César ha reclutado mercenarios suizos, pero cada vez está más de acuerdo con las tesis del florentino Maquiavelo, que pregona la necesidad de un ejército regular producto de las levas entre los jóvenes. Un ejército al servicio de la razón de cada comunidad, de cada Estado.

– Habría que sondear a Lucrecia. Tal vez ignore lo que le acontece a su familia. Se pasa el día rodeada de poetas moscones, el cojo Strozzi, no demasiado amigo de nuestra casa, y ese veneciano, Pietro Bembo, que se ha negado a figurar en la corte de mi hija. Se pasan el día entre bromas y acertijos. Mi hijo me ha dicho que son insoportables.

El traslado de Ercole al palacio de su hijo lo hace entre cavilaciones y expresiones que pasan de lo sombrío a lo risueño, hasta que la presencia de Lucrecia acompañada de Strozzi y Bembo le obliga a adoptar un aire cariacontecido.

– Querida hija mía. Ya te he testimoniado mi dolor por el aborto sufrido y el gozo por el nuevo estado de buena esperanza en el que te encuentras.

– Lo uno y lo otro son méritos de su hijo.

– No quisiera que las noticias que circulan sobre los avatares de César, sobre sus problemas, sin duda pasajeros, con sus condotieros, pudieran conturbar tu ánimo, acentuar tu melancolía.

– ¿Mi melancolía? Los filósofos dicen que la melancolía es el mal moderno. Es fruto del desfase entre lo que sabemos y lo que queremos, enfermedad del orgullo del hombre moderno que ya no lo confía todo a la Providencia. Del hombre moderno. Nada dicen de que afecte a la mujer moderna, por lo tanto, mal pudiera estar melancólica.

Pone por testigos Lucrecia a Strozzi y Bembo.

– ¿Habéis apreciado mi melancolía?

Se miran sorprendidos Strozzi y Bembo a la espera de que uno de los dos diga algo, y es Bembo quien se apodera de la situación.

– Si se llama melancolía a lo que siente Lucrecia, quisiera para mí esa melancolía de por vida.

La melancolía equivale a la "divina manía" de Platón y es la antesala de la locura.

Se impacienta Ercole.

– ¡Poetas! ¡Poetas! Guardaros las pamplinas para cuando me vaya.

¿Conoces, Lucrecia, los problemas de César, o no?

– Conozco que no tiene problemas.

– ¿Desde cuándo?

– Desde ayer, supongo. Fue cuando supe que Ramiro de Llorca había sido capturado y que los condotieros han aceptado negociar con César.

– ¿Cómo es posible que tú sepas lo que yo no sé?

– Ésa es precisamente una cosa que usted sabe y que yo no sé. Que usted no sabe lo que yo sé.

Acentúa Bembo el juego de palabras.

– ¿Y cómo podría saber el honorable duque que tú no sabes lo que él considera deberías saber?

Y se sube Strozzi al juego de palabras.

– ¿Y cómo podría saber nuestra señora Lucrecia que el duque no sabe que ella no sabe lo que debería saber?

Reprime su enfurecimiento Ercole para retirarse, pero aún conserva un espolón y lo lanza.

– Mis contables me han llamado escandalizados por tus gastos. No los cubre ni la aportación de su santidad, ni mis buenos propósitos.

Hay que recortar lo superfluo, Lucrecia. Recuerda al gran Horacio: "Vivitur parvo bene"."

– Se puede vivir con poco, cierto, aunque lo que usted me pide es que viva con menos, no con poco.

¿No es así?

– Cierto.

– Le cambio un Horacio por un Séneca, filósofo de su predilección, me consta.

– Sigue siendo cierto.

– Escribió Séneca: "Malum est in necessitate vivere; sed in necessitate vivere necessitas nulla est." Es malo vivir en la necesidad, pero no hay ninguna necesidad de vivir en la necesidad. ¿Somos pobres, acaso?

Definitivamente la cólera está muy cercana y Ercole abandona la habitación no sin permitirse una mirada acusatoria dirigida a los poetas.

– ¡Poetas! ¡Poetas!

Lo que son sonrisas placenteras se truecan en expresión de alarma en Lucrecia, que se enfrenta a Strozzi cogiéndole por los brazos, exigiéndole una respuesta.

– ¿Francesco te ha confirmado la detención de Ramiro de Llorca?

– Soy un cartero fiel. Las últimas noticias llegadas a Mantua eran ésas.

– ¡Pero si Ramiro de Llorca era, después de Michelotto, el principal lugarteniente de César!

– Son buenos tiempos para la traición, y el poder de César provoca terror pero también envidia y ambición.

– Que se quede Roma donde está. No quisiera que nada de eso

llegara hasta aquí, ¿verdad, Pietro?

Verdad, le dice Bembo con la cabeza, y besa una mano de Lucrecia, pero la mujer atiende la tristeza teatral que el beso ha producido en Strozzi y se desprende de la mano que le retiene Bembo. Con esa misma mano selecciona una rosa de un jarrón, la besa y se la ofrece a Strozzi. Se conforma el "chevalier servant" con la flor, se retira renqueante con la ayuda de su muleta, mientras Lucrecia y Bembo se alejan por una pérgola enlazados por el talle. Ya siluetas el hombre y la mujer a lo lejos, los labios de Strozzi recitan, con los ojos pendientes del rodar de la rosa entre sus dedos:

– "Florecida en la tierra del goce escogida rosa por su mano, ¿por qué se llena de luz tu colorado?, ¿te ha dado el color Venus o esos labios cuyo beso pintó tu nueva púrpura?"

Pero Strozzi deja caer la rosa y exhala un gemido mientras busca el punto de sangre que ha brotado en la yema de uno de sus dedos.

Es sangre el líquido espeso y mudo que cae de los cabellos de Ramiro de Llorca hacia sus ojos, sedientos de luz, retorcido el cuerpo atado en la penumbra de un ámbito confuso, tratando de localizar la distancia que le separa de las voces de sus verdugos, de las manos de la tortura.

– Miquel, ¿estás ahí?

– Aquí estoy, Ramiro.

– ¿Por qué me haces esto?

– ¿Por qué nos has traicionado?

– Me he limitado a escucharlos.

– No es cierto. Tú sabes que preparan algo contra César.

El silencio es una sombra que se instala en el rostro del dolor iluminado.

– Si te lo cuento no es para salvar mi vida, sino porque no tengo la conciencia tranquila, no estoy seguro de que César merezca perder.

– Buena cosa es la conciencia, Ramiro. La conciencia puede ser un ruido o un soneto. Te voy a hacer un favor. Te permito que conviertas el ruido en un soneto.

– Estoy muy cansado, Miquel.

– Descansarás en cuanto hables.

– Hoy habéis programado el encuentro en Sinigaglia para llegar a un acuerdo. Ese encuentro es una trampa. César puede morir. Que se guarde César.

– Quiénes y cómo dirigen la operación.

– Vitellozzo, Baglione, Paolo y Francesco Orsini, Olivaretto de Fermo.

– Y todo se fraguó en las reuniones de Mafione convocadas por el cardenal Giambattista Orsini.

– Lo sabes tan bien como yo.

César ha pedido que los condotie ros entren en la ciudad sin soldados, que los dejen acampados fuera.

Pero arqueros ocultos están preparados para asaetear a César y si fracasan tal vez el propio Vitellozzo lo mate, y las tropas de Vitellozzo, Olivaretto y los Orsini esperan fuera la señal de la muerte de César. Saben que el Valentino no cuenta con los suficientes soldados para replicarles.

– ¡Qué poco saben!

– ¿Me vas a matar? ¿Por qué?

– César es un estratega genial.

Ha reclutado nuevas tropas y ha jugado con el descrédito de los conjurados. César es un tirano, pero ellos son tiranozuelos despreciables, de crueldades gratuitas, odiados por el pueblo. César se ha dedicado a ser dadivoso con las muchedumbres y las muchedumbres prefieren a un tirano que a una pandilla de tiranozuelos sabandijas. ¿Comprendes tu papel, Ramiro?

– No.

– Te odia el pueblo. Has sido un recaudador implacable y un instrumento de opresión.

– ¡Por orden vuestra!

– Nuestras órdenes te gustaban demasiado. Tú has sido el perverso a los ojos del pueblo y mañana, cuando vean tu cadáver expuesto en la plaza, dirán "¡César es justo!" y se pondrán a nuestro lado.

El silencio se instala entre los dos hombres. Trata de abrir los ojos Ramiro imponiéndose sobre el dolor y la angustia, pero dos manos certeras pasan una cadena por su cuello y un sabio gesto le disloca las vértebras y convierte su lengua en una víbora muerta asomada al vacío. Desaparece la luz sobre el rostro de la muerte y tras él emerge Miquel de Corella todavía con la cadena entre las manos. La voz de César llega desde las alturas.

– ¿Ya está?

– Ya está.

– Hemos de salir hacia Sinigaglia. Divide a la tropa en segmentos para que ellos no nos vean llegar al frente de tan formidable ejército.

Pero Corella se entretiene contemplando los despojos humanos de Llorca que arrastran los carceleros.

– ¿Por qué te sigo siendo leal, César?

La respuesta le llega desde las sombras más altas.

– Tal vez no sepas ser desleal.

Vitellozzo Vitelli observa desde una torre los campos que rodean Sinigaglia. Baja los dos escalones y tiene ante sí a sus compañeros de conjura, Baglione, los dos Orsini y Olivaretto.

– Las tropas de César ocupan los cuatro horizontes. Nada que hacer.

– Ha reclutado tantos mercenarios suizos que no podemos mover a nuestras tropas. Corella nos ha obligado a acampar en un arrabal y tengo a los soldados dedicados a la bebida y al saqueo, porque Corella les ha dado carta blanca. No puedo reagruparlos. ¿Qué hacer?

– Nada, Olivaretto, nada. César ha venido con un blindaje especial y todas las flechas de este mundo no conseguirán traspasarle.

Nada. Hoy no se puede hacer nada.

Gozar de la hospitalidad de César. He paseado por su palacio y he visto que había dispuesto una mesa muy bien surtida.

Descienden los caballeros y se prestan a las gentilezas de César y Miquel, que los esperan al pie de la escalera.

– Una espléndida noche para gozar de una plácida conversación.

– Sobre el pasado y el futuro.

– Vitellozzo, el pasado ya no importa. Lo que cuenta es el futuro. Nos espera una copiosa y delicada cena en el palacio que me ha destinado Corella y después de la cena una mejor sobremesa. El menú me lo ha dictado mi asesor Leonardo da Vinci y puedo juraros que es imaginativo también con las cazuelas. ¿Qué os parece un plato de rabo de cerdo con polenta? ¿Y unos pájaros escabechados, lomo de serpiente, mazapanes?

Parecen conformes los caballeros y abre la marcha César seguido de Miquel, que les da la espalda.

Se miran entre sí los otros, como si se plantearan aprovechar la oportunidad. César y Michelotto avanzan simuladamente despreocupados, vigilantes de que su estela sea seguida por el zaguán del palacio y luego por el pasillo hasta que el grito "¡Traición!" fuerza a César a volver la vista y poder contemplar a sus invitados rodeados de soldados y de espadas. Es Olivaretto quien vuelve a gritar:

– ¡Traición!

Pero sólo podrá hacerlo una vez más porque la punta de la espada de Corella se encapricha de su garganta. Con el pecho marcado por la punta de cuatro aceros, Vitellozzo afronta a César.

– ¿De qué va este negocio, César? ¿No se trataba de una apacible cena, de una mejor sobremesa?

– Será una cena apacible, y es imprevisible la sobremesa. Pero primero seréis juzgados por traición y conspiración.

El más joven de los Orsini, Paolo, demanda:

– ¡César! Te he ayudado a conseguir este encuentro. Yo los he convencido de que vinieran. ¿Así me lo pagas?

– Tienes razón. Aún no te lo he pagado.

Arrastrados cuando no empujados por las espadas, pasan los caballeros a un salón donde los espera un tribunal militar parapetado tras una larga mesa donde aún aparecen dispuestos los manjares de la cena.

Desconcertados los prisioneros por el contraste entre la severidad de los jueces y el colorido de los manjares, no aciertan si mirar a los unos o a los platos. Pero la voz de uno de los militares se impone.

– Vais a ser juzgados por delito de traición y proyecto criminal contra nuestro confalonero, César Borja. La cantidad de pruebas acumuladas es suficiente y determinante de una sentencia de muerte de la que sólo puede salvaros la generosidad de nuestro jefe.

– Jefe y anfitrión -matiza César.

Vitellozzo hincha el pecho y se encara a César.

– Basta de farsa. Supongo la sentencia. Muerte.

– Muerte.

Se descompone el todavía feroz aspecto de Vitellozzo y lloriquea:

– ¡Sólo pido que se me dé tiempo para que el papa me envíe una indulgencia plenaria!

No contesta César a Vitellozzo y espera otras propuestas. Los Orsini, demudados, están entre el sollozo y la indignación. Baglione ha bajado la cabeza. Olivaretto se dirige a Corella.

– Tú, que tan bien usas el puñal, dame uno. Prefiero darme la muerte que recibirla.

Corella le entrega un puñal y Olivaretto lo mira sorprendido, pero finalmente lo empuña. Se carga de valor, lanza un gemido y se clava el puñal en el lugar del corazón. Mana la sangre y se tambalea el caballero, pero no cae y capta que el puñal apenas si se ha introducido en su pecho. Se le acerca Corella y coge el puñal por la empuñadura sin desclavarlo.

– No ha habido el suficiente valor o la suficiente fuerza. Apenas si ha causado una herida de la que podrías sanar, Olivaretto.

– Tú que eres un asesino, empuja el puñal. Ahora. Quiero escoger el lugar donde muero.

– Prepotente imbécil. ¿Así arruinas la inteligencia y la obra de Dios? ¿No sabes que sólo Dios escoge el momento y el lugar? ¿Qué hago, César?

– No debiste darle el puñal.

Arráncalo y que se le aplique el veredicto. ¿Nada tienen que decir los demás?

– ¡Es un monstruoso equívoco!

– ¡César, te han mentido!

– ¡Jamás nos alzamos contra ti!

Pero César se aleja seguido por Corella hasta encontrar la soledad precisa para deliberar.

– Según lo convenido, salvo en los Orsini.

– ¿Vas a perdonar a esas ratas?

– No. Pero si los ejecutamos permitimos que su tío el cardenal Giambattista soliviante a sus clientes romanos. Respetemos el plan: mi padre debe cortarle la cabeza al jefe de la familia, Giulio Orsini, y al cardenal y luego iremos a por los sobrinos. Espero un mensaje de Roma que me confirme la desarticulación de la familia Orsini. De momento ejecutad a Vitellozzo y a Olivaretto y encadenar a los Orsini. Yo saldré a dispersar las escoltas.

Vuelve Corella al comedor donde se celebra el juicio y sale César sonriente y aliviado hasta la entrada de la calle donde aguardan los jefes de las escoltas de los invitados.

– No es preciso que esperéis.

La cena ha empezado y vuestros jefes quieren que lo paséis lo mejor posible. En las caballerizas hemos dispuesto manjares y bebidas para que lo paséis lo mejor posible.

– ¡Gracias, César!

Se repiten las gracias con entusiasmos decrecientes y César se solaza con el frescor del relente en su rostro púrpura por la infección. Por la cuesta sube una figura aquilina reconocida y César aguarda la llegada ligera de Maquiavelo, expectante, y con las preguntas puestas en el resuello.

– ¿Cómo ha ido?

– Según lo convenido.

Hay tanta admiración en los ojos de Maquiavelo que son inútiles las palabras.

– Los traidores están en pleno juicio. Ahora sólo falta que mi padre cumpla su parte.

No se decide a volver César al interior del palacio por el pasillo de negruras, pero al fondo de las tinieblas imagina las cabezas de los encadenados Olivaretto y Vitellozzo, retorcidas una tras otra por la destreza estranguladora de Michelotto. En una celda los Orsini aguardan bisbiseando oraciones. En sus aposentos, César pellizca apenas los alimentos que reposan sobre una inmensa fuente, Maquiavelo escribe sin descanso y Corella toca una guitarra.

– Habrá que esperar el eco de lo que ha ocurrido.

Mientras Corella combina los acordes, Maquiavelo reflexiona en voz alta lo que escribe.

– Hay que entender que el nuevo príncipe no puede responder al modelo convencional de un hombre bueno. A veces para defender al Estado hay que obrar contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión. El nuevo príncipe, pudiendo no separarse del Bien, en caso necesario debe saber entrar en el Mal…

Ajeno a lo que declama Maquiavelo, insiste Corella en los acordes y en su razonamiento.

– Ha sido un acto de legítima defensa. ¿Qué opiniones te interesan, César?

– Más bien debes preguntarme qué opiniones espero.

Las opiniones llegan a través de un Miquel de Corella entusiasmado por el balance. Tu padre ha dicho: César es un genio. Invitad al cardenal Orsini a los festejos por la toma de Sinigaglia, que nada sepa de la detención de sus sobrinos, y en cuanto llegue, lo introducís en la sala del Papagayo, lo encadenáis y me lo metéis en una mazmorra del castillo de Sant.Angelo. Los Orsini son ya puro pasado. Ahora a ver cómo reacciona Luis Xii. Orgullo de padre, sin duda, pero es que Luis Xii le comenta al cardenal D.Amboise y a Carlota de Albret: debes estar orgullosa de tu marido. Lo que ha hecho el Valentino ha sido una hazaña digna de un romano. César Borja tiene el temple de Julio César. Y de momento más suerte. Ha sido un golpe definitivo. Todas las familias italianas están aterradas.

– ¿Qué ha comentado Carlota?

– … ¡Tanta sangre! ¡Tanta sangre! Pero espera, hasta Isabel de Este se ha rendido y en la corte de Mantua, cuando Francesco de Gonzaga mostraba su preocupación ante el emisario portador de las nuevas, Isabel de Este estaba encantada: ¡ha sido una maravilla!

Voy a enviarle una carta a César proponiéndole que descanse después de tantos trajines y le voy a regalar cien máscaras. Creo que le gusta mucho disfrazarse. Su marido decía que había que aplastarle y ella que nada de nada: ¿aplastarle?

¿Por qué? Hay que aliarse con él.

Me ha ofrecido a su hija como futura esposa de nuestro primogénito.

¿Tan pronto? Un poco más y los casamos en tu vientre.

– ¿Y Lucrecia? ¿Qué ha comentado Lucrecia?

En pérgola de platonismos y contactos furtivos, Lucrecia y Bembo pasean mientras ella lee la carta que acaba de recibir de Francesco.

– Francesco está preocupado, pero me dice que su mujer está entusiasmada por lo ocurrido en Sinigaglia.

– Ha sido una magnífica jugada.

– ¿Qué será ahora de los Orsini?

– ¿Lo dudas?

Corella prosigue ante César el balance de los ecos triunfales y no se extraña cuando el Valentino le pide especial noticia sobre la acogida de Leonardo. Lo sabe de buena fuente Michelotto, porque ha sido Maquiavelo quien le ha relatado su encuentro con el artista en su taller lleno de recetas de cocina y de armas de guerra:

– ¿Qué le ha parecido lo de Sinigaglia?

– Muy trabajoso, señor Nicolás, muy trabajoso. Fíjese en esta máquina. Es un repetidor de disparos, de tal manera que con una sola pulsión pueden salir docenas de disparos continuadamente. Un artillero con esta máquina podría haber diezmado a todas las tropas conjuradas en pocos minutos.

– César se desespera. No necesita máquinas tan ambiciosas.

– Le he preparado ballestas mecánicas, catapultas jamás probadas, plataformas que permiten escalar las murallas más altas. Las próximas batallas de César pasarán a la historia de la ingeniería militar. Por eso me maravilla que lo de Sinigaglia haya sido en el fondo tan primitivo.

– Llevo tres meses casi día a día al lado de César y día a día consigue sorprenderme. Yo llegué a Sinigaglia cuando ya había empezado la gran representación y todo fue según lo había programado Cé sar. Esta vez había que hacerlo a base de más rústicos artificios y sobre todo del ingenio de un hombre singular, pero reconozca que ha sido un bellísimo engaño.

La expresión le ha gustado a Leonardo.

– ¡Bellísimo engaño! ¡Bellísimo engaño! Cierto, Nicolás. No hay duda de que es usted un buen literato. ¡Un bellísimo engaño! Y así dicho, ¿verdad que parece imposible que se hayan producido estrangulamientos y que César haya finalmente ahorcado a los Orsini que había retenido? Me han dicho que la anciana madre de los Orsini vaga por las calles de Roma pidiendo asilo, sin más compañía que la de dos criados. ¡Bellísimo engaño! Gracias, Maquiavelo, acabo de descubrir el aspecto compasivo del lenguaje cuando enmascara la realidad, esa realidad que tanto le gusta a usted. Yo sigo prefiriendo los sueños que son como estrellas del firmamento interior. Nicolás, nunca se extraviará aquel que mira fijamente una estrella.

– Jamás había soñado una situación como ésta, César. Las familias están vencidas. Dominamos el corazón de Italia. Vas a ir a Nápoles a asegurar una alianza con el Gran Capitán que nos permitiría plantar cara a los franceses si fuera necesario. Soy feliz, hijo mío. Soy feliz. Se habla de cómo administras los antiguos feudos de la Romaña, y tus súbditos no añoran a los antiguos dueños. Al contrario. Tenemos el ejército más poderoso de la península. Se acerca. Se acerca el momento.

