Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.

La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.

Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.

Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

Kate Furnivall

La Concubina Rusa

Título original: The Russian Concubine, 2007

Traducción: Juanjo Estrella

La Concubina, 1

En memoria de mi madre, Lily Furnivall,

cuya historia ha inspirado la mía.

Con amor

Mapa de Junchow, 1928

Agradecimientos

Agradezco inmensamente, en primer lugar, a Joanne Dickinson, de Little, Brown, por su entusiasmo y compromiso, y a Teresa Chris por su fe inalterable en el libro. Muchas gracias también a Alia Sashniluc por proporcionarme el léxico ruso con tanto ahínco, y a Yeewai Tang por ayudarme tan generosamente con el chino.

Doy muchas gracias a Richard por abrir la puerta de mi mente que me llevó a China, y a Edward y a Liz por su valiosísimo apoyo.

También me gustaría agradecer al Brixham Group por escuchar mis temores y brindarme buenos consejos, y a Barry y a Ann por sacarme a jugar cuando lo necesitaba.

Y, sobre todo, deseo expresar una gratitud inmensa a Norman, por sus ideas, su apoyo y todo el café que me ha preparado.

Capítulo 1

Rusia, diciembre de 1917

El tren chirrió hasta detenerse. La locomotora, jadeante, lanzó al cielo blanco una nube de vapor grisáceo, y los veinticuatro vagones de carga de los que tiraba traquetearon y crujieron hasta quedar inmóviles, silenciosos. En la quietud de aquel paisaje helado, vacío, resonaron cascos de caballos y órdenes pronunciadas a gritos.

– ¿Por qué paramos? -preguntó en un susurro Valentina Friis a su marido.

Su aliento, como una cortina de hielo, dibujó volutas entre ambos. Exhausta, se le ocurrió que aquélla era la única parte de su cuerpo a la que aún quedaban fuerzas para moverse. Volvió a agarrarle la mano con fuerza, no para entrar en calor, sino porque necesitaba saber que seguía ahí, a su lado. El negó con la cabeza, con el rostro azul de frío, pues se había quitado el abrigo para arropar con él a la niña que dormía en sus brazos.

– Este no es el fin -dijo.

– Prométemelo -musitó ella.

Su esposo esbozó una sonrisa, y juntos se arrimaron a los listones de madera basta de un vagón que se usaba para el transporte de reses, y acercaron los ojos a las finas rendijas que quedaban entre tablón y tablón. A su alrededor, otros hacían lo mismo. Ojos desesperados, ojos que ya habían visto demasiado.

– Pretenden matarnos -declaró con voz neutra el hombre de barba que se encontraba a la derecha de Valentina. Llevaba el gorro de astracán calado hasta las orejas, y hablaba con un marcado acento georgiano-. Si no, ¿por qué se habrían detenido en medio de la nada?

– Dios te salve, María, Madre de Dios, protégenos.

Era el lamento de una anciana que seguía acurrucada sobre el suelo sucio, envuelta en tantos chales que parecía un buda pequeño y gordo, aunque debajo de todas aquellas capas de ropa maloliente apenas latía un saco de piel y huesos.

– No, babushha -insistió otra voz masculina, que provenía del fondo del vagón, donde el viento gélido se colaba sin tregua por entre los listones, llenando sus pulmones del hálito de Siberia-. No, tiene que ser el general Kornilov. Él sabe que viajamos en este tren de carga, olvidados de la mano de Dios, hambrientos. Y no permitirá que muramos. Es un gran comandante.

Un murmullo de aprobación recorrió el racimo de rostros demacrados, y a los ojos sin brillo asomó el destello de una esperanza. Un muchacho de pelo rubio muy sucio, que llevaba mucho rato tendido, inerte, en una esquina, se puso en pie y, aliviado, se echó a llorar. Hacía mucho que nadie malgastaba sus fuerzas en llantos.

– Dios te oiga -imploró un hombre tuerto que llevaba un vendaje manchado de sangre sobre el muñón de un brazo. De noche gemía y gemía en sueños, pero de día se mostraba callado y tenso-. Estamos en guerra -añadió, secamente-. El general Kornilov no puede estar en todas partes.

– Insisto. Está aquí. Ya lo verán.

– ¿Tiene razón, Jens? -preguntó Valentina, alzando el rostro para mirar a su marido. A sus veinticuatro años, era menuda y frágil, pero poseía unos ojos oscuros, sensuales, capaces de lograr, durante unos momentos, que un hombre olvidara el frío y el hambre que le devoraba las entrañas, o el peso de una criatura en sus brazos. Jens Friis tenía diez más que ella, y temía que, si los soldados bolcheviques errantes se fijaban en su hermoso rostro, aunque fuera un instante, estuviera perdida. Inclinó la cabeza y le rozó la frente con los labios.

– Pronto lo sabremos -se limitó a responder.

La barba roja de su mejilla sin afeitar rascó los labios cortados de Valentina, que de todos modos agradeció el contacto, y el aroma de su cuerpo sin lavar, pues le recordaba que no había muerto ni estaba en el infierno. Porque eso era exactamente lo que aquello parecía; la idea de que aquel viaje de pesadilla, recorriendo miles de kilómetros a través del hielo y la nieve, durara para siempre, toda la eternidad, y fuera la condena cruel que se había ganado por desobedecer a sus padres, la acechaba de día y de noche, cuando estaba despierta y cuando conciliaba el sueño.

De pronto, la gran puerta corredera del vagón se abrió, y unas voces ásperas gritaron: «Vse is vagona, bistro!» ¡Fuera de los vagones!

La luz cegó a Valentina. ¡Había tanta luz! Después de la penumbra constante del interior, de aquel mundo en perpetuo crepúsculo, la luz corrió hacia ella desde la inmensa bóveda celeste, rebotó en la nieve y la privó de visión. Parpadeó varias veces, y se obligó a fijarse bien en la escena que se desarrollaba a su alrededor.

Lo que vio le heló la sangre.

Una hilera de rifles. Todos apuntando directamente a los pasajeros harapientos que descendían del tren y se apretujaban en grupos, con los abrigos bien pegados al cuerpo, para ahuyentar el frío y el temor. Jens se acercó a la anciana para ayudarla a bajar, pero antes de agarrarle la mano alguien la empujó desde atrás, y la mujer cayó sobre la nieve, boca abajo. No emitió el menor sonido, ni un grito. Pero el soldado que había abierto la puerta del vagón la puso en pie al momento, zarandeándola con la misma indiferencia con que un perro zarandea un hueso.

Valentina intercambió una mirada con su esposo. Sin palabras, bajaron a la niña del hombro de Jens y la colocaron entre los dos, ocultándola entre los pliegues de sus abrigos largos mientras avanzaban, juntos.

– ¿Mamá? -Fue un susurro. Aunque sólo tenía cinco años, la pequeña ya había aprendido la necesidad del silencio. De la quietud.

– Shhh, Lydia -murmuró Valentina, que a pesar de todo no pudo evitar bajar la vista para mirar a su hija. Lo único que vio fueron unos ojos grandes, castaños, en un rostro palidísimo y con forma de corazón, y unos pies calzados con botines, cubiertos de nieve. Se arrimó más a su esposo, y el rostro desapareció. Sólo la manita que se aferraba a la suya le decía que su hija seguía ahí.

Aquel señor de Georgia que iba en el vagón estaba en lo cierto: se hallaban en medio de la nada. Un paisaje olvidado de la mano de Dios, donde no había más que nieve, y hielo, y alguna roca ocasional, azotada por el viento, negra, resplandeciente. En la lejanía, una hilera de árboles esqueléticos se alzaba como recordatorio de que la vida era posible incluso allí. Pero ése no era lugar para vivir. Ni para morir.

Los hombres a caballo no parecían miembros de un ejército. Nada remotamente similar a los oficiales elegantes que Valentina solía encontrarse en los salones de baile y en las troikas de San Petersburgo, o patinando sobre hielo en el Neva, presumiendo de uniforme nuevo y modales impecables. Esos hombres eran distintos, ajenos por completo al mundo de elegancia que ella había dejado atrás. Esos hombres eran hostiles. Peligrosos. Unos cincuenta se habían distribuido a lo largo del tren, al acecho, hambrientos como lobos. Se protegían del frío con abrigos de muy distinto pelaje, algunos negros, otros grises, uno de un verde intenso. Pero todos sostenían los mismos rifles alargados, y observaban con idéntica expresión de odio.

– Bolcheviques -Jens susurró a Valentina, mientras los congregaban en un corro en el que los murmullos de las oraciones resonaban como lágrimas-. Cúbrete bien con la capucha, y esconde las manos.

– ¿Las manos?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Al camarada Lenin le gustan las manos ásperas y con cicatrices causadas por años de lo que él llama «trabajo honrado». -Protector, le acarició un brazo-. Y no creo que tocar el piano cuente, amor mío.

Valentina asintió, se cubrió la cabeza con la capucha y metió la mano que le quedaba libre en el bolsillo. Sus guantes, de marta cibelina, hasta no hacía mucho hermosos, se habían convertido en harapos durante los meses pasados en el bosque, los viajes en plena noche, a pie, comiendo gusanos y líquenes de día. Todo aquello le había pasado factura, y no sólo a sus guantes.

– Jens -dijo ella en voz muy baja-. No quiero morir.

Él negó con la cabeza, vehemente, mientras con la mano libre señalaba a un soldado alto, montado a lomos de un caballo, que sin duda ostentaba el mando, y que era el que llevaba el abrigo verde.

– El que debería morir es él… por llevar a los campesinos a esta locura colectiva que está desmembrando Rusia. Hombres como él abren las compuertas de la brutalidad, y la llaman justicia.

En ese instante el oficial emitió una orden, y parte de la tropa desmontó. Las culatas de los rifles golpearon rostros, resonaron contra espaldas. Mientras la locomotora resoplaba pesadamente en la inmensidad callada, los soldados empujaban y zarandeaban su carga de centenares de desplazados, a los que hicieron formar un círculo apretado, a unos cincuenta metros de las vías. Acto seguido, procedieron a confiscar los objetos que quedaban en los vagones.

– ¡No, no, por favor! -gritó un hombre que se hallaba detrás de Valentina al ver que sacaban de uno de ellos un montón de mantas viejas y un hornillo diminuto. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Valentina se sacó la mano del bolsillo. Se la pasó por el hombro. Las palabras no servían. A su alrededor, los rostros desesperados aparecían grises, tensos.

Delante de cada vagón, la escuálida montaña de objetos personales crecía a medida que éstos, tras el meticuloso saqueo, eran arrojados a la nieve, donde se les prendía fuego. Las llamas, alimentadas con el carbón de la locomotora y avivadas con chorros de vodka, devoraban los últimos retazos de su autoestima. Su ropa, las mantas, las fotografías, diez o doce venerados iconos de la Virgen María, e incluso un retrato en miniatura del zar Nicolás II. Todo ennegrecido, quemado, convertido en cenizas.

– Sois traidores. Todos vosotros. Traidores a vuestro país.

La acusación la formulaba el oficial más alto, el de la casaca verde. A pesar de no llevar más distintivo que un escudo de sables cruzados en su gorra de pico, no había duda acerca de su posición de mando. Se mantenía muy erguido sobre su recia montura, que controlaba sin esfuerzo, apenas con un golpe de talón. La impaciencia asomaba a sus ojos oscuros, como si aquel cargamento de rusos blancos supusiera para él una tarea desagradable.

– Ni uno solo de vosotros merece vivir-enunció con frialdad.

Un murmullo grave se elevó de la muchedumbre, que pareció mecerse al unísono, horrorizada. El oficial alzó más la voz.

– Nos habéis explotado. Nos habéis maltratado. Creíais que nunca llegaría el día en que tendríais que rendir cuentas ante nosotros, el pueblo de Rusia. Pero os equivocabais. Estabais ciegos. ¿Dónde están ahora todas vuestras riquezas? ¿Dónde vuestras magníficas casas y vuestros preciosos caballos? El zar está acabado, y yo os juro que…

Una sola voz se elevó de entre la multitud.

– Dios bendiga al zar. Dios proteja a los Romanov.

Se oyó un disparo. El rifle del oficial retrocedió entre sus manos. Alguien, en la primera fila, cayó al suelo; una mancha oscura en la nieve.

– Este hombre ha pagado por vuestra traición. -Su mirada hostil recorrió con desprecio la multitud anonadada-. Vosotros y los que son como vosotros habéis sido parásitos a expensas de los trabajadores famélicos. Creasteis un mundo de crueldad y tiranía en el que los ricos daban la espalda a los gritos de los pobres. Y ahora desertáis de vuestro país, como ratas que abandonan un barco en llamas. Y osáis llevaros con vosotros a la juventud de la patria. -Movió el caballo hacia un lado, y se alejó del racimo de rostros asustados-. Ahora entregaréis vuestros objetos de valor.

Un ligero movimiento de cabeza de su jefe bastó para que los soldados comenzaran a moverse entre los presos; de modo sistemático, fueron apoderándose de todas las joyas, todos los relojes, todas las pitilleras, cualquier objeto que pudiera tener valor, incluido el dinero en todas sus formas. Manos insolentes palpaban ropas, axilas, bocas e incluso pechos, en busca de objetos cuidadosamente escondidos por sus propietarios con la esperanza de que les salvaran la vida. Valentina perdió el anillo de esmeraldas que había ocultado en el dobladillo de su vestido, y a Jens le arrebataron la última moneda de oro que llevaba metida en una bota. Cuando la operación terminó, los presos permanecieron en silencio, un silencio sólo roto por algún sollozo aislado. Privados de esperanza, carecían también de voz.

Pero el oficial parecía satisfecho. El gesto de desagrado había desaparecido de su rostro. Se volvió y emitió una orden brusca al hombre a caballo que se hallaba tras él. Al instante, un puñado de soldados montados se abrió paso entre la multitud, dividiéndola, sumiéndola en la confusión. Valentina se aferró a la manita oculta en la suya, y supo que Jens moriría antes de soltar la otra. La pequeña dejó escapar un grito sofocado al ver que un gran bayo se aproximaba a ellos peligrosamente con sus pezuñas de acero. Exceptuando ese instante, se mantuvo firmemente asida a sus padres, sin pronunciar una sola palabra.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó Valentina en un susurro.

– Se llevan a los hombres. Y a los niños.

– ¡Dios mío! ¡No!

Pero Jens tenía razón. Sólo dejaban en paz a los ancianos y a las mujeres. A los demás los separaban y se los llevaban. Gritos de desesperación rasgaban el aire helado de aquel erial, y por la cola del convoy asomó un lobo, que avanzó con el vientre pegado a la nieve, atraído por el olor de la sangre.

– ¡Jens, no! ¡No dejes que te lleven! ¡Ni a la niña! -suplicó Valentina.

– ¿Papá?

Un pequeño rostro surgió entre ellos.

– No hables, mi amor.

La culata de un rifle golpeó el hombro de Jens en el instante mismo en que volvía a cubrir la cabeza de su hija con el abrigo. Se tambaleó, pero logró mantener el equilibrio.

– ¡Tú, ven aquí! -El soldado a caballo parecía estar buscando cualquier excusa para apretar el gatillo. Era muy joven, y estaba muy nervioso.

Jens se mantuvo firme.

– Yo no soy ruso. -Se metió la mano en el bolsillo muy despacio, para no despertar los recelos del soldado, y extrajo el pasaporte.

– ¿Lo ve? -se apresuró a señalar Valentina-. Mi esposo es danés.

El soldado frunció el ceño, sin saber qué hacer. Pero su comandante lo miró con expresión severa, y al instante detectó su vacilación. Espoleó el caballo en dirección al aterrorizado grupo, y se acercó al joven.

– Grodenski, ¿por qué estás perdiendo el tiempo aquí? -inquirió, aunque sin mirarlo a él, sino concentrando toda su atención en Valentina, que había alzado mucho la cabeza para hablar con el soldado a caballo. Al hacerlo, la capucha se le había echado hacia atrás, revelando su larga cabellera castaña, y una frente despejada, de piel pálida, inmaculada. Los meses de escasez habían afilado sus pómulos, y sus ojos parecían ocupar gran parte del rostro.

El oficial bajó del caballo. De cerca, se veía más joven de lo que parecía a lomos de su montura. No llegaba a los cuarenta, aunque su mirada era la de un hombre más viejo. Cogió el pasaporte y lo estudió brevemente, mirando alternativamente a Valentina y a Jens.

– Pero usted -añadió, dirigiéndose groseramente a Valentina-, usted sí es rusa.

Tras ellos se oyeron unos disparos.

– Por nacimiento sí -respondió ella, sin volver la cabeza en dirección al ruido-. Pero ahora soy danesa por matrimonio. -Habría querido acercarse más a su esposo, para esconder mejor a la niña entre ellos, pero no se atrevía a moverse, y sólo sus dedos se aferraron con más fuerza a la manita fría.

Sin previo aviso, el rifle del oficial se clavó en el estómago de Jens, que se dobló de dolor emitiendo un gruñido. Al momento, un segundo golpe, esta vez en la nuca, le hizo caer sobre la nieve. La sangre salpicó la superficie blanca.

Valentina gritó.

Al instante sintió que la manita se soltaba de la suya, y vio que su hija se abalanzaba sobre las piernas del oficial con la ferocidad de un gato montes, y le mordía y le arañaba, encolerizada. Como en cámara lenta, observó que la culata del rifle descendía de nuevo, apuntando a la cabeza de la pequeña.

– ¡No! -exclamó, atrayendo a la niña hacia sí antes de que el impacto la alcanzara. Pero unas manos más fuertes que las suyas le arrebataron a su hija-. ¡No, no! -gritó-. Es una niña danesa. No es rusa.

– Sí es rusa -insistió el oficial, desenvainando el revólver-. Lucha como una rusa -añadió, mientras encañonaba la frente de la pequeña sin inmutarse.

La niña quedó paralizada, y sólo la expresión de sus ojos revelaba el pánico que sentía. Apretaba la boca con fuerza.

– No la mate, se lo ruego -suplicó Valentina-. Por favor, no la mate. Haré… cualquier cosa… cualquier cosa si deja que viva. -A sus pies, el cuerpo de su esposo, retorcido de dolor, emitió un gruñido-. Por favor -insistió, desabrochándose el primer botón del abrigo, sin apartar la mirada del rostro del oficial-. Cualquier cosa.

El comandante bolchevique alargó la mano y le acarició el pelo, la mejilla, la boca. Ella contuvo el aliento, provocando su deseo. Y por un instante creyó que lo lograría. Pero entonces él miró a su alrededor y vio que todos los hombres la observaban con ojos lúbricos, esperando su turno, y negó con la cabeza.

– No. No vale la pena. Ni siquiera los besos de tus labios suaves. Causarías demasiados problemas entre mis hombres. -Se encogió de hombros-. Una lástima.

Acercó el dedo al gatillo.

– Déjeme que se la compre -reaccionó Valentina al momento.

El oficial volvió el rostro y la observó con el ceño fruncido. Ella le repitió la súplica:

– Déjeme que se la compre. A ella y a mi esposo.

Él se echó a reír, y los soldados lo secundaron con sus risotadas.

– ¿Con qué?

– Con esto.

Valentina se metió dos dedos hasta la garganta y se echó hacia adelante, al tiempo que una arcada de bilis tibia ascendía desde su estómago vacío. En el centro del charco de líquido amarillo que cubrió la capa de nieve aparecieron dos pequeños envoltorios de algodón, del tamaño de avellanas. A un gesto del oficial, un soldado con barba los recogió y se los entregó, y él los sostuvo, sucios y húmedos, sobre un guante negro.

Valentina se acercó más a él.

– Son diamantes -anunció, orgullosa.

Él retiró los envoltorios de algodón con movimientos imperiosos, hasta que las dos piezas de hielo resplandeciente se hallaron ante sus ojos.

Valentina se fijó en la avidez de su gesto.

– Uno para comprar a mi hija. Otro, a mi esposo.

– Puedo quedármelos de todos modos. Tú ya los has perdido.

– Lo sé.

De pronto, el oficial sonrió.

– Está bien, llegaremos a un acuerdo. Como tengo los diamantes y como eres bonita, puedes quedarte con la mocosa.

Lydia corrió a los brazos de Valentina, y se aferró a ella con tal fuerza que parecía querer meterse dentro de su cuerpo.

– Y mi esposo -insistió Valentina.

– Nos quedamos con él.

– No, no, por favor, Dios, yo…

Pero en ese momento irrumpieron los caballos, creando una muralla infranqueable entre ellos. Las mujeres y los ancianos fueron conducidos de regreso al tren.

Lydia gritó, sin abandonar los brazos de su madre.

– ¡Papá, papá!

Mientras se lo llevaban a rastras, las lágrimas resbalaban por las mejillas demacradas de la niña.

A Valentina, en cambio, no le quedaban lágrimas. Sólo el vacío helado de su ser, tan mudo e inerte como el paisaje que iban dejando atrás. Sentada en el suelo maloliente de aquel vagón para ganado, con la espalda apoyada en la pared de listones, la noche descendía sobre ellos, y el aire era tan frío que hasta respirar dolía. Pero ella no se daba cuenta. Con la cabeza gacha, sus ojos no miraban. A su alrededor, los sonidos de la tristeza llenaban espacios ocupados hasta hacía muy poco. El muchacho rubio del pelo sucio ya no estaba, como tampoco estaba el hombre que se había mostrado tan seguro de que el ejército blanco había llegado para darles de comer. Las mujeres lloraban la pérdida de sus esposos, el robo de sus hijos e hijas, y observaban con descarnada envidia a la única niña que seguía montada en el tren.

Aunque había cubierto a su hija con el abrigo, y la abrazaba con fuerza, la notaba tiritar.

– Mamá -susurró la pequeña-, ¿va a volver papá?

– No.

Lydia había formulado veinte veces la misma pregunta, como si por repetirla sin cesar fuera a lograr que cambiara la respuesta. En la penumbra, Valentina sentía los temblores de su hija, de modo que le sostuvo el rostro con las dos manos y le habló con gran determinación:

– Pero nosotras sobreviviremos. Tú y yo. Sobrevivir lo es todo.

Capítulo 2

Junchow, norte de China, julio de 1928

El aire, en el mercado, olía a boñiga de mula. El hombre del traje de lino color crema no sabía que le seguían, que unos ojos seguían todos sus movimientos. Se acercó un pañuelo blanco y almidonado a la nariz y se preguntó una vez más cómo había llegado a aquel lugar remoto y olvidado.

Inesperadamente, el rictus inglés, serio, que su boca esbozaba dio paso al atisbo de una sonrisa. Remoto tal vez sí, pero no olvidado por sus propios dioses paganos. El sonido lúgubre de unas enormes campanas de bronce descendía desde el templo hasta la plaza del mercado e, imponiéndose, resonaba en su cerebro, reverberaba allí con su sonido monocorde que parecía no tener fin. En un esfuerzo por distraerse, tomó una pieza de porcelana de uno de los muchos puestos en los que los vendedores voceaban sus productos, y lo levantó para que le diera la luz. Traslúcido como el aliento de un dragón, frágil como el corazón de una flor de loto. El cuenco encajaba a la perfección en la palma de su mano, como si aquél fuera su lugar natural.

– Primera época de la dinastía Ching -murmuró, complacido el europeo.

– ¿Usted compra? -le preguntó el vendedor, que llevaba una túnica de un gris apagado, y lo miraba expectante, con sus ojos negros, fingiendo buen humor-. ¿Gusta?

El inglés se echó hacia delante, cuidándose mucho de evitar todo contacto entre el destartalado tenderete y su inmaculada chaqueta. En un tono educado en extremo, le preguntó:

– Dígame, ¿cómo es que su gente es capaz de producir las creaciones más perfectas de la tierra y a la vez la suciedad más espantosa que he visto en mi vida?

Con la mano libre señaló la maraña de cuerpos que atestaban la plaza del mercado, la recua de mulas que, a sus resistentes lomos, cargaban enormes bloques de sal mientras se abrían paso, ruidosamente, entre la muchedumbre, por entre los puestos de comida, soltando por todas partes sus excrementos, que se secaban al calor sofocante del día. El mulero, con la cara picada por la viruela, ahora que había llegado al fin a Junchow y se sentía a salvo, sonreía como un simio, pero apestaba como un yak. Y luego estaba la suciedad blanca de las aves, que brotaba de los centenares de jaulas de bambú y cubría el empedrado de los suelos, confundiéndose con el hedor de la alcantarilla al aire libre que corría por un lado de la plaza. Dos niños de trenza puntiaguda y negra se acuclillaban junto a ella mientras, indiferentes a todo, daban cuenta a mordiscos de algo verde y jugoso. Dios sabía qué sería. Dios y las moscas, que se arremolinaban sobre todo.

El inglés se volvió hacia el vendedor y, con un atisbo de desesperación, volvió a preguntarle:

– ¿Cómo lo hacen?

El chino alzó la vista para observar mejor al fanqui, el «diablo extranjero». Aunque no había entendido nada, le había prometido a su nueva concubina que le compraría unas zapatillas nuevas, rojas, bordadas, por lo que se resistía a perder una venta. Así que repitió una de las ocho palabras que conocía en el idioma de su interlocutor:

– ¿Compra? -A la que añadió, esperanzado-: Muy bonito.

– No. -El inglés depositó con cuidado el cuenco junto a un bote de té lacado en blanco y negro-. No compra.

Y se alejó, aunque no por ello le dejaron en paz, pues al instante le abordó el vendedor del tenderete contiguo. La incesante cháchara, pronunciada en aquella maldita lengua que no comprendía, sonaba a sus oídos occidentales como una pelea de gatos. Y hacía tanto calor que empezaba a pasarle factura. Se secó la frente con el pañuelo y consultó la hora en el reloj de bolsillo. Debía emprender el regreso. No quería llegar tarde a su almuerzo con Binky Fenton en el Club Ulysses. El viejo Binky era muy estricto para esas cosas. Y hacía bien.

Sintió un golpe en el hombro: un rickshaw se abría paso, traqueteando sobre la calle adoquinada. Los había por todas partes, maldita sea. No deberían estar permitidos. Molesto, clavó la vista en el ocupante del vehículo, y al instante su mirada se ablandó. Sentada muy erguida, delgada, con su cheongsang lila, de cuello alto viajaba una hermosa joven china. Su larga cabellera negra coleaba como una capa de raso, más larga que la espalda, y detrás de una oreja, sostenida con una peineta de madreperla, lucía una orquídea amarilla. No le vio los ojos, pues, discretamente, dirigía la mirada a sus manos diminutas, que apoyaba en el regazo, pero el rostro era un óvalo perfecto, y su piel, exquisita como el cuenco de porcelana que acababa de sostener entre sus manos.

Un grito ronco hizo que su atención se desplazara al esforzado porteador del rickshaw, pero, apenas lo hizo, apartó la mirada, escandalizado. El hombre no llevaba más que unos harapos en la cabeza y un taparrabos sucio atado a la cintura. No era de extrañar que la joven prefiriera mirarse las manos entrelazadas. Era repugnante el modo en que aquellos nativos exhibían sus cuerpos desnudos. Se llevó el pañuelo a la nariz. Qué olor, por Dios. ¿Cómo podían convivir con él?

El súbito chillido de una trompeta lo sobresaltó y terminó de destrozarle los nervios. Se echó hacia atrás, y tropezó contra una joven europea que caminaba detrás de él.

– Por favor, le ruego disculpe mi torpeza. Ese ruido vil ha podido conmigo.

La muchacha llevaba un vestido azul marino y un sombrero de paja, de ala ancha, que le ocultaba el pelo e impedía al inglés verle el rostro. A pesar de ello, su impresión era que aquella europea se reía de él, pues la trompeta resultó no ser más que el modo en que el afilador anunciaba su llegada al mercado. Tras despedirse de ella con una breve inclinación de cabeza, cruzó la calle. En cualquier caso, aquella joven no debería estar allí sola, sin carabina. Sus pensamientos se interrumpieron ante la visión de una imagen tallada de Sun Wu-Kong, el dios-mono de poderes mágicos, que se exhibía en uno de los puestos, y dejó de preguntarse qué motivos tendría una muchacha blanca para recorrer sola un bullicioso mercado chino.

Las manos de Lydia eran rápidas. Su tacto, suave. Era capaz de robar con los dedos la sonrisa del mismísimo Buda sin que ni él se diera cuenta.

Se alejó entre la multitud. Sin mirar atrás. Eso era lo más difícil. El deseo de girarse a comprobar que estaba a salvo era tan intenso que le ardía en el pecho. Pero metió la mano en el bolsillo, se ocultó bajo el extremo gastado del palo del aguador, y se dirigió hacia el arco profusamente labrado que daba acceso al mercado. En los puestos, a ambos lados de la calle, se apilaban pescados y frutas, y en el tramo final, que se estrechaba, la multitud se hacía más densa. Allí se sentía más segura.

Pero tenía la boca seca.

Se pasó la lengua por los labios, y se atrevió a mirar atrás, sólo un instante. Sonrió. El traje color crema seguía en el mismo lugar en que lo había dejado, inclinado frente a un tenderete, abanicándose con el sombrero. Con su vista aguda distinguió a un pilluelo autóctono que llevaba lo que parecía un basto pijama azul, y que merodeaba con malas intenciones frente al extranjero, que no se había percatado en absoluto. Todavía. Pero en cualquier momento podía decidir consultar la hora en su reloj de bolsillo. Eso era lo que hacía cuando ella lo vio por primera vez. ¿Se podía ser más cabeza hueca? ¿Es que no tenía dos dedos de frente?

Y lo supo al instante: iba a ser una presa fácil.

Dejó escapar un suspiro complacido. No era sólo la voz de la adrenalina una vez apresado con éxito el botín. La visión del mercado, extendido ante ella, le causaba gran placer. Adoraba la energía que desprendía. Rebosante de vida en cada esquina, lleno de ruido y estruendo, con los gritos agudos de los vendedores y los amarillos y los rojos vivísimos de palosantos y sandías. Adoraba los aleros de los tejados, su modo de curvarse hacia arriba, como si quisieran salir volando, llevados por el viento, y los ropajes livianos de la gente que se afanaba para comprar cangrejos, o cuencos de anguilas asadas, o un jin [1] de brotes de alfalfa. Era como si el aroma de aquel lugar se le infiltrara en la sangre.

No como en el Asentamiento Internacional. A Lydia le parecía que allí la gente llevaba corsés con ballenas no sólo sobre el cuerpo, sino sobre la mente.

Avanzaba deprisa, pero sin excederse. No quería llamar la atención. Aunque no era raro ver a extranjeros en los mercados locales sí lo era encontrarse con una muchacha de quince años caminando sola. Debía andarse con cuidado. Ante ella se extendía el camino ancho y pavimentado que conducía al Asentamiento Internacional, y allí era donde esperaría encontrarla el hombre del traje color crema si le daba por buscarla. Pero Lydia tenía otros planes, y giró a la derecha.

Allí se topó de cara con un policía.

– ¿Está bien, señorita?

El corazón le latía con fuerza.

– Sí.

Era joven. Y chino. Uno de los agentes municipales que patrullaban, orgullosos, con su elegante uniforme azul marino y su cinturón blanco, lustroso. La observaba con curiosidad.

– ¿Está perdida? Jóvenes damas no vienen aquí. No bien.

Ella negó con la cabeza y le dedicó la más dulce de sus sonrisas.

– No. Voy a reunirme con mi amah aquí.

– Su niñera debería saberlo. -Frunció el ceño-. No bien. Nada bien.

Un grito de indignación resonó en todo el mercado, detrás de Lydia, que se dispuso a emprender la carrera. Pero el policía había perdido interés. Se llevó la mano a la gorra y, apresuradamente, se dirigió a la plaza abarrotada. Apenas se hubo ido, Lydia inició su huida. Subió corriendo los empinados peldaños, dejó atrás el arco que había de introducirla en el corazón de la ciudad vieja, con sus antiguos muros custodiados por cuatro inmensos leones de piedra. No solía internarse en ella, no se atrevía, pero en ocasiones como ésa, merecía la pena correr el riesgo.

Era un mundo de callejones oscuros y odios más oscuros todavía. Las calles eran estrechas, empedradas, de suelos resbaladizos por los restos de verduras pisoteadas. A sus ojos, los edificios presentaban un aspecto secreto, ocultaban sus suspiros tras los altos muros. O bien eran bajos y achatados, parecían encajarse los unos contra los otros formando ángulos raros, junto a los salones de aleros curvados y verandas pintadas con colores alegres. Los rostros grotescos de extraños dioses y diosas la observaban desde hornacinas que aparecían por sorpresa.

La adelantaban hombres que cargaban con sacos, mujeres que llevaban a recién nacidos en brazos. Todos la miraban con ojos hostiles, le decían cosas que no entendía, aunque la palabra que más se repetía era fanqui, diablo extranjero, que le causaba escalofríos. En una esquina, una anciana, envuelta en harapos, pedía limosna en medio de un lodazal, extendiendo una mano que era como una garra, mientras las lágrimas resbalaban sin cesar por entre los surcos profundos de su rostro esquelético. Se trataba de una imagen que Lydia había visto en muchas ocasiones, y que ya había llegado, a veces, a las mismas calles del Asentamiento. Pero no se acostumbraba nunca a ella. Aquellos mendigos la asustaban, y hacían que el pánico se apoderara de su mente. En sus pesadillas, era uno de ellos, vivía en el fango, sola, y sólo tenía gusanos para comer.

Se dio prisa. La cabeza gacha.

Para tranquilizarse, metió la mano en el bolsillo y con los dedos palpó aquel pesado objeto. Parecía caro. Se moría de ganas de echar un vistazo al producto de su saqueo, pero allí habría sido demasiado peligroso. Algún miembro del tong le cortaría la mano apenas la viera, de modo que se obligó a ser paciente. Pero, a pesar de ello, le recorrió un escalofrío por la espalda, y sólo al llegar a Copper Street empezó a respirar más aliviada, y el hormigueo en la base del estómago remitió. Era el miedo. Y siempre la invadía tras un hurto. Las gotas de sudor se deslizaban por su espalda, y ella se decía que era por el calor. Se ladeó el sombrero viejo con gracia, alzó la vista hacia el cielo blanco, plano, que se posaba sobre la ciudad vieja como una manta asfixiante, y se dirigió a la tienda del señor Liu.

El comercio ocupaba el fondo de un porche mugriento. La puerta era estrecha y oscura, pero el escaparate resplandecía, alegre y luminoso, enmarcado por planchas de madera talladas y decorado con láminas pintadas con gran delicadeza. Lydia sabía que era por la necesidad que tenían los chinos de cuidar la apariencia. «La fachada.» Pero lo que tuviera lugar tras ella era un asunto privado. El interior era apenas visible. No sabía qué hora era, pero estaba segura de que ya había gastado el tiempo libre que tenía asignado para almorzar. El señor Theo se enfadaría con ella por llegar tarde a clase, tal vez le pegara con la regla en los nudillos. Sería mejor que se diera prisa.

Pero, mientras abría la puerta de la tienda, no pudo evitar sonreír. Tal vez sólo tuviera quince años, pero sabía bien que cerrar con prisas un trato en China era una esperanza tan absurda como contar las palomas que revoloteaban sobre los tejados grises de Junchow.

En el interior, la luz era tenue, y los ojos de Lydia tardaron un poco en adaptarse a la penumbra. El perfume a jazmín impregnaba el aire, fresco en contraste con la humedad de las calles. La visión de la mesa negra de una esquina, sobre la que reposaba un cuenco con cacahuetes fritos, le recordó que no había comido nada desde que, para desayunar, le habían dado apenas un par de cucharones de gachas de arroz aguadas.

Un hombre flaco, con túnica larga, marrón, salió de detrás de un mostrador de roble. Tenía la cara arrugada como una nuez, y unos pelos largos y ralos le crecían en la punta de la barbilla. Seguía llevando el pelo a la manera manchú antigua, recogido en una trenza que descendía por la espalda como una serpiente. La expresión de sus ojos negros era de astucia.

– Señorita, bienvenida a mi humilde comercio. A mi pobre corazón le hace bien volver a verla. -Cortés, le hizo una reverencia, que ella imitó.

– He venido porque en todo Junchow se dice que el señor Liu es el único que conoce el verdadero valor de las obras de arte más hermosas -abrió fuego Lydia, con voz dulce.

– Es para mí un honor, señorita. -El señor Liu sonrió, complacido, y le señaló una mesa baja colocada en un rincón-. Pero siéntese, por favor. Refrésquese un poco. Las lluvias del verano se muestran crueles este año, y los dioses deben de estar en verdad enfadados, pues desde el cielo nos lanzan fuego por la boca todos los días. Permítame que le traiga un té de jazmín para aliviar el calor de su sangre.

– Gracias, señor Liu, se lo agradezco.

Se sentó en el taburete de bambú y, apenas el vendedor se dio la vuelta, se introdujo un cacahuete en la boca. Mientras el hombre estaba ocupado tras un biombo con pavos reales de marfil taraceados, Lydia se dedicó a observar la tienda.

Se trataba de un espacio oscuro, secreto, lleno de estantes tan atestados de objetos que se apoyaban unos sobre otros. Piezas de porcelana de Jiangxi, de siglos de antigüedad, convivían con los últimos modelos de radios de baquelita, color crema, brillantes. Rollos de papel delicadamente pintados colgaban junto a feroces espadas chinas, y sobre ellas, un peculiar árbol retorcido, hecho de bronce, parecía crecer en lo alto de la cabeza de un mono sonriente. En el extremo opuesto, dos osos de peluche alemanes se apoyaban en una fila de chisteras de seda fabricadas en Jermyn Street. Un artilugio extraño, de madera y con muelles metálicos, estaba apoyado junto a la puerta, y a Lydia le llevó un momento darse cuenta de que se trataba de una pierna ortopédica.

El señor Liu tenía una casa de empeños. Compraba y vendía los sueños de la gente, y lubricaba los engranajes de la existencia diana. Lydia recorrió con la mirada el colgador que ocupaba el fondo de la tienda. Allí era donde le encantaba demorarse. Una vistosa selección de vestidos de noche y abrigos de pieles, tantos y tan pesados que la barra se combaba en su centro, como arqueando la espalda. La mera visión de tanto lujo hacía que el corazón de Lydia latiera de envidia. Antes de abandonar el establecimiento, siempre se acercaba hasta allí y pasaba una mano por entre aquellos abrigos de pelo tupido. Ya fueran visones relucientes o martas cibelinas, había aprendido a distinguirlos. Y se prometía a sí misma que, algún día, las cosas serían distintas. Algún día ella no entraría allí a vender, sino a comprar. Aparecería con un montón de dólares en la mano, y se llevaría alguna de aquellas prendas. Cubriría con ella los hombros de su madre y le diría: «Mira, mamá, mira qué guapa estás. Ya estamos a salvo. Puedes volver a sonreír.» Y su madre soltaría una carcajada gloriosa. Y sería feliz.

Se metió dos cacahuetes más en la boca e, impaciente, empezó a dar golpecitos con el zapato en el suelo.

Al instante, el señor Liu reapareció con una bandeja en la mano, y una sonrisa atenta. Colocó sobre la mesa dos tazas finas como el papel, sin asa, junto con una tetera mate, sin vitrificar, que parecía antiquísima. En silencio, el anciano vertió el té en ellas. Curiosamente, el aroma a jazmín que se elevó en el vapor del líquido caliente alivió la mente acalorada de Lydia, que sintió la tentación de dejar sobre la mesa, en ese preciso instante, el producto de su hurto. Pero no iba a hacerlo. Antes debían charlar un rato. Así era como se hacían los negocios en China.

– Espero que goce usted de buena salud, señorita, y que, en estos tiempos convulsos, todo vaya bien en el Asentamiento.

– Gracias, señor Liu, estoy bien, aunque en el Asentamiento… -se encogió de hombros, en un gesto que esperaba que fuera el de una mujer de mundo- hay siempre problemas.

Los ojos del vendedor se iluminaron.

– ¿No fue un éxito el baile de verano en el Salón Mackenzie?

– Sí, por supuesto. Asistió todo el mundo. Fue de lo más elegante. Todos los coches y los carruajes más distinguidos. Y joyas, señor Liu, usted habría apreciado mucho las joyas. ¡Fue todo tan… -su voz delataba la emoción que sentía- tan perfecto!

– Me alegro de veras de oírlo. Es bueno saber que las muchas naciones que gobiernan este insignificante rincón de China son capaces de reunirse de vez en cuando sin cortarse el cuello las unas a las otras.

Lydia se echó a reír.

– No se crea, que se discutió mucho. Sobre todo en torno a las mesas de juego.

El señor Liu se echó un poco hacia delante.

– ¿Y cuál era el motivo de la disputa?

– Creo que… -deliberadamente, hizo una pausa para dar el último sorbo al té y mantener así el suspense, mientras oía la respiración entrecortada, expectante, de su interlocutor- se trata de algo relacionado con traer a más sijs de la India. Quieren reforzar la policía municipal, ¿sabe?

– ¿Acaso se esperan disturbios?

– El comisionado Lacock, nuestro jefe de policía, comentó que se trataba sólo de una precaución, a causa de los saqueos que tienen lugar en Pekín, y dado que mucha de su gente entra en nuestro Asentamiento Internacional de Junchow en busca de alimentos.

– Ai-ya, no hay duda de que vivimos tiempos terribles. La muerte es tan corriente como la vida. La hambruna y la inanición están por todas partes. -Entre ellos se hizo el silencio, que cayó como una piedra en un estanque-. Pero, explíquemelo, si tiene a bien, señorita, pues yo debo de ser tonto y no lo entiendo. ¿Cómo a alguien tan joven como usted la invitan a asistir a un evento tan ilustre en el Salón Mackenzie?

Lydia se ruborizó al instante.

– Mi madre -respondió con grandilocuencia- era la mejor pianista de toda Rusia, y tocó para el mismísimo zar en su Palacio de Invierno. Actualmente es muy requerida en Junchow. Y yo la acompaño.

– ¡Ah! -exclamó él, respetuoso, con una inclinación de cabeza-. Ahora lo entiendo todo.

A Lydia no terminó de gustarle el tono con que lo dijo. Siempre desconfiaba de su gran dominio del idioma, y le habían comentado que en otro tiempo había sido el capataz de la Compañía Minera Jackson & Mace. No le costaba imaginarlo con un pico en una mano y un puñado de oro en la otra. Pero se rumoreaba que había salido de allí por la puerta trasera. Lydia echó un vistazo a los estantes, y a la vitrina que, cerrada con llave, albergaba las joyas. En la China, los robos no eran infrecuentes.

Ahora le tocaba a ella.

– Espero que el aumento de población en nuestra localidad aporte ventajas a su negocio, señor Liu.

– Ai! Me duele no poder confirmar sus esperanzas. El negocio no va bien. -Entrecerró los ojos pequeños, oscuros, componiendo un gesto exagerado de tristeza-. Ese hijo de serpiente de estercolero, Feng Tu Hong, el jefe de nuestro nuevo Consejo, nos está llevando a todos al arroyo.

– ¡Oh! ¿Y cómo es eso?

– Exige a todos los comercios del viejo Junchow el pago de unos impuestos tan elevados que nos chupa la sangre de las venas. A mis viejos oídos no les sorprende oír que los jóvenes comunistas patrullan de noche pegando sus carteles. Ayer, en la plaza, dos más fueron decapitados. Son tiempos difíciles, señorita. Apenas encuentro ya baratijas con las que alimentarme a mí y a los inútiles de mis hijos. Ai-ya! El negocio va mal, muy mal.

No sin esfuerzo, Lydia consiguió reprimir su sonrisa.

– Lo lamento por usted, señor Liu. Pero le he traído algo que espero que contribuya a que su negocio vuelva a funcionar.

El señor Liu inclinó la cabeza, señal que indicaba que había llegado el momento. Ella se metió la mano en el bolsillo y extrajo su premio. Lo dejó sobre la mesa de ébano, en la que refulgió con el brillo de una luna llena. El reloj era hermoso, incluso a sus ojos inexpertos, y tanto su armazón dorado como su pesada cadena de plata desprendían olor a dinero. Observó con atención al señor Liu. En su rostro no se movió ni un músculo, pero no logró evitar que un destello de deseo recorriera fugazmente su mirada. Con todo, la apartó al momento del reloj y, muy despacio, dio un sorbo más al té. Pero Lydia ya estaba acostumbrada a su estrategia, y conocía bien sus trucos.

Esperó.

Finalmente, el señor Liu lo sostuvo entre los dedos, y de la túnica extrajo un monóculo de aumento para examinarlo. Levantó la tapa delantera, de plata, y la trasera, así como la interior, mientras murmuraba para sus adentros en mandarín y acariciaba delicadamente el metal. Al cabo de unos instantes, lo dejó en la mesa.

– Tiene cierto valor -enunció indiferente-, aunque escaso.

– Yo diría que su valor es más que escaso, señor Liu.

– Ah, pero éstos son tiempos difíciles. ¿Quién tiene dinero para cosas como éstas cuando no hay comida que llevarse a la boca?

– Se trata de una pieza muy bien trabajada.

El vendedor movió un dedo, como si quisiera acariciar la plata una vez más, pero, en lugar de hacerlo, se lo llevó a la barba.

– No está mal-reconoció-. ¿Más té?

Durante diez minutos negociaron, regateando en favor de uno y de otro. En cierto momento Lydia se puso en pie y se guardó el reloj en el bolsillo. Fue entonces cuando el señor Liu aumentó su oferta.

– Trescientos cincuenta dólares chinos.

Ella volvió a dejar la pieza sobre la mesa.

– Cuatrocientos cincuenta -exigió.

– Trescientos sesenta. No puedo permitirme más, señorita. Mi familia pasará hambre.

– Pero vale más. Mucho más.

– No para mí. Lo siento.

Ella aspiró hondo.

– No es bastante.

El vendedor suspiró y meneó la cabeza y la trenza.

– Está bien, no comeré durante una semana. -Hizo una pausa y la estudió con ojos penetrantes-. Cuatrocientos dólares.

Lydia aceptó.

Estaba contenta. Atravesaba deprisa la ciudad vieja, de regreso a casa, con la cabeza llena de todas las cosas buenas que compraría: una bolsa de buñuelos dulces de albaricoque, y sí, un bonito pañuelo de seda para su madre, y unos zapatos nuevos para ella, porque los que tenía le apretaban mucho, y quizás un…

La calle estaba cortada, y la escena que se desarrollaba en ella era de absoluto caos. El centro lo ocupaba un Bentley negro, muy grande, con sus guardabarros anchos y sus remates cromados, relucientes. El vehículo era tan inmenso, tan incongruente en el marco de aquellas callejuelas pensadas para el tráfico de mulas y carretillas, que por un momento a Lydia le pareció que no había visto bien. Parpadeó. Pero sí, el coche seguía en su sitio, aprisionado entre rickshaws, uno de ellos volcado y con una rueda rota, y con un burro con su respectivo carro cerrando el paso por delante. El carro había derramado toda la carga de raíces de loto blanco por el suelo, y el burro rebuznaba en su intento de comérselos. El griterío era general.

Mientras Lydia pensaba cuál era el mejor modo de pasar desapercibida en medio de aquel pequeño drama, la cabeza de un hombre se asomó por la ventanilla del Bentley y habló con el tono de alguien sin duda acostumbrado a emitir órdenes.

– Muchacho, saca de aquí el coche inmediatamente, y toma el camino que va paralelo al río.

– Sí, señor -respondió el chófer uniformado, aunque sin dejar de golpear al carretero con su gorra cónica-. Por supuesto, señor. Ahora mismo, señor. -Se volvió para hacer la reverencia de rigor a su amo, y retiró la vista, al tiempo que añadía-: Pero eso es imposible, señor. Ese camino es demasiado estrecho.

El señor del coche se llevó la mano a la frente, desesperado, y exclamó algo que Lydia no oyó, pues había decidido reanudar la marcha. Tratando de no aparentar la prisa que tenía, dobló al llegar a un callejón lateral. Porque lo conocía. Conocía al hombre del coche. Sabía quién era, al menos. Aquella mata de pelo blanco. Aquel bigote tieso. Aquella nariz aguileña. Sólo podía tratarse de sir Edward Carlisle, el gobernador del Asentamiento Internacional de Junchow. El nombre de aquel demonio bastaba para que los niños que no querían acostarse se metieran derechos en la cama, aterrorizados. Pero ¿qué estaba haciendo él allí? ¿En la ciudad antigua? ¿En el barrio chino? Aquel hombre era conocido por meter sus narices donde no le llamaban, y en ese momento lo que menos falta hacía a Lydia era que la viera.

– ¡Chyort! -maldijo entre dientes.

Era precisamente el intento de evitar el contacto con blancos lo que la llevaba hasta allí, el motivo por el que se arriesgaba a internarse en territorio chino. Vender sus bienes de dudosa procedencia en el Asentamiento habría resultado demasiado peligroso. La policía no dejaba de rondar las casas de empeños y las tiendas de coleccionistas, a pesar de los sobornos que, desde todas las procedencias, acababan en sus bolsillos. Cumshaw, los llamaban. Así funcionaban las cosas por allí. Todo el mundo lo sabía.

Echó un vistazo a la calle en la que se había metido, más estrecha y sórdida que las demás. Y sintió en la nuca un aguijonazo de angustia que era como la mordedura de una araña. Se trataba más de un callejón que de una calle propiamente dicha, y quedaba totalmente en penumbra, porque los edificios de sus dos aceras se alaban a tan poca distancia unos de otros que la luz del sol jamás penetraba en él. A pesar de ello, había ropa tendida en lo alto, prendas que colgaban inertes como fantasmas al calor húmedo, mientras, desde el extremo más alejado, un hombre que llevaba el sombrero característico de los obreros chinos, se acercaba a ella empujando una carretilla en la que había apilado una gran cantidad de hierba seca. Su avance era lento y laborioso, pues se producía sobre un suelo de tierra prensada, y el chirrido de aquella rueda era el único rumor que se oía en toda la calle.

¿Por qué había tanto silencio?

Fue entonces cuando vio a la mujer que lo observaba todo de pie, junto a una puerta. Su rostro se parecía al de las muchachas a las que Polly, la amiga de Lydia, llamaba «Damas de Delicias», con sus ojos muy maquillados de negro, y un toque de carmín en unos labios que asomaban a un rostro cubierto de polvos de arroz. Pero Lydia sospechaba que no era tan joven como parecía. Con un dedo rematado en una uña roja, la mujer llamaba a Lydia. La muchacha vaciló, y se llevó la mano a la boca, en el gesto infantil al que recurría cuando la dominaban los nervios. No debería haberse aventurado por allí, y mucho menos con tanto dinero en el bolsillo. Incómoda, negó con la cabeza.

– Dólares. -La palabra, que brotó de los labios de aquella mujer, descendió por la calle-. ¿Quieres dólares chinos? Sus ojos pequeños se clavaron en Lydia, que seguía sin acercarse.

El silencio pareció volverse aún más denso. ¿Dónde estaban los pillos harapientos que jugaban junto a las alcantarillas? ¿Y los vecinos quisquillosos? Las ventanas de las casas aparecían cubiertas con papeles encerados, más baratos que el cristal, de modo que debería de haberse oído el golpeteo de cazos y sartenes. Pero a sus oídos sólo llegaba, monótono, el chirrido de la carretilla y el zumbido de las moscas negras. Aspiró hondo, y se sorprendió al notarse las palmas de las manos sudorosas. Dio media vuelta, dispuesta a salir corriendo.

Pero de la nada surgió una figura enclenque, vestida de negro, que le cerró el paso.

– Ni zhege yochou yochun de ji! -le gritó a la cara.

Lydia no entendió lo que le decía, pero al ver que escupía en el suelo, y le silbaba, no dudó que aquellas palabras no significaban nada bueno.

Se trataba de un hombre muy flaco que, a pesar del calor sofocante, llevaba una gorra de pieles, con largas orejeras, bajo la que se adivinaban mechones indómitos, canosos. Los ojos, sin embargo, eran brillantes y fieros. Le plantó un puño tatuado frente a la cara y Lydia, como una tonta, se fijó en la suciedad que se acumulaba entre sus uñas. Trataba de pensar racionalmente, pero el corazón le latía con tal fuerza que no lo lograba.

– Déjame pasar, muchacho -logró decirle en un tono que pretendía ser duro, demostrarle que controlaba la situación. Como sir Edward Carlisle. Pero no lo consiguió.

– Wo zhishiyao nide quian, fanqui.

De nuevo aquella palabra. Fanqui. Diablo extranjero.

Intentó rodearlo y seguir su camino, pero él volvió a cerrarle el paso. Tras ella, el chirrido de la carretilla cesó, y al volverse a mirar por encima del hombro vio que la mujer y el obrero estaban juntos, en medio del callejón, bañados en sombras negras, y que observaban todos sus movimientos con gesto hostil.

Una mano delgada se aferró como un alambre a su muñeca.

Lydia fue presa del pánico, y empezó a chillar. Y entonces fue como si los mismísimos demonios del infierno hubieran quedado en libertad. La calle se llenó de ruido, de gritos, mientras la mujer avanzaba con los pies vendados y el hombre soltaba la carretilla y se abalanzaba sobre Lydia, emitiendo un gruñido, con una hoz visible en el costado. Mientras, la presión de la mano de aquel viejo diablo no dejaba de aumentar, y cuanto más forcejeaba ella, más se hundían las uñas en su carne, como afilados dientes.

Sin mediar palabra, una cuarta persona apareció en la calle. Se trataba de un joven, no mucho mayor que Lydia, aunque bastante alto para ser chino, de cuello pálido, esbelto, y pelo corto, que llevaba una camisola de cuello en punta sobre unos pantalones holgados que se mecían al vaivén de sus movimientos. Su mirada era rápida, decidida, pero mientras estudiaba la situación su rostro se mantenía inexpresivo. Al darse cuenta de que el viejo agarraba a la joven por la muñeca sintió ira, y aquello dio a Lydia cierta esperanza. Quiso gritar, pedir ayuda, pero antes de que las palabras asomaran a sus labios, el mundo entero pareció difuminarse en un remolino de movimiento. Un pie veloz se hundió con fuerza en el pecho del viejo. Lydia oyó con nitidez el chasquido de las costillas al romperse, y su captor cayó al suelo emitiendo un chillido de dolor y arrastrándola a ella en su caída.

Lydia retrocedió a trompicones, pero logró mantener el equilibrio. En lugar de huir, permaneció inmóvil, asombrada, con los oros muy abiertos. Los movimientos del joven chino la hipnotizaban, parecía flotar en el aire y quedar suspendido en él antes de extender un brazo o una pierna con la velocidad de una cobra en posición de ataque. Le recordaba a los Ballets Rusos que madame Medinsky la había llevado a ver el año anterior en el Teatro Victoria. Aunque había oído hablar de aquellas artes marciales, nunca hasta entonces las había visto puestas en práctica. Tanta rapidez de movimientos la aturdía, pero vio que el joven se acercaba al hombre de la hoz, y una vez a su altura se echaba hacia atrás, con los hombros levantados y la mano extendida, como un pájaro a punto de levantar el vuelo. Acto seguido dobló todo el cuerpo, dio media vuelta y saltó por los aires. Alargó al brazo, y con la mano golpeó la nuca del hombre sin darle tiempo siquiera a mover la hoz. La boca pintada de la mujer china se abrió, y de ella brotó un grito de horror.

El joven se volvió para mirar a Lydia. Sus ojos eran negros, profundos, almendrados, y mientras ella los observaba, un viejo recuerdo despertó en su interior. Ya había visto aquella mirada, aquella expresión exacta de preocupación en un rostro que la observaba, en la nieve, pero había transcurrido tanto tiempo que casi la había olvidado. Estaba tan acostumbrada a defenderse sola que ver que alguien se ofrecía a luchar por ella produjo un pequeño estallido de asombro en su pecho.

– Gracias, xie xie, gracias -exclamó, con la respiración entrecortada. Él se limitó a encogerse de hombros, como indicando que no le había supuesto el menor esfuerzo; en realidad, y a pesar de lo veloz de su ataque, y del calor sofocante del callejón, no se apreciaba el menor atisbo de sudor sobre su piel.

– ¿No se ha hecho daño? -le preguntó, expresándose a la perfección en su idioma.

– No.

– Me alegro. Esta gente es escoria de alcantarilla, y la vergüenza de Junchow. Pero usted no debería estar aquí, es peligroso para una… -por un momento, a Lydia le pareció que iba a decir fanqui- para una muchacha con el cabello del color del fuego, que valdría elevadas sumas en los cuartos perfumados que se alzan sobre los salones de té.

– ¿El pelo, o yo?

– Ambos.

Con los dedos apartó un mechón indómito que había escapado del sombrero, y mientras lo hacía se fijó en que el desconocido, que seguía mirándola, suspiraba y arqueaba ligeramente las comisuras de los labios. Entonces alargó una mano, y por un instante a ella le pareció que iba a pasarle los dedos por entre las llamaradas de su pelo, pero no, lo que hizo fue señalar al anciano que, gateando, había entrado por una puerta en penumbra. Una vasija de barro ennegrecido se intuía a uno de sus lados, su ancha embocadura cubierta por un tapón de corcho del tamaño de un puño. Doblado de dolor, el hombre alzó el jarrón emitiendo un grito de rabia que le llevó a escupir, y lo estrelló contra el suelo, frente a Lydia y su salvador.

En un acto reflejo, y mientras la vasija se rompía en mil pedazos, ella retrocedió, pero al ver lo que salía de ella sintió que las piernas empezaban a temblarle.

Una serpiente, negra como el azabache, y de un metro de longitud, tardó apenas unos segundos en reptar hacia ella, la lengua bífida percibiendo en el aire el terror que sentía. Con todo, repentinamente, su cabeza describió un arco y desapareció tras meterse por una grieta de la pared. Lydia casi se atragantó de alivio. Jamás olvidaría aquellos pocos segundos.

Miró hacia atrás para observar al joven, y le sorprendió constatar su palidez, y lo rígido de sus miembros. Pero sus ojos no estaban puestos en la serpiente, sino en el viejo diablo que seguía agazapado junto a la puerta y, desafiante, los observaba con un gesto que era mezcla de malicia y triunfo.

Sin apartar de él la mirada, el joven chino le habló con voz impaciente.

– Debe salir corriendo.

Y Lydia corrió.

Capítulo 3

A Theo Willoughby le gustaban sus alumnos. Por eso dirigía una escuela: la Academia Willoughby de Junchow. Le gustaba la avidez indómita y pura de las almas jóvenes, las miradas limpias. Todo inmaculado, sin contaminar. Libres de esa Manzana maldita, con su conocimiento del Bien y del Mal. Y, al mismo tiempo, le fascinaban los cambios que se operaban en ellos durante los años que pasaban bajo su protección, el viaje gradual pero imparable, desde el Paraíso al Paraíso Perdido, que emprendía cada uno de ellos.

– Starkey, deje de comerse la punta de ese lápiz. Es propiedad de la escuela. Y, además, si lo hace le saldrá carcoma en el estómago.

Unas risitas sofocadas se escucharon en el aula. El alumno de la segunda fila de pupitres se metió los dedos manchados de tinta entre los rizos castaños y dedicó al profesor una mirada de puro odio.

A Theo, a sus treinta y seis años, se le daba tan bien como a cualquier jugador chino de póquer mantener el gesto neutro, de modo que logró contener la risa, y se limitó a asentir brevemente.

– Vamos, a trabajar de nuevo.

Esa era otra de las cosas que le gustaba de ellos. Eran tan maleables, y provocarlos resultaba tan sencillo… Como gatitos de zarpas diminutas que apenas pasaban de la superficie. Sus auténticas armas eran sus ojos. Sus ojos podían desgarrarte el corazón si se lo permitías. Pero él no se dejaba. Sí, claro, le caían muy bien, pero sólo hasta cierto punto. No se engañaba. Ellos se encontraban del otro lado de la valla y su misión consistía en hacer que la cruzaran, que llegaran a la vida adulta bien equipados, lo quisieran o no.

– Les recuerdo a todos que mañana deben entregarme el trabajo sobre el emperador Ch'eng Tsu -anunció secamente-. No acepto excusas.

Al instante se levantó una mano en la primera fila. Pertenecía a una muchacha de quince años, rubia, muy bien peinada, y con hoyuelos en las mejillas. Parecía algo nerviosa.

– ¿Qué sucede, Polly?

– Señor, mi padre se opone a que aprendamos historia china. Me dice que le pregunte por qué aprendemos lo que unos bárbaros paganos hicieron hace cientos de años en lugar de…

Theo lanzó sobre la mesa el borrador de gamuza y madera con tal estruendo que toda la clase dio un respingo.

– ¿En lugar de qué? ¿En lugar de estudiar historia de Inglaterra?

Extendió el brazo y señaló a un alumno sentado también en la primera fila.

– Bates, ¿cuál es la fecha de la batalla de Naseby?

– 1645, señor.

El brazo apuntó entonces al fondo de la clase.

– Clara, ¿cómo se llamaba la cuarta esposa de Enrique VIII?

– Ana de Cleves.

– Griffiths, ¿quién inventó la lanzadera volante?

– James Hargreaves.

– ¿Quién era el primer ministro cuando se aprobaron las Leyes de Reforma?

– Lord Grey.

– ¿Cuándo se introdujo el primer asfalto en las carreteras?

– En 1819.

– Lydia… -Hizo una pausa-. ¿Quién introdujo el rickshaw en China?

– Los europeos, señor. Lo trajeron de Japón.

– Excelente.

Theo alzó lentamente los brazos de la silla, y las mangas de su guardapolvo de maestro se agitaron como grandes alas negras. Se acercó entonces al pupitre de Polly y, bajando los ojos, la observó como un cuervo miraría a un gorrión que hubiera quedado metido en una trampa.

– ¿Y bien, señorita Mason? ¿Le parece a usted que nuestro pequeño grupo sufre de falta de conocimientos sobre la historia de nuestro noble y victorioso país? ¿No impresionaría a su padre constatar semejante despliegue de hechos históricos?

Polly se ruborizaba por momentos, y sus mejillas no tardaron en alcanzar el color de las ciruelas. Se miró las manos, jugueteó con un lapicero y balbuceó algo inaudible.

– Lo siento, Polly -dijo Theo sin alterarse-, pero no la he oído bien. ¿Qué ha dicho?

– He dicho «sí, señor» -concedió ella, aunque todavía en un susurro.

Theo alzó la vista para dirigirse a la clase.

– Compañeros de Polly: ¿ha oído alguien su respuesta?

En la última fila, Gordon Trent levantó la mano y sonrió.

– No, señor, yo he oído nada.

– Pasaremos por alto lo incorrecto de la construcción gramatical del señor Trent, y regresaremos a la señorita Mason. Permítame recordarle la pregunta, Polly -prosiguió tranquilamente-. ¿No impresionaría a su padre constatar semejante despliegue de conocimientos históricos?

Sin dar tiempo a Polly a responder, Lydia se puso en pie.

– Señor -terció educadamente-, a mí me parece que, para un inglés, la historia de China no difiere mucho de la historia de Rusia.

Sin perder la calma, Theo se alejó de la joven rubia que tenía delante y regresó a su mesa.

– Ilústrenos, Lydia. ¿En qué sentido afirma que la historia de China se parece a la de Rusia para un inglés?

– En el sentido de que ambas son irrelevantes para un inglés que viva en Inglaterra. Creo que lo que Polly quiere decir es que la historia de China sólo puede interesar algo aquí. Y lo más probable es que todos los que nos encontramos en esta aula nos traslademos pronto a vivir a Inglaterra.

Polly dedicó a su amiga una mirada de agradecimiento, pero Theo no la vio, porque seguía observando a Lydia en silencio. Entornó los ojos grises, y apretó ligeramente las comisuras de los labios. Pero en lugar del estallido de cólera que todos temían, se limitó a suspirar.

– Me decepciona usted. No sólo llega tarde a clase, sino que muestra una enorme falta de comprensión respecto del país en el que vive.

En ese momento, el estruendo de una explosión que provenía a calle rompió la tensión que se respiraba en el aula.

– Petardos -declaró Theo, señalando la ventana con la mano-. Una boda china, o alguna otra celebración. -Se inclinó hacia delante con súbito interés-. ¿Y por qué usan petardos en el transcurso de sus ceremonias, Lydia?

– Para ahuyentar a los malos espíritus, señor.

– Correcto. De modo que, a pesar de relegar la historia de China por considerarla irrelevante, en realidad, al menos, sí sabe algo de ella. -Apuntó a Polly con un dedo-. Dígame, ¿quién inventó la pólvora, señorita Mason?

– Los chinos.

El dedo del profesor volvía a moverse sobre las cabezas de los jóvenes.

– ¿Quién inventó el papel?

– Los chinos.

– ¿Quién inventó las esclusas de los canales y el arco segmentado?

– Los chinos.

– ¿Y la imprenta?

– Los chinos.

– ¿Y la brújula magnética?

– Los chinos.

– ¿Y son irrelevantes todas esas cosas, Lydia? ¿Para una persona que viva en Inglaterra?

– No, señor.

Theo sonrió, complacido.

– Bien. Ahora que ya hemos aclarado este punto, pasemos al estudio de la dinastía Han. ¿Alguna objeción?

Nadie levantó la mano.

Theo sabía que Li Mei lo observaba desde la ventana de arriba. Con las puntas de los dedos daba unos golpecitos a los cristales, como si quisiera acariciarlo a través de ellos. Pero él no se volvió, y ni siquiera alzó la vista para mirarla.

Inmóvil frente a la verja de la escuela, muy tieso, la espalda le ardía por efecto del calor que irradiaba el hierro forjado de la reja, y que el avance de la tarde no daba muestras de querer aliviar. El bochorno resultaba insoportable. Durante todo el verano asfixiaba y robaba toda la energía a la gente, que anhelaba el retorno de los días claros y brillantes del otoño. Pero, un día más, terminaba la jornada escolar, y acababa de peinarse el pelo castaño claro, se había quitado el guardapolvo y lo había sustituido por una chaqueta de lino impecable. Con su sonrisa de director de escuela, distante y a la vez asequible, saludaba a las madres que llegaban a recoger a sus hijos. A las amahs y a los chóferes los ignoraba.

Censuraba a aquellas madres que estaban demasiado ocupadas tomando el té, asistiendo a clases de tenis o jugando interminables partidas de bridge como para ir a buscar personalmente a sus hijos a la escuela, y que enviaban a sus criados a recogerlos, lo mismo que veía mal a los padres que envenenaban la mente de sus hijas. El señor Christopher Mason se contaba sin duda entre ellos. Theo sintió la misma punzada de frustración que otras veces: ¿qué podía esperarse de aquel gran país con hombres como ése, hombres que, a pesar de trabajar para el gobierno, veían la excepcional historia de China como una pérdida de tiempo? ¿Como algo que no merecía la pena aprender? Era algo que lo sacaba de quicio.

– Hola, señor Willoughby. Parece que esta noche va a llover.

– Buenas tardes, señora Mason, creo que tiene usted razón.

La mujer que se había detenido frente a él era bajita y sonriente y, como su hija, lucía un hoyuelo en cada mejilla. Llevaba el pelo recogido con una cinta de terciopelo, y su rostro, redondo, mostraba signos de cansancio. Gotas de sudor asomaban a su labio superior, y brillaban con la luz.

Theo sonrió.

– ¿Ha disfrutado del paseo?

Anthea Mason se echó a reír, apoyada en la bicicleta -un tándem verde-, y sin querer rozó el timbre, que emitió un breve campanilleo.

– No, no, nunca disfruto del paseo hasta aquí. Es todo subida. -Llevaba una blusa fresca, de algodón, y pantalones de ciclista, pero las dos prendas se veían arrugadas y húmedas. Sus ojos azules brillaban de impaciencia-. Lo que significa que el trayecto de regreso es un regalo. Y más con Polly sentada detrás.

Theo decidió abordar el tema de las clases de historia de China.

– Señora Mason, creo que hay algo que deberíamos…

Pero ella seguía escrutando las filas marciales de alumnos, ataviados con sus uniformes azul marino, que ocupaban el patio bajo la supervisión de la señorita Courtney, una de las maestras de primaria.

La escuela ocupaba un edificio elegante, de ladrillo rojo, frente un camino despejado. A un lado se extendía un prado, y al otro, el patio del recreo. Se trataba de un lugar de suelos siempre recién encerados y de pizarras limpias.

– Ah, ahí está mi pequeña. -La señora Mason levantó una mano y le hizo señas-. ¡Hoolaaa, Polly! Hoy tenemos tortitas para merendar, cielo.

Polly se moría de vergüenza, y en esa ocasión Theo se compadeció de ella. La joven se separó de sus compañeros y se acercó arrastrando los pies. La acompañaba Lydia, y las dos caminaban con las cabezas muy juntas, una suave, dorada, y la otra un manojo de rizos ondulados, indómitos, cobrizos, ahuecados bajo su sombrero de paja. Se hablaban en susurros, pero años de práctica habían enseñado al director a descifrar los murmullos apenas audibles de sus pupilos.

– Por Dios, Lyd, podrían haberte matado. O algo peor -musitó Polly, con los ojos muy abiertos, mientras sujetaba el brazo delgado de su amiga con una mano, como queriéndola alejar de la boca del infierno.

– Ojala lo hubieras visto, su manera de… -Lydia se interrumpió en seco al darse cuenta de que Theo las observaba-. Adiós, Polly -se despidió con naturalidad, y se echó a un lado.

– Hola, Lydia -la saludó la señora Mason con voz alegre, aunque al director no le pasó por alto que observaba a la muchacha con ojos de preocupación-. ¿Quieres venir a casa, a merendar con nosotras? Si quieres llamo a un rickshaw.

– No, gracias, señora Mason.

– Hoy tenemos tortitas. Tus preferidas.

– Lo siento, pero es que hoy no puedo. Me encantaría, pero debo hacer unos recados.

– ¿Para tu madre?

– Sí.

Polly la miraba sin disimular sus temores. Theo no entendía qué sucedía, pero su atención se vio desplazada por la petición que formuló Anthea en el instante mismo en que plantaba su elegante zapato bicolor en el pedal:

– Por cierto, señor Willoughby, casi lo olvidaba. Mi esposo me ha pedido que le diga que le gustaría charlar un momento con usted, y que le agradecería que se reuniera con él en el club mañana por la noche. -Coqueta, meneó la cabeza al tiempo que ahogaba una risita, como para quitar hierro al asunto-. ¡Ay, los hombres! ¿Qué sería de ustedes sin sus billares y su coñac?

Y se alejó pedaleando con su hija montada en el sillín de atrás, 1os dos pares de piernas moviéndose al unísono. Theo las vio alejarse al instante, su sonrisa se desvaneció, y se hundió de hombros.

– Maldita sea -murmuró entre dientes.

Se giró y estuvo a punto de tropezarse con Lydia, que se agazapaba tras él. Por un momento, los dos se mostraron confusos, y se disculparon. Ella bajó la cabeza, oculta tras el ala de su sombrero Pero ya era demasiado tarde, pues él se había percatado de la expresión de su rostro. Como él, ella también había permanecido inmóvil, observando el tándem que se alejaba por la concurrida calle entre timbrazos. Pero lo que llamó la atención de Theo fue la expresión de sus ojos ambarinos, el anhelo descarnado que asomaba a ellos, tan intenso que se le clavaba en el corazón, como un eco del dolor que reflejaban.

¿Qué era lo que tanto deseaba? ¿La bicicleta? Sabía bien que la muchacha era pobre. Todo el mundo estaba al corriente de que su madre era una refugiada rusa, viuda, sin modo de ganar un sueldo digno para su familia. Pero aquello no era por la bicicleta. No, Lydia no era de esa clase de niñas. ¿Era por Polly por quien suspiraba? Después de todo, había conocido a más de una niña que se había enamorado de alguien de su mismo sexo, y sin duda las dos compañeras estaban muy unidas. Bajó la mirada y vio el canotier. Se fijó en que amarilleaba, y en que estaba manchado en varios sitios, porque seguramente ella lo habría soltado de cualquier manera, o lo habría cogido con las manos sucias cuando el viento soplaba desde la gran llanura del norte. De haber sido cualquier otra alumna, le habría dicho que le pidiera a sus padres que le compraran otro sin falta. ¿Acaso era aquella madre la que anhelaba tener? No lo creía. La suya, por más que aparecía muy poco por la escuela, a menos que su presencia se reclamara explícitamente, era mucho más hermosa, e infinitamente más seductora que la hogareña señora Mason. Aunque, claro, su gusto por las mujeres siempre tendía a lo moreno, a lo exótico, algo que le venía ya de la infancia, de cuando tenía un penique que gastar en las mirillas de los estereoscopios, o de cuando en secreto abría el libro de su padre con pinturas de Paul Gauguin. Una súbita confluencia de vehículos y padres requirió su atención, una sucesión de sonrisas y corteses apretones de manos, por lo que no fue hasta transcurridos diez minutos, cuando el patio estaba ya casi vacío, que, al volverse, se percató de que la niña rusa seguía a su lado.

– Por el amor de Dios, Lydia, ¿qué hace aún aquí?

– Estaba esperándole. Quería preguntarle algo, director.

Theo se rió para sus adentros. No le había pasado por alto que sus alumnos recurrían siempre a aquel tratamiento de cortesía cuando querían pedirle algún favor. A pesar de ello, sonrió, animándola a hablar.

– ¿De qué se trata?

– Usted sabe cómo son los chinos, cómo funcionan las cosas aquí, así que…

El director no pudo reprimir una carcajada.

– Pero si sólo llevo diez años aquí. Haría falta toda una vida de estudio para conocer China, e incluso en ese caso uno no habría hecho más que arañar levemente su superficie.

– Pero usted habla mandarín, y sabe muchas cosas -insistió ella, mirándole fijamente a los ojos, con una urgencia que le intrigó.

– Sí -admitió él en voz baja-. Sé muchas cosas.

– Entonces, ¿podría decirme el nombre de una cosa, por favor?

– Eso depende de qué sea esa cosa.

– Se trata de la manera china de luchar. Ésa en la que vuelan por los aires y usan los pies. Tengo que saber cómo se llama.

– Ah, sí. Los chinos son famosos por sus artes marciales. Las hay de muchas clases, cada una de ellas con un estilo y una filosofía propias. Mi favorita es el tai chi chuan. Resulta difícil traducirlo, porque significa muchas cosas, pero aproximadamente se trata del Puño Yin Yang. -Se fijó en que la joven escuchaba con un nivel de atención que le habría venido muy bien durante sus clases-. Pero por lo que comenta, creo que se refiere usted al kung fu.

– Kung fu -repitió ella despacio.

– Exacto. Literalmente significa Maestro de Méritos. Los japoneses lo llaman karate, que quiere decir «mano vacía». En otras palabras, se trata de un combate sin armas.

Lydia esbozó una sonrisa de entusiasmo que le iluminó el rostro delgado.

– Sí, es eso.

– ¿Y por qué diablos se interesa usted por los combates sin armas?

Ella le sonrió con descaro y picardía.

– Porque deseo aprender más cosas sobre China, para decidir si son o no son relevantes, señor.

– Bien, me alegro de que se muestre tan dispuesta a adquirir conocimientos sobre la tierra en la que vive, sea cual sea el motivo. Y ahora, váyase, jovencita, que tengo otras cosas que hacer.

Durante una fracción de segundo, Lydia alzó la vista y miró de reojo la ventana que se alzaba sobre ellos. Y entonces, sin despedirse siquiera, se alejó.

Theo dejó escapar un suspiro. Lydia Ivanova no le iba a poner nunca las cosas fáciles. Ese mismo día había tenido que golpearle los nudillos con la regla porque había vuelto a llegar tarde. Aquella muchacha no sentía un gran respeto por las normas. No es que fuera una insolente, pero había algo en ella, en su manera de entrar en el aula, en su porte independiente, su cabeza erguida, su modo de sostenerle la mirada cuando le formulaba alguna pregunta… Era algo que se adivinaba en el fondo de sus ojos. Como si supiera algo que él ignoraba. Y le molestaba.

Pero no tanto como le molestaba el señor Christopher Mason. Se acercó a las pesadas rejas y las cerró con llave, dejando el mundo del otro lado. Sólo entonces se permitió el placer exquisito de alzar la vista y contemplar la ventana.

– No es prudente pellizcar la cola del tigre, amor mío.

– ¿A que te refieres? -Theo le besó el delicioso pliegue que a Li Mei se le formaba en la base del cuello, y sintió el latido de su sangre bajo los labios.

– Me refiero al señor Mason.

– Que se vaya al infierno.

Estaban tendidos en la cama, desnudos, las persianas entrecerradas para protegerse del calor, y sólo un haz de luz se colaba en la habitación y se posaba, semejante a una tela polvorienta, sobre el cuerpo de Li Mei, como si tampoco pudiera apartar los dedos de sus pechos.

– Tiyo, amor mío, te hablo en serio.

Theo levantó la cabeza y le besó la punta de la barbilla.

– Pues yo no. Llevo todo el día hablando en serio, con la escuela llena de monos, y ahora lo que me apetece es ponerme poco serio.

Ella se echó a reír, y su risa era un sonido delicioso, tan dulce y tan suave que él sintió cosquillas en las plantas de los pies. La piel le olía a jacintos y le sabía a miel, pero la adicción que despertaba era infinitamente mayor. Theo le recorrió el cuerpo esbelto con los labios, dejó atrás la curva de la cadera, y apoyó la mejilla en el muslo fino, suspirando de placer.

– ¿Entonces? ¿Vas a ir a ver mañana al señor Mason?

– No. Ese hombre es una amenaza.

– Por favor, Tiyo.

Li Mei le acarició la cabeza, le masajeó suavemente el cuero cabelludo con las yemas de los dedos, hasta que él empezó a sentir que la tensión desaparecía de su cerebro. Le encantaban sus caricias, distintas a las de cualquier otra mujer. Cerró los ojos, para alejarlo todo, todo menos aquella sensación que le daba vueltas, que lo vaciaba.

– Mañana es sábado -murmuró-, así que te llevaré al río. Allí el aire es más fresco, y por la noche pararemos en Hwang a comer colas de gambas y kuo tieh hasta que reventemos. -Se dio la vuelta y la miró, sonriente-. ¿Te apetece?

Ella lo miraba con sus ojos oscuros, solemnes. Con un gesto elegante, se quitó la peineta de madreperla y la orquídea amarilla del pelo, las dejó sobre la mesilla de noche y volvió a mirarlo con gran seriedad.

– Me apetece mucho, Tiyo -dijo-. Pero no mañana.

– ¿Por qué no mañana?

– Porque mañana vas a ver al señor Mason.

– Por el amor de Dios, Li Mei, me niego a salir corriendo hacia allí como un perro cada vez que él me hace una seña con el dedo.

– ¿Quieres perder la escuela?

Theo se apartó. Sin mediar palabra se levantó de la cama y se dirigió a la ventana abierta, donde permaneció, observando, con la espalda desnuda muy rígida.

– Ya sabes que no soportaría perder la escuela -dijo al fin, tras un largo silencio.

Un rumor de sábanas, y ella ya estaba allí, a su lado, apretujándose contra su espalda, rodeándole el pecho con sus brazos, la mejilla apoyada en la clavícula. Ninguno de los dos habló.

Desde lo alto de la colina Theo observaba los tejados de la ciudad que había sido su hogar desde hacía diez años, un hogar que amaba, un refugio de las murmuraciones que había dejado atrás en Inglaterra. Recorrió con la mirada todo el Asentamiento Internacional, una mota insignificante para China, que parecía haberse transformado en una parte más de Europa. Poseía una curiosa mezcla de estilos arquitectónicos, con sus macizas mansiones victorianas que se alzaban junto a avenidas francesas más ornamentadas y a terrazas italianas con sus balcones de hierro forjado y sus exuberantes tribunas.

Los europeos habían robado aquella parcela de tierra a los chinos como parte del tratado de reparación que se firmó tras la Rebelión de los Bóxers de 1900. Habían apartado a un lado la ciudad antigua, amurallada, y habían iniciado la construcción de otra mucho mayor, contigua a aquélla, apoderándose del curso de agua con lanchas bombarderas que se abrían paso como cocodrilos grises río Peiho arriba. El Asentamiento Internacional, pues así lo bautizaron era un pujante centro de intercambio y comercio occidental que entusiasmaba a los patronos en Gran Bretaña, pero que irritaba sobremanera al gobierno chino.

Theo negó con la cabeza. A los británicos se les daba muy bien todo eso de controlar el mundo. Porque aunque el enclave era internacional, no había duda de que eran ellos quienes lo controlaban, sir Edward Carlisle era quien estampaba su firma y su rúbrica en todos los documentos, como también marcaba con el sello de su carácter las reuniones del Consejo Internacional. Oficialmente, la ciudad estaba dividida en cuatro sectores: el británico, el italiano, el francés y el ruso, alineados ordenadamente, uno junto al otro, como viejos amigos. Pero en la práctica las cosas no funcionaban así. Peleaban constantemente. Discutían sobre la distribución de la tierra. Theo los había oído muchas veces en el Club Ulysses. Y, por algún motivo, los ingleses habían terminado por poseer casi la mitad de la ciudad, al tiempo que algunas zonas pequeñas cambiaban de manos, pasando de los rusos a los japoneses y norteamericanos, a cambio de importantes sumas en oro. El dinero siempre mandaba, claro. El dinero y las lanchas bombarderas.

Theo recorría la ciudad con la mirada, y debía reconocer que, comparado con el sector ruso -que quedaba a su izquierda y estaba compuesto en su mayoría por casuchas sórdidas, muy apretujadas, el sector británico resultaba impresionante, lustroso como un gato bien alimentado. Las agujas de las iglesias, la torre del reloj del ayuntamiento, la fachada clásica del Hotel Imperial, los arriates de rosas impecablemente dispuestos en los parques… no era de extrañar que los nativos los llamaran «diablos». Diablos extranjeros. Sólo un diablo es capaz de robarte el alma y convertirla en territorio ajeno. Para los chinos de Junchow, el Asentamiento Internacional era otro planeta. Y sin embargo, en la lejanía, el río reverberaba como un metal bruñido, y los barcos mercantes anclados junto a las hileras de sampanes contribuían a afianzar la falsa impresión de permanencia.

Se dio cuenta de que Li Mei le acariciaba el pecho con los dedos, describiendo círculos concéntricos.

– En el mercado, hoy, Tiyo, he visto a tu amigo. El hombre del periódico.

– ¿A quién te refieres?

– A tu señor Parker.

– ¿A Alfred? ¿Y qué hacía él por esos barrios?

Ella dejó escapar una risita floja que se onduló al contacto con su cuerpo.

– Creo que estaba buscando algo antiguo. Pero me parece que tiene problemas.

– ¿Cómo es eso?

– Es demasiado inglés. No va con los ojos bien abiertos. No es como tú.

Li Mei lo abrazó con más fuerza, y con otra carcajada trató de contagiarle la risa, aunque no lo logró. Decepcionada, meneó la cabeza y el perfume que desprendía la cortina sedosa de sus cabellos impregnó el aire. En algún lugar de la calle un coche hizo sonar la bocina, pero la habitación permaneció en silencio. Unas palomas pasaron deprisa junto a la ventana, y los silbatos que llevaban atados a las colas zumbaron, con un sonido que parecía la risa de los dioses.

– Tiyo -dijo al fin Li Mei-. ¿Quieres que se lo pregunte a mi padre?

Theo se volvió y la miró con una expresión que se había vuelto dura de pronto.

– No, no se lo preguntes nunca.

Capítulo 4

La farola de gas del zaguán no funcionaba -tal vez le hiciera falta una nueva cubierta-, pero Lydia no se dio cuenta. Tras franquear la puerta, avanzaba deprisa por el pasillo, intentando no pisar los huecos en el linóleo. Dejó los paquetes que llevaba al pie de la escalera y llamó a la puerta de la salita de la señora Zarya.

– ¿Quién es?

– Soy yo, Lydia.

La puerta se abrió y una mujer alta, de mediana edad, observó a Lydia con recelo.

– Kakaya sevodnya otgovorkaf.

– Por favor, señora Zarya, sabe muy bien que no hablo ruso.

La mujer se echó a reír, como aceptando que aquella joven acababa de marcarle un tanto, y su carcajada retumbó en las finas paredes. Se trataba de una mujer corpulenta, de rostro ancho y unos senos que evocaban las vastas estepas rusas. A Lydia le inspiraba temor, pues en ocasiones su lengua podía ser tan fiera como sus abrazos, y convenía estar a bien con ella. Olga Petrovna Zarya era su casera, y residía en la planta baja de un edificio pequeño, construido en terrazas. El resto lo alquilaba.

– Entra, gorrioncito, que quiero hablar contigo.

Lydia obedeció. La sala olía a borscht y a cebolla, a pesar de estar abierta la ventana que daba a la estrecha franja de adoquines que ella llamaba «mi patio trasero», y que estaba atestada de pesados muebles, demasiado grandes para un espacio tan pequeño. En un lugar de honor, sobre un tapete bordado que ocultaba las manchas del piano de caoba, destacaba una fotografía enmarcada del general Zarya ataviado con su uniforme blanco del ejército, los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada intensa y acusadora.

Lydia evitaba aquellos ojos color sepia siempre que podía. Algo en ellos la hacía sentirse siempre insignificante.

– Mi paciencia se ha agotado -anunció Olga Zarya, plantándose firmemente delante de Lydia-. Dile a esa perezosa madre tuya que se ha aprovechado de mí, de mi buena fe. Díselo. Que dentro de una semana la echo. Da, a la calle. ¿Qué puedo hacer, si no…?

– ¿Pagar el alquiler? -Lydia depositó un montón de billetes de dólar sobre la mesa, y dio un paso atrás.

La señora Zarya permaneció boquiabierta un segundo, antes de coger el dinero con un movimiento brusco y ponerse a contarlo en ruso.

– Bien. Spasibo. Gracias. -La mujer se acercó a ella, y al hacerlo, su vestido negro, holgado, desprendió aquel olor a naftalina. Sus rostros estaban tan cerca que Lydia distinguió con todo detalle el movimiento de su boca, que añadía con dureza-: Aunque llega con retraso.

– Los dos meses que le debemos y este mes. Está todo ahí.

– Da. Está todo.

– Siento que sea con retraso.

– ¿Has vuelto a jugar para ganarlo?

– Sí.

La casera asintió y levantó un brazo carnoso, como si quisiera abrazarla, pero Lydia, alarmada ante la cercanía de aquel pecho, retrocedió en dirección a la puerta.

– Do svidania, señora Zarya.

– Adiós, gorrión. Dile a esa madre tuya que…

Pero Lydia no oyó nada más. Recogió los paquetes y subió corriendo la escalera. No había alfombra que cubriera los peldaños de madera desnuda, polvorienta, y sus pies repicaban contra ellos, por lo que estaba segura de que su madre la oiría desde casa.

– Hola, señora Yeoman -gritó mientras, a la carrera, dejaba atrás las habitaciones de la primera planta, alquiladas por un misionero baptista retirado y su esposa, que habían decidido gastar su pensión en el país al que habían dedicado su vida, algo del todo inexplicable para Lydia.

– Buenas tardes, Lydia -respondió el señor Yeoman, con su habitual tono entusiasta-. Parece que tienes prisa.

– ¿Está mi madre en casa?

Se hizo una breve pausa, pero la joven estaba demasiado emocionada como para percibirla.

– Sí, creo que sí.

Lvdia enfiló de dos en dos el último tramo de escalones, el que inducía al desván, y abrió la puerta con gran ímpetu.

– Mamá, mira lo que tengo. Mamá, he… -Se interrumpió, y la sonrisa que esbozaba se heló en sus labios.

Cerró la puerta con el pie, y notó que la felicidad de todo el día escapaba de su cuerpo y caía al suelo, junto con la vajilla rota, las flores aplastadas y las miles de plumas de almohada que parecían el resultado del ataque de un cisne. A sus pies se esparcían los pedazos de un espejo roto. En medio de aquel caos, tendida, destacaba la figura de Valentina Ivanova, acurrucada sobre la alfombra, como una gata. Dormía profundamente, y su respiración era rítmica, pausada. Bajo la mesa asomaba una botella de vodka vacía.

Lydia permanecía en su sitio, observándolo todo, y hacía esfuerzos por no perder el control. Dejó en el suelo, de cualquier manera, los paquetes y las bolsas de cartón, y se acercó de puntillas a su madre, como si temiera molestarla, cuando sabía muy bien que sólo lograría despertarla si le arrojaba un cubo de agua encima. Se arrodilló a su lado.

– Hola, mamá -susurró-. Ya estoy aquí. No te preocupes, que yo…

Pero no le salían las palabras. Se le había formado un nudo en la garganta, y le parecía que estaba a punto de estallarle la cabeza.

Alargó una mano, le retiró un mechón de pelo castaño del rostro. Valentina solía recogérselo en un moño elegante, o a veces se lo peinaba hacia atrás, en una cola, como una niña, como la propia Lydia, pero esa tarde estaba esparcido sobre la alfombra descolorida, en ondas largas, sueltas. Lydia se lo acarició, pero Valentina seguía sin moverse. Había algo de rubor en sus mejillas, pero incluso en su estado de embriaguez sus hermosos rasgos lograban mantenerse limpios, elegantes. Sólo llevaba puestos un camisón de seda color ostra y unas medias. Y debajo de las pestañas se apreciaban restos de rimel seco, como si hubiera llorado.

Lydia se sentó sobre sus talones, pero siguió acariciándole el cabello una y otra vez, y fue calmándose a medida que sus dedos se pasaban por él. Mientras lo hacía, iba contándole con todo detalle Como había escapado por los pelos en la ciudad vieja, cómo había conocido a su protector chino, cómo se había asustado al ver aquella repulsiva serpiente.

– Así que ya ves, mamá, he estado a punto de no volver a casa hoy. Podría haber caído en las garras de alguna red de trata de blancas, y podría haber acabado metida en un barco rumbo a Shanghai, para convertirme en Dama de Delicias. -Emitió un sonido que pretendía ser una carcajada-. ¿A que habría sido divertido? ¿No te parece, mamá? Muy divertido, ¿verdad?

Silencio.

La habitación olía a rancio, a humo de cigarrillo y a ceniza. Las ventanas estaban cerradas, y el calor resultaba sofocante. Lydia recogió del suelo la botella vacía de vodka y la estampó contra la pared, al tiempo que dejaba escapar un grito de rabia. El vidrio se hizo añicos.

Tardó más de una hora en limpiar la habitación. En barrer las piezas de porcelana, los cristales, los pétalos y las plumas. Lo peor, con diferencia, fueron las plumas, pues parecían cobrar vida y burlarse de sus intentos de capturarlas, flotando, desafiantes, justo fuera de su alcance. Al terminar, se dio cuenta de que se había cortado la pierna al arrodillarse sobre un trozo de porcelana. Le dolía la espalda de tanto barrer, y tenía el pelo lleno de plumas. Por si fuera poco, sentía tanto calor que se había quitado la ropa, y andaba por la casa en corpiño y braguitas azules.

Valentina no despertó. En un determinado momento su hija le colocó una almohada bajo la nuca, en el suelo, y le besó la mejilla. Las ventanas estaban abiertas, aunque apenas se notaba la diferencia, pues el calor del edificio ascendía y se acumulaba en su mal ventilada buhardilla, bajo el tejado. Su desván lo componía sólo una gran estancia de paredes inclinadas, con dos ventanucos, que los muebles baratos y destartalados no contribuían a realzar. Una alfombra deshilachada, que tal vez en su día luciera algún colorido, pero que por entonces era de un gris desgastado, cubría el centro del suelo de tablones. La estancia la dividía en dos una cortina que, corrida, convertía el espacio en dos dormitorios y lograba dar cierta ilusión de intimidad, aunque los sonidos viajaran sin dificultad de un lado al otro, y viceversa. Así, madre e hija practicaban un silencio cortés.

Lydia desenvolvió los paquetes. Con todo, en ese momento la abundancia de buenos alimentos no la tentaba. Ni pensaba ya en la cena que había decidido preparar. No se veía con ánimo, y su estómago tampoco. Mecánicamente, lavó con agua fría las frutas y las verduras pues los chinos, por desgracia, eran aficionados a abonar los campos con excrementos humanos. Pero luego las dejó en el escurridor, sin pelarlas ni cocinarlas.

Se preparó un vaso de leche con una cucharada de miel, acercó una silla a la ventana, apoyó los codos en el alféizar y se puso a contemplar la calle. Una terraza cochambrosa. Casas estrechas, puertas que daban directamente al empedrado. A ojos de Lydia, nada que resultara agradable, nada que lograra sacarla de la desesperación. El barrio ruso, lo llamaban, atestado de refugiados de esa nacionalidad, atrapados allí sin documentos y sin empleo. Los trabajos peor remunerados eran para los chinos, de modo que, a menos que pudieras ejercer de tragasables en el mercado a cambio de unas monedas, o que tuvieras una esposa dispuesta a hacer la calle, te morías de hambre. Así de simple.

Te morías de hambre, o robabas.

Pero ella seguía mirando, seguía observando. Al señor calvo de bastón blanco que vivía al lado, a las dos hermanas alemanas que paseaban agarradas del brazo, al perro famélico que perseguía una mariposa, al bebé que jugaba con un sonajero junto a su puerta, los coches que pasaban de largo, las bicicletas, e incluso a un hombre con gesto de cansancio que cargaba con un cerdo en una carretilla.

La única persona que alzó la vista y la miró fue un hombre corpulento como un oso, inconfundiblemente ruso, con aquella gran mata de pelo rizado y grasiento que sobresalía bajo el gorro de astracán, y la barba poblada que le cubría la mitad inferior del rostro. Un parche negro sobre un ojo le daba un aspecto siniestro, temible. Como la imagen de Barba Azul, el pirata que aparecía en uno de los libros de la biblioteca, aunque éste no llevara el cuchillo centelleante entre los dientes. Cuando pasó de largo, Lydia se fijó en que las botas altas que calzaba parecían llevar un lobo aullante dibujado en los costados. Ella también habría querido aullar, pero siguió observando con interés a todos los transeúntes. Cualquier cosa era mejor que volver la vista al interior del cuarto, y a lo que le esperaba en él.

El cielo se oscurecía por momentos, pues los nubarrones negros del horizonte se acercaban cada vez más, y el aire había empezado a oler a lluvia. Para mantener la mente alejada de lo único que la ocupaba, se preguntó si en ese instante estaría lloviendo en Inglaterra. Polly aseguraba que en Inglaterra llovía siempre, pero no lo creía. Algún día viajaría hasta allí y lo comprobaría por sí misma, estaba convencida. Le resultaba raro que los europeos escogieran trasladarse a China voluntariamente pues, por lo que había leído, en Europa parecía encontrarse todo lo que era hermoso, sofisticado y deseable. En Londres, en París, en Berlín. Bueno, tal vez en Berlín ya no. No desde la guerra. Pero en Londres sí. El Ritz, el Savoy. El palacio de Buckingham, el Albert Hall. Y los clubes, las tiendas, los teatros.

Regent Street y Piccadilly Circus. Todo. Absolutamente todo lo que podías desear. Entonces, ¿para qué irse de allí?

Suspiró, y un escalofrío recorrió su ser mientras una gota de sudor, como una lágrima, abandonaba su oreja y descendía hasta la barbilla. Dios, no sabía qué hacer. Qué decir. El corazón le latía con fuerza, y lo único en lo que pensaba era en si llovía en Inglaterra. Qué tontería. Apoyó la cabeza sobre los brazos y permaneció inmóvil, hasta que la respiración recuperó su ritmo normal.

– Papá, ¿qué debo hacer por ella? Por favor, papá. Dímelo. Ayúdame.

Nadie sabía que, cuando tenía problemas, Lydia hablaba en susurros con el recuerdo de su padre. No lo sabía ni siquiera Polly. Y, desde luego, mucho menos su madre. Su madre jamás lo mencionaba, y ya ni usaba su apellido.

– Papá -volvió a susurrar, tan sólo para oír aquellas dos sílabas brotar de sus labios.

Finalmente se retiró de la ventana y volvió a encontrarse con la habitación. Se trataba de un lugar deprimente para vivir, con sus techos bajos, en pendiente, su hornillo de parafina y su fregadero de porcelana desconchado, pero su madre había hecho todo lo posible por convertirlo en un lugar soportable. Más que soportable. Le había dado un toque de color, de lujo. El sofá y la butaca, que eran de brocado, horrorosos y con los brazos muy desgastados, quedaban ocultos bajo unas telas de maravillosos tonos púrpura, ámbar y magenta que parecían resplandecer de vida. Y gran cantidad de cojines por todas partes, en diferentes tonos de dorado, conferían a la estancia un aspecto bohemio, informal, que su madre denominaba «visque», pero que Olga Zarya consideraba «lascivo». Sobre la mesa de madera de pino había dispuesto un mantón con flecos del color de los cabellos de Lydia, y en su centro una fuente de latón llena de velas, para que las llamas, al arder, se reflejaran en su superficie brillante, sedosa.

Para Lydia, ése era su hogar. Era todo lo que tenía. Se acercó de nuevo a la figura durmiente. A la luz menguante del ocaso, se sentó sobre la alfombra gris y sostuvo entre sus manos la pálida mano de su madre.

– Cielo. -Valentina levantó la cabeza de la almohada dispuesta en el suelo y parpadeó despacio, como una gata que se estirara-. Mi cielo. Me he quedado dormida. ¿Qué hora es?

– La campana del reloj acaba de dar la una -respondió Lydia sin alzar la vista del libro que apoyaba en la mesa.

– ¿De la madrugada?

– A la una del mediodía no está así de oscuro.

– En ese caso, tú deberías estar ya acostada. ¿Qué estás haciendo?

– Deberes -respondió, aún sin mirar a su madre.

Valentina se desperezó para desentumecer las vértebras, se sentó y se dio cuenta de la almohada en el suelo. Cerró los ojos un instante y se estremeció.

– Cariño, lo siento.

Lydia se encogió de hombros, indiferente, y giró la página de su Esbozos de historia de Inglaterra, aunque las palabras que tenía delante se encabalgaban las unas sobre las otras, sin sentido.

– No te hagas la enfadada, Lydia, que no te va.

– A ti tampoco te va tirarte en el suelo.

– Tal vez si estuviera, no encima, sino debajo, bajo tierra, las dos nos sentiríamos mejor.

– No digas eso, mamá.

Valentina dejó escapar una risita.

– Lo siento, mi pequeña.

– Yo no soy tu pequeña.

– No, tienes razón, ya lo sé. -Posó los ojos castaños, profundos, sobre la cabeza inclinada de su hija, sobre sus piernas inquietas, desnudas-. Ya has crecido. Demasiado.

Se puso en pie y volvió a desperezarse, echando hacia delante primero un pie, después el otro, como una bailarina, y agitó la cabellera, que brilló sobre sus hombros, capturando el reflejo de las velas entre sus mechones oscuros, sedosos. Lydia fingía no darse cuenta, pero en lugar de leer sobre la Ley de Asamblea de 1716, miraba de reojo todos y cada uno de los movimientos de su madre, aliviada y furiosa a partes iguales al ver lo serena y descansada que parecía. Mucho más de lo que debería. ¿Dónde estaban los estragos de tanto dolor? La curvatura irreal de las cejas de Valentina se mostraba más pronunciada que de costumbre, como si su vida entera no fuera más que una broma absurda, que no merecía ser tomada en serio.

Valentina se sentó en el sofá y dio unas palmadas en el cojín que le quedaba más cerca.

– Ven a sentarte conmigo, Lydia.

– Estoy ocupada.

– Es la una. Ya estarás ocupada mañana.

Lydia cerró el libro con un golpe seco y se sentó en el sofá, muy tiesa, manteniendo una distancia prudencial entre su madre y ella. Pero Valentina la suprimió al momento, se acercó mucho a ella y le alborotó el pelo.

– Tranquila, cielo. ¿Qué tiene de malo tomarse unas copas de vez en cuando? A mí me sirve para no volverme loca, así que no te enfades.

– No me enfado -dijo, enfadada.

– Dios mío, qué sed tengo…

– Sólo nos queda una taza, y ni un solo platillo.

Valentina soltó una carcajada y, a pesar de sí misma, Lydia esbozó una sonrisa. Su madre echó un vistazo al suelo y asintió.

– ¿Has recogido todo el estropicio?

– Sí.

– Gracias. Supongo que el señor Yeoman, en el piso de abajo, creía que el mundo se ac… -Se interrumpió, y clavó la vista en la pared que quedaba junto a la puerta-. El espejo se ha…

– Roto. Eso son siete años de mala suerte.

– Oh, no. Olga Petrovna Zarya me matará, y nos cobrará el doble de lo que vale. Pero los siguientes siete años no pueden ser peores que los últimos siete, ¿no? -Lydia no respondió-. Lo siento, cariño -musitó su madre, pero ella ya había oído muchas veces aquellas disculpas-. Al menos las tazas y los platillos eran nuestros. Y, además, siempre había odiado ese espejo. Era tan feo… y me hacía parecer vieja.

– He preparado una jarra de limonada. ¿Te apetece un poco?

Valentina le acarició la mejilla.

– Me encantaría. Tengo la boca seca.

Cada vez que daba un sorbo al refresco, que había tenido que servirse en la única taza de té que había quedado entera -los vasos los habían empeñado hacía tiempo-, se llevaba la mano a la frente, como para sostenerla en su sitio.

– ¿Quedan aspirinas? -preguntó, optimista.

– No.

– Ya me lo parecía.

– Pero te he comprado esto. -Esbozando una sonrisa tímida, Lidia hizo aparecer un cruasán relleno de chocolate y un pañuelo de rojo intenso-. Me ha parecido que te quedaría bien.

Valentina dejó la taza en el suelo, cogió el cruasán con una mano y el pañuelo con la otra.

– Querida -dijo, pronunciando la palabra como si fuera una caricia-. Me malcrías. -Observó un instante más los dos regalos, se rodeó el cuello con el pañuelo, entusiasmada, y dio un gran mordisco al dulce-. Maravilloso -susurró, con la boca llena-. De la pastelería francesa. Gracias, querida hija. -Se echó hacia delante y le plantó un beso en la mejilla.

– He estado trabajando un poco para ayudar al señor Willoughby en la escuela, y hoy me ha pagado -explicó Lydia, aunque demasiado atropelladamente. A pesar de ello, su madre no pareció percatarse.

El diminuto músculo de la frente de Lydia que llevaba toda la noche agarrotado se relajó por vez primera. Las cosas iban a ir bien. Su madre se tranquilizaría. No haría más locuras. No seguiría destrozando su mundo frágil. Levantó la taza del suelo y dio un sorbo de limonada para que la lengua se le despegara del velo del paladar.

– ¿Ha sido Antoine otra vez? -preguntó como sin darle importancia, mirando apenas de reojo a su madre.

Pero no tardó en arrepentirse de haber formulado la pregunta.

– Ese cabrón apestoso, podliy ismennikl -explotó Valentina-. No pronuncies su nombre en mi presencia. Es un sapo francés, un mentiroso, una serpiente rastrera que repta por la hierba. No quiero volver a verlo en mi vida.

Lydia sintió de pronto lástima por Antoine Fourget. Adoraba a su madre. La habría llevado al altar ese mismo día de no haber estado casado con una católica francesa que se negaba a divorciarse con la que tenía cuatro hijos que reclamaban sus atenciones y su apoyo económico. Llevaba a Valentina a bailar todos los viernes por la noche y durante la semana le dedicaba una o dos horas, siempre que lograba escaparse del trabajo, y almorzaban juntos mientras Lydia estaba en la escuela. Y, a pesar de no verlo, ella sabía muy bien cuándo aquel hombre había estado allí. La habitación olía de otro modo, desprendía un aroma más interesante, a cigarrillos y brillantina.

– ¿Qué ha hecho esta vez?

Valentina se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro, sujetándose las manos con la cabeza.

– Es su esposa. Está esperando otro hijo.

– Oh.

– El muy cabrón me había jurado que no pensaba acercarse nunca más a su cama. ¿Cómo ha podido ser tan… infiel?

– Mamá, su esposa es ella.

Valentina irguió la cabeza, indignada, y a continuación cerró los ojos, como si sintiera dolor.

– Sólo oficialmente. Me lo prometió.

– Tal vez ella lo ama.

Valentina abrió los ojos al momento y, con gesto desafiante, se llevó las manos a las caderas. Lydia se fijó en lo delgada que se veía bajo el camisón de seda.

– ¿Y no se te ocurre, Lydia, que tal vez yo también lo ame?

En ese momento fue su hija la que se rió.

– No, mamá, no se me ocurre. A ti te cae bien, te lo pasas bien con él, bailas con él, pero no, no le amas.

Valentina abrió la boca para protestar, pero negó con la cabeza, nerviosa, se dejó caer sobre el sofá y se apoyó en los cojines. Se llevó el antebrazo a la frente.

– Creo que me muero, querida.

– Hoy no.

– Y sí que lo amo un poco, ¿sabes?

– Ya lo sé, mamá.

– Pero… -Valentina levantó un poco el brazo para observar a su hija con los ojos entrecerrados. Se fijó en el rostro, en la nariz rotunda, recta, en sus pómulos escandinavos, en los destellos cobrizos de su pelo…-. Pero el único hombre al que he amado es tu padre.

Volvió a cerrar los ojos con fuerza.

El silencio se apoderó de la habitación. Lydia sintió un escalofrío de placer. Una brisa húmeda, cargada de lluvia, entró por las ventanas abiertas y le refrescó las mejillas, pero nada era capaz de refrescar el delicioso calor que brotaba de su cuerpo, tan seductor como el opio.

– Papá -murmuró, y en su mente oyó la risa grave de su padre que resonaba y resonaba, hasta inundarle el cerebro. Volvió a ver el mundo meciéndose en un caleidoscopio enloquecido, mientras unas manos recias la elevaban por los aires. Si se esforzara más, llegaría a invocar su olor masculino, una mezcla embriagadora a tabaco y gomina, que impregnaba las bufandas que rozaban su barbilla y le hacían cosquillas.

¿O acaso se lo inventaba todo?

Le asustaba tanto perder los pocos retazos que le quedaban de él. Suspiró, se puso en pie y fue apagando todas las velas, antes de acostarse de nuevo, rodeada de cojines, junto a su madre. Y se quedó dormida al momento, como una gatita.

El bocinazo de un coche que pasaba por la calle sobresaltó a Lydia. La pálida luz amarilla que se filtraba a través de las cortinas de su diminuto dormitorio le indicó que ya había amanecido, y que era más tarde de lo que debería ser. Los sábados sólo había medio día de clase, pero aun así debía entrar a las nueve. Se incorporó en la cama y, al hacerlo, para su sorpresa, sintió que se le iba la cabeza. Pero entonces recordó que no había comido nada el día anterior, y el corazón se le encogió al recordar por qué.

Pero el día que comenzaba sería mejor. Era su cumpleaños.

El coche volvió a hacer sonar la bocina. Lydia saltó de la cama y se asomó a la ventana más próxima para ver qué pasaba. La lluvia de la noche había cesado, pero todo estaba húmedo, reluciente, y el aire ya volvía a mostrar signos de calentamiento. Las láminas de pizarra del tejado que quedaba frente a su casa empezaban a desprender vapor. Por encima, el cielo era de un gris anodino, inerte, pero más abajo, en la calle, el estallido de color le alegró el ánimo. Vió un coche deportivo, pequeño, aparcado junto a su puerta. Al volante iba sentado un hombre de pelo negro, con un polo amarillo y un gran ramo de rosas rojas en la mano, que en ese instante alzó la vista y la saludó, agitando las flores.

– Hola, ma chérie -dijo-. ¿Está levantada tu maman?

– Hola, Antoine. -Lydia sonrió y, al momento, se llevó la mano al pecho para cubrirse el corpiño de su camisón viejo-. ¿Es ese tu coche nuevo?

– Sí, lo gané ayer, jugando a las cartas. ¿A que es adorable?

Se besó las yemas de los dedos, componiendo aquel extravagante gesto, tan francés, y se echó a reír, mostrando al hacerlo su blanca y saludable dentadura.

Siempre que lo veía, Lydia pensaba que era el hombre más apuesto que había visto en su vida, aunque no es que conociera a muchos. Aun así, no costaba imaginar lo fácil que sería divertirse con él. Según su madre, tenía más de treinta años, aunque a ella le parecía más joven, y estaba lleno de encanto juvenil.

– Voy a ver si ya está despierta -respondió ella levantando la voz, y entró corriendo en casa a espiar a su madre a través de su cortina.

En fuerte contraste con los colores y la sensualidad del salón, Valentina mantenía el rincón en que dormía oscuro y sencillo. Las paredes blancas, sin adornos, las sábanas también blancas, y un armario pintado del mismo color, de puertas abombadas y muy difíciles de abrir. Las cortinas habían sido un par de sábanas que, con los años, habían amarilleado. Se trataba de una celda sin carácter, austera. En ocasiones, Lydia se preguntaba qué penitencia pretendía cumplir su madre en ella.

– ¿Mamá?

Valentina estaba tendida, hecha un ovillo entre las sábanas, con el pelo enredado sobre la almohada, y profundas ojeras. Mantenía los párpados cerrados, pero su hija no creyó ni por un momento que estuviera dormida. Todo en ella indicaba que había pasado la noche en vela, atormentándose.

– Mamá, Antoine está aquí.

Valentina seguía con los ojos cerrados.

– Dile que se vaya al infierno.

– Pero te ha traído flores. -Lydia se sentó al borde de la cama, algo que normalmente no hacía, a menos que su madre la instara a ello-. Parece muy arrepentido, y… -Pensó rápidamente en algo más para tentarla-, y ha venido con un coche deportivo. -Omitió mencionar que era muy pequeño y de aspecto bastante peculiar.

– Así le será más fácil arrojarse al río.

– Eres demasiado cruel.

Valentina abrió mucho los ojos al oírlo, y la miró, ofendida.

– Y tú eres demasiado benévola con él. Sólo porque es un hombre.

Lydia se ruborizó y se puso en pie. Sabía que con el corpiño desgastado y las bragas, su aspecto no resultaba muy digno, pero aun así levantó mucho la barbilla y dijo:

– Bajaré y le diré que sigues durmiendo.

– Si de verdad quieres serme útil, dile que me traiga un poco de vodka.

Lydia descorrió bruscamente la cortina y salió sin decir nada. Se echó agua fría en las manos y la cara, se frotó los dientes con un dedo empapado en sal, y la frente con el reverso de la mano, para intentar eliminar la marca agarrotada de temor que se le formaba en ella. La palabra vodka había bastado para que el pánico se apoderara de su ser. Se vistió con el uniforme del colegio, cogió la cartera y, para el camino, se llevó un par de buñuelos azucarados. Ya salía por la puerta cuando su madre la llamó con voz más dulce.

– Lydia.

– ¿Sí?

– Ven aquí, tesoro.

A regañadientes, volvió a entrar en el dormitorio blanco, pero se quedó junto a la cortina, mirándose las puntas de los zapatos negros, desgastados. Estaba acostumbrada a que le apretaran, como estaba acostumbrada a que le doliera la cabeza.

– Lydia.

Alzó la cabeza. Su madre seguía tendida, lánguida, con la espalda apoyada en las almohadas, el pelo dispuesto sobre ellas, en abanico, y le sonreía con una mano extendida. Lydia estaba demasiado enfadada, y se limitó a permanecer en su sitio.

– Cielo, no he olvidado qué día es hoy. -Lydia se miró los zapatos con odio-. Feliz cumpleaños, cielo. Sdiniom rozhdenia, dochenka. Lo del vodka no lo he dicho en serio, de veras. Ven y dame un beso, mi amor. Un beso de cumpleaños.

Lydia obedeció, acercando la mejilla tibia a la de su madre, más fresca.

– Siéntate un momento, hija.

– Pero es que Antoine está…

– Al cuerno con Antoine. -Valentina agitó una mano, despectiva-. Quiero decirte algo.

Lydia se sentó en la cama. En ese preciso instante constató que tenía hambre, y le dio un bocado a un buñuelo. Con la lengua fue buscando los granos de azúcar que le habían quedado pegados en los labios.

– Cielo escúchame bien. Me alegro de verte comer algo bueno el día de tu cumpleaños, pero me entristece no haber sido yo quien te lo haya regalado.

Lydia dejó de comer, y el dulzor que inundaba su boca quedó amargado por una vaga sensación de culpa.

– No te preocupes, mamá.

– Sí me preocupo. Me entristece. No tengo dinero para comprarte un regalo, las dos lo sabemos. De modo que te invito esta noche al Club Ulysses, a que me oigas tocar. Me ayudarás a girar las páginas de la partitura.

Lydia dio un grito de alegría, y se colgó del cuello de su madre.

– ¡Oh, mamá, gracias! ¡Es el mejor regalo de cumpleaños!

– ¡Cuidado, que me metes el buñuelo en el pelo!

– ¡Llevaba años deseándolo!

– ¿Qué crees? ¿Que no lo sé? No dejabas de insistir una y otra vez en que te llevara conmigo a los recitales, pero hoy cumples dieciséis años, y creo que ya es momento. Además, así no me agotaré contándote después lo que dijo sir Edward, o lo que replicó el coronel Mortimer, ni las ropas que lucían las damas. Pero por favor, cielo, aparta esas manos pegajosas de mí.

Lydia se puso en pie de un salto y se limpió las manos en la falda.

– Estarás orgullosa de mí, mamá. Si quieres, esta tarde practicamos en el piano de la señora Zarya. Ya sabes que le gusta mucho oírte tocar.

– Eso será si esa vieja dragona no nos echa antes.

– Ah, no, no me acordé de decírtelo. Ayer pagué el alquiler que debíamos. Y el dinero del mes que viene está en el cuenco azul, sobre el estante. Así que ya no tienes que preocuparte por la señora Zarya.

– Esos trabajos que haces para el señor Willoughby debe de pagártelos extraordinariamente bien.

Lydia asintió, incómoda.

– Sí. He corregido los trabajos de los más pequeños, ¿sabes? Casi como si fuera yo su profesora. -Recogió la cartera-. Gracias otra vez, mamá.

Y se dirigió a la puerta a toda velocidad.

La voz de su madre la persiguió.

– ¡Y dile a esa rata embustera del coche de abajo que se meta las flores donde guarda las promesas, en la cloaca, que es donde merecen estar!

Lydia cerró la puerta deprisa, para que el señor y la señora Yeoman no la oyeran.

– Pero si sólo tiene tres ruedas -objetó Lydia.

– Es un Morgan, ¿qué esperabas? -Antoine Fourget dio una palmadita a uno de los guardabarros del vehículo, negro, reluciente-. Ha ganado todas las carreras del mundo.

– ¿Es el mismo modelo en el que iba Isadora Duncan el año pasado cuando se mató?

– Non -respondió el al momento, persignándose-. Aquél era un Bugatti. Pero ésta es una damita magnifique. Ayer tuve mucha suerte en las cartas. -Se volvió para contemplar a Lydia, con los ojos llenos de esperanza-. Pero ¿y hoy? ¿Tendré suerte hoy? Eh, bien, ¿qué ha dicho tu madre?

– Nada bueno.

– ¿No quiere verme?

– No, lo siento.

– ¿Y las flores?

Lydia negó con la cabeza.

Antoine se hundió en el asiento del piloto y emitió una especie de gruñido gutural. La joven sintió una necesidad imperiosa de acercarse y acariciarle el pelo negro, revuelto, sentir su suavidad, hacer algo, lo que fuera, para aliviarlo del dolor que su madre le había infligido. Pero no hizo nada.

– ¿Me llevas, Antoine?

No sin esfuerzo, él esbozó una sonrisa.

– Por supuesto, chérie. ¿A la escuela?

– Sí, por favor.

El francés retiró las flores del asiento del copiloto y ella montó al instante, con el sombrero en el regazo.

– Hoy es mi cumpleaños -anunció.

– Ah, bon anniversaire. -Se inclinó sobre ella y le plantó un beso en cada mejilla-. Entonces debes aceptar tú estas flores. De mi parte, por tu cumpleaños.

Le entregó el ramo forzando una reverencia que hizo que Lydia se ruborizara, y acto seguido arrancó el coche. Ella sabía muy bien que su acompañante habría preferido que fuera otra la que viajara a su lado, pero aun así disfrutó del paseo. Lo que no confesó al amante de su madre fue que aquélla era la primera vez que se subía a un coche. El movimiento constante del cambio de marchas y la manipulación de todos aquellos mandos la fascinaban, lo mismo que la distorsión del pavimento, que pasaba volando a toda velocidad, y lo mismo que el viento, que sorteaba el pequeño parabrisas y le azotaba la cara, despeinándola, haciéndola parpadear, casi sin aliento. Cuando el Morgan hizo sonar la bocina al paso de un rickshaw, que se desviaba de su ruta, Lydia sonrió, entusiasmada.

– Lydia.

– ¿Sí?

Las calles se ensanchaban a medida que abandonaban las estrecheces del Barrio Ruso y se acercaban a la zona mejor de la ciudad, donde las tiendas y los cafés empezaban a abrir sus puertas. Policías sijs, tocados con turbantes, se alzaban sobre plataformas en las travesías principales, moviendo las manos enfundadas en sus guantes para dirigir el tráfico. Lydia se apoyó en la portezuela y saludó a uno de ellos por pura diversión.

– Lydia -repitió Antoine, impaciente.

– ¿Sí?

– ¿Crees que me perdonará?

– Oh, Antoine, no lo sé. Ya sabes cómo es. -Él emitió un débil gruñido, y por un momento ella temió que fuera a estrellar el coche, en un gesto galo, grandilocuente, de desesperación, por lo que se apresuró a añadir-: Pero espero que se le pase pronto. Tú dale unos días.

El gran edificio del ayuntamiento, con sus columnas y su bandera británica, quedaron atrás, borrosos, lo mismo que el parque Victoria, invadido por cochecitos de bebé y niñeras. Cuando Antoine pisaba a fondo el acelerador, Lydia sentía que el viento le pellizcaba las mejillas.

– La amo, ¿sabes? -dijo él-. No era mi intención hacerle daño. No debería haberle explicado lo del niño.

– Sí, tal vez haya sido un error.

– ¿Y ella me ama?

– Sí, claro.

– ¿De veras, chérie?

– De veras.

La magnífica sonrisa que esbozó él justificaba por sí sola la mentira. Lydia sintió un cosquilleo que recorrió toda su columna vertebral, hasta los dedos de los pies, y fue entonces cuando se le ocurrió una idea.

– Antoine, ¿sabes lo que creo que podría ayudarte?

– ¿Qué? -Sacó la mano fuera del coche e indicó un giro a la izquierda en Wordsworth Avenue. Al enfilar la cuesta, el motor de dos tiempos del vehículo gruñó.

– Si le regalaras a mi madre algo que realmente quisiera, creo que te perdonaría.

Antoine la miró con el temor dibujado en los ojos.

– No soy rico, ¿sabes? No puedo cubrirla de joyas ni de perfumes, como ella merecería. Y en una ocasión en que le ofrecí una pequeña suma de dinero, sólo para ayudarla, lo rechazó.

Lydia le mostró su sorpresa.

– ¿Por qué?

– Me gritó, me lanzó un libro a la cabeza. Me dijo que ella no era una puta, que no podía comprarla.

Lydia suspiró. «Ah, mamá.» Todo aquel orgullo tenía un precio.

En lo alto de la colina, ya en el sector británico, las casas eran grandes y elegantes, de piedra clara, rodeadas de céspedes bien cortados, y de setos impecables. La escuela apareció ante ellos. Debía darse prisa.

– No, no me refiero a nada caro. Pensaba en algo… que la consuele cuando tú no estés. -Observó a Antoine con cautela-. Cuando estés con tu esposa.

Él frunció el ceño.

– ¿A qué te refieres?

Ella tragó saliva y lo soltó de una vez.

– Un conejo.

– ¿Qué?

– Un conejo blanco, de orejas largas y ojitos rosados.

– ¿Un lapin?

– Exacto. Tenía uno cuando era niña, en San Petersburgo, y siempre ha deseado otro.

Antoine la miró fijamente.

– Me sorprendes.

– Pues es verdad.

– Se lo preguntaré.

– No, no, no lo hagas. Estropearás la sorpresa. -Le sonrió para darle ánimos y, al verlo así, de perfil, pensó en lo hermosa que era aquella nariz romana-. Se acordará de ti cada vez que acaricie su piel sedosa y blanca.

Notaba que el amante de su madre pensaba en ello. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba, y se encogió de hombros, en un gesto elocuente, muy francés, que expresaba mucho más que los encogimientos de hombros de los ingleses.

– Tal vez -dijo al fin-. C'est possible.

– Y un lazo rojo también le gustaría. Para el conejo, quiero decir.

No estaba segura de que él hubiera oído aquel último comentario, porque en ese momento se detuvo delante de un gran Humber negro, desde el que tres muchachas vestidas con el uniforme de la Academia Willoughby la observaban con envidia. Aferrada a su gran ramo de rosas, dio un beso en la mejilla a su apuesto acompañante delante de ellas, y se dirigió a la escuela con parsimonia. El día empezaba bien.

Sólo más tarde, cuando, mientras miraba por la ventana del aula y soñaba despierta, se permitió pensar en la figura delgada y fibrosa que acechaba entre las sombras de los rickshaws aparcados delante, en los ojos negros, chinos, que la habían observado mientras franqueaba las rejas de la escuela.

Capítulo 5

El Club Ulysses era tan pretencioso como su nombre. Theo lo odiaba, pues representaba todo lo que él rechazaba de la arrogancia colonial. Era de esos lugares que se daban aires de grandeza y se mostraban desdeñosos. El edificio se alzaba en el corazón del sector británico, algo retrasado respecto de la calle, como si quisiera desvincularse del ruido y el ajetreo de la ciudad tras la espesa barrera de rododendros y la extensión de un césped bien cortado. Exhibía una fachada blanca, imponente, de altas columnas, base y pórtico, todo ello profusamente labrado a mayor gloria del conquistador.

Mientras enfilaba la escalinata que conducía a la entrada le vino a la mente la imagen de un santuario, y en cierto sentido eso es lo que era aquel lugar: un templo erigido al dios del conservadurismo. Al mantenimiento del statu quo. Y no hacía falta ni decir que nadie de piel amarilla, ni un solo miembro de aquella tribu pagana que te mentía a la cara y vendía a sus hijos, podía franquear aquellas puertas sagradas, a menos que fueran las traseras, y siempre que vistieran las ropas de la servidumbre.

A Theo le asqueaba todo aquello. Pero Li Mei tenía razón. Entre los besos que habían prendido fuego a sus ingles, y las dulces palabras que agitaban su cerebro, ella le había enseñado a verlo como un juego. Un juego que debía jugar. Que debía ganar.

– Willoughby, muchacho, me alegro mucho de que haya podido venir.

Christopher Mason venía hacia él con la mano extendida y la sonrisa afable de una serpiente. Pasaba de los cuarenta, pero se mantenía en forma montando a caballo. Se comportaba como un oficial de caballería, aunque Theo estaba seguro de que nunca en su vida había asistido a un desfile de la guardia montada. A una edad temprana, había optado por hacer carrera en los despachos, en el gobierno, y no solicitó un puesto en China hasta que supo de las fortunas que podían amasarse en el país si uno sabía lo que hacía. De ojos redondos, astutos, y pelo castaño oscuro, peinado hacia atrás, lo que resaltaba su pico de viuda, era unos centímetros más bajo que Theo, aunque compensaba esa desventaja hablando en voz muy alta mientras los dos atravesaban el salón.

– ¿Ha oído la noticia? Pone los pelos de punta. Y, en mi opinión, llega antes de tiempo.

– ¿A qué se refiere?

Theo se mostraba escéptico. Sabía que, en aquel hormiguero ajetreado y claustrofóbico en el que vivían, una «noticia» podía ser que Binky Fenton había abandonado un partido de croquet tras ser acusado de tramposo, o que el general Chiang Kai-Chek preparaba una legislación más estricta para despojar a los extranjeros de sus tierras y arrojarlos al mar. Pero las acusaciones de tramposo serían de mal gusto y, por otro lado, nadie esperaba que los chinos cumplieran con sus promesas. Theo esperó a oír lo que teñía de rojo intenso las mejillas de Mason.

– Son nuestras tropas. El segundo batallón de la Guardia Escocesa. Para Año Nuevo abandonarán China a bordo del Ciudad de Marsella, rumbo a casa. Eso es tener cara dura. Nos dejan aquí indefensos en este país tenebroso. ¿Es que no saben que el Ejército Nacionalista del Kuomintang convierte los disturbios en orgías de muerte allí, en Pekín? Por Dios, pero si necesitamos más ejército, no menos. Nosotros somos los que, con los beneficios del comercio, mantenemos a Baldwin y a su maldito gobierno lejos de la bancarrota. ¿Ha visto usted en qué estado se encuentran los mercados financieros?

– En ese caso, tal vez nos convenga aprender a mantenernos por nosotros mismos, ¿no le parece? -observó Theo encogiéndose de hombros, en un gesto que pretendía, deliberadamente, irritar a su interlocutor-. ¿Por qué mantener un ejército en un lugar si aseguramos que deseamos mantener la paz con los chinos? -Mason se detuvo en seco-. Lo que nos hace falta -prosiguió Theo- es un tratado al que todos podamos atenernos de una vez, un tratado que sea razonable, no basado en represalias. Debemos hacer concesiones, si no queremos encontrarnos con otra rebelión como la de Taiping.

Mason lo observo fijamente.

– Maldito pro chino -masculló, antes de dejarlo allí plantado y dirigirse al bar, ajeno a la elegancia de los esbeltos pilares del salón a los candelabros venecianos. Sirvientes autóctonos pasaban por su lado, en silencio, pulcros y dóciles, con sus trajes de faldones blancos abotonados hasta el cuello. Llevaban las bandejas, y sonreían educadamente, con un rictus que parecía congelado en sus rostros. Y, sin embargo, Theo sabía que para los socios del Club Ulysses aquellos hombres no valían más que un periódico de ayer, valían menos, probablemente. Desde el espacioso porche, situado en el ala trasera del edificio, resonó una carcajada repentina, aguda. Lady Carolina bebía ginebra con angostura.

Theo estuvo a punto de darse la vuelta e irse. Salir de allí y dejar plantado a Mason le habría proporcionado un gran placer, pero las palabras de Li Mei seguían resonando en su mente, y lo mantuvieron en su sitio.

«Tienes que jugar el juego, Tiyo. Tienes que ganar.»

Su Li Mei era muy lista. A él le encantaba su modo de aprovecharse de sus debilidades, de apoderarse de su deseo ridículo, típico de la educación británica de los colegios privados, de ver la vida como una especie de juego absurdo en el que debía lograrse la victoria.

Siguió a Mason a través de las puertas de madera labrada, entró en el bar y miró a su alrededor. El local estaba lleno, como siempre a las siete y media de la tarde. Allí se daban cita todos los constructores del Imperio británico. Los grandes, los buenos. Y los no tan buenos. Algunos de ellos tiesos y pagados de sí mismos, vestidos con uniforme militar, sentados en los cómodos chesterfields de cuero, otros apoltronados, puro en mano, en las nuevas butacas de anea Lloyd Loom, más ligeras, llevadas hasta allí para hacer el lugar más atractivo a los ojos de las socias.

Mientras avanzaba entre los congregados, iba saludando con un movimiento de cabeza a los rostros que reconocía, pero no se detenía a hablar con nadie. Por lo que a él respectaba, cuanto antes terminara la reunión a la que había sido convocado, mucho mejor. Pero se le cayó el alma a los pies cuando vio que Mason se dirigía a un grupo de cuatro hombres sentados en torno a una mesa baja de a nube formada por el humo de los cigarrillos parecía suspendida sobre ellos como un halo, a pesar de que los grandes ventiladores de latón giraban sin cesar en los techos, removiendo el calor y las moscas. Para Theo, el rígido cuello de la camisa era como un garrote vil que le oprimía la garganta, pero si debía participar en el juego, tenía que hacerlo con aquella ropa de gala. Se detuvo, encendió un cigarrillo turco y lanzó su primer dado.

– Buenas noches, sir Edward -dijo con tono bondadoso-. He oído que por fin va a echar a los marines de Estados Unidos de Tientsin.

Sir Edward Carlisle apartó la vista del vaso de whisky que sostenía, alzó el rostro -que, en reposo, abandonaba sus rasgos aguileños y se mostraba sorprendentemente plácido-, y sonrió a Theo. Los demás presentes ahogaron unas risitas, aunque Lacock, el comisario de policía, no se sumó a ellos. Binky Fenton, un vivaracho agente de aduanas que siempre se lamentaba de la injerencia de los americanos, levantó su copa y pronunció, muy sentidamente:

– ¡Ya era hora!

Theo tomó asiento junto a Alfred Parker, el único de los allí congregados al que consideraba amigo, y que le dio la bienvenida asintiendo con la cabeza y estrechándole la mano. Alfred era unos años mayor que él, y recién llegado a China. Trabajaba como reportero para el periódico local, el Daily Herald de Junchow. Y no lo hacía nada mal. Su último artículo, un reportaje espeluznante, abordaba la odiosa costumbre de vendar los pies a las mujeres chinas. Aunque ya no se trataba de algo obligatorio desde la caída de la dinastía manchú en 1911, su práctica seguía muy extendida. Afortunadamente, los padres de Li Mei le habían ahorrado aquella barbaridad en concreto. Y Alfred Parker tenía razón. Según él, ¿qué sentido tenía discapacitar a la mitad de la fuerza de trabajo en un país que moría de hambre en la calle? No tenía sentido.

– Buenas tardes, Willoughby -respondió sir Edward, que parecía alegrarse sinceramente de verlo aunque, claro, aquel hombre era un diplomático brillante, y con él nunca se sabía-. Sí, tiene razón, aunque no sé de dónde diablos saca la información. El secretario de la marina estadounidense ha ordenado la retirada inmediata de Tientsin.

– ¿De cuántos hombres hablamos? -preguntó Parker, interesado.

– De tres mil quinientos marines.

Binky Fenton silbó con estridencia y jaleó el dato.

– Adiós, yanquis, feliz expulsión.

– Y nuestra propia Guardia Escocesa se sumará a ellos en enero -masculló Mason, mientras levantaba un dedo. Al momento, un camarero chino se materializó a su lado-. Whisky con soda, muchacho. Sin hielo. ¿Willoughby?

– Whisky solo.

Sir Edward asintió, complacido. Le dolía ver que la gente estropeaba un buen whisky rebajándolo con agua.

– Los nacionalistas del Kuomintang controlan la situación -afirmó con vehemencia el diplomático, aunque sin aclarar si aquel hecho le complacía o no-. Tanto en Pekín como en Nankine, lo que implica que dominan tanto la capital del norte como la del sur. De modo que debemos reconocer que la guerra civil ha terminado al fin, al menos la lucha entre los señores de la guerra, si bien no la que se libra contra los comunistas. El mariscal Chang Tso-lin y su Ejército del Norte han perdido. Y por eso, caballeros, el gobierno británico ha decidido que la necesidad de mantener tantas tropas que protejan nuestros intereses se ha reducido.

– ¿Es verdad que al mariscal Chang Tso-lin y a sus hombres se les están facilitando salvoconductos para Manchuria? -preguntó Alfred Parker, que quería sacar el mayor partido de la primicia.

– Sí.

– ¿Por qué? Los chinos tienen la costumbre de matar a sus enemigos derrotados.

– Eso se lo respondería mejor Chiang Kai-Chek -respondió sir Edward dando una chupada a su puro, con la mirada vivaz, los ojos muy abiertos.

Se trataba de un hombre imponente, de unos sesenta años, alto y elegante, ataviado con un esmoquin entallado, con pajarita blanca y cuello alzado. Su mata de pelo blanco contrastaba con el mostacho militar, que amarilleaba por la dosis diaria de nicotina, taninos y el mejor whisky de las Tierras Altas escocesas. En tanto que gobernador de Junchow, sobre él recaía la imposible tarea de mantener la paz entre las distintas facciones extranjeras: franceses, italianos, japoneses, estadounidenses y británicos, y, peor aún, rusos y alemanes que desde el final de la Gran Guerra, en 1918, había perdido su estatus oficial en China y pasaban penalidades.

Pero la principal piedra en su zapato eran aquellos redomados americanos, que se precipitaban en todo, por su cuenta, y sólo aceptaban discutir la situación cuando el daño ya estaba hecho. De modo que no estaría mal librarse de unos cuantos, aunque ello implicara que Tientsin quedara más expuesta. Con suerte, el contingente de Junchow seguiría el mismo camino, aunque los japoneses seguirían ahí, y a ésos tampoco se les podía quitar el ojo de encima. Cada vez que pensaba en ellos le hervía la sangre.

Desplazó la mirada entre los congregados y se fijó en que Theo Willoughby lo observaba. Una vez más, sir Edward asintió apenas perceptiblemente, en señal de aprobación. Aquel maestro de escuela le caía bien, y le parecía que llegaría lejos. Lo único que debía hacer era renunciar a aquella obsesión suya por todo lo chino. Su aventura con aquella nativa no importaba lo más mínimo. Varios conocidos suyos bebían de aquella fuente amarilla de vez en cuando, aunque sus inclinaciones personales no fueran por ahí. Dios santo, no. Su querida Eleanor se retorcería en su tumba si lo hiciera. Aún echaba de menos a su niña. Era algo parecido a un dolor de muelas, pero en ese caso no había sacamuelas que lo aliviara. A ella también le habría caído bien Willoughby. Habría dicho de él que era un muchacho encantador. Un quebradero de cabeza encantador, de tener que hacer caso a la expresión de Mason. Entre aquellos dos hombres sucedía algo. Demasiada tensión, y era evidente que Mason creía que tenía las de ganar. Pero no debía bajar la guardia, no subestimar a aquel joven con tendencia a mostrarse impredecible. Lo llevaba en la sangre. No había más que ver lo que su padre había hecho en Inglaterra. Aquello sí fue un escándalo. No era de extrañar que el hijo hubiera ido a esconderse en el otro extremo del mundo.

Dio un generoso trago al whisky, y se lo paseó por la lengua, complacido.

– Willoughby -dijo, sin dejar de observarlo con los ojos muy fijos, unos ojos que se asomaban al mundo bajo sus pobladas cejas-. Se quedará usted al concierto que da esta noche la belleza rusa. -No formuló la frase como pregunta.

– Me encantará, señor.

Maldito viejo. Por su culpa, pasaría toda la noche sin ver a Li Mei.

– Qué sorpresa encontrarte aquí, Theo -comentó Alfred Parker con su voz cortés de siempre, con la que sin embargo no logró ocultar la curiosidad que su presencia le suscitaba.

Se encontraban junto a la barra, los dos solos. Se habían acercado hasta allí para pedir otra copa, pero también para librarse un rato de la acalorada discusión sobre los peligros de la extraterritorialidad, y sobre si los nacionalistas se habrían apoderado de Shanghai el año anterior sin la ayuda de Du Yesheng, apodado Orejas Grandes, y su tríada de la Banda Verde.

Theo se sentía siempre incómodo cuando se abordaba la cuestión de las tríadas chinas. Se le erizaba el vello de la nuca. Había oído rumores sobre las actividades a las que se dedicaban en Junchow. Cuellos cortados, negocios de pronto devorados por las llamas, algún cuerpo sin cabeza que aparecía flotando en las aguas del río… Pero era la belleza de China lo que él adoraba. Una belleza que lo dejaba sin aliento. Le había robado el corazón. No era sólo la exquisita delicadeza de Li Mei, sino la curva sensual de un jarrón Ming, el trazo ascendente de una caligrafía realizada con pincel, los significados ocultos de una acuarela en la que se mostraba a un hombre pescando, el luminoso sol poniéndose tras una hilera de sampanes, bañando la mugre apestosa que los cubría con un resplandor dorado, sobrenatural. Todas aquellas cosas inundaban sus sentidos. En ocasiones, la pasión que le despertaban era tan intensa que le faltaba el aliento. Incluso el sudor acre y los dientes rotos de algún porteador de rickshaw le hablaban de la belleza de un país que existía sólo por el esfuerzo sobrehumano al que se sometían los millones y millones de campesinos.

Pero las tríadas… Eran como ratas en un granero; devoraban, corrompían, envenenaban. Theo se pasó por la frente un gran pañuelo rojo y se metió un dedo en el cuello de la camisa, para respirar mejor.

– No he venido por gusto -respondió-. Mason quiere hablar conmigo.

– Ese hombre es demasiado voraz. Está metido en todo.

Theo soltó una carcajada exenta de humor.

– Es un cabrón avaricioso, y va a por todas. Está dispuesto a aplastar a todo el que se interponga en su camino.

– No te interpongas tú, entonces.

– Para eso ya es demasiado tarde, me temo.

– ¿Por qué? ¿Qué has hecho para irritar a ese tipo?

– Juzga tú mismo: no le gusta que su hija aprenda historia de China, ni que haya establecido la obligatoriedad de la asignatura de educación física también para las niñas, no sólo para los niños. Además, he suprimido las clases de tiro al blanco de los sábados por la mañana. Por ello casi muero ahorcado por una turba de padres enfurecidos.

Parker se echó a reír con ganas. Se trataba de un hombre corpulento, ancho de pecho y cordial por naturaleza, aunque esa noche parecía sentirse algo incómodo. Rebuscó en el bolsillo y sacó una pipa. Se tomó su tiempo para encenderla, y sólo entonces meneó la cabeza, en gesto de reproche.

– Tú todo eso lo haces sólo para provocar.

