A punto de entregarse a los placeres y las comodidades de un matrimonio concertado con la joven y bella Reiko, Sano Ichiro es reclamado en el palacio imperial para descubrir al asesino de Harume, la concubina favorita del sogún, que ha sido envenenada mientras se hacía un tatuaje amoroso. Con la experiencia de sus veinte años de sosakan-sama -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas-, Sano debe penetrar en el hermético y prohibido mundo de las mujeres del sogún para intentar desenmarañar la compleja trama de amantes y rivales de Harume, que se mueven como pez en el agua entre las intrigas y maquinaciones políticas del Japón feudal. Y como si la investigación no fuera de por sí complicada, Sano descubre con horror que su flamante esposa, supuestamente dulce y sumisa, es en realidad una aspirante a detective preclara y obstinada, con sorprendentes habilidades guerreras. Empeñada en ayudar a su marido, las chispas que surgen entre ambos hacen de su floreciente amor algo tan emocionante como el misterio que rodea la muerte de Harume.

Laura Joh Rowland

El Tatuaje De La Concubina

Título original: The Concubine'.s Tatoo

Traducción: Gabriel Dols Gallardo

para Pamela Gray Ahearn, con gratitud

Edo

Período Genroku,

año 3, mes 9

(Tokio, octubre de 1690)

1

– Es para mí un honor dar comienzo a esta ceremonia, por la cual el sosakan Sano Ichiro y la dama Ueda Reiko se unirán en matrimonio ante los dioses -anunció con solemnidad a los presentes en la sala de audiencias privadas del castillo de Edo el rechoncho y miope ex superior de Sano, Noguchi Motoori, que había actuado de mediador para el enlace.

En aquella agradable mañana de otoño, las puertas correderas de la sala permanecían abiertas al esplendor escarlata de las hojas de arce y a un radiante cielo azul. Dos sacerdotes de vestiduras blancas y altos tocados negros presidían la sala arrodillados frente a la hornacina, de la que pendía un pergamino con los nombres de los kami, las deidades sintoístas. Bajo éste y sobre una tarima, reposaban las tradicionales ofrendas, redondos pastelillos de arroz y una vasija de barro con sake consagrado. Cerca de los sacerdotes había dos doncellas que llevaban las capas con capucha propias de los acólitos de los santuarios sintoístas. En el tatami situado a la izquierda de la hornacina, esperaban de rodillas el padre y los más allegados de la novia: el majestuoso y corpulento magistrado Ueda y unos pocos parientes y amigos. A la derecha, la comitiva del novio estaba formada por su anciana y frágil madre; por el sogún Tokugawa Tsunayoshi, supremo dictador militar de Japón, ataviado con ropajes de brocado y el cilíndrico tocado negro propio de su posición, acompañado de algunos altos funcionarios; y por Hirata, el vasallo mayor de Sano. Todas las miradas estaban puestas en el centro de la sala, el principal escenario de la ceremonia.

Sano y Reiko estaban rodilla con rodilla frente a dos mesitas. El lucía negras vestiduras ceremoniales estampadas con una dorada grulla, con las alas desplegadas, divisa de su familia; de la cintura pendían sus dos espadas. Ella llevaba un quimono de seda blanca y un largo velo blanco del mismo tejido que cubría por completo su rostro y su pelo. Delante de ellos había un plato llano de porcelana que contenía un pino y un ciruelo en miniatura; un haz de bambú y las estatuas de una liebre y una grulla: símbolos de longevidad, flexibilidad y fidelidad. Tras ellos, arrodillados frente a la mesa reservada para el mediador, estaban Noguchi y su esposa. Cuando los sacerdotes se levantaron e hicieron una reverencia frente al altar, el corazón de Sano se desbocó. Su estoica dignidad ocultaba un torbellino de emociones.

Los últimos dos años no le habían traído más que complicaciones: la muerte de su amado padre; el traslado desde la humilde residencia familiar, en el barrio mercantil de Nihonbashi, al castillo de Edo, sede del poder en Japón; y un aumento vertiginoso de posición, con todos los retos que ello comportaba. A veces temía que su mente y su cuerpo fueran incapaces de soportar aquella inclemente avalancha de cambios. Ahora estaba a punto de casarse con una muchacha de veinte años a la que sólo había visto en una ocasión, hacía más de un año, en la reunión formal celebrada entre las dos familias. Su linaje era impecable y su padre, uno de los hombres más ricos y poderosos de Edo; pero jamás habían conversado y no sabía nada de su carácter. Apenas recordaba su apariencia, y no podría verle la cara hasta el final de la ceremonia. De repente, a Sano la tradición del matrimonio concertado le parecía una completa locura: una unión entre desconocidos potencialmente catastrófica. ¿Qué peligroso vuelco había dado su destino? ¿Era demasiado tarde para escapar?

Desde su minúsculo dormitorio situado en las dependencias de las mujeres del castillo de Edo, la más reciente de las concubinas del sogún oyó pasos apresurados, portazos y estridentes voces femeninas. Los vestidores debían de estar llenos de opulentos quimonos de seda y polvos para la cara esparcidos por el suelo, en el apresuramiento de las sirvientas por acabar de vestir a las doscientas concubinas y sus doncellas para el banquete de bodas del sosakan-sama. Pero Harume, agobiada por la asfixiante presencia de tantas mujeres tras apenas ocho meses en el castillo, había decidido no ir a la celebración. La intimidad era algo casi desconocido en los abarrotados aposentos, pero sus compañeras de habitación se habían ido, y el personal del palacio andaba ocupado. Aquel día la madre del sogún, a quien Harume servía, no había reclamado su presencia. Nadie iba a echarla de menos, o eso esperaba, porque Harume pensaba aprovechar al máximo aquel extraño momento de soledad.

Echó el pestillo de la puerta y bajó las persianas. Encima de una mesa baja encendió lámparas de aceite e incensarios. Las llamas titilantes proyectaban su sombra sobre los lienzos de papel de las paredes; el incienso humeaba, dulcemente acre. La habitación se impregnó de quietud y silencio. Una oscura excitación aceleró el pulso de Harume. Sobre la mesa depositó un estuche rectangular laqueado de color negro, con incrustaciones de iris dorados, una botella de sake de porcelana y dos cuencos. Sus movimientos eran pausados y gráciles, propios de un ritual sagrado. Después se acercó de puntillas a la puerta y escuchó.

El ruido había disminuido; las mujeres debían de haber acabado de vestirse y estarían de camino hacia la sala del banquete. Harume regresó al altar que había dispuesto. Embargada de ansiedad, se compuso el cabello moreno y lustroso, que le llegaba a la cintura. Se aflojó la faja y separó las faldas de su bata de seda roja. Desnuda de cintura para abajo, se arrodilló.

Se contempló con orgullo. A sus dieciocho años, poseía la madurez física de una adulta, pero con el fresco esplendor de la juventud. Una impecable piel marfileña recubría sus firmes muslos, sus caderas redondeadas y su abdomen. Harume se acarició el sedoso triángulo de vello pubiano con la punta de los dedos. Sonrió al acordarse de él y de su mano allí mismo, de su boca contra su garganta, de su éxtasis compartido. Se deleitó en su eterno amor por él, que estaba a punto de demostrar más allá de cualquier duda.

Para purificar la estancia, uno de los sacerdotes agitó un bastón adornado con blancas tiras de papel y gritó: «¡Que salga el mal, que entre la fortuna! ¡Zuum! ¡Zuum!» Después entonó una invocación a los dioses sintoístas Izanagi e Izanami, venerados procreadores del universo.

Al oír aquellas palabras conocidas, Sano se relajó. La intemporal ceremonia lo elevaba por encima del miedo y la duda; en su interior creció la esperanza. A pesar de los riesgos, quería ese matrimonio. A la avanzada edad de treinta y un años, estaba listo para dar aquel paso definitivo hacia la madurez oficial, para asumir su lugar en la sociedad como cabeza de su propia familia. Y estaba listo para que su vida cambiara.

Los veinte meses que llevaba ejerciendo como sosakan-sama del sogún -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas- habían sido un ciclo ininterrumpido de crímenes, cazas de tesoros y misiones de espionaje. Una etapa que había estado a punto de culminar en tragedia con su viaje a Nagasaki. Allí, durante la investigación del asesinato de un mercader holandés, le dispararon, estuvieron a punto de quemarlo vivo, lo acusaron de traición y casi lo ejecutan antes de poder demostrar su inocencia. Había regresado a Edo siete días atrás, y, aunque no había perdido su afán por la búsqueda de la verdad y la entrega de criminales a la justicia, estaba cansado. Cansado de violencia, muerte y corrupción. El año anterior había vivido una trágica relación amorosa que lo había embargado de una sensación de soledad y de agotamiento emocional.

Ahora, sin embargo, Sano esperaba poder descansar de los rigores de su trabajo; el sogún le había garantizado un mes de vacaciones. Tras un compromiso de un año, Sano acogía de buen grado la perspectiva de tener vida privada, con una esposa dócil y dulce que se erigiese en refugio del mundo exterior. Ansiaba tener hijos, sobre todo un varón que diese continuidad a su nombre y heredase su posición. Aquella ceremonia no era un rito de mero trámite social, sino un portal hacia todo lo que Sano más quería.

El segundo sacerdote tocó una serie de notas agudas y lastimeras con una flauta, mientras el primero lo acompañaba con un tambor de madera. Se acercaba la parte más solemne y sagrada del ritual del matrimonio. Cesó la música. Una acólita vertió el sake consagrado en un cazo metálico y se lo llevó a Sano y a Reiko. La otra les puso delante una bandeja con tres cuencos de madera de diferentes tamaños, metidos el uno dentro del otro. Las acólitas llenaron el primer cuenco, el más pequeño, con el cazo; hicieron una reverencia y se lo tendieron a la novia. Los allí presentes atendían en expectante silencio.

Harume abrió el estuche laqueado y sacó una navaja larga y recta de centelleante filo acerado, un cuchillo con mango de nácar y un frasco cuadrado y esmaltado en negro con su nombre pintado en oro en la tapa. Al disponer aquellos objetos frente a ella, un temblor de miedo le atenazó la garganta. Temía el dolor, odiaba la sangre. ¿Y si alguien interrumpía la ceremonia o, lo que es peor, descubría su relación secreta y prohibida? Su vida transcurría bajo la sombra de peligrosas intrigas, y había quien quería verla deshonrada y desterrada del castillo. Pero el amor exigía sacrificio y requería del riesgo. Con manos inseguras vertió el sake en los dos cuencos: uno para ella y otro, ritual, para su amante ausente. Alzó su cuenco y apuró la bebida. Lagrimeó con la garganta abrasada, pero el potente licor la inflamó de valor y determinación. Cogió la navaja.

Con cuidadosas pasadas, Harume se rasuró el pubis por completo y dejó caer al suelo el vello cortado. Después puso a un lado la navaja y alzó el cuchillo.

Reiko, con la cara aún oculta por el velo blanco, se llevó a los labios el cuenco de sake y bebió. Repitió el proceso tres veces. A continuación, las acólitas lo rellenaron y se lo dieron a Sano. Este tomó sus tres sorbos imaginando que sentía el calor pasajero de los delicados dedos de su prometida en la madera pulida y que saboreaba la dulzura de su carmín en el borde del cuenco: un primer, si bien indirecto, contacto.

¿Sería su matrimonio, como él esperaba, la unión de dos almas afines al tiempo que una satisfacción sensual?

Un suspiro colectivo recorrió a los presentes. El san-san-ku-do -el voto de «tres-veces-tres-sorbos» que sellaba el enlace matrimonial- nunca dejaba de despertar conmovedoras emociones. Los ojos del propio Sano ardían de lágrimas contenidas; se preguntaba si Reiko compartía sus esperanzas.

La acólita dejó a un lado el cuenco y llenó el segundo. En aquella ocasión bebió primero Sano tres veces, antes de que Reiko hiciera lo propio. Después de que les pasaran el tercer y mayor de los cuencos y se bebieran su contenido, la flauta y el tambor reanudaron la música. Sano se sentía casi superado por la alegría. Ahora él y Reiko estaban unidos en matrimonio. Pronto vería de nuevo su cara…

El contacto del filo acerado del cuchillo contra su sensible piel rasurada provocó en Harume un escalofrío. El corazón le estallaba, le temblaban las manos. Dejó el cuchillo y bebió otro trago. Después, cerró los ojos e invocó la imagen de su amante, el recuerdo de sus caricias. El humo del incienso empapó sus pulmones de aroma a jazmín. El ardor la inundó de osadía. Cuando abrió los ojos, su cuerpo estaba en reposo, su mente en calma. Cogió de nuevo el cuchillo. Cortó con lentitud el primer trazo en el pubis, justo encima de la hendidura de su femineidad.

Manó la sangre carmesí. Harume exhaló un agudo silbido de dolor; las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Pero se limpió la sangre con el extremo de su faja, volvió a beber y rasgó el siguiente trazo. Más dolor, más sangre. Once trazos más, y Harume suspiró de alivio. Lo peor estaba hecho. El siguiente paso la enlazaría a su amante de forma irrevocable.

Abrió el frasco laqueado. La cara interna del tapón llevaba incorporada una brocha con mango de bambú cuyas suaves cerdas estaban saturadas de tinta negra y brillante. La extendió con cuidado por los cortes; su fresca humedad era un bálsamo para el dolor. Con la faja ensangrentada secó la tinta sobrante, y tapó la botella. Después, con otro trago de sake, admiró su obra.

El tatuaje completo, grabado en líneas negras, era del tamaño de la uña de su pulgar y adornaba ahora sus partes íntimas: una expresión indeleble de fidelidad y devoción. Hasta que volviera a crecerle el vello, esperaba poder mantenerse a salvo y ocultar su secreto al resto de las concubinas, al personal del palacio y al sogún. Pero incluso cuando el tatuaje quedara convenientemente oculto, ella sería consciente de su presencia. Al igual que él. Atesorarían ese símbolo del único matrimonio que jamás celebrarían. Harume se sirvió otro sake, un brindis privado por el amor eterno.

Pero cuando bebió, fue incapaz de tragar. El sake se le derramó de la boca y cayó por su barbilla. Un extraño cosquilleo le recorrió los labios y la lengua; notaba la garganta atorada e insensible, como si estuviera llena de algodón. Una inquietante sensación de frío le erizó la piel. Le sobrevino un mareo. La habitación daba vueltas y las llamas de las lámparas, demasiado brillantes, danzaban ante sus ojos. Asustada, dejó caer el cuenco. ¿Qué le estaba pasando?

Una náusea repentina se apoderó de ella. Doblada y con las manos sobre el estómago, las arcadas precedieron a un vómito cálido y agrio que le obstruyó la garganta, le subió por la nariz y se derramó por el suelo. Resolló y tosió, incapaz de respirar. Presa del pánico, Harume se levantó y avanzó hacia la puerta, pero los músculos de sus piernas habían perdido la fuerza; tropezó y desparramó los incensarios, la navaja, el cuchillo y el tintero. Tambaleándose, sin dejar de pugnar por respirar, logró llegar a la puerta y abrirla. De sus labios entumecidos brotó un grito ronco.

– ¡Socorro!

El pasillo estaba vacío. Aferrándose la garganta, Harume fue dando tumbos hacia unas voces que sonaban distorsionadas y remotas. Las lámparas del techo refulgían como soles y la cegaban. Se apoyó en las paredes para sostenerse. A través de una neblina de náusea y mareo, Harume distinguió unas formas negras y aladas que la perseguían. Unas garras trataron de cogerla del pelo. En sus oídos sonó el eco de unos estridentes chillidos.

«¡Demonios!»

A continuación las acólitas sirvieron sake a la madre de Sano y al padre de Reiko, en honor de la nueva alianza que se había establecido entre las dos familias, y repartieron cuencos de licor entre los asistentes, que exclamaron al unísono:

– Omedeto gozaimasu. -«¡Felicidades!»

Sano vio rostros de felicidad vueltos hacia ellos. La mirada llena de amor de su madre lo conmovió. Hirata se pasó una mano cohibida por la pelusa negra de su cabeza -afeitada durante su investigación en Nagasaki-y le dedicó una sonrisa radiante. El magistrado Ueda asintió en solemne aprobación; el sogún sonreía.

Sano cogió el documento ceremonial de la mesa que tenía delante y lo leyó con voz temblorosa.

– Acabamos de unirnos como marido y mujer para toda la eternidad. Juramos ejecutar fielmente nuestros deberes conyugales y pasar todos los días de nuestras vidas juntos en sempiterna confianza y afecto. Sano Ichiro, el vigésimo día del noveno mes, tercer año Genroku.

Después Reiko leyó su documento, idéntico al anterior. Tenía la voz aguda, clara y melódica. Era la primera vez que Sano la oía. ¿De qué iban a hablar cuando estuvieran a solas esa noche?

Las acólitas dieron a la pareja unas ramas del árbol saka con tiras de papel blanco sujetas, y los condujeron hasta la hornacina para realizar las tradicionales ofrendas matrimoniales a los dioses. Menuda y delgada, Reiko apenas le llegaba a Sano a los hombros. Sus largas mangas y la cola de su vestido se arrastraban por el suelo. Hicieron a la vez una reverencia y depositaron las ramas en el altar. Las acólitas se inclinaron dos veces frente a éste y dieron dos palmadas. Los asistentes las imitaron.

– La ceremonia ha sido completada de forma satisfactoria -anunció el sacerdote que había llevado a cabo la invocación-. Ahora la novia y el novio pueden empezar a construir un hogar armonioso.

Acosada por los demonios, Harume logró orientarse de algún modo por los sinuosos corredores de las dependencias de las mujeres y alcanzar la puerta que llevaba al edificio principal del palacio. Allí estaban las damas del castillo, vestidas con brillantes y coloridos quimonos, atendidas por las criadas y por unos cuantos guardas. A Harume empezaban a abandonarle las fuerzas. Entre resuellos, asfixiada, se desplomó en el suelo.

La multitud se volvió con un sonoro frufrú de adornos de seda. Se alzó una barahúnda de exclamaciones:

– ¡Es la dama Harume!

– ¿Qué le pasa?

– ¡Tiene la boca llena de sangre!

Sobre Harume pendía un mosaico cambiante de caras atónitas y espantadas. Unas manchas púrpuras ocultaban los rasgos de aquellas caras conocidas. Las narices se alargaban, los ojos se encendían, bocas lascivas descubrían sus colmillos. De los hombros surgían alas negras que se sacudían en el aire. Los adornos de seda se convirtieron en el plumaje chillón de unos pájaros monstruosos. Hacia ella se extendían ávidas las garras.

– Demonios -dijo Harume entre boqueadas-. No os acerquéis más. ¡No!

La aferraron unas manos fuertes; unas autoritarias voces masculinas proferían órdenes.

– Está enferma. Avisad a un médico.

– No dejéis que interrumpa la boda del sosakan-sama.

– Llevadla a su habitación.

El pánico dotó de fuerza a los músculos de Harume. Mientras lanzaba golpes a diestro y siniestro y trataba de respirar, su voz acudió a ella en un grito de terror:

– ¡Socorro! ¡Demonios! ¡No dejéis que me maten!

– Está loca. No os acerquéis, ¡apartaos! Es violenta.

La transportaron por el pasillo, seguida de la horda vociferante y agitada. Harume luchó por soltarse. Sus captores por fin la tumbaron y la inmovilizaron de brazos y piernas. Estaba atrapada. Los demonios iban a despedazarla y a devorarla después.

Asaltada por aquellos pensamientos escalofriantes, Harume sintió agolparse en su cuerpo una fuerza aún más terrorífica. Una convulsión desmedida se apoderó de sus huesos, sus músculos y sus nervios, le tiró de los tendones y le atenazó los órganos internos con cadenas invisibles. Presa de la agonía, gritó mientras su espalda se arqueaba y los miembros rígidos se extendían sin control. Con una cacofonía de chillidos, los demonios la soltaron, expelidos por la fuerza de sus movimientos involuntarios. Una segunda convulsión, más fuerte, y su visión se inundó de penumbra. Las sensaciones externas se desvanecían; no veía a los demonios ni oía sus voces. El golpeteo errático y desbocado de su propio corazón colmaba sus oídos. Otra convulsión. Con la boca completamente abierta, Harume era incapaz de respirar. Su último pensamiento fue para su amante: con un pesar tan agónico como el dolor, supo que nunca volvería a verlo en esa vida. Un último jadeo. Una súplica inarticulada más:

«Ayuda…»

Después, la nada.

Sano apenas oyó los murmullos de bendición de los presentes, porque las acólitas estaban retirando el velo del rostro de su esposa. Se estaba volviendo hacia él…

Reiko tenía veinte años, pero parecía más joven. Poseía un óvalo facial perfecto, de barbilla y nariz delicadas. Sus ojos, como pétalos negros y brillantes, resplandecían con inocencia. Encima de ellos lucían los finos arcos pintados de sus cejas. El polvo blanco de arroz cubría una piel tersa, perfecta, en contraste con el satén negro de su cabello, que descendía desde una raya central hasta las rodillas. Su belleza dejó a Sano sin aliento. Entonces Reiko le sonrió: un tímido esbozo en unos labios rojos y delicados, antes de bajar la mirada con recato. El corazón de Sano se encogió con una ternura feroz y posesiva cuando le devolvió la sonrisa. Era todo lo que deseaba. Su vida en pareja iba a ser pura dicha conyugal, que empezaría en cuanto terminaran las formalidades de la ceremonia.

Los presentes se pusieron en pie cuando las acólitas escoltaron a Sano y Reiko desde el altar hasta sus familias. Sano hizo una reverencia ante el magistrado Ueda y le dio las gracias por el honor de unirse a su clan, mientras Reiko hacía lo mismo con la madre de Sano. Juntos agradecieron al sogún su protección y a los invitados, su asistencia. Después, tras un sinfín de felicitaciones, agradecimientos y bendiciones, la comitiva, encabezada por el sogún, atravesó las puertas labradas y recorrió el amplio pasillo que llevaba al salón dispuesto para el banquete de bodas, donde esperaban más invitados.

De repente, de las profundidades del castillo llegaron unos gritos agudos y el sonido de pasos a la carrera. El sogún se paró y detuvo la procesión.

– ¿Qué son esos ruidos? -preguntó, con las facciones aristocráticas ensombrecidas por la irritación. Dirigiéndose a sus sirvientes, ordenó-: Id y, ah, averiguad la causa, y poned fin a…

Por el pasillo se abalanzaban hacia la comitiva de la boda centenares de mujeres vociferantes, algunas ataviadas con brillantes ropajes de seda; otras, con los sencillos quimonos de algodón de las sirvientas; y todas, con las mangas sobre la nariz y la boca y los ojos desorbitados por el terror. Tras ellas irrumpió el personal de palacio gritando instrucciones y tratando de restablecer el orden, aunque las mujeres no les prestaban atención.

– ¡Dejadnos salir! -gritaban, y empujaban a los miembros de la comitiva contra las paredes para abrirse camino.

– ¿Cómo osan tratarme con tan poco respeto estas mujeres? -gritó Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Se han vuelto todas locas? ¡Guardias, detenedlas!

El magistrado Ueda y las criadas protegieron a Reiko de la estampida, que aumentó hasta incluir a invitados que, presas del pánico, salían en aluvión del salón del banquete. Chocaron contra la madre de Sano, quien la aferró antes de que cayera.

– ¡Si no corremos, estamos perdidas! -gritaban las mujeres.

En aquel momento apareció un ejército de guardias que las condujo de vuelta al interior del castillo. La comitiva de la boda y los invitados se apiñaron en el salón del banquete, en cuyo suelo se habían dispuesto mesas y cojines; un conjunto de músicos asustados se aferraba a sus instrumentos, mientras las doncellas esperaban para servir la comida.

– ¿Qué significa esto? -El sogún se enderezó el alto tocado negro, que había quedado ladeado en la refriega-. Ah, ¡exijo una explicación!

El comandante de la guardia se inclinó ante Tokugawa Tsunayoshi.

– Mis disculpas, excelencia, pero se ha producido un revuelo en las dependencias de las mujeres. Una de vuestras concubinas, la dama Harume, acaba de morir.

El médico mayor del castillo, vestido con los ropajes azul oscuro propios de su profesión, añadió:

– Su muerte fue causada por una repentina enfermedad violenta. El resto de las damas huyeron presas del pánico, por temor al contagio.

Se alzó un murmullo entre los presentes. Tokugawa Tsunayoshi esbozó un gesto de sorpresa.

– ¿Contagio? -Su cara empalideció, y se tapó la nariz y la boca con ambas manos para evitar la entrada del espíritu de la enfermedad-. ¿Significa eso que hay una, ah, epidemia en el castillo?

Dictador de delicada salud y escaso talento para el liderazgo, el sogún se volvió hacia Sano y el magistrado Ueda, los dos hombres de más alta posición de los allí presentes.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Hay que cancelar las festividades nupciales -dijo el magistrado con pesadumbre- y enviar a los invitados a casa. Ya me encargaré de todo.

Sano, aunque aturdido por tan calamitoso colofón para su boda, se apresuró a ayudar a su señor. Las enfermedades contagiosas eran una preocupación de primer orden en el castillo de Edo, que albergaba a centenares de los funcionarios de más alto rango de Japón y a sus familias.

– Por si de verdad se trata de una epidemia, hay que poner a las damas en cuarentena para evitar que se extienda. -Sano dio instrucciones al comandante de la guardia para que se encargase de aquello y le dijo al médico del castillo que examinase a la mujer en busca de síntomas-. Y vos, excelencia, deberíais permanecer en vuestros aposentos para eludir la enfermedad.

– Ah, sí, claro -dijo Tokugawa Tsunayoshi, aliviado de que otro asumiese el mando. El sogún se dirigió a sus aposentos y ordenó a sus funcionarios que lo siguieran, mientras gritaba instrucciones a Sano-: ¡Debes investigar de inmediato la muerte de la dama Harume! -En su temor por su persona, parecía indiferente a la pérdida de su concubina y al destino del resto de sus mujeres. Y al parecer había olvidado por completo las vacaciones que le prometiera a Sano-. Tienes que evitar que me alcance el espíritu de la enfermedad. ¡En marcha!

– Sí, excelencia -exclamó Sano en dirección al déspota en retirada y su séquito.

Hirata corrió a su lado. Cuando partieron por el pasillo hacia las dependencias de las mujeres, Sano miró por encima de su hombro y vio a Reiko, que arrastraba el traje nupcial, escoltada por su padre y las criadas. Sintió una extrema irritación contra el sogún por renegar de su promesa, y lamentó el retraso de las celebraciones de la boda, tanto públicas como privadas. ¿Acaso no se había ganado algo de paz y felicidad? Después reprimió un suspiro. La obediencia a su señor era la suprema virtud de un samurái. El deber se imponía; una vez más, la muerte reclamaba la atención de Sano. La dicha conyugal tendría que esperar.

2

Las dependencias de las mujeres del castillo de Edo ocupaban una recogida sección interna del cuerpo central del palacio conocida como Interior Grande. La ruta de acceso llevó a Sano y a Hirata por las áreas externas y públicas del palacio: salones de audiencias, oficinas gubernamentales y salas de conferencias, conectadas por una enrevesada red de pasillos. Un silencio ominoso había caído sobre el habitual bullicio del castillo. Los funcionarios se apiñaban en grupos de los que surgían inquietos murmullos a medida que se extendía la noticia de la sorprendente muerte de la concubina. Guardias armados patrullaban los pasillos en previsión de más disturbios. La gran burocracia Tokugawa se había frenado en seco. A la vista de las graves repercusiones que podría tener para la nación una epidemia en la capital de Japón, Sano esperaba que la enfermedad de la dama Harume se revelase como un incidente aislado.

Una descomunal puerta de roble decorada con herrajes de hierro y grabados florales sellaba la entrada a las dependencias de las mujeres: hogar de la madre, de la esposa y de las concubinas del sogún; de sus criadas, cocineras de palacio, doncellas y otras sirvientas femeninas. Dos centinelas custodiaban la puerta.

– Venimos por orden de su excelencia para investigar la muerte de la dama Harume -dijo Sano. Hirata y él se identificaron.

Los centinelas hicieron una reverencia y abrieron la puerta, que conducía a un estrecho pasillo iluminado por faroles. La puerta se cerró detrás de ellos con un leve chasquido reverberante.

– Nunca había estado aquí -anunció Hirata con voz queda y sobrecogida-. ¿Y vos?

– Nunca -respondió Sano; en su interior se agitaba una mezcla de interés e inquietud.

– ¿Conocéis a alguien que viva en el Interior Grande?

En su calidad de sosakan del sogún, Sano disponía de acceso libre a la mayor parte del castillo. Conocía bien sus pasajes y jardines cerrados, la torre, la capilla de los ancestros, el campo de entrenamiento de artes marciales, el bosque donde cazaba la nobleza, las dependencias funcionariales donde vivía, la sección externa del palacio e incluso los aposentos privados del sogún. Pero las dependencias de las mujeres estaban vedadas para todos los hombres con excepción de unos pocos guardias, médicos y funcionarios cuidadosamente escogidos. Entre ellos no se contaba Sano.

– Conozco de vista a algunas de las doncellas y a funcionarias de poco rango -dijo-, y una vez dirigí una escolta militar que acompañó a la madre y a las concubinas del sogún en un peregrinaje al templo de Zojo. Pero nunca he tenido un contacto directo con nadie que viva aquí.

Sano experimentó una sensación de desconcierto al adentrarse en territorio desconocido.

– Bueno, empecemos -dijo, cargando su voz de confianza al recordar el aplazamiento de sus festividades nupciales. ¿Cuánto tiempo haría falta para que Reiko y él pudiesen estar juntos? Se puso en camino por el pasillo, resistiéndose a la tentación de andar de puntillas.

El encerado suelo de ciprés relucía y reflejaba vagamente las imágenes distorsionadas de Sano e Hirata. El artesonado del techo estaba adornado con flores pintadas. Las habitaciones desocupadas estaban repletas de cofres, armarios y biombos laqueados, braseros de carbón, espejos, ropas desperdigadas y tocadores atestados de peines, pasadores y frascos. Las paredes interiores estaban cubiertas de murales dorados. En los baños abandonados humeaban las tinas redondas de madera. El pasillo estaba desierto, pero, tras las celosías de madera y las paredes de papel, se agitaba un sinfín de figuras imprecisas. Al paso de Sano e Hirata, las puertas se entornaban y de ellas asomaban ojos asustados. En algún lugar sonaba la melodía melancólica de un samisén. Un agudo murmullo de voces femeninas flotaba en el aire, que parecía más cálido y olía diferente que en el resto del palacio, endulzado por el aroma de las esencias y los ungüentos perfumados. A Sano le parecía detectar también los olores más sutiles de los cuerpos de las mujeres: ¿sudor, secreciones sexuales, sangre?

En aquella poblada colmena, las mismas paredes parecían expandirse y contraerse con aliento femenino. A Sano le habían llegado rumores de ciertos entretenimientos extravagantes que se celebraban allí, de intrigas secretas y fugas. Pero ¿qué experiencia práctica podía aportar él a un misterioso caso de enfermedad mortal en aquel santuario privado? Miró a Hirata.

La cara ancha e infantil del vasallo revelaba un aire de determinación agitada. Caminaba con timidez, con los hombros encorvados, plantando un pie delante del otro con exagerada atención, como si temiese hacer ruido u ocupar demasiado espacio. Pese a su propia incomodidad, Sano sonrió; los dos andaban perdidos allí.

Hubo un tiempo en que Sano, hijo de un ronin -un samurái sin maestro-, se ganaba la vida como instructor en la academia de artes marciales de su padre y como tutor de jóvenes que estudiaban historia en sus ratos libres. Los contactos de su familia le habían garantizado el cargo de comandante de policía. Había resuelto su primer caso de asesinato y le había salvado la vida al sogún, lo cual le había llevado a su actual posición.

Hirata tenía veintiún años, y su padre había sido doshin, un simple policía de Edo, de los encargados de las patrullas. Él había heredado este cargo a los quince años y había mantenido el orden en las calles de la ciudad hasta pasar a ser el vasallo mayor de Sano, un año y medio atrás cuando habían investigado el famoso caso del asesinato de los Bundori. Sus orígenes humildes, inclinaciones personales y experiencia les eran de poca ayuda para la tarea que tenían entre manos, si bien, como se recordó Sano, habían salido airosos de otras situaciones difíciles.

– ¿Qué haremos primero? -preguntó Hirata. Su tono cauto era un eco de los recelos de Sano.

– Encontrar a alguien que nos lleve al lugar de la muerte de la dama Harume.

Pero no fue necesario. Un gran alboroto los atrajo hacia las profundidades del sombrío laberinto de habitaciones ocupadas por incontables mujeres invisibles que susurraban y sollozaban tras las puertas cerradas. Se cruzaron con médicos de azules ropajes que correteaban con sus cofres de medicinas a cuestas; les seguían las sirvientas con bandejas de té y remedios de hierbas. Se oían voces que cantaban o gritaban; repiquetear de campanas, tañer de tambores y crujir de papeles. En los pasillos flotaba el olor dulce y alquitranado del incienso. Sano e Hirata localizaron con facilidad el centro del ajetreo, una pequeña cámara al final del pasillo. Entraron.

En el interior, cinco monjes budistas de túnica azafrán tañían campanas, entonaban plegarias, tocaban tambores y agitaban bastones con tiras de papel para ahuyentar a los espíritus de la enfermedad. Las doncellas echaban sal en el alféizar de las ventanas y alrededor de la estancia para purificar unos limites que la contaminación de la muerte no pudiera atravesar. Dos funcionarias de palacio de mediana edad, ataviadas con los ropajes grises característicos de su cargo, ondeaban incensarios. A través de aquella neblina asfixiante, Sano a duras penas podía ver el cuerpo amortajado que yacía en el suelo.

– Por favor, esperad fuera un momento -les dijo a los monjes, a las doncellas y a las funcionarias. Lo obedecieron, y entonces se dirigió a Hirata-: Ve a buscar al médico mayor.

Después abrió la ventana para que entrase la luz del sol y se despejara el humo. Sacó un pañuelo doblado de debajo de la faja y se cubrió la nariz y la boca. Tras envolverse la mano con el extremo de la faja para protegerse de la enfermedad física y la contaminación espiritual, se acuclilló junto al cuerpo y retiró la mortaja blanca.

El cadáver correspondía a una mujer joven, maciza y robusta de cuerpo, con las faldas separadas de forma que quedaban a la vista sus caderas y las piernas desnudas. La tersa piel y los rasgos redondeados de su óvalo facial pudieran haber sido bellos en alguna ocasión, pero en ese momento estaban cubiertos de la sangre y el vómito que manchaban también su quimono rojo de seda y el tatami sobre el que yacía. Sano tragó saliva con dificultad. Por la mañana había estado demasiado nervioso para comer; en ese momento, la sensación de náusea con el estómago vacío era casi abrumadora. Sacudió la cabeza, apiadado. La dama Harume había muerto en la flor de la vida. De pronto, al darse cuenta del extraño estado del cadáver, frunció el entrecejo.

Su cuerpo presentaba la rigidez propia de alguien que llevara muerto muchas horas, en lugar de minutos: la columna arqueada, los puños apretados, los brazos y las piernas extendidos y rígidos, y las mandíbulas en tensión. Con la mano cubierta, Sano le palpó el brazo. Estaba duro al tacto, y no cedía, con los músculos congelados en un espasmo permanente. Y los ojos desorbitados de Harume parecían demasiado oscuros. Al acercarse más, Sano observó que las pupilas estaban dilatadas al máximo. Su pubis rasurado presentaba lo que parecía ser un símbolo recién tatuado, aún enrojecido e hinchado en torno a las incisiones entintadas: el carácter ai.

Al oír pasos por el corredor, Sano alzó la cabeza a tiempo de ver entrar en la habitación a Hirata y al médico del castillo. Se agacharon a su lado con pañuelos sobre la boca y la nariz para inspeccionar el cadáver.

– ¿De qué enfermedad se trata, doctor Kitano? -preguntó Sano a través de su propio pañuelo, que ya estaba húmedo de saliva.

El médico sacudió la cabeza. Tenía la cara surcada de arrugas y el pelo, ralo y gris, recogido en la nuca.

– No lo sé. Soy médico desde hace treinta años pero jamás había visto u oído algo semejante. El súbito arranque, el delirio violento y las convulsiones, las pupilas dilatadas, el fulminante fallecimiento… Para mí es un misterio; no conozco remedio que lo cure. Que los dioses nos asistan si se extiende esta enfermedad.

– Durante mi primer año en la policía -dijo Hirata-, una fiebre mató a trescientas personas en Nihonbashi. No con estos síntomas, ni tan rápido, pero causó graves problemas. Las tiendas quedaron abandonadas porque los dueños habían muerto o huido a las colinas. Se declararon incendios porque la gente encendía velas e incienso para purificar sus casas y mantener alejado al demonio de la fiebre. Las calles estaban llenas de cadáveres porque no daban abasto para retirarlos. El humo de tantos funerales formó un nubarrón negro que flotaba sobre la ciudad.

Sano cubrió el cuerpo de Harume con la mortaja, se puso de pie y se apartó el pañuelo de la cara; sus acompañantes lo imitaron. Recordaba la epidemia y temía una repetición más desastrosa si cabe allí, en el corazón del gobierno de Japón. Pero, a raíz de sus observaciones, se le ocurría una alternativa no menos inquietante.

– ¿Había mostrado antes la dama Harume algún indicio de enfermedad? -preguntó al doctor Kitano.

– Ayer yo mismo me encargué de su reconocimiento mensual, como hago con todas las concubinas. Harume estaba sana como una manzana.

A medida que el miedo de Sano a una epidemia se desvanecía, se abría paso una terrible inquietud.

– ¿Ha caído enferma alguna otra mujer?

– Todavía no las he examinado a todas, pero la funcionaria mayor me ha dicho que, aunque están alteradas, no presentan ningún problema físico.

– Ya veo. -Aunque se trataba de la primera visita de Sano al Interior Grande, sabía de sus condiciones de abarrotamiento-. ¿Las mujeres viven, duermen y se bañan juntas, comen la misma comida y beben de la misma agua? ¿Y ellas y el personal están en contacto constante las unas con las otras?

– Así es, sosakan-sama -afirmó el médico.

– Pero ninguna comparte los síntomas de la dama Harume. -Sano intercambió una mirada con Hirata que, consternado, daba señales de empezar a entender-. Doctor Kitano, creo que debemos tener en cuenta la posibilidad de que la envenenaran.

La expresión de preocupación del doctor se trocó por una de horror.

– ¡Baje la voz, se lo suplico! -exclamó, aunque Sano había hablado en tono quedo. Después de un furtivo vistazo al pasillo, susurró-: En los tiempos que corren, el veneno es a menudo una posibilidad en caso de muerte repentina e inexplicable. -Sano sabía que en tiempos de paz la gente solía utilizarlo para atacar a sus enemigos sin declarar una guerra abierta-. Pero ¿sois consciente de los peligros que entraña una afirmación como ésa?

Lo era. La noticia de un envenenamiento -verdadero o supuesto- crearía un clima de suspicacia no menos pernicioso que una epidemia. Las legendarias hostilidades del Interior Grande experimentarían una escalada y podrían llegar a adoptar un cariz violento. Ya había sucedido en el pasado. Poco antes de la llegada de Sano al castillo, dos concubinas habían acabado una discusión con una pelea en la que la ganadora apuñaló a la vencida con un pasador del pelo. Hacía once años, una sirvienta había estrangulado a una funcionaria de palacio en la bañera. El pánico se extendería al resto del castillo, intensificaría las rivalidades y provocaría duelos mortales entre funcionarios samurái y soldados.

¿Y qué pasaría si el sogún, siempre susceptible a los desafíos a su autoridad, veía el asesinato de una concubina como un ataque a su persona? Sano preveía una purga sangrienta de culpables potenciales. En busca de una posible conspiración, el bakufu -el gobierno militar de Japón- investigaría a todos los funcionarios, desde el Consejo de Ancianos hasta los más humildes oficinistas; a todos los sirvientes, a todos los daimio -señores provinciales- y sus criados, incluso a los modestísimos ronin. Los sedientos de poder tratarían de escalar posiciones poniendo en entredicho a sus rivales. Se amañarían pruebas, circularían rumores y se calumniarían comportamientos hasta que se ejecutara a uno o muchos «criminales»…

– No tenemos pruebas de que asesinaran a la dama Harume -dijo el doctor Kitano.

Al ver lo pálido que estaba, Sano adivinó que, como médico mayor y entendido en fármacos, temía ser el principal sospechoso en un crimen que comportara veneno. El tampoco quería someterse al riguroso examen del bakufu, puesto que tenía un poderoso enemigo que ansiaba su ruina: el chambelán Yanagisawa. Ahora tenía esposa y familia política, vulnerables también a los ataques. En Nagasaki había aprendido las nefastas consecuencias de ceder a la curiosidad investigando asuntos delicados…

Aun así, como siempre que empezaba una investigación, Sano entraba en un terreno donde las cuestiones elevadas pesaban más que las personales y prácticas. El deber, la lealtad y el valor eran las virtudes cardinales del bushido -el camino del guerrero-, fundamento del honor de un samurái. Pero el particular concepto del honor de Sano incluía una cuarta piedra angular no menos importante: la búsqueda de la verdad y la justicia, lo que daba sentido a su vida. A pesar de los riesgos, tenía que saber cómo y por qué había muerto la dama Harume.

Además, si la habían asesinado y no se emprendían acciones al respecto, podrían producirse más muertes. En esta ocasión sus deseos personales coincidían con los intereses de seguridad y de paz en el castillo, para bien o para mal.

– Estoy de acuerdo en que aún es pronto para descartar la enfermedad -concedió Sano-. Todavía existe la posibilidad de una epidemia. Concluid vuestro examen a las mujeres, mantenedlas en cuarentena e informadme de inmediato de cualquier caso de muerte o enfermedad. Y haced el favor de encargaros de que alguien se lleve el cuerpo de la dama Harume al depósito de cadáveres de Edo.

– ¿Al depósito de cadáveres? -masculló el doctor-. Pero, sosakan-sama, los habitantes del castillo de alto rango no van allí cuando mueren; los enviamos al templo de Zojo para que los incineren. A buen seguro que ya lo sabéis. Además, aún no podemos retirar el cuerpo de la dama Harume. Hay que redactar un informe que dé fe de las circunstancias de su muerte. Los sacerdotes han de preparar el cuerpo para el funeral, y sus compañeras tienen que velarla durante una noche. Es lo que se hace siempre.

En el transcurso de aquellos rituales el cadáver se deterioraría, y era posible que se perdieran pruebas.

– Encargaos de que lleven a la dama Harume al depósito de cadáveres -repitió Sano-. Es una orden.

Poco deseoso de aclarar por qué quería que llevaran a la concubina al sitio adonde iban a parar los plebeyos y forajidos muertos y las víctimas de grandes catástrofes como inundaciones o terremotos, Sano sabía que una demostración de autoridad a menudo obtenía mejores resultados que una explicación.

El doctor salió, y Sano e Hirata inspeccionaron la habitación.

– ¿La fuente del veneno? -preguntó Hirata, señalando un punto del suelo cercano al cadáver amortajado. Dos finos cuencos de porcelana descansaban sobre el tatami; su contenido había oscurecido la estera al derramarse-. A lo mejor estaba con alguien que le puso el veneno en la bebida.

Sano cogió de la mesa una botella a juego con los cuencos, miró en el interior y vio que quedaba algo de liquido.

– Nos la llevaremos como prueba, y los cuencos, también -dijo-. Pero existe más de una manera de administrar un veneno. Tal vez lo inhaló. -Sano recogió las lámparas y los incensarios-. ¿Y qué piensas del tatuaje?

– El carácter ai. «Amor.» -dijo Hirata con una mueca de asco-. Las cortesanas de Yoshiwara se señalan de este modo como muestra de amor a sus clientes, aunque todos saben que en realidad lo hacen para sacarles más dinero. Pero tenía la impresión de que las concubinas del sogún eran demasiado elegantes y refinadas para rebajarse a una costumbre tan ordinaria.¿Creéis que el tatuaje puede tener algo que ver con la muerte de la dama Harume?

– Quizá. -Sano contempló la navaja, el cuchillo con la punta ensangrentada y el vello pubiano del suelo-. Parece que acababa de terminar el tatuaje cuando murió.

Recogió los utensilios, descubrió el tintero en una esquina y lo colocó con el resto de los objetos. Acto seguido, registraron la habitación.

Los armarios y cofres contenían edredones y futones doblados, quimonos y fajas, artículos de tocador, adornos para el pelo, maquillaje, un samisén y un pincel y una piedra de tinta, la miscelánea vital de las mujeres; pero no había comida ni bebida, ni nada que tuviese aspecto de sustancia venenosa. Envuelto en un quimono interior blanco, Sano encontró un libro del tamaño de su mano, encuadernado en seda impresa con un motivo de tréboles de color verde pálido entrelazados sobre un fondo malva, y atado con un cordón dorado. Hojeó las páginas de suave papel de arroz, cubiertas de minúsculos caracteres de caligrafía femenina. En la primera página estaba escrito: «Diario íntimo de la dama Harume.»

– ¿Un diario? -inquirió Hirata.

– Eso parece.

Desde el reinado de los emperadores Heian, hacía quinientos años, a menudo las damas de la corte ponían por escrito sus experiencias y pensamientos en libros de ese tipo. Sano se metió el diario bajo la faja para examinarlo más adelante y le dijo a Hirata con voz calma:

– Llevaré al depósito el sake, el aceite de la lámpara, el incienso, los utensilios y la tinta para que el doctor Ito los analice; a lo mejor es capaz de identificar el veneno, si es que lo hay. -Envolvió con cuidado los artículos en la prenda que había contenido el diario-. Mientras esté ausente, haz el favor de supervisar el traslado del cuerpo de la dama Harume; asegúrate de que nadie toque nada.

Sano oía los murmullos de los sacerdotes en el exterior de la habitación y el parloteo y el llanto de las mujeres en los aposentos vecinos. Bajó aún más la voz.

– Por ahora, la causa oficial de la muerte es la enfermedad, y existe todavía la posibilidad de una epidemia. Haz que nuestros hombres difundan la noticia entre los habitantes del castillo y ordénales que se queden en sus dependencias o en sus puestos hasta que pase el peligro. -Durante el último año el número de subordinados personales de Sano había aumentado hasta alcanzar un centenar entre detectives, soldados y oficinistas, los suficientes para dar cuenta de aquel asunto-. Así evitaremos que se extiendan los rumores.

– Si la dama Harume murió de una enfermedad contagiosa -asintió Hirata-, tendremos que saber lo que hizo, dónde fue y a quién vio justo antes de morir, de modo que podamos rastrear la enfermedad y poner en cuarentena a aquellos con quienes entró en contacto. Concertaré una cita con la funcionaria mayor de palacio y con la honorable madre de su excelencia.

La esposa del sogún era una inválida que estaba recluida en la cama, por cuya intimidad y salud velaban unos pocos médicos y asistentes de confianza. En consecuencia, la madre de Tokugawa Tsunayoshi, la dama Keisho-in, era su constante compañera y frecuente asesora y quien gobernaba el Interior Grande.

– Pero, si fue un asesinato -prosiguió Hirata-, necesitaremos información sobre las relaciones de la dama Harume con la gente que la rodeaba. Haré discretas averiguaciones.

– Bien.

Sano sabía que podía confiar en Hirata, que había dado sobradas muestras de su competencia y su inquebrantable lealtad durante el tiempo que habían trabajado juntos. En Nagasaki, el joven vasallo lo había ayudado a solucionar un caso difícil, y le había salvado la vida.

– Y, sosakan-sama, lamento lo del banquete de bodas. -Salieron de la habitación, e Hirata hizo una reverencia-. Enhorabuena por vuestro matrimonio. Será un privilegio hacer extensibles mis servicios a la honorable dama Reiko.

– Gracias, Hirata-san.

Sano correspondió a la reverencia. Apreciaba la amistad de Hirata, que lo había apoyado a lo largo de un periodo solitario de su vida. Una de las cosas más duras de aquel trabajo había sido aprender a compartir la responsabilidad y los riesgos, pero Hirata le había enseñado la necesidad -y el honor- de hacerlo. Estaban unidos por la antigua tradición samurái de señor y vasallo, absoluta y eterna. Contento de dejar las cosas en manos de confianza, Sano salió del palacio y se encaminó hacia el depósito de cadáveres de Edo.

3

La puerta de la mansión que Sano poseía en las dependencias funcionariales del castillo de Edo permanecía abierta al resplandor de la tarde de otoño. Por la calle, donde vivían otros altos funcionarios del bakufu, acudían porteadores con regalos de boda de ciudadanos prominentes que esperaban atraerse el favor del sosakan del sogún. Los sirvientes los recogían, cruzaban el patio empedrado y, por la cancela interior, entraban en la casa entejada con paredes de entramado de madera. Allí las doncellas deshacían el equipaje, los cocineros se afanaban con la comida y el ama de llaves supervisaba los preparativos de última hora para la residencia de los recién casados. Los miembros del cuerpo de detectives de élite del sosakan pululaban por los barracones y los establos que rodeaban la edificación, por las oficinas de la parte delantera de la casa y por la puerta, atareados en ausencia de su señor.

Aislada de ese bullicio, Ueda Reiko, ataviada aún con su quimono blanco de novia, permanecía de rodillas en su cámara de los aposentos privados de la mansión, entre cofres llenos de sus pertenencias personales, trasladadas desde la casa del magistrado Ueda. La habitación recién decorada desprendía el dulce olor del tatami nuevo. Un colorido mural de pájaros en un bosque decoraba la pared. Un tocador negro esmaltado, con biombo y armario a juego e incrustaciones de mariposas doradas, estaba ya a disposición de Reiko. La luz vespertina atravesaba las ventanas de papel con celosía. En el exterior, los pájaros cantaban en el jardín. A pesar de lo agradable del entorno y del hecho de haber pasado a vivir en el castillo de Edo -la meta de toda dama de su clase-, Reiko no lograba ahuyentarla infelicidad que pesaba en su espíritu.

– ¡Aquí estáis, mi señora!

O-sugi, la niñera y acompañante de Reiko, que se había mudado al castillo con ella, entró en la habitación como un torbellino. Rechoncha y sonriente, O-sugi contempló a Reiko con afectuosa exasperación.

– Pensando en las musarañas, como siempre.

– ¿Qué más puedo hacer? -preguntó Reiko con tristeza-. Se ha cancelado el banquete. Se han ido todos. Y me has dicho que no saque mis cosas porque para eso tengo a los sirvientes, y causaría mala impresión que hiciese algo por mí misma.

Reiko había contado con los festejos para distraerse de su añoranza y sus temores. La muerte de la concubina del sogún y la posibilidad de una epidemia resultaban, en comparación, triviales. ¿Cómo iba ella, que en su vida no se había alejado de la casa de su padre más de unos pocos días, a vivir allí, para siempre, con un extraño? Aunque la ausencia de Sano retrasaba el vertiginoso salto a un futuro desconocido, Reiko no tenía otra ocupación que sus tribulaciones.

La niñera chasqueó la lengua.

– Bueno, podríais cambiaros. No tiene sentido que andéis por ahí con el quimono de novia ahora que la boda ha terminado.

Con la ayuda de O-sugi, Reiko se desprendió de los ropajes blancos y el quimono interior rojo, que fueron sustituidos por una costosa pieza de su ajuar -un quimono estampado con hojas de arce color burdeos sobre un fondo veteado marrón-, aunque resultara sosa y apagada en comparación con sus habituales prendas alegres y brillantes de doncella. Las mangas le llegaban sólo a las caderas -y no hasta el suelo como habían hecho hasta la fecha-, lo apropiado para una mujer casada. O-sugi le recogió con agujas la larga cabellera en un peinado nuevo y serio. Cuando Reiko se colocó delante del espejo y observó la desaparición de los símbolos de su juventud y el envejecimiento de su reflejo, su infelicidad aumentó.

¿Estaba condenada a una existencia de reclusión en aquella casa, simple recipiente de los hijos de su marido, esclava a su autoridad? ¿Debían morir todos sus sueños el primer día de su vida adulta?

La inusual infancia de Reiko la había hecho poco propensa al matrimonio. Era el único vástago del magistrado Ueda; su madre murió cuando era niña, y su padre no había vuelto a casarse. Podría haber hecho caso omiso de su hija y encomendar por completo sus cuidados a los sirvientes, como otros habrían hecho en su situación, pero el magistrado Ueda valoraba a Reiko como lo único que le quedaba de la amada esposa que había perdido. La inteligencia de la niña había afianzado su cariño.

A los cuatro años entraba con paso todavía inseguro en el estudio de su padre y fisgoneaba los informes que escribía. «¿Qué pone aquí?», preguntaba, señalando un carácter tras otro.

Una vez que el magistrado le enseñaba una palabra, jamás la olvidaba. Muy pronto fue capaz de leer frases sencillas. Aún se acordaba del placer de descubrir que cada carácter poseía un significado propio, y que una columna de ellos expresaba una idea. Dejaba de lado las muñecas y pasaba horas plasmando con tinta sus palabras en grandes hojas de papel. El magistrado Ueda había dado alas a los intereses de Reiko. Contrató a tutores que le enseñaron a leer, caligrafía, historia, matemáticas, filosofía y los clásicos chinos: asignaturas que se le habrían enseñado a un chico. Cuando descubrió a su hija de seis años blandiendo su espada contra un enemigo imaginario, contrató a maestros de las artes marciales para que le enseñaran kenjutsu y combate sin armas.

– Una samurái tiene que saber defenderse en caso de guerra -dijo el magistrado Ueda a los dos sensei, reacios a adiestrar a una chica.

Reiko recordaba el desdén con el que la trataban y las lecciones destinadas a disuadirla de aquella ocupación masculina. Como adversarios para los combates de práctica le llevaban a chicos más grandes y fuertes. Pero el espíritu orgulloso de Reiko se negó a doblegarse. Con el pelo alborotado y el uniforme blanco manchado de sangre y sudor, había aporreado a su contrincante con la espada de madera hasta tumbarlo bajo una tormenta de golpes. Había enviado al suelo con una llave a un chico dos veces más grande que ella. Su recompensa fue el respeto que advirtió en los ojos de sus maestros y las auténticas espadas de acero que su padre le había regalado, y que había ido sustituyendo cada año por unas más grandes a medida que crecía. Le encantaban los relatos de batallas históricas, y se ponía en la piel de los grandes guerreros Minamoto Yoritomo o Tokugawa Ieyasu. Sus compañeros de juegos eran los hijos de los criados de su padre; despreciaba al resto de las chicas por débiles y frívolas. Estaba convencida de que, como única descendiente de su padre, algún día heredaría su cargo de magistrado de Edo, y tenía que estar preparada.

La realidad pronto la curó de aquellas ideas. «Las chicas no llegan a magistrado cuando crecen -se burlaban sus maestros y amigas-. Se casan, crían hijos y sirven a sus maridos.»

Había escuchado a escondidas cómo su abuela le decía a su padre:

– No está bien que trates a Reiko como a un chico. Si no acabas con esas ridículas lecciones, nunca aprenderá cuál es su puesto en el mundo. Hay que enseñarle algunas habilidades femeninas, o nunca encontrará marido.

El magistrado Ueda había transigido: las lecciones habían continuado, pero también había contratado a profesores para que enseñaran a Reiko costura, arreglos florales, música y la ceremonia del té. Y aun así se había aferrado a sus sueños. Su existencia iba a ser diferente de la del resto de las mujeres: viviría aventuras, alcanzaría la gloria.

Entonces, a los quince años, su abuela convenció al magistrado de que le había llegado el momento de casarse. Su primer miai -el encuentro formal entre los futuros novios y sus familias- había tenido lugar en el templo de Zojo. Reiko, que había observado la vida de sus tías y primas, no tenía ningunas ganas de casarse. Sabía que las mujeres debían acatar todas las órdenes y acceder a todos los caprichos de sus maridos, y soportar con pasividad los insultos o los abusos. Hasta el hombre más respetable podía ser un tirano en su casa, que prohibiera hablar a su mujer, la forzara, le engendrara un hijo tras otro hasta minar su salud y después la desdeñara para entretenerse con concubinas o prostitutas. Mientras los hombres iban y venían a su antojo, una esposa de la clase social de Reiko se quedaba en casa a menos que su marido le concediese permiso para asistir a ceremonias religiosas o a reuniones de familia. Los sirvientes la libraban de las tareas del hogar, pero la mantenían ociosa, inútil. A Reiko el matrimonio le parecía una trampa que había que evitar a toda costa. Su primer pretendiente no contribuyó a que cambiara de opinión.

Se trataba de un rico burócrata de alto rango en el régimen Tokugawa. Además era gordo, cuarentón y estúpido. En el transcurso de una merienda bajo los cerezos en flor, se emborrachó y realizó comentarios obscenos sobre sus visitas a las cortesanas de Yoshiwara. Reiko advirtió con horror que su abuela y la mediadora no compartían su repugnancia: las ventajas sociales y económicas del enlace les impedían ver los defectos del hombre. El magistrado Ueda esquivaba la mirada de Reiko, que notaba que su padre deseaba romper las negociaciones pero era incapaz de dar con una razón aceptable para hacerlo. Reiko decidió encargarse ella misma.

– ¿Creéis que Japón podría haber conquistado Corea hace noventa y ocho años, en vez de tener que abandonar y retirar las tropas? -le preguntó al burócrata.

– Bueno, yo…, pues no lo sé, claro que… -respondió en tono bravucón- nunca lo he pensado.

Pero Reiko sí. Mientras su abuela y la mediadora la contemplaban estupefactas y su padre trataba de disimular una sonrisa, expuso su opinión -que se podría haber logrado una victoria japonesa en Corea- con todo lujo de detalles. Al día siguiente, el burócrata dio fin a las negociaciones matrimoniales con una carta que decía: «La señorita Reiko es demasiado atrevida, irrespetuosa e impertinente para ser una buena esposa. Buena suerte para encontrar algún otro que se case con ella.»

Los siguientes miai con otros hombres del mismo jaez habían tenido parecido final. La familia de Reiko protestó, rezongó y por último se rindió, desesperada. Para ella fue una gran alegría. Después, en su decimonoveno cumpleaños, el magistrado Ueda la llamó a su despacho y le anunció con tristeza:

– Hija, entiendo tu renuencia a casarte; es culpa mía por haber fomentado tu interés por cuestiones no femeninas. Pero no siempre podré cuidar de ti. Necesitas un marido que te proteja a mi muerte.

– Padre, soy culta, sé luchar, puedo cuidar de mí misma -protestó Reiko, aunque sabía que su padre estaba en lo cierto. Las mujeres no ocupaban cargos de gobierno, ni llevaban negocios, ni tenían otro trabajo que no fuera el de sirvienta, granjera, monja o prostituta. Reiko no sentía el más mínimo interés por aquellas opciones, ni por la perspectiva de vivir de la caridad de sus parientes. Inclinó la cabeza en reconocimiento de su derrota.

– Hemos recibido una nueva propuesta de matrimonio -anunció el magistrado-, y te ruego que no eches a perder las negociaciones, porque puede que nunca nos llegue otra. Se trata de Sano Ichiro, el muy honorable investigador del sogún.

Reiko alzó la cabeza de golpe. Había oído hablar del sosakan Sano, como todo Edo. Le habían llegado rumores de su valentía y de un importantísimo servicio secreto que había llevado a cabo para el sogún. Empezó a interesarse. Deseosa de ver a aquella maravillosa celebridad, accedió al miai.

Sano no la defraudó. Mientras ella y el magistrado Ueda paseaban por los alrededores del templo de Kannei acompañados por el mediador y por Sano y su madre, Reiko lo miraba por el rabillo del ojo. Alto y fuerte, de porte noble y orgulloso, era más joven que sus anteriores pretendientes y, con diferencia, el más guapo. Como mandaba la tradición, no se dirigieron la palabra directamente, pero en sus ojos brillaba la misma inteligencia que su voz traslucía. Además, Reiko sabía que había dirigido la caza del asesino de los Bundori, cuyos truculentos crímenes habían sumido Edo en el terror. No era un borracho perezoso que descuidase sus deberes por las diversiones de Yoshiwara. Entregaba peligrosos asesinos a la justicia. A Reiko le parecía la encarnación de los héroes guerreros que había venerado desde su infancia. Tenía la oportunidad de compartir con él su emocionante vida. Y cuando miró a Sano, se vio invadida por un calor desconocido y placentero. De repente, el matrimonio no tenía tan mal aspecto. En cuanto llegaron a casa, Reiko le dijo a su padre que aceptara la propuesta.

Sin embargo, cuando se fijó la fecha de la boda, las dudas de Reiko sobre el matrimonio salieron de nuevo a la superficie. Las mujeres de su familia le aconsejaban que obedeciese y sirviese a su marido; los regalos -utensilios de cocina, material de costura, accesorios para el hogar- simbolizaban el papel doméstico que debía desempeñar. Sus libros y espadas se quedaron en la mansión Ueda. La esperanza había destellado por un momento en la boda, inspirada por la visión de Sano, tan guapo como lo recordaba; pero en ese momento Reiko temía que su vida no iba a ser diferente de la del resto de las mujeres casadas. Su marido había salido para resolver una importante misión, mientras ella se quedaba en casa. No tenía motivos para creer que fuera a tratarla de modo distinto a cualquier otro. El pánico le atenazaba los pulmones.

¿Qué había hecho? ¿Era demasiado tarde para escapar?

O-sugi cogió una bandeja y la dejó encima del tocador. Reiko vio un cepillo pequeño de bambú, el espejo, la palangana de cerámica y los dos cuencos a juego; uno contenía agua; el otro, un líquido oscuro. Se le encogió el corazón.

– ¡No!

– Reiko-chan -suspiró O-sugi-, sabéis que debéis teñiros los dientes de negro. Es la costumbre cuando una mujer se casa, una prueba de fidelidad a su marido. Ahora venid aquí. -Con amabilidad pero con firmeza sentó a Reiko delante del mueble-. Cuanto antes nos lo quitemos de encima, mejor.

Llena de pesar, Reiko mojó el cepillo en el cuenco y abrió la boca en una mueca exagerada. Cuando efectuó la primera pasada por sus dientes de arriba, parte del tinte negro le goteó en la lengua. Notó un espasmo en la garganta; la boca se le llenó de saliva. La mezcla, compuesta por tinta, limaduras de hierro y extractos de plantas, era terriblemente amarga.

– ¡Puaj! -Reiko escupió en la palangana-. ¿Cómo puede alguien soportar esto?

– Todas lo hacen, y vos no vais a ser menos. Dos veces al mes, para mantener el color. Ahora seguid, y cuidado con mancharos los labios o el quimono.

Entre estremecimientos y arcadas, Reiko se aplicó en los dientes una capa tras otra de tinte. Por último se enjuagó, escupió y se puso el espejo delante de la cara. Contempló su reflejo con consternación. Los dientes, opacos y negros, contrastaban con los polvos blancos de la cara y el rojo del carmín, resaltando cada pequeña imperfección de su piel. Con la punta de la lengua se tocó el incisivo mellado, un hábito que tenía en momentos de fuerte emoción. A sus veinte años, se veía fea y anciana. Sus días de estudio y práctica de artes marciales habían quedado atrás; las esperanzas de romance menguaban. Ahora, ¿para qué iba a quererla su marido si no era para que lo sirviese y obedeciera?

Ahogó un sollozo y vio que O-sugi la miraba con simpatía. A ella la habían casado a los catorce años con un tendero viejo de Nihonbashi, que le pegaba a diario hasta que los vecinos se quejaron de que los gritos los molestaban. El caso había llegado ante el magistrado Ueda, que condenó al tendero a una paliza, consiguió el divorcio para O-sugi y la contrató como niñera de su hija. O-sugi era la única madre que Reiko había conocido. Ahora el vínculo que las unía se reforzaba con la patética similitud de sus situaciones: una rica, la otra pobre, pero las dos prisioneras de la sociedad, su destino dependiente de los hombres.

O-sugi abrazó a Reiko y le dijo con tristeza:

– Mi joven señora, la vida será más fácil si os limitáis a aceptarla. -Y, con un esfuerzo por mostrarse animada, añadió-: Después de todas las emociones de la boda, debéis de estar muerta de hambre. ¿Qué me decís de un poco de té y bollos, de los rosas, los que llevan pasta dulce de castaña? -Era la golosina favorita de Reiko-. Ahora mismo los traigo.

La niñera salió cojeando de la habitación: su brutal marido le había tullido la pierna izquierda. Ver aquello prendió una furiosa determinación en el interior de Reiko. En ese lugar y momento se negó a dejar que el matrimonio le lisiara el cuerpo o la mente. No iba a quedar prisionera en aquella casa y echar a perder sus talentos y ambiciones. ¡Viviría!

Se levantó y cogió una capa del armario. Después fue a todo correr a la puerta de entrada, donde el personal de Sano descargaba los regalos de boda.

– ¿En qué puedo ayudaros, honorable señora? -inquirió el criado mayor.

– No necesito nada -respondió Reiko-. Voy a salir.

– Una dama no puede salir a solas, sin más, del castillo. Va en contra de la ley -dijo el criado con altivez.

Este organizó una escolta de doncellas y soldados. Encargó un palanquín y seis hombres y la instaló en el ornado y mullido interior de la silla de manos. Le dio al comandante de la escolta el documento oficial que concedía paso a Reiko al interior y el exterior del castillo y después le preguntó:

– ¿Adónde le digo al sosakan-sama que habéis ido?

Reiko estaba consternada. ¿Qué podía hacer, entorpecida por una comitiva de dieciséis personas que sin duda darían cuenta de todos sus movimientos a Sano y al resto del castillo de Edo?

– A visitar a mi padre -contestó, aceptando su derrota.

Atrapada en el palanquín, recorrió los serpenteantes pasajes del castillo, entre atalayas y soldados de patrulla. El comandante de la escolta mostró su pase en los controles de seguridad; los soldados abrieron las puertas y permitieron que la comitiva siguiera colina abajo. Por su lado pasaron samuráis a caballo que avanzaban a medio galope. Las ventanas de las galerías cubiertas que coronaban los muros dejaban entrever los tejados de Edo repartidos por la llanura de debajo, y el otoñal follaje rojo y dorado a lo largo del río Sumida. El etéreo pico nevado del monte Fuji se erigía contra el lejano cielo del oeste. Reiko lo veía todo a través de la estrecha ventanilla del palanquín. Suspiró.

Sin embargo, una vez que salieron por la puerta principal del castillo y dejaron atrás las magníficas propiedades amuralladas de los daimio, Reiko cobró ánimos. En el barrio administrativo situado en Hibiya, al sur del castillo de Edo, los altos funcionarios de la ciudad vivían y trabajaban en mansiones-oficina. Allí, Reiko había disfrutado de la infancia cuyo final lamentaba ahora tan amargamente. Pero quizá no estaba perdida del todo.

Al llegar a la residencia del magistrado Ueda se apeó del palanquín. Dejó a su séquito fuera, entre dignatarios paseantes y oficinistas presurosos, y se acercó a los centinelas apostados en los portales techados de la entrada.

– Buenas tardes, dama Reiko -la saludaron.

– ¿Está mi padre en casa? -preguntó.

– Sí, pero tiene juicio.

A Reiko no la sorprendía que el concienzudo magistrado hubiese vuelto al trabajo al cancelarse el banquete de bodas. En el patio se abrió paso entre un enjambre de lugareños, policías y prisioneros, que esperaban a que el magistrado les concediese su atención, y entró en el edificio de entramado de madera. Dejó atrás las oficinas administrativas y se encerró en una sala adyacente al Tribunal de Justicia.

La habitación, en tiempos un armario, era apenas lo bastante grande para dar cabida a su único tatami. Sin ventanas, el cubículo estaba en penumbra y olía a cerrado, pero Reiko había pasado en él algunas de sus horas más felices. Una de las paredes consistía en una compleja celosía. Por las rendijas Reiko tenía el tribunal perfectamente a la vista. Al otro lado de la pared y de espaldas a ella, su padre, con las vestiduras negras de juez, ocupaba el estrado flanqueado por sus secretarios. Los faroles iluminaban la larga sala en la que el acusado, con las manos atadas a la espalda, escuchaba de rodillas sobre el shirasu -una porción del suelo cubierta de arena blanca, símbolo de la verdad- que estaba inmediatamente debajo del estrado. La policía, los testigos y la familia del acusado aguardaban de rodillas en hileras en la parte destinada al público; las puertas estaban custodiadas por centinelas.

Reiko se arrodilló para observar la sesión, como había hecho en innumerables ocasiones. Los juicios la fascinaban. Mostraban un lado de la vida que no podía experimentar de primera mano. El magistrado Ueda le consentía aquel interés y le permitía utilizar aquella habitación. Reiko se llevó la lengua a su diente mellado mientras sonreía a causa de los agradables recuerdos.

– ¿Qué tienes que decir en tu defensa, prestamista Igarashi? -preguntó al reo el magistrado Ueda.

– Honorable magistrado, juro que no maté a mi socio -dijo el acusado con vehemente sinceridad-. Reñimos por los favores de una cortesana porque estábamos borrachos, pero hicimos las paces. -El rostro del acusado estaba surcado de lágrimas-. Quería a mi socio como a un hermano. No sé quién lo apuñaló.

Cuando comentaban los casos, Reiko había impresionado al magistrado por su intuición, por lo que había llegado a apreciar sus opiniones. Reiko le susurró a través de la celosía:

– El prestamista miente, padre. Todavía está celoso de su socio. Y ahora toda la fortuna de los dos le pertenece. Presiónalo y confesará.

A menudo, durante los juicios, le había dado consejos de este modo y en muchas ocasiones el magistrado Ueda los había seguido con buenos resultados; pero, en aquella ocasión, sus hombros se tensaron y volvió ligeramente la cabeza. En vez de interrogar al acusado, anunció:

– La sesión se aplaza durante un momento. -Se levantó y salió del tribunal.

Entonces se abrió la puerta de la habitación de Reiko. En el pasillo estaba su padre, mirándola con consternación.

– Hija. -La cogió del brazo y la llevó hasta su despacho privado-. Tu primera visita a casa no debía tener lugar hasta mañana, y tiene que acompañarte tu marido. Ya conoces la costumbre. ¿Qué haces aquí, sola, ahora? ¿Pasa algo?

– Padre, yo…

De repente, la valiente rebeldía de Reiko se vino abajo. Entre sollozos, reveló todos sus recelos sobre el matrimonio, los sueños a los que no pensaba renunciar. El magistrado Ueda la escuchó con simpatía pero, cuando terminó y se calmó, sacudió la cabeza y dijo:

– No tendría que haberte criado para que esperaras de la vida más de lo que es posible para una mujer. Fue un acto de amor ciego y poco juicio por mi parte, del que me arrepiento profundamente. Pero lo que está hecho, hecho está. No podemos ir hacia atrás, sólo hacia delante. No debes observar más juicios ni ayudarme en mi trabajo como equivocadamente te permití hacer en el pasado. Tu sitio está junto a tu marido.

En el momento en que Reiko veía cerrarse para siempre la puerta de su juventud, un atisbo de esperanza destellaba en el oscuro horizonte de su futuro. La última frase del magistrado Ueda le había recordado su fantasía de compartir las aventuras del sosakan Sano. En la antigüedad las mujeres de los samuráis habían cabalgado hacia la batalla al costado de sus hombres. Reiko recordó el incidente que había terminado con los festejos nupciales. Antes, absorta en sus problemas, apenas le había dedicado un pensamiento al nuevo caso de Sano; ahora despertaba su interés.

– Tal vez pueda ayudar en la investigación de la muerte de la dama Harume -dijo en tono meditabundo.

La preocupación afloró al rostro del magistrado Ueda.

– Reiko-chan -advirtió con voz amable, pero firme-. Eres más lista que muchos hombres, pero eres joven, inocente y confías demasiado en tus habilidades. Cualquier asunto que tenga que ver con la corte del sogún está plagado de peligros. El sosakan Sano no verá con buenos ojos que interfieras. Además, ¿qué podrías hacer tú, una mujer?

El magistrado se levantó y condujo a Reiko al exterior de la mansión, hasta la puerta donde la esperaba su séquito.

– Ve a casa, hija. Da gracias por no tener que trabajar para ganarte el arroz, como otras mujeres con menos suerte. Obedece a tu marido, es un buen hombre. -Después, haciéndose eco del consejo de O-sugi, añadió-: Acepta tu destino, o se hará cada vez más difícil de soportar.

A regañadientes, Reiko subió al palanquín. Al saborear el amargor del tinte de sus dientes, sacudió la cabeza en triste señal de reconocimiento de la sabiduría de su padre.

Aun así, ella poseía la misma inteligencia y el mismo ímpetu y valor que lo habían hecho a él magistrado de Edo, ¡el cargo que ella habría heredado de haber nacido varón! Cuando el palanquín emprendió su camino, Reiko gritó a los porteadores:

– ¡Parad! ¡Volved!

Obedecieron. Reiko bajó y entró corriendo en la casa de su padre, hasta su habitación de la infancia. Del armario sacó dos espadas, una larga y una corta, con similares empuñaduras y vainas con incrustaciones de oro. Después volvió al palanquín y se acomodó para el viaje de vuelta al castillo de Edo, abrazada a sus preciadas armas, símbolos de honor y aventura, de todo lo que era y pretendía ser.

De algún modo iba a conseguir una vida satisfactoria y con sentido. Y empezaría por investigar la extraña muerte de la concubina del sogún.

4

En los arrabales de Kodemmacho, próximos al río, en el sector nordeste del barrio de mercaderes de Nihonbashi, el conglomerado de altos muros de piedra, torres de vigilancia y tejados a dos aguas de la cárcel de Edo se imponía sobre los canales circundantes como un tumor maligno. Sano encaminó su montura por el puente hacia la puerta de entrada reforzada con hierro. Los centinelas ocupaban su puesto en las garitas; los doshin conducían al interior de la cárcel a delincuentes en espera de juicio, o los llevaban al campo de ejecución. Como siempre que se acercaba allí, Sano tuvo la sensación de que el aire se enfriaba, como si la cárcel de Edo repeliera la luz del sol y desprendiera efluvios de muerte y podredumbre. Mas Sano afrontaba de buen grado el peligro de contaminación espiritual que el resto de samuráis de alto rango evitaba. En el depósito de cadáveres de la ciudad, entre paredes de yeso desconchado, esperaba descubrir la verdad sobre la muerte de la dama Harume.

Los centinelas le abrieron la puerta. Desmontó y condujo su caballo a través del complejo de barracones, patios y oficinas administrativas hasta dejar atrás la cárcel, donde los aullidos de los presos escapaban por entre los barrotes de las ventanas.

En un patio cercano a la prisión, Sano ató su caballo delante del depósito, un edificio bajo y escabroso de paredes de escayola y destartalado tejado de paja. Sacó de las alforjas el fardo que contenía las pruebas halladas en la habitación de la concubina, atravesó el umbral y se armó de valor para ver y oler los truculentos trabajos del doctor Ito.

La sala contenía artesas de piedra para lavar a los muertos, armarios para las herramientas del doctor y un estrado en la esquina, lleno de libros y notas. En una de las mesas, que le llegaba a la cintura, el doctor Ito montaba un grupo de huesos humanos en sus respectivas posiciones. Su ayudante, Mura, limpiaba una olla llena de vértebras. Los dos alzaron la vista de su trabajo e hicieron una reverencia cuando entró Sano.

– Ah, Sano-san. ¡Bienvenido! -La cara estrecha y ascética del médico se iluminó por la agradable sorpresa-. No esperaba veros. ¿No es acaso el día de vuestra boda?

El doctor Ito Genboku, encargado del depósito de cadáveres de Edo, cuya pericia científica había sido de ayuda para Sano en muchas investigaciones, era también un amigo de verdad, algo raro en el traicionero régimen político de Tokugawa.

De mirada sagaz y mente despierta a sus setenta años, el doctor Ito tenía una mata corta y espesa de pelo blanco, con entradas. Su larga bata azul oscuro cubría un cuerpo alto y enjuto. Otrora estimado médico de la familia imperial, el doctor Ito había sido descubierto practicando ciencia extranjera prohibida, aprendida por canales ilegales de los comerciantes holandeses de Nagasaki. A diferencia de otros rangakusha -estudiosos del saber de los holandeses-, no lo habían penado con el exilio, sino que lo habían condenado a encargarse a perpetuidad del depósito de cadáveres de Edo. Allí, aunque las condiciones de vida fueran paupérrimas, podía experimentar en paz, lejos de las autoridades.

– Me he casado esta mañana, pero el banquete de bodas y mis vacaciones se han cancelado -dijo Sano, y dejó el fardo sobre una mesa vacía-. Y una vez más, necesito tu ayuda.

Le explicó la misteriosa muerte de la dama Harume, la orden que le había dado el sogún de investigar y sus sospechas de asesinato.

– Muy enigmático -dijo el doctor Ito-. Por supuesto que ayudaré en todo cuanto pueda. Pero antes, enhorabuena por vuestro matrimonio. Permitidme ofreceros un regalo insignificante. Mura, ¿me lo traes, por favor?

Mura, un hombre bajito de pelo gris y rostro cuadrado e inteligente, dejó a un lado su olla de huesos. Era un eta, uno de los parias de la sociedad que trabajaban en la cárcel como transportadores de cadáveres, carceleros, torturadores y verdugos. Los eta también se encargaban de los trabajos sucios, como el vaciado de los pozos negros, la recogida de la basura y la retirada de los cadáveres tras inundaciones, incendios y terremotos. Su vinculación hereditaria a ocupaciones tan relacionadas con la muerte como la carnicería y el curtido de pieles los marcaba como espiritualmente contaminados, poco apropiados para el contacto con el resto de ciudadanos. Pero la adversidad compartida forjaba extraños vínculos: Mura era el sirviente y compañero del doctor Ito. El eta hizo una reverencia a su señor y a Sano y salió de la habitación. Volvió con un pequeño paquete envuelto en un retazo de algodón azul que el doctor Ito entregó a Sano.

– Mi regalo en honor de vuestro matrimonio.

– Arigato, Ito-san.

Sano aceptó el regalo con una reverencia y le quitó el envoltorio. La tela ocultaba un círculo plano de un palmo, de hierro forjado negro: una guarda destinada a encajarse entre el filo y la empuñadura de una espada de samurái. La filigrana era una variación de la divisa familiar de Sano: un elegante perfil de una grulla de largo pico, con el cuerpo atravesado por la ranura para insertar la hoja y con las alas de trabajado plumaje desplegadas. Sano acarició el suave metal y admiró el regalo.

– Es un humilde presente -dijo el doctor Ito-. Mura recogió restos de hierro por la ciudad. Y uno de los conserjes, que era herrero antes de que lo condenaran por robo y lo sentenciaran a trabajar aquí, me ayudó a hacer la guarda por la noche. No es lo bastante buena para…

– Es preciosa -lo atajó Sano-, y la conservaré siempre.

La envolvió con cuidado y la guardó en su bolsa de cordón, más conmovido por el gesto amable de Ito que por cualquiera de los espléndidos regalos que había recibido de manos de extraños que trataban de ganarse su favor. Después, para llenar el embarazoso silencio, extendió su fardo y explicó las circunstancias de la muerte de la dama Harume.

– No traerán su cadáver hasta más tarde, pero hay muchas posibilidades de que la envenenaran. -Sano desplegó las lámparas, los quemadores de incienso, la botella de sake, la navaja, el cuchillo y el frasco de tinta-. Quiero saber si alguno de estos objetos es la fuente del veneno.

A petición del doctor, Mura preparó seis jaulas de madera vacías y otra más grande que contenía seis ratones vivos. El doctor Ito alineó las jaulas sobre la mesa. En las dos primeras encendió una lámpara y un quemador de incienso de la habitación de la dama Harume, metió un ratón gris y escurridizo en cada una de ellas y las tapó con sendos paños.

– De este modo, los ratones quedarán expuestos a cualquier veneno que haya en el aceite o el incienso -explicó el doctor-, y estaremos protegidos de emanaciones peligrosas.

En la tercera jaula introdujo un platito con el sake que, en apariencia, Harume había ingerido poco antes de morir, y otro ratón. Para comprobar la navaja, el doctor Ito afeitó una pequeña porción de la espalda del cuarto roedor; con el cuchillo de mango de nácar realizó una incisión superficial en el abdomen del quinto ratón, y después metió a los animales enjaulas separadas.

– Y ahora, la tinta. -El doctor sacó uno de sus cuchillos de un armario-. Usaré una hoja limpia para evitar contaminaciones externas.

Le hizo un corte en el abdomen al sexto animal, destapó el frasco laqueado y con la brocha extendió tinta sobre la herida. A continuación, lo metió en una jaula.

– Ahora, a esperar.

Sano y el doctor Ito observaron las jaulas. De las dos cubiertas con el paño escapaba el apagado rascar de los ratones. El tercero olisqueó el licor y empezó a beber. El ratón afeitado deambulaba por su jaula mientras los otros se lamían las heridas. De repente se oyó un agudo chillido.

– ¡Mira! -señaló Sano.

El ratón al que habían aplicado tinta en el corte de la barriga se retorcía con la espalda arqueada, daba zarpazos en el aire con las patitas y sacudía la cola de un lado a otro. Su pecho se agitaba como si tratara desesperadamente de introducir aire en los pulmones; tenía los ojos en blanco. Su pequeño hocico rosado se abría y se cerraba emitiendo gritos de agonía y, después, un chorro de sangre. Sano señalaba aquellos síntomas que coincidían con los descritos por el médico del castillo en el caso de la dama Harume:

– Convulsiones. Vómito. Falta de aliento.

Unos cuantos chillidos y boqueadas más, un paroxismo final, y el ratón estaba muerto. Sano y el doctor Ito inclinaron la cabeza en señal de respeto hacia el animal que había dado su vida en aras del conocimiento científico. Después comprobaron las otras jaulas.

– Este ratón está borracho, pero sano -comentó el doctor al observar al animal que daba tumbos en torno al plato de sake, ya vacío.

El ejemplar afeitado y el del corte correteaban por sus jaulas.

– Aquí tampoco se observan efectos nocivos, en apariencia. -Retiró los paños de las dos últimas jaulas, de las que salieron nubes de humo acre, para revelar a dos roedores mareados, pero vivos-. Ni aquí. Tan sólo la tinta contenía veneno.

– ¿Podría tratarse de un suicidio? -preguntó Sano, que aún tenía esperanzas de encontrar una solución fácil para la muerte de la concubina.

– Es posible, pero no lo creo. Incluso si hubiese querido morir, ¿por qué escoger un método tan doloroso, en vez de colgarse o ahogarse? Ésos son los medios más habituales de suicidio femenino. ¿Y por qué molestarse en meter el veneno en la tinta, en lugar de tragárselo sin más?

– De modo que la asesinaron. -La consternación empañó la alegría que sentía Sano al ver sus sospechas confirmadas. Iba a tener que darle la noticia al sogún, al médico mayor del castillo y a los funcionarios de palacio; después se extendería por todo Edo. Para evitar consecuencias destructivas, Sano tenía que identificar al envenenador cuanto antes. ¿Qué sustancia mata de forma tan rápida y horrible?

– Cuando era médico de la corte imperial en Kioto, hice un estudio sobre venenos -dijo el doctor Ito-. Los síntomas que éste provoca coinciden con los del bish, un extracto de una planta nativa de la región del Himalaya. Hace casi dos mil años que en China y la India utilizan el bish como veneno para flechas, tanto en la caza como en la guerra. Una pequeña cantidad introducida en la sangre es fatal. También hay quien ha muerto al confundir las raíces de la planta con rábanos. Pero la planta es rarísima en Japón. Jamás he oído de tales casos de envenenamiento por aquí.

– ¿De dónde pudo proceder el veneno que mató a la dama Harume? -preguntó Sano-. ¿Busco a un asesino con un especial conocimiento de hierbas? ¿Un hechicero, un sacerdote, un médico?

– Tal vez. Pero hay herbolarios que venden venenos ilegales a cualquiera que pueda pagarlos. -El doctor Ito ordenó a Mura que retirase los ratones. Después adoptó una expresión meditabunda-. Esos mercaderes suelen vender venenos comunes como el arsénico, que puede mezclarse con azúcar y espolvorearse sobre tartas, o antimonio, que se administra con té o vino. O fugu, el pez globo venenoso.

»Pero había un hombre que se convirtió en una leyenda entre médicos y científicos: un buhonero que viajaba por Japón recopilando remedios en aquellas regiones remotas y ciudades porteñas donde los lugareños poseen conocimientos médicos dejados por extranjeros antes de que cerraran Japón al libre comercio internacional. Se llamaba Choyei, y yo solía comprarle medicinas cuando pasaba por Kioto. Sabía de fármacos más que nadie. Comerciaba sobre todo con sustancias benéficas, aunque también vendía venenos a científicos que, como yo mismo, deseaban estudiarlos. Y circulaban rumores de que sus productos habían causado la muerte de varios altos funcionarios del bakufu.

– ¿No estará en Edo ahora? -preguntó Sano-. Si el vendedor de venenos nos informara de algún comprador reciente de bish, podría resolverse el asesinato de la dama Harume.

– Hace años que no veo a Choyei, ni oigo nada de él. Debe de tener mi edad, si todavía vive. Un tipo raro y huraño que vagaba por donde le apetecía, sin seguir un plan concreto, disfrazado de mendigo. Oí que era prófugo de la justicia.

Aunque la historia lo desanimó, Sano no perdió la esperanza.

– Si Choyei está aquí, lo encontraré. Y existe otra posible ruta para dar con el asesino. -Sano levantó el frasco de tinta-. Trataré de descubrir dónde consiguió esto la dama Harume, y quién pudo haberle metido veneno.

– ¿Tal vez el amante por el que se tatuó? -sugirió el doctor Ito-. Por desgracia, la dama Harume no se marcó el nombre en la carne, como a menudo hacen las cortesanas, pero es normal que quisiera ocultar su identidad, si no se trataba del sogún.

– Porque pueden despedir a una concubina, o incluso ejecutarla, por infidelidad a su señor -asintió Sano-. Y el lugar escogido para el tatuaje sugiere que deseaba mantenerlo en secreto. -Volvió a empaquetar las pruebas-. Tengo previsto entrevistar a la madre del sogún y a la funcionaria mayor. Tal vez puedan darme información sobre quiénes podrían haber deseado la muerte de la dama Harume.

El doctor Ito acompañó a Sano hasta el patio, ya ensombrecido por la llegada del crepúsculo.

– Gracias por tu ayuda, Ito-san, y por el regalo -dijo Sano-. Cuando llegue el cadáver de la dama Harume, volveré para presenciar su examen.

Después de cargar las pruebas en las alforjas, Sano montó deseoso de continuar la investigación, pero reacio a volver al castillo de Edo. ¿Encontraría al asesino antes de que el miedo agudizara las peligrosas tensiones personales y políticas que allí existían? ¿Podría evitar convertirse en víctima de las maquinaciones y conspiraciones?

5

El crepúsculo otoñal descendió sobre Edo. En un cielo de poniente de color dorado pálido, las nubes bosquejaban volutas como escrituras de humo. En las casas de los campesinos, las viviendas de los mercaderes y las grandes mansiones de los daimio -los señores que tienen tierras-, los faroles brillaban sobre las puertas y en las ventanas. Una luna casi llena salió entre las primeras estrellas, heraldos de la noche que servían de guía a una partida de caza que atravesaba el coto boscoso del castillo de Edo. Porteadores cargados de cofres con vituallas seguían a los criados que guiaban a los caballos y a los perros entre ladridos. Delante, los cazadores armados con arcos avanzaban a pie entre los árboles, sobre los cuales los pájaros remontaban en vuelo vespertino.

– Honorable chambelán Yanagisawa, ¿no se está haciendo un poco tarde para cazar? -Makino Narisada, el primer anciano, apresuró el paso para ponerse a la altura de su superior. Lo siguieron los otros cuatro miembros del Consejo de Ancianos de Japón, entre bufidos y resuellos-. Hace un frío muy desagradable y pronto estará demasiado oscuro. ¿No sería mejor que regresáramos al palacio y retomáramos nuestra reunión con mayor comodidad?

– Tonterías -replicó Yanagisawa mientras enarbolaba su arco y apuntaba la flecha-. La noche es el mejor momento para cazar. Aunque no distinga a mi presa con claridad, ella tampoco puede verme. Es un reto mucho mayor que cazar a la poco sutil luz del día.

Alto, esbelto, fuerte y, a la edad de treinta y tres años, al menos quince menor que cualquiera de sus camaradas, el chambelán Yanagisawa avanzaba entre la espesura a paso ligero. La energía mística de la noche siempre estimulaba sus sentidos. La vista y el oído cobraban fuerza y claridad hasta hacerle detectar el más mínimo movimiento. En las sombras fragantes de los pinos oyó el suave aleteo de un pájaro que se posaba en un arbusto cercano. Se paró en seco y apuntó.

La caza avivaba el instinto asesino de Yanagisawa. ¿Qué mejor estado de ánimo para manejar los asuntos de gobierno? Dejó volar la flecha, que se clavó en un árbol con un golpe seco. El pájaro huyó ileso y en las inmediaciones se oyeron los graznidos de una bandada que alzaba el vuelo presa del pánico.

– Un disparo magnífico -comentó el anciano Makino a pesar del tiro. Los otros se hicieron eco de su alabanza.

El chambelán Yanagisawa sonrió, sin que le importara haberlo errado. Iba en pos de una presa más grande, más importante.

– Entonces, ¿cuál es el siguiente punto de nuestro orden del día?

– El informe del sosakan-sama sobre el éxito de su investigación de asesinato y la captura de una red de contrabando en Nagasaki.

– Ah, sí.

La furia inundó a Yanagisawa. Sano era un rival al que no había logrado eliminar, un hombre que se interponía entre él y su mayor anhelo.

– Su excelencia quedó muy impresionado por la gesta del sosakan-sama -añadió Makino; un asomo de satisfacción maliciosa tiñó sus maneras serviles-. ¿Qué pensáis, honorable chambelán?

Con ademanes enfáticos y parsimoniosos, Yanagisawa sacó otra flecha de su aljaba y siguió caminando.

– Hay que hacer algo con Sano Ichiro -dijo.

Desde su juventud, Yanagisawa era el amante del sogún y se había valido de su influencia sobre Tokugawa Tsunayoshi para alcanzar la posición de segundo al mando, el auténtico dirigente de Japón. El talento administrativo de Yanagisawa mantenía el gobierno en funcionamiento mientras el sogún sucumbía a su pasión por las artes, la religión y los jovencitos. Con el paso de los años, Yanagisawa había amasado una inmensa fortuna desviando para sí parte de los tributos pagados a los Tokugawa por los clanes daimio y de los impuestos recaudados entre los mercaderes; además de cobrar por otorgar audiencias con el sogún. Todos se inclinaban ante su autoridad. Mas no le bastaba con toda esa riqueza y poder. Recientemente había trazado un plan para convertirse en daimio, gobernante oficial de una provincia entera. Cuatro meses atrás había desterrado al sosakan Sano a Nagasaki, con la idea de que sería la última vez que vería a su enemigo y la convicción de que había afianzado para siempre su posición como favorito del sogún.

Pero no lo había logrado. Sano había sobrevivido al exilio -como a los intentos previos de Yanagisawa de desacreditarlo- y había regresado convertido en héroe. Esa misma mañana se había casado con la hija del magistrado Ueda que, para Yanagisawa, también tenía demasiada influencia sobre el sogún. Tokugawa Tsunayoshi, molesto con él por haber alejado a Sano, había rechazado hasta el momento su tentativa de ampliar sus dominios. El prestigio de Sano en la corte había ido en aumento. Eso mismo había sucedido con otro rival, cuya influencia Yanagisawa había contrarrestado con facilidad en el pasado. Pero ahora que por fin el sogún era consciente de la animosidad entre sus consejeros, no se atrevía a emplear contra Sano el método que había usado para librarse de anteriores enemigos: el asesinato. El riesgo de que lo descubrieran y castigaran era demasiado grande. Aun así, tenía que destruir a su competidor de algún modo.

– Honorable chambelán, ¿acaso no es bueno que el sosakan-sama proteja Japón de la corrupción y la traición? -preguntó Hamada Kazuo, partidario cada vez más entusiasta de Sano-. ¿No deberíamos apoyar su empeño?

Se oyeron murmullos de tímido reconocimiento de todos los ancianos excepto de Makino, el principal cómplice de Yanagisawa. Un brote de pánico asaltó al chambelán. Hubo un tiempo en que los ancianos aceptaban sus afirmaciones sin objeción alguna. Ahora, por culpa de Sano, estaba perdiendo el control sobre los hombres que asesoraban al sogún y dictaban la política del gobierno. Pero no pensaba quedarse de brazos cruzados. Nadie iba a impedir su ascenso al poder.

– ¿Cómo osáis llevarme la contraria? -clamó. Apretó el paso y obligó a los ancianos a caminar más rápido entre prontas disculpas-. ¡Daos prisa!

Paladeaba su obediencia, un recordatorio de su autoridad, y temía la más mínima señal de debilitamiento, que amenazaba con hundirlo en la pesadilla de su pasado…

Su padre había sido chambelán del daimio Takei, gobernador de la provincia de Arima, y su madre, la hija de una familia de mercaderes que ambicionaba prosperar mediante el enlace con un clan samurái. Ambos progenitores vieron en los hijos los instrumentos para mejorar el rango de la familia. No escatimaron dinero ni cuidados en su educación, pero sólo como medios para un fin: hacerse un lugar en la corte del sogún.

En el más nítido de sus primeros recuerdos, Yanagisawa y su hermano Yoshihiro estaban de rodillas en la tenebrosa sala de audiencias de su padre. El tenía seis años y Yoshihiro, doce. La lluvia golpeteaba sobre las tejas; parecía que en esos días jamás brillaba el sol. En la tarima estaba sentado su padre, una figura lúgubre y colosal vestida de negro.

– Yoshihiro, tu tutor me informa de que suspendes todas tus asignaturas. -La voz de su padre estaba cargada de desprecio. A Yanagisawa le dijo-: Y el maestro de artes marciales dice que ayer te derrotaron en una práctica de espada.

No mencionó el hecho de que Yanagisawa leía y escribía igual de bien que chicos que le doblaban la edad, ni que Yoshihiro era el mejor espadachín joven de la ciudad.

– ¿Cómo esperáis honrar a la familia de este modo? -La cara se le puso púrpura de furia-. ¡Los dos sois unos cretinos inútiles, indignos de ser mis hijos!

Agarró la vara de madera que siempre descansaba sobre la tarima y los apaleó. Yanagisawa y Yoshihiro se encogieron ante la dolorosa paliza, tratando de contener las lágrimas, que enfurecerían aún más a su padre. En una sala contigua, su madre reñía a su hermana Kiyoko por su incapacidad de sobresalir en las habilidades que debía dominar antes de que pudieran casarla con un alto funcionario.

– ¡Mocosa estúpida y desobediente!

El ruido de las bofetadas, los golpes y los sollozos de Kiyoko era el telón de fondo constante de aquella casa. No importaba lo que consiguieran los niños, nunca era suficiente para satisfacer a sus padres. Aun así, los castigos habrían resultado soportables si hubiesen hallado consuelo en la compañía de personas ajenas a la familia, o en el amor recíproco. Pero sus padres lo habían hecho imposible.

– Esos mocosos están por debajo de ti -le decía su madre al aislarlos a él y a sus hermanos de los hijos de los otros vasallos del señor. Algún día seréis sus superiores.

Los niños aprendieron que podían evitar el castigo cargándole a otro la culpa de su mala conducta. En consecuencia, se odiaban y recelaban los unos de los otros.

Yanagisawa recordaba haber llorado tan sólo una vez en aquellos años atroces: el día, frío y lluvioso, del funeral de su hermano. A la edad de diecisiete años, Yoshihiro se había hecho el haraquiri. Mientras los sacerdotes entonaban sus cánticos, Yanagisawa y Kiyoko lloraban con amargura, los únicos de los dolientes que manifestaban alguna emoción.

– ¡Basta ya! -susurraron sus padres entre golpes-. Qué despliegue tan patético de debilidad. ¿Qué pensará la gente? ¿Por qué no podéis honrar a la familia, como hizo Yoshihiro?

Pero Yanagisawa y Kiyoko sabían que el suicidio ritual de su hermano no había sido un gesto de honor. Yoshihiro, el hermano mayor, había sucumbido a la presión de ser el principal depositario de las ambiciones familiares. Nunca a la altura de las expectativas de sus padres, se había matado para evitarse más angustias. Yanagisawa y Kiyoko no lloraban por él sino por ellos mismos, porque sus padres habían canjeado sus vidas por un puesto más elevado en la sociedad.

