Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.

Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.

Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

John Katzenbach

Un Asunto Pendiente

A Day of Reckoning, 1989

PARTE 1. MARTES POR LA TARDE

Capítulo 1. Megan

Se sentía increíblemente afortunada. A principios de mes había estado convencida de que no encontraría nada para los Wright, de que éstos terminarían gastándose todas sus ganancias en la bolsa en Hamden o Duchess County y encargarían a otro agente que les buscara la casa en el campo que querían. Pero después de mucho pensar se acordó de la vieja propiedad Halliday, en North Road. Llevaba años desocupada, probablemente desde que la anciana señora Halliday había muerto y sus herederos -sobrinas y sobrinos que vivían en Los Ángeles y Tucson- la habían puesto en manos de la agencia. Todos los agentes de la Inmobiliaria County States habían hecho la correspondiente visita de inspección de la propiedad y, después de tomar buena nota de las goteras del tejado, el mal estado de las cañerías y, en suma, la decrepitud que produce el paso del tiempo, habían sentenciado que no se vendería, sobre todo por su emplazamiento, en una comunidad que estaba experimentando un auge de la construcción. Después había caído en el olvido, como una tierra en barbecho a la que poco a poco invade la maleza del bosque vecino, el mismo por el que había llevado a los Wright en su coche, traqueteando por casi un kilómetro de barro hasta la entrada principal. Los últimos rayos de luz otoñal atravesaban la oscuridad del bosque con una claridad inusitada, buscando cada hoja seca, comprobando, inspeccionando, iluminando cada rincón y resquicio. La gran masa oscura de árboles sobresalía y anulaba la luz del sol que la atravesaba.

– Lógicamente tendrán que hacer bastante obra… -acababa de decir pero, para su felicidad, los Wright la habían ignorado, ocupados en admirar los últimos matices otoñales en la vegetación en lugar de la inminencia inexorable del invierno. Casi de inmediato habían empezado a hacer planes: Aquí haremos un invernadero y en la parte trasera una galería. El salón no me preocupa, seguro que podemos tirar ese tabique… Seguían hablando de decoración cuando, ya en la oficina, firmaban la oferta de compra. Mientras tomaba su cheque Megan se había unido a ellos, sugiriéndoles arquitectos, contratistas, decoradores. Estaba segura de que la oferta sería aceptada y de que los Wright convertirían la casa en una verdadera obra de arte. Tenían el dinero y las condiciones para ello: no tenían hijos (sólo un pastor irlandés), dos buenos sueldos y tiempo para gastarlos.

Esa mañana esa certeza se había visto confirmada con un contrato de venta firmado por los propietarios.

– Bueno -se dijo en voz alta mientras sacaba el coche del estacionamiento para volver a casa-. No lo estás haciendo tan mal.

Cuando llegó, vio el deportivo rojo de las gemelas bloqueando, como de costumbre, la rampa de entrada. Habrían vuelto del instituto y seguramente ya estarían prendidas del teléfono, Lauren en un aparato y Karen en el de la habitación contigua, pero sentada en la entrada de forma que pudieran verse, hablando en el dialecto propio de los adolescentes. Tenían su propia línea, una concesión a su edad y un pequeño precio que pagar a cambio de no tener que contestar el teléfono cada cinco minutos.

Sonrió y miró el reloj; Duncan no regresaría del banco hasta una hora después, eso suponiendo que no tuviera que trabajar hasta tarde. Decidió que hablaría con él acerca de las horas extra, que le robaban tiempo de estar con Tommy, sobre todo. Las chicas vivían en su propio mundo y mientras éste no incluyera alcohol, drogas o malas compañías, todo marchaba bien. Sabían dónde encontrarla si necesitaban hablar: siempre lo habían sabido. Durante un momento pensó con admiración en la relación tan especial que hay entre padres e hijas. La había vivido con Duncan, cuando las gemelas aún gateaban, los tres rodando por el suelo haciéndose cosquillas; también la había vivido con su padre. Entre padres e hijos era distinto, aquí entraban en juego las peleas y la competición, el territorio ganado y perdido, lo normal en la batalla de la vida. Al menos, así es como debía ser.

Su vista se detuvo en la bicicleta roja de Tommy, tirada entre los arbustos.

Pero con mi hijo no. El pensamiento la hizo ruborizarse y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Su hijo no tenía nada de normal.

Como siempre, notó que los ojos se le enrojecían. Entonces se dijo a sí misma con humor, como hacía siempre: Megan, ya has llorado todo lo que tenías que llorar. Y además está mejor, mucho mejor. Casi bien.

De repente le vino un recuerdo de su hijo, cuando aún era un bebé agarrado a su pecho. Ya en el parto había sabido que no sería como las gemelas, con sus ciclos ordenados de comidas, siestas, pubertad, adaptándose a cada nueva etapa con total naturalidad, como obedeciendo una plan maestro interno, sensato y lógico. Había mirado fijamente a esa forma diminuta y agitada, todo instinto y asombro, tratando de encontrar su pezón, y supo entonces que le rompería el corazón cien veces, y después otras cien más.

Salió del coche y se abrió paso hasta el cerco. Sacó la bicicleta del arbusto húmedo, conteniendo un insulto entre dientes al salpicarse la falda de agua de lluvia y, sujetando con cuidado el manillar tratando de no pisarse la punta del zapato, bajó el pedal de apoyo. La bicicleta quedó erguida en el camino de entrada.

Y qué, pensó, eso me hizo quererlo aún más.

Sonrió. Siempre supe que ésa era la mejor terapia. Quererlo más todavía.

Se quedó mirando la bicicleta. Y tenía razón.

Los médicos habían cambiado el diagnóstico dos docenas de veces: retraso mental, autismo, esquizofrenia infantil, problemas de aprendizaje… así que decidieron que era mejor esperar y ya verían qué pasaba. En cierto modo estaba orgullosa de la manera en que Tommy había desafiado cualquier clasificación demostrando que cada opinión de los expertos era equivocada, rebuscada o sencillamente inexacta. Es como si dijera: al cuerno con todos, y se limitara a seguir su camino en la vida tirando del resto de la familia, unas veces acelerando, otras frenando, pero siempre siguiendo su ritmo interior.

Estaba siendo un camino difícil, y Megan se sentía orgullosa.

Se volvió y miró su casa. Era de estilo colonial, pero nueva y situada a unos cuarenta metros de la carretera, en la mejor zona de Greenfield. No era la casa más grande de la calle, pero tampoco la más pequeña. Había un gran roble en el centro del césped y recordó como, hacía seis años, las gemelas habían colgado de él un neumático viejo, no tanto para columpiarse ellas como para atraer a los niños del vecindario y hacer así nuevos compañeros de juegos. Siempre iban un paso por delante. El neumático seguía ahí, colgando inmóvil en la creciente oscuridad. Pensó otra vez en Tommy y en el tiempo que pasaba allí columpiándose atrás y adelante, hora tras hora, ajeno a los otros niños, al viento, a la lluvia, sus ojos indómitos abiertos mirando fijamente al cielo, absorbiéndolo.

Esas cosas ya no me asustan, pensó. Ya no lloraba ante sus excentricidades: que se cepillara los dientes durante dos horas, que pasara tres días sin comer. Cuando se negaba a hablar una semana entera o cuando no quería dormirse porque tenía demasiado que decir y le faltaban palabras. Miró el reloj. Ya estaría en casa, y ella le prepararía caldo de carne y pizza casera, su comida favorita. Además habría helado de durazno, para celebrar la venta de la casa de Halliday. Mientras pensaba en el menú calculó mentalmente su comisión. Daría para pasar una semana en Disneylandia este invierno. A Tommy le gustaría, las gemelas protestarían, dirían que era un plan para niños, pero luego lo pasarían en grande. Duncan en el fondo disfrutaría con las atracciones y ella descansaría en la piscina tomando sol. Asintió para sí. ¿Y por qué no?

Miró calle arriba buscando el coche de su padre y murmuró una oración de gracias. Tres días a la semana su padre, ya jubilado, recogía a Tommy en su nuevo colegio. Prefería que sólo tuviera que ir en autobús dos días y se sentía feliz de ver cómo su anciano padre, canoso y arrugado, lograba divertir a su nieto, su tocayo. Entraban en casa como una tromba llenos de planes impracticables y contando anécdotas del colegio. Los dos Tommys, pensó; se parecen más de lo que creen.

Abrió la puerta principal y gritó:

– ¡Chicas! ¡Estoy en casa!

Oyó los inconfundibles susurros de adolescentes al teléfono y por un momento la asaltó la inquietud de costumbre. Ojalá Tommy estuviera aquí, pensó. Odio cuando está de camino a alguna parte, cuando no lo tengo en mis brazos, sin hacer caso de sus quejas de que lo estoy asfixiando. Exhaló despacio y escuchó un coche que se acercaba. Deben de ser ellos, pensó aliviada y al mismo tiempo ligeramente irritada consigo misma por sentirse aliviada.

Colgó la gabardina y se quitó los zapatos. Se dijo: No, no cambiaría nada. Ni lo más mínimo. Ni siquiera todos los problemas de Tommy. Soy afortunada.

Capítulo 2. Los dos Tommys

Cuando sonó la campana, el juez Thomas Pearson ya estaba en el colegio. A ambos lados del pasillo se abrieron puertas y pronto el vestíbulo se llenó de niños. La marea de jóvenes voces lo inundó, un caos alegre de niños recogiendo mochilas y abrigos, apartándose para dejarlo pasar, después juntándose otra vez. Se hizo a un lado para esquivar un trío de chiquillos que pasaron corriendo a su lado, arrastrando sus abrigos como capas de espadachín y se dio de bruces con una pequeña pelirroja, peinada con colitas y lazos.

– Perdón -dijo la niña, con modales de buena colegiala.

El juez dio un paso atrás, inclinando la cabeza en un gesto de exagerada cortesía y la niña se rio. Oírla era como estar en la orilla del mar, sintiendo la espuma de las olas rompiéndose bajo los pies.

Saludó a algunos conocidos y sonrió a otros, confiando en disimular así su altura, su edad y su aspecto serio, en poder confundirse entre los colores vivos y las luces del pasillo escolar. Vio el aula de Tommy y se abrió camino entre los pequeños cuerpos hacia la puerta, en la que había un globo de colores pintado junto a una placa que decía «Sección Especial A».

Se agachó para abrir la puerta, distraído pensando en cómo disfrutaba recogiendo a su nieto y en lo joven que lo hacía sentirse, cuando ésta se abrió de par en par. Vaciló un momento mientras veía asomarse una mata de pelo castaño primero, después una frente y por último un par de ojos azules. Durante un segundo se quedó mirando esos ojos y vio en ellos a su mujer ya fallecida, después a su hija y, finalmente, a su nieto.

– Hola, abuelo. Sabía que eras tú.

– Hola, Tommy. Yo también sabía que eras tú.

– Ya casi he terminado. ¿Puedo terminar mi dibujo?

– Si quieres…

– ¿Quieres mirarme?

– Claro que sí.

Mientras su nieto le tomaba la mano el juez pensó en lo firme que era el apretón de un niño. Cómo se aferran a la vida, pensó, no como los adultos. Se dejó arrastrar de nuevo al aula y saludó con la cabeza a la profesora de Tommy, quien le sonrió.

– Quiere terminar su dibujo -dijo el juez.

– Muy bien. ¿No le importa esperar?

– En absoluto.

Notó que le soltaban la mano y esperó mientras su nieto se sentaba en una silla frente a una larga mesa en la que había otros cuantos niños dibujando. Todos parecían absortos en su trabajo. Se quedó mirando mientras Tommy tomaba un lápiz rojo y empezaba a colorear.

– ¿Qué estás pintando?

– Hojas ardiendo. Y el fuego se está extendiendo al bosque.

– ¡Vaya! -Acertó a decir.

– A veces resulta desconcertante.

Se volvió y vio a la profesora de Tommy de pie junto a él.

– ¿Cómo dice?

– Que es desconcertante. Ponemos a los niños a dibujar o a hacer manualidades y el resultado son escenas de batallas o una casa en llamas o un terremoto arrasando una ciudad. Uno de los otros niños dibujó eso la semana pasada. Muy completo, muy detallado. Hasta aparecía gente cayendo en una grieta.

– Resulta un poco… -el juez dudaba.

– ¿Macabro? Desde luego. Pero casi todos los niños de esta sección tienen tantos problemas con sus sentimientos que los animamos a que den rienda suelta a todas sus fantasías, si eso les ayuda a identificar lo que los asusta realmente. Es una técnica muy sencilla.

El juez Pearson asintió.

– Ya -dijo-. Pero apuesto a que preferirían que dibujaran flores.

La profesora rio.

– Sería un cambio. -Y añadió:- ¿Puede decirles al señor y la señora Richards que me llamen para concertar una cita?

El juez miró hacia Tommy, ocupado con su dibujo.

– ¿Hay algún problema?

La profesora sonrió.

– Supongo que es humano pensar siempre en lo peor. Al contrario; Tommy ha hecho grandes progresos este otoño, igual que en verano, y quiero que asista a las clases normales de tercer curso en un par de asignaturas después de las vacaciones de Navidad.

Hizo una pausa.

– Claro que ésta seguirá siendo su clase principal y es probable que tenga alguna recaída, pero pensamos que podemos estimularlo más. En realidad es muy inteligente, lo que pasa es que cuando algo no le sale…

– …pierde los estribos -el juez terminó la frase.

– Sí. En eso no ha mejorado, sigue poniéndose muy agresivo. Sin embargo lleva semanas sin tener crisis de ausencia.

– Lo sé -dijo el juez recordando cómo se había asustado la primera vez que vio a su nieto, todavía un bebé, mirando fijamente al vacío, ajeno por completo al mundo. Permanecía así durante horas, sin dormir, sin comer, sin hablar ni llorar, casi sin respirar, como si estuviera en otra parte, y después regresaba a la realidad abruptamente, como si nada hubiera pasado.

Bajó la vista hacia Tommy, que estaba terminando su dibujo pintando un cielo con grandes trazos de color naranja brillante. Cómo nos asustabas a todos. ¿Adónde vas en esos viajes?

– Se lo diré a sus padres y la llamarán enseguida. Parecen buenas noticias.

– Crucemos los dedos.

***

Caminaron hasta la puerta principal del colegio y por un momento el juez pensó con asombro en lo rápidamente que se disipaba la algarabía propia del final de la jornada escolar. Ya sólo quedaban unos pocos coches en el estacionamiento. Notó un aire frío que parecía colarse por la pechera de su abrigo, atravesar su suéter y su camisa y helarle la piel. Sintió un escalofrío y se abotonó la chaqueta.

– Abróchate, Tommy. Estos viejos huesos ya sienten el frío invernal en el aire.

– Abuelo, ¿qué son viejos huesos?

– Bueno, tú los tienes jóvenes. Tus huesos todavía están creciendo, haciéndose más grandes y fuertes. Los míos en cambio están viejos y cansados porque tienen muchos años.

– No tantos.

– Huy sí, casi setenta y un años.

Tommy se quedó pensando un momento.

– Eso es mucho. ¿Los míos crecerán tanto?

– Seguramente más.

– ¿Y cómo se sienten cosas con los huesos? Yo siento el viento en la cara y en las manos, pero no en los huesos. ¿Tú cómo lo haces?

El juez rio.

– Lo sabrás cuando te hagas mayor.

– Odio eso.

– ¿El qué?

– Cuando me dicen que espere. Yo quiero saber ahora.

El juez se inclinó y tomó la mano de su nieto.

– Tienes toda la razón. Cuando quieras aprender algo no dejes que la gente te diga que esperes. Tú apréndelo.

– ¿Huesos?

– Bueno, en realidad es una forma de hablar. ¿Sabes lo que significa?

Tommy asintió.

– Lo que quiere decir en realidad es que cuando te haces mayor tus huesos se vuelven frágiles y no tienen tanta vida. Así que cuando viene un viento frío lo siento dentro de mí. No es que duela, es sólo que lo noto más. ¿Lo entiendes?

– Creo que sí.

El niño dio unos pasos en silencio. Luego murmuró, casi para sí:

– ¡Hay tantas cosas que aprender…! -y suspiró.

Su abuelo sintió ganas de reír en voz alta, tan extraordinaria le había parecido la observación. En lugar de ello agarró más fuerte la mano de su nieto y caminaron por la tarde gris hasta el coche. Vio que junto a él había estacionado un Sedan último modelo y, conforme se acercaban, una mujer salió del asiento trasero. Parecía de mediana edad, era alta y robusta y llevaba un enorme sombrero de ala ancha bajo el que caían largos y desordenados mechones de cabello pelirrojo. Llevaba anteojos de sol grandes y oscuros. ¿Cómo vería? Aflojó la marcha y observó a la mujer caminando hacia ellos con paso firme y seguro.

– ¿Puedo ayudarla? -preguntó el juez.

La mujer se desabrochó la gabardina marrón y buscó algo en su interior. Sonrió.

– Juez Pearson -dijo. Bajó la vista hacia el niño-. Y éste debe de ser Tommy. Eres igual que tu padre y tu madre. Clavadito, una mezcla de los dos.

– Disculpe -comenzó a decir el juez-. ¿La conozco?

– Usted fue juez de lo criminal, ¿no? -siguió la mujer, ignorando la pregunta. Seguía sonriendo.