Theo lo miró, sorprendido. El periodista le hablaba en serio. Tal vez a Alfred le quedara mucho por aprender sobre la manera oriental de hacer las cosas, pero tenía instinto para separar el grano de la paja cuando de gente se trataba. Eso lo convertía en buen periodista, y era la razón por la que a Theo le caía bien. Sí, en ocasiones podía ser un necio pomposo, sobre todo en compañía del sexo débil, pero por lo general se trataba de un tipo decente, lo bastante sensato como para vestirse con chaqueta de lino y camisa de verano, en vez de ataviarse con toda la parafernalia de las cenas formales. Con todo, su último comentario le dejó algo perplejo, pues temía que lo creyera de veras.

– Alfred, escúchame. Lo único que yo quiero es abrir las mentes de esos niños y niñas.

– Privarlos de las cosas que les gustan, como el tiro al blanco, no va a llevarte muy lejos, no sé si lo sabes. Más bien todo lo contrario, diría yo.

– Mira, hace muy poco hemos pasado por una contienda horrible en Europa. Y aquí, en China, entre las Guerras del Opio y la Rebelión de los Bóxers llevan casi dos decenios de violencia. Y piensa en lo que está sucediendo en la India en este momento. ¿Cuándo aprenderemos que el ruido de sables no es la respuesta?

– Frena, Theo. Hemos traído la civilización y la decencia moral a estos paganos. Y salvación a sus almas. Nuestros ejércitos de mar y de tierra han sido necesarios para abrirles las puertas.

– No, Alfred. La violencia no es la respuesta. Nuestra única esperanza de futuro es enseñar a nuestros hijos que una piel distinta o una lengua distinta no convierten en enemigo a otro ser humano. -Apoyó la mano en el brazo de su amigo-. Este país necesita nuestra ayuda desesperadamente. Pero no nuestros ejércitos.

– Además de un maldito pro chino, está usted hecho un pacifista, Willoughby.

Era Mason.

Theo no se volvió. Sintió que el pecho se le llenaba de rabia. A través del gran espejo instalado tras la barra, vio que Christopher Mason se encontraba tras él, con la barbilla muy levantada, como pidiendo a gritos que alguien le diera un puñetazo.

– Señor Mason -terció Alfred Parker cortésmente-. Me alegro de contar con la oportunidad de conversar con usted. Llevaba tiempo con ganas de hacerlo. A nuestros lectores del Daily Herald les interesaría conocer sus opiniones en tanto que responsable de educación de Junchow. Estoy preparando un reportaje sobre las oportunidades que tienen los jóvenes hoy. ¿Me concedería una entrevista?

Mason se mostró sorprendido, pareció que la propuesta le pillaba a contrapié, pero al poco esbozó una sonrisa.

– Por supuesto, Parker. Llame a mi oficina el lunes por la mañana.

– Lo haré encantado.

Mason se balanceó sobre sus talones, antes de añadir, bruscamente:

– Y ahora, Willoughby, creo que ya va siendo hora de que hablemos.

– Latín.

– ¿Cómo dice?

– ¿Por qué enseña latín a mi hija?

– Para ampliar su comprensión de la lengua.

– Y le ha hecho mezclar productos químicos peligrosos.

– Señor Mason, todos los alumnos de mi escuela aprenden latín y ciencias, sean niños o niñas. Usted ya lo sabía cuando la inscribió, hace tres años.

– Poesía latina -prosiguió Masón, ignorando el comentario de Theo-. Diseccionar ranas y arrancar patas a escarabajos. Historia de China con todos esos cuentos de concubinas y decapitaciones. Gimnasia que lleva a las niñas a saltar sobre potros y a hacer la carretilla, casi desnudas, mientras los niños las miran con los ojos fuera de sus órbitas. Nada de todo ello es apropiado para una jovencita.

– Los potros no son de verdad. Forman parte del equipo del gimnasio.

– No se burle usted de mí, joven.

– No me burlo. Lo que hago es indicarle que se encuentran en el interior del gimnasio. Los niños y las niñas acuden por separado a esas clases, por lo que los niños no pueden verlas. Y ellas, por cierto, van respetablemente cubiertas con unos vestidos cerrados. Nadie las ve, salvo la señorita Pettifer.

– Le digo que no es apropiado. A la señora Mason y a mí no nos gusta.

Theo tuvo que morderse la lengua para no comentar que la señora Mason llegaba todos los días en tándem a buscar a Polly a la escuela, y que, por tanto, debía de ser acérrima partidaria de que las mujeres practicaran ejercicio intenso. Concentró la mirada en las profundidades ambarinas de su vaso de whisky, tratando de descubrir qué pretendía Mason. Estaban sentados, solos, en un extremo del largo porche. En el otro, entre palmeras plantadas en tiestos, había un grupo de mujeres que conversaban de sus cosas, y emitían al hacerlo un murmullo continuado que no les molestaba.

– Siempre podría enviar a Polly a otra escuela, señor Mason -propuso Theo en voz baja-. Tal vez el centro de secundaria de Saint Francis le resultara más adecuado.

Mason lo miró con desagrado, con los ojos muy abiertos. Pero había algo más en ellos, en su gris profundo, gélido, que no le gustaba nada, y que hizo que un escalofrío recorriera su espalda.

– No es eso lo que pretendo, Willoughby.

– ¿Y qué es lo que pretende? -preguntó Theo, llevándose el vaso a los labios.

– Estoy pensando en cerrarle la escuela.

El anuncio lo dejó helado. Sintió que la sangre abandonaba su rostro. Con gran esfuerzo, dejó el vaso en la mesa. Parpadeó, recorrió con la vista el campo de croquet, que a esa hora de la tarde era del color de la lavanda, y la superficie plateada del lago, que había adquirido una tonalidad gris, maciza, como de cola de dragón. Le habría venido bien dar otro trago, pero no se atrevía a levantar el whisky. Mason estaba echado hacia delante y lo observaba con mirada dura, penetrante. Theo se obligó a concentrarse. Despacio, se apoyó en el respaldo, cruzó las piernas y le sostuvo la mirada.

– ¿Debo interpretar que pretende retirarle la licencia a la Academia Willoughby? -preguntó fríamente.

– Es una posibilidad.

– Creo que se encontraría la mesa de su despacho llena de quejas de los padres si optara por una medida tan absurda. Es la mejor escuela de Junchow, y usted lo sabe. Una educación más amplia de miras para las chicas no justifica que…

– No es sólo eso.

Theo frunció el ceño.

– ¿Qué más hay?

– Es el dinero.

Fue entonces cuando Theo supo que había perdido.

– Mira a esa mujer de ahí. ¿No te parece un bombón? Cualquier hombre perdería la cabeza por ella. -Aquellas palabras provenían de un corro de oficiales del ejército que acababan de abandonar la sala de billares.

Theo cruzaba el salón en dirección al fumador. Necesitaba estar solo, alejarse de aquel circo de locos. Necesitaba pensar, decidir cuál debía ser su siguiente paso. Le latían las sienes, y en sus oídos zumbaba un rumor de miles de cigarras, pero las palabras del oficial le hicieron levantar la cabeza y mirar atrás.

Era Valentina Ivanova.

De pronto, Theo recordó el concierto, el maldito compromiso que había adquirido con sir Edward, que le había invitado a asistir. Mason estaría presente, por supuesto, con su sonrisa perversa y sus ojos ávidos, dándose golpecitos con los dedos en aquellos grandes dientes de depredador que tenía. Pero la visión de Valentina Ivanova le aclaró las ideas al momento. Le recordó aquello por lo que debía luchar, pues a su lado, al hacer su entrada en el salón, vio a una de sus alumnas. La joven Lydia. La que había mostrado tanto interés en saber más cosas sobre las artes marciales.

Las dos juntas llamaban aún más la atención, y las cabezas se volvían a su paso. Las mujeres apretaban los labios al verlas. La madre se veía magnífica. Era bastante menuda, algo que compensaba con sus andares, el vaivén de sus caderas finas, la curva de la barbilla, que mantenía muy alta. Tenía una piel blanquísima, perfecta, y llevaba el pelo ondulado, castaño, recogido en lo alto de la cabeza, lo que la hacía parecer más alta, más imponente. Con todo, eran sus ojos, oscuros, luminosos, los que con su sensualidad vulnerable eran capaces de hacer que a un hombre le temblaran las rodillas.

Theo la había visto en otras ocasiones, pero nunca así; llevaba un traje de noche de seda azul de Shantung, resplandeciente. De escote bajo, mostraba el inicio de los senos, así como su elegante cuello. Ocultaba las manos bajo unos guantes blancos, largos hasta los codos, y no lucía ni una sola joya. No las necesitaba. La comparó mentalmente con Li Mei, y tuvo que reconocer que la figura de su amante era menos voluptuosa, de un atractivo más discreto, aunque, para él, había una pureza en Li Mei, una especie de sexualidad inmaculada, que ninguna occidental podía igualar. Como la porcelana china comparada con la de Wedgwood. Sólo una te rompía el corazón con su belleza.

– Dios mío, ¿quién es esa maravillosa criatura? -dijo otro de los oficiales.

– Creo que es la pianista -apuntó otro-. El comité del club ha organizado un poco de diversión, y la diversión es ella.

Su comentario fue saludado con risotadas.

– Pues que venga a entretenerme a mí siempre que quiera.

– No, yo me quedo con la más joven, la cachorrita de leona. Parece que ya está crecidita.

– Bueno, a mí me interesaría ver qué tiene debajo del vestido antes de…

Theo se alejó. Demasiado alcohol. Los delataba el aliento. Pero en una comunidad en la que los hombres superaban en número a las mujeres en una proporción de al menos diez a una, lo que acababa de presenciar no era infrecuente. Los burdeles abundaban, llenos sobre todo de jóvenes rusas o eurasiáticas mestizas. En ambos casos se trataba de mujeres repudiadas en unas sociedades de gran rigidez moral. Theo sintió el deseo imperioso de salir de allí corriendo, dejarlos a todos en el infierno que ellos mismos se habían creado, pero no lo hizo. La velada no había terminado. Y todavía debía vérselas con Mason.

En ese momento, Lydia lo vio y le sonrió, tímida y ufana con su atuendo de gala. Un cachorro de leona, sí. Aquel hombre estaba en lo cierto. Ojos pardos, cabellera roja. Había algo indómito en ella. Esa noche parecía una joven encantadora, pero incluso enfundada en su vestido, que era de color albaricoque, y de lo más moderno, con su talle bajo y su dobladillo a la altura de las rodillas, despertaba una punzada de excitación, incluso de peligro. Con todo, cuando él le devolvió la sonrisa, Lydia se ruborizó como una colegiala.

Capítulo 6

En el exterior del Club Ulysses, las farolas de Wellington Road proyectaban círculos de luz amarilla en la oscuridad. Pero la oscuridad, en China, era vasta, densa, y reclamaba para sí el mundo frágil que los extranjeros consideraban suyo.

Esa oscuridad era refugio para el ladrón de ojos almendrados que permanecía de pie, junto a la cuna del niño del joven oficial del ejército, mientras su amah jugaba al mah-jongg en la planta baja; para el apestoso camión séptico, el volquete lleno hasta los topes de excrementos humanos que iba camino de los campos; para el cuchillo que se clavaba en la garganta de un blanco que creyó que las deudas con tahúres chinos no eran vinculantes.

Y para Chang An Lo. A medida que la noche avanzaba, se hacía invisible en la oscuridad, y su perfil oscuro, juvenil, se fundía con el tronco moteado de uno de los plátanos que flanqueaban el camino. No se movía, y siguió sin moverse cuando un relámpago de plata rasgó el cielo, y empezó a llover con fuerza, repicando contra las hojas que se alzaban sobre su cabeza, haciendo que los coches se convirtieran en monstruos negros, brillantes, cada vez que con sus faros iluminaban las verjas de hierro forjado del club, un guarda militar, con gorra de plato y rifle al hombro inspeccionaba a todos los que entraban.

Chang An Lo apoyó la cabeza contra el tronco áspero y cerró los ojos para recordar mejor a la joven en el momento de descender del rickshaw que la había conducido hasta allí. La imaginó de nuevo, el fuego de sus cabellos que se mecía sobre sus hombros, la emoción de su paso apresurado. Vio que su rostro se alzaba para contemplar las inmensas columnas de mármol, y con mirada aguda captó el brevísimo instante de vacilación de sus pies. ¿Seguirían sus ojos tan llenos de asombro -se preguntaba- como cuando la vio el día anterior en aquel hutong cochambroso, en aquella callejuela?

Se había formulado la pregunta varias veces. ¿Se habría perdido sin darse cuenta? Pero ¿cómo iba alguien a entrar en el barrio antiguo sin percatarse de ello? Con todo, los fanqui eran raros, y los senderos de su mente, turbios e indescifrables. Se pasó la mano por la densa mata de pelo negro, sintió en él la humedad de la lluvia y se presionó el cráneo con los dedos, como si de ese modo ejerciendo sólo la fuerza, fuera a obtener una respuesta.

¿Eran los dioses los que la habían llevado hasta él?

Meneó la cabeza, enfadado consigo mismo. Los europeos no eran amigos de los chinos, y los dioses del Reino Medio no tendrían nada que ver con ellos. A Chang An Lo tampoco le interesaba tener nada que ver con ellos, a no ser que fuera para empujar sus almas voraces hasta el mar, que era de donde habían venido, pero lo raro era que cuando la vio a ella en el hutong, el día anterior, no vio a un «diablo extranjero», sino a un zorro asustado y herido. Como el que en una ocasión había liberado de una trampa, en el bosque. Le había clavado los dientes y le había arrancado un pedazo de carne del brazo, pero después huyó, en busca de un lugar seguro. En aquella ocasión, Chang creyó ver en aquel animal un destello de sí mismo, pues también él se consideraba un ser atrapado y fiero que luchaba por conseguir su libertad.

Y ahora aparecía esa muchacha. Igual de indómita, con un fuego que nacía en su interior, y que se mostraba también en el pelo cobrizo, en sus ojos enormes de fanqui. Ella lo quemaría. Estaba tan seguro de ello como lo estuvo de que el zorro enjaulado le atacaría apenas lo tocara. Pero ya estaba atado a ella, sus almas se habían unido, y no tenía elección. Porque él le había salvado la vida.

En su mente se formó la imagen de unos callejones, de unas alcantarillas apestosas por las que nadie se adentraría por gusto. Él habría pasado de largo sin mirarlas siquiera. Pero los dioses le hicieron detenerse y volver la cabeza. Ella iluminó con su fuego todo aquel agujero negro, maloliente. Sus ojos no habían contemplado nunca a nadie como ella.

Sus pensamientos regresaron bruscamente a la lluvia y al cielo oscuro y tormentoso, y en ese momento oyó ruido de pasos, y el golpeteo de un bastón; un hombre pasó muy cerca de donde se encontraba. Llevaba un sombrero de copa y una gabardina gruesa, y se protegía con un paraguas. Pasó de largo a toda prisa, sin ver a Chang. Pero antes de llegar al club, dos sombras se arrojaron a sus pies, sobre el pavimento mojado.

Eran mendigos, un hombre y una mujer. Nativos de la ciudad vieja y le suplicaban con tono agudo, lastimero.

Chang escupió sobre el suelo al verlos.

El hombre les lanzó un puñado de monedas, maldiciendo entre dientes, y los apartó con un golpe de bastón en la espalda. Chang lo vio alejarse, subir por la escalinata blanca, franquear las puertas, tan grandes que parecían las de un palacio de los mandarines No oyó las palabras del hombre, pero conocía perfectamente sus actos. Los había visto durante toda su vida en China.

Durante las siguientes horas no pudo dejar de mirar, una y otra vez los altos ventanales iluminados, como un pájaro atraído ante la visión del maíz maduro. Ella estaba ahí, la muchacha de pelo de zorro. La había visto subir la escalera con otra mujer a su lado, pero entre ellas, el espacio de aire vacío se revolvía con una ira que les agarrotaba los hombros, y les hacía apartar las cabezas la una de la otra.

Sonrió para sus adentros, mientras la lluvia le resbalaba por la cara. Aquella muchacha tenía los dientes afilados, como los zorros.

Capítulo 7

Lydia se movía deprisa por el club. Había poco tiempo, y mucho que ver.

– Quédate aquí, no tardaré. Diez minutos, no más -le dijo Valentina-. No te muevas.

Estaban de pie, a un lado de la escalera de caracol, donde un banco de roble antiguo parecía no encajar del todo con la luminosidad de la lámpara de araña, ni con el remate de la barandilla, en forma de bellota gigante. Todo allí parecía construido a una escala enorme: los cuadros, los espejos, incluso los bigotes de los hombres. Todo era mucho más grande de lo que Lydia había visto jamás. Ni siquiera Polly había entrado nunca en el club.

– Y no hables con nadie -añadió Valentina en tono autoritario, mientras miraba a su alrededor y no le pasaban por alto los ojos interesados, los murmullos que los hombres intercambiaban unos con otros-. Con nadie, ¿lo oyes?

– Sí, mamá.

– Tengo que ir a la oficina para que me informen de la organización de la velada. -Observó con ojos disuasorios a un joven vestido con esmoquin y bufanda de seda que ya empezaba a acercarse-. Tal vez sea mejor que te lleve conmigo.

– No, mamá. Estoy bien aquí. Me gusta observar a todo el mundo.

– El problema, Lydochka, es que a ellos también les gusta observarte a ti. -Vaciló, sin terminar de decidirse, pero Lydia se sentó, coqueta, sobre el banco, con las manos en el regazo, de modo que Valentina le acarició el hombro y se alejó por el pasillo de la derecha. Mientras lo hacía, la oyó murmurar-: No debería haberle comprado ese maldito vestido.

El vestido. Lydia acarició la tela de seda color albaricoque con las yemas de los dedos. Amaba aquella prenda más que a su vida. Nunca había poseído algo tan hermoso. Y los zapatos de raso color crema… Levantó un pie para admirarlo. Ese era el momento más perfecto de su vida, sentada en un lugar hermoso, vestida con ropa bonita, mientras mujeres guapas y hombres apuestos la observaban con ojos de admiración. Porque aquellos ojos expresaban admiración, sí. Eso se notaba.

Eso era vida, y no sólo supervivencia. Eso era… eso era estar viva y no medio muerta. Y por primera vez le pareció comprender parte del dolor que se había alojado en el corazón de su madre, quemándolo. Perder todo aquello… Debía de ser como adentrarse ciegamente, a tientas, en una cloaca, y convertirla en tu hogar, un hogar compartido con las ratas. Tu hogar. Por un momento, Lydia sintió que el corazón le latía con más fuerza. Su hogar era aquel desván, pero ¿por cuánto tiempo más? Tomó una porción de tela del vestido entre los dedos y cerró el puño con fuerza. Metió los zapatos tras el asiento, para ocultarlos a las miradas.

«Mira qué te he traído, cielo. Para esta noche. Por tu cumpleaños.»

Cuando Valentina pronunció aquellas palabras tan llenas de encanto, una vez que Lydia hubo regresado de la escuela esa tarde, ella sonrió, esperando encontrarse con un lazo para el pelo, o tal vez su primer par de medias de seda. Pero no eso. No ese vestido, esos zapatos.

Quedó paralizada. Incapaz de articular palabra, de tragar saliva.

– ¡Mamá! -dijo al fin, con la vista clavada en el vestido-. ¿Con qué lo has pagado?

– Con el dinero del cuenco azul del estante.

– ¿Con el dinero del alquiler y la comida?

– Sí, pero…

– ¿Lo has usado todo?

– Por supuesto. Era caro. Pero no te pongas así, no te enfades. -Valentina se rindió al fin y a sus ojos vivaces acudió una mirada de honda preocupación. Acarició a su hija en la mejilla-. No te preocupes tanto, dochenka -dijo en voz muy baja-. A mí van a pagarme el concierto de esta noche, y tal vez me contraten para alguno más, sobre todo si te llevo conmigo, con lo guapa que vas a ir. Considéralo una inversión de futuro. Sonríe, tesoro, ¿No te gusta el vestido?

Lydia asintió con la cabeza, en un movimiento apenas perceptible, pero por más que lo intentó no logró arrancarle una sonrisa a sus labios.

– Nos moriremos de hambre -musitó.

– Eso son tonterías.

– Nos pudriremos en la calle cuando la señora Zarya nos eche de casa.

– Querida, no seas tan melodramática. Toma, pruébatelo. Y los zapatos también. Los he dejado a deber, pero es que son tan bonitos… ¿No te parece?

– Sí -respondió casi sin aliento.

Pero apenas el vestido pasó por su cabeza, se enamoró de él. Dos delicadas hileras de cuentas bordeaban los ojales y el cuello geométrico. En las caderas, dos toques de satén resplandeciente, y un corte atrevido ascendía a un lado, justo por encima de la rodilla. Lydia giró varias veces sobre sí misma, sintiendo cómo se pegaba a su cuerpo, cómo desprendía un ligerísimo perfume a albaricoques. ¿O eran sólo imaginaciones suyas?

– ¿Te gusta, cielo?

– Me encanta.

– Feliz cumpleaños.

– Gracias.

– Y deja ya de estar enfadada conmigo.

– Mamá -dijo Lydia en voz baja-. Estoy asustada.

– No seas tonta. Te compro el primer vestido elegante de tu vida para que estés contenta, y tú me dices que estás asustada. Tener algo bonito no es ningún crimen. -Apoyó su negra cabellera en Lydia y le susurró-: Disfrútalo, hija mía, preciosa, aprende a disfrutar lo que puedas en esta vida.

Pero Lydia no dejaba de negar con la cabeza. Le encantaba el vestido, y a la vez lo odiaba. Y se despreciaba a sí misma por desearlo tanto.

– Me pones enferma, Lydia Ivanova -le dijo entonces su madre con voz acerada-. No te mereces este vestido. Voy a devolverlo.

– ¡No! -gritó sin querer, poniéndose en evidencia.

Sólo más tarde, cuando Valentina terminó de cepillarle el pelo y empezaba a hacerle un sofisticado recogido en un lado, Lydia se dio cuenta de que su madre llevaba unos guantes nuevos.

Un oficial de marina se acercó a ella cuando ya se alejaba del fumador, adonde se había acercado a echar un rápido vistazo desde la puerta. Los más de diez cigarros encendidos, así como otras tantas pipas, llenaban el aire de humo, de una niebla gris que se le metió en la garganta y le hizo estornudar.

– ¿Puedo ayudarla, señorita? Parece perdida, y no soporto ver sufrir a una joven y hermosa damisela. -El oficial le sonrió, seductor con su uniforme blanco rematado con cordón dorado.

– Bien, yo…

– ¿Me permite que la invite a beber algo?

Tenía los ojos tan azules, y la sonrisa tan pícara… Era una invitación que hasta entonces sólo le habían propuesto en sueños. «¿Me permite que la invite a beber algo?» Era por el vestido, lo sabía. El vestido y los sofisticados rizos de su peinado. Estuvo tentada de aceptar, pero en el fondo de su corazón sabía que aquel oficial elegante, con su ristra de dientes perfectos, esperaría algo a cambio del interés que demostraba. A diferencia de su protector chino del día anterior, que no le había pedido nada, lo que la había conmovido de un modo que no terminaba de comprender. Era algo tan… tan ajeno a ella… ¿Por qué querría un halcón chino rescatar a un gorrión fanqui? La pregunta la devoraba por dentro.

Recordó el destello de ira de sus ojos oscuros, y se preguntó qué había tras ella. Habría querido preguntárselo a él. Pero para eso tendría que encontrarlo, y ni siquiera sabía cómo se llamaba.

– ¿Una copa? -insistió el oficial uniformado.

Lydia volvió la cabeza, desdeñosa, y respondió con frialdad:

– He venido con mi madre, la pianista que da el concierto.

Y el militar se esfumó al momento. Lydia sintió una especie de delicioso cosquilleo que recorría su espalda, y se dirigió a la siguiente puerta, situada en un pequeño entrante, junto a la del salón principal. En ella, una placa anunciaba que se trataba del salón de lectura, y la puerta estaba entornada, de modo que terminó de abrirla y entró. El ritmo acelerado de su corazón sólo disminuyó tras constatar que en la estancia no había más de dos personas: un señor mayor que dormitaba en un sillón orejero -se había cubierto la cara con el Times, y cada vez que roncaba, el periódico ascendía y descendía- y otro hombre, sentado junto a la ventana, donde la lluvia golpeaba los cristales oscuros, y era el señor Theo.

Estaba muy rígido, con los ojos cerrados. De sus labios salía un zumbido constante, que repetía una y otra vez, un «um» monótono, similar, en su reiteración, a las escalas musicales que practicaba su madre. Respiraba profundamente, y tenía las palmas de las manos vueltas hacia arriba, como cuencos de mendigos, sobre los apoyabrazos de la butaca. Lydia lo observaba fascinada. Había visto a algunos nativos hacer lo que él hacía, sobre todo los monjes de cabeza rasurada del templo de la Colina del Tigre, pero nunca a un blanco. Miró a su alrededor. La iluminación de la estancia era tenue y una de las paredes la ocupaba una librería de estantes oscuros atestada de libros encuadernados en piel. A intervalos regulares se alineaban unas mesas de caoba, cubiertas de periódicos, revistas y gacetas. Sobre la más próxima a ella Lydia leyó el siguiente titular: «El capitán de Havilland bate nuevo récord aeronáutico con su Gipsy Moth.»

Se acercó de puntillas a una de las mesas. Muy de tarde en tarde encontraba alguna revista abandonada en Victoria Park, y la leía una y otra vez, durante meses, hasta que prácticamente se desintegraba, pero aquéllas eran nuevas, y no podía resistirse a echarles un vistazo. Cogió una que llevaba por fascinante título Una señora en la ciudad, y que, en la ilustración de cubierta, mostraba a una dama esbelta junto a un galgo de largas extremidades. Lydia se la acercó a la cara para aspirar el aroma de los extraños productos químicos que desprendían las hojas tersas, y sólo entonces pasó la primera página. Al instante se sintió cautivada con la fotografía de dos mujeres posando en la escalinata de la National Gallery de Londres, en Trafalgar Square. Se veían tan modernas, con sus gorras de casquete y sus vestidos, parecidos al que ella llevaba esa noche, que no le costó imaginarse metida en aquel retrato. Creía oír las risas de aquellas jóvenes damas, los arrullos de las palomas a sus pies.

– Salga de aquí.

A Lydia casi se le cayó la revista.

– Salga de aquí.

Era el señor Theo, que se había echado hacia delante y la miraba con ojos fijos. Pero aquel señor Theo no se parecía en nada a que estaba acostumbrada a ver. Estuvo a punto de obedecerlo por pura costumbre, porque en la escuela siempre hacía lo que él ordenaba, pero algo en el sonido de su voz le llamó la atención, y le hizo volverse a mirarlo. El dolor que vio en sus ojos le impacto.

– ¿Señor director?

Todo el cuerpo de Theo pareció retorcerse, como si acabara de meter el dedo en una llaga abierta, y se pasó una mano por el pálido rostro. Pero entonces volvió a mirarla, y pareció recobrar el control de la situación.

– ¿Qué quiere, Lydia?

Ella no tenía ni idea de qué decirle, ni de cómo ayudarle. Se sentía insegura, pero sus pies, metidos dentro de aquellos zapatitos de raso, se resistían a llevársela de allí.

– Señor… -dijo, sin saber bien cómo continuar-. ¿Es usted budista?

– Qué pregunta tan extraordinaria. Y tan personal, diría yo. -Echó la cabeza hacia atrás, pegándola al respaldo de la butaca orejera, y de pronto pareció muy fatigado-. Pero no, no soy budista, aunque muchos de los dichos de Buda me tientan a emprender el camino de la paz y la iluminación. Dios sabe que se trata de dos bienes escasos en este lugar de alma ennegrecida.

– ¿De China?

– No, me refiero a este lugar, a nuestro Asentamiento Internacional. -Soltó una sonora carcajada-. En el que nada se «asienta» si no es a través de la avaricia y la corrupción.

La amargura de sus palabras se alojó en las comisuras de los labios de Lydia, como el sabor del áloe. Meneó la cabeza para librarse de él, y dejó la revista sobre la mesa.

– Pero, señor, a mí me parece que para alguien como usted… bueno… usted lo tiene… todo. Entonces, ¿por qué…?

– ¿Todo? ¿Se refiere a la escuela?

– Sí, y a una casa, y a un coche, y a un pasaporte, y a un lugar en la sociedad, y a… -Estuvo a punto de decir «a una amante», a una amante hermosa y exótica, pero se reprimió a tiempo. Tampoco se refirió al dinero. Porque él tenía dinero. Y se limitó a añadir-: Todo lo que cualquier persona desearía.

– Eso -replicó él, poniéndose en pie bruscamente-, eso no es más que barro. Como señala con claridad Buda, su «lodo» mancha el alma humana.

– No, señor, eso no puedo creerlo.

Él la miró fijamente, entrecerrando un poco los ojos, con una expresión que la intimidaba, pero ella se negó a bajar los suyos. Inesperadamente, esbozó una sonrisa breve que, con todo, no alcanzó a su profesor.

– Pequeña Lydia Ivanova, primorosamente vestida con su ropa de gala, que parece un capullo de magnolia a punto de abrirse. Es tan inocente que no tiene la menor idea de las cosas. Tan pura. Éste es un mundo de corrupción, querida. Y usted no sabe nada de él.

– Sé más de lo que usted cree.

Ante aquel comentario, el director se echó a reír.

– De eso estoy seguro. No la considero un lirón dócil, como algunos de sus compañeros. Pero de todos modos es usted joven y aún conserva la capacidad de creer. -Se desplomó en la silla una vez más y apoyó la cabeza en las manos-. Todavía cree.

Lydia se fijó en los dedos largos, atormentados, enterrados en el pelo fino, castaño claro, y sintió que una oleada de rabia le ascendía por la garganta, y moría en la lengua. Se acercó algo más a la butaca, al tiempo que un ronquido amortiguado llegaba desde el otro extremo del salón, y se echó hacia delante, para hablarle casi al oído.

– Señor, sea cual sea el futuro que quiera, yo soy la única que puedo hacer que suceda. Si eso es creer, entonces, sí, creo.

Pronunció aquellas palabras con una especie de silbido fiero.

Theo Willoughby echó hacia atrás la cabeza para verla mejor, y a pesar del ceño, a su rostro asomó un atisbo de admiración.

– Palabras apasionadas, Lydia. Pero huecas. Porque no sabe usted dónde está. Ni qué es lo que hace que giren los engranajes de esta ciudad pequeña y sórdida. Todo es basura y corrupción, el hedor de la cloaca…

– No, señor. -Lydia, vehemente, negó con la cabeza-. Aquí no. -Gesticuló con la mano, señalando los libros encuadernados en piel, el reloj de pared francés que con su tictac indicaba el inexorable avance de sus vidas, la puerta que conducía al elegante mundo presidido por sir Edward Carlisle, donde todo era estable, sereno.

– Lydia, está usted ciega. Esta ciudad nació de la avaricia. Robada a China y llena de hombres ambiciosos. Se lo advierto, por Dios o por Buda: esta ciudad morirá de avaricia.

– No.

– Sí. La corrupción está en su origen. Y usted más que nadie debería saberlo.

– ¿Yo? ¿Por qué yo? -El pánico se apoderó de su pecho por un instante.

– Porque usted asiste a mi escuela, claro.

Lydia parpadeó, perpleja.

– No le entiendo.

Theo se sumió de pronto en el silencio.

– Márchese, Lydia. Llévese sus cabellos brillantes y sus brillantes creencias y lúzcalas ahí fuera. Nos veremos el lunes. Usted llevara puesto el uniforme de la Academia Willoughby, cuyas mangas le quedarán tan cortas como de costumbre, y yo me habré puesto mi guardapolvo de maestro. Y fingiremos no haber mantenido nunca esta conversación. -Agitó una mano, para indicarle se ausentara, se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con una mezcla de quietud y desesperación.

Lydia cerró la puerta, aunque sabía que no olvidaría aquella conversación.

– Lydia, querida, qué guapa estás.

La joven se volvió y vio a la señora Mason, la madre de Polly, que se acercaba a ella. La acompañaba una mujer de unos cuarenta años, alta y elegante, que hacía que Anthea Mason pareciera rechoncha en comparación.

– Condesa, permítame que le presente a Lydia Ivanova. Es la hija de nuestra pianista de esta noche. -Se volvió hacia Lydia-. La condesa Natalia Serova también es rusa, de San Petersburgo, aunque supongo qué debería llamarla señora Charonne.

«Condesa.» Lydia se quedó sin aliento sólo de pensarlo. Su vestido de noche era de organza, de un color borgoña intenso, pero a Lydia le parecía algo anticuado, con su falda hasta los pies y sus mangas abombadas. Su espalda aristocrática se mantenía muy rígida, y echaba la cabeza hacia atrás, luciendo un collar de perlas. Con sus ojos de un azul muy pálido observaba a Lydia con frío interés. Esta no sabía qué se esperaba de ella, de modo que optó por hacerle una ligera reverencia.

– Te han educado muy bien, niña. Devushki ochen redko takie vezhlevie.

Lydia clavó la vista en el suelo, pues no estaba dispuesta a admitir que no había entendido nada.

– No, Lydia no habla ruso -terció Anthea Masón, acudiendo en su rescate.

La condesa arqueó una ceja.

– ¿No habla ruso? ¿Y por qué no?

Lydia deseó que se la tragara la tierra.

– Mi madre me ha enseñado sólo inglés. Y algo de francés -añadió al momento.

– Pues eso está muy mal.

– Oh, condesa, no sea dura con la niña.

– Kakoi koshmar! Debería conocer su lengua materna.

– El inglés es mi lengua materna -insistió Lydia, ruborizándose por momentos-. Me siento orgullosa de hablarla.

– Mejor para ti -terció Anthea Mason-. Apoya al país, querida.

La condesa se acercó más a ella y le levantó la barbilla con un solo dedo.

– Así es como deberías mantenerla -dijo, sonriendo divertida-, si estuvieras en la Corte. -Su acento ruso era más marcado incluso que el de Valentina, y las palabras parecían girar en su boca mientras las pronunciaba. Se encogió ligeramente de hombros, aunque sin dejar de examinar con gran atención a Lydia, que sentía como si la estuvieran pelando, capa a capa-. Sí, eres una niña encantadora, pero… -La condesa Serova le soltó la barbilla y dio un paso atrás-. Pero demasiado delgada para llevar un vestido como ése. Disfruta de la velada.

Y, junto a su acompañante, se alejó de su lado como si se deslizara por el salón.

– Hoy he sabido que Helen Wills ha ganado el torneo de Wimbledon -le contaba Anthea-. ¿No es emocionante? -añadió, moviendo la mano en dirección a Lydia, como disculpándose.

La muchacha permaneció un minuto inmóvil. El salón estaba cada vez más concurrido, pero su madre seguía sin aparecer. Un dolor agudo le oprimía el pecho, y la tristeza había manchado su vestido nuevo. De pronto se daba cuenta de que era todo huesos, de que sus pechos eran demasiado pequeños, de que su pelo debería haber sido de otro color. Demasiado estridente, tanto en su mente como en su cuerpo. Con aquel vestido iba disfrazada, lo mismo que se disfrazaba con su pretensión de ser inglesa. Sí, por supuesto, hablaba la lengua con un acento perfecto, pero ¿a quien pretendía engañar con eso?

Transcurrido un minuto, levantó un poco la barbilla y fue en busca de su madre, porque el concierto debía empezar a las ocho y media.

Dos figuras se hallaban de pie, muy cerca la una de la otra. Demasiado cerca, en opinión de Lydia. Una, pequeña y delgada, con vestido negro, apoyaba la espalda contra la pared del pasillo, y la otra, más corpulenta, más ávida, se inclinaba sobre ella, rozándola con el rostro, como si quisiera comérsela.

Lvdia se quedó helada. Había llegado a la mitad del corredor bien iluminado pero, a la derecha, nacía un pasadizo estrecho que parecía llevar a algo así como las zonas del servicio, o la lavandería. Un lugar apartado. La luz escaseaba, y el aire se notaba caldeado. La palmera de la maceta que ocupaba parte del acceso proyectaba largas sombras que, como dedos, serpenteaban sobre el suelo enlosado. A su madre la reconoció al instante, pero tardó un poco más en darse cuenta de quién era el hombre. Con horror, constató que se trataba del señor Mason, el padre de Polly. Le palpaba todo el cuerpo con las manos, pasándoselas por el vestido de seda azul. Los muslos, las caderas, el cuello, los pechos. Como si la poseyera. Y ella no hacía nada por apartarlo.

Lydia sintió náuseas. Habría querido dar media vuelta, vencer la atracción que la mantenía allí clavada, pero no podía, de modo que allí seguía, sin apartar la vista de la escena. Su madre seguía absolutamente inmóvil, con la espalda, la cabeza y las palmas de las manos apoyadas en la pared, como a punto de traspasarla. Cuando los labios de Mason se apoderaron de los de Valentina, ella lo consintió, pero del mismo modo en que una muñeca deja que le laven la cara. Sin participar del beso, con los ojos abiertos, gélidos. Con las dos manos, Mason atraía hacia él su cuerpo, le pasaba la boca por el cuello, se detenía en el canal que separaba sus senos, y Lydia oía sus gruñidos de placer.

Lydia ahogó un grito sin poder evitarlo. A pesar de lo amortiguado del sonido, bastó para que su madre girara la cabeza. Sus ojos enormes, oscuros, se abrieron más aún al ver a su hija, y separó los labios, aunque no llegó a articular palabra. Al fin, a Lydia le respondieron las piernas, dio un paso atrás y desapareció en el pasillo, por el que inició una carrera que la llevó a doblar primero una esquina y después otra. Tras ella oía la voz de su madre que la llamaba: «¡Lydia, Lydia!»

Fue entonces cuando vio a alguien conocido, a un hombre que estaba segura de haber visto antes. Se dirigía a la salida principal, pero volvió la cabeza en dirección a Lydia. Se trataba del señor al que había robado el reloj de bolsillo en el mercado, el día antes. Sin pensarlo dos veces, abrió a toda prisa la primera puerta que encontró y la cerró tras ella. El espacio al que acababa de acceder era pequeño y silencioso, un armario grande lleno de abrigos y estolas, capas y saharianas, así como de hileras de sombreros de copa y bastones. A un lado se intuía un arco pequeño que daba acceso a una zona separada, donde un empleado atendía al otro lado de un mostrador, para recibir o devolver las prendas de los invitados. En ese momento estaba de espaldas, pero Lydia oyó que hablaba con alguien en mandarín.

Estaba temblando, le flaqueaban las rodillas y le castañeteaban los dientes. Respiró hondo y se acercó a la maravillosa estola de zorro rojo que colgaba junto a ella. Apoyó suavemente la mejilla contra ella y trató de calmarse con el cálido roce de la piel. Pero no sirvió de nada. Se deslizó hasta el suelo y se rodeó las piernas con los brazos, apoyando la frente sobre las rodillas, mientras se esforzaba por comprender lo que estaba sucediendo esa noche.

Todo había salido mal. Todo. No sabía cómo, pero en su mente se había producido un cambio absoluto. Su madre, su escuela, sus planes. Su aspecto. Incluso su manera de hablar. Nada era igual que antes. Y Mason con su madre. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué estaba sucediendo?

Sintió que las lágrimas le quemaban las mejillas, y se las secó, furiosa, con la mano. Ella no lloraba. Nunca. El llanto era para gente como Polly, para gente que podía permitirse el lujo de llorar. Negó con la cabeza, se pasó una mano por la boca, se levantó y se obligó a pensar. Si todo iba mal, entonces le correspondía a ella solucionarlo. Pero ¿cómo?

Con manos aún temblorosas, se alisó las arrugas del vestido y, más por costumbre que por intención, empezó a rebuscar en los bolsillos de los abrigos del guardarropía. Al momento se hizo con unos guantes de piel y un encendedor Dunhill, pero volvió a dejarlos en su sitio, no sin esfuerzo. No tenía dónde escondérselos, no llevaba bolso, ni había bolsillos en su vestido. Con todo, si se llevó un pañuelo calado de señora metido en la ropa interior; podía venderlo fácilmente en el mercado. Revisó luego una gabardina negra, aún mojada de lluvia, y notó un bulto en el bolsillo interior. Lo palpó con los dedos: se trataba de un saquito blando de piel de cabritilla.

«Rápido, antes de que entre alguien.» Desanudó el cordón y lo puso boca abajo, hasta que su mano fue a dar con un collar de rubíes resplandecientes, que se extendieron sobre la palma de su mano como un charco de sangre arrebatada.

Capítulo 8

Chang observaba.

Llegaban como en oleadas. Del corazón del asentamiento. Una marea oscura de policías que inundaba la calle. Con sus armas al cinto y sus insignias orgullosamente exhibidas en lo alto de las gorras, amenazadoras como cabezas de cobra. Descendían de coches y furgones, los faros cortando la noche en rebanadas perfectas, amarillas, y rodeaban el club. Un hombre vestido de blanco y negro, con medallas que tintineaban en su pecho y un monóculo en el ojo derecho, bajaba por la escalinata, a su encuentro. Daba órdenes y gesticulaba con la vehemencia del mandarín que lanza monedas de oro en la boda de su hija.

Chang observaba, sin alterarse, sin darse prisa. Pero sus pensamientos escrutaban la oscuridad, en busca de cualquier peligro. Se echó a un lado. De la sombra del árbol pasó a la negrura absoluta, mientras, a su alrededor, otros se esfumaban. Los mendigos, el vendedor de pipas de girasol, el de té caliente, el muchacho, flaco como una escoba, que exhibía sus acrobacias a cambio de unas monedas, todos desaparecieron apenas husmearon la presencia de las botas de aquellos policías. El aire de la noche se hizo irrespirable para Chang, que casi podía oír la nube de espíritus nocturnos revolotear sobre su cabeza, emprender la huida ante una invasión más bárbara todavía.

La lluvia seguía cayendo, con más fuerza, como si quisiera arrastrarlos a todos. Bruñía las calles, hacía que las cabezas de los diablos uniformados se inclinaran, rayaba sus capas a medida que éstos iban situándose a lo largo de todo el perímetro del Club Ulysses. Chang observaba al hombre del monóculo, que fue engullido por la boca hambrienta del edificio, y vio que tras él se cerraban los portones.

Frente a ellos se plantó un oficial que sostenía un rifle. El mundo quedaba fuera, inaccesible. Los ocupantes, en su interior.

Chang sabía que ella estaba ahí, la muchacha-zorro, que caminaba por las estancias como lo hacía por sus sueños, cuando dormía. Incluso de día se le aparecía en la cabeza, se alojaba en ella y se reía cada vez que él trataba de echarla. Cerraba los ojos y veía su rostro, sus afilados dientes, su pelo encendido, aquellos ojos del color del ámbar líquido, que parecían iluminados desde dentro cuando le miró, tan brillantes, tan curiosos…

¿Y si ella no quería estar encerrada en aquel edificio de los diablos blancos? ¿Presa, enjaulada? Debía acudir a abrirle la trampa.

Se alejó de los ladrillos húmedos que quedaban tras él y, a oscuras, inició un avance lento, tan silencioso e invisible como un gato que, agazapado, avanzara hacia la ratonera.

De cuclillas. Invisible bajo un arbusto de hojas anchas, mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad de la parte trasera del edificio. Un muro alto, de piedra, rodeaba la zona, pero ni una farola perturbaba los hábitos de la noche. Su oído, agudo, captó el chillido desgarrador de alguna criatura presa del dolor, en las garras de un búho, o en las fauces de una comadreja, pero el repicar de la lluvia contra las hojas se imponía sobre casi todos los sonidos. De modo que siguió agazapado, aguardando pacientemente.

No tuvo que esperar mucho. El haz amarillo, circular, de una linterna, anunció la aparición de dos agentes de policía, que se inclinaban hacia delante para protegerse del intenso aguacero, como si éste fuera su enemigo. Pasaron de largo sin apenas mirar, aunque la luz de la linterna saltaba de arbusto en arbusto como una luciérnaga gigante. Chang retiró la cabeza y levantó el rostro en dirección a la lluvia, como hacía de pequeño en las cascadas. El agua era un estado mental. Si la considerabas amiga cuando nadabas en el río o te quitabas con ella la suciedad, ¿por qué creerla enemiga cuando descendía del cielo? Directamente de la copa de los dioses. Esa noche, con ella, los dioses le hacían un regalo, porque lo mantenían a salvo de las miradas bárbaras. Por ello, entre dientes murmuró una oración de agradecimiento a Kuan Yung, la diosa de la misericordia.

Dio un paso al frente y se plantó en el camino, aspiró hondo para unir en él los elementos del fuego y el agua, y atacó el muro. Dio un salto y se agarró con los dedos a los salientes irregulares de la piedra apenas medio segundo, y entonces se retorció en el aire y, con las piernas extendidas por encima de la cabeza, se plantó en lo alto de la pared. Desde allí, de un salto y sin el menor ruido, aterrizó en el suelo, ya del otro lado. Lo ejecutó todo en un movimiento fluido, continuo, que no atrajo ni una sola mirada. Sólo un sapo sorprendido, a sus pies, se puso a croar.

Pero no había dado ni un paso cuando un relámpago partió en dos el cielo e iluminó el club y sus alrededores el tiempo suficiente para deslumbrar a Chang y privarlo de su visión nocturna. Se le agarrotó la garganta, y se le secó la boca. Un presagio. Pero ¿sería bueno o malo? No lo sabía. Por un instante, su cabeza pareció moverse en círculos. Se arrodilló en la oscuridad que siguió, más densa aún, el cuerpo brillante como el de una nutria mojada por la lluvia, temeroso de que el presagio le estuviera diciendo que actuaba ciegamente. Que los dioses quisieran advertirle de que por la muchacha fanqui tendría que pagar un alto precio. El olor a tierra mojada alcanzó sus fosas nasales, y se agachó, arañó un puñado y se lo acercó a la cara; tierra china, el limo amarillo, rico y fértil, robado por los bárbaros. Al aplastarlo entre los dedos lo sintió frío, tanto como si hubiera muerto. La muerte acompañaba a los extranjeros allá por donde iban.

Sabía que debía irse de allí.

Pero negó con la cabeza, impaciente, y sacó la lengua para lamerse la lluvia de los labios. ¿Irse? No era posible. Su alma estaba unida a la de ella. Ya no podía dar media vuelta y salir de aquel lugar, lo mismo que un pez no podía salir del río en que nadaba. Tenía un anzuelo clavado muy adentro. Lo notaba, era un dolor en el pecho. Irse de allí habría sido morir.

Avanzó deprisa, silenciosamente, sobre la hierba mojada, fundiéndose con los árboles, uniendo su sombra a las altas sombras. A su alrededor se extendían vastas extensiones de césped, un estanque, jardines con flores; a un lado unas pistas de tenis, al otro una piscina lo bastante grande como para ahogar a un ejército, todo ello tenuemente iluminado por las luces del edificio. Visto desde atrás, a Chang le parecía más una fortaleza, con dos pequeños torreones, a la que luego los extranjeros hubieran decidido suavizar instalando un porche largo y una escalinata de peldaños anchos, que moría en una terraza semicircular. Una glicina se curvaba, retorciéndose, sobre el tejado de la veranda, pero el interior quedaba oculto por grandes persianas de bambú, que se mantenían bajadas para protegerla de la tormenta. Las oía agitarse, movidas por el viento, crujir y chasquear contra los marcos como los huesos de los muertos.

Sin saber qué camino seguir, Chang optó por el de la derecha. Al hacerlo, algo pequeño y ligero revoloteó hasta posarse en su cara, donde se aferró a la mejilla, impulsado por la lluvia. Lo retiró al momento, y estuvo a punto de arrojarlo al suelo, creyendo que se trataba de una polilla sentenciada; pero antes de hacerlo lo observó con atención. Era un pétalo. Un pétalo de rosa, suave, rosado. Sólo entonces se percató de que se hallaba en medio de una rosaleda en la que el viento y la lluvia intensa arrancaban capullos y flores. Se fijó en el pétalo solitario alojado en la palma de su mano: también aquello era una señal. Una señal de amor. A partir de ese momento supo que la encontraría, y una ardiente impaciencia corrió por sus venas. Los dioses estaban muy cerca esa noche, le susurraban al oído. Ocultó la delicada ofrenda del pétalo entre los pliegues de su túnica, y su piel se estremeció al sentir su roce. El corazón le latía con fuerza.

Bordeó el círculo de luz, manteniéndose siempre entre las sombras, negro sobre negro, hasta toparse con un sendero que sin duda llevaba a las cocinas. Las luces brillaban en las ventanas, y Chang distinguió los perfiles de las superficies atestadas y de las cazuelas humeantes, pero allí no había más que un solitario bárbaro negro, ataviado con su uniforme de policía y apostado junto a la puerta. ¿Dónde se encontraban los empleados, su charla estridente, sus maldiciones? ¿Se los habían comido los extranjeros? ¿Que estaba sucediendo allí esa noche?

En absoluto silencio se acercó más, pegado al edificio, y llego a la ventana de una estancia que no pudo sino observar con envidia, una envidia que le sorprendió a sí mismo, y que trató en vano de reprimir. Pues despreciaba a los occidentales, y todo lo que había traído al este. Todo menos una cosa: sus libros. Le encantaban su libros, y aquella sala contenía una pared llena de ellos, alineado sobre unos estantes, al alcance de quien quisiera acercarse a leerlos. No eran como los delicados rollos con los que se aprendía, y le estaban reservados sólo a los escolares. Éstos eran pesados, encuadernados en piel, y llenos de conocimientos.

Hacía años, Chang había enseñado inglés. Eso fue antes de que decapitaran a su padre tras los muros de la Ciudad Prohibida de Pekín, los días en los que no soportaba pensar, porque convertían sus ideas en aguijones de abeja. Su tutor le había hecho leer la Historia del Imperio Británico, de Munrow, y Chang estuvo a punto de morir de vergüenza al constatar lo pequeña que era Inglaterra, apenas un escupitajo comparado con el gran océano que era China.

El sonido de unas palabras airadas apartó su atención de los libros, y la llevó a los dos hombres que se encontraban en la biblioteca. Uno era Ojo de Cristal, sentado a una mesa, muy estirado, que con un puño cerrado hablaba como si disparara un arma. El otro tenía el pelo blanco y estaba de pie, imponente, en el centro de la habitación, los ojos desafiantes, la nariz ganchuda como el pico de un halcón. No se arredró cuando Ojo de Cristal golpeó la mesa con el puño y gritó en voz tan alta que Chang oyó que le decía: «No pienso consentirlo. Delante de mis propias narices. Como jefe de policía insisto en que todo el mundo sea…»

El ladrido de un perro rasgó el silencio de la noche. A la izquierda de Chang, en algún lugar invisible, tras la cortina de lluvia. Se le erizó el vello de la nuca, y avanzó ágilmente hasta la siguiente esquina, donde las ventanas eran grandes, semicirculares en su parte superior, y permitían observar una cámara inmensa que brillaba y resplandecía como el sol sobre el río Peiho. Por un momento le pareció que aquella estancia estaba llena de pájaros que movían sus hermosas plumas al revolotear, y que silbaban sus canciones, pero cuando su visión se aclaró vio que eran mujeres vestidas de noche, que conversaban y agitaban sus abanicos. Ahí estaría ella, en su jaula de oro, y al pensarlo mil mariposas se agitaron en su pecho.

En aquel salón no había hombres. Había sillas dispuestas en hileras, todas ellas encaradas hacia un objeto situado en un extremo, un objeto que asombró a Chang en cuanto lo vio, pues parecía una tortuga gigante, monstruosa. Se trataba de algo negro, brillante, sostenido por unas patas esbeltas, y junto a él se sentaba una mujer hermosa, de cabello castaño oscuro, que de vez en cuando posaba un dedo sobre los dientes blancos de aquel artilugio, o daba un sorbo a la bebida que sostenía en un vaso lleno de hielo. Por su expresión, parecía aburrida y sola.

La reconoció. La había visto antes, frente a las escalinatas del club, junto a la muchacha-zorro. La respiración de Chang se había vuelto tan superficial que apenas movía el aire, mientras con la mirada buscaba el destello cobrizo de una cabellera entre la multitud. Había algunas mujeres sentadas, pero la mayoría permanecía de pie, en corros, o caminaba por la sala con un vaso o un abanico en la mano, con un rictus de enojo en los labios. Era evidente que algo les desagradaba. Se acercó más, hasta pegarse a las piedras de la fachada, junto a la ventana, y de pronto la vio. En ese instante el mundo pareció venírsele encima, volverse más brillante.

La joven estaba de pie, sola, apoyada en una de las columnas de mármol, casi oculta de la mirada de una mujer gorda tocada con un racimo de plumas de avestruz. En contraste con ella, parecía frágil y pálida, aunque el resplandor del pelo seguía iluminándola. Chang la contempló. Vio que, inquieta, miraba una y otra vez la puerta, y se fijó en que, cuando ésta se abrió y dos mujeres irrumpieron en la sala, su expresión se tornó sombría. A Chang le parecieron dos portadoras de muerte, vestidas de blanco, con aquellos tocados raros, y también blancos, que le recordaban a los de las monjas que, cuando era niño, habían querido obligarlo a comer la carne de su dios vivo, a beber su sangre. Su estómago todavía se retorcía al recordar aquel acto de barbarie. Pero aquéllas no llevaban ninguna cruz colgada al cuello.

Con sonrisas corteses, invitaron a dos de las mujeres jóvenes a abandonar el salón, y sólo cuando la puerta se cerró tras ellas, remitió parte de la tensión que agarrotaba el cuerpo de la muchacha-zorro, que empezó a moverse por los bordes externos de su jaula, aunque con los brazos aún tensos, mientras con una mano se acariciaba la tela del vestido. Vio que dejaba caer al suelo un pañuelo de encaje como sin darse cuenta, aunque a Chang le pareció que sabía perfectamente lo que hacía. Se preguntó por qué. Los extranjeros se comportaban a veces de manera muy rara.

Una mujer alta, con vestido del color de la endrina madura, le habló cuando pasó por su lado, pero la muchacha no le respondió más que con un leve asentimiento de cabeza, y se ruborizó. A continuación se acercó a la ventana, y a Chang se le encogió el corazón al ver que se aproximaba a él. Sus pómulos eran más hermosos de lo que recordaba, y los ojos más grandes y separados, pero la piel de las comisuras de sus labios había adquirido un tono azulado, como la de los niños que se sienten indispuestos.

Dio un paso al frente, alargó la mano y la apoyó en el vidrio mojado, tamborileando en él, con los dedos, un ritmo que podría haber sido lluvia. Ella se detuvo en seco, frunció el ceño y miró por la ventana con la cabeza ladeada, como en otro tiempo hacía el perro de caza de su padre. Sin dar tiempo a que se alejara, Chang avanzó hacia el círculo de luz que la propia ventana proyectaba y le dedicó una respetuosa reverencia.

Lydia, asombrada, abrió mucho los ojos y la boca, redondos como lunas, pero al reconocerlo, sonrió. Durante una fracción de segundo él extendió la palma de la mano, ofreciéndole su ayuda sin palabras, pero en ese momento algo duro y frío le golpeó en un lado de la cabeza. Recorrieron su cuerpo oleadas de negrura, la noche se fragmentó en añicos afilados de cristal negro, pero sus músculos se tensaron al instante, al encuentro de la acción.

Con un movimiento de pierna, podría haber inmovilizado a su atacante, que le lanzaba a la cara su aliento de whisky y sus maldiciones, o haberle partido la tráquea de un golpe seco, dado con el borde de la mano, cortante como el filo de un cuchillo. Pero un sonido le detuvo.

Un gruñido. Un gruñido que hablaba de muerte.

Sobre la hierba húmeda, a sus pies, vio un perro-lobo agazapado, listo para el ataque, que mostraba todos los dientes y emitía ese gruñido grave que le heló la sangre. El perro ansiaba desgarrarle el corazón.

Él no quería matarlo, pero sabía que lo haría si era necesario.

Lentamente, Chang apartó la vista del perro y la fijó en el hombre, que llevaba una capa azul impermeable y era alto, de extremidades largas y pómulos hundidos, como un árbol fácil de abatir. Llevaba un arma en la mano, y él vio su propia sangre derramada. Los labios finos del hombre se movían, pero el viento parecía meterse en los oídos de Chang, que apenas oía sus palabras.

«Mierda amarilla.» «Chino ladrón.» «Mirón.» «No espíes a nuestras mujeres, maldito…» En ese momento el arma se alzó para golpearlo de nuevo.

Chang se echó a un lado y giró la cintura, y con un chasquido de látigo levantó la pierna hacia arriba. Sin embargo, el perro era rápido, y se interpuso entre su amo y el atacante, hundiéndole los dientes en la carne vulnerable del pie. El joven cayó al suelo, de espaldas. El dolor ascendía por la pierna, a medida que las fauces del animal mordían el hueso. Pero aspiró hondo, liberándose de la tensión de su cuerpo, y se concentró en controlar la energía generada por su miedo. La liberó entonces en un solo movimiento que hizo que su otra pierna se estampara contra el morro del perro.

El animal lo soltó y cayó de lado, sin emitir sonido alguno. Al instante Chang ya volvía a estar de pie, corriendo a toda velocidad, sin dar tiempo a la noche a respirar.

– Da un paso más y te meto una bala en tu cochino cerebro.

Chang detuvo sus pensamientos. Sabía que ese hombre iba a matarlo por lo que acababa de hacerle a su perro. Sin él, aquel diablo había perdido toda su agresividad. De modo que tanto daba huir como quedarse, el final sería el mismo. Sintió una punzada de dolor en el pecho al pensar en que estaba a punto de separarse de la muchacha. Despacio, se volvió para encararse a ese hombre, vio la violencia de su gesto, el ojo negro, inmóvil, del cañón de su pistola.

– Dong Po, ¿qué diablos crees que estás haciendo? -La voz resonó a través de la lluvia y cortó el hilo que unía la bala del policía al cerebro de Chang. Era la muchacha-. Te he pedido que esperaras junto a la reja, estúpido. Tendré que pedirle a Li que te azote por desobediente cuando lleguemos a casa -añadió, mirando fijamente a Chang.

En ese instante al joven se le paró el corazón. Debió hacer acopio de todas sus fuerzas para no sonreír, y finalmente logró agachar la cabeza y componer un gesto de humilde disculpa.

– Perdón, señora, mucho perdón. No enfadada. -Señaló la ventana-. Yo la miro para ver si bien. Tanta policía, yo preocupo.

Tras la joven, de pie, había aparecido otro diablo azul. Trataba de cubrirla con un paraguas negro, pero la lluvia y el viento se lo impedían, y su pelo, rojizo, era ahora del color del bronce envejecido, y colgaba en mechones húmedos sobre su rostro. Sobre los hombros llevaba puesta la chaqueta fina de algún sirviente, que ya se veía empapada.

– Ted, ¿qué sucede con el perro? -El segundo policía era de mediana edad, corpulento.

– Se lo digo, sargento, este amarillo imbécil ha matado a mi Rex, yo…

– Tranquilo, Ted. Mira, el perro se mueve. Seguramente sólo está aturdido. -Se volvió para mirar a Chang, y se fijó en la sangre que le cubría el rostro-. No sé bien qué ha sucedido aquí, pero tu señora se ha disgustado mucho al verte aparecer tras la ventana. Según dice, te ha ordenado que esperaras junto a la verja, para escoltarla y ayudarla a ella y a su madre a llamar un rickshaw. Esos porteadores son unos bribones muy peligrosos, así que debería darte vergüenza, decepcionarla así…

Chang mantenía la vista fija en su pie manchado de sangre, y asentía.

– Carecéis de disciplina, ése es vuestro problema -añadió el diablo azul.

Chang se imaginó propinándole un manotazo de tigre en la cara. ¿Le enseñaría eso bastante disciplina? Si hubiera querido matar al perro, lo habría hecho.

– Dong Po. -Él levantó la vista y vio aquellos ojos color ámbar-. Vete a casa de inmediato, desgraciado. No mereces confianza, y mañana recibirás tu castigo.

Lydia mantenía la barbilla muy alta, y por su manera de mirarlo por su gesto de altivo desdén, podría haber sido la gran emperatriz Tzu Hsi.

– Oficial -prosiguió-, le pido disculpas por el comportamiento de mi sirviente. Por favor, haga que vuelva a la verja, si es tan amable.

Dicho esto, emprendió el regreso por el sendero, con la misma parsimonia que si hubiera estado paseando bajo el sol, ajena al violento aguacero de verano que tenía lugar sobre sus cabezas. El sargento azul la seguía con el paraguas.

– ¡Señora! -gritó Chang, que tuvo que elevar la voz para hacerse oír sobre el rugido del viento.

Lydia se volvió.

– ¿Qué quieres?

– No necesario matar mosquito con cañón -dijo-. Por favor tener piedad. Decir dónde recibo castigo mañana.

Ella lo pensó un momento.

– Por tu insolencia añadida, será en el comedor de San Salvador para que se purifique tu alma malvada.

Y prosiguió su camino sin mirar atrás.

La muchacha-zorro era de verbo astuto.

Capítulo 9

– ¿Mamá?

Silencio.

De todos modos, Lydia estaba segura de que su madre estaba despierta. La habitación de la buhardilla seguía oscura como boca de lobo, y la calle tranquila, más fresca tras la tormenta. Bajo la cama de la joven se oían unos débiles arañazos, signo inequívoco de que un ratón, o una cucaracha, habían emprendido su habitual ronda nocturna, así que dobló las piernas y se las acercó a la barbilla, hecha un ovillo.

– ¿Mamá?

Llevaba horas oyendo a su madre agitarse y moverse en su pequeña celda blanca, y en una ocasión la había oído incluso sollozar.

– ¿Mamá? -insistió, rodeada de noche.

– Mmmm.

– Mamá, si tuvieras todo el dinero del mundo para comprarte lo que quisieras, ¿qué sería?

– Un gran piano -respondió ella sin vacilar, como si tuviera las palabras en la punta de la lengua.

– ¿Uno blanco, reluciente, como el que me contaste que tenían en el Hotel Americano de George Street?

– No. Uno negro. Erard.

– ¿Cómo el que tenías en San Petersburgo?

– Sí, igual.

– Tal vez aquí no cupiera.

Su madre se rió flojito, y el sonido llegó amortiguado por la cortina que dividía el desván.

– Si pudiera permitirme un Erard, querida, podría permitir un gran salón donde instalarlo. Un salón con alfombras de Tientsi tejidas a mano, con bellos candelabros de plata inglesa, y con flores en todas todas las mesas, que impregnarían el ambiente de tanto perfume que mi nariz se libraría por fin del hedor de la pobreza.

Sus palabras parecieron llenar todo el espacio, haciendo el aire casi irrespirable, de tan denso. El crujido que había seguido bajo la cama cesó. En el silencio, Lydia enterró la cara en la almohada

– ¿Y tú? -le preguntó Valentina después de una pausa tan prolongada que parecía que se hubiera quedado dormida.

– ¿Yo?

– Si tú. ¿Qué te comprarías?

Lydia cerró los ojos y lo imaginó.

– Un pasaporte.

– Claro. Debería haberlo adivinado. ¿Y adónde viajarías con ese pasaporte tuyo, mi niña?

– A Inglaterra, primero a Londres y después a un sitio que se llama Oxford, y que Polly dice que es tan hermoso que te dan ganas de llorar, y después… -su voz adquirió un tono grave, de ensoñación, como si ya se encontrara en otra parte- a América, a ver dónde hacen las películas, y a Dinamarca, para encontrar el sitio en que…

– Sueñas demasiado, dochenka. Es malo para ti.

Lydia abrió los ojos.

– Tú me has educado como si fuera inglesa, mamá, así que es lógico que quiera ir a Inglaterra. Pero esta noche una condesa rusa me ha dicho…

– ¿Quién?

– La condesa Serova. Me ha dicho que…

– ¡Bah! Esa mujer es una bruja mala. Al infierno con ella y con lo que te ha dicho. No quiero que vuelvas a hablar de ella. Ese mundo ya desapareció.

– No, mamá, escúchame. Me ha dicho que es una vergüenza no sepa hablar mi lengua materna.

– Tu lengua materna es el inglés, Lydia. Recuérdalo siempre.

– Rusia está acabada, muerta y enterrada. ¿Para qué te serviría aprender ruso? Para nada. Olvídalo. Yo ya lo he olvidado. Olvida que Rusia existió alguna vez. -Hizo una pausa-. Así serás más feliz.

Las palabras flotaron en la oscuridad, duras, apasionadas, y resonaron como martillos en el cerebro de Lydia, sumiendo en la fusión sus pensamientos. Una parte de ella deseaba enorgullecerse de ser rusa, lo mismo que la condesa Serova se enorgullecía de su cuna y su lengua materna. Pero, a la vez, anhelaba ser inglesa. Tan inglesa como Polly. Tener una madre que le preparara tortitas para merendar y que fuera a todas partes montada en una bicicleta inglesa, y que le regalara un cachorro para su cumpleaños y le hiciera rezar sus oraciones antes de acostarse, y bendijera al rey todas las noches. Una madre que diera sorbos de jerez, y no tragos de vodka.

Se llevó una mano a la boca para tapar cualquier sonido, pues temía que le saliera algún lamento.

– Lydia.

Lydia no tenía ni idea de cuánto había durado el silencio esa vez pero se puso a respirar profundamente, como si estuviera dormida.

– Lydia, ¿por qué has mentido? -Le dio un vuelco el corazón. ¿Mentir? ¿Cuándo? ¿A quién?-. No hagas como que no me oyes. Esta noche le has mentido al policía.

– No.

– Sí.

– No.

El ruido de muelles que provenía del otro extremo del cuarto le hizo temer que su madre se acercara a mirarla a la cara, pero no, sólo estaba revolviéndose, cambiando de posición, impaciente, en la oscuridad.

– No creas que no sé cuándo mientes, Lydia. Te tiras del pelo. De modo que dime, ¿en qué estás metida para inventarte toda esa historia que le has contado al comisario Lacock? ¿Qué intentas ocultar?

Lydia sintió náuseas, y no era la primera vez esa noche. Parecía como si la lengua se le hinchara por momentos y le llenara la boca. El reloj de la iglesia dio las tres, y se oyó un chillido que venía del fondo de la calle. ¿Un cerdo? ¿Un perro? Parecía más bien una persona. El viento había amainado, pero la quietud no le hacía sentirse mejor. Empezó una cuenta atrás a partir del diez, mentalmente, un truco que había aprendido para protegerse del pánico.

– ¿Qué historia? -preguntó al fin.

– Chyort! Sabes perfectamente de qué hablo. La historia esa de que has visto a un hombre misterioso en el ventanal, cuando estabas en el salón de lectura con el señor Willoughby esta noche dando a entender que ese extraño personaje podría ser el que robó el collar de rubíes del club.

– Ah, eso.

– Sí, eso. Un hombre corpulento, con barba, parche en el ojo, gorro de astracán y botas con dibujos. Eso es lo que tú has dicho.

– Sí -respondió ella en un tono más vacilante del que esperaba.

– ¿Por qué contar esas mentiras?

– Lo vi de verdad.

– Lydia Ivanova, que tus palabras caven huecos en tu lengua.

Lydia no dijo nada. Le ardían las mejillas.

– Lo detendrán, ¿sabes? -exclamó su madre con vehemencia.

– No. ¿Cómo iban a hacerlo?

– En tu descripción lo has señalado claramente como ruso. Registrarán todo este barrio hasta que encuentren a un hombre que encaje con esa descripción. Y entonces, ¿qué?

«Por favor, que no lo encuentren.»

– Ha sido una mentira muy arriesgada, Lydia. Poner en peligro a otras personas…

Pero Lydia seguía sin abrir la boca. Temía que las palabras la delataran.

– Sí, claro, enfádate si quieres. -La voz de Valentina expresaba un profundo enojo-. Dios mío, qué noche más horrible ha sido ésta. No ha habido concierto, por lo que no me han pagado, me ha registrado una enfermera insolente, y ahora mi hija, que no sólo arruina su precioso vestido saliendo al jardín en pleno aguacero, me insulta con sus mentiras y su silencio.

Lydia siguió sin hablar.

– Vamos, vamos, duérmete entonces, y espero que sueñes con tu fantasma barbudo. Tal vez te persiga con una forca para agradecerte tus mentiras.

Lydia se tendió en la cama y contempló la oscuridad, por miedo a cerrar los ojos.

– Hola, querida, te has levantado muy pronto esta mañana. Has venido a contarle a Polly todas las emociones que vivimos ayer noche, ¿verdad? Dios mío, menudo escándalo.

Anthea Mason parecía de lo más complacida ante la presencia de Lydia, como si no se le ocurriera ninguna manera mejor de empezar un domingo por la mañana que con la aparición de la amiga de su hija frente a su puerta antes del desayuno.

– Entra, ven a la terraza con nosotros.

Aquello no era exactamente lo que Lydia había planeado, porque tenía que hablar con Polly a solas, pero mejor eso que nada, de modo que sonrió, agradecida, y siguió a la señora Mason por la casa, una construcción espaciosa y moderna con suelos de madera de haya que siempre parecía inundada de luz, como si, no se sabía cómo, atrapara el sol, que danzaba sobre las paredes color crema y acariciaba el reluciente altavoz de latón del gramófono, que Lydia codiciaba con pasión. Allí el papel pintado no se despegaba nunca, ni había rincones mugrientos propicios para las cucarachas. Además, la casa de Polly siempre olía tan bien… A cera de abeja, a flores, y a algo que siempre se estaba horneando en la cocina. Ese domingo el aroma era a café y a panecillos recién hechos.

Al salir a la terraza, que daba a un césped moteado de sol, salpicado de rosas de té amarillas, constató que la imagen era idílica; sobre la mesa, cubierta con un mantel almidonado y blanco, se esparcían tazas de frágiles asas y ribetes dorados, y una cafetera de plata rodeada de unos cuencos a juego con azúcar, mantequilla, mermelada y miel. El señor Mason leía tranquilamente el periódico en un extremo de la mesa, en mangas de camisa y con las botas de montar puestas. Con una mano pasaba las páginas mientras con la otra sostenía una tostada, y Achules permanecía inmóvil en su regazo. Achules era un gato gordo, de pelo largo y gris, que emitía unos maullidos graves, como de sirena de barco.

– Hola, Lyd -la saludó Polly, sonriente, desde la otra punta de la mesa, tratando de disimular su sorpresa.

– Hola.

– Buenos días, Lydia-dijo el señor Mason-. Un poco pronto para las visitas, ¿no te parece? -inquirió en un tono que le había oído usar con el limpiabotas. No se atrevía a mirarlo, por lo que clavó la vista en el delicado platillo de cristal lleno de agua que se usaba para lavarse los dedos, sorprendida al ver que en él flotaba una rodaja de limón.

– Sí, señor.

– Entonces, ¿por qué estás aquí?

– Oh, Christopher, siempre nos alegra ver a Lydia, sea la hora que sea, ¿verdad, Polly? Siéntate y come algo, querida.

Pero Lydia habría preferido tragarse la lengua a tener que sentarse a la misma mesa que el hombre que la noche anterior había acosado a su madre. Tanto ella como Valentina habían evitado mencionar lo que ambas sabían que Lydia había visto, pero las imágenes seguían muy frescas en su mente.

– No, gracias -respondió cortésmente-, sólo quería hablar un momento con Polly, si es posible.

Mason se reclinó en el respaldo y dejó caer el periódico al suelo.

– Escúchame bien, jovencita -dijo-, lo que tengas que decirle a nuestra hija puedes decírselo delante de nosotros. En esta casa no tenemos secretos.

Aquello era una mentira descarada. Lydia parpadeó, y abrió la boca para emitir una réplica aguda, pero Polly la disuadió. Se puso en pie y sostuvo con la mano la servilleta que le cubría el regazo. Lydia sabía bien que procedía de Londres, de una tienda llamada Givan's, situada en New Bond Street, y que, según le había contado Polly con orgullo, la docena costaba veintinueve chelines con nueve peniques, y era del mejor damasco irlandés. Fuera lo que fuese.

– Papá, vamos a buscar a Toby y lo llevamos a correr al parque.

– Eso le encantará. Llévate su pelota, y no te olvides de ponerte el sombrero -terció Anthea Mason, mirando fijamente a su esposo, que apartó la cara y sonrió al gato que seguía tumbado en su regazo y le observaba atentamente con sus ojos amarillos.

– No tardes -dijo.

– No, vamos y volvemos -concedió Polly.

– La misa es a las once en punto. No quiero llegar tarde por tu culpa.

– No llegaremos tarde, te lo prometo.

Cuando pasó por su lado, el señor Mason alargó la mano y se la pasó por el pelo, pero a Lydia aquel gesto le pareció forzado, como si se tratara de algo que hubiera visto hacer a algún padre y hubiera decidido imitarlo. Polly se ruborizó, pero lo cierto era que en presencia de su padre siempre se veía nerviosa, y que jamás hablaba de el, ni siquiera en privado. Como Lydia no sabía nada de padres, había llegado a la conclusión de que se trataba de algo normal.

– Polly, necesito que me hagas un favor -dijo Lydia agarrando a su amiga del brazo.

– ¿Qué favor es?

– Es un gran favor.

Polly abrió mucho los ojos, y su azul se hizo más intenso.

– Ya me he imaginado que tenía que ser algo muy importante Para que vinieras tan pronto, estando mi padre en casa. ¿De qué se trata? Dímelo rápido -la instó, enrollándose la correa de Toby en la mano.

Estaban sentadas en un banco, al sol, lanzando pelotas al spaniel tibetano de Polly. Habían evitado el parque Victoria, porque en él no se permitía la entrada con perros (ni la colocación de carteles chinos), y habían optado por los Jardines Alexandra, en los que Toby podía correr a sus anchas, siempre que se mantuviera alejado de las flores de caña y del estanque de los peces, donde las ranas aguardaban, agazapadas sobre los nenúfares, y se lanzaban sobre su nariz insaciable.

– Bien… es que… verás… Oh, Polly, tengo que volver al club.

– ¿Cómo? ¿Al Club Ulysses?

– Sí.

– ¿Y por qué?

– Tengo que volver, eso es todo.

– Tu respuesta no me vale. -Polly trató de fruncir el ceño, aunque sin convicción. Nunca conseguía enfadarse con Lydia, aunque intentaba que ella no lo notara.

– A mí me parecía que, después de lo de anoche, no querrías volver a poner los pies en el club el resto de tu vida. Yo no querría, al menos. Que me cacheara una enfermera vieja y horrenda… -Un escalofrío recorrió todo su ser y alcanzó su cabellera rubia, suave-. Qué asco. -Se acercó más a Lydia, y la miró fijamente a los ojos-. ¿Y te registró… ya sabes… de manera muy íntima? -preguntó, conteniendo la respiración.

– Por Dios, sí.

Polly abrió mucho la boca, y ahogó un grito.

– Oh, Lydia, eso es horrible, pobrecita -añadió, abrazando a su amiga.

– ¿Y entonces?

– ¿Entonces qué?

– ¿Hablarás con tu padre por mí?

– Oh, Lydia, no puedo.

– Sí puedes, y lo sabes. Por favor, Polly.

– Pero ¿por qué quieres volver al club? Han registrado a todo el mundo, lo han revisado todo, y no han encontrado el collar robado. ¿Qué puedes hacer tú? -Miró a su alrededor unos instantes y bajó la voz-. ¿Es que viste algo? ¿Sabes quién se lo llevó?

– No, no, claro que no. Si lo supiera, se lo habría dicho a la policía.

– Entonces, ¿por qué quieres ir?

– Porque… porque… Bueno, está bien, te lo diré, pero debes prometerme que mantendrás el secreto.

Polly asintió, impaciente, cruzó dos dedos y se los besó.

– Te lo juro.

– ¿Te acuerdas del joven que me rescató en el callejón el viernes? ¿Con aquellas patadas de kung fu, y todo eso?

– Sí.

– Bien, pues ayer se presentó en el club.

– No.

– Sí.

– ¿Fue él quien robó el collar?

– No seas tonta -se apresuró a responder Lydia-, por supuesto que no. Vino especialmente para hablar conmigo sobre algo. Me dijo que era importante. Pero nos interrumpió la policía en cuanto se descubrió que el collar había desaparecido, de modo que me pidió que volviera hoy… Y la verdad es que estoy en deuda con él, y no sé dónde si no puedo encontrarlo.

Para horror de Lydia, se percató de pronto de que se estaba tirando de un mechón de pelo junto a la oreja derecha. Qué tonta. Su madre tenía razón. Lo soltó al momento, y miró a Polly de reojo para ver si su amiga se había dado cuenta. A continuación, se agachó y recogió la pelota de Toby.

– Hay algo que no entiendo -insistió su amiga. Lydia lanzó la pelota, y el perro salió disparado tras ella-. Dices que tu madre casi nunca te riñe, que te deja hacer todo lo que quieres. A mí me das mucha envidia, ya lo sabes. Ojalá yo tuviera la libertad que ella te permite. -Se volvió y observó, perpleja, a su amiga-. Entonces, ¿por qué tanto secretismo? ¿Es que no puede tu madre… o incluso ese amigo francés suyo, el del Morgan… es que no pueden colarte ellos?

Lydia odiaba tener que mentir a Polly, la única persona en el mundo con la que era sincera, pero tenía que regresar al club ese mismo día para recuperar los rubíes de su escondrijo del salón de lectura. Y Polly se le resistía.

Lydia se puso en pie e, impaciente, echó la cabeza hacia atrás.

– Ni mi madre ni Antoine son miembros del club, como sabes Jen. Pero si te da tanto miedo pedirle a tu padre que me permita el acceso, se lo pediré yo misma.

– Pero es que él querrá conocer el motivo.

– No importa, le diré que ayer perdí un broche, o algo así.

– Lo único que conseguirás será enojarlo, y te dirá que si no eres capaz de cuidar de algo, es que no lo merecías.

– Oh, Polly, qué cría eres -zanjó Lydia, antes de dar media vuelta y dirigirse a las verjas del parque.

Pero Polly se fue tras ella al momento, y Toby las siguió, correteando entre sus piernas.

– Por favor, Lyd, no te enfades.

– No estoy enfadada.

Pero sí lo estaba. Enfadada consigo misma. Se volvió a mirar a Polly, su encantador vestido azul, sus elegantes zapatos de piel legítima, sus ojos enormes, entrecerrados por la preocupación, y se odió a sí misma. No tenía ningún derecho a arrastrar por el lodo a aquella persona tan pulcra, tan inmaculada. Ella estaba tan acostumbrada a arrastrarse que se le olvidaba que a los demás podía resultarles desagradable. Se agarró de su brazo y le dedicó una sonrisa fugaz.

– Lo siento, Polly, a veces me altero demasiado.

– Eso es porque eres pelirroja.

Las dos se echaron a reír, y sintieron que su amistad volvía a su sitio.

– Está bien, se lo pediré a mi padre.

– Gracias.

– De todos modos, no servirá de nada.

– Inténtalo igualmente.

– Lo haré, a condición de que me cuentes más cosas de tu salvador chino cuando lo veas otra vez -dijo. Hizo una pausa, y ató el perro a la correa mientras le acariciaba las orejas-. ¿No crees que puede ser algo peligroso? -le preguntó, sin mirarle a la cara-. Quiero decir, que no sabes nada de él, ¿verdad?

– Sólo sé que evitó que terminara como esclava… o algo peor. -Se echó a reír-. No tengas miedo, tonta. Te prometo que te contaré todo lo que pase.

– Descríbemelo otra vez. ¿Cómo es?

– ¿Mi halcón volador?

– Sí.

Lydia se puso nerviosa. Por una parte deseaba conversar sobre su protector chino, dar voz a las imágenes que poblaban sus pensamientos, hablar sobre el arco elevado de sus cejas, que se alzaba como el ala de un pájaro, de su manera de ladear la cabeza cuando escuchaba, de robarte con los ojos las ideas que asomaban tras las palabras. Sentía en su pecho la impaciencia por volver a verlo, como una piedra que le quemara dentro, y no sabía por qué. Se dijo que lo único que quería era darle las gracias de nuevo, y ver si estaba herido. Nada más. Mera cortesía.

Pero no se le daba mejor mentirse a sí misma que engañar a Polly. Y lo cierto era que le asustaba, le asustaba aquella sensación repentina de perderse en un laberinto de senderos ignotos. Le asustaba y le excitaba. Algo revoloteaba en el fondo de su mente, y ella lo apartaba. Las barreras entre sus dos mundos eran muy altas, y sin embargo, no sabía cómo, se desvanecían cuando estaba junto a él. Polly no lo entendería.

No lo entendía ni ella, y no se atrevía a contarle a su amiga la verdad sobre lo que había sucedido la noche anterior.

– ¿Es guapo? -le preguntó Polly, esbozando una sonrisa.

– No me fijé mucho, la verdad -mintió Lydia-. Lleva el pelo muy corto, y tiene los ojos… no sé cómo decirlo, son como… -«penetran bajo mi piel y ven más allá de ella»-; te miran con fijeza -concluyó pobremente.

– ¿Y es fuerte?

– Se movía deprisa mientras luchaba, como un… como un halcón.

– ¿Y tiene también nariz de halcón?

– No, claro que no. Tiene la nariz muy recta, y cuando no habla su rostro queda tan inmóvil que parece de porcelana fina. Y tiene las manos largas, y unos dedos que…

– Y eso que dices que no te fijaste mucho.

Lydia se ruborizó sin remedio, y no terminó la frase.

– Vamos -dijo, y salió corriendo en dirección a la entrada de los jardines-. Vamos a hablar con tu padre.

– Está bien, pero te advierto que dirá que no.

Christopher Mason dijo que no. Y sin dejar lugar a dudas. Mientras depositaba un montoncito de puré de patata en un plato, en el comedor de San Salvador, volvió a ruborizarse al recordar las Palabras que aquel hombre había usado para emitir su respuesta, habría querido cerrarle la boca a aquel ser engreído mencionando, como de pasada, que le había visto encaramado a los pechos de su madre la noche anterior, usar aquel conocimiento para abrirse puertas, pero ¿cómo iba a hacerlo? Pensaba en la amabilidad constante de Anthea Mason, en los ojos sinceros y azules de Polly, y no podía. No podía. De modo que no dijo nada, y salió de allí corriendo. Pero ahora estaba desesperada.

Sirvió otra cucharada de puré en el plato que se le puso delante. Ni siquiera se fijó en el rostro fatigado que había del otro lado, ni en el del siguiente, pues estaba demasiado ocupada buscando entre la cola de gente, buscando unos hombros anchos, unos ojos negros, brillantes, unas cejas que eran como alas.

– Presta atención, Lydia -dijo la señora Yeoman con voz alegre, a su lado-, te estás excediendo un poco con esos tubérculos, querida, y aunque Nuestro Señor logró repartir cinco panes y tres peces entre cinco mil, a nosotros la multiplicación no se nos da tan bien. No me gustaría quedarme sin existencias antes de tiempo.

La risa alegre de su acompañante modificó las arrugas de su rostro, y le hizo parecer de pronto más joven, a pesar de sus sesenta y nueve años. Exhibía la piel apergaminada de los blancos que pasan la mayor parte de su vida en los trópicos, y aunque en sus ojos apenas quedaba ya color, siempre sonreían. Ahora, permanecieron un instante más fijos en Lydia, y ésta le dio una palmadita en el brazo antes de retomar la tarea de distribuir cuencos de gachas de arroz a la cola incesante de rostros famélicos. A Constance Yeoman no le importaba ni su color de piel ni su credo: todos eran iguales, y todos eran amados por el Señor, de modo que lo que valía para Él valía también para ella.

Lydia llevaba casi un año acudiendo todos los domingos por la mañana al comedor de San Salvador. Se trataba de una especie de granero espacioso en el que incluso los susurros resonaban en el techo alto, rematado con vigas, y en el que gran cantidad de mesas montadas sobre caballetes se alineaban frente a dos cocinas humeantes. El señor Yeoman había subido un día a su casa desde el piso que quedaba debajo del de la señora Zarya y le había sugerido, con su habitual ímpetu misionero, que tal vez le gustara ayudarles de vez en cuando. Valentina, cómo no, declinó la oferta, y comentó algo sobre aquello de que la caridad empieza en casa. Pero, más tarde, Lydia había bajado la escalera de puntillas, había llamado a la puerta, sintió el olor a friegas de alcanfor y a violetas de Parma que ocupaba sus habitaciones con la misma fuerza que los himnos, la imagen triste de Jesús en la puerta, representado con una lámpara en la mano y la corona de espinas en la cabeza, y les ofreció sus servicios en la cocina de caridad. Se le había ocurrido que, al menos, de ese modo, comería caliente una vez por semana.

Tal vez Sebastian Yeoman y su esposa, Constance, estuvieran jubilados de la iglesia, pero trabajaban más que nunca. Pedían limosna para los pobres y pedían dinero prestado, un dinero que les llegaba de los bolsillos más insospechados y que servía para mantener llenas las calderas humeantes del gran comedor que se alzaba tras la iglesia de San Salvador, y que todos los domingos abría sus puertas a pobres, enfermos e incluso criminales que acudían en busca de alimento, de una sonrisa amable y de unas palabras de aliento, que se les ofrecían en una asombrosa variedad de lenguas y dialectos. Para Lydia, los Yeoman eran la versión real de la lámpara de Jesús: una luz brillante en medio de un mundo tenebroso.

– Gracias, señorita. Xie, xie. Usted amable.

Sólo entonces Lydia se fijó mejor en la joven china que tenía delante: era todo huesos, tenía el pelo apelmazado, y en la cadera, en una especie de columpio raro, llevaba a un recién nacido, mientras dos niños más crecidos se pegaban a ella. Todos iban vestidos con harapos malolientes, y tenían la piel tan gris y cuarteada como el polvoriento suelo. La madre poseía el rostro ancho pero demacrado, y los dedos gruesos, marrones, de campesina, de una campesina expulsada de su granja por el hambre y los ejércitos de saqueadores que diezmaban la tierra más que las plagas de langostas. Lydia ya había contemplado aquellos rostros muchas veces, tantas que se le aparecían como calaveras en sueños y la despertaban en plena noche. Por eso había dejado de observarlos.

Tras percatarse de que los Yeoman estaban demasiado ocupados con el estofado y las patatas como para darse cuenta, añadió una cucharada más al cuenco de madera de la mujer. Ésta no dijo nada, pero sus lágrimas calladas le hicieron sentirse peor.

Y entonces lo vio. Separado de los demás, criatura fibrosa y vibrante en medio de aquel edificio de muerte y desesperación. Él era demasiado orgulloso para mendigar.

Cuando salió, y tal como ella sospechaba, él estaba esperándola. A pesar de encontrarse de pie, dándole la espalda, junto al pequeño cementerio que había tras la iglesia, pareció notar el momento en que apareció, porque le habló sin volver la cabeza. ¿Cómo encuentran vuestros muertos el camino a casa?

– ¿Qué?

Entonces sí dio media vuelta y, tras esbozar una sonrisa breve, le hizo una reverencia. Tan educado… Tan correcto… Lydia sintió una punzada de decepción: notaba que el joven mantenía una distancia entre los dos que en las ocasiones anteriores no había existido, y que se mantenía serio, como si ella fuera una desconocida a la que hubiera conocido en la calle. Y, sin duda, era algo más que eso, ¿no?

Lydia levantó la barbilla y le dedicó la sonrisa fría con que el señor Theo castigaba a Polly cuando quería ser sarcástico.

– Has venido -le dijo y, como sin darle importancia, se concentró en el campanario de San Salvador.

– Por supuesto que he venido.

Algo en aquella voz la llevó a fijarse en él que, por su parte, se acercó más, aunque con tanto sigilo que no se oyeron sus pasos. Pero sí, ahí estaba, tan cerca que podría haberlo tocado. Y sus ojos alargados, negros, le hablaban, a pesar del silencio de su boca. Había ladeado ligeramente el rostro, pero seguía observándola fijamente. Ella le sonrió de nuevo, pero esa vez con una sonrisa franca, y vio que él parpadeaba con la lentitud con que los gatos cierran los ojos cuando la luz del sol les resulta excesiva.

– ¿Cómo estás? -le preguntó.

– Estoy bien.

Pero su mirada decía lo contrario, y como si se encontrara al borde de un acantilado, pareció tensar los músculos bajo la túnica negra. Parecía a punto de saltar, pero entonces suspiró de un modo peculiar, y con apenas una sonrisa tímida, fugaz, volvió la cabeza.

Era la primera vez que ella le veía el perfil derecho.

– ¡La cara…! -exclamó, antes de detenerse. Sabía que los chinos consideraban de mala educación los comentarios personales-. ¿Te duele?

– No -respondió.

Pero debía de estar mintiendo. Tenía aquella mitad del rostro abierta, hinchada. Un cardenal negro, al que asomaban restos de sangre seca, le recorría el espacio que separaba la frente de la oreja. Al verlo, Lydia se puso furiosa.

– Ese policía -dijo, colérica-. Lo denunciaré por…

– ¿Cumplir con su deber? -replicó él muy serio-. Creo que no sería una decisión demasiado sensata.

– Pero tienen que curarte eso -insistió Lydia-. Iré a buscar a la señora Yeoman, ella sabrá qué hay que hacer. -Hizo ademán de regresar al comedor, impaciente por conseguir ayuda.

– No, por favor -dijo él con voz amable pero firme.

Ella se detuvo en seco y lo miró, observó con fijeza aquella figura que conocía pero que a la vez no conocía. Él seguía allí, inmóvil, con algo en la mano. ¿Qué? ¿Qué más le ocultaba? En su quietud se mostraba tan elegante como en los movimientos que había ejecutado en el callejón. Los hombros eran musculosos, pero las caderas le parecieron más estrechas que las suyas. Cubrían sus pies unos horribles zapatos de goma.

Ni antes, en el comedor, ni cuando la saludó, se había fijado en el perfil herido de su rostro, y ahora caía en la cuenta de que era porque se lo había mantenido oculto. Tal vez temiera su reacción. Tal vez creyera que se trataba de una muestra de debilidad por su parte, de una incapacidad para cuidar de sí mismo. Lydia meneó la cabeza, consciente de que estaba entrando en un mundo raro y delicado, un mundo que le resultaba tan ajeno como su lengua. Y debía avanzar con pies de plomo. Asintió, acatando sus deseos, y volvió la cara hacia las lápidas, pulcras y adornadas con claveles rojos dispuestos en unos jarrones pequeños. Ese mundo sí lo entendía.

– Sus espíritus van directamente al cielo -dijo, señalando los rectángulos de hierba-. No importa dónde mueran, si son cristianos, pero si son malos van al infierno. O eso es lo que nos dicen los sacerdotes. -Volvió la cabeza para observarlo y descubrió que, en lugar de fijarse en las tumbas, tenía la vista clavada en ella. Lydia le sostuvo la mirada y añadió-: De modo que yo, claro está, me iré derecha al infierno.

Y soltó una carcajada.

El joven pareció escandalizado, pero al cabo de un instante esbozó su sonrisa tímida.

– Creo que te burlas de mí.

Oh, no, la había malinterpretado de nuevo. ¿Cómo se habla con alguien tan distinto? En todos los años que llevaba en Junchow, los únicos chinos con los que había hablado eran dependientes de tiendas y criados, pero conversaciones como «¿Cuánto vale?» y «Una libra de habas de soja» no contaban. Sus tratos con el señor Liu, el encargado de la casa de empeños, eran lo que más se acercaba a una comunicación real con un nativo chino, e incluso estaba salpicada de peligro. Debía volver a empezar. Con gran formalidad, juntando las manos y bajando la mirada, le hizo una reverencia.

– No me burlo de ti. Deseo darte las gracias. Tú me salvaste en el callejón, y te estoy agradecida. Te debo mi agradecimiento.

Él no se movió, ni un solo músculo de su cuerpo, de su rostro, cambió de sitio, pero algo, en lo más profundo de su ser, sí se modificó, y ella se dio cuenta, aunque sin saber exactamente de qué se trataba. Con todo, notó como si un espacio cerrado se hubiera abierto, y sintió una calidez que emanaba de él, y que la pilló por sorpresa.

– No -respondió él, mirándola fijamente a los ojos-. No me debes agradecimiento. -Dio un paso en dirección a ella, y se acercó tanto que Lydia distinguió unas manchas diminutas, rojizas, en sus ojos-. Te habrían cortado el cuello cuando hubieran terminado contigo. Lo que me debes es la vida.

– Mi vida es mía, y sólo me pertenece a mí.

– Y yo te debo la mía. Sin ti, ya estaría muerto. Tendría una bala en la cabeza si no hubieras salido la otra noche a rescatarme. -Le hizo otra reverencia, más pronunciada esta vez-. Te debo mi vida.

– En ese caso, estamos en paz. -Lydia se echó a reír, aunque insegura, pues no sabía lo serio que era todo aquello-. Una vida a cambio de otra vida.

El joven la miró, pero ella no fue capaz de interpretar la emoción que expresaban sus ojos, inmóvil, oscura. No dijo nada, y Lydia empezaba a pensar que tal vez no lo hubiera entendido todo, idea que creyó confirmar cuando él le preguntó:

– ¿Tiene tu señora Yeoman aguja e hilo?

– Supongo que sí. ¿Quieres que vaya a buscarlos?

– Sí, por favor, si eres tan amable.

Ella se fijó en su ropa, en la túnica con el cuello de pico, en los pantalones anchos, pero no vio ningún agujero en ella, de modo que tal vez lo quisiera para llevar a cabo algún ritual de hermandad de sangre, para coser sus vidas. La idea hizo que un calor intenso le recorriera la espalda, y por primera vez desde que el Comisionado Lacock en persona la condujo a la sala de conciertos la noche anterior, el nudo que le oprimía los pulmones se aflojó, y respiró con alivio.

Capítulo 10

– Me llamo Lydia Ivanova.

Le tendió la mano, y él supo al instante lo que esperaba de él, pues se lo había visto hacer a ellos, a los extranjeros. Una costumbre muy desagradable. Ningún chino que se preciara sería tan maleducado como para tocar a otro, y menos a un desconocido. ¿Quién habría deseado sostener una mano que podía acabar de degollar un cerdo, o de acariciar las partes íntimas de una esposa? Aquellos bárbaros eran unas criaturas muy sucias.

Con todo, la visión de aquella mano pequeña, pálida como un lirio, expectante, le resultaba curiosamente tentadora. Quería tocarla, conocer su tacto. Se dieron la mano.

– Y yo me llamo Chang An Lo.

Fue como estrechar un pájaro en la mano, un pájaro tibio, suave. De un solo apretón podría haberle aplastado aquellos huesos frágiles. Pero no quería. Sintió una necesidad poco frecuente de proteger en su mano aquella criaturita salvaje que agitaba las alas. Ella retiró la suya con la misma naturalidad con que se la había ofrecido, y miró a su alrededor. Se habían alejado del asentamiento, habían caminado por la zona trasera del sector americano y habían tomado un camino de tierra que conducía a la Quebrada del Lagarto, un saliente pequeño y boscoso que quedaba al oeste de la nielad. Allí, el sol matinal se demoraba en la superficie del agua, y las hayas proporcionaban una sombra moteada a las rocas grisáceas, lisas. Los lagartos correteaban sobre ellas, brillando como hojas mecidas por la brisa. Más allá de la quebrada, la tierra se extendía, llana y húmeda tras las lluvias de la noche anterior, hasta las montañas lejanas que se alzaban al norte, y que, azules, resplandecían al sol del verano, aunque Chang sabía que, en algún lugar profundo, en el interior del tigre agazapado, se ocultaba un corazón rojo que cada día latía con más fuerza, y que muy pronto inundaría el país con su sangre.

– Este lugar es hermoso -dijo la muchacha-zorro-. No tenía ni idea de que existiera.

Lo dijo sonriendo. Se notaba que estaba contenta, y aquella alegría le llenaba a él el pecho de una emoción extraña. La observaba hundir una mano en la lenta corriente del arroyo, reírse al contemplar a un gorrión sobrevolar el agua. Los insectos zumbaban, y dos cigarras cantaban entre los juncos.

– Yo vengo aquí porque el agua está limpia -le explicó él-. Mira qué clara se ve, oye cómo vive, cómo canta. Fíjate en ese pez. -Un centelleo de plata, y el pez desapareció-. Pero cuando esta agua se une al gran río Peiho, los espíritus la abandonan.

– ¿Por qué? -preguntó ella, desconcertada. ¿Sabía en verdad tan pocas cosas?

– Porque se llena del aceite negro de las bombarderas extranjeras, y de los venenos de sus fábricas. Los espíritus morirían en la mugre marrón del Peiho.

Ella le miró, pero no dijo nada. Se sentó sobre una roca y lanzó una piedra al agua. Estiró las piernas, desnudas, delgadas, en dirección al arroyo, y él se dio cuenta de que la suela de uno de sus zapatos estaba agujereada. Por desgracia para él, llevaba el pelo indómito oculto bajo el sombrero de paja. El sombrero se veía viejo, gastado, como los zapatos, pero el pelo siempre parecía nuevo, y habría querido ver de nuevo las llamaradas que surgían de él. En aquel preciso instante, ella observaba un pajarillo que, a sus pies, tiraba de la hoja de una rama muerta.

– Hablas muy bien mi idioma, ¿sabes?

Lo dijo en voz muy baja, aunque él no supo si lo hacía para no asustar al pájaro o porque, de pronto, se sentía incómoda allí, a solas con un hombre, en un lugar tan aislado. Había demostrado valor al seguirlo hasta allí. Ninguna joven china se habría arriesgado de ese modo. Habrían preferido arrojar sus tortugas a las cobras. Pero no, no le parecía nerviosa en absoluto. Sus ojos brillaban, expectantes.

Chang se acercó al borde del agua, sin acercarse demasiado a ella, pues no quería alarmarla, y se acuclilló sobre la hierba, que todavía estaba mojada.

– Me honra que pienses que mi inglés es aceptable -respondió. Mientras ella seguía atenta a las evoluciones del pájaro marrón, él se quitó el zapato de goma del pie derecho. El dolor le ascendió hasta el cráneo. Empezó a quitarse la venda, empapada en sangre, que le mantenía cerrada la carne del pie-. Tuve un tutor inglés durante años -añadió-. Cuando era joven. Me enseñó bien. -El olor pútrido de la venda le llegó a la nariz-. Y mi tío fue a la universidad en Harvard. Eso está en América. Siempre me insistía en que el inglés es la lengua del futuro, y se negaba a hablarme en otra lengua.

– ¿En serio? Igual que mi madre. Ella habla no sé cuántas lenguas.

– ¿Excepto mandarín?

Lydia se echó a reír, un sonido vibrante que, con sus ondulaciones hizo que el pájaro saliera volando a refugiarse en un árbol. Para Chang, aquella risa se fundió con el canto del río, y alivió el dolor que sentía en el pie.

– Mi madre siempre me dice que el inglés es la única lengua que merece la pena…

Se detuvo y lanzó un grito ahogado.

Chang volvió la cabeza y descubrió que ella, boquiabierta, no le quitaba la vista del pie. Al ver que la miraba, ella alzó los ojos, y durante un largo rato permanecieron así, sosteniéndose la mirada. Fue él quien, al fin, retiró la suya. Cuando levantó el pie de los harapos sucios y lo hundió en el agua del río, ella no dijo nada, se limitó a observarlo en silencio. Él empezó a frotarse las heridas con las manos, debajo del agua, extrayendo de ellas la ponzoña, inoculándoles vida. Algunos coágulos de sangre seca ascendían a la superficie, y al momento eran devoradas por bocas hambrientas que surgían de las zonas más profundas. Un flujo continuo de sangre brillante atrajo un banco veloz de pececillos que destacaban, verdes contra las piedras amarillentas del fondo. El agua era fresca, y su pie parecía beber de su frescura.

Chang oyó un ruido, se giró y la descubrió arrodillándose a su lado, sobre la hierba, el rostro muy blanco bajo el ala del sombrero. Sostenía en la mano la aguja y el hilo. Su proximidad hizo que el aire que los separaba revoloteara como una paloma con las alas extendidas, y le acariciara la mejilla. Deseó rozar su piel europea, cremosa, con las yemas de los dedos.

– Te harán falta -le dijo ella, alargándoselos

Él asintió pero, al acercar la mano para recogerlos, ella se alejó y negó con la cabeza.

– ¿No sería mejor que lo hiciera yo?

Él volvió a asentir, y se dio cuenta de que Lydia tragaba saliva. Su cuello, pálido, pareció temblar en un espasmo, y luego quedó quieto.

– Tiene que verte un médico.

– Los médicos cuestan dinero.

Lydia no dijo nada. Se quitó el sombrero, dejando suelto el espíritu maravilloso e indómito de sus cabellos, igual que él había hecho cuando liberó al zorro de la trampa. Se inclinó sobre el pie. Sin tocarlo, sólo mirándolo. Él oía su respiración, sentir que con ella le rozaba los bordes de su carne dañada, como el beso del dios río.

Vació la mente del ardiente dolor, y la llenó de la visión de la curva suave de su frente despejada, del brillo cobrizo de un mechón de aquel pelo, que se curvaba sobre la piel blanca del cuello. La perfección. No había dolor. Cerró los ojos y ella empezó a coser. ¿Cómo podía decirle que amaba su valentía?

– Eso está mejor -dijo ella, y él oyó el alivio en su voz.

Ella se había quitado la enagua, deprisa y con decisión, la había cortado en tiras, ayudándose del cuchillo de Chang, y le vendó el pie de tal manera que no le había cabido en el zapato. Sin preguntarle nada, cortó también los dos lados del calzado de goma, y se lo ató sobre el vendaje con otros dos pedazos de tela. El resultado era limpio, profesional. El dolor seguía ahí, pero al menos la hemorragia se había interrumpido.

– Gracias -susurró él, acompañando sus palabras de una leve inclinación de cabeza.

– Te harían falta polvos de sulfuro, o algo así. He visto que la señora Yeoman los usa para secar llagas. Podría pedirle que te…

– No, no es necesario. Sé de alguien que tiene hierbas. Gracias otra vez.

Lydia volvió el rostro y hundió las manos en el agua, con los dedos extendidos. Observaba sus movimientos como si pertenecieran a otra persona, como si estuviera sorprendida de lo que habían hecho ese día.

– No me las des -respondió al fin-. Si nos pasamos la vida salvándonos el uno al otro, eso quiere decir que somos responsables el uno del otro, ¿no te parece?

Chang estaba asombrado: le había quitado las palabras de la boca. ¿Cómo podía saber una bárbara algo así, algo tan chino? ¿Saber que aquél era el motivo por el que la había seguido, la había vigilado? Porque él ya era responsable de ella. ¿Cómo podía saberlo aquella muchacha? ¿Qué clase de mente poseía que le permitía ver con tal claridad?

Sintió que ella se alejaba de su lado cuando se puso en pie, se quitó las sandalias y metió los pies en las aguas poco profundas. Un pato de cuello dorado que dormía entre los juncos se sobresaltó y salió nadando deprisa, como si le persiguiera un armiño, pero ella apenas se percató, y siguió echándose agua sobre el dobladillo del vestido. Se trataba de un atuendo ancho, lavado en demasiadas ocasiones.

Hasta ese momento Chang no se fijó en que se le había manchado de sangre. De su sangre, que se había fundido con los hilos de su ropa, con su propio ser. Él, por su parte, también se había fundido con ella.

Lydia seguía en silencio. Preocupada. La observó allí de pie, junto al arroyo, la piel moteada de las estrellas de plata que el agua reflejaba, el sol en el pelo, vivificándolo, abrasándolo. Mantenía los labios entreabiertos, como si estuviera a punto de decir algo, y él se preguntaba qué podía ser. Un rostro con forma de corazón, unas cejas perfectamente arqueadas, y aquellos ojos grandes, ambarinos, ojos de tigre… Se le clavaban dentro y le sacaban el corazón. Era un rostro que ningún chino habría hallado atractivo, de nariz demasiado larga, de boca demasiado grande, de barbilla demasiado prominente. Y sin embargo su mirada se trasladaba hasta el una y otra vez, y daba placer a sus ojos de un modo que no comprendía, pero que le llenaba el corazón de alegría. Y eso que, en aquel rostro, él veía secretos, y los secretos creaban sombras. Así, su rostro estaba lleno de sombras pálidas, asfixiadas.

Chang se echó sobre la hierba tibia, apoyándose en los codos.

– Lydia Ivanova -dijo en voz baja-. ¿Qué es lo que tanto te preocupa?

Lydia alzó la mirada, la clavó en su mirada, y en ese instante, cuando sus ojos se encontraron, él sintió que algo tangible se forjaba entre ellos. Un hilo. Un hilo de plata, brillante, tejido por los dioses. Brillaba entre ellos tan esquivo como una onda del río, y a la vez era tan fuerte como los cables de acero que sostenían el nuevo puente sobre el Peiho.

Levantó una mano y la tendió hacia ella, como si con ese gesto pudiera atraerla hacia sí.

– Dime, Lydia, ¿qué es lo que tanto te pesa en el corazón?

Ella se incorporó, todavía en el agua y soltó el dobladillo del vestido, que flotó alrededor de sus piernas, como una red de pesca. Y Chang fue testigo de que a sus ojos asomaba una decisión.

– Chang An Lo -le dijo-. Necesito tu ayuda.

La brisa soplaba desde el río Peiho, trayendo consigo un hedor a tripas de pescado podridas. Provenía de los cientos de sampanes que atestaban las precarias pasarelas y pantalanes que asfixiaban sus orillas, pero Chang ya estaba acostumbrado a él, y casi no lo notaba, como tampoco notaba el insoportable olor de las pieles de vaca de las curtidurías instaladas en los almacenes que rodeaban el puerto.

Avanzaba deprisa, sin pensar en los cuchillos que sentía clavados en el pie, y se deslizaba por entre el mundo ruidoso, estridente y bullanguero de la orilla, en la que grupos de mendigos y barqueros tenían su hogar. Los sampanes cabeceaban y se rozaban, con sus tejadillos de ratán y sus pasarelas oscilantes, mientras los cormoranes se apostaban, maltrechos y famélicos, sobre las proas de las barcas de pesca. Chang sabía que no debía demorarse. Allí no. Un filo entre las costillas, y otro cuerpo que añadir a la mugre que todos los días terminaba en el Peiho… No era nada insólito, y todo por un par de zapatos.

Allí donde el gran Peiho era más ancho que cuarenta campos, las lanchas bombarderas británicas y francesas navegaban en círculos, sus banderas rojas y azules ondeando en señal de advertencia. Al verlas, Chang escupió en el suelo y pisoteó su propia saliva, para que se hundiera en el barro. Se fijó también en que seis grandes vapores habían atracado en el puerto, y en que unos porteadores medio desnudos subían y bajaban de las pasarelas, doblando la espalda bajo cargas que habrían deslomado a un buey. Se mantuvo alejado del capataz que, con una vara negra y gruesa en la mano, se paseaba profiriendo maldiciones, pero por todas partes gritaban hombres, sonaban campanas, rugían motores y mugían camellos, y en todo momento, en medio de aquel caos, los rickshaws hormigueaban por todas partes, como insectos que se posaran sobre cualquier cosa.

Chang seguía adelante. Dejó atrás los muelles, dobló por un callejón en el que, sobre el polvo, entrevió una mano seccionada. Rajó hasta los almacenes, inmensas construcciones custodiadas por más diablos azules. Con todo, tras ellos había ido surgiendo una hilera de barracas que se apoyaban en su fachada. Más que barracas, se trataba de pocilgas, pues llegaban apenas a la altura de la cintura, y estaban construidas con maderas podridas. Parecía que el batir de las alas de una polilla podría haberlas echado abajo. Se acercó a la tercera de ellas. Su puerta no era más que una lona engrasada, y la retiró con la mano.

– Te saludo, Tan Wah -susurró.

– Que las serpientes del río te muerdan esa lengua miserable -replicó secamente su interlocutor-. Me has robado a mis dulces doncellas, de piel más suave que la miel para mis labios. Seas quien seas, yo te maldigo.

– Abre los ojos, Tan Wah, y abandona ya tus ensoñaciones. Únete a mí en este mundo en el que el sabor a miel es un gran placer para el hombre, y la sonrisa de una doncella se encuentra a un millón de lis [2] de distancia de este montón de estiércol.

– Chang An Lo, hijo menor del lobo. Amigo mío, perdona el veneno de mis palabras. Le pido a los dioses que retiren mi maldición, y te invito a entrar en mi hermoso palacio.

Chang se acuclilló, se metió como pudo en el interior de aquella guarida maloliente y se sentó, con las piernas cruzadas, sobre una estera de bambú que parecía mordida por las ratas. A pesar de la escasa iluminación, distinguió a una figura envuelta en varias capas de papel de periódico, sobre el suelo húmedo, de tierra, con la cabeza apoyada en un viejo asiento de coche, que hacía las veces de almohada.

– Acepta mis humildes disculpas por perturbar tus sueños, Tan Wah, pero he venido a que me informes de algo.

El hombre envuelto en su capullo de periódicos hacía esfuerzos por sentarse. Chang veía que era poco más que un manojo de huesos, que su piel había adquirido el tono amarillo que delataba su adicción al opio. Junto a él, la pipa de barro, de larga embocadura, que era la fuente del olor repugnante que impregnaba aquella choza mal aireada.

– La información cuesta dinero, amigo -respondió con los ojos entrecerrados-. Lo siento, pero es así.

– ¿Y quién tiene dinero hoy en día? -replicó Chang-. A cambio, te he traído esto. -Colocó un salmón grande en el suelo, entre los dos, las escamas brillantes como un arco iris en medio de aquella perrera inmunda-. Se ha acercado nadando hasta mis brazos, esta misma mañana en el arroyo, cuando ha sabido que venía a verte.

Tan Wah no lo tocó, pero las finas ranuras de sus ojos ya calculaban su peso en pasta negra, la pasta negra que traerían hasta su casa la luna y las estrellas.

– Pregunta lo que quieras, Chang An Lo, y yo patearé a mi cerebro inútil hasta que me diga lo que tú deseas saber.

– Tú tienes un primo que trabaja en ese gran club de los fanquis.

– ¿En el Ulysses?

– Sí, en ése.

– Sí, mi primo tonto, Yuen Dun, un cachorro que aún tiene los dientes de leche, pero que sin embargo engorda con los dólares de los extranjeros, mientras que yo… -Cerró los ojos y la boca.

– Amigo, si te comieras el pescado en vez de venderlo a cambio de tus sueños, tal vez también engordaras.

El hombre no dijo nada, se tendió en el suelo, recogió la pipa y la acunó en su pecho, como si de un recién nacido se tratara.

– Dime, Tan Wah, ¿dónde vive ese primo tonto que tienes?

Se hizo el silencio, roto sólo por el rumor de unos dedos que acariciaban la pipa de barro. Chang aguardaba, paciente.

– En la Calle de Cinco Ranas -musitó-. Junto al mercado de cuerdas.

– Mil gracias por tus palabras. Que conserves la salud, Tan Wah. -Con un ágil movimiento, se puso en pie dispuesto a irse-. Mil muertes -dijo, esbozando una sonrisa.

– Mil muertes -respondió su interlocutor.

– Al general de Nanking que bebe meados.

Del montón de periódicos surgió un sonido que parecía una risita ahogada, un gruñido.

– Y a los diablos azules del puerto, a esos malditos burros.

– Conserva la vida, amigo, China necesita a su gente.

Pero, cuando Chang corría la lona, Tan Wah le susurró con apremio:

– Te pisan los talones, Chang An Lo. No te confíes.

– Ya lo sé.

– No es buena idea ofender a la Hermandad de la Serpiente Negra. Y al verte la cara me ha parecido que se la habías arrojado a los chow-chows para que se la comieran. He oído que rescataste a una niña de sus garras, y que arrebataste la vida de uno de sus guardianes.

– Le golpeé en las costillas. Nada más.

En el aire denso se oyó un suspiro.

– Necio. ¿Por qué arriesgar tanto por una miserable babosa, por una muchacha blanca?

Chang salió de la guarida y soltó la lona.

Dejó que fuera su cuchillo quien expusiera sus razones, y lo apretó con fuerza contra el cuello del joven.

– La chapa -exigió Chang.

– Está en mi… en mi cinturón.

El rostro del muchacho, aterrorizado, adquiría por momentos un tono grisáceo. Ya se había orinado encima cuando lo arrastró hasta el callejón oscuro. Al quitarle la chapa identificativa, Chang notó que, en efecto, no pasaba hambre, que su piel brillaba como la de una concubina bien alimentada.

– ¿En qué parte del club trabajas?

– En las cocinas.

– Ah, de modo que robas comida para tu familia.

– No, no. Nunca.

El cuchillo se acercó más al cuello, y una gota de sangre se mezcló con el sudor del muchacho.

– Sí -gritó-, sí, lo admito, a veces lo hago.

– En ese caso, cara de perro, la próxima vez llévale algo a tu primo Tan Wah, o su espíritu vendrá a alimentarse de tu barriga gorda, y se alojará en tu hígado, del que te sacará toda la grasa, hasta que te mueras.

El muchacho empezó a temblar, y cuando Chang lo soltó, vomitó sobre sus caras botas de cuero.

Capítulo 11

– Mira, Theo, ese ruso de ayer noche fue un imprudente dejándolo en el bolsillo de ese modo.

– ¿El collar?

– Sí.

Theo Willoughby y Alfred Parker jugaban al ajedrez en la terraza del Club Ulysses. El director habría preferido las cartas, una partida rápida de póquer, pero era domingo, y Alfred era muy estricto con esas cosas. Nada de jugar en el sabbat. A Theo le parecía absurdo. ¿Por qué no se podían llevar sombrillas los sábados, ni mondarse los dientes con palillos? No tenía sentido. Movió el alfil y se llevó uno de los peones del triángulo defensivo de Alfred.

Éste frunció el ceño. Se quitó las gafas y, meticuloso, se las limpió con un pañuelo blanco, almidonado. Poseía un rostro redondo, bonachón, unos ojos castaños de mirada intensa. Se trataba de un tipo íntegro, que se tomaba su tiempo ante las cosas, algo sorprendente, tratándose de un periodista. Pero había cierta tensión alrededor de la boca, lo que siempre llevaba a Theo a sospechar que su amigo se hallaba al borde del pánico. Tal vez China no era lo que esperaba. Sobre ellos, un cielo azul, fiero, chupaba la energía a la jornada. Incluso las hojas etéreas de la glicina parecían colgar indolentes, fatigadas, pero en la pista de tenis dos mujeres jóvenes ataviadas con sus deliciosos uniformes blancos perseguían una pelota. Theo las observaba de vez en cuando, con discreto interés.

– Le está bien -dijo-. Me refiero al ruso. La verdad es que no me importa lo más mínimo. Ya sé que el viejo Lacock y sir Edward están furiosos por que algo así haya pasado delante de sus narices, pero, la verdad… -Se encogió de hombros y encendió un cigarrillo-. Tengo otras cosas en las que pensar.

Parker alzó los ojos del tablero, observó a su contrincante y asintió, antes de mover el caballo.

– Circulan rumores -dijo- de que el ruso era un agente enviado por Stalin para negociar con el general Chiang Kai-Chek. El general ha llegado desde Nanking, y se dice que en este momento se encuentra en Pekín.

– Aquí siempre hay rumores.

– Se supone que el collar debía ser un regalo para Mai-ling, la esposa de Chiang Kai-Chek. Rubíes de la colección de fabulosas joyas de la zarina muerta.

– ¿Ah sí? Veo que estás muy bien informado, Alfred -dijo Theo, soltando una sonora carcajada-. Tiene sentido que pase de la esposa de un déspota a la de otro, supongo, pero para quienquiera que lo tenga en su poder ahora, su valor es nulo.

– ¿Cómo es eso?

– Bien, nadie, ni siquiera un traficante chino de objetos robados, se arriesgaría a vender esa pieza en estos momentos. Más que un collar, se ha convertido en una soga al cuello. Todo el mundo lo conoce, resulta demasiado peligroso. De modo que el ladrón no podrá venderlo. Se ha corrido la voz, y apenas diga algo sobre los rubíes, su cabeza acabará metida de una de esas jaulas de bambú que cuelgan de las farolas.

– Una práctica de lo más bárbara -comentó Parker, que se estremeció al pensarlo.

– Todavía te queda mucho por aprender.

Jugaron en silencio media hora más. Sólo un reloj de pared, al dar las horas, y el canto de un jilguero, alteraban sus pensamientos. Luego, Theo, nervioso y cansado del juego, tendió su trampa y el rey de Parker cayó.

– Bien hecho, muchacho. Me has pillado. -Parker se apoyó en el respaldo de la silla de ratán, en absoluto afectado por la derrota, y encendió la pipa de brezo con parsimonia-. ¿Para qué me has hecho venir hoy? Sé que odias este lugar. Y no habrá sido sólo para que jugáramos al ajedrez, supongo.

– No.

– ¿Y bien?

– Tengo un problemilla con Mason.

– ¿El jefe del departamento de educación? ¿El bocazas de la mujer silenciosa?

– El mismo.

– ¿Qué pasa con él?

– Alfred, escúchame. Tengo que descubrir algo de él, algo sucio en su pasado. Algo que pueda usar para quitarme de encima a ese cerdo. Tú eres periodista, tienes contactos y sabes escarbar donde hace falta.

Parker parecía escandalizado. Dio una chupada a su pipa, y lentamente exhaló una nube de humo que interceptó una mariposa que pasaba por allí.

– Tiene mala pinta, muchacho. ¿En qué anda metido?

Theo fue al grano.

– Le debo al Banco Courtney una suma considerable. Por la ampliación de la escuela que llevamos a cabo el año pasado. Mason es uno de los directores de la entidad -ya sabes cómo se jacta de todo-, y me ha amenazado con reclamarme el préstamo a menos que…

– ¿A menos que qué?

– A menos que le complazca.

Parker tosió, incómodo.

– Dios mío, ¿qué quieres decir?

Theo apagó el cigarrillo, pisándolo en el suelo.

– Quiero decir que quiere hacer uso de Li Mei.

Alfred Parker se ruborizó al instante, y hasta la punta de la nariz se le puso roja.

– Theo, muchacho, esto no me gusta, creo que no quiero seguir oyendo más. -Apartó los ojos, y con ellos siguió a un sirviente chino ataviado con túnica blanca que se acercaba al porche sosteniendo una bandeja pequeña en la mano.

Theo se echó hacia delante y dio unas palmaditas secas en la rodilla de Parker.

– No seas tonto, Alfred, que no me refiero a lo que estás pensando. ¿Por quién me tomas? Li Mei es mi… -Pero la mirada acusadora de su interlocutor lo detuvo.

– ¿Tu qué, Theo? ¿Tu compañera de adulterio? ¿Tu puta?

Theo permaneció inmóvil, y sólo la blancura de sus labios delataba.

– Eso es un insulto a Li Mei, Alfred. Te pido que lo retires.

– No puedo. Es la verdad.

Theo se puso en pie de un salto.

– Cuanto antes abandonen Inglaterra las camisas de fuerzas racistas y religiosas que paralizan a hombres como tú y sir Edward y a todos los demás fracasados sociales que atestan este club, antes será libre nuestro pueblo y el pueblo de China. Libres para pensar, para vivir, para…

– Para, amigo mío. Todos estamos aquí para cumplir con nuestro deber, por el rey y por el país. Que tú te hayas vuelto nativo no significa que tengas que dar por sentado que el resto de nosotros vamos a olvidar las leyes de Dios, la necesidad de establecer unas líneas claras entre el bien y el mal. Dios sabe que en un país cruel y pagano como éste, Su Palabra es la única esperanza. Su Palabra y el Ejército Británico.

– China ya era un país civilizado cientos de años antes de que se pensara siquiera en la existencia de Gran Bretaña.

– A esto no se le puede llamar civilización.

Theo no replicó nada. Se puso en pie, muy tenso, y miró sin ver a las dos parejas que acababan de aparecer en el jardín dispuestas a iniciar una partida de croquet.

– Siéntate, Theo -le pidió Parker en voz baja, disimulando lo incómodo del momento dándole la vuelta a la pipa y golpeándola suavemente con el índice. Desde el jardín llegó el chasquido de una bola al chocar contra la otra, y una voz que decía:

– Corky, te digo que esto no es normal del todo.

De pronto, Theo se sacudió, como un perro que quisiera librarse del agua que lo empapaba. Bajó los ojos entornados para observar a su acompañante.

– Alfred, si creyera que tienes razón, me iría de Junchow mañana mismo. Pero tengo fe en este pueblo, en lo que tú llamas «país cruel y pagano». -Volvió a sentarse, estirando las piernas largas, como para fingir que se relajaba, e hizo una seña al camarero chino de la bandeja.

»Un whisky, por favor -dijo en perfecto mandarín. Y, volándose hacia Alfred, esbozó una sonrisa y añadió-: Convengamos en diferir. Ya sabes que soy lo que Mason denomina «amante de lo chino».

Se suponía que Alfred debía reírse, pero no lo hizo.

– No puedes tener los dos mundos, Theo. O carne o pescado. Quieres que la gente de bien te envíe a sus hijos a la escuela, pero a la vez no disimulas el desprecio que sientes por sus padres. ¿Cómo puede…? -Hizo una pausa, fijándose en el camarero que se alejaba del porche-. Muchacho, acércate inmediatamente.

– ¿Qué sucede, Alfred?

Pero Parker ya se había puesto en pie.

El sirviente los miraba, pero sin moverse de su sitio. Alfred dio unos pasos hacia él.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -inquirió.

El chino no respondió.

Theo se acercó a ellos. ¿Qué diablos le pasaba a Alfred?

– Aquí hay algo que no me cuadra -dijo Alfred, apuntando al criado con la pipa-. Míralo.

Theo hizo lo que le pedía. Túnica blanca, limpia, bandeja en la mano.

– A mí me parece normal.

– No digas tonterías. Se le ven golpes por toda la cara.

– ¿Y?

– Y lleva mal los pantalones. Son negros, sí, pero no los del uniforme. Y el pie vendado, y esos zapatos que son un desastre. El club nunca permitiría el acceso a alguien con ese aspecto, y mucho menos para servir a los socios. Este muchacho es un intruso.

– Yo trabajo. -El criado levantó la bandeja-. Bebidas.

Ahora que se fijaba, veía a qué se refería Alfred. Tenía razón, ese joven no era como los demás. No tenía mirada de criado. Miraba directamente a los ojos, como si quisiera golpearte, colgar tu cabeza en una de aquellas malditas jaulas de bambú.

– ¿Quién eres? -le preguntó Theo en mandarín.

Pero Alfred le señalaba el bolsillo del pantalón, muy abultado.

– Vacíalo. Ahora mismo.

El muchacho, insolente, apartó la mirada del panamá de Parker y la clavó en sus zapatos recios, impecables.

– Haz lo que te ordenan -intervino Theo, de nuevo en mandarín-. Vacíate los bolsillos, o te azotarán como a un perro.

– Vayan a buscar a los guardias de seguridad -gritó Parker -. Ayer hubo un robo aquí mismo, y esta persona es…

– Vacía los bolsillos -insistió Theo secamente. Por un momento le pareció que el muchacho iba a atacarlos. Algo en sus ojos parecía querer liberarse, algo salvaje, colérico, pero entonces aquellas emociones volvieron a quedar enjauladas. Si mediar palabra, le dio la vuelta al bolsillo, y lo que contenía cayó en el suelo enlosado del porche. Un buen puñado de cacahuetes salados rebotaron alrededor de sus pies.

Theo se echó a reír.

– Fíjate en tu ladrón de joyas, Alfred. Lo que el chico tiene es hambre.

Pero Parker no estaba dispuesto a dejarlo en paz tan fácilmente.

– ¿Y los demás bolsillos?

El criado obedeció, y extrajo de ellos un hilo de bambú, un anzuelo de pesca envuelto en barro y una hoja de papel cubierta de caracteres chinos. Theo se la quitó y la observó brevemente.

– ¿Qué es? -preguntó Parker.

– No gran cosa. Un cartel que anuncia un encuentro de algún tipo.

Pero cuando el muchacho se agachaba para recoger sus pertenencias, Theo entrevió el mango de un cuchillo que llevaba oculto al cinto, y de pronto temió por su amigo.

– Deja que se vaya, Alfred. Esto no tiene nada que ver con nosotros. El chico tiene hambre. Casi toda China está hambrienta.

– Un ladrón es un ladrón, Theo, robe cacahuetes o joyas. «No robarás», ¿te acuerdas? -Pero ya no estaba enfadado. Su expresión era más bien triste, con los lentes caídos hasta media nariz-. Se lo debemos. Tenemos que enseñarles a distinguir el bien del mal, y no sólo a construir fábricas y tender líneas férreas.

Se acercó al criado para sujetarle el brazo, pero Theo intervino, interceptándole la muñeca.

– No lo hagas, Alfred. Esta vez no. -Se volvió en dirección a la figura silenciosa de ojos negros, llenos de odio-. Vete -le dijo muy rápido, en chino-. Y no vuelvas.

El muchacho se alejó, perdiéndose con paso renqueante entre los árboles que bordeaban el jardín, y desapareció. Para Theo fue como contemplar la imagen de una criatura que regresaba a la jungla y se preguntó qué le habría llevado a salir de ella. Porque era evidente que no lo había hecho por un puñado de cacahuetes.

– Tal vez lamentes lo que acabas de hacer -le dijo Parker, meneando levemente la cabeza, en señal de indignación.

– «La misericordia descendió como una lluvia mansa» -citó Theo, cínico, y volvió a fijarse en la hoja de papel que aún sostenía, y que, en realidad, era un panfleto comunista.

«Sha! Sha! -rezaba-. Matad, matad a los odiados imperialistas. Matad al traidor Chiang Kai-Chek. Larga vida al pueblo chino.»

Aquellas palabras preocupaban a Theo más de lo que quería admitir. Chiang Kai-Chek y sus nacionalistas del Kuomintang se habían hecho con el control, y merecían una oportunidad, siempre y cuando las potencias occidentales lo apoyaran y lo protegieran de aquellos agitadores. Los comunistas harían con China lo mismo que Stalin estaba haciendo en Rusia: convertirla en una tierra baldía. China poseía tanta belleza, tanta alma, que no merecía ser despojada de todo como una prostituta cualquiera. «Que Dios nos guarde de los comunistas. Dios y el ejército de Chiang Kai-Chek.»

– ¿Ha dicho que sí?

– Sí.

Li Mei le besó la nuca.

– Me alegro por ti, Tiyo. Parker es un buen amigo.

Apoyó la mejilla contra su espalda desnuda, aunque sin dejar de acariciarle ambos lados de la columna con las yemas de los dedos, presionando con fuerza los músculos. Theo se encontraba tendido en el suelo, boca abajo, en el baño, mientras Li Mei le daba un masaje para aliviar la tensión de su cuerpo. A él siempre le asombraba la fuerza de aquellos dedos, la presión exacta que ejercía con la palma de la mano para liberar otro demonio de debajo de su piel.

– Sí, Alfred es un buen amigo, aunque algunas de sus opiniones son tan cerradas que encajarían bien con las de Oliver Cromwell.

– ¿Oliver Cromwell? Dime, ¿quién es? ¿Otro amigo?

Theo se echó a reír, mientras sentía que ella le masajeaba la clavícula con los nudillos.

– Te burlas de mí, Tiyo.

– No, amor mío, te venero.

– Eso es mentira. Tiyo malo. -Le golpeó las nalgas con los puños, hasta lograr que la sangre confluyera en sus ingles. Él se dio la vuelta y la agarró de las muñecas, se puso en pie y atrajo hacia sí su cuerpo desnudo. Olía a sándalo y, no sabía por qué, a helado. Inició el ascenso de la escalera con ella en brazos.

– Alfred se ha puesto furioso al saber lo corrupto que es Mason. Se ha escandalizado al enterarse de que quería obligarme a meterlo en el cártel del opio. Le he jurado a Alfred que el hecho de que tu padre lo dirija no quiere decir que yo esté implicado en modo alguno. Ya sabes lo que opino sobre las drogas.

– Una abominación, así llamas tú al opio.

Theo sonrió y le besó los cabellos oscuros.

– Sí, mi tesoro. Una abominación. De modo que ha aceptado investigar el pasado de ese cabrón para ver si encuentra algo que yo pueda usar para tenerlo en mis manos.

Entró en el aula vacía, acunándola en sus brazos.

– Por suerte es domingo -dijo ella entre carcajadas.

Theo la levantó un poco más y la sentó, mirando hacia él, sobre su mesa, frente a las hileras de pupitres.

– Cuando mañana me plante aquí y hable a mis alumnos del Vesubio, pensaré en esto -dijo, echándose hacia delante y besándole el pecho izquierdo-. Y en esto cuando describa un triángulo equilátero. -Sus labios se aferraron al pezón derecho-. Y en esto cuando explique a esos cabezas huecas cosas sobre el corazón profundo y húmedo de África.

Bajó la cabeza y le besó la mata oscura que le nacía en el extremo del vientre.

– Tiyo -susurró ella, tirándole del pelo-. Tiyo, ten cuidado. Mason tiene poder.

– No es el único que lo tiene -replicó él, echándose a reír.

Y la tumbó despacio, suavemente, sobre el suelo.

Capítulo 12

– ¿Qué es?

Valentina estaba de pie en medio de la habitación, señalando con el dedo muy rígido una caja de cartón en el suelo. Lydia acababa de llegar a casa, y el desván le parecía más asfixiante que de costumbre: las ventanas estaban cerradas, y olía raro, aunque no percibía por qué.

– ¡Tú! -acusó Valentina alzando la voz-. ¡Debería darte vergüenza!

Lydia se revolvió, incómoda, sobre la alfombra, buscando a toda prisa respuestas en su mente. ¿Vergüenza de qué? ¿De Chang? No, de él no. De modo que, una vez más, debería recurrir a las mentiras. Pero ¿a qué mentira?

– Mamá, yo…

Se fijó en su madre. Dos manchas de rojo encendido iluminaban las pálidas mejillas de Valentina, que tenía los ojos muy oscuras, las pupilas dilatadas, las pestañas maquilladas.

– Ha venido a verme Antoine -explicó al fin, como si aquello fuera culpa de Lydia. El dedo acusador volvió a señalar en dirección a la caja-. Mira qué hay dentro.

Lydia se acercó a ella sin darle la menor importancia. Se trataba de una sombrerera a rayas, rodeada de una cinta roja. No entendía por qué demonios su madre estaba tan enfadada y le había organizado aquella escenita ridícula sólo porque alguien le hubiera regalado un sombrero. A ella los sombreros le encantaban. Y cuanto más grandes, mejor.

– ¿Es pequeño? -preguntó, antes de inclinarse sobre la caja y levantar la tapa.

– Sí.

– ¿Y tiene pluma?

– No tiene plumas.

Lydia levantó la tapa. En el interior de la caja se agazapaba un conejo blanco.

– Sun Yat-sen.

– ¿Qué?

– Sun Yat-sen.

– ¿Qué nombre es ése para un conejo?

– Fue el padre de la República. Abrió la puerta a una vida totalmente nueva para el pueblo de China, en 1911 -respondió Lydia.

– ¿Y eso quién te lo ha contado?

– Chang An Lo.

– ¿Mientras le cosías el pie?

– No, después.

– Eres tan valiente, Lydia… Yo me habría muerto antes de meter una aguja en la carne de nadie.

– No, Polly, no te habrías muerto. Si hubieras tenido que hacerlo, lo habrías hecho. Hay muchas cosas que somos capaces de hacer si debemos hacerlas.

– Pero ¿por qué no llamas al conejo Caramelo, o Nube, o incluso Lewis, en honor a Lewis Carroll? Algo bonito.

– No. Se llama Sun Yat-sen.

– Pero ¿por qué?

– Porque va a abrirme la puerta a un mundo nuevo.

– No seas tonta, Lyd. Es sólo un conejo. Te sentarás con él y lo acariciarás, como yo acaricio a Toby.

– A eso me refiero, Polly.

Era la una y media de la madrugada. Lydia se levantó de la silla que había acercado a la ventana. Ya no iba a venir.

Aunque, tal vez sí, tal vez sí viniera. Aún era posible. Podía estar escondido en alguna parte, esperando a que la noche…

No, no iba a venir.

Sentía la lengua y la boca secas. Llevaba horas discutiendo consigo misma, con los ojos vidriosos de cansancio. No por mucho que ella lo deseara iba a aparecer él. «Chang An Lo, confié en ti. ¿Cómo he podido ser tan tonta?»

A oscuras se dirigió al fregadero y se echó agua fría en la boca. Sin querer, emitió un gemido grave, pues no soportaba el dolor que le oprimía el pecho. Chang An Lo la había traicionado. El mero pensamiento de aquellas palabras le causaba una herida. Hacía mucho tiempo había aprendido que la única persona en la que se puede confiar es en uno mismo, pero pensó que él era distinto, que entre ellos existía un vínculo. Se habían salvado la vida el uno al otro, y estaba tan segura de que entre ellos había una… una conexión especial… Y sin embargo parecía que sus promesas no valían más que una boñiga de mono.

Él sabía que el collar era la única oportunidad que tenía para empezar de nuevo, para empezar una nueva vida en Londres, o incluso en América, donde, según se decía, consideraban a todo el mundo igual. Una vida brillante, sin rincones oscuros. Era su oportunidad de devolverle a su madre al menos una parte de lo que los rojos le habían robado. Un gran piano con teclas de marfil que sonara como los ángeles, y el mejor abrigo de visón, no uno de esos que vendía el señor Liu, de segunda mano, sino uno reluciente y nuevo. Todo nuevo. Todo. Nuevo.

Cerró los ojos. De pie en la oscuridad, descalza, cubierta con unas enaguas que habían pertenecido a otra persona, se obligó a aceptar que él se había ido y que, con él, se había ido el collar de rubíes, y la nueva vida, el brillo, la felicidad. Todo se había ido.

El nudo que sentía en la garganta la oprimía cada vez más. Casi no podía respirar, le faltaba el aire. Sin ver, se dirigió a la puerta. Se pilló un dedo con ella, se hizo un rasguño, pero la abrió y bajó los dos tramos de escaleras. Se dirigió a la parte trasera del edificio. A la puerta que daba al patio. Levantó el tirador una y otra vez, hasta que al fin se abrió, y salió como una exhalación, impregnándose del aire fresco de la noche. Aspiró hondo una vez, dos veces. Obligó a respirar a sus pulmones, a seguir respirando, inspirando, exhalando. Pero le costaba. Trató de apartar de su mente la ira, la desesperación, la decepción, el miedo, la furia y todo aquel deseo, aquel anhelo, aquella necesidad. Y eso le costó aún más.

Al fin el pánico remitió. Le temblaba todo el cuerpo, tenía la piel sudorosa, pero al menos volvía a respirar. Y a pensar con claridad. Pensar con claridad era muy importante.

El patio estaba muy oscuro, ocupaba un espacio angosto, rodeado de altos muros, y olía a moho y a cosas viejas. La señora Zarya guardaba en él muebles inservibles que iban pudriéndose y mezclándose con montañas de sartenes oxidadas y zapatos antiquísimos. Era de las que no se decidían nunca a tirar nada. Lydia se subió a un baúl desvencijado puesto de lado, sobre una mesa rota, cuya abertura estaba cubierta por una tela metálica, que hacía las veces de tapa. Acercó mucho la cara a la tela.

– Sun Yat-sen -susurró-. ¿Estás dormido?

Se oyó algo que arañaba, husmeaba, y finalmente una nariz rosada, suave, se apretó contra la suya. Ella desató la tela y sostuvo en sus brazos aquel cuerpecillo inquieto, que al instante quedó inmóvil complacido, sobre sus costillas, la nariz hundida en el hueco del codo. Lydia permaneció allí, acunando al animal soñoliento. De sus labios brotó una canción de cuna rusa que tenía casi olvidada, y alzó la vista para contemplar las pocas estrellas que brillaban sobre su cabeza.

Chan An Lo se había ido. Ella había escondido el collar en el club y le creyó cuando él le dijo que se lo traería. Pero la tentación debía de haber sido demasiado fuerte para él. Había cometido un error, y no estaba dispuesta a cometer otro.

Subió la escalera de puntillas, sin el menor ruido esta vez, pues sus pies hallaron el camino silenciosamente por la casa oscura, el ovillo caliente aún alojado en su brazo, acariciando con las yemas de los dedos la piel sedosa de sus orejas largas y su cuerpo suave, sintiendo su aliento etéreo contra la piel.

Abrió la puerta de la buhardilla y se sorprendió al comprobar que su madre había encendido la vela de su habitación, que brillaba tenuemente tras la cortina. Lydia se dirigió rápidamente a la suya, impaciente por esconder a Sun Yat-sen, pero cuando descorrió la cortina se detuvo en seco.

– Mamá -dijo.

Su madre estaba ahí de pie, con el camisón ladeado, observando la cama de Lydia con ojos muy abiertos. Llevaba el pelo sobre los hombros, muy enredados, y unas lágrimas calladas resbalaban por sus mejillas. Se rodeaba el cuerpo con sus delgadísimos brazos, como si tratara de mantener unidas todas sus partes.

– Mamá -volvió a susurrar Lydia.

Valentina volvió la cabeza y abrió mucho la boca.

– ¡Lydia! -exclamó-. Creía que te habían llevado.

– ¿Quién? ¿La policía?

– Los soldados. Han venido con armas.

A Lydia el corazón le latía cada vez con más fuerza.

– ¿Aquí? ¿Esta noche?

– Te sacaban de la cama y tú gritabas y gritabas, y golpeabas a uno de ellos en la cara. Él te encañonaba la boca y te arrancaba los dientes, y luego te arrastraban hasta la nieve y…

– Mamá, mamá. -Se acercó deprisa a su madre y le pasó un brazo por los hombros temblorosos, atrayéndola hacia sí-. Tranquila, mamá, ha sido sólo un sueño. Una pesadilla, nada más.