– El momento llegará cuando la Toscana sea nuestra. Entonces podremos pactar de tú a tú con Maximiliano, con los reyes de España, con Luis Xii. No te sorprenda si en Nápoles pacto con el Gran Capitán otra alianza antifrancesa. La Iglesia, España, Venecia y mientras tanto crecer, crecer, crecer.

Alejandro contempla el panorama de viñedos oscurecidos y se recrea espiando de reojo la serenidad meditativa de César. Los dos a solas. En la contemplación de su hijo, el papa ultima la memoria, el sentido de una estirpe. Dice, reverente:

– César.

Y nada añade a pesar de que su hijo se ha vuelto a la espera de algo más.

– César -repite.

– Me parece mágico. Te das por aludido y hoy decir César es como mencionarte a ti y mencionar al gran Julio César. No sabes lo orgulloso que estoy. Necesitamos que tengas un hijo. Esa hija que te ha dado la francesa no nos sirve. ¡Un hijo! ¡Hemos de tener continuidad! ¿Por qué no está tu mujer a tu lado?

– No lo sé y sí lo sé. A veces quisiera verla, y se lo he pedido al rey de Francia, pero la retiene porque se cree que me presiona.

Otras veces ni la recuerdo. Quizá añoro a mi hija. Por cierto, estoy al habla con Isabel de Este para casarla con su primogénito. En cuanto a mi mujer, me pareció una muchacha muy impresionable.

– Todas las cortes se regocijaron ante su ingenuidad. Iba proclamando a los cuatro vientos lo bien que habías cumplido con ella.

¿Por qué no repites? Necesitamos un heredero.

– Joan tuvo un heredero. Será el futuro duque de Gandía.

– Está bajo el control de su madre, una loca, herida en su orgullo, no para de reclamarme el cadáver de Joan y de recriminarnos atribuyéndonos su muerte. Ha jurado inculcar a su hijo odio eterno a los Borja.

– Podríamos reclamar a tu nieto.

– Podríamos, si lo pactamos con el Rey Católico, por eso es también tan importante tu viaje de mañana a Nápoles. Tú y el Gran Capitán podéis entenderos. Dos grandes jefes frente a frente, más aún, un gran jefe y un caudillo, un rey de Italia. ¿Qué es eso?

Ha oscurecido y a los pies de Alejandro Vi ha caído un bulto que examina sin tocarlo. César se inclina.

– Es un búho muerto.

Ha levantado el cadáver del ave prendida por dos de sus dedos y Alejandro retira el rostro, asqueado.

– ¡Un búho muerto es señal de mala suerte! Es el símbolo de Átropos, la Parca que corta el hilo del destino. Cuando canta el búho alguien ha muerto o va a morir.

– Éste no ha tenido tiempo de cantar.

Lanza César el cuerpo del ave hacia los viñedos y el papa sigue su falso vuelo con disgusto.

– Vayamos a cenar.

Sirven los criados vinos especiados, primeros platos de frutas frescas y secas, y se introduce la liturgia del comer y el beber mientras Alejandro quiere intercambiar planes y César sólo informar de sus poderes.

– Las nuevas máquinas de Leonardo son extraordinarias. La plataforma inclinada me permitió entrar en Ceri sin apenas bajas y cuando ultime las máquinas que sueña…

– ¡Que sueña! Me gusta y me disgusta oírle hablar. Leonardo no cree en el hombre.

– No. No cree en el hombre.

Maquiavelo, que nunca sueña, tampoco cree en el hombre. Yo tampoco.

– ¿En qué podemos creer sino en el hombre?

– Pocas veces hemos hablado tú y yo de creencias.

– Sería improcedente hablar de creencias con un papa.

– Tienes razón.

Suda el papa y se le va la cabeza. Se lleva una mano a la frente y trata de concentrar la mirada en su hijo.

– César, ¿hay niebla en esta habitación? ¿Humo?

– No.

– Siento náuseas y todo me da vueltas.

Se ha levantado más pesado que fornido Alejandro Vi y no puede tenerse en pie, por lo que se precipita sobre la mesa sin darle tiempo a César para acudir en su ayuda. César consigue incorporarse y trata de llegar antes que los criados hasta el cuerpo de su padre, pero también a él le da vueltas la habitación, no puede avanzar, apenas logra tender los brazos marcando el espacio que los separa.

Estaría también él a punto de caer al suelo si no llegara a tiempo Miquel de Corella para sostenerlo. Confusamente se siente protegido, demasiado protegido, humilladamente protegido, ve cómo Corella se mueve y oye cómo grita órdenes.

– ¡Llevad a su santidad al Vaticano y a César a su palacio!

Juntos son fácilmente abatibles.

¡Montad guardia en la puerta de cada uno de los palacios! Avisad a los médicos.

Y César ve los techos de los aposentos por los que pasa, hasta sentirse absorbido por la blandura del lecho, con las manos torpes tratando de contenerse los sudores, en los ojos la fiebre y en los labios la pregunta.

– Miquel, ¿qué me pasa? ¿Qué le pasa a mi padre?

Y ve a Corella al fondo de un largo, demasiado largo recorrido para una mirada sorprendida.

– ¿Qué está pasando, Miquel?

¡Miquel! ¿Veneno? ¿Una conjura?

– Fiebres tercianas.

Se le oscurece todo lo que le rodea y al despertar ve el rostro de Vannozza inclinado sobre el suyo, en segundo plano Corella y Jofre.

– ¿Y mi padre?

– Sigue luchando.

– ¿Contra quién?

– Contra la fiebre.

Y pasa César por un desfiladero de cuyas paredes emergen espadas a medida que él intenta llegar al fin, al fin que nunca alcanza porque despierta.

– ¿Y mi padre?

Esta vez no hay respuesta en los labios de Corella, ni de Vannozza, mientras sus ojos desencuentran los de César.

– ¿Puede morir?

Asiente Corella.

– Pero aún no ha muerto, ¿no es cierto? No puede morir mientras yo esté así. ¡Ponme de pie! ¡He de ponerme de pie! ¿No comprendes que si mi padre muere vendrán a por mí?

¡Necesito que me crean fuerte!

Vannozza lava a un desnudo César con esponjas jabonosas y le ayuda a vestirse, a moverse por la habitación, a asomarse al mediodía sombrío del jardín nublado. Parece como si César se hubiera recuperado y pide asiento. Ya no está solo Corella, a su lado, en pie, Maquiavelo, anhelante, estudiando la actitud del Valentino.

– Y ahora decidme qué está pasando.

– Van mal las cosas, César.

Los enemigos de los Borja se han echado a la calle y persiguen a los más débiles de la familia. La guardia protege la agonía de tu padre.

– La agonía.

– La agonía. Los embajadores envían mensajeros con la gozosa nueva de que estás muriéndote.

– La agonía. ¿Ha oído, Maquiavelo? Muchas veces he pensado en lo que debería hacer si mi padre moría, pero no esperaba que eso se produjera estando yo postrado, sin capacidad de respuesta.

Se rebela Corella.

– Tú aún eres tú, César.

Y aún es César cuando en el marco de la puerta se detiene Burcardo enlutado y no le hace falta hablar para que todos entiendan, pero dice:

– Se acerca el final.

Miquel de Corella ocupa todo el horizonte ante los ojos enrojecidos de César.

– Algo hay que hacer y lo haré yo.

Cree ver Alejandro en su delirio una irrupción violenta de Corella en sus aposentos, al frente de tropa y portadores que cargan con tesoros y documentos, sin que nadie discuta la segura empresa de Miquel. Es Miquel quien le saluda y asegura:

– Tranquilo. César lo guardará todo en lugar seguro.

Luego el desmayo. El delirio que protagoniza frecuentemente la ansiedad por su hijo: ¿qué habrá sido de César? Un Alejandro Vi demacrado, hinchado, acompañado de Burcardo, su médico y de dos criadas, mal protegido por una soldadesca desinteresada que bebe cuanto puede y contempla recelosa el amenazador más allá de la ventana.

Burcardo escucha con los ojos entornados lo que habla la soldadesca.

– Si vienen a por él, yo me marcho por la puerta trasera.

– Allá se las compongan. ¡Voy a dejarme matar yo por este moribundo!

– Más vale que calléis. César aún vive.

– César está muriéndose.

– Pero Corella vive.

– Lo que le dejen vivir los otros.

Por los ojos de Alejandro Vi pasan lentos paisajes inseguros que creía haber olvidado, paisajes de Xátiva, la silueta indeterminada de su madre, fragmentos de vivencias con su tío y con su hermano Pere Lluís, la ceremonia de la coronación, Giulia Farnesio desnuda, a punto para las yemas de sus dedos, y sus labios emiten los nombres y los deseos.

– "Pere Lluís, a on t.has ficat? Que has trobat al Joan?

Joan! Fill meu! Mare! Mare meua! Quina foscor! Oncle, quina foscor!" (1)

[16]Una mano marmórea le tiende la eucaristía y los labios no aciertan a encontrarla. Alguien tiene que abrirle la boca para introducírsela y cuando la ha tragado los labios de Rodrigo se mueven para rezar más que recitar:

– "Quan ve la nit i expandeix ses tenebres, pocs animals no cloen les palpebres i los malalts creixen en llur dolor." (2)

Es tan evidente que ha muerto que los cuerpos escapan a la amenaza de la muerte dando pasos atrás y alguien da la voz de alarma.

[17]-¡Vayámonos antes de que asalten el palacio!

– ¡Vayámonos!

No todos secundan la alarma, pero Burcardo, el sacerdote y las dos religiosas restantes terminan por retroceder y dejar al hinchado cadáver entregado a la soledad absoluta de la alcoba fúnebre.

Tocan las campanas a muerto, pero no las oye Leonardo da Vinci, afanado entre sus maquetas, cuando ve entrar a un Maquiavelo tan desencajado como desencantado.

Nada dice, pero el artista adivina y sanciona:

– ¿Han muerto?

– De momento ha muerto Alejandro Vi. César lucha con la muerte y toma decisiones que no parecen de César. Sólo tiene una salida: volver a la Romaña, recuperar sus tropas e imponer sus condiciones al futuro papa. César aún es el confalonero del Vaticano, y el papado sin las tropas de César no existe.

Derriba Da Vinci las maquetas más próximas. Las observa melancólico.

– Estas máquinas van a llegar tarde. Leonardo, Leonardo, eres un pobre vagabundo otra vez. Me parece que me voy a Francia, siguiendo mi estrella, mientras tenga un sueño estaré vivo. Seguiré mi programa de vida. Penetrar en el fondo de la realidad natural, escrutar en la caverna que se nos ha dado como morada, interrogar las estrellas, anatomizar todo lo viviente, ordenar ciudades, dictar sus leyes y, ¡ay!, curar la melancolía y la locura. La melancolía es consecuencia de la consciencia de la fragilidad del hombre en su relación con el mundo y la Providencia. ¡Bien venida la melancolía! Lo volveré a intentar, en Francia. El cardenal D.Amboise me ha hecho ofertas muy suculentas.

Hablando de suculencias, ¿sabe que estoy estudiando un pastel de zarzillos?

– No es el momento, por favor.

– Las máquinas de guerra poco me van a dar. Hay un tiempo para la guerra y otro para el placer.

Contempla Da Vinci las maquetas y escoge súbitamente la del carro blindado, la toma con dos dedos, se la lleva a la boca y se la come mediante ansiosos bocados.

– ¿Qué hace?

– Me la como. Yo la creé, yo me la como. Suelo hacer las maquetas de mazapán, querido Nicolás.

Toma la maqueta de la disparadora múltiple y se la ofrece.

– ¿Gusta?

Tiende el cardenal Della Rovere una caja de madera primorosamente repujada a un César Borja que sonríe hierático sentado en un sillón, Corella armado al lado, Vannozza portadora de tisanas, Burcardo concentrado junto a Giuliano della Rovere.

– Te he traído las mejores yemas de los conventos romanos.

– ¿Aún existe Roma? Me hablan de saqueos y de asaltos a las propiedades de los Borja, a aquellas propiedades no defendidas por mis soldados.

– Teníais demasiadas propiedades. No hay bastantes soldados para defenderlas. Algo hay que hacer y vengo a ofrecerte mi colaboración. Ante todo, ¿qué hacemos con el cadáver de tu padre?

– Ha muerto papa y debe ser enterrado como un papa.

– No hay ambiente en Roma para un entierro como su santidad se merece, pero hay que enterrarlo, es cierto. Por eso he venido con Burcardo, para que escoja un ceremonial suficiente, pero no provocador. Por otra parte tu salud te impide asistir a las exequias, pero no haberte agenciado de todos los archivos y tesoros personales de su santidad.

Señala Della Rovere irónico a Corella.

– Tu lugarteniente pasó por San Pedro y cargó con todo. Amenazó incluso a un cardenal con cortarle el cuello si no le dejaba actuar a sus anchas.

– Todo está a buen recaudo.

Informa César sin dar tiempo a Corella a intervenir y añade:

– No es un buen momento para el enfrentamiento. Hay que elegir papa y yo controlo a más de la mitad de los cardenales. ¿Quieres ser papa? Podemos pactarlo.

– No, no es el momento. A los dos nos interesa un papa de transición.

– Un anciano moribundo: ¿Costa? ¿Piccolomini?

– Piccolomini.

– ¿No está demasiado moribundo?

– Sólo Dios lo sabe.

– Bien. Sea Piccolomini, pero quiero exequias dignas para mi padre. En cuanto pueda hablaremos de la estrategia política y de dominio militar. Corella parte para la Romaña a mantener en pie a mis tropas.

Se levanta César dando por terminada la audiencia y temen por su estabilidad Corella y Vannozza, gesto que no escapa a la percepción de Della Rovere, aunque César va hacia él y trata de abrazar y ser abrazado vigorosamente.

En los ojos de Della Rovere hay satisfacción al comprobar la debilidad de César entre sus brazos, pero se retira entre muestras de buena voluntad. En cuanto ha salido el cardenal, César se tambalea y necesita ayuda para alcanzar el lecho. De nuevo tiembla y suda.

Corella y Vannozza se miran preocupados. Burcardo se limita a anotar mentalmente cuanto ve con los ojos semicerrados. César le reclama con la mirada.

– Burcardo. Vete a vestir a mi padre. No conviene que un papa sea enterrado desnudo.

– No está desnudo, duque.

– Vístele como a un papa.

Parte Burcardo mientras César se dirige a Corella.

– No pierdas ni un minuto.

Parte hacia la Romaña y vigila las tropas. Que cierren murallas.

Que no dejen entrar gente armada si no saben la contraseña. Todas las familias se han alzado. Giovanni Sforza ha vuelto a Pesaro, los Colonna han recuperado sus propiedades, los Orsini… todo empieza a desmoronarse.

Sigue hablando César, pero Burcardo sale definitivamente de la casa y no se detiene hasta llegar a los aposentos del Vaticano donde el papa muerto permanece apenas vestido y solo sobre su cama.

Lo amortaja trabajosamente Burcardo, con la nariz fruncida, como única concesión ante el comienzo de putrefacción del cadáver. Luego riega al muerto con una gran botella de perfume. A pesar de su delgadez. Burcardo suda cuando contempla su obra, se santigua, se arrodilla y reza. En esta posición le sorprende la entrada de Della Rovere en la sala mortuoria. Va acompañado de dos cardenales,

D.Amboise y Piccolomini, que dan vueltas alrededor del muerto, olisquean como animales primitivos, quieren oler la muerte por encima de las grasas esencias. Se ha levantado Burcardo y espera que sus eminencias se pronuncien, ya sólo olisquean el cardenal francés y el anciano futuro papa, mientras Della Rovere se ha acercado a Burcardo y lo contempla con curiosidad.

– ¿Le interesa continuar en el cargo?

– No.

– Por nosotros puede continuar.

– Ya es suficiente.

– Sería muy interesante que usted contara todo lo que sabe.

Ahora. Es un momento decisivo para cortarle la cabeza a la hidra Borja.

– Eminencia. No es la única hidra.

– Pero usted lo sabe todo.

Tiene la obligación moral de contar lo que sabe.

Hay silencio en los labios de Burcardo y neutralidad en su mirada. Della Rovere se encoge de hombros y ante su gesto los dos cardenales dejan de oler al papa y se ponen a su estela. Pero antes de abandonar la sala, Della Rovere ordena fríamente a Burcardo:

– Que lo metan cuanto antes en el ataúd. A pesar del perfume, hiede. Es el más feo, horrendo y monstruoso cuerpo de muerto que jamás se vio.

A solas Burcardo y el cadáver, el jefe de protocolo suspira impotente y se marcha para volver al rato seguido de soldados portadores de un poderoso ataúd. Los comentarios de los soldados no son muy estimulantes.

– ¡Cómo apesta!

– ¿Hay que meter a ese marrano aquí dentro?

– No hay ataúd en Roma en el que pueda caber.

En vano la mirada de Burcardo trata de imponer respeto. Finalmente, desalentado, da la última orden y se va.

– Metedlo dentro cuanto antes.

Una vez fuera Burcardo, cargan los soldados con el muerto, una mano tratando de manipular el cuerpo, la otra tapándose la boca y las narices. Lo encajan sobre el ataúd pero no acaba de introducirse no ya por la corpulencia natural, sino por la hinchazón de las fiebres mortales.

– Que aquí no cabe. Ya os lo he dicho.

– ¡Y cómo apesta, el muy cochino! ¿Qué habrá comido en vida?

– Por lo que cuentan, muchos chochitos.

– Pues no huele a eso, huele a mierda y a pus.

– ¡Tú, Giorgio! Pesas tus buenos kilos. Siéntate encima hasta que se meta dentro. Pero no te sientes en el vientre que puede reventar.

– ¿Y por qué yo?

– Porque estás tan gordo como él.

Se dispone Giorgio a ejecutar el trabajo cuando otro soldado le retiene. Lleva en una mano la tiara pontificia y se la pone.

– Puesto que vas a sentarte encima de un papa, hazlo con la tiara, no vaya su santidad a sentirse vejado.

Entre risotadas se cubre Giorgio con la tiara, se sienta sobre Alejandro Vi y presiona con todas sus fuerzas para que el cadáver encaje, jaleado por los gritos estimuladores de sus compañeros.

– Mira. ¡Hace fuerzas como si estuviera cagando!

Finalmente otros dos se sientan junto a Giorgio sobre el cuerpo y consiguen introducirlo. Algún soldado vomita, pero los más cargan con la tapadera del ataúd y la encajan para respirar satisfechos y dejar otra vez en soledad el cuerpo del papa muerto.

Suenan las campanas.

Burcardo sale de la puerta trasera del Vaticano rodeado de criados portadores de su equipaje. Antes de subir a la calesa, mira por última vez cuanto le rodea. De una de sus manos cuelga un portafolios y se predispone a subir al carruaje que le alejará del escenario de su trabajo. Ya en el carruaje medita y cuando sus ojos vuelven a asomarse a la Roma que abandona, en primera instancia ve el rostro sonriente de Della Rovere precediendo a un cardenal anciano, con los ojos vagantes por los horizontes de la muerte, tan inseguros sus pasos que Giuliano della Rovere lo sostiene por un sobaco mientras comunica:

– "Habemus papam!"

9 O César o nada

Maquiavelo da la vuelta a un reloj de agua y coge un candelabro para acercarlo a donde cree dormita Juanito Grasica. Pero no dormita. Parece poseído por un ensueño.

– ¿Estás aquí, Juanito?

– Aquí estoy, señor Nicolás.

Cuando recuerdo todas esas historias me parecen tan lejanas. Todo lo ocupa ese cadáver de César.

Era como la línea del horizonte.

¡Si hubiera llegado antes a ayudarle!

– César ya salió muerto de Roma. Se equivocó al confiar en Della Rovere y en los Reyes Católicos. Creyó en la palabra del Gran Capitán, que sólo era un militar obediente de las órdenes de sus reyes. Recuerdo que fui a ver a César cuando estaba convaleciente y ya se había muerto el nuevo papa, el breve Piccolomini. Había que elegir a otro pontífice y se decía que César iba a entregar los votos de los cardenales borgianos a Della Rovere. En vano traté de disuadirle.

Evoca Maquiavelo el afán de César por ponerse en pie, tan pálido que ni se le ven las manchas del mal francés, discretamente el viejo cardenal Costa se mantiene en un segundo plano mientras el Valentino atiende los argumentos de Maquiavelo.

– ¿Por qué va a confiar en Della Rovere? Ha sido un enemigo tradicional de los Borja y cuando sea papa podrá incumplir todas las palabras que le ha dado. Usted aún conserva las fortalezas en la Romaña. Corella puede mantenerlas en pie hasta que usted mande directamente a las tropas.

César estudia la gravedad de Maquiavelo, cruza una mirada con Costa y consiente la instalación del silencio para que sus palabras sean más efectivas.

– Han cogido a Corella y lo tienen bajo tortura. Quieren que

les confiese las contraseñas para entrar en las ciudades que controlamos. De momento Miquel aguanta, pero ¿cuánto tiempo? Si pacto con Della Rovere me garantizará que seguiré siendo confalonero.

