AQUELLA CAMA ERA EL ESCENARIO PERFECTO PARA UNA NOCHE APASIONADA

Solo por una noche la comandante Corrine Atkinson se permitió traspasar las barreras que había construido a su alrededor para seducir a un sexy desconocido. Cuando llegó la mañana y recuperó el control sobre sí misma, Corrine salió de allí a escondidas y recuperó la normalidad.

Pero la esperaba una enorme sorpresa. El desconocido perfecto se había convertido en el hombre equivocado. Su nombre era Mike Wright y era el nuevo miembro del equipo que ella dirigía…

Jill Shalvis

Un extraño en la oscuridad

1

Jamás olvidaría la primera vez que la vio. Ni la segunda. Entró como si fuera la dueña del lugar, y a pesar del caos que lo rodeaba, la mirada de Mike Wright fue directamente hacia ella.

Todo estaba indeleblemente grabado en su mente: la dura tormenta del exterior que aporreaba las ventanas empañadas de la cafetería del hotel; las luces que titilaban a medida que la electricidad alcanzaba picos de descarga con los incesantes truenos y relámpagos; la música de Bruce Springsteen que salía por los altavoces; e incluso las voces más altas de la multitud que lo rodeaba, charlando, riendo, coqueteando.

A él lo había preocupado la razón de su presencia en Huntsville, Alabama.:. el trabajo de su vida, pilotar transbordadores espaciales. El primer piloto del STS124 se había roto una pierna al saltar en paracaídas y el primer piloto de respaldo tenía hepatitis. Lo cual lo dejaba como principal candidato. Lo habían llamado a Rusia, donde había estado destinado por la NASA durante la última década para colaborar con la agencia espacial rusa.

A Mike le encantaba ser astronauta, su vida llena de testosterona. Pero también le encantaban las mujeres. Todas, de todas las formas y tamaños, colores y temperamentos, y todo lo demás desapareció cuando ella entró… la tormenta, la multitud, el ruido, todo.

Estaba empapada, con el pelo oscuro pegado a la cabeza, la ropa moldeándole el cuerpo. Otra pobre y desprevenida víctima del clima de Huntsville. Sintió simpatía por ella, después de llegar del clima más predecible de Rusia. Pero esa mujer no parecía la pobre y desprevenida víctima de nadie, no con esa actitud, ese fuego y furia que salían por sus ojos.

Adivinó que estaba empapada y molesta. Divertido, la observó mientras se abría paso entre la clientela, y a pesar de su pequena estatura, la gente se apartó de su camino.

Podría haber sido el hecho de que fuera una mujer, cuando la mayoría de los clientes eran hombres. Pero a Mike le pareció más probable que fuera por su mirada altiva. Se fue acercando a la barra y, por coincidencia, a él.

Algo caliente le pidió a la camarera, mientras apoyaba una mano en la barra y dejaba la bolsa del viaje en el suelo, haciéndose un hueco. Miró a ambos lados, con la expresión evidente de que esperaba que alguien se bajara del taburete para que ella pudiera sentarse.

Con una sonrisa, Mike se incorporó.

– Por favor- le indicó que aceptara su asiento.

– Gracias.

Como si no chorreara un río de lluvia sobre el suelo, se sentó y se echó para atrás el pelo. Cuando la camarera deslizó en su dirección lo que parecía un café irlandés, ella asintió con gesto altivo y bebió. Luego suspiró. Relajó un poco los hombros, como si acabara de quitarse el peso del mundo.

Después de un largo momento, pareció darse cuenta de que él seguía de pie a su lado. Los ojos de un azul oscuro eran distantes y evaluadores, en directo contraste con su cuerpo mojado, increíblemente exuberante y sexy.

– ¿No tienes gabardina? -preguntó, refiriéndose al hecho de que llevaba una blusa negra de seda de mangas largas y una falda del mismo color y tejido, ambas tan empa-padas que no podrían haber estado más ceñidas ni aunque se las hubiera pintado al cuerpo. Lo que debía haber sido un traje conservador se convertía en algo abiertamente erótico, en particular con un cuerpo que habría podido hacer que un hombre adulto se pusiera de rodillas y suplicara.

– Alguien me la robó en el aeropuerto -hizo una mueca-. Odio los aeropuertos. Digamos que este es un día que más vale olvidar.

No tenía el acento sureño de la gente que los rodeaba. Pensó que era otra viajera fuera de lugar, como él.

– Te sorprendió la tormenta, ¿verdad?

– Sí, y odio las sorpresas.

Su voz era tan distante como los ojos. Baja y levemente ronca. Pero, combinada con esas curvas femeninas, se convertía en una contradicción irresistible. Fuego y hielo. Dura pero sexy como mil demonios.

Aunque Mike había planeado beber solo una una cerveza antes de subir a su habitación a Dormir y prepararse para la semana agotadora que lo esperaba, no se movió. Y cuando el tipo que había a su espalda dejó libre el taburete, lo ocupó.

– No te molestes -dijo la mujer sin siquiera mirarlo mientras seguía bebiendo su copa con la vista clavada al frente.

Mike se puso cómodo, lo cual incluía sonreírle a la bonita camarera encargada de la barra.

– ¿Que no me moleste en qué?

– En tratar de seducirme.

Mike rio. Esa mujer era verdaderamente sexy como el infierno, deslumbrante como el pecado, fría, altiva y graciosa. Algo muy raro.

– ¿Y por qué haría algo así? -preguntó con inocencia, aunque una vez expresada la idea, no era capaz de pensar en otra cosa.

– ¿Por qué? Mmm: ¿Quizá porque tengo pechos? No sé -se encogió de hombros-. Supongo que es un desorden genético masculino.

– ¿Quieres decir que no puedo evitarlo? volvió a reír-. Desde luego, es una excusa conveniente.

En ese momento ella lo miró, con la sombra de una sonrisa en los labios. -Exacto. Siendo un hombre, no puedes evitarlo, eres un esclavo desvalido ante los anhelos de tu cuerpo. ¿Eso te ayudará a dormir esta noche?

– Oh, sí. Gracias -ladeó la cabeza y la observó. La copa la había hecho empezar a entrar en calor. Sus mejillas exhibían un cierto rubor, y cuando cruzó unas piernas bien torneadas, daban la impresión de estar secas-. Para serte sincero, no se me había pasado por la cabeza la idea de seducirte -recibió una mirada de íncredulidad-. En serio -alzó las manos en gesto de inocencia-. Antes de que llegaras, estaba a punto de subir a acostarme.

– No permitas que te detenga.

Pero lo hizo. Todo en ella lo paralizaba, y no era solo que los pezones se pegaran a la tela de la blusa o que la falda se ciñera a las caderas. No era que oliera de forma celestial y pecaminosa al mismo tiempo, que supiera instintivamente que la piel sería suave y cremosa y que necesitaba entrar en calor con sus manos y boca. No pudo expresar con precisión qué era lo que hacía que se quedara allí mirándola, fascinadlo por ella.

Todo en su país lo cautivaba, y disfrutaba estando de vuelta después de tanto tiempo lejos, incluso con el trabajo que lo esperaba. Necesitaba un entrenamiento extensivo, para la futura misión, un entrenamiento que lo mantendría ocupado noche y día hasta el despegue, al cabo de unos escasos cuatro meses.

Iba a estar lejos de su casa, aunque ya no sabía dónde estaba esta. Sus cuatro hermanos y él mantenían un contacto estrecho, pero también se hallaban diseminados por el globo en diversas ramas militares. Lo mismo su padre. Su madre, nacida en la Unión Soviética, había muerto cuando Mike, bautizado Mikhail por ella, era muy joven, razón por la que, probablemente, cuando se le presentó la oportunidad de ir a Rusia después de su paso por las Fuerzas Aéreas, la había aprovechado con la esperanza de comprender la herencia que había perdido. Le encantó la posibilidad de estar allí, de trabajar en el programa para cosmonautas y en el Centro Espacial Internacional. Era un estilo de vida que le gustaba, pero de pronto comprendió lo falto que había estado últimamente de compañía femenina.

Un relámpago descomunal hizo que el ruidoso bar guardara un momento de silencio colectivo. El trueno no tardó en seguir su estela y, tras otro instante de silencio aturdido, la sala recuperó su rugido apagado.

La mujer a su lado apartó la copa y suspiró. Tembló una vez y luego cruzó los brazos.

– Bueno. Vuelta al trabajo.

Sí, también él debería estar trabajando. Tenía mucho que leer. Desde ese momento hasta el despegue, no haría otra cosa que entregarse a esa misión, esforzarse para ponerse al nivel de su tripulación, a la que todavía no conocía, y que ya llevaba entrenando un año y medio. Tenía ganas de conocer a todos los involucrados en esa misión, pero en ese momento, cuando la mujer que tenía al lado volvió a temblar, el trabajo y todo lo que lo acompañaba estaban lejos de su mente.

– ¿Tienes trabajo a esta hora? -preguntó, quitándose la chaqueta para colocarla en torno a los hombros de ella-. ¿Qué haces?

Esos ojos azul medianoche le lanzaron a sus manos una mirada que lo impulsó a alzarlas.

– Tengo que ponerme al día con unas lecturas -respondió, arrebujándose en la chaqueta-. Gracias por la chaqueta.

– ¿Lecturas?

– No tengo ganas de hablar de ello. -Eres quisquillosa con respecto al trabajo -asintió-. Apuntado.

– Bien.

– ¿Qué te parece si me das tu nombre? ¿O también eres recelosa con eso?

Alargó la mano otra vez hacia la copa y echó la cabeza atrás mientras se la terminaba, luego se lamió los labios con un gesto no calculado y terriblemente sexy que hizo que Mike quisiera gemir.

– Esta noche -repuso al fin- soy recelosa con todo -pero no intentó levantarse-. No quiero hablar de mi trabajo, de mi nombre ni de mi vida. No quiero hablar de política ni de titulares -lo miró con esos ojos asombrosos-. ¿Sigues queriendo mantener una conversación conmigo o te he espantado?

En su expresión, había algo más que un pequeño desafío, y Mike, el menor de cuatro hermanos de una familia de militares, nunca en su vida había rehuido un reto.

La mirada de ella era intensa y directa, y le impedía registrar el ruido que los rodeaba. Sin embargo, sí noto que el local se llenaba aún más con gente que buscaba refugio de la tormenta. Le pareció fantástico, ya que lo empujaba un poco más hacia esa mujer que todavía aguardaba una respuesta.

– No me asusto con facilidad -contestó.

– Entonces estoy perdiendo mi toque. -Dime cómo te llamas.

– ¿Por qué?

– Siento la necesidad de llamarte de alguna manera.

– Perfecto. Llámame Lola -enarcó una ceja en lo que podría haber sido modestia o humor irónico-. Sí, esta noche servirá Lola.

El cabello empezaba a ondularse al secarse, con algunos mechones que le caían sobre la cara, aunque ella no paraba de apartárselos.

– Por lo general, los hombres juntan las botas cuando paso -apuntó con indiferencia-. Tengo fama de ser terrible en el trabajo.

– Ah, pero no hablamos de trabajo, ¿lo has olvidado? Ni de tu nombre verdadero, ni de la vida, política ni titulares.

A1 oír repetidas sus propias palabras, se le curvaron los labios.

– No eres de aquí. No tienes el estilo lento del sur ni tampoco ese acento que consigue que tantas mujeres quieran desmayarse.

– Puedo imitarlo -dijo con sonrisa perezosa y perfecto acento de Alabama-, si con ello logro que te desmayes.

– ¿Es de verdad?

– ¿La sonrisa o el acento?

– Los dos.

– ¿Intentas seducirme?

– Tienes buena memoria -dijo ella, pero sonrió-. He de dejar de aportarte cosas con las que puedas burlarte de mí.

– No me burlaba -le aseguró Mike-. No mucho.

– Mmm -lo estudió de reojo-. Has sido muy hábil para evitar decirme si eres o no de aquí.

– Quizá tu necesidad de anonimato esta noche sea recíproca -sin pensarlo, levantó una mano y le acarició la mejilla.

Ante el contacto, ella se quedó absolutamente quieta, como si el roce hubiera abotargado todos sus sentidos tal como había hecho con él. Mike había tocado a muchas mujeres en la vida, algunas a las que acababa de conocer, igual que a ella, pero jamás le había temblado todo el cuerpo como en ese momento.

Ella lo miró fijamente, como si evaluara algo muy importante. Quizá la sinceridad. Él estaba siendo sincero. Ahí, en medio de una multitud, sentado con la mujer más arrebatadora del lugar, tampoco quería pensar en el trabajo. No quería pensar en nada salvo en lo que hacía, que era disfrutar de la compañía de una hermosa desconocida.

Ella dio la impresión de llegar a una conclusión acerca de él. Asintió pensativa, luego descruzó las piernas. Durante un momento, Mike no fue capaz de concentrarse en otra cosa que no fuera la idea de esas piernas sin las medias de seda que la cubrían.

– ¿Otra copa? -preguntó él.

– Esa es la causa por la que muchas personas que esta noche hay aquí van a meterse en problemas -miró alrededor-. Mira esas mujeres. Solas. Bebiendo. Fácil presa para esos hombres que las observan.

– Quizá quieran ser presas.

Ella suspiró. Mike no supo si interpretarlo como un sonido de añoranza.

– Quizá. Tal vez no sepan cómo ir en pos de lo que quieren, aunque no sea práctico.

– ¿Hablamos de sexo? -sonrió cuando la vio enarcar una ceja-. Porque en realidad, el sexo puede ser muy práctico. Para empezar, alivia las tensiones. Y es un ejercicio espectacular. Por no mencionar que te hace sentir bien.

– Hablas por experiencia, desde luego -sonrió imperceptiblemente.

– Oh, no. Un hombre jamás debería dar un beso para contarlo.

Eso la hizo reír, y pareció sorprendida por el sonido, como si no lo hiciera a menudo.

– Necesito conseguir una habitación- decidió mientras recogía las que había dejado caer a sus pies-. Antes había mucha gente en la recepción.

Él contempló la creciente multitud de la cafetería.

– ¿Aún no tienes habitación?

– No, quería entrar en calor antes de hacer cola.

Fueron sus últimas palabras antes de que las luces se apagaran.

– Que no te domine el pánico -dijo la voz baja e increíblemente sexy de su desconocido-. Te tengo.

Y así era. Se había bajado del taburete para situarse al lado de ella y tomarla de la mano. Corrine pudo sentir el calor que irradiaba, la fuerza del cuerpo alto, delgado y musculoso que había intentado no notar desde que le habló por primera vez. No era su tipo. Lo cual resultaba risible, porque había pasado tanto tiempo que ya no recordaba cuál era exactamente su tipo. En el trabajo, un hombre con esa sonrisa arrogante y maliciosa y esa forma de ser tan tranquila la volvería loca. Pero ahí era lo opuesto.

En el trabajo ella era seria, intensa y… perfeccionista. Lo reconocía. No era una criatura sexual. De hecho, al trabajar en un mundo de hombres tendía a soslayar su sexualidad, y las necesidades que ello acarreaba, durante largos períodos de tiempo.

Era un momento endemoniado para que su libido se despertara.

– La electricidad volverá en seguida – le aseguró mientras los que los rodeaban parecían dejarse dominar por el miedo-. No hay nada de qué preocuparse.

Corrine no estaba preocupada, y ello no se debía en exclusiva a esa voz capaz de derretir huesos, sino al hecho de que no la preocupaban las cosas que se hallaban fuera de su control. Era una suprema pérdida de tiempo, y odiaba desperdiciar cualquier cosa, en especial el tiempo.

Alguien que intentaba salir del bar la empujó. Ni siquiera se encontraría en ese manicomio si no hubiera tenido que volar desde Houston para una reunión de emergencia de la máxima importancia… conocer al nuevo piloto. Después, solo cabía esperar que no hubiera más retrasos en su siguiente proyecto, dirigir la futura misión espacial del transbordador STS-124. Tal como estaba la situación, su equipo iba a tener que trabajar duro para que el piloto de reemplazo se acoplara.

Las voces enfadadas e inquietas que había alrededor le indicaron que el pánico general era inminente, por lo que perdonó a la persona que la había empujado. Pero no pensaba permitir que se repitiera.

– Me voy a la recepción -dijo, girando la cabeza hacia donde imaginaba que estaría el oído de su desconocido. Hacerse oír en ese caos era difícil-. Voy a conseguir una habitación y a dormir… -santo cielo. Su boca rozó piel. La oreja de él. Aunque le costó pensar debido al hormigueo que le recorrió todo el cuerpo.

Deseo. Lo reconoció y lo catalogó en su mente técnica. Pero eso no detuvo el fenómeno.

– Iré contigo.

Fue lo único que dijo, pero en la oscuridad la voz pareció incluso más baja, ronca y sexy si era posible. Antes de que se le ocurriera una idea para perderlo de vista, él recogió su bolsa y tiró de ella en dirección a la puerta.

No había mucha luz. Ninguna procedente de las ventanas, que daban a la negrura absoluta del exterior tormentoso. Pero como el generador no se había activado, la camarera había encendido velas a lo largo de la barra y hacía lo que podía para calmar a los clientes.

Con la mano entre la grande y cálida del desconocido, Corrine lo siguió. Era algo extraño, ya que siendo una líder rara vez seguía a nadie. Pero ese hombre también parecía ser un líder, y dejó que le abriera paso entre la multitud. Tuvo que reconocer, de forma más bien sexista, que ir detrás tenía sus ventajas, ya que incluso en la oscuridad podía discernir el perfil de sus hombros anchos. Si la luz fuera un poco mejor, podría analizar su…

– Oh, oh -dijo Mike, volviéndose con tanta brusquedad que ella chocó contra él. Con facilidad la mantuvo erguida con una mano en la cintura-. Parece que se nos han adelantado unas cuantas personas. Tenía razón.

En el vestíbulo del hotel, las velas y las linternas proyectaban una luz casi surrealista. La recepcionista, que parecía agobiada y al borde de la histeria, tenía una larga hilera de personas delante de ella.

En menos de tres minutos, la fila comenzó a disiparse. Alrededor de ellos los gruñidos fueron en aumento, imitando la fuerza de la tormenta del exterior.

– Se han quedado sin habitaciones – gimió la mujer que tenían por delante-. ¿Y ahora qué?

Corrine prestó atención a la tormenta que azotaba el hotel y experimentó un escalofrío. Justo cuando había empezado a secarse, la idea de volver a salir a buscar otro sitio la irritaba de verdad. Se arrepentía de haberle dicho a su asistente que no se molestara en hacerle una reserva para la noche que iba a tener que pasar fuera hasta que tuvieran preparada su habitación en los barracones. Fue hasta la recepción.

– Quiero una habitación -le dijo con frialdad a la recepcionista por ese entonces al borde de las lágrimas.

La mujer simplemente hipó.

Durante un momento, pensó en ordenarle que mantuviera la serenidad, que su misión era ayudar a que la gente encontrara habitaciones en otros hoteles, o al menos dar una imagen segura y confiada para que dejaran de gritarle, pero no le vio sentido.

– Compruébelo una vez más -dijo con esa voz de autoridad que hacía que la gente obedeciera-. Aceptaré cualquier cosa.

A su lado, el desconocido se movió y apoyó con ligereza una mano en la base de su columna vertebral. A1 contacto, todos los nervios de Corrine se sensibilizaron y las rodillas se le aflojaron.

– Creo que no tiene nada -musitó a su oído, provocándole todo tipo de temblores en el vientre y en otras zonas más erógenas-. O si lo tiene, está demasiado nerviosa como para encontrarlo.

Corrine suspiró y a punto estuvo de apoyarse contra la mano que con máxima ligereza le frotaba el punto dolorido en la zona lumbar. Se contuvo cuando estaba a punto de ronronear.

– Lo sé -miró en dirección a las puertas dobles que conducían a la noche.

Se abrieron y entraron más personas en busca de refugio. La lluvia y el viento azotaron a todos los que estaban a una distancia de tres metros de las puertas.

– Entonces es vuelta al exterior -tembló-. A buscar otro sitio -primero debería encontrar un taxi, lo que no sería fácil con ese tiempo. En dos segundos volvería a estar calada hasta los huesos. La idea no resultaba atractiva, pero no tenía otra elección.

Se volvió hacia el desconocido con la intención de despedirse, pero él habló primero.

– Yo tengo una habitación -musitó-. Y estaré encantado de compartirla contigo.

2

Conmocionada, observó al desconocido. Aunque los rodeaba la oscuridad, pudo sentir su mirada penetrante en ella, como una caricia. Tembló en la profundidad de su chaqueta cálida y benditamente seca.

Pero no por el frío, sino por algo mucho más complicado.

Detrás del mostrador, otra mujer se unió a la recepcionista joven y nerviosa.

– Soy la directora -le dijo a Corrine-. Lamentamos mucho el inconveniente, pero como puede ver, sin electricidad y con el generador que no funciona bien, no estamos en posición de conseguirle una habitación ni ayudarla a encontrar otro lugar. Si lo desea, puede esperar aquí hasta que pase la tormenta.

¿Esperar en ese lugar frío, oscuro, ruidoso y lleno de gente igual de enfadada que ella?

O podía salir al exterior a tratar de loca-lizar un taxi. Vaya elección.

El hombre que tenía detrás se movió, lo suficiente para que el muslo le rozara la parte de atrás de la pierna, y todo en ella se quedó paralizado, y luego se encendió. Le había ofrecido su habitación. Y su cama.

«Por favor», le suplicó su propio cuerpo a su cerebro. «Oh, por favor, por favor».

– ¿Señora? -la directora miró a Corrine con un deje de impaciencia. En ese momento, tenía que ocuparse de más gente a la que debía sonreír y tratar de apaciguar.

¿Qué hacer? Corrine había nacido para gobernar. Y si no, que se lo preguntaran a sus padres, que desde el primer día la habían llamado Reina Abeja. Su madre, una bioquímica, y su padre, un cardiólogo, bromeaban con que mandar formaba parte de su composición genética. Tenía que reconocer que había cumplido sus predicciones.

Quizá si hubiera sido criada por personas que no la hubieran entendido, que no la hubieran animado a ser lo que quisiera ser, podría haberse convertido en alguien horrible, pero la verdad era que no era una malcriada. Poco después de que su familia se hubiera trasladado a Houston siendo ella pequeña, había soñado con convertirse en astronauta. Había trabajado con mucho tesón para lograr lo que quería, y no se había rendido hasta conseguirlo. No solo había logrado entrar en el programa espacial, sino que había tenido éxito más allá de las expectativas de todos. Excepto de las suyas, desde luego.

Gracias a su inamovible tenacidad, obstinación y trabajo duro había ido ascendiendo y pilotado lo que era un récord de cuatro misiones hasta la fecha, y en ese momento iba a ser la tercera mujer en la historia en dirigir una misión.

Quizá tenía confianza. Y sí, era probable que fuera un poco dura. Pero para conseguirlo en el espacio y en la aeronáutica, campos tradicionalmente dirigidos por hombres, debía serlo. Sabía que utilizaba esa dureza para espantar e intimidar adrede a las personas que la rodeaban, aunque en caso contrario jamás habría logrado llegar tan lejos.

Con ese espíritu, pensó en exigir una habitación, pero algo sucedió. Los dedos del hombre, todavía en su cintura, se extendieron y el pulgar se movió por su costado hasta apoyarse en su vientre y provocarle unos temblores desbocados.

– Yo tengo una habitación -repitió en voz baja.

Lo que los dedos de él le hacían- a su cuerpo debía ser declarado ilegal. Ya no era capaz de ver bien, estaba consumida por la lujuria hacia ese hombre, más atractivo que el diablo y lleno de promesas de pecado. Tenía una sonrisa lenta y sensual que iluminaba la noche. Era inteligente, con sentido del humor y quería compartir con ella la habitación que tenía.

– ¿Qué te parece? -preguntó él.

Que estaba loca. Que tenía una agenda estructurada y controlada para los próximos meses. Que era demasiado madura para eso. Que estaba demasiado… ocupada. Maldición, todo eso sonaba pretencioso. ¿Por qué no podía ser sencillo? ¿Por qué no podía tener derecho a una noche de frivolidad como cualquier otra persona? Llevaba demasiado tiempo sin disfrutar de ese tipo de relaciones y merecía una noche de puro egoísmo y placer, donde nadie se inclinara ante ella, obedeciera sus órdenes o tratara de adularla. Tenía derecho a ser una mujer de vez en cuando. ¿O no?

Con toda la calma que pudo, se volvió hacia la directora para comprobar la improbable posibilidad de que todo hubiera sido un error.

Pero la mujer movía la cabeza.

– Lo siento.

La sorprendió el alivio que sintió, pero siempre era honesta, quizá en exceso. En vista de eso, tuvo que reconocer que en realidad no quería una salida de esa situación. Había volado a Huntsville para ocuparse de una emergencia. Fuera la que fuere, era importante y la afectaría tanto a ella corno a la misión.

En los meses que quedaban no dispon dría ni de un momento para sí misma. Esa era su última noche. La asustaba descubrir lo mucho que lo deseaba.

Giro en la oscuridad y chocó contra el pecho de él, y por el modo en que contu-vo el aliento, supo que lo afectaba tanto como él a ella. «Tonto», quiso decirle. «Nos comportamos como adolescentes dominados por las hormonas».

Los dedos de él volvieron a jugar en la base de su columna vertebral. Y todas esas hormonas desbocadas por su propio apetito se alteraron en su interior.

Debería haber sido embarazoso. Incómodo como mínimo. Debería haber sentido temor y duda por un millón de motivos diferentes; el primero, que ni siquiera sabía cómo se llamaba. A cambio, la invadió la sensación más extraña de… estar haciendo lo correcto.

En la oscuridad, echó la cabeza hacia atrás para tratar de verle la cara. No pudo, y más que ver, percibió su sonrisa lenta y relajada. Todo dentro de ella reaccionó.

No le cupo ninguna duda de que se hallaba en el lugar adecuado con el hombre adecuado.

– Sí -dijo.

– ¿Sí?

– Sí -respiró hondo-, me gustaría compartir tu habitación.

La recepcionista y la directora se habían adelantado para oír la respuesta, y dio la impresión de que ambas querían suspirar aliviadas.

– La llave funcionará -explicó la directora- El sistema electrónico de llaves ha activado la energía de emergencia y es una de las pocas cosas que funcionan en este momento. No tendrán ningún problema para entrar en la habitación.

Detrás de ellos, la multitud se impacientaba.