Valentina estaba helada, y Lydia sentía los espasmos que recorrían su cuerpo, como si algo estuviera quebrándose en su interior.

– Mamá -musitó, con la boca pegada a sus cabellos sudorosos-. Mírame, estoy aquí, sana y salva. Las dos estamos bien. -Retiró los labios-. ¿Lo ves? Conservo todos mis dientes. -Valentina se fijó en su hija, haciendo esfuerzos por comprender las imágenes que se agolpaban en su mente-. Has tenido una pesadilla, mamá, no ha sido real. Lo real es esto. -Y besó a su madre en la mejilla.

Valentina meneó la cabeza, tratando de desprenderse de la confusión. Acarició el pelo de su hija.

– Creía que estabas muerta.

– Estoy aquí, estoy viva. Tú y yo seguimos juntas en esta ratonera apestosa, con la señora Zarya, que sigue contando los dólares en la planta baja, y la casa de los Yeoman sigue oliendo a alcanfor. No ha cambiado nada. -Imaginó el collar de rubíes pasando de unas manos chinas a otras-. Nada.

Valentina aspiró hondo una vez. Dos veces.

Lydia la condujo hasta su cama, junto a la que una vela chisporroteaba y emitía su luz titubeante. La arropó con las sábanas y, amorosa, le besó la frente. Sun Yat-sen seguía acurrucado contra su cuerpo y tenía los ojos, rosados como ratoncillos de azúcar, muy abiertos, en señal de alarma, de modo que también le besó en la cabeza, aunque Valentina no se percató siquiera.

– Te dejo la vela encendida -susurró, aunque sabía que era un despilfarro que no podían permitirse. Pero su madre lo necesitaba.

– Quédate.

– ¿Que me quede?

– Quédate aquí, conmigo -aclaró Valentina, levantando la sabana.

Sin decir nada, Lydia se metió en la cama y se tumbó boca arriba, con su madre a un lado y el conejo al otro. Se mantenía inmóvil por si su madre cambiaba de opinión, y observaba el humo y las sombras bailar en el techo.

– Tienes los pies helados -dijo Valentina, que parecía más sosegada y apoyaba la cabeza contra la de su hija-. Ya no recuerdo la última vez que estuvimos juntas en la cama.

– Fue cuando te pusiste enferma. Pillaste una infección de oído, y tenías fiebre.

– ¿De veras? Entonces tiene que haber sido hace tres o cuatro años, cuando Constance Yeoman te dijo que tal vez me moriría.

– Sí.

– Vieja bruja. Hace falta algo más que una fiebre, incluso algo más que un ejército de bolcheviques para acabar conmigo. -Apretó la mano de su hija bajo las sábanas, y Lydia se aferró a ella.

– Cuéntame cosas de San Petersburgo, mamá. De cuando el zar fue a visitar tu escuela.

– No, otra vez no.

– Pero si no he oído la historia desde que tenía once años.

– Tienes una memoria rarísima para las fechas, Lydochka.

Lydia no respondió. El instante era muy frágil, y su madre podía volver a levantar la guardia en cualquier momento, y entonces ya estaría fuera de su alcance.

Valentina suspiró y empezó a tararear un pasaje del Nocturno en mi bemol mayor de Chopin. Su hija se relajó al momento, y Sun Yat-sen se apretujó contra ella y apoyó la diminuta barbilla contra su pecho, haciéndole cosquillas.

– Nevaba -empezó su madre-. Madame Irena nos hizo pulir el suelo hasta que quedó reluciente como el hielo que se acumulaba en las ventanas, hasta que vimos nuestras caras reflejadas en él. Lo hicimos durante la clase de francés, que ese día no dimos. Estábamos tan emocionadas… A mí me temblaban mucho los dedos. Estaba asustada, y no podía tocar. Tatiana Sharapova vomitó en el pupitre, y la enviaron todo el día a la cama.

– Pobre Tatiana. Sí, se lo perdió todo.

– Pero la que debería haberse sentido indispuesta eras tú -apuntó Lydia.

– Exacto. A mí me escogieron para tocar para él. El Padre de Rusia, el zar Nicolás II. Era un gran honor, el mayor honor con el que una muchacha de quince años podía soñar en aquellos días. Nos escogió a nosotras porque nuestra escuela era el Instituto Ekaterininsky, el mejor de toda Rusia, mejor incluso que los de Jarkov y Moscú. Éramos las mejores, y lo sabíamos. Orgullosas como princesas, andábamos con las cabezas tan erguidas que casi tocaban las nubes.

– ¿Y habló contigo?

– Por supuesto. Se sentó en una gran silla labrada, en medio del salón, y me pidió que empezara. Yo había oído que Chopin era su compositor favorito, así que toqué el Nocturno, y le puse todo mi corazón. Y, cuando terminé, él tenía lágrimas en los ojos, unas lágrimas que no se molestó en ocultar.

Por la mejilla de Lydia también resbaló una lágrima, que no supo bien de quién era.

– Todas llevábamos nuestras capas blancas, cortas, y nuestros pichis -prosiguió Valentina-, y él vino hasta mí y me besó la frente. Recuerdo que me pinchó la cara con la barba, y que olía a cera de pelo, pero las medallas de la pechera relucían tan intensamente que parecía que las hubiera rozado el dedo de Dios.

– Cuéntame qué te dijo.

– Me dijo: «Valentina Ivanova, eres una gran pianista. Algún día tocarás el piano en la corte, en el Palacio de Invierno, para mí y para la emperatriz, y te codearás con lo mejor de San Petersburgo.»

Un silencio complacido llenó la habitación. Lydia temió que su madre concluyera el relato en ese punto.

– ¿Y el zar fue acompañado de alguien? -le preguntó, como si no lo supiera.

– Sí, con un séquito de cortesanos del más alto rango. Todos permanecieron de pie, junto a la puerta, y aplaudieron cuando finalizó mi actuación.

– ¿Y había alguien especial entre ellos?

Valentina aspiró hondo.

– Sí, había un joven.

– ¿Cómo era?

– Era como un guerrero vikingo. Su pelo relucía más que el sol, iluminaba la habitación entera, y en los hombros podría haber cargado con la gran hacha de Thor. -A Valentina se le escapó una risita que era como un vaivén, y que llevó a su hija a pensar en el mar y en los largos barcos vikingos.

– ¿Te enamoraste?

– Sí -respondió Valentina, en voz muy baja, muy dulce-. Me enamoré de él la primera vez que vi a Jens Friis.

Lydia se estremeció de placer, un placer que apaciguaba el agudo dolor que sentía en el pecho. Cerró los ojos e imaginó la gran sonrisa de su padre, sus brazos fuertes doblados sobre el pecho. Trató no sólo de imaginarlo, sino de recordarlo. Pero no pudo.

– Y también había alguien más -prosiguió Valentina.

Lydia abrió los ojos al momento. Aquello no formaba parte de la historia. La historia terminaba cuando su madre se enamoraba a primera vista.

– Alguien a quien tú conoces. -Valentina parecía decidida a contarle algo más.

– ¿Quién?

– También estaba la condesa Natalia Serova. La única que tuvo las agallas la otra noche de decirte que deberías hablar ruso. Pero ¿adónde ha llegado ella hablando ruso? A ninguna parte. Cuando los perros Rojos empezaron a morder, ella fue la primera en hacer cola para huir del país en el Transiberiano, llevándose todas sus joyas. Y ni siquiera esperó a saber si su esposo, que era moscovita, seguía vivo o estaba muerto, antes de casarse con ese ingeniero de minas francés aquí mismo, en Junchow. Aunque ahora él se ha ido al norte, no sé adónde exactamente.

– ¿Entonces ella tiene pasaporte?

– Sí, claro. Por matrimonio dispone de pasaporte francés. Cualquier día de éstos estará en París, en los Campos Elíseos, bebiendo champán y luciendo a sus perritos de aguas mientras yo me pudro y me muero en este triste infierno.

Acababan de fastidiarle la historia. Lydia sintió que el momento de felicidad se desvanecía. Permaneció inmóvil unos instantes, contemplando el baile de las sombras, antes de hablar.

– Creo que me iré a mi cama, ya estás mejor.

Su madre no dijo nada.

– ¿Estás mejor, mamá?

– Estoy mejor de lo que estaré nunca.

Lydia le dio un beso en la mejilla, sostuvo entre sus brazos al conejo hecho un ovillo y dejó la cama.

– Gracias, cariño. -Valentina seguía con los ojos cerrados, y las sombras parpadeaban sobre su rostro-. Gracias. Apaga la vela cuando salgas.

Lydia aspiró hondo y, de un soplo, mató la llama.

– ¿Lidia?

– ¿Sí?

La palabra reverberó en la oscuridad. ¿Sí?

– No traigas más a ese gusano a mi cama.

Los siguientes cinco días fueron duros. Fuera a donde fuera Lydia no dejaba de buscar a Chang An Lo por todas partes. Entre el mar de rostros chinos rastreaba por si encontraba alguno de mirada despierta, marcado por un cardenal. Cualquier movimiento que se produjera a su alrededor la llevaba a volver la cabeza, expectante. Bastaba un grito lanzado desde el otro lado de la calle, o una sombra en un portal. Pero, al cabo de cinco días de mirar por la ventana de la clase en busca de una figura oscura merodeando junto a la verja de la escuela, sus esperanzas se extinguieron.

En su mente, lo había excusado de todas las maneras posibles: estaba enfermo, la infección del pie le había llegado a la sangre, o estaba oculto en algún lugar, a la espera de que cesara la búsqueda. O incluso no había logrado recuperar el collar, y le daba vergüenza admitirlo. Pero sabía que, de ser así, se lo habría hecho saber de algún modo. Se habría asegurado de que ella no permaneciera en aquella incertidumbre. Sabía lo mucho que el collar representaba para ella. Lo mismo que ella sabía lo mucho que podía representar para él. La imagen del joven azotado, con grilletes, en la cárcel, la asaltaba en sueños, por las noches.

Y peor aún. Mucho peor. Del mismo modo que su padre la había protegido, y por ello había muerto en las llanuras nevadas de Rusia, así también, ahora, Chang había salido en su defensa, y por ese motivo había perdido la vida. Veía su cuerpo inerte arrojado a un río negro y de aguas bravas, y despertaba gimiendo. Pero de día no se engañaba. El Asentamiento Internacional era campo abonado para el rumor y el chisme, de modo que si hubieran detenido al ladrón, y la joya hubiera vuelto a su propietario, ella lo habría oído.

Era un ladrón, así de simple. Se había llevado el collar y había desaparecido. Le daba igual el honor, y que le hubiera salvado la vida. Se sentía tan enfadada con él que habría querido arrancarle los ojos y pisarle el pie que le había suturado con tanto cuidado, para verle sufrir lo mismo que sufría ella. En su mente resonaba un rumor que se parecía al de los dientes de una sierra en contacto con un metal, y no estaba segura de si era cólera o un hambre atroz. El señor Theo no paraba de regañarla en clase por no prestar atención.

– Cien veces, Lydia. Escriba «No soñaré en clase». Quédese a hacerlo a la hora del recreo.

No soñaré en clase.

No soñaré en clase.

Soñaré en clase.

Soñaré.

Soñar.

Las palabras alteraban sus pensamientos, y asumían sus propios tintes sobre el papel blanco, rayado, por lo que a veces aquel «soñaré» se pintaba de rojo intenso, y giraba sobre la página. Pero el «no» seguía siendo negro como la boca de una mina, y a partir de cierto momento fue dejándolo fuera de las frases, lo que creó una profunda sima en ella, hasta el final, momento en que el señor Theo acercó la mano a la hoja para cogerla. Sólo entonces, y a toda prisa, garabateó los «noes» que faltaban. Él no pudo evitar sonreírse, divertido, y aquella sonrisa hizo que el rumor que oía en la cabeza sonara con más fuerza. Por eso no quiso mirarlo, y fijó la vista en la mancha de tinta que la pluma había dejado en su dedo izquierdo. Tan negra como el corazón de Chang.

Al salir de clase se quitó el uniforme y el sombrero, se puso un vestido viejo -no el de las manchas de sangre, ése no podía ni verlo-, y se fue en busca de alimento para Sun Yat-sen. El lugar propicio era el parque. Todas las hierbas que asomaran el tallo en las calles eran automáticamente arrancadas por los vagabundos, pero ella había encontrado un parterre abandonado en el parque Victoria donde crecían los dientes de león. Si seguían en su sitio era porque los chinos tenían vetado el acceso a la zona ajardinada. A Sun Yat-sen le encantaban sus hojas ásperas, y de un salto, como una bola blanca y peluda, se subía a su regazo mientas ellas se las daba, una por una.

Cuando hubo llenado la bolsa de cartón arrugada de hojas y de hierba, se dirigió al mercado de las verduras, en el Strand, con la esperanza de encontrar algunos restos esparcidos por el suelo. El día era caluroso y húmedo, el suelo abrasaba las plantas de sus pies, a pesar de las sandalias, por lo que caminaba por la sombra siempre que podía y observaba a las niñas que hacían girar coquetas sus preciosos parasoles, o que se metían en el Café La Fontaine para pedir un helado, o en el salón de té Buckingham, donde vendían sorbetes y sándwiches de pepino, sin corteza.

Lydia volvió la cabeza. Apartó la mirada, y los pensamientos. Las cosas no iban bien en su casa en ese momento. Nada bien. Valentina llevaba toda la semana sin salir de la buhardilla, desde que se suspendió el concierto en el club, y parecía vivir de su vodka y sus cigarrillos. El aroma intenso de la brillantina de Antoine todavía impregnaba el cuarto, pero nunca estaba ahí cuando ella volvía a casa, donde sólo encontraba los cojines esparcidos desordenadamente por el suelo, y a su madre en diversos estadios de desesperación.

– Querida -le había susurrado el día anterior-, ya va siendo hora de que me vaya con Frau Helga, si es que me acepta.

– No digas esas cosas, mamá. Frau Helga regenta un burdel.

– ¿Y qué?

– Que está lleno de prostitutas.

– Te digo una cosa, niña, si nadie vuelve a pagarme por deslizar los dedos sobre el piano, deberé ganar el dinero deslizándolos sobre otras cosas. En este momento, no valen para mucho más.

Levantó las manos y extendió los dedos como abanicos rotos para que su hija los estudiara.

– Mamá, si los usaras para fregar el suelo o colgarte la ropa, al menos esta casa no parecería una pocilga.

– ¡Bah! -Valentina se pasó las manos por el pelo enredado y se echó de nuevo en la cama. Lydia siguió leyendo junto a la ventana.

Sun Yat-sen se había quedado dormido sobre su hombro, y con la nariz le susurraba sus sueños al oído. El libro lo había sacado de la biblioteca, y se trataba de Jude el oscuro, de Hardy. Era ya la tercera vez que lo leía. Lo abyecto de la miseria que se exponía en él la reconfortaba. A su alrededor, el desorden de la habitación era absoluto, pero ella lo ignoraba. Había llegado a casa del colegio el día anterior y había encontrado la ropa de Valentina esparcida por el suelo, a la espera de que alguien la recogiera. Señales de otra pelea con Antoine. Pero esa vez Lydia se negó a hacerlo, y las esquivó. Era como caminar sorteando cadáveres. En casa no había comida. Las pocas cosas que había comprado ella con el dinero de la venta del reloj ya se habían terminado hacía tiempo.

Lydia sabía que debía llevar su vestido nuevo a la tienda del señor Liu. Sí, el que había llevado al concierto, el de color albaricoque el de la cintura baja, de raso. Pero no lo había hecho. Cada día decía que lo llevaría al día siguiente, pero el vestido seguía colado en el gancho de la pared, y ella estaba cada vez más flaca.

El Strand empezaba a vaciarse cuando Lydia llegó. El calor sofocante había disuadido a mucha gente de salir a la calle, pero en el mercado de verduras, situado en un cobertizo grande y ruidoso, en uno de sus extremos, había más de la que esperaba encontrar a esa hora. El Strand era la principal zona de compras del Asentamiento Internacional, dominado por la fachada gótica de los grandes almacenes Churston, donde las damas adquirían su ropa interior y los caballeros sus puros habanos, y donde Lydia se refugiaba a mirar cuando llovía.

Pero ese día pasó de largo, con prisas, y se dirigió al mercado, en busca de algún puesto que estuviera a punto de cerrar y en el que tiraran a la basura alguna hoja de col rota, o algún durián golpeado, mientras barrían el suelo. Pero, cada vez que daba con uno, una turba de niños de la calle se le adelantaba y saqueaba las sobras, como si fueran cachorros de gato. Al cabo de media hora de concienzuda búsqueda, recogió una mazorca de maíz que algún distraído había echado al suelo de un codazo, y se fue de allí sin esperar más. La metió en la bolsa de cartón, junto con las hojas y la hierba, y acababa de bajar de la acera para cruzar la calle, tras el paso de un carro tirado por un burro, cuando una mano se alargó hacia ella y le quitó la bolsa.

– Devuélvemela -gritó, tratando de aferrarse a la nuca del ladrón.

El pelo, negrísimo, se le levantaba como una escoba a medida que se abría paso entre el tráfico, y aunque no podía tener más que siete u ocho años, se movía con la agilidad de una nutria que se sumergiera, se retorciera, subiera a la superficie. Lydia iba tras él, y al doblar una esquina tropezó con un malabarista y le desbarató los aros. Pero no quitaba los ojos de aquella cabeza que parecía un cepillo. Le dolían los pulmones, pero no se detenía, y sus zancadas doblaban las del muchacho-nutria. No iba a permitir que Sun Yat-sen pasara hambre.

De pronto, el muchacho se detuvo a unos veinte metros de ella, y la miró. Era pequeño, de piernas flacas y mugrientas, y tenía un absceso bajo un ojo, pero se notaba muy seguro de sí mismo. Sostuvo la bolsa en alto un segundo, observándola con sus ojos fijos y entonces separó los dedos y soltó la bolsa, antes de retroceder unos cuantos pasos.

Sólo entonces Lydia paró y miró a su alrededor. La calle estaba tranquila, pero no desierta. Un coche pequeño, de color teja y guardabarros empotrados en la carrocería estaba aparcado a su lado, más adelante, mientras dos ingleses, enfrente, reparaban un motor. Uno le contaba al otro, en voz muy alta, un chiste sobre una suegra y un loro. Se trataba de una calle inglesa. Con cortinas caladas en las ventanas. Aquello no era un callejón de la parte vieja de la ciudad. Allí estaba a salvo. Pero entonces ¿por qué se sentía cada vez más insegura? Se acercó despacio al niño.

– ¡Eh, tú, sucio ladrón! -le gritó.

No obtuvo respuesta.

Sin quitarle los ojos de encima, se agachó deprisa, recogió la bolsa del suelo y la estrechó con fuerza contra el pecho, palpando con los dedos la mazorca. Pero, sin tiempo para comprender qué estaba pasando, una mano surgió desde atrás, le tapó la boca, y unos brazos poderosos la introdujeron en el asiento trasero del vehículo. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, aunque ella no pudiera ni parpadear siquiera. Alguien le acercó la punta de un cuchillo al ojo derecho, y una voz áspera ladró algo en chino.

Una mano le impedía abrir la boca. La sangre se le agolpaba en los oídos, y el corazón le latía con tal fuerza que le dolían las costillas, pero logró estirar una pierna y le dio una patada a una pantorrilla.

– Quieta.

Esa voz era más suave, y le hablaba en su idioma. El rostro del que provenía también lo era. Eran dos hombres, obreros chinos, uno de cara ancha, que apestaba a ajo, y el otro de mirada dura y rasgos menudos, finos. Él era el que sostenía el cuchillo, el que le acercaba la punta al párpado.

– Perderás ojo. No problema. -Hablaba en voz baja, y Lydia oyó a los dos ingleses reírse de su estúpido chiste, al otro lado de la calle-. ¿Comprendes?

Ella parpadeó con el ojo izquierdo.

El otro hombre le retiró de la boca la mano repugnante.

– ¿Qué quieren? -balbució Lydia-. No tengo dinero.

– No dinero. -El más suave de los dos meneó la cabeza-. ¿Dónde Chang An Lo?

Lydia sintió que una gota de sudor le resbalaba por la espalda.

– No conozco a ningún Chang An Lo.

La punta del cuchillo se clavó en su piel, y el párpado empezó a escocerle.

– ¿Dónde él?

– No lo sé, pero no vuelva a cortarme. Es la verdad. Se ha ido. No sé adónde.

– Mientes.

– No, es cierto. -Levantó un dedo-. Córtemelo, y le responderé lo mismo. No sé dónde está.

Los dos rostros vacilaron, y se miraron. Fue entonces cuando vio la serpiente negra, enroscada sobre sí misma, que los dos hombres llevaban tatuada a un lado del cuello. La última vez que vio una serpiente fue en el callejón de la ciudad vieja, y también era negra.

– Pero supongo que podría adivinarlo -añadió, escupiendo en su cara.

El más duro de sus dos captores le escupió a ella, y el más tranquilo se acercó más.

– ¿Dónde?

– En la cárcel.

Desconcierto, ceño fruncido, enfado.

– ¿Por qué cárcel?

– Robó una cosa. En el Club Ulysses. Lo han pillado y lo han encerrado en la cárcel. Seguramente le han enviado a una cárcel de Tientsin. Al menos eso es lo que suelen hacer los ingleses. No volverán a verlo en bastante tiempo.

Los dos hombres se enzarzaron en una acalorada discusión, y entonces el más duro se mostró comprensivo, le gritó algo, la agarró del brazo y la echó del coche. Cayó sobre el asfalto. El cráneo golpeó contra las piedras, pero ella apenas se percató. El coche se alejó, y del muchacho no había rastro. Se apoderó de ella un alivio tan dulce que le impregnó la boca. Como pudo, se puso en pie y, por primera vez, uno de los dos ingleses se percató de su presencia.

– ¿Está bien, señorita?

Ella asintió, y volvió a la calle principal a toda prisa, con la bolsa marrón en la mano.

Capítulo 13

Maldito, maldito, maldito.

Maldito Chang An Lo. Le había salvado su inútil pellejo por segunda vez, y ¿qué había sacado ella? Un golpe en la cabeza y un ojo herido. Nada de collar, nada de gran piano Erard.

Una vez de vuelta en el Strand, Lydia descubrió, para su horror, que estaba temblando. Tenía calor, se sentía sudorosa, enojada. Su boca sabía a tierra, y habría dado lo que fuera por tomarse algo frío, una bebida con hielo y un gajo de mango nadando en ella. Sólo había tomado hielo una vez en su vida, y eso fue cuando Antoine le compró aquel zumo de frambuesa en la heladería del sector francés, mientras esperaban a que su madre escogiera un sombrero. Había chupado los cubitos helados hasta que se le entumeció la lengua.

Abrió las puertas de cristal de los almacenes Churston y se retiró el pelo del cuello. Al menos allí no haría tanto calor. Los ventiladores gigantes del techo, de latón, no eran de hielo, pero le sirvieron para refrescarse. Dentro, los mostradores bullían de actividad. En uno de ellos, una estadounidense de pelo corto compraba un perfume de Guerlain; en otro, un hombre sostenía unos pendientes junto al rostro de su esposa, y sonreía. «Tal vez sea su amante», pensó Lydia.

Sobre sus cabezas, pequeños cartuchos de madera zumbaban por toda la sala y, a través de tubos, transportaban dinero y recibos desde y hasta el cubículo situado en un rincón. Allí, una mujer con cara de cabra, con un pelo en la barbilla, controlaba el dinero y anotaba en una lista, con letra diminuta, las sumas de cada transacción. Por lo general, a Lydia le gustaba observarle las manos, siempre ocupadas, nunca quietas, pero ese día no estaba de humor. Lo cierto era que no estaba de humor para nada de todo aquello.

Contemplar los escaparates con sus bolsos de piel de serpiente y sus cajas de madreperla le hacía sentirse peor.

Dio media vuelta, dispuesta a salir de allí, y casi tropezó con un hombre al que reconoció: se trataba del señor del traje color crema y el panamá, el del mercado chino de la semana anterior, el del reloj, el inglés al que le gustaba la porcelana. Se alejó de él, no sin antes fijarse en que se metía la billetera en un bolsillo lateral de la chaqueta y se dirigía a la salida. Bajo el brazo llevaba un paquete envuelto en papel de seda blanco.

La decisión fue instantánea. Recordó lo fácil que le había resultado la otra vez. Además, sólo un tonto llevaría la billetera tan descuidadamente. Cuando el hombre alcanzó la puerta, ella ya se encontraba allí. Caballerosamente, él la abrió y le cedió el paso, llevándose los dedos al ala del sombrero, y ella le dio las gracias con una sonrisa mientras pasaba por su lado.

Una vez en la calle, de vuelta al calor, dio dos pasos. Ni uno más. Una mano le agarró la muñeca y no la soltaba.

– Jovencita, devuélveme la billetera.

Lo dijo sin gritar, pero la rabia de su voz le rebotó en la cara.

– ¿Cómo dice?

– No empeores las cosas. Mi billetera. Ahora.

Lydia forcejeó para liberarse de aquella mano, se retorció y se volvió, pero él la agarraba con mucha fuerza. Era la tercera vez desde la muerte de su padre que sentía el tacto de la mano de un nombre. La primera, hacía unos días, en el callejón; la segunda, hacia apenas unos minutos, en el interior de aquel vehículo; y ahora esa. Le sorprendió constatar lo fuertes que eran todos.

– Mi billetera.

Ella levantó la bolsa de papel con la mano que le quedaba libre, y extrajo de ella el bien ajeno, devolviéndolo al bolsillo, aunque al interior en esa ocasión. Pero él seguía sujetándola por la muñeca.

Bajó la cabeza. ¿Qué más quería de ella?

– Lo siento -balbució.

– Con sentirlo no basta. A ti hay que enseñarte una lección. Te llevo derechita a la comisaría de policía.

– No.

– Te lo advierto, si me das algún problema, pediré ayuda a un par de agentes del tráfico. No creo que quieras pasar esa vergüenza.

Y se puso en marcha, arrastrándola. Algunas cabezas se volvieron, pero nadie se mostró lo bastante interesado como para intervenir. Una sensación de pánico se apoderaba de Lydia por momentos. Podía resistirse, sentarse en el suelo y negarse a moverse pero ¿de qué iba a servirle?

Ninguno de los dos hablaba; avanzaban en silencio.

– ¿Señor?

– Me llamo señor Parker.

– Señor Parker, no volveré a hacerlo.

– Por supuesto que no. Pienso asegurarme de ello.

– ¿Qué me hará la policía?

– Encerrarte en la cárcel, que es donde merecen estar los ladrones.

– ¿Aunque sólo tenga dieciséis años?

Sin aminorar la marcha, la miró como si hubiera visto un escorpión. Ella le sostuvo la mirada.

– Hace una semana sufrí otro robo -dijo, tenso-. Seguramente fue un mendigo chino, no mayor que tú. Probablemente era pobre, y tenía hambre. Pero eso no es excusa para robar. Nada disculpa un robo. Va contra la Palabra de Dios, y contra los cimientos mismos de nuestra sociedad. Si me hubiera pedido algo, yo se lo habría dado. Eso es la caridad. Pero no el reloj. Por Dios, eso no.

– Si yo le hubiera pedido, señor Parker, ¿me habría dado?

El hombre la miró, y un atisbo de confusión asomó a su rostro.

– No.

– Pero yo también soy pobre.

– Tú eres blanca. Deberías tener más conocimiento.

Lydia no dijo nada más. Tenía que pensar, mantener su cerebro en funcionamiento. En ese instante apareció ante ellos, a la derecha, la iglesia de San Agustín, gris y poco atractiva, y se le ocurrió algo, algo tan tentador que la adrenalina recorrió todo su cuerpo.

– Señor Parker.

El hombre no volvió la cabeza.

– Señor Parker, necesito entrar ahí.

– ¿Qué?

– En la iglesia.

Esa vez sí la miró, desconcertado.

– ¿Por qué?

– Si voy a ir a la cárcel, como usted dice, necesito buscar ante la paz de Dios.

El señor Parker se detuvo en seco.

– ¿Me está tomando el pelo, jovencita? ¿Me tomas por tonto?

– No, señor -musitó, bajando los ojos, modosa-. Sé que lo que he hecho está mal, y debo pedir el perdón del Señor. Le prometo que no tardaremos mucho. -Vio que su captor vacilaba-. Es para lavar mi alma.

Se hizo el silencio. Los ruidos de la calle parecieron remitir, como si sólo ese hombre y ella existieran en toda China. Contuvo la respiración.

El hombre se colocó bien los lentes.

– Está bien, supongo que no puedo negártelo. Pero no creas que vas a escaparte desde ahí dentro.

La condujo por la escalinata de piedra, agarrándole con fuerza la muñeca, y abrió de un empujón la pesada puerta de roble.

Al encontrarse dentro, Lydia quedó petrificada.

El hombre se detuvo e, impaciente, estudió su expresión.

– ¿Y ahora qué?

Ella negó con la cabeza. Era la primera vez que pisaba una iglesia. ¿Y si Dios la fulminaba y caía muerta?

El señor Parker pareció intuir sus temores.

– Dios te perdonará, niña, aunque yo no pueda.

Con los puños muy cerrados, dio unos pasos al frente. No estaba preparada para aquel descenso de temperatura, ni para los techos abovedados que se alzaban sobre ella como los hombres se alzan sobre las hormigas. Se estremeció, y Parker asintió, satisfecho ante su reacción. Ese lugar olía un poco como el patio trasero de la señora Zarya, y el aire húmedo impregnaba su olfato, pero la visión de las vidrieras llenó de emoción sus sentidos. La luz, el fulgor de los colores, eran de una intensidad absoluta, la túnica de la Virgen María más vivida que el pecho de un pavo real, y la sangre de Cristo del tono exacto de los rubíes del collar que Chang le había robado.

– Siéntate.

Lydia obedeció, y lo hizo en un banco largo, cerca del fondo. Alzó la vista para observar a un Cristo de tamaño natural situado por encima del altar, con el temor de que en cualquier momento empezara a brotarle sangre del costado. Había algunas personas sentadas en otros bancos, las cabezas inclinadas, los labios moviéndose al ritmo de las oraciones que murmuraban, pero la iglesia estaba, sobre todo, llena de vacío, y Lydia comprendió por qué la gente acudía a ella. Para alimentarse de aquel vacío. El corazón le latía más despacio, y el pánico que dominaba su mente la abandonó. Allí sí podía pensar.

– Recemos -dijo Parker, que apoyó la cabeza en las manos echándose hacia delante y apoyándose en el respaldo del banco que quedaba frente a ellos.

Lydia lo imitó.

– Señor -murmuró-. Perdónanos a todos, pecadores. Y perdona especialmente a esta joven por su transgresión, y dale la paz que nace de la comprensión. Señor, guíala con Tu Mano Todopoderosa, por la gracia de Jesucristo nuestro Salvador, Amén.

Lydia observaba, a través de su mano entreabierta, que un escarabajo se estaba montando en el zapato reluciente de Parker. Se hizo un largo silencio, y ella valoró la conveniencia de escapar en ese instante, pues el hombre le había soltado la muñeca. Pero no lo hizo, porque sabía que él la atraparía apenas ella moviera un músculo. Además, se estaba bien ahí. El vacío y el silencio.

Cuando cerraba los ojos se sentía como si flotara allí dentro. Miraba hacia abajo. Se despedía de las ratas y el hambre de abajo. ¿Es así como se sienten los ángeles? Ingrávidos, despreocupados y…

Abrió los ojos de golpe. ¿Quién iba a cuidar de su madre y de Sun Yat-sen si se alejaba en una nube blanca de algodón? Dios no parecía haber hecho un gran trabajo con los millones de chinos que morían de hambre, así que, ¿por qué pensar que iba a ocuparse de Valentina y de su conejito blanco?

Dejó que el silencio la rodeara de nuevo, con los ojos entrecerrados.

– Señor Parker.

– ¿Sí?

– ¿Puedo yo también decir una oración?

– Claro. Para eso hemos entrado.

Lydia aspiró hondo.

– Por favor, Señor, perdóname. Perdona mi horrible pecado, y haz que mamá mejore de su enfermedad, y mientras yo estoy en la cárcel, por favor, no dejes que muera, como murió papá. -Entonces recordó algo que había oído decir a la señora Yeoman-. Y bendice a todos tus niños de China.

– Amén.

Al cabo de un instante, volvieron a sentarse. Parker la miraba con una preocupación que parecía haber desplazado a su indignación. Le plantó una mano en el hombro.

– ¿Dónde vives?

– ¿Cómo te llamas?

– Lydia Ivanova.

– ¿Y dices que tu madre está enferma?

– Sí, está postrada en la cama. Por eso he tenido que venir al centro sola, y por eso le he cogido la billetera. Para pagar unos medicamentos.

– Dime la verdad, Lydia. ¿Habías robado alguna vez?

Lydia volvió el rostro hacia él, horrorizada, mientras iban montados en el rickshaw que los llevaba al Barrio Ruso.

– No, señor Parker, nunca. Que se me caiga la lengua si miento.

El hombre asintió, esbozando una sonrisa fugaz. A ella, la forma de su cabeza le recordaba la de un búho: lentes redondos, cara redonda y nariz pequeña y puntiaguda. Confiaba en que, una vez que viera a su madre inconsciente en la cama, y se diera cuenta de que vivían en una especie de leonera, se le ablandaría el corazón y la dejaría ir.

Se olvidaría de la policía, y hasta era posible que les ofreciera unos cuantos dólares para comprar comida. Lo miró de soslayo. Aquel hombre tenía corazón, ¿no?

– ¿Era muy valioso el reloj que le robaron? -le preguntó, mientras el rickshaw enfilaba su calle, que, incluso a sus ojos, parecía cochambrosa y destartalada.

– Sí, lo era. Pero lo grave del caso es que era de mi padre. Me lo regaló antes de partir para India, donde lo mataron, y desde entonces no me había desprendido nunca de él. Saber que lo llevaba siempre en el bolsillo del chaleco era algo muy importante para mí. Y ahora ya no lo tengo.

Lydia apartó la mirada. Al infierno con él.

Subió como una exhalación los dos tramos de escalera. Oía los Pasos del señor Parker tras ella, lo que le sorprendió: debía de estar más en forma de lo que su aspecto daba a entender. Abrió la puerta de la buhardilla de un empujón, se fue derecha a la habitación… Y paró en seco.

No notó que Parker se plantaba a su lado, pero sí oyó la exclamación de sorpresa que no logró reprimir.

– Mamá-dijo-. Estás… mejor.

– Querida, ¿de qué estás hablando? A mí nunca me ha pasado nada. Nada en absoluto.

Nada en absoluto. Valentina estaba de pie en medio de la estancia, y a pesar de lo oscuro del pelo y el vestido, lograba hacer de aquel desván un lugar más luminoso. Su pelo resplandecía sobre los hombros, suave y perfumado, y llevaba un vestido de seda azul marino con cuello blanco, voluminoso, y de escote bajo, que le realzaba el pecho. Se le pegaba a las caderas, pero, excepto ahí, el corte era ancho, muy suelto, y disimulaba muy bien su extrema delgadez. Lydia no se lo había visto nunca puesto. Estaba guapísima. Resplandecía, brillaba.

Pero ¿por qué ese día? ¿Por qué había tenido que escoger ese momento para transformarse en un ave del paraíso? ¿Por qué? ¿Por qué?

Parker carraspeó, incómodo.

– ¿Y quién es nuestro visitante, Lydia? ¿No piensas presentármelo?

– Éste es el señor Parker, mamá. Quiere conocerte.

La sonrisa de Valentina lo engulló y lo llevó a su mundo. Le tendió la mano con un movimiento elegante, y él se la estrechó.

– Encantado de conocerle, señor Parker. -Se rió, con una risa que era sólo para él-. Debe disculpar esta humilde morada nuestra.

Hasta ese momento Lydia no se había fijado en la buhardilla, y al hacerlo constató que había cambiado, que resplandecía. Las ventanas estaban abiertas de par en par, todas las superficies impecables, todos los almohadones en su sitio.

Se había convertido en un lugar lleno de dorados, bronces, luces color ámbar, sin el menor rastro de bichos muertos en el suelo, ni de zapatos desparejados bajo la mesa. El aire olía a lavanda, y no se veía ni un solo cenicero.

Aquello no era lo que Lydia había esperado.

– Señora Ivanova, también para mí es un placer conocerla. Pero lamento comunicarle que no traigo buenas noticias.

Valentina agitó las manos.

– Señor Parker, no me alarme.

– Me disculpo por ser motivo de preocupación para usted, pero su hija se ha metido en un lío. -A pesar de sus palabras, la miraba con gesto benigno, y ella se sentía cada vez más segura de sí misma. Tal vez pasara por alto el episodio de la billetera.

– ¿Lydia? -Valentina meneó la cabeza, indulgente, agitando la negra cabellera-. ¿Qué habrá hecho ahora? No habrá vuelto a nadar en el río.

– No. Me ha robado la cartera.

Se hizo un largo silencio. Lydia esperaba que su madre se escandalizara, pero no lo hizo.

– Le pido disculpas por el comportamiento de mi hija. Hablaré con ella, se lo prometo -dijo con voz grave, disgustada.

– Y me ha dicho que estaba usted enferma. Que le hacía falta dinero para comprarle medicamentos.

– ¿Le parezco enferma?

– En absoluto.

– En ese caso, es que le ha mentido.

– Estoy contemplando la posibilidad de ir a la policía.

– Por favor, no lo haga. Pase por alto esta equivocación suya, por esta vez. No volverá a suceder. -Se volvió para observar a su hija-. ¿Verdad que no, dochenk?

– No, mamá.

– Pídele perdón al señor Parker, Lydia.

– No se preocupe por eso, ya lo ha hecho. Y, lo que es más importante, se ha disculpado ante Dios.

Valentina arqueó una ceja.

– ¿De veras? Me alegro mucho de oírlo. Sé perfectamente lo mucho que le preocupa el estado de su alma juvenil.

Lydia se ruborizó, y dedicó a su madre una mirada asesina.

– Señor Parker -dijo en voz baja-, le pido disculpas por haberle mentido, y por robarle. He hecho mal, pero cuando he salido de aquí mi madre estaba…

– Lydia, querida, ¿por qué no le preparas un té al señor Parker?

– … mi madre había salido, y yo tenía un hambre atroz. No pensaba con la cabeza. Le he mentido porque estaba asustada. Lo siento.

– Muy bien dicho. Acepto tus disculpas, señorita. Olvidemos el asunto.

– Señor Parker, es usted el hombre más amable del mundo. ¿Verdad que sí, Lydia?

La joven hizo esfuerzos por no reírse, y se acercó a una esquina a preparar el té. Lo había visto muchas veces, había sido testigo de cómo los hombres se dejaban el cerebro olvidado en la puerta tan pronto como ponían los pies en la habitación en la que se encontraba su madre. Bastaba un parpadeo de sus ojos resplandecientes. Los hombres eran idiotas. ¿Es que no veían que les engañaban? ¿O acaso no les importaba?

– Venga, siéntese, señor Parker -le invitó Valentina, cambiando sutilmente de tema-, y cuénteme, ¿qué le ha traído a este país extraordinario?

El hombre tomó asiento en el sofá, y ella se instaló a su lado no demasiado cerca, pero sí lo suficiente.

– Soy periodista -dijo-. Y a los periodistas siempre nos atrae lo extraordinario. -Miró a Valentina y dejó escapar una risa algo forzada.

Lydia lo observaba desde su rincón, veía que su cuerpo se aproximaba al de su madre, que incluso sus lentes parecían echarse hacia delante. Tal vez fuera de los que se pierden por unas faldas, pero tenía una risa bonita. Trató de prestar atención a su conversación, pero sus desordenados pensamientos la distraían.

¿Qué había sucedido allí exactamente?

¿Por qué su madre iba vestida con ropa nueva? ¿De dónde la había sacado?

¿De Antoine? Era una posibilidad. Pero aquello no explicaba la limpieza de la habitación, ni el perfume de lavanda que impregnaba el aire.

Sirvió el té en la única taza que les quedaba y se lo llevó al señor Parker, al que dedicó la mejor de sus sonrisas.

– Lo siento, pero no tenemos leche.

El hombre parecía algo indeciso.

– Bébalo solo -terció Valentina, echándose a reír-, como hacemos los rusos. Es mucho más exótico. Le gustará.

– Si lo prefiere, puedo bajar a comprarla -se ofreció Lydia-. Aunque para eso necesitaría dinero.

– ¡Lydia!

Pero Parker estaba mirando a la joven. Su mirada se desplazó hasta su vestido desgastado, pasó por sus sandalias remendadas y llegó a sus muñecas huesudas. Era como si acabara de darse cuenta de que, cuando le había dicho que era «pobre», lo que había querido decirle era que no tenía nada. Ni siquiera dinero para comprar leche. De la billetera extrajo dos billetes de veinte dólares y se los alargó.

– Sí, baja a comprar leche, por favor. Y algo de comer para ti.

– Gracias -respondió ella, y se fue deprisa, por si cambiaba de opinión.

No tardó más de diez minutos en ir a por leche y unas galletas María, pero, cuando regresó, Valentina y Parker ya estaban de pie, listos para ausentarse, y su madre se estaba enfundando unos guantes nuevos.

– Lydochka, si no salgo ahora mismo, llegaré tarde a mi nuevo trabajo.

– ¿Trabajo?

– Sí, empiezo hoy.

– ¿Y qué trabajo es?

– Bailarina.

– ¿Bailarina?

– Así es. No pongas esa cara.

– ¿Y dónde?

– En el hotel Mayfair.

– Pero si siempre has dicho que las bailarinas no eran mejores que las…

– Cállate, Lydia, no seas tonta. A mí me encanta bailar.

– No soportas a los hombres torpes. Dices que son como renos que te pisotean.

– Esta noche quedaré a salvo de esa suerte, porque el señor Parker se ha ofrecido amablemente a acompañarme para asegurarse de que no me pase mi primera noche sentada, como una flor en un florero.

– ¿Baila usted bien, señor Parker? -le preguntó Lydia.

– Aceptablemente.

– En ese caso estás de suerte, mamá.

Su madre le dedicó una mirada difícil de interpretar, antes de salir agarrada del brazo de su acompañante. Cuando llegaron al primer rellano, Lydia oyó que Valentina exclamaba:

– Vaya por Dios, he olvidado algo. ¿Le importaría esperarme aquí un momento? No tardo nada.

Sonido de pasos corriendo escalera arriba, y la puerta que se abrió, antes de cerrarse de golpe.

– Eres tonta, eres una niña tonta e imprudente -masculló su madre con la mano extendida. El bofetón le echó la cabeza hacia atrás-. Podrías estar en el calabozo de la policía en este preciso momento. Entre ratas y violadores. No salgas de casa hasta que vuelva -le ordenó.

Y volvió a salir.

Su madre no le había puesto nunca la mano encima. Jamás. Su estupor era tan grande que empezó a temblar y a agitarse. Se llevó una mano a la mejilla, que le ardía, y emitió un gemido gutural. Empezó a caminar de un lado a otro, buscando alivio en el movimiento, como si de ese modo fuera a ir más deprisa que sus pensamientos, y entonces vio en el suelo el paquete que el señor Parker había comprado en los almacenes Churston, el que llevaba envuelto en papel de seda blanco, y que se había dejado olvidado, concentrado como estaba en su madre. Lo levantó, lo abrió, y encontró una pitillera de plata engastada con lapislázuli y jade.

Se echó a reír. Reía y reía sin poder evitarlo. La risa ascendía desde su pulmones, inagotable, hasta que le pareció que iba ahogarse. Todo era tan absurdo… Primero el collar, y ahora la pitillera. En ambos casos a su alcance, y a la vez fuera de su alcance. Lo mismo que Chang An Lo.

«Chang, ¿dónde estás? ¿Qué estás haciendo?» Todo lo que quería se le escapaba.

Cuando el ataque de risa remitió, se sintió tan vacía que empezó a llevarse galletas a la boca. Primero una, después otra, y otra, y otra más, hasta que sólo quedó una, que aplastó, mezcló con las hojas y las hierbas de la bolsa de cartón. Una vez que lo hubo hecho, bajó a ver a Sun Yat-sen.

Capítulo 14

Los muros eran altos, enlucidos, la valla de roble negro, y en ella, labrado, destacaba el espíritu de Men-shen, que protegía del mal. Un león se agazapaba sobre cada poste. Theo Willoughby observó los ojos de piedra y no sintió más que odio hacia ellos. Cuando un cuervo negro como el carbón fue a posarse en la cabeza de uno de ellos, deseó que con sus garras le arrancara el corazón mineral, que era lo que él quería hacer con sus propias manos: arrancarle el corazón a Feng Tu Hong.

Se acercó al portero.

– El señor Willoughby quiere ver a Feng Tu Hong. -Optó por no expresarse en mandarín.

El portero, con su túnica gris y su calzado de esparto, le hizo una gran reverencia.

– Feng Tu Hong le espera.

La esposa del empleado condujo a Theo a través de los distintos patios. Caminaba con dificultad, pues sus pies no eran mayores que los pulgares de un hombre, y habían sido vendados una y otra vez hasta que, bajo el envoltorio, apestaban a putrefacción, con aquellos pies sucedía lo mismo que con ese país infernal, de podredumbre encubierta. Aquel día los ojos de Theo se revelaban ajenos a la belleza de China, a pesar de estar rodeados de ella por todas partes. Cada uno de los patios que atravesaban acariciaba sus sentidos con nuevas delicias, fuentes frescas que aliviaban el calor de la sangre, campanillas que el viento hacía sonar y que cantaban directamente al alma, estatuas y pavos reales que atraían las miradas, y por todas partes, a la luz oblicua del atardecer, los lirios con su palidez fantasmagórica recordaban al visitante su propia invalidad.

– ¡Tú! ¡Endemoniada puta de alcantarilla!

Las palabras rasgaron la penumbra.

Theo se detuvo abruptamente. A su derecha, en un pabellón profusamente ornamentado, farolillos con forma de mariposas proyectaban una luz tenue sobre las cabezas oscuras de dos mujeres jóvenes que jugaban al mah-jongg. Las dos iban perfectamente peinadas y maquilladas, y ataviadas con magníficas sedas, pero una había hecho trampas, y la otra maldecía como un marinero. «En China el engaño es fácil.»

– Venga -musitó su guía.

Y Theo obedeció. Los patios indicaban el grado de riqueza: a más patios, de más lingotes de plata podía alardear el propietario y, como Theo sabía muy bien, a Feng Tu Hong le encantaban los alardes. Tras pasar bajo un arco profusamente decorado, salpicado de farolillos con forma de dragón, y acceder al último y más lujoso de los patios, una figura surgió de entre las sombras. Se trataba de un hombre de unos treinta años, y el ardor excesivo de la juventud iluminaba todavía su mirada. Apoyaba una mano en el machete que llevaba al cinto.

– Te busco -dijo secamente.

Era ancho de hombros, bajo, de piel fina, y Theo lo reconoció al instante.

– Antes tendrás que clavarme ese machete, Po Chu -respondió Theo en mandarín-. No he venido hasta aquí para que me traten como a un perro. Estoy aquí para hablar con tu padre.

Rodeó al hombre y siguió su camino en dirección al edificio bajo y elegante que se alzaba frente a él, pero antes de llegar al primer peldaño, sintió un filo recortado en forma de zarpa de tigre que se apoyaba entre sus clavículas.

– Te busco -repitió la voz, más áspera.

Theo la ignoró. No pensaba dejarse intimidar, no allí. Se volvió un poco, para que el arma no apuntara directamente al corazón.

– Mátame -masculló.

– Con gusto.

– Po Chu, baja ese machete inmediatamente y pide perdón a nuestro invitado.

Quien hablaba era Feng Tu Hong. Su voz grave había resonado en todo el patio, y provocado que un murmullo general se extendiera por el resto de la casa.

El arma descendió. Po Chu se arrodilló e, inclinándose, rozó el suelo con la frente.

– Mil perdones, padre mío. Sólo pretendía manteneros a salvo.

– Es honor mío mantenerte a salvo a ti, boñiga de mula. Pide perdón a nuestro invitado.

– Honorable padre, no me pidáis eso. Preferiría abrirme las tripas y dejar que las ratas las devoraran a disculparme ante este hijo del diablo.

Feng dio un paso al frente. Bajo su túnica escarlata y holgada, sus piernas, macizas y poderosas, podían matar a un hombre de una patada, y abatir a un buey. Se plantó ante su hijo, cuya frente seguía clavada en el suelo enlosado.

– Pídele perdón -exigió.

Suspiro prolongado.

– Mil perdones, Tiyo Willbee.

Theo bajó la cabeza, burlón, en señal de reconocimiento.

– No vuelvas a cometer el mismo error, Po Chu, si quieres seguir con vida -dijo, y tras extraer un cuchillo con mango de hueso que llevaba metido en la manga, lo arrojó al suelo.

El joven, que seguía postrado en el suelo, ahogó un silbido.

Su padre, complacido, cruzó los brazos sobre el pecho. Entre las sombras oscilantes del ocaso, Feng Tu Hong recordaba a Lei Kung, el gran dios del trueno, aunque en lugar del inmenso martillo ensangrentado, sostenía una serpiente, una serpiente pequeña, negra, con ojos glaucos, más pálidos que la muerte. Se le enroscaba en la muñeca, y olisqueaba el aire, en busca de presas.

– Espero no volver a verte nunca más en esta casa, Tiyo Willbee. No mientras yo viva y conserve las fuerzas para degollarte.

– Yo también esperaba no volver a poner los pies sobre esta alfombra. -Se trataba de una pieza exquisita, de seda color crema, confeccionada por las mejores tejedoras de Tientsin, un regalo que ya hacía cuatro años Theo había ofrecido a Feng Tu Hong-. Pero el mundo cambia, Feng. Nunca sabemos qué nos deparará el futuro.

– Mi odio por ti no cambia.

Theo le dedicó una sonrisa.

– Tampoco el que yo siento por ti. Pero dejemos eso de lado. He venido a hablar de negocios.

– ¿De qué negocios va a saber un maestro de escuela?

– De uno que te llenará los bolsillos y te abrirá el corazón.

Feng ahogó una risotada desdeñosa. Los dos sabían que, cuando se trataba de negocios, no tenía corazón.

– Aunque te vistas como un chino… -apuntó con un dedo grueso la túnica larga, color vino, el chaleco de fieltro, las zapatillas de seda-, hables nuestra lengua y estudies las palabras de Confucio, no creas que puedes pensar como un chino, ni hacer negocios como un chino. Porque no puedes.

– Prefiero vestir con ropas chinas, sencillamente, porque son más frescas en verano, y abrigan más en invierno, y porque, a diferencia de la corbata y el cuello de la camisa, dejan que la sangre me llegue a la mente. Así, mi mente es libre para tomar la senda tortuosa, como cualquier otro chino. Y pienso lo bastante como un chino como para saber que este negocio que te propongo hoy es tan importante para los dos que puede unir los mares negros que nos separan.

Feng soltó una carcajada, una risa estridente, exenta por completo de alegría.

– Bien dicho, inglés, pero ¿quién te ha dicho que necesite hacer negocios contigo? -Recorrió la estancia con sus ojos negros, antes de clavarlos de nuevo en Theo.

El visitante comprendió al momento el sentido de su gesto. El aposento no habría sido más lujoso ni aunque hubiera pertenecido al mismísimo emperador T'ai Tsu, aunque su exceso chocaba con el gusto de Theo por la perfección de las líneas chinas. Allí todo estaba dorado, labrado, engastado con piedras preciosas. Hasta los pájaros cantores, encerrados en sus jaulas de oro, llevaban collares y bebían agua de unos cuencos Ming con esmeraldas incrustadas. La silla en la que Theo había tomado asiento estaba recubierta de pan de oro, y los apoyabrazos tenían forma de dragón, cuyos ojos eran unos diamantes tan grandes como uñas.

Aquella sala era la forma que tenía Feng Tu Hong de exhibirse ante el mundo, además de una advertencia. A ambos lados de puerta se alzaban dos recordatorios de sus orígenes; uno era una armadura, confeccionada con miles de escamas superpuestas, metálicas y de cuero, que semejaban una piel de lagarto, y cuyo guantelete sujetaba una lanza afilada que hubiera podido arrancarle el corazón a cualquiera. Al otro lado se encontraba el oso, un oso negro, asiático, con una franja blanca en el pecho, que se sostenía sobre sus patas traseras, con las fauces abiertas, como a punto de desgarrar el primer cuello que se le pusiera por delante. Era un oso disecado, sí, pero aun así un recordatorio de su poder.

Theo asintió, comprensivo, y en ese preciso instante una muchacha que no tendría más de trece años entró con una bandeja.

– Ah, Kwailin nos trae el té -dijo Feng, que permaneció en silencio observando a la joven, que sirvió el té verde en dos tazas diminutas y se lo ofreció, acompañado de unos dulces aromáticos. A pesar de que sus miembros eran macizos y pequeños, se movía con gracia, y le pesaban los párpados, como si se pasara los días en la cama, comiendo albaricoques y dátiles azucarados. Theo supo al momento que se trataba de la nueva concubina de Feng.

Se tomó el té, pero la bebida no eliminó el sabor amargo que impregnaba su boca.

– Feng Tu Hong -dijo al fin-, el tiempo se retira con la marea.

Su anfitrión hizo un gesto a la muchacha para que se ausentara. Ella, antes de hacerlo, dedicó una tímida sonrisa a Theo, y él se preguntó si aquel gesto le valdría, más tarde, una tanda de azotes.

– Y entonces, inglés, ¿qué negocio es ése?

– Conozco a un hombre de importancia, a un mandarín del Asentamiento Internacional, que desea comerciar contigo.

– ¿Y con qué comercia ese hombre, ese mandarín?

– Con información.

Feng entrecerró aún más los ojos, y Theo sintió que el corazón le latía más deprisa.

– ¿Información a cambio de qué? -quiso saber Feng.

– A cambio, lo que pide es un porcentaje.

– Nada de porcentajes. Una tarifa fija.

– Feng Tu Hong, con ese hombre no se regatea.

Feng cerró los puños y golpeó la mesa con los dos a la vez.

– Aquí las condiciones las pongo yo.

– Pero él es el que conoce el modo de librarse de las lanchas bombarderas.

Feng clavó sus ojos negros en Theo, y durante un largo momento, ninguno de los dos dijo nada.

– El uno por ciento -concedió al fin el anfitrión.

– Me insultas. E insultas a mi mandarín.

– El dos por ciento.

– El diez por ciento.

– ¡Bah! -rugió Feng-. Cree que puede robarme.

– El ocho por ciento de cada cargamento.

– ¿Y qué ganas tú?

– Yo gano el dos por ciento restante por la intermediación.

Feng se echó hacia delante, con la prominente mandíbula abierta, voraz, y al verlo a Theo le vino a la mente el oso asiático.

– El cinco por ciento para el mandarín, y el uno por ciento para ti.

Theo se cuidó mucho de exhibir la menor satisfacción.

– Hecho.

– ¿Ha dicho que sí?

– Ha dicho que sí, y no me ha matado.

Lo dijo en broma, pero Li Mei volvió la cabeza, corriendo el cortinaje de sus cabellos sedosos para alejarse, y se negó a mirarle.

– Amor mío -susurró él-, estoy sano y salvo.

– De momento. -Se asomó a contemplar la neblina que ascendía por el río, asfixiaba la luz de las farolas y se tragaba las estrellas.

– ¿Has visto a mis primas? -preguntó en voz baja-. ¿A mi hermano?

– Sí.

– Tus primas jugaban al mah-jongg en el pabellón.

– ¿Y tenían buen aspecto? -Al fin se volvió hacia él y le miró con ojos brillantes, sin poder disimular la curiosidad-. ¿Se reían, sonreían, parecían contentas?

Theo le rodeó la cintura con el brazo y le besó el pelo. Aspirar su perfume bastó para despertar su deseo.

– Sí, dulce niña, estaban preciosas, con sus peinetas de plata y sus cheongsams [3] color jade y azafrán, sus pendientes de perla y sus sonrisas en la cara. Libres y despreocupadas como pájaros en primavera. Sí, parecían contentas.

Sus palabras la complacieron. Le tomó la mano, se llevó los dedos a los labios y se los besó, uno por uno.

– ¿Y Po Chu?

– Hemos hablado un poco. Ni a él ni a mí nos ha alegrado encontrarnos.

– Ya lo sabía.

Theo se encogió de hombros.

– ¿Y mi padre? ¿Le has transmitido mi mensaje?

– Sí.

– ¿Y qué ha dicho?

En esa ocasión Theo no mintió.

– Me ha dicho -le reveló, atrayéndola hacia sí- «Yo ya no tengo ninguna hija que se llame Mei. Para mí, está muerta.»

Li Mei hundió el rostro en el pecho de su amante, con tal fuerza que él temió que fuera a asfixiarse. Pero no le dijo nada, y se limitó a abrazar su cuerpo tembloroso.

Capítulo 15

Chang An Lo viajaba de noche. Era más seguro. El pie seguía doliéndole, y en las montañas, el avance era lento. Su viaje de regreso duró demasiado. Casi le pillaron.

Oía su respiración, la de sus caballos. El golpeteo de la lluvia en sus capas de cabritilla. Él detuvo los latidos de su corazón y se tumbó boca abajo en el barro, y las pezuñas pasaron a un palmo de su cabeza, pero la oscuridad le salvó. Dio gracias a Ch'ang O, diosa de la luna, por darle la espalda esa noche. Después, robó una mula en un cobertizo sin vigilancia, en un pueblo que se hallaba en el fondo del valle, pero a cambio dejó un puñado de plata.

Acababa de amanecer, y el viento que provenía de las vastas llanuras del norte traía el polvo de limo amarillento, que penetraba en sus fosas nasales y se le metía en la boca. Fue entonces cuando divisó al fin la extensión de edificios que componían Junchow. Desde la distancia, la ciudad parecía desordenada. Lo oriental se fundía con lo occidental, y los destartalados tejados de la ciudad antigua surgían en yuxtaposición con los bloques macizos y las líneas rectas del Asentamiento Internacional. Chang trataba de no pensar en ella, en qué pensaría de él. Quiso escupir, pero aquel polvillo fino le había dejado sin saliva, y por eso se limitó a murmurar.

– Malditos una y mil veces los invasores fanqui. China se meará pronto en los diablos extranjeros.

Y, sin embargo, a pesar de sus maldiciones, una diablilla extranjera lo había invadido a él, y no sentía el menor deseo de expulsarla de su vida. Agazapado entre unos matorrales -su sombra fundida con la de los árboles- deseaba tanto volver a verla que le dolía a pesar de saber que se arriesgaba a perder más de lo que podía permitirse.

Sobre él, las venas rojizas que teñían el cielo parecían rastros de sangre derramada.

El agua estaba fría. Sabía nadar bien, pero las corrientes fluviales eran fuertes, y se enredaban a sus piernas como tentáculos, de modo que tuvo que golpear con fuerza para librarse de ellas. El pie que la muchacha-zorro le había cosido volvía a servirle de mucho, agradeció a los dioses que le hubieran concedido el don de un pulso tan firme. Gracias al paso por el río se ahorraría los centinelas, y todos los pares de ojos que vigilaban los caminos que conducían a Junchow. Había esperado al anochecer. Los sampanes y los juncos que navegaban río abajo con sus velas negras, y sin luces en la proa, lo dejaban atrás, rumbo a sus furtivos destinos y, sobre su cabeza, las nubes impedían la visión de las estrellas. El río guardaba sus secretos.

Cuando llegó a la otra orilla permaneció inmóvil, en silencio, junto al casco carcomido de una barca puesta del revés, atento a los sonidos de la oscuridad, a las sombras cambiantes. Estaba de nuevo en Junchow, cerca de ella una vez más. La alegría se apoderó de él, y al cabo de un rato, acompañado sólo por los crujidos de las ratas al moverse, se puso en marcha y se adentró en la ciudad.

– Ai! Mis ojos se alegran de verte. -El joven de la cicatriz larga que dividía un lado de su cara saludó a Chang con voz de alivio-. Saber que estás de vuelta, vivo, que sigues soltando tus maldiciones, amigo mío, significa que esta noche, al fin, dormiré tranquilo. Toma, bebe esto, parece que lo necesitas.

La luz de la pared parpadeó, la llama de la antorcha chisporroteo y silbó, como dotada de vida.

– Yuesheng, te doy las gracias. Esta vez se han acercado mucho los escorpiones grises de Chiang Kai-Check. Alguien debió de susurrarles algo al oído. -El recién llegado se tomó de un trago el licor de arroz, y sintió que le devolvía la vida a sus huesos helados. Se sirvió otro vaso.

– No importa quién haya sido; le cortaremos la lengua.

Estaban en una bodega. Las paredes de piedra rezumaban agua y aparecían cubiertas de líquenes de colores vivos, pero se trataba de un lugar espacioso, y los sonidos de la imprenta quedaban amortiguados por el grosor de las paredes y los techos. Sobre ellos se alzaba la fábrica textil, y en ella las máquinas no paraban en todo el día. Pero sólo el capataz sabía del mecanismo que, en secreto, trabajaba bajo sus pies. Se trataba de un miembro del sindicato, de un comunista, de un luchador por la causa, y suministraba petróleo y tinta así como cubos de licor de arroz, a los activistas del turno de noche. Desde que los nacionalistas del Kuomintang accedieron al poder y Chiang Kai-Chek juró que borraría a los comunistas de la faz de China, respirar era un peligro, y los panfletos, invitaciones a la espada del verdugo. Media docena de rostros jóvenes, voluntariosos se congregaban alrededor de la imprenta, media docena de vidas que pendían de un hilo.

Yuesheng se sacó del bolso una tira de pescado seco y se la entregó a Chang.

– Come, amigo mío. Necesitas recobrar fuerzas.

Chang obedeció, y probó su primer bocado en tres días.

– Los últimos carteles son buenos. Los que exigen nuevas leyes contra el trabajo infantil -dijo-. He visto varios de camino, uno pegado incluso sobre la puerta del Consejo.

– Sí. -Yuesheng se echó a reír-. Ése es obra de Kuan.

Al oír su nombre, la joven delgada alzó la vista de los panfletos que se dedicaba a amontonar, para meter en sacos, y saludó a Chang con un movimiento de cabeza.

– Cuéntame, Kuan, ¿cómo es que siempre te las apañas para colgar los carteles en los lugares más insultantes, bajo las mismas narices de Feng Tu Hong? -le preguntó, alzando la voz para hacerse oír sobre el estrépito de la maquinaria-. ¿Acaso vuelas con los espíritus de la noche, invisible a los ojos humanos?

Kuan se acercó. Llevaba la chaqueta azul, holgada, y los pantalones de una campesina, a pesar de haberse licenciado recientemente en Derecho, en la Universidad de Pekín. No era partidaria de las sonrisas dóciles que la mayoría de las mujeres de Junchow dedicaban al mundo.

Cuando sus padres la echaron de casa por humillarlos cortándose el pelo y aceptando un trabajo en una fábrica, su deseo de luchar por los derechos de las mujeres no hizo sino crecer. No quería que la mujer siguiera siendo propiedad de padres y maridos, perro al que se podía patear impunemente.

Poseía la valentía de la muchacha-zorro, pero en su interior no ardía ninguna llama, ninguna luz tan brillante que iluminara un espacio, ningún calor tan intenso que los lagartos se acercaran para estar a su lado.

¿Dónde estaría Lydia en ese momento? Lo estaría maldiciendo, de eso no le cabía duda. La imagen de sus ojos astutos, entrecerrados, aguardándolo, llenos de furia, hizo que se le escapara una carcajada, y Kuan, que malinterpretó su alegría, le dedicó una de sus escasas sonrisas.

– Ese presidente de consejo, ese Feng Tu Hong, con su cara de camello, merece un trato especial.

– Cuéntame, ¿qué novedades se han producido en mi ausencia?

La sonrisa se esfumó al instante.

– Ayer ordenó una purga de los obreros de la metalurgia en la fundición, los que pedían mejoras de seguridad en los altos hornos.

– Decapitaron a doce de ellos en el patio, como aviso para el resto -añadió Yuesheng, que se llevó la mano a la cicatriz y se la acarició. Su rostro, tras el gesto, pareció oscurecerse y latir con vida propia.

Un estallido de ira recorrió el cuerpo de Chang. Cerró los ojos y se concentró. Aquél no era el momento. Ese momento estaba envuelto en fuego. Y, con el peligro tan cerca, lo que a él le hacía falta era control.

– El momento de Feng Tu Hong llegará -dijo, sereno-. Eso os lo prometo. Y con esto el momento llegará antes. -Sacó un papel de la bolsa de piel que llevaba atada al cuello.

Yuesheng se lo arrebató, lo leyó a toda prisa y asintió, satisfecho.

– Es una nota prometedora -anunció al resto-. Nos darán rifles. Winchesters. Cien Winchesters.

Seis rostros esbozaron sonrisas al unísono, y un hombre alzó al aire un puño manchado de sangre, a modo de saludo.

– Lo has hecho muy bien -dijo Yuesheng, con orgullo en la voz.

Chang se sentía satisfecho. Yuesheng y él eran tan amigos que se consideraban casi hermanos. Su amistad era la piedra en la que se apoyaban. Le plantó la mano en el hombro y, sin palabras, comprendiéndose, se miraron a los ojos.

– Las noticias que llegan del sur son buenas -le dijo Chang.

– ¿Mao Tse-tung? ¿Nuestro líder sigue evitando las trampas de los barrigas grises?

– Escapó por los pelos el mes pasado. Pero su campamento militar de Jiangxi crece día a día, y desde todo el país acuden a él como abejas a un panal. Algunos con sólo una hoz en la mano, y el corazón lleno de fe. Se acerca la hora en que Chiang Kai-Chek descubrirá que con su traición al país ha firmado su propia sentencia de muerte.

– ¿Es cierto que la semana pasada hubo otra escaramuza cerca de Cantón?

– Sí -respondió Chang-. Hizo explosión un tren lleno de tropas del Kuomintang, y…

Un fuerte estrépito acalló su voz y el ruido de las imprentas, y la puerta metálica, en lo alto de la escalera, se abrió de golpe. Un muchacho se metió en la bodega presa del pánico, con los ojos desbocados.

– ¡Están aquí! -exclamó-. Las tropas están…

Un disparo resonó en el sótano, y el muchacho cayó al suelo de tierra boca abajo, mientras la mancha de un rojo intenso se extendía por la espalda de su chaqueta.

Al instante, el movimiento se apoderó de la bodega. Todos sabían qué tenían que hacer. Yuesheng los había preparado para ese día. Se apagaron las antorchas. En la oscuridad, las botas enemigas atronaban en su descenso de los peldaños, y se emitían órdenes dirigidas a sombras. Silbaron otros dos disparos, que acabaron incrustados en la pared. Pero, en el otro extremo, una escalerilla de mano estaba lista. Unas tuercas bien engrasadas retrocedieron con suavidad. Se abrió una escotilla. Pero el rectángulo de noche era más pálido, y recortó las siluetas contra la abertura cuando, una tras otra, iniciaron la huida.

Ultimo en la cola, junto a la escalera, acompañado de Yuesheng, Chang vio el perfil tenuemente dibujado de un soldado que se aproximaba desde la escalera, y de una patada certera le desencajó la mandíbula. Se oyó un grito de dolor desgarrado. En un abrir y cerrar de ojos, Chang se apoderó del rifle y disparó una ráfaga de balas por todo el sótano.

– Vamos -le gritó a Yuesheng.

– No, sal tú primero.

Chang posó la mano en el brazo de su amigo.

– Sal tú.

Yuesheng no esperó más y ascendió a toda prisa por la escalera de mano. Chang disparó una vez más y notó que, a modo de respuesta, la bala de un Kuomintang le rozaba el pelo. Sin dar tiempo a su amigo a salir, salió disparado tras sus talones. Más balas disparadas desde abajo, y de pronto Chang sintió un peso muerto que se le venía encima. Fue como si le hubieran desgarrado el corazón.

Se cargó el cadáver de Yuesheng a un hombro, salió de la escotilla, y corrió hacia la oscuridad.

Capítulo 16

– ¿Más vino, Lydia?

– Gracias, señor Parker.

– ¿Crees que debe beber, Alfred? Sólo tiene dieciséis años.

– Vamos, mamá, que ya soy mayor.

– No tanto como tú te crees, querida.

Alfred Parker sonrió, indulgente, y los vidrios de sus lentes brillaron al contemplar a Lydia a la luz de las velas.

– Sólo por esta vez. Después de todo, ésta es una noche especial.

– ¿Especial? -Valentina arqueó una elegante ceja-. ¿En qué sentido?

– En el sentido de que es la primera comida que hacemos juntos. La primera de muchas, espero, en las que tendré el honor de acompañar a dos mujeres tan hermosas. -Alzó la copa brevemente, apuntando con ella, sucesivamente, a Lydia primero, y después a Valentina.

Ésta bajó la mirada un instante, se pasó un dedo por la pálida piel del cuello, como sopesando la conveniencia de la proposición, y a continuación lo miró fijamente a los ojos. Al constatar el efecto que aquellos gestos tuvieron en Alfred Parker, Lydia pensó que era como si su madre hubiera activado una trampa. El hombre estaba colorado de placer. Los ojos oscuros y sensuales de su madre; sus labios entreabiertos, le nublaban la mente y le desposeían de mucho más de lo que Lydia jamás pretendió robarle.

– Garçon -llamó-. Otra botella de borgoña, por favor.

Se encontraban en un restaurante del Barrio Francés, y Lydia había pedido filete a la pimienta. El maître francés le había hecho una reverencia, como si se tratara de alguien importante, alguien que pudiera permitirse pagar una cena como ésa. En un restaurante como ése. Se había puesto el vestido, por supuesto, el vestido color albaricoque que había llevado al concierto, y se había propuesto mirar a los demás comensales con indiferencia absoluta, como si acudiera todos los días a locales como aquél.

Nadie podía sospechar que se estrenaba en varias cosas: era la primera vez que iba a un restaurante, la primera vez que comía filete, y la primera vez que bebía vino.

– Espero que escojas algo impactante, querida -había declarado su madre, burlona.

Lydia observaba a Parker atentamente, copiaba los modales que exhibía cuando se trataba de seleccionar el cubierto adecuado de entre el gran despliegue que cubría el mantel blanco, inmaculado, se fijaba en su modo de llevarse la servilleta a la comisura de los labios. Le sorprendió que su madre le anunciara que Alfred la había invitado a cenar con ellos. Otro estreno más. Ningún otro amigo de su madre la había incluido nunca en sus planes, y en su mente sonaron campanas de alarma, pero su deseo de cenar en un restaurante fue mayor que su intuición, que le decía que debía mantenerse lo más alejada que pudiera del señor Parker.

– Está bien -dijo a su madre-. Iré. Pero sólo si no me sermonea.

– No te sermoneará. -Valentina sujetó a su hija por la barbilla y la zarandeó cariñosamente-. Pero pórtate bien. Sé dulce y cariñosa. Esto es importante para mí, cielo.

– ¿Y qué pasa con Antoine?

Hasta ese momento, todo había ido bien. Sólo había cometido un pequeño desliz, cuando Parker, amablemente, le había ofrecido un caracol de su plato para que lo probara. Sin pensarlo, respondió:

– No, gracias, ya he comido tantos caracoles en mi vida que no quiero comer ni uno más.

Valentina le clavó la mirada, y le propinó un puntapié por debajo de la mesa.

– ¿En serio? -Parker parecía sorprendido.

– Sí -respondió Lydia sin vacilar-. En casa de mi amiga Polly. A su madre le encantan.

– No la culpo por ello. ¿Con un poco de mantequilla y ajo?

– Mmmm, deliciosos. -Se echó a reír, maliciosa-. ¿Verdad que sí, mamá?

Valentina alzó los ojos al cielo. No quería recordar las veces que había salido a caminar bajo la lluvia para coger los caracoles que, de noche, poblaban los arbustos y los jardines traseros de las casas. E incluso algún que otro gusano, alguna que otra rana. Y no quería recordar el hedor que desprendía la cacerola en que los cocía.

Lydia dedicó a Alfred Parker una sonrisa dulce y cariñosa.

– Mamá me dice que es usted periodista, señor Parker. Eso debe de ser muy interesante.

Su madre emitió un suspiro de alivio y aprobación.

– Soy periodista, sí, trabajo para el Daily Herald. Nos hallamos en un momento muy convulso de la historia de China, y a la vez crucial. Chiang Kai-Chek ha traído al fin algo de sensatez y orden a este país desgraciado, gracias a Dios. De modo que sí, es un trabajo extremadamente interesante -respondió, dedicándole una sonrisa franca.

Ella se la devolvió.

– Y dime, Lydia, ¿tú lees el periódico?

Lydia parpadeó. ¿Acaso no tenía en cuenta que por el precio de un periódico podía comprarse dos baos y llenarse la barriga?

– Normalmente estoy demasiado ocupada con los deberes de clase.

– Ah, sí, claro, haces muy bien. Pero te sería útil leer el periódico de vez en cuando, para saber qué es lo que sucede por aquí. Ensanchar tu mente, ya sabes, conocer los hechos.

– Mi mente es bastante ancha. Y todos los días aprendo cuáles son los hechos.

Otra patada por debajo de la mesa.

– Lydia estudia en la Academia Willoughby -terció Valentina, dedicando a su hija una mirada asesina-. Le concedieron una beca.

Parker se mostró impresionado.

– Debe de ser muy lista, ciertamente. -Se volvió para mirar a la joven-. Conozco bien al director de tu escuela. Se lo comentaré.

– No hace falta.

Parker se echó a reír, y le dio una palmada en la mano.

– No te alarmes, no le comentaré cómo nos conocimos.

Lydia alzó la copa, enterró en ella la nariz y deseó su muerte.

Valentina acudió en su rescate.

– Creo que tienes razón con lo del periódico, Alfred. Le vendría muy bien ampliar sus conocimientos y, además -esbozó lentamente una sonrisa-, nada me proporcionaría más placer.

– ¿Señor Parker?

A regañadientes, el periodista apartó los ojos de Valentina.

– ¿Sí, Lydia?

– Tal vez yo sepa más cosas que usted sobre lo que sucede en este lugar.

Parker se apoyó mejor en el respaldo y estudió a la joven con una precisión que hizo dudar a Lydia si no lo habría subestimado.

– No se me escapa que tu madre te permite un grado de libertad que te lleva a conocer más que la mayoría de las muchachas de tu edad, pero, aun así, ¿no te parece que exageras? Sólo tienes dieciséis años.

Sabía que debía dejarlo en ese punto, lo sabía. Dar otro sorbo a aquel vino delicioso, y dejar que Parker siguiera poniendo ojos de cordero degollado a su madre. Pero no lo hizo.

– Una de las cosas que sé, por ejemplo, es que su querido Chiang Kai-Chek ha engañado a sus seguidores -dijo-, y ha traicionado los tres principios sobre los que Sun Yat-sen construyó la República de China.

– Chyort vosmi, Lydia!

– Eso es absurdo. -Parker arrugó la frente-. ¿Quién te ha llenado la cabeza con esas mentiras ridículas?

– Un amigo. -¿Se había vuelto loca?-. Un amigo chino.

Valentina se echó hacia delante en su asiento y agarró con fuerza la copa.

– ¿Y quién es ese amigo chino exactamente? -le preguntó con voz gélida.

– Me salvó la vida.

Se hizo un silencio tenso en la mesa, y entonces Valentina soltó una carcajada.

– ¡Cielo, pero qué mentirosa eres! ¿Dónde lo conociste en realidad?

– En la biblioteca.

– Ah, claro -intervino Parker-. Eso lo explica todo. Un intelectual de izquierdas. Todo palabras y nada de hechos.

– Debes mantenerte alejada de él, querida. Mira qué hicieron con Rusia los intelectuales. Las ideas son peligrosas. -Dio unos golpes con los nudillos en la mesa-. Te prohíbo terminantemente que vuelvas a ver a ese chino.

– No te preocupes. Por mí, como si está muerto.

– Lydia Ivanova, si no me equivoco. ¡Qué interesante encontrarte concretamente aquí!

Lydia acababa de salir del tocador de señoras y regresaba a su sitio sorteando mesas, entre el rumor de la gente, cuando oyó tras ella la voz de una mujer. Al volverse, se topó con unos ojos azules pálidos, que la observaban divertidos.

– Condesa Serova -exclamó, sorprendida.

– Veo que todavía llevas el mismo vestido.

– Es un vestido que me gusta.

– Querida, a mí me gusta el chocolate, pero no lo tomo siempre. Permíteme presentarte a mi hijo.

La condesa se echó a un lado para que Lydia viera mejor al joven que la seguía.

Se trataba de un hombre de rostro alargado, alto como su madre, de pelo abundante, rizado, castaño, y con la misma pose altiva, el mismo rictus, la misma manera de entrecerrar los ojos, como si el mundo no estuviera a su altura y no mereciera la pena abrirlos del todo.

– Alexei, ésta es la joven Lydia Ivanova. También es de San Petersburgo. Su madre es pianista.

– Pianista de conciertos, de hecho -puntualizó Lydia.

La condesa esbozó una sonrisa.

– Buenas noches, señorita Ivanova -saludó el joven con voz cristalina, inclinando apenas perceptiblemente la cabeza, y clavando la mirada en un punto indeterminado que quedaba por encima de sus ojos-. Espero que esté disfrutando de la velada.

– Lo estoy pasando estupendamente, gracias. Aquí la comida es excelente, ¿no le parece? -Era la clase de comentario que creía que su madre habría hecho, alegre, desenfadado, trivial.

Pero la respuesta fue breve.

– Sí.

Permanecieron largo rato en aquel silencio incómodo.

– Debo irme -dijo Lydia al fin.

Se volvió hacia la condesa y la vio mirar a Valentina, que había acercado mucho el rostro al de Alfred, y le hablaba en susurros. A Lydia le pareció que su madre estaba más guapa que nunca esa noche, resplandeciente con aquel vestido azul marino y blanco, el peo casi negro, tamizado por la tenue luz, recogido en un moño alto, los labios rojo carmín. Lo que sorprendía a su hija era que todos los presentes en el restaurante la miraran.

– Ha sido un placer volver a verla, condesa. Buenas noches Do svidania.

– ¡Vaya! ¡Esta noche parece que sí sabes ruso!

Lydia no tenía la menor intención de caer en aquella trampa, de modo que se limitó a sonreír y se dirigió a su mesa, recordando las instrucciones que la señorita Roland les daba en clase. «Caminad con las caderas hacia delante, niñas, siempre. Si queréis caminar como damas, debéis caminar con las caderas.» Cuando se sentó, Valentina alzó la vista y se fijó en que la condesa Natalia Serova y su hijo se encontraban en el otro extremo del salón. Lydia se fijó en que su madre abría mucho los ojos, antes de apartar la mirada bruscamente, y cuando los Serova pasaron junto a ella, instantes después, ninguna de las dos mujeres saludó a la otra.

Lydia levantó uno de los bombones de menta que le habían traído con el café, y pensó que, sin duda, no le costaría mucho acostumbrarse a esa vida.

La dejaron frente a la puerta.

– Duerme bien, cielo.

Valentina agitó la mano desde el asiento del acompañante, tras la ventanilla del coche de Parker, antes de retirarla y hacerla desaparecer. El Armstrong Siddeley negro se dirigió a la esquina, demasiado grande y ostentoso para una calle tan estrecha, encendió la luz de freno y se esfumó. Dijeron que iban a una sala de fiestas. Al Silver Slipper. Ella permaneció a solas, en la oscuridad. El reloj de la iglesia dio las once. Contó todas las campanadas. El Silver Slipper. «Si bailas allí hasta después de las doce, ¿te conviertes en calabaza? ¿Y en condesa?»

Apartó de su mente aquellos pensamientos raros, abrió la puerta y enfiló la escalera. Sentía las piernas sin vida, como si se la hubiera dejado toda en el restaurante, y la cabeza le dolía de un modo peculiar. No estaba segura de si era a causa del aire húmedo de la noche, o del vino que se le había subido a la cabeza, y le pesaba como una capa de plomo.

Sabía que debía sentirse contenta. Había vivido una velada emocionante. ¿O no? Alfred Parker se había mostrado atento y cortés. Y, más importante aún, era generoso, exactamente lo que su madre y ella necesitaban. La vida parecía sonreírles. Entonces, ¿por qué se sentía tan mal? ¿Qué diablos le pasaba? ¿Por qué notaba ese peso desagradable y constante en el estómago, como si tuviera la gripe?

Abrió la puerta de la buhardilla. Parker no lo hacía por ella eso lo sabía bien. La había pillado robando, y mintiendo. Era la clase de hombre que tenía principios, lo mismo que su buhardilla tenía cucarachas, de la clase de hombres que se aferraba a sus creencias de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Con toda aquella palabrería sobre «la columna vertebral de Inglaterra», por Dios y por el rey Enrique. Un hombre de bien, como solía decirse, un buen tipo. Resopló, irritada. Los hombres como Parker se mantenían siempre en el territorio de la alta moral porque eran condescendientes consigo mismos, porque se daban caprichos como el de cenar en restaurantes franceses caros. No daban su brazo a torcer.

Al menos hasta ese momento. Porque ahora, Parker había conocido a Valentina.

Encendió una cerilla en la oscuridad, alumbró la vela solitaria que reposaba sobre la mesa y al instante se vio rodeada de sombras acechantes que reptaban por las paredes y rodeaban el pequeño círculo de luz. El calor era insoportable. La ventana estaba entreabierta, pero apenas podía respirar. Impaciente, empezó a quitarse el vestido por la cabeza para que el aire pegajoso le rozara la piel, con la esperanza de que aquello aliviara su dolor de cabeza.

– No lo hagas.

Lydia ahogó un grito al oír la voz. Aunque había sido apenas un susurro, la reconoció al momento, y el corazón le dio un vuelco. Se giró al instante, pero no vio a nadie.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó con el corazón desbocado.

– Estoy aquí.

La cortina que separaba la sala de su dormitorio se agitó.

Ella dio un paso al frente y la descorrió. Era Chang An Lo, que estaba sentado en la cama.

– Vete.

– Escúchame, Lydia Ivanova. Escucha lo que te digo.

– Ya he escuchado. Me has robado el collar de rubíes, lo has vendido en el sur, no sé dónde, y has entregado el dinero. Lo he escuchado todo. ¿Y esperas que te crea?

– Sí.

– Eres una rata embustera, ladrona, podrida, cómplice, sucia y rastrera. -Lydia no podía dejar de caminar de un lado a otro, totalmente ajena al hecho de que sólo llevaba puesta la ropa interior-. Ojalá hubiera dejado que aquel policía te hundiera la bala en ese corazón podrido que tienes cuando tuve la ocasión.

– He venido a decirte…

– A decirme que me has robado. Pues muchas gracias, eres muy amable. Y ahora vete -añadió, señalando la puerta.

– … a decirte por qué lo he hecho.

Aquel sapo falso seguía de pie en el centro de la buhardilla, igual de calmado y sereno que si acabara de traerle flores, en lugar de mentiras, y ella sentía unas ganas terribles de ahogarlo. Había confiado en él, qué tonta había sido, había confiado en él, ella que no confiaba en nadie. ¿Y qué había hecho él? Él había arrojado su confianza por la alcantarilla, dejándole un gran vacío en las entrañas.

– Vete -le gritó-. Vamos, sal de aquí. Sé por qué lo hiciste, y no quiero oír toda tu sarta de mentiras, de modo que…

Llamaron con fuerza a la puerta, y Lydia se interrumpió en seco.

– ¿Estás bien, Lydia? -preguntó una voz.

Era el señor Yeoman.

Los ojos de la muchacha se clavaron en los de Chang, y por primera vez vio peligro en ellos. Su visitante se había puesto de puntillas, listo para atacar.

– No -le susurró ella, secamente-. No.

– ¿Tienes algún problema, querida? ¿Necesitas ayuda?

El señor Yeoman era un anciano que no podía hacer nada frente a Chang. Lydia se acercó a la puerta y la entreabrió. Su vecino estaba en el rellano, el pelo blanco revuelto, con un atizador de latón en la mano.

– Estoy bien, señor Yeoman, gracias. De verdad, sólo estaba… discutiendo con un amigo. Siento haberle molestado.

Los ojos del viejo la miraron, desconfiados.

– ¿Estás segura de que no puedo ayudarte?

– Sí, estoy segura. Pero gracias de todos modos.

Cerró la puerta, se apoyó en ella y suspiró de alivio. Chang no se movió.

– Tienes buenos vecinos -comentó él en voz baja.

– Sí -replicó ella más calmada-. Vecinos que no tratan de engañarme con palabras astutas. -A la luz mortecina de la vela, se fijó en que la piel del rostro del intruso se tensaba alrededor de los prominentes pómulos, y hacía ademán de hablar, por lo que ella se apresuró a seguir-. Y si mi madre entrara en este momento y te encontrara aquí, te despellejaría vivo, con o sin pataditas de kung fu. Así que… -Recogió el vestido y se lo puso-. Así que saldremos a la calle ahora mismo, y allí podrás decirme qué es lo que has venido a decirme, y luego no quiero volver a verte nunca más ¿Entendido?

Lydia oyó que Chang aspiraba hondo, y le pareció que le arrebataba el aire de los pulmones.

– Entendido.

Lo condujo hasta una casa que quedaba a dos calles de la suya. Se trataba más de un refugio que de una casa, pues se había quemado hacía nueve meses, pero aún permanecía en su lugar, como un colmillo ennegrecido, en medio de la terraza de ladrillo, y se había convertido en hogar de murciélagos y ratas, así como de algunos perros salvajes. Gran parte de lo que había sobrevivido había sido saqueado, pero las paredes externas seguían en pie, y daban al lugar cierta sensación de intimidad, a pesar de la falta de tejado. Había empezado a llover, una llovizna suave que templaba el aire y era un bálsamo para la piel de Lydia.

– ¿Y entonces? -le preguntó, observándolo fijamente.

Chang se tomó su tiempo. En silencio, se fundió con la oscuridad y pareció reptar por las estancias en ruinas, igual de etéreo que el viento que soplaba desde el río y refrescaba los brazos desnudos de Lydia. Tras asegurarse de que no había más personas refugiadas tras las montañas negras de escombros, regresó junto a ella.

– Ahora hablaremos -dijo-. He venido a verte para que pudiéramos hablar.

La claridad tenue de la última farola que alumbraba en la esquina iluminaba el espacio que los separaba, y Lydia se dedicó a observarlo con atención. Había cambiado. No habría sabido decir en qué, ni cómo, pero el cambio era evidente. Lo sentía como sentía la lluvia en el rostro. Había una nueva tristeza en las comisuras de sus labios, una tristeza que tiraba de ella y la llevaba a querer escuchar su corazón, descubrir por qué latía tan despacio. Pero lo que hizo fue levantar mucho la cabeza y recordarse a sí misma que se había aprovechado de ella, que su preocupación por ella equivalía a cero. Que todo eran mentiras y excrementos de rata.

– Habla entonces -le conminó ella.

– Te habría matado.

– El collar.

– Estás loco. -Imaginó que la joya la asfixiaba cuando intentaba ponérsela alrededor del cuello.

– No, mis palabras son verdaderas. Lo habrías llevado a la ciudad vieja de Junchow, a uno de esos antros en los que no hacen preguntas. Ellos roban a los ladrones que acuden a ellos, pero siempre tienen las manos limpias y blancas. Pero nadie habría tocado siquiera ese collar, nadie se habría atrevido.

– ¿Porqué?

– Porque se sabe que fue confeccionado como regalo para la madame Chiang Kai-Chek. De modo que habrías regresado con las manos vacías, y antes de haber llegado a casa te habrían matado y arrojado a una cloaca, sin el collar.

– Tratas de asustarme.

– Si quisiera asustarte, Lydia Ivanova, hay muchas otras cosas que podría contarte.

De nuevo el gesto de su boca reveló una tristeza que el resto de su cara negaba. Lydia observó aquellos labios con atención, y creyó lo que le decían. Allí de pie, bajo la lluvia, en medio de aquellas ruinas mugrientas, rodeados del cielo nocturno, negro como la muerte, sintió una oleada fría de alivio. Y respiró hondo.

– Parece que vuelvo a deberte la vida -dijo, estremeciéndose.

– Estamos comprometidos, tú y yo. -Alargó la mano para vencer el abismo de luz amarillenta que se extendía entre ellos, y le rozó el brazo, apenas una caricia breve, poco más que el ala de una Polilla en la oscuridad-. Nuestros destinos se han unido, están cosidos con la misma firmeza con que tú me cosiste el pie.

Su voz era tan suave como su caricia. Lydia sintió que la bola compacta de ira que sentía en el interior temblaba y empezaba a derretirse. Sintió que le corría por las venas, que abandonaba su cuerpo por los poros de su piel, que se encontraba con una lluvia que la eliminaba. Pero ¿y si aquello también era mentira? Más mentiras pronunciadas por unos labios capaces de lograr que ella creyera en sus palabras. Se rodeó el cuerpo con los brazos, para impedir que toda la ira que sentía lo abandonara. La necesitaba. Era su armadura.

– El compromiso implica compartir, ¿no es cierto? -dijo-. Y, además, no cambia el hecho de que el collar era mío. Si lo has vendido en algún lugar del sur, donde desconocen su verdadera importancia, entonces deberías compartir el dinero conmigo. A mí me suena justo. El cincuenta por ciento para cada uno -zanjó alargando la mano.

Chang soltó una carcajada. Era la primera vez que Lydia le oía reír, y su risa ejerció un efecto raro en ella. Se liberó. Por un instante fugaz, olvidó la interminable lucha.

– Eres como un zorro, Lydia Ivanova, clavas los dientes y ya no sueltas nunca a tu presa.

Ella no estaba segura de si aquello era un insulto o un halago, pero no se detuvo a averiguarlo.

– ¿Cuánto te dieron por él?

Chang escrutó su rostro con aquellos ojos negros, la risa colgada aún en sus labios.

– Treinta y ocho mil dólares.

Lydia se sentó de golpe sobre un muro bajo, destartalado, y apoyó la cabeza entre las manos.

– Treinta y ocho mil dólares. Una fortuna -susurró-. Mi fortuna. -El silencio lo rompió sólo algo que se arrastraba por el suelo, camino de la puerta. Chang le dio un puntapié. Era una comadreja-. Treinta y ocho mil dólares -repitió, despacio, saboreando las palabras con la lengua, como si fueran de miel.

– El mismo número de vidas se han perdido en Shanghai y en Cantón.

¿Cantón? ¿De qué estaba hablando? ¿Qué diablos tenía que ver Cantón con sus treinta y ocho mil dólares? Sentía la mente embotada, pero en ese instante se le encendió una luz en el cerebro. Una masacre, el año anterior. Recordó que todo el mundo hablaba de ella. Y luego estuvo lo de Shanghai, aquella vez que, cumpliendo órdenes de Chiang Kai-Chek, los nacionalistas del Kuortuntang prepararon una emboscada a los comunistas y acabaron con ellos en un sangriento ataque callejero. Pero en China aquello no era nada nuevo. Nada que se saliera de lo corriente. Siempre aparecía un señor de la guerra u otro, como el general Zhang Xuehang o Wu Peifu, que alcanzaban pactos entre ellos, y luego se traicionaban en guerras salvajes. Entonces, ¿qué tenía que ver Cantón en todo aquello? ¿Por qué había mencionado Chang ese incidente concreto?

Alzó la vista para mirarlo y vio que se había retirado aún más hacia las sombras, aunque su voz, llena de ira, lo delataba. De pronto, todo encajó en su mente, y se puso en pie de un salto.

– Eres comunista, ¿verdad?

Chang no respondió.

– Es peligroso -le advirtió ella-. A los comunistas los decapitan.

– Y a los ladrones los encarcelan.

Se miraron en la penumbra. Sus lenguas no pronunciaban las acusaciones que deseaban proferirse. Lydia se estremeció, pero en esa ocasión él no la acarició.

– Robo para sobrevivir -se justificó ella secamente-. No para satisfacer un ideal intelectual. -Se alejó unos pasos de él-. Yo no puedo permitirme tener ideales.

No oyó sus pasos, pero al momento su perfil oscuro volvía a encontrarse a su lado. La lluvia resplandecía sobre sus cabellos negros, muy cortos, y plateaba su piel.

– Mira, Lydia Ivanova, mira esto.

Ella obedeció. Chang sostenía algo pequeño y delgado que colgaba entre sus dedos. Se acercó más, para verlo mejor. Era la comadreja muerta.

– Ésta -dijo- va a ser mi cena de hoy. No soy yo el que come en un restaurante recurriendo a mentiras y a falsas sonrisas. De modo que no me hables del precio de los ideales. A mí no.

Lydia se ruborizó.

– Vamos a zanjar este asunto ahora -dijo, en un tono más brusco del que pretendía usar-. Quiero mi parte del dinero.

– Siempre tienes hambre, como los zorros. Aquí tienes. Aliméntate con esto.

Le alargó la bolsa de piel. Ella la sostuvo entre sus manos, y sintió que no pesaba nada. Se acercó al punto en que la farola iluminaba más, pasando sobre ladrillos rotos, hasta llegar junto a lo que había sido una ventana. Apresuradamente, abrió la bolsa y extrajo su contenido, con los mismos dedos que, no hacía tantos días, habían acariciado el collar de rubíes. En esa ocasión, sin embargo, sólo encontraron unas pocas monedas. ¿Acaso creía que iba a cerrarle la boca con un puñado de dólares? Sintió su tacto suave, cálido, contra la piel. Eran el precio de su traición. ¿Tan poco valía para él? Se volvió, y en tres zancadas volvió a situarse frente a él. Alargando el brazo, le arrojó las monedas a la cara.

– Vete al infierno, Chang An Lo. ¿Qué sentido tiene que hayas salvado la vida, si luego la destruyes?

No regresó a casa. La idea de encontrarse sola en aquel cuarto miserable le resultaba insoportable en aquellos momentos. Así que se puso a caminar. Deprisa, vigorosamente. Como si, al hacerlo fuera a conseguir librarse del calor que le corría por las venas.

Caminar a aquellas horas de la noche era una temeridad. En el Asentamiento Internacional, las historias sobre secuestros y violaciones estaban a la orden del día, pero aquello no la detuvo esa noche. Habría querido acercarse corriendo al río, escapar de los miles de personas que luchaban por su centímetro cuadrado de aire y de espacio en Junchow. Tal vez allí lograra respirar mejor. Pero ni siquiera Lydia estaba tan desesperada. Sabía de la existencia de las ratas de río, los hombres con un cuchillo y un vicio que satisfacer, de modo que se dirigió colina arriba, por Tennyson Road y Wordsworth Avenue, donde las casas eran seguras y respetables, y donde los perros vigilaban, en sus casetas, cualquier paso furtivo.

Estaba muy enfadada con Chang An Lo, pero más enfadada aún consigo misma. Había consentido que se introdujera bajo su piel, y le había hecho sentir… sentir… ¡Demonios! ¿Sentir qué? Trataba de comprender el remolino de emociones que le oprimía el pecho, pero todas se confundían, se mezclaban, y cuando trataba de tirar de ellas, se aferraban a sus pulmones y a su garganta como alambradas. Le dio un puntapié a una piedra y la oyó rebotar contra el guardabarros de un coche aparcado. En algún lugar ladró un perro. Un coche, una casa, un perro. Con treinta y ocho mil dólares habría podido tener las tres cosas. Por una libra esterlina te daban doce dólares chinos, o eso era lo que Parker le había contado esa noche, más que suficiente para lo que ella necesitaba: dos pasaportes, dos billetes en el vapor de Inglaterra, y una pequeña casa de ladrillo, con baño y suelos de madera, para poder bailar sobre ellos. Y un poco de césped para Sun Yat-sen. Al conejo le encantaría.

Se negó a seguir pensando. Era demasiado doloroso. Ahuyentó aquellas imágenes de su mente, pero no logró librarse tan fácilmente de las de Chang, sus ojos intensos, el susurro de su caricia en el brazo. Aquellos recuerdos perduraban en ella, se extendía por su piel, de un miembro a otro.

Trató de establecer qué había de distinto en él esa noche. Estaba más flaco, sí, pero no era eso. Siempre había sido delgado. No. Era algo en su rostro. En sus ojos, en la curva de su boca. Había visto la misma expresión una vez, en la cara de Polly, cuando atropellaron a su adorado Benji. Era un gesto de dolor constante. No el dolor que había sentido cuando ella le suturaba el pie. Se trataba de algo más profundo. Deseaba saber qué le había sucedido, qué era el causante de aquel cambio tan considerable desde aquel día en la Quebrada del Lagarto, pero al mismo tiempo se había jurado que nunca volvería a hablar con él. Esa noche le había hecho sentir… ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

Mal. Le había hecho sentirse mal consigo misma.

Llegó junto a un par de pilares de piedra y una verja de hierro -fácil de escalar-, y sin abandonar la sombra protectora de un alto seto, que rodeaba la propiedad, corrió ágil, bajo la lluvia, en dirección a la parte trasera de la casa.

– ¡Lydia! ¡Estás empapada! -Los ojos azules de Polly, muy abiertos, expresaban perplejidad, pero su rostro mantenía la calma, y mostraba aún el velo del sueño.

– Siento despertarte, pero tenía que venir a contarte…

Polly tiró de ella, le levantó el vestido para quitárselo por la cabeza, y cuando lo hubo hecho lo escurrió, mientras emitía un gemido lastimero.

– Espero que no se haya echado a perder.

– Bah, Polly, qué más da el vestido. Ya se me mojó la primera vez que lo llevé, y no le pasó nada. Bueno, casi nada. Una o dos manchas de agua en la franja de raso, de modo que unas cuantas más no importan.

Con gran cuidado, Polly colocó el vestido en el perchero.

– Ten, ponte esto -dijo, arrojándole un camisón a Lydia. Era blanco, con unos elefantitos de color rosa estampados en las mangas y el dobladillo. A Lydia le pareció infantil, pero se lo puso para tapar su cuerpo huesudo, flaco. El de Polly, en cambio, era redondeado, suave, lleno de curvas, sus pechos ya crecidos, móviles, mientras que los de Lydia eran poco más que dos platillos vueltos del revés. «Cuando comas un poco, cielo, ya verás cómo te crecen, no te preocupes», le había dicho su madre. Pero ella no estaba tan segura.

Polly se sentó en la cama y dio unas palmaditas a su lado, para indicar a su amiga que se sentara.

– Siéntate y cuéntamelo todo.

Esa era una de las cosas que a Lydia le gustaban de Polly, que era adaptable. No le importaba lo más mínimo que la despertaran en plena noche llamando a su ventana, y se mostraba encantada de abrírsela a su visitante nocturna, que aparecía calada hasta los huesos. Sólo había que trepar hasta el primer piso, algo fácil que Lydia había hecho varias veces ya, por la celosía y el tejado del porche desde el que ya sólo había que dar un pequeño salto hasta el alféizar de la ventana. Por suerte Christopher Mason consentía tanto a sus perros que les permitía dormir en el lavadero cuando llovía, de modo que no había corrido el peligro de perder un pedazo de pierna de un bocado.

– ¿Cómo te ha ido? -le preguntó Polly, emocionada, con un gesto que le hacía parecer más joven-. ¿Te ha gustado?

– ¿Quién?

– Alfred Parker. ¿Quién si no? ¿No es de él de quien has venido a hablarme?

– Ah, sí, claro. De la cena en La Licorne.

– ¿Qué ha pasado?

Lydia tuvo que rebuscar mucho en su memoria.

– Ha sido divertido. Yo he tomado gambas con salsa de ajo -dijo, echándole el aliento a su amiga a modo de prueba-, y filete a la pimienta, y…

– No, no, no hablo de la comida. ¿Qué tal él?

– ¿El señor Parker?

– Sí, tonta.

– Ha sido… amable. -La elección de la palabra sorprendió a la propia Lydia, pero al pensar un poco en ella llegó a la conclusión de que era cierto.

– ¡Qué soso!

– Sí, sí, es más soso que una clase de latín. Cree que lo sabe todo, y quiere que pienses lo mismo que él. Me ha dado la impresión de que le gusta que le admiren.

A Polly se le escapó una risita.

– No seas tonta, Lyd, a todos los hombres les gusta que les admiren. De eso se trata con ellos, básicamente.

– ¿De veras?

– Sí, claro. ¿No te has dado cuenta? Eso es lo que se le da tan bien a tu madre, y por eso los hombres siempre revolotean a su alrededor.

– Yo creía que era porque es guapa.

– Con ser guapa no basta. Tienes que ser lista. -Meneó la cabeza, y el pelo rubio osciló de un lado a otro, mientras esbozaba a sonrisa cariñosa-. A mi madre se le da fatal.

– Pero a mí me gusta tu madre precisamente como es.

– A mí también -reconoció Polly, ufana.

– ¿Están tus padres en la cama?

– No, han ido a una fiesta en casa del general Stowbridge. Tardarán bastante en volver. -Polly saltó de la cama-. Aquí sólo quedan los criados, pero están en sus aposentos, de modo que ¿porqué no bajamos y nos preparamos un cacao?

Lydia se levantó de un salto.

– Sí, por favor.

Salieron del dormitorio, bajaron la escalera y se metieron en la cocina. Lydia se sentía más cómoda allí. Para ser sincera consigo misma, el cuarto de Polly no le gustaba. La ponía tensa. Y era por culpa del comportamiento de su amiga. No había tardado en aprender que no debía tocar nada, absolutamente nada. Si levantaba un cepillo del tocador, o sacaba algún libro de la estantería, Polly se inquietaba al momento y corría a ponerlo de nuevo en el mismo lugar, y en la misma posición exacta. Y con sus muñecas era aún peor. Tenía veintitrés preciosas muñecas en fila, sobre una balda, con las caras de porcelana y vestidos bordados a mano. Si cualquiera de ellas cambiaba un solo dedo, o se le movía un mechón de pelo, ella se daba cuenta y se sentía impulsada a quitarlas todas de su sitio y recolocarlas. Y tardaba siglos.

Lydia se mantenía siempre lo más lejos posible de ellas. Lo raro era que aquellas obsesiones raras desaparecían tan pronto como su amiga abandonaba el dormitorio, y su pupitre, en clase, estaba casi siempre más desordenado que el de Lydia. Era como si en la privacidad de su propia habitación se entregara a sus ansiedades y temores, pero en los demás lugares los mantuviera escondidos y sonriera al mundo. Lydia siempre velaba por que nadie la molestara, ni siquiera el señor Theo.

– Voy un momento a ver cómo está Toby -le dijo su amiga-. No tardo nada.

Y desapareció en el lavadero.

Lydia se asomó al recibidor, arrastrando los pies sobre el suelo pulido hasta que chirriaron, y echó un vistazo al salón, para admirar un instante el gramófono, con su cuerno de latón brillante, con la esperanza de que la fragancia de todo aquel lujo apartara su mente de Chang. Pero no, lo que consiguió fue todo lo contrario. Junto al salón se encontraba la puerta del despacho, que el padre de Polly mantenía siempre cerrada con llave. Sólo por probar Lydia giró el pomo. Y la puerta se abrió.

La habitación estaba en penumbra, pero no se atrevió a encender la luz. Un rectángulo de luz amarilla se recortaba desde la puerta e iluminaba una gran mesa de roble plantada en el centro tras la que se alzaban unos archivadores de madera oscura. En la otra pared colgaba el cuadro de un gran caballo gris con una pata negra, y junto a él, el retrato al óleo de un joven de aspecto nervioso, que debía de ser Christopher Mason en su adolescencia. Pero la atención de Lydia no se fijó en las paredes, sino en un gran libro encuadernado en piel que reposaba sobre la mesa. Tras mirar atrás, para ver si Polly se acercaba, entró en el despacho oscuro y se inclinó sobre él, y leyó la palabra «DIARIO» escrita en relieve dorado sobre la cubierta. Lo abrió y pasó muy deprisa las páginas, hasta llegar a la que correspondía al día del baile, encabezada con su correspondiente fecha: «Sábado, 14 de julio.»

La letra del señor Mason era apresurada y grande, un garabato de tinta negra que costaba leer, y que sin embargo ella devoraba a gran velocidad. «Seis de la mañana: monto a caballo con Timberley. Ocho treinta: reunión para desayunar con sir Edward en la Residencia.» A continuación había algo anotado y tachado con unas líneas gruesas, seguido de «almuerzo con MacKenzie», y de «Willoughby, 7.30». Finalmente, escrito con letra más pequeña, al final de la página, podía leerse: «V.I. en el Club.» Y estaba subrayado.

V.I.

Valentina Ivanova.

De modo que el encuentro no había sido casual.

– ¿Lydia? -la llamó Polly desde la cocina.

– Ya voy -respondió ella, que no obstante revisó las páginas anteriores. V.I. VI. V.I. V.I. VI. Una vez cada mes. Desde enero hasta julio. Se adelantó a las fechas que aún estaban por llegar, y descubrió que había un encuentro programado para el dieciocho de agosto.

– ¿Lyd? -La voz la llamaba desde más cerca.

Cerró el diario de golpe y llegó a la puerta en el instante mismo en que su amiga la empujaba para entrar.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -Los ojos azules de Polly reflejaban su horror-. Todos tenemos prohibido entrar aquí, incluso mi madre.

Lydia se encogió de hombros, pero no respondió nada. Sentía la boca demasiado seca.

Las dos muchachas estaban en la cocina, de pie, soplando sobre sus tazas de cacao humeante, y Polly se reía al oír la historia de Lydia, que le contaba que a Alfred Parker casi se le habían caído los lentes cuando Valentina le pidió que le quitara una miga de pan que había ido a caerle en el cuello. En ese momento se oyó el ruido de una llave en la cerradura de la puerta principal. Polly se quedó helada, pero Lydia reaccionó deprisa. Vertió en el fregadero el chocolate que todavía no se había bebido, metió la taza en un armario y se escondió tras la puerta de la cocina. No tuvo tiempo más que para dedicar una mirada tranquilizadora a su amiga, que parecía presa del pánico. «Por favor, por favor, Polly, piensa con la cabeza.»

– Y no, no creo que el viejo deba… -Christopher Mason se detuvo a media frase. Sus pasos resonaban claramente en los suelos de madera, cada vez más cerca-. Polly, ¿eres tú?

Por un momento, Lydia temió que Polly fuera a quedarse ahí, como un conejo asustado al ver los faros de un coche, pero no fue así; se puso en pie en el momento oportuno y salió al vestíbulo a saludarlo.

– Hola, padre. ¿Lo has pasado bien en la fiesta?

– Eso no importa. ¿Qué diablos haces tú levantada a estas horas?

– No podía dormir. Tenía calor, y sed.

A Lydia, la voz de su amiga le sonaba rara, pero Mason no parecía darse cuenta, y arrastraba las palabras al hablar, claro indicio de las copas de coñac que acababa de tomarse.

– Pobre niña -intervino Anthea Mason-. Déjame que te sirva una limonada bien fría, que te ayudará a…

– No, gracias, ya he bebido.

– Bueno, yo sí tomaré un poco. Tengo un dolor de cabeza atroz.

Unos tacones resonaron en dirección a Lydia.

– ¿Mamá?

– ¿Sí?

– Vamos a sentarnos en el salón. Quiero que me cuentes todo lo que ha sucedido en la fiesta, y qué ropa llevaba la señora Lieberstein esta vez. ¿Ha…?

– Es demasiado tarde para esas tonterías. -Era Mason-. Deberías estar en la cama, mi niña.

– ¡Por favor, por favor!

– No. Y no quiero repetírtelo. Vete a la cama ahora mismo.

– Pero…

– Haz lo que dice tu padre, Polly, sé buena. Mañana ya hablaremos de la fiesta, te lo prometo.

Pausa. Y luego, sonido de pasos en el vestíbulo.

Lydia contuvo el aliento.

La puerta de Polly se cerró, arriba, y el chasquido fue como una señal para los dos adultos, que seguían de pie en el vestíbulo.

– Eres demasiado blanda con la niña, Anthea.

– No, yo…

– Lo eres. Si yo no estuviera aquí, le consentirías incluso que asesinara a alguien. Y no pienso consentirlo. Me desautorizas, ¿es que no lo ves? Tu obligación es asegurarte de que aprenda a comportarse como es debido.

– ¿Como te has comportado tú esta noche, quieres decir?

– ¿Qué es lo que estás insinuando exactamente?

Silencio.

– Vamos, exijo saber qué insinúas.

La respuesta tardó en llegar, y vino precedida de un gran suspiro.

– Sabes perfectamente qué es lo que insinúo, Christopher.

– Por el amor de Dios, mujer. No tengo el don de leer las mentes.

– Esa mujer americana. Esta noche, en la fiesta. ¿Es así como quieres que se comporte Polly?

– Por Dios, ¿así que es por eso? ¿Por eso me has hecho volver pronto a casa? No seas ridícula, Anthea. Esa mujer estaba siendo amable, lo mismo que yo, eso es todo. Su esposo y yo hacemos negocios juntos, y si tú fueras un poco más abierta, un poco mas divertida en estas…

– Os he visto en la terraza, muy «amables» los dos.

La madre de Polly lo dijo en voz baja, pero el bofetón que siguió resonó en todo el vestíbulo, y el grito ahogado, dolorido de Anthea sacó a Lydia de su escondite. Dio un paso al frente y se plantó en el quicio de la puerta, pero la pareja estaba demasiado concentrada en sí misma como para fijarse en ella. Mason estaba echado hacia delante, como un toro, el cuello hundido entre los hombros de su chaqueta arrugada, un brazo extendido, dispuesto a golpear de nuevo. Su esposa se echaba hacia atrás, para alejarse de él y se había llevado una mano a la mejilla, donde la marca roja le llegaba casi a la oreja. Se le había caído el pendiente.

Sus ojos azules, enormes, eran como los de Polly, pero estaban tan llenos de desesperación que Lydia no lo soportó más. Se adelantó, pero llegó tarde. Otro bofetón hizo tambalearse a Anthea. Se sujetó en el paragüero y salió corriendo hacia el salón, cerrando la puerta tras ella. Mason se dirigió hecho una furia hacia el comedor, donde Lydia sabía que guardaban el coñac, y también cerró de un portazo. Lydia se quedó en medio del vestíbulo, temblorosa. Del salón le llegaba un llanto amortiguado, y habría querido entrar, pero era lo bastante sensata como para saber que no sería bienvenida. De modo que subió las escaleras, sin importarle si hacía ruido o no, y regresó a la habitación de Polly.

Una mirada al rostro de su amiga le bastó para saber que había oído al menos parte de lo que había ocurrido abajo. Y la parte que importaba. Mantenía los labios tan apretados que la sangre casi no le llegaba a ellos, y se resistía a mirar a Lydia. Sentada al borde de la cama, se abrazaba con fuerza a una de sus muñecas, y respiraba con dificultad. Lydia se acercó a ella, se sentó a su lado, le tomó una mano y se la estrechó entre las suyas. Polly se apoyó en ella, sin decir nada.

Capítulo 17

Chang seguía en el mismo sitio cuando la muchacha-zorro regresó a la casa calcinada. La había esperado en la oscuridad, seguro de que regresaría antes incluso de lo que ella suponía. La lluvia había cesado, y un gajo de luna brillaba en los ladrillos mojados que lo rodeaban, y se reflejaba en el canto de una de las monedas que ella había rechazado sin pensarlo dos veces. Él sabía lo importante que era el dinero para ella, como también que no sería el dinero lo que la haría volver.

Tan pronto como la chica puso los pies en el umbral, se dio cuenta de que ya no cargaba consigo aquella ira, ni deseaba clavarle una espada en el corazón. Y dio gracias a los dioses por ello. Pero sus miembros parecían pesarle mucho, y el perfil de sus hombros abatidos recordaba al lomo de un camello. Verla así le dolía.

Lydia permaneció de pie junto a la puerta vacía, para que sus ojos se adaptaran a la oscuridad.

– Chang An Lo -llamó-. No te veo, pero sé que estás ahí.

¿Cómo lo sabía? ¿De qué modo captaba su presencia, lo mismo que él captaba la suya? Se apartó del muro y se dejó iluminar por la luna.

– Me honras con tu regreso, Lydia Ivanova. -Le hizo una gran reverencia para darle a entender que no deseaba que entre ellos se alzaran más palabras duras.

– ¿Por qué comunista? -le preguntó ella, sentándose en un bloque de cemento que había formado parte de una chimenea-. ¿Por qué estás tan loco que quieres ser comunista?

– Porque creo en la igualdad.

– Así de fácil.

– Es que es fácil. Son sólo los hombres, con su avaricia, los que lo complican.

Lydia dejó escapar una risotada burlona que lo pilló por sorpresa. Ninguna mujer china emitiría jamás un sonido como aquel en presencia de un hombre.

– Las cosas no son tan fáciles.

– Pueden serlo.

Los mandarines de su mundo occidental le habían llenados cabeza de falsedades y le habían vendado los ojos con la niebla del engaño, y por eso ella veía lo que le decían, y no lo que tenía delante de sus propios ojos. Su lengua se movía deprisa, pero saboreaba sólo la sal de las mentiras. No sabía nada de China, nada que fuera cierto. Se dio la vuelta para volver a acuclillarse junto al muro, los ladrillos sólidos en contacto con su espalda, y se echó hacia delante para verle el rostro con más claridad. Nunca la había visto tan inmóvil, ni había oído su voz tan hueca.

– ¿Sabes -le preguntó con voz amable, para que no se enfadara- que a las mujeres y a los niños siguen vendiéndolos como esclavos? ¿Que unos terratenientes que no viven en el territorio roban a los campesinos la comida de sus mesas y las cosechas en sus campos? ¿Qué el ejército se lleva a los hombres, que abandonan las aldeas y dejan a los débiles y los ancianos morir de hambre en las calles? ¿Sabes todas esas cosas?

Ella lo miró, pero esa noche sus gestos no le decían nada.

– China no va a cambiar -dijo al fin-. Es demasiado graní, demasiado vieja. En la escuela he aprendido que los emperadores han gobernado como dioses durante miles de años. No se puede.

– Sí se puede. -Al pensar en todo lo que quedaba por hacer, sintió que un calor le ardía en el pecho. Quería que ella lo supiera-. Podemos hacer que la gente sea libre, libre para pensar, libre para trabajar a cambio de un salario digno. Libre para poseer tierras. A los obreros chinos se los trata peor que a cerdos. Se los pisotea en el lodo, como escarabajos. Pero los ricos comen en piáis de oro, y en los textos de Confucio estudian cómo ser Hombres Virtuosos. -Escupió al suelo-. Que el Hombre Virtuoso pruebe un solo día de trabajo en los campos, apoyado en sus manos y sus rodillas. Veamos qué le importa más entonces, si la perfección de una palabra en los poemas de Po Chu o un cuenco de arroz en la panza. -Agarró un pedazo roto de ladrillo y lo lanzó contra la pared-. Que se coma su poema

– Pero, Chang An Lo, tú has comido poemas. -Lo dijo serenamente, aunque a él no le pasó por alto la impaciencia que se ocultaba bajo sus palabras-. Tú eres una persona educada, y sabes que la educación es la única manera de avanzar. Tú mismo dijiste que provenías de una familia adinerada, con tutores y…

– Eso fue antes de que abriera los ojos. Vi que mi familia montaba sobre los lomos rotos de los esclavos, y me avergoncé. La educación debe ser para todos. Para las mujeres tanto como para los hombres. No sólo para los ricos. La educación abre la mente al futuro tanto como al pasado.

Pensó en Kuan, con su licenciatura en derecho, tan decidida a abrir las mentes de los obreros que estaba dispuesta a trabajar jornadas de dieciséis horas en una fábrica mugrienta, en la que morían diez empleados al día en accidentes con máquinas, o de agotamiento. La muchacha-zorro no sabía nada de todo eso. Ella era una de aquellas fanqui privilegiadas y voraces que con sus buques de guerra y sus rifles bien engrasados se dedicaban a llevarse grandes pedazos de su país. ¿Qué estaba haciendo con ella? Pedirle que cambiara sus planteamientos mentales era como pedirle a un tigre que renunciara a las rayas de su pelaje.

Se puso en pie. La dejaría allí, con sus monedas esparcidas por el suelo y sus dotes de ladrona. Algún día la pillarían, algún día se descuidaría, por más que él la vigilara.

– ¿Te vas?

– Sí. -Le hizo una reverencia respetuosa y lenta, y sintió que algo se le desgarraba en el pecho.

– No te vayas.

Chang ignoró su petición y le dio la espalda.

– Entonces, al menos, dime adiós. -Lo dijo con voz hueca, como si supiera que él no iba a volver esa vez, y de su garganta escapó un sonido acallado. Le extendió la mano, como hacían los extranjeros.

Se acercó a ella, que seguía sentada sobre el cemento, se inclino para estrechar aquella mano pequeña en la suya, y cuando su cara estuvo más cerca de la de ella, sintió la fragancia de la lluvia en su pelo. Aspiró con fuerza, para que le llegara a los pulmones, y sintió que impregnaba toda su mente, lo mismo que las nieblas que ascendían desde el río impregnaban el cielo nocturno. Su mano reposa en la suya, y no lograba soltarla. La luna se ocultó tras una nube, y dejó de verle la cara, pero siguió sintiendo la calidez de aquella mano.

– ¿Y los extranjeros? -le preguntó Lydia, su voz apenas un susurro en la oscuridad-. Dime, Chang An Lo, ¿qué pretenden hacer los comunistas con los fanqui?

– Muerte al fanqui -dijo, aunque no deseaba la muerte de Lydia más de lo que deseaba la suya propia.

– En ese caso, debo depositar mi fe en Chiang Kai-Chek -concluyó ella.

Lo dijo esbozando una sonrisa. Aunque no la veía con los ojos, lo supo por el sonido de su voz. Aunque dedujo que hablaba en broma, no le gustaba que dijera aquellas cosas, y sintió que una punzada de rabia se posaba en su lengua como una brasa encendida.

– Los comunistas ganarán algún día, Lydia Ivanova, te lo advierto. Vosotros, los occidentales, no veis que Chiang Kai-Chek es un tirano que actúa bajo un nuevo nombre. -Una vez más escupió en el suelo, tras pronunciar el nombre del diablo-. Sólo tiene ansia de poder. Ha proclamado que guiará nuestro país hasta la libertad, pero miente. Y el Comité Central del Kuomintang es un perro que salta cada vez que él agita el látigo. Chiang Kai-Chek causará la destrucción de China. Estrangula cualquier signo de cambio apenas nace, y sin embargo los extranjeros lo alimentan con dólares para que se haga sensato, lo mismo que un emperador alimenta a un tigre con pájaros cantores para que cante.

Le agarraba la mano con tal fuerza que sentía que los dedos de Lydia forcejeaban para liberarse, aunque su rostro no lo reflejara.

– Y eso no sucederá jamás.

– Pero los comunistas son unos asesinos a sangre fría -dijo ella sin retirar la mano-. Cortan la lengua de sus enemigos, y les hacen beber queroseno. Con sus huelgas y sabotajes, interrumpen la producción de las nuevas fábricas e industrias de China. Eso es lo que el señor Parker me ha dicho esta misma noche. Entonces, ¿por qué darles el dinero de mi collar?

– Para que compren armas. Ese Parker retuerce la cola de la verdad.

– No, es periodista. -Meneó la cabeza, y al hacerlo unas gotas de lluvia se desprendieron de su pelo y fueron a aterrizar en la mejilla de Chang, incendiándola-. Él tiene que saber qué pasa, es su trabajo -insistió-. Y cree que Chiang Kai-Chek será el salvador de China.

– Se equivoca. Tu periodista debe de estar sordo y ciego.

– Y también dice que los extranjeros son la única esperanza de futuro para China, si es que el país quiere salir de la Edad de las Tinieblas y modernizarse.

Chang le soltó la mano. La indignación le agarrotaba la garganta al pensar en la arrogancia de aquellos diablos extranjeros, y los maldijo por su avaricia, por su ignorancia, por su dios vengativo, que devoraba todos los demás. Ella le miraba, confundida, con sus ojos dorados. No entendía nada, y jamás lo entendería. ¿Qué estaba haciendo? Chang se retiró deprisa, dejándola a solas con las mentiras del señor Parker, pero sus dedos no atendían las razones de su cabeza, y se sentían más vacíos que un río sin peces.

– ¿Y no te ha contado, Lydia Ivanova, que los extranjeros están amputando los miembros de China? Exigen pagos de reparación por rebeliones pasadas. Seccionan nuestra economía, y nos dejan desnudos.

– No.

– ¿Ni que los extranjeros arrastran la cara ensangrentada de China en las pocilgas con sus derechos extraterritoriales con los que gobiernan en ciudades que nos robaron? Con esos derechos los fanqui ignoran las leyes de China y crean las suyas propias, redactadas para que les beneficien a ellos.

– No.

– ¿Ni que meten la mano en nuestras aduanas y controlan nuestras importaciones? Sus barcos de guerra patrullan por nuestros mares y nuestros ríos como avispas junto a una bandeja llena de mangos maduros.

– No, Chang An Lo. No, no me lo ha contado. -Por primera vez parecía responderle con fuego en la voz-. Pero sí me ha contado que hasta que el pueblo de China no se libere de su adicción al opio, nunca será más que una nación feudal, siempre al servicio de los caprichos de algún señor.

Chang estalló en carcajadas estridentes y ásperas que resonaron entre las paredes rotas.

Lydia no dijo nada, se limitaba a observarlo desde la penumbra, y él no le veía el rostro. Alguna criatura nocturna pasó volando sobre sus cabezas, pero ninguno de los dos alzó la vista.

– Por cierto, tu señor Parker se olvidó de decirte algo más. -Lo dijo en voz tan baja que ella tuvo que echarse hacia delante para oírla y, una vez más, él aspiró el perfume de sus cabellos n medos.

– ¿Qué?

– Que fueron los británicos los que introdujeron el opio en China.

– No te creo.

– Pues es cierto. Pregúntaselo a tu periodista. Lo trajeron en los barcos que llegaban de la India. Cambiaban la pasta negra por nuestras sedas y nuestros tés y especias. Ellos trajeron la muerte a China, y no sólo con sus armas. Eso es tan cierto como que trajeron su dios para que pisoteara los nuestros.

– No lo sabía.

– Son muchas las cosas que no sabes. -Le sorprendió descubrir la tristeza de su propia voz.

En el largo silencio que siguió, Chang comprendió que debía irse, que aquella muchacha no le hacía bien. Tergiversaría sus pensamientos con su astucia de fanqui, y le traería el deshonor. Pero ¿cómo podía alejarse sin arrancarse los puntos que la mantenían cosida a su alma?

– Cuéntame, Chang An Lo -dijo ella, en el momento mismo en que unos faros de coche iluminaban su guarida de ladrillos y la mostraban a ella con la mano aferrada a una moneda, que había debido de recoger del suelo-, cuéntame lo que no sé.

De modo que él se arrodilló frente a ella y empezó a hablar.

Esa noche, Yuesheng se apareció a Chang en sueños. La bala que le había atravesado las costillas y le había desgarrado el corazón ya no estaba ahí, pero el agujero abierto por ella permanecía en su lugar, y su rostro aparecía sano, bien alimentado, tal como él lo recordaba de antes de los malos tiempos.

– Saludos, hermano de mi corazón -dijo Yuesheng a través de unos labios que no se movían. Llevaba una preciosa túnica y se tocaba con una gorra redonda, bordada. Apoyada en el brazo, desecaba un ave de presa encapuchada.

– Me haces un gran honor visitándome antes de que tus huesos reposen en la tierra. Lloro la pérdida de mi amigo, y rezo por que descanses en paz.

– Sí, camino con mis antepasados en campos llenos de grano. Me complace oírlo.

– Pero tengo la boca llena de palabras ácidas, y no podré comer ni beber hasta que las haya expulsado de ella. Deseo oír tus palabras.

– Te arderán los oídos.

– Que ardan.

– Chang An Lo, tú eres chino. Procedes de la gran y muy antigua ciudad de Pekín. No deshonres el espíritu de tus padres ni hagas que la vergüenza recaiga sobre el venerable nombre de tu familia. Ella es fanqui. Es mala. Todos los fanqui traen la muerte y el pesar a nuestro pueblo, y aun así, te tiene los ojos hechizados. Debes ver con precisión, con claridad, en estos tiempos de peligro. La muerte se acerca. Y debe ser para ella, no para ti.

De pronto, acompañada de un borboteo, la sangre negra llenó de nuevo la herida de bala de Yuesheng, una sangre que olía a ladrillo quemado, y de su amigo brotó un sonido agudo. Era el chillido de una comadreja.

Capítulo 18

Theo se acercó a la orilla y profirió una maldición. El río fluía plano, como recién planchado, y la luna, que extendía unos dedos largos sobre su superficie, echaba por tierra sus esperanzas. El barco no vendría. No en una noche como aquélla.

Era la una de la madrugada, y llevaba más de sesenta minutos esperando entre los juncos. La lluvia que había caído antes y los grandes nubarrones proporcionaban el refugio perfecto, una noche negra, cerrada, en la que sólo la luz solitaria, ocasional, de un sampán de pesca destartalado rasgaba el velo de la oscuridad. Pero no había acudido ningún barco. Ni entonces ni ahora. Los ojos se le fatigaban de mirar a la nada. Trató de distraerse pensando en lo que estaba sucediendo a apenas una milla río arriba del puerto de Junchow. Los barcos de costas patrullaban sin cesar, y en una ocasión oyó un disparo de bala que le estremeció.

Se había escondido bajo las ramas colgantes de un sauce llorón, que hundía sus hojas en el agua, entre los cañaverales, y empezó a temer que resultara demasiado invisible. ¿Y si no lo encontraban? La vida, por desgracia, estaba llena de aquellos «y si».

¿Y si hubiera dicho que no? No a Mason, no a Feng Tu Hong. ¿Y si…?

– ¿Señor venir?

El débil murmullo le hizo dar un respingo, pero no vaciló. Aceptó la mano tendida del hombrecillo enjuto, que se encontraba en la barca de remos, y montó en ella. Era un riesgo, pero Theo ya estaba demasiado implicado como para echarse atrás. En un silencio sólo roto por el débil suspiro de los remos en contacto con el agua, viajaron río abajo, pegados a la orilla, buscando la sombra de los árboles. No estaba seguro de la distancia que habían recorrido, ni del tiempo que tardaron, pues de vez en cuando el enclenque barquero chino amarraba el bote entre los juncos hasta que pasara el peligro que le hubiera sobresaltado.

Theo no hablaba. El ruido se propagaba sobre el agua, por el aire sereno de la noche, y no le apetecía lo más mínimo recibir un disparo en la cabeza, de modo que permanecía sentado, inmóvil con las manos apoyadas a ambos lados de la precaria embarcación y esperaba. Como la luna se había apropiado del centro del río, temía que no fuera a producirse el encuentro acordado, pero aquélla era la primera vez, y no quería que saliera mal. La anticipación sabía como un trago de coñac en el estómago, y por más que tratara de sentir repugnancia, no lo lograba. Era demasiado lo que dependía de esa noche. Hundió una mano en el agua para aplacar su impaciencia.

Y de pronto surgió ahí, frente a él, la curva de un gran junco, con la gran vara que, a popa, hacía las veces de timón, y las velas negras a medio enarbolar. Se hallaba, medio oculto por las sombras, en la embocadura de una caleta inesperada, invisible hasta que te acercabas. Theo arrojó una moneda al barquero chino y saltó a bordo.

– Mira, inglés. -El patrón del junco hablaba mandarín, pero con un acento raro y gutural que Theo apenas entendía-. Observa.

Esbozó una sonrisa, una mueca depredadora, de dientes afilados, antes de ensartar dos gambas fritas con la punta de su daga, lanzarlas al aire para que describieran una amplia parábola, y cazarlas al vuelo, con la boca abierta.

Le ofreció el cuchillo a Theo.

– Ahora tú.

El hombre llevaba una chaqueta acolchada, como si hiciera frío, y apestaba a búfalo de agua. Theo seleccionó dos gambas grandes del montón que llenaba el plato de madera que tenía delante, las apoyó en el filo y las lanzó al aire. Una de ellas se introdujo limpiamente en la boca, pero la segunda le golpeó la mejilla antes de caer al suelo. Al instante, una figura gris surgió del interior de una soga enroscada, devoró la gamba y volvió a su lee temporal. Se trataba de un gato. A Theo le llamó la atención pues, en los tiempos que corrían, era una visión atípica. Supuso que debía de vivir permanentemente en el barco, pues si hubiera puesto las patas en tierra, lo habrían despellejado y se lo habrían comido sin darle tiempo a ensuciárselas.

Su anfitrión soltó una carcajada grosera, insultante, dio un puñetazo a la mesa baja que los separaba y apuró el contenido del cuerno del que bebía. Theo lo imitó. El sabor de aquel brebaje resultaba repugnante, pero te daba un picotazo como de serpiente, y al instante sintió que le extraía la vida de sus nervios. Tuvo que bajar la jarra un instante, antes de devolverle la sonrisa al patrón.

– Le pediré a Feng Tu Hong que me sirva tus inútiles orejas en un plato como pago por el trabajo de hoy si no me demuestras respeto -masculló en mandarín, y constató que los ojos estrechos de su interlocutor se abrían, temerosos.

Theo clavó el cuchillo en la mesa y lo dejó ahí, oscilando. Sobre sus cabezas, de un gancho, colgaba una lámpara de aceite, cuya luz, al incidir en el arma, proyectaba una sombra de crucifijo en el regazo de Theo. Tuvo que recordarse a sí mismo que no creía en presagios.

– ¿Cuánto falta para que nos encontremos con el barco? -preguntó.

– Poco.

– ¿Cuándo cambia la marea?

– Pronto.

Theo se encogió de hombros.

– La luna está alta. Los secretos del río puede verlos cualquiera.

– Así, inglés, esta noche veremos si tu palabra vale su peso en lingotes de plata.

– ¿Y si no?

El patrón se echó hacia delante y desclavó el cuchillo de la mesa.

– Si tu palabra no vale más que la promesa de una ramera de callejón, entonces este filo viajará por su cuenta. -Volvió a reírse, y su aliento cargado alcanzó el rostro de Theo-. Desde aquí-dijo, señalándole la oreja izquierda- hasta aquí. -Le acercó la punta a la oreja derecha.

– Esta noche no habrá patrulla. Lo sé de buena tinta.

– Espero que tu lengua no mienta, inglés. O ninguno de nosotros vivirá para ver salir el sol. -Dio otro trago al brebaje, se incorporó pesadamente de su taburete y se alejó por cubierta en silencio.

Un silencio que, por otra parte, brillaba por su ausencia. La embarcación crujía, cabeceaba y gruñía con cada suave embate de una ola, mientras avanzaba río abajo a buen paso. Hasta él llegaba el aroma del agua salada del golfo de Chihli, sentía que su aliento fresco se llevaba el hedor a pescado podrido y queroseno que inundaba el cobertizo de ratán bajo el que aguardaba. Aquella especie de cabaña contaba con un techo curvado, bajo, y el entretejido se veía infestado de insectos que, a intervalos, descendían hasta su pelo, o hasta el plato de gambas fritas. Se fijó en un ciempiés enorme que le subía por la camisa, lo sostuvo con asco y lo arrojó al recipiente del que bebía el patrón.

– ¿No come más?

Era la esposa de su anfitrión, una mujer menuda y tímida, que no alzaba la vista en ningún momento.

– Gracias, pero no. El mar me revuelve el estómago, y no puedo comer nada. Tal vez más tarde, cuando termine todo esto.

Ella asintió, pero permaneció en su sitio. Theo se preguntaba por qué no se iba. Allí, rechoncha, grasienta, con su túnica ancha, el pelo negro recogido en una cola baja, lo observaba todo en silencio, como una gata. A pesar de la espera, la mujer no le dijo nada más. No tenía la menor idea de qué podía querer. ¿Comida? Era improbable, pues cocinaba pescado y arroz en una caldera bajo otro chamizo de ratán, en la proa, donde, a juzgar por su aspecto, se alimentaba bien. Jamás se sentaba a comer con los hombres, porque los chinos consideraban que el acto de ingerir alimentos era feo, y por tanto algo que se hacía en privado, como orinar.

No, aquello no tenía nada que ver con la comida.

– ¿Qué sucede? -le preguntó él cortésmente, y vio que ella tragaba saliva, como si tuviera una espina atravesada en la garganta-. ¿Temes que las armas se disparen esta noche? Yo he prometido que no nos atacarán mientras estemos…

Ella meneó la cabeza, y con sus dedos gruesos se aferraba a las cuentas de ámbar que le rodeaban el cuello, y las retorcía.

– No. Sólo los dioses saben qué sucederá esta noche.

– Entonces, ¿qué es lo que te inquieta?

En cubierta se oyó un grito, y ruido de pasos que corrían por delante del cobertizo. Rápidamente, la mujer se volvió a mirar a Theo. Por primera vez alzó la vista, lo miró, y a él le horrorizó descubrir el sufrimiento que había en ellos.

– Es Yeewai -dijo-. No está a salvo entre estos hombres. Son brutales. Por favor, llévesela al Asentamiento Internacional, donde pueda vivir en paz. Por favor, se lo ruego, señor. -Se acercó tanto a él que hasta Theo llegó el olor a grasa de su pelo, y le acercó una mano cerrada. Al abrirla, cuatro soberanos de oro aparecieron sobre la palma-. Tómelo. Por cuidar de ella. Por favor, es todo lo que tengo.

Observó, nerviosa, en dirección a la abertura del cobertizo, asustada por si volvía su marido, y los ojos de Theo siguieron su mirada. Esperaba ver aparecer en cualquier momento a una joven, a una niña, y ya había empezado a mover la cabeza de un lado a otro, en gesto de rechazo.

– Por favor. -Le tomó la mano y le puso las monedas en ella, antes de volverse y levantar el gato del suelo. Acercó mucho la cara a la del animal, y Theo oyó que de su boca salía un sonido breve, grave, que supuso que sería un ronroneo. A continuación, lo metió en una caja de bambú, que ató con una cuerda para mantener la tapa cerrada, y se la entregó a Theo.

– Gracias, señor -dijo con voz entrecortada y lágrimas en los ojos.

– No -respondió Theo, que quiso desprenderse de la caja pero no lo consiguió, porque la mujer ya había desaparecido. Se encontró en el cobertizo, solo, con una criatura malhumorada que respondía al nombre de Yeewai. «¡Dios santo! Ahora no. Es lo que menos me conviene.» Dejó la caja de bambú sobre el suelo de madera, junto a la soga, y le dio una patada. La respuesta fue un maullido que parecía salir de un horno al rojo vivo, y una garra que se le clavó en el zapato.

El viento soplaba con más fuerza, y la cubierta se movía de modo alarmante bajo sus pies, por lo que tenía que sujetarse de la barandilla de madera, aunque no se lo permitía. Junto a él, el patrón del junco se mantenía firmemente plantado en cubierta, lo mismo que los peñascos que amenazaban con abrir una brecha en el casco si se acercaban más de la cuenta a la costa. Observaban la desembocadura del río, las olas teñidas de plata por la luna, que recortaba también con su luz la silueta de una goleta de dos palos y larga proa oscura. La nave había abandonado sin dificultad la bahía y se dirigía hacia ellos con las velas blancas extendidas, como alas de grulla, en la noche oscura.

– Ahora -balbució Theo entre dientes-. Ahora mediréis el peso de mis palabras.

– Mi vida depende de ellas, inglés -masculló el patrón del junco chino.

El viento se llevó a otra parte su respuesta. De pronto la tripulación hacía descender un pequeño bote con el que echarse al río y a unos cincuenta metros Theo vio que los hombres de la goleta hacían lo mismo. Figuras oscuras intercambiaron susurros apresurados, y luego los dos botes surcaron deprisa las aguas, en dirección al otro, hasta que sus costados se rozaron, como perros que se saludaran. Sobre sus proas se vio pasar una caja. Las dos embarcaciones tardaron apenas diez minutos en regresar a las naves de las que habían salido. Y la caja, finalmente, llegó al cobertizo de ratán cargada en manos furtivas.

Theo no se atrevía a mirarla, de modo que siguió en cubierta, desde donde oyó que el patrón del junco se daba palmadas en los muslos y se reía como una hiena. Mientras remontaban el curso del río, el inglés permaneció en proa, tentado de encender un cigarrillo, aunque no era tan insensato como para hacerlo. Ahora que llevaban el contrabando era cuando el peligro era mayor, y la punta encendida del tabaco podía bastar para delatarlos. Se había dado cuenta de que habían apagado la lámpara de aceite que alumbraba el cobertizo, y surcaban el agua como una sombra oscura. La única luz capaz de traicionarlos era la de la luna. Se llevó un purito turco a la boca y allí quedó, sin encender.

Había decidido confiar en Mason, y en lo más profundo de su corazón, sabía que eso era un error. Si aquel cabrón no cumplía con su parte del pacto, entonces el patrón del junco estaba en lo cierto: ninguno de los dos vería el amanecer.

– Maldito sea -masculló, mordisqueando el puro, sintiendo lo amargo de sus hojas, antes de arrojarlo al mar. La biblia de Mason era el interés propio. Y con ello debía contar Theo.

Mientras avanzaban, el inglés rezaba por que volviera a nublarse.

El bote patrulla surgió de la nada. De la noche. Su motor se puso en marcha de pronto y empezó a perseguirlos desde su refugio detrás de una pequeña ensenada. Con su potente foco iluminaba el junco, y lo rodeaba, levantando altas olas a su paso. La nave chin oscilaba peligrosamente, y dos hombres saltaron por la borda. Theo no los vio, pero oyó el ruido que hicieron al entrar en contacto con el agua. En la locura del momento, se le ocurrió seguir sus pasos, pero ya era demasiado tarde.