La fuerza militar seguirá bajo mi mando.

– Una vez obtenida la tiara pontificia, ¿por qué ha de ser fiel al pacto?

– Destruirme le complicaría demasiado la vida. Yo aún tengo aliados. Aún me une un pacto de sangre con el rey de Francia. El Gran Capitán me da seguridades de que respaldará desde Nápoles. Sólo necesito sobrevivir en Roma.

Reponerme. Ganar tiempo y poder salir hacia la Romaña.

– Con Della Rovere en el Vaticano, usted nunca volverá a la Romaña. Las lealtades se tambalean. Vengo como delegado florentino y me consta que allí toda la Signoria espera que se confirme la caída de César.

– Aún soy la esperanza de muchos ciudadanos, de los que tuvieron el sueño de la unificación frente a los nuevos bárbaros.

– Los bárbaros estaban y están dentro, César. La gente teme los riesgos excesivos, los cambios drásticos les parecen abismos. Su fuerza era su padre, su padre ha muerto y debe conservar a Della Rovere lejos del Vaticano.

– Puede provocar una guerra en la propia Roma, y no estoy seguro de ganarla. Si me derrotan en Roma, me habrán vencido para siempre.

Se encoge de hombros Maquiavelo y abarca con una mirada el contenido de la habitación, como si fuera el único reino que aún conserva César.

– Le veo muy solo. ¿Dónde están sus lugartenientes?

– Los unos muertos. Corella en prisión. A Grasica le he encargado que organice las tropas que protegen las propiedades de mi familia en Roma, Jofre está magnífico, se ha hecho un hombre y manda las patrullas que defienden a nuestros aliados y a mi madre. Ésa es la situación.

– ¿La guardia?

– Es una guardia de valencianos, catalanes y aragoneses. Confío en ella.

Quisiera Maquiavelo despedirse suficientemente de César, pero cuando se acerca a él para así hacerlo, tan indeciso queda el uno como el otro. La voz de César es suficiente.

– Adiós, Nicolás. Ya sé que te molestan los perdedores. Cuando vuelva a vencer te llamaré.

Saluda Maquiavelo a César, hace lo propio con Costa y los deja en sus enlutadas reflexiones, pero antes de cerrar la puerta tras él aún puede oír que Giorgio Costa le insta a César: Giuliano della Rovere espera tu decisión.

Recorre Maquiavelo la ruta que le acerca a Della Rovere, acaloradamente reunido con otros cardenales, empeñado en una discusión con el cardenal francés George d.Amboise y con el embajador español. Alza un libro sagrado y lo blande sobre las cabezas de los reunidos.

– ¡César aún no está vencido!

No estamos en condiciones de actuar sin tenerle en cuenta, ni podemos convocar un concilio que desborde la actual relación de fuerzas en el Sacro Colegio Cardenalicio. Saldrá el papa que César quiera.

– ¿Y por qué has de ser tú, Giuliano?

– ¿Y por qué tú, George?

– A mí me apoya el rey de Francia.

– Estás cojo de una pierna. Te falta la pierna española. Señor embajador de sus católicas majestades de España, ¿a quiénes apoyan ustedes?

– Al cardenal Carvajal.

Se irrita Della Rovere y arroja el libro sagrado contra el suelo.

– ¿Cómo pretenden ustedes que vaya a salir un cardenal español después del pontificado de otro español?

– Alejandro Vi no era español.

Era un marrano valenciano de Xátiva. Nacido en el Reino de Valencia antes de la unificación de los Reyes Católicos.

– ¡No me venga con sutilezas territoriales, señor embajador!

Las ciudades italianas no aceptarán que el próximo papa sea extranjero a ellas mismas. Mientras los papas salían de nuestras familias no hubo problemas.

La irritación de Giuliano della Rovere ha conseguido enrojecer de cólera al embajador.

– ¿De qué ciudades italianas está hablando? Éste es un país de familias, de hordas, de tribus. La soberanía de esas ciudades durará lo que queramos franceses y españoles.

Carraspea el cardenal D.Amboise e interviene:

– No sume tan rápidamente, embajador. No está claro que nuestros intereses sean coincidentes.

– Pero ¿usted ha visto cómo se gobierna esta gente? Son como tribus. Mucho poeta y mucho laúd, mucho humanismo y mucho Petrarca, pero no saben en qué mundo viven.

Della Rovere repara en este punto en que Maquiavelo ha llegado y hacia él va dejando a sus espaldas el enfrentamiento entre D.Amboise y el embajador español. Ya no es el hombre apasionado que defendía su candidatura, sino un sonriente y frío anfitrión que toma por los hombros a Maquiavelo.

– ¿Trae noticias de César?

– ¿Cómo sabe que vengo de allí?

– Las cosas han cambiado, señor Maquiavelo. Antes era César el que lo sabía todo de los demás, ahora es al revés. César se está quedando sin oídos y sin ojos. ¿Le sigue admirando usted tanto?

– He admirado sus sueños porque podían ser realidad. Detesto a los soñadores. Por eso tal vez siempre me ha parecido Dante un cretino.

– Esos sueños de César son válidos, no sólo válidos, sino necesarios.

Della Rovere le aleja aún más de la discusión y baja el tono de voz.

– El Vaticano necesita ser un Estado fuerte. En eso tenía razón Alejandro Vi y la tiene César.

Pero la futura fortaleza del Vaticano ha de ser militar y moral.

Hemos de conservar el sueño militar de César y hemos de construir una credibilidad moral que pasa por la condena de los Borja. Usted es de los míos, Nicolás. A rey muerto rey puesto. Cuando yo sea papa conservaré la fuerza militar del Vaticano, pero levantaré la bandera de la expiación de las culpas de los Borja.

– Entiendo la síntesis. Conservar la base de lo construido por los Borja, pero condenarlos como únicos responsables de la corrupción de la Iglesia, de su falta de espiritualidad. Hay que volver a predicar austeridades y el fin del libertinaje. ¿El discurso de Savonarola?

– No hasta ese extremo. El discurso de Savonarola era destructivo del sistema, del orden.

El sistema hay que perpetuarlo mediante el orden. Le necesito a mi lado, Maquiavelo.

– Me vuelvo a Florencia.

– ¿Qué piensa comunicar a la Signoria?

– Que vivo o muerto, ya no hay que contar con César.

– Cuando digo que le necesito a mi lado no quiere decir que no deba volver a Florencia. Necesito que usted entienda mis propósitos.

– Entenderé sus resultados.

Se han alzado las voces de los reunidos hasta llegar a los decibelios de la pelea verbal, y el revuelo lo ha causado la llegada del viejo cardenal Costa, que resiste inmutable y mudo el acoso de los allí reunidos.

– ¿Traes noticias frescas?

– ¿Cuál es la oferta de César?

Pero Costa no responde y sus semicerrados ojos no descansan hasta que descubren al retirado dúo compuesto por Della Rovere y Maquiavelo. Va hacia ellos y se lleva a Giuliano para una discusión sin testigos que boquiabre y paraliza a los reunidos. Cuando Costa ha terminado de hablar, Della Rovere no puede contener un gesto de alegría y se vuelve hacia los presentes bañado por la luz de los elegidos, en el rostro la sonrisa total del triunfador que abre los brazos para apoderarse del espacio que ocupa. Hay cabezas gachas y repentinos abrazos, cuerpos lanzados hacia Della Rovere como para zambullirse en su presentida victoria.

– ¡Felicidades, Giuliano!

– ¡No podía ser de otra manera!

– Eminencia reverendísima, ¡un día de gloria para la cristiandad!

El embajador español se queda a solas con D.Amboise.

– Ése ya tiene los votos atados. Tiene tanto de cristiano como Alejandro Vi y ha sido tan concupiscente como cualquier Borja. Se le cuentan más de cuatro hijos naturales. Vamos de Herodes a Pilatos.

Maquiavelo no evita aguantarles la mirada, y cuando, ya en retirada, se cruza con ellos, les ratifica:

– "Habemus papam!"

Se despierta Miquel de Corella y palpa la oscuridad como si le dañara las heridas que cubren su rostro, sus brazos desnudos, el tórax ensangrentado. Apenas si puede abrir un ojo tumefacto y cuando se levanta del catre para sentarse en un canto descubre que está desnudo. Aguanta su cabeza con las manos, colgados los ojos hacia la desnudez del sexo, y se echa a temblar, como si precisamente esa desnudez le ratificara su fragilidad. Pero se recompone cuando la puerta metálica aúlla en sus goznes y golpea con dolor contra la piedra de la celda. Se le acercan dos inmensos hombres armados y los aguarda el comentario del cautivo.

– Ni descansáis ni dejáis descansar.

Son mudos los carceleros que obligan al prisionero a ponerse en pie y a caminar a pesar de la trabazón de los grilletes que unen sus tobillos mediante una cadena.

– ¿Por qué no me cubrís el sexo? ¿Y si hay damas a donde me lleváis? ¿Y mi sentido del pudor?

Levanta un sucio lienzo que reposaba sobre el jergón uno de los carceleros y lo anuda en torno a la cintura de Miquel, para empujarle a continuación y convertir los empujones que lo sacan de la celda y lo conducen por los corredores en el único código que aplican a su presa. Nada dicen cuando lo introducen en la cámara presidida por el potro de tortura y los hieráticos disciplinadores que contemplan su obra en el cuerpo de Miquel con frialdad. El más afilado de mirada y perfil insta a que lo sitúen en el centro de la habitación y se sume en la consulta de los legajos de donde va a emanar la lógica de la situación. Los ojos cansados que abandonan las letras reparan en Corella como en un accidente cuando preguntan:

– ¿Ha cambiado usted de intenciones?

– Depende de las intenciones a las que se refiera.

– Usted es conocedor de las contraseñas que abren las puertas de las ciudades fortificadas obedientes a César Borja. La permanencia en la deslealtad al sumo pontífice, cuando no a los soberanos naturales de esas ciudades, es un grave delito, en el que usted persiste despreciando cuantas ofertas de conciliación le hemos hecho.

No contesta Corella pero no deja de mirar a su interrogador.

– ¿No quiere contestar?

– Señor, el lugar que usted ocupa lo he ocupado yo docenas de veces y creo haber sabido distinguir al interrogado dispuesto a hablar y al que no estaba dispuesto.

Espera que continúe el discurso el interrogador y Corella no parece demasiado interesado.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien?

– ¿A qué consecuencias espera llegar?

– No estoy dispuesto a hablar.

– ¿Por lealtad a César?

– Por deslealtad a lo que usted representa y por un cálculo personal. En cuanto hable careceré de valor.

Hace una señal el interrogador y los carceleros obligan a Corella a tenderse sobre el potro. Aprieta los dientes el torturado a la espera de la tensión de la máquina y, cuando se produce, de sus labios diríase que fundidos el uno con el otro apenas sale un hilo de quejido, mientras los ojos palpitan bajo los párpados cerrados y las quijadas se dibujan en la piel como tratando de romperla. Los ojos del interrogador examinan los efectos de la tortura y parecen contar las arremetidas de la máquina hasta que las considera suficientes. Emite entonces una señal y se levanta para ver de cerca los efectos.

– Se ha desmayado -sanciona un carcelero, y el inquisidor asiente.

Sale de la cámara de tortura y le sustituye un fraile dominico de pasos y gestualidades devotos, de untuosa dedicación a los sufrimientos del yaciente.

– Despertad a este buen hombre.

Un cubo de agua fría rompe la cara de Corella y vuelve en sí y del naufragio dispuesto a delimitar el origen de la nueva amenaza. Todos son los que eran menos el dominico y hacia él dirige Corella su mirada.

– Hermano, ¿sufres? ¿Acaso no es tu orgullo el origen de tu sufrimiento? ¿Eres un buen católico?

– "Católic soc, mes la fe no m.escalfa…"

El dominico pide explicaciones a los carceleros.

– ¿Qué ha dicho? ¿En qué lengua habla?

– Yo qué sé. Se pasa todas las noches recitando versos en esa extraña lengua.

– "… que la fredor lenta dels senys apague, car jo eleix amp;o que mos sentiments senten, e paradís crec per fe i rao jutge".

– Hermano, ¿en qué lenguas recitas versos profanos?

– Nada profanos son, frate.

Forman parte del canto espiritual de Ausiás March, poeta que sólo ha cantado el amor y la muerte.

– ¿Por qué hablar de muerte?

¡Hablemos de amor, hermano! Es: mo, indicándose, para una localización más ágil, el número de página correspondiente.

por amor a tu jefe por lo que callas, pero a veces el amor sin sentido provoca su contrario. En nombre del Santo Padre estoy en condiciones de garantizarte la libertad y acuerdos sobre tus propiedades si colaboras. ¿No pecas de orgullo, hermano?

– "Per qué em dius germá, fill de puta?

– Sigo sin entenderte, hermano.

Además defiendes una causa inútil.

César Borja navega hacia Nápoles como cautivo del Gran Capitán y ha hecho renuncia expresa a sus fortalezas en Romaña.

– Que venga el papa a decírmelo. Eso es un embuste.

– ¿Si te lo dijera alguien de tu confianza le creerías?

– Si tuviera alguien en quien confiara le creería. Mi problema es previo. En nadie confío.

Se resigna el dominico a lo inevitable.

– Te devuelvo a manos de tus verdugos.

Ya se retiraba el fraile cuando a sus espaldas suena la propuesta de Miquel.

– Me fiaría de la información de una persona.

– ¿Del Santo Padre?

– De ése menos que de ninguno.

Pido que venga a informarme el señor Nicolás Maquiavelo.

Se encoge de hombros el dominico y queda yaciente Corella a la espera de nuevas agresiones. Dormita. Se agita. Sueña. En su sueño, Lucrecia lleva un canastillo de flores y se sorprende al encontrarle magullado en un prado.

Se inclina sobre el desnudo, herido Corella y con una punta del pañuelo de batista trata de secarle las lágrimas.

– "O quan será que regare les galtes d.aigua de plor ab les llágrimes dolces?"

Se despierta Corella y se incorpora. Todo sigue igual e igual resuena el ruido del portón abierto y repicante contra la piedra. Pero esta vez no entran los verdugos sino Maquiavelo solo y caminando de puntillas. Examina a Corella con los ojos alarmados.

– Aún estoy vivo, Nicolás, aún estoy vivo. ¿De parte de quién viene?

– De mí mismo.

– Eso es bueno. Ahora no recuerdo qué nos ocupa.

– Pidió que yo viniera a ratificarle que César ya no está en Roma sino en manos del Gran Capitán.

Medita Miquel y finalmente resuelve:

– ¿Es cierto? ¿No? De no ser cierto, usted no habría venido.

Asiente Maquiavelo y sonríe melancólico Corella.

– Así pues, todo fue inútil.

– César fue entregado a los españoles por el nuevo papa, su amigo Della Rovere.

– A Della Rovere debí haberle cortado el cuello hace tiempo.

O matas o mueres.

– Todavía están vivos, César y usted. César se equivocó confiando primero en Della Rovere y después en los reyes de España.

Quería salir de Roma vía Nápoles para luego volver a la Romaña y hacerse fuerte. Esa palabra le dio Gonzalo Fernández de Córdoba y ese ánimo tenía el Gran Capitán. Pero los reyes de España disponen otra cosa. La reina Isabel odia a los Borja y Fernando de Aragón aún teme a César.

De la ironía melancólica pasa Corella al abatimiento.

– ¿Qué va a ser de ti, pobre Miquel de Corella? ¿Qué trato van a dar al mejor sicario de César? ¿Cuántas espadas de los que maté saldrán de las sepulturas para ensartarme? ¿Si les doy las contraseñas de las fortalezas me salvaré?

– Las fortalezas están siendo entregadas una tras otra. Ahora se trata de que César pague las indemnizaciones que le piden y entregue el tesoro escondido de los Borja. La marcha de César ha sido la señal de la derrota.

– Entonces poco tiempo me queda.

– No lo veo yo así y he defendido una tesis que creo válida, así en Florencia como en Roma, ante su santidad. Usted es un sicario, Corella, es cierto. Pero un excelente sicario. El mejor que conozco.

– Muchas gracias, Nicolás. Me llena de orgullo que usted me considere el mejor asesino político que haya conocido.

– Un auténtico especialista, y especialistas como usted son necesarios, siempre, para el poder.

Le he recomendado a la Signoria de Florencia para que, tras un proceso simbólico y una condena igualmente simbólica, ocupe usted un papel importante en la seguridad de la Toscana.

– Pero me va a juzgar el papa.

– Dígale a Julio Ii lo que quiere oír, que toda la culpa es de César. Que usted obedecía órdenes. Los papas también necesitan asesinos inteligentes. Cuanto más inteligentes sean los asesinos más los necesita el poder.

– Mis maestros de lógica, en Pisa, o quizá nunca estuve en Pisa, ni nunca tuve maestros de lógica, pero alguien me enseñó, porque yo antes no lo sabía, que buena parte de las contradicciones son meras apariencias de contradicción.

Lo que me salva, Nicolás, es mi capacidad de crueldad. Lo que me salva de la muerte es mi capacidad de matar.

– Le salva lo experta y lo necesaria que es su crueldad. Más vale un matarife entrenado que un matarife sin entrenar.

Se ríe francamente Corella y se pone en pie, pero cae porque había olvidado la constancia de los grilletes en sus tobillos. Ya en la cama, el ataque de risa es incontenible para pasmo y escándalo de Maquiavelo.

– ¿De qué se ríe, señor Corella?

No le contesta, pero se calma la risa y mientras se frota los ojos para secarse las lágrimas, Miquel de Corella pregunta.

– Y a César, ¿qué puede salvarlo?

– Nada. Le contaré cómo cayó en la trampa.

Salvas de pólvora que el Gran Capitán escucha como si las numerara y cuando terminan alza la cabeza para contemplar los restos de humo en el cielo de Nápoles.

– Salvas para un asesino.

Se ha vuelto Gonzalo Fernández de Córdoba y doña Sancha se le echa a los brazos.

– ¿Por qué has dado cobijo a esa alimaña? César tiene ambiciones todavía. Está reunido con banqueros y militares para volver a caer sobre la Romaña. Su sueño de rey de Italia permanece intacto.

– Es sólo un sueño.

– Pero tú le ayudas.

– Sólo le ayudo a soñar. ¿Conviene que te vea aquí? Está a punto de llegar.

Vacila doña Sancha, pero antes de que decida, César ha aparecido en la puerta seguido de Juanito Grasica. Vuelve a vestir de negro y lila, con vocación de espectáculo, y su gesto es arrogante aunque amistoso hacia el Gran Capitán, al que abraza. Dispensa una inclinación graciosa a Sancha, que se la devuelve sin sonrisa y rehuyéndole la mirada.

– Tengo las mejores expectativas, Gonzalo. Me llegan noticias de toda Italia. Mis partidarios me esperan, y pongo todas mis conquistas al servicio de los reyes de España.

A una señal suya Juanito extiende sobre la mesa un plano y César va señalando con un dedo el recorrido de su cabalgada mental.

– Todo empieza en la toma de Piombino, llave de Pisa, y desde esa cabeza de puente, Florencia, la llave de la Toscana. Comprendo que eso va a provocar las iras de Luis Xii y tal vez una reacción, para cuando llegue ese momento confío en ti, en los reyes de España, en Maximiliano de Austria. Ése es el nuevo bloque histórico.

– Muy bien visto, César.

– Necesito galeras, soldados, artillería que acometeré en nombre de España.

– Jamás tuvimos honor semejante ni pudimos esperar mayor gloria.

– Me consta que están temblando los señores de Venecia, Florencia, Bolonia y esa serpiente bífida de Giuliano della Rovere.

– Llamar serpiente bífida al Santo Padre no me parece una buena manera de abordar el asunto. En cualquier caso, César, todo cuanto pides te llegará en su momento.

Se abrazan los dos capitanes y César retiene el apretón para poder enfrentar sus ojos a los de Gonzalo Fernández de Córdoba.

– Te has portado conmigo como un hermano.

– Nobleza obliga, César.

Se acentúa el abrazo y luego César se separa emocionado y antes de abandonar la estancia busca a doña Sancha, apartada y ensimismada.

– Mi hermano Jofre está conmigo y me ha dicho que no quieres verle.

– No hay nada que ver, César.

Mi historia con Jofre ha terminado.

– Jofre ya es un hombre.

– Ha sido un hombre tarde, muy tarde.

– Sancha, todo ha cambiado, pero pase lo que pase quiero que recuerdes…

– Sólo yo escojo mis recuerdos.

– ¿Figuraré en tus recuerdos?

Hay concentración, amargura, sarcasmo cuando Sancha le contesta:

– Eres inolvidable, César Borja.

Se deja besar la mano y parte el Valentino. Nada se dicen Sancha y el Gran Capitán hasta que ella corre para refugiarse entre sus brazos.

– ¡Protégeme, Gonzalo, protégeme!

– ¿De qué? ¿De quién?

No comprende el militar la angustia de Sancha, pero no tiene demasiado tiempo para seguir indagando porque su ayudante le avisa.

– El embajador de sus majestades los Reyes Católicos.

Insta Gonzalo Fernández de Córdoba primero con la mirada y luego con un suave empujón a que se marche Sancha y ella obedece dejándole en los ojos la miel de una mirada de animal vencido, y la blandura de la mujer se ve sustituida por la prepotencia del embajador mal encarado.