Su desconocido, que olía como el cielo y poseía un toque casi igual de divino, no dijo una palabra, simplemente la tomó de la mano, se la llevó a los labios y entonces, sin soltarla, emprendió la marcha.

Y por segunda vez aquella noche, y segunda vez en toda su vida, ella siguió el camino que le abrían.

Más de una vez en su vida, a Mike lo ha-bían acusado de ser arrogante y seguro, pero abierto y despreocupado. A veces pe-rezoso. Pero como podía atestiguar cualquiera que hubiera trabajado con él, era un hombre muy controlado. Rara vez perdía el control, aunque en ese momento había estado a punto de hacerlo. Llevaba de la mano en dirección a su habitación a una mujer increíblemente hermosa, y no tenía ni idea de lo que ella esperaba.

Sabía que sus hermanos se mofarían de él, ya que tenía buena fama con las mujeres. Pero la verdad era que gran parte de su reputación de chico malo era exagerada, al menos en los últimos años, cuando había estado demasiado ocupado para vivir en consonancia con ella.

La miró por encima del hombro en la oscuridad y descubrió que lo observaba. Le apretó la mano y sonrió.

Ella le devolvió el apretón y la sonrisa, y el cuerpo se le contrajo de excitación. Con un poco de suerte, esa noche la fantasía y la realidad iban a ser una.

Atravesaron el vestíbulo grande y ruidoso con cuidado.

– ¿Todas estas personas están sin habitación? -se preguntó ella en voz alta.

Mike no se detuvo, pero le apretó la mano otra vez.

– Eso parece.

– Es terrible.

Lo era y no le producía una sensación agradable; pero tampoco era tan horrible como para invitar a alguien más a compartir su habitación. Entre trabajo, trabajo y más trabajo, de algún modo había encontrado algo para sí mismo. Frívolo. Incluso peligroso, si se tenía en cuenta la época en la que vivían y todos los problemas asociados con el sexo, pero algo en esa mujer le decía que era diferente.

Un suave resplandor procedente de varias linternas y velas iluminaba el camino hacia los ascensores que, desde luego, no funcionaban. También allí había gente que miraba consternada las puertas cerradas

La habitación de Mike se hallaba en la sexta planta.

Podría haber sido peor, mucho peor.

– Hemos de subir por las escaleras – anunció con pesar, aunque no por sí mismo. Dadas las exigencias físicas de su trabajo, por no mencionar el riguroso entrenamiento al que estaba sometido continuamente, podía subirlas en dos minutos sin empezar a sudar.

Pero para ella no sería tan fácil. La falda mojada tenía que limitarla, y esos tacones… bueno, resaltaban las piernas deslumbrantes, pero no podían ser cómodos. A la tenue luz, le brillaba el pelo húmedo. También la piel, junto con los ojos, llenos de misterios profundos y oscuros.

– Seis plantas de escaleras -añadió con tono de disculpa-. Iremos despacio -le aseguró, y habría jurado que ella se reía. Pero cuando la escrutó en la oscuridad, solo esbozaba una sonrisa.

– Lista cuando tú lo estés -dijo.

En el momento en que abrió la puerta que daba a las escaleras, los recibió una negrura total. Para tranquilizar a la mujer que tenía al lado, volvió a tomarle la mano.

– No te preocupes -del bolsillo sacó un bolígrafo que también era linterna. Cuando la encendió, ella lo miró sorprendida.

– ¿Llevas una linterna en el bolsillo?

Y una agenda electrónica. Y un teléfono móvil de última generación, capaz de conectarse a Internet y leer su correo electrónico. Era un fanático de lo tecnológico y no podía evitarlo, pero en su defensa se podía aducir que había pasado muchos años en Rusia, lejos del hogar. Esos juguetes de algún modo lo hacían sentirse más cerca de su país.

– Tienes que ser ingeniero -decidió ella.

– No lo soy -la vio sonreír, y le pareció tan hermosa que se quedó sin aliento.

– ¿Seguro? -seguía bromeando-. Ahora que lo pienso, lo pareces.

– ¿De verdad quieres saberlo? -preguntó en voz baja, con el deseo repentino de hablarle de sí mismo y oír su historia a cambio. Era una tontería, e incluso arriesgado, porque con esa conexión emocional adicional, sabía que lo que compartieran esa noche iba a ser la relación más poderosa que jamás había tenido.

Ella lo miró fijamente a los ojos, buscando algo que solo Dios conocía. Y al final negó con un movimiento de cabeza.

– Es tentador -susurró con pesar, y alzó una mano para rozarle la boca-. Pero no. No quiero saberlo.

Durante largo rato no se movió, con la esperanza de que ella cambiara de parecer, pero el momento pasó y forzó una sonrisa.

– Me gustaría estar preparado -indicó y dirigió la linterna hacia delante. «Por favor, que esté «preparado» con un preservativo en el neceser».

– Preparado -soltó una risa breve, un sonido algo oxidado, como si no lo hiciera a menudo. «Que sea una caja de preservativos», pensó Mike.

Empezaron a subir. A1 llegar al rellano de la primera planta, él hizo una pausa.

– ¿Necesitas descansar?

– ¿Después de un tramo de escalera? – movió la cabeza-. Dime que no te parezco tan frágil:

Era pequeña pero no frágil, no con esas curvas maravillosas y ese rostro tan lleno de vida.

– No me pareces frágil -repuso tras un largo escrutinio que le agitó el cuerpo.

– Respuesta inteligente.

Subieron otra planta y, cuando Mike volvió a detenerse en el rellano, ella enarcó una ceja.

– ¿Tú necesitas descansar?

Él sonrió y subieron el siguiente tramo, pero al oír una carcajada delante de ellos, Mike se detuvo otra vez. Repantigados en los escalones, dos hombres compartían una botella de lo que debía ser un líquido poderoso, a juzgar por las sonrisas bobaliconas que exhibían.

– Mira -dijo uno con voz pastosa mientras 1e daba con el codo a su amigo-. Esa sí que es manera de pasar el tiempo, amigo -e1 borracho le ofreció un guiño exagerado a Mike-. No hace falta que te diga que no pases frío, ¿eh? Tienes tu propia manta.

Los dos soltaron una carcajada estentórea, y al hacerlo, resbalaron unos escalones para caer enredados. Eso los hizo reír con más ganas.

Mike pasó por encima de ellos y la ayudó a hacer lo mismo.

El siguiente tramo comenzó de la misma manera, pero entonces oyeron un gemido extraño y acalorado, seguido de un veloz jadeo. Mike no sabía qué esperaba encon-trar. Una pelea, quizá. Alguien apuñalado o con un balazo, alguien de parto… no sabía reconocerlo por los sonidos asustados. Aunque estaba preparado para cualquier cosa y trató de mantener a la mujer detrás de él para protegerla.

Pero ella se negó a permitirlo. Apartó las manos de él y con terquedad permaneció a su lado.

Los sonidos procedían de una pareja, y no se trataba de una pelea ni de heridas graves, como había temido Mike, sino de un emparejamiento salvaje. Tenían las ropas desgarradas. Se retorcían contra la pa-red, y a juzgar por el grito de placer que escapó de los labios de ella, se hallaban al borde del orgasmo.

Mike miró a «Lola», pero ella no cerró los ojos ni pareció abochornada. Simplemente observaba a la pareja que tenían delante, como hipnotizada. Disponían de una vista perfecta. La mujer estaba apoyada contra la pared; el hombre podía tocar y agarrar a voluntad, lo que hacía. Ella tenía los pechos al descubierto, que se movían con frenesí en la cara del hom-bre, lo cual provocaba abundancia de gemidos por parte de ambos. Las manos de él le sostenían la falda a la altura de las caderas para poder embestirla una y otra vez.

– ¡Ahora! ¡Ahora! -gritó-. ¡Oh, Billy, ahora!

– Sí -convino Billy mientras continuaba sus embates-. Sí, nena.

– Ohhh -los pechos oscilaron. El trasero subió y bajó. La piel chocó contra piel-. ¡Oh, Billy, voy a llegar otra vez!

– Sí, nena. Yo también.

Juntos soltaros más gritos y chillidos, y luego se dejaron caer con gemidos guturales.

La mujer que había junto a Mike soltó un sonido ahogado.

– ¿Crees que podremos continuar avanzando?

Sonaba… sin aliento, y la palma que sostenía en su mano se había puesto húmeda. Casi sudorosa.

Mike conocía la sensación. Él nunca se había considerado un mirón, pero presenciar la unión de esa pareja, con Lola a su lado, había potenciado su deseo. Estaba tan encendido, duro e increíblemente preparado, que apenas pudo asentir.

– Vamos -musitó, y al unísono comenzaron a correr.

Subieron la quinta planta y luego la sexta.

A1 llegar al rellano, Mike se detuvo, convencido de que en esa ocasión había ido demasiado deprisa.

– Como me preguntes si necesito descansar -afirmó ella con cara seria-, te pegaré -ni siquiera jadeaba. Tampoco él, y habían subido muchos escalones-. Y si te maravillas de la buena forma que tengo -continuó-, cuando es evidente que tú te encuentras en igual buen estado, te…

– Lo sé -interrumpió-. Me pegarás. No te preocupes, me contendré y admiraré tu resistencia y fuerza más tarde. Vamos.

Llegaron a la puerta. No había nadie y en el pasillo reinaba una oscuridad absoluta salvo por el haz de luz que proyectaba la útil linterna de Mike.

Sacó la tarjeta y la miró a la cara. Ella lo observaba con expresión inescrutable. Despacio alargó una mano y le acarició la mejilla con un dedo.

– ¿Estás segura?

– ¿Ya lamentas haberme invitado?

– ¿Bromeas?

– Bueno, entonces, no lamento estar aquí -ella también alzó una mano y le tocó la cara, pasó un dedo por su labio inferior, por la mandíbula con un día de bar-ba… A1 acercarse a la oreja, él contuvo el aliento y todos sus músculos se tensaron-. ¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche? – añadió-. ¿O entraremos y…?

– ¿Y? -instó, acercándose al tiempo que le acariciaba el cuello y se deleitaba con el escalofrío que experimentó ella. Apoyó la yema del dedo pulgar sobre los latidos frenéticos en la base de su cuello.

– Y terminar esto -susurró, cerrando los ojos y echando la cabeza un poco hacia atrás para brindarle más espacio-. Terminemos lo que empezamos nada más mirarnos a los ojos. ¿De acuerdo?

– Sí. Más que de acuerdo -con el cuerpo hormigueándole, introdujo la tarjeta en la ranura.

3

La habitación parecía más oscura que el pasillo. Oscura pero cálida, y de algún modo invitadora. Era su refugio seguro de la tormenta. Corrine entró y se movió en silencio hacia la ventana. Apartar las cortinas no dio más luz a la habitación. Pero a esa altura, la noche y la tormenta estaban sobrenaturalmente en silencio. Apenas podía distinguir la ciudad abajo, y era fácil creer que se hallaban en cualquier parte del mundo, solos.

Él se situó detrás de ella, sin tocarla.

– No estoy casado -anunció-. Ni tengo pareja -cuando ella ladeó la cabeza para mirarlo, sonrió-. Lo sé, no quieres hablar de ti misma y tampoco de mí, pero quería que supieras eso.

Le costaba imaginar a ese hombre sin compañía.

– ¿Estás solo?

– Salgo con mujeres de vez en cuando -se encogió de hombros-. No me ha surgido nada serio. A1 menos aún no.

Se sintió egoístamente aliviada. Nunca se había casado y hacía tanto que no tenía una pareja, que ya casi había olvidado cómo era. Lo extraño era que, a pesar de no salir con hombres, estaba siempre rodeada de ellos. Pero a pesar de eso, nunca en la vida había sido más consciente de uno que en ese momento. Se sentía rodeada por su perfecto desconocido; volvió a temblar, un temblor provocado por la necesidad.

Si esa necesidad no hubiera sido tan fuerte, tan innegable y recíproca, se habría muerto de vergüenza, porque Corrine Atkinson nunca había necesitado a nadie.

– Yo tampoco estoy casada ni tengo pareja -dijo, volviéndose hacia él-. Como mínimo, mereces saber eso.

Él esbozó una sonrisa lenta que estuvo a punto de pararle el corazón.

– Bien -dijo.

Más relámpagos centellearon, pero el trueno sonó apagado, como si sucediera en otro tiempo y lugar.

– Me encanta ver las tormentas -comentó Corrine, de pronto nerviosa-. En especial por la noche.

– Por la noche es diferente -acordó-. Más intenso. Cuando no puedes ver, se activan los otros sentidos y sientes más.

Exacto. Él lo entendía. Lo cual le produjo aún más nerviosismo.

– Mi madre odia este tiempo. Le estropea el pelo -«¿de dónde ha salido eso?» Corrine jamás compartía cosas de su vida. Eso significaba abrirse; y no era su estilo.

Antes de poder ocultar ese desliz con una broma ligera, él le acarició el cabello.

– Pero hace que el tuyo sea más hermoso.

Incómoda con los cumplidos, se llevó una mano al pelo revuelto.

– Me encantan las ondas -añadió, y volvió a acariciárselo.

Sintió el contacto hasta la punta de los dedos de los pies.

– Por lo general, lo mantengo recogido -otro dato personal-. Me lo dejo largo porque así lo puedo recoger. Si me lo cortara, parecería una fregona.

Él rio.

«Santo cielo, ¿quién le ha dado permiso a mi lengua para tomar el control de mi boca?»

– Es tan suave -le colocó un mechón, rebelde detrás de la oreja y luego bajó los dedos por la mandíbula.

Ella dejó de respirar. La mano bajó por el cuello para juntar más las solapas de la chaqueta. Creía que tenía frío. La gentileza de ese hombre la desarmó.

– Puedo dormir en el suelo -musitó él. La ternura de su voz, combinada con el cuidado con que la tocaba, fue la perdición de Corrine.

– No, yo…

Mike se llevó una mano al pecho. -Quería que vinieras a mi habitación más que respirar, pero ahora que estás aquí, no deseo apresurar las cosas.

Ella intentó recordar la última vez que se había sentido atraída por un hombre, pero no fue capaz. Veía a hombres atractivos en todo momento, y ni uno había despertado su interés.

Ese hombre no solo avivaba una chispa, sino que había provocado un incendio, y no era sencillamente por su belleza física, aunque la tenía. Ni tampoco su sonrisa, a pesar de que habría bastado para desbocarle las hormonas. Tenía algo, era tan grande y duro, pero tan… gentil. Probablemente se reiría de eso, o quizá se sentiría abochornado. Aunque tal vez no; no parecía un hombre que se abochornara por muchas cosas.

– No lo haces -repuso al final.

Mike le sonrió, luego apoyó las manos en sus hombros y la hizo girar de nuevo. En lo que comenzó como un contacto ligero y sexy, le tanteó los músculos hasta encontrar el nudo de tensión en la nuca. Con un sonido de simpatía, la masajeó.

Corrine estuvo a punto de caer al suelo, incapaz de contener el suave gemido de placer mientras los dedos de él se centraban con absoluta precisión en el lugar donde ella más los necesitaba.

– Mmm, estás tan contraída… Trata de relajarte un poco -trabajó los músculos hasta los brazos y siguió a las yemas de los dedos, para volver a subir hasta el cuello. Lo repitió una y otra vez, con infinita paciencia, hasta que ella tuvo que aferrarse al alféizar de la ventana para evitar deslizarse al suelo en un amasijo líquido de enorme gratitud-, ¿Mejor?

– Como mejore algo más -musitó-, podría explotar.

– ¿Lo prometes?

Como si dejar a una mujer completamente sin el control fuera algo cotidiano en su vida, rio con voz ronca cuando ella soltó otro gemido desvalido. Y quizá para él fuera algo corriente, pero no para ella. Quiso recordar cuándo había sido la última vez que había practicado el sexo. Pero los dedos de él obraban su magia y en ese momento pudo sentir su torso y sus muslos rozarle la espalda y las piernas, debilitándola aún más.

– Es muy tarde -indicó Corrine.

Los dedos de él se paralizaron, luego, con cuidado, retrocedió.

– Sí, lo es. Querrás irte a dormir. -Ella giró con el corazón en un puño.

– Creo que esto es algo por lo que vale la pena estar cansada.

En la mirada de él captó todo lo que ella estaba sintiendo… deseo y necesidad descarnados, incluso miedo, y no había manera de que pudiera resistirse a ello, ni que deseara hacerlo.

Se había concedido esa noche y no pensaba renunciar en ese momento. Pero incluso en su anonimato, había algo de lo que debían hablar.

– No tengo ninguna protección -llegó a ruborizarse; no se veía en una situación semejante desde el instituto-. No esperaba… esto.

Él mostró una sonrisa dulce.

– Yo tampoco. Solo espero que en mi neceser todavía haya… Un momento -desapareció en el cuarto de baño. Luego regresó con una expresión de gran alivio en la cara mientras sostenía en alto dos preservativos.

– Dos -a Corrine se le aflojaron aún más las rodillas-. Bueno… -estaba sin aliento-. Se dice que dos de cualquier cosa es mejor que uno, ¿no? -é1 soltó una risa breve y luego le rozó la mejilla con la boca. Los labios de ambos se encontraron una vez, luego otra, y otra, hasta que Corrine suspiró-. Sabes igual que hueles – murmuró, sin intención de decirlo en voz alta-. Como el cielo.

Él emitió un sonido que podría haber sido una mezcla de humor y anhelo, y lenta, lentamente, le quitó la chaqueta de los hombros antes de acercarla y pegarla a él.

Corrine estuvo a punto de morir de placer. Su cuerpo era tan grande, duro y excitante que echó la cabeza atrás y en silencio le pidió que volviera a besarla. Él lo hizo, pero ella necesitaba más. Lo había necesitado en cuanto lo vio por pri-mera vez, pero en ese momento ya no era soledad, sino un apetito que nunca antes había experimentado.

Él le enmarcó el rostro entre las manos y siguió besándola, en ese momento con más profundidad, al tiempo que la tocaba como si fuera especial, preciada. Femenina.

Quería ser todas esas cosas para un hombre, ese hombre, aunque solo fuera por una noche. La fascinaba. Era hermoso y sensual. Y peligroso, aunque solo fuera para su salud mental. Y estaba duro y excitado, por ella. Perfecto.

Le rodeó el cuello con los brazos al mismo tiempo que él la pegaba al cuerpo. Tenía la boca firme, exigente de una manera serena que le recordó su voz. Pero no la presionó más que ese simple contacto de sus bocas, y comprendió que no lo haría.

Si quería más, lo cual así era, tendría que tomarlo. No era que él no la deseara; podía sentir todo lo contrario, la protuberancia entre sus poderosos muslos. Y su contención hacía que lo deseara aún más.

Más adelanté se preguntaría qué le había pasado durante esa noche oscura y tormentosa, pero en ese momento, a salvo en la calidez y fortaleza de sus brazos, no parecía haber ningún modo mejor de satisfacer el vacío que tenía dentro.

– Más -dijo, hundiendo los dedos en el cabello de él, alzándole la cabeza para mirar sus ojos castaños.

– Más -prometió Mike. Sin soltarla, giró hacia la cama.

Ella sintió un momento de vacilación cuando la depositó sobre las sábanas, pero luego él se quitó la ropa. Corrine deseó que hubiera luz. Sin embargo, cuando apoyó una rodilla en la cama y se arrastró hacia ella, pudo vislumbrar su increíble cuerpo y lo olvidó todo. Tenía un torso ancho, un vientre plano que anhelaba tocar; los muslos eran largos, musculosos… Y estaba completamente excitado.

Era un desconocido, de modo que ninguna parte de él le era familiar; sin embargo, alzó los brazos y lo recibió como si se conocieran de toda la vida. Él le tomó la boca, en esa ocasión con más hambre, y si era posible, eso avivó el de ella.

El calor se extendió y, cuando él le desabotonó la blusa y luego el sujetador, quitándole ambas prendas por los hombros, se encontró jadeante, con las caderas presionando con insistencia las de él. La excitaba más allá de toda lógica, y si pudiera pensar, algo que decididamente no podía, quizá se hubiera sentido horrorizada ante su falta de control.

No obstante, en ningún momento se le pasó por la cabeza detenerlo, ni entonces ni cuando le quitó el resto de la ropa y se puso el preservativo. Tampoco cuando le enmarcó la cara entre sus manos fuertes y la besó, un beso profundo, húmedo y prolongado. Y desde luego no cuando la tocó primero con los ojos, luego con los dedos, después con la boca y por último cuando se hundió en ella.

En el exterior, la tormenta continuaba con su furia, mientras en el interior se desataba otra de naturaleza diferente. La realidad tenía pocas oportunidades entre los relámpagos y el apetito voraz y descarnado. La fricción de los embates de él y la codicia de su propio cuerpo la destrozaron. Podría haber sido aterrador la facilidad con que la proyectaba fuera de su ser. Todavía seguía bajo el poder de un orgasmo sorprendentemente poderoso, ¡el tercero!, cuando él hundió la cara en su pelo y encontró la liberación que necesitaba.

Corrine sabía que la mañana tenía que llegar, pero no le gustó que fuera tan pronto. Unos rayos anaranjados y amarillos se filtraban a través de las rendijas de las cortinas, proyectando una luz casi surrealista en la habitación, al tiempo que le aseguraban que la tormenta había pasado. Estaba claro que había llegado la mañana, y con ella se presentarían las responsabilidades.

Yacía en el abrazo de ese perfecto desconocido. Los dos estaban deliciosa y gloriosamente desnudos; el calor de sus cuerpos se mezclaba. Durante un momento de indulgencia, lo miró mientras dormía en toda su belleza masculina y se preguntó de quién sería ese cuerpo duro y esbelto que durante la noche la había transportado tantas veces al paraíso.

Tenía los ojos cerrados, la cara relajada y el pecho oscilaba a un ritmo sereno y pausado. La boca firme le provocó recuerdos de lo que podía conseguir con ella y la hizo experimentar un nuevo cosquilleo. Tenía pestañas largas y oscuras y unos pómulos marcados.

Un brazo servía de almohada galante para ella, mientras con el otro la mantenía pegada a él. Con los dedos le sostenía un pecho con gesto posesivo. Desde ese ángulo, no podía ver mucho por debajo de la cintura de él, pero lo sentía pegado a ella. Suspiró de placer.

Solo mirarlo le contraía el corazón. Era alguien por quien se habría podido interesar, si alguna vez se permitiera esas cosas. Pero no podía, al menos no en ese momento, no con la misión inminente. Quizá en otra ocasión…

Aunque sabía que eso era mentira. Siempre se había dicho que algún día dejaría que el Príncipe Encantado entrara en su vida, pero el momento nunca era el adecuado. Sintió el corazón en un puño, pero no le hizo caso. En su opinión, tal como estaba su vida en ese momento, lo tenía todo: Tenía unos padres estupendos que apoyaban su estilo de vida increíblemente ajetreado y tenía el mejor trabajo del mundo. Cierto que no tenía su propia familia, ni un marido ni hijos, pero no disponía de tiempo para eso. Tenía necesidades, como cualquier mujer normal de carne y hueso, pero esas necesidades se satisfacían con facilidad. Cuando sentía el picor ocasional, salía para que se lo rascaran. Con cuidado, desde luego, pero no era tímida.

Igual que había hecho la noche anterior. Y era hora de continuar con su vida. Satisfecha. Feliz. Realizada. Tal como quería.

Entonces, ¿por qué no se separaba de él? ¿Por qué se quedaba ahí tendida, jadeando por un hombre que tendría que haber olvidado a la primera luz del amanecer? No estaba segura, pero debería dejar esa reflexión para otro momento.

Tenía que irse.

Escabullirse de su brazo no fue fácil, pero era una maestra consumada del sigilo. No obstante, no pudo evitar pensar que, si él despertara en ese instante, sería el destino. Bajo ningún concepto podría mirar esos ojos cálidos y acogedores y marcharse. Menos aún si le lanzaba esa sonrisa igual de cálida y acogedora y alargaba los brazos hacia ella. Imaginó la reacción que tendría…

Él no se movió. Tentando al destino, se inclinó y le dio un beso suave en la mejilla.

«Nunca te olvidaré».

Durante un momento se quedó junto a la cama, anhelando algo que no era capaz de concretar. Pero aunque pudiera, no serviría para nada. Los asuntos del corazón no se le daban bien. Se vistió con rapidez y en silencio y titubeó una última vez en la puerta.

Luego, recogió la bolsa y se marchó, convencida de que no le quedaba otra elección. Ninguna en absoluto.

4

Como siempre, Mike durmió profundamente y despertó poco a poco. Uno de sus defectos era tardar tanto en desterrar el sueño. A lo largo de los años eso lo había metido en problemas, uno de los cuales había sido quedarse dormido durante una de las simulaciones de pilotaje del transbordador. Eso le había costado años de bromas a sus expensas, por no mencionar que casi había tenido que suplicar que lo mantuvieran en el programa. De poco le había servido aducir que estaba tomando una medicación para la gripe.

Y en ese momento, cuando al fin logró abrir los ojos y ver la brillante luz del sol que entraba por la ventana del hotel, antes de alargar el brazo, supo que se hallaba solo.

Pero se estiró y tocó el lado de ella de la almohada que habían compartido cuando no habían dado vueltas, acalorados y sin aliento, entre las sábanas.

Estaba frío.

Eso significaba que llevaba ausente un rato, y el único culpable para la extraña mezcla de pesar y alivio que experimentó era él.

A1 levantarse y darse una ducha, se recordó que no tenía tiempo en su vida para una relación seria. Ocupar el puesto de piloto para esa misión, cuando la misión llevaba tantos meses en la fase de preparación, significaba que hasta el despegue iba a estar poniéndose al día. Sabía que no sería fácil. Iba a requerir cada segundo de cada día hasta la hora de la cuenta atrás.

Primero, debía pasar el proceso inicial de adaptarse a un equipo ya establecido. Se encontraban en Huntsville para preparar ese proyecto crítico. En una semana, pasarían a Houston, donde se quedarían hasta el momento de despegar, con algunos viajes de ida y vuelta hasta el Centro Espacial Kennedy, en Florida.

Lo esperaba un torbellino de actividad. Lo que significaba que no era el momento idóneo para pensar en un vínculo personal. Lo cual era bueno, ya que nunca había querido algo así.

Pero la noche anterior, lo que había compartido con esa mujer… podría haber sido la primera vez en que hubiera tomado en consideración la idea de algo próximo a una relación. Pero se había ido y él tenía trabajo, de modo que estaba acabado. Lo cual no explicaba por qué después de la ducha se quedó mirando la cama arrugada, anhelando algo que se encontraba fuera de su alcance.