Desde el bote patrulla sonó un disparo de aviso, y los agentes de aduanas, con sus uniformes oscuros, parecían dispuestos a volver a usar los rifles.

Theo se metió en el cobertizo, y antes de que los ojos se le acostumbraran del todo a la oscuridad, sintió un cuchillo pegado a la espalda. Nadie dijo nada. No hacía falta. Maldito Mason y sus juramentos: «Nada de patrullas esta noche, chico. Estarás a salvo, te lo juro. Quieren que tú vayas en ese barco.»

– Un rehén, por su propia garantía, supongo.

Mason se había echado a reír, como si Theo acabara de contarle un chiste.

– ¿Vas a culparlos por ello?

No, Theo no podía culparlos por ello.

Se oyó el rasgar de una cerilla, y la lámpara de queroseno volvió a la vida, impregnando el aire con su olor. Para su sorpresa, junto a la luz vio al patrón del junco. El cuchillo lo sostenía la mujer. Su marido mascullaba algo con voz tan ronca y tan áspera que Theo no lo entendía, aunque no le hacía falta. El filo curvo y largo que su anfitrión blandía en la mano derecha no era precisamente para abrir la caja que seguía a sus pies.

– Sha! -le gritó a la mujer-. Mata.

– La gata -dijo sin pensarlo Theo por encima del hombro-. Yeewai. Me la llevaré.

La mujer vaciló apenas una fracción de segundo, pero fue suficiente. Theo se sacó el revólver del bolsillo y apuntó directamente al corazón del capitán del junco.

– Abajo los cuchillos. ¡Los dos!

El patrón quedó inmóvil un instante, y a Theo no le pasó por alto que, con sus ojos negros, calculaba la distancia que le separaba de la garganta del inglés. Fue entonces cuando supo que tendría que disparar. Uno de los dos iba a morir de un momento a otro, y no iba a ser él.

– Patrón, venga deprisa -llamó uno de los grumetes-. Patrón, venga a ver. Los espíritus del río han ahuyentado el barco patulla.

Y era cierto. El sonido del motor se perdía, y la potente luz del foco había desaparecido. La negrura había regresado al cobertizo. Theo bajó el arma, y el capitán, instintivamente, salió a cubierta.

– Era un farol -balbució Theo-. Los agentes del barco patrulla sólo querían que lo supiéramos.

– ¿Que supiéramos qué? -preguntó la esposa en voz baja.

– Que están al corriente de lo que hacemos.

– ¿Y eso es bueno?

– Bueno o malo, no importa. Esta noche, ganamos nosotros.

La mujer sonrió. Le faltaban varios dientes, pero por primera vez se veía feliz.

Junto a la orilla, la cabaña apestaba, y le faltaba el aire, pero Theo apenas se dio cuenta. La noche casi había terminado. Había salido del agua, y no tardaría en encontrarse en su cuarto de baño, y los dedos de Li Mei le limpiarían el sudor de la espalda. Una sensación de alivio inundó su cerebro, y sintió un deseo súbito de propinarle a Feng Tu Kong una buena patada en los huevos. Pero no lo hizo, y se limitó a la reverencia de rigor.

– ¿Ha ido bien? -preguntó Feng.

– Como un reloj.

– Así que esta noche la luna no te ha robado la sangre.

– Como ves, estoy aquí. Tu barco y tu tripulación están a salvo y podrán trabajar una noche más, en una captura más.

Apoyó el pie en la caja que, desde el suelo, los separaba, como si fuera suya y pudiera entregársela o arrebatársela según su antojo. Eso era una ilusión, y los dos los sabían. Fuera, un carro aguardaba, listo para partir.

– El mandarín de tu gobierno es, ciertamente, un gran hombre -admitió Feng cortésmente, inclinando la cabeza.

– Tanto que habla con los mismísimos dioses -replicó Theo, extendiendo la mano.

Feng separó los labios, componiendo lo que pretendía ser una sonrisa, y de un zurrón de cuero que llevaba al cinto extrajo dos saquitos, que entregó a su interlocutor. En los dos entrechocaban las monedas, pero uno pesaba más que otro.

– No olvides cuál es el tuyo -le advirtió Feng en voz baja.

Theo asintió, satisfecho.

– No, Feng Tu Hong, no olvidaré que esto se lo debo al mandarín, te lo aseguro.

– No te enfades.

– No estoy enfadada.

Pero lo cierto es que seguía junto a la ventana, en silencio, muy tensa.

Theo no esperaba aquella reacción.

– Por favor, Mei.

– Sólo serviría para estofarla.

– No seas tan cruel.

– Mírala, Tiyo, es una criatura muy desagradable.

– Cazará ratones.

– Las trampas también los cazan, y no apestan a pelo de camello.

– La bañaré.

– Pero ¿por qué la has traído?

– Se lo prometí a una mujer.

– Le prometiste que te la llevarías. Eso no quiere decir que no puedas comértela.

– Por el amor de Dios, Mei, eso es de bárbaros.

– ¿De qué nos va a servir? Sólo va a comer, a dormir, y a afilarse las uñas en ti. Es fea, desagradable.

Theo se fijó en la gata gris, acurrucada bajo una silla, los ojos amarillos llenos de odio y pus.

Ciertamente, era fea, le faltaba media oreja y tenía la cara magullada y llena de cicatrices. El pelo no le crecía uniformemente, y parecía que no se había lavado en meses.

Theo suspiró, agotado.

– Tal vez espero que cuando esté viejo, feo y achacoso, alguien haga lo mismo por mí.

Sorprendió a Li Mei sonriendo.

– Oh, Tiyo, eres tan… inglés…

Estaba tumbado en la cama, pero no conseguía dormir. La respiración de Li Mei, su aliento dulce, rebotaba en su cuello, y Theo se preguntaba qué estaría soñando, pues los párpados se le movían muy deprisa.

Él no soñaba; la indignación por lo que había hecho le enfriaba y le endurecía el pecho, y le impedía conciliar el sueño. Tráfico de drogas.

Se recordó a sí mismo la razón por la que había arriesgado su vida en el río, montado en aquel barco que no era más que una cáscara de nuez.

Su escuela.

No pensaba renunciar a la Academia Willoughby. No lo haría No podía.

Pero esas excursiones nocturnas iban a terminar pronto. Se lo prometió a sí mismo.

Capítulo 19

Lydia estaba sentada en su pupitre cuando la policía vino a buscarla, terminando de anotar la lista de las riquezas minerales de Australia en su cuaderno de ejercicios. En aquel país parecía haber mucho oro. La señorita Ainsley escoltó al agente inglés al aula, y antes de que abriera la boca Lydia supo que había venido a detenerla a ella. Habían descubierto lo del collar. Pero ¿cómo? El temor a que, por su culpa, acorralaran también a Chang, se apoderó de todo su ser.

– ¿En qué puedo ayudarle, sargento? -preguntó Theo, que parecía casi tan alterado con su llegada como ella misma.

– Me gustaría conversar un momento con la señorita Lydia Ivanova, si es posible. -El policía, con su uniforme oscuro, dominaba toda la clase: sus anchos hombros, sus pies grandes, parecían llenar el espacio que iba del suelo al techo. Era amable, pero se expresaba con contundencia.

El señor Theo se acercó a Lydia y le apoyó una mano en el hombro, y a ella le sorprendió aquella muestra de apoyo.

– ¿De qué se trata? -preguntó al sargento.

– Lo siento, señor, eso no puedo decírselo, pero tengo que llevármela a comisaría para que le formulen algunas preguntas.

Presa del pánico al oír esas palabras, pensó incluso en escapar, aunque sabía que no tenía la menor posibilidad de éxito. Además, las piernas le temblaban con fuerza. Tendría que mentir, y mentir muy bien. Se puso en pie y dedicó al sargento una sonrisa triada, que le obligó a poner en tensión todos sus músculos fanales.

– Cómo no, señor, encantada de poder serle de utilidad.

El señor Theo le dio unas palmaditas en la espalda, y Polly le dedicó una sonrisa. Sin saber cómo, Lydia logró mover las piernas primero un pie, después el otro, punta-talón, punta-talón, mientras se preguntaba si los demás oían los latidos de su corazón.

– Señorita Ivanova, usted estaba en el Club Ulysses la noche en que robaron el collar de rubíes.

– Sí.

– Y la registraron. No le encontraron nada.

– No.

– Me gustaría disculparme por lo indigno de la situación.

Lydia permanecía en silencio, observando, desconfiada. Aquel agente le estaba tendiendo una trampa, estaba segura de ello, aunque no sabía cómo, y por dónde le vendría.

Se trataba del comisario Lacock en persona, y por eso sabía que estaba metida en un lío muy serio. Que la hubieran llevado a la comisaría ya era grave, pero que la hubieran conducido hasta el despacho del comisario, que le hubieran ordenado sentarse a aquella mesa enorme, brillante, la llevaba a verse ya metida en la celda de la cárcel, a escuchar el chasquido de la puerta al cerrarse. Encerrada. Entre cuatro paredes. Cucarachas, pulgas y piojos. Sin aire. Sin vida. Estaba tan asustada que temía soltarlo todo, confesarlo, con tal de librarse de aquel hombre.

– Aquella noche hizo usted una declaración.

¿Por qué no se sentaba el comisario? Seguía de pie, tras el escritorio, con un papel en la mano -¿qué habría escrito en él?-, y la escrutaba con unos ojos grises tan duros que notaba cómo perforaban sus mentiras, una capa tras otra. El monóculo no hacía sino empeorar las cosas. Llevaba un uniforme muy oscuro, casi negro, lleno de trenzas de oro y círculos de plata, muy brillantes, que, según ella, estaban pensados para intimidar. Y sí, a ella la intimidaban, aunque no tuviera la menor intención de permitir que él se enterase. Se concentró en los pelos indómitos que le crecían en las orejas, en las feas manchas que salpicaban sus manos. En los puntos débiles.

– Comisario Lacock, ¿ha sido informada mi madre de que me encuentro aquí? -preguntó en tono altivo. Como la condesa Serova y su hijo Alexei.

El comisario frunció el ceño y se pasó la mano por el escaso pelo.

– ¿Lo considera necesario en este momento?

– Sí, quiero que esté aquí.

– En ese caso iremos a buscarla. -Hizo una seña a un policía joven apostado junto a la puerta, que desapareció al instante. Primer objetivo conseguido. A por el siguiente.

– ¿Necesito un abogado?

El comisario dejó la hoja sobre un montón de papeles, en su mesa. Lydia habría querido leerlo del revés, pero no se atrevía a apartar los ojos de los de Lacock, que la miraban con expresión divertida. El gato con el ratón. Juega antes de atacar. Le sudaban las manos.

– No lo creo, querida. Sólo la hemos hecho venir para que escoja a un hombre en una ronda de reconocimiento.

– Sí, el hombre que describió en su declaración. Al que vio merodear desde la ventana de la biblioteca del Club Ulysses. ¿Lo recuerda?

El comisario esperaba una respuesta, pero el alivio la había dejado sin respiración. Asintió.

– Bien, entonces vamos a echarles un vistazo, ¿le parece?

Lacock se acercó a la puerta y Lydia, para su asombro, descubrió que las piernas le respondían, como si fuera fácil.

Era una habitación sencilla, de paredes verdes y suelos de linóleo marrón. Allí había seis hombres en fila, y todos ellos volvieron sus ojos pardos en dirección a ella cuando entró, flanqueada por dos agentes de policía altos y corpulentos, aunque no tanto como los detenidos, de hombros anchísimos y puños como pedazos de carne. ¿De dónde los habrían sacado?

– Tómese su tiempo, señorita Ivanova, y recuerde lo que le he dicho -la instruyó Lacock, conduciéndola al principio de la fila-. Ojos al frente -ordenó con brusquedad, y Lydia tardó unos segundos en darse cuenta que hablaba con los seis hombres.

¿Qué era lo que le había dicho? Trató de recordarlo, pero la imagen de aquella hilera de hombres silenciosos se lo impedía. No lograba quitarles la vista de encima. Todos eran iguales y, a la vez, muy distintos. Algunos más anchos, o más altos, o más viejos. Algunos malcarados y arrogantes, otros sumisos, destrozados. Pero todos lucían barbas cerradas y pelo alborotado, y llevaban bastas túnicas y botas altas. Dos de ellos se cubrían un ojo con un parche, y uno tenía un diente de oro que, al brillar, la señalaba como un dedo acusador.

– No se ponga nerviosa -le recomendó Lacock-. Camine despacio frente a la fila, y observe las caras con atención.

Sí, claro, ahora recordaba las instrucciones, caminar frente a la fila, no decir nada, volver a pasar por delante. Sí, era capaz de hacerlo. Y luego diría que no era ninguno de ellos. Fácil. Aspiró hondo.

El primer rostro era cruel. Ojos fríos, duros, boca torcida. El segundo y el tercero eran la expresión de la tristeza, rostros demacrados, aire de desesperanza, como si sólo les aguardara la muerte. El cuarto se mostraba orgulloso. Llevaba un parche en el ojo y se mantenía muy erguido, sacando pecho, aunque los rizos grasientos no lograban disimular la gran cicatriz que le dividía la frente. Ése la miró fijamente a los ojos, y ella lo reconoció al instante: se trataba de aquel hombre-oso al que había visto en su calle un día antes del concierto. El que llevaba el dibujo de un lobo aullador en las botas. Era el que había descrito a la policía con la esperanza de distraer la atención de sí misma. Se mantuvo impávida, y siguió con la ronda de reconocimiento, aunque en los dos últimos apenas se fijó. Impresiones de corpulencia, músculo, y una nariz rota. El número seis también llevaba un parche en el ojo, en eso sí se fijó. Tensa, regresó al principio de la fila y volvió a examinarlos a todos.

– Tómese su tiempo -le susurró Lacock al oído.

Iba demasiado deprisa, de modo que trató de calmarse y se obligó a mirar todos los rostros oscuros, serios. En esa ocasión, el número cuatro, el de las botas de lobo, arqueó una ceja a su paso, lo que llevó al comisario a golpearle el hombro con la porra.

– Nada de libertades -dijo, con una voz acostumbrada a la obediencia inmediata-, o vas a pasar la noche en el calabozo.

Cuando Lydia creía que ya había terminado y que podría abandonar aquel cuarto verde, deprimente, la cosa no hizo sino empeorar. El último hombre habló. Era más bajo que los demás, aunque aun así corpulento, y llevaba un parche en el ojo.

– No diga que soy yo, señorita, por favor, no lo diga. Tengo esposa e…

La porra que el sargento sostenía en la mano fue a aterrizar e la cabeza del hombre. La sangre que le salió por la nariz salpicó a Lydia en el brazo, y la manga de la blusa de su uniforme se tiñó de rojo. La sacaron de la sala sin darle tiempo a abrir la boca, pero apenas se encontró de nuevo en el despacho del comisario Lacock, empezó a quejarse.

– Ha sido un acto de brutalidad. ¿Por qué…?

– Créame, he tenido que hacerlo -respondió Lacock sin inmutarse-. Le ruego que nos deje a nosotros hacer el trabajo policial. A estos rusos, si les das la mano, te toman el brazo. Ha recibido órdenes de no decir nada, y las ha desobedecido.

– ¿Son todos rusos?

– Rusos y húngaros.

– ¿Habría tratado del mismo modo a un inglés?

Lacock frunció la nariz, y pareció querer replicar con algún comentario agudo, pero se limitó a formularle la pregunta esperada.

– ¿Ha reconocido a alguno de ellos como el rostro del hombre al que vio merodear por el Club Ulysses?

– No -respondió ella, meneando la cabeza.

– ¿Está segura?

– Sí, absolutamente segura.

Los ojos astutos del comisario la estudiaron atentamente, e instantes después se apoyó en el respaldo de la silla, se quitó el monóculo y le habló con tono preocupado.

– No le dé miedo decir la verdad. No permitiremos que ninguno de esos hombres se le acerque, de modo que no tiene por qué ponerse nerviosa. Hable con libertad. Es el ruso ese de la cicatriz en la frente, ¿verdad? Estoy convencido de que ya lo había visto antes.

Sin previo aviso, el despacho daba vueltas alrededor de Lydia, y el rostro del comisario se alejaba, como metido en un túnel. Oía un fuerte latido en el interior de sus orejas.

– Burford -ordenó Lacock-. Traiga a la muchacha un vaso de agua. Está más blanca que el papel.

Sintió una mano en el hombro que detenía la oscilación involuntaria de su cuerpo; una voz le decía algo al oído, pero ella no lo entendía. Le acercaron una taza a los labios. Dio un sorbo y saboreó el té dulce, caliente. Poco a poco, algo empezó a abrirse paso entre la niebla que nublaba su mente. Era un olor, un perfume. La colonia de su madre. Abrió los ojos. Ni siquiera había sido consciente de tenerlos cerrados, pero lo primero que vieron fue el rostro de su madre, tan cerca que podría haberlo besado.

– Querida -le dijo Valentina, esbozando una sonrisa-. Pero tonta eres…

– Mamá. -Tenía ganas de llorar de alivio.

Su madre la estrechó con fuerza en sus brazos, y ella aspiró el perfume hasta que sintió la cabeza despejada. Cuando Valentina la soltó, pudo sentarse bien y aceptó la taza de té con mano firme Sólo entonces miró al comisario Lacock directamente a los ojos.

– Comisario, la noche en que robaron el collar en el club no vi ninguna cara.

– ¿Qué dice, jovencita?

– Me lo inventé.

– Escúcheme bien, no tiene por qué retractarse sólo porque haya visto una habitación llena de rufianes que le han metido el miedo en el cuerpo. Diga la verdad, y al diablo con el miedo, eso…

– Mamá, díselo.

Valentina la miró y compuso una sonrisa tensa que demostraba su enojo.

– Como quieras, dochenka. -Echó la cabeza hacia atrás, y el pelo formó una onda oscura sobre sus hombros, antes de volver los ojos, muy serios, al jefe de policía-. Mi hija es una mentirosa que debería ser azotada por hacer que la policía malgaste su tiempo. Lo cierto es que no vio ningún rostro en la ventana. La niña se inventa historias para llamar la atención. Le pido disculpas por su mal comportamiento, y le prometo que la castigaré con severidad cuando lleguemos a casa. No tenía ni idea de que se tomarían tan en serio su cuento estúpido. De haberlo sabido, habría venido yo antes para advertirle de que no creyera ni una sola palabra. -Bajó las pestañas un segundo, en una muestra de desesperación materna, y alzó la vista despacio, para clavarla de nuevo en los ojos de Lacock-. Ya sabe usted lo tontas que pueden ponerse las adolescentes. Por favor, discúlpela esta vez, su intención no ha sido la de causar daño. -Se giró para observar a su hija-. ¿Verdad que no, Lydia?

– No, mamá -murmuró ella, haciendo esfuerzos por reprimir la risa.

– Te lo digo en serio. Esta noche te daré unos buenos azotes con la fusta del señor Yeoman.

– Sí, mamá.

– Eres una desgracia para mí.

– Lo sé, mamá, lo siento.

– ¿Qué es lo que he hecho mal, por Dios? Eres una salvaje, y mereces que te encierren en una jaula. Lo sabes, ¿verdad?

– Sí, mamá.

– Muy bien. -Se plantó en medio de la calle, con los brazos en jarras, y miró fijamente a su hija-. ¿Qué voy a hacer contigo? -Llevaba un vestido viejo pero elegante, de lino, color vainilla, que confería a su piel pálida un tono como de seda-. Me alegro de que el comisario te haya reñido como lo ha hecho. Tenía toda la razón. ¿No crees?

– Sí, mamá.

De pronto, Valentina se echó a reír, y besó a Lydia en la frente.

– Qué mala eres, dochenka -le dijo, rascando los nudillos de su hija con su bolso de mano-. Vuelve al colegio ahora mismo y no vuelvas a dar motivos para que me llamen de la comisaría. ¿Me oyes?

– Sí, mamá.

– Sé buena, mi cielo. -Valentina volvió a reírse, y extendió la mano para parar un rickshaw-. A la redacción del Daily Herald -le dijo al porteador tras subirse al vehículo, dejando a Lydia sola al pie de la cuesta que conducía al colegio.

Pero no volvió, y se fue a casa. Se sentía demasiado aturdida. Le daba miedo haber estado a punto de señalar al número uno, al hombre de la mirada dura, y decir: «Es él. Ése es el rostro que vi desde la ventana. Él es el ladrón.» Todo habría sido tan fácil. El comisario Lacock habría estado contento, y no enfadado.

Se sentó a la sombra, sobre las losas del patio, y dio a Sun Yat-sen unas tiras de col que le quitó a la señora Zarya. Le rascó la cabeza, como a él le gustaba, y le acarició las orejas peludas. Lo envidiaba por ser capaz de hallar la felicidad más absoluta en unas hojas de col. Aunque, por otra parte, lo comprendía. Valentina había llevado a casa, la noche anterior, una caja de bombones Lindt, una caja grande, blanca y dorada, y se habían comido los pralinés y los cucuruchos de trufa para desayunar. Había sido como volar hasta cielo. No había duda de que Alfred era generoso.

Dobló las rodillas, se las arrimó al pecho, y hundió la cara en ellas. Sun Yat-sen se levantó apoyándose en las patas traseras, le puso una de las delanteras en la pantorrilla y le acercó la nariz al pelo, mientras ella le acariciaba el lomo y se preguntaba hasta donde era capaz de llegar una persona para conservar el amor de alguien. Alfred estaba enamorado de su madre, de eso se habría dado cuenta hasta el más necio. Pero ¿qué sentía Valentina por él? No era fácil decirlo, porque su madre nunca hablaba de lo que le pasaba por la cabeza. Con todo, Lydia creía que no podía amarlo ¿O sí?

Lydia siguió pensando en todo aquello hasta que el sol desapareció por completo tras la línea de los tejados, pensando en lo que significaba exactamente ser amada y protegida. Entonces abrazó al conejo y lo estrechó con fuerza en sus brazos, la mejilla apoyada en su carita blanca. Al animal no parecía importarle lo que le hiciera; ésa era una de las cosas que le encantaban de él, que se dejaba coger y apretujar sin quejarse nunca. Le besó la naricilla rosada y decidió soltarlo en el patio, con la esperanza de que la señora Zarya no se diera cuenta, y dejarlo ahí un rato antes de subir a la buhardilla y sacar un pañuelo anudado que guardaba bajo el colchón.

Llevaba el pañuelo bien guardado en el bolsillo mientras avanzaba por el viejo barrio chino. Iba deprisa, porque no quería encontrarse a Chang en una de aquellas callejuelas empedradas, aunque, de momento, lo único con lo que se encontraba era con miradas frías, hostiles, y con palabras susurradas que despertaban en ella el deseo contrario, es decir, que Chang estuviera a su lado. Le molestaba no saber dónde vivía, pero hasta el momento no se había atrevido a preguntárselo, a rasgar aquel manto raro de secretismo bajo el que se ocultaba. La próxima vez que se vieran, lo haría.

¿La próxima vez? El corazón le latió con más fuerza.

Había cristales rotos sobre los adoquines de Copper Street, y a nadie parecía importarle. Un joven que llevaba una vara larga al cuello, de cuyos extremos colgaban sendas cestas, pasó junto a Lydia, dejando sus huellas de sangre marcadas en el suelo, pero la mayoría de gente caminaba pegada al otro muro, y apartaba la vista. Sólo los porteadores de los rickshaws debían pasar sobre los vidrios. Los que calzaban sandalias de esparto eran afortunados; los que iban descalzos, no lo eran tanto.

Lydia contemplaba con horror la entrada de la tienda del señor Liu. O lo que quedaba de ella, pues el local se había convertido en un hueco desnudo. Todo estaba hecho añicos: el escaparate, los biombos de madera roja, los rollos y grabados, e incluso la puerta el marco que, destrozados, reposaban en el suelo. La cerería y la tienda del vendedor de hechizos, contiguas a aquélla, estaban intactas, abiertas, como de costumbre, por lo que era evidente que quien lo había hecho sabía a quién quería atacar: al señor Liu. Entró en lo que quedaba de la casa de empeños, pero el lugar ya no era oscuro ni misterioso. El sol lo iluminaba todo, mostraba los estantes abigarrados a los transeúntes, y Lydia sintió lástima por el lugar. Ella sabía muy bien lo importantes que eran los secretos. En el centro del espacio, el señor Liu estaba sentado, inmóvil como una piedra, en uno de sus taburetes de bambú. Apoyada sobre las rodillas tenía la espada del Bóxer que hasta ayer colgaba de la pared. Su filo estaba ensangrentado.

– Señor Liu -le preguntó en voz baja-. ¿Qué ha pasado?

El hombre alzó los ojos hacia ella, y Lydia se dio cuenta de que habían envejecido mucho, mucho.

– La saludo, señorita. -Su voz era como un rasguño débil sobre una puerta-. Lo siento, pero hoy está cerrado.

– Cuénteme, ¿qué ha ocurrido aquí?

– Han venido los diablos. Querían más de lo que podía darles.

A sus pies, los joyeros estaba rotos y vacíos. Lydia sintió un atisbo de alarma. Los estantes parecían intactos, pero las cosas de valor habían desaparecido.

– ¿Quiénes son esos diablos, señor Liu?

Él se encogió de hombros y cerró los ojos. Perdió de vista el mundo. Lydia se preguntaba a qué espíritus interiores estaría invocando. Pero lo que más le desconcertaba era que nadie hiciera nada para limpiar todo aquello. Decidió tomar la iniciativa, y franqueando el lugar que hasta hacía poco ocupaba el biombo taraceado, y que ahora yacía tirado en el suelo, cogió la tetera y la colocó sobre el fogón de atrás. Preparó un té de jazmín para los dos, y se lo llevó en una bandeja. El señor Liu seguía con los ojos cerrados.

– Señor Liu, aquí tiene algo que templará su corazón.

Los labios del chino esbozaron algo parecido a una sonrisa, y abrió los ojos.

– Gracias, señorita. Es usted generosa y respetuosa con un pobre viejo.

Hasta ese momento Lydia no se percató de que le habían cortado la larga coleta que bajaba por su espalda, y que estaba tirada en el suelo, lo mismo que la barba larga y esponjosa, reducida ahora a una pelusa gris. Lo indigno de aquel acto pudo con ella. Le parecía mucho peor que el ataque a la tienda. Muchísimo peor.

Acercó el otro taburete al anciano y se sentó en él.

– ¿Por qué no acude nadie en su ayuda? -La gente pasaba por delante, pero todos miraban hacia el otro lado.

– Tienen miedo -respondió él, que, indiferente, dio un sorbo al té caliente-. Y no les culpo.

Lydia observó la espada, la sangre que se tornaba marrón. El ataque debía de haberse producido poco antes de su llegada, porque una parte del filo aún brillaba.

– ¿Quiénes son los diablos?

El silencio se posó en la tienda, junto con el polvo y los cristales rotos, mientras el señor Liu respiraba despacio, repetidamente, en bocanadas largas y lentas.

– Eso es mejor que no lo sepa -respondió al fin.

– Quiero saberlo.

– En ese caso es usted una insensata, señorita.

– ¿Han sido los comunistas? Necesitan dinero para comprar armas, según dicen.

El anciano la miró, sorprendido.

– No, no han sido los comunistas. ¿De dónde saca esas cosas una extranjera como usted?

– No sé, se dice por ahí, se comenta.

El señor Liu la observaba con dureza.

– Vaya con cuidado, señorita. China no es como otros lugares. Aquí rigen otras reglas.

– Entonces, ¿quiénes son los diablos que crean esas reglas? ¿Esas reglas que permiten destruir las tiendas y llevarse el dinero? ¿Dónde está la policía? ¿Por qué no…?

– Nada de policía. No vendrán.

– ¿Por qué no?

– Porque les pagan para que no vengan.

Lydia sintió un escalofrío, a pesar del té. El señor Liu tenía razón: ése no era su mundo. La policía china no era como el comisario Lacock. El jefe de la policía del Asentamiento Internacional, que hacía apenas un par de horas había sido objeto de todo su desprecio, se le aparecía ahora como un personaje razonable y honrado. Alguien respetado, que infundía confianza. Deseó que se personara allí al momento, con su monóculo y su voz autoritaria, y lo solucionar todo. Pero ésa no era su jurisdicción. Eso era el Junchow chino. Siguió ahí sentada, en silencio, un silencio que duró tanto que a Lydia le sobresaltó un poco ver que el señor Liu alzaba la espada con una mano.

– He herido a uno -dijo al fin.

– ¿Gravemente?

– Bastante.

– ¿Dónde?

– Le he rebanado el tatuaje del cuello. -Lo dijo con sereno orgullo.

– ¿El tatuaje? ¿Qué clase de tatuaje?

– ¿Qué mas le da a usted?

– ¿Era una serpiente? ¿Una serpiente negra?

– Tal vez.

Pero ella estaba segura de haber dado en el clavo.

– He visto uno.

– Entonces aparte la vista, o la serpiente negra le morderá el corazón.

– Pertenece a una banda, ¿verdad? A una de las tríadas. He oído hablar de esas hermandades que extorsionan a…

Él se llevó un dedo ganchudo a los labios.

– No hable siquiera de ellos. No si quiere conservar esos preciosos ojos que tiene.

Despacio, Lydia dejó la tacita en la bandeja laqueada que reposaba en el suelo. No quería que el señor Liu le viera la cara; sus palabras la habían asustado.

– ¿Qué piensa hacer? -le preguntó.

El anciano blandió la espada, y de un golpe certero partió la bandeja en dos. Lydia se puso en pie de un salto.

– Les pagaré -musitó-. Encontraré los dólares en alguna parte, y pagaré. Es el único modo de que mi familia tenga un plato caliente en la mesa. Esto ha sido sólo un aviso.

– ¿Quiere que le ayude a recoger los cristales y a…?

– No. -Lo dijo con brusquedad, como si ella se hubiera ofrecido a cortarle los pies-. No, pero gracias, señorita.

Ella asintió, pero no se movió de su sitio.

– ¿Qué quiere, señorita?

– He venido a hacer negocios.

El señor Liu escupió en el suelo.

– Hoy no quiero saber nada de negocios.

Fue como si una llave hubiera hecho girar una cerradura; sus ojos apagados brillaron, y en algún lugar encontró su sonrisa de comerciante.

– ¿Puedo ayudarla? Lamento el estado en que se encuentra todo, pero… -se fijó en el colgador que había al fondo de la tienda- las pieles siguen estando en un estado excelente. Y a usted siempre le han gustado las pieles.

– Nada de pieles. Hoy no. Lo que quiero es desempeñar el reloj de plata que le traje la última vez. -Se llevó la mano al bolsillo donde guardaba el pañuelo-. Tengo dinero.

– Lo siento, ya está vendido.

Lydia no pudo evitar mostrar su decepción, lo que sorprendió al anciano, que estudió su rostro atentamente.

– Señorita, hoy ha sido usted buena con un viejo, cuando ningún compatriota suyo le miraba siquiera. De modo que se ha ganado, a cambio, que yo sea amable con usted. -Se acercó a la cocina negra y cogió un recipiente marrón, esmaltado, del estante en el que guardaba los tarros de té.

– Tome -le dijo-. ¿Cuánto le pagué por el reloj?

Ella no creyó ni por un instante que lo hubiera olvidado.

– Cuatrocientos dólares chinos.

El hombre alargó una mano frágil, parecida a la garra de un pájaro.

Ella se sacó del bolsillo el pañuelo con el dinero, y lo depositó en aquella mano. Los dedos del señor Liu se cerraron rápidamente a su alrededor. Lydia recogió el envoltorio de fieltro y, sin siquiera mirar lo que contenía, se lo guardó en el bolsillo.

El anciano parecía más animado.

– Señorita, usted trae consigo el aliento de los espíritus de fuego. -La observó un instante, y ella, complacida, se pasó un mechón de pelo cobrizo por detrás de la oreja-. Se arriesga viniendo aquí, pero los espíritus del fuego parecen protegerla. Es una de ellos. Pero la serpiente no teme el fuego, le encanta su calor, por lo que debe mirar dónde pisa.

– Lo haré. -Mientras se abría paso entre los escombros, se volvió para mirar atrás-. El fuego puede devorar serpientes- dijo-. Ya lo verá.

– Aléjese de ellas, señorita. Y de los comunistas.

Aquel último comentario la sorprendió.

– ¿Es usted comunista, señor Liu? -le preguntó sin saber porqué, como movida por un impulso.

El rostro del señor Liu apenas cambió, pero Lydia sintió que una puerta se cerraba de golpe entre los dos.

– Si fuera lo bastante insensato como para apoyar a los comunistas y a Mao Tse-Tung -dijo en voz más alta, como si estuviera hablando con alguien de la calle-, merecería que me cortaran la cabeza, la ensartaran en una estaca y la clavaran en una pared bien visible, para que el mundo entero la cubriera de inmundicia.

– Claro -zanjó ella.

El señor Liu le hizo una reverencia, no sin antes esbozar una amplia sonrisa, sólo para ella.

Capítulo 20

Tal vez estuviera muerto. Por ella, Chang ya podía estar muerto. Las palabras resonaban en su mente como una de aquellas malditas campanas de bronce de alguno de sus dioses, cuyas vibraciones la desesperaban. Podían haberle dado caza, haberlo abatido, como al señor Liu, que a ella no le importaba lo más mínimo.

Desanduvo sus pasos por la ciudad vieja, a toda prisa, buscando con la mirada la señal de la Serpiente Negra entre la multitud ruidosa que atestaba las callejuelas. En una esquina se tropezó con un cuentacuentos que, desde su cabina, mantenía hechizadas a las personas que se habían congregado a su alrededor, y que se sentaban en bancos de madera.

Una de ellas alzó la vista y la miró como si la conociera. Lydia estaba segura de que no había visto nunca antes a aquel hombre. Llevaba el cuello envuelto en un pañuelo, y ella habría querido arrancárselo para ver qué había debajo. ¿El dibujo de una serpiente? ¿La sangre de la herida causada por el sable del señor Liu? La mirada silenciosa pareció seguirla calle abajo, y Lydia aceleró el paso. Dejó atrás el arco antiguo y enfiló el Strand, ya en el Asentamiento.

La biblioteca. Allí estaría fresca. Segura. A los chinos no se les permitía la entrada.

Cuando llegó al edificio de piedra ornamentada, con sus ventanales góticos y su acceso abovedado, le faltaba la respiración. Se encontraba en el centro del Asentamiento Internacional, a un lado de la plaza central y, al entrar estuvo a punto de olvidarse de saludar a la señora Barker, que controlaba el acceso desde su mesa. Se apresuró a internarse en uno de los muchos pasillos largos y tenuemente iluminados, separados por estantes y más estantes, alto hasta el techo y llenos de libros, y no paró hasta llegar al fondo, como un zorro que buscara su guarida.

Aspiró hondo. Con dificultad. No controlaba la situación. Los pulmones se negaban a llenarse de aire, y las rodillas le temblaban al compás de los latidos del corazón. «Chang An Lo, ¿dónde estás?»

Era un ataque de pánico. Puro y duro. La mera idea la enojaba. Y el enojo ya era una ayuda. El enojo, que empezó a abrirse paso a codazos entre ideas frenéticas de serpientes y espadas que se arremolinaban en su cerebro. Al fin sintió que algo de aire llegaba hasta allí, y que empezaba a pensar con claridad.

Por supuesto que no estaba muerto. Por supuesto que no. Si lo estuviera, ella lo sentiría. Estaba segura de ello. Pero debía encontrarlo, advertirle.

El hombre que escuchaba al cuentacuentos no era uno de ellos. Claro que no. La había mirado porque no le gustaba encontrar a diablos extranjeros en el barrio chino. Nada más.

«Claro que no. Por supuesto que no. No seas absurda.»

Se sentó en el suelo enlosado, fresco, y apoyó la cabeza en un sólido estante lleno de sólidos libros ingleses. No tenía ni idea de qué libros eran, pero le gustaba el contacto de su cuerpo con ellos. La consolaban de un modo extraño, que no comprendía.

Cerró los ojos.

– Ya es hora de irse, Lydia.

La muchacha parpadeó, cegada por la luz, y se puso en pie de un salto.

– ¿Te has quedado algo adormilada, querida? Supongo que habrás estado trabajando mucho. -La señora Barker tenía un rostro amable, la nariz cubierta de pecas grandes, como gotas de lluvia, y a veces le regalaba algún caramelo-. Cerramos en diez minutos.

– No tardaré -dijo Lydia, que se alejó corriendo hasta otro pasillo.

La cabeza le pesaba más que el plomo. Sus pensamientos todavía se nutrían de retazos de los sueños violentos que la habían asaltado al quedarse dormida, pero reconoció al instante al hombre que tenía frente a ella. Quería coger un libro de uno de los estantes altos, y no se había dado cuenta de su presencia. Lydia se fijó en el título de la obra: Fotografía: El desnudo femenino.

– Hola, señor Mason. No sabía que le interesara la fotografía.

Mason se sobresaltó, y estuvo a punto de soltar el ejemplar, pero casi al momento recobró la compostura y volvió la cabeza, despacio. Su expresión era amable, pero el traje oscuro le daba un aire autoritario y distante.

– ¡Vaya! No esperaba encontrarte aquí, Lydia. Estoy muy sorprendido. ¿No deberías estar en casa haciendo los deberes?

– He venido a buscar unos libros.

– Pues date prisa. La señora Barker quiere cerrar.

– Sí, ahora voy.

Pero pasó los dedos, lentamente, por una hilera de libros de poesía que le quedaban delante, esperando a ver si el señor Mason dejaba el libro de fotografía en su sitio, como, en efecto, hizo.

– ¿Sabe lo que de verdad me apetecería, señor Mason? -Ni siquiera se molestó en mirarle a los ojos.

– ¿Qué?

– Un helado.

Su interlocutor logró esbozar una sonrisa.

– Entonces permíteme que te invite a tomarlo, Lydia.

Había empezado a llover de nuevo, una lluvia fina y afilada, cuando aún no había llegado a casa. En la buhardilla encontró a su madre, que se preparaba para salir esa noche, y sintió una punzada de decepción. Ah, sí, el empleo nuevo. Por un momento lo había olvidado. El trabajo como bailarina. Con él pagaría el alquiler y, además, era lo que quería, ¿no? De modo que no debía quejarse, aunque tampoco le apetecía quedarse sola. Esa noche no. Valentina tenía mucha mano haciéndose nuevos peinados, y los ojos le brillaban de impaciencia.

No podía ser sólo por el trabajo.

– ¿Va a venir Alfred esta noche también? -Lydia recogió del suelo una de las horquillas de su madre y despegó dos largos pelos negros de ella, que se enrolló en un dedo.

Su madre tarareaba un fragmento de la Quinta Sinfonía de Beethoven, pero se calló para aplicarse el carmín en los labios que Lydia tanto le gustaba.

– Sí, cielo, va a pasar a recogerme. -Volvió la cabeza a un lado y a otro, frente al espejo, para ver el resultado-. Viene al hotel siempre que trabajo, y compra todos mis bailes. Es un amor.

– Qué ilusa eres, mamá.

– No seas ridícula -replicó su madre-. Nos está ayudando. ¿De dónde te crees que ha salido la cena de esta noche? -Señaló un gran pedazo de pastel de carne que reposaba en una fuente, junto a un melón y a una barra de pan francés-. Deberías estar agradecida.

Lydia no dijo nada, se sentó a la mesa y abrió uno de los libros de poesía que había sacado de la biblioteca. Hojeó sus páginas y, como si acabara de ocurrírsele, dijo:

– ¿Por qué no le invitas a subir un momento? Quiero darle las gracias personalmente.

Valentina dejó de empolvarse el cuello. Volvía a llevar el vestido azul marino, el que Alfred le había dicho que tanto le gustaba, pero Lydia estaba segura de que, a él, una tela de saco y un poco de ceniza le habrían parecido bien si las hubiera llevado su madre.

– ¿Por qué? -preguntó, desconfiada-. ¿Qué estás tramando?

– Nada.

– Tú siempre tramas algo, dochenka. Mira si no esta tarde, con el comisario. Te hablaba en serio cuando te he dicho que eres tan salvaje que merecerías unos buenos azotes.

– Lo sé, mamá.

Valentina se puso un collar de esmalte.

– ¡Qué bonito, mamá! ¿Es nuevo?

– Mmmm.

– Me portaré mejor, ya lo verás. Invita al señor Parker a casa antes de que os vayáis, por favor.

Valentina se pasó un dedo por la mandíbula, como buscando algún defecto.

– Supongo que tienes razón.

Alfred Parker sonrió a Lydia.

– ¡Qué bien!

Llevaba un traje elegante, gris marengo, y se había untado algo brillante en el pelo, que resplandecía. Por primera vez, a Lydia le pareció bastante aceptable. Lástima lo de las gafas. Estaba tomándose el vodka que ella le había servido, y ni siquiera comentó que lo había hecho en una taza. Lydia había vuelto a sentarse a la mesa, con su libro de poemas.

– ¿Tienes muchos deberes?

– Sí.

Se acercó más a ella y se fijó en el libro. El chaleco le olía a tabaco.

– Veo que es Wordsworth.

– Sí.

– ¿Te gusta la poesía?

– Sí.

– Ah.

– Lydochka -intervino Valentina, con una voz educada en exceso-. Creo que querías decirle algo a Alfred.

– Sí.

El invitado esbozó otra sonrisa.

Lydia aspiró hondo.

– Siento haberme portado mal con usted, y quiero agradecerle lo amable que es conmigo. -Miró el collar de su madre-. Con nosotras. Y por eso quiero entregarle esto.

Lo dijo más deprisa de lo que había ensayado mentalmente. Le alargó el pequeño envoltorio de fieltro, atado con el lazo rojo que había sacado de la sombrerera de Sun Yat-sen. Alfred parecía impresionado.

– Lydia, querida, no necesito ningún regalo, en serio.

– Quiero que lo tenga.

Incluso su madre parecía complacida.

– Gracias, qué bien -dijo, mientras aceptaba el regalo y, algo azorado, le daba un beso en la mejilla. Lydia sintió la aspereza de su barba en la piel. Cuidadosamente, Alfred tiró de la cinta y desenrolló la tela, sin duda esperando alguna baratija casera. Cuando vio el reloj de plata brillar en la palma de su mano, su rostro empalideció del todo, y tuvo que sentarse en el sofá.

Fue Valentina la que habló.

– Por Dios, pequeña, ¿de dónde diablos lo has sacado? Es precioso.

– De una casa de empeños.

Alfred Parker manipulaba el reloj, abría y cerraba la tapa, le daba cuerda, ajustaba las manecillas, parecía no cansarse nunca de tocarlo. Sin apartar la vista de él ni un segundo, dijo, emocionado.

– Es el mío.

– Sí.

– ¿Y cómo has sabido en qué casa de empeños estaba?

– Porque fui yo quien lo llevé ahí.

Valentina dedicó a Lydia una mirada asesina por encima del hombro de Alfred, y giró las dos manos, como si quisiera retorcerle el pescuezo.

Despacio, Alfred alzó la vista y la concentró en la muchacha, comprendiendo al fin.

– ¿Me lo robaste tú?

– Sí.

Parker meneó la cabeza.

– ¿Me estás diciendo que me robaste el reloj de mi padre?

– Sí.

Se llevó una mano a la boca, para reprimir las palabras que estaban a punto de salir de ella.

– Claro, por eso me preguntaste si era de mucho valor.

Lydia se sentía peor de lo que esperaba. Le había devuelto el reloj. Entonces, ¿por qué no se iba? ¿Por qué no se iba a bailar?

Pero no, Alfred se puso en pie y se acercó a ella, tanto que le veía los pelos de la nariz.

– Eres una niña muy, muy mala -le dijo con voz tensa, como si le doliera algo-. Rezaré por tu alma. -Con una mano sujetaba el reloj, mientras con la otra se aferraba a la mesa. Se notaba que habría querido decir muchas más cosas, pero no lo hizo.

– Ahora lo ha recuperado -musitó Lydia, sin bajar la mirada-. El reloj de su padre. Creía que se alegraría.

Sin decir nada, Alfred dio media vuelta y abandonó la buhardilla.

– Dochenka, ¡qué tonta eres! -le susurró Valentina-. ¿Qué has hecho?

Eran más de las doce cuando Lydia oyó regresar a su madre. Sus pasos en la habitación silenciosa y oscura resonaron con fuerza, los altos tacones repiquetearon sobre la tarima, pero Lydia siguió en la cama, de cara a la pared, fingiendo estar dormida. Se negó a abrir los ojos incluso cuando Valentina retiró la cortina y se sentó al borde de la cama, donde permaneció largo rato. Sin decir nada. Pero Lydia oía su respiración irregular, el roce los dedos sobre la falda, como si éstos se movieran tan deprisa como sus pensamientos. El reloj de la iglesia dio las doce y media, y tras lo que pareció una eternidad, la una. Sólo entonces Valentina le habló.

– Tienes suerte de seguir en este mundo, Lydia Ivanova. Tal vez Alfred no te haya despellejado viva, pero ha estado a punto de hacerlo. Me asustas. -Lydia habría querido taparse los oídos, pero no se atrevía a moverse-. He conseguido que se calmara. -Su madre suspiró-. Pero estas cosas no me hacen ninguna falta. Y dos veces en el mismo día. Primero la comisaría, y ahora el reloj. Me parece que te has vuelto loca, Lydia.

El silencio regresó largo rato, y ella albergó la esperanza de que Valentina le hubiera dicho todo lo que tenía que decirle. Pero se equivocaba.

– Todo han sido mentiras, ¿verdad? -Su madre esperaba una respuesta, pero como Lydia seguía sin hablar, prosiguió-. Me has mentido sobre la procedencia del dinero. Cuando pienso en ello veo muchas mentiras. Como cuando me dijiste que la señora Yeoman te daba dinero por los recados que le hacías, o que habías encontrado un monedero en la calle, o que habías ayudado a alguien a hacer los deberes a cambio de una ayuda. Y nunca has ayudado al señor Willoughby en la escuela por una paga, ¿verdad? Todo el dinero salió del reloj de Alfred. Eres mala. Eres una ladrona.

Valentina aspiró hondo, mientras Lydia sentía que se asfixiaba.

– Debes parar. Parar ya. O acabarás en la cárcel. Y eso no pienso consentirlo. No debes robar nunca más. Ni una vez más. Nunca. Te lo prohíbo.

Sus palabras subían de tono. Bruscamente, se levantó de la cama, y Lydia volvió a oír los pasos, y una vela parpadeó en el cubículo de su madre. Sintió náuseas al escuchar el golpe seco de una botella contra el borde de una taza. Acurrucada, hecha un ovillo, se cubrió con la sábana y se mordió los nudillos hasta que le dolieron. Su madre la odiaba. Le había dicho que era mala. Pero, si no hubiera sido mala, llevarían tiempo muertas de hambre en cualquier alcantarilla. ¿Qué era lo que estaba bien, entonces? ¿Qué era lo que estaba mal?

¿Ayudar a los comunistas estaba bien o mal?

Entre dientes, se puso a recitar el poema de Wordsworth que había aprendido esa tarde, mientras hacía los deberes de clase, para dejar de pensar en las palabras que inundaban su cabeza. «Vaga solo, como una nube…» Pero ¿qué sabía una nube de la soledad?

Capítulo 21

Chang casi no oyó los pasos tras él, porque Lydia se acercó en absoluto silencio. Con la astucia de un zorro. Sin embargo, supo que estaba ahí, con la misma certeza con que sabía de los latidos de su propio corazón. Dejó de observar el río y se volvió para mirarla. Su visión le hizo sentir un dulce cosquilleo en las venas. No llevaba sombrero, y los cabellos eran una cascada de cobre ondulado, encendido de sol, pero en sus ojos habitaban las sombras. Parecía más frágil que nunca.

– Esperaba encontrarte aquí -le dijo, tímida. Señaló la quebrada, la estrecha franja de arena en la que le había suturado el pie-. Es un lugar tan tranquilo, tan hermoso… Pero si has venido para estar solo…

– No, por favor. -Chang le hizo una reverencia y alargó la mano, invitándola a quedarse-. Esto era un desierto antes de que llegaras.

Lydia le devolvió la reverencia.

– Es un honor.

La muchacha-zorro empezaba a comportarse a la manera china. La alegría que sintió al constatarlo le pilló por sorpresa.

Lydia se sentó sobre una roca plana, acarició su superficie gris, tibia de sol, y observó a una lagartija que se ocultaba velozmente en una grieta.

– Tengo que advertirte de algo, Chang An Lo. Por eso he venido.

– ¿Advertirme?

– Sí, estás en peligro.

El peso de la palabra le oprimió las costillas.

– ¿Qué peligro ves?

Chang se acuclilló en silencio, junto a la orilla, pero volvió la cabeza para poder seguir mirándola. La muchacha llevaba un vestido marrón claro que se confundía con la vegetación. Los ojos de Lydia se clavaron en los suyos.

– Un peligro que viene de la hermandad de la Serpiente Negra.

Chang mostró su enfado emitiendo un chasquido con la lengua.

– Gracias por avisarme. Ya sé que me amenazan. Pero ¿cómo has oído tú hablar de las serpientes negras?

Lydia le miró de soslayo y sonrió.

– Mantuve una conversación con dos hombres que llevaban serpientes negras tatuadas en el cuello. Me metieron en un coche a la fuerza y me preguntaron dónde estabas.

Aunque la muchacha trataba de quitarle hierro al asunto, a Chang le dio un vuelco el corazón, y hundió la mano en el agua para disimular su súbito temor. Debía controlar la ira, y no dejar que la ira lo controlara a él. La miró con sus ojos negros.

– Lydia Ivanova, escúchame bien. Debes mantenerte alejada del Barrio Chino. No te acerques nunca a sus calles, e incluso en tu asentamiento debes mantenerte alerta en todo momento. Las serpientes negras son de mordedura muy venenosa, y muy fuertes. Matan despacio, y cruelmente, y…

– No te preocupes. Me soltaron. Y no me parecieron tan duros.

Le sonrió, y los latidos de su corazón recobraron la cadencia. Lydia se pasó una mano por el pelo, como para ahuyentar aquellos recuerdos, y Chang sintió en las yemas de sus dedos el deseo de hablar de otras cosas.

– ¿Dónde vives, Chang An Lo?

Él negó con la cabeza.

– Es mejor que no lo sepas.

– Ah.

– Para ti es más seguro no saber nada de mí.

– ¿Ni siquiera en qué trabajas?

– No.

Lydia resopló para demostrar su enojo, hinchando los mofletes, como en ocasiones hacen los lagartos, y acto seguido ladeo cabeza y le dedicó una sonrisa seductora.

– ¿Piensas decirme al menos cuántos años tienes? No creo eso me perjudique, ¿verdad?

– No, claro que no. Tengo diecinueve.

La muchacha formulaba preguntas groseras, demasiado personales, pero él sabía que para ella no lo eran, y no se ofendió. Era su forma de ser. Era una fanqui, y esperar sutilezas de un diablo extranjero era como esperar que los sapos cantaran como las alondras.

– ¿Y tu familia? ¿Tienes hermanos, hermanas?

– Mi familia está muerta. Todos están muertos.

– Oh, Chang, lo siento.

Chang retiró las manos del agua y sacó una rana inmensa del barro.

– ¿Tienes hambre, Lydia Ivanova?

Encendió una hoguera. Asó la rana, así como dos peces pequeños de río, envueltos en hojas. Ella se comió su parte con buen apetito, delante de Chang, que convirtió cuatro ramas en palillos chinos, y pasó un rato divertido enseñándole a comer con ellos. Mientras lo hacía le tocaba los dedos, se los colocaba alrededor de los palillos. Las risas de Lydia cada vez que soltaba sin querer el pescado hacían que las ramas de los sauces susurraran sobre sus cabezas, e incluso Lo-Shen, la diosa del río, debió de detenerse a escuchar.

Lydia estaba tranquila, de un modo que él no había visto nunca en ella. Relajaba brazos y piernas, los ojos surgían de entre las sombras y abandonaban aquella expresión cauta que formaba parte de ella, tanto como sus cabellos incendiados. Y él sabía lo que aquello significaba: que se sentía segura. Lo bastante como para contarle el cuento de cuando tenía ocho años y se rompió el brazo tratando de reproducir las volteretas hacia atrás de un acróbata callejero. Una niña china le ató dos cañas de bambú a los lados para inmovilizarle el brazo hasta que llegara a casa. Su madre la regañó, pero tan pronto como estuvo curada, le pidió a una bailarina rusa que enseñara a su hija cómo se hacían las volteretas hacia atrás. Para demostrarle a Chang que lo había aprendido, Lydia Ivanova se puso en pie, dio un salto y ejecutó una voltereta que hizo que la falda le quedara por encima de la cabeza, algo de lo más indecoroso. Volvió a sentarse y le sonrió, traviesa. A él le encantaba aquella sonrisa. Chang se echó a reír y aplaudió.

– Eres la emperatriz de la Quebrada del Lagarto -dijo, inclinando la cabeza en señal de sumisión.

– Creía que a los comunistas no les gustaban las emperatrices -replicó ella, sin abandonar la sonrisa, y tendiéndose boca arriba sobre la arena, los pies descalzos acariciando el agua fresca.

A Chang le pareció que se burlaba de él, pero como no estaba del todo seguro, no dijo nada, y se contentó con contemplarla allí entre las sombras, con la punta de la lengua asomando entre los labios, como si saboreara la brisa fresca que nacía del agua. Tenía el cuerpo delgado, los pechos pequeños, y unos pies demasiado grandes para los gustos chinos. Era tan distinta a las mujeres que conocía… Tan extranjera, tan fiera, una criatura que rompía todas las reglas y que, a la vez, extrañamente, le proporcionaba una paz de espíritu que le hacía querer seguir en su compañía.

– Tengo que irme -dijo.

Ella ladeó la cabeza para mirarlo.

– ¿De verdad?

– Sí, debo asistir a un funeral.

Lydia abrió mucho sus ojos ambarinos.

– ¿Puedo ir contigo?

– Eso no es posible -respondió él, secamente.

La osadía de aquella muchacha era capaz de acabar con la paciencia de los mismísimos dioses.

Se situaron al final de la procesión. Las trompetas resonaban. Chang notaba que la muchacha-zorro estaba detrás de él, percibía su emoción al verse cada vez más cerca. Era pequeña y delgada, como una joven china, y las ropas que le había prestado -la túnica blanca, los pantalones holgados, las sandalias de fieltro, el sombrero cónico de paja- lograban que pasara desapercibida. Con todo, su presencia inquietaba a Chang.

¿Objetaría algo Yuesheng? ¿La aparición de una fanqui en su funeral proporcionaría poder a los malos espíritus que las trompetas y los címbalos ahuyentaban? «Oh, Yuesheng, amigo mío, ciertamente estoy endiablado.»

Incluso el cielo se había teñido de blanco, el color del luto, en señal de dolor por la pérdida de Yuesheng. El carruaje con el ataúd, a la cabeza de la procesión solemne, iba cubierto con telas de seda blanca, y tirado por cuatro hombres, vestidos del mismo color que de ese modo proclamaban su tristeza. Sacerdotes budistas, con sus túnicas color azafrán, hacían sonar los tambores mientras lanzaban pétalos a lo largo del tortuoso camino que conducía al templo. Chang sintió que la mejilla de la muchacha le rozaba el hombro, porque la multitud se apretujaba a su alrededor.

– El hombre de la túnica blanca, larga, y el ma-gua [4] -le susurró-, el que se postra en el suelo tras el ataúd, es el hermano de Yuesheng.

– ¿Y quién es el hombre corpulento de la…?

– ¡Shhh! No hables. Y mantén la cabeza baja. -Chang miró por encima del hombro, y constató que nadie les prestaba atención.

– Ese hombre es el padre de Yuesheng.

Los cánticos de los sacerdotes ahogaron sus palabras.

– ¿Qué lanzan al aire esas personas?

– Son billetes falsos. Para aplacar a los espíritus.

– Qué lástima que no sean de verdad -susurró, al ver pasar uno de cincuenta dólares volando sobre su cabeza.

– ¡Shhh!

Lydia no dijo nada más. Tranquilizaba saber que la muchacha-zorro era capaz de mantener la boca cerrada. Mientras avanzaban lentamente hacia el templo, a la mente de Chang acudieron recuerdos de Yuesheng, y del vínculo que compartieron. Siempre le había pesado que su amigo llevara tres años sin hablar con su padre por la rabia que le tenía. Tres largos años. A sus antepasados no les gustaría que no hubiera cumplido con su deber de respeto filial, pero el padre de Yuesheng no era persona fácil de honrar.

Una vez en el templo, frente a las estatuas de Buda y Kuan Yin, colocaron el ataúd en el altar. El incienso impregnaba el aire, y los monjes entonaban sus oraciones. Cintas blancas, flores blancas, delicados alimentos, frutas, dulces, todo dispuesto para Yuesheng. Las plañideras se postraban en el suelo del templo como mantos de nieve. Más tarde empezó la quema. En una gran urna de bronce, los monjes elevaban sus oraciones junto con el humo de los objetos de papel quemados, para que el difunto los usara en la otra vida: una casa, herramientas, muebles, una espada y un rifle, incluso un coche y unas fichas de mah-jongg y, lo más importante de todo, láminas de oro y plata. Todo devorado por las llamas.

Chang observaba el humo elevarse hasta convertirse en el aliento de los dioses, y sintió que una sensación de paz empezaba a apoderarse de él. El dolor, agudo como herida de cuchillo, remitía. Yuesheng había muerto como un valiente. Y ahora su amigo estaba a salvo, y cuidarían de él, pues ya había cumplido con su misión.

En ese instante alzó la vista y vio la figura corpulenta que se alzaba frente a las plañideras, y supo que la suya no había hecho más que empezar.

– Tú fuiste quien me trajo el cuerpo de mi hijo, y por ello estoy en deuda contigo. Pídeme lo que quieras.

El padre llevaba una cinta blanca anudada a la frente. Su casaca acolchada y bordada, del mismo color, y sus pantalones, lo hacían parecer más ancho de hombros y de muslos. El fajín que rodeaba su gran cintura estaba decorado con perlas, que formaban la figura de un dragón.

Chang le hizo una reverencia.

– Ha sido un honor servir a mi amigo.

El hombre lo observó con atención. Su gesto era duro, sus ojos, taimados. A Chang no le parecía ver dolor en ellos, pero el padre de su amigo no era de los que revelaban fácilmente sus emociones.

– Le habrían cortado los miembros y los habrían esparcido por cualquier parte si tú no hubieras cargado con su cuerpo y me lo hubieras traído. El Kuomintang lo hace así para asustar a los demás. El espíritu de mi hijo habría tardado muchos años en encontrarlos todos antes de regresar entero con nuestros antepasados. Por eso te doy las gracias.

Ahora fue él quien le hizo la reverencia.

– Mi corazón se alegra por su hijo. Su espíritu se alegrará al saber que ofrece un regalo a cambio.

El padre entrecerró los ojos.

– Lo que quieras te lo daré.

Chang dio un paso al frente, para acercarse más a él, y bajó la voz.

– Su hijo entregó la vida por aquello en lo que creía, que era abrir las mentes del pueblo de China a las palabras de Mao Tse.

– No me hables de eso. -El padre volvió la cabeza, con gesto displicente, y el músculo de la mandíbula se contrajo-. Y di que quieres.

– Una imprenta. -El resoplido sonó con fuerza-. La de su hijo fue destruida por el Kuomintang.

– He dado mi palabra. La imprenta será tuya.

Chang volvió a bajar la cabeza en señal de respeto.

– Honra grandemente la memoria de su hijo, Feng Tu Hong.

El padre de Yuesheng volvió la espalda a Chang, y se alejó, camino del banquete del funeral.

Debía llevar a casa a la muchacha-zorro. Ya había visto suficiente. Si se quedaba, la descubrirían. Los invitados ya no se lamentaban, moviendo las cabezas, sino que las echaban hacia atrás al dar sorbos de maotai, y charlaban como palomas. No tardarían en darse cuenta de su presencia. Miró hacia atrás para ver si seguía a su lado, y se preguntó qué sucedería si le quitaba el sombrero de paja. ¿Los espíritus de fuego de sus cabellos recorrerían la multitud de invitados y extraerían de sus lenguas la verdad: que no habían sido amables con Yuesheng mientras vivía?

– ¿Se lo has pedido?

Era Kuan, su camarada del sótano. Había aparecido de pronto frente a él, vestida de negro, y no de blanco, con un zurrón a la espalda. Chang no esperaba verla en el funeral, pues su trabajo en la fábrica no le dejaba tiempo libre, y apenas la vio se alejó unos pasos de la muchacha-zorro.

– Sí, le he pedido el regalo, y me lo ha concedido.

Los ojos rasgados, oscuros, de Kuan, se abrieron mucho, incrédulos.

– Tienes suerte de conservar la cabeza sobre los hombros. Podría haber acabado metida en un cubo. -Se acercó a él-. ¿Te ha advertido? ¿Te ha aconsejado que no sigamos imprimiendo carteles y panfletos?

– No. Para qué. Nos odia, como odiaba a su hijo.

Kuan sonrió.

– No te lamentes tanto, Chang An Lo. Yuesheng murió haciendo lo que debía, y ahora es feliz.

– Lo será aún más cuando logremos la libertad para esta desdichada China -murmuró Chang con furia. Aspiró el aire perfumado-. Y el padre de Yuesheng contribuirá a que ese día llegue antes. Lo quiera o no.

Capítulo 22

– Pareces cansado, amigo -le dijo Alfred Parker, deteniéndose para limpiar de restos de tabaco el fondo de la pipa-. Tienes los ojos hinchados.

Theo se pasó la mano por ellos. Los sentía irritados, arenosos.

– Sí, la verdad es que no me encuentro muy bien. Llevo varios días sin dormir bien.

– No estarás preocupado por aquello de Mason, ¿verdad? Creía que me habías dicho que lo habías solucionado.

– Sí, no es por eso. Es que tengo que corregir los exámenes finales, y me quedo trabajando hasta tarde.

Además, las últimas tres noches las había pasado a bordo de barquitas de papel, flotando en el río. Observando la oscuridad horas y horas. La última de ellas había llovido a cántaros. Con todo, las «capturas» nocturnas iban bien, y a Theo le sorprendía constatar lo rápidamente que crecía su parte de plata al final de cada salida. Y eso sólo podía significar una cosa: que cada vez se aventuraban más, que los cargamentos eran mayores, que asumían más riesgos. Confiaban en su palabra. Y él confiaba en la de Mason.

No era de extrañar que pareciera cansado.

Parker y él se encontraban en la tetería preferida de Theo. El periodista le había pedido que se vieran, y había aceptado su propuesta de quedar ahí, venciendo sus escrúpulos sobre higiene y corrección. El té sin leche no era precisamente su idea de lo que debía ser un té, pero comentó que le interesaba conocer una tetería china tradicional, y ampliar de ese modo su comprensión de los nativos. Theo se echó a reír al oírlo. Tal vez su compatriota fuera buen periodista en relación con los asuntos europeos en China, pero jamás llegaría a comprender a los autóctonos. Cuando la joven delgada, vestida con su cheongsam de cuello alto, les trajo la tetera sencilla, de barro cocido, y sirvió la bebida rojiza en las diminutas tazas, Alfred le sonrió tan efusivamente que ella meneó la cabeza y, con ella, señaló hacia el piso de arriba. Theo sabía que a su amigo no le cabía en la cabeza que ella pensara que le estaba proponiendo mantener una relación sexual, y que le estaba indicando que las muchachas de vida alegre se encontraban en las habitaciones de la primera planta, dispuestas a ofrecerle la luna y las estrellas. Por un puñado de dólares, claro está.

A su alrededor, en las mesas bajas, de bambú, zumbaban las voces discordantes de los mercaderes y los banqueros chinos, e incluso las de algunos diplomáticos japoneses, bien vestidos y bien alimentados, todo hombres, a quienes no afectaba la escasez de alimentos.

El lugar era alegre, colorido, y contagiaba a los clientes la sensación de que eran afortunados. Farolillos de un rojo intenso, leones dorados, vistosos pájaros cantores encerrados en jaulas profusamente decoradas, ahuyentaban las preocupaciones, mientras una muchacha de cabellos más negros que un ala de cuervo tocaba una dulce melodía con su chin, el laúd chino. El chasquido de las fichas de mah-jongg no cesaba ni un instante. Por lo general, Theo se sentía en paz allí, pero ese día algo era distinto. No sabía cómo pero parecía haber perdido la calma. La «paz» se encontraba muy lejos de él en ese momento.

– Y dime, Alfred, ¿qué es eso tan urgente? ¿Qué es eso de lo que tanto te interesa hablar?

– Me pediste que indagara en el pasado de Christopher Mason, ¿recuerdas? Ya me has dicho que habéis solucionado vuestras diferencias, pero, aun así…

Theo se echó hacia delante.

– ¿Has encontrado algún esqueleto en su armario?

– No exactamente.

– ¿Entonces qué?

– Sólo unas pocas irregularidades.

– ¿Cómo por ejemplo?

– Para empezar, no es lo que parece. Sus padres regentaban una pequeña ferretería en Beckenham, Kent. De modo que no es el exportador-importador que dice ser.

– Vaya, vaya, de modo que el progenitor de Mason era hombre de delantal. Interesante.

– Y hay más.

Theo sonrió.

– Alfred, eres un diamante de muchos quilates.

Parker volvió a interrumpirse para cargar la pipa.

– Su primer trabajo lo obtuvo en el departamento de aduanas y aranceles de Londres. Y se dice que no hacía ascos a comerciar con ciertos productos de contrabando que confiscaba: coñac francés, perfume, cosas así.

– ¿Por qué será que no me sorprende?

– Finalmente fue trasladado al departamento de planificación, pero sólo tras un conato de escándalo que lo salpicaba a él y a la esposa. Parece que a la mujer le gustaba el trato duro… y él se lo proporcionaba. -Parker, incómodo, arrugó la frente-. No son cosas propias de un tipo decente.

A Theo le conmovió la ingenuidad de su amigo. Había algo tan indefenso en él… Su propia inocencia había muerto de un disparo hacía diez años en una oficina de Kensington, y desde entonces siempre había esperado encontrarse con el lado malo de la gente. Así parecía ser. Invariablemente. Por eso le gustaba enseñar. Los niños eran material en bruto, y para ellos todavía había alguna oportunidad. Y también estaba Li Mei, por supuesto. Li Mei le daba esperanzas.

Pero Parker era un tipo raro, porque sus cantos más brillantes seguían intactos, ni apagados ni desportillados por la realidad. Algo poco frecuente en los tiempos que corrían. Y bastante vivificante, a su modo. Además, ese día se veía distinto, más radiante que nunca.

– Y -Parker prosiguió, bajando la voz- dejó su trabajo en planificación tras sólo dieciocho meses.

– Dame más datos.

– Rumores, nada definitivo, entiéndelo bien.

– Sigue, sigue, hombre.

– Sobornos.

– Ah.

– Dinero por debajo de la mesa. Edificios que se construían donde no debían construirse, y esas cosas. Y dejó el cargo de un día para otro y se embarcó rumbo a Junchow. Sólo Dios sabe cómo consiguió meterse en el departamento de educación aquí, pero al parecer se le da bien lo que hace, aunque quienes están a sus órdenes no lo tengan en buena estima. Con todo, no he logrado sacarles nada más. Tendrán miedo a perder el trabajo, supongo.

– ¿No lo tendrías tú?

Parker pareció sorprendido.

– Por supuesto que no. No si viera que existe corrupción.

La joven llegó entonces con otra tetera humeante, y volvió a llenarles las tazas.

– Xie xie -dijo Parker-. Gracias.

A Theo casi se le atragantó el té.

– ¡Muy bien dicho, Alfred!

– Bueno, me ha parecido que, mientras esté aquí, es buena idea aprender algo de su dialecto. Para mi trabajo va a resultarme útil y, además, quiero impresionar a una persona.

Theo vio que su amigo se ruborizaba.

– Alfred, eres un perro astuto. ¿Quién es la afortunada? ¿La conozco?

– Sí, de hecho creo que sí. Es la madre de una de tus alumnas.

– No será Anthea Mason.

Parker pareció ofendido.

– Por supuesto que no. La dama en cuestión se llama Valentina Ivanova.

Apenas pronunció el nombre, una sonrisa tímida asomó a sus labios.

– Por el amor de Dios, Alfred -exclamó Theo-. Debes estar loco. Estás pidiendo problemas a gritos.

Parker parpadeó, perplejo ante lo inesperado de la respuesta.

– ¿A qué te refieres, Theo? Es una mujer maravillosa.

– Es guapísima, sí, eso seguro. Pero es rusa, rusa blanca.

– ¿Y qué? ¿Qué tiene eso de malo?

Theo suspiró.

– Alfred, todo el mundo sabe que esas mujeres están desesperadas por casarse con un europeo. De donde sea. Las pobres criaturas están aquí atrapadas, sin papeles, sin dinero, sin trabajo. Debe de ser un infierno. Por eso la mitad de las prostitutas en los burdeles de Junchow son mujeres de la Rusia Blanca. No te hagas el escandalizado, porque es un hecho. -Suavizó algo el tono-. Siento pincharte la burbuja, amigo, pero debo decirte que te está utilizando, simplemente.

Parker meneó la cabeza, pero Theo vio que su confianza empezaba a flaquear. El periodista se quitó los lentes y se puso a limpiarlos a conciencia con un pañuelo de un blanco virginal.

– Me pareció que tú lo entenderías -dijo muy serio, sin alzar la vista-. Tú más que nadie. Todo este asunto del amor. Lo que hace sentir a un hombre… -Hizo una pausa.

– ¿Enfermo?

Parker trató de esbozar una sonrisa.

– Sí, me siento enfermo. -Volvió a ponerse las gafas y observó, inmóvil, el pañuelo impecablemente doblado que sostenía entre los dedos-. Veo su rostro en todas partes -añadió, en voz baja-. En el espejo, cuando me afeito, en la página en blanco cuando redacto mis artículos, e incluso en la escribanía vieja de Gallifrey, mi editor, cuando nos reunimos.

– Te ha dado fuerte, amigo. No hay duda de que te ha pescado.

– Creía que tú lo entenderías -repitió Alfred.

– Lo dices porque estoy con Li Mei, supongo. No, Li Mei no está conmigo por dinero, eso te lo aseguro. Para empezar, no lo tengo, por desgracia, y además ella procede de una familia china más que acomodada, que le ha dado la espalda por mi culpa. De modo que la situación es muy distinta. Te lo advierto, mantente alejado de Valentina Ivanova. Se largará en cuanto te la lleves contigo a Inglaterra.

Parker apretaba mucho la boca. Apartó la taza de té, que no había probado siquiera.

– Me preguntaba qué podía haber visto una mujer hermosa y experimentada en un tipo como yo.

– Oh, Alfred, anímate. Como he dicho, eres un diamante de muchos quilates. -El periodista se encogió de hombros, tenso-. ¿Por qué no te limitas a disfrutar de su compañía? Llévatela a la cama unos meses, cánsate de su perfume, y así luego no tendrás que…

– Theo, tal vez tú poseas un corazón pagano y despiadado -dijo Parker sin acritud-, pero yo no, yo soy cristiano, no sé si lo sabes, y como tal intento cumplir con sus mandamientos. De modo que no, no pienso acostarme con ella y luego abandonarla.

– Tonto de ti, amigo mío.

Entre ellos se hizo el silencio. Se acercó una niña a ofrecerles dulces en una bandeja, pero ambos los rechazaron con un movimiento de mano. Tras ellos, un hombre gritó al ganar la partida de mah-jongg. Theo encendió un cigarrillo. Le dolía la garganta; últimamente fumaba demasiado.

– Déjala ahora-le aconsejó, en voz baja-, antes de que te involucres demasiado. Te lo digo por tu bien. Y no te olvides de que tiene una hija. Nada fácil, por cierto.

Parker se pasó la mano temblorosa por la frente, tratando de aclararse las ideas.

– No lo sé, Theo, tal vez tengas razón. A mí me parece que el amor es una fuerza destructiva. El amor a una persona, a un ideal, a un país… Lo borra todo, y causa grandes trastornos. En cuanto a la hija, ni me la menciones. Esa muchacha es incorregible.

Capítulo 23

Chang permanecía inmóvil en la oscuridad. Quieto como una piedra. Estaban ahí, todos a su alrededor. Los oía. El rumor de una manga, el roce de un muslo contra el muro, el crujido de un zapato sobre la gravilla. Había sido temerario por su parte presentarse en el funeral. Sabía que ello implicaba que le siguieran la pista. Pero habría sido un deshonor para él haberse perdido el momento final de Yuesheng, pues era su compañero de sangre, y le debía respeto, sobre todo si pensaba que, la noche del ataque del Kuomintang, podría haber sido su propio cuerpo sin vida el que hubiera acabado tendido en el suelo del sótano. Y ahora, en efecto, los Serpientes Negras estaban ahí. La muerte acechaba en las sombras, esperando darse un banquete.

Se encontraba en una calle empedrada de la ciudad vieja, con la espalda pegada a una puerta de roble repujada, encastrada en un arco. Figuras negras pasaban de una calle a otra, agazapadas, veloces, cruzando en todas direcciones. Movimiento en las entradas. Ojos agudos que lo buscaban. Sin luna que iluminara los filos alojados en los puños, aunque no tenía duda de que estaban ahí, sedientos de sangre.

Contó a seis en total, pero oía a más. Uno estaba de pie, muy rígido, apoyado en una pared a no más de diez pasos a su derecha, custodiando la entrada al estrecho hutong, un callejón que se adentraba en el laberinto de calles traseras. Respiraba con cierta dificultad. De un salto silencioso, y levantando el talón, Chang acabó con él, aunque antes de que el cuerpo llegara al suelo, él ya se encontraba en el hutong, corriendo, agazapado y ágil. Sobre él, en la ventana de una primera planta, se encendió una luz, y detrás de él resonó un grito. Pero no se volvió.

Avanzaba más deprisa. Se internaba en una oscuridad mayor. Los pies le resbalaban al contacto con basuras en diversos estados de descomposición. Él los guiaba a través de las calles, frenándolos en su intento de ganar velocidad. Así, cuando el hombre más rápido se encontró en un cruce, veinte pies por delante de sus compañeros, no supo qué era lo que acababa de surgir de entre las sombras y le golpeaba el pecho, partiendo sus costillas como si fueran ramas, hasta que ya era demasiado tarde, y no podía respirar.

Chang siguió avanzando como una exhalación en la oscuridad. Retorciéndose, girando, emboscándose. A otro de los hombres le inutilizó una pierna, y al otro la visión de un ojo. Pero un camión de la basura, con el volquete lleno de excrementos humanos, y un hedor capaz de asfixiar a cualquiera, le impidió el paso, y se vio obligado a girar a la izquierda, por una pendiente que no descendía a ninguna parte.

Una ratonera.

Altos muros a tres lados, una especie de patio. Una vía de acceso. Y la misma, de salida. Seis hombres se abrieron en abanico tras él, respirando entrecortadamente, escupiendo veneno. Tres de ellos llevaban cuchillos, dos blandían espadas, pero uno cargaba un arma de fuego, que apuntaba directamente al pecho de Chang. Pronunció algo con voz gutural y uno de los que llevaban espadas se adelantó. Se acercó a Chang y el largo filo rasgó el aire con un silbido. Chang dejó de respirar, extrajo la energía que circulaba por sus venas y con un movimiento fluido impulsó una pierna bajo su atacante. Una punzada de dolor le atravesó el costado, pero dio tres pasos rápidos y quedó suspendido en el aire, tratando de agarrarse al muro trasero con los dedos. Resbaló, volvió a intentarlo, y entonces sí, subió los talones por encima de la cabeza, describiendo un arco perfecto. Ya había llegado al tejadillo, pero no estaba a salvo. Una bala le pasó rozando la oreja.

Se oyó un rugido colérico en el patio, y el hombre de la pistola se apoderó del sable del espadachín y le asestó a éste un golpe que lo destripó. El hombre, herido, se hincó de rodillas en el suelo, sujetándose los intestinos, que escapaban de su cuerpo, mientras un chillido agudo brotaba de su garganta. El segundo mandoble lo acalló, y la cabeza seccionada rodó hasta la alcantarilla. La pistola apuntó una vez más en dirección al tejado. Pero Chang ya se había esfumado.

Lydia tenía tiempo para pensar. La franja de más de veinte metros, en el centro del campo, empezaba a amarillear, pero a su alrededor la hierba se extendía como un lago verde, resplandeciente. Recortaban el césped con precisión, y lo trataban con un respeto que a ella le escandalizaba un poco, pues los hombres parecían preocuparse más por su bienestar que por el de sus hijos. Pero le encantaba asistir a los partidos de criquet. Le encantaba imaginar que aquella escena tenía lugar en el otro extremo del mundo, en Inglaterra. En ese mismo momento, en todas las ciudades y pueblos, hombres vestidos de blanco tomaban al asalto el fin de semana con sus bates y sus guantes, golpeando sin piedad aquella pelota pequeña y dura. Era algo tan deliciosamente absurdo… Y más con ese calor. Sólo a unas personas sin nada que hacer en todo el día podía habérseles ocurrido algo tan curioso.

Hombres vestidos de blanco.

Para un país el blanco equivale a un juego; para otro, a la muerte. Mundos distintos. Separados por el océano. Pero ¿qué le sucedía a alguien que se viera atrapado en el medio? ¿Se ahogaba?

– ¿Más té, querida? Pareces estar a muchos kilómetros de aquí.

– Gracias, señora Mason. -Lydia aceptó el té, alejó sus pensamientos de Chang An Lo y se sirvió otro sándwich de pepino, que dejó sobre el plato que se sostenía en precario equilibrio sobre el apoyabrazos de la tumbona.

La madre de Polly llevaba gafas de sol de montura aparatosa y un sombrero de paja, de ala ancha, en el que había trenzado varias rosas de su jardín. Pero ninguna de las dos cosas bastaban para ocultar el cardenal que le oscurecía el ojo izquierdo, ni la hinchazón del pómulo.

– Me tropecé con Achules, el gato de Chistopher, que es un perezoso, y me di contra una puerta. Qué tonta soy.

Lydia la oyó reírse al contarlo a las demás mujeres, pero, a juzgar por la expresión de éstas, nadie la creía. Lydia la contemplaba con respeto renovado. Para presentarse en el partido y soportar la humillación sin perder la sonrisa en ningún momento, para servir el té con pulso firme, hacía falta valor.

– Señora Mason -dijo en voz alta-. ¡Qué vestido tan bonito lleva! Le sienta muy bien. -Se trataba de un modelo vaporoso, de estampado floral, muy inglés.

– Gracias, Lydia -respondió Anthea Mason, y por un instante a la joven le pareció que estaba a punto de echarse a llorar. Pero no, lo que hizo fue esbozar una sonrisa, y servirle a Lydia otro sándwich en el plato.

En el campo, Christopher Mason anotó otros cuatro, pero Lydia se negó a sumarse a la ovación generalizada. Junto a ella, Polly irradiaba satisfacción, y acariciaba la cabeza de su cachorro para animarlo. No le gustaba que lo mantuvieran atado con la correa, precisamente allí, donde la pelota le decía: «Persígueme.»

– ¿A que papá es listo, Toby? Hoy va a estar de muy buen humor.

Lydia no quería ni mirarla.

– Al final te matarán, Lyd.

– No seas exagerada. Fue sólo un funeral.

– Pero ¿por qué? Nadie va a los servicios de los chinos. Los nativos se ocupan de sus asuntos, y nosotros hacemos lo mismo. Y así, todos contentos. Tienes que aceptar que no les caemos bien, Lyd, y que son distintos a nosotros. No podemos mezclarnos con ellos.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque no podemos. Eso lo sabe todo el mundo.

– Te equivocas. Chang y yo somos… -Lydia buscó una palabra que no escandalizara a Polly- amigos. Hablamos sobre… sobre cosas, y no veo ninguna razón por la que no podamos mezclarnos. Fíjate en todos los niños que tienen niñeras chinas, que los cuidan cuando son pequeños, y los adoran. Entonces, ¿por qué tiene que cambiar cuando esos niños crecen?

– Porque sus reglas son distintas a las nuestras.

– Lo que dices es que la cosa sólo funciona si ellos adoptan nuestras reglas y viven como nosotros.

– Sí.

– Pero son personas, Polly. Como nosotros. Deberías haber visto y oído su pena durante el funeral. Les dolía, lo mismo que nos duele a nosotros. Si se cortan, sangran, lo mismo que nosotros. ¿Qué importan las reglas?

– Oh, Lydia, ese Chang An Lo te está confundiendo. Tienes que olvidarte de él. Aunque debo admitir que al señor Theo parece irle bien con su hermosa china.

– Pero no se ha casado con ella, ¿verdad?

– Precisamente.

– Y cuando Anna Calpin era joven, adoraba a su amah, y ahora, en invierno, la hace sentarse en el retrete diez minutos antes de que ella vaya a usarlo, para que se lo caliente.

– Lo sé. Pero tú nunca has tenido criados chinos, Lydia. Tú no lo entiendes.

– No, Polly, no lo entiendo.

La calle parecía normal. Había un vendedor chino apostado en una esquina, tratando de colocar su mercancía -pipas de girasol y agua caliente-; un niño jugaba a las canicas junto a la acera, y una vieja babushka rusa estaba sentada en una mecedora, junto a la puerta de su casa, desplumando una gallina de Guinea. A sus pies, dos pilluelos muy sucios recogían las plumas al vuelo y rellenaban con ellas una almohada. Las grandes ruedas de un rickshaw traquetearon calle abajo, levantando lodo a su paso.

Lydia trataba de comprender qué era lo que la había llevado a detenerse. Aquélla era su calle. Había caminado por ella un millón de veces. Hacía mucho calor, había polvo por todas partes. El vestido se le pegaba a la piel. Se moría de ganas de beber algo frío. Y se encontraba a apenas veinte metros de su casa. Entonces, ¿qué sucedía?, ¿qué le hacía vacilar?

«Cuidado, Lydia Ivanova. No duermas mientras caminas. Te soltaron una vez, pero no te soltarán dos veces.»

Las palabras de Chang. Pero ella ya tenía cuidado, se mantenía alerta, y sin embargo no veía nada que justificara su nerviosismo. Tal vez Polly tuviera razón y él la estaba confundiendo sin motivo. Reanudó la marcha, más deprisa, impaciente consigo misma, pero mientras metía la llave en la cerradura percibió un movimiento detrás de ella. No es que viera ni oyera nada. Fue más un cambio súbito en el aire, a sus espaldas. No se volvió. Se abalanzó hacia el zaguán y cerró la puerta de golpe. Se apoyó con todas sus fuerzas en ella, sin respirar. Escuchando.

Nada. La bocina de un coche, la risa de un niño, el chillido salvaje de una gaviota que pasaba volando.

Inspiró hondo. ¿Lo habría imaginado?

Esperó, mientras transcurrían los minutos y se sentía el pulso acelerado en los oídos.

– Lydia, moi vorobushek, ven aquí, ven. -Era la señora Zarya, que la llamaba desde un extremo del vestíbulo. Llevaba un kimono azul brillante, y rulos en el pelo-. Tengo un boniato para el señor Sun Yat-sen. Ven, cógelo.

Lydia obedeció, pero le pesaban mucho los pies.

– Muy amable, señora Zarya, a Sun Yat-sen le gustará. -Se acordó del manojo de hierba que había recogido en el club de criquet sin que la vieran, y que llevaba escondido en el puño-. ¿Va a algún lugar especial esta noche?

– Da, sí. A una soirée -respondió, ufana, la señora Zarya-. Una lectura poética en la villa del general Manlikov. Era amigo de mi esposo, y se trata de un hombre decente que no se olvida de la viuda de un viejo camarada.

– Que lo pase muy bien -dijo Lydia, iniciando el ascenso de la escalera-. Y gracias por el boniato. Spasibo.

Fue al completar el último tramo de peldaños cuando oyó las voces que provenían de la buhardilla, y parecieron golpearle el rostro. Una de ellas era la de su madre, grave, intensa. La otra pertenecía a un hombre, que la alzaba en algo parecido a la ira. Hablaban en ruso. Ella abrió la puerta sin hacer ruido, y vio a dos figuras sentadas en el sofá, hablando deprisa, gesticulando mucho. Sintió un escalofrío y, horrorizada, quiso irse, pero era demasiado tarde. El interlocutor de su madre era el hombre de la ronda de reconocimiento a la que asistió en comisaría, el gran oso barbudo de rizos grasientos y parche en el ojo, el de las botas de lobo. Junto a él, Valentina parecía una criatura exótica apoyada en el borde del asiento. El hombre observaba a Lydia con su único ojo oscuro, y la joven se ruborizó.

– Lo siento -se disculpó de entrada-. No fue mi intención que la policía le siguiera como lo hizo, es que…

– Lydia -intervino su madre rápidamente-, Liev Popkov no habla inglés.

– Ah… Bueno, pues dile que me disculpe.

Valentina le dijo algo en ruso, atropelladamente.

El hombre asintió despacio y se puso en pie. Al instante el aire de la buhardilla se llenó con sus hombros, y tuvo que agachar la cabeza para no golpearse con el techo. En ningún momento dejó de observar a Lydia, que no estaba segura de si su gesto era de hostilidad o de curiosidad, pero que en cualquier caso le incomodaba. Con todo, lo que más confusión le causaba era pensar cómo diablos había averiguado dónde vivía. Chyort! Su nerviosismo aumentaba por momentos.

El hombre se desplazó hacia la puerta, junto a la que ella seguía plantada, y se acercó tanto a ella que Lydia temió que fuera a aplastarle la cabeza con sus manazas.

– Lo siento -reiteró, y sin darle tiempo a alargar aquellas garras suyas, le tendió una mano.

Para su sorpresa, el ruso aceptó el saludo, y una de sus manos engulló la de Lydia y la estrechó con suavidad. Sin embargo, aquel ojo único, negro, parecía mirarla con desagrado.

– Do svidania -balbució ella, cortésmente-. Adiós.

El masculló algo y abandonó la buhardilla.

– ¿Qué quería, mamá?

Pero Valentina no la escuchaba, y se dedicaba a servirse un trago. No en taza, como de costumbre, sino en una copa. Lydia supo que se trataba de otra muestra más de la generosidad de Alfred.

Su madre se acercó al espejo, que volvía a colgar de la pared, y contempló su reflejo mientras daba el primer sorbo al vodka.

– Soy vieja -musitó, pasándose la mano por la mejilla y el cuello, por el perfil de los pechos, por las caderas-. Vieja y flaca, como un perro callejero y pulgoso.

– No, mamá, no empieces con eso. Eres hermosa. Todo el mundo lo dice, y sólo tienes treinta y cinco años.

– Este asqueroso clima me destroza la piel. -Acercó más la cara al espejo, y se llevó dos dedos a las comisuras de los párpados.

– El vodka te la destroza aún más deprisa.

Su madre no dijo nada. Echó la cabeza hacia atrás y apuró el trago, tras lo que cerró los ojos un instante.

Lydia se dio la vuelta y se puso a mirar por la ventana. La anciana del balancín se había quedado dormida, y los dos pillos trataban de robarle la gallina a medio desplumar, aunque ella, a pesar del sopor, la sujetaba con fuerza. Lydia se asomó y les regañó a gritos, y los pequeños salieron corriendo por la calle, llevándose la almohada de plumas.

Sobre los tejados, el cielo se teñía de franjas violetas, pues el sol había empezado a alejarse de China. Con todo, Lydia no lograba distraerse.

– ¿Qué quería ese hombre, mamá?

Valentina se había acercado a la mesa, y llenaba la copa por segunda vez.

– Dinero. ¿Acaso no es eso lo que quiere todo el mundo?

– No se lo habrás dado.

– ¿Cómo iba a dárselo, si no lo tengo?

Lydia se planteó la posibilidad de arrancarle la botella de las manos y arrojarla por la ventana, pero ya lo había intentado en una ocasión, y sabía que no funcionaba, que era como agitar un avispero con un palo, que de ese modo sólo lograría que las cosas empeoraran.

– Creía que esta noche ibas a trabajar en el hotel.

Valentina la miró de un modo que no dejaba lugar a dudas sobre lo que pensaba del trabajo y los hoteles.

– Esta noche no, cielo. Pueden meterse el trabajo por donde les quepa. Estoy harta. Harta y más que harta de esas manos que todo lo soban, y de esas caderas que se restriegan contra mí. Querría cortarlos a todos en pedacitos, y hacer con ellos un steak tartare.

– Es sólo un trabajo, mamá. En realidad no lo odias.

– Sí, lo odio. Esos hombres sudan. Apestan. Me ponen la mano donde no deben, y donde no se atreverían a ponérmela si fuera de los suyos. Lo que quieren es follarme.

– ¡Mamá!

– Y Alfred también. Eso es lo que él quiere también.

– Creía que él iba contigo y compraba todos tus bailes para protegerte de los demás.

– Lo hace cuando puede. -Dio otro trago al vodka. Aquella segunda copa estaba más llena que la primera-. Pero muchas veces tiene que quedarse trabajando hasta tarde en el despacho, debe entregar sus trabajos a tiempo. -Agitó las manos en el aire-. Lo que esa gente escribe es basura. Como si esta colonia fuera el centro del universo.

– ¿Y cómo supo el hombre ruso dónde encontrarme?

Su madre se encogió de hombros.

– ¿Y cómo voy a saberlo yo, querida? Piensa un poco. Se lo dirían en la policía, supongo.

Valentina llevaba un vestido viejo de algodón, que no soportaba pero que aceptaba ponerse en casa, para que los demás, los que reservaba para las ocasiones especiales, le duraran más. Aquel vestido siempre la ponía de mal humor, y Lydia se juró que al día siguíente lo tiraría a la basura. Se acercó a la cocina y empezó a cortar el boniato en pedazos.

– Dochenka, hoy he pensado una cosa.

– ¿Qué? ¿Qué el vodka va a matarte?

– No seas insolente. No, he pensado que no sé de dónde salió el dinero con el que recuperaste el reloj de Alfred de la casa de empeños. Cuéntame de dónde lo sacaste.

Lydia vaciló, y dejó el boniato a medio cortar, el cuchillo suspendido en el aire.

– La verdad, Lydia, no me cuentes más mentiras.

Lydia soltó el cuchillo y miró a su madre, que había regresado frente al espejo y se observaba atentamente y, por lo que se veía, sin obtener la menor satisfacción.

– Sucedió cuando pasaba junto a la casa quemada de Melidan Road -dijo Lydia sin dar importancia a sus palabras-. Había dos personas gritándose, un hombre y una mujer.

– ¿Y? ¿Te dieron el dinero esas personas?

– Más o menos. La mujer le arrojó un puñado de monedas de plata al hombre. Luego se gritaron un rato más, y se fueron. Entonces yo me acerqué y las recogí del suelo. Eso no es robar. Estaban ahí para el que quisiera llevárselas.

Valentina, incrédula, entornó los ojos.

– ¿Es eso cierto?

– De verdad.

– Muy bien. Pero no estuvo nada bien robarle el reloj.

– Lo sé, mamá. Lo siento.

Valentina se volvió y estudió a su hija durante unos largos momentos, antes de menear la cabeza en señal de desaprobación.

– Estás hecha un desastre. Tienes un aspecto horrible. ¿En qué has estado metida hoy?

– He ido a un funeral.

– ¿Con ese aspecto?

– No, me han prestado ropa.

– ¿Y de quién era el funeral? -le preguntó, ya sin tanto interés, regresando al espejo.

– Del amigo de un amigo. No lo conocías.

Lydia terminó de cortar el boniato y lo envolvió en un pedazo de papel encerado. Se llevó entonces un gran cuenco de agua a su dormitorio y se quitó el vestido húmedo y los zapatos viejos. Se lavó a conciencia y se cepilló el pelo hasta estar segura de haberse desprendido de la última mota de polvo y barro. Debía esforzarse más en cuidar de su aspecto, o Chang An Lo jamás la miraría como había mirado a la muchacha china de rasgos finos y pelo corto con la que se había encontrado ese mismo día durante el funeral. Habían unido las cabezas. Como amantes.

– ¿Mejor?

– Estás guapísima, cielo.

Lydia se había puesto el vestido y los zapatos del concierto. No sabía bien por qué.

– ¿Ya no tengo un aspecto horrible?

– No, cariño, te ves preciosa.

Valentina llevaba sólo su combinación de seda color ostra, y el pelo, suelto, le caía sobre los hombros desnudos. Dejó el vaso vacío sobre la mesa, y se acercó a Lydia. Incluso así, medio bebida, se movía con elegancia. Pero tenía los ojos sospechosamente enrojecidos, como si hubiera estado llorando en silencio mientras Lydia se encontraba tras la cortina, aunque también podía ser que hubiera seguido bebiendo vodka. Sostuvo la cara de su hija entre las manos y la observó atentamente. Frunció la nariz, y al hacerlo una arruga asomó entre las cejas.

– Un día te verás bonita de verdad.

– No seas tonta, mamá. Tú siempre serás la guapa de la familia.

Valentina sonrió, y Lydia supo que había acertado de lleno con el comentario.

– Te alegrará saber, pequeña mía, que esta noche he decidido crearme de nuevo, crear a una Valentina moderna.

Su madre le soltó la cara y se acercó al cajón que había junto a los fogones ennegrecidos. Lydia sintió una súbita e imprecisa incomodidad; ahí era donde guardaban los cuchillos. Pero lo que su madre extrajo de él no fue ningún cuchillo, sino unas largas tijeras.

– No, mamá, por favor, no. Mañana lo verás todo distinto. Es la bebida la que…

Valentina se plantó frente al espejo, se sujetó un buen mechón de pelo oscuro y lo cortó a la altura de la barbilla.

Ninguna de las dos dijo nada. Ambas estaban asombradas ante la imagen que les devolvía el espejo. Brutal. Asimétrica, salvaje. El reflejo de una mujer atrapada perdida entre dos mundos.

Lydia se recuperó primero.

– Déjame que te lo termine yo, que tú no vas a poder cortar

telo recto. Ya verás que te haré un corte elegantísimo, muy chic.

Despacio, separó las tijeras de la mano rígida de su madre y empezó a cortar. Cada mechón que caía era como una traición a su padre. Valentina siempre le había contado que él adoraba sus cabellos largos, y le había descrito el ritual al que se entregaban cada noche, antes de acostarse: él se plantaba tras ella y se lo cepillaba hasta dejarlo como una cortina de seda, con unos movimientos prolongados y lentos que lo electrificaban y le hacían saltar chispas. Como estrellas fugaces en el cielo nocturno, decía él. Ahora, las suaves ondas caían a sus pies como aves muertas. Cuando la operación terminó, Lydia recogió los cabellos, los envolvió en un pañuelo blanco de su madre y escondió el bulto ligero bajo su almohada. Merecía un funeral adecuado.

Para su sorpresa, vio que su madre sonreía.

– Mejor -dijo. Valentina meneaba la cabeza de un lado a otro, y el pelo oscilaba, juguetón, se curvaba sobre la nuca y hacía que resaltara aún más su largo cuello blanco-. Mucho mejor -reiteró-. Y éste es sólo el principio de la nueva Valentina.

Cogió entonces la botella medio vacía de vodka ruso, se acercó a la ventana abierta, desde la que el cielo del atardecer parecía incendiarse sobre los tejados de pizarra gris, y vertió su contenido en la calle, sin molestarse siquiera en mirar abajo.

Lydia observaba.

– ¿Contenta? -le preguntó su madre.

– Sí.

– Bien.

– Y se acabó eso de ser bailarina.

– Pero necesitamos dinero para pagar el alquiler. No…

– No. Ya lo he decidido.

Lydia empezaba a asustarse de veras.

– Tal vez podría hacerlo yo. Que me contraten a mí como compañera de baile, quiero decir.

– No seas ridicula, dochenka. Eres demasiado joven.

– Podría decirles que tengo más de dieciséis años. Y ya sabes que bailo bien. Me enseñaste tú.

– No, no permitiré que los hombres te toquen.

– Vamos, mamá, no seas tonta. Sé cuidar de mí misma.

Valentina soltó una carcajada estridente. Soltó la botella, que cayó al suelo, y sujetó a su hija por el brazo, zarandeándola con fuerza.

– No sabes nada de los hombres, Lydia Ivanova, nada de nada, y así pretendo que siga siendo. De modo que ni hablar de ese trabajo.

La miró con ojos enojados, y Lydia no comprendió por qué.

– Está bien, mamá, está bien. Cálmate. -Se liberó como pudo de la mano de su madre-. Pero tal vez sí podría encontrar algún otro trabajo -añadió, titubeante.

– No, eso ya lo hablamos hace tiempo. Debes terminar los estudios.

– Lo sé, y los terminaré. Pero…

– Nada de peros.

– Escúchame, mamá, ya sé que dijimos que la única manera de salir de este hueco apestoso pasa por que yo consiga un buen trabajo, y tenga una carrera como Dios manda, pero hasta que eso pase, ¿cómo vamos a…?

– Ésa no es la única manera.

– ¿A qué te refieres?

– Me refiero a que hay otra manera.

– ¿Cuál?

– Alfred Parker.

Lydia parpadeó, y sintió en la boca un regusto amargo.

– No -logró articular, aunque en poco más que un susurro.

– Sí. -Su madre se llevó la mano al pelo recién cortado-. Ya lo he decidido.

– No, mamá. Por favor, no lo hagas. -Lydia sentía la boca seca-. No es lo bastante bueno para ti.

– No seas tonta, cielo. Seguro que sus amigos dirán que yo no soy lo bastante buena para él.

– Eso es una tontería.

– ¿Ah, sí? Escúchame bien, Lydia. Es un buen hombre. A ti nunca te molestó lo de Antoine. ¿Por qué te opones entonces a Alfred?

– Con Antoine nunca fuiste en serio.

– Bien, me alegro de que te des cuenta de que pretendo ir en serio con Alfred. -Lo dijo en tono cariñoso, pasándole una mano por el pelo, como para recordar cómo era el tacto de un cabello largo-. Quiero que seas amable con él.

– Mamá, no puedo -respondió Lydia, negando con la cabeza-. No puedo porque…

– ¿Por qué, Lydia?

Lydia empezó a mover de un lado a otro la punta de un zapato.

– Porque no es papá.

Valentina dejó escapar una especie de gemido raro.

– No, Lydia, no empieces. Aquella época terminó. Y esto es ahora.

Lydia agarró a su madre por el brazo.

– Conseguiré trabajo, ya lo verás -dijo con vehemencia-. Saldremos de este desastre, te lo prometo. No necesitas a Alfred, no lo quiero en casa. Es pretencioso y tonto, y se toca las orejas, y nos mete su Biblia hasta en la sopa, y…

Se detuvo para tomar aliento.

– No pares ahora, dochenka, sácalo todo.

– Lleva gafas, y aun así no ve que lo manejas a tu antojo, como si fuera de paja.

Valentina se encogió de hombros, altiva.

– Cállate, querida, no sigas. Dale tiempo. Te acostumbrarás a él.

– No quiero acostumbrarme a él.

– ¿Es que no quieres verme feliz?

– Ya sabes que sí, mamá, pero no con él.

– Es un inglés decente.

– No. Es demasiado… demasiado corriente para ti. Y lo cambiará todo, nos convertirá en personas tan corrientes como él.

Valentina se puso en pie.

– Eso que dices es insultante, Lydia, y yo…

– ¿Es que no ves -la interrumpió Lydia- que si le devolví su estúpido reloj fue para librarme de él? -Hablaba en voz cada vez más alta-. Si me gasté todo ese dinero que tanta falta nos hacía fue porque me pareció que de ese modo me odiaría tanto que se largaría y no aparecería nunca más por aquí. ¿Es que no lo ves?

Valentina se quedó inmóvil, mirando fijamente a su hija, muy pálida. En ese instante, el aire de la habitación habría podido cortarse con un cuchillo.

– Me subestimas -dijo su madre al fin-. No se largará.

– No lo hagas, mamá. No nos hagas esto.

– Ya lo he decidido, Lydia.

La joven sintió de pronto que no soportaba la idea de seguir compartiendo el mismo espacio con esa «nueva» Valentina. Cogió el paquete con el boniato y salió de la buhardilla dando un portazo.

– Gorrioncito, ¿qué haces aquí sola, a oscuras?

Era la señora Zarya, que llevaba una capa larga, de terciopelo, y se tocaba con un sombrero recargado y rematado con una pluma negra de avestruz. Los brillantes de los pendientes reflejaban la luz de la ventana y resplandecían como luciérnagas. Lydia apenas la reconocía.

– Le doy de comer a Sun Yat-sen -musitó.

– Llevas mucho rato dándole de comer.

Lydia no respondió. El conejo se acurrucaba en sus brazos, y ella sentía en el pecho los latidos acelerados de su corazón.

– ¿Le ha gustado el boniato?

– Sí, gracias.

Se hizo el silencio, pues ninguna de las dos sabía qué decir. En la calle, un cerdo emitió un chillido que era como el de un diablo nocturno.

– Está muy guapa -dijo Lydia al fin.

– Gracias. Me voy ahora mismo a la velada que organiza el general Manlikov. Una velada rusa. Seguro que será más divertido que quedarme en mi cuarto.

– ¿Puedo ir con usted, señora Zarya? -le preguntó Lydia educadamente-. Hoy llevo puesto el vestido elegante.

El rostro altivo, distante y ajado de la rusa se suavizó al instante, y esbozó una sonrisa.

– Da, sí. Tienes que venir -respondió, encantada-. Tal vez aprendas algo sobre el gran país que te vio nacer. Da.

– Spasibo -dijo Lydia-. Gracias.

Capítulo 24

Lydia estaba decidida a disfrutar de la velada. Su primera soiree, que tenía lugar en una de las grandes mansiones de la avenida que marcaba el límite entre los Barrios Ruso y Británico, donde Lydia, en ocasiones, acudía a admirar lo que habían logrado unos pocos afortunados gracias a un puñado de joyas de la era zarista. Pero esa noche la música sólo lograba que se sintiera peor. Se colaba como una inundación, venciendo sus defensas, y arrastrándolo todo en su interior. Las palabras que le había dicho a su madre, los temores por Chang, se fundían en su mente, y no lograba pensar con claridad.

La pieza era un fragmento romántico del Príncipe Igor, de Borodin, uno de los llamados mogutchaya kutchka [5] rusos, que sonaba bastante bien, aunque no tanto como si la hubiera tocado su madre. Lydia se concentraba en los dedos de la pianista, que acariciaban las teclas igual que los suyos acariciaban el pelo de Sun Yat-sen. íntimamente, y con avidez.

– Y ahora, a bailar -declaró la señora Zarya-, antes de que a alguien le dé por cantar los tristes lamentos georgianos.

Las hileras de sillas se habían dispuesto en los extremos del salón de baile, y las parejas empezaron a tomar la pista. La señora Zarya se dejó caer pesadamente junto a Lydia, de espaldas a la pared, y su voluminoso vestido de tafetán crujió sonoramente. Desprendía un intenso olor a naftalina, y tenía un pequeño remiendo en una manga, que se habría desgarrado al pillarse con algo, aunque Lydia fantaseaba con la idea de que se lo hubiera hecho la bala de algún rifle bolchevique.

– ¿Lo estás pasando bien, de momento?

– Muy bien, spasibo.

– Excelente. Otlichno!

Curiosamente, la parte de la noche que más le había gustado había sido la primera, la dedicada a las lecturas poéticas. No había comprendido ni una palabra, claro, pero eso no importaba. Eran los sonidos. La voz de Rusia. Las vocales rotundas, las difíciles combinaciones que brotaban de las bocas de quienes las pronunciaban y, de algún modo, parecían amplificarse. Su oído hallaba una rara satisfacción en ella, algo que no dejaba de sorprenderla.

– Me ha gustado la poesía -dijo-. Y me gustan los candelabros.

La señora Zarya se echó a reír y le dio unas palmaditas en la mano.

– Claro que sí, gorrioncito -exclamó, divertida, y al hacerlo, su pecho, inmenso, ascendió y descendió en un solo movimiento.

– ¿Cree que alguien me sacará a bailar? -Lydia observaba con ojos envidiosos las evoluciones de los bailarines, y no le importaba quién fuera el que la invitara a unirse al baile, aunque fuera uno de aquellos viejos con medallas zaristas en la pechera y tristeza en la mirada. Lo que ella quería era bailar con alguien, con un hombre.

– Nyet. No. Tú no puedes bailar, de ninguna manera.

– Pero sé bailar, se me da bien. Conozco…

– No. Nyet. -La señora Zarya le dio unos golpecitos en la rodilla con el abanico plegado-. Eres demasiado joven. No sería apropiado. Pero si eres una niña… Y las niñas no bailan con hombres.

En ese instante, el general Manlikov, una figura cuadrada e impresionante, de pelo canoso, rizado, y que caminaba muy derecho, las saludó a las dos con una ligera reverencia y ofreció el brazo a la señora Zarya, que inclinó la cabeza y lo acompañó hasta la pista de baile. Lydia observaba. Le molestaba que dijeran que era una niña, pero la mayor parte de las cincuenta o más personas congregadas en aquel salón eran viejas, y aunque las había bien vestidas, otras llevaban ropas remendadas, como la propia señora Zarya, y todas ellas se sentían unidas por una misma conciencia de clase y país. Se encontraban en el espacioso salón de baile, con espejos dorados que cubrían íntegramente una de las paredes, mientras que en otra se abrían unos grandes ventanales que daban a lo que parecía una terraza, y a los jardines contiguos. La oscuridad era total en el exterior; sin luna, sin dios. Pero las alegres luces y las risas del salón envalentonaron a Lydia.

Se puso en pie, se acercó a uno de los ventanales y miró a través de él, a la oscuridad circundante. No se movía nada. Ni siquiera un murciélago, una rama. No veía a nadie, pero ello no implicaba que no pudieran verla a ella. Aun así, salió a la terraza y empezó a bailar al son de un vals de Chopin que se colaba por los ventanales abiertos. Sintió el aire fresco y húmedo en las mejillas, y sus brazos desnudos se estremecieron al contacto con aquel placer secreto, mientras giraba y se mecía al ritmo de la música. Durante un breve instante, perdió de vista el mundo, y su mente quedó, al fin, despejada y limpia.

– ¡Qué encantadora!

Lydia se detuvo bruscamente y dio media vuelta. Un joven de poco más de veinte años la observaba apoyado lánguidamente en el quicio de uno de los ventanales. Lenta y teatralmente empezó a aplaudir. Aquel gesto era casi un insulto.

– Espléndida.

– Es de mala educación espiar a las personas -dijo Lydia secamente.

El se encogió de hombros, indiferente.

– No tenía idea de que esta terraza estuviera reservada sólo para usted.

– Debería haberme hecho saber de su presencia.

– Su exhibición de baile resultaba tan… interesante. -Se expresaba con un ligero acento ruso, y curvaba hacia arriba un lado de la boca.

– El general Manlikov ha organizado la diversión dentro de la sala, no aquí. Un caballero respetaría la intimidad de una dama -replicó Lydia con intención de resultar cortante, al modo en que Valentina hablaba en ocasiones a Antoine.

Él extrajo una pitillera de plata del bolsillo superior y se tomó su tiempo en encender un cigarrito puro, golpeando, antes de hacerlo, un extremo contra la tapa. Sólo entonces volvió a mirarla, y lo hizo con gesto demorado, burlón. Unió los talones en un gesto marcial, y bajó la cabeza en señal de reverencia.

– Siento no ser un caballero, señorita Ivanova.

Que supiera su nombre fue para ella toda una sorpresa.

– ¿Nos conocemos? -exigió saber.

Pero, mientras formulaba la pregunta, se dio cuenta de quién era su interlocutor: Alexei Serov, el hijo de la condesa Natalia Serova. Apenas lo reconocía, salvo por sus modales, que seguían siendo igual de altivos. Pero se había cortado el pelo muy corto, llevaba una elegante chaqueta blanca de esmoquin combinada con unos pantalones negros, de pernera estrecha, que realzaban la longitud de sus piernas. No había la menor duda de que era hijo de una condesa rusa.

– Creo recordar que nos presentaron en un restaurante. La Licorne, diría.

– Yo no lo recuerdo -respondió ella sin darle importancia. Se alejó de su lado y fue a apoyarse en la balaustrada de piedra que bordeaba la terraza-. Y me sorprende que lo recuerde usted.

– Cómo olvidar semejante vestido.

– A mí me gusta mi vestido.

– De eso no cabe duda.

La música cesó de pronto, y el aire de la noche se cubrió de silencio, un silencio que ella no hizo el menor esfuerzo por perturbar. Hasta ella llegaba el suave perfume de humo de madera, mezclado con el de su tabaco. Le sorprendió constatar que se trataba de un olor muy masculino, que le llevó a pensar en Chang. No es que él oliera a humo; su olor era más bien el del agua limpia del río ¿O era el del mar? Durante un instante breve se preguntó si, al rozarle la piel con la lengua, sentiría un sabor salado. Se ruborizó al momento, y se enfadó consigo misma por ello.

– Es usted la muchacha rusa que no habla ruso, ¿no es cierto? -le preguntó Alexei Serov.

– Y usted es el ruso que no sabe expresarse con educación.

Se miraron fijamente a los ojos, y Lydia se dio cuenta de que los de él eran de un verde muy intenso, a pesar del aire de indiferencia que impostaba.

– La música es excelente -comentó él.

– A mí me ha parecido bastante mediocre. Predominaban los bajos, y el tempo estaba desequilibrado.

Alexei volvió a esbozar su sonrisa arrogante.

– Me inclino ante su conocimiento superior.

Ella sintió entonces el deseo imperioso de demostrar que su conocimiento del mundo iba más allá de la música.

– El Asentamiento Internacional está tranquilo, por el momento, y se presta a veladas como ésta. -Señaló el salón de baile iluminado-. Pero en China todo está cambiando.

– Instruyame, señorita Ivanova.

– Los comunistas exigen igualdad para los trabajadores, en vez de feudalismo. Y una distribución justa de la tierra.

– Olvídese de los comunistas. Serán fulminados en las próximas semanas, aquí mismo, en Junchow.

– No, se equivoca. Están…

– Están acabados. El general Chiang Kai-Check ha ordenado que una división de élite de las tropas del Kuomintang entre en nuestra ciudad y termine de una vez por todas con las picaduras de pulga. De modo que podrá seguir asistiendo usted a sus veladas, no se preocupe.

– No estoy preocupada.

Pero sí lo estaba.

De pronto, en el salón de baile sonaron los primeros compases de un quickstep, todo un estallido de vida y energía.

– ¿Le apetece bailar? -le preguntó Lydia, movida por un impulso.

– ¿Con usted?

– Sí.

– ¿Aquí fuera?

– Sí.

Por la expresión de Alexei Serov, se diría que acabaran de pedirle que se arrojara al camión de la basura.

– Creo que no. Es usted demasiado joven.

Aquello le dolió.

– ¿No será que es usted demasiado viejo? -replicó, y se puso a bailar sola de nuevo, ignorando su presencia.

Daba vueltas y más vueltas, cada vez más mareada, y en realidad le molestaba que su interlocutor no fuera lo bastante cortés como para dejarla sola. Mantenía los ojos entrecerrados, y se negaba a mirarlo. Lo alejaba de ella, e imaginaba que era Chang quien la sostenía en sus brazos, y flotaba mecida por la suave brisa, y el cuerpo oscilaba, se deslizaba desde un extremo al otro de la terraza. El ritmo de la música parecía latir en su sangre, el aliento se le aceleraba, y sentía la piel tan viva que parecía captar cada caricia de rocío, cada roce del ala de una polilla en su viaje hacia el círculo de luz.

– Ya tebia iskala, Alexei.

Lydia se detuvo, aunque la cabeza seguía dándole vueltas. Había una joven de pie, junto a Alexei Serov, con una copa de vino en cada mano, y pronunciando unas palabras que ella no comprendía. Llevaba el pelo, rubio, liso, en una media melena, y un vestido moderno que le llegaba justo por debajo de la rodilla, como el de Lydia, aunque el de aquella mujer estaba cubierto de lentejuelas de un azul muy vivido. Un vestido de París, de alta costura. El color realzaba el de sus ojos, que en ese instante se abrían mucho, sorprendidos por la presencia de Lydia. El instante duró poco. Lydia se despidió de ellos con un leve movimiento de cabeza y se alejó con la cabeza bien alta, pasando por su lado. Ellos siguieron murmurando cosas en ruso, pero cuando Lydia entraba en el salón de baile, oyó que Alexei Serov, deliberadamente, pasaba de nuevo al inglés.

– Esta niña es igual que su padre. Él también tenía mucho carácter. En una ocasión le vi arrojar un violín al fuego porque no lograba sacarle la nota exacta que quería.

A Lydia le ardían las orejas, pero siguió caminando.

Chang An Lo la observaba. Desde la húmeda oscuridad de un sauce llorón. La observaba allí, en la terraza, como quien observara a una golondrina de cola larga, zambulléndose y giirando en el cielo sólo por placer. A su alrededor, el aire parecía reverberar, y sus cabellos incendiaban la noche. Hasta él llegaba su calor, y oía el crepitar de sus llamas.

Aspiró ligeramente, y al hacerlo sintió que, junto al aire, por su pecho ascendía también un destello inconfundible de ira. El baile y la música le resultaban ajenos, pero las acciones de Lydia Ivanova estaban más que claras. Se movía como lo hacían las gheisas jóvenes frente a los machos que les gustaban, cuando estaban dispuestas a aparearse con ellos. Se contoneaba, seductora, esquivando sus aproximaciones, frotándose, ronroneando, meneando los costados.

El hombre no se mostraba interesado, el cuerpo blando, desmadejado, bañado por la franja de luz del ventanal, pero a pesar de ello no se iba. Clavaba la mirada en la joven con tal intensidad que Chang habría querido clavarle un arpón y observar cómo se retorcía de dolor. Vaya, no eran sólo los Serpientes Negras quienes reptaban hacia ella. La mano de aquel hombre que parecía no tener huesos había olvidado que sostenía un puro entre sus dedos, pero sus ojos entrecerrados no se olvidaban de contemplar el gracioso vaivén de sus caderas. Seguía ahí.

Como seguían ahí las sombras; la que cubría los peldaños que conducían a la terraza; la que se confundía con una tinaja de agua, negro más profundo sobre negro. La que su aliento desharía. El resplandor de un ventanal rebotó contra el metal de un shuriken, la estrella ninja alojada en una mano precisa.

Chang desenvainó la daga. Seguía observándola, vigilándola.

Capítulo 25

– Mamá, ¿es verdad que mi padre tocaba el violín?

– ¿Dónde has oído eso?

– En la fiesta. ¿Es verdad?

– Sí, es verdad.

– ¿Y por qué no me lo habías dicho nunca?

– Porque tocaba muy mal.

– ¿Y una vez, enfurecido, echó al fuego un violín?

Valentina se echó a reír.

– Sí, sí, más de una vez.

– ¿Entonces es verdad que tenía mucho carácter?

– Da. Sí.

– ¿Y yo soy como él?

Valentina siguió pintándose las uñas. El pelo, con su nuevo corte, le llegaba hasta la mejilla, y ocultaba a los ojos ávidos de Lydia su expresión.

– Cada vez que te veo, veo su cara.

– Levántate.

– No.

– Cielo, me vuelves loca. Llevas toda la semana en la cama.

– No te entiendo. Normalmente eres la primera en querer salir y hacer cosas, pero ahora… Oh, dochenka, me desesperas, de verdad… Que haya terminado el curso y tengas un montón de libros por ahí no significa que puedas pasarte el resto de tu vida leyendo.

– ¿Por qué no? Me gusta leer.

– No seas retorcida. ¿Qué libro es ése, tan grande y tan gordo?

– Guerra y Paz.

– Oh gospodi! Por el amor de Dios. Lee a Shakespeare, a Dickens, o incluso a ese cerdo imperialista de Kipling, pero por favor, a Tolstoi no. A un ruso no.

– A mí me gusta lo ruso.

– No seas tonta. Tú no sabes nada de Rusia.

– Exacto. Y ya va siendo hora de que lo sepa, ¿no te parece?

– No, no me parece. De lo que va siendo hora es de que te levantes y te acerques a casa de Polly a comer un pedazo de esa tarta que su madrecita querida prepara y de la que no te cansas de cantar las excelencias. Sal de casa. Haz algo.

– No.

– Sí.

– No.

– Tienes que hacerlo.

– ¿Por qué quieres que salga? ¿Quieres acostarte con Antoine?

– ¡Lydia!

– ¿O ahora es con Alfred?

– Lydia, eres una niña grosera e impertinente. Lo que yo quiero es que seas normal, eso es todo.

– ¿Y qué es normal, mamá?

– Y, además, he roto con Antoine.

– Pobre Antoine.

– Es un gallina. No se merecía otra cosa.

– ¿Y Alfred? ¿Qué has decidido que merece el inglés?

– Alfred es un hombre muy amable, de corazón generoso, y te recuerdo que Dios dice que los mansos heredarán la tierra.

– Yo pensaba que no creías en Dios.

– Eso no tiene nada que ver. Y ahora, dime, ¿por qué estás aquí encerrada, en este hueco asfixiante, y ya no sales nunca?

– Porque no quiero.

– Eres rara, Lydia Ivanova, ¿lo sabías? Las niñas que se quedan en la cama día tras día, con un conejo blanco en el pecho, y leen libros sobre la guerra son raras.

– Mejor rara que muerta.

– ¿Qué?

– Nada.

– Cielo, me desesperas.

Lo sabía. Lo supo desde que la invitaron a ir con ellos al restaurante. Supo por qué. Se lavó el pelo, se puso el vestido color melocotón y los zapatos de raso, como le ordenaron. En esa ocasión el restaurante no era La Licorne. Se trataba de un local italiano, con reservados y bancos tapizados en cuero. La iluminación, tenue, la proporcionaban unas velas sostenidas en cuellos de botellas panzudas y cubiertas de un trenzado de paja. Lydia esparcía por el plato unas tiras llamadas linguini, y esperaba a que Alfred y Valentina sacaran el tema.

Alfred sonreía mucho, tanto que a ella le parecía que debía de dolerle la cara. Era como si se hubiera tragado una máquina de sonreír.

Le sirvió un vaso de vino, antes de observar, en tono alegre:

– Qué sitio tan bonito, ¿verdad, Lydia?

– Mmm -se limitó a responder, sin mirar a su madre a los ojos.

– Me han dicho que sigues estudiando mucho, a pesar de que ya han empezado las vacaciones de verano. Eso está muy bien, querida. ¿En qué te estás concentrando?

– En Rusia y en el ruso.

Lydia se percató de un brevísimo parpadeo en sus ojos, pero su sonrisa se mantuvo inalterada.

– ¡Qué interesante! Después de todo, forma parte de tu herencia, ¿no es cierto? Pero Josef Stalin está sometiendo ahora a su pueblo a grandes brutalidades en nombre de la libertad, distorsionando el verdadero significado de esa palabra, de modo que el mundo del que lees en esos libros ya no existe en la Rusia soviética, querida. Lo que sucede ahí es bárbaro. Los granjeros y los campesinos del gulag mueren de hambre bajo el nuevo régimen comunista.

– ¿Igual que les sucedía cuando gobernaba el zar? ¿Es eso lo que quiere decir?

– Vamos, Lydia -dijo Alfred, decidido-. No entremos en esa discusión esta noche. Esta noche es para la celebración. -Dedicó una mirada casi tímida a Valentina-. Tu madre y yo queremos darte una noticia que te hará muy feliz, o eso esperamos.

Valentina no dijo nada; se limitó a observar a su hija con ojos vigilantes.

Lydia decidió ponerse a hablar, pues le pareció que, si llenaba aquel pequeño reservado con sus propias palabras, si las colocaba en todos los rincones libres, no habría espacio para que Alfred proclamara su noticia.

– Señor Parker -dijo Lydia con gesto de preocupación-, creo recordar que me dijo que el director de mi escuela, el señor Theo, es amigo suyo. ¿Me equivoco? Bien, el caso es que querría contar con su consejo, porque hacia el final del curso empezó a actuar de modo extraño. El caso es que nos ponía trabajo para que lo hiciéramos en clase, y él apoyaba la cabeza en las manos y permanecía inmóvil horas y horas, como si estuviera dormido. Pero no lo estaba, porque a veces lo pillaba observándonos entre los dedos, y Maria Alien cree que debe de tener problemas con su hermosa amante china, que le ha destrozado el corazón, pero…

– Lydia.

Era Valentina.

– … Pero Anna dice que su padre se comporta de ese modo cuando tiene resaca, y un día el señor Mason entró en la clase, colorado como un tomate, muy congestionado, y sacó al señor Theo a rastras de la…

– ¡Lydia! -En voz más alta esta vez-. ¡Para ya!

Por primera vez Lydia miró a su madre a la cara. No le dijo nada más, pero le suplicaba con la mirada.

Valentina volvió el rostro.

– Díselo, Alfred. Dale la buena noticia.

Alfred esbozó una gran sonrisa.

– Verás, Lydia, tu madre me ha hecho el gran honor de aceptar ser mi esposa. Vamos a casarnos.

Los dos adultos permanecieron en silencio, a la espera de su reacción.

Lydia se esforzó todo lo que pudo. Se obligó a sonreír, aunque los dientes se le pegaron a los labios.

– Felicidades -balbució al fin-. Espero que sean muy felices.

Su madre se echó hacia delante y le plantó un beso breve en la mejilla.

Capítulo 26

Chang An Lo encontró la nota. Supo que era de ella antes de desdoblarla, y pasó con delicadeza los dedos sobre el papel para acariciar una superficie que ella había rozado antes. La nota estaba metida en un pequeño tarro de vidrio que se sostenía sobre una roca plana en la Quebrada del Lagarto, la que ella había usado para tenderse al sol. Sobre el tarro habían colocado una rama, para que pasara desapercibida a otros ojos que no fueran los suyos, y las hojas finas y plateadas del álamo se habían curvado y secado con el calor. La muchacha había obrado con cautela. Nada de nombres. Sólo una advertencia.

Las tropas de élite del Kuomintang van camino de Junchow. Para aniquilar a los comunistas. Vete ahora. Urgente. Tú y tus amigos. Marchaos.

La palabra «Marchaos» estaba subrayada en rojo. En la parte baja del papel había añadido el dibujo de una serpiente con la cabeza partida en dos, y sangre brotando de la herida.

La noche era negra como boca de lobo. Sin luna. Caía una llovizna persistente que amortiguaba cualquier sonido. La casa era imponente, y estaba bien custodiada. Los centinelas eran apenas visibles bajo los aleros puntiagudos. Altos muros sin ventanas, y los patios iluminados por farolillos de colores, incluso en plena noche. En todas las puertas que daban a los patios, las campanillas repicaban incesantemente, movidas por el viento, y protegían tanto de los malos espíritus como de los intrusos, aunque la principal amenaza para Chang la constituía el chow-chow de cabeza enorme que se paseaba por el último patio, el más interior de todos. Sus orejas puntiagudas captaban lo que al oído humano se escapaba.

Los pasos de Chang sobre las tejas quedaban acallados. Sus zapatos de fieltro avanzaban con lenta paciencia, acercándose: primero un pie, después otro. Su objetivo no era el gran patio interior, sino el anterior, el de la fuente cuyo surtidor de agua brotaba de la boca de un delfín, el de la carpa que, en el estanque ornamental que se extendía a su base, se movía como un fantasma, el del ciruelo que crecía en una esquina, y que en esos días se hallaba cargado de fruta madura. Se trataba de un árbol viejo, y sus ramas se apoyaban en la casa lo mismo que un anciano se apoya en su bastón. Chang vestía de negro, y esperaba, agazapado entre las sombras del tejado, con los ojos y la mente concentrados en una ventana.

El guardia de ronda se esmeraba en su trabajo, pasaba la pesada vara por entre los arbustos, y bajo los bancos delicadamente tallados. Chang oía los chasquidos de la caña que ahuyentaba algún reptil nocturno apostado sobre el suelo de mármol, y de las inmediaciones llegó un gruñido prolongado. El farolillo del porche arrojaba su luz sólo en un lado del rostro del guardia, de ojos agudos, alerta, ávido de algo o de alguien que aliviara el tedio de su rutina nocturna. Chang no tenía la menor intención de ofrecerse voluntario. Aún no.

Finalmente, el centinela se internó en las sombras del patio contiguo, donde el perro lo saludó con un aullido servil. Mientras el animal estaba distraído, Chang aprovechó para avanzar más deprisa. Tejas mojadas, resbaladizas bajo sus pies, en lo más alto del tejado. Más tejas traicioneras, cubiertas de musgo. El árbol, fácil como una escalera. Por encima del porche. La ventana abierta. Una luz tenue parpadeaba tras la cortina. Chang puso el pie en el alféizar.

Era un gran aposento. En su centro se alzaba, inmensa, la cama de roble negro, con dosel de seda, profusamente labrada con imágenes de murciélagos con las alas extendidas y las garras desnudas, y aves de cuellos largos que devoraban escorpiones y ranas. A un lado de la cama, una vela ardía en un recipiente de jade, y a su alrededor podía contemplarse un desorden de copas y botellas caídas, tiras de cuero, charcos de cerveza derramada, y un pequeño quemador de latón. Una pipa de embocadura larga, de marfil manchado, había sido arrojada al suelo. El aire desprendía un perfume dulzón y embriagador.

Chang permaneció junto a la cortina el tiempo suficiente como para distinguir a tres figuras sobre las sábanas, dos de ellas inmóviles y en silencio, los ojos muy abiertos, temerosas. Contemplaban el cuchillo que sostenía en la mano. Se trataba de dos concubinas jóvenes, las muñecas atadas mediante tiras de cuero a unos ganchos que sobresalían del cabecero de la cama, y estaban desnudas. Su piel suave relucía, cubierta de aceites olorosos. Una de ellas exhibía lo que parecía ser una marca de látigo sobre los pechos menudos. Entre las jóvenes concubinas, boca arriba, dormía un hombre corpulento, que roncaba con la boca abierta, de la que salía un reguero de vómito amarillento que moría en la almohada. Sólo llevaba puesto un cinturón hecho con dientes de serpiente, que rodeaba su cintura ancha, musculosa. Tenía el vientre cubierto de vello denso e hirsuto.

Chang fijó los ojos en las muchachas. Hacía mucho tiempo que no se acostaba con una mujer. La de la marca del látigo era hermosa, con ojos endrinos y pechos que se henchían, suaves, incitadores, rematados en unos pezones erguidos, rosados. Se acercó más, conteniendo la respiración, y se detuvo a los pies de la cama. De un salto se plantó de rodillas en ella, entre las piernas desnudas del hombre. Los ojos cerrados del hombre se movían en círculos tras los párpados, pero por lo demás no movió ni un tendón, ajeno a todo excepto al caos de unos sueños inducidos por la droga, que escapaban a su control. Chang se acercó más, cogió unos palillos que vio junto a la mesilla de noche, y al hacerlo las dos muchachas se ocultaron entre la montaña de cojines, las tiras de cuero cada vez más apretadas en torno a sus muñecas. Aterrorizadas, temblaban, y en sus cabellos negros parpadeaba la luz de la vela.

– Un demonio de la noche -susurró una de ellas.

– No nos mates.

Él no les prestó la menor atención. Valiéndose de los palillos, que sostenía con la mano izquierda, sujetó el pene flácido del hombre y lo alzó hasta que quedó recto, tieso. El durmiente emitió una especie de gruñido, y trató de llevarse una mano a la entrepierna, pero se detuvo a medio camino. Chang deslizó la punta de la daga entre el vello púbico hasta dar con la base del pene, y con un giro mínimo de muñeca seccionó la carne frágil.

De la boca del hombre brotó entonces un chillido que era como el relincho de un caballo, y que hizo temer a Chang el regreso del guardia.

– Silencio -susurró.

El hombre cerró la boca, y le rechinaron los dientes, tal vez de dolor, tal vez de temor. A Chang le traía sin cuidado el motivo.

– Silencio -ordenó de nuevo.

Los ojos del hombre eran apenas dos ranuras, y observaban a Chang con expresión de odio. Por un instante buscaron la espada, fina y grabada con gran delicadeza, que colgaba en la pared, sobre un altar pequeño, pero Chang incrementó la presión del filo.

– ¿Qué es lo que quieres? -gruñó el hombre, rígido como una piedra.

– Quiero tus pelotas servidas en una bandeja.

Chang controlaba la situación, y ésa era una posición peligrosa. En aquella casa inmensa, grande como un dragón, llena de sirvientes sumisos y patios bien cuidados, sólo un hombre ostentaba el poder. Sólo un hombre echaba fuego por la boca. Y ese hombre era Feng Tu Hong.

Chang franqueó el dintel y se adentró en el último patio, el más hermoso, tanto que a pesar de la oscuridad y la lluvia, consentía el brillo de sus leones de bronce, que amenazaban desde sus peanas. Los guardias y los criados se adelantaron, antes de retroceder, alarmados. Sobre el suelo de mármol, húmedo y gastado, se arremolinaban los pétalos. El perro emitía un gruñido gutural y se mantenía de pie, muy rígido, con el pelo erizado, aunque sin atacar.

Porque delante de Chang se agitaba la figura encorvada de Po Chu. La lluvia descendía por la prominente curva de su espalda, y descendía hasta las nalgas desnudas. Seguía llevando sólo el cinturón confeccionado con colmillos de serpiente, pero ahora, una tira de cuero le ataba las muñecas a los tobillos, de manera que parecía doblemente jorobado, al tiempo que otra le mantenía los pies muy pegados, separados apenas por un palmo. Su avance, como el de una tortuga herida, era lento y humillante, pero la punta de la daga, que seguía pegada a sus testículos, le animaba a seguir avanzando. De su boca brotaba una retahíla de obscenidades que Chang ignoraba.

– Feng Tu Hong -gritó Chang-. Tengo a tu hijo sentado en la punta de mi daga. Si quieres que en el futuro pueda darte nietos, abre las puertas y permítele que se postre a tus pies.

El viento levantó sus palabras, y el cielo de la noche se las tragó. A su alrededor oía el silbido de las espadas al desenvainarse, el murmullo de alientos entrecortados, pero nadie se atrevía a acercarse lo bastante, y una mano callosa tuvo el buen juicio de sujetar al perro por el cuello. Chang sentía el poder que ostentaba en ese instante; ascendía en él como un tifón, recorriendo sus venas, arrastrando consigo todo indicio de temor. Debía disfrutar el momento, saborear su dulzura. Porque podía ser el último.

Las puertas, profusamente decoradas, se abrieron de par en par y Feng Tu Hong apareció en lo alto de la escalera, casi tan ancho como el dintel. Cubría su corpulencia con una túnica escarlata, muy bordada, aunque seguía llevando la cinta blanca en la cabeza, en señal de duelo por la muerte de Yuesheng. No llevaba arma alguna, pero tras él asomaban dos guardaespaldas de rostros anchos, y ambos apuntaban con sus Lugers a Chang.

– Deseas la muerte -sentenció Feng.

Lo miraba con ojos negros, inmóviles, sin atisbo de furia en ellos. Cruzó los brazos sobre el pecho.

– Ésta es la segunda vez que te traigo a un hijo, Feng Tu Hong. Pero en este caso no está muerto. -Observó fijamente al jefe de la tríada de la Serpiente Negra -. Aún no.

Feng bajó la mirada para contemplar la cabeza oscura de su hijo, el único que le quedaba con vida. Estaba vergonzosamente cerca del suelo.

– Po Chu, vuelves a deshonrarme -le dijo, con la voz llena de mofa-. Debería dejar que te cortaran a pedacitos, que no me servirían más que las uñas de un mono.

– Hablemos dentro -instó Chang al momento-, donde nos oigan menos oídos, y donde la lluvia no deshaga nuestras palabras.

Feng abrió la boca, aspiró hondo, entrecortadamente -lo que hizo temblar todo su cuerpo-, y bruscamente se metió de nuevo en la casa. Chang esperó a que los guardaespaldas lo siguieran, y sólo entonces entró él, acompañado de Po Chu, que seguía encorvado y subía los peldaños de lado, a saltitos, emitiendo gruñidos al hacerlo. El hombre atado no decía nada, como si las palabras de su padre hubieran acabado con el poco ánimo que pudiera quedarle.

Sólo el odio callado persistía, tan desnudo y expuesto como sus nalgas.

En el vestíbulo, a la derecha, se alzaba una pared de capillas con imágenes de los antepasados y otros familiares, llenas de ofrendas recientes de comida, bebida y bastones de incienso dispuestas frente a cada una. Que el retrato de Yuesheng se encontrara entre ellas pilló a Chang por sorpresa, aunque no entendía por qué. Lo estudió con detalle. El rostro joven, confiado. Una sensación que era como de agujas aplicadas en los puntos de presión de sus pies creó una bola de luz cegadora que empezó a moverse de modo errático en el interior de sus ojos. Se volvió, pero le persiguió un recuerdo: el de Po Chu golpeando a su hermano menor hasta convertirlo en un bulto ensangrentado a causa de su compromiso político con Mao Tse-Tung, y el de Yuesheng negándose a levantar una mano para defenderse. Chang obligó a Po Chu a emitir un lamento agudo incrementando la presión de la daga en la piel blanda y colgante que tenía entre las piernas. Aquel cuchillo, precisamente, se lo había regalado Yuesheng. Contaba con una hoja muy fina, azul acero, y con un mango de cuerno de búfalo en el que había grabada la imagen de un unicornio chino, Chi Lin, a ambos lados, para atraer la buena fortuna. Y en ese momento la punta oprimía las pelotas grasientas de su inútil hermano.

La escena habría provocado las carcajadas de Yuesheng.

Chang sintió que el espíritu de su amigo se encontraba muy cerca en ese instante. Su voz reverberaba en el aire. Tal vez fuera porque Yuesheng sabía que estaban a punto de encontrarse de nuevo. Y había acudido a mostrarle el camino. Pero Chang negó con la cabeza, la meneó una sola vez, bruscamente.

– Todavía no, Yuesheng -susurró.

– ¿Y bien? -Feng se había situado en el centro de una estancia magnífica, que brillaba por todo el oro y el jade que contenía en su decoración, y que exhibía elegantes rollos pintados en las paredes. Con su gesto, parecía querer recordar a Chang quién mandaba ahí. De pie, con las piernas separadas, los brazos plegados, la cabeza echada hacia delante, el cuello ancho, el rostro, una máscara fría, impenetrable-. ¿Y bien? -repitió-. ¿Cuál es el precio esta vez? ¿Otra imprenta? Creo que ése es el precio a pagar por un hijo. Aunque sea un precio vergonzoso.

– No.

Chang empujó a Po Chu por la nuca, y éste cayó de rodillas al suelo. Cuando lo tuvo ahí, lo agarró del pelo negro, y tiró de él con fuerza, mientras le pinchaba la barbilla con la punta de la daga. Po Chu sudaba profusamente, y temblaba, como si se le hubieran roto las muñecas, que seguían atadas. Toda su piel se mostraba resbaladiza y brillante, y aspiraba el aire a bocanadas, mientras alzaba hacia su padre unos ojos implorantes, llenos de terror.

– Padre sabio y honorable -balbució con voz ronca-. Te ruego concedas a este diablo lo que te pide.

Feng escupió.

– Para mí no eres nada.

– Muy bien -terció Chang sin inmutarse-, si no vale nada, entonces a mí tampoco me sirve. Prepárate para reunirte con tus antepasados, Feng Po Chu.

Le agarró del pelo, tiró de él con más fuerza y vio que las Lugers se alzaban, listas para disparar. Un hedor insoportable a heces impregnó la estancia, pues Po Chu había perdido el control de sus esfínteres. La sangre goteaba por el filo de la daga y descendía hasta los dedos de Chang.

– Llévatelo -ordenó Feng a Chang entre dientes-. Llévate a mi hijo. No es sino veneno para mi corazón.

Chang emitió un grito agudo que desplazó el centro de atención, encomendó su propio espíritu a sus antepasados y se preparó para la quietud del fin, pero, mientras lo hacía, un manto de tristeza le cubrió el pecho, oprimiéndolo. Su corazón se convirtió en plomo al saber que no volvería a verla en esta vida, y que el hilo que lo ataba a ella se rompería. Había fallado a la muchacha-zorro. El momento final de su vida en esta tierra había llegado, y ella seguía en peligro.

Po Chu gritó.

Chang sujetó el cuello de su reo con tal fuerza que sus tendones asomaron como dientes. Y tensó los músculos para proceder a rebanárselo.

– Para.

Era Feng. Sus ojos no eran más que dos líneas negras en un rostro de piedra.

– ¿Cuál es tu precio esta vez?

Por las mejillas de Po Chu resbalaban lágrimas calladas.

– Una vida.

– ¿La tuya?

– No.

– Habla. ¿La vida de quién?

– De la muchacha que robé a los Serpientes Negras en el hu-tong. Tus hombres la persiguen.

– Porque mintió. -La voz de Feng estaba teñida de ira-. Les dijo que no te conocía, que no sabía dónde te ocultabas, pero más tarde la vieron contigo. Mintió. Es una cuestión de honor.

– Feng Tu Hong, ella es bárbara, y como todos los bárbaros no sabe nada del honor. Esa muchacha no merece ni la saliva que gastas en nombrarla, pero yo te doy a tu hijo, al único hijo que te queda con vida ahora que Yuesheng se ha ido, a cambio de su débil existencia. Me parece que es un trato justo.

– Me insultas, e insultas a mi hijo. Si tanto aprecias la vida de esa puta bárbara, ¿por qué no me pediste su vida cuando te prometí el regalo que quisieras cuando me trajiste el cuerpo de Yuesheng para que le diera sepultura? ¿Por qué no me lo pediste entonces?

