F., a los treinta y cinco años, prometió no vivir más de cincuenta. Estaba con un amigo en una plaza de Reus, era una tarde de junio de 1957 y dijo que pensaba matarse antes del 20 de mayo de 1972, día de su cincuenta cumpleaños. Justo Navarro, poeta, traductor, crítico literario y novelista, persigue la deriva de una vida, sigue el rastro de las mujeres, de las lecturas, de los trabajos y los días de un poeta que creía más en la inteligencia que en la inspiración, de un escritor que afirmaba que el único tema que le interesaba eran las mujeres, y cuando las mujeres le abandonaban huía al estudio de las lenguas, el griego, el latín, el ruso, el polaco, de todas las lenguas germánicas, al estudio de otras palabras que borran aquellas que no pueden ser pronunciadas ni pensadas. Un crítico indispensable del que Gil de Biedma dijo que era el hombre más inteligente que había conocido, el hombre sin edad que seducía a los las jóvenes y había alcanzado una extraordinaria perfección en el arte de interpretarse a sí mismo en los cafés, el traductor que había traducido a destajo a Dashiel Hammett en la España franquista, cuando Hammett se preparaba para morir, acosado por el FBI, América, las deudas, la vida. Porque F. es Gabriel Ferrater, poeta, traductor, crítico literario y, al menos una vez, novelista. Y esta historia de F., esta indagación sobre Ferrater, esta novela o memoria, que puede leerse como el informe que escribiría un detective de Hammett que también fuera escritor, como Hammett, como F., como Justo Navarro, concluye en la fecha en que Ferrater fijó su destino. Todos los datos están aquí y, si hay un enigma, también está aquí. Aunque los personajes y lugares, reales o ficticios, sólo aparezcan como personajes y lugares imaginarios. Y la única respuesta sea la pregunta.

Justo Navarro

F.

© Justo Navarro, 2003

Todos los personajes y lugares, reales o ficticios, sólo aparecen como personajes y lugares imaginarios.

Campbell: ¿La realidad es desagradable?

Ferrater: Hombre, sí. ¿Y la irrealidad qué?

I

1

Hubo una vez un hombre que a los treinta y cinco años prometió no vivir más de cincuenta. Se llamaba Gabriel Ferrater. Estaba con un amigo en un café de la plaza Prim de Reus, bebían ginebra en la terraza, el cielo era claro y volaban vencejos, un taxista esperaba para llevar al amigo a la estación de donde saldría el coche cama hacia Madrid. Entonces Ferrater dijo que iba a matarse antes de cumplir cincuenta años. Ferrater fue, además de políglota, un hombre alegre que disfrutaba dando alegría a quienes lo rodeaban, y se alegraba mucho más cuando percibía que había alegrado o asombrado a quien lo estaba oyendo. El asombro produce una especie de ensanchamiento de la realidad, como si la habitación o la plaza donde estamos se ampliara o se iluminara: como cuando deseamos que nos llenen la copa y nos llenan la copa.

¡Qué asombro oír aquella tarde de junio de 1957 que Gabriel Ferrater pensaba matarse antes del 20 de mayo de 1972, día de su cincuenta cumpleaños! No se sabía muy bien cuándo Ferrater hablaba estrictamente en serio y, como siempre que no se habla estrictamente en serio, sus palabras tenían una solidez esencial, una especie de blindaje, porque, verdad o mentira, podían ser abandonadas a su suerte con una mueca o una risa si no causaban el efecto perseguido. Pero eran siempre palabras indiscutibles, invencibles, trataran de la arquitectura gótica y su nexo con la novela inglesa del siglo XIX, de la relación entre los elefantes de Aníbal y los carros de combate de Rommel, del sexo o de la autodestrucción futura anunciada por un hombre que sólo creía en el pasado, de dónde se viene y cómo se ha llegado a donde uno está, a la plaza Prim, por ejemplo. Aún no lo había dejado su mujer, Jill Jarrell, extraordinaria belleza americana, según el amigo al que le confesó que se mataría, Jaime Salinas es su nombre. Ni siquiera había conocido a Jill, en Francfort, en la Feria Internacional del Libro, en una oficina, en el vestíbulo de algún hotel o en una de las cosmopolitas fiestas de la Feria.

2

Se conocieron en Francfort a mediados de octubre de 1963, cuando Ferrater era un enviado del editor de Hamburgo Heinrich Ledig Rowohlt y Jill Jarrell una colaboradora de la agente literaria de Barcelona Carmen Balcells. Ferrater había coincidido con Rowohlt en una fiesta, y acabó en Hamburgo gracias a un compromiso adquirido bajo feliz presión alcohólica en la piscina de un hotel mallorquín. Asesor de una gran editorial barcelonesa, extraordinario conversador en cinco o seis lenguas (no sucesivas sino simultáneas), Ferrater era deslumbrantemente sabio en el beber y en casi todas las ciencias conocidas. Poseía una inteligencia gesticulante y espumosa y un oído finísimo para detectar la tontería en labios ajenos. «Un rato a su lado no tiene nada que ver con lo que a uno le ha sucedido antes o le sucederá después», dijo alguien que lo conoció en profundidad. Aunque sus afirmaciones fueran categóricas, farfullaba y tartamudeaba y perseguía flexiblemente entre choques y topetazos verbales la palabra más rotunda, incapaz de pronunciar las erres y rotundamente vacilante en siete idiomas distintos. Fluía con Ferrater la conversación líquida sobre asuntos universales y eternos, domésticos, remotos y de ahora mismo, impertinentes, humorísticos, intensos e inmediatos, y fueron su público las personas más inteligentes del negocio mundial de la inteligencia. Rowohlt, editor de Hamburgo, lo invitó a ser su consejero. También Rowohlt era una fiesta en las fiestas: a medianoche hacía equilibrios en la pista de baile, despejada para el artista, sosteniéndose cabeza abajo con los dedos índices sobre dos vasos vacíos e invertidos.

Así lo contrató Rowohlt, aunque el amor de los flechazos alcohólicos pocas veces sobrevive intacto a la resaca. Ferrater recordó a Rowohlt en Londres, donde en junio de 1963 traducía novelas negras para la editorial Weidenfeld & Nicolson, a la que era particularmente difícil cobrarle. Recordó entonces la llamada de Rowohlt y se presentó en Hamburgo cuando Rowohlt ya había olvidado la llamada. ¿Quién eres tú? ¿El espectro de una noche que produjo un día horrible, resacoso? ¿El fantasma de la resaca un año después de la resaca? No lo entendieron demasiado en Hamburgo, no entendían su alemán ni Ferrater entendió el alemán de los alemanes, sólo el de los libros, y sobre más de cien libros en inglés, francés, alemán, español e italiano aconsejó a Rowohlt después de leer ciento cincuenta, cuatro libros por semana a 40 marcos por libro, y Rowohlt lo mandó a la Feria del Libro de Francfort en octubre de 1963. Y así Ferrater conoció a Jill Jarrell en la ciudad donde en otro tiempo se elegía al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y los príncipes electores intrigaban y mercadeaban con su voto, y los príncipes editoriales intrigaban y mercadeaban hoy con palabras en el mundo que más dinero maneja después de Hollywood y la CÍA, según Ferrater.

3

En Gibraltar son borrosos los días en que sopla el viento del este, ese viento que ahora levanta el pelo corto, claro, recién cortado, de Jill Jarrell, en la terraza de un hotel el 2 de septiembre de 1964, día de su boda con Gabriel Ferrater. Allí estuvo la madre de Ferrater, entre Ferrater y Jill Jarrell, entornando los ojos al viento arenoso de África que desordena y enreda las cosas y abrasa la vegetación. Es como si el verano se oscureciera cuando sopla el viento del este y cambia el color de las fragatas y del agua en las dársenas. Tiemblan los toldos, y la bruma se estanca en los bares y las tabaquerías y los almacenes donde venden mermeladas inglesas y en los despachos de militares y comerciantes malteses y genoveses y en la oficina judicial donde se celebra la boda. Hay anaqueles vacíos y techos altos en el juzgado, parece todo muy transitorio, como en una mudanza, en disolución, como si ya hubiera pasado este día (los días de boda en Gibraltar son irreales como un día de compras de productos de la Commonwealth en Gibraltar para forasteros). Ferrater se inclina para firmar por duplicado el contrato de matrimonio, casi al filo de la mesa el libro de registro: el pulgar de la mano izquierda sujeta la página, y no cabe en el escritorio esa mano, mientras la derecha firma con una pluma negra. En la foto no aparece la cabeza de la novia, sólo la boca, sonriente, sobre un collar de perlas de tres vueltas, los brazos desnudos extendidos a lo largo del vestido azul con lunares blancos. El pulgar de la mano derecha de Jill Jarrell se apoya en el extremo opuesto al lugar donde el pulgar y el índice de Ferrater hacen tenaza para sujetar el libro, por una esquina, como si quisiera evitar que se cerrara solo en señal de que el destino se opone a esta boda. La luz se refleja en la muñeca de Jill Jarrell, muñeca sutil en un brazo fuerte. En el escritorio caben exactamente los dos libros de registro, quizá haya sido fabricada la mesa para este fin determinado después de tomar las medidas de los libros. Está esquelético Ferrater, le está ancho el cuello de la camisa bajo la americana gris de hombreras excesivas, la patilla de las gafas negras oprime el parietal descarnado (no se ha quitado nunca las gafas negras), una vena se le marca en la frente, pero en la terraza del hotel la cara seca contrasta con la anormal prominencia del torso. En ese instante dos cazas despegan del aeropuerto.

4

Fueron días de esperanza después de Hamburgo. Hacía catorce meses que había escrito una carta a su enamorada anterior, Helena (ahora la recuerda con cuello largo, falda de tergal gris y jersey verde, y se imagina yendo a clase con ella a la Facultad de Letras, y sentándose a su lado hasta que lo echan, intruso de cuarenta años entre niñas de dieciocho), una carta desde el Hotel Rauscher, en Reinbek, a pocos kilómetros de Hamburgo: puedo encajar perfectamente en Hamburgo, o no tengo más remedio. Ferrater llegó a las tres de la mañana del jueves 18 de julio de 1963, en tren, Ámsterdam-Ostente-Hamburgo, y tuvo problemas con el aduanero alemán. ¿Cómo no lleva dinero? ¿Es usted un emigrante ilegal? No, es un turista que no ha cobrado su última traducción, la última novela negra traducida para Weidenfeld & Nicolson, de Londres. Millares de emigrantes legales y millares de emigrantes ilegales llegan esos días a Hamburgo desde España. Así pasa el rato, con el aduanero, practicando su alemán dudoso, y a las cuatro de la mañana sale el sol, y Ferrater da vueltas por Reinbek, esperando horas menos intempestivas para buscar hotel. En el hotel, por teléfono, sabrá que no es esperado en Hamburgo, que Rowohlt no está. «Procuro evitar esa impresión de que nada tiene sentido», le escribió a Helena, que estaba a punto de abandonarlo.

Hay que aceptar esos encantamientos ficticios que constituyen la vida, dijo Ferrater, y en las navidades de 1963 buscó a Jill Jarrell en Madrid, después de Francfort. Entonces lo nombraron director literario de la gran editorial barcelonesa Seix Barral, y vivió con Jill en las playas de Montgat, y en Gibraltar se casaron para eludir las leyes de España, católica nación indisoluble incluso desde el punto de vista del matrimonio. Ferrater ascendía en su carrera y en su vida privada, pero hasta sus referencias laudatorias eran inquietantemente negativas. «Le iría mejor con los mismos defectos y menos cualidades», dijo un buen amigo suyo. Hasta sus virtudes se volvían errores, una forma de infelicidad y corrupción, precisamente porque era poco experto en el mundo verdaderamente corrupto y real.

5

Cuando tenía veintitrés años Ferrater estaba convencido de que ser maduro es ser tramposo, entre hombres que dominan el juego de la vida práctica. La inocencia era algo que quizá se recuperaba entre mujeres jóvenes, y Ferrater fue siempre amigo de las mujeres jóvenes. Al mundo de los negocios pertenecía su padre, Ricard Ferraté, abogado y vinatero de desahogada fortuna, el hombre que anunció desde la radio de Reus el advenimiento de la II República Española. Fue regidor municipal, político y dinámico, dueño de un Chrysler y un Bentley. Cuando la guerra civil empezó a estar perdida para los suyos, Ferraté y su familia vivían en Barcelona, muy cerca del último cuartel del Gobierno de la República. Sonaban las alarmas, llegaban los bombarderos desde el mar, muy altos, la aviación italiana del Duce Mussolini.

Los soldados partían hacia el frente del Ebro en el año 1938. ¿Aún no estaba perdida la guerra? Todo el mundo buscaba un pasaporte para huir del enemigo feroz, las oficinas del Gobierno en hoteles requisados por el Gobierno se habían convertido en agencia de viajes para fugitivos, y el abogado vinatero Ferraté perseguía al consejero de Gobernación entre la agitación del Gran Hotel sumergido en la sacudida del derrumbamiento absoluto: un movimiento que combina prodigiosamente el más absoluto abandono y la más febril actividad. Los papeles bajo custodia del Estado salen volando y arrastrándose de las habitaciones y vuelan y se arrastran por los pasillos, apartados y pateados por civiles con correajes y pistola sobre el traje con corbata, en las escaleras huele a grasa y óxido de fusil (y hay un olor a óxido animal), uniformes militares se cruzan con uniformes de portero y botones de hotel. Alguien vio miles de expedientes policiales en las bañeras que ocuparon en otro tiempo rubias millonarias argentinas, alguien vio arder en bañeras llenas de gasolina miles de documentos mientras caían bombas sobre Barcelona y Ricard Ferraté buscaba a alguien que, impotente para influir en el destino del mundo, de Europa, de España, de Cataluña, incluso de su propia casa, influiría amistosamente en el destino inmediato de Ferraté, que fue nombrado canciller del consulado de España en Burdeos, ciudad de vinateros, y hacia Toulouse la familia Ferraté viajó en avioneta.

Pero el joven Ferrater, el primogénito, no quiso huir a Burdeos. La vida había sido feliz: no lo mandaron a la escuela hasta los nueve años y, cuando la escuela empezaba a ser una insistente desgracia, estalló una guerra que lo convirtió en traficante de licores entre la soldadesca y las putas de Reus, niño putañero, ladrón de bicicletas, proscrito, testigo de robos, motines, bombardeos y asesinatos, así como del incendio de la escuela desdichada y de la extraordinaria capacidad que poseían los padres para la cobardía y el ridículo. (Decidió cambiar de nombre: se llamaría Ferrater, en lugar de Ferraté, como si no se responsabilizara de las obras de la estirpe Ferraté y volviera a una edad más pura en la que la R final todavía no había caído roída por los años y la gente.) Ferrater aguantó en Barcelona: quería agotar las últimas posibilidades de felicidad infantil. Estaban llamando a filas a los niños de su edad, dieciséis años, para la batalla definitiva en el Ebro. Oía las trompetas todos los días, y los comunicados radiofónicos de las operaciones en las tardes veraniegas: las fuerzas de la República han atravesado el río por varias partes en el tramo Mequinenza-Amposta. La radio y la guerra se mezclaban con ese sopor erótico, esa somnolencia de las tardes de verano. Venta de Campesinos, Gandesa, Sierra de Cavalls, la batalla del Ebro: sonaba la música de las palabras heroicas, los cazas perseguían bombarderos italianos por el cielo de Barcelona, y Ferrater esperaba la llamada al frente.

Como si su destino se ligara al destino del mundo y se decidiera en una reunión de jerarcas internacionales, Ferrater voló por fin a Francia en el mismo instante en que Hitler, Chamberlain, Daladier y Mussolini firmaban en Munich el reconocimiento de que la metástasis de la Alemania nacional-socialista era saludable para Europa. Fue el último día de septiembre de 1938: la República Española quedó lista para ser extirpada.

6

Dos años después Ferrater está en un bar de italianos cerca de Libourne, a no muchos kilómetros de Burdeos. Hay allí una chica, Paola, digamos que se llama Paola (o no: se llama Giulia), y se juega a las cartas y se oyen las botas de clavos de las patrullas alemanas que vigilan el cumplimiento del toque de queda. Las cartas están sobre la mesa, atención, Achtung, no confundas el gesto de quien ha recibido una buena o una mala carta y el signo en las cejas que producen las botas alemanas que se van aproximando en este momento. Un jugador de póquer no se entrega al azar, el póquer no es la ruleta romántica ni obedece a la fatalidad fisiológica de las carreras de caballos. Un jugador de póquer es positivista, realista, razonable, como debe ser la vida, es decir, sensato y claro como una carta comercial, y juega con sus cartas y con las cartas y las caras de los otros jugadores. Lección primera: ¿tienes buenas cartas? No es bastante. Para sacarles dinero, tienes que saber disfrazarlas (disfrazarlas aunque nadie las ve). No seas transparente. O sé transparente, pero que al fondo aparezca alguien que no eres exactamente tú. Las cartas exigen paciencia. Hay vasos llenos y vacíos, alguien llama por teléfono, es el momento de levantarse a mear, ha pasado la patrulla alemana, se puede volver a casa sin riesgo de recibir un tiro. Pero, si te levantas de la mesa, cuidado, no te pierdas, sigue a la escucha: es muy importante la conversación en la mesa de juego (es una conversación casi vacía, agujereada, afilada y mellada a la vez, pero proporciona información fundamental sobre el enemigo). Yo no aguanto mucho tiempo jugando. Soy impaciente. Siempre quiero estar en otro sitio. Pero me gusta la armonía de los naipes, uno solo y cinco juntos, el rojo y el negro sobre blanco, abrirlos en la mano y pensar que lo fortuito es domesticable. Picas, tréboles, diamantes, corazones, intrigas amorosas, es decir, familia y jerarquía al final, el as, el rey, la reina y el caballero, el joker, Paola y las patrullas alemanas. Entonces se oía hablar de fusilamientos.