Se vistió y desayunó como si fuera cualquier otra mañana y todo estuviera normal. Pero no lo era ni él era el mismo. Sabía que eso se lo debía a la noche anterior. Desde el momento en que ella pisó aquel bar, empapada, con la cabeza erguida y los ojos brillantes, supo que iba a alterarle la vida. Había hecho eso y más; lo había alterado a él hasta el mismo centro de su ser. Trató de no pensar en ello ni en lo que habría podido sentir por ella en circunstancias diferentes.

Se preguntó cómo podía pasar algo así después de solo un poco de conversación y buen sexo. Un magnífico sexo. Pero él no solía sentirse así a la mañana siguiente. Siempre había sido el que había tenido que irse. Pero era ella quien lo había dejado a él, sin una palabra ni una nota, y habría jurado que era justo lo que él quería.

Entonces, no sabía por qué pensaba en relaciones, familia y una casita con una valla blanca. Tenía misiones que llevar a cabo y, con algo de suerte, algún día dirigir. Una esposa e hijos sonaban bien, pero para mucho, mucho más adelante. No en ese momento.

A las nueve en punto de la mañana, entraba en el Centro de Vuelo Marshall con la idea de que lo llevaran de inmediato al trabajo.

Lo que no esperaba era una sala de conferencias llena de gente sonriente y buena comida… una contradicción cuando se trataba de alimentos proporcionados por el gobierno.

Aunque había pasado muy poco tiempo en los Estados Unidos desde sus días en las Fuerzas Aéreas, muchas de las personas allí presentes le eran familiares. La industria espacial era muy cerrada. Pocas personas del exterior comprendían la proximidad con la que trabajaban Rusia, Japón, los Estados Unidos y otros muchos países para construir la Estación Espacial Internacional, e incluso en ese momento, solo pensar en ello hacía que a Mike se le hinchara el pecho de orgullo de formar parte de ese proyecto.

– ¡Bienvenido, Mike!

Tom Banks, antiguo astronauta compañero de entrenamiento y que en ese momento trabajaba en el control de tierra, le estrechó la mano con vigor. Lo sorprendió ver que Tom había perdido pelo y ganado algo de peso desde sus días de entrenamiento.

– ¡Me he enterado de la buena noticia! -Tom sonreía-. Has vuelto a los Estados Unidos y vas a ocupar el puesto de Patrick -la sonrisa se borró de su cara-. Pobre chico. No puedo creer que se hiciera eso saltando en paracaídas. ¿Sabías que le tuvieron que meter tres clavos en la pierna?

– Vaya -se preguntó si era demasiado egoísta al estar agradecido por ese accidente, y también por el hecho de que el piloto suplente hubiera contraído hepatitis. Probablemente, sí. Pero llevaba años entrenándose justo para esa oportunidad: Con anterioridad había estado dos veces en el espacio y anhelaba regresar. Hasta el momento, lo único que sabía era que la misión transportaría e instalaría el tercero de los ocho paneles solares que, al finalizar la construcción en el 2006, representaría el sistema de energía eléctrica de la estación espacial. Era un proyecto que conocía muy bien, ya que llevaba años trabajando en lo mismo en Rusia-. ¿Cómo va todo?

– En marcha -repuso Tom-. Están encantados de tenerte, ya que tu fama te precede.

Mike sabía que eso podía ser bueno o malo.

– Me enteré de lo sucedido el año pasado -continuó Tom-. Cómo controlaste el incendio en mitad del vuelo.

Gracias a unos buenos reflejos mentales por parte de Mike, y estaba convencido de que cualquiera del equipo habría podido hacer lo mismo, pero él había llegado primero, había logrado contener el fuego y extinguirlo antes de que causara daños irreparables en la nave.

– No me gustaría revivir la experiencia -comentó con modestia.

– Fuiste un canalla con suerte, de eso no cabe duda. Todo el equipo. ¿Conoces al equipo? -Tom se volvió hacia los dos hombres que se les acababan de acercar-. Mike Wright, te presento a Jimmy Westmoreland, Especialista Primero de Misión, y a Frank Smothers, Especialista Segundo de Misión.

Mike ya los conocía a ambos. Hacía unos años habían ido a Rusia para estudiar parte del equipo de comunicación para la estación espacial en su fase de planificación. Unos momentos más tarde, le presentaron a Stephen Philips, el quinto miembro del equipo y el especialista de carga.

Ya conoces a todos -indicó Tom-.No está mal para tus primeros diez minutos aquí.

– No conozco a la comandante.

Extrañamente, Mike experimentó un destello de… aprensión no, ya que esa era una palabra demasiado fuerte para un hombre que se sentía tan cómodo en su mundo. Pero así como la industria espacial era famosa por tener profesionales excesivamente bien preparados, también lo era por sus grandes egos, y nadie, absolutamente nadie, llegaba al rango de comandante sin cierta vanidad.

Sumado a eso había otro problema. La comandante era mujer.

Todo el mundo sabía que a Mike le encantaban las mujeres. Las adoraba, soñaba con ellas, las deseaba… Como muestra de ello estaba lo sucedido la noche anterior.

Pero, ¿trabajar para una mujer? ¿Bajo sus órdenes? No quería considerarse un hombre con prejuicios o machista, pero si era sincero, debía reconocer que no imaginaba por qué una mujer iba a querer dirigir ese proyecto. Hacía falta fuerza, dotes de mando y, bueno, coraje.

– ¿Corrine Atkinson?

Stephen alzó la cabeza, igual que Tom y los demás. A diferencia de Tom, Frank, Jimmy y Stephen eran altos y delgados. Lucían el corte de pelo casi al ras que indicaba su carrera militar, y todos mostraban el aspecto de atletas duros, rígidamente controlados y bien entrenados. Por desgracia, los astronautas, por regla general, no eran tan serios como su reputación podía hacerle creer al público en general. De hecho, en su mayor parte eran grandes juerguistas y pendencieros, y ninguno de los allí presentes resultaba una excepción.

– La comandante anda por alguna parte -le aseguró Stephen-. Acaba de llegar de Houston.

– De hecho, vino para conocerte -indicó Frank con demasiada inocencia. Lo estropeó al sonreír-. No te preocupes. Le hemos contado todo sobre ti.

Jimmy se unió a la atmósfera festiva con su sonrisa de lobo.

– Sí. Empezamos con aquella vez en que fuimos a Rusia y nos llevaste a esa fiesta, ¿recuerdas?

Claro que la recordaba.

– Y aquellas mujeres que salieron de la tarta -añadió Jimmy, a pesar de que Mike conocía el resto.

– Eran muy guapas -aseveró Frank-. Pero luego descubrimos que eran prostitutas. ¿Recuerdas, Mike, que tú trataste de enviarlas a casa? No tenían medio de transporte, de modo que les ofrecimos uno…

Mike gimió al recordar la despedida de soltero de uno de sus camaradas. -Decidme que no se lo habéis contado.

– Oh, sí, desde luego que lo hicimos. Lo que más le gustó fue la siguiente parte -Frank sonrió-. Lo recuerdas, ¿no? La parte desnuda.

– Muy bien, eso no fue culpa mía – Mike se frotó las sienes-. Y cuando sacaron las pistolas para robarnos, nadie resultó herido. Espero que le hayáis contado eso.

– No corrimos peligro porque les habías gustado -señaló Jimmy-. Pero sí se llevaron nuestras carteras y el dinero en efectivo:

– Y nuestra ropa -añadió Frank-. No te olvides de que se llevaron nuestra ropa y llaves, y nos dejaron en la carretera.

– Empezó a llover -recordó Jimmy con un temblor-. A cántaros.

– Sí -Frank sonrió con añoranza-. Menos mal que no era invierno.

– Supongo que a la comandante esa historia le habrá resultado fascinante -comentó Mike de mala gana.

– Oh, sí.

Todo el mundo se partió de risa menos él. Mike ni la conocía y lo más probable era que ya figurara en su lista negra. Lo que le faltaba.

– Ahí está -Stephen señaló hacia el otro extremo de la sala.

En ese momento, les daba la espalda. Mike solo pudo ver que era más bien pequeña. Nada más, salvo que se había recogido el pelo en un moño severo.

Parecía ser que a la comandante Corrine Atkinson le gustaban los trajes conservadores y cuadrados que no mostraban prácticamente nada del cuerpo femenino y ocultaban las curvas que podía o no tener.

– Ven, te la presentaré -dijo Tom.

Mike respiró hondo, sintiéndose resignado, aunque no sabía por qué. Que se vistiera de forma rígida y se peinara de manera conservadora no significaba que no se trabajara bien con ella. Eso esperaba.

– ¿Mike?

– Sí -miró a Tom-. Voy -pero no se movió.

Frank rio y le dio una palmada en la espalda.

– No es más que la jefa, grandullón, no la guillotina.

Pero Mike sabía que en ocasiones podía tratarse de lo mismo. Juntos, moviéndose ya como un equipo, avanzaron para presentarlo, los otros con sonrisas en la cara, relajados de un modo que, de repente, Mike no habría podido imitar ni aunque en ello le fuera la vida. Algo extraño, dado lo mucho que le gustaba sonreír y estar relajado. No lo entendía, al menos no hasta que llegó a un metro de ella y se volvió para mirarlos.

Corrine experimentó ese extraño hormigueo en la base del cráneo que solía advertirla de que algo estimulante, no sabía si bueno o malo, estaba a punto de pasar. Descubrió que la percepción era acertada. A1 volverse y enfrentarse al grupo de hombres que había allí de pie, sonrientes, supo que los conocía a todos. A algunos mejor que a otros. Con la excepción de uno. Su perfecto desconocido.

El hombre de los ojos maliciosos y manos aún más maliciosas, el que había imaginado que durante años dominaría sus fantasías, se hallaba de pie justo delante de ella. Solo que en ese momento no llevaba vaqueros ni camiseta, ni movía el pie al son de la música mientras la tormenta bramaba en el exterior. En ese momento no parecía solo y sexy, y un poco peligroso para su salud mental.

En ese momento… seguía siendo sexy y peligroso, pero ya no estaba solo como la noche anterior. Se hallaba rodeado por su equipo, con el aspecto de estar en un ambiente que era natural para él.

– ¿Comandante Atkinson? Le presento a Mike Wright -comentó orgulloso Tom. Inimaginable. Ella abrió la boca, quizá para negar que eso pudiera estar pasando de verdad, quizá para soltar un chillido indignado, pero por suerte él habló primero.

– ¿Tú eres la comandante? -parecía anonadado-. ¿La comandante Atkinson?

Al menos parecía tan aturdido como ella. Lo cual no ayudaba en nada, no cuando su desconocido estaba… Santo cielo.

En su equipo. Era su subordinado. Iba a tener que aceptar órdenes directas de ella, y como bien sabía, no le iba a gustar. Era fuerte, duro e independiente… y eso no podía estar ocurriéndole a ella. No podía haberse acostado por accidente con alguien con quien iba a trabajar en estrecha relación. Con alguien con quien iba a estar prácticamente pegada durante los siguientes cuatro meses. Tenía que ser una broma cósmica.

Una pesadilla.

Por primera vez en su vida, se quedó sin habla, sin saber cómo reaccionar.

Pero él no. De hecho, ya había empezado a extender la mano, no para estrechársela como haría un desconocido, sino para sostenerla y apretarla con suavidad, de ese modo tan familiar que había empleado unas horas atrás.

– ¿Y tú eres…?

– Mike. Mike Wright.

Tenía nombre. Apartó la mano y con cuidado exhibió una pasividad distante.

– Encantada de conocerte.

¡Y de pronto comprendió quién era Mike Wright!

No su primera ni su segunda elección para piloto. Las circunstancias habían querido que se quedara sin ellos. Cuando se sugirió que el astronauta nacido en los Estados Unidos y entrenado en Rusia, Mikhail Wright, fuera el segundo reemplazo de emergencia, ella había aceptado, porque era de todos conocido el talento asombroso y el control preciso que exhibía él. Aunque no lo conocía en persona, le había parecido que sería perfecto. Perfecto.

Y lo era. Lo había sido. Y en ese instante le tocaba pagar el precio.

– Ha sido estupendo que dejaras Rusia y los proyectos que tenías allí para venir a unirte a nuestro equipo -indicó ella-. Gracias -él simplemente la miró-. Bueno…

Calló, porque durante un momento no fue la comandante, sino Corrine, la mujer que había derrumbado sus defensas por un hombre, acto que le había deparado unas posibilidades que no podía imaginar.

La situación no podía ser peor: «Bueno, en realidad, sí», pensó. «Todo el mundo en la sala podría saber que me he acostado con él».

Si su equipo lo averiguaba, a ojos de ellos perdería ese toque intenso y duro. Todo su control le sería arrebatado y perdería gran parte del respeto que tanto le había costado ganar, destino mucho peor que la muerte.

Irguió la espalda y se obligó a sonreír un poco, con la esperanza de que él -recibiera el mensaje silencioso y la súplica urgente.

– Querrás comenzar de inmediato. Primero te pondremos al tanto de lo que hemos estado haciendo. Tienes una reunión de un día entero con los especialistas de la misión, a quienes veo que ya conoces.

Frank y Jimmy sonrieron. Mike en ningún momento apartó la vista de ella; su cuerpo grande y musculoso se tensó como un cable. Guardó silencio.

– Mañana, á las ocho, empezaremos con el simulador -continuó, refiriéndose el enorme depósito de agua que proyectaba la ingravidez aproximada del entorno en el espacio-. Después de entrenarnos juntos durante una semana para acostumbrarnos a funcionar en equipo, nos marcharemos al Centro Espacial Johnson, donde nos quedaremos hasta el lanzamiento, sometidos a un entrenamiento diario.

Seguía mirándola fijamente, con expresión sombría, y en las profundidades de esos ojos insondables, ella vio cosas a las que no sabía responder… sorpresa y conmoción, por no mencionar una decepción amarga por el modo en que Corrine había manejado esa situación imposible.

Al final, tras un largo y tenso momento, él asintió despacio.

– Nos vemos entonces -respondió él con voz de acero. Dio media vuelta y abandonó la sala.

Corrine lo observó irse y se preguntó por qué experimentaba una extraña sensación de pérdida.

El resto del día fue una pura tortura, y solo era el primer día. Le quedaban meses hasta poder estar sola para lamerse y superar las heridas. No sabía muy bien qué era lo que debía superar, pero todavía no iba a permitirse pensar en ello. No le sorprendió encontrarse dos veces más con Mike ese mismo día. Cada una fue más difícil que la anterior. La primera quiso la casualidad, o la mala suerte, que ella fuera por el pasillo mientras él salía de la sala de conferencias después de su primera reunión.

Llevaba la camisa remangada y el pelo revuelto, como si se lo hubiera mesado a menudo con los dedos. Pero su mirada ardiente la atravesó.

Había gente por doquier, lo que le impidió a Corrine hacer algo más que preguntarle cómo había ido la reunión. Él respondió de manera similar, sin revelar nada, algo que ella agradeció.

Pero al alejarse, temblorosa por dentro debido a tantas emociones sin nombre, sintió la mirada de él, y continuó sintiéndola mucho después de desaparecer de su vista.

La segunda vez que se topó con Mike fue en mitad de la noche. Todo el equipo se alojaba en el centro y cada miembro tenía un dormitorio privado, pero compartían tres cuartos de baño comunitarios.

Por desgracia para Corrine, siempre había necesitado ir al cuarto de baño a medianoche, y esa noche no fue una excepción. Al salir caminó por el pasillo a oscuras y chocó contra un pecho sólido.

– Corrine.

No había otra voz en el mundo que pudiera aflojarle las rodillas. Ninguna capaz de evocar tantos pensamientos y emociones.

– Tenemos que hablar -dijo él. Aquí no.

Un pánico como el que nunca había conocido creció en ella, porque con ese hombre se sentía débil. Vulnerable. Todavía no podía hablarle del «problema» que compartían, no hasta que controlara mejor sus emociones y a sí misma. Nunca más volvería a verla sin ese control.

Lo había perdido por completo con él, lo había dejado hacer todo. Había estado extendida y abierta sobre la cama, con Mike arrodillado encima, empleando los dedos, la lengua, la totalidad del cuerpo para hacerla gritar y suplicar. No importaba que él también hubiera gritado y suplicado. En ese momento no se cuestionaba su control.

– Hablar no ayudará -indicó Corrine-. Ya está hecho.

– No tiene por qué ser así.

¿Qué insinuaba? ¿Que la deseaba otra vez? ¿Cómo era posible cuando sabía quién era ella?

No importaba. Corrine no quería que se repitiera. Anhelaba seguir adelante, como si nunca hubiera permitido que sus debilidades, su soledad, su momentánea falta de cordura tuvieran lugar.

– Se acabó, Mike -pronunciar su nombre ayudó. Su desconocido tenía un nombre y una identidad que acompañaban ese cuerpo largo, duro y cálido que durante una noche había adorado.

– ¿Así de fácil? -preguntó él-. ¿Igual que como empezó?

– Sí.

– Es duro, ¿no te parece?

– Así es la vida -se obligó a mantener la ecuanimidad, cuando lo que más deseaba era pedirle que la abrazara-. Adiós, Mike.

– No puedes despedirte de mí. Estoy en tu equipo.

– No te digo adiós como mi compañero de equipo.

É1 movió la cabeza y la miró de un modo que hizo que quisiera llorar.

– Y yo no te digo adiós como mi amante…

Corrine apoyó un dedo en sus labios, casi sin poder hablar.

– No lo digas -suplicó-. No digas nada.

Él le tomó la mano y con gentileza, con tanta gentileza que las lágrimas que había luchado por no derramar se asomaron a sus ojos, le besó los nudillos.

– No lo diré -convino-. Pero porque no hace falta. Aún no hemos terminado. Y creo que tú lo sabes.

Y se marchó.

5

Después del encuentro en plena noche, Mike durmió mal, acosado por visiones de su nueva comandante y de sus ojos distantes y voz aún más lejana. Se preguntó de dónde diablos había salido tanta frialdad. Y por qué se negaba a reconocer la noche que habían pasado juntos, aunque solo fuera entre ellos. A pesar de lo mucho que se esforzaba por entenderlo, no lo conseguía.

Comprendía lo obvio. Ella se avergonzaba de lo que habían compartido. Pero, ¿por qué eso dolía?

En cuanto a él, le estaba costando reconciliar la idea de la mujer a la que había abrazado toda la noche, que le había mostrado tanta pasión y deseo, con la persona fría a la que le habían presentado ese día. Abandonó la esperanza de dormir y se levantó antes del amanecer, sintiéndose aún insultado y enfadado, aunque no fuera algo racional. Había deseado esa oportunidad, había trabajado años por ella. No dejaría que nada se la estropeara.

Sabía cómo iba a pasar el día… diablos, probablemente la semana siguiente. Estaría en el simulador. Sería algo tedioso, largo y restrictivo; todos tendrían que ponerse el equipo de buceo. Aunque primero debía eliminar parte de esa energía inquieta. Podía ir al gimnasio a nadar un poco, pero como en el futuro inmediato iba a pasar todo el tiempo en el agua, decidió salir a correr.

Caminaba por el pasillo cuando Jimmy asomó la cabeza por la puerta de su habitación. Con expresión cansada, miró el atuendo de Mike antes de gemir.

– Perfecto. Vas a hacer que todos quedemos mal ante la… -miró a derecha e izquierda, luego bajó la voz hasta un susurro de conspiración-… Reina de Hielo.

– ¿Quién?

Frank sacó la cabeza por otra puerta con el ceño fruncido. Al ver a Mike y a Jimmy, sonrió con gesto somnoliento.

– Eh, igual que en los viejos tiempos. ¿Vais a correr? Esperadme…

– No -se apresuró a decir Jimmy, pero Frank ya había desaparecido en el interior de su habitación. Jimmy suspiró-. Maldita sea, ahora yo también tendré que ir para manteneros a los dos a raya.

– Espera -indicó Mike-. Con respecto a eso de la Reina de Hielo… -pero el otro le había cerrado la puerta en las narices.

Había querido estar solo, quemar esa energía inquieta e imposible de negar, pero ya no iba a poder ser. Quizá fuera lo mejor. Quizá pudiera dejar de pensar y empezar a disfrutar.

A los dos minutos, Frank y Jimmy estaban vestidos y listos para correr, y justo cuando los tres avanzaban por el pasillo, se abrió otra puerta. Vestida con unos pantalones cortos, una camiseta holgada y gafas de aviador que le ocultaban por completo los ojos, salió la comandante. Primero vio a Jimmy y a Frank, que en ese momento se hallaban delante de Mike, y sonrió.

– Eh, chicos. ¿Queréis compañía? Entonces Mike salió de detrás de ellos. A falta de un mejor saludo, alzó la mano y movió los dedos.

La expresión de ella se paralizó.

– Hola -saludó y miró a través de él, como si treinta horas atrás no la hubiera tomado de todas las maneras.

Frank miró a Mike.

– Hemos sacado a este perezoso de la cama, comandante. Lo vamos a obligar a correr esta mañana para que pueda estar en tan buena forma como tú.

– No quería venir -intervino Jimmy-. Deberías haber escuchado todas las palabras nuevas que nos enseñó, y eso que se lo pedimos con educación.

Mike observó mientras el buen humor luchaba con la cautela en el rostro de Corrine. Aún no se acostumbraba a su verdadero nombre, aunque le sentaba bien. Igual que el equipo. Era evidente que se habían convertido en un grupo durante el tiempo que habían pasado juntos. Su camaradería era positiva para la misión.

No le sentaba bien a él. Para empezar, odiaba ser el nuevo. Quería caerle bien, no que lo mirara como si fuera una especie de pervertido. No podía entender cómo era capaz de pasar de ser una mujer suave, risueña y llena de pasión a una mujer dura como un clavo, seria y con un control absoluto.

Y luego estaba la gota que colmaba el vaso… era su comandante. La había visto desnuda, abierta bajo él y pidiendo más, y era su maldita jefa.

– Vamos -dijo con toda la ligereza que pudo mostrar-. Veamos quién aguanta más. Y para que lo sepáis -añadió en dirección a Frank y a Jimmy-, pretendo agotaros a los dos.

Sus amigos intercambiaron unas sonrisas.

Eso hizo que Mike multiplicara su determinación. Empezaron a un ritmo rápido. A Mike no le costó mantenerlo, pero recordó que Jimmy y Frank no eran dos de los hombres más disciplinados. Curiosamente, en ése momento lo eran.

Corrine se mantuvo con ellos, silenciosa y decidida, y él se preguntó cuánto tiempo aguantaría. También quiso saber cómo iba a ceder. ¿Se retrasaría con elegancia o se mataría para tratar de resistir? Se dijo que no le importaba. Fuera como fuere, le brindaría gran placer verla sudar.

Después de los veinte minutos, nadie había aminorado, pero Mike comenzaba a sudar. Jimmy y Frank también, en especial porque no habían dejado de hablar acerca de las hazañas que habían compartido con Mike en Rusia.

– Deberías haber visto a la multitud después de aterrizar en el noventa y siete -le dijo Frank a Corrine, que podía estar escuchando o no, ya que en ningún momento frenó el paso ni giró la cabeza-. Las rusas no se cansaban de Mike. Es una celebridad. Gritaban como si fuera Mel Gibson.

Jimmy bufó.

– Sí, y a nosotros nos tocó lo peor al tener que mantenerlas apartadas de él. Y hubo una que logró escabullirse y meterse en su ducha en la habitación del hotel. ¿Te acuerdas, Frank? ¿Recuerdas cómo Mike se puso a gritar como si fuera una nenaza?

– Me asustó -se defendió él, mirando de reojo a Corrine.

Ella se mantuvo impasible.

– Oh, pobrecito -dijo Jimmy, jadeando para respirar-. Eh, ¿todavía puedes conseguir a una mujer diferente por noche si quieres?

– Eh… -otra mirada a Corrine le aseguró que ella escuchaba; el rostro había adquirido una tonalidad más rojiza. Lo que no sabía era si eso representaba bochorno o ira-. Jamás tuve a una mujer diferente por noche.

– Es cierto. Los domingos descansabas.

«Decididamente, ira», pensó Mike al ver que la cara de Corrine se oscurecía más. Frank y Jimmy quedaron encantados con su creciente incomodidad, pero no podían saber que sin darse cuenta habían revelado partes de su vida que bajo ningún concepto quería exponer delante de esa mujer.

Al parecer todavía no había dejado de ser el amante de Corrine para pasar a ser su compañero de equipo. Tarde o temprano iba a tener que conseguirlo.

A1 llegar a los cuarenta minutos, empezó a jadear, pero se negó a mostrarlo y se distrajo mirando a su comandante. Decidió que la ropa que llevaba era un delito. Poseía un cuerpo increíble, exuberante y con curvas en los sitios adecuados, aunque era como el acero en otros. Lo sabía ya que había besado, succionado y acariciado cada centímetro de ella.

Pero tanto el día anterior con su traje severo como en ese momento con las prendas de correr, lo ocultaba todo. Eso solo iba a matarlo, si antes no lo hacía el ritmo que imprimían a la carrera. Y de pronto tanto Frank como Jimmy aminoraron hasta ponerse a caminar y les indicaron con las manos que continuaran.

Mike miró a Corrine, más que dispuesto a dejar que reconociera la derrota, porque no había que confundirse, estaban en una especie de estúpida competición, y él pensaba ganar. Ella ni lo miró y continuó con la vista al frente, con las manos y las piernas sincronizadas en el ritmo que imponían. Y apenas sudaba.

– ¿Cansada? -preguntó él con toda la indiferencia que pudo al tiempo que respiraba agitadamente-. Porque podríamos aminorar un poco el paso.

– Como quieras -dijo, y de hecho lo incrementó para adelantarlo.

«Santo cielo», fue lo único que pensó Mike, acelerando como había hecho Corrine.

Iba a matarlo.

– Por favor, no sigas por mí -soltó ella por encima del hombro con voz tan controlada que potenció la frustración de Mike.

Él apenas podía respirar, mucho menos contestar.

– Estoy bien -soltó con los dientes apretados.

– Lo que digas.

Continuaron otros dos kilómetros en silencio mientras él echaba chispas al recordar que en el hotel le había sugerido que descansara mientras subían un maldito tramo de escaleras.

Pasado un rato, ella lo miró.

– Por el amor de Dios, Mike, para. ¿Quieres?

– No.

– Te puede la obstinación.

Cierto, pero jamás se lo iba a reconocer.

– ¿Y si te ordenara que pararas?