– Pues sí, pero…

– Durante muchos años.

– Sí, pero, dígame…

– Entonces seguro que esto le resultará familiar.

Sacó despacio una mano del bolsillo de la gabardina. Empuñaba un gran revólver con el que apuntó al estómago del juez, quien se quedó mirando el arma, asombrado.

– Es una Magnum 357 -continuó la mujer. El juez notó que la firmeza de su voz era sólo producto de la rabia-. Le haría un gran agujero a usted, y uno grandísimo a Tommy. Primero le dispararía a él, de forma que sus últimos segundos de vida los pasara sabiendo que ha causado la muerte a su nieto. Así que no me haga tener que poner fin a esto, ahora que acaba de empezar, y suban al asiento trasero de mi coche.

– Lléveme a mí, pero… -empezó a decir el juez. Su cabeza empezó a pasar lista automáticamente a todos los casos que había tenido, las sentencias que había dictado, preguntándose cuál de ellas había desencadenado esos hechos que iban más allá de las habituales amenazas, quién podría querer vengarse de él así. Pero no recordaba a ninguna mujer, y desde luego no a ésa, que presionaba suavemente el cañón de un revólver contra sus costillas.

– Nada de eso -prosiguió la mujer-. Él tiene que venir también, es esencial en esto.

Hizo un ademán con el revólver.

– Con mucha calma. Permanezca tan tranquilo como yo. Nada de movimientos bruscos, juez; piense en lo absurdo que sería si murieran aquí los dos. Lo que le estaría robando a su nieto. Su vida, juez. Todos esos años. Claro que usted ya sabe lo que es eso. Robar años a la gente es algo que hace muy bien. ¡Cerdo! ¡Así que ni se le ocurra!

El juez vio que se había abierto la puerta del coche y había gente adentro. Le vinieron mil ideas a la cabeza: salir corriendo, gritar, pedir ayuda, defenderse.

Pero no hizo ninguna de ellas.

– Haz lo que dice, Tommy -dijo-. No te preocupes, estoy aquí contigo.

Sintió que unas manos fuertes lo agarraban y lo empujaban bruscamente al suelo del coche. Durante un momento sintió un olor a cuero de zapatos y a suciedad mezclado con sudor agrio. Vio pantalones vaqueros y botas, después alguien le tapó la cabeza con una bolsa de tela negra. De pronto imaginó que era un saco como los que emplean los verdugos para tapar la cara a sus víctimas e intentó resistirse hasta que un par de manos fuertes lo sujetaron y empujaron hacia abajo. Sintió el cuerpecillo de Tommy sobre él y soltó un gruñido. Trató de hablarle, buscando palabras de consuelo: No tengas miedo, estoy aquí, pero sólo consiguió gemir. Oyó una voz masculina que decía con calma, pero también con ironía:

– Bienvenido a la revolución. Ahora duérmase, viejo.

Sintió que algo pesado le golpeaba la cabeza y después todo se volvió oscuro; se desmayó.

Capítulo 3. Duncan

Su secretaria tocó suavemente en el vidrio de la puerta de su despacho y después asomó la cabeza:

– Señor Richards, ¿necesita que me quede hoy hasta tarde? Puedo quedarme pero tendría que llamar a mi compañera de piso para que haga la compra…

Duncan Richards levantó la vista de la hoja de cálculo que tenía delante y sonrió.

– Aún tengo para un rato, Doris, pero no hace falta que se quede. Quiero terminar el papeleo de la solicitud de la compañía Harris.

– ¿Está seguro, señor Richards? No tengo problema… Él negó con la cabeza.

– Llevo demasiados días trabajando hasta tarde -dijo-. Somos banqueros. Deberíamos hacer horario de banco.

La secretaria sonrió.

– Estaré aquí hasta las cinco, de todas formas.

– Muy bien.

Pero en lugar de volver a sus papeles, Duncan Richards se reclinó en su silla y se colocó las manos detrás de la cabeza, girándose de modo que pudiera mirar por la ventana. Era casi de noche y los coches que abandonaban el estacionamiento habían encendido los faros, cortando la oscuridad con pequeñas ráfagas blancas. Apenas podía distinguir la silueta de los árboles de Main Street contra los últimos rayos grisáceos de luz del día. Por un instante deseó estar aún en el viejo edificio del banco, calle arriba. Era demasiado pequeño y en los despachos faltaba espacio, pero estaba apartado de la carretera, y en un piso alto, por lo que tenía más vistas. En cambio el edificio nuevo era de arquitectura sólida e impersonal. Nada de vistas, salvo de coches, mobiliario moderno y seguridad de última generación. Desde que el banco inició su actividad las cosas habían cambiado mucho. Greenfield había dejado de ser una pequeña ciudad universitaria y ahora se habían trasladado a ella hombres de negocios, promotores, gente rica de Nueva York y Boston.

La ciudad está perdiendo su anonimato, pensó. Tal vez todos lo estemos haciendo.

Pensó en la solicitud que tenía delante, la misma que había visto una docena de veces en los últimos seis meses; una pequeña empresa constructora que quería comprar un terreno agrícola con vista a las Green Mountains; diez hectáreas que se convertirían en seis bloques de viviendas. A un precio de trescientos mil dólares cada una, esta empresa constructora pasaría automáticamente de pequeña a mediana empresa. Las cifras parecían correctas, pensó; redactaremos el contrato de préstamo para la compra y probablemente tendremos las hipotecas sobre las casas cuando éstas empiecen a venderse. No necesitaba hacer números para calcular los beneficios de esa operación para el banco. Le preocupaban más los constructores. Suspiró pensando en que ahora debían de estar sin un centavo. Arriésgate, hipoteca todo lo que tienes. El estilo americano. Siempre ha sido así.

Pero un banquero debe ser infinitamente cauteloso y decidir sin prisas, sin presiones.

Eso está cambiando también. Pequeñas entidades como el First State Bank de Greenfield estaban siendo presionadas por los megabancos. El Baybanks de Boston acababa de abrir una sucursal en Prospect Street y Citicorp había comprado Springfield National, antes su principal competidor.

Tal vez a nosotros nos compren también, somos un objetivo atractivo y las cifras del próximo cuatrimestre revelarán un gran crecimiento. Decidió ejercer su opción sobre acciones, por si acaso. No ha habido rumores, y generalmente los hay. Se preguntó si debería hablar con el viejo Philips, el presidente del banco, y luego decidió no hacerlo. Siempre me ha protegido, desde el primer día. No va a dejar de hacerlo ahora.

Recordó cuando, dieciocho años atrás, había cruzado el umbral del banco por primera vez. El padre de Megan le había sujetado la puerta mientras él dudaba. Su nuevo corte de pelo lo incomodaba y no hacía más que pasarse la mano por la cabeza, sintiéndose igual que si le acabaran de amputar un brazo o una pierna.

Se le encogió el estómago al recordar su miedo y los esfuerzos por ocultarlo durante todo el día.

¿Por qué pienso en eso ahora?

Volvió a mirar por la ventana y, aunque trataba de apartarlos, más recuerdos le venían a la cabeza. Era una mañana luminosa y en el banco había mucha actividad. Gente, luz y actividad suficientes para que mi nerviosismo pasara inadvertido. Entonces pensaba que nunca podría entrar otra vez en un banco. Philips dijo que empezaría de cajero, puesto que el juez Pearson me avalaba; eran compañeros de golf. Me temblaron las manos la primera vez que toqué el dinero y cada vez que se abría la puerta delantera. Pensaba que era el fin. Entrarían hombres con semblante serio y trajes grises que vendrían por mí.

¿Cuánto le había durado aquel estado de ansiedad? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Un año?

¿Por qué pienso en eso ahora?

Ya pasó. Hace dieciocho años de ello y ya pasó.

No recordaba cuándo fue la última vez que había pensado en sus comienzos en el mundo de los bancos. Desde luego hacía años. Se preguntó por qué le venía ahora ese recuerdo y se pasó la lengua por los dientes, como quien borra un mal sabor. Y no volveré a hacerlo, se prometió. Todo es distinto ahora. Tomó la hoja de cálculo y miró las cifras. Aprobación condicionada, pensó. Lo pasaré al comité a ver qué dicen. Las compañías ya no quebraban como en la década de 1980, pero la Reserva Federal había subido la tasa prima medio punto aquella mañana, así que tal vez que tuviera que dedicar tiempo al asunto en la siguiente reunión de directivos. Que los analistas hagan su trabajo. Hizo un apunte en su agenda.

El teléfono de su mesa sonó y se encendió en intercomunicador. Era su secretaria.

– Señor Richards, su esposa al teléfono.

– Gracias.

Levantó el auricular.

– Escucha, Meg. No llegaré tarde. Estoy a punto de terminar…

– Duncan, ¿te dijo mi padre si iba a llevar a Tommy a algún sitio? No han vuelto todavía y he pensado que quizá te dijo algo a ti.

– ¿No han vuelto?

Duncan miró su reloj: casi una hora tarde. Midió la preocupación en la voz de su esposa. Mínima. No estaba asustada, sólo molesta.

– No.

– ¿Has llamado al colegio?

– Sí. Me han dicho que papá llegó a la hora, como siempre. Esperó un ratito mientras Tommy terminaba un trabajo y después se fueron.

– Bueno, yo no le daría demasiada importancia, seguramente lo ha llevado al centro comercial a jugar a los videojuegos. De hecho, hace un par de semanas que no van, así que me imagino que estarán allí.

– Le pedí que no lo llevara. Tommy se excita demasiado.

– Vamos, mujer, si lo pasan muy bien. Y de todas formas creo que a quien le gusta jugar realmente es a tu padre.

La voz de Megan sonaba más relajada.

– Pero le he preparado una cena especial, y seguramente estará comiendo una hamburguesa grasienta.

– Bueno, habla con tu padre, pero no creo que sirva de nada. Le encanta la comida basura. Quién lo diría, con setenta y un años.

Megan rio.

– Seguramente tienes razón.

Duncan colgó el teléfono, sacó una libreta y empezó a anotar algunas ideas para presentar el préstamo al comité. Oyó que tocaban en el vidrio y vio a su secretaria diciéndole adiós con la mano. Llevaba puesto su abrigo. Le devolvió el saludo y pensó: mañana terminaré esto.

El teléfono de su mesa sonó otra vez y descolgó, esperando oír la voz de su mujer.

– Hola. Estoy prácticamente saliendo -dijo sin más preámbulos.

– ¿Ah, sí? -respondió una voz al otro lado de la línea-. Me parece que no. Me parece que no vas a ninguna parte. Ya no.

Era como si con esas pocas palabras, esos sonidos que le resultaban horriblemente familiares, todo lo que lo rodeaba se desmoronara y de pronto se encontrara violentamente arrastrado por un fuerte vendaval. Se agarró a la mesa para tratar de recobrar el equilibrio, pero la cabeza le daba vueltas y más vueltas y lo supo al instante: Está todo perdido.

Todo.

Capítulo 4. Megan

Megan colgó el teléfono más irritada que preocupada. Duncan siempre tiene una explicación razonable para todo. Es tan equilibrado que a veces me dan ganas de gritar. Caminó hasta el salón y descorrió la cortina para ver la calle, que seguía oscura y desierta. Se quedó quieta, mirando, hasta que la irritación la hizo apartarse. Pasados unos instantes corrió la cortina y volvió a la cocina.

Se dijo: Haz la cena de todas formas, tal vez no hayan comido. Miró el reloj y sacudió la cabeza. Tommy siempre está muerto de hambre después del colegio.

Durante unos minutos estuvo ocupada con cacerolas y sartenes, comprobando la temperatura del horno. Fue al comedor y revisó la mesa, puesta para cinco. Tuvo una idea, volvió con paso rápido a la cocina y sacó otro tenedor, otro cuchillo y otra cuchara. Tomó un plato y un vaso de un aparador y un mantel individual de otro. Eso es, pensó, y colocó otro cubierto en la mesa. Cuando llegue papá verá que le he puesto un plato también a él. Tal vez así se sentirá culpable por atiborrar a Tommy de hamburguesas.

Comprobó que estaba todo y después oyó un coche. Inmensamente aliviada, regresó al cuarto de estar, donde volvió a descorrer la cortina, esta vez con cuidado, sin querer que la vieran pero pensando al mismo tiempo: Por enésima vez tendré que decirle a papá que puede llevarse a Tommy por ahí, pero debe avisarme primero.

Sin embargo, ya ha hecho esto antes y nunca me he puesto tan nerviosa. Sacudió la cabeza como para alejar esos pensamientos.

Miró otra vez afuera y soltó una palabrota al ver que el coche pasaba de largo y entraba en un jardín calle arriba.

¡Mierda!

Miró otra vez el reloj. De escaleras arriba llegaban risas, y decidió comprobar si tal vez las gemelas habían tomado algún recado y se habían olvidado de dárselo. Era algo tan lógico que le sorprendió no haberlo pensado antes. Miró otra vez en dirección a la calle desierta y después subió la escalera.

– ¡Lauren! ¡Karen!

– Estamos aquí, mamá.

Abrió la puerta de su habitación y las encontró tiradas en el suelo rodeadas de papeles y libros de texto.

– Mamá, ¿cuándo ibas al instituto tenías deberes?

– Claro. ¿Por qué?

– Quiero decir cuando estabas en el último curso, como nosotras.

– Pues, claro que sí.

– No me parece bien. O sea, el año que viene empezamos la universidad y no sé por qué tenemos que estar aquí perdiendo el tiempo con esta tontería de deberes. Diez problemas de matemática. Tengo la sensación de llevar haciendo problemas de matemática desde que era un bebé.

Karen empezó a reír e interrumpió a su madre antes de que ésta pudiera contestar.

– Bueno, Lauren, si te esforzaras un poco y los hicieras bien tal vez sacaras algo más que un aprobado alto.

– Son sólo números, no son tan importantes como las palabras. Y además, ¿tú qué sacaste en tu último examen de literatura?

– Eso no es justo. Era sobre Casa desolada, ¡y sabes que no pude terminar de leerlo porque tú me quitaste mi ejemplar!

Lauren tomó un almohadón y se lo tiró a su hermana, que rio y se lo lanzó de vuelta. Ninguna de las dos acertó el tiro.

Megan levantó una mano.

– ¡Tregua! -anunció.

Las gemelas se volvieron hacia ella y una vez más le impresionó lo idéntico de sus ojos, su pelo, la forma que tenían de mirarla, las dos a la vez. Son mágicas, pensó. Sienten lo mismo, piensan lo mismo, se consuelan la una a la otra. Nunca están solas.

– A ver -dijo Megan tratando de ocultar la ansiedad en su voz-. ¿Alguna de ustedes ha hablado con el abuelo hoy? Ha recogido a Tommy en el colegio y aún no han vuelto. Me preguntaba si le había avisado a alguna de ustedes que llegarían tarde.

Las gemelas negaron con la cabeza.

– No -contestó Karen. Había nacido noventa segundos antes que su hermana y era siempre la primera en hablar-. ¿Estás preocupada?

– No, no, es que no es propio del abuelo llevarse a Tommy al centro comercial sin avisar.

– Bueno -dijo Lauren-. Tampoco es raro que no haya llamado. El abuelo hace cosas así, como si pensara que el mundo es su sala del tribunal y hace lo que le parece porque él manda.

Lo dijo sin acritud, en tono informativo.

Megan sonrió.

– Sí, a veces se comporta así, ¿no?

– A Tommy lo trata de manera especial -añadió Karen.

– Es que Tommy es especial.

– Ya lo sé, pero…

– Sin peros. Lo es.

– Bueno, a veces parece que con nosotras dan por hecho que siempre estamos bien mientras que él recibe un trato distinto.

Era una queja ya antigua, aunque justificada.

– Karen, sabes que no es lo mismo. Cada uno recibe un trato distinto porque todos tienen necesidades distintas. Y Tommy tiene más que ustedes dos. Ya hemos hablado de esto.

– Ya lo sé.

– ¿Te preocupa que haya pasado algo? -interrumpió Lauren.

– No, estoy preocupada igual que lo estaría si una de ustedes no llegara del colegio a la hora de siempre. Es lo mismo.

Pero sabía que estaba mintiendo. Se preguntó por qué se sentía más vulnerable respecto de Tommy que respecto de sus hijas. Debería ser al revés.

– ¿Quieres que vayamos al centro comercial a buscarlos? Seguro que sé dónde están.

– Claro -dijo Karen-. En la galería, jugando al juego ese de los invasores del espacio. ¿Vamos, mamá? ¿Y volvemos enseguida?

Megan negó con la cabeza.

– No, seguro que están a punto de llegar. Además tienen que terminar los deberes. Si no, no hay tele.

Oyó a las gemelas rezongar mientras cerraba la puerta.

Fue a su dormitorio, se quitó la falda y las medias y se puso unos vaqueros viejos. Colgó la blusa en el armario y se puso un suéter, después se calzó unas zapatillas y caminó hasta la ventana. Incluso en la oscuridad desde allí podía ver mejor que desde el piso de abajo. La calle permanecía irritantemente silenciosa. Podía ver el salón de los Wakefield, al otro lado de la calle. Siluetas se movían de un lado a otro. Se volvió y vio que los dos coches de los Mayer estaban estacionados en la entrada de su casa, justo al lado. Miró otra vez calle abajo y después su reloj. Es tarde, pensó. Muy tarde.