Kiyoko, casada a los quince años con un acaudalado funcionario, había perdido un hijo durante una de las palizas de su marido, y volvía a estar embarazada. Y Yanagisawa, con once años, llevaba tres como paje y objeto sexual de su señor. Su ano sangraba con los asaltos del daimio; su orgullo había sufrido mortificaciones incluso peores.

Entonces, mientras el humo de la pira funeraria flotaba sobre el crematorio, se obró un cambio en el interior de Yanagisawa. El llanto agotó el sufrimiento acumulado en su corazón hasta que sólo quedó una amarga determinación. Yoshihiro había muerto por ser débil. Kiyoko era una niña desvalida. Pero Yanagisawa juró que algún día llegaría a ser el hombre más poderoso del país. En aquel momento, nadie volvería a usarlo, castigarlo o humillarlo. Se vengaría de aquellos que le hubieran hecho daño. Todos acatarían sus deseos; todos temerían su ira.

Once años después, Tokugawa Tsunayoshi tuvo referencias de un joven cuya belleza e inteligencia le habían facilitado un rápido avance entre las filas de los vasallos del daimio Takei. Tsunayoshi, aficionado a los varones hermosos, convocó a Yanagisawa al castillo de Edo. El joven había madurado de forma espléndida; era deslumbrantemente guapo, con ojos oscuros e intensos. Cuando los guardias de palacio lo escoltaron a los aposentos de Tsunayoshi, el futuro sogún de veintinueve años dejó caer el libro que estaba leyendo y lo miró embelesado.

– Magnífico -dijo. Sus rasgos finos y afeminados se cargaron de admiración. A los guardias les ordenó-: Dejadnos.

A esas alturas, Yanagisawa conocía sus limitaciones y sus cualidades. La condición relativamente baja de su clan impedía su entrada en las filas más altas del bakufu, al igual que la falta de riqueza, pero había aprendido a sacar partido de los talentos que le confirieran los dioses de la fortuna. En ese instante, en los ojos de Tokugawa Tsunayoshi observó lujuria, debilidad de mente y espíritu y ansia de aprobación. Yanagisawa sonrió para sus adentros. Hizo una reverencia sin molestarse en arrodillarse antes, la primera de las muchas libertades que se tomaría con el futuro sogún, quien, humilde en su arrobamiento, le devolvió la reverencia. Yanagisawa se acercó a la tarima y recogió su libro.

– ¿Qué leéis, excelencia? -preguntó.

– El, ah, ah… -Tartamudeando de excitación, Tsunayoshi temblaba junto a Yanagisawa-. El sueño de las mansiones rojas.

Yanagisawa se sentó con descaro en la tarima y leyó del clásico de la novela erótica china. Su lectura, perfeccionada por el estudio y los castigos de la infancia, era impecable. Hacía pausas entre pasajes y sonreía con procacidad a los ojos de Tsunayoshi. Este se sonrojó. Yanagisawa extendió la mano. El futuro sogún la aferró con avidez.

Llamaron a la puerta, y entró un funcionario.

– Excelencia, es la hora de vuestra reunión con el Consejo de Ancianos. Tienen que exponeros el estado de la nación y solicitar vuestra opinión sobre las nuevas políticas de gobierno.

– Ahora, ah…, ahora estoy ocupado. ¿No podemos aplazarlo? Además, no creo tener opiniones sobre nada. -Tsunayoshi miró a Yanagisawa como pidiéndole que lo rescatara. En ese momento Yanagisawa vio el camino hacia el futuro que había imaginado. Sería el compañero de Tsunayoshi y aportaría las opiniones de las que carecía el estúpido dictador. Por mediación de Tokugawa Tsunayoshi, Yanagisawa gobernaría Japón. Esgrimiría el poder de vida y muerte que tiene el sogún sobre sus ciudadanos.

– Asistiremos los dos a la reunión -anunció. El funcionario frunció el entrecejo ante tamaña impertinencia, pero Tsunayoshi asintió mansamente. Al salir juntos de la habitación, Yanagisawa le susurró a su nuevo señor-: Cuando acabe la reunión, tendremos todo el tiempo del mundo para conocernos mejor.

Cuando Tokugawa Tsunayoshi accedió a la dignidad de sogún, Yanagisawa paso a ser chambelán. Antiguos superiores cayeron bajo su mando. Se apropió de las tierras de Takei y dejó desamparados al daimio y a todos sus vasallos, entre ellos a su padre. Recibió cartas urgentes de sus empobrecidos progenitores que le suplicaban piedad. Con una jubilosa sensación de desquite, denegó su ayuda a la familia que lo había criado para ser exactamente lo que era. Pero Yanagisawa jamás olvidó lo precario de su posición. El sogún lo idolatraba, pero un sinfín de nuevos rivales pugnaban por el cambiante favor de Tsunayoshi. Yanagisawa dominaba el bakufu, pero ningún régimen era eterno.

La voz cascada del anciano Makino sacó al chambelán de sus cavilaciones:

– Deberíamos estudiar la posible epidemia y planear el modo de evitar que tenga consecuencias graves.

– No habrá epidemia -dijo Yanagisawa. Las sendas del bosque se desvanecían en la maraña de árboles a medida que disminuía el resplandor del cielo, pero Yanagisawa mantuvo el paso-. A la dama Harume la envenenaron.

Los ancianos gritaron de asombro y exclamaron: «¿Envenenada?», «Pero si no hemos oído nada», «¿Cómo lo sabéis?»

– Oh, sé cómo enterarme de las cosas.

El chambelán tenía espías en el Interior Grande, así como en todo Edo. Estos agentes sometían a vigilancia a las personas importantes, espiaban sus conversaciones y rebuscaban entre sus pertenencias.

– Habrá problemas -advirtió Makino-. ¿Qué vamos a hacer?

– No tenemos que hacer nada -dijo Yanagisawa-. El sosakan Sano investiga el asesinato.

De repente, un plan cobró forma en su cabeza. Utilizando el caso de asesinato de la dama Harume podría destruir a Sano y a su otro rival. Yanagisawa tenía ganas de dar voz a su regocijo, pero el plan precisaba extrema discreción. Necesitaba el tipo de cómplice que no se encontraba entre la compañía presente. Detuvo la procesión en un claro y se dirigió a su séquito.

– Ya podéis iros.

Los ancianos partieron con alivio; se quedaron tan sólo los sirvientes personales de Yanagisawa.

– Deseo descansar y refrescarme -anunció-. Montad mi refugio.

Los criados descargaron los pertrechos y erigieron un recinto parecido al empleado por los generales como cuartel general en el campo de batalla: colgaron paramentos de seda de un armazón cuadrado de madera, a cielo descubierto. En el interior dispusieron esterillas, faroles encendidos y braseros de carbón, y sirvieron sake y comida. Apostaron guardias en el exterior, y Yanagisawa se recostó en un futón. En realidad, con el castillo entero a su disposición, no necesitaba aquel refugio improvisado, pero le encantaba el espectáculo de ver afanarse a otros hombres por su comodidad y el aire clandestino de un encuentro nocturno al raso. ¿Y acaso no era él semejante a un general que formase a sus tropas para el ataque?

– Tráeme a Shichisaburo -le ordenó a un sirviente, que se apresuró a obedecer.

Mientras esperaba, la punzada sensual de la lujuria aumentó su excitación. Shichisaburo, primer actor de la compañía de teatro no de los Tokugawa, era su amante de turno. Versado en la venerable tradición y práctica del amor masculino, también tenía otras utilidades…

Al momento se separaron los faldones de seda y entró Shichisaburo. Era menudo para sus catorce años, y llevaba el pelo al estilo de un samurái infantil: rapado en la coronilla, con un mechón trenzado hacia atrás desde la frente. Su túnica teatral roja y dorada cubría una figura tan grácil y esbelta como el retoño de un sauce. Shichisaburo se arrodilló e hizo una reverencia.

– Espero vuestras órdenes, honorable chambelán -murmuró.

Yanagisawa se sentó en el futón al notar que se le aceleraba el corazón.

– Levántate y ven aquí. -Saboreaba el deseo, crudo y salado como la sangre-. Siéntate a mi lado.

El joven obedeció, y Yanagisawa examinó su cara posesivamente, admirando la nariz exquisita, la barbilla afilada y los altos pómulos; la piel suave e infantil, los labios rosados como fruta deliciosa. Los ojos grandes y expresivos de Shichisaburo, radiantes a la luz de la linterna, reflejaban una gratificante disposición a complacer. Yanagisawa sonrió. El chico procedía de una venerable familia de actores que había entretenido a emperadores durante siglos. Ahora el gran talento de esa familia, concentrado en aquel joven, estaba a las órdenes de Yanagisawa.

– Sírveme una bebida -ordenó el chambelán, y añadió con magnanimidad-: y otra para ti.

– Sí, mi amo. ¡Gracias, mi amo! -Shichisaburo alzó la botella de sake-. Oh, pero el licor está frío. Permitidme que os lo caliente. ¿Puedo serviros algún otro refrigerio de vuestro agrado?

Yanagisawa lo contemplaba con deleite mientras el joven actor dejaba la botella sobre el brasero y servía pasteles de arroz en un plato. Al principio de su relación, Shichisaburo hablaba y se comportaba con la torpeza propia de los adolescentes, pero era listo y había adoptado con rapidez el patrón de discurso de Yanagisawa; ahora las grandes palabras y las frases largas y complicadas salían de él con fluidez de adulto. Cuando no se rebajaba como mandaba la costumbre, también adoptaba el porte del chambelán: cabeza alta, hombros atrás, movimientos veloces e impacientes pero suavizados por una gracia natural. Aquella imitación aduladora complacía sobremanera a Yanagisawa.

Bebieron el sake caliente. Con el rostro sonrosado por el licor, Shichisaburo dijo:

– ¿Habéis tenido un día difícil en el gobierno de la nación, mi señor? ¿Deseáis que os alivie?

El chambelán Yanagisawa se tumbó en el futón. Las manos del actor se desplazaron por su cuello y su espalda, relajando los músculos tensos y despertando el deseo. Aunque tentado de darse la vuelta y atraer al muchacho hacia sí, Yanagisawa se resistió al impulso. Antes tenían asuntos de los que tratar.

– Es un honor tocaros. -Los dedos frotaban, acariciaban, pellizcaban; Shichisaburo le susurró al oído-: Cuando estamos separados, ansío el momento en que volvamos a estar juntos.

Yanagisawa sabía que estaba actuando y que no había un ápice de sinceridad en todo lo que decía, pero eso no lo molestaba. ¡Qué maravilla que alguien lo respetara tanto que se tomara todas aquellas molestias para complacerlo!

– Por las noches sueño con vos y… y tengo que confesaros un vergonzoso secreto. -La voz de Shichisaburo tembló convincentemente-. A veces mi deseo por vos es tan grande que me acaricio y finjo que me estáis tocando. Espero que esto no os ofenda.

– Muy al contrario -dijo Yanagisawa con una risilla.

El actor, a pesar de su talento y su estirpe, era un plebeyo, un don nadie. Era débil, inocente, patético, y otro hombre tomaría sus palabras como un insulto. Mas el chambelán Yanagisawa se deleitaba con la charada como prueba de que ya no era una víctima desvalida, sino el omnipotente manipulador de otros hombres. Tenía esbirros en vez de amigos. Se había casado con una mujer rica emparentada con el clan Tokugawa, pero se mantenía apartado de ella y de su hija de cinco años, para la que ya había empezado a buscar un enlace políticamente ventajoso. No le importaba que todos lo despreciaran, mientras obedecieran sus órdenes. La farsa de Shichisaburo lo excitaba; el poder era el afrodisíaco definitivo.

En aquella ocasión el chambelán Yanagisawa postergó su placer a regañadientes.

– Necesito tu ayuda en un asunto muy importante, Shichisaburo -dijo, sentándose de nuevo.

Los ojos del joven actor rebosaban felicidad, y Yanagisawa casi podía creer que de verdad se sentía halagado por la petición, que en realidad era una orden.

– Haré lo que sea por vos, mi señor.

– Se trata de un asunto del máximo secreto, y tienes que prometerme que no le dirás nada a nadie advirtió Yanagisawa.

– ¡Oh, lo prometo, lo prometo! -El chico irradiaba sinceridad-. Podéis confiar en mí. Dadme la oportunidad. Complaceros significa para mí más que cualquier otra cosa en el mundo.

Yanagisawa sabía que no era la devoción sino la amenaza del castigo lo que mantenía sometido a sus designios a Shichisaburo. En caso de que el actor le desobedeciera, lo despojarían de su posición como estrella de la compañía teatral de los Tokugawa, lo desterrarían del castillo y lo pondrían a trabajar en algún sórdido prostíbulo. El chambelán sonrió. «Todos acatarán mis designios y temerán mi ira…»

Se inclinó hacia Shichisaburo para susurrarle. Al inhalar la fragancia fresca y juvenil del chico, notó que su virilidad se alzaba dentro del taparrabos. Acabó de transmitir sus órdenes y dejó que su lengua recorriera la delicada espiral de la oreja de Shichisaburo. El actor soltó una risita y se volvió hacia Yanagisawa con encantada admiración.

– ¡Qué inteligente sois para que se os ocurra un plan tan maravilloso! Haré exactamente lo que me habéis dicho y, cuando hayamos acabado, el sosakan Sano jamás volverá a preocuparos.

Por encima del recinto se oyó un batir de alas. Sin pensarlo, el chambelán Yanagisawa encajó una flecha en el arco y apuntó hacia arriba, escudriñando el cielo azul cobalto, la filigrana negra de las siluetas de los árboles. Contra el disco de plata de la luna se recortaba una forma oscura. Yanagisawa soltó la flecha, que voló invisible. Un chillido desgarró la calma del anochecer. Un búho cayó como un plomo en el refugio, con la flecha clavada en el pecho. Su propia presa -un minúsculo topo ciego- estaba aún aferrada entre sus afiladas garras.

Shichisaburo batió palmas con júbilo.

– ¡Un tiro perfecto, mi señor!

El chambelán Yanagisawa rompió a reír.

– Al matar a uno, también cobro al otro. -El simbolismo era tan perfecto como su puntería, y el disparo, un presagio venturoso para su ardid. El triunfo alimentó el deseo del chambelán. Soltó el arco y extendió la mano hacia Shichisaburo-. Pero basta de negocios. Ven aquí.

Los ojos del joven actor reflejaron fielmente el ansia de Yanagisawa.

– Sí, mi señor.

El murmullo del viento agitó el bosque; la luna subió y se agrandó. Sobre las paredes de seda del refugio, dos sombras se fundieron en una.

6

Cuando Sano llegó a su residencia tras la larga y agotadora cabalgata desde la prisión de Edo, Hirata salió a la puerta a su encuentro.

– La madre del sogún ha accedido a hablar con nosotros antes de sus oraciones de la noche. Y la otoshiyori, la funcionaria mayor de palacio, responderá a nuestras preguntas, pero pronto tendrá que hacer su ronda nocturna de inspección por el Interior Grande.

Sano dirigió una mirada anhelante hacia su mansión, que albergaba la promesa de comida, un baño caliente y la compañía de su nueva esposa. ¿Con qué pasatiempos tranquilos y femeninos habría ocupado el tiempo desde su boda? Sano se la imaginaba bordando, escribiendo poesía o quizá tocando el samisén, un remanso de calma entre las muertes violentas y las intrigas palaciegas. Ansiaba adentrarse en él, conocer a Reiko por fin. Pero la noche descendía con rapidez sobre el castillo, y Sano no podía hacer esperar a la dama Keisho-in ni a su otoshiyori, ni retrasarse en informar al sogún de que no había epidemia porque a la dama Harume la habían asesinado.

Dejó su caballo al cuidado de los guardias y le dijo a Hirata:

– Será mejor que nos demos prisa.

Remontaron la colina por pasajes de paredes de piedra, dejando atrás patrullas de guardias con antorchas encendidas. Acostumbrados a ser cautelosos, no hablaron hasta haber superado el último puesto de control y estar cerca de palacio, cuyo tejado de muchos aleros lucía a la luz de la luna. En sus muros llameaban las antorchas, y había centinelas a las puertas. El jardín estaba desierto bajo la luz plateada. Allí, entre senderos de grava y árboles umbríos, Sano le contó a Hirata los resultados de la prueba del doctor Ito.

– Los habitantes y el personal del Interior Grande son sospechosos de asesinato -dijo Sano-. ¿Han revelado algo tus indagaciones?

– Hablé con los guardias y su comandante -explicó Hirata-, y también con el administrador jefe del Interior Grande. La versión oficial es que la muerte de Harume es una tragedia, que todos lamentan. Nadie dice otra cosa.

– ¿Se ha aceptado esa versión porque es la verdad o simplemente porque sirve para protegerse? -caviló Sano. Si demostraban que se trataba de un asesinato, Hirata y él podrían investigar más allá de las versiones oficiales. Las mujeres eran las personas más cercanas a Harume, con el acceso más fácil a su habitación y al frasco de tinta. Necesitaban la cooperación de la dama Keisho-in y la otoshiyori antes de entrevistar a las concubinas y a las sirvientas.

Los dejaron entrar en palacio, y recorrieron oficinas oscuras y silenciosas hasta los aposentos del sogún. Los guardias allí apostados les anunciaron:

– Su excelencia se ha retirado. Ha dado orden de que le informéis a primera hora de la mañana.

– Decidle que no hay epidemia, por favor -dijo Sano, para que Tokugawa Tsunayoshi no tuviera que preocuparse más de la enfermedad.

Después Hirata y él se adentraron en el laberinto del palacio. A medida que se acercaban al Interior Grande, un murmullo agudo fue invadiendo la quietud. Cuando los guardias abrieron las puertas que daban a las dependencias de las mujeres, el murmullo estalló en un alboroto de estridentes voces femeninas que parloteaban al compás de portazos, correteos, chapotear de agua y movimiento de vajilla.

– Por todos los dioses -dijo Hirata, tapándose los oídos. Sano se estremeció ante el estruendo.

En las horas posteriores a su primera visita, el Interior Grande había recobrado la que debía de ser su condición habitual. De camino hacia la estancia privada de la dama Keisho-in, pasaron por salas atestadas de bellas concubinas, ataviadas con chillonas vestimentas, que cenaban de una bandeja, se acicalaban delante de los espejos o jugaban a las cartas mientras discutían entre ellas y daban órdenes a sus sirvientas. Sano vio mujeres desnudas que se enjabonaban o aclaraban en altas bañeras de madera, y masajistas ciegos inclinados sobre espaldas descubiertas. Todas las mujeres le devolvían la mirada con una pasividad curiosa que reflejaba una aceptación estoica de su papel. A Sano le recordaban a las cortesanas de Yoshiwara: la única diferencia parecía consistir en que aquellas mujeres existían para el placer público mientras que éstas, sólo para el del sogún. Cuando atravesaban una sala, la conversación y la actividad cesaban por un instante antes de volver a la carga con estruendo inalterado. Una funcionaria de ropaje gris patrullaba los pasillos junto a un guardia. En aquella prisión femenina la vida seguía incluso tras la muerte violenta de una reclusa.

Sano se preguntaba si alguna de las mujeres sabría la verdad sobre el fallecimiento de Harume, y la identidad del asesino. A lo mejor todas la conocían, incluida su señora.

La puerta de los aposentos de la dama Keisho-in, situada al final de un largo pasillo, era como el portal principal de un templo: de ciprés macizo, rica en dragones grabados. Sobre ella ardía una linterna; dos centinelas vigilaban como deidades custodias a unos discretos veinte pasos. En cuanto Sano e Hirata se acercaron, la puerta se abrió sin un ruido. Una mujer alta salió por ella e hizo una reverencia.

– La señora Chizuru, funcionaria mayor del Interior Grande -dijo Hirata.

Le presentó a Sano, que estudió a la otoshiyori con interés. Tenía algo menos de cincuenta años; el pelo, pulcramente apilado sobre su cabeza, estaba surcado de vetas blancas. Su quimono gris apagado vestía un cuerpo fuerte y musculoso, como el de un hombre. El rostro cuadrado de la señora Chizuru tenía también un aire masculino, recalcado por una barbilla partida, cejas gruesas y sin depilar, y una sombra de pelusa negra en el labio superior. Sano sabía que la tarea más importante de la otoshiyori era velar a las puertas del dormitorio de Tokugawa Tsunayoshi siempre que dormía con una concubina, para asegurarse de que ninguna mujer le arrancase favores durante sus momentos de vulnerabilidad. Como el resto de las funcionarias de palacio, en su momento debió de ser también concubina -probablemente del sogún anterior-, aunque su único atractivo femenino fuera la boca, exquisita como la de una cortesana de grabado. Contempló a Sano con los brazos cruzados y una mirada atrevida y desapasionada que cortaba de raíz cualquier insolencia.

– Todavía no podéis ver a la dama Keisho-in -anunció Chizuru. Tenía la voz grave, pero no desagradable-. Su excelencia está con ella en este momento.

– Esperaremos -dijo Sano. De modo que allí era adonde se había retirado el sogún-. También necesitamos hablar con vos.

Chizuru asintió, y apareció una pareja de sirvientas más jóvenes. Intercambiaron con su superiora una variante muda de comunicación: miradas oblicuas, asentimientos, un temblor de labio… En aquel territorio extraño, hasta el lenguaje era diferente. Después Chizuru les dijo a Sano y a Hirata:

– Asuntos urgentes reclaman mi atención. Pero en un momento estaré de vuelta. Esperadme aquí.

– Sí, mi ama -dijo Hirata por lo bajo mientras la otoshiyori, flanqueada por sus lugartenientes, se alejaba a grandes zancadas-. Si los hombres nos descuidamos, estas mujeres gobernarán el país algún día.

La otoshiyori había dejado entornada la puerta de la dama Keisho-in. La curiosidad fue más fuerte que Sano. Echó un vistazo rápido. En la habitación en penumbra, una linterna de techo formaba un nimbo de luz en torno a una mujer sentada sobre cojines de seda. Bajita y regordeta, llevaba una holgada bata de satén de reluciente dorado con olas azules estampadas. Una larga melena negra, sin asomo de gris, se derramaba por sus hombros, confiriéndole una apariencia sorprendentemente juvenil a sus sesenta y cuatro años. Sano no veía su cara, que estaba inclinada sobre el hombre postrado en sus rechonchos brazos.

Tokugawa Tsunayoshi, supremo dictador militar de Japón, hundía la cara en los abundantes pechos de su madre. Sus ropajes negros oficiales le envolvían las rodillas dobladas; su coronilla rapada, sin el bonete negro de rigor, parecía vulnerable como la de una criatura. Farfullaba murmullos y gimoteos: «… tan asustado, tan infeliz… Siempre quieren cosas de mí… esperan que sea fuerte y sabio, como mi antecesor, Tokugawa Ieyasu… nunca sé qué decir o qué hacer… estúpido, débil, indigno de mi cargo…».

La dama Keisho-in le daba palmaditas en la cabeza, emitiendo arrullos tranquilizadores.

– Vamos, vamos, mi niño. -Su voz quebrada traicionaba la edad que en realidad tenía-. Aquí está mamá. Hará que todo vaya bien.

Tokugawa Tsunayoshi se relajó; sus gimoteos dieron paso a un ronroneo de satisfacción. La dama Keisho-in cogió la larga pipa de plata que estaba a su lado en una bandeja, chupó, tosió y se dirigió a su hijo en tono cariñoso.

– Para alcanzar la felicidad tienes que construir más templos, apoyar a los sacerdotes y celebrar más festivales sagrados.

– Pero madre, eso parece tan difícil… -gimió el sogún-. ¿Cómo voy a conseguirlo?

– Dale dinero al sacerdote Ryuko, y él se encargará de todo.

– ¿Qué pasa si el chambelán Yanagisawa o el Consejo de Ancianos se oponen? -La voz de Tokugawa Tsunayoshi vaciló al mencionar la desaprobación de sus subordinados.

– Les dices que tu decisión es la ley -dijo la dama Keisho-in.

– Sí, madre -suspiró el sogún.

Al oír la llegada de pasos por el corredor, Sano se apartó con prontitud de la puerta, violento y abatido por lo que había presenciado. Los rumores acerca de la influencia de Keisho-in sobre Tokugawa Tsunayoshi eran ciertos. Ella era una ferviente budista, dominada por el ambicioso y fatuo Ryuko, su sacerdote favorito y, según había oído Sano, su amante. Sin duda, Ryuko la había convencido de que le pidiese dinero al sogún. El que tuvieran tanto poder en sus manos suponía una grave amenaza para la estabilidad nacional. A lo largo de la historia, el clero budista había reclutado ejércitos para desafiar el dominio samurái. Y qué ironía que Tsunayoshi tuviese sirvientes para protegerle de concubinas poco escrupulosas, pero no de la mujer más peligrosa de todas.

Chizuru dobló la esquina, se acercó a la estancia de su señora y asomó la cabeza por la puerta. Tras alguna señal del interior de la cámara, se volvió y dijo:

– La dama Keisho-in os recibirá ahora.

Entraron en la habitación. La dama Keisho-in estaba sola, fumando de su pipa. No había señales del sogún, pero los cortinajes de brocado del fondo se movían, como si alguien se hubiese escurrido entre ellos. Sano e Hirata se arrodillaron e hicieron una reverencia.

– El sosakan Sano y su vasallo mayor, Hirata -anunció Chizuru, arrodillada cerca de la dama Keisho-in.

La madre del sogún estudió a sus visitantes con franco interés.

– ¿De manera que éstos son los hombres que han resuelto tantos misterios desconcertantes? ¡Qué emoción!

Vista de cerca, no parecía tan joven como al principio. Su rostro redondo de rasgos menudos y regulares tal vez había sido atractivo en algún momento, pero el polvo blanco ya no lograba ocultar las profundas arrugas de su piel. El carmín brillante de labios y mejillas prestaba una semblanza de vitalidad que contradecía el blanco venoso y amarillento de sus ojos. La papada abultaba por encima de un pecho exuberante que había caído con la edad, y su pelo negro poseía la oscuridad uniforme y artificial del tinte. Su sonrisa revelaba una dentadura ennegrecida por la cosmética con dos huecos en la hilera superior que le conferían un aspecto vulgar y plebeyo. Y plebeya era, pensó Sano, recordando su historia.

Keisho-in era hija de un verdulero de Kioto. A la muerte de su padre, su madre pasó a ser criada y amante de un cocinero de la casa del imperial príncipe regente. Allí Keisho-in trabó amistad con la hija de una distinguida familia de Kioto. Cuando la amiga se convirtió en concubina del sogún Tokugawa Iemitsu, se la llevó al castillo de Edo con ella y Keisho-in pasó a ser a su vez concubina de Iemitsu. A los veinte años había dado a luz a su hijo Tsunayoshi y hecho suya la condición más alta que una mujer podía alcanzar: consorte oficial de un sogún y madre del siguiente. Desde aquel momento, Keisho-in había nadado en la abundancia gobernando las dependencias de las mujeres.

– Mi honorable hijo me ha hablado mucho de vuestras aventuras -dijo la dama-; me alegra conoceros.

Con una caída de ojos dedicada a ambos, desplegó el encanto coqueto que debió de encandilar al padre de Tokugawa Tsunayoshi. Después, suspiró.

– Pero qué ocasión más triste os trae aquí: la muerte de la dama Harume. ¡Qué tragedia! Todas las mujeres tememos por nuestra vida. -Sin embargo, al parecer no estaba en la naturaleza de Keisho-in el permanecer triste mucho tiempo, pues, con una seductora sonrisa para Sano, añadió-: Pero ahora que habéis venido a salvarnos, estoy más tranquila. Vuestro criado le dijo a Chizuru que deseáis nuestra ayuda para evitar una epidemia. No tenéis más que decir lo que hemos de hacer. Estamos ansiosas de ser utilidad.

– La dama Harume no murió de una enfermedad, de modo que no habrá epidemia -dijo Sano, aliviado al encontrar tan buena disposición en la madre del sogún. Dados su rango y su influencia, podía oponerse a la investigación si así lo deseaba; todas las habitantes del Interior Grande eran sospechosas en aquel caso, incluida ella. En cuanto a los sentimientos de Chizuru, Sano tenía sus dudas. La expresión de la otoshiyori permaneció neutra, pero su rígida postura era indicio de resistencia-. La dama Harume fue asesinada, con veneno.

Por un momento, las dos mujeres se quedaron mirándolo; ninguna habló. Sano detectó un destello de emoción ininteligible en los ojos de Chizuru antes de que los desviara. Entonces la dama Keisho-in exclamó:

– ¿Veneno? ¡Qué horror! -Con los ojos y la boca abiertos, se recostó en los cojines entre jadeos-. No puedo respirar. ¡Necesito aire! -Chizuru corrió a ayudar a su señora, pero la dama Keisho-in la apartó con un gesto y le hizo señas a Hirata-. Joven, ayúdame!

Con una incómoda mirada a Sano, el joven vasallo se acercó a la dama Keisho-in. Recogió su abanico y empezó a darle aire con vigor. Pronto su respiración se hizo regular; su cuerpo se relajó. Cuando Hirata la ayudó a enderezarse, se apoyó en él un momento y le sonrió a la cara.

– Qué fuerte y guapo y cortés. Arigato.

– Do itashimashite -masculló Hirata, que volvió a su puesto junto a Sano con un suspiro de alivio.

Sano lo miró con preocupación. Normalmente Hirata era capaz de conservar el aplomo al enfrentarse con testigos de cualquier sexo o clase; en aquella ocasión, se arrodilló con la cabeza baja y los hombros hundidos. ¿Cuál era el problema? Por el momento, Sano reflexionó sobre las reacciones de estas mujeres. ¿Era la noticia del envenenamiento realmente una novedad para ellas? El desmayo de Keisho-in había parecido genuino, pero Sano se preguntaba si la otoshiyori supo o sospechó de la posibilidad de un asesinato con anterioridad.

– ¿Quién querría matar a la pobre Harume? -dijo Keisho-in con tono quejumbroso. Dio una calada a su pipa y una lágrima resbaló por su mejilla, dejando un surco en el espeso maquillaje blanco-. Una niña tan dulce, tan encantadora y vivaracha. -Entonces recuperó sus maneras coquetas. Le dedicó a Hirata una sonrisa flanqueada de hoyuelos-. Harume me recordaba a mí misma de joven. Hubo un tiempo en que fui una gran belleza, la favorita de todos. -Suspiró-. Y Harume era igual. Muy popular. Cantaba y tocaba el samisén de maravilla. Sus bromas nos hacían reír a todas. Por eso la incluí entre mis doncellas. Sabía hacer feliz a la gente. Yo la quería como a una hija.

Sano miró a Chizuru. La otoshiyori tenía los labios apretados; exhaló aire una vez: era evidente que no compartía la visión que su señora tenía de la chica muerta.

– ¿Qué opinión os merecía la dama Harume? -le preguntó-. ¿Qué tipo de persona os parece que era?

– No me corresponde tener opiniones sobre las concubinas de su excelencia -contestó remilgadamente.

Sano notó que Chizuru podría hablarle largo y tendido de la dama Harume, pero no quería contradecir a su señora.

– ¿Tenía la dama Harume algún enemigo en palacio que quisiera verla muerta? -preguntó a las dos mujeres.

– Desde luego que no. -Keisho-in soltó una enfática bocanada de humo-. Todo el mundo la quería. Y aquí en el Interior Grande nos llevamos todas muy bien. Como hermanas.

Pero incluso las hermanas discutían, y Sano lo sabía. En el pasado, algunas peleas en el Interior Grande habían acabado en asesinato. Para afirmar que quinientas mujeres, apiñadas en un espacio tan reducido, convivían en completa armonía, Keisho-in tenía que ser tonta de remate o una mentirosa. Chizuru carraspeó y dijo en tono vacilante:

– Había desavenencias entre Harume y otra concubina. La dama Ichiteru. No se… entendían.

Keisho-in se quedó boquiabierta y mostró el hueco de sus dientes caídos de forma poco favorecedora.

– ¡No! ¡No sabía nada!

– ¿Por qué no se entendían la dama Ichiteru y la dama Harume? -preguntó Sano.

– Ichiteru es una dama de ilustre linaje -explicó Chizuru-. Es prima del emperador, de Kioto. -Allí era donde vivía modesta pero dignamente la familia imperial, aunque despojada de poder político y bajo el dominio total del régimen de los Tokugawa-. Antes de que Harume llegara al castillo de Edo hace ocho meses, la dama Ichiteru era la compañía favorita del honorable sogún…, al menos, entre las mujeres.

Con una nerviosa mirada a su señora, Chizuru se llevó una mano a la boca. La preferencia de Tokugawa Tsunayoshi por los hombres era del dominio público pero no, al parecer, un tema que se tratase en presencia de su madre.

– Pero cuando Harume llegó, sustituyó a la dama Ichiteru en el afecto del sogún -aventuró Sano.

Chizuru asintió.

– Su excelencia dejó de solicitar la compañía de Ichiteru por las noches y empezó a invitar a Harume a sus aposentos.

– A Ichiteru no tendría que haberle importado -terció la dama Keisho-in-. Mi pequeño tiene derecho a disfrutar de la mujer que desee. Y es su deber engendrar un heredero. Como Ichiteru fracasó a la hora de concebir un niño, hizo bien en probar con otra concubina. -Keisho-in soltó una risita, le guiñó el ojo a Hirata y añadió-: Una que fuera joven, descarada y fértil, como lo era yo cuando conocí a mi querido y difunto Iemitsu. Ya sabes de qué tipo de chica te hablo, ¿verdad, joven?

Una mancha roja brillante de bochorno se encendió en cada una de las mejillas de Hirata.

– Sumimasen -«Disculpad»-, pero ¿había alguien entre las criadas, los guardias o las doncellas que no se llevara bien con la dama Harume?

Moviendo la cabeza, Keisho-in desestimó la pregunta con un ademán de su pipa que salpicó de ceniza los cojines.

– Las criadas son personas de excelente carácter y disposición. Las entrevisté personalmente a todas antes de que se les permitiese trabajar en el Interior Grande. Ninguna habría atacado a una concubina favorecida.

Chizuru apretó la mandíbula y miró al suelo. Un hecho preocupante despuntó ante los ojos de Sano: la dama Keisho-in era ajena a lo que sucedía a su alrededor. La otoshiyori manejaba la administración del Interior Grande del mismo modo que el chambelán Yanagisawa dirigía el gobierno en lugar de Tokugawa Tsunayoshi. El hecho de que las dos cabezas del clan que regía Japón fueran tan débiles y necias -no parecía haber otro término mejor- no prometía nada bueno para la nación.

– A veces las personas no son lo que parecen -sugirió Sano-. Hay gente capaz de ocultar su auténtica naturaleza, hasta que pasa algo…

Chizuru se aferró al cabo que le tendían: era obvio que se debatía entre el temor a contradecir a la dama Keisho-in y el de mentirle al sosakan-sama del sogún.

– Todos los guardias de palacio son hombres que vienen de buenas familias y tienen excelentes hojas de servicio. Por lo general también tienen buen carácter. Pero uno de ellos, el teniente Kushida… Hace cuatro días, la dama Harume presentó una queja contra él. Dijo que se había comportado de forma inadecuada con ella. Cuando el personal de palacio no estaba presente, la rondaba y trataba de entablar conversación sobre… cosas inapropiadas.

«O sea, sexo», interpretó Sano.

– El teniente Kushida envió cartas ofensivas a la dama Harume, o eso dijo ella -prosiguió Chizuru-. Llegó a afirmar que la espiaba mientras se bañaba. Dijo que lo había conminado una y otra vez a dejarla en paz, pero él persistía hasta que al final perdió la cabeza y amenazó con matarla.

– ¡Repugnante! -La dama Keisho-in hizo una mueca y dijo con indignación-: ¿Por qué nadie me cuenta nada?

La mirada afligida que Chizuru le dedicó a Sano le decía que sí había informado a la madre del sogún, pero que ella lo había olvidado.

– ¿Y entonces qué pasó? -preguntó Sano.

– Me resistía a creer las acusaciones -respondió Chizuru-. Hace diez años que el teniente Kushida trabaja aquí y nunca ha causado ningún problema. Es un hombre agradable y cabal. La dama Harume llevaba muy poco tiempo entre nosotros. -El tono de la otoshiyori daba a entender que Harume le parecía menos agradable y cabal, y la probable fuente del problema-. Sin embargo, este tipo de acusaciones siempre se tratan con rigor. La ley prohíbe que el personal masculino incomode a las mujeres o establezca relaciones inadecuadas con ellas. La pena es la destitución. Informé del asunto al administrador jefe. El teniente Kushida quedó temporalmente apartado de sus tareas, pendiente de la investigación de los cargos.

– ¿Y se llevó a cabo la susodicha investigación? -inquirió Sano.

– No. Y ahora que la dama Harume ha muerto…

Los cargos, sin ella que los confirmara, tenían que retirarse, lo que explicaba que el administrador jefe se hubiese descuidado de contárselo a Hirata. Qué suerte para el teniente Kushida que la muerte de su acusadora le hubiese ahorrado la desgracia de perder su puesto. Definitivamente, merecía la pena interrogarlos a él y a la envidiosa dama Ichiteru.

– Concubinas celosas, guardias groseros -se lamentó Keisho-in-. ¡Qué espanto! Sosakan-sama, tenéis que encontrar y castigar a quien mató a mi pequeña Harume y salvarnos a todas de una persona tan malvada y peligrosa.

– Necesitaré que mis detectives registren el Interior Grande y hablen con las residentes -dijo Sano-. ¿Dispongo de vuestra venia?

– Por supuesto, por supuesto. -La dama Keisho-in asintió con firmeza. Después, con un gruñido, se irguió haciendo fuerza con las manos e hizo señas a Chizuru para que la ayudara a ponerse en pie-. Es la hora de mis oraciones. Pero os ruego que paséis a verme otra vez. -Le mostró los hoyuelos a Hirata-. Y tú también, jovencito.

Se despidieron. Hirata casi salió corriendo de la habitación, y Sano lo siguió, extrañado por la desacostumbrada timidez de su vasallo. Aunque era consciente de todo el trabajo que tenían por delante, al salir del palacio se alegró de que fuera demasiado tarde para verse con sospechosos o testigos, y de no tener que encontrarse con el sogún hasta el día siguiente. En casa lo esperaba Reiko. Era su noche de bodas.

7

Cuando Sano llegó a casa, los criados salieron a la entrada de su mansión para darle la bienvenida. Lo liberaron de su capa y sus espadas y lo condujeron a la sala, donde ardían faroles y braseros de carbón; los murales de las paredes representaban un sereno paisaje de montaña. Al acomodarse en los cojines de seda del suelo, sintió que lo abandonaba la tensión del día y se apoderaba de él una sensación de felicidad. Hirata había ido a dar órdenes al cuerpo de detectives y a asegurar la protección de la finca para la noche. Sano disponía del tiempo que restaba hasta el día siguiente. Podía empezar su matrimonio.

– ¿Os gustaría comer algo? -preguntó el primer criado.

Sano asintió y preguntó:

– ¿Dónde está… mi mujer? -La frase sonaba extraña en sus labios, pero tan agradable como un vaso de agua después de una larga y seca jornada.

– Se le ha informado de que estáis en casa, y ahora mismo viene.

El sirviente hizo una reverencia y salió de la habitación. Sano esperaba con el corazón acelerado; se le hizo un nudo en el estómago. Entonces se abrió la puerta. Se incorporó, y Reiko entró en la habitación. Su desposada llevaba un quimono de seda naranja mate con un estampado de ásteres dorados y el pelo recogido con agujas, y portaba una bandeja con una botella de porcelana de sake y dos tazas. Con los ojos recatadamente bajos, se deslizó hasta Sano, se arrodilló frente a él, dejó la bandeja e hizo una reverencia.

– Honorable esposo -murmuró-. ¿Puedo servirte?

– Sí, por favor -dijo Sano, fascinado por su belleza juvenil.

El ceremonial del sake suavizaba lo embarazoso del momento -alguien debía de haber instruido a Reiko sobre qué hacer cuando estuviese por primera vez a solas con su marido-, pero las manos le temblaban al pasarle la taza a Sano. La compasión mitigó su propio nerviosismo. Estaban en sus dominios. De él dependía que Reiko se sintiese a gusto en ellos.

– Espero que te encuentres bien -dijo mientras llenaba la otra taza de sake y se la ofrecía.

Reiko alzó la taza con cautela, como si temiera tocarle la mano.

– Sí, honorable esposo.

Bebieron, y Sano vio que se había teñido los dientes de negro. Un inesperado torrente de calor le corrió por la ingle. Nunca había prestado excesiva atención a aquella costumbre de las mujeres casadas; en aquel momento, ver aquella transformación en Reiko despertó su deseo. Le recordaba que era suya tanto en cuerpo como en espíritu.

– ¿Te gustan tus aposentos? -Sano saboreó el licor y la excitación. El pelo recogido de Reiko acentuaba la gracilidad de su cuello y la inclinación de sus hombros. Había pasado más de un año desde que estuviera con una mujer…-. ¿Te has instalado?

– Sí, gracias.

Una vacilante sonrisa dio ánimos a Sano, pues descubrió que aquella dama de frío porte no carecía de sentimientos hacia él. En ese preciso instante entró un criado, le dio a Sano un paño húmedo y caliente para que se lavara las manos y puso ante él una bandeja laqueada con comida. Cuando volvió a estar a solas con Reiko, ella se apresuró a retirar las tapas de los platos de sashimi, trucha al vapor y verduras; luego le sirvió té. Debía de haber cenado con anterioridad para atenderlo mejor. Sano estaba encantado con su sumisión conyugal.

– Espero que seas feliz aquí -le dijo-. Si quieres cualquier cosa, no tienes más que decirlo.

Reiko alzó una cara ansiosa y radiante hacia él.

– Quizá… Quizá podría ayudarte a investigar la muerte de la concubina del sogún -espetó.

– ¿Qué? -Debido a la sorpresa, el bocado de pescado que se estaba llevando a la boca se le cayó de los palillos.

Se habían esfumado la afectación de humildad y la atractiva timidez de su esposa. Con la cabeza alta y la espalda recta, Reiko miraba a Sano directamente a la cara. Sus ojos lanzaban destellos de osadía nerviosa.

– Tu trabajo me interesa mucho. He oído rumores de que a la dama Harume la asesinaron. Si son ciertos, quiero ayudar a atrapar al asesino. -Tragó saliva antes de añadir-: Has dicho que si quería algo tenía que pedirlo.

– ¡No me refería a esto! -Sano estaba desolado. De las profundidades de su memoria surgían escenas de su infancia: su madre cocinando, limpiando y bordando en casa mientras su padre se aventuraba fuera de ella para mantenerlos. La experiencia había formado la noción que Sano tenía de un matrimonio correcto. Un aluvión de razones adicionales le impedía acceder a la petición de Reiko. Adoptó un tono amable-. Lo siento. Agradezco tu ofrecimiento, pero una investigación de asesinato no es apropiada para una esposa.

Esperaba que acatase su decisión, como había hecho su madre con todas las de su padre. Pero Reiko replicó:

– Mi padre me ha dicho que ése iba a ser tu parecer, y lo comparte. Pero quiero trabajar, ser útil. Y puedo ayudarte.

– Pero ¿cómo? -preguntó Sano, cada vez más atónito ante la desaparición de su sueño de dicha conyugal. ¿Quién era aquella chica extraña y obstinada con la que se había casado?-. ¿Qué podrías hacer tú?

– He recibido educación; sé leer y escribir tan bien como un hombre. Durante diez años he observado los juicios de mi padre en el Tribunal de justicia. -A Reiko le temblaba la delicada barbilla, pero no cedió ante la desaprobación de Sano-. Entiendo la ley, y a los criminales. Puedo ayudar a averiguar quién mató a la dama Harume.

Criada en la mansión del magistrado Ueda, Reiko debía de haber visto más criminales que el propio Sano. Avergonzado de verse superado por su joven esposa, también aborrecía pensar en los espectáculos de violencia y depravación humana que habría presenciado. Peor aún, le sublevaba la idea de dejar que aquellos elementos de su trabajo irrumpieran en su vida privada. ¿Cómo podía ser su casa un refugio si Reiko compartía su conocimiento de los males del mundo?

– Te lo ruego…, cálmate y deja que te lo explique -dijo Sano, alzando las manos en gesto de apaciguamiento-. El trabajo de un detective es peligroso. Podrías resultar herida, incluso muerta. -Les había ocurrido a muchos otros durante sus anteriores casos, y no iba a dejar que su esposa cayera víctima de su búsqueda de la justicia-. No sería correcto que te permitiera participar en la investigación de un asesinato. -Sano retomó su cena con ademán de dar por zanjada la cuestión.

– Crees que soy débil y estúpida por ser mujer -insistió Reiko-, pero sé luchar. Puedo defenderme. -El ardor encendía sus preciosos ojos en forma de pétalo-. Y puesto que soy mujer, puedo entrar en sitios que te están vedados. Puedo obtener información de gente que a ti nunca te hablaría. ¡Dame tan sólo una oportunidad!

Sano empezaba a enfadarse. Recordaba a su dócil madre cocinando los platos preferidos de su marido, llevando la casa para satisfacer sus necesidades sin pedir jamás nada para ella misma. En su mundo de samurái marcado por el servicio sin limites al régimen de Tokugawa, su propio hogar era el único dominio bajo su control absoluto. Ahora Sano notaba que ese control se le escapaba de las manos y su autoridad masculina se debilitaba frente al desafío de Reiko. El cansancio minaba su paciencia. Aunque lo último que quería era una pelea en su noche de bodas, la cólera se impuso.

– ¿Cómo osas llevarle la contraria a tu marido? -preguntó, arrojando los palillos-. ¿Cómo te atreves siquiera a sugerir que tú, una niña tonta y cabezota, puedes hacer algo mejor que yo?

– ¡Porque tengo razón!

De un salto, Reiko se puso en pie, con los ojos que echaban chispas de una furia no inferior a la de Sano. Se tanteó el incisivo mellado con la lengua; se llevó la mano al cinto como si buscara una espada. Aquella reacción agresiva y poco femenina indignó a Sano, a la vez que lo excitó profundamente. La furia convertía la delicada belleza de Reiko en el poder puro y femenino de una diosa. La rapidez de su respiración y el arrebol de sus mejillas sugerían la excitación sexual. A pesar del desagrado por su impertinencia, Sano admiraba su espíritu valeroso, aunque no la creyera capaz de investigar un asesinato, ni pretendiera dejarle socavar su masculinidad a base de réplicas. Apartó la bandeja de un manotazo y se levantó, lanzando una mirada furibunda a su joven esposa.

– Te ordeno que te quedes en casa, donde te corresponde, y no te entrometas en mi trabajo -dijo, aunque horrorizado por el vuelco de hostilidad que había dado su relación. Quería que los dos fuesen felices, y no iba a conseguirlo hiriendo los sentimientos de Reiko. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?-. Soy tu marido. Me obedecerás. ¡Y no hay más que hablar!

Reiko entrecerró los ojos con desprecio.

– ¿Y qué harás si desobedezco? -preguntó-. ¿Pegarme? ¿Mandarme de vuelta con mi padre? ¿O matarme? -De su garganta brotó una risa amarga-. Ojalá lo hicieras, porque lamento haberme casado contigo. ¡Prefiero morir que someterme a ti o a cualquier otro hombre!

Su rechazo se le clavó como una puñalada en el corazón. Herido y furioso, sentía una irresistible necesidad de afirmar su poder mediante la posesión física de su esposa. Su virilidad alcanzó la erección. Dio un paso adelante y la aferró por los hombros.

La rebeldía valiente de Reiko se desvaneció al momento. Se encogió ante la fuerza de Sano. Cernido sobre ella, notaba la fragilidad de sus huesos. Los ojos se le llenaron de terror, y él supo que no eran los golpes o la muerte lo que temía. Era la herida más cruel que un hombre podía infligirle a una mujer: el asalto personal a las partes más íntimas de su cuerpo. Pero, cuando se cruzaron sus miradas, Sano sintió en ella un apetito insondable por ese contacto íntimo y brutal; tenía los labios húmedos y respiraba de forma rápida y trabajosa. Ante Sano surgió una visión de los dos desnudos y entrelazados, resolviendo toda discusión en el primitivo rito del apareamiento. Y por la expresión de asombro en el rostro de Reiko, veía que ella también la compartía y deseaba que se hiciera realidad.

Lentamente, Sano alzó la mano y le tocó la suave mejilla. Por un largo y tenso momento, sus alientos se confundieron. De repente, Reiko se desasió de él y salió corriendo de la sala.

– ¡Reiko, espera! -gritó Sano.

Sus pasos veloces se alejaban por el pasillo. Se oyó un portazo. Presa de un caos de emociones, con el cuerpo aún rebosante de deseo, Sano se quedó paralizado, con las manos cerradas sobre el vacío que ella había dejado atrás.

En el santuario de su cámara privada, Reiko echó el pestillo y exhaló un trémulo suspiro. Notaba el corazón desbocado en el pecho; le temblaban los músculos. Con agitación febril, corrió hacia la puerta de la galería y salió.

Una luna asimétrica y marfileña derramaba una luz tenue sobre los árboles, las rocas y el pabellón del jardín. Cantaban los grillos; ladraban los perros. En algún lugar de la noche, los guardias patrullaban la finca y el castillo; pasos, ruido de cascos y voces bajas recorrían el aire nítido y frío que olía a escarcha y a humo de carbón. Reiko daba vueltas por la habitación en gélida soledad, tratando de poner en orden sus tumultuosos sentimientos.

¡Cómo odiaba a Sano por menospreciar sus deseos, por burlarse de su inteligencia y sus habilidades! Y qué enfadada estaba con ella misma por manejar tan mal la situación. Tendría que haberse tomado las cosas con más calma, hacerse la esposa sumisa y ganarse su afecto antes de abogar por su causa. Pero sentía que no habría supuesto ninguna diferencia. Sano era como todos los hombres, y había sido una insensata por pensar lo contrario.

– ¡Samurái pomposo e ignorante! Darme órdenes a mí como si fuera una criada o una niña -masculló, henchida de rabia. Bajo su furia, yacía el sufrimiento sombrío del desengaño: qué infantil y alocado parecía su sueño de resolver crímenes y alcanzar la gloria-. ¡Mejor sería que me hubiese hecho el haraquiri antes que casarme!

Mientras caminaba, una cálida sensación de humedad se deslizó entre sus muslos. Pensando que le había llegado el periodo, se tanteó bajo las faldas. Su mano salió manchada de una secreción transparente y almizcleña: el fluido de la excitación, la respuesta involuntaria de su cuerpo a la confrontación con Sano. Se horrorizó al cobrar conciencia de una pesadez en el bajo vientre, del sordo y cálido latido entre sus piernas. Acuclillada en la galería, afrontó la suma de sus temores.

No temía las palizas, el castigo habitual a las mujeres indisciplinadas -el entrenamiento en artes marciales le había proporcionado una elevada tolerancia al dolor-, y sabía de manera instintiva que Sano no era del tipo de hombres que harían daño a una mujer en un momento de furia. Pero temía el acto sexual, un campo de batalla donde la naturaleza la había hecho vulnerable a la posesión del hombre. Y el deseo podía someterla al marido que ya la poseía, destruyendo su preciada independencia.

Aun así, la aterrorizaba que Sano se divorciara de ella. Si lo hacía, todos la culparían del fracaso de su matrimonio; ningún otro hombre la aceptaría. Ella y su familia padecerían una humillación pública. El espectro de un futuro sombrío como solterona caída en desgracia que vivía de la caridad de los parientes se cernía sobre Reiko. Y a pesar de la rabia que le daba la tiranía de Sano, no quería dejarlo. Quería experimentar los peligrosos placeres del amor. Cuerpo y espíritu lo anhelaban, aunque su pensamiento se encogiera ante la perspectiva de una vida de reclusión doméstica y aburrimiento.

Reiko observó el juego de la luna en ascenso sobre las ramas de un alto pino. De entre la maraña de emociones en conflicto había una que identificaba a la perfección: tenía que hacer que el matrimonio funcionase, pero con sus propias condiciones.

Entró en su estancia y se arrodilló frente al escritorio. Sobre él descansaban en un estante las espadas que había recuperado aquella tarde. Molió tinta, preparó una hoja y cogió su pincel. La desesperación reforzaba su determinación. Iba a probarle a Sano que una esposa podía ser detective. Iba a demostrarle que le convenía tenerla como partícipe de su trabajo en vez de como esclava glorificada del hogar. Haría que la amara por lo que era, no por su idea de lo que debería ser.

Llevándose la lengua a su diente mellado, Reiko empezó a redactar una lista de planes para sus indagaciones secretas sobre el asesinato de la dama Harume.

A solas, Sano decidió a regañadientes no salir en pos de Reiko: en su presente estado de furia, confusión y deseo insatisfecho, sólo conseguiría empeorar las cosas entre ellos. Acabó de comer, aunque la cena se había enfriado y había perdido el apetito. Cansinamente se levantó, fue a su habitación y se quitó la ropa. En el cuarto de baño se frotó, se aclaró, se sumergió en la bañera y después se envolvió en una bata de algodón. Recorrió el pasillo y dejó atrás la estancia donde había planeado pasar la primera noche con su esposa. En la puerta contigua, la pared de papel de la cámara privada de su mujer resplandecía a la luz de una lámpara. Sano se detuvo en el exterior.

La sombra borrosa de Reiko se despojaba de la ropa y se peinaba. Era evidente que pensaba pasar la noche allí. A Sano le quemaban las entrañas de deseo. Un fiero afán de posesión inflamó su furia. A pesar de la pelea, era su esposa. Tenía derecho a exigir su presencia en el lecho nupcial. Aferró el picaporte…… y después dejó que su mano cayera, sacudiendo la cabeza a medida que la razón aplacaba a la lujuria furiosa. No podía sojuzgar a Reiko por medio de la fuerza bruta, porque no quería una pareja resentida que lo obedeciese tan sólo porque la sociedad estipulaba que la mujer debía someterse al hombre. Seguía anhelando una unión de amor mutuo. Había sido un día largo y difícil, probablemente no menos para Reiko que para él. Habían arrancado con un mal principio, pero al día siguiente empezarían de nuevo, tras una noche de descanso. Le mostraría todas las atenciones posibles. Ella se daría cuenta de que su sitio estaba en casa, no en una investigación de asesinato. Y entonces aprendería a amarlo como su marido y su superior.

Fue de mala gana a sus aposentos pero, enfrascado en recrear la discusión con Reiko y pensar en lo que tendría que haber dicho, se sentía demasiado tenso para dormir. Entre los pliegues de ropa tirada en el suelo estaba el diario que había encontrado en la habitación de la dama Harume. Lo recogió con un suspiro. No había nada como el trabajo para apartar el pensamiento de los problemas domésticos, y tal vez descubriera algo útil en el registro que la concubina asesinada había llevado de su vida y sus pensamientos íntimos. Se tumbó en el futón y se acercó la lámpara. Apoyado en el codo, abrió la cubierta malva y verde con estampado de tréboles del diario y pasó la primera página.

El texto estaba escrito con un trazo torpe y plagado de tachones. Como muchas mujeres, la dama Harume apenas había tenido estudios. Tal vez fuera mejor para ellas, pensó Sano, a la vista de cómo la educación superior de Reiko había dado alas a su espíritu rebelde. Sin embargo, a medida que Sano hojeaba el diario, despuntó el talento natural de Harume para la prosa descriptiva:

Entro en el Interior Grande. Los guardias me conducen por los pasillos como a una prisionera a su celda. Cientos de mujeres se paran a curiosear. Dejan de parlotear a mi paso y me miran: ¡cuánto desdén! Miran y miran, animales codiciosos y enjaulados que se preguntan si la llegada de la nueva significará menos comida para ellas. Pero sostengo la cabeza bien alta. Puede que sea pobre, pero soy más guapa que cualquiera de las que veo. Algún día no muy lejano seré la concubina favorita del sogún. Y nadie más se atreverá a menospreciarme.

Ninguna de las entradas llevaba fecha, pero aquélla, la primera, debía datar de poco después de Año Nuevo, hacía ocho meses, cuando Harume llegó al castillo de Edo. Sano leyó por encima los pasajes que describían las rutinas y los enojos del Interior Grande, los diversos entretenimientos de Harume y sus visitas cada vez más frecuentes a los aposentos del sogún.

Este sitio está tan abarrotado que tenemos que hacer turnos para comer y bañarnos. Dondequiera que vaya hay siempre alguien que topa conmigo, siempre alguien en el excusado cuando tengo que ir, las narices de alguien en mis asuntos, el hedor de alguien en mi nariz. El agua del baño siempre está sucia cuando me toca, y el ruido nunca cesa, ni siquiera por las noches, porque siempre hay alguien que habla, ronca, tose o llora. Pero, aunque anhelo estar a solas, muero de soledad. Las otras me tratan como a una extraña, y a mí tampoco me caen bien. Y no hay nada que hacer excepto lo de siempre. Cada día es igual al anterior, y no nos dejan salir lo bastante a menudo.

Ayer hizo mucho calor, y los truenos bramaban como dragones furiosos. Nos fuimos de merienda a las colinas. Me puse mi quimono verde con estampado de hojas de sauce. Bebimos sake y nos lo pasamos muy bien hasta que de golpe, ¡un chaparrón! Gritamos y corrimos a los palanquines mientras las sirvientas correteaban para recoger las provisiones. ¡Qué diversión ver a todas aquellas altivas concubinas mayores empapadas y cloqueando como gallinas mojadas!, sobre todo después de que se burlaran de mis modales rústicos.

La noche pasada me volvió a recibir su excelencia. Me puse mi quimono de satén rojo con los caracteres de la suerte estampados para poder darle un hijo y ser rica y feliz durante el resto de mi vida, como la dama Keisho-in.

Como Sano había esperado, el diario íntimo de Harume se parecía a los que antaño escribieran las damas de la corte imperial, que habían dado testimonio de las trivialidades de la vida más que de los sucesos históricos de importancia. Sobre ocasiones tan sonadas como la última, Harume no daba detalles: hasta las jovencitas candorosas sabían que cualquier observación descuidada sobre el sogún podía acarrear una severa censura, la destitución e incluso la muerte. Harume también debía de haber temido que alguna compañera fisgona leyese su diario y se vengase de la desfavorable descripción que en él hacía. La dama Ichiteru y el teniente Kushida sólo aparecían a la mitad de una larga lista titulada «Cosas que me desagradan de la vida en el castillo de Edo»:

39. Que me pongan el arroz duro del fondo de la olla porque las concubinas mayores se quedan con la mejor comida.

40. Ichiteru, que se cree mejor que nadie sólo porque es prima del emperador.

41. Los reconocimientos médicos mensuales y las manos frías del doctor Kitano en mis partes íntimas.

42. El teniente Kushida, un incordio espantoso.

En pasajes posteriores no había constancia de enemistades o disputas que pudieran haber llevado a su asesinato. Sano empezaba a amodorrarse. Pasó a la última página.

Ayer fuimos de peregrinaje al templo de Kannon. Me encanta el barrio de Asakusa porque hay tanto ajetreo en las calles que los guardias y las sirvientas de palacio no pueden vigilarnos muy de cerca. Podemos escabullirnos de ellos y pasear por el mercado, comprar comida y recuerdos en los puestos, que nos lean la buenaventura, observar a los peregrinos, los sacerdotes, los niños y las palomas sagradas: ¡libertad!

Corro entre los tenderetes hacia la posada. Como de costumbre, ya hay una habitación reservada para mí, de modo que me deslizo entre el pinar y los matorrales de bambú que la rodean como un bosquecillo.

Mi habitación está en el pabellón del fondo, muy discreta. Entro, cierro la puerta y espero. Al poco oigo el crujido de unos pasos en el sendero de grava. Se detienen en el exterior de mi habitación…

Sano ya estaba totalmente despierto y despabilado. Así que la dama Harume había aprovechado su libertad para tener citas secretas.

… y veo su sombra alta y delgada en la ventana de papel. Hay un agujero en el lienzo, y aparece su ojo. Pero no dice nada, y yo tampoco. Fingiendo que estoy a solas, me quito poco a poco la capa. Me desanudo la faja y dejo que mis quimonos exteriores e interiores caigan al suelo, de cara a la ventana para que me vea, pero sin cruzar la mirada con él en ningún momento.

Su sombra se agita. Desnuda, me paso las manos por los pechos, suspirando y humedeciéndome los labios. Sus prendas se separan con un frufrú y se afloja el taparrabos. Me tumbo en los colchones del suelo. Abro las piernas y mi femineidad queda expuesta a su mirada. Me acaricio con los dedos. Cada vez más rápido, gimiendo, arqueando la espalda, zarandeando la cabeza con un placer que en realidad no siento. Jadea y gruñe. Cuando finalmente grito, él también lo hace, un sonido feo, como el de un animal moribundo.

Después me quedo quieta, con los ojos entrecerrados. Veo que su sombra se aleja de la ventana y desaparece. Cuando estoy segura de que se ha ido, me visto con rapidez y corro de vuelta al mercado, antes de que las sirvientas de palacio descubran que no estoy con el resto de las chicas. Por lo que he hecho, podrían darme una paliza, destituirme o incluso matarme. Pero él es muy rico y poderoso. Pronto saldrá para Shikoku, y no volveremos a vernos en al menos ocho meses. Tengo que sacarle lo que pueda ahora, a toda costa.

Excitado por aquella estampa erótica, el propio Sano se sentía como un mirón al espiar la vida íntima de una mujer muerta. Cerró el libro y sopesó el significado de lo que acababa de leer. Era probable que Harume hubiese pensado que cualquiera que leyese la historia la tomaría por una fantasía, pero tenía el timbre de la verdad. ¿Quién era su compañero en aquel juego estrambótico y por qué jugaba ella si no le proporcionaba ningún placer? ¿Qué más podía haber pasado entre ellos? Sano enumeró las pistas: un hombre alto y delgado que era rico y poderoso, destinado a una estancia de ocho meses en aquella isla del sur…

Entonces sonrió. Sabía de alguien que encajaba con los indicios que Harume había dejado sobre su enamorado. Sano apagó la lámpara con un soplido, se tumbó con el cuello apoyado en el soporte de madera y se arropó con el edredón. Al día siguiente él y Reiko se reconciliarían y empezarían su matrimonio feliz. Y también al día siguiente, en algún momento entre el informe al sogún, la asistencia al reconocimiento del cadáver de Harume en el depósito y la entrevista con la dama Ichiteru y el teniente Kushida, Sano visitaría al más reciente sospechoso del asesinato: el caballero Miyagi Shigeru, daimio de la provincia de Tosa.

8

Con el aliento escarchado en el aire de la mañana, Sano e Hirata avanzaban con paso firme por los pasajes serpenteantes y los puestos de control del castillo de Edo en su camino para informar al sogún. Era otro día claro y despejado, aunque más frío que el anterior. El sol espejeaba en las tejas de los pasajes cerrados, destellaba entre las frondas de los pinos mecidas por el viento y se reflejaba en las armaduras de los guardias que patrullaban. Las sombras eran precisas como recortes de papel, y todos los sonidos se distinguían con claridad: los cascos de los caballos sobre las losas del camino, el paso marcial, los gritos. Los gansos surcaban el vasto cielo azul sin nubes y extendían una guirnalda de graznidos por encima del castillo. El aire estaba impregnado de un vigorizante olor a hojas caídas y humo de carbón.

– ¿Habéis dormido bien? -preguntó Hirata, en referencia a la noche de bodas de Sano, como dejó claro con una mirada cargada de intención.

– Bien, gracias -respondió Sano lacónicamente, con la esperanza de que Hirata no siguiera con el tema. Aquella mañana aún no había visto a Reiko. Había decidido posponer su próximo encuentro hasta la noche, y evitar así otra escena desastrosa antes del trabajo.

Hirata, siempre atento al estado de ánimo de Sano, dijo:

– Los hombres y yo teníamos planeada una pequeña celebración para vos ayer por la noche. Supongo que es una suerte que la canceláramos para dejaros descansar.

Sabedor de cómo eran las festividades de noche de bodas, Sano no pudo sino estar de acuerdo. Esperaba que su reunión con el sogún presentase menos contratiempos que su matrimonio. Pero, aunque había dado por hecho que la noticia de que no había epidemia habría disipado los temores del sogún, pronto iba a descubrir lo contrario. Tokugawa Tsunayoshi, aposentado en su salón privado entre guardias y sirvientes, saludó la llegada de Sano e Hirata con un grito angustiado.

– Ah, sosakan-sama -aulló-. El asesinato de mi concubina me ha perturbado tanto que esta noche no he podido dormir. Ahora tengo un dolor de cabeza espantoso. Tengo el estómago revuelto y, ah, me duele el cuerpo entero.

Estaba reclinado en la tarima, apoyado en los cojines con una bata de seda broncínea. Ahora que al fin era consciente de la muerte de Harume, parecía marchito, pálido y mucho mayor que los cuarenta y cuatro años que tenía. Un asistente situó un biombo frente a la ventana para resguardarlo de los paneles de papel resplandecientes de sol. Otros atizaban los braseros de carbón hasta calentar la habitación a temperaturas propias de un homo. Un sacerdote entonaba cánticos. El doctor Kitano revoloteaba en torno al sogún con una taza de liquido humeante.

Sano e Hirata se arrodillaron e hicieron una reverencia.

– Mis disculpas por importunaros, excelencia -dijo Sano-. Si preferís esperar para que os informe del estado de la investigación…

El sogún descartó la sugerencia con un ademán de la mano.

– Quedaos, quedaos. -Se incorporó para beber de la taza que le ofrecía el doctor Kitano, pero de pronto la miró con suspicacia-. ¿Qué es esto?

– Té de cenizas de bambú, para calmaros el estómago.

– ¡Tú, ven aquí! -ordenó Tokugawa Tsunayoshi a uno de los sirvientes-. Pruébalo y, ah, asegúrate de que no está envenenado.

– Pero si lo he preparado con mis propias manos -protestó el doctor-. No hay peligro alguno.

– Con un envenenador suelto en el castillo de Edo, toda precaución es poca -dijo el sogún en tono enigmático.

El sirviente bebió. Instantes después, al ver que seguía vivo y sano, el sogún apuró la infusión. Los asistentes hicieron pasar al masajista, un individuo calvo y ciego. Tokugawa Tsunayoshi señaló el frasco de aceite que llevaba.

– Probad eso con, ah, algún otro antes.

Un guardia se untó el brazo de aceite. Acudieron más soldados con pájaros enjaulados para detectar gases nocivos; los criados cataban los pasteles del sogún. Era evidente que no le importaba la dama Harume; era su propia vulnerabilidad la que lo preocupaba, y con motivo: el asesinato era el método habitual del que se valían los guerreros ambiciosos para derrocar los regímenes y hacerse con el poder.

– El veneno que mató a la dama Harume estaba en un frasco de tinta señalado con su nombre -explicó Sano-. No cabe duda de que era ella el objetivo del asesino y no vos, excelencia.

– Eso no cambia, ah, nada. -El sogún gruñó cuando sus criados lo despojaron de la ropa y dejaron a la vista sus carnes blancas y fofas. Un taparrabos cubría su sexo y le separaba las nalgas mustias. Tumbado boca abajo, añadió-: El envenenamiento fue un ataque indirecto contra mí. El asesino no se contentará con matar a una concubina cualquiera. Estoy en, ah, grave peligro.

El masajista le trabajó la espalda con las manos. Los sirvientes le daban pasteles y té mientras los guardias emplazaban jaulas por toda la sala. Sano no estaba de acuerdo con la visión egocéntrica que Tokugawa Tsunayoshi tenía del asesinato, pero a aquellas alturas no podía descartar por completo los temores del sogún. La intriga política era uno de los posibles móviles del crimen. Sano le relató el resultado de su entrevista con la dama Keisho-in y con Chizuru y bosquejó sus planes de interrogar a la dama Ichiteru y al teniente Kushida. Mencionó que el diario íntimo de la dama Harume apuntaba hacia un sospechoso adicional, cuya identidad pensaba determinar.

Un abrupto silencio se adueñó de la habitación. Sirvientes y guardias cejaron en sus actividades; las manos del masajista quedaron suspendidas sobre el cuerpo de Tokugawa Tsunayoshi. Hirata dio un respingo. Sano sintió un hormigueo en la nuca como respuesta a la misma señal inaudible que había alarmado a los demás. Se volvió hacia la puerta.

Allí estaba el chambelán Yanagisawa, majestuoso en sus brillantes vestiduras, con una sonrisa enigmática en su bello rostro. Sirvientes, guardias, criados y masajista se postraron en señal de veneración. Tras la apariencia tranquila de Sano latía desbocado su corazón. Yanagisawa debía de haber estado escuchando detrás de la puerta, y acudía para obstaculizar su investigación como había hecho en otros casos.

– Ah, Yanagisawa-san, bienvenido. -Tokugawa Tsunayoshi sonrió con afecto al que fuera su protegido y amante de tantos años-. El sosakan Sano acaba de ponerme al día sobre su investigación del asesinato de la dama Harume. Agradeceríamos tu consejo.

El chambelán Yanagisawa veía en Sano un rival por el favor de Tokugawa Tsunayoshi, por el poder sobre el débil señor y, en consecuencia, sobre la nación entera. Por ello, en el pasado había contratado a asesinos para que lo mataran y a espías para que desenterraran información susceptible de ser usada contra él. Había difundido malévolos rumores sobre Sano y había ordenado a algunos funcionarios que no colaborasen en sus pesquisas. Lo había enviado a Nagasaki, con la esperanza de que allí se metería en apuros suficientes para acabar con él de una vez por todas. Y Sano sabía que el chambelán estaba furioso porque la treta no había funcionado.

Al regreso de Sano, el sogún y muchos altos funcionarios se habían dado cita en el palacio para recibirlo. Durante la recepción, el chambelán Yanagisawa le había dedicado una mirada que evocaba imágenes de lanzas, dagas y espadas, todas apuntadas directamente hacia él.

Sano hizo acopio de fuerzas para un nuevo ataque mientras Yanagisawa cruzaba la habitación y se arrodillaba junto a él. Notó que Hirata se ponía tenso, atento a la amenaza. Sus adiestrados sentidos captaron el aroma del chambelán a aceite de gaulteria para el pelo, humo de tabaco y el inconfundible y amargo poso de la corrupción.

– Parece que el sosakan Sano mantiene un admirable control sobre la situación -dijo el chambelán Yanagisawa.

Sano esperó las mofas sobre su carácter, apenas disfrazadas de alabanza; la ridiculización enmascarada de solicitud; las insinuaciones de negligencia o deslealtad, todas diseñadas para manipular al sogún de forma que desconfiase de Sano, pero sin decir nada que pudiera ser refutado en voz alta. Sano jamás había mostrado ningún deseo de arrebatarle a Yanagisawa su poder. ¿Por qué no podían coexistir en paz? La furia le encendía la sangre y lo preparaba para una batalla que siempre perdía.

Sin embargo, Yanagisawa le sonrió, aumentando su belleza masculina.

– Si hay algún modo en el que os pueda ser de utilidad, os ruego que me lo hagáis saber. Debemos cooperar para eliminar esta potencial amenaza para su excelencia.

Sano contempló al chambelán con suspicacia, pero no veía malicia en la mirada oscura y acuosa de Yanagisawa, sólo una simpatía en apariencia sincera.

– Ah, qué alegría ver a mis mejores hombres trabajando juntos en beneficio mío -declaró el sogún, dándose la vuelta para que el masajista pudiera trabajarle el pecho-. Sobre todo porque empezaba a pensar que no os, ah, llevabais bien. Qué idea más tonta. -Soltó una risita.

A lo largo de la guerra de Yanagisawa contra Sano, su señor había permanecido alegremente ajeno. Yanagisawa no quería que sus ansias de poder quedaran al descubierto. Para Sano, hablar en contra del primer representante del sogún equivalía a hablar en contra de su propio señor: traición, el mayor deshonor, penado con la muerte. Sano se preguntaba qué nueva estrategia había urdido Yanagisawa para hundirlo.

– Me alegro de contar con vuestra protección -prosiguió el sogún-, porque el asesinato de la dama Harume supone una seria amenaza a todo mi, ah, régimen. Al matar a una de mis concubinas favoritas, alguien quiere asegurarse de que jamás consiga un heredero, con lo cual la sucesión quedará en el aire y se abrirá el paso a una rebelión.

– Es una interpretación muy perspicaz del crimen -dijo el chambelán.

El sogún sonrió encantado ante la alabanza. Cuando Yanagisawa intercambió con Sano una mirada velada de mutua sorpresa ante la inesperada sagacidad de su señor, los recelos de Sano fueron en aumento. Era la primera vez que surgía entre ellos un atisbo de complicidad. Pese a su turbulenta historia, Sano albergaba esperanzas. ¿Habría cambiado el chambelán?

– Me he visto continuamente frustrado en mi, ah, búsqueda de un hijo -se lamentó Tokugawa Tsunayoshi-. Mi esposa es una inválida estéril. Doscientas concubinas también han fracasado a la hora de darme una criatura. Los sacerdotes cantan plegarias día y noche; me he dejado una fortuna en ofrendas a los dioses. Por consejo de mi honorable madre, promulgué los edictos de protección a los perros.

El sacerdote Ryuko había convencido a la dama Keisho-in de que, para ser padre de un hijo, el sogún debía expiar los pecados de sus ancestros. Dado que había nacido en el año del perro, el modo de hacerlo era protegiendo a esos animales. A partir de aquel momento, se encarcelaba a cualquier persona que hiriese a un can; quien matara a uno, sería ejecutado. La situación ilustraba la influencia de Ryuko sobre Keisho-in, y la de ésta sobre el sogún, influencias que no habían hecho sino aumentar a pesar de sus continuos fracasos para engendrar un heredero.

– Pero todos mis esfuerzos han sido en vano. -Tokugawa Tsunayoshi cabeceaba al ritmo de las presiones del masajista sobre sus hombros-. A lo mejor todas las concubinas son tan inadecuadas como mi esposa, o los pecados de mis ancestros son demasiado grandes para que yo los, ah, supere.

Sano pensó para sus adentros que el problema no residía en las mujeres ni en los delitos ancestrales, sino en la preferencia de Tsunayoshi por el amor masculino. Mantenía un harén de jóvenes campesinos, samuráis, sacerdotes y actores con los que pasaba la mayor parte del tiempo libre. ¿Sería capaz de fecundar a las concubinas? Sin embargo, dado que no le correspondía a Sano contradecir a su señor, guardó silencio, al igual que Yanagisawa.

Un escalofrío de aprensión perturbó a Sano cuando comprendió que Yanagisawa salía ganando con la falta de un sucesor para el sogún. Sin él, Tokugawa Tsunayoshi no podía retirarse; el control del bakufu no podía pasar de manos del chambelán a un nuevo régimen. ¿Había ordenado Yanagisawa la muerte de la dama Harume para ampliar la duración de su hegemonía? ¿Era ésa la razón de cualquiera que fuese el plan que estaba poniendo en acción? Al recordar el asesinato de los Bundori, del que Yanagisawa había sido sospechoso, Sano temió que se repitiera el panorama que casi le había costado la vida y el honor. ¡Cómo deseaba creer que el chambelán había cambiado!

– Mis anteriores problemas para obtener un heredero podían atribuirse al destino -dijo Tokugawa Tsunayoshi en tono quejumbroso-. Pero el envenenamiento de la dama Harume fue un acto de maldad humana, ¡una afrenta intolerable! Era joven, fuerte y lozana; tenía grandes esperanzas de que triunfara allá donde mis otras mujeres me habían, ah, fallado. Sosakan Sano, debes atrapar pronto a su asesino y llevarlo ante la justicia.

– Sí, es necesario -corroboró el chambelán Yanagisawa-. Por el castillo circulan rumores de conspiración. Habrá serios problemas si este caso no se resuelve con prontitud.

«Lo estaba esperando», pensó Sano con un estremecimiento, al prepararse para combatir otro intento de Yanagisawa de hacerle quedar como un incompetente. Entonces el chambelán se volvió hacia él y dijo:

– Mi sugerencia es que sigáis el recorrido del frasco de tinta desde sus orígenes hasta la dama Harume, y que determinéis cuándo y dónde se introdujo el veneno.

Aquella estrategia lógica ya se le había ocurrido a Sano, que observó a su enemigo con creciente sorpresa cuando retomó su discurso:

– Si necesitáis mi ayuda, estaré encantado de poner mi personal a vuestra entera disposición.

Con mayor resquemor si cabe, Sano respondió:

– Gracias, honorable chambelán. Tendré presente vuestra oferta.

Yanagisawa se levantó y le hizo al sogún una reverencia de despedida, seguida de otras para Sano e Hirata, que no tardaron en partir tras él.

– No escatimes esfuerzos ni gastos en atrapar al asesino de la dama Harume -ordenó Tokugawa Tsunayoshi entre gruñidos y jadeos mientras el masajista le golpeaba el pecho-. ¡Cuento contigo para salvarme a mí y a mi régimen de la destrucción!

En el exterior del palacio, Hirata preguntó:

– ¿Por qué se muestra tan amable el chambelán Yanagisawa? Debe de tramar algo. No pensaréis aceptar su ayuda, ¿verdad?

Sano se crispó ante la franqueza de su vasallo al tratar un asunto tan delicado. La cautela y los buenos deseos tiraban de él en distintas direcciones. Conocía a Yanagisawa y no se fiaba de él. ¡Pero qué fácil sería trabajar por una vez con la cooperación del chambelán!

– A lo mejor ha decidido convocar una tregua -dijo Sano mientras avanzaban por el jardín.

– Disculpad, pero no lo puedo creer. L

a cautela se impuso.

– Ni yo -estuvo de acuerdo Sano-. Enviaré espías para que averigüen en qué anda metido. Ahora, si queremos ganar tiempo, será mejor que nos separemos para interrogar al teniente Kushida y a la dama Ichiteru. ¿Cuál prefieres?

Hirata adoptó una expresión meditabunda.

– Mi bisabuelo y el de Kushida combatieron juntos en la Batalla de Sekigahara. Nuestras familias aún se visitan el día de Año Nuevo. No me trato mucho con Kushida, me lleva catorce años, pero lo conozco desde que tengo uso de razón.

– Entonces será mejor que te encargues de la dama Ichiteru -dijo Sano-, para que tu falta de objetividad no perjudique la investigación.

Tras un instante de duda, Hirata asintió.

– ¿Hay algún problema? -preguntó Sano.

– No, por supuesto que no -respondió Hirata con rapidez-. Hablaré de inmediato con la dama Ichiteru.

Sano descartó sus recelos. Hirata jamás le había fallado.

– Una de las criadas de la dama es una chica llamada Midori -dijo Sano-. La conocí en mi primer caso de asesinato.

Midori, hija del daimio Niu de la provincia de Satsuma, le había ayudado a identificar al asesino de su hermana, acción que había ocasionado su destierro a un remoto convento. Sano había empleado sus influencias para llevarla de vuelta a Edo y conseguirle un puesto como dama de compañía en el castillo, una condición deseable para las chicas de familia distinguida. No había vuelto a ver a Midori, pero ella le había enviado una carta donde expresaba su deseo de compensarlo por su amabilidad.

Después de contarle la historia a Hirata, añadió:

– Asegúrate de hablar con ella y de decirle que trabajas para mí. A lo mejor te da alguna información de utilidad sobre los asuntos del Interior Grande.

Se separaron, Hirata de camino a las dependencias de las mujeres para ver a la dama Ichiteru y a Midori, y Sano en busca del teniente Kushida, el guardia de palacio que había amenazado con matar a la dama Harume.

9

Sano se abría paso a caballo por las callejuelas del barrio mercantil de Nihonbashi, entre casas de plebeyos y escaparates abiertos donde se vendía sake, aceite, cerámica, salsa de soja y otros productos. Los mercaderes regateaban con sus clientes. Peones, artesanos y amas de casa se agolpaban en las callejas patrulladas por soldados. Al otro lado de un puente que sorteaba un canal jalonado de sauces, Sano encontró una verdulería, una tienda de objetos de escritorio y varios puestos de comida. Los peatones lo saludaban amistosamente: por un azar no del todo sorprendente, su búsqueda del teniente Kushida lo había llevado a su propio territorio.

Cuando le había preguntado al comandante de la guardia de palacio por el paradero de Kushida, el hombre le había dicho: «El teniente ha sido rehabilitado en su puesto, pero no entra de servicio hasta mañana. Sin embargo, he oído que desde que lo suspendieron ronda por la Academia Sano de Artes Marciales.»

Se trataba de la escuela fundada por el difunto padre de Sano. Él mismo había dado clases en ella y había planeado dirigirla cuando su padre se jubilara, pero, al ingresar en el cuerpo de policía, su progenitor se la traspasó a un aprendiz. Aun así, Sano jamás había perdido su amor por el lugar donde aprendió el arte de la esgrima. Su madre, que no había querido trasladarse al castillo de Edo, todavía vivía en la casa contigua a la escuela. Al recibir el ascenso al cargo de sosakan-sama, se había gastado una parte de su abultado estipendio en renovar la academia. En aquel momento, al desmontar en el exterior de la larga y baja edificación, examinó con orgullo los resultados. El tejado combado y lleno de goteras había sido sustituido, y la fachada había recibido una mano de revoque. Un rótulo nuevo y más grande anunciaba el nombre de la academia. Su superficie también se había ampliado hasta ocupar dos casas vecinas. Sano entró. En el interior, hileras de samuráis ataviados con uniformes blancos de algodón blandían espadas, bastones y lanzas de madera en combates simulados. Gritos y pisadas resonaban en una estruendosa cacofonía, el ruido de fondo de la infancia de Sano. El familiar hedor a sudor y aceite para el pelo impregnaba el aire. El número de matriculados había pasado de un puñado a unos trescientos, y el de personal docente, de uno a veinte.

– ¡Sano-san! ¡Bienvenido! -Hacia él se acercaba Aoki Koemon, en su día compañero de juegos y aprendiz de su padre, en la actualidad propietario y primer sensei. Le hizo una reverencia y luego se dirigió ala clase-: ¡Atención! ¡Ha llegado nuestro patrón!

El combate cesó. En perfecto silencio, todos le hicieron una reverencia a Sano, que se sentía violento pero también gratificado. Su reputación le había dado renombre a la academia. Antes tan sólo estudiaban allí ronin y sirvientes de clase baja de clanes poco importantes. En la actualidad acudían los vasallos de Tokugawa y samuráis de las grandes familias daimio, con la esperanza de atraerse el favor de Sano y adquirir sus afamadas habilidades de combate en las clases que de vez en cuando impartía.

– Continuad donde lo habéis dejado -ordenó Sano, apenado de que su rango lo elevase por encima del lugar de su infancia, pero complacido de honrar el espíritu de su padre al compartir su éxito con la academia.

El ruido y el ajetreo se reanudaron.

– ¿Qué os trae hoy por aquí? -preguntó Koemon, un hombre bajo y fornido de rasgos amables.

– Busco a Kushida Matsutatsu.

Koemon señaló hacia el fondo de la habitación, donde un grupo de hombres recibía una lección de naginatajutsu -el arte de la lanza- impartida por un samurái bajo y delgado. Su arma de práctica, hecha de bambú, estaba rematada por un filo curvo de madera envuelto en algodón.

– Ese es Kushida -anunció Koemon-. Es uno de nuestros mejores alumnos, y a menudo hace de instructor.

Mientras Sano se aproximaba para hablarle, el teniente Kushida hacía una demostración de golpes a la clase. Aparentaba tener unos treinta y cinco años y llevaba unas sencillas vestiduras blancas de entrenamiento. Tenía la cara arrugada como la de un mono, y unos ojos que brillaban bajo una frente estrecha. La mandíbula prominente, los brazos y el torso largos y las piernas cortas acentuaban su apariencia simiesca. Parecía un pretendiente muy poco apropiado para una joven beldad como la dama Harume.

Kushida alineó a sus doce alumnos en dos hileras paralelas. Después se acuclilló, sosteniendo la lanza con las dos manos.

– ¡Atacad! -gritó.

Los jóvenes arremetieron contra él, lanzas en alto, entre aullidos que helaban la sangre. Empleada en un principio por los monjes guerreros, la naginata había sido adoptada unos quinientos años atrás por clanes militares como los Minamoto. Durante las guerras civiles de Japón hubo ejércitos dispersos de lanceros; hasta que las leyes de los Tokugawa habían restringido los duelos, bandas de entusiastas campaban por la tierra, entrenando con diferentes maestros y buscando oponentes. En aquel momento, cuando el teniente Kushida entró en acción, Sano cobró un nuevo aprecio por el poder de la naginata y respeto por el hombre que la empuñaba.

Trazando un círculo vertiginoso, Kushida danzaba entre sus atacantes como un remolino que trinchaba el aire con su lanza. Empleaba cada parte de su arma: paraba golpes con el asta, lanzaba tajos a sus contrincantes con el filo acolchado y les hundía el extremo romo en el pecho o el estómago. A medida que los cuerpos caían al suelo, Kushida pareció ganar estatura; su cara de mono adquirió una ferocidad encendida. Los alumnos gritaban de dolor, pero Kushida seguía luchando como si le fuese la vida en ello. Sano veía en él al típico samurái que mantenía sus emociones bajo un rígido control y hallaba una válvula de escape en ocasiones como aquélla. A esas alturas ya debía de haberse enterado de la muerte de la dama Harume. ¿Era aquella brutalidad su manera de expresar el dolor o la manifestación de las tendencias homicidas que le habían llevado a matarla?

En unos instantes, todos sus contrincantes estaban postrados, gimiendo y frotándose las contusiones.

– ¡Debiluchos! ¡Zopencos haraganes! -les espetó Kushida. Respiraba trabajosamente; su coronilla afeitada goteaba sudor-. Si esto hubiera sido una batalla de verdad, estaríais todos muertos. Tenéis que practicar más.

Entonces vio a Sano. Su cuerpo se puso tenso y alzó la lanza, como si se preparara para otro combate. Frunció el entrecejo.

– Sosakan-sama. No habéis tardado mucho en encontrarme, ¿verdad? -Su tono de voz era quedo y seco-. ¿Quién os ha hablado de mí? ¿Esa vaca de Chizuru?

– Si sabéis por qué estoy aquí, ¿no creéis que es mejor que salgamos fuera, donde podamos hablar en privado? -dijo Sano con una significativa mirada hacia los alumnos curiosos.

Kushida se encogió de hombros y se dirigió en silencio hacia la puerta. Se desplazaba con una gracia nervuda y tirante; los músculos de sus delgadas extremidades eran como cables de acero. Sacó un tazón de agua de un cubo de madera, y Sano lo siguió a la galería, donde se sentaron. Un desfile continuo de campesinos y samuráis a caballo ocupaba la calle.

– Contadme lo que pasó entre vos y la dama Harume -dijo Sano.

– ¿Por qué tenemos que hablar de eso, cuando ya debéis de saberlo? -Kushida tiró la lanza, dio un largo trago de agua y le lanzó una mirada furibunda-. ¿Por qué no me arrestáis y punto? Me han suspendido de mi trabajo; me he deshonrado a mí y al buen nombre de mi familia. ¿Cómo pueden ir peor las cosas?

– La pena por asesinato es la ejecución -le recordó Sano-. Os doy la oportunidad de contarme vuestra versión de la historia y, tal vez, de evitar más deshonras.

Con un suspiro de resignación, Kushida dejó su taza y se recostó sobre los codos.

– Bah, bueno -dijo-. Cuando la dama Harume llegó al castillo, yo me sentí… atraído por ella. Sí, conozco las reglas sobre el comportamiento con las concubinas del sogún, y siempre las había obedecido.

Sano recordó lo que le había dicho el comandante de Kushida cuando le preguntó por el carácter del teniente: «Es un tipo tranquilo, serio; no parece tener amigos ni una vida más allá del trabajo y las artes marciales. A los otros guardias no les gustan sus aires de superioridad. Hasta ahora, Kushida se ha controlado tan bien en presencia de las concubinas que todos piensan que no le atraen las mujeres. Asumió su cargo a los veinticinco años, cuando su padre lo dejó libre. Nos inquietaba un poco dejar suelto en el Interior Grande a un individuo tan joven; normalmente escogemos a hombres que ya no están en la flor de la vida. Pero Kushida ha durado diez años, más que muchos otros que han sido trasladados porque se tomaron demasiadas confianzas con alguna dama.»

– Jamás había dejado que me tentara ninguna concubina. Pero Harume era tan bella, tenía unos modales tan alegres y encantadores… -La mirada de Kushida se ablandó por el recuerdo. Más para sí que para Sano dijo-: Al principio me conformaba con mirarla. La escuchaba hablar con las otras mujeres y estudiar sus lecciones de música. Siempre que salía del castillo, me presentaba voluntario para formar parte de la escolta militar. Lo que fuera, con tal de estar cerca de ella.

»Pero pronto quise más. -Su voz cobró intensidad; parecía deseoso de confesarse-. Buscaba excusas para entablar conversación con Harume. Ella era agradable conmigo. Y aun así no me daba por satisfecho. Quería ver su cuerpo desnudo. -Tras la mirada que Kushida volvió hacia Sano ardía la lujuria-. De modo que empecé a espiarla. Me quedaba delante de su habitación mientras se desvestía y observaba el movimiento de su sombra en las paredes de papel. Después, un día sin querer dejó la puerta del baño entornada. Y le vi los hombros, las piernas y los pechos. -Su voz se convirtió en un susurro sobrecogido por el desconcierto-. Aquella visión me privó de toda cautela.

¿De verdad Harume había dejado la puerta abierta sin querer, o había estado jugando con Kushida al mismo juego que describía en su diario? La impresión que Sano tenía de su carácter era todavía incompleta; debía saber más de ella. Pero en aquel momento, al ver en la fea cara del teniente la mirada angustiada del amor obsesivo, el corazón se le aceleró. Una obsesión así podía llevar al asesinato.

– ¿De modo que os insinuasteis a la dama Harume? -le provocó.

Kushida frunció el entrecejo, como si estuviera furioso consigo mismo por haber hablado con demasiada franqueza. Se inclinó hacia delante con los brazos cruzados sobre las rodillas, clavó la vista en el suelo y dijo:

– Le envié una carta en la que le decía lo mucho que la admiraba. Pero no llegó a contestarme, y empezó a evitarme. Temía haberla ofendido, así que le escribí otra carta disculpándome por la primera y suplicándole que fuera mi amiga. -La voz de Kushida se tensó; tenía los dedos clavados en los brazos-. Bueno, pues tampoco me respondió a aquélla. Ya casi no volví a verla; dejó de hablarme.

»Estaba tan desesperado que dejé de lado la disciplina y la sensatez. Le escribí otra carta confesándole que la amaba. Le imploraba que se fugara conmigo para poder vernos como marido y mujer por una noche, y después morir juntos y pasar la eternidad en el paraíso. Después esperé su respuesta… ¡durante cinco días de sufrimiento con sus cinco noches! Pensaba que iba a volverme loco. -Prorrumpió en una risotada estridente y temblorosa-. Entonces, mientras patrullaba el pasillo, topé por casualidad con Harume. La agarré por los hombros y le pregunté por qué no había contestado a mis cartas. Me gritó que la soltara. Ya no me importaba quién lo viera u oyera. Le dije que la quería y la deseaba y que no podía vivir sin ella. Entonces…

Kushida apoyó la frente en los brazos; de él emanaban oleadas palpables de infelicidad.

– Dijo que por su conducta tendría que haber adivinado que no compartía mis sentimientos. Me ordenó que la dejara en paz. -El teniente levantó la cara, una máscara de angustia sombría-. ¡Después de todos mis sueños, me rechazaba! Me enfadé tanto que se me nubló la vista. ¡Por aquella zorra desagradecida había sacrificado la disciplina, había arriesgado mi posición y mi honor!

»Empecé a sacudirla. Oí que mi propia voz decía: "Te mataré, te mataré." Después se zafó de mí y huyó corriendo. De algún modo logré sobreponerme y retomar mis tareas. Al final mi comandante me dijo que Harume había dado parte de todo lo sucedido. Los guardias me expulsaron. No volví a verla. -Kushida exhaló con energía y miró hacia el ajetreo de la calle-. Fin de la historia.

Sano se preguntaba si de verdad lo era. Un amor prohibido, alimentado a lo largo de ocho meses, no moría de repente, sin más, ni siquiera tras la reprobación oficial. Privado de toda esperanza, podía degenerar en un odio no menos obsesivo.

– ¿Cuánto tiempo pasó entre aquel encuentro con la dama Harume y vuestra expulsión del castillo de Edo? -preguntó Sano.

– Dos días. Lo bastante para que Chizuru oyera la queja de la dama Harume y se la notificase a mis superiores para que pudieran castigarme.

Y lo bastante para que el teniente Kushida se vengara de la mujer que lo había rechazado.

– ¿Habíais visto esto antes? -Sano sacó de su bolsa el bote de tinta, ya vacío y lavado, y se lo dio a Kushida.

– He oído que lo que la mató fue un frasco envenenado de tinta. ¿Así que es éste? -El teniente lo puso en la palma de la mano y agachó la cabeza para que Sano no pudiera ver su expresión. Con la punta del dedo recorrió los caracteres dorados del nombre de Harume. Después le devolvió el frasco con una mueca de impaciencia-. Ya sé lo que estáis pensando: que yo la maté. ¿No prestabais atención cuando os he contado lo que pasó entre nosotros? Me despreciaba. Jamás se hubiese tatuado por mí. Y no, no había visto nunca este frasco. -Y añadió con amargura-: Harume no tenía por costumbre enseñarme los regalos de sus amantes.

Sano se preguntaba si Kushida habría mentido sobre su relación con la concubina. ¿Qué pasaba si en realidad ella había acogido de buen grado sus insinuaciones y se habían convertido en amantes? A pesar de la desdeñosa referencia a él del diario, no resultaba imposible que la concubina, sola y aburrida, hubiese aceptado a un pretendiente poco agraciado si era la única diversión a su alcance. A lo mejor había accedido a tatuarse como prueba de su amor por Kushida, y era él quien le había llevado la tinta. Después, temiendo que los descubrieran y castigaran, ¿había tratado ella de romper con él? Al oponerse el teniente Kushida, Harume podría haberlo denunciado con la esperanza de salvarse. Pero Sano aún tenía previsto interrogar al señor de la provincia de Tosa, de quien él creía que Harume había escrito en su diario. Y el último comentario del teniente planteaba otro posible móvil.

– Entonces ¿sabíais que Harume tenía un amante? -preguntó.

– Sólo ahora doy por sentado que debía de tenerlo, por el modo en que murió. -Kushida se levantó y se apoyó en el antepecho de la galería de espaldas a Sano-. ¿Cómo iba a saberlo antes? No me hacía confidencias.

– Pero vos la observabais, la seguíais, espiabais sus conversaciones -dijo Sano, de pie junto a Kushida-. Podríais haber imaginado lo que pasaba. ¿Estabais celoso no sólo por que os rechazaba, sino porque tenía otro hombre? ¿Los visteis juntos al escoltarla fuera del castillo? ¿Envenenasteis la tinta que él le dio?

– ¡Yo no la maté! -Kushida agarró la lanza y la blandió con ademán amenazador-. No sabía lo de la tinta. Las reglas prohíben que los guardias entren en las habitaciones de las concubinas excepto en caso de emergencia, y nunca solos. -Blandiendo la lanza frente a la cara de Sano para hacer hincapié en sus palabras, Kushida añadió-: Yo no maté a Harume. La amaba. Jamás le habría hecho daño de verdad. Y aún ahora la amo. Si viviera, tal vez llegase a amarme algún día. No tenía motivos para desear su muerte.

– Excepto que su muerte dio como resultado que se retiraran los cargos contra vos y os readmitieran en vuestro puesto -le recordó Sano.

– ¿Creéis que eso me importa? -gritó Kushida, con la cara lívida de ira. Los transeúntes observaban con curiosidad-. ¿Qué más me da la posición, el dinero e incluso el honor ahora que no puedo tener a Harume?

Sano retrocedió mostrando las palmas de las manos.

– Calmaos -dijo, dándose cuenta de hasta qué peligroso extremo el amor, el sufrimiento y la ira habían desequilibrado el raciocinio del teniente.

– ¡Sin ella, mi vida ha terminado! -chilló-. Arrestadme, encerradme, ejecutadme si lo deseáis, no me importa. Pero, por última vez, ¡yo… no… maté… a… Harume!

Kushida profirió estas últimas palabras entre dientes, y su rostro adoptó la fiera expresión que mostrara durante la práctica de combate. Blandiendo la lanza, arremetió contra Sano, que la asió por el asta. Mientras pugnaban por el control del arma, el teniente escupía maldiciones.