– No puedes hacerlo.

– ¿Por qué no? -se subió las gafas hasta la cabeza y lo miró con sus ojos de color medianoche.

– No puedes ordenarme que haga nada -jadeó-. No estamos trabajando.

– Debí imaginarlo -apretó la mandíbula pero no aminoró-. Eres un cerdo machista.

– ¿Qué?

– No puedes trabajar para una mujer, ¿eh?

– ¡Ja! -jadeó, pero tuvo que callar para concentrarse en obtener oxígeno para su pobre cuerpo-. Puedo trabajar para una mujer. Y… -y estaba sin aire- no… soy… un cerdo.

– Un cerdo machista.

Era evidente que intentaba que se enfadara, pero antes de que pudiera acusarla de eso, Corrine disminuyó el paso hasta detenerse. Sin prestarle atención, se puso a realizar una serie de estiramientos mientras Mike simplemente se concentraba en mantenerse consciente.

La observó mientras abría las piernas, se inclinaba y apoyaba las palmas de las manos en la tierra. Durante un momento, los pantalones se tensaron sobre su trasero duro y redondo y las manos de Mike tuvieron ganas de tocárselo. No podía creer que no hubiera notado la forma extraordinaria que tenía, mejor que la suya, y eso que estaba orgulloso de mantenerse en buen estado físico.

– Escucha -Corrine se irguió de pronto y lo miró directamente a los ojos-. Veo que vas a tener problemas al trabajar a mis órdenes, pero debes superarlo. Eres nuestra tercera y última elección. No hay nadie más. No voy a comprometer la misión.

No supo si sentirse halagado o insultado, de modo que permaneció allí como un idiota.

– Tu reputación te precede -continuó ella, apartándose un mechón de pelo rebelde de la cara-. Tanto dentro como fuera del transbordador. Soy bien consciente de tu perfil, pero no esperaba tener problemas tan pronto.

Él parpadeó y se irguió, olvidados los problemas de respiración y musculares.

– ¿Perdona? ¿Problemas?

Ella simplemente lo miró.

– ¿Te refieres al hecho de que estuvimos desnudos? -soltó sin rodeos.

Ella alzó más la barbilla y le apuntó con un dedo.

– Y quiero que pares eso.

– ¿Parar qué, exactamente?

– Aludir a… ya sabes.

– ¿A estar desnudos? -preguntó, sintiéndose perverso y enfadado, lo cual no era una buena combinación-. ¿O al sexo?

Ella giró en redondo y se marchó. Como caminaba a un paso rápido y él no podría haberlo hecho sin gemir, la dejó marcharse. Pero se dijo que aún no habían terminado.

El equipo pasó el día en el simulador, trabajando en algunos de los experimentos que llevarían al espacio. Aunque en el espacio reinaba la ingravidez, no era fácil moverse entre tanta maquinaria.

Corrine sabía que el público en general desconocía lo fuerte que tenía que ser un astronauta. Para mover una gran masa, lo que describía toda su maquinaria, había que aplicar una gran fuerza, con cuidado de ejercerla con precisión o el objeto se pondría a girar sin control. Para detener cualquier movimiento se requería una fuerza igual de grande, bien dirigida y controlada.

En otras palabras, fuerza bruta.

Incluso algo tan sencillo como tratar de colocar un tornillo requería delicadeza. Esa clase de maniobra no podía realizarse mientras se flotaba en la cabina. Se necesitaban anclajes o apoyos con el fin de aplicar la fuerza, lo que a su vez requería técnicas especiales, herramientas especiales y procesos especiales, y a menudo los esfuerzos coordinados de un compañero de equipo. Todo, hasta las tareas más sencillas, tenía que practicarse una y otra y otra vez.

Uno de los desafíos más grandes a los que se enfrentaban era que un verdadero entorno espacial no se podía simular con exactitud en la tierra. De ahí los «simuladores» en el agua, con los astronautas vestidos como buzos. Era lo más próximo que podían estar de la experiencia verdadera, incluso con los vastos avances tecnológicos del presente.

Aquella noche, Corrine se metió en la cama pensando que las cosas habían salido bien. Siempre que descartara las miradas penetrantes que había recibido de su piloto, Mike Wright.

Aún no podía creer en la mala suerte que había tenido y se preguntó si ya ni siquiera podría permitirse disfrutar de una aventura anónima.

Si Mike decidía contarlo, dejaría de ser anónima en un abrir y cerrar de ojos. No podía permitir que el resto del equipo supiera lo que había hecho con él en un momento de debilidad egoísta. Y lo que había hecho aún no le permitía dormir. No era capaz de cerrar los ojos sin sentir el roce del cuerpo de él, sin recordar su sabor o los sonidos sexys que emitía cuando…

Se dio la vuelta y clavó la vista en el techo, pero la dominó una sensación casi insoportable de soledad. «¿Por qué ahora?», se preguntó. Era la vida que por voluntad propia había elegido. Había sabido que sería un mundo altamente competitivo, que para conseguirlo abandonaría cualquier capricho de su feminidad. De hecho, lo había anhelado… jamás podría destacar siendo solo… bueno, una mujer. Entonces, no sabía a qué se debía esa súbita añoranza de ser simplemente eso, de ser vulnerable, blanda. De dar. Incluso de amar.

Todo con Mike.

Solo con mirarlo había perdido la cabeza. Y también él lo había sabido; podía percibirlo en su sonrisa lenta.

Eso tenía que parar. Había disfrutado en una ocasión y con eso debía bastar. Debería acabarse. Pero no era así. Ni siquiera era capaz de mirarlo sin experimentar esa estúpida y adolescente reacción de flojera en las rodillas, algo que la enfurecía de verdad.

Había leído su historial para obtener información personal. Tenía cuatro hermanos, todos militares. También su padre era militar. Su madre, rusa, había muerto cuando Mike contaba solo cuatro años, de modo que no era de extrañar que fuera tan increíblemente masculino. Había crecido en una casa llena de cromosomas Y, y luego había pasado a una industria sobrecargada de testosterona.

Se dio la vuelta para golpear la almohada y decidió que ahí radicaba el problema. Porque así como Mike sabía cómo tratar a una mujer… después de todo, la había hecho ronronear en más de una ocasión, no tenía ni idea de cómo hacer algo que no fuera consentir a una mujer, mucho menos trabajar para una. Ser un subordinado de ella iba a ser algo completamente desconocido para él, y como ambos iban a necesitar el control… podía ver que esa misión no iba a marchar sobre ruedas.

Lo que no conseguía ver era qué podía hacer al respecto.

Cerca de él no era la misma. Le costaba mantener la fachada ecuánime y fría que le gustaba, principalmente porque él conseguía atravesarla con pasmosa facilidad. Odiaba eso.

Suspiró y se levantó de la cama para su habitual visita de medianoche al cuarto de baño. El pasillo estaba en silencio, tanto cuando entró como cuando salió dos minutos más tarde. Razón por la que estuvo a punto de chillar cuando volvió a chocar contra un torso sólido como una roca.

– Mike -susurró cuando esas manos grandes se alzaron para estabilizarla.

– Es extraño encontrarte aquí.

– ¿También tienes la vejiga débil?

– No tengo nada débil.

– Todo el mundo tiene una debilidad.

– Lo que yo tengo -susurró mientras le tomaba el pelo recogido- es debilidad por el pelo largo y oscuro libre, y por unos ojos azules que se derriten de deseo cuando me miran, en vez de esos dos trozos de hielo.

– Me vuelvo a la cama.

– No hasta que hablemos.

– Es tarde.

– De hecho, es temprano -apretó la luz del reloj para ver la hora-. Necesitamos acabar con esta situación, Corrine.

– Quizá preferirías volver a tratar de ganarme corriendo mañana.

– Sí, te subestimé -frunció el ceño.

– No me consideraste más que una muñeca frágil.

– No era de esto de lo que quería hablar.

– Apuesto que no. Mira, Mike, esto nunca va a funcionar. Seguro que puedes verlo. Tienes un problema con que yo sea la comandante de la misión.

– E1 problema que tengo contigo es que finges que no me conoces. Que finges que no nos acostamos juntos, que no hicimos el amor…

Le plantó la mano en la boca y miró en ambas direcciones para asegurarse de que nadie los oía.

– Maldita sea -musitó-. ¿Podrías dejar de hablar de eso? ¿Por qué es nuestro único tema de conversación?

Le apartó la mano de la boca y la hizo retroceder despacio contra la pared, hasta dejarla con la fresca escayola a la espalda y su encendido cuerpo por delante.

Corrine no se había detenido a pensar en el pijama que llevaba… unos pantalones cortos y una camiseta suelta. Como era su favorito, el uso lo había suavizado mucho. De hecho, era lo bastante fino como para sentir cada centímetro de él, y su cuerpo reconoció lo mucho que había disfrutado de esos centímetros, porque cerró los ojos para concentrarse en las sensaciones.

– Corrine -susurró, como si tampoco él pudiera evitarlo-. No te entiendo. Ayúdame a hacerlo. ¿Por qué simplemente no podemos… dejarnos llevar? ¿Por qué hemos de soslayar esto?

¿Y tenía que preguntarlo? Había un millón de razones, empezando por el hecho de que tenían que trabajar juntos, sin estorbos personales por medio. La misión dependía de ello. La NASA contaba con ello. Había en juego miles de millones de dólares de los contribuyentes. Nada podía entorpecerlos emocionalmente.

– No hay un «esto» -aseveró con una contundencia que no sentía.

Él le pasó un dedo por la línea de la mandíbula y bajó por el cuello hasta donde los latidos se le habían disparado.

– Mentirosa -reprendió con voz suave mientras los pezones de Corrine se contraían y se marcaban a través de la fina tela de la camiseta.

– Mike.

– Sí.

Emitió un sonido de impotencia. «Oh, Mike» ¿Por qué no podía olvidarlo? ¿Qué tenía lo que habían compartido en la oscuridad de la noche, sin música ni velas, sin elementos románticos, sin nada más que ellos dos volviéndose hacia el otro? Solo se habían necesitado a si mismos, y eso era lo que la asustaba.

La aterraba.

– No puede haber un esto -murmuró.

– Oh, sí que lo hay -el dedo continuó por su sendero descendente hasta el borde del cuello de la camiseta. Se acercó aún más, bajó la cabeza y mordisqueó la piel que había revelado, mientras con los dedos proseguía el implacable asalto a sus sentidos.

La parte de atrás de la cabeza de Corrine golpeó la pared cuando perdió la capacidad de sostenerla erguida.

– Mike…

– ¿Cómo puedes ignorarme? -respiró sobre su piel-. ¿Después de lo que compartimos?

– Solo… fue… sexo -jadeó mientras él subía esa boca por su cuello y los dedos jugaban con el borde de la camiseta y la curva de su pecho.

– Sí. Sexo. Un sexo magnífico -aguardó hasta que Corrine lo miró-. Te hice experimentar varios orgasmos, ¿recuerdas? -pegó las caderas a las de ella-. Una y otra vez, hasta que gritaste.

Ella creía que iba a gritar en ese momento.

– Para -como deseaba hablar en serio, apoyó una mano en el pecho de él-. Quiero que olvides todo aquello. Si pretendemos que esto salga adelante, tienes que olvidarlo.

– Corrine…

– Olvídalo, Mike -y mientras aún tenía fuerzas, se apartó. Pero en vez de volver a la cama, se metió en el cuarto de baño y abrió la ducha.

Fría.

Mientras se desnudaba y se metía bajo el chorro helado, habría jurado que escuchaba la risa baja y burlona de Mike.

6

La reunión no marchaba bien. Corrine lo sabía e intentaba controlar las cosas… cosas que esencialmente eran sus propias emociones. Pero con Mike ahí sentado a la mesa de conferencias, tan tranquilo y sereno, resultaba casi imposible. Podía sentir sus ojos sobre ella, intensos en su expresión. Y aunque debía ser una ilusión, le pareció que podía olerlo en su masculinidad limpia y sexy. Desde luego podía sentirlo, y ni siquiera la estaba tocando.

Había soñado con que la tocaba. Y lo hacía demasiado a menudo. Siempre de un modo que parecía inocente, desde luego. Un roce del brazo aquí. Un muslo allí. Aquí un contacto, allí un contacto, siempre un contacto.

– Los hechos son los hechos -dijo en el silencio tenso-. Se nos ha pedido que realicemos estos experimentos y lo haremos.

– Pero al menos podemos quejarnos. No son de la NASA, ni siquiera de la universidad -indicó Frank. Llevaban una hora con lo mismo-. Son unos estudiantes de instituto de Missouri que quieren probar unas semillas. Creo que todos estaremos de acuerdo en que, con el factor de tiempo desconocido para la reparación de los paneles solares ya instalados, sumado a la instalación de los nuevos, tenemos mejores cosas que hacer que preocuparnos de las semillas de unos chicos.

Tanto Jimmy como Stephen asintieron. Corrine miró a Mike.

Él le devolvió la mirada con expresión reservada y no dijo nada.

– Entiendo lo que planteáis -indicó, un poco perturbada por lo mucho que podía agitarla algo tan sencillo como un intercambio de miradas-. Pero esos chicos ganaron un concurso nacional en Washington. Fue una campaña publicitaria con la intención de recuperar la atención del público en el transbordador y en la Estación Espacial Internacional de una manera positiva -que ella estuviera de acuerdo con su equipo no importaba. Tenía las manos atadas. No tenía otra alternativa-. Hemos de hacerlo. El presidente prometió que lo haríamos.

– Comandante, sin duda él…

Movió la cabeza en dirección a Jimmy, odiando no poder hacer acopio de su ecuanimidad con la presencia de Mike allí. No debería ser difícil convencer a su equipo de que hiciera lo que ella quería. No debería sentir la decepción amarga que irradiaban todos los componentes ante su incapacidad para cambiar lo inalterable.

– El presidente le solicitó en persona el favor a la NASA y nosotros aceptamos.

– Sí, pero cuando aceptamos -señaló Stephen visiblemente irritado-, fue antes de que conociéramos los problemas adicionales de tiempo que íbamos a sufrir, tanto en el transporte como en la estación.

La Estación Espacial Internacional había tenido problemas, siendo el más grave el de los paneles solares defectuosos que ya estaban instalados. Como los astronautas se alojaban allí de manera permanente, reparar el problema era fundamental. Nadie quería dedicar horas cruciales de su misión de diez días a supervisar proyectos estudiantiles, entre los cuales figuraba exponer semillas, pelo, pan, hamburguesas e incluso chicle al entorno ingrávido del espacio para ver si se veían afectados por el cambio de presión, altitud o cualquier otra cosa.

– Aún no hemos descubierto cómo añadir los repuestos necesarios a nuestra carga sin aplastar los componentes originales -expuso Jimmy-. Mucho menos sacar tiempo para las reparaciones que debe llevar a cabo Stephen -miró con ojos atribulados a Corrine y a Mike, quienes en su papel de comandante y piloto, dirigirían la nave-. Tenemos poco tiempo.

– Por no mencionar que maniobrar en el reducido espacio de la estación va a resultar un milagro -añadió Frank-. ¿Estás preparada para eso? ¿Estás preparada para decirle a los países involucrados en esto con nosotros que no pudimos resolver el problema porque nos hallábamos demasiado ocupados llevando a cabo experimentos de ciencia de aficionados?

– No entendéis la presión a la que está sometida la NASA para lograr el favor del público en algo tan gravoso para el bolsillo del contribuyente -indicó Corrine-. La microgravedad del espacio se ha convertido en una herramienta importante para el desarrollo de materiales nuevos y sofisticados -adrede no miró a Mike, de modo que pudo dejar que su famosa frialdad se reflejara en su voz. Estaba al mando y era quien tenía la última palabra, les gustara o no-. Y el público está perdiendo interés.

– Estupendo -dijo Stephen, y tanto Jimmy como Frank rieron.

– No es estupendo -corrigió Corrine-. Necesitamos un total de cuarenta y tres vuelos para construir la estación. Eso representa mucho dinero de los impuestos.

– Ya estamos comprometidos como nación -expuso Stephen-. Es demasiado tarde para que los políticos decidan que no queremos estar. Me decanto a favor de Frank y Jimmy. Olvida los experimentos.

– Stephen -intervino Mike con suavidad-. Esto no es una democracia. -Corrine respiró hondo, pero no lo miró. Al parecer, se ponía del lado de ella. ¿Porque estaba realmente de acuerdo o porque se habían acostado juntos? Odiaba cuestionarlo.

– No vamos a olvidarnos de los experimentos -insistió Corrine.

Stephen apretó la mandíbula.

Jimmy también parecía irritado, pero preguntó con calma:

– ¿Podemos acordar cancelarlos si arriba nos surgiera algún problema?

– Tomaremos esa decisión si surge la necesidad.

– Bueno, entonces pongámonos a trabajar en el horario -pidió Stephen con tono hosco-. Y cerciórate de que nada entre en conflicto, en particular un estado premenstrual. Cielos. Los otros parecieron luchar por controlar sus expresiones faciales, sin éxito. Jimmy y Frank sonrieron.

Mike bajó la vista hacia sus manos unidas. Pero Corrine estaba furiosa. No sabía por qué, pero si una mujer poseía una opinión marcada o necesitaba poner bajo control a su grupo, terminaba por ser una bruja caprichosa. Sin embargo, cuando un hombre hacía lo mismo, actuaba dentro de sus derechos como varón al mando.

La injusticia no le resultaba nueva, pero por algún motivo, ese día fue dura. Lo achacó a la falta de sueño, no al calor no sofocado que Mike había avivado en su cuerpo la noche anterior, y puso la expresión de que era mejor no jugar con ella para poner en su sitio a sus hombres.

Jimmy y Frank estaban descontentos, como mínimo. Stephen también.

– Creo que esto apesta -dijo-. Que quede constancia de ello.

– No importa lo que tú pienses -indicó Mike.

Justo o no, al oír que la, defendía, Corrine se crispó. No deseaba ninguna heroicidad, deseaba… deseaba… Maldita sea, lo deseaba a él.

– Es evidente que necesitamos un descanso -dijo Corrine, poniéndose de pie-. Este es tan buen momento como cualquiera -Mike fue el último en ir hacia la puerta, y lo detuvo-. Quiero hablar contigo.

– ¿Sí?

– No necesito que me defiendan – supo que sonaba rígida y desagradecida, pero no pudo evitarlo, ya que sentía ambas cosas en ese momento-. Menos delante de mi equipo. Ni ahora ni nunca.

– También es mi equipo -indicó él con demasiada suavidad-. Y no dejaré que nadie te hable de esa manera. Ni ahora ni nunca -repitió.

Si ella hubiera dormido más, lo habría visto venir y habría podido evitarlo. Pero tanto calor en la mirada de él la distrajo, de ¡nodo que cuando le acarició la mejilla con su mano grande, cálida y extrañamente tierna, lo único que pudo hacer fue quedarse quieta y temblar como una condenada virgen.

– Corrine.

– No -susurró ella.

– Ni siquiera sabes lo que te voy a decir.

– No quiero saberlo.

– Te lo diré de todos modos.

– Por favor, no.

– «Por favor» -sonrió-. La única vez que te he oído pronunciar esas palabras fue cuando estaba dentro de ti…

– ¡Mike!

– Y también eso -los ojos se le oscurecieron-. El modo en que pronuncias mi nombre me excita, Corrine.

– Me aseguraré de no volver a decirlo -soltó a través de los dientes apretados.

– Te deseo -movió la cabeza, claramente desconcertado-. Dios, todavía te deseo.

Ella cruzó los brazos en un intento desesperado por recuperar la normalidad, algo imposible con ese hombre. Sin siquiera intentarlo, le encendía el cuerpo.

– Hablábamos de lo que sucedió en esta sala hace apenas unos minutos. Sobre el hecho de que viniste en mi defensa cuando no lo necesitaba.

– No, tú hablabas de eso. Yo quería hablar de algo completamente diferente. O no hablar -los ojos centellearon con un deseo inconfundible-. No hablar también está bien.

Era mucho peor de lo que Corrine habría podido creer, porque no entendía cómo aún podía haber tanto calor entre ellos. Habían hecho el amor, ¡más de una vez! Debería estar acabado. Y la irritaba que siempre que lo miraba todo pensamiento racional desaparecía de su mente. Lo peor era que no sabía cómo hacer para no revelarlo.

– Tantas preocupaciones -musitó él, sosteniéndole la cara mientras la obligaba a mirarlo a los ojos-. Compártelas conmigo.

– Sí, claro -logró responder débilmente, apartándole las manos-. No puedo.

– No quieres -la observó caminar por la sala-. ¿Por qué haces esto? Por qué conmigo eres esa mujer cálida, suave, apasionada, y, sin embargo, con tu equipo eres tan…?

– ¿Tan qué? -giró para inmovilizarlo con la mirada.

– Dura -soltó sin rodeos-. Eres dura, Corrine.

Eso dolió, y tuvo que tragar saliva para poder hablar.

– Si tengo que explicártelo, significa que nunca lo entenderías.

– Prueba.

Lo miró a la cara y, por algún motivo, sintió un nudo en la garganta.

– Mike. Aquí no.

En ese momento, oyeron unos pasos en el pasillo.

– Después, entonces -acordó él-. Corrine, habrá un después.

Al menos la sesión de la tarde transcurrió con más normalidad, aunque el daño ya estaba hecho. Corrine se hallaba tensa.

Sin embargo, los demás parecían dispuestos a olvidar la escena de la mañana, de modo que ella ocultó toda su tensión detrás de una sonrisa distante y una dura determinación. Después de todo, tenía trabajo que hacer y una misión que organizar. Los paneles solares que iban a trasladar al espacio tenían que tratarse con sumo cuidado, tanto durante el embalaje como en el transporte, y luego durante la construcción y el montaje en la estación espacial.

Cada uno de los miembros de la misión, Corrine, Mike, Stephen, Frank y Jimmy, tenía un trabajo específico, y cada tarea era crítica y requería meses y meses de planificación, y luego más meses de práctica. Por ejemplo, para montar las largas alas solares, cada una de las cuales, al estar completamente extendida, mediría setenta y dos metros de punta a punta, Corrine primero debería maniobrar hasta dejar el transbordador, en posición para poder abrir el compartimiento de carga y trabajar allí. Eso solo sería una proeza asombrosa.

Stephen y Mike dirigirían el brazo robótico. Frank y Jimmy, con amplio entrenamiento técnico, llevarían a cabo las reparaciones. Se necesitaban tres paseos por el espacio, y en cada ocasión, el brazo robótico se emplearía como plataforma móvil sobre la que pudiera apoyarse un astronauta. Dicho astronauta, Jimmy en este caso, quedaría sujeto por unas correas mientras Corrine dirigía a Mike y a Stephen para que lo llevaran hasta donde necesitaba ir. El equipo integrado medía cinco por cinco por cinco metros y pesaba cinco mil quinientos kilos. Requería un trabajo de grupo muy preciso, todo en una atmósfera sin gravedad, flotando entre el estrecho corredor del transbordador y la estación, con un voluminoso traje que pesaba cuarenta kilos. Los demás y ella depositarían literalmente la vida en manos de los otros. Se necesitaba práctica. Mucha práctica. Como piloto, Mike pasaba gran parte del día a su lado. Ni un segundo tenían para estar solos. A pesar de que cada centímetro de piel quedaba oculto a la vista, todo menos los ojos a través de la máscara, era tan consciente de él que cada vez que respiraba hondo, ella lo sabía. Si la miraba, lo sentía. Y cuando por azar, o quizá no tanto azar, la rozaba, sus sentidos experimentaban una sobrecarga.

No le gustaba. No le prestaba atención.

Lo conseguía manteniéndose distante y en control, negándose a distraerse. En una ocasión, cuando el resto del grupo se hallaba del otro lado de un gran mecanismo que empleaban para elevar las enormes piezas del equipo, Mike se plantó delante de ella y adrede clavó la vista en sus ojos mientras deslizaba las manos enguantadas hacia sus caderas para apretar con suavidad.

A pesar de estar separados por los trajes, sintió los dedos de él como si sus pieles entraran en contacto. Cerró los ojos y el corazón se le aceleró. La dominó un poderoso anhelo. Cuando al fin abrió los ojos, esperaba encontrar una expresión de triunfo en la mirada castaña, pero lo único que vio fue una reacción que reflejaba la suya propia de manera exacta.

Después de eso, se hizo más y más difícil evitarlo. Como resultado de aquella situación, quizá les exigió más de lo normal, pero se dijo que era una perfeccionista y que simplemente esperaba sacar lo mejor de ellos. Saber que entregaban lo mejor de ellos la ayudó a mitigar el conocimiento de que al resto del grupo no le caía particularmente bien. Pero la respetaban y poseían la misma ética de trabajo que ella, de modo que con eso le bastaba. Además, estaba acostumbrada a no caer bien. Pocos entendían el impulso que la motivaba, su necesidad de éxito. En ocasiones, ni ella misma lo comprendía. Sus padres la apoyaban; sus amigos la apoyaban. Toda su vida había sido querida y respetada. No era una carencia de afecto lo que la motivaba, sino un simple y abrumador anhelo de éxito.

Y lo iba a conseguir.

Mike aguardaba en el pasillo a oscuras, en silencio y tenso, atento a la habitual visita de Corrine al cuarto de baño.

Era una estupidez, incluso patético, y más cuando no tenía ni idea de lo que quería decirle o hacer. No, eso era mentira. Sabía exactamente qué quería hacerle, y en ello implicaba no tener ropa, una cama y muchos gemidos.

¿Qué era esa loca necesidad que tenía de ella? Carecía de sentido. Menos cuando ella había dejado bien claro que quería olvidar que lo había conocido. También él debería querer olvidarla, dado lo dura y estricta que era como comandante. Pero no podía hacerlo. Por eso esperaba.

Y ella no lo decepcionó. Justo pasada la medianoche, salió de la habitación con sus pantalones cortos y camiseta. Mike se encogió en las sombras y la observó hasta que con su andar decidido desapareció en el cuarto de baño.

Cuando volvió a salir dando un enorme bostezo, la agarró.

Corrine estuvo a punto de soltar un grito, pero se controló en el acto. Y así como él admiraba el control que exhibía durante el trabajo, en ese momento no quería que estuviera controlada, la quería encendida y perturbada, único momento en que llegaba a ver a la mujer que sospechaba que era la verdadera Corrine Atkinson.

Se opuso a él, pero Mike empleó su fuerza superior para acercarla hasta que quedaron pecho contra pecho, muslo contra muslo, y con todos los deliciosos puntos intermedios fundidos.