Aquel viaje y aquella vida en Burdeos y Libourne (un hotel, un piso alquilado, otra casa, otra casa, un castillo en Saint-Émilion), aquella ansiedad ambulante era una prueba más de la insensatez adulta.

La vida es fuga y escondrijo, y hay que ser astutos como en la noche de azar en el bar de los italianos: ser astutos daba ventajas en el Liceo del país extraño, donde los estudiantes eran menos astutos o menos adultos que Ferrater. Exigía astucia la vida disparatada de los padres, atolondrados, nerviosos, distraídos siempre. ¿Por qué son insensatos y mentirosos los padres? Porque están muertos de miedo. No quieren ver a los hijos, no quieren pensar qué saben o aprenden: también los hijos les dan miedo. No quieren saber, sólo verlos dormidos de noche, aquí están por fin los hijos, como muertos, bajo el toque de queda perpetuo. Ferrater siente envidia de los padres de sus amigos franceses, que no vigilan a sus hijos sino a los profesores de sus hijos. ¿Qué les enseñan a mis hijos? No teníamos guía, ni consejo ni ayuda, dice Ferrater. Teníamos dieciocho años.

7

Entonces acaba la guerra, vencen los peores, uno vuelve a Reus y piensa en huir inmediatamente, otra vez, a la guerra en Rusia, con las tropas triunfantes del III Reich. Operación Barbarroja: el 22 de junio de 1941 tropas alemanas penetran en territorio soviético. En España han abierto banderines de enganche para la guerra contra Rusia. En el invierno y la primavera de 1942 Ferrater consideraba la posibilidad de incorporarse a la División 250 o División Azul de la Wehrmacht: el héroe de la batalla del Volkov, río helado, deslizándose entre los Panzer con la compañía de esquiadores o volando en los Fw-190 de las Escuadrillas Azules, piloto miope sobre los lagos limen y Ladoga y el frente de Leningrado. Pero los cuarteles de Ferrater estuvieron en el Alto Aragón, veinticinco meses de servicio militar como soldado raso. Vivió en un hotel en Barbastro, donde fue a películas y bailes y toros en el verano de 1944, germanófilo (después de haber sido un fugitivo en Burdeos, ¿había pensado ir a Rusia para poder quedarse en la España triunfante de 1942 sin sentirse total y dolorosamente extraño?). Por el triunfo de la Wehrmacht apostó en el comedor del hotel, y en la casa de Huesca donde alquiló un dormitorio, una casa de mujeres solas y huéspedes de pago. Allí se había metido todo el frío de la comarca, y Ferrater añoraba el ejército alemán y la eficacia germánica, una vida razonable y técnica, con calefacción. Dejó Huesca, volvió a Barbastro, y entonces añoró el hotel más que a los ejércitos casi derrotados de Hitler, pero el hotel era ahora nido de coroneles y generales, y ya no podía servirle de hotel: no quería ser vecino incongruente de mesa y cama de ningún general. Encontró asilo en tabernas con luz color de ojo tumefacto y tinto para campesinos y soldados dignos de compasión. Era desordenada la vida en el ejército de España, sucia incoherencia en cuarteles sucesivos, Barbastro y Huesca y Barbastro.

Le encomendaron misiones burocráticas para salvarlo de las cocinas, y guardó el polvorín mientras la tropa batía las montañas en persecución del maquis. Dormía solo en un despacho y se quejaba de la irresponsabilidad típica militar y la bestialidad feroz del teniente coronel. Había leído en el joven Churchill que la ruda justicia de la espada suele aliarse con las complejidades de la corrupción y el soborno, e indujo a la familia Ferraté al soborno vitivinícola de un oficial, que recibió garrafas regaladas o a bajo precio. La madurez consiste en dominar las complejidades de la corrupción y el soborno, y Ferrater, madurando en el ejército, sugirió una visita al Coronel Segundo Jefe de la Subinspección de la V Región Militar, autoridad propicia a venderse, que sólo debería ser pagado en el caso de que consiguiera el traslado a Barcelona del soldado raso Ferrater. Pero Ferrater subestimó la ineficacia militar y adulta, efectiva incluso en los campos de la corrupción y el soborno, y no salió del Batallón de Montaña número 18 de Barbastro. «El aburrimiento es soportable, el frío y el calor no son soportables, la disciplina es eludible, la angustia es ineludible: éste es el boletín meteorológico de mi vida», dijo entonces.

8

Lo licenciaron, leía, bebía, fumaba, iba de putas y trabajaba en el comercio, póquer en el que la astucia es el más señalado signo de sensatez. Era contable en los negocios familiares y no se le pedía ninguna habilidad especial, ni siquiera astucia: los naipes no tenían que cambiar de figura en su mano (no le daban un pobre paje para que en su mano tramposa se transformara en rey: sólo debía sumar sin fin dos y dos y dos). Vivía días hipnotizados después de despedirse definitivamente del cuartel, como cuando se sale de una cárcel o se vuelve de un exilio. Tres años entre Burdeos y Libourne, dos años y un mes en cuarteles del Alto Aragón: podemos llamar a esto una sesión brutal de hipnosis. Uno se mueve con la inseguridad del que se apea de la caja cerrada de un camión después de muchas horas de viaje: se produce una pérdida del dominio de la ley de la gravedad.

Ahora eres libre, o estás solo (la soledad es una especie de libertad estrecha, opresiva), incluso se te han ido las palabras, el lenguaje ha seguido evolucionando sin ti, no tienes palabras o tus palabras son disparatadas, de otro sitio o de cinco años antes. Imagínate una isla desierta, imagina unos muchachos abandonados en la isla desierta: la lengua de esos muchachos cambiaría vertiginosamente, inventarían sus palabras, un argot especial, caricaturesco. Ferrater ha vuelto de una isla desierta, es contable en la firma familiar, Ferraté Hermanos, exportadores de vinos, donde Ricard Ferraté y sus hermanos se disputan los restos de la ruina familiar mientras Gabriel Ferrater lleva los libros de contabilidad, en la casa número 13 de Raval de Santa Anna. Había habido allí un gran hotel, el Hotel Europa, y, con alto sentido de la economía, los hermanos Ferraté le alquilaron los bajos al Banco Central y convirtieron el monograma HE, del Hotel Europa, en el logotipo FHER, Ferraté Hermanos, marca del vermut de la casa. Era la juiciosa insensatez de los adultos, el mundo ansioso y responsable de los individuos que han alcanzado la edad suficiente para arruinarse y disolverse y morir después de padecer miedo y angustia. Pero en el mundo aritmético del dinero existía el orden de los libros de contabilidad y, en un instante de increíble iluminación, Ferrater tomó la decisión de, una vez terminado el bachillerato a los veinticinco años, estudiar Ciencias Exactas. La iniciativa resulta incomprensible porque Ferrater había encontrado en su primera juventud laberínticas dificultades para dividir y resolver esa mezcolanza de dos cifras que chocan hasta que una de ellas se cuartea y se deshace en cociente y resto. Quizá huía hacia un mundo de cifras científicamente puras, pasteurizadas, después de haberse asomado a la caverna de FHER. Su padre, Ricard, inútilmente hábil con las máquinas, motores, coches y motocicletas, aplicaba todo su sentido práctico a un invento que lo salvaría de la hecatombe económica antes de liquidar absolutamente el patrimonio de la familia: una máquina de destilación al vacío y depuración de mostos. Ricard Ferraté se preparaba para el fracaso y una buena muerte fulminante y voluntaria, a pistola.

9

Diez años después de haber llevado las cuentas de FHER, huérfano de padre y arruinado desde hacía mucho tiempo, Ferrater decidió casarse. Heredero fallido de una familia de industriales, eligió a la hija de un médico de la alta sociedad de Barcelona. Tenía el médico casa y consulta en la calle Mallorca, y en su reino olían a celosa servidumbre los muebles recién encerados eternamente, una fosforescencia salía de la sala de rayos X y alumbraba el silencio y las voces de las niñas de la casa, y el médico saludaba con gestos de médico, dedos auscultadores que también tañen el violín en la biblioteca De vez en cuando aparecía un tío naviero que llegaba de Filipinas. Los abuelos paternos de las niñas son filipinos y algo filipino hay en Isabel Rocha, a la que llaman Cateta, pelo corto y cejas anchas bien perfiladas con pinzas, pendientes en las orejas, color filipino, tropical, pero labios delgados nada tropicales, traje oscuro y pelo tímido, tapando la frente, inseguro de una frente demasiado amplia. Ferrater la lleva a los mejores bares, y la invita a ostras y vino blanco, y Ferrater fuma, y la mira, y pone posturas de hombre mundano (inseguro, como el pelo sobre la frente de Isabel), no tan mundano, piernas cruzadas y brazos cruzados, cerrándose, fumando. Es un hombre bien vestido, que ha elegido bien el nudo de la corbata y lo ha encajado airosamente en el perfecto cuello de la camisa. Usa corbata clara, en contraste con el traje no demasiado oscuro y perfectamente planchado, de notario falso. Ha salido para su cita con Isabel del piso que comparte con su madre en Barcelona, calle Benedicto Mateu, 56. Están solos en el mismo piso Ferrater y su madre. Su hermano menor está en la cubana Universidad de Oriente, profesor de filología clásica, o, con mayor exactitud, profesor titular de lenguas clásicas. Su hermana se había casado en Londres y, muchos años después, recordaba a su madre como a una mujer de mucha disciplina doméstica. Siempre cuidó de que todo estuviese muy organizado: las duchas diarias, el horario de las comidas, la ropa. «Hemos tenido servicio, bastante servicio, pero nunca faltó la vigilancia activa de mi madre», dijo la hermana pequeña. Ferrater usaba gafas metálicas, tenía canas y bigote negro, parecía un alto funcionario, aunque la perfección del nudo de la corbata, recién hecho para la cita con Isabel, superaba las exigencias de una vida reglamentaria y burocrática en la qué uno se pone todos los días la corbata con el mismo nudo que hizo un mes antes. Parece un abogado notable que viste como un mandarín de la banca anacrónicamente leal a las costumbres indumentarias de su primera madurez (los años del padre, Ricard Ferraté, y sus correligionarios del partido Acció Catalana: como si la madre, para su hijo, preparara todavía el traje del difunto Ricard Ferraté), solícito con sus clientes escogidos. Ahora mismo coge el ticket de la cuenta, ostras sobre hielo y vino blanco en un enfriador, y piensa que está gastando demasiado.

Isabel era la hija del médico de moda, y además la prima de su amigo y casi jefe, el editor Barral, pero también era la enamorada de un príncipe, o del principesco hijo de un príncipe de la poesía española en el exilio, Pedro Salinas. Jaime Salinas fue el confidente al que Ferrater prometió en 1957 no vivir más de cincuenta años. Isabel Rocha se enamoró de Salinas, un aristócrata de la inteligencia y la moral. Salinas no compartía con los españoles el pasado infame, el presente doloroso, el futuro inexistente, la vergüenza del miedo a la bofia, la paciente sordidez rutinaria de los días de 1956. Y Ferrater, más que cumplir con lo que se espera de un treintañero por encima de la clase media media, más que pasar por la boda obligatoria (había descubierto como paciente la enfermedad del apetito matrimonial: Es lo que da sentido y cohesión a mi vida, le escribió a un amigo, el afán de casarme, este itch, dice en inglés: itch, término médico, picor, sarna, ansia furiosa y frenética), Ferrater buscaba a la prima del amigo Barral, la fricción sexual entre primos y primas, esa atmósfera, y sobre todo el amor de Salinas, el deseo del amor de Salinas, es decir, del amor que pertenece a Salinas porque lo recibe o puede darlo, amor precioso como la vida de Salinas, veinte años fuera de España.

Entró Salinas por primera vez, desconocido aún, en el Bar Boliche una tarde invernal de lámparas nubladas, y Ferrater cuchicheó a la oreja de Yvonne, la mujer de Barral. Dominaba las distancias Ferrater, y por el momento excluyó a Salinas de su círculo más próximo: No perteneces exactamente a este mundo pero quizá puedas servirme mañana para que cuchichee en tu oído. Y le devolvió el saludo a Salinas, el saludo estricto que dictan las leyes de la buena educación. Esto le gustó a Salinas. Parece un extranjero o un francés, pensó Salinas, que parecía o era un extranjero recién llegado a Barcelona, huésped del Hotel Suizo. Procedía del mundo del cine en Francia, y actuaba como ayudante del ingeniero que iba a racionalizar la empresa de artes gráficas Seix & Barral. Sí, Ferrater parecía un extranjero, longilíneo, de ojos azules: hablaba brillantísimamente, pero titubeante o tartamudo, incapaz de pronunciar su propio nombre, las erres farragosas, y llamó la atención de Salinas, héroe en Europa durante la Segunda Guerra Mundial al servicio de una compañía americana de ambulancias, como Hemingway en la Primera.

10

Salinas dejó el hotel y alquiló una villa, donde esperaba a su amigo de siempre, un islandés escritor. Se instaló en una casa de crimen de novela inglesa, recordaba Barral, pero quizá aquel refugio se pareciera más a un escenario de novela negra americana, más rápida y menos lógica y no muy lejos de las clínicas privadas de traficantes de recetas y tranquilidad y euforia químicas. Entonces Ferrater traducía a Dashiell Hammett bajo la vigilancia de la madre disciplinal. El editor Lara le pagaba ocho pesetas por página, y Ferrater ponía el reloj al lado de la máquina de escribir y no le duraba una página más de veinte minutos. El piso materno era oprimente como el reloj junto a la máquina de escribir y la página de Dashiell Hammett que no debía durar más de veinte minutos (un acuchillamiento y dos pistoletazos, tres muertos en dieciséis minutos). Ferrater se asfixiaba en el piso materno, le confesó a Salinas la opresión del piso materno (Salinas, según Barral, merecía la confianza de todas las secretarias de la empresa, y la confianza de Barral y de todo el mundo. Todos se confesaban con Salinas, lloraban, pedían que Salinas fuera su espejo y que les devolviera una imagen mejor de sí mismos al final de la operación mágica, y por fin todos se veían mejor, incluso Salinas: ojos limpios, lavados por las lágrimas). Salinas invitó a Ferrater a trabajar en una habitación que daba al jardín, Ferrater traducía y tecleaba, y Salinas decía: Yo he visto a los reyes de la poesía universal, Eliot, Frost, Auden y Spender en el campus de la Johns Hopkins University. Y luego llegaban los amigos y la noche era una intriga de embajada: conversaciones en clave entre el salón y el jardín, en francés, inglés, catalán, español, alemán e islandés, y las palabras universales eran Gin Giró, etiqueta azul y plata en la botella redonda, la ginebra con la que Ferrater preparaba dry martinis de novela negra.

Isabel se enamoró de Salinas en el Bar Boliche, chiquilla necesitada de protección y consejo. El extranjero Salinas la invitó a cenar según las costumbres de América del Norte, e Isabel, viviendo una especie de comedia colegial, interpretó que recibía el primer signo de una declaración amorosa. Se celebró la cena en la misma mansión en la que Ferrater ganaba tecleando su dinero de ruina. La situación económica de Ferrater lo condujo cierto domingo de lluvia, gin Giró y tocadiscos a poner en venta su biblioteca: fue la situación económica o el aburrimiento (pero no sólo el aburrimiento de los discos, ni siquiera el brutal aburrimiento dominical, sino un aburrimiento de años, el aburrimiento de todos los discos, todos los libros, todos los amigos y todas las conversaciones de los últimos cinco años). Necesitaba dinero, necesitaba una nueva vida, despedirse de las viejas palabras, casarse, aunque también es posible que sólo quisiera darle un giro absolutamente inesperado a la conversación, a altas horas de la noche al final de un domingo. Entonces fueron al piso materno y Jaime Salinas compró algunos libros: Salinas tenía facilidad para que lo encontraran y le ofrecieran las palabras que uno guarda sólo para sí, incluso en una biblioteca.

También Isabel Rocha lo encontró, se enamoró de él: el presentimiento o la impaciencia de la hora nupcial pasó en aquellos días por el Bar Boliche. Salinas encantó el corazón de Rocha, y Rocha se hizo daño, y lloró, y se acercó a consolarla Ferrater: el ser lamentable que las hadas dejan en sustitución del maravilloso niño robado del palacio del rey. Salinas no podía querer a Isabel, que no podía querer a Ferrater, a pesar de su elegancia desbaratada, a pesar de la enciclopedia que llevaba en la cabeza, aprendida de memoria en la casa que había sido el gran Hotel Europa. Un fantasma de palabras plurilingües era lo único que había podido salvar del palacio familiar, y el largo cuerpo y la arrogancia de los ojos azules. Se acabó. No lo quería Isabel. He ganado tu amor haciéndote daño y haciéndome daño, pero no me casaré contigo, no habrá triunfo ni fiesta. Ella era el futuro, es decir, el mundo entero, y, excluida la boda, Ferrater se sintió condenado a morir o a vivir bajo un juramento de soledad fatal y final (y lo más terrible: no era Ferrater el que hacía el juramento, sino que las circunstancias lo hacían en su nombre). Había elegido el amor con los ojos de otro, aunque ni siquiera se había enamorado de la novia de su extraordinario amigo extranjero (tampoco era extranjero su amigo, pero era más que eso: un príncipe apátrida), su doble, podría decirse, pero mejorado, reposado, no infectado por el arrebato que muchas veces traspasaba a Ferrater y lo exaltaba o lo anulaba en un instante: gesticulación manual y facial, carcajada, frase fulminante, el arte de la exageración feroz, antes de encogerse dentro de sí mismo y desaparecer, como desapareció cuando lo despreció Rocha, a buscar en su limbo de lenguas, como dijo Salinas, las palabras para nombrar el amor despreciado.