– No, Kushida-san. ¡Deteneos! -Koemon y los otros maestros se precipitaron hacia la puerta. Aferraron al teniente, lo separaron de Sano y le arrebataron el arma. Entre aullidos y sacudidas, lo tumbaron en el suelo de la galería. Hicieron falta cinco hombres para inmovilizarlo. Los alumnos lo contemplaban consternados. Los transeúntes aplaudían y animaban. Kushida se vino abajo entre risas estruendosas e histéricas.

– Harume, Harume -aullaba, y sollozaba de forma incontrolable.

Un mensajero del castillo llegó a toda prisa a la academia. De un asta sujeta a su espalda ondeaba una bandera con el emblema de los Tokugawa. Hizo una reverencia ante Sano y le tendió un estuche laqueado para pergaminos.

– Mensaje para vos, sosakan-sama.

Sano abrió el estuche y leyó la carta que contenía, que había sido enviada a su casa aquella mañana y después llevado hasta allí. Era del doctor Ito; el cadáver de la dama Harume había llegado al depósito de Edo. Ito realizaría el reconocimiento cuando a Sano le resultara más conveniente.

– Asegúrate de que Kushida llegue a casa sano y salvo -le dijo a Koemon. Más adelante ordenaría al comandante de la guardia del castillo de Edo que retrasara la reincorporación del teniente: inocente o culpable, no se hallaba en condiciones para el servicio activo.

Después de una parada para ver a su madre, Sano cabalgó hacia el depósito de cadáveres mientras analizaba su entrevista con Kushida. Qué fácil habría sido que el resentimiento y los celos hubiesen convertido en odio el amor que el perturbado teniente sentía por Harume. Pero había un elemento que hablaba en favor de la inocencia del teniente. Por lo que Sano había observado, su genio se manifestaba en estallidos repentinos y violentos. La lanza era su arma preferida: si hubiera querido matar, ¿acaso no la habría usado? El asesinato de la dama Harume había requerido una previsión fría y retorcida. A su juicio, el envenenamiento parecía un crimen más propio de una mujer. Se preguntó cómo le iría a Hirata en la entrevista con la concubina enemistada con Harume, la dama Ichiteru.

10

El barrio Saru-waka-cho de los teatros estaba situado en las inmediaciones del distrito Ginza de Edo, que debía su nombre al edificio donde se acuñaban las monedas de plata de los Tokugawa. Vistosos carteles anunciaban las representaciones; de las ventanas abiertas de los pisos superiores de los teatros surgían música y vítores. En armazones erigidos como torres sobre los tejados, había hombres que tocaban el tambor para atraer al público. Gente de todas las edades y clases hacía cola delante de las taquillas; los salones de té y los restaurantes estaban llenos a rebosar de clientes. Hirata dejó su caballo en un establo público y siguió a pie entre la bulliciosa muchedumbre. Por orden de Sano, había enviado a un equipo de detectives a la búsqueda del mercader ambulante de drogas Choyei y otro, a registrar el Interior Grande en pos de veneno y otras pruebas. Al llegar a las dependencias de las mujeres para interrogar a la dama Ichiteru, lo habían informado de que ésta iba a pasar el día en el teatro de marionetas Satsuma-za. A medida que se acercaba al edificio, una creciente aprensión le aceleraba el pulso.

Había mentido al decirle a Sano que no pasaba nada, tratando de convencerse de que era capaz de manejar la entrevista con la dama Ichiteru. Las mujeres no siempre lo intimidaban, como había pasado la noche anterior con la dama Keisho-in y con Chizuru; le gustaban, y había disfrutado de muchos romances con doncellas e hijas de tenderos. Sin embargo, las damas de hombres poderosos despertaban en él un profundo sentimiento de incompetencia. Por lo común, Hirata se enorgullecía de sus orígenes humildes y de lo que había logrado pese a ellos. En valor, inteligencia y habilidad con las artes marciales, se sabía a la altura de muchos samuráis de alto rango; en consecuencia, podía vérselas con sus superiores varones sin perder el aplomo. Pero las mujeres…

Su elegante belleza le inspiraba un anhelo imposible. Soltero a la avanzada edad de veintiún años, Hirata había aplazado el matrimonio con la esperanza de prosperar lo suficiente para desposar algún día a una dama distinguida que no tuviera que esclavizarse como su madre, llevando la casa y cuidando de la familia sin la ayuda de criados. Como vasallo mayor de Sano, había logrado su meta; su familia había recibido propuestas de clanes destacados que buscaban una relación más estrecha con la corte del sogún y le ofrecían a sus hijas como posibles esposas. Sano actuaría de mediador y concertaría un enlace. Pero, aun así, Hirata aplazaba su boda. Las damas de clase alta le hacían sentirse tosco, sucio e inferior, como si ninguno de sus logros valiera para nada; jamás sería lo bastante bueno para relacionarse con ellas, por no hablar de merecer a una como esposa.

Se detuvo en el exterior del Satsuma-za, un recinto grande al aire libre formado por paredes de madera erigidas en torno a un patio. Sobre la entrada, cinco flechas emplumadas -símbolo del teatro de marionetas- atravesaban una reja de la que pendían unas cortinas de color añil con el emblema del establecimiento. Las obras representadas se anunciaban en unas banderas verticales. Un criado sentado sobre una plataforma cobraba las entradas, mientras que otro vigilaba el acceso, una angosta hendidura horizontal en la pared que impedía que la concurrencia entrara sin pagar. Hirata decidió que no iba a dejar que la dama Ichiteru lo alterase como lo había hecho la madre del sogún. El envenenamiento -un crimen indirecto, retorcido- era el clásico método de las mujeres asesinas, y eso convertía a Ichiteru en la principal sospechosa del crimen.

– Una, por favor -le dijo al criado, y le tendió el dinero. Agachó la cabeza para pasar por la puerta y se encontró en el acceso al teatro. Había llegado en uno de los intermedios que jalonaban la serie de representaciones que ocupaban el día entero, y el espacio estaba atestado de parroquianos que compraban en los puestos de comida té, sake, pasteles de arroz, frutas y pepitas asadas de melón. Hirata dejó sus zapatos junto con otros muchos y se abrió paso entre la multitud, preguntándose cómo iba a dar con la dama Ichiteru, a la que no conocía.

– ¿Hirata-san?

Se volvió hacia el sonido de una voz femenina que lo llamaba por su nombre. Delante de él había una joven dama varios años menor que él. Ataviada con un quimono de seda rojo brillante con un estampado de parasoles azules y dorados, tenía una negra y lustrosa melena que le llegaba hasta los hombros, mejillas redondas y ojos brillantes y alegres. Hizo una reverencia y dijo:

– Soy Niu Midori. -Tenía la voz aguda, cantarina, infantil-. Sólo quería presentarle mis respetos a vuestro señor. -Una sonrisa curvó sus generosos labios encarnados y alumbró unos hoyuelos en sus mejillas-. En una ocasión me hizo un gran favor, y le estoy sinceramente agradecida.

– Sí, lo sé… Me lo contó. -Hirata le devolvió la sonrisa, cautivado por sus modales nada afectados, lo que no había esperado en una mujer de la condición social de Midori. Su padre era un «señor externo», un daimio cuyo clan había sido derrotado en la batalla de Sekigahara, y más tarde había jurado lealtad a la facción victoriosa de los Tokugawa. Los Niu, aunque despojados de su feudo ancestral y trasladados a la remota Kyushu, seguían siendo una de las familias más acaudaladas y poderosas de Japón. Pero Midori parecía tan sencilla como las chicas con las que Hirata se había relacionado. Sintiéndose de repente alegre e importante, hizo una reverencia y añadió-: Es un placer conoceros.

– El placer es mío. -La expresión de Midori se tiñó de nostalgia-. ¿Se encuentra bien el sosakan-sama?

Cuando quedó convencida de que Sano gozaba de perfecta salud, comentó:

– Así que ahora está casado. -Su suspiro le indicó a Hirata que Sano le gustaba y que en algún momento había albergado esperanzas de casarse con él. Después lo contempló con vivo interés-. He oído hablar mucho de vos. Erais policía, ¿verdad? ¡Qué emocionante!

Midori compró una bandeja de té y pasteles en un puesto de comidas.

– Permitidme que os ayude -se ofreció Hirata.

– Gracias. -Sonrió mostrando sus hoyuelos-. Debéis de ser muy valiente para ser detective.

– No tanto -dijo Hirata con modestia. Ocuparon un sitio vacío, y le relató algunas historias heroicas de su carrera policial.

– ¡Qué maravilla! -Midori batió palmas-. Y me han dicho que ayudasteis a capturar a una banda de contrabandistas de Nagasaki. Oh, cómo desearía haberlo visto.

– No fue nada -aseveró Hirata, crecido ante su franca admiración. Realmente era dulce y muy guapa-. Ahora investigo el asesinato de la dama Harume, y necesito hablar con la dama Ichiteru. También tengo algunas preguntas para vos -añadió, recordando las instrucciones de Sano.

– ¡Oh, bien! Os diré todo lo que pueda -sonrió Midori-. Venid a sentaros con nosotras. Podemos hablar hasta que empiece la obra.

Hirata la siguió hacia el interior del teatro, rebosante de confianza. Le había parecido tan fácil charlar con Midori; con la dama Ichiteru todo iba a salir a pedir de boca.

El suelo del soleado patio del teatro estaba cubierto de tatamis. Braseros de carbón caldeaban el aire. El público arrodillado charlaba en grupos. Enfrente, el escenario consistía en una larga valla de madera de la que colgaba una cortina negra para ocultar de la vista a los titiriteros, al cantor y a los músicos. Midori condujo a Hirata hasta los asientos preferentes situados delante del escenario, que estaban ocupados por una hilera de damas de ricos vestidos, con sus doncellas y sus guardias.

– La del extremo es la dama Ichiteru. -De repente Midori parecía tímida, vacilante-. Hirata-san, os ruego que me disculpéis si me estoy entrometiendo, pero… debo advertiros de que vayáis con mucho cuidado. No sé nada a ciencia cierta, pero yo…

Siguió balbuciendo, pero en aquel instante la dama Ichiteru se volvió y cruzó una mirada con Hirata.

Con su cara larga y afilada, su nariz alta y los ojos estrechos e inclinados, su belleza clásica parecía sacada de las antiguas pinturas de la corte, o de los folletos baratos que anunciaban a las cortesanas del barrio Yoshiwara del placer. Todo en ella reflejaba esa pasmosa combinación de refinamiento de clase alta y vulgar sensualidad. Llevaba pintados unos delicados labios rojos sobre una boca generosa y exuberante que el maquillaje blanco de la cara no alcanzaba a ocultar. Su peinado, recogido en ondas por los lados y suelto por detrás, era sencillo y austero, pero estaba sujeto por un elaborado ornamento de flores de seda y peinetas laqueadas al estilo de las prostitutas de alto nivel. Su quimono burdeos de brocado le caía por los hombros a la última moda provocativa, pero la piel de su largo cuello y sus hombros redondeados parecía pura, blanca, intacta por ningún hombre. La mirada de Ichiteru era a la par velada y ausente, ladina e inteligente.

A Hirata le temblaban las rodillas, y un calor embarazoso se extendía por todo su cuerpo. Avanzó hacia la dama Ichiteru como un sonámbulo. Apenas era consciente de que Midori estaba haciendo las presentaciones y explicando el motivo de su presencia. Todo lo que lo rodeaba se fundió en una sombra borrosa, mientras que sólo Ichiteru permanecía nítida y vívida. Jamás había sentido una atracción tan inmediata por una mujer.

La dama Ichiteru hablaba con el deje afectado y lánguido de las mujeres de alta cuna:

– Es un placer conoceros… Desde luego, os ayudaré con vuestras pesquisas en todo lo que esté en mi mano…

Su voz era un murmullo ronco que se infiltraba en el cerebro de Hirata como un humo oscuro y embriagador. Alzó un abanico de seda que ocultó la mitad inferior de su cara, y con una caída de párpados y una inclinación de cabeza, invitó a Hirata a que tomara asiento a su lado. Eso hizo él, dirigiendo una mirada ausente a Midori cuando ésta cogió la bandeja de té y empezó a repartir los refrescos entre el grupo, con cara de pena. Después se olvidó de ella por completo.

– Yo… yo quisiera saber… -balbució, tratando de poner sus ideas en orden. El perfume de la dama Ichiteru lo envolvía en el poderoso y agridulce aroma de las flores exóticas. A su pesar, Hirata era consciente de su cortísimo pelo, el disfraz que le había salvado la vida en Nagasaki y que le confería más aspecto de campesino que de samurái-. ¿Cuál era vuestra relación con la dama Harume?

– Harume era una chiquilla pizpireta… -Ichiteru se encogió de hombros con delicadeza, y su quimono resbaló un poco más, revelando el nacimiento de sus pechos generosos. Hirata, devolviendo la mirada a su cara con un esfuerzo sobrehumano, notó que empezaba a tener una erección-, pero era una vulgar campesina. Para nada se trataba de una persona con la que un miembro de la familia imperial…, como es mi caso…, pudiera tener el menor interés en relacionarse.

Ichiteru resopló con altivo desdén. Entre una neblina de deseo, Hirata recordó la declaración de Chizuru.

– Pero ¿no os sentisteis celosa cuando Harume llegó al castillo y… y… su excelencia le otorgó vuestro sitio en su, esto, alcoba?

No bien había dicho la última palabra, sintió deseos de tragársela. ¿Por qué no había dicho «afecto», o algún otro eufemismo cortés para describir las relaciones de la dama Ichiteru con el sogún? Mortificado por su falta de tacto, Hirata lamentaba que su experiencia policial no hubiese incluido nada que lo preparase para tratar asuntos íntimos con mujeres de clase alta. ¡Tendría que haber dejado que fuese Sano el que interrogase a la dama Ichiteru! Contra su propia voluntad, se imaginó una escena en los aposentos privados de Tokugawa Tsunayoshi: la dama Ichiteru en el futón, desvistiéndose, y en lugar del sogún, el propio Hirata. La excitación le enardecía la sangre.

Una sonrisa juguetona asomó a los labios de la concubina; ¿sabría lo que Hirata pensaba? Con ojos mansamente bajos, dijo:

– ¿Qué derecho tengo yo…, una simple mujer…, a opinar sobre la compañía elegida por mi señor? Y de no haberme sucedido Harume, habría sido alguna otra. -Una sombra de emoción surcó sus rasgos serenos-. Tengo veintinueve años.

– Ya comprendo. -Hirata recordó que las concubinas se retiraban pasada esa edad, para casarse, convertirse en funcionarias de palacio o regresar con sus familias. Así que Ichiteru le llevaba ocho años. De pronto las castas jovencitas a las que había sopesado como posibles esposas le parecían sosas, carentes de atractivo-. Bien, pues, esto… -dijo, intentando encontrar la línea de interrogatorio que había emprendido.

Una doncella le pasó a la dama Ichiteru un plato de cerezas secas. Cogió una y le dijo a Hirata:

– ¿Compartiréis nuestro refrigerio?

– Sí, gracias. -Agradecido por la distracción, se llevó una cereza a la boca.

Ichiteru frunció los labios y los abrió. Lentamente insertó la fruta, empujándola con la punta de un dedo. Hirata se tragó la cereza entera sin querer. Había visto a bastantes mujeres comer de aquella forma, con cuidado de que la comida no les tocase los labios y borrara el carmín. Pero, en el caso de la dama Ichiteru, parecía el colmo del erotismo. Sus dedos largos y suaves parecían diseñados para coger, acariciar, introducirse en orificios corporales… Avergonzado por sus pensamientos, dijo:

– Nos han llegado informes de que no os entendíais con la dama Harume.

– El castillo de Edo está lleno de chismosas que no tienen nada mejor que hacer que criticar a los demás -murmuró. Volvió la cara y extrajo primorosamente el hueso de la boca.

La mano de Hirata se estiró por voluntad propia. Ichiteru depositó el hueso en su palma. Estaba caliente y húmeda de su saliva. Contempló a la concubina con impotente lujuria hasta que sonó el insistente y ruidoso claqueteo de las castañuelas de madera. Levantó la vista y comprobó que el público había llenado el teatro; la obra estaba a punto de empezar. Un hombre vestido de negro se situó delante del escenario.

– El Satsuma-za les da la bienvenida al estreno de Tragedia en Shimonoseki, basada en una historia real sucedida hace poco tiempo. -Recitó los nombres del cantor, los titiriteros y los músicos, y después gritó-: Tozai!-«Escuchad.»

De detrás del cortinaje surgió una melancólica melodía de samisén. Por encima, apareció un telón de fondo con un jardín pintado. La voz incorpórea del cantor emitió una serie de lamentos y entonó:

– En el quinto mes del año dos de Genroku, en la ciudad provincial de Shimonoseki, la bella y ciega Okiku espera el regreso de su marido, un samurái que está en Edo al servicio de su señor. Su hermana Ofuji la consuela.

El público prorrumpió en vítores cuando entraron en escena dos marionetas femeninas con cabezas de madera pintada, largo pelo negro y brillantes quimonos de seda. Una tenía una bonita cara de pena; sus ojos estaban cerrados para indicar la ceguera de Okiku. Mientras la figura simulaba sollozar, la voz del cantor adoptó un falsete femenino:

– Oh, cómo echo de menos a mi querido Jimbei. Hace tanto que se fue; moriré de soledad.

Su hermana Ofuji era fea y tenía el entrecejo fruncido.

– Tienes suerte de tener un hombre tan bueno -dijo el cantor en tono más grave-. Laméntate por mí, que no tengo marido. -Después, informó al público-. En su ceguera, Okiku no ve que Ofuji está enamorada de Jimbei y que su hermana envidia su buena fortuna y la quiere mal.

Okiku entonó una triste canción de amor, acompañada del samisén, una flauta y un tambor. El público se agitó, expectante; se alzó un sonoro murmullo de conversaciones: el silencio durante las representaciones no era uno de los hábitos de los aficionados al teatro de Edo. Hirata, con el hueso de cereza aún aferrado en la mano, obligó a sus pensamientos a volver a la investigación.

– ¿Sabíais que la dama Harume iba a tatuarse? -preguntó.

– Mi relación con Harume no era lo bastante estrecha para dar lugar a confidencias. -Desde detrás de su abanico, Ichiteru honró a Hirata con una mirada que le pasó por encima como un hálito cálido-. Me han llegado unos rumores asombrosos… Decidme, si me permitís el atrevimiento… ¿En qué parte de su persona estaba el tatuaje?

Hirata tragó saliva.

– Estaba en su, esto… -titubeó. ¿De verdad desconocía la ubicación del tatuaje? ¿Era inocente?-. Estaba, eh…

Un ligerísimo asomo de regocijo curvó los labios de la dama Ichiteru.

– Encima de la entrepierna -masculló Hirata. La vergüenza lo inundó como una marea de agua hirviendo. ¿Lo había manipulado Ichiteru deliberadamente para que recurriera a un término tan grosero? Era tan provocativa y elegante a la vez… ¿Cómo iba a lograr finalizar la entrevista? Desconsolado, Hirata fijó la mirada en el escenario.

La canción de Okiku había terminado. Un bello y taimado samurái de madera entró furtivamente en escena.

– El hermano pequeño de Jimbei, Bannojo, está enamorado en secreto de Okiku y la quiere para él -narró el cantor. Bannojo hizo señas a Ofuji. A escondidas de la ciega Okiku, la pareja conspiraba; la celosa Ofuji accedió a dejar entrar en la casa al codicioso Bannojo aquella noche. La música dio un giro discordante, y murmullos de inquietud recorrieron al público. Hirata se aferró a los jirones de su integridad profesional.

– ¿Habíais estado en la habitación de la dama Harume antes de su muerte? -preguntó.

– Resultaría degradante entrar en la habitación de una simple campesina. Eso… -la mirada encubierta de Ichiteru adquirió un velo de insinuación- no se hace.

Si no había entrado en la habitación de Harume, ¿significaba que no había tenido oportunidad de envenenar la tinta? A pesar de su adiestramiento policial, Hirata era incapaz de pensar con discernimiento o de seguir la lógica del interrogatorio, porque el comentario de la dama Ichiteru lo había herido en el corazón de su inseguridad. Se sentía vulgar en su presencia; parecía que lo rechazaba, como había hecho con Harume, como si fuera indigno de que lo tuviera en cuenta. La humillación agudizó su deseo.

En escena, apareció un nuevo decorado: una alcoba, con una luna en cuarto creciente en la ventana para marcar la noche. La bella Okiku dormía mientras Ofuji dejaba entrar a Bannojo en la habitación.

Okiku despertó y se sentó.

– ¿Quién anda ahí? -El cantor confirió a su voz un tono agudo, asustado.

– Soy yo, Jimbei, que he vuelto de Edo -respondió el cantor por Bannojo, y después explicó-: Su voz se parece tanto a la de su hermano, y ella tiene tantas ganas de ver a su marido, que se cree la mentira.

La pareja entonó a dúo una canción de júbilo. Después cada uno arrancó la faja del otro. Las ropas cayeron y dejaron a la vista los grandes pechos de ella y el enhiesto órgano de él. Esa era la ventaja del teatro de marionetas: podían mostrarse escenas demasiado explícitas para los actores de verdad. El anfiteatro se llenó de vítores subidos de tono cuando Okiku y Bannojo se abrazaron. Hirata, sumamente excitado, apenas podía soportarlo. Con una gran erección, temía que la dama Ichiteru y todas las demás advirtieran su estado. Trató de adoptar un tono formal.

– ¿Habéis visto alguna vez un frasco de tinta cuadrado, negro y laqueado con el nombre de la dama Harume escrito en oro sobre la tapa?

Tragó saliva y se atragantó. Mientras Ofuji espiaba al otro lado de la puerta, Bannojo montó a Okiku. Entre la música sinuosa, los gemidos del cantor y las estentóreas exclamaciones del público, las marionetas simularon el acto sexual. Hirata no sabía dónde meterse, pero Ichiteru observaba el drama con sosegada indiferencia.

– Cuando una ve un hermoso recipiente de tinta… una da por sentado que es para escribir cartas… -Otra mirada fugaz-. Tal vez cartas de… amor.

La última palabra, pronunciada en un susurro, le provocó a Hirata un escalofrío. La dama Ichiteru se llevó la mano a la sien, como si pretendiera retirarse un mechón de pelo rebelde. Sin mirarlo, bajó la mano y dejó que la amplia manga de su quimono cayera sobre el regazo de Hirata. La ingle le palpitó al repentino contacto del pesado tejido; respiró sofocado. ¿Lo había hecho sin querer o adrede? ¿Cómo debía reaccionar?

Trató de concentrarse en el drama que seguía en escena, donde había llegado la mañana acompañada del inesperado regreso de Jimbei, el marido de Okiku. Una Ofuji triunfante lo informó de que su esposa y su hermano lo habían traicionado. Jimbei, el adusto y noble samurái, interpeló a su mujer. Okiku intentó explicar el cruel ardid del que había sido víctima, pero el honor clamaba venganza. Jimbei atravesó el pecho de su esposa de una estocada. Ofuji le suplicó que se casara con él, jurándole amor eterno, pero Jimbei salió en pos de su artero hermano.

Al abrigo de su manga, la dama Ichiteru posó su mano en el muslo de Hirata y empezó a masajearlo. Hirata notaba su roce como si fuera en la carne desnuda, cálido y suave. Resollando, esperó que el público estuviese demasiado absorto en la obra para darse cuenta. La dama Ichiteru no alteró su expresión impasible. Pero ahora él sabía que su actitud provocadora era intencionada. Había manejado el encuentro hasta llegar a ese punto.

En el mercado de la ciudad, Bannojo oyó la noticia de la muerte de Okiku, corrió a la casa y mató a la traicionera Ofuji. En ese instante, llegó Jimbei. Al compás de una música enloquecida, los gritos del cantor y los berridos de ánimo del público, los hermanos desenfundaron sus espadas y lucharon. Hirata, ajeno casi por completo a la tragedia, sintió que su excitación aumentaba cuando la mano de la dama Ichiteru trepó furtivamente hasta su entrepierna. Aquello no debería estar pasando. Estaba mal. Ella pertenecía al sogún, que haría que los mataran a los dos si llegaba a saber de aquel devaneo. Hirata sabía que debía detenerla, pero la emoción del contacto prohibido lo mantuvo inmóvil.

El dedo de Ichiteru bordeó la punta de su virilidad. Hirata se tragó un gemido. Una vuelta y otra. Después aferró el rígido mástil y empezó a manipularlo. Arriba y abajo. El corazón de Hirata daba brincos; su placer fue en aumento. En escena, el marido ultrajado, Jimbei, asestaba la estocada fatal a su hermano. La cabeza de Bannojo salió volando. La mano de Ichiteru se desplazaba arriba y abajo con hábiles movimientos. Tenso y sin aliento, Hirata se acercaba al borde del clímax. Se olvidó de la investigación, ya no le importaba que alguien los viera.

Entonces Jimbei, abrumado por la pena, se hizo el haraquiri junto a los cadáveres de su esposa, su hermano y su cuñada. De repente, la obra acabó y el público rompió a aplaudir. Ichiteru retiró la mano.

– Adiós, honorable detective… Ha sido un encuentro muy interesante. -Con ojos modestamente bajos y la cara oculta por el abanico, hizo una reverencia-. Si necesitáis mi ayuda para algo más… no dudéis en hacérmelo saber.

Hirata, privado del alivio que necesitaba, la miró boquiabierto y lleno de frustración. Por la conducta de Ichiteru, se diría que el incidente no había llegado a producirse. Demasiado confuso para hablar, se levantó para irse, pugnando por recordar lo que había averiguado en la entrevista. ¿Cómo podía ser una despiadada asesina una mujer a la que tanto deseaba? Por primera vez en su carrera, Hirata sentía que su objetividad profesional lo abandonaba.

Desde detrás de los cortinajes del escenario se oyó la solemne voz del cantor:

– Acaban de presenciar una historia real que ilustra cómo la traición, el amor prohibido y la ceguera ocasionaron una terrible tragedia. Les agradecemos su asistencia.

11

Los eta -los manipuladores de cadáveres- situaron el cuerpo amortajado sobre la mesa del taller del doctor Ito en el depósito de Edo. Sano y el doctor observaban cómo Mura desenvolvía los pliegues de paño blanco. Los ojos de la dama Harume estaban vidriosos, y la descomposición galopante había empalidecido su piel. El hedor dulzón y nauseabundo de la podredumbre impregnó el ambiente. Aún llevaba el manchado vestido de seda roja; su cara y su pelo enmarañado seguían sucios de sangre y vómito. Ciertamente, Hirata se había asegurado de que nadie tocase la prueba. Consciente de lo que cabía esperar, Sano experimentó tan sólo una punzada momentánea de repulsión, pero el doctor Ito parecía conmocionado.

– Tan joven… -murmuró. Como conservador de la morgue, había examinado un sinfín de cuerpos en peores condiciones; pero su cara se pobló de unas arrugas de dolor que lo avejentaron. Con voz sombría añadió-: Yo tuve una hija.

Sano recordaba que la hija pequeña de Ito había muerto de unas fiebres a la misma edad que Harume. Desde que lo arrestaran, también había perdido el contacto con sus otros hijos.

Sano y Mura guardaron silencio, con las cabezas bajas en señal de respeto por el dolor de su amigo, expresado en tan pocas ocasiones. Después el doctor Ito carraspeó y habló con su habitual tono seco y profesional:

– Bueno. Veamos qué puede decirnos la víctima sobre su asesinato. -Caminó en torno a la mesa mientras estudiaba el cadáver de Harume-. Pupilas dilatadas; espasmo muscular; vómito de sangre: síntomas que confirman mi diagnóstico original de envenenamiento por toxina para flechas. Pero a lo mejor eso no es todo. Mura, ¿podrías quitarle el vestido?

A pesar de su carácter transgresor, el doctor Ito respetaba la costumbre de dejar que los eta manipularan los cuerpos. De ahí que Mura realizase la mayor parte del trabajo físico de los reconocimientos, bajo la supervisión de su señor. En aquel caso, cogió un cuchillo y desgarró la ropa para separarla del cuerpo rígido de Harume. Los pezones oscuros y el tatuaje ejercían un violento contraste con su cérea palidez. Sus miembros eran lisos y estaban perfectamente depilados, su piel sin mácula. Sano se sentía grosero al violar la intimidad de una mujer que sin duda se había tomado tantas molestias por su cuidado personal.

El doctor Ito se inclinó sobre el torso del cadáver con el entrecejo fruncido.

– Aquí hay algo. -Y extendió un pañuelo blanco de algodón sobre el abdomen de Harume para protegerse del contaminante contacto de los muertos. Palpó y apretó con los dedos.

– ¿Qué es? -preguntó Sano.

– Una hinchazón. Tal vez sea efecto del veneno o de cualquiera otra anormalidad. -El doctor se irguió y miró a Sano con expresión grave-. Pero he tratado a muchas mujeres a lo largo de mi carrera médica. O mucho me equivoco, o la dama Harume estaba en las primeras etapas del embarazo.

Un abrumador peso de desconsuelo sacudió el pecho de Sano como el badajo de hierro de una campana de templo. Un embarazo implicaría preocupantes ramificaciones para el caso, y también para él.

La mirada del doctor Ito transmitía una preocupación y una comprensión tácitas, pero no era de los que se acobardan ante la verdad.

– La disección es el único modo de asegurarnos.

Sano tomó aliento y lo contuvo, manteniendo a raya el miedo que lo atenazaba. La disección, un procedimiento asociado a la ciencia extranjera, era tan ilegal entonces como cuando arrestaron al doctor Ito. En el curso de otras investigaciones, Sano se había expuesto al destierro y al deshonor en aras del conocimiento. Hasta la fecha, el bakufu no había descubierto su participación en prácticas prohibidas -incluso los espías más ávidos evitaban el depósito de Edo-, pero Sano temía que se acabara su suerte. Le aterrorizaba verificar el estado de Harume y los consiguientes peligros. Sin embargo, un embarazo ofrecía una miríada de posibles móviles para su asesinato; si no los investigaba, tal vez nunca identificara al asesino. Por otro lado, jamás rehuía la verdad. Suspiró con resignación.

– Muy bien -le dijo al doctor-. Adelante.

A una señal de su señor, Mura sacó un cuchillo largo y delgado de un armarito. El doctor Ito retiró el pañuelo del abdomen de la dama Harume y, sobre él, esbozó en el aire marcas con el índice.

– Corta aquí y aquí, así.

Con cuidado, Mura insertó la aguzada hoja en la carne muerta, trazó un largo tajo horizontal por debajo del ombligo y dos perpendiculares más cortos, uno a cada extremo del primer corte. Retiró las capas de piel y tejido y dejó a la vista los intestinos, rosados y enroscados.

– Sácalos -ordenó el doctor Ito.

Cuando Mura los cortó y los depositó en una bandeja, se desprendió un intenso hedor fecal. A Sano se le revolvió el estómago; el aura impura de la contaminación ritual lo envolvía. No importaba las veces que hubiera presenciado disecciones, seguían enfermándole el cuerpo y el espíritu. En la cavidad del cadáver de la dama Harume vio una estructura carnosa en forma de pera del tamaño de un puño. De ella nacían dos tubos finos y curvados cuyos extremos se abrían en abanicos fibrosos parecidos a anémonas de mar, para unirse a dos saquitos como uvas.

– Los órganos de la vida -explicó el doctor.

La vergüenza exacerbaba la incomodidad de Sano. ¿Qué derecho tenía él, un hombre y un extraño, a observar las partes más íntimas del cuerpo de una mujer muerta? Pero una creciente curiosidad movía su atención mientras Mura rajaba la matriz y la dejaba abierta. El interior albergaba una espumosa cápsula interna de tejido. Y, acurrucado en su interior, un minúsculo bebé nonato, como una salamandra rosa y desnuda, no más largo que el dedo de Sano.

– De modo que tenías razón -dijo Sano-. Estaba embarazada.

La cabeza bulbosa del niño empequeñecía su cuerpo. Los ojos eran manchas negras en una cara apenas formada; las manos y los pies, meras zarpitas fijadas a unos miembros endebles. La piel estaba surcada de venas rojas finas como hilos que se extendían entre un arrecife de huesos delicados. Un cordón retorcido comunicaba el ombligo con el revestimiento del útero. Un vestigio de cola alargaba la diminuta rabadilla. Sano contemplaba esta nueva maravilla lleno de asombro. ¡Qué milagrosa era la creación de la vida! Pensó en Reiko. ¿Se consumaría su problemático matrimonio y tendría hijos que sobrevivieran, como no lo había logrado aquél? Sus esperanzas parecían tan frágiles como la criatura muerta. Después, las preocupaciones profesionales y políticas eclipsaron sus problemas domésticos.

¿Había muerto la dama Harume porque el asesino quería destruir al niño? Los celos podrían haber impulsado a la dama Ichiteru o al teniente Kushida, rival y pretendiente repudiado. Sin embargo, le vino a la mente un motivo más ominoso.

– ¿Puedes determinar el sexo de la criatura? -preguntó.

El doctor Ito extendió el niño con la punta de una sonda de metal y examinó los genitales, un minúsculo brote entre las piernas.

– Sólo tiene unos tres meses. Es demasiado pronto para saber si habría sido niño o niña.

Aquella incertidumbre no alivió las preocupaciones de Sano. El niño muerto podría haber sido el tan deseado heredero del sogún. Alguien podría haber asesinado a la dama Harume para menoscabar las posibilidades de continuidad del mandato de Tokugawa. Aquella explicación suponía una grave amenaza para Sano. A menos que…

– ¿Es posible que el sogún hubiera engendrado un hijo? -El doctor Ito dio voz al pensamiento no expresado de Sano-. Al fin y al cabo, las preferencias sexuales de su excelencia son bien conocidas.

– El diario íntimo de la dama Harume hace referencia a un romance secreto -dijo Sano, y describió el fragmento- Su amante podría ser el padre de la criatura, si es que no se limitaron al tipo de actividades que Harume relató. Quizá lo averigüe hoy cuando visite al caballero Miyagi Shigeru.

– Os deseo suerte, Sano-san.

La cara del doctor reflejaba los deseos de Sano. El caso se complicaba; un peligro mortal ensombrecía la investigación. Si el niño pertenecía a otro hombre, Sano estaba a salvo. Pero si era del sogún, el asesinato de la dama Harume, pasaba a ser traición: era no sólo el homicidio de una concubina, si no el de la propia carne de Tokugawa Tsunayoshi, un crimen merecedor de la ejecución. Y si Sano fallaba a la hora de llevar al traidor ante la justicia, también él podía ser castigado con la muerte.

12

Por las calles de Nihonbashi avanzaba una procesión de soldados y sirvientes, ataviados con la grulla dorada del emblema de la familia Sano, escoltando un palanquín negro con el mismo símbolo grabado en sus puertas. En su mullido interior iba Reiko, tensa y nerviosa, ajena a las pintorescas escenas del Edo mercantil. Desobedecer las órdenes de su esposo acarrearía a ciencia cierta el divorcio y la vergüenza al clan Ueda, pero seguía decidida a continuar con su ilícita investigación. Tenía que demostrar su competencia tanto a Sano como a sí misma. Y para adquirir la información necesaria debía emplear todos los recursos que poseía.

Bajo la superficie de la sociedad de Edo se extendía una red invisible compuesta por esposas, hijas, familiares, criadas, cortesanas y otras mujeres vinculadas a los poderosos clanes samurái. Ellas recogían hechos con tanta eficacia como la metsuke -la agencia de espionaje de los Tokugawa- y los difundían de palabra. La propia Reiko era un eslabón de aquella laxa pero eficiente red. Como hija de un magistrado, a menudo había intercambiado noticias del Tribunal de Justicia por información exterior. Esa mañana se había enterado de que Sano había identificado a dos sospechosos del asesinato, el teniente Kushida y la dama Ichiteru. Las buenas costumbres no le permitían encontrarse con dos extraños sin que un conocido común los presentara antes, y no osaría arriesgarse a la ira de Sano abordándolos directamente. Sin embargo, la fuerza de la red femenina de información residía en su capacidad para sortear ese tipo de obstáculos.

El cortejo rodeó el mercado central de alimentos, donde los vendedores regían puestos atestados de rábanos blancos, cebollas, cabezas de ajos, raíces de jengibre y verduras. Los recuerdos llevaron una sonrisa a los labios de Reiko. A los doce años se había escapado de casa de su padre en busca de aventuras. Disfrazada de niño, con un sombrero para taparse el pelo y espadas a la cintura, se había confundido con la multitud de samuráis que paseaban por las calles de Edo. Un día, en ese mismo mercado, había topado con dos ronin que robaban en un puesto de frutas y pegaban al pobre vendedor.

– ¡Alto! -gritó Reiko, desenvainando la espada.

Los ladrones se rieron.

– Ven a por nosotros, niño -la incitaron, con las armas desenfundadas.

Cuando Reiko acometió a estocadas y tajos, el regocijo de los ladrones se tornó en sorpresa y luego en furia. Sus aceros chocaron con el de ella muy en serio. Los compradores huyeron; los samuráis que pasaban por allí se metieron en la refriega. Reiko se asustó; sin pararse a pensarlo había provocado una buena trifulca. Pero le encantó la emoción de su primera batalla real. Mientras luchaba, alguien le dio un codazo en la cara; escupió un trozo de diente roto. Luego llegó la policía, desarmó a los espadachines y los redujo a base de porrazos; les ató las manos y los hizo desfilar hacia la cárcel. Un doshin agarró a Reiko. Mientras forcejeaba se le cayó el sombrero. Su larga cabellera se derramó.

– ¡Dama Reiko! -exclamó el doshin.

Se trataba de un hombre amable que a menudo se paraba a conversar con ella cuando visitaba la casa del magistrado por asuntos de negocios. Gracias a ello, después Reiko no se encontró en la cárcel con el resto de camorristas, sino de rodillas en el tribunal de su padre.

El magistrado Ueda la miraba furibundo desde el estrado.

– ¿Qué significa esto, hija?

Temblando de miedo, Reiko se lo explicó.

Su padre no perdió el semblante adusto, pero una sonrisa de orgullo pugnaba por salir de su boca.

– Te sentencio a un mes de arresto domiciliario. -Era el castigo habitual para samuráis camorristas cuando no había muertes de por medio-. Después buscaré una vía de escape más apropiada para tu energía.

Desde aquel momento el magistrado la había dejado presenciar los juicios, a condición de que se mantuviera alejada de las calles. El diente roto, aunque la avergonzaba, era también su trofeo de batalla, el símbolo de su valor, su independencia y su rebelión frente a la injusticia. En el momento presente, mientras el palanquín la introducía por una calle de tiendas con carteles vistosos sobre unos portales con cortinas, sentía la misma emoción que en aquella lejana batalla y los juicios que había observado. Tal vez careciera de experiencia como detective, pero sabía instintivamente que por fin había encontrado el uso adecuado para sus talentos.

– ¡Deteneos! -ordenó a sus escoltas.

El cortejo hizo un alto y Reiko se apeó del palanquín. Cuando corrió por la calle, sus escoltas trataron de seguirla. Pero Reiko no tardó en perderlos entre la multitud, formada en su mayor parte por mujeres, como bandadas de pájaros parlanchines con sus alegres quimonos. En aquellas tiendas vendían pócimas de belleza y ornamentos para el pelo, maquillajes y perfumes, pelucas y abanicos. Los pocos hombres presentes eran tenderos, dependientes o escoltas de las damas. Reiko se escabulló bajo la cortina añil de la entrada a la tienda de Soseki, un afamado tratante de ungüentos.

La sala, iluminada por ventanas y claraboyas abiertas, contenía anaqueles, armarios y cubos llenos de toda sustancia embellecedora imaginable: bálsamos medicinales, aceites y tintes para el pelo; jabón y productos para eliminar imperfecciones, así como brochas y esponjas para aplicarlos. Los dependientes atendían a sus clientas. Reiko dejó los zapatos en la entrada y avanzó por los atestados pasillos. Se paró en el mostrador de esencias de baño.

Allí había una mujer de casi cuarenta años que llevaba el quimono azul de las joro, las funcionarias de palacio de segundo grado. Delgada hasta resultar escuálida, con el pelo recogido hacia arriba, se dirigía al dependiente en tono autoritario.

– Me llevaré diez frascos de todas las esencias: de pino, de jazmín, de gardenia, de almendra y de naranja.

El dependiente tomó nota del pedido. La joro reunió a sus sirvientas y se dispuso a partir. Reiko la abordó.

– Buenos días, Eri-san -dijo con una reverencia.

Se trataba de una prima lejana por parte de madre, en un tiempo concubina de Iemitsu, el anterior sogún. En la actualidad, estaba a cargo de proveer a las necesidades personales de las dependencias de las mujeres; era, por tanto, una funcionaria de poca importancia a la que sin duda Sano relegaría al final de su lista de testigos. Pero Reiko sabía que Eri también era el centro de la rama palaciega de la red de cotilleos femeninos. A través de las criadas, Reiko había seguido la pista de Eri hasta el Soseki, y pretendía aprovecharse de lo que su prima conocía. Pese a todo, Reiko se dirigió a Eri con cautelosa timidez.

– ¿Me concedéis un minuto para charlar? -Desde la muerte de su madre, el clan Ueda había mantenido escasos contactos con la familia de Eri. La posición de su prima la había aislado más si cabe, y Reiko suponía que podía guardarle resentimiento a una pariente más joven, más guapa y bien casada. Pero Eri acogió a Reiko con una exclamación de entusiasmo.

– ¡Reiko-chan! Cuánto tiempo. La última vez que te vi no eras más que una niña; cómo has crecido. ¡Y encima casada! -Antigua beldad, Eri había perdido la hermosura de su juventud. La edad se le manifestaba en las raíces grises del pelo teñido y en las planicies demacradas de su rostro, pero el calor de sus ojos y su sonrisa no habían disminuido. «Cuando Eri te miraba -recordaba Reiko-, te sentías especial, como si dispusieras de su completa atención.» Sin duda ése era el modo en que había embelesado a su señor, y por lo que ahora lograba que la gente le contara secretos-. Ven conmigo donde podamos hablar tranquilas.

Al momento, estaban cómodamente instaladas en una trastienda, con sake, frutas secas y pasteles, cortesía del propietario. Dado que las damas de alto rango no podían beber en los salones de té públicos ni comer en los tenderetes, muchos establecimientos del barrio ofrecían espacios en los que las clientas podían tomarse un refrigerio. Aquellas habitaciones, vedadas a los hombres, a menudo servían de centro de intercambio de cotilleos. A través de las paredes de papel, Reiko vislumbraba las sombras de otras mujeres, oía su parloteo y sus risas.

– Ahora cuéntame todas las novedades de tu vida -dijo Eri mientras servía una taza de licor caliente para cada una. Reiko enseguida relató a su prima todo lo concerniente a su boda, los regalos que había recibido y la decoración de su nuevo hogar. A duras penas consiguió contenerse antes de revelarle sus problemas con Sano, maravillada ante el talento de Eri para extraer información personal. ¡Qué gran detective habría sido! Pero Reiko no pensaba partir habiendo contado más de lo que había descubierto.

– Estoy muy interesada en el asesinato de la dama Harume -dijo mientras mordisqueaba un melocotón seco-. ¿Qué sabes de eso?

Eri dio un sorbo de su taza y vaciló.

– Tu marido investiga el asesinato, ¿verdad? -Una repentina cautela enfrió sus maneras, y Reiko percibió la desconfianza de Eri hacia los hombres en general, y el bakufu en particular-. ¿Te ha enviado a interrogarme?

– No -confesó Reiko-. Me ordenó que me mantuviera al margen de la investigación. No sabe que estoy aquí, y se enfadaría si se enterase. Pero yo quiero resolver el misterio. Quiero demostrar que una mujer puede ser tan buen detective como un hombre. ¿Me ayudarás?

Una chispa de malicia iluminó los ojos de Eri. Asintió y levantó una mano.

– Antes tienes que prometerme que me contarás todo lo que sepas sobre los progresos de tu marido en el caso.

– De acuerdo. -Reiko reprimió una punzada de culpabilidad por su deslealtad hacia Sano. Era justo: tenía que pagar el precio de la información que necesitaba y, al rechazar Sano su colaboración, ¿acaso no se había ganado el castigo de que todas las mujeres de Edo conocieran sus actividades? Aun cuando el recuerdo de su deseo agitara su corazón, la determinación de Reiko no flaqueaba. Dio cuenta de las noticias cosechadas entre las doncellas que escuchaban a escondidas mientras limpiaban los barracones de los detectives de Sano-. Hoy mi marido se entrevista con el teniente Kushida y la dama Ichiteru. ¿Podría alguno de ellos haber asesinado a Harume?

– Las mujeres del Interior Grande hacen apuestas sobre quién de los dos lo hizo -dijo Eri-. La dama Ichiteru va en cabeza.

– ¿Cómo es eso?

Eri esbozó una triste sonrisa.

– Las concubinas y sus damas de compañía son jóvenes. Románticas. Inocentes. Las tribulaciones de un pretendiente rechazado conmueven sus tiernos corazoncitos. No entienden cómo un hombre pueda amar a una mujer tanto como Kushida amaba a la dama Harume, y al mismo tiempo odiarla lo bastante para matarla.

– Pero habrá pruebas que hayan llevado a otras mujeres a creer que Kushida es culpable.

– Cielos, hablas igual que un policía, Reiko-chan. Tu marido es tonto si no acepta tu ayuda. -Soltó una carcajada-. Pues bien, te diré algo que es probable que él desconozca y que no va a descubrir. El día antes de que expulsaran al teniente Kushida, un guardia lo pilló en la habitación de la dama Harume. Tenía las manos en el armario donde guardaba la ropa interior. Al parecer Kushida quería robarle algo.

«O meter el veneno», pensó Reiko.

– El incidente no llegó a ser denunciado -prosiguió Eri-. Kushida es el oficial superior de aquel guardia y lo obligó a mantener silencio. Nadie se habría enterado de lo sucedido si una doncella no los hubiese oído discutir y me lo hubiese contado. El guardia nunca hablará, porque se juega el puesto si la administración de palacio descubre que ha protegido a alguien que ha quebrantado las reglas. -Eri hizo una pausa-. Y yo no difundí la historia porque Kushida jamás había dado problemas y parecía un suceso sin importancia. Ahora me gustaría haber acudido a Chizuru. De haberlo hecho, a lo mejor Harume no habría muerto.

Tras las excusas de Eri, Reiko veía el auténtico motivo de que hubiese guardado silencio: a pesar de su experiencia mundana, su corazón era tan tierno como el de esas jóvenes concubinas; también le tenía simpatía al teniente Kushida. Pero había dejado clara la oportunidad que tuvo para el asesinato.

– ¿Por qué se tiene a la dama Ichiteru por la principal sospechosa? -preguntó.

Eri frunció los labios; era evidente que la concubina le inspiraba tanto desagrado como pena Kushida.

– Ichiteru oculta bien sus emociones; por sus modales, nadie adivinaría que sentía por Harume algo que no fuera desprecio hacia una campesina de baja estofa. Jamás admitirá lo rabiosa que estaba cuando el sogún dejó de dormir con ella porque prefería a Harume.

»Pero un día del verano pasado las damas fueron de excursión al templo de Kannei. Estaba reuniéndolas para el viaje de vuelta, cuando oí gritos en el bosque. Corrí y me encontré a Ichiteru y a Harume en el suelo, peleándose. Ichiteru estaba encima de Harume y le pegaba, gritando que la mataría antes que dejar que le arrebatara el lugar de favorita del sogún. Las separé. Tenían la ropa sucia y la cara ensangrentada y llena de arañazos. Harume lloraba, e Ichiteru estaba enloquecida de furia. Las mantuve a distancia y les dije a las demás que se habían lastimado por una caída en el bosque.

– ¿Y tampoco se notificó este incidente?

Eri sacudió la cabeza.

– Podría haber perdido mi puesto por no saber mantener el orden entre las chicas que estaban a mi cargo. Ichiteru no quería que nadie se enterara de que se había comportado de una forma tan poco digna. Y Harume tenía miedo de meterse en líos.

En opinión de Reiko, la dama Ichiteru tenía un motivo mucho más claro para el asesinato que el teniente Kushida. La concubina también había amenazado a Harume, y podría haber rematado el ataque envenenándola.

– ¿Vio alguien a la dama Ichiteru en la habitación de Harume o sus inmediaciones poco antes de su muerte?

– Cuando pregunté entre las mujeres, todas dijeron que no. Pero eso no significa que Ichiteru no fuera allí. Podría haber ido a escondidas cuando nadie la veía. Y tiene amigas que mentirían por ella.

Móvil y posible oportunidad, decidió Reiko. La dama Ichiteru parecía cada vez más sospechosa pero, para demostrar su culpabilidad, Reiko necesitaba un testigo o pruebas.

– ¿Me dejarías hablar con las otras mujeres y me ayudarías a registrar la habitación de Ichiteru? -preguntó.

– Mmmm. -Eri parecía tentada, pero después frunció el entrecejo y sacudió la cabeza-. Mejor no arriesgarse. Va contra las reglas llevar extraños al Interior Grande. Incluso tu marido necesitará un permiso especial, aunque dudo que encuentre nada. Ichiteru es lista. Si es la asesina, se habrá deshecho del veneno que le sobrara.

Reiko estaba decepcionada, pero no demasiado. Tan sólo le hacía falta encontrar un modo de sortear las reglas, las mentiras y los subterfugios que protegían el Interior Grande.

Eri la contemplaba con preocupación.

– Prima, espero que no vayas demasiado lejos jugando a los detectives. Aparte de tu marido, hay otros hombres en el bakufu a los que no les gusta que las mujeres se entrometan en asuntos que no son de su incumbencia. Prométeme que serás sensata.

– Lo seré -prometió Reiko, aunque la referencia desdeñosa de Eri a sus empeños la molestó. Cuando un hombre investigaba un asesinato, se consideraba trabajo y cobraba por él. Pero una mujer sólo podía «jugar» al mismo oficio. Sin pararse a pensar, Reiko dijo-: Eri, creo que sería fantástico tener un trabajo de verdad en el castillo, como tú. ¿Estás contenta de haberte convertido en funcionaria de palacio en vez de casarte?

La boca de su prima se torció en una sonrisa de lástima afectuosa por su inocencia.

– Sí, me alegro. He visto demasiados matrimonios malos. Disfruto de mi autoridad. Pero no idealices mi posición, Reiko-chan. La conseguí complaciendo a un hombre, y sirvo bajo los dictados de otros hombres. La verdad es que no soy más libre que tú, que sirves sólo a tu marido.

Aquella deprimente verdad convenció a Reiko de que debía encontrar su propio camino en la vida. Después, al ver una súbita expresión de congoja en el rostro de Eri, preguntó:

– ¿Qué pasa?

– Acabo de recordar una cosa -dijo Eri-. Hará unos tres meses, en plena noche, la dama Harume se puso gravemente enferma con dolor de estómago. Le di un emético para hacerla vomitar y un sedante para que durmiera. Pensé que le habría sentado mal la comida y no me molesté en informar del problema al doctor Kitano porque por la mañana ya estaba mejor. Y, al poco tiempo, una daga le pasó rozando en una calle llena de gente del distrito de Asakusa, el Día Cuarenta y Seis Mil. -Era un popular festival religioso-. Nadie sabe quién la lanzó. Jamás se me ocurrió que los dos sucesos estuviesen relacionados, pero ahora…

Reiko vio lo que Eri quería decir. Con el calor del verano, los alimentos estropeados a menudo causaban indigestiones. Las armas que salían disparadas durante las batallas entre bandidos o samuráis duelistas ponían en peligro a los transeúntes inocentes. Sin embargo, a la luz del asesinato de Harume, otra posible explicación conectaba estos dos accidentes.

– Parece que alguien intentó matar a Harume con anterioridad -comentó Reiko.

Pero ¿era la dama Ichiteru, el teniente Kushida o alguien todavía desconocido?

13

Tras dejar el teatro de marionetas Satsuma-za, Hirata cabalgó sin rumbo por la ciudad. Transcurrieron las horas mientras revivía cada minuto pasado con la mujer que deseaba pero que jamás tendría. No podía pensar en nada que no fuera la dama Ichiteru.

Al final, pese a todo, su excitación física remitió lo suficiente para que cobrara conciencia de sus acciones. En lugar de trabajar en la investigación del asesinato, había perdido una mañana entera en ensoñaciones sin futuro. Y había viajado inadvertidamente hasta su antiguo territorio: la jefatura de policía, situada en la esquina meridional del distrito administrativo de Edo. Al ver los conocidos y altos muros de piedra y el aluvión de doshin, presos y agentes que atravesaban las custodiadas puertas, Hirata recobró el sentido común. Se dio cuenta de lo que había sucedido, y se maldijo por estúpido.

La dama Ichiteru había evitado responder a todas sus preguntas. ¿Cómo iba a explicarle a Sano que había fracasado al indagar si Ichiteru tenía móvil y oportunidad para el asesinato de la dama Harume? Había estropeado por completo el crucial interrogatorio de un sospechoso importante. Ahora era capaz de admitir que las evasivas de Ichiteru manifestaban su culpabilidad. Además, pensó Hirata con abatimiento, una mujer de su clase no coquetearía con un hombre de la suya, si no fuera por motivos poco escrupulosos.

Aun así, reconocerlo no hacía que dejara de desearla, ni de esperar que fuera inocente, y que ella también lo deseara a él. Aunque temía otro episodio de fracaso y humillación, anhelaba verla de nuevo. ¿Debería volver al teatro y exigirle respuestas claras? Sus entrañas bullían de sangre caliente ante la idea de estar con Ichiteru y acabar lo que habían empezado. A regañadientes decidió que no se hallaba en condiciones de conducir un interrogatorio objetivo; antes tenía que recuperar el control sobre sus sentimientos. Además, Hirata tenía otras pistas que investigar aparte de la dama Ichiteru. Por fortuna, sus instintos de detective lo habían llevado al lugar adecuado.

Entró en el complejo de la policía. Después de darle su caballo a un mozo de cuadras, cruzó el patio rodeado por los barracones que una vez habitara como doshin y entró en el edificio principal, una laberíntica estructura de madera. En la sala de recepción, los agentes firmaban su entrada o salida de servicio y entregaban delincuentes. Desde una plataforma elevada, cuatro empleados despachaban mensajes y atendían a los visitantes.

– Buenos días, Uchida-san -saludó Hirata al empleado jefe.

Uchida, un hombre mayor de rostro bonachón, le dedicó a Hirata una sonrisa de bienvenida.

– Bueno, bueno, mira a quién tenemos aquí. -La comisaría siempre era una fuente de información y Uchida, por cuyo despacho pasaba toda esa información, había demostrado muchas veces ser un valioso confidente-. ¿Cómo va la vida en el castillo de Edo?

Tras el intercambio de cortesías, Hirata le expuso el motivo de su visita.

– ¿Algún informe sobre un viejo mercachifle que vende drogas raras?

– Nada oficial, pero he oído un rumor que a lo mejor te interesa. Algunos jóvenes de familia rica de mercaderes de los distritos de Suruga, Ginza y Asakusa supuestamente han localizado una substancia que induce trances y hace que el sexo sea más divertido. Como no hay ninguna ley que lo prohíba, y los consumidores no sufren ni causan ningún daño, la policía no ha arrestado a nadie. Se dice que el traficante es un hombre con el pelo blanco y sin nombre. -Uchida soltó una risilla-. Es a él a quien buscan los doshin, sobre todo, creo, para probar ellos la droga.

– Un hombre con pociones de placer también podría tener venenos -dijo Hirata-. Parece que podría tratarse del que ando buscando. Si se llega a saber algo de su paradero, házmelo saber.

– Encantado, si tú me recomiendas a tus amigos importantes cuando repartan los ascensos. -Uchida le guiñó un ojo.

Hirata salió de la jefatura, montó su caballo frente a la puerta… y pensó de inmediato en la dama Ichiteru. Se obligó a concentrarse en el trabajo que tenía entre manos. Suruga, Ginza y Asakusa estaban separados por una considerable distancia; al parecer el traficante anónimo de drogas cubría todo Edo, y a esas alturas ya podría haberse trasladado. En vez de entrevistarse con los doshin que lo habían denunciado, Hirata iba a explotar otra mejor, si bien no oficial, fuente de información.

Tal vez la actividad le hiciera olvidar a la dama Ichiteru.

El gran arco de madera del puente de Ryogoku salvaba el río Sumida y unía Edo con los distritos rurales de Honjo y Fukagawa, en las orillas orientales. Por debajo del puente, balsas y botes de pesca surcaban el agua, un espejo reluciente que reflejaba el vívido follaje otoñal de las orillas y el azul del cielo. Repicaban las campanas de los templos con tañidos que vibraban sonoros en el aire despejado.

Los cascos de la montura de Hirata resonaron en los tablones de madera del puente cuando se incorporó al torrente de tráfico que se dirigía al extremo opuesto; una zona conocida como Ryogoku Honjo Muko («Ryogoku del Otro Lado»), que se había desarrollado en años recientes a medida que la población de Edo desbordaba el abarrotado centro urbano. Habían drenado las marismas, y ahora la ribera estaba jalonada de almacenes y embarcaderos. A la sombra del templo del Desamparo -erigido sobre el lugar de sepultura de las víctimas del gran incendio ocurrido hacía treinta y tres años- había surgido un floreciente barrio mercantil. Ryogoku Honjo Muko se había convertido también en un popular enclave de diversión. Campesinos y ronin acudían en masa al amplio cortafuegos y frecuentaban salones de té, restaurantes, tugurios de cuentacuentos y garitos donde los hombres jugaban a las cartas, apostaban a las carreras de tortugas o tiraban flechas a una diana para ganar premios. Escabrosos carteles con animales salvajes anunciaban una casa de fieras. Los voceadores gritaban señuelos; los buhoneros vendían dulces, juguetes y fuegos artificiales. Hirata se encaminó hacia una popular atracción, donde se había congregado una gran multitud frente a una plataforma elevada. Sobre ella había un hombre de aspecto extraordinario.

Llevaba un quimono azul, calzas de algodón, sandalias de esparto y una cinta roja en la cabeza. Un pelo negro y agreste recubría no sólo su cráneo sino todas las partes de su cuerpo que quedaban a la vista: mejillas, barbilla, cuello, tobillos, el dorso de las manos y de los pies y un poco de pecho en el escote de su quimono. Unas cejas pobladas casi tapaban sus ojos brillantes como cuentas de vidrio; una boca de dientes afilados sonreía desde su mostacho.

– ¡Entrad en la Casa de los Monstruos de la Rata! -gritaba, señalando una cortina que tenía detrás-. ¡Veréis al enano de Kanto y la Bodhisattva viviente! ¡Presenciaréis otras curiosidades asombrosas de la naturaleza!

La Rata no era menos anómalo que sus monstruos. Procedía de la remota isla septentrional de Hokkaido, donde, a causa de los fríos inviernos, a los hombres les cubría una capa de vello corporal. Los Ainu, como los llamaban, recordaban a los simios, eran muy primitivos y, por lo general, mucho más altos que el resto de los japoneses. Bajo y nervudo, la Rata debía de haber sido el enano de su tribu, y muy ambicioso. De joven, había llegado a Edo a buscar fortuna. Un mercader de tabaco lo había dejado vivir en la trastienda de su cuchitril, y cobraba a los clientes por dejar que lo vieran. Su semblante de roedor le había ganado su apodo; su visión para los negocios había convertido la oferta suplementaria del mercader en aquella afamada y lucrativa casa de los monstruos. Unos veinte años más tarde, la Rata ya era propietario del establecimiento, que había heredado a la muerte de su amo.

– ¡Adelante! -invitó-. ¡La entrada sólo cuesta diez zeni!

El público, monedas en mano, formó una cola delante de la cortina. La Rata bajó de un salto de la tarima para hacerlos pasar; su ayudante, un gigante de abultada musculatura, recogía el dinero de las entradas. Hirata se incorporó a la cola. Al ver sus manos vacías el gigante gruñó y frunció el entrecejo.

– Es a ti a quien vengo a ver -le dijo a la Rata.

– Ah, Hirata-san. -Los ojillos brillantes de la Rata adquirieron un destello de astucia codiciosa; se frotó las zarpas peludas-. ¿Qué puedo hacer hoy por vos?

– Necesito información.

La Rata, que campaba por Edo y sus provincias en continua búsqueda de nuevos monstruos, también recogía novedades. Complementaba sus ingresos con la venta de información selecta. Cuando era agente de policía, Hirata lo había atrapado durante una redada en un burdel ilegal, y la Rata había trocado su puesta en libertad por información, revelándole a Hirata el paradero de un forajido que llevaba años eludiendo a la policía de Edo. Desde entonces, Hirata lo había usado a menudo de confidente. Sus precios eran altos, pero el servicio era fiable.

– Será mejor que entréis -dijo la Rata. Hablaba con acento pueblerino y extranjero-. La función está a punto de empezar, y tengo que anunciar los números. Podemos hablar entre tanto.

Hirata lo siguió al interior del edificio, donde el público se agolpaba en una angosta habitación frente al telón bajado de un escenario. La Rata se encaramó a él. Ensalzó las maravillas que estaban a punto de presenciar y empujó a la muchedumbre a un frenesí ansioso y vocinglero; entonces anunció:

– ¡Y ahora os presento al enano de Kanto!

Se abrió el telón y apareció una figura grotesca, la mitad de alto que un hombre normal, con cabeza grande, cuerpo enano y extremidades cortas. Ataviado con chillones ropajes teatrales, entonó una canción de un popular drama kabuki. El público vitoreó. La Rata se unió a Hirata entre bastidores.

– Busco a un vendedor ambulante de drogas llamado Choyei -dijo Hirata, y le refirió la escasa información que disponía sobre el hombre.

La Rata exhibió una sonrisa asilvestrada.

– De modo que queréis saber quién vendió y quién compró el veneno que mató a la concubina del sogún. No es cosa fácil dar con alguien que no quiere que lo encuentren. Hay muchos escondrijos en Edo.

Hirata no se dejó engañar. La Rata siempre comenzaba las negociaciones haciendo hincapié en la dificultad de obtener determinada información.

– Treinta monedas de cobre si me lo encuentras para mañana -dijo Hirata-. Si es más tarde, veinte.

En el escenario, el enano acabó su canción.

– Disculpad -dijo la Rata. Saltó al escenario y anunció-: ¡ La Bodhisattva viviente!

Entre vítores redoblados, apareció una mujer. Llevaba un vestido sin mangas para mostrar sus tres brazos. Adoptó poses que recordaban las estatuas de muchos brazos de la deidad budista de la piedad y después invitó a varios miembros del público a apostar en cuál de las tres tazas puestas boca abajo se ocultaba un cacahuete. La Rata volvió con Hirata.

– Cien monedas de cobre, cuando sea que encuentre a vuestro hombre.

Siguieron otros números: un gordo danzante; un hermafrodita que cantaba las partes masculinas y femeninas de un dúo. Las negociaciones continuaron. Al final Hirata dijo:

– Setenta monedas de cobre si lo encuentras en dos días, cincuenta si es después, y nada si yo encuentro a Choyei primero. Esa es mi última oferta.

– De acuerdo, pero quiero un anticipo de veinte monedas para cubrir gastos -dijo la Rata.

Hirata asintió y le dio las monedas. La Rata las guardó en la bolsa que llevaba a la cintura y fue a anunciar el número final.

– Y ahora, el acontecimiento que todos estabais esperando: ¡Fukurokujo, dios de la sabiduría!

Salió a escena un chico de unos diez años. Tenía los rasgos diminutos como los de un bebé, los ojos cerrados y la cabeza prolongada en una elevada calva que recordaba la del legendario dios. Del público surgieron gritos de asombro.

– ¡Por un suplemento de cinco zeni, Fukurokujo os dirá la buenaventura! -gritó la Rata; el público avanzó, presuroso. A Hirata le dijo-: Para sellar nuestro trato, os regalo una buenaventura. -Lo llevó al escenario y puso su mano sobre la frente del niño-. Oh, gran Fukurokujo, ¿qué ves en el futuro de este hombre?

Con los ojos todavía cerrados, el «dios» dijo con voz estridente e infantil:

– Veo una bella mujer. Veo peligro y muerte. -Mientras el público prorrumpía en «Ohs» y «Ahs», el chico clamó-: ¡Cuidado, cuidado!

El recuerdo de la dama Ichiteru asaltó de nuevo a Hirata. Vio su cara adorable e impasible; sintió su mano sobre él; oyó una vez más la música de las marionetas que subrayaba su deseo. Volvió a experimentar la incitante mezcla de lujuria y humillación. Incluso al recordar sus artimañas y a pesar del castigo por tener trato con la concubina del sogún, anhelaba a Ichiteru con terrorífica pasión. Sabía que tenía que volver a verla, si no para repetir la entrevista y arruinar su reputación profesional, sí para ver adónde llevaría su encuentro erótico.

14

El emblema dorado que lucía sobre la entrada a la residencia del caballero Miyagi Shigeru, de la provincia de Tosa, representaba una pareja de cisnes enfrentados, con las alas desplegadas en un círculo plumoso que se tocaba en las puntas. Sano llegó al anochecer, cuando los samuráis desfilaban de camino a casa por las calles en penumbra. Un anciano criado lo llevó al interior de la mansión, en cuya entrada dejó los zapatos y las espadas. El distrito daimio de Edo había sido reconstruido después del gran incendio; por tanto, la casa de Miyagi databa de un periodo reciente. Pero su interior parecía antiguo: la ebanistería del pasillo se había oscurecido con el tiempo y probablemente había sido rescatada de una edificación anterior. En el aire flotaba un vago olor a decadencia, como si procediera de siglos de humedad, humo y aliento humano. En el salón, una fantasmagórica melodía concluía en el momento en que el criado hacía pasar a Sano y anunciaba:

– Honorables caballero y dama Miyagi, Sano Ichiro, sosakan-sama del sogún.

La habitación estaba ocupada por cuatro personas: un samurái canoso reclinado entre cojines de seda, una mujer de mediana edad de rodillas a su lado y dos bellas jovencitas sentadas juntas, una con un samisén, la otra con una flauta. Sano se arrodilló, hizo una reverencia y se dirigió al hombre:

– Caballero Miyagi, estoy investigando el asesinato de la concubina del sogún, y debo haceros unas cuantas preguntas.

Por un momento, todos contemplaron a Sano con silente recelo. Ardían unas lámparas cilíndricas que dotaban a la sala de un ambiente íntimo y nocturno. El calor de los braseros de carbón ahuyentaba el frío otoñal. La divisa de los cisnes de los Miyagi se repetía en círculos grabados en las vigas del techo y en los pilares, en los emblemas dorados de las mesas y en los armaritos laqueados, y en la seda marrón de la bata del caballero. A Sano le transmitía una sensación de mundo ensimismado, cuyos habitantes percibían a los demás como extraños. El aura de un perfume, aceite de gaulteria para el pelo, y un olor almizcleño apenas perceptible formaban un capullo alrededor de ellos, como si exudaran su propia atmósfera. Entonces habló el caballero Miyagi:

– ¿Podemos ofreceros un refrigerio?

Señaló una mesa baja sobre la que había una tetera, tazas, una bandeja con pipas y tabaco, y una botella de sake, más un espléndido surtido de frutas, pasteles y sushi.

Según la costumbre, Sano lo rehusó con educación; fue persuadido y entonces aceptó cortésmente.

– Me preguntaba si acabaríais averiguándolo. -El caballero Miyagi tenía el cuerpo delgado y desgarbado y la cara larga. Sus ojos inclinados hacia abajo lucían húmedos y brillantes, al igual que sus labios gruesos y mojados. Le pendían bolsas de piel de las mejillas y el cuello. Su voz cansina era reflejo de su lánguida postura-. Bueno, supongo que tendría que haber esperado que mi conexión con Harume llegaría a saberse en algún momento; la metsuke es muy eficiente. Lo que me alegra es que haya sido después de su muerte, cuando ya apenas puede importar. Preguntadme lo que deseéis.

Sano no corrigió la impresión del daimio de que habían sido los espías de Tokugawa los descubridores de la relación, para así reservarse la posible ventaja de mantener en secreto el diario de la concubina.

– Tal vez debiéramos hablar a solas -dijo Sano, con una mirada hacia la dama Miyagi. Necesitaba los detalles íntimos del romance, que tal vez el caballero quisiera ocultarle a su esposa.

– Mi esposa se queda -dijo éste, no obstante-. Ya sabe todo sobre lo mío con la dama Harume.

– Somos primos, unidos en matrimonio de conveniencia -explicó la dama Miyagi. En efecto, tenía un parecido asombroso con su marido; idéntica tez, rasgos faciales y figura delgada. Pero su postura era rígida y sus ojos, de un marrón opaco y sin lustre; su boca sin pintar mostraba resolución. Tenía la voz grave y varonil. Mientras que todo en el caballero Miyagi indicaba debilidad y sensualidad, ella parecía una cáscara seca y dura en su quimono de brocado-. No necesitamos ocultarnos secretos. Pero a lo mejor sí que necesitamos un poco más de intimidad. ¡Copo de Nieve! ¡Gorrión! -Hizo un gesto a las jóvenes, que se levantaron y se arrodillaron ante ella-. Son las concubinas de mi esposo -dijo. Sano se sorprendió, porque las había tomado por hijas de la pareja. Con un cachete maternal a cada una, añadió-: Podéis iros. Seguid practicando vuestra música.

– Sí, honorable dama -dijeron las chicas a coro. Hicieron una reverencia y salieron de la sala.

– ¿De modo que sabíais que vuestro esposo se veía en secreto con Harume en Asakusa? -preguntó Sano a la dama Miyagi.

– Por supuesto. -La boca de la mujer se curvó en una sonrisa que dejó a la vista sus dientes ennegrecidos por la cosmética-. Yo me encargo de todos los entretenimientos de mi señor. Junto a ella, el caballero Miyagi asintió con complacencia-. Yo misma selecciono a sus concubinas y cortesanas. El verano pasado trabé conocimiento con la dama Harume y se la presenté a mi marido. Yo organicé cada una de las citas, enviándole cartas a Harume para decirle cuándo debía presentarse en la posada.

Había esposas que llegaban a extremos increíbles en su afán por servir a sus maridos, pensó Sano. Aunque aquel contubernio le ocasionaba un hormigueo de repelús, deseaba que Reiko poseyera algo de la disposición a complacer que tenía la dama Miyagi.

– Asumisteis un gran riesgo al encariñaros con la concubina del sogún -le comentó a Miyagi.

– El peligro me proporciona un gran deleite. -El daimio se estiró con suntuosidad. Sacó la lengua y sus labios se humedecieron de saliva.

Auténtico devoto de las delicias de la carne, parecía agudamente consciente de toda sensación física. Llevaba la bata como si notara la suave caricia de la seda en su piel. Cogió una pipa de tabaco de la bandeja de metal y chupó con lenta deliberación, suspirando al soltar el humo. Parecía casi infantil en su franco placer. Mas Sano veía una sombra siniestra tras los ojos entrecerrados. Recordó lo que sabía de los Miyagi.

Se trataba de un clan menor, más célebre por su disipación sexual que por el liderazgo político. Rumores de adulterio, incesto y perversión perseguían a miembros tanto masculinos como femeninos, aunque sus riquezas les eximían de las consecuencias legales. Al parecer, el actual daimio seguía las tradiciones familiares, que en algunos casos incluían la violencia.

Dirigiéndose tanto al marido como a la mujer, Sano preguntó:

– ¿Sabíais que Harume tenía planeado tatuarse?

El caballero Miyagi asintió y fumó. Su mujer respondió:

– Sí, lo sabíamos. Fue deseo de mi marido que Harume le demostrara su devoción rasgando su cuerpo como prenda de amor. Yo escribí la carta en la que se lo pedíamos.

Sano se preguntó si la rigidez de modales de la dama Miyagi reflejaba una frigidez sexual que descartaba las relaciones conyugales normales entre ella y su marido. Desde luego, no poseía ninguno de los atractivos físicos apreciados por un hombre de su talante. Pero tal vez obtuviera su propia excitación carnal al procurarle la suya a su marido; también ella era miembro del infame clan. De la bolsa que llevaba a la cintura, Sano sacó el frasco laqueado cuya tinta había envenenado a Harume.

– Entonces ¿obtuvo esto de vos?

– Sí, le enviamos el frasco con la carta -respondió la dama Miyagi con calma-. Yo lo compré. Mi marido escribió el nombre de Harume en la tapa.

De modo que los dos tocaron el recipiente. -

¿Cuándo? -preguntó Sano.

La dama Miyagi recapacitó.

– Hace cuatro días, me parece.

Aquello habría sido antes de que relevaran al teniente Kushida del servicio en el Interior Grande, pero después de la denuncia de la dama Harume. Aunque Kushida afirmaba no haber tenido conocimiento previo del tatuaje, y Sano aún no sabía nada de la dama Ichiteru; esperaba que Hirata obtuviera la información. De momento, los Miyagi parecían ser los que habían dispuesto de la mejor oportunidad para envenenar la tinta.

– ¿Os llevabais bien con la dama Harume? -preguntó Sano al caballero Miyagi.

El daimio se encogió de hombros con languidez.

– No nos peleábamos, si es a eso a lo que os referís. La amaba tanto como me es posible amar a alguien. Yo obtenía del asunto lo que quería, y suponía que ella también.

– ¿Y qué era lo que ella quería? -El diario explicaba el modo en que Miyagi obtenía gratificación, pero Sano sentía curiosidad por saber el motivo por el que la bella concubina se había jugado la vida en encuentros sórdidos y carentes de placer con un hombre poco agraciado.

Por primera vez, el caballero Miyagi parecía incómodo y miró a su mujer.

– Harume tenía ansia de aventuras, sosakan-sama -respondió ésta-. La relación prohibida con mi esposo la satisfacía.

– ¿Y vos? -preguntó Sano-. ¿Qué opinión os merecía la dama Harume y la relación?

La mujer volvió a sonreír, una expresión curiosamente desagradable que recalcaba su fealdad.

– Sentía gratitud hacia Harume, como la siento hacia todas las mujeres de mi marido. Las considero mis compañeras en el servicio de su placer.

Sano reprimió un escalofrío de repulsión. La dama Miyagi le recordaba a una propietaria de burdel de Yoshiwara que atendiese los caprichos sexuales de sus clientes con destreza profesional. Ni siquiera parecía importarle lo vulgar o pervertida que pudiera parecer. Desde el pasillo llegaban tenues acordes de música y el canto de las concubinas. De repente Sano fue consciente de la quietud de la casa. No oía ninguno de los sonidos que solían asociarse a la mansión del señor de una provincia: nada de patrullas, ni de criados y vasallos atareados. La estructura maciza de la mansión bloqueaba los ruidos de la calle y reforzaba la impresión que se había llevado Sano de mundo cerrado. ¡Qué casa tan extraña!

– Así que ya veis -dijo el daimio con un suspiro cansado-, ni mi esposa ni yo teníamos motivo alguno para matar a la dama Harume, y no lo hicimos. Echaré mucho de menos el placer que me proporcionaba. Y mi esposa jamás ha sentido celos de mi relación con Harume o con cualquier otra.

Se levantó de sus cojines e hizo un débil gesto hacia la bandeja de la comida.

– Permíteme ayudarte, primo -dijo la dama Miyagi con rapidez, y le sirvió té. Le puso la taza en la mano izquierda y un caqui en la derecha. Por un momento sus brazos se unieron en un círculo y Sano quedó atónito ante su parecido con los dos cisnes del emblema de los Miyagi. Una pareja unida, reflejo cada uno del otro, las alas tocándose, juntas en un enlace extraño pero mutuamente provechoso…

El olor almizcleño creció en intensidad, como si procediera del contacto de la pareja. Sano percibió entre los dos un profundo vínculo emocional no carente de pasión. Sopesando sus declaraciones, descubrió que creía la declaración de la dama Miyagi de que aceptaba e incluso instigaba la infidelidad de su marido, pero las pretensiones de amor hacia Harume del daimio tenían menos visos de verdad. ¿Habría supuesto ella algún tipo de amenaza para el matrimonio? ¿Había deseado su muerte alguno de los dos cónyuges?

– ¿Quién más tuvo acceso a la tinta antes de que llegara a la dama Harume? -preguntó Sano.

– El mensajero que la llevó al castillo de Edo -respondió la dama Miyagi-, así como todos los de la casa. Los sirvientes, los criados, Copo de Nieve y Gorrión. Cuando traje el frasco a casa mi marido no estaba, de modo que lo dejé en esta mesa mientras me ocupaba de otros asuntos. Pasaron unas cuantas horas antes de que la mandáramos. Cualquiera podría haber manipulado la tinta sin nuestro conocimiento.

¿Se limitaba a exponerlos hechos o se protegía a ella y al caballero Miyagi dirigiendo las sospechas hacia los otros habitantes de la mansión? A lo mejor alguno de ellos tenía una rencilla con Harume.

– Mis detectives vendrán e interrogarán a todo el servicio de la casa -anunció Sano.

El caballero Miyagi asintió con indiferencia y comió de su fruta. El jugo le resbaló por la barbilla; se lamió los dedos.

– Como gustéis -dijo la dama Miyagi.

«Y ahora, la parte crítica y delicada del interrogatorio», pensó Sano.

– ¿Tenéis hijos? -preguntó a la pareja.

Ni marido ni mujer variaron de expresión, pero los adiestrados sentidos de Sano detectaron una repentina presión en el aire, como si se hubiese expandido y empujara las paredes. La dama Miyagi permaneció inmóvil con la vista fija al frente y los músculos de la mandíbula tensos. El caballero Miyagi dijo:

– No, no tenemos. -Sus palabras estaban preñadas de pesar-. Nuestra falta de hijos me ha obligado a nombrar heredero a un sobrino.

Por la tirantez que se respiraba entre los Miyagi, Sano dedujo que había tocado una fibra sensible de su matrimonio. Sospechaba que cada uno albergaba diferentes sentimientos acerca de su falta de hijos. Y la respuesta a esa pregunta lo decepcionaba. El diario íntimo de Harume retrataba a Miyagi como un mirón que prefería la propia estimulación a acostarse con una mujer. ¿Significaba esa tendencia, unida a su carencia de progenie, que era impotente? ¿Era el sogún -débil, enfermizo e inclinado hacia el amor masculino- el padre del hijo de Harume después de todo?

Sano temía tanto el momento de decirle a Tokugawa Tsunayoshi que su heredero nonato había muerto con su concubina, como la presión añadida para la resolución del caso. Si fracasaba, el voluble afecto del sogún no iba a salvarlo de una muerte deshonrosa. Y hasta el momento, la entrevista no había incriminado a ninguno de los Miyagi. Pero Sano no pensaba perder la esperanza.

– Caballero Miyagi, sobreentiendo que Harume se desvestía y se tocaba mientras vos observabais por la ventana -espetó Sano de golpe. No podía respetar los sentimientos del daimio a costa de su propia salvación.

– Caramba si es eficiente la metsuke -dijo Miyagi arrastrando las palabras-. Sí, es correcto. Pero no alcanzo a entender por qué mis hábitos íntimos han de ser asunto vuestro.

La dama Miyagi ni habló ni se movió, y los cónyuges no se miraban, pero ambos irradiaban hostilidad: aunque se mostraran abiertos acerca de los romances del daimio, les molestaba la minuciosidad de Sano.

– ¿Llegasteis a penetrar a la dama Harume? -preguntó.

El daimio soltó una risa nerviosa y miró a su mujer. Cuando vio que no le prestaba ayuda, dijo débilmente:

– De verdad, sosakan-sama, esta intromisión roza lo irrespetuoso hacia mi persona, y también a la de la dama Harume. ¿Qué relevancia pueden tener nuestras relaciones en la investigación de su muerte?

– En un caso de asesinato, cualquier aspecto de la vida de la víctima puede ser significativo -explicó Sano. No podía mencionar el embarazo de Harume antes de haber informado al sogún, que montaría en cólera si se enteraba de una noticia tan importante a través de cotilleos y no por boca de Sano-. Responded a la pregunta, por favor.

El caballero Miyagi suspiró y sacudió la cabeza con los ojos bajos.

– De acuerdo. No, no penetré a Harume.

– ¡Pues claro que no! -El estallido de la dama Miyagi sobresaltó a Sano, así como al caballero Miyagi, que se puso derecho de una sacudida. Su mujer fulminó a Sano con la mirada-. ¿Acaso creéis que mi marido sería tan idiota para poseer a la concubina del sogún y jugarse la vida? Nunca la tocó; ni siquiera una vez. ¡Nunca lo haría!

¿No lo haría, o no podría? Ahí estaba la pasión que Sano había detectado en la dama Miyagi, aunque no comprendía su vehemencia.

– Decís que organizasteis la relación de vuestro esposo con Harume. Aparte del peligro, ¿por qué os molesta tanto la idea de que la tocara?

– No me molesta. -Con evidente esfuerzo, la dama Miyagi recobró la compostura, aunque un feo rubor manchaba sus mejillas-. Me parece que ya os he explicado mi actitud para con las mujeres de mi señor -dijo con frialdad.

En el silencio que siguió, el daimio se encogió entre sus cojines como si quisiera desaparecer. Sus dedos jugueteaban con un pliegue de su bata, recreándose en el tacto de la seda. La dama Miyagi seguía inmóvil y rígida, y se mordía los labios. Del pasillo llegaban las risas ligeras de las concubinas. Estaba claro que marido y mujer mentían sobre algo: ¿su relación con Harume o sus sentimientos hacia ella? ¿Estaban ya al tanto de su embarazo porque el daimio era el responsable? ¿Y por qué ocultar la verdad? ¿Para evitar el escándalo y el castigo por la relación prohibida? ¿O para evitar los cargos de asesinato?

– Se está haciendo tarde, sosakan-sama -dijo por fin la dama Miyagi. Su marido asintió, aliviado de que ella hubiese tomado las riendas de la situación-. Si tenéis alguna pregunta más, tal vez tendríais la amabilidad de volver en algún otro momento.

Sano se inclinó.

– Puede que lo haga -replicó mientras se levantaba. Sin pensar, preguntó al caballero Miyagi-: ¿Qué posada empleabais con la dama Harume para vuestros encuentros?

Miyagi vaciló.

– La Tsubame, en Asakusa -respondió por fin.

Cuando el criado lo escoltó de camino a la salida, se volvió para descubrir que los Miyagi lo observaban con aire grave e inescrutable. En cuanto salió por la entrada, casi pudo notar que su mundo extraño y reservado se cerraba tras él, como una membrana que se sellara. Le quedó una sensación soterrada e impura, como si el contacto con ese mundo le hubiera contaminado el espíritu. Pero Sano tenía que sondear sus secretos, por medios indirectos si era necesario. Tal vez cuando Hirata diera con el vendedor de venenos, la búsqueda los condujera de nuevo a los Miyagi. Además, la historia de la relación entre el caballero Miyagi y la dama Harume tenía otra vertiente: la de ella. Indagar en su vida podía proporcionar respuestas que desviaran la amenaza del fracaso y la ejecución que pendía sobre Sano. Pero en aquel momento sus pensamientos apuntaban hacia su hogar.

Sano montó en su caballo y se dirigió hacia el bulevar. En los portales custodiados de las mansiones de los daimio los faroles estaban encendidos. La luna se alzaba en el cielo nocturno sobre el castillo de Edo, encaramado a su colina, donde esperaba Reiko. El recuerdo de su belleza y su lozana inocencia asaltó a Sano como una fuerza purificadora que se llevó por delante la contaminación de su encuentro con los Miyagi. Tal vez aquella noche él y Reiko pudieran hacer las paces y empezar de nuevo su matrimonio.

15

Los aullidos de los perros resonaban de una punta a otra de Edo, como si un millar de animales anunciaran la hora que llevaba su nombre. La noche sumergía la ciudad en una oscuridad invernal, extinguiendo las luces y despoblando las calles. La luz de la luna convertía el río Sumida en una cinta de plata liquida. En el extremo de un embarcadero, corriente arriba lejos de la ciudad, se alzaba un pabellón. Los faroles suspendidos en los aleros del tejado iluminaban las banderas con el emblema de los Tokugawa y los muros decorados con dragones grabados en oro y esmalte. El agua reflejaba su imagen invertida y titilante. Había guardias apostados en el embarcadero y en un pequeño bote anclado a cierta distancia de la ribera boscosa, velando por la seguridad y la privacidad del único ocupante del pabellón.

Dentro, el chambelán Yanagisawa, sentado en el suelo cubierto de tatamis, estudiaba documentos oficiales a la vacilante luz de unas lámparas de aceite. Los restos de su cena estaban esparcidos en una bandeja junto a él; el humo de un brasero de carbón flotaba hasta salir por las ventanas de listones. Aquél era el lugar favorito de Yanagisawa para sus reuniones secretas, lejos del castillo de Edo y de oídos indiscretos. Aquella noche le habían llegado informes procedentes de espías de la metsuke que acababan de volver de misiones en provincias. Ahora esperaba su última cita, que tenía que ver con el asunto más importante de todos: el estado de su estratagema contra el sosakan Sano.

Sonaron voces y pasos en el embarcadero. Yanagisawa lanzó los papeles a un banco con cojines y se puso en pie. Miró por la ventana y vio a un guardia que escoltaba a una pequeña figura por el embarcadero hacia el pabellón. Yanagisawa sonrió al reconocer a Shichisaburo, vestido con sus multicolores ropajes de brocado del teatro. La anticipación le aceleró el pulso. Abrió la puerta y dejó entrar una ráfaga de aire frío.

Por el embarcadero, Shichisaburo se acercaba contoneándose con ritual gracilidad, como si saliese a un escenario de no. Al ver a su señor, los ojos se le encendieron con convincente placer. Hizo una reverencia y cantó:

Ahora danzaré el baile de la luna, mis mangas son nubes al vuelo,
bailando, cantaré mi alegría,
una y otra vez mientras dure la noche.

Era una cita de la obra Kantan, escrita por el gran Zeami Motokiyo, que trataba de un campesino chino que tenía un vívido sueño en el que ascendía al trono del emperador. Yanagisawa y Shichisaburo a menudo disfrutaban representando escenas de sus dramas favoritos, y Yanagisawa respondió con los versos siguientes:

Y aun así, mientras dura la noche, el sol ya brilla en lo alto,
mientras pensamos que aún es de noche,
el día ha llegado ya.

El deseo difundió calor por el cuerpo de Yanagisawa. El chico era un actor magistral y su belleza, cautivadora. Pero, por el momento, los negocios se imponían al placer. Yanagisawa hizo entrar a Shichisaburo al pabellón y cerró la puerta.

– ¿Has ejecutado las órdenes que te di anoche?

– Oh, sí, mi señor.

A la luz de las lámparas, el rostro del actor irradiaba felicidad. Su presencia impregnaba la sala de la fragancia fresca y dulce de la juventud. Embriagado, el chambelán Yanagisawa inhaló con voracidad.

– ¿Tuviste algún problema para entrar?

– En absoluto, mi señor -dijo Shichisaburo-. Seguí vuestras instrucciones. Nadie me detuvo. Fue a la perfección.

– ¿Pudiste encontrar lo que necesitábamos?

A pesar de que estaban a solas, Yanagisawa no abandonaba su práctica habitual de hablar con circunloquios.

– Oh, sí. Estaba exactamente donde me dijisteis que estaría.

– ¿Te vio alguien?

El joven actor sacudió la cabeza.

– No, mi señor; fui cuidadoso. -Esbozó una sonrisa traviesa-. E incluso si alguien me hubiera visto, no habría sabido quién era o qué hacía.

– No, no lo habría sabido. -Al acordarse de su plan, Yanagisawa también sonrió-. ¿Dónde lo has dejado?

El actor se puso de puntillas para susurrarle al oído, y el chambelán soltó una risilla.

– Excelente. Lo has hecho muy bien.

Shichisaburo aplaudió con regocijo.

– ¡Honorable chambelán, sois tan brillante! Seguro que el sosakan-sama cae en la trampa. -Entonces la duda le hizo fruncir su ceño infantil-. Pero ¿qué ocurrirá si se le pasa por alto?

– No te preocupes -dijo Yanagisawa lleno de confianza-. Sé cómo piensa y actúa Sano. Hará exactamente lo que he previsto. Pero, si por algún motivo no lo hace, lo ayudaré. -Yanagisawa se rió-. Qué apropiado que mi otro rival sea el que aporte la herramienta para la destrucción de los dos. Todo lo que tenemos que hacer es esperar y ser pacientes. Ahora mismo, se me ocurre una agradable manera de pasar el rato. Ven aquí.

Yanagisawa aferró la mano de Shichisaburo y tiró de ella hacia él. Pero el chico se resistió juguetonamente.

– Esperad, mi señor. Tengo una sorpresa para vos. ¿Me permitís?

Con una seductora sonrisa, se desanudó la faja y la dejó caer al suelo. Se quitó ceremoniosamente el quimono exterior, una manga después de la otra. Salió de sus pantalones largos y sueltos. El deseo inundaba la garganta y la entrepierna del chambelán Yanagisawa. No había nadie que se desvistiese con un estilo tan grácil. Estaba impaciente por ver qué nueva delicia erótica le tenía reservada el actor.

Los ojos de Shichisaburo se encendieron en reflejo de la excitación de su señor. Para prolongar su placer, hizo una pausa dramática en su ropa interior blanca. Después se retiró la prenda de los hombros y dejó que cayera al suelo. Extendió los brazos en ademán de triunfo, exhibiéndose a la inspección de Yanagisawa. Éste contuvo el aliento; le dio un vuelco el corazón.

El pecho de Shichisaburo estaba surcado de tajos en carne viva. Recientes y sin curar, los cortes lucían rojos, cubiertos de sangre oscura, destacados contra su piel suave y hermosa.

El más cruel le seccionaba el pezón izquierdo. Otro bajaba por su ombligo hasta el taparrabos. Parecía la víctima de un ataque salvaje.

– ¡Lo he hecho por vos, mi señor! -exclamó Shichisaburo-. Para mostraros que estoy dispuesto a soportar el dolor y los sufrimientos por vos.

La automutilación ritual, ejecutada con dagas o espadas, era una ancestral práctica mediante la cual los amantes samurái se demostraban lealtad y devoción. En consecuencia, la acción de Shichisaburo no sorprendía del todo a Yanagisawa, ahora que se había sobrepuesto al desconcierto inicial. Divertido por las ansias del chico por complacer, se rió.

– Has hecho bien -dijo.

Shichisaburo se arrodilló. Tomó la mano del chambelán Yanagisawa y la apretó contra la herida de su pecho. Su piel desprendía un calor febril.

– Con mi sangre, hago juramento de mi amor eterno por vos, mi señor -susurró.

Sus ojos ardían de pasión: pasión sincera y auténtica. A Yanagisawa se le murió la risa en la garganta.

– Lo dices en serio, ¿verdad? -musitó anonadado. Algo tembló en las profundidades de su interior, como la tierra durante un terremoto-. Todo lo que dices de tus sentimientos por mí, todo, es verdad. No estás actuando. ¡Lo dices de corazón!

El chico asintió.

– Al principio actuaba -reconoció-. Luego acabé por amaros. -Su sonrisa estaba cargada de afecto anhelante-. Sois tan bello y tan fuerte, tan inteligente y poderoso. Sois todo lo que quiero, todo lo que podría desear ser. ¡Haría cualquier cosa por vos!

Un torrente de emociones inundó a Yanagisawa. La primera fue incredulidad de que alguien hiciera tamaño gesto de sacrificio por él. Lo asaltó un vívido recuerdo. El día que había accedido al cargo de chambelán había organizado una fastuosa celebración en el castillo de Edo, con música, bailarines, entremeses de kabuki, el mejor sake y los manjares más deliciosos. Todos los invitados varones eran subordinados en busca de favores. Todas las mujeres eran cortesanas compradas con su nueva riqueza. Ni familia -seguía distanciado de ellos- ni amigos: no tenía. Lo único que les importaba a los invitados con los que compartió su celebración era el poder que ejercía. Rodeado de sonrisas y felicitaciones hipócritas, Yanagisawa había experimentado una sensación de completo vacío.

Ahora aquel mismo vacío se abría en un abismo inconmensurable desde el que aullaba la voz de su alma para exigir el amor que tanto ansiaba pero que jamás había conocido. Se le saltaban las lágrimas, lágrimas que creía agotadas en el funeral de su hermano, pero que se habían acumulado en un vasto embalse de soledad. La ofrenda de Shichisaburo lo conmovía en lo más íntimo de su alma. Sentía deseos de abrazar al chico y sollozar de gratitud, notar sus tiernos brazos en torno a él mientras se resquebrajaba la coraza que blindaba su corazón.

Entonces, desde un tiempo remoto, oyó la voz de su padre: «…Vago, indigno de ser hijo mío… patético, deshonroso…». Yanagisawa rememoró los azotes con la vara de madera. Volvió a experimentar la exacerbada sensación de no valer para nada, de ser indigno de amor. Lleno de odio hacia ese atroz sentimiento, deseoso de hacerlo desaparecer, se obligó a acordarse de quién era: el brazo derecho del sogún. Y quién era Shichisaburo: nada más que un insignificante campesino lo bastante insensato para lacerar su cuerpo por otra persona. ¿Cómo tenía la temeridad de amar al amo y señor de Japón?

El anhelo y la gratitud de Yanagisawa se trocaron en furia. Apartó bruscamente su mano de la de Shichisaburo.

– ¿Cómo osas tratarme con tanta impertinencia? -Le dio una bofetada. El joven actor se quedó boquiabierto; el dolor llenó sus ojos de lágrimas-. Nunca te ordené que me amases. -Cualquiera capaz de amarlo estaba por debajo del desprecio-. ¿Cómo te atreves?

Las lecciones de toda una vida lo inundaban de un miedo que avivaba su furia. El amor hacía vulnerables a las personas, dependientes; el amor sólo podía conducir al sufrimiento. ¿Acaso no habían desdeñado sus padres los esfuerzos de su infancia por complacerlos y ganarse su afecto? El rechazo había dolido más aún que los golpes. En el amor de Shichisaburo, Yanagisawa atisbaba la terrible promesa de un futuro rechazo, de más dolor; a menos que hiciese algo para evitar la amenaza.

– ¡Soy tu señor, no tu querido! -gritó Yanagisawa con voz áspera en su pugna por controlar sus emociones encontradas-. ¡Muéstrame respeto! ¡Póstrate!

De un manotazo, tiró al suelo al actor arrodillado. Shichisaburo cayó de bruces. Horrorizado por su propia crueldad, el chambelán contuvo el impulso de disculparse y ceder a sus ansias de amor. La necesidad de defenderse pesaba más que cualquier otra.

– Lo siento, mi señor -dijo Shichisaburo entre sollozos-. No era mi intención ofenderos. Pensé que os complacería lo que he hecho. ¡Mil disculpas!

Se levantó sobre los codos. El chambelán Yanagisawa lo golpeó en la mandíbula, y volvió a caer. Al sacar su soledad a la superficie, al hacerlo vulnerable, el actor lo había rebajado, había trocado sus posiciones. Yanagisawa no pensaba tolerar ese cambio en la balanza de poder. Presagiaba sufrimientos y desgracias que no quería ni imaginarse.

De un tirón, arrancó la banda de algodón blanco que cubría la ingle de Shichisaburo y le separaba las nalgas. Después se quitó a manotazos su propia ropa. Empotró al joven actor boca abajo contra el tatami y se sentó a horcajadas sobre él.

– ¡Te voy a enseñar quién es el amo y quién el, esclavo! -gritó.

Shichisaburo sollozaba y temblaba de miedo. A menudo se habían divertido jugando al sexo violento, pero eso no era un juego, y él lo sabía.

– Si así lo desea mi señor, jamás volveré a hablar de mi amor -chilló-. ¡Olvidemos lo sucedido y dejémoslo todo como antes!

No tenían vuelta atrás; entre ellos todo había cambiado. El chambelán Yanagisawa aporreó la espalda de Shichisaburo con los puños. El chico gimió pero no se revolvió. La falta de resistencia enardeció todavía más a Yanagisawa. Agarró al actor por el pelo y le estampó la cara en el tatami repetidas veces, mientras trataba a tientas de liberar su erección del taparrabos.

– Podéis hacerme… lo que… os apetezca -gimoteó Shichisaburo entre boqueadas de angustia. Su piel estaba reluciente de sudor; el hedor de su miedo llenaba la habitación, pero tuvo valor para hablar-. Acepto… el dolor. Incluso si… no lo queréis… soy vuestro para siempre. ¡Haré… cualquier cosa por vos!