Algo en su interior comenzó a bullir y sintió calor. Tarde, tarde, tarde, era todo lo que podía pensar. Se sentó con brusquedad en el borde de la cama.

¿Dónde?

Sentía la necesidad de hacer algo, así que tomó el teléfono y marcó el 911.

– ¿Policía y bomberos de Greenfield?

– Hola, soy la señora Richards, de Queensbury Road. No llamo por una emergencia, creo, pero… mire, mi padre y mi hijo se están retrasando en volver a casa del colegio. Hoy lo recogió y normalmente vienen directo a casa, por South Street y después la 116 y estoy preocupada y pensé…

La voz la interrumpió con experimentada diligencia:

– Esta tarde no ha habido ningún aviso de accidente, ni de atascos de tránsito en esa zona tampoco. Ni coches patrulla ni ambulancias. No me consta que haya habido actividad policial por allí, excepto por un choque en cadena en la interestatal cerca de Deerfield.

– No, ésos no han podido ser ellos, no van en esa dirección. Gracias.

– No hay de qué.

Cortaron la comunicación y Megan colgó sintiéndose algo tonta, pero también ligeramente aliviada. Una vez más la preocupación dio paso al enfado, una sensación más llevadera.

– Esta vez se va a ganar una reprimenda -dijo en voz alta-. Y no me importa si tiene setenta años y es juez.

Se levantó, alisó la colcha y regresó a la ventana. ¿Dónde? Se preguntó otra vez. Formular esa pregunta era como abrir de nuevo la ventana a la preocupación.

Volvió al teléfono en la mesita de noche y marcó el número de su marido. No hubo respuesta. Al menos está en camino, pensó, y eso la tranquilizó. Caminó por la habitación pensando en qué hacer a continuación. Bajar a ver cómo va la cena.

Pero cuando salía del dormitorio vio por el rabillo del ojo una ráfaga de color detrás de la puerta de la habitación de Tommy. Se acercó y vio una pila de buzos rojos y pantalones vaqueros, medias y calzoncillos sucios, todos hechos un bollo y escondidos de la vista. Nunca aprenderá a usar el cesto de la ropa sucia, es incapaz. Recordó cómo durante un tiempo habían pensado que sería incapaz de hacer nada. Apartó esas noches de derrota y desesperación de su pensamiento. Ahora estamos ganando, pensó, por fin estamos ganando. Ahora parece capaz de cualquier cosa. Se dio cuenta de que se había entregado por primera vez a la clásica fantasía paterna, imaginar lo que sería su hijo cuando fuera mayor. Crecerá, pensó. Llegará a ser algo. Paseó la vista por la habitación, por la cama apenas hecha, los juguetes, los libros y los cachivaches que llenan las habitaciones de los niños, trastos inútiles pero también pequeños tesoros, e intentó encontrar algún indicio de los problemas de Tommy, pero no había ninguno. Pensó: No te engañes, están ahí. Pero por poco tiempo. Recordó que un médico les había sugerido hace años que acolcharan la habitación, en caso de que se volviera violento. Gracias a Dios que nos limitamos a seguir nuestro instinto.

Se sentó en la cama y tomó un soldadito de juguete. Siempre fue valiente como un soldado. Todas las pruebas, los pinchazos, los electroencefalogramas y los tests de estimulación sensorial… en todas lo pasó mal. En cambio para Duncan y para mí siempre fue fácil, lo único que teníamos que hacer era preocuparnos. Él fue quien nos enseñó lo que es ser valiente.

Dejó el juguete.

¿Dónde está?

¡Maldita sea!

Se levantó bruscamente, bajó las escaleras y se dirigió a la puerta principal. La abrió, salió al aire helado de la noche y permaneció allí hasta que le dolieron las piernas y los brazos del frío.

¿Dónde?

Volvió adentro y se agarró a la mesa de la entrada. No seas histérica, pensó. En un par de minutos, cuando crucen corriendo esa puerta pidiendo a gritos la cena te vas a sentir ridícula.

Esa autorreprimenda la tranquilizó, pero al poco tiempo el mismo miedo indefinido la atenazó de nuevo. Fue hacia la escalera y gritó:

– ¡Chicas!

Oyó a Karen y a Lauren contestar.

– No pasa nada. Quería decirles que la cena estará enseguida.

Era una verdad a medias. Había sentido la necesidad de oír sus voces, de asegurarse de que estaban bien.

Esto es absurdo, pensó. No, no lo es. Se están retrasando mucho, muchísimo.

Fue al teléfono de la cocina, marcó 91 y se detuvo. Su dedo vaciló antes de marcar el último dígito y se sentó, con el auricular todavía en la mano. Y entonces, como una ráfaga de luz en un cuarto oscuro, escuchó un coche detenerse en la entrada.

El alivio la invadió. Colgó el auricular y se dirigió a paso rápido hacia la puerta principal, la abrió y vio a su marido -no a su hijo ni a su padre- caminando hacia ella.

– ¡Duncan! -gritó.

Estuvo a su lado en tres zancadas. Incluso en la pálida luz que se colaba por la puerta Megan pudo ver que tenía los ojos rojos.

– ¡Duncan! ¡Dios mío! ¡Ha pasado algo! ¡Tommy! ¿Qué ha ocurrido? ¿Está bien? ¿Dónde está papá?

– Creo que están bien -replicó Duncan-. Creo. ¡Dios, Megan! Se los han llevado. Todo se ha terminado. Todo.

– ¿Quién se los ha llevado? ¿Qué quieres decir? -Megan hacía esfuerzos por controlarse.

– He sido un idiota -continuó Duncan. No le hablaba a su esposa sino a la noche y los años pasados-. Todos estos años pensé que se había acabado, que era sólo un mal recuerdo, o quizás un mal sueño. Nunca sucedió, eso era lo que pensaba. Qué estúpido.

Megan hacía esfuerzos sobrehumanos por no gritar.

– ¡Dime! -insistió elevando el tono de voz-. ¿Dónde está Tommy? ¿Dónde está mi padre? ¿Dónde están?

Duncan la miró.

– El pasado -murmuró. Dejó caer los brazos y la empujó al interior de la casa, volviéndose en la puerta.

– Mil novecientos sesenta y ocho.

Se giró y dio un puñetazo en la pared.

– ¿Te acuerdas de ese año? ¿Te acuerdas de lo que pasó?

Megan asintió y le pareció que el mundo se detenía. Le vinieron a la cabeza cien imágenes horribles y cerró los ojos para tratar de ahuyentarlas. Mareada, los abrió y miró fijamente a su marido. Permanecieron así, uno frente al otro, incapaces de tocarse, en la pálida luz de la entrada que se mezclaba con la oscuridad exterior. En realidad no entendían nada, excepto que la desgracia de la que creían haber escapado para siempre los agarraba de nuevo por los talones y los envolvía poco a poco en sus grandes tentáculos

PARTE 2. Lodi, California Septiembre de 1968

Poco después del amanecer la brigada se despertó. La primera luz de la mañana se insinuaba a través de las pesadas cortinas que colgaban de las ventanas, colándose por los rincones de la pequeña casa baja de madera mientras sus ocupantes se movían de un lado a otro con la torpeza propia de la hora. Una pava empezó a silbar en la cocina y se escuchó un ruido leve mientras se levantaban colchones del suelo del salón y se apoyaban contra las paredes. Se enrollaban sacos de dormir. La cadena del baño sonó varias veces. Alguien dio un puntapié a una botella de cerveza medio llena y soltó una palabrota cuando su contenido salpicó el suelo. Se escuchó una risotada procedente de la parte trasera de la casa. Los restos de olor a colillas y las agrias discusiones de la noche anterior aún flotaban en el cargado ambiente.

Olivia Barrow, cuyo nombre de guerra era Tania, se acercó a una de las ventanas delanteras y descorrió unos centímetros una de las cortinas. Sus ojos recorrieron la calle polvorienta, buscando indicios de algún tipo de vigilancia. Inspeccionó cada persona, cada vehículo que pasaba. Primero buscaba cualquier cosa fuera de lo común: una camioneta de reparto que se detenía, un vagabundo con aspecto demasiado alerta. A continuación todo aquello que pudiera resultar demasiado normal: el camión de limpieza, la cola de gente en la parada del autobús. Sus ojos se posaban en cada elemento, esperando, buscando el mínimo indicio revelador. Por último, convencida de que nadie los vigilaba, corrió la cortina y caminó al centro del salón, donde apartó una pila de periódicos viejos y basura. Durante un instante inspeccionó el cuartel. Panfletos políticos y manuales militares sobre armas y explosivos se amontonaban en una esquina que ella llamaba «la biblioteca»; las paredes estaban cubiertas de eslóganes revolucionarios escritos a mano y carteles de rock and roll. Su mirada se detuvo un momento en el del grupo de rock The Jefferson Airplane. Olivia no era consciente de la suciedad y el desorden, consecuencia inevitable de demasiadas personas viviendo en un espacio reducido, pobre y anónimo. De hecho, le agradaba que la casa fuera tan pequeña. No hay rincones en los que esconder secretos, pensaba. Los secretos suponen una debilidad. Deberíamos ir desnudos. Así el ejército sería más disciplinado, y la disciplina implica fuerza. Agarró la pistola semiautomática calibre 45 y con rapidez retiró el seguro e hizo girar el cargador con un chasquido que puso fin a la confusión y el estupor propios de la mañana y despertó inmediatamente la atención de las seis personas restantes que vivían en el apartamento. Le encantaba el sonido seco que sigue al de preparar un arma para disparar, era lo mejor para llamar la atención.

– Hora de rezar -dijo con voz potente.

Se oyó el arrastrar de pies y el sonido metálico de pistolas al ser comprobadas mientras cada uno de los miembros del grupo buscaba el arma que tenía asignada y se colocaba en círculo en el centro de la habitación. Había dos mujeres y cuatro hombres. Dos de los hombres llevaban barba y melena larga hasta los hombros; dos eran negros, con pelo a lo afro. Vestían una variopinta combinación de vaqueros y pantalones militares. Uno de los hombres negros llevaba una cinta de color brillante en la cabeza y cuando sonreía dejaba ver un diente de oro. Uno de los hombres blancos tenía en la garganta una cicatriz escarlata. Las dos mujeres tenían los cabellos oscuros y la piel blanca. Todos dejaron sus armas -varias pistolas, dos escopetas y un rifle Browning semiautomático- en el suelo, en el centro del círculo. Después juntaron las manos y Olivia comenzó a entonar:

– Somos la nueva América -decía deteniéndose en la última sílaba, disfrutando de las palabras que fluían de su garganta-. Negros, marrones, rojos, blancos, amarillos, mujeres, hombres, niños, somos todos iguales. Hemos nacido de las cenizas de lo ancestral. Somos la Brigada Fénix, los heraldos de la nueva sociedad. Rechazamos los cochinos valores fascistas, sexistas, rancios y amantes de la guerra y del dinero de nuestros padres y miramos hacia un nuevo horizonte. Hoy es el Día Primero del Nuevo Mundo, un mundo que forjamos con armas y balas sobre la carcasa corrupta de esta sociedad trasnochada. El futuro nos pertenece a nosotros, creyentes en la justicia verdadera. ¡Somos la nueva Amérika!

El grupo repitió al unísono:

– ¡Somos la nueva Amérika!

– ¿El futuro es?

– ¡Nuestro!

– ¿Hoy es?

– ¡El Día Primero!

– ¿Somos?

– ¡La Brigada Fénix!

– ¿Qué traemos?

– ¡Pistolas y balas!

– ¿El futuro es?

– ¡Nuestro!

– ¡Muerte a los Cerdos!

– ¡Muerte a los Cerdos!

Olivia levantó su pistola y la agitó sobre su cabeza.

– ¡De acuerdo! -exclamó-. ¡De acuerdo!

Hubo un momento de silencio mientras el grupo permanecía quieto con los ojos fijos en la pistola que agitaba Olivia. Entonces una de las mujeres dejó caer las manos a los lados de su cuerpo y susurró un ahogado ¡Perdónenme! Pasó por encima del montón de armas y echó a correr, cruzando el círculo por el lado opuesto. Sus zapatillas deportivas golpeaban el suelo de linóleo mientras corría por el pasillo y entraba en el cuarto de baño, dando un portazo tras de sí.

Los otros se quedaron en el salón mirándola, después Olivia habló:

– Oye, tú, matemático, será mejor que vayas a ver qué le pasa a tu chica. -Había desprecio en su voz.

Uno de los hombres de barba salió del círculo y echó a correr por el pasillo, deteniéndose en la puerta del baño. Susurró:

– ¿Meg? ¿Me oyes? ¿Estás bien?

El resto del grupo se deshizo. Retiraron las armas y las escondieron. De la cocina salían risas y el ruido de los preparativos del desayuno.

Mientras, el hombre de barba escuchaba el sonido de arcadas detrás de la puerta del baño.

– ¡Vamos, Meg! ¿Estás bien? -continuaba susurrando.

No era consciente de que había alguien detrás de él, y se sobresaltó al oír una voz.

– A lo mejor tu chica no está preparada, ¿no, matemático?

El hombre de barba se volvió abruptamente, su voz llena de tensión.

– ¡Ya te he dicho que lo está! Me lo preguntaste y te dije que sí. Está tan comprometida como cualquiera de nosotros y sabe perfectamente para qué estamos aquí. ¡Así que déjanos en paz un rato, Tania!

– Necesitas purgarte -continuó Olivia impertérrita, su voz llena de desprecio-. Deshacerte de todos tus pensamientos burgueses y sustituirlos por el auténtico fuego revolucionario.

– ¡Ya te he dicho que estamos preparados!

– Me parece que aún estás muy verde, matemático. Todavía arrastras todo lo que aprendiste en el colegio. Sigues siendo un universitario jugando a la revolución.

– Escucha, Tania, yo no estoy jugando a nada y me gustaría que me dejaras en paz. ¿Estamos aquí o no? Ya no soy tu puto matemático. Todo eso se acabó y tú eres quien se empeña en seguir recordándomelo. Ya hemos tenido esta conversación un par de veces y está empezando a hartarme. Lo de la universidad pertenece al pasado, se ha terminado para mí. La Fénix es tan real para mí como para ti y tú tampoco has sido una revolucionaria toda la vida.

– No -replicó Olivia, con voz tranquila y amarga-. Una vez fui un cerdo, pero ya no. Lo he dado todo por el movimiento. Por él cambié de nombre y por él daría mi vida ahora mismo y moriría feliz. ¿Tú morirías feliz, matemático? ¿A qué has renunciado tú? Los cerdos todavía llaman a Sundiata y Kwanzi por los nombres que tenían en la cárcel, pero nosotros los llamamos por sus nombres revolucionarios. Y están dispuestos a morir; han vivido la lucha del gueto y están dispuestos a morir por la lucha de hoy. También los otros, Emily y Bill Lewis -unos nombres norteamericanos, totalmente normales, ¿no?-, ahora son Emma y Che, verdaderos soldados. Aquí todos van en serio, son ustedes los que me preocupan.

– Me gustaría que te dejaras de retórica.

– Tú eres a quien le gusta hablar. Has hablado por los codos de todas las veces que te han gaseado y arrestado y pegado. ¿Dónde están tus cicatrices, matemático? Ya veremos. Ahora vas a tener la oportunidad de devolver los golpes, sólo que me pregunto si serás capaz. Se acabaron las peroratas pacifistas, la desobediencia civil de los domingos. ¡Es la guerra! La han buscado y ahora la van a tener.

– ¿Y tendré que morir para demostrar mi lealtad?

– Otros lo han hecho.

El joven vaciló.

– Ya te lo he dicho, estamos preparados. Haremos lo que tengamos que hacer.

Olivia le lanzó una mirada feroz. Era casi tan alta como él y podía mirarlo directamente a los ojos. Después rio con desprecio y, antes de que el joven pudiera decir nada, giró sobre sus talones y desapareció en dirección al dormitorio de la parte trasera de la casa. El hombre de barba se quedó mirándola un momento, lleno de rabia.

– Se cree la estrella de la función -musitó. Y añadió para sí-: Y lo es. -Se volvió hacia la puerta cerrada.- Vamos, Meg. ¿Estás bien?

Oyó el ruido de la cadena y un segundo después la puerta del baño se abrió despacio.

La muchacha estaba pálida y temblorosa.

– Lo siento, Duncan, me dieron ganas de vomitar, supongo que son los nervios, pero te preocupes, estaré bien. Dime lo que hay que hacer. -Miró hacia la habitación en la que Olivia acababa de desaparecer.- Ya sabes cuál es mi opinión, pero haré lo que me digas.

– Escucha, todos estamos nerviosos. Es un día importante.

– Estaré bien.

– Todo va a salir bien, se trata de un gesto más que nada y no habrá heridos. Así que no estés nerviosa.

Pero ella sabía que no eran nervios. Sabía que había una vida creciendo en su interior y por un instante pensó si era el momento de contárselo. No, decidió, no es el momento ni el lugar. Pero ¿cuándo? Tenemos poco tiempo. Le acarició la mejilla.

– ¿Tú estás bien?

– Claro. ¿Por qué no iba a estarlo?

– Por nada, sólo me lo preguntaba.

– ¿Por qué? ¿Qué problema podría haber?

Ella se limitó a mirarlo.