– A ti quería verte y ya hace días. ¿A qué santo tanta pólvora por el que fue César Borja y hoy no es otra cosa que un prisionero de nuestros Reyes?

– No fue ése mi trato.

– Tú mandas en el campo de batalla y lo haces muy bien, Gonzalo, pero deja la política a los Reyes y a sus emisarios. Como emisario de los Reyes Católicos te ordeno que cargues de cadenas a ese hijo de la gran ramera y lo mandes para Castilla. Le espera la querella de su cuñada, María Enríquez, convencida de que su marido, Joan de Gandía, murió a sus manos. Allí o le cortamos la cabeza o se muere de asco en el fondo de una mazmorra.

– Ni fue ése mi trato con César, ni fue ése mi acuerdo con el papa, ni tampoco fueron ésas las instrucciones que recibí de su majestad Fernando.

– Tozudo como un mulo eres, Gonzalo. Toma.

Los papeles que le tiende el embajador son leídos dos veces por

el Gran Capitán. Suspira y se limita a comentar:

– Dame tiempo.

– Tiempo, ¿para qué?

– Hasta las traiciones requieren tiempo.

No se siente traicionado César, afanado sobre sus mapas, sobre sus cifras, comentando con banqueros y soldados sus planes, dentro de una nube volandera que espera le devuelva a su ruta de conquistador.

Es alta noche, está excitado y cansado y comenta con los caballeros más próximos, Juanito entre ellos:

– Mañana es el gran día y creo justo ir a agradecerle al Gran Capitán cuánto ha hecho por mi causa. Acompáñame, Juanito.

Se adelanta servil un caballero.

– Con todos los respetos, señor, pero me complacería mucho ser su acompañante y despedirme a mi vez de don Gonzalo, a cuyas órdenes he servido.

– Sea, don Pedro. Nunca fue mejor acompañado César Borja que por el conde Pedro Navarro.

Y hay abrazo entregado otra vez entre el Gran Capitán y César cuando se encuentran, con las espaldas guardadas por Pedro Navarro y sus hombres.

– Todo está preparado. Mañana empieza una nueva era para los Borja, unidos a la Corona de España.

– Que así lo quiera Dios, Nuestro Señor.

– Me prometiste un salvoconducto personal para impedir cualquier obstáculo en las guarniciones de tu obediencia.

El papel está sobre la mesa y se lo tiende Fernández de Córdoba sin comentarios. Lo guarda César y al marcharse le queda en la retina el rostro del Gran Capitán, demasiado distante de sus propias emociones. Camina a su lado Pedro Navarro, receloso, mirando a derecha e izquierda, oteando hacia el fondo de los pasillos venideros, volviendo la cabeza a sus espaldas.

– Es curioso. He notado algo frío a don Gonzalo.

– Él es así, señor.

– Y usted está muy nervioso, señor conde.

– Es la excitación, señor.

– Yo en cambio me siento dueño de mi destino.

– No me atrevería a decir yo tanto. La fortuna o la Providencia gravita sobre los hombres y finalmente se hace lo que Dios quiere.

– Maquiavelo le corregiría.

Cree que la fortuna algo cuenta, pero fundamentalmente cuenta la voluntad de los hombres, su virtud, su audacia, su capacidad de análisis, su tenacidad.

– ¿Quién es Maquiavelo?

– Un sabio de Florencia.

– Todos los de Florencia se creen sabios.

Han llegado ante los aposentos de César y con una sonrisa despide a Pedro Navarro.

– Bien. Conviene descansar.

Mañana será el gran día. Señor conde, vaya a dormir. Ya es hora.

Ha dado dos pasos atrás Pedro Navarro y sólo hay seriedad en su rostro, al tiempo que comprueba que se acerca la guardia y se sitúa cubriéndole las espaldas.

– Descanse su señoría, que yo no puedo.

– ¿Por qué no puede descansar, don Pedro?

– Porque debo vigilarle, señor.

Son órdenes del Gran Capitán.

Su señoría no puede abandonar sus aposentos.

– ¿Ni mañana?

– Mañana menos que hoy.

– Entonces, ¿soy su prisionero?

– Hay una denuncia contra su persona interpuesta por la duquesa de Gandía ante sus majestades los Reyes Católicos. Doña María Enríquez le acusa del asesinato de Joan de Borja, duque de Gandía.

– ¿Y a causa de eso se me encarcela? ¿Sin previo aviso?

¿Quién se ha inventado esa excusa?

El silencio se ha instalado en los labios del conde y el pasillo se ha llenado de guardias y de un bosque de lanzas que rodean la posible reacción del Valentino. Se saca del pecho un pergamino que tiende al conde.

– ¿Y este salvoconducto que me dio en persona el Gran Capitán?

Navarro toma el salvoconducto, lo lee, lo pliega y se lo guarda tras el peto, sin atender las reclamantes manos de César.

– Gracias, señoría. El Gran Capitán me advirtió de que se lo devolviera.

No protesta César. Impasible se mete en su habitación y queda Pedro Navarro dueño del pasillo, pero en cuanto ha desaparecido César se revuelve inquieto y pregunta:

– ¿Habéis apresado a Juanito Grasica?

– No le hemos podido encontrar.

– ¡Buscadle! ¡Es urgente!

Mientras él esté libre, César puede esperar la libertad.

César yace en el fondo de un camarote mal iluminado. Está encadenado pero conserva una actitud desdeñosa que no cambia cuando entra Juanito Grasica con una escudilla llena de comida.

– Coma, su señoría, que ya se ve la costa de España y no conviene que llegue demacrado. El barco se mueve sin parar desde que topamos con la corriente del estrecho.

– ¿A qué lugar me llevan?

– Desembarcaremos en Alicante, cerca de Valencia, la ciudad de la que usted es duque y fue cardenal.

También muy cerca de Xátiva, la cuna de su familia.

– Vamos a Xátiva.

– No. Irá a parar al castillo de Chinchilla. Pero no están tranquilos. Toda Italia se agita y pide explicaciones por lo ocurrido. Presionan sus parientes los reyes de Navarra, Juan Albret, su cuñado. La señora Lucrecia está moviendo los cielos y su esposa Carlota la tierra.

– Pobre Carlota. Apenas si nos vimos la noche de bodas.

– Debió de quedarle muy buen recuerdo.

– Ayúdame a acercarme a la lucerna. Quiero ver la costa. ¿A qué altura estaremos?

Se pone Grasica a su lado y escudriña el leve horizonte.

– Gandía. Pronto avistaremos las costas de Gandía.

– Esa arpía de María Enríquez estará gozando de su victoria. Pero aún queda mucha guerra.

Desde un altozano, María Enríquez contempla el mar y pretende ver la estela de un barco lejano.

A su lado un muchacho retenido por una de sus manos se protege los ojos del sol con una mano, la otra soporta la posesión de la de su madre, mano fuerte, progresivamente agarrotada.

– Me haces daño en la mano, madre. No soy un niño. No voy a caerme. Vayámonos. Yo no veo nada. ¿Qué esperas ver?

– El paso del diablo.

– ¿El diablo va por la mar?

– Hoy sí.

– ¿El diablo es mi tío César?

– No lo olvides nunca. El diablo es tu tío, César Borja. Pero el diablo siempre es vencido por el ángel. El diablo ha sido vencido por el ángel.

Se adelanta María Enríquez hasta el borde del acantilado y grita:

– ¡Yo os he vencido! ¡Malditos Borja! ¡Yo! ¡María Enríquez!

Alfonso de Este mima con las yemas de los dedos el cañón recién fundido. Lo examina con ojo de experto. Le palmea el trasero como si fuera un cuerpo vivo y se vuelve para contemplar a la muchacha desnuda, temblorosa y acurrucada que observa sus movimientos con más sorpresa que miedo.

– Es perfecto. Es el mejor cañón que jamás haya fundido. ¿Por qué tiemblas? ¿Te doy miedo?

– De frío, tiemblo de frío, señor.

Subraya la impresión de frío el trueno que precede a la fuerza de la lluvia más allá de la fragua de los Este. Bebe Alfonso de un copón de vino y levanta a la muchacha para que beba a su vez. Luego le acaricia los culos, se los palmea y la obliga a tumbarse sobre el cañón, con los lomos al aire y las piernas separadas ofreciendo el sexo como una ranura tierna. Se quita el breve calzón el duque y arremete la verga contra la ranura de la muchacha, a la que posee como si fuera el cañón la mujer o mujer el cañón. En vano la muchacha gime:

– ¡El metal me hace daño!

¡Tengo frío!

Culmina el duque su orgasmo y queda derrengado sobre los confusos cuerpos de la mujer y del artefacto, hasta que la muchacha se desliza hasta el suelo y corre al rincón a recuperar sus ropas. También se ha alzado Alfonso, que observa cómo el vestuario va conformando la entidad de una dama de la corte que se viste con premura y una cierta vergüenza.

– La señora duquesa estará extrañada. ¡Tardaré tanto tiempo!

– Un cañón así no se acaba todos los días. Tu señora está siempre muy entretenida.

– Se queja de la marcha del señor Pietro Bembo.

– Pero le queda el cojo Strozzi y mi cuñado, Francesco de Gonzaga. ¿Sabe mi mujer que yo conozco su correspondencia y sus contactos con Francesco utilizando a Strozzi como alcahueta?

– La señora duquesa no me comenta estas cosas.

– ¿Qué te comenta la señora duquesa?

– Que añora Roma, que en Roma había más luz y la gente era, era, como más directa. Dice, cuando cree que no la escucho, que los ferrarenses somos hipócritas. ¿Somos hipócritas los ferrarenses?

Alfonso, desnudo, activa el fuego en la fragua y piensa. Ya está la muchacha vestida, le hace una pequeña reverencia y corre hacia el patio, al encuentro de la lluvia y de la senda que la devuelva al palacio. Entra acalorada en el salón de recepción de Lucrecia y se sorprende ante la cohabitación de Strozzi, Lucrecia y Francesco de Gonzaga en torno a un pliego que la señora abre para extraer una carta, que sostiene con una mano, la otra llega a los labios mediante un dedo que pide silencio.

– Tú no has visto nada.

– No he visto nada.

– Tú no has visto al señor de Gonzaga aquí. El señor de Gonzaga sigue en Mantua.

– Sigue en Mantua, sí, señora.

– Vete.

Se va la muchacha y Francesco se queja.

– Ha sido una imprudencia. Esta mujer hablará.

No es de la misma opinión Strozzi.

– Callará.

Asiente Lucrecia, lenta de movimientos, ahora en evidente estado de gravidez.

– Callará. Es una de las amantes de mi marido y confidente de tu mujer, pero sabe que puedo expulsarla de la corte el día que se tercie. No es de familia demasiado rica y no pueden dotar a una amante de duque para casarla con un buen partido. Callará.

Los ojos de Gonzaga recorren la silueta de la mujer.

– Otra vez en estado, Lucrecia. No sé cómo lo consientes. Ya sabes que los médicos te han dicho que tu naturaleza soportará los partos cada vez peor.

– Es el precio que debo pagar por mi libertad. Sólo veo a Alfonso en la cama. A mi marido sólo le interesa que todo el mundo comente ¡qué potente es el duque de Este! ¡Monta tantas veces a esa Borja que no le da tiempo para que la monten los demás!

– Calla, por Dios, Lucrecia.

– Sé lo que se dice, sé lo que piensan. Pero ahora soy dueña de mis actos y te necesito, Francesco. Ercole, explica de qué se trata.

Recomienda Strozzi que se aposenten Lucrecia y Francesco.

– No te hemos hecho venir por capricho, Francesco. Sabes que Lucrecia lucha por la libertad de su hermano, y las circunstancias han cambiado. El gran enemigo de César era Isabel de Castilla, muy de acuerdo con María Enríquez, convencida del carácter demoníaco de los Borja. Isabel de Castilla ha muerto y deja en libertad de movimientos a su marido.

El cardenal Cisneros sigue desconfiando de César, pero respeta al rey Fernando. Es un formidable estratega, y no le haría ascos a considerar a César una alternativa al Gran Capitán.

– Pero si lo tiene en un castillo. Como un preso de lujo. En Chinchilla.

– Ya no está en Chinchilla.

César tuvo una pelea cuerpo a cuerpo con el señor del castillo de Chinchilla y estuvo a punto de escapar. Ahora está en Medina del Campo, en el castillo de la Mota, el mismo castillo donde guardan a la hija de los reyes, la princesa Juana, a la que llaman Juana la Loca. En torno a César se mueven varias intrigas. Fernando podría utilizarlo como nuevo capitán de los ejércitos de Italia, y a algunos nobles castellanos, el conde de Benavente al frente, podría serles útil como un jefe militar al servicio de sus intereses frente a los de la casa de Austria, representada por la descendencia de Felipe y doña Juana. A su vez, Felipe ha llegado a pensar que debe retener a César para sumarlo a su bando por si su suegro levanta bandera contra él. Todos guardan a César y todos parecen necesitarle. Es la hora de César y quisiéramos que tú hicieras algo por él. Cada vez eres más influyente entre la nobleza italiana y se habla de ti como jefe de la tropa aliada. Has de hacer algo por César.

– Por César no movería un dedo. Por ti, Lucrecia, lo que me pidas.

– Te pido para que intercedas ante el papa para que no presione contra la libertad de mi hermano.

– ¿Julio Ii va a permitir que tu hermano vuelva a Italia? Ni soñarlo. Él está haciendo la misma política de los Borja y se limita a dar menos escándalos, pero el equilibrio político es frágil y César es un mito, un peligroso mito. Y tú misma, Lucrecia, ¿no eres más libre con César en España y tú aquí en Ferrara?

– Es mi familia. ¿Acaso te da miedo de que tu mujer se enfade porque ayudes a César?

No tiene palabras Francesco de Gonzaga para responder a la agresión de Lucrecia y en su impotencia verbal se limita a tomar las manos de la mujer entre las suyas, pero en una de las manos está la carta que aún no ha leído.

– ¿De quién es la carta?

Lucrecia coteja su mirada con la de Strozzi mientras dice:

– De César.

Se la tiende a Gonzaga para que la lea y lo hace con avidez, de vez en cuando interrumpiéndose mediante exclamaciones, sorprendido ante las audacias de César.

– Pero ¿habéis leído? ¿Cómo se atreve a insinuar que no va a permanecer mucho tiempo prisionero?

Mientras Gonzaga sigue leyendo, paseándose, nervioso pero fascinado por la lectura, más allá de la ventana llueve y desde la fragua de los Este, más allá de la lluvia, Alfonso contempla las lejanas luces de su palacio. Va algo más vestido y está acompañado por su hermano el cardenal Hipólito.

– ¿Te consta que Francesco está en palacio?

– Me lo han dicho mis confidentes. Cada vez es mayor la audacia de ese perro cojo de Strozzi. Los Strozzi siempre han sido muy orgullosos. Piensan que son tanto o más que nosotros. A ese Strozzi habría que facilitarle alguna vez la carrera a la pata coja hacia el Infierno. ¿Sabes a qué ha venido mi cuñado? ¿Tendrá el mal gusto de follarse a mi mujer preñada? Me he hecho construir un pasadizo que va de mis aposentos a los de Lucrecia. Cuando menos se lo espera aparece su cariñoso marido y tiene que abrirse de piernas. Nunca he podido sorprenderla. ¿A qué habrá venido Francesco secretamente?

– Más bien ha sido requerido por asuntos relacionados con César Borja.

– ¿No está olvidado ese imbécil?

– No está olvidado. Circula el rumor de su reaparición en Italia apadrinado por Fernando el Católico.

– ¿Y el papa, lo tolera?

– No. No lo tolera y mueve sus peones en Castilla para que Fernando no libere al Borja. La muerte de la Reina Católica ha aligerado el ambiente contra los Borja. Pero en esta encrucijada no se conspira a cuatro esquinas, sino a cinco.

Encogidos los hombros, Alfonso de Este vuelve a beber e invita a su hermano a secundarle.

– ¿Quiere mi querido hermano y su eminencia reverendísima beber conmigo?

– ¿No te interesa el asunto de César Borja?

– No. Con un Borja tengo suficiente. La verdad es que me he encariñado con Lucrecia. Reconozco que tiene temple. Si quiere jugar a redentora de cautivos, que juegue. En cuanto a lo de mi cuñado, hay que desembarazarse de ese Strozzi. Los Este apreciábamos mucho a su padre, Tito Vespasiano, el juez de los sabios, un hombre prudente, como lo era Ercole hasta que Lucrecia apareció. Él lo ha urdido todo para humillarnos a los Este, a Isabel y a mí. Es una muy mala compañía para Lucrecia.

– ¿Pero no ves que el enemigo no es Strozzi? ¿No ves que el problema no es Gonzaga? El enemigo y el problema es César Borja, otra vez César Borja.

– Cuando haya que cortarle la cabeza se la cortaré. Me voy a dormir. Ha sido un día duro.

¿Qué te parece el cañón que hemos fundido?

– ¿Qué dispara?

– No lo sé. Hay que estudiarlo. De momento me interesaba conseguir esta aleación y este diseño tan ligeros. Mi mujer suscita poemas y sostiene amoríos platónicos.

Tú haces política. Yo fabrico cañones.

Hipólito saca de su pecho un papel y se lo enseña a Alfonso.

Algún interés suscita porque su hermano interrumpe los últimos retoques de su tocado.

– ¿Qué es?

– Una carta.

– ¿De quién?

– De César Borja.

Esta vez Alfonso termina de vestirse, aparentemente desentendido pero rumiante de la información recibida.

– ¿Qué dice?

– Pide nuestro apoyo.

Lee un fragmento en voz alta el cardenal:

– "… Podemos compartir nuevos días de gloria en nuestra amada Italia…"

César, a caballo, juega con el toro, unas veces perseguido, otras perseguidor, dentro del encerrado ámbito del patio de un castillo con todas las salidas selladas. Finalmente desciende del potro y burla las arremetidas del toro sólo con los regates de su cuerpo. Está cansado y hace una señal. Entran los toros mansos conducidos por un lugareño y se llevan al bravo, pero antes de consumarse la salida vigilada por los soldados, el lugareño cruza unas palabras con el Valentino.

– Esta noche, según lo convenido.

– Esta noche, Juanito.

De una de las ventanas del patio se filtran los alaridos de una mujer, alaridos rotos, de pronto sollozos, otra vez alaridos. La sorpresa en el rostro de Juanito Grasica la diluye César.

– Es la reina Juana. Desde que ha muerto su marido, ha empeorado. Siempre me espía a través de la celosía.

Al otro lado de la celosía, Juana se ha abierto la pechera en busca de sus propios senos y aúlla, con los ojos desorbitados, pendientes de la cadencia del caminar de César en busca de la escalera que le llevará a la torre del homenaje.

La mirada de la mujer de hermosura demacrada sigue el recorrido sin dejar de gritar, y se detiene César. Afina los ojos para distinguir más allá del celaje las facciones de la reina e interroga:

– ¿Doña Juana?

Un rugido le responde y el grito:

– ¡Centauro! ¡Un centauro de tres cuerpos!

Le extraña a César la lógica, pero decide proseguir su marcha.

Sube la escalera y ya en sus aposentos se cambia de ropa, se viste de oscuro como la noche, contempla las lejanías castellanas y escucha los gritos de la loca, y así hasta que anochece, y por el campo avanzan luces que César atiende acompañado de un criado. Las luces se concretan en la caballería que espera al pie de la torre del homenaje, y el criado lanza una larga cuerda resultante de varias cuerdas unidas. No se percibe bien el alcance del final, pero las luces se mueven en acuciante demanda de que actúen.

– Yo bajaré primero, señor, y así podrá calcular la distancia.

Se pone en pie el criado sobre el alféizar y ayudado por César se hace con la cuerda con las dos manos y desciende con brazadas fuertes que le conducen hacia las luces. Pero la cuerda se termina y aún queda mucha distancia hasta el suelo. Grasica, caballero entre otros caballeros, le grita sin descender de la montura.

– ¡Salta! ¡No tenemos tiempo!

Vacila el criado, asustado por la distancia.

– ¡Salta! ¡Nos jugamos la vida de César!

Salta el criado y su cuerpo se rompe contra la tierra, donde queda convulso y sin posibilidad de levantarse. César no ha vacilado.

Está bajando y Grasica, arrodillado junto al criado lastimado, se pone en pie para disuadirle.

– ¡Vuelva atrás! ¡Hay demasiada distancia!

O no le oye o no le escucha César, que ya ha llegado hasta el extremo del cabo y calcula el salto que le espera hasta ganar el suelo.

Lo calcula pero no lo retiene.

Salta y cae mejor que el criado, pero también doloridamente, hasta el punto de que no puede levantarse. Entre Grasica y el caballero principal del comando lo suben a caballo, sangrante el rostro de César bajo la luz de la luna, inutilizado el brazo. Saluda a quien le ha ayudado.

– Conde de Benavente, ha cumplido su palabra.

– Corramos o dejaremos de tener palabra y vida.

Hay una última mirada para el criado yaciente, también el malherido los ve partir y ya son cabalgada lejana cuando hasta el criado llegan los centinelas, advertidos.

Uno de ellos va a degollarle.

– No lo hagas. Ése nos ha de contar muchas cosas.