11

Desapareció del Boliche, en la Diagonal, cerca de la calle Provenza, muy cerca de la casa que construyó Gaudí y otras casas magníficas y fechadas en la fachada (como pinturas de caballete: casas artísticas), la casa donde vivió el pintor Ramón Casas, por ejemplo, de 1898, en la Barcelona próspera de antes de la guerra de Cuba. Barcelona carecía de tradiciones profundas, esto lo dijo Ferrater en su estudio sobre Casas (también sabía mucho de pintura: fue durante cuatro meses crítico suplente del Diario de Barcelona, y la editorial Seix Barral le encargó una historia de la pintura española contemporánea): la falta de tradición era el secreto de la radiante originalidad de las formas barcelonesas (piedras ondulantes, flexibles, hierros retorcidos), pero por falta de tradición los poetas catalanes no tenían palabras para hablar de celos o instinto posesivo, y les costaba contar su vida al público. Y lo que nos interesa, decía Ferrater, es la vida de las mujeres y los hombres. Él quería decir cómo había llegado a tan mal sitio, el piso de su madre, sin Rocha, queriendo a Rocha y queriendo el amor que Rocha descargaba en Salinas, necesitando ser querido por Salinas y por Rocha. La madre se había ido a Londres, con su hija, que ahora llevaba el apellido Barlow de su esposo. Ni el mayor poeta catalán del momento, Riba, maestro y amigo de Ferrater, podía hablar de celos, de instinto de posesión total, de locura: al catalán, decía Ferrater, le faltan términos de descripción moral, no tiene la tradición novelística del francés o el inglés. Cómo decir Isabel Rocha, o no exactamente Isabel Rocha, sino esta sensación de no existir o de existir nulo sin Isabel Rocha, sin esperanza de Isabel Rocha: no es esto para lo que uno ha sido preparado, si ha sido preparado para algo.

En agosto de 1957 Ferrater estaba encerrado en el piso de su madre, solo, bebiendo gin Giró y leyendo a Shakespeare, dos estimulantes para escribir. Quería escribir por lo que se suele querer escribir, según Ferrater: por ganas de fastidiar o de interesar a alguien. Había tomado la decisión de ser mejor que los colegas. Quería ser Shakespeare, es decir, quería conquistar a la hija del médico de moda. La ambición es fundamental en este oficio, sentenció Ferrater. Cuando a Scott Fitzgerald un crítico amigo, Edmund Wilson, le achacó que su primera novela no sólo era mala, sino que además había reunido una espléndida colección de faltas de ortografía, Fitzgerald contestó que Flaubert tampoco era ortográficamente perfecto. Esto es lo importante, dijo Ferrater: compararse con Flaubert o, más aún, con Shakespeare.

II

12

Jill y yo -dijo Ferrater veinte meses después de su boda con Jill Jarrell, bella american girl-, si Jill y yo tenemos dificultades no son conflictos agudos. Nunca había estado tan bien en los últimos veinte años, dijo Ferrater, que entendía la felicidad como una línea recta que se acerca indefinidamente a una curva sin jamás encontrarla. Las cosas se nos caen de las manos y se rompen, dijo, pero la felicidad es la impresión de que se nos caen un poco menos. Jill no estaba, andaba por Londres renovando el pasaporte para seguir siendo turista, respetada turista en un país sin respeto: un turista en España en 1966 tenía menos posibilidades de recibir una paliza policial o alguna humillación eclesial o policiaca en público, aunque también tenía posibilidades: podía ser tratado como un miserable turista rico, envanecido, caprichoso, procedente de un mundo podrido más alto, repugnante. Ferrater y Jill vivían vida de turistas en 1966, bares y felicidad en la playa de Montgat, con apartamento en una calle llamada Buenos Aires. La línea recta casi rozaba la curva que esperaba en el infinito, el país seguía siendo invivible, caqui-sotanesco, de un aburrimiento corrosivo (sí, la falta de libertad -en un país, una cárcel, un cuartel o una casa- es siempre una especie de aburrimiento, y está justificada la afición de los tiranos a las exaltaciones ficticias: espectáculos con banderas, himnos, deportistas y animales, ceremonias con uniformes, disfraces militares o religiosos. A la exaltación artificial-sentimental se le suma la emoción de un estado permanente de ansiedad callejera, íntima: puedes ser detenido o amenazado con una pistola o abofeteado en público por besar en público o quitarte la chaqueta ante un Cristo crucificado o mirar demasiado al individuo que está a punto de enseñarte la placa de policía secreta y detenerte).

Pero el extranjero consorte Ferrater era un Dios, casi un dios mortal (o inmortal: un amigo lo vio por Barcelona en la primavera de 1965 como un nuevo Dorian Gray, aquel que dejó su alma en un retrato que envejecía y se corrompía en su lugar, y el retrato eran los viejos amigos). Ferrater buscaba lo menos posible a los viejos amigos, como si fueran un retrato que nos recuerda lo que fuimos y no querríamos haber sido, torpe imagen enterrada y estropeándose en un sótano que es mejor no pisar.

Tenía aparentemente los treinta años que tuvieron sus amigos, aunque había cumplido poco más de cuarenta, vivía casado con una veinteañera y le faltaba media docena más de años para llegar a la edad que había prometido no cumplir nunca. Había logrado transmutarse en el nuevo Shakespeare de la nueva poesía catalana, era director literario de una editorial prestigiosísima, vivía con Jill y seguía encapsulado en las gafas oscuras con las que se casó. Se las rompió una vez, se las rompería algunas otras veces, en Sant Cugat y en Túnez, para experimentar con la teoría de la felicidad: las cosas se caen, atraídas por el centro de la tierra, pero la felicidad es la suspensión momentánea de la ley de la gravedad: ese mundo imaginario en el que, inmediatamente después de que se hayan roto las gafas, uno ve las gafas intactas todavía.

13

Entonces Jill lo abandonó. Una de las cosas del abandono es ésta: uno se queda sin fuerzas para aparecer en público en su nueva condición de abandonado. Es como si alguien se hunde en la ruina y debe dar una fiesta para anunciar que está en la ruina. Uno, abandonado, desaparece, y así invita a los demás a que lo sigan abandonando. Ferrater adoraba la calle: Sócrates de los cafés de Barcelona lo llamó el mismo amigo que lo llamó Gray, Donan Gray, y, como Sócrates, pasaba el día en las calles, charlando, seguido por los jóvenes. Un tipo estrafalario o una peste, Sócrates fue de una fealdad que algunos consideraron belleza, o de una belleza incomprensible que algunos consideraron fealdad, dios nuevo seguido por los jóvenes y despreciado por los viejos. Pero Jill estaba en Madrid en noviembre de 1966, con su padre, alto militar de la embajada americana, y el dios desposeído calculaba: Es la gente de Sant Cugat, es el clima, la aburrida lluvia, Jill volverá cuando deje de llover y cambie el clima y cambie la gente. Ferrater volvió al pasado, a casa de la madre (las madres son terribles: por culpa de la madre de Jill está siendo abandonado, Jill voló a Estados Unidos, país rico, libre: no es éste, no es este país).

Ferrater le escribió a su hermano menor, Joan, y su hermano le contestó desde Edmonton, Canadá: «Lo que me parece esencial es que te fijes en que si has perdido la partida con la madre de Jill por la cuestión del dinero (y perderás todas las partidas con todas las chicas por la misma razón), quizá la cosa más urgente que debes hacer es resolver esa cuestión.» ¿Carecía Ferrater de imaginación económica, siendo heredero, como era, de hombres de negocios? Quería ser un hombre razonable, de vida razonable y técnica, y no podía tolerar que lo consideraran incompetente en cuestiones monetarias.

¿No había sido contable en 1947 de la empresa vinícola de la familia Ferraté? Había desarrollado un sentido de la moneda y su uso, diferente al de los escritores en general. Decía: Un poema debe tener el mismo sentido que una carta comercial. Óptimamente todo poema debe ser claro, sensato, lúcido y apasionado, es decir, como la agenda del hombre de negocios perfecto. Intentó considerar el abandono de Jill un asunto monetario, incluso político. Quizá se puede razonar económicamente: ahora Jill trabaja para Tad Szulc, corresponsal del New York Times, y trabaja también para Farrar Strauss y otros editores de América. Estupendo: el abandono es un motivo de orgullo acerca de alguien que es parte de mí, o se me está yendo o se me ha ido: un orgullo consistente, resistente al dolor: Jill se ha ido a trabajar con los mejores del mundo. Ferrater ya no es director literario de la gran editorial, y está bebiendo, gin sin Jill, está bebiendo más que nunca.

14

Jill se me ha ido, me ha dejado, dijo por fin Ferrater el 27 de noviembre de 1966. Había acumulado la fuerza necesaria para pronunciar esas palabras, para escribirlas en una carta a su hermano Joan, que estaba en Edmonton, la fuerza necesaria para decir: Ya no soy el que he sido, el que creía ser, el hombre de Jill o el hombre que vivía con la joven Jill, el esposo, el capaz de llevar su casa. Ahora toda la fuerza se emplea y disipa en la espera de que suene el teléfono o de que Jill descuelgue en la embajada americana en Madrid. Toda la coraza o el caparazón de los últimos veinte meses, desde la boda en Gibraltar, se ha desintegrado: la línea recta que se acercaba a la curva feliz se ha estirado hasta alcanzar el punto de ruptura y quebrarse, como si la aguja que marca electrónicamente la potencia de una fuente sonora saltara por un grito y cayera, sin estímulo ni energía, muerta, en el momento en el que el mundo deja de rotar y todo sale disparado.

Quizá sea mejor beber un poco, fumar, beber, levantarse: muevo las piernas con mucho cuidado y me Heno de asombro al ver que se mueven, como cuando paseaba por los parques ingleses en 1963 y me echaba en el suelo, derrumbado y feliz en Londres, antes de Jill. Entonces Ferrater también era turista y traducía novelas policiacas para Weidenfeld & Nicolson, dejaba el folio en la máquina de escribir, salía de casa descalzo y se tumbaba en los parques. Miraba a chicas vestidas de Mata-Hari (velos de bailarina y blue-jeans) y princesas indias feas y con amigdalitis y pink cheap lipstick. En el verano de 1963 Ferrater tenía más de cuarenta años, el pelo blanco, gafas negras, vestía y se movía como un adolescente, fumaba como un adolescente, tapándose la cara al llevarse el cigarro a la boca, espécimen de niño mutante albino, encrespado, adolescente James Dean, refugiado en la casa familiar de su hermana, Amalia Barlow, según el apellido de su esposo. Todavía no conocía a Jill Jarrell. Como preparándose para Jill, se transmutó durante los meses en Londres, ahora en Kensington, con Helena, su novia, hija de un amigo y maestro, Helena, que era o había sido becaria en Durham, veinte años más joven que Ferrater.

En Londres sufrió una transformación. Igual que en esa historia de insectos acromegálicos, miméticos, disfrazados para sobrevivir en las ciudades como hombres con abrigo y sombrero, aunque el abrigo y el sombrero forman por una horripilante equivocación parte del exoesqueleto del insecto gigante y mimético, Ferrater había desarrollado en Barcelona trajes monstruosos (anquilosados, erróneos: como los sombreros y abrigos de los insectos gigantes) de funcionario franquista a pesar de su horror hacia los franquistas y especialmente hacia los franquistas funcionarios (pero siempre consideró secundaria la porción de vida que el país o cualquier lugar colectivo puede fastidiarnos). En Kensington se le desprendió el exoesqueleto quitinoso, y adoptó calzado deportivo, blue-jeans, jerséis, camisas para pasear por el parque y tumbarse: la mínima felicidad de no caer, de tumbarse uno mismo, sin proyecto ni orientación.

Huyó hacia Hamburgo, perdió a Helena, se enamoró de Jill, se casó, perdió a Jill veinte meses después de la boda y se puso a esperar que sonara el teléfono. «Soy Jill, voy a volver», dirá la voz de Jill. «Mañana estaré en Sant Cugat.» Y entonces cuelga Ferrater el teléfono, en casa de la madre, y la madre protesta, recuerda el precio de las conferencias telefónicas con Madrid, porque Ferrater ya no espera la llamada, llama él y nadie le promete volver mañana. Se está deshaciendo, más aún, disolviéndose, ha ido a un neurólogo para detener la disolución o disolverse bajo vigilancia médica. Sigue un tratamiento, procura no beber, Triptizol, Valium, Librium, un mejorador del humor y dos sedantes, nortriptilina y derivados de las benzodiazepinas: el mundo puede ser reconstruido científicamente, químicamente reconstruido, Valium, Librium y Triptizol, pero ahora mismo, domingo 27 de noviembre de 1966, el adolescente de cuarenta y cuatro años recibe la regañera de su madre por usar demasiado el teléfono, y el adolescente decide irse de casa, volver a la casa que tuvo con Jill, solo y aterrorizado. Este régimen de vida, dice, exigirá tratamientos neurológicos.

15

Cuando se fue Jill el mundo cambió, se enfrió, se hizo invernal, es decir, llegaron noviembre y diciembre como todos los años. Ferrater cambió su relación consigo mismo: era de pronto otro, helado, sin la irradiación del otro ser que vivía cerca. Ahora vivía en un silencio esclerótico, había perdido una especie de ruido mental, un espacio mental que compartía con Jill, tangible, físico: una especie de pensamiento siamés o puramente común: emoción o sangre compartida a través de un aparato circulatorio exterior-interior que lo unía a Jill y ahora había sido dañado, obstruido, cerrado, derruido, pulverizado. Y dolía, dolía físicamente, como si a los cuarenta y tantos años percibiera el desgaste y la oclusión de las arterias coronarias, el acabamiento de la capacidad pulmonar, la angustia del aire que falta. Las paredes del apartamento de Sant Cugat se mueven, vienen a aplastarme, o yo me dilato, aumento y voy a aplastarme contra las paredes. Entonces suena el teléfono, puede que sea Jill, alguien abre el grifo del oxígeno, se acelera el corazón, ha llegado el momento de la asfixia definitiva o del rescate.

No, no es Jill, pero ya está pasando la crisis. Uno sigue vivo o muerto, tal como estaba, helado, en el invierno de 1966 y 1967, cuando en las casas arrancan los radiadores de la calefacción central y venden las calderas y las viejas tuberías de plomo roídas por las ratas, pasadas, obstruidas. Ahora dicen que el gas butano, la última novedad, es mejor para calentar las casas, y arrastran bombonas pesadísimas por las escaleras, el ruido de los repartidores de bombonas llena los edificios, chocan las bombonas contra las puertas de ascensor y contra otras bombonas. Como sólo en momentos excepcionales de la historia, está apareciendo un nuevo color, el color naranja sobrenatural de las bombonas de gas butano, y quizá también el azul de la llama en las estufas de gas, y el olor del butano, alcohólico. Dan dolor de cabeza estas estufas, es mejor apagarlas, y hace tanto frío en enero de 1967 en Barcelona: hasta la policía se hiela y tiembla. «Tengo miedo del miedo que tiene la bofia», dice Ferrater, y la policía reparte palizas en la universidad, pero también en la calle, y cierra la universidad la policía mientras en las casas los propietarios siguen arrancando radiadores de calefacción. Es la renovación industrial y científica del país: el tiempo irreversible y paralizado de la degradación de todas las cosas, científicamente establecida por las leyes de la termodinámica, y Ferrater sufre una gripe crónica en el despiadado invierno de 1966 y 1967, tiempo muerto, congelado, fijo y cada vez peor, más muerto, más congelado, más fijo, después de la fuga de Jill. La Aspirina se suma al Valium, al Librium y al Triptizol.

16

No es que tuviera mucha gana de entrar en detalles, pero en definitiva la madre de Jill tenía la culpa, escribió Ferrater a su hermano Joan: «Ha jugado bien sus cartas, que eran mejores que las mías porque detrás había dinero.» Juego, astucia y dinero es la vida adulta, según el perdedor Ferrater, apostando de farol, sin dinero detrás de las cartas, pese a su deseo de ser económicamente serio. «Una vida no se conserva si no es atenta a las leyes del dinero y a los movimientos de los hombres y las mujeres», dijo, y, en su deseo de alejarse de la vida falsa y bufonesca, de farol, se enamoró de una disciplina científica: desarrolló entonces una extraordinaria pasión por las ciencias del lenguaje. Fue un enamoramiento en el más hondo frío de la Edad PosJill, la gran glaciación. El esposo abandonado por la esposa mucho más joven (como si la mujer niña hubiera madurado en compañía del viejo Ferrater, Sócrates o dios callejero al que desprecian los viejos de la ciudad; como si Jill, en su compañía, hubiera adquirido el conocimiento necesario para despreciarlo), el viejo esposo encontró otro amor joven, una ciencia joven y moderna, la lingüística, y renovó ante sí mismo una promesa de absoluta renovación vital: abandonó el alcohol con ayuda del tratamiento del neurólogo, demostrando una vez más que los alcohólicos se caracterizan precisamente por abandonar el alcohol con mucha mayor frecuencia que los no alcohólicos (cuantas más veces dejan de beber más alcohólicos son, en general).

Entonces se declaró enamorado de un muerto, Sapir, Edward Sapir, formidable lingüista americano estudioso de las lenguas de los pieles rojas. (Hay individuos que, como Ferrater, parecen preferir los amores con extranjeros: los extranjeros creen que ciertos rasgos fisiológicos o caracterológicos del nativo son comunes y propios del país, mientras que los paisanos saben que esos rasgos son excepcionales, personalísimos, insoportables e irremediables; los extranjeros, además, casi siempre hacen un mayor esfuerzo de comprensión.) «Estoy completamente enamorado de Sapir», escribió Ferrater el primer sábado de diciembre de 1966: desde hacía unas cuantas semanas había tomado la costumbre de refugiarse los sábados por la tarde en la gran editorial, cuando no hay nadie y es prácticamente seguro, dice, que ningún tipo de gente se le eche encima. Acude con puntualidad modélica al despacho en la gran editorial, pero sólo fuera de horario, cuando está cerrado el negocio. Así no se ve amenazado por la posibilidad de repetir en voz alta y ante testigos: «Jill me ha dejado.»