– Basta -susurró enfadado-. No empieces tú también. Vamos a hacerlo, lo hemos hablado y ya está. Estoy cansado de manifestaciones, estoy cansado de protestas. No han servido de nada. Hemos discutido esto mil veces. Lo único que entiende la sociedad es la violencia, de manera que hay que apuntarles al corazón. Sólo así quizá cambien las cosas. Es la única vía. -Vaciló un momento y continuó:- Es el único lenguaje que entenderán; atraerá su atención. Hay que hacerlo.

Al principio Megan se quedó callada. Luego dijo:

– Bueno, pues muy bien. Creer que un cambio es posible es una cosa, pero haz el favor de no hablar como Tania, porque tú no eres así.

Él suspiró irritado.

– Ya hemos hablado de esto.

Ella asintió.

– Basta, ¡ahora no! ¡Precisamente ahora no!

La agarró por los hombros, pero no estaba enfadado. Ella le deslizó los brazos alrededor del cuello.

– Ahora no -suspiró él-. Dios, no tenía que haberte traído aquí, éste no es sitio para ti. Lo sabía.

– Mi sitio está donde estés tú -dijo ella y rio-. Madre mía, eso sí que suena cursi. -Sabía que el chiste lo relajaría, pues podía ver la tensión en sus ojos. Esperaba que fuera una tensión generada por la duda. Tengo que encontrar la manera de salir de aquí, pensó. La manera de sacarnos a los dos.

Después de un momento él la soltó.

– Vamos a comer algo -dijo en un tono de voz ya normal, tomándole la barbilla con la mano.

Ella sacudió la cabeza.

– No sé si tengo hambre -dudó, pensativa-. Es curioso -añadió-. En realidad ahora que lo pienso creo que podría comerme un caballo. Con un baño de crema.

– ¿Para desayunar? -rio él.

– Vamos -dijo ella tomándolo de la mano. Pero su sonrisa escondía la ansiedad que la atenazaba. ¡Díselo! Ahora todo es distinto. Ya no somos sólo nosotros dos. Dudaba de ser capaz de encontrar el momento y las palabras adecuados.

***

Olivia Barrow estaba de pie en el pequeño vestidor del dormitorio trasero mirándose en el espejo. Se había cortado el pelo muy corto, lo que afinaba sus rasgos. Los examinó uno a uno: la nariz recta, los pómulos grandes y la frente ancha que tantas veces impulsaba a su madre a acariciarle la cabeza y a decirle que sería la chica más linda de la fiesta a la que iba, cualquiera que fuera. Se rio en voz alta. Seguramente su madre no se refería a esa clase de fiestas. Recordó que había intentado inscribirla en una escuela de modelos cuando estaba en el primer año de la facultad, y resopló. Necesito una cicatriz, pensó, una marca grande y morada que me recorra y afee la cara, como un gran arañazo en un lienzo. Sería mejor si tuviera un aspecto más vulgar, más anónimo. Si me hubiera vuelto como una de esas hippies gordas y de pelo grasiento, con el pecho y el culo caídos, que recitan mantras sobre la paz, el amor y las flores y parecen ir drogados todo el día, pasaría más inadvertida.

Pero también era consciente de la fuerza que le daba su belleza. Se inclinó con agilidad a tocarse las puntas de los pies y a continuación apoyó las palmas de las manos en el suelo. Era importante mantenerse en forma.

Su madre había sido bailarina. Recordaba verla saltar, girar y volar en su estudio. Siempre había sido fuerte. De pronto Olivia se sintió furiosa. ¿Por qué no había luchado? ¿Por qué había dejado que la enfermedad acabara con su vida? Recordó su asombro al ver cómo el cáncer se llevaba todas las fuerzas de su madre, mermándola por momentos, volviéndola pequeña y patética. Olivia odiaba esos recuerdos, la derrota, los susurros y la ineptitud de los médicos. La resignación impotente de su padre.

Se preguntó qué estaría haciendo ahora. Probablemente estaría metido en su cubil, en un apartamento decrépito frente a Washington Square, leyendo libros de Derecho, preparándose para defender una nueva causa perdida, inevitablemente destinada a fracasar. Mi padre, pensó, con cierta simpatía, siempre luchando contra sus molinos de viento. Si no vienen a su encuentro, ya se ocupa él de ir a buscarlos.

De alguna extraña forma quería y odiaba a su padre al mismo tiempo. Era consciente de lo mucho que le había enseñado, de cómo su compromiso con determinadas causas la había influido. Le había enseñado que una vida sin pasión y sin creencias era fría e insustancial. Le había enseñado que la acción, el deber social, la protesta son los cimientos de la inteligencia. En su apartamento en el Village siempre habían sonado las canciones de algún movimiento de protesta. Recordaba despertarse en brazos de su padre en mitad de la noche mientras éste la trasladaba a dormir con él y su madre para hacer sitio a algún visitante importante, por lo general con barba y portando una guitarra, que pasaba la noche en su cama. Mis primeros sacrificios por la causa.

En tercer curso, cuando sus compañeros hacían comentarios de texto sobre La telaraña de Carlota o El viento en los sauces, ella hablaba de Joe Hill y los Wobblies. * Su memoria retrocedió a cuando, a la edad de siete u ocho años, la llevaron a una sala gigantesca en Greenwich Village llena de cientos de personas que gritaban: ¡Libérenlos! ¡Libérenlos! Más tarde supo que se trataba de un mitin en defensa de Julius y Ethel Rosenberg. Recordó cómo la habían impactado los gritos, la unidad que se respiraba en la atmósfera cargada y acalorada de aquel salón. Estaba convencida de que aquella causa que su padre apoyaba tendría éxito y había llorado cuando leyó el titular en los periódicos unos meses más tarde. ** Al recordarlo ahora rio en voz alta. Así era mi padre, siempre dispuesto a prestar su apoyo, siempre dispuesto a poner el cuerpo, su prestigio, su dinero en defensa de cualquier causa que considerara justa. ¿Y para qué? El Gobierno había asesinado a los Rosenberg. El Estado siempre acababa burlándose de gente como mi padre.

Pero de mí no se reirán.

Pensó de nuevo en su padre. Siempre vestía trajes de corte diplomático de color azul, marrón o gris. Lo llamaba «camuflaje corporativo». Hay que vestir como el enemigo, solía decir riendo. Sabía perder con sentido del humor. Yo no tenía nada contra el sentido del humor, pero odiaba perder. Sus principios eran siempre los correctos, sus ideas políticas, también. Sus causas eran siempre importantes; sus tácticas, sólidas. Sus argumentos legales eran siempre perspicaces. Sus exposiciones siempre directas, impactantes.

Y siempre perdía.

Olivia se miró otra vez en el espejo y borró a su padre de sus pensamientos. Hoy les demostraré a todos que en la acción está la fuerza. Por un instante imaginó los titulares de los periódicos. El plan la llenaba de excitación y miró sus ojos grises en el espejo, buscando en ellos algún defecto. Sonrió satisfecha.

Ninguno.

Habían pasado mucho tiempo mirando, esperando, observando. Se sabía de memoria el itinerario del furgón blindado. Conocía el procedimiento que seguía cada día, cuando recogían los recibos de entrega y depositaban el dinero en el banco. Era siempre en miércoles alternos, después del horario de oficina, cuando había poca actividad en el banco. Ni siquiera se molestaban en destrabar las correas de las fundas de sus revólveres. La semana pasada uno de los guardias había apoyado la pistola en el suelo mientras recogía una de las sacas de dinero que se había caído. Lo vio levantarse resoplando. Parecían hasta aburridos, totalmente relajados y ajenos por completo a lo que se les venía encima.

¿Y por qué no? Es una pequeña población granjera en una región vinícola. Lo que ocurre en San Francisco, a dos horas y un siglo de distancia, no los afecta. Lo que se vive en sus calles se resume aquí en unas cuantas imágenes en las noticias de la noche. Nada de qué preocuparse.

Hasta que yo llegué.

El plan cumpliría dos objetivos políticos. En primer lugar, el dinero provenía en gran medida de una fábrica filial de Dow Chemical. El hecho de que esa pequeña fábrica sólo produjera pesticidas agrícolas y no guardara relación alguna con las plantas mayores productoras de napalm y otras armas químicas carecía de importancia. Y el atraco se haría en una comunidad pequeña y conservadora, un hatajo de republicanos de la línea de Eisenhower, listos para ser atacados. Los policías de aquí son todos hijos de granjeros que terminan perdiendo sus propiedades a manos del banco. Esto les enseñará que la revolución puede estallar en cualquier parte.

Eso era lo que más le gustaba. El elemento sorpresa.

Se miró una vez más, sonriendo al pensar en lo que estaba por venir. Tomó su pistola, apuntó a su imagen en el espejo y permaneció así varios segundos. El tacto de la pistola le producía una sensación casi eléctrica y se dio cuenta de que estaba casi excitada. Con la pistola todavía así sujeta, se llevó la otra mano al pecho y empezó a acariciarse. A todos los guerreros les pasa lo mismo antes de la batalla, pensó.

No se detuvo cuando la puerta se abrió tras ella, era Emily Lewis. Olivia continuó acariciándose el pecho mientras miraba el reflejo de la otra mujer en el espejo.

– Tania -dijo ésta-. ¿Podemos hablar un momento?

– ¿No hemos hablado ya bastante?

– Sí, tienes razón. Pero hay algo en el plan que me preocupa.

Olivia se volvió y rodeó a la mujer con un brazo. Después le masajeó los hombros y le pasó la mano por el cabello rizado, antes de llevarla junto a la cama.

– Cuéntame -dijo.

– Es sobre el plan para escapar. Entiendo lo de las dos furgonetas y lo del cambio. Lo que da miedo es que el camino que usaremos para escapar pasa delante del banco. No sé si seremos capaces de mantener la calma.

– Eso es lo bonito de escapar. Salimos en una dirección y después, antes de que los cerdos se den cuenta, en el momento en que empiecen a perseguirnos, damos la vuelta y los adelantamos en sentido contrario. Tienes razón, habrá que tener mucha sangre fría. Pero somos fuertes. Todo saldrá bien, ya lo verás.

– ¿Crees que será capaz? Quiero decir, de conducir. ¿Y si nos paran?

– Por eso permití que Duncan la trajera. En primer lugar, hará cualquier cosa que él le pida, lo que sea. Y en segundo lugar, no olvides que ni siquiera tiene multas de tránsito. Está totalmente limpia. Y mírala, es el prototipo de chica universitaria progre, con un punto radical. Engañaría a cualquier policía asustado a la caza de un grupo de revolucionarios profesionales. E incluso si nos paran y comprueban su nombre y su carnet de conducir, no encontrarían nada, tendrían que dejarla ir. Y nosotros estaríamos en la parte trasera, partiéndonos el culo de risa.

Emily se recostó en la cama. Sonrió.

– Haces que parezca tan fácil…

– Es que es fácil. Kwanzi y Sundiata lo han hecho ya media docena de veces. Son buenos, conocen su trabajo.

– Sí, excepto que una vez los atraparon.

– Porque sus motivaciones no eran las correctas.

– ¿Y ahora sí?

– Ahora sí -dijo Olivia. Por un instante pensó en lo fácil que le resultaba mentir, y siguió haciéndolo-. Una vez fueron criminales, ahora son revolucionarios y pueden usar su experiencia en beneficio de la revolución.

La mujer de pelo oscuro cerró los ojos.

– Bueno -dijo-. Me gustaría que hubieras elegido algo más tranquilo para la primera acción, pero confío en ti.

– Bien. Piensa en el dinero. Armas nuevas, un cuartel general mejor. La Brigada Fénix será una realidad. Nos convertiremos en una verdadera organización revolucionaria. Será un verdadero hito, sin duda.

Emily rio.

– Dios -exclamó-. Los cerdos se van a poner furiosos.

Olivia se inclinó sobre ella y le acarició la nuca con un dedo.

– Tienes que confiar en mí -dijo-. Hacer lo que yo te diga. Juntos somos un ejército.

– Lo haré. Todos lo haremos.

Su dedo siguió avanzando, desabrochando los botones superiores de la blusa vaquera de la otra mujer, después recorriendo la forma de sus pechos. Emily cerró los ojos.

– Bill se pone celoso cuando hacemos esto -dijo, estremeciéndose cuando Olivia posó la mano en su vientre. Después levantó la suya para acariciarle el pelo rubio-. Tendrá que aceptar que te quiero -dijo.

– Y yo a ti -contestó Olivia mientras le desabrochaba los pantalones vaqueros-. Siempre te he querido y siempre lo haré. Sólo me importas tú, para mí no hay nadie más. Cuando todo esto acabe, nos iremos juntas y empezaremos de nuevo, libres de todos estos vividores y parásitos políticos. Nos dedicaremos al nuevo mundo. Nosotras somos la auténtica Brigada Fénix. Las dos juntas.

Emily rio.

– Todos estamos excitados hoy. Me parece que más de uno va a echarse un polvo esta mañana.

Las dos mujeres rieron juntas y se desnudaron rápidamente. Mientras Olivia se colocaba encima de Emily vio que la puerta del dormitorio se abría ligeramente. Podía escuchar una respiración.

– Pasa -ordenó. Esperó hasta que vio la cara barbuda del amante de la mujer-. Puedes mirar -le dijo a Bill Lewis con brusquedad-. Pero no hables ni hagas nada. Sólo puedes mirar.

Era una orden en toda regla que no dejaba lugar a discusión. Señaló con la cabeza hacia la esquina de la habitación. El hombre se sonrojó visiblemente y la cicatriz de su cara brilló como un relámpago. Dudó y después asintió. Caminó hasta el lugar indicado sin decir palabra. Olivia sonrió, sintiendo el poder en su interior, y se deslizó hasta colocarse sobre su pareja.

***

Poco antes de mediodía la brigada se reunió en la sala de estar.

– Muy bien -anunció Olivia-. Vamos a repasar las tareas de cada uno. Es importante que todo el mundo tenga muy claro lo que tiene que hacer.

Señaló a Emily.

– ¿Cuál es tu función?

– Primero estoy en el banco, en el mostrador, rellenando un formulario. Me ocupo del vigilante cuando los hermanos se dirijan al furgón blindado.

Olivia giró con agilidad y señaló a los dos hombres negros. Kwanzi contestó:

– Nosotros empezamos la diversión. Neutralizamos a los guardias del furgón, justo cuando estén entrando en el banco. Sundiata se ocupa del interior, yo estaré afuera.

– ¿Che?

– Yo me ocupo de los cajeros, asegurándome de que nadie pulse la alarma.

Olivia asintió, después se volvió hacia Duncan:

– ¿Y?

– Yo conduzco la primera furgoneta. Estaciono en la esquina de River y Sunset, de manera que pueda ver la fachada del banco. En cuanto vea que entran Kwanzi y Sundiata, estaciono en la puerta y abro las puertas traseras.

– ¿Y luego?

– Espero.

– Bien, ¿Megan?

Megan suspiró profundamente y tratando de que no le temblara la voz dijo:

– Me quedo en la segunda furgoneta estacionada detrás de la farmacia con el motor en marcha y espero hasta que aparezca la primera furgoneta. Luego todos se suben. Arranco despacio y bajo por Sunset pasando delante del banco.

– Bien.

Olivia dudó un segundo:

– ¿Y dentro del banco?

Kwanzi se apresuró a responder.

– Nada de disparos si no es imprescindible. Si no hay más remedio apuntamos al techo. Recuerden, nada atrae más rápido a los cerdos que los disparos.

Todos asintieron.

– Y no quiero una condena por asesinato.

– Creo que todos deberíamos llevar los seguros de las armas puestos -dijo Duncan-. Así nos aseguraremos de que no haya fallas. Tenemos que tener claros los objetivos: tomar el dinero, lanzar un mensaje. Si nos ponemos a disparar la prensa de los cerdos nos tratará como a vulgares ladrones de banco.

Los otros asintieron. Olivia habló:

– El hermano tiene razón. Recuerden por qué estamos aquí y que a nadie le entren ganas de disparar.

– ¿Y qué pasa si los guardias sacan sus pistolas? -preguntó Emily.

– Eso no pasará. Una vez que los tengamos bajo control, cooperarán -contestó riendo-. Después de todo no es su dinero.

Todos sonrieron.

– Ya verán, estaremos fuera antes de que se den cuenta de lo que está pasando.

Sundiata intervino:

– Otra cosa. No toquen los cajones de los cajeros, puede que tengan dinero ahí, pero también billetes marcados y alarmas. Por lo tanto, que nadie se ponga avaricioso. Queremos el dinero del furgón, hermanas y hermanos, así que tranquilos.

Hubo murmullos de aprobación.

– Podría haber hasta cien de los grandes.

La cifra, dicha en voz alta, todavía los impresionaba. Transcurridos unos segundos, Olivia habló de nuevo.

– ¿Alguna pregunta?

– ¿Quién vigilará?

Olivia contestó:

– Yo. Estaré en la puerta vigilando la calle. En cuatro minutos estarán afuera. El tiempo de reacción mínimo, suponiendo que haya alguien lo suficientemente estúpido como para pulsar la alarma, es de cinco minutos. Tenemos sesenta segundos para salir de allí antes de que llegue la policía. Y los cerdos irán seguramente directos al banco en lugar de buscarnos a nosotros. Así que recuerden, cuando diga ¡Vamos!, todos afuera. ¿Entendido?