César cabalga herido y obsesionado. Tan herido como obsesionado recorre las distancias y los tiempos que por tierra y mar le ponen en camino de Navarra. A su lado Grasica, preocupado guardián, que le muestra en el mapa el zigzag de la huida por el camino más largo: Medina del Campo, Santander, el barco que los llevará a la costa francesa en Bérnico, el largo camino hacia Navarra a través de las montañas, Pamplona, donde entra un César al borde del desmayo, que se consume sobre el lecho, al final de un pasillo de personas principales que apenas ve. No ha percibido casi el recibimiento huidizo de su cuñado, Juan de Albret, sus gestos de cortesía insuficiente, sus frases a medio terminar, no ha osado saludarle, abrazarle, merodeando en torno de la leyenda de César Borja el endemoniado, pero también fascinado, interrogando a Grasica.

– ¿Seguro que cuenta con dinero para levantar su causa?

– Le ha ayudado el conde de Benavente, le debe dinero su primo Luis Xii de Francia, ha de recuperar sus tierras en Italia. César puede ser la pieza clave en una lucha contra Fernando de Aragón y contra Castilla bajo la regencia de Cisneros.

Valorativo pero no convencido, Juan de Albret bate palmas por los pasillos para que se retiren las doncellas.

– ¡No os pongáis al alcance del Valentino, que preña con la mirada!

Y se revuelve severo hacia su mujer, que porta un ramo de plantas aromáticas y flores tempranas al enfermo.

– No te acerques a él. ¡Te lo prohíbo! Lleva el mal concupiscente en la cara. El mal francés.

César, recuperado, escribe cartas y en su imaginación ve cómo las leen anhelantes, solícitos Hipólito de Este, Lucrecia, Francesco de Gonzaga, Corella, Luis Xii, pero Grasica le va destruyendo las ilusiones.

– Luis Xii ha roto los pactos y no dejará que vengan a Pamplona su mujer y su hija. Lucrecia poco puede hacer. Cisneros, el regente de Castilla, ha puesto su cabeza a precio.

– ¿A buen precio?

– A buen precio.

– Y tú, cuñado, ¿qué me dices?

– Puedes quedarte el tiempo que quieras, pero Navarra no es tierra segura. Fernando de Aragón reclama el reino y Luis Xii también.

Tengo el territorio semiocupado por las tropas de Beaumont, al servicio de Fernando de Aragón.

– Te ayudaré a vencer esa batalla y tú me ayudarás a llegar a Italia. Si consigo llegar a Italia, todos se echarán a temblar, para empezar, el papa. Juanito, tráeme el traje verde. Es el color que simboliza la esperanza. ¿Te gustan los colores de mis trajes, cuñado? ¿Y el diseño?

– El diseño me sorprende y los colores me asombran.

– Los sastres me hacen trajes diferentes porque yo soy diferente, y en cuanto a los colores, ¿te has planteado alguna vez que hay siete cielos y siete colores?

– Casi siempre vistes de negro o de violeta. También a veces de amarillo.

– El amarillo es el color del sol. Visto de negro porque quiero avisaros de que yo soy el claroscuro, yo soy mi espíritu y vivo en perfecto claroscuro. Pero el negro no debe asustaros. Noé liberó un cuervo negro cuando iba en el Arca. Pero ahora, el verde. La esperanza.

Grasica contempla las ilusiones de César con pesimismo, pero tampoco el Valentino parece demasiado entusiasmado y pasea por el palacio y los jardines en diálogo consigo mismo, sólo interrumpido por las noticias de Grasica.

– Ha muerto Remulins, César, y el papa ha expropiado todas las propiedades de los Borja que tenía guardadas en su palacio.

No ha sido la noticia más grave, pero tal vez la última que esperaba recibir César. Para excesiva, crispada atención a lo sucedido.

– ¿De qué propiedades se trata?

– De las que no pudo llevarse Corella cuando vació el Vaticano siguiendo sus órdenes. Aquí consta el inventario: joyas, alfombras de Oriente, tapicerías de Flandes, muebles, estatuas. Hasta doce grandes cajones y veinticuatro fardos. El notario ha sido minucioso.

– Doce grandes cajones. Veinticuatro fardos. Ha muerto Remulins. El fiel, taimado, inaccesible Remulins. De todo mi paisaje humano, ¿quién queda? Lucrecia.

Vannozza. Pero ni la una ni la otra son ya Borja. Me ayudan a distancia. ¿Me ayudarían de tenerme a su lado?

– ¿Por qué estas dudas?

– ¿Y si me marchara de viaje?

A África. A las Indias. Donde empezar de nuevo.

– Tu familia se ha convertido en un árbol que se extiende por todo el mundo conocido.

– Ya no siento como mía aquella finalidad que nos marcamos con mi padre. Estoy solo, Juanito. Solo para vivir y solo para morir.

Juan de Albret no camina, corre y llega a zancadas para darle un aviso, orden, súplica.

– Ahí viene el rey de Navarra, mi cuñado. Nunca sé si me pide algo, si me lo ordena, si me lo suplica.

– César, César, he decidido nombrarte capitán general de mis ejércitos. ¿Qué te parece?

– Un honor. Pero ¿dónde están tus ejércitos?

Se desalienta Juan de Albret.

– Perdona, César, no sé cómo lo propongo a un caudillo como tú que ha mandado a miles de hombres, que has conquistado ciudades.

– ¿De qué efectivos dispones?

– Mil soldados de caballería, doscientos arcabuceros, cinco mil infantes.

– ¿Qué hay que hacer?

– Beaumont se ha refugiado en el castillo de Viana. Habría que desalojarlo. Él en Viana y yo en Pamplona. Nadie me tomará en serio hasta que no lo desaloje.

El castillo de Viana ocupa el horizonte de César. Va vestido de combate, de negro básico entre el brillo de los herrajes, en vela alerta, nerviosa mientras a su alrededor el Estado Mayor duerme.

Avanza bajo el primer amanecer contemplando la fortaleza lejana.

– ¿Eres mi principio o eres mi fin?

Se desalienta. Expulsa el aire amargo que lleva en el pecho y observa el avance de una descuidada patrulla enemiga, lentamente, con lejanía suficiente como para ocultarse o pedir ayuda a sus soldados.

Cuenta con los labios uno a uno a los componentes del cuerpo de ejército. Veinte. Pero va hacia el caballo, sube a él, contempla a los dormidos.

– "Adeu, pare meu. Adeu, memória. Adeu, desigs"

"Aut Caesar aut nihil!" Tiende la espada hacia adelante y se lanza al galope hacia la patrulla de los Beaumont, que contempla sorprendida la extraña carga del caballero solitario.

– ¿Quién es ese loco?

No les da tiempo a responderse.

Ya tienen encima al atacante, su espada, su grito.

– "Aut Caesar aut nihil!" Una espada contra siete y trece lanzas, dentelladas en los cuerpos, y de pronto una lanzada atraviesa a César de costado a costado. Cae al suelo rodeado de caballos, espadas y piernas y aún le quedan ojos para esperar la muerte cara al cielo.

– ¿Quién será?

– Parece un caballero principal.

– Quítale la espada y la armadura y llevémoslo al jefe. Hay que demostrarle que hemos tenido buena caza.

Desnudan a César completamente y dejan el cuerpo junto a un peñasco. Aún se le mueven los párpados y los labios cuando se alejan los soldados, pero ya está muerto cuando llega Juanito Grasica con sus ayudantes. Hay lágrimas totales en el rostro del lugarteniente.

– César, ¿por qué no has querido que te ayudáramos? ¿Por qué has querido morir solo?

El rey de Navarra también ha llegado junto al cadáver. Sus ojos recorren todas las heridas.

– Veintitrés, veintitrés agujeros han sido necesarios para que huyera tanta vida.

Se quita la capa, la lanza al vuelo y cubre el cuerpo desnudo.

Lucrecia se pasa las manos por el vientre hinchado y se deja peinar por su doncella.

– Todo el mundo comenta lo feliz que está el señor duque por el próximo nacimiento de un heredero.

Nada contesta Lucrecia y contempla los cielos más allá de los cristales velados.

– Después de tantos nacimientos desgraciados, hora es que Dios Nuestro Señor se apiade de la casa de Este y le conceda el espe rado heredero. ¿Sabe ya la señora qué nombre va a ponerle?

– Todos los niños que se me han muerto iban a llamarse Ercole, como su abuelo. Si es una niña…

mejor que no sea una niña.

– Bien dicho, señora, que es mucho padecer ser mujer, por muy principal que sea.

– Se acerca Strozzi.

– ¿Cómo lo sabe?

Para el oído Lucrecia, ahora sonriente, y se percibe el repicar de la muleta de Ercole Strozzi acercándose a la puerta de la cámara. Sigue siendo sonrisa lo que Lucrecia opone a la confirmación de Strozzi en el dintel, pero la sonrisa se disuelve ante la comprobación de la palidez de Ercole, las facciones rígidas y los ojos aviesos de confidencias rugentes y secretas.

– Vete. Ya terminaremos luego.

– Pero el cabello ahora está húmedo.

– Vete.

Se marcha la doncella y Ercole Strozzi se acerca a Lucrecia sin contestar las interrogaciones de su mirada. Pasa una de sus manos por los cabellos a medio peinar.

– Hay malas noticias, Lucrecia.

– ¿Qué pasa?

– No te las quiero dar yo. Con tu permiso.

Vuelve a la puerta y con un gesto propicia que Juanito Grasica entre, cohibido, triste, fatigado, reverente ante Lucrecia.

Y el instalado silencio entre los tres ya es el mensaje porque Lucrecia pregunta o afirma:

– Ha muerto César.

El silencio sorprendido vuelve a ser suficiente noticia. No pregunta la mujer ni cómo, ni dónde y el cuándo le parece instalado en el centro de su pecho. Ahora. Ahora ha muerto su querido, su odiado hermano César. Lucrecia se levanta y se dirige a Strozzi.

– Organízale ceremonias fúnebres como si fuera un príncipe,

como si hubiera sido el príncipe más grande de la Tierra.

Va a retirarse, pero la retiene el reclamo de Grasica.

– ¿No quiere saber cómo ha sido?

– ¿Cómo ha sido?

– Se lanzó él solo contra veinte hombres, ante las murallas del castillo de Viana.

– O César o nada.

Ha sido una reflexión, no un comentario. No espera respuesta.

De repente parece no ver a quienes la ven y marcha Lucrecia a la estancia de al lado y nada más cerrar la puerta explotan sus sollozos, que llegan a los dos hombres, inmovilizados. Strozzi reprime el impulso de acudir en dirección al llanto.

– He corrido como nunca. He acordado con el rey de Navarra retener la noticia todo lo posible para ganar tiempo. He reventado caballos. Quería comentar con la señora lo sucedido antes de que los enemigos saquen provecho.

Pero Strozzi no le escucha y finalmente salva la distancia que le separa de los sollozos de Lucrecia.

Grasica aún no ha entendido la reacción de Lucrecia. Sigue sin entenderla cuando se la comenta a Maquiavelo.

– Luego salió de luto e hizo poner crespones en todo el ducado de Ferrara. Las campanas tocando a muerto. Pero nada me preguntó.

Nada quiso saber de los detalles.

Y me sorprende que no haya llegado hasta aquí la noticia precediéndome.

– Aquí estoy aislado y a la espera de la evolución política de Florencia. Escribo consejos que de momento nadie necesita. La muerte de César deja el campo libre para toda clase de apetitos y tal vez los sueños republicanos de Florencia sean sólo sueños. Esas estrellas que perseguía Leonardo.

– La muerte de César deja las manos libres al papa.

– Julio Ii ha puesto sitio a Bolonia. Eso sí lo sabía. Este papa es un militar, como César, y se ha puesto el nombre de Julio para que no quepa duda de que es la reencarnación de Julio César.

¿Un Borja se hizo llamar César?

¡Pues él, Julio! La teatralidad del poder. Los Borja fueron maestros en esa teatralidad, y en el futuro no habrá poder sin teatro.

¿Qué son las cortes reales o feudales? ¿Y los cortesanos? Actores de teatro. Julio Ii está haciendo la misma política que los Borja, porque sólo esa política era posible. Juanito, empiezo a entender el sentido de los tiempos.

– Pues si usted empieza, con lo sabio que es, ya me dirá a mí.

¿Qué sentido tienen los tiempos?

– Durante décadas hemos impulsado cambios fundamentales y todo parecía preparado para el gran cambio. Todos los síntomas conducían a un salto propiciado por la razón y el hombre como medida de todas las cosas. Así han prosperado artistas, humanistas, caudillos, y la realidad por fin era la realidad, esa realidad que tan bien conocen los que tocan directamente las cosas, los campesinos primitivamente y los comerciantes con inteligencia. Toda la modernidad viene de los filólogos y los comerciantes.

Los filólogos hemos tenido la referencia de la cultura clásica, pero los comerciantes han tenido que entender lo nuevo a través de su propia práctica. Los comerciantes y los banqueros están haciendo su mundo. ¿Qué papel ocupaba Dios en esta aventura, a pesar de que todo se hacía en nombre de Dios?

– Yo mismo. Todo lo hago en el nombre de Dios.

– A partir de ahora tratarán de frenar la audacia de los hombres para imponer la razón del sistema, un orden no justificado por la virtud del individuo genial, un orden en el nombre de Dios. En el futuro algo habrá que hacer para escapar de ese dominio. La liberalidad de estos tiempos ha sido excesivamente peligrosa. ¿Quién la controla? Juanito, a toda época de liberalidad le sigue otra de control.

– Señor Nicolás, se me escapa lo que dice, pero entiendo que éstos no hubieran sido buenos tiempos para el señor César. ¿Quiere que le recite el poema que han colocado sobre su tumba como epitafio?

No espera la respuesta de Maquiavelo y recita:

– "Aquí yace en poca tierra El que toda le temía, El que la paz y la guerra En la su mano tenía.

Oh, tú, que vas a buscar Cosas dignas de loar, Si tú loas lo más dino, Aquí pare tu camino; No cures de más andar."

– Es una hermosa poesía, ¿no es cierto?

Parecía no haberla escuchado Maquiavelo, pero comenta.

– ¿Por qué no consta como epitafio su lema: "O César o nada"?

– Yo lo propuse, pero el rey de Navarra dijo que era demasiado agresivo y tampoco era del agrado de los sacerdotes y obispos que oficiaron en la ceremonia. No era políticamente correcto. ¿Y Dios?, decían. ¿Qué papel le queda a Dios si sólo se puede elegir entre el hombre y la nada?

Se golpea Maquiavelo la cabeza con una mano y se lanza sobre Juanito para abrazarle.

– Ya puedes irte en paz porque acabas de darme una gran idea. He de reconciliarme con la Iglesia porque son tiempos de Inquisición y algún día volveremos a la Virtud. ¿Adónde te encaminas?

– No lo sé. Busco un señor para meterme en su tropa.

– Miquel de Corella anda buscando voluntarios para el ejército de Toscana.

Se boquiabre Juanito.

– ¿Corella está vivo?

– Estuvieron a punto de matarlo por matarife, pero los convencí de que era tan buen matarife que era preferible aprovechar su buen oficio. Cerca de San Gimignano le encontrarás con tropa acampada.

Ya se iba corriendo Juanito cuando repara en lo improcedente de su conducta.

– No sé cómo agradecerle su hospitalidad, señor Nicolás. Tenía razón César. Es usted uno de los pocos sabios que no parece tonto.

Dispensa Maquiavelo a Juanito de cualquier otra liturgia y se asoma a la ventana para verle platicar con la recelosa criada y emprender a continuación la marcha.

Los labios de Maquiavelo se mueven.

– En el futuro, los sabios sólo sobrevivirán si parecen tontos.

10 "Sanctus, sanctus, sanctus!"

Si deseamos proceder de forma segura en todas las cosas, debemos agarrarnos con fuerza al siguiente principio: lo que me parece blanco lo creeré negro si la Iglesia jerárquica así lo determina.

San Ignacio de Loyola, "Ejercicios Espirituales"

Es propio de Dios Nuestro Señor ser inmutable, y del enemigo, mutable y variable.

San Ignacio de Loyola, "Deliberación sobre la pobreza"

– Un papa Medicis. Un hijo de Lorenzo el Magnífico. ¿Creéis que me mandará su bendición especial? Pietro. Hablad con Pietro Bembo, es su secretario particular.

Lucrecia de dos colores, cera en la piel y el rojo de la fiebre en los pómulos y en los ojos.

– ¡Me duele tanto la cabeza cuando la muevo!

Ni siquiera ve a quien dialoga con ella desde las sombras. Unas veces una voz de mujer, otras de hombre.

– Estoy perdiendo la vista y apenas os oigo.

– Es pasajero. Hace una semana también perdió la vista y el oído.

– ¿Y los médicos?

Aparecen gachos y huidizos del fondo de una oscuridad blanquecina.

– Aquí estamos, señora.

– Siempre tan juntos, maestro Palmario, maestro Bonaciolo.

No quiero morirme. Quitadme el cilicio que llevo en la ingle.

Me hace daño y es ya inútil.

– ¿Un cilicio, señora?

– Lo he llevado casi toda mi vida. ¿Y mi niña?

– Lucha por la vida, duquesa.

– Alfonso. ¿Y el duque, no está aquí?

– Aquí estoy.

¿Por qué tiene Alfonso ese color tan blanco? ¿Por qué a Lucrecia le parece que un blanco lechoso baña a todos los que van saliendo de la oscuridad para asegurarle su presencia?

– ¿Estás asustado, Alfonso?

Está asustado Alfonso y diríase que llora.

– Tú eres el duque. Tuyo es el poder. Que me den un día más, una hora, un minuto.

Traga saliva Alfonso sin otra capacidad de respuesta.

– ¿Y el papa Medicis? ¿No puede darme una hora, una hora más de vida? Mi padre me la habría

dado. Una hora. Tal vez un minuto. ¿Voy a vivir el próximo minuto? Strozzi. Bembo. Francesco.

¿Por qué me matasteis a Strozzi?

Tú, fuisteis tú y tu hermano el cardenal quienes ordenasteis matar a Strozzi.

– Strozzi murió hace más de diez años, señora.

El pánico se ha acentuado en las facciones de Alfonso, que definitivamente escoge retirarse a un segundo plano, pero de pronto, nítidamente, en su lugar, con los colores más hermosos de su juventud, emergen Alejandro Vi, Vannozza, Joan de Gandía, César, Jofre, Sancha, Giulia Farnesio, Adriana del Milá, alegres, sonrientes, inclinados hacia ella, protectores.

– "Pobreta, pobreta meua… com patix. Com patix la mes bonica flor de Roma"

César de perfil, cariñosamente desafiante, Joan sin saber dónde ponerse, Vannozza vindicativa.

– ¿Por qué te has dejado preñar si sabías que podía costarte la vida?

La pregunta rompe el encanto y los seres queridos se esfuman.

Otra vez el fondo blanquecino y de él brota el clérigo, el brazo que se cierne sobre los ojos de Lucrecia, mientras los labios decretan:

– Ha muerto.

Los dedos del clérigo corren los párpados dóciles, como dócil es la expresión de la mujer desde la muerte.

María Enríquez termina de rezar el santo rosario. Fuera, la luminosidad de Gandía le duele en los ojos, como si a pesar de los años sus ojos siguieran rebelándose, pero por donde pasa la dama vestida con el hábito de las monjas clarisas, el tenebrismo tiñe su mundo emocional de beata y viuda desde la adolescencia. Vuelve a herirle el sol cuando a través de la ventana ve a su hijo hablando con el nieto y escucha la conversación.

– "Ha mort quan esperava una xiqueta? Per qué es moren les mares quan neixen los xiquets?"

– "Es la voluntat de Deu, Francesc. La teva tia ávia, Lucrécia Borja, duquessa de Ferrara, ha mort reconfortada amb els Sants Sagraments i assistida per una especial benedicció del papa Lleo X"

– "L.ávia diu que Lucrécia Borja era una criatura del diable.

Diu que tots els Borja son criaturas del diable"

– "Van haver pecadors entre els Borja, peró van pagar els seus pecats. La meua mare, cosina del Rei Católic i filla del Gran Almirall de Castella, ha reeixit que la branca dels Borja de Gandia visqui en el sant temor de Deu, pero jo soc un Borja, tu ets un Borja i un dia sentirás parlar de les gestes de César, un gran guerrer, César era germá de Lucrécia i tenia un lema que demostrava el seu valor: "O César o res"

– "Era molt valent?"

– "Massa. Era un temerari.

Els homes han de tenir temen amp;a, temen amp;a de Deu i respecte a l.emperador. No ho oblidis mai"

Va a continuar el duque de Gandía pero de pronto ve la enlutada campana que compone su madre sobre la terraza. Avanza airada María Enríquez, casi rodante por los pies ocultos por la falda, y se enfrenta a su hijo.

– ¿Cómo te atreves a inculcar a este niño un respeto por aquella partida de concupiscentes y asesinos? ¿Cómo te atreves a valorar a quienes mataron a tu padre?

No hay respuesta y María Enríquez se crece.

– ¿No recuerdas el día en que te señalé la galera que llevaba

al cautiverio al maldito César Borja?