No quiere encontrar esas palabras-aguja. Buscar esas palabras sería doloroso, y más doloroso sería llevarlas a la boca y pronunciarlas y oírlas: Jill ha volado, Jill se me ha ido. Para evitar la captación y articulación de esas palabras, Ferrater se llena la cabeza de otras palabras, empezando por las palabras proféticas de los prospectos de las medicinas que le recetó el neurólogo, anuncio de verdaderas catástrofes en el sistema neurovegetativo, nervioso, así como de la destrucción del hígado en el caso de ingerir una sola gota de alcohol. No me lo creo, dice Ferrater, pero finjo que me lo creo y eso me autoriza para no beber. En la segunda semana de enero, el día 10, nieva y, mientras cae la nieve en Sant Cugat, Ferrater hace recuento de las lenguas que está estudiando. Sufre una especie de manía idiomática, ha dejado las generalidades de la lingüística y ha pasado directamente a las lenguas reales, muertas y vivas, a las palabras que borren las palabras que no deben ser pensadas ni pronunciadas: «Jill ha volado», por ejemplo. Estudia el griego, el latín, el ruso, todas las lenguas germánicas, todas, el germánico del oeste y el germánico del norte, las lenguas escandinavas (danés, dano-noruego, noruego, sueco, feroés e islandés).

Según Sapir, mis hábitos lingüísticos me predisponen a ver el mundo exactamente como lo veo, de modo que, para no seguir viendo el mundo como lo veo, lo mejor es huir a otras lenguas, pedir asilo en otros idiomas, olvidarme de mis hábitos lingüísticos, es decir, de mi mundo, porque mi lenguaje es parte de mi constitución espiritual, dice Sapir, que componía canciones y poesías: si cambio de idioma cambio de constitución espiritual. Ferrater sufrió y superó en aquellos días helados un ataque de logofagia, una indigestión de lenguas, superada por fin, digerida con un poco de alcohol, demasiado quizá, digámoslo así, buscando con precaución las palabras justas.

17

Inmediatamente iba a llegar otra lengua, italiana, otra mujer, de Milán. Habían pasado dos meses, tres meses, los buenos propósitos y las medicinas se habían agotado, como el tiempo de templanza, mientras seguía extinguiéndose sin fin la onda expansiva del abandono. En los días del frío noviembre de 1966 Ferrater había recordado al hombre a quien prometió matarse antes de cumplir los cincuenta: le debía carta por asuntos profesionales. Jaime Salinas andaba por Madrid en un nuevo lanzamiento editorial, y Ferrater quizá lo recordó cuando evaluaba si la promesa o el propósito de matarse antes de cumplir los cincuenta le permitía matarse con precipitación a los cuarenta y cuatro.

Le escribió una carta profesional, fechada el 23 de noviembre. Debía haber contestado mucho antes, pedía perdón por el vergonzoso retraso, aunque no tenía justificación, como no fuera la indolencia general del país. Entonces Ferrater nombraba a Jill: Jill está en Madrid (ah, quizá vuelva todavía a Barcelona, a Sant Cugat), y, puesto que Salinas quiere incluir en su nuevo proyecto una edición de La lozana andaluza, Ferrater le manda a Jill una edición francesa de La lozana andaluza, y llamará por teléfono a Jill para avisarle y pedirle que le enseñe a Salinas la edición francesa (según añadía Ferrater, la edición francesa era una porquería de edición, pero parece un magnífico pretexto, absurdo, para volver a penetrar asépticamente, profesionalmente en la casa del padre de Jill). Llamó a Jill, hablaron, largo rato, la madre de Ferrater protestó (alegó el precio desaforado de las conferencias telefónicas), y entonces Ferrater le escribió a su hermano Joan: Jill se me ha ido, me ha dejado, la madre me regaña por hablar por teléfono con Madrid, con Jill, me recuerda el precio del teléfono.

Estaba arruinado, como Dashiell Hammett, que aparecía en la carta después de La lozana andaluza y se convertía en el asunto fundamental. Ferrater había traducido cuentos de Hammett, habitual en colecciones llamadas El Búho o La Araña, de portadas que parecían carteles de cine, chinos con cara de Charlie Chan y pistolas y rubias y frascos de veneno, o sólo un búho sobre fondo gris, las aventuras del Agente de la Continental y los Siameses Escurridizos y la casa de la calle Turk, y ofrecía a Salinas un informe crítico sobre las traducciones de las novelas de Hammett al español. El azar había querido que Ferrater tradujera y difundiera a Hammett en la España anticomunista en el mismo momento en que en Estados Unidos demolían a Hammett por comunista: los años cincuenta. Mientras Ferrater traducía a Hammett a destajo, Hammett se preparaba para morir solo en una casucha llamada brutalmente Arcadia, condenado en rebeldía por un tribunal federal a pagar 104.795 dólares de cuatro años de impuestos atrasados, intereses y costas incluidos, espiado por agentes del FBI que redactan informes llenos de faltas de ortografía donde se recogen testimonios de que Hammett está mal de dinero, muy mal, el casero es su amigo y no puede echarlo aunque no paga, no tiene dinero, no tiene propiedades, ha sufrido un ataque al corazón, tiene problemas pulmonares de antiguo tuberculoso fumador, lleva cuatro años sin pagar el alquiler pero ha donado un dólar para ayuda a los extranjeros residentes en los Estados Unidos de América, ha firmado un manifiesto contra la invasión de Guatemala, no tiene cuentas bancarias, vive solo, continúa el informe del FBI, no tiene empleo, no recibe derechos de autor, tuvo ingresos de 30 dólares el último año (invirtió en la producción de Muerte de un viajante y ganó 30 dólares), Hacienda puede retenerle cualquier ingreso, empezó un libro hace años y lleva dos años sin tocarlo, vivió en la riqueza en Hollywood, hacia 1935, fiestas y más fiestas, la maravilla de Bel Air, muy bebedor, imprevisible, lanzaba cuchillos a las invitadas, ponía de adorno en el cuarto de baño a una puta, era muy tímido, bebía, era muy divertido, se derrumbaba, corría detrás de las chicas, ofrecía préstamos en las fiestas a gritos humillantes, en 1957 vivía en una casucha llamada Arcadia y sobrevivía de préstamos de amigos desde 1951, cuando salió de la cárcel (seis meses por desacato: se negó a denunciar a comunistas) casi en el mismo momento en el que Ferrater lo traducía. No cobra ninguna pensión, no posee acciones, deudor capcioso. Es un hombre acabado, dijo el agente del FBI, en la casa no quedan sillas para sentarse, todas están llenas de libros, cartas, paquetes sin abrir, tres máquinas de escribir pero las tres están cerradas, hay un fonógrafo cerrado eternamente. El hijo del casero lo vio una vez por la ventana, en pijama, con una pistola en la mano. Llamó a la puerta, pero, cuando Hammett abrió la puerta, ya no empuñaba la pistola, si alguna vez existió la pistola.

El 23 de noviembre de 1966 Ferrater escribía en una carta su juicio sobre las cuatro novelas del difunto Dashiell Hammett y sus traducciones al español (las traducciones son malas, muy malas, pero no hago reproches morales porque hace quince años así traducía yo, dice Ferrater). Red Harvest (Cosecha roja) es la más difícil de traducir, porque incluye diálogos en ocho o diez dialectos distintos, de gángster irlandés, de policía irlandés, de gángster polaco, de puta middlewestern, de policía californiano. Ni Ferrater se atrevería a traducirla: su castellano de catalán no está a la altura de las exigencias del libro. Repasa las cuatro novelas y sus traducciones (¿No es pornografía tremenda traducir «You had an erection» por «¡Te excitaste!»?), y se ofrece para revisar a fondo en tres semanas la vieja traducción de The Glass Key (La llave de cristal). La carta al amigo fue considerada por Ferrater como un informe sobre las traducciones españolas de Hammett, así que la editorial de Madrid le debía dinero: había logrado que le pagaran por una carta amistosa y había profesionalizado la desesperación de la llamada telefónica a Jill. Estaba experimentando una feliz metamorfosis: miraba con ojos nuevos la cuestión económica. Pero Jill no volvió y a finales de enero de 1967, dos meses después de la carta sobre Hammett, el amigo de Madrid no le había contestado todavía: Ferrater dedujo que no lo había hecho porque no sabía cómo conseguir que una editorial pagara una carta.

18

En febrero apareció la milanesa.

Entonces Ferrater acababa de llegar a la conclusión de que empezaba a ser una personalidad en el mundo editorial internacional, aunque el hecho de expresar semejante idea en voz alta o en una carta a su hermano le parecía motivo de risa. Atribuía su encumbramiento a la perspectiva distorsionada que los extranjeros tienen de las cosas nativas (también los españoles fabulaban sobre las maravillas imaginarias de la editorial milanesa Felrrinelli o la parisina Gallimard), cosas nativas como la industria librera española o como el propio Ferrater (se había casado con una extranjera que, después de convivir veinte meses entre los nativos, había abandonado a Ferrater). El tiempo engrandecía y engrandecería aún más la personalidad de Ferrater: bastaba esperar el paso del tiempo para que la personalidad creciera y alcanzara proporciones titanescas en el riquísimo universo editorial, el que más dinero mueve en el mundo después de Hollywood y la CÍA.

Había decidido abandonar las traducciones y los informes confidenciales al editor. En el mundo editorial sólo hay tres clases de personas, escribió a su hermano: el boss, el escritor y los lameculos (els llapeculs, escribió exactamente Ferrater). ¿Qué pasa si no te ponen en ninguna de las dos primeras categorías? Si no eres ni boss ni escritor, entonces perteneces a la tercera, y ser lameculos te obliga a vivir a la defensiva, algo mortalmente cansado, casi tan cansado como traducir a toda velocidad Der Prozess de Franz Kafka, la última traducción de Ferrater por el momento. El era un prestigioso traductor, un consejero editorial absolutamente infalible y fiable, pero, mucho más, era un gran poeta y la crítica iba a premiarlo en 1967 como el mejor poeta catalán de 1966, aunque había escrito sus últimos poemas en 1963. ¿Pertenecía a la tercera categoría del mundo editorial? ¿Era un escritor? ¿Era un boss? Puede ser, puede ser: participaba en las fantásticas fiestas editoriales, y en las convenciones de agentes de ventas de la gran editorial de Barcelona de la que había sido meteórico director literario y de la que seguía siendo el consejero íntimo y predilecto.

A principios de febrero recibió en nombre de la Gran Editorial a un autobús de vendedores de libros, representantes y viajantes de las mejores provincias de España, la Cosecha Roja de Hammett: ocho o diez dialectos distintos, pero no el gángster polaco, el gángster irlandés, la puta middlewest, el policía irlandés y el policía polaco, sino más de veinte vendedores viajeros de Zaragoza, León, Málaga, Bilbao, Sevilla, Burgos, Valencia, Salamanca, etcétera, con sus mujeres algunos. El extraordinario Ferrater escoltaba al boss Barral, el descoyuntado y larguísimo Ferrater y sus conocimientos larguísimos y descoyuntados, su descoyuntada forma de hablar inagotable y feliz, en los restaurantes. En estos viajes la gente se divierte, es decir, se transforma, y hace cosas que luego recordará toda la vida, aunque no exactamente (la mayor parte de las creaciones del intelecto o de la fantasía desaparecen para siempre después de un intervalo de tiempo que varía entre una hora de sobremesa y una generación), usa la cámara de fotos, fija ese momento en el bar barcelonés para toda la eternidad, inolvidable, aunque no exactamente recordable: nadie recordará exactamente lo que dijo el hombre largo de las gafas negras sobre no sé qué batalla de no sé qué guerra, mundial, creo. Tanta palabra cansa, sobre todo si tiene doble sentido, o triple, pero subíamos al autobús con la percha del traje de los banquetes en la mano y aquel hombre no paraba de hablar, y nos reíamos, claro que nos reíamos.

Estos hombres eran la última línea y la línea de choque del ejército editorial, vanguardia y retaguardia: quizá formaran parte de los lameculos y vivieran perpetuamente a la defensiva, mortalmente cansados, acostumbrados a trasladar maletas de peso descomunal, maletas de libros (una hoja de papel pesa poco, pero pocos imaginan el peso que debe soportar un vendedor de libros, las pesadísimas carteras de los vendedores de libros, un caso semejante al de los vendedores de artículos para mercería y sus maletas de alfileres y corchetes y agujas: el peso de una sola aguja no permite imaginar el elefantiásico peso de una maleta con miles y miles de piezas de acero minúsculas, es una simple progresión aritmética, dijo Ferrater). Se reían como soldados de permiso, pero nadie reía tanto como las mujeres cuando hablaba el hombre longilíneo de ojos azules que nadie llegará a ver detrás de las gafas negras. El príncipe del desorden y la risotada tenía una voz estridente e ininteligible, catalana, políglota, habitada por muchas voces, infernal, pelo blanco y bigote canoso. ¿Cuántos años tendrá? Parecía lejanísimo cuando apareció, tan alto, elevado, eso es, tan serio, el cerebro científico del gran negocio editorial, desconocido y casi inmediatamente íntimo, una de esas amistades voraces de bar, cuartel o calabozo. El vendedor debe tener conciencia del producto que vende, producto de excepción, la mejor literatura europea, universal, dijo el rey bromista del whisky (él no bebe whisky, explica mientras bebe whisky, sólo ginebra; está bebiendo whisky porque el neurólogo le ha retirado la bebida), bromista brumoso de repente, voz granulosa, estridentemente agrietada, el mejor imitador de entre los vendedores lo imita en el pasillo del autobús que los lleva a Madrid. Se ha puesto unas gafas negras de su mujer, las cejas se levantan por encima de la montura, encoge los hombros exactamente como el hombre de las gafas negras, mueve las manos, vaso largo y cigarro, brazos descoyuntados, consonantes descoyuntadas, forzadas, arrugadas, erres imposibles, frases superpuestas. El discurso verbal, en contra de lo que dice el sentido común, no es lineal, es una especie de montaje de cintas magnetofónicas, dijo Ferrater una vez. No se sabe exactamente lo que está diciendo el imitador, una mina de palabras, pero las mujeres ríen a carcajadas o enmudecen y cierran los ojos o los abren mucho (las dos cosas que se hacen cuando se recuerda que una estufa de butano se quedó encendida en la casa de Burgos). También la personalidad y figura del moderno vendedor crece y alcanza proporciones titanescas en el riquísimo mundo editorial, sólo equiparable a Hollywood y la CÍA, sigue la perorata entre bocado y bocado en el banquete empresarial, Ferrater, máquina comedora de mandíbula desencajada (la señora del delegado de la Gran Editorial en Málaga y Granada oyó el crujido de la mandíbula cuando comía Ferrater), turbulencia, excitación sensual y sexual de comer, como si un hombre extremadamente gordo y glotón estuviera prodigiosamente escondido en el hombre delgadísimo de las gafas negras. Había conquistado una especie de ubicuidad en el banquete, parecía llenar la mesa con sus brazos extralargos que llegan a todos los platos y agarran la botella de whisky allí donde se esconda (alguna vez se encuentra con dos vasos ante él, pero explica inmediatamente que un whisky no hace daño a nadie y él nunca se beberá dos a la vez, mientras utiliza teatralmente y cinematográficamente el humo del cigarro (cortinajes, virados), el juego de la mano que acerca el cigarro o el vaso a la boca). Divierte a los viajeros y se divierte. Habla y habla como si diera nueces a los niños.

Los despide al pie del autobús que los llevará al hotel, y llueve, está empezando a llover. Y entonces, con voz solemne y feliz, bajo la lluvia, voz mojada, cada vez más empapada, embarrada, herrumbrosa, como si saliera de otro tiempo en el que también llovió, el año 1600 o los días en que se encerraba con las obras completas de Shakespeare porque no podía estar con Isabel Rocha, grita: Be mad and merry, or go hang yourselves. Dice que seamos locos y felices o que nos ahorquemos, tradujo el verso shakespeariano el vendedor de libros que vivió tres años en Manchester al servicio del Hotel Swan. Creo que en este momento estoy quebrantando el régimen de mi neurólogo, dice en este momento el imitador del señor Ferrater en el pasillo del autobús que se dirige a Madrid, A mí me gustaba ese hombre, dijo una señora sin demasiada convicción; debe de ser un demonio con las mujeres. ¿Qué dices?, dijo otra, qué disparate.

19

En aquel mismo momento estaba llegando a Barcelona la milanesa Valeria Berni, digamos que se llamaba Valeria Berni, novelista entre una tropa de escritores viajeros, la especie B en el reino animal de la literatura, entre el boss y los lameculos o llapeculs. Está llegando de Italia para su encuentro anual un grupo de los más selectos autores literarios del país, de Manganelli a Eco pasando por Valeria Berni, el Gruppo 63, nombre de conjunto musical de masas, artistas experimentales más que vanguardistas, europeos, internacionales, menos italianos que mitteleuropeos, milaneses, racionalistas, aunque Valeria Berni llegaba de una clínica suiza: era una mujer deprimida.