– ¿Qué haces? -susurró Corrine con ferocidad.

Ni él mismo lo sabía.

– ¿Qué te parece esto? -le capturó la boca con la suya.

Corrine se quedó absolutamente quieta, y Mike supo que la tenía. Si se hubiera opuesto, la habría soltado al instante. Si le hubiera brindado algún indicio de que no era eso lo que quería, habría retrocedido y regresado a la cama. Podría haberse quedado duro como el acero y frustrado más allá de lo imaginable, pero la habría dejado.

Ella no le dio esa señal, aunque tampoco le devolvió el beso. Mike anhelaba mucho más, ansiaba ver sus ojos somnolientos y sexys con el mismo apetito que lo devoraba a él, quería que el cuerpo le vibrara y lo necesitara, quería que lo mirara como había hecho en la habitación del hotel, con esa expresión que le decía que era el único que podía hacérselo en ese momento.

Pensó que quizá él mismo anhelaba incluso algo más, pero la idea lo inquietó, de modo que se concentró en el deseo físico. La boca de Corrine era cálida y tenía el sabor que tan bien recordaba. Aflojó las manos con que la agarraba y le acarició la espalda mientras le mordisqueaba los labios en busca del acceso que ella tendría que darle por decisión propia.

Cuando pronunció su nombre con suavidad y le enmarcó el rostro con las manos para mirarla a los ojos ella gimió y le rodeó el cuello con los brazos.

– Mike.

Él soltó un gemido ronco cuando Corrine ladeó 1a cabeza en busca de una conexión más profunda. A los dos segundos, dicha conexión no solo era más profunda, sino abrasadoramente caliente. Ella cerraba una mano en su pelo, reteniéndolo como si creyera que podría irse.

Imposible.

Deslizó la otra mano a la cintura de Mike para pasar los dedos por debajo de la camiseta, rodearle la cintura y acariciarle la espalda. Un contacto simple, incluso inocente, pero que lo encendió: Él también ocupó las manos; las bajó por sus brazos hasta las caderas y las metió entre la camiseta y su piel. El beso fue largo, húmedo, profundo y ruidoso, pero justo cuando Mike subía las manos para tomarle los pechos, detrás de ellos se abrió una de las puertas de un dormitorio.

Corrine se quedó helada y él percibió el horror que la dominó. En silencio, maldiciendo la pérdida de su cuerpo ardiente y de la intimidad, apoyó un dedo en sus labios y con rapidez la metió en el cuarto de baño.

Como dos adolescentes, se quedaron inmóviles en la habitación a oscuras, atentos a cualquier sonido.

Nada.

– Dios mío -susurró ella-. No puedo creer que… Que tú…: Que nosotros…

– ¿Estuviéramos a punto de devorarnos?

– No lo digas.

Sonaba disgustada y eso volvió a enfurecerlo. Se preguntó por qué le importaba esa mujer. ¿Por qué le importaba que sus compañeros gruñeran sobre su conducta fría y distante porque no veían como él a la verdadera Corrine? ¿Por qué le importaba que más allá de la fachada que presentaba al mundo, tuviera los ojos más profundos y anhelantes que jamás había visto?

– Hemos estado a punto… otra vez – cerró los ojos y se masajeó las sienes, y la desdicha que exhibía lo enfureció.

– ¿Puedes disfrutar del sexo conmigo solo siendo un desconocido? ¿Es eso?

– ¡No disfrutábamos del sexo!

– Entonces cuando te retorcías y jadeabas en mis brazos hace menos de un minuto, tirando de mi camiseta y suplicando más… ¿qué era?

Intentó mirarlo con altivez, pero no era algo fácil. Mike pudo ver cómo los engranajes de su mente luchaban por darle una explicación a la situación en su pequeño mundo de ensueño, donde no experimentaban esa abrumadora necesidad mutua.

– Lo único que hicimos fue besarnos – respondió ella al fin, asintiendo como si pudiera soportar esa fantasía concreta.

Se dijo que era el momento de estallar esa burbuja.

– Encanto -soltó una risa incrédula-, si eso fue solo un beso, me comeré los calzoncillos.

– ¡Lo fue!

– Entonces, ¿cómo es que te hallabas a dos segundos del orgasmo cuando apenas te había tocado los pechos?

No necesitaba tener luz para ver el rubor furioso que apareció en la cara de ella.

– ¡Eres imposible! -espetó-. ¡Odio eso!

– Y te avergüenza lo que hicimos. Yo odio eso.

Se miraron, pero no quedaba nada por decir.

7

El día siguiente lo pasaron otra vez de reunión en reunión, y al terminar, Corrine se sentía mentalmente extenuada. No era por el trabajo, ya que le encantaba. Era por Mike. No podía olvidar la expresión que había puesto cuando le dijo que creía que ella estaba avergonzada de lo que habían hecho. Había dejado que creyera eso, y de esa manera lo había herido.

Eso era lo que sucedía cuando alguien actuaba de forma irresponsable. Y tener sexo con un desconocido en su habitación del hotel, desde todos los ángulos constituía un acto irresponsable.

Pero lo verdaderamente extraño era que no conseguía lamentar lo que habían hecho. Ni un solo momento. Y desde luego tampoco estaba avergonzada. Lo que significaba qué, por una simple cuestión de honestidad, tenía que aclarar las cosas. Solo entonces podría continuar con su vida y dedicar toda su concentración a la misión.

Cuando acabó con todo el papeleo y la burocracia, fue a buscar á Mike. Su intención era aclarar esa situación, lo que en absoluto explicaba por qué le vibraba el cuerpo ante la sola idea de volver a verlo. Lo atribuyó a que no había comido. No logró dar con él. No pudo encontrar a nadie del equipo. Como último recurso, fue a buscar a Ed, uno de los ayudantes administrativos.

– Han salido a cenar -le explicó.

No supo si lo que vio en los ojos de él fue pena, ya que nada más contestarle se marchó, recordándole que la mayoría de los asistentes vivían dominados por el miedo que les inspiraba.

Se dijo que no había motivo real para ello. Sí, por lo general tenía prisa. Y quizá algunas veces podía ser… brusca. Pero no se trataba de nada personal.

Que su equipo saliera sin ella dejaba bien claro que eso sí era personal. Nada importante. Tampoco ella quería comer en su compañía. Además, tenía trabajo que hacer. Se quedó hasta tarde para demostrarlo, pero sabía muy bien que una parte de sí misma se preguntaba si alguno de ellos se presentaría después de cenar para ver cómo le iba.

Era patético. Se odió por verse reducida a pensar semejantes tonterías.

«Supéralo y sigue adelante».

Esa noche se encontraba despierta, mirando el techo. Lejos de concentrarse en la misión, su mente estaba ocupada con un hombre alto y esbelto, hermoso, que cuando sonreía podía convencerla para que saltara desde un risco.

A medianoche pensó que quizá la esperara otra vez en el pasillo. Se puso de pie de un salto, con el corazón desbocado. Pero al ir hacia el cuarto de baño, todo lo lenta y ruidosamente que se atrevía, nadie la agarró. Ni entonces ni cuando salió. Estaba sola, sola de verdad, tal como siempre había querido estar.

Antes de que se diera cuenta, la semana en el Centro de Vuelo Espacial Marshall llegó a su fin. Mike y el resto del equipo iban a ir a Houston y al Centro Espacial Johnson, donde permanecerían entrenándose hasta que la misión despegara del Centro Espacial Kennedy, en Florida.

Quedaba mucho por hacer. En el Centro Espacial Johnson los exprimirían en sus respectivas especialidades. Una y otra vez. Cargar. Descargar. Construir. Reparar. Reconstruir. Despege. Aterrizaje. Repasarían todos los posibles escenarios, y cuando creyeran que ya habían terminado, recibirían la orden de volver a empezar.

La NASA se tomaba todo muy en serio. Después de sufrir dolorosos fracasos en el pasado, errores que habían costado miles de millones de dólares, por no mencionar la fe de los contribuyentes, no quería repetir ninguno de esos errores.

Mike lo entendía muy bien, y aun así le encantaba su trabajo. Le gustaba todo menos trabajar para una mujer a la que quería hacer perder la cordura a besos y a la que no terminaba de quitarse de la cabeza.

Pensaba trasladarse a Houston del mismo modo en que había viajado a Huntsville, pilotando su propia avioneta, que él mismo había reconstruido.

Frank también había volado en su propio avión, de modo que se marchó de la misma manera. Pero Stephen y Jimmy se mostraron contentos del ofrecimiento de Mike de que lo acompañaran.

Y para su sorpresa, también Corrine. Ella apareció en la pista con una bolsa de viaje al hombro.

– ¿Tienes sitio para alguien más?

– Desde luego.

Ante el súbito e incómodo silencio que reinó, Mike miró a Stephen y a Jimmy, quienes se encogieron de hombros. Sus rostros habían perdido las expresiones risueñas, pero hasta ellos eran lo bastante profesionales como para no quejarse porque su comandante quisiera viajar en su compañía.

Con Stephen y Jimmy concentrados en admirar el trabajo realizado por Mike en su Lear, Corrine se le acercó.

– Quería hablar contigo.

– Ya has dicho lo mismo con anterioridad -enarcó una ceja-. Y en realidad no era así -ella se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro y soltó una risa leve, y él comprendió con cierto asombro que estaba nerviosa. Corrine nunca parecía nerviosa, lo cual despertó su curiosidad-. Habla, entonces -indicó con más ligereza que la que realmente sentía.

– Muy bien. Gracias -dejó la bolsa en el suelo-. Me has estado evitando.

Así era, por una simple cuestión de supervivencia. Pero no pensaba darle la satisfacción de revelárselo. Mike Wright no evitaba a nadie.

– ¿Cómo es posible? Llevamos una semana trabajando codo con codo.

– Sí, hemos trabajado juntos -convino-. Pero no hemos…

Estaba mal fingir que no tenía ni idea de lo que ella hablaba… mal, pero tan satisfactorio…

– ¿Sí? -instó-. No hemos…

– Ya sabes -soltó un suspiro-. Hablado…

Y verla ruborizarse era más que satisfactorio.

– ¿Te refieres a nuestros besos ardientes, húmedos y largos? ¿O a la diversión encendida y húmeda que tuvimos en mi habitación del hotel?

Los ojos de ella se oscurecieron y apretó la boca.

– Fue un error sacar este tema. Lo siento -iba a pasar por delante de él para entrar en la avioneta, pero Mike la detuvo.

– Te has equivocado -manifestó con un susurro áspero-. Porque en realidad no quieres hablar de ello. Lo que deseas es olvidar que alguna vez sucedió. Estás avergonzada…

– No -apoyó una mano en el pecho de él, y ese simple gesto evaporó el enfado que lo dominaba-. No estoy avergonzada. Eso era lo que quería decirte. Lamento haberte hecho creer lo contrario.

Durante un momento, lo dejó ver dentro de ella, más allá de la altivez hacia la mujer que había tenido tan cerca aquella noche. Le produjo un dolor peculiar en el pecho.

– ¿Por qué lo haces? -susurró, incapaz de contenerse de acariciarle el brazo-. ¿Por qué los dejas creer que eres la Reina de Hielo? Sé que no lo eres.

Corrine abrió mucho los ojos; y también la boca, que luego cerró con cuidado.

– ¿Qué? -preguntó.

– Nada -un nudo le atenazó el estómago; ella desconocía cómo la llamaban-. Nada.

– ¿Qué? -repitió Corrine al rato-. ¿Qué has dicho que me llaman?

Aunque logró esconder con sorprendente velocidad el dolor que la embargó, sabía que él era el culpable de causárselo, y no pudo sentirse peor.

– Corrine…

– Olvídalo -irguió los hombros y elevó el mentón-. No es necesario que me sienta insultada cuando es la verdad.

– Espera…

– No. Esta tarde tenemos una reunión y hemos de apresurarnos.

– Sí, pero…

– ¿Vas a pilotar este aparato o no? -soltó, subiendo a bordo. Asintió con gesto seco hacia los otros, sin ninguna señalexterior de que acababan de destrozarla.

¿Has acabado con la última inspección? – le preguntó a Mike cuando ocupó el asiento del piloto.

– Concluida. Corrine…

– No -sentada junto a él en la cabina, como si fuera su sitio, recogió la carpeta de anotaciones y procedió a la comprobación antes del despegue. Él se la quitó.

– Yo lo haré.

Recogió los auriculares de Mike. Se los habría puesto, pero, en su avión, él estaba al mando. También se los quitó.

– ¿Ruta? -pasó las manos sobre los controles.

– Sé cómo llegar -le apartó los dedos del panel de instrumentos.

– Entonces ponte en marcha de una vez -lo miró irritada.

Él ignoró el tono de ese comentario, ya que comprendía que se encontraba herida. Pero con esa actitud desagradable y controladora, estuvo a punto de olvidar lo cálida y generosa que podía ser.

No le gustaba. De hecho, detestaba esa altivez y tomó la decisión de destruirla. Aguardó hasta que se encontraron en el aire y Corrine completamente relajada, perdida en su propio mundo. Estaba enfrascada en una revista de aviación cuando Mike alargó la mano y la apoyó en su rodilla.

Estuvo a punto de salir por el techo debido al brinco que dio.

Mike se mantuvo serio, aunque por dentro eso le había devuelto el buen humor. Comprendía que había encarado mal la situación. La respuesta no radicaba en dejar que ella levantara defensas, sino en volverla loca, y al parecer podía conseguirlo con un simple contacto.

– ¿Podrías pasarme un pañuelo de papel? -preguntó, señalando la caja pequeña que había junto a la cadera derecha de ella. Antes de quitar la mano del muslo, la acarició, solo una vez.

Corrine tembló y se le cayó el pañuelo, luego se sobresaltó cuando al fin pudo entregárselo y sus dedos se tocaron. Mike sonrió, y la mirada de ella se posó en sus labios.

«Bingo», pensó él, complacido. Muy complacido. El resto del viaje la tocó siempre que fue posible, cuando no lo veía nadie más. Incluso logró lamerle el lóbulo de la oreja durante un delicioso segundo.

Creyó que en ese instante ella se volvería loca, pero no dijo ni una palabra. Simplemente lo miró con ojos centelleantes mientras el rubor y la respiración entrecortada la delataban.

Pero como era evidente que estaba furiosa con él, de algún modo fue una victoria vacía.

En Houston las cosas fueron diferentes. Todo el grupo, menos Mike, vivía allí, de modo que cada noche sus integrantes podían regresar al hogar. La NASA había reservado una suite de hotel para él, de manera que no se produjeron más «encuentros» clandestinos camino del cuarto de baño. Corrine los echó de menos.

Cuando llevaban una semana de entrenamiento en el Centro Espacial Johnson, supo que tenía un problema. No era el equipo; todos trabajaban bien juntos. Más que bien, ya que aprovechó a su favor saber que la consideraban la Reina de Hielo. Se dijo que no estaba allí para hacer amigos, sino para dirigir a un grupo.

Una vez más, el problema era Mike. La estaba volviendo loca. Había mantenido el secreto, no le había contado a nadie la noche salvaje de pasión que habían compartido, pero ya no la evitaba. Aunque eso tampoco era del todo cierto. Ante cualquiera que no conociera lo que había pasado entre ellos, Mike y Corrine solo trabajaban juntos. Punto. Nadie vería más que un vínculo profesional mientras los dos continuaban intentando que la misión fuera un éxito.

No obstante, se esforzaba en volverla loca con contactos ocultos. A menudo. De hecho, todo el tiempo. Simplemente un dedo sobre su piel. Un susurro y una sonrisa perversa. El roce de un muslo contra el suyo. Un millón de cosas diferentes, cada una pensada para volverla loca de lujuria.

Ya no podía soportarlo. No hacía falta ser un genio para saber que quería dejar algo claro, pero ya estaba encendida y excitada cada segundo de cada día, así que no era capaz de conjeturar qué podría ser.

Después de un día especialmente largo, caluroso y frustrante, después de dedicar horas a tratar de conseguir que uno de los brazos robóticos hiciera lo que se le ordenaba, Corrine no pudo más. Mike y ella llevaban horas juntos. En todo ese tiempo había estado respirando su fragancia.

En ese momento, él se hallaba boca abajo, extendido sobre la plataforma, jugando con el aparato que intentaban hacer funcionar. Jimmy y Frank se encontraban debajo de él; Stephen estaba en la sala de control estudiando las imágenes de ordenador. Todos estaban muy concentrados. Solo Mike atraía la mirada de Corrine.

Tenía el pelo revuelto, sin duda de mesárselo con los dedos. Hacía tiempo que se había remangado para revelar unos antebrazos duros y fibrosos, tensos. Mostraba cada músculo de la espalda delineado y perfilado por la camisa húmeda. Solo la espalda le quitaba el aliento; luego se permitió bajar la vista. La conmocionaba la facilidad que tenía para descentrarla del trabajo. Tenía que encontrar una manera de ponerle fin o iba a sufrir una combustión instantánea.

Al final del día, con calma, lo siguió al pasillo.

– No puedo hacerlo -dijo a la espalda de él, haciéndolo parar-. Estoy con la sensibilidad a flor de piel. No me soporto, Mike. Hemos de parar…

Se preparó para mostrarse fría y compuesta, pero él giró en redondo, le tomó la mano, abrió la puerta de un cuarto trastero y la introdujo en el espacio oscuro. -Mike…

El nombre fue lo único que pudo pronunciar antes de que la pegara a él y la besara con ardor. Corrine necesitó un instante para pegarse a Mike como una segunda piel y devolverle el beso con igual pasión.

Algo sucedió en ese momento desesperado. Se convirtió en mucho más que un beso y fue mucho más necesario que respirar. Corrine cerró los ojos a la oscuridad que los rodeaba, al hecho de que hacían algo muy, muy estúpido, y se concentró únicamente en Mike, en el gemido ronco que soltó al sentirla con las manos, en el sabor de él, en el contacto del cuerpo duro y grande contra el suyo. Después de un prolongado momento, durante el cual las manos de ambos lucharon con la ropa en un afán por acercarse lo más posible, ella tuvo uvo que respirar.

– Mike.

Él apoyó la frente contra la de Corrine y respiró de forma entrecortada.

– Lo sé -adelantó la cadera, su frustración evidente por el tamaño de la erección. -Mike…

– Por favor, Corrine, no te escudes en tu papel de comandante. Aún no. Parecías tan… excitada. Tuve que tocarte.

Y el cuerpo aún le palpitaba con un deseo encendido, pero se apartó. Él suspiró y bajó las manos.

– Sal tú primero -indicó él-. Yo lo haré cuando pueda caminar. Necesitaré aproximadamente una hora.

Ella se alisó la ropa, imaginando que debía estar con la piel encendida y los labios hinchados.

– Tenemos que parar. Tienes que parar.

– ¿Parar qué, exactamente?

– Parar… de tocarme. Ya sabes, rozarme por accidente.

– Da la casualidad de que trabajamos en un entorno muy cerrado.

– Sí, pero no tiene que ser tan cerrado. Y deja de mirarme -añadió, sin prestar atención a la risa sorprendida de él-. Hablo en serio. Me miras y no soy capaz de pensar, Mike.

– Dejar de tocarte, de mirarte. ¿Te parece bien si sigo respirando?

– Lo siento -había vuelto a herir sus sentimientos.

– Vete, Corrine.

Con toda la dignidad que pudo exhibir, se fue, horrorizada por el anhelo de volver a meterse en el cuarto trastero y atacarlo como una adolescente. Y horrorizada porque cualquiera podría haber abierto de forma inocente el cuarto y haberlos encontrado dando rienda suelta a su ridícula e incontrolable pasión.

8

La pasión era un gran misterio para Corrine. La había sentido hasta cierto punto a lo largo de sus años de vida adulta, pero solo de manera limitada. Una emoción tan irracional requería soltar las riendas del control. Podría aflojarlas, pero jamás podría soltarlas del todo. Por ello, cuando se trataba de asuntos del corazón, siempre había podido elegir.

Sin embargo, en esa ocasión, no había elección. Se había apoderado de ella y la tenía sujeta con mandíbulas de depredador. Pero se dijo que no había nacido obstinada por nada. También era tenaz, y si quería alejarse de lo que sentía por Mike, lo haría. Tenía el control de su vida.

Tuvo que repetírselo a menudo durante la siguiente semana. Se hallaban completamente sumergidos en la misión, trabajando con prototipos del cargamento real. En ese momento, trataban de dominar el proceso de descarga, una empresa arriesgada y peligrosa, complicada por el hecho de que nadie lo había hecho antes que ellos.

Los ensayos diarios eran críticos. Si se equivocaban en el espacio, no solo desperdiciarían miles de millones de dólares, sino que retrasarían aún más la terminación de la Estación Espacial Internacional, quizá de forma indefinida.

No podía suceder. Era imprescindible una dedicación total y completa. Corrine estaba segura de que tenía la concentración total de su equipo; la suya propia ya era cuestionable. Le horrorizaba la forma en que su mente vagaba.

Deseaba a Mike, y lo deseaba desnudo. Lo miró en ese momento, y observó cómo por primera vez lograban deslizar el brazo robótico, con Mike encima, hasta el punto preciso que les permitiría descargar correctamente los paneles solares.

Fue un logro enorme, merecedor de una celebración, y cuando una sonrisa enorme apareció en su cara, Corrine se volvió hacia su grupo. Ellos se felicitaron entre sí. Jimmy le dio una palmada a Frank en la espalda. Stephen saltó de alegría y chocó la mano con los otros cuando bajaron.

Corrine observó con el corazón en un puño, hasta que también Mike bajó y alzó la cabeza. A través de los seis metros que los separaban, la miró directamente a ella. El calor siempre presente estaba allí, pero también había más. La alegría de lo que habían conseguido y la necesidad de compartirlo con el otro.

Avanzó un paso hacia ella, con una sonrisa en la cara. Todo en ella se contrajo por la expectación. Entonces, Stephen alargó la mano hacia Mike y frenó su marcha; la conexión se quebró.

Corrine se acercó con el deseo de unirse a la fiesta de testosterona, de ser parte de las palmadas y los hurras. Pero aunque todos se volvieron hacia ella, sin dejar de sonreír, todavía orgullosos y llenos de entusiasmo, se contuvieron de establecer un contacto físico. No ayudó saber que era por su culpa, que ella los había mantenido del lado equivocado de su muro personal.

Tampoco ayudó ver a Mike, tan alegre y sexy. Se preguntó cómo podía sentirse cómodo en su propia piel todo el tiempo. Encajaba en su mundo como una pieza del rompecabezas. «¿Y por qué no?» Tenía pene.

«Fantástico. Pasados los treinta años descubro una envidia de pene. Patético». Dio media vuelta y casi había llegado a la puerta cuando sintió un contacto en el codo. No necesitaba mirar para saber que se trataba de Mike, no cuando todo el cuerpo le tembló con ese ligero contacto. Se preguntó qué diría si le contara lo que acababa de descubrir acerca de sí misma, que estaba patéticamente celosa de la relación que él mantenía con el resto del equipo, que ella ya no disfrutaba con su soledad.

– Corrine -musitó con voz ronca-. Lo hemos logrado.

– Lo sé -no lo miró. No podía.

Volvió a tocarla. De pie detrás de ella, con la espalda hacia el grupo, nadie podía ver cómo le acariciaba la espalda a la altura de la cintura. Solo con unos dedos, nada más, pero eso la conmocionó hasta lo más hondo.

– Me voy arriba -a la sala de control, donde habría más gente feliz, pero a la que podría controlar-. Quiero ver si…

– Lo hemos logrado, Corrine. Creo que eso se merece un abrazo, ¿tú no? O quizá incluso más. ¿Qué te parece?

Nerviosa, soltó una risa breve.

– Estás loco. No puedo tocarte aquí.

– ¿Por qué no? El resto lo hemos hecho. «¿Me ha leído la mente o soy tan transparente para él?»m -¿Por qué iban a pensar algo raro? – continuó él con tono razonable.

En la mente de Corrine bailaron todo tipo de excusas, pero en el fondo de todas estaba la verdad.

– No son ellos, sino yo. No sé qué me pasa cuando estoy cerca de ti.

– Yo sí. Amenazo tu sentido del control -el pecho ancho le rozó un hombro-. Y tú amenazas el mío. ¿Has pensado alguna vez en ello?

– No -estudió la puerta.

– No va a esfumarse -indicó él-. Sería mejor que lo aceptáramos.

– ¿Te refieres a volver a acostarnos?

– Diablos, sí -afirmó con fervor.

Entonces ella rio, pero como fue un sonido medio histérico, se llevó las manos a la boca.

– Oh, Dios, Mike. No sé qué hacer contigo.

La volvió para que lo mirara y ahondó en sus ojos.

– Sí lo sabes. Sabes exactamente lo que tienes que hacer -al no obtener respuesta, suspiró-. Me estás torturando, ¿lo sabías?

– ¿Yo te torturo a ti?

– Todos estos contactos robados y besos salvajes…

– Entonces para…

– Te miro con el pelo recogido, con la ropa severa que te pones y quiero ver a la otra Corrine. Sin la máscara del trabajo, sin el control helado. Me duele.

– Mike…

– Me duele -repitió-. Me hospedo en el Hyatt. En la suite…

– No -jadeó al tiempo que apoyaba un dedo en los labios de él-. No me lo digas…

– Seiscientos cuarenta y cuatro -acabó a pesar de los dedos. Sonrió-. Otra vez la sexta planta. ¿Puedes creer en la ironía? Espero que sea una señal de suerte.

Ella gimió y cerró los ojos.

– No quería saberlo.

– Sí que querías.

«Sí», convino mentalmente.

Como si el destino se burlara de ella, el día concluyó temprano, dejándole dos opciones. Podía irse a casa a ver qué se preparaba para cenar. O podía alquilar una cinta de vídeo, algo que llevaba meses deseando hacer.

Se quedó mirando el edificio donde estaba su apartamento. No había ido al supermercado; debería conformarse con unos cereales y la televisión por compañía. Concluyó que era poco atractivo.

Pero era culpa suya estar tan enfrascada en el trabajo como para haber perdido la vida privada. Podía ir a ver a sus padres, quienes la recibirían con los brazos abiertos. Pero a pesar de lo mucho que los quería, tampoco la atraía en ese momento. Lo que de verdad la atraía era ir al Hyatt a ver qué quería Mike. Aunque ya lo sabía, y muy bien. Era lo mismo que quería ella.

«¿Y luego, qué?», se preguntó. ¿Desaparecería la necesidad casi desesperada que tenía de él?