Enfría el duque su indignación pero no rebaja su dignidad con una disculpa, antes bien sostiene la mirada de su madre, y María Enríquez lo deja por imposible, coge a su nieto por una mano y le ordena:

– Francisco, ven conmigo.

Retornan María y su nieto a la oscuridad y avanzan por pasillos hasta alcanzar la capilla. Una luz se concentra en el cuadro que reproduce la intercesión de la Virgen a favor de una víctima, flanqueada por dos santos.

– No olvides este cuadro. La Virgen María, Nuestra Señora, acompañada de santa Catalina de Siena y santo Domingo, interceden por una víctima. Fíjate en esos cuatro hombres. El coronado de rosas es Joan de Gandía, la víctima, tu abuelo, mi marido, y le tiende la Virgen la rosa roja del martirio, de su martirio. Detrás de él fíjate en ese personaje sucio y oscuro, es el asesino, Miquel de Corella, en la mano lleva la cuchilla del crimen. Ese otro es Jofre Borja, un comparsa sin importancia. El que no es un comparsa es ése. Fíjate bien. Ése fue el inductor del asesinato de tu abuelo. En su rostro está el mal del alma y el mal de la concupiscencia. ¡César Borja! ¡El pagano! ¡El fratricida! El hombre que se creyó tan poderoso e indestructible que proclamaba "¡O César o nada!". Ésos eran los Borja. Mira cómo César tiende la espada con la empuñadura hacia abajo. Está pidiendo perdón, perdón por su crimen. Criminales. Los Borja. Y Lucrecia una pecadora que tenía las entrañas siempre abiertas al mismísimo Satanás. No lo olvides nunca. ¡Esos Borja fueron los instrumentos del Anticristo! Hazme caso. La abuela quiere tu bien.

Anda. Predícame. Predicas muy bien.

Se arrodilla la clarisa en un reclinatorio y se sube el niño a un pequeño púlpito a su medida.

Reflexiona y finalmente declama con voz de tiple:

– Hay que vivir como quien está para morir y hay que poner ceniza en las potencias y en los sentidos, porque se volverá ceniza el viejo hombre. Nada mejor que tener siempre el corazón sin apetecer sino a Dios.

Dulcificadas las facciones de María Enríquez mientras sus labios recitan secretas plegarias y los ojos cerrados no pueden ver cómo el niño sermoneador no quita la vista del personaje de César Borja del cuadro, como si el sermón le saliera mecánicamente y la fascinación hubiera quedado para siempre dentro del aura del Valentino.

"¿Qué hubiera hecho César en estas circunstancias?", se repetirá Francesc cada vez que una realidad excesiva penetra en su mundo de heredero de dinastías, como cuando los burgueses de Valencia se alzaron contra los señores feudales, en

busca de confirmar su poder en las ciudades y en el campo. El duque de Gandía siguió la huida y la suerte del virrey Hurtado de Mendoza, y el joven Francesc, junto a su padre, supo lo que era huir ante el desorden, primero a caballo, luego en barco hacia Peñíscola, mientras el movimiento de la Germanía se apoderaba del palacio ducal de Gandía y su dirigente Vicente Peris se proclamaba "señor de la tierra". Pobre señor de la tierra, finalmente vencido y descuartizado para escarmiento de los burgueses que aún sostenían una resistencia impotente. Pero había conseguido que huyeran el virrey y el duque y toda la nobleza.

"¿Cómo se hubiera comportado César?", recordará Francesc años después ante el cuadro de la Virgen María, leyéndolo expresión por expresión, como si tratara de descodificar la clave del pintor, hasta que sus labios musitan:

– "O César o res." Una mujer se acerca para observar el cuadro y Francesc le toma una mano.

– Ése es César. Y ése mi abuelo, asesinado por César, según la versión de mi abuela.

Se persigna la mujer y la secunda Francesc de Borja.

– Muchas veces he pensado hacerlo retirar, pero vuelvo una y otra vez hacia él, como si recibiera una llamada.

– Toda la cristiandad condena la memoria dejada por Alejandro Vi y sus bastardos.

– Yo desciendo de uno de sus bastardos.

– Pero tu rama está dignificada por la Gracia de Dios y por los servicios que tu familia ha prestado a España.

Conduce a su mujer hacia la terraza frente al mar.

– ¿Te gusta Gandía?

– Me aturde tanto sol, tantos colores.

– Apenas si hemos podido gozar del que será nuestro ducado. Siempre al servicio del emperador. Ha sido una suerte que el emperador haya aceptado la invitación de mi padre para conocer las tierras del ducado de Gandía.

– A la emperatriz le aturde el sol y el calor. Todo es luz aquí.

A veces temo quedarme ciega.

Del otro extremo de la terraza procede otra pareja y un breve séquito. Se adelanta Carlos Quinto, saluda a Leonor de Castro y se pone a la altura de Francesc de Borja, tras rechazar su sumisión protocolaria, mientras Leonor e Isabel, la emperatriz, departen en portugués.

– Primo, te tengo preparado un destino interesante. Seguro que te va a gustar. Deja que nuestras portuguesas hablen de sus cosas.

Preparo una campaña contra Francisco I y quiero llevar a mi lado a lo más granado de la nobleza española. Hay que dar la batalla en Francia, y si ganamos nadie podrá

oponerse a nuestra capitanía en Europa.

– Hacía tiempo que quería comentar ese desgraciado episodio del saqueo de Roma a cargo de nuestras tropas. Es inconcebible.

– Doloroso, pero concebible.

El Vaticano se estaba burlando de nosotros. Aún tienen sueños de autonomía, mientras Europa se descuartiza a causa de la lucha contra la Reforma protestante. El papa había entrado en una Liga contra el Imperio y desgraciadamente la muerte del jefe de nuestros ejércitos, el condestable de Borbón, dejó a la soldadesca entregada a sus bajos instintos.

– Pero ha habido violaciones de religiosas, robos, asesinatos, destrucciones monumentales, en nombre del emperador.

– Me conoces, Francisco. Sabes que soy el principal paladín de la fe contra la Reforma, pero a veces el papa no deja defender la causa del Bien. Después del saco de Roma, la separación entre poder temporal y espiritual adquiere otro sentido. El saco de Roma demuestra que no hay mal que por bien no venga. España y Alemania son el dique frente a los avances de la Reforma y el papa deberá adaptarse a esa situación. Pero nos faltan elementos intelectuales y coactivos. El humanismo pagano del siglo pasado no ha sido suficientemente sustituido por un humanismo cristiano, y también ha sido nefasta la recuperación libre de los filósofos clásicos, Aristóteles, Platón, Sócrates, sin el filtro de la Iglesia. Para no hablar de los llamados humanistas de la corte de Lorenzo de Medicis, génesis de satanismo y oscuridades herméticas y mágicas, brujeriles.

– Se habla de Erasmo de Rotterdam como si fuera un santo renovador del catolicismo.

– Mis asesores me dicen que es sospechoso. Su "Elogio de la locura" retoma una libertad de espíritu que creíamos superada. Empezó bien, según creo, dedicándome "La educación del príncipe cristiano", pero ahora se ha distanciado. Tampoco quiere saber nada con nosotros. Está molesto por las campañas que han desarrollado contra él algunos de nuestros más eminentes teólogos, como Zúñiga y Sancho Carranza. Mi padre fue uno de sus primeros protectores y yo, personalmente, le he invitado para que venga a establecerse en nuestra corte y no me ha gustado su respuesta.

– ¿Qué ha dicho?

– Que en España hay demasiados judíos disfrazados de conversos y por eso hay tantos iluminados, tantas beatas, tanta persecución religiosa. No comprende que el núcleo del catolicismo debe ser especialmente vigilante de sí mismo. ¡Qué calor hace en tus tierras, Francisco! No sé cómo puedes soportarlo.

– Últimamente apenas he residido aquí. Me he convertido en un cortesano, al servicio de su señora madre doña Juana, en el castillo de la Mota, o de su majestad la reina.

– Tú conversaste varias veces con mi madre, la reina Juana, es cierto. Le gustaba mucho que cantaras esas bonitas canciones que compones, aunque se las cantaras en catalán.

– Me dispensaba una especial dedicación. Incluso recordaba a mi tío abuelo, César, prisionero en el castillo de la Mota, donde vivió la reina un tiempo. Me contaba una extraña historia de caballos y toros y veía a César como un centauro, unas veces rojo, otras veces negro, amenazador, que aún se aparecía en sus pesadillas. Mi tío abuelo César era un gran lidiador de toros.

– Has citado la soga en casa del ahorcado. El espíritu autonomista y centralizador del Vaticano creado por los Borja no había desaparecido hasta ahora. No hay mal que por bien no venga. El saco de Roma es escandaloso, cierto, pero tal vez Dios, en su Divina Providencia, lo haya permitido por necesario. El Imperio es el instrumento de la Providencia. Le he encargado al predicador Alonso de Santa Cruz que insista en estos argumentos.

– Mi padre pide disculpas por no poder asistir a la Santa Misa.

Sus achaques no se lo permiten.

Generosa disculpa del emperador en un amplio gesto. Las dos parejas y su séquito llegan a la capilla, toman posiciones ante el altar, en los reclinatorios preferentes Carlos Quinto e Isabel de Portugal y en los de inmediata jerarquía, Francesc de Borja y Leonor. Siguen devotamente la Santa Misa oficiada por un cardenal, auxiliado por dos obispos, a pesar de la poquedad de la capilla.

El cardenal oficiante alza los brazos y clama con una voz que sobrecoge especialmente a Francesc de Borja.

– "Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus Deus Sábaoth, Pleni sunt Caeli et Terra gloria tua, Hosanna in excelsis, Benedictus qui venit in nomine Domini, Hosanna in excelsis."

No sale de su ensueño de santidad Francesc de Borja hasta el momento de la prédica, cuando toma enérgicamente posesión del púlpito Alonso de Santa Cruz. Carlos Quinto seguirá el sermón sobrecogido, tembloroso a veces, incluso sudando. Las dos mujeres dos cirios flamígeros y Francesc con una espiritualidad íntima, recogida, sin alzar los ojos hacia la voz tronante y la gesticulación terrorífica.

– ¡Humea Roma y queman sus pecados, incubados a veces en recintos que nacieron sagrados para la Gloria de Dios! El brazo del emperador no ha temblado a la hora de marcar el horizonte de una cristiandad asaltada por la herejía y minada por los falsos cristianos manipulados por el Anticristo.

Tanta es la fuerza del Anticristo que ha podido a veces encarnarse incluso en las más altas jerarquías de la Iglesia, sin que la energía espiritual del pueblo católico y sus soberanos haya sido suficiente para erradicar al maligno y arrancarle su lengua bífida coloreada de sangre y pus en el pudridero interior de la conciencia. El pueblo de Dios se ha visto traicionado hasta en la representación de las Sagradas Escrituras y las iglesias están llenas de pinturas paganas disfrazadas de pinturas religiosas. Yo insto a la sagacidad y al espíritu cristianísimo del emperador a que estimule una doctrina católica de las imágenes que pueda impedir en el futuro el paganismo de " La Santa Cena " de Leonardo o de "El Juicio Final" de Miguel Ángel. ¡Paganismo protegido por el papado! ¡El arte moderno ha de ser arte de la Iglesia porque ha de ser arte de Dios, pero desde la propia Roma se impulsó el libertinaje artístico de la paganía!

No hay canon, ni armonía fuera de Dios. ¡Roma es culpable y nunca más volverá a ser la capital del moderno paganismo! ¡El humanismo pagano es culpable! ¡Honor al soberano que ha cortado con su espada la lengua bífida manejada por el diablo y ha impuesto la Palabra verdadera del Dios Padre, del Dios Hijo, del Dios Espíritu Santo!

Trabajosamente salta del carruaje el algo gordo y muy armado Francesc de Borja, secundado por sus lugartenientes y por fray Alonso de Santa Cruz, y esa aceleración le hace toparse con un cuerpo de tropa que lleva maniatado a un enjuto hombre de ojos brillantes y andares de cojo, pero con el espinazo enhiesto para realzar una estatura escasa, disminuida por su

condición de preso. Interpreta como insolencia, Francesc, la mirada penetrante del cautivo, y se le enfrenta.

– ¿Desde qué osadía mira este forzado?

No contesta el preso, sino el jefe de la patrulla que lo conduce.

– No le haga caso, señor, que o está loco o lo estará, porque lo reclama la Santa Inquisición por alumbrado.

– ¿Cuál es su nombre?

– Dice llamarse Íñigo unas veces, otras Ignacio y de Loyola siempre.

Por fin habla el cautivo.

– Soy "l.home del sac"

– ¿Hablas catalán?

– Sólo sé que soy "l.home del sac".

Se aleja el preso rodeado por sus vigilantes sin que retire la mirada de Francesc de Borja y sin que el duque de Gandía pueda deshacerse de aquellos ojos.

– ¿Qué es exactamente un alumbrado, fray Alonso? Un hereje, supongo.

– Equivale a "iluminado". En su justa medida nada hay de herejía en ellos, sino de extremo celo en su fe. Otra cosa es el empeño de las autoridades eclesiásticas de perseguir con más saña a los alumbrados y a las beatas que a los herejes protestantes y a los marranos falsamente conversos.

Antes de meterse en palacio aún dispensa una mirada Borja para el prisionero ya lejano, cojo saltimbanqui, pero le reclaman los escalones que le llevan a la antecámara del emperador, a través de un recorrido lleno de crespones negros que le transmiten la gravedad del ambiente. En la sala mortuoria cuatro jóvenes nobles enlutados rodean el catafalco pintado de negro sobre el que descansa el ataúd abierto donde reposan los restos carnales de la emperatriz. Carlos Quinto, de rodillas y con los brazos en cruz, amarillea a la luz de las

velas y de su propio cansancio.

Contempla Borja la presencia bella pero inquietante del cadáver y trata de acercarse al emperador, pero su hieratismo impenetrable le disuade. Toma asiento en una silla y a su lado se sitúa fray Alonso, eterno rezador del rosario, pero sin dejar de observar de reojo a Francesc. Se da cuenta Borja de la observación y la afronta. Recibe la sonrisa cómplice del religioso y una suave mano frailuna se sitúa sobre su brazo.

– Gran obra es su señoría de su santa abuela María Enríquez y así de una raíz ponzoñosa pudo hacerse un árbol. El emperador está orgulloso de su trabajo. Así en las armas como en la corte.

– ¿A qué raíz ponzoñosa se refiere?

– A la que nos lleva a Alejandro Vi.

– ¿Ha sabido distinguir, padre, entre la realidad y la leyenda?

– ¿Leyenda?

– Han pasado muchos años desde la muerte de Alejandro, de César, de Lucrecia.

– Su espíritu pagano ha morado por las estancias del Vaticano hasta el saco de Roma. Aún quedan cardenales nombrados por Alejandro Vi y hay estudios suficientes para decidir que lo que fue pecado fue pecado.

– ¿Estudios?

– El "Diarium" del jefe de protocolo, Burcardo, donde ratifica como visto u oído buena parte de las hazañas culpables de los Borja. Pero podríamos pensar: el pobre Burcardo es un alma cándida y pacata, anclada en la oscuridad medieval, que no comprende las nuevas costumbres. También ha circulado mucho la carta anónima que recibe el exilado político Savelli, acogido en la corte de Maximiliano de Austria, en la que se le informa de todas las aberraciones de los Borja. ¿Falsedades de una víctima de los Borja? Posible. Pero ahí está Guicciardini, un pensador entero, concorde con los objetivos purificadores del catolicismo, tan diferente del libérrimo Maquiavelo. Los diversos escritos del polígrafo Guicciardini, especialmente su "Storia d.Italia", condenan al concupiscente Alejandro y a sus hijos, una condena documentada, corrigen las peligrosas apologías indirectas de los Borja de su nefasto maestro Nicolás Maquiavelo. Hay que comparar el cínico aserto sobre el poder del agnóstico Maquiavelo, con el que hicieran incluso erasmistas que bordeaban la herejía, como el propio Erasmo en su "Institutio Principis Christiani" o el español Juan de Valdés. La reflexión sobre el rey Polidoro de los diálogos de Valdés pone en cuestión todos los principios del maquiavelismo y del humanismo pagano: "Veamos, ¿tú no sabes que eres pastor y no señor y que has de dar cuenta de estas ovejas al señor del ganado, que es Dios?" ¿Ha leído a Valdés? No. No se le ha perdido nada. ¿Es preciso seguir? Retengo de memoria un juicio de Guicciardini sobre Alejandro Vi: "… su acceso al papado indigno y vergonzoso, pues compró con oro tan alto cargo y su gobierno estuvo de acuerdo con tan vil fundación." ¿Sigo? Guicciardini dice que pecó contra la carne…

– Por lo poco que yo sé, Guicciardini es tan anticlerical como su amigo Maquiavelo. Son dos italianos pesimistas porque Italia y la ciudad-Estado han pasado a la Historia bajo el peso de reinos como el de España. La carne.

¿Quién no ha pecado contra la carne? Todos los papas anteriores y posteriores, con exclusión de otro Borja, Calixto Iii, pecaron contra la carne. El emperador peca contra la carne. Yo he pecado contra la carne.

– Me sorprende la pasión de la defensa y me confirma que su señoría lleva dentro el orgullo de los Borja.

– Mi familia se extiende por toda la cristiandad y más allá de la mar Océana, por las Indias Occidentales. Es lógico que haya santos y diablos, virtuosos y pecadores. Yo he puesto el orgullo de los Borja al servicio de Dios y del emperador. He luchado junto a él en Túnez y en la Provenza y no he tenido otra vida privada o pública que la que el emperador ha querido concederme.

Espera Francesc la sanción del fraile cejijunto, receloso, hasta que una sonrisa distiende su rostro.

– Nunca he creído lo contrario, señor, pero es tarea de los asesores del rey estudiar a otros asesores.

– ¿Espiarnos?

– ¿Por qué no? El emperador trata de conocer bien a quienes le rodean, y nadie conoce mejor a un ser humano que su confesor, por eso el emperador se rodea de vigilantes confesores de sus asesores. Es una medida cautelar que Dios contempla con gozo en estos tiempos de regeneración de la cristiandad, en los que tantos frutos esperamos del concilio de Trento. Los hombres deben ser vigilados por su propio bien y el emperador es muy sabio cuando justifica la Inquisición diciendo que el país necesita más el castigo que el perdón.

El condestable de Castilla cuchichea a la oreja de Francesc de Borja que el emperador requiere su consejo y hacia Carlos Quinto camina, para encontrarlo lejos ahora del cadáver de su mujer, postrado en su silla especialmente diseñada para tender las piernas maltratadas por la gota. Amarillo el emperador, brillante de sudor su rostro, una mano caediza señala su pie hinchado.

– Los excesos de marisco se han vengado de mi cuerpo en el momento en que mi alma estaba más atribulada. La última partida de marisco que me hice traer a uña de caballo desde Castro Urdiales llegó fermentada, pero pudo más la gula que la tristeza por la anunciada muerte que cercaba a mi esposa. De muerte quiero hablarte, Francisco. Quiero que la emperatriz sea enterrada en la capilla Real de los Reyes Católicos en Granada y que tú conduzcas el cortejo fúnebre.

– Pero entre Toledo y Granada hay más de diez días de viaje y el cadáver de la emperatriz…

– El cadáver de la emperatriz está en manos de Dios. Tú sólo debes conducir el cortejo encabezado por ti y por tu mujer, por un cardenal, tres obispos y dos marqueses, según el protocolo más alto que marcan las escrituras. Cuando lleguéis a Granada, tú deberás reconocer el cadáver antes de la inhumación. Durante meses se dirán treinta misas diarias por el alma de la emperatriz. Marchad. No perdáis tiempo.

Nunca ha podido decirle que no al emperador. Ni siquiera cuando le pidió que estudiara matemáticas, ciencias y astronomía para luego transferirle por la noche lo que había aprendido durante el día, con la ayuda de Alonso de Santa Cruz, tenaz y receloso: ¿para qué necesitará el emperador la astronomía? Acatamiento en Borja cuando acepta un ensimismado cabalgar junto al carruaje del catafalco, cuando no dormita en el interior de la calesa donde viaja su mujer. Ella contempla los paisajes sucesivos y pasa de malos a peores humores sucesivos.

– Los días y los paisajes se suceden y no entiendo esta aventura, Francesc.

– Es una orden del emperador.

– Como cuando te ordenó que estudiaras matemáticas o ciencias cosmológicas para que luego se las explicaras por la noche. Como si fueras su ayo. ¿Por qué nunca discutes una orden del emperador? O, al menos, ¿por qué no le razonas alguna alternativa?

– ¿Por qué? No sé.

– Siempre me da la impresión de que te estás haciendo perdonar algo.

– ¿Perdonar?

Más melancólico que meditativo, Borja sonríe.

– Tal vez me esté haciendo perdonar el lado oscuro de mi familia.

Heredamos luces y sombras.

Se ha detenido el cortejo y cuatro portadores se acercan al furgón que porta el ataúd, pero algo los paraliza a dos metros de distancia, algo que les lleva las manos a las narices, a la arcada y al vómito de todas las leches. Ha de bajar agresivo del caballo Borja para forzarlos:

– ¿Qué esperáis? ¿Os asusta la muerte?