– Mis motivos son míos.

Feng lo miró con odio. Desde detrás de un biombo taraceado se oyó una risotada masculina, y al sonido de zapatillas al rozar la mullida alfombra de seda precedió la aparición de una figura alta, que sostenía un cigarrillo en la mano.

– Feng, pregunta sólo si estás seguro de que recibirás respuestas. Este joven potro te está dejando atrás.

La voz del hombre era suave, agradable.

Y pertenecía a un inglés. Chang lo reconoció al instante: lo había visto en el Club Ulysses. Era el que hablaba en mandarín como si fuera su lengua materna. Llevaba una túnica gris, holgada, y una gorra bordada, y parecía claro que trataba de ser algo que no era. Chang notaba ese esfuerzo en sus ojos de un gris pálido, pero en ellos había algo más, un dolor. Algo que quería desgarrarse hasta morir.

Feng Tu Hong le dedicó una mirada de advertencia que habría bastado para callar a la mayoría de hombres, pero el inglés se limitó a encogerse de hombros, esbozó una breve sonrisa y formuló una pregunta a Chang en mandarín.

– ¿Quién es esa muchacha bárbara por la que negocias tan convincentemente?

– Una gatita rusa, fanqui -masculló Feng-. Nadie que merezca la pena.

– ¿Cómo se llama?

Chang se dio cuenta del interés de su interlocutor, por más que éste tratara de disimularlo.

– Ivanova -respondió Chang-. Lydia Ivanova. La que tiene fuego en la lengua, así como en los cabellos.

– Ah. -El inglés asintió en silencio, se pasó una mano por la frente, despacio, y se volvió para mirar a Feng-. Te la compro yo.

Lo dijo sin darle demasiada importancia, como podría haberlo hecho al referirse a un saco de castañas de algún vendedor ambulante. Y se sacó del bolsillo un saquito de monedas, que parecía lleno de ellas.

– Las ganancias de hoy a cambio de la gatita. -Lanzó el saquito en dirección a Feng, que no hizo el menor gesto de cogerlo, y aterrizó sobre la alfombra con un ruido sordo.

– La muchacha no está en venta -respondió Feng, que se inclinó sobre el dinero-. Debe morir. Ha de servir de ejemplo a otros que pretendan mentirnos. -Clavaba la mirada en el filo de la daga, pegado aún al pescuezo de su hijo-. Pero a cambio de que no acabes con la vida de ese perro rastrero que tienes de rodillas junto a ti, te ofrezco que tú salves la tuya, Chang An Lo. Y te doy mi palabra de protección. Te va a hacer falta. Si no te la proporcionara, Po Chu te vaciaría la sangre de las venas lentamente, dolorosamente, como un jabalí asándose en espetón sobre las brasas. ¿Aceptas?

Se hizo un largo silencio. Fuera, el aullido de un perro rasgó la oscuridad.

– Acepto -respondió Chang al fin, retirando la daga.

Al instante, un guardia se abalanzó de un salto sobre Po Chu y cortó las tiras de cuero que lo oprimían. Éste se incorporó con dificultad, el cuerpo rígido, tembloroso, avergonzado. Las heces resbalaban por sus piernas, y parecía a punto de hundir los dientes en la carne de Chang.

– Po Chu -ladró Feng-. He dado mi palabra.

El hijo no se movió, y se quedó allí, a un palmo escaso de Chang, echándole a la cara el aliento cargado de odio.

Chang lo ignoró. Ya no le era útil. Su padre habría preferido que muriera antes que tragarse sus palabras. Pero Chang no habría podido pedir la vida de la muchacha a cambio del cuerpo de Yuesheng, porque cambiarlo por una fanqui habría deshonrado el espíritu del difunto. Una vergüenza. En cambio, la imprenta resultaba vital para el futuro de China, algo por lo que Yuesheng había muerto. En ese caso, el precio sí parecía adecuado.

– ¿Y la joven? -preguntó el inglés alto.

Feng le miró, percibió su preocupación y le dedicó una sonrisa cruel.

– Pues verás, Tiyo Willbee, he ordenado que le retuerzan el pescuezo con sus propias tripas, hasta que deje de respirar, y que le corten los pechos.

El inglés cerró los ojos. Chang dudaba que aquello fuera cierto. Creía que, en efecto, había ordenado su muerte, pero no de aquella manera. El jefe de los Serpientes Negras dejaba aquellos detalles a la inventiva de sus secuaces. Si lo había dicho, había sido sólo para escupir su veneno contra el invitado inglés. Chang no sabía por qué,

– Feng Tu Hong, te agradezco el intercambio honroso que hemos alcanzado -dijo Chang, haciendo gala de gran corrección formal-. Una vida a cambio de otra. Y ahora te ofrezco algo mucho más importante que una vida.

Feng ya se dirigía hacia la puerta, impaciente por librarse de la visión y el olor de su hijo, pero al oír aquellas palabras se detuvo.

– ¿Qué es más importante que una vida? -quiso saber.

– Información. Del mismísimo Chiang Kai-Chek.

– Ai-aiee! Para ser un cachorro sin dientes, tus palabras son osadas.

– Mis palabras son ciertas. Tengo información que puede ser de valor para ti.

– Y yo tengo hombres que saben cómo obtenerla mediante unas torturas que no has imaginado siquiera. De modo que ¿por qué iba a comprar algo que puedo obtener gratis? -inquirió, dando media vuelta.

El inglés dio un paso al frente.

– Muéstrate algo más sensato, Feng. Obtener información por esos métodos exige tiempo. -Señaló vagamente en dirección a Chang, dejando un rastro de humo de cigarrillo en el aire-. Y, en este caso concreto, sospecho que mucho tiempo. Tal vez se trate de algo urgente. ¿Qué mal hay en llegar a un acuerdo? -Volvió a soltar una carcajada, una risa grave-. Después de todo, eso es lo que hicimos tú y yo, y mira adonde nos ha llevado.

Feng frunció el ceño, cada vez más impaciente.

– Muy bien, ¿de qué se trata la oferta esta vez?

– Yo te proporcionaré la información secreta que proviene de la oficina de Chiang Kai-Chek en Pekín. A cambio tú me proporcionas a la rusa de pelo de fuego.

Feng se echó a reír, un rugido que le aflojó la mandíbula y que sirvió para aliviar la tensión de todos los que le rodeaban.

– ¿Quieres a esa gatita? ¿Sea cual sea el precio?

– No. La quiero por este precio.

– Está bien. Trato hecho.

– Se ha sabido que Chiang Kai-Chek, antes de que regrese a Nanking, su capital, va a enviar unas tropas de élite a Junchow. De modo que, mientras yo hablo, cada vez están más cerca. Vienen a aplastar a los comunistas, a colgar sus cabezas de los muros de la ciudad, a erradicar la corrupción del gobierno. Como presidente de honor de nuestro Consejo Chino, me parece que esta información ha de serte de utilidad antes de su llegada.

Dicho esto, hizo una reverencia y oyó que Po Chu gruñía.

Feng permaneció inmóvil y en silencio largo rato. Su rostro había empalidecido, y contrastaba aún más con la túnica escarlata que llevaba puesta. Sus manos, anchas, se abrían y se cerraban una y otra vez, hasta que de pronto atravesó la estancia, camino de la puerta.

– La muchacha es tuya -dijo, sin volverse-. Quédatela. Pero no esperes nada bueno. Mezclar bárbaros con nuestro pueblo civilizado es siempre el primer paso hacia la muerte. -Un sirviente, de rodillas, le sostenía la puerta abierta, y el jefe de los Serpientes Negras desapareció tras ellas.

Chang asintió brevemente, en reconocimiento a la ayuda que le había brindado el inglés. Po Chu escupió en el suelo, y pronunció una maldición ininteligible, antes de desaparecer también, de fundirse con la noche. Sólo entonces Chang salió al patio una vez más. Cuando ya se abría paso entre las sombras del segundo recinto abierto, vio a un guardia que, con uniforme negro, caminaba pesadamente, con los hombros hundidos, y que llevaba algo en cada mano. Con la derecha sostenía la cabeza seccionada del chow-chow, la lengua negra colgando, como una serpiente aplastada. Con la izquierda, la del guardia de rostro ávido, el que lo observaba todo con gran atención, pero cuyos ojos traslúcidos ya aparecían exentos de vida. En casa de Feng Tu Hong, el precio del fracaso era muy alto.

Aunque apenas se había distraído un segundo, bastó para que un arma se abatiera con todo su peso sobre un lado de su cabeza, y lo enviara a la negrura del infierno.

Capítulo 27

Septiembre y calor. Calor todavía.

Un ventilador de latón giraba en el techo. Lo único que hacía era arrancar bocados de aire recargado y masticarlos un poco. Lydia estaba harta de estar allí de pie, con los brazos extendidos, mientras madame Camellia le iba clavando alfileres. Harta de la sonrisa complacida de su madre, que lo observaba todo sentada en una silla. Y, sobre todo, estaba harta del silencio de Chang, un silencio que atronaba en sus oídos y le hacía anhelar noticias suyas.

Un mes entero sin novedades. Un mes entero desesperada por no saber.

Debía de haber recibido su aviso. Debía de haberse ausentado de Junchow. Aquél debía de ser el motivo de su silencio, lo que implicaba que, al menos, estaba a salvo. Se aferraba a esa idea, se calentaba las manos con ella, y una y otra vez, cuando por las noches no podía dormir, murmuraba: «Él está bien, él está bien, él está bien.» Si lo repetía muchas veces, lograría que fuera cierto, ¿no?

En ese momento estaría en alguno de los campamentos de entrenamiento del Ejército Rojo. Lo imaginaba ahí, disparando contra dianas, participando en marchas, limpiándose las botas y las hebillas para que quedaran relucientes, desafiando al peligro colgado de cuerdas. ¿No era eso lo que los soldados hacían en los campamentos? Estaba a salvo, seguro. Por favor, que estuviera a salvo. Por favor, que todos aquellos extraños dioses suyos lo protegieran. Él era de los suyos, ¿no? Tenían que cuidar de él. Pero para tranquilizarse, para que el corazón no se le saliera por la boca, tenía que respirar hondo, porque en el fondo no confiaba en ellos, ni en los suyos ni en los de él.

– Querida, deja de moverte. ¿Cómo va a trabajar madame Camellia si no te estás quieta?

Lydia dedicó a su madre una mirada asesina. Valentina se veía de lo más moderna y elegante, pues llevaba un vestido de lino color crema que le había confeccionado aquella misma modista, la más solicitada de Junchow. Su salón copiaba los últimos modelos de París, y tenía una larga lista de clientas, de modo que había sido todo un honor que les permitieran saltarse la cola. Y todo gracias a Alfred, que había movido algunos hilos. Su futura esposa estaba decidida a contar sólo con lo mejor el día de su boda.

– ¿No está adorable con ese vestido, madame Camellia?

La dueña china de la casa de modas alzó la vista para contemplar el rostro de Lydia, y permaneció unos instantes observándolo en silencio. Lydia estaba de pie sobre una pequeña plataforma redonda, acolchada, en el centro de la habitación, mientras madame Camellia manipulaba, retorcía y tiraba de la suave seda verde, pálida como el cuello del pájaro cantor que vivía encerrado en una gran jaula en un rincón de la sala, y que emitía sus trinos constantes, así como una profusión de escalas de notas que destrozaban los nervios de Lydia.

– Se ve preciosa -dijo al fin madame Camellia, esbozando una sonrisa dulce-. Este tono eau de Nil combina a la perfección con su color de pelo.

– ¿Lo ves, Lydia? Ya te dije que te encantaría.

La joven no dijo nada, y se concentró en los pasadores de jade que salpicaban el pelo de la modista.

– Señora Ivanova, esta mañana han llegado unas muestras de las nuevas telas de Tientsin. Anticipándose al invierno, me ha parecido que tal vez le interesara alguna para su vestido de luna de miel. ¿Le gustaría verlos? -Se lo preguntó como si la hiciera partícipe de un privilegio especial.

– Me encantaría.

Madame Camellia hizo un gesto de cabeza a su joven asistenta, que condujo a Valentina al exterior de la sala, un espacio de paredes pálidas, llena de telas de un rosa claro, y al que las orquídeas de un jarrón, así como la jaula del pájaro, daban unas vivas pinceladas de color.

– Señorita Lydia -dijo la modista en voz baja-. ¿Qué es lo que no le gusta del vestido?

¿El vestido? Como si el vestido le importara lo más mínimo.

Obligó a su mente a regresar a la casa de modas, y observó los cabellos suaves y satinados que se enroscaban en lo alto de la cabeza de madame Camellia. Entre sus ondulaciones de ébano reposaba la flor de la que tomaba el nombre. Parecía un pajarillo negro, brillante y rápido, su figura menuda encerrada en un cheongsam ajustado, azul turquesa, con la raja lateral que dejaba al descubierto una pierna esbelta. Pero Valentina le había comentado que, por las noches, la modista se vestía con elegantes modelos occidentales, durante sus incursiones por los clubes nocturnos, colgada del brazo de su último amante estadounidense. Se había convertido en una mujer rica, y podía escoger lo que mejor le conviniera.

La modista observó a Lydia con expresión aguda.

– Dime cómo te gustaría que fuera.

– Es un vestido de dama de honor. Mamá es la que decide cómo ha de ser.

– Sí, lo sé, pero ¿qué estilo preferirías tú?

– A mí me gustaría que fuera… bueno… más… -Pensó en los ojos luminosos de Chang. ¿Qué era lo que los hacía brillar?

– ¿Más qué?

– Más revelador.

Madame Camellia no se rió, ni dijo: «¿Qué tienes tú que revelar?» Se limitó a asentir para sus adentros y se incorporó para cambiar de sitio un trozo de tela, para deshacer unas cuantas puntadas.

– ¿Mejor así?

Lydia se miró en un espejo largo que tenía delante. El recatado cuello cerrado que su madre había escogido había pasado a ser un escote fluido que mostraba parte de su piel blanca, suave.

– Mucho mejor, gracias.

Madame Camellia se dedicó entonces a las mangas, con intención de recortarlas y pegarlas más a los brazos.

– Madame, usted vive en el barrio antiguo, en la zona china, ¿verdad?

– Mmm -asintió ella, con la boca llena de alfileres.

– ¿Y todavía hay soldados allí?

Unos dedos expertos clavaban los alfileres en las mangas.

– ¿Te refieres a esos apestosos barrigas grises?

– Los que llevan las cintas amarillas en los brazos, los de Pekín. Las tropas del Kuomintang.

– Ai! Son diablos.

– ¿Todavía están en Junchow?

Madame Camellia abandonó por un momento su adorable sonrisa y, al hacerlo, repentinamente su rostro reflejó su verdadera edad.

– Avanzan arrasando, como una tormenta de arena, cada día por una calle distinta. Arrancan a los obreros de sus bancos, a los escribas de sus oficinas. Acuden allá donde un dedo acusador les señala. Decapitaciones y ejecuciones al anochecer, hasta que nuestras calles se tiñen de rojo. Aseguran estar limpiando la ciudad de comunismo y corrupción, pero a mí me parece que se están ajustando muchas cuentas pendientes.

A Lydia se le había secado la boca.

– ¿Y matan también a gente joven?

Madame Camellia miró con atención a la muchacha rusa.

– A algunos. Estudiantes, y esas cosas. Los ideales comunistas están muy arraigados entre la juventud. -Bajó la voz-. ¿Conoces a alguno?

Lydia estuvo a punto de revelar el nombre de Chang, tal era su desesperación por obtener noticias.

– No -se apresuró a decir-. Me preocupan todos, en general.

– Entiendo. -La modista le rozó la mano-. Muchos de ellos escapan. Siempre queda la esperanza.

A Lydia se le hizo un nudo en la garganta, y deseó arrancarles los ojos a aquellos dioses suyos tan insensibles.

– ¿Cree usted, madame, que podría llevar lentejuelas en el vestido?

No hablaban. De la boda no. Lydia se daba cuenta de que se habían puesto en marcha los preparativos. Había oído hablar de una fecha en enero, pero no preguntó nada, y nada le dijeron. Empezaron a llegar cartas en sobres gruesos, pero ella no comentaba nada, y ni siquiera cuando Valentina se ausentaba intentaba abrir la preciosa caja de palisandro en la que las guardaba todas. Aquella caja era un regalo de bodas de Alfred. La caja y el anillo. Un solitario con un diamante. Irradiaba luz incluso en aquel cuarto cochambroso, y Lydia no podía evitar pensar que el señor Liu le ofrecería «mucho dólar» por una joya como aquélla.

Los días iban haciéndose más frescos. Pero ella seguía sin noticias de Chang. Con todo, las sombras negras habían dejado de acecharla en las calles, y los movimientos repentinos vistos por el rabillo del ojo ya no disparaban los latidos de su corazón. Tardó un tiempo en estar segura de ello, y no habría sabido explicar el porqué de su certeza, pero el caso era que lo sabía. Las serpientes se habían ido, habían regresado a sus fétidas madrigueras. Desconocía los motivos de aquella retirada, pero estaba convencida de que tenían algo que ver con Chang. Incluso desde la distancia, él seguía protegiéndola.

Por lo demás, nada había cambiado en la buhardilla. Lydia trataba de concentrarse en sus deberes de clase, por las noches, mientras mordisqueaba la punta del lápiz o miraba discretamente por la ventana, estudiando la calle por si oía un paso veloz. En ocasiones observaba a su madre cuando se sentaba en el sofá. O la botella y la copa, que siempre mantenía cerca de su persona, a pesar de la absurda exhibición de abstinencia que había representado el día en que le cortó el pelo. Lo único que cambiaba era la cantidad de líquido que contenían. Valentina se sentaba con una partitura en el regazo y tarareaba alguna fuga de Bach en voz muy baja, hasta que llegaba a algún punto de su mente que se le hacía insoportable, y entonces se levantaba y, moviéndose de un lado a otro, seguía pasando páginas. Después de eso, se pasaba horas mirando sin ver el espacio que tenía delante, viendo cosas que su hija sólo era capaz de adivinar.

Lydia intentaba hablar con ella, pero el único solaz que Valentina buscaba en aquellas ocasiones era el de la botella. Lydia había llegado a calcular con bastante exactitud el momento en que, no sin esfuerzo, debía ayudar a su madre a levantarse del sofá y meterla en la cama. Si se anticipaba, se ponía agresiva. Si se demoraba, era incapaz de mantenerse en pie. Su cuerpo esbelto nunca parecía ganar peso, por más comida que apareciera sobre la mesa, que era lo que sucedía últimamente. Ni Lydia ni Valentina comían mucho. Sólo Sun Yat-sen estaba más gordo y más feliz.

– ¿Te gustaría tener una jaula como Dios manda para tu conejo? -le preguntó Alfred un sábado. Había venido a llevarse a Valentina a las carreras. A su madre siempre le habían encantado los caballos.

– Sí -respondió Lydia en contra de su voluntad, pues su intención había sido decir que no.

– Está bien, querida, con mucho gusto te compraré una. Vamos a escogerla ahora mismo, mientras tu madre -miró a Valentina y esbozó una sonrisa indulgente- hace lo que lo tenga que hacer.

Una vez en el mercado, Lydia escogió la jaula para conejos más grande y más lujosa. Contaba con compartimentos separados, así como con cuencos especiales de zinc para el agua y la comida, y unos graciosos motivos decorativos en lo alto, en forma de pagoda. Sabía que Alfred la estaba sobornando. Él también lo sabía. Y ella sabía que él lo sabía.

– Lydia, creo que podemos lograr que esto funcione. Lo nuestro, quiero decir. Que tú y yo seamos parte de la misma familia. Me gustaría al menos que lo intentáramos.

Lydia se mordió la lengua. Esa tarde había dejado que él la comprara, y se sentía sucia, la piel pegajosa. «¿Así es como se siente mi madre todos los días? ¿Comprada y sucia? ¿Por eso bebe tanto cuando él no está? ¿Para quitarse la suciedad?» Se fijó en sus gafas relucientes y se preguntó si se habría planteado alguna vez, remotamente, el daño que les estaba haciendo a las dos. Llegó a la conclusión de que no, de que no veía más allá de aquellos lentes feos, y que su mente era una caja gris e incolora, llena de autosatisfacción. ¿Cómo podía ocurrírsele que ella quisiera formar parte alguna vez de la misma familia que él?

– Gracias por la jaula -dijo fríamente, y corrió escaleras arriba.

El pez marrón se escurrió por la corriente fría y clara del río, ondulando el cuerpo ancho, suavemente, sobre su lecho. Hoy sí, se dijo Lydia. Ahora sí. Contuvo la respiración. Tensa, inmóvil.

La lanza rasgó el agua. Y falló de nuevo. El pez huyó nadando. Lo maldijo y regresó hasta la estrecha franja de arena de la Quebrada del Lagarto, donde se acuclilló bajo el radiante cielo otoñal, mientras esperaba a que remitieran los chapoteos aterrados que agitaban la corriente. Estar ahí, en aquel lugar, la acercaba a Chang. Recordaba el tacto de su pie herido, su peso en la palma de la mano, la tensión en su piel cuando ella clavaba, una y otra vez, la aguja, e iba cerrando sus bordes. El calor íntimo de aquella sangre entre sus dedos. Marcándola. Igual que ella lo marcaba a él.

Cuando terminó la operación de sutura, él suspiró, y ella se preguntó si había sido un suspiro de alivio o – y sabía que era una estupidez pensarlo- si añoraba la caricia de sus manos. Ahora pasaba los dedos por la arena vacía, buscaba el más mínimo rastro de su sangre. En su mente oía, con la misma claridad con la que llegaba hasta ella el fluir del río, la extraña risita que él dejó escapar cuando ella le pidió que encontrara un modo de entrar en el Club Ulysses para recuperar los rubíes. Cada vez que lo recordaba, se ponía enferma. ¿Cómo se le había ocurrido siquiera exponerlo a semejante peligro?

– Me convertirías en un ladrón -le dijo él ese día, muy serio.

– Podemos repartirnos el dinero entre los dos.

– ¿Y la condena? ¿Nos repartiríamos también la condena de cárcel?

– No te dejes atrapar, y no habrá cárcel -replicó ella.

Pero ya entonces Lydia sintió que se ruborizaba. Volvió la cara hacia el río, para que la brisa que ascendía por él le refrescara las mejillas, y estuvo tentada de decirle que no lo intentara, que no se arriesgara. Que se olvidara del collar. Pero su lengua no encontraba las palabras adecuadas. Cuando volvió a mirarlo, él le dedicó una sonrisa que, en cierto modo, alivió el tormento de su alma. Era un sentimiento raro, nuevo para ella. Estar con alguien y no tener que ocultar nada. Él veía lo que había en su interior, y lo comprendía.

A diferencia de lo que le sucedía con Alfred Parker, que quería hacer de ella alguien que ella no sería jamás, la perfecta señorita inglesa. Su mente adocenada estaba impaciente por quitarle a su madre, y para lograrlo, a cambio, le ofrecía una jaula de conejo. ¿Qué clase de negocio era ése?

«Oh, Chang An Lo, te necesito aquí, a mi lado. Necesito tus ojos claros y tu palabra sosegada.»

Se puso en pie, tratando de moverse despacio, y se concentró en el agua. Tenía que atrapar un pez para llevárselo a la señora Zarya, de modo que, del bolsillo, se sacó una navaja que le había robado a un niño en el colegio y se puso a afilar aún más la punta de la lanza, como había visto hacer a Chang. La rama del sauce ya tenía la punta muy afilada, pero a ella, la acción de cortar algo, le hacía sentirse mejor.

– ¡Santo Cielo! Moi vorobushek! ¿De dónde ha salido esa cosa horrible? -La señora Zarya agitaba las manos, asombrada, y contemplaba a Lydia con desconfianza-. No pretenderás ofrecérmelo a cambio del alquiler, ¿verdad? Ya os toca pagar el mes.

Lydia negó con la cabeza.

– No, esto es un regalo. Lo he pescado para usted.

La señora Zarya esbozó una amplia sonrisa.

– Ah, gorrioncito, qué lista eres.

A Lydia le alivió constatar que, en vez de conducirla al salón de pesados muebles, desde el que el general Zarya observaba con ojo acusador, su casera la precedía por el pasillo y entraba en la cocina. Era la primera vez que entraba en aquel sitio, pequeño y marrón. Dos sillas, una mesa, un fregadero y un aparador. Todo marrón. Pero olía a limpio, a jabón. En una esquina, un samovar abrillantado, con su pequeña tetera en lo alto, siempre caliente.

– Veamos -dijo la señora Zarya-. Veamos ese monstruo marino que me traes.

Lydia colocó el regalo sobre la mesa. Se trataba de un lenguado de río, pardo como la madera sobre la que reposaba, aunque con pequeñas motas amarillas que le salpicaban el ancho lomo.

– ¿Y lo has pescado tú?

– Sí.

La señora Zarya asintió, impresionada, y lo tocó con un solo dedo.

– Es bueno. Ahora lo cocino. ¿Tú comes conmigo?

Lydia sonrió.

– Spasibo. Es usted muy amable, dobraya. Ya plobaya povariha. No soy buena cocinera.

– ¡Vaya! ¡Por fin hablas ruso! Otlichno! ¡Qué bien!

– No. Lo estoy aprendiendo con ayuda de un libro. Pero es muy difícil.

– Dile a esa madre perezosa que tienes que deje de una vez la botella y te enseñe russkiy yazik.

– No quiere.

– Ah. -La señora Zarya abrió los brazos de par en par y enterró a Lydia entre sus pechos, en un abrazo cálido y asfixiante, sin que a ella le diera tiempo a impedirlo. La enorme delantera olía a alcanfor y a polvos de talco, y sentía en la mejilla la presión del aro de un sostén.

– Ayuda -musitó.

La rusa la dejó libre, y la miró con gesto de preocupación.

– Necesito ayuda -aclaró Lydia-. Para aprender ruso.

La señora Zarya se llevó una mano enorme al pecho, que se agitó, amenazador.

– Yo, Olga Petrovna Zarya -dijo con voz triunfal-, te enseño tu lengua materna. ¿Sí?

– Da. Sí.

– Pero antes, aso el pescado.

Lydia rastreó los lugares en los que Chang podía encontrarse. Al salir de la escuela, todos los días, lo primero que hacía era acercarse a la Quebrada del Lagarto, con la esperanza de que, tras abrirse paso entre la maraña de arbustos, viera su cabeza oscura, inclinada sobre una hoguera incipiente, o su daga centelleando un instante antes de hundirse en la carne de un pescado, o de cortar una rama de sauce. Todo lo que hacía lo hacía con suavidad. Limpiamente. No era descuidado y torpe, como ella. Lo imaginaba de noche, en la cama, le veía alzar la vista de lo que estuviera haciendo y mirarla con aquella intensidad tan suya. Y le sonreía, y en su sonrisa había un resplandor que le decía que se alegraba de que lo hubiera encontrado.

Porque lo cierto era que no estaba segura de lo que sentía por ella. Tal vez no había vuelto porque se había cansado de ella y de sus locas discusiones de fanqui. Trató de hacer memoria. ¿Lo había insultado? Había ido al funeral, sí. ¿Cuál era el problema?

Por los barrigas grises no sería. No podía ser por ellos.

Cada vez que pensaba en sus rifles y en sus espadas apuntándole a la cabeza sentía un escalofrío. Veía a los soldados. Sus bandas en los brazos, el sol reflejado en sus gorras, como si fueran los amos del mundo. Patrullando por la ciudad vieja. Aunque era una locura, ella seguía acudiendo allí, no lograba evitarlo. No se aventuraba en los hutongs, pero escrutaba las multitudes de las calles principales una y otra vez, y no encontraba más que miradas hostiles, varas que se abrían paso, bocas que le gritaban palabras inimaginables. En una ocasión llegó a entrever una nuca con una serpiente negra tatuada. Pero el hombre no demostró el más mínimo interés en ella. Y ella no salió corriendo. Como tampoco escapaba de los mendigos que la acosaban con sus dedos esqueléticos, ni del hombre de negocios chino, impecablemente vestido, que le ofreció llevarla de paseo en su gran Cadillac negro. La probabilidad de encontrar a Chang en aquel hormiguero de humanidad era…

Se negaba a verbalizarlo siquiera.

– Ah, señorita, mis ojos brillan de placer al volver a verla. Hace mucho tiempo desde la última vez. -Con un gesto, el señor Liu le indicó que tomara asiento, y separó las manos, mostrándole la tienda-. Espero que mi miserable negocio no le resulte desagradable.

Lydia sonrió.

– Se ve distinto. Muy moderno. Sus clientes deben de acercarse hasta aquí por el mero placer de admirar un lugar tan magnífico, señor Liu.

Su interlocutor, flaco como un lápiz, pareció henchirse de orgullo, y se acercó al hornillo en el que aguardaba una tetera también nueva. De porcelana lisa, color crema. De hecho, todo allí era nuevo. Estantes, armarios, puertas, ventanas, incluso el taburete en el que estaba sentada. Del de bambú no había ni rastro, ni de la mesa de ébano. Los estantes y el mostrador, a juego, eran modernos, limpios, horribles. Del universo de antes sólo había sobrevivido el viejo hornillo. Y el té de jazmín. Eso no había cambiado.

– Estoy impresionada, señor Liu. El negocio debe de irle muy bien.

– Son tiempos difíciles, señorita, pero siempre hay alguien que necesita algo. El secreto está en proporcionárselo. -Se veía más viejo, tenía la piel de avellana más fina que el papel, y el pelo corto y canoso, pero volvía a crecerle la barba rala, y él se la tocaba constantemente, como si se tratara de una vieja amiga.

Se preguntó qué era lo que se dedicaba a proporcionar. ¿Armas? ¿Drogas? ¿Información?

– Señor Liu, si quisiera encontrar a alguien en la ciudad vieja de Junchow, ¿qué debería hacer?

Su interlocutor entrecerró los ojos, y los clavó en ella.

– ¿Dispone usted de la dirección de esa persona?

– No.

– ¿De su lugar de trabajo?

– No.

– ¿De su familia?

– No.

– ¿Amigos?

Lydia vaciló.

– Conozco a una amiga, pero sólo de vista.

– Bien. -El señor Liu escondió las manos en el interior de las mangas, y permaneció observándola tanto tiempo que ella empezó a sentirse incómoda-. Bien -repitió-. Ese alguien, ¿podría estar en apuros?

– Es posible.

– ¿Oculto?

– Tal vez.

– Ya entiendo.

Lydia esperó una eternidad mientras él rumiaba de nuevo.

– El lugar en el que debe buscar, señorita, son los muelles. En el puerto. Se trata de un mundo sin ley, sin nombres. El único lenguaje que se conoce ahí es el del dólar. El del dólar y el de la navaja.

– Señor Liu, es usted generoso con las palabras. Gracias.

– Vaya con cuidado, señorita. Ese es un lugar peligroso. La vida vale menos que un pelo de su cabellera cobriza.

– Gracias por la advertencia. Lo tendré en cuenta. -Dio un sorbo al té y miró a su alrededor, echando un vistazo a los objetos expuestos. La pierna metálica plantada junto a la puerta ya no estaba, pero en su lugar destacaba la concha de una tortuga gigante-. Tengo algo que tal vez le interese.

El señor Liu siguió tomándose su té, impasible.

Lydia le mostró un objeto envuelto en un paño. Se trataba de un bolso. Alfred lo había comprado como regalo para Valentina, y a cambio había obtenido un beso, pero, cuando él se fue, su madre se había encogido de hombros y lo había metido debajo de la cama.

– ¡Rojo! -exclamó-. No consentiré que nadie me vea jamás con un bolso rojo.

Con todo, parecía un objeto caro. Forrado de raso, rematado por unas perlas diminutas junto al cierre. Lydia lo dejó sobre la mesa. El señor Liu lo miró, sin decidirse a tocarlo, y juntó mucho los labios.

– Treinta dólares -ofreció.

Lydia lo miró, boquiabierta. Aquello era más de lo que esperaba, y no pensaba discutir con él. Asintió. Él se sacó un canutillo de billetes de la túnica y, tras contar seis de ellos, se los puso en la mano.

– Gracias, señor Liu. Es usted muy generoso.

Se puso en pie, dispuesta a irse.

– Cuídese, señorita. Sólo tenemos una vida. No desperdicie la suya.

Los enterró. Enterró los treinta dólares.

Los metió en un tarro, que escondió bajo tierra, junto a la roca plana. Cada vez que iba a la Quebrada del Lagarto usaba un guijarro para dibujar una línea en un costado de la roca grande, para que él se diera cuenta de que había estado ahí. Ese día, además, juntó varias piedras y formó con ellas un montoncito, justo en el lugar en el que había enterrado el tarro, como un túmulo.

– Te darás cuenta, Chang An Lo, estoy segura de que te darás cuenta. Treinta dólares no es mucho dinero, pero algo es algo. Te traeré más, te lo prometo. Si estás en apuros, te serán de ayuda.

Apoyó la mano sobre la última de las piedras del túmulo, y la rozó con los dedos, como si, al hacerlo, estuviera acariciando al propio Chang.

– Que no esté en apuros -susurró, invocando a los dioses-. Que sólo me necesite a mí.

Capítulo 28

Theo abrió los ojos de repente, liberándose de las salvajes garras de sus sueños. Le faltaba el aire. Sus pulmones apenas se movían, la oscuridad penetraba en su mente, y un dolor agudo, como el pinchazo de un alfiler, le oprimía la garganta.

Finalmente, sus ojos percibieron lo que tenían delante.

La gata. Por Dios, si era sólo la maldita gata. Tenía a Yeewai acurrucada sobre el pecho, y sus ojos malignos, amarillos, a apenas unos centímetros de los suyos. Con las patas amasaba la suave piel que se extendía entre sus clavículas. De su boca salía un sonido que era como de máquina de vapor, pero Theo no estaba seguro de si se trataba de un ronroneo o de un gruñido.

Apartó al animal, que siguió en la misma postura, sobre el edredón, y al momento constató que el cuerpo tibio de Li Mei no estaba a su lado, en la cama. ¡Dios! ¿Qué hora era? Se sentó en la cama. La cabeza le explotó en mil pedazos, y cada uno de ellos fue a empotrarse contra su cerebro. La zarpa de la gata le arañaba la mano, en señal de protesta. Theo gruñó, se sentó al borde de la cama y se sostuvo la cabeza con las dos manos.

Ya era de día, y el aliento le olía a culo de rata.

Un día más. Gracias a Dios.

Sintió frío. Mucho frío. El aire del aula estaba tan helado que a Theo no le habría sorprendido ver que le salía vaho de la boca al hablar. Se estremeció. Le dolía todo el cuerpo.

Estaba sentado en su lugar habitual, sobre la tarima, ante su mesa, pero había una estufa tras él, lo bastante cerca como para tocarla. El maldito encargado de mantenimiento debía de haberse olvidado de nuevo. Pero no. Al alargar la mano constató que estaba caliente y, al pensarlo, al fijarse en la condensación visible en las ventanas, se dio cuenta de que el aula debía de estar bien caldeada, protegida de las ráfagas de viento que, en el exterior, soplaban desde el norte. Los alumnos parecían sentirse cómodos, y no daban muestras de tener frío. Los alumnos. Filas y filas de ellos. Criaturas indómitas. Hoy le parecían sanguijuelas en su piel, sanguijuelas que le chupaban la sangre hasta dejarle sin ella, que succionaban todos los conocimientos, que pasaban de su cabeza a la de ellos. Volvió a estremecerse, y trató de concentrarse en el montón de papeles que tenía delante. Sin embargo, veía las letras borrosas, no lograba fijar la vista en ellas. Había llegado tarde, y pidió a la clase que completara un ejercicio de historia mientras él se esforzaba por corregir los deberes que debería haber revisado la tarde anterior.

Ése era el problema de pasar tantas noches en el río. A la mañana siguiente no sentía más que frío y cansancio, un cansancio que se le metía en los huesos. Los capitanes chinos de los juncos y los sampanes, los remeros de las barcazas ya se habían acostumbrado a su presencia, y él a la suya. Se habían terminado los sobresaltos. Las navajas. Y los gatos, gracias a Dios. Sabían muy bien cómo aliviar el dolor que les causaba el viento que viajaba río abajo, penetraba en la garganta y, húmedo, iba pudriendo los pulmones. Fueron ellos los que le enseñaron, los que le mostraron cómo lograr que la espera se hiciera más corta, que el miedo perdiera intensidad. Ahora, le bastaba con pensar en la pipa que guardaba arriba, en el cajón, para que le temblaran las manos.

Un grito le llevó a levantar la cabeza, que, sin que él se diera cuenta, apoyaba en las manos. Un muchacho de pelo moreno forcejeaba con una niña por la posesión de una pluma.

– ¡Philips! -exclamó secamente Theo.

– Pero señor, yo…

– Silencio, niño.

El malhechor dedicó una mirada asesina a su compañera, que sonrió, triunfante.

Theo no quiso insistir. Sus rostros, delante de sus ojos, se convertían en figuras grises, confusas. Parpadeó para que regresaran sus perfiles definidos, y se fijó en el resto de caras de sus alumnos. Eran pocos los que parecían estar trabajando. Las niñas cuchicheaban, cubriéndose la boca con las manos, y un muchacho doblaba una hoja de papel con gran precisión, con la intención de convertirla en un avión. La joven rusa miraba por la ventana. Con gran esfuerzo, se frotó los ojos para eliminar las telarañas que, al parecer, se los cubrían. La rusa se volvió entonces, lo miró, y él sintió cierta incomodidad. Aquella muchacha miraba de un modo especial, como si fuera capaz de descubrir todos los agujeros negros que él trataba de ocultar. Se preguntaba si sabía lo afortunada que era de seguir con vida, después de lo sucedido con Feng Tu Hong y los Serpientes Negras.

Alfred estaba loco. ¿Cómo iba a emparentar con esa familia?

Sin saber por qué, recordó la conversación que mantuvo con la niña en el Club Ulysses, su deseo indómito de modelar su vida a su antojo, simplemente gracias a su fuerza de voluntad… La vida no era tan fácil. ¿No se le había ocurrido a aquella tonta preguntarse por qué era la única extranjera de la escuela, la única alumna que no era británica, en medio de todos aquellos Taylor, Smith y Fielding? ¿Acaso no le parecía raro? Aunque no es que socializara mucho. Siempre estaba sola, o con la hija de Mason. Volvió la mirada hacia la cabellera rubia y brillante de Polly, inclinada sobre sus tareas. Parecía la única concentrada del todo en el ejercicio, y de pronto una ira amarga le ascendió por la garganta, y sintió la necesidad imperiosa de herir a la pobre criatura indefensa.

Christopher Mason.

Un nombre que le hacía justicia. «Hombre de piedra.»

– No -le había dicho Mason, apostado tras su vaso de ginebra, en el club, esbozando una sonrisa que no era una sonrisa-. No se acabará tan fácilmente.

– Maldita sea, hombre -exclamó Theo-. La deuda con el banco se pagará a principios del año próximo, y así se acabará, al menos por lo que a mí respecta. Nada más.

– No puedo sino mostrarme en desacuerdo.

– No sea ridículo. Usted puede llevar el negocio solo. No me necesita para nada, y Feng Tu Hong tampoco.

– Yo sí le necesito, Willoughby. No se subestime.

Ojos grises, acerados, lo mismo que la lengua.

– ¿Por qué?

– Querido amigo, porque Feng no acepta el trato si no participa usted. El viejo diablo lo quiere a usted, y si no cierra la tienda. Quién sabe por qué.

Theo sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

– Ése es su problema -replicó-. No el mío.

Hizo ademán de marcharse.

– Dicen que la cárcel no es un lugar demasiado agradable.

Theo se giró. Le costó gran esfuerzo reprimir el deseo de aplastarle la cara de un puñetazo, pero el último vestigio de su instinto de supervivencia lo agarró con fuerza y se lo impidió. Se acercó mucho a Mason, para dejar clara su diferencia de altura, y le echó el aliento en la cara.

– ¿Es eso una amenaza?

Mason asintió despacio.

– Sí.

– Lo que quiere decir es que me denunciaría. A Aduanas.

– Eso es, exactamente. Como traficante de opio, el barro extranjero, como lo llaman. Puedo facilitarles fechas, barcos ilegales, todo. Testigos que declaren haberle visto. Sin darse cuenta, se vería encerrado entre las cuatro paredes de su celda, y ahí se pasaría diez años sin hacer otra cosa que mirarlas -dijo, con una secreta satisfacción en la mirada.

– Si me delata, Mason, lo arrastraré conmigo a ese infierno, hijo de puta, le juro por Dios que lo haré.

Mason se echó a reír.

– No se engañe, estúpido. No tiene pruebas. No hay nada que me relacione con sus actividades nocturnas en el río. No creerá que he ingresado el dinero en el banco, ¿verdad? -Volvió a reírse, un graznido áspero, estridente, que enervaba a Theo-. Está atrapado, metido en una caja, y no puede escapar más de lo que un muerto puede escapar de su ataúd. De modo que disfrute de sus beneficios, que deben de venirle muy bien y no le cuesta demasiado ganar. -Observó a Theo, divertido-. Diría, amigo mío, que ya lo está haciendo, y no poco.

Theo sabía que estaba atrapado. La rabia que sentía le agujereaba el estómago, y sólo aquella dulce pasta negra parecía adormecerle el dolor. Pero Li Mei no lo comprendía. Hablaba poco. Pero se daba cuenta de cómo le cambiaba la mirada cada vez que él se acercaba al cajón.

– ¿Señor?

Theo parpadeó varias veces. Los engranajes de su cerebro se pusieron en marcha. Los alumnos seguían ahí, en clase. Era Polly. La hermosa Polly.

– ¿Sí?

– Ya he terminado, señor.

– En ese caso, señorita Mason, ¿por qué no se acerca a la tarima y lee en voz alta su trabajo, para beneficio de quienes carecen de su agilidad mental? -Polly hundió mucho los hombros, como si quisiera esconderse bajo el pupitre, y musitó algo ininteligible-. Disculpe, señorita Mason, no he entendido lo que ha dicho.

– He dicho que prefiero no hacerlo, señor.

El recuerdo de la risa de Mason, que volvía a inundarle los oídos, le espoleó. No solía llamar a Polly para que leyera en voz alta, pues su talento académico era más bien mediocre, pero qué más daba eso ahora. Ese día las cosas iban a ser distintas. La alumna se plantó frente a las filas de rostros expectantes y empezó a leer a trompicones, las mejillas encendidas de rubor. Theo constató, no sin sorpresa, que se refería a Enrique VIII y al Campo del Paño de Oro. ¿Era aquello lo que les había encargado hacer? Ya lo había olvidado. Polly se equivocaba al leer, cada vez parecía hacerlo más despacio, hacerse más pequeña.

– Ya es suficiente, señorita Mason. Puede sentarse.

La joven le dedicó una mirada de gratitud y regresó a su asiento. «Gratitud.» En ese instante, estuvo seguro de que ella lo odiaba por su exhibición de crueldad gratuita, lo odiaba tanto como él se odiaba a sí mismo.

– La felicito, Polly, por su diligencia. Y ustedes, el resto de la clase -escrutó con desprecio a sus alumnos, y creyó adivinar una mirada parda que le observaba con furia-, se quedarán sin patio y terminarán una redacción sobre la Dieta de Worms. Usted, Polly -añadió, sonriéndole mansamente-, no tiene que hacerla, porque ha trabajado bien.

Los ojos azules de la muchacha se iluminaron.

Era demasiado fácil. Vengarse de ese modo. Era Mason el que merecía que le clavaran un pico en el corazón. Si es que lo tenía, claro.

– ¿Señor Theo?

– ¿Qué sucede, Lydia?

– Por favor, ¿sería tan amable de traducirme algo? Son sólo unas pocas frases. Traducirlas al chino, digo.

La jornada escolar tocaba a su fin, y él sentía la cabeza a punto de estallar. Casi no controlaba ya el temblor de sus miembros, ni aguantaba las ganas de ir a por la pipa y la pasta, y también a por aquella cucharilla que se calentaba, aunque antes debía entregarse al ritual de los padres recogiendo a los alumnos a la puerta del colegio. Por suerte, el viento soplaba con fuerza en el patio, por lo que las madres y las amahs no se habían demorado mucho, no se habían entretenido conversando sin motivo. Pero ahora la niña rusa quería algo. ¿Qué había dicho? ¿Traducción? Le extendía algo, un papel, y esperaba que él lo cogiera. Sus dedos se alargaron, y vio que ella se fijaba en su modo errático de palparlo, antes de hacerse con él. Con esfuerzo leyó lo que estaba escrito. Eran cuatro frases cortas.

¿Conoce a alguien llamado…?

¿Puede indicarme cómo se llega a…?

¿Dónde está…?

¿Él vive/trabaja aquí?

– ¡Ajá! -Le sonrió-. El joven chino. Le busca, ¿no es cierto?

La reacción de la muchacha le causó gran sorpresa, pues abrió mucho la boca, el rojo de sus labios se volvió blanco como el papel, y pareció de pronto más joven y vulnerable que un pájaro en su cascarón.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Dónde está? ¿Lo ha visto usted? ¿Está bien? ¿Sabe…?

– Tranquila, Lydia. -A la joven rusa las manos le temblaban más que a él-. Si estamos hablando de la misma persona, no, no sé cómo se llama y no sé dónde está. Pero no debe preocuparse por él, porque la última vez que lo vi estaba bajo la protección de Feng Tu Hong, el gran jefe del Consejo Chino y de los Serpientes Negras, de modo que no debería…

Lydia se balanceó en su sitio, aunque Theo no sabía si de alivio o de horror.

– ¿Cuándo? -le preguntó en un susurro.

– ¿Cuándo qué?

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Ah, hace un tiempo… No recuerdo bien cuándo fue. Estaba hablando con Feng Tu Hong. De usted.

– ¿De mí? ¿Por qué de mí? ¿Qué decía?

A Theo le impresionaba su desesperación, pues le recordaba a la suya propia. Como si estuviera desangrándose por dentro.

– Lydia, querida, cálmese. Le estaba pidiendo a Feng que ordenara a los miembros de la hermandad de los Serpientes Negras que la dejaran en paz, aunque no tengo ni idea de qué les había hecho para que se enfadaran tanto con usted.

– ¿Y qué dijo Feng?

– Bueno, Feng… -Vaciló, porque no quería revelar del todo la sórdida verdad a aquella muchacha tan joven-. Feng aceptó hacerlo, dejarla en paz, quiero decir. Fue fácil en realidad.

– Señor Theo, no me trate como si fuera tonta. Sé cómo funciona China. ¿Qué precio le impuso?

– Tiene razón. A cambio le facilitó información. Sobre las tropas que estaban a punto de llegar desde Pekín. Eso es todo.

La piel de Lydia había adquirido aquella palidez enfermiza de los enfermos de tuberculosis. Theo empezaba a preocuparse por ella.

– Creo que debería sentarse un momento y… -Le extendió la mano.

– No -dijo ella-. Estoy bien. Cuénteme qué sucedió.

– Nada. Lo dejaron ir. No hay nada más que contar.

– Entonces son los barrigas grises -murmuró ella.

– ¿Cómo dice?

– La traducción -volvió a insistir ella, atropelladamente-. La traducción de mis frases del papel. ¿La hará? Por favor.

– Está bien. La tendrá mañana.

– Gracias.

Lydia franqueó la verja, se abrió paso entre el flujo incesante de rickshaws y echó a correr. El sombrero que llevaba anudado con una cinta abandonó al instante su cabeza y, movido por el viento, iba golpeándole la espalda.

Theo estaba sentado en la mesa de la cocina, un mueble antiguo, lleno de carácter, de madera oscura de caoba con grabados en los que se retrataba la vida de una familia china desconocida. Con todo, en ese momento, la mesa no era lo que captaba su atención, sino lo que reposaba sobre ella. Había dispuesto en fila los distintos artículos.

Una pipa, larga y delgada, realizada con el mejor marfil labrado, y con incrustaciones de metal azul, encabezaba el despliegue. En condiciones normales solía apreciar su elegancia sencilla, pero ese día no. En realidad, no se trataba de una pipa corriente, pues carecía de cubeta en su extremo, y a unos dos centímetros de la punta, en la parte anterior de la pipa, había un agujero, y en ese agujero se enroscaba un pequeño recipiente metálico, con forma de huevo de pichón, cubierto por una tapa que se sostenía en su sitio gracias a una banda de latón. Grabado en ella era visible el carácter chino xi, que significaba «felicidad».

Junto a la pipa había dispuesto una pequeña jarra blanca que contenía agua. Theo tenía algunos problemas con ella. El agua no dejaba de aparecer y desaparecer, como las olas, y cuando desaparecía, el interior de la jarra de cerámica se volvía transparente en vez de opaco, y a través de ella veía el pequeño quemador de latón, que se encontraba a su lado, sobre la mesa.

No era posible.

La parte de la mente de Theo que aún conservaba la conciencia le decía que eso era una alucinación. Pero los ojos le mostraban lo contrario.

Junto al quemador estaba el portador de sueños. Se encontraba metido en el interior de una antigua caja de malaquita que databa de la dinastía Chin. Levantó la tapa y sintió una punzada de anticipación al ver la pasta negra. Separó un pedacito con la cucharilla, una cantidad que era algo así como un guisante. Aunque con manos temblorosas, logró verter unas gotas de agua de la jarra en la cuchara que contenía la pasta, sin darse cuenta de que también mojaba la mesa. Encender la mecha del quemador fue más difícil, pues no dejaba de moverse y de cambiar de posición. Agarró fuertemente la base con una mano, para detener sus saltos, y finalmente consiguió unir el encendedor y la mecha.

Ahora.

Mantuvo la cuchara sobre la llama. Observó con impaciencia cómo se evaporaba el agua, cómo la pasta se convertía en melaza. Se trataba de mercancía de primera clase, se notaba, lograda a partir de las mismas vainas de amapola, las Papaver somniferum, y no de los restos de tallos o las hojas. Aquella porquería sólo te calentaba un poco la sangre, además de provocarte el vómito. Cuando estuvo listo, metió con sumo cuidado la pasta caliente en el cacillo que había en lo alto de la pipa, y lo cubrió con la tapa. El pulso le latía con tal fuerza que sentía dos huecos en las muñecas.

Dio una profunda chupada a la pipa. Los pulmones se le llenaron de un vapor intenso, que retuvo en su interior hasta que la mente empezó a desenroscarse, a aplastar todo el dolor y convertirlo en una sola línea que se podía cortar y desechar. Era como un viento tibio de verano que soplara por sus venas, que abandonara girando el núcleo de su cuerpo y se le metiera en los miembros, refrescándolos, aliviándolos. Suave, relajante, dulce. Dio dos caladas más, aspiró muy hondo, hasta la mente, y sintió que una sonrisa de dicha asomaba involuntariamente a sus labios, y que empezaba a flotar.

Vagamente, se percató de la presencia de Li Mei en la habitación. Flotaba hacia él, el rostro ovalado más perfecto que nunca cuando se inclinó sobre él y le besó en los labios. Sabía a luz de luna, y la sentía tras él, acariciándole la nuca con un suave masaje.

– Ya te relajo yo, Tiyo -oyó que susurraba-. No necesitas esa muerte negra.

Con el pelo negro le hizo cosquillas en la mejilla al inclinarse de nuevo sobre él, y sus lágrimas calientes le humedecieron la piel como besos tibios.

– Li Mei, yo te quiero con todo mi corazón, amor mío -murmuró con los ojos entrecerrados.

Los brazos de su amada lo rodearon con fuerza, con urgencia, y lo dejaron sin aliento. Su voz le llegaba muy débilmente, como desde muy lejos.

– Tiyo, oh, mi Tiyo, mi padre te tiene en sus manos. ¿Es que no lo ves? Ésta es su manera de vengarse de ti por apartarme de él y llevarme al mundo de los fanqui. Me lo prometiste, Tiyo, me prometiste que no te dejarías arrastrar por él a la boca del dragón. Tiyo, amor mío, Tiyo.

En algún lugar, muy, muy lejos, Theo le oyó gritar su nombre.

Sueños negros, negros como el demonio.

Sueños que giraban sin cesar en la mente de Chang An Lo, con tanta fuerza que no sabía si estaba dormido o estaba despierto. Flotaba en la negrura. Daba vueltas en espirales ascendentes. Luego se hundía y caía en picado hacia el lodo grueso del fondo. Se pegaba a su piel, y trataba de metérsele en la boca. El hedor le resultaba asfixiante.

Aspiró hondo y, de pronto, estaba otra vez flotando, y el aire fresco le llenaba los pulmones, y el agua pura, fría, penetraba balsámica en su boca y le lavaba toda la mugre. Veía luciérnagas que bailaban en la oscuridad que le envolvía, gélida como un sudario.

Las veía, puntos de fuego. Moviéndose, oscilando de un lado a otro. Y olía a quemado.

Carne chamuscada. Carne quemada. El mismo olor de cuando asó la rana en las brasas para ofrecérsela a Lydia. Pero en esta ocasión la carne quemada era la suya. Recordó sus cabellos rojizos, sueltos, cuando se inclinó para ver mejor la criatura ensartada en el palo. Unos cabellos más brillantes que las llamas.

Sentía que su espíritu de zorro le acompañaba en ese instante, aliviaba el dolor que se le clavaba en los huesos y en los tendones cada vez que respiraba. Le veía la lengua, suave, rosada, sentía sus dedos húmedos sobre su piel en carne viva. En ocasiones oía gritos, y su cerebro no sabía si salían de su cuerpo o del de Lydia. Pero ella estaba con él. Tan radiante que le llenaba la mente con su brillo.

Capítulo 29

Había más coches en las calles. O tal vez fuera sólo que Lydia se fijaba más en ellos. Y de colores más variados, al parecer. En todo caso eso era lo que aseguraba Alfred, que solía hablar de coches, de motores con nombres como Lanchester y Bean. A ella le molestaba que su madre siempre pareciera impresionada con sus comentarios. En una ocasión, llegó incluso a preguntarle qué era una barra de torsión. Lydia se quedó boquiabierta. Estaba en la acera, en el exterior del salón de té Tusón, apoyándose primero en un pie, después en el otro, haciendo esfuerzos por no congelarse, y había empezado a contar los automóviles de color marrón que pasaban por delante.

– Hola, jovencita, llegas puntual, por lo que veo. Me gusta.

– Hola, señor Parker.

Todavía no habían encontrado un modo cómodo de saludarse. Un beso resultaba muy íntimo -demasiado íntimo-, y un apretón de manos, demasiado formal. Habitualmente él le daba una palmadita en el brazo, y ella asentía. De ese modo sorteaban, más o menos, la incomodidad del momento.

– Entremos, pues -sugirió él, empujando la puerta-. Hace mucho frío aquí fuera.

Llevaba una bufanda de lana y un grueso abrigo de tweed, y mientras le sostenía la puerta abierta para que ella entrara primero, se fijó en que Lydia se miraba su propia ropa, perfectamente consciente del poco abrigo que le proporcionaba, así como del hecho de que no llevaba guantes. Con todo, le gustó el sonido de la campana que anunciaba su llegada, y que se activó apenas puso los pies en la estera de fibra de coco.

– Y bien Lydia, ¿de qué se trata?

Ella se estaba comiendo la tarte au citron, y su acidez le hacía cosquillas en la lengua. Los ojos de Parker, color caramelo, la observaban atrincherados tras sus gafas redondas de metal, y lo hacían con cierta dureza, con una desconfianza que no mostraban cuando se encontraba en presencia de Valentina. Al pensarlo, a Lydia se le encogió el estómago, y apartó la tarta. Aquello iba a ser más difícil de lo que había imaginado.

– Señor Parker -le dijo ella con estudiada cortesía-, le he pedido si podíamos reunimos hoy… -aspiró hondo-, porque quería pedirle que me prestara un poco de dinero.

– Querida niña -dijo él entre risas, limpiándose las migas de éclair de la boca con la ayuda de la servilleta-, me encanta que te sientas lo bastante cómoda conmigo como para pedirme algo así, como si fueras… -Llegado a ese punto se detuvo y se limpió los lentes con un pañuelo.

¿Como qué? Como una hija. A eso se refería. Eso era lo que había querido decir, pero se había reprimido a tiempo. Lydia le sonrió, y constató que él ya extraía la cartera del bolsillo, la misma cartera que ella le había robado. Sin las gafas puestas parecía casi atractivo, aunque no se acercara ni remotamente a Antoine en ese aspecto. Además, su coche era un Armstrong Siddeley de lo más vulgar, y no aquel deportivo pequeño y rápido de su predecesor. Deliberadamente, apartó todas aquellas ideas de su mente. El dinero. Debía concentrarse en el dinero.

Él se inclinaba hacia ella, propiciando la confidencia, sin dejar de reír entre dientes.

– ¿Para qué es? ¿Para darte un caprichito? ¿O tal vez es para tu madre? Puedes contármelo, ¿sabes?

– Es para alguien con quien tengo amistad.

– ¿Para un regalo, tal vez?

– Sí, algo así.

– Perfectamente comprensible. ¿Y cuánto dinero necesitas? ¿Te basta con veinte dólares?

– Necesito doscientos dólares.

– ¿Qué?

– Doscientos dólares.

Alfred no dijo nada, pero arqueó mucho las pobladas cejas, y apretó los labios hasta formar con ellos una línea fina. Cualquiera diría que lo había insultado.

– Por favor, señor Parker. Lo necesito, es por amistad.

Él levantó la taza, dio un sorbo al té y miró por la ventana, a la multitud que pasaba cargada con bolsas de los grandes almacenes Churston, o de Llewellyn's Haberdashery, con los cuellos de piel de los abrigos subidos hasta las orejas. A Lydia le pareció que él habría preferido encontrarse ahí fuera, con el resto de gente. Cuando volvió a mirarla, supo cuál sería su respuesta antes de que la verbalizara.

– Lo siento, Lydia, pero la respuesta a tu petición es no. No puedo darte tanto dinero, a menos que me digas para quién es, y por qué lo necesitas.

– Por favor, diga que sí. -Lo dijo con voz implorante, y alargó la mano en dirección a él, dejando un rastro en el mantel.

Alfred negó con la cabeza.

– Es algo muy importante para mí -insistió ella.

– Mira, Lydia, ¿por qué no me dices quién es esa persona y para qué necesita el dinero?

– Porque es… -estuvo a punto de decir que era peligroso, pero sabía que de ese modo lo único que lograría era que la billetera saliera intacta por la puerta- un secreto -aventuró al fin.

– En ese caso no puedo ayudarte.

– Podría mentirle, contarle una historia inventada.

– Preferiría que no lo hicieras.

– Estoy siendo sincera. He venido a verle con la verdad por delante, abiertamente. Usted es el hombre que pronto se casará con mi madre, y yo he acudido a usted en busca de ayuda. -Se tragó el poco orgullo que aún le quedaba y añadió-: Como si fuera su hija.

Durante una fracción de segundo, le pareció que lo lograría. Algo parecido a la satisfacción cruzó fugazmente sus ojos marrones. Pero al momento desapareció.

– No, de ninguna manera. Debes comprender, Lydia, que sería mi deber negarme a darle tanto dinero a una hija mía que no me contara para qué lo necesita. El dinero hay que ganarlo, ¿sabes?, y yo trabajo duro como periodista para hacerlo, por tanto, yo…

– En ese caso, también yo me lo ganaré.

Alfred suspiró, y volvió a mirar por la ventana, como si quisiera escapar de allí. En la mesa contigua, dos mujeres con sombreros de plumas se rieron, traviesas, cuando la camarera les trajo sus tortitas con mantequilla, y Parker volvió a limpiarse las gafas. Lydia había constatado que se trataba de un gesto que repetía en momentos de tensión.

– ¿Y cómo vas a ganártelo? -le preguntó él muy serio.

– Podría ayudarle en el periódico. Puedo preparar el té y llevarlo a los empleados, y…

– No.

– Pero…

– No. Ya contamos con mucha gente para eso, y además tu madre se enfadaría conmigo si consintiera que te distrajeras de tus estudios.

– Hablaré con ella. Puedo convencerla para que…

– No. No se hable más.

Permanecieron un instante mirándose a los ojos. Ninguno de los dos estaba dispuesto a bajar la mirada.

– Hay otra manera -dijo Lydia al fin- de que me gane los doscientos dólares.

Por su tono al decirlo, Parker se puso a la defensiva al momento. Se apoyó en el respaldo de la silla y se cruzó de brazos. Al hacerlo, las mangas de la chaqueta retrocedieron y se arrugaron.

– No sigamos por ahí. ¿Por qué no nos terminamos los pasteles v hablamos de… -buscó mentalmente algún tema- de la Navidad, por ejemplo, o de la boda? -Le sonrió, suplicante-. ¿De acuerdo?

Ella le devolvió la sonrisa y retiró la mano.

– Está bien. La boda. Va a ser en enero, ¿verdad?

Él asintió, y se le iluminaron los ojos al pensarlo.

– Sí, y espero que tú te alegres tanto como tu madre y como yo.

Ella cogió un terrón de azúcar del cuenco y empezó a chupar el borde. A Parker no le gustó aquel gesto, pero no dijo nada.

– A mí me parece -respondió Lydia- que el inicio de un matrimonio es un momento muy importante. Hay que aprender tantas cosas del otro, ¿verdad?, acostumbrarse a vivir juntos. Aceptar las costumbres del otro y… bueno… sus debilidades.

– Hay algo de verdad en lo que dices -aventuró él, desconfiado.

– Creo -Lydia mordisqueó el terrón de azúcar- que encontrarse con una hija de repente puede multiplicar por dos… las dificultades.

Parker se echó hacia delante, las dos manos extendidas sobre la mesa, y la miró con expresión grave.

– ¿Qué insinúas, Lydia?

– Que a usted le sería de gran ayuda que su hija le prometiera hacer todo lo que usted le ordenara. Sin discusiones, sin desobediencia, digamos que… durante los tres primeros meses de su vida conyugal y sin duda maravillosa.

Él cerró los ojos, y ella se fijó en que abría y cerraba la boca rítmicamente. Cuando volvió a abrirlos, su expresión no era tan amable como a ella le habría gustado.

– Eso se llama extorsión, jovencita.

– No. Es un trato.

– ¿Y si no me avengo a tu trato?

Ella se encogió de hombros y le dio otro mordisco al terrón.

– ¿Me estás amenazando, Lydia?

– No, no, por supuesto que no. -Se echó hacia delante, y prosiguió atropelladamente-. Lo único que le pido es que me dé una oportunidad, una oportunidad justa de ganarme doscientos dólares. Eso es todo.

Él meneó la cabeza, y a ella el azúcar empezó a saberle a ceniza.

– Eres una muchacha retorcida, Lydia Ivanova, pero deberás modificar tu conducta indigna una vez que tu madre y yo nos casemos y tú te conviertas en Lydia Parker. Estoy seguro de que tu madre se escandalizaría si supiera de tu duplicidad. -De pronto, dio tres golpecitos en la mesa con el tenedor de plata-. Tres meses. No quiero oír ni una palabra de más, ni una mirada fuera de lugar en todo ese tiempo. ¿Tengo tu palabra?

– Sí.

Parker se sacó la billetera y la abrió.

En un patio tenuemente iluminado, delimitado por un círculo de balas de paja, al perro que parecía un lobo le estaban desgarrando el cuello. Centímetro a centímetro. En el interior del círculo saltaban pedazos de piel, de carne. La sangre salpicaba a los rostros de los hombres que se acercaban demasiado, mientras el perro blanco, el que parecía un fantasma, agitaba de un lado a otro la cabeza y le arrancaba más y más pedazos de tráquea. Una oreja se le sostenía apenas por un tendón, tenía el hombro en carne viva, pero había herido de muerte al perro-lobo, y la multitud rugía en señal de aprobación.

Lydia observó brevemente la carnicería que tenía lugar en aquel círculo de paja, se fijó en los ojos ávidos de sangre de los hombres y, asqueada, en silencio, siguió su camino en dirección al muro. Se pasó la mano por la boca. Ya había llegado hasta allí, y no pensaba echarse atrás. Durante cinco días había rastreado el Barrio Ruso de Junchow, caminado por sus sórdidas calles al salir de clase, en busca de Liev Popkov. El hombre-oso. El del parche en el ojo y las botas. Cinco días de viento y lluvia.

– Vinye znayetyneya mogu naitee Liev Popkov? -preguntaba una y otra vez-. ¿Sabe dónde puedo encontrar a Liev Popkov?

La miraban con recelo y entrecerraban los ojos. Responder a cualquier pregunta equivalía a meterse en problemas.

– Nyet -decían, encogiéndose de hombros-. No.

Hasta esa noche. Se había armado de valor y se había metido en uno de los bares oscuros y mugrientos, un kabak, que apestaba a tabaco negro y a sudor de hombre. El suyo era el único rostro femenino, pero se mantuvo firme y finalmente, a cambio de medio dólar, un viejo desdentado le sugirió que probara en el patio de las peleas de perros que quedaba tras el establo.

Peleas de perros… Aquello parecía más bien un cementerio de perros.

Ahí se reunían los hombres los viernes por la noche a dar rienda suelta a sus emociones, unas emociones no adulteradas, en estado puro. Peleas de perros. Un fuego recorría sus venas, y se olvidaban de una semana de degradación en sus trabajos duros y miserables. Ahí apostaban quién iba a vivir y quién iba a morir, conscientes de que si ganaban podrían pasar la noche bebiendo vodka y, si la suerte seguía de su parte, en compañía de alguna muchacha.

Liev Popkov, en efecto, estaba ahí. Lydia lo distinguió al momento. Se alzaba sobre la masa compacta de espectadores, cuyo aliento se desplazaba por el aire helado del patio en penumbra, como incienso. Un farolillo pegado a una pared, detrás de Popkov, proyectaba su sombra inmensa sobre el círculo, y cubría los dos perros. No le veía la cara con claridad, pero su corpachón parecía inmóvil, perezoso, y cuando cambiaba de posición lo hacía con los movimientos pesados y lentos de un oso.

Se acercó a él y le tocó el brazo.

Él volvió la cabeza más deprisa de lo que Lydia esperaba. Aunque llevaba un ojo tapado, y la mitad inferior del rostro cubierta por la poblada barba negra, compuso un gesto inequívoco de sorpresa, y abrió mucho la boca, mostrando al hacerlo unos pocos dientes grandes, que destacaban más aún en el páramo de sus encías desoladas.

– Dobriy vecher. Buenas noches, Liev Popkov -le dijo Lydia en ruso, poniendo en práctica lo que había ensayado largo rato-. Quiero hablar con usted.

Tuvo que gritar para hacerse oír entre aquella multitud vociferante, y por un momento no supo si él la había oído siquiera, o si la había entendido, pues todo lo que hizo fue parpadear en silencio y seguir observándola con su único ojo oscuro.

– Seichas -le instó ella-. Ahora.

Él posó la mirada en los perros. Una arteria había sido seccionada, y la sangre canina inundaba el gélido aire nocturno. De su expresión no podía deducirse nada, de modo que Lydia no sabía si iba a salirse con la suya, pero entonces él, sin el menor esfuerzo, se abrió paso entre la masa de hombres que le rodeaban, y se desplazó hasta el muro que cerraba el patio. El lugar estaba muy oscuro, y olía a humedad.

– Hablas nuestra lengua -masculló él.

– La hablo mal -respondió Lydia en ruso.

Él se apoyó en la pared, esperando a que ella siguiera hablando, y ella no pudo evitar imaginar que el muro se derrumbaba bajo su peso. Visto de cerca, parecía aún mayor, y tenía que echar la cabeza hacia atrás para verle la cara. En un primer momento, eso era todo lo que veía: sus descomunales proporciones, que eran precisamente lo que le interesaba de él. Llevaba un sombrero de cosaco, de piel comida por la polilla, que le cubría a medias los rizos negros, y un abrigo largo y acolchado que apestaba a grasa y que le llegaba hasta los pies. Mascaba algo. ¿Qué? ¿Tabaco? ¿Carne seca de perro? No tenía ni idea.

– Necesito tu ayuda.

Las palabras, pronunciadas en ruso, acudieron a su lengua con más facilidad de la que esperaba.

– Pochemu? ¿Por qué?

– Porque estoy buscando a alguien.

Escupió al suelo lo que fuera que estaba mascando.

– Tú eres la dyevochka que me causó problemas. Con la policía. -Se expresaba con voz ronca, despacio. Ella no sabía si era su forma de hablar, o si se esforzaba para que ella lo entendiera en una lengua que todavía le costaba un esfuerzo-. ¿Por qué tendría que ayudarte precisamente a ti?

Ella abrió la mano, y le mostró los doscientos dólares que Alfred le había dado.

Capítulo 30

Liev Popkov no hablaba, y ella tampoco. Sin embargo, se mantenían muy juntos, rozándose incluso en algunos momentos. El uno al lado de la otra, se echaban hacia delante, luchando contra el viento gélido que ascendía por el río Peiho. A Lydia le dolían los pulmones del esfuerzo.

– Aquí -murmuró él.

Se refería a una calle estrecha que, serpenteante, se alejaba de los muelles por la izquierda. Era gris, estaba adoquinada y desprendía un hedor fuerte a agallas de pescado podrido. Lydia asintió. La mano de su acompañante, ancha como una pala, la atrajo hacia sí, hasta que ni una rendija de luz invernal se coló entre ellos, hasta que su cuerpo pasó a ser una extensión más de aquel oso grasiento e inmenso. Aquel hombre tenía en ella un efecto curioso: la hacía sentirse grande, atrevida, valiente. Los ojos hostiles que los miraban ya no le daban escalofríos, y cuando uno de los estibadores chinos alargó una mano para tocarla, Liev levantó un brazo sin esfuerzo y le dio con el codo en la cara. Hueso roto, sangre y gritos agudos. Lydia contempló el desastre y se sintió mal. Habían seguido avanzando sin hablar. Liev era hombre de pocas palabras.

Durante sus primeras incursiones por los muelles, ella había intentado hablarle en su precario ruso, pero sólo había recibido gruñidos por respuesta. O silencio. Finalmente se acostumbró. Le resultaba más fácil concentrarse en las caras que pululaban por el ajetreado puerto y en los hutongs resbaladizos, más fácil esquivar a los miles de porteadores que transportaban pesadas montañas de quién sabía qué, bien en los cubos, bien en las cestas que colgaban en ambos extremos de la vara. Más fácil era fijarse dónde ponía los pies.

Que le resultara más fácil no quería decir que todo aquello se le hiciera sencillo.

– Lydia Ivanova.

Lydia alzó la vista del pupitre. Jirones de brillantes sueños abandonaron su mente, y miró al señor Theo a los ojos, unos ojos grises que se habían vuelto negros, inmensas las pupilas. Y su lengua, más afilada que nunca.

– ¿Está usted con nosotros, señorita Ivanova? ¿O prefiere que le traiga una cama?

– No, señor.

– Me sorprende usted, niña. Habría dicho que el idilio entre Felipe II de España y María Tudor de Inglaterra le habría parecido lo bastante apasionado como para mantener los ojos abiertos en clase. ¿Acaso no son esas cosas las que les gustan a las jóvenes de su edad? ¿Las historias de amor? Aunque sean con muchachos chinos.

– No, señor.

El profesor sonrió, pero ella no le devolvió la sonrisa.

– Se quedará castigada al salir de clase. Y escribirá una redacción sobre…

– Por favor, señor, al salir de clase no. Me quedaré toda la semana a la hora del recreo, pero no…

– Se quedará castigada cuando yo le diga, jovencita.

– Pero es que… -Se interrumpió. Todos la miraban, y la observaban con atención. Polly le hacía señas, pero ella no entendía por qué.

– Lydia. -Theo se acercó a su pupitre. El guardapolvo negro se movía a su alrededor, y Lydia imaginó que era un cuervo de largas patas que venía a arrancarle los ojos-. Se quedará castigada hoy. Después de clase. ¿Entendido?

Ella sintió deseos de golpearle. Como habría hecho Liev Popkov. Pero bajó la cabeza.

– Sí, señor.

– Oh, Lyd, qué tonta eres. ¿Cuándo vas a aprender a ser sumisa con él? -Polly ahogaba su risita, como una gallina clueca-. Sólo hacía falta que le dijeras: «Lo siento, señor Theo, le prometo que no volverá a suceder», y te habría retirado el castigo.

– ¿De veras?

– Eres demasiado ingenua, Lydia. Claro que te lo habría retirado.

– Pero ¿por qué?

– Porque eso es lo que les gusta a los hombres, sentir que tienen poder.

Finalmente lo entendió. Sí. A la gente le gusta sentir que tiene poder. Se había dado cuenta en aquel mundo ajeno de los muelles, cuando iba en compañía de Liev Popkov, con el que había aprendido lo bien que podía sentirse uno gracias a ese poder. Hombres poderosos que se aseguraban de obtener lo que deseaban, lo mismo que el padre de Polly sabía cómo conseguir lo que se proponía. O a la gente a la que deseaba. Sintió un escalofrío. Se le ocurrió algo, pero no estaba segura de cómo decírselo a Polly.

– Polly, a ti se te da mucho mejor que a mí tratar con la gente. A veces no consigo ni que mi madre me dé lo que quiero. -Hizo una pausa, y se frotó una uña-. Por cierto, ¿va mi madre alguna vez a vuestra casa de visita?

– Por Dios, no. ¿Por qué habría de ir?

– No sé, he pensado que tal vez fuera de vez en cuando a charlar con tu madre, ya sabes, como hacen muchas madres cuando sus hijas son amigas. -Se encogió de hombros-. Tenía curiosidad, eso es todo.

– A veces dices cosas muy raras, no sé si lo sabes.

– Pero si fuera, me lo contarías. A tu casa, quiero decir.

– Claro.

– ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo.

– Bien.

– ¿Y cómo está Parker, por cierto?

– Todavía sigue ahí.

– Tienes mucha suerte. Cuando se case, te dará todo lo que siempre has querido, una casa, ropa bonita, vacaciones, y todo eso. -Se echó a reír y le dio una palmadita en las costillas-. Y un uniforme nuevo, entre otras cosas. Que buena falta te hace.

– Eso no me hace falta -replicó Lydia-. Eso es lo que la gente con poder te hace creer que me hace falta.

– Oh, Lydia, eres incorregible.

Liev Popkov estaba de pie, al final del camino, esperándola. Debía llevar ahí bastante rato, porque la nieve se le había amontonado sobre los hombros, y el sombrero se veía, blanco como un armiño con pelaje de invierno.

– Lo siento -se disculpó ella-. Prastitye menya. He llegado tarde porque he tenido que quedarme en la escuela.

Él gruñó algo y se puso en marcha a grandes zancadas, con su paso desmadejado, y Lydia tuvo que darse prisa para no quedar rezagada. Así, juntos, se dirigieron de nuevo al puerto. Se trataba de un universo deprimente pero frenético en el que todo se vendía y se compraba, desde cuernos de rinoceronte hasta esclavos de diez años. Con todo, Lydia agradecía la oportunidad de observar los buques más modernos y los vapores oxidados que acercaban el mundo exterior al corazón de Junchow. Inglaterra parecía tan cercana que casi podía tocarse extendiendo la mano. Veía a los hombres de mirada dura, a las mujeres envueltas en pieles que caminaban por las pasarelas como si fueran los amos del mundo, mientras sus porteadores les llevaban el equipaje. La nieve había dejado de caer.

– Ésta -masculló Liev.

La condujo por otro pasaje sucio y mohoso, donde unos vendedores ambulantes trataban de comerciar incluso con los harapos que los cubrían. En un tenderete ofrecían grifos de bañera, una caja llena que habían robado de uno de los tinglados que flanqueaban el puerto; más allá vio una hilera de muñecas de porcelana sentadas como niñas muertas. Lydia no había tenido nunca una, y siempre le había asombrado que a sus amigas les gustaran tanto. Como Polly. A ella le parecía tan…

Un hombre de rostro redondo interrumpió sus pensamientos. Hablaba en chino, muy deprisa, y señalaba el fondo del callejón. Ella negó con la cabeza para indicarle que no comprendía, pero se dio cuenta de que en realidad se dirigía a Liev, no a ella. Cada vez se expresaba en voz más alta, y gesticulaba más. Liev se limitaba a mover su enorme cabeza de un lado a otro.

– Nyet, nyet, nyet.

El hombre sacó una navaja.

Lydia trató de retroceder, pero otros dos individuos se habían apostado detrás de ella. Sintió que se quedaba sin aliento, y quiso echar a correr. Con una mano, Liev Popkov le agarró de la muñeca, mientras con la otra extraía un cuchillo de debajo del abrigo, un arma de tamaño descomunal, casi una espada, larga, curvada y de doble filo. Tenía un mango de metal pesado y negro, que encajaba a la perfección en el puño del ruso. Dio un paso al frente, emitiendo un gruñido, arrastrando consigo a Lydia, que resbaló al pisar un resto de verdura congelada, pero sin siquiera mirarla él la levantó por los aires a la vez que le cortaba la cara al chino.

Todo sucedió tan rápidamente que cuando quiso darse cuenta ya había terminado. Los hombres se esfumaron, y un reguero de sangre empezó a helarse sobre los adoquines. Liev volvió a meterse el arma en el cinturón y, sin soltarle la muñeca, siguió avanzando por el hutong atestado como si nada hubiera sucedido.

– ¿Qué ha sucedido? -le preguntó Lydia-. ¿Era necesario usar el cuchillo?

Él se detuvo, la miró fijamente con el ojo bueno, se encogió de hombros y siguió su camino.

Lydia insistió, en ruso esta vez.

– O chyon vi rugalyis?

– Quería comprarte.

– ¿Comprarme? ¿A mí?

– Da.

Lydia no preguntó nada más. Se daba cuenta de que estaba temblando. Maldito oso. Le molestaba que él supiera que estaba asustada. Trató de liberarse del puño que le rodeaba la muñeca, pero eso era como querer arrancar con los dedos un remache del casco de un barco. Era imposible.

– No sabía que hablaras mandarín -comentó al fin.

– Me has ofrecido bastante dinero -replicó él, emitiendo una especie de graznido que tardó en identificar como una risa.

– Maldito seas -soltó ella.

Pero aquel graznido seguía y seguía.

– Aquí -dijo ella para que se callara.

Era un kabak. Un bar.

Supo que era un error desde el momento en que puso los pies en aquel garito. Veinte pares de ojos se volvieron a mirarlos, como si una serpiente acabara de entrar arrastrándose bajo la puerta. El aire parecía sólido, inerte bajo el techo, y lleno de olores que Lydia no reconocía. En un rincón, una estufa escupía calor y humo.

No bajó la mirada, y desafió las de los hombres, observando sus rostros y sus ropas, todos grises como la ceniza. Se sentaban a unas mesas laqueadas, cuarteadas, inclinados sobre vasos que contenían un brebaje incoloro. En un extremo de la barra, encadenado, había un mono, y al hombre que atendía tras ella le faltaban las dos orejas. Llevaba un trapo manchado enrollado a la cabeza, y sostenía otro en la mano, con el que secaba un vaso. Sin apartar los ojos de Liev Popkov ni un segundo, buscó algo bajo el mostrador y sacó un rifle. Echó hacia atrás el tambor con la pericia que le daba la práctica, y apuntó hacia el pecho de Lydia, que al instante sintió que se le contraían las costillas. El rifle parecía antiguo, tal vez una reliquia de la Rebelión de los Bóxers. Pero ello no quería decir que no disparara bien. Nadie hablaba.

Liev asintió. Con movimientos lentos la arrastró tras de sí y, caminando de espaldas, salieron del bar.

– No estaba ahí -balbució ella cuando estuvieron fuera. Le alivió ver que le salía vaho de la boca, constatar que todavía le funcionaban los pulmones.

Liev volvió a asentir.

– Hay muchos bares.

Esa noche visitaron diez de ellos, repartidos por distintas zonas del puerto. No volvieron a apuntarles con rifles, pero no les recibieron con sonrisas. Los ojos los miraban con el mismo desprecio, y las bocas murmuraban maldiciones y escupían su odio al suelo.

Empezaba a correrse la voz. Se decía que un oso gigante acompañado de una niña pelirroja se dedicaba a romperle la cara a la gente. Cuando entraban en un bar y se plantaban frente a la puerta no más de dos minutos, las cabezas se volvían hacia ellos, pues todos habían oído hablar de aquella extraña pareja que recorría los muelles. Lydia lo notaba en la cara, lo mismo que sentía su deseo de rebanarles el pescuezo a aquellos dos fanqui. Cada vez que se asomaba a la penumbra de algún antro oscuro y maloliente y oía el silencio que se hacía en las mesas cuando los parroquianos se volvían a mirar, no esperaba encontrar el rostro que buscaba, el de los ojos intensos y pensativos que siempre la observaban con atención, el de la nariz que se dilataba cada vez que algo le divertía, a pesar de que su sonrisa tardara en llegar. No esperaba verlo. Pero aun así seguía esperando.

En uno de los bares, un hombre bajito como un tonel, de pelo grasiento, se plantó nervioso frente a ellos, y les dijo algo en chino.

Liev Popkov clavó su ojo bueno en el desconocido, pero se dirigió en ruso a Lydia.

– Pregunta a quién estás buscando.

– Dile que no voy a decirle el nombre. Dile que informe a todos los… -buscó en su memoria la palabra rusa- pyanitsam, los clientes, que la niña pelirroja ha estado en su bar. Y que está buscando a alguien.

Liev frunció el ceño.

– Díselo.

Él lo hizo.

Una vez de nuevo en la calle, el hombretón se detuvo, indiferente a los copos de nieve que se le pegaban a la barba negra, y le puso la mano en el hombro, con la fuerza de un camión que acabara de aterrizar en él.

– ¿Por qué no pronuncias su nombre?

– Porque es demasiado peligroso para él, slishkom opasno.

– ¿Es comunista?

– Es una persona.

– ¿Cómo vas a encontrarlo si no dices cómo se llama?

– Estoy aquí. La gente habla. Se enterará.

– ¿Y sabrá que eres tú?

– Sí, lo sabrá.

Lydia estaba tendida en la cama, vestida. Temblaba. No lograba sacarse de los huesos el frío gélido de los muelles. Le parecía que se le iban a partir, y aunque tenía los dedos metidos bajo las axilas, aún notaba en ellos el viento cortante. Se había envuelto en el viejo edredón, hecha un ovillo, y sobre él había colocado todas las ropas de que disponía, pero estaba helada. La estufa antigua echaba humo. No es que les faltara keroseno, cosa que no sucedía desde la aparición de Alfred en sus vidas. Pero el escaso calor que proporcionaba no suponía la menor amenaza contra el aliento del invierno chino, que subía hasta su ventana todas las noches, y se colaba por ella.

La puerta de la buhardilla se abrió de par en par.

– Blin! Lo siento, querida, no quería despertarte.

Lydia oyó que en el campanario de la iglesia daban las dos.

– No estaba dormida.

– Encenderé sólo una vela. Duérmete ya.

Valentina había ido a una fiesta con Alfred. Y había bebido. Lydia lo notaba por su manera de caminar. Se oyó el chasquido de un mechero, y un débil resplandor iluminó la oscuridad. El ruido de una silla arrastrada por el suelo, y luego silencio. Lydia sabía qué estaba haciendo su madre: sentarse frente a la estufa y fumar, le llegó el olor del tabaco. Y beber. Lo sabía. Aunque Valentina era capaz de abrir una botella y servirse un vaso de vodka sin hacer ruido, ella lo sabía.

– Mamá, hoy he visto una cosa mala.

– ¿Cómo de mala?

– He visto a un bebé muerto. Desnudo. Estaba tirado en una cloaca, y una rata le comía los labios.

– ¡Agh! No, amor mío, no dejes que esas cosas se te metan en la cabeza. Este maldito país está lleno de ellas.

– No consigo olvidarlo.

– Ven aquí, pequeña mía.

Lydia salió de la cama, aún cubierta con el edredón, y descorrió la cortina. Su madre, en efecto, estaba acurrucada frente a la estufa, con un cigarrillo en una mano y un vaso en la otra. Llevaba un abrigo de pieles nuevo, del color de la miel oscura, y el rubor cubría sus mejillas.

– Ven, esto te hará olvidar -le dijo, alargándole su vaso.

Lydia lo aceptó. Nunca lo había hecho, pero esa noche… necesitaba algo que le ayudara a seguir creyendo que, en algún lugar, ahí fuera, Chang estaba a salvo. Su cabeza se inundaba. Grandes y asfixiantes pozos de negrura se habían abierto en él. Rostros. Flotaban en la superficie embarrada, rostros, rostros y más rostros. Los ojos de Chang, tan abiertos y atentos, tan desesperados por hacerle comprender, y luego estaba el niño muerto sin labios, una mandíbula china convertida en masa informe, las pupilas dilatadas del señor Theo, y todos los rostros de las calles, llenos de odio, resentimiento y veneno.

Se bebió el vodka.

Una patada en el estómago. Y luego calor. Un calor que le subió hasta el pecho y la hizo toser. Dio otro sorbo. Esta vez más despacio. Los pozos negros se iban volviendo grises. Otro trago. Sabía horrible. ¿Cómo podía gustarle a nadie esa cosa?

Su madre la observaba, pero no le dijo nada.

Lydia se sentó en el suelo, delante de la estufa, y Valentina le acarició la cabeza.

– ¿Mejor?

– Mmm.

Valentina le recogió el vaso vacío, y lo llenó para seguir bebiendo.

– ¿Te gusta mi abrigo?

– No.

Valentina se echó a reír, mientras acariciaba el pelo suave y hermoso.

– A mí sí.

Lydia echó la cabeza hacia atrás, la apoyó en las rodillas de su madre y cerró los ojos.

– Mamá, no te cases con él.

Despacio, dulcemente, Valentina siguió acariciando el pelo de su hija.

– Lo necesitamos, dochenka -susurró-. En este mundo, cuando necesitas algo, tienes que pedírselo a un hombre. Las cosas son así.

– No. Fíjate en nosotras. Hemos sobrevivido todos estos años sin un hombre. Nos las hemos apañado entre las dos. Una mujer puede…

– Eso son memeces, por usar una de las palabras de Alfred. -Valentina volvió a reírse, aunque esta vez sin el menor atisbo de alegría-. Siempre he conseguido que me contrataran para dar conciertos a través de hombres, nunca de mujeres. A las mujeres no les caigo bien. Me ven como una amenaza. C'est la vie.

Pero a Lydia no le pasaba por alto la soledad de sus palabras.

– No son memeces, mamá. Es verdad. Podemos apañárnoslas.

– Dochenka, no me enfurezcas con tu estupidez. Mírate. Cuando quisiste un conejo, se lo pediste a Antoine. Si necesitas dinero, recurres a Alfred. Sí, sí, no te hagas la sorprendida. Ya me ha contado que fuiste a pedirle unos dólares.

– Eran para… cosas.

– No te preocupes, no te estoy interrogando. En realidad, Alfred estaba bastante conmovido, porque se los pediste a él en vez de salir a robarlos.

– Ese hombre se complace fácilmente.

– Me dijo que era una señal de que empezabas a madurar. Y de que tu sentido de la moral va mejorando.

– ¿Te dijo eso? ¿De veras?

– Sí.

– Pero mamá, yo también pido ayuda a mujeres. A la señora Zarya, a la señora Yeoman, e incluso Anthea Mason me enseñó a preparar un pastel. Y tú me has enseñado a bailar. Y la condesa Serova me enseñó a caminar más recta.

Valentina apartó la mano de la cabeza de Lydia.

– ¿Qué?

– Me dijo que me pusiera…

– Por lo más sagrado, ¿qué tienes tú que ver con esa bruja? -Valentina dio un trago de vodka-. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a…?

– Mamá. -Lydia se volvió a mirar a su madre, pero su rostro quedaba en la sombra, pues la única vela encendida se encontraba tras ella, sobre la mesa. Sólo sus ojos brillaban-. No te alteres, mamá. Esa mujer no es importante. -Valentina aspiró profundamente el humo del cigarrillo, encendiendo su punta con un fuego brillante, y lo exhaló con furia, como si escupiera veneno. Lydia se frotó la mejilla contra la rodilla cubierta por el abrigo de pieles-. No puede hacerte daño.

Valentina permaneció en silencio, apagó con fuerza el cigarrillo, encendió otro y se sirvió más vodka. Lydia sentía que la cabeza le daba vueltas, y una lentitud plácida, y un peso en los párpados. Tras ellos, la sonrisa de Chang flotaba, envuelta en niebla.

– ¿Adonde vas estos días, Lydochka? Al salir de clase, quiero decir.

– A casa de Polly. Estamos trabajando juntas en una tarea de clase. Ya te lo había dicho.

– Sí, ya sé que me lo habías dicho. -Dio otro trago de vodka-. Pero eso no significa que sea verdad.

En ese momento, Lydia estuvo a punto de contárselo. De hablarle de Chang, de sus saltos imposibles, del pie herido, de sus férreas creencias, de su boca, que se curvaba hasta formar una perfecta… La bebida le había soltado la lengua, y las palabras ansiaban brotar de su boca, necesitaba contárselo a alguien. A alguien.

– Mamá, ¿qué te dijeron tus padres cuando te casaste con un extranjero?

Para su horror, notó que la rodilla de su madre empezaba a temblar, y cuando alzó la vista, vio que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Lydia le acarició la rodilla tiernamente, una y otra vez,

Y comprobó que las pieles del abrigo eran casi tan suaves como el pelo de Sun Yat-sen.

– Me desheredaron.

– Oh, mamá.

– Habían planeado casarme con el hijo mayor de una buena familia rusa, de Moscú. Pero Jens Friis y yo nos escapamos juntos, y nos maldijeron por ello. Me desheredaron. -Se secó las lágrimas con el anverso de la mano en la que sostenía el cigarrillo, para evitar quemarse el pelo.

– Pero vosotros dos os amabais, y eso es lo único que importa.

– No, durocbka, no seas tonta. Eso no basta. Se necesita más.

– Pero erais felices juntos, lo erais, siempre me lo has dicho.

– Sí, lo éramos. Pero mírame ahora. La maldición de mi familia me ha llevado a esta situación.

– Eso es una tontería. Las maldiciones no existen.

– No te engañes, cielo. Lo único en lo que ese monstruo de Confucio acertó, entre todas esas sandeces sobre las mujeres, es en que hay que obedecer a los padres. -Dio unos golpéenos al vaso, sobre la cabeza de Lydia-. Y eso es algo que tú deberías aprender, gatita callejera. Los padres saben qué es lo mejor para sus hijos.

Lydia sintió unos deseos irreprimibles de echarse a reír. No podía controlarlo. La risa surgía de la nada y ascendía hasta estallar, por más que tratara de impedirlo. Y una vez que empezó, ya no pudo parar. Enterró la cara en el regazo de su madre, tratando de ahogar las carcajadas.

– Eso es por el vodka -susurró su madre-. Qué tonta.

Pero ella también se echó a reír.

– ¿Sabías -le preguntó a Valentina- que Confucio dijo que una madre amorosa debería alimentar a sus abuelos con la leche de su pecho cuando ya no pudieran comer alimentos sólidos?

– ¡Dios mío!

– ¿Y que -prosiguió Lydia entre risas- un hombre debería cortarse los dedos y dárselos de comer a sus padres en tiempos de hambruna?

– Pues bien, dochenka, ya va siendo hora de que te cortes los tuyos y me los des.

Lydia se sentía débil de tanto reír, las lágrimas le rodaban por las mejillas, y le costaba tanto respirar que le daba el hipo.

– ¡Qué niña tan mala! -exclamó Valentina de pronto-. ¡Mira, aquí tenemos a la alimaña!

Lydia volvió la cabeza y vio unas orejas blancas y alargadas que se movían, inquietas, a su lado. Sun Yat-sen se había bajado de la cama y había acudido a investigar qué era tanto ruido. Lo cogió en brazos, le besó la punta de la naricilla rosada, volvió a apoyar la cabeza en el regazo y al instante se quedó dormida.

Capítulo 31

El día de Navidad fue duro, pero Lydia lo superó. Su madre tenía resaca, de modo que apenas hablaba, y Alfred se sentía incómodo haciendo de anfitrión en su apartamento de soltero, un lugar pequeño y bastante lúgubre que quedaba justo delante del Barrio Francés.

– Debería haber reservado mesa en un restaurante -comentó por tercera vez cuando se sentaron a la mesa, mientras la cocinera les mostraba un ganso asado en exceso.

– No, mi ángel, así es más hogareño -le tranquilizó Valentina, forzándose a sonreír.

«¿Mi ángel?» «¿Hogareño?» Lydia se horrorizaba. Con todo, compartió con él los ritos de la Navidad, y trató de mostrarse complacida cuando él le plantó un sombrero de papel en la cabeza.

Dos momentos álgidos hicieron que el resto le pareciera casi tolerable.

– Toma, Lydia -le dijo Alfred mientras le alargaba una caja grande, plana, envuelta en un bonito papel de regalo y atada con una cinta de raso-. Feliz Navidad, querida.

Era un abrigo, gris azulado. De corte impecable, pesado, grueso. No le costó adivinar que había sido su madre la que lo había escogido.

– Espero que te guste -aventuró él.

– Es precioso. Gracias.

La prenda contaba con un cuello ancho que se levantaba por completo, y en los bolsillos llevaba metidos unos guantes azules. Apenas se los puso, se sintió maravillosamente bien. Alfred le sonreía, exultante, esperando algo más, y ella sintió deseos de decirle: «Que acabes de regalarme un abrigo no te convierte en mi padre.»

Pero lo que hizo fue acercarse a él, rodearle el cuello con los brazos y darle un beso en una mejilla recién afeitada, que olía a sándalo. Aquello fue un error, no debió haberlo hecho. Por su forma de mirarla supo que él creía que las cosas entre ellos habían cambiado.

¿De veras creía que podía comprarla tan fácilmente?

El otro momento culminante del día se produjo con la aparición de la radio eléctrica. No de esas de hilo de cobre, sino de las de verdad. Estaba fabricada en roble pulido, y contaba con una rejilla de tejido marrón en forma de pájaro sobre el altavoz delantero. A Lydia le encantó. Se pasó casi toda la tarde sin despegarse de ella, moviendo las ruedas, llenando el aire de la habitación con la voz estridente de Al Jolson, o con los tonos acaramelados de Noel Coward, que cantaban Room with a View. Los intentos de Alfred por conversar con ella quedaban casi siempre en eso, en intentos, pero después de que por el aparato dieran una noticia referida al primer ministro Baldwin, él se arrancó con una perorata sobre lo sensato que había resultado firmar un acuerdo y reconocer el gobierno de Chiang Kai-Chek, y se mostró orgulloso de que Gran Bretaña fuera uno de los primeros países en hacerlo.

– Pero ha sido Josef Stalin, y no nosotros, los británicos -añadió- quien ha tenido la buena idea de entregar dinero y asesoría militar a los nacionalistas del Kuomintang. Y ahora Chiang Kai-Chek ha decidido librarse de los rusos. Qué necio.

– Eso no tiene sentido -replicó en voz baja Lydia, con un oído puesto aún en Adele Astaire y su Fascinating Rhythm-. Stalin es comunista. ¿Cómo iba a ayudar al Kuomintang, que se dedica a matar a los comunistas en China?

Alfred se limpió los lentes.

– Debes comprender, querida, que está apoyando la fuerza que cree que saldrá victoriosa en esta lucha de poder entre Mao Tse-Tung y el gobierno de Chiang Kai-Chek. Tal vez parezca contradictorio que Stalin haya tomado esa decisión, pero en este caso debo reconocer que tiene razón.

– Ha expulsado a León Trotski de Rusia. ¿Cómo va a tener razón?

– Rusia, como China, necesita un gobierno unido, y Trotski estaba causando facciones y divisiones, y…

– Silencio -exigió Valentina de pronto-. Dejad de hablar de Rusia. ¿Qué sabéis ninguno de los dos? -Se levantó y se sirvió otra copa de oporto, que llenó hasta el borde-. Es Navidad. Vamos a estar contentos.

Los miró con gesto severo, y dio un sorbo al licor.

Se retiraron temprano, pero durante el trayecto de regreso a casa no se dirigieron la palabra. Las dos albergaban pensamientos que preferían no compartir.

Fue en el día de Año Nuevo cuando todo cambió.

Apenas puso los pies en el claro que se abría junto a la Quebrada del Lagarto, Lydia lo supo. El dinero no estaba. El cielo era de un azul pálido, límpido, y el aire tan frío que parecía morderle los pulmones, pero ella se había cubierto muy bien con el abrigo nuevo, y llevaba puestos los guantes, de modo que no le importaba. Los árboles que flanqueaban la estrecha franja de arena mostraban sus ramas desnudas, blancas como esqueletos, y el agua saltaba tras ellos con gran energía. Lydia había llegado hasta allí con la idea de poner otra marca en la roca plana, una línea fina grabada en ella que indicara que había vuelto allí, por más absurdo que resultara.

Pero el túmulo había desaparecido.

La montaña de guijarros que había levantado en la base de la roca. Destruida. Esparcida. Desaparecida. La tierra sobre la que se alzaba se veía gris y removida. El corazón le dio un vuelco, y hasta su lengua llegó el sabor de la adrenalina. Se arrodilló, se quitó los guantes y escarbó en el suelo arenoso. Aunque en otros lugares la tierra se había helado hasta endurecerse por completo, ahí seguía siendo suave, y se desmoronaba con facilidad. No hacía mucho que otra persona lo había hecho. El tarro de cristal seguía en su sitio, gélido al tacto. Pero del dinero no quedaba ni rastro. Los treinta dólares se habían esfumado. Experimentó una gran sensación de alivio. Estaba vivo. Chang estaba vivo.

Vivo.

Aquí.

Había venido.

Torpemente, con prisas, destapó el tarro, metió la mano dentro y extrajo lo que había dentro. Una sola pluma blanca, suave y perfecta como un copo de nieve. La posó en la palma de la mano y se dedicó a contemplarla. ¿Qué significaba?

Blanca. De un blanco chino. El blanco era el color del luto en China. ¿Significaba que había muerto? ¿Qué estaba muriéndose? La boca se le secó al pensarlo. O… Blanco. La pluma de una paloma. Paz. Esperanza. Un signo de futuro.

¿Cuál de las dos? ¿Cuál de las dos?

Permaneció largo rato arrodillada junto al agujero cavado en la tierra, con la pluma atrapada entre las dos palmas ahuecadas, mientras el viento le lanzaba sus cuchillas desde el río, directamente al rostro. Pero ella apenas se percataba. Finalmente, colocó la pluma sobre un pañuelo, lo dobló con esmero y se lo metió en la blusa. Extrajo entonces la navaja del bolsillo, se cortó un mechón de pelo y lo metió en el tarro. Lo cubrió con la tapa, que apretó con fuerza, y volvió a enterrarlo. Y construyó otra montaña de guijarros.

A sus ojos, el montículo parecía un túmulo funerario.

Un ruido en el sotobosque, tras ella, le hizo girarse. Dos urracas emprendieron el vuelo, alertándola con sus graznidos roncos y los destellos azulados de sus alas. Se le erizó el vello de la nuca, y una sonrisa y un grito de alegría asomaron a sus labios. Dio un paso al frente para ir a su encuentro.

Pero no era Chang.

La decepción se apoderó de ella, desgarrándola.

Una mano larga, de uñas amarillentas, apartó una rama baja de brezo y el cuerpo a la que pertenecía abandonó la espesura. Durante una fracción de segundo Lydia entrevió una figura alta y delgada, vestida con harapos.

No era Chang.

Entonces, la figura se esfumó. Lydia avanzó deprisa, corriendo tras él, entre los arbustos, ajena a las espinas y los rasguños. El camino era poco más que un sendero abierto por las alimañas, estrecho y serpenteante bajo los abedules, pero las manchas de espesa vegetación proporcionaban lugares para ocultarse.

No lo veía. Dejó de correr y aunque se mantuvo en silencio, escuchando atentamente, sólo oía los latidos de su corazón, que resonaban en sus oídos. El aire frío se le clavaba en la garganta. Esperó. Un cernícalo sobrevolaba en las alturas, aguardando también. Sus ojos rastreaban el bosque, en busca de algún movimiento, y al poco vio que una sola rama se agitaba, antes de quedar de nuevo inmóvil sobre ella, a la izquerda, entre una maraña espesa de saúco y hiedra, donde un racimo de bayas heladas se aferraba a los tallos y un gorrión saltaba de rama en rama.

¿Había sido el pájaro el que había movido la rama?

Se adelantó un poco, mientras palpaba la navaja que llevaba en el bolsillo. La extrajo y dejó el filo al descubierto. Avanzó más, observando los arbustos y los espacios en penumbra, y cuando ya creía que lo había perdido, un hombre dio un salto, fue a caer casi a sus pies y echó a correr. Pero sus movimientos eran erráticos. Tropezaba, se ladeaba. Lydia no tardó en darle alcance, se colocó tras él. El corazón le latía con fuerza cuando le agarró el hombro, y el ligerísimo empujón bastó para que le fallaran las piernas y cayera de bruces en el suelo. Ella se arrodilló junto a él al instante, empuñando la navaja. Que fuera capaz de usarla era algo en lo que por el momento prefería no pensar.

Pero la figura encorvada no ofreció la menor resistencia. Se dio la vuelta y levantó las dos manos sobre la cabeza, en señal de rendición, y Lydia pudo observarlo con detalle. Su delgadez era extrema. Los pómulos sobresalían como cuchillas. Tenía la piel muy amarilla, y los ojos, muy separados de sus órbitas, parecían flotar sobre el rostro. Lydia no habría podido adivinar qué edad tenía. ¿Veinte? ¿Treinta? Y, sin embargo, por la piel cuarteada y escamosa de las manos habría dicho que era mucho mayor. Tenía la cara llena de heridas recientes.

Lo agarró por la túnica sucia, raída y deshilachada, que apestaba a orines, y la sostuvo con fuerza, cerrando el puño, por si a aquella especie de cigüeña esquelética le daba por echarse a volar.

– Dime -le dijo, hablando despacio y vocalizando mucho, con la esperanza de que entendiera su idioma-. ¿Dónde está Chang An Lo?

El asintió, los ojos fijos en su rostro.

– Chang An Lo. -Levantó un índice huesudo, señalándola-. ¿Lidya?

– Sí. -El corazón le dio un vuelco. Sólo Chang le habría revelado su nombre-. Soy Lydia. -Tirando de él lo puso en pie, pero a pesar de su altura, la debilidad de su cuerpo era tal que los dos estuvieron a punto de caer de nuevo al suelo-. ¿Chang An Lo? -insistió ella, maldiciéndose por no hablar ni una palabra de mandarín.

– Tan Wah -dijo él, señalándose con una uña amarillenta.

– ¿Tú eres Tan Wah? Por favor, Tan Wah, llévame con Chang An Lo -le pidió, indicando con la mano en dirección a la ciudad.

Él pareció comprender y asintió, moviendo arriba y abajo la cabeza oscura, y se puso en marcha con paso tambaleante, a través del sotobosque. Lydia no le soltaba la túnica, y su impaciencia iba en aumento.

Se dirigían hacia el puerto. Por lo que parecía, había estado buscando en el lugar correcto, en el mundo sin nombres. Sin leyes. Donde las armas mandaban y el dinero hablaba. Sí, el señor Liu tenía razón. Chang estaba ahí. Cerca. Ella lo sentía, esperándola. Respirándole en la nuca. Tiró de los harapos de Tan Wah para pedirle que se diera prisa, porque sin la compañía de Liev se sentía incómoda en los bajos fondos. El riesgo era mucho.

Ya se había acostumbrado a los olores de las calles. El muelle bullía de actividad, de gentes que se empujaban unas a otras, que esquivaban las ruedas de los rickshaws, que gritaban y escupían, que transportaban montañas de productos en carretillas y en las cestas que cargaban al hombro con cañas largas, abriéndose paso. Todo formaba una amalgama de movimiento incesante.

En esa ocasión Lydia no se fijaba en los rostros, y fue precisamente por eso por lo que no pudo anticiparse. Un viejo, doblado bajo el peso de un montón de leña, de pelo lacio y escaso que le cubría la cara, se confundía con el remolino gris de la humanidad que la rodeaba. Ni siquiera lo miró. No hasta que se detuvo frente a ella, impidiéndole el paso. Sólo entonces vio los ojos negros que la observaban, brillantes, ávidos. Tenía la cabeza girada hacia un lado, para poder ver más allá del inmenso fardo que cargaba a la espalda.

No emitió un solo sonido. Se limitó a extraer una daga de filo estrecho de la túnica acolchada, y sin mediar palabra la hundió en el vientre de Tan Wah.

A Lydia se le escapó un grito.

Tan Wah tosió antes de caer de rodillas, mientras con las manos se cubría la súbita mancha escarlata. Ella lo agarró del brazo para sostenerlo, pero cuando adelantó la cara, el viejo lo aprovechó para rebanarle el pescuezo con gesto certero. La sangre salió disparada, describiendo una parábola, y Lydia notó que le rociaba la cara, obscenamente tibia en contraste con el aire helado.

– ¡Tan Wah! -exclamó ella, que se arrodilló en el suelo sucio, junto a su cuerpo inerte. Los ojos, inyectados en sangre, seguían muy abiertos, alerta, pero la pátina de la muerte ya se había posado sobre ellos-. Tan Wah -susurró.

Una mano la agarraba por el hombro. Se puso en pie, zafándose de ella, y gritó a los rostros que pasaban por su lado.

– ¡Ayuda! Este hombre está muerto, necesita… Por favor, llamen a la policía… yo…

Una mujer tocada con un gran pañuelo y un porteador fueron los únicos en detenerse. Ella llevaba un niño atado a la espalda. Se agachó y le dio unas palmaditas en la mejilla al muerto, como si con ese gesto pudiera determinar si su espíritu ya lo había abandonado, y acto seguido empezó a rebuscar entre los harapos, en busca de algún bolsillo. Lydia le gritó, la empujó para que se apartara, mientras sentía que la rabia le oprimía la garganta y la dejaba sin palabras, y le permitía apenas emitir un gruñido animal, primitivo.

La mujer se fundió al instante con la multitud indiferente. Había manos que se aferraban a Lydia, pero a ella todo le daba vueltas, y en un primer momento le pareció que se extendían para ayudarla. Para levantarla. Pero entonces lo comprendió. El viejo de la leña le desabrochaba los botones, le estaba robando el abrigo. Su abrigo. Eso era lo que quería. Su abrigo. Había matado a Tan Wah por el abrigo.

Lydia le escupió en la cara, y se sacó la navaja del bolsillo. Con una parte de su cerebro que parecía funcionar autónomamente, registró que las manos ennegrecidas del viejo apestaban a alquitrán, y que seguían arrancándole los botones. Si no la había apuñalado era porque no quería quedarse sin abrigo. Le clavó la navaja con todas sus fuerzas en el brazo, y sintió que rozaba el hueso. Él abrió mucho la boca desdentada y emitió un chillido agudo. Pero soltó el abrigo.

Lydia se abalanzó entonces sobre el fardo de leña que cargaba a la espalda, y le hizo caer sobre el suelo adoquinado, como si de una tortuga panza arriba se tratara. Entonces dio media vuelta y echó a correr.

Un rostro blanco. Salió a su encuentro de un salto. Una nariz occidental, alargada. Pelo corto, rubio, pegado con brillantina a la cabeza. Un uniforme. Entre todos los ojos orientales, ese par de ojos azules, redondos, hizo que Lydia cruzara la calle sin mirar y se aferrara al brazo del hombre que bajaba la escalera de una sórdida casa de juego, oliendo a whisky.

– Lo siento -balbució, y sus palabras brotaron de su pecho como un fuego-. Lo siento, pero…

– Eh, jovencita, ¿qué es lo que tienes? Tranquila.

Era americano. Un marino de la Armada de Estados Unidos. Lo reconoció por el uniforme. Sus manos la calmaron como habrían hecho con una yegua asustada, acariciándole el hombro y dándole unas palmaditas.

– ¿Qué sucede?

– Un hombre. Ha matado a mi… a mi acompañante. Por nada. Lo ha apuñalado. Quería mi…

– Cálmate, conmigo estás a salvo, cielo.

– … quería mi abrigo.

– Malditos bandidos. Venga, vamos a buscar a un policía que solucione este lío. No te asustes. -Y empezó a caminar calle abajo-. ¿Quién era ese acompañante tuyo? Espero que fuera un hombre, porque no soportaría la idea de que una muchacha bonita…

– Era un hombre. Un chino.

– ¿Qué? Un maldito chino. Bueno, tal vez debamos pensarlo mejor.

Se detuvo y, sin quitarle el brazo de la cintura, le dio un codazo a una cabra que, boca abajo, colgaba de un poste con las patas atadas, balando desesperada. Llevó a Lydia hasta un portal, para poder hablar con más calma.

– Te has llevado un buen susto, señorita, pero, mira, si sólo estamos hablando de un chino apestoso, lo mejor es que sean los policías chinos los que se ocupen del caso. -Sonrió, tratando de tranquilizarla con sus ojos azules, sus dientes blancos y bien cuidados, su acento sureño, dulce, suave como un sirope.

De pronto, ella trató de liberarse de su abrazo.

– Suélteme, por favor -dijo secamente-. Si no quiere ayudarme, yo misma iré en busca de la policía.

Él le calló la boca, cubriéndosela con la suya.

La sorpresa y el asco se apoderaron de ella. Luchó con todas sus fuerzas por soltarse, le arañó la cara, pero él soltó una maldición y le inmovilizó los brazos a la espalda, la arrimó a la pared -los ladrillos le rasparon las muñecas- se restregó contra ella y empezó a levantarle la falda. Ella empezó a dar patadas y golpes.

Y aunque se zafó de sus manos, resistirse a él era como luchar contra un buque de guerra americano. Sus dedos se le metían por la cinta elástica de la ropa interior, y con la lengua de babosa invadía su boca.

Mordió con fuerza. Notó el sabor de la sangre.

– Puta -masculló él, plantándole un bofetón.

– Cabrón -susurró ella sobre la mano que le tapaba la boca.

Él se echó a reír y le soltó con fuerza la banda elástica.

– Pare ahora mismo -dijo fríamente una voz masculina, junto al oído del americano.

Lo único que Lydia veía era el cañón de un revólver pegado a la sien de su atacante. El chasquido del percutor al retroceder hacia atrás resonó como un cañón en el silencio repentino. Una vez liberada, dio una patada en la espinilla del americano, que gruñó y se echó hacia atrás.

– Arrodíllese -ordenó la voz.

El marino era lo bastante listo como para saber que no había que discutir con alguien armado. Lydia regresó a la calle, dispuesta a salir corriendo de nuevo, indiferente a quien la había salvado. En los tiempos que corrían, la caballerosidad salía cara.

– Lydia Ivanova.

Se detuvo y observó al hombre de tabardo verde que componía una mueca de preocupación. Le sonaba de algo. Su memoria hacía esfuerzos por imponerse al miedo y a su deseo animal de huir.

– Alexei Serov -dijo finalmente, presa del más absoluto asombro.

– Al menos esta vez me reconoce.

Una cálida oleada de alivio bañó su ser.

– ¿Puedo?

Extendió la mano para pedirle el revólver.

– No irá a disparar a nadie.

– No, se lo prometo.

Él adelantó el percutor con cuidado y permitió que le cogiera el arma. Lydia hundió el pesado cañón de metal en la cabeza del americano, antes de devolvérsela a Alexei Serov.

– Gracias -le dijo, esbozando una amplia sonrisa.

Él la miró, extrañado, escrutando su rostro, su pelo, sus ropas.

– Venga conmigo, la acompañaré a casa -le dijo, ofreciéndole el brazo con gran educación.

Pero ella no se agarró de él, y dio un paso atrás.

– No, no, gracias. Iré a su lado, nada más.

Incluso ella misma se dio cuenta de que su voz no sonaba normal.

– Está usted muy alterada, señorita Ivanova. No creo que pueda caminar sola.

– Podré. -Alexei Serov volvió a observarla, y asintió-. Pero es que han asesinado a una persona -añadió atropelladamente, y señaló el fondo de la calle, aunque sabía que era inútil.

– Todos los días se producen asesinatos en Junchow -respondió él encogiéndose de hombros-. No se involucre usted.

Y, dicho esto, se puso en marcha a grandes zancadas, haciendo señas a los tres hombres que esperaban tras él para que se pusieran en marcha. Hasta ese momento Lydia no se había percatado de su presencia. Eran soldados del Kuomintang.

La acompañó hasta la puerta de su casa.

– ¿Estará su madre? -le preguntó al llegar.

– Sí -mintió ella.

Necesitaba estar sola, necesitaba silencio. Había estado tan cerca de Chang An Lo, apenas a un suspiro de él, y sin embargo, ahora…

Con todo, Alexei ignoró sus protestas y subió con ella hasta la buhardilla, bajando la cabeza para evitar la pendiente del tejado sobre los últimos peldaños. En condiciones normales, ella habría preferido morir a permitir que alguien entrara en su cuarto. Incluso Polly. Pero ese día no le importaba nada. Él la sentó en el sofá, y sirvió té, una taza tras otra, un té oscuro y dulce. Le hablaba ocasionalmente, poco, y cuando se sentó en la vieja silla colocada frente a ella, Lydia se dio cuenta de que Alexei se había quedado con la taza desportillada. Despacio, como si ascendiera por un túnel profundo y resbaladizo que se hallara bajo tierra, su mente empezaba a centrarse de nuevo. La mirada del visitante recorría la habitación, y cuando vio que ella lo observaba, sonrió.

– Los colores son maravillosos -dijo, señalando los cojines fucsias y los retales de tela distribuidos aquí y allá-. Es bonito.

¿Bonito? ¿Cómo podía nadie en su sano juicio afirmar que aquel hueco miserable era bonito?

Dio un sorbo al té, mientras estudiaba al hombre que había invadido su hogar. Alexei se apoyaba en el respaldo de la silla, cómodamente, no como Alfred, que siempre se sentía algo violentado ahí arriba. Tenía la rara sensación de que su salvador era de los que se sentían a gusto en cualquier parte. ¿O era todo una pantomima? No estaba segura. Llevaba el pelo corto, limpio, algo levantado, sin gota de brillantina, a diferencia de la mayoría de los hombres que conocía, y sus ojos eran de un verde que le recordaba al musgo que cubría la roca plana de la Quebrada del Lagarto. Era alto, y había una languidez general en él, en su boca, en su cuerpo, en su manera de cruzar las piernas. La excepción eran sus manos: anchas y musculosas, parecía haberlas tomado prestadas de otro.

– ¿Se siente mejor? -le preguntó.

– Estoy bien.

Él soltó una risita grave, como si dudara de sus palabras, pero replicó:

– Muy bien. En ese caso, la dejaré sola.

Lydia trató de levantarse, pero descubrió que estaba envuelta en su edredón. ¿Cuándo se lo había puesto?

Él se echó hacia delante, observándola fijamente.

– Ya es peligroso que una mujer vaya al muelle. Y si va sola, es suicida.

– No iba sola. Estaba con un… acompañante. Un acompañante chino. Pero lo… -No le salía la palabra.

– ¿Asesinaron?

Lydia asintió, alterada.

– Lo apuñalaron. -Empezaron a temblarle las manos, que ocultó bajo el edredón-. Debo denunciarlo a la policía.

– ¿Conoce su nombre? ¿Su dirección?

– Se llamaba Tan Wah. Eso es todo lo que sé.

– Yo no insistiría, Lydia Ivanova -sugirió él con firmeza-. La policía china no se interesará lo más mínimo por el caso, se lo aseguro. A menos que fuera rico, claro. Eso lo cambiaría todo.

El rostro esquelético de Tan Wah, amarillento como el polvo que traía el viento, se apareció ante ella.

– No, no era rico. Pero merece justicia.

– ¿Sabe quién lo apuñaló? ¿O dónde encontrar al asesino?

– No.

– En ese caso, olvídelo. Su hombre es, simplemente, uno de los muchos que mueren en las calles de Junchow.

– Eso es muy duro.

– Son tiempos duros.

Lydia sabía que tenía razón, pero todo en su interior se rebelaba contra ello.

– Fue por mi abrigo. Quería mi abrigo. Tan Wah está muerto por culpa de un abrigo, un maldito y estúpido abrigo.

Se desprendió del edredón, se puso en pie y empezó a arrancarse los botones de su regalo de Navidad, a despojarse de aquella cosa horrenda. Una vez que se lo hubo quitado, lo arrojó al suelo. Alexei Serov se levantó, recogió el abrigo azul y, con delicadeza, lo dejó sobre la silla que había ocupado hasta hacía un instante. Luego se acercó al pequeño fregadero de la cocina y regresó con un cuenco esmaltado lleno de agua, y con un paño.

– Tenga -le dijo-, lávese la cara.

– ¿Qué?

– La cara. -Le puso el paño en la mano-. Tengo que irme, pero sólo lo haré si me asegura usted que…

Lydia ahogó un grito y se acercó al espejo colgado junto a la puerta. Se miró horrorizada. No le extrañaba que él hubiera estado observándola con tanta extrañeza. Su piel, blanca como el papel, estaba manchada por salpicaduras de sangre, lo mismo que su cuello, que parecía cubierto de pecas oscuras, marrones. El bofetón que le plantó el americano le había hinchado una mejilla, y un rasguño alargado recorría el lado de la oreja izquierda, seguramente causado por las espinas de los arbustos entre los que había corrido, en el bosque. Con todo, lo peor era el pelo. Más de la mitad se veía aplastado, cubierto de sangre reseca. De la sangre de Tan Wah.

No se atrevió a mirarse a los ojos. Le asustaba lo que pudiera ver en ellos.

Con movimientos rápidos, se pasó el paño por la cara. Luego se acercó corriendo al fregadero y metió la cabeza debajo del grifo. El agua estaba helada, pero se sintió mejor al instante. Más limpia. Por dentro. Cuando se incorporó, supuso que Alexei Serov se habría ido, pero lo encontró tras ella, sosteniendo una toalla. Lydia se frotó con ella el pelo y la piel, y lo hizo con fuerza, como si de ese modo pudiera borrar las imágenes que poblaban su mente. Entonces empezó a cepillarse los cabellos con tal fuerza que se le rompió el mango, y tuvo que parar. Respiró hondo. Se obligó a reír, aunque sin mucho éxito.

– Gracias, Alexei Serov. Ha sido usted amable.

Por primera vez, su interlocutor pareció sentirse incómodo y fuera de lugar en aquella habitación. Se puso firmes con un golpe de talón, y le hizo una reverencia formal.

– Me alegra haber podido asistirla. -Se acercó a la puerta y la abrió-. Le deseo un pronto restablecimiento del mal día que ha tenido hoy.

– Dígame una cosa.

Él se mantuvo a la espera, y la reserva asomó a sus ojos verdes.

– ¿Por qué tiene a soldados del Kuomintang a su servicio?

– Porque trabajo con ellos.

– Ah.

– Soy asesor militar. Entrenado en Japón.

– Entiendo.

– ¿Es todo?

– Sí.

– Entonces, adiós, Lydia Ivanova.

– Spasibo do svidania, Alexei Serov. Gracias y adiós.

Él asintió con la cabeza y salió de la casa.

Antes de que sus pasos se hubieran perdido en la escalera se oyó una exclamación brusca en el rellano inferior. Era la voz de su madre. Tras una breve cascada de frases en ruso que Lydia no comprendió, Valentina irrumpió en la buhardilla.

– Lydia, no quiero volver a ver a ese ruso en mi casa, ¿me oyes bien? Nunca. Te lo prohíbo. ¿Me estás escuchando? Maldita sea, qué frío hace en este cuartucho. No pienso tolerar que esa ociosa familia se acerque por aquí… Lydia, te estoy hablando.

Pero Lydia había recogido el edredón y se había acurrucáis en la cama. Cerró los ojos y se aisló del mundo.

«Chang An Lo. Lo siento.»

Era de madrugada. Lydia observaba la oscuridad. El dolor en las sienes la golpeaba al ritmo de los latidos de su corazón. Había llegado a una conclusión: si Chang había enviado a Tan Wali a la Quebrada del Lagarto era porque debía de estar enfermo. O riendo. Ésa era la única explicación. De otro modo habría acudido él personalmente. Estaba segura de ello, tan segura como de su propia vida. Y ahora, por su culpa, Tan Wah estaba muerto, lo que implicaba que había expuesto a Chang a un peligro mayor. Sin Tan Wah, tal vez Chang An Lo muriera. Las lágrimas no derramadas le oprimieron la garganta, cerrando un nudo.

– ¿Lydia?

– ¿Sí, mamá?

– Dime, dochenka, ¿crees que soy una mala madre?

La buhardilla estaba oscura como la muerte, salvo por un gajo estrechísimo de luna que trazaba una línea plateada en el centro de la cortina. Su madre se había pasado la noche bebiendo, y llevaba un buen rato hablando sola, lo que no era nunca buena señal.

– ¿A qué te refieres, mamá?

– No seas tonta. Sabes perfectamente a qué me refiero.

Lydia se esforzó por hablar. Esa iba a ser su última noche juntas en aquella habitación.

– Nunca me has preparado una tarta. Ni me has remendado la ropa. Ni te has preocupado de que me cepillara los dientes. ¿Te convierte eso en mala?

– No.

– Pues ya está. Ya tienes mi respuesta.

El viento golpeó la ventana, y Lydia sintió que se trataba de los dedos de Chang en el cristal. El sonido de un coche distante fue acercándose, antes de perderse de nuevo.

– Dime qué he hecho bien, dochenka.

Lydia escogió sus palabras con cuidado.

– Te quedaste conmigo, a pesar de haber podido abandonarme en el orfanato de Saint Mary en cualquier momento. Habrías quedado libre para hacer lo que quisieras.

Silencio.

– Y me has dado la música, en mi vida siempre ha habido música. Y, oh, mamá, me has dado besos. Y pañuelos de colores. Y me has enseñado a hablar con elocuencia, aunque a veces te haya vuelto loca con mis palabras. Sí, me has enseñado a pensar por mí misma y, aún mejor, me has permitido cometer mis propios errores.

Una nube cubrió la luna y en la buhardilla se apagó la rendija de luz.

Valentina seguía sin decir nada.

– Mamá, ahora te toca a ti. Dime qué he hecho bien yo.

Se oyó un suspiro profundo en el otro extremo de la buhardilla, y un gemido ahogado. Su madre tardó aún un minuto en hablar.

– Con que estés viva me basta. Lo es todo. -Las palabras de su madre parecieron iluminar la oscuridad y prender fuego a algo que anidaba en la cabeza de Lydia, que cerró los ojos-. Y ahora, a dormir, dochenka. Mañana nos espera un gran día.

Pero una hora más tarde, la voz de su madre volvió a susurrar en la oscuridad.

– Sé feliz, hazlo por mí, cielo.

– La felicidad cuesta.

– Lo sé.

Lydia se frotó con fuerza los ojos con las palmas de las manos para alejar de su mente las imágenes de Chang herido y solo. Sin felicidad podía vivir. Pero estaba decidida a aferrarse a la esperanza.

Capítulo 32

Tan hermosa que dolía.

Así es como Theo veía Junchow esa mañana. Había nevado la noche anterior, y ahora la ciudad resplandecía. Sus tejados grises de pizarra se habían convertido en laderas blancas, centelleantes, y los aleros curvos parecían trineos impacientes por descolgarse y deslizarse sobre el manto blanco. Incluso las macizas mansiones británicas no eran más que escarcha frágil. La luz, en el cielo, adquiría una tonalidad extraña, un rosa apagado, que hacía que todo reverberara, incluido el patio de la escuela, ahí abajo, donde las huellas intactas de alguna criatura nocturna creaban un sendero sobre la nieve, de un extremo a otro.

– Vete ahora, Tiyo, o llegas tarde.

A regañadientes se alejó de la ventana. Li Mei estaba detrás de él, vestida con un vestido blanco, virginal. Un copo de nieve. La estrechó entre sus brazos y le besó los labios suaves, pero la soltó al ver que por su mejilla resbalaba agua. Se estaba fundiendo. Cogió el sombrero de copa que ella sostenía entre las manos, de color gris oscuro, que a él le resultaba ridículo. Ya se había puesto el chaqué, con sus absurdos faldones, y la camisa de cuello rígido. Li Mei le acarició la cara, le olió la flor que llevaba prendida en la solapa, y le enderezó el sombrero.

– Estás muy guapo, Tiyo, mi amor.

– Un idiota muy guapo.

Ella se echó a reír, lo mismo que él.

– Ven conmigo.

– No, amor mío.

– ¿Por qué?

– No sería adecuado.

– A la mierda con lo adecuado.

– No, yo hoy tengo otras cosas que hacer.

– ¿Cuáles?

– Hablar con mi padre.

– ¿Con Feng Tu Hong? Maldito diablo. Juraste que no volverías a verlo en tu vida.

Ella bajó la cabeza, y sus cabellos negros descendieron como una cortina que la separara de él.

– Lo sé. Rompo mi juramento. Rezo a los dioses para que me perdonen.

– No vayas a verle, cielo. Por favor. Podría hacerte daño, y yo no podría soportarlo.

– Tal vez sea yo quien le haga daño a él -respondió Li Mei, observándolo con sus ojos almendrados, tan hermosos que dolían.

Theo intentó concentrarse. Afortunadamente la boda era corta. Esa era la ventaja de las ceremonias civiles sobre los largos y elaborados ritos religiosos, llenos de pompa y circunstancia que Theo tanto despreciaba. Aquélla era mejor. Breve y al grano. Con todo, sentía lástima por Alfred. Su decepción había sido grande al enterarse de que no podría contraer matrimonio en una iglesia, en presencia de Dios, pero si insistía en casarse con una mujer que ya había estado casada, ¿qué pretendía? La Iglesia anglicana era algo quisquillosa con aquellas sutilezas.

La novia estaba radiante. Ése era el problema de Theo. Sentado en el primer banco, en el lado del novio, apenas veía a los demás invitados, sus sombreros, perfumes y sus pajaritas bien anudadas. En lo que él se fijaba era en el bolero color crema, cubierto de diminutas perlas que centelleaban y se agitaban cada vez que ella respiraba, atrapando la luz y haciéndola girar en su mente, por lo que le costaba pensar con claridad. Se concentró en el vestido, en las caderas finas bajo la tela marfil de chiffon, en las suaves curvas y la ligera elevación de las nalgas. Sintió el deseo imperioso de estar en casa con Li Mei. En el baño. Recorrer con la lengua el sendero ascendente de sus muslos lisos.

Meneó la cabeza. Parpadeó con fuerza. Vació la mente de aquellos pensamientos. Desde hacía un tiempo, le resultaba imposible saber hacia dónde vagaría su mente en el momento siguiente, y eso le preocupaba. Se quitó los guantes grises y se frotó las manos, sin preocuparse por el ruido que hacía, pero una señora que estaba sentada detrás le dio unas palmadas en el hombro, advirtiéndole, y dejó de hacerlo. Los asistentes no superaban la treintena, casi todos colegas de Alfred, empleados del Daily Herald, y Theo reconoció también a un par de tipos del club; pero ahí estaba también una mujer mayor, de busto prominente, muy rusa, que llevaba un vestido de tafetán, a la que no conocía, y una pareja alegre y flaca, de pelo blanco, que sonreía mucho. Recordaba vagamente que Alfred le había comentado que se trataba de misioneros retirados que vivían en el edificio de Valentina.

– ¿Aceptas, Alfred Frederick Parker, tomar a esta mujer…?

No, no era así. Era ella la que tomaba a Alfred, algo que resultaba obvio a todos menos al pobre chico. Ella y su hija. Theo se pasó la mano por los ojos, que le ardían. ¿Dónde estaba la hija?

Recordó que la había visto antes, cuando entró en el salón detrás de su madre, muy erguida y distante. La chica sabía andar, eso había que reconocerlo. Como una reina de la jungla, con su vestido verde-menta y su mata de pelo cobrizo. Miró al otro lado del pasillo, y la vio. Sentada muy tiesa, con los guantes en el regazo, jugueteando con los dedos. Llevaba el pelo echado hacia delante, aunque no lo bastante como para ocultar el rasguño largo que le llegaba a la oreja. Sin duda, había estado peleando en aquella jungla suya.

Theo se apoyó en el respaldo, a riesgo de que se le cerraran los ojos. Al instante se vio inmerso en un mundo de sampanes, cubiertas oscilantes, dientes amarillos. Con claridad diáfana vio a Christopher Mason a la deriva, en una balsa, en medio de la desembocadura del río, cubierto de serpientes que le devoraban los ojos y se le metían por las orejas.

Theo sonrió, y empezó a roncar.

– ¿Qué te ha parecido, Theo, amigo? Yo diría que no está nada mal.

– Sí, has alquilado una casa muy bonita. -El edificio se encontraba en el límite oriental del Barrio Británico, cerca de la iglesia de San Sebastián. Algo separada de la acera, en una frondosa avenida-. Tu esposa y tú deberías ser muy felices en ella. -De la hija no dijo nada.

– A mí también me lo parece.

Se encontraban en la terraza, contemplando el jardín espacioso que incluso tras los embates del duro invierno lograba verse bien cuidado. El humo de los puros ascendía en volutas por el aire sereno, y las copas de coñac se habían vaciado casi por completo. Theo estaba impaciente por irse. Le dolían los ojos y le picaba toda la piel, como si un roedor se la mordisqueara por debajo y devorara las terminaciones nerviosas. Tras él, en el salón, el rumor de las voces de quienes se divertían no cesaba, y los asistentes daban buena cuenta de la comida y la bebida. La música se oía desde el exterior, alguna pieza de la banda de Paul Whiteman. Su sonido se le clavaba en los oídos, como miles de cuchillas.

– ¿Os vais pronto?

– Sí. -Alfred consultó la hora en el reloj de bolsillo-. El taxi viene a buscarnos a las tres y media para llevarnos a la estación. Pasaremos una semana entera en Datong. Los dos solos. En nuestra luna de miel. Valentina y yo. -Esbozó una sonrisa tan amplia que a Theo le pareció que la cara se le iba a partir en dos.

– Te va a encantar el templo de Huayuan.

– Me muero de ganas de verlo. Y Valentina también.

– Seguro que sí. ¿Y la niña?

– ¿Lydia?

– Sí. Se queda aquí, ¿verdad? ¿O se va con…? -A Theo se le quedó la mente en blanco. ¿Cómo se llamaba aquella muchacha rubia? ¿Sally? ¿Dolly? No, Polly-. ¿O con Polly?

Por primera vez en todo el día, la sonrisa de Alfred pareció perder brillo.

– Ha preferido quedarse aquí. Están el cocinero y su esposa, que viven aquí, claro, así como el mozo y el jardinero, que vienen todos los días, de modo que no estará sola.

– En ese caso, no hay de qué preocuparse.

– La verdad es que no me entusiasma la idea. No ha querido quedarse con los Mason, aunque la han invitado, y no quiere ni oír hablar de contratar a una señora respetable que se instale aquí como acompañante mientras nosotros estamos de viaje. -Se quitó las gafas y se las limpió a conciencia-. Es sólo una semana -añadió en voz baja, para sus adentros-. Y este año cumple los diecisiete. ¿En qué líos se va a meter en una semana?

Theo se echó a reír y se fijó en la losa gris, húmeda, que tenía bajo los pies, para proteger la vista de los destellos de luz que provenían del interior de la casa.

– No te preocupes, amigo, esa jovencita sabe cómo cuidar de sí misma.

Alfred lo miró muy serio.

– Eso es precisamente lo que me inquieta.

– ¿Qué es lo que te inquieta, ángel mío?

Era Valentina, que se había unido a ellos en la terraza.

– Me inquieta que vuelva a nevar y que el tren se retrase.

– Tonterías. Incluso el tiempo está de nuestra parte hoy. Todo saldrá bien.

Se rió y se acercó más a su esposo, tanto que apoyó su cuerpo contra el de él. Alfred le sonrió, exultante. Le rodeó la cintura con un brazo y ella volvió la cara hacia él de un modo que a Theo le pareció una flor girándose en dirección al sol. Veía que su amigo se henchía de orgullo, y rebosaba tanto amor que había algo casi indecente en ello. Temió lo peor por él.

El frío en la terraza era intenso, y Valentina llevaba sólo el vestido de chiffon que flotaba a su alrededor cada vez que se movía. Se fijó en sus pezones erectos bajo la delgada tela, aunque no estaba seguro de si se trataba de una reacción a la temperatura, o producto del deseo. Theo prefería las ropas rojas, coloristas, que los chinos llevaban en sus bodas, y que expresaban felicidad, a las gamas blancas y pálidas que preferían los occidentales, aunque debía admitir que la novia se veía preciosa. Aquel pelo negro, aquellos ojos brillantes… Un collar de perlas rodeaba tres veces su cuello, tan pálidas como su piel. Consciente de aquellos ojos que se fijaban en ella, Valentina se giró y le sostuvo la mirada un instante más de lo que habría sido decoroso, antes de volver a sonreír a Alfred.

– Mi cielo, entra pronto. Aquí hace mucho frío, y el señor Willoughby se ve muy pálido.

– Por Júpiter, tiene razón, Theo, tienes un aspecto horrible. Haz caso de lo que te diga una mujer.

– Tenéis razón -respondió él, y se dirigió hacia la puerta con la intención de despedirse.

Cuando la pareja de recién casados entró en el salón cogida del brazo, los asistentes a la boda prorrumpieron en vítores, y entonaron el «Por ser un muchacho excelente…» seguido de la correspondiente versión femenina.

Se oyeron unos gritos junto a la puerta principal. Los cánticos cesaron abruptamente. Un rugido de ira irrumpió en la estancia, junto con el mozo chino, que revoloteaba emitiendo una especie de trino. Theo dudó por un momento de si se trataría de una alucinación de las suyas, porque la escena era demasiado estrambótica para ser real. Un hombre corpulento, de aspecto malvado y sin duda borracho, se había presentado en la boda, y profería una sarta de insultos en ruso. Lucía una barba negra, rizada, y un parche en un ojo, y parecía no haberse cambiado de ropa desde el estallido de la Revolución bolchevique. Pero los demás también lo observaban, alarmados, de modo que, estrambótica o no, la escena debía de ser real. El propio salón parecía agitarse y menguar con el avance de aquella criatura gigantesca que gruñía, se tambaleaba y oscilaba sin el menor control.

– Ese hombre está ebrio.

– Ojalá me hubiera traído la pistola.

– Que alguien llame a la policía.

– Atrás, Johnnie, o alguien saldrá herido.

Theo se interpuso en su camino. No estaba seguro de qué pretendía hacer, tal vez sacarse el puñal que llevaba enfundado y oculto sobre el tobillo, y del que últimamente jamás se desprendía. Tal vez las luces que no dejaban de parpadear sobre su cabeza lo harían invisible a ojos del intruso, y podría asestarle un puñetazo sin que éste lo viera. La idea, aunque del todo absurda, cruzó su mente. Lo único que sabía era que no quería que nadie hiciera daño a su amigo. Y menos en el día de su boda.

El ojo bueno del rufián lo escrutó, y al momento uno de sus codos se alzó en dirección a su cara. Alguien le tiró con fuerza del brazo y lo obligó a echarse a un lado, tambaleante; así, el puñetazo que siguió le dio en el hombro, y no en el pómulo, que era adonde iba dirigido. Unos ojos ambarinos lo miraron, y él vio que las manos de la muchacha rusa seguían aferradas a su brazo. Y entonces desapareció.

Aunque el dolor seguía trepanándole el cerebro y la luz le cegaba, trató de encontrarle un sentido a lo que veía. El tufei, el bandido ruso, se dirigía hacia la pareja de recién casados. Alfred, por lo general de modales correctos, y siempre sosegado, se echó hacia delante emitiendo un grito de furia para proteger a su amada, pero la gran zarpa de su contrincante lo abatió sin apenas esfuerzo. Alfred ya se encontraba en el suelo, con la cabeza ensangrentada.

Gritos.

Alguien gritaba.

Valentina Ivanova -no, Valentina Parker- le gritaba algo al gigante en ruso. Le abofeteó. No una vez, sino tres veces. Tuvo que ponerse de puntillas para hacerlo, y parecía una gatita jugando con el morro de un león. Él gruñía y rugía, mientras apartaba la cara a un lado y al otro, tambaleándose, demasiado bebido para sostenerse derecho. Aun así, ella seguía gritándole.

– Poshyolvon. Sal de aquí, apestoso cerdo ruso. Ubiraisya otsyuda gryaznaya svinya.

– Prodazhnaya shkura -masculló él antes de cambiar de lengua-. Puta.

Theo se acercó a Alfred y le ayudó a ponerse en pie.

– Basta, basta. Prekratyitye.

Era la niña, que había agarrado el inmenso brazo de aquel hombre y tiraba de él para reclamar su atención y lograr que la mirara. El ojo bueno del rufián tardó en abandonar el rostro de la novia, pero al fin se movió en dirección a la joven que tenía al lado.

– Poshli, ven -le conminó-. Ven conmigo. Deprisa. Bistra. O te dispararán como a un perro.

Todo terminó entonces. Los gritos cesaron. El hombre se había ido. Alfred se acercó corriendo a Valentina. La muchacha desapareció. Lo último que Theo recordaba era la visión de la pequeña arrastrando al hombretón para sacarlo de la sala, y lo más curioso era que él la seguía dócilmente, mientras los lagrimones resbalaban por sus mejillas y se perdían en su poblada barba. La señora de busto prominente alzó la vista al cielo y, con fuerte acento ruso, exclamó:

– Pagarás por esto. Dios te hará pagar por esto.

Theo se preguntó si se referiría a él.