– La hermana tiene razón -dijo Kwanzi-. Cuando a Sundiata y a mí nos atraparon en la licorería fue porque no salimos de allí a tiempo. Así que, que nadie la cague.

– Somos un ejército -continuó Olivia- y tenemos que actuar como tal.

– Así será -dijeron los dos hombres al unísono.

– Recuerden -dijo Olivia-. Salimos en el mismo orden que entramos. Directos a la parte trasera de la furgoneta.

Hubo risas nerviosas.

– Bien -dijo Olivia mirando su reloj-. Ya falta poco. Nos vamos en una hora.

El grupo tardó unos instantes en romperse. Kwanzi sacó una botella de whisky, dio un bien trago y se la pasó a Sundiata.

– Tomen -dijo éste pasándola al resto-. Les calmará los nervios.

Los dos hombres negros se cruzaron una mirada y rieron. Putos maricones machistas, pensó Olivia. Dos maricas presidiarios, y se creen que soy lo suficientemente tonta como para fiarme de ellos. Se creen que nos están engañando con su falso rollo revolucionario y sus apodos africanos. Los tengo calados. No saben con quién están tratando. Están jugando con fuego y terminarán quemándose.

***

Megan arrinconó a Duncan en la cocina. Estaba sentado a una mesa barata, de linóleo, sus ojos fijos en una pistola y una caja de cartuchos. Levantó la vista cuando ella entró.

– No creo que vaya a necesitar esto, Meg. Sólo voy a conducir y más me vale tener las dos manos en el volante.

Sonrió a medias, tratando de parecer tranquilo pero sólo consiguió esbozar una mueca de preocupación.

– ¿Sabes? Toda esta semana pasada he estado aterrorizado imaginando que me disparaba una pierna. ¿Es extraño, no? Cómo concentra uno todos sus miedos en una fantasía concreta. Me veo delante del banco, junto a la furgoneta con la pistola en la mano. Entonces se dispara. Todo ocurre en cámara lenta y puedo ver cómo la bala entra en mi pierna. No me duele ni nada pero hay sangre y ya no puedo conducir, así que me dejan atrás. Sólo de contarlo me entran sudores fríos.

Sacudió la cabeza.

– Raro, ¿no?

– Pues no sé. Has estado muy inquieto mientras dormías, también.

– Desde luego no estoy durmiendo bien, lo admito y estoy todo el día cansado.

Megan suspiró profundamente y echó una mirada rápida alrededor. Los otros se habían dispersado por la casa, así que parecía que tenían unos momentos a solas. Ahora, se dijo, cuéntaselo.

– Duncan, ¿estás seguro de lo que vamos a hacer?

Vio cómo se enfadaba y se maldijo interiormente. No había podido empezar la conversación de un modo peor.

– Espera, ya sé lo que vas a decir -añadió rápidamente haciendo esfuerzos por controlarse-. Estoy de acuerdo contigo en lo del compromiso y la necesidad de actuar. Estoy de acuerdo en que hay que hacer algo. Pero, míranos, ¿estás seguro de que ésta es la manera correcta?

– No voy a discutir esto otra vez -cortó él.

Cabezota, pensó. Cuando se pone así lo odio tanto como lo quiero. Toma una decisión y a la mierda las consecuencias. No tiene en cuenta a nadie más. Bueno, pues ahora hay algo que tendrá que considerar.

Tomó aire.

– Creo que… estoy embarazada.

La cara de Duncan reflejó en un instante una mezcla de asombro, estupefacción y un asomo de alegría. La miró durante unos segundos; después preguntó:

– ¿Que crees qué?

– Ya me has oído.

– Repítemelo.

– Creo que estoy embarazada.

– ¿Embarazada? ¿Vas a tener un bebé?

– ¡Duncan, por favor!

– Bueno, es que es tan… es…

– ¿Qué?

– Pues, maravilloso. Vamos a tener un bebé. Supongo que deberíamos casarnos, ¿no? Ya puestos, hacer las cosas bien, ¿no? ¡Madre mía! ¿Estás segura?

– No, pero tengo todos los síntomas. Debería ir al centro de salud y hacerme las pruebas, pero estoy casi segura.

Levantó la vista, miró al Duncan que creía conocer tan bien, mitad niño entusiasmado, mitad hombre preocupado, y leyó en su rostro un entusiasmo que no había visto hacía meses. Eso la consoló; durante unos segundos los planes para el día habían quedado a un lado.

Duncan se reclinó en su silla.

– No sé qué decir -sonrió-. Quiero decir, esto es importante. Todo el mundo se pregunta alguna vez cómo reaccionará cuando le den una noticia como ésta. Joder. Pero nada que ver. Esto es como subirse a una montaña rusa en marcha… Madre mía, deberíamos llamar a tus padres. Hace meses que no hablas con ellos. Se van a llevar una sorpresa…

Lo miró y sólo vio al Duncan que amaba, observándolo mientras digería la noticia, obviamente encantado, confundido, orgulloso. Sin embargo, de pronto su rostro reflejó preocupación y pareció vacilar un instante antes de seguir hablando.

– Perdona, lo siento, no te lo he preguntado. Tú quieres tener el niño, ¿no? ¿A lo mejor estabas pensando en no tenerlo?

– Duncan. ¡Por Dios!

– Bueno, lo siento. Pensé que era mejor asegurarme. -Sonrió de nuevo, ajeno a lo siniestro del entorno en que se encontraban.

– Vaya, vaya, esto sí que ha sido una sorpresa. Es…

Se interrumpió a mitad de la frase y miró el arma que tenía enfrente.

– Oh, no -dijo-. Ahora lo entiendo.

Miró intensamente a Megan.

– No me estás mintiendo, ¿verdad? Esto no será alguna…

Ella lo interrumpió:

– Vamos, Duncan. ¿Crees que mentiría en algo así?

Lo espontáneo de su reacción lo convenció.

– No, no. Lo que quiero decir es que ahora que sabemos esto y lo que estamos a punto de hacer…

Se calló y dejó caer los hombros.

– Esto es una mierda -dijo-. Una puta mierda.

Miró el arma y después a Megan.

– Lo que quiero decir es ¿qué vamos a hacer?

– Esto cambia las cosas -insistió ella.

– Desde luego que las cambia. ¿O no? Quiero decir, ¿cuál es la diferencia? No podemos echarnos atrás ahora. ¿Qué hay de nuestras convicciones, de nuestro compromiso?

Megan se dispuso a contestarle, las palabras bullendo en su cabeza, deseando salir, pero se contuvo al oír un ruido de pasos apresurados que se acercaban a la cocina. Con la boca aún abierta y la mano levantada en dirección a Duncan alzó la vista y vio cómo hacían su aparición Bill y Emily. Che y Emma, pensó, los «revolucionarios».

¿Qué estamos haciendo aquí?, se preguntó, pero no tuvo tiempo de darse una respuesta.

Emily llevaba una escopeta automática del calibre 12. Accionó con violencia el mecanismo de recarga haciendo caer un cartucho vacío. El chasquido hizo sentir a Megan como si tuviera un témpano de hielo en el estómago.

– Es la hora -dijo Emily con voz fría y calmada-. En marcha.

– Preparados, listos, ya -dijo Bill, que se había anudado un pañuelo al cuello para ocultar su cicatriz-. Es hora de entrar en acción. Vamos por ellos.

Asombrada y desesperada, Megan vio como Duncan ajustaba el cargador de su pistola y se levantaba, fijando el arma a su cinturón.

Duncan se sentía mareado, como si cientos de manos lo obligaran a dar más y más vueltas. Entonces los dos, como arrastrados por una marea violenta, cruzaron la puerta detrás de Emily y Bill y los siguieron por el pasillo.

En la planta de American Pesticide, en Sutter Road, dos hombres estacionaron un viejo furgón blindado cerca de la entrada principal, entraron en el edificio y se dirigieron hacia la oficina del supervisor. Uno era corpulento, con la cara enrojecida por el esfuerzo y de edad cercana a los sesenta. Su compañero era delgado y rondaba la treintena. Parecía inquieto, lleno de energía nerviosa y no paraba de quitarse la gorra azul pálido, al estilo de las de la policía, para pasarse la mano por los cabellos y volver a ponérsela. El hombre más mayor terminó por agarrarle el brazo para obligarlo a caminar más despacio.

– Escucha, Bobby, muchacho, tranquilízate. Tengo intención de llegar a la jubilación, y si sigues corriendo así no voy a poder. Me va a dar un infarto y voy a caer redondo. Y a ver cómo le explicas eso al jefe.

– Lo siento, señor Howard. Iré más despacio.

– Y por favor, muchacho, llámame Fred.

– Muy bien, señor Howard.

Continuaron avanzando por el corredor a paso ligero. Transcurrido un segundo el mayor de los dos habló de nuevo.

– Ésta debe de ser tu primera misión, por lo nervioso que estás…

El joven asintió.

– Sí. Hasta ahora lo único que he hecho es vigilar grandes almacenes por la noche durante dos meses, desde que me licencié del ejército el pasado abril. No puede decirse que fuera un trabajo de verdad, como éste.

– Eso es cierto. ¿Has estado en Vietnam?

– Sí.

– ¿Y has visto mucha acción?

– Bueno, supongo que sí. Estuve en un par de tiroteos, pero gran parte del tiempo hice lo que todo el mundo allí: estar escondido en la selva sin ver prácticamente nada, intentando no volverte loco ni morir. ¿Sabe a lo que me refiero?

– Claro. Y entonces, ¿por qué estás tan nervioso ahora?

– Nunca he tenido que transportar dinero. Y menos dinero de otros.

El hombre mayor rio.

– Pues será mejor que te acostumbres, hijo, si quieres conservar el empleo.

El hombre joven sonrió.

– Éste es como un trabajo de transición para mí.

– ¿Has hecho la solicitud para entrar en la policía?

– Sí, me he presentado a las pruebas para la policía local y la nacional. Mi tío fue poli. Es un buen oficio.

– Bien por ti, chico. La mayoría de los jóvenes no quiere saber nada de la policía hoy día. Sólo quieren ser hippies y pasarse el día fumando marihuana. Pero ser policía está muy bien. Ayudar a los demás, hacer lo correcto, ya sabes, para la sociedad y eso. Yo también he sido policía.

– ¿En serio? No lo sabía.

– Sí, estuve en la policía militar en Corea y después veinte años en el cuerpo, en Parkersville. Solos yo y otros tres agentes. Me retiré hace unos cuantos años y empecé a trabajar para Pinkerton. Ocho meses más y me darán las tres pensiones: la del ejército, la del cuerpo de Parkersville y ésta. Todos los meses, como un reloj.

– Vaya, señor Howard. No está nada mal. ¿Y qué va a hacer?

– Voy a comprarme un remolque y a llevar a mi mujer a Florida una temporada. Dedicarme a pescar.

– ¡Vaya! Eso suena bien.

– Desde luego que sí.

El hombre mayor señaló hacia un despacho:

– Es aquí. Oye, chico, ¿alguna vez has visto juntos -consultó el recibo- veintinueve mil novecientos noventa y tres dólares y treinta y siete centavos?

– No, señor.

– Bueno, pues vas a hacerlo ahora mismo. Y no empieces a ponerte nervioso otra vez, porque esto no es nada. Espera a que tengamos que llevar un millón.

Sonrió al joven y abrió la puerta de la oficina del supervisor. Entraron.

Una joven secretaria sonrió al guardia de mayor edad.

– Fred Howard, cinco minutos tarde, como de costumbre. ¿Qué tal estamos hoy?

– Estupendamente, Martha. Como siempre, pendiente del reloj, ¿no?

La secretaria rio y preguntó:

– ¿Dónde está hoy el señor Williams?

– Está con gripe, el muy soso.

– ¿Y no me vas a presentar a tu nuevo compañero?

El hombre mayor rio.

– ¡Pues claro! Martha, éste es Bobby Miller. Bobby, te presento a Martha Matthews.

Los dos jóvenes se estrecharon la mano y el muchacho farfulló un «hola».

– Tendrás que mejorar eso, si pretendes pedirle una cita a esta chica algún día.

Ambos jóvenes se sonrojaron.

– ¡Fred! -exclamó ella-. ¡Eres un viejo chocho incorregible!

Fred rio:

– No sé a qué te refieres.

La muchacha se volvió hacia el hombre más joven.

– No le hagas caso. No es más que un abuelo. ¡¡Deberían haberlo jubilado hace cien años!!

El hombre mayor rio, encantado de que le tomaran el pelo.

– ¿Éste va a ser tu nuevo destino? -le preguntó la chica al joven.

– Creo que sí -asintió-. Al menos hasta que me incorpore al cuerpo.

– Va a ser un poli de verdad, Martha. Y uno bueno, estoy seguro.

– Bueno -dijo la chica sonriendo-. Eso está bien, muy bien. Pues yo estoy siempre aquí, así que nos veremos la próxima vez que vengas.

El guardia de mayor edad silbó antes de que ninguno de los jóvenes pudiera hablar y la secretaria se volvió hacia él.

– Bueno, Fred, ya sabes dónde está el dinero. Fírmame aquí, viejo moscardón, y sal antes de que cierre el banco.

Sonrió al hombre, que garabateó su nombre en algunos documentos.

***

Ya en el furgón, mientras se dirigían hacia el banco, en Sunset Street, Fred dijo:

– Creo que le has gustado. ¿Tienes novia?

– No, señor. ¿De verdad cree que le he gustado?

– Desde luego.

El joven rio:

– Bueno, puede ser. Tal vez la invite a salir.

– Es una buena chica -dijo Fred-. Empezó de mecanógrafa en el almacén y enseguida la ascendieron a secretaria del supervisor. Tiene una cabeza bien amueblada.

– Eso no es todo lo que tiene -dijo el joven.

Los dos hombres rieron. Tras un instante de silencio, el mayor preguntó:

– Entonces dime, cuando estuviste en Vietnam, ¿la cosa se puso fea?

– Un par de veces, durante los fuegos cruzados; estaba oscuro y disparabas a ciegas, sin saber si estabas dando en algún blanco. Pero conseguía asustarlos. -Sonrió.- No estuvo tan mal, en realidad.

– Corea fue una mierda. Por lo menos ustedes no se congelaron de frío. Pero cuando más miedo he pasado yo fue durante una persecución a unos tipos que habían atracado una licorería. Conducían un Corvette y yo mi coche patrulla. En las rectas podía alcanzarlos, pero cada vez que llegábamos a una curva, reducían la marcha y salían disparados. Pensé que me iba a matar, con la velocidad a la que iba, así que casi fue un alivio cuando se salieron de la carretera y los de la policía estatal y yo empezamos a dispararles. Las balas volaban por todas partes, pero al menos tenía los pies en el suelo, si sabes a qué me refiero.

El joven asintió y ambos rieron.

– Gajes del oficio.

Detuvo el furgón delante del banco.

– Bueno, ya estamos. Yo agarro el rifle.

– Si no le importa, señor Howard, prefiero llevarlo yo.

– ¿Pasa algo?

– Bueno, es que nunca he llevado tanto dinero encima y me pone nervioso. Creo que prefiero llevar el rifle.

El hombre mayor rio:

– Como quieras. Pero recuerda, chico, la próxima vez no te libras de llevar las bolsas.

El más joven asintió, sonrió e hizo girar el cargador del revólver; a continuación desató la correa de la funda.

– Yo normalmente no me molesto en hacer eso -dijo el hombre mayor-. Todo lo que tenemos que hacer es tomar las sacas, ponerlas en el carrito, llevarlas a los sótanos del banco, firmar un recibo y hemos terminado.

– Pues vaya, señor Howard, en el cursillo de formación fueron muy específicos con los detalles.

– Te diré una cosa, hijo. Esta vez, porque estás tú, lo haremos todo según el reglamento. Luego verás que esto es coser y cantar. El guardia que está adentro es Ted Andrews, un antiguo policía de San Francisco al que dispararon en una pierna hace diez años. No sé cuál es tu opinión de los negros, pero él es un viejo amigo, así que sé educado.

– Sí, señor.

– A veces cuenta cosas. Podrás aprender mucho sobre lo que hace falta para ser un policía.

– Sí, señor.

El hombre mayor desató la correa de la funda de su revólver.

– Vamos allá -sonrió-. Todo según el reglamento.

Esperó un instante, inspeccionando primero la calle a través del parabrisas del furgón y después girando el espejo retrovisor para ver si había alguien detrás.

– Por la derecha despejado.

– Por la izquierda despejado.

– Voy a salir. Cúbreme.

– Bien.

– El hombre mayor bajó del furgón y lo rodeó hasta el asiento del copiloto.

– Vía libre por aquí. Te cubro.

– Salgo.

– El hombre más joven salió del furgón empuñando el rifle.

– Voy atrás.

– Lo cubro. Veo al guardia del banco que viene hacia aquí.

– Puertas abiertas. Tengo el dinero. Vamos con el carrito.

– Lo sigo cubriendo. Adelante, señor.

– Vamos allá, hijo.

Entraron al banco por la primera puerta, el hombre mayor revólver en mano, y el más joven empujando un carrito de mano con tres sacas de dinero. El mayor levantó la vista para saludar a su amigo el guardia, cuando vio a un hombre negro menudo dentro del banco caminando hacia aquél. No pensó, no calculó, se limitó a seguir su instinto, agarrar su arma y gritar:

– ¡Posible peligro a la vista!