Cuando se encontró con Ferrater en la habitación del Hotel Colón de Barcelona podrían haber reunido entre los dos unas dieciocho o veinticinco cajas de medicinas, ingeribles e inyectables, si Ferrater no se hubiera encerrado en la habitación del Hotel Colón con Valeria Berni sin equipaje, sin otra ropa que la puesta, sin su dubitativo y ya tambaleante tratamiento neurológico. Era un hombre herido, solo, abandonado por su mujer y por los veinte vendedores con sus mujeres, a la expectativa de más mujeres salvadoras. No buscaba o esperaba a una sola mujer, sino a todas las mujeres, las mujeres de los escritores en los premios internacionales, por ejemplo, aquella espléndida panameña que acompañaba al escritor mexicano, ¿por qué no? El hombre herido se encontró con la enferma de las clínicas suizas que dilataba el tratamiento en compañía de los escritores milaneses viajeros (es una tontería pensar que la literatura es un oficio sedentario), el Gruppo 63, los mejores escritores de Italia, y más aún, una verdadera comunidad de creadores, novelistas, poetas, profesores, redactores-jefes, ensayistas, publicistas, pintores y músicos reunidos en una especie de fiesta de pueblo en distintas ciudades fantásticas desde que en octubre de 1963 se habían reunido por primera vez en Palermo, en el Hotel Zagarella, para transmutar la literatura italiana a través de la conversación, la discusión, el teatro y la música electrónica.

La conversación continuaría en Barcelona, como todos los años, cuatro años después del encuentro en Palermo, siempre cerca del mar y el olor de los mercados populares y la gasolina de las motos de los traficantes de tabaco rubio americano de contrabando. La reunión ya es una costumbre, cálida, incómoda, obliga a aplazar obligaciones pero justifica injustificables viajes personales, y en medio de aquella reunión familiar apareció Ferrater, en el hotel de la avenida de la Catedral, en lo más viejo de Barcelona (pero construido después de la guerra). Allí estaba Ferrater después de dos días con los vendedores de libros. Es muy cansado ser lameculos, llapeculs, estar siempre a la defensiva, ser viajante o agente comercial de literatura, pero aún es más cansado ser escritor, vendiéndote siempre a ti mismo. El literato que habla de literatura está hablando del literato, y así fue en las conversaciones, discusiones y conferencias públicas de Barcelona, entre el Gruppo 63 y el grupo próximo a la gran editorial Seix Barral, siempre alrededor de la literatura, que, como dijo entonces Manganelli, es mentira, probablemente inmoral, artificial, cínica, inútil y venenosa, escandaloso juego falso. Manganelli citó al crítico Edmund Wilson, que intentaba ver el aspecto positivo de los peligros de la bomba atómica: la aniquilación atómica barrería las horribles ciudades de América, Nueva York o Washington, y a individuos como Rockefeller y el cardenal-arzobispo de Nueva York (Spellman, dijo el siempre muy informado Ferrater, Spellman, miembro del Comité Nacional por una Europa Libre, de la CÍA, y amigo muy íntimo del jefe del FBI, Hoover), desaparecerán el Pentágono, la CÍA y la burocracia, y en Rusia sucumbirá Moscú, un lugar terrible, decía Wilson. La literatura usa todos los sentimientos sin ningún sentimiento, animal feroz y dócil siniestramente omnívoro, dijo Manganelli.

Así hablaba Manganelli, y había que responderle. No era fácil. Era un debate exangüe entre dos literaturas provincianas, dijo el poeta y boss Barral, pero se bebía, se bebía mucho, y esto producía un doble efecto, aniquilador y vivificador a la vez: soltaba las lenguas, las anudaba, las soltaba mutantes y articulaban lo que uno jamás hubiera pensado o querido decir, o lo que uno jamás hubiera querido decir exactamente como acabó diciéndolo. Brillaba Ferrater sobre todos, olvidado (en la felicidad de seducir discutiendo) de los días en que esperaba eternamente a Jill en Sant Cugat: el mundo tenía por fin sentido: el sentido de una discusión entre literatos españoles e italianos tres días de febrero de 1967 sobre el problema de la vanguardia, signifique lo que signifique una cosa así, dos sesiones diarias de cuatro horas cada sesión, alimentada la máquina parlante con whisky y anfetaminas, y alerta Ferrater a las señales de Valeria, que buscaba un signo salvador después de tres semanas en la Suiza de los sanatorios y las casas de reposo, acostumbrada a hablar clínicamente de sí misma: el caso es una misma, la enfermedad que debe ser curada es una misma, dijo, y la oyó el hombre recién salido de la consulta del neurólogo, dos almas delicadas en los salones del Hotel Colón.

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Estas brillantes conversaciones inteligentes e inocuas exigían un penoso precio al final de los cuatro días de reunión casi incesante y permanentemente estancada, en bar, comedor o salones mal ventilados: los efectos dolorosos del alcoholismo, el resentimiento contra los amigos después de los duelos verborrágicos, guerras y batallas de inteligencia e ingenio (hay una tensión sensual, sexual, como en una pelea o un ajedrez entre adolescentes). Hay quien acaba encerrado a oscuras, en la cama, y no quiere ser visto nunca más, quisiera ser enterrado en su propia cama para siempre, porque fue desenmascarado, espantosamente desenmascarado, o, aún peor, se desenmascaró solo y ahora saben quién es, bestial, no saldrá nunca más de la cama en la habitación oscura porque le han arrebatado la cara que enseñaba en público, hombre enclaustrado en carne viva, sin la máscara de hierro de las palabras resonantes. Hay quien alcanza una pureza desconocida: ahora quiere cambiar, jamás volverá a ser un hablador bebedor intoxicado e insensato (pero esta enérgica prueba de salud sólo demuestra que se ha alcanzado la máxima debilidad, la hora peor de la resaca). Las reuniones de alta cultura tienen para sus participantes un precio y un premio (se pierde y se gana, aunque al final quizá siempre se pierda, como en los casinos): también hay quien triunfa desde el primer día y se instala entre los mejores (gente bien nacida, de buena apariencia y buen juicio), y entonces vive tres días con Valeria Berni en una habitación del Hotel Colón, por fin inexistente en Barcelona y en Sant Cugat, desaparecido, secuestrado por la nave extraterrestre Valeria Berni y planeando la huida hacia el planeta Milán. Milano sotto la nevé e piü triste, Es más triste Milán bajo la nieve, recita Ferrater al oído de Valeria mientras entra en la habitación 205 el sol de febrero en Barcelona.

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«Caí desde la primera noche en la cama con una chica milanesa, muy agradable y a la que tengo mucho afecto, pero neurótica perdida (salía de unos meses de clínica en Suiza, de tentativas de suicidio, etcétera, neurótica de país rico)», escribió Ferrater a su hermano de Edmonton, Canadá. Suiza: nieve y agua de lago y montañas claras, curas de sueño y psicoanalistas, y tú, que hablas de ti, chica milanesa, en el dormitorio del Hotel Colón.

La habitación del hotel era un laboratorio donde se experimentaba con una nueva vida y un cuerpo nuevo que se apoya en ti para que tú te apoyes en él, nueva vida y cajones amistosamente vacíos, aunque los cajones vacíos del hotel están llenos con el equipaje de la milanesa, Valeria, Valeria Berni. No importa. Ferrater no lleva equipaje, sólo tabaco y dos hojas de papel doblado y un bolígrafo Cross, cromado o dorado, ya no lo recuerdo, y la documentación, por si la pide la policía. En establecimientos hoteleros todo el personal puede ser agente de la policía más o menos ocasional, pero nadie sabe oficialmente que Ferrater ocupa la habitación 205 con la milanesa: Ferrater es un huésped clandestino, secreto, no sólo cuando llama por teléfono al hotel el marido de la milanesa, célebre arquitecto milanés, sino cuando suenan pasos en el pasillo (recordó Ferrater un bar de italianos cerca de Libourne, en 1941, una timba de póquer y el ruido de las botas de clavos de las patrullas alemanas que vigilan el cumplimiento del toque de queda). En este mismo momento suena el teléfono, la camarera llama a la puerta, Ferrater y Valeria salían hacia el congreso literario, Ferrater intenta confundirse con la embajada del Gruppo 63 para eludir los ojos del recepcionista, el conserje, los botones, los porteros rigurosamente uniformados todos, agentes de la policía o parapolicía, las tuberías más superficiales del flujo de información policial soldadas directamente a los subinspectores que cada día examinan las fichas de los viajeros que se registran en el hotel o salen del hotel. Pero el hombre sin ficha, Ferrater, en su confusa clandestinidad, seguía reflejando la seguridad del heredero de los vinateros de Reus con oficinas en Londres, protegido por unas gafas negras y escoltado por lo más selecto del Gruppo 63, Eco y Manganelli, Berni, Sanguinetti y Ballestrini y Guglielmi, si es que todos ellos estuvieron en Barcelona en febrero de 1967.

Se había cortado el pelo, y el frío en las sienes y la nuca de la máquina y las tijeras del barbero y el aire de la calle le habían inoculado una ilusión de renovación o depuración. Temblorosamente esquelético y quebradamente longilíneo, después de cuatro meses de dolor y tranquilizantes, algunas semanas sin beber y cinco días bebiendo, desapareció de los bares habituales. Estaba en el congreso literario, donde, detrás de las gafas y una gesticulación italiana con acento nórdico y fulminante capacidad argumentativa, rebatió las afirmaciones más brillantes de los oradores más brillantes. En el momento en que nombraba al viejo loco Ezra Pound encerrado en una jaula cerca de Pisa por alta traición a los Estados Unidos de América, una honda voz subterránea, sólo suya, le dijo a Ferrater que (hablando en público, para los más grandes escritores de Milán y Barcelona) sólo hablaba secretamente para Valeria, preparando el momento en el que en la habitación 205 se quitaría las gafas y descubriría sus ojos, las cejas crecidas nunca domadas por las pinzas depiladoras. Valeria vio la cara que nadie vio. Es el primer día y es como si ya me fueras familiar, buen amigo, buen amante, me estoy viendo en tus ojos azules, dijo Valeria. Y qué rápidamente se adquieren costumbres en un dormitorio con una amante nueva: en cuanto por segunda vez se entra en el mismo dormitorio uno descubre que ya tiene costumbres: como si llevara entrando media vida en ese dormitorio, como si uno quisiera ser fiel a uno mismo, al que entró por primera vez en el dormitorio que se le ofreció felizmente.

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El luminoso Ferrater gesticulante dominaba el parloteo científico de los escritores de Milán y Barcelona. Poseía sentido de la sorpresa y el espectáculo y de la velocidad que exigen la sorpresa y el espectáculo: quería dar felicidad y recibir felicidad, aunque parecía encontrar algún problema con las palabras. No es que le faltaran las palabras a Ferrater, las palabras le sobraban en ocho, nueve o diez idiomas, sino que, por el contrario, cargaba con un excedente descomunal de palabras que originaba atascos fónicos y mentales. En el pensamiento se le abría un agujero, un vacío, muchos vacíos, pero no, no era exactamente eso: era una multitud de palabras, todas las palabras leídas, oídas, repetidas, pensadas, ramificadas, multiplicadas. Unas palabras sobre otras tachaban todas las palabras: las palabras sobre las palabras terminaban siendo un borrón, un hueco negro, como si un escritor escribiera y escribiera y llenara una página que había sido blanca, y corrigiera y tachara y corrigiera y añadiera más palabras y más tachaduras y más palabras, hasta que la página está completamente negra, que es como decir completamente en blanco.

Ferrater apartaba unas palabras para escoger otras con gesticulación dolorosa, como si trabajar con palabras fuera trabajar con materiales altamente pesados, y era como si las palabras levantaran polvo cuando las movía y lo envolvieran en una nube de confusión: vestía deportivamente, camisa y pantalones de descargador. Acababa de ponerles en su fiebre políglota el pie en el cuello a las lenguas escandinavas. No quería las palabras para persuadir de nada a nadie: sólo quería encantar. «El escritor está siempre intimidado y se necesita cierto coraje (yo lo tengo y estoy orgulloso de ello) para escribir libremente sin tener en cuenta las reacciones ni los ataques», dijo una vez. No conoció la falsa modestia, aborrecible enfermedad del escritor. Decía que es curioso que la gente hable tan a menudo de la falsa modestia, cuando es lo que menos se encuentra en el mundo: lo que encontramos a cada paso es la falsa inmodestia, la costra de fatuidad que recubre todas las dudas. «No hay personas inmodestas, pero sí las hay que no quieren reconocer su propia y devastadora modestia, esa voz interior, más despiadada que las voces de los otros», dijo, y acabaron todas las voces en la habitación del Hotel Colón, cansados, Valeria y Ferrater, en el olor a calefacción y cosméticos de la mujer de más de treinta años, en la habitación donde Ferrater no tiene nada, no tiene equipaje, sólo la ropa que lleva y que se va ensuciando como va creciendo la barba. Ella cuenta una historia, Suiza y los suicidios, fuma rubio americano y Ferrater fuma negro y mira la forma de los dedos y los labios de Valeria cuando fuma y habla, las cejas, los ojos modelados por el humo. El peso del humo parece mayor en los cuartos donde no hay mucha luz.

Ahora tiene que llamar a Milán, a su marido, el arquitecto Berni. Estoy bien, querido, dice, y Ferrater siente cierto consuelo, Valeria está bien, ha sobrevivido a los suicidios ya las clínicas suizas, a los meses de conversaciones médicas (tiene habilidad para hablar de sí misma, adquirida durante meses de conversaciones profesionales-personales con profesionales de la conversación, psicoanalistas, y Ferrater tiene habilidad para escuchar y para regalar las palabras que impulsan y mejoran las conversaciones: sus palabras aumentan el valor de las palabras de Valeria). Ferrater siente una especie de sujeción al peso de la vida de Valeria, una especie de sujeción independiente, momentáneamente sujetos los amantes en la habitación ocasional, de paso, alquilada por días que acabarán muy pronto. ¿Cuándo termina el encuentro del Gruppo 63? Faltan dos días, un día, ha colgado el teléfono Valeria y pasa la punta de los dedos, a contrapelo, como si comprobara el paso del tiempo, por la barba que va creciendo en Ferrater.

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Quizá él, Ferrater, podría ir a Milán, dijo Valeria, acompañarla a Milán. Su matrimonio lo daba por muerto, en esto coincidía absolutamente con su marido aunque el marido no lo expresaría así, dijo Valeria. Ferrater trabajaría en la industria editorial milanesa, de gran prestigio en el mundo editorial del mundo, como Ferrater, que había traducido para Weidenfeld & Nicolson, de Londres, había asesorado a Rowohlt, de Hamburgo, y había dirigido literariamente la gran Seix Barral, de Barcelona. La invitación de Valeria le recordó los consejos de su hermano, que desde Edmonton se ofrecía para buscarle trabajo en América, o le sugería volver a Hamburgo, salir de Barcelona. Sí, quizá pueda ir a Milán, dijo Ferrater, estudiando en ese instante unos consejos fraternales que no le habían merecido demasiada atención hasta ese momento, pues dudaba de que en Alemania o América pudiera devenir la personalidad de la industria editorial en la que se estaba convirtiendo en la Barcelona de 1966. Aunque en 1967 se había alejado algunos centímetros más del centro del imperio de la industria librera, cabía pensar que definitivamente alcanzaría el centro en Milán. Por primera vez, ser un insensato (seguir a Valeria) equivalía a la sensatez que su hermano aconsejaba.

O yo puedo quedarme aquí en Barcelona, dijo Valeria, y quizá sintió Ferrater esa duplicación que se produce cuando el amor se convierte en trato sobre la propia vida, y en el trato entra otra vida, ajena, la vida de la amante: uno desea estar con la amante y uno desea poder salir inmediatamente por la puerta y estar solo, es decir, libre: uno es exactamente dos personas. Uno tiene que estar tratando con su amante en la habitación de un hotel y, al mismo tiempo, debe tratar con los dos en los que se ha convertido de pronto, y la habitación se llena de gente insegura, pesada, que no sabe muy bien qué hace en esa habitación de hotel. No se identifica exactamente con ninguno de los dos hombres que hay en la habitación, y es como si los estuviera mirando, otro más, el Hombre Invisible, mientras la habitación continúa llenándose de humo y ruido de la calle (están abriendo las tiendas), y una mosca minúscula y torpe de febrero entra en un vaso vacío después de pasear sobre los dos relojes juntos en la mesa de noche (hay una diferencia de siete minutos entre el reloj de hombre y el reloj de mujer). No quiero volver a Milán, dijo Valeria, o sólo volvería contigo, sin ti puedo morirme en Milán, no sé lo que haría para morirme.

Otra vez sonó el teléfono. No estoy mal, dijo ahora Valeria, y también esto alivió a Ferrater, que se puso las gafas oscuras. Los timbrazos del teléfono le habían dado una sensación de escondite, de juego furtivo en la habitación de un hotel: ni siquiera era un huésped registrado, sólo una especie de visitante fijo, el espectro de un médico en su ronda nocturna, o alguien que no sabe muy bien por qué está exactamente en esta cama, cómo, ocasional, azarosamente, está abrazando a Valeria Berni, novelista milanesa. Como si no fuera él mismo. Pensaba en viajes como los de los viajantes de libros o los intelectuales de Milán, viajes de negocios diversos, aunque el negocio sea la literatura (sí, el mundo editorial mueve casi tanto como Hollywood o la CÍA y quizá sea una rama de Hollywood y la CÍA), uno no es exactamente uno mismo en estos viajes, se produce una suspensión transitoria de la identidad. Estos viajes y encuentros comerciales se parecen a un bombardeo: de repente estás abrazado a una mujer tan aterrorizada como tú en el refugio antiaéreo. Uno cae bajo un alud de palabras y es como si hubiera sido atropellado por un coche y despertara en brazos de la conductora: no sabe cómo ha llegado a besarla pero la está besando cuando todavía le da vueltas la cabeza por efectos del choque: velocidad de sentimientos y movimientos, ansiedad inconsciente, indolora, durará poco. Valeria volverá a Milán.