Antes de que la violenta fusión de placer y furia lo superara, el chambelán Yanagisawa se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Tenía que poner fin a su relación con Shichisaburo, o afrontar el desmoronamiento de su poder, de todo su ser. Pero, de momento, el joven actor resultaba demasiado útil para dejarlo. Había ejecutado sus órdenes con acierto. El escenario estaba dispuesto para la destrucción de Sano y el otro rival de Yanagisawa. Pero si la trama fracasaba por algún motivo, tal vez precisase otra vez de los servicios de Shichisaburo antes del fin de la investigación.

16

La última tarea del día que Sano debía desempeñar era atender los informes presentados por su cuerpo de detectives. En su despacho, los hombres relataban los progresos en su caza del traficante de venenos y la inspección del Interior Grande. Habían sondeado a doctores y farmacéuticos, sin resultado hasta el momento; las preguntas a las residentes de las dependencias de mujeres y los registros de las habitaciones se habían mostrado infructuosos a la hora de revelar datos o pruebas de utilidad. Sano dio órdenes de que se reanudara el trabajo al día siguiente y asignó un equipo para seguir la pista del frasco de tinta y la carta desde la mansión Miyagi hasta la dama Harume. Luego los detectives abandonaron la habitación y dejaron solos a Sano y a Hirata para que pusieran en común sus pesquisas.

– La jefatura de policía me ha dado una posible pista sobre el vendedor ambulante -dijo Hirata-, un viejo que vende afrodisíacos por toda la ciudad. Estoy usando a uno de mis confidentes, la Rata.

Sano asintió en señal de aprobación. Aquel vendedor de drogas podría haber suministrado la toxina para flechas que mató a Harume, y conocía sobradamente las habilidades de la Rata.

– ¿Y qué hay de la dama Ichiteru?

Hirata hurtó la mirada.

– He hablado con ella. Pero… todavía no tengo un informe definitivo.

Parecía distraído, y en sus ojos brillaba una intensidad peculiar. A Sano le preocupaban las evasivas de Hirata, así como su fracaso para obtener información de un sospechoso importante. Pese a todo, odiaba reprender a Hirata.

– Supongo que mañana será suficiente para acabar de interrogar a la dama Ichiteru -dijo.

Su voz debía de haber reflejado algo de duda, porque Hirata saltó a la defensiva.

– Ya sabéis que no siempre es posible obtener toda la información de alguien a la primera. -Se retorcía las manos-. ¿Preferiríais interrogar vos mismo a la dama Ichiteru? ¿No confiáis en mí? ¿Por lo de Nagasaki?

Sano recordó cómo su inclinación por afrontar todos los retos a solas en esa ciudad casi acaba con él, y que la capacidad y lealtad de Hirata le habían salvado la vida.

– Por supuesto que confío en ti -dijo Sano. Para cambiar de tema, le describió el reconocimiento del cadáver de la dama Harume y sus entrevistas con el teniente Kushida y los Miyagi-. Mantendremos en secreto el embarazo hasta que haya informado al sogún. Entre tanto, trata de descubrir con discreción quién sabía o suponía que Harume estaba preñada.

– ¿Creéis que ella lo sabía? -preguntó Hirata.

Sano meditó.

– Parece que al menos lo sospechaba. Mi teoría es que no notificó su embarazo porque no estaba segura de quién era el padre, o de si el sogún reconocería al niño como suyo. -Sano notó que Hirata tenía la vista perdida en vez de escucharle-. ¿Hirata?

Hirata se sobresaltó y se ruborizó.

– ¡Sí, sosakan-sama! ¿Hay algo más?

Si el comportamiento de Hirata no volvía pronto a la normalidad, pensó Sano, iban a tener que hablar en serio. Pero, en ese momento, lo único que Sano deseaba era ver a Reiko.

– No, nada más. Te veré mañana.

– ¿Cómo, que no está en casa? -preguntó Sano al criado que lo recibió en los aposentos privados de la mansión con la noticia de que Reiko había salido por la mañana y todavía no había vuelto-. ¿Adónde ha ido?

– No lo quiso decir, amo. Sus escoltas enviaron recado de que la habían llevado a varios puntos de Nihonbashi y Ginza. Pero no sabemos qué hacía.

Una sospecha desagradable tomó forma en la cabeza de Sano.

– ¿Cuándo volverá?

– Nadie lo sabe. Lo siento, amo.

Irritado por el aplazamiento de su velada romántica, Sano se dio cuenta de que estaba hambriento: no había comido desde el mediodía, un cuenco de fideos en casa de su madre después de la entrevista con el teniente Kushida. Además, necesitaba limpiar de su mente el recuerdo de la disección.

– Que me preparen el baño y me traigan la cena -ordenó al sirviente.

Ya bañado, vestido con ropa limpia y cómodamente instalado en el salón cálido e iluminado por las lámparas, Sano trató de comer su cena a base de arroz, pescado al vapor, verduras y té. Pero su enfado con Reiko pronto se convirtió en preocupación. ¿Le habría pasado algo malo?

¿Lo habría abandonado?

Perdido el apetito, Sano dio vueltas por la habitación. Se le ocurrió que así debía de ser el matrimonio para las mujeres: esperar en casa el regreso de su esposo, temerosas e inquietas. De repente entendió que Reiko se rebelase contra el modo de vida que le había caído en suerte. Pero el enfado lo privaba de comprensión. Aquello no le gustaba, ¿cómo se atrevía a tratarlo así? Durante la hora siguiente, su furia alternó con una creciente preocupación. Se imaginaba a Reiko atrapada en un edificio en llamas o asaltada por forajidos. Ensayó en su cabeza la reprimenda que iba a dirigirle cuando llegara a casa.

Entonces oyó ruido de cascos en la puerta. El corazón le dio un vuelco con alivio y furia simultáneos. ¡Por fin! Salió corriendo hacia la entrada. Allí llegaba Reiko, acompañada de su cortejo. El viento frío le había conferido una intensa chispa en los ojos y le había desprendido unos cuantos mechones del peinado. Estaba absolutamente encantadora, y satisfecha consigo misma.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Sano-. No tendrías que haber salido sin mi permiso, y sin dejar constancia de tu paradero. ¡Explica qué has estado haciendo hasta tan tarde!

Los criados, ante el panorama de una disputa conyugal, se esfumaron. Reiko se cuadró y adelantó su delicada mandíbula.

– He estado investigando el asesinato de la dama Harume.

– ¿Después de que te ordenase que no?

– ¡Sí!

A pesar de su enfado, Sano admiraba la entereza de Reiko. Una mujer más débil le habría mentido para evitar la reprimenda en vez de plantarle cara. Su atracción por ella cargó el aire del oscuro pasillo de chispas invisibles. Y notaba que ella también lo sentía. El recato rompió la mirada impasible de Reiko; se llevó la mano al pelo para arreglárselo; se tocó el diente mellado con la lengua. Sano se sintió excitado contra su voluntad. Se obligó a reír con sarcasmo.

– Investigando, ¿cómo? ¿Qué puedes hacer tú?

Con las manos entrelazadas y las mandíbulas firmes en un rígido autocontrol, Reiko dijo:

– No tengas tanta prisa por reírte de mí, honorable esposo -dijo con voz cargada de desdén-. He ido a Nihonbashi a ver a mi prima Eri. Es funcionaria de palacio en el Interior Grande. Me dijo que sorprendieron al teniente Kushida en la habitación de la dama Harume dos días antes del asesinato. La dama Ichiteru amenazó con matar a Harume en una pelea que tuvieron en el templo de Kannei.

Se rió ante la cara de sorpresa de Sano.

– No lo sabías, ¿verdad? Sin mí nunca te habrías enterado, porque acallaron los dos incidentes. Y Eri cree que alguien le arrojó una daga a Harume y trató de envenenarla el verano pasado. -Reiko describió los sucesos, y añadió-: ¿Cuánto hubieses tardado tú en descubrirlo? Necesitas mi ayuda. ¡Admítelo!

Aquel hallazgo situaba al teniente Kushida en la habitación de la dama Harume el día en que los Miyagi le enviaron el frasco de tinta. Kushida podría haber leído la carta y ver la oportunidad perfecta para administrar el veneno con el que ya tenía planeado asesinarla. Reiko también había confirmado el odio a Harume de la dama Ichiteru. Sano estaba impresionado por su habilidad, y furioso por su falta de remordimientos.

– Unos cuantos hechos sueltos no resuelven un caso -le espetó, aunque sabía que a veces sí-. ¿Y cómo puedo estar seguro de que tu prima es un testigo de fiar o de que sus teorías son correctas? Me has desafiado, y te has puesto en peligro por nada.

– ¿Peligro? -Reiko frunció el entrecejo, confusa-. ¿Qué podría pasarme sólo por hablar y escuchar?

Aún más airado por la actitud desafiante de su mujer, Sano perdió la clemencia por su sensibilidad femenina.

– Cuando era comandante de la policía tenía un secretario, un hombre aún más joven que tú. -La voz de Sano enronqueció al recordar la inocencia infantil de Tsunehiko-. Murió en una posada con la garganta rebanada, en un charco de sangre. No hizo nada para merecer la muerte. Su único error fue acompañarme en una investigación de asesinato.

Reiko abrió los ojos, estupefacta.

– Pero… tú todavía estás bien. -Su tono atrevido se había convertido en un murmullo dubitativo.

– Sólo por gracia de los dioses -replicó Sano-. Me han atacado con estocadas, disparos, emboscadas y palizas más veces de las que puedo recordar. Así que créeme cuando te digo que el trabajo de detective es peligroso. ¡Podrías acabar muerta!

Reiko lo miró fijamente.

– ¿Todo eso te pasó mientras investigabas crímenes y atrapabas asesinos? -dijo con voz lenta y despojada de desdén-. ¿Te jugaste la vida para hacer lo correcto, aun a sabiendas de que había quien te mataría para impedirlo?

La novedosa admiración de su mirada atribuló más a Sano que su anterior rebeldía. Sin habla, asintió.

– No lo sabía. -Reiko dio un paso titubeante hacia él-. Lo siento.

Sano estaba paralizado, incapaz incluso de respirar. Percibía en aquella joven mujer una devoción por la verdad y la justicia a la altura de la suya, una voluntad de sacrificarse por principios abstractos, por el honor. Aquella afinidad de espíritu era una base irrefutable para el amor. Saberlo lo emocionaba y lo llenaba de terror.

Pero la cara de Reiko brillaba con el jubiloso reconocimiento del mismo hecho. Tendió una esbelta mano hacia él.

– Entiendes cómo me siento -dijo en respuesta a su intercambio silencioso. La pasión exaltaba su belleza-. Trabajemos y sirvamos juntos al honor. ¿Juntos podemos resolver el misterio del asesinato de la dama Harume!

¿Cómo sería, se preguntaba Sano, toda aquella pasión dirigida a él en el dormitorio? La idea lo mareaba. La perspectiva de tener una compañera que compartiera su misión era casi irresistible. Anhelaba tomar la mano que le ofrecía.

Pero no podía conducir a su esposa a la peligrosa telaraña de su profesión. Y conocía sus propios defectos, que no quería fomentar en ella. ¿Cómo iba a vivir con alguien tan cabezota, temerario y decidido como él? Todavía acariciaba el sueño de una esposa sumisa y un hogar pacífico.

– Ya has oído mis motivos para querer que te mantengas apartada de asuntos que no son de tu incumbencia. He tomado una decisión, y es definitiva.

Reiko dejó caer la mano. El dolor extinguió su resplandor como un velo arrojado sobre una lámpara, pero su determinación no flaqueó.

– ¿Por qué no puedo disponer de mi vida para arriesgarla si eso es lo que quiero, y por qué mi honor ha de significar menos que el tuyo por ser una mujer? -exigió-. También yo llevo sangre samurái en las venas. En siglos pasados habría cabalgado a tu lado en la batalla. ¿Por qué ahora no?

– Porque así son las cosas. Tu deber es para conmigo, y espero que lo cumplas aquí, en casa. -Sano era consciente de sonar pomposo, pero hablaba con total sinceridad-. Que hicieras otra cosa no sería más que un desprecio egoísta y deliberado a tus responsabilidades familiares.

Reparó en lo irónico de la situación. ¡Que él, que tantas veces había puesto en peligro sus deberes familiares por causas personales, criticase a Reiko por hacer lo mismo! Vaciló y retomó como pudo el hilo de la discusión.

– Ahora dime para qué has ido a Ginza. ¿Más cotilleos de mujeres?

– Si vas a despreciar mi trabajo, no mereces saberlo. -La voz melódica de Reiko revestía un núcleo de acero; su expresión era no menos fría y dura-. Y si no quieres mi ayuda en la investigación, entonces no tiene importancia. Ahora te ruego que me disculpes.

Cuando pasó por su lado, Sano experimentó una inmediata sensación de pérdida. Y no podía dejar que ella dijera la última palabra.

– Reiko. Espera.

La agarró del brazo. Ella lo fulminó con la mirada y dio un tirón. La manga se soltó con un sonoro desgarrón. Después se fue y dejó a Sano con un largo retazo de seda en la mano.

Sano la miró durante un momento. Después arrojó el trozo de manga al suelo. Su matrimonio iba de mal en peor. Se fue indignado a su habitación. Se vistió para salir a la calle, puso las espadas al cinto y llamó a un criado.

– Que ensillen mi caballo.

No podía resolver solo sus problemas. Por tanto, tendría que consultar a la única persona capaz de ayudarlo con Reiko, y que también podía disponer de información vital relativa a la investigación del asesinato.

– Buenas noches, Sano-san. Entrad, os lo ruego.

El magistrado Ueda, sentado en su despacho, no parecía sorprendido por la llegada intempestiva de Sano. Sobre su escritorio las lámparas iluminaban recado de escribir, documentos oficiales y papeles sueltos: era evidente que estaba adelantando trabajo. Le indicó a Sano que se arrodillase frente a él y se dirigió al criado que lo había hecho pasar a la mansión:

– Preparad té para mi honorable yerno.

El nerviosismo y la vergüenza atenazaban el estómago de Sano. No estaba acostumbrado a pedir ayuda sobre problemas personales. Sus apuros con Reiko ponían de manifiesto una incompetencia de lo más embarazosa; un samurái de alto rango debería ser capaz de tener a raya a una simple mujer. La petición de consejo reflejaba una debilidad que no quería revelar a su suegro, al que respetaba pero apenas conocía. Sano buscaba las palabras para obtener ayuda sin perder el tipo.

El magistrado Ueda le ahorró el esfuerzo.

– Es por mi hija, ¿no? -Ante el gesto de asentimiento de Sano, sus rasgos adoptaron una expresión de inexorable simpatía-. Me lo imaginaba. ¿Qué ha hecho esta vez?

Animado por la franqueza del magistrado, Sano se desahogó y le contó toda la historia.

– Conocéis a Reiko. Os ruego que me digáis lo que tengo que hacer.

El criado les llevó el té. El magistrado Ueda frunció el entrecejo y adoptó el tono autoritario que empleaba en el Tribunal de Justicia.

– Mi hija es tan inteligente y tenaz que debéis controlarla con mano firme y mostrarle quién manda, ¿eh?

Después suspiró y retomó su voz habitual.

– ¿Quién soy yo para hablar? Yo, que siempre me he plegado a los deseos de Reiko. Sano-san, me temo que habéis acudido para que os dé consejo a la persona equivocada.

Se miraron a la cara con atribulada comprensión: magistrado de Edo y muy honorable investigador, desconcertados por la mujer que los unía. De repente eran amigos.

– Entre los dos tendríamos que ser capaces de encontrar una respuesta al problema -dijo el magistrado Ueda, entre sorbo y sorbo de té-. Siempre he cedido con Reiko porque no quería quebrantar su espíritu, el cual admiro a mi pesar. -Un centelleo jocoso iluminó su mirada al ver la sonrisa sardónica de Sano-. Ah, veo que no soy el único. Tal vez ahora os corresponda renunciar a vos. ¿Por qué no asignarle una parte fácil y segura de vuestro trabajo, como llevar la documentación?

– No se conformará con eso -dijo Sano con convicción-. Quiere ser detective. Y no se le da mal -admitió a regañadientes.

Cuando le refirió los hallazgos de Reiko, al magistrado se le iluminó el rostro de orgullo paterno.

– Entonces debe de haber otra cosa que pueda hacer. Unas indagaciones más encubiertas, como las que ha realizado hoy, pueden resultar muy útiles, ¿eh?

Todos los instintos de Sano se sublevaban ante aquella alternativa.

– ¿Qué pasa si el asesino la considera una amenaza y la ataca cuando no esté yo cerca para protegerla?

A pesar de su enfado con su mujer, la idea de perder a Reiko lo llenaba de horror. Se estaba enamorando de ella, descubrió con tristeza, y no albergaba muchas esperanzas de ser correspondido, pero se negaba a renunciar al control sobre su casa.

– Vuestra naturaleza obstinada es un obstáculo en el camino hacia un matrimonio feliz -dijo el magistrado Ueda-. Reiko tendrá que someterse si la forzáis a obedecer, pero jamás os amará ni os respetará. Por tanto, me temo que es necesario un compromiso de vuestra parte.

Sano suspiró.

– De acuerdo. Intentaré pensar en algo que Reiko pueda hacer.

Entonces se acordó del otro motivo por el que había ido a ver a su suegro.

– Tenía la esperanza de que pudierais proporcionarme algunos antecedentes de los sospechosos del asesinato. -Cualquier delito o denuncia contra ellos en el pasado estaría registrado en los documentos oficiales del tribunal. A pesar de todos los problemas matrimoniales de Sano, su boda le había aportado un indiscutible beneficio: el contacto con el magistrado Ueda-. ¿Han tenido problemas con anterioridad el teniente Kushida, la dama Ichiteru o el caballero y la dama Miyagi?

– Esta mañana, cuando me he enterado de que Kushida e Ichiteru eran sospechosos, he comprobado si tenían antecedentes -replicó el magistrado Ueda-. No hay nada sobre ellos. Sin embargo, el caso de los Miyagi es distinto. Recuerdo un incidente sucedido hace cuatro años. La hija de un guardia desapareció de la mansión vecina a la de los Miyagi. Los padres de la chica afirmaban que el caballero Miyagi era el responsable. La había atraído hasta su casa y había intentado seducirla, decían, para después matarla cuando se resistió.

Sano sintió un cosquilleo de emoción en el pecho. Quizá el daimio seguía las costumbres de sus crueles ancestros. Quizá había envenenado a la chica, y después a Harume, por negarse a realizar los actos que les pedía.

– ¿Qué sucedió?

– Unos días después recuperaron el cuerpo de la chica de un canal. La policía fue incapaz de dictaminar cómo había muerto. No se presentaron cargos contra el caballero Miyagi. El caso sigue sin resolver. -El encogimiento de hombros del magistrado Ueda manifestaba un arraigado cinismo-. Así funciona la ley.

– Sí -dijo Sano-. La palabra de un simple soldado no tendría ninguna posibilidad contra la influencia del daimio.

– La influencia es una amenaza formidable, Sano-san. -El magistrado le dirigió una mirada penetrante-. Poco después de la muerte de su hija, los servidores del caballero Miyagi expulsaron al guardia de la ciudad. No pudo conseguir otro puesto. Él y su mujer murieron en la miseria. El bakufu ni los protegió, ni castigó a Miyagi.

Sano tomó una decisión.

– Hay algo que quiero contaros acerca del asesinato, algo muy delicado. ¿Me prometéis mantenerlo en el más estricto secreto?

Ante el asentimiento del magistrado Ueda, Sano le habló del embarazo de Harume. Con el entrecejo fruncido, el magistrado caviló, vaciló y dijo:

– Dado el embarazo de la dama Harume, ahora el caso de asesinato está potencialmente relacionado con la sucesión del poder. Vuestra investigación podría implicar a ciudadanos poderosos que desean debilitar el dominio de los Tokugawa quebrantando la línea de sucesión. Los señores externos, por ejemplo. O el responsable de muchos de vuestros problemas pasados.

«El chambelán Yanagisawa.» Al recordar su extraño comportamiento del último encuentro, Sano se preguntó con desasosiego si sería una señal de la implicación del chambelán en el asesinato. Al principio aquel caso había parecido sencillo. Ahora lo amilanaba la perspectiva de desvelar una conspiración de gran alcance.

– Respeto vuestra habilidad y vuestros principios -dijo el magistrado Ueda-. Pero guardaos de hacer acusaciones graves contra sospechosos influyentes. Si soliviantáis a las personas equivocadas, tal vez ni vuestro rango os proteja. -Otra pausa enfática-. Me preocupa mi hija tanto como vos. Prometedme que no la pondréis en peligro de modo temerario.

En la guerra y en la política, a menudo los enemigos atacaban a los parientes.

– Lo prometo -dijo Sano, sintiendo las tensiones opuestas del honor y la integridad profesional, la prudencia y las consideraciones familiares. Hizo una reverencia-. Gracias por vuestro consejo, honorable suegro. Mis disculpas por molestaros a tan avanzada hora. Será mejor que vuelva a casa y os permita retomar vuestro trabajo.

– Buenas noches, Sano-san. -El magistrado Ueda hizo una reverencia-. Haré todo lo que esté en mi mano para ayudaros a resolver el asesinato con el mínimo perjuicio para nuestras familias. -Después sonrió con sorna-. Y buena suerte con Reiko. Si conseguís domarla, sois más hombre que yo.

Faltaban dos horas escasas para la medianoche cuando Sano regresó al castillo de Edo. Por entre las colinas soplaba un viento otoñal ribeteado de escarcha. Una acre humareda de carbón brotaba de millares de braseros. La negra bóveda estrellada del cielo trazaba un arco sobre la ciudad dormida. Sano, arropado en su gruesa capa mientras avanzaba a caballo por el laberinto de pasajes amurallados del castillo, se sentía también más que dispuesto para el sueño. Había sido una jornada larga y agotadora, con la promesa de otra igual al día siguiente. Ansioso por una cama caliente, Sano entró en su calle de las dependencias funcionariales del castillo.

Intuyó el peligro momentos antes de que su vista captase la causa. La zona estaba completamente a oscuras, aunque tendrían que haberse visto luces en las puertas de cada mansión. El barrio parecía anormalmente tranquilo y desierto. ¿Dónde estaban los centinelas y las patrullas de guardia?

Con la mano en la empuñadura de su espada, Sano avanzó poco a poco hacia su casa, pegado a las hileras de barracones que rodeaban las mansiones de sus vecinos. A la luz de la luna vio dos faroles colgados de la techumbre de una puerta; sus llamas estaban apagadas. Y debajo, un fardo oscuro tirado en la calle. Desmontó, atravesado por una sensación de peligro como una corriente maligna de viento. Se acuclilló y examinó el fardo. El corazón le dio un vuelco cuando discernió los cuerpos inmóviles de dos centinelas con armadura, vivos pero inconscientes. Dejó atrás su caballo y corrió hasta la puerta siguiente, donde halló más guardias sin sentido. Sus cabezas presentaban heridas ensangrentadas causadas por algún arma contundente.

Le asaltó la alarma al recordar pasados atentados contra su vida. ¿Se trataba de una emboscada tendida por Yanagisawa, que ya había tratado de asesinarlo en muchas ocasiones, o por alguien que sabía que aquella noche iba a salir del barrio solo? La imponente fortaleza del castillo de Edo no era, como sabía por experiencia, refugio seguro para un hombre con enemigos poderosos. ¿Era un asesino el que había inutilizado a todo aquel que pudiera interferir en su ataque? Los guardias, que no esperaban una invasión en tiempos de paz, habían sido presas fáciles. ¿Le acechaba alguien en las sombras?

¿También en su propia casa, allí donde Reiko, Hirata, el cuerpo de detectives y los criados dormían ajenos al peligro? Ahogado de ansiedad, Sano corrió hasta ella. Los centinelas heridos yacían inconscientes en el portal.

– ¡Tokubei! ¡Goro! -Sano se arrodilló y los sacudió-. ¿Estáis bien? ¿Qué ha pasado?

Los hombres recobraron la conciencia entre gemidos.

– … nos pasó por encima -masculló Goro-. Lo siento…

Se puso en pie como pudo y se tambaleó mareado, sujetándose la cabeza.

– ¿Quién ha sido? -preguntó Sano.

– No lo he visto. Demasiado rápido.

El portón reforzado estaba abierto. Con la espada desenvainada, Sano se asomó al patio. No se distinguía ningún movimiento en la oscuridad. Indicó a Goro que lo siguiera, entró con cautela… y tropezó con los cuerpos inertes de sus guardias de patrulla. La puerta del recinto vallado interior estaba entornada.

– Ve a los barracones y despierta a los detectives -ordenó a Goro-. Diles que hay un intruso en la casa.

El guardia se apresuró a obedecer, y Sano se acercó al recinto. Aun consciente de que era posible que se dirigiera hacia una trampa, tenía que proteger a los suyos. No podía esperar a que llegara la ayuda. Ante él se cernía la mansión a oscuras. Subió sigiloso los escalones de madera. Hizo una pausa para escuchar a la sombra de los largos aleros de encima de la galería. En algún lugar de la colina relinchó un caballo, pero del interior de la casa no le llegó ningún sonido. Entró de puntillas por la puerta y cruzó el porche de entrada. Arma en ristre, avanzó sigilosamente por el pasillo. Al llegar a su despacho se detuvo. Todo su cuerpo se quedó inmóvil y en tensión.

La tenue luz de una lámpara extendía un resplandor amarillo por los paneles de papel de la pared. La puerta estaba cerrada. En aquel instante oyó un ruido de pasos en el interior, un cajón que se abría, el crujido del papel. Al parecer el intruso estaba registrando sus pertenencias. Sano puso dos dedos en el pestillo y empujó. El panel de madera se deslizó en silencio sobre su marco engrasado. En el hueco que albergaba el escritorio de Sano se erguía una figura ataviada con una capa negra de ceñida capucha. Estaba rebuscando en un armario, de espaldas a la puerta.

Sano irrumpió en la habitación y gritó:

– ¡Alto! ¡Date la vuelta!

17

El intruso se volvió. Era el teniente Kushida. Los libros y papeles de Sano estaban desparramados en derredor suyo. Ya había acabado con los estantes y estaba revolviendo el armario. Su arrugada cara de mono quedó flácida por el desaliento. Por un instante permaneció inmóvil. Su mirada de pánico pasó de Sano a las ventanas con barrotes, para después posarse en su naginata, que estaba apoyada en la pared de al lado.

– ¡No os mováis!

Con un ademán tan rápido que pareció que el arma saltara a su mano, Kushida agarró la lanza. Pasó como una exhalación por encima del escritorio, saltó desde la tarima elevada del hueco y avanzó hacia Sano. Sus ojos eran negros pozos de desesperación. El filo agudo y curvo de su arma relucía a la tenue luz de la lámpara.

– Ni se os ocurra -advirtió Sano, adoptando una postura defensiva acuclillado con la espada en alto-. Mis hombres llegarán en cualquier momento. -De la entrada de la mansión llegaba el sonido de gritos y pasos a la carrera-. Aunque me matéis, no podréis escapar. Soltad el arma. Rendíos.

El teniente Kushida cargó. Sano saltó a un lado y la hoja pasó a poca distancia de su pecho. Trazó un círculo y se preparó para contraatacar. El teniente trató de clavarle la lanza en la garganta. Sano paró el golpe. El choque de los filos lo desplazó de lado. Un contundente golpe lo alcanzó en la cadera: Kushida había hecho uso del asta de la lanza, como debía de haber hecho con los centinelas. Sano dio un traspié, jadeando de dolor. Recobró el equilibrio y arremetió con la espada.

Pero Kushida esquivó con destreza todas sus estocadas. Enseñando los dientes en una mueca feroz, estaba en todas partes y en ninguna, como un guerrero fantasma que atravesara el espacio a velocidad sobrehumana. La hoja de la naginata aporreaba la espada de Sano. La contera de metal de su extremo lo golpeaba en las piernas y la espalda. Con un alcance más corto, Sano no podía acercarse lo bastante para asestarle un corte. Kushida lo acosaba a tajos y lanzadas por toda la habitación. Sano saltó hacia atrás por encima de un cofre de hierro. Se empotró contra un biombo pintado y después fintó un revés. Kushida inclinó la lanza para bloquearlo. Sano cambió la dirección del golpe con rapidez. Lo hirió en el brazo, pero el teniente sostuvo su asalto incansable y llevó a Sano contra la pared.

Las voces masculinas fuera de la habitación se hicieron más sonoras, más cercanas. En el pasillo resonaban los pasos.

– ¡Aquí! -gritó Sano, que cada vez perdía más terreno frente a Kushida.

Una figura saltó por la puerta. ¡Ayuda, por fin! Sano miró al recién llegado. El alivio dio paso al horror.

Vestida con una bata de flores rosas y blancas, con la cabellera suelta hasta las rodillas, Reiko sostenía con sus dos manos una espada. Sus bellos ojos brillaban de emoción.

– ¡Reiko! ¿Qué crees que estás haciendo? -gritó Sano mientras esquivaba el filo letal de la naginata.

– ¡Defender mi hogar! -chilló Reiko como respuesta. Con sorprendente agilidad, arremetió contra Kushida, con el pelo y las faldas como estela. Lanzó un mandoble y asestó un sonoro golpe al asta de la lanza, que chocó contra una de sus anillas de metal.

Sano se quedó boquiabierto de la impresión. Un dedo más arriba o abajo, y habría partido el asta. Era un golpe digno de un experto. Pero Reiko era tan menuda, tan delicada… Sano fue presa del pánico. Se interpuso entre el teniente Kushida y su mujer, blandiendo la espada.

– Esto no es un juego, Reiko. ¡Sal antes de que te hagan daño!

– ¡Aparta! ¡Déjamelo!

El rostro de Reiko presentaba la expresión sublime que Sano había visto a los samuráis en liza. Atacó de nuevo a Kushida. Sus hojas chocaron. Reiko evitó con desenvoltura un contragolpe y lanzó una serie de golpes que obligaron al teniente a recular. Pero era imposible que aguantara contra un enemigo tan formidable. En aquel preciso instante, Sano decidió que nunca debía cederle ninguna parte de su trabajo. No tenía mesura. No sabría cuándo pararse.

Se situó junto a su mujer. Mientras mantenía a raya al teniente Kushida, estiró su mano libre y empujó a Reiko con todas sus fuerzas.

Salió disparada por la puerta con un grito de indignación. Sano oyó un golpe cuando su cuerpo topó con la pared del otro lado del pasillo. Estaba a salvo, pero el lapsus de atención le pasó factura. La lanza de Kushida cortó el aire hacia su corazón. Se apartó de un salto justo a tiempo; el filo le arañó las costillas. Una sonrisa maligna afloró a los labios del teniente mientras seguía blandiendo la naginata. Sano le asestó más cortes, pero no había manera de que parara.

Entonces un ejército de samuráis irrumpió en la habitación. Rodearon a Kushida con las espadas en ristre.

– ¡Suelta el arma! -ordenó Hirata.

Acorralado, Kushida se puso en tensión. Su feroz mirada recorrió las caras de los hombres de Sano. Dio un paso atrás y bajó su lanza una mínima fracción.

Y entonces se desató el caos cuando empezó a plantar batalla a los detectives. Las hojas chocaban con un ensordecedor martilleo de acero. Un torbellino humano pisoteaba las pertenencias de Sano. Se oían gritos. Sano se metió de lleno en la refriega, gritando: «¡No lo matéis! ¡Capturadlo vivo!» Tenía que descubrir por qué había ido a su casa el teniente.

Aunque eran diez contra uno, Kushida luchó con arrojo y desatendió las reiteradas órdenes de que se rindiera. En el transcurso de la batalla se rasgaron paredes de papel y los montantes saltaron en astillas. Inevitablemente, las hojas encontraron la carne y el tatami fue salpicándose de sangre. Al final, dos detectives asieron a Kushida por detrás. Hirata y tres más le arrancaron la lanza de las manos. Forcejearon hasta tumbarlo mientras él pateaba y se retorcía.

– ¡Quitadme las manos de encima! ¡Soltadme! -Eran las primeras palabras que pronunciaba.

Sano envainó la espada y tomó aliento.

– Atadlo y vendadle las heridas. Después llevádmelo al salón. Allí hablaré con él.

De camino por el pasillo, Sano se cruzó con Reiko, que estaba allí sola con la espada colgando de la mano. Le dedicó una mirada de auténtica hostilidad. Después se volvió y se fue hecha una furia hacia sus aposentos.

El teniente Kushida estaba de rodillas en el suelo del salón, con las muñecas y los tobillos atados a la espalda. Desnudo a excepción del taparrabos y los vendajes ensangrentados que cubrían los cortes de espada de sus brazos y piernas, pugnaba por liberarse. Su sudor llenaba la habitación de un olor rancio y repugnante. Hirata y dos detectives estaban en cuclillas a su lado, por si lograba soltarse. Un farol situado sobre su cabeza lo bañaba en una luz cruda.

Sano daba pasos con la vista puesta en el teniente cautivo. Su herida era leve, pero sentía una necesidad primaria e imperiosa de acostarse con una mujer, para purgarse del trauma de la batalla y reafirmar la vida por medio del acto sexual. Lamentaba que el deplorable estado de su matrimonio no le permitiera aquella válvula de escape. El incidente de esa noche había perjudicado todavía más la relación entre Reiko y él, tal vez de modo permanente.

– ¿Has atacado tú a los guardias de las puertas de mi casa y de las otras mansiones? -le preguntó a Kushida, quien lo fulminó con una mirada de odio.

– ¿Y qué si lo he hecho? -escupió-. Están todos vivos. Sé cómo herir sin matar.

«Un dechado de arrepentimiento», pensó Sano.

– ¿Qué hacías en mi despacho?

– ¡Nada! -El teniente Kushida se retorció contra sus ataduras, con la cara roja por el esfuerzo. Hirata y los detectives lo miraban con recelo.

– Tendrás que esforzarte un poco más, Kushida -dijo Sano-. Uno no deja fuera de combate a diez guardias, entra sin permiso en la morada de otro hombre y revuelve sus pertenencias sin un motivo. Ahora respóndeme: ¿para qué has venido?

– ¿Qué más da? Inventaréis mentiras sobre mi y sacaréis vuestras propias conclusiones diga lo que diga. -Su cuerpo se precipitó hacia delante en una torpe embestida contra Sano. Hirata lo asió y lo hizo retroceder-. ¡Que los dioses os maldigan a vos y a todo vuestro clan! -Kushida prorrumpió en un torrente de crudas invectivas.

– Estás en graves apuros -dijo Sano, manteniendo un tono desapasionado a pesar de su creciente impaciencia-. Aun con tu buen expediente, te expones a ser ejecutado por usar un arma dentro del castillo de Edo, por allanar mi morada y tratar de alancear a mi esposa, a mis hombres y a mí. Pero estoy dispuesto a escuchar lo que tengas que decir y recomendar un castigo menor si tus motivos son lo bastante buenos. De modo que habla y sé breve. No tengo toda la noche.

El teniente dedicó una mirada furibunda a Sano y a sus hombres, y probó un último y enérgico forcejeo contra las cuerdas. Después se abandonó. Con el cuerpo laxo y la cabeza gacha, Kushida dijo:

– Buscaba el diario de la dama Harume.

– ¿Cómo supiste de su existencia? -preguntó Sano.

Los rasgos de Kushida cobraron una suerte de tristeza digna.

– Lo descubrí en su armario.

– ¿Cuándo?

– Tres días antes de que muriera.

– De modo que mentiste al decir que nunca entraste en la habitación de la dama Harume.

Sano se sintió mísero en extremo al recordar que Reiko le había dicho que su prima situaba al teniente en el dormitorio de Harume en ese mismo momento. La información de Reiko se había demostrado fidedigna. La había insultado al ponerlo en duda.

– De acuerdo, mentí -reconoció el teniente, sin ánimo-, porque no estaba en su habitación para envenenarla, cómo vos pensabais. Y no he venido aquí para hacerle daño a nadie. Tenía que conseguir el diario. Había pensado robarlo de la habitación de la dama Harume esta noche, cuando entrara de servicio. Pero el capitán de la guardia me dijo que habíais pospuesto mi reincorporación al trabajo. -Kushida le lanzó una mirada llena de amargura-. Entonces sonsaqué a un soldado, y me dijo que habíais confiscado el diario de Harume como prueba. Así que vine aquí a por él.

Sano deseó haberle prohibido totalmente el acceso al castillo a aquel guardia peligroso y desequilibrado. Pese a todo, tenía la oportunidad de obtener información.

– ¿Para qué quieres el diario?

– La primera vez sólo llegué a leer un par de páginas. -La voz de Kushida sonaba cansada, desolada-. Quería descubrir quién era su amante, y pensé que tal vez hubiera escrito su nombre en algún punto del diario.

– ¿Cómo sabías que Harume tenía un amante? -Sano cruzó una significativa mirada con Hirata: el teniente no sólo había admitido haber entrado en la habitación de Harume, sino que también se había procurado un móvil más para asesinarla.

Despojado de la combatividad, Kushida parecía un pequeño y trágico mico.

– Cuando escoltaba a la dama Harume y a las otras mujeres en sus excursiones, ella se escabullía del grupo. Tres veces la seguí, y le perdí la pista. La cuarta la rastreé hasta una posada de Asakusa. Pero no pude pasar por la puerta porque había soldados custodiándola. No llevaban ningún emblema, y no quisieron decirme quiénes eran.

Los hombres del caballero Miyagi, pensó Sano, que velaban por la intimidad de su amo durante su cita con Harume.

– Nunca vi al hombre al que eligió en vez de a mí -continuó Kushida-. Pero sabía que existía. ¿Por qué otro motivo desaparecía de aquel modo? Por las noches no pegaba ojo preguntándome quién sería y envidiándolo por disfrutar de ella. No soporto no saberlo. ¡Me está matando! -Sus ojos ardían con una obsesión que no se había extinguido, ni siquiera a la muerte de Harume-. ¿Todavía tenéis el diario? -Tenso por la esperanza, le imploró-: Os lo ruego, ¿puedo verlo?

Sano se preguntaba si el teniente tendría otro motivo de índole más práctica para tratar de robar el diario. Quizá creyera que contenía pruebas que lo incriminaban, y quería destruirlas.

– Cuando estuviste en la habitación de la dama Harume, ¿encontraste también un frasco de tinta y una carta de amor en la que se le pedía que se tatuase? -inquirió Sano.

Kushida sacudió la cabeza con impaciencia.

– Ya os lo he dicho, jamás vi ese bote de tinta. Ni ninguna carta. No buscaba esas cosas. Todo lo que quería era un… recuerdo íntimo de Harume. -Bajó los ojos y murmuró-: Así es como encontré el diario. Estaba con su ropa interior. Ya os dije que no sabía lo del tatuaje. Yo no la envenené.

– Tengo entendido que la dama Harume estuvo gravemente enferma el verano pasado -dijo Sano- y que alguien le lanzó una daga. ¿Lo sabías? ¿Fuiste el responsable? -Sano quería verificar la historia de Reiko, y al mismo tiempo se preguntaba si el teniente Kushida temía que el diario lo implicase.

– Lo sabía. Pero si creéis que yo tuve algo que ver con lo que pasó, estáis equivocado. -Kushida miró a Sano con desdeñoso desafío-. Jamás le habría hecho daño a Harume. La amaba. ¡Yo no la maté!

Enfrente, brillante como un camino iluminado por el sol en pleno bosque tenebroso, Sano vio una salida a su personal dilema. El intento de robo del teniente Kushida lo convertía en el principal sospechoso. Las falsedades previas restaban credibilidad a sus desmentidos. Si Sano lo acusaba de asesinato, era prácticamente seguro que lo encerrarían: la mayoría de los juicios terminaban con un veredicto de culpabilidad. Sano podría evitar los peligros políticos de seguir con la investigación, y la deshonra de la ejecución si fracasaba. Y desaparecida una de las mayores causas de conflicto entre él y Reiko, podrían darle otra oportunidad a su matrimonio. Pero todavía no estaba dispuesto a cerrar el caso.

– Teniente Kushida -anunció-, os pongo bajo arresto domiciliario hasta que finalice la investigación del asesinato de la dama Harume. En ese momento se decidirá vuestro destino. Entretanto, permaneceréis en vuestro domicilio bajo guardia permanente; no se os permite salir bajo ningún pretexto, excepto un incendio o un terremoto. -Eran los términos habituales de cualquier arresto domiciliario, la alternativa a la cárcel de los samuráis, un privilegio de clase-. Escoltadlo al bancho -le dijo a los detectives; se trataba del barrio al oeste del castillo donde vivían los vasallos hereditarios de los Tokugawa.

Hirata lo miró consternado.

– Esperad, sosakan-sama. ¿Puedo comentaros algo antes?

Salieron al pasillo y dejaron a los detectives a cargo del teniente Kushida.

– Disculpad -susurró Hirata-, pero creo que cometéis un error. Kushida está mintiendo, es culpable. Mató a Harume porque tenía un amante y estaba celoso. Tendría que ser acusado y llevado ante un tribunal. ¿Por qué sois tan indulgente con él?

– ¿Y tú por qué estás tan ansioso por aceptar la solución fácil cuando acaba de empezar la investigación? -replicó Sano-. Esto no es propio de ti, Hirata-san.

Hirata se ruborizó y dijo con testarudez:

– Creo que él la mató.

Sano decidió que aquél no era el mejor momento para arreglar los problemas de su vasallo, cualesquiera que fuesen.

– Las flaquezas de la acusación contra Kushida son evidentes. En primer lugar, el allanamiento es prueba de que está trastornado, pero no necesariamente de que sea culpable de asesinato. Segundo, el que mintiese sobre algunas cosas no significa que debamos descartar todo lo que dice. Y tercero: si cerramos el caso antes de tiempo, puede que el auténtico asesino quede libre mientras se ejecuta a un hombre inocente. Podrían producirse más asesinatos. -Le contó a Hirata la teoría de la conspiración del magistrado Ueda-. Si hay una conjura contra el sogún, tenemos que identificar a todos los criminales, o la amenaza al linaje de los Tokugawa persistirá.

Hirata asintió a regañadientes y Sano se asomó por la puerta.

– En marcha. -Después se volvió hacia Hirata-. Además, no estoy dispuesto a descartar mis dudas sobre los otros sospechosos.

Aunque el silencio apesadumbrado de Hirata lo inquietaba, Sano no pretendía abandonar su investigación de los Miyagi o de la dama Ichiteru.

18

De pie en el umbral de la alcoba del sogún, la otoshiyori Chizuru anunció:

– Excelencia, os presento a vuestra acompañante de esta noche: la honorable dama Ichiteru. -Dio tres golpes rituales a un pequeño gong, hizo una reverencia y se retiró.

Con parsimonia majestuosa, la dama Ichiteru entró en la habitación. Llevaba un gran libro encuadernado en seda amarilla y vestía un quimono de hombre a rayas negras y marrones con grandes hombreras. Debajo, unas bandas de tela le aplastaban los senos. Su cara estaba desnuda de polvos, sus labios sin pintar, su pelo anudado en un severo peinado masculino. Después de trece años como concubina de Tokugawa Tsunayoshi, sabía cómo hacerse atrayente a sus gustos. En ese momento, con el retiro a tan sólo tres meses de distancia, su vida estaba dominada por la cada vez más apremiante necesidad de concebirle un hijo antes de que se agotara el tiempo. Tenía que aprovechar cualquier oportunidad para seducirlo.

– Ah, mi queridísima Ichiteru. Bienvenida.

Tokugawa Tsunayoshi se encontraba en una guarida amueblada con armarios dorados y laqueados y un magnífico tatami, acostado en un futón rodeado de mantas de colores vistosos. Unos luminosos murales representaban un paisaje de montaña. Biombos decorados con flores protegían de las corrientes y contenían el calor irradiado por los braseros de carbón desde sus orificios en el suelo. Una lámpara de pie proyectaba un foco de luz cálida e incitante sobre el sogún, que llevaba una bata malva de seda y un tocado negro cilíndrico. El aire estaba perfumado de incienso de lavanda. Estaban solos, a excepción de la escolta apostada en el exterior de la habitación y de Chizuru, que escuchaba tras la puerta. Pero el humor del sogún era cualquier cosa menos romántico.

– Ha sido un día de lo más, ah, irritante -dijo. Las marcas de la fatiga surcaban su pálida cara-. ¡Tantas decisiones que tomar! Y además está el penoso asunto del, ah, asesinato de la dama Harume. Me cuesta saber qué hacer.

Con un suspiro, alzó la vista hacia la dama Ichiteru en busca de comprensión. Ella se sentó, dejó el libro a un lado y acunó la cabeza del sogún en su regazo. El pormenorizó sus cuitas mientras Ichiteru le susurraba palabras de consuelo.

– No os preocupéis, mi señor. Todo irá bien.

Después de tantos años juntos, eran como una pareja de ancianos, en la que ella era amiga, madre, niñera y -cada vez menos- amante. Mientras le acariciaba la frente, bajo la actitud tranquila de Ichiteru desbordaba la impaciencia. A lo lejos sonó la campana de un templo, señalando el imparable transcurso del tiempo hacia su temido trigésimo cumpleaños. Pero tenía que dejar que Tokugawa Tsunayoshi se explayara antes de poder pasar al sexo. Mientras se alargaba su quejumbrosa cantinela, los pensamientos de Ichiteru volaron hacia el único periodo realmente feliz de su vida…

Kioto, capital de Japón de los emperadores durante un milenio. En el corazón de la ciudad se alzaba el grandioso complejo amurallado del palacio imperial. Los padres de Ichiteru eran primos del entonces emperador. Vivían en una villa dentro de los terrenos de palacio. Allí Ichiteru se había criado en un protegido aislamiento, pero no había sido una infancia solitaria. La corte del emperador contaba sus miembros por millares. Ichiteru rememoraba días idílicos de juegos con sus hermanas, primas y amigas. Pero, fuera del halo dorado de su existencia, acechaba la sombra tenebrosa de su futuro.

Como ruido de fondo constante recordaba las quejas de los adultos. Se lamentaban por la comida mediocre, los ropajes desfasados que todos llevaban, la falta de diversiones, la escasez de criados y el gobierno. Poco a poco Ichiteru fue comprendiendo el motivo de su hidalga pobreza y del resentimiento de sus mayores hacia el régimen Tokugawa: el bakufu, por temor a que la familia imperial intentase reclamar su poder anterior, la mantenía con una asignación económica limitada para que no pudiera permitirse reclutar un ejército y emprender una rebelión. Pero sólo cuando alcanzó la madurez, Ichiteru cobró conciencia del modo en que la política había determinado su vida desde el principio.

– Ah, Ichiteru. -La voz de Tokugawa Tsunayoshi la llevó de vuelta al presente-. A veces creo que eres la única que me comprende.

Ichiteru bajó la vista y vio que se le habían relajado las facciones. Por fin estaba listo para el asunto de la velada.

– Sí que os entiendo, mi señor -dijo con una sonrisa provocativa-. Y os he traído un regalo.

– ¿Qué es?

El sogún se sentó como un niño ansioso, con los ojos iluminados de placer. La dama Ichiteru le puso delante el libro.

– Es un libro de primavera, mi señor -una recopilación de shunga, grabados eróticos-, creado por un famoso artista sólo para vos.

Abrió la cubierta y pasó a la primera página. Esta presentaba en deliciosos y sutiles colores dos samuráis desnudos tumbados de lado entre etéreos arbustos de sauce. Sus espadas descansaban sobre un montón de ropa mientras se acariciaban sus respectivos órganos. En una esquina había un poema escrito en elegante caligrafía.

Guerreros en tiempos de paz:

i Oh! Tal vez sus astas de jade prevalezcan

sobre los filos de acero.

– Exquisito -suspiró Tokugawa Tsunayoshi-. Sabes lo que me gusta, Ichiteru. -Del otro lado de la pared llegó un leve crujido procedente de Chizuru, atenta al inicio del juego sexual. Entonces el sogún cayó en la apariencia varonil de Ichiteru-. Y qué guapa vienes esta noche.

– Gracias, mi señor -dijo Ichiteru, complacida del buen rumbo de su estratagema de seducción.

Le dejó admirar la ilustración un rato más, y después pasó a la segunda página del libro. La escena presentaba un sacerdote budista calvo, de pie en el oratorio de un templo con su túnica azafrán levantada por encima de la cintura. A sus pies se arrodillaba un joven novicio que chupaba su miembro abultado. El poema rezaba:

Como la gota de lluvia es a la tormenta de verano,

así la iluminación espiritual difiere

de los éxtasis de la carne.

– ¡Ah, qué blasfemo y soez! -Con una risilla, Tokugawa Tsunayoshi se apoyó en Ichiteru. Del pasillo llegaban los rítmicos pasos de los guardias de patrulla. Tras la puerta, Chizuru tosió con discreción. Pero el sogún parecía ajeno a aquellas distracciones al hacerle una procaz caída de ojos a Ichiteru.

La concubina sonrió para darle ánimos y reprimió un escalofrío. La estupidez y el cuerpo enfermizo del sogún siempre le habían causado una extrema repugnancia. De estar en su mano la elección de un amante, escogería a alguien como el detective Hirata, a quien tanto le había complacido martirizar en el teatro de marionetas. ¡Aquel hombre que sabría apreciarla de verdad! Pero la ambición debía imponerse a las emociones. Ichiteru tenía que cumplir el destino establecido para ella tiempo atrás.

Durante las lecciones de música, caligrafía y ceremonia del té de su infancia, los miembros adultos de la familia imperial a menudo se acercaban a echar un vistazo.

– Ichiteru se revela como una gran promesa -decían. Niña brillante pero inocente, siempre obediente y respetuosa con sus mayores, Ichiteru se había regodeado con las alabanzas. No tardaron en llegar otras lecciones, exclusivas para ella.

Al palacio había llegado una bella cortesana del barrio del placer de Kioto. Se llamaba Ébano, y enseñó a Ichiteru el arte de complacer a los hombres: cómo vestirse y flirtear, cómo dar una conversación entretenida, cómo adular el ego masculino. Con una estatua de madera, le hizo demostraciones de técnicas manuales y orales para excitar a un amante. Después la ilustró en el uso de la erótica, los juguetes y los juegos para mantener el interés del hombre. Desvistió a Ichiteru y la inició en los placeres de su propio cuerpo. Acariciando con los dedos la aterciopelada hendidura de la joven femineidad de Ichiteru, Ébano la había conducido a su primer clímax sexual. Cuando Ichiteru había gemido, arqueado la espalda y gritado presa del éxtasis, Ébano le había dicho:

– Eso es lo que desea ver un hombre cuando se acuesta contigo.

Valiéndose de una barra de madera, Ébano le había enseñado a apretar sus músculos internos en torno al órgano masculino. Le había mostrado las maneras de seducir a un hombre al que no le gustasen las mujeres; cómo satisfacer apetitos inusuales. Más adelante, el médico de la corte la había instruido en el uso de drogas para aumentar la excitación y fomentar la concepción. Siempre diligente, Ichiteru no puso objeciones a nada de lo que le pidieron, ni preguntó por qué la habían elegido para aquel adiestramiento especial. Por tanto, hasta su decimosexto cumpleaños no descubrió adónde apuntaban aquellas lecciones.

Unos enviados de Edo llegaron a palacio. Vistieron a Ichiteru con sus mejores galas y se la presentaron. Más tarde, la emperatriz le dijo:

– Te han seleccionado para que seas concubina del próximo sogún. Los adivinos han profetizado que darás a luz a su heredero y unirás el clan del emperador con el Tokugawa. A través de ti, las riquezas y el poder regresarán a la familia imperial. Mañana partes hacia Edo.

Después Ichiteru se enteró de que su familia la había vendido a los enviados del sogún. Soportó el mes de viaje desde Kioto a Edo en una neblina de pesar y confusión. Un pensamiento la sostenía: el destino de la familia imperial dependía de ella. Debía atraerse el favor de Tokugawa Tsunayoshi e inducirlo a que la preñase. Era su deber hacia el emperador, su país y la gente que amaba.

Sin embargo, la actitud de Ichiteru no tardó en cambiar. Odiaba el ruido y las condiciones de hacinamiento del Interior Grande, la vigilancia constante, lo indigno del sexo obligatorio, las trifulcas y rivalidades entre las mujeres. Pronto su brillantez se trocó en astucia; el amor a la familia dio paso al resentimiento hacia los que la habían condenado a su triste condición. Su sentido del deber se desvaneció. Empezó a anhelar las riquezas y el poder para su persona. Odiaba la imbecilidad y las tediosas exigencias de atención de la dama Keisho-in con apasionada envidia. La campesina vieja y ordinaria simbolizaba lo que Ichiteru quería ser: una mujer del más alto y asegurado rango, que nadara en la abundancia y fuera libre de hacer lo que le placiera a la vez que contara con el respeto de todos.

Así comenzó la campaña de Ichiteru para alumbrar al heredero de Tokugawa Tsunayoshi. La belleza, el talento y el linaje de la concubina se ganaron su veleidoso capricho; su condición de favorita la llevó a lo más alto de la jerarquía del Interior Grande, sin importar que el sogún tan sólo reclamase su compañía unas pocas noches al mes. Dado que su señor dilapidaba su virilidad con muchachos, era mucho más de lo que había logrado ninguna de las otras mujeres. A los cuatro años de su concubinato, Ichiteru estaba embarazada.

El sogún se regocijó. Al castillo de Edo llegó un aluvión de bendiciones de todo el territorio. En Kioto, la familia imperial esperaba con ansia su retorno a los privilegios. Todos mimaban a Ichiteru; ella disfrutaba con las atenciones que le prestaban. Se preparó un lujoso aposento para el niño.

Después, a los ocho meses, dio a luz un varón muerto. La nación enlutó. Pero ni el sogún ni Ichiteru se rindieron. En cuanto recobró la salud, regresó a la alcoba de Tokugawa Tsunayoshi. Por último, el año anterior, quedó encinta de nuevo. Pero cuando perdió a la criatura a los siete meses, el bakufu le cargó las culpas a ella. Recomendaron al sogún que dejara de derrochar su preciosa semilla con ella. Llevaron concubinas nuevas para tentar su magro apetito.

Una de ellas fue la dama Harume.

El odio de Ichiteru hacia su rival todavía la abrasaba por dentro, incluso ahora que había muerto. Se acordó de que Harume ya no suponía una amenaza y pasó la página del libro.

Tokugawa Tsunayoshi dio un gritito de entusiasmo. En un invernadero, un jovencito desnudo estaba a cuatro patas a la luz de la luna. Detrás tenía a un hombre mayor de rodillas, también desnudo a excepción de un tocado negro idéntico al del sogún. Con una mano el hombre insertaba su miembro en el ano del chico; con la otra aferraba su órgano. La dama Ichiteru leyó en voz alta el poema de acompañamiento:

El día se vuelve noche,
las mareas suben y bajan;
la escarcha se funde bajo el sol,
la realeza puede tomar su placer
en la forma en que lo encuentre.

Al ver el destello de lujuria en los ojos de Tokugawa Tsunayoshi, Ichiteru dijo con una sonrisa provocativa:

– Venid, mi señor, y tomad vuestro placer de mí.

Se desprendió del quimono. Afianzado a su ingle por tiras de cuero llevaba una vara de jade color carne que imitaba con realismo un miembro viril en erección. El sogún se quedó boquiabierto de asombro. Dejó escapar un trémulo suspiro.

– Cerrad los ojos -canturreó Ichiteru.

Obedeció. Ella tomó su mano y la puso sobre la talla. El sogún gimió y la acarició de arriba abajo. Ichiteru escurrió la mano bajo su bata. El laxo y minúsculo gusano de su virilidad se endureció a su contacto. Cuando estuvo listo, Ichiteru retiró su mano con suavidad de la talla y lo puso de rodillas. Él gimió cuando le quitó la ropa y le dejó puesto el tocado. Ichiteru se dio la vuelta, apoyándose en codos y rodillas, con el quimono alzado por encima de la cintura, y frotó sus nalgas desnudas contra el miembro erecto del sogún. Este gruñó y tiró de ella. Ichiteru estiró la mano hacia atrás y lo guió hasta su femineidad, que había humedecido con aceite perfumado. Mientras el sogún gemía y empujaba, tratando de penetrarla, ella volvió la vista y alcanzó a verlo por un momento: los músculos fofos en tensión, la boca abierta, los ojos cerrados para conservar la ilusión de que estaba con otro hombre.

«¡Por favor -rezó en silencio-, que pueda dar a luz esta vez! ¡Hacedme madre del próximo sogún y esta vida sórdida y degradante habrá valido la pena!»

El miembro del sogún entró en Ichiteru. Embistió adelante y atrás entre gemidos. Ella fue cobrando esperanzas. Al año siguiente por aquellas fechas tal vez fuera la consorte oficial de Tokugawa Tsunayoshi. Lo convencería de que devolviese a la corte imperial su esplendor de antaño, con lo cual alcanzaría la meta de su familia y los endeudaría para siempre con ella. Aferrándose a aquella visión del futuro, aguantó las acometidas del sogún. ¡Y pensar en lo cerca que había estado de perderlo todo!

Harume, joven, fresca y adorable. Harume, con su robusto encanto de campesina. Harume, cargada de la promesa que un día ofreciera Ichiteru. Pronto fue Harume a quien más a menudo invitaba Tokugawa Tsunayoshi a su alcoba. Después de doce años de hacer de puta y el calvario de dos partos, Ichiteru era olvidada; pero no estaba dispuesta a aceptar la derrota. Empezó a planear la caída de Harume. Comenzó por difundir crueles rumores y desairar a la chica, animando a sus amigas a que hicieran lo mismo, con la esperanza de que Harume languideciera y perdiera la salud y la belleza. Pero la estratagema fracasó. Harume le cayó en gracia a la dama Keisho-in, que la promovió ante el sogún como su mejor candidata para un heredero. Llena de odio hacia su rival, deseándole la muerte, Ichiteru había recurrido a medios más expeditivos. Aun así, nada surtió efecto.

Entonces, dos meses atrás, Ichiteru había notado que Harume no comía; en el comedor se limitaba a juguetear con los alimentos. Su piel perdió la lozanía. Tres mañanas seguidas la descubrió vomitando en el lavabo. El peor temor de Ichiteru se hacía realidad: su rival estaba embarazada. Ichiteru se desesperó. Tenía que evitar que Harume la venciera en su empeño común por convertirse en madre del próximo dictador. No podía limitarse a esperar de brazos cruzados a que la criatura fuese niña o no sobreviviera. No quería pasar el resto de su vida como funcionaria de palacio explotada, y ningún hombre con el que valiera la pena casarse aceptaría por esposa a una concubina fracasada. Tampoco quería volver a Kioto en desgracia. Con los ánimos redoblados, buscó un modo de destruir a su rival.

Harume había secundado imprudentemente los designios de Ichiteru al no informar de su condición. Quizá, en su infantil ignorancia, no lo reconocía como embarazo. Siempre atenta, Ichiteru la espió y le vio robar de la cesta donde las mujeres tiraban los paños ensangrentados. Se figuró que se los ponía para que el doctor Kitano no descubriera que su periodo se había interrumpido. A lo mejor pensaba que estaba enferma y que la desterrarían del castillo si alguien se enteraba. Pero también se le ocurría una explicación mejor: el niño no era de Tokugawa Tsunayoshi. Ichiteru la había visto escabullirse durante las excursiones fuera del castillo de Edo. ¿Temía que la castigaran por verse con otro hombre? Fisgando en la habitación de su rival en busca de pruebas acerca de su identidad, había descubierto un lujoso frasco de tinta y una carta del caballero Miyagi. Pero, fuera cual fuese la razón de la reserva de Harume, a Ichiteru le dio la oportunidad de albergar esperanzas y de conspirar.

Y ahora Harume estaba muerta. Y como ninguna de las otras concubinas sabía excitar lo bastante al sogún, Ichiteru recuperó su lugar como acompañante femenina preferida. Disponía de otra oportunidad para darle un heredero antes de retirarse. Restaba un problema: tenía que convencer al sosakan-sama de que ella no era la culpable del asesinato de Harume. Tenía que vivir para recoger los frutos de trece años de trabajo.

De golpe Tokugawa Tsunayoshi se reblandeció en su interior. Se derrumbó sobre el futón con un grito de consternación.

– Ah, querida, me temo que no puedo continuar.

Ichiteru se sentó sobre sus talones, a punto de llorar de desengaño y frustración, pero ocultó sus emociones.

– Lo siento, mi señor -dijo contrita-. ¿Tal vez si os ayudara…?

El sogún descartó la posibilidad con un gesto, se tapó con la manta y cerró los ojos.

– En otra ocasión. Ahora estoy demasiado cansado para intentarlo.

– Sí, excelencia.

Ichiteru se levantó y alisó sus alborotadas vestiduras. Al cruzar la habitación, su resolución se reforzó en su fuero interno como pedernal en los huesos y el corazón. La próxima vez triunfaría. Y hasta tener asegurado su futuro, debía cerciorarse de que su crimen jamás saliera a la luz.

Se deslizó por la puerta y la cerró tras de sí. El recuerdo y la necesidad coincidieron en su cabeza con la repentina precisión de un resorte. Sonrió con malévola inspiración. Sabía el modo exacto de evitar la calamidad de unos cargos de asesinato y mejorar de posición.

19

Tras unas pocas horas de sueño y un desayuno a base de pescado y arroz, Sano salió de su mansión a primera hora de la mañana del día siguiente. Dentro Reiko aún dormía; los criados limpiaban el desorden de su despacho. El cuerpo de detectives había dejado recado de que Kushida estaba a buen recaudo en su domicilio familiar. Hirata ya había dejado el castillo de Edo para verificar alguna pista sobre el mercader ambulante de drogas antes de completar su entrevista con la dama Ichiteru. Y Sano iba a viajar atrás en el tiempo.

Una niebla otoñal había llegado del río al amparo de la noche. Una bruma blanca velaba la ciudad y escondía las colinas lejanas y los baluartes superiores del castillo de Edo. El sol era un círculo pálido que flotaba en un mar de leche. Mientras Sano se encaminaba hacia el palacio, los centinelas de patrulla emergían de la niebla sólo para volver a desaparecer en ella. Los muros de piedra de los pasajes rezumaban humedad que luego hacía resbaladizos los caminos. Los débiles gritos de los cuervos en lo alto y los tambores que convocaban a los espectadores a un torneo de sumo sonaban amortiguados, como si tuvieran que atravesar una malla de algodón. El olor a piedras, hojas y tierra mojadas humedecía las vaharadas de carbón. En esos días en que se difuminaban los nítidos contornos de la realidad, el mundo espiritual presentaba para Sano una consistencia casi palpable. La senda fantasmal hacia su pasado lo llamaba. ¿Qué mejor momento que aquél para seguirla hasta las verdades ocultas sobre el asesinato de la dama Harume?

Encontró a Chizuru en su despacho, una minúscula habitación del Interior Grande. De la pared colgaban placas de madera con los nombres de las funcionarias y criadas de servicio. Una ventana dominaba el patio del lavadero, donde las doncellas hervían la ropa de cama sucia en tinajas humeantes. El áspero olor de la lejía se colaba por la celosía. Chizuru, vestida con su uniforme gris, estaba de rodillas tras su escritorio y revisaba los libros de contabilidad doméstica.

– Señora Chizuru, ¿puedo hablaros un momento? -preguntó Sano desde el umbral.

– Sí, por supuesto.

La otoshiyori dejó a un lado su trabajo e indicó a Sano que se sentara frente a ella. Después cruzó las manos y esperó con un rictus impasible en su cara masculina.

– ¿Qué podéis contarme de los orígenes de la dama Harume? -preguntó Sano.

Creía de un modo instintivo que la vida de la concubina ofrecería indicios valiosos sobre su muerte. De dónde venía y quién había sido eran preguntas cuya respuesta podía arrojar más luz sobre el crimen que los testigos, sospechosos y pruebas que tenía hasta el momento.

– Los expedientes de la casa de su excelencia son confidenciales -dijo Chizuru tras unos instantes de vacilación-. Necesito un permiso especial para conceder cualquier detalle.

– Puedo obtener permiso del sogún y volver más tarde -señaló Sano. Aunque lo irritaban las trabas de Chizuru, respetaba su adhesión a las reglas: si más gente las obedeciera, habría menos delincuencia-. Podríais ahorrarnos quebraderos de cabeza a los dos y contármelo ahora. ¿Y qué importancia tiene la confidencialidad ahora que Harume ha muerto?

– Muy bien -concedió la señora Chizuru bajando los ojos por un momento-. La dama Harume nació en Fukagawa. Su madre se llama Manzana Azul; es un ave nocturna.

Aquél era el eufemismo poético con el que se designaba a las prostitutas sin permiso, que ofrecían sus servicios a los clientes que no podían permitirse las costosas cortesanas legales de Yoshiwara. No era de extrañar que Harume se hubiera sentido desplazada entre las mujeres, por lo general de alta cuna, del Interior Grande. Confidencial o no, la información personal acababa saliendo a relucir. ¿Alguien, la dama Ichiteru sobre todo, se había tomado la presencia de Harume lo bastante mal para matarla? Era de esperar que Hirata lo descubriese ese mismo día.

– ¿Cómo eligieron a Harume para concubina? -preguntó Sano.

– El bakufu decidió que la variedad iría en beneficio de la sucesión de los Tokugawa -respondió Chizuru.

Es decir, que cuando las damas de sangre samurái o noble fallaban a la hora de concebir un heredero, bien valía la pena probar con una campesina, interpretó Sano. Y Harume había logrado quedarse embarazada, aunque la paternidad de la criatura estaba por determinar.

– ¿Qué hay del padre de Harume? -inquirió Sano.

– Es Jimba, de Bakurocho. Tal vez lo conozcáis.

– Así es.

El hombre era un conocido vendedor de caballos que proveía los establos de los Tokugawa y muchos poderosos clanes daimio, y Sano le había comprado monturas.

– Los enviados del sogún toparon con Harume cuando andaban a la busca de nuevas concubinas -prosiguió Chizuru-. Tenía una hermosa figura, algo de educación y modales correctos. Parecía prometedora y la trajeron al castillo. Eso es todo lo que dice el expediente de Harume.

Más adelante Sano visitaría a los padres de la concubina muerta para averiguar más cosas sobre ella. Pero, de momento, quizá la escena del crimen revelaría secretos todavía por descubrir.

– Quisiera echar otro vistazo en la habitación de la dama Harume. ¿Siguen ahí sus cosas?

Chizuru asintió.

– Sí. Han fregado el suelo, pero por lo demás está todo igual que cuando murió; todavía no he tenido oportunidad de enviar sus pertenencias a la familia. Y sus antiguas compañeras de habitación se han mudado a otras dependencias. La habitación está vacía. Venid.

Se levantó y guió a Sano a través del Interior Grande, que se iba despertando poco a poco. Oficiales y guardias de palacio hacían sus rondas matutinas. Las doncellas desfilaban por los pasillos con bandejas de té y aguamaniles. Tras las paredes de papel se oía el frufrú de las sábanas y un murmullo de voces femeninas somnolientas. El ambiente estaba viciado con un olor a sueño y perfume rancio. Pero el pasillo que daba a la habitación de la dama Harume estaba desierto. Sano dio las gracias a Chizuru, corrió la puerta y se encerró en el interior de la celda. Se quedó quieto unos instantes, mirando alrededor, absorbiendo impresiones.

Las persianas de listones dejaban pasar la brumosa luz del día por la ventana. El mobiliario seguía tal cual. Pero, bajo el olor a jabón, Sano detectaba la persistente mácula de la sangre y el vómito. En su cabeza veía a Harume tumbada en el suelo, horripilante en su muerte antinatural. Parecía que su espíritu infectase el aire. A pesar de no haberla conocido, Sano tuvo una repentina y vívida imagen de la chica cuando vivía: vivaz, de ojos brillantes y risa alegre cuyo eco llegaba a través de la distancia que la separaba del otro mundo. Le recorrió un escalofrío, como si hubiera visto un fantasma.

Sano abandonó su fantasía y empezó un registro sistemático de cofres y armarios. En su pasada visita se había preocupado ante todo de encontrar el veneno. En aquella ocasión, al examinar las pertenencias de la dama Harume, se preguntaba: ¿quién era? ¿Quiénes eran sus amigas? ¿Qué era importante para ella? ¿Qué rasgos de personalidad tenía, qué había hecho que pudiera inspirar un asesinato?

Examinó con mayor detenimiento los quimonos que sólo había estudiado por encima la última vez, extendiéndolos sobre el suelo. Dos eran de algodón, muy arrugados, sin trazas de que se los hubiera puesto recientemente; lo más probable es que los hubiera llevado consigo al castillo y los hubiese dejado de lado a favor de los seis caros modelos de seda que debía de haber recibido como concubina. Toas las prendas tenían en común cierta extravagancia de color y diseño, una falta de elegancia. Sano contempló el ejemplo más chocante del gusto de Harume: una pieza de verano cuyos estridentes lirios amarillos y verdes hiedras parecían vibrar contra un fondo naranja brillante.

El cofre de acero contenía un montón de papeles atados por un cordel deshilachado. Sano los hojeó con la esperanza de encontrar cartas personales, pero no eran más que antiguos programas de teatro kabuki y noticieros ilustrados de los que pregonaban los vendedores de Edo. También había un amuleto de la buena suerte del templo de Hakka en Asakusa: una oración impresa en papel barato. En los cajones, Sano descubrió polvos para la cara, carmín, perfume, fajas chillonas y ornamentos florales para el pelo; naipes, baratijas y una vieja muñeca de madera con el pelo de estopa: probablemente un juguete de su infancia. Sano suspiró, frustrado. Allí no había nada que indicase que Harume hubiera sido otra cosa que una joven normal y corriente sin inquietudes intelectuales ni relaciones especiales. ¿Por qué alguien habría querido matar a semejante nulidad?

Tal vez la teoría del magistrado Ueda era la correcta y el objetivo real del asesino había sido el bebé nonato y el linaje de los Tokugawa. A menos que los padres de Harume aportasen indicios novedosos, la investigación de sus orígenes era un callejón sin salida.

Entonces, cuando devolvía los objetos a su armario, recogió una bolsa de seda azul con peonías blancas bordadas y un cordón rojo. Dentro había un bulto. Sano abrió la bolsa y sacó un cuadrado doblado de muselina cruda. Lo desdobló con curiosidad. Contenía un mechón de pelo negro y tres uñas, al parecer arrancadas enteras de una mano, con piel muerta en los bordes. Sano torció la boca, asqueado. No recordaba que al cadáver de Harume le faltara ninguna uña, y seguro que el doctor Ito lo hubiese descubierto durante el reconocimiento. ¿De dónde había sacado Harume las espeluznantes reliquias, y con qué objeto?

Se le ocurrió una posible respuesta, pero parecía incongruente, y no veía cómo su hallazgo se relacionaba con el asesinato. Volvió a envolver las uñas y el pelo en la muselina y los metió en la bolsa, que se guardó en la que él llevaba a la cintura para su posterior examen. Después emprendió una nueva inspección del resto de pertenencias de la dama Harume. ¿Qué más pruebas se habría saltado?

Cuando doblaba el quimono naranja con lirios y hiedra, la manga derecha crujió a su contacto. Parte del dobladillo de la manga estaba más rígida que el resto. La desdobló y descubrió que había hilos sueltos en el lugar donde habían cortado las puntadas. Sintió una punzada de emoción. Metió la mano en el dobladillo y sacó un pliego de papel fino. Los minúsculos pétalos rosas incrustados en el papel le conferían un aire femenino, al igual que el leve aroma a perfume y la caligrafía de trazos finos que cubría una de las caras. Sano acercó la carta a la ventana y leyó:

No me quieres. Por mucho que intente creer lo contrario, ya no puedo negarme a ver la verdad. Sonríes y me dices lo que quiero oír por la obediencia que me debes. Pero, cuando te toco, tu cuerpo se enerva de disgusto. Cuando nos vemos, asoma a tus ojos una mirada distante, como si prefirieras estar en cualquier otra parte. Cuando hablo, en realidad no me escuchas.

¿Hay alguien que te importe más que yo? ¡Ay! Mi espíritu enferma de celos. Pero debo saberlo: ¿quién ha capturado tu afecto?

A veces siento ganas de arrojarme a tus pies y suplicar por tu amor. Otras quisiera pegarte por denegar el deseo de mi alma. ¡Pobre de mí! Si me hiciese el haraquiri, no tendría que sobrellevar esta agonía.

Pero no quiero morir. Lo que en verdad quiero es verte sufrir tanto como yo. Podría apuñalarte y observar cómo te desangras. Podría envenenarte y deleitarme con tu agonía. Cuando implores misericordia, sólo me reiré y te diré.- «¡Así me has hecho sentir!›

Si me niegas tu amor, ¡te mataré!

La carta no llevaba ni fecha ni encabezamiento, pero la firma parecía saltar de la página y llenar el campo visual de Sano. Le sobrevino el pavor como el peso frío y denso de una intensa nevada caída en Edo varios inviernos atrás, que había hundido tejados y bloqueado calles. La carta estaba escrita por la dama Keisho-in.

Aquella nueva pista daba un giro diferente y peligroso al caso. Sano vio lo equivocado que había estado al creer que había evaluado con precisión las implicaciones de la investigación. Allí tenía una prueba de que la relación de la madre del sogún con Harume había ido más allá de la propia entre señora y sirvienta. Durante la entrevista con Keisho-in, sus muestras de cariño maternal por Harume habían sido pura farsa. Sano había tomado a la anciana por estúpida, cuando en realidad lo había burlado al disimular su furia destructiva hacia la concubina. Keisho-in se unía al muestrario de sospechosos del asesinato.

La carta establecía su móvil con sus propias palabras manuscritas. Como regenta del Interior Grande, disponía de acceso a las habitaciones de todas las mujeres, y de espías que la tenían al corriente de todos los aspectos de sus vidas. Pudo haber visto el frasco de tinta cuando llegó al castillo de Edo, leer la carta que lo acompañaba y reconocer la oportunidad perfecta para matar a Harume y que culparan a otro del asesinato. Tenía criadas para enviarlas a buscar venenos extraños, y riquezas suficientes para comprarlos. Entre aquellos factores y la carta, Sano tenía pruebas suficientes para justificar una investigación concienzuda de la dama Keisho-in, y tal vez incluso una acusación de asesinato contra ella.

Veía un motivo más por el que la dama Keisho-in podría haber deseado la muerte de Harume, una razón más poderosa incluso que el amor rencoroso. Keisho-in tenía que estar enterada del embarazo de Harume, que para ella presentaba ramificaciones especiales. En comparación, los argumentos en contra del teniente Kushida, los Miyagi y la dama Ichiteru perdían importancia. Pero la prueba que Sano tenía en las manos poseía el potencial amenazador de una espada de doble filo. Abría una nueva línea de investigación susceptible de aportar la verdad sobre el asesinato de la dama Harume y ahorrarle a Sano la pena de muerte por fracasar en la resolución del caso. Pero seguir aquel rastro podía acarrearle la ruina.

No quería ni pensar en lo que podía pasar, y deseaba no haber encontrado la carta. ¡Ojalá hubiese limitado su atención a los sospechosos e indicios previos, y jamás se hubiese enterado del desdichado romance entre Keisho-in y Harume! Tal vez fuera inocente. Omitiéndola de la investigación, podía salvarse. Empezó a rasgar la carta en dos.

Pero el honor le impedía rehuir la verdad. Había que servir a la justicia, incluso al precio de la propia vida. Sano dobló la carta a regañadientes y se la guardó en la bolsa junto con las uñas y el mechón de pelo. Retrasaría cuanto estuviera en su mano el estudio del documento. Pero, tarde o temprano, a menos que encontrara pruebas concluyentes en contra del teniente Kushida, la dama Ichiteru, los Miyagi o cualquier otro, tendría que vérselas con él.

20

Un escuadrón de samuráis a caballo avanzaba al paso por un camino a las afueras occidentales de Edo. La divisa de la triple malva real de los Tokugawa decoraba el paramento de las monturas, los estandartes que pendían de las astas acopladas a las espaldas de los jinetes y el enorme palanquín negro que los seguía, cuyas ventanillas abiertas enmarcaban dos rostros.

La dama Keisho-in, con su papada balanceándose al ritmo de las zancadas de los porteadores, contemplaba el paisaje.

– ¡Qué hermoso! -exclamó, admirando el follaje escarlata y oro de los bosques y las colinas neblinosas de más allá. Su cara empolvada y coloreada de carmín exhibía una sonrisa llena de huecos-. Ardo en deseos de ver el emplazamiento de las futuras perreras de los Tokugawa. ¿Ya llegamos?

El hombre sentado frente a ella en la silla de manos la observaba. Tenía un hermoso perfil, de frente alta, nariz larga, ojos de pesados párpados y los labios gruesos y curvados de una estatua de Buda. Su cráneo rapado acentuaba los bien cincelados huesos de su cabeza. A sus cuarenta y dos años, Ryuko llevaba diez como compañero y guía espiritual de la dama Keisho-in. Su relación con ella lo convertía en el sacerdote de más alto rango de Japón, así como en consejero indirecto de Tokugawa Tsunayoshi. Ryuko era quien había sugerido aquella excursión, al igual que otros muchos ardides anteriores. A pesar del frío y la humedad, la dama Keisho-in había accedido, como solía hacer. La había convencido de que debía inspeccionar el edificio de las perreras, un proyecto especial de los dos.

Pero Ryuko albergaba un motivo más personal. Las perreras no estarían finalizadas hasta pasados varios años y, en cualquier caso, su construcción no precisaba de la ayuda de la dama Keisho-in. Ryuko tenía asuntos importantes que tratar con ella, lejos del castillo de Edo y de sus muchos espías. El futuro de la dama -y, por ende, el suyo- podía depender del resultado de la investigación del asesinato de la dama Harume. Debían proteger sus intereses comunes.

– Pronto llegaremos -dijo Ryuko, mientras la arropaba mejor con las mantas. Calentó sus sarmentosas manos de vieja con las suyas y murmuró, más para él que para ella-: Paciencia.

Keisho-in aceptó las atenciones de Ryuko con regocijo. Al cabo de un rato, el palanquín dobló una curva del camino, y Ryuko ordenó a los hombres que se detuvieran. Ayudó a salir a la dama Keisho-in y le pasó por los hombros una capa acolchada. Hacia el este, los campos se prolongaban hasta una aldea de cabañas de juncos; detrás, la ciudad, invisible bajo un denso manto de niebla, se extendía hasta el río Sumida. Al oeste del camino, una gran extensión de bosque había sido reducida a un erial de tocones mellados. Los leñadores seguían talando árboles, y el eco de sus hachas resonaba entre las colinas. Los campesinos serraban los troncos y se llevaban a rastras las ramas, bajo las órdenes de los capataces samurái. Un equipo de arquitectos consultaba los planos trazados sobre enormes hojas de papel. El aire estaba cargado del olor dulce y acre del serrín mojado. La dama Keisho-in se quedó boquiabierta de asombro.

– ¡Qué maravilla!

Se apoyó en el brazo de Ryuko, salió del camino y se contoneó con afectación hacia el lugar de las obras.

Cuando los peones se arrodillaron e hicieron reverencias a su paso y los arquitectos se acercaron para presentar sus respetos, Ryuko indicó a todo el mundo que volviera al trabajo. Quería que el ruido enmascarara su conversación. Pero antes, la visita guiada, para cumplir con el propósito aparente de la expedición.

– Aquí estará la entrada principal, con estatuas de perros a las puertas -indicó Ryuko mientras conducía a la dama Keisho-in hacia el extremo oriental del claro. Poco a poco la paseó por todo el terreno-. Aquí habrá salas que albergarán jaulas suficientes para veinte mil perros. Las paredes estarán decoradas con cuadros de bosques y campos, para que los animales se sientan como si estuvieran al aire libre.

– ¡Perfecto! -exclamó la dama Keisho-in, con los ojos muy abiertos-. Ya me lo imagino todo.

Durante la visita, Ryuko dividió su concentración en dos partes, según un arraigado hábito. Con la más amplia se concentraba en la dama Keisho-in, en busca de indicios de que empezara a sentir frío o cansancio, anticipando su necesidad de halagos. Dado que su fortuna dependía de su relación, no podía permitirse contrariarla. Con el resto de su cerebro se observaba a sí mismo y supervisaba su actuación. Veía a un esbelto hombre santo con modestas sandalias de madera y un grueso manto de seda marrón sobre la túnica azafrán. Su mirada poseía una intensidad sabia y penetrante que había ensayado ante el espejo hasta que llegó a ser natural. Sus ademanes eran dignos; su voz, elegante y cultivada. No quedaba ni rastro de sus orígenes humildes.

Huérfano a los ocho años, Ryuko había llegado a Edo en busca de fortuna. Halló cobijo en el templo de Zojo, donde los sacerdotes lo habían alimentado, refugiado, vestido y educado. A los quince años había hecho los votos religiosos. Sin embargo, sus trágicas experiencias de juventud lo habían dotado de dos rasgos contradictorios que le impedían sentirse realizado con su vocación.

Ryuko odiaba la pobreza con toda la pasión abrasadora de su alma. Jamás olvidaría los rigores de la vida del campesino, el trabajo de sol a sol en los campos, la falta de comida y de esperanzas de una existencia mejor. Como joven sacerdote, Ryuko había trabajado sin descanso para aliviar los sufrimientos de los pobres de Edo. Solicitó donaciones y las repartió entre los necesitados. Su trabajo financiaba la atención a los huérfanos del templo de Zojo. Pronto se ganó una reputación de hombre de carácter desinteresado y misericordioso. Los menesterosos lo veneraban; sus superiores lo colmaban de alabanzas por mejorar la imagen de la secta. Mas otro anhelo movía a Ryuko. También recordaba cuando se postraba en el suelo al paso del daimio local. El caballero Kuroda y sus vasallos montaban caballos con magníficas gualdrapas. Tenían la cara rechoncha de la comida obtenida con el sudor de los campesinos. Pegaban a quien no lograse alcanzar su cuota de la cosecha. ¡Cómo los odiaba Ryuko! Y cómo envidiaba su riqueza y poder. Quería ser como ellos, en vez de un pobre campesino.

Aquel deseo creció durante sus primeros años como sacerdote. En Zojo -templo familiar del clan Tokugawa- tuvo todas las oportunidades del mundo para observar el esplendor que podía comprar el dinero. Budista devoto, Ryuko deseaba la iluminación espiritual que lo liberara de aquellas cuitas mundanas. Oró con mayor ahínco; redobló su tarea caritativa. Empleó su don natural para la política y trepó en el escalafón del templo. Sin embargo, todavía ansiaba más riqueza y poder.

Entonces conoció a la dama Keisho-in.

– Y esto será la sala de audiencias de su excelencia cuando visite las perreras -le dijo a su protectora.

– ¡Espléndido! -La dama Keisho-in se regocijó y dio vueltas con excitación de niña-. La benevolencia de mi hijo convencerá a la fortuna de que le dé un heredero. Queridísimo Ryuko, ¡qué sabio fuiste al recomendar la construcción de las perreras!

Cuando, después de demasiados años, Tsunayoshi seguía sin descendencia, éste había empezado a preocuparse por la sucesión de los Tokugawa. Ni él ni sus consejeros veían con buenos ojos la idea de designar a un familiar como siguiente dictador y ceder el poder a una rama distinta del clan. De ahí que la dama Keisho-in acudiese a Ryuko en busca de ayuda. Por medio de la oración y la meditación, había descubierto una solución mística para el problema. Tokugawa Tsunayoshi debía ganarse el derecho a un heredero expiando los pecados de sus ancestros mediante algún acto de generosidad. Puesto que había nacido en el año del perro, ¿qué mejor gesto que otorgar su protección a esos animales?

Por consejo de Ryuko, la dama Keisho-in había persuadido a Tokugawa Tsunayoshi de que proclamara los Edictos de Protección a los Perros, que favorecían la meta de Ryuko de fomentar el bienestar de los animales de acuerdo con la tradición budista. Cuando esta medida no produjo los resultados deseados por el sogún, Ryuko propuso un acto más drástico: el embellecimiento de la perrera. Se recaudaron fondos procedentes de varios daimio; los mejores carpinteros de Edo construirían la estructura. Ryuko estaba seguro de que el afortunado nacimiento de un heredero Tokugawa sería inminente, lo cual reforzaría la influencia de Keisho-in sobre Tsunayoshi, y por tanto la suya propia. Pero eso sería en el futuro. En el presente lo que Ryuko quería era asegurarse de que vivieran para verlo.

– Venid a descansar, mi señora. -Sentó a su protectora en un tocón, lejos de los escoltas que los esperaban-. Podemos observar los trabajos de la obra y disfrutar de un poco de conversación antes de volver al castillo.

La dama Keisho-in se acomodó con un resoplido de alivio.

– Ah, qué bien. Eres tan considerado, querido. Y bien, ¿de qué podemos hablar?

Ryuko estudió su familiar semblante y aspiró su habitual olor a perfume, a humo de tabaco y a edad provecta. Llevaban tanto tiempo juntos… Había memorizado sus necesidades, sus hábitos, sus preferencias, toda la información esencial para conservar su favor. Pero ¿hasta qué punto conocía de verdad a la mujer más poderosa de Japón? Con una nostalgia agudizada por los peligros del momento, recordó el día en que se habían conocido.

Tokugawa Tsunayoshi acababa de acceder al cargo de sogún, y la dama Keisho-in había acudido al templo de Zojo a orar por un largo y próspero mandato para su hijo. Vio a Ryuko entre los sacerdotes congregados para rendir homenaje a la madre de su señor. Su fea y avejentada cara adquirió una expresión de deleitoso desconcierto, una reacción que Ryuko suscitaba a menudo entre las fieles que admiraban a los sacerdotes guapos. Detuvo su procesión hacia la sala del templo y le pidió que se presentara. Se había encaprichado con él, como le pasaba con otros jóvenes que satisfacían su necesidad de compañía y de sexo. Lo convirtió en su guía espiritual privado y lo trasladó del templo de Zojo a unos aposentos en el castillo de Edo para que ella pudiera disponer de su consejo siempre que fuera necesario. La dama Keisho-in los colmó de regalos a él y a su orden religiosa. El complejo del templo creció en magnificencia; sus habitantes prosperaron. Keisho-in seguía al pie de la letra las recomendaciones de Ryuko, a menudo convenciendo al sogún para que hiciera lo mismo. El dinero salía a espuertas de las arcas de los Tokugawa para financiar filiales del templo y obras de caridad. A Ryuko, la relación con una mujer fea que le llevaba veinte años le parecía un precio muy bajo.

Ni amaba ni deseaba a su señora, pero fomentaba su antojo por él. Renunció a su vida monástica y se convirtió en su amante. Aguantaba sus cambios de humor y sus exigencias; halagaba su vanidad. Por debajo del desprecio que le inspiraba su estupidez, una profunda sensación de camaradería lo unía a la dama Keisho-in. Los dos eran plebeyos que habían ascendido a alturas impensables. Y le estaba realmente agradecido por haberle conferido todo lo que necesitaba: riqueza y poder; realización espiritual y la oportunidad de hacer el bien.

Con este acuerdo mutuamente satisfactorio habían pasado una década juntos. Ryuko esperaba que aquel estado de cosas se prolongase de forma indefinida. Keisho-in, saludable para tratarse de una anciana, no parecía en peligro de muerte inminente. Tokugawa Tsunayoshi era lo bastante joven para ejercer de sogún muchos años más, cosa que probablemente haría si no surgía un heredero. Pero después del asesinato de la dama Harume, el futuro parecía incierto. Ryuko sabía lo rápido que las fortunas podían ascender y caer en el bakufu; en ocasiones, un mero rumor bastaba para destruir una vida. Las pesquisas del sosakan-sama suponían una grave amenaza para la dama Keisho-in. Y la amenaza tenía tentáculos, como un pulpo, que podían estirarse y estrangular a cualquiera de sus allegados, incluyendo a Ryuko.

– Mis fuentes me cuentan que el sosakan Sano se está esforzando a conciencia en la investigación del asesinato de la dama Harume -dijo Ryuko, entrando con cautela en materia. Tenía que ser muy cuidadoso al manejar a la dama Keisho-in-. Hay detectives por todo el Interior Grande. Hirata tiene pistas sobre la fuente del veneno. El teniente Kushida está bajo arresto, pero todavía no ha sido acusado de asesinato. Parece que Sano no busca una salida fácil. Más bien está confirmando su reputación de buscar la verdad sin atender a las consecuencias.

Ryuko hizo una pausa. Y, dado que Keisho-in rara vez respondía a las insinuaciones sutiles, añadió una advertencia más clara:

– Bajo estas circunstancias uno debería tomar precauciones.

– Oh, sí, Sano es un detective estupendo -dijo la dama Keisho-in, ajena al mensaje-. Y me gusta el joven Hirata. Creo que yo también le gusto. -Soltó una risilla.

Podía ser tan frívola, ¡incluso en un momento como ése! Ryuko ocultó su impaciencia.

– Mi señora, la investigación de Sano podría revelar información perjudicial para… mucha gente. Nadie está a salvo de su escrutinio.

– Dices las cosas de un modo que no puedo entender -protestó Keisho-in-. ¿De qué estás hablando? ¿Quién está en peligro?

Su falta de luces lo obligaba al discurso llano.

– Vos, mi señora -dijo Ryuko a regañadientes.

– ¿Yo? -Los ojos legañosos de Keisho-in se abrieron de sorpresa. Estaba claro que no había pensado cómo podía afectarla la investigación. Después sonrió y le dio unas palmaditas a Ryuko en el brazo-. Agradezco tu preocupación, querido, pero no tengo nada que temer de Sano ni de ningún otro.

Ryuko estudió confuso su cándido semblante. Después de todos aquellos años se consideraba un experto en leerle el pensamiento, pero en ese momento era incapaz de distinguir si le decía la verdad.

– Vuestra relación con la dama Harume era…, digamos…, menos que inocente -le recordó.

Ella soltó una alegre carcajada que dio paso aun ataque de tos, y Ryuko tuvo que golpearle la espalda antes de que pudiera continuar.

– ¡Ay, querido, eres tan mojigato! ¿Qué más da que Harume y yo disfrutáramos de vez en cuando de un poco de diversión en la cama? ¡Seguro que nadie va a pensar que tiene algo que ver con el asesinato!

El sosakan Sano podía considerarlo relevante, si llegaba a enterarse. Los chismorreos se extendían como la pólvora en el Interior Grande, y Ryuko temía que a alguien se le escapara algo con uno de los detectives de Sano.

– No hay nada de lo que preocuparse, querido -dijo Keisho-in.

¿Quería decir que lo había arreglado todo tan bien que Sano jamás se enteraría de nada que pudiera perjudicarla? Ryuko no confiaba en que su patrona hubiese sido capaz de conseguir algo así: lo normal era que dependiera de él para la gestión de los asuntos delicados. Ansiaba plantearle a Keisho-in unas cuantas preguntas directas sobre Harume, pero el cauto político que llevaba dentro en realidad no quería oír las respuestas. Si el sosakan Sano la acusaba de asesinato, la única defensa de Ryuko contra los cargos de conspiración sería la falta de información comprometedora. De modo que se limitó a resolver la cuestión de la mutua supervivencia.

– Le concedisteis al sosakan Sano acceso al Interior Grande sin consultármelo -dijo Ryuko-. Un tanto imprudente, tal vez. Recomiendo tomar medidas para bloquear sus indagaciones.

Con una mueca de irritación, Keisho-in descartó la sugerencia, en una nueva muestra de sus muchas contradicciones.

– Deja de hablar con acertijos, querido. Que Sano indague todo lo que quiera. ¿A mí qué más me da? -Hinchó el pecho en señal de superioridad moral-. No soy ninguna asesina. Soy inocente.

¿De verdad?, pensó Ryuko. Keisho-in tenía un historial de enamoramientos locos de hombres y mujeres más jóvenes, como Harume, que irremisiblemente se quedaban cortos al satisfacer su inmensa necesidad de adoración. Cuando los romances terminaban, la dama Keisho-in era presa de una furia histérica. Normalmente, Ryuko la aplacaba engatusándola o bien ella se distraía con una nueva aventura. Pero, en ocasiones, Keisho-in se volvía vengativa. Concretamente, a Ryuko lo obsesionaban dos episodios.

En uno la afectada había sido una concubina llamada Melocotón; en el otro, un guardia de palacio. Ambos habían desaparecido como por encanto del castillo de Edo después de defraudar a la dama Keisho-in. Los confidentes de Ryuko lo habían informado de que su señora había formulado quejas sobre sus amantes al alto mando militar de los Tokugawa. Sin embargo, nadie parecía saber adónde habían ido a parar Melocotón y el guardia, ni si estaban vivos o muertos. Ryuko suponía que la dama Keisho-in había ordenado su muerte. Si Sano llegaba a enterarse de aquello, pensaría que había dispuesto una venganza similar para la dama Harume. Ryuko tenía que conseguir que ella viera el peligro en que incurría al dar su visto bueno a la investigación.

– Harume pasaba un tiempo considerable en la alcoba de su excelencia -dijo-. ¿Y si se hubiese quedado embarazada?

– Eso es lo que quería mi hijo, y yo también -replicó perpleja. Miró en derredor, hacia el claro donde los arquitectos deliberaban afanosos, y los leñadores serraban-. ¿Por qué si no lo habría instado a hacer todo esto?

A Ryuko se le ocurría otro motivo para que hubiera abogado por la perrera. Demostrar misericordia hacia los perros le traería buena suerte a Tokugawa Tsunayoshi, pero el sogún tenía que poner algo de su parte para engendrar un hijo. ¿Fomentaba la dama Keisho-in las acciones espirituales con la esperanza de que descuidara las físicas?

– Permitidme expresarlo de otro modo. -Caminando de un lado a otro, Ryuko hizo acopio de la poca paciencia que le quedaba-. ¿Qué creéis que os sucedería si naciese un heredero?

La dama Keisho-in rompió a reír.

– Sería la abuela más feliz del mundo.

Acunó en sus brazos a un bebé imaginario y empezó a arrullarlo.

¿Era tan inocente como parecía? Todo matrimonio albergaba secretos, y su unión, se le ocurrió a Ryuko, no era una excepción. Obligado a hablar a las claras, dijo:

– Si la dama Harume le hubiese dado un heredero a su excelencia, se habría convertido en su consorte oficial. Habría ocupado vuestro puesto como primera dama de Japón.

– Eso no sería más que una formalidad. -La dama Keisho-in se cruzó de brazos, de pronto altiva y molesta-. Yo soy la madre de Tsunayoshi. No hay mujer que pueda ocupar mi lugar en su afecto. El depende de mi consejo. ¡Vamos, no podría gobernar el país sin mí!

– A vuestro hijo no lo complacen las responsabilidades de ser sogún -dijo Ryuko, evitando la cuestión de si Tokugawa Tsunayoshi gobernaba en realidad el país-. Le gustaría más volcarse en la religión o el teatro. -«O en los jovencitos», pensó Ryuko sin llegar a decirlo. La dama Keisho-in se negaba a admitir la preferencia de su hijo por el amor masculino-. Con el nacimiento de un heredero, la sucesión habría quedado garantizada. Su excelencia podría haberse valido de ello como excusa para abdicar de su dignidad y nombrar a un consejo de regentes que dirigieran el gobierno hasta la mayoría de edad del chico.

Esa predicción sobre el comportamiento del sogún era compartida por muchos miembros astutos del bakufu, pero los rasgos de la dama Keisho-in se juntaron en un mohín de testarudez.

– ¡Eso es ridículo! Mi hijo es un caudillo abnegado. No se retirará hasta que la muerte se lo lleve de este mundo. Y no necesita un consejo para llevar el gobierno mientras tenga a su madre a su lado. Me quiere y confía en mí.

Sin embargo, Tokugawa Tsunayoshi también confiaba en Sano; Ryuko había observado cómo la influencia del sosakan crecía con cada día que pasaba. Incluso el más leve indicio de sospecha podía poner en peligro la relación de Keisho-in con el sogún, que temía y aborrecía la violencia. Si llegaba a pensar que su madre podía ser una asesina, tal vez le diera la espalda y buscara otra mujer que hiciera las veces de madre y confidente; probablemente la dama Ichiteru. La taimada concubina había recuperado su favor tras la muerte de Harume; ya había engendrado dos hijos, si bien nacieron muertos; y era seguro que aprovecharía la coyuntura para mejorar su posición.

¿Y qué pasaría entonces con Ryuko?

– Os lo ruego, mi señora -insistió-. Suponed por un momento que hubiera un heredero y que vuestro hijo se retirase. ¿Quién dispondría de mayor influencia sobre el consejo regente? ¿Vos, la madre del antiguo sogún retirado, o la madre del próximo?

La voz meliflua de Ryuko se tornó áspera con la agitación; se inclinó sobre Keisho-in y la cogió de las manos.