Diciéndose que sí, que tenía que desaparecer, porque de lo contrario no podría soportarlo, subió a cambiarse, para bajar de inmediato y dirigirse hacia el hotel.

La llamada a la puerta sobresaltó a Mike. El corazón comenzó a palpitarle con fuerza, y aunque se dijo que podía tratarse de cualquiera, fue a abrir con aliento contenido, con la esperanza…

Se encontró con los ojos de Corrine y en ellos vio reflejado todo lo que él sentía: necesidad, cautela e incluso temor.

– No sé qué le está pasando a mi vida perfectamente planificada -comenzó ella desconcertada. -No me concentro, no puedo pensar, no puedo hacer nada salvo soñar despierta contigo, y… -se irguió y le apuntó con un dedo-… todo es por tu culpa.

– Es gracioso.

– No tiene nada de gracioso.

– Es gracioso porque a mí me sucede lo mismo -explicó-. Y estaba convencido de que era culpa tuya.

Ella soltó una risa incrédula.

– Sí, claro. Tienes el mismo problema.

– No duermo, no como -entrecerró los ojos cuando ella volvió a reír-. Ahora te estás riendo.

– Sí, porque no tienes ninguna dificultad en concentrarte y pensar. Lo sé porque te he estado observando. Se te ve sereno y compuesto, y he de decirte, Mike, que eso empieza a molestarme.

Fue el turno de él de reír. Y de acercarla para tomarle la boca y pegarle el cuerpo al suyo, porque iba a tenerla otra vez, debía tenerla, y en ese instante. A juzgar por el sonido hambriento que salió de la garganta de ella, Corrine sentía lo mismo.

Ahondó el beso y ella respondió con igual deseo. Les provocaba un éxtasis mayor que lo que habían conseguido ese día en el trabajo. Metió los dedos en el cabello de Corrine y lo liberó de la pinza que lo mantenía cautivo. Ella plantó una mano sobre la nuca de él para mantenerlo prisionero del beso del que él no quería escapar. Gravitaban hacia algo caliente y fuera de control, con manos y cuerpos, cuando Corrine se apartó para respirar. Él la imitó y ella se mordió el labio inferior.

Cuando Mike llevó los dedos hacia la cremallera del jersey de Corrine, ella apoyó la mano sobre la suya. Casi sin poder ver a través de la bruma sexual creada por ella, Mike movió la cabeza.

– ¿Ya paramos?

La respiración de Corrine era tan irregular como la voz tensa de él; los ojos, vidriosos; la boca, plena y húmeda. Le encantó que no pareciera una comandante de una misión espacial.

– Estamos ante la puerta abierta, Mike.

– Lo había olvidado. Bien podrían haber estado en la luna. ¿Lo ves? Ahí tienes la prueba concreta de que contigo pierdo la cabeza -la hizo entrar, deteniéndose para cerrar la puerta antes de conducirla hacia la cama gigante.

Ella se detuvo con la vista clavada en la colcha.

– ¿Vamos a cometer otro error?

«Diablos, sí», pero no iba a reconocerlo en ese momento, de modo que le dio la vuelta y volvió a besarla hasta que casi no fue capaz de recordar su propio nombre y supo que a ella le sucedía lo mismo. Solo entonces fue otra vez en busca del premio: la cremallera del jersey ceñido que llevaba puesto. Con los nudillos rozó piel al bajarla lentamente, y descubrió que su sexy comandante no tenía nada debajo. Se inclinó y plantó la boca sobre el cuello de Corrine, quien cerró los ojos mientras él la mordisqueaba y succionaba.

– Mike… espera.

Probó la piel suave y blanca.

Ella gimió.

– ¿Ahora? -preguntó él esperanzado, sin dejar de bajar la cremallera.

– No lo sé -le sacó la camiseta de la cintura de los vaqueros y se la quitó por la cabeza. Luego miró fijamente su torso-. ¿Por qué estás tan perfectamente hecho? – preguntó en serio, pasando los dedos por los músculos que se contrajeron ante el contacto.

– Dios diseñó al hombre de esta manera para que, a pesar de nuestra estupidez, las mujeres no se nos pudieran resistir. ¿Funciona?

– Sin ninguna duda -asintió despacio.

– Lamento causarte problemas en el trabajo, Corrine. No es mi intención.

– Lo sé -contempló su cuerpo con lo que parecía una excitación desconcertada.

– ¿Ya? -preguntó él con voz próxima a la súplica mientras jugueteaba con la cremallera entre los pechos de ella.

– Muy bien -susurró-. Ya.

Abrió el jersey y se lo bajó por los hombros hasta que colgó de los codos. A1 mirarla, descubrió que hasta la respiración entrecortada se le paralizaba. Todo se quedó quieto. Todo excepto su corazón, que eligió ese momento para atenazársele.

– Me quitas el aliento, Corrine.

Apoyó una mano sobre la que él se había llevado al corazón.

– Mike…

– No, hablo en serio. Mírate -con gesto reverente, alargó una mano para tocar la punta de un pezón erguido. Ella emitió un sonido quebrado y sexy que a punto estuvo de dejarlo sin habla-. Querría caer de rodillas y adorarte para… -el resto de mi vida».

– Bésame, Mike.

– Pero… -quería pensar en eso, discutirlo.

– Bésame -como si le hubiera leído los pensamientos y hubiera quedado igual de aterrada, lo acercó-. Cállate y bésame.

Pegó la boca a la de él y le hizo el amor con la lengua, introduciéndola y sacándola en un movimiento que Mike ni siquiera trató de evitar, y a los pocos momentos se aferraron el uno al otro. Él quería tocarla toda al mismo tiempo, y cuando se esforzó en ello, Corrine levantó una pierna hasta su cadera para frotarse contra él hasta que Mike se puso bizco.

– Muy bien, hemos de ponernos en postura horizontal -decidió sin aliento-. Antes de que nos matemos -la llevó a la cama y reptó por su cuerpo, le extendió las piernas y se acomodó entre ella.

Corrine alzó las caderas para ir al encuentro de su erección. De algún modo la falda había terminado alrededor de la cintura, dejando únicamente la barrera sedosa de las braguitas entre los dos, aunque esa fricción, junto con el insistente embate de las caderas de ella, estuvieron a punto de ser la perdición de Mike. Aunque no del todo. Porque así como le quitaba el aliento, de algún modo también le había arrebatado el corazón. Quería hablar, quería saber qué estaba sucediendo, por qué de pronto sentía como si lo que generaban en esa misma cama era algo más que un ardor simple e insaciable. Pero ella le bajó la cabeza para reanudar el beso y lo mantuvo ocupado mientras frotaba sus caderas contra la mayor erección que había tenido jamás.

– Ahora -exigió Corrine con un jadeo. Si hubiera sido capaz de oírse, se habría quedado horrorizada, pero no podía, solo era capaz de sentir. La sacudió una sensación tras otra y se encontró pendiendo de un hilo mientras la boca codiciosa y experta de Mike la poseía. Cuando se separaron para respirar, él se deslizó por su cuerpo y abrió los labios sobre un pezón, empleando labios y dientes para provocarle más gemidos. Lo observó desvalida mientras solo con la lengua la empujaba hacia el precipicio. Luego la mano grande y áspera descendió por su vientre hasta colocarse bajo las braguitas. Mike alzó la cabeza y evaluó la reacción de ella mientras el dedo localizaba el punto exacto diseñado para lanzarla al vacío.

Ella emitió un sonido ininteligible que se convirtió en un gemido cuando él frotó ese punto con la yema del dedo pulgar. Todo el cuerpo le palpitó, vibró y suplicó más, pero la verdad era que se encontraba perdida. No tenía ni un indicio, ningún mapa y ninguna guía. Se tiraba al vacío sin paracaídas.

– ¡Espera!

– Creo que ya no -la tocó, la acarició y la dominó, llevándola a un estado de desesperado frenesí. Al mirarla, lo hizo con ojos nublados por el deseo-. Tú lo quisiste – con el dedo que se había transformado en el centro del universo de Corrine, trazó círculos en torno a la entrada, una, dos veces, haciéndola gritar y moverse de manera convulsiva contra su mano-. ¿Verdad?

– Sí -jadeó, retorciéndose en la cama-. ¡Sí, yo lo quise!

Él se quitó los vaqueros y luego hizo que también la ropa de ella se desvaneciera. Abrió un preservativo y mientras se lo ponía la devoró con la mirada. Sin recato, Corrine echó las rodillas hacia atrás y se abrió a él de un modo que le era por completo desconocido pero que en ese momento le parecía el idóneo.

– Eres tan hermosa. Y tan mía -se introdujo en ella solo un poco, apenas unos centímetros, y le provocó un gemido de ansiedad.

– Más -se alzó a su encuentro.

– Oh, sí. Más.

Él echó un poco para atrás las caderas y de la garganta de ella salió otro gemido, pero volvió a embestirla, más y más profundamente, hasta quedar tan encajado que a Corrine le fue imposible saber dónde terminaba y dónde empezaba él.

Entonces, Mike se quedó quieto y la observó mientras por su rostro cruzaban las emociones: asombro, necesidad descarnada.

– Mike -susurró, sintiendo esas mismas emociones, y él la embistió con más fuerza, una y otra vez, en cada ocasión más hondo. Echó la cabeza para atrás y se arqueó hacia arriba. Estaba muriendo-. Mike.

– Estoy aquí. Ven -metió un dedo pulgar en la maraña húmeda de rizos por encima de donde estaban unidos, acariciándola mientras ella se retorcía-. Llega para mí.

La miraba. Esperaba. Le procuró todas esas sensaciones que se liberaron en una explosión descontrolada. Nunca antes la habían observado. Eso debería haberla paralizado, debería haberle impedido que se desmadejara, gritando, sin aire, convertida en una tonta mientras temblaba y se sacudía bajo el asalto del éxtasis, pero no fue así.

Y cuando pudo volver a respirar, comprendió que no había sido la única en perderse. Mike se había desmoronado encima de ella y la tenía abrazada con fuerza. Sorprendentemente, se quedaron dormidos de esa manera.

Él despertó con una sonrisa y otra erección. Giró hacia Corrine, pensando en lo que iba a hacerle, y el asombro lo inmovilizó. Se había ido. Otra vez.

¡Maldita sea! Ella por largarse y él por permitirlo. Debería haberla esposado al cabecero de la cama. No debería haberse quedado dormido.

Debería… debería… debería. La verdad era que no había nada que pudiera hacer para retenerla. Nada. A menos que ella lo deseara.

Lo que evidentemente no era el caso.

9

Mike entró en la sala de conferencias y el corazón de Corrine se disparó como un cohete.

– Buenos días -saludó fríamente: Nadie tenía que saber que estaba al borde de la muerte o que le sudaban las manos de nervios por el simple hecho de verlo.

Lo había dejado bendita y gloriosamente desnudo, completamente saciado y dormido. No había sido miedo lo que la había impulsado a irse; simplemente había llegado el momento de dejar a un lado las cuestiones personales y ponerse a trabajar.

En el trabajo no podía permitirse el lujo de pensar en otra persona, de lamentar lo que nunca podría ser. Se requería concentración. Era el momento de olvidarse de todo y de seguir adelante con la reunión programada. Eso siempre le había resultado fácil. Hasta ese momento.

Mike no respondió ni le devolvió el saludo. Parecía muy enfadado, por no mencionar tan atractivo que la dejaba sin aire.

– Mmm… ¿café? -preguntó, señalando la cafetera.

– No, gracias.

Se ocupó añadiendo azúcar y leche a su taza, aunque prefería el café solo. Pero necesitaba no mirarlo.

– Corrine.

Iba a querer hablar de ello. Debió imaginarlo.

– Corrine.

Los ojos le brillaban con el conocimiento de que había huido de él. Lo cual era una prueba definitiva de que jamás podría llegar a comprenderla. Aún tenía el pelo mojado por lo que debía haber sido una ducha muy reciente, pero no se había afeitado, como atestiguaba la sombra de barba de un día.

– No lo hagas -pidió él con voz ronca, casi hosca.

Ella agradeció que fueran los únicos en la sala, porque esa voz le hervía la sangre. -¿Que no haga qué? -preguntó con toda la ligereza que pudo transmitir.

– No me mires como si no pudieras quitarme los ojos de encima, porque ambos sabemos que eso no es verdad.

Era verdad, pero no pensaba admitirlo. -Solo te miro porque llegas temprano. Estoy sorprendida, eso es todo.

– Llego temprano -avanzó hacia ella con su andar seguro-. Porque me desperté temprano. Con una erección enorme, de paso.

Corrine se mordió el labio y aguantó donde estaba, obligándose a alzar el mentón para parecer intrépida.

– Creía que todos los hombres despertaban de esa manera.

– Sí, pero yo lo hice esperando encontrarme abrazado a una mujer cálida y dormida -casi estaba pegado a ella-. Una a la que acariciaría despacio, besaría y probaría hasta haberla despertado por completo y la tuviera retorciéndose debajo de mí, emitiendo esos sonidos suaves y desesperados, que, a propósito, son los más sexys que he oído en mi vida.

– Mike…

– Y luego, cuando la tuviera así -continuó con voz suave y sedosa-, iba a hundirme lentamente en ella, hasta…

– Para -susurró con voz débil y desesperada, mirando hacia la puerta abierta. Pero todavía no había llegado nadie. Temblaba y sudaba. Se preguntó si de verdad la consideraría sexy. Nadie le había dicho jamás esas cosas. Y estaba segura de que nadie las había pensado respecto de ella-. No podemos hacer esto aquí.

– Oh, sí que podemos -los ojos le brillaban, y a pesar de las palabras insoportablemente sensuales y de su tono suave, la expresión de la boca era sombría-. Podemos hacerlo aquí, porque no vas a permitir que lo haga en ninguna otra parte. Puede que sea lento, Corrine, pero no estúpido.

Y estaba furioso de verdad. Supuso que tenía derecho, pero también lo tenía ella. Además, ¿no le había dicho que de eso no saldría nada? No lo había engañado ni había querido herir adrede sus sentimientos.

– Comprendo que estés enfadado…

– Irritado -repitió con voz serena y razonable. Incluso asintió. Pero no dejó de acercarse-. Sí, en eso tienes razón, Corrine. Estoy enfadado.

– Lo sé -sin permitirse retroceder, llevó las manos a su espalda para apoyarse en la mesa de conferencias-. Lo sé. Pero…

– No, no creo que lo sepas -se detuvo a un centímetro de ella.

Tan cerca que Corrine tuvo que echar la cabeza atrás para mirarlo a la cara. Pero bajo ningún concepto iba a retroceder.

No retrocedía ante nadie.

– Empiezo a creer -continuó Mike -que no sabes nada sobre mí ni sobre mis sentimientos. Nada en absoluto. De hecho… -ladeó la cabeza y la estudió largo rato-. Quizá realmente seas la Reina de Hielo que afirma todo el mundo.

Las palabras la hirieron tanto que no fue capaz de abrir la boca.

– Tú… tú crees que soy la Reina de Hielo.

– Mírame a los ojos y dime que no lo eres. Dime que no estás helada a las emociones que se desbocan dentro de mí. Hazlo -suplicó en voz baja, tratando de conseguir que lo mirara.

Pero Corrine había terminado. Había terminado con esa situación y con él, porque Mike no entendía nada y no estaba dispuesta a intentar que lo hiciera. No cuando durante toda su vida había tenido que explicarse, salvo con su familia. Ellos siempre la habían aceptado como era, y había creído que algún día, en alguna parte, encontraría esa misma aceptación. Y cuando eso sucediera, se había prometido que sería el hombre con quien se casaría. Nunca había sucedido, al menos no hasta el momento, y empezaba a creer que jamás ocurriría. Otra amarga decepción, saber que el amor, el amor verdadero, nunca aparecería.

– Corrine.

La voz sonó suave, urgente, cautivadora. Alzó la cabeza, pero en ese momento Stephen entró en la sala, seguido de Frank.

– ¿Listos para bailar? -preguntó Frank, frotándose las manos con alegría. Nada lo hacía más feliz que una simulación, justo lo que los esperaba después de la reunión del equipo.

– Pongámonos a ello -indicó Stephen, ajeno igual que su amigo a la tensión en la sala.

Jimmy entró a continuación y de inmediato sus ojos escrutaron al comandante y al piloto.

– ¿Qué sucede?

– Nada -respondió Corrine con celeridad. Demasiada. Sentía que empezaba a desmoronarse. Podían ver una grieta en su control, y sabía que sería incómodo si no se recuperaba en ese momento-. Repasábamos algunas notas para la reunión.

Jimmy la estudió ceñudo. Y en ese momento también Frank y Stephen la evaluaban con más detenimiento.

– ¿Nos hemos perdido algo?

– Sí. Los donuts -indicó Mike, yendo al rescate de Corrine, a pesar de que la última vez que lo había hecho ella se había enfadado.

– ¿Había donuts y os los comisteis todos? -Stephen suspiró-. Estás en deuda conmigo, Wright.

– En este equipo hay dos tipos de personas -indicó Mike sin dejar de mirar a Corrine-. Las veloces y las hambrientas.

– Bueno, pues a mí catalógame entre las hambrientas -Frank rio.

– Maldita sea -dijo Jimmy, apartando una silla.

Stephen agitó un dedo ante la nariz de Mike.

– Tú pagas el almuerzo, amigo. Con postre.

Corrine logró sonreír mientras recogía sus papeles.

– El almuerzo corre de mi cuenta. Vamos a necesitar tomar fuerzas para la simulación de la tarde.

Entre los gemidos fingidos, logró echarle un vistazo a Mike. Él le devolvió el escrutinio con cara inexpresiva. Ni una sola vez desde que se conocían habían desaparecido de sus ojos el calor y algo que se podría llamar un afecto básico. Ni una.

En ese momento no estaban. Se dijo que era justo lo que había querido. Pero le quemaba la garganta y sentía el pecho tenso como un tambor. Y por primera vez tuvo que preguntarse lo que había sacrificado en nombre del éxito y del trabajo.

Durante el mes siguiente, Corrine casi ni tuvo tiempo de respirar, ni nadie más asociado con esa misión. No obstante, Mike se hallaba en todas partes… en el simulador, en las reuniones… y en sus sueños.

En el trabajo, no hacían más que una simulación tras otra. Todo a partir de ese momento iba a ser un repaso constante de la inminente misión, a la que solo le faltaba un mes. Hacían todo como un equipo. De modo que se hallaba constantemente con Mike.

Las complicadas emociones que habían empezado a salir a la superficie la dejaban sin defensas. Durante una tarde especialmente dura, cuando las cosas no iban bien, su primer instinto fue el de ladrar órdenes, poner al grupo de vuelta en la senda correcta. Pero tres palabras la detuvieron.

Reina de Hielo.

Al caminar por la extensión del hangar mientras consultaba sus notas y trataba de arreglar una docena de cosas a la vez, por casualidad se vio reflejada en un panel de control.

Tenía el pelo recogido hacia atrás, sin un pelo fuera de lugar. Llevaba poco maquillaje y expresión seria, lo que la hacía parecer… severa.

La Reina de Hielo.

A su alrededor reinaba un caos controlado mientras su equipo se preparaba para otro vuelo simulado, pero se quedó inmóvil. Se preguntó si era tan severa como parecía. No quería pensar eso. Le gustaba la diversión como al que más.

Entonces, ¿por qué parecía tan dura? Intentó sonreír, pero el gesto no llegó hasta sus ojos. Allí de pie, trató de pensar en algo gracioso, algo que invocara una sonrisa auténtica. Se acercó a su reflejo y se devanó los sesos…

– ¿Necesitas un espejo, comandante?

El amago de sonrisa se congeló. Apartó los ojos del reflejo y gimió al ver quién había aparecido a su lado. Mike, desde luego.

– ¿Qué haces? -se irguió como si no hubiera estado practicando unas sonrisas ridículas en un panel reflector de un transbordador espacial.

– Mirar cómo te miras -se apoyó en la nave-. Es una sonrisa arrebatadora la que tienes, comandante.

– ¿Por qué insistes en llamarme de esa manera?

– Porque es lo que eres, ¿recuerdas? Mi comandante. Nada más y nada menos. Deberías intentar emplearla más -durante un momento, observó su cara como una dulce caricia, antes de contenerse y apartar la vista-. Me refiero a la sonrisa.

Había empleado mucho su sonrisa con él, principalmente en la cama. A1 pensar en eso, se inclinó, fingiendo que estudiaba un panel, pero no fue más que una excusa para recuperarse. Sin embargo, la fachada que lucía como una segunda piel no iba a funcionar en esa ocasión, porque de esa manera solo serviría para demostrar el argumento de Mike.

¿Por qué diablos le importaba? Iba a tener que ser la mujer que siempre había sido, y si él elegía malinterpretarla, que así fuera. Serviría como un recordatorio de lo tonta que podía ser.

Mientras estaba agachada analizando la situación, ante su cara apareció la mano de Mike. Contempló esos dedos. Con cualquier otro hombre, habría tomado el gesto como un insulto, porque podía levantarse por su propia cuenta y siempre lo había hecho. Pero con Mike sabía que no tenía nada que ver con su capacidad ni con la percepción que tenía él. Simplemente se comportaba como un caballero.

Lo que significaba que ella era una dama, al menos a ojos de él. En silencio aceptó la mano y se levantó. Juntos se reunieron con el grupo en el otro lado del hangar y todos se colocaron en sus respectivos sitios para la simulación.

Para ese ejercicio específico, la simulación del acoplamiento con la estación espacial y la subsiguiente descarga, Mike y ella tenían que estar sentados en un espacio relativamente pequeño, con poca luz natural, iluminados solo por el resplandor azul verdoso de los controles resplandecientes. Hasta el aire parecía limitado, creando un ambiente íntimo que casi resultaba abrumador.

Mientras Corrine dirigía los mandos, con cada segundo que pasaba fue más consciente de él. Ni siquiera podía respirar sin que la fragancia de Mike le invadiera los pulmones.

Cuando los dedos se encontraron al dirigirse hacia el mismo control, él la miró, y aunque se hallaba completamente enfrascado en el trabajo, algo titiló en sus ojos, se tornó cálido.

Ella pensó que debería estar prohibido en el código de los viajes espaciales ser tan sexy, y desvió la cara para volver a concentrarse en la descarga.

Y cuando dos minutos más tarde uno de los paneles solares tuvo una avería durante su despliegue, tardó un momento en comprender que no era culpa de ella, que no tenía nada que ver con lo que sentía por el piloto.

El equipo roto no era más que un prototipo del componente real, uno de tres que se habían construido exactamente para esas misiones de práctica, aunque eso no reducía el problema. Requería enviar a hordas de ingenieros de vuelta a las mesas de dibujo, calmar a funcionarios de la NASA desquiciados y tratar con la prensa, que se moría por resaltar el aspecto negativo del coste del programa espacial.

Horas y horas más tarde, cuando al fin se tomó un momento para respirar hondo, -escapó en dirección a la cocina del personal.

Mike había llegado primero. No dijo nada, simplemente alzó el cartón de leche que sostenía en la mano como en un brindis silencioso.

– Gracias por tu trabajo de hoy -dijo ella.

Él dio un trago largo y luego se lamió el labio superior.

– Tú trabajaste más duramente que cualquiera de nosotros. ¿Alguien te ha dado las gracias?

– No.

– Deberían -permaneció donde estaba, dejando mucho espacio entre ellos-. Entonces, gracias -manifestó-. Has realizado un trabajo magnífico.

– Para ser una Reina de Hielo.

– ¿Qué?

– He hecho un gran trabajo, para ser una Reina de Hielo. ¿No era eso lo que querías decir?

Él se mostró algo sorprendido, luego movió la cabeza.

– ¿Sigues dándole vueltas a eso?

Al parecer sí, lo cual era bastante revelador.

– Me habría disculpado. Debería haberme disculpado -la miró largo rato, luego suspiró-. Estaba furioso contigo, Corrine. Quería atravesar tus barreras y ver, aunque solo fuera por un momento, a la mujer que había bajo esa capa de dureza, a la mujer con la que había reído, charlado, hecho el amor. Estaba frustrado, colérico y lleno de malhumor, una mala combinación.

– ¿Estás diciendo que solo fue por el malhumor?

– Lo que de verdad quieres saber es si te considero una Reina de Hielo -se acercó y le tocó el pelo-. No quiero. Dios, no quiero.

«Pero lo piensa», se dijo mentalmente.

– Te hice daño -continuó él en voz baja-. Lo siento, Corrine, lo siento mucho.

Eso la dejaba sumida en la zozobra, porque sin la ira, todo lo demás luchaba por abrirse paso a la superficie. Y era eso lo que no podía controlar.

Como de costumbre, durmió sola, hostigada por sueños de brazos cálidos y cariñosos que la pegaban a un cuerpo largo, duro y musculoso que sabía exactamente qué dar y qué tomar.

Despertó excitada, húmeda y frustrada, y abrazada a su propia almohada.

Se dijo que como mínimo era un mal comienzo, y el día no mejoró desde ahí. Un programa de comunicaciones crítico, desarrollado para esa misión, se colapsó. Otra catástrofe y otras prisas para los ingenieros.

Al final del día se sentía tensa, cansada y quizá más que algo irritable. Fue a la sala del personal a buscar una taza de café… y se encontró con Mike. Se hallaba de pie junto a la cafetera. Se preguntó si habría estado esperándola.

– ¿Vas a volver a darme las gracias por un trabajo bien hecho? -preguntó Corrine con sarcasmo. No pudo evitarlo; si algún día había merecido el título de Reina del Hielo, era ese-. Después de todo, he trabajado duramente estas últimas horas, le he gritado a los programadores, he asustado a los ingenieros, he aterrorizado a los periodistas osados, etcétera.

– Sí, voy a darte las gracias -le sonrió y mitigó un poco su cólera-. Hoy nos salvaste el pellejo. Ayer también, ¿lo sabías? Creo que eres magnífica.

– Yo… -se preguntó cómo era posible que siempre la dejara sin habla-. No sé qué decirte.

– Te sucede lo mismo siempre que se trata de un cumplido -sonrió.

El modo en que la miraba hizo que anhelara la sencillez de lo que compartían solo cuando estaban en la cama.

– Daría cualquier cosa por leer tus pensamientos -añadió Mike-, en especial el que te ha hecho ruborizarte.

– Ni lo sueñes.

– Maldita sea.

– Suponía que aún seguías enfadado conmigo.

– ¿Enfadado? -movió la cabeza-. He experimentado muchas cosas cuando se trata de ti, la mayoría de las cuales no querrás oír, así que reflexiona un poco, Corrine, antes de abrir esta lata de gusanos.