El guardia joven se volvió con rapidez y vio a un segundo hombre negro salir de detrás de la esquina del banco y detenerse mirando hacia él a unos seis metros de distancia. Parecía disponerse a sacar algo.

¿Es esto real?, se preguntó el joven guardia de repente. Pero se oyó a sí mismo gritar:

– ¡Alerta! ¡Tú, detente!

El hombre negro de la calle ignoró la orden. El joven guardia lo vio sacar un arma de su gabardina y apuntarle.

Esto no tenía que pasar, pensó. Después gritó:

– ¡Está armado!

Mientras, disparos de bala cortaban el aire. Disparó mientras se acuclillaba detrás del furgón, pero no lo suficientemente rápido como para evitar la bala de Kwanzi, que lo alcanzó en el muslo. Gritó:

– ¡Me han dado! ¡Me han dado! ¡Una ambulancia! ¡Dios mío! ¡Señor Howard, ayuda! ¡Una ambulancia!

El guardia mayor no se volvió; en su lugar, intentó entrar en el banco con el carrito del dinero. Cuando vio la pistola del hombre negro que tenía enfrente sacó su arma. Pudo hacer fuego una vez antes de oír ruido de disparos, después sintió como si le golpearan con fuerza en el pecho y cayó de espaldas atravesando la puerta de vidrio, que se hizo añicos. Intuía que algo grave estaba pasando y no entendía por qué le costaba tanto trabajo respirar. No conseguía relacionar ese hecho con la gran mancha de sangre que se extendía sobre su pecho.

Dentro del banco, Sundiata apuntó con su arma a los cajeros, buscando con la mirada al guardia de seguridad. Todo era ruido y confusión. En uno de los mostradores Emily sacó una pistola de debajo de su abrigo. Se le enganchó en el bolsillo y estuvo a punto de caer al suelo. Empezó a gritar:

– ¡Todo el mundo quieto! ¡Que nadie se mueva!

También ella buscaba al guardia de seguridad. Por su parte, Bill, agitando el arma ante los empleados del banco, gritaba:

– ¡No quiero ni un solo movimiento!

Nadie les obedecía, la gente corría en todas direcciones y se escondía detrás de mesas, sillas, mostradores, lo que encontraba. Algunos se agazapaban en los rincones. La pequeña sucursal era un auténtico caos.

El guardia de seguridad del banco había aprovechado los primeros segundos de confusión para esconderse debajo de una mesa. Desenfundó su arma y, tras inspirar profundamente, se levantó, cubriéndose con la mesa y empuñando la pistola con ambas manos. Cuando estuvo a unos tres metros disparó cuatro veces a Sundiata, que giró como un trompo y seguidamente se desplomó en el suelo.

La gente del interior del banco comenzó a chillar y sus gritos se mezclaron con el estruendo de las alarmas, que saltaban en ese momento. Para los miembros de la brigada que estaban adentro, aquel rugido que les impedía pensar con claridad significaba que su plan había fracasado.

Emily, la boca abierta de par en par, tenía los ojos fijos en el cuerpo de Sundiata, que había caído literalmente a sus pies. De pronto recordó que el vigilante era responsabilidad suya, así que se giró hacia donde estaba éste y disparó su arma. El retroceso la impulsó de espaldas y la bala atravesó los vidrios pasando por encima del vigilante, agazapado bajo la mesa. Éste tenía que sacar balas de recarga de su cartuchera. Siempre había pensado que las llevaba como objeto decorativo más que nada, y sus dedos se movían con torpeza. Al escuchar un ruido a escasos metros, levantó la vista. Una mujer alta y atractiva le apuntaba con una escopeta del 45. Estaba lívida.

– Cerdo -dijo. Y disparó. La bala estalló en la mesa, cerca de su cabeza, rozándole la oreja y llenándole la cara de esquirlas de madera. Cayó de espaldas, ensordecido por el ruido del disparo.

Olivia gritó algo incomprensible, apuntó de nuevo y apretó el gatillo.

El arma se engatilló.

Intentó frenéticamente apretar el gatillo mientras profería gemidos. Mientras, el vigilante recargó su revólver, encajó el cargador con un chasquido y lo dirigió hacia Olivia. Apuntó con cuidado, todavía asombrado de estar con vida, de poder defenderse.

No vio a Emily cruzar el vestíbulo, levantar su escopeta y, sin apuntar siquiera, hacer un segundo disparo, que le dio en la cabeza y en los hombros, haciéndolo caer de lado sobre la mesa, donde permaneció, retorcido y roto, muerto al instante.

Olivia tiró su pistola y tomó la del vigilante. Se volvió hacia Emily mientras pensaba: Así no. Esto no era lo que habíamos planeado.

***

Al otro lado de la calle, Duncan estaba paralizado por el miedo.

Había visto a Kwanzi doblar la esquina de la entrada del banco exactamente según lo planeado y había puesto el motor en marcha. Pero no había avanzado más que unos pocos metros cuando el estruendo del primer disparo había roto la normalidad de la calurosa tarde. Había pisado los frenos, que chirriaron, mientras veía al joven guardia del furgón blindado disparar y tirarse al suelo. No podía ver el interior del banco; el resplandor de la calle pareció intensificarse de pronto, haciendo imposible distinguir nada. Se volvió y vio a Kwanzi caer de espaldas por el disparo, contra un muro de color rojizo. Después vio cómo se deslizaba hasta quedar sentado, dejando una gran mancha de sangre en la pared.

Duncan trató de proferir algún sonido, pero no pudo. Miró hacia otro lado y vio una de las ventanas del banco estallar y hacerse añicos. Del interior salían ruidos de disparos que parecían que iban a alcanzarlo.

Por un momento asió su arma, olvidándose de pensar o de seguir cualquier instrucción. Abrió la puerta de la furgoneta y de dispuso a bajar.

Entonces saltó la alarma del banco.

Se detuvo, como paralizado por aquel sonido horrible. Después escuchó la primera sirena, luego otra, y otra más, primero lejos pero acercándose.

Dios, pensó, la policía. Vienen hacia aquí. Están llegando.

Pensó en Olivia y los otros dentro del banco y los imaginó muertos, víctimas de los disparos. Pensó en Megan, esperando a unas cuadras de distancia. Está sola, pensó. Sola.

Se detuvo con medio cuerpo fuera de la furgoneta, el arma aún en su mano derecha, sobre el volante.

No sabía qué hacer.

***

Olivia gritó:

– ¡Nos vamos! ¡Ahora! ¡Se acabó!

Escuchó las sirenas cada vez más cerca y cruzó la entrada de un solo salto. Emily estaba quieta, paralizada, mirando el cuerpo del vigilante muerto. Olivia entonces la agarró del brazo:

– Nos vamos -dijo-. ¡Ya!

– ¿Dónde está Bill?

Olivia no tenía ni idea.

– ¡Está saliendo! ¡Vámonos ya!

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Emily-. No entiendo.

– No hay nada que entender -dijo Olivia-. Se acabó.

Arrastró a Emily un par de metros, dirigiéndola hacia la salida, hasta que el instinto de conservación de la mujer la hizo reaccionar y comenzó a correr a su lado. Ambas podían oír las sirenas de la policía cada vez más cerca.

Cruzaron rápidamente las primeras puertas y Emily miró hacia el cuerpo de guardia mayor y se detuvo bruscamente.

– ¡Dios mío!

Se llevó la mano a la cara.

– ¡No te pares! ¡No te pares! -bramó Olivia agarrándola otra vez del brazo-. ¡Tenemos que seguir! ¡Vamos, vamos!

Hizo saltar a Emily por encima del cadáver y la empujó a la calle. Emily cayó en la acera y vio el cuerpo de Kwanzi.

– ¡No! -gimió-. ¡Él no!

– ¡Basta! -gritó Olivia-. ¡No mires! ¡Tenemos que escapar!

Con gran esfuerzo levantó a Emily del suelo. Sentía tensarse todos los músculos de su cuerpo, como si alguien le estrujara las entrañas. Tenemos que escapar, pensó. Así podremos empezar de nuevo.

– Vamos, hay que irse. Todo saldrá bien.

Olivia arrastró a Emily calle bajo. Vio la furgoneta a una cuadra y media de allí, con Duncan parado, un pie adentro y otro afuera. Sus ojos se encontraron durante un instante. ¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¡Tendrías que estar aquí!, gritó Olivia mentalmente. ¡Vamos, Duncan, sálvanos!

Agitó el brazo para llamar la atención de Duncan, pero entonces Emily tropezó y Olivia tuvo que sujetarla con ambas manos para evitar que se cayera.

Volvió a levantar la vista en dirección a Duncan. ¡Ven aquí!, gritó para sí.

Cabrón miedoso, pensó. ¡Cobarde! Sólo pronunciar esta palabra la llenaba de furia.

Levantó de nuevo a Emily y dijo:

– Tenemos que correr. Vamos. Podemos hacerlo. Podemos escapar. No está lejos.

Acababa de empezar a tirar de Emily en dirección a Duncan cuando el primer coche patrulla dobló la calle a gran velocidad, haciendo chirriar sus cuatro ruedas y deteniéndose bruscamente a escasos metros de donde se encontraban. Olivia levantó el arma que le había sacado al vigilante muerto y disparó hacia un agente de policía cuando éste salía del coche para ponerse a cubierto. Entonces apareció un segundo coche patrulla, que frenó hasta bloquearle el camino hacia Duncan y la furgoneta. Después llegaron un tercer vehículo y un cuarto. Olivia se volvió hacia el banco mientras seguía sujetando a Emily.

– ¡Vamos! -le gritó a su amante-. ¡Si conseguimos entrar podemos tomar rehenes!

Fue entonces cuando vio al guardia joven herido. Se había acurrucado delante del furgón blindado dejando un rastro de sangre tras él. Le disparó a la cara, pero él se agachó y la bala se estrelló contra el faro del coche haciéndolo estallar. El guardia les apuntaba con su arma.

– ¡No! -gritó Olivia.

Emily se volvió y levantó su arma.

– ¡No! -gritó de nuevo Olivia.

El joven guardia disparó.

– ¡No! -gritó Olivia por tercera vez.

El impacto la separó de Emily.

Olivia dejó escapar un grito de angustia mientras trataba de asir a su amante y retenerla contra el impulso que la había empujado de espaldas. Se giró y miró calle abajo. Emily, tumbada boca arriba en el suelo, intentaba respirar. En lugar del pecho tenía una gran masa de sangre, huesos y carne desgarrada. Dirigió a Olivia una mirada de perplejidad, como esperando que ésta la tranquilizara.

Después murió.

Olivia gritó:

– ¡No! ¡No! ¡No! -Y cayó de rodillas junto a Emily. Tiró la pistola y tomó la cabeza de Emily en sus brazos.- ¡No! -gritaba una y otra vez, echando la cabeza hacia atrás como un animal desesperado. De repente, la invadió la rabia, tuvo el primer pensamiento concreto en lo que le habían parecido horas: ¡Matarlos a todos! ¡A todos!

Alargó el brazo para recoger su arma.

– ¡No lo hagas!

Se volvió y se dio de bruces con el cañón del revólver de un agente de policía.

Dejó escapar un grito gutural mientras retrocedía y se agachaba de nuevo junto al cuerpo de Emily. Levantó la cabeza una vez buscando a Duncan y maldiciéndolo, pero sólo vio el círculo de policías que se había formado alrededor de ella. Así que cerró los ojos y se abandonó a la oscuridad, a la agonía, a la desesperación y a las primeras punzadas de un odio profundo que empezaba a corroerle las entrañas.

***

Duncan vio todo lo que ocurrió. Después salió de la furgoneta y escondió la pistola bajo la camisa, resistiendo un fuerte impulso de salir corriendo. Camina. Nadie te ha visto. Camina. Nadie lo sabe. Camina, joder. ¡Camina!

Retrocedió calle abajo y cuando llegó al final de la cuadra, dobló la esquina y siguió caminando a paso ligero. Se metió entre dos edificios y apretó el paso. Se oía a sí mismo jadear cada vez más fuerte conforme lo invadía una sensación de pánico. Finalmente echó a correr por un callejón, el corazón latiendo desenfrenado y esperando toparse en cualquier momento con un coche de policía acelerando detrás de él.

También Bill Lewis vio todo lo que ocurrió desde la relativa seguridad de la oficina del banco. Vio a Olivia agarrar a Emily y arrastrarla hacia la salida.

No tenemos el dinero, pensó. No tenemos nada. Miró a su alrededor, a los cajeros y otros empleados del banco, a la gente dispersa con los brazos en alto en señal de pánico y rendición.

¿Qué ha pasado?, se preguntó casi con frialdad. Todo ha salido mal.

No había dado ni tres pasos al frente cuando vio el primer coche patrulla frenar bruscamente en medio de la calle.

No, pensó. Así no. Retrocedió, alejándose del tiroteo de la calle. ¡Tengo que salir de aquí como sea!

Se giró y agarró a una cajera por el brazo, apuntándole con la pistola a la barbilla. Se dio cuenta de que, a pesar del tiroteo, él no había hecho ni un solo disparo y se preguntó con curiosidad si eso cambiaría en algo las cosas.

– ¡Dame el dinero! -gritó. Se sorprendió al escuchar su propia voz, al darse cuenta de que era capaz de reaccionar, de no quedarse paralizado ante lo que estaba sucediendo. Dejó que el instinto y la adrenalina guiaran sus actos. Soltó a la cajera y empezó a meterse fajos de billetes bajo la camisa.

– ¡Fuera! -le gritó-. ¡Por la puerta de atrás! ¡Sácame de aquí!

La cajera señaló con el dedo y Bill la arrastró hacia la parte de atrás.

Vio una puerta de salida de incendios y el cartel: SALIDA DE EMERGENCIA.

Desde luego, esto es una emergencia, pensó. Empujó la puerta y ésta se abrió de par en par activando otra alarma cuyo alarido se sumó a los ya existentes. Soltó a la cajera dándole un brusco empujón y corrió hacia un callejón. Podía oír más disparos procedentes de la parte delantera del banco. Siguió corriendo, pensando únicamente en alejarse de allí el máximo posible, alejarse del ruido de los disparos.

Entonces se dio cuenta: Están todos muertos. Por un instante pensó en su mujer y en Olivia y casi se detuvo. La emoción le hizo sentir un gran nudo en la garganta. Inhaló con fuerza, como si el oxígeno pudiera ayudarle a recuperar la calma. Vio que el callejón estaba vacío y pensó: Aquí hay demasiada confusión. Puedes hacerlo. ¡Escapa!

Corre, se dijo. ¡Corre! ¡Corre!

***

Megan escuchó el ruido de sirenas y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Unos segundos antes había oído también disparos a lo lejos. Un sonido desconocido, extraño, que le había llevado unos instantes procesar e identificar. Luego, conforme continuaba, la había sumido en la desesperación.

Lo sabía. Lo sabía. Lo sabía.

Todo se ha terminado antes incluso de empezar.

¿Por qué no lo detuve? ¿Por qué lo dejé hacerlo?

Era incapaz de controlar sus sollozos.

Está muerto. Lo sé. Está muerto.

Se abrazó a sí misma lo más fuerte que pudo, balanceándose atrás y adelante en el asiento del conductor. Quiero irme a casa, pensó. Mi pobre bebé, perdóname. Te he dejado sin padre antes incluso de que pudieras verle la cara. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué dolor!

Sintió fuertes ganas de vomitar y consiguió abrir la puerta y arrastrarse fuera de la furgoneta. Se apoyó contra un edificio y trató de serenarse.

Entonces, todavía llorando, se enderezó.

Perdóname, bebé. Lo he estropeado todo, pero voy a sacarte de aquí. No vas a nacer en la cárcel. Vamos a ir a casa y vas a tener una buena vida. ¿Me oyes?

Miró otra vez a la furgoneta. Llevaba puestos guantes de goma. Todos los llevaban, obedeciendo las instrucciones de Olivia, para no dejar huellas. Megan se los quitó y los tiró en un contenedor cercano, sintiéndose mejor cuando los vio desaparecer.

Volvió hasta la furgoneta y la miró intentando pensar si la relacionarían con la brigada. Era alquilada; la otra la habían robado. Había sido idea de Olivia, el que la primera furgoneta, la que iban a abandonar, fuera robada y la otra, completamente legal, con todos los papeles en regla. Había que devolverla a una agencia de alquiler en Sacramento dentro de tres días.

Nos sacará de aquí, pensó.

Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para entrar en la furgoneta. Era como si su interior oliera a conspiración, a los miembros de la brigada que, estaba segura, yacían muertos a pocas cuadras de allí.

Arrancó, enjugándose las lágrimas con la manga. Metió la marcha atrás y se alejó poco a poco del punto de encuentro. Cuando llegó a la esquina se detuvo un momento y miró en ambas direcciones antes de incorporarse al tráfico. Las sirenas sonaban a lo lejos, pero donde ella se encontraba los coches circulaban con normalidad, ajenos a lo que sucedía a pocos metros de allí. Se sintió extrañamente invisible conforme se alejaba. Soy un conductor más, pensó. No soy diferente del resto. Podría ser como la anciana ésa del Sedan, o el ejecutivo del Cadillac, justo delante. Vio a una pareja de adolescentes melenudos en una furgoneta Volkswagen pintada de colores fluorescentes. Yo podría ser ellos, ellos podrían ser yo. Era como si a su alrededor se hubiera formado una burbuja que la mantenía a salvo.