– Si Harume no hubiese muerto, podríais haber perdido vuestra posición como dirigente del Interior Grande, vuestros privilegios, vuestro poder. El sosakan Sano se dará cuenta de ello tarde o temprano, si es que no se lo ha imaginado ya. ¡Os arriesgáis a ser su principal sospechosa!

Al otro lado del claro, un roble enorme cayó al suelo con estrépito. Sus ramas oscilaron y crujieron: los estertores de un gigante. Los campesinos empezaron a serrar y acarrear el cadáver del árbol. Mientras la dama Keisho-in lo observaba, su rostro adquirió una expresión astuta y calculadora que Ryuko nunca había visto con anterioridad. Parecía verdaderamente inteligente. Ryuko sintió la mano gélida de la consternación en sus entrañas. ¿Por fin se daba cuenta de lo precario de su situación? ¿O siempre lo había sabido?

La dama Keisho-in alzó lentamente la vista hacia Ryuko. De un tirón, le indicó que se pusiera de rodillas hasta que sus caras casi se tocaron. De la suya había desaparecido todo rastro de afable estupidez.

– Dime, querido -dijo taladrándolo con la mirada-. ¿Te preocupa tanto la investigación del asesinato por mí o por ti? ¿Te has metido en algún lío?

Las palabras, emitidas en una nube hedionda de aliento a tabaco y dientes podridos, flotaron sobre Ryuko. El estupor lo desorientaba. Le vino a la mente un campo de batalla tras la guerra, el olor de la carroña transportado por el viento. A pesar de todos sus desvelos por la causa de la caridad y la difusión de la espiritualidad, en su vida se habían producido incidentes que manifestaban su codicia, su ambición y su crueldad. ¿Y si Sano los descubría? Seguramente sospecharía que Ryuko había asesinado a Harume por Keisho-in, para protegerla a ella y, al mismo tiempo, su posición. Pero, a la vez que se imaginaba ante el verdugo, el artero político que llevaba dentro veía un modo de aprovechar la situación en beneficio propio.

– Sí, mi señora -dijo, inclinando la cabeza como si realizase una confesión vergonzosa. No era mentira. Había ideado y ejecutado complots concebidos para secundar sus intereses y los de Keisho-in, con o sin su aprobación. Se preguntaba cuánto sabría o supondría ella sobre él, y hasta qué punto su mala memoria la habría permitido olvidar cosas que habían hecho juntos. Si lo acusaban del asesinato de la dama Harume, ¿lo sacrificaría Keisho-in para salvarse ella?-. Temo que el sosakan Sano descubra lo que he hecho.

Para su gran alegría, Keisho-in reaccionó exactamente del modo que había esperado. Lo envolvió en un abrazo asfixiante y declaró:

– No me importa si has hecho algo malo, sobre todo si lo hiciste por mí. Te quiero y te apoyaré. -Ryuko escondió una sonrisa contra el pecho de Keisho-in. Que creyera o fingiese creer que él había matado a Harume, si eso era lo que hacía falta para asegurar su complicidad. Desde ese momento iban a estar los dos a salvo de las acusaciones de asesinato y traición-. ¡Mientras yo viva, nadie te tocará un pelo!

La dama Keisho-in le dio unas palmaditas en el cráneo rapado y se rió de su propio chiste.

– Tengo frío -dijo después-, y este tocón me está haciendo daño en el trasero. Volvamos al castillo. Cuando lleguemos, me encargaré del sosakan Sano. Tú dime lo que tengo que hacer. No tienes que preocuparte por nada, mi queridísimo Ryuko.

21

Sano desembarcó de la balsa que lo había transportado desde la otra orilla del río Sumida hasta Fukagawa, lugar de nacimiento de la dama Harume. Situado en la desembocadura del río, donde vertía sus aguas en la bahía de Edo, aquel arrabal se alzaba sobre antiguas marismas sepultadas por montones enormes de basura urbana y tierra excavada durante la construcción de los canales. Tras el gran incendio, muchos ciudadanos se habían trasladado allí para empezar de nuevo sus vidas. Sin embargo, Fukagawa estaba expuesto a los azares de su ubicación geográfica. Inundaciones, tifones y mareas altas ocasionaban grandes catástrofes. Con razón se consideraba que la zona traía mala suerte. Allí la dama Harume había dado el malaventurado inicio a una vida destinada a acabar dieciocho años después con su asesinato.

De camino hacia el centro de la población, Sano pasó por delante de almacenes que olían a madera de pino, aceite de sésamo y hoshika, un fertilizante hecho a base de sardinas. El humo de los hornos de sal de los estuarios del sur oscurecía la vista de Edo en la ribera de enfrente. El aire frío saturaba de humedad los pulmones. Un bullicioso distrito comercial bordeaba la avenida principal que llevaba al santuario de Tomioka Hachiman. En él estaba el Oka Basho, un barrio ilegal de mala reputación donde se prostituían las «aves nocturnas». Abundaban los salones de té y las tabernas, así como los excelentes restaurantes de marisco de Fukagawa.

Al oír que las campanas de los templos anunciaban el mediodía, Sano se dio cuenta de que tenía hambre. Entró en el Hirasei, un famoso restaurante situado justo enfrente de la puerta de torii del santuario. Comió un variado de sushi con verduras, arroz y trucha a la parrilla. Después llamó al propietario.

– Busco a una mujer llamada Manzana Azul. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?

El dueño sacudió la cabeza.

– No conozco a nadie con ese nombre. Probad en los salones de té.

Eso hizo, con decepcionantes resultados: nadie había oído hablar nunca de Manzana Azul; nadie conocía a la dama Harume, si no era como víctima de un asesinato muy sonado. Sano se encaminó hacia el santuario de Hachiman. Su grandioso techo de tejas de cobre se cernía sobre las calles como un colosal casco de samurái; sus altos muros de piedra cobijaban el templo de Etai, cuyos sacerdotes registraban el censo de todos los habitantes del distrito. Si alguien podía llevar a Sano hasta Manzana Azul eran ellos.

– Su auténtico nombre era Yasuko -dijo el viejo sacerdote.

El y Sano se encontraban en el cementerio del templo de Etai, donde por fin había localizado a la madre de la dama Harume. Su lápida de piedra cubierta de musgo yacía en el área reservada a los indigentes. Ninguna flor adornaba aquellas tumbas. La hierba alta ocultaba los senderos raramente recorridos por visitantes. En el lugar se respiraba un aire de desolación sórdida y helada. Temblando bajo la capa, Sano escuchaba los recuerdos que el sacerdote tenía de Manzana Azul, muerta hacía doce años.

– Llegó en busca de asilo durante las inundaciones, y la recuerdo por su particular situación. La mayoría de las «aves nocturnas» no tienen a nadie que cuide de ellas. Sus clientes suelen ser pobres y sobre todo extranjeros más que habituales. Pero Yasuko era hermosa y estaba muy solicitada. Su nombre de profesión se debía al antojo azulado y con forma de manzana de su muñeca. Era una criatura confiada que a menudo se tatuaba el nombre de su amante de turno. Cuando preparé su cuerpo para la cremación encontré caracteres entintados entre sus dedos de las manos y de los pies.

Y su ejemplo había conducido a su hija Harume a la muerte.

– Yasuko se ganó el afecto de Jimba de Bakurocho cuando éste llegó a Fukagawa por asuntos de negocios -prosiguió el sacerdote-. Cuando nació la niña le enviaba dinero de forma regular. Entonces Manzana Azul enfermó. Perdió su belleza y, con ella, sus mejores clientes. Sirvió a antiguos criminales, incluso a algún eta para ganarse el arroz. Cuando murió me traje a la niña, que tenía seis años, a nuestro orfanato. Después me puse en contacto con Jimba. El se la llevó consigo a Bakurocho.

El sacerdote suspiró.

– A menudo me he preguntado qué fue de ella.

Cuando Sano se lo explicó, su rostro amable se ensombreció de pesar.

– Qué tragedia. Aun así, tal vez Harume disfrutó de una vida mejor y más larga que si se hubiera quedado en Fukagawa para ser un «ave nocturna» como su madre.

Sano jamás se había parado a pensar en las pocas ocupaciones disponibles para las mujeres. En aquel momento, con alarmante claridad, fue consciente de la estrecha gama de posibilidades de sus vidas: esposa, criada, monja, concubina, prostituta, mendiga. Había honor -y era posible que felicidad- en el matrimonio y la maternidad, pero ni siquiera esas alternativas abrían las puertas a la independencia, la erudición, las artes marciales, la aventura o los logros que hacían que la vida valiera la pena para los hombres. Pensó con inquietud en Reiko, luchando por sobrepasar los confines de la cultura japonesa, y en sus esfuerzos por contenerla. Los hombres establecían las reglas. Él mismo formaba parte de un sistema que había decretado la limitada existencia de su esposa.

Y de la dama Harume.

No era aquélla una reflexión exactamente agradable. Le dio las gracias al sacerdote y salió del templo. Aunque lamentaba el tiempo perdido en aquel viaje, no podía evitar sentir que había aprendido algo importante para el caso, y también para su agitado matrimonio.

El distrito de Bakurocho estaba al noroeste del castillo de Edo, entre el barrio mercantil de Nihonbashi y el río Kanda. Fue feria de caballos incluso antes de la fundación de la capital de los Tokugawa, y suministraba monturas a los treinta mil samuráis de Edo. Sano cabalgó por calles embarradas, entre criadores de caballos que arreaban a sus mercancías. Aquellas bestias lanudas y multicolores habían viajado desde los remotos pastos del norte para acabar siendo vendidas en los establos de los comerciantes de Bakurocho. En una regia mansión habitaban los administradores de los Tokugawa, que cuidaban de las tierras del sogún. Las rústicas tabernas acogían a los funcionarios de provincias que estaban de paso por la ciudad para comprar caballos o hacer negocios con los administradores. El famoso campo de tiro con arco servía de tapadera para un burdel ilegal. Bajos edificios de madera albergaban puestos de comidas, salones de té, un taller de guarnicionero y una herrería donde hombres fornidos martilleaban herraduras. Los porteadores acarreaban balas de heno mientras los barrenderos eta recogían estiércol. Sano giró por la tienda de un fabricante de bardas y desmontó frente a los establos de Jimba, cuya puerta estaba adornada con el emblema de un caballo al galope. Un asistente salió corriendo e hizo una reverencia.

– Buenos días, sosakan-sama. ¿Buscáis una montura nueva?

– He venido a ver a Jimba -anunció Sano.

– Por supuesto. Pasad.

El asistente cogió las riendas de su caballo y abrió la marcha hacia el interior del complejo de establos más grande de Bakurocho. La hermosa mansión familiar de los Jimba estaba coronada por varios tejados a dos aguas; tenía dos pisos de prístinas paredes de yeso blanco, ventanas de celosía y balcones con barandilla; las dependencias del servicio estaban al fondo. «A un mundo de distancia del suburbio de Fukagawa que viera nacer a Harume», pensó Sano. ¿Le habría resultado difícil adaptarse? Frente a la mansión se extendía el picadero. A su alrededor había muñecos de paja colgados de postes. A través de las puertas abiertas de las caballerizas se veía a los mozos que cepillaban a los animales. El asistente condujo a Sano a un compartimento donde tres samuráis contemplaban un semental gris rodado. Un hombre corpulento vestido con un quimono marrón y pantalones anchos lo sostenía por la cabeza.

– Se ve que está sano por el estado de su boca -dijo Jimba separando los labios para mostrar la enorme dentadura. Sus gruesos dedos se movían con la soltura que da la práctica. Cuando Sano se acercó, alzó la vista; su cara se iluminó al reconocerlo-. Ah, sosakan-sama. Me alegro de volver a veros.

A sus más de cuarenta años, Jimba parecía tan vigoroso como sus animales. Su cuello, como una gruesa y nervuda columna, soportaba su cabeza cuadrada. Su pelo, peinado hacia atrás desde las entradas y trenzado en la nuca, tan sólo presentaba unas pocas hebras canosas. Sano no discernía en sus rasgos toscos y su tez morena ningún parecido con la dama Harume.

Jimba sonrió, enseñando tres incisivos rotos: un recordatorio permanente de que una vez un caballo había podido con él.

– Felicidades por vuestro matrimonio. ¿Listo para ampliar vuestro clan? Ja, ja. ¿Qué puedo hacer por vos? -Dejó al asistente a cargo del cierre de la venta y acompañó a Sano por las hileras de compartimentos-. ¿Un buen caballo de carreras, tal vez? Para impresionar a vuestros amigos del castillo de Edo. Ja, ja.

A Sano nunca le había gustado el obsequioso comerciante ni sus familiaridades, pero compraba en su establecimiento por lo mismo que los otros samuráis acomodados: entendía de caballos. Siempre escogía animales fuertes y sanos a los que entrenaba para que fueran monturas rápidas y fiables. Daba buen género por un precio razonable y nunca trataba de hacer pasar un caballo del montón por un pura sangre.

– Mi visita se debe a tu hija -dijo Sano-. Como responsable de la investigación de su muerte, es mi deber hacerte algunas preguntas. Pero antes, te ruego que me permitas expresarte mis condolencias.

Jimba se acercó enfurecido a la valla que delimitaba el picadero y le dio un puñetazo, maldiciendo entre dientes. Su habitual expresión jovial dio paso al enojo mientras contemplaba a un trío de mozos que preparaban a un caballo para un paseo de prueba con guarnición de batalla completa. Fijaron una silla de madera a su lomo y engancharon la brida. Sano, que ya había sido testigo del dolor colérico de los padres de la víctima de un asesinato, dijo:

– Haré todo lo posible por entregar el asesino de Harume a la justicia.

Jimba rechazó las palabras de Sano con un gesto de la mano.

– Vaya una cosa. Ella se ha ido y nada va a devolvérmela. En esa chica derroché diez años de dinero y trabajo duro. Cuando murió la madre, la saqué de Fukagawa y la crié yo mismo. Le puse ropa bonita, contraté a tutores para que le enseñaran música, caligrafía y modales. Percibí su potencial, ¿sabéis?; conozco a las hembras, ya sean yeguas o mujeres. Ja, ja. -Jimba sonrió con orgullo-. Harume era la más guapa de mis tres hijas. Creció muy bien, para el gusto de los hombres, si me entendéis. Salió a la madre. Era mi mejor oportunidad de acercarme a los Tokugawa.

Sano escuchó consternado el insensible panegírico del comerciante. Era obvio que Harume había sido para él no tanto el bienvenido legado de un romance condenado al fracaso como otro ejemplar de ganado al que entrenar y vender.

En el picadero, los mozos cubrieron al caballo con una barda y una testera de acero en forma de cabeza de dragón rugiente. Dos samuráis ayudaron al cliente a ponerse la coracina, las grebas y el casco.

– El verano pasado vinieron a comprar caballos dos de los asistentes personales del sogún -continuó Jimba-. Comentaron que buscaban concubinas para su excelencia. Le dije a Harume que les hiciera una demostración de lo bien que sabía hablar, cantar y tocar el samisén. Se la llevaron al castillo de Edo, ¡y me pagaron cinco mil koban!

»Organicé una fiesta para celebrarlo. Harume tenía cualidades de buena reproductora, y si resultaba que en la cama se parecía en algo a su madre, bien podía darle un heredero a su excelencia. Aunque él sienta preferencia por los chicos, ja, ja. Ya me veía de abuelo del próximo sogún.

«Y con la riqueza, el poder y los privilegios que eso conlleva», pensó Sano. La codicia de Jimba le repugnaba. Pero el tratante de caballos no hacía sino seguir el ejemplo de muchos otros japoneses: mejorar su posición por medio de un enlace con los Tokugawa. ¿Acaso el magistrado Ueda no había casado a su hija Reiko con Sano con el mismo objetivo en mente? En aquella sociedad, las mujeres eran los bienes muebles de las ambiciones de los hombres. Reiko era inteligente y aguerrida, pero la gente siempre iba a medir su valor por su rango y su fertilidad. Sano empezaba por fin a comprender su frustración. Aun así, después de la noche anterior, esperaba más que nunca que Reiko acatase sus órdenes y se quedara a salvo en casa.

– Y ahora Harume está muerta. Ya no recuperaré mi inversión -dijo Jimba con expresión taciturna; se hundió sobre la valla. Después se volvió hacia Sano con un destello especulador en los ojos entrecerrados-. Ahora que lo pienso, tal vez me vaya bien que atrapéis al que mató a mi hija. ¡Le exigiré que me compense por mis pérdidas!

Sano ocultó la aversión que le inspiraba la actitud mercenaria del vendedor.

– Quizá puedas ayudarme a encontrar al asesino. -Después explicó el motivo de su visita-. ¿Cómo era Harume?

Cuando Jimba empezó a describirle su apariencia física, lo interrumpió:

– No, me refiero al tipo de persona que era.

– Como cualquier otra chica, supongo. -Jimba parecía sorprendido ante la idea de que Harume poseyera algún atributo aparte de los físicos. Después, mientras observaba a los mozos que aupaban al samurái a la grupa del caballo, sonrió al evocar algo-. Cuando la traje daba pena verla. No entendía que su madre ya no estuviera, ni por qué la separaba de todo lo que conocía. Y echaba de menos a sus amigos, los pilluelos callejeros de Fukagawa. No llegó a encajar del todo aquí.

»Yo nunca le había hablado a mi esposa de Manzana Azul, ¿sabéis? -añadió con una risilla maliciosa-. Y entonces, de repente, allí estaba la niña. Se puso hecha una fiera. Y mis otras hijas estaban celosas de la atención que le prestaba a Harume. Se burlaban de ella por ser hija de una puta. Sus únicas amigas eran las criadas. Las consideraba de su clase, supongo. Pero eso lo atajé de raíz. Quería apartarla de gente de baja estofa que pudiera rebajarla a su nivel. Y cuando cumplió once años, más o menos, empezaron a rondarla los chicos. Los atraía como una potra en celo, ja, ja. Era la viva imagen de su madre.

La nostalgia suavizó los rasgos de Jimba: tal vez, a su manera, había amado a Manzana Azul. Al fin y al cabo, había mantenido a su hija y la había adoptado, cuando otro hombre podría haberles dado la espalda.

– Harume empezó a escaparse de casa por las noches. Tuve que contratar a una carabina para que no la dejara preñada ningún campesino. Cuando cumplió los catorce, ya recibía propuestas de matrimonio de mercaderes ricos. Pero yo sabía que podía llegar más lejos.

Sano se imaginó la solitaria infancia de la concubina y la compadeció. Había pasado de ser una marginada en el Bakurocho a una situación similar en el Interior Grande. De joven había hallado solaz en la compañía de sus admiradores masculinos. Al parecer había seguido el mismo patrón durante sus meses en el castillo de Edo. ¿Se había solapado su pasado con su vida reciente de algún otro modo?

– Esos campesinos que conocía Harume -dijo Sano-, ¿se mantuvo en contacto con alguno de ellos después de trasladarse al castillo?

Quería saber si le había confiado secretos a sus antiguos compañeros. También quería encontrar nuevos móviles y sospechosos para su asesinato, a ser posible que no estuvieran relacionados con los Tokugawa.

– No se me ocurre cómo, allí encerrada un día detrás de otro. Incluso cuando salían, los hombres del sogún vigilaban bastante de cerca a las concubinas.

A pesar de ello, Harume se las había ingeniado para escabullirse y verse con el caballero Miyagi. Pero un campesino no habría tenido acceso al frasco de tinta. Aquella vía de la investigación parecía un callejón sin salida.

– ¿Habíais visto o sabido algo de vuestra hija últimamente? -preguntó Sano.

El rostro del tratante de caballos adoptó una expresión de incomodidad.

– Eh…, sí. Me llegó un mensaje de Harume hará unos tres meses. Me suplicaba que la sacara de Edo. Tenía miedo. Al parecer, alguien la había tomado con ella; no recuerdo las palabras exactas. En cualquier caso, creía que le podía pasar algo malo si no se marchaba de inmediato.

A Sano se le aceleró el pulso.

– ¿Decía de quién estaba asustada?

Jimba parpadeó varias veces; se le agarrotaron los músculos de la garganta. De modo que albergaba sentimientos hacia la hija a la que había utilizado para perseguir sus ambiciones. Para darle tiempo para recobrar la compostura, Sano desvió la vista hacia el jinete samurái que daba vueltas al trote por el picadero. Al verlo blandir una lanza, Sano pensó en el teniente Kushida. Si lo culpaba a él del asesinato, complacería al sogún y pondría punto final a la investigación. Pero al seguir al esquivo fantasma de Harume hacia el pasado, Sano había dejado atrás las soluciones fáciles.

– No -se lamentó Jimba por fin-. Harume no daba el nombre de la persona que la amenazaba. Yo pensé que tenía añoranza, o que no le gustaba acostarse con el sogún, y que se había inventado una historia para que la rescatase. A veces cuesta un poco que una potra se acostumbre a un establo nuevo. Ja, ja. -Su risa era lúgubre-. No quería devolver el dinero ni pedirle al sogún que la dejara marchar. Su excelencia se habría ofendido. ¿Jamás lograría otro negocio con los Tokugawa! Y la gente sabría que la culpa había sido de Harume. ¿Cómo iba a encontrarle un marido? ¡Se habría convertido para siempre en una carga para mí! -La voz del tratante se alzó en un lloriqueo defensivo-. Así que no respondí al mensaje. No me molesté en tratar de averiguar si de verdad alguien estaba intentando hacerle daño a Harume. Pensé que, si no le hacía caso, cumpliría su deber sin rechistar.

– ¿Guardasteis el mensaje? ¿Puedo verlo?

– No estaba escrito. Me lo dio de palabra un mensajero del castillo.

Sano le preguntó por el mensajero.

– No me dio su nombre. No recuerdo qué pinta tenía.

El castillo de Edo tenía varios centenares de mensajeros, como bien sabía Sano. Encontrar a aquél en concreto podía resultar difícil, sobre todo si Harume, por discreción, lo había convencido de que le hiciera el favor de transmitir sus palabras verbalmente en vez de por carta y mediante los canales oficiales, donde quedaría registrado el mensaje.

– ¿Estaba presente alguien más cuando llegó el mensaje? -preguntó Sano.

– No. Y tampoco se lo conté a nadie, porque no quería que la gente pensara que Harume estaba causando problemas. Después, cuando murió, me daba demasiada vergüenza que alguien se enterase de que había estado en peligro y yo había hecho oídos sordos.

Aunque Sano pondría a sus detectives a buscar al mensajero, su única esperanza radicaba en que su memoria fuese mejor que la de Jimba.

– Soy el responsable de la muerte de mi hija -se lamentó Jimba, cruzando los brazos por encima de la valla y sepultando en ellos la cabeza-. Si tan sólo me hubiese tomado en serio sus temores, podría haberla salvado.

Un sollozo le estranguló la voz. Sano contuvo sus ansias de censurar al vendedor por no hacer caso de la petición de socorro de su hija y adoptó un tono tranquilizador.

– No podías saber lo que iba pasar.

Jimba alzó una cabeza abotargada de lágrimas y furia.

– ¡Qué estúpido soy! -Se golpeaba la cabeza con los puños-. ¡Me dan ganas de matarme! Adiestré y crié a esa niña. Era un ejemplar soberbio. A través de ella podría haberme unido al clan Tokugawa. Tendría que haber ido al bakufu a pedirles que averiguaran lo que iba mal en el Interior Grande y se ocuparan de mi problema. Pero no, fui incapaz de proteger mi inversión. ¡Idiota, idiota!

Sano lo dejó lamentarse sin ofrecer más muestras de simpatía. Jimba se había buscado su propia suerte, y Sano tenía sus propios problemas, y graves.

El samurái galopaba en torno al picadero. Serpenteaba entre las hileras de blancos y los alanceaba. En el aire flotaban partículas de paja. Por último, el jinete asió las riendas y detuvo al caballo junto a sus espectadores.

– Es una buena bestia -dijo-. Me la llevo.

De repente el caballo corcoveó. El jinete salió disparado por encima de su cabeza y se estrelló contra el suelo. Sus camaradas corrieron en su ayuda y los mozos aferraron las riendas. El caballo coceaba, daba tirones y trataba de morderles las manos. Jimba saltó la valla y corrió hacia su postrado cliente.

– Es que hoy el caballo está un poco asustadizo -explicó-. En cuanto conozca a su dueño, se portará bien.

«Incluso una criatura domada se rebela de vez en cuando contra una vida de disciplina», pensó Sano. Jimba había amansado el salvajismo de Harume, pero ella no se había dejado controlar del todo. Sano opinaba que el mensaje enviado a Jimba no había sido una simple artimaña. Se había labrado un enemigo que tenía el poder, la oportunidad y el temperamento para hacer daño a una concubina del sogún. De todos los sospechosos, ¿quién respondía mejor al perfil?

Bajo la faja de Sano, la carta de la dama Keisho-in ardía como una lengua de fuego. Ella regía el Interior Grande y disfrutaba del amor del sogún. Con la ayuda de sus aliados dentro del régimen Tokugawa, podía haber dispuesto con facilidad el asesinato, al igual que una intentona previa de envenenamiento y una daga arrojada por un asesino a sueldo entre la multitud.

Y las revelaciones de Jimba venían a reforzar las sospechas sobre ella. ¿Debía Sano acusar a la dama Keisho-in de asesinato y exponerse a un grave peligro?

22

El papel que Hirata tenía en la mano rezaba:

PLAN DEL INTERROGATORIO

1. Determinar los auténticos sentimientos de la dama Ichiteru hacia Harume.

2. Descubrir si la dama Ichiteru estaba presente en el ataque con daga y en el supuesto intento previo de envenenamiento.

3. ¿Ha comprado veneno alguna vez la dama Ichiteru?

4. ¿Estuvo la dama Ichiteru en la habitación de Harume después de la llegada del frasco de tinta y la carta del caballero Miyagi?

5. Revisar la declaración de la dama Ichiteru haciéndole las mismas preguntas a Midori.

Al cruzar el puente de Ryogoku, Hirata repartía su atención entre la maniobra de su caballo a través de un grupo de porteadores que acarreaban madera de los almacenes de Honjo y el estudio del plan para su segunda entrevista con la dama Ichiteru. Repasó entre dientes las notas garrapateadas al margen: «Interrogar a la sospechosa en el castillo de Edo, no en el teatro», «No dejar que la sospechosa esquive preguntas», «Si la sospechosa hace comentarios obscenos, ordenarle que pare», «No pensar en el sexo mientras se interroga a la sospechosa», «¡Sobre todo, no dejarse tocar por la sospechosa!».

Para llenar una gran laguna en el terreno de la investigación del asesinato tenía que sonsacarle a la dama Ichiteru la información relevante. Tenía que enmendar su desliz antes de que Sano lo descubriera y perdiera la confianza en él. Quería reconstruir la imagen de buen detective que antes tenía de sí mismo. Y necesitaba desesperadamente compensar los decepcionantes resultados de sus otras pesquisas.

El día anterior el cuerpo de detectives no había logrado localizar ni la toxina de flecha, ni al esquivo mercachifle de drogas, Choyei. Aquella mañana Hirata los había enviado a interrogar a sus contactos en los bajos fondos de Edo. Había hecho una nueva visita a la jefatura, para nada. Al parecer había pocas esperanzas de resolver el caso rastreando el veneno. Sano no creía que el teniente Kushida fuese culpable. El fracaso acarrearía un severo castigo. Tal vez todo dependiera de cómo Hirata llevase la entrevista con la dama Ichiteru.

Había pasado una noche horrorosa, alternando vívidos sueños eróticos con ella con rachas en vela de recriminación. ¡Qué tonto había sido al dejar que lo engañara! Después de capturar al teniente Kushida, había abandonado toda intención de dormir y había formulado su plan para la entrevista. Su idea era seguir primero con la búsqueda de Choyei mientras memorizaba el plan y reforzaba su entereza para resistirse a los encantos de la dama Ichiteru.

Pero, en el mismo momento en que se guardaba el papel bajo la faja para consultarlo más adelante, ya la anhelaba. En su memoria oía su voz suave y ronca, sentía el calor de su mirada seductora y el contacto incitante de su mano. De inmediato sintió un sofoco arrollador. Y, por debajo de su excitación, experimentaba la vergonzosa conciencia de su inferioridad social, la impotencia de su deseo.

– ¡Cuidado, maestro!

La advertencia, proferida por un transeúnte, arrancó a Hirata de sus cavilaciones. Alzó la vista y vio que había dejado atrás el final del puente. Su caballo deambulaba por la calle arrollando las mercaderías expuestas por los vendedores ambulantes. Frenó sin dilación a su montura.

– Disculpad -dijo, cada vez más preocupado por la próxima entrevista. ¿Cómo iba a obtener la verdad de la dama Ichiteru si con sólo pensar en ella su concentración se iba al traste?

Cuando llegó al barrio de ocio de Ryogoku Hongo Muko descubrió que la animación no se resentía del tiempo desapacible. Una compañía teatral improvisaba sainetes en la calle ante un público nutrido y escandaloso; el negocio iba viento en popa en restaurantes y salones de té. Pero la Casa de los Monstruos estaba cerrada, el escenario vacío y las puertas correderas echadas. Fuera, un cartel rezaba: «HOY NO HABRÁ REPRESENTACIÓN.» A Hirata se le cayó el alma a los pies. Si la Rata andaba recorriendo la ciudad, podía no regresar en horas, incluso días. Adiós a las pistas sobre el traficante de drogas.

Al volver grupas hada el puente, avistó una figura conocida entre los que buscaban entretenimiento. Era el coloso calvo que ejercía de guardaespaldas de la Rata y recogía el dinero de las entradas para el espectáculo. Iba paralelo al cortafuego, dejando atrás garitos de juego y espectáculos de curiosidades. Hirata lo siguió. Quizá el gigante pudiera decirle dónde estaba la Rata.

El coloso desapareció por el hueco que había entre la casa de fieras y el puesto de fideos. Una pandilla de borrachos dando tumbos le cortó el paso a Hirata, y cuando llegó al hueco ya no había ni rastro del gigante. Desmontó y ató su caballo a un poste. Se adentró en el angosto pasaje, que apestaba a orina y llevaba a un callejón que recorría la parte de atrás de los edificios. Salían rugidos de la casa de fieras y vapor de las cocinas; los perros callejeros rebuscaban por los cubos de basura. Aparte de ellos, el callejón estaba desierto.

Hirata pasó corriendo por delante de las puertas traseras cerradas de los establecimientos. Entonces oyó voces: el acento pueblerino de la Rata y la voz apagada de alguien más. Procedían de la trastienda de un salón de té. Atisbó entre los barrotes de la ventana.

Las paredes de la habitación estaban atestadas de botellas de loza para el sake. La Rata, arrodillada en el suelo de espaldas a Hirata, asentía con la cabeza a las palabras de la mujer que tenía delante, con el cabello y el cuerpo ocultos por una capa. A la tenue luz que entraba por la ventana, Hirata apenas alcanzaba a distinguirle la cara: fea y ya mayor, con los dientes ennegrecidos.

– El trato será beneficioso para los dos -dijo ella en voz baja y con tono de súplica-. Mi familia tendrá paz, y vuestro negocio prosperará.

– De acuerdo. Quinientos koban, y es mi última palabra -respondió la Rata.

La mujer agachó la cabeza.

– Muy bien. Si me acompañáis, lo recogeremos ahora.

Hirata ya había visto antes a la Rata enfrascada en aquel tipo de negociaciones y se imaginaba lo que se estaba cociendo. Levantó la mano para llamar a la puerta. Entonces, algo en el aire le advirtió de la presencia de otra persona en el callejón. Se volvió con rapidez. Unas manos fuertes lo aferraron por los hombros y lo levantaron del suelo. Se encontró cara a cara con el gigante de la Rata.

– He venido a ver a tu amo -explicó Hirata mientras se debatía entre sus brazos de acero-. ¡Suéltame!

El gigante sonrió con malevolencia. Hirata recordó consternado que era sordomudo. Con gran estrépito arrojó a Hirata contra la pared. El detective desenvainó su espada. En aquel momento, se abrió la puerta con un chirrido.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó la Rata. Al ver a Hirata dispuesto a enzarzarse con su sirviente, salió corriendo-. ¡Detente, Kyojin!

El gigante emitió unos gritos entrecortados y señaló la ventana, tratando de explicar que había pillado a Hirata espiando.

– Es policía -dijo la Rata con exagerados movimientos de labios y gesticulando en lo que parecía una forma privada de lenguaje de signos-. ¡Déjalo antes de que te mate y me arreste!

El coloso se retiró resentido. Hirata se tranquilizó y enfundó la espada.

– Qué alegría volver a veros tan pronto -le dijo la Rata con una falsa sonrisa-. ¿Qué puedo hacer hoy por vos?

– ¿Has encontrado a Choyei, el vendedor de drogas?

La Rata echó un vistazo nervioso a la puerta abierta y se atusó el bigote.

– Ahora no tengo tiempo de hablar; estoy en mitad de otro asunto.

Reparó en algo en la trastienda del salón de té y salió disparado, para luego volver a salir entre maldiciones.

– Se ha ido; se habrá escabullido por la otra salida. -Después, se encogió de hombros y confirmó las sospechas de Hirata-. Qué le vamos a hacer. Ya volverá. Quiere venderme a su hijo deforme para mi espectáculo de monstruos. El pobre nació sin pies. ¿Quién más va a quererlo? En fin, ¿qué me decíais?

– El vendedor de drogas -apuntó Hirata.

– Ah. -Los ojillos maliciosos de la Rata brillaron por entre la maraña de pelo largo y revuelto-. Me temo que no he podido encontrarlo. Lo siento.

– Pero si sólo ha pasado un día -protestó Hirata-. Tampoco puedes haber buscado mucho.

– La Rata tiene ojos y oídos por todo Edo. Si no han dado con Choyei a estas alturas, o se ha ido de la ciudad o no ha estado nunca en ella.

Hirata pensó que si su mejor informador era incapaz de encontrar la posible fuente del veneno, entonces esa pista no le llevaba a ningún sitio. Su decepción se trocó en ira.

– Te pagué una buena cantidad -dijo agarrando a la Rata por el cuello del quimono. El gigantón se acercó-. ¿Estás incumpliendo nuestro trato?

– ¡Quieto, Kyojin! Oh, no. ¡En absoluto! – La Rata metió la mano con rapidez en la bolsa que llevaba a la cintura y sacó un puñado de monedas, que entregó a Hirata-. Aquí tenéis. Un reembolso completo, con mis disculpas.

La suspicacia exacerbó la furia de Hirata al meterse las monedas en su bolsa. ¿Desde cuándo se había desprendido la Rata de dinero por voluntad propia?

– ¿Intentas tomarme el pelo? -Sacudió al dueño de la Casa de los Monstruos hasta hacerle menear la cabeza-. ¿Te ha comprado Choyei?

– ¡No, no! ¡De verdad!

La Rata forcejeó. El gigante agarró a Hirata. Siguió una pelea a tres bandas. Al final Hirata cejó y lo soltó.

– Si descubro que me has mentido, acabarás arrestado. Y en la cárcel. ¡Y apaleado!

Subrayó cada una de las amenazas con un puñetazo en el pecho de la Rata. Después se fue airado por el callejón para recuperar su caballo.

Había llegado el momento de vérselas con la dama Ichiteru.

Para cuando llegó al castillo de Edo, se encontraba ya casi enfermo de ansia de ver de nuevo a la concubina. A medida que atravesaba la puerta principal, notaba la piel calenturienta, las manos temblorosas; la desazón evocaba excitación sexual. Se dio cuenta de que, en aquel estado, no podía hablar con la dama Ichiteru a solas y pasó por la mansión de Sano a recoger a dos detectives para que lo acompañaran. Su presencia garantizaría que se ajustara al plan y que la concubina se comportase con corrección. Pero justo cuando Hirata y los detectives salían de los barracones, se les acercó un criado.

– Llegó esto cuando no estabais, mi señor -dijo mientras le ofrecía un pequeño estuche laqueado para pergaminos.

Hirata lo cogió y sacó una carta. La leyó con el corazón en un puño.

Dispongo de información de vital importancia sobre el asesinato de la dama Harume. Es fundamental que hable con vos, pero no hoy, ni aquí en el castillo de Edo. Que las personas inadecuadas oyeran lo que debo comunicaros pondría en peligro mi vida. Os ruego que os encontréis conmigo mañana a la hora de la oveja en el lugar que más abajo se indica.

Os ruego que vengáis a solas.

El placer con el que anhelo volver a veros escapa de lo corriente.

La dama Ichiteru

La misiva iba acompañada de un mapa con indicaciones escritas con la misma letra elegante y femenina del mensaje. El cremoso papel de arroz blanco poseía la suavidad de la piel femenina. Humedecido por las manos súbitamente sudorosas de Hirata, despedía el aroma del perfume de la dama Ichiteru. Se lo apretó contra la cara sin pensar. Las evocaciones eróticas del olor le hicieron olvidar los sinsabores de su jornada. ¡La dama Ichiteru quería volver a verlo! ¿Acaso su despedida no daba a entender que compartía sus sentimientos? Se animó y rompió a reír.

– ¿Hirata-san? ¿Qué hacéis?

Alzó la vista y vio a los detectives, que lo miraban con preocupación.

– Nada -dijo mientras metía a toda prisa la carta en el estuche.

– ¿Iremos ahora a visitar a la dama Ichiteru? -le preguntó uno de los hombres.

Todos los instintos policiales de Hirata lo conminaban a ajustarse al plan que había ideado y a no dejar que lo manipulase una sospechosa de asesinato. «Algo trama», decía su voz interior. Pero Hirata no podía poner en peligro a la dama Ichiteru, obligarla a darle pruebas estando al alcance de los oídos de posibles espías. Y suspiraba por explorar el potencial de su relación con ella, fuera de los confines del castillo, libres de las restricciones del deber y la prudencia.

– No -dijo por fin-. Voy a posponer la entrevista hasta mañana.

Después ya decidiría si aceptaba la invitación de la dama Ichiteru. En su fuero interno, siete años de experiencia como detective clamaban una advertencia: «Destituido.»

23

Cuando Hirata y Sano atravesaron el jardín, el recinto interior del palacio se encontraba extrañamente vacío, incluso para ser una fría tarde de otoño. Los cerezos alzaban sus ramas desnudas y negras contra un cielo de color ceniza; la humedad brillaba en las superficies de las piedras; las hojas muertas alfombraban la hierba. Un solitario guardia de patrulla hacía la ronda. Aprovechando el momento de intimidad previo a informar al sogún, Sano compartió con Hirata los resultados de sus pesquisas y le dio la carta hallada en la habitación de la dama Harume.

Hirata la leyó y silbó entre dientes.

– ¿Se la mostraréis al sogún?

– ¿Tengo alguna alternativa? -respondió Sano en tono sombrío mientras volvía a guardársela bajo la faja.

El guardia apostado a la puerta del palacio se dirigió a ellos:

– Su excelencia celebra una sesión extraordinaria de emergencia con el Consejo de Ancianos. Esperan vuestro informe en la Gran Sala de Audiencias.

El desaliento se apoderó de Sano como una marea de hielo. Las reuniones del Consejo eran una indefectible fuente de problemas para él. Deseaba poder posponer su informe y las inevitables repercusiones, pero no parecía haber ninguna oportunidad de aplazamiento. Con Hirata a su lado, avanzó por los pasillos del palacio. Los centinelas abrieron unas enormes puertas dobles con grabados de malcaradas deidades custodias.

Del artesonado del techo pendían faroles encendidos. Tokugawa Tsunayoshi estaba arrodillado en la tarima. Un mural dorado con un paisaje resaltaba sus vestimentas ceremoniales negras. El chambelán Yanagisawa ocupaba su lugar habitual a la derecha del sogún, en el más alto de los dos niveles del suelo. junto a él y a la misma altura, los cinco ancianos se repartían en dos filas enfrentadas, en ángulo recto respecto de su señor. Sin embargo, los secretarios no estaban presentes. Tan sólo el camarero mayor del sogún servía té y ofrecía tabaco y cestas metálicas con brasas de carbón para las pipas. La ley limitaba la presencia de personal en las sesiones extraordinarias de emergencia.

Cuando Hirata y Sano se arrodillaron al fondo de la sala, habló el primer anciano, Makino Narisada.

– Excelencia, pedimos disculpas por solicitar una reunión de este tipo con tan poca antelación, pero el asesinato de la dama Harume ha ocasionado varios incidentes preocupantes. El comandante en jefe del Interior Grande se ha hecho el haraquiri para expiar su falta al dejar que se cometiera un asesinato durante su guardia. Abundan los rumores y las acusaciones. Una concierne a Kato Yuichi, miembro subalterno del consejo judicial. Su colega y rival, Sagara Fumio, contaba que Kato había matado a la dama Harume como práctica para un envenenamiento masivo de altos funcionarios. Kato le pidió cuentas a Sagara. Se batieron en duelo. Ahora los dos están muertos, y el consejo judicial anda revuelto, con decenas de hombres que compiten por los puestos vacantes.

Era lo que Sano había temido: el asesinato había encendido los ánimos dentro del bakufu, un polvorín siempre presto a explotar. La terrorífica pesadilla de anteriores investigaciones había regresado: a causa de su demora para resolver el caso, se habían producido más muertes.

– Otros problemas de menor importancia han ocasionado molestias -dijo Makino-. Muchos se resisten a creer que el objetivo del asesino fuera una simple concubina. Aquí nadie quiere comer ni beber. -Echó una mirada a los cuencos de té intactos que tenían delante sus colegas-. Los criados abandonan sus puestos. Los funcionarios escapan de Edo con la excusa de tener asuntos pendientes en las provincias.

«Por eso está tan vacío el palacio», pensó Sano.

– A este paso -siguió el anciano-, pronto no quedará nadie para conducir los asuntos de la capital. Excelencia, recomiendo la adopción de medidas enérgicas para evitar el desastre.

Tokugawa Tsunayoshi, que se había ido encogiendo más y más a medida que hablaba el anciano, alzó las manos en ademán de impotencia.

– Bueno, ah, a mí no se me ocurre qué hacer -dijo. Paseó la mirada en busca de ayuda y, al ver a Sano, le indicó que se acercase mientras exclamaba-: ¡Ah! He aquí al hombre que puede volver las cosas a la normalidad. ¡Sosakan Sano, dinos por favor que has identificado al asesino de la dama Harume!

Acompañado de Hirata, Sano se acercó de mala gana a la tarima. Se arrodillaron frente al nivel superior del suelo y dedicaron una reverencia a los presentes.

– Lamento anunciar que la investigación del asesinato aún no ha concluido, excelencia -dijo Sano.

Miró con desasosiego hacia el chambelán Yanagisawa, que a buen seguro aprovecharía aquella oportunidad para denigrarlo. No obstante, Yanagisawa parecía absorto, con la mirada oscura vuelta hacia su interior. Con mayor confianza, Sano empezó a referir los progresos del caso.

El anciano Makino asumió el papel de detractor que habitualmente ejercía el chambelán.

– Así que todavía no habéis localizado el veneno. El teniente Kushida está bajo arresto por atacaros y por tratar de robar pruebas, pero no estáis convencido de que él sea el asesino. Yo diría que todo esto no conduce a nada. ¿Qué hay de la dama Ichiteru?

Hirata carraspeó y dijo:

– Disculpad. No hay pruebas en su contra.

Sano lo miró con consternación. Hirata jamás tomaba la palabra en aquellas reuniones a menos que se lo pidieran y, por lo que Sano sabía, tampoco había pruebas que demostrasen la inocencia de la dama Ichiteru. No podía llevarle la contraria delante del Consejo, pero, en cuanto estuvieran a solas, descubriría qué era exactamente lo que había pasado durante la entrevista con la dama Ichiteru y cuál era el motivo del extraño comportamiento de Hirata.

– Bueno, si el asesino no es ni el teniente Kushida ni la dama Ichiteru -dijo Makino-, entonces tenéis dos sospechosos menos que ayer. -Se volvió hacia el chambelán Yanagisawa-. Un paso atrás, ¿no os parece?

Arrancado de sus cavilaciones íntimas, Yanagisawa reprendió a Makino:

– Un caso difícil como éste requiere más de dos días para cerrarse. ¿Qué esperáis, un milagro? Dadle tiempo al sosakan y triunfará, como de costumbre.

El primer anciano se quedó boquiabierto. Sano no daba crédito a sus oídos. ¿El chambelán Yanagisawa lo defendía en una reunión del Consejo? Su sospecha hacia su enemigo iba en aumento. ¿Acaso lo animaba a seguir el actual curso de la investigación porque lo alejaba de algo que él quería ocultar? Sin embargo, nada de lo encontrado implicaba a Yanagisawa en el asesinato. Ninguno de los informadores de Sano lo había advertido sobre un nuevo complot contra él.

– He descubierto la procedencia de la tinta -anunció Sano-. El caballero Miyagi admite que se la envió a Harume junto con una carta en la que le ordenaba que se tatuara su nombre en el cuerpo.

Describió la relación entre el daimio y la concubina, y la complicidad de la dama Miyagi.

– ¿Que Miyagi violó a mi concubina y la mató? -farfulló a gritos, ultrajado, Tokugawa Tsunayoshi-. ¡Es vergonzoso! ¡Arrestadlo de inmediato!

– No hay pruebas de que envenenase la tinta -dijo Sano-. Podría haberlo hecho otra persona, en la mansión Miyagi, aquí en el castillo de Edo o en algún punto del camino. Por el momento, el caballero y la dama Miyagi quedan bajo estrecha vigilancia. Y he empezado a indagar en los orígenes de Harume, dado que es posible que las raíces del asesinato se encuentren allí. He hablado con su padre… y he registrado su habitación.

Sano oyó que Hirata daba un respingo. Notaba la carta de la dama Keisho-in como si fuera una hoja de metal clavada en su carne. Un ciudadano japonés no incriminaba a un miembro del clan Tokugawa sin exponerse a las consecuencias. Cualquier palabra o acción ofensiva sería vista como un ataque contra el propio sogún. Que la dama Keisho-in hubiese matado o no a Harume no alteraba aquel hecho. Al acusar a la madre del sogún, con razón o sin ella, Sano podía ser acusado de traición y ejecutado como castigo.

– Una estrategia brillante -comentó el chambelán Yanagisawa con un chisporroteo de entusiasmo en los ojos-. ¿Qué habéis descubierto?

Había llegado el momento de presentar la carta de la dama Keisho-in y la declaración de Jimba. Había llegado el momento del valor del samurái. Sano se debatió en la duda. Su espíritu flaqueó; se le encogió el estómago.

– Conocer más el carácter de la dama Harume me ayudará a entender cómo pudo haber provocado un asesinato -dijo para ganar tiempo. No mencionó el pelo y las uñas que había encontrado entre la ropa de la concubina porque no sabía si eran relevantes para el caso-. Y he hallado nuevas pistas que habrá que investigar.

Decidió esperar a un momento posterior de la reunión para revelar la carta y se maldijo por cobarde. Hirata disimuló un suspiro de alivio ante el aplazamiento. A Sano le pareció ver muestras de decepción en el rostro de Yanagisawa. El anciano Makino contemplaba al chambelán con el entrecejo fruncido, claramente intrigado por la aparente ruptura de su pacto para desacreditar a Sano.

– De modo que lo que nos decís, sosakan-sama, es que habéis perdido un montón de tiempo investigando a la dama Harume sin descubrir nada de importancia.

Por una vez Sano disponía de una réplica espectacular al acoso de Makino, aunque no le placiera emplearla.

– Nada más lejos de la verdad. Excelencia, preparaos para oír malas noticias. -Un silencio expectante cayó sobre la sala, y Sano hizo acopio de valor para la reacción-. La dama Harume estaba embarazada cuando murió.

Un sobresalto colectivo. Después, perfecto silencio. Aunque los ancianos se apresuraron por ocultar su asombro, Sano casi oía el runrún de sus cabezas al formular teorías y calcular ramificaciones. Tokugawa Tsunayoshi se levantó con torpeza y volvió a caer de rodillas.

– ¡Mi hijo! -exclamó con los ojos hundidos por el terror-. ¡Mi heredero, tan esperado! ¡Asesinado en el vientre de su madre!

– Es la primera noticia que tengo del embarazo -dijo Makino-. El doctor Kitano examina con regularidad a las concubinas, pero no lo descubrió.

Los otros ancianos se hicieron eco del escepticismo de su cabecilla.

– ¿Cómo lo habéis averiguado, sosakan Sano? ¿Por qué os tendríamos que creer?

Por la espalda de Sano corría un reguero de sudor frío. Después de casi dos años ocultando las disecciones ilícitas en el depósito de cadáveres de Edo, ¿saldría ahora el secreto a la luz para condenarlo al exilio? Sintió una arcada en la garganta mientras trataba de pergeñar una mentira convincente. Hirata, enterado de las transgresiones de Sano, esperaba el golpe con la cabeza baja.

Y entonces habló el chambelán Yanagisawa.

– El hecho del estado de la dama Harume es más importante que el método que empleara el sosakan Sano para averiguarlo. El no cometería un error en un asunto de tanto peso.

– Sí, honorable chambelán -dijo Makino, aceptando su derrota con un desconcierto cada vez mayor.

¡Salvado, y por el enemigo que tantas veces había intentado destruirlo! Por un momento Sano se sintió demasiado agradecido para poner en duda los motivos de Yanagisawa. Después cayó en la cuenta de que en el chambelán se había obrado un cambio peculiar: los ojos de Yanagisawa brillaban atentos; parecía despabilado por la noticia de la muerte del hijo nonato. Sano comprendió que Yanagisawa podría haberla deseado por las mismas razones que la dama Keisho-in. Pero si no estaba al corriente del embarazo, ¿para qué habría asesinado a la dama Harume?

El sogún alzó los puños hacia el cielo y se lamentó:

– ¡Esto es un ultraje!

Sus sollozos resonaban por la sala. Y a Sano aún le quedaba otra materia desagradable que abordar.

– Excelencia -dijo, escogiendo sus palabras con esmero-, hay otra… cuestión concerniente a la… paternidad del hijo de la dama Harume. Al fin y al cabo, sabemos que tenía… relaciones con el caballero Miyagi y es posible que con el teniente Kushida. No podemos desestimar la posibilidad de que…

El sogún se volvió hacia Sano con mirada furibunda a través de las lágrimas.

– ¡Tonterías! Harume era, ah, leal a mí. Jamás hubiese permitido que otro hombre la tocara. El niño era mío. Me hubiese sucedido como, ah, dictador de Japón.

Los ancianos evitaban mirarse a los ojos. Yanagisawa guardaba silencio con aire de energía contenida. Todos conocían los hábitos de Tokugawa Tsunayoshi, pero nadie osaba poner en duda su virilidad, y el propio sogún jamás admitiría que otro hombre había prevalecido allí donde él había fracasado.

– El asesinato de mi heredero es una traición de la más, ah, abyecta especie. ¡Clamo venganza! -Tokugawa Tsunayoshi desenvainó su espada con ademán iracundo. Por un momento pareció de verdad descendiente del gran Ieyasu, que había derrotado a los señores de la guerra rivales y unificado Japón. Entonces el sogún soltó la espada y rompió a sollozar-. ¡Ay!, ¿quién sería capaz de cometer un crimen tan terrible?

La puerta se abrió de un golpe. Los presentes se volvieron para ver quién osaba interrumpir la sesión extraordinaria de emergencia. Entre contoneos, entró la dama Keisho-in.

Horrorizado, Sano combatió el impulso de romper a reír para liberar su tensión al mirar en torno a la sala. ¿Alguien se daba cuenta de que allí estaba la respuesta a la pregunta del sogún? Pero, claro, los demás no habían leído la carta.

Los ancianos y el chambelán le dedicaron una cortés reverencia a la dama Keisho-in, en reconocimiento de su potestad para hacer lo que le placiera. Con una sonrisa de cortesana de Yoshiwara en pleno desfile de primavera, les devolvió el saludo. El sogún recibió a su madre con un gritito de alegría.

– ¡Honorable madre! Me acaban de dar un sobresalto, ah, espantoso. ¡Venid, necesito vuestro consejo!

La dama Keisho-in cruzó la habitación y se acomodó en la tarima junto a su hijo. Le sostuvo la mano mientras él le repetía las noticias de Sano.

– ¡Qué tragedia! -exclamó; sacó un abanico de la manga y empezó a abanicarse la cara con vigor-. Tus esperanzas de un heredero directo, las mías de un nieto, arruinadas. ¡Ay, Ay! -gimió-. Y yo que ni siquiera sabía que Harume estaba embarazada.

¿Fingía el dolor y el desconocimiento del hecho? La carta había alterado la visión que Sano tenía de la dama Keisho-in como anciana simplona. Y suponía que las mujeres del Interior Grande sabían más las unas de las otras que el doctor Kitano. Keisho-in no era tan estúpida como aparentaba. Quizá había descubierto el embarazo de Harume, lo había percibido como una amenaza para ella y había tomado medidas para evitarla.

Sano sólo estaba seguro de una cosa: la llegada de Keisho-in desbarataba cualquier mención de la carta. Revelarla delante de ella y del Consejo de Ancianos constituiría la acusación oficial que todavía no estaba dispuesto a formular. Antes necesitaba más pruebas contra ella. En consecuencia, tenía que seguir soportando la carga de su secreto, a pesar de su deber de mantener informado a Tokugawa Tsunayoshi. La esperanza arrojó un poco de luz sobre el sentimiento de culpa de Sano. Tal vez futuras pesquisas lo alejaran de la dama Keisho-in.

– Ahora mismo tratábamos de los, ah, problemas ocasionados por el asesinato -le explicó el sogún a su madre-, y los progresos de la investigación del sosakan Sano. Honorable madre, os ruego que nos concedáis el beneficio de vuestra sabiduría.

Keisho-in le dio unas palmaditas en la mano.

– A eso mismo es a lo que he venido. Hijo, ¡tienes que cancelar la investigación y ordenarle al sosakan Sano que retire a sus detectives del Interior Grande de inmediato!

– Pero, dama Keisho-in, si vos misma nos concedisteis permiso para entrevistar a las residentes y al personal y buscar pruebas -dijo Sano, atónito-. Y todavía no hemos terminado.

Entre los consejeros se alzaron cejas y se intercambiaron miradas disimuladas.

– Con el debido respeto, honorable dama, el Interior Grande es la escena del crimen -dijo el primer anciano Makino, a pesar de su evidente renuencia a apoyar a Sano.

– Y, por tanto, el punto central por antonomasia de la investigación -añadió el chambelán Yanagisawa. Mientras los ancianos asentían, él observaba a Sano y a la dama Keisho-in. Una extraña sonrisa se dibujó en sus labios.

Incluso el sogún parecía desconcertado.

– Honorable madre, es, ah, imperativo atrapar y castigar al asesino de mi heredero. ¿Cómo podéis privar al sosakan Sano de la oportunidad de, ah, cumplir su misión?

– Quiero ver al asesino ante la justicia tanto o más que cualquiera -dijo Keisho-in-, pero no a costa de la paz en el Interior Grande. ¡Ay!

Se enjuagó las lágrimas con la manga; su voz se espesó con la emoción.

– Nada puede devolvernos al hijo que murió con Harume. Debemos despedirnos del pasado y hacer planes de futuro. Por el bien de la sucesión, tienes que olvidarte de la venganza y concentrarte en engendrar un nuevo niño -le dijo a su hijo con una tierna sonrisa. Después se volvió hacia los asistentes-. Ahora permitid que una anciana os ofrezca, señores, su consejo.

Con el aire condescendiente de una niñera que da instrucciones a sus niños, la dama Keisho-in se dirigió al supremo consejo de gobierno de Japón:

– El cuerpo femenino es muy sensible a las influencias externas. El tiempo, las fases de la luna, una pelea, ruidos desagradables, un bocado de comida en mal estado…, cualquier cosa puede alterar el humor de una mujer. Y el mal humor puede interferir en el florecimiento de la semilla de un hombre dentro de su vientre.

La dama Keisho-in bajó las manos por su cuerpo rollizo hasta extenderlas encima del abdomen. Los ancianos bajaron la vista al suelo, repelidos por la franqueza con la que se trataba un asunto tan delicado. El chambelán Yanagisawa observaba a Keisho-in como si estuviera fascinado. El sogún estaba pendiente de las palabras de su madre. Hirata se moría de vergüenza, pero Sano tan sólo sentía pavor, porque se figuraba lo que estaba haciendo la dama Keisho-in.

– La concepción requiere tranquilidad -prosiguió-. Si hay un tropel de detectives entrando y saliendo del Interior Grande, haciendo preguntas y husmeando por todas partes, ¿cómo quieres que queden encinta las concubinas? ¡Es imposible!

Le dio unos golpecitos a su hijo en la mano con el abanico.

– Por eso tienes que desembarazarte de los detectives.

Se cruzó de brazos y paseó la mirada por los presentes, retándolos a que le llevaran la contraria.

Los ancianos fruncieron el entrecejo, pero callaron: varios antecesores habían perdido su asiento en el consejo por discrepar de la dama Keisho-in. Mientras Sano reunía coraje para hacer lo que el honor y la conciencia exigían, el chambelán Yanagisawa rompió el incómodo silencio.

– Excelencia, comprendo la inquietud de vuestra honorable madre -dijo con cautela. Incluso el brazo derecho del sogún tenía que respetar a la dama Keisho-in-. Pero debemos equilibrar nuestro deseo de un heredero con la necesidad de conservar la fuerza del régimen Tokugawa. Si permitimos que un traidor se salga con la suya con un asesinato, damos muestras de debilidad y de vulnerabilidad ante futuros ataques. ¿No estáis de acuerdo, sosakan Sano?

– Sí -dijo Sano, consternado-. La investigación debe seguir adelante sin restricciones.

La dama Keisho-in estaba bloqueándole el acceso al Interior Grande y sus habitantes, pero a buen seguro no por la razón que había aducido. Lo que perseguía era evitar que descubriera algo que la implicase en el asesinato. Temía que alguien revelase su romance con la dama Harume, y quería encontrar la carta antes que él. Su interferencia era una prueba más a favor de una acusación pública contra la dama Keisho-in.

– No les prestes atención -le ordenó Keisho-in a su hijo-. Yo tengo la sabiduría que da la edad. Mi fe budista me ha conferido conocimiento sobre las fuerzas místicas del destino. Sé lo que es mejor.

Viva imagen de la incertidumbre desvalida, el sogún paseó la mirada de Keisho-in a Sano, pasando por Yanagisawa. El corazón de Sano palpitaba con latidos desbocados; las caras de los reunidos se difuminaban a sus ojos. Sentía los labios fríos e insensibles bajo la presión de las palabras que debía pronunciar para salvar la investigación y centrarla en la dama Keisho-in. Pero los mandatos del honor y la justicia avivaron su valor. Se llevó la mano a la faja, listo para mostrar la carta. En el bushido, la vida de un solo samurái importaba menos que la captura de un asesino y traidor.

Entonces, en un destello cegador de conciencia, Sano recordó que ya no estaba solo. Si lo condenaban a muerte por traición, Reiko y el magistrado Ueda lo acompañarían ante el verdugo. Estaba dispuesto a sacrificarse por sus principios, pero ¿cómo podía poner en peligro a su nueva familia?

La novedosa sensación de formar parte de algo invadió el espíritu de Sano con un calor dulce y doloroso. Apartó su mano de la faja. A lo largo de tantos años de soledad, ¡cómo había anhelado el matrimonio! Después llegó un ramalazo de resentimiento. El matrimonio fomentaba la cobardía a expensas del honor. El matrimonio le había supuesto nuevas obligaciones que entraban en conflicto con las anteriores. En ese momento entendía incluso mejor la insatisfacción de Reiko. Los dos habían perdido su independencia por obra del matrimonio. ¿Había algún modo de hacer que la pérdida fuera soportable?

¡Ojalá vivieran para descubrirlo!

Por último, Tokugawa Tsunayoshi habló:

– Sosakan Sano, tenéis que, ah, continuar con la investigación del asesinato. Pero vos y vuestros detectives debéis manteneros alejados del Interior Grande y de las mujeres. Valeos de vuestro ingenio para atrapar al asesino por otros medios. Y cuando lo hagáis, todos, ah, nos alegraremos. Después se derrumbó, entre sollozos, en el regazo de su madre.

Con la vista puesta en Sano, la dama Keisho-in sonrió.

24

Los nueve hombres a los que Sano había encargado la investigación en el Interior Grande lo abandonaban en fila, expulsados por orden del sogún. Hirata y él, que esperaban a las puertas de palacio, alcanzaron al detective al mando cuando el grupo regresaba a casa a través de la noche.

– ¿Habéis encontrado algo? -preguntó Sano.

El detective Ozawa, un hombre de rasgos planos que había trabajado como espía de la metsuke, movió la cabeza.

– Ni veneno ni pistas por ninguna parte.

A lo largo de los pasajes amurallados del castillo, las antorchas encendidas humeaban en la niebla. Los búhos ululaban en el coto del bosque; de punta a punta de la ciudad aullaban los perros. El encanto melancólico del otoño siempre había seducido al poeta que Sano llevaba dentro, pero en aquel momento sus connotaciones de muerte le abatían el ánimo.

– ¿Qué hay de los interrogatorios?

– Nadie sabe nada -respondió Ozawa-, lo cual podría significar que dicen la verdad, que tienen miedo de hablar o que alguien les ha ordenado que no lo hagan. Yo me quedo con lo último.

– ¿Habéis registrado los aposentos de la dama Keisho-in?

Ozawa lo miró sorprendido.

– No. No sabía que queríais que lo hiciéramos, y además habríamos necesitado un permiso especial de ella. ¿Por qué?

– No importa -dijo Sano-, no pasa nada.

– La verdad es que da igual que nos vayamos -explicó Ozawa-. Podríamos habernos pasado el resto del año en el Interior Grande sin enterarnos de nada.

Eso era de poco consuelo para Sano, porque el edicto del sogún lo privaba no sólo del acceso a los aposentos de la dama Keisho-in y a quinientos testigos potenciales, sino también a otra sospechosa importante: la dama Ichiteru. Al pensar en ella se acordó de la desagradable tarea que tenía por delante aquella noche.

Cuando llegaron a la mansión de Sano, los detectives se dirigieron hacia los barracones.

– Vamos a mi despacho -le dijo Sano a Hirata.

Allí, al calor de los braseros y las tazas de sake, se arrodillaron uno frente al otro. Hirata presentaba un estado lamentable, con la cabeza baja en anticipación a la reprimenda. Sano se armó de voluntad para hacerse insensible a la pena. Había sido demasiado permisivo con el comportamiento sospechoso del vasallo. Aquella tarde había comprometido su trabajo, tal vez de modo irreparable. Sano odiaba la perspectiva de arriesgar esa amistad que valoraba por encima de cualquier otra, pero aquella vez estaba decidido a obtener unas cuantas respuestas.

– ¿Qué pasó durante tu entrevista con la dama Ichiteru, y por qué has dejado que tus superiores creyeran que era inocente? -preguntó.

– Lo siento, sosakan-sama -respondió Hirata con voz vacilante-. No hay excusa para lo que he hecho. Yo… La dama Ichiteru… No logré que contestara a mis preguntas, así que en verdad no sé si mató ella a la dama Harume. Ella… ella me confundió…

Su mirada se iluminó con el recuerdo. Después bajo la vista, como sorprendido en un acto vergonzoso.

– No debería haber hablado en la reunión. Cometí un grave error. Tendríais que despedirme. Me lo merezco.

Sano estaba atónito. Acostumbrado a confiar en su vasallo mayor, se sentía como si hubieran arrancado una viga maestra de la armazón de su cuerpo de detectives. Pero la furia de Sano se aplacó a la vista de la humildad de Hirata.

– Después de todo lo que hemos pasado juntos, no voy a despedirte por un solo error -dijo. Lleno de alivio, Hirata parpadeó con los ojos humedecidos. Sano tuvo el tacto de afanarse sirviendo otra una taza-. Ahora, concentrémonos en el caso. Hemos perdido nuestra oportunidad de interrogar a la dama Ichiteru de forma oficial, pero tiene que haber más métodos de obtener información sobre ella.

Bebieron, e Hirata, no muy convencido, dijo:

– Tal vez aún podamos hablar con Ichiteru. -De debajo de su quimono sacó una carta y se la entregó.

En cuanto Sano la leyó, el entusiasmo eclipsó su depresión.

– ¿Tiene información sobre el asesinato? Quizá sea ésta la oportunidad que necesitábamos.

– ¿Es que creéis que debo ir? -Un destello de loca alegría asomó a los ojos de Hirata antes de que la consternación los nublara-. ¿A ver a la dama Ichiteru, a solas, en el lugar que ella describe?

– Es a ti a quien quiere ver -respondió Sano-. Tal vez no esté dispuesta a hablar con nadie más. Y no podemos ponerla en peligro, ni transgredir las órdenes del sogún, yendo a verla al castillo.

– ¿Confiáis en mí para una entrevista tan crucial? ¿Después de lo que he hecho? -Hirata daba muestras de incredulidad.

– Sí -dijo Sano-, confío en ti.

Tenía un doble propósito al enviar a Hirata al encuentro: quería la información de la dama Ichiteru, pero también pretendía que su hombre recuperase la confianza en sí mismo.

– Gracias, sosakan-sama. ¡Gracias! -dijo Hirata con ferviente gratitud, e hizo una reverencia-. Prometo que no os fallaré. Resolveremos este caso.

Cuando Hirata se hubo ido, Sano se acercó a su escritorio. Al leer los informes de sus detectives, deseó poder compartir la fe de Hirata. Sus hombres habían interrogado a todos los miembros de la casa de los Miyagi; ninguno admitió haber manipulado la tinta o haber visto a nadie que lo hiciera. Habían seguido el rastro del frasco hasta la dama Harume. El mensajero que lo entregó aseguraba no haber abierto el paquete sellado, ni haberse detenido en ningún momento por el camino. Los interrogatorios a los guardias del castillo que habían recibido el paquete, al criado que lo llevó hasta el Interior Grande y a las muchas personas con posible acceso al frasco durante su trayecto se habían demostrado infructuosos.

Sano se frotó las sienes, donde palpitaba un insidioso dolor de cabeza; no tendría que haber tomado licor con el estómago vacío. Su viaje al pasado de la dama Harume había hecho que el caso resultara más desconcertante; seguía creyendo que los hechos de su vida estaban relacionados con el asesinato, pero no lograba establecer la conexión. Se sentía vacío de energía, necesitado de solaz. ¿Dónde estaba el reposo que había esperado encontrar en el matrimonio?

De pronto, sintió la presencia de Reiko: una sensación mental vagamente parecida a las ondas de un arroyo lejano. Se dio cuenta de que la había estado sintiendo desde que llegara a casa: en el espacio de apenas tres días, había entrado en sintonía con su esposa. Siempre sabría cuando estaba cerca. El matrimonio había obrado aquella extraña magia a pesar de los conflictos que los separaban. ¿Lo sentía Reiko también? La idea le dio la esperanza de una oportunidad para la comprensión y la armonía mutuas. Entonces, a medida que la sensación iba en aumento y oía el crujido del entarimado bajo sus pasos suaves, se olvidó de las contrariedades de su jornada. Ella se acercaba. Tenía el corazón desbocado y la boca seca.

Una llamada a la puerta: tres golpes quedos y firmes.

– Adelante. -La voz de Sano sonó ronca por los nervios, y tuvo que aclararse la garganta.

Se abrió la puerta, y Reiko entró la habitación. Llevaba una bata roja estampada con medallones dorados, cuyos suntuosos pliegues acentuaban las delicadas pero seductoras curvas de su figura. La melena hasta las rodillas la envolvía como un manto negro y brillante. Parecía desesperadamente bella e inalcanzable. En su porte orgulloso, Sano veía generaciones de ancestros samuráis. Su mirada era fría cuando se arrodilló a una buena distancia de Sano e hizo una reverencia. Su voz sonó desapasionada.

– Buenas noches, honorable esposo.

– Buenas noches -dijo Sano, helado por su seriedad-. ¿Has tenido un buen día?

– Sí, gracias.

«¿Adónde has ido? -quería preguntarle Sano-. ¿Qué has hecho?» Pero aquellas preguntas sonarían a interrogatorio, y probablemente ocasionarían otra pelea. Sano controló su tendencia a arremeter contra cualquier obstáculo que se interpusiera entre él y la verdad. El matrimonio le estaba enseñando a tener paciencia. Se sentía como si hubiese envejecido años desde que se casara, como una maduración lenta y penosa en el papel de marido. Prefirió esperar a que Reiko hablase. ¿No indicaba su visita que deseaba su compañía?

– Mi padre vino a verme cuando no estabas -anunció Reiko-. Desea verte mañana por la mañana a la hora del dragón en el Tribunal de Justicia.

Al darse cuenta de que sólo había ido a transmitirle aquel mensaje, Sano experimentó el agudo chasco del desengaño.

– ¿Te ha dicho para qué?

– Sólo me ha dicho que hay un juicio que cree que te interesará. Le he preguntado si tenía algo que ver con tu investigación, pero no ha querido decírmelo. -Su boca se torció en una amarga sonrisa-. Como tú, opina que no es de mi incumbencia.

Con dificultades, Sano rehuyó el anzuelo.

– Gracias por traerme el mensaje.

¡Cómo ansiaba tocarla! Se imaginaba el brillo sedoso de su cabello entre los dedos, la suave flexibilidad de su cuerpo contra el de él. El hipnótico aroma del jazmín surcó la distancia que los separaba. Por extraño que pareciera, su fuerza de voluntad sólo aumentaba la atracción que sentía por ella. Ganarse el amor de aquella esposa soberbia sería una conquista mayor que dominar a una mujer más débil. La batalla requeriría menos fuerza bruta que estrategia inteligente, la habilidad de la que se enorgullecía en su trabajo como detective. Su ardor guerrero se crecía ante el desafío.

Reiko hizo otra reverencia que indicaba su intención de irse. En busca de un modo de retenerla consigo, Sano dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

– En cuanto a lo de anoche… Siento si te hice daño al empujarte fuera del alcance del teniente Kushida.

– No me hiciste daño. -La voz de Reiko permaneció fría, su expresión implacable-. Y tú necesitabas mi ayuda más que yo tu protección. ¿Por qué no lo reconoces y punto?

Aquello no llevaba a ninguna parte, excepto a un mayor distanciamiento. Presa de la desesperación, Sano farfulló:

– Esa estocada que empleaste contra Kushida me pareció admirable.

Reiko abrió mucho los ojos al oír el cumplido.

– Gracias, pero no fue nada. -A sus mejillas asomó un favorecedor rubor de placer-. Es sólo algo que aprendí de un tratado de artes marciales de Kumashiro.

– ¿Has leído las obras de Kumashiro?

Le había llegado a Sano el turno de sorprenderse. El gran espadachín que había vivido hacía doscientos años era uno de sus héroes. En aquel momento su amor por la historia de las artes marciales se imponía sobre su creencia de que una mujer no debía practicarlas. De repente él y Reiko discutían el kenjutsu. Dado que ella había leído tanto como él, fue una de las conversaciones más satisfactorias que jamás había sostenido sobre el tema. La inteligencia de Reiko lo impresionaba, y le encantaba verla resplandecer de entusiasmo. Reiko se acercó a él y relajó su postura; su sonrisa era el fiel reflejo del placer de Sano ante su común interés. El detective empezaba a creer que ella había ido allí porque quería verlo: al fin y al cabo, podría haber enviado a una criada a transmitir el mensaje de su padre. Ella también notaba la atracción que chispeaba entre ellos.

Entonces, en plena discusión apasionada sobre los méritos de un estilo concreto de esgrima, Sano se dio cuenta de que estaba cometiendo el mismo error del que se arrepentía el magistrado Ueda: fomentar el interés de Reiko en actividades poco femeninas.

Su expresión debió de manifestar su desaliento, porque Reiko dejó de hablar en mitad de una frase. La tristeza sofocó la luz de sus ojos; le había leído el pensamiento.

– Se ha hecho tarde -dijo ella con pesar-. No interrumpiré más tu trabajo.

Con la desaparición de su camaradería, la habitación parecía enfriarse por momentos.

– Buenas noches, honorable esposo -dijo Reiko con una reverencia, después de levantarse.

– Espera -dijo Sano.

Cuando se detuvo junto a la puerta, con una pregunta en su mirada, quería decirle: «Investigar la vida de la dama Harume me ha abierto los ojos. Entiendo lo que significa ser mujer en un mundo regido por los hombres. Me doy cuenta de lo cruel que es una sociedad que pone límites a la existencia de las mujeres. ¡Sé cómo te sientes!»

Mas ¿cómo podía afirmar que entendía la posición de Reiko, sin dejar de perder la suya? No quería verla implicada en una investigación de asesinato que se había hecho más peligrosa, si cabe, desde la irrupción de la dama Keisho-in como sospechosa. Todavía dudaba sobre su capacidad para lograr algo que compensara el hecho de poner en peligro su vida. Saberlo haría que Reiko rechazase su simpatía como una simple treta para ganarse su afecto en contra de su voluntad. Sano buscó desesperadamente un tema neutral de conversación, pero cualquier cosa que dijera les llevaría a la cuestión capital de la independencia de Reiko -la autoridad de Sano- y a otra pelea.

– Buenas noches -dijo Sano, al fin.

Con un susurro de prendas de seda y una brisa de jazmín, Reiko salió y cerró la puerta con suavidad. Más descorazonado que nunca, Sano se quedó a solas tras su escritorio. Su presencia aún flotaba en el aire: un arroyo claro que gota a gota horadaba su paso a través del lecho de roca del alma de Sano. Pero, a menos que lograran superar de algún modo aquel terrible punto muerto, estaban condenados a vivir como extraños, juntos pero distantes. El amor parecía un sueño imposible.

En contra de su sentido común, Sano se sirvió otra taza de sake. Después, entre sorbo y sorbo del tibio licor, volvió sus pensamientos hacia otro amante desdichado, el teniente Kushida. El guardia de palacio suponía la mejor oportunidad que tenía Sano para cerrar con prontitud la investigación y salvar la vida. Sin embargo, al leer por encima el informe de los detectives sobre Kushida, sus ánimos flaquearon todavía más. No habían encontrado ninguna prueba incriminatoria en su biografía o su vivienda. Aquello devolvía a Sano al punto de partida: la declaración de Kushida y el intento de robo.

Alargó el brazo hacia los estantes empotrados del gabinete de su despacho y cogió el diario de la dama Harume. Al hojearlo volvió a preguntase por qué habría querido llevárselo el teniente Kushida. Entonces Sano descubrió algo que antes se le había pasado por alto. Acercó el diario abierto a la lámpara para estudiarlo más de cerca.

Los márgenes estaban llenos de minúsculas marcas de tinta, allí donde el cordón de seda unía las páginas. Sano desató el cordón y separó las hojas. Las marcas eran los finos remates de unos caracteres que la dama Harume había escrito en el borde interior de las páginas centrales, para después ocultarlos con la encuadernación. En el orden correcto, rezaban:

Juntos en las sombras entre dos existencias,

piel con piel desnuda,

tu aliento se une al mío; tus suspiros llenan mis abismos

y nuestra sangre canta al ritmo de un solo latido.

Exploras los lugares secretos de mi cuerpo

y yo me abro a tu contacto…

Ah, si tan sólo pudiera tomarte de una vez en mi interior

para que nunca nos separásemos.

Pero, ¡ay!, tu rango y tu fama nos ponen en peligro.

Nunca pasearemos juntas al sol.

Mas el amor es eterno; me perteneces para siempre,

y yo a ti, en espíritu, si no en matrimonio.

Sano releyó los versos con júbilo contenido. La expresión de amor eterno de Harume no cuadraba con las quejas de traición de la dama Keisho-in. Debía de haber tenido otro amante, al que había querido tanto que no pudo resistir la tentación de dejar constancia por escrito de sus emociones a pesar del temor a que la descubrieran.

Pero ¿quién era aquel amante de reputación pública y nombre sin especificar? Cualquier hombre sería condenado a muerte por acostarse con la concubina favorita del sogún; incluso una mujer podría correr la misma suerte por usurpar el afecto de la dama Harume. ¿Cómo la concreta posición de aquella persona había acrecentado el peligro? ¿Era aquel romance la causa de los anteriores atentados contra su vida?

Sano se puso en guardia contra el peligro de querer encontrar una pista que lo apartase de la dama Keisho-in. Tal vez Harume había escrito sobre la madre del sogún en algún periodo más feliz de su relación. Aunque Sano sabía que el amor a menudo supera los obstáculos de la edad, quería creer que Harume había aceptado las atenciones de Keisho-in con el único fin de obtener privilegios. Quería creer que el poema escondido implicaba a otra persona.

El teniente Kushida negaba haber tenido contacto sexual con Harume, pero ¿y si mentía? Quizá había tratado de robar el diario porque temía que Harume lo mencionase como su amante. El tono apasionado de los versos y los actos sexuales que se sugerían no cuadraban con el arreglo que Harume tenía con Miyagi, pero puede que, con el tiempo, su relación hubiera evolucionado más allá de espiarla por las ventanas, a pesar de que él lo negara. No era infrecuente que un hombre de mundo mayor se ganase el afecto de una jovencita. Tanto el daimio como el teniente Kushida podrían haber matado a Harume para evitar que saliera a la luz el romance o que el sogún descubriera que el sospechoso la había dejado embarazada.

O quizá en el pasado de Harume había otro amante todavía desconocido.

Sano debía investigar esa posibilidad. Pero, de momento, ponía todas sus esperanzas en el teniente Kushida y en el caballero Miyagi como principales sospechosos.

25

El cuarto de baño de la mansión de los Miyagi era similar al de todas las grandes propiedades de los daimio de Edo. Una bañera de madera hundida en el suelo y llena de agua caliente humeaba en el centro de la espaciosa habitación. Había estantes con cubos para aclararse, paños secos, jabón de salvado de arroz y frascos de esencias. El suelo de listones permitía que el agua derramada fluyera hacia los desagües de debajo. Había braseros de carbón para caldear el ambiente. Pero aquel baño en particular también poseía dos rasgos fuera de lo común.

Un biombo de bambú cerraba una esquina y, en la pared, se había insertado una minúscula compuerta corredera a la altura del ojo. En el espacio delimitado por el biombo, arrodillada sobre un cojín, estaba la dama Miyagi. Oyó pasos al otro lado de la pared y se puso en tensión, atenta a la llegada de su marido. Se abrió la compuerta de la mirilla y notó la excitación de su esposo al mirar hacia el baño, esperando el entretenimiento que ella le había preparado. Dio una palmada, la señal para el inicio del ritual.

Se abrió la puerta. Entraron las concubinas del caballero Miyagi, Copo de Nieve y Gorrión. Las dos llevaban puesta una bata y el cabello recogido con agujas. Parloteaban y parecían no ser conscientes de que su señor las observaba por el agujero. También parecían ajenas a la presencia de la dama Miyagi, a pesar de que el biombo sólo la ocultaba a los ojos del daimio y la tenían claramente a la vista. Cuatro años atrás, la dama había examinado a todas las chicas del orfanato del templo de Zojo, en busca de la combinación adecuada de inteligencia y docilidad, antes de llevarse a aquellas dos a casa. Había formado a Copo de Nieve y a Gorrión en el arte de complacer a su marido. Ya eran unas magníficas actrices. Como si estuvieran totalmente a solas, se quitaron la ropa.

El caballero Miyagi suspiró detrás de la mirilla. La dama Miyagi sonrió, disfrutando del placer de su marido al ver los cuerpos desnudos de las concubinas. Copo de Nieve tenía pechos grandes y pezones prominentes. Gorrión, plana de busto, tenía las caderas amplias y sinuosas. Se complementaban a la perfección, y la dama Miyagi sentía el calor de la excitación de su marido, como llamas que lamieran la pared. Copo de Nieve levantó un cubo y se empapó de agua. Se acuclilló y empezó a frotarse los brazos con jabón.

– ¿Me lavas la espalda? -le dijo a Gorrión con coqueta timidez.

La concubina accedió con una risilla y después le enjabonó los pechos. Copo de Nieve ronroneó con aparente deleite. Cerró los ojos y suspiró cuando Gorrión le acarició los senos, pellizcando y chupando los pezones.

La dama Miyagi oyó que su marido gemía. Sabía que se estaba sacando el miembro del taparrabos, que se tocaba. Gorrión la miró de reojo y ella le indicó con un gesto que siguiera acariciando a Copo de Nieve. Al caballero Miyagi le agradaba aquel juego erótico prolongado. La dama Miyagi no sabía -ni le importaba- si a las concubinas también les gustaba, o si tan sólo fingían placer por obligación hacia el amo que las cobijaba y les daba de comer, o por temor a la furia de su señora en caso de que desobedecieran. Ella en particular no sentía ningún estímulo físico. Una mala experiencia temprana había aniquilado su capacidad para el placer sexual.

Como niña de una rama secundaria del clan Miyagi, se había criado en esa mansión. En aquellos tiempos la casa estaba siempre llena de gente. El anterior daimio -el padre de su marido- era amante de las fiestas espléndidas. En una de ellas, una Miyagi Akiko de once años había conocido a un tío recién llegado de la provincia de Tosa. Diez años mayor que ella, el tío Kaoru la había embelesado con su belleza y simpatía. Había empezado a seguirlo a todas partes, y le ofrecía regalitos de flores o caramelos. De una manera infantil, se enamoró.

Entonces, una noche, se abrió la puerta corredera de su dormitorio.

– Ven conmigo, Akiko -susurró Kaoru-. Tengo una sorpresa para ti.

Lo acompañó entusiasmada y salieron a la cálida noche veraniega. Cogida de la fuerte mano de Kaoru, sentía una creciente emoción que no alcanzaba a comprender. La llevó a los establos. Los caballos se agitaron al oírlos llegar. El corazón de Akiko dio un vuelco cuando Kaoru la condujo a un compartimento vacío, donde la luna que entraba por la ventana abierta iluminaba el suelo cubierto de paja. Los ojos de Kaoru brillaban con una extraña intensidad.

– ¿Me quieres, Akiko-chan?

– Eh… Sí. -Retrocedió, nerviosa.

Kaoru le cerró el paso hacia la puerta, sonrió y le acarició el pelo.

– No tengas miedo. -Le recorrió el cuerpo menudo con las manos-. Tan joven. Tan hermosa.

Se le escapó un gemido gutural.

– Qui… quiero volver a casa -dijo Akiko, encogiéndose ante su contacto.

Él le desató la faja y le arrancó el quimono. Se abalanzó sobre ella, jadeando como un perro.

– ¿Qué haces, oji-san? ¡Para, por favor!

Atrapada entre él y la paja, Akiko olió su sudor entremezclado con el intenso hedor a estiércol de caballo. Le apestaba el aliento a licor. Forcejeó, y Kaoru le dio un bofetón.

– No te resistas -bramó con voz áspera-. ¡Esto es lo que estabas pidiendo, y ahora lo vas a tener!

Cuando le separó las piernas, Akiko sintió el golpe de su rígida entrepierna. Gritó aterrorizada. La paja le arañaba la piel; su peso la aplastaba. Había oído historias de niñas campesinas, e incluso de parientes de su sexo, violadas por hombres de su clan, pero jamás se había imaginado que pudiera pasarle a ella. Volvió a gritar:

– ¡Socorro!

Kaoru le dio otra bofetada, más fuerte.

– Cállate o te mato.

Después la penetró.

Akiko sintió un dolor abrasador entre las piernas, como si la hubieran atravesado con una espada. Con cada nueva acometida el filo se le hundía más adentro. Akiko estaba cegada por la agonía; sollozaba en silencio. Los caballos se encabritaban y piafaban. La tortura siguió y siguió. Después Kaoru dio un grito. Se retiró y el dolor mitigó. A través de las lágrimas, Akiko lo vio levantarse de encima de ella.

– Oh, no -dijo él, al ver sus manos, su ropa y la paja. Estaba cubierto por una sustancia oscura. Akiko entrevió que era sangre: la suya-. Si le cuentas esto a alguien, te mataré -dijo Kaoru con voz tomada por el pánico-. ¿Me entiendes? ¡Te mataré!

Más tarde, Akiko tuvo vagos recuerdos de yacer desfallecida entre la paja hasta que alguien la encontró por la mañana; de médicos que la obligaban a tragar una amarga medicina. Al cabo de un tiempo se recuperó, pero no del todo. Entre las piernas y en la parte baja de su vientre, donde una vez sintiera placenteros hormigueos durante sus fantasías románticas, el tejido de cicatrización había borrado la sensibilidad.

El tío Kaoru se quedó en la mansión. Akiko jamás dio parte de lo que le había hecho. Si alguien lo suponía, nadie lo castigó nunca. Akiko pasaba los días escondida a solas en su dormitorio con las persianas bajadas. Después, Kaoru partió de repente hacia la provincia de Tosa. El alivio aligeró el peso del terror del que era prisionera. Salió al jardín por primera vez en dos meses. Mientras estaba allí plantada, parpadeando al sol, alguien se puso a su lado.

– Hola, prima.

Dio un respingo involuntario al oír una voz masculina. Después reconoció a su primo de dieciséis años, Shigeru, primogénito del daimio. Aunque los dos habían convivido en la mansión toda su vida, apenas lo conocía: el futuro señor de la provincia de Tosa estaba demasiado ocupado para perder el tiempo con niñas. Akiko vio que aquel esbelto joven de pose abandonada y ojos y boca suaves y húmedos carecía de la brutalidad masculina que tanto temía, pero su rango la intimidaba.

– Vi lo que pasó en el establo. Se lo dije a mi padre, y él echó al tío Kaoru -dijo Shigeru, y le dedicó una sonrisa pícara y obsequiosa-. Pensé que te gustaría saberlo.

Akiko estaba abrumada por la gratitud. Sin que se lo pidiera, la había ayudado cuando a nadie más le importaba. A partir de aquel momento, consagró su vida a Shigeru. Ella necesitaba alguien al que adorar; él necesitaba devoción incondicional. Se hicieron inseparables, y él pasó a ser el beneficiario de su amor. Bajo su protección, Akiko estaba a salvo de otros hombres. El le confiaba sus pensamientos más íntimos: su aversión por la responsabilidad; sus sueños de una vida tranquila consagrada al placer. Y jamás trató de tocarla. Pronto descubrió su pasatiempo favorito: espiar a las mujeres.

Siempre ansiosa por complacer, Akiko ayudó a Shigeru a entrar a escondidas en las dependencias de las mujeres para que pudiera verlas desvestirse y bañarse. El se estimulaba mientras ella montaba guardia. Akiko adivinó que Shigeru debía de haber reparado en su fijación por Kaoru y que los había seguido hasta el establo aquella noche, donde había disfrutado al observar la agresión en lugar de detenerlo. También sabía que Shigeru se había dado cuenta de las ventajas de desviar su devoción hacia él. Mas nunca admitió que él la estuviera utilizando. Lo amaba; lo necesitaba. Por tanto, tenía que hacer todo lo necesario para conservar su amistad.

Pasaron ocho años. Cuando Akiko maduró, la terrorífica perspectiva del matrimonio se cernió sobre ella. No soportaba la idea de dejar a Shigeru, de vivir con un desconocido que tocara su cuerpo. La agresión le había causado daños físicos permanentes: el periodo le acarreaba calambres agónicos; tal vez nunca pudiera concebir niños. Sin embargo, ese posible defecto no iba a salvarla. Ni una palabra de su lesión había sobrepasado los confines de su familia directa; sus padres no querían echar a perder sus posibilidades de un enlace ventajoso.

Entonces murió el padre de Shigeru, y él se convirtió en daimio. El clan había aplazado su matrimonio con la esperanza de unirse con algún poderoso clan samurái, pero el bajo linaje de los Miyagi no atrajo a casaderas que valieran la pena; en consecuencia, el clan decidió consolidar sus activos casando a Shigeru con una joven de su propia familia. La rama de Akiko era la que le seguía en la línea sucesoria, y ella, la hija mayor. Shigeru se casó con su prima.

Akiko no cabía en sí de gozo. Viviría definitivamente bajo la protección de un esposo que no le impondría sus atenciones físicas.

– El matrimonio no tiene por qué cambiar las cosas entre nosotros -le dijo Shigeru-. Sigamos como siempre y ya está.

Modificaron la casa para adecuarla a sus gustos. Shigeru envió a la mayoría de los familiares y vasallos a sus posesiones de la provincia de Tosa. Akiko despidió a casi todas las sirvientas. Cuando no estaban inmersos en la búsqueda de gratificación sexual para Shigeru, preferían la poesía y la música a los placeres de sociedad. Durante los meses que Shigeru pasaba en Tosa cada año, Akiko se consumía de añoranza. Como esposa de un daimio, perdió parte de su miedo a los hombres y cobró cierto aire de autoridad, pero sólo se sentía de verdad segura, o feliz, cuando Shigeru estaba con ella.

En aquel momento, la dama Miyagi oyó que se aceleraba la respiración de su marido; se lo imaginaba tocándose con mayor fuerza y velocidad. Cuando Copo de Nieve la miró, dio la señal de que empezase el juego amoroso. Copo de Nieve se abrió de piernas en el suelo. Gorrión se puso a cuatro patas y se acercó a ella hasta situarse encima. Sepultó la cara en la entrepierna de Copo de Nieve y comenzó a lamer y chupar con grandes aspavientos. Copo de Nieve gimió y se retorció. Agarró a Gorrión por las nalgas y colocó su femineidad sobre la boca. El caballero Miyagi gruñía y boqueaba. La dama Miyagi sabía que se acercaba su éxtasis. Su corazón rebosaba de gozo.

Aunque ella jamás hubiera experimentado el placer físico, podía compartir el de su esposo. La recíproca necesidad había forjado entre ellos un vínculo espiritual. Incluso sin sexo, ella se sentía plenamente realizada en su matrimonio; no necesitaba tener hijos. Que el sobrino de Shigeru lo sucediera como daimio. Sus almas estaban unidas como los dos cisnes de su divisa familiar, una pareja autosuficiente… o eso se decía ella a sí misma. Hubo un tiempo en que tenía su unión por eterna, invencible. Entonces, una noche de la pasada primavera, Harume entró en sus vidas.

Aquel día el caballero y la dama Miyagi estaban en un embarcadero, contemplando los fuegos artificiales que estallaban por encima del río Sumida, entre la ruidosa muchedumbre que celebraba el inicio de la temporada de navegación. Shigeru había señalado a Harume entre el séquito del sogún. Tomando a la chica por una diversión inocua más, la dama Miyagi les había procurado un encuentro. ¿Cómo podía haber previsto que Harume perforaría el punto débil de su matrimonio? Descubrir que el romance había dado un vuelco que podía apartarla de Shigeru la había puesto enferma de verdad; había vomitado en plena calle. Harume había supuesto una amenaza no sólo para su seguridad, sino para su existencia en sí. La dama Miyagi se congratuló de la muerte de Harume. Volvía a estar a salvo. Shigeru no necesitaba saber lo que había estado a punto de pasar.

Sin embargo, la amenaza no había muerto por completo con la dama Harume. Su espectro atormentaba a la dama Miyagi, dispuesto a levantarse de nuevo. Y la sombra de un nuevo peligro, en forma de investigación de asesinato, se extendía sobre su vida. Ni siquiera la noticia del arresto del teniente Kushida la había tranquilizado.

Los gemidos de Shigeru crecían en volumen con el apremio de su necesidad. La dama Miyagi hizo otra seña a las concubinas. Copo de Nieve lanzó la pelvis contra la cara de su compañera y chilló. Gorrión arqueó la espalda, cerró los ojos y emitió una serie de gritos de gozo. A través de la pared sonó un áspero berrido. Los ojos de la dama Miyagi estaban arrasados de lágrimas de alegría. De nuevo le había procurado a su señor su deseo.

Cuando oyó pasos que se alejaban, se levantó. Copo de Nieve y Gorrión se desenredaron e hicieron una reverencia.

– Ha sido excelente -dijo la dama Miyagi, y después salió por el pasillo hacia la alcoba de Shigeru.

Estaba sobre el futón a la luz de la lámpara de la mesa, cubierto por un edredón y con la cabeza en el soporte de madera para el cuello. Aquella era la parte favorita del ritual de la dama Miyagi: cuando ella y Shigeru volvían a estar juntos. Se tumbó a su lado. En ningún momento se tocaron. A esas alturas él solía estar ya medio dormido. La dama Miyagi esperaba un rato para ver si necesitaba algo y después apagaba la lámpara. Más adelante se dormía ella, a su vez, segura en su amor particular.

Pero aquella noche Shigeru estaba despierto y despabilado, con la mirada perdida en el techo.

– ¿Qué pasa, primo? -preguntó la dama Miyagi.

Se volvió hacia ella.

– Es por la investigación de asesinato. -La preocupación reflejada en su cara lo hacía parecer a la vez más joven y más viejo; en sus rasgos suaves y marchitos, la dama Miyagi distinguía tanto al compañero de su infancia como al anciano en el que se convertiría-. Desde que estuvo aquí el sosakan Sano, padezco una terrorífica sensación de desastre inminente.

– Pero ¿por qué? ¿De qué puedes tener miedo?

Aunque mantuvo la voz calma, la dama Miyagi estaba preocupada. ¿Por qué no había detectado su temor? ¿Por qué no se lo había confiado él antes? ¿Estaban perdiendo su preciosa conexión espiritual? La furia la asaltó como una llama ardiente y asfixiante. ¡Aquello era obra de Harume! Y, por debajo de su rabia, su pecho albergaba una astilla de terror.

¿Cuánto sabía Shigeru? ¿Qué les iba a pasar? De repente la dama Miyagi no quería oír lo que iba a decirle su marido. Rígida bajo su edredón, presa de un terrible miedo que aprisionaba su corazón, se preparó para la catástrofe.

– He oído que el sosakan Sano es un hombre que no se detiene ante nada para descubrir la verdad -dijo Shigeru-. ¿Te imaginas que descubre lo que pasó entre la dama Harume y yo? Podrían acusarme de asesinato.

– Ya sabe lo vuestro -dijo la dama Miyagi en tono razonable, aunque la atenazara el pavor. ¿Shigeru, detenido, quizá incluso preso y ejecutado? ¿Cómo iba a vivir sin él?-. Ya has admitido que enviaste la tinta, pero el sosakan Sano no puede demostrar que tuvieses nada que ver con el asesinato. -Se obligó a enunciar las siguientes palabras-: ¿Y qué más podría descubrir?

Aun en su terror de perder a Shigeru, la dama Miyagi saboreó la amargura de los celos. No quería enterarse de nada sobre él y la dama Harume que no supiera ya; no quería que volvieran a hacerle daño.

– Harume dijo que, a menos que le diera diez mil koban, le diría al sogún que la había forzado -dijo Shigeru lleno de pesadumbre-. Pensaba que no se atrevería, pero no podía estar seguro. Así que le pagué, de poco en poco, para que no te dieras cuenta de que faltaba dinero en las cuentas de la casa. No quería que te preocupases.

Shigeru pareció desinflarse, como si la confesión lo hubiera vaciado.

– El chantaje de Harume me da un poderoso motivo para el asesinato. Si el sosakan Sano se entera, me convertiré en el principal sospechoso. ¿Entiendes ahora por qué tengo miedo?

La dama Miyagi sintió un gran alivio. Olvidadas sus dudas y temores, tenía ganas de reír de alegría. Chantaje, eso era todo, y no otra cruel traición. Y qué considerado era su marido al tener en cuenta sus sentimientos. Se sentía llena de una confianza renovada que borró la sospecha de que le hubiera ocultado la verdad por motivos menos nobles. Era la esposa fuerte y sensata que se ocupaba de los problemas. Podía evitar cualquier peligro, triunfar sobre cualquier adversario que la amenazara.

– No te preocupes, primo -dijo-. Ya me encargaré de que estés a salvo del sosakan Sano. Ahora descansa y déjalo todo en mis manos.

Los ojos de Shigeru estaban llenos de lágrimas de alivio y gratitud.

– Gracias, prima. ¿Qué haría yo sin ti?

Se dio la vuelta y se acomodó bajo el edredón. La dama Miyagi apagó la lámpara. Pronto Shigeru roncaba suavemente, pero ella siguió despierta, tramando planes. El teniente Kushida era el principal sospechoso, y la dama Miyagi esperaba que le cargaran el crimen a él. Pero no se atrevía a darlo por sentado. Desde el principio se había anticipado y preparado para los problemas. Ya había actuado en su mutua defensa. Ahora debía emprender medidas adicionales para proteger a su amado esposo. Su matrimonio especial.

Su vida.