Quizá lo hubiera hecho si no hubiera sonado su busca. Apareció un mensaje de emergencia.

«¿Qué otra cosa puede ir mal?», se preguntó mientras corría por el laberinto de pasillos.

– Cualquier cosa -indicó Mike con tono sombrío, sobresaltándola, porque ella no se había dado cuenta de que había ido tras ella ni de que hubiera hablado en voz alta.

Unos momentos más tarde, descubrieron que era el brazo robótico, que había empezado a funcionar mal después de que Stephen hubiera estado sobre él mientras trabajaba en una función de transmisión.

– No responde -anunció Stephen con disgusto.

También el brazo era un prototipo. Corrine no titubeó en subir, apartando a todos los técnicos que había allí. Se puso a ladrar sugerencias y órdenes.

Dos horas más tarde, habían conseguido solucionar el problema. Cuando Corrine volvió a bajar, se sentía extenuada, le dolía la cabeza y podría haberse comido una vaca.

En esa ocasión Mike no se encontraba en la cocina cuando al fin pudo ir a recoger sus cosas y prepararse para marcharse a casa, pero se hallaba en el aparcamiento a punto de subir a su coche alquilado.

A1 verla, se quedó quieto y estudió su cara con atención unos momentos. Siempre incómoda bajo un escrutinio, movió los pies.

– ¿Qué? ¿Por qué me miras de esa manera?

– No es nada. Olvídalo pero se guardó las llaves en el bolsillo y avanzó hacia ella.

También él había trabajado todo el día, al lado de ella, pero no parecía tan agotado. Aún llevaba las mangas subidas y la camisa estaba algo arrugada, pero parecía.:. insoportablemente familiar y sexy. Alargó la mano y le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

– Pareces derrotada -añadió con voz suave y amable. Le acarició la mejilla con gesto tierno.

Lo maldijo para sus adentros por ser capaz, después de tanto tiempo, de poder derretirla con apenas una sonrisa y el contacto de un dedo en su piel.

– Eres una mujer asombrosa, Corrine – musitó con una luz diferente en los ojos, en los que, tal vez, podía vislumbrarse respeto.

Respeto y… Santo cielo, iba a inclinarse para besarla. Solo una vez, y muy suavemente. Necesitó toda su fuerza de voluntad para no aferrarse a él.

Cuando Mike se apartó, pudo confirmar que en sus ojos había respeto. Y lo que era aún más irresistible, también afecto. Se dijo que el corazón y sus emociones eran aterradores, porque jamás había recibido eso de alguien que no fuera un miembro de su familia. No pudo resistirlo.

– Mike.

Él deslizó los dedos por su mandíbula y pasó la yema del dedo pulgar por sus labios, impidiéndole a hablar.

– Buenas noches, Corrine.

Mientras lo veía irse, allí de pie sola en el aparcamiento de la NASA, tuvo que enfrentarse a una conclusión dolorosa. Su vida no era ni remotamente tan completa como ella creía, no en ese momento, en que entendía algunas cosas que se estaba perdiendo.

10

Se hallaban en las fases finales, próximos al lanzamiento. Quedaba un mes y los días de Mike eran ajetreados y caóticos. Eran los días más estimulantes de su vida. También agotadores. No recordaba la última vez que había dormido una noche completa ni que hubiera tomado una comida decente, pero en ese momento no habría cambiado su vida por nada.

«No es cierto», corrigió mentalmente al mirar hacia el otro extremo del hangar, donde podía ver a Corrine dirigiendo a varios miembros de la tripulación; había una cosa que sí cambiaría.

Su relación con Corrine.

Había comenzado como un capricho tres meses atrás. Una excitante aventura sexual, y había ardido con esplendor. Todavía ardía, solo que en ese momento ella fingía que no existía, y él se lo había permitido.

Había estado dispuesto a dejarla fingir para siempre, pensando que ninguna mujer, sin importar lo fantástica que fuera en la cama, valía la sacudida que la exigente, incorregible, inflexible, apasionada y determinada Corrine Atkinson causaría en su vida.

Pero eso había sido cuando únicamente había considerado la naturaleza sexual de su relación. En ese momento, después de trabajar con ella durante semanas y más semanas, sentía algo diferente. Sabía qué hacía falta para causarle una sonrisa, incluso una carcajada. Sabía cómo iluminarle la cara. Sabía cómo pensaba y lo que quería. Y lo que resultaba increíble, ya no recordaba lo que era desearla solo físicamente, porque ese deseo se había profundizado. Desarrollado. Diablos, se había disparado, si quería ser sincero.

Lo anhelaba todo.

El día de trabajo había terminado y aún era temprano. Pero no quería irse a casa… al menos, no solo. Quería la compañía de una mujer. No de cualquier mujer, sino de una a la que conocía, y que lo conocía. De una a la que simplemente le bastaba con mirarla para saber que necesitaba tener su cuerpo cerca, sus brazos alrededor del cuello y que le dedicara una sonrisa a él.

Corrine. Deseaba a Corrine.

Despacio, caminó hacia donde estaba y observó mientras todos se despedían de ella. Le costaba creerlo, pero en algún momento del camino, había llegado a disfrutar de que tuviera mayor rango que él. Le gustaba lo exigente que era. De hecho, en ese momento se moría por que lo mirara con su expresión de férrea voluntad y le exigiera algo especial.

Stephen y ella en ese momento se hallaban sobre una plataforma por encima de él. Estudiaban el compartimiento oeste del prototipo del transbordador. Corrine señalaba algo y gesticulaba al hablar. Como siempre, era ajena a la altura, al peligro, a lo atractiva que era.

Pasados otros minutos, Stephen bajó con expresión derrotada. A1 ver a Mike, movió la cabeza.

– Necesito dormir, aunque ella no – gruñó y se marchó.

Cuando Corrine bajó, pudo ver que se hallaba perdida en sus propios pensamientos, probablemente calculando algo o formulando una nueva forma de torturar a su equipo al día siguiente. Fuera lo que fuere, le proporcionó la ventaja de que ella se consideraba sola. Saltó desde el último peldaño de la escalera, dio media vuelta y se topó justo con él. Jadeó y se puso rígida.

Mike aprovechó la oportunidad para agarrarla de los brazos con el pretexto de estabilizarla, aunque no había nadie más estable que Corrine Atkinson.

– Mike.

– En carne y hueso -deslizó los dedos por debajo de las mangas cortas de la camisa de ella para rozarle los hombros.

Ella experimentó un escalofrío.

– ¿Qué haces?

– Trabajar para una mujer es muy satisfactorio, ¿lo sabías?

– Mike.

– ¿Sabes otra cosa? He sido injusto con los dos al permitir que nos evitáramos el uno al otro.

– No seas tonto, nosotros… -calló con aliento contenido cuando los dedos pulgares de él le rozaron los pechos-. Para.

– Piensa en lo bueno que sería ahora un orgasmo para tu nivel de estrés.

– ¡Mike!

Como olía tan bien y parecía tan irritada, aunque desconcertada, pasó la mandíbula por la de Corrine. Solo había tenido intención de tranquilizarla, pero como una gata, ella se estiró contra él y la idea de tranquilidad se evaporó de su mente, sustituida por algo mucho más profundo. Y excitante.

«Concéntrate», se dijo Mike. «Fastidia esto y no recibirás otra oportunidad».

– Ya no quiero que me evites.

– No lo hemos hecho. Como has mencionado, trabajamos juntos, todos los días.

– Sabes a qué me refiero. Crees que no puedes dejar que nadie entre en tu vida, que tienes que ser una mujer dura para triunfar en este mundo -bajo sus manos notó que se ponía rígida, por lo que le acarició la cara y le alzó el mentón-. ¿Alguña respuesta a eso?

– Estoy pensando en varias.

Al ver los ojos centelleantes y el cuerpo tenso de ella, la abrazó con fuerza.

– De acuerdo, pasemos a mí -se apresuró a decir-. Yo creía no necesitar a nadie en la vida porque ya me sentía lleno. Las mujeres tenían un lugar en ella, aunque no muy importante. Pero, ¿sabes una cosa, Corrine?

– No me la imagino.

– Estaba equivocado -rio al ver su expresión de sorpresa-. ¿Te lo puedes creer? Equivocado. Absolutamente equivocado. ¿Y sabes otra cosa, cariño? Tú también lo estabas.

– No sé de que hablas.

– 0h, sí que lo sabes -sonrió; entendía el temor que sabía que recorría las venas de Corrine en ese momento-. Es algo que se veía venir -murmuró, preguntándose si estaban solos y si sería capaz de parar si la besaba en ese momento. Le alzó la cara y se inclinó para hacerlo, pero ella le dio un manotazo en el pecho.

– ¡Alguien podría vernos!

– Todo el mundo se ha ido -le tocó la boca con los labios.

Ella jadeó y él aprovechó ese momento a su favor. Cuando sus lenguas se encontraron, a Mike casi le cedieron las rodillas.

– Corrine -susurró, apartándose para mirarla a los ojos-. Sé que esto parece imposible.

– Es imposible.

– De acuerdo, trabajamos juntos -apoyó un dedo sobre los labios de ella-. Un montón de parejas lo hacen y…

– ¿Parejas? -soltó-. Dios mío, Mike. ¡Nosotros no somos pareja!

– Lo sé, es una palabra que cuesta pronunciar, y mucho más asimilar. Pero no puedo imaginar mi vida sin ti -soltó una risa áspera y movió la cabeza-. ¿Me imaginabas diciendo estas palabras? Pero es la simple y aterradora verdad. No tengo ni idea de lo que me ha pasado… espera, lo sé. Eres tú. Te deseo, fanática o no del control…

– Aguarda un momento…

– De hecho, eso me gusta en ti. Sabes lo que quieres, no temes ir a buscarlo, aunque con una excepción, por supuesto… Yo.

– Creo que has inhalado demasiado oxígeno en la última simulación -lo miró fijamente.

– Incluso me gusta que me superes en rango -continuó él impertérrito.

– Estás enfermo, Mike.

– Si te preocupa la gente de aquí y lo que piense, esta misión se acabará pronto, y luego a los dos nos destinarán a otras misiones.

– ¿Qué estás diciendo? -exclamó con los ojos desorbitados-. Dios mío, Mike, ¿qué estás diciendo?

– Que deberíamos ceder a lo que sentimos el uno por el otro.

Ella movió la cabeza, tan atónita que había olvidado que él la abrazaba.

– Pero yo no sé qué siento.

– Entonces exploremos esa vía -le mordisqueó una comisura del labio, luego la otra y lentamente se retiró. Ella tenía los ojos entrecerrados. La boca, húmeda por el beso, mostró un mohín cuando dejó de besarla, haciendo que soltara una risa que se transformó en un gemido al bajar la vista y ver los pezones duros pegados a la tela de la blusa-. ¿Tienes frío, Corrine?

– No -susurró-. Maldito seas, casi había dejado de soñar contigo, casi había dejado de despertar excitada.

– ¿De verdad?

– No -respondió derrotada.

En ese momento sonrió, y cuando ella lo vio, lo empujó y se alejó.

– Necesito… aire -anunció por encima del hombro.

Como a él le pasaba lo mismo, la siguió, pero ella se detuvo en el pasillo delante de su despacho. Clavó la vista en la puerta y Mike se preguntó si sentiría la mitad de lo que sentía él. Corrine giró la cabeza y lo miró; en sus ojos se podía ver la necesidad, el anhelo. Despacio, abrió la puerta. Apagó la luz. Entró en el cuarto a oscuras y se volvió para mirarlo.

– Es obvio que he perdido la cabeza, pero… ¿quieres pasar?

Él se movió con tanta celeridad para entrar y cerrar la puerta a su espalda, que Corrine soltó una risa insoportablemente erótica en la súbita confianza que irradió.

– ¿De verdad vamos a hacerlo?

– Sí -avanzó bajo la luz tenue que entraba a través de las persianas y la acercó a él-. Ahora bésame como hiciste en mis sueños anoche.

– Ayudará, ¿verdad? -inquirió ella-.¿Si mitigamos este… este calor ahora? Quizá entonces no nos excitaremos en nuestra misión, cuando estemos encerrados juntos en el espacio durante diez largos días.

Mike no sabía cómo decirle que empezaba a sospechar que siempre iban a necesitarse de forma desesperada. Siempre. Esa palabra mareaba. Encajaba con otras palabras, como eterno.

Y amor. Dios. Necesitaba sentarse.

– ¿Mike? -Corrine se humedeció los labios con gesto nervioso-. ¿Es una locura? ¿Qué estamos haciendo?

– Aquello para lo que nacimos -le tomó las manos y se las inmovilizó a la espalda, lo que le dejó el cuerpo pegado al suyo. Habló con voz aún más ronca-. Hagamos el amor.

– Y quitémonos esto de encima.

– Mmm -murmuró de forma vaga. Corrine empezaba a preguntarse si eso era posible, pero no era capaz de pensar con coherencia tan cerca de esa boca maravillosa y masculina.

– En realidad, no deberíamos -dijo-. Tú lo sabes.

La acercó aún más, pero no la besó, solo la sostuvo hasta que consiguió que todo el cuerpo le palpitara de necesidad.

– Me encanta esto -murmuró-. La conexión. ¿Puedes sentirla?

– ¿Qué es exactamente? -preguntó ella con deseo de saber.

Pero en vez de responder, le desabotonó la blusa, le soltó el sujetador y se lo quitó. Luego la miró largo rato antes de mover lentamente la cabeza con gesto asombrado. Tocó un pezón con el dedo y observó con atención mientras se contraía y oscurecía para él.

– Es tan bonito.

Era absurdo cómo unas palabras de él podían hacerle perder la cabeza.

– ¿Aquí, Mike?

– Oh, sí, aquí. Y en todas partes.

– ¿Y si viene alguien?

– Se han ido todos.

Ella giró y tiró al suelo todo lo que había sobre su mesa.

– Siempre he querido hacerlo.

Riendo, Mike la ayudó a subir, luego se situó entre sus muslos. Le quitó los pantalones e introdujo las manos dentro de sus braguitas para sostenerle el trasero y acercarla a su impresionante erección.

Corrine le rodeó el cuello con los brazos y pegó la cara a su cuello para inhalar profundamente el aroma masculino que la había obsesionado durante meses. Con sus manos grandes, él le apretó las nalgas, luego le tomó los pechos y bajó la cabeza para probarlos, empleando la lengua y luego los dientes hasta que las caderas de Corrine se sacudieron en reacción.

– Mike.

– Lo sé.

– Date prisa.

– Quítate todo, entonces -susurró con voz ronca. En dos segundos los dos quedaron desnudos. Corrine apenas se había erguido antes de que Mike deslizara las manos entre sus muslos para abrírselos-. Mmm, estás húmeda.

Sí. Húmeda y caliente, y así le había dejado los dedos a él, esos dedos que la acariciaban despacio una y otra vez, hasta que la tuvo arqueada hacia esa mano.

– ¡Mike!

– Dime.

– No pares -para cerciorarse de que no lo haría, cerró las piernas alrededor de él y de su mano, retorciéndose y frotándose sin pudor, desesperada por más-. Necesito…

– Entonces, hazlo -instó al tiempo que se inclinaba para introducir un pezón en la boca y succionarlo mientras metía un dedo dentro de ella.

Si él no la hubiera sostenido por la cintura, habría caído hacia atrás. En ese momento, Mike retiró el dedo despacio, tanto que Corrine creyó que iba a gritar, solo para moverlo una y otra vez en su interior con infinita paciencia. Con cada contacto ella gritaba su nombre.

– Llega para mí -instó, con la boca llena con un pecho y los dedos otra vez en su interior-. Llega para mí, cariño.

Y lo hizo. Explotó. Y cuando pudo volver a oír, a ver, comprendió que lo estrujaba con las piernas y aún seguía entonando su nombre.

Mike respiraba tan dificultosamente como ella. Alzó la cabeza y la miró con ojos oscuros, muy oscuros. Ella le tomó la cara entre las manos y lo besó.

– No hemos terminado.

Él sonrió y suspiró, al tiempo que sacaba un pequeño envoltorio de la cartera. Con atrevimiento, le quitó el preservativo y se lo puso, una tarea no tan fácil como había imaginado. Al terminar, él temblaba y ella estaba impaciente por tenerlo dentro.

– No -dijo cuando Corrine intentó subirlo a la mesa encima de ella-. No nos aguantará.

Era un escritorio viejo y que protestaba con crujidos. Mike ladeó la cabeza, la alzó y antes de que ella pudiera decir una sola palabra, la apoyó contra la puerta del despacho. Casi no le dio tiempo a abrir los muslos cuando la penetró en su totalidad. Al sentir que la llenaba por completo, Corrine cerró los ojos con el corazón desbocado. Los sentidos se le dispararon.

– Sí.

Otra embestida poderosa la hizo gritar, completamente perdida en él, como de costumbre. Podría haber estado aterrada, incluso furiosa, por el dominio que tenía sobre ella, pero si el gemido ronco que emitía Mike servía de indicación, él estaba igual de perdido.

Entonces alzó la cabeza, con los ojos llenos de una pasión, necesidad y anhelo tan poderosos, que Corrine se quedó sin aliento. Con la mirada cautiva en él, Mike comenzó a llevarlos a ambos otra vez al borde del abismo.

– Mírame -gruñó.

– Lo hago, Mike, lo hago.

– No pares. No pares de mirarme, ni siquiera después… -calló cuando ella echó la cabeza atrás y se arqueó, temblando con otro orgasmo.

Él la siguió.

Aún estaban húmedos y temblorosos, sin aliento, cuando llamaron a la puerta.

– ¿Corrine? -era Stephen y parecía preocupado. Y cauteloso-. Hemos oído unos ruidos -explicó-. Solo quería asegurarme que estabas bien. ¿Corrine?

Horrorizada, aturdida y todavía abrazada a Mike, se quedó paralizada y lo miró. Le había prometido que estaban solos.

– ¿Corrine? ¿Está Mike contigo?

– Ahora salgo -logró responder.

¿Qué era peor? ¿Que la sorprendieran en esa posición comprometedora, con Mike todavía dentro de ella, o la expresión en la cara de él? Una expresión que más que sorpresa mostraba aceptación.

– ¿Cómo ha sucedido esto? -murmuró Corrine-. Dios mío, Mike, dijiste que se habían ido. No lo habrás hecho a propósito, ¿verdad?

Él ni parpadeó, pero le soltó los muslos para que pudiera deslizarse por su cuerpo aún duro y ardiente. Corrine permaneció allí, desnuda y temblorosa a medida que la furia se mezclaba con la humillación.

– Lo hiciste.

Apartándose, él fue a buscar los pantalones.

– ¿Es eso lo que crees? -preguntó-. ¿Que sería capaz de algo así?

– No lo sé. ¿Por qué no me respondes? Él se dejó los pantalones sin abrochar y la encaró.

– Porque deberías conocer la respuesta.

11

Se sentía culpable. Pero no por el motivo que Corrine parecía considerar. Sin importar lo que ella creyera, no había hecho el amor en el trabajo para que los sorprendieran.

Lo había hecho porque le era imposible dejar de tomarla, tanto como dejar de respirar. Que hubieran estado en el despacho de ella debería haber bastado para detenerlo, para devolverle la cordura, pero era otro signo de lo perdido que estaba.

Y así como se sentía furioso por haberla tomado contra la puerta, un vistazo a la cara de Corrine le indicó que ella estaba más furiosa.

En menos de sesenta segundos la vio recuperar su personalidad de comandante. A pesar de sí mismo, Mike observó fascinado la transformación. Cuando se alisó el cabello, irguió los hombros e iba a abrir la puerta, él emitió un silbido.

– Es asombroso -comentó con tono de cierta amargura-. Pasas de ser una mujer cálida, encendida y cariñosa a una fría, dura y centrada en un abrir y cerrar de ojos.

Sabía que era un golpe bajo, pero no la perturbó. Le dirigió una gélida mirada.

– No se lo íbamos a contar a nadie.

– Creo que ya es demasiado tarde.

– No te voy a perdonar esto.

Mike asintió, como si ella no le acabara de clavar un puñal en el corazón.

– Porque crees que lo hice a propósito -lo ponía enfermo que semejante noción pudiera pasarle por la cabeza, pero antes de que pudieran librar esa batalla en particular, ella abrió la puerta y se enfrentó a lo que él sabía que era su mayor miedo: quedar expuesta ante los demás.

Stephen aguardaba.

– Buenas noticias -espetó Corrine-. Nos hemos dejado la piel durante meses, y dado que habrá un parón hasta la llegada del nuevo equipo, por no mencionar el fallo de programación del ordenador, todos tenemos derecho a un largo fin de semana – miró su reloj de pulsera y estudió la fecha-. Ya estamos a jueves. No quiero veros a ninguno hasta el lunes. Llamaré a los demás.

Por lo general una noticia así sería recibida con un hurra. Pero en esa ocasión no iba a poder escapar de Stephen con tanta facilidad.

– Maldita sea -susurró este, mirando por encima del hombro para cerciorarse de que se hallaban solos-. ¿Tenéis idea del ruido que hacíais?

Corrine palideció, aunque por lo demás no mostró ningún signo exterior de emoción.

– ¿Has oído lo que acabo de decir?

– Sí, días libres, cosas por el estilo. Pero…

– ¿Qué necesitas? -cortó ella con esa voz fría y conocida.

– ¿Necesitar? -Stephen los miró-. Hmm…

– Muy bien. Nos vemos el lunes -fue a cerrar la puerta de su despacho, luego pareció recordar que Mike seguía allí de pie detrás de ella. Le lanzó una mirada que le indicaba que se largara.

Pero él no pensaba ir a ninguna parte hasta que no aclararan la situación.

– Necesito un momento -aclaró ella.

Sin importar lo que Corrine quisiera, ese momento no iba a desaparecer con un simple movimiento de la muñeca. Él se volvió hacia Stephen.

– Escucha, no estoy seguro de lo que has oído, pero…

– No quieres saberlo.

Corrine cerró los ojos.

– Pero si me retorcieras el brazo -continuó Stephen, observándolos con creciente diversión a medida que se desvanecía la sorpresa inicial-, diría que primero oí los golpes contra la puerta.

– Muy bien -se apresuró a manifestar Corrine-. Soy humana, ¿de acuerdo? Pero el trabajo ha terminado y me niego a disculparme por algo que es un asunto estrictamente personal -agarró a Mike del codo y lo sacó de su despacho.

Entonces, antes de que él pudiera parpadear, entró y cerró de un portazo, dejándolos a los dos fuera. Y echó el cerrojo.

Stephen miró a Mike con expresión de curiosidad.

– Supongo que eso es todo, ¿no?

– Sí -respondió, aliviado de que no insistiera o se burlara-. Eso es todo.

– No te preocupes. Tampoco fue tan obvio.

– De acuerdo -Mike suspiró-. Bien.

– Quiero decir, ahí dentro podríais haber estado haciendo cualquier cosa. Fotocopias. Enviar faxes. Cosas de informática…

«Así es», se dijo Mike. Podrían haber estado haciendo cualquier cosa.

– Salvo por esa parte de «No pares, Mike, oh, por favor, no pares» -añadió Stephen-. Eso te delató, grandullón -lo miró largo rato.

– ¿Qué? -dijo Mike-. Si quieres exponer algo, hazlo.

– Bueno, podría decirte lo increíblemente estúpido que es esto.

– Sí.

– O podría solicitarte detalles.

– Vas a conseguir que te haga daño, Stephen -frunció el ceño.

– Oh, chico. Dime que no estás enamorado. Dime que no eres tan estúpido.

– ¿Por qué sería estúpido enamorarse? -preguntó a la defensiva.

– Esa no es la parte estúpida. A menos que te estés enamorando de la Reina de Hielo.

– Se llama Corrine.

Stephen gimió.

– Has caído. Maldita sea, Mike, estás metido hasta el cuello.

Cuando se quedó solo, clavó la vista en la puerta cerrada, cuestionándose las tres cosas que le habían sucedido.

Primero, había perdido el control y hecho el amor con Corrine en el trabajo, consiguiendo que los dos quedaran en una situación muy comprometida.

Segundo, ella jamás lo iba a perdonar.

Y tercero, acababa de darse cuenta de que quizá Stephen tuviera razón, en cuyo caso se hallaba metido en un problema del que no iba a poder salir.

A sus hermanos les encantaría saber que se había enamorado. Él, el hombre que solo le temía al compromiso, de pronto anhelaba con todo su corazón estar comprometido con una mujer que no solo era su comandante, sino que no creía en ninguna debilidad. Y estaba convencido de que consideraría esa súbita necesidad una gran debilidad.

Quería un compromiso con Corrine. Eso lo aturdió y deseó tener una silla a mano. Como no había, se dejó caer al suelo sin quitar la vista de la puerta aún cerrada.

¿Qué le estaba pasando? ¿Qué le pasaba a su existencia despreocupada? Ojalá lo supiera. Diablos, lo sabía. Y muy bien.

Corrine fue de un lado a otro de su despacho, pero sin importar lo mucho que caminara, las imágenes se negaban a desaparecer. Ella con la espalda contra la pared, las piernas enroscadas en torno a Mike, la cabeza echada hacia atrás mientras dejaba que la poseyera con frenesí.

Dejaba que la poseyera. Nunca en toda su vida había dejado que nadie la poseyera. No, lo había exigido, y ese recuerdo la marcaba. Y todo el mundo lo sabía.

Se dijo que ya estaba hecho y que no iba a llorar por algo irremediable. Su equipó lo sabía. Ya se ocuparía de eso. De lo que no podría ocuparse era de evitar que volviera a pasar.

Alzó el auricular del teléfono y marcó un número.

– Mamá -saludó aliviada cuando su madre contestó-. Te echo de menos – una subestimación de la realidad. No había ninguna parte en la tierra donde se sintiera mejor, más cómoda, más a gusto en su propia piel que con su familia-. Tengo tres días libres y me voy a casa.

Después de oír el júbilo de su madre, recogió el bolso, dejó el maletín y abrió la puerta de su despacho.

Tropezó con Mike y cayó en su regazo. Los brazos de él la rodearon, y envuelta en su calidez, olvidó odiarlo.

– ¿Estás bien? -murmuró.

Corrine se puso de rodillas y lo señaló.

– Tú.

Estaba sentado con las piernas cruzadas, en el suelo, con aspecto tan desdichado como se había sentido ella antes de llamar a su casa, lo cual la satisfizo.

– Yo -convino.