Capítulo 33

Lydia tuvo que salir a la carrera. Aunque había bebido mucho, Liev avanzaba a grandes zancadas, como llevado por el diablo.

– Maldita sea, Liev Popkov -maldijo-. No corras tanto.

Él se detuvo y la miró, confuso, con el ojo bueno. Pareció sorprenderse de verla a su lado.

– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó ella-. ¿Por qué has irrumpido de ese modo en el banquete de boda? O chyom vi rugalys?

Él meneó la cabeza y reanudó la marcha, más despacio. Había empezado a llover, pero el frío era tan intenso que el agua se convertiría en nieve en cualquier momento. Lydia no llevaba ropa apropiada. El vestido verde de lentejuelas no estaba hecho para el invierno chino. Al salir, había cogido al vuelo el abrigo del armario, el abrigo viejo, el más fino -no el nuevo, el que estaba manchado de sangre, que ya no soportaba-, pero llevaba unos ridículos zapatos de raso, e iba sin sombrero. Le agarró el brazo y tiró de él con fuerza. El temor a que la confrontación con su madre le llevara a abandonarla a ella la llevó a apretar mucho los dedos y a concentrarse en encontrar las palabras rusas adecuadas.

– ¿Por qué le han hecho eso a mi madre? Cuéntamelo. ¿Por qué? Pochemu?

– Una rusa debe casarse con un ruso -masculló él, bajando la cabeza empapada por la lluvia. No dijo nada más.

– Eso es absurdo, Liev Popkov.

Pero no añadió nada más. Su dominio de la lengua no alcanzaba para expresar las emociones con las que combatía. La visión del rostro hermoso de su madre tan deformado por la ira, y el sonido de las palabras en ruso que habían salido de su boca a tal velocidad que Lydia no había podido comprenderlas, la habían impresionado. Le habían robado algo de su mundo, algo muy sólido. ¿Por qué iba a entrar Liev en su casa? Nada de todo aquello tenía el menor sentido.

Condujo al oso gigante más allá de la estación de tren, en dirección al muelle. A él no parecía importarle hacia dónde iba, no se daba cuenta siquiera, hasta que una muchacha de vida alegre, vestida con un cheongsam corto, de color amarillo, que dejaba sus piernas al descubierto, se acercó a él y le acarició la mejilla con una mano de uñas verdes como escamas de dragón.

– ¿Quieres jig-jig?

Él la apartó de un manotazo, pero al momento alzó la cabeza y miró a su alrededor, y vio las altas grúas de metal y los garitos de juego, y las cadenas de porteadores. Sólo entonces se percató de la lluvia. Observó a Lydia con los ojos inyectados en sangre, y frunció el ceño.

– Tengo un plan -le dijo ella en ruso-. He encontrado a un hombre. Él conoce a mi amigo, a la persona que busco. Ese hombre que he encontrado está… muerto ahora. No entendí sus palabras en chino, pero mencionó el nombre de Calfield. Creo que está aquí. En alguna parte.

– ¿Calfield?

– Da.

Sabía que no se había explicado bien, pero era difícil encontrar las palabras adecuadas en ruso. Su impaciencia podía con ella. Lo arrastró hacia los edificios que daban al muelle y le señaló los nombres escritos en los carteles. La maderería Jepherson y la agencia Lamartiere. Al otro lado de la calle se encontraba el despacho de Dirk & Green Wheelwright, junto a la cerería Winkmann. Todos ellos intercalados entre negocios chinos.

Le hizo un gesto a Liev.

– ¿Calfield? ¿Dónde está? Tienes que preguntarlo.

El ruso pareció comprender, al fin.

– ¿Calfield? -repitió.

– Sí.

A Lydia le había costado horas de esfuerzo. Pasarse despierta toda la noche rememorando la pesadilla del día anterior. Una y otra vez veía el cuchillo hundiéndose en las entrañas de Tan Wah. Su tos grave. La sangre. ¿Cómo podía caber tanta sangre en alguien tan flaco? Sintió deseos de gritar «¡No, No!» en voz alta, pero obligó a su mente a retroceder más aún, mucho más. Trasladarse al bosque, a la primera vez que le preguntó por Chang An Lo. Su retahíla de palabras seguía resultándole ininteligible, pero volvió a escucharlas. En su recuerdo. A escucharlas. A ver sus ojos saltones. Su rostro lampiño que ya era una calavera. Sus dientes, amarillos y desgastados.

Palabras. Sonidos. Desconocidos y ajenos.

Y cuando los pliegues de la cortina de su cuarto pasaban del negro al gris, indicando que su última mañana en la buhardilla llegaba a su fin, una palabra asomó a su mente, destacándose de todos aquellos sonidos sin significado. «Calfield.» Tan Wah había pronunciado aquella palabra, estaba segura.

Calfield.

Se puso a roerla como si fuera un hueso. Su intención había sido conducirla hasta donde se encontraba Chang, eso estaba claro. Y luego había señalado hacia el muelle con su mano huesuda y había dicho: «Calfield.»

Era una empresa, una empresa comercial de alguna clase, de eso estaba segura. Calfield era un nombre inglés, y ningún inglés vivía en el puerto, de modo que tenía que ser un negocio. Ella había planeado ir en busca de Liev Popkov en cuanto su madre y Alfred se fueran a la estación, pero su irrupción había adelantado las cosas. Los recién casados se irían de todos modos, y seguramente, en el caos del momento, ni se darían cuenta de que ella no estaba. No la echarían de menos.

– Lydia Ivanova. -Era el oso. Hablaba con voz algo más sobria, arrastrando menos las palabras-. Pochemu? ¿Por qué necesitas tanto encontrar a ese amigo?

Ella lo miró fijamente.

– Eso es asunto mío.

Él emitió un gruñido, literalmente un gruñido, y se metió la mano en el bolsillo de su abrigo largo, del que sacó un fajo de billetes. Le tomó la mano con su gran zarpa y le puso el dinero en la palma, cerrándole los dedos alrededor para evitar miradas codiciosas.

– Doscientos dólares -le dijo.

A Lydia le dio un vuelco el corazón. La devolución del dinero era un gesto definitivo. Había terminado con ella.

– No te vayas. Nye ostavlyai menya.

Él no respondió, y sin palabras, se quitó la larga bufanda de lana que llevaba al cuello, se la puso a ella sobre la cabeza mojada y se la pasó por los hombros. Olía a diablos, a sudor rancio, a tabaco y a ajo, pero algo en aquel gesto aplacó sus temores. No la dejaría sola. Seguro que no. Pero lo hizo.

Se sentía traicionada. No había razón para ello, pero así era como se sentía. Era una transacción comercial, nada más. Doscientos dólares a cambio de su protección, ése era el servicio que había contratado. Liev ya se los había ganado con creces, había puesto en peligro su vida una y otra vez durante su búsqueda por aquellos lugares peligrosos, y lo había hecho por menos de lo que probablemente Alfred había pagado por su abrigo nuevo. Pero ahora le había devuelto el dinero. Todo.

No lo comprendía.

Como tampoco comprendía por qué le había dolido tanto. Era un negocio. Nada más. Lo vio entrar en un kabak, y supo que esa vez tardaría en salir. Había entrado a beber. Ella estuvo tentada de llamarle a gritos, de suplicarle.

No.

Se cubrió la cara todo lo que pudo con la bufanda y se puso en marcha, caminando junto al muro, sin apartar la vista del suelo, pues no quería entrar en ningún tipo de contacto con los rostros y los cuerpos que pasaban a su lado. Sabía que estaba en peligro. Recordó al hombre de la cara redonda como la luna, que había intentado comprarla, y al marino americano. Acarició los doscientos dólares, y estuvo a punto de desprenderse de ellos, pues sabía que con ellos corría mayor riesgo, pero no se vio capaz de hacerlo. Tirar dinero era como cortarse las venas.

Lo que tenía que hacer era entrar en alguna de aquellas empresas occidentales y preguntar. Así de sencillo.

Una mano se posó en su hombro, y un rostro de ojos negros, sonriente, se inclinó sobre el suyo. Ella dio un respingo y se dirigió a la primera puerta que encontró con un cartel escrito en inglés. Su decepción fue instantánea, pues no se parecía a nada de lo que esperaba encontrar. Se trataba de un espacio alargado y de techo bajo, oscuro incluso a esa hora del día, ya que la ventana era pequeña y estaba muy sucia. Unos cuantos trabajadores chinos se ocupaban colocando cajas de cartón sobre unas tarimas de madera, y un desagradable olor a aceite se filtraba bajo la gran puerta de doble hoja que, al parecer, daba acceso a la fábrica, situada en la zona trasera.

Un chino, apostado a una mesa, junto a la puerta, alzó la vista. Llevaba unos lentes diminutos, de montura metálica, y un bigotillo que le daba un aspecto casi europeo. La mesa estaba cubierta de gruesos libros de cuentas, y sobre ella sonaba un teléfono alto, negro, que él no respondía.

– Disculpe -dijo Lydia-. ¿Habla mi idioma?

– Sí, ¿en qué puedo ayudarla, señorita?

– Estoy buscando una empresa que se llama Calfield. ¿La conoce?

– Sí. Está en Sweet Candle Yard.

– ¿Podría indicarme cómo llegar?

En ese instante, la puerta de doble hoja se abrió de par en par, y una bocanada de aire caliente se coló en la oficina. Lydia tuvo ocasión de entrever el purgatorio que se desarrollaba detrás: una multitud de figuras de una delgadez extrema, inclinadas sobre inmensas cubas con largas palas en la mano, mezclando algo en un líquido humeante que calentaba sus rostros y los teñía de un rojo encendido. Cuando las puertas se cerraron, volvieron a desaparecer en su infierno cotidiano.

– Tiene que tomar Leaping Goat Lane y llegar hasta los almacenes. Calfield está ahí.

El hombre agitó la mano sin precisar bien una dirección, se despidió de ella con un movimiento de cabeza y descolgó el teléfono para poner fin a los timbrazos. Lydia salió con la nariz impregnada aún por aquel hedor. Una vez fuera, se puso a buscar Leaping Goat Lane entre las numerosas calles y callejuelas que partían del muelle.

¿Cuál sería?

Todas las indicaciones estaban escritas en caracteres chinos. Tal vez tuviera delante la calle que buscaba, y no lo supiera. Pasó un rickshaw que, al pasar sobre un charco, la empapó de barro de la cabeza a los pies. Sus zapatos de raso serían irrecuperables, y el frío la calaba hasta los huesos.

– Leaping Goat Lane -dijo en voz alta, y se subió al bordillo de una fuente, en la que el agua que brotaba se había convertido en una lágrima de hielo-. ¿Puede alguien indicarme cuál de estas calles es Leaping Goat Lane? -gritó a pleno pulmón.

Varios transeúntes se volvieron a mirarla, interesados, y vio que dos hombres flacos, tocados con sombreros de bambú, se detenían y acudían hacia ella. Tragó saliva. Era un riesgo, pero a Chang le quedaba cada vez menos tiempo, y ella estaba desesperada por verlo. De pronto, sintió que se elevaba por los aires. Algo la agarró, la levantó del suelo y la zarandeó como si fuera una muñeca de trapo. Empezó a dar puntapiés y puñetazos, y uno de ellos alcanzó un rostro.

– Lydia Ivanova. Nyet. No. Nyet.

Era Liev Popkov. Volvió a zarandearla, y ella lo abrazó, aliviada.

Caminaban deprisa por Leaping Goat Lane. La lluvia caía con más fuerza. Una recua de mulas que transportaban grandes sogas les adelantaron, entre gritos y chasquidos de látigo. Liev Popkov no soltaba en ningún momento a Lydia, a la que llevaba agarrada por la cintura.

Se había enfadado con ella. Por haberle malinterpretado, por pensar que podía entrar en un bar para algo que no fuera obtener información. La regañó por irse y no esperarlo, y el enfado de aquel hombretón, lejos de asustarla, le alegró. Sabía que debería estar asustada, pero no lo estaba. No más de lo que había estado su madre cuando él irrumpió en la casa y armó aquel escándalo. La idea le causaba asombro: que incluso los hombres presentes en el banquete de boda se hubieran arredrado, presas del temor, y hubieran hablado de sacar armas, o de llamar a la policía, y que Valentina se hubiera mantenido impasible, le llevó a preguntarse por primera vez si su madre conocía a Liev Popkov mejor de lo que admitía.

– Los almacenes -señaló Lydia.

Frente a ellos se alzaba un grupo de edificios, grandes e impersonales, con tejados de uralita y sin ventanas. Se trataba de los almacenes en los que se guardaban los productos destinados a la importación y la exportación, hasta que los inspectores se llevaban su parte. Unos pocos guardias uniformados, con las armas apoyadas en las caderas, patrullaban con desgana, más interesados en mantenerse secos que en detectar la presencia de ladrones. Los patios que circundaban los tinglados se encontraban en peor estado que las calles. Apestaban a putrefacción, y aquí y allá se veían ovillos de harapos sucios, tirados junto a los muros, bajo los alféizares o metidos en las alcantarillas.

Lydia sabía que bajo aquellos jirones de tela horrenda se ocultaban personas, aunque sólo los dioses sabían si estaban vivas o muertas. El temor a que Chang An Lo fuera uno de ellos la llevó a acercarse a uno de los bultos, tendido junto a un portón, del que sólo pudo distinguir un mechón de pelo mojado y una frente despejada que le resultó conocida. Pero cuando el hombre alzó el rostro para mirarla, vio que no era Chang. Los ojos de aquel ser carecían de fuego. De esperanza. Tenía la piel cubierta de pústulas ennegrecidas, y de la comisura de los labios goteaba una espuma sanguinolenta.

Lydia recordó que aún llevaba los doscientos dólares en el bolsillo. Metió la mano en él, pero antes de poder agarrar los billetes Liev Popkov tiró de ella para alejarla de allí.

– Tckuma. La peste -dijo él en inglés, con gesto de asco, antes de añadir-: Estará muerto antes del amanecer. -Le cogió el dinero y volvió a metérselo en su bolsillo.

La peste.

La sola mención de la palabra le daba escalofríos. La había oído en boca de Alfred, que contó que se había originado entre los soldados del ejército, y que cuando los señores de la guerra fueron derrotados y los soldados huyeron a sus aldeas, la enfermedad se extendió como la pólvora. Las hambrunas de los campos calcinados obligaron a los campesinos a dirigirse en masa a las ciudades, en busca de comida y trabajo, pero lo que hacían era vaciarse los pulmones en las alcantarillas, y morían congelados, cubiertos apenas por sus harapos. Lydia se quitó el abrigo y cubrió con él aquel montón de huesos temblorosos.

– Tonta, glupaya dura -masculló Liev.

Pero ella estaba segura de que no le quitaría el abrigo al moribundo. Ya no. Estaba infestado de peste. El temor por la suerte de Chang le quemaba el pecho, y siguió avanzando en dirección a los almacenes. Calfield tenía que estar en uno de ellos. Tenía que estar ahí.

Y ahí estaba.

Calfield & Co. Maquinaria. El cartel aparecía pintado con letras negras en el octavo edificio con el que se encontraron. Liev se había quitado su abrigo y se lo había puesto a Lydia, a pesar de sus protestas, pero debajo llevaba un variopinto surtido de prendas, entre ellas una gruesa capa de piel que lo protegía de la lluvia. Rastrearon el terreno palmo a palmo. Caminaron alrededor del almacén, y más allá, rodeando los demás almacenes.

– Aquí no hay nada -susurró Liev. Alzó la vista hacia el cielo grisáceo, y a continuación la posó en el rostro empapado de la muchacha, a la que le castañeteaban los dientes-. A casa -dijo.

Lydia negó con la cabeza.

– Nyet. Buscaré otra vez.

Regresó a la zona trasera de los edificios de uralita y revisó la franja de tierra yerma que se extendía a su alrededor. Ahí no crecía nada, e incluso las malas hierbas habían sido arrancadas y comidas, pero a unos cien metros se adivinaban los perfiles espinosos de un arbusto que, milagrosamente, había logrado sobrevivir. Tras él se había posado un banco de niebla. Como ya no le quedaban más lugares en los que buscar, Lydia se dirigió hacia allí.

La tierra baldía era un mar de barro, sin raíces que mantuvieran el terreno en su sitio. Avanzaba con gran dificultad, resbalándose a cada paso, y cayó de rodillas en más de una ocasión. La lluvia la cegaba, pero finalmente llegó junto al arbusto espinoso. Cuando alzó la vista del suelo, donde la mantenía fija para evitar pisar el abrigo, vio lo que había detrás de él: un surco poco profundo, de unos dos metros de hondo, con el fondo cubierto por una fina capa de agua de lluvia, que era la causante de la niebla. A unos pocos metros a su derecha se alzaba, tambaleante, una hilera de cabañas, medio destartaladas por culpa del mal tiempo.

– ¡Chang! -gritó, mientras se deslizaba por el lodazal.

Capítulo 34

Lo encontró. En el interior del tercer amasijo de maderas, trapos y periódicos que, teóricamente, debían proteger de la lluvia, pero que fracasaban estrepitosamente en el empeño. Lo vio tan inmóvil que temió, horrorizada, que hubiera muerto. Tenía la piel tan gris como el agua que empapaba la tierra por debajo de su cuerpo. Se agachó para entrar en la cabaña, pues su techo era demasiado bajo para poder estar de pie en su interior, y se le hizo un nudo en la garganta. Chang estaba envuelto en papeles de periódico, tan empapados por la lluvia que se colaba desde el tejado y por la que encharcaba el suelo que se desintegraba y se congelaba a la vez. Mantenía los párpados cerrados con fuerza, y su rostro estaba cubierto de llagas. Pero no eran pústulas. No era peste. Gracias a Dios.

Lo acarició. Como el hielo. Como un ovillo de hielo. Con los dedos rasgó el papel de periódico, lo apartó de su cuerpo. Y ahogó un grito. Apenas quedaba nada de él. Unos harapos y un montón de huesos. Al verlo en ese estado, se le escapó un grito, y las lágrimas se agolparon en sus ojos. Olía a carne podrida, y era el hedor de la muerte.

No, no, no estaba muerto. Ella no iba a permitir que muriera.

Se quitó el pesado abrigo de Liev y lo extendió sobre la forma inerte de Chang.

– Resiste, amor mío -le dijo, sin reconocer apenas la voz como suya. Se inclinó sobre él, le cubrió la frente fría con una mano, posó sus labios en los suyos y los dejó ahí, insuflándole el calor de su cuerpo y la fuerza de su vida. Sus labios, cuarteados, heridos, temblaron ligerísimamente bajo los suyos. Pero fue suficiente.

– ¡Liev! -gritó ella-. ¡Liev, ven…!

Pero no hizo falta seguir llamando, pues él ya estaba ahí. Con un leve movimiento de mano arrancó lo poco que quedaba del tejadillo de la cabaña, se inclinó hacia delante y se cargó al hombro a Chang. Lydia lo envolvió al momento con el abrigo, para protegerlo de la lluvia.

– Un rickshaw -dijo ella-. Necesitamos un rickshaw.

– Ningún porteador se presta a llevarme a mí. Peso demasiado. Tampoco aceptarán llevar este cuerpo enfermo.

– ¿Puedes cargar con él hasta el Barrio Británico?

El gigante esbozó una sonrisa.

– ¿Puede un tigre atrapar un cervatillo?

El cerrojo de la verja trasera estaba cerrado con llave. Liev sólo tuvo que apoyarse en ella para abrirla, pues al hacerlo los clavos de los goznes se separaron de la madera con un chasquido. Lydia comprobó que el jardín de su nuevo hogar estuviera vacío. Ya casi había oscurecido, y seguía lloviendo, cosa que agradecía; en esas calles elegantes no era fácil pasar desapercibido si ibas cubierto de barro y transportabas un bulto extraño, pero la penumbra gris del crepúsculo les proporcionaba unas sombras propicias para el ocultamiento. Un callejón estrecho recorría los jardines traseros de las casas. A él se sacaban las basuras, y en él se recogían. Lydia ordenó a Liev que se dirigieran hacia allí.

– Deprisa -le susurró, señalándole un cobertizo.

Instantes después, él ya se había colado en el jardín y se agachaba para no darse con la cabeza en el quicio de una puerta estrecha. A Lydia le horrorizaba la posibilidad de que Chang hubiera muerto en brazos del ruso, y le sostenía la cabeza con ternura, mientras aquél dejaba su cuerpo exánime en el suelo polvoriento. Le acarició la mejilla con las yemas de los dedos y se estremeció de alivio, pero también de temor, al comprobar que su piel estaba ardiendo: se estaba quemando por dentro. Las heridas de los labios se habían abierto, y de ellas brotaba la sangre, mezclada con un pus verdoso. Al verlo, Lydia se puso en pie.

– Espere aquí -suplicó a Liev.

Y salió corriendo. Cruzó el césped, tratando de avanzar bajo los árboles, de pensar mientras corría, de enumerar lo que necesitaba: mantas, ropa, comida, bebidas calientes… o hielo, ¿era mejor el hielo para una fiebre tan alta…? Vendajes y medicinas, sí, pero ¿qué medicinas? No lo sabía. Le hacía falta ayuda, le hacía falta… Un momento. Las luces. En la casa había luces encendidas. Las cortinas estaban corridas, pero aun así las ventanas proyectaban franjas amarillas sobre la terraza. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿Significaba ello que aún había gente? ¿O que los criados las habían dejado encendidas para ella? ¿Qué significaba? No lo sabía, no lo sabía.

Retrocedió en dirección al extremo más alejado de la casa, hasta la puerta de la cocina y, al accionar el tirador, constató que ésta se abría. La cocina estaba vacía. El cocinero se había retirado a descansar tras el esfuerzo inmenso que le había supuesto el banquete. Apenas cerró la puerta, sintió que el aturdimiento se apoderaba de ella, causado sin duda por la calidez del aire. Llevaba tanto tiempo empapada, pasando frío, que el contraste brusco de temperatura le provocó un escalofrío que alcanzó sus encías. A su paso, dejaba un rastro de agua y barro sobre las baldosas blancas y negras, por lo que decidió quitarse los zapatos y entrar de puntillas en el vestíbulo.

Al hacerlo, sucedieron dos cosas.

La primera de ellas fue que se vio reflejada en el gran espejo que colgaba de la pared, al pie de la escalera, y apenas se reconoció. Era un espantapájaros mojado y sucio. La bufanda negra de Liev se pegaba a su cabeza y a sus hombros, su vestido verde ya no era verde, estaba cubierto de polvo y se pegaba tanto a su cuerpo que resultaba indecente. Tenía los labios azules, temblorosos. Los dedos pálidos, sin sangre. Los ojos demasiado oscuros como para que fueran suyos. Al verse, se asustó.

La segunda fueron las voces, unas voces que provenían del salón. Las voces de su madre y de Alfred.

El corazón empezó a latirle con fuerza. ¿Por qué no se habían ido? ¿A su luna de miel? ¿Por qué no estaban ya en el tren?

– No, Alfred -oyó que decía su madre-. No hasta que la haya visto. No hasta que sepa que está…

Lydia no esperó más. Había maletas junto a la puerta principal, y sobre ellas los abrigos y un paraguas.

Salvó los peldaños a la carrera, de dos en dos. Sin hacer ruido. No debía hacer ruido. Una vez en su cuarto, en su precioso dormitorio nuevo, se quitó el vestido, la ropa interior, y lo echó todo al fondo del armario. Se frotó el pelo y la piel con un suéter viejo hasta que le escoció. Cepillado rápido. Vestido viejo. Cardigan. Y escaleras abajo.

Entró en el salón con la sonrisa ya en el rostro.

– Hola, mamá. No esperaba encontraros aquí.

– ¡Lydia! -exclamó Alfred-. Gracias al Señor que estás en casa. Tu madre estaba muy preocupada. ¿Dónde estabas?

– He salido.

– ¿Has salido? Ésa no es una respuesta, niña. Discúlpate ahora mismo con tu madre.

Valentina estaba de pie, observando a su hija, muy rígida, de espaldas a la chimenea, y con un cigarrillo a medio fumar entre los dedos. Se le veían las mejillas encendidas, como si el calor del fuego se las iluminara. Pero Lydia conocía a su madre, y sabía que aquellas manchas rojas significaban que estaba muy asustada.

– ¡Lydia! -dijo al fin su madre, muy despacio-. ¿Qué ha pasado?

– Nada.

Valentina dio una calada al cigarrillo y soltó el humo emitiendo un débil gruñido, como si alguien le hubiera golpeado el pecho. Todavía llevaba el vestido de chiffon, pero había sustituido el bolero por una chaqueta de gamuza más gruesa. Sus ojeras eran más que visibles.

– Lo siento, mamá, no era mi intención hacer que os retrasarais. He supuesto que ya os habríais ido. Con tantos invitados de los que despediros, no imaginaba que fuerais a echarme de menos siquiera.

– No seas tonta, Lydia -intervino Alfred. Ella notaba que el flamante esposo de su madre hacía esfuerzos por aplacar la ira y mostrarse cortés-. Queríamos despedirnos de ti, los dos. Toma esto -añadió, alargándole un sobre marrón-. Contiene un poco de dinero, por si te surge alguna necesidad antes de nuestro regreso, aunque Wai, el cocinero, se encargará de las comidas, de modo que no tienes mucho de qué preocuparte. Esto es por si quieres ir al cine, o algo así.

Lydia no había ido nunca al cine, y en cualquier otro momento se habría puesto a dar saltos de alegría.

– Gracias.

– ¿Estarás bien aquí sola?

– Sí.

– Anthea Mason se ha ofrecido a venir de vez en cuando para ver si estás bien.

– De veras, estaré bien. ¿Sale algún otro tren a estas horas? Lamentó que por mi culpa hayáis perdido el vuestro, pero si os dais prisa, seguro que llegáis al siguiente. -Miró a su madre-. No soportaría que te perdieras la luna de miel por mí.

– Bueno, en realidad… -empezó a explicar Alfred.

– Sí -terció Valentina arqueando una ceja, molesta-. Podemos cambiar de trenes en Tientsin. Alfred, sé bueno y ve a buscarme un vaso de agua a la cocina, ¿quieres? Aquí dentro hace calor. -Se pasó una muñeca por la frente-. Seguramente será toda la tensión de… -Pero no acabó la frase.

– Claro, amor mío -dijo Alfred mirando a Lydia-. Tranquiliza a tu madre, a ver si se va más tranquila -añadió, antes de abandonar el salón.

Al momento, Valentina echó el cigarrillo a la chimenea y se acercó a Lydia.

– Cuénteme, deprisa, ¿qué ha pasado?

Lydia sintió que una oleada de alivio recorría todo su ser, debilitándola. Podía contárselo todo a ella, su madre sabría qué hacer, dónde comprar medicamentos, contactar con un médico…

Valentina la agarró del brazo.

– Dime qué quería ese sucio lobo.

– ¿Qué?

– Popkov.

– ¿Qué?

Valentina la zarandeó.

– Liev Popkov. Has salido corriendo tras él. ¿Qué te ha dicho?

– Nada.

– Estás mintiendo.

– No. Estaba borracho. Nada más.

Valentina observó a su hija con atención, antes de rodearla con sus brazos y atraerla hacia sí. Lydia aspiró su perfume intenso y se enterró en el abrazo, pero al hacerlo sintió que su cuerpo empezaba a temblar incontrolable.

– Lydochka, amor mío, no. -Valentina le acariciaba el pelo húmedo-. Sólo será una semana. Ya sé que nunca nos hemos separado, pero no estés triste, volveré muy pronto. -Le dio un beso en la mejilla y dio un paso atrás-. ¿Qué? ¿Lágrimas? ¿Lágrimas de la niña que nunca llora? No llores, dochenka.

Valentina se acercó a la bandeja de las bebidas, y tras comprobar que la puerta seguía cerrada, se sirvió un vodka, que se bebió de un trago, y volvió a llenar el vaso, que acercó a su hija.

– Toma. Te hará bien.

Lydia negó con la cabeza. Sin palabras. Sin aliento.

Valentina se encogió de hombros y lo apuró ella, tras lo que devolvió el vaso a su sitio. Las manchas rojas que cubrían sus mejillas empezaban a desaparecer.

– Amor mío -susurró, sosteniéndole la cara entre las manos-. Este matrimonio representa un futuro nuevo para nosotras. Aprenderás a apreciar a Alfred, te lo prometo. Sé feliz. -Sonrió, aunque había algo raro en su sonrisa-. Aprendamos a ser felices tú y yo.

Lydia abrazó a su madre.

– Ve a Datong, mamá. Ve y sé feliz.

– Así me gusta, damas, bésense y arreglen las cosas. No quiero ver a nadie triste, ni hoy ni nunca.

Alfred les sonrió, alargó el vaso de agua a su esposa y dio a Lydia unas palmaditas en la espalda.

– He telefoneado para pedir un coche, que no tardará nada en llegar. ¿Nerviosa? -le preguntó a Valentina.

– Emocionada.

– Bien.

Luego vino el revuelo de abrigos, maletas y últimos abrazos, pero cuando Alfred y Valentina ya salían por la puerta, Lydia les dijo:

– ¿Puedo comprar un candado para el cobertizo de Sun Yat-sen?

– Sí, claro -respondió Alfred, magnánimo-. Pero ¿por qué quieres un candado para tu conejo?

– Para que esté a salvo.

Lo lavó. Con mucho cuidado. Sin tocar apenas la piel dañada, con un paño empapado en agua tibia y desinfectante. Sus harapos estaban infestados de piojos, y ella los arrojó a la lluvia.

La visión de aquel cuerpo resultaba dolorosa. Estaba tan delgado que podían contarse sus huesos. Y marcado. Dos quemaduras con forma de ese. Como serpientes. Seis marcas a fuego incrustadas en el pecho. Las quemaduras eran negras, y no habían cauterizado, pero no eran nada comparadas con las manos. Al desenvolver los retazos de telas infectas que le cubrían los dedos, casi le vinieron arcadas al sentir el olor, y por más cuidado que ponía, con los vendajes se llevaba pedazos de piel y de carne ennegrecida.

Los gusanos eran caso aparte. Criaturas blancas, inquietas, que devoraban a Chang An Lo. Gran cantidad de ellos. Al verlos, Lydia retrocedió, horrorizada.

Liev Popkov levantó la cabeza al oír sus gritos. Se encontraba en el suelo, apoyado contra la pared, junto a la jaula-pagoda de Sun Yat-sen, y todavía sostenía en la mano la botella de vodka que Lydia le había traído.

– Ah, otlichno! ¡Gusanos! -musitó-. Son buenos. Se comen lo malo y limpian la herida. Déjaselos.

Volvió a hundir la cabeza en el pecho y emitió un ronquido profundo y tembloroso que a Lydia, en medio de ese cobertizo frío le resultó extrañamente tranquilizador. Acercó la lámpara de aceite a las manos de Chang y las observó con detalle. Lo que vio era de una brutalidad sin límites. Le habían arrancado los dos meñiques. Las heridas se habían infectado hasta que las dos manos se habían convertido en melones hinchados y putrefactos que se habían abierto, llenos de pus y de gusanos.

Con gran cuidado, fue retirándolos uno por uno. No dejaba de repetirse que no eran peores que las cucarachas y las lombrices. Sólo en una ocasión sintió que estaba a punto de vomitar, y fue cuando al tirar de un espécimen especialmente grueso le reventó entre los dedos. Una vez eliminados todos, echó agua limpia y desinfectante sobre las heridas y, tras un momento de duda, volvió a colocar un gusano, sólo uno, en cada mano. Si Liev Popkov lo decía, por algo sería. El hombre lo había pasado mal, seguramente habría recibido o visto recibir más de un balazo o golpe de sable durante la revolución, de modo que alguna experiencia debía de tener. Pero ¿y si aquellos bichos se abrían camino hasta el cerebro?

Se obligó a apartar la idea de su mente.

Sin dilación, untó algo sobre las heridas abiertas: opodeldoc & laudanum. Lo había encontrado en el botiquín del baño, junto con unas vendas, y supuso que sería mejor que no ponerle nada. A través de la carne viva asomaban pedazos de hueso reluciente. Lydia lo envolvió todo con gasas y vendajes nuevos. Chang An Lo no emitía ni un sonido, aunque en ocasiones un ligero temblor le recorría los párpados. Sólo por eso sabía Lydia que seguía con vida.

Era la primera vez que Lydia veía a un hombre desnudo. Le dio miel disuelta en agua con ayuda de una cuchara, aunque con temor a que se atragantara, por lo que apenas le humedecía los labios cada media hora. En todo momento era consciente de que Chang estaba desnudo.

La visión de su cuerpo la sorprendía. No tenía ni idea de que sus partes fueran tan… tan suaves, tan blandas, ni que estuvieran rodeadas de un vello tan espeso. Y sin embargo, curiosamente, con él no se sentía incómoda. Cuando le quitó los harapos que le cubrían la entrepierna, Liev Popkov había mascullado su desaprobación, pero estaba demasiado ocupado peinando el pelo de su abrigo y aplastando piojos con los dedos como para ir más allá. Era evidente que creía que el chino se estaba muriendo. ¿Y a él que le importaba? Él se estaba comiendo un pedazo de queso que Lydia le había traído de la cocina, y lo regaba con el vodka. Hablar era lo que menos le interesaba en ese momento.

Tras ocuparse de las manos de Chang lo mejor que pudo, y extenderle el linimento por el pecho, le cubrió la mitad superior del cuerpo con una manta para mantenerlo en calor, y se dispuso a atacar la parte inferior. Le lavó las caderas, el vientre… Era como lavar a un esqueleto. ¿Cuándo habría comido por última vez? Huesos y nada más que huesos. ¿Días? ¿Semanas? Ella creía que sabía qué era el hambre, pero nunca había llegado a ese extremo. Nunca. Volvió a enjuagar el paño húmedo y empezó a lavar la mata de vello negro que poblaba la base del vientre, pero tenía incrustado… ¿Qué era? Sangre. Heces. Orina. Más piojos. Una oleada de compasión, de dolor por él, ascendió por las entrañas de Lydia, y con dedos nerviosos, cuidadosos, le levantó el pene.

Su suavidad la sorprendió. Yacía inmóvil en la palma de una mano mientras lo lavaba con la otra, eliminaba la mugre que lo cubría, presionaba la piel delicadamente con una toalla, para secársela. Había algo insoportablemente vulnerable en él. Incluso el entramado de venas azules le confería un aspecto desnudo, expuesto, como si entre él y el mundo hiciera falta aún otra barrera. ¿Era por eso por lo que los hombres deseaban tanto a las mujeres? ¿Para que ellas fueran su barrera? ¿Su protección?

– Yo te protegeré, Chang An Lo, te lo juro -susurró ella-. Como tú me protegiste a mí.

Le lavó las piernas y, por último, los pies. Le pasó un dedo por la cicatriz de la herida que ella misma le había cosido en la Quebrada del Lagarto y, finalmente, tomó unas tijeras y, concentrándose en su entrepierna, le cortó el vello rizado lleno de piojos. Hacerlo fue como arrancarle los secretos.

Durante la primera noche que pasó a su lado, luchó contra la idea que no la abandonaba. Era casi de día cuando reconoció que no podía llevar a Chang An Lo al hospital chino. No podía. Como tampoco podía llamar a un médico.

Era evidente.

Eso se lo habían hecho los Serpientes Negras, y él había preferido morir en la cabaña de Tan Wah a exponerse a ser detenido por buscar ayuda médica. Ni siquiera se había puesto en manos de amigos, pues era conocido entre los comunistas; sabía bien que los Serpientes tenían ojos en todas partes.

– Podrías haber acudido a mí -susurró más de una vez, pasándole el dedo por la línea prominente de sus pómulos.

Ahora tenía que pensar.

Los hechos apuntaban en su contra: ningún adulto le permitiría mantener a Chang ahí. Ya sabía qué le dirían. Pondrían caras raras e insistirían en que no estaba bien que una niña… Escandaloso. Lo llevarían al hospital chino, que era precisamente el lugar en el que le estarían esperando los Serpientes Negras, con sus cuchillos y sus hierros de marcar. No. Nada de adultos bienintencionados. Estaba sola. Apoyó la cabeza en las manos, esforzándose por pensar qué debía hacer. Así permaneció un buen rato, hasta que alzó la vista y contempló al gran oso que seguía hecho un ovillo, en el suelo del cobertizo. No, no estaba sola.

Se acercó a él y le dio unas palmadas en el hombro.

– Liev Popkov -le dijo con voz apresurada-. Despierta.

Capítulo 35

Theo conducía deprisa. Estaba enfadado. Lo bastante como para dejarse la pasta negra en el cajón esa mañana. Le dolía el cuerpo, y todos los poros de su piel transpiraban, ansiosos por recibir aquel humo lleno de sueños, pero le convenía mantener la mente despejada. Despejada como la mente de una rata. Todavía era temprano, y la neblina de la mañana se posaba sobre los tejados, sin viento que se la llevara. El día parecía contener la respiración. Theo aparcó el Morris Cowley junto a los portones de roble negro y escupió a las caras de los leones que los flanqueaban. Los leones custodiaban el hogar. Bien, no en esa ocasión.

El portero, sumiso, le hizo una reverencia tan exagerada que casi rozó el suelo con las orejeras de su gorra acolchada.

– Mi señor, Feng Tu Hong, no le espera hoy, noble profesor.

– No es a tu venerable amo a quien he venido a ver, Chen. Es a su hijo Po Chu, el que tiene la cabeza llena de pus.

El portero no llegó a esbozar una sonrisa, pero su rictus, por lo general inmóvil y correcto, pareció animarse tímidamente.

– Envío a esposa inútil a decir a Hijo Importante que usted aquí y desea…

Theo no esperó más, franqueó los portones y se dirigió a los patios. Tras él, el sonido de unos pies de mujer que se alejaban hizo que se le erizaran los pelos de la nuca.

– Po Chu, escupitajo del diablo, pedazo de cerdo, si vuelves a ponerle un dedo encima a mi Li Mei, yo mismo te clavaré un puñal en los ojos y en el pescuezo.

– ¡Bah! Hablas como un tigre, Tiyo Willbee, pero de noche arrastras tu barriga como una lombriz para comerte la amapola. Eso dicen en los sampanes. Tiemblas y te estremeces lo mismo que hacen las rameras, boca arriba y con las piernas separadas. Hablas mucho, pero no haces nada.

– Lo que yo haga en el río no es asunto tuyo. Pero alégrate de que los últimos susurros del sueño de humo que tuve ayer me impidan invocar a Kuan Ti, el gran dios de la guerra, para que descienda del cielo y te clave su lanza en ese corazón sin sangre que tienes, por lo que le has hecho a Li Mei.

– Esa puta lo pedía a gritos.

– Cuidado, Po Chu. Li Mei no es ninguna puta. Es tu honorable hermana.

– Ninguna hermana mía se acostaría con un fanqui. Y le hacía falta que alguien se lo hiciera saber.

– ¿Le hacía falta que le hundieras tu puño apestoso en la cara?

– Sí, por todos los dioses, le hacía mucha falta.

– ¿Por haber venido a hacer las paces con tu padre?

– No. Por haber pensado que mi venerable padre sería lo bastante necio como para darle lo que ella quería sin pedirle nada a cambio.

– ¿A cambio? ¿A cambio de qué?

– Ai-ay¡ El director de escuela no conoce a su ramera tan bien como cree.

– Aspira hondo, Po Chu, porque ésta va a ser la última vez que respires si vuelves a llamar ramera a mi amada. Dime, ¿a cambio de qué?

– Cómo imploraba, Tiyo Willbee, si hubieras visto cómo suplicaba… Con sus lágrimas de cocodrilo.

– ¿Qué es lo que suplicaba?

– Le suplicaba a nuestro honorable padre que te liberara del trato que tú cerraste con el cerebro de mona de Mason, que te eximiera de seguir traficando. Por supuesto al gran Feng Tu Hong, en su infinita sabiduría, no le conmovieron sus artimañas de mujerzuela.

– Te lo he advertido ya, basura del arroyo.

– Pero sí le ofreció un trato. Aceptó eximirte del trato si…

– ¿Si qué?

– Si le hacía nueve reverencias y regresaba a esta casa a vivir según su deber filial. ¡Ah! Pero ella ha derramado cascadas de vergüenza sobre el nombre honorable de Feng, y había que enseñarle qué significa el respeto. Fue entonces cuando yo la golpeé. Muchas veces.

– ¿Así?

– ¡Dios mío, amigo!, ¿en qué ha estado metido?

Theo se frotaba la barbilla. Un moratón oscuro reseguía la línea de la mandíbula, y tenía el labio partido. Christopher Mason lo miraba con expresión incómoda.

– He tropezado con mi gato -respondió él, indiferente-. He venido porque su criado me ha dicho que se encontraba aquí. Tengo que hablar con usted.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora.

Mason observó a su esposa y a las dos niñas, que se encontraban en el otro extremo de la habitación.

– Ahora no es buen momento, Willoughby. Tal vez más tarde.

– Ahora.

A Theo aquella situación se le hacía rara: estar así sentado con el cabrón de Mason, todo amabilidad y cortesía, en el nuevo hogar de Alfred Parker, un día después de aquella boda que había acabado en trifulca, sin que el dueño de la casa se encontrara presente, y con la hijastra de éste vigilando junto a los ventanales, como un perro guardián. La muchacha parecía agotada. Algo le había arrebatado el brillo a su mirada ambarina, había hundido aquellos ojos en la sombra de unas ojeras, había pintado sus labios de gris. No dejaba de observar con impaciencia a los invitados, para indicarles que prefería estar sola, pero Anthea Mason parecía decidida a ignorarla.

– Pobre Lydia, no ha dormido bien. ¿Y a quién puede extrañarle? Ella sola en esta casa que no conoce… -dijo, esbozando una sonrisa bondadosa-. Yo he venido esta mañana, señor Willoughby, ¿y qué me encuentro? Que ha dado la semana libre al criado y al jardinero, con la paga íntegra, y que le ha dicho al cocinero que sólo necesita que prepare la cena. Por favor, dígale a nuestra querida niña que tiene que empezar a aceptar que en su nueva vida, ahora que vive en circunstancias respetables, como nosotros, existe el servicio. Usted es el director de su escuela, a usted tiene que hacerle caso.

– Por el amor de dios, Anthea, déjalo ya -terció Mason-. Ya la has visto, que es lo que querías y con lo que me has prometido conformarte. Y está bien. -Se volvió hacia Theo-. Si estoy aquí es porque me dispongo a acompañar a mi esposa y a mi hija a los establos, para que conozcan a mi nuevo caballo. Se trata de un bayo espléndido, con pulmones de elefante, y mucho más veloz que el semental de sir Edward. Y si no lo cree, ya lo comprobará usted mismo.

– Quiero ver tu conejo, quiero ver a Sun Yat-sen -anunció de pronto Polly, con los ojos azules muy abiertos.

– ¡Qué buena idea! -convino Anthea Mason, sonriendo-. ¿Dónde está?

– Qué nombre tan absurdo para un animal -comentó Mason, poniéndose de pie y dirigiéndose hacia los ventanales-. Cuando era pequeño, tuve un conejo blanco y negro, de orejas caídas, Polly. Se llamaba Daniel. Un animal muy bonito. En fin, jovencita, vamos a ver a ese…

– Hoy no. -Lydia seguía junto a los ventanales, con la mano en el tirador de uno de ellos, para mantenerlo cerrado.

– ¿Por qué no?

– Está alterado con la mudanza. Con los cambios.

– Lydia, por favor -le suplicó Polly-. Pero si me has dicho que estaba muy contento en su pagoda, en el cobertizo. Eso no ha cambiado, ¿verdad?

– No, pero…

– Excelente. -Mason apartó a la niña de un empujón-. Me gustan los conejos -declaró, saliendo al jardín desnudo, invernal, seguido por Polly.

Anthea los observaba.

– Le gustan los animales -aclaró a Theo, esbozando una sonrisa triste, antes de seguir a su esposo.

– Con quien tiene problemas es con los seres humanos -susurró Theo entre dientes, mirando a la muchacha rusa, que parecía sentirse casi tan mal como él: sentía la cabeza a punto de estallar, como si tuviera clavado dentro un cuchillo de carnicero. Ella seguía de pie, inmóvil, con las dos manos apoyadas en la ventana, la vista fija en el cobertizo de madera que se adivinaba al fondo del jardín. Polly estaba abriendo la puerta.

– Señor Willoughby -dijo Lydia en voz baja.

Observaba al padre de su amiga acariciar las orejas alargadas de Sun Yat-sen. La familia Mason se había congregado en el césped, alrededor del animalillo blanco, que Polly sostenía en brazos, ajenos al frío. El vaho de su aliento ascendía como una neblina, rodeándolos.

– ¿Qué sucede, Lydia?

La muchacha seguía de pie, junto a los ventanales, pero Theo se fijó en que su mirada se había desplazado hasta unos harapos que se amontonaban al fondo del jardín. El jardinero no debería haber dejado la basura a la vista de la casa, aunque, claro, si ella le había dado fiesta toda la semana…

– ¿Dónde puedo comprar medicinas chinas?

– ¿Está enferma, niña?

– No.

– No tiene buen aspecto.

Despacio, Lydia volvió la cabeza para mirarlo.

– Usted tampoco.

Theo se echó a reír, como si acabara de oír un chiste, y el esfuerzo le provocó náuseas.

– En la calle de los Cien Pasos tiene su consulta un herbolario chino. Pero dudo que hable inglés.

– ¿Me acompañará?

Theo negó con la cabeza pero, a pesar del hueco abierto en su mente por el humo de la pipa que tanta falta le hacía, dijo:

– Supongo que podría. -Había algo en la chica, algo que no sabía lo que era-. Después de que haya conversado con Mason.

– Le diré que venga a hablar con usted.

Y así lo hizo.

– ¿Y bien? -Mason no podía estarse quieto. Vestido con sus pantalones y sus botas de montar, se deslizaba sobre la alfombra, de un lado a otro. Era evidente que se sentía incómodo-. No es lugar para mantener esta conversación.

Theo sabía que no era así como un inglés debía hablarle a otro un domingo por la mañana, con la familia ahí mismo, al otro lado de la ventana. Deberían estar charlando sobre caballos, criquet, coches, o sobre si la maldita Bolsa subía o bajaba en su país. O incluso sobre la nueva ley, la ley intolerable que el primer ministro Baldwin había aprobado, y según la cual se concedía el derecho a voto a las mujeres que tuvieran veintiún años o más, como si las mocosas de esa edad supieran algo de política. Pero ¿de drogas? No. Eso resultaba del todo inaceptable.

– Escúcheme bien, Mason. Escúcheme muy bien. Mi situación ha cambiado. Estoy cortando todos mis vínculos con Feng. Estoy harto de que me usen como cebo tanto usted como ese cabrón.

– Maldita sea, hombre. En este momento, usted sólo sirve como cebo. Mírese, pero si está temblando.

– Olvídese de eso. No me está escuchando, Mason. Le estoy diciendo que nuestro acuerdo ya no está vigente. No quiero saber nada más de los Serpientes Negras ni de su tráfico de opio. Fui un loco al aceptar involucrarme, ahora me doy cuenta. Usted me presionó en un momento en que…

– No, no me cuente cuentos. Usted quería el dinero.

– Quería proteger mi escuela.

– No se las dé de director de escuela, Willoughby. Baje a la tierra y mézclese con el resto de seres humanos. Detesto a la gente como usted. No es distinto del resto de nosotros, por más superior que usted se sienta por ser capaz de leer esa lengua profana y comprender ese galimatías santo de sus Confucios y sus Budas. Usted es tan materialista como los demás.

– Como usted, querrá decir.

Mason se echó a reír, encantado, como si acabaran de dedicarle un cumplido.

– Exacto. -Se pasó una mano por el pelo, echándoselo hacia atrás, satisfecho de sí mismo-. No sé por qué se pone así de pronto, pero será mejor que pare ahora mismo. Tranquilícese, hombre.

– Me alegro de que por fin entienda lo que le digo. Porque eso es precisamente lo que estoy haciendo, tranquilizarme. Ya no habrá más viajecitos por el río. Ya no habrá más pasta negra. Eso se ha terminado. Es un negocio asqueroso.

– Maldita sea, Willoughby. Los dos sabemos que ese cabrón chino no hará tratos conmigo a menos que usted participe.

– Mala suerte.

– No me amenace.

– No le amenazo. Le informo.

– Maldito necio. Me iré derecho a la policía, y antes de que vuelvan a darle sus temblores, ya estará metido en una celda repugnante.

– Mason, le aconsejo que no insista, que lo deje estar. Ya ha ganado bastante dinero hasta el momento. Se ha terminado. Acéptelo. Búsquese otra iniciativa y deje que esto termine ahora, como un caballero inglés.

Le extendió la mano, esforzándose por mantenerla quieta, sin temblores.

Mason se tomó su tiempo. Desplazaba la mirada del rostro de Theo a su mano extendida, una y otra vez.

– Váyase al infierno -soltó al fin, y salió a la terraza por el ventanal-. ¡Polly, Anthea! -gritó-. Tenemos que irnos. Quiero ver de qué es capaz mi caballo. -Se volvió para observar de nuevo a Theo, que seguía al otro lado del cristal, con ojos grises, implacables, pétreos-. Tal vez tenga que usar el látigo con él.

Theo habría querido matarlo. Ahí mismo, en ese preciso instante. Incluso se llevó la mano a la pequeña daga con mango de marfil que guardaba en la manga, y tuvo que recordarse a sí mismo que era el opio, o la falta de él, el que hablaba por su boca, el que deformaba sus pensamientos. Sabía que si daba unas cuantas pipadas conseguiría aplacar el estruendo infernal que poblaba su mente. Sólo una vez más, sólo una. Se alejó con un movimiento sincopado y avanzó por el salón. Pero al llegar al quicio de la puerta se detuvo, porque vio que Lydia Ivanova se encontraba sentada en el primer peldaño de la escalera, observándolo. No le gustó nada la expresión de sus ojos. La preocupación que vio en ellos.

Lo había oído todo.

– Por favor, Lydia, vamos.

– No.

– ¿Por qué no?

– Tu padre está esperando.

– Una miradita rápida.

– No, otro día.

– ¿Mañana?

– No.

– Oh, Lydia, por lo que más quieras, sólo te pido que me dejes ver tu dormitorio nuevo, no que abras la caja fuerte del señor Parker, ni nada por el estilo. ¿Por qué no quieres?

– Lo siento, Polly, pero no está ordenado.

– No seas tonta. Pero si sólo llevas veinticuatro horas en él.

– No, Polly, hoy no. Por favor, no insistas.

– ¿Qué te pasa, Lyd? Pareces…

– Estoy bien. ¿Te ha gustado coger a Sun Yat-sen en brazos?

– ¡Sí! Es precioso. A papá también le ha gustado.

– Tu padre te está llamando desde el coche.

Apenas asomado a la puerta, Theo esperó a que las muchachas se despidieran, cosa que hicieron con una ligera incomodidad. Pobres pajarillos. Blandos e inexpertos. No tenían ni idea de que la vida tenía por costumbre decapitarte cuando te distraías.

Capítulo 36

Su rostro. Era todo pómulos. La piel tan tensa sobre ellos que parecía a punto de rasgarse. Blanca como una almohada. Unas sombras hundidas, sucias, granates, alrededor de los ojos. Pero lo que más impresionaba a Lydia era la boca. La primera vez que lo vio, cuando él apareció en su vida de un salto, en aquel callejón; o más tarde, en la casa quemada, cuando le habló de que los comunistas eran los únicos capaces de liberar a China de la tiranía de su pasado feudal, su boca era carnosa, bien torneada, desbordante de energía vital. Y no sólo de energía -pensaba ella-, sino de una especie de fuerza interior. Una certeza. Eso ya no estaba. Sus labios, más que cualquier otra parte, estaban muertos.

Alargó la mano al instante para tocarlo. Tibio. Vivo. No estaba muerto.

Pero estaba algo más que tibio. Estaba caliente, muy caliente. Tendido en su cama.

Volvió a escurrir el paño en el cuenco de agua fresca. Olía raro. Eran las hierbas chinas. Para bajar la fiebre, para eso era para lo que el señor Theo le había dicho que servían, para refrescar la sangre. Con ternura, humedeció la frente de Chang An Lo, las sienes, el cuello, incluso la mancha negra que apenas sombreaba el cuero cabelludo. Sentía cierto orgullo al ver que ya estaba libre de piojos y de los demás bichos que hasta hacía poco la poblaban, y le gustaba acariciárselo.

Se sentó a su lado en una silla, y ahí se pasó todo el día. Cuando la luz de la ventana pasaba del gris claro a un tono más oscuro, oyó que la lluvia golpeaba los cristales, a ráfagas. Los colores se difuminaban en el dormitorio a medida que oscurecía, y ella seguía humedeciéndole las extremidades, el pecho, los afilados huesos de la pelvis, hasta estar convencida de que conocía aquel cuerpo casi tan bien como el suyo. La textura de la piel, la forma de las uñas de los pies. Aplicaba ungüentos chinos, raros, a las heridas, le cambiaba los vendajes y le daba de beber infusiones de hierbas medicinales, que con esfuerzo introducía entre sus labios cuarteados. Y no dejaba de hablarle. Le hablaba, le hablaba. En una ocasión llegó a reírse, a emitir una risa forzada con la que pretendía inundar sus oídos de vida y felicidad, para devolverle la energía perdida.

Pero él no abría los ojos, ni un parpadeo siquiera, y brazos y piernas seguían inertes, a pesar de que ella le había cambiado las vendas de las manos, y sabía que, al hacerlo, debía de haberle dolido horrores, en algún plano profundo de su ser, inaccesible para ella. Con todo, en ocasiones, su boca emitía ciertos sonidos. Susurros. Acallados y urgentes. Ella se inclinaba sobre él y pegaba la oreja, tanto que sentía su aliento débil y caliente en la piel, aunque ni así lograba entender lo que decía.

Sólo en una ocasión, cuando le aplicaba con el dedo un bálsamo amarillo y granulado sobre los labios, él entreabrió los labios súbitamente y con ellos le rodeó el dedo. Fue un acto de una intimidad extraordinaria. La punta del dedo introducido entre los pliegues húmedos y blandos de su boca. Más íntimo aún que cuando le sostuvo el pene en la mano y se lo lavó. En ese instante sintió un estallido de emociones, que se guardó para sí. Y le besó la frente.

Ese momento le dio fuerzas para seguir toda la noche junto al lecho del enfermo.

Las medicinas chinas no le hacían nada.

El pánico se apoderaba de la garganta de Lydia. Él habría querido ser tratado con medicamentos de su país, y no con los mejunjes de los fanqui, de eso estaba segura. Pero ¿cuándo empezarían a hacer efecto? ¿Cuándo? La fiebre aumentaba con el paso de las horas. Su piel, ardiente y seca como arena del desierto. En la penumbra fría y desolada, ella le agarraba los antebrazos con las manos, por encima de los vendajes de las muñecas, y lo sostenía con fuerza.

No permitiría que se le fuera. No lo permitiría.

El amanecer se filtraba por entre las cortinas, y una luz tenue, neblinosa, inundaba lentamente el dormitorio. Hacía frío. Lydia se cubrió con el abrigo, y arropó con el edredón, una pieza preciosa, de color anaranjado, nueva y brillante, la figura inmóvil que seguía en la cama. Pero su ignorancia era tan inmensa que se indignaba consigo misma. ¿Debía encender la estufa de gas instalada en una pared del cuarto, para que se calentara? ¿Debía colocar una bolsa de agua caliente a sus pies? ¿O era eso lo contrario de lo que debía hacer? Tal vez fuera más conveniente abrir la ventana para que el aire helado lo refrescara.

¿Qué era lo mejor?

Sintió que la envolvía un sudor frío, e hizo esfuerzos por no dejarse vencer por el pánico. Estaba cansada, se dijo, demasiado cansada. Eso era lo que el chino le había dicho al señor Theo. El herbolario. Le dijo que era como si el chi se le hubiera secado, e insistió en que se tomara una mezcla de hierbas que debía preparar en infusión, pero ella estaba mucho más interesada en lo que preparó para Chang. Para la fiebre, las quemaduras y las heridas infectadas, según ella le había dicho al señor Theo; eso era lo que quería, y él se lo tradujo al herbolario. Finalmente, el director del colegio le tradujo a ella cómo debía usar aquellos preparados.

Lydia sintió una gran tranquilidad apenas puso los pies en la diminuta herboristería. Olía maravillosamente. Sus estantes rebosaban de tarros de vidrio de todas las formas y los tamaños, azules, verdes, marrones, todos llenos de hojas, hierbas y otras cosas que Lydia no conocía, pero que le parecía que podían ser corazones de lagarto, vesículas de puercoespín, cuernos de rinoceronte. El suelo estaba salpicado de grandes cuencos de cerámica que contenían semillas, flores secas y cortezas de árboles. Todo ello impregnaba el comercio de aromas embriagadores. Pero lo mejor de todo era el propio herbolario. Emanaba buena salud por todos sus poros, y tenía unos dientes tan blancos que Lydia no podía apartar los ojos de ellos.

Ella le había dado al señor Theo un sobre con dinero para que le pagara. Por suerte había más que suficiente. Gracias a Dios. O, para ser más exactos, gracias a Alfred. En esa ocasión, se lo agradecía sinceramente, un agradecimiento remolón y a regañadientes, pero agradecimiento al fin, que no dejaba de sorprenderla. Sabía que sin él no habría encontrado a Chang, porque no habría podido contratar los servicios de Liev.

El señor Theo hablaba poco. Se limitó a preguntarle si todo aquello era para su amigo chino.

– Prefiero no hablar de ello, si no le importa.

Él se encogió de hombros, alto, desgarbado y algo descoordinado, pero no pareció importarle. Lydia se dio cuenta de que compraba algunos preparados para sí mismo, y en cualquier otra ocasión habría sentido curiosidad, sobre todo tras oír la conversación que había mantenido con el señor Mason al pie de la escalera. Pero en esos momentos, su temor por Chang An Lo era todo lo que ocupaba su mente. Se sentó. Observó el rostro de Chang materializarse lentamente en la oscuridad, brindar en cada instante un detalle nuevo a su mirada ávida, y le asombró constatar lo familiar que le resultaba ya. Como si lo tuviera grabado en lo más profundo de su mente. El espesor de sus pestañas, el ángulo de su nariz, la hinchazón precisa de sus fosas nasales, la curva de sus orejas. Era capaz de verlo todo con los ojos cerrados.

Con mucha suavidad, sin abandonar la silla, apoyó la cabeza en la almohada, junto a la de él, y dejó que la frente reposara en su pómulo caliente, estableciendo una conexión entre ambos. Cerró los ojos y se preguntó por qué se preocupaba tanto por él, por qué le dolía tanto. Pero no obtuvo respuesta.

– Descríbeme los síntomas.

– Fiebre. Una fiebre muy alta. Inconsciencia. Heridas infectadas y quemaduras.

– ¿Estado general? Me refiero a si el paciente, por lo demás, se encuentra en buenas condiciones, o si se trata de uno más entre la gran masa de los chinos desnutridos que pueblan Junchow. Porque existe una gran diferencia, ¿sabes?

La señora Yeoman se enroscaba el pelo blanco, espeso, para hacerse un moño bajo, que sostenía con horquillas. Lydia no le había visto nunca el pelo suelto; era como nieve líquida. Aunque, claro, nunca había ido a verla tan temprano.

– Está muy débil. Y delgado. Muy delgado.

– Acudiré encantada a cuidar de él, si le hace falta asistencia médica. Dime dónde…

– No, gracias, señora Yeoman, pero no. No aceptaría ayuda europea.

– ¿Y la tuya sí la acepta?

– No. Yo me limito a entregar las medicinas a sus familiares.

– Lydia, querida, me gusta ver que te preocupas tanto por la gente pobre de este país. Todos somos criaturas del Señor, y sin embargo muchos occidentales tratan a los chinos peor que a los perros. Resulta vergonzoso verlo, y más cuando…

– Por favor, señora Yeoman. Debo darme prisa.

– Discúlpame, querida, ya sabes que me gusta hablar. Toma, aquí tienes una lista para el farmacéutico. El señor Hatton, de Glebe Street, es muy bueno, abre siempre a primera hora, y si le dices que vas de mi parte te aconsejará bien.

– Gracias. Siento haberla molestado tan temprano.

– No te preocupes, niña. Sé buena mientras tu madre esté fuera, ¿de acuerdo? No hagas nada que sepas que a ella no le gustaría.

– No, no, por supuesto que no. Hoy voy a ir a la biblioteca a redactar un trabajo sobre El paraíso perdido.

– Así me gusta, niña. Tu madre debería estar orgullosa de ti.

– Ah, gorrioncito, ¿qué haces aquí de vuelta tan pronto? ¿Ya te ha echado tu padrastro?

– Hola, señora Zarya. No, sólo he venido a preguntarle una cosa a la señora Yeoman.

– ¡Ah! Y te vas así, tan deprisa, sin ni siquiera decir dobroiye utro a tu maestra favorita de ruso. Nyet, nyet. Tengo unos pirozhki recién hechos, los acabo de preparar, y tienes que probarlos.

– Spasibo, gracias. En otra ocasión. Se lo prometo. Pero es que ahora tengo mucha prisa. Lo siento. Prastitye menya.

– Gorrioncillo, quiero que me acompañes a una fiesta, a un baile. Una gran fiesta rusa.

En cualquier otro momento, la idea le habría entusiasmado, pero esa mañana le parecía una interferencia indeseada.

– En estos momentos estoy muy ocupada, pero gracias de todos modos.

– ¿Ocupada? ¿Ocupada? Blinf ¿Qué es esa ocupación que te quita tanto tiempo? Tienes que ver cómo da las grandes fiestas la gente de tu país. Van a ir todos, de modo que…

– He de irme, lo siento. Páselo muy bien en la fiesta.

– Será en la villa de la condesa Serova.

El dato despertó su interés. En la villa Serov. Le gustaría ver con cuánto lujo vivía la aristocracia rusa.

– ¿De veras?

– Da. La semana que viene.

– Lo pensaré.

– Bien. Tienes que venir.

– Lo pensaré.

Todavía respiraba.

Cada vez que lo dejaba solo lo hacía con un nudo en la garganta, aunque sólo fuera cinco minutos, para buscar agua o deshacerse de los vendajes manchados, que al principio envolvía en papel de periódico y tiraba al fondo del cubo de la basura que había junto a la puerta trasera, vigilando siempre que no la viera Wai. El cocinero vivía con su silenciosa mujer en un anexo bajo, a un lado de la casa, y estaba encantado con la orden de no molestarla más que para traerle la cena, que se componía de sopa, pollo y bizcocho con natillas, y que le servía en el comedor. Todos los días le servía lo mismo, y ella se daba cuenta de que se aprovechaba de su inexperiencia, pero no le importaba. Apenas la tocaba, de todos modos. Se comía el bizcocho y se llevaba la sopa arriba, para verter unas gotas en la boca de Chang An Lo.

Él siempre se las tragaba. Lydia observaba, nerviosa cada vez, con temor a que no lo hiciera. Pero la nuez prominente de su cuello subía y bajaba, y ella, aliviada, se pasaba la lengua por los labios.

A veces le canturreaba algo. O le leía un rato. Le leía cosas sobre Pip, el pobre Pip, el forastero, tan ambicioso con sus «grandes esperanzas», y a la vez tan lleno de dolor y desgracia. Ella sabía exactamente cómo se sentía.

– ¿Te resulta demasiado lejano, Chang An Lo, este mundo de Dickens, de la sociedad londinense? Se encuentra a un millón de kilómetros de nosotros dos, ¿verdad?

De modo que optó por Rikki Tikki Tavi [6] y le pidió que se riera cuando la mangosta se comía los huevos de la gran serpiente.

– Ya ves que es posible matar a las serpientes, incluso a las Serpientes Negras.

Y se puso a tararearle una canción popular rusa, Ya vstretil vas, mientras le mojaba la frente y los brazos con un paño que empapaba en un cuenco esmaltado, en el que había mezclado agua con unas gotas de aceite de alcanfor. «Para que sude», le había dicho el señor Hatton. «Un antitérmico.» Y cuando terminó, apoyó la frente en el edredón que lo cubría y sucumbió a un instante de temor. «Por favor, Chang An Lo. Por favor.»

Los sonidos del templo. Llegaban hasta Chang An Lo como voces de los dioses. A través de las nieblas del incienso. El tañido de las campanillas de latón, el murmullo grave de los cánticos.

Un río de sonido. Lo arrastraba. Desde el lodo negro del fondo. Sentía que su rostro se abría paso entre el limo apestoso, venenoso, que lo devoraba. Había llenado su boca y sus ojos, había impregnado los pliegues de su mente, el viento de la vida no llegaba a ellos, y sabía que no tardaría en ver de nuevo el rostro de Yang Wang Yeh, el último juez de las almas de los hombres.

Flotaba.

Elevado por el sonido, ascendía cada vez más, arrastrado por su corriente, en dirección a la luz.

Y la vio al fin, y su corazón volvió a latir. Le sonreía. Su rostro hermoso. Susurró su nombre: Kuan Yin. Una vez más. Kuan Yin. La diosa que comprendía el dolor. Recordó -y un chorro de sangre fresca regó su cerebro- que cuando su padre había tratado de quemarla viva, ella había apagado el fuego con las manos. Dolor. Manos. Dulce y sagrada diosa china de la misericordia, Kuan Yin, mi dolor no es nada comparado con el tuyo.

Un pájaro se posó en su pecho. Era pequeño, ligero, pero estaba cubierto de plumas de cobre, que brillaban tanto que le quemaban el barro de los ojos. De las orejas. Oía cantar a ese pájaro. Un único sonido. Repetido una y otra vez en su mente.

«Por favor.»

Capítulo 37

Ella no le permitía que le viera la cara.

– Li Mei, no. Por favor.

Pero Li Mei se ocultaba bajo la almohada. La vergüenza que sentía era mucho peor que su dolor.

– Amor mío, mi cielo -murmuró Theo-. Deja que te humedezca las mejillas hinchadas, que te cure con mis besos los cardenales negros que rodean tus ojos.

Ella se acurrucó, hecha un ovillo, dándole la espalda.

Theo se inclinó sobre la cama y le besó la nuca, aspirando el perfume de sándalo que impregnaba sus cabellos, negros como ala de cuervo.

– Perdóname, mi amor, ya te dejo sola. Aquí tienes unas medicinas del herbolario; la del tarro negro es para el dolor, y la otra para la piel dañada.

Aguardó unos instantes, dividido entre el deseo imperioso de abrazarla con fuerza y la conciencia de que, más que ninguna otra cosa, lo que ella quería era ocultarle las pruebas de su desgracia.

– ¿Li Mei?

Silencio.

– Li Mei, escúchame. No vuelvas nunca junto a tu padre. Pase lo que pase. Los dos sabemos que te hundiría y te convertiría en su esclava, de modo que debes mantenerte lejos de él. Y del come-mierda de tu hermano Po Chu. Prométemelo.

Nada.

Theo se incorporó y apoyó una mano en la fina curva de la cadera.

– A cambio, yo te prometo que me alejaré para siempre del humo de los sueños.

Ella seguía sin responder, pero un temblor progresivo se apoderó de sus hombros. Estaba llorando.

Esa noche, Theo no se acostó. Ya no acudió a su cita en el río. Bajó hasta las aulas vacías, hasta la gran silla de roble tallado que se encontraba al final del pasillo, y pidió a uno de los muchachos encargados del mantenimiento que le trajera cuerdas. El niño, de unos nueve años, no se mostró en absoluto complacido con aquel encargo, pero acabó por obedecer, porque si perdía el trabajo, sus padres y sus cuatro hermanas se morirían de hambre.

Theo se quedó ahí sentado toda la noche.

Para que nadie oyera sus lamentos y sus gritos, excepto la gata de ojos amarillos, que se mantuvo casi en todo momento sentada, observándolo, pero que en una ocasión le saltó sobre el regazo y emitió un maullido agudo. Él tenía los brazos atados a la madera labrada, desde la que unos tigres en relieve le sonreían, burlándose de su tormento, y los tobillos atados a las patas macizas.

Cuando un débil resplandor rojizo asomó por el horizonte, Theo supo que le estaba mirando a los ojos el mismísimo diablo.

Capítulo 38

El agotamiento, finalmente, hizo mella en Lydia, que despertó sobresaltada, y se encontró todavía en la silla, pero echada hacia delante sobre la cama, con la cabeza apoyada en un costado de Chang. Alarmada, se echó hacia atrás dando un respingo. La mano de Chang. No debía apretarla.

Estaba oscuro, hacía frío, y sentía la mente embotada, espesa como la melaza. Se puso en pie, se quitó la ropa que llevaba puesta desde hacía cuarenta y ocho horas y se puso uno de los dos camisones nuevos, bordados, que permanecían perfectamente doblados en un cajón de la cómoda, por lo demás vacía.

Y se metió en la cama. Al instante, todas sus ganas de dormir se esfumaron. Se recostó de lado, curvando su cuerpo para encajarlo en el de Chang, consciente de su desnudez, y de la delgadez de su camisón, que apenas los separaba. Apoyó el brazo sobre el pecho de Chang, la mejilla sobre su hombro. Hasta ella llegaba el olor refrescante del alcanfor que le cubría la piel. Aspiró hondo.

– Chang An Lo -susurró, por el mero placer de oír su nombre.

Cerró los ojos y sintió en el pecho una sensación cálida, burbujeante. ¿Felicidad? ¿Cómo era la felicidad?

Tuvo pesadillas.

Su madre fijaba un aro metálico en torno al cuello de Chang. Estaba desnudo, y Valentina lo arrastraba tirando del extremo de una pesada cadena, sobre grandes extensiones de nieve. Estaban en el corazón de un bosque, soplaba un viento estremecedor y se oía el aullido de los lobos. El cielo, rojizo, sangraba sobre la blancura de la nieve, como una lluvia escarlata. Había un hombre montado a lomos de un caballo inmenso. Un abrigo verde. Un rifle. Balas que volaban por el aire, que perforaban los pinos, que se introducían en las piernas de su madre. Gritaba. Y una bala impactó en el pecho desnudo de Chang. Otra fue a alojarse entre dos costillas de Lydia. No sintió dolor, pero no podía respirar. Le faltaba el aire, y el hielo se metía en sus pulmones. Trataba de gritar, pero de su boca no brotaba ningún sonido, y no podía respirar.

Despertó, agitándose.

La luz inundaba el dormitorio, una luz dulce y normal que la tranquilizó al momento. Los latidos de su corazón recobraron su ritmo normal. Entonces volvió la cabeza, y ahogó un grito.

Los ojos negros de Chang la observaban fijamente, a apenas un palmo de los suyos.

– Hola. -Su voz era un susurro.

– Hola. -Lydia esbozó una amplia sonrisa de bienvenida-. Has vuelto.

Durante un largo momento él se dedicó a estudiar su rostro, antes de asentir débilmente, y de susurrar algo en voz tan baja que ella no lo entendió. En ese instante, súbitamente, Lydia se dio cuenta de que tenía una pierna montada sobre la suya, de que apoyaba un brazo caliente en su piel, y de pronto sintió vergüenza. Se ruborizó y salió de la cama. Ya en el suelo, se volvió para mirarlo, y le dedicó una breve reverencia, juntando las manos y bajando la cabeza.

– Me alegra verte despierto, Chang An Lo. -Él movió los labios, a los que la vida regresaba por momentos, pero de ellos no salió palabra alguna-. Me gustaría darte medicinas y alimento -dijo ella con dulzura-. Tienes que comer.

Él volvió a asentir con un débil movimiento de cabeza, y cerró los ojos. Pero ella sabía que no estaba dormido. El pánico se apoderaba de Lydia, aunque se trataba de un pánico muy distinto del que había sentido antes. Se dijo a sí misma que era una especie de pánico superficial, momentáneo, pues temía haberlo ofendido con lo decidido de sus actos, haberlo contrariado con sus cuidados, y que él no quisiera que ella lo cuidara, lo alimentara, tocara su cuerpo, ese cuerpo que había llegado a conocer tan bien. Pero nada de todo ello podía compararse al pánico profundo que había sentido antes, cuando creía que iba a morir, que la dejaría sola con sus huesos y nada más, que no volvería a ver jamás aquellos ojos negros que…

«Basta. Basta.»

Estaba despierto. Y eso lo era todo. Despierto.

– Voy a buscar agua caliente -dijo, y salió corriendo escaleras abajo.

Sus caricias eran como la luz del sol para él. Le calentaban la piel. Por dentro, Chang se sentía frío, vacío, como un reptil tras una noche de escarcha, y era el tacto de sus dedos el que lograba que la vida regresara a sus extremidades. Volvía a sentir.

Y con las sensaciones volvía el sufrimiento.

Trataba de aclararse las ideas, con gran esfuerzo. De usar el dolor como fuente de energía. Se centraba en sus dedos, que le retiraban los vendajes. No eran hermosos. Tenía las uñas cuadradas, en vez de ovales, y los pulgares demasiado largos, pero aquellas manos se movían con una seguridad que sí resultaba hermosa. Él observaba: esas manos iban a curarlo.

Pero cuando se vio las suyas, mutiladas, el dolor se liberó de ellas y alcanzó su mente, y lo partió en dos. Tambaleándose, hecho añicos, volvió a hundirse en el fango.

Abrió los ojos.

– Lydia.

Ella no alzó la vista, que mantuvo fija en el cuenco metálico en el que removía algo de olor penetrante. Un débil rayo de luz invernal que se colaba por la ventana le iluminó los cabellos y un lado de la cara, y Lydia pareció brillar.

– Lydia.

Pero ella seguía ignorándole.

Cerró los ojos y pensó en lo que sucedía. Le costó un buen rato advertir que no había movido los labios. Volvió a probarlo, tratando de concentrarse en la acción de los músculos de la boca, que sentía agarrotados, como si no los hubiera usado en mucho tiempo.

– Lydia.

Entonces sí, su cabeza se alzó como movida por un resorte.

– Hola otra vez. ¿Cómo te encuentras?

– Me encuentro vivo.

Ella sonrió.

– Bien. Sigue así.

– Así seguiré.

– Perfecto.

Lydia se acercó a la cama y bajó la vista para mirarlo, con la cuchara en una mano, inmóvil sobre el cuenco, mientras un líquido granate resbalaba desde el borde de la cuchara. Oía claramente el goteo rítmico. Y ella seguía ahí de pie, observándolo. En su cabeza pasaron horas. El rostro de Lydia le llenaba los ojos y flotaba por el vacío de su mente. Los suyos eran unos ojos enormes, redondos. Una nariz larga. Era el rostro de una fanqui.

– ¿Te hace falta algo para el dolor?

Chang parpadeó. Ella seguía ahí, y el líquido que contenía la cuchara goteaba ahora sobre su mano. Todavía lo observaba con atención.

Él negó con la cabeza.

– Háblame de Tan Wah -dijo.

Ella empezó a contarle lo sucedido, y sus palabras causaron un gran dolor a su corazón, pero fueron los ojos de Lydia, y no los suyos, los que se llenaron de lágrimas.

Esa vez él no abrió los ojos.

Si lo hacía, ella se detenía. Estaba dándole un suave masaje en las piernas. Las tenía como cañas muertas de bambú, que no sirven más que para echar al fuego. Sin embargo, gradualmente, sentía que a ellas regresaba algo de calor, que la sangre volvía a circular por sus músculos atrofiados. Su carne despertaba.

Lydia canturreaba. Aquel sonido resultaba agradable a sus oídos, aunque se tratara de una melodía extranjera que carecía de la cadencia dulce de la música china. Brotaba de ella sin el menor esfuerzo, como de un pájaro y, no sabía por qué, pero calmaba la fiebre de su mente.

«Gracias, Cuan Yin, querida diosa de la misericordia. Gracias por traerme a la muchacha-zorro.»

– ¿Dónde está tu madre?

La idea se coló en su mente apenas despertó. Era la primera vez que lo pensaba. Hasta ese momento, su cerebro torpe y febril no había ido más allá del dormitorio. Más allá de la muchacha. Pero tras otra noche de sueño intermitente, interrumpido, sucesión de pesadillas que traían un dolor negro a su cuerpo y un negro pesar a su corazón, pues en ellas aparecía Tan Wah, sabía que se sentía más alerta.

Empezaba a ver los peligros.

La muchacha le sonrió. Lo hizo con intención de tranquilizarlo. Pero tras aquella sonrisa se notaba nerviosa, y a él no le pasó por alto.

– Se ha ido a Datong con su nuevo esposo. No volverá hasta el sábado. -Permaneció unos momentos en silencio, antes de añadir-: Hoy es martes.

– ¿Y esta casa?

– Es nuestro nuevo hogar. No hay nadie. Sólo estamos nosotros dos.

– Los criados no son «nadie».

Lydia se ruborizó al instante.

– El cocinero vive en un anexo, pero apenas le veo, y he pedido al mozo y al jardinero que no vengan en toda la semana. No soy tonta, Chang An Lo. Sé que quien te hizo esto no te quería bien.

– Perdóname, Lydia Ivanova, la fiebre vuelve necia a mi lengua.

– Te perdono -respondió ella, echándose a reír.

Chang no sabía de qué se reía, pero aquella risa alcanzó un lugar recóndito y frío de su ser, calentándolo, y volvió a quedarse dormido.

– Despierta, Chang, despierta. -Una mano lo zarandeaba-. No pasa nada, tranquilo. Estás a salvo. Despierta…

Chang despertó.

Estaba empapado en sudor, y el corazón le latía desbocado. Los ojos le ardían y sentía la boca más seca que el viento del oeste.

– Has tenido una pesadilla.

Lydia estaba inclinada sobre él, cubriéndole la boca con la mano, silenciando sus labios. Notaba el sabor de su piel. Lentamente, su mente se abrió paso hasta la superficie. Apartó a patadas los filos de los cuchillos que sentía en los genitales, el olor a carne quemada que impregnaba sus narices.

– Respira -le susurró ella.

Él aspiró hondo, llenó de aire sus pulmones una y otra vez. La cabeza le daba vueltas, pero tenía los ojos abiertos. La oscuridad lo envolvía, y apenas un atisbo de la luz de una farola que se colaba tras las cortinas le bastaba para distinguir las formas del dormitorio, el armario ropero, la mesa con el espejo y los frascos con las medicinas. Y a ella. Entreveía su silueta esbelta, el pelo alborotado, la mano que había abandonado sus labios y no se atrevía a posarse en su frente. Volvió a aspirar hondo, rítmicamente.

– Estás temblando -dijo ella.

– Necesito la botella.

Hubo una breve pausa.

– Voy a buscarla.

Lydia encendió la luz. No la del techo, la de la pantalla color crudo y el fleco de seda, sino una pequeña, verde, que reposaba en el tocador de las medicinas. Para lo que tenía que hacer, habría preferido seguir a oscuras. Ella regresó con la botella de cuello ancho y le retiró el edredón y las mantas. Él se giró sobre un costado, sintió que la cabeza le rodaba a causa de aquel sencillo movimiento, y no dijo nada al deslizar la embocadura de la botella hasta el pene. La orina fluía con dificultad, esporádica. Y tardó. Tardó mucho. Se daba cuenta de que ella se sentía incómoda, como se daba cuenta de la desnudez de su entrepierna, que ella le había depilado aprovechando su estado de inconsciencia. Odiaba tener que hacerlo así, pero sus manos vendadas eran inútiles, dos muñones hinchados. Ninguno de los dos se había acostumbrado aún a aquello, y el sonido del líquido al verterse en la botella de cristal le desagradaba profundamente.

Al final, ella levantó la botella y la miró al trasluz.

– Parece una buena cosecha -dijo, y él no entendió a qué se refería.

– ¿Qué?

– Una buena cosecha. -Le sonrió-. Como el vino.

– Demasiado oscura.

– Pero hay menos sangre en ella que la última vez.

– Las medicinas funcionan.

– Todas -admitió ella, riéndose, mientras le señalaba la colorida hilera de frascos, pociones y cajas.

Sobre el tocador, formaban una curiosa mezcla de culturas, china y occidental, y sin embargo, ella parecía sentirse del todo cómoda con ambas, de una manera que a Chang le resultaba admirable. Demostraba tener una mente abierta y dispuesta a valerse de lo que saliera a su paso. Como los zorros.

Chang volvió a apoyar la cabeza en la almohada. El sudor resbalaba por su frente.

– Gracias.

El esfuerzo lo había dejado extenuado, pero trató de sonreírle. Los occidentales derramaban sonrisas por todas partes, como plumas de pollo, otra diferencia más de costumbres, pero había llegado a saber lo mucho que una sonrisa significaba para ella. Y le dedicó una.

– Me siento humillado.

– No debes sentirte así.

– Mírame. Estoy vacío. Soy como un halcón sin alas. Deberías despreciar tanta debilidad.

– No, Chang An Lo, no digas eso. Ya te diré yo qué es lo que veo en ti. Veo a un luchador valiente. A un luchador que ya debería estar muerto pero que no lo está porque no se rinde nunca.

– Las palabras ciegan tu mente.

– No, la enfermedad ciega la tuya. Espera, Chang An Lo. Espera a que te cure. -Alargó el brazo y le posó la mano en la frente, que estaba ardiendo-. Es hora de que tomes más quinina.

El resto de la noche lo pasó administrándole medicinas, humedeciéndole la piel y luchando contra la fiebre. A veces él oía que le hablaba, y en otras ocasiones se oía a sí mismo hablando con ella, pero no tenía la menor idea de qué le decía, ni de por qué lo hacía.

– Espíritu de nitrato, acetato de amonio con agua de alcanfor.

Recordaba su voz envolvente pronunciando aquellas palabras difíciles mientras con la ayuda de una cuchara le introducía líquidos en la boca, pero para él se trataba de sonidos exentos de significado.

– El señor Theo me dijo que el herbolario aseguraba que este preparado chino hacía milagros contra las fiebres… así que, no, no, por favor, no lo escupas. Intentémoslo otra vez, abre la boca, así, muy bien,

Más sonidos. Elseñortheo. ¿Qué es el señortheo?

Siempre el paño fresco sobre su piel. El olor a vinagre y a hierbas. Agua de limón sobre los labios secos. Pesadillas que se apoderaban de su mente. Pero al amanecer, por fin, sintió que el fuego de su sangre empezaba a apagarse. Fue entonces cuando empezó a temblar y a agitarse con tal violencia que se mordió la lengua. Notaba que ella estaba sentada a su lado, junto al lecho, notaba que la almohada se encajaba debajo de ella, que se apoyaba en el cabecero de la cama y le rodeaba los hombros con los brazos. Lo abrazaba con fuerza.

Sonó el timbre. Se le erizó el vello de la nuca, y vio que Lydia alzaba la cabeza, como si olisqueara el aire. Se miraron. Los dos sabían que estaba atrapado.

– Será Polly -dijo ella con voz firme. Se acercó a la puerta-. Me libraré de ella enseguida. No te preocupes.

Él asintió, y ella abandonó el dormitorio y cerró la puerta. No sabía quién era esa tal Polly, pero le dedicó mil y una maldiciones.

Capítulo 39

– Buenos días, señorita Ivanova. Espero no haber venido demasiado temprano.

– Alexei Serov. No le esperaba.

El ruso se encontraba junto a la puerta, tan alto y lánguido como siempre, enfundado en su abrigo de cuello de pieles, y era la última persona a la que deseaba ver en ese momento.

– Estaba preocupado por usted -dijo.

– ¿Preocupado? ¿Por qué?

– Después de nuestro último encuentro… Estaba usted muy disgustada por la muerte en la calle de su acompañante.

– Ah, sí, claro. Lo siento, tengo la cabeza… Sí, fue muy desagradable, y usted se mostró muy amable. Gracias. -Dio un paso atrás, preparándose para cerrar la puerta, pero él no había terminado.

– Me he dirigido a su domicilio anterior, y Olga Petrovna Zarya me ha informado de que ahora vive aquí.

– Así es.

– Me ha contado que su madre ha vuelto a casarse.

– Sí.

– Felicítela de mi parte. -Hizo una breve reverencia, y ella no pudo evitar pensar que los movimientos de Chang resultaban mucho más gráciles.

– Lo haré.

Alexei esbozó apenas un atisbo de sonrisa.

– Aunque su madre no se mostró muy complacida de verme en su anterior residencia, si no recuerdo mal.

– No.

Entre ellos se hizo un silencio incómodo, que Lydia no hizo nada por romper.

– ¿La estoy molestando?

– Sí. Lo siento, pero en este momento me pilla usted ocupada en algo.

– Me disculpo por ello, no la entretendré más. Yo también he estado bastante ocupado. De otro modo habría pasado antes para asegurarme de que se encontraba bien.

– ¿Ocupado? -El interés de Lydia creció-. ¿Con las fuerzas del Kuomintang?

– Así es. Adiós, señorita Ivanova.

– Espere. -Forzó una sonrisa-. Discúlpeme por tenerlo aquí en la puerta. Qué falta de educación la mía. Tal vez le apetezca un té. A todos nos viene bien un descanso de vez en cuando.

– Gracias, me encantaría.

– Por favor, pase.

Ahora que ya lo tenía sentado en una silla, con una taza en la mano -una taza preciosa, de porcelana cruda, con un asa tan fina que, al trasluz, se veía a través de ella-, a Lydia le resultaba difícil averiguar lo que pretendía saber. Cada vez que llevaba la conversación hacia los asuntos militares, él cambiaba de tema y se dedicaba a hablar de la ópera china que había visto la noche anterior. E incluso cuando le preguntó abiertamente por el gran número de carteles comunistas que había visto en la ciudad, en los que se exigía el derecho de la población autóctona a entrar en los parques del Asentamiento Internacional, él se limitó a reírse con aquella risa suya de superioridad.

– Sí, y a continuación exigirán que les dejemos entrar en nuestros clubes y campos de croquet.

Lydia no sabía si lo decía en broma o completamente en serio. Había pronunciado sus palabras en tono divertido y lánguido, pero a ella no la engañaba tan fácilmente. Los ojos verdes de Alexei eran rápidos, observadores, y se fijaban en ella y en su nuevo entorno. Lydia sentía que estaba jugando con ella y, desconfiada, dio un sorbo al té.

– De modo que los comunistas siguen activos en Junchow -comentó-, a pesar de los esfuerzos de las tropas de élite del Kuomintang.

– Eso parece. Pero confinados en huecos, en la orilla del río, como las ratas. La bandera del Kuomintang ondea en todas partes, para que la gente no olvide quién gobierna. -Sonrió con los ojos entrecerrados-. Al menos se trata de una enseña bonita, y alegra el lugar con sus vivos colores.

– ¿Y sabe usted qué significan esos colores?

– Son colores, nada más.

– No. En China todo tiene un significado.

– ¿De veras? -Alexei se echó hacia atrás y apoyó las manos en los apoyabrazos. Y a Lydia le pareció que su aspecto era el de un zar en su trono, en el Palacio de Invierno, y desdeñó su arrogancia-. Ilústreme usted, señorita Ivanova.

– El cuerpo rojo de la bandera representa la sangre y el sufrimiento de China.

– ¿Y el sol blanco?

– La pureza.

– ¿Y el fondo azul?

– La justicia.

– Interesante. Parece usted saber más cosas de China que la mayoría.

– Sé que los Serpientes Negras de Junchow luchan tanto contra los comunistas como contra el Kuomintang para hacerse con el control del Consejo.

Por primera vez, Alexei abrió mucho los ojos, impresionado, y ella supo que se había anotado un tanto.

– Señorita Ivanova, es usted una muchacha rusa muy joven. ¿Dónde ha oído alguien como usted hablar de los Serpientes Negras?

– Presto atención. Veo un tatuaje. Que sea mujer y no haya cumplido aún los diecisiete no quiere decir que no esté al corriente de la situación política de este lugar. Yo no soy una de esas delicadas florecillas de sus salones que se quedan en casa todo el día bordando o dando sorbos al champán, Alexei Serov. Yo vivo en este mundo.

Él se echó hacia delante, muy serio, sin rastro de diversión en su rostro.

– Señorita Ivanova, ya he visto los riesgos que corre usted, y le insto a evitar todo contacto con los Serpientes Negras. En este momento son incluso más peligrosos que nunca.

– ¿Cómo es eso?

– Porque el padre y el hijo que dirigen la organización se han peleado. El padre azotó públicamente a Po Chu por desobedecerle, y ahora éste está reclutando a su propia banda, y trata de llegar a una alianza con el Kuomintang. Pero nadie confía en nadie. Todo el mundo engaña a los demás, y mueve las piezas como en una partida de ajedrez.

– ¿Arrebatará el hijo el control al padre?

– No lo sé. Es despiadado. Y ya ha conseguido los medios para plantear serios problemas.

– ¿A qué se refiere?

– A explosivos. La semana pasada hizo descarrilar un tren que transportaba explosivos desde la provincia de Funan, y un capitán del ejército del Kuomintang me informó ayer de que, según sus espías, está a punto de desencadenarse una gran batalla.

– ¿Quiere eso decir que Chiang Kai-Chek enviará más tropas a la ciudad?

– Sin duda.

– Es decir, que usted va a estar aún más ocupado, «asesorando». Porque a eso se dedica usted, ¿verdad? Asesora al Kuomintang sobre estrategia militar.

– Correcto.

– ¿Y nunca se le ha ocurrido pensar que no son mejores de lo que eran los señores de la guerra? ¿Que Chiang gobierna como un dictador, y que usted le está ayudando?

En ese instante, Alexei Serov esbozó aquella media sonrisa suya que a Lydia le resultaba tan enervante, y volvió a recostarse en el respaldo. Sostuvo la taza, pero había olvidado que ya se había terminado el té, y volvió a dejarla sobre la mesa.

– Tal vez esté usted muy bien informada sobre los asuntos chinos, señorita Ivanova, pero resulta obvio que lo ignora absolutamente todo de un aspecto. China, como Rusia, es un país inmenso, y está constituido a partir de una gran diversidad de pueblos y tribus que se cortarían el pescuezo unos a otros si no existiera un dictador autoritario como Chiang Kai-Chek para mantenerlos unidos con mano de hierro. Los comunistas están llenos de bellos ideales, pero en un país como éste crearían el caos si llegaran al poder. Con todo, eso es algo que no sucederá nunca. Sus respuestas son demasiado simplistas. Por tanto, sí, trabajo denodadamente a favor del sistema político y militar que los sacará de sus escondrijos y los destruirá.

Lydia se puso en pie con brusquedad.

– Es evidente que está usted muy ocupado. No querría entretenerlo.

Alexei parpadeó, desconcertado, antes de inclinar la cabeza en gesto cortés.

– Sí, claro, discúlpeme. Recuerdo que ha dicho que estaba ocupada usted también con un asunto. -Se puso en pie, elegante con su traje inmaculado, y Lydia volvió a pensar que su pelo castaño cortado a cepillo contrastaba con la languidez general de su aspecto.

Hasta ese momento Lydia no se dio cuenta de que llevaba el vestido arrugado, y de que tenía el pelo alborotado. Estuvo a punto de pasarse una mano por él, pero se detuvo. Lo que ese hombre pensara de ella no le importaba lo más mínimo. Era maleducado, arrogante, y apoyaba a un dictador despiadado. Que se fuera al infierno. Su madre tenía razón.

Se dirigió a la puerta, le entregó el abrigo y se sintió obligada a estrecharle la mano.

– Adiós, Alexei Serov, y gracias otra vez por su ayuda.

Él le estrechó la mano brevemente, estudiándosela mientras lo hacía, como si quisiera leer sus secretos.

Lydia la retiró.

Los ojos verdes del ruso, entrecerrados de nuevo, se posaron en los suyos, inquisitivos.

– Mi madre, la condesa Natalia Serova, organiza una fiesta la próxima semana. ¿Le gustaría asistir, tal vez? Es el lunes a las ocho. Venga. -Y se echó a reír, burlón-. Podemos volver a sentarnos a hablar de movimientos de tropas.

Tras él, en el coche, sobre el camino de gravilla, un chófer chino ataviado con uniforme militar aguardaba pacientemente al volante. En el guardabarros, mecida por la brisa helada, ondeaba una bandera del Kuomintang.

– Lo pensaré -dijo Lydia, antes de cerrar la puerta.

Subió los peldaños de dos en dos. La puerta del dormitorio estaba cerrada, pero ella la abrió de golpe, y empezó a hablar antes de encontrarse del todo dentro.

– Chang, no pasa nada, yo…

Se detuvo, la cama estaba vacía, la sábana retirada, y del edredón no había ni rastro.

– ¿Chang?

Hacía frío. Un viento gélido le rozó la mejilla. La ventana estaba abierta de par en par, y las cortinas se agitaban.

– No -musitó ella, acercándose a toda prisa hasta el alféizar.

Fuera, en la terraza, no había ni rastro de su cuerpo maltrecho. Su dormitorio daba al jardín trasero, que se veía muerto, desnudo. El único movimiento era el de una urraca. Vacío. Un gran dolor se apoderó de su pecho.

– Chang -llamó en voz baja.

Algo sonó a su espalda. Lydia se volvió y observó que la puerta se cerraba. Tras ella, pegado a la pared junto a la que se había ocultado, estaba Chang An Lo. Tenía la cara muy blanca, pero se había envuelto en el edredón color melocotón, y de la muñeca derecha aún colgaban los restos de unos vendajes. Entre los dedos hinchados, a modo de daga afilada, sostenía las tijeras que ella usaba para cortar las vendas.

Capítulo 40

Theo se sentía muerto. Pero su aspecto era, sin duda, el de alguien muy vivo. Llevaba puesto su mejor traje, el de color gris marengo con raya diplomática, así como una camisa blanca, almidonada, y una corbata rayada de seda. Un verdadero diablo extranjero. Envarado y altivo. Ese día Feng Tu Hong vería a un enemigo, pero a un enemigo comedido.

Aparcó el Morris Cowley en una calle trasera de la zona china de la ciudad, lanzó un par de monedas a un pilluelo desharrapado para que se lo vigilara y se unió a la masa de cuerpos que se dirigían a la plaza, colina arriba. Un viento cortante tiraba de pelos y chaquetas, y obligaba a la gente a hundir la cabeza bajo los sombreros de bambú tejido. Theo, en cambio, buscaba su contacto, y alzó la suya. Al hacerlo, el dolor insoportable que sentía tras los ojos pareció remitir. Era imprescindible que llegara con la vista despejada. Se abrió paso a codazos entre la alegre multitud, y no vio a ningún otro fanqui al pasar bajo el destartalado arco de dragón que daba acceso a la amplia plaza. Ignoró las miradas hostiles. Feng Tu Hong era el único para el que tenía ojos.

– Disculpe, honorable señor, pero no es prudente para usted estar aquí hoy.

Se trataba de un hombre bajo y elegante que le hablaba a la altura del hombro. Llevaba la túnica color azafrán que lo identificaba como monje, y su cabeza, rasurada, brillaba como si acabara de aplicarle aceite. Olía mucho a enebro, y su sonrisa transmitía la placidez de un girasol.

Theo le hizo una reverencia.

– He venido para hablar con el presidente del Consejo. A instancias suyas.

– Ah, en ese caso está usted en buenas manos.

– Eso es discutible.

– Todo es discutible. Pero aquellos que tienen fe en la verdad y perseveran por su senda, hallarán el despertar.

– Gracias, hombre santo. Me aferraré a ese pensamiento.

Qing Qui Guang Chang. Plaza de la Mano Abierta. A Theo le parecía que el nombre no resultaba nada adecuado. Las manos que no tardaría en ver frente a él estarían cerradas: de miedo.

Se trataba de una plaza adoquinada, rodeada de salones de té y tiendas ante las que unos estandartes de un rojo muy vivo ondeaban al viento. Un llamativo colmillo de elefante, dorado, se arqueaba frente a la puerta del colorido teatro que dominaba un lado. Todo brillaba y se mostraba profusamente decorado, y parecía dotado de movimiento por efecto de la curvatura de los aleros que, en los tejados, lucían talismanes tallados en honor de los dioses. Ese día se había prohibido la celebración del mercado de aves enjauladas y sacos de especias que llegaban de las provincias meridionales, y en su lugar, frente a la gran entrada del teatro, se había erigido una pequeña tarima de madera, de dos metros por dos, y de uno de altura. Sobre ella, en una butaca, estaba sentado Feng Tu Hong.

A su lado, de pie, se había colocado Theo.

La plaza era un hervidero de rostros expectantes, alineados de modo que el centro de la plaza quedara vacío. La gente había acudido a pie desde los campos, o había abandonado sus labores en cocinas y despachos para pasar un buen rato, para olvidarse por unos instantes de las rutinas diarias. Lo que los atraía era aquel despliegue de poder. Los tranquilizaba. En aquel mundo cambiante y resbaladizo, había cosas que seguían como siempre. Que se hacían como antiguamente. Theo lo veía en sus rostros, y al constatarlo sentía un dolor en el pecho. Sufría por ellos.

Feng levantó un dedo y, al instante, el extremo más alejado de la muchedumbre se abrió para dejar paso a una larga columna de soldados ataviados con uniformes grises y calzados con botas mal enlustradas. Era el Kuomintang. Saludaron al presidente del Consejo antes de formar en el espacio interior de la plaza, mirando hacia fuera, hacia los congregados. Los rifles en alto. Theo se limitó a observar con atención aquellos rostros jóvenes, inexpresivos, pues prefería no pensar por qué habían sido convocados allí, y se concentró en uno al que le costaba disimular el orgullo que sentía. Parecía resplandeciente, como si acabara de llegar de la academia militar que Chiang Kai-Chek tenía en Whampoa.

La milicia se había considerado tradicionalmente una profesión modesta en China, a diferencia de lo que sucedía en Occidente, pero Theo constataba un gran cambio entre los soldados reclutados más recientemente por Chiang Kai-Chek. Se notaba que no sólo habían sido entrenados físicamente, sino que el adiestramiento y el adoctrinamiento alcanzaban también sus mentes. El resultado era que creían en lo que estaban haciendo. Además, les pagaban un salario digno por su labor. Chiang Kai-Chek no era tonto. Theo lo admiraba. Pero temía que el desarrollo de China fuera lento. Chiang era, básicamente, un conservador. Le gustaban las cosas tal como eran, a pesar de sus promesas de revolución. Sin embargo, el rostro de aquel joven soldado ardía de fe ciega en su líder, y eso tenía que ser bueno para China.

– Tiyo Willbee.

Algo reacio, Theo se volvió para mirar a Feng. El gran hombre llevaba sus ropajes ceremoniales, de raso azul bordado, sobre otra túnica dorada y acolchada que le daba un aspecto más pesado y cuadrado que nunca. Además, un sombrero negro, alto y muy recargado remataba, incongruente, su cabeza de toro, y a Theo le recordaba el birrete de un juez.

– Mira al primer hombre.

A Theo le costó entender a qué se refería, pero cuando un redoble de tambor se elevó desde la plaza, y desde las cuatro esquinas unos monjes vestidos con sus túnicas de color azafrán se adelantaron e hicieron sonar sus largas trompetas, que lanzaron un lamento desgarrador que alertó a la multitud inquieta, se dio cuenta de qué había querido decirle. Una hilera de prisioneros era conducida hasta el centro de la plaza. Llevaban las manos atadas a la espalda con tiras de cuero, e iban desnudos de cintura para arriba, a pesar de la temperatura invernal. Excepto uno. Una mujer, que ocupaba el segundo lugar y a la que Theo reconoció al instante. Se trataba de aquel rostro sumiso y ordinario que se había enterrado en el pelo sarnoso del gato con inaudita devoción. Era la mujer del barco, la que le había entregado a Yeewai. Frente a ella avanzaba el patrón del junco, el que se había liberado a punta de cuchillo, y al que seguían otros seis, todos tripulantes de la misma embarcación.

– ¿Lo ves? -le preguntó Feng.

– Lo veo.

Theo sabía qué iba a suceder a continuación. Lo había visto otras veces, aunque no había llegado a acostumbrarse. Obligaron a los prisioneros a arrodillarse junto al capitán de uniforme gris, y a hacer una reverencia al presidente.

Feng permanecía sentado, el rostro pétreo.

Cuando un hombretón que llevaba una larga espada curva apareció en el centro de la plaza, avanzando con parsimoniosa solemnidad, la multitud prorrumpió en vítores. Hizo girar el sable sobre su cabeza una vez, en una demostración de velocidad y destreza, y aquel gesto desencadenó el llanto de dos de los presos, apenas niños, que se pusieron a suplicar clemencia. Theo habría querido gritarles que no malgastaran su último aliento. La espada se alzó y cayó tres veces sobre tres nucas. Los espectadores ahogaron gritos de asombro y reverencia al ver salpicar la sangre. De pronto, una mujer joven surgió de entre la multitud y se lanzó a los pies de Feng Tu Hong. Aferrada a ellos, le besó los tobillos con fervor.

– ¡Libradme de esta ramera! -exclamó Feng, dándole un puntapié.

Un soldado se agachó y la levantó por los pelos, para que pudieran verle la cara. Era hermosa, pero se retorcía de desesperación. Gritaba y, al oírla, una prisionera abandonó su postración y alzó la cabeza.

– Ying, mi hija amada -dijo, y recibió un culatazo en el pescuezo.

– Por favor -suplicó la joven entre sollozos-, gran y honorable presidente, no mates a mis padres, por favor, dispón de mí como te plazca, soy tuya. Te lo ruego, gran…

El soldado hizo ademán de arrastrarla.

– Espera. -Feng alzó la vara de marfil viejo que reposaba en su regazo, y señaló con ella al capitán del Kuomintang.

El oficial se acercó a la tarima con un paso marcial que no ocultaba el rechazo que sentía por el presidente.

– Meta a la vieja ramera en la cárcel diez días más, y luego suéltela.

Movió la mano en dirección a la joven, y uno de los asistentes que montaban guardia tras él se la llevaron. Ahora no decía nada. Temblaba. El capitán asintió con un movimiento de cabeza y emitió una orden. Su rostro, muy serio, expresaba desdén. La prisionera fue escoltada hasta un extremo de la plaza.

Theo se acercó a Feng Tu Hong.

– Si te ofrezco mucho dinero, ¿los soltarás a todos?

Feng soltó una carcajada, mostrando sus tres dientes de oro, y se dio una palmada en la rodilla.

– Puedes suplicar cuanto quieras, Willbee. Eso me divertirá. Tal vez incluso finja considerar tu petición. Pero la respuesta será no. Sólo hay un precio por el que les concedería la libertad.

– ¿Qué precio?

– Mi hija.

– Vete al infierno.

– Tú eres fanqui. Tiemblas con el mal de los sueños. Has causado la muerte de siete hombres hoy, así que no dormirás esta noche, me parece.

– No, Feng Tu Hong, te equivocas. Dormiré como un bebé mecido por su madre, porque me rodearán los brazos de Li Mei, y los pechos que rozarán mis labios serán los dulces pechos de tu hija.

– Que los murciélagos devoren tu carne esta noche, vástago de ramera del diablo, de apestosa boca.

– Escúchame, Feng. Si he venido a esta plaza hoy ha sido para dejarte claro que nada me hará renunciar a ella. Nada. Te lo digo bien claro: Li Mei jamás regresará a tu casa. Me corresponde a mí velar por ella.

– Ella es tu ramera, y supone una vergüenza para la memoria de sus antepasados.

– Se ha cambiado el apellido Feng, y ahora lleva el de su madre, Li, porque son tus negocios indignos los que le infligen negra vergüenza. Se pregunta cómo va a mantener los pies en la Senda Recta si todos los días debe hacer penitencia al saber que su padre destruye vidas de seres humanos con el humo de los sueños y con su insaciable violencia.

– El opio es barro extranjero. Fuisteis vosotros y los que son como vosotros quienes primero lo trajisteis hasta nuestras costas. Vosotros nos enseñasteis a hacer negocios. Y ahora los envíos por barco continúan todas las noches sin la ayuda de la información de Mason sobre los movimientos de los barcos patrulla. Van en busca de nuestras velas nocturnas. De modo que es por culpa vuestra por lo que pillarán a más hombres, y más hombres morirán. Uno a uno, en esta Plaza de la Mano Abierta.

– No, Feng. Su sangre está en tus manos. No en las mías.

– Bah, Tiyo Willbee, tú podrías salvarlos.

– ¿Cómo?

– Vuelve a salir con las barcas nocturnas.

– No.

– Te juro que sus gritos en la otra vida llegarán hasta tu celda de la cárcel y se colarán en tus sueños.

– ¿Quiere eso decir que has hablado con el cabrón de Mason?

– Por supuesto, he tenido ese honor. Me duele, porque no voy a tratar sólo con él, pretende hablar con vuestro sir Edward y entregarle a él tu pescuezo inútil. Dime, Tiyo Willbee, ¿quién se ocupará de tu puta china entonces?

Capítulo 41

Nevaba. Copos grandes, esponjosos, que se descolgaban de un cielo encapotado, blanco, y convertían el suelo en una superficie resbaladiza. Lydia avanzaba con prisa. No por la nieve, sino por Chang An Lo. No soportaba dejarlo solo en casa.

– ¿Pueden arreglarlo? -preguntó en el taller de la modista.

Madame Camellia sostuvo en alto el vestido verde y contempló su triste estado con la ternura de una madre ante un hijo perdido.

– Haré lo que pueda, señorita Ivanova.

– Gracias.

Luego al farmacéutico de Glebe Street, con su hilera de frascos altos azules y rojos en el escaparate. Más vendas, más ácido bórico, y yodo. Al salir del comercio del señor Hatton, la calle ya se había cubierto de un manto blanco, y escasos coches pasaban por ella, con un dedo de nieve en los techos. Lydia notaba los copos, que rozaban con suavidad sus mejillas, y parpadeaba cada vez que entraban en contacto con sus pestañas, camino de Wellington Street, del pequeño tenderete de la esquina. Una vez allí, en el mostrador, pidió una caja de fideos de arroz calientes y bai azi. Lo metieron todo en una bolsa de papel de embalar marrón, y ella emprendió a toda prisa el camino de regreso a casa.

– Lydia Ivanova.

Alzó la cabeza, desconfiada, y ante ella apareció la esquina de Ebury Avenue, que era donde ahora vivía. Apoyado en uno de los grandes plátanos distinguió la figura robusta de Liev Popkov.

– ¡Liev! -exclamó, encantada, y corrió a su encuentro.

Ahí estaba, de pie, sólido como el tronco que lo sostenía. Separó los brazos y la envolvió con ellos. Fue como si se la tragara un mamut peludo.

– Gracias, Liev, spasibo -susurró, con la cara apoyada en su pecho.

El abrigo era el mismo que había protegido a Chang de la lluvia el día de los muelles, y, en contacto con su piel, lo sintió frío, húmedo, tieso. Pero no le importaba. Se alegraba mucho de ver al gran ruso. Sin soltar la bolsa de comida caliente, lo abrazó hasta donde le dieron las manos, apretándolo con fuerza. De pronto, inesperadamente, una oleada de emociones surgió en su interior. Todo lo que había estado controlando estalló, y se vio agitándose y temblando sin control. Sus huesos se convirtieron en agua, y las piernas le habrían fallado si Liev Popkov no la hubiera estado sujetando contra su pecho.

El gigante gruñó, suave, tranquilizándola, mientras la nieve, silenciosa, se arremolinaba a su alrededor.

Pero como vino se fue. Sus huesos recuperaron su dureza. Lo abrazó con más fuerza aún, antes de apartarse y dedicarle una sonrisa nerviosa.

– Luchshye? -le preguntó él-. ¿Mejor?

– Gorazdo luchshye. Mucho mejor.

– Bien.

Y eso fue todo lo que dijeron al respecto.

– ¿Quieres entrar a conocer a Chang An Lo? A él le gustaría… darte las gracias. -Su lengua hacía esfuerzos por pronunciar las palabras rusas.

– ¿Entonces aún no ha muerto?

– No. Está vivo. Poydiom. Entra.

Le tiró del brazo, pero él no se movió.

– No, Lydia Ivanova. A mí tu chino me trae sin cuidado.

– Entonces, ¿por qué le ayudaste?

Él encogió sus hombros inmensos.

– Por ti. -Se sacó del bolsillo un fajo de billetes y los metió en el bolsillo del abrigo de Lydia, que al momento supo que se trataba de los doscientos dólares.

– No, Liev, son tuyos.

– No quiero que me pagues.

– Pero me has ayudado muchísimo. No lo entiendo. ¿Por qué arriesgar la vida buscando en los muelles?

El gigante se acarició el mentón, tirándose de la barba.

– Porque eres la nieta del general Nicolai Serguei Ivanov. -Se llevó la gran manaza al ala de su gorra de piel y saludó.

– ¿Qué?

– Es un honor para mí servirte.

– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que conociste a mi abuelo?

Antes de que él pudiera responder, una explosión rasgó el aire un ruido estridente, fuerte, que retumbó en las costillas de Lydia. Al instante se elevó una columna de humo negro en el centro de 1a ciudad, sobre los tejados cubiertos de nieve, y no tardó en fundirse con los nubarrones grises.

– Bomba -dijo Liev Popkov al instante-. Vete a casa. De prisa. Bistra.

– Espera.

Pero él ya se alejaba a grandes zancadas. Lydia dio media vuelta y corrió hacia su nuevo hogar.

Chang suponía que regresaría con gesto asustado, pero no fue así.

– Tu amigo Alexei Serov decía la verdad. Las bombas han empezado a estallar.

– ¿Lo has oído?

– Se ha oído en todo Junchow.

Lydia había irrumpido en el dormitorio con una energía que él envidiaba, y en vez de llevar el miedo dibujado en el rostro, llegaba con una indudable inyección de chi. Resplandecía de chi. Tenía las mejillas coloradas, y los ojos le brillaban más que otras veces. Estaba centrada.

– Lydia -le dijo, sonriéndole-. Haces que todo el cuarto vibre. Más que la bomba.

Ella lo miró, sin saber qué pensar durante unos instantes, y entonces, inclinando la cabeza sobre la almohada en la que reposaba su cabeza, se echó a reír y le rozó casi con el pelo rojizo.

– A nosotros nos beneficia. Mientras los Serpientes Negras sigan en guerra unos con otros, nos dejaran en paz.

– Más allá de este dormitorio existe todo un mundo, Lydia. No puedes ignorarlo.

– Hoy sí puedo -replicó ella, esbozando otra sonrisa-. Toma, cómete esto.

Soñaba. Y los sueños eran siempre de fuego. A veces el fuego estaba en el pelo de Lydia, resplandeciente, parpadeante, pero en otras ocasiones ardía en su propia sangre, y lo quemaba. El fuego del dolor, y el fuego del odio. Juntos, lo consumían.

– Chang An Lo.

Abrió los ojos e, instintivamente, hizo ademán de retirarse. Una mano se acercaba a su rostro. Pero se trataba sólo de un paño húmedo que le acariciaba la piel, fresco, fragante. No una vara roja, silbante.

– Tranquilo -decía Lydia en voz baja-. Has tenido otra de tus pesadillas.

El corazón le latía con fuerza, y sentía náuseas, que se esforzaba por disimular. Sabía que ya había perdido toda credibilidad frente a aquella niña, que se había mostrado ante ella débil, incapaz, sin rastro de dignidad, pero se negaba a vomitar los fideos en la cama y tener que ver cómo ella lo limpiaba todo.

– Toma.

Una taza le rozó los labios. Dio un sorbo. Notó la amargura de las hierbas chinas, que le aliviaron. Los fuegos y las náuseas remitieron. Dio un sorbo más, y supo que había llegado el momento.

– Lydia.

– Cállate. No hables. Necesitas descansar. Si quieres, te leeré en voz alta.

– Los relatos de Shere Kan son fuertes. Pero tienes que leer a Mulan. Es famosa entre las leyendas chinas. Te gustaría, se parece mucho a ti.

– Pobre y flaca, quieres decir -replicó ella, sonriendo.

– No. Arriesgada. Y valiente.

Lydia se ruborizó, y ocultó las mejillas tras el pelo suelto.

– Te burlas de mí, Chang An Lo. Cuidado con lo que dices, que puedo echarte encima el contenido de esta taza, que huele a hiel de tiburón, o alguna otra cosa igualmente desagradable.

Él la miró, se fijó en el desafío que brillaba en sus ojos, en su perfecta redondez, en su color de miel caliente. ¿Cómo podía pensar que se burlaba de ella?

– Lydia, tengo que empezar a caminar.

Y caminó. Aunque aquello apenas si podía llamarse caminar. Apoyaba todo el peso en la muchacha-zorro, y no en sus inútiles piernas, que se desmoronaban tan pronto como él les pedía que hicieran algo que no fuera sostenerlo en pie. Parecían tan débiles e inestables como los fideos que aún se alojaban en su estómago. Se avergonzaba de ellas.

Con todo, ella le ponía las cosas fáciles. En primer lugar, le había traído una de las camisas largas, de rayas, que pertenecían al nuevo esposo de su madre, y que aunque resultaba demasiado grande para su cuerpo sin carne y le llegaba casi hasta las rodillas, lo que le hacía sentirse menos incómodo. Olía a lavanda, algo que le sorprendió, pero ella le dijo que había mucha gente que colocaba sacos de esa hierba aromática en los armarios roperos. A continuación, encendió una placa más de la estufa de gas, para que el aire estuviera más caliente y a él se le destensaran los músculos. Y, por último, le pasó un brazo alrededor del hombro para ayudarle a bajar de la cama, y lo atrajo mucho hacia sí, con la naturalidad de quien considera que el otro es una mitad del mismo todo.

Con el brazo por encima del hombro de Lydia, arrastró los pies hasta ponerlos en movimiento. Juntos, avanzaron lentamente hacia la puerta, y regresaron al punto de partida. Después se dirigieron a la ventana, para volver a regresar junto a la cama. Y a la estufa. Camina. Pie. Muévete. Talón. Dedos. Gira. Levántate. El avance era insoportablemente lento. La cabeza le daba vueltas en una espiral gris, y a veces perdía la visión, y no distinguía más que la negrura que tenía delante. Aun así, seguía caminando.

– Ya está bien por hoy -dijo Lydia-. Te vas a matar.

– Tengo los músculos muy débiles, Lydia. Debo proporcionarles fuerza -respondió él con apenas un hilo de voz.

– ¿Qué sentido tiene que te cure el cuerpo si luego vas tú y lo enfermas de nuevo?

– No puedo parar. No hay mucho tiempo.

– Pues tienes que hacerlo. Para ahora, por favor. Ya practicaremos un poco más dentro de una hora, cuando hayas descansado.

– ¿Me despertarás tú?

– Te lo prometo.

Entonces, Chang se derrumbó sobre la cama, y al instante se introdujo en un túnel de fuego.

– Tienes visita, Chang An Lo. Un invitado.

Antes de abrir los ojos, se llevó la mano al cuchillo de mango labrado que guardaba bajo la sábana. Le había pedido a Lydia que se lo trajera de la cocina la vez que había aparecido por la casa aquel visitante ruso, el que traía información sobre el Kuomintang. Si se le ocurría regresar, Chang no pensaba morir sin presentar batalla.

– Di hola.

Chang parpadeó, sorprendido, frunció el ceño, y esbozó una sonrisa. Resultaba imposible saber qué se traía entre manos la muchacha-zorro. Estaba ahí, de pie, junto a la cama, y sostenía en brazos un conejo blanco, que movía la nariz a un ritmo frenético, oliendo las hierbas que impregnaban el dormitorio, y tenía los ojos muy abiertos de la emoción, pero permanecía en sus brazos, y no parecía tener intención de escapar.

– Saluda a Sun Yat-sen.

– ¿Sun Yat-sen? No. Sun Yat-sen es el padre de la China revolucionaria. Se trata de un gran hombre, un hombre noble. Insultas su memoria poniéndole su nombre a un miserable animal.

– No, no, no seas tonto. Además, ¿cómo te atreves a decir que es un animal miserable? Pero si es un conejito adorable. Míralo. Es todo un honor para su tocayo.

Chang lo miró. Ciertamente, la criatura era un espécimen admirable. Tenía un cuerpo fuerte, musculoso, y su abrigo de pieles resplandecía, blanco como la nieve iluminada por el sol. Chang le envidiaba la buena salud de que gozaba. Y el lugar que ocupaba en los brazos de Lydia.

– Está bien, te saludo con respeto, Sun Yat-sen. -Inclinó la cabeza-. Es un honor para mí verte aquí, pero espero que algún día pueda verte en un plato. Con salsa hoisin y jengibre.

– ¡Chang!

Él se rió al verle la cara.

La noche era el momento más duro. Ella siempre le cambiaba los vendajes de las manos y las cataplasmas sobre las quemaduras del pecho antes de prepararlo para afrontar las largas horas de oscuridad.

Él no le hablaba del dolor que sentía, ni del rato que pasaba despierto después de bajar los párpados.

Pero no todo en el dolor era malo. Le proporcionaba algo en que pensar; cuando no pensaba en Po Chu.

Sentada en la silla, Lydia apoyaba la cabeza en el edredón. Él sentía su peso suave sobre su cadera, aunque apenas veía más que un vago perfil en la oscuridad. Despacio, llevó la mano derecha al cuchillo que guardaba bajo la sábana. Le había pedido que le quitara el vendaje de esa mano, que se cubría sólo con una gasa fina que dejaba al descubierto los tres dedos que le quedaban, además del pulgar. Libres y móviles. El sulfuro del farmacéutico había eliminado gran parte de la ponzoña, y los gusanos habían desaparecido hacía tiempo, de modo que la extremidad había recobrado casi su tamaño normal, y ya podía sostener cosas con ella.

Como un ladrón que robara un pollo de un gallinero, él le robó un mechón de pelo. Cuando el cuchillo cortó un rizo de la nuca, temió que ella emitiera un grito de dolor. Pero no fue así: se limitó a murmurar algo en sueños. Chang se preguntó qué imágenes ocupaban su mente. Ocultó el rizo bajo el colchón, y después le acarició la cabeza con la delicadeza de una pluma. Ella volvió a musitar algo, y su cuerpo, incómodo, se agitó en la silla. Los dedos de él avanzaron para posarse en aquellos labios, y sintió el calor de su aliento. Cerró los ojos, y volvió a pasar los dedos por el mechón de su pelo, pero no tuvo suficiente. El deseo que sentía por ella era como una cueva abierta en medio de su pecho. Sin hacer caso de las protestas de dolor que recorrían sus manos y alcanzaban sus axilas, le levantó la cabeza, y la colcha en que se apoyaba, y arrastró todo su cuerpo hasta la cama. Una vez allí, la cubrió con el edredón.

Contuvo el aliento, pero ella no despertó y, en sueños, balbució:

– He echado a perder el vestido.

Chang sonrió al oírlo, y al momento la respiración de la muchacha-zorro volvió a acompasarse.

Se dijo que Lydia no se enfadaría. Había una manta y una sábana entre su cuerpo y el de ella, y además estaba vestida, de modo que no era nada indecente. Pero sabía que su madre la mataría si la encontraba allí, de ese modo, lo que implicaba que sí, que era algo indecente. Pero el calor de su cuerpo, en contacto con su carne, era tan agradable… Había dicho la verdad al afirmar que ella lo curaría. No las hierbas ni las pociones. Ella. Su olor cálido bastaba para limpiarle la sangre. Lo sentía.

En la oscuridad, la rodeó con un brazo y la besó

Capítulo 42

Fue consciente del calor. Pero al estirarse como una gata, al sol de la mañana, al instante se dio cuenta de que estaba tendida. En su cama. Abrió los ojos y se encontró con su rostro a apenas unos centímetros del suyo, observándola. Otra vez.

– Buenos días -le dijo él en voz muy baja.

– Hola, ¿cómo he llegado hasta aquí?

– Te hacía falta dormir, y no en una silla. ¿Te sientes mejor?

– Mucho mejor. ¿Y tú? ¿Has dormido bien?

– Sí.

Lydia sabía que le estaba mintiendo, pero le parecía tan raro mantener aquella conversación ahí, boca arriba en la cama con él, que optó por no contradecirlo. Él se acercó aún más y le rozó una oreja durante un instante brevísimo. Lydia notó que la hinchazón de sus dedos era mucho menor, y deseó que volviera a acariciarle la oreja. La oreja, la cara, lo que él quisiera. Desde tan cerca le veía el bozo de la mandíbula, aunque no tan cerrado como el de Alfred. No tenía ni un pelo en el pecho, y al constatarlo supo que le gustaba así, que le gustaba aquella suavidad.

Permanecieron en silencio, mirándose. No se trataba de un silencio incómodo, tenso, interminable, y parecía tan natural como la luz del sol que se colaba bajo la cortina, de modo que cuando ella, al cabo de un rato, se inclinó sobre él y le besó los labios, no existió el menor rubor, sino sólo una sensación de plenitud. Y un deseo imperioso de más. El deseo era tan fuerte que el cuerpo le dolía. Pero cuando menos lo esperaba, él cerró los ojos y la rechazó. Su decepción fue tal que tuvo que tragar saliva, pero se recordó a sí misma que estaba enfermo, gravemente enfermo, y que necesitaba reposo. Cuando se levantó de la cama, él no trató de impedírselo.

Permaneció tendido, respirando profundamente, como si le doliera el pecho, la cabeza oscura e inmóvil sobre la almohada que todavía conservaba la huella de la suya.

Recogió deprisa algo de ropa limpia y se metió en el baño. «Gospodi!» Debía de apestar. Llenó la bañera y vertió en ella un chorro del baño de espuma de su madre, de un color verde intenso. Se metió dentro y se frotó con fuerza. Para quitarse el dolor. Después se envolvió el pelo húmedo en una toalla y se puso el vestido limpio y el cardigan de lana nuevo que Valentina le había comprado, muy suave y de un amarillo pálido.

Se miró en el espejo colocado sobre el lavabo, intentando ver lo que Chang vería, pero no pudo. Sus huesos se habían recubierto de algo de carne, lo que era una mejora. Y le parecía que su madre tenía razón, porque en los últimos meses, la buena alimentación, que se debía a Alfred, no sólo le había redondeado la cara, sino también los pechos. No los tenía tan bonitos como los de Polly. Todavía no.

Sonrió. Mirándose al espejo. Y lo que vio le causó sorpresa. Era una sonrisa nueva por completo.

Cuando sonó el timbre esa vez, a Lydia no le sorprendió del todo. Casi lo esperaba.

– Será Polly -dijo, y bajó a abrir la puerta principal.

– Hola, Lyd, he venido a ver cómo te va. ¿No te sientes sola?

– Oh, Polly, la verdad es que ahora no me viene muy bien. Estaba…

– Hola, Lydia, cielo, te ves muy bien, hazme caso. La verdad es que estás radiante. Y ese color te sienta de maravilla.

– Gracias, señora Mason. No tienen por qué venir a ver cómo estoy, de veras. Me va muy bien.

– Sólo quería asegurarme de que te defiendes bien sola, como le prometí al señor Parker. Temíamos que la bomba te hubiera asustado ayer. ¿Verdad, Polly?

– Yo no me asusté. A mí me pareció emocionante -dijo Polly sonriendo-. Y le dije a mamá que tú tampoco te asustarías.

– ¿Tienes tiempo para tus favoritos? -Anthea Mason le alargó los dulces que sostenía y esbozó una sonrisa pícara-. Son macaroons.

Lydia no estaba precisamente de humor para macaroons.

– Mamá los ha hecho especialmente para ti -comentó Polly, y se le iluminó el rostro al ver que su amiga se retiraba para dejarlas entrar en el vestíbulo. Las sentó en el salón.

– ¡Qué habitación tan bonita! Los colores son adorables -comentó Anthea Mason con voz alegre. Lydia le echó un vistazo.

– Los colores los eligió mamá, y los muebles son del señor Parker.

El mueble bar y el chesterfield de cuero eran algo oscuros y siniestros para su gusto, pero su madre ya había empezado a suavizar su impacto aportando sus toques personales, con cojines y cortinas de telas cálidas. Con todo, en ese momento, la cabeza de Lydia estaba en otra parte. Se había quedado de pie, al borde de la gruesa alfombra china.

– ¿Cómo está Sun Yat-sen?

– Bien.

– ¿Y el cocinero? ¿Te cuida bien?

– Sí.

– Así que comes como Dios manda.

– Sí.

– Pero estoy segura que te quedará algo de sitio para éstos, ¿verdad, querida?

– Sí, gracias.

– ¿Una taza de té, tal vez?

– Está bien. Iré a prepararlo.

– Pídele al cocinero que lo prepare, querida. Ya sé que has dado fiesta al criado, aunque sigo sin entender por qué.

– No tardaré.

Se dirigió rápidamente a la cocina, preparó el té de cualquier manera, lo puso en una bandeja negra y lo llevó al salón. Y al entrar quedó petrificada.

– ¿Dónde está Polly?

– Oh, creo que ha subido a tu dormitorio a echarle un vistazo, cielo. No te importa, ¿verdad?

Lydia soltó la bandeja y salió corriendo.

Pero ya era demasiado tarde. Polly estaba en el dormitorio. Tenía las mejillas muy coloradas y estaba absolutamente rígida, observando a Chang An Lo. Él, tendido en la cama, sostenía el cuchillo.

– Maldita sea, Polly, deberías haber esperado. -Lydia sostuvo a su amiga por el hombro y la giró hacia sí-. Escúchame bien. No puedes contar nada. ¿Me oyes? No puedes decírselo a nadie. Ni siquiera a tu madre.

Polly volvió a fijarse en Chang, al que miraba como habría mirado a un tigre que hubiera encontrado en la cama de su amiga.

– ¿Quién es?

– Un amigo.

Polly abrió mucho los ojos.

– No será el del callejón. El comunista.

– Sí.

– ¿Y qué está haciendo aquí?

– Está herido. Polly, si se lo cuentas a alguien, será muy peligroso para él. Debes guardar silencio, si no lo pillarán y lo matarán.

Polly ahogó un grito y, con gesto brusco, automático, se levantó el flequillo, dejando al descubierto un cardenal muy feo que tenía en la frente. Al verlo, Lydia se enfureció.

– Y no le digas nada a tu padre sobre Chang An Lo, ¿de acuerdo? Prométemelo. -La abrazó-. Tranquila, no te preocupes, que no hemos hecho nada malo.

Polly la miró, incrédula.

– ¿No te parece que meter a un chino en tu cama mientras tu madre está de viaje está mal?

– No, me limito a cuidar de él, eso es todo, y no hay nada malo en ello. Además, se irá tan pronto como se sienta mejor, te lo juro. -Lydia miró a Polly fijamente a los ojos, y en ellos vio algo que hizo que el alma se le cayera a los pies.

– Sigo pensando que está mal -insistió Polly en voz baja.

– Por favor, Polly.

– Pero si se lo contara a mi madre…

– No, no se lo digas a nadie. Debes mantener silencio sobre lo que has visto. -Rodeó la muñeca de su amiga con la mano, y le dio un ligero apretón-. Hazlo por mí. -Le dio un beso en la mejilla-. Por favor, Polly, hazlo por mí.

– He estado pensando -dijo Lydia mientras servía de apoyo a Chang An Lo, que avanzaba con dificultad por la habitación-. Ya se me ha ocurrido qué vamos a hacer el sábado.

Chang sudaba copiosamente. El esfuerzo le estaba matando, pero no se detenía.

– El sábado me voy.

A ella se le hizo un nudo en la garganta. Era la primera vez que lo verbalizaba.

– No, a eso me refería. No hace falta que te vayas. Puedes quedarte.

El volvió la cabeza y la miró, esbozando una sonrisa burlona.

– Sí, claro. Tu madre y tu nuevo padre me darán encantados la bienvenida a su casa en calidad de invitado.

– Quiero que te quedes.

Él la atrajo más hacia sí con el brazo que se apoyaba en sus hombros, aunque sin dejar de caminar.

– Verás, he pensado que puedes quedarte en el cobertizo, el que ahora ocupa Sun Yat-sen. Le he puesto un candado, de modo que nadie podrá entrar en él, excepto yo. No sabrán que tú estás dentro. Alfred y mi madre estarán tan ocupados el uno con el otro que no se fijarán, y he trasladado todos los utensilios del jardinero al garaje, y así…

Él ahogó una risita, un sonido malicioso y alegre y tan lleno de vida que a Lydia se le aceleró el pulso de emoción.

– Te adoro, Lydia Ivanova. -Volvió a reírse-. Ni los dioses pueden detenerte.

No había dicho que no. Eso era lo que importaba. No había dicho que sí, pero tampoco que no. Y a eso se aferraba.

Por la noche estaba agotado, y pareció sumirse en un sueño profundo e inquieto. Gemía y balbucía cosas en sus pesadillas, pero hablaba en mandarín. A los dos les había alterado sobremanera la intromisión de Polly, pero Lydia le había asegurado que su amiga no diría nada. Ella se alegró de que su propia voz sonara tan convincente, y le habría gustado creer en sus propias palabras. El asombro de Polly había sido mayúsculo, y no sabía cómo reaccionaría cuando tuviera tiempo para reflexionar sobre lo sucedido.

«Polly -murmuró para sus adentros-, no me decepciones.»

La noche se acercaba, y miró por la ventana antes de correr las cortinas. A pesar de la situación precaria en la que se encontraba, se sentía extraordinariamente a salvo. Sabía que se trataba de algo absurdo, tanto que no pudo reprimir una carcajada. Tenía en su cama a un conocido comunista, su madre estaba a punto de regresar acompañada de su nuevo padrastro, un hombre quisquilloso que pondría su mundo patas arriba… Y sin embargo… se sentía bien.

Observó a un faisán moteado que avanzaba sobre la nieve, en el jardín trasero, picoteando en busca de gusanos, y por primera vez en su vida pensó en la importancia de contar con un refugio. De haber dejado de ser una criatura hambrienta, a la intemperie. Apartó la mirada de la escena invernal y se concentró en la habitación. Estaba caldeada, y su iluminación tenue provenía de la lámpara verde. Sobre la bandeja quedaba algo de comida, y un camisón blanco aguardaba doblado en una silla. Se suponía que así era como debía vivir la gente. Pero ella sabía que no era el camisón ni la bandeja lo que hacía que se sintiera tan bien.

Era tener a Chang An Lo en la cama.

Él la despertó en plena noche.

Lydia estaba tendida en la cama. Como la noche anterior, bajo el edredón, pero encima de la manta. Se había cepillado los dientes, se había puesto el camisón y ocupado su posición, junto a él, que ya dormía. La lámpara estaba apagada, y entre la mezcla de sombras silenciosas que ocupaban el dormitorio, sus sentidos se aguzaron. Oía la respiración de Chang, y hasta ella llegaba el olor masculino de su piel. No tenía prisa por quedarse dormida.

– Lydia -susurró él, agarrándola del brazo con fuerza.

Ella despertó al instante.

– ¿Qué sucede? ¿Te duele más?

Chang estaba temblando. Lydia oía el castañetear de sus dientes. Se incorporó en la cama.

– No -respondió él-. Es sólo el dolor de los sueños.

Ella se tendió a su lado y le pasó el brazo por el pecho, abrazándolo con fuerza. Incluso a través de la manta sentía los latidos de su corazón. Él apoyó su mejilla húmeda en la frente de Lydia, aspiró hondo y soltó el aire muy despacio. Durante un largo rato, permanecieron en esa posición.

– Nunca me lo has preguntado -dijo él al fin, envuelto en la oscuridad de la habitación.

– ¿Preguntado qué?

– Qué sucedió.

– Creía que, si querías que lo supiera, me lo contarías tú.

Él asintió.

– Pero, tal vez, si me lo cuentas ahora, te liberarás, y dejarás de tener pesadillas.

Chang volvió a aspirar hondo, y cuando habló lo hizo con voz dura, grave.

– No hay mucho que contar. Fue muy sencillo. Me desnudaron y me metieron en un baúl de metal. Sobreviví. Tres meses, tal vez más. No lo recuerdo bien. Era una caja con agujeros para que entrara el aire. De la longitud de un brazo, y de la misma altura. Me alimentaban cuando les parecía, es decir, casi nunca. Sólo me sacaban del baúl para divertirse. Para cortarme los dedos, o el pecho. Y otras cosas. No quiero que tus oídos lo oigan.

Lydia levantó una mano y le acarició la mejilla, el cuello… caricias largas, lentas. Pero no dijo nada.

– Un día se descuidaron. Dejaron los puñales demasiado cerca mientras jugaban a sus jueguecitos conmigo. Creían que era un muerto viviente. Que no suponía la menor amenaza para ellos. Pero se equivocaban. Mi mano aún sabía cómo se clavaba un filo en una barriga bien alimentada.

Se detuvo. Había dejado de temblar. Lydia sentía que su ira era como una capa de acero bajo la piel.

– Escapé. Pero no podía acudir a ningún amigo en busca de ayuda. Habría sido demasiado peligroso.

– De modo que recurriste a Tan Wah.

– Sí. No lo conocía nadie. Las cabañas las usan los adictos al opio. Nadie más va hasta allí. Pensé que era un lugar seguro. -Dejó escapar un gemido grave-. Me equivocaba.

– No, Chang An Lo, no, tenías razón. Si murió fue por mi culpa. Por culpa de mi estúpido abrigo, y por la avaricia de otra persona. Lo siento.

– Los dos lo sentimos; Tan Wah -susurró él.

El silencio duró poco, porque ahora era Lydia la que sentía que su ira luchaba por salir a la superficie.

– ¿Quién te hizo esas cosas? ¿Quiénes son «ellos»? ¿Los Serpientes Negras? ¿El Kuomintang? Dímelo.

Chang movió la cabeza sobre la almohada y la miró. La oscuridad le impedía distinguir la expresión de su rostro, pero Lydia le tocó la cara y descubrió, asombrada, que sus labios se curvaban componiendo una sonrisa.

– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Vas a salir a matarlos para vengarte en mi nombre?

– Eso es lo que merecen.

Chang se rió en voz baja y se acercó más a ella.

– ¿Es difícil matar a alguien? -le preguntó Lydia en un susurro.

– Lydia, si no tuvieras más remedio, matarías a un hombre.

Y entonces la besó, y esa vez no fue un beso tierno, sino fiero, ávido, un beso que recorrió todo su cuerpo, como un dolor.

– ¿Quién fue? -volvió a preguntar ella cuando recobró el aliento.

– Nunca te rindes.

– ¿Quién?

– Fue Feng Po Chu. Su padre, Feng Tu Hong, es el jefe de las Serpientes Negras y el presidente del Consejo.

– ¿Po Chu? ¿El que robó los explosivos? ¿Y por qué te hizo esto?

– Porque yo hice algo que le hizo perder autoridad.

– ¿Qué hiciste?

Chang permaneció en silencio unos momentos, y ella pensó que iba a mantener el secreto, pero al poco, muy despacio, retomó la conversación.

– Lo llevé desnudo y atado en presencia de su padre y le hice suplicar. Creía que contaba con la protección de Feng Tu Hong, pero… -Se detuvo, y resiguió la línea de su oreja con el dedo- estaba equivocado.

Lydia recordó entonces que el señor Theo le había hablado del pacto que Chang había alcanzado con Feng, y asintió.

– Gracias. Ahora ya lo sé.

Tras reflexionar unos instantes, Lydia se apartó de él, se levantó, se acercó a la lámpara verde y la encendió. Cuando regresó a la cama, permaneció inmóvil unos instantes, observándolo fijamente. Entonces, lentamente, se quitó el camisón.

Y vio que los ojos negros de Chang se llenaban de deseo.

Lydia levantó la sábana y se tendió en la cama, junto a su cuerpo desnudo. Estaba caliente. Como la seda, y rozaba un costado entero de su piel. Le acarició la mano vendada, suavemente, las costillas, las caderas. Conocía aquel cuerpo a la perfección, cada hueso, cada músculo.

Pero de pronto, tontamente, se sintió incómoda. No sabía cómo seguir. El corazón le latía con fuerza, y temía que él lo oyera, pero cuando ya pensaba que estaba haciendo el ridículo más espantoso al meterse en la cama como si fuese una vulgar puta, él se dio la vuelta y, apoyado en un codo, le estudió el rostro con gesto oscuro, serio, tan intenso que ahuyentó todos sus temores.

Despacio, los labios de Chang encontraron los suyos. Tímidamente al principio. Besos pequeños y demorados en la boca, en la punta de la barbilla, en las comisuras de los ojos, sobre los pómulos. Aquellos besos hicieron que todo su cuerpo se llenara de algo que era casi un dolor, de un calor furioso y muy intenso. Brotaba en sus labios, en las puntas de sus pechos, y le descendía por las piernas. Le dolían los pezones. Se oyó gemir con una especie de maullido que no había oído antes.

– Lydia -murmuró él, que volvía a tomar posesión de su boca y le acariciaba los pechos desnudos, y en círculos lentos y juguetones buscaba la curva de su vientre.

Fue como si su piel se convirtiera en otra cosa. Tan viva que escapaba a su control, muy pegada al cuerpo de Chang. Sus caderas se encajaban a las suyas, y ella también tocaba, buscaba, acariciaba cada uno de los huesos de su espalda, las clavículas planas, la curva de las nalgas. Sus labios se abrían al contacto de sus labios, y la sensación inesperada de las lenguas entrelazadas le hicieron estremecerse de delicia y asombro, tanto que él se detuvo, alzó la cabeza y la miró, preocupado.

Pero ella se echó a reír, una risa que era casi como un ronroneo, y le rodeó el cuello con los brazos, atrayéndolo hacia sí una vez más. Los labios de Chang exploraban su cuello con unos besos abiertos, como si quisiera comérsela, y con la lengua empezó a lamerle los pechos, saboreándola, descubriéndola, haciendo que las líneas de su cuerpo se fundieran hasta encajar a la perfección con las suyas. Lydia se asombraba al sentir que dos cuerpos fueran capaces de aquello, de convertirse en uno solo.