26

A medida que se aproximaba la medianoche, la niebla se dispersaba sobre el bancho, el barrio al oeste del castillo de Edo donde vivían los vasallos hereditarios de los Tokugawa. En los retazos de cielo añil titilaban las estrellas. El resplandor de la luna convertía la bruma en retirada en una neblina plateada que iluminaba el laberinto de calles desiertas. En los espesos matorrales de bambú que rodeaban cientos de destartalados yashiki bullía la vida nocturna. Las hojas húmedas susurraban al paso de las ratas en busca de comida; los perros callejeros se peleaban; cantaban los grillos. Pero la mayoría de sus moradores dormitaba en las casas a oscuras. Los centinelas daban cabezadas en las garitas, bajo el tedio de una guardia tranquila. Todo estaba en paz, excepto la residencia de los Kushida: allí ardían las antorchas sobre la puerta y en torno al matorral de bambú. Soldados de los Tokugawa patrullaban el perímetro y se apostaban sobre los tejados para evitar la fuga del criminal bajo arresto.

En un pequeño y lóbrego trastero convertido en celda, el teniente Kushida descansaba en su futón. La alquimia del sueño lo sacaba de su encarcelamiento y lo transportaba al Interior Grande. Por corredores vacíos seguía el canto de la dama Harume:

Los brotes verdes veraniegos del bambú
crecen altos y fuertes,
el loto extiende sus pétalos rosas…

El corazón de Kushida se colmó de gozo anticipado. Esa vez ella aceptaría su amor. Satisfaría la lujuria terrible que lo corroía.

La lluvia riega los tejados,
canta un cuco:
ven a mí, mi amor.

Por último, Kushida llegó a la puerta de la dama Harume. La abrió y la vio tirada en el suelo, muerta. La sangre empapaba su cuerpo desnudo y su larga melena enmarañada. El tatuaje fatal marcaba su pubis como tinta sobre marfil. Ante el pavor de Kushida, la dama Harume abrió los ojos y le hizo un gesto con la mano. Con un graznido estrangulado, cantó:

¡Ven a mí, mi amor!

Kushida se despertó sobresaltado y se sentó en la cama. Su pecho subía y bajaba como si hubiera estado corriendo. Y su miembro estaba erecto, dolorosamente henchido por la lujuria que aún le inspiraba la dama Harume. Desde que se habían conocido, lo atormentaba en sueños. A su muerte, los sueños se habían convertido en pesadillas. Mas el amor y el deseo persistían, y en su fuero interno, como el arroyo subterráneo que busca una fisura por la que explotar, se inflamaba su rencor hacia la mujer que lo había humillado y destrozado.

Se puso en pie con torpeza y se maldijo por haber sucumbido al cansancio y permitir la llegada de los sueños. Pero necesitaba un respiro de la cruda realidad de su posición. Empezó a dar vueltas por la estancia en un intento de controlar sus emociones.

Al principio había tratado de resignarse a su encarcelamiento con estoicismo de samurái. Se había pasado el día entregado a la tranquila meditación, comiendo lo que le llevaban y depositando su orina y sus heces en el cubo de desperdicios. Pero pronto fue incapaz de conservar la calma. Desde la caída de la noche, la habitación se había ido oscureciendo y enfriando porque sus captores se negaban a darle una lámpara o un brasero, no fuera a utilizarlos para prender fuego y escapar. La vergüenza de estar enjaulado como un animal atormentaba su espíritu. Y la presión interna de la furia y la necesidad se expandía en su interior y propulsaba sus ansias desesperadas de libertad.

Kushida dio diez pasos a lo largo de una pared desnuda, giró y avanzó ocho pasos más por otra, y diez pasos más dejando atrás la puerta tras la cual montaba guardia un soldado. Se sabía de memoria las dimensiones de la habitación y no necesitaba luz para orientarse. En la cuarta pared de la habitación había una elevada ventana con barrotes que en un tiempo daba al jardín y que en la actualidad se abría a un pasillo: la casa se había ido ampliando con los años, con nuevas alas que se añadían para adaptarse al crecimiento de la familia. En aquel momento pasó por la ventana el vacilante resplandor de una vela, que arrojó algo de luz en la celda de Kushida. En el pasillo apareció un samurái viejo y canoso.

– ¿No podéis dormir, joven señor? -Era Yohei, un vasallo cuya familia había servido al clan Kushida durante generaciones. Cuando sonrió, la tristeza recalcó las arrugas de su cara redonda-. Bueno, yo tampoco podía dormir, así que he venido a haceros compañía.

Los demás miembros de su casa, incluidos sus padres, lo habían rehuido durante todo el día; lo creían culpable de asesinato y no querían compartir su deshonra. Pero Yohei veneraba a Kushida desde que nació; siempre le llevaba regalos y lo mimaba como si fuera su sobrino preferido. Sólo él se había expuesto a la censura de la sociedad para visitar a Kushida regularmente.

– ¿Cómo andáis de ánimo? ¿Puedo hacer algo por vos?

La amabilidad del anciano hizo que a Kushida se le saltaran las lágrimas.

– ¿Cómo ha podido pasar esto, Yohei? -se lamentó.

– El destino a menudo hace cosas extrañas. Quizá os castigue por los pecados de vuestros ancestros.

Después de horas de introspección, Kushida no podía culpar ni al destino ni a sus ancestros de los males que su propia historia, sus propias acciones, habían ocasionado. Retrocediendo veinticinco años, veía la escuela donde había aprendido el arte de la lanza. Oía la voz de su maestro:

– Tenéis que canalizar toda vuestra energía hacia el desarrollo de la habilidad en el combate -ilustró el sensei Saigo a su clase-. No disipéis vuestras fuerzas en la improductiva autoindulgencia. En las comidas, dejad de comer antes de haberos llenado; dejad que el hambre agudice vuestros sentidos. Absteneos del licor y el entretenimiento frívolo, que embotan la mente y debilitan el cuerpo. Sobre todo, resistíos a la tentación de satisfacer vuestros deseos carnales. La lanza es vuestra virilidad. A través de ella os realizaréis.

El joven Kushida anhelaba ser un gran lancero. Por tanto, siguió con entusiasmo las enseñanzas de Saigo. Un día, cuando tenía doce años, descubrió un libro de shunga en el estudio de su padre. En el frontispicio aparecía la ilustración de una bella mujer desnuda en plena cópula con un amante samurái. A Kushida lo embargó una desconocida y oscura excitación. Instintivamente se llevó las manos al interior de su quimono. Sus dedos emprendieron un movimiento que jamás habían aprendido. La excitación culminó en un éxtasis cegador, seguido de culpa y angustia. Había caído en la autoindulgencia sobre la que les había advertido Saigo, había sacrificado la disciplina por el placer.

Cuando confesó su fechoría, el sensei le asignó un suplemento de práctica de combate y sesiones de meditación. Al principio Kushida sucumbió con frecuencia a sus impulsos físicos, pero con el tiempo llegó a superar sus malos hábitos. Se sumergió en el naginatajutsu, adquirió una habilidad extraordinaria y permaneció célibe. Aun trabajando en compañía de las mujeres del sogún, podía aguantar días, incluso meses, sin pensar en el sexo.

Y entonces la dama Harume llegó al castillo de Edo. Aquel día, él estaba de guardia. Cuando Chizeru se la presentó, tuvo la impresión de haberla visto antes; con su cara vivaracha y sus formas voluptuosas, se parecía a la chica del shunga que le había provocado su primer orgasmo. El deseo reprimido explotó en su interior y se concentró en la dama Harume, que lo había devuelto a la vida.

Aturdido por la lujuria, Kushida no había advertido el peligro. Decidió que no había nada de malo en mirar sin más a una mujer. Así había empezado a espiar a Harume. Pronto dejó las prácticas de combate. Por las noches se estimulaba hasta el clímax fantaseando con ella. Cobró conciencia de lo solitario de una vida consagrada en exclusiva al bushido. La realización completa, descubrió, requería también la unión con una mujer.

Hizo acopio de valor y le confesó a Harume sus sentimientos en una carta. Al ver que ella no respondía y empezaba a rehuirlo, se persuadió a sí mismo de que era tímida o estaba asustada. Tenía algo precioso que ofrecerle: un corazón que jamás había pertenecido a otra mujer; un cuerpo sin mácula de pasadas aventuras amorosas. ¿Cómo podía no apreciar ese presente? De modo que dio el drástico paso de declararle su amor a la cara. Pero la dama Harume lo rechazó. Sus palabras aún retumbaban en su cabeza:

– ¿Por qué sigues molestándome? Al ver que no contestaba a tus estúpidas cartas, tendría que haberte quedado claro que no quiero nada contigo. -El asco deformaba su bello rostro-. Debes de ser tan idiota como feo. ¿Quieres que escape contigo? ¿Que me suicide contigo por amor para que pasemos juntos la eternidad? -Soltó una carcajada-. Eres indigno de respirar siquiera el mismo aire que yo. Ahora vete y déjame en paz. ¡No quiero volver a verte en mi vida!

Humillado y furioso, Kushida no se había limitado a sacudir y amenazar de muerte a la concubina, como había reconocido ante el sosakan-sama. Le había doblado el brazo por detrás de la espalda, le había tapado la boca cuando intentó gritar en busca de socorro y la había arrojado a una habitación vacía. Allí le había arrancado el quimono y la había obligado a tumbarse. Quería matarla, en aquel preciso instante; pero antes iba a poseerla.

Harume le plantó cara. Le mordió en la mano y, cuando cedió un poco, le dio una patada en la ingle. Mientras él se doblaba en muda agonía, Harume rompió a reír. Como si pretendiese agravar el dolor, le dijo:

– Ya tengo un amante. Soy suya para siempre. Pronto llevaré un tatuaje que proclame mi amor por él, en este cuerpo que tanto deseas.

Entonces salió corriendo.

En los terribles días que siguieron, Kushida se dio cuenta de lo que había pasado. Lo había echado todo a perder -la disciplina, el amor propio y la serenidad de la vida pura del bushido por una chica ordinaria y superficial que no reconocía su valía. Una chica que pensaba tatuarse, ¡como una puta cualquiera! Del amor nació el odio. Kushida culpaba a Harume de su desgracia. Planeó su venganza. Entraría a hurtadillas en su habitación y la atravesaría con la lanza; la estrangularía con las manos desnudas mientras disfrutaba de ella. Aquellas fantasías violentas lo excitaban tanto como sus anteriores sueños de amor. Pero no había previsto que su muerte no lograría aplacar ni su deseo ni sus celos rabiosos. No había esperado que sentiría una culpa tan atroz por haberle hecho daño. Había intentado robar su diario porque temía que hubiese dejado constancia de su asalto, pero no había imaginado su actual y lamentable situación.

Entonces tomó una determinación. No quería vivir sin su amada Harume, pero tampoco quería morir por su asesinato. La vergüenza de una ejecución pública mancillaría para siempre el honor de su clan. Debía apaciguar de algún modo al espíritu de la dama Harume y llevar la paz al suyo propio, a la vez que restauraba el honor de su apellido.

Sin embargo, nada podría lograr mientras siguiera encerrado en esa celda. La agitación lo atormentaba como una nidada de arañas en los músculos; su presión interna iba en aumento.

– ¿Qué me decís de una partida de go? -dijo Yohei-. Os tranquilizará, joven señor.

«¡Sácame de aquí!», estuvo a punto de gritar Kushida. Quería aporrear las paredes como un poseso, pero se obligó a calmarse.

– Gracias por venir, pero ¿cómo vamos a jugar al go si tú estás fuera y yo, dentro?

A Yohei se le iluminó el rostro con una sonrisa.

– Dos tableros y dos juegos de fichas. Nos decimos los movimientos en voz alta y los hacemos cada uno en nuestro tablero.

Aunque no tenía ganas de jugar, en la cabeza de Kushida empezó a cobrar forma un plan.

– De acuerdo -dijo.

El vasallo fue a buscar lo necesario. Por entre los barrotes de la ventana le pasó una caja laqueada con pequeñas piedras redondas, blancas y negras, y un tablero de ébano con cuatro patas y una cuadrícula grabada en su superficie de marfil.

– Vos salís, joven señor -dijo Yohei.

Kushida colocó un guijarro negro en la intersección de dos líneas.

– Dieciocho horizontal, dieciséis vertical.

– Cuatro horizontal, diecisiete vertical -replicó Yohei.

La tensión siguió creciendo en Kushida mientras situaba una piedra blanca en su sitio. Cada fibra de su cuerpo se tensó; la sangre le hervía por la necesidad de libertad. Aguantó la partida lenta y tediosa, moviendo al tuntún. Del otro lado de la puerta llegaban unos ronquidos estruendosos: el guardia se había dormido.

– Joven señor, no estáis concentrado en la partida -le reprendió Yohei-. He capturado casi todas vuestras fichas, y vos no me habéis quitado ninguna. -Kushida odiaba tener que engañar a su amigo.

– Te equivocas, Yohei. Voy ganando.

La cara anonadada de Yohei apareció en la ventana; entrecerró los ojos para tratar de atisbar el tablero de Kushida.

– Uno de los dos se ha liado con los movimientos -dijo.

– Debo de haber sido yo. No logro estar pendiente de la partida. -Kushida se acercó a la ventana y bajó la voz-. Sería mejor que estuviéramos juntos. Así te asegurarías de que todas las piezas están en el sitio correcto.

Yohei sacudió la cabeza.

– No puedo dejaros salir, joven señor. Ya lo sabéis.

– Pero sí que puedes entrar aquí conmigo. -Al ver que la indecisión arrugaba la frente del anciano, Kushida insistió-. Vamos. Mientras te vayas antes de que el guardia se despierte, no pasará nada.

– Es que…

La desesperación de Kushida dio alas a su ingenio.

– Yohei, ¿no creerás que yo maté a la dama Harume?

– Claro que no -afirmó indignado su leal vasallo. Entonces su convicción flaqueó-. Pero atacasteis al sosakan-sama y a sus hombres.

– Yo no maté a Harume -recalcó Kushida-. Ni siquiera sabía que fuera a hacerse un tatuaje, de modo que ¿por qué iba yo a envenenar el frasco de tinta? Pero el sosakan Sano necesitaba arrestar a alguien, así que me tendió una trampa. Nunca entré en su casa; no ataqué a nadie. ¡Es todo mentira!

– ¿Cómo se atreve el sosakan-sama a acusar en falso a mi joven señor? -exclamó Yohei, farfullando de indignación-. ¡Lo mataré!

– ¿Y acabar tú también condenado por asesinato? No, Yohei, no debes. -Kushida suspiró con resignación fingida-. Todo lo que podemos hacer es esperar a que la verdad salga a la luz. Entonces mi nombre quedará limpio.

Sentía la piel tirante y el cráneo a punto de estallar por la presión palpitante.

– Ahora abre la puerta y entra para que podamos terminar la partida -prosiguió-. Te prometo que no trataré de escaparme. Me conoces de toda la vida, Yohei. Puedes confiar en mí. -Kushida dejó que le temblara la voz-. Además, me siento solo. Yo… Necesito a alguien a mi lado.

Lágrimas de amor y piedad afloraron a los ojos de Yohei.

– De acuerdo.

Se llevó un dedo a los labios y avanzó hacia la puerta.

A toda prisa, Kushida devolvió las fichas de go a su caja y se la guardó bajo el quimono. Entonces se oyó el ruido de la barra de hierro de la puerta cuando Yohei la sacó de sus soportes.

Kushida alzó el tablero de go por las patas y se apostó a un lado de la puerta, con el corazón desbocado. El guardia siguió roncando. La puerta se abrió poco a poco. Yohei entró en la habitación de puntillas con la vela en la mano.

– ¿Joven señor…?

Kushida extendió el pie. Yohei tropezó con él y cayó de bruces.

– ¿Qué…?

En un suspiro Kushida había saltado por encima de Yohei y corría por el pasillo.

– ¡No, joven señor!

El guardia estaba apoyado en la pared con la lanza en la mano. Con el alboroto, se despertó. Kushida blandió el tablero de go. Con el escalofriante chasquido de la madera maciza y el marfil contra el hueso, lo estampó en la cabeza del guardia; éste cayó inconsciente. Kushida tiró el tablero, arrancó la lanza de la mano inerte que la sostenía y siguió corriendo.

– ¡Por favor, volved! -gritaba Yohei, renqueando en pos de él-. No lograréis escapar. El yashiki está rodeado. ¡Los soldados os matarán!

A medida que el estrépito despertaba a la casa, chirriaban las puertas y proliferaban los gritos. Aparecieron soldados y empezaron a perseguir a Kushida.

– ¡El prisionero ha escapado! -gritaban-. ¡Atrapadlo!

Kushida corrió hacia la puerta de atrás con toda la fuerza de sus piernas. Miró por encima del hombro y vio que dos soldados le ganaban terreno. Se sacó la caja de fichas de go del quimono y la arrojó en dirección a sus perseguidores. El recipiente chocó contra el suelo, saltó la tapa y se desparramaron las piedras. Entre gritos de sorpresa, los soldados resbalaron y cayeron al suelo.

Kushida abrió la puerta y salió como una exhalación al patio iluminado por faroles, para sorpresa de dos centinelas. Blandiendo la lanza robada con mortífera eficacia, les golpeó en la cabeza con el asta. Se derrumbaron. Del tejado saltaron más soldados para incorporarse a la refriega, pero Kushida ya cruzaba la puerta. Dos tajos de su lanza hirieron a los guardias apostados en el exterior. Las tropas de patrulla corrieron al rescate; los arqueros dispararon flechas. Corriendo por su vida, su amor y su honor, Kushida se escabulló en la noche.

27

– Cumplimos todos los trámites reglamentarios de arresto domiciliario, pero el viejo lo dejó salir -explicó el comandante que había convocado a Sano en la residencia de los Kushida-. Nada de esto es culpa nuestra.

Hizo un ademán furioso que abarcaba todo el patio iluminado por las antorchas. En él yacían cuatro hombres heridos por el teniente en su huida. Los familiares de Kushida y unos cuantos vasallos se apiñaban en la galería de la casa, un modesto edificio de una planta con entramado de madera en las paredes y las ventanas con barrotes. Desde la calle los curiosos escudriñaban a través de los matorrales de bambú.

A Sano lo había despertado la llegada del mensajero que le había dado las malas noticias. Ahora estaba en el gélido patio con Hirata mientras sus tropas pululaban por la finca, los espectadores parloteaban y el cielo palidecía con el primer resplandor azur del alba. Se amonestó en su interior por haber perdido a un sospechoso. Tendría que haber reconocido el riesgo de que el teniente Kushida se fugara y haberle denegado los privilegios del rango, metiéndolo en la prisión de Edo en vez de tenerlo bajo arresto domiciliario. Aunque Sano consideraba a la dama Keisho-in como la probable asesina de Harume, seguía sin creer que el teniente les hubiese contado toda la verdad sobre su relación con la concubina o los motivos que lo empujaron a asaltar la mansión de Sano. Se resistió con dificultad a la tentación de desahogar su ira en los soldados por haber dejado que los superara un solo hombre.

– Dejémonos de culpas por el momento y concentrémonos en capturar al teniente Kushida -dijo Sano-. ¿Qué se ha hecho hasta ahora?

– Hay hombres buscando por el bancho, pero todavía no han enviado ningún mensaje. Por desgracia, es muy veloz.

Kushida podría estar fuera de Edo para el amanecer, pensó Sano desconsolado. Pero dudaba que el motivo del teniente para escaparse fuera dejar la ciudad. ¿Por qué había quebrantado el arresto domiciliario? La respuesta podía resultar crucial para encontrarlo. Ordenó al comandante que siguiera con la búsqueda. Después, indicándole a Hirata que lo siguiera, se acercó a la familia Kushida y se presentó.

– ¿Dijo algo vuestro hijo que pudiera revelarnos el motivo de su fuga o adónde pensaba ir? -le preguntó al padre del teniente.

– No he hablado con mi hijo desde que lo suspendieron del puesto. -Las facciones simiescas de Kushida padre estaban rígidas de ira-. Y sus últimas muestras de mal comportamiento no han hecho más que dificultar la reconciliación.

Ahora Sano entendía mejor la pasión obsesiva del teniente Kushida por Harume: con un padre tan poco propenso al amor y al perdón, debía de estar hambriento de afecto.

La madre de Kushida miró con pavor a su marido y señaló con la cabeza a un anciano samurái que sollozaba junto a la puerta.

– Yohei fue el último que lo vio.

Aquél, pues, era el fiel vasallo al que Kushida había engañado para que le abriera la puerta de la celda.

– Nada de lo que hizo o dijo mi amo me alertó sobre su propósito de escapar -se lamentó Yohei-. No sé por qué lo hizo.

Yohei avanzó con paso vacilante y se postró a los pies de Sano.

– ¡Oh, sosakan-sama, cuando atrapéis a mi joven señor, os ruego que no lo matéis! Yo soy el responsable de lo que ha pasado esta noche. ¡Dejadme morir en su lugar!

– No lo mataré -prometió Sano. Necesitaba vivo a Kushida para interrogarlo otra vez-. Y no te castigaré si me ayudas a encontrarlo. ¿Tiene amigos a los que acudir en busca de ayuda?

– Está su viejo sensei, el maestro Saigo. Ahora está jubilado y vive en Kanagawa.

Aquel pueblo era la cuarta parada en el camino de Tokaido, a medio día de distancia, aproximadamente. Sano se despidió de la familia Kushida. A continuación, Hirata y él salieron y montaron a lomos de sus caballos.

– Envía mensajeros para avisar a los guardias de las postas de que estén atentos por si aparece Kushida -le dijo a Hirata-. Pero no creo que vaya a dejar la ciudad.

– Ni yo -dijo su vasallo-. Me aseguraré de que la policía haga circular su descripción por toda la ciudad y diga a los centinelas de los barrios que estén ojo avizor. Después… -Hirata tomó aliento con fuerza y soltó el aire-. Después me encontraré con la dama Ichiteru.

Se separaron, y Sano se encaminó de vuelta al castillo de Edo para lanzar a las tropas a una cacería humana por toda la ciudad antes de asistir al juicio que el magistrado Ueda quería que presenciase. Hubiese matado o no el teniente Kushida a la dama Harume, constituía un peligro para los ciudadanos. Sano se sentía responsable de su captura y de cualquier crimen que el teniente pudiera cometer hasta entonces.

El juicio ya había comenzado cuando Sano llegó al Tribunal de Justicia. Entró con discreción en la sala larga y tenuemente iluminada. El magistrado Ueda, con rostro sombrío a la luz de las lámparas de la mesa, ocupaba el estrado, con un secretario a cada lado. Cruzó la mirada con Sano y lo saludó con la cabeza. La acusada, una mujer, llevaba una túnica de muselina. Estaba de rodillas frente a la tarima, con las muñecas y los tobillos atados, sobre una esterilla en el shirasu. En el centro de la habitación, un público no muy nutrido se arrodillaba en hileras.

Mientras un secretario leía la fecha, la hora y los nombres de los funcionarios que presidían la sesión para las actas del tribunal, Sano recordó lo que Reiko le había contado sobre que, en su juventud, espiaba los autos de aquel tribunal. Se preguntó si estaría allí en aquel momento, oculta en algún observatorio privilegiado, desafiándolo una vez más. ¿Se entenderían alguna vez como marido y mujer? ¿Por qué quería su padre que presenciase el juicio?

– A la acusada, Mariko de Kyobashi, se le imputa el asesinato de su esposo, Nakano el zapatero -anunció el secretario-. A continuación, este tribunal escuchará las pruebas.

Llamó a declarar al primer testigo: la suegra de la acusada. Entre los sollozos de Mariko, una anciana se levantó de entre el público. Renqueó hasta el estrado, se arrodilló, hizo una reverencia al magistrado Ueda y dijo:

– Hace dos días, mi hijo enfermó de repente después de tomar la cena. Boqueó, tosió y dijo que no podía respirar. Se acercó a la ventana para que le diera el aire, pero estaba tan mareado que se cayó al suelo. Entonces empezó a vomitar: al principio, lo que había comido, después sangre. Intenté ayudarlo, pero pensó que yo era una bruja que pretendía matarlo. ¡Yo, su propia madre!

La voz de la anciana se quebró por la angustia.

– Empezó a patalear y a gritar. Salí corriendo para buscar un médico. Cuando volvimos a casa al cabo de unos momentos, mi pobre hijo había muerto. Estaba rígido como este pilar.

La emoción alivió el peso del cansancio y las tribulaciones de Sano. ¡El zapatero había muerto con los mismos síntomas que la dama Harume! Ahora Sano entendía por qué el magistrado Ueda lo había llamado.

– Mariko es quien cocina y sirve nuestras comidas -dijo la testigo con una mirada furibunda hacia la acusada-. Era la única persona que tocaba el cuenco de mi hijo antes de que comiera. Tuvo que envenenarlo ella. Nunca se llevaron bien. Por las noches se negaba a cumplir con su deber de esposa. Odia llevar la casa, ir a la compra y bordar, ayudar en la tienda para ganarse el techo y la comida, y cuidar de mí. La matábamos de hambre y le pegábamos, pero ni así se comportaba decentemente. Mató a mi hijo para poder volver a casa de sus padres. ¡Honorable magistrado, os ruego que hagáis justicia a mi hijo y condenéis a muerte a esta infame!

Siguió la declaración de más testigos: el médico, unos vecinos que confirmaron el estado penoso del matrimonio, y el policía que había encontrado una botella oculta bajo el quimono de la acusada, había hecho una prueba de su contenido con una rata, que murió en el acto, y la había arrestado. Un caso claro, pensó Sano.

– ¿Qué tienes que decir en tu defensa, Mariko? -preguntó el magistrado Ueda.

Sin dejar de llorar, la mujer levantó la cabeza.

– ¡Yo no maté a mi marido! -gritó.

– Hay muchas pruebas de tu culpabilidad -replicó el magistrado-. O bien las refutas, o confiesas.

– Mi suegra me odia. Me echa la culpa de todo. Cuando murió mi marido quería castigarme. Así que le dijo a todo el mundo que yo lo había envenenado. Pero yo no fui. ¡Por favor, tenéis que creerme!

Sano dio un paso al frente.

– Honorable magistrado, os solicito permiso para interrogar a la acusada.

La gente giró la cabeza; un murmullo de sorpresa recorrió el público. Era poco frecuente que alguien que no fuera el funcionario que presidía el tribunal llevara a cabo interrogatorios.

– Permiso concedido -dijo el magistrado Ueda.

Sano se arrodilló junto al shirasu. Desde detrás de una enmarañada mata de pelo, la acusada lo miraba asustada, como una fiera en cautiverio. Estaba demacrada y tenía la cara llena de contusiones, con los dos ojos morados.

– ¿Esto te lo hizo tu familia? -preguntó Sano.

Asintió temblorosa. Su suegra alzó la voz en justa indignación:

– Era vaga y desobediente. Se merecía todas las palizas que le dimos mi hijo y yo.

Sano se encendió de ira. El hecho de que aquella situación se diera a menudo no la hacía menos censurable a sus ojos.

– Honorable magistrado -dijo-, necesito información de la acusada. Si me la proporciona, recomendaré que los cargos contra ella pasen a ser homicidio en defensa propia y que la devuelvan a casa de sus padres.

El público prorrumpió en protestas.

– Con el debido respeto, sosakan-sama -dijo un doshin-, pero esto es un mal ejemplo para la ciudadanía. ¡Pensarán que pueden matar, alegar defensa propia y quedar impunes!

– ¡Asesinó a mi hijo! ¡Merece morir! -gritó la suegra.

– Tú y tu hijo maltratasteis a esta chica -replicó Sano, aunque se preguntaba por qué estaba interfiriendo en asuntos que nada tenían que ver con su investigación. Era vagamente consciente de que la rabia manaba de su recién adquirida comprensión de la triste situación de las mujeres y de la necesidad de compensar a Reiko de algún modo por el cruel tratamiento que la sociedad dispensaba a su sexo-. Ahora pagáis el precio.

– Silencio -bramó el magistrado Ueda por encima del clamor del público, que amainó después de que los guardias sacaran a rastras de la habitación a la suegra vociferante. Luego se dirigió a Sano-: Se aceptará vuestra recomendación si la acusada coopera. Adelante.

Sano se volvió hacia la chica.

– ¿De dónde sacaste el veneno que mató a tu marido?

– No… No quería matarlo -sollozó-. Sólo quería debilitarlo, para que no me pegase más.

– Ahora estás a salvo -dijo Sano, aunque era mucho esperar que sus padres no la castigaran por el fracaso de su matrimonio, o no la casaran con otro hombre cruel. ¡Qué poco podía hacer para corregir siglos de tradición! Sobre todo cuando no estaba dispuesto a empezar por su propia casa-. Ahora dime de dónde sacaste el veneno.

La acusada se sorbió los mocos.

– Se lo compré a un viejo vendedor ambulante.

«¡Choyei!» A Sano le dio un vuelco el corazón.

– ¿Dónde te viste con él?

– En el muelle Daikon.

El barrio al noroeste de Nihonbashi era una cuadrícula de canales. Delante de cada almacén había un muelle de piedra por el que los estibadores acarreaban leña, tallos de bambú, verduras, carbón y cereales, desde los barcos amarrados y hacia ellos. Sano conocía la zona de sus tiempos de policía, porque los barracones de los yoriki estaban situados en el vecino Hatchobori, en el límite del distrito funcionarial. Avanzó a caballo por el muelle Daikon, entre porteadores cargados de fardos de largos rábanos blancos. Sus alientos formaban nubes de vapor en el aire límpido y gélido; una fuerte brisa encrespaba las aguas de los canales, que reflejaban el azul invernal del cielo. Los gritos, los golpes y el ruido de las suelas de madera resonaban con claridad. Sano olía la característica y conmovedora mezcla de humo de carbón y nieves de las remotas montañas que para él anunciaba la última estación del año.

La acusada le había dado indicaciones para llegar al lugar donde se había encontrado con Choyei: «Tiene una habitación en una casa de la tercera calle que sale del muelle.»

Sano dirigió su montura hacia esa calle. Hileras de viviendas insalubres de dos pisos bordeaban un espacio apenas suficiente para dar cabida a su caballo. Los balcones bloqueaban la luz del sol; en las cuerdas de tender la ropa que surcaban la angosta brecha ondeaban las coladas. Los cubos de residuos de la noche, los contenedores de basura desbordantes y un retrete de madera corrompían el aire. De las chimeneas surgía un humo aceitoso. Las puertas cerradas ocultaban cualesquiera actividades que los pisos de una habitación amparasen. La calle estaba vacía e impregnada de una lóbrega quietud.

Sano desmontó frente a la quinta puerta y llamó. Al no recibir respuesta probó a abrir, sin resultado. Miró por las grietas de las persianas.

– ¿Choyei? -gritó.

Se entornó la puerta de la casa de al lado, de la que salió un hombrecillo delgado y sin afeitar.

– ¿Quién sois? -preguntó.

Cuando Sano se identificó y expuso el motivo de su visita, el hombre se apresuró a hacer una reverencia.

– Saludos, sosakan-sama. Soy el casero, y resulta que yo también tengo que hablar con el mercachifle. Me debe el alquiler. Sé que está ahí, con un hombre que ha venido a verlo. Les he oído hablar hace apenas un momento. El viejo bribón quiere que nos creamos que no está en casa. -Aporreó la puerta-. ¡Abre!

Sano actuó movido por una súbita intuición. Cargó una, dos, tres veces con el hombro contra la puerta. La tabla de madera cedió. Del interior de la habitación llegaban un borboteo y unos resuellos salpicados de gemidos. A Sano se le encogió el corazón.

– No -dijo cuando el presentimiento lo asaltó como un jarro de agua helada-. Por favor, no.

– ¿Qué pasa, sosakan-sama? -gritó el casero-. ¿Qué es ese ruido?

Sano irrumpió en la habitación. Al principio, la oscuridad era demasiado negra para que distinguiera más que contornos oscuros. Después, cuando sus ojos se acostumbraron, las sombras se convirtieron en un cofre, un armario y una mesa. Todas las superficies, el suelo incluido, estaban atestadas de cuencos y frascos. En una estufa de arcilla humeaban unas ollas. El aire estaba perfumado por los olores medicinales característicos de una botica. En una esquina del fondo yacía una figura humana, la fuente de los espeluznantes sonidos.

Sano tropezó con un almirez. Apartó una armazón del tipo de las que llevaban los buhoneros ambulantes, un artilugio de madera con cestas colgadas de los travesaños, y se arrodilló junto al postrado.

– ¡Dame algo de luz! -ordenó.

El casero subió las persianas y encendió una lámpara. La figura de Choyei fue discernible en toda su crudeza. Era anciano, pero de físico vigoroso. Tenía un matojo de sucio pelo blanco en torno a la coronilla calva. Alzó hacia Sano unos ojos desorbitados de terror en su cara gris y agrietada como fango secado al sol. De su boca abierta y de una herida en el pecho surgían sendos chorros de sangre que le manchaban el andrajoso quimono. Un resuello, un borboteo, un gemido. El sonido continuaba entre estertores de dolor.

– Oh, no, oh, no -gimió el casero, retorciéndose las manos-. ¿Por qué ha tenido que pasar esto en mi propiedad?

– Busca un médico -ordenó Sano. Después examinó el profundo tajo entre las costillas de Choyei, practicado con un filo cortante, que absorbía y escupía sangre alternativamente-. No importa, no va a hacer falta.

Sano había visto más heridas de ese tipo, y sabía que eran fatales.

– Mejor avisa a la policía. -El visitante de Choyei debía de haberlo apuñalado y huido hacía poco tiempo-. ¡Corre!

El casero salió disparado. Sano apretó la mano contra la herida de Choyei para sellar por un momento el orificio. El resuello amainó. Choyei inhaló y exhaló con avidez. Sano sintió la succión cálida y húmeda de la carne ensangrentada contra su palma.

– ¿Quién te ha hecho esto? -preguntó.

La boca del buhonero se abrió y cerró unas cuantas veces antes de que surgiera su voz.

– Cliente… compró… bish -dijo entre boqueadas. En su nariz burbujeaba una espumilla roja-. Hoy volvió… clavó…

Bish: la toxina para flechas que mató a la dama Harume. Sano estaba eufórico. El cliente debía de haber sido el asesino, que había vuelto para impedir que Choyei llegase a informar de su compra a las autoridades. Sano miró con impaciencia al suelo, deseando que la policía se diera prisa. El asesino seguía en la zona. Estaba deseoso de darle caza, pero necesitaba la declaración de su único testigo.

– ¿Quién ha sido, Choyei? -Sano apretó con urgencia la mano del buhonero moribundo-. ¡Dímelo!

Choyei emitió unos gorgoteos horripilantes. No paraba de salir sangre de su herida. Sus labios y su lengua pugnaron con las sílabas de un nombre que parecía atorado en su garganta.

– ¿Qué aspecto tenía? -dijo Sano.

– No… ¡No! -Choyei aferró la mano de Sano. Su boca formó las palabras, pero no salió ningún sonido.

– Tranquilo. Cálmate -lo apaciguó Sano.

Mientras el buhonero se afanaba por hablar, Sano repasaba en su cabeza las distintas posibilidades. El brutal apuñalamiento apuntaba hacia el teniente Kushida. ¿Se había escapado del arresto para atacar a Choyei?

– ¿Ha usado una lanza? -preguntó Sano, ocultando su impaciencia.

Choyei sacudió el cuerpo y meneó la cabeza de lado a lado en violenta protesta contra la muerte inminente.

– ¿Qué aspecto tenía? ¡Dímelo para que pueda encontrarlo!

En aquel momento, el traficante de drogas pareció aceptar su destino. La mano que aferraba la de Sano perdió algo de fuerza mientras era presa de temblores involuntarios. Con gran esfuerzo, tomó aliento con un silbido y susurró:

– Cuerpo delgado… llevaba capa oscura… capucha…

La descripción se ajustaba tanto al caballero Miyagi como a Kushida. ¿O tal vez al amante secreto de Harume? ¡Qué grato le era a Sano aquel indicio que apuntaba en la dirección contraria a la dama Keisho-in!

Llegó un ruido de pasos de la calle. Por la puerta entraron un doshin y dos asistentes civiles. Sano repitió rápidamente la descripción del asesino de Choyei y añadió la suya del teniente Kushida y el caballero Miyagi.

– Podría ser cualquiera de los dos, u otra persona, pero no puede andar muy lejos. ¡Corred! -Los policías salieron disparados y Sano se volvió hacia el buhonero-. Choyei. ¿Qué más puedes decirme? ¡Choyei!

Su voz adquirió un tinte de desesperación al sentir la flacidez creciente del vendedor. De sus ojos se esfumó la animación. Un leve gemido más, un último hilillo de sangre, y la fuente del veneno -y el único testigo de Sano de aquel asesinato- estaba muerta.

28

La carta de la dama Ichiteru había llevado a Hirata hasta una casa edificada en un canal a la sombra de los sauces junto al río, en un rico barrio de mercaderes. Normalmente Hirata se enorgullecía de su conocimiento de Nihonbashi, adquirido con años de trabajo policial. Sin embargo, a medida que cruzaba un puente en arco y atravesaba las puertas que daban a la calle, descubrió que se hallaba en territorio desconocido. El barrio tenía una pátina de antigüedad y riqueza. El musgo afelpaba los altos muros de piedra; una película verde lustraba los techos. Dada su afortunada proximidad al agua, las mansiones habían sobrevivido a muchos incendios, y por ello se encontraban entre los edificios más antiguos de la ciudad. Pero Hirata sentía que era su propia suerte -y su confianza- las que se iban desvaneciendo con cada paso que lo acercaba a su cita con la dama Ichiteru.

En el puño llevaba aferrada como un talismán la lista de preguntas a las que debía obligar a responder a Ichiteru. Dentro, doblada, iba su carta. Se había pasado horas enteras imaginando los posibles significados de la última línea: «El placer con el que anhelo volver a veros escapa de lo corriente.» En aquel momento, al desdoblar su lista para estudiarla una vez más, comprobó con desánimo que el sudor de su palma había corrido la tinta de los dos documentos hasta confundirlos. Aquella entrevista podía ser determinante para su destino y el de Sano, pero, a pesar de su planificación, Hirata no se sentía preparado. Tenía sed de Ichiteru, pero desearía que lo hubiera acompañado otro detective, o haber enviado a alguno en su lugar.

Ya había llegado a la casa en cuestión, una minúscula mansión separada de las demás por un jardín con un estanque. La casa parecía acechar tras el ramaje extendido de los pinos, que casi ocultaban su techo bajo. Aquélla no había escapado indemne a los incendios: el humo había oscurecido sus paredes. Con el corazón desbocado en los ritmos opuestos del deseo y los malos presagios, Hirata llamó a la puerta.

Se abrió y apareció la bonita cara de una niña. Hirata reconoció a Midori, a la que había poco menos que olvidado.

– ¡Detective Hirata-san! -exclamó con alegría-. Qué ganas tenía de volver a veros.

Lo guió llena de animación por una auténtica selva de malas hierbas y matojos sin podar, marrones y exánimes a causa de la estación. Un emparrado marchito se inclinaba sobre el sendero de losas que llevaba a la galería. Ataviada con un quimono estampado de amapolas rojas, Midori era como una flor en plena espesura muerta. Rió de emoción.

– ¿Qué os trae por aquí? ¿Cómo sabíais dónde encontrarme?

Su entusiasmada bienvenida halagaba a Hitara y le calmaba los nervios. De inmediato empezó a sentirse como el profesional competente que en realidad era. Con el deseo de prolongar la situación, y reacio a herir a Midori corrigiendo su idea de que era ella el objeto de su visita, dijo:

– Oh, los detectives tenemos métodos de enterarnos de las cosas.

– ¿De verdad? -Los ojos de Midori se abrieron exageradamente por la impresión.

– Claro -dijo Hirata-. ¡Ponedme a prueba! Vamos. Planteadme un misterio y os lo resuelvo.

Con la cabeza ladeada en plena reflexión y un dedo en la mejilla, Midori formaba una estampa adorable. Entonces sonrió con aire pícaro.

– He perdido mi peine favorito. ¿Dónde está?

Se rió de la expresión de desconcierto de Hirata y, al cabo de un momento, él se unió a su risa.

– Lo confieso; no lo sé -dijo-. Pero si queréis vendré y os ayudaré a buscarlo.

– Oh, ¿lo haríais? -En su rostro destellaron los hoyuelos por un momento.

Animado por su franca admiración, Hirata charló de nimiedades con Midori. No oyeron la puerta al abrirse, ni repararon en la dama Ichiteru hasta que ésta habló.

– Me honra que aceptarais mi invitación, Hirata-san. -Su voz grave llegaba desde el otro lado del emparrado como la corriente cálida de un horno-. Mil gracias por vuestra… prontitud.

Cortado en mitad de una frase, Hirata se volvió y vio a Ichiteru plantada en la umbrosa galería. Su pálida piel, su quimono malva de seda y los ornamentos de su pelo recogido lucían como si de algún modo concentrara la escasa luz en su persona. Hirata quedó paralizado por su mirada enigmática. Su pavor volvió de inmediato.

– Midori, ¿por qué entretienes a mi huésped a la intemperie, en lugar de hacerlo pasar a mi presencia? -dijo la dama Ichiteru.

Los ojos que Midori volvió hacia Hirata estaban cargados de dolor.

– Ah. Habéis venido a verla a ella. Supongo que tendría que haberlo imaginado. Lamento haberos entretenido -dijo alicaída. Hizo una torpe reverencia y añadió-: Lo siento, mi señora.

Hirata compadecía su vergüenza. Recordaba vagamente que su plan incluía entrevistar a Midori.

– Detective Hirata-san, hay algo que probablemente os tendría que decir -susurró Midori con la cara vuelta para que Ichiteru no la viera.

– Sí, claro -dijo Hirata. Pero la belleza seductora de Ichiteru lo atraía como una fuerza física-. Después.

Dejó a Midori y avanzó por el oscuro túnel de parras. La lista de preguntas cayó de su mano hecha una bola. Subió los escalones de la galería y acompañó a la dama Ichiteru al interior de la casa.

El pasillo estaba a oscuras y olía a moho y humedad del canal. Unos pasos por delante, Ichiteru resplandecía como una visión fantasmal. El pánico y la incertidumbre le aflojaban las piernas. Todos sus instintos cuerdos y prudentes le decían que hiciera el interrogatorio en el exterior, en la seguridad de la vía pública. Pero la poderosa fragancia agridulce de su perfume lo hipnotizaba. Habría seguido a Ichiteru a cualquier parte.

Lo condujo a una habitación al fondo del pasillo, donde una única lámpara ardía sobe una mesa baja en la que también había una botella de sake y dos tazas. El tiempo y la humedad habían descolorido los paisajes murales pintados en la pared, de forma que parecían acantilados y nubes bajo el agua. Sobre los vetustos armarios gruñían unos dragones marinos en relieve. Al otro lado de las persianas, Hirata oía el chapoteo de las aguas del canal contra el muro de contención. Sobre el tatami, había un futón. Al verlo Hirata sintió una acumulación de calor en la ingle. Para apartar sus pensamientos de la invitación implícita de la cama, dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:

– ¿De quién es esta casa?

Una fugaz sonrisa surcó el rostro de Ichiteru.

– ¿Acaso importa? -Se arrodilló junto a la mesa y le hizo señas para que la acompañara-. Lo importante es que estáis aquí… y yo también.

– Eh, sí -dijo Hirata. Tropezó con el dobladillo de sus pantalones y estuvo a punto de caer al arrodillarse frente a Ichiteru. Se ruborizó. En la habitación parecía hacer demasiado calor y demasiado frío al mismo tiempo; tenía las manos como si fueran de hielo, mientras que su ropa estaba empapada de sudor-. Entonces, esto…, ¿qué teníais que decirme?

– Vamos, Hirata-san. -Ichiteru le dedicó una mirada coqueta-. No hay por qué tener… tantas prisas. ¿Tan deseoso estáis de partir? -Hizo un mohín-. ¿Tanto os desagrado?

– No, no. Es decir, me agradáis bastante.

Un rubor ardiente trepó por el cuello y las orejas de Hirata.

– Entonces disfrutemos primero… del tiempo que tenemos para los dos. -El quimono de Ichiteru, caído por los hombros de acuerdo con la moda, resbaló un poco más y reveló parte de la aureola que rodeaba un pezón-. ¿Puedo ofreceros un refrigerio?

Levantó la botella de sake y arqueó las cejas en sugestivo ademán de invitación.

Por lo general, Hirata prefería no beber cuando estaba trabajando, pero en aquel momento necesitaba calmar sus nervios y aquietar sus manos temblorosas.

– Sí, por favor -dijo.

La dama Ichiteru le sirvió una taza de sake. Al pasársela, sus dedos suaves y cálidos le acariciaron la mano. Sus ojos lo abismaron en profundidades insondables. Con dificultad, Hirata apartó la vista y apuró la taza de un trago. El licor tenía un sabor extraño y mohoso, pero se sentía demasiado agradecido por sus inmediatos efectos sedantes para que le preocupara. Ichiteru lo observaba con las manos cruzadas sobre el regazo y una sonrisa juguetona en la boca.

– Creo que ahora estamos preparados -dijo ella.

Se inclinó hacia delante y le acarició la mejilla con la punta de los dedos, que dejaron un rastro de calor a su paso. Excitado pero despavorido, Hirata rehuyó su contacto.

– ¿Qué… qué hacéis? -preguntó.

La parte racional de su cerebro adivinaba que estaba tratando de distraerlo por medio de la seducción. Por el bien de las pesquisas, no debía permitir que sucediera, por mucho que la desease.

– Vuestra carta decía que teníais importante información sobre el asesinato de la dama Harume. Y necesito respuestas a las preguntas que esquivasteis en el teatro de marionetas. -Deseando no haber perdido el plan, trató de recordar sus instrucciones-. ¿Dónde estabais cuando casi matan a Harume con una daga? ¿Cuáles eran vuestros verdaderos sentimientos hacia ella?

– Shhhh… -El dedo de Ichiteru acarició sus labios con ternura.

– Dejad eso ya -dijo Hirata.

Intentó levantarse pero le sobrevino una extraña sensación. Sentía los miembros pesados como sacos de arena; la cabeza parecía desconectada del resto del cuerpo. Sus sentidos adquirieron una agudeza extraordinaria. Pareció que se abrían todos sus poros, que vibraban todos sus nervios. Los colores turbios de la habitación relucían; el chapoteo del canal atronaba como el oleaje del océano; el perfume de la dama Harume llenaba sus pulmones como la fragancia de un millón de flores. Oía las veloces palpitaciones de su corazón, el flujo impetuoso de su sangre. Su miembro se hinchó en la erección más abultada que había conocido.

Ichiteru lo ayudaba a ponerse en pie y lo arrastraba hacia el futón.

– No -protestó Hirata con un hilo de voz.

A través de la neblina etérea que velaba su pensamiento, recordó al policía que le había mencionado la existencia de una droga que provocaba trances y aumentaba el placer sexual. También recordaba que Ichiteru no había probado el sake. Debía de haber puesto allí la droga.

¿Se la habría comprado a Choyei, junto con el veneno que mató a la dama Harume?

– ¡Soltadme! ¡Por favor!

Hirata temía por su vida, pero la proximidad de la dama Ichiteru le provocaba escalofríos de placer; su contacto quemó cualquier vestigio de razón que le quedara. Se rindió y cayó sobre el futón. El artesonado del techo estaba decorado con olas pintadas que ondulaban ante los ojos aturdidos de Hirata. Ichiteru flotaba sobre él como si volara entre remolinos de su quimono malva. Entonces levantó los brazos y la prenda se deslizó hasta el suelo, quedándose desnuda. Hirata perdió el aliento. Los pechos de Ichiteru eran generosos y lozanos; los pezones, grandes como monedas. Las curvas de sus caderas se abrían desde una cintura de avispa, y en su entrepierna asomaba una mata de sedoso vello pubiano negro. Su piel, tersa y cremosa, acentuaba la elegante estructura ósea del cuello, los hombros y las largas y gráciles extremidades. Por debajo de su perfume, Hirata captaba su olor natural: acre y salado como el mar. Se alzó en él una ola de deseo, pero en su cresta cabalgaba un miedo mortal.

– No. Por favor. No podemos. Si se entera el sogún, ¡hará que nos maten a los dos!

La dama Ichiteru se limitó a sonreír; le desanudó la faja y le quitó la ropa. Desató las cintas del taparrabos y su erección quedó libre como un resorte. Ante sus exclamaciones por la tremenda excitación, ella le dijo:

– Es por el bien de su excelencia que os he convocado hoy aquí. Está en grave peligro. -La voz de Ichiteru rodeaba a Hirata como una nube de sonido incorpóreo; su aroma lo envolvía-. El asesinato de la dama Harume formaba parte de una conjura contra nuestro señor.

– ¿Qué conjura? No… no lo entiendo.

La droga reducía a marchas forzadas la capacidad mental de Hirata; su cerebro flotaba en un mar de embriaguez. La dama Ichiteru se inclinó sobre él. Sus senos le acariciaron suavemente el pecho. La exquisita sensación le arrancó un gemido. Oyó el golpeteo de las olas del canal contra la ribera. Tenía que huir. Tenía que poseer a Ichiteru. Pero ninguna de las dos cosas estaba a su alcance; la droga le inmovilizaba las extremidades.

Entonces Ichiteru se sostuvo los pechos entre las manos ahuecadas y los empujó contra su virilidad hasta encajarla en la hendidura cálida y suave que quedaba entre ellos. Arriba y abajo, sin dejar de sonreír. La fricción lo excitaba hasta limites insoportables. Hirata gritó a medida que su placer crecía demasiado alto y demasiado rápido.

– Basta. ¡Parad!

Le quedaba la suficiente conciencia para no querer poner perdida a la dama Ichiteru, pero ésta hizo caso omiso de su protesta y siguió con sus movimientos. Hirata sentía la rápida aproximación del inevitable desahogo. Ichiteru aplicó diestras presiones en algunos puntos de la base de su erección. El clímax de Hirata entró en erupción entre espasmos de éxtasis. Sin dejar de gemir y jadear, hizo un débil intento de escudar a Ichiteru, pero su mano se negaba a moverse. Ichiteru y el punto donde sus cuerpos se tocaban parecían estar a una distancia imposible, y tuvo que hacer esfuerzos para centrar en él su visión. Entonces se quedó mudo de sorpresa.

Su virilidad, que seguía dura como una roca, no había derramado semilla. Y el clímax no había disminuido en lo más mínimo su excitación.

– ¿Qué me habéis hecho? ¿Qué clase de magia es ésta? -preguntó.

Ichiteru se cernió sobre él y le puso un dedo en los labios.

– Shhh…

Una melódica risa hizo burla de su pánico. A medida que se intensificaban los efectos de la droga, Hirata más se mareaba. La cama se mecía y las olas sonaban más fuerte. Lo lamían unas oleadas de calor. Ichiteru y él daban vueltas, y los motivos del techo eran un borrón de color por encima de su cabeza. Tan solo la bella cara de la concubina seguía enfocada.

– No tengáis miedo… no os dolerá. Limitaos a disfrutar… -Cada palabra resonaba en la cabeza de Hirata-. ¿Y no queréis saber quién mató a la dama Harume?

– No. ¡Es decir, sí! -Hirata combatía el resurgir de deseo que se alzaba en su interior.

– Fue alguien que estaba celoso de ella… Un hombre que temía que el nacimiento de un heredero del sogún frustrara sus ambiciones… -La dama Ichiteru sostenía un cilindro rojo laqueado tan grueso como su brazo-. Quiere gobernar Japón, y no puede permitirse perder su única vía hacia el poder.

Las vueltas se aceleraron; a Hirata se le iba la cabeza. Hizo un frenético intento de recordar los hechos del caso y los sospechosos varones.

– ¿De quién habláis? ¿Del teniente Kushida? ¿El caballero Miyagi? ¿El amante secreto de la dama Harume?

– De ninguno de ellos… de ellos… de ellos…

La suave voz de Ichiteru hacía eco por encima del rumor del agua y el latido de la sangre de Hirata. Cubrió su órgano con el cilindro hueco. El revestimiento de seda lubricado lo envolvió en puro placer. A medida que Ichiteru desplazaba el cilindro, su relieve interno lo estrujaba y lo liberaba alternativamente. Entre jadeos, Hirata emprendió el ascenso hacia otro orgasmo.

– El sacerdote Ryuko tiene espías en todas partes… Estaba al corriente de la carta del caballero Miyagi… Entra y sale a placer del Interior Grande… Un día oí que le decía a la dama Keisho-in que Harume estaba embarazada y debía morir… Juntos decidieron que Ryuko compraría el veneno y lo metería en la tinta.

Al mismo tiempo que los nuevos indicios en contra de Keisho-in llenaban a Hirata de espanto, lo sacudieron los espasmos del clímax. De nuevo Ichiteru impidió el desahogo completo por el que se desesperaba. Retiró el cilindro y lo lanzó al suelo.

– Por favor. ¡Por favor!

Sollozando de necesidad, Hirata pugnó por llegar a ella, pero era incapaz de mover un solo músculo. La dama Ichiteru se arrodilló sobre él, a horcajadas sobre su torso. La magnificencia de su cuerpo, la serena hermosura de su rostro y su olor salvaje y agridulce lo enloquecían.

– Os ruego que advirtáis a su excelencia de que la sucesión de los Tokugawa está en grave peligro -dijo Ichiteru-. No habrá nunca un heredero directo mientras Ryuko y Keisho-in permanezcan en el castillo de Edo. Asesinarán a cualquier mujer que conciba al hijo del sogún… Se creen el emperador y la emperatriz de Japón… Manipularán al sogún… y despilfarrarán su dinero en sus propios caprichos… El bakufu se debilitará y surgirá la insurrección… Debéis desenmascarar a esos asesinos y salvar al clan Tokugawa y al país entero de la ruina.

A pesar de su agitación, Hirata veía los peligros de hacer lo que le decía.

– No puedo. Al menos no sin corroborarlo. ¡Si mi señor y yo acusáramos falsamente a la madre del sogún, sería traición!

– Tenéis que prometerme que os arriesgaréis. -La mano de Ichiteru, recubierta de esencia de gardenia, acarició su órgano hasta que sus gemidos se convirtieron en ásperos gritos y se sintió a punto de estallar, y entonces paró-. De lo contrario… os dejaré ahora mismo…, y no volveréis a verme.

Hirata se horrorizó ante la perspectiva de perder a la dama Ichiteru, de nunca satisfacer la urgente necesidad que lo consumía. De la pasión brotó el amor, como una flor del mal que se abriera en su espíritu. Ichiteru era maravillosa; jamás diría nada que no fuese verdad.

– De acuerdo -gritó Hirata-. Lo haré. Pero, por favor, por favor…

La sonrisa de aprobación de la dama Ichiteru lo colmó de un gozo culpable.

– Habéis tomado la decisión correcta. Ahora tendréis vuestra recompensa.

Descendió sobre su erección. Hirata casi se desmaya al deslizarse dentro de su cálida y húmeda femineidad. La habitación daba vueltas y más vueltas; oído, vista y olfato confluyeron en una única y abrumadora sensación. Ichiteru subía y bajaba con creciente velocidad. Sus músculos internos lo inmovilizaban en una fiera succión. La excitación de Hirata subió hasta cotas más altas que nunca en su vida. Tenía el corazón desbocado; sus pulmones no lograban recibir suficiente aire; estaba bañado en sudor. Iba a morir de placer. Le entró el pánico.

– No. Basta. ¡No puedo más!

Entonces explotó en un cataclismo de éxtasis. Sintió que la semilla salía a chorro de su cuerpo, oyó sus propios gritos. Sobre él, Ichiteru reinaba triunfal. Al sucumbir a su poder, Hirata sabía que el camino que había elegido estaba plagado de peligros. Mas deber y deseo por igual lo empujaban a emprenderlo. No podía ignorar una amenaza contra el sogún, y la dama Ichiteru tenía que ser suya. No tenía otra elección que comunicarle su declaración a Sano, que retomaría la investigación a partir de allí.

A riesgo incluso de sus propias vidas.

29

Los acordes vibrantes y perturbadores de un koto le indicaron a Reiko que al fin había encontrado al testigo que llevaba dos días buscando. Desde la altiva cumbre de la colina, junto al templo de Zojo, las notas de la antigua melodía, diáfanas en el aire nítido, vagaban por los bosques, los altares, los pabellones y la pagoda.

– Dejadme aquí -ordenó Reiko a los porteadores de su palanquín.

Se apeó al pie de la colina y subió al trote una escalera de piedra que ascendía entre fragantes pinos. Los pájaros trinaban en acompañamiento a la música, que subió en volumen a medida que se acercaba a la cumbre. Sin embargo, la serena belleza del enclave no impresionaba demasiado a Reiko. Todo -no sólo sus ambiciones personales o su matrimonio con Sano, sino sus mismas vidas- podía depender de lo que el testigo supiese sobre el asesinato de la dama Harume. La impaciencia aceleraba sus pasos; su capa se hinchaba y ondeaba como alas oscuras. Sin aliento, con el corazón desbocado, Reiko llegó a la cima.

A su alrededor se extendía un panorama grandioso. Más abajo, al otro lado de la colina, los puentes de piedra se arqueaban por encima de la laguna del Loto para llegar al islote en el que se alzaba un santuario de la diosa Sarasvati. Los tejados del templo brillaban al sol; un follaje rojo encendido cubría como un manto el paisaje en derredor. Al norte, bajo una neblina de humo de carbón, se adivinaba Edo abrazado por la curva luciente del río Sumida. Reiko caminó hacia la estatua de muchos brazos de Kannon, diosa de la misericordia, y al pabellón que había junto a ella. Allí se había congregado un público de campesinos, samuráis y sacerdotes para escuchar al músico que tocaba de rodillas ante el koto, bajo el techo de juncos.

A Reiko siempre le había parecido un anciano, y suponía que ya debía de superar los setenta años. Su cabeza estaba tan calva y salpicada de manchitas como un huevo. La edad había encorvado sus hombros y relajado las líneas de su cara estrecha; inclinado sobre el largo instrumento horizontal, parecía una grulla vetusta. Pero las manos nudosas que tocaban el koto no habían perdido su fuerza. Giraba las clavijas de afinar, movía con destreza los puentes y rasgaba las dieciséis cuerdas con un plectro de marfil. Con los ojos cerrados por la concentración, extraía una música que parecía suspender al mundo entero inmóvil y sobrecogido. La belleza etérea de la canción hizo que le saltaran las lágrimas. Olvidadas las prisas, esperó en el exterior del pabellón a que terminara el concierto.

El público escuchaba con reverencia mientras la música cobraba volumen y complejidad, dejando a la improvisación por encima del tema. El acorde final quedó suspendido en el aire durante un momento eterno. La cabeza baja, los ojos aún cerrados, el músico parecía en trance. El público se dispersó. Reiko lo abordó.

– ¿Sensei Fukuzawa? ¿Me concederíais un momento para hablar con vos? -Hizo una reverencia-. Tal vez no os acordéis de mí. Hace ocho años que nos vimos por última vez.

El músico abrió los ojos. La edad no había enturbiado su aguda y brillante claridad. El rostro se le iluminó de inmediato al reconocerla.

– Por supuesto que os recuerdo, señorita Reiko; o, mejor dicho, honorable dama Sano. Mi enhorabuena por vuestro matrimonio. -Su voz era débil y trémula; su alma hablaba ante todo a través del koto. Extendió la mano en señal de bienvenida-. Os ruego que me acompañéis.

– Gracias.

Reiko subió la escalera del pabellón y se arrodilló frente a él. A través de la celosía de las paredes se colaba la cálida luz del sol; un biombo plegable resguardaba del viento.

– Os he buscado por todas partes: en vuestra casa de Ginza y en los teatros. Por fin uno de vuestros colegas me dijo que habíais empezado un peregrinaje por templos y santuarios de todo el país. Me alegro mucho de haberos alcanzado antes de que salierais de Edo.

– Ah, sí. Quería visitar los grandes lugares sagrados antes de morir. Pero ¿a qué se debe esa súbita urgencia por ver a vuestro antiguo maestro de música? -Los ojos del anciano centellearon-. No será, supongo, por deseo de más lecciones.

Reiko sonrió contrita. Durante los seis años que el sensei Fukuzawa le había enseñado a tocar el koto, había sido una alumna reacia. Al acabar las lecciones, había dejado de lado el instrumento con gran alivio y jamás lo había vuelto a tocar. En ese momento, tenía la edad suficiente para lamentar el esfuerzo inútil de su sensei y sentirse avergonzada por su insensibilidad al despreciar el arte al que él había consagrado su vida. Recordó con incomodidad cuando su padre le advertía de su inocencia y exceso de confianza; y Sano, de su obstinación por llevar la contraria. Aquéllos también eran defectos que debía admitir y derrotar.

– Deseo disculparme por mi mala actitud -dijo Reiko, aunque le costara mucho ser humilde-. Y os he echado de menos.

Al decirlo se dio cuenta por primera vez de hasta qué punto era cierto. A diferencia de sus familiares, el sensei Fukuzawa no la había reñido ni castigado por su mala conducta. A diferencia de los otros profesores, que montaban en cólera, amenazaban e incluso pegaban a sus estudiantes cuando cometían errores, él siempre la había motivado a través de una paciente amabilidad antes que por el miedo. Así, con buenas palabras, había llevado el escaso talento de Reiko hasta la realización de su pleno potencial, a la vez que proporcionaba un refugio de las críticas que ella obtenía de todos los demás. ¿El hecho de que supiera apreciar la valía de una persona tan fuera de lo común no significaba que su temperamento estaba mejorando?

– No hay necesidad de disculpas; me basta con ver que vuestro carácter ha madurado -dijo el anciano, haciéndose eco de sus pensamientos. Sonrió con amabilidad-. Pero sospecho que hay una razón de peso para tener el honor de vuestra atención.

– Sí -admitió Reiko, recordando la habilidad del maestro para ver el interior de las personas, como si el estudio de la música le hubiera proporcionado una comprensión especial del espíritu humano-. Investigo el asesinato de la dama Harume. Oí que vos pasasteis el último mes en el castillo, dando lecciones a las mujeres del Interior Grande. -Su edad y su reputación lo convertían en uno de los pocos hombres a los que se les permitía la entrada-. Quiero saber si visteis u oísteis algo que pueda ayudarme a descubrir quién la mató.

– Ah.

El sensei Fukuzawa deslizó sus dedos sarmentosos por las cuerdas del koto mientras contemplaba a Reiko. Del instrumento surgió una melodía errante y abstracta en tono menor. Aunque ni su expresión ni su entonación revelaban nada que no fuera benigno interés, en la música Reiko distinguía cierta desaprobación. Se afanó por justificarse ante el viejo maestro porque anhelaba que la tuviera en buena consideración. Después de explicarle sus motivos para querer investigar el asesinato, lo hizo partícipe de las noticias que habían reforzado su resolución de resolver el caso.

– Esta mañana mi prima Eri me ha contado un rumor que circula por el castillo. Al parecer, la madre del sogún tenía un romance con Harume que acabó mal. Todas dicen que le escribió a Harume una carta en la que la amenazaba con matarla y que, por tanto, la dama Keisho-in es la asesina. No sé si existe en verdad tal carta o si eso supone que es culpable. Pero el otro principal sospechoso de mi marido, el teniente Kushida, ha desaparecido. Sano está sometido a mucha presión para solucionar el caso. Si le llega el rumor y encuentra la carta, tal vez decida acusar a la dama Keisho-in de envenenar a Harume. Pero ¿qué pasa si se equivoca y ella es inocente?

»Lo ejecutarán por traición. Y yo, como esposa suya, moriré con él. -Reiko cruzó las manos sobre el regazo y trató de aplacar su miedo-. No puedo depender de que mi marido atrape al auténtico asesino o de que me proteja. ¿Acaso no tengo derecho a salvar mi propia vida?

La música del koto dio un giro más alegre, y el sensei Fukuzawa asintió.

– Si sé que hay una antigua alumna en peligro, estaré encantado de echar una mano. Veamos… -Mientras tocaba el instrumento, contemplaba una barca de recreo que navegaba a la deriva por la laguna del Loto. Después suspiró y sacudió la cabeza-. No hay manera. A mi edad, los acontecimientos recientes se difuminan en la memoria, mientras que los de hace treinta años están claros como el agua. Sabría reproducir mi primera actuación nota a nota, pero lo que es el mes que pasé en el castillo de Edo… -Se encogió de hombros en señal de triste resignación-. Las damas y yo sosteníamos muchas conversaciones durante sus clases. Reñían a menudo, y, en verdad, chismorrean todo el tiempo; sin embargo, no se me ocurre nada que dijeran o hicieran que se saliera de lo corriente. Tampoco recuerdo haber conocido a la dama Harume. Y desde luego, no tuve ningún atisbo de su muerte.

»Lo siento -añadió-. Parece que habéis hecho el viaje en balde. Os ruego que me disculpéis.

– No pasa nada, no es culpa vuestra -dijo Reiko, ocultando su decepción y consciente de que era ella la responsable. En su arrogancia infantil se había formado una idea exagerada de sus habilidades de detective y el valor de sus contactos. Ahora la realidad la despojaba de su ilusión.

Había agotado su último recurso, infructuosamente. Ni resolvería el caso de asesinato, ni salvaría la vida. Cierto, había descubierto el rencor que la dama Ichiteru le tenía a Harume; y que el teniente Kushida había estado en su habitación poco antes del asesinato. Mas aquellas pruebas no habían conducido a ningún arresto. La pena de Reiko se convirtió en rabia contra ella y su sexo. ¡No era más que una hembra inútil y más valdría que se fuera a casa a bordar hasta que vinieran los soldados para llevársela a su ejecución!

Y por debajo de la rabia bullía una inquietante mezcla de emociones encontradas. Aunque lamentaba haber sido incapaz de demostrarle a Sano su superioridad y ganarle en su propio juego, se daba cuanta de que también había querido complacerlo descubriendo al asesino de la dama Harume. Quería que la apreciara y la respetase. La derrota la avergonzaba, pero también lamentaba la pérdida de la esperanza del amor.

De repente la música del koto terminó con un acorde disonante.

– Un momento -dijo el sensei Fukuzawa-. Sí que recuerdo una cosa, después de todo. Fue tan peculiar; ¿cómo lo habré pasado por alto? -Chasqueó la lengua, irritado por su mala memoria, y Reiko se animó de nuevo-. En el Interior Grande vi a alguien que no debería haber estado allí. Eso fue…, a ver…, creo que fue hace dos días.

– Pero, para aquel entonces, la dama Harume ya estaba muerta -dijo Reiko. Sus esperanzas volvían a caer en picado-. A quien visteis no era el asesino que iba a envenenar la tinta. A menos que… ¿estáis completamente seguro de la fecha?

– Por una vez sí, porque se trataba de una ocasión memorable. Estaba terminando mi última lección antes de dejar el castillo de Edo y emprender mi peregrinaje, cuando sentí retortijones y salí disparado hacia el retrete. Fue al volver a la sala de música cuando lo vi en el pasillo. Aunque él no tuviera nada que ver con el asesinato, a todas luces algo raro sucede en el castillo. Tendría que haber informado del incidente, pero no lo hice. Tal vez si os cuento lo que pasó, y si vos creéis que es importante, podríais decírselo a vuestro marido para que adopte las medidas oportunas.

– ¿A quién visteis? -preguntó Reiko. A lo mejor el asesino había vuelto al lugar del crimen.

– A Shichisaburo, el actor de no.

– ¿El amante del chambelán Yanagisawa? -inquirió Reiko desconcertada-. Pero si él no es sospechoso. Incluso si hubiera conseguido entrar sin que lo vieran los centinelas, ¿no lo habrían echado los guardias de palacio?

– Dudo que nadie lo reconociera excepto yo -explicó el viejo músico-, porque iba disfrazado de jovencita, con un quimono de mujer y una larga peluca. Shichisaburo a menudo hace de mujer en el escenario; se le da bien imitar sus ademanes. Parecía una más de las habitantes del Interior Grande. Los pasillos no tienen mucha luz, y se cuidaba de llevar oculta la cara.

– Entonces ¿cómo lo reconocisteis?

El sensei Fukuzawa soltó una risilla.

– He pasado muchos años tocando acompañamientos musicales para el teatro. He visto a centenares de actores. Un hombre que finge ser mujer siempre se traiciona con menudencias que pasan desapercibidas al público. Pero yo tengo buen ojo. Ni siquiera el mejor onnogata es capaz de engañarme. En el caso de Shichisaburo, era su zancada. Dado que el cuerpo de un hombre es más denso que el de una mujer, sus pasos resultaban algo pesados para una mujer de su tamaño. Me dije de inmediato: «¡Eso es un chico, y no una mujer!»

A Reiko se le dispararon las alarmas al vislumbrar una posible explicación para aquel subterfugio. Si lo que sospechaba era cierto, ¡cuánta suerte había tenido al encontrar a un observador tan astuto como el sensei Fukuzawa! Quizá tuviera la oportunidad de demostrar su valía como detective y salvar la vida al mismo tiempo. Se impuso a su emoción para no perder la objetividad; quería asegurarse de estar en lo cierto antes de sacar conclusiones.

– ¿Cómo podéis estar seguro de que era Shichisaburo y no otro hombre, si no le visteis la cara?

– La familia de Shichisaburo es un clan antiguo y venerable de actores -respondió el sensei Fukuzawa-. Con el paso de las generaciones han desarrollado sus propias técnicas para la escena: discretos gestos e inflexiones que sólo reconocen los expertos en el drama no. He visto actuar a Shichisaburo. Cuando dobló la esquina por delante de mí, le vi levantar del suelo el dobladillo de sus ropajes al modo que inventara su abuelo, para el que tantas veces toqué.

El sensei hizo una demostración: se cogió la falda de su quimono entre el pulgar y dos dedos, con los demás recogidos en la palma.

– Era Shichisaburo, no cabe duda.

– ¿Qué hizo? -Reiko tuvo que esforzarse para que las palabras atravesaran los nervios que le atenazaban los pulmones.

– Tenía curiosidad, de modo que lo seguí a cierta distancia. Echó un vistazo para ver si alguien lo espiaba, pero no me vio; la mala vista le viene de familia, aunque a todos los educan para que actúen como si vieran perfectamente. Fue derecho a los aposentos de la dama Keisho-in. No había guardias apostados a las puertas, como en las ocasiones en que he actuado para la madre del sogún. Tampoco había nadie a la vista. Shichisaburo entró sin llamar y se quedó un rato. Yo esperé en el recodo del pasillo. Cuando salió, llevaba algo escondido en la manga. Oí un crujido de papel.

Reiko pensó en la relación de Shichisaburo con el chambelán Yanagisawa, el enemigo de su marido. Recordaba los rumores de sus intentos de asesinar a Sano, de destruir su reputación y socavar su influencia en el sogún. Sus sospechas cobraron fuerza. ¿Había sobornado Yanagisawa a los guardias de la dama Keisho-in para que abandonaran su puesto? En un torbellino de miedo e inquietud, preguntó:

– ¿Y entonces, qué?

– Shichisaburo atravesó las dependencias de las mujeres a toda prisa. A duras penas pude seguirle el paso. Entró a hurtadillas en una habitación al fondo de un corredor.

La habitación de la dama Harume, pensó Reiko. El pavor y la euforia la marearon al considerar el clima político que rodeaba el asesinato: la sucesión en peligro, los celos y rencillas de poder, los rumores sobre la dama Keisho-in. La visita clandestina de Shichisaburo urdía todos aquellos elementos del caso en un patrón que vaticinaba la catástrofe.

– Pegué el oído a la pared -prosiguió el sensei Fukuzawa-, y oí que Shichisaburo revolvía la habitación. Cuando salió, llevaba las manos vacías. Tenía la intención de salirle al paso, pero por desgracia sentí un nuevo acceso de diarrea. Shichisaburo se esfumó. Mi malestar me impidió informar de inmediato de lo que había visto, y más adelante estuve tan ocupado con el final de mis lecciones y la despedida de las damas que me olvidé del asunto por completo.

La última pieza del rompecabezas reveló el patrón con una claridad mortal. Reiko se puso en pie de un salto.

– ¿Pasa algo, mi niña? -La frente del anciano profesor de música se arrugó con la confusión-. ¿Adónde vais?

– Lo siento, sensei Fukuzawa, pero debo partir de inmediato. ¡Es una cuestión de máxima urgencia!

Reiko hizo una reverencia y se despidió apresuradamente. Voló colina abajo y saltó al interior del palanquín.

– Llevadme de vuelta al castillo de Edo -ordenó a los hombres-. ¡Y daos prisa!

No le cabía la menor duda de que Sano iba a investigar los rumores sobre la dama Keisho-in, y que iba a encontrar pruebas que los confirmaran. El honor y el deber lo moverían a acusarla de asesinato, sin pensar en las consecuencias. Reiko era la única que sabía que Sano estaba en grave peligro. Sólo ella podía salvarlo -y salvarse- del deshonor y la muerte. Debía advertirle antes de que cayera en la trampa. Pero sentada en el palanquín, desesperada por su lentitud, un nuevo temor la asaltó.

Si tenía éxito, ¿apreciaría Sano lo que había hecho o su rebeldía iba a destruir cualquier posibilidad de amor entre ellos?

30

– Con el testimonio de la dama Ichiteru, la carta, el diario y la declaración del padre de Harume, hay demasiadas pruebas en contra de la dama Keisho-in para que las desoigamos -le dijo Sano a Hirata-. No podemos retrasar más su interrogatorio. Además, el sacerdote Ryuko, por altura y complexión, encaja con la descripción del hombre que apuñaló a Choyei.

Sano ya le había descrito su descubrimiento del buhonero y la búsqueda infructuosa de su asesino. También le había relatado que le habían llevado al doctor Ito los materiales del taller de Choyei, y que había encontrado el veneno entre ellos. En ese momento iban de camino al palacio por las calles en penumbra del distrito funcionarial del castillo de Edo. Los tejados eran picudas siluetas negras contra un cielo que pasaba del azul apagado que estaba sobre sus cabezas, al salmón sobre las colinas del oeste. Unas tenues nubes rojas manchaban las alturas como rastros de sangre. El frío emanaba de las paredes de piedra y se aposentaba en los huesos. Sano llevaba el diario de Harume, con la carta de la dama Keisho-in doblada en su interior.

– No es más que un interrogatorio para ver qué tienen que decir Keisho-in y Ryuko -dijo-. No es una acusación formal de asesinato.

Pero ambos sabían que tanto la dama como el sacerdote podían interpretar el careo como una acusación de asesinato y ofenderse, y entonces contraatacar con un cargo de traición. Sería la palabra de ellos contra la suya, y el sogún actuaría de juez. ¿Qué posibilidades tenían de que Tokugawa Tsunayoshi tomara partido por ellos en lugar de por su adorada madre?

Sano se imaginaba la fría sombra del verdugo sobre él, el largo filo perfilado contra el descampado donde morían los traidores. Y Reiko lo vería con él… Le dieron arcadas. Hirata no parecía sentirse mejor. Su piel tenía una palidez enfermiza, y no dejaba de parpadear. Por extraño que pareciera, al llegar a casa, Sano se lo había encontrado en la cama. Aunque se había despertado aturdido y desorientado, había insistido en que se encontraba bien. Después de referirle lo que había averiguado de boca de la dama Ichiteru, no había añadido palabra y había evitado la mirada de su superior. Sano se compadecía de Hirata: las nuevas de la concubina habían supuesto un impacto desagradable, y era probable que se culpara por la prueba que les había obligado a jugárselo el todo por el todo.

– Todo saldrá bien -dijo Sano, para convencerse a sí mismo tanto como a Hirata.

Al entrar en la habitación de la dama Keisho-in, se encontraron a la madre del sogún y al sacerdote acomodados en los cojines del salón iluminado por lámparas. Llevaban puestas unas batas iguales, de color púrpura satinada con estampado de crisantemos dorados. Tanto el color como la flor solían estar reservados para uso de la familia imperial. «La emperatriz y el emperador de Japón», pensó Sano, recordando lo dicho por la dama Ichiteru sobre las ambiciones de la pareja. Un edredón cubría sus piernas y las formas cuadradas de un brasero de carbón. Alrededor de ellos había un despliegue de platos de sopa, encurtidos, verduras, huevos de codorniz, gambas fritas, frutas secas, un pescado entero cocido al vapor, una botella de sake y una jarra de té. La dama Keisho-in mordisqueaba una gamba. Ryuko acababa de sacar una baraja de cartas. La dejó con ojos recelosos en cuanto Hirata y Sano se arrodillaron e hicieron una reverencia.

La dama Keisho-in se lamió los dedos grasientos.

– Qué alegría volver a veros, sosakan Sano. Y a vuestro ayudante, también. -Le dedicó una caída de ojos a Hirata, que tenía la vista clavada en el suelo-. ¿Puedo ofreceros un refrigerio?

– Gracias, pero ya hemos cenado -mintió Sano con educación. El olor del pescado y el ajo lo ponían enfermo; habría sido incapaz de probar bocado.

– ¿Una bebida, entonces?

– No creo que el sosakan-sama esté aquí de visita de cortesía, mi señora -dijo Ryuko. Se volvió hacia Sano-. ¿Qué podemos hacer por vos?

Aunque Sano había coincidido con Ryuko durante las ceremonias religiosas, nunca habían pasado del intercambio de saludos, pero conocía la reputación del sacerdote. El ambiente íntimo confirmaba los rumores sobre su relación con Keisho-in. Al cruzar la mirada con sus ojos sagaces, Sano comprendió que él era la inteligencia motriz detrás del poder de ella. El descubrimiento no lo animó en absoluto. Su principal argumento a favor de la inocencia de la dama Keisho-in era su afable estupidez. Sin embargo, con Ryuko de aliado, no le haría falta ser malvada o astuta para cometer un asesinato.

– Os ruego que disculpéis la intromisión, honorable dama, pero debo hablaros de Harume.

– ¿No lo hemos hecho ya? -La dama Keisho-in frunció el entrecejo, confusa-. No sé qué más puedo deciros.

Miró a Ryuko en busca de ayuda, pero él tenía la vista fija en el diario que Sano llevaba en la mano. Una antinatural impasibilidad enmascaraba lo que fuera que pensaba o sentía.

– Recientemente han llegado a mi conocimiento ciertas cuestiones -dijo Sano, con la sensación de que cruzaba la frontera entre el terreno seguro y el campo de batalla-. ¿Cuál era vuestra relación con Harume?

Keisho-in se encogió de hombros y se metió en la boca un rabanito encurtido.

– Le tenía mucha estima.

– Entonces ¿erais amigas? -preguntó Sano.

– Sí, claro.

– ¿Más que amigas?

– ¿Qué se supone que estáis preguntando? -interrumpió el sacerdote Ryuko.

Sano hizo caso omiso.

– Éste es el diario de Harume. -Desató el cordón que lo encuadernaba y leyó las palabras ocultas de amor erótico, haciendo hincapié en los últimos versos:

Pero, ¡ay!, tu rango y tu fama nos ponen en peligro.
Nunca pasearemos juntos al sol.
Mas el amor es eterno; me perteneces para siempre, y yo a ti,
en espíritu, si no en matrimonio.

– ¿Os escribió Harume esto a vos, dama Keisho-in? Keisho-in abrió la boca llena de comida y reveló una asquerosa mezcolanza de alimentos mascados.

– ¡Imposible!

– La referencia al rango y la fama cuadra con vos -arguyó Sano.

– Pero el pasaje no menciona a la dama Keisho-in por su nombre -atajó Ryuko limpiamente-. ¿Harume decía en algún punto del diario que fueran amantes?

– No -reconoció Sano.

– Entonces debía de escribir sobre otra persona. -La voz de Ryuko conservó una calma suave, pero retiró las piernas del edredón como si tuviera demasiado calor.

– Poco antes de que Harume muriera -prosiguió Sano-, le rogó a su padre que la sacara del castillo de Edo. Dijo que tenía miedo de alguien. ¿Era de vos, dama Keisho-in?

– ¡Absurdo! -Keisho-in engulló con furia una pelota de arroz. ¿Era genuina su reacción, o se trataba de un número?-. A Harume no le mostré nada que no fuera amabilidad y afecto.

– A mi señora no le gusta lo que estáis insinuando, sosakan-sama. -La voz de Ryuko adquirió tintes de advertencia-. Si tenéis algo de sentido común lo dejaréis ahora, antes de que decida expresar su descontento por canales oficiales.

La amenaza no resultaba un golpe menos duro porque se la esperaran. Si Sano estuviese interrogando a solas a la dama Keisho-in, podría deducir sutilmente su inocencia o extraerle una confesión sin llegar a la confrontación directa. Pero la presencia de Ryuko complicaba las cosas. Jamás permitiría que su benefactora reconociera el asesinato, porque él compartiría su castigo. Iba a proteger su propio pellejo atacando a Sano… sobre todo si había conspirado para asesinar al heredero nonato del sogún. En su fuero interno, Sano maldijo su talante, que lo condenaba a erigir su propia pira funeraria. Pero no podía alterar las exigencias del deber y el honor. Resignado, sacó la carta.

– Decidme si la reconocéis, dama Keisho-in -dijo Sano, y leyó-: «No me quieres. Por mucho que intente creer lo contrario, ya no puedo negarme a ver a la verdad.»

A medida que recitaba las dolidas recriminaciones, la pasión celosa y los ruegos de amor, Sano comprobaba a intervalos la reacción de su público. Los ojos de Keisho-in fueron abriéndose cada vez más en una cara demacrada por el asombro. La expresión de Ryuko pasó de la incredulidad al desaliento. Eran la viva imagen de unos criminales atrapados con las manos en la masa. Sano sentía escasa satisfacción. Sería difícil lograr que encarcelaran a la dama Keisho-in con un sistema judicial controlado por su hijo; el precio del intento podía ser su propia vida.

– «Lo que en verdad quiero es verte sufrir tanto como yo sufro. Podría apuñalarte y observar cómo te desangras. Podría envenenarte y deleitarme con tu agonía. Cuando implores misericordia, sólo me reiré y te diré: "¡Así me has hecho sentir!" Si me niegas tu amor, ¡te mataré!»

Silencio. La dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko estaban paralizados. Los gases del carbón, los olores de la comida y el calor asfixiante de la habitación envolvían a Sano, a Hirata y a los dos conspiradores en una mortaja nauseabunda.

Entonces Keisho-in rompió a toser, con las manos a la garganta.

– ¡Socorro! -gritó entre jadeos.

Ryuko la golpeó en la espalda.

– ¡Agua! -ordenó-. ¡Se está asfixiando con la comida!

Hirata se levantó de un salto. Vertió agua de un jarro de loza en una taza y se la llevó al sacerdote, quien la acercó a los labios de Keisho-in.

– Bebed, mi señora -la apremió Ryuko.

La dama tenía la cara encarnada; lagrimeaba entre arcadas y resuellos. Bebió con ansia el agua, que se cayó por su ropa. Ryuko miró con furia a Sano.

– Fijaos en lo que habéis hecho.

Sano recordó que Keisho-in se había desmayado al oír que habían asesinado a Harume. ¿Había sido también aquello un número dirigido a ocultar el hecho de que ya lo sabía? ¿Su ataque era inteligente diversión o verdadera aflicción?

Keisho-in se recostó en los cojines, respirando con exagerado alivio. Ryuko le abanicaba la cara.

– Le escribisteis a Harume esta carta -dijo Sano-. Amenazasteis con matarla.

– No, no. -La dama Keisho-in agitó las manos en débil señal de protesta.

– ¿De dónde la habéis sacado? -exigió el sacerdote Ryuko-. Dejádmela ver. -Sano sostuvo en alto la carta, a salvo de las manos del sacerdote; no quería que su prueba acabase en el brasero.

– De la habitación de Harume -explicó.

Los dos exclamaron al unísono:

– ¡Eso es imposible! -Ryuko tenía la cara cenicienta y los ojos llenos de terror. La dama Keisho-in se incorporó.

– Yo escribí esa carta; sí, lo reconozco. Pero no para Harume. Iba destinada a mi amor más querido, ¡que está aquí delante!

Aferró débilmente el brazo de Ryuko.

Era una explicación ingeniosa, que el acceso de tos de Keisho-in le había dado sin duda tiempo de pergeñar. Ryuko también se recuperó enseguida.

– Mi señora os dice la verdad -dijo-. Siempre que siente que no soy lo bastante atento, se enfada y expresa su descontento mediante cartas. A veces amenaza con matarme, aunque en realidad no lo diga en serio. Recibí esta carta hace unos meses. Como de costumbre, hicimos las paces, y se la devolví.

– Sí, sí, así es -corroboró la dama Keisho-in.

El sacerdote ya había recuperado la compostura, pero Sano captaba el miedo que subyacía a su mirada impasible.

– No hay nada en esa carta que demuestre que le fuera escrita a Harume -dijo Ryuko-. Habéis cometido un error, sosakan-sama.

– Debió… Debió de robarla de mis aposentos -farfulló Keisho-in. No era tan diestra en ocultar sus emociones como Ryuko, y su pánico se hacía evidente en las respiraciones rápidas y audibles-. Sí, eso debió de pasar.

– ¿Y por qué haría ella tal cosa? -preguntó Sano, poco convencido. Los dos lo miraban sin habla, confusos. El característico olor del miedo impregnaba la habitación. Sano sabía que procedía de él y de Hirata tanto como de Keisho-in y Ryuko. Enunció la última y fatal prueba-: Tenemos un testigo que os oyó conspirar para asesinar a Harume y a su hijo nonato para que su excelencia permaneciera como sogún el resto de su vida y no perdieseis la influencia que tenéis sobre él.

– ¡Eso es mentira! -exclamó Keisho-in-. ¡Yo nunca haría nada tan horrible, y tampoco mi queridísimo Ryuko!

– ¿Qué testigo? -preguntó Ryuko.

En ese momento, la inspiración despejó la confusión de su rostro. Apretó la mandíbula con furia.

– Fue Ichiteru, esa zorra intrigante que quiere sustituir a mi señora como madre del dictador de Japón. Lo más probable es que os mintiera porque ella misma mató a Harume. -Le lanzó a Sano una mirada furibunda-. Y vos queréis incriminarnos en el asesinato para poder controlar al sogún. Falsificasteis el supuesto diario, metisteis la carta y pagasteis al padre de Harume para que sembrara sospechas sobre mi señora.

Sano se desesperó. Esa, pues, iba a ser la defensa de Keisho-in y Ryuko contra su acusación. Sin duda al ignorante Tokugawa Tsunayoshi le parecería razonable.

– De acuerdo, Harume tuvo acceso a vuestros aposentos -reconoció Sano-, pero vos también a los suyos. ¿Envenenasteis la tinta, dama Keisho-in?

– No. ¡No! -Las palabras surgían en un susurro agudo; la dama Keisho-in palideció y se llevó las manos al pecho.

– ¿Qué sucede, mi señora? -preguntó Ryuko.

– ¿Dónde estabais entre la hora de la serpiente y el mediodía de hoy? -le preguntó Sano al sacerdote.

– En mis aposentos, meditando.

– ¿Estabais solo?

Keisho-in emitió unos gritos de dolor.

– Sí, solo. ¿Adónde queréis ir a parar? -respondió impaciente.

– Hoy han asesinado al buhonero que vendió el veneno que mató a Harume -explicó Sano.

– ¿Y tenéis la osadía de sugerir que he sido yo?

La furia de Ryuko no lograba ocultar su pánico. Unas grandes manchas de sudor oscurecían su bata; las manos le temblaban al recostar a la convulsa Keisho-in en los cojines.

– ¿Hay alguien que pueda demostrar que no estabais en el muelle Daikon esta mañana?

– Esto es absurdo. No conozco a ningún vendedor de drogas. -Ryuko acarició la frente de la dama-. ¿Qué os pasa, mi señora?

– Un ataque -chilló la dama Keisho-in-. ¡Socorro, me ha dado un ataque!

– ¡Guardias! -gritó Ryuko a los hombres apostados a la puerta-. Id a por el doctor Kitano. -Después se volvió hacia Sano con la cara lívida de furia y terror-. ¡Si muere será culpa vuestra!

Sano no creía que la anciana estuviese enferma de verdad, y no estaba dispuesto a que la farsa le impidiera considerar que Ryuko carecía de coartada para el asesinato de Choyei. La fuerza combinada de móvil y pruebas lo obligaba a traspasar una línea que había esperado no llegar a cruzar. En su interior reverberaba un mal augurio.

– No tengo más remedio que acusaros a los dos del asesinato de la dama Harume y de su hijo nonato -dijo-, y de conspiración para cometer traición contra el estado Tokugawa.

Más tarde, el sogún tendría que decidir qué era verdad y qué mentira. Hirata y Sano intercambiaron una mirada de resignación y se levantaron para partir.

– ¡Vosotros sois los criminales! -les gritó el sacerdote Ryuko mientras la dama Keisho-in jadeaba y sollozaba entre los cojines-. Habéis conspirado contra mi señora para medrar y ahora habéis puesto en peligro su salud. Pero no os saldréis con la vuestra. Cuando su excelencia se entere de esto, ya veremos quién goza de su favor… ¡y quién muere como traidor! -Se abrió la puerta y Ryuko exclamó con alivió-: ¡Por fin, el doctor!

Sin embargo, era uno de los detectives de Sano, escoltado por guardias de palacio, que le ofreció un pliego de papel.

– Siento interrumpiros, sosakan-sama, pero traigo un mensaje urgente de vuestra esposa. Insiste en que lo leáis antes de salir de aquí.

Sorprendido, Sano aceptó la misiva, preguntándose qué tendría que decirle Reiko que no pudiera esperar a que llegara a casa. Mientras Ryuko atendía frenético a la dama Keisho-in, leyó:

Honorable esposo,

Aunque me has ordenado que permanezca al margen de la investigación, he vuelto a desobedecerte. Pero te ruego que contengas tu ira y prestes atención a mis palabras.

He sabido de fuentes fidedignas que el actor Shichisaburo entró a hurtadillas en el Interior Grande disfrazado de mujer, el día después de la muerte de la dama Harume. Sacó algo de la habitación de la dama Keisho-in y lo dejó en la de Harume. En mi opinión, era una carta que implicaba a la dama Keisho-in en el asesinato. También creo que Shichisaburo robó la carta por orden del chambelán Yanagisawa y la dejó en la escena del crimen para que tú la encontraras. El chambelán debe de haberos tendido una trampa a la dama Keisho-in y a ti para que la acuses.

Por tu bien y el mío, ¡te ruego que no caigas en ella!

Reiko

Sano estaba conmocionado. Luego llegó el horror, mientras le pasaba la carta a Hirata sin decir palabra. A pesar de sus recelos anteriores sobre las aptitudes de Reiko como detective, su teoría era irrefutable. Se dio cuenta de que la dama Keisho-in era una rival más importante para el chambelán Yanagisawa que él mismo. Y la artimaña parecía muy propia de su enemigo. Explicaba por qué se había mostrado tan amable últimamente; esperaba verse muy pronto libre de Sano y de Keisho-in, su otro obstáculo en el ascenso al poder. Seguro que sus espías habían descubierto la existencia de la carta durante un registro de rutina en el Interior Grande. Le había ofrecido ayuda a Sano y se había opuesto a la maniobra de Keisho-in para obstaculizar la investigación porque quería asegurarse de que la carta saliera a la luz. La noticia del embarazo de Harume lo había emocionado porque pasaba de un simple asesinato a alta traición: un crimen cuyas consecuencias destruirían a sus rivales.

Entonces Sano cayó en que los versos ocultos del diario y el mensaje de Harume a su padre debían de referirse a alguien que no fuera Keisho-in. La dama Ichiteru había mentido. Todas las suposiciones sobre Keisho-in y Ryuko se derrumbaban sin la carta. Sano los contempló con nuevos ojos. En el sufrimiento de Keisho-in vio la angustia de una mujer falsamente acusada, y en Ryuko la desesperación de un inocente que defiende su vida. El mensaje de Reiko había llegado a tiempo para evitar que presentara cargos oficiales contra ellos, pero ¿podría reparar el daño que ya estaba hecho?

– Sosakan-sama, ¿qué vamos a hacer? -La cara de Hirata reflejaba el desaliento de Sano.

Keisho-in vomitaba en una palangana mientras Ryuko le sostenía la cabeza. Sano se arrodilló frente a ellos y les hizo una reverencia.

– Honorable dama Keisho-in, sacerdote Ryuko. Os debo una disculpa. He cometido un terrible error. -Se apresuró a referirles el contenido de la carta de Reiko, añadiendo sus propias observaciones que lo corroboraban-. Os ruego humildemente que me perdonéis.

Recobrada de la conmoción que el ataque le había producido, Keisho-in se incorporó y lo miró boquiabierta. Ryuko lo contemplaba, sacudiendo la cabeza ante aquel nuevo ultraje.

– Aiiya, un hombre tan guapo y encantador como el chambelán Yanagisawa -exclamó agitada Keisho-in-. No puedo creer que nos hiciera una cosa así.

– Creedlo, mi señora -dijo Ryuko en tono lúgubre. Él, a diferencia de su benefactora, estaba al tanto de las realidades de las intrigas políticas del bakufu, y dispuesto a aceptar la explicación de Sano.

– ¡Qué espanto! Por supuesto que os perdono, sosakan Sano.

Aunque la mirada de Ryuko no perdió su frialdad -no olvidaría con facilidad la afrenta de Sano-, asintió.

– Parece que debemos poner fin a nuestras diferencias y unirnos contra un mal mayor.

Sano dio gracias a los dioses.

– De acuerdo -dijo.

Juntos, él e Hirata, la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko tramaron un plan para derrocar al chambelán Yanagisawa.

31

Sola en su alcoba, Reiko esperaba las noticias que determinarían su destino. Las doncellas habían encendido la lámpara de al lado de la cama, preparado el futón y dispuesto sus ropas de noche. Pero Reiko aún llevaba las prendas con las que había viajado al templo de Zojo. Daba vueltas por la habitación y, cada vez que creía oír voces en el exterior, se detenía tensa y sin aliento. La mansión estaba en paz; los criados y detectives, dormidos. Sólo Reiko permanecía en vigilia.

Si su mensaje no había llegado a tiempo, pronto aparecerían soldados para desalojar la casa y arrestarla, como esposa del traidor que había atacado a la madre del sogún. Si había recibido el mensaje y hecho caso de su advertencia, estarían a salvo de una muerte deshonrosa, aunque Reiko dudaba que Sano fuera a perdonarle aquella última muestra de rebeldía. Más de un orgulloso samurái moriría antes que desprestigiarse. Lo más probable era que aquella misma noche la enviara de vuelta con su padre. En cualquier caso, era el fin de su matrimonio.

Con dolorosa lucidez, Reiko vio los errores que había cometido. ¿Por qué no había aplacado el orgullo masculino de Sano y negociado una solución de compromiso, en vez de indisponerse contra él desde el principio? Querer aquello que no podía conseguir era su sino. Su naturaleza impetuosa le había costado el hombre que la desafiaba, enfurecía y excitaba; el hombre al que odiaba y deseaba con una intensidad que jamás había sentido.

El hombre al que amaba.

Reiko experimentó la certeza como un dolor agridulce en el corazón. Se moría por saber lo que había pasado en los aposentos de la dama Keisho-in. ¿Cuándo llegaría alguien a dar fin a tan terrible suspense?

La llama de la lámpara titubeaba como un débil faro de esperanza en la noche. En los braseros, las ascuas se desmoronaban y se convertían en ceniza. La sombra de Reiko se encaramaba por los muebles, los tabiques de papel y el mural de la pared a medida que caminaba. La aprensión tensaba sus músculos como rígidos cables de acero.

Entonces, al filo de la medianoche, oyó un ruido quedo de cascos en el pasaje. Había llegado el momento; y aquella aproximación sigilosa resultaba más amenazante que el clamor de soldados armados que ella se había imaginado. Tal vez el sogún pretendía hacer desaparecer del castillo de Edo a los traidores, ejecutarlos en secreto y preservar la apariencia de invulnerabilidad de los Tokugawa. O quizá Sano había enviado a alguien para que la sacara con discreción de la casa, para evitar un escándalo. Pero Reiko no era de las que se acobardaban ante el peligro. Corrió a la puerta y la abrió de golpe.

Allí estaba Sano, solo en el pasillo. Desconcertada, Reiko dio un paso atrás. No lo esperaba a él, y parecía extrañamente cambiado. El cansancio ensombrecía su bello rostro. No llevaba espadas. Su mirada era lúgubre; la arrogancia había desaparecido. Por primera vez, Reiko veía su humanidad esencial, en lugar del resultado de un milenio de adiestramiento y disciplina samurái. La confusión la dejó sin habla.

Sano rompió el silencio:

– ¿Puedo pasar?

Aunque Reiko podría haberse opuesto a una orden, era incapaz de resistirse a su tono de súplica. Lo dejó pasar y cerró la puerta. Con toda la casa dormida, estaban más a solas de lo que nunca antes habían estado. La nueva vulnerabilidad de Sano magnificaba su presencia física; la barrera de la ira había desaparecido. En aquel momento, Reiko era plenamente consciente de ellos como marido y mujer, no como argumentos opuestos. En su interior comenzó a temblar. Estaba a punto de pasar algo, pero quizá no era ninguno de los supuestos que se había imaginado.