– ¿Qué haces en el suelo?

– No estoy seguro de que vayas a creerme. Ni yo mismo lo creo musitó-. Además, pensé que dejarte tan furiosa podría ser una idea verdaderamente mala.

Con toda la dignidad que pudo, se puso de pie y le lanzó una mirada abrasadora cuando le impidió marcharse.

– No es un buen momento para hablar, Mike.

– Lo sé -pero no la soltó-. Quiero que me mires a los ojos, Corrine, y que me digas que de verdad crees que te hice esto para causarte algún daño. Que te tomé contra la puerta de tu despacho con el único propósito de dejar que todo el mundo se enterara de lo que sucedía.

Por supuesto que no podía mirarlo a los ojos y afirmar eso.

– No es un buen momento.

– Mírame, maldita sea… -le impidió soltarse-. Dímelo.

Estaba furioso, dolido y de malhumor. Igual que ella. Lo apartó y recogió el bolso que había dejado caer.

– Adiós, Mike.

Se dirigió a los aseos para lavarse. A1 salir, él seguía allí, esperando. Sin reconocer su presencia, Corrine dio la vuelta para irse.

Marchaba por la mitad del pasillo cuando se dio cuenta de que lo tenía justo detrás. Silencioso. Sombrío. No le prestó atención en todo el trayecto hasta su coche, aun cuando tenía ganas de abrazarlo, de apoyar la cabeza en el hombro de él y olvidar que existía el resto del mundo.

Qué debilidad. La aterraba.

– Ni siquiera pienses en seguirme -se metió en el coche, arrancó e imaginó los siguientes tres días de paz y tranquilidad.

Sin Mike.

Y en el futuro no muy lejano, una vez completada la misión, estaría fuera de su vida durante más de tres días. Desaparecería para siempre.

Las cosas serían fantásticas, ella estaría bien y su vida regresaría a la normalidad. Pero la verdad era que no estaba bien y que nada volvería a ser normal. No sin Mike. Arrancó con la vista al frente.

En su acto más estúpido desde que decoró la casa de su profesor de matemáticas del instituto con papel higiénico después de un examen especialmente difícil, Mike siguió a Corrine:

Le costó mantener su ritmo en la carretera; era un terror para el tráfico, metiéndose a derecha e izquierda. No iba a su apartamento.

Tardaron menos de treinta minutos en llegar a un barrio bonito y apacible, donde había vallas blancas de madera y patios cuidados con flores, monovolúmenes y niños jugando… algo a un mundo de distancia de la infancia militar que él había tenido.

Después de haber pasado los últimos diez años en Rusia, en sus ciudades superpobladas, experimentaba una sacudida cultural.

Corrine bajó del coche, subió corriendo por la entrada de una casa excepcionalmente bonita y abrazó a una pareja mayor. En su rostro por lo general solemne, había una sonrisa deslumbrante.

Y él entendió. Había ido a casa. Era interesante, ya que nunca la había catalogado como una persona familiar. Aunque tampoco se había imaginado a sí mismo persiguiendo a una mujer a la que no conseguía quitarse de la cabeza.

Supuso que lo lograría al conocer a su familia. Eso potenciaría la necesidad de huir. A1 menos contaba con ello.

Aparcó y bajó, inseguro de cuál debía ser su siguiente paso, ni de lo que quería realmente. Quizá que Corrine reconociera que había sido injusta con él en su despacho. O tal vez que le dijera qué diablos tenían, porque se sentiría mejor si de algún modo pudiera etiquetar toda la maldita situación.

Supo el momento exacto en que ella lo percibió; se puso rígida y se dio la vuelta, luego frunció el ceño. Aunque estaba aún lejos, imaginó que gruñía. Se acercó.

– Del trabajo -musitó ella por encima del hombro, evidentemente en respuesta a la pregunta de su madre-. Es mi piloto. No, no lo miréis, quizá se vaya.

– ¡Corrine Anne! -su madre pareció conmocionada y horrorizada-. ¡Ese no es modo de tratar a un invitado.

En ese momento, lo miró directamente a los ojos, con expresión llena de pavor y resignación. Lo mismo que sentía él. «Estamos juntos en esto, cariño», pensó él.

– Hola -dijo el hombre que Mike tomó por padre de Corrine. Extendió la mano-. Donald Atkinson.

– Doctor Donald Atkinson -corrigió Corrine-. Mi padre -señaló a la mujer pequeña de cabello oscuro que tenía al lado, que observaba a Mike detenidamente, llena de curiosidad-. Y esta es mi madre. La doctora Louisa Atkinson -sonrió con dulzura-. Y ahora ya puedes irte.

– Tenemos que hablar, Corrine -iba a requerir delicadeza.

– No lo creo, Mike.

– Sé que estás furiosa conmigo, pero…

– Aquí no. Estoy… ocupada. Ocupada de verdad.

– ¿Por qué no dejas de huir?

– ¿Huir? -se quedó boquiabierta, luego pareció recordar dónde estaba y cerró la boca-. Jamás huyo. Y ahora vete, Mike.

– Claro que no se va a ir, cariño -intervino su madre, adelantándose con una mano extendida-. Si ni siquiera ha entrado todavía.

Él se la tomó de inmediato, creyendo que quería estrechársela, pero se encontró siendo envuelto en un abrazo cálido.

– Bueno -manifestó, completamente contra una madre, cualquier madre. La suya llevaba muerta mucho tiempo, y en su mundo había imperado la ausencia de una influencia maternal. Pero Louisa atravesó todas las barreras y entró en su corazón.

Alzó la vista y captó la mirada de Corrine. Se había quedado quieta y en ese momento lo observaba con expresión diferente, de una forma que él no pudo analizar.

Y la irritación que sentía por tenerlo allí pareció disminuir. Cuando los padres de ella abandonaron el salón para ir a buscar galletas, Mike supo que era para brindarles algo de intimidad.

– Te caen bien -suspiró ella-. No habría podido imaginarte aquí, con una taza de té en la mano, manteniendo una conversación social. Pero aquí estás.

– Yo tampoco te habría imaginado a ti. Y aquí estás.

– Y aquí estamos.

– Sí -alargó el brazo y le tocó la mano con tanto anhelo que le dolió; sin embargo, aún no tenía las palabras-. ¿Y ahora qué, Corrine?

– Depende.

– ¿De qué?

– De por qué has venido. ¿Qué buscas realmente aquí, Mike?

Abrió la boca, pero como no tenía una respuesta clara para eso, o al menos una que entendiera lo suficiente como para explicar, volvió a cerrarla. Extrañamente desilusionada, ella retrocedió.

– ¿Qué querías que dijera? -preguntó él a su vez.

– Ahí está la cuestión -suspiró ella-. Yo tampoco lo sé.

12

No había duda al respecto, la presencia de Mike en el hogar de su familia asustaba a Corrine, la asustaba mucho. Parecía a gusto, cómodo. Confusa, fue a dar un paseo. Insatisfecha, terminó en el jardín de sus padres, donde su padre le mostraba con orgullo las rosas premiadas a Mike.

Los dos se hallaban acuclillados en la tierra, de espaldas a ella. Era una contradicción ver a esos dos hombres tan masculinos contemplando una rosa; y, sin embargo, era una de las cosas que tanto le gustaban en su padre.

No encajaba en ningún tipo. Se quedó quieta ante esa súbita comprensión. Por eso le gustaba también Mike.

Era un astronauta, lo que por definición significaba que debería haber sido arrogante e intrépido. Un aventurero. Y era esas cosas, pero era mucho más. Y observarlo alargar la mano para tocar el capullo de una flor con tanto gozo reflejado en la expresión, con el rostro iluminado, le atenazó el corazón.

Corrine nunca había comprendido el motivo para ser la mitad de una pareja, principalmente porque jamás había querido ser la mitad de nada. Desde luego, jamás había querido que alguien pudiera vetar sus decisiones.

No obstante, sus padres formaban una pareja sólida, y durante años habían logrado sacar adelante las cosas con una facilidad que Corrine siempre había admirado y nunca entendido.

Los dos habían triunfado en sus respectivas carreras, eran tenaces y obstinados, de modo que el éxito de la pareja era un gran misterio.

Un misterio que de pronto necesitaba solucionar.

Esperó hasta la cena, cuando encontró a sus padres en la cocina. Él cortaba verduras y ella se hallaba junto a él y movía la cabeza.

– No cortas en diagonal, querido. Tienes que…

– Creo que sé cómo cortar un tomate, Louisa.

– No, es evidente que no. Tienes que…

– ¿Louisa, cariño? O dejas que lo haga yo o pides la cena por teléfono.

– Eso último me parece una buena idea.

– No te atrevas -Donald sonrió cuando su mujer rio.

– ¿Cómo hacéis eso? -preguntó Corrine desconcertada por la mezcla de temperamento y afecto-. ¿Cómo os peleáis por un tomate y seguís queriéndoos?

– Cuarenta años de práctica -su padre sonrió-. ¿Vas a casarte con Mike y a aprender cómo se consigue?

– ¡No!

– Vaya -su madre suspiró.

– Mamá, yo no lo invité a venir.

– Pero él te siguió -su madre la miró con expresión soñadora-. Te ama.

– ¿Qué?

– Bebe los vientos por ti. Ha perdido la cabeza por ti.

Corrine sintió que palidecía, pero consiguió reír.

– Has estado bebiendo el jerez con el que cocinas.

– No, de verdad… -al sentir el codazo, miró a su marido con ojos centelleantes. Fuera cual fuere la comunicación que compartieron sin palabras, Louisa dejó el tema. Pero logró quitarle el cuchillo de la mano y empujarlo hacia la puerta.

– Sé cuando no soy bien recibido – besó a su mujer en la mejilla antes de irse.

– ¿Por qué discutiste con papá por el cuchillo, mamá? Él solo intentaba ayudar.

– Oh, lo sé.

– Pero lo echaste.

– Echarlo… Oh, cariño -Louisa rio-. Piensas que herí sus sentimientos. Créeme, no es así. Lo que pasa es que él siempre cocina y ya ha trabajado ochenta horas esta semana. El pobre está agotado, pero no quería dejarme todo a mí. Es un pequeño juego que jugamos entre los dos, nada más.

Corrine miró hacia la puerta por la que acababa de marcharse su padre y supo que los misterios de la convivencia se le seguían escapando.

– Un juego -repitió.

– Sí -Louisa dejó el cuchillo y sonrió-. De amor.

Mike asomó la cabeza en la cocina.

– ¿Puedo ayudar en algo? -se acercó a la tabla de cortar y recogió el cuchillo que acababa de soltar la madre de Corrine-. Se me da bien cortar verdura -anunció, siguiendo los cortes diagonales de Louisa.

Esta irradió felicidad.

– Eres un hombre perfecto -1e lanzó una mirada clara a Corrine, señalando la espalda de Mike y esbozando las palabras «Te ama».

Corrine puso los ojos en blanco y se dio la vuelta, pero no duró más de un segundo antes de ladear la cabeza para mirarlo. Era el mismo hombre de siempre. Entonces, ¿por qué lo miraba bajo una luz tan diferente en la casa de sus padres?

– Louisa -Donald apareció en la puerta y agitó una chequera-. Cariño, esto es un desastre. No logro descubrir cuánto dinero tenemos.

– Mira la última cantidad -indicó ella mientras sacaba más ingredientes de la nevera para la ensalada.

– ¿Cuál? Tienes tres.

– Oh -Louisa irguió la espalda, con una lechuga en una mano y una remolacha en la otra-. Bueno, la primera es por si el cheque que perdí pasó por el banco. Si lo perdí antes de rellenarlo, lo cual es posible, no será necesaria. De ahí la segunda cantidad.

– ¿Y la tercera? -Donald suspiró.

– Es lo que tendremos cuando mi ingreso automático llegue mañana.

– Mañana.

– Exacto.

– Pero, ¿qué tenemos hoy?

– Te lo acabo de decir, es una de las dos…

– ¡Olvídalo! -se marchó.

– Perfecto -Louisa sonrió.

– ¿Por qué es perfecto hacer que se enfade? -inquirió Corrine, cada vez más confusa.

– Le acabo de comprar su regalo de cumpleaños -Louisa sonrió-. Y si no estuviera tan enfadado, habría encontrado la entrada de ese cheque. Y sin duda me convencería de que le entregara el regalo antes. Ahora se rendirá y dejará la chequera -rio-. El secreto está bien guardado.

– ¡Louisa! -bramó Donald desde la otra habitación-. ¡me voy a cortar leña!

– Santo cielo -murmuró Louisa-. Quería que el joven tan amable que vive al otro lado de la calle lo hiciera antes de que lo intentara tu padre. El año pasado a punto estuvo de perder los dedos.

Mike dejó el cuchillo.

– Iré a ayudarlo.

– Bendito seas -alabó la madre de Corrine y le dio un breve abrazo.

Corrine observó el placer que se reflejó en la cara de Mike mientras le devolvía el gesto, en esa ocasión con más soltura y facilidad. Se preguntó por qué seguía todavía allí.

– Es un hombre maravilloso -afirmó su madre cuando él se marchó-. Es una pena que escondas tanto tus sentimientos.

Mike reapareció más allá de la ventana de la cocina y se dirigió hacia su padre.

– Es insoportable.

Louisa rio.

– Muy bien, cariño. Si es así como quieres llevar toda la situación. Simplemente dime que no es un hombre aventurero, inteligente y guapo y te creeré.

– No lo había notado.

– Mmm.

– De acuerdo, es aventurero.

– E inteligente.

– Sí.

– Y guapo.

– Mamá, por favor.

– Y guapo -repitió Louisa.

– De acuerdo -accedió Corrine-, y guapo.

– No lo dejes escapar, Corrine. -Se le encogió el corazón.

– Sí, acerca de eso, hay algo que no entiendo -respiró hondo-. Papá y tú. ¿Qué os mantiene unidos? Ya tendríais que haberos matado.

– ¿Por qué? ¿Porque somos dos personas de voluntades y mentes fuertes?

– Bueno… sí.

– Eso no significa que no podamos establecer la paz por cosas tan sencillas como preparar la cena y pagar las facturas.

– Es que parece… -volvió a mirar por la ventana. Observó los músculos de Mike al alzar el hacha por encima de la cabeza y bajarla en un movimiento perfecto que partió en dos un leño. Todas las hormonas de su cuerpo reaccionaron, pero eso era algo físico. ¿Seguiría queriéndolo al cabo de cuarenta años?-. Duro -concluyó-. Parece duro.

Louisa pareció sorprendida y enfadada.

– No puedo creer que no te mostráramos algo mejor en todos estos años.

– ¿Me quieres decir que es fácil?

– ¡Claro que no! Pero de todos modos merece la pena esforzarse.

– ¿Te es… esfuerzas? -preguntó dubitativa. Lo que había visto hasta el momento no le había parecido tanto una cuestión de esfuerzo y trabajo como de… buena suerte.

– Santo cielo, cariño -su madre rio-. Creo que me siento insultada porque tengas que preguntarlo. Sí, me esfuerzo mucho. No puedes creer que una relación tan cariñosa surja de forma natural.

– Es así en las novelas románticas – musitó, mirando otra vez a Mike. Este se irguió y se quitó la camisa, que arrojó a un costado antes de volver a alzar el hacha.

Santo cielo. Músculos. Piel que brillaba por el sudor. Adrede se obligó a mirar a otro lado.

– Tonterías -decía Louisa-. Nada tan bueno resulta fácil. Requiere compromiso volvió a empuñar el cuchillo de cortar-, Dar y recibir. Y después de tantos años, se vuelve cada vez mejor.

– ¿Sí? -no supo por qué al oír eso en su interior brotó una tonta esperanza. ¿A ella qué podía importarle que el matrimonio fuera maravilloso? No pensaba probar.

¿O sí? Se dio cuenta de que así era. Estaba planeando exactamente eso. Se llevó una mano a la frente de repente húmeda y se dejó caer en una silla.

– ¿Corrine? Cariño, ¿qué sucede? -se arrodilló y apoyó las manos en las rodillas de su hija-. ¿Te vas a poner mala? ¿Necesitas una palangana?

– Sí, creo que sí -tragó saliva, pero logró emitir una risa histérica cuando su madre se volvió para irse. La aferró de la muñeca y movió la cabeza-. No, no de esa manera. Es el corazón -se frotó el dolor que se había asentado allí desde que conoció a Mike y que ni una sola vez en todos esos meses había desaparecido.

– Oh. ¿Tienes problemas de corazón? ¡No me lo dijiste! Buscaremos una segunda opinión. Tu padre…

– Mamá, es… -respiró hondo-. Es amor. Creo que estoy enamorada de Mike. Acabo de darme cuenta ahora mismo, y eso ha hecho que me sienta así de mal.

– ¡Cariño!

– No te entusiasmes tanto -advirtió al ver la expresión de júbilo de su madre-. Es terrible. De hecho… -se llevó las dos manos al pecho-… quiero estar con él para siempre.

– Oh, pequeña -los ojos de Louisa se humedecieron.

– No te atrevas a llorar.

Su madre se secó una lágrima rebelde.

– No lloraré -se le escapó un sollozo y se llevó una mano a la boca-: De verdad, no lloraré.

– ¡Mamá!

– No puedo evitarlo -exclamó-. Estoy tan encantada por mí. Es lo que siempre he querido en un yerno.

– ¡No! ¡Mike no puede saberlo!

– ¿Qué? ¿Porqué no?

– ¿No lo ves? No puede suceder. No puede. Es una situación imposible, por un millón de razones diferentes.

– Dime una -ordenó su madre.

– Está… bueno…

– ¿Por qué, Corrine? -Louisa enarcó una ceja.

– Sí -convino Mike desde la puerta con expresión inescrutable en la cara-. ¿Por qué?

Sintió un nudo en el estómago. Se preguntó cuánto había oído. Era imposible descubrirlo por su expresión.

– Pen… pensé que estabas cortando leña.

– Y así era. Hasta que tuve la extraña impresión de que aquí sucedía algo mucho más interesante -se apoyó en el marco-. Y no me equivocaba.

– Sí, bueno -Corrine se puso de pie de un salto y comenzó a ocuparse en arreglar una cocina ya ordenada-. Estábamos…

– Hablando de mí -la tomó de los hombros y la obligó a encararlo.

A regañadientes, ella miró en esos ojos oscuros y pensó: «Por favor, que no me haya oído, que no me haya oído». Pero en esos ojos bailaba el conocimiento; tragó saliva.

– Lo has oído todo, ¿verdad? -susurró.

– Cada palabra.

13

Ella lo amaba. Mike no lo había imaginado, jamás se habría atrevido a imaginar esa posibilidad. Pero en ese momento tenía el corazón desbocado y la mente hecha un torbellino. No podía pensar en nada más.

– Repítelo -pidió.

– No.

– ¿Por favor?

Eso la sorprendió, y él comprendió que le había mostrado muy pocas veces su lado gentil, educado y tierno, al menos fuera de la cama. Eso iba a cambiar, porque tenía la intención de hacerla la mujer más feliz del mundo.

– Creo que deberías irte -anunció ella con calma; solo en sus ojos se reflejaba el pánico que sentía.

– No, no fue eso lo que dijiste -ladeó la cabeza y sonrió, aunque estaba tan nervioso que apenas era capaz de respirar-. Vuelve á intentarlo.

– No, quería decir que creo que debes irte. Ahora.

Él miró a Louisa, quien se encogió de hombros con gesto de simpatía.

– Tenéis cosas de las que hablar -indicó-. Voy a daros algo de intimidad.

– No la necesitamos -se apresuró a manifestar Corrine, pero su madre le puso un dedo en los labios.

– Escúchalo, cariño. Por una vez, relájate y escucha.

Se marchó y Corrine se quedó allí con expresión rebelde. Mike sabía que en esos casos siempre plantaba cara. Con pelea o discusión, con calma o agitados, iban a hablar.

– Podemos conseguirlo -musitó-. Podemos lograr que funcione, sin importar cuáles sean nuestros trabajos ni lo diferentes que seamos. ¿Me entiendes? -ella tenía la vista clavada en los zapatos-. Si nos esforzamos, nada podrá detenernos -insistió.

– Se me ocurren muchas cosas que podrían detenernos.

– ¿Como cuáles? -sonrió al ver su miedo-. Sé que asusta -le tomó las manos-. La verdad es que llevo asustado desde el día en que te conocí, y no me había dado cuenta de ello hasta hace unos momentos, cuando dijiste que me amabas -ella emitió un sonido de desdicha y furia y trató de soltarse las manos. No la dejó-. Yo también te amo, Corrine. Siempre te he amado y siempre te amaré.

Ella ni parpadeó.

– ¿Qué has dicho?

– Que yo también te amo -aguardó hasta que Corrine lo asimilo-. Quiero que lo nuestro funcione.

– Funcione.

– Y quiero que sea para siempre. Con un vestido blanco, una furgoneta y niños…

– Niños.

– O no -se encogió de hombros-. Lo que busquemos los dos, eso es lo que de verdad me interesa.

– Interesa.

Mike tuvo que sonreír.

– Pareces un loro. Dime que son buenas noticias. Dime que eras sincera en lo que le dijiste a tu madre. Que sabes que podemos conseguirlo -lo miró fijamente-. Dime algo. Cualquier cosa.

– Me amas.

– Sí.

– Quieres casarte.

– Sí. Aguarda, no lo he hecho bien -se apoyó sobre una rodilla y le tomó otra vez la mano-. Corrine -comenzó con el corazón en un puño-. Entraste en mi vida para cambiarla para siempre con tu increíble sonrisa y vehemente pasión. Tú…

– Dios mío. ¿Te estás… declarando?

– Lo intento.

– Entonces será mejor que te des prisa -de su boca escapó una leve risa-. No creo que las piernas me aguanten mucho.

– ¿Mencioné lo mandona que eres?

– Mike…

– Sí -rio-. Me estoy declarando. Te amo, Corrine. Quiero amarte para siempre. ¿Quieres casarte conmigo?

– Si estás atraído por la pasión y una sonrisa, te las ofrezco gustosa. No tienes que casarte por eso.

– Lo sé -tiró de ella hasta que se puso de rodillas delante de él-. Pero quiero casarme contigo.

– Sigo teniendo un rango superior en el trabajo -advirtió.

– No es una broma -sonrió-. De hecho, quiero despertar junto a ti cada mañana durante el resto de mi vida.

– Me has visto a primera hora de la mañana, ¿verdad? -preguntó ella con suspicacia.

– No, no lo he hecho.

– No es una broma.

– No, no lo es. La respuesta es sí o no.

– ¿Cómo puede ser tan fácil? -gritó-. Dios mío, me miras directamente a la cara y me propones ma… ma

– Matrimonio. La palabra es matrimonio.

– Este asunto es improcedente.

Le enmarcó la cara entre las manos y aguardó hasta que los ojos asustados lo miraron.

– ¿Me amas?

– Esto es ridículo.

– ¿Me amas?

– Sí -dijo con sencillez, apoyando las manos en las de él-. Es una locura, pero te amo, Mike.

– Entonces todo lo demás es fácil -por primera vez desde que la conocía sintió que el corazón se le relajaba. Podría haber volado a Marte sin nave-. Sé mi comandante, mi amante, mi mejor amiga, mi esposa. Sé mi vida, Corrine, cásate conmigo.

– Lo haré, Mike. Sí, lo haré.

EPÍLOGO

Un año más tarde

– E1 transbordador espacial ha aterrizado sin incidentes -anunció el presentador-. Gracias al duro y asombroso trabajo de unos pocos, hemos dado un paso en la realización de la Estación Espacial Internacional.

Corrine suspiró de placer, tanto por el éxito de la misión como porque su marido se había situado detrás de ella y le acariciaba el vientre.

– ¿Te gusta?, -murmuró, inclinándose para besarle el cuello.

– Como sea más agradable, me pondré de parto -las manos de él siguieron acariciándole el vientre hinchado de nueve meses hasta que quiso derretirse de felicidad-. Acabo de ver las noticias -le informó-. Han vuelto. El aterrizaje fue perfecto.

– No tanto como nuestro último año.

– Lo sé -suspiró otra vez al recordar el éxito que había tenido su propia misión-. Estoy preparada para volver a subir.

Mike rio y la giró en sus brazos.

– ¿Crees que podrás esperar hasta que des a luz?

– ¿Qué piensas que será de mayor? – preguntó Corrine al sentir una patadita del bebé.

– Será lo que quiera, aunque imagino que más obstinado que mil demonios. Igual que su madre.

– No soy obstinada.

– Mmm. Y yo no soy el hombre más afortunado de la tierra.

– ¿Lo eres?

Él sonrió, e incluso después del tiempo transcurrido, a Corrine se le aflojó todo el cuerpo. Como de costumbre, su madre había tenido razón. El amor merecía la pena el esfuerzo.

– ¿Qué? -inquirió él sin dejar de sonreír, pasándole el dedo por el labio inferior, los ojos tan llenos de calor y amor que ella sintió un nudo en la garganta.

Sintió una contracción. No era la primera ni la segunda, y supo que había llegado el momento.

– Te amo, Mike.

– Lo dices como si acabaras de descubrirlo -rio él.

– No -escondió una mueca cuando la contracción la dejó sin aire-: Lo he sabido siempre -logró decir-. A propósito -incapaz de contenerse, jadeó cuando la contracción terminó-. Es la hora.

– Cariño, no podemos. Estás demasiado embarazada para hacer el amor.

– No, me refiero a que ya ha llegado el momento.

Él parpadeó y se quedó boquiabierto.

– Santo cielo.

La expresión de terror puro que apareció en la cara de Mike la hizo reír a pesar del dolor.

– Has pilotado todos los aviones conocidos por el hombre. Has salido de este planeta. ¿Y la idea de tener un hijo te aterra?

– Siéntate -ordenó, alzándola en brazos.

– Ya estoy sentada -indicó mientras él se ponía a recorrer la habitación sin soltarla.

– ¡Tenemos que organizarnos!

– Ya lo estamos -señaló la maleta pequeña que había junto a la puerta.

– ¡Necesitamos un médico!

– Es posible -concedió Corrine, acercándole la cabeza para darle un beso rápido-. Pero, de verdad, Mike, todo lo que necesito o necesitaré está aquí mismo.

– Dios mío, Corrine -le acarició la mejilla con la cara-. Tú también me has dado todo lo que jamás podré necesitar.

Y cinco horas después, le dió incluso más. Una niña hermosa, con ojos oscuros, cabello salvaje y un llanto fiero y exigente que le recordó a su sorprendente y hermosa mujer.

Jill Shalvis

***