Mientras él hundía la cabeza sobre sus pechos, ella le pasaba la lengua por la nuca, mordisqueando el vello corto, las primeras vértebras, la piel. Olía a hierbas. Pero el sabor salado la excitó en lo más íntimo. Cuando Chang se metió un pezón en la boca, su temperatura interior alcanzó una cota casi irresistible. Bajó la mano hasta donde notaba que el pene de él se apretaba con fuerza contra su muslo. Pero, al envolverlo con sus dedos, se sobresaltó. Ése no era el pene que reconocía, el que había acunado en su mano anteriormente. Era distinto. Demasiado grande. ¿Cómo podía ser tan suave algo tan duro?

Apenas lo rozó con la mano, a él se le escapó un gemido. El miembro saltó entre sus dedos, como si unas descargas eléctricas recorrieran sus venas azuladas, y ella misma sintió unos deseos irrefrenables de sostenerlo, de cuidarlo, de protegerlo, de poseerlo para siempre. Fue como si fuera parte de ella. Como si todo él fuera una parte de ella.

De pronto supo que no podía esperar más. Le cogió una mano y se la colocó entre las piernas. Al instante él alzó la cabeza para que la boca y la lengua se fundieran con las de ella, y con los dedos empezó a acariciar el núcleo húmedo que ocultaba entre los muslos, suavemente al principio, con más firmeza después. Ella gemía, y por debajo de sus gemidos oía un gruñido grave, ahogado, que era él. Perdió la noción del tiempo. Un minuto, una hora, no lo sabía. Le pasó una pierna por la cadera, y sintió que el pene se apretaba mucho contra su hendidura, caliente, vibrante, ávido.

Y de pronto él estaba encima, besándole los párpados hasta que ella abrió los ojos y se topó con su mirada oscura, que la contemplaba con tanta ternura, con tanto anhelo, que ella supo que recordaría aquellos ojos hasta el día de su muerte. Sus bocas se unieron una vez más.

– Mi dulce amor -susurró él-. Dime que esto es lo que quieres.

A modo de respuesta, ella levantó mucho las caderas, para que la punta de su ser entrara en ella, y oyó que él aspiraba muy hondo. Le mordió un labio y despacio, suavemente, con extremo cuidado, penetró en ella. Durante un instante un dolor agudo la hizo gritar, pero él la atrajo hacia sí, murmurando, susurrando, besándola.

Lydia apenas podía respirar. Todo pensamiento cesó. Todo su mundo se convirtió en ese instante. Un calor agudo que recorría todo su cuerpo y que, ardiente, abría nuevos senderos en su carne. Y en la carne de él. En la carne de los dos. Que convertía sus dos carnes en una sola. Y cuando el clímax final y tembloroso los desgarró a los dos, ella creyó que moría, literalmente. Y que los dioses de Chang An Lo se la llevaban a un nuevo más allá.

No hubo pesadillas. Esa noche no. Ella se las había llevado.

Chang An Lo no podía apartar los ojos de ella, a pesar de la oscuridad. Lydia había apoyado la cabeza en su hombro, y mientras dormía él apretaba la mejilla contra su pelo, para sentirlo otra vez, para acariciar sus llamas. Su mente se adelantaba, se retorcía, trataba de verle la cara oculta al futuro, pero él la hacía regresar. Al presente. A ese momento. A ese ahora. A ese punto perfecto de tiempo.

Se esforzaba por centrarse. Por aclarar sus sentidos. Pero sólo sentía la alegría de estar con ella, la maravilla física de ella, su olor dulce. Su muchacha-zorro. Revivía mentalmente cada segundo ahí tendido, en las horas previas al alba. Volvía a oír los débiles grititos de placer. Sentía sus dientes apretados contra su cuello. Los músculos fuertes en su interior. Ese momento de certeza en el que…

No. Apartó su mente y se obligó a regresar al presente. No en lo que había sucedido. Ni en lo que estaba por venir. En el ahora. Respirar cada bocanada de aire por completo, sin pensar en la siguiente. Los dioses le habían proporcionado un tesoro al que pocos se acercaban a lo largo de una vida. Y no pensaba malgastarlo temiendo que viniera algún ladrón y se lo robara mañana, o pasado mañana. Le rozó la frente con los labios, y los dejó ahí, apoyados contra su piel, tibia y olorosa de sueño. Clavó los ojos en la mata oscura de su pelo, y escuchó su respiración. Debía aclararse las ideas. Pensar qué era lo mejor para ella.

– ¿Estás cansado?

Unos ojos enormes. Unos pozos inmensos de luz ambarina.

– No. -Chang le sonrió en la oscuridad, tendido a su lado, con la cabeza apoyada en la almohada-. Me siento mejor. Mucho mejor. Fuerte por dentro una vez más.

– Bien.

Él le besó la oreja.

– Tienes unas orejas perfectas. Dos valiosos rizos de porcelana.

Ella se echó a reír y le pasó la pierna por encima. Chang se excitó al instante. Le acarició el pecho y sintió que sus músculos, bajo la piel, volvían a la vida. En esa ocasión ella le facilitó las cosas. Se sentó a horcajadas sobre él y se meció con ritmo acelerado, mientras él, con la mano, le acariciaba los pechos hinchados, firmes, duros, que eran una invitación constante para su lengua. Le observaba el rostro móvil, expresivo, que decía tantas cosas. Fijó en su mente aquella imagen, como un pintor que pintara un delicado plato de porcelana.

La libertad de su pasión, su manera de echar el pelo hacia delante, de pegar sus labios a los suyos, de arquearse sobre él con franco deseo, eran cosas nuevas para él, y despertaban su anhelo de ella más y más. Pero también le conmovían, llegaban a un punto de su ser al que nadie había llegado. Y se preguntaba, mientras le acariciaba los costados y la veía temblar, si no sería él el virgen.

Capítulo 43

Lydia seguía acostada, inmóvil. No quería alterar la oscuridad.

Todo había cambiado. Incluso la almohada olía distinto. Sentía como si le hubieran cambiado el cuerpo por otro nuevo de la noche a la mañana y debiera familiarizarse con él por completo, pues su cuerpo sabía y hacía cosas por instinto que su mente sólo era capaz de observar, presa del asombro. Ese cuerpo carecía de pudor, y más bien se regodeaba en aquellos actos extraordinarios de intimidad. Y a ella le admiraba que no supiera lo que era la vergüenza de la desnudez, ni siquiera bajo la mirada atenta de un hombre.

Y no un hombre cualquiera, sino un chino.

¿Qué diría su madre?

Sonrió, y una burbuja de risa abandonó su boca y se asomó a la habitación silenciosa. Imaginó el rostro de Valentina si entrara en ese instante, los ojos y la boca redondos de estupor primero, después muy finos, moldeados por la ira. Con todo, nada de todo eso lograba impresionarla. Ya no, metida en ese nuevo cuerpo. En ese cuerpo deseable. En ese cuerpo que no se avergonzaba. Dobló las extremidades, estiró los dedos de los pies, desperezó los músculos recién despiertos que tenía entre las piernas y la zona inferior del abdomen, y sintió un leve dolor en ellos. No, no era exactamente dolor, sino un delicioso calambre que le recordaba lo que le había sucedido. Aunque no se trataba de algo que pudiera olvidar así como así.

Ya no era virgen. La idea sólo provocó en ella un escalofrío de placer, a pesar de saber que su madre se pondría furiosa y le diría que ningún hombre la querría, pues ahora su mercancía se había echado a perder.

Aquello era una estupidez de tal calibre que no pudo reprimir una sonrisa. Era todo lo contrario: había pasado de ser un producto anodino que se guardaba al fondo del estante a un artículo nuevo y resplandeciente. Brillante, iluminado por dentro. ¿A quién le importaba lo que dijeran los demás hombres? Se estremeció de asco al pensar que otro hombre pudiera tocarla. Era a Chang An Lo a quien deseaba. A nadie más.

Acercó el oído a la boca de su amado para asegurarse de que seguía respirando. No se fiaba del todo de sus dioses. Tal vez lo quisieran a su lado. Pero ella lo quería más.

– Hora de desayunar, amor mío. Sí, ya sé que ni siquiera es de día -añadió, entre risas, señalando la negrura de la ventana-. Pero es que me muero de hambre.

Él sintió que el calor de su cuerpo desaparecía de su lado.

– Yo sólo quiero comerte a ti -dijo, sonriendo.

– No. Hoy te toca huevo duro y tostadas. Debo mantenerte con fuerzas. Nunca se sabe cuándo puedes volver a necesitarlas.

Se alejó de él emitiendo una risita maliciosa, encendió la luz y se metió en el baño. A él seguían impresionándole los lujos de las casas occidentales. La oía llenar la bañera mientras canturreaba. Y aunque sonrió, sabía que debía prepararla.

– Háblame de tu infancia.

Lydia estaba sentada al borde de la cama, con las piernas cruzadas, comiéndose los restos de algo que se llamaba pudín. De vez en cuando se echaba hacia delante y le metía una cucharada en la boca. A él, aunque no decía nada, le parecía demasiado empalagoso, y no comprendía que a ella le entusiasmara tanto, pero disimulaba.

– Mi infancia -dijo él- estuvo rodeada de lujos. Tutores, sirvientes y esclavos. Mi padre era un gran mandarín. Una pluma de pavo real en el sombrero y tejas doradas en el tejado como signo de superioridad. Era un asesor muy valorado de la emperatriz Tzu Hsi, pero después de que Sun Yat-sen…

– ¿Mi conejo? -sonrió ella.

– Después de que el verdadero y noble Sun Yat-sen pusiera fin a la dinastía Ching en 1911, mi familia se libró de la muerte. Y eso sólo porque al nuevo gobierno central le hacían falta los conocimientos financieros de mi padre. Pero -Chang notó que el rostro se le tensaba y perdía expresión- los señores de la guerra se rebanaron los pescuezos los unos a los otros, y fueron a por él.

– ¿Y tu familia?

– Muertos. Todos muertos. Decapitados en Pekín. Por orden del general Yuan Shi-k'ai.

– Lo siento. Lo siento mucho, amor mío. Perder a todos…

Él meneó la cabeza, como si de ese modo fuera a apartar la imagen de su mente.

– Yo me salvé. Había optado por vivir con los monjes para aprender un modo de vida más simple. En un templo de las montañas, al norte de Yenan.

– ¿Un templo?

– Sí.

– Yo creía que los comunistas no creían en la religión.

– Y tienes razón. Pero no es una tarea fácil erradicar la superstición de la mente humana. -Se acercó a ella, la atrajo hacia sí y con la lengua le robó un resto de crema que asomaba a sus labios-. O el amor del corazón del hombre.

– ¿Es eso lo que nos ha sucedido a nosotros?

– ¿La huida?

– No, el amor.

Él le acarició la barbilla y metió la mano sin vendajes en su blusa, donde sintió que su corazón latía con fuerza.

– ¿No lo notas? Aquí.

– Noto un dolor.

Él se rió en voz baja.

– Te amo, mi hermosa niña-zorro.

Lydia abrió mucho los ojos y los clavó en los de él, mientras sentía que se le formaba un nudo en la garganta.

– Y yo te amo a ti, Chang An Lo. No permitiré que nadie nos separe.

Del pecho de él brotó también un dolor agudo.

– Vivamos el ahora, amor mío. Nadie nos arrebatará este momento.

– Es hora de trasladarse.

– ¿Qué?

– Al cobertizo.

– ¿Por qué ahora? -le preguntó ella-. Es viernes, y ni siquiera es de día. -Las primeras luces del alba acariciaban la cortina-. No van a volver hasta mañana, de modo que tenemos todo el día, y la noche, para…

– Lo siento. Debo trasladarme ahora. Hoy. Antes de que llegue la mañana.

– ¿Por qué?

– Para prepararme. Prepararse es vivir. ¿Y si adelantan su regreso? Llamarán a la policía de inmediato.

– Por favor. No.

– Mi precioso amor, no puedes mantenerme encerrado en una jaula como haces con tu conejo.

– Pero es que quiero que estés bien, dar tiempo a tu cuerpo para que se cure y vuelva a ser fuerte. Todavía tienes algo de fiebre.

– Ya sé que estoy débil.

– Ayer noche no me lo pareciste.

– No. Ya ves que eres tú la que me da fuerzas.

– Por favor, Chang An Lo. Espera a mañana.

Lydia lo trasladó todo cuando la noche tocaba a su fin. Sábanas, mantas, medicamentos, vendas, velas, alimentos y agua. Juntos descendieron la escalera y se dirigieron al cobertizo, él apoyándose en su hombro, sorprendido al constatar lo débil que aún se sentía. No dijo nada, pero ella no dejaba de volverse hacia él, de mirarlo con preocupación mientras Chang arrastraba los pies sobre la hierba helada. Y aunque asentía para tranquilizarla, ella no parecía demasiado convencida. El cocinero y su esposa eran unos holgazanes, y en ausencia de su amo seguían en la cama, de modo que no había peligro de que los descubrieran, pero lo que él temía era no llegar siquiera al cobertizo.

¿Qué sucedería entonces? ¿Podría ella cargar con él?

– Deberías haber esperado a mañana -le dijo secamente Lydia cuando él, tras tropezar en el quicio de la puerta, se desplomó y cayó al suelo.

Él se arrastró hasta la pared y se levantó junto a Sun Yat-sen mientras ella le improvisaba una cama sobre los tablones de madera. Le dolía la cabeza y le temblaban las piernas. Pero le encantaba observarla. Ver cómo se movía. Eficiente y llena de energía.

– Gracias -le dijo, mientras ella le ayudaba a subirse a una pila de mantas y le colocaba una bolsa de agua caliente bajo los pies-. No te enfades.

– Silencio, amor mío. No estoy enfadada, pero me da miedo que me abandones.

– Mírame bien. ¿Crees que tengo fuerzas para saltar por tu tejado y esfumarme?

Ella se echó a reír.

– Ahora acuéstate y duérmete.

– ¿Y tú?

– Yo iré al mercado en cuanto abra. Quiero comprarte algo de ropa.

Chang se aferró a su mano al constatar que veía borroso, y que el rostro de Lydia aparecía y desaparecía frente a él.

– Unas plumas de pavo real y unas zapatillas de oro no estarían mal.

Ella sonrió.

– Yo estaba pensando más bien en un frac y una chistera.

Chang no tenía ni idea de a qué se refería, pero se llevó los dedos a la boca.

Ella volvió a sonreír.

– Y nada de fiestas salvajes en mi ausencia.

Alguien golpeaba el candado. En silencio, Chang abandonó el calor de las mantas, con el cuchillo de hoja afilada ya en la mano, y se agazapó a un lado de la puerta.

– ¡Señorita Lydia! Señorita, ¿está usted ahí? Soy Wai.

Era el cocinero. Chang suspiró, aliviado. Aquel hombre debía de ser un zoquete si no se daba cuenta de que Lydia no podía encontrarse en el interior del cobertizo si el candado estaba cerrado por fuera. Allí no había ventanas, sólo una pequeña claraboya en el techo, lo que implicaba que nadie podía mirar dentro. Oyó que el cocinero se alejaba, murmurando maldiciones contra el viento cortante, pero Chang permaneció donde estaba. Se obligó a quitarse de encima las telarañas que nublaban su mente. Debía mantenerse alerta. Escuchó, por si oía más pasos, pero todo seguía en silencio. A su alrededor todo era penumbra y aire húmedo, pero el sol se colaba por un rincón e iluminaba unas motas de polvo. Una cucaracha solitaria se internó en la oscuridad con paso decidido.

Gradualmente, la luz fue cambiando. Chang calculaba el paso del tiempo en función del rectángulo de luz que se deslizaba sobre el suelo, acariciaba la nariz de Sun Yat-sen, y seguía hasta un montículo de termitas, antes de posarse en su pila de mantas como si se sintiera fatigado. Entre unos sacos de arpillera que se alineaban contra una pared, se oía el arañar de un ratón. Chang observó también a una araña que, con callada concentración, tejía su tela entre dos latas de pintura, y habría dado un dedo por contar, en ese instante, con la misma agilidad para sus piernas.

Porque intuía peligro. No sabía de dónde le vendría, ni en qué forma, pero casi podía olerlo. Estaba en el aire.

Cuando el sol abandonó al fin el interior del cobertizo, empezó a preocuparse por Lydia. Retiró una de las mantas de la cama, se envolvió con ella y metió algunos medicamentos en una funda de almohada, dispuesto a huir en caso de necesidad. Con la mano derecha, cuidadosamente, se quitó el vendaje de la izquierda. El tiempo de la indulgencia había terminado. Se observó las manos con detenimiento. La derecha curaba bien, pero la izquierda todavía se veía fea e hinchada, y del espacio vacío que ocupaba el lugar en el que había estado el meñique brotaba pus. La visión de sus manos le ofendió profundamente. La simetría había desaparecido. Se veían como desplazadas. Aunque se curaran, carecerían de equilibrio.

Desde su estómago, donde aguardaba agazapado, ascendió un brote de ira, pero logró controlarlo respirando despacio, inspirando, espirando. Y al momento, sin descanso, se puso a ejercitar aquellos dedos.

– Siento haber tardado tanto. No debes preocuparte por mí. -Le había bastado con mirarle a la cara para leerle el pensamiento, más allá de la sonrisa de bienvenida que le había dedicado. Se agachó y le besó los labios-. ¿Qué estás haciendo aquí, junto a la puerta? Deberías estar en la cama, descansando.

– Ya he terminado de descansar.

Ella volvió a fijarse en él, pero no añadió nada, y se limitó a desenvolver los paquetes. Su amplia sonrisa llenó el oscuro cobertizo de calor y vitalidad, que él creyó sentir inundando sus venas.

– Me temo que no son nuevas, pero son buenas.

Le alargó las ropas.

Tenía razón, eran de buena calidad. Le conmovió pensar que había tenido que acercarse al mercado chino de la ciudad antigua, pues estaba claro que no se trataba de prendas occidentales; unos pantalones holgados, de campesino, una túnica a cuadros, y una chaqueta gruesa, acolchada. En otro paquete, un par de botas resistentes, de ante. Un zurrón de cuero, desgastado y con rozaduras, pero todavía intacto, fue lo que más le gustó, porque le recordaba curiosamente a sí mismo. Aunque él no estuviera precisamente intacto.

– Gracias por estos regalos.

– La mano. -Lydia frunció el ceño-. ¿Qué has estado haciendo? Vuelve a sangrar. Déjame que te la vende.

– Con una sola vuelta. Ni una más.

Ella volvió a mirarlo de aquel modo peculiar.

– En el mercado inglés, donde he comprado el zurrón, he oído rumores. Sobre las bombas. Dos más esta noche. -Extrajo de la funda de la almohada el ácido bórico que usaba como antiséptico, así como el tarro de pasta de sulfuro-. ¿Pensabas ir a alguna parte? -le preguntó como sin darle importancia.

– No.

Lydia asintió, aunque el gesto le quedó algo forzado.

– Dicen que los que ponen las bombas son los comunistas. Ocho personas murieron a la salida de un club nocturno, y se dice que están peinando el distrito en busca de sindicalistas. La gente está muy enfadada.

– Tienen miedo -musitó Chang, sin hacer caso del dolor que le causaba la herida de la mano izquierda, que ella volvía a vendarle.

– ¿Y tú crees que son los comunistas?

– No. Es Po Chu. Es muy listo.

– Pero él no gana nada con…

La puerta se abrió de golpe y un viento brusco la despeinó. Un mechón cubrió parte del rostro de Chang, que aun así distinguió la figura alta plantada en el dintel. Permaneció inmóvil, pero con la mano derecha agarró el cuchillo.

Lydia se puso de pie de un salto.

– ¡Alexei Serov! -exclamó en tono de sorpresa, plantándose frente al hombre, no sin que Chang tuviera tiempo de fijarse en sus ojos verdes, intensos, que se habían clavado en la cama improvisada, en sus manos, en las manchas de sangre reseca que había en el suelo.

– Entre en casa -le instó Lydia con firmeza, mientras salía del cobertizo, obligando al ruso a emprender la retirada. Una vez en el exterior, cerró la puerta y el candado.

Capítulo 44

– ¿Conoce usted la pena por dar cobijo a un conocido fugitivo?

– Un momento, ¿qué le hace pensar que se trata de un fugitivo? Es un amigo mío que está herido y necesita ayuda, eso es todo.

– ¿En un cobertizo? -El tono de Alexei Serov era de escepticismo.

– En realidad, no me parece que eso sea asunto suyo -dijo ella secamente. Se encontraban de pie, en el centro del salón, pero a ella no le apetecía comentar nada más. Quería que se fuera. No le había invitado a sentarse, ni a quitarse el abrigo gris, inmaculado, y la bufanda de seda-. Además, ¿qué hacía usted espiando en mi cobertizo?

Apenas pronunció aquellas palabras, supo que podría haber escogido otras más adecuadas.

– ¿Espiando? Señorita Ivanova, eso debo tomarlo como un insulto. -Echó hacia atrás los hombros, muy tenso, y el pelo corto se le movió-. He llamado a su puerta, y ha sido su criado el que me ha informado de que se encontraba en el cobertizo, con su conejo. Ha sido él quien me ha sugerido que me acercara hasta ahí.

Wai, el cocinero. Maldito haragán.

– En ese caso le pido disculpas. No pretendía insultarle. Me ha parecido que usted…

– ¿Me había colado en su casa?

– Sí.

Él la miró con expresión fría, misteriosa, y dio un paso al frente, dando palmaditas, impaciente, en la solapa de su abrigo. Habló en voz baja.

– Creo que está asumiendo usted un gran riesgo. Una vez más. Vivimos tiempos violentos, señorita Ivanova, y debería usted andarse con mucho cuidado. Las bombas que explotan, las intrigas que se urden tras cualquier acuerdo, los peligros que representan para cualquiera que no sepa en qué se mete… ésas son cosas de las que usted lo ignora todo. Todos los días matan a gente por hacer menos de lo que usted está haciendo.

Parte de la seguridad de Lydia se esfumó en ese instante, y debió de verse en su cara, pues, en tono algo más agradable, Alexei prosiguió:

– No se preocupe, que no muerdo.

Ella sonrió, fingiendo serenidad.

– Gracias por su consejo, pero no va conmigo.

– ¿Qué está diciendo?

Sabía muy bien qué era lo que estaba diciendo.

– Que nada de todo eso tiene que ver conmigo. Por supuesto que me entero un poco de lo que sucede aquí, en Junchow, pero…

– Pero ¿no está usted implicada?

– No.

– ¿Y ese hombre que tiene en el cobertizo no es comunista?

– No.

Serov se echó a reír, echó la cabeza hacia atrás y emitió un bufido de burla, mostrando sus dientes blancos.

– No se le da demasiado bien mentir, señorita Ivanova.

Aquello le dolió. Siempre había sido muy buena embustera.

– Lo que a mí me gustaría saber -zanjó ella- es qué le ha traído a mi casa. ¿Por qué ha venido a visitarme?

– Ah, sí. -Alexei Serov hizo una breve reverencia, se metió la mano en el bolsillo del abrigo y extrajo una tarjeta, que le alargó-. De puño y letra de mi querida madre, la condesa Serova.

Lydia aceptó la tarjeta, gruesa, color marfil, con un escudo de armas grabado en lo alto, un águila con las alas extendidas sobre un escudo cuartelado. No costaba adivinar que se trataba del emblema de la familia Serov. Sobre la tarjeta estaba escrita la invitación al baile nocturno y a la velada que se celebraría en la villa de la familia, situada en la Rué Lamarque, el lunes a las ocho.

¿El lunes? Para el lunes faltaban siglos. Demasiado tiempo como para comprometerse. Antes debía conseguir que Chang An Lo y ella misma llegaran sanos y salvos al fin de semana.

– Es sólo para que conste formalmente -prosiguió él, amistoso, aunque con su sonrisa de superioridad.

– Gracias, lo pensaré, aunque no estaré segura de mis planes para la próxima semana hasta que mi madre regrese mañana.

Una oleada de sorpresa invadió el rostro de su interlocutor, como si no estuviera acostumbrado a que le rechazaran las invitaciones, pero disimuló hábilmente.

– Por supuesto. Lo comprendo.

Lo acompañó hasta la puerta, y cuando él salió a la calle, el viento le arrancó la bufanda. Con todo, ignoró el hecho y se volvió para mirarla. Sus ojos verdes se clavaron en los de Lydia, y durante un largo rato la observó en silencio.

– No olvide mi consejo -le dijo al fin.

Pero Lydia no estaba dispuesta a consentirle aquellas libertades.

– Alexei Serov, ¿por qué no se limita a meterse en sus asuntos y me deja a mí que me ocupe de los míos?

Cerró la puerta y, al hacerlo, pensó que, en conjunto, las cosas no habían ido demasiado bien.

– ¡Cielo! ¡Sorpresa!

Lydia se quedó helada. Estaba en su dormitorio, acababa de subir a toda prisa para recoger un suéter más antes de volver al cobertizo para contarle a Chang An Lo cómo habían ido las cosas con Alexei Serov.

– Lydia, ya estamos en casa.

– Mamá.

Bajó la escalera y los encontró en el vestíbulo, rodeados de maletas y paquetes. Sacudiéndose los abrigos, riendo y pateando el suelo, llenando de ruido y bullicio la casa que llevaba una semana en silencio.

– ¡Cielo! -Su madre abrió mucho los brazos, y Lydia corrió hacia ellos.

Algo sucedió entonces, y Lydia no estaba en absoluto preparada para ello. Valentina la abrazó con mucha fuerza, como si no fuera a soltarla nunca, y su figura elegante se estremeció ligeramente mientras besaba a su hija en la mejilla. De pronto, a Lydia se le formó un nudo en la garganta, un nudo que le dolía como si se hubiera tragado varios anzuelos.

– ¿Me has echado de menos, cielo?

– Pero ¿has llegado a irte? No me he dado ni cuenta.

– ¡Niña mala! -Valentina rió, abrazando a Lydia con más fuerza.

Alfred se acercó a ellas y, algo incómodo, le dio unas palmaditas en la espalda a su hijastra.

– Me alegro de verte tan bien, querida, pero ¿dónde está Deng?

– ¿El mozo? -preguntó, sin despegarse de su madre, aspirando hondo para impregnarse de su perfume-. Le di la semana libre.

– ¿Por qué diablos…? En fin, no importa. Subiré las maletas yo solo. El ejercicio me hará bien.

Los pasos resonaron con fuerza en los peldaños, y sintió el aliento rápido de su madre en su oído.

– Lydia -fue todo lo que dijo Valentina-. Lydia.

– Mamá.

Y permanecieron de ese modo, de pie, en el vestíbulo. Sin querer despegarse la una de la otra.

– Te habría encantado, Lydia. -Alfred le sonreía, y dio una chupada a su pipa humeante, enviando una voluta hacia el techo.

Lydia prefería el perfume aromático de aquel tabaco al olor fuerte de los cigarrillos de su madre. Estaban los tres sentados en el salón, tras el delicioso almuerzo, que había consistido en filete de cerdo seguido de crema de piña. Wai exhibía sus mejores dotes culinarias ahora que su amo había regresado. Como el mozo no estaba, Alfred había tenido que encender la chimenea del salón, pero lo había hecho sin dejar de silbar en ningún momento. A Lydia no le pasó por alto el marcado cambio de humor que había experimentado.

Los silencios, los movimientos nerviosos de pie, habían dejado paso a toda una variedad de sonidos: canturreaba, silbaba o hablaba sin parar. Como si la felicidad que anidaba en su interior brotara de él en forma de sonido.

– Algún día, Lydia -insistió Alfred, mientras arrojaba una cerilla a las brasas-, te llevaré a los templos de Yungang, excavados en la roca, para que veas con tus propios ojos lo asombrosos que son, y qué extraordinarias habilidades constructivas poseían los chinos hace casi dos mil años. Dios santo, en Inglaterra no tenemos nada que pueda comparársele. Bastante impresionante.

– Sí, me gustaría.

– Oh, dochenka, tienes que ver el Buda sentado. Es asombroso. Tiene una altura de treinta metros, y está excavado en un acantilado de piedra amarilla. Nunca había visto a nadie tan grande. -Sentada junto a Alfred, en el chesterfield, rió, burlona.

La radio sonaba de fondo, se oía una pieza nueva de jazz sincopado, y Alfred volvía a canturrear. Lydia daba sorbos a su zumo de lima con hielo, y se esforzaba por participar en la conversación, pero su mente se encontraba fuera, rodeada de frío.

Debía cambiarle la bolsa de agua caliente, y las cataplasmas de las quemaduras. La siguiente dosis de infusión le tocaba ya, y…

– Querida, escucha. Pareces estar a muchos kilómetros de aquí. Te estaba hablando del sistema que tienen para sus templos, sus tumbas y demás. Se llama feng sui. Llevan usándolo más de dos mil años. Sirve para asegurarse de que los lugares son… ¿cuál era la palabra que usaban, cariño?

– ¿Propicios? -aventuró Alfred.

– Exacto. Que tienen la ubicación propicia.

Valentina parecía muy animada, como si se hubiera desprendido de la capa de indiferencia cultivada que siempre llevaba consigo y hubiera optado por un entusiasmo general. A Lydia le resultaba raro, y no sabía si se trataba de un sentimiento auténtico o si era más bien un barniz. Pero no había duda de que Alfred estaba extasiado con ella.

– Ya conozco el feng shui, mama. El problema es que los europeos no se han molestado nunca por conocerlo. Tendemos vías de tren sobre lugares espirituales, y los misioneros construyen iglesias que proyectan su sombra sobre tumbas ancestrales chinas, lo que perturba a sus difuntos. No te rías, mamá, para ellos es muy importante. Y creen que las agujas de nuestras basílicas rasgan los cielos con sus formas afiladas, e impiden que los buenos espíritus regresen a la tierra. Feng Shui significa «viento y agua».

– ¿En serio? Qué lista eres, cielo. ¿Verdad que tengo una hija muy lista, Alfred?

– Sí, muy lista -dijo, y volvió a sonreírle.

Pero ella sabía que si Valentina le hubiera preguntado si su hija era de color verde intenso y con topos rosas, él habría asentido con la misma disposición. Lydia aprovechó la ocasión: se desperezó, aparentando indiferencia, y se puso en pie.

– Me alegro de teneros de vuelta en casa, pero creo que, si no os importa, voy a acostarme.

– ¿Tan pronto?

– Mmmm, tengo sueño. -Dedicó una sonrisa a su padrastro-. Será por el calor de esta maravillosa chimenea. Pero creo que me acercaré a ver cómo está Sun Yat-sen antes de subir a mi cuarto.

– Creo que no es buena idea -respondió Alfred con firmeza-. No quiero que salgas a pasear por ahí con esta oscuridad.

– Pero si hay luna. No está tan oscuro.

– No, querida, vete a la cama ahora. Al conejo ya lo verás mañana. -Alfred sonrió, aunque sus ojos se mantenían serios, y Lydia recordó entonces el pacto al que había llegado con él a cambio de los doscientos dólares.

Se le vino el mundo encima. Miró a su madre, en busca de su complicidad, pero Valentina se había acercado al mueble bar para servirse un vaso de vodka, y en ese momento llenaba una copa de coñac para su esposo.

– Por favor, Alfred -suplicó ella, zalamera.

– Esta noche no, querida. Métete en la cama ahora y deja al conejito para mañana. Sé buena. Eso es. Y que descanses.

Lydia asintió.

– Buenas noches, mamá -dijo, dándole un beso en la mejilla. Acto seguido, hizo lo mismo con Alfred, cuidándose de no chocar con sus gafas.

Una vez arriba, dibujó una gran letra A en una hoja de papel y empezó a clavarle alfileres.

Estaban tendidos, entre mantas, sobre el suelo polvoriento. Suave, dulcemente, él le acariciaba un pezón con el pulgar. Juntos observaban la luna que avanzaba despacio por el cielo, sobre sus cabezas. Lydia anhelaba que estuviera llena, que formara un disco completo, mágico, para poder pedirle un deseo, pero al menos faltaba una semana para ello, y la realidad manchaba su perfección. Apoyaba la cabeza en el hombro de Chang, y tenían los brazos y las piernas tan enredados que no sabía dónde empezaban los suyos y dónde los de él. La piel de su amado formaba parte de su piel. Y su aliento se fundía con el suyo.

– ¿Lydia?

– ¿Mmmm?

Llevaban un buen rato en silencio, acurrucados, juntos. El rectángulo limpio de luz traslúcida que la luna proyectaba sobre ellos teñía de plata su piel desnuda, y hacía que las sombras saltaran de un rostro a otro cada vez que sus labios se rozaban. Antes habían hecho el amor, y había sido distinto. Más fiero. Más ávido. Como si sus cuerpos supieran que se les acababa el tiempo. Lydia había aguardado con impaciencia en su habitación hasta que estuvo segura de que su madre y Alfred se habían dormido, y entonces bajó de puntillas hasta la puerta y atravesó el jardín a la carrera. La escarcha crujía bajo sus pies. Los árboles la acechaban con sus sombras alargadas, y un murciélago voló bajo sobre su cabeza en el momento en que metía la llave en el candado.

– ¿Estás bien? -le preguntó él al instante. Estaba de pie, a un lado de la puerta, con una manta sobre los hombros.

– No, no estoy bien. No estoy nada bien.

Él la besó en la boca.

– Mi madre ha regresado antes de hora, exactamente como tú dijiste, y por eso he tenido que quedarme en casa, muy preocupada por ti y por lo que estarías pensando en relación con los movimientos de Alexei Serov. Maldito sea ese hombre. ¿Por qué ha tenido que venir? Aunque, sinceramente, no creo que nos delate. Ya me ha ayudado otras veces. Sé que a veces puede ser un cerdo arrogante de mucho cuidado, pero en el fondo no es tan malo. El peligro es que se sienta muy comprometido con el Kuomintang y que…

– Calla, calla, amor mío…

Los ojos oscuros de Chang buscaron los de ella, y su expresión ahuyentó todas las palabras de su mente. La estrechó entre sus brazos, la cubrió con la manta, y por primera vez en horas, ella volvió a sentirse de nuevo a salvo. En medio de un cobertizo viejo y destartalado, con un frío gélido y toda una serie de desastres acechándolos.

Aun así, se sentía a salvo. Y feliz. Le bastaba con mirarlo y se sentía feliz. Y cuando no estaba en su compañía, sólo tenía que pensar en él para que todo su cuerpo se derritiera de deseo.

– Tengo que irme mañana -le dijo.

– No.

Él le besó el pelo, y ella sintió su respiración profunda. Lydia sabía que debía ponerle las cosas fáciles. Ya notaba que el cuerpo de Chang ardía de nuevo. El ejercicio del día había sido excesivo para su frágil estado, pero aun así él no se había dejado curar esa noche, y apenas había aceptado beberse la infusión de la fiebre. Lydia sabía que no debía ponérselo más difícil. No debía.

– Separarme de ti, Lydia, me partirá el corazón en mil pedazos. Pero no puedo quedarme más tiempo. Es peligroso para ti. Te amo demasiado como para exponerte a ese riesgo.

Ella lo abrazó con fuerza. No dijo nada. Temía que de su boca salieran palabras inoportunas.

Chang le acarició la oreja con las yemas de los dedos.

– Debo irme de Junchow…

Un dolor intenso invadió las entrañas de Lydia.

– … pero será duro. Las tropas del Kuomintang controlan las carreteras. Y ello implica que debo encontrar otro sitio en el que ocultarme…

Lydia aspiró hondo.

– … hasta que haya recobrado las fuerzas y pueda nadar en el río.

Ella cerró los ojos.

– Bésame -susurró.

Los labios de Chang se unieron al instante a su boca, y sus lenguas se encontraron, blandas, sensuales.

Él movió la mano en dirección a sus piernas, y le acarició el muslo, íntimo, sedoso. No se dieron prisa, se tomaron su tiempo. A la luz de la luna.

Acordaron que partiría antes del amanecer. Ella le había llevado lo que sobraba de los doscientos dólares, y escondió parte del dinero en el zurrón de cuero.

El resto, envuelto en vendas, lo llevaba en el muslo y metido dentro de una bota.

– Nada de rickshaw -le advirtió él.

– ¿Por qué no?

– Los porteadores tienen la lengua muy larga. Están al servicio de quien les paga. Los Serpientes Negras podrían seguirme la pista. Y a ti. Iré a pie.

– Iré a buscar a Liev -replicó ella al instante.

– No, amor mío. No quiero la ayuda de nadie que pueda conducir a ti. ¿No lo entiendes? Escapé de las garras de Po Chu. La vergüenza que siente ha de ser peor que una cuchillada en el vientre, y hará todo lo posible por destruir a cualquiera que…

Ella le cubrió los labios con un dedo, y se acercó más a él, bajo las mantas.

– Duerme -le susurró-. Todavía no amanece. Duerme. Recobra fuerzas.

Sus cuerpos se abrazaron con fuerza.

Pero cuando la primera pincelada de gris tiñó el cielo, Lydia supo que Chang no iría a ninguna parte ese día: la fiebre había regresado.

Capítulo 45

– Esta habitación huele raro -observó Valentina.

Iba de un lado a otro en el dormitorio de Lydia, levantando cosas, dejándolas de nuevo en su sitio, retirando algunos pelos cobrizos de un cepillo, alisando una cortina con la mano.

– Son hierbas. He probado unas infusiones chinas mientras estabais de viaje.

– ¿Y por qué?

Lydia se encogió de hombros.

– Por nada.

Estaba sentada al borde de la cama, tensa. Su mirada recorría el cuarto una y otra vez, en busca de cualquier señal que pudiera delatarla, pero no lograba encontrar nada. Se preguntaba qué quería su madre. Después de un desayuno en familia bastante formal, Lydia había subido a su habitación, pero su madre había ido tras ella casi de inmediato. Llevaba un vestido de lana rojo que realzaba su figura esbelta y contrastaba de modo espectacular con su media melena negra. En la muñeca lucía una pulsera nueva de marfil labrado. A Lydia le pareció que se veía cansada. Finalmente, su madre se detuvo junto a la ventana y se sentó en el alféizar, observándola. Fuera, volvía a nevar.

– Y dime, ¿quién es él?

– ¿Qué?

– ¿Quién es el afortunado joven?

A Lydia se le aceleró el pulso.

– ¿A qué diablos te refieres, mamá?

– Dochenka, no estoy ciega.

– No tengo ni idea de qué estás hablando.

Valentina metió la mano en un bolsillo del vestido y, durante un agónico segundo, Lydia temió que fuera a sacar alguna prueba irrefutable, pero lo que hizo fue coger una pitillera y un encendedor. Tras abrirla, extrajo un cigarrillo, golpeó un extremo sobre la tapa de carey, lo encendió y exhaló una nube de humo en dirección a Lydia.

– Cielo, ¿te has mirado en un espejo últimamente?

Lydia posó la mirada en el de luna que cubría el armario ropero, pero sólo vio reflejado su camisón sobre la silla. Al momento, con aprensión, pensó que tal vez hubiera alguna mancha de sangre en él.

– Mamá, quiero ir a ver a Sun Yat-sen ahora. ¿Es importante lo que tienes que decirme?

– Ah, qué mentirosa y malvada eres. ¿En qué andabas metida ayer noche? No pongas esa cara. Sé que fuiste al cobertizo.

Lydia sintió que empezaban a sudarle las palmas de las manos, y se las secó en el edredón.

– ¿Cómo?

Valentina se echó a reír.

– Porque no podía dormir. Vine a ver si estabas despierta, como en los viejos tiempos, en la buhardilla, pero tú no estabas, niña mala.

– Oh.

– No te hagas la asombrada. Desobedeciste a Alfred. Fuiste a dar de comer a tu preciosa alimaña cuando creías que estábamos dormidos, ¿no?

– Sí -admitió ella en un susurro.

– Dochenka, ese conejo no se merece el lío en el que puedes meterte con tu padrastro.

Un silencio denso inundó la habitación.

– ¿Verdad que no, Lydia?

– No, claro que no, mamá.

– Bien. -Valentina le dio una calada profunda al cigarrillo y apuntó a Lydia con él-. Dime por quién es que parece que tuvieras una hoguera encendida dentro de ti. Vamos, cielo, cuéntaselo a tu madre.

Lydia sentía que se ruborizaba por momentos.

– No sé de qué me estás ha…

– No seas tonta, Lydia. ¿Crees que no me doy cuenta? ¿Que no tengo ojos? Alfred y tú con la mirada perdida, en la mesa, durante el desayuno. Os ha dado fuerte a los dos. -Meneó la cabeza, moviendo el pelo con gesto infantil-. Menudo par.

– ¿Qué es lo que nos ha dado fuerte?

– El amor.

Lydia estuvo a punto de atragantarse.

– Mamá, no seas absurda.

Su madre compuso una mueca graciosa, burlona.

– ¿Crees que ya no me acuerdo de lo que se siente? Lydia, amor mío, has cambiado.

– ¿Cómo?

– Te brillan los ojos, y la piel, y sonríes sin querer cuando crees que nadie te ve. Hasta caminas distinto. ¿Quién es ese joven? Díselo a tu madre. ¿Es algún muchacho de tu clase que te gusta?

– Por supuesto que no -respondió Lydia, ofendida.

– Entonces, ¿quién?

– Oh, mamá, sólo es alguien a quien he conocido.

Valentina se acercó y se sentó junto a su hija, sobre el edredón color albaricoque. Tomó el rostro de su hija entre sus manos y la miró a los ojos con expresión oscura y solemne.

– Sea quien sea, puedes mantenerlo en secreto si es lo que debes hacer, pero escúchame bien. Nada de tontear con él, ¿lo comprendes? Tienes que terminar la escuela, y tienes que ir a la universidad, tal vez incluso a Oxford si logramos llevarte a Inglaterra a tiempo. Ésos son nuestros planes, ¿recuerdas? De modo que… -le movió la cabeza de un lado a otro- esta vez me obedeces, niña. Nada de tonterías, ni una sola.

– Sí, mamá.

– Bien, me alegro de que lo comprendas.

Lydia esbozó una sonrisa tímida, y Valentina se echó a reír.

– No te asustes, lo dejamos aquí por hoy. Pero dile de mi parte que le arrancaré los ojos con una cuchara oxidada si le hace daño a mi hija.

– No seas tonta, mamá -dijo, y le dio un abrazo breve-. Te he echado de menos.

– Sí, claro, como un gato a un perro.

Lydia sostuvo la mano de su madre en el regazo. Era la derecha, la que no tenía alianza de diamantes, la que prefería.

– ¿Y tú? ¿Estás contenta, mamá? Con Alfred, quiero decir.

Valentina compuso al instante su gesto de entusiasmo.

– Oh, sí, cielo, Alfred es un ángel, el hombre más dulce y bueno que ha existido jamás.

– Y te adora.

– También.

– Quiero que seas feliz.

– Cariño, soy feliz. De veras, mírame -le dijo, demostrando sus palabras con una gran sonrisa. Se veía tan guapa que costaba creer que no estuviera diciendo la verdad. Pero sus ojos negros no brillaban.

– A partir de ahora tendrás toda clase de cosas bonitas. Como tú querías.

– Sí, como yo quería -dijo Valentina, apagando la colilla en un plato de cristal que reposaba sobre la mesilla de noche y encendiendo otro-. Pero hay una cosa que mi querido Alfred quiere que tenga, y que yo no quiero tener.

– ¿Qué?

– Un hijo.

Lydia abrió mucho la boca sin querer.

– Veo que piensas lo mismo que yo, cielo. No te preocupes, no sucederá. Por el amor de Dios, niña, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras?

– Un bebé -susurró Lydia mientras se secaba la cara con el reverso de la mano-. Sería mi hermano. O mi hermana. -Jamás se lo había planteado hasta ese momento, pero su madre era una mujer joven todavía-. Mamá, eso sería maravilloso. Te encantaría. -Intentó besarla, movida por la emoción, pero su madre la apartó.

– ¿Qué? ¿Estás loca, dochenka?

– No. Sería perfecto. Y te ayudaría.

– ¿Qué sabes tú de bebés?

– Nada, pero aprendería. Por favor, mamá, di que sí. Dile a Alfred que sí. Sí. Él pagaría a una amah para que se ocupara del trabajo más pesado, y así no sería tan duro para ti, y yo le cantaría canciones, como hacías tú conmigo cuando yo era…

– Basta. Para ahora mismo, pequeña. -Valentina encerró entre las suyas la mano de Lydia y, con sonrisa forzada, le dijo-: No imaginaba que fueras a reaccionar así. ¿Tan sola te sientes?

– No, pero sería… especial. Tener un hermano o una hermana a quien querer.

– ¿Mejor que tu sucio conejito?

Lydia también sonrió.

– No tanto, pero casi.

– Que Dios me ampare.

Se echaron a reír a la vez, y por un momento Lydia estuvo tentada de contarle la verdad sobre sus visitas al cobertizo. Pero entonces, en un cambio súbito de humor, su madre abrió mucho los ojos, horrorizada. Se puso en pie al momento y, con los brazos en jarras, miró fijamente a su hija.

– No será el joven Serov, ¿verdad?

– ¿Qué?

– Dios santo, pero si lo vi alejarse ayer, cuando llegamos a casa. Dime que no es él quien te tiene moviendo la cola como una perra en celo.

– ¡Mamá! No seas…

– Dímelo.

Valentina agarró a Lydia por la muñeca y le obligó a levantarse.

– Él no, mantente alejada de él.

– ¿Cómo va a ser él? -Apartó la muñeca y se la frotó con la otra mano-. No soporto a Alexei Serov.

Valentina entrecerró los ojos y observó a Lydia con furia.

– Oh, dochenka. Que Dios te pinte la lengua de negro. ¿Cómo sé cuándo debo creerte? Se te da tan bien mentir…

En ese instante sonó el timbre.

Demasiadas voces. Eso fue lo que alarmó a Lydia. No podía tratarse de la visita de algún amigo de Alfred, porque todos creían que seguía de luna de miel. No, era otra cosa. Algo peor. En silencio, se acercó al rellano y se asomó a la barandilla para echar un vistazo al vestíbulo.

Fue entonces cuando le pareció que el corazón estaba a punto de salírsele por la boca. No es que fuera algo peor; era lo peor que podía suceder. El pequeño espacio estaba lleno de uniformes.

– Lo siento, señor Parker -decía un policía inglés que lucía galones en las hombreras-. Comprendo sus objeciones, pero me temo que estamos facultados para registrar su vivienda -añadió, alargándole un papel.

Alfred lo aceptó, pero no lo hojeó siquiera.

– Esto es una indecencia absoluta -se lamentó secamente.

Lydia bajó discretamente la escalera. El pánico le hacía ser rápida, pero era imposible pasar frente a todos ellos sin ser vista. Valentina estaba de pie, detrás de Alfred, y agarró a su hija del brazo.

– ¡Oh, Lydochka, qué emoción! Una jauría entera de ellos. Como lobos.

Había cuatro agentes de policía ingleses ocupando el vestíbulo, figuras corpulentas de modales educados pero con miradas severas. Los copos de nieve se fundían sobre sus hombros. Pero lo que más asustaba a Lydia era lo que aguardaba en el exterior: cinco soldados. Uniformes grises. El sol del Kuomintang bordado en las gorras. Tropas chinas. Aguardando pacientemente bajo la nieve, con rostros fríos, impasibles.

Las voces se solapaban. Debía salir de allí. Ahora. Ahora mismo.

– Mamá, ¿qué están buscando?

– Parece que a un comunista. A un agitador chino. Alguna criatura malintencionada se ha inventado la historia de que se oculta aquí. En nuestra casa, cielo santo. Cómo no íbamos a darnos cuenta de algo así. ¿No es del todo absurdo? -Y empezó a reírse, pero al ver la expresión de su hija, la risa se le heló en los labios, y arrastró a Lydia hasta el fondo del vestíbulo-. No -susurró-. No.

– Mamá -balbució ella, tirando impaciente de la mano de su madre-. Debemos lograr que Alfred los retenga aquí un poco más. Necesito tiempo. -Volvió a apretarle la mano, con más fuerza-. ¿Lo entiendes?

El rostro de Valentina estaba blanco como la nieve de la calle, pero se acercó de nuevo a su esposo y le pasó un brazo por la cintura.

– Ángel -le susurró, seductora-, ¿por qué no invitas a estos apuestos agentes a entrar al… -echó un vistazo al salón, pero para alivio de Lydia pareció recordar a dónde daban los ventanales- comedor, para que se tomen una copa y puedan explicarnos la situación como Dios man…

– No, querida. -La boca de Alfred, muy apretada, formaba una línea recta, airada-. Acabemos cuanto antes con esta irrupción. Que terminen lo antes posible.

– Gracias, señor -respondió el agente con gran formalidad-. Les molestaremos lo menos que podamos.

– No, Alfred, querido. Creo que esto es… inaceptable.

Algo en su tono de voz le llevó a mirar a Valentina. A pesar del pánico que se había apoderado de ella, Lydia estaba impresionada. Alfred vio lo que había en los ojos de su esposa, frunció el ceño y se llevó la mano a las gafas, como si estuviera a punto de limpiárselas, pero no lo hizo. Lo que sí hizo fue observar a Lydia, toser y volver a dirigirse a los policías de uniformes oscuros.

– Pensándolo mejor, creo que mi esposa tiene razón. ¿Cómo se atreven a entrar en mi casa sin razón alguna? Esto merece más explicaciones.

– Señor, ya le he expuesto las razones. Estamos cooperando con nuestros colegas chinos, pues el Asentamiento Internacional se encuentra fuera de su jurisdicción. En realidad, no hay nada más que explicar.

Alfred se incorporó, tieso como un palo.

– Permítame que disienta, y sepa que abordaré esta cuestión en mi próximo artículo del Daily Herald. -Alargó la mano en dirección a Lydia-. Vete, Lydia. -Y dirigiéndose al agente, añadió, muy digno-: No quiero que mi hija se vea implicada en esta… farsa.

Mentalmente, Lydia arrancó todos los alfileres que había clavado en la A mayúscula que había escrito la noche anterior en aquella hoja de papel. Y, sin mediar palabra, abandonó el vestíbulo.

– Los soldados. Están aquí. Deprisa.

Pero él ya se había puesto en marcha. Había abandonado el calor de las mantas y estaba de pie, luchando por mantener el equilibrio.

Ella se acercó a él y lo besó con urgencia, brevemente.

– Esto es para darte fuerzas -le dijo, sonriendo.

– Mi fuerza eres tú -respondió él, antes de coger la chaqueta. Ya estaba vestido del todo, y se había puesto incluso las botas. Estaba preparado para cuando llegara el momento.

Lydia vio entonces el zurrón que ella misma le había llenado de medicamentos la noche anterior, y le pasó un brazo por la cintura.

– Vamos.

– No. -La fiebre le había nublado la vista, pero no los sentidos-. Borra nuestras pistas -dijo, señalando las mantas.

Ella las cogió al instante, y junto con la bolsa de agua caliente las metió en unos sacos polvorientos que había apoyados en la pared. Cuando lo hubo hecho, cogió un montón de paja del conejo y la echó encima, para disuadir a posibles manos curiosas.

– Gracias, xie xie, Sun Yat-sen -declaró Chang, solemne.

Lydia se habría echado a reír, pero había olvidado cómo se hacía.

La nieve los salvó. Descendía girando en grandes copos ligeros que emborronaban el mundo. Los suelos se volvían traicioneros, y los sonidos se amortiguaban, mientras los coches y la gente aparecían desenfocados, inmersos en aquel mundo blanco, giratorio. Franquearon la puerta del jardín abierta. Salieron a la calle principal. Y corrieron.

Jamás supo cómo lo logró Chang. El frío le laceraba el rostro. No llevaba abrigo, sólo un suéter grueso, pero ésa era la menor de sus preocupaciones. Las tropas del Kuomintang estaban en la casa, y una vez que la encontraran vacía, ¿qué harían? Saldrían a buscar. No dejaba de mirar atrás, pero no distinguía ninguna figura, y se aferraba a la convicción de que, si ella no podía verlos, ellos no podían verla a ella. ¿O no era así? La nieve convertía el aire en una sábana blanca, densa, que impedía la visión más allá de unos pocos metros, y hacía que todo el mundo caminara deprisa, con la cabeza gacha, sin prestar atención a dos personas que se apresuraban por la calle helada.

Tenía que pensar. Lograr que su mente funcionara por los dos.

¿Adónde ir?

Sus pies resonaban en la calle al unísono, veloces, y el corazón de Lydia se movía al mismo ritmo. Había pasado el brazo alrededor de la cintura de Chang, para sostenerlo firmemente a su lado, y sentía que él trataba de no cargar el peso contra ella, pero en una ocasión tropezó. Su mano herida se posó en el suelo con fuerza, pero él no dijo nada; se levantó y siguió corriendo. Cuanto más corrían, inmersos en una huida caótica, más lo amaba ella. Chang tenía tanta fuerza de voluntad… Y había una gran calma en su centro que le permitía controlar el dolor y el agotamiento. Sólo el músculo que temblaba en su mandíbula lo delataba.

Pensar. Pero era difícil pensar cuando todo resbalaba y se desmoronaba en su interior.

Descendieron por Laburnum Road y giraron a la izquierda. Después a la derecha, e inmediatamente a la derecha otra vez, zigzagueando para despistar a quien pudiera perseguirlos. Ella respiraba entrecortadamente, a bocanadas. Cuando arrastraba a Chang An Lo para ayudarle a cruzar la calle, estuvieron a punto de ser atropellados por una bicicleta que surgió de la nada, derrapando sobre la nieve. El corazón le latió con más fuerza al constatar lo cerca que podían estar de ellos los soldados sin que lo supieran.

No se le ocurría ningún lugar al que ir que no fueran los muelles. La vieja cabaña de Tan Wah, si es que seguía en pie. Liev Popkov le había destruido el techo, pero era mejor eso que nada, cualquier cosa era mejor que nada. Pero estaba muy lejos. Chang parecía cada vez más débil, y le fallaban los pies.

– Al muelle -murmuró ella, y su aliento asomó al aire helado en forma de vaho.

Él volvió a asentir. Para no malgastar el aire.

Lydia dejó de correr y empezó a andar deprisa. No iba a permitir que se le muriera ahí mismo. Se dirigieron colina abajo. Ya sólo tenían que superar el gran cruce que formaba la confluencia de Prince Street con Fleet Road, y descender recto hasta los embarcaderos, pero al acercarse a la intersección vio a dos policías en una esquina, justo delante de ellos. Uno llevaba uniforme británico, y el otro era francés. Iban cubiertos con sus capas azul marino, y tenían las cabezas muy juntas.

Sin detenerse, condujo a Chang a través del denso tráfico hasta el otro lado de la calle, alejándose de los uniformes, y creyó que se había librado de ellos. Pero la cabeza del inglés se alzó, y la miró directamente. Acto seguido se fijó en Chang. Le dijo algo a su colega y, al momento, los dos se pusieron en marcha en dirección a ellos, abriéndose paso entre la nieve que no dejaba de caer. Lydia no podía echar a correr, dado el estado de Chang An Lo. Lo que hizo fue tratar de inventar un buen motivo por el que una muchacha blanca pudiera ir dando trompicones junto a un chino que la agarraba por los hombros en plena ventisca.

No lo logró.

Los policías estaban cada vez más cerca, separados sólo por un embotellamiento repentino, cubiertos de blanco. Túnicas mortales. Un nativo que empujaba una carretilla en la que iba montado un niño maldijo al coche de delante, que había reducido la velocidad al acercarse al cruce. El conductor pisó el acelerador, dispuesto a arrancar, y el ruido llevó a Lydia a fijarse en él. La nieve que se acumulaba en el parabrisas apenas le permitía distinguirlo, pero finalmente lo identificó. Entonces, sin pensarlo dos veces, se plantó en medio de la calle, arrastrando consigo a Chang.

Dio unos golpecitos en la ventanilla.

– Señor Theo, soy yo.

La ventanilla descendió, y los ojos grises del señor Theo la observaron, entrecerrados para protegerse del viento helado.

– Dios mío, ¿qué está haciendo en la calle con este tiempo? -Su mirada se dirigió entonces a Chang An Lo-. Maldita sea.

Los policías estaban a punto de alcanzar el vehículo.

– Yo… -Tenía la boca tan seca que se detuvo. Volvió a intentarlo-. Necesito que alguien nos lleve.

Lydia vio que su profesor se fijaba en las dos figuras uniformadas que se acercaban por detrás. Junto a él, Chang An Lo respiraba cada vez con mayor dificultad.

– No estará escapando, ¿verdad?

– No, señor Theo -se apresuró a responder ella-. Por supuesto que no.

Él sabía que le estaba mintiendo. Y ella sabía que él lo sabía.

– Suban.

Capítulo 46

Vaya, ése sí que era un giro interesante.

Theo estaba apoyado en el quicio de la puerta, en el dormitorio de invitados, y a pesar del terrible dolor de cabeza que ya se había convertido en algo permanente aquellos días, sonreía.

Po Chu iba a adorarle.

Sobre la cama estaba tendido el joven chino. El fuego del infierno. ¡Y en qué estado se encontraba! Su aspecto era horrible. «No te mueras, no te atrevas a morirte. Te necesito con vida.»

La muchacha rusa estaba sentada junto al lecho, en una silla que tendría más de cuatrocientos años de antigüedad, aunque en ese momento ella no tuviera ojos para apreciarla. Sostenía una de las manos heridas del chino, y le hablaba en voz baja, imperiosa, demasiado baja como para que Theo oyera lo que le decía. Pero no importaba.

«Lydia Ivanova, me has traído un verdadero premio.»

Theo la llevó de vuelta a casa. Casi tuvo que arrancarla de la habitación del enfermo, porque no quería irse, pero Theo fue inflexible. Debía enfrentarse a Alfred, por lo que debía irse a su casa y aclarar todo aquello primero. En cualquier caso, había algo tan intenso en su manera de cuidar del joven chino que Theo temió que fuera a meterse de un salto en su cama, prescindiendo de la fiebre. ¿Qué diría Alfred si lo supiera?

Dejó a Li Mei mojando la frente del paciente con las hierbas y pociones que él llevaba en el zurrón, y le prometió a Lydia que podría volver si su madre y Alfred lo autorizaban. No antes.

Ella estuvo a punto de escupirle de rabia, pero afortunadamente la sensatez se impuso, y acabó accediendo a regañadientes. Observaba a Li Mei con mal disimulada desconfianza, pero al final llegó a la conclusión de que su Chang An Lo estaría en buenas manos. Nada de policía.

– Le doy mi palabra -dijo Theo-. De caballero inglés. Li Mei cuidará bien de él en su ausencia.

Y en ese momento, a él le pareció que se lo había creído.

Decir que Valentina Ivanova Parker estaba enfadada era decir poco. Theo estaba escandalizado. Jamás había oído a una mujer recurrir a semejantes palabrotas, y parecía evidente que Alfred tampoco. No dejaba de verter exabruptos en ruso e inglés sobre la cabeza de su hija. Pero la muchacha aguantaba el chaparrón sin moverse. No lloró, ni salió corriendo. Se pasaba las manos por la falda húmeda, y a veces bajaba los ojos hasta los zapatos empapados, pero por lo general sostenía la mirada a su madre, y no decía nada.

Contrariamente, el enfado de Alfred era contenido. Pero, claro, él era británico. No como esos rusos locos. Theo trató de despedirse, pero Alfred lo detuvo.

– Quédate un momento, viejo amigo, si no te importa. Quiero conocer los detalles de lo sucedido, pero primero debo ocuparme de Lydia.

De modo que Theo aguardó un rato, y mientras lo hacía se acercó al mueble bar, sirvió tres generosos vasos de whisky y bebió del suyo.

– Ya basta, Valentina, ya basta -conminó Alfred con voz autoritaria, y Valentina obedeció.

Dejó de gritar. Dedicó una mirada asesina a Alfred y a Lydia, dijo algo más en ruso, y se fue derecha hacia la copa que Theo le ofrecía. Se la bebió de un trago y se estremeció.

– No soporto el whisky -declaró, antes de llenar el vaso de vodka.

Alfred se dirigió muy serio, pero pausadamente, a su hijastra.

– Lydia, perteneces a mi familia desde hace sólo una semana, pero ya has deshonrado mi apellido. -Hizo una pausa, por si ella deseaba comentar algo, pero la muchacha se limitó a mirar el suelo, como Theo le había visto hacer cientos de veces en clase, cuando la regañaba-. En este momento estamos todos muy alterados -prosiguió en tono pausado-, y corremos el riesgo de decir cosas de las que tal vez más tarde nos arrepintamos, de modo que quiero que subas a tu cuarto y permanezcas en él veinticuatro horas. Para que tengas tiempo de reflexionar sobre lo que has hecho. Las comidas te las servirán ahí. Sube ahora mismo.

– No puedo, tengo que…

– Nada de peros.

– Por favor, está enfermo y…

– Lydia, no pongas las cosas más difíciles.

Theo vio que la muchacha miraba a su madre, pero Valentina le daba la espalda.

– Sube.

Y Lydia subió, para sorpresa de Theo, que nunca la había visto tan obediente en la escuela. ¿Qué poderes especiales poseía Alfred? Bebió un poco más de whisky, aunque todavía no era mediodía. Le resultaba indecente verse atrapado en una pelea familiar, aunque fuera la de un buen tipo como Alfred. Mal asunto. Encendió uno de sus cigarrillos turcos y notó que el whisky empezaba a aplacar los dolores de su cuerpo. Dios, ¿cuánto tardarían en remitir en esa ocasión?

Alfred hablaba, pero a él le costaba escucharle. Pensaba en Chang An Lo. Y en Po Chu.

– Déjalo, Tiyo. Que lo haga un empleado.

– No, me hace bien.

Theo estaba lijando la superficie de un pupitre. Hacía dos noches había recorrido las aulas, desesperado, agónico, el cuerpo tembloroso, ávido de la paz que proporcionaba la amapola, incapaz de pensar, incapaz de escuchar las palabras de ánimo de Li Mei. Lo único que llenaba su mente era el asco que sentía por Christopher Mason, un asco que le crecía en el cerebro hasta que le parecía que tenía la cabeza a punto de estallar. Por eso había ido a buscar un cuchillo afilado a la cocina y había grabado con él la palabra «ODIO» en el pupitre de Polly Mason con letras enormes.

Pero por la mañana se había arrepentido. Las vacaciones de Navidad terminaban ese fin de semana, y empezaba el nuevo trimestre, de modo que se impuso la tarea de reparar el daño causado a la mesa.

Curiosamente, el movimiento repetitivo del papel de lija, pasando una y otra vez sobre la madera, le aliviaba. Le servía para borrar el odio. Le tranquilizaba, y satisfacía algo en su interior.

– ¿Se lo has contado a Chang An Lo? -le preguntó a Li Mei mientras sus manos seguían moviéndose rítmicamente, en círculos, sobre la superficie del pupitre.

– No.

– ¿Y piensas hacerlo?

– No.

El sonido áspero del papel de lija era lo único que se oía en el aula. Li Mei se había sentado en otro pupitre, había cruzado las piernas, y lo observaba. Llevaba el cheongsam lila que a él tanto le gustaba, con un pasador amatista en el pelo, y Theo sabía que debía de estar cansada, porque se había pasado la noche cuidando a su paciente chino. Sin embargo, su rostro ovalado se veía fresco, sereno. E incluso los moratones empezaban a desaparecer.

– Si le cuento -dijo al fin- que soy la hermana de Po Chu, querrá irse.

– Sí, y entiendo por qué. Pero ¿de verdad importa?

– Sí. Mi hermano lo ha herido, y es mi deber compensarlo. Si puedo.

Theo alzó la vista y la miró, sin dejar de lijar.

– ¿Ya has vuelto a leer las Analectas?

Li Mei sonrió.

– En el Lun Yh, Confucio dice muchas cosas verdaderas.

– Po Chu se enfadará si descubre que Chang está aquí.

– No lo descubrirá. -Hizo una pausa-. ¿Verdad que no, Tiyo?

Él no respondió, concentrado como estaba en borrar el odio de sí mismo y del pupitre.

– ¿Verdad que no, Tiyo? -volvió a preguntar ella.

Theo se detuvo, soltó el papel de lija y se limpió el polvillo de las manos.

– Amor mío, después de la paliza brutal que te dio tu hermano, me complace hacer cualquier cosa que pueda hacerle daño. Si Po Chu descubriera que Chang está aquí, vendría, y me daría la gran satisfacción de matarlo, pero si alguna vez se entera de qué ha sucedido con alguien que escapó de sus garras, siempre le resultará humillante. De modo que no, por mí no va a saberlo.

– Gracias, Tiyo.

Él regresó a su tarea.

– ¿Tiyo?

– ¿Sí?

– Los dos sabemos que podrías usarlo para negociar. Con mi padre. Para impedir que Mason te acuse ante sir Edward.

– Sí, los dos lo sabemos.

– ¿Lo harás? ¿Lo usarás?

– Lo he pensado. -Por un momento no supo si el sonido áspero provenía del interior o del exterior de su cabeza-. ¿Qué nos importa más, Li Mei? ¿Que yo vaya a la cárcel o que este joven muera? ¿Qué dice tu Confucio de este dilema moral?

Por las pálidas mejillas de Li Mei descendieron dos lágrimas.

Tocó la frente de Chang con la palma de la mano. Estaba caliente. Al instante abrió los ojos negros y miró a Theo con expresión desconfiada.

– Estoy mejor -murmuró con voz pastosa.

– No me lo parece -dijo Theo.

– ¿Y Lydia?

– Está bien. Pero no puede venir a verte. Sus padres no se lo permiten.

El rostro del joven se tensó. Parecía que le dolía algo, aunque a Theo le pareció que no se trataba de nada físico. Se compadeció de él.

– No te preocupes, mañana estará aquí, porque empieza el trimestre. Ya me aseguraré yo de que venga a verte a la hora del recreo.

Los ojos negros se relajaron un poco.

– Xie xie. Gracias.

Theo asintió, e hizo ademán de retirarse.

– ¿Por qué hace esto? -le preguntó Chang.

– ¿Hacer qué?

– Ayudarme.

– ¿Por qué crees tú que lo hago?

Chang lo miró con expresión dura. Theo sintió que aquellos ojos lo atravesaban.

– Porque necesita ayuda. Lo hace por usted mismo -respondió el joven en voz baja-. Usted me ayuda a mí y tal vez algún día yo le ayude a usted. Tiene que ver con el equilibrio.

A Theo aquel comentario le pareció preciso y enervante. Era la misma razón por la que había aceptado quedarse con Yeewai, el gato de la mujer del junco. Recoges lo que siembras. Los dioses de todas las religiones parecían estar de acuerdo en eso.

Cambió de tema.

– ¿Quieres que te dé algo más fuerte para el dolor?

Chang movió la cabeza de un lado a otro de la almohada, en señal de negativa.

– ¿Opio, tal vez? -le ofreció Theo.

– No.

– Buen chico.

Capítulo 47

¿Estaba muerto?

¿O en un calabozo de la policía?

¿La echaba de menos?

¿Sonreía a la encantadora Li Mei del mismo modo en que le había sonreído a ella?

Ninguna respuesta. Sólo preguntas.

Ojalá no le hubiera dado su palabra a Alfred en el salón de té Tusón. Le había prometido obedecerle a cambio de dinero, pero ya le había mentido antes. Le había robado. Engañarle no le había importado lo más mínimo. Entonces, ¿por qué se sentía tan atada por aquella absurda promesa? ¿Por qué?

Estaba tumbada en la cama, en el lugar exacto que había ocupado Chang An Lo, con la cabeza en la almohada en la que él había apoyado la suya, pero no había dormido nada. Mientras las horas pasaban lentamente, había enterrado la cara en la funda una y otra vez, tratando de aspirar su olor. Pero era demasiado débil. Sólo el perfume de las hierbas. Se había levantado de la cama cuando las primeras luces del día tiñeron el negro de un gris plateado, pues las nubes eran tan densas, y tan bajas, que casi podía tocarlas. Pero al menos había dejado de nevar. Desde su ventana, la mera visión del cobertizo le hacía estremecerse de añoranza, pero no lograba apartar los ojos de aquella endeble estructura de madera cubierta de blanco. Las estilizadas huellas de un pájaro salpicaban la costra inmaculada de nieve que la rodeaba. Finalmente volvió a la cama, y se abrazó a la almohada.

Podía romper su palabra. Salir de casa a escondidas antes de que Alfred y Valentina despertaran. Aunque ni por un momento creyó que su madre estuviera dormida. No, estaría revolviéndose en la cama, escuchando, observando cómo empezaba a clarear. Lydia empezaba a preocuparse seriamente por su madre. Nunca la había visto tan enfadada, tan fuera de quicio. A Lydia le dolía pensar en ello, de modo que se concentró en Alfred.

Sí, podía romper su compromiso con él.

Podía.

Cerró los ojos y trató de respirar profundamente, como hacía Chang An Lo cuando sentía mucho dolor. Aspiraba por la nariz y soltaba el aire despacio por la boca. Pero sus pensamientos no la dejaban en paz.

Podía faltar a su palabra. Ya lo había hecho antes.

No. No.

Esta vez era distinto. Era… -no le salía la palabra- era… fundamental.

Desesperada, se tumbó de lado y dejó que su mente regresara, como una paloma mensajera, al recuerdo del cuerpo de Chang An Lo junto al suyo, dentro del suyo, sobre el suyo. Al sabor de aquella piel en su lengua. A la expresión de sus ojos cuando le dijo que la amaba. La amaba.

Pero por debajo de todo ello, percibía una ira profunda que se movía en círculos en su estómago. Un ácido que la quemaba.

Alexei Serov. Él la había traicionado.

– Buenos días, Lydia.

No le apetecía hablar.

– He dicho buenos días, Lydia.

Suspiró.

– Buenos días, Alfred.

– Así está mejor. Toma, aquí tienes el café.

– Gracias.

Le aceptó la taza, pero la dejó en la mesilla de noche. Sentada en la cama, con las piernas cruzadas y completamente vestida, no hacía el menor esfuerzo por levantarse ni mostrarse cortés.

– Tenemos que hablar -le dijo él.

– ¿Ah sí?

– Todos tenemos que comportarnos como adultos en una situación como ésta.

– Eso díselo a mi madre.

Alfred la miró con recelo y se quitó las gafas, se las limpió con un pañuelo limpio, blanco, y volvió a colocárselas exactamente en la misma posición. Dobló el pañuelo y se lo metió en el bolsillo. -¿Te importa si me siento?

A Lydia le sorprendió que se lo preguntara, y asintió, señalando en dirección a la silla con un movimiento de cabeza.

– Gracias.

Alfred se sentó y dobló los brazos sobre el pecho. Ahora los dos se encontraban al mismo nivel.

Lydia esperaba. Él se tomaba su tiempo.

– Lydia, lo que hiciste la semana pasada estuvo mal, y tu madre y yo estamos profundamente disgustados por tu comportamiento. Deberías estar avergonzada. -La escrutó con sus ojos castaños-. Pero a mí me parece que no lo estás. He hablado con Wai, y me ha contado que casi no te vio en toda la semana, y que siempre estabas en el cobertizo o en tu cuarto. -Miró a su alrededor, como si esperara encontrar a Chang tras la puerta-. No hay duda de que estuviste aquí con tu amigo chino. ¿Es así?

Lydia asintió.

– ¿Y tu amigo es un comunista fugitivo?

Ante esa pregunta se mostró más cauta.

– No es mi intención preguntarte por el grado de… intimidad que existe entre vosotros… -La incomodidad le llevó a ruborizarse, y se detuvo unos instantes- Pero confío en ti lo bastante como para saber que… bien, que no cometerías ninguna insensatez. Nada inmoral, nada que no fuera cristiano -añadió, con súbita intensidad.

– Alfred, estaba enfermo. He cuidado de él. ¿No te parece eso cristiano?

– Por supuesto que sí, querida. Es algo digno de alabanza. La buena samaritana, ¿no?

– La buena rusa.

La respuesta puso una sonrisa en los labios de Alfred.

– Exacto.

Él parecía algo más relajado. Sólo un poco, pero algo era algo. Lydia sostuvo la taza de café.

– Mmmm, está bueno -dijo-. Gracias.

Él se apoyó en el respaldo y descruzó los brazos.

– De lo que debemos hablar es de qué hacer a partir de ahora. No es mi intención causarte un dolor innecesario.

Ella disimuló el alivio, apartándolo de sus ojos y su rostro. Parecía que Alfred entraba en razón.

– Y me parece que debo recordarte lo que me prometiste en el salón de té. Nuestro trato.

El alivio, pasajero, se alejó tan pronto como había llegado. Se pasó una mano por la cara para ocultar la decepción.

– ¿Qué órdenes vas a darme, entonces?

– Lydia, no me gusta ese tono de voz. Considero que la palabra «orden» no es adecuada, pero te digo que no debes volver a ver a ese comunista chino nunca más. Es demasiado peligroso para ti.

– No. Por favor.

– Insisto en ello.

Lydia sentía que se le desencajaba el rostro. Y lo ocultó entre las manos.

Se hizo un largo silencio en el dormitorio. Y entonces él se sentó a su lado, en la cama.

– Vamos, vamos, querida. Es por tu bien. No llores.

Le dio unas palmaditas en el hombro.

Pero ella no estaba llorando. Se estaba muriendo.

– Alfred -dijo, hablando entre los dedos separados-. ¿Cómo te sentirías si te dijera que no debes volver a ver a mi madre?

– Eso es distinto.

– No lo es.

– Oh, Lydia, mi querida niña. Eres demasiado joven para desesperarte así.

– Por favor, Alfred, déjame verlo.

Él le acarició la cabeza, y por su modo de hacerlo ella supo que iba a responder que no. Entonces se incorporó en la cama y, sin transición, le sonrió.

– Mamá me ha contado que quieres tener un hijo. -Alfred se ruborizó al instante, y apartó la mirada, clavándola en la nieve que cubría el alféizar de la ventana, donde un gorrión revoloteaba, para protegerse del frío-. Y me parece maravilloso, Alfred.

– ¿De veras?

– Sí.

– Me alegro.

Alfred estaba entusiasmado. Lydia se lo notaba en la mirada, y le conmovió saber que le importaba su opinión.

– ¿Qué te parecería que hiciéramos otro trato?

– ¿Cómo dices?

– Otro trato. Haré todo lo que pueda para convencer a mamá, para lograr que se replantee la idea de tener el bebé, si tú…

– No.

– Déjame terminar. Si me dejas visitar a Chang An Lo mientras se encuentre en casa del señor Theo.

– Mira, Lydia, yo…

– El señor Theo puede estar presente en la habitación en todo momento. No estaremos nunca solos. Por favor. Necesito saber que mejora y que sigue a salvo.

– Esto no me gusta nada.

Frunció el ceño, pero sus ojos habían perdido la expresión severa.

– Es muy importante para mí-insistió ella en voz baja.

Él respiró hondo, y se meció en el borde de la cama.

– Me encantaría tener un hermano -insistió ella.

Él no pudo reprimir una sonrisa.

– Eres una joven muy persuasiva, no sé si lo sabías.

– Entonces, ¿podré verlo?

– Oh, está bien, Lydia. Podrás verlo. No, no te alegres tanto. Sólo te permitiré que lo visites una vez, y no será hasta mañana, cuando estés en la escuela. Y para despedirte, nada más.

Lydia no dijo nada.

– Hablaré con Willoughby y lo organizaré -prosiguió Alfred-. Y que sea el final de este asunto.

Lydia se acercó a él y, con dulzura, le rozó la mano, que tenía apoyada en el edredón.

– Dos visitas, Alfred. Por favor, déjame que lo visite dos veces.

Para su sorpresa, su padrastro se echó a reír.

– Eres una señorita muy testaruda, ¿verdad? Está bien. Dos visitas. Bajo la estricta supervisión de Willoughby.

– Gracias.

Alfred le besó la frente, más cómodo que otras veces.

– De acuerdo -dijo, poniéndose en pie.

– ¿Y hablarás con mamá? ¿La convencerás para que dé su autorización?

– Sí, por supuesto.

– Yo hablaré con ella por lo del hermanito. Si le compraras un piano, creo que eso ayudaría.

Los dos se miraron a los ojos un segundo, y supieron que entre ellos había nacido un vínculo. Alfred asintió, sin saber bien qué decir.

– Alfred -dijo Lydia-, para no ser padre, se te da muy bien.

Él volvió a ruborizarse, se acarició la barbilla, ufano, y salió del dormitorio sonriendo.

– Mamá.

No hubo respuesta.

Valentina sostenía un periódico que le ocultaba el rostro, aunque Lydia dudaba de que lo estuviera leyendo. Era su modo de encontrar algo de intimidad. A intervalos, daba golpecitos en el suelo con un pie, calzado con zapatilla de terciopelo. La cena había transcurrido tensa, silenciosa, pero en el salón, más tarde, Alfred le había preguntado:

– Lydia, ¿juegas al ajedrez?

– Sí.

– ¿Te gustaría que echáramos una partida?

– Sí.

– Muy bien.

Trajo entonces un extraordinario juego de piezas antiguas, de marfil, y empezó a arrollarla con facilidad. Con todo, ella aprendía de sus errores. De sus errores en el juego. Y aprendía también más cosas de él. Y de sí misma. Alfred contaba con una paciencia impresionante, pero su disciplina mental resultaba demasiado rígida, mientras que ella era impetuosa. Ésa era a la vez su fuerza y su debilidad. Debía ir más despacio.

– Gracias -le dijo cuando su rey quedó tumbado sobre el tablero.

– Tienes aptitudes de gran jugadora, querida, pero deberías…

– Pensar más antes de mover pieza. Lo sé.

– Exacto. -Alfred sonrió, y sus ojos castaños brillaron tras las gafas-. Exacto.

Y abandonó el salón para guardar la caja con las piezas.

– Mamá.

Despacio, Valentina bajó el periódico y la miró con frialdad.

– ¿Conocía Liev Popkov a tu familia en Rusia?

La expresión de su madre no se alteró, pero Lydia notó que no le había gustado nada la pregunta.

– Trabajó para mi padre. Hace mucho tiempo -respondió al fin, secamente, antes de volver a levantar el periódico. Asunto concluido.

Capítulo 48

Chang An Lo abrió los ojos y vio su rostro. Durante un instante tuvo la certeza de que se trataba de otro de los sueños que los dioses le permitían tener sobre ella cuando dormía, pero entonces sintió su mano, rodeándole la muñeca con firmeza, y el cosquilleo del pelo que le rozaba la piel de las mejillas al inclinarse sobre él.

– Eres real -susurró.

Ella esbozó una sonrisa, su sonrisa amplia, hermosa, la que le había robado el corazón, y al instante supo que no se trataba de ningún sueño. Lydia se inclinó todavía más y le besó la boca con sus labios suaves, acogedores.

– Eso para demostrarte que sí, que soy real -le susurró.

Él la atrajo hacia sí un momento, sintió su mejilla fresca contra su rostro caliente, aspiró el aroma de la calle en su pelo y en su piel, oyó la sangre que palpitaba en sus oídos. Tan viva, tan llena de fuego. Perderla sería como ahogarse en el lodo.

– ¿Cómo te sientes?

– Mejor.

– Parece que tienes fiebre.

– Por dentro estoy mejor. -Se incorporó un poco para acariciarle el pelo en llamas-. Cuando te veo, la fiebre se asusta y se va.

Ella se rió, acercó más a su pecho la cabellera y la dejó reposar ahí. Él se la acarició, sedosa, suelta, tan distinta a la de las muchachas chinas, que se la habrían untado con aceite y alisado con pasadores, o atado con nudos prietos. Le encantaba la libertad de aquel cabello.

– Lydia -dijo con voz pausada.

Ella alzó la cabeza.

– No disponemos de mucho tiempo -le susurró ella, mirando en dirección a la puerta.

Estaba abierta, y la figura alta y elegante del director, ataviado con sus ropas académicas, se apoyaba en ella, pero les daba la espalda, y sostenía uno de sus apestosos cigarrillos con una mano, y un libro de ejercicios con la otra. Lo leía ostensiblemente, para dar a entender que tenía los oídos sellados. A pesar de ello, la pareja hablaba en voz muy baja.

– ¿Y tus padres?

– Me han prohibido que te vea más de dos veces mientras estés aquí. Pero no hemos hablado de qué sucederá cuando salgas. -Sus ojos ambarinos estaban llenos de luz-. Tengo una idea.

De pronto, se mostró tímida. Pero excitada.

Algo de su luz alzó el velo oscuro que cubría a Chang. Sabía que no podían hacer planes. Le acarició una ceja, y la oreja.

– ¿Qué es lo que hace latir con tanta fuerza tus palabras?

Ella se acercó más a él, clavando los ojos en los suyos.

– Podríamos irnos juntos.

– Te burlas de mí.

Pero la esperanza se alojó en su garganta, e insufló vida a sus miembros.

– No, no, lo digo en serio -insistió ella en un susurro-. Lo tengo todo pensado. Tú dijiste que debías abandonar Junchow. Y yo me iré contigo. Todavía me queda algo de dinero, y tal vez logre conseguir más. Alcanzaría para contratar un barco de remos que nos lleve al otro lado del río, cuando sea de noche, y luego podríamos…

– No.

– Sí. Si viajáramos de noche y durmiéramos de día, sería seguro. Sé que tardaríamos más, pero podríamos alejarnos de aquí, llegar a alguna aldea china, y yo me pondría una túnica china, y un sombrero ancho como el del funeral, y así nadie se daría cuenta, y aprendería mandarín, y…

– No.

– Escúchame, amor mío, es nuestra única salida. Lo he pensado todo. Tú no puedes quedarte aquí, de modo que no hay otra solución.

– Lydia, no lo hagas. Lydia.

– No estoy loca. No sería para siempre. Sé que cuando mejores y recobres fuerzas, querrás regresar a uno de los campamentos comunistas para seguir con la lucha contra Chiang Kai-Chek. Eso ya lo sé, claro. Pero -y él se fijó en la pincelada rosa que teñía su mejilla, como el destello del ala de un flamenco- también entonces iré contigo. Sé que hay mujeres que se entrenan y combaten en el ejército de Mao Tse-Tung, de modo que no hay razón por la que no pueda convertirme en una combatiente comunista por la libertad. ¿O sí la hay?

Al salir de clase, tenía muchas cosas que hacer. En primer lugar, el vestido. Lydia cruzó la ciudad a toda prisa para acudir al taller de madame Camellia.

– Gracias, madame Camellia. Parece nuevo otra vez.

La modista le hizo una reverencia, moviendo con elegancia la melena corta.

– De nada. Pero procure que no vuelva a mojársele.

– Por favor, apúntelo en la cuenta de mi padrastro.

– Cómo no, señorita Parker.

«¿Señorita Parker? ¿Señorita Parker?»

Lydia se echó a reír y meneó la cabeza apenas salió en dirección a casa de los Mason, en Walnut Road. Polly no había ido a clase, y Lydia quería asegurarse de que no estuviera enferma. La tensión que habían vivido la última vez que se vieron, por culpa de Chang An Lo, seguía viva, y por eso era incluso más importante que fuera a verla y descartara que su amiga no quería verla más, y por eso la rehuía. Porque eso sería horrible. Walnut Road quedaba lejos, pero al menos la tarde era luminosa y limpia. El cielo había adquirido una tonalidad azul celeste muy intensa que hacía que el mundo pareciera más grande, y aunque el viento era frío, el sol daba a Junchow un resplandor que convertía la aversión que Lydia solía sentir por la ciudad en algo parecido al afecto. Tal vez se debiera a sus intenciones de abandonarla.

Como defensora del comunismo. Lydia Ivanova. Combatiente por la libertad. Lo dijo en voz alta, y le gustó cómo sonaba. Incluso dejó vagar su mente un segundo y se recreó en el sonido de Lydia Chang, o Chang Lydia, que es como lo dirían en China. Dejó que las sílabas reverberaran en las ondas de su mente, pero eso era adentrarse demasiado en lo desconocido. Todavía no estaba preparada para ello. Chang An Lo le había dicho que no. Claro. Ella sabía que diría eso. Le preocupaba su seguridad. Pero había visto la expresión de su rostro. Su boca apretada, para que de ella no escaparan las palabras que lo delatarían. Las pupilas dilatadas de asombro. Había visto que algo en su interior estallaba y cuando lo estrechó entre sus brazos, sintió los rápidos latidos de su corazón.

Había dicho que no. Pero había querido decir que sí.

Tomó un atajo a través de uno de los distritos más pobres del Asentamiento Internacional, descendió por un sendero cubierto de nieve que pasaba por detrás de la iglesia de San Salvador, y cruzó un pequeño parque. En realidad, se trataba más de un parterre que de un parque, que contaba con unos pocos columpios oxidados y con demasiadas malas hierbas. Fue allí, mientras trataba de avanzar por el sendero, donde vio el coche. Aparcado bajo una hilera de árboles que flanqueaban el extremo opuesto, lejos de la sucesión de casas baratas. Lydia lo reconoció al instante. Un Buick grande, reluciente. Era el automóvil del padre de Polly, un sedán negro y crema de parachoques anchos, que con el sol de la tarde resplandecía sobre la nieve grisácea.

Lydia no tenía la menor idea de qué podía estar haciendo ahí, pero si Mason se dirigía a su casa, tal vez pudiera llevarla con él, y de paso contarle qué le ocurría a Polly. Se acercó a él. Estaba aparcado dándole la espalda, de modo que lo que veía era la gran rueda de repuesto plantada bajo la ventanilla trasera. Parecía estar vacío, pero al echar un vistazo al interior creyó ver movimiento. Se adelantó un poco para ver mejor. Para ver mejor algo que habría preferido no ver. Christopher Mason en mangas de camisa. Estaba tumbado boca abajo, en el asiento delantero, y su cabeza subía y bajaba. Sus manos se movían sobre algo que tenía debajo.

Era Valentina.

Lydia dio media vuelta y echó a correr.

– Hola, Lyd. -Polly no parecía enferma. Ni contenta de ver a Lydia en la puerta-. Hoy no has ido a clase.

– No, me encontraba mal.

– Lo siento.

– Algo que comí.

– Claro.

Hubo una pausa incómoda. Lydia empezaba a temer que su amiga no la invitara a entrar.

– Te he traído el horario del nuevo trimestre, para que lo copies. Y unos mapas que hemos estudiado hoy en geografía.

Lydia abrió la cartera y se puso a rebuscar en su interior.

– Ah… gracias. -Polly dio un paso atrás, apartando sus inmensos ojos de Lydia-. Pero entra. ¿Quieres un chocolate caliente? Mamá está en su club de bridge, pero ha preparado café de jengibre, por si te apetece.

– Sí, por favor.

Polly la condujo hasta la cocina. Las cocinas, casi siempre, eran lugares lúgubres, en los que sólo entraba el servicio, pero como a Anthea Mason le gustaba tanto preparar souflés, pasteles y bollos, la suya era moderna y reluciente. Linóleo en el suelo, paredes azulejadas y una cocina esmaltada, mucho más elegante que las habituales en color negro. En la cámara contigua a la cocina, Lydia oyó a dos criadas trabajando y conversando en voz baja, en chino. Polly estaba concentrada en calentar la leche y en servir el chocolate, y no decía nada.

Lydia, por su parte, se dedicaba a llenar el silencio conversando sobre el primer día de clase, sobre la escayola con la que había aparecido James Malkin tras caerse del tejado del garaje cuando intentaba rescatar a un gatito. Polly le dedicó una sonrisa. Cuando las dos daban ya sorbos al chocolate, Lydia sintió que la sangre regresaba a sus dedos helados, pero su mente seguía aturdida por la sorpresa.

Valentina. En el Buick.

¿Por qué?

Pero Polly seguía evitándola. Mantenía la vista fija en la espuma del vaso, y soplaba un poco para enfriar la bebida.

– Polly, se ha ido -le dijo Lydia.

Al fin, la mirada recelosa de su amiga se encontró con la suya.

– ¿Quién?

– Ya sabes quién. Chang An Lo.

– ¿Adónde ha ido?

– No lo sé.

– ¿Se lo han llevado los soldados?

– No. Escapó. De modo que no tienes que preocuparte más por lo que… bueno, por lo que viste.

Polly soltó un sonoro suspiro de alivio.

– Me alegro.

– Yo también.

Se sonrieron en silencio, y entonces Lydia dejó la taza sobre la mesa, se acercó a Polly y la abrazó. Al momento, toda la tensión acumulada abandonó el cuerpo de Polly, y le devolvió el abrazo a Lydia, con todas sus fuerzas. Las dos se echaron a reír, sintiendo que la confianza que existía entre las dos regresaba paulatinamente. Trascurrido un momento, las dos cogieron sus tazas y se trasladaron al salón.

– Espérame aquí, Lydia, que subo a mi habitación a copiar los mapas. Bajo enseguida. Cómete la tarta.

Apenas su amiga se ausentó, Lydia abandonó el salón, cruzó el vestíbulo de puntillas y comprobó si la puerta del despacho estaba abierta. En efecto, lo estaba. No sabía por qué, pero aquello le supuso cierta decepción. Si alguien deja una puerta abierta, es que no tiene nada que ocultar, ¿no es cierto? Se coló dentro y la cerró. La estancia estaba en penumbra, pues las persianas estaban medio cerradas, y los altos estantes llenos de libros que forraban las paredes le resultaban… amenazadores. Se sentía como atrapada, enclaustrada. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, y meneó la cabeza para ahuyentar aquellas ideas absurdas.

La mesa. Por ahí era por donde debía empezar. Se inclinó sobre ella y encontró el diario encuadernado de Mason correspondiente al año 1929 colocado en el centro de la superficie. Hojeó las páginas del mes de enero, y ahí lo encontró, en letras negras, grandes. «Lunes, tres treinta. VP.» Ya no era VI. Ahora era Valentina Parker. Lydia habría querido arrojar por la ventana aquel maldito diario.

Sin dilación, revisó los cajones de la mesa, pero no encontró nada de interés, salvo un arma. En el primer cajón derecho, bajo una gamuza amarilla, aguardaba, como una advertencia. Lydia la sostuvo con la mano. Era una pistola del ejército, un revólver, que pesaba más de lo que ella pensaba, y que olía a grasa. Cerró un ojo, apuntó en dirección a la puerta, quitó el seguro y volvió a activarlo, aunque no se atrevió a apretar el gatillo. La dejó en su sitio. Rebuscó un poco más, pero sólo encontró facturas, material de papelería, dos estilográficas de oro, que tres meses atrás tal vez habría robado, y algunas cartas enviadas desde Inglaterra. Nada que pudiera servirle: informaciones intrascendentes sobre una mujer llamada Jennifer y un hombre llamado Gaylord. Un pisapapeles de jade. Una caja de puros. Un cortaúñas. Y, en el último cajón, una fotografía de su gato, Achules. Decepcionante.

Un ruido repentino paralizó a Lydia, que escuchó con atención. Pasos de un criado en el vestíbulo. Respiró, aliviada, cerró el cajón y buscó en otros rincones. En uno de ellos se alzaba una cómoda, con grandes asas de latón. Los primeros tres cajones contenían botellas de lo que, por el olor, parecían productos químicos de alguna clase, una resma de papel fotográfico, una caja de cartón llena de rollos y rollos de negativos, sobre la que reposaba una petaca de plata. Parecía que Mason era un aficionado a la fotografía, que revelaba sus propias creaciones. Aquello encajaba con la vez que lo encontró en la biblioteca, consultando un libro sobre ese arte.

Fue el último cajón el que le proporcionó algo de esperanza. Estaba cerrado con llave. Algo que ocultar.

Ahí estaba. Dedicó un momento, serenamente, a echar un vistazo a la habitación. Sobre la mesa no había llaves. Si ese despacho fuera suyo, ella las habría escondido… ¿dónde? En la librería. Tenía que ser ahí. Aguzó el oído por si le llegaban los pasos de Polly desde la escalera. Nada. Pasó los dedos rápidamente por los libros y los estantes. Tal vez algún volumen estuviera vacío y contuviera alguna llave secreta. Si era así, no albergaba la menor esperanza de encontrarla. Ninguna. Decidió subirse a la butaca de cuero de Mason y palpar la parte más alta de la librería. Pero ahí no había nada, excepto una fina capa de polvo y una araña muerta. Acercó más la butaca, volvió a tantear, y esta vez sus dedos rozaron un objeto metálico.

– ¿Lydia?

Era la voz de Polly, que seguía arriba.

Se bajó de la silla a toda velocidad y entreabrió la puerta.

– ¿Sí?

– Ya casi estoy.

– Tranquila, no tengas prisa.

– No tardaré.

Lydia volvió a cerrar la puerta, se subió de nuevo a la silla y alcanzó el objeto. Era una llave. La sostuvo en la palma de la mano. Tenía la boca seca. No estaba segura de querer saber qué se ocultaba en ese cajón. La mente ya empezaba a llenársele de sospechas. Aspiró hondo, como le había enseñado a hacer Chang An Lo, expulsó el aire despacio, se acercó a la cajonera y se agachó frente al cajón más bajo. La llave encajaba a la perfección, y al girarla el cajón se abrió sin dificultad, como si se usara a menudo.

Estaba lleno de fotografías. Montones bien ordenados, unidos con gomas elásticas. Las hojeó rápidamente. En cada una aparecía una mujer desnuda. A Lydia le pareció que su obligación era avergonzarse, pero no disponía de tiempo para ello. La visión de una muchacha negra montada por un galgo negro le hizo estremecer, pero no se detuvo, y siguió observando con atención los rostros de aquellas mujeres. Casi todos eran duros, y aparecían muy maquillados. Supuso que se trataba de prostitutas. Había visto caras como ésas en las calles, montando guardia junto a los bares de los muelles. Fue en el quinto fajo de retratos donde la encontró. La imagen lasciva de una mujer blanca, delgada, tumbada desnuda sobre una piel de oso, un brazo posado sobre la cabeza, la mano aferrada al pelo largo, los pechos al aire. Los pezones habían sido pintados de un color oscuro. Las piernas aparecían algo separadas, y un dedo se adentraba por entre la espesa mata de vello, entre el que se adivinaba algo pálido y brillante. La mujer esbozaba una sonrisa con los labios, pero sus ojos parecían muertos. Valentina.

Lydia no pudo reprimir un sollozo, y la ira que sintió estuvo a punto de ahogarla. Una ira seguida de una avalancha de vergüenza. Apretó mucho los dientes, y sintió que le ardían las mejillas.

Siguió revisando las fotografías. Había cuatro más de Valentina. Veinte de Anthea Mason. Dos de Polly.

Lydia habría querido gritar.

Metió los retratos en su cartera.

– Ya estoy -gritó Polly desde lo alto de la escalera.

Con un último impulso, Lydia quitó los libros de la cartera y metió en ella los rollos de negativos. Metió la llave en el cajón, lo cerró de una patada y, con los libros bajo un brazo y la cartera bajo el otro, abandonó el despacho.

– No te importa, ¿verdad, cielo?

– No, por supuesto que no. Tengo que hacer los deberes.

Lydia no dejaba de observar a su madre, de concentrarse en todos los movimientos de su dedo -de ese dedo-, mientras ella hojeaba el último número de la revista Paris World, así como en los movimientos de su pelo, ahora que encendía otro cigarrillo. ¿Por qué? Una y otra vez le asaltaba la pregunta. ¿Por qué lo hacía Valentina? Maldita sea. Maldita sea. ¿Por qué?

Su madre se dirigió a Alfred.

– No tardaremos, ¿verdad, ángel mío?

Él intercambió una mirada fugaz con Lydia. Aquella mañana la había llevado en coche al colegio camino del trabajo, y ella le había comentado que veía a Valentina algo tensa desde lo de Chang An Lo y los soldados. Tal vez fuera buena idea que la sacara esa noche. ¿Una cena en el club? ¿Un baile en el Flamingo? Alfred se había mostrado más que de acuerdo.

– Bien, no sé exactamente a qué hora regresaremos -respondió, contemplando a su esposa con admiración. Estaba espectacular. Llevaba un vestido largo, blanco y negro, de escote bajo, que permitía apreciar plenamente la curva de sus senos. A Lydia le resultaba imposible mirarlos. Ya no podía. No después de lo que había visto.

Alfred le alargó a su mujer los manguitos de visón, y le ayudó a ponerse el abrigo.

– Pasadlo bien -les dijo Lydia sonriente.

Y apenas oyó que el coche se alejaba, subió la escalera a toda prisa y sacó del armario el vestido verde.

– Pequeño gorrión, moi vorobushek, creía que te habías olvidado de esta vieja dama.

– No, nyet, aquí estoy. Cuento incluso con una invitación oficial -añadió Lydia mostrándole la tarjeta gruesa, grabada.

– Qué maravilla -declaró la señora Zarya, ahogando una risita de emoción, que hizo que su gran delantera se acercara peligrosamente a ella. Pasó un brazo por debajo del de Lydia-. Y qué guapa estás. Se te ve tan mayor con tu vestido verde…

– ¿Lo bastante como para bailar?

La señora Zarya agitó los faldones de su gran vestido de tafetán con gesto coqueto.

– Tal vez, vozmozhno. Debes esperar a que te lo pidan.

La villa Serov, situada al final de la Rué Lamarque, en el Barrio Francés, era incluso más lujosa de lo que Lydia había imaginado, con columnatas y porches, así como con un largo camino de acceso atestado de automóviles y chóferes. Las salas de recepción aparecían iluminadas por hileras de candelabros resplandecientes, y rebosantes de cientos de invitados ataviados con sus ropas de gala.

A su alrededor, por todas partes, escuchaba palabras rusas: Dobriy vecher, «Buenas noches». Kak vi pozbivayete, «¿Cómo está usted?» Kak torgovlia, «¿Cómo van los negocios?»

Se acordó de decir «Ocbyenpriatno», «Encantada de conocerle», cuando la señora Zarya le presentaba a alguien, pero no prestaba atención a los nombres. Había acudido al baile con intención de buscar a una sola persona. Y esa persona no se veía por ninguna parte. Aún no. Al principio permaneció junto a la señora Zarya, pues en medio de aquel mundo nuevo, la figura corpulenta que desprendía ese olor conocido a naftalina le resultaba tranquilizadora. Viejos caballeros de gruesas patillas y barbas que emulaban la del zar Nicolás se acercaban a flirtear con la señora Zarya y besaban la mano a Lydia, mientras que mujeres con guantes largos, blancos, recorrían las estancias, luciendo sus joyas y su temperamento ruso. Lydia perdió la cuenta de la cantidad de diademas de brillantes que había visto pasar.

Se preguntaba qué haría Chang An Lo con todo aquello. Cuántas armas podría comprar con uno solo de aquellos diamantes. Cuántos estómagos podrían llenarse con lo que costaba uno sólo de los pendientes de oro de esa señora gorda. Aquellos pensamientos la pillaron por sorpresa, pues eran propios de Chang An Lo, aunque brotaran de su cabeza. Y le gustó que así fuera. Le gustó poder mirar a su alrededor, observar toda esa riqueza y no verla como algo deseable, sino como medio para enderezar una sociedad desequilibrada. Porque eso era algo nuevo para ella. Equilibrio. Eso era lo que, según Chang, hacía falta. Pero ella vio a un hombre con la barriga de un cerdo bien alimentado y con los dedos rechonchos llenos de sellos de oro que levantaba una copa de champán de una bandeja de plata sin mirar siquiera al criado chino que se la servía. El rostro de éste era famélico, de mirada sumisa. ¿Dónde, en esa situación, se encontraba el equilibrio?

Una oleada de asombro recorrió el cuerpo de Lydia. No era sólo que tuviera nuevas ideas, sino que también miraba con ojos nuevos. Le parecía que se estaba convirtiendo en comunista.

– Lydia Ivanova, me alegra inmensamente que hayas podido venir. -Era la condesa Serova, regia como siempre, con un vestido de raso color crema, de escote alto y falda hasta los pies, con bordado de perlas-. Y veo que esta noche llevas otra indumentaria. Empezaba a pensar que sólo disponías de un vestido. Qué bien te sienta el verde.

Aquella mezcla de insulto y alabanza desconcertó a Lydia.

– Gracias por invitarme, condesa. -En esa ocasión, se negó a hacerle una reverencia. ¿Por qué iba a hacerlo?-. ¿Se encuentra aquí su hijo?

La condesa Serova observó detenidamente a Lydia, y sin responder se volvió en dirección a la señora Zarya.

– Olga Petrovna Zarya, kak molodo vi vigliaditye, qué joven se te ve esta noche.

La señora Zarya se hinchió de orgullo y, ella sí, le hizo una reverencia, pero Lydia no oyó nada más, pues en ese instante una mujer joven, vestida de negro, que aguardaba tras la condesa, y que sin duda era alguna asistente, se acercó a Lydia y, en ruso, le susurró:

– Está en el salón de baile.

Lydia se excusó y siguió el sonido de la música.

La mujer resplandecía. Llevaba un vestido con escote de bañera, de lentejuelas, y estaba sentada a un piano instalado en un extremo de la sala. Las uñas, de un rojo muy vivo, resaltaban contra las teclas de marfil. En ese momento tocaba una pieza moderna que Lydia reconoció al instante. Era algo de Shostakovich, algo decadente. La pianista mecía sus cabellos rubios, sedosos, al compás de la música. Y a Lydia le desagradó al instante aquella manera exagerada de interpretar. ¿Por qué no había invitado la condesa a Valentina para que tocara? Se volvió, porque cada vez que pensaba en Valentina, los retratos del cajón asomaban a su mente, y se sentía enferma. Y decidió mirar a su alrededor.

El salón era precioso. En los altos techos, héroes musculosos y diosas nebulosas que desde las alturas contemplaban los suelos claros de abedul. Inmensos retratos familiares ricamente enmarcados, personas de nariz alargada y expresión arrogante, pensados para amedrentar a los invitados de poco brío. Espejos que reflejaban los miles de puntos de luz de los candelabros y la proyectaban sobre la sala, para iluminar aún más a los danzantes, que se deslizaban, sonrientes, de un extremo al otro. Pero los ojos de Lydia no tardaron en concentrarse en otro punto, en el que un corrillo de hombres conversaba acaloradamente frente a uno de los largos cortinajes verdes. Uno de ellos, alto, de espalda recta, impecablemente vestido con traje de gala, y con el pelo cortado a cepillo, hizo que a Lydia se le pusiera la piel de gallina.

Y se fue derecha hacia él.

– Alexei Serov -le dijo fríamente-. Quisiera hablar con usted -añadió, tocándole el hombro.

Él se volvió al instante, y la amplia sonrisa con que la recibió sólo logró que Lydia se enfureciera más. Sentía unos deseos imperiosos de abofetearlo.

– Buenas noches, señorita Ivanova, qué alegría que pueda acompañarnos esta noche. -Llamó a un criado de librea morada chasqueando los dedos-. Una copa para mi invitada.

– No quiero tomar nada, gracias. No voy a quedarme.

La frialdad de su tono logró que Alexei Serov frunciera el ceño, y la miró fijamente, tanto que Lydia le veía las motas doradas que salpicaban el iris verde.

– ¿Sucede algo? -Se pasó una mano por el pelo, y la deslizó hasta la nuca. Era la primera vez que le veía mostrar un mínimo atisbo de incomodidad.

– Me gustaría hablar con usted. En privado, por favor.

Él echó la cabeza hacia atrás y la miró, esbozando una media sonrisa. Ella no se fijó en su modo de entrecerrar los ojos, en las pestañas negras que formaban una barrera que los mantenía alejados. Otro hombre con algo que ocultar.

– Cómo no, señorita Ivanova.

Le plantó la mano firme bajo el codo y la condujo sin esfuerzo entre los danzantes hasta lo que parecía un espejo con hojas de parra labradas en el marco, pero que resultó ser una puerta. Más juegos de manos y entraron en un pequeño aposento sin ventanas que no contenía más que una chaise longue verde pálido y un bosque de cabezas de animales disecados en las paredes. Un jabalí con colmillos de veinte centímetros observaba a Lydia desde las alturas. Ella apartó la mirada y se liberó de la mano de Alexei.

– Alexei Serov, es usted un mentiroso malnacido.

La compostura de su interlocutor se tambaleó, pero supo disimularlo bien. Se llevó despacio la mano a la mandíbula, y al hacerlo mostró unos gemelos de oro con forma de escarabajo.

– Me insulta usted, señorita Ivanova.

– No, es usted el que me insulta a mí si cree que no sé quién envió las tropas del Kuomintang a mi casa.

– ¿Tropas?

– Sí, y los dos sabemos por qué.

– Lo siento, pero no entiendo de qué…

– No se moleste. No gaste saliva negándolo. Sus mentiras venenosas salen de las cloacas, y lo único que consigue es insultarme más. Por su culpa yo podría encontrarme en prisión ahora mismo. ¿Es consciente de ello? Y mi… mi amigo podría estar muerto. De modo que he venido aquí esta noche para decirle… -Notaba que estaba perdiendo el control de su voz, que le abandonaba la frialdad que había planeado- para decirle que su plan ha fallado, y que creo que es usted lo más rastrero entre lo rastrero. Un asqueroso sicario de Chiang Kai-Chek y sus diablos grises. Finge ser mi amigo, y sin embargo…

– No siga, Lydia.

– Sí, sí voy a seguir, malnacido. Usted me ha traicionado.

Él la sujetó por los brazos y la zarandeó.

– Pare.

Acercó mucho la cara a la de ella. Los dos se miraron fijamente. Lydia vio que él tragaba saliva, tratando de aplacar su ira.

– Suélteme -dijo.

Él retiró las manos.

– Adiós -zanjó ella, tratando de pronunciar aquella única palabra con toda la frialdad de que pudo hacer acopio. Y, muy erguida, se dirigió a la puerta.

– Lydia Ivanova, por el amor de Dios, ¿qué bicho le ha picado? ¿Cómo se atreve a entrar aquí cargada de acusaciones, y luego se niega a escuchar mi respuesta? ¿Quién se ha creído que es? -Lydia se detuvo, con una mano plantada ya en el tirador de latón, pero no se volvió para mirarlo, pues la mera idea de volver a ver a aquel malnacido embustero le repugnaba. Se hizo un momento de silencio, y las criaturas disecadas que poblaban la habitación los miraron con sus ojos de cristal. Lydia oía los latidos desbocados de su propio corazón-. Escuche, pues, lo que tengo que decirle -prosiguió él con voz asombrosamente pausada-. Yo no sé nada de esos soldados en su casa.

– Al infierno con sus mentiras.

– Yo no la he traicionado. Ni a usted ni a su comunista chino herido. No conté a nadie lo que vi en su casa, le doy mi palabra de ello.

– La palabra de un embustero no vale nada.

Él aspiró hondo, colérico, y a ella le gustó saber que se alteraba.

– Estoy diciendo la verdad -añadió secamente, y ella supo que, de haber sido un hombre, él le habría golpeado.

– ¿Por qué debería creerlo?

– ¿Y por qué no habría de hacerlo?

Lydia se volvió al fin.

– Porque nadie más podía enviar a los soldados a detener a Chang An Lo. Sólo usted lo sabía.

– Eso es absurdo. ¿Qué me dice de su cocinero?

– ¿Wai?

– ¿Acaso cree que él no lo sabía? Señorita Ivanova, tiene usted mucho que aprender de los criados, si es tan ingenua que cree que no están al corriente de todo lo que sucede en una casa.

Lydia tragó saliva.

– ¿Wai?

Alexei Serov había vuelto a hacerse con el control de la situación. La tensión abandonó su cuerpo, y su gesto vago, al señalar en dirección a los aposentos de sus propios criados, era de nuevo el gesto de alguien sin miedo.

– Tienen unos ojos que les permiten ver más allá de las puertas cerradas, y unos oídos con los que oyen nuestros pensamientos.

– Pero ¿por qué habría Wai…?

– Por dinero, claro. Le pagarían bien a cambio de la información.

– Maldita sea.

El abatimiento se apoderó de Lydia al instante, y se hundió de hombros. Se refugió observando las orejas peludas de un lince, erguidas, alerta, impacientes por escuchar sus disculpas.

– Maldita sea -repitió.

– Le juro que no fui yo quien lo delaté. Y tampoco la delaté a usted -insistió Alexei en voz baja.

Ella se obligó a mirarlo a la cara, aunque le resultó difícil. La ira no le costaba demasiado. Pero las disculpas le resultaban más difíciles.

– Lo siento.

Lo único que quería era salir por donde había entrado. Que le diera el aire frío pronto, porque si no se iba a derretir y a convertirse en un charco sucio de vergüenza sobre el elegante suelo de mármol. No sabía qué decir. No le salían las palabras.

– Le pido disculpas, Alexei Serov.

Él no sonrió. Como seguía con los ojos entrecerrados, ella no era capaz de adivinar qué estaba pensando, y en realidad no estaba segura de querer saberlo.

– Acepto sus disculpas, señorita Ivanova -dijo al fin, antes de dedicarle una leve reverencia.

El chasquido leve de sus talones al unirse asustó a Lydia. Era la clase de sonido que se esperaría de un verdugo antes de la ejecución. Alexei le ofreció el brazo.

– ¿Puedo acompañarla de nuevo a la fiesta? Esta conversación ha terminado. -Ella vaciló-. Y, como muestra de nuestra renovada amistad, espero que me haga el honor de concederme un baile.

Ahora sí esbozó una sonrisa lenta y pícara, como si supiera bien lo que le costaría a ella aceptar.

– La última vez me dijo que era demasiado joven para bailar conmigo -objetó ella. Ya sólo había una persona en cuyos brazos deseara flotar.

– De eso hace seis meses. En ese momento era usted una niña. Pero ahora me parece usted una hermosa joven, en todos los aspectos. -Arqueó una ceja-. A pesar de que no se comporte usted como tal.

Ella se echó a reír, sin poder evitarlo.

– Dios, Alexei, siento no haber controlado mis palabras. Puedo ser bastante respetable cuando me lo propongo, pero, no sé cómo, usted siempre se las arregla para ver mi peor cara.

– «Asqueroso sicario de Chiang Kai-Chek.» Eso me ha impresionado bastante.

Ella se apoyó en su brazo.

– Bailemos.

Cuanto antes terminara con todo aquello, mucho mejor.

Capítulo 49

Theo estaba sentado con el gato a sus pies. Hacía frío. Eran las tres de la madrugada. Oía el viento golpeando las ventanas y aullando para entrar, y le recordaba al viento que soplaba en el río por las noches, y a las barcazas que empujaba, mientras iban pasando de un junco a otro con su carga. Estaba leyendo en su estudio, tratando de extraer fuerzas de las palabras de Buda:

Si quieres conocer tu futuro,

mírate en el presente,

pues éste es la causa del futuro.

Se empapó de esa máxima.

Su futuro se decidiría el miércoles.

Porque ese día Christopher Mason se había citado con sir Edward para revelarle la implicación de Theo en el tráfico de opio. De modo que tenía veinticuatro horas para decidir.

Vacía tu barca, buscador,

y viajarás más velozmente.

Aligera tu carga de anhelos y opiniones

y alcanzarás antes el nirvana.

A Theo le pareció que eso era precisamente lo que anhelaba, viajar ligero, pero estaba llegando a la conclusión de que no se conocía muy bien. El joven chino que se alojaba en la planta superior sí lo conocía. Conocía sus debilidades. Se las veía en los ojos. Chang An Lo estaba preparado para lo que pudiera suceder. Él ya había aligerado su carga. La cárcel era un sendero que tal vez estuviera esperándolos a los dos, pero ¿podría Theo soportar ese infierno de celdas apestosas, ese encierro de pájaro en una jaula de bambú?

Si quieres librarte de tu enemigo,

el verdadero modo de lograrlo es darte cuenta

de que tu enemigo es una ilusión.

Pero ni Feng Tu Hong ni Christopher Mason le parecían ilusiones. La verdad era que Feng podía impedirle a Mason salirse con la suya. Pero a cambio le pediría al joven, a pesar de sus disputas con Po Chu. O tal vez precisamente a causa de ellas.

¿Entonces? ¿Y si Theo cerrara el trato? ¿Qué pensaría de él Li Mei?

¿Qué pensaría él de sí mismo?

Se echó hacia delante y acarició la cabeza del gato, que ronroneó un segundo antes de clavarle los dientes amarillos en la mano.

Capítulo 50

Lydia oyó el chasquido en la puerta de su dormitorio. Pasos amortiguados. Abrió los ojos, pero la oscuridad no le permitía ver nada. Con todo, no le hacía falta ver.

– ¿Qué sucede, mamá?

– No puedo dormir, niña.

– Pues ve a molestar a Alfred.

– Él necesita dormir.

– Yo también.

– Tú puedes dormir mañana, en clase.

– ¡Mamá!

– Cállate. Te contaré cosas del club Flamingo. Había una mujer muy afortunada que llevaba un broche de Fabergé, pero la ropa era bastante espantosa.

Lydia se cambió de posición en la cama y Valentina se tendió en ella, tapándose con el edredón, pero no con las mantas, lo mismo que había hecho Lydia al principio con Chang An Lo.

– ¿Lo has pasado bien esta noche?

– Ha sido tolerable. Poco más.

– ¿Has bailado?

– Sí, claro. Eso ha sido lo mejor. Cuando seas lo bastante mayor te llevaré a bailar, y descubrirás lo divertido que es. La banda ha tocado música de jazz con…

Pero Lydia no la escuchaba. Tenía la mejilla apoyada en el hombro de su madre, y su perfume intenso lo impregnaba todo. Se preguntaba si Chang An Lo estaría despierto. ¿En qué estaría pensando? Ella temía que escapara. Que se levantara y se fuera, así, sin más. Sin ella. Pero los dos sabían que en el estado en que se encontraba, le darían alcance. Y sabían que él la necesitaba. Lo mismo que ella a él. Iba a ser difícil, claro. Lydia no ignoraba ese hecho, ni la incertidumbre que les aguardaba en el futuro, pero estar juntos los meses que tardara él en recuperarse les daría tiempo. Un espacio para respirar, mientras planeaban su siguiente paso.

– ¿Y entonces?

Lydia fue consciente de que Valentina había dejado de hablar.

– ¿Y entonces?

– ¿Y entonces qué, mamá?

– Te he preguntado quién es ese bolchevique chino tuyo.

– Se llama Chang An Lo, y es comunista. Pero -se apresuró a añadir- viene de una familia que ya era rica con el último emperador, y ha sido bien educado. Un poco parecido a ti en cierto modo…

– Yo no soy comunista, y nunca lo seré -masculló su madre-. Los comunistas toman un país que es grande y noble y lo destrozan con sus hoces y sus martillos hasta que alcanza el nivel más bajo de un campesino. Mira mi pobre y desolada Rusia, Rusmatushka.

– Mamá -apuntó Lydia en voz muy baja-, los comunistas no han hecho más que empezar. Dales tiempo. Primero tenían que liberarnos de la tiranía, de la brutalidad que llevaba cientos de años existiendo. Eso es lo que están haciendo ahora mismo en Rusia. Y eso es lo que China también necesita. Ellos son los que construirán una sociedad justa en la que todos tengamos voz. Espera, ya verás que se convierten en uno de los mejores países del mundo.

– Estás loca, querida. Ese muchacho bolchevique te ha envenenado la mente y te la ha llenado de porquería de las cloacas, y ahora ya no piensas bien.

– No, estás equivocada. Ahora lo veo todo claro.

– ¡Bah! Será un capricho que te durará dos minutos.

– No, mamá, le quiero.

Valentina suspiró con fuerza.

– No seas ridícula. Eres demasiado joven para saber qué es el amor.

– Tú tenías sólo diecisiete años cuando te escapaste y te casaste con papá. Lo amabas, y lo sabes muy bien. Así que no te atrevas a decirme que yo no quiero a Chang An Lo.

Se hizo el silencio. La oscuridad se hizo más espesa a su alrededor, y Lydia sentía su peso en los ojos, pero se negó a permitirle la entrada en su mente. Con ella se acercó a Chang An Lo, y le costó tan poco encontrarlo que resultaba raro aceptar que no estuviera en el dormitorio con ella. La conexión era instantánea. Y estaba segura de que él estaba despierto en casa del señor Theo, buscándola a ella. Sonrió y sintió que el interior de su cabeza llegaba a una habitación espaciosa, llena de luz, en la que sonaba el agua de la Quebrada del Lagarto. Un lugar en el que se podía respirar.

– Escúchame, mamá.

Fue fácil. Hablarle de él al fin. Se lo contó todo sobre Chang An Lo. Que la había salvado en el callejón, que ella le había cosido el pie en la Quebrada del Lagarto. Que había asistido a un funeral chino, que lo había buscado. Le habló incluso de la casa quemada, y la discusión sobre algunos de los métodos salvajes que los comunistas usaban para alcanzar sus fines. Le salió todo de un tirón. Todo. Bueno, casi todo. Se guardó para ella dos cosas. Lo del collar de rubíes y que habían hecho el amor. No era tan tonta.

Cuando terminó, se sintió como si estuviera flotando.

– Oh, mi niña, mi querida niña. -Valentina se volvió y la besó en la mejilla-. Qué alocada eres.

– Le quiero, mamá. Y él me quiere.

– Esto tiene que terminar, dochenka.

– No.

– Sí.

– No.

Valentina agarró a Lydia por encima del edredón y la abrazó con cierta maldad.

– Lo siento, amor, se te va a romper el corazón, pero hay cosas peores. Sobrevivirás, créeme, sobrevivirás. Tú y yo hemos llegado hasta aquí. No pienso dejar que lo eches todo por la borda ahora que he conseguido que dispongas de dinero para tu educación, para que vayas a la universidad. Podrías ser médica, o abogada, o profesora, algo importante, algo grande, algo por lo que te paguen bien. Estarás orgullosa de ti misma y podrás caminar con la cabeza bien alta. No tendrás que depender nunca más de un hombre que lleve el pan a tu mesa, o que te ponga un anillo en el dedo. No lo eches todo a perder. Ahora no.

– Mamá, ¿hiciste caso a tus padres cuando te dijeron lo mismo?

– No, pero…

– Pues yo tampoco voy a hacértelo a ti.

– Lydia. -Valentina se incorporó bruscamente-. Tú harás lo que yo te diga. Y te digo que esta historia con el bolchevique chino se ha terminado, aunque tenga que encadenarte a la cama y alimentarte a base de pan y agua el resto de tu vida. ¿Me oyes bien?

Lydia no tenía intención de decir lo que dijo a continuación. Pero estaba enfadada y dolida, de modo que contraatacó.

– Tal vez si yo le cuento a Alfred lo que he visto hoy en el Buick, él te diga lo mismo a ti.

Oyó que su madre se atragantaba, y emitía un sonido similar al de los pollos cuando les retuercen el pescuezo. Habría querido volver a meterse las palabras en la boca. Valentina puso los pies en el suelo, pero permaneció sentada en el borde de la cama. Dándole la espalda. Y no dijo nada.

– ¿Por qué, mamá? ¿Por qué? Tienes a Alfred.

Su madre rebuscó en el bolsillo de la bata. Lydia sabía que quería un cigarrillo, pero era evidente que no lo había encontrado, porque no vio el destello del mechero.

– Eso no es asunto tuyo -se limitó a decir secamente.

Lydia se acercó más a ella y alargó la mano. El cuerpo tenso de su madre era más oscuro que la oscuridad circundante. Le rozó el hombro, y durante un segundo regresó a su memoria su mano rozando el hombro de un hombre esa misma noche, unas horas antes. Alexei Serov. Le había acompañado hasta casa, y debía admitir que se había comportado bastante bien ante su error. Dios santo, había hecho tal ridículo con él. «Sicario, malnacido.» Tenía todo el derecho a echarla a patadas. Pero no lo había hecho. Se había limitado a esbozar su sonrisa más arrogante y altanera, mientras bailaban. Sólo un baile. No pudo soportar ni uno más.

Sintió bajo los dedos el calor del kimono de seda de su madre.

– ¿Por qué? -volvió a preguntarle.

Valentina se encogió de hombros, como si no fuera importante.

– Es sólo una aventura.

– Mamá, te he visto con él. Y lo odias.

– Claro que odio a ese demonio, que Dios le pudra el alma.

– ¿Es por las fotografías?

Valentina dejó de respirar.

– Las tengo yo. -Valentina acarició la espalda de su madre-. Y los negativos.

Su madre sollozó.

– ¿Cómo?

– Se las he robado.

– Eso sí se te da bien.

– Sí.

– Gracias -balbució en un susurro.

– O sea que sí es asunto mío.

– De acuerdo. Pero que conste que me lo has preguntado tú. -Su madre aspiró hondo-. En la Academia Willoughby no existen las becas. Llevabas cuatro años malgastados en la escuela de caridad, y sabía que te marchitarías y morirías en ese lugar infernal. De modo que encontré la mejor escuela privada, la Academia Willoughby, y contacté con el responsable del departamento de educación de Junchow. El señor Mason. Y le hice una oferta. Crear una beca. Y concedértela a ti. A cambio de…

– ¿De ti?

– Sí.

Lydia abrazó a su madre y la meció con ternura.

– Oh, mamá.

– Ni después de casarme he podido librarme de él. Por lo de las fotos.

– Las quemaré.

– Yo lo quemaría a él, si pudiera.

– Mamá -sollozó Lydia, y la abrazó con más fuerza.

– De modo que ahora ¿harás lo que te pido? -Valentina se volvió y colocó el rostro frente al de su hija. Dos sombras desprovistas de ojos-. ¿Dejarás a tu bolchevique chino?

Lydia se cerró mejor el abrigo, y con los pies helados pateó la tierra, dura como una roca, bajo el eucalipto. Llevaba una hora esperando. El garaje le impedía ver la casa, lo mismo que impedía que desde la casa la vieran a ella, y había dispuesto de tiempo más que suficiente para estudiar la pared tras la que se ocultaba. Era de obra vista, y ya había contado cuántos ladrillos componían cada hilera: sesenta y dos. Había arrancado tres caracoles de entre ellos, y los había devuelto a los arbustos, y había visto a una araña de patas marrones atrapar a un escarabajo que había caído en su tela. No había mucho más que ver.

Un grajo elevó el vuelo desde el eucalipto, haciendo temblar las hojas plateadas, y tras batir lentamente las alas apenas dos veces ascendió sobre el tejado del garaje y se adentró en el cielo glacial. Ella levantó la cabeza y entrecerró los ojos para verlo mejor. El cielo era de un azul lechoso, salpicado de remolinos blancos, suaves, que le recordaban a una de sus canicas de cuando era niña. La había encontrado junto a una alcantarilla, un pedazo de cielo azul enterrado entre la mugre. La había llevado en un bolsillo durante cuatro días, pero al final aceptó echar una partida contra un grupo de muchachos en el recreo. La apostó y perdió. Al ver que la canica iba a parar a un bolsillo sucio, donde se mezclaría con muchas otras, sintió que la había traicionado.

Algo más allá, en Walnut Road, se oyó el chasquido de una puerta de coche al cerrarse, y un motor se puso en marcha. Buena señal. La gente despertaba, se iba a trabajar al fin. Ya no faltaría mucho. Todavía era oscuro cuando se había vestido con el uniforme escolar y había salido de casa sin ser vista, y apenas una pincelada de oro recorría el horizonte, por el este. Había sido lo bastante sensata como para dejar una nota: «He ido a la biblioteca a terminar una tarea de clase.» Ellos no sabían que no abría hasta las ocho y media, y lo cierto era que había sido un alivio saltarse el desayuno con Alfred. A primera hora de la mañana se mostraba algo raro, y tenía por costumbre alzar la vista de las gachas y fruncir el ceño, de parpadear muchas veces tras sus gafas, como si se preguntara quién diablos eran aquellas dos desconocidas que desayunaban en su mesa.

Lydia se frotó las manos enguantadas y dio unas palmaditas para entrar en calor. Aspiró hondo. Vio que el vaho que salía de su boca era denso como humo de cigarrillo. Volvió a tomar aliento, pero le costaba. Le dolían los pulmones. Se negaban a funcionar bien, por culpa de lo que le había dicho su madre. Aquellas palabras eran como una carga de plomo en ella, y le oprimían el pecho.

No estaba bien.

– Señor Mason.

– Por el amor de Dios, pequeña, me has asustado.

Se veía tan elegante, tan altivo. Llevaba un sombrero Fedora y un abrigo de alpaca, y bajo el brazo se adivinaba un maletín negro de piel de lagarto. En la mano llevaba las llaves del coche. La imagen misma de la respetabilidad. Un pilar de la sociedad. Lydia habría querido arrancarle los ojos y dárselos de comer al grajo.

– ¿Qué estás haciendo aquí plantada en mi garaje?

– No estoy aquí plantada. Estaba esperándole, para hablar con usted.

– Ah, no, ahora no puedo. Tengo prisa. Debo llegar cuanto antes a la oficina.

– Sí, ahora.

Algo en la voz de la joven le llevó a detenerse y a mirarla con recelo.

– ¿No puede esperar?

– No.

– Está bien.

Abrió la puerta del garaje, y desde su interior la observaron los grandes faros cromados del Buick.

– Tengo las fotografías.

A Mason se le cayeron al suelo las llaves del automóvil. Se agachó para recogerlas, tratando de disimular.

– ¿Qué fotografías?

– No disimule.

Él se incorporó, irguiéndose todo lo que pudo, sacó pecho y se acercó mucho a ella.

– Mira, jovencita, soy un hombre ocupado, y no tengo ni idea de qué me estás hablan…

Ella le plantó una bofetada. Alargó el brazo y le dio de lleno con la palma de la mano en la mejilla. El chasquido resonó con fuerza en el aire inmóvil. Aunque ella misma se sorprendió, su sorpresa no fue tanta como la de él. Sus ojos quedaron fijos un instante. La marca roja de los dedos extendidos permaneció un tiempo en su piel. Lentamente alzó los puños, pero ella se echó hacia atrás, quedando fuera de su alcance.

– Eso es lo que se siente cuando te pegan, maltratador, pervertido. Tomar fotografías de su propia hija desnuda…

Él se abalanzó sobre ella, que lo esquivó.

– ¿Qué diría de esto sir Edward Carlisle?

– Vamos a ver si lo aclaramos bien, no es…

– No. No quiero escuchar sus mentiras, babosa inmunda. Sir Edward lo despedirá al momento.

Mason se puso lívido. Le costaba tragar saliva, pero mantenía su mirada astuta. Levantó la mano, de uñas impecables, en un gesto de pacificación.

– Está bien, Lydia, vayamos al grano. Tú no eres nada tonta. Te daré diez mil dólares a cambio de las fotografías y los negativos.

«Diez mil dólares.»

Una fortuna. La cabeza le daba vueltas.

– Puedes cobrarlo al contado. Esta misma tarde. -La miraba fijamente, y de pronto se llevó la mano al bolsillo y se sacó la billetera. De ella extrajo un fajo de billetes que agitó bajo la nariz de Lydia como si de una baraja de naipes se tratara-. Toma, tómalos, como adelanto.

«Diez mil dólares.»

Con ese dinero se podía comprar cualquier cosa. Todo. Pasaportes, visados, pianos, billetes de barco en primera clase. Podía llevarse a su madre a Inglaterra y huir. Ir a la Universidad de Oxford, como Valentina quería. Todo estaba ahí, en la mano de Mason. Lo único que tenía que hacer era decir que sí. Y podría llevarse a Chang An Lo con ella, ponerlo a salvo.

Pero ¿lo aceptaría él? ¿Abandonaría China?

Mason apretó los labios, en un intento de sonrisa.

– ¿De acuerdo?

Ella abrió la boca para decir que sí.

– No.

– No seas necia. Ésta es tu gran oportunidad.

– Pero entonces usted recuperaría las fotografías.

– Las destruiría, te lo prometo.

– No.

– ¿Por qué?

Levantó las manos y las abrió, dejando escapar el dinero.

– Porque es usted escoria. No confío en usted. Mientras conserve las fotografías, al menos estaré segura de que no volverá a ponerle las manos encima a Polly. Ni a su esposa. Ni a mi madre. ¿Me entiende?

Él masculló algo y dio media vuelta. Ella vio que recogía el dinero. Sentía un nudo en la garganta.

– No se acerque nunca más a mi madre.

– Vete al infierno, zorra.

Mason se acercó al coche con la cabeza hundida, y asestó una patada furiosa a una de las ruedas.

– Señor Mason.

Él no la miró.

– Señor Mason, deje en paz también a Theo Willoughby.

Él gruñó de tal manera que Lydia se estremeció.

– No te preocupes por él. Feng y su hijo van a ocuparse pronto de él. -Volvió a clavarle la mirada, y la expresión de sus ojos le puso la piel de gallina-. Igual que harán contigo.

– ¿A qué se refiere?

– Ahora ya saben quién cuidó del comunista.

– ¿Qué comunista?

– No te hagas la inocente. El que andan buscando. El que tú cuidaste.

Lydia sintió que se le helaba la sangre en las venas.

– Eso es mentira.

– No. Polly me lo dijo.

– ¿Polly?

– Sí, claro. Tu amiguita leal. Todavía quieres protegerla, ¿verdad? Sí, ella me lo contó, y yo se lo conté a ellos. En este mismo momento deben de estar en tu casa. -Soltó una carcajada-. No te habrás creído que pensaba darle diez mil dólares a una zorra como tú, ¿verdad? Tú y la furcia de tu madre podéis…

Pero Lydia ya había echado a correr.

Entró en casa a toda velocidad.

– Mamá -gritó-. Mamá.

No obtuvo respuesta.

El mozo, ¿cómo se llamaba? ¿Deng? Gritó su nombre, y al instante llegó corriendo.

– ¿Sí, señorita Lichia?

– ¿Dónde está mi madre?

– No lo sé.

Ella se abalanzó sobre él y lo zarandeó por los hombros.

– ¿Está en casa?

– No, ha salido.

– ¿Tan temprano?

– Sale con señor. En coche.

– ¿Los dos solos?

Sus ojos brillantes la miraron, nerviosos, y levantó dos dedos.

– Señor y señora.

Ella lo soltó y él se alejó al momento, con la cabeza gacha, como un escarabajo.

Lydia se pasó la lengua por los labios. Se había alterado por nada. Pero ello no implicaba que el peligro hubiera pasado. Ahí seguía.

Entró en el salón y miró por los ventanales. ¿Cómo diablos te defiendes cuando no ves a tu enemigo? Apoyó la frente en el vidrio helado y pensó en ello. Y, en su interior, algo se desgarró. Todo le parecía demasiado pesado. Demasiado grande.

Desplazó la mirada hacia el cobertizo, y como era ahí donde podía sentirse más cerca de Chang An Lo en ese instante, abrió la cristalera y caminó hacia él. Sintió el aire frío y limpio en los pulmones, y empezaron a aclarársele las ideas. Oyó una especie de crujido. Una rata roía un tablón de madera, al fondo. Se le aceleró el pulso. ¿Qué estaría buscando?

– ¡Largo! -gritó, y el animal huyó.

El candado seguía cerrado con llave, pero el cerrojo en el que estaba metido colgaba, inútil, de la puerta, con las tuercas arrancadas de cuajo. Lydia ahogó un grito. Alargó la mano y empujó un poco la puerta. El sol había calentado la madera. La adrenalina recorrió todo su cuerpo. Empujó más y la puerta se abrió. Y entonces sí gritó.

Sangre. Mucha sangre. Roja. Pegajosa. Por todas partes. En las paredes. En el techo, en el suelo. En el alambre de la jaula y en los sacos. Como si alguien se hubiera dedicado a pintarlo todo con sangre. El hedor que desprendía se mezclaba con el de heces, pero ella no lo percibía.

– ¡Sun Yat-sen! -exclamó.

El conejo estaba tendido en medio de un charco de sangre, en el suelo, el pelo blanco teñido de vivo carmesí. Incluso los dientes amarillos estaban rojos. Lydia se arrodilló a su lado, sin importarle en qué estado quedara el uniforme escolar, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

– Sun Yat-sen -susurró, y lo sostuvo en brazos.

Todavía estaba caliente. Todavía seguía con vida, aunque ésta lo abandonaba por momentos. Dobló una pata y emitió un chillido raro. Le habían arrancado las orejas y se las habían metido en la boca, y le habían cortado el cuello. Tiró de las orejas largas, suaves, y lo atrajo hacia sí. Lo meció y le canturreó. Hasta que el espasmo final le endureció la columna vertebral. Y sus ojos inyectados en sangre quedaron helados.

Lydia bajó la cabeza para mirarlo, entre sollozos. El golpe, cuando llegó, le arrebató la tristeza. La oscuridad se apoderó de ella.

Capítulo 51

Chang An Lo abrió los ojos. Algo iba mal. Lo sentía. Tenía las tripas agarrotadas, como de alambre.

Permaneció tendido, inmóvil, escuchando.

Pero las voces de los niños que jugaban en el patio enmascaraban todos los demás sonidos, y hasta las botas de un soldado en la escalera habrían pasado desapercibidas. Bajó de la cama en silencio, pero antes cogió el mechón de pelo cobrizo de debajo de la almohada, y el cuchillo que ocultaba bajo el colchón.

Se acercó a la puerta y permaneció tras ella. Olía a sangre.

Li Mei no dio muestras de sorprenderse. Sus ojos almendrados se fijaron en el cuchillo, pero su rostro permaneció inalterado.

– ¿Qué sucede? -preguntó, mientras colocaba la bandeja que sostenía sobre una delicada cómoda de madera color miel.

– Un viento frío en mi mente.

– Todo está bien. Tiyo Willbee es un hombre honorable. Puedes confiar en él.

Chang no respondió. La observó verter el agua caliente de la tetera con asa de bambú en el cuenco de hierbas secas. Constató que se trataba de una operación que siempre realizaba delante de él, y supo que lo hacía para demostrarle que no añadía nada más. No debía temer el envenenamiento. Le profesaba respeto por ello. Y además cuidaba bien de él, serena y fríamente, con ojo vigilante, aunque él añoraba la pasión de los cuidados de Lydia, su empeño en arrancarlo de las fauces de los dioses, en insuflarle una vez más fuego en sus venas. Añoraba todo eso.

– ¿Alguna noticia? -le preguntó él escuetamente.

– Los barrigas grises se encuentran en el puerto, según me dicen, cientos de gorras con el sol del Kuomintang. Están registrando los barcos.

– ¿Buscan el lodo extranjero?

– Quién sabe qué buscan. -Le acercó el cuenco, y él le hizo una reverencia en señal de agradecimiento. El pelo de Li Mei olía a canela-. La gente dice… pero qué sabe la gente… que huyen los comunistas, hacia el sur en barco, hasta Cantón, hacia los campamentos de Mao Tse-Tung. Hoy el aire trae el sonido de las armas.

– Gracias, Li Mei.

Ella inclinó ligeramente la cabeza.

– Es un honor, Chang An Lo -respondió, y con el leve crujido de la seda de Shantung abandonó la habitación.

Olía a sangre, y el olor le impregnaba las fosas nasales.

– No ha venido.

– No, Chang. No ha venido a la escuela hoy.

– ¿Y no es raro?

– No, en esta época del año no lo es. Se trata del peor trimestre por lo que a enfermedades y catarros se refiere, al menos en mi escuela. Bueno, y en todas, diría.

– Ayer se encontraba bien.

– No te asustes, estoy seguro de que está bien. Si te soy sincero, sospecho que el pesado de Alfred debe de haberla encerrado en casa para que no venga a verte. No puede echársele la culpa, en realidad, pobre chico. Ella es joven.

– Y yo no se la echo. Ahora es su padre.

– Exacto.

– Y ella necesita protección.

– Así es.

– Pero no de él.

A Lydia le dolía la pierna, y sentía la cabeza hinchada.

Pero cuando con gran esfuerzo abrió los ojos, vio que la oscuridad que la rodeaba era tan espesa como la de su mente. Abrió y cerró los ojos varias veces. Nada cambió. Adelantó un brazo y sintió que el codo topaba con algo duro. Se llevó la mano a la cadera y al muslo. Estaba desnuda. Temblando.

Eso fue lo que le dio la idea.

Se trataba de una pesadilla. Estaba en medio de una de esas pesadillas en las que uno se ve atrapado, sin ropa, y todo el mundo le mira. Un anticipo del infierno metido en la mente.

Cerró los ojos y regresó a la nada, convencida de que pronto despertaría en su cama.

Pero tanta oscuridad le causaba extrañeza.

Capítulo 52

– Mi padre se suicidó por culpa del opio.

Aquello fue una sorpresa para el propio Theo. Oír aquellas palabras pronunciadas por él mismo. Era algo que no le había contado a nadie, ni siquiera a Li Mei. Como si acabara de vomitar una piedra que llevara mucho tiempo encajada en la garganta.

El joven chino estaba sentado en la cama. No tenía buen aspecto. Su rostro esquelético había adquirido una tonalidad cetrina, tan inerte como la ceniza, que alrededor de los ojos se oscurecía. Sus miembros pendían, fláccidos, como los de una marioneta, pero sus ojos negros estaban llenos de una oscura emoción. Theo no estaba seguro de si se trataba de odio o de temor, aunque sospechaba que se trataba de lo primero. Aunque eso no era nada nuevo: todos los comunistas odiaban a los extranjeros que vivían en su país. ¿Quién podía culparlos por ello? Aun así, a Theo le molestaba que ignoraran convenientemente los beneficios que los occidentales traían consigo. Las industrias. La electricidad. Los trenes. La experiencia bancaria. China necesitaba a Occidente más de lo que Occidente necesitaba a China. Pero aquella necesidad tenía un precio, claro.

Cuando el chino habló, lo hizo con cierta tensión en la voz.

– Sé que eso sucede aquí, en China. La muerte y el opio transitan por el mismo sendero. Pero no creía que fuera del mismo modo en Inglaterra.

Theo se encogió de hombros.

– La gente es igual, viva donde viva.

– Muchos fanqui piensan de otro modo.