En estos viajes de negocios uno está en estado de disposición a ser otro: cambia la comida, los horarios, la ropa incluso, las amistades. Desconocidos que pronto volverán a ser desconocidos se convierten en amistades eternas de una noche. Uno entabla conversaciones que jamás pensó entablar y que son olvidadas automáticamente. Uno encuentra amantes en viajes así, los dormitorios son provisionales, y las sábanas. Aquí, en el Hotel Colón, en el lugar nuevo y transitorio, cambian todas las cosas, pero allí, en Milán o Sant Cugat, continúa la vida de siempre, el marido de siempre y los suicidios de siempre, pensó Ferrater, y sintió una punzada al pensar en Valeria muerta en Milán (Ferrater se tomaba muy en serio los compromisos de suicidio, y pensó automáticamente que viajaría a Milán con Valeria), mientras Valeria colgaba el teléfono. No, no era su marido esta vez, sólo era el coordinador general de la reunión de escritores que le recordaba a Valeria los compromisos del nuevo día.

24

La huida a Milán sería un programa de regeneración, según los consejos del hermano menor: ser más sobrio y más sabio. Ferrater quería ser otro y ya se veía otro en Milán, hablando otra lengua, saliendo y entrando invisiblemente en el Hotel Colón y en el silencio del dormitorio, si el silencio del dormitorio no es una continuación de la verborragia del salón literario. Valeria habla de su vida, palabras trágicas pero clínicas, racionales, científicas, catalogadas en los libros de medicina mental, y, mientras Valeria cuenta su vida neurótica y milanesa, todo parece bajo los efectos de los ansiolíticos, todo parece más coherente, más liso, más romo. Es extraordinaria la energía de Ferrater para escuchar, Ferrater el confidente: es la misma energía que despliega para hablar en el encuentro con los viajantes de comercio y sus mujeres, y en el encuentro con los literatos viajeros del norte de Italia, hombre de palabras. Las palabras de Valeria están impregnadas de ese nerviosismo apático que dan las pastillas, mímica dolorida, defectuosa, después de horas de hablar en público científica y literariamente.

Hay un momento de la vida en público en que se acaban todos los platos y todas las botellas y la gente va desapareciendo y sólo queda el camarero que quiere cerrar (el mundo se ha transformado mientras bebías: la bebida es una de las pocas cosas que convierte una alteración interna, personal, en transformación absoluta de la realidad). Se acabó la catarata de palabras radiantes, el movimiento desordenado de frases y personas, y con violenta discreción uno acaba con Valeria en el hotel. Entonces las cosas personales siguen siendo científicas y literarias y de dos en dos se profundiza más, sin salir de territorios científico-literarios, cinematográficos. Por ejemplo: esos amores de hotel y esos manicomios suizos con psiquiatras austriacos que salen en las novelas. Pero el final de la película será una vida sobria, sabia, rica, ordenada y razonable en la próspera y tecnológica Milán, piensa Ferrater, un poco bebido, confundido ante el futuro y sobre todo ante su pasado y el pasado neurótico de Valeria: la habitación del hotel parecía estar llena de pasado, de aire pasado, humo pasado, vasos sucios, sin ropa limpia que ponerse, desordenada la ropa sucia. Y otra vez estaba gastando demasiado dinero y debería volver inmediatamente al duro y artesanal trabajo de traducir veinte páginas al día en cuanto Valeria desapareciera, y este solo pensamiento desmentía la fortaleza con la que había decidido irse a Milán, pues se veía en Barcelona dentro de cuarenta y ocho horas traduciendo 5.000 palabras, e incluso el propósito de dejar de beber en cuanto Valeria y todos los italianos desaparecieran le decía en el fondo que jamás dejaría de beber ni en Milán ni en Barcelona ni en ninguna parte.

Y en el hotel los clientes desaparecen como enfermos de hospital dados de alta o trasladados al depósito de cadáveres, y luego reaparecen en un pasillo y uno no sabe exactamente en qué día está. Otra vez esos recién casados de Granada en el pasillo del hotel de Barcelona, y Ferrater, en estado de efervescencia alcohólica, contiene una carcajada o un grito de horror, quién sabe, pero tampoco se sabe si la recién casada lleva una boca de risa o de echarse a llorar. Le dan a Ferrater ganas de abrazar a los recién casados y ampararlos en los pasillos del Hotel Colón, lejos de casa, mientras el personal parece aumentar en los dos últimos días, aunque parecen no verlo, se ha vuelto invisible, parte del aura de afectos oscuros que parece envolver a Valeria, y hay pasos en los pasillos y voces que le dan una sensación de haberse perdido en un cuarto sin luz mientras oye la respiración medicamentosa de Valeria dormida.

25

Se acercaba el momento de partir hacia Milán, a todos se les había subido a la cabeza la bebida y la comida, se alcanzaba el punto de exaltación que anuncia el general derrumbamiento, Ferrater devoraba con euforia en el restaurante del callejón de las Ramblas: una manera de comer pasada de moda incluso en España después de la guerra. No era la ansiedad hambrienta de la pensión estudiantil en 1951, sino la nostalgia de la felicidad de la despensa y los platos rebosantes en la casa de los vinateros Ferraté en 1931, la celebración de la despensa repleta: la exuberancia, la vanidad del comer desaforado, como un rey medieval, la inminencia del viaje, el adiós definitivo a la vida en Barcelona. Ferrater comía y bebía como si hubiera de apresurarse porque lo esperaban a la puerta del restaurante y no sabía el destino final ni la fecha u hora del próximo avituallamiento. Comía con la voluptuosidad con que pronunciaba grandes discursos en público. Era un individuo primitivo, y esto lo acercaba a las mujeres, a Valeria, incluso cuando la curiosidad cedía, es decir, cuando cedía el deseo, y las palabras enfebrecidas se cansaban, y la locura era objetiva y lógica, sometida a códigos establecidos científicamente: la neurosis es un sistema de signos perfectamente racional, analizable y desmontable, y en la cama salen casi todas las cuentas.

La habitación 205 del Hotel Colón estaba grumosa de pasado. Pero todavía podía salvarse, pensó, resucitar de la muerte después de Jill, cerrar el piso de Sant Cugat, no volver nunca más, ninguna noche más, ningún amanecer más, a aquel piso que empezaba a echar de menos en la felicidad de huir de casa. Había una felicidad de la calle y los bares, siempre buscando el último bar abierto, como quien se niega a apagar la luz y cerrar los ojos y dormir, como el niño que no quiere dormir nunca. Pediría que le liquidaran por adelantado las traducciones que aún no había hecho, las traducciones podrían ser acabadas en Milán. Lo necesitaba Valeria, o así lo decía Valeria a las cuatro de la madrugada, y todo parecía coherente, pacificado por fin después de la sesión de la tarde, una discusión sobre las temeridades de la vanguardia literaria, Ezra Pound, maniático, encerrado en una jaula por hacer propaganda radiofónica del Duce Mussolini desde Radio Roma, hacia 1940, aunque, alegó entonces Ferrater, no era ésta la prueba genuina de su locura. Que Pound era un insensato lo demostraban sus teorías sobre los banqueros: con usura el hombre no tiene casa de buena piedra, dijo Ezra Pound. ¿Qué pasa entonces con los banqueros y mercaderes, dueños de las mejores casas del renacimiento italiano y el gótico catalán?, preguntó Ferrater categóricamente. Es un insulto imbécil querernos hacer olvidar semejantes verdades.

Pero aún había que resolver algunas incógnitas. ¿Cómo sería la vida en Milán?

III

26

Volvió a Milán Valeria y el teléfono empezó a sonar y el hombre de los telegramas llamó a la puerta de Ferrater, que mantenía largas conferencias telefónicas con Milán, trágicas y tristes y depresivas, halagadoras: Valeria pedía que Ferrater fuera en avión o tren a Milán y la rescatara. Iba a matarse, y Ferrater, que consideraba el suicidio una cosa innombrable en vano, vivía pendiente del teléfono, absolutamente en serio, aunque estas cosas son viejas como el vodevil y las novelas sentimentales. Llamaba a Milán, absolutamente turbado por la novedad de llamar a escondidas a Milán desde casa de su madre o de ir hasta las oficinas de la Compañía Telefónica para llamar a Milán desde el locutorio público, huido de la madre vigilante. Otra vez estaba en casa de la madre, reumática, espantada de las terribles facturas de la Compañía Telefónica: ¿cuánto cuesta una conferencia con Milán? Casi no puede andar, y a Ferrater le da miedo dejarla sola, un punto que cree necesario explicarle a Valeria, moribunda voluntaria en Milán: en este momento Ferrater no puede abandonar a su madre. Valeria quiere abandonar a su marido, el arquitecto Berni, especialista en proyección y diseño de productos industriales, investigador de las relaciones entre la industria, las artes aplicadas y la arquitectura. Comparte con Ferrater la afición a los asuntos militares y ha estudiado la trascendencia de la Primera Guerra Mundial en el desarrollo de la industria mecánica (automóviles y aviones y toda clase de aparatos). Se considera, como Ferrater, en sintonía con un movimiento racionalista internacional en realidad inexistente, y ha descubierto una unidad de método en la proyección de objetos minúsculos y máquinas gigantes, desde un tornillo hasta una casa.

Valeria exige por telegrama y teléfono que inmediatamente Ferrater se traslade a Milán para inmediatamente trasladarse con Valeria a Barcelona. ¿Tendrá Ferrater que hablar con el marido, el arquitecto que, como un padre, le ha dado apellido a Valeria? El arquitecto pide ponerse al teléfono, el arquitecto telefonea al hombre de Barcelona, Ferrater. ¿De qué habla el arquitecto con Ferrater? Hablan de salud, de psiquismo, de equilibrio. Supongamos que una revista especializada en diseño industrial aplicado a la arquitectura, o en arquitectura aplicada al diseño industrial, le preguntara al arquitecto Berni sobre el futuro de la disciplina. En primer lugar, diría, existen ideas magníficas no realizables, poco prácticas, inaplicables, bien por su imposibilidad intrínseca, bien por el estado del desarrollo técnico o por su excesivo y disparatado coste. «Siempre que me preguntan sobre el futuro, siempre digo que es mucho más importante hablar del presente que del futuro, porque lo que hagamos en el presente es lo que será en el futuro y lo que tendrá influencia en el futuro», dijo el arquitecto Berni: sería mejor que Valeria se curara en el presente, en Milán, antes de pensar en un futuro viaje, a Barcelona o a Chicago o a Tokio, adonde considere oportuno o adonde le recomiende la expendedora de billetes de avión según el azar del vuelo más próximo. (Valeria a veces tenía estas reacciones, esta imprevisible necesidad de movimiento inmediato, y quizá, cuando saliera de su último hundimiento, considerara favorablemente el equilibrio demostrado por Ferrater y volviera a desear reunirse con Ferrater.) El arquitecto Berni agradecía el interés y el desvelo de Ferrater por la enferma Valeria, que tres horas más tarde llamaba y anunciaba que el plazo se cumplía: la situación iba a matarla. Era como esos casos en que un comando toma rehenes y amenaza con matarlos si en el plazo de cuarenta y ocho horas no son satisfechas determinadas condiciones. El comando Valeria mataría a Valeria si el comando Ferrater no acudía inmediatamente al rescate. ¿Qué contestar?

27

Hay personas que viven de cara al futuro, yo soy de las que viven de cara al pasado: pienso en saber de dónde vengo y cómo he llegado hasta donde estoy, dijo Ferrater. No podía volver a llamar, quizá ya se hubiera matado Valeria, y la madre seguía acechante y reumática, moviéndose sin poder moverse, vigilando el teléfono, temiendo que el hijo, Ferrater, vuelva a salir porque está bebiendo compulsivamente para resolver la crisis milanesa y compensar horas de traducción compulsiva, alucinada, tac tac tac en la máquina de escribir italiana, turinesa, eléctrica, Olivetti. La relación con Valeria lo ha dejado económicamente exhausto y en un estado en el que resulta casi imposible traducir dos páginas seguidas. No tiene renta, vive de hacer traducciones, y traducir es una vida durísima, dijo una vez Ferrater. Me pongo delante de la máquina de escribir, solo, y miro el papel en blanco y me entra una especie de angustia, algo así como un vacío en el estómago, y para poder ir comiendo necesito traducir siete u ocho horas diarias si soy capaz de resistirlo, eso sí, se gana casi para vivir, una miseria por página, media hora por página, treinta horas son sesenta miserias. Otra vez suena el teléfono (Valeria y Ferrater han llegado a ese momento en el que ya no se puede hablar porque sólo se habla de una cosa, obsesiva) o el timbre de la puerta anuncia dos telegramas nuevos: uno dice qué está a punto de ocurrir el desenlace más temido, otro dice que todo ha terminado. Ahora llegan tres telegramas (esto no había ocurrido nunca) y el primero dice que Ferrater es esperado en Milán, pero en el momento en que está abriendo el segundo suena el teléfono. La voz dice que no lea el telegrama que acaba de mandarle, ahora mismo, que jamás debería haberlo escrito, haberlo pensado y mucho menos haberlo mandado, aunque Ferrater temía que el teléfono certificara la muerte de Valeria a las ocho. (Pero el marido dice que dejemos que el presente sea el presente.)

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El 16 de febrero Ferrater mandó un telegrama a Milán, terminante. Era hora de poner las cosas en orden, recuperar la salud y volver al mundo de la razón. Dejó de beber, se quedó esperando la posibilidad siniestra (así se lo dijo a su hermano) de que volviera a sonar fatídicamente el teléfono o el timbre de la casa: llamada o telegrama mortal. ¿Valeria se mató anoche? Temblaba de inquietud por la chica de Milán, no bebía, tecleaba en la máquina de escribir Olivetti (todo se dislocaba: incluso la fabulosa marca Olivetti había patinado, caía, cedía su división de procesadores electrónicos a la General Electric mientras los obreros de la Hispano Olivetti se ponían en huelga en Barcelona), traducía, página tras página tras página. El mundo editorial se levanta sobre estos montones de páginas a bajo precio pero tiene también su esplendor: el primer día de marzo hubo otra fiesta literaria, un gran premio para un escritor mexicano al que Ferrater consideraba distinguido agente de la CÍA, tres días de alcohol agradable, le dijo a su hermano, el filólogo de Edmonton, además de mujeres bien vestidas, flirteadoras. Incluso había alguna guapa: la panameña que acompañaba al escritor de la CÍA, por ejemplo, extraordinaria. Aún sufría los efectos levemente eufóricos de la milanesa y su amor suicida, el encantamiento de la intoxicación crónica con alcohol y drogas recetadas por el neurólogo contra el alcohol. Uno termina aniquilado después de las mejores fiestas, y entonces, en un doloroso instante puro de espeluznante resaca, decide no volver a caer jamás en la tentación: en cuanto recupere la salud no volverá a envenenarse, aunque uno sepa que en cuanto recupere la salud volverá a sentirse con fuerzas para envenenarse saludablemente, razonablemente, poéticamente, es decir, con claridad, sensatez, lucidez y pasión. Es igual en la relación con las mujeres: no repetirás jamás la novela romántica de siempre con todas sus palabras pronunciadas millones de veces por millones de personajes reales e irreales, pero otra vez vuelve el juego del alcohol agradable y las mujeres bien vestidas y flirteadoras, panameñas, bellísimas, y otra vez sientes que la línea de la felicidad posible se acerca a la línea de la felicidad real y parece que las cosas se nos caen menos de las manos (por ahora todavía no me he vuelto a romper las gafas en ningún encontronazo fortuito), aunque evidentemente la panameña es imposible, está en manos de la CÍA.

Entonces, al final de las tres jornadas de agradable alcohol, hay que encerrarse en el dormitorio, casi a oscuras, cerca de la máquina de escribir y la madre reumática, día de tregua y convalecencia («la sensatez nos pilla por sorpresa, hemos caído en ella como en una trampa y más bien nos sentimos ridículos»), suena el teléfono a una hora inusual. ¿Conferencia de Milán? No. Es viernes, 3 de marzo, y la policía ha irrumpido en la Facultad de Letras, donde ofrecían un homenaje a un profesor que considera a Franco un indeseable sangriento. La gran organización policial se ha movilizado, mecanógrafos, limpiadoras, ujieres, guardianes y ayudantes, inspectores y subinspectores y comisarios participan en la razzia policial: en los días de 1967 no se sabe hasta dónde ni por dónde se ramifica el imperio de la policía, jueces, verdugos, telefonistas, repartidores de Telégrafos uniformados de gris como los policías armados y los porteros de fincas urbanas, y los taxistas en sus coches negroamarillos, además de los electricistas y el personal de hoteles y cafés. Detienen en diez horas a escritores, arquitectos, estudiantes, profesores (una redada intelectual: un congreso en comisaría), suenan ruidos raros en el teléfono, el rugido del ascensor es el rugido del comisario que se acerca para llevarte, el Hombre Negro. Ayer mismo el periódico, junto a la noticia de que el Vietcong observará una tregua de siete días con motivo del año lunar vietnamita (Hanoi es ahora más propicia a buscar la paz, según comentaristas de Washington y Saigón), traía manifestaciones de estudiantes en la Plaza de la Universidad, hacia la Rambla de Cataluña, y han cerrado tres días la Universidad de Madrid, y han detenido a estudiantes en Valencia, Valladolid y Salamanca, Zaragoza y Sevilla. El Gabinete de Prensa de la Universidad de Barcelona anuncia la pérdida de matrícula de todos los alumnos por la inasistencia masiva. Las tropas soviéticas maniobran en la frontera chino-rusa, la diplomacia de Moscú abandona Pekín. Los obreros de la Siemens de Cornellá y de la sección de rectificadoras, brocadoras y tornos automáticos de los coches Seat se declaran en huelga. Periodistas barceloneses firman una carta contra las limitaciones a la libertad de expresión en el Código Penal reformado. El periódico dice que en Madrid un muchacho se lanzó por una ventana al presentarse la policía en su casa para ver si se encontraban en ella antecedentes de sus actividades políticas. Celador de Hospital y estudiante nocturno se arrojó por la ventana sin que su madre pudiera impedirlo. Era sospechoso de instigar a desórdenes públicos, pero los inspectores de la Brigada Político-Social no encontraron ningún material comprometedor para el suicida. Joven de carácter retraído y estudioso, sufría la autoridad de un padre inválido por enfermedad nerviosa. Temía a su padre, dice el periódico,

Ferrater se lanza a la calle lejos de los teléfonos espiados por la oreja policial, su angustia íntima se transforma en angustia por otros: Valeria, posible o probable suicida en Milán, los detenidos, él mismo, que se ve como otro posible y probable detenido e interrogado. Usa las cabinas de teléfonos para eludir posibles controles policiales, oye ruido de fondo de cintas magnetofónicas en movimiento, ahora mismo está sonando el teléfono en casa de su madre. ¿Una nueva detención? ¿Noticias de Valeria y Milán? ¿La panameña, que ha decidido desertar de la CÍA? Quizá pertenezca a la policía el taxista que conduce a Ferrater hasta la casa del último detenido, para confortar a la familia y confortarse él mismo, Ferrater, hombre de las pastillas tranquilizantes antidepresivas, el especialista en tratamientos neurológicos, repartidor de Valium, Librium y Triptizol. La redada no respeta a nadie. Ha sido detenido el hijo del decano del Colegio de Abogados, y el juez de guardia no recibe al ilustrísimo decano, víctima de una apoplejía rabiosa ante la puerta del juez. Es una escena de Marcel Proust, le dice Ferrater a su hermano de Edmonton: imagínate a un noble despechado, colérico, fulminado, muerto ante la oficina del funcionario que se niega a recibirlo.