Para ocultar su nerviosismo, dijo:

– No te esperaba.

Al mismo tiempo, Sano se disculpaba:

– Siento molestarte tan tarde.

Después de una pausa incómoda, Sano volvió a tomar la palabra.

– Recibí tu mensaje, y quería darte las gracias. Me has salvado de cometer un grave error.

Le explicó lo sucedido con la dama Keisho-in. Reiko experimentó horror ante lo cerca que habían estado del desastre; luego, alivio al ver el resultado final. Pero quedaba por resolver la cuestión de su matrimonio. No podían continuar como habían empezado; una guerra perpetua de voluntades los destruiría. Aunque la atracción tiraba de ella hacia Sano con más fuerza todavía, no estaba dispuesta a rendirle sus sueños, sobre todo después de demostrar su valía. Cuando Sano dejó de hablar, ella volvió la cara, reacia a traicionar sus deseos en conflicto.

– Reiko-san. -Para su asombro, Sano se arrodilló a sus pies-. He juzgado mal tu habilidad, y te suplico que aceptes mis disculpas. Si fuera un detective la mitad de sagaz que tú, habría descubierto la estratagema del chambelán Yanagisawa a tiempo de evitar muchos problemas. -Una sonrisa autocrítica afloró a sus labios; las palabras surgían a trompicones, como si le dolieran-. Pero fui estúpido. Y ciego. Y testarudo. Tendría que haberte escuchado desde el principio, y no haber tenido tanta prisa por rechazar tu ayuda.

Reiko lo miraba anonadada. ¿Un samurái que se rebajaba ante una mujer y admitía que se había equivocado? Por mucho que apreciara su valor y su entrega a sus principios, en aquel momento Reiko admiró la humildad de Sano. Había aprendido que para reconocer los propios errores hacía falta más fuerza de carácter que para combatir espada en mano. El hielo de su resistencia hacia Sano empezó a fundirse.

– Me cuesta confiar en la gente -prosiguió Sano-. Siempre trato de hacerlo todo por mi cuenta; en parte porque no quiero que nadie más salga perjudicado, pero en parte también porque creo que nadie puede hacerlo mejor que yo. -Se ruborizó, y empezó a hablar más rápido, como si se apresurara por terminar antes de perder el valor-. Tú me has enseñado lo tonto e iluso que he sido. Hiciste bien al no dejar la investigación y tu destino en mis manos. No te culparía si prefirieras volver con tu padre a vivir conmigo. Si quieres el divorcio, te lo concederé.

»Pero si me das tiempo para mejorar mi carácter, una oportunidad de aprender a ser el tipo de marido que te mereces… -Respiró hondo y resopló-. Lo que intento decirte es que… quiero que te quedes. Porque estoy enamorado de ti, Reiko. -Los ojos le brillaban enardecidos. Entonces apartó la vista-. Y te… te necesito.

Tras las quedas palabras, Reiko casi distinguía el eco de una fortaleza que se derrumba. De repente, Sano volvió a mirarla a la cara, toda duda desaparecida; su voz resonaba clara y sincera:

– Te necesito, no sólo como esposa o madre de mis hijos, o por placer, sino como la mujer que eres. Una compañera en mi trabajo. Una camarada en el honor.

Reiko se afanaba por asimilar todo lo que había dicho. ¡Sano no sólo correspondía a su amor, sino que le ofrecía un matrimonio en sus términos! Podía tenerlo a él sin perder ella. La felicidad la colmaba. Saboreaba el momento de triunfo en perfecta inmovilidad, sin atreverse ni a respirar. Pero Sano esperaba su decisión y trataba por todos los medios de leer su semblante. A Reiko la emoción le atenazaba la garganta; no le salían las palabras, de forma que le respondió de la única manera posible. Extendió la mano hacia él.

La cara de Sano se iluminó de gozo; unos dedos fuertes tomaron y cubrieron los de ella. Sano se levantó y la miró a los ojos. Transcurrió una eternidad en un mutuo reconocimiento sin palabras, el intercambio de un millón de pensamientos inarticulados. En silencio, Reiko le transmitió su amor; él le prometió libertad a la vez que protección. Entre ellos resplandecía una visión de futuro, borrosa pero radiante. Entonces Sano profirió un suspiro apurado.

– Esto no va a ser fácil -dijo-. Los dos tendremos que cambiar. Hará falta tiempo y paciencia. Pero yo estoy dispuesto a probar, si tú lo estás.

– Lo estoy -susurró Reiko.

En el mismo momento en que hacía su voto, bajo su felicidad temblaba algo de miedo. La masculinidad de Sano la intimidaba. Sentía su necesidad en el apretón de la mano, en la rapidez de su respiración. Su propia vulnerabilidad la espantaba.

Entonces Sano se acercó a Reiko y le tomó la cara entre las manos. Se dio cuenta de que para ella eso era la primera prueba de su matrimonio. No siempre iban a poder ser como dos soldados que marchan codo con codo a la batalla. El equilibrio de poder entre los dos estaba condenado a oscilar; uno prevalecería mientras el otro cedía. En el terreno del amor carnal, él disponía de las ventajas de la edad, la fuerza y la experiencia. Ahora le tocaba a ella someterse. Mas la fuerza de la reacción que le inspiraba Sano debilitaba su resistencia instintiva. El deseo era un hambre voraz. Se apretó contra él con ardor.

Los brazos de Sano la rodearon. Vio que la lujuria ensombrecía sus facciones, sintió el ritmo insistente de su corazón y la aterradora dureza de su ingle. Fue presa del terror. Pero Sano le acarició el pelo, el cuello y los hombros con extremada ternura: se refrenaba porque comprendía su temor. Envalentonada, Reiko le tocó la piel desnuda que asomaba por el cuello de su quimono. El le rodeó la cintura con las manos. Sin dejar de mirarse a los ojos se movieron hacia el futón, y Reiko era incapaz de distinguir si era Sano el que guiaba, o ella.

Se hundieron en el colchón y, al contacto de Sano, el pelo de Reiko se derramó libre de sus peinetas. Dejó de buen grado que le desanudara la faja, pero cuando trató de quitarle los quimonos superpuestos, retrocedió. Ningún hombre la había visto desnuda, y temía su escrutinio, sobre todo si debía exponerse mientras él seguía vestido.

Sano se apartó al momento.

– Lo siento.

Como si le hubiera leído el pensamiento, se desató la faja. Se quitó el quimono marrón y las prendas interiores blancas. Reiko lo miró llena de asombro.

La piel morena de los músculos esbeltos y cincelados de sus brazos, de su pecho y de las planicies de su estómago estaba surcada de cicatrices. La piel de las pantorrillas estaba rosa a causa de las quemaduras de las que se estaba curando. Desnudo a excepción de su taparrabos, Sano parecía un superviviente del fuego y la guerra. A Reiko la recorrió un arco de tierno dolor. Le tocó una costra larga y oscura que tenía justo debajo de la cresta de su clavícula derecha.

– ¿Qué te pasó? -preguntó.

– Un flechazo, cuando estuve en Nagasaki -dijo con una sonrisa atribulada.

– ¿Y las quemaduras?

– El hombre que disparó a un mercader holandés trató de detener la investigación del asesinato incendiando mi casa.

Reiko tocó una larga arruga de carne que le recorría el bíceps izquierdo. La herida había sido grave.

– ¿Y esto?

– Un recuerdo del asesino de los Bundori.

– ¿Y éstas? -Reiko recorrió otras cicatrices en el hombro izquierdo y el antebrazo derecho de su marido.

– Combates a espada con un traidor que atacó al sogún y con un asesino que intentó matarme.

Sin que él lo dijera, Reiko se dio cuenta de que Sano los había vencido a los dos. Sus victorias la impresionaban, al igual que su coraje para arriesgar la vida en el cumplimiento del deber.

De repente, Sano parecía mortificado, más que orgulloso de sus hazañas.

– Lamento que mi aspecto te desagrade.

– ¡No! ¡En absoluto! -se apresuró a asegurarle Reiko.

Las feas cicatrices eran símbolos de todo lo que valoraba en Sano, aunque sabía que las meras palabras no iban a convencerlo. Se olvidó de su timidez y se quitó la ropa, con lo que desnudó su esbelta figura y los pechos pequeños y respingones. Cogió las manos de Sano y se las llevó a la cintura.

El alivio, la gratitud y el deseo coincidieron en su profundo suspiro y su sonrisa triste.

– Eres hermosa -le dijo.

El orgullo llenó a Reiko de osadía. Tiró del taparrabos de Sano. La banda de blanco algodón opuso resistencia a sus torpes esfuerzos y Sano la ayudó. Entonces cayó el último pliegue y contempló fascinada su primera visión de un hombre excitado. Su tamaño la alarmaba a la vez que la agitaba profundamente. Cuando le tocó el órgano, éste latió en su mano, un asta de músculo rígido bajo la piel suave y sensible. Lo oyó gemir. Y la trajo hasta el futón con un abrazo.

El calor del contacto íntimo la sorprendió, al igual que la diferencia entre su cuerpo y el de Sano. El era duro donde ella era blanda, todo huesos anchos y tendones de acero donde ella era delicada. Entonces empezó a acariciarle los senos, a pellizcarle los pezones, a acariciarle los muslos. Elevada a nuevas cotas de sensación, Reiko correspondía toque por toque; la extrañeza se esfumó a medida que sus alientos se entremezclaban y el placer los hacía iguales. La boca de Sano en su garganta y el empuje de su virilidad le arrancaron un gemido. Sus dedos la acariciaban entre las piernas, humedeciendo sus turgentes carnes íntimas. Cuando se situó sobre ella, estaba más que preparada.

Sano descargó su peso con lentitud para no aplastarla. Se mojó con saliva para facilitar su unión y acometió con delicadeza contra la femineidad de Reiko. A pesar de sus cuidados, ella sintió un agudo dolor cuando la penetró. El se quedó rígido, con un jadeo.

– Lo siento -se disculpó.

Pero a través del dolor brotaba un ansia exigente. Reiko se arqueó contra él y susurró:

– Oh. Oh, sí.

Empezó a moverse en su interior. La resbaladiza profusión del deseo de Reiko redujo gradualmente la áspera y rugosa fricción. Su cuerpo se fundía por dentro, se abría para Sano. Lo agarró con fiero deleite, regocijándose ante la visión de su gozo: ojos cerrados, labios separados, pecho arriba y abajo. Su abrazo se hizo más estrecho; sentía las cicatrices bajo los dedos. Era como tener a todos sus héroes samurái en los brazos. Después, la crecida de la excitación se llevó a su paso el pensamiento consciente. Reiko estaba enzarzada en una batalla por la satisfacción; escalaba una montaña, y los empujes de Sano la llevaban cada vez más arriba. Entonces llegó a la cima, donde esperaba la victoria. Reiko gritó y su cuerpo se contrajo con un deleite que jamás había conocido.

Reiko era un milagro más allá de los sueños de Sano, una maravillosa mezcla de fuerza y fragilidad, con un cuerpo como de acero en un envoltorio de seda. Perdido en el tacto y el aroma de Reiko, empujó más y más fuerte al ritmo marcado por su necesidad.

Sin que ella lo supiera, aquélla era también una experiencia nueva para él: nunca había sido el primer amante de nadie. Por ello tenía miedo de hacerle daño; no estaba seguro de poder conseguir que su esposa disfrutara de su primer acto sexual. Hacía mucho tiempo que no se acostaba con una mujer, y le preocupaba no ser capaz de posponer su desahogo lo suficiente para satisfacerla. Ahora sentía una felicidad que iba más allá de la gratificación física. La visión de su bello rostro contorsionado por el éxtasis y los gritos que habían acompañado su clímax lo elevaron al borde del suyo propio. Aquella unión confirmaba el matrimonio como algo en lo que ambos podían dar y recibir satisfacción, tanto en los asuntos de la vida cotidiana como en el dormitorio.

La excitación y la tensión se concentraron con rapidez en la entrepierna de Sano; oyó el fragor de su sangre, el clamor enloquecido de su corazón mientras se adentraba cada vez más en Reiko. Ella gimió y lo aferró más fuerte. Entonces, con un grito que surgía de lo más profundo de sus entrañas, se vio arrojado a un espacio sin tiempo de éxtasis puro. Vació su semilla y tembló en trance de una liberación tan espiritual como camal. La amargura, la furia, la frustración y la tristeza del pasado lo abandonaron como una ráfaga de viento. Cuando amainó el clímax, se sentía exhausto pero estimulantemente refrescado. Se apoyó en los codos y contempló a Reiko.

Ella le sonrió, encantadora y serena. A través de la emoción que le hinchaba la garganta y le abrasaba los ojos de lágrimas, Sano le devolvió la sonrisa. Después de muchos años de vagar en solitario, estaba en casa. Su amor lo había devuelto a un sentido perdido de su ser y su poder. No había límites a lo que él podía hacer, a lo que podían lograr juntos.

Un estruendo súbito los sobresaltó: vítores, aplausos y el estallido de los petardos. Una andanada de guijarros cayó sobre el tejado; en el jardín se encendieron antorchas; las siluetas de unas figuras danzantes se recortaron en el papel de las ventanas. Detectives, guardias y criados celebraban la consumación del matrimonio de su señor con la habitual ceremonia de la noche de bodas.

– Oh, no -dijo Sano con una carcajada.

Reiko le hizo coro.

– ¿Cómo se han enterado?

– Las paredes son finas. Alguien nos habrá oído y habrá avisado a los demás.

Lejos de molestarse, Sano estaba conmovido por el tributo, y agradecido por la interrupción, que les daba a la novia y al novio algo de lo que hablar, llenando cualquier silencio incómodo.

Bajo él, Reiko reía con vergonzoso alborozo. Entonces llamaron a la puerta. Se separaron deprisa y se pasaron los quimonos. Sano abrió y encontró a la niñera de Reiko, O-sugi, plantada en la puerta con una bandeja cargada y una sonrisa radiante en la cara.

– ¿Un refrigerio, sosakan-sama?

Sano cayó en la cuenta de que estaba famélico.

– Gracias -dijo; cogió la bandeja y cerró la puerta.

Reiko y él cumplieron el obligado ritual de limpiar el semen y la sangre derramados. Después, comieron.

– Toma, esto restaurará tu virilidad -dijo Reiko con picardía mientras llevaba una cucharada de hueva cruda de pescado a la boca de Sano.

El sirvió el sake caliente.

– Un brindis -dijo, alzando la taza- por el principio de nuestro matrimonio.

Reiko levantó su taza.

– Y por el éxito de nuestra investigación.

Un resquicio de aprensión se coló en la felicidad de Sano. Aún temía que Reiko resultara herida mientras perseguían al asesino de la dama Harume. A medida que crecía su amor por ella, ¿cómo iba a soportar que le pasara algo malo? A pesar de su inteligencia y adiestramiento, era joven e inexperta. ¿Hasta qué punto podía encomendarle la difícil y delicada tarea de la investigación?

Sin embargo, le había prometido un matrimonio de compañeros; no podía faltar a su palabra. Alzó la taza y apuró el sake. Reiko lo imitó. Entonces Sano resumió sus progresos en el caso.

– Voy a encargarle a Hirata que indague en los anteriores intentos de asesinar a Harume -añadió-. Y tengo unas cuantas ideas sobre su amante misterioso.

– Bueno -dijo Reiko-, puesto que el teniente Kushida sigue desaparecido, supongo que eso me deja a mí a la dama Ichiteru y a los Miyagi. Mañana puedo pedirle a mi prima Eri que organice una cita con Ichiteru, y visitaré al daimio y a su esposa.

Su mirada retaba a Sano. Esa era la primera prueba de su determinación. Odiaba la idea de que Reiko estuviera cerca de un posible asesino. Luchó contra el impulso de disuadirla y se tragó las palabras que convertirían su promesa en una traición. Trató de convencerse de que el teniente Kushida o el amante desconocido de Harume eran los asesinos más probables, mientras que los otros sospechosos no suponían ninguna amenaza para ella. Por fin, asintió.

– De acuerdo -dijo-, pero, por favor, ten cuidado.

32

La mañana trajo consigo un tiempo más apacible y un viento sur procedente del mar. Nubes blancas e hinchadas, como los motivos estilizados de la porcelana china, flotaban en el cielo cerúleo mientras Sano e Hirata cabalgaban por la Gran Vía Norte-Sur, la principal vía pública de Edo. Los mercaderes abrían los postigos de madera de sus establecimientos y revelaban muebles de lujo, cuadros, telas y vajillas laqueadas; los criados fregaban los portales. La calle empezaba a poblarse de buhoneros y vendedores de té, de campesinos que se saludaban a gritos, sacerdotes de túnica naranja con bacineta, damas subidas en palanquines y samuráis a caballo.

– Tenemos que hablar, Hirata-san -dijo Sano. Hirata sintió que el corazón se le encogía.

– Sí, sosakan-sama -dijo con pesar.

– La falsa acusación contra la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko fue sobre todo obra del chambelán Yanagisawa -dijo Sano-, apoyada por las pruebas accidentales del diario, el padre de Harume y el asesino de Choyei. Pero hay otra persona que contribuyó al fiasco que podría habernos costado la vida de no haber sido por la investigación independiente de mi esposa: la dama Ichiteru. -Sano hablaba con expresión grave y a regañadientes, pues le disgustaba sostener esa conversación con Hirata-. Tú estabas a cargo del interrogatorio de Ichiteru, pero de algún modo te las ingeniaste para no descubrir nada en vuestro primer encuentro. Cuando te pregunté cuál era el problema, evitaste responder. No es propio de ti ser esquivo o incompetente, pero lo dejé pasar porque pensaba que arreglarías las cosas por tu cuenta. Confié en tus instintos de detective y acepté la declaración de Ichiteru, sin otro testigo que tú que la corroborara. Ahora veo que cometí un error.

Hirata estaba abochornado. Había traicionado la confianza de su amo, un pecado imperdonable. Una larga noche entregada a la recriminación había aumentado su sentimiento de culpa.

Ahora las palabras de Sano le desgarraban el espíritu. La hermosura del día, el sol que reverberaba en los canales parecían burlarse de su congoja. Quería morirse allí mismo.

– Algo va mal -dijo Sano- y no puedo seguir ignorándolo. Cuando Ichiteru te dijo que había oído a Keisho-in y a Ryuko conspirar para matar a Harume, ¿qué te predispuso tanto a creértelo? Sabes que a menudo los criminales mienten para incriminar a otros y desviar las sospechas de su persona. ¿Qué pasó entre Ichiteru y tú?

Hirata vio que Sano estaba menos furioso que preocupado, más proclive a entender que a reprender. La benevolencia de Sano lo hacía sentirse aún peor, porque requería una explicación cuando él habría preferido un castigo físico. De mala gana escupió toda la penosa historia de la seducción de Ichiteru y su credulidad. Se obligó a presenciar el desaliento en la cara de Sano.

– No hay excusa para lo que sucedió. Tendría que haber sido más listo. Ahora me he deshonrado y os he fallado -dijo al terminar. Parpadeó para enjugarse las lágrimas y exhaló un trémulo y profundo aliento-. Hoy mismo me iré.

Pensaba encontrar un lugar íntimo donde hacerse el haraquiri y así redimir su honor.

– ¡No seas ridículo! -La mirada y la voz de Sano mostraban alarma: sabía lo que Hirata pensaba-. Has cometido un grave error, pero es el primero desde que entraste a mi servicio. No pienso despedirte, ¡y te prohíbo que te vayas! -Después añadió con más calma-: Tú ya te castigas más duramente de lo que yo podría hacerlo. Yo te perdono; haz tú lo mismo. No tenemos tiempo que perder viviendo en el pasado. Necesito que vayas al muelle Daikon a ver si puedes encontrar alguna pista sobre el asesino de Choyei. Después visita el lugar donde le lanzaron la daga a Harume; a lo mejor allí hay algo que apunte hacia su atacante.

– Sí, sosakan-sama. -Sano se sintió profundamente aliviado. ¡Sano le daba otra oportunidad!-. Gracias.

Mas su culpa seguía en pie. En él luchaban propósitos contrarios. Debía solucionar los problemas que había causado. La dama Ichiteru había estado a punto de arruinar lo que más le importaba en el mundo: su relación con su señor. Estaba furioso con ella por haberlo manipulado y ansiaba vengarse, pero todavía la deseaba. Y aunque sus mentiras la hacían más sospechosa que nunca, quería creer en su inocencia, porque si resultaba ser la asesina jamás volvería a estar seguro de su juicio. Nunca más podría confiar en sí mismo para decidir si alguien era culpable o inocente; temería perder pistas. Anticiparía el fracaso y lo haría inevitable.

– Sabemos que el que apuñaló a Choyei fue un hombre, de modo que la dama Ichiteru es inocente de ese crimen -dijo, tratando de adoptar una semblanza de racionalidad. Reprimió el pensamiento de que podría haber contratado a alguien para que comprara el veneno y después asesinase al vendedor-. Aun así, es probable que sepa algo del asesinato de Harume. Solicito permiso para verme con la dama Ichiteru y sacarle la verdad.

En vez de responder al momento, Sano perdió la mirada en la distancia, en un carro de bueyes que avanzaba penosamente por el camino. Después dijo:

– Te ordeno que te mantengas alejado de la dama Ichiteru. Ya has perdido la objetividad con ella, y el castigo por acostarse con la concubina del sogún es la muerte; no puedes permitir que vuelva a pasar. Reiko interrogará a Ichiteru. Mientras investigues el asesinato de Choyei y el ataque a Harume podrás buscar vínculos con Ichiteru, pero aléjate de ella. Lo siento.

A Hirata lo asaltó una nueva ola de aflicción y vergüenza. Sano ya no confiaba en él. ¡Ojalá no hubiera conocido a Ichiteru! La necesidad de venganza lo consumía.

Llegaron al cruce con el camino que salía de Edo en dirección norte.

– Voy a Asakusa. Te veré después en casa. -Sano miró a Hirata de arriba abajo con preocupación-. ¿Estás bien?

– Sí, sosakan-sama -dijo Hirata, y luego observó cómo Sano se alejaba a grupas de su caballo. Pero no estaba bien, y no lo estaría hasta que recuperara la confianza de Sano. De camino al muelle Daikon, decidió que el único modo de conseguirlo era descubrir la prueba que identificara de una vez por todas al asesino de la dama Harume.

Unas cuantas horas de pesquisas por la zona circundante al lugar del asesinato de Choyei mermaron las esperanzas de salvación de Hirata. Las habitaciones de las casas de inquilinos vecinas pertenecían a varones solteros -estibadores y peones- que estaban en el trabajo cuando Hirata llamó a sus puertas y probablemente habían estado ausentes también durante el asesinato. Por tanto, el asesino de Choyei se había escabullido por las callejuelas sin que nadie lo viera. No tuvo mejor suerte en el cercano barrio comercial. Preguntó a gente que recordaba haber visto a muchos hombres con capa y capucha el día anterior, por el frío que hacía. El asesino se había confundido entre la muchedumbre con facilidad. Para el mediodía, Hirata estaba cansado, desanimado y hambriento. Sobre una renglera de escaparates que salía del muelle, vio un cartel que anunciaba anguila fresca. Entró en el local para fortalecer cuerpo y espíritu.

El pequeño comedor que había nada más entrar estaba hasta los topes de parroquianos sentados en el suelo que engullían, sus platos palillos en mano. En la cocina del fondo humeaban enormes ollas de arroz. Los cocineros estampaban a las escurridizas anguilas en sus tablas de madera, las rajaban de las agallas a la cola, les cortaban la cabeza y les sacaban las espinas. Las largas tiras de carne, ensartadas en pinchos de bambú y rociadas con salsa de soja y sake dulce, se asaban sobre el fuego. Las nubes de humo sabroso estimularon el apetito de Hirata y le provocaron una aguda punzada de nostalgia. El restaurante le recordaba a los establecimientos que había frecuentado en sus felices tiempos de doshin. Qué confianza tenía en aquel entonces; ¿cómo iba a saber que su carrera se iría al traste por la traición de una mujer?

Se sentó y pidió la comida al propietario, un hombre robusto al que le faltaban las articulaciones de varios dedos en ambas manos. Los clientes y el personal intercambiaban chismorreos.

El local era a las claras un punto de encuentro del lugar. Después de todo, a lo mejor su viaje no era una pérdida de tiempo. El dueño le llevó la comida: trozos de anguila a la brasa y berenjena en vinagre sobre arroz, con una jarra de té. Hirata se presentó.

– Investigo la muerte de un buhonero ocurrida no muy lejos de aquí. ¿Has oído algo?

El hombre asintió y se secó el ceño sudoroso con un trapo.

– Hoy en día suceden muchas desgracias, pero siempre es un golpe cuando es alguien que conoces.

Hirata empezó a interesarse.

– ¿Lo conocías? -Era la primera persona que admitía una relación con Choyei, que parecía un recluso sin amigos o familia.

– No mucho -confesó el propietario-. Nunca hablaba demasiado; era reservado. Pero comía aquí a menudo. Teníamos un trato: él me dejaba baratos sus productos, y yo recogía mensajes de sus clientes. Se paseaba por toda la ciudad, pero era sabido que se le podía encontrar aquí. -El dueño echó un vistazo a los emblemas de los Tokugawa que Hirata llevaba bordados-. ¿Puedo preguntar por qué un funcionario de alto rango como vos se interesa por un viejo buhonero?

– Vendió el veneno que mató a la concubina del sogún -dijo Hirata.

– Esperad, yo no sé nada de venenos. -El hombre alzó las manos a la defensiva-. Por lo que yo sé, el viejo sólo vendía pociones curativas. ¡Por favor, no quiero problemas!

– No te preocupes -dijo Hirata-. No ando detrás de ti. Tan sólo quiero tu ayuda. ¿Preguntó ayer por el buhonero un hombre que llevaba capa oscura y capucha?

– No. No recuerdo que ayer nadie preguntara por él.

Hirata se sentía defraudado: después de todo aquella pista podía ser un callejón sin salida.

– ¿Había mujeres entre sus clientes? -preguntó con desgana.

– Oh, sí. Muchas, incluso damas ricas y elegantes. Le compraban medicamentos para dolencias femeninas.

El propietario se relajó, contento de desviar la conversación del asesinato, pero a Hirata se le encogió el corazón.

– ¿Una de las damas era alta, muy guapa y elegante, de unos veintinueve años, de pecho abundante y con muchos ornamentos en el pelo?

– Podría ser, pero no hace poco. -Ansioso de disociarse del crimen, el propietario añadió-: Ahora que lo pienso, hace siglos que no ha habido mensajes ni visitantes para el viejo.

Un camarero joven con la cara llena de granos que pasaba con una bandeja de comida se metió en la conversación.

– Excepto el samurái aquel que pasó justo después de que sirviéramos el desayuno de ayer.

– ¿Qué samurái? -exclamaron Hirata y el dueño al unísono.

El camarero repartió cuencos de arroz y anguila.

– El que vi en el callejón cuando saqué la basura. Me amenazó con atravesarme con su lanza si no lo ayudaba a encontrar al buhonero. Así que le dije dónde vivía el viejo. Salió disparado. -El camarero parecía afligido-. ¿Fue él quien lo mató? Supongo que hice mal.

– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Hirata.

– Mayor que vos. Un tipo feo. -El camarero adelantó la mandíbula para hacer una imitación burlona-. No se había afeitado, y aunque sus ropas eran de las que llevan los caballeros, estaban sucias, como si hubiera dormido al raso.

Hirata no cabía en sí de júbilo. La descripción del hombre y su arma encajaba con la del teniente Kushida, y lo situaba en la zona en el momento de la muerte de Choyei; podía haberse puesto la capa más adelante, para disfrazarse. Aquello lo hacía más sospechoso que la dama Ichiteru. Hirata se tomó su comida y agradeció la colaboración del dueño y el camarero con generosas propinas. Salió del restaurante y envió un mensajero al castillo de Edo con órdenes de buscar a Kushida por el muelle de Daikon. Después cabalgó hacia el mercado donde un asesino había estado a punto de matar a la dama Harume con una daga.

– Os enseñaré dónde ocurrió -dijo el sacerdote que estaba a cargo de la seguridad del templo de Kannon de Asakusa. Antiguo guardia del castillo de Edo, poseía las poderosas facciones de una máscara guerrera de hierro y un vigor inalterado por la amputación del brazo izquierdo, que había acabado con su anterior carrera. Hirata había pasado a buscarlo para repasar el informe oficial sobre el ataque a la dama Harume. En aquel momento salían del templo y entraban en la Naka-mise -dori, la amplia avenida que llevaba de la sala principal a la magnífica Puerta del Trueno.

Asakusa, un arrabal a la orilla del río Sumida, se extendía a ambos lados de la vía que conducía a todos los destinos del norte. Los viajeros a menudo se detenían para tomarse un tentempié y hacer ofrendas en el templo. Su buena situación lo convertía en uno de los barrios de entretenimiento más populares de Edo. Una vocinglera multitud abarrotaba el recinto y se congregaba alrededor de puestos donde se vendían plantas, medicinas, paraguas, dulces, muñecas y figuritas de marfil. El aroma del incienso se mezclaba con el olor tostado de las famosas «galletas de trueno» de Asakusa, hechas con mijo, arroz y judías. El sacerdote consultó un libro de contabilidad encuadernado en tela y se detuvo frente a un salón de té. Cerca, el público vitoreaba a tres acróbatas que volteaban tapas de hierro sobre el borde de sus abanicos mientras hacían equilibrios en una plancha encaramada a unas altas varas de bambú que sostenía un cuarto hombre.

– De acuerdo con la declaración de la dama Harume, ella se encontraba aquí, así. -El sacerdote se situó en la esquina del salón de té, con medio cuerpo en el interior del callejón perpendicular y de espaldas a la calle-. La daga vino desde esa dirección -señaló en diagonal al otro lado de la Kana-mise -dori- y se clavó aquí. -Tocó una estrecha hendidura en el tablón de la pared del salón de té-. El filo atravesó la manga de la dama Harume. Un poco más y la habría herido de gravedad o matado.

– ¿Qué pasó con el arma? -preguntó Hirata.

– Aquí la tengo.

El sacerdote sacó del libro un paquete envuelto en papel. Hirata lo abrió y encontró una daga corta con una afilada hoja de acero rematada por una aguzada punta y con el mango envuelto en tela negra de algodón. Era la clase de arma barata que empleaban los plebeyos, fácil de esconder bajo la ropa o la cama… y más fácil todavía de encontrar.

– Me la quedo -dijo Hirata. La envolvió de nuevo y se la guardó en la faja, aunque tenía muy pocas esperanzas de localizar a su dueño-. ¿Hubo testigos?

– Todos los que la rodeaban miraban en la dirección contraria, a los acróbatas. La dama Harume se había separado de sus acompañantes y estaba muy alterada. O no vio nada o el miedo hizo que se olvidara. Los vendedores de la calle se fijaron en un hombre con capa oscura y capucha que se alejaba corriendo.

El corazón de Hirata dio un vuelco de emoción. ¡El atacante llevaba el mismo disfraz que el asesino de Choyei!

– Por desgracia, nadie vio bien al culpable, y se escapó -se lamentó el sacerdote.

– ¿Cómo? -Aquello lo sorprendía. Las fuerzas de seguridad de Asakusa por lo general mantenían el orden y reducían a los alborotadores con admirable eficiencia-. ¿Nadie lo persiguió?

– Sí, pero el incidente se produjo el Día Cuarenta y Seis Mil -le recordó el sacerdote.

Hirata asintió cabizbajo. Una visita al templo en aquella festividad de verano equivalía a cuarenta y seis mil en cualquier día normal, con el consiguiente número de bendiciones. El recinto debía de estar hasta los topes de peregrinos. Los puestos que aprovechando la ocasión vendían alquequenjes, cuyo fruto ahuyentaba la enfermedad, habrían entorpecido la persecución, mientras que el desorden permitía que el atacante se escabullera. Con un suspiro, Hirata alzó la vista hacia la imponente masa de la sala principal del templo, los tejados escalonados de las dos pagodas. Recordó los santuarios, los jardines, los cementerios, los otros templos y el mercado secundario del interior del recinto de Asakusa Kannon; los caminos que atravesaban los arrozales circundantes; el embarcadero del transbordador y el río. Había un sinfín de escondrijos y de vías de escape para un criminal. El atacante de la dama Harume había elegido bien el lugar y el momento.

– ¿Tienes alguna información más? -preguntó Hirata sin muchas esperanzas.

– Sólo los nombres de todos los que formaban el grupo que salió del castillo de Edo. Reuní a las mujeres y a sus escoltas en el templo y les tomé declaración, según el procedimiento de rutina.

Le mostró el libro, y, de la lista de los cincuenta y tres acompañantes de Harume, un nombre le saltó a la vista: el de la dama Ichiteru. Sintió un nudo en el estómago. Señaló el nombre de la que había sido su amante.

– ¿Qué te dijo?

El sacerdote pasó páginas y encontró la declaración.

– Ichiteru dijo que estaba sola tomando té calle abajo cuando oyó los gritos de la dama Harume. Afirmó que no sabía nada del ataque o de quién podía ser el responsable.

Pero Ichiteru era una mentirosa sin coartada. Al sobrevivir Harume, ¿había recurrido al veneno? Sin embargo, Hirata no quería demostrar su culpabilidad, ni siquiera en aras de cerrar el caso o de la satisfacción de verla castigada. La perspectiva del éxito y la venganza perdía atractivo cuando se imaginaba vivir el resto de sus días sabiendo que lo había engañado una asesina.

– Déjame que vea esa lista otra vez. -Al encontrar al teniente Kushida anotado, experimentó un gran alivio. Kushida encajaba con la descripción general del asesino. La daga no era su arma preferida, pero podía haberla elegido porque era más fácil de esconder que una lanza-. ¿Qué contó Kushida?

– Estaba tan trastornado por su fracaso al proteger a Harume que fui incapaz de determinar su paradero durante el ataque -dijo el sacerdote.

– ¿Lo vio alguien más?

– No. Se habían separado para escoltar a varias damas por el recinto. Todos dieron por sentado que Kushida estaba con un grupo diferente. -El sacerdote frunció el entrecejo-. Conozco al teniente de mis tiempos en el castillo de Edo. No tenía motivos para creer que era sospechoso del ataque o que se convertiría en prófugo de la justicia. De otro modo habría intentado establecer sus movimientos. Lamento haber resultado de tan poca ayuda.

– En absoluto -dijo Hirata-. Me habéis dicho lo que quería saber.

Estaba convencido de que el mismo hombre le había lanzado la daga a Harume, la había envenenado y había silenciado a Choyei. El teniente Kushida había tenido sobrada oportunidad para cometer los crímenes, y carecía de coartadas. Hirata preveía su retorno triunfal a las buenas relaciones con Sano y su autorrespeto.

Todo lo que tenía que hacer era encontrar al teniente Kushida.

33

En el distrito daimio, una partida de soldados escoltaba un palanquín detenido frente a una puerta adornada con el emblema del doble cisne. Su comandante anunció:

– La esposa del sosakan-sama del sogún desea ver al caballero Miyagi.

– Os ruego que esperéis mientras informo al daimio de que tiene una visita -replicó uno de los guardias de los Miyagi.

Dentro del palanquín, Reiko temblaba de alegre emoción. Su carrera de detective empezaba de verdad. A primera hora de la mañana había hablado con Eri, quien le había prometido acordar una cita con la dama Ichiteru para más tarde. En aquel momento llegaba su primera ocasión de medir su inteligencia con un sospechoso de asesinato. ¡Cómo deseaba que el caballero Miyagi fuese el asesino, para adjudicarse el triunfo de demostrarlo! Mientras esperaba, jugueteaba con una caja de dulces que había llevado como regalo de cortesía para los Miyagi. Las circunstancias le habían proporcionado la excusa perfecta para visitarlos. Podría sondear sus secretos oscuros, y el caballero Miyagi jamás sospecharía su auténtico propósito. Aunque Reiko trataba de calmarse y concentrarse en la tarea que tenía por delante, a sus labios no dejaba de asomar una sonrisa, y no sólo por haber alcanzado su sueño.

Su primera noche con Sano había añadido una nueva dimensión a su vida. A pesar del dolor entre las piernas, el amor le había aportado una estimulante sensación de bienestar físico y espiritual. El mundo parecía repleto de tentadores desafíos, y Reiko se sentía preparada para afrontarlos todos. Asomó la cabeza con impaciencia para mirar hacia la puerta de los Miyagi. Por fin, apareció un criado.

– El caballero y la dama Miyagi recibirán a la dama Sano en el jardín -anunció.

Reiko cogió su regalo y bajó del palanquín. Le dijo a su séquito que la esperara fuera y entró con el criado en la mansión del daimio. En el recinto que formaban los barracones de los vasallos, las garitas estaban ocupadas tan sólo por dos samuráis. La mansión, de paredes con entramado de madera y tejados de teja, estaba rodeada por otro patio. En el porche de la entrada había apostado un único guardia. En el lugar imperaba una soledad estremecedora. Sano la había precavido de aquello, y su corazón se aceleraba de ansiedad. El anormal modo de vida del caballero Miyagi era, a todas luces, indicativo de un carácter turbio. ¿Estaba a punto de conocer al asesino de la dama Harume?

Siguió a su guía a través de otra puerta, la que daba al jardín privado. Los pinos se alzaban como monstruos grotescos, con el tronco y las extremidades artificialmente descoyuntados y el follaje recortado para acentuar lo retorcido de sus posturas. Las piedras ornamentales eran gruesos pilares fálicos de cabeza redondeada. En un macizo de arbustos se alzaba la estatua negra de una deidad hermafrodita de muchos brazos con las manos sobre sus senos desnudos y su erección. Aquella mañana Sano le había resumido los extraños usos de la casa Miyagi, pero las simples palabras no la habían preparado para la realidad. La iniciación sexual había ampliado sus sentidos y le había conferido una aguda conciencia de lo que la rodeaba. En el jardín se respiraba un ambiente extrañamente quedo. Los rayos del sol, filtrados por los árboles deformes, arrojaban largas sombras. Reiko resopló ante la podredumbre del aire.

En un lecho de arena blanca, una hermosa jovencita trazaba pulcras líneas paralelas con un rastrillo. Otra lanzaba migas a la carpa naranja del estanque. En el pabellón bordaba una mujer mayor, de rostro feo y austero. Un varón de mediana edad, de rodillas junto a un arriate y ataviado con una ajada bata azul de algodón, esparcía con un cucharón algo que sacaba de un cubo de madera.

De repente, Reiko tuvo miedo, aun con los guardias que la esperaban en el exterior. Nunca se había entrevistado con un sospechoso de asesinato. Su conocimiento de los criminales se reducía a los que había observado, sin peligro, en el tribunal del magistrado. La siniestra atmósfera de la mansión Miyagi la advertía de que ya no tocaba fondo. ¿Sería capaz de obtener la información que quería sin desvelar su condición de compañera de Sano? A fin de no perder su respeto, para servir al honor y al amor, tenía que conseguirlo. ¿Era realmente el caballero Miyagi el asesino? ¿Qué le haría si desvelaba su estratagema?

– La honorable dama Sano Reiko -anunció el lacayo.

Todos se volvieron hacia Reiko. El rastrillo se detuvo en sus surcos; la chica que daba de comer a la carpa se paró con el brazo extendido. El caballero Miyagi detuvo el cucharón a media altura, y las manos de su esposa quedaron quietas sobre el bordado. Mientras la observaban en impasible silencio, Reiko casi veía los vínculos invisibles que los unían como hilos de telaraña. El daimio y las dos jóvenes se pusieron en movimiento y se plantaron junto al pabellón ocupado por la dama Miyagi. A Reiko le daban la impresión de ser partes separadas de la misma criatura fantástica que se unían ante una amenaza. Contuvo un escalofrío y se acercó a sus anfitriones.

– Vuestra presencia nos honra -dijo la dama Miyagi con una reverencia y una sonrisa que reveló sus dientes ennegrecidos.

El ritual de las presentaciones ayudó a que Reiko recobrase en parte la compostura.

– He venido a agradeceros el precioso costurero que enviasteis como regalo de bodas -dijo para anunciar el aparente motivo de su visita-. Os ruego que aceptéis este presente de mi gratitud.

– Muchas gracias -contestó la dama Miyagi-. Gorrión, trae té para nuestra invitada.

Una de las concubinas cogió el regalo de Reiko, y las dos se fueron hacia la casa. La dama Miyagi arqueó los hombros.

– Una se queda envarada de estar sentada tanto tiempo, y estoy segura de que estaréis entumecida después de un viaje en palanquín. Venid conmigo, demos un paseo por el jardín.

Se levantó y descendió del pabellón. Se movía con zancadas bruscas y poco femeninas; su quimono gris pendía de un cuerpo anguloso.

– Es un gran placer conoceros -dijo cuando estuvo al lado de Reiko.

En un principio, Reiko había confiado en que los Miyagi recibirían con los brazos abiertos una oportunidad de ganarse el favor de Sano a través de ella, y que por tanto le concederían un rato más que los breves instantes reservados para las visitas de cortesía. En ese momento, aunque el plan iba sobre ruedas, deseaba rematar el asunto y partir lo antes posible. Los inexpresivos ojos negros de la dama Miyagi relucían con interés depredador. Reiko se apartó un poco… y topó con el caballero Miyagi, que se había situado a su izquierda.

– Encantadora como la nieve primaveral en las flores del cerezo -dijo alargando las vocales, y suspiró con sus húmedos labios.

Encajada entre los dos anfitriones, Reiko se sentía cada vez más alarmada, y el cumplido, que sugería la decadencia de la belleza, no la halagaba lo más mínimo. Encontraba repulsivo al caballero Miyagi, con su piel colgante, sus ojos de párpados caídos y su postura lánguida. ¿Era él el padre del hijo de la dama Harume? ¿Cómo podía haber soportado que la tocara? El hedor que Reiko había captado no enmascaraba el olor íntimo y almizcleño que emanaban marido y mujer. Retrocedió en su fuero interno ante el aura de prácticas misteriosas e insanas. Después de haber consumado su matrimonio, se tenía por muy adulta y experimentada. En ese momento su feliz ilusión se resquebrajaba ante la sofisticación perversa de los Miyagi.

– Un paseo por el jardín me parece una idea estupenda -farfulló.

Ansiosa de poner algo de distancia entre ella y la pareja, comenzó a andar por el sendero. Pero el caballero y la dama Miyagi la seguían tan de cerca que la rozaban con sus mangas a medida que caminaban. Reiko sentía el cálido aliento del daimio en su sien. La dama Miyagi actuaba de barrera que le impedía romper la formación. ¿Había sentido la dama Harume aquella incomodidad al caer en la telaraña erótica de la pareja? ¿Se atreverían a fantasear sobre la esposa de un alto funcionario Tokugawa?

Reiko deseaba haber entrado con los guardias. Los nervios la hacían olvidar los planes formulados para el encuentro, e intentó a la desesperada entablar una conversación que le permitiera obtener los resultados que esperaba.

– Admiro vuestro jardín. Es tan… -Mientras buscaba una descripción adecuada, se fijó en otra estatua: un demonio alado bicéfalo con el cadáver de un animalito entre las garras. Se estremeció-. Tan elegante.

– Pero me imagino que el jardín del sosakan-sama es mucho mejor -aventuró la dama Miyagi.

Al captar una curiosidad genuina en la convencional respuesta, Reiko supuso que la mujer del daimio había mencionado a Sano con la intención de descubrir lo que Reiko sabía sobre el asesinato. Aprovechó la oportunidad:

– Por desgracia, mi marido no dispone de mucho tiempo para la naturaleza. Desagradables asuntos reclaman su atención. ¿Tal vez hayáis oído hablar del incidente que interrumpió nuestras celebraciones matrimoniales?

– Desde luego. Un espanto -dijo la dama Miyagi.

– Ah, sí -suspiró el daimio-. Harume. Tanta belleza destruida. Debió de sufrir una atrocidad. -La sonrisa del caballero fue adquiriendo tintes lascivos-. El cuchillo que corta su piel tersa; la sangre que mana; la tinta envenenada que va calando en su joven cuerpo. Las convulsiones y la locura. -Los ojos caídos de Miyagi centelleaban-. El dolor es la sensación definitiva; el miedo es la más intensa de las emociones. Y hay una belleza particular en la muerte.

Reiko sintió un escalofrío de horror al descubrir que los gustos del caballero Miyagi se desviaban de las fronteras de la normalidad incluso más de lo que ella o Sano habían pensado. Recordaba un juicio que su padre no le había dejado presenciar, el de un mercader que había estrangulado a una prostituta mientras copulaban, para alcanzar la satisfacción carnal definitiva con la muerte de su amante. ¿Había buscado lo mismo el caballero Miyagi con Harume, disfrutando desde lejos de su agonía?

Reiko fingió no haber captado nada inusual en su comentario.

– Me entristeció mucho la muerte de Harume. ¿A vos no?

– Hay mujeres caprichosas que provocan, atormentan y atraen a la gente en un continuo flirteo con el peligro. -El deje afectado del daimio cobró una oscura y morbosa aspereza por la emoción-. Invitan al asesinato.

A Reiko le dio un vuelco el corazón.

– ¿Eso hacía la dama Harume? -preguntó. «¿Con vos, caballero Miyagi?»

Consciente tal vez de que su esposo hablaba demasiado a la ligera, la dama Miyagi atajó la conversación.

– ¿Cuáles son los progresos del sosakan-sama en la investigación? ¿Arrestará pronto a alguien? -Su voz estaba llena de ansiedad; ella, a diferencia del daimio, parecía preocupada por el resultado del caso.

– Oh, no sé nada sobre los asuntos de trabajo de mi marido -respondió Reiko con frívola despreocupación; no quería que la pareja adivinase que ella sabía que el caballero Miyagi era uno de los sospechosos.

La dama Miyagi no varió ni de expresión ni de postura, pero Reiko notó que se relajaba. Llegaron al arriate donde el daimio había estado trabajando. Este recogió el cubo, que contenía un mejunje grumoso rojo y gris, fuente del desagradable olor y nido de moscas.

– Pescado machacado -explicó el caballero Miyagi-. Para enriquecer la tierra y que crezcan las plantas.

A Reiko se le revolvió el estómago. Mientras el daimio esparcía un poco más de la sustancia con el cucharón, la acariciaba con su límpida mirada.

– De la muerte surge la vida. Algunos deben morir para que otros sobrevivan. ¿Lo comprendéis, querida?

– Eh, sí, supongo. -Reiko se preguntaba si se estaría refiriendo a los animales muertos… o a la dama Harume. ¿Estaba justificando su asesinato?-. Así es la naturaleza.

– Sois tan perspicaz como hermosa. -El caballero Miyagi le acercó la cara y sonrió con labios húmedos que revelaban unos dientes descoloridos. Enervada de desagrado, Reiko trató de no recular ante el asomo de encaprichamiento que captaba en sus ojos inyectados en sangre.

– Muchas gracias -murmuró.

Se oyeron pasos en la galería.

– El té está servido -anunció la dama Miyagi.

– ¡El té! ¡Oh, sí! -exclamó Reiko, profundamente aliviada.

Tomaron asiento en el pabellón. Las concubinas les llevaron paños húmedos y calientes para lavarse las manos y sirvieron ante ellos un ágape extravagante: té, higos frescos, tartas de confitura de judías, melón en vinagre, castañas asadas con miel y filetes de langosta dispuestos en forma de peonía. Mientras probaba por educación todos los platos, a Reiko le vino a la mente la tinta envenenada. Se le cerró la garganta y le sobrevino un acceso de náusea. Estaba cada vez más convencida de que el caballero Miyagi era el asesino. Los crímenes contra la dama Harume que no habían requerido contacto físico se adecuaban a los hábitos del daimio. Fue él quien le envió el frasco de tinta. El té tenía un regusto amargo, y los dulces parecían saturados de la mácula de la carne muerta.

Sentado junto a ella, el caballero Miyagi mascaba y se relamía con parsimonia. Mientras comía pétalos de la peonía de langosta, su mirada se paseaba por Reiko como si la fuera desvistiendo con los ojos. Ella se ruborizó bajo el maquillaje y se obligó a tomar un trago de té. Sintió un retortijón y por un angustioso momento pensó que el liquido saldría por donde había entrado.

El daimio entonó:

En lo alto del arbusto crece la fruta madura,
a salvo del brazo del hombre; intacta.
Una avispa perfora sus carnes sedosas
y bebe de su dulzura interior;
desde abajo, celebro el casamiento
con éxtasis propio.

Hundió los dientes en la pulpa rosada de un higo, sin apartar los ojos de Reiko. Le acercó una mano a la cabeza con movimiento sinuoso. Reiko se sobresaltó. Las concubinas rieron disimuladamente; el caballero Miyagi soltó una risilla entre dientes.

– No temáis, querida. Se os ha enredado una hoja en ese pelo tan hermoso; permitidme que os la quite.

Deslizó sus dedos por la sien y la mejilla de Reiko antes de dejarlos caer. No llevaban ninguna hoja. Los dedos del daimio dejaron una sensación de humedad a su paso, como el rastro de una babosa. Acalorada de airada vergüenza, Reiko apartó la vista. Como miembro de un clan importante, había tenido escaso contacto con hombres que no fueran de su casa, y ninguno se había atrevido a tratar a la hija de un magistrado con tan poco respeto. En consecuencia, no tenía ni idea de cómo afrontar las vulgares insinuaciones del caballero Miyagi. Lo único que se le ocurría era fingir que no sabía lo que estaba haciendo.

– Tenéis una dicción admirable -dijo con voz tenue.

Después miró a la dama Miyagi en busca de ayuda. Si tenía algo de orgullo o sensatez, atajaría en el acto el ultrajante flirteo del daimio. ¿Cómo soportaría ninguna mujer que su marido se insinuase a otra en su presencia? En lo que a Reiko se refiere, mataría a Sano si alguna vez se comportaba así.

Mas la dama Miyagi se limitaba a observar y asentir con la cabeza; su pétrea sonrisa no vaciló en ningún momento. Si sentía algún tipo de celos, los ocultaba muy bien.

– ¿Os agrada la poesía, dama Sano? -El sol se filtraba por la celosía de las paredes del pabellón y revelaba la sombra de bigote de su labio superior. Reiko asintió, desamparada-. A mí también.

Charlaron de poetas famosos y citaron versos clásicos. La dama Miyagi recitó varios poemas de su propia cosecha e invitó a Reiko a que hiciera lo mismo. El caballero observaba relamiéndose los dedos. Reiko a duras penas sabía lo que decía. La comida se agriaba en su estómago y las preguntas bullían en su cabeza. ¿Qué había pasado entre la pareja y la dama Harume? ¿Había empezado así? ¿Había matado a la concubina?

Por desgracia, Reiko había perdido cualquier tipo de control que hubiese tenido sobre la entrevista. Ninguno de los consejos y explicaciones de Sano la habían preparado para la realidad de esa situación. Era incapaz de dar con un modo de conducir la conversación de vuelta al asesinato sin levantar sospechas. La desesperación agravaba el malestar que la asaltaba en oleadas frías y calientes. La mañana adquirió las dimensiones de una pesadilla. Los ojos de la dama Miyagi relucían a medida que recitaba haikus. Reiko se encogía ante la mirada táctil del caballero Miyagi. Al final, ya no podía soportarlo.

– Me he impuesto a vuestra hospitalidad demasiado tiempo -dijo con voz ahogada-. Es hora de que me vaya.

El daimio suspiró con pesar.

– ¿Tan pronto, querida? Oh, en fin… Las despedidas son inevitables, los gozos de la vida, efímeros. La escarcha reclama incluso las flores más frescas y adorables.

De nuevo su voz estaba cargada de esa oscura excitación. Reiko sentía que el espíritu de la dama Harume flotaba por el jardín. Sintió náuseas.

Entonces los ojos del caballero Miyagi se iluminaron, como el reflejo del sol en aguas contaminadas.

– Esta noche haremos una excursión a nuestra villa de las colinas, para ver la luna de otoño. ¿Tendríais la bondad de acompañarnos?

«¡No! ¡No quiero veros nunca más! ¡Dejadme salir de aquí!» La vehemente negativa habría salido como un chorro de los labios de Reiko, de no haberlos tenido cerrados con fuerza en un intento de contener su malestar. Sabía el peligro en que incurría con cada instante que pasara en compañía de un hombre que hallaba placer en la muerte de una joven.

– Os ruego que asistáis -la apremió la dama Miyagi-. Vuestro talento poético encontrará mucha inspiración en la belleza de la natura.

Sano le había dicho que obrara con cautela, y la idea de ir a cualquier parte con los Miyagi la aterrorizaba y la repelía.

– La ocasión nos dará la oportunidad de conocernos mejor, querida. -La perezosa sonrisa del daimio sugería una noche de emociones extravagantes y prohibidas-. A tanta distancia de la ciudad, no habrá nada que nos moleste.

Mas Reiko no tenía pruebas de que el caballero Miyagi hubiera envenenado a Harume. Su propia certeza no serviría para condenarlo. Necesitaba pruebas, o una confesión. Para obtener cualquiera de las dos cosas, tenía que aprovechar la ocasión de volver a verlo.

– Os agradezco vuestra amable invitación. -Reiko se obligó a arrancar las palabras de la bilis amarga que sentía en su garganta-. Acepto de buen grado.

Luchó contra la náusea, con la piel fría y sudorosa, mientras escuchaba los preparativos de sus anfitriones para el viaje.

– Ahora debo seguir con mis visitas y prepararme para el viaje. ¡Adiós!

La caminata desde el jardín hasta la calle duró una eternidad. Mareada y desfallecida, se subió al palanquín, temiendo que no podría controlarse hasta llegar a casa. Con el movimiento del vehículo, el estómago se le revolvió todavía más.

– ¡Parad! -gritó Reiko.

Bajó de un salto, corrió a un callejón, se agachó y vomitó, alzando la manga para protegerse de las miradas de los transeúntes. El alivio fue instantáneo, pero vino seguido de inmediato por el pavor. ¿Cómo iba a soportar una noche entera con los Miyagi? Volvió al palanquín dando traspiés y se consoló con el pensamiento de que tenía el resto del día para prepararse para su cometido. No podía defraudar a Sano, cuando el fracaso en la resolución del caso podía significar la ruina de los dos. De algún modo tenía que llevar al caballero Miyagi ante la justicia.

Si su valor y su estómago no le fallaban.

34

La posada Tsubame, lugar de encuentro del caballero Miyagi y la dama Harume, estaba situada en un tranquilo camino a las afueras de Asakusa, lejos del ajetreado recinto del templo de Kannon. Sus edificaciones bajas con tejado de juncos se apiñaban tras una elevada valla de bambú. Al otro lado de la calle, un muro de tierra rodeaba un templo poco importante. El resto del vecindario estaba formado por lisas fachadas de almacenes.

Sano desmontó a las puertas de la posada y echó un vistazo por el camino vacío. A poca distancia, los pájaros sobrevolaban los arrozales. Harume y el daimio no podrían haber elegido un lugar más íntimo y apartado para sus encuentros. Sin embargo, Sano no estaba allí para investigar su aventura. Tenía una corazonada.

Avanzó por la entrada. En el interior, el artístico diseño de un jardín de árboles de hoja perenne, cerezos y arces de rojo follaje indicaba una clientela de clase alta, que en ese momento no estaba a la vista. Las puertas de los edificios estaban cerradas y sus persianas, también. Pero Sano distinguía un murmullo de voces a través de las finas paredes; olía a comida. De los baños surgía vapor. Sospechaba que una redada en la posada pondría en evidencia las relaciones ilícitas de los más destacados ciudadanos de Edo. Esperaba que la solución al misterio de la dama Harume se ocultara también allí.

El vestíbulo del edificio principal albergaba un nicho elegantemente decorado con unas ramas de moral dentro de un jarro negro de cerámica, en lugar de la habitual lista de precios por comida y estancia. Cuando hizo sonar la campana, el propietario salió de sus habitaciones.

– Bienvenido a la posada Tsubame, mi señor -saludó-. ¿Deseáis alojamiento? -Su grave semblante y el apagado quimono negro transmitían extrema discreción.

Sano se presentó.

– Necesito cierta información sobre uno de tus anteriores clientes.

El propietario alzó las cejas altivas.

– Me temo que va en contra de nuestra política que os la proporcione. Nuestros clientes pagan por su intimidad, y nosotros nos desvivimos por garantizársela.

Sano creyó entender que eso significaba que pagaban a las autoridades para que no supervisaran muy de cerca las operaciones de la posada. Sin embargo, su poder desbancaba el de los funcionarios locales de poca monta.

– Coopera o te arrestaré -dijo-. Esto es una investigación de asesinato. Y dado que la huésped en cuestión está muerta, dudo que le importe que hables de ella.

– De acuerdo. -El dueño se encogió de hombros con molesta resignación-. ¿De quién se trata?

– De la dama Harume, concubina del sogún. Se citaba aquí con el caballero Miyagi, de la provincia de Tosa.

El propietario sacó el libro de registro y fingió que lo consultaba concienzudamente.

– Me temo que esas personas jamás han sido clientes de esta posada.

– No servirá de nada escudarse tras una lista de nombres falsos. -Sano sabía que los propietarios de ese tipo de establecimientos procuraban enterarse de quiénes eran sus clientes, y se imaginaba los motivos de su reserva-. No te preocupes por que el caballero Miyagi vaya a castigarte por haber hablado conmigo. Ahora mismo no me interesa él. Lo que quiero saber es: ¿se citaba aquí la dama Harume con alguien más?

Si tenía un amante secreto, por fuerza la concubina quedaría con él fuera del castillo de Edo. Su libertad era limitada, tenía poco dinero y, con toda probabilidad, carecía de sitio donde acudir para sus encuentros ¡lícitos. ¿Qué mejor manera de organizar citas que en las mismas excursiones en las que se evadía de los guardias para encontrarse con el caballero Miyagi, en la posada en la que él pagaba por la habitación? Por ello había acudido Sano a la posada Tsubame, en busca de un posible sospechoso sin identificar. Entonces la deducción recogió sus frutos.

– Sí -admitió el propietario-, sí que se veía con otro hombre.

– ¿Con quién? -preguntó Sano ansiosamente.

– No lo sé. La dama Harume lo colaba a escondidas. Me enteré por casualidad: las doncellas oyeron que un hombre y una mujer copulaban en la habitación, algo inusual, porque el caballero Miyagi siempre se quedaba fuera. Después hice que siguieran al hombre, pero no logré descubrir su nombre, ocupación o lugar de residencia, porque siempre se escapaba.

¿Mató el daimio a Harume por celos de su amante?

– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Sano.

– Era un samurái vestido con ropa sencilla y que aparentaba tener poco más de veinte años. Es todo lo que puedo deciros. Se cuidaba mucho de que no lo observaran… como muchos de nuestros dientes. -El propietario sonrió con sorna-. Lamento no resultar de más ayuda.

De modo que el amante no era el teniente Kushida, pero definitivamente se trataba de un hombre y no de una mujer.

– ¿Puedo ver la habitación que utilizaban?

– Ahora mismo está ocupada, y la han limpiado a conciencia desde la última visita de la dama Harume.

– ¿Reconocerías al hombre si lo volvieras a ver?

– Puede ser. -El propietario no parecía muy convencido. Tal vez fuera alguien del castillo de Edo. A Sano se le pasó por la cabeza llevar allí al propietario para ver si señalaba al amante de Harume. Pero también podía tratarse de alguien con quien hubiera coincidido fuera o que conociera de antes de convertirse en concubina del sogún.

– Apostaré un detective por si regresa -le dijo al propietario-. No te preocupes; no molestará a tus clientes.

Al salir de la posada, su inicial entusiasmo estaba empanado de desilusión. La confirmación de la existencia del amante de Harume lo había acercado poco a la solución del caso. En su ánimo pesaban también otros quebraderos de cabeza. Se preguntaba si había hecho lo correcto respecto a Hirata. ¿Tendría que haberlo apartado de la investigación para que no causara más problemas? ¿O haber asignado a otros detectives para que revisasen sus conclusiones sobre la escena del asesinato de Choyei y el atentado contra Harume? Pero eso supondría una traición a su mutua confianza que posiblemente arrastraría a Hirata al suicidio ritual. Y en cuanto a Reiko…

El corazón de Sano no cabía en sí de amor por su esposa. Pero el amor acarreaba la preocupación, como una red que impidiera el vuelo alborozado de su alma. Se moría por saber qué tal le iba con el caballero Miyagi. Aunque no se le ocurría qué otra cosa podría haber hecho sin destrozar el espíritu de su matrimonio, se arrepentía de haber enviado a Reiko a una misión tan peligrosa. Si el daimio era el asesino, ya había acabado con una joven. Reiko, como la dama Harume, era hermosa y sexualmente atractiva; una presa tentadora.

Entonces el lado práctico de Sano contrapesó sus temores. Reiko le había prometido que iría con cuidado. El daimio no osaría atentar contra la mujer del sosakan-sama del sogún. En cualquier caso, el sospechoso más verosímil era el teniente Kushida. Sin embargo, Sano a duras penas se refrenaba de correr a defender a su amada. Luchó contra ese impulso: se recordó la promesa que le había hecho a Reiko y el precio de una traición. Después se obligó a concentrarse en lo que tenía entre manos.

No podía evitar creer que la clave del misterio residía en ese lugar, que había albergado los secretos de Harume. En vez de montar a su caballo, echó un vistazo en derredor. Su mirada se detuvo en el cartel que colgaba de la puerta que había al otro lado de la calle: «Templo de Hakka», y recordó la oración impresa que había encontrado en la habitación de Harume. Debía de haberla comprado allí antes o después de su cita en la posada con el caballero Miyagi. Sano entró en el recinto del templo y sintió que iba a descubrir algo.

El humilde lugar disfrutaba de un tranquilo recogimiento, sin barrio de entretenimientos que atrajera a la muchedumbre. Todos los sacerdotes debían de estar en la calle pidiendo limosna. Mas Sano sentía la presencia de Harume, como un fantasma que le tirara de la manga. De camino al oratorio, oyó voces en la parte de atrás, y las siguió hasta llegar a un pequeño cementerio. Los sauces sin hojas se cernían sobre las lápidas; entre la hierba muerta se erguían agujas de piedra. Había cuatro hombres en torno a una lápida grande que debatían sobre algo esparcido en su superficie plana. Dos llevaban harapos mugrientos. Sus rostros sombríos reflejaban el sello de la pobreza. Los otros parecían limpios y bien alimentados, y vestían capas forradas. Cuando Sano se acercó, oyó que uno de estos últimos decía:

– Cinco momme por el lote entero.

– Pero si son frescas, mi señor -dijo uno de los harapientos-. Las conseguimos ayer.

– Y son de una mujer joven -terció el otro-. Perfectas para lo vuestro, señores.

– Os doy seis momme -dijo el segundo cliente.

Se enzarzaron en una discusión. Sano se aproximó y vio los objetos de su regateo: diez uñas humanas puestas en fila junto a una mata de pelo negro. Se acordó de las uñas y de los cabellos que encontrara en la habitación de la dama Harume. Sintió una gran satisfacción al ver que una pieza del rompecabezas encajaba en su sitio.

Los traficantes eran manipuladores de cadáveres eta que robaban partes de los muertos. Los clientes eran criados de burdel que las compraban para que las cortesanas se las dieran a sus clientes como prendas de amor sin tener que mutilarse sus manos o peinados. La dama Harume debía de haberse acercado al templo después de salir de la posada. Se encontró a los eta y compró sus productos para dárselos a los hombres, como debía de haber hecho su madre, la prostituta «ave nocturna». Se confirmaba la suposición inicial de Sano. Pero ¿qué tenía que ver aquello, si es que algo tenía que ver, con el asesinato de Harume?

Unas monedas de plata cambiaron de manos; los clientes partieron. Los eta, al reparar en Sano, se postraron en el suelo.

– ¡Por favor, excelencia, no hacíamos nada malo!

Sano entendía su pavor: un samurái tenía potestad para matar descastados a su capricho, sin temor a represalias.

– No tengáis miedo. Sólo quiero haceros unas cuantas preguntas. Levantaos.

Los eta obedecieron y se pusieron muy juntos con los ojos bajos en señal de respeto. Uno era viejo y el otro joven, de similares facciones huesudas.

– Sí, excelencia -dijeron a coro.

– ¿Os compró alguna vez uñas y pelo una joven hermosa y vestida con ropas elegantes?

– Sí, mi señor -farfulló el joven.

– ¿Cuándo? -preguntó Sano.

– En primavera -contestó el joven, a pesar de los frenéticos gestos de su compañero para que se callara. Sus ojos abiertos y embotados le conferían un aire de candorosa estupidez.

– ¿Iba con un hombre?

El eta viejo le dio un golpe al otro.

– Ay, padre, ¿por qué has hecho eso?

Se apartó con dolido mutismo.

– Decidme lo que sabéis de la dama -dijo Sano.

Algo en su voz o en sus modales debía de haber envalentonado al joven, porque le lanzó a su padre una mirada desafiante y respondió:

– Resulta que aquel día estábamos con nuestro jefe, que hacía su visita de inspección.

En una sociedad tan rígidamente controlada como la japonesa, todas las clases estaban organizadas. Los samuráis ocupaban cargos a las órdenes de sus señores; los mercaderes y artesanos tenían sus gremios; el clero, las comunidades de sus templos. Los campesinos pertenecían a una jerarquía de grupos de casas. Cada unidad tenía un jefe, y ni siquiera los eta escapaban a la rígida disciplina. Su cabecilla ostentaba el nombre y la posición, ambos hereditarios, que pasaban de padre a hijo. Tenía el privilegio de llevar dos espadas y vestiduras ceremoniales cuando se personaba frente a los magistrados de Edo por asuntos oficiales. Ese honor conllevaba la responsabilidad de supervisar las actividades de su gente. Sano tuvo la premonición de cómo encajaba el jefe de los parias en el misterio.

– Mientras negociábamos con la dama -prosiguió el joven eta-, no dejó de mirar a nuestro jefe. Él le devolvía la mirada. No hablaron, pero saltaba a la vista que algo pasaba entre ellos, ¿o no, padre?

El viejo se encogió de miedo con las manos en la cara, lamentándose a las claras de que su hijo hubiera traicionado a su superior y deseando estar en cualquier otra parte.

– Cuando la dama compró el pelo y las uñas, el jefe nos ordenó que nos fuéramos. Ella se quedó -siguió el hijo-. Pero teníamos curiosidad, así que nos quedamos detrás del muro y escuchamos. No oímos lo que decían, pero hablaron mucho tiempo. Entonces ella se fue a la posada del otro lado de la calle. El jefe esperó en la puerta de atrás hasta que ella lo dejó pasar.

Sano no cabía en sí de gozo. Su corazonada había valido la pena. El fantasma de la dama Harume lo había llevado hasta la sorprendente identidad de su amante secreto: no un alto funcionario con una buena reputación que mantener, sino un hombre cuya condición de marginado había resultado atractiva a los gustos burdos que Harume había aprendido de su madre.

Danzaemon, jefe de los eta. Sus dos espadas habían llevado al engaño al posadero, que lo había tomado por samurái.

– Honorable señor, os suplico que no castiguéis a nuestro jefe por fornicar con una dama del castillo -imploró el eta viejo-. El sabe que obró mal. Todos tratamos de advertirle del peligro. ¡Si el sogún se llega a enterar, los soldados lo matarían! Pero no podía evitarlo.

– Siguieron viéndose, y ahora ella está muerta. Qué historia tan bonita -dijo el joven con un suspiro soñador-. Es igual que una obra de Kabuki que oí mientras limpiaba una calle del barrio de los teatros.

El hermoso amor prohibido que había puesto en peligro al cabecilla de los descastados no había supuesto una amenaza menor para la dama Harume, como bien sabía Sano. Cualquier infidelidad habría acarreado la ira del sogún y la muerte de Harume, pero ¿un romance con el jefe de los eta? El castigo habría incluido también brutales torturas en la prisión de Edo; una multitud furiosa habría apedreado e insultado a la concubina y a su amante, de camino a la ejecución; habrían expuesto sus cuerpos en el camino para que los que pasaran los injuriaran y mutilaran, como advertencia para otros criminales. Por fin Sano entendía el auténtico significado de los versos del pasaje oculto en el diario de Harume:

«Juntos en las sombras entre dos existencias», «Tu rango y tu fama nos ponen en peligro», «Nunca pasearemos juntos al sol»…

La dama Harume y Danzaemon debían de haberse querido mucho para exponerse a las terribles consecuencias de que los descubrieran. ¿Se había estropeado el romance? ¿Era el jefe de los parias el asesino? Sano se preguntaba si por fin se estaría acercando a la verdad sobre el asesinato.

– ¿Dónde puedo encontrar a Danzaemon? -preguntó.

35

Un mapa pintado de Japón cubría toda una pared del despacho del chambelán Yanagisawa en palacio. En un océano azul intenso flotaban las grandes masas continentales de Hokkaido, Honshu, Shikoku y Kyushu, así como las islas más pequeñas. Los caracteres negros designaban ciudades; las líneas doradas definían las fronteras de las provincias señaladas en rojo; las rayas blancas representaban caminos; los picos marrones hacían las veces de montañas; los garabatos y manchas azules eran ríos y lagos; el verde significaba tierras de labranza. Yanagisawa estaba de pie frente a esa obra maestra, con una caja laqueada en las manos, llena de agujas de cabeza redonda de jade, marfil, coral, ónice y oro. Mientras esperaba a que el mensajero le llevase la noticia de que Sano había acusado a la dama Keisho-in de asesinato, planeaba su glorioso futuro.

En realidad, no esperaba que encarcelaran o ejecutaran a Keisho-in. El sogún jamás mataría a su madre ni propiciaría un escándalo semejante. Pero su relación nunca volvería a ser la misma. Tokugawa Tsunayoshi, tan pusilánime, rehuiría la sombra de sospecha que quedaría aferrada a Keisho-in. Al saber lo que su madre podría perder si él engendraba a un heredero, siempre se preguntaría si ella era o no capaz de matar a su concubina y su hijo. A Yanagisawa le sería fácil convencerlo de que exiliara a Keisho-in… El chambelán sonrió mientras clavaba una aguja de coral en la remota isla de Hachijo. En cuanto la madre del sogún dejara de ser un obstáculo, ejecutaría la siguiente fase de su plan. Empezó a clavar agujas en los emplazamientos de los principales templos budistas.

Durante los diez años del reinado de Tokugawa Tsunayoshi, se había despilfarrado una fortuna en la construcción y el mantenimiento de esas instituciones; en comida, ropas y criados para los sacerdotes; en extravagantes ceremonias religiosas y actos públicos de caridad. El sacerdote Ryuko, por mediación de la dama Keisho-in, había convencido al sogún de que los gastos traerían buena fortuna. Pero Yanagisawa veía un uso mejor del dinero y las tierras. Expulsaría al clero, tomaría los templos, y situaría en ellos a hombres leales a él. Esos puntos se convertirían en sus zonas de influencia. Se consagraría como gobernante en la sombra: un segundo sogún, cabeza de un bakufu dentro del bakufu. Como cuartel general escogería el templo de Kannei, situado en el abrupto distrito de Ueno, al norte de Edo. Siempre le habían gustado sus salas y pabellones, la belleza de su laguna y sus cerezos en flor en primavera. Pronto sería su palacio privado.

Yanagisawa ensartó una aguja de oro en su territorio y soltó una risilla. Lo primero que haría en cuanto tomara posesión del templo de Kannei sería dar una espléndida fiesta para celebrar la ejecución del traidor Sano Ichiro. Ya saboreaba la euforia de verse libre de su rival y a salvo en su poder ilimitado. ¡Casi sentía gratitud hacia Sano por hacerlo posible de forma tan inconsciente!

Los ensueños triunfales le devolvieron el equilibrio que la declaración de amor de Shichisaburo había alterado. Yanagisawa acunaba la caja de agujas entre los brazos y contemplaba un futuro en el que las viejas heridas y necesidades del pasado ya no tendrían importancia.

Al oír que llamaban a la puerta, le dio un vuelco el corazón. Vibraba de emoción.

– Adelante -gritó, incapaz de ocultar el nerviosismo de su voz. Ahí estaban las noticias. El futuro había llegado.

En lugar de un mensajero, quien entró fue el sacerdote Ryuko, con un ondear de ropajes azafrán, su estola de brocado reluciente y una sonrisa insolente en la cara.

– Buenos días, honorable chambelán -dijo con una reverencia-. Espero no molestaros.

– ¿Qué queréis?

La decepción de Yanagisawa dio paso a la ira. Odiaba al sacerdote advenedizo que se había valido de un romance con una anciana descerebrada para lograr su posición influyente. Ryuko era una sanguijuela que chupaba de las riquezas y los privilegios de los Tokugawa, mientras escondía sus ambiciones bajo un manto de devoción. Tan rival por el poder como Sano, era uno de los principales argumentos por los que deseaba la desaparición de la dama Keisho-in.

Ryuko hizo caso omiso de la pregunta y paseó por la habitación, observándolo todo con gran interés.

– Tenéis un despacho muy atractivo. -Inspeccionó la hornacina-. Un jarrón chino de la dinastía Sung de hace cuatrocientos años y un pergamino de Enkai, uno de los más brillantes calígrafos de Japón. -Examinó los muebles-. Cofres de teca y armarios laqueados de los tiempos del régimen Fujiwara. -Pasó un dedo por el servicio de té que había encima del escritorio-. Celedón de Koryu. Muy bonito. -Abrió las persianas y contempló el jardín de piedras cubiertas de musgo y senderos rastrillados en la arena-. Y unas vistas preciosas.

– ¿Qué os habéis creído? -Yanagisawa se acercó furioso al intruso-. Salid de aquí. ¡Ahora mismo!

El sacerdote Ryuko deslizó los dedos por los bordados de seda de un biombo plegable.

– Necesito un despacho en palacio. La dama Keisho-in me ha dicho que elija la habitación que prefiera. La vuestra me parece la adecuada.

¡Sería posible tamaño atrevimiento!

– ¿Quedaros mi despacho, vos? -dijo el chambelán Yanagisawa con una carcajada de incredulidad-. ¡Jamás!

Alguien iba a pagar por semejante afrenta. Yanagisawa pensaba castigar a sus criados por dejar pasar a Ryuko, y después emprendería una campaña para convencer al sogún de que lo desterrara.

– ¡Y quitad las manos de ese biombo! -agarró a Ryuko por el brazo y gritó-: ¡Guardias!

Después se sobresaltó al notar que los dedos del sacerdote se cerraban con fuerza sobre su muñeca. Ryuko le sonrió en su cara y dijo:

– No ha funcionado.

– ¿Qué? -A Yanagisawa lo asaltó una perturbadora sensación, como si sus órganos internos estuvieran cambiando de posición.

– Vuestra estratagema para inculpar a mi señora y destruir al sosakan-sama. -Radiante de triunfo, Ryuko repitió lo dicho con dicción lenta y exagerada, para dejarlo bien claro y disfrutar de la consternación de Yanagisawa-. No… ha… funcionado.

Le explicó que un profesor de música había visto a Shichisaburo merodeando a escondidas por el Interior Grande; que la esposa del sosakan-sama había deducido que el actor había dejado pistas falsas; que la noticia había llegado justo a tiempo para evitar que Sano presentase cargos oficiales de asesinato contra la dama Keisho-in. A medida que la voz maliciosa de Ryuko seguía y seguía, lo que rodeaba a Yanagisawa parecía retroceder en una marea de estupor y náusea. Se le cayó la caja laqueada de las manos. Las agujas se desparramaron por el suelo.

En un intento desesperado de disimular, el chambelán Yanagisawa adoptó un tono altivo.

– Vuestra historia es absurda. No tengo la más mínima idea de lo que habláis. ¿Cómo os atrevéis a acusarme, parásito avaricioso?

Ryuko se rió.

– Honorable chambelán, vuestras ambiciones son evidentes. -Miró el mapa con sorna-. Ya podéis olvidar vuestros planes para haceros con el país.

Empezó a quitar agujas y a tirarlas al suelo con el resto.

– El sosakan Sano y la dama Keisho-in han resuelto el malentendido ocasionado por vuestra triquiñuela. Vuestro ruin atentado contra la madre y el vasallo favorito del sogún pronto llegará a sus oídos. -Al parecer, el deseo del sacerdote de regodearse se había impuesto a cualquier recelo de darle información por adelantado a Yanagisawa-. Su excelencia descubrirá al fin vuestro auténtico carácter.

Ryuko sacó la aguja de Hachijo y añadió:

– Ya me imagino a quién pensabais enviar aquí. -Tomó la mano de Yanagisawa y depositó en ella la aguja ceremoniosamente-. Aquí tenéis. Podéis cambiar esta chuchería por comida y cobijo cuando lleguéis a la Isla del Exilio.

El horror dejó a Yanagisawa sin habla. ¿Cómo había podido salir tan mal un plan tan astuto? El miedo le trocaba las tripas en gachas de arroz.

– ¡Guardias! -gritó, cuando encontró la voz.

Atronaron unos pasos en el pasillo. Entraron dos soldados. Yanagisawa señaló a Ryuko.

– ¡Sacadlo de aquí!

Los soldados avanzaron para agarrar al sacerdote, pero Ryuko pasó entre ellos de camino a la puerta mientras decía por encima del hombro:

– No quiero abusar de vuestra hospitalidad. -Entonces paró y se volvió, henchido de superioridad moral-. Tan sólo quería que supieseis lo que os va a pasar. Así sufriréis un poquito más por haber tratado de hacerle daño a mi señora.

El sacerdote Ryuko salió de la habitación a grandes zancadas seguido de los soldados, y dio un portazo. Por un momento, Yanagisawa se quedó con la vista fija donde había estado el heraldo del mal. Después se acuclilló en el tatami rodeándose las rodillas con los brazos. Sentía como si se encogiese hasta convertirse en el niño desgraciado que una vez fuera. De nuevo notaba en la espalda el dolor de los azotes de la vara de madera de su padre. La voz estridente resonaba a través de tantos años: «Eres estúpido, débil, incompetente, patético… ¡No eres más que una deshonra para esta familia!»

Yanagisawa respiró la atmósfera desolada de su juventud: aquella amalgama de lluvia, madera en descomposición, corrientes de aire y lágrimas. El pasado había alcanzado al presente. Su cabeza se colmó de posibilidades espantosas.

Vio la cara de Tokugawa Tsunayoshi, con un rictus de furia y dolor, y lo oyó decir: «Después de todo lo que te he dado, ¿cómo has podido tratarme así? El exilio es demasiado bueno para ti, y también el suicidio ritual. Por tu acto de traición contra mi familia, ¡te condeno a la ejecución!»

Sintió el hierro de los grilletes en torno a muñecas y tobillos. Los soldados lo arrastraban al campo de ejecuciones. La chusma enfervorizada le tiraba piedras y basura, y sus enemigos aplaudían. Los mirones lo rodeaban mientras los soldados le obligaban a arrodillarse junto al verdugo. Cerca le esperaba la armazón de madera en la que exhibirían su cuerpo en el puente de Nihonbashi. El chambelán Yanagisawa descubría que la predicción de su padre se había hecho realidad: su estupidez e incompetencia lo habían conducido a la deshonra definitiva, el castigo que merecía.

Y lo último que vio antes de que la espada le cercenase la cabeza fue a Sano Ichiro, nuevo chambelán de Japón, de pie en el lugar de honor, a la derecha de Tokugawa Tsunayoshi.

El odio a Sano lo abrasó como un espetón al rojo vivo atravesado en sus entrañas y lo sacó de su parálisis. La ira lo invadía como un tónico curativo. Con gran alivio sintió que se expandía hasta llenar su persona adulta y el mundo creado por su inteligencia y su fuerza. Se puso de pie. No tenía por qué inclinarse ante Sano, ante la dama Keisho-in o ante Ryuko. No pensaba rendirse sin plantar cara, como su hermano Yoshihiro. Dio vueltas por la habitación. La acción le devolvía su sensación de poder. Concentró toda su energía en la resolución del problema.

El sabotaje de la investigación de asesinato era la última de sus preocupaciones, aunque aún tenía esperanzas de que Sano fracasara y se deshonrase. En lugar de ello, ideó una estrategia para combatir la revancha de Sano y la dama Keisho-in. Una vez más, el plan cumpliría un doble propósito. Volvería a implicar a Shichisaburo.

El actor había echado a perder la brillante estratagema inicial del chambelán Yanagisawa. Lamentaba haberse involucrado tanto con él. Tendría que haberse deshecho del chico hacía mucho; nunca tendría que haber dejado que su encaprichamiento lo cegara al peligro de utilizar un aficionado en lugar de un agente profesional. En un extraño momento de honestidad, reconoció su error. Su patética sed de amor y su entusiasmo por el actor le habían ocasionado un fatal error de juicio. El abismo todavía se abría y aullaba en su interior; él se tambaleaba en el borde. Su debilidad y su necesidad eran sus peores enemigos.

A continuación, el chambelán situó la culpa donde realmente correspondía: en el inepto e inocente Shichisaburo, al que despreciaba casi tanto como a Sano. El alivio selló el abismo. Esa vez su plan iba funcionar. Expresión perfecta de su genialidad, lo salvaría a la vez que pondría fin a su calamitosa relación con el actor. Su sueño de gobernar Japón, aunque aplazado, todavía era posible.

Yanagisawa jadeaba como si acabara de librar una batalla, estaba agotado. Pero su sonrisa volvió mientras recogía las agujas desparramadas y las clavaba de nuevo en el mapa.

36

De camino a su encuentro con el amante secreto de la dama Harume, Sano se detuvo en la prisión de Edo. El poblado de los eta era territorio desconocido para él, y necesitaba un guía que le presentase al jefe Danzaemon. Mura, el ayudante del doctor Ito, era el único descastado al que conocía. Viajaron juntos hasta los arrabales del norte de Nihonbashi, Sano a caballo y Mura, detrás, a pie. Más allá de las últimas casas dispersas de Edo, atravesaron un erial infestado de malas hierbas en el que los perros sin dueño escarbaban por los montones de basura. Al otro lado estaba el poblado de los eta, una aldea de chozas apiñadas tras una valla de madera.

Con Mura por delante, atravesaron la entrada, que consistía en un hueco en la tosca plancha de madera, y pasearon por embarradas callejuelas angostas y serpenteantes. Estaban bordeadas de alcantarillas al aire libre rebosantes de hediondas aguas residuales. Las casas eran minúsculas chabolas montadas con restos de madera y papel. En los umbrales, las mujeres cocinaban sobre hogueras abiertas, hacían la colada o amamantaban a sus bebés. Los niños corrían descalzos. Todo el mundo se quedaba boquiabierto y se hincaba de rodillas al paso de Sano: probablemente, nunca habían visto a un funcionario del bakufu en el interior de su comunidad. Sobre el poblado flotaban nubes de humo y vapor que creaban una miasma infecta que apestaba a carne putrefacta. Sano trató de no respirar. Había comido apresuradamente antes de salir de Asakusa, pero, en ese momento, con el estómago atenazado por la náusea, se arrepentía de haberlo hecho.

– Son las curtidurías, mi señor -dijo Mura en tono de disculpa.

Sano esperaba ser capaz de disimular la repugnancia que le inspiraba el poblado mientras interrogaba a su jefe. ¡En qué mundos más distintos habitaban la dama Harume y su amante!

Siguió a Mura por un pasaje mal iluminado y echó un vistazo a un patio. Había un burbujeante estanque de lejía lleno de carcasas. Los hombres lo removían con palos mientras las mujeres rociaban de sal las pieles recién desolladas. Sobre las hogueras humeaban los calderos; un caballo descuartizado rezumaba sangre y vísceras. Sano estuvo a punto de vomitar cuando una ráfaga de viento le llevó los rancios vapores. Se sentía inmerso en la contaminación espiritual, y tuvo que combatir el impulso de huir. ¿Cómo pudo la dama Harume ignorar los tabúes de la sociedad para amar a un hombre contaminado por ese lugar? ¿Qué los había unido a ella y a Danzaemon «en la sombra entre dos existencias»?

Mura se detuvo.

– Aquí es, mi señor.

Hacia Sano avanzaban tres eta varones adultos que caminaban con zancadas animosas y cargadas de determinación. El que iba en el medio, el más joven, le llamó la atención de inmediato.

Delgado como un sarmiento, su cuerpo no presentaba ningún exceso de carne que suavizase la dureza del hueso y el músculo. Los fuertes tendones de su cuello destacaban como cables de acero. Su cara era un patrón de ángulos esculpidos en planos de bordes afilados. Su boca fina estaba cerrada en una línea de resolución. El pelo corto y espeso crecía hacia atrás a partir de un acusado pico sobre la frente, como la cresta de un halcón. Con la cabeza y los hombros firmes, proyectaba un aura de fiera nobleza que contrastaba con sus descoloridas ropas de remiendos y su condición de eta. Las dos espadas que llevaba proclamaban su identidad.

Danzaemon, jefe de los descastados, se arrodilló e hizo una reverencia. Sus dos acompañantes lo imitaron pero, mientras que su gesto los humillaba, la dignidad de Danzaemon lo elevaba a un ritual que lo honraba tanto a él como a Sano. Con los brazos extendidos y la frente en el suelo, dijo:

– Ruego seros de utilidad, mi señor. -Su tono de voz quedo a la vez que respetuoso no mostraba obsequiosidad.

– Levántate, por favor. -Impresionado por el porte del jefe, que habría enorgullecido a un samurái, Sano desmontó y se dirigió a Danzaemon cortésmente-. Necesito tu ayuda en un asunto importante.

Danzaemon se puso en pie con gracilidad de atleta. A una orden suya, sus hombres también se levantaron, sin alzar la cabeza. El jefe de los eta evaluó a Sano con una mirada; al detective le sorprendió observar que no tenía más de veinticinco años. Pero sus ojos correspondían a los de alguien que había presenciado una vida entera de privaciones, pobreza, violencia y sufrimiento. Una larga y rugosa cicatriz en la mejilla izquierda dejaba constancia de su lucha por la supervivencia en el duro mundo de los descastados. Era bello de un modo rudo y salvaje, y Sano comprendía la atracción que había sentido por él la dama Harume.

Mura se encargó de las presentaciones.

– Investigo el asesinato de la dama Harume, concubina del sogún, y…

A la mención de su nombre, los ojos del jefe de los eta destellaron con instantánea comprensión: sabía por qué estaba Sano allí. Sus hombres se pusieron firmes y aferraron las porras que llevaban en la faja. Saltaba a la vista que pensaban que Sano pretendía matar a Danzaemon por haber mancillado a la dama del sogún. Aunque atacar a un samurái se castigaba con la muerte, estaban dispuestos a defender a su cabecilla.

Sano alzó las manos en ademán de súplica.

– No he venido para hacer daño a nadie. Sólo necesito hacerle algunas preguntas al jefe Danzaemon.

– Retiraos -ordenó Danzaemon con la autoridad de un general al mando.

Los hombres se apartaron, aunque Sano todavía sentía su hostilidad hacia él, miembro de la temida clase de los samuráis. Se volvió hacia Danzaemon.

– ¿Podemos hablar en privado?

– Sí, mi señor. Haré todo lo que esté en mi mano por ayudaros.

Danzaemon hablaba con el mismo tono quedo y respetuoso con el que lo había saludado. Su discurso era más culto de lo que Sano había esperado, seguramente por su contacto con los funcionarios samurái. En ese momento era objeto del escrutinio del jefe de los eta. Se produjo una especie de olisqueo mutuo, como entre dos animales de distintas manadas. Se congregó una multitud de mirones. Sano sentía en ellos una reverencia por su cabecilla que equivalía a la que cualquiera de su clase sentía por su señor. Mirándolo desde el otro lado de la barrera creada por la clase y la experiencia, Sano supo en un destello de intuición que, en otras circunstancias, los dos habrían sido camaradas. El leve ademán de asentimiento de Danzaemon expresaba que él también se daba cuenta.

– Sois el amigo del doctor Ito -dijo. La frase sellaba su mutuo entendimiento-. Podemos ir a mi casa. Allí estaremos mejor.

Sus modos transmitían una estoica aceptación de sus miserables dominios y de la autoridad de Sano sobre él.

– Sí. Por favor -asintió Sano con gran alivio.

La casa a la que Danzaemon llevó a Sano y a Mura era más grande y estaba en mejores condiciones que las demás. Tenía paredes de madera maciza, el techo intacto y paneles de papel sin rasgones tras los barrotes de las ventanas. Los lugartenientes de Danzaemon montaron guardia a la puerta, mientras Mura cuidaba del caballo de Sano. En el interior, el salón estaba atestado de gente de todas las edades, demasiados para ser todos de la familia. Un ciego y dos tullidos se apoyaban en la pared. Había madres acunando niños que parecían demasiado frágiles para sobrevivir. Los hombres esperaban el consejo de Danzaemon. Una joven embarazada repartía cuencos de sopa. A la llegada de Sano cesaron las actividades y las conversaciones. Los adultos se postraron y las madres llevaron al suelo las cabecitas de sus bebés.

Danzaemon condujo a Sano a una habitación más pequeña. De mobiliario barato pero impecable, contenía un escritorio, un cofre y armarios abiertos. En uno había sábanas y ropas dobladas; los otros dos, atestados de libros de cuentas y papeles, sugerían que el único miembro alfabetizado de su casta dedicaba más tiempo al trabajo que al descanso. La ventana daba a un patio en el que unos hombres descuartizaban un buey. Era evidente que el clan de Danzaemon se mantenía ejerciendo un oficio; no abusaba de su posición extorsionando a su gente. Sano se sentía sobrecogido por las responsabilidades del joven jefe. ¿Acaso tenían más muchos señores de los samuráis, o las cumplían con mayor devoción?

Tal vez la dama Harume había admirado aquel rasgo tanto como la apariencia y el porte de Danzaemon. Sano en su vida había visto una prueba más clara de que el carácter trascendía la clase.

Danzaemon se arrodilló sobre la estera. Sano se colocó frente a él.

– Estáis aquí porque habéis descubierto mi relación con la dama Harume -dijo Danzaemon sin poner a prueba su confianza invitando a un samurái a comer y beber con un eta-. Gracias por perdonarme la vida. He cometido un crimen inexcusable. Merezco morir, y tenéis derecho a matarme. -La boca del jefe de los eta se curvó en una amarga sonrisa-. Pero si lo hicierais, no obtendríais las respuestas que deseáis, ¿verdad?

A pesar del tono mesurado y la expresión del joven, Sano detectaba indicios de dolor: lo sombrío de sus ojos, las líneas de angustia en torno a su boca. Danzaemon lloraba la muerte de la dama Harume como nadie lo hacía.

– Puede que el amor no sea excusa para quebrantar la ley, pero es un motivo que entiendo -dijo Sano. Él haría cualquier cosa por Reiko, se expondría a cualquier peligro, traicionaría cualquier lealtad-. No voy a castigarte por amar con imprudencia. Si me hablas de ti y la dama Harume, intentaré ser justo.

La corriente de empatía volvió a destellar entre ellos. Danzaemon tomó un trémulo aliento y lo exhaló con un suspiro estremecido. Sano observó el conflicto entre la necesidad de hablar de su amada y su renuencia a comprometerse a él y a su gente diciendo algo que pusiese a prueba la tolerancia de Sano. La necesidad se impuso a la prudencia.

– Nos conocimos por casualidad. En un templo de Asakusa. -Danzaemon se entrecortaba al hablar, y tenía la vista fija en sus manos, entrelazadas en el regazo-. Aunque había pasado mucho tiempo, la reconocí de inmediato. Y ella a mí.

– ¿Os conocíais de antes?

– Sí. De cuando éramos niños. Mi padre me llevaba cada mes a Fukagawa para recoger conchas en la playa. Conoció a la madre de Harume y se hizo cliente de ella. Íbamos al barco donde vivía. Mientras esperaba a que acabaran, jugaba con Harume.

«De modo que había estado en lo cierto al aventurar que parte de la solución al misterio de la vida de la dama Harume se encontraba en su pasado», pensó Sano. Manzana Azul, el «ave nocturna» lo bastante desesperada para prostituirse con clientes eta, había fijado sin querer el curso del futuro de su hija.

Una leve y tierna sonrisa curvó los labios de Danzaemon.

– Harume era pequeña y preciosa, pero dura, también. Era seis años más joven que yo, pero no tenía miedo a nada. Le enseñé a tirar piedras, pelear con palos y nadar. A ella nunca le importó que fuera eta. Éramos como hermanos. Mientras estaba con ella podía olvidarme… de todo lo demás. -Volvió hacia arriba las palmas de las manos, como si aceptara una carga, un gesto elocuente que transmitía la triste certeza que el niño tenía de su destino-. Entonces, la madre de Harume murió. Se fue a vivir con su padre. Pensé que nunca volvería a verla.

Eso era porque Danzaemon era uno de los compañeros de clase baja de los que Jimbo había separado a Harume, adivinó Sano. Mas el vendedor de caballos no había contado con el poder del destino.

– Cuando coincidimos en el cementerio, al principio parecía que no hubiera pasado el tiempo. Hablamos como hacíamos en Fukagawa. Estábamos encantados de habernos visto. -Lanzó una risilla sin humor-. Pero, por supuesto, todo había cambiado. Ella ya no era una niña, sino una bella mujer… y la concubina del sogún. Soy un adulto que tendría que haber usado la cabeza y no acercarme a ella, pero lo que sentimos el uno por el otro fue tan instantáneo, tan fuerte, tan maravilloso… Cuando dijo que tenía una habitación en una posada y me pidió que fuera con ella, me vi incapaz de rehusar.

Sano se maravillaba ante una atracción tan poderosa, que Harume y Danzaemon se habían jugado la vida para consumar su deseo. Un tabú de varios siglos derrotado por la aún más antigua fuerza del sexo.

– No fue sólo lujuria -dijo Danzaemon, que le había leído el pensamiento. Se inclinó hacia delante, su cara iluminada por el afán de que Sano lo entendiera-. Lo que encontré en Harume fue lo mismo que me había dado hacía tantos años: la oportunidad de olvidar que soy sucio e inferior, menos que humano; un objeto de asco. Cuando la tenía en mis brazos, me sentía una persona diferente. Limpio. Entero. -Apartó la vista y añadió con tristeza-: Era el único momento en el que me sentía amado.

– Tu gente te ama -señaló Sano, preguntándose si la pasión de Danzaemon había conducido a la muerte de Harume.

– No es lo mismo -dijo el jefe de los eta con una mueca de dolor-. Toda mi gente está contaminada por el mismo estigma que yo. En el fondo, entre nosotros nos despreciamos igual que nos desprecian los demás. -Su voz estaba ronca de dolor, como si arrancara de su alma los pensamientos no articulados de toda una vida. Probablemente nunca había encontrado a alguien dispuesto a escuchar o capaz de apreciar sus observaciones-. Ni siquiera mi mujer, a la que traicioné por Harume, podrá darme nunca lo que ella me dio: un amor que aplacaba el odio que me tengo.

Sano no sabía que los descastados recogieran los prejuicios de la sociedad. Ese caso le había abierto los ojos a las realidades de mundos ajenos al suyo, y a su propia participación involuntaria en la miseria humana.

Los ojos del jefe de los eta se encendieron de ira, rápidamente apagada por su formidable autocontrol.

– Sé que os resultará difícil imaginar que yo le diera algo más que problemas. Pero estaba muy sola. Su padre la vendió al sogún y estaba contento de haberse librado de ella. Las mujeres del castillo la desdeñaban por ser hija de una prostituta. No tenía a nadie que escuchara sus problemas, que se preocupara de cómo se sentía, que la amara. Excepto yo. Lo éramos todo el uno para el otro.

Sano captó en aquello un posible móvil para el asesinato.

– ¿Sabías que Harume se citaba en la posada con otro hombre?

– El caballero Miyagi. Sí, lo sabía. -La vergüenza coloreó las mejillas de Danzaemon-. Quería observar mientras Harume se daba placer. Ella se lo consintió y después lo amenazó con contarle al sogún que la había violado, a menos que pagase para tenerla callada. Lo hizo por mí; me daba todo el dinero. Yo no quería que hiciera algo tan arriesgado y degradante; no quería dinero de chantaje. Pero se sintió herida cuando traté de rechazarlo; ella ansiaba darme algo y no podía creer que su amor era suficiente. -El jefe de los eta miró a Sano con actitud defensiva-. No negaré que acepté el dinero para comprar comida y medicinas para el poblado. Si aceptar el oro mal adquirido por una mujer me convierte en un criminal, sea.