Obedecen los portadores, pero en los ojos de Borja puntillea la incertidumbre, como en los de su mujer y en los demás acompañantes del féretro el pánico. Depositado finalmente sobre un catafalco, todos los rostros se vuelven a Francesc para que cumpla el rito del reconocimiento. Avanza aplomadamente hasta el ataúd, pero allí recibe el puñetazo del efluvio del cadáver encerrado y le cuesta avanzar, como si luchara contra un tornado. Utiliza toda la entereza que le queda para levantar la pesada tapa del ataúd y ante sus ojos aparece el cuerpo podrido, la cara descompuesta, rota la piel por los hocicos de los gusanos que tratan de salir a la luz. Baja la cabeza Borja y vuelve a cerrar el féretro. Controla un temblor que le sube desde los pies y no escucha la pregunta de uno de los nobles:

– ¿Queda certificado que era el cuerpo de la muy noble emperatriz Isabel de Portugal?

No contesta Borja, paralizado, ni parece tampoco oír la pregunta renovada:

– ¿Certifica que ese féretro contiene los restos mortales de la muy noble emperatriz Isabel de Portugal?

Mira estupefacto Borja al que le demanda testimonio, a su mujer alarmada ante su bloqueo, a los que esperan su pronunciamiento.

– ¿Certificar yo que ese despojo…?

Francesc de Borja no entiende lo que han dicho sus propios labios y los demás dan un paso atrás, conmovidos por el espectáculo de la angustia de un hombre con la conducta rota, cuyos ojos buscan a alguien que le libere de la sensación de haberse perdido. Es la misma angustia que traslada días después al emperador en persona, obseso cojo gotoso que reza convulsamente el rosario y hace planes de futuro.

– Cuando me retire, Francisco, quiero que pongan mi lecho debajo de donde reposen los restos de mi querida esposa y desde el lecho quiero ver un oficio fúnebre cada día, cada día quiero recordar que existe la muerte. Me han dicho que te conmovió mucho la visión del cuerpo de la emperatriz.

– He venido para rogarle que me permita volver a Gandía. Todavía me siento conmocionado por la vi sión del cadáver. Todavía me siento ligado al juramento que le hice a mi esposa: jamás quiero servir a señor que pueda morir.

– ¿Vas a dejar de servirme a mí? ¿Quieres desertar de la causa de la cristiandad? ¿Qué sería de la cristiandad sin nosotros? Tengo para ti una misión de altura. Necesito un virrey de Cataluña de confianza, que me vigile lo que queda de la nobleza catalana. Tú hablas su lengua, pero eres de los míos. Quiero que desarmes a todo el mundo, a los nobles, a los comerciantes y a los burgueses de Barcelona, pero sobre todo a los bandoleros.

– De niño viví la revuelta de la Germanía en Valencia y tuve que huir con mi familia.

Supe desde entonces las consecuencias del desorden movido por los resentidos sociales y lo peligroso que es perder la jerarquía natural de las cosas. Recuerdo como si las hubiera visto las car nes troceadas del revoltoso Vicente Peris.

– Viviste en tus propias carnes el ejemplo del afán del cambio nefasto, del cambio incontrolado y dirigido contra el poder que viene de Dios. Antes de que en Cataluña burgueses, comerciantes y pequeña nobleza se alíen con los bandoleros, o saquen provecho del desorden de los bandoleros, hay que ir a por todos. He proclamado una pragmática en ese sentido, en catalán, para que me entiendan. Ahora necesito que tú apliques tu buena mano izquierda y tu dura mano derecha.

Nada más llegar juras sus leyes y cumples las mías.

Deja la palabra el emperador a un escribano que informa a Borja de disposiciones menores, la residencia en la casa del Arcediano, junto a la catedral, el sistema de comunicaciones para estar siempre en contacto con el emperador. Borja trata de hablar, pero de nuevo Carlos le tapia las palabras.

– Castilla es el eje de la monarquía, pero no puede descuidar sus lejanías.

– Hasta que no muera mi padre no seré duque de Gandía y me temo que nobles tan altaneros y suspicaces como los catalanes, el duque de Cardona, por ejemplo, el único grande de España catalán, no acepten estar bajo mi mando.

– Tú eres un grande de España, y si todavía no lo eres, representas al emperador, y esos nobles catalanes deben enterarse de que la Corona de España es una.

– ¿Y si no me hacen caso?

– A los nobles los arrestas y a los bandoleros, si no son nobles, los ahorcas.

La sombra de seis ahorcados, y hacia los cuerpos colgados alza su rostro Francesc de Borja. Contempla con satisfacción su obra y con satisfacción escribirá luego al emperador en la soledad iluminada de su despacho:

Al cabo yo ahorqué a seis de los más famosos bandidos, pero carezco de los medios económicos y humanos prometidos para la pacificación de Cataluña según los deseos que su majestad imperial quiso transmitirme. Tuve que hacer frente al duque de Cardona, que me negó obediencia, y puse en arresto domiciliario al conde de Modica, que osó amenazarme con su espada.

Me muevo como un perseguidor a pesar de las limitaciones de mi cuerpo demasiado barrigudo y de mis tempranos achaques por mi incontinencia en el comer y en el beber. Otra preocupación que me asalta es la vigilancia de fronteras, porque los franceses entran en el Rosellón como si fuera de ellos, y tampoco el pueblo catalán manifiesta demasiados entusiasmos hacia la Corona de Castilla. Más fáciles de conformar son los burgueses y los comerciantes, que trabajan pacíficamente y desde el buen entendimiento con las razones de Castilla. Su majestad debe saber que me siento su cazador en este virreinato y que no soy otra cosa que el cazador de todos cuantos molesten a mi emperador. Hay malestar en Perpiñán, donde los cónsules del pueblo se han levantado contra el capitán general de la plaza, "Frances" de Beaumont, y debo ir en persona, como su majestad imperial me encareció, para reinstaurar el orden. He cumplido las órdenes de estimular la producción naval de las Atarazanas, de cara a la protección de costas y a la expedición programada contra el moro en Argel.

Todos los encargos del emperador se han cumplido y aguardo los venideros, respetando la sabia norma que me dictó su majestad: Cataluña necesita más el castigo que el perdón.

Hay cansancio en el abotargado rostro del virrey Borja cuando regresa a la habitación conyugal, y antes contempla el dormir de sus ocho hijos y de su mujer. Descarga su torturadora aerofagia por boca y ano y luego se arrodilla en el reclinatorio y reza con fruición, nutritivamente, como si su alma tuviera hambre de oración. Se remueve en duermevela Leonor y cuando percibe la presencia orante de su marido salta de la cama y ocupa el reclinatorio contiguo. Rezan con las manos unidas y ya en el lecho se miran los cilicios que llevan en las piernas con alegría interior que abrillanta los ojos de Francesc y con el ceño con el que Leonor suele contemplar todo cuanto ve, sea bueno o malo.

Desde la misma alegría pasea el virrey con su confesor Juan de Texada por el claustro del palacio del Arcediano y escucha el fraile las confidencias de Francesc y las sanciona.

– Oración y mortificación. No hay otra fórmula. Sentir la mente comunicada con Dios y en el cuerpo el dolor del cilicio que nos recuerda las miserias de la carne.

– Mi alma se eleva mediante la oración, pero me siento pobre.

¿Toda esa felicidad mística ha de quedar en uno mismo? ¿Nada hay que hacer con los otros? Me han hablado de un cristiano viejo especialmente justo llamado Ignacio de Loyola, general de una orden de nueva fundación llamada Compañía de Jesús. Algo me dice dentro de mí que he conocido a ese hombre, o al menos me resulta familiar su concepción de la vida y de la militancia cristiana, del catolicismo como una milicia.

– Un hombre santo al que le ha costado mucho imponer su verdad, y a pesar de las incomprensiones me atrevo a recomendar un encuentro con él.

– Hacia él me llevan los jesuitas Araoz y Favre.

– De momento, querido virrey, la orden franciscana ha tenido a bien acogerle, así como a la virreina, entre sus miembros.

– Mi abuela María Enríquez y mi tía acaban sus días en un convento de clarisas. Otra tía mía es la fundadora de las Descalzas Reales, sor Juana de la Cruz.

Pero todas esas órdenes me parecen hechas a la medida de viejas necesidades, en cambio los jesuitas son una respuesta al desorden actual.

– Hay que combatir la herejía extramuros de los conventos, pero desde los conventos sube a los cielos la energía espiritual de la oración y de la renuncia. Pocas veces en la Historia, después de un siglo de tentación pagana, estamos a punto de alcanzar las más altas cotas de la espiritualidad.

En la penumbra de su alcoba matrimonial, Francesc termina el relato de su encuentro con Texada y le revela el impulso irresistible que le lleva hacia Loyola.

– Me ha regalado un ejemplar manuscrito de los "Ejercicios Espirituales" de Ignacio de Loyola y ha prometido escribirme. Me siento embargado de la santidad que emana de cuanto propone ese hombre.

¿Qué te parece? Hablo y hablo, pero tú nada dices.

Vacila Leonor antes de responder:

– No sé. Te veo tan conmovido… Pero a ti te cuesta poco conmoverte.

– ¿Qué te parece negativo de lo que sabes de Ignacio de Loyola?

– No me gusta y en paz. Es el discurso de un estratega, de un jefe, de un príncipe, si quieres, pero no el de un religioso. Prefiero una vivencia más idealista de la fe.

– Son tiempos de guerras de religiones, de debates, de infiltraciones de la herejía, de filósofos peligrosamente evasivos como Erasmo de Rotterdam o nuestro Juan de Valdés y de iluminados estériles. Con la excusa de estudiar a Erasmo se profundizan sus herejías, incluso un libro de Erasmo utilizado para estudiar latín, "Colloquia", esconde un sustrato herético. Hay que permanecer vigilante. En lo que ha montado Loyola veo una tarea de titanes desasidos del mundo material pero con la musculatura dotada para la acción bajo la guía de la inteligencia. La Iglesia carece de un instrumento de actualización como la Compañía de Jesús. No es una herencia del pasado. Ha nacido a la medida del desafío de nuestro tiempo.

– Tuyo es el razonamiento, Francisco, mío el sentimiento.

Pero yo siento a lo cristiana vieja y todas estas modernidades me huelen a azufre.

En el ataúd reposa el cadáver de Leonor de Portugal, en una capilla también en forma de ataúd, donde un Francesc de Borja orante parece dirigido hacia un más allá del recinto. Su mirada remonta por encima de las velas y sus oídos se cierran para los responsos. Los ojos buscan la figura y el aura del de Loyola, rutilante en un grabado que sostiene en la palma de la mano, ilustración de la carta que le enviara el fundador de la Compañía de Jesús. Los oídos escuchan en la voz de Ignacio las mismas palabras que contiene la misiva. Se lo imagina paseando y dictando la carta, una carta especialmente dirigida a él.

– "Comprendo, duque, la tribulación de su alma por el fallecimiento de su esposa y su deseo de abandonar las pompas del mundo para ingresar en la Compañía de Jesús.

Pero la Compañía sólo acepta hombres desasidos de las cosas de este mundo, y para conseguirlo, excelentísimo señor, deberá cumplir mis instrucciones: case a sus hijas, dé estudios universitarios a sus hijos, acabe las obras empezadas y sobre todo el Colegio de Gandía, estudie teología hasta alcanzar el grado de doctor. Será el momento entonces de que el gran duque de Gandía, heredero de la estirpe de los Borja, sea admitido en la Compañía de Jesús, pero hasta entonces habrá de hacerlo todo en el más absoluto secreto, porque el mundo no tiene suficientes orejas como para oír semejante estampido.

"Ad maiorem Dei gloriam." Repasa Ignacio de Loyola lo escrito.

– ¿Qué te parece, Polanco?

– Es tan prodigioso que me parece increíble.

– ¡El duque de Gandía! Eso nos abre las puertas del emperador.

Francisco de Borja forma parte del consejo privado de Carlos. Es un mirlo blanco que Dios ha colocado en la ventana de la Compañía de Jesús.

Necesita decirle a su amo de siempre, el emperador, que tiene otro dueño, el de su espíritu, y hasta Yuste cabalga reventando caballos como si fueran de cartón.

Cojea Carlos Quinto hasta ganar

la ventana y hace una señal al enlutado Francesc de Borja para que le siga. Un criado le instala una caña de pescar en las manos y lanza el emperador el sedal hacia el exterior. Vigila que haya caído en el estanque del jardín y se deja sentar en una alta silla desde la cual contemplar las vicisitudes de la pesca.

– Esta mala salud no me permite bajar al río, lleno de truchas y salmones, y me han dispuesto un estanque lleno de peces, Francisco. ¿Por qué no lo intentas tú?

Nada. Nada de excusas. Utiliza la ventana de al lado, no vayan a enredarse nuestros sedales.

Disponen los criados el "atrezzo" para que también el duque de Gandía pueda pescar desde la ventana. De reojo mira el emperador a Borja.

– Así que jesuita, ¿eh? No te diré que vea con buenos ojos a esa gente que me parece demasiado soberbia y pagada de sí misma.

– La soberbia nos la da la fe, y la humildad la exhibimos ante Dios.

– Y ese Ignacio de Loyola es un escaso soldado que se hizo beato y atrajo a muchas mujeres. Su carrera se la debe a mal casadas enfervorizadas, así en Barcelona como en París, donde fue mendigo.

No me gustan los mendigos. Algo han hecho para serlo.

– Ha superado todas las caídas del hombre, como Cristo en el Calvario.

– ¿Qué miseria de peces me habéis puesto en el estanque? ¿Los habéis cebado? Parece como si hubieran comido toda la vida a dos carrillos. ¡Traedme peces hambrientos! ¿Te pican a ti, Francisco?

– No, señor.

– Hazte lo que quieras, menos hereje, Francisco, pero no quiero que me dejes del todo. Quisiera que fueras a ver a mi madre, que agoniza en Tordesillas, y te recuerda con la poca cordura y cariño que le quedan, y que me hicieras una gestión en Portugal, a ver si unificamos los reinos en beneficio de la cristiandad. De morir el pequeño rey don Sebastián, podríamos reivindicar la corona para mi nieto Carlos, hijo de Felipe y de María de Portugal. No nos están saliendo bien las cosas. Gracias al oro de América somos los más ricos de Europa, los que menos problemas internos tenemos tras la expulsión de judíos y moriscos, somos los abanderados de Dios y de la Iglesia verdadera, pero los protestantes y sus príncipes avanzan.

– Ambas cosas puedo hacer porque voy camino de Ávila, donde espero verme con Teresa de Jesús.

– La escritora iluminada. Te confieso que no entiendo lo que escribe, pero veo entre sus líneas la mano de Dios. Jesuita. Jesuita. Hazte jesuita, Francisco, y me cuentas qué es eso. ¿Recuerdas cuando estudiabas matemáticas y ciencias y me contabas todas las noches lo que habías aprendido durante el día? Eres muy eficaz, primo. Pero ya me han dicho que Gandía se te ha llenado de jesuitas, que te llevan las cuentas y saben más de tus finanzas que tú mismo. Vigila, Francisco. Vigila. Hay que vigilar siempre.

A todos.

Más allá del estanque donde duermen los sedales y desconfían las truchas, los umbríos caminos que van hacia el convento de Ávila, donde una parlanchina Teresa le cuenta sus recelos sobre si las iluminaciones le vienen o no de Dios. ¿Y si no fueran de Dios?

Habla, hija, habla, y contaba la monja sus éxtasis y accesos, sus vivencias en las moradas de los Cielos, la Tierra y la carne, mientras cabeceaba Borja en claro asentimiento.

– Quiso el Señor que viese alguna vez un ángel, no muy grande, hermoso, el rostro tan encendido que parecía uno de esos ángeles tan subidos que parecen abrasarse. Entiendo que son los querubines, aunque ellos no me revelan a qué clase pertenecen. Llevaba en las manos mi ángel un dardo de oro o de hierro, tal vez de oro y de hierro, porque el hierro estaba ígneo en la punta. Y era ese dardo el que se metía en mi corazón y abría mi cuerpo por dentro en busca de las entrañas y al arrancármelo me parecía que las llevaba prendidas y me dejaba vacía, pura, abrasada, pero abrasada por el amor grande de Dios. El dardo era su voz y la voz su presencia. ¿Cómo habla Dios al alma? ¿Hay preciso entendimiento de ello? A veces siento esa voz dentro de mí, otras fuera, y me prevengo por si se tratara de antojos o de melancolías, no siendo yo persona melancólica a lo enfermizo, como tantas otras en estos tiempos de flaquezas, tantas como tentaciones del diablo. El demonio se aprovecha de estas almas enfermas para ir apoderándose de su espíritu. ¿Cómo se distingue, padre Francisco, cuándo es la voz de Dios o la del diablo? Y esas voces, cuando son perfectas, hay que vigilarlas por si provienen o no de las Sagradas Escrituras, aunque la palabra de Dios, de pronto, la que más verdadera sientes, suena con una verdad en sí misma, como si fuera de luz, es como una orden llena de amor. ¿Puede el diablo dictarla?

– ¿Cómo iba a dictarte tanta maravilla el diablo? No te resistas, pero no te limites a dejarte poseer por las revelaciones. Reza, porque la oración es la comunicación con Dios.

Mas no quedó la monja muy convencida y era sabido que a todo el que pasara por el convento le sometía a la duda de cómo distinguir la voz de Dios entre todas las voces posibles del diablo, estaba tan en ello que redacta "Las moradas" con la intención de que no quedara más duda en su espíritu, ni el de los consultores que caían en su imprevisto consultorio. Con ganas de acudir cuanto antes a Roma, al encuentro con Ignacio de Loyola y el destino de jesuita, se detuvo en Tordesillas, donde la reina Juana canta canciones que sólo ella comprende, con músicas que le nacen de sus movimientos sin control.

– ¿Duque de Gandía? Yo no conozco a ningún duque de Gandía.

– Fui acompañante de su majestad hace ya algunos años.

– Nunca tuve un acompañante duque.

– Aún no era duque, señora, pero se acordará de mí, de las veces que hablamos de uno de mis antepasados, César, César Borja, el Valentino.

La reina repite César Borja varias veces, canta el nombre en voz alta, en voz baja.

– Jamás conocí a César Borja alguno.

– Fue un gran pecador, acogido a los muros del castillo de la Mota cuando su majestad allí vivía.

Su majestad lo recordaba jugando con el toro.

– ¡El toro!

Está asustada doña Juana y grita:

– ¡El toro! ¡El hombre oscuro! ¡César el oscuro y desnudo!

¡Aquel diablo, aquel centauro que quería desnudarme y como no me dejaba decapitaba toros!

Va en aumento el frenesí de doña Juana y los médicos sustituyen a Borja junto a la reina, pero ella no lo permite.

– ¡Dejad que hable con el duque!

Y cuando Francesc se acerca solícito, la reina acerca los labios a su oreja.

– Formaban un solo animal, duque. César el oscuro, el caballo blanco, el toro negro rojo de sangre. Un solo animal. Jugar al toro siempre me ha parecido algo diabólico.

Y grita ¡un solo animal! varias veces, hasta que el duque se retira apenado y a nadie revela los pensamientos que pugnan en su cabeza.

El mismo ensimismamiento con el que asiste a la agonía de la reina, rodeada de curas y monjas, cantos y plegarias, obsesionado el duque de Gandía con sus tormentas interiores a pesar de la placidez de su gesto. La reina Juana tiende su mano hacia él en la distancia, pero en vano el duque se aproxima, no llega a recoger sus últimas palabras y la impresión de inutilidad del viaje se la confiesa a sí mismo en voz alta, monólogo que rueda al compás de la calesa.

– Cuando me mueve el emperador no sé a dónde voy, en cambio cuando me mueve san Ignacio el camino es claro.

Pero cumple todos los encargos y al césar da parte de todo lo visto y oído, a un emperador melancólico, gotoso, con más ojo en los altares que en las truchas, aunque llegaban a Yuste relevos de caballos cargados con mariscos del Cantábrico.

– O sea, que hasta las monjas hablan con Dios y a mí, al emperador, ni una palabra. Tú también has oído la llamada de Dios. No quiero competir con Dios, Francisco. A veces ese estanque donde pesco me parece la boca del abismo, de la muerte, del Infierno. No quiero competir con Dios -le dice el emperador, sentado ante la balaustrada, invalidado por la gota, con la caña de pescar pendiente sobre otro estanque-. He dejado la corona a mi hijo Felipe y tú quedas libre de servirme. Pero ten cuidado. El gran inquisidor va a por ti. El papa no nos quiere, y vosotros los jesuitas sois los soldados del papa. ¿No es así? Ahora que eres cura y tienes un trato preferente con Dios, háblame de la eternidad. ¿La tiene garantizada el emperador que ha luchado contra la herejía? Quiero que seas mi albacea testamentario.

Un criado porta una bandeja llena de marisco. El emperador coge un racimo de percebes y lo huele extasiado.

– ¡Recién llegados del Cantábrico! ¡Cuántos caballos habrán reventado para que conserve este aroma!

Manosea las nécoras, las almejas, las ostras, las cigalas. Se hace abrir un mejillón y se lo come crudo.

– ¡El sabor del mar! Francisco, quiero que cuando me entierren lo hagan debajo del cuerpo de mi madre y que mi corazón mientras se pudre esté a la altura del suyo.