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En los primeros días de mayo de 1967 Ferrater estaba en Gammhart, playa tunecina. Fue un gran año de acontecimientos literarios y ahora viajaba Ferrater con la corte multinacional de los príncipes editores de Europa, Estados Unidos y Japón, trece editores mundiales más un observador de la Unión Soviética. Iban a conceder el Prix International des Editeurs, editores y consejeros reunidos como una corte feudal en una inmensa y militar tienda de campaña en Túnez con cortinajes de oro y plata y seda (la carpa de los mariscales), escoltados por el Ejército algunos de los más fabulosos editores, escritores y críticos del mundo, la industria del genio y la creación de Occidente, los reyes editores y sus cortes en la carpa militar propia de un emperador. La burbuja sexual de las reuniones internacionales se amoldó a la carpa imperial. La membrana sexual que envuelve a cada individuo, el narcisismo, el deseo de gratificación de los escritores que se contagia a los lameculos y bosses de los escritores, se había fortalecido a lo largo de años de encuentros, siempre los mismos editores, y sus consejeros, mundo de hombres abundante en mujeres, secretarias y amigas y consejeras, hombres y mujeres con tendencia al narcisismo. Algunos no se veían mucho pero siempre se veían con alegría: habían colectivizado la neurosis narcisista. Por razones narcisistas uno elige al objeto amoroso, uno busca adulación, elige al mayor adulador o elige a la víctima más necesitada de adulación. El amor es egoísmo dual, uno busca a alguien que lo tome por un príncipe y le conceda dones y actos magníficos que no le pertenecen, y en compañía de gente que nos toma por príncipes llegamos a ser príncipes y disfrutamos de la vida exaltada que nos atribuían. Tememos que esas personas nos falten, y las buscamos y las queremos.

Ferrater, consejero del bossy poeta Barral, figuraba entre los clérigos, ministros, escribas y mayordomos que acompañaban a los príncipes en un momento verdaderamente delicado: la gloria de Europa se extinguía para siempre después de la Guerra y la Ocupación Americana. Estamos en Túnez, el Tribunal de Barones va a elegir al mejor escritor mundial del momento y Ferrater es uno de los edecanes que guiarán la voluntad de los príncipes. En los tiempos de la Caballería los jóvenes caballeros, solteros, sin nada que ofrecer más que sus espadas, su noble origen y su educación, se ponían al servicio de un príncipe, como Ferrater en Gammhart, joven caballero que celebraba aquellos días su cuarenta y cinco cumpleaños y prestaba a la magna editorial de Barcelona su lengua, su palabrería, su linaje, un escudo de armas en la etiqueta del vermut Ferh, de la casa Ferraté Hermanos, exportadores de vinos de Reus: la Corte de los Príncipes Editores, nueva Tabla Redonda de Arturo, era un lugar de igualdad para el que había ganado su sitio en la mesa, pero en Gammhart la mesa estaba a punto de ser desmantelada.

La primera reunión de 1962 fue épica, en una isla de España; Mallorca. Entonces espiaba la policía secreta de Franco, buscaba el comisario al editor internacional en la habitación del hotel, de madrugada, y lo interrogaba en persona o telefónicamente durante cuatro horas. En aquellos días franquistas la intersección entre la vida pública y la vida privada era brutal, uno vivía en una esfera público-privada, digámoslo así, o la esfera pública (llamémosles así a los funcionarios del Estado) irrumpía en tu casa de día o de noche, en tu habitación, y aumentaba (como la burbuja narcisista) y te arrinconaba contra la pared más estropeada, la que más araña y mancha. La policía secreta usaba trajes de un color parecido al del hongo de humo de los fumadores en la carpa militar de Gammhart, donde hoy, cinco años después, el espeso espectro policiaco franquista había sido sustituido por una amenaza más razonablemente organizada: los libros de cuentas de las empresas editoras: el desequilibrio entre inversión y ganancia entrevisto en el humo de un despacho de contables. En Gammhart existía la sensación de que era la última cita de los grandes editores del mundo: ¡ha dejado de ser rentable el espectáculo! El teatro se iba desmontando mientras se representaba la última función: la consagración de un genio en una playa de Túnez por el mejor equipo mundial de descubridores de genios.

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Entonces Ferrater se rompió las gafas. En el fulgor de la barra del hotel para millonarios bebedores europeos y americanos gateó o se arrastró para recoger las gafas que habían caído en un mal gesto brillante y vio arena en el mármol, la habría traído él mismo en los zapatos o la habría traído el viento, las gafas rotas. Acababan de volver de la playa los editores y sus ministros, había viento y oleaje, pañuelos en la cabeza de las mujeres. Uno identificaba una huella en la arena que reconocía como la de su propio zapato, uno reconocía arena de su propio zapato en el mármol del bar del hotel y comprobaba que las gafas se habían partido, las gafas negras, como un yelmo enrejado, imprescindibles para aparecer en el torneo. Necesitaba que alguien le pasara unos ansiolíticos, en aquellos días de felicidad, cuando se sabía que todo era una despedida (el fin de la Tabla Redonda de los Reyes Editores), y el aura sexual era más viva, la necesidad de abrazarse era más fuerte porque todos se estaban separando, en la playa y en las reuniones bajo la carpa, y en el desierto. Temblaban las palmeras como la lona de la carpa, como una música de efectos especiales de Hollywood, y todos bebían, hablaban y bebían, y Ferrater hablaba y bebía, la alegría de la inteligencia, la risa alcohólica. Era la bendición Ferrater. En los cines de aquel tiempo las películas de moda trataban de amantes que no se dirigían la palabra durante las dos horas de película (el equivalente a once o doce años de vida), según un nuevo mito que dictaba que toda persona es incomprensible, inaccesible, desconocida e incognoscible, pero Ferrater consideraba a las personas hechos observables y cognoscibles. La literatura, según Ferrater, no trata de la experiencia, sino de la inexperiencia con que nos acercamos a las personas.

En Gammhart fue feliz la experiencia de la gente con Ferrater: era el orgullo de estar vivo, la comida disfrutada con el tacto y el olfato y el gusto, la valentía de vivir cordialmente. Su realidad parecía más real, inmediata y gozosa: gorro de moro, impaciencia desesperada, disfraz de europeo vendedor de hachís para europeos y americanos, absorbido por aquella arena dura, compacta, amarillenta. Pero el aire se llevó el gorro morisco, y Ferrater gesticuló, volvió a gesticular, se le rompieron las gafas. Sí, fue en la playa, no en el hotel, paseando con las mujeres. El prefería la compañía de las mujeres aunque el ruido de los motores y los neumáticos en la carretera se llevara las palabras. El aire de Gammhart, fenicio, cartaginés, tiene además media dosis de emperador Carlos V, tres de imperio otomano, dos de protectorado francés, cinco de islam, dijo en la playa: un cocktail, cola de gallo, de varios colores, dijo Ferrater. Es difícil que no se doblen los tobillos en la arena escabrosa mientras nos sometemos a inusuales movimientos musculares y ponderamos las posibilidades de que triunfe el candidato de la delegación japonesa: el editor japonés, a través de cinco intérpretes de cinco lenguas distintas, propugna que el genio del año sea Yukio Mishima, en alianza con Estados Unidos e Inglaterra, donde Mishima vende y se considera que aún puede vender más. Ferrater, que sabía todo en diez lenguas y hablaba con los cinco intérpretes del editor japonés en las cinco lenguas que interpretaban para su jefe, defendía el genio de un polaco por el que había aprendido la lengua polaca, para leerlo mejor: Witold Gombrowicz.

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Ahora mismo, bajo la carpa, defiende a su candidato, Gombrowicz frente a Mishima, dos escritores aventureros. No tiene exactamente resaca, porque la interrupción del consumo de alcohol (si hubiera bebido) ha sido insuficiente, es demasiado pronto para que se presente la resaca y sustituya a la borrachera. Alucinaciones, palpitaciones, temblores y sudoración, los efectos que ya se anuncian en las profundidades del organismo, podrían ser una secuela del consumo de ansiolíticos para dominar los efectos de la bebida, aunque paradójicamente los ansiolíticos solitarios produzcan algo parecido a la borrachera amistosa. No se le ha aparecido la principal sembradora, traficante y proveedora de culpa y deseos de pureza, Nuestra Señora de la Resaca, y sin culpa habla Ferrater de Gombrowicz, pero con la sensación de haberse levantado de entre los muertos en una playa de Túnez. Sólo ha dormido tres horas, siente la distorsión y el equilibrismo de las gafas trabajosamente montadas sobre la nariz y rotas (rearmadas con un clip y papel celo), sufre la primera alucinación auditiva: el marido arquitecto de Valeria dice a través de un hilo telefónico algo sobre la inteligencia manual necesaria para el diseño, la construcción y la reconstrucción de adminículos y objetos fabricados en serie.

No sabe exactamente cómo rompió o le rompieron las gafas, y esta inseguridad gnoseológica quizá sea un reflejo de la visión levemente duplicada de los primeros asientos en la carpa, pero la memoria de las cosas más remotas es más clara que nunca. Hace tres horas y media relacionaba en una habitación del hotel ciertas costumbres sexuales con la introducción en Europa del estribo, invención oriental, una revolución en la caballería del siglo VIII, y ahora en la carpa habla otra vez de la caballería, del desastre de la caballería y la infantería polacas enfrentadas de un modo posmedieval a los tanques alemanes mientras los bombarderos en picado Stuka arrasaban a la débil e incipiente aviación de Varsovia, y destrozaban las carreteras, aterrorizaban a las ciudades y provocaban que Gombrowicz, literato polaco, no volviera a embarcarse en Buenos Aires en el transatlántico Chroby, de la línea Gdynia-Buenos Aires-Gdynia, en su viaje de inauguración y propaganda (pasaje pagado ida y vuelta al escritor Gombrowicz para que cantara las excelencias de la navegación).

Gombrowicz se ancló en Buenos Aires y los tanques llegaron a Varsovia y Gombrowicz no volvió: se convirtió en escritor polaco-bonaerense. Y, en el mismo momento, 1967, en que Ferrater hablaba de Gombrowicz y los tanques y los Stuka en Gammhart, Yukio Mishima hacía instrucción militar con su ejército privado, la Sociedad del Escudo, en Tokio, y volaba en un caza supersónico F104 para percibir a través de la máscara de oxígeno la diferencia prácticamente nula, puramente técnica, entre respirar y dejar de respirar, vivir y morir, y se preparaba para, poeta y guerrero japonés, clavar en 1970 la punta de su espada en su vientre, tal como el ritual dispone. Mishima había hecho de actor en la película Tough Boy, se llamaba en la vida real Kimitake Hiraoka y casi todos le llamaban en la vida real (donde era popularísimo en Japón, y en Gammhart, y un poco en Nueva York) Yukio Mishima. Era un hombre extremo, extremista tradicionalista a favor del emperador Hiro-Hito. Había musculizado su cuerpo un tanto guisantesco en un gimnasio para hacerse fotos espectaculares aplastado por un camión o desnudo como San Sebastián atravesado por las flechas. Mishima quería ser samurai y morir como un samurai, y Gombrowicz había sido secretario de juzgado en Varsovia y, aunque siempre fue incapaz de distinguir al juez del asesino y por confusión estrechaba la mano de los asesinos, en Buenos Aires se hacía pasar por duque o conde y algunas mujeres que creían en su obra le dieron dinero hasta convertirlo en el mayor prosista de hoy, dijo Ferrater, el más libre y el más divertido, como lo certifican sus éxitos teatrales en Berlín y Estocolmo y París. (La aristocracia literaria es internacional.)

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La fama de Gombrowicz en la playa de Gammhart fue la fama de Ferrater, el favorito de la reunión conforme Gombrowicz se convertía en favorito. La fortaleza de sus enemigos anglosajones y japoneses amplificaba su fortaleza, y el defensor de Gombrowicz contestaba a los cinco intérpretes japoneses en sus cinco lenguas postizas: las palabras se multiplicaban, se ramificaban, de cada rama salían ocho ramas, de cada una de las ocho ramas dieciséis, Ferrater citaba a argentinos, cubanos, alemanes, franceses e ingleses en una exuberancia enciclopédica y selvática, voz renqueante y arrastrada desde la larga mañana del día anterior, la larga tarde y la larga noche, fraseología con agujeros y compartimentos como un mueble-fichero pesadísimo, de 16.000 compartimentos, pero elegante, sí, sin que sea fácil adivinar lo que dice, qué compartimiento abrirá, en qué lengua habla Ferrater: es esto exactamente lo que los cinco traductores japoneses le están diciendo a su patrón, mientras Ferrater satiriza y adula, insulta y exalta según la trama de alianzas y guerras posibles entre partidarios del Japón o la Polonia Argentina, e incluso saluda secretamente a la mujer, a las mujeres a las que corteja en Gammhart estos días. Cuesta entenderlo, como si tradujera mentalmente múltiples lenguas en busca de una lengua ideal, ahora mismo no se entiende nada de lo que dice, pero cada uno de los reyes de la edición no atribuye esta dificultad al favorito Ferrater, sino a su propia resaca de reyes nocturnos.

Entonces ocurrió un prodigio. Vino del cielo un ruido (como el de una ráfaga de viento impetuoso) que llenó la carpa militar, y se apareció una lengua de fuego sobre la cabeza de Ferrater, y Ferrater hablaba en otras lenguas según el Espíritu le concedía expresarse, y vecinos de todas las naciones se llenaban de estupor al oírle hablar cada uno en su propia lengua. Todos estaban estupefactos y se decían unos a otros: ¿Qué significa esto? E incluso ésta era la pregunta que se hacía el editor japonés, el único que, como Ferrater, no tenía resaca. El favorito Ferrater tenía genio, era el mejor de la fiesta, el más feliz y el más libre. Todos sabían que era la última reunión, el final del Prix International des Editeurs, el mundo se estaba acabando mientras el gran Ferrater conseguía el gran Prix International para el gran Gombrowicz y los grandes editores de Occidente consideraban a Ferrater un hombre que daba alegría, imprescindible para el próximo Prix y para todos los Prix del futuro.

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Acabó triunfal el año que empezó angustiosamente después de la fuga de Jill y la amenaza mortal de la milanesa, además de tentativas con panameñas y alemanas y españolas. Las mujeres le interesaban mucho a Ferrater, los chicos y las chicas le parecían pájaros o frutas. Él se veía cargado de palabras, hombre de muchas palabras, le aburrían los comerciantes como almacenes atiborrados (y todos los adultos tienen algo de comerciantes: stocks, albaranes y cuentas, inventarios y material muerto en un hangar, polvo y basura manoseada), pero los chicos y las chicas viven con frescura, decía Ferrater, tienen reacciones primarias, no reacciones secundarias filtradas por las palabras que otro ya ha dicho antes después de que otro ya las hubiera dicho. Como un blindaje las experiencias que hemos leído nos protegen de las experiencias que vamos a vivir, y la experiencia que estoy escribiendo en este momento es material literario, novelesco, irreal o difunto, aunque esté escribiendo mis amores en Kensington con la muchacha que me abandonará dentro de unos meses, en 1963.

Había escrito en 1963 un libro de poemas, ordenados alfabéticamente según su título, de la B a la X, títulos de una sola palabra, como Bosque, Dedos, Engaño, Kensington o Lorelei, poemas amorosos. Era un hombre ordenado, de espíritu científico, y adornó su libro con citas de un tratado de álgebra, y tomó el título de un pobre genio matemático de 1830 muerto a los veinte años en duelo, Teoría de los cuerpos, recuerdo de la noción de cuerpo algebraico del algebrista prodigio Galois, Evariste Galois, que, como Ferrater, era hijo de padre suicida regidor municipal estrellado, detestaba a los curas y nunca terminó ningún tipo de estudios: la Escuela Politécnica lo rechazó por ser un ignorante en matemáticas y sucesivamente lo expulsaron la Escuela Normal por revoltoso y la Artillería de la Guardia Nacional por sedicioso explosivo. Resolver una ecuación puede ser una tarea imposible, y desde los diecisiete años Galois se preguntaba hasta qué punto son solubles las ecuaciones y buscaba ecuaciones sin solución posible para demostrar que posiblemente, en ciertos casos, admitieran solución.