Se rió, una única nota aguda que lo decía todo sobre las humillaciones que debía afrontar cada día en su intento de mejorar la suerte de su gente. Después inclinó la cabeza, avergonzado por haber traicionado sus emociones. A la vez que se conmovía por las palabras del joven jefe de los eta, Sano veía que la dama Harume le había dado al caballero Miyagi un poderoso motivo para quererla muerta. Sano pensó en Reiko, con el daimio, y le entraron escalofríos. Se resistió al impulso de correr a ayudar a su mujer y sopesó la declaración de Danzaemon. Todo lo dicho por el eta traslucía honestidad: había amado de verdad a Harume y lamentaba sinceramente su muerte. Pero ¿había un lado oscuro de la historia?

– La dama Harume estaba embarazada -anunció Sano.

Danzaemon alzó bruscamente la cabeza. El asombro hizo palidecer la superficie de su mirada como una capa de hielo sobre aguas profundas.

– Entonces, no lo sabías -dijo Sano.

El jefe de los eta cerró un momento los ojos.

– No. No llegó a decírmelo. Pero tendría que haber sabido que podía suceder. Dioses benditos. -El horror le apagó la voz hasta reducirla a un susurro-. Nuestro hijo murió con ella.

– ¿Estás seguro de que era tuyo?

– Ella me dijo que el sogún no podía… Y el caballero Miyagi nunca la tocaba. No había nadie más que yo. Tengo dos hijos, y mi esposa… -Sano recordó a la embarazada que había visto en la otra habitación, prueba de la potencia de Danzaemon-. Supongo que es una suerte que la criatura no llegara a nacer.

Por el bien de la investigación, Sano no podía aceptar en una primera evaluación el aparentemente genuino pesar del jefe de los eta, entre cuyas habilidades de supervivencia debía contarse con toda seguridad el talento para el engaño.

– Si la criatura hubiese nacido y hubiera sido niño, el sogún lo habría proclamado heredero y nombrado a Harume su consorte. Así, habría estado en situación de darte mucho más que el dinero del chantaje al caballero Miyagi. Y tu hijo se hubiese convertido en el futuro gobernante de Japón.

– No hablaréis en serio. -La mirada de Danzaemon estaba cargada de burla-. Eso no habría sucedido nunca. Vos habéis descubierto lo mío con la dama Harume; a la larga, alguien más se habría enterado. Se habría producido un escándalo. El sogún jamás aceptaría al hijo de un eta como suyo. Lo habrían matado como a nosotros.

– ¿Por eso envenenaste a la dama Harume? ¿Para acabar con su embarazo, evitar el escándalo y salvar la vida?

Danzaemon parpadeó, como si el inesperado vuelco de la conversación lo hubiese dejado anonadado. Después, se puso en pie de un salto.

– ¡Yo no envenené a Harume! -protestó-. Ya os he dicho lo que sentía por ella. No sabía nada de la criatura. Y, de haberlo sabido, ¡antes me habría matado yo que a ellos!

– ¡Arrodíllate! -ordenó Sano.

El jefe de los eta obedeció con ojos iracundos. Sano no tenía duda sobre el hombre al que Harume había hecho voto de amor. En la expresión de derrota que asomó a su rostro, vio que Danzaemon también era consciente de ello. Tenía móvil para el asesinato de Harume, y ella había muerto tatuándose por él.

– Pensad lo que queráis -dijo Danzaemon-. Arrestadme si queréis. Arrancadme una confesión a base de torturas. Pero yo no maté a Harume. -Alzó la barbilla y se le encendieron los ojos en resuelto desafío-. Nunca podréis demostrar que lo hice.

Y en ello residía la debilidad fatal de los argumentos de Sano en contra de Danzaemon. Según los resultados de las pesquisas de los detectives, nadie había tocado el frasco de tinta en su camino desde la mansión Miyagi al castillo de Edo. En consecuencia, la tinta tenía que haber sido envenenada en uno u otro extremo de la travesía, adonde ningún eta podría llegar. Danzaemon no había podido cometer el asesinato.

– Ya sé que no envenenaste a Harume. Ahora quiero tu ayuda -dijo Sano. Danzaemon lo miró con recelo-. Has dicho que Harume hablaba contigo. ¿Te acuerdas de cualquier cosa que dijera que pudiera indicarnos quién la mató?

– Desde que me enteré de su muerte, he repasado todas las conversaciones que tuvimos en busca de respuestas. Había otra concubina que era cruel con ella, y un guardia de palacio que la importunaba.

– La dama Ichiteru y el teniente Kushida ya son sospechosos -dijo Sano-. ¿Había alguien más?

– Quien le tiró la daga.

– ¿Te habló de eso?

Los ojos de Danzaemon se oscurecieron con el recuerdo.

– Yo estaba delante cuando pasó. Acabábamos de salir de la posada. Ella siempre iba primero; yo la seguía a cierta distancia para asegurarme de que no le pasara nada. Normalmente, la escoltaba hasta el recinto del templo de Kannon de Asakusa y después seguía mi camino. Pero aquel día no soportaba dejarla marchar. La seguí hasta el mercado. Me quedé frente a un puesto de galletas del otro lado de la calle y la vi meterse en el callejón contiguo al salón de té. Me dio la espalda y se llevó la manga a la cara. -Un temblor apenas audible brotó en la voz de Danzaemon-. Yo sabía que lloraba porque me echaba de menos.

»De repente, gritó y cayó al suelo. Vi la daga clavada en la pared del salón de té. La gente empezó a chillar. Me olvidé de la farsa de que no la conocía y fui hacia ella. Entonces alguien chocó contra mí. Llevaba capa oscura y capucha. Tenía tanta prisa por alejarse que supe que había sido ella la que había tirado la daga.

Después de la emoción de descubrir que el asesino se parecía a la persona que había matado al vendedor de drogas, Sano captó con retraso el pronombre empleado por Danzaemon.

– ¿Ella? ¿Quieres decir que fue una mujer? -Choyei había descrito a su atacante como un hombre… ¿o eran imaginaciones suyas? Entonces Sano recordó la agitación del buhonero cuando le había preguntado por el aspecto del hombre. Sano lo había atribuido al miedo de morir. ¿Trataba en realidad de decirle que lo había apuñalado una mujer?-. ¿Estás seguro?

El jefe de los eta asintió con la cabeza.

– Llevaba el pelo tapado, y la capa ocultaba sus ropas. Tenía una bufanda sobre la nariz y la boca. Pero le vi el resto de la cara. Tenía las cejas afeitadas.

Al estilo de moda entre las nobles, pensó Sano. Su corazón latía desbocado con la excitación que sentía siempre que se acercaba al final exitoso de una investigación.

– Nunca se lo dijiste a la policía -aventuró Sano.

El jefe de los eta se encogió de hombros con impotencia.

– Cuando Harume vio que me acercaba, gritó: «¡No, no!» Supe lo que quería decir. No podíamos permitir que nos vieran juntos y sospecharan que no éramos simples extraños que estaban por casualidad en el mismo sitio y al mismo tiempo. No podíamos permitir que la policía me preguntara lo que hacía allí o por qué quería inmiscuirme en algo que no era de mi incumbencia. Así que… -Su áspero suspiro expresaba la tragedia de un hombre al que le estaba vedado ayudar a su amada-. Me di la vuelta y me alejé. Ahora vivo con la certeza de que si hubiese informado de lo que vi, la policía podría haber atrapado a la asesina. Harume tal vez seguiría con vida -añadió con voz impasible-. Pero así son las cosas.

Sano se preguntaba cuántas veces al día luchaba por conseguir aquella aceptación imperturbable del destino.

– No puedo retroceder en el tiempo, ni cambiar el mundo. -Lo que me has contado me ayudará a poner al asesino de Harume ante la justicia -dijo Sano-. Tendrás la satisfacción de vengar su muerte de este modo.

A juzgar por el gesto de endurecimiento de la boca del eta y la desesperanza reflejada en sus ojos, Sano sabía que eso le servía de poco consuelo. Le dio las gracias y se levantó para partir.

– Os acompaño a la puerta del poblado -dijo Danzaemon.

Salieron de la casa, recogieron el caballo de Sano y atravesaron en silencio el poblado, con los lugartenientes de Danzaemon y Mura como escolta. En la puerta, el jefe de los eta hizo una reverencia de despedida. Después de un momento, Sano hizo lo mismo. Gracias a la pista que le había dado, Sano creía saber ya quién había matado a la dama Harume. Al emprender la marcha por el erial, se volvió para echarle una última mirada a Danzaemon.

Flanqueado por sus lugartenientes y por Mura, el jefe de los descastados se alzaba orgulloso ante el fétido poblado abarrotado por millares de personas, jóvenes y ancianas, que lo honraban y que dependían de él. De no ser por la desdicha de su baja cuna, ¡qué gran daimio habría sido! Era un pensamiento blasfemo, pero Sano se imaginaba con más facilidad a Danzaemon al frente de un ejército que a Tokugawa Tsunayoshi.

37

– Todo apunta a que la dama Ichiteru es la culpable -dijo Sano-. Fue una mujer la que arrojó a Harume la daga en el recinto del templo de Kannon de Asakusa. Ichiteru estaba allí y carecía de coartada. Tenía acceso a la habitación de Harume, y podría haberle comprado a Choyei el veneno cuando consiguió el afrodisíaco que empleó contigo, Hirata.

El joven vasallo estaba demacrado por la amargura.

– No puedo creer que Ichiteru sea la asesina -repitió por tercera vez desde que se encontrara con Sano en el exterior del castillo de Edo para comparar los resultados de sus pesquisas. En ese momento, mientras llegaban al distrito funcionarial, abogó con testarudez por la inocencia de su seductora-. A lo mejor Danzaemon se equivoca sobre lo que creyó ver.

Sano fijó la vista en la cima de la colina y controló su impaciencia. El sol del atardecer caía sobre los tejados de palacio e inflamaba los árboles del bosque de caza. De los barracones que jalonaban la calle surgían sombras azules que sumergían el barrio en un crepúsculo prematuro. Sano estaba cansado y hambriento; quería un baño caliente para lavarse de la contaminación del poblado eta. Ansiaba ver a Reiko y compartir con ella la conclusión exitosa del caso. Lo último que necesitaba eran más problemas de Hirata.

– Ichiteru no va a evitar por más tiempo el interrogatorio -dijo Sano terminantemente-. A estas alturas, la dama Keisho-in ya le habrá explicado nuestro malentendido al sogún. Volveremos a tener abierto el Interior Grande. -Hizo una pausa-. Hay demasiadas pruebas en contra de Ichiteru. Tendrás que dejar a un lado tu parcialidad por ella, te guste o no.

– Lo sé. -Hirata retorció las riendas-. Es sólo que… No puedo aceptar que me haya equivocado tanto con alguien que… Sigo teniendo la sensación de que no fue ella. Llevo todo el día esperando encontrar pruebas que demuestren que no hice el tonto. Me he convencido de que el teniente Kushida es el asesino, y lo he buscado por toda la ciudad. -Desmontaron delante de la mansión de Sano. En el patio, un mozo de cuadra se llevó sus caballos. Hirata suspiró con pesar-. Pero ahora…

A menudo, los detectives y sus familias hacían vida social en el exterior de los barracones, antes de la cena. Aquel día una pandilla de niños jugaba a combatir con espadas de madera, mientras los hombres los vitoreaban y las mujeres charlaban. Una madre jugaba a la pelota con un niño pequeño.

– Todo el mundo comete errores, Hirata. No le des más vueltas.

Pero Hirata no lo escuchaba. Se quedó plantado en el patio, con la vista fija en la madre y el hijo, y rostro de estupefacción.

– Oh -dijo, y después lo repitió con extraño énfasis-: Oh.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sano.

– Acabo de recordar una cosa. -La cara de Hirata rebosaba de agitación-. Ahora sé que la dama Ichiteru no mató a Harume.

Sano lo miró exasperado.

– Hirata, basta ya. Esto es demasiado. Voy a lavarme y a hablar un rato con Reiko. Después iremos al Interior Grande.

Se dio la vuelta y entró en la casa. Hirata corrió tras él.

– ¡Esperad, sosakan-sama! Dejad que os lo explique. -Cambiaron los zapatos por alpargatas de tela en la entrada-. Me parece que el otro día vi a la asesina.

– ¿Qué? -Sano se detuvo con la mano en la puerta.

Las palabras salían de Hirata en un torrente rápido e incoherente.

– Cuando fui a ver a la Rata, pensé que se trataba de otra cosa, pero ahora veo lo que se traían entre manos, tendría que habérmelo imaginado. -A punto de dar brincos de agitación, exclamó-: ¡Ella no le vendía nada, le estaba pagando!

– Frena un poco para que pueda entenderte -dijo Sano-. Empieza por el principio.

Hirata tragó saliva y palmeó el aire en un esfuerzo por aplacar su nerviosismo.

– Pagué a la Rata para que estuviera pendiente de Choyei. Después fui a ver si había descubierto algo. En la habitación había una mujer con él. Estaban regateando, cerrando un trato. Cuando la Rata salió, me dijo que ella le había vendido a su hijo deforme para su casa de los monstruos. -Con deliberada lentitud, Hirata se explicó-. La mujer del detective Yamada y su hijo me lo han recordado.

»Entonces la Rata me dijo que no había podido encontrar al buhonero. Me devolvió el dinero que le había pagado. Sospeché que en realidad sí había dado con Choyei, quien le había pagado para que guardara silencio. Ahora estoy seguro de que era la mujer a la que vi la que le ofrecía dinero a la Rata, y no al revés. Ella desapareció mientras hablábamos. Tenía que ser la asesina, y no una madre que vendía a su niño. Debió de ver los emblemas de mi ropa y adivinó quién era y lo que quería cuando le pregunté a la Rata por Choyei.

– Pero Ichiteru es la única mujer sospechosa. -En el momento en que lo decía, Sano recordó que no era así.

Los ojos de Hirata resplandecían.

– Nunca he visto a la dama Miyagi. ¿Qué aspecto tiene?

– Tiene unos cuarenta y cinco años -empezó Sano.

– ¿No muy guapa, con la cara larga, los ojos caídos y la voz grave?

– Sí, pero…

– Y dientes negros y cejas afeitadas. -Hirata rió, exultante-. ¡Y pensar que todo el tiempo he tenido la prueba!

– Es una teoría interesante -admitió Sano-. El casero de Choyei dijo que había oído a un hombre en la habitación donde murió el vendedor; la voz de la dama Miyagi pudo haberlo llevado a engaño. Pero no la tenemos ubicada en la escena del atentado con daga. Podría haber envenenado la tinta, pero no hay pruebas de que lo hiciera. Además, ¿cuál es su móvil?

– Vamos a ver si puedo identificar a la dama Miyagi como la mujer que vi -suplicó Hirata-. La Rata debió de descubrir que era cliente de Choyei y trató de chantajearla. Probablemente la dama pretendiera matarlo como hizo con el vendedor. Seguramente le salvé la vida al llegar justo en aquel momento. -Hirata hizo una reverencia-. Por favor, sosakan-sama, antes de que decidáis que Ichiteru es culpable, dadme una oportunidad de demostrar que estoy en lo cierto. ¡Permitidme que interrogue a la dama Miyagi!

Para evitar una persecución en la dirección equivocada, Sano dijo:

– Hoy Reiko ha ido a ver a los Miyagi. Veamos si ha descubierto algo. -Entró en el pasillo, donde salió a recibirlo un criado-. ¿Dónde está mi esposa?

– No está en casa, mi señor. Pero os ha dejado esto.

El sirviente le mostró una carta sellada.

Sano la abrió y leyó en voz alta:

Honorable esposo,

Mi visita al caballero Miyagi ha sido muy interesante, y creo que fue él quien mató a la dama Harume. Él y su esposa me han invitado a ver con ellos la luna de otoño esta noche en su villa de verano. Tengo que aprovechar esta oportunidad para hacerle más preguntas al daimio y obtener pruebas de su culpabilidad.

No te preocupes, me he llevado a los detectives Ota y Fujisawa conmigo, así como a mis escoltas habituales. Volveremos mañana por la mañana.

Con amor,

Reiko

De repente, la idea de investigar a la esposa del daimio no parecía tan descabellada. Si había alguna posibilidad de que fuera la asesina, Sano no quería que Reiko viajase con ella a algún punto remoto, ni siquiera con una guardia armada.

– Supongo que Ichiteru puede esperar un poco más -dijo Sano-. Trataremos de alcanzar a Reiko y a los Miyagi antes de que salgan de la ciudad.

En un estruendo de cascos, Hirata y Sano llegaron a las puertas de la mansión de los Miyagi. Sano echó un vistazo ansioso en las dos direcciones de la calle.

– No veo el palanquín de Reiko -dijo-, ni a sus escoltas.

Empezó a creer en contra de su voluntad que Hirata tenía razón: la dama Miyagi era la asesina que buscaban. Y Reiko, que no estaba al corriente de lo que Danzaemon le había contado, pensaba que el culpable era el caballero Miyagi. A Sano se le encogió el corazón de preocupación.

– Calmaos -lo tranquilizó Hirata-. La encontraremos.

Sano saltó de su caballo y se acercó a los dos centinelas.

– ¿Dónde está mi esposa? -preguntó, agarrando la armadura de uno de los hombres.

– ¿Qué os habéis creído? ¡Soltadme! -El guardia le dio un empujón; el otro lo inmovilizó con los brazos. Hirata se apresuró a explicar:

– La esposa del sosakan-sama tenía que ir a la villa con el caballero y la dama Miyagi. Queremos hablar con ellos. ¿Dónde están?

A la mención del título de Sano, los dos guardias se envararon y dieron un paso atrás, pero no respondieron.

– Vamos a entrar -le dijo Sano a Hirata.

Los guardias bloquearon las puertas con expresión temerosa pero obstinada. Su rebeldía alarmó a Sano: algo iba mal.

– No hay nadie en casa -dijo uno de ellos-. Se han ido todos.

Presa de un miedo sobrecogedor a que algo le hubiera pasado a Reiko en la casa, Sano desenvainó su espada.

– ¡Apartaos!

Los guardias se hicieron a un lado de un salto, y Sano abrió la puerta. Con Hirata pegado a los talones, atravesó el patio a la carrera, cruzó la puerta interior y entró en la mansión, gritando el nombre de su esposa.

El silencio velaba el túnel largo y oscuro del pasillo. El antiguo olor de la casa llenaba los pulmones de Sano como un gas nocivo. Los suelos crujían a su paso. Oyó que los guardias le gritaban que se detuviera, y que Hirata los contenía. Siguió adelante y se encontró solo en los aposentos familiares. El ala era tan fría, oscura y húmeda como una cueva. Los paneles de papel de las paredes eran cuadrados agrisados por la tenue luz crepuscular. El olor almizcleño de los Miyagi saturaba el aire. Se detuvo para tomar aliento y orientarse, y no vio a nadie. Al principio no oyó nada, a excepción de su trabajosa respiración. Entonces le llegó un tenue gemido.

A Sano le dio un vuelco el corazón. ¡Reiko! El pánico lo espoleaba mientras seguía el sonido, dejando atrás a toda prisa las puertas cerradas de habitaciones desocupadas. Su aversión hacia el matrimonio Miyagi se convirtió en miedo al imaginarse a Reiko como víctima suya. El gemido creció en volumen. Entonces Sano dobló una esquina. Se detuvo en seco.

De una puerta abierta surgía la luz de una lámpara. Delante y de rodillas estaba el criado que Sano recordaba de su primera visita. El hombre lloraba con la cabeza inclinada. Al oír a Sano, alzó la vista.

– Las chicas -gimió. En su rostro arrugado brillaban las lágrimas. Alzó una mano temblorosa y señaló hacia la habitación.

En cuanto Sano entró como una exhalación por la puerta, lo asaltó un olor conocido y perturbador: fétido, salado, metálico. Al principio, era incapaz de apreciar la escena que se ofrecía a sus estupefactos ojos. Unas formas blancas retorcidas contrastaban acusadamente con las volutas negras y los relucientes charcos rojos del suelo de listones. Enseguida su vista identificó lo que tenía delante. En una estancia equipada con una bañera de madera hundida en el suelo y un biombo de bambú, yacían los cuerpos desnudos de dos mujeres, acurrucadas codo con codo. Tenían los tobillos y las muñecas atadas. Unos profundos cortes de lado a lado de la garganta casi las habían decapitado. La sangre carmesí empapaba su pelo negro y enmarañado, y sus cuerpos pálidos. Había salpicado las paredes, se extendía por el suelo y goteaba en el agua desde el borde de la bañera.

Sano estaba paralizado por el horror. Sentía los latidos turbulentos de su corazón; una fría náusea le atenazaba el estómago. Sintió vértigo y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. Oyó un sonido rasposo, como el de la sierra contra la madera, y lo reconoció como su propia respiración. Con claridad de pesadilla, los rostros de las mujeres destacaban de entre la carnicería. Ambos presentaban las delicadas facciones de Reiko.

– ¡No! -Sano parpadeó con fuerza y se frotó los ojos para librarse de lo que parecía un caso de visión doble inducida por la impresión-. ¡Reiko!

Con un gemido, se hincó de rodillas junto a las mujeres y les cogió las manos.

En cuanto tocó la carne fría, una certeza penetró en su agonía. Se dio cuenta de que su sensación interna de Reiko permanecía intacta. Seguía sintonizado con ella; percibía su fuerza vital, como una distante campana que seguía tañendo. La ilusión se desvaneció. Los cuerpos de esas mujeres eran más grandes y rollizos que el de Reiko. No reconocía sus caras. Sollozos de alivio sacudieron su cuerpo. ¡Reiko no estaba muerta! Sintió un retortijón en el estómago y tuvo arcadas, como si quisiera vomitar el terror y el lamento.

Hirata se precipitó en la habitación.

– ¡Dioses benditos!

– No es ella. ¡No es ella! -En un frenesí de alegría, Sano saltó y abrazó a Hirata, entre risas y sollozos-. ¡Reiko está viva!

– ¡Sosakan-sama! ¿Estáis bien? -La cara de Hirata era la viva imagen de la preocupación. Sacudió a Sano con fuerza-. Deteneos y escuchadme.

Cuando vio que Sano se limitaba a reír más fuerte, le dio un bofetón.

El golpe sacó a Sano de su histeria. Se calló de inmediato y miró a Hirata, sorprendido de que su vasallo le hubiese pegado aunque fuera una vez.

– Gomen nasai, «lo siento» -dijo Hirata-, pero tenéis que recobrar la compostura. Los guardias me han dicho que la dama Miyagi mató a las concubinas de su marido. Fue ella quien las ató. Pensaron que era un juego. Entonces les rajó la garganta. Cuando los guardias y criados oyeron los gritos y acudieron para ver qué pasaba, les ordenó que no se lo contaran a nadie. Ella y el caballero Miyagi partieron para encontrarse con alguien a las puertas del castillo y viajar juntos a la villa. Eso fue hace dos horas.

Un nuevo terror ahogó el alivio de Sano. Aunque no alcanzaba a vislumbrar los motivos de la dama Miyagi para asesinar a las concubinas del daimio, su acto brutal la confirmaba a ella, y no a la dama Ichiteru, como asesina de Choyei y de la dama Harume. Con la vista puesta en la sanguinaria escena, Sano combatió el pánico que resurgía.

– Reiko -susurró.

Después corría y salía de la mansión dando tumbos, apoyado en Hirata.

38

Sobre las colinas que se alzaban al oeste de Edo, un tapiz de nubes doradas se tejía de lado a lado en un cielo en llamas y atrapaba en sus redes el radiante orbe carmesí del sol poniente. Las distantes montañas eran imprecisos picos de color lavanda. En la llanura de abajo, las luces de la ciudad titilaban tras un velo de humo. La gran curva del río centelleaba como cobre fundido. El eco de las campanas de los templos resonaba por todo el paisaje. En el este, se alzaba la luna llena, inmensa y luminosa; un espejo con la imagen de la diosa lunar bosquejada en sombra sobre su cara.

La casa de verano de los Miyagi ocupaba una abrupta ladera apartada de la vía principal. Un estrecho camino de polvo atravesaba el bosque hasta la villa, dos pisos de madera y yeso cubiertos de enredaderas. Una espesa arboleda casi ocultaba el tejado. Había faroles encendidos en los establos y en las dependencias del servicio, pero el resto de las ventanas mostraba sus postigos lisos y ciegos al crepúsculo. A excepción de las canciones nocturnas de los pájaros y el viento que mecía las hojas secas, la villa estaba sumergida en el silencio. Por detrás, el terreno ascendía entre más bosques hasta un promontorio pelado. En la cima se alzaba un pequeño pabellón. En él estaban el caballero Miyagi, su esposa y Reiko, con una vista perfecta de la luna.

La celosía del fondo y los laterales del pabellón los escudaban del viento; los braseros de carbón bajo el suelo de tatami los calentaban. Una linterna iluminaba las mesitas individuales equipadas con recado de escribir. Había viandas en una mesa. Sobre un pedestal de teca estaban las tradicionales ofrendas a la luna: bolas de arroz, soja, caquis, incensarios humeantes y un jarrón de hierbas otoñales.

El caballero Miyagi cogió un pincel y se lo ofreció a Reiko con gesto provocador.

– ¿Compondréis vos el primer poema en honor de la luna, querida?

– Gracias, pero aún no estoy lista para escribir. -Con una sonrisa nerviosa, Reiko quería apartarse del caballero Miyagi, pero tenía a su mujer pegada al otro lado-. Necesito más tiempo para pensar.

La verdad era que estaba demasiado asustada para centrar su mente en la poesía. Durante la travesía desde Edo, la presencia de los porteadores de su palanquín, los guardias y los dos detectives había mitigado el miedo que le inspiraba el caballero Miyagi. Pero no había previsto que el mirador estaría tan apartado de la villa, donde en aquel momento la esperaban sus escoltas. Había tenido que dejarlos atrás porque ordenarles que montaran guardia para protegerla habría despertado las sospechas del daimio. Atrapada entre el asesino y su esposa, Reiko se tragó su creciente pánico. Sólo pensar en la daga oculta bajo su manga le daba algo de tranquilidad.

La dama Miyagi se rió, un bronco graznido teñido de emoción.

– No atosigues a nuestra invitada, primo. La luna ni siquiera ha empezado a acercarse a su plena belleza. -Parecía haber sufrido una extraña alteración desde esa mañana. Sus mejillas planas estaban coloradas y la remilgada línea de su boca temblaba. Sus ojos reflejaban imágenes en miniatura de la lámpara, y su infatigable energía llenaba el pabellón. Jugueteando con un pincel, le dijo a Reiko-: Tomaos todo el tiempo que necesitéis.

¡Qué loca patética, obtener placeres indirectos fomentando el interés de su marido en otra mujer! Reiko ocultó su asco y dio las gracias a su anfitriona con educación.

– Tal vez os apetezca un pequeño refrigerio para fortificar vuestro talento creativo -sugirió el caballero Miyagi.

– Sí, por favor. -Reiko tragó saliva con fuerza.

La idea de comer en presencia de los Miyagi le provocó otro acceso de náusea. Aceptó a regañadientes el té y una tarta dulce y redonda, con una yema de huevo horneada dentro para simbolizar la luna. Una sensación de encarcelamiento vino a agravar su incomodidad. Sentía que la noche se cerraba y borraba el sendero que por la pendiente boscosa llevaba de vuelta hasta sus protectores. Desde el pabellón arrancaba un angosto camino de grava. Más allá, el terreno caía abruptamente hasta la ribera pedregosa de un arroyo. A Reiko le llegaba el sonido de una corriente de agua. No parecía haber escapatoria si no era precipicio abajo.

Reiko se armó de aplomo como pudo, despedazando la tarta lunar en su plato, y se dirigió a su anfitrión:

– Os ruego que escribáis vos el primer poema, mi señor, para que pueda seguir vuestro superior ejemplo.

El caballero Miyagi se regodeó en su elogio. Contempló el panorama, entintó el pincel y escribió. Lo leyó en voz alta:

Una vez la luna se alzó sobre el borde de la montaña,
arrojando su luz brillante en el paisaje.
Alcé la vista sobre el alféizar
y, con la mirada, acaricié a mi lado la hermosura.

Pero ahora la luna vieja ha menguado,
la belleza se ha vuelto ceniza;
estoy solo en la fría, fría noche,
deseoso de que vuelva el amor.

Dirigió una mirada sugerente a Reiko, que a duras penas logró ocultar su repugnancia. El daimio tergiversaba el ritual de la luna en beneficio propio, y la invitaba con descaro a que sustituyese a la amante que había matado.

– Un poema brillante -dijo la dama Miyagi, aunque su alabanza parecía forzada. En sus ojos brillaba un fulgor febril. Reiko hizo caso omiso de la insinuación del daimio y aprovechó la ligera oportunidad que le ofrecían sus versos.

– Hablando del frío, ayer fui al templo de Zojo y casi me congelo. ¿Vos salisteis, también?

– Nos pasamos el día entero a solas en casa, juntos -respondió la dama Miyagi.

A Reiko no la sorprendía que le proporcionase a su marido una coartada para el momento de la muerte de Choyei. Sin embargo, el caballero Miyagi dijo:

– Yo sí salí un momento. Cuando volví, no estabas. Me habías dejado solo -añadió con fastidio-. Tardaste un siglo en volver.

– Oh, te equivocas, primo -replicó la dama Miyagi con una nota de advertencia en la voz-. Estaba ocupada en las dependencias de los criados. Si hubieses buscado mejor, me habrías encontrado. Nunca salgo de casa.

Reiko escondió su alborozo. Si el daimio era lo bastante estúpido para contradecir su coartada, entonces resultaría fácil sonsacarle una confesión. Reiko escogió un rábano en vinagre de la mesa de las viandas y le dio un bocado. Su acidez le llenó la boca de saliva; se imaginó el veneno y estuvo a punto de vomitar al tragárselo.

– Es delicioso. ¡Y pensar en lo que ha tenido que viajar para llegar a esta mesa! De pequeña, mi niñera me llevaba a ver las gabarras de verduras al muelle de Daikon. Es un sitio muy interesante. ¿Habéis estado allí?

La dama Miyagi la atajó con brusquedad.

– Lamento decir que ninguno de los dos ha tenido jamás ese placer.

El daimio había abierto la boca para hablar, pero ella lo hizo callar con una mirada. Parecía confuso, pero luego se encogió de hombros. Era evidente que había estado en el muelle de Daikon. Segura de que él había apuñalado a Choyei, Reiko reprimió una sonrisa.

– ¿Por qué no intentáis escribir ahora un poema? -le invitó la dama Miyagi.

¡Qué lamentables ardides para evitar que su marido hiciese comentarios incriminatorios susceptibles de llegar a oídos del sosakan-sama del sogún! Reiko alteró un tema clásico en su propio beneficio. Escribió unos cuantos caracteres y leyó:

La luna que brilla sobre este pabellón,
luce también sobre el templo de Kannon en Asakusa.

Antes de que pudiera seguir interrogando al caballero Miyagi, el daimio, inspirado por sus versos, recitó:

En la noche, un gusano horada en secreto una manzana,
un pájaro enjaulado canta extasiado,
el celestial fluido lechoso de la luna
se escurre entre mis manos.
Pero en el cementerio, todo está quieto y sin vida.

Su crudo simbolismo sexual y su obsesión morbosa con la muerte horrorizaban a Reiko. Alejándose en su fuero interno del caballero Miyagi, le dijo:

– Asakusa es uno de mis lugares favoritos, sobre todo en el Día Cuarenta y Seis Mil. ¿Fuisteis allí este año?

– Hay demasiada aglomeración para nosotros -respondió la dama Miyagi. Aunque sus constantes intromisiones molestaban a Reiko, daba gracias por la compañía de la dama, ya que a buen seguro el daimio no se atrevería a hacerle daño delante de su esposa-. Nunca vamos a Asakusa en las fiestas importantes.

– Pero este año hicimos una excepción, ¿no te acuerdas? -dijo el caballero Miyagi-. A mí me dolían los huesos, y tú pensaste que el humo curativo de la cuba de incienso de delante del templo de Kannon me ayudaría. -Soltó una risilla-. De verdad que estás perdiendo la memoria, prima.

Exultante de que él mismo se hubiera ubicado en Asakusa el día del atentado a la dama Harume, Reiko se dispuso a establecer su presencia en las inmediaciones de la concubina.

– Los alquequenjes del mercado eran espléndidos. ¿Los visteis?

– Por desgracia, mi mala salud no me permitió ese placer -dijo el daimio-. Descansé en el templo del jardín y dejé que mi mujer disfrutara a solas de las vistas.

La irritación de la dama Miyagi era evidente.

– Nos estamos alejando del propósito de este viaje. -Dio vueltas y más vueltas a su pincel entre las manos; su olor almizcleño creció en intensidad, como si lo avivara el calor de su cuerpo-. Compongamos otro poema. Esta vez empezaré yo.

¡Dejaré que el brillo de la luna llena
limpie mi espíritu del mal!

El cielo se había oscurecido, sumergiendo la ciudad en la noche; las estrellas brillaban como gemas que flotaran en el resplandor difuso de la luna. Inspirada por el mito de dos constelaciones que se cruzaban una vez al año en otoño, Reiko garabateó un verso:

Tras el velo de la luna,
en el río del cielo,
el pastor y la costurera se encuentran.

El caballero Miyagi dijo:

Cuando los amantes se abrazan,
deliro a la vista de su éxtasis prohibido.
Después se separan, y él sigue su viaje,
y la deja solapara encarar mi censura.

La mano fría del miedo se cerró sobre el corazón de Reiko al sopesar el significado de sus palabras. Estaba segura de sentarse al lado de un asesino que representaba las perversas fantasías implícitas.

– El amor prohibido es muy romántico -dijo ella-. Vuestro poema me recuerda un rumor que oí sobre la dama Harume.

– El castillo de Edo está lleno de rumores -dijo acerbamente la dama Miyagi-, y muy pocos son ciertos.

El caballero Miyagi no le prestó atención.

– ¿Qué oísteis?

– Harume se veía con un hombre en una posada de Asakusa. -Al ver un destello de preocupación en sus ojos húmedos, Reiko mantuvo su expresión de inocencia-. Qué osada fue al hacer una cosa así.

– Sí… -murmuró el daimio, como si hablara para sus adentros-. Los amantes en tales situaciones se exponen a consecuencias funestas. Qué suerte ha tenido él de que el peligro haya pasado.

Reiko apenas podía contener su emoción.

– ¿Creéis que el amante de Harume la mató para mantener en secreto su relación? También he oído que ella vivía otro romance -improvisó, preguntándose si Sano habría localizado al amante misterioso y deseando que pudiera ver lo bien que le iba su interrogatorio-. Se la estaba jugando de verdad, ¿no os parece?

«¿Los espiasteis, caballero Miyagi? -Reiko deseaba preguntar sin ambages-. ¿Estabais celoso? ¿Por eso la matasteis?»

– ¿Qué importancia tiene lo que hiciera Harume, ahora que está muerta? De verdad, este tema me parece repugnante -espetó la dama Miyagi.

– Es natural interesarse por los conocidos de uno -dijo el caballero con suavidad.

– No sabía que conocierais a Harume -mintió Reiko-. Decidme, ¿qué pensabais de ella?

Los ojos del daimio se enturbiaron al hacer memoria.

– Ella…

– Primo -dijo entre dientes la dama Miyagi, con una mirada fulminante.

El daimio pareció caer en la cuenta de la locura que era hablar de su amada asesinada.

– Todo forma parte del pasado. Harume está muerta. -Recorrió a Reiko con su mirada aceitosa-. Mientras que vos y yo estamos vivos.

– Esta mañana habéis dicho que Harume flirteaba con el peligro e invitaba al asesinato -insistió Reiko, decidida a concluir su causa contra el caballero Miyagi. Tenía la declaración que lo situaba en la escena del crimen; necesitaba la confesión-. ¿Fuisteis vos quien le dio lo que se merecía?

En el mismo momento en que lo decía, supo que había ido excesivamente lejos. Al ver la expresión anonadada del caballero Miyagi, esperó que fuera demasiado lento para darse cuenta de que prácticamente lo había acusado de asesinato. Entonces la dama Miyagi la agarró por la muñeca. Con una exclamación de sorpresa, Reiko se volvió hacia su anfitriona.

– En realidad no habéis venido aquí a ver la luna, ¿verdad? -dijo la dama Miyagi-. Trabasteis amistad con nosotros para poder espiarnos por orden del sosakan-sama. ¡Estáis tratando de cargarle el asesinato de Harume a mi marido! ¡Queréis destruirnos!

Su rostro había experimentado una asombrosa transformación. Sobre sus ojos llameantes, las arrugas trazaban muescas profundas en su ceño. Bufaba y mostraba los dientes negros en un gruñido. Reiko la miró atónita. Era como el punto álgido de un drama no cuando el actor que interpreta a una mujer amable y corriente revela su auténtica naturaleza al cambiarse de máscara y convertirse en un feroz dragón.

– No, no es verdad. -Reiko trató de zafarse de ella, pero las uñas de la dama Miyagi se le hundían en la carne-. ¡Soltadme!

– Prima, ¿de qué hablas? -lloriqueó el caballero Miyagi-. ¿Por qué tratas de este modo a nuestra invitada?

– ¿No ves que intenta demostrar que tú envenenaste a Harume y apuñalaste al vendedor de drogas del muelle de Daikon? Y contigo no hay manera de protegerse. ¡Has caído en la trampa!

El daimio sacudió la cabeza, aturdido.

– ¿Qué vendedor? ¿Cómo puedes atribuirle tan maliciosas intenciones a esta dulce y joven dama? Suéltala de inmediato. -Se inclinó hacia ellas y tiró de los dedos de su esposa-. ¿Por qué íbamos a necesitar protección? Yo no cometí todos esos horrores. Nunca he matado a nadie.

– No -dijo la dama Miyagi con voz llena de queda amenaza-. Tú, no.

De repente la verdad golpeó a Reiko como un puñetazo en el estómago. Las coartadas desbaratadas no incriminaban tan sólo al caballero Miyagi. La intención de su mujer había sido protegerse también ella.

– Vos sois la asesina -exclamó Reiko.

La dama Miyagi rió con sorna, un grave gruñido en las profundidades de su garganta.

– Si os ha hecho falta tanto tiempo para imaginároslo, es que no sois tan lista como os creéis.

– ¡Prima! -Cuando el caballero Miyagi cobró conciencia de la situación, cayó de rodillas. Su cara pareció desmoronarse: la carne blanda se hundía en torno a los agujeros de su boca abierta y a sus horrorizados ojos-. ¿Tú mataste a Harume? Pero ¿por qué?

– No importa -dijo con aspereza la dama Miyagi-. Harume ya no tiene importancia. Ahora el problema es ésta. Sabe demasiado. -Sus labios se curvaron en una maliciosa sonrisa dedicada a Reiko-. ¿Sabéis?, en realidad estoy bastante contenta de que seáis una espía. Ahora siento que lo que he planeado todo este tiempo está todavía más justificado.

– ¿Qué… qué es? -Todavía aturdida por su descubrimiento, Reiko se encogió ante la hostilidad que goteaba de la voz de la dama Miyagi.

– No os he dejado venir para que pudierais robarme el afecto de mi marido. No, os he traído aquí porque vi la ocasión perfecta para que salgáis de nuestra vida para siempre. Igual que hice con sus dos concubinas.

El caballero Miyagi se quedó boquiabierto.

– ¿Copo de nieve? ¿Gorrión? ¿Qué les has hecho?

– Están muertas. -La dama Miyagi asintió con petulante satisfacción-. Las até y las degollé.

A Reiko la asaltó el horror como un torrente enfermizo. Al ver la furia maníaca en los ojos de su anfitriona, lamentó haber derrochado su miedo en la persona equivocada. El daimio era inocente e inofensivo. El peligro real residía en la mujer a la que Reiko había descartado como mera sombra insignificante. Ahora anhelaba empuñar el cuchillo que llevaba atado a su brazo izquierdo, pero la dama Miyagi mantenía inmovilizada su mano derecha. No podía llegar al arma escondida.

– Pero ¿por qué, prima, por qué? -dijo el caballero Miyagi. Blanco de asombro, contemplaba a su esposa-. ¿Cómo pudiste matar a mis chicas? Nunca hicieron nada para ofenderte. No será… ¿No será que estás celosa? -Su voz se alzó con la incredulidad-. No eran más que diversiones inofensivas, como el resto de mis mujeres.

– A mí no me engañaron -espetó la dama Miyagi-. Podrían haberte apartado de mí y echarlo todo a perder. Pero me he librado de ellas. Y ahora voy a asegurarme de que ésta tampoco se interponga entre nosotros.

La urgencia de su demente resolución debía de haberse acumulado con rapidez en el interior de la dama Miyagi desde la muerte de Harume, conduciéndola a matar una y otra vez. El súbito pánico dotó de fuerza al cuerpo de Reiko. ¡Esa mujer pretendía asesinarla también a ella! Se liberó de sus garras, se puso en pie de un salto y se abalanzó hacia la entrada del pabellón. Pero la dama Miyagi la cogió del extremo de su faja y la volteó con un tirón. Agarró a Reiko por el tobillo. Esta perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la mesa. La comida y la vajilla salieron disparadas. Mientras el golpe le inundaba la espalda de dolor, la dama Miyagi se le puso encima de un salto.

– Copo de Nieve, Gorrión -gemía el daimio, acurrucado en un rincón-. No, no… Prima, has perdido la cabeza. Detente, por favor. ¡Detente!

Reiko trató de quitarse de encima a la esposa del daimio, pero tenía los brazos atrapados en los voluminosos pliegues de su quimono y las piernas inmovilizadas entre las de ella. No llegaba a la daga. Se agitó con impotencia mientras su adversaria intentaba cerrar las manos alrededor de su garganta. Estrelló con fuerza su frente contra la cara de la dama Miyagi y sintió el choque violento del hueso contra el hueso. Por un instante, lo vio todo negro. La dama Miyagi aulló y se retiró. Reiko se enderezó, pero la esposa del daimio se recuperó antes de que pudiera aferrar el cuchillo. Chorreando sangre por la boca, con los incisivos rotos a la altura de las encías, arremetió contra Reiko con ojos enloquecidos. Se estrellaron juntas contra la celosía y la redujeron a astillas. Una ráfaga de aire frío entró en el pabellón.

– Prima, detente -imploró el caballero Miyagi.

Con gran desilusión, Reiko se dio cuenta de que ella, que creía en el poder de las mujeres, había infravalorado a la esposa del daimio. El ansia de la dama Miyagi por proteger a su marido era equivalente a la determinación de Reiko de compartir el trabajo de su esposo. Sano la había considerado una mera esclava de su marido y no una auténtica sospechosa; como una boba insensata, Reiko había seguido su ejemplo. Había subestimado a la dama Miyagi por vieja y débil, incapaz de violencia o asesinato. En ese momento, Reiko deploraba su estupidez. Había atribuido correctamente la culpa de los asesinatos a la casa de los Miyagi, pero había fallado al identificar al responsable real. Había tomado la manía homicida de la dama Miyagi por excitación sexual, pasando por alto las pruebas aportadas por su comportamiento. Incluso el poema, una confesión escalofriante y oblicua, se le había escapado. Las costumbres sociales la habían cegado tanto como a Sano.

– ¡Socorro! -gritó Reiko. En ese momento, recibiría de buen grado la protección de un hombre-. ¡Detective Fujisawa, detective Ota, socorro!

La dama Miyagi rió entre jadeos mientras arañaba y daba patadas y puñetazos. Le tiró a Reiko del pelo, y agujas y peinetas saltaron por los aires.

– Gritad todo lo que queráis. No vendrán.

Sujetó la barbilla de Reiko con una mano y la hizo retroceder a la fuerza. Reiko pugnó por liberarse, pero la dama Miyagi poseía la fuerza sobrenatural de la locura. La mantuvo pegada al suelo con las rodillas. Se sacó una daga de debajo de la ropa y acercó el filo a la cara de Reiko, tocándole los labios.

Reiko se puso rígida de inmediato y dejó de forcejear. Fascinada por la hoja de acero afilado, era incapaz de respirar. Se imaginó a las dos concubinas, sacrificadas como animales, y sintió que su espíritu entero retrocedía del filo capaz de derramar su sangre. El único momento en que había afrontado un peligro semejante fue durante la remota batalla a espada en Nihonbashi. En aquel momento se había sentido invencible: era tan joven, tan insensata. La asaltó la terrible conciencia de su propia mortalidad. Anhelando la presencia de Sano, lamentó con amargura el error de estar a solas con una asesina. Pero Sano estaba lejos, en Edo; el arrepentimiento no iba a salvarla.

Se obligó a mirar más allá de la daga de la dama Miyagi, que estaba de rodillas sobre ella, con la cara tan cerca de la suya que Reiko distinguía los bordes mellados de sus dientes rotos y las venas rojas que inyectaban en sangre sus ojos cargados de odio.

– Por favor, no me hagáis daño. -A pesar de sus esfuerzos por sonar valiente, la voz de Reiko brotó en un susurro lloroso-. No le diré a nadie lo que hicisteis, lo prometo.

El caballero Miyagi lloraba.

– ¿Ves?, quiere cooperar. Suéltala. Podemos irnos todos a casa y olvidarnos de lo sucedido.

– No creas sus mentiras, queridísimo primo. -La ternura suavizó por un momento la voz de la dama Miyagi al dirigirse a su marido-. Confía en mí, que yo me encargo de todo, como siempre.

Indinó el cuchillo hacia abajo, hasta tenerlo sobre la garganta de Reiko.

– Por favor, suéltala. Tengo miedo -gimió el daimio. O bien su fascinación por la muerte había sido una pose, o no había presenciado nunca el espectáculo de la violencia real-. No quiero problemas.

– Le he dicho a mi marido adónde iba -dijo Reiko, desesperada por echar mano de su arma inaccesible-. Tal vez os libréis de haber matado a Harume y a Choyei, pero conmigo no os resultará tan fácil.

La dama Miyagi soltó una carcajada.

– Ah, pero si no pienso mataros, dama Sano. -Se apartó a un lado de Reiko sin retirar el cuchillo-. Vos lo haréis por mí.

Se enrolló un grueso mechón del pelo de Reiko en la mano libre y se puso en pie. Reiko sintió el tirón hacia arriba y gritó por el dolor que se extendía por todo su cuero cabelludo. Se puso de pie, tambaleándose. La dama Miyagi la tenía bien sujeta; el cuchillo le raspaba la garganta.

– Estabais tan fascinada por la luna -dijo la esposa del daimio-, que decidisteis dar un paseo por el precipicio. Jadeando, obligó a Reiko a avanzar por encima de la comida y los poemas, por delante del encogido caballero Miyagi-. Tropezasteis y caísteis a vuestra muerte.

– ¡No! -Un nuevo horror debilitó a Reiko-. Mi marido nunca se lo creerá.

– Oh, sí que se lo creerá. -La voz de la dama Miyagi reflejaba una implacable determinación. Empujó a Reiko por los escalones del pabellón y salieron a la inmensa noche batida por el viento-. Es una tragedia, pero estas cosas pasan. ¡Moveos!

39

– ¡No tendría que haber dejado que Reiko se acercara a los Miyagi! -gritó Sano por encima del estruendo de cascos de su caballo.

– Pero no teníais forma de saber que esto iba a pasar -le contestó Hirata a voces.

Se adentraban en las colinas al galope por un camino serpenteante. Los farolillos encendidos se balanceaban colgados de postes enganchados a las sillas de sus caballos. Sus sombras volaban sobre la tierra apisonada. A la izquierda dejaban atrás terraplenes de piedra y bosques oscuros; a su derecha, las colinas más bajas descendían en cascada hasta la ciudad, ahora invisible a excepción de unos puntos de luz en el castillo de Edo, en las puertas vecinas y a lo largo del río.

– Al salir de Asakusa, tendría que haber ido a casa a ver a Reiko, en vez de ir directamente al poblado de los eta -le gritó Sano a Hirata con voz entrecortada por los saltos de su caballo-. Entonces podría haber evitado que se fuera a la excursión para ver la luna.

– Pero si no hubieseis visto a Danzaemon, no os habríais enterado de que fue una mujer la que le lanzó la daga a Harume. -En la noche se oía el eco de las palabras de Hirata-. Y yo no habría relacionado a la Rata con la dama Miyagi. No habríamos encontrado a las concubinas muertas. Habríamos pensado que Reiko iba a estar a salvo en la villa.

El viento frío azotaba la capa de Sano; el humo aceitoso de los faroles le inundaba los pulmones. La luna llena los seguía como un ojo burlón y malévolo.

– No tendría que haber dejado que fuera sola -insistió Sano rechazando el consuelo como si sólo pudiera sentirse mejor a expensas de Reiko-. Ahora estaría con ella.

– No saben que trabaja para vos -dijo Hirata-. Estará bien.

– Si no llegamos a tiempo, me mataré. -Sano no soportaba la idea de vivir sin su esposa. Cómo deseaba no haber dado su brazo a torcer, aunque significara encarcelarla en casa y perder para siempre su afecto. Al menos habría estado a salvo-. ¡No tendría que haber accedido a que me ayudara con la investigación!

Su apresurada decisión, tomada en un momento en que el amor enturbiaba su juicio, podría destruir a Reiko. Era valiente e ingeniosa, pero también inexperta e impulsiva; era su responsabilidad protegerla, y había fracasado. Siguió adelante y condujo su caballo por una angosta garganta que se abría a un lado de la vía principal. Antes de salir de la ciudad había obligado a los guardias de los Miyagi a que le indicaran cómo llegar a la villa. Hirata había enviado un mensaje solicitando la ayuda de los detectives, pero no podían permitirse esperar a los refuerzos.

La senda se fue haciendo más abrupta y estrecha hasta que tuvieron que desmontar y guiar a sus caballos entre innumerables árboles como torres. El aroma de los pinos y las hojas muertas saturaba el aire. Avanzando en la esfera de luz de los faroles, Sano experimentaba la fantasmagórica sensación de estar subiendo y subiendo sin cambiar de posición. Le dolían los músculos; el pecho se le tensaba con su trabajosa respiración. ¿Estaba bien Reiko? ¿Cuánto faltaba para la villa?

Entre los árboles cercanos se oyó una especie de crujido.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Hirata desde detrás de Sano.

– Debemos de haber espantado a algún animal -dijo Sano, decidido a llegar a su destino-. No te preocupes. Corre.

Al final, llegaron aun claro llano donde se alzaba la villa oscura y silente. Frente al establo había dos palanquines vacíos, uno de los cuales Sano identificó como el suyo.

– ¡Hola! -gritó-. ¿Hay alguien ahí?

Hirata y Sano cogieron los faroles, dejaron los caballos y entraron en la villa por la puerta abierta. En la pared de la entrada había un armero lleno de espadas. Sano reconoció dos pares y se apresuró por el pasillo, gritando contra la corriente de aire:

– ¡Ota! ¡Fujisawa! ¿Dónde estáis? ¡Reiko!

No hubo respuesta, aunque Sano sentía su presencia, no muy lejos. A la derecha se abría una cavernosa cocina.

– Sale humo del fogón -comentó Hirata-. Deben de andar por aquí.

Entonces Sano oyó un murmullo grave y áspero que se hizo agudo y terminó en un suspiro. El sonido se repitió, procedente de una habitación pegada a la cocina. Entró por la puerta como una exhalación.

Había doce hombres tirados en el suelo entre bandejas con platos a medio comer. Sano reconoció a los escoltas de Reiko y a sus dos detectives. Ota roncaba: el sonido que había oído.

– Están dormidos -dijo Hirata.

Sano sacudió al detective Ota.

– ¡Despierta! ¿Dónde está Reiko?

Ota gruñó y siguió durmiendo.

– Están todos borrachos -dijo Hirata asqueado.

Entonces a Sano le llegó una vaharada del aliento del detective. En vez de licor olió una dulzura particular, como de albaricoques estropeados. Cogió la copa de Ota y la olisqueó. Presentaba un rastro del mismo olor.

– Debe de ser un somnífero. -Su temor por Reiko dio paso a la aterradora certeza de que la dama Miyagi tenía planeado matarla. ¿Por qué, si no, dejar a los hombres fuera de combate?-. Vamos, registraremos la casa.

Lo hicieron y no encontraron a nadie.

– El caballero y la dama Miyagi deben de haberse llevado a Reiko fuera para ver la luna -dijo Sano, mientras corría hacia la puerta de atrás.

El jardín estaba desierto, pero en la cima de la pendiente boscosa, una pequeña edificación en la que brillaba una luz se recortaba contra el cielo nocturno.

– Están allí arriba -dijo Sano.

Se adentraron en los árboles, faroles en mano, y ascendieron por un sendero esquivo y cubierto de hierbas. Atravesaron arbustos bajos, resbalaron sobre agujas de pino y hojas muertas y pasaron por encima de rocas y ramas caídas.

– Me parece que alguien nos sigue -dijo Hirata.

Sano hizo caso omiso de la advertencia. Salió sin aliento del bosque y, sobre la cima, vio un pabellón con tejado de juncos. Detrás de sus celosías brillaba una linterna. Llegaban unas voces de detrás del edificio, donde la tierra se encontraba con un cielo inmenso tachonado de estrellas.

– Por favor, prima. Matarla sólo empeorará las cosas. -Era el caballero Miyagi, con voz rasgada por la desesperación.

– No tenemos elección -dijo su esposa.

Mientras Hirata y Sano remontaban la breve distancia que los separaba de la cumbre, el caballero Miyagi empezó a sollozar.

– No saldrás bien parada de esto. Y puede que te ejecuten por asesinato. ¿Qué voy a hacer yo sin ti?

– Nada. -La voz de la dama Miyagi estaba teñida de amargo triunfo-. Durante treinta y tres años te he servido cumpliendo siempre tus deseos, protegiéndote de las consecuencias. Yo maté a la hija de los vecinos porque descubrió que la espiabas en el retrete cuando la invitábamos. Tenía miedo de que ocasionara problemas, de modo que envenené su té. Esto no es más que otra cosa que tengo que hacer para que nadie nos separe.

Así que la dama Miyagi había cometido el asesinato no resuelto que el magistrado Ueda había mencionado. Sin que el miedo dejara de agarrotarle el corazón, en el interior de Sano brotó una oleada de esperanza desbocada. Hablaban como si Reiko todavía estuviera viva. Jadeando, rodeó el pabellón y se detuvo en seco. La luz de su linterna cayó sobre tres figuras, a las que definió en titilantes planos de luz y sombras profundas. El caballero Miyagi estaba de rodillas en el sendero que bordeaba un precipicio para terminar en una brusca caída a un abismo en penumbra. De sus profundidades llegaba el rumor del agua de un río. A unos diez pasos, la dama Miyagi estaba plantada en el borde, sosteniendo a Reiko por el pelo. El viento agitaba sus brillantes ropas.

– ¡Reiko! -gritó Sano.

El daimio volvió hacia Sano un rostro arrasado de lágrimas. La dama Miyagi se giró de golpe. Tenía una daga pegada al cuello de Reiko. La cara de su esposa era una máscara de terror. Cuando vio a Sano se le colmaron los ojos de júbilo. Empezó a hablar, pero la dama Miyagi la pinchó con la punta de la hoja, con un grito áspero.

– ¡Calla!

– Tirad el cuchillo -ordenó Sano a la dama Miyagi, tratando de que su voz no sucumbiera al pánico. Estaba aterrorizado-. Quedáis arrestada por los asesinatos de la dama Harume y Choyei. -Supuso que Reiko debía de haber descubierto de algún modo la verdad, lo que había provocado el ataque de la dama Miyagi. Dejó la linterna en el suelo y le hizo un gesto con la mano-. Matar a mi mujer no os servirá de nada. Dejad que venga conmigo.

– Haz lo que dice, prima -suplicó el caballero Miyagi.

El arma vaciló en la mano temblorosa de la dama, pero no aflojó la mano que agarraba a Reiko. Tenía los ojos vidriosos de desesperación. Su larga cabellera ondeaba al viento. Sano apenas reconocía a la remilgada matrona que había visto dos días atrás. Con las mejillas encendidas, la barbilla manchada de sangre y los dientes a la vista en un rictus grotesco, parecía una loca. Y la vida de Reiko dependía de su habilidad para razonar con ella.

– Sosakan-sama, mi esposa no es mala persona, en realidad -dijo el caballero Miyagi-. La malvada era la dama Harume. Me hacía chantaje. Mi esposa sólo quiere protegerme.

– Si soltáis a Reiko -le dijo Sano a la dama Miyagi-, le recomendaré al sogún que tenga en cuenta las circunstancias especiales. Aconsejaré una sentencia más leve. -Su espíritu aborrecía la idea de dejar que una asesina escapara a la justicia, pero diría cualquier cosa, haría lo que fuera para salvar a Reiko-. Vamos, apartaos del precipicio y hablaremos.

La dama Miyagi no se movió. Sano vio que la garganta de Reiko se contraía, oyó que se le aceleraba la respiración y percibió lo vidrioso de sus ojos.

– Cálmate, Reiko -dijo en voz alta, temeroso de que muriera de terror-. No te va a pasar nada.

– Escucha al sosakan-sama -le rogó el caballero Miyagi a su esposa-. Él puede ayudarnos.

Pero la mirada enrojecida de la dama Miyagi pasó a Sano de largo, como si no existiera, para fijarse en su marido.

– Sí, Harume era malvada. -Llenas de sinceridad, las palabras surgían de algún lugar recóndito y oscuro de su interior-. Tuvo la audacia de concebir un hijo tuyo.

– ¿Un hijo mío? -El caballero Miyagi alzó la voz, lleno de confusión-. ¿De qué me hablas?

– El hijo que Harume llevaba cuando murió -dijo la dama Miyagi-. La vi en el santuario de Awashima Myojin. -Era la diosa sintoísta protectora de las mujeres-. Colgó junto al altar una tablilla con una oración en la que rogaba por un parto sin problemas. Envenené la tinta para matarlos a los dos.

– ¡Pero si yo nunca toqué a Harume! -El daimio se arrastró junto a Sano para arrodillarse frente a su muje-. Prima, ya sabes lo que soy. ¿Cómo puedes creer que yo le diera un hijo?

– Si no fuiste tú, ¿quién fue? -preguntó la dama Miyagi-. No sería el sogún, ese alfeñique impotente. -Miró a su marido con furia y bajó la daga-. Todos estos años he tolerado tus romances con otras mujeres sin quejarme jamás, porque no creía que fueras a tocarlas; no creía que pudieras. Tenía fe en que, de corazón, me eras fiel.

Con la atención dividida entre la dama Miyagi, el cuchillo y Reiko, Sano se acercó disimuladamente mientras le enviaba a su esposa un mensaje sin palabras: «¡Un momento más y te salvaré!»

– Pensaba que éramos amantes espirituales. Emparejados para siempre, como los cisnes de nuestra divisa familiar. Que lo compartíamos todo. -La dama Miyagi bajó las comisuras de la boca; se le saltaban las lágrimas-. Pero ahora ya sé la verdad. Te escabulliste para acostarte con la dama Harume sin decírmelo. ¡Me traicionaste!

– Prima, yo nunca…

– Sé cuánto ansías tener un hijo. No podía permitir que naciera el niño de Harume. Eso te habría animado a engendrar otro, de una de tus damas. Se convertiría en tu nueva esposa, y el chico en tu heredero. Me habrías dejado de lado. ¿Cómo iba yo a sobrevivir sin tu protección?

Por fin Sano entendía el verdadero móvil del asesinato de la dama Harume. Un malentendido había encendido los celos. El objetivo del veneno era la criatura nonata, y no la madre. Sano se aproximó sigilosamente a Reiko y a la dama Miyagi.

– Mataste a Gorrión y a Copo de Nieve para que no pudieran tener hijos míos. -Desconcertado, el caballero Miyagi sacudió la cabeza-. Pero ¿por qué matar a un vendedor de drogas?

La mirada llorosa de la dama Miyagi se endureció.

– Lo hice para que no pudiera identificarme como la persona que compró el veneno. Pensaba matar a ese odioso propietario de la casa de los monstruos que lo había descubierto y trataba de hacerme chantaje, pero perdí mi oportunidad. ¿No entiendes que lo hice todo para que las cosas no cambiaran entre nosotros?

– Prima, yo nunca te apartaría de mi lado -lloró el caballero Miyagi-. Te necesito. A lo mejor nunca te lo había dicho, pero te quiero. -Extendió las manos juntas-. ¡Por favor, devuélvele su mujer al sosakan-sama y ven conmigo!

– No puedo. -La dama Miyagi dio otro paso hacia el borde del precipicio. El corazón de Sano golpeaba contra su caja torácica; se detuvo en seco y extendió un brazo para indicarle a Hirata que no se adelantara. Cualquier movimiento podía hacer que la dama Miyagi se sintiera acosada y le hiciera daño a Reiko-. He visto cómo la miras. Sé que la deseas. La única forma de asegurarme de que nunca te dé un hijo es matarla.

Alzó la daga con un movimiento brusco y la punta se hundió en la tierna carne del mentón de Reiko. Sano se estremeció de terror.

– Escuchad. Vuestro marido no era el padre del hijo de Harume -le dijo, luchando por mantener la calma-. No os traicionó. Harume tenía otro amante. Además, Reiko es mía. No está a disposición del caballero Miyagi. Así que dádmela, ahora mismo.

La dama Miyagi respondió a su ruego con una mirada inexpresiva. Ensimismada en su mundo de percepciones sesgadas, parecía insensible a la lógica. Se volvió poco a poco, arrastrando a Reiko hacia el borde del precipicio.

– ¡No!

Sano corrió hacia las dos mujeres, pero Hirata se le avanzó. El joven vasallo aferró al caballero Miyagi con los dos brazos.

– Dama Miyagi, si le hacéis daño a la esposa del sosakan-sama, tiraré a vuestro marido por el precipicio -aulló.

Era una estrategia que no se le había ocurrido a Sano; su pensamiento había estado centrado en Reiko. Contuvo el aliento mientras veía que la dama Miyagi volvía la cabeza. Cuando vio al daimio, se quedó petrificada y tomó aliento con un susurro.

– ¡Prima, ayúdame, no quiero morir! -El caballero Miyagi pataleaba y sollozaba entre los brazos de Hirata.

– Está en vuestras manos salvarlo -dijo Sano. En su corazón brotó un manantial de esperanza-. Basta con que tiréis la daga. Después venid hacia aquí. -Dio unos pasos colina abajo y le indicó a la dama Miyagi que lo siguiera-. Traedme a Reiko.

La mirada de la dama voló de su marido a Sano, y después a Reiko. Profirió un gemido de angustia. Sano notaba que la duda debilitaba su determinación, como el agua fría que agrieta la porcelana caliente, aunque no se movió.

– ¿Hirata? -dijo Sano.

El joven vasallo empujó al caballero Miyagi hacia el borde.

– Socorro, prima -lloriqueó el daimio.

Nadie más habló. Nadie se movió. Tan sólo el viento y el correr del agua perturbaban el silencio. La gran rueda de los cielos parecía haberse detenido, frenando a la luna y a las estrellas en sus caminos celestiales. Enloquecida por los celos, la dama Miyagi al parecer quería salvar a su marido, pero no sin asegurar la posición que ella ocupaba en su vida. Quizá también necesitaba castigarlo por su imaginaria traición. Sano sentía que la noche se extendía, vasta y terrible como el punto muerto al que habían llegado las negociaciones. La desesperación lo abrumaba.

Entonces se oyeron unos crujidos procedentes del bosque. Un hombre apareció por detrás de Reiko y la dama Miyagi. Llevaba un quimono sucio y una lanza en la mano.

– Teniente Kushida. -El asombro aquietó la exclamación de Sano. Vio que Hirata se enervaba con la sorpresa, y oyó que el daimio profería un gruñido. La dama Miyagi se volvió un poco, mirando a todas partes en un intento de observar a todo el mundo a la vez.

– Él debía de ser el que nos seguía por el bosque -dijo Hirata-. ¿Qué hace aquí?

El teniente hizo caso omiso de Sano, Hirata, Reiko y el caballero Miyagi. Señaló a la esposa del daimio con la lanza y gritó:

– ¡Asesina! -Su cara de mono estaba manchada de polvo; el pelo enmarañado le flotaba suelto por los hombros-. He perseguido día y noche al asesino de mi amada Harume. Al fin te he encontrado. ¡Ahora vengaré su muerte, aplacaré su espíritu y reclamaré mi honor!

Por fin Sano entendía el motivo de que Kushida hubiese ido al muelle de Daikon. Había rastreado a Choyei y lo había obligado a revelarle la identidad del cliente que había comprado el veneno para flechas. Era el hombre al que el casero había oído en la habitación de Choyei. Después había acechado a la dama Miyagi. Antes de que Sano pudiera reaccionar, el teniente se abalanzó hacia las mujeres. La dama Miyagi chilló y, dando un traspié, se situó a un lado por el camino que llevaba al pabellón. El filo de la lanza le atravesó una de las mangas. Con una maldición, el teniente Kushida atacó de nuevo. Cuando la dama Miyagi asestó un golpe de su daga en un intento de defenderse, Reiko se liberó. Avanzó tambaleándose por el sendero, tratando de esquivar las fieras acometidas de Kushida. Cuando Sano corrió en su ayuda, el asta de la lanza lo golpeó en el hombro.

Hirata apartó al caballero Miyagi de un empujón. Desenvainó la espada y cargó contra el teniente.

– Yo me encargo de él, sosakan-sama. Salvad a Reiko.

Entre estocadas e intentos de esquivar sus ataques, alejó a Kushida colina abajo. Sano se acercó a Reiko, pero la dama Miyagi le hizo un corte en el brazo con el cuchillo.

– ¡Apartaos! -chilló.

Sano desenvainó la espada y golpeó la hoja de la dama Miyagi. Reiko sacó el arma de su manga y se unió a la batalla. Entonces Sano sintió que se le acercaba alguien por la espalda. Se volvió y vio al caballero Miyagi blandiendo una espada.

– No permitiré que le hagáis daño a mi mujer. -Con las facciones colgantes tensadas por el miedo, lanzó un torpe golpe hacia Sano.

Sano lo esquivó. Acometió con su espada la hoja del daimio, más con la intención de someter que de matar.

– No podéis ganar, caballero Miyagi. Rendíos.

Reiko asestó un tajo a la dama Miyagi, que lo paró. Sus esbeltas hojas chocaron con un dulce tintineo de acero. Girando y fintando al borde del abismo, entre ropajes y cabelleras ondeantes, se enzarzaron en un baile de violenta gracilidad. Reiko combatía con la habilidad que da la práctica, la dama Miyagi con implacable ferocidad. De la parte baja de la colina, Sano oía que el teniente Kushida le gritaba a Hirata:

– Dejadme en paz. Tengo que vengar la muerte de la dama Harume. Sólo así conoceré la paz.

El caballero Miyagi se afanaba contra la superior destreza de Sano. Su afligido rostro estaba empapado en sudor. Una vida entera de hedonismo lo había preparado poco para el combate. En un momento, Sano le había arrebatado la espada de las manos. Impotente, se acurrucó en el suelo. Miró a su mujer, cuyas vestiduras pendían en retazos ensangrentados allí donde Reiko la había cortado. Exhaló un quejido. Sano se imaginaba su visión de una vida sin una esclava devota; cárcel, exilio o confiscación de las propiedades familiares como castigo por los crímenes de su mujer. Entonces alzó las manos en señal de rendición.

– Acepto la derrota -dijo con tranquila dignidad-. Os ruego que me concedáis el privilegio del haraquiri.

El daimio desenvainó su espada corta y la aferró con manos temblorosas con la punta hacia el abdomen. Cerró los ojos y murmuró una oración. O estaba tomando la salida cobarde de una situación difícil, o le quedaba algún vestigio de honor samurái. Después tomó aliento en profundidad. Con un grito ensordecedor, se clavó la espada.

– ¡Primo! -La dama Miyagi se acercó corriendo y se arrodilló junto a su marido, que se debatía y gemía en la agonía de la muerte. Soltó la daga y acarició el rostro del daimio con las manos ensangrentadas.

El caballero se retorció en un espasmo. Alzó la vista hacia su mujer y sus labios articularon unas palabras ininteligibles. Después quedó flácido entre sus brazos.

– Oh, no. Mi amor. ¡No! -Unos sollozos asfixiados sacudieron el cuerpo de la dama Miyagi.

Jadeando exhausta, Reiko se unió a Sano. Este se aprestó a agacharse para recoger el arma de la asesina, aunque no creía que ya fuera a resistirse al arresto. Pero la dama estiró el brazo y aferró la daga, con la que lo apuntó. El dolor le deformaba las facciones; tenía la cara lívida de furia, surcada de sangre y de lágrimas.

– Habéis destruido a mi marido -susurró-. Pagaréis por esto.

Sano alzó la espada. Pero, en vez de atacarlo, la dama Miyagi asaltó a Reiko.

– Me habéis quitado a mi amado -gritó-. ¡Ahora yo os quitaré a la vuestra!

Desprevenida, Reiko esquivó demasiado tarde; el filo erró su corazón, pero le cortó en el hombro. Después volvían a combatir, Reiko de espaldas al precipicio y la dama Miyagi entre ella y Sano. Éste envainó la espada y la agarró por detrás, cerrando las manos sobre las de ella en la empuñadura de su daga. Mientras manoteaban para controlar el arma, la dama Miyagi se derrumbó hacia delante encima de Reiko. Sano cayó con ella. Aterrizaron en el borde del abismo, con las cabezas asomadas al espacio vacío.

Reiko gritó y le rajó la cara a la dama Miyagi con el cuchillo. La mujer del daimio aulló. Sano le arrancó el arma de las manos. Al mismo tiempo, ella dio una sacudida y lo dejó libre. Entonces Reiko le asestó un tremendo empujón. Como una acróbata en un número callejero, la dama Miyagi salió disparada con los tobillos sobre la cabeza. Dando salvajes zarpazos hacia Reiko, voló por el aire sobre el precipicio y pareció quedarse allí suspendida durante un momento. Sano se arrojó encima de Reiko para sujetarla. Entonces la dama Miyagi desapareció de su vista precipicio abajo. La siguió un agudo chillido. Se oyeron golpes cada vez más lejanos a medida que su cuerpo topaba con las rocas. Después, el silencio.

Sano ayudó a Reiko a ponerse de pie. Contemplaron el abismo abrazados con fuerza. La luna resplandecía débilmente sobre las vestiduras de la dama Miyagi. Estaba inmóvil.

Hirata corrió hacia ellos con la lanza del teniente Kushida y su propia espada en las manos. Sangraba de cortes en las manos, los brazos y la cara.

– Kushida está herido, pero sobrevivirá. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Estáis bien?

Sano se lo explicó. De repente él, Reiko e Hirata estaban enlazados en un fortísimo abrazo, con las caras pegadas. Los sacudió una catarsis de llanto. Cuando su sangre y sus lágrimas se entremezclaron, Sano experimentó una satisfacción más profunda que la que jamás había sentido tras la resolución de un caso. Su mujer estaba a salvo y su camarada más querido había recobrado el honor. Todos habían desempeñado un papel crucial en la investigación. Su victoria compartida era infinitamente más dulce que las hazañas en solitario de su pasado.

– Despertemos a nuestros hombres y volvamos a casa -dijo, mientras se enjugaba las lágrimas de las mejillas. Todavía abrazados, con Sano en el centro, emprendieron el camino colina abajo.

40

Tres días después de la muerte del caballero y la dama Miyagi, un capitán de la guardia escoltó al chambelán Yanagisawa a la cámara de audiencias privadas del sogún. Una bandera con los caracteres de confidencialidad impresos decoraba la entrada e indicaba que se estaba celebrando una reunión de naturaleza extremadamente secreta. En las puertas estaban apostados varios guardias, dispuestos a repeler a cualquier intruso.

– Os ruego que entréis, honorable chambelán -dijo su escolta-. Su excelencia os espera.

En algún lugar de la ciudad, por debajo del castillo de Edo, retumbaba un tambor funerario. Cuando los guardias abrieron la puerta, Yanagisawa tragó el sabor metálico del miedo. Su destino iba a decidirse allí y en ese momento.

En el interior de la cámara, Tokugawa Tsunayoshi estaba de rodillas sobre la tarima. En el suelo, a su izquierda, estaban la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko, codo con codo. La madre del sogún le lanzó una mirada furibunda y después volvió la cabeza con un bufido. Ryuko le dedicó una expresión de petulancia triunfal antes de bajar respetuosamente los ojos. Frente a ellos, en el lugar de honor, a la derecha del sogún, estaba el sosakan Sano, con expresión cuidadosamente neutra.

En Yanagisawa estalló un volcán de odio y celos. Ver al enemigo en su lugar habitual parecía la realización de su peor pesadilla: que Sano lo había sustituido como favorito de su señor. Yanagisawa quería clamar contra el ultraje, pero una descarnada manifestación de genio resultaría perjudicial para sus intereses. Su futuro dependía de su destreza para manejar la situación. Necesitaba permanecer absolutamente tranquilo. Se arrodilló frente a la tarima y le hizo una reverencia al sogún.

– Buenos días, Yanagisawa-san -dijo Tokugawa Tsunayoshi. Su voz no delataba la afectación habitual, y no sonrió-. Es una desgracia que esta reunión deba interferir en tus, ah, labores administrativas.

– Al contrario; es un honor ser convocado a vuestra presencia en cualquier momento. -Aunque la gélida bienvenida lo llenaba de pavor, Yanagisawa hablaba como si no tuviera idea de que aquella reunión se celebraba porque su plan contra Sano había salido mal y ahora se exponía a que lo acusaran de traición-. Mis servicios están a vuestras órdenes.

– Te he convocado aquí para resolver ciertas, ah, graves cuestiones planteadas por el sosakan Sano y mi honorable madre -dijo el sogún, jugueteando nervioso con su abanico.

El corazón del chambelán Yanagisawa dio un vuelco, como una bestia salvaje que tratara de escapar de la jaula de su cuerpo. Aunque había imaginado aquella escena un sinnúmero de veces desde que Ryuko acudiera a su despacho, la realidad seguía siendo terrorífica. Tenía que sobreponerse a su miedo y concentrarse en reparar los daños que él mismo había ocasionado.

– Desde luego, cooperaré en todo lo que esté en mi mano, excelencia. -Yanagisawa hizo que su expresión reflejara asombro y una lúgubre ansiedad por complacer, e insertó la nota justa de inocencia en su voz-. ¿Cuál es el problema?

– Al parecer has tratado de, ah, implicar a mi amada madre en el asesinato de la dama Harume y arruinar a mi querido y leal sosakan obligándolo a acusarla. Esto no es sólo una traición de la, ah, más elevada magnitud, sino también una afrenta personal. -La voz de Tokugawa Tsunayoshi era tensa y aguda; en sus ojos brillaban las lágrimas. La dama Keisho-in murmuraba furiosa mientras le daba a su hijo palmaditas en la mano. Ryuko miraba a Yanagisawa con la mínima expresión de una sonrisa, y Sano los observaba a todos con mucha atención-. Durante quince años te he dado todo lo que deseabas: tierras, dinero, poder. Y recompensas mi, ah, generosidad atacando a mi familia y a mi amigo. ¡Es un ultraje!

– Lo sería si fuera cierto -replicó el chambelán Yanagisawa-, pero puedo aseguraros que no lo es en absoluto. -Tenía las axilas empapadas en sudor y las manos convertidas en hielo, pero sabía con exactitud lo que tenía que hacer. Dejó que a su cara asomaran el asombro y el dolor, pero con cuidado de no resultar histriónico-. Excelencia, ¿qué puede haberos conducido a creer que cometí tan abyectos actos?

– Ah… -El sogún tragó saliva y parpadeó. Superado por la emoción, hizo un débil gesto hacia Sano.

– Ordenasteis a Shichisaburo que colocase una carta escrita por la dama Keisho-in entre las posesiones de Harume para que yo la encontrara -dijo Sano.

El tono cauteloso del sosakan-sama evidenciaba su certeza de que la batalla todavía no había terminado, a pesar de la sonrisa satisfecha de Keisho-in y la velada petulancia de Ryuko. Mientras Sano explicaba cómo se había descubierto el ardid, Yanagisawa sacudía la cabeza con apabullamiento, y después dejó que una ira fingida le endureciera las facciones.

– Shichisaburo actuó sin que yo se lo ordenara o lo supiera -dijo.

– ¡Increíble! -exclamó la dama Keisho-in.

Ryuko entrecerró los ojos. Sano frunció el entrecejo.

– ¿En serio? -El sogún alzó la voz con esperanza-. ¿Quieres decir que todo es culpa del chico, y que tú no tuviste nada que ver con el, ah, complot contra mi madre y el sosakan-sama?

El chambelán Yanagisawa sentía que el peso de la victoria oscilaba en su dirección. Tokugawa Tsunayoshi aún sentía afecto por él, y tenía tantos deseos de reconciliación como de justicia.

– Eso es exactamente lo que quiero decir.

El sogún sonrió aliviado.

– Parece que te he juzgado mal, Yanagisawa-san. Mil disculpas.

Así entraban en acción los dos propósitos del plan de Yanagisawa. Shichisaburo cargaría con las culpas del complot frustrado, y el curso natural de los acontecimientos pondría fin a su relación. Ya no iba a despertar más ansias peligrosas en Yanagisawa, ni a socavar su entendimiento y su fuerza. Hizo una reverencia, con la que aceptaba humildemente las disculpas del sogún, y se preparó para el siguiente asalto.

Tal y como había esperado, Sano dijo:

– Sugiero que se permita a Shichisaburo que cuente su versión de la historia.

– Ah, muy bien -dijo el sogún con indulgencia.

Al momento, Shichisaburo estaba de rodillas frente al estrado al lado de Yanagisawa. Su cara era la viva imagen de la consternación. Dirigió la vista al chambelán en busca de ánimos, pero éste se negó a mirar a su amante a los ojos. No veía el momento de verse libre de tan despreciable criatura.

– Shichisaburo, quiero que nos digas la verdad -dijo Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Robaste, por iniciativa propia, sin, ah, instrucciones de nadie más, una carta escrita por mi madre para esconderla en la habitación de la dama Harume?

Por supuesto que el chico desembucharía la historia entera, el chambelán Yanagisawa lo sabía. Pero era la palabra de un modesto actor contra la suya, y le resultaría fácil hacer que Shichisaburo pasara por mentiroso.

– Sí, excelencia, lo hice -respondió el joven actor. Yanagisawa lo miró, boquiabierto. La dama Keisho-in y Ryuko murmuraron excitados; el sogún asintió.

– Excelencia -dijo Sano-, creo que la presente compañía está intimidando a Shichisaburo. Nos resultará más fácil obtener la verdad si hablamos con él a solas vos y yo.

– ¡No! -El grito de Shichisaburo resonó por la sala. Después bajó la voz-. Estoy bien. Y estoy… estoy diciendo la verdad.

La confusión había dejado sin habla al chambelán Yanagisawa. ¿Estaba loco el actor, o es que simplemente era estúpido?

– ¿Te das cuenta de que estás admitiendo que, ah, trataste de incriminar a mi madre en un asesinato? -le preguntó el sogún a Shichisaburo-. ¿Entiendes que eso es traición?

Presa de visibles temblores, el chico susurró:

– Sí, excelencia. Soy un traidor.

Tokugawa Tsunayoshi suspiró.

– Entonces debo condenarte a muerte.

Cuando los guardias encadenaron de pies y manos a Shichisaburo para llevarlo ante el verdugo, Tokugawa Tsunayoshi apartó la vista de tan desagradable espectáculo. La dama Keisho-in rompió a llorar. Con una mirada fulminante a Yanagisawa, Ryuko la consolaba. La cara de Sano reflejaba desánimo y resignación. El chambelán Yanagisawa esperaba que el actor implorase por su vida, que incriminase a su señor en un intento de salvarse, que protestara por su traición. Pero Shichisaburo aceptaba pasivamente su suerte. Cuando los soldados se lo llevaban hacia la puerta, se volvió hacia Yanagisawa.

– Haría cualquier cosa por vos. -Aunque su tez estaba blanca como el hielo, en sus ojos oscuros ardía el amor; hablaba con júbilo y reverencia-. Ahora tendré el privilegio de morir por vos.

Luego desapareció. La puerta se cerró tras él con un portazo.

– Bueno -dijo Tokugawa Tsunayoshi-, me alegro de haber arreglado este, ah, malentendido y de que hayamos resuelto este asunto tan desagradable. Sosakan-sama, haz un hueco. Ven a sentarte conmigo, Yanagisawa-san.

Pero el chambelán, todavía aturdido por lo que acababa de suceder, seguía con la vista puesta donde antes estuviera Shichisaburo. Por él, el actor había aceptado de buen grado el sacrificio definitivo. En lugar de alivio, el chambelán experimentaba una agónica arremetida de consternación, arrepentimiento y horror. Se daba cuenta de que acababa de destruir a la única persona en el mundo a la que de verdad importaba. Demasiado tarde, percibió el valor del amor de Shichisaburo, y el vacío desolado que dejaba atrás.

«¡Vuelve!», quería gritar.

Mas, aunque sopesó la idea de admitir que había sido él, y no el actor, el instigador del complot, sabía que no iba a hacerlo. El egoísmo prevalecía sobre su capacidad para hacer lo correcto… y para el amor. En ese momento vio el atroz defecto de su carácter. Era tan despreciable como aseguraban sus padres. A ciencia cierta, ése era el motivo por el que lo habían privado de afecto.

– ¿Yanagisawa-san? -La voz de fastidio del sogún penetró en su sufrimiento-. Te he dicho que vengas aquí.

Yanagisawa obedeció. El abismo ululante de su interior le erosionaba el alma y se hacía cada vez más profundo y oscuro; nunca se llenaría. Ante él se extendía una vida poblada de esclavos y sicofantes, aliados y enemigos políticos, superiores y rivales. Pero no había nadie que fuera a nutrir su corazón famélico o sanar las heridas de su espíritu. Incapaz de querer y de ser querido, estaba condenado.

– Pareces enfermo -dijo Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Sucede algo?

Sentados frente a Yanagisawa, en un trío hostil, estaban el sosakan Sano, la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko. Tenía claro que sabían la verdad sobre Shichisaburo y su papel en la trama. No pretendían dejarle que se saliera con la suya después de haberlos atacado. La batalla había terminado, pero la guerra seguía… con sus rivales unidos contra él.

– Todo va bien -dijo el chambelán Yanagisawa.

Hirata atravesaba el jardín del castillo de Edo, donde había conminado a la dama Ichiteru a encontrarse con él. Un manto de nubes opacas cubría el cielo, y el sol era un difuso resplandor blanco sobre los tejados de palacio. En lo alto graznaban los cuervos. La escarcha había ajado los macizos de hierbas, aunque sus intensos aromas pervivían. Los jardineros barrían los senderos; en una alargada cabaña, el farmacéutico del castillo y sus ayudantes preparaban remedios. Las camareras de la dama Ichiteru esperaban en la puerta. Aquella vez Hirata había preparado a conciencia las circunstancias para impedir la seducción, a la vez que había logrado la suficiente intimidad para la que pretendía que fuera su última conversación.

Encontró a Ichiteru sola junto a un estanque donde el loto florecía en verano. De espaldas a él, contemplaba la enmarañada mata de follaje. Llevaba una capa gris; un velo negro cubría su pelo. Por el modo en que envaró su espalda, Hirata sabía que estaba al tanto de su presencia, pero no se volvió. Mejor: podría decir lo que pensaba sin caer en sus redes.

– Fuisteis vos quien administró a la dama Harume el veneno que la hizo enfermar el verano pasado, ¿no es así? -dijo Hirata-. Era a vos a quien temía y de quien rogó a su padre que la rescatara.

– ¿Y qué más da si fui yo? -La voz ronca de Ichiteru reflejaba indiferencia-. No tenéis pruebas.

Estaba en lo cierto. Hirata se había pasado los tres últimos días investigando el incidente, y había eliminado como sospechosos a los demás residentes del palacio. Sabía que Ichiteru era culpable, pero no podía demostrarlo, y dado que estaba claro que no pensaba confesar, no había nada que hacer. Ichiteru había salido indemne de su intento de asesinato, a la vez que lo había dejado en ridículo. La furiosa humillación lo reconcomía.

– Yo sé que lo hicisteis -dijo-. Puesto que no matasteis a Harume, es la única explicación para el modo en que me tratasteis. Teníais miedo de que el sosakan-sama descubriera que erais responsable de un envenenamiento anterior, y queríais que acusaran a Keisho-in por el asesinato de Harume. De modo que me utilizasteis.

»Estoy seguro de que estáis muy satisfecha de cómo han salido las cosas -prosiguió Hirata, que hervía de cólera-. Pero, escuchad, yo sé lo que sois: una asesina en espíritu, si no de hecho. Y os lo advierto: causad problemas una vez más, e iré a por vos. Entonces tendréis el castigo que os merecéis.

– ¿Castigo? -La dama Ichiteru se rió con desdén-. ¿Qué podéis hacerme vos que sea peor que el futuro que tengo por delante?

Se volvió; se le resbaló el velo. Hirata dio un respingo de asombro. Ichiteru no llevaba maquillaje. Tenía los ojos rojos e hinchados de llorar, y los labios pálidos y abotargados. Su piel desnuda parecía moteada y cetrina, y llevaba el pelo en un enmarañado nudo desprovisto de ornamentos. Hirata apenas reconocía en aquella ruina humana a la mujer que lo había cautivado.

– ¿Qué os ha pasado? -preguntó.

– Mañana llegan quince nuevas concubinas al Interior Grande. Me acaban de informar de que seré una de las mujeres destituidas para dejarles el sitio, ¡tres meses antes de la fecha oficial de mi retiro! -exclamó con voz temblorosa por la ira-. He perdido mi oportunidad de darle un heredero al sogún y convertirme en su consorte. Tendré que volver a Kioto sin nada que mostrar a cambio de trece años de degradaciones y dolor. Pasaré el resto de mi vida como solterona en la pobreza, un símbolo despreciado del fracaso de las esperanzas de la familia imperial de recobrar la gloria.

»Me disculpo por lo que os hice, pero lo superaréis -le dijo a Hirata con sorna-. ¡Y cuando penséis en mí, reíd si lo deseáis!

La necesidad de venganza de Hirata se disolvió. Su atracción por Ichiteru se había desvanecido con el boato de la moda y los modales; su amargura lo repetía. Por fin era capaz de perdonar e incluso compadecer a Ichiteru. En su destino residía en efecto su castigo. Sus propias preocupaciones parecían triviales en comparación.

– Lo siento -dijo. Le habría deseado suerte u ofrecido educadas palabras de ánimo, pero la dama Ichiteru le dio la espalda.

– Dejadme.

– Adiós, pues -dijo Hirata.

De vuelta por el jardín, se sentía unos años más viejo que cuando había empezado la investigación. La experiencia había fomentado su sabiduría. Nunca más permitiría que un sospechoso de asesinato lo manipulara. Pero la desaparición de las intensas emociones que le inspirara la dama Ichiteru dejaba un hueco en su espíritu. Debería ocuparse de otros casos antes del banquete de bodas de Sano, programado para aquella tarde, pero estaba demasiado inquieto para trabajar. Lleno de vagos anhelos, se internó en el bosque de caza, con la esperanza de que un paseo solitario le aclarase la mente.

No bien había arrancado por un sendero, cuando oyó una voz vacilante detrás de él.

– Hola, Hirata-san.

Se volvió y vio que se le acercaba Midori.

– Hola -dijo.

– Me he tomado la libertad de seguiros desde el jardín porque pensaba… esperaba que tal vez os apeteciera algo de compañía. -Midori se ruborizó y jugueteó con un mechón de su cabello-. Me iré si no os apetece.

– No, no. Agradeceré vuestra compañía -dijo Hirata, que de verdad lo sentía.

Deambularon entre los abedules que derramaban sobre ellos sus hojas doradas. Por primera vez desde que se conocieran, Hirata la miró de verdad. Vio la belleza de su mirada clara y directa, su comportamiento bondadoso. Podía entender su encaprichamiento con la dama Ichiteru como una enfermedad que lo había cegado a las cosas buenas, Midori incluida. Al pensar en las agradables conversaciones que había sostenido con ella, se acordó de algo.

– Sabíais que Ichiteru trató de matar a Harume el verano pasado, ¿verdad? E intentasteis avisarme de que planeaba utilizarme para asegurarse de que no la arrestaran por el asesinato.

Midori escondió la cara tras la brillante cortina de su pelo y bajó la vista al suelo.

– No estaba segura, pero lo sospechaba… Y no quería que os hiciese daño.

– Entonces ¿por qué no me lo dijisteis? Sé que no debía pareceros muy dispuesto a escucharlo, pero podrías habérmelo dicho, o escribirlo en una carta, o contárselo al sosakan-sama.

– Tenía demasiado miedo -dijo Midori, contrita-. La admirabais tanto… Pensé que si os decía algo malo sobre ella me tomaríais por una mentirosa. Me habríais odiado.

A Hirata lo dejaba atónito que una chica de alta cuna no sólo se preocupara por él, sino que también quisiera que la tuviera en buena consideración. En ese momento descubrió que él le había gustado todo el tiempo. No le importaban sus orígenes humildes. El honesto aprecio de Midori lo elevaba por encima de la prisión de su inseguridad. Ya no importaba que careciera de un linaje noble o de cultivada elegancia. Los logros de su vida -las auténticas manifestaciones del honor- eran suficientes. De repente, Hirata quería reírse de júbilo. ¡Qué extraño que su experiencia más humillante le hubiese aportado también el don de la revelación!

Tocó a Midori en el hombro y la hizo volverse de cara a él.

– Ya no admiro a la dama Ichiteru -le dijo-. Y sería incapaz de odiaros.

Midori lo contempló con ojos abiertos y solemnes, llenos de una incipiente esperanza. Una sonrisa temblaba en sus labios; sus hoyuelos hicieron una tímida aparición, como el sol reflejado en unas perlas debajo del agua. Hirata sintió una alegría desbordante al ver la posible respuesta a sus anhelos.

– ¿Qué haréis ahora que Ichiteru se marcha? -preguntó.

– Oh, seré la dama de compañía de alguna otra concubina -dijo Midori-. Se supone que debo quedarme en el castillo de Edo hasta que me case.

O a lo mejor incluso después, pensó Hirata, si él seguía destinado allí y sus fortunas coincidían. Pero aquello era ir demasiado deprisa. Por lo pronto, se contentaba con saber que estarían los dos en el castillo lo bastante para que el tiempo decidiera.

– Bueno -dijo con una sonrisa-, me alegro de oírlo.

Midori le dedicó una sonrisa radiante. Con las mangas juntas, siguieron andando por el camino.

– Tengo el placer de inaugurar la celebración del matrimonio del sosakan Sano Ichiro y la dama Ueda Reiko -anunció Noguchi Motoori.

El mediador y su esposa estaban de rodillas en la tarima de la sala de recepciones de la mansión de Sano. Entre ellos, Sano y Reiko, ataviados con formales quimonos de seda, se sentaban bajo un enorme parasol de papel, símbolo de los amantes. Se habían retirado los tabiques para que la sala ampliada diera cabida a los trescientos invitados del banquete: amigos y parientes, los colegas de Sano, los superiores, los subordinados y los representantes de prominentes clanes daimio. Del techo pendían farolillos encendidos; el ambiente vibraba con los aromas del perfume, el humo del tabaco, el incienso y la comida.

– Como la lluvia tras la sequía, estas festividades llegan con mucho retraso y son por lo tanto mucho más bienvenidas -dijo Noguchi-. Ahora os invito a que os unáis a mí al felicitar a la pareja nupcial y desearles una larga y feliz vida en común.

Los músicos tocaron una alegre melodía de samisén, flauta y tambor. Los criados repartieron botellas de sake y tazas y ofrecieron bandejas cargadas de manjares. Los invitados gritaron: «Kanpai!» Con el corazón rebosante de gozo, Sano intercambió una sonrisa con Reiko.

La investigación había acabado, si bien no del todo como él habría deseado. Las muertes violentas del caballero y la dama Miyagi todavía lo perturbaban. El teniente Kushida había sido trasladado a un puesto en la provincia de Kaga, donde tal vez podría recobrarse de su obsesión y comenzar una nueva vida. Además, Sano sentía que tendría que haber intuido que el chambelán Yanagisawa sacrificaría a Shichisaburo, y salvar de algún modo al actor.

Sin embargo, más adelante habría tiempo de sobra para revisar el caso y aplicar la experiencia para obtener mejores resultados en el futuro. Una relativa armonía había regresado al castillo de Edo. Esa noche ofrecía un alegre descanso de los quebraderos de cabeza del pasado. ¡Cuánto más significativa era aquella ceremonia que la que habría tenido de haberse celebrado justo después de la boda! A Sano le parecía un tributo adecuado al vínculo forjado entre él y su esposa durante la investigación. Ocultos por sus extensas mangas, juntaron las manos.

El magistrado Ueda se puso en pie y pronunció el primer discurso:

– El matrimonio se parece a la unión de dos ríos: dos familias, dos espíritus que se unen. Aunque a menudo se producen turbulencias cuando las aguas se mezclan, pueden seguir fluyendo en la misma dirección, dos fuerzas unidas en beneficio mutuo. -Con una radiante sonrisa para Reiko y Sano, el magistrado alzó su taza de sake-. Brindo por el entroncamiento de nuestros dos clanes.

Los invitados prorrumpieron en vítores y bebieron. Las doncellas sirvieron licor para los novios. El siguiente en hablar fue Hirata:

– A lo largo de los dieciocho meses que he servido al sosakan-sama, he hallado en él a un samurái y señor ejemplar. Ahora me alegro de que tenga una esposa de parejo honor, valor y buen carácter. Juro servirles mientras viva.

Más vítores; otra ronda de bebida. Entonces entró un funcionario en la sala y anunció:

– Su excelencia el sogún y su madre, la honorable dama Keisho-in.

Entró Tokugawa Tsunayoshi, espléndido con sus ropajes brillantes y alto tocado negro. Keisho-in renqueaba a su lado, con una sonrisa en los labios. Todos hicieron profundas reverencias, pero el sogún les indicó que se levantaran.

– Relajaos, esta noche somos todos, ah, camaradas.

Absteniéndose de formalidades, él y Keisho-in tomaron asiento ante la tarima. Se volvió hacia Sano.

– Mi madre desea hacerte un regalo de bodas especial.

Con gran esfuerzo, cuatro sacerdotes introdujeron por la puerta un enorme altar budista. Mientras el sacerdote Ryuko les daba indicaciones para que lo colocaran en una esquina, los presentes lo miraban sobrecogidos. Estridentes grabados de dragones, deidades y paisajes adornaban las puertas de teca del butsudan, que llegaba hasta el techo. Había columnas con incrustaciones de madreperla y un techo dorado en pagoda. Era una obra maestra de la fealdad.

– ¿Dónde vamos a ponerlo? -susurró Reiko.

– En un lugar destacado -le respondió Sano en voz baja.

El regalo sellaba su alianza con la dama Keisho-in. Con su apoyo esperaba convencer al sogún de que promulgara reformas que redujeran la corrupción del gobierno y favorecieran el bienestar de los ciudadanos. Y se necesitaban el uno al otro para contrarrestar la influencia del chambelán Yanagisawa, clamorosamente ausente del banquete. Tras el fracaso de su estratagema, Yanagisawa estaría más ansioso que nunca por arruinarlos.

– Es el butsudan más glorioso que he visto en mi vida -declaró-. Muchas gracias, honorable dama.

Keisho-in soltó una risilla. Los presentes murmuraron educadas alabanzas, y el sacerdote Ryuko lideró a sus hermanos en un cántico de bendición. Sano estudió con interés al bello sacerdote: Ryuko era también un valioso aliado. En el espacio de una sola investigación, había erigido una sólida base de poder desde la que profundizar en su búsqueda de la verdad y la justicia.

Siguieron más discursos, con abundancia de comida, bebida, música y alborozo. Los invitados se acercaban a la tarima para expresar sus mejores deseos a los recién casados. Durante un respiro, Sano se volvió hacia Reiko.

– ¿Contenta? -preguntó. Reiko sonrió.

– Mucho.

– Yo también.

Realmente era el día más feliz de la vida de Sano. Por supuesto, sabía que tanta alegría no podía durar. Vendrían más investigaciones peligrosas; la continua lucha por mantener su posición en el campo de batalla política que era el régimen Tokugawa; las crisis importantes y menores de la vida. Pero, por el momento, Sano disfrutaba de la serenidad. Con tan buenos amigos y aliados, el éxito del futuro parecía garantizado. Y justamente a su lado tenía la fuente de su nuevo optimismo.

– Hagamos una promesa -dijo-. Pase lo que pase, siempre seremos amantes.

Reiko le apretó la mano; sus ojos centelleaban con picardía.

– Y compañeros -añadió.