– Lo vamos a conseguir -dijo en voz alta.

Frenó al llegar a un semáforo en rojo y fue entonces cuando lo vio, saliendo de entre dos edificios, medio corriendo medio caminando.

– ¡Duncan! -gritó con voz ahogada. No pensó en el peligro, sólo veía al hombre al que amaba, el padre de su hijo. Pronto estuvo fuera de la furgoneta, agitando el brazo para llamar su atención. No pensó que podría haber un agente de policía siguiéndolo o que en ese momento podía estar poniéndolos a ambos en peligro.

Vio cómo a Duncan le cambiaba la cara al verla. Cara de esperanza.

El semáforo se abrió y Megan volvió de un salto al asiento del conductor. Llegó hasta la intersección y se detuvo en una parada de autobús en la acera contraria. Un segundo después Duncan había abierto la puerta y estaba sentado a su lado.

– ¿Dónde están? -preguntó Megan-. ¿Los demás?

– Tú arranca, por favor. Están muertos, creo. O los ha atrapado la policía. Tú arranca.

Megan se incorporó al tráfico. Al cabo de unos segundos divisó la carretera que salía de la ciudad.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó mientras tomaba la autopista. No prestaba atención a la dirección; daba igual; sabía adónde iban.

– Salió mal. Desde el primer minuto. Dijo que los guardias tirarían el arma, pero no lo hicieron, empezaron a disparar y saltaron todas las alarmas y todo pasó tan rápido que no supe qué hacer.

Se levantó la camisa y mostró la pistola del 45.

– Podría haberles ayudado. Podría haberlo hecho.

– Chis -lo tranquilizó Megan-. Está bien. No podías hacer nada. Deberíamos haberlo sabido, eso es todo. Deberíamos haberlo sabido.

No necesitaba aleccionarlo, recordarle que ahora debía pensar en la nueva vida que crecía en su vientre. Sabía que probablemente él era tan consciente como ella, aunque no supiera expresarlo aún con palabras. Por el rabillo del ojo lo vio reclinarse en el asiento y cerrar los ojos.

– Seguramente nos van a atrapar. No hagas nada, obedéceles en todo. No nos resistiremos lo más mínimo, así será más fácil. Diré que tú no has tenido nada que ver y me creerán. Tu padre te conseguirá un buen abogado y tú y el bebé estarán bien. No quiero que te pase nada… -Rio sin ganas, una risa amarga que revelaba su desesperación.- Yo tampoco quiero morir, supongo. -Hizo una pausa.- Supongo que podría haberlos sacado de allí. No hice lo que se suponía que debía hacer. Fui un cobarde.

Megan le contestó airada:

– El plan estaba condenado a fracasar, era una locura. Nos convenció esa zorra de Tania. Tú hiciste lo que era bueno para mí y para el bebé. Escapar.

– ¿Tú crees? Me parece que no he ayudado a nadie con mi comportamiento.

Se reclinó y cerró los ojos queriendo apartar los pensamientos que bullían en su cabeza.

Un segundo después los abrió y miró alrededor, dándose cuenta por primera vez de dónde se encontraba.

– ¿Dónde estamos? -preguntó.

– En casa -contestó Megan.

Lo vio asentir. Aquellas dos palabras, en casa, la llenaban de una fuerza hasta entonces desconocida. Dirigió sus pensamientos hacia el interior de su vientre. No te preocupes, bebé, todo saldrá bien. Nos vamos a casa.

Cerró los dientes con determinación.

Condujeron hacia el este en silencio, dejando que la creciente oscuridad los engullera y ocultara.

PARTE 3. Martes por la noche

Se preguntaba por qué no le habían pegado.

Lo último que había visto antes de que le pusieran la capucha había sido a un hombre apuntando con una pistola a la sien de su abuelo, también encapuchado. Mientras permanecía tumbado en el suelo del coche oía la respiración corta pero regular de su abuelo. Eso lo reconfortaba y le recordaba cuando era más pequeño y pasaba horas en los brazos del anciano, que se quedaba dormido mientras le leía un cuento.

No quería moverse, cambiar de postura, pero empezaba a sentir calambres en las piernas y no estaba seguro de poder soportar el dolor. Trató de calcular cuánto tiempo llevaban en el coche. Sólo unos minutos, seguramente, pero el miedo altera la percepción del tiempo, así que no podía estar seguro. Oía el motor del coche, el sonido de los neumáticos en la carretera y notaba cada uno de los baches. Nadie hablaba, ignoraba cuántas personas iban en el coche con él y su abuelo. Sólo sabía que tenía motivos para estar asustado y permaneció quieto. Finalmente alguien se rio. Fue una carcajada corta, más de alivio que de alegría.

– Bueno -dijo la voz-. Ha sido más fácil de lo que pensaba.

Era una voz de hombre, pensó Tommy. Voz Número Uno.

– Sabía que sería fácil. Coser y cantar.

Otra voz de hombre. La Número Dos.

– Los mejores secuestros son los que toman a la víctima por sorpresa. Es más divertido asaltar a alguien que no lo espera. Los que no saben que son objetivo de secuestradores se quedan tan sorprendidos que son incapaces de pensar. Estos dos eran perfectos -dijo la voz Número Uno.

– Vamos. ¿Alguna vez has secuestrado a alguien que sabía que era un objetivo? -preguntó la voz Número Dos.

– No, pero una vez planeé…

– Cállate.

Tommy sintió un escalofrío al escuchar una voz femenina. Le daba miedo.

– Mantén la boca cerrada hasta que lleguemos -continuó la mujer-. ¡Joder! Sólo te ha faltado darles tu tarjeta. No seas estúpido.

– Perdón -contestó la voz Número Uno.

– Aún no estamos en territorio seguro -continuó la mujer. A continuación se rio. A Tommy no le gustaba aquella risa; lo hacía sentir mareado y por primera vez tuvo ganas de llorar. No pudo contener las lágrimas, sobre todo cuando pensó en su madre y su padre. Quiero irme a casa, pensó. Sentía cómo le temblaban los labios.

– Aún no, pero falta poco, joder.

Las voces Número Uno y Número Dos rompieron a reír y Tommy notaba cómo empezaban a relajarse. El coche seguía avanzando y ocasionalmente seguía percibiendo baches. Permanecieron en silencio durante varios minutos. Entonces escuchó a la mujer:

– Ya estamos.

El coche tomó una curva y avanzó por un sendero de grava. Podía oír el crujido de las ruedas contra las piedras. Contó despacio hasta treinta y cinco y pensó: debe de ser un camino de entrada a una casa, uno largo, como el de nuestra casa. Cuando el coche se detuvo buscó en la oscuridad la mano de su abuelo y una vez que la encontró la agarró con fuerza. Sintió una inmensa alegría al notar que éste le devolvía el apretón y tuvo que hacer esfuerzos para no echarse a llorar.

– Bien -dijo la mujer-. Salgan despacio.

Su abuelo le apretó fuerte la mano y después lo soltó. Tommy comprendió y esperó.

Escuchó cómo se abrían las puertas del coche. En pocos segundos otras manos lo agarraban y lo empujaban fuera del coche. Se le había dormido una pierna y la sacudió una vez que estuvo de pie. La capucha hacía que pareciera de noche y confiaba en que se la quitaran pronto. Escuchó gemir de nuevo a su abuelo y luego el sonido de pies arrastrándose mientras lo ayudaban a salir del coche. Notaba su presencia junto a él. De nuevo buscó su mano y cuando la encontró sintió otra vez la fuerza del anciano. Se apretó contra su costado y él le pasó el brazo por los hombros.

– No pasa nada, Tommy. Estoy aquí. Tú haz lo que te digan. No dejaré que te hagan daño.

– Bonito discurso -escuchó decir a la mujer-. Caminen despacio. Tú, abuelo, sujeta al niño. Yo los guiaré desde detrás, ¿preparados? A ver, caminen diez pasos y llegarán a unas escaleras.

Tommy echó a andar aún agarrado a su abuelo. Notó la grava crujir bajos sus pies y después algo que parecía un sendero. Se detuvo cuando lo hizo su abuelo.

– Muy bien -dijo la mujer-. Y ahora tres escalones, después viene un porche y un escalón más para entrar.

Ambos obedecieron. Tommy pensó que aquello se parecía un poco al juego de poner la cola al burro con los ojos tapados al que había jugado una vez en la fiesta de cumpleaños de un vecino. Recordaba cómo le habían hecho dar vueltas y vueltas, para después guiarlo a la posición correcta.

– Bien. Ahora vuélvase hacia la derecha, juez. Extienda la mano y encontrará una barandilla… bien. Subamos. Una vez arriba iremos hacia la izquierda; hay un rellano y después otro tramo corto de escaleras.

Los dos Tommys subieron. El niño tropezó una vez pero su abuelo lo sujetó rápidamente evitando que cayera al suelo.

– Bien, bien… -dijo la mujer-. No queremos que el paquete se rompa por el camino.

Dio un fuerte empujón al anciano en la espalda y éste tuvo que esforzarse por no caer. Subieron la segunda escalera.

– De acuerdo. Ahora sigan por el pasillo unos veinte pasos… Muy bien. Esperen a que abra la puerta. Arriba otra vez. Cuidado, es estrecha.

Debe de ser el ático, pensó Tommy.

– Bien -dijo la mujer por fin-. Bienvenidos a su nuevo hogar.

Tommy notó que ella se acercaba a su abuelo y lo dirigía hacia algo. Avanzó hacia ellos.

– Siéntate -dijo la mujer.

Palparon los bordes de una cama y ambos se sentaron.

– Muy bien. Quítense las capuchas.

***

El juez Pearson se llevó la mano a la capucha negra, ansioso por quitársela y respirar libremente. Con ella en la cabeza se había sentido cerca de la muerte, tan vulnerable como un niño recién nacido. Había pensado: Cuando llegue el momento quiero verlo venir. Si pretenden matarme quiero que primero me miren a los ojos. Se levantó parcialmente la capucha y después se detuvo. Lo asaltó un pensamiento aterrador: Si les vemos la cara… Volvió a colocarse la capucha y dijo:

– No necesitamos verles la cara. Así no podremos identificarlos. ¿Por qué no nos las dejamos…?

La mujer lo interrumpió, furiosa.

– ¡Fuera las capuchas! ¡Ahora!

El juez obedeció desviando la mirada.

– No, abuelo, me parece que no lo entiendes -dijo ésta, iracunda.

Se acercó y sujetó la barbilla del juez entre sus dedos índice y pulgar, haciéndole girar la cara de forma que la mirara directamente a los ojos y estuvieran a sólo unos centímetros de distancia el uno del otro. Estaba encorvada hacia el anciano, como una maestra enfadada que se dispone a regañar a un alumno díscolo.

– Mírame -dijo en un susurro que a Tommy le pareció tan violento como un grito-. Recuerda bien esta cara, quiero que memorices cada uno de sus rasgos. ¿Dirías que alguna vez fueron bonitos? ¿Ves las arrugas sobre las cejas? ¿Ves las patas de gallo junto a los ojos? Fíjate en la flaccidez del cuello. ¿Y qué hay del color de los ojos, de la forma de la nariz y la barbilla? ¿Los pómulos? ¿Ves la pequeña cicatriz en la frente, justo donde arranca el cabello?

Se apartó el pelo con brusquedad dejando ver una pequeña línea blanca.

– ¿La ves? Quiero que congeles esta imagen de forma que no la olvides nunca.

Se levantó y miró a los dos Tommys.

– Vamos a tener ocasión de conocernos muy bien antes de que todo esto termine -dijo-. Tienen mucho que aprender. Los dos.

Se inclinó y de sopetón empujó al juez hasta hacerlo caer de espaldas sobre el catre. Entonces se metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves del coche. Después se enderezó y rio.

– Sobre todo tú, cerdo. Te vamos a reeducar por completo.

Sonrió. Tommy pensó en cómo lo asustaba esa sonrisa.

– Mira a tu alrededor, juez. Calcula las dimensiones de esta habitación. ¿Has estado alguna vez en una de esas celdas a las que enviabas a la gente? ¿Por qué no haces una marca en la pared? Eso hacen los presos para pasar el rato. Después imagínate seis mil quinientas setenta y tres marcas. Son las que yo hice.

Hizo otra pausa dejando que su ira llenase la habitación. Sonrió:

– Pronto les traeré la cena.

Se volvió para salir y después añadió:

– Será mejor que cooperen en todo sin protestar.

– Eso haremos -replicó el juez.

– Sí, señor. Porque, de lo contrario, morirán.

Se volvió y miró a Tommy.

– Los dos.

Después salió y escucharon el ruido de un cerrojo.

El juez Pearson se apresuró a abrazar con fuerza a su nieto, atrayéndolo hacia sí.

– Bueno, parece que estamos en un pequeño lío. No te preocupes, saldremos de ésta.

– ¿Cómo, abuelo?

– Pues… no estoy seguro, pero encontraremos una manera.

– Quiero irme a casa -dijo Tommy luchando por contener las lágrimas-. Quiero irme a casa con mamá y papá.

Empezaba a derrumbarse. Su abuelo le acarició con un dedo las mejillas, por las que empezaban a deslizarse las lágrimas.

– Está bien, Tommy. Llorar suele hacerte sentir mejor -dijo suavemente-. No te preocupes. Estoy aquí, contigo.

Tommy dejó escapar un sollozo, luego otro y hundió la cabeza en la camisa del anciano rompiendo a llorar ruidosamente. El abuelo lo meció atrás y adelante abrazándolo fuerte y susurrando una y otra vez:

– Estoy aquí. Estoy contigo.

El niño se tranquilizó.

– Lo siento, abuelo.

– No pasa nada. Llorar un poco te sienta bien.

– Me siento un poco mejor.

Se apretó más contra su abuelo.

– Voy a ser fuerte, ¿sabes? Seré un soldado, como tú lo fuiste.

– No lo dudo.

– Abuelo, es difícil ser valiente cuando estás asustado. Ha dicho que nos va a matar.

– Lo que quiere es asustarnos.

– A mí me da mucho miedo.

– Claro, a mí también. No sé muy bien lo que pretende, pero creo que quiere que estemos asustados para que hagamos todo lo que nos diga. Si dejamos que nos dé miedo se sentirá más poderosa. Así que no debemos dejar que nos asuste demasiado, de esa forma podremos pensar en un plan.

– Abuelo, ¿nos han secuestrado?

El viejo sonrió y siguió abrazando a su nieto.

– Eso parece -dijo con el tono más despreocupado posible-. ¿Dónde has aprendido esa palabra?

– De un libro que me leyó papá el año pasado. ¿Es una pirata?

El juez intentó recordar qué libro era. Pero sólo se le ocurría La isla del tesoro y su imaginación se llenó de Billy Bones, puntos negros y Long John Silvers.

– Supongo que es una especie de pirata moderna.

Tommy asintió.

– Habla como una.

– Desde luego -el juez abrazó de nuevo al niño.

– ¿Nos va a matar? -preguntó éste.

– No, no. ¿De dónde sacas esa idea? -contestó el juez rápidamente. Demasiado rápidamente, pensó.

Tommy no dijo nada, pero parecía concentrado pensando.

– Creo que quiere matarnos. No sé por qué, pero creo que nos odia.

– No, Tommy. Te equivocas. Sólo da esa impresión porque también ella está asustada. ¿Qué sabes tú de secuestros?

– Bueno, no mucho.

– Pues es algo que va contra la ley, por eso está tan nerviosa.

– ¿Podrías meterla en la cárcel, abuelo?

– Desde luego, Tommy. Encerrarla para que no pueda seguir asustando a niños pequeños.

Tommy sonrió entre lágrimas.

– ¿Va a venir la policía?

– Sospecho que sí.

– ¿Le harán daño?

– Sólo si intenta resistirse.

– Espero que le hagan daño. Como ella a ti.

– Estoy bien.

El juez se llevó la mano a la sien y notó una contusión. Nada grave, pensó.

– Son tres. Dos de ellos hombres.

– Así es, Tommy. Pero puede haber más, aunque no los hayamos oído, así que conviene tener cuidado. Estaremos alerta e intentaremos averiguar cuántos son.

– Si te pega otra vez le pegaré yo a ella.

– No, Tommy. No hagas eso.

Abrazó al niño una vez más.

– No debemos luchar con ella todavía, tenemos que esperar a saber lo que está pasando. Lo importante ahora es hacer todo lo que nos sirva para escapar.

– ¿Y qué está pasando?

– Bueno, en los secuestros normalmente se pide dinero. Seguramente ahora estará llamando a papá y mamá para decirles que estamos bien y que nos dejará libres cuando le den dinero.

– ¿Cuánto?

– No lo sé.

– ¿No podemos pagarle nosotros ahora y marcharnos?

– No, cariño. Las cosas no funcionan así.

– ¿Y por qué no se llevó a Karen y a Lauren en lugar de a nosotros?

– Supongo que se imaginó cuánto te quieren mamá y papá y decidió que estarían dispuestos a pagar mucho dinero para tenerte otra vez en casa.

– ¿Y qué pasa si no tienen suficiente?

– No te preocupes por eso, tu padre puede ir al banco a sacar más.