– Sí, y mi padre era uno de ellos. Él estaba absolutamente convencido de la supremacía de los británicos, y de su propia familia en particular.

– El dolor anida en tus palabras. Un altar ancestral para él en tu casa honraría su espíritu.

– También está mi hermano mayor. -Las palabras seguían fluyendo, una vez que la piedra había sido expulsada.

¿Un altar? ¿Por qué no? En todos los hogares chinos había uno para mantener bien alimentados y felices a los espíritus de los antepasados. ¿Por qué no él? Claro que tal vez él no conservara su hogar por mucho más tiempo, y algo le decía que las cárceles no eran los lugares más propicios para tales cosas.

– Mi hermano Ronald era muy guapo. Lo tenía todo. Un título de Cambridge… Mi padre se sentía orgulloso de él.

– Tu padre era afortunado.

– En realidad no lo era. Mi padre le cedió el negocio familiar de inversiones, pero todo se fue al garete. Mi hermano empezó a consumir opio para poder dormir por las noches y… Bueno, es la historia de siempre. Llevó la empresa a la bancarrota, y defraudó a muchos clientes para poder cubrir la situación. De modo que…

Theo guardó silencio. No entendía por qué aquellos recuerdos habían aflorado a la superficie. Creía que estaban muertos y enterrados. ¿Por qué ahora? ¿Por qué se lo contaba a ese comunista chino? ¿Era acaso porque, lo mismo que su padre antes que él, tanto él como Chang An Lo se enfrentaban al fracaso de todas sus esperanzas y sus planes de futuro?

– De modo que… -le instó Chang a seguir.

Theo extrajo un cigarrillo de la pitillera, pero no lo encendió, y se limitó a moverlo entre los dedos.

– De modo que mi padre cogió su pistola y mató a mi hermano. En el despacho, cuando estaba sentado ante su mesa. Y luego se voló la tapa de los sesos. Fue… espantoso. Un gran escándalo, claro, y mi madre tomó una sobredosis de algo malo. Después de los funerales, yo me vine aquí. Y eso es todo. Llevo diez años, y aquí sigo.

– China se siente honrada.

– Eso es opinable.

– Estoy seguro de que así opina también la hermosa Li Mei. Theo quería creerlo.

– ¿Puedo preguntarte algo? -dijo Chang.

– Sí.

– ¿Son muy graves los problemas que nacen de mezclar a europeos con chinos? En tu mundo, quiero decir.

– ¡Ah! -Theo se llevó la mano al diminuto remiendo de la túnica china que llevaba puesta. Sintió una aguda punzada de compasión por el joven-. Si te soy brutalmente sincero, sí. Los problemas son enormes.

Chang cerró los ojos.

Theo le dio una palmadita en el hombro.

– Es muy duro, maldita sea.

Capítulo 53

En esa ocasión el frío era como un caparazón que la envolvía. Lo golpeaba, lo picoteaba, lo arañaba con la uña, pero no se rompía. Su mente no comprendía por qué. Se resistía. Desconfiaba. Los órganos de su cuerpo se le cerraban, y en su interior sentía que, uno a uno, se le iban durmiendo. La abandonaban. El frío. Lo odiaba. Y sólo despertó al darse cuenta de un calor repentino entre las piernas.

Abrió los ojos. Oscuridad total. Trató de poner en marcha el engranaje de sus pensamientos, pero éstos sólo querían dormir. ¿De dónde había salido tanta negrura?

Las cosas le llegaban fragmentadas. Un dolor en la pierna. Una presión en la cabeza, la mejilla apoyada contra algo duro. La piel helada. Las rodillas bajo el mentón. Gradualmente fue comprendiendo que estaba tendida de lado, hecha un ovillo compacto. Su mano se atrevió a alargarse en la oscuridad, pero no llegó muy lejos, porque había paredes metálicas que la rodeaban por todos los lados. Oía el latido de su corazón en el interior de sus oídos.

¿Dónde estaba?

Trató de sentarse, y tuvo que intentarlo tres veces antes de conseguirlo. Cuando lo logró, se sintió peor. No porque la pierna le doliera como si alguien se la hubiera pateado. Ni porque la cabeza hubiera empezado a darle vueltas, como un caleidoscopio enloquecido, y viera destellos de luz por debajo de los párpados, rojos, azules, amarillos, que le abrasaban el cerebro. No, era porque tocó el techo, que estaba a un dedo de su cabeza, y supo dónde se encontraba: metida en una caja. En una caja de metal.

«Me metieron en un baúl de metal.»

«Tres meses. Tal vez más.»

Aquéllas habían sido las palabras de Chang An Lo.

Un espasmo de temor se apoderó de su estómago, y vomitó. Sintió el sabor acre y ácido en la garganta. El vómito le manchó las rodillas, y en su mente perezosa aquel calor pegajoso le recordó al que antes había sentido entre las piernas. Exploró con los dedos la superficie metálica sobre la que estaba sentada. Estaba mojada. Se había orinado encima.

La mente en blanco. Empezó a gritar.

Trataba de abrirse paso entre telarañas. Se le pegaban a los ojos, y una araña de cuerpo cojo y moteado y patas amarillas se le metía por la nariz.

Abrió los ojos. Y al instante deseó regresar a la pesadilla de la araña. Aquello era peor, era real. Forzó a su cuerpo a incorporarse un poco, y palpó las cuatro paredes con las manos para descubrir las dimensiones de su celda. Por su longitud, alcanzaba apenas para sentarse, aunque no para estirar del todo las piernas, y por su anchura, permitía tocar las dos paredes laterales con los codos extendidos. Una vez sentada, entre su cabeza y el techo quedaba apenas un centímetro. Pasó entonces a examinar su propio cuerpo. Las rodillas. Olían mal. Recordó el vómito. El hedor a orina rancia impregnaba las membranas de sus fosas nasales. Tenía un bulto en la nuca, y otro a la altura del muslo, del tamaño de un platillo. Pero no parecía haber heridas en la piel. Ni huesos rotos. Ni le faltaba ningún dedo.

Podría haber sido peor.

– Por el amor de Dios, ¿podía algo ser peor que ese hueco infernal, esa ratonera?

«Podrías estar muerta. Piénsalo.»

El frío no fue a más. No mejoró, pero no empeoró. Algo era algo. No dejaba de tiritar, y eso le preocupaba, porque consumía gran parte de su energía, le chupaba las reservas. Ya estaba agotada. ¿O era el miedo?

Su mente quedaba en blanco una y otra vez.

Podía estar esforzándose en determinar cuánto tiempo podía llevar cautiva en la oscuridad cuando su mente se ausentaba de pronto. Se desactivaba por completo. Y eso la aterrorizaba casi tanto como estar metida dentro de la caja.

«Por favor, no, eso no.» ¿O era acaso por el miedo, el miedo absoluto? Su mente se le escapaba.

Para encontrar un diminuto resquicio de calor, se envolvía las rodillas con los brazos y se acurrucaba todo lo que podía, acariciándose las pantorrillas para darse consuelo.

Inspira. Espira. Aguanta la respiración hasta que cuentes diez. Espira. Despacio, suavemente. Inspira. Aguanta. Cuenta. Espira.

Controla. Mantén el control. Concéntrate.

Sus pensamientos parecían de cristal. El más mínimo roce y se rompían en pedazos. El pánico se apoderaba de ella. Se abalanzaba sobre ella desde los rincones más oscuros, cuando ella no miraba.

– Chang An Lo -musitó, y le asombró constatar la seguridad que le transmitía el sonido de su propia voz-. ¿Cómo hiciste para no enloquecer?

Se le ocurrieron tres cosas. Una era que sólo llevaba en la Caja -pensaba en ella como en una criatura que se la hubiera tragado entera- menos de un día. De otro modo, se habría orinado encima más de una vez, aunque al momento se le ocurrió que no había bebido nada. «No pienses en eso.» Tenía la boca seca, y la garganta polvorienta. Gritar no le había ayudado en nada. Había sido una tontería, una pérdida de fuerza.

En fin… Tampoco había hecho… su mente se ruborizó ante la idea… cosas más sólidas. Por lo tanto, llevaba menos de veinticuatro horas allí metida.

Lo segundo que pensó fue que debía encontrarse bajo tierra. En una bodega, tal vez. O en una mazmorra secreta. Fue la temperatura la que la llevó a pensarlo. Se trataba de una temperatura constante. Un frío constante. No remitía de día ni se incrementaba de noche. Aunque no es que tuviera ni la más remota idea de si era de día o de noche ahí metida, en la Caja. Ahí sólo había oscuridad. Y más oscuridad. Frío. Y más frío. No se oía nada. Si hubiera estado al nivel de la calle, habría oído algún ruido, y no ese peso muerto de silencio.

Y lo tercero. Debía de haber agujeros para respirar. Debía de haberlos. O ella ya estaría muerta. Empezó a buscarlos con los dedos.

Capítulo 54

Un hombre extraño.

Chang no lograba entender al director de la escuela. Carecía de la sensatez propia de todo intelectual. En ocasiones llevaba ropa occidental, y en ocasiones china. A veces hablaba en mandarín, y a veces en su idioma. Comía comida china y se acostaba con una mujer china, pero Chang lo había visto beber en el Club Ulysses con su amigo fanqui. Tenía libros de poesía de Han Shan en los estantes, y al mismo tiempo exhibía una ira inglesa ante un gato malcarado. Se movía en cualquier dirección. Ni siquiera él sabía hacia dónde se dirigía, colgado en el extremo de un hilo.

Y eso lo hacía peligroso.

Luego estaba el barro extranjero. El opio, que también había convertido al director en una peonza con cuchillas.

Cada vez soñaba más con ella, y sus sueños eran más desbocados. Estaba con ella en una cueva, en las montañas, y los lobos aullaban sin cesar. Las ventiscas penetraban en la cueva, una tras otra. Siempre ruido, y tormenta, y rugido de viento, pero ellos seguían tendidos, abrazados, y las llamaradas de sus cabellos derretían la nieve e iluminaban la oscuridad. Él volvía a tener las manos intactas, y con ellas le quitaba la ropa, pero entonces le veía una cicatriz circular sobre un seno, la marca de un cuchillo, y cuando le sostenía el rostro entre las manos para besar los labios amados, se convertía en un conejo blanco de ojos rosados, con un alambre alrededor del cuello.

– Chang An Lo. -Era Li Mei-. Tómate esto.

Obedeció.

– ¿No ha venido?

– No. -Le aplicó un paño fresco y fragante sobre la frente y le secó el sudor del cuello y de la cara-. Paciencia. Mañana vendrá. La muchacha del pelo de fuego te ama.

Él cerró los ojos y se aferró a la imagen de la boca sonriente de Lydia, y de sus ojos entusiasmados cuando le explicaba su plan para convertirse en combatiente comunista por la libertad. Aquella imagen le insuflaba vida en el pecho, y su corazón latía con una fuerza capaz de despertar a los dioses.

La amaba. La quería a su lado en la lucha. La sentía en el centro de su ser. Estaba en su aliento, y formaba parte de todos sus pensamientos. La piel de Lydia era su piel. La palabra «amor» le quedaba demasiado pequeña. La buscaba con la mente, pero sólo hallaba oscuridad. Frío.

Una idea relampagueó en su mente.

– Li Mei.

– ¿Sí?

– Pídele al director que venga, por favor.

Lydia encontró los respiraderos. Seis. En una esquina, en la parte superior. Por ellos apenas le cabía el dedo meñique. Le sorprendió descubrir que, sobre ellos, por fuera, había algo, algo blando y delgado. Una tela.

La horrible punzada de esperanza que sintió en el estómago le provocó de nuevo náuseas. Trató de mover la tela, de apartarla, pero no lo logró. Si pudiera retirar el tejido, tal vez algo de luz entrara en la celda negra. Luz. La necesitaba. Más aún que el agua. Sin pretenderlo, se descubrió pasándose una mano extendida por delante del rostro, a intervalos, pero no notaba ninguna diferencia. No distinguía siquiera la sombra más débil de un movimiento.

¿Estaba ciega? ¿Le habría privado el golpe de la visión?

La idea le cortó el aliento, y volvió a meter el meñique en uno de los agujeros, atrapando la tela y tratando de apartar una mínima fracción a un lado. Una fracción. Nada más. Un cuarto de centímetro si tenía suerte. Ahí acurrucada, el brazo extendido sobre la rodilla, el dedo ya dolorido, trataba de no albergar ninguna esperanza.

¿Por qué la querían a ella? ¿Para qué estaba ahí? ¿Quién?

¿Los Serpientes Negras? ¿Po Chu? ¿El Kuomintang?

¿Cuándo vendrían a por ella?

¿Qué habían planeado hacer con ella?

¿Le harían preguntas?

¿Cómo?

¿Con cuchillos? ¿Con barras metálicas? ¿Con hierros de marcar? ¿O con látigos? ¿La violarían?

«Chang An Lo, amor mío, dame fuerzas.»

La tela se movía. De pronto, su peso cedió, y ella, sintió que se deslizaba suavemente sobre la punta de su dedo. Pero nada cambió. No había luz. No había penumbra. Ni el menor atisbo del mundo exterior. La decepción se abatió sobre ella, y estalló en sollozos.

«No, eso no. Nada de lágrimas. No debes perder un fluido precioso. Nada de compadecerte a ti misma.»

Se obligó a parar, pero no consiguió detener el vaivén de sus hombros. Le asustaba que unos huecos miserables le importaran tanto. Eran triviales. ¿Cómo iban a afectarle entonces las cosas que estaban por llegar? Las cosas malas. Las verdaderamente malas. Para sobrevivir tenía que mantener el control. Acercó la cara a los agujeros y aspiró hondo. El aire era algo más fresco, aunque no demasiado.

Lamió el metal que rodeaba los agujeros. Sabía a rayos, pero estaba húmedo por la condensación. Humedad. Apenas unas partículas de ella, pero le sirvieron para poner de nuevo la mente en marcha. Por primera vez se le ocurrió la posibilidad de un rescate. Qué tonta. Claro, la echarían de menos cuando no regresara a casa de la escuela. Bueno, tal vez no de inmediato, porque al ver que no volvía supondrían que había ido a casa de Polly, pero al final sí se extrañarían. Cuando cayera la noche.

En realidad, tal vez ya fuera medianoche. A ella, desde luego, le parecía que había estado metida en la Caja mucho tiempo, porque el cuerpo le dolía por culpa de las posturas que se veía obligada a adoptar. De modo que podían estar buscándola ya. En ese preciso instante. Con perros y linternas. Por un momento dejó de temblar y alzó la cabeza. Abrió los ojos. A pesar de su atención, de su mirada fija en la oscuridad, nada cambió, pero al menos sintió que necesitaba estar preparada. Para cuando llegaran.

«Mamá. No te relajes con esto. Esto es importante. Es mi vida. Mamá, haz algo.»

«Haz algo.»

Valentina le plantó una bofetada a Chang An Lo.

– Cerdo asqueroso y sucio, ¿dónde está?

Theo se adelantó para intervenir, pero ella no dejaba de golpear el rostro del joven, y entre los golpes intercalaba las preguntas.

– ¿Qué has hecho con ella?

Bofetada.

– ¿Adónde se la han llevado tus apestosos amigos?

Bofetada.

– Habla, simio secuestrador ávido de dinero. Si le han hecho daño, te juro que…

Alzó la mano para golpearlo una vez más, pero Theo la agarró por la muñeca y la alejó de su lado, en el centro de la habitación.

– Ya es suficiente, señora Parker. Esto no conduce a nada.

Ella maldijo en ruso, y Theo temió que fuera a pegarle a él también, pero se liberó de su mano y dedicó una mirada asesina a los tres hombres que ocupaban el dormitorio como si estuviera a punto de arrancarles los testículos de un mordisco.

– Encuéntrala. -Se pasó las manos por el pelo alborotado, en un gesto de desesperación, y el rostro se le encendió de ira-. Tú, comunista, escúchame bien. Sal de ahí y tráemela. Porque si no lo haces, diré a la policía dónde estás, y te ahorcarán, y…

– Déjele hablar -le instó Theo con voz autoritaria-. Alfred, por el amor de Dios, hombre, dile que se calle. Esta mujer está loca. Chang An Lo no la ha secuestrado. No ha salido de casa en ningún momento y, además, mírelo. -El chino se balanceaba, apenas se tenía en pie. Tenía el rostro muy pálido, salvo por las marcas rojas de los dedos de Valentina en la mejilla-. Pero si está a punto de desplomarse.

– No -insistió Chang-. La señora Parker tiene razón.

– ¿Qué?

– Quiero decir que la búsqueda debe iniciarse ahora mismo.

Lo dijo con voz temblorosa, y Theo no estaba seguro de si era por la fiebre y la sorpresa que le había causado el ataque de Valentina, o por la desaparición de Lydia. Fuera por lo que fuese, su aspecto era lamentable.

– Llama a la policía -dijo Alfred con firmeza. Llevaba un rato de pie junto a la puerta, y hasta ese instante no había abierto la boca-. Ellos sabrán qué es lo que hay que hacer. Están acostumbrados a los secuestros. La encontrarán y darán caza a los malhechores. Si es que los hay, claro está. Que no cunda el pánico aún, amor mío. Tal vez, simplemente, se haya ausentado para dedicarse a alguno de sus asuntos privados, y no te lo haya comunicado. Ya sabes cómo es.

– Gospodi! No hables como si fueras imbécil. -Se volvió hacia Chang-. Dime, comunista, ¿qué ha sucedido?

– Yo no sé nada. Pero sospecho.

– ¿Qué es lo que sospechas?

– Que la tienen los Serpientes Negras.

– ¿Quién diablos son ésos?

– Se trata de una organización secreta -le aclaró Theo-. Pero ¿por qué habrían de querer ellos a Lydia, Chang?

Chang no gastó energía en responder. Ya se estaba poniendo las botas.

– Tiene usted razón, señora Parker. Voy a salir de aquí ahora mismo.

– Tranquilo, amigo -terció Theo al momento-. No te encuentras en un estado que te permita salir a recorrer las calles.

Chang cogió el abrigo acolchado que colgaba tras la puerta y le respondió en tono áspero:

– ¿Y qué me dices del estado en que se encuentra Lydia?

– La policía… -insistió Alfred.

– Si llaman a la policía -dijo Chang, sin dejar de mirar a Valentina-, ésta se mostrará lenta y torpe, y tal vez la maten por ello. Tendrán que decirle que yo estaba aquí, y el director irá a la cárcel. Ayudar a un fugitivo va en contra de sus leyes.

Alfred se acercó a él.

– Mire, joven, esto no es…

Valentina agitó una mano despectiva en el aire.

– Por mí, que el señor Willoughby se pudra en la cárcel el resto de su vida, con tal de recuperar a mi hija. Encuéntrala, comunista.

A Theo no le ofendió el comentario. El amor no era nunca racional. Si lo fuera, él no estaría con Li Mei. Y, en la calle, los métodos de búsqueda de Chang An Lo resultarían más eficaces que los de la policía, siempre que lograra sostenerse en pie.

– Pero primero la policía querrá interrogarlo -prosiguió Alfred sin inmutarse-, para saber qué…

– Estás perdiendo el tiempo, Alfred. -Theo le apoyó la mano en el hombro.

Chang abrió la puerta.

– Dios te acompañe -murmuró Alfred.

Pero Theo confiaba más en el cuchillo que Chang llevaba oculto en la manga.

Capítulo 55

Lydia esperaba. En la oscuridad. Acurrucada, metida en sus sentidos. Sabía que vendrían a por ella tarde o temprano, cuando estuvieran seguros de su debilidad y su desamparo, y sería entonces cuando empezaría su «diversión». Esa era la palabra que Chan había usado para describirlo. La mera idea le derretía los huesos.

Su única defensa se encontraba en el interior de su mente, y empezó a trabajar en ella. A prepararse. Para las preguntas. Para el dolor. Para saber hasta dónde sería capaz de resistir.

La desnudez. El frío. Incluso la absoluta oscuridad en el interior de la Caja. Todo eso le había parecido muy importante hacía apenas unas horas, absolutamente paralizante, pero ahora lo dejaba de lado, lo metía en un compartimento estanco de su mente. Ya lo había superado.

Era cuestión de concentración.

Revisó varias escenas. Palmo a palmo. Escenas agradables. Con su madre, cuando era joven. Escenas radiantes y dichosas, de risas. De cuentos rusos a la hora de acostarse, o de tocar, orgullosa, con la mano izquierda, La danza de los cisnes al piano, mientras su madre la seguía con la derecha. De nadar en el río un cálido día de verano, de bucear en busca de raspas de pescados para llevárselas a casa. De peleas con bolas de nieve en el patio de la escuela, con Polly.

¿Por qué la había traicionado Polly? Lydia le había suplicado que no lo hiciera, le había implorado silencio. E incluso si su amiga creía que, contándoselo a su padre, la estaba ayudando, ¿de qué le estaba sirviendo eso ahora? ¿De qué servían las buenas intenciones cuando se estaba metida en un baúl de metal?

Se obligó a apartar el nombre de Polly de su mente. Lo que necesitaba en ese momento eran buenos recuerdos. La Quebrada del Lagarto. El roce tibio de la piel de Chang An Lo. El olor de sus cabellos. Su pene firme en su mano. Dentro de ella. Buenos recuerdos para recobrar fuerzas.

Podía sobrevivir a algo así.

Sobreviviría.

Sobreviviría.

El ruido resonó como un disparo. Sus oídos, tan acostumbrados ya al silencio, no lo interpretaron bien. A su mente le costó un esfuerzo darse cuenta de que se trataba de un cerrojo de hierro al retirarse. Una puerta que se abría. Pasos amortiguados sobre madera. ¿Escalera? Alguien descendía hacia ella. Se había preparado para ello, lo había imaginado mil veces, y se había entrenado para controlar el pánico.

Concentración. Respiración.

Pero los latidos de su corazón se dispararon. Y el terror se apoderó de ella.

– ¿Hola? -gritó.

Una retahíla de palabras en chino fueron la respuesta, y un golpe en un costado de la Caja, el sonido de una palma al plantarse sobre el metal. Lydia no dijo nada más. Lo mejor fue la luz. Se concentró en las motas minúsculas de claridad tenue que se filtraban a través de los seis agujeros, y se aferró a ella. Era muy tenue. ¿Provendría de una vela? ¿De una lámpara de aceite? Pero era luz. Vida. Podía verse las rodillas, verse el moratón de la pierna, verse la mano. Tras tanta oscuridad, debía entrecerrar los ojos, pues éstos se habían acostumbrado a la negrura. Pero querían más. Más luz. Más vida.

Un arañazo, algo que se arrastraba por el suelo. Lydia seguía sentada, inmóvil, escuchando. El chirrido del metal, y luego un chapoteo, y de pronto, a través de los agujeros empezó a entrar agua. La sorpresa fue absoluta. Al instante arrimó la cara y abrió la boca. La alegría de sentir la humedad en su boca la invadió por completo, y tragó con avidez, como una tonta. Sólo entonces cayó en la cuenta de que se trataba de un agua mala. Apestosa. Rancia y sucia. Y vomitó de nuevo. Sentía la boca llena de grasa y de bilis. Se pasó la lengua por la muñeca.

Pero el agua seguía entrando. Se olvidó de su boca.

– ¡Eh! -gritó-. Basta, ya tengo bastante agua.

La risa de un hombre, y otro golpe en el costado de la Caja.

– Por favor, no más agua. Qing. Por favor.

El chorro aumentó. Empezaba a acumularse en el fondo, y Lydia castañeteaba los dientes con tal fuerza que le dolían. «¡Basta!», quiso gritar, pero no le salió la palabra. Concentración. Respiración.

Respira profundamente. Llena los pulmones. El nivel del agua seguía subiendo. Ya le llegaba a la cintura. Ella golpeaba el techo.

– Qing. Por favor.

Pero las carcajadas resonaban cada vez con más fuerza. Exultantes. Maléficas.

Lo había entendido todo mal. Iban a ahogarla. El sonido de su sangre en sus oídos le resultaba ensordecedor. ¿Por qué iban a ahogarla? ¿Por qué? No tenía sentido.

Una lección para Chang An Lo.

«Amor mío. Amor mío.»

El agua le cubría ya el pecho, el cuello, y estaba helada. Sentía el cuerpo paralizado. Se obligó a moverse, se puso en cuclillas, elevando la cabeza hacia el metal, y seguía aspirando hondo, introduciendo aire en sus pulmones. En ese instante la ira se apoderó de ella y venció toda su concentración y sus ejercicios de respiración, y golpeó con furia el techo de metal.

– Déjeme salir, escoria asesina, sucio cabrón, hijo del diablo. No quiero morir, no quiero…

El agua le alcanzó la boca. Tragó una última bocanada de aire. Contuvo la respiración, cerró los ojos. El agua se le introducía por la nariz, espesa como la nieve. Empezó a sentir espasmos en las pantorrillas, que ascendían por todo su cuerpo. En su mente, halló la sonrisa de Chang An Lo esperándola, y ella le besó los labios tibios.

La Caja se llenó de agua hasta el borde.

Chang se acurrucó en el jardín, junto al cobertizo. De algún modo, estar ahí era estar más cerca de ella. El amanecer no era más que una delgada herida en el cielo, tras él, pero un tordo ya lo anunciaba con su canto, desde un sauce desnudo. Un gato fanqui, sombra incolora en la oscuridad, recorría los bordes del jardín escarchado, marcando su territorio, y el viento que descendía de las colinas del norte le ahuecaba el pelo. El cobertizo.

Chang ya había entrado, había visto la sangre, había metido la mano en la jaula vacía. Le había prometido a Chun Jung, el dios del fuego y la venganza, una vida entera de oraciones y ofrendas si hacía que aquella sangre fuera del conejo, y no de Lydia.

Y no de Lydia.

Había trabajado toda la noche, buscando a aquellos con ojos que ven. En dos ocasiones había usado el cuchillo, pues en dos ocasiones había sido atrapado por manos que habían aceptado el pago de Po Chu. La fiebre ralentizaba sus reacciones, pero no tanto. Con un golpe espiral de talón reventó un riñón; con un zarpazo de tigre partió un cuello, y después hundió el filo entre las costillas para asegurarse. Pero antes de que cualquiera de los dos se uniera a los espíritus de sus antepasados, Chang formuló preguntas. ¿Dónde estaba Po Chu ahora? ¿En su cuartel general? ¿En alguna de sus guaridas?

Uno de los dos respondió, y Chang siguió su pista, pero ésta le condujo a un callejón oscuro en el que sólo habitaba la muerte. Po Chu estaba siendo cuidadoso. Parecía cambiar con frecuencia de residencia, no permanecer demasiado tiempo en el mismo lugar, desplazarse de noche, alerta como un murciélago ante cualquier amenaza. Chang no lograba acercarse a él.

– Po Chu, juro por los dioses que te daré caza, y que te comerás tus propias entrañas manchadas de sangre si tocas un pelo de mi muchacha-zorro -masculló.

En las calles oscuras de la ciudad vieja, donde ocultos tras las entradas observaban ojos, pocos eran los que se atrevían a dar la cara. Él y su cuchillo olían a sangre, y el hedor los alcanzaba a todos.

Chang esperaba a que amaneciera. Su propia sangre parecía plomo en sus venas, pues sabía que se había convertido en un portador de muerte, que le seguía los talones con paso silencioso, que le lanzaba su aliento frío y apestoso en la nuca… Primero a Tan Wah, y ahora a Lydia. Sabía que ella iba a morir. Incluso si Po Chu deseaba volver a capturarlo y estaba usándola como cebo, ese malvado hijo de Feng Tu Hong se regodearía matándola. Le rebanaría el pescuezo cuando hubiera terminado, y lo haría para escarmentar a Chang por haberlo puesto en evidencia. Si hubiera creído por un momento que Po Chu la soltaría a cambio de volver a encerrarlo a él, ya estaría ahí de rodillas, el arma en el suelo. Pero no. Po Chu los mataría a los dos. Después de divertirse con ellos.

Chang arrancó un puñado de hierba helada del jardín y se lo llevó a la boca para acallar el grito de dolor que le oprimía el pecho. Amar a alguien. Te desgarraba el corazón. Lo volvía blanco y tembloroso cuando los cuervos venían a picotearlo con sus picos salvajes. Se cubrió el rostro con las manos. Se había quitado las vendas. El amor te hacía vulnerable como un gato durmiendo panza arriba, el vientre tierno expuesto al mundo. Así se sentía él. Así de débil. ¿Cómo iba a combatir, si lo único que quería era protegerla? No le interesaba China. Sólo le interesaba ella.

Se mordió los muñones, los puntos de su mano que antes habían ocupados sus dedos, y sintió que el dolor penetraba en su mente, pero aun así no podía liberarse del anzuelo que lo retenía. Se recordaba a sí mismo la doctrina de Mao Tse-Tung, según la cual las necesidades del individuo han de suprimirse en beneficio del Todo. Racionalmente, sabía que era el único modo de avanzar, pero en ese momento su cabeza le servía tan poco como la de un burro en una casa de apuestas.

El suyo era un brazo poderoso en el combate comunista, y una mente poderosa.

Y ella era una chica. Una muchacha fanqui.

Pero aún le quedaba un modo de encontrarla. De salvarla. Aunque sin duda él moriría. ¿No sería eso un acto de egoísmo? Dar su vida por la mujer que amaba, en lugar de entregarla por el país que amaba.

«Lydia, diles lo que quieren oír. No les enseñes los dientes.»

Escupió la hierba. Se puso en pie y se adentró en la luz grisácea de la mañana.

Capítulo 56

La sometieron dos veces más al truco del agua. Cada vez durante más tiempo. Le ardían los pulmones. Vomitaba. Se agitaba por falta de aire. Le fallaba la visión. Quería morirse, pero cada vez luchaba por la vida como un animal salvaje.

El hombre de la risa malvada disfrutaba con su trabajo. No dejaba de golpear los lados de la Caja y de decir cosas en chino, con voz aguda. Sólo cuando se convencía de que esa vez iba a ahogarse, cuando las estrellas iluminaban el túnel negro que llenaba la cabeza de Lydia y sus pulmones le ardían, se acercaba y abría una tapa que quedaba a los pies de la muchacha. El agua salía, y ella se acurrucaba en el suelo del baúl, prácticamente muerta. Le dolía todo.

Cuando se le aflojaron las tripas, apenas se dio cuenta.

Había perdido la cuenta del tiempo.

A veces se pellizcaba la mejilla para asegurarse de que seguía con vida. De que seguía siendo Lydia Ivanova. Empezaba a dudarlo.

Cuando la tapa volvió a cerrarse, todo su cuerpo se estremeció. Pasos en la escalera. Se obligó a aspirar hondo, muy hondo, a expandir todos los receptáculos de todos los bronquios. Tenía que almacenar aire, antes de que el agua llegara. Sentía la piel entumecida de frío. De pánico. Se incorporó. Lista.

Pero en esa ocasión no escuchó el sonido de la manguera arrastrándose por el suelo. En esa ocasión oyó un arañazo sobre la madera, y la luz parpadeante ganó intensidad.

¿Qué vendría ahora?

«Concentración. Respiración. No llores.»

De pronto el mundo entero cambió. El techo desapareció. Una mano se introdujo en la Caja y la agarró del pelo, tirando de las raíces, obligándola a ponerse en pie. Su cuerpo agarrotado resbalaba, y se ganó un golpe junto a una oreja. Ahora miraba a la cara a un chino de piel aceitunada, rostro anguloso y ojos negros, muy juntos. Tenía los dientes rojos, y durante un segundo pensó que podía tratarse de sangre, que acababa de comerse alguna criatura viva, aunque enseguida vio que masticaba unas semillas granates que sostenía en la mano.

– Guo lai! Gi nu.

La sacó de la Caja y ella miró a su alrededor, entrecerrando los ojos a la luz tenue. Estaba en lo cierto. Aquello era una bodega, un sótano. Dos ratas se detuvieron en un rincón y la observaron, meneando los bigotes. La Caja era un cubo de metal sobre una tarima de madera, con un desagüe debajo y una escalera pequeña arrimada a un lado. Ella cayó por la escalera, porque tenía los pies demasiado agarrotados.

«No llores. No supliques.»

«Escúpele en la cara a este asqueroso.»

No lloró. No suplicó. No le escupió en la cara. Hizo lo que le decía. Su captor le metió las muñecas en unas esposas de madera, le ató una soga al cuello y la condujo como si fuera un perro al exterior del sótano, a través de un pasadizo mohoso de paredes forradas de madera, como si se tratara de un paso entre edificios. Subieron una escalera. Peldaños. Cinco. ¿Debía intentar escapar? ¿Ahí?

Pero tenía que hacer acopio de toda su fuerza interior para mantenerse en pie. Cuando tropezaba o vacilaba, la soga le oprimía tanto el cuello que no le quedaba la menor duda de la fuerza de ese hombre, y sabía que su propio cuerpo era un desecho humano. De modo que no. Nada de escapar aún. El hombre de la cara angulosa abrió una puerta.

Calor.

Eso fue lo que primero llamó su atención. Le recorrió la piel en oleadas radiantes, absorbiendo el frío que tenía metido en los huesos. Habría podido llorar de placer. Sintió un súbito arrebato de gratitud por sus captores, que le proporcionaban ese calor, pero una parte de su mente le recordó que aquella idea era absurda. Los odiaba. Los odiaba.

Luego llegó el ruido. La estancia estaba tan llena de ruido que la cabeza empezó a darle vueltas. Grandes voces. Risotadas estridentes que resonaban en su cerebro hueco, mientras las luces le lastimaban los ojos. Los entrecerró mientras se adaptaba a ellas y trataba de determinar qué clase de lugar era ése. Un aposento de techos altos de vigas policromadas y profusamente labradas; bajo sus pies baldosas rojas que formaban patrones repetidos; y ventanas pequeñas con barrotes. Las paredes aparecían cubiertas con tapices pesados, bordados, y en ellas se alineaban bancos de madera con respaldo. Llenos de rostros chinos. Sonrientes, burlones. Dedos que señalaban. Bocas que escupían. Figuras de negro por todas partes. Demasiado negro. Demasiada muerte.

El hecho de que ella sólo llevara encima unas esposas primitivas y una soga al cuello no la perturbaba. Estaba más allá de eso. No le preocupaba más su desnudez de lo que le habría preocupado de encontrarse ante una jauría de perros salvajes.

Un puño cerrado se dirigió lentamente hacia su cara. Ella se agachó y logró esquivarlo. Los rostros que poblaban la habitación se abrieron en cavernas coloradas de risa, pero al hombre que había tratado de golpearla no le pareció igual de gracioso. Fornido, ancho de pecho, tenía la cara carnosa y la piel suave y algo aceitosa. A Lydia se le daba muy mal adivinar las edades de los chinos, pero ése parecía tener unos treinta años, y se comportaba con aire de autoridad. El pelo empezaba a retirársele de la frente, y sus labios eran oscuros y con ellos componía un gesto petulante. Curiosamente, vestía con un respetable traje negro, a la occidental. Aquello le dio cierta esperanza. El hombre se plantó frente a ella y la maldijo en chino.

– Ramera asquerosa del comemierda sin dientes. -Aquellas palabras, pronunciadas en su lengua, la desconcertaron-. Tú también pierdes dedos. Y ojos. Y pechos blancos y podridos. Yo los doy a ratas del sótano.

Las amenazas no provenían del hombre de piel lisa, sino de un joven que no tendría más de quince años y que llevaba el pelo alborotado y la miraba con ojos nerviosos mientras pronunciaba aquellos exabruptos sin la menor emoción en la voz. Estaba de pie, inmediatamente detrás del hombre que la maldecía en chino, y finalmente Lydia comprendió que se trataba sólo del intérprete, que reproducía las palabras de su señor.

Volvió a concentrarse en éste, y al momento los engranajes de su cerebro empezaron a moverse con mayor rapidez. Lo reconoció. Del funeral al que Chang la había llevado. Era el que se postraba ante el ataúd vestido de blanco. El hermano de Yuesheng, el hijo de Feng Tu Hong. Era el mismísimo Po Chu. Sin pensarlo dos veces, escupió en la cara al hombre que había torturado a Chang An Lo. Él la golpeó con furia y masculló algo:

– Ni ei xi хhе hui vhun.

– Aprende respeto -tradujo el muchacho.

– Suélteme -dijo ella, y notó que le sangraba la boca.

– Tú respondes preguntas.

– Soy hija de un importante periodista británico. Suélteme inmediatamente o el ejército británico vendrá con sus rifles a…

– Bao chi!

– Silencio -repitió el intérprete.

La mano del hombre atrapó un mechón de su pelo y, retorciéndoselo, le obligó a echar la cabeza hacia atrás. Le gritaba a la cara, el aliento apestoso de alcohol, y con ojos oscuros le recorría los pechos, el cuello, descendía hasta los muslos y… Lydia cerró los ojos para no seguir viéndolo.

Entonces le soltó los cabellos, se agachó y le arrancó un vello púbico. El dolor fue intenso, pero breve, y no gritó. Po Chu sostuvo en alto el pelo rojizo, para que todos lo vieran, y los hombres que abarrotaban la sala lo vitorearon. Mientras lo hacían, a ella le vino a la mente el modo tan distinto en que Chang An Lo se enroscaba aquel mismo vello entre los dedos, mientras decía que aquello eran destellos de muchacha-zorro. Pero lo que más le perturbó fue verse el antebrazo cuando forcejeaba para liberarse del hombre. Tenía la piel cubierta de picaduras. Eran las marcas de sus propios dientes, pues cuando se encontraba encerrada en la Caja se mordía las extremidades. Como una zorra en una trampa. Y aquello la asustaba.

Se dijo que debía mantenerse muy erguida.

– El señor Edward Carlisle le despellejará vivo por esto.

El muchacho tradujo. Po Chu se echó a reír.

– Zai na? ¿Dónde Chang An Lo?

– No lo sé.

– Sí. Tú sabes. Tú dices.

– No, no lo sé. Escapó cuando vinieron las tropas del Kuomintang.

– Mientes.

– No. Bu.

– Sí.

Cada vez que Po Chu decía algo en chino, el joven lo reproducía con voz neutra.

– Di verdad.

En esa ocasión, la demanda vino acompañada de un bofetón.

– Di verdad.

Otro golpe. Tres bofetones seguidos. Y otro más, y otro. Lydia perdió la cuenta. Se le partió el labio. Le ardían la cara y las orejas. Bofetón. Bofetón.

Cada vez más fuertes. La punta de una navaja se pegó a la comisura de un párpado, y empezó a reseguir el ojo, como si quisiera vaciárselo.

– ¡Está muerto! -gritó al fin.

La navaja se detuvo. Los golpes cesaron. Lydia respiraba entrecortadamente.

– ¿Cuándo muerto? -quiso saber Po Chu. En esa ocasión no lo preguntó en chino, pero Lydia apenas se dio cuenta. Su mente estaba sometida a un gran esfuerzo.

– ¿Cómo muerto? -El hombre le pasó el filo de la navaja por un pecho, y ella sintió la punzada, y el cosquilleo de la sangre en su descenso.

– De enfermedad.

– Shen meshihou? ¿Cuándo?

– El sábado. Lo llevé a los muelles. Lo cuidé… En una choza vieja… murió. -Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. No le costó demasiado llorar.

El muchacho tradujo, pero fueron las lágrimas las que parecieron convencer a Po Chu, que retrocedió esbozando una sonrisa astuta, lanzó el cuchillo al aire, y en su caída lo atrapó por el mango con un movimiento certero de muñeca. La miró fijamente.

– Guo lai.

– Ven -tradujo el muchacho.

Po Chu recogió la soga que llevaba atada al cuello y tiró de ella por la estancia en dirección a un biombo que ocultaba un rincón. Los ojos de Lydia repararon en sus paneles con incrustaciones de lapislázuli, coral, marfil y madreperla, y los grabó a fuego en su memoria. Si ese cabrón pensaba dejarla ciega, debería hacer durar mucho tiempo su última visión.

– Mira, gi nu. -Po Chu retiró el biombo.

Lydia miró. Y lo que vio le hizo desear haberse ahogado dentro de la Caja.

Sobre una mesa, ordenadas como instrumentos quirúrgicos de precisión en un quirófano, se alineaban dos hileras de herramientas. Pesadas pinzas, cuchillas, algunas dentadas y otras afiladas, y junto a ellas pequeños martillos romos, cadenas, correas y abrazaderas de cuero. Sus ojos se sintieron atraídos por una pieza de hierro con una pala en un extremo y un asa de madera en el otro. Ni aguzando la imaginación lograba imaginar para qué podía servir.

El corazón le dio un vuelco. Ninguno de sus órganos parecía funcionar, y se le cortó la respiración. Notó que un fluido cálido descendía por sus muslos, y supo que su cuerpo trataba de evacuar el miedo que sentía. No sintió vergüenza. La vergüenza la había dejado atrás hacía mucho.

– Mira, gi nu -insistió Po Chu-. Ramera podrida. Mira.

Los oídos todavía le funcionaban. Y captaron la impaciencia en su voz.

– Di verdad.

Ella asintió.

– ¿Dónde Chang An Lo?

– Muerto.

Él levantó unas pesadas tenazas de hierro, las sostuvo en la mano sin inmutarse, frunció el ceño, concentrado, y se las aplicó a un pezón. Apretó.

Lydia gritó.

Sangre roja y brillante como pintura. Un dolor intenso en el pecho. Gritaba. Le gritaba el odio y la cólera, bramaba en sus narices, y si nadie hubiera tirado de la soga que llevaba atada al cuello, se habría abalanzado sobre él y le habría mordido los ojos.

– Bien. -Po Chu sonrió fríamente, con una salpicadura de sangre en la mejilla-. Ahora di verdad.

Capítulo 57

Lo agarraban con brusquedad. Uniformes grises sobre él, como moscardones. Un puñetazo en las costillas, una bota en la entrepierna, pero Chang An Lo no devolvía los golpes. Sólo cuando le clavaron la culata de un rifle en la mano herida escupió, pero nada más. El cuartel se hallaba en un edificio nuevo, de cemento, construido en un extremo del viejo Junchow, oculto por unos grandes muros de piedra que lo mantenían en penumbra, y su entrada estaba custodiada por dos agentes chinos jóvenes, prestos a impresionar a sus superiores. Cuando Chang apareció de pronto ante ellos, tras abandonar la protección de la niebla matutina, abrieron como platos los ojos asombrados. Golpearon el suelo con las botas y levantaron los rifles, anticipando problemas, pero al ver que éstos no llegaban, lo condujeron deprisa al despacho del capitán.

– Tú eres el perro comunista que buscábamos -dijo encantado el oficial del Kuomintang-. Soy el capitán Wah.

Se quitó la gorra, la dejó a un lado y rebuscó entre los papeles que se apilaban sobre la mesa. Tras un momento de confusión, encontró una hoja que examinó atentamente. Se trataba de un retrato de Chang, realizado con maestría y sin duda enviado a todas las comisarías y cuarteles de China. Chang se preguntó amargamente qué amigos suyos habrían cantado, y por cuánto dinero.

El capitán Wah observó a Chang con mirada fría y triste, y encendió un purito.

– Primero van a interrogarte, rata inmunda, y luego un magistrado ordenará tu ejecución. Todos los comunistas sois unos cobardes que os arrastráis por el suelo como gusanos bajo nuestros pies. Tu ejecución es cosa segura, de modo que no añadas dolor a China por una lealtad inútil a tu causa, una causa que está condenada al fracaso. Por el gran Buda, libraremos a nuestro país de vuestro veneno.

A pesar de tener las manos esposadas y sentirse con fiebre, Chang sabía que podía arrancarle los dientes de una patada antes de que el soldado de la puerta disparara el arma. La idea era tentadora, pero ¿de qué le serviría a Lydia con una bala en el cerebro?

– Honorable capitán -dijo, humilde, haciéndole una reverencia-, tengo información que ofrecer, como sabiamente ha sospechado, pero sólo se la proporcionaré a un hombre.

El capitán Wah torció el gesto, contrariado.

– Más te vale proporcionármela a mí -replicó secamente. Y, poniéndose en pie, alto, imponente en su uniforme gris, algo polvoriento, se inclinó sobre él desde el otro lado de la mesa-. Haz lo que te digo, o sufrirás una muerte lenta.

– Sólo a un hombre -reiteró Chang sin inmutarse-. Al ruso. Al que atienden los miembros del Kuomintang.

El agente cambió el gesto al instante. Se le alargó el rostro, se pasó la mano por la barbilla picada de viruela y, pensativo, entrecerró los ojos. Mordisqueó el purito y, transcurridos unos segundos, escupió en el suelo.

– Creo -dijo- que voy a ejecutarte ahora mismo.

– Si lo hace, le prometo que el ruso lo azotará hasta dejarlo en carne viva -murmuró Chang, inclinándose de nuevo ante él.

Capítulo 58

Theo se subió al Rolls-Royce, detenido y con el motor en marcha junto a la acera, y aspiró hondo para impregnarse del olor a cuero y adinero.

– Buenos días, Feng Tu Hong.

– Me has pedido disponer de mi tiempo, Willbee. Y aquí estoy. Te escucho.

Theo se hundió en el cómodo asiento trasero, junto a Feng, y estudió a su enemigo. Feng iba cubierto con un abrigo gris, muy largo, que tenía el cuello de piel plateada, y llevaba puestos unos guantes de cabritilla del mismo color. Pero incluso ataviado de ese modo conservaba la expresión de un búfalo dispuesto a atacar en cualquier momento. Theo sonrió.

– Se te ve muy bien, Feng.

– Bien sí, pero no contento.

– Te agradezco que me dediques unos momentos de tu ajetreado día.

– Todos los días son ajetreados para un hombre como yo que tiene tantos asuntos que atender y ningún hijo a su lado.

Theo observó la nuca del chófer al otro lado del cristal divisorio. En el exterior, el viento elevaba por los aires unos copos de nieve. Feng le había dado el pie, pero él debía ser cuidadoso con la réplica.

– Siento oír que Po Chu ya no reside en tu casa. El corazón de un hombre debe de resentirse cuando su único hijo lo abandona con palabras duras.

– Sea hija o sea hijo, el corazón de un padre siempre sangra.

– He venido a hablarte de Po Chu.

– Es una cucaracha inútil que sólo sirve para vivir en las alcantarillas.

– Temo que, más que las cloacas, pronto habite en la cárcel.

Feng hundió aún más la cara en el cuello del abrigo y observó fijamente a Theo.

– Mientes.

– No, Feng Tu Hong. Digo la verdad. Tu hijo ha secuestrado a una muchacha fanqui. Es la hija de un periodista británico que hará recaer todo el peso del ejército británico sobre los jefes chinos de Junchow si no liberan a la joven de inmediato.

La mano enorme de Feng se aferró al bastón de marfil que sostenía en su regazo. Li Mei le había contado a Theo que se trataba de una espada camuflada, pero él nunca la había visto en acción. No es que tuviera excesivo interés. Feng aspiró hondo, pero no dijo nada.

– Una enemistad de ese tipo entre nuestra gente -prosiguió Theo- sería contraproducente para tus… negocios.

Feng ahogó una carcajada.

– ¿Qué es lo que quieres, Willbee?

– Quiero saber dónde la oculta Po Chu.

– Ajá, te llevas a mi hija y ahora quieres llevarte a mi hijo. Ten cuidado, inglés, de que no me lleve yo tu cabeza.

– No, Feng, a quien quiero es a la niña, no a tu hijo. Si la recupero deprisa, a Po Chu no le sucederá nada. He venido a advertirte del peligro que corre.

Feng apartó la cara y miró sin ver por la ventanilla. En la acera, al otro lado de la calle, un acróbata se sostenía sobre unos zancos, mientras un mono flaco vestido con chaqueta granate pasaba el platillo pidiendo dinero. El chófer le arrojó una moneda.

– Mi hijo me desobedeció, Willbee. Lo mismo que su hermano Yuesheng hizo antes que él, y lo mismo que su hermana. Tiene prohibida la entrada en mi casa, pero me duele, Willbee, porque yo ya no puedo engendrar más hijos, por más jóvenes y lascivas que sean las doncellas a las que doy placer. Mi vara aún quiere, pero las semillas están ajadas y secas, aunque como carne de tigre. Envejezco. -Con desagrado, se pasó la mano por el pelo liso, por las sienes canosas-. Necesito a mi hijo.

– Los tribunales británicos lo condenarán a la horca.

Feng se echó hacia atrás para mirar a Theo, y en sus ojos éste vio la desesperación.

– Lo quiero vivo, por más que sea un inútil.

– Aún existe una posibilidad de que sobreviva, si encuentro deprisa a la joven, antes de que las autoridades se involucren en el caso.

Feng se acercó mucho a Theo, que tuvo que esforzarse para no demostrar la ira que recorría su ser. No había olvidado que ése era el hombre que había causado tanto dolor a Li Mei, y que le había causado tantos problemas a él mismo con Mason.

– Muy bien, Willbee. Confío en ti porque no me queda otro remedio. Po Chu es demasiado cauto como para permitir que alguno de mis hombres se acerque a él, pero tú eres distinto. Tal vez tú puedas hablar con él, porque en ti no verá ninguna amenaza. -Suspiró sonoramente, agitando todos los músculos de su cuerpo-. Mis espías me dicen que él y sus secuaces se esconden en una granja. Cerca de los Siete Bosques, al este de la ciudad. -Clavó los ojos negros en Theo-. Sálvalo, profesor. Hazlo por mí, por su padre.

Theo asintió.

– Cuando todo termine, si Po Chu se salva, yo mismo pondré mi precio -dijo, antes de descender del automóvil.

– Alfred.

– Gracias a Dios que has llegado, Theo. -El periodista, por lo general pulcro y aseado, tenía mal aspecto, con la chaqueta arrugada y unas grandes ojeras bajo las gafas-. ¿Ha habido suerte?

– Traigo noticias.

– ¿La has encontrado?

– Todavía no. -Theo meneó la cabeza y aceptó el whisky que Alfred le alargaba-. ¿Cómo está su madre?

– Furiosa. Dios santo, no soporto verla en ese estado de agonía. La policía es del todo inútil, y más lenta imposible.

– No deberíais haber contactado con ella aún.

– Lo siento, amigo, pero era nuestro deber. De todos modos, no he mencionado que el amigo chino de Lydia era un comunista fugitivo, de modo que tú estás a salvo de cualquier acusación. Pero cuéntame, deprisa, ¿cuáles son esas noticias que traes?

– Una granja. Ahí es donde la tienen. -Theo no sabía cuánto revelarle a Alfred, porque no quería que la policía estuviera al corriente de la información por el momento, pero por otra parte sabía que iba a necesitar a alguien que le diera apoyo-. Voy a acercarme hasta ahí en secreto para tratar de negociar con Po Chu.

– Muy bien.

– ¿Vienes conmigo?

– Por supuesto.

– Trae un arma.

– Alfred, escúchame, lleva contigo a Liev Popkov.

– ¿A quién?

– No seas lento, tienes que acordarte de él. El ruso borracho que irrumpió furioso en el banquete de boda. Sé dónde vive, y puedo enviar a alguien a buscarlo ahora mismo.

– Ah, sí, buena idea. Es altísimo.

– Tengan cuidado los dos. No quiero que mi esposo muera, señor Willoughby.

– No te preocupes, Valentina. Si Dios quiere, volveré. Con Lydia. Ahora también es hija mía.

– Oh, Alfred, si lo logras, besaré el suelo que pises hasta el día de mi muerte… lo quiera o no lo quiera Dios. Ven aquí.

– Cuidado, niña. Theo nos está mirando.

– Que mire.

El camino era malísimo, tan lleno de baches que el Morris Cowley de Theo casi no llegó a su destino. Era poco más que un sendero que rodeaba los campos que se extendían, desnudos y grises, hasta donde alcanzaba la vista. En primavera habrían sido un manto verde de brotes nuevos, pero en invierno se asemejaban a un mar de cenizas, más deprimentes aún bajo aquel cielo plomizo. Theo soltó una maldición y agarró con fuerza el volante para girar a la izquierda y esquivar una rodera más. A su lado, Alfred fumaba su pipa en silencio, y la calma con que soltaba el humo irritaba a Theo, al que el corazón le latía con la fuerza de un barco a vapor. Maldita sea, ojalá él también se hubiera fumado una pipa de las suyas antes de salir, una pipa del sueño para aplacar sus nervios.

– Alfred, sé buen chico y apaga esas señales de humo, ¿quieres?

Alfred miró a su alrededor, y lo observó un segundo, antes de arrojar la pipa por la ventanilla.

– ¿Mejor así?

Theo no respondió y se concentró en el camino. En el asiento de atrás, el corpulento ruso soltó una carcajada, y presa de la impaciencia, se echó hacia delante.

La carretera terminaba en un sendero, y dejaron el coche tras unos pinos escuálidos que Feng Tu Hong había llamado bosque. A pie avanzaron hasta el borde de éste, y se agacharon para observar la granja que se alzaba a unos quinientos metros. Se trataba de una serie de edificios de madera arracimados que cubrían los tres lados de un rectángulo, con un patio en el centro, y el cuarto lado lo cerraba un muro de piedra encalada, con puertas altas y redondeadas en su parte alta, de roble macizo.

Esperaron treinta minutos, según el reloj de Theo. Una bandada de grajos de alas maltrechas descendieron desde los nubarrones y se posaron en el suelo desnudo y plano, frente a la casa, donde se pusieron a caminar con las patas tiesas, como ancianos, mientras picoteaban en busca de lombrices.

Al rato, uno de ellos alzó el cuello y emprendió el vuelo. Volando en círculos sobre las cabezas de los fanquis, graznó varias veces. Theo esperaba que no se tratara de un gran presagio.

– Nada -dijo, cuando el reloj de Alfred marcó las dos. No habían dejado de observar los portones, instándolos a abrirse-. Tal vez podríamos acercarnos a echar un vistazo. Po Chu y yo tenemos asuntos que tratar.

– ¿Conoces a ese hombre?

– Sí, claro. Es el hermano de Li Mei.

– Deberías habérmelo dicho.

– Te lo estoy diciendo ahora.

– De modo que se trata de un asunto personal.

– No, estoy aquí por Lydia.

– Ya veo.

El ruso tuerto se desperezó y se puso en pie tras los árboles. Clavó primero la mirada en Alfred, y después en Theo.

– Shdite zdes -dijo-. Ustedes aquí. -Señaló el reloj de Theo, e hizo señas del paso del tiempo-. Una. -Extendió el índice grueso y lleno de cicatrices-. Una. Ustedes aquí.

– ¿Una hora?

– Da -asintió.

– ¿Quieres que nos quedemos aquí una hora?

– Da.

– ¿Y luego? -preguntó Alfred.

– Ustedes… ahí -respondió Liev Popkov señalando los portones.

– ¿Y tú? ¿Dónde estarás tú?

El ruso separó los labios, mostrando unos dientes fuertes bajo la barba negra, gruñó algo en su lengua y volvió a adentrarse en la arboleda. Con su sombrero de pieles y su abrigo largo, gris, le bastaron unas zancadas para perderse en el paisaje.

– Dios Todopoderoso -murmuró Theo, sentándose a esperar.

Alfred se quitó las gafas y se dedicó a limpiarlas meticulosamente.

Theo aporreó los portones de roble. Alfred hizo sonar una campanilla de bronce que colgaba de una cadena, a un lado, y casi de inmediato se abrió una ranura situada al nivel de las caras. Se asomó un par de ojos chinos, pero uno era traslúcido, y el otro nervioso.

– Vengo a hablar con Feng Po Chu -informó Theo con aplomo, en mandarín-. Informa a tu señor de que el honorable Tiyo Willbee está aquí. Y deprisa. Este frío es como el aliento del diablo.

Alfred dio un puñetazo a la puerta, y el cerrojo repicó contra ella.

– Abrid la puerta, maldita sea.

Para su sorpresa, sus palabras fueron recibidas con el sonido de una llave que, al girar, permitió que se descorriera un pasador. Al momento los portones se abrieron y, frente a ellos, un chino anciano, de trenza anticuada, apareció tendido inconsciente sobre los adoquines, mientras que, junto a la entrada, un hombre barbudo sostenía un tronco de leña en la mano.

– ¡Liev Popkov! -exclamó Alfred-. ¿Cómo…?

– No te preguntes cómo ha entrado -le conminó Theo-. Iniciemos la búsqueda.

Extrajo el arma. El ruso también sacó dos pistolas del cinto, y Alfred hizo lo propio con una Smith & Wesson, blandiéndola con torpeza en dirección a los edificios. Theo sintió la inyección de adrenalina en sus tripas. Casi tan emocionante como ir a recoger opio al río Peiho una noche de tormenta. Se dirigió a toda prisa hacia la primera de las puertas, pero sólo encontró estancias vacías. Buscaron por todo el lugar, a conciencia, recorrieron todos los edificios, todos los cobertizos que los rodeaban. Pero ni rastro de Lydia. Ahí sólo vivía un granjero en compañía de sus dos hijos corpulentos y de un puñado de mujeres.

Una de las esposas jóvenes lo admitió.

– Feng Po Chu se ha ido hace dos días. Se llevó a sus hombres con él.

El ruso soltó un grito de frustración. Llegaban demasiado tarde.

Capítulo 59

Lydia se aferraba al dolor que sentía en el seno. Estaba sentada, con las rodillas levantadas, y con una mano apretaba la herida con fuerza, para interrumpir la hemorragia. Jamás imaginó que se alegraría al verse de regreso en la Caja, pero así era. Había llorado de alivio cuando vio que volvían a encerrarla a oscuras.

Se mantendría en sus trece, en su historia. Chang An Lo estaba muerto. Si lograba que Po Chu lo creyera, tal vez sobreviviera a eso. «No, no lo pienses. Todavía falta demasiado tiempo. Piensa sólo en el momento siguiente.»

La había golpeado unas pocas veces más, pero luego paró. Era como si la visión y el olor de su sangre, su sabor cuando le lamió la barbilla, satisficiera alguna necesidad interna. Por el momento. Pero, como todo adicto, volvería a por más. Le dolía el pezón pero, de algún modo, el dolor había activado un resorte en su mente, y la había despertado del sopor en el que iba cayendo lentamente, donde la muerte la aguardaba, con los brazos extendidos y esbozando una sonrisa. La vida era más complicada. Más difícil de vivir. Y el dolor equivalía a vida, de modo que no dejaba de decirse que el dolor era bueno.

Chang An Lo.

Mamá.

Sun Yat-sen.

E incluso Alfred.

Su ejército menguado de rostros con el que mantener a raya el miedo.

Y el de Polly. El rostro de su amiga tardó en acudir. Pero acudió al fin.

«Puedo hacerlo. Puedo. Sobrevivir. Eso es lo que se me da bien.»

El sonido del cerrojo en lo alto de la escalera.

Empezó a respirar hondo, anticipándose al agua. Pero los pasos eran distintos, más pesados, tambaleantes, y sintió que el pánico le cerraba la garganta. La luz, tenue, brillaba más intensa a través de los respiraderos, a medida que los pasos se acercaban. Miró hacia arriba. ¿Qué le esperaba esa vez? ¿Agua? ¿Aceite caliente? ¿Ácido? ¿Cualquier otra cosa?

El techo desapareció y Lydia, deslumbrada, empezó a parpadear. Una mano le tiró del pelo, y ella, que sentía que tenía las rodillas metidas en cemento, se apoyó en las paredes laterales con las manos y logró ponerse en pie. Enseguida la sacaron de la Caja, pero las piernas no la sujetaron y se desplomó sobre el suelo polvoriento del sótano. Un hombre se echó a reír. Ella trató de ponerse en pie, sin lograrlo. Otra risotada pérfida. Una bota le dio una patada en el culo, instándola a levantarse, y esa vez sí lo logró. Y, aun antes de verle el rostro, supo quién era su torturador.

Po Chu. Que había vuelto a por más.

Pero en esa ocasión era distinto. Estaba borracho. Y solo.

Lydia percibía el olor a alcohol que desprendía su cuerpo, el maotai en el aliento y en el sudor que cubría su piel lisa reverberaba en sus músculos. Su captor le soltó el pelo, pero la agarró del brazo y volvió a arrojarla al suelo de tierra. Ella sabía bien lo que vendría a continuación. Los labios de Po Chu fueron al encuentro de su boca, masticaron su carne, y ella permitió que su lengua grande, blanda, penetrara en ella y alcanzara la garganta. No podía respirar. Se ahogaba.

Él se rió, con una risa que parecía el relincho de un caballo. Una mano fuerte le agarró la muñeca, al tiempo que su cuerpo aplastaba el de ella contra la pared, le clavaba las caderas, y con la otra mano se abría paso entre los muslos. Al sentir aquella mano, su carne se encogió. Pero decidió no resistirse, y le acarició la espalda con la mano que le quedaba libe. Él jadeaba con fuerza a medida que la boca descendía sobre sus pechos y le chupaba la herida. Lydia sintió un dolor que le llegó de inmediato al cerebro, pero siguió acariciándolo, maullando, arqueándose contra él. Moviendo las manos en dirección a sus caderas. Metiéndolas en sus pantalones.

El gemido de placer de Po Chu cuando ella le agarró el pene hinchado la asqueó, pero al fin él le soltó la otra muñeca y le rodeó la cintura con el brazo. Entonces la atrajo aún más hacia sí y se bajó los pantalones. Ella no le soltaba el pene, para distraerlo, pero con la otra mano palpaba la chaqueta, donde, a la altura de la axila izquierda, había notado el bulto duro de un arma. Se abrió de piernas.

Y al instante él la embistió. Con un movimiento rápido, ella le quitó el arma, apretó el cañón contra sus costillas y apretó el gatillo.

No sucedió nada.

Po Chu le gritó algo, salpicándole la cara de saliva, y trató de arrebatarle el arma, pero ella la apartó y le golpeó con ella en la cabeza. Po Chu cayó al suelo, de rodillas. Pero no la había soltado del todo, y apoyándose en ella, con los dedos aferrados a sus caderas, empezó a levantarse.

Ella había dejado de respirar. Pero pensaba con claridad. Si no ponía fin a aquello en ese instante, moriría.

«Lydia, si no tuvieras más remedio, matarías a un hombre.» Eran las palabras de Chang, que resonaban en su mente.

Retiró el seguro del arma, le apuntó al rostro y disparó.

El disparo la aturdió a ella, y a Po Chu lo envió de nuevo al suelo. A la luz tenue de la lámpara de aceite que seguía en la escalera vio que el rostro de su captor se había convertido en un cráter negro que rezumaba sangre y dejaba adivinar restos de hueso blanco. Ahogó un grito. El arma le temblaba en la mano. Pero en lugar del horror que esperaba sentir, sólo la invadía una satisfacción profunda, visceral, que exteriorizó en forma de salvaje grito de guerra.

Y echó a correr.

Los pasillos la confundían. Giraba y volvía a girar en busca de una puerta que la sacara de allí, pero cada vez que abría una, lo que hacía era acceder a otra habitación. Voces tras ella. Disparaba a las sombras. Una y otra vez. Una bala le rozó el hombro. Se metió en un cuarto en el que dos niños chinos, asustados, se escondieron bajo una piel de tigre. Allí encontró un taburete, y lo arrojó contra una ventana. Los cristales y las persianas se rompieron con estruendo, y un aire frío irrumpió en la estancia.

Lydia saltó por la abertura, apenas consciente del dolor que atenazaba sus pies, y se encontró en un huerto en el que, ordenadamente alineadas, crecían unas verduras de invierno. Le sorprendió que no fuera de noche, que todo estuviera iluminado por una luz grisácea, neblinosa, aunque no tenía ni idea de si estaba amaneciendo o anocheciendo. Otra bala le pasó a milímetros del pelo. Se volvió y disparó, sin apuntar a nada. Corrió. Corrió. Sobre tierra blanda. A través del establo. Caballos. Ladrido de perros. Correr.

Salir. A campo abierto. Prados. Un sendero. Árboles. Más disparos y hombres tras ella, cada vez más cerca. Entonces, súbitamente, delante de ella, un fila de rostros chinos. Unas manos la sujetaron. No, ahora no.

Ahora que ya era libre no.

– ¡No! -gritó, apuntando a la cara del hombre con el arma.

– Lydia, soy yo.

Dejó de gritar. Bajó el arma. Entrecerró los ojos, tratando de enfocar aquel borrón que era un rostro. Uniformes grises a su alrededor.

– Tome. -Alguien le cubrió el cuerpo desnudo y tembloroso con un tabardo-. Todo está bien, está a salvo.

Parpadeó varias veces. Los rasgos del hombre fueron encajando hasta formar una imagen familiar.

– ¡Alexei Serov!

Lydia ahogó un grito, y le vomitó en la pechera.

Capítulo 60

– Mamá.

– ¿Qué tienes, cielo?

– No hace falta que te quedes ahí sentada toda la noche.

– Shhh, duérmete.

– Estoy bien, que lo sepas.

– Claro que estás bien. Ahora cierra los ojos y que tengas dulces sueños.

Valentina estaba sentada en una silla baja, junto a la cama de Lydia. Apoyaba los codos en el colchón, y la barbilla en las manos, sin apartar los ojos del rostro de su hija. Parecía muy cansada, y alrededor de sus ojos y su boca unas arrugas muy finas tejían su tela de araña. Por primera vez Lydia imaginó cuál sería su aspecto cuando fuera vieja y tuviera el pelo cano. Esbozó una sonrisa fugaz mirando a su madre. Las dos sabían que los sueños eran cualquier cosa menos dulces. En el hospital, los médicos la habían mantenido drogada con algo que había amortiguado el dolor y el cerebro, pero que permitía el libre desarrollo de las pesadillas, de modo que ahora que estaba en casa se negaba a tomar pastillas, y permanecía despierta.

Su madre llevaba tres noches a su lado, tres noches en las que estaba ahí cada vez que Lydia abría los ojos. Cuando oyó que Valentina canturreaba la obertura de Romeo y Julieta a primera hora de una mañana, se echó a llorar.

– ¿Dónde está, mamá?

– ¿Quién?

Lydia alargó una mano y la posó en la de su madre.

– Ya sabes quién.

La lámpara verde estaba en un rincón del dormitorio, pero Valentina la había cubierto con un fular color rubí, para amortiguar su luz, que recordaba a un atardecer de invierno, suficiente, con todo, para verle los ojos a su madre.

Valentina le giró la mano y, con un dedo fino, recorrió la línea de la vida hasta llegar a la muñeca.

– Está preso.

– ¿Dónde?

– ¿Cómo voy a saberlo, dochenka?

– ¿Quién lo tiene?

– Los chinos, claro. Ya sabes cómo son, siempre se están peleando los unos con los otros.

– ¿Te refieres al Kuomintang?

– Sí, supongo, esos que llevan esos uniformes de campesino horrorosos.

– ¿Está vivo?

Valentina suspiró con parsimonia, y el gesto de su boca se relajó.

– Sí. Tu malvado comunista sigue vivo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Le pedí a Alfred que lo averiguara. No te alegres tanto, Lydia. No es para ti. Debes olvidarlo.

– Lo olvidaré el día que me olvide de respirar.

– Dochenka! Ya has sufrido bastante. Pon fin a esta locura.

– Le quiero, mamá.

– Pues deja de quererle.

– No puedo. Y ahora menos que nunca.

Valentina se incorporó, posó la mano suavemente en el edredón, se arregló el kimono y se cruzó de brazos.

– Está bien, cielo. Dime, ¿qué es entonces lo que tu alma testaruda quiere? ¿Qué planes has urdido en tu retorcida cabecita?

Se hizo un largo silencio. En la planta baja, el reloj de pared dio las tres. Lydia oía la respiración de su madre.

– Mamá, estuve a punto de morir en ese baúl -dijo en voz baja.

– No, cielo, no.

– Siempre me había parecido que bastaba con sobrevivir. Pero no basta.

Eran las siete y media y empezaba a clarear cuando Lydia bajó. Valentina estaba en el baño, y, a juzgar por el perfume de las sales y los aceites que se colaban por la rendija de la puerta, pensaba pasar ahí un buen rato, de modo de Lydia y Alfred estarían solos, sin protección.

– Hola.

– Dios santo, Lydia, me has asustado. -Alfred estaba sentado a la mesa, enfrascado en la lectura del periódico, con un cuenco de gachas humeantes frente a él-. ¿No deberías estar durmiendo, querida?

Ella se sentó en la silla que quedaba frente a la suya.

– Necesito tu consejo.

Alfred apartó el periódico y le dedicó toda su atención. -Cualquier cosa que pueda hacer para ayudarte… sólo tienes que pedírmelo.

– Mamá me ha contado que has hecho averiguaciones sobre Chang An Lo.

– Así es.

– Tengo que verlo. De modo que…

– No, Lydia.

– Alfred, si no fuera por él, estaría muerta.

– Bien, a mí me parece que fue más bien ese joven caballero ruso el que…

– No, fue Chang An Lo. Fue él el que hizo que los soldados chinos empezaran a buscarme. Me lo dijo el propio Alexei Serov en el bosque. De modo que, ya ves, tengo que hablar con él.

Alfred parecía incómodo. Levantó la cuchara y revolvió las gachas; les añadió una pizca de azúcar mientras meneaba la cabeza de un lado a otro, con expresión triste.

– Lo siento, Lydia, no puedo ayudarte. A Chang An Lo no le están permitidas las visitas.

– ¿Dónde está?

– En la cárcel de Chou Dong, que está junto al río. Pero escúchame bien -añadió, alargándole las tostadas, que ella le aceptó, pues sabía que intentaba ayudarla-. Todo este asunto de tu secuestro ha causado bastante revuelo, con la policía investigando la muerte de Po Chu y demás.

Ella levantó la cabeza, alarmada.

– Creía que habían dicho que yo no tendría problemas. Que había sido en defensa propia.

– Eso es cierto. -Alfred alargó la mano y le dio una palmadita en el brazo, pero ella se dio cuenta de que estaba alterado-. Veras, sir Edward Carlisle cree que cuanto antes se tranquilice todo, mucho mejor, porque lo cierto es que ha creado muchas tensiones entre los chinos y nosotros. Si vas por ahí quejándote y pidiendo ver a ese comunista que está encarcelado, bueno… las cosas se pondrán más difíciles. De modo que, si quieres que te dé un consejo, te sugiero que te mantengas al margen. Vuelve a la cama y quédate ahí hasta que todo haya pasado. Lo siento mucho, Lydia, sé que es duro, pero es lo mejor, querida.

Lydia extendió mantequilla sobre la tostada, y sobre ella vertió un hilo de miel, antes de cortarla en dos mitades.

– ¿Mejor para quién? -preguntó.

– Mejor para ti.

Ella lo miró fijamente, y constató que, tras los lentes, su mirada expresaba una honda preocupación.

– ¿Podrías llevarme hoy a la mansión de los Serov cuando vayas a trabajar?

– No hace falta.

– ¿A qué te refieres?

– Alexei Serov se pasa por aquí todas las mañanas. A las nueve y media, ni un minuto más, ni un minuto menos, llama a nuestra puerta para interesarse por tu estado.

– Chyort! ¿Por qué no me lo ha dicho nadie?

– Vamos, Lydia, ya sabes lo que tu madre piensa de él. Seguramente me va a regañar sólo por habértelo dicho.

Lydia se permitió abrir una pequeña ventana a la esperanza.

– Alexei, cuénteme qué sucedió. Por favor. Necesito saberlo.

El joven ruso pareció aliviado, y Lydia se dio cuenta de que había temido una pregunta más difícil.

Estaba sentado en el sofá de cuero, con las piernas cruzadas, los guantes pulcramente doblados junto a él, tan relajado como siempre, vestido con un traje oscuro, de corte impecable. Sin embargo, su gesto era de tensión.

– Tiene usted mucho mejor aspecto, señorita Ivanova.

Era mentira, pero a la vez un halago, de modo que no se molestó en negarlo. Hasta ese momento, sus comentarios se habían intercalado con silencios incómodos. Las palabras que solían intervenir en las conversaciones educadas parecían no bastar entre ellos. Ya no.

– Cuénteme -insistió ella- cómo me encontró.

– No me resultó difícil. Pero -y dejó escapar una risita- no se lo cuente a sir Edward. Me considera un héroe.

Lydia sonrió.

– Yo también.

– No. Recurrí a mis contactos. Nada de heroicidades.

– Pero ¿por qué Chang fue a verle precisamente a usted?

Él se echó hacia delante, y la expresión de sus ojos verdes se tornó dura de pronto. Ella vio entonces al militar que llevaba dentro.

– Supo de la ruptura entre Feng y Po Chu, oyó el rumor de que éste se había alineado con el Kuomintang, por ir en contra de su padre. Y ello implicaba que sus espías sabrían exactamente dónde se ocultaba. De modo que nuestro comunista recurrió a su inteligencia. ¿Quién era la única persona que la conocía y que, a la vez, ejercía alguna influencia sobre los chinos? -Se encogió de hombros y extendió las manos-. Yo. Y el único modo de encontrarme rápidamente era a través del Kuomintang.

– Pero ahora Chang An Lo está en la cárcel.

Alexei Serov la observó fijamente.

– Sí.

– ¿Y no puede hacer nada? Por favor, sáquelo de ahí.

– Lydia, no sea tonta. Esto no es ningún juego. Chiang Kai-Chek y el ejército del Kuomintang están en guerra con los comunistas. Se matan los unos a los otros todos los días, y en ocasiones se producen centenares de bajas. Chang lo sabía perfectamente cuando se entregó al capitán Wah. De modo que no, no puedo sacarlo de ahí.

– Pero, Alexei, él nunca ha hecho más que colgar unos cuantos carteles, eso es todo. Eso no puede costarle la…

Él soltó una risotada burlona.

– No sea ridícula. Es un avezado espía, sabe bien cómo descodificar informaciones secretas. Uno de los mejores. Por eso el Kuomintang lo está interrogando antes de que… -Se detuvo.

El silencio que siguió en la habitación fue tan cristalino que hasta ellos llegaron los pasos de Valentina, que caminaba frente a la puerta como un animal enjaulado. Había costado mucho convencerla de que Lydia le debía al ruso ese encuentro de cortesía.

– Alexei.

– No sé qué es lo que quiere, pero la respuesta es no.

– Ocupa usted una posición de poder.

Él se puso en pie al momento y recogió los guantes.

– Se me ha hecho tarde. Debo marcharme.

Las paredes del despacho de Alexei Serov estaban pintadas de amarillo chillón en su mitad superior, y de verde oliva en la inferior. La mesa era de metal gris, y el suelo estaba forrado con unos sencillos tablones de madera. Lydia lo observaba todo con disgusto mientras permanecía sentada en silencio, sobre una silla de madera dispuesta en un rincón y observaba a Alexei repasar una montaña de documentos. Se dio cuenta de que el pelo castaño, a pesar de llevarlo corto, empezaba a rizársele tras las orejas, y le llamó la atención la rapidez con que hojeaba cada papel. Pero seguía irritada con el ruso: ¿cómo podía estar tranquilamente sentado ahí cuando en ese mismo edificio, en alguna otra parte, Chang An Lo estaba…? ¿Estaba qué?

¿Sufriendo? ¿En un potro de tortura? ¿Encadenado?

¿Muerto?

Lo interrumpió en dos ocasiones.

– ¿Va a venir?

Y las dos veces Alexei suspiró, alzó la cabeza y la miró, censurándola.

– He dado la orden de que lo traigan a mi despacho. Eso sólo ya es una extralimitación de mis funciones. No puedo hacer más. Esto es China. Tenga paciencia.

Permaneció ahí sentada dos horas y cuarenta minutos. Transcurrido ese tiempo, la puerta se abrió.

El rostro de Lydia insufló vida en el corazón de Chang An Lo. Su sonrisa inundó la pequeña oficina. Sus cabellos incendiaron el aire. Debería haber supuesto que vendría, que de algún modo llegaría hasta él. Debería haber tenido fe.

Ella se lanzó a sus pies, pero Alexei, desde la mesa, le dedicó una mirada de advertencia. De modo que se puso en pie y permaneció en el rincón, los ojos color miel clavados en el rostro de Chang, tirándose de los botones del abrigo como si quisiera romperlos. Tras él, dos soldados chinos se mantenían firmes, y él sabía que si daba la menor excusa a aquellos dos gusanos de vientre amarillo, le golpearían encantados la espalda con las culatas de sus rifles, añadiendo nuevas marcas a las que ya tenía. Pero también estaba convencido de que, campesinos como eran, no hablarían más que en chino.

– Chang An Lo -dijo Alexei en tono oficial-. He ordenado que te trajeran para que respondas algunas preguntas.

Chang mantenía la mirada fija en el ruso, y no tardó en responder.

– Verte trae dicha a mi corazón y hace que la sangre vuelva a circular por mis venas.

El ruso parpadeó. Lydia no pudo reprimir un gritito, pero los guardias, tras él, permanecieron inmóviles.

– No sé cuánto tiempo me permitirán quedarme aquí, de modo que hay palabras que debo decirte: que para mí eres la luna y las estrellas, y el aire que respiro. Que amarte es vivir, y que si muero… -otro gruñido de Lydia- seguiré vivo en ti.

El ruso no lo soportó más.

– Por el amor de Dios, ya basta -zanjó.

Pero Chang apenas era consciente de que, en aquel despacho, hubiera alguien además de Lydia. Lentamente, desplazó la mirada hasta el rincón. Los ojos de Lydia se clavaron en los suyos, y sintió tal oleada de deseo por ella que al instante supo que aún no estaba listo para morir.

Bruscamente, Alexei ordenó a los guardias que abandonaran la oficina y, acompañándolos, él mismo salió de allí.

– Disponen de dos minutos, ni uno más -declaró secamente.

Chang An Lo se acercó a Lydia, separó los brazos, y ella se hundió en su pecho.

Capítulo 61

Theo abrió el cajón y extrajo la pipa con cuidado. Pasó la mano por la larga caña de marfil y recorrió el antiguo trabajo de tallado, que le hablaba a través de las yemas de los dedos. La necesidad de mantenerla a buen recaudo, a su lado, junto a la cama, por si acaso, era tan imperiosa que sabía que debía destruirla. Desde ese día extraño en la granja, con Alfred y Liev Popkov, vivía con la clara conciencia de que su vida era demasiado frágil como para asumir más riesgos.

Tal vez hubiera sido por haber llevado un arma en sus manos. O por la muerte violenta de Po Chu. O por la inminente ejecución del comunista.

La muerte le susurraba al oído.

¿O era por la breve misiva de Mason en la que éste cortaba todo futuro contacto? Eso había desconcertado a Theo. ¿Qué diablos había hecho cambiar de opinión a ese cabrón?

Lo único de lo que estaba seguro era de que quería más de la vida. Para él. Para su amada escuela. Y para Li Mei. Apartó la vista de la pipa que sostenía en las manos y la posó en su amada. No llevaba joyas, ni maquillaje, y se había retirado el pelo de la cara con una simple cola de caballo, que había decorado con una flor blanca, única muestra de luto por la muerte de su hermano. Estaba sentada junto a la ventana, con las manos en el regazo, y lo observaba con sus ojos almendrados. Sólo un ligero temblor en la comisura de los labios delataba lo mucho que deseaba que diera ese paso.

Lentamente, alzó la pipa por encima de la cabeza, sosteniéndola con las dos manos, como si se tratara de una ofrenda sagrada a los dioses, y durante un breve segundo su mente deseó de nuevo la espiral del dulce humo. Pero Theo no escuchó su llamada, y la pipa descendió con fuerza, hasta estamparse contra la barra de latón a los pies de la cama. El marfil se astilló. Varios pedazos salieron disparados por el dormitorio, y uno de ellos rozó el pie de Li Mei, que le dio un puntapié.

– ¿Ahora me dirás que sí? -le preguntó Theo.

Los ojos negros de su amada se iluminaron, felices.

– Pídemelo otra vez.

– ¿Quieres casarte conmigo, Li Mei?

– Sí.

– Tiyo.

– ¿Qué pasa?

– Ya está ahí otra vez. En la puerta.

– ¿Quién?

– La mujer china.

– No le hagas caso.

– Tal vez quiera recuperar su gato.

– ¿Te refieres a Yeewai?

– Sí. No te olvides de que era suyo. Y ahora que han ejecutado a su esposo y le han quitado el barco, así como a su hija, no hay razón por la que no pudiera devolverle el animal…

– Si quiere el gato, dáselo.

– No me gusta esa mujer, Tiyo. Ni su gato. Tiene malos espíritus alrededor de la cabeza.

– Eso son supersticiones tontas, mi amor. Esa mujer no tiene nada malo. Pero si lo quieres, le daré unos dólares la próxima vez que salga.

– Sí, hazlo, tal vez sirva de algo.

Pero cuando Theo salió, no había ni rastro de la antigua propietaria de Yeewai, y no se acordó de ella siquiera. Había mucho tráfico en las calles, que además estaban llenas de personas que iban de compras, pues era sábado, de modo que tardó más de lo que esperaba en llegar a casa de Alfred. Y no soportaba llegar tarde. En los días venideros, habría de revivir mentalmente aquellos momentos una y otra vez, intentando reproducirlos uno por uno, y en el orden correcto, pensando en si podría haber hecho algo de otro modo. Pero algunos le llegaban borrosos, indefinidos. Su llegada a la casa era uno de ellos. Recordaba meter el coche en el camino que conducía a ella, y dejarlo cerca de la verja abierta, porque el gran Armstrong Siddeley de Alfred ocupaba la mayor parte del espacio. Pero, después de eso, su memoria se perdía hasta el momento en que su anfitrión le daba unas palmaditas en el hombro.

– Me alegro de verte, amigo. Lydia se muere de ganas de darte las gracias.

A Theo no se lo pareció. La joven estaba de pie, junto al ventanal del salón, muy tiesa, lo que significaba que, o le dolía algo, o estaba a la defensiva. Podían ser también las dos cosas. Theo miró en la misma dirección que ella para ver qué era lo que observaba. Nada. Sólo el viejo cobertizo del jardín. No tenía buen aspecto. Chupada de cara. La piel casi transparente. Los labios muy apretados, y los ojos bastante más oscuros que otras veces, aunque en ellos todavía brillaba algo, como si en su fondo se alojara aún una luz resplandeciente. Cuando más tarde invocara su imagen, eso lo recordaría. Ese fuego.

– Lydia, acércate y saluda al señor Willoughby.

La que habló era Valentina. Sonrió amablemente a Theo, que tuvo la sensación de que le llevaba la delantera en lo que a consumo de vodka se refería. Al pensar luego en ello, lo que recordaría sería su cuello largo, esbelto, aunque no sabría bien por qué. Llevaba algo en tonos vivos, rojos tal vez, y por contraste aquel cuello blanco destacaba aún más, una vena palpitando delicadamente en su base. No dejaba de rozárselo con un dedo de uña escarlata. Sonreía mucho. Y en su mirada la alegría era sincera, por lo que se veía más joven que el día de su boda, celebrada hacía apenas unas semanas.

– Es una gran suerte tenerte de nuevo entre nosotros. ¿Verdad, cariño? Sano y salvo. Bien -soltó una carcajada y miró a su hija con expresión algo más frágil-, casi sano y salvo.

– ¿Cómo estás, Lydia? -le preguntó Theo.

– Ahora estoy bien.

– Me alegro por ti, jovencita.

– Vamos, cielo, no seas tan maleducada. Dale las gracias al señor Willoughby.

– Gracias, señor Willoughby, por acudir en mi rescate.

– Bah, ¿qué clase de agradecimiento es ése? Él se merece mucho más. Arriesgó su vida.

Lydia se estremeció. Esbozó una sonrisa y algo pareció abrirse en ella, recobrar por un instante su pasión juvenil. Le tendió la mano.

– Le estoy muy agradecida, señor Willoughby. De veras.

– Deberías estarle agradecida a tu oso ruso. Él fue quien hizo el trabajo sucio.

– Liev -dijo ella.

Alzó el vaso de zumo de lima que sostenía en una mano y se volvió hacia donde Liev Popkov se encontraba, desparramado en un sillón. Con su ojo bueno, observaba las profundidades de una copa de vodka enterrada en una de sus grandes manazas, pero al ver que ella lo miraba meneó los rizos negros y le mostró los dientes, como si estuviera listo para morder a alguien. Valentina le dedicó una mirada de advertencia y le gruñó algo en ruso.

– ¿Y Chang An Lo? -preguntó Theo.

– Está en la cárcel.

– Lo siento mucho, Lydia.

– Yo también.

La joven se acercó al ruso corpulento y permaneció a su lado, de pie, con la rodilla a apenas un centímetro de su codo, mirando una vez más por la ventana. Ninguno de los dos hablaba, pero Theo sentía la conexión que existía entre los dos. Curioso. Y también notaba que a Valentina aquella camaradería no le gustaba nada. Parecía evidente que invitar a Liev Popkov no había sido buena idea. La madre de Lydia dio unos pasos en dirección a la botella de vodka.

– Por lo que se ve, las noticias sobre Chan no son buenas -comentó Theo en voz baja a Alfred, que llevaba un traje gris marengo muy elegante. Valentina había obrado milagros con su amigo.

– Me temo que no.

– ¿Ejecución?

– Parece inevitable. Y puede producirse en cualquier momento.

– Pobre Lydia.

Alfred extrajo del bolsillo un gran pañuelo blanco y se secó la boca, como si quisiera borrar sus palabras.

– Tal vez a la larga sea lo mejor. -Meneó la cabeza, descontento-. Ojalá encontrara un novio inglés, un buen muchacho, en esa escuela tuya.

– ¿Por qué estás tan serio, ángel mío? -intervino Valentina, soltando una carcajada. Había regresado a su lado, y le había rodeado la cintura con un brazo. A Theo le divertía que su amigo se viera tan contento, y a la vez tan avergonzado, con las muestras de afecto de Valentina. Pero después, aquella mirada de Alfred, tan llena de amor, aquella sonrisa tímida, le perseguiría.

En su mente, la hora que había seguido aparecía borrosa. Sabía por qué. Era por el impacto ante lo que se había producido. El impacto actuaba como un vaso de agua vertido sobre una hoja escrita, que emborronaba las palabras y las hacía derramarse unas sobre otras como lágrimas. De modo que no estaba seguro de cómo había llegado a verse caminando hasta la salida detrás de Valentina. Tenía algo que ver con unos cigarrillos. Sí, eso era.

– Oh, maldita sea -había exclamado ella-. Se me han terminado los cigarrillos.

– Tome, pruebe uno de los míos -le ofreció Theo.

– Oh, no, no, huelen a rayos.

De modo que se ofreció a llevarla en coche hasta la tienda en la que vendían su apestoso tabaco ruso, y ella se mostró encantada. Se había acercado a su hija, le había dicho algo al oído mientras le acariciaba el pelo; sin duda le había explicado por qué iba a ausentarse. Lydia asintió, pero puso mala cara. No estaba contenta. En la calle, él abrió la puerta del pasajero para que Valentina entrara en el coche. Hasta ahí lo recordaba. Y el beso. Los labios suaves sobre su mejilla, y su perfume, el roce ligero de aquella mano sobre su pecho. Aquella mujer estaba tan contenta, tan llena de vida, que contagiaba su alegría. Se le escapaba a borbotones. Su hija estaba a salvo tanto de Po Chu como de Chang An Lo, y Alfred comía de la palma de su mano. ¿Qué más podía querer?

Mientras montaba en el coche, Theo vio dos cosas que lo sorprendieron. Una, que Lydia se encontraba ante la puerta de la casa. No entendía por qué había salido a verles partir. La otra, a la mujer china, la que le había endosado el gato en el junco y llevaba dos días a la puerta de su casa. ¿Qué diablos estaba haciendo ella allí? Aquella loca plantó su cuerpo rechoncho frente al automóvil. Él hizo sonar la bocina. El rostro de la china, sus ojos pequeños, compusieron un gesto de odio, y escupió a la ventanilla.

– Ah, esta ciudad loca está llena de criaturas desquiciadas -se quejó Valentina, que con todo no pareció alarmarse. Nada podía socavar su buen humor.

– Me libraré de ella.

Theo salió del coche, y fue entonces cuando todo se estropeó.

La mujer echó el brazo hacia atrás y arrojó algo bajo el coche. Theo la persiguió, pero ella ya corría por el camino de entrada a asombrosa velocidad. Él apresuró el paso, y ya había llegado a la verja cuando el mundo se partió por la mitad. No hallaba otra explicación. El ruido fue como el rugido de un diablo. Cayó al suelo, y sintió que, en contacto con él, se le partía la muñeca. Parecieron estallarle los oídos. No oía nada.

Se arrastró sobre el asfalto y miró tras él. El Morris Cowley ya no estaba. En su lugar había un cráter, y unos grotescos amasijos de metal. Tras él, el Armstrong Siddeley de Alfred se veía aplastado por delante, como si le hubieran dado una patada en el morro. Cristales rotos caían por los aires como cuchillas afiladas. A unos diez metros, sobre el césped calcinado, yacía el cuerpo mutilado de Valentina. Convertido en carne viva. Lydia se arrodillaba a su lado, la boca abierta, emitiendo un grito estridente que Theo no oía, meciendo entre sus manos el rostro desfigurado de su madre.

Fue entonces cuando el impacto mezcló las imágenes en su mente y las hizo descender en espiral por una fosa oscura y fría.

Capítulo 62

El funeral fue espantoso. Theo estuvo a punto de no asistir, pero sabía que debía enfrentarse a la realidad. Podría haber usado las heridas como excusa. No eran profundas, pero sí aparatosas. Cortes y moratones en el rostro, una muñeca rota y escayolada. Le faltaba un pedazo de oreja. Pero fue. De no haber sido por él, no habría habido necesidad de funeral, y tendría que aprender a vivir con ese hecho. Sinceramente, no comprendía que Alfred y la muchacha rusa no lo echaran de la iglesia. Pero no lo echaron. Los dos iban vestidos de negro riguroso. Y sus rostros habían adquirido una tonalidad grisácea, como la tierra que pronto engulliría a Valentina. Theo se sentó en el último banco, junto a Li Mei, que lo observaba todo con mirada curiosa, y llevaba la flor blanca del duelo en el pelo.

– Queridos amigos, demos las gracias por la vida de Valentina Parker, que fue una gran dicha para todos nosotros. -De pie, en el pulpito, con una amplia sonrisa, se encontraba el viejo misionero, el que había oficiado la boda, con el pelo más blanco que el de Abraham-. Fue una de las estrellas brillantes del Señor, de las que resplandecen en el mundo. Y Él le concedió el don de la música para que nos deleitara.

Theo no se sentía capaz de escuchar. Las iglesias le desagradaban. No le gustaba la intimidación tan magistralmente tejida sobre su imponente arquitectura, pensada para que uno no se sintiera más que un insignificante pecador. Pero si Valentina era, en efecto, una de las luces brillantes de ese Dios poderosísimo, ¿por qué la había apagado con semejante brutalidad? ¿Por qué había hecho que Alfred, que era uno de los siervos más devotos de ese Dios, sufriera esa agonía? Todo aquello convertía en absurdo el concepto de un Dios amoroso. No, los chinos lo entendían mejor. Las cosas malas suceden porque los espíritus se enfadan. Tenía sentido. Había que aplacarlos, y era por ello por lo que Theo había decidido seguir el consejo de Chang y había erigido un altar en su casa, para honrar a los espíritus de su padre, su madre y su hermano. No pensaba darles ninguna excusa para que lastimaran a Li Mei como habían hecho con Valentina. Estaban en China, y allí regían otras reglas.

La mujer china del barco, con su granada de mano, lo sabía bien. Lo culpaba a él de la ejecución de su esposo y del suicidio de su hija en el lecho de Feng Tu Hong, y terminó inmolándose ella misma con una segunda granada. Pero ello no implicaba que hubiera dejado de ser una amenaza. Theo había arrancado a Li Mei la promesa de que se dirigiría a Yeewai, el gato, con gran amabilidad. Por si acaso. Los espíritus eran impredecibles.

Cuando la congregación se puso en pie para cantar «Adelante, soldados cristianos», Theo siguió sentado, con los ojos cerrados, agarrando con fuerza la mano de Li Mei.

La recepción que siguió al funeral fue peor. Pero a Theo le alegró ver a Polly invariablemente plantada junto a Lydia, cuidando de su amiga, protegiéndola de quienes iban a darle el pésame. Alfred, por su parte, se mostraba demasiado entero, y verlo rompía el corazón.

– Si puedo ayudarte en algo, Alfred…

– Gracias, Theo, pero no.

– ¿Cenamos juntos alguna noche?

– Te lo agradezco. Todavía no. Tal vez más adelante.

– Por supuesto.

– Theo.

– ¿Sí?

– Estoy pensando en solicitar un traslado. No puedo quedarme aquí. Ya no.

– Comprensible, amigo. ¿Adónde te gustaría ir?

– A casa.

– ¿A Inglaterra?

– Sí. No estoy hecho para estos lugares paganos.

– Te echaré de menos. Y nuestras partidas de ajedrez.

– Debes venir a visitarme.

– ¿Y la muchacha? ¿Qué piensas hacer con Lydia?

– La llevaré conmigo. A Inglaterra. Le proporcionaré una buena educación. Eso es lo que quería Valentina.

– No es poca responsabilidad. No olvides que no sabe nada de Inglaterra. Y no puede decirse que sea una joven… dócil precisamente. No sé si encajaría allí.

Alfred se quitó las gafas y se las limpió con esmero.

– Ahora es mi hija.

Theo no estaba seguro de que Lydia lo viera del mismo modo.

– Lo siento, Alfred -dijo, incómodo-. No imaginas lo mal que me siento, sé bien que esa granada iba dirigida a mí, y no a Valentina.

Alfred frunció el entrecejo.

– No es culpa tuya, Theo, no te culpes. Es este maldito país.

Pero Theo sí se culpaba. No podía evitarlo. Decidió regresar a casa a pie, en lugar de montarse en uno de los rickshaws que atestaban las calles, por más que éste le habría aliviado el dolor de piernas. Pero necesitaba andar. Debía despejarse con una caminata. Arrancar el diablo de la culpabilidad que se alojaba en su alma.

No le cabía duda de que regresaría una y otra vez en los años venideros, y que tendría que hacerle sitio en su corazón. Pero los momentos en que su mente pensaba con mayor claridad sabía que Alfred tenía razón. Era el país. China contaba con una historia de miles de años de violencia, e incluso ahora, su exquisita belleza se veía pisoteada por la estampida de quienes codiciaban el poder. Ellos lo llamaban justicia. Una lucha por la igualdad y el salario digno. Pero en realidad era un nombre nuevo para el mismo yugo alrededor del cuello del pueblo chino. El pueblo chino se merecía algo mejor. ¿Qué clase de sistema de justicia era ese que otorgaba la libertad a cambio del cuerpo de una hija joven? ¿O que vendía a los niños para convertirlos en esclavos?

– Wilbee, acabarás con el otro brazo escayolado si no vas con más cuidado.

Theo se apartó de la calle, donde una sucesión de ruedas pasaba a toda velocidad, un río sin fin de coches y bicicletas, de rickshaws y carretillas. Incluso un joven que iba montado sobre una motocicleta hizo sonar la bocina para que se apartara.

– Buenos días tengas, Feng Tu Hong.

El Rolls-Royce negro susurraba junto a la acera, con la ventanilla bajada, pero el hombre que iba montado en su interior no era el mismo que irradiaba fuerza y poder hacía apenas unos días. Una mirada a sus ojos bastó a Theo para ver el desconcierto de un hombre que ha perdido a su hijo. Llevaba una cinta blanca en la cabeza.

– Te estaba buscando, Willbee. Por favor, hazme el honor de compartir un momento conmigo. Un breve trayecto en mi modesto vehículo tal vez te ayude a aligerar la carga de las heridas que sufres.

– Gracias, Feng, acepto.

Avanzaron en silencio, al principio, los dos demasiado inmersos en sus propios pensamientos como para hallar las palabras que sirvieran de puente entre ellos. Las calles estaban llenas de gente que, bajo el sol brillante del invierno, iba y venía, pero el coche atraía la atención allá por donde pasaba, y varios chinos inclinaron la cabeza en señal de respeto. Feng no se percató de ello siquiera.

– Feng, te acompaño en el sentimiento por tu pérdida. Siento no haber podido ser de ayuda, pero la granja ya estaba vacía cuando llegué.

– Eso me dijeron.

– Tu hija también envía el pésame a su padre.

– Una hija que cumpliera con su deber estaría junto a mí.

– Un padre que cumpliera con su deber no amenazaría a su hija tan salvajemente.

Feng no quiso mirar a Theo, y mantuvo la mirada perdida en su mundo negro, aunque aspiró hondo para controlar la cólera. A Theo se le ocurrió entonces que ese hombre quería algo. Y no era difícil adivinar de qué se trataba.

– Feng Tu Hong, entre tú y yo existe una historia de desencuentros, y me entristece que no podamos aparcar nuestras diferencias por causa de tu hija, a la que los dos amamos. En un momento como éste, en el que sientes una pena desgarradora por la pérdida de tu segundo hijo… -hizo una pausa- te invito a mi casa. -Volvió a oír que el hombre tomaba aire sonoramente-. Tu hija te servirá el té gustosamente, aunque lo que podemos ofrecerte en casa es escaso comparado con las exquisiteces de tu mesa. Pero, en este momento de tristeza, Feng, no debemos elevar la voz.

Feng se volvió hacia él despacio, el cuello grueso agarrotado, a la defensiva.

– Te lo agradezco, Willbee. Mi corazón se complacerá si logro posar mis ojos una vez más en mi hija. Es la única que me queda, y no deseo causarle ninguna molestia.

– En ese caso, seas bienvenido.

Feng se echó hacia delante, deslizó el cristal que separaba el asiento trasero del delantero y dio las instrucciones oportunas al chófer. Cuando volvió a cerrarlo, se agitó, incómodo, en el asiento de piel, y carraspeó, preparándose para lo que tenía que decir.

Theo aguardaba, cauteloso.

– Tiyo Willbee, yo no tengo ningún hijo varón.

Theo asintió, pero permaneció en silencio.

– Necesito un nieto.

Theo sonrió. De modo que era eso. El viejo diablo le estaba implorando. Eso lo cambiaba todo. Ahora Li Mei ostentaba el poder.

– Vamos -le dijo Theo, cortésmente, cuando el coche entró en el patio de la Academia Willoughby -. Entra a tomar el té con nosotros.

Era un principio.

Capítulo 63

– ¡Lydia!

Lydia se encontraba en su dormitorio. Llevaba tantas horas con la mirada perdida en la oscuridad y la lluvia, en un abismo de soledad, que su pensamiento había huido del presente, y la había llevado hasta el día en que su madre había aparecido en la buhardilla con una barra pequeña de algo que había llamado pan de malta en una mano, y una barra de mantequilla en la otra. A Lydia le entusiasmó tanto el olor nuevo y raro, la textura blanda de aquella masa cocida que no se parecía nada al pan, que se subió a una silla para ver a Valentina untar una gran cantidad de mantequilla en ese pan. Acto seguido, su madre le había ido metiendo, una a una, en la boca, las rebanadas cuajadas de frutas, como si fuera una cría de pájaro. Y se habían reído tanto que se les habían saltado las lágrimas. Ahora, al recordar que su madre había comido muy poco, que se había limitado a lamer los restos de mantequilla del cuchillo y a poner los ojos en blanco, en señal de éxtasis, algo en su interior se desgarraba.

– ¡Lydia! ¡Ven! ¡Deprisa!

Lydia había desarrollado un gran instinto para detectar el peligro, y agarró un cepillo para usarlo como arma, antes de salir al rellano y meterse en el dormitorio de Alfred. Se detuvo. Durante un instante insoportable, la esperanza anidó en su interior. La estancia estaba llena de gente, y todos eran su madre. Alfred estaba sentado muy tieso, al borde de la cama matrimonial, con dos sobres en una mano, y la otra aferrada a las sábanas, como si tratara de mantenerse anclado en la realidad.

– ¡Lydia, mira! -le dijo, con la respiración entrecortada-. Cartas.

Pero ella no lograba apartar la vista del suelo. Había ropa de su madre por todas partes, dispuesta ordenadamente, separada por colores.

Un vestido azul marino sobre unos zapatos del mismo tono. Un dos piezas de seda color crema con una blusa beige y sandalias marrones. Medias, sombreros, guantes, e incluso joyas, colocadas como si las llevara puestas. Cuerpos vacíos. Su madre estaba allí. Pero no estaba allí. Un fular ocupaba el lugar que debería haber ocupado su rostro.

Aquello era demasiado. Y Lydia estalló en sollozos.

– ¡Lydia! -repitió Alfred, vehemente-. Lydia, nos ha escrito. -No llevaba las gafas puestas, y sin ellas su rostro se veía desnudo, vulnerable. Aunque el despertador de la mesilla marcaba las cuatro y veinte de la mañana, todavía no se había quitado el traje arrugado del día anterior, y no le habría venido mal un afeitado.

– ¿A qué te refieres?

– Las he encontrado. Debajo de su ropa interior, en ese cajón. Una para cada uno.

Soltó las sábanas y se acercó mucho los sobres a la cara.

Lydia se arrodilló frente a él, sobre la alfombra, apoyó las manos en sus rodillas y notó que estaba temblando. Alzó la vista y le miró a los ojos.

– Alfred, Alfred -murmuró. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de su padrastro, pero él era consciente de su propio llanto-. No podemos hacer que vuelva.

– Ya lo sé -sollozó él-. Pero si Dios resucitó a su hijo, ¿por qué no puedo yo recuperar a mi mujer?

Querida dochenka:

Si lees esto, significa que habré hecho lo peor que una madre puede hacerle a su hija: irse. Te he abandonado. Pero bueno, ya sabes que nunca se me ha dado muy bien hacer de madre, ¿verdad, corazón? Hoy es el día de mi boda. Te escribo esto porque me invade un horrible presentimiento, que me cubre como un sudario. El frío se apodera de mi corazón. Pero sé que te reirías de mí, que menearías tu cabecita y me dirías que es por culpa del vodka. Tal vez tengas razón. Y tal vez no.

Así que el caso es que tengo algunas cosas que contarte. Cosas importantes. Chyort! Ya me conoces, mi cielo. Yo no soy de las que cuenta las cosas. Yo soy más de las que guardan secretos. Los atesoro como si fueran piedras preciosas, y me los quedo para mí. De modo que te lo contaré todo deprisa.

En primer lugar, te quiero, mi pequeña. Te quiero más que a mi vida. De modo que, si en este momento ya me encuentro bajo tierra, fría, no me llores. Estaré contenta, porque querrá decir que tú me has sobrevivido, y eso es lo que importa. En realidad, a mí nunca se me dio demasiado bien vivir. Espero descubrir que el diablo y yo nos llevamos bien. Y, por el amor del infierno, no llores. Vas a echar a perder esos ojos preciosos que tienes.

Ahora viene la parte difícil. No sé por dónde empezar, de modo que lo escupiré de golpe.

Tu padre, Jens Friis. Está vivo. Ya está. Ya lo he dicho.

Vive en una de esas horribles cárceles de trabajos forzados de Stalin, en algún confín desamparado de Rusia. Lleva ahí diez años. ¿Te lo imaginas? ¿Cómo lo sé? Por Liev Popkov. Vino y me lo dijo el día que tú llegaste a casa y nos encontraste juntos en nuestra miserable buhardilla. Precisamente el día en que acepté la propuesta de matrimonio de Alfred. ¿Irónico? ¡Ja! Habría querido morirme, Lydia, morirme de pena. Pero ¿en qué podría ayudarte tu padre, encerrado en medio de las estepas heladas de Siberia? Seguramente morirá pronto. En esos bárbaros campos de muerte, la gente no vive mucho tiempo.

De modo que te he proporcionado un padre nuevo. ¿Es eso algo tan malo? Te he proporcionado uno que pueda cuidar de ti como Dios manda. Y de mí. No te olvides de mí. Estaba cansada de sentirme… vacía. Delgada y vacía. Quiero tantas cosas para ti…

Ya está. Ya lo he dicho. No te enfades conmigo por no habértelo dicho antes.

Y ahora, un secreto que jamás pensé que te revelaría. Las palabras se me pegan a la garganta. Incluso ahora preferiría llevármelo conmigo a la tumba. ¿Debo hacerlo?

Está bien, cielo, está bien. Me parece oírte gritarme al oído a través de los gusanos. Quieres la verdad. Está bien, te la contaré, gatita de callejón, aunque no va a hacerte ningún bien.

Siempre te dije que cuando conocí a tu padre, me pareció un glorioso guerrero vikingo, que su corazón latía con tal fuerza que lo oía desde el otro lado del salón, donde yo tocaba el piano para el zar Nicolás. Que era diez años mayor que yo, pero que en ese mismo lugar, en ese mismo instante, yo juré que me casaría con aquel dios nórdico. Tardé tres años, pero lo logré. Con todo, en la vida nada es sencillo, y mientras yo era demasiado joven y tonta para que él se fijara en mí, él se dedicaba a flirtear en la corte del zar, en el palacio Alexander de Tsarkoe Selo. Y aquí llega la picadura del escorpión: tu padre tuvo una aventura. Oh, sí, mi dios vikingo era humano, en el fondo. Y la aventura fue con esa perra rusa, la condesa Natalia Serova, que quedó embarazada de él.

Sí. Alexei Serov es tu hermano de padre.

¿Satisfecha?

Incluso en este momento lloro si lo pienso, y las lágrimas me nublan su nombre. Y la condesa tuvo el buen juicio de abandonar Rusia antes de que la tormenta roja se abatiera sobre nosotros, por lo que pudo llevarse a su hijo, el dinero y las joyas. Y dejó que su pobre y cornudo esposo, el conde Serov, muriera bajo la espada bolchevique.

Ahora ya lo sabes. Por eso no quería que ese bastardo de ojos verdes entrara en mi casa. Tiene los mismos ojos que tu padre.

Ya está, dochenka, ya me he confesado. Haz lo que mejor te parezca con mis secretos. Te suplico que los olvides. Que te olvides de Rusia y de los rusos. Conviértete en la hija de mi querido Alfred, en una señorita inglesa digna de tal nombre. Es tu única oportunidad de progresar. De modo que adiós, mi querida hija. Recuerda mis deseos: una educación inglesa, una profesión propia. No dependas nunca de un hombre.

Y no me olvides.

Bah, al infierno con esta locura. Me niego a morirme aún, de modo que esta carta envejecerá y se pondrá amarilla, metida entre mi mejor ropa interior francesa. Nunca lo sabrás.

Deseo besarte, mi cielo.

Mucho amor de tu madre

«Mamá. Mamá. Mamá.»

Un torrente de emociones confluía en ella. Se encerró en su dormitorio, y temblaba tanto que el papel se agitaba en sus manos. No era capaz de reprimir las emociones, la alegría.

«Papá está vivo. Papá está vivo. Y tengo un hermano. Aquí mismo, en Junchow. Alexei. Oh, mamá. Qué enfadada estoy. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no hemos podido compartir esto?»

Pero sabía bien por qué. De ese modo, su madre creía que la protegía. Tenía muy desarrollado el instinto de supervivencia.

«Mamá. Sé que crees que soy testaruda y caprichosa. Pero te habría escuchado. De veras. Deberías haber confiado en mí. Juntas habríamos…»

De la nada se le apareció una imagen de su padre, que se alzó en su interior hasta ocupar la totalidad de su cerebro. Ya no era alto, sino encorvado, flaco, de pelo cano. Llevaba grilletes en los pies, unos pies cuajados de llagas purulentas. La imagen del vikingo que siempre creyó que la llevaba sin esfuerzo sobre sus hombros anchos había desaparecido. Pero, justo antes de que se le cerraran los párpados, Jens Friis la miró a los ojos y sonrió. Era la vieja sonrisa, la que recordaba, la única parte de él que seguía llevando en su interior.

– ¡Papá! -gritó.

A las siete de la mañana ya tenía erigido el altar. Un altar grande. En el salón. Alfred, sentado, observaba en silencio absoluto mientras ella retiraba todo lo que cubría la cómoda de nogal y la cubría con los fulares granates y dorados y ocres de su madre. En ambos extremos colocó velas que encontró en el comedor. En el centro, en el lugar de honor, dispuso un retrato de Valentina en el que aparecía riendo, con la cabeza ladeada y una sombrilla de papel encerado que usaba para protegerse del sol. Una instantánea feliz de su luna de miel. Se veía preciosa, dispuesta a hechizar a los mismísimos dioses.

A continuación colocó sus posesiones. Lydia pensó en lo que Valentina necesitaría, y fue situando los artículos alrededor de la fotografía: cepillo y espejo, lápiz de labios, base de maquillaje y esmalte de uñas, el bolso de piel de serpiente lleno de dinero que había sacado de la billetera de Alfred. El joyero, un elemento imprescindible. Y, delante mismo, para que le fuera fácil acceder a él, un vaso de cristal lleno hasta el borde de vodka ruso.

Más. Necesitaba más.

A la derecha, un montón de partituras musicales, y a la izquierda un libro para que leyera sobre la aventura entre Chopin y George Sand, así como una baraja de cartas, por si se aburría. Un cuenco con frutas. Un plato con mazapanes. ¿Qué más?

Trajo una fuente honda de latón y la dejó también sobre la cómoda. Fue llenándola de dibujos de una casa, un gran piano, un pasaporte, un coche, ropas y flores.

Encendió una cerilla y la arrojó sobre el papel. Las llamas ascendieron hacia su madre, y las alimentó con cigarrillos, que fue echando uno por uno. El olor era repugnante. Cuando todo se consumió y el humo se hubo disipado, Lydia esparció el perfume de su madre por el altar, presionando una y otra vez el rociador hasta que el frasco estuvo vacío.

Fue entonces cuando Alfred se levantó de la butaca desde la que lo había contemplado todo en silencio, y muy suavemente, como si no quisiera molestar a su esposa, dejó el anillo de boda junto al retrato sonriente de Valentina.

– Vaya, vaya, pero si es Lydia, la pequeña dyevochka que no habla su propia lengua.

– Condesa Serova, vashye visochyestvo, mozhno mnye pogo-voryit Alexeiyemf. Me gustaría hablar con Alexei.

– De modo que al fin estás aprendiendo. Bien. Pero no, no puedes entrar, es demasiado temprano para recibir visitas.

– Es importante.

– Vuelve más tarde.

– Debo verle.

– No seas insolente, niña. Todavía no hemos desayunado.

– Escúcheme. Mi padre está vivo.

– Vete. Yidi! ¡Vete de inmediato, niña!

– Nyet.

– No. La respuesta sigue siendo no. ¿Cuántas veces debo repetírtelo?

– Alexei. Ahora se lo pido… te lo pido como hermana.

– Esto es injusto, Lydia.

– ¿Desde cuándo ha sido justa la vida?

Paseaban por Victoria Park, con las cabezas agazapadas para protegerse del viento que descendía aullando desde los eriales de Siberia y silbaba entre los árboles. Aún no nevaba, pero Lydia ya sentía las dentelladas del frío. En el parque no había nadie más.

– Esto es demasiado.

– No, Alexei. Es una gran sorpresa. Pero debes respetar a tu madre la condesa por admitir la verdad, aunque le haya dolido tanto hacerlo.

– ¿Dolido?

– Está bien, dolido no es la palabra. Para ella ha sido como comerse una alambrada. Pero lo ha hecho. Es valiente.

– Un bastardo danés, eso es lo que soy. Nyezakonniy sin. -Aceleró el paso, abandonó el sendero, haciendo caso omiso de los carteles que prohibían pisar la hierba, y se dirigió a la fuente.

Lydia le dio tiempo. Su orgullo estaba hecho añicos, y ella había aprendido de Chang la importancia del orgullo de un hombre. Siguió caminando despacio por el sendero de gravilla, siguiendo su recorrido, más largo, hasta el estanque ornamental en el que vivía una carpa japonesa, y donde se alzaba la fuente del dragón.

Hoy el agua se veía inmóvil, y en sus bordes empezaba a convertirse en hielo. Alexei estaba de pie, apoyado en la barandilla, observando los perfiles plateados y dorados que se movían veloces, como espíritus, bajo el agua. En su inmovilidad, y en su abrigo negro, largo, también él parecía una estatua.

– Hijo de Jens Friis -dijo ella en voz baja-. No un bastardo danés.

– ¿Y quién era exactamente ese padre nuestro? -preguntó, sin apartar la vista del pez.

– Era ingeniero. Muy brillante. Original creador de nuevos planes. El zar Nicolás y la zarina lo adoraban, y recurrieron a sus proyectos para modernizar el sistema de aguas de San Petersburgo. -Hizo una pausa-. También tocaba el violín. Pero no demasiado bien.

Alexei se volvió para mirarla.

– ¿Tú lo recuerdas?

– Sólo un poco. Recuerdo cómo sonaba su risa cuando me lanzaba por los aires, y el tacto de sus manos grandes cuando me recogía. Yo sabía que con aquellas manos no me soltaría nunca. -Cerró los ojos para recordar mejor-. Y su sonrisa. Su sonrisa era mi mundo.

– Siento lo de tu madre.

Aquello la pilló desprevenida, y durante un segundo temió volver a vomitarle en la pechera. Abrió mucho los ojos y frunció el ceño.

– Concentrémonos en nuestro padre.

Alexei asintió, y hubo algo en aquellos ojos que desencadenó en ella un recuerdo dormido hacía mucho tiempo, el recuerdo de otros ojos, muy serios, verdes, que miraban los suyos, y de una voz profunda que le hablaba bajito al oído y le decía que no debía hacer ningún ruido, que debía agarrarle la mano con fuerza. Bordeó todo el lago sin soltar la barandilla, y regresó de nuevo junto a Alexei, que seguía de pie, muy rígido, con las manos en los bolsillos. Le había dado tiempo. Un tiempo más que suficiente. Pasaban los minutos.

– Alexei. -Él se volvió para mirarla. Ella clavó los ojos en los suyos y trató de saber qué clase de hombre era ese arrogante hermano suyo-. Ayúdame.

– Lydia, no sabes qué es lo que me estás pidiendo.

– Sí lo sé.

– Si te ayudo, perderé mi trabajo, ¿te das cuenta? Y el Kuomintang no suele ser muy amable con los traidores.

– ¿Por qué lo haces? ¿Por qué trabajas para ellos?

– Porque odio a los comunistas y todo lo que representan. Lo reducen todo al nivel más bajo, destruyen todo lo que es hermoso y creativo en la humanidad y mutilan la mente del individuo. Fíjate en la devastación de Rusia. De modo que no, no siento el menor deseo de salvarle la vida a un comunista, por más que sea amigo tuyo. Hago todo lo que está en mi mano para ayudar a Chiang Kai-Chek a librar a este país asombroso de su maldición, y a crear un gobierno bueno y fuerte. Y seguiré haciéndolo.

– Te equivocas, Alexei.

Él se encogió de hombros.

– Creo que debemos estar de acuerdo en que diferimos en este punto.

Lo dijo con su antiguo tono de voz seco, expeditivo. Era de los que se recuperaban rápido. Ella supo que lo había perdido. Un entumecimiento, un gran frío, se apoderó de su pecho, y le costaba respirar. Pensó en Chang An Lo, pero ya sólo sentía el frágil latido de un corazón. El resto era más negro que la barba de Liev Popkov.

Con prisa repentina, se puso de puntillas y agarró a Alexei por el hombro, para que se volviera y le mirara a la cara. Lo tomó de las manos, y las apretó con fuerza.

– Alexei Serov Friis -dijo con vehemencia-. Soy tu hermana, Lydia Ivanova Friis. No puedes negármelo.

Capítulo 64

Lydia esperó en el cobertizo todo el día, envuelta en su edredón. Alfred había acudido a su despacho, en la redacción del periódico, y a ella le admiraba que siguiera actuando como si la tierra no se hubiera abierto bajo sus pies y la vida no se le hubiera ido al infierno. Con todo, al mismo tiempo, una parte de ella deseaba verlo gritar. Gritar su ira. Lamentarse por las calles vestido con tela de saco, cubierto de cenizas, mostrarle al mundo que la vida sin Valentina le resultaba insoportable. Pero no. Él era inglés. Los ingleses no creían en telas de saco ni en cenizas. Un traje negro. Una banda negra en el brazo. Eso bastaba.

Lydia había optado por ponerse uno de los vestidos blancos de su madre. Era liso y se abotonaba por delante, hasta el cuello, grande y de encaje del mismo color. Sabía que no le quedaba bien, pero no le importaba; aliviaba una pequeña porción de su dolor.

Mientras seguía sentada en el cobertizo se obligó a estudiar las manchas de sangre seca que salpicaban las paredes de madera y el suelo, y aunque pensó que podía limpiarlas, finalmente decidió que no lo haría. Eso sería como eliminar a Sun Yat-sen, y no estaba dispuesta a consentirlo. Pero sí tendió en el suelo las mismas mantas que había tendido antes, y se sentó sobre ellas, contemplando la luz del sol sobre su cabeza. Aunque las horas pasaban, lentas, y no sucedía nada, aunque la luz menguaba, ella seguía pronunciando su nombre en voz baja.

– Chang An Lo. Chang An Lo. Chang An Lo.

Si se hubiera interrumpido, algo en ella habría muerto. Así de sencillo.

Empezó a erizársele el vello de los brazos, y supo que él se acercaba. Sobre ella, la luz del día había dejado paso a una oscuridad de tumba, y a su lado una vela ardía con llama parpadeante, que proyectaba sombras móviles en la pared.

Se dijo que era el viento, que se colaba por las rendijas y bajo la puerta. Habría querido creerlo. Pero oía sus respiraciones. Los espíritus.

Congregándose.

Estaba ahí. En el quicio de la puerta. El pelo negro alborotado por el viento, con aspecto indómito, la manta verde, sucia, sobre los hombros, en lugar de abrigo. Sus ojos llenos de deseo por ella.

– Chang An Lo -susurró ella, y se arrojó a sus brazos.

Él se echó a reír, cerró la puerta de una patada y la llevó hasta las mantas. No necesitaron palabras, ni preguntarse cómo, cuándo, o qué habría sucedido si… Sólo se necesitaban el uno al otro. Sus cuerpos tan hambrientos que les dolía. Los labios se saborearon de nuevo, buscando los recodos y los lugares dulces que hacían brotar gemidos de placer de sus gargantas, mientas sus miembros se entrelazaban.

Las manos de Lydia resucitaban a medida que recorría una vez más el cuerpo flaco de Chang An Lo, y se deleitaba en las largas líneas de los muslos, en las anchas planicies de su pecho. Con las yemas de los dedos reseguía las cicatrices conocidas, así como los nuevos moratones que hacían que se le encogiera el estómago y que de su boca salieran maldiciones dedicadas a Po Chu y al Kuomintang.

Unas maldiciones tan vehementes que Chang se echó a reír. Hasta que le vio los senos. Entonces fue él quien habló, con palabras ininteligibles para ella, pronunciadas en un mandarín áspero, y tras la furia de sus ojos negros había algo duro y vengativo, algo que antes no existía.

– Lamento que dispararas a Po Chu en la cara, Lydia -dijo al fin, cubriéndole el seno con la mano con gesto protector.

– ¿Por qué? Ese cabrón se lo merecía. Que se pudra en el infierno.

– Porque me habría encantado hacerlo a mí -respondió él airado-. Pero sólo después de arrancarle sus pelotas estériles y metérselas en su boca de lombriz.

Ella le besó el pecho, sintió que el corazón le latía con fuerza bajo sus labios. Le pasó la mano por los prominentes huesos de las caderas, y descendió por la mata negra y espesa del vello púbico. Él bajó la cabeza y con la lengua trazó una línea en su vientre pálido, hasta llegar al recodo en el que se unía a la piel blanquísima del muslo. El cuerpo de Lydia se arqueó contra el suyo cuando él la acarició y la acunó, la rozó y le hizo cosquillas, y así, cuando al fin penetró en ella, el fuego que los abrasaba los fundió en un solo cuerpo. Una unidad perfecta. Dos mitades fundidas en una. Permanecieron juntos, tendidos, largo rato después, el calor de su aliento acariciando la piel desnuda del otro, los latidos del corazón adaptándose al ritmo del otro.

– Lydia.

Ella sonrió. Oír su voz pronunciando su nombre era una alegría inmensa. Pero, a la vez, en su pecho empezaba a anidar un dolor intenso. Se acurrucó contra la curva de su brazo, apoyó la cabeza en su clavícula y entrelazó una pierna con la de Chang. Aspiraba su aliento, se empapaba de su olor, y así se mantuvo, con los ojos cerrados, un largo minuto, grabando para siempre el instante en su cerebro.

Abrió los ojos.

– Ya lo sé, mi amor. Ya sé qué es lo que tienes que decirme.

– Debo irme de Junchow.

– Sí.

La abrazó con fuerza, y un escalofrío recorrió sus venas.

– Y debo dejarte aquí, luz de mi alma. Dejarte a salvo.

– Lo sé.

Chang le besó la frente, y sus labios se demoraron en su piel.

– No puedo llevarte conmigo, mi amor.

– Lo sé. -A Lydia se le formó un nudo en la garganta, y el dolor en el pecho le dolía más que una herida de puñal-. Cuando me capturó esa rata de Po Chu, lo comprendí. Aquellos hombres no serían distintos de los combatientes comunistas del campamento. Para ellos, yo siempre sería un forastero, un recordatorio venenoso de todo lo que luchaban por derrotar. Y mientras estuviera a tu lado, tú estarías en peligro. Y eso no podía soportarlo. El enemigo me usaría a mí para mutilarte a ti.

Él le acarició el rostro, sellándole los labios con los dedos, tiernamente.

Pero ella se obligó a seguir.

– Para ti yo sería peor que unas cadenas. De modo que sé bien que debes partir tú solo.

– Lo único que tú me encadenas es el corazón. Y juro que regresaré a por ti.

Los ojos le brillaban a la luz de la vela. Sin fiebre. Ella vio en ellos la verdad de la promesa que acababa de pronunciar, pero también la impaciencia por lo que se extendía ante él, y el puñal que seguía clavado en su pecho se hundió en él un poco más.

– Más te vale -replicó ella riendo. Echó la cabeza hacia atrás y le mostró los dientes-. O seré yo la que atacaré las montañas para atraparte.

Chang le besó el cuello.

– Tanto los comunistas como el Kuomintang huirían despavoridos al verte aparecer, con tu espíritu de zorro.

– Te he preparado un paquete. -Señaló una bolsa de cuero con hebilla y cinta larga colocada sobre unos sacos, junto a la pared-. Es ropa y comida. También hay algo de dinero.

– ¿Y un puñal?

– Claro. Y de los buenos.

Chang asintió, satisfecho.

– Gracias, amor mío. ¿Tu padre se ha vuelto más generoso?

– Mi padre… -dijo con voz áspera. Tragó saliva y prosiguió-. Mi padrastro tiene otras cosas en la cabeza.

Fue entonces cuando se lo contó. Lo de su madre. Lo de la carta. Lo de Alexei Serov. Él la abrazó con fuerza, y ella derramó lágrimas por primera vez desde la muerte de su madre. Un nudo tenso, sólido, se soltó dentro de ella.

– ¿Volverán a por ti las tropas del Kuomintang? -le preguntó al fin.

– Como lobos que olisquean la sangre recién derramada -respondió él.

– ¿Y Alexei?

– Cuando descubran que ha dado orden de que me liberen, los rusos tendrán que responder ante ellos.

Lydia asintió.

Durante un momento, la mirada de Chang se clavó en la suya, en silencio, y entonces abrió mucho los ojos. Con un movimiento fluido se apoyó en el codo y, sujetándole la barbilla con la mano, le zarandeó la cabeza suavemente. Lydia se dio cuenta de que la herida del dedo amputado estaba casi curada.

– Lo has planeado todo muy bien -dijo él-. Y, en cierto modo, así contribuyes a la causa comunista.

Ella asintió.

– El Kuomintang perderá a su asesor militar en Junchow. -Hablaba con serenidad, pero se veía muy pálido-. Y tú… no, Lydia. No. Tú te meterás en la boca del dragón.

Ella sonrió, mirándole a los ojos, negros, intensos, y con un dedo recorrió el perfil afilado de su mandíbula.

– Amor mío, de ti he aprendido a retorcer la cola del dragón.

Él le acarició el pelo, impaciente, como si al hacerlo quisiera acariciarle los pensamientos.

– Vuelves a Rusia.

– Sí.

– Será peligroso.

– Estoy bien preparada. Te lo prometo.

– Por los dioses, el tuyo va a ser un viaje más duro que el mío. Pero te juro que, en tu bolsillo, contigo, viajará mi alma.

Lydia sintió que la embargaba una gran emoción, y le besó los párpados.

– Gracias, amor mío, por comprender. Lo mismo que tú debes luchar por aquello en lo que crees, yo también tengo que hacer esto.

– Oigo tus palabras, pero el miedo me muerde los huesos.

– No temas. Los dos lo superaremos. Yo creía que la supervivencia lo era todo. Durante toda mi vida he luchado por comer y respirar en este mundo apestoso, como una gata de callejón, que era como me llamaba mi madre. Pero he aprendido. De ti. Del anodino Alfred. E incluso de la salvajada que viví en la Caja. Hay que sobrevivir por una causa.

Chang An Lo se incorporó y la rodeó con sus brazos, le besó el hombro como si quisiera devorarlo.

– Oh, mi Lydia, el viento de la vida sopla con tal fuerza en tu interior…

– Amor -prosiguió ella-. Y lealtad. Ésas son mis causas. Y merece la pena sobrevivir por ellas. Él es mi padre, Chang An Lo. Deseo saber qué razón lo ha mantenido con vida diez años en ese terrorífico campo de prisioneros ruso.

– En el corazón del hombre, el hierro proviene de su mente.

– Y en el de la mujer, también.

Chang sonrió, aunque con pesar. Alargó la mano en dirección a su ropa, hecha un ovillo en el suelo.

– Tengo algo para ti.

Sacó una bolsa de cuero y, de ella, extrajo un colgante pequeño, rosado, que le colocó en la palma de la mano.

– Se trata de un poderoso símbolo chino. Un símbolo de amor.

Ella lo estudió con detenimiento.

– Un dragón.

Su forma era exquisita. Enroscado como un gatito.

– Sí, tallado en cuarzo rosa. Llévalo siempre contigo. Te protegerá y te guardará de los malos espíritus hasta mi regreso.

– Es muy bonito. Gracias.

Le besó, y volvieron a hacer el amor, despacio, demorándose, saboreando cada caricia, cada sabor, y luego, en los momentos finales, con fiereza, convirtiéndose el uno en parte del otro. En el instante último de temblor y abandono, algo cambió en él. Ella lo notó, y a él el instinto le llevó a cubrirle la boca con la mano y a susurrarle al oído.

– Escucha.

Ella lo hizo, pero no oyó nada. Excepto el viento entre los árboles. Pero su corazón y su estómago parecían a punto de colisionar.

– Vas a necesitar ese cuchillo.

Las bisagras gimieron, y la puerta se abrió de golpe y rebotó contra la pared con estruendo. Un oficial del ejército británico irrumpió en el cobertizo húmedo, los ojos veloces, astutos. Tras él, los uniformes grises del Kuomintang acechaban como perros atados con correas.

Lydia se puso en pie de un salto, envuelta en una manta.

– ¡Salgan de aquí! ¿Cómo se atreven a entrar de este modo? Esto es propiedad privada.

– Traemos una orden judicial. -El oficial blandió un papel y se lo acercó groseramente a la cara-. No se haga la inocente, señorita. ¿Dónde está?

Varias manos rebuscaban entre las mantas, entre cajas, telarañas y latas viejas, como si su presa pudiera ocultarse en una de ellas.

Cuando apartaron los sacos de la pared trasera, el capitán chino de rostro pétreo lanzó una maldición y ordenó a sus hombres que buscaran fuera. Tras aquellos sacos se adivinaba un hueco en la pared. Alguien había serrado limpiamente unos tablones y los había arrancado. La larga espera de Lydia, aquella tarde, no había resultado del todo ociosa.

– ¿Dónde está, señorita? -reiteró el oficial inglés.

– Se ha ido -respondió. Y volvió a decirlo, esta vez en un susurro, para sus adentros-. Se ha ido.

Capítulo 65

El tiempo que siguió a esa noche fue un tiempo fragmentado para Lydia. Los días pasaban, pero no existían. En su mente se sucedían las imágenes, borrosas, sin sentido. Sólo el encuentro con Polly destacaba y llamaba su atención.

– Lydia. Lo siento. -Polly había aparecido en la puerta de su casa, con una bandeja de dulces envuelta y con un lazo de seda de color violeta-. Perdóname, Lyd. Yo sólo pretendía hacer lo que parecía mejor para ti.

Fue duro. Librarse de la ira. Pero Lydia se dijo que si las palabras de Polly no hubieran atraído a los hombres de Po Chu al cobertizo aquel día, la habrían encontrado en cualquier otro momento. En algún otro lugar. Y al fin el resultado habría sido el mismo. La Caja. El agua llenándole la garganta. Las tenazas en el pecho. Nada habría cambiado aquello.

De modo que sonrió a Polly, con la mirada fija en sus ojos azules, de expresión preocupada, y la abrazó con fuerza.

– No te preocupes, lo entiendo. De veras. Creías que de ese modo me protegías, pero las cosas no salieron bien.

– Verás, mi padre…

– Cállate, Polly. Olvídalo. No fue culpa tuya. Tu padre hace cosas que a veces no están bien.

Pero eso ya había terminado. Christopher Mason no volvería a hacer cosas que no estuvieran bien con su hija. De modo que Lydia le plantó un beso en la mejilla pálida, y le dijo que se iba de Junchow. Polly lloró, y volvieron a abrazarse, y ella le prometió que volverían a encontrarse algún día en Londres, en Trafalgar Square, entre palomas. De aquellos días, Lydia no conservaba ningún otro recuerdo claro. Hasta la mañana en que se encontraba en el andén, con Alfred, con una bolsa de naranjas en una mano y el billete a Vladivostok en la otra. Luego sí, todo se aclaraba. La imagen se volvía nítida, brillante, tanto que le dolía la mente.

El resoplido aceitoso de la locomotora de vapor la impacientaba. A su alrededor se congregaban multitudes, viajeros que se gritaban unos a otros, puertas de vagones que se cerraban. Un porteador cargaba con equipajes. Había vendedores que pasaban con sus bandejas de baos y cacahuetes recién tostados, hacían sonar sus campanillas y pregonaban sus mercancías. Y entretejidos con todo ello, como un río amarillo, avanzaban cinco monjes budistas con sus túnicas de color azafrán, murmurando oraciones y esparciendo incienso. Lydia echó una moneda en el cuenco en el que recogían las limosnas. Para congraciarse con los dioses de Chang An Lo.

– Voy a echarte de menos -le dijo a Alfred.

– Mi querida niña. ¿No puedo convencerte? ¿Ni siquiera ahora?

– No, Alfred. Pero me siento muy agradecida. De veras.

Y lo decía en serio. Alfred se había comportado de modo asombroso. Cuando se dio cuenta de que no lograría que cambiara de opinión, movió todos los hilos a su alcance para lograr que los trámites burocráticos que dependían de sir Edward Carlisle se agilizaran al máximo. Y en un breve espacio de tiempo, le consiguió un visado y un pasaporte. En ambos figuraba un apellido con el que a ella se le hacía difícil identificarse: Lydia Parker.

– Un buen pasaporte inglés -había insistido Alfred-. Con él se va a todas partes en este mundo. Te protegerá. Ya sabes, tendrás el poder del Imperio británico a la espalda.

Tenía parte de razón, no lo dudaba. Pero tenía más fe en sí misma que en su imperio, de modo que, sin que su padrastro lo supiera, llevaba otro pasaporte oculto en la falda. Un pasaporte ruso. Falsificado, claro. Y en él constaba su otro nombre, Lydia Ivanova. Por si acaso. Parte del paquete de supervivencia.

– Te enviaré un telegrama, Alfred. Te lo prometo. En cuanto pueda.

– Hazlo, mi niña. Ya sabes que estaré preocupado.

Ella le miró a la cara. No entendía cómo había llegado a apreciarlo tanto. Había perdido algunos kilos, y tenía los ojos más hundidos que antes. ¿Cómo podían haberle parecido fatuos en otro tiempo? Se acercó a él y lo abrazó.

– ¿Estás segura de que llevas dinero suficiente?

– Si llevara más guineas de oro cosidas a la ropa y encoladas en el interior de mis zapatos, al tren le haría falta otra locomotora para atravesar las montañas.

Alfred se echó a reír.

– Ya tienes la dirección de mi abogado en Londres, de modo que siempre podrás ponerte en contacto conmigo, y yo te enviaré dinero para que compres un billete del vapor a Inglaterra. Yo no me quedaré aquí mucho más tiempo. Ya no. No en China.

Ella le tomó de la mano un instante, tratando de encontrar las palabras adecuadas, sin conseguirlo.

– Sé feliz en Inglaterra -le dijo al fin, esbozando una sonrisa-. A ella le habría gustado que lo fueras.

– Lo sé. -Alfred apretó los labios. Asintió y le dio una palmadita en el brazo-. Cuídate mucho, querida niña. Y que Dios te acompañe.

– Llevo conmigo a mi oso.

Se volvió a mirar el vagón. Liev Popkov estaba sentado en él. Se acariciaba la barba con su mano inmensa, y de algún modo lograba que hasta ese simple gesto resultara amenazador. La maleta de Lydia, pequeña, de cuero, iba a su lado, en el asiento, más segura que si se hallara depositada en el Banco de Inglaterra. Ni siquiera Alfred pudo reprimir la risa al ver que dos hombres abandonaban a toda prisa el compartimento al ver el único ojo de Liev y sus piernas desplegadas, como si un búfalo acabara de bufarles en la cara.

El revisor empezó a cerrar las puertas. El olor a metal caliente impregnó las fosas nasales de Lydia, y otra vaharada de vapor se elevó por la estación, tiñéndolo todo de negro. La locomotora hizo sonar su silbato. Había llegado la hora. El corazón le latía con fuerza, pero al mismo tiempo algo se desgarraba en él, y no podía hacer nada para mantenerlo entero. Se subió al peldaño de su vagón, y fue entonces cuando se fijó en la figura alta. Bufanda de seda, pello castaño, corto, que avanzaba con paso lento por el andén, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Se acercó al vagón y se quitó el sombrero elegante, nuevo, de piel.

– ¡Alexei! -Le sonrió-. Creía que no vendrías.

– He cambiado de opinión. Este lugar ya no me gusta. Hace demasiado frío. -Se volvió para contemplar la entrada de la estación y, aunque lo hizo sin inmutarse, algo en sus ojos verdes delataba su incomodidad.

– Demasiado calor, querrás decir -objetó ella, echándose a un lado para dejarle subir.

Alexei la miró de un modo desconcertante, pero a Lydia no le importó. Su hermano estaba ahí. Le estrechó la mano a Alfred, que murmuró:

– Cuida de ella, amigo.

Alexei se montó en el vagón sin esfuerzo, y se plantó a su lado.

Las nubes, sobre sus cabezas, se mostraban caprichosas y grisáceas. Lydia tomó asiento, apoyó la cabeza en el cristal, aspiró hondo y soltó el aire despacio, tal como Chang An Lo le había enseñado a hacer, observando cómo el cristal se empañaba y le privaba de la visión del otro lado. Lo que tenía por delante le causaba terror y emoción a partes iguales. Sabía que sobreviviría. Se lo había dicho muchas veces. Eso era lo que mejor se le daba: sobrevivir. ¿No lo había demostrado ya? Pues ahora iba a tener que ayudar a sobrevivir a su padre.

Pasó la palma de la mano por la ventanilla, para desempañarla.

Porque ahora ya sabía que no se sobrevivía en soledad. Todos los que te rozaban en la vida te enviaban una onda, y todas las ondas estaban interconectadas. Ella las sentía en su interior, fluyendo, meciéndose, atrapándose unas a otras, solapándose, recorriendo el camino que las llevaba de nuevo al principio. Y en el centro de todas ellas se encontraba Chang An Lo. Se llevó la mano al dragón de cuarzo y lo apretó con fuerza. Los dos sobrevivirían, y volverían a estar juntos cuando toda aquella agitación terminara, de eso estaba segura. Miró fijamente la sucesión de colinas que se alzaban frente a ella, donde se decía que habían acampado los comunistas, como si su fuerza de voluntad bastara para mantenerlo sano y salvo. Y le envió una de sus ondas.

El tren chirrió y se puso en marcha.

Kate Furnivall

Kate Furnivall nació en Penarth, un pueblecito costero del País de Gales. Fue a la Universidad de Londres donde estudió Inglés. Trabajó en el mundo editorial, recopilando material para una serie de libros sobre los canales de Gran Bretaña. Después pasó al mundo de la publicidad, donde conoció a su esposo Normal. Viajó ampliamente, asimilando diferentes culturas. Actualmente tiene dos hijos y se mudó de Londres a una casa de campo en el condado de Devon de 300 años de antiguedad (muy cerca de la casa de Agatha Christie). Allí Norman se convirtió en un escritor de novela negra a tiempo completo, llegando a ganar en 1987 el Premio John Creasey bajo el pseudónimo de Neville Steed.

Cuando su madre murió en el 2000, Kate decidió escribir un libro inspirado en su historia. Su madre, cuya infancia trancurrió en Rusia, China e India, le inculcó que el mundo que nos rodea es tan volátil, que lo único de verdadero valor es lo que tenemos en nuestra cabeza y en nuestro corazón. Estos valores son los que Kate explora en La concubina Rusa, su primera novela. Contiene personajes y acontecimientos de ficción, pero fue la experiencia de su madre (dos refugiados blancos, una madre y su hija, atrapadas sin dinero y sin papeles en China) lo que le sirvió de inspiración.

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