Entonces llegó la revolución de julio de 1830 y, miembro de la Sociedad de los Amigos del Pueblo, fue expulsado de la Escuela Normal, donde aprendía la alianza entre matemáticas, milicia, munitoria y balística. A primeros de diciembre de 1830 Galois vestía la guerrera azul con charreteras rojas y el quepis con borla escarlata de crin de caballo de la Guardia Nacional, y el 21 de diciembre participó en el motín de los artilleros de París que exigían la condena a muerte de los ministros de Carlos X. Disuelta su compañía de artilleros, Galois impartió un curso de álgebra para jóvenes en la Librería Caillot, a la una y cuarto de la tarde, en principio un éxito entre sus amigos republicanos y los espías de la policía, cuarenta oyentes en total, el jueves 13 de enero de 1831. El 20 de enero hubo diez alumnos, el 27 de enero asistieron cuatro, y tres eran policías. Brindó Galois por la muerte del rey Luis Felipe y fue a la cárcel, y volvió a la cárcel por vestir sin derecho el uniforme de la Guardia Nacional y estar en posesión de un mosquete, una pistola y un puñal (las armas de fuego estaban cargadas: un agravante). En los últimos días en la cárcel de Sainte-Pélagie pareció tener un golpe de suerte: fue trasladado a un sanatorio en la rue de l’Oursine donde conoció a un joven intrépido que le presentó a una joven intrépida que acompañaba por casualidad a la joven, más tranquila, que visitaba al joven intrépido, preso por deudas. Con la más intrépida Galois paseó por el jardín. Eva Sorel se llamaba, y no era hermana ni prima del aventurero social Julien Sorel («Ten cuidado con ese joven de tanta energía», le aconsejó una voz hermana a la amante de Julien: está en el volumen segundo de Rojo y negro). El amor devoró a Galois, que, en cuanto cumplió condena y dejó el sanatorio, también dejó la matemática y el trabajo republicano. Pero a él no lo abandonó la matemática y, hasta cuando dormía, su mente trabajaba por él. A veces me despierto y súbitamente tengo ante los ojos la solución que he estado buscando durante semanas, dijo Galois. Siempre he buscado la claridad, dijo, como Ferrater, que pensaba en Galois cuando componía su Teoría de los cuerpos.

Loco de amor, abandonado por Eva Sorel como por la Escuela Politécnica, la Escuela Normal y la Guardia Nacional, Galois ofendió a Eva, que resultó ser amante de un camarada de los Amigos del Pueblo, nada menos que Pécheux de Herbinville, el héroe republicano, juzgado y absuelto por conspirar contra Luis Felipe. Pécheux de Herbinville era un aristócrata dandy especialista en arengas al pueblo. De Herbinville, un chico encantador según Alexandre Dumas, se presentó la mañana del martes 29 de mayo de 1832 en la habitación que tenía alquilada Galois: quería defender el honor de Eva, y acudió acompañado por un primo de Eva Sorel (no se llamaba Julien Sorel sino Maurice Lauvergnac, primo materno). Galois no se había comportado honorablemente con Eva, amante de De Herbinville y prima de Lauvergnac, y ahora se le obligaba a comportarse honorablemente ante el héroe del pueblo Pécheux (no sólo un muchacho encantador y excelente orador, también era el mejor espadachín y tirador a pistola de Francia). Y, en el caso de que Galois salvara milagrosamente la vida ante Pécheux, el honor lo obligaba a dejarse matar por Lauvergnac. ¿Eludiría Galois el doble choque mortal? Ya se había encontrado antes con su casi seguro asesino: había asistido al banquete en honor de Pécheux y sus compañeros, y, cuando Galois a la hora de los brindis levantó la copa y el puñal por la muerte del rey, Pécheux le dijo: Usted es tonto. Pécheux de Herbinville: el mismo que ahora le exigía que fuera honorable.

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La noche del martes 29 de mayo de 1832 Galois la pasó escribiendo cartas. Rogaba a los patriotas que le perdonaran no morir por la patria sino por una infame mujer ligera. Iba a matarlo precisamente un patriota, uno de los mejores, pero Galois no entendía tener que morir por algo tan insignificante, tan menospreciable, después de haber deseado dar la vida por el bien público. Perdonaba a los que lo mataban, que lo mataban de buena fe. Voy al duelo por compulsión y a la fuerza, contra mi voluntad, dijo. He hecho algunos descubrimientos en análisis, añadió, y escribió apresuradamente siete páginas de palabras y fórmulas, aunque estos temas no son los únicos sobre los que he trabajado, precisó, pero no tengo tiempo, mis ideas no están lo suficientemente desarrolladas en ese terreno, que es inmensurable. Recordó las monografías de sus diecisiete y dieciocho años, quince o veinte páginas sobre la solubilidad de las ecuaciones, inacabada la segunda monografía. Algunas cosas deben completarse en la demostración de este teorema, anotó al margen, yo no tengo tiempo. Tenía veinte años, miró la caja de las pistolas, pensó que quizá todo fuera una conjura de la policía del rey, cruzó un camino en compañía de sus testigos, llegó a un bosque, se detuvo frente a un lago, recibió un tiro, fue abandonado medio muerto por sus testigos y por los duelistas primero y segundo.

Aunque algo suyo le trajo luz y suerte a Ferrater, oscuro juzgaron a Galois los árbitros de la Academia. Sólo se ocupaba de problemas abstractos y misteriosos de álgebra pura, y su exagerado deseo de concisión era la causa de un defecto: la oscuridad. Sólo dejó una docena de páginas de demostraciones muy fáciles de entender, dijo un sabio: basta dedicarse exclusivamente a ellas uno o dos meses sin pensar en ninguna otra cosa.

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Ferrater había escrito miles de páginas sobre pintores, escritores y gramáticos de las principales lenguas de Europa, pero casi no contaba con lo que los expertos llamarían una obra: ¿bastaban sus tres libros de poemas? Los críticos en aquel año feliz de 1967 lo juzgaron el mejor poeta de Cataluña por Teoría de los cuerpos, como si le hubiera dado suerte el recuerdo de Galois, ese matemático absurdo y revolucionario (los matemáticos tienen fama de razonables, pero suelen ser tan absurdos como los ajedrecistas, que muchas veces son también matemáticos o estudiosos de Shakespeare o proyectistas de vehículos blindados para una guerra mundial), aunque no cambió mucho la vida después de Jill. No cambió la necesidad de no volver a casa, la necesidad de un encuentro callejero más y otro bar siempre antes de llegar a la puerta de casa, la necesidad de una palabra más, otra palabra y otra palabra que naturalmente exige una respuesta (un ping-pong feliz). Es el clima mediterráneo, Barcelona, dijo Ferrater, te aniquila el calor en la calle y el frío dentro de las casas, y Ferrater prefería una zona intermedia, la terraza del bar o el bar abierto, zona neutral para hablar socráticamente de esas cosas que en el momento parecen inolvidables y esenciales y enseguida no se recuerda que parecieron inolvidables: ni se recuerda que fueron pronunciadas.

Había alcanzado una extraordinaria perfección en el arte de interpretarse a sí mismo en los cafés: el instinto de sorprender se había convertido en pura técnica verbal, aunque representarse a sí mismo en solitario le parecía insoportable: temía el momento de silencio final y temía el momento en que las palabras amenazan con irse, la gente se va despidiendo, quedan tres, quedan dos, los camareros empiezan terroríficamente, como forenses en la morgue, a limpiar la máquina de café y a levantar las mesas. Entonces Ferrater encontró un nuevo empleo: profesor universitario de lingüística y crítica literaria. Su vida parecía ordenarse mientras vivía medievalmente, en la calle: las aulas y los cafés estaban comunicados por tuberías de líquido verbal, y Ferrater seducía a los jóvenes, que lo aplaudían en las asambleas estudiantiles y en el café, mientras sus coetáneos empezaban a mirarlo con mortífera benevolencia, condescendencia o desprecio clínico que lo desmaterializaba o lo transformaba en caricatura: el Fenómeno bebedor de gin que se lleva a las mujeres más jóvenes y en un momento te da el nombre inútil del verdugo que no llegó a ejecutar a Francois Villon y un segundo después explica pueril y humorísticamente el procedimiento para delimitar con una bala de cañón de 24 libras el perímetro de la africana ciudad de Melilla, de acuerdo con el tratado hispano-marroquí de agosto de 1859.

Aunque ahora dicen que por aquel entonces, hacia 1971, estaba acabado, su vida profesional era intensa: impartía clases de lingüística y crítica, y otra vez ofrecía su criterio profesionalmente fulminante a la magna editorial Seix Barral donde ahora su hermano de Edmonton era director literario. Leía y hablaba y escribía artículos de lingüística para enciclopedias que perdurarían polvorientamente, y pasajeros informes sobre ensayos italianos y novelas japonesas y alemanas y americanas, teatro inglés, libros de antropología, arte, lógica, lingüística y psicoanálisis, economía, historia del mundo y de las ideas, filosofía del lenguaje, comunicación y computadoras y proxémica. Era el monstruoso Hombre Enciclopedia, y escribía y hablaba y leía y traducía a los grandes lingüistas americanos y hablaba y no quería dejar de hablar nunca. El hombre friolero buscaba el exterior, y entonces, en abril de 1972, nevó: nieve de primavera en las montañas que limitan Barcelona. Hace demasiado frío en este país, pero al día siguiente un sol te llena la casa de luz y te alegra la vida, dijo Ferrater.

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Poco antes lo habían invitado a una fiesta. Su antiguo jefe Barral recordó más tarde una fiesta de imposible reconciliación entre amistades estropeadas por el tiempo. Esto pasa: no se recuerda uno a sí mismo con especial afecto y no tiene por qué recordar con mayor afecto a los compañeros de la pasada insensatez. Uno, pensando en quien fue, probablemente se llamaría insensato, como les llamaría insensatos a los amigos viejos: la sabiduría se manifiesta mejor, superior, en juicios negativos. Una buena discusión había electrizado siempre a Ferrater, hombre anguloso que a veces producía un espeluznante ruido de mandíbulas (como si fuera a devorar a su interlocutor ante el público real o imaginario), especialista en razonados informes bibliográficos sobre el mundo y las personas, profesionalmente fulminante y personalmente fulminante detrás de las gafas negras, un detective de film americano o un James Dean gastado, un strong silent man hablador. Barral recordó que, estropeada la fiesta por Ferrater y las viejas amistades estropeadas, lo acompañó a Sant Cugat, donde Ferrater exigió ser abandonado en mitad de la noche, ante un camino de árboles. Quería buscar un bar, una gasolinera, alcohol y tabaco (sus tres necesidades básicas habían sido toda la vida los libros, el alcohol y el tabaco, dijo una vez, y la más difícil era el tabaco (después de la guerra usaba el idioma catalán para comprar tabaco en Barcelona a camareros que traficaban con tabaco rubio: el que hablaba catalán en 1950 no podía ser un policía, dijo Ferrater)). Se adentró en el camino de árboles, a oscuras, como si hubiera oído una voz en la montaña. Oyó cómo se iba el coche de Barral. Oyó una voz a la que suele darse el nombre de silencio, como dijo Georg Büchner.

Se rompió las gafas otra vez, chocó contra un árbol en aquel camino antiguo y a oscuras, uno de esos árboles con bandas blancas que se iluminan y guían al viajero cuando reciben la luz de los faros. No había faros. Se quedó sentado hasta que fue de día, como si algo lo hubiera agarrado y hubiera luchado contra él toda la noche, y lo encontraron los vecinos, como a Galois después del duelo, herida la frente, las gafas rotas otra vez, otra vez en uno de esos instantes de ansia de pureza: el deseo de retroceder hasta antes de las gafas rotas, o el deseo de avanzar inmensamente, hasta el olvido, lejos de la vergüenza, hasta la plaza Prim de Reus, no muy lejos de la catedral donde dicen que está guardado el corazón del pintor Fortuny, hasta el Teatro Fortuny donde el niño Gabriel Ferraté Soler está recitando un poema de Baudelaire, hasta el colegio de curas en llamas en 1936, hasta un abrazo en Kensington o Mongat o Sant Cugat. En la plaza Prim, a los treinta y cinco años, le está diciendo a su amigo Salinas que no cumplirá cincuenta, que se matará antes. Un mes antes de cumplir los cincuenta, el viernes 21 de abril de 1972, el Apolo XVI lanza una llamada de auxilio: peligra el alunizaje del módulo Orion por avería en la nave nodriza pilotada por Hattingly. ¿Podrán volver los astronautas a la Tierra? A las tres de la madrugada, en México, según el mismo periódico, el galán del cine español Jorge Mistral se ha pegado un tiro en el pecho mientras leía el guión de la telenovela Los hermanos Coraje y después de haber actuado esa misma noche en la comedia Los enemigos no mandan flores. Dejó una nota: «Es feo y desagradable momento este.» Última hora: En las montañas Descartes han alunizado felizmente los astronautas Young y Duke, tripulantes del Orion. Ferrater siguió viviendo como si tal cosa, porque cada cosa exige su tiempo, y empezó a redactar una obra für ewig, para siempre, una gramática de la lengua catalana que quizá exija décadas de trabajo. Había alcanzado el sentido de la intemporalidad a un mes de cumplir cincuenta años. Y así, veinte días antes de los cincuenta, cumplió lo que prometió una vez en un café de Reus.

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La historia de que un día, en un café de la plaza Prim de Reus, Gabriel Ferrater, que entonces contaba treinta y cinco años, le anunciara a su amigo Jaime Salinas la resolución de matarse al cumplir los cincuenta («edad a la que uno ya ha hecho todo lo que tenía que hacer») me recuerda el principio de un cuento de Isak Dinesen en el que Angelino Santasillia, a la muerte de su amo, «tomó la resolución de que nunca más volvería a dormir. ¿Habremos de creer al narrador cuando refiera que Angelino fue fiel a su resolución? Poco importa, porque ése fue el caso»

GRACIAS

Mis fuentes han sido los Papers, Cartes, Paraules de Gabriel Ferrater, editados por su hermano, Joan Ferraté, para Quaderns Crema, Barcelona, 1986, donde se incluyen las entrevistas de Federico Campbell («Gabriel Ferrater o las mujeres») y Baltasar Porcel («Gabriel Ferrater, in memoriam»); las Cartas a l’Helena, editadas por Joan Ferraté y José Manuel Martos, para Editorial Empúries, Barcelona, 1995; las conferencias recogidas en La poesía de Carles Riba, editadas por Joan Ferraté, para Edicions 62, Barcelona, 1983; los ensayos del volumen Sobre literatura, también editados por Joan Ferraté, en Edicions 62, Barcelona, 1979; el volumen Jaime Gil de Biedma. Cartas y artículos, de Joan Ferraté, en Quaderns Crema, Barcelona, 1994.

En el volumen Gabriel Ferrater, in memoriam, editado por Dolors Oller y Jaume Subirana, para Proa, Barcelona, 2001, encontré la «Evocación de Gabriel Ferrater» en la que Jaime Salinas recuerda los días de 1956 y 1957, y que ha sido mi punto de partida. Ahí mismo está el ensayo de Manel Ollé que relaciona a Ferrater con el matemático Galois, casi mi punto final: «Geometría, cinemática, mecánica y poética dels cossos en moviment».

También he utilizado las Memorias de Carlos Barral (Península, Barcelona, 2001), y sus Diarios 1957-1989, edición de Carmen Riera para Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1993; el diálogo de Severino Cesari con Giulio Einaudi, traducido por Esther Benítez (Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1994); los testimonios recogidos por Josep-Miquel Serviá en Gabriel Ferrater. Reportatge en el record (Pórtic, Barcelona, 1978), y los escritos de diversos autores del Álbum Ferrater, al cuidado de Jordi Cornudella y Nuria Perpinyá (Quaderns Crema, Barcelona, 1993). El estudio de Nuria Perpinyá Gabriel Ferrater: recepció i contradicció (Empúries, Barcelona, 1997) ha sido un marco de referencia imprescindible, como lo ha sido, para el sentido poético de Gabriel Ferrater en su tiempo, la nota necrológica que Pere Gimferrer publicó el 6 de mayo de 1972.

He leído la biografía Gabriel Ferrater, de María Angeles Cabré (Omega, Barcelona, 2002), y las novelas Beatriz Miami, de José Antonio Masoliver Rodenas (Anagrama, Barcelona, 1991) y Momentos decisivos, de Félix de Azúa (Anagrama, Barcelona, 2000), en las que aparece Ferrater o la figura de Ferrater. He leído el poema que dedicó a Gabriel Ferrater José María Valverde.

Las imágenes de Hammett las he buscado en Dashiell Hammetty de Diane Johnson, traducido por I. L. B (Seix Barral, Barcelona, 1985); las de Galois, en El elegido de los dioses. La historia de Evariste Galois (When the Gods love, 1948), de Leopold Infeld, traducido por Roberto Bixio (Siglo XXI, Buenos Aires, 1974). En la reconstrucción del hotel durante la guerra en Barcelona recordé una instantánea de Le Palace, de Claude Simón. El retrato de Sócrates debe mucho a Matthew Stewart; la partida de póquer, a David Mamet y Anthony Holden. Los datos sobre Witold Gombrowicz pertenecen a su Autobiografía, traducida por Javier Fernández de Castro para Anagrama, Barcelona, 1972.

Estoy muy agradecido a todos estos editores y autores, incluidos los que no son nombrados aquí y están en las entrevistas de Serviá y las misceláneas de Oller-Subirana y Cornudella-Perpinyá. Si no hubiera sido por Joan Ferraté, seguramente hoy no nos sería accesible la mayor parte de la obra de su hermano.

También les doy las gracias a Ivonne Barral, Carlos Castilla del Pino, Raquel de la Concha, Miriam Gómez, Pisto Hameenheimo, Sari Hameenheimo, Jorge Herralde, Rogelio López Cuenca, José Luis Manjón, Esther Morillas, Carmen Navarro, Francisco José Navarro, Josefina Revilla, Marta Pesarrodona, José Carlos Rosales y Andrés Soria Olmedo. Y, de nuevo, muy especialmente, a Pere Gimferrer.

Justo Navarro

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