El niño pareció estar pensando en algo y el juez esperó su siguiente pregunta.

– Abuelo, todavía estoy asustado, pero también tengo hambre. Hoy había pastel de queso en la cafetería y no me gusta mucho.

– Ahora nos traerán la cena. Sólo tienes que aguantar un poco.

– Bueno, pero no me va a gustar. Mamá habría hecho hoy estofado, y me gusta mucho. -El juez sintió deseos de llorar. Miró a su nieto y le pasó una mano por los cabellos revueltos, después tomó su cara entre las manos. Vio las líneas azules de sus manos viejas y venosas y las manchas oscuras de su piel contra la joven y pálida del niño. Tomó aire, estrechó al pequeño contra su cuerpo y pensó: No te preocupes, Tommy. No dejaré que te hagan nada. Le sonrió y el niño le devolvió la sonrisa. No saben que tienes toda la vida por delante y no permitiré que te la roben.

– Muy bien, Tommy, seremos soldados.

El niño asintió.

El viejo echó un vistazo a la habitación. Era un ático polvoriento y sin ventanas, de techo bajo y amueblado sólo con dos camas plegables. Era poco más grande que una celda, como había dicho la mujer, e igual de desolador. El techo inclinado le daba forma triangular. Sobre una de las camas había mantas apiladas, pero en la habitación no hacía frío. Caminó hasta la única puerta. Le habían puesto un cerrojo moderno. Durante esta breve inspección de la estancia no vio nada más. Pero eso no quiere decir nada, pensó, una habitación como ésta siempre tiene algún secreto. Encontrarlo sólo es cuestión de tiempo.

Miró los catres y la pila de mantas color verde y recordó dónde las había visto antes. Fue en otra vida, pensó. Se recordó vadeando agua tibia que parecía sangre y masticando arena cuando por fin consiguió arrastrarse hasta la playa, demasiado aterrorizado para pensar en la muerte que lo rodeaba por todas partes. Entonces era joven, pensó, casi un niño, y tuve que hacer once desembarcos bajo fuego enemigo. Recordó la voz histérica de un sargento:

– ¡Si mueren marines en este combate entonces es que merece la pena seguir luchando!

En ese momento no entendió a qué se refería hasta que se encontró combatiendo en una playa desolada del Pacífico. Los nombres se agolpaban en su cabeza: Guadalcanal, Tarawa, Okinawa. Recordó como, cada vez que saltaba al cabeceante e inestable lanchón de desembarco, pensaba que aquélla sería su última batalla. Todas las veces pensó que iba a morir, que volvería a casa en un ataúd y recordó su sorpresa al comprobar que había sobrevivido a la guerra. Bueno, pensó. No combatí en el Pacífico siendo casi un niño para morir ahora como un pobre animal en el matadero ahora que soy viejo.

Asió a Tommy por los hombros.

– Muy bien, Tommy. Vamos a trazar un plan.

El niño asintió con la cabeza.

El juez pensó: No se parece mucho a un campo de batalla pero, si llegara el momento, es un lugar para morir tan bueno como cualquier otro.

***

Olivia Barrow cerró la puerta tras sí y corrió el cerrojo automático. El sonido seco le hizo recordar todo el odio de los años pasados y concentrarlo en aquella habitación. Hizo un esfuerzo por calmarse: Esto es sólo el principio, la partida no ha hecho más que empezar.

Estaba exultante. Está funcionando, se dijo. La planificación, los esfuerzos están dando resultado. Llevo esperando esto dieciocho años y ahora que por fin ha llegado, me encanta.

Bajó ligera las escaleras y se encontró a Bill Lewis en la cocina, preparando sándwiches.

– ¿Crees que querrán mayonesa o mostaza? -preguntó.

Sus miradas se encontraron y rompieron en carcajadas. Todavía riendo, Bill volvió a los sándwiches.

– Les haré también un poco de sopa -dijo-. Es importante que piensen que los tratamos bien. Que se den cuenta de que estamos al mando.

Olivia se le acercó por detrás y apretó su cuerpo contra el suyo.

– Estamos al mando -susurró.

Bill dejó lo que estaba haciendo y se volvió.

– No -dijo ella-. Luego.

Con un dedo le acarició el pecho, después la hebilla del pantalón y por último la cremallera. Él dio un paso adelante pero ella levantó el brazo.

– Hay mucho que hacer.

– No puedo evitarlo -dijo él-. Han sido muchos años.

Lo hizo callar con una mirada seca.

– ¿Dónde está Ramón? -preguntó.

– Fue a inspeccionar la calle, para asegurarse de que no nos siguieron.

– Bien. Voy a hacer la llamada, puede llevarme en el coche.

– ¿Y qué hay de nuestros invitados?

– Te encargas tú.

– Bien -dijo Bill-. Nos vemos en una hora más o menos. -No creo que tardemos tanto.

Dejó a Bill Lewis, a quien ya no llamaba Che, en la cocina abriendo una lata de sopa de tomate. Tomó una pequeña bolsa de lona que había preparado previamente y salió al aire frío de la noche. Escudriñó la oscuridad buscando a Ramón Gutiérrez. Podía oír sus pasos acercándose por el camino de grava, así que lo esperó. Era un hombre musculoso de pequeña estatura con espeso bigote negro brillante y cabello rizado. Todo en él es grasiento, hasta sus movimientos son grasientos, pensó. Lo había reclutado Bill, quien durante un tiempo fue su amante, cuando ambos trabajaban en la clandestinidad. Ramón había participado en el movimiento nacionalista de Puerto Rico, pero lo habían expulsado de la organización a raíz de un incidente con la hija de uno de los líderes independentistas. Era un nombre nervioso, con un pasado criminal a sus espaldas y convicto en más de una ocasión a causa de sus violentas inclinaciones sexuales. En una ocasión cumplió condena por violar a una anciana. Una niña, una anciana, una aventura con otro hombre… eran debilidades que le daban valor a los ojos de Olivia. Ésta sabía que mientras controlara sus inclinaciones eróticas podía manipularlo a su antojo. Me desea, pensó. Y Bill también. Los dos son míos.

– Ramón -ordenó bruscamente-. Toma las llaves. Tenemos que hacer la llamada y llevarnos el coche del viejo cerdo antes de que alguien lo vea.

Ramón sonrió.

– Veo que lo tienes todo pensado -dijo.

– Así es -replicó ella-, llevo años planeándolo.

Ya en el coche Ramón dijo:

– No me gustó tener que pegarle al viejo, pero no pude contenerme. Me vinieron a la cabeza todos los hermanos y hermanas que ha metido en la cárcel y le pegué. No estaría bien hacerle daño, lo necesitamos.

– Hiciste bien. Pero recuerda que debes controlarte siempre; estas cosas se estropean siempre por falta de control. Todo está planeado al detalle. Nosotros lo sabemos, pero ellos no. Por eso tenemos la sartén por el mango. Debemos atraparlos siempre desprevenidos, tanto a nuestros huéspedes como a nuestros objetivos.

Permanecieron en silencio durante unos instantes. Había más coches circulando por la carretera, sus faros atravesando la oscuridad del atardecer. Van camino a casa, pensó Olivia. Una buena cena y después un poco de televisión. Tal vez alguno se tome una cerveza viendo el partido o una telecomedia. Después quizás un poco de sexo aburrido bajo las sábanas antes de dormir. Son tan complacientes, tan vulgares. No saben quién está aquí, entre ellos.

– Haces que parezca fácil -dijo Ramón con admiración.

– Es que lo ha sido, hasta ahora. Y, ¿sabes qué?

– ¿Qué?

– Que cada vez lo será más. De hecho, ya lo es.

Estaban entrando en la calle principal del pueblo. Pasaron delante de la oficina de correos y la estación de policía, el hotel College Inn y algunos restaurantes. Olivia reparó en grupos de estudiantes dirigiéndose hacia los puestos de pizza y cafeterías, en hombres y mujeres de negocios con gabardinas y maletines camino a los estacionamientos. Era todo tan provinciano, tan inocuo.

Señaló una cabina de teléfono en la esquina, frente a un modesto y moderno edificio de oficinas. Después hacia una estación de servicio.

– Déjame aquí y cuida del coche mientras hago la llamada.

– ¿Ha sido aquí? -Ramón preguntó con un dejo de nerviosismo en la voz.

– Aquí fue -rio ella-. Exactamente aquí. Y no tiene ni idea de lo que le espera.

Ramón asintió y tragó saliva.

– Llenaré el tanque -dijo-. Es bueno tener siempre el tanque lleno.

– Correcto -replicó Olivia.

En la fría oscuridad salía vaho de su boca, como humo. Miró a Ramón mientras éste sacaba el coche de donde estaba estacionado y lo conducía hacia el surtidor de autoservicio, saludándola con la mano mientras se alejaba.

No tiene huevos, pensó. Cuando actúa es por debilidad. No debo olvidar eso.

Luego apartó ese pensamiento y se concentró en la tarea que le esperaba. Caminó hasta la cabina y metió una moneda en la ranura. Se había aprendido el número de memoria, así que marcó directamente. Eran sólo las cinco de la tarde, pero no estaba segura de que su secretaria siguiera allí. El teléfono sonó dos veces y entonces escuchó la voz que llevaba tantos años esperando oír.

– Hola. Estoy prácticamente saliendo -dijo la voz sin más preámbulos.

La respuesta de Olivia salió de su boca sin que le diera tiempo a pensar siquiera.

– ¿Ah, sí? Me parece que no. Me parece que no vas a ninguna parte. Ya no.

Su corazón saltó de alegría al escuchar el silencio al otro lado de la línea.

¡Lo sabe!, pensó. ¡Lo sabe!

Y en esos escasos segundos, mientras Duncan Richards trataba de asimilar el pánico que lo invadía y sentía el pasado que volvía, fue como si aquellos dieciocho años se evaporaran. Tuvo que hacer esfuerzos por contenerse.

***

En el ático, el juez Pearson escuchó el motor de un coche que arrancaba y después salía por el camino de grava. Van a una cabina, pensó, son demasiado listos para usar su propio teléfono. Se sentó en el borde del jergón, con Tommy junto a él. Después se enderezó.

Una oportunidad, pensó. Quizás.

Se puso de pie con rapidez.

– Bien, Tommy, vamos a intentar algo. Tú métete debajo de la cama y mantén la cabeza agachada, por si pasa cualquier cosa. ¡Ahora, rápido!

Tommy asintió y desapareció bajo la cama. El juez caminó hasta la puerta y la golpeó ruidosamente.

– ¡Eh, eh! ¿Hay alguien ahí? ¡Ayuda!

Esperó a ver si oía algo.

– ¡Eh! ¿Hay alguien? ¡Vamos! ¡Ayuda!

Esperó un momento y después golpeó la puerta de nuevo. Notó que el cerrojo parecía resistente, pero que el marco temblaba ligeramente cuando golpeaba la puerta. Se dio cuenta de que no era muy sólido. Como la mayoría de las puertas modernas: madera prensada y hueca.

– ¡Eh! ¿Hay alguien?

Esperó y por fin escuchó ruido de pisadas en las escaleras. -¿Qué quieres, viejo?

El Número Dos, pensó Tommy. Se acurrucó más debajo de la cama pero mantuvo la cabeza levantada, de forma que pudiera oír a su abuelo y enterarse de lo que pasaba.

– Escuche. Necesito ir al baño. Tengo mal la próstata… -empezó a decir el juez- y con los nervios me he puesto peor.

– ¿Qué?

– Que tengo que ir al baño.

– ¡Joder!

– Mire, uno de ustedes puede venir conmigo mientras otro vigila al niño, pero por favor…

– No, ahora no se puede.

¡Está solo!, pensó el juez súbitamente excitado. Son sólo tres y los otros dos se fueron con el coche. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza.

– Use el balde.

– ¿Qué balde?

– ¡Mierda! ¿No hay un balde ahí dentro?

– No.

– ¡Mierda!

Bill Lewis miró a su alrededor y vio en una esquina del rellano el balde que había subido esa mañana con intención de dejarlo en la habitación del ático. Mierda, pensó, esto no me gusta, no me fío un pelo de este viejo. ¿Dónde diablos estará Olivia?

Al juez Pearson le latía con fuerza el corazón. Está solo, decidió, los otros se fueron en el coche y lo dejaron aquí. Es inexperto, está asustado e inseguro.

Respiró hondo. Ahora, pensó. Ahora. Si abre la puerta para llevarme al baño o darme el balde, será el momento. Da igual el arma que lleve.

El juez se preparó mentalmente, conminando a sus viejos músculos: Piernas, deben saltar. Brazos: agarren al hombre. Manos: asfíxienlo. Flexionó las piernas, luego se enderezó y por último adoptó la posición de ataque, preparado para que se abriera la puerta.

Bill Lewis permaneció indeciso unos instantes. Ha pasado tanto tiempo, pensó. Y nunca he hecho nada como esto. El corazón pareció encogérsele por la repentina indecisión. Después apartó estos pensamientos y se dijo: Para esto has venido. Vas a ser rico, no la jodas ahora.

Por unos segundos se preguntó si no se estaría mintiendo a sí mismo. Después tragó saliva y empuñó el arma que había agarrado cuando escuchó al viejo llamar. Era una pistola automática pequeña y la comprobó dos veces para asegurarse de que estaba bien cargada. Le quitó el seguro y la colocó en posición automática. Deseó haber tenido más ocasiones de practicar con ella. Con miedo, pasó el dedo por el gatillo.

Apoyó la mano en el cerrojo.

– Por favor, tengo que ir…

El juez Pearson estaba agazapado detrás de la puerta, listo para saltar. Se escuchaba hablar con temor fingido y no reconocía su propia voz. Cerró los ojos una vez y se preparó para abalanzarse sobre quien abriera la puerta.

– De acuerdo -dijo Lewis.

Pero antes de abrir la puerta se detuvo.

– Escucha, viejo -dijo tras pensar unos instantes-. Te lo advierto, voy armado y no estoy dispuesto a que hagas tonterías. Voy a dejar el balde junto a la puerta y luego descorreré el cerrojo. Tú espera a que te dé la orden, entonces abres la puerta y tomas el balde.

Respiró hondo y acercó el balde a la puerta.

– Escucha con atención, abuelo. Te mataré. Te mataré tan rápido que cuando te des cuenta estarás ya camino al infierno. Haces cualquier movimiento raro y estás muerto.

Hizo una pausa para darle tiempo al viejo a que asimilara sus palabras.

– Y aún tendremos al niño.

Esperó, con la mano en el pomo de la puerta.

– Qué me dices, abuelo. Quiero oírte.

– De acuerdo -dijo el juez, sin cambiar de postura.

– Escucha esto -replicó Bill.

Hizo sonar el seguro de la automática, preparándola para disparar.

– ¿Sabes qué es este ruido?

– No…

– Es de una pistola automática lista para disparar.

Hizo otra pausa.

– Es una manera fea de morir: balas y mucha sangre.

– De acuerdo.

El juez dudaba. Notaba como sus músculos perdían tensión y todo eran preguntas: ¿Ahora? ¿Es el momento? ¿Está solo? ¿Podré con él? ¡Lo haré! No, un momento. Mejor esperar. ¡No, ahora es el momento! ¡Adelante!

Era como si dos voces desconocidas gritaran en su interior, cada una intentando convencerlo. Se enderezó. Una tercera voz, la suya propia, que tantas veces había dictado sentencia después de presenciar discusiones, le habló: No. Ahora no. Mejor esperar.

– Con esta arma no puedo fallar el tiro.

– Lo entiendo -dijo el juez. Por un instante sintió el peso de los años, un cansancio triste y abrumador.

Bill Lewis gritó:

– ¿Estás preparado, viejo?

– Sí.

– No te he oído.

– Sí, ¡estoy preparado para que me des el balde!

Mientras el juez hablaba Bill Lewis abrió el cerrojo con la llave y dio un paso atrás. Imaginó que el hombre se habría distraído con los gritos. Levantó el arma a la altura de la cadera y apuntó a la puerta.

– Vamos. Abre la puerta y toma el balde.

Vio como la puerta se abría lentamente dejando ver al juez, que lo miró de arriba abajo. Lewis señaló con la pistola en dirección al balde. El juez asintió con la cabeza y lo tomó por el asa.

– Gracias -dijo-. Es muy amable.

Lewis se quedó mirándolo.

– No hay problema. Queremos que estén cómodos durante su estancia aquí -dijo con perfecta pronunciación. Sonrió mientras el juez asentía.

– Una cosa, juez.

– ¿sí?

– Para los sándwiches, ¿mayonesa o mostaza?

– Mayonesa.

Bill Lewis rio mientras corría el cerrojo tras cerrar la puerta y se alejó, olvidando por completo lo asustado que había estado unos minutos antes. Una flaqueza que podía ser tan peligrosa como el miedo.

***

Olivia Barrow dejó que el silencio al otro lado de la línea creciera hasta que pareció engullir toda la negrura de la noche. Podía imaginar la palidez pastosa en el rostro de su víctima.

– ¿Quién es? -escuchó finalmente.

– ¡Vamos, Duncan! Sabes perfectamente quién soy.

Esto lo dijo con el tono que emplearía una vieja tía que riñe sin gran convencimiento a su sobrino predilecto por haber roto un jarrón.

– ¿De verdad quieres jugar a las adivinanzas? -le preguntó.

– No -replicó