¿Puedes garantizarme la vida eterna? No desconfío de Dios, pero estoy escribiendo mis memorias.

¿Es lícito que yo hable de mis obras, día a día, hora a hora?

Dios sabe que no escribo por vanidad, sino porque los historiadores de nuestro tiempo tienden a oscurecer mis obras. Muchos de ellos son mis enemigos de religión.

Y cuando Borja es una figura que se marcha, abajo, en el jardín de Yuste, junto al estanque, el emperador le dice desde el parapeto de la balaustrada, en plena parafernalia de pescador de altura:

– Cuídate, Francisco. Mi hijo el rey Felipe no te quiere. Nadie está seguro en esta vida. Nadie merece estar seguro.

Embarazado y tímido no sabe si saludar o ser saludado ante la presencia de un anguloso y envejecido Ignacio de Loyola. Los hombres se miran, parecen buscar un momento en su vida o su memoria que los reúna y de pronto Francesc de Borja exclama.

– "L.home del sac!" No ha sonreído Ignacio, pero ha asentido con los ojos.

– Así me llamaban por tierras de Manresa cuando hacía vida eremítica en las cuevas próximas a la montaña de Montserrat.

– Vi cómo le llevaban encadenado ante el Tribunal de la Inquisición.

– Empiezo a recordar aquel mi premonitorio encuentro con tan principal señor. Dos veces he pasado por esa circunstancia. Padecí la Inquisición como lo que soy, un soldado de Cristo, soldado, apóstol y mártir, si se tercia. Libre quedé y ratificado. Asumo esas experiencias como asumo mi pasado de soldado, de hombre mundano, de peregrino a Jerusalén, de mendigo y estudiante de teología en París.

– Toda su vida ha sido un camino de perfección y yo trato de encontrarlo.

Perora Ignacio desde un entusiasmo controlado.

– Todo me habla de las grandes condiciones ascéticas del excelentísimo señor duque de Gandía, y las admiro. Pero usted pertenece a uno de los linajes más importantes de la nobleza, ha sido un buen guerrero, un sabio y fiel administrador, un hombre de acción. Acción, ésa es la palabra. La síntesis entre la reflexión y la acción for ma parte de nuestra norma. Los "Ejercicios Espirituales" nos enseñan a actuar sobre la sociedad.

Somos una compañía de soldados de Cristo, no somos militares, porque nuestras manos están desarmadas, pero tenemos el espíritu de obediencia y disciplina de los militares.

Loyola ha tomado un informe yaciente sobre su austera mesa de trabajo, sobre la que se posa un haz de luz romana. Son dos hombres pálidos y enlutados, tan amarillento el acuarentado y barrigudo menguante Francesc como el enteco cincuentón Ignacio de Loyola, los que se concentran en torno de los papeles que el general jesuita extrae de la carpeta.

– Los Borja están emparentados con cuatro casas reales y asumen más de doscientos títulos de nobleza en España, Portugal y Francia. Eso es poder, un poder que debe emplearse en la guerra de Dios contra la herejía.

– Me siento señalado por el estigma de un poder que arranca de un papa simoníaco.

– Sería difícil encontrar cinco papas ejemplos de virtud desde la caída del Imperio romano. Anastasio I fue un hereje y murió apestando, Juan Ii utilizó la simonía, como Sabiniano, Sergio I, Esteban Ii, un falsificador de textos sagrados. En el siglo nueve casi no hay papa bueno y hasta hubo una papisa y Sergio Ii fue antipapa. ¿Quiere que siga por orden histórico? Desde Constantino hasta Alejandro Vi, su bisabuelo, cuento casi treinta papas que ahora pudieran estar en el Infierno. El actual papa, Paulo Iii, debe su carrera a Alejandro Vi, su bisabuelo. Es hermano de Giulia Farnesio, la que fue amante principal del papa Borja. ¿Es Paulo Iii responsable? ¿Lo es usted? Precisamente Paulo Iii, que debe el cardenalato a la concupiscencia de su hermana, es el papa que encabeza decididamente la Contrarreforma.

Ha reconocido la Compañía de Jesús y ha creado órdenes que combaten el protestantismo entre el pueblo: los barnabitas y los teatinos.

A partir del Concilio de Trento y de la expansión de la Compañía de Jesús, los papas no tendrán más remedio que ser virtuosos. Los jesuitas tenemos cuatro votos, no tres: obediencia, pobreza, castidad y servir al papa.

– ¿Aunque el papa no se deje servir?

– De eso se trata. De que nuestra fortaleza sea la del papa.

O conseguimos que el papa sea transparente, virtuoso e infalible o la Iglesia católica perecerá.

Hemos de convertir todas las acusaciones de los protestantes en virtudes: el rito ha de ser hermoso, brillante, deslumbrante, pero no ofensivo por sus riquezas; la Virgen María más Inmaculada que nunca, y el papa ha de ser infalible, por decisión de Dios, pero también con su propia ayuda y con la nuestra. El poder del papa ha de ser espiritual, servido política y militarmente por los príncipes cristianos. Hoy día la Compañía aparece como un instrumento del emperador Carlos, porque es el bastión frente a los protestantes.

Pero todos los príncipes necesitan el aval de la Iglesia porque su poder procede de Dios, y de romperse esa cadena lógica, sólo nos espera el desorden. Los jesuitas queremos estar en todas las cortes del mundo y formar las conciencias del nuevo poder. El primer cisma de Oriente quedó lejos y fue absorbido por el avance del infiel, pero este cisma rompe el orden del corazón de la cristiandad y hay que reconstruirlo en unos tiempos en que el mundo se ha ampliado y hay que cristianizar las Indias.

En torno a Loyola, Francesc cree ver una aura y el general de los jesuitas se ha dado cuenta del efecto. Sale del aura y abraza a Francesc de Borja, impidiéndole que se arrodille.

– Vuelva a la vida de todos los días. Ejerza su poder en todas las dimensiones, en la Compañía, desde la Compañía, pero también como patriarca de su familia y como leal y utilísimo servidor del emperador.

Ahora siempre "Ad maiorem Dei gloriam".

– Siempre "A mayor gloria de Dios", general.

– Muerto Loyola y apartado Laínez, ¿qué mejor general de la Compañía de Jesús que el duque de Gandía? Por su trabajo como comisario general de la Compañía en España y Portugal, por su dinero, por el entronque de su dinastía.

Una audiencia urgente con él.

Asiente el secretario ante la orden del papa Pío V.

– ¿Por qué habrá rechazado tantas veces el nombramiento de cardenal? Me han dicho que estuvo a punto de aceptar y que Loyola se lo impidió en nombre de los principios de la Compañía.

Los años y los ayunos han conseguido la delgadez de Francesc de Borja, paseante furtivo en Roma por los que fueron espacios vividos por Alejandro, César, Lucrecia, Joan de Gandía, seguidor de los ámbitos donde escenificaron sus pecados. Especialmente conmovido ante el castillo de Sant.Angelo, tantas veces refugio de Alejandro Vi, o ante el pasadizo secreto lleno de imaginarios del vicio, o en las estancias que estudia críticamente. En su cabeza bullen los iconos de sus antepasados, especialmente los que se escapan del cuadro que le mostrara su abuela, y ante un cuadro que reproduce a César se le escapan los labios para musitar:

– "Aut Caesar aut nihil!" En la audiencia, el papa Pío V le invita a levantarse cuando cae de rodillas ante él.

– No quiero cometer el pecado de soberbia de que se arrodille ante mí el general de la Compañía de Jesús.

– Siempre al servicio de su santidad.

– Padre Borja, ha hecho usted una labor formidable en Roma, en España, en las Indias. Colegios y fundaciones de los jesuitas son ya una red universal al servicio de la estrategia de la Contrarreforma. Pero me tiene muy disgustado, general.

– No veo por qué, pero sin duda algún motivo habrá.

– ¿Tan prepotente se siente como general de los jesuitas que ha renunciado tres veces a ser cardenal?

– Discutí esa posibilidad todavía en vida del fundador y llegamos a la conclusión de rechazarlo, para no confundir los espacios de actuación de la Compañía con los del Vaticano.

– Si se dice que usted tiene tanto poder como el papa, ¿para qué va a ser cardenal?

– Sólo hay un papa y no soy yo.

– ¿Por qué otra vez el rechazo del cardenalato?

Por los ojos interiores de Borja, desfilan las imágenes de Alejandro Vi, César, la escena de las castañas tal como creyó verla Burcardo, Lucrecia casi desnuda sentada sobre las rodillas de su padre, el cadáver de su abuelo Joan de Gandía sacado del Tíber, la feroz constancia de su abuela María junto al cuadro que tanto le fascinaba durante su infancia.

Pío V percibe el trastorno interior de Francesc, pero no entiende del todo su consecuencia lógica.

– Ya ha habido demasiados Borja cardenales.

– Respeto su voluntad, pero concédame algo a cambio. Primero: secunde la campaña que he iniciado contra las corridas de toros, detesto ese juego.

– Estoy de acuerdo con su santidad. Ese juego implica egolatría y escaso temor de Dios.

– Además, debería volver a España en una misión especial. Hay que conseguir una liga católica entre España, Francia y Portugal para impedir la expansión de la Reforma protestante y hacer frente a la amenaza turca. El hugonote francés Enrique de Navarra pretende casarse con la hermana del rey Carlos Ix de Francia, y se convertiría automáticamente en un serio aspirante al trono. ¡Un hugonote en el trono de Francia!

Felipe Ii debe reaccionar.

– Me vine de España amenazado por el rey Felipe, tras la muerte de su padre el emperador. Con el padre me entendía a pesar de sus extrañas demandas, pero el hijo es un ser aislado y al mismo tiempo rodeado de burócratas, al emperador le gustaba ordenar las cosas de palabra, Felipe Ii todo lo pone por escrito, para que conste. Tiene graves problemas económicos a pesar de las riquezas de América, se descompone la sociedad y buscan enemigos interiores como causantes.

Pusieron mis obras en el "Índice", especialmente "Obras del cristianismo", así como las de Juan de Ávila o fray Luis de Granada. Hasta el obispo Carranza pasó por la Inquisición, acusado de favorecer la relación directa entre el hombre y Dios, al margen de la liturgia. Acusación falsa, falsedad que le consta al rey, pero prefiere a Carranza en prisión que admitir el error. ¿Nuestro pecado?

Escribir en lenguas romances, tratando de llegar a un mayor número de cristianos y hacer compañía al obispo Carranza, el verdadero objetivo del Tribunal del Santo Oficio. No me asusta la Inquisición, pero no quiero someter a la Compañía de Jesús al baldón de que su general sea sometido a depuración.

– Los jesuitas intranquilizan al poder, son su conciencia intransigente, pero me consta que el rey Felipe le recibirá con agrado.

– Mi salud no es muy buena.

– Un general de los jesuitas, ¿puede colocar su salud por encima de la salud de la cristiandad?

A por los toros, a por los luteranos y a por el Turco.

Aceptan los hombros de Francesc de Borja el encargo con resignación y entre rezos y ensoñaciones de encuentros con Loyola en una tierra o un cielo de nadie, cumple el recorrido convenido. Pero en Barcelona, una vez paseada su nostalgia por la casa del Arcediano, llena de presencias desdibujadas de Leonor y sus hijos niños, emprende peregrinación a pie a Montserrat en busca de los lugares ignacianos. Ensueña a Ignacio de Loyola en su cueva vestido como si aún fuera "l.home del sac".

– Muy bien, Francesc, muy bien. Está saliendo todo muy bien.

Las fundaciones, en las Indias, son la semilla del universalismo de la Compañía.

– Ya no se llaman las Indias, general. Ahora algunos las llaman América.

– Da igual el nombre del lugar donde haya cristianos. Hay que vigilar, siempre hay que vigilar, pero para poder hacerlo primero hemos de vigilarnos a nosotros mismos.

– ¿Ha visto en el cielo a algún Borja?

– No he reparado. Tal vez no hayan llegado todavía.

– Su majestad el rey Felipe Ii le está esperando.

Sale Francesc de su ensoñación y se deja llevar por el chambelán a través de tapices y oscuridades hasta la penumbra donde le espera Felipe Ii mirándole de perfil, severamente, sonrientemente, pero siempre de perfil, como si le costara mover el cuello.

– Bien venido a casa.

– Siempre la he tenido por tal y me he tenido por servidor de Dios y del emperador.

– El cariño que te tenía mi padre lo tengo en mi cabeza. Te veo en los actos fúnebres de mi madre. Junto a mi abuela, la pobre

reina Juana. Departiendo con el emperador, Dios lo tenga en su gloria. Los tiempos han cambiado, duque.

– Si quiere darme algún tratamiento, deme el de general.

– General. No me manifiestes tanta reserva. En el pasado tuvimos malentendidos.

– Con todos los respetos, algo más que malentendidos. No sólo fue introducida en el "Índice" mi obra escrita, sino que ante mi marcha a Roma fue perseguida mi familia: mi hermano Pedro Luis Galcerán de Borja, gran maestre de la Orden de Montesa, otros dos hermanastros procesados y uno de ellos, don Diego de Aragón, ajusticiado en Xátiva, la cuna de la familia.

Se ha distraído el rey, conducida su imaginación por reclamos más importantes, pero vuelve a la audiencia para preguntar:

– Conozco mínimamente el mensaje que me envía su santidad. ¿De qué va esta vez?

– De toros y turcos. Su santidad considera un espectáculo pagano la lidia de toros, por lo que recomienda su prohibición, y propone una gran coalición para derrotar definitivamente al Turco.

– ¿Y los herejes?

– También, por descontado. Luchamos en tres frentes, majestad.

– En cuatro.

– No percibo el cuarto.

– Nuestras propias filas y aquí en España, estamos rodeados de cristianos nuevos, es decir, de falsos cristianos, de moros y judíos hipócritamente conversos que hacen el juego al enemigo. Mis abuelos empezaron la limpieza de sangre y yo voy a terminarla. O la cumplimos o esas razas diabólicas acabarán con lo que representamos.

Y para empezar, tu Compañía, general. Tu Compañía está minada de judíos conversos gracias a la tolerancia de tu antecesor Laínez y también a tu tolerancia.

– San Ignacio me habló de la vigilancia contra el hereje, no contra el converso.

– No os dais cuenta de que son falsos conversos y de que están en todas partes, financiados por las cancillerías extranjeras que quieren arruinar la presencia de España en el mundo en un momento de máximo esplendor. Nuestro imperio se extiende por todos los océanos, pero si tú te mueres, Gandía…

– General.

– General, si tú te mueres, ¿quién es el que tiene más probabilidades de sucederte en el generalato?

– El padre Polanco.

– ¡Judíos! De una familia conversa de Burgos.

Yace en el lecho Borja entre cuidados de negros jesuitas eficaces. Sus semicerrados ojos perciben la gravedad de los rostros, los cuchicheos breves, las miradas inquietas de los que le rodean, algún diagnóstico.

– Tiene llenos de humores los pulmones. Le ha entrado un mal frío.

Ordena.

– Ponedme en condición. He de viajar.

– Imposible la continuidad del viaje.

– Será el último.

– Terminada la misión en Francia, ¿qué otro viaje queda que impida el descanso?

– Roma.

– ¿Qué urgencia espera en Roma?

– La muerte.

Demasiado cansancio para finalmente morir tras un largo viaje, de Roma a Roma, pasando por Barcelona, Madrid, Lisboa y otra vez la ruta del regreso. Demasiado cansancio para pasar de Ferrara, donde el lejano pariente Alfonso de Este insiste en que more en el palacio donde vivió y murió Lucrecia. No entiende el joven duque el rechazo tajante del evidente moribundo, que envía a su hermano Tomás al palacio ducal, mientras él se refugia en el caserón-estudio de los jesuitas ferrarenses. Suben trabajosamente en parihuelas a Francesc de Borja por las escalinatas y dos jóvenes jesuitas dialogan con el duque de Este, jovencísimo y curioso ante la vivencia que ha colocado en su casa al pariente español.

– Gracias, duque, por la contribución de vuestro velero, que ha conseguido traernos por el Po hasta Ferrara. El general no habría resistido el viaje hasta Roma.

– Deber de pariente y de devoto admirador de la Compañía de Jesús, tan bien instalada en Ferrara. Tiene a su disposición a los médicos más expertos y rezan por él en todas las iglesias de la ciudad.

Sobre el confuso rumor de los rezos, Francesc de Borja ve pasar los días del ferragosto tras los abiertos ventanales que dan a las fachadas oxidadas, a los jardines de Ferrara, y en todos los rincones cree percibir la silueta dorada de Lucrecia, sus coqueterías con Strozzi y Bembo, para llegar finalmente siempre a la sonrisa interrogante e inquietada del joven duque, frecuentemente al pie del lecho.

– ¿Conoce lo sucedido en Francia, general?

– ¿Qué se puede conocer desde un lecho?

– Ha habido una matanza de hugonotes durante la noche de San Bartolomé y se acusa a la reina madre Catalina de Medicis de haber instigado la matanza.

– Voluntad de Dios y acción de los hombres. De haber conseguido casar al joven rey Sebastián de Portugal con una princesa francesa… Da lo mismo. Como decía el fundador, no hay mal que por bien no venga. Alfonso, quisiera cumplir mi viaje hasta Roma.

– ¿Tan mal le tratamos en Ferrara? ¿Le urge llegar cuanto antes para ser papa? ¿No le vale ser tan poderoso como el papa? ¡Otro Borja, papa!

– Sólo la sangre me une con aquellos Borja: Alejandro, César, Lucrecia.

– ¿Llegó a conocer usted a mi abuela Lucrecia?

– Mal me calculas la edad, primo. Cuando Lucrecia murió, yo apenas tenía diez años, diez años muy alejados de sus pecados.

– ¿Mi abuela? ¿Una pecadora?

Aquí en Ferrara dejó huellas de santidad, incluso un cilicio con el que mortificaba al parecer su excesiva afición a la poesía y a los poetas.

– ¿Un cilicio?

– Eso creo.

– Alejandro, Lucrecia, César.

César Borja.

– No se puede hablar de él, ése sí que tiene mala fama, y en cambio yo me siento atraído por su leyenda.

– Eres demasiado joven y debes aprender a desconfiar de la belleza del diablo. César tenía la belleza del diablo.

– ¿Llegó a conocerle?

Se impacienta Francesc por la desorientación temporal del joven duque.

– Si no conocí a Lucrecia, ¿cómo pude conocer a César, que murió antes de que yo hubiera nacido?

– Ha pasado tanto tiempo, primo. "Aut Caesar aut nihil!" Un lema formidable, hay que reconocerlo. Pero ¿qué caballero se atrevería hoy día a utilizarlo? La única posibilidad de aventura está en las Indias, aunque no es fácil que los italianos lleguen allí. Aquello sí que es tierra libre, en cambio aquí todo está controlado. Quién pudiera proclamar a los cuatro vientos ¡yo o nada!

– También a mí me seducía esa proclama. De joven. ¡Cuánto infortunio en toda aquella corte!

Todo pecador tuvo su castigo.

– Bueno hubiera sido, primo, pero no es del todo exacto. La vieja Vannozza tuvo una larga vida y murió plácidamente. Miquel de

Corella fue un respetado condotiero al servicio de Florencia. Giulia Farnesio dejó esta vida como una gran señora ayudada por oficios pontificales. Doña Sancha de Nápoles tampoco tuvo castigo divino evidente. El hijo ilegítimo de Lucrecia, el llamado "infant de Roma"

, murió relativamente joven y sus propiedades pasaron a… ¿No las recibió usted, primo?

– No recuerdo.

– Cierto. Pasaron al ducado de Gandía.

– Las habré gastado "ad maiorem Dei gloriam".

– No lo dudo.

– ¿Y aquel infame asesor de César, el florentino?

– ¿Maquiavelo? No tuvo el éxito que al parecer reclamaba su talento, ni fue muy afortunado en su vida familiar. Tuvo mala suerte.

– No existe la suerte. Sólo existe el designio de la Providencia.

Sigue el general la Santa Misa postrado en la cama, escaso el séquito, mucha su piedad convulsa, y otra vez le conmueve hasta las lágrimas la proclamación del "Sanctus".

"Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus Deus Sábaoth, Pleni sunt Caeli et Terra glória tua, Hosanna in excelsis, Benedictus qui venit in nómine Dómini, Hosanna in excelsis."

Dormita Francesc y le despiertan las voces que anuncian la inmediatez del viaje. Apenas tiene conciencia de que le alzan del lecho para dejar su cuerpo en las parihuelas que le conducen al camino que termina en Roma.

– ¿Está muerto? -pregunta el duque.

Alguien contesta:

– Poco le falta.

Abre los ojos Francesc en el jardín, cuando le ayudan a alzarse y a tomar sitio en la calesa, cubierto de mantas, apenas cabeza de polluelo la que asoma entre las cobijas protectoras. Pero aún tiene gesto para bendecir al joven Alfonso, al otro lado de la ventanilla, y advertirle:

– Que tu juventud no nuble tu cabeza. Arranca de tu memoria glorias inútiles. No hay más gloria que la de Dios. Recuerda: "Ad maiorem Dei gloriam".

Parece todo dicho, pero renace como asustado por un terror oculto, y cuando ya empieza a rodar la calesa grita con mucha más voz de la exigida por la apenas lejanía:

– "Aut Deus aut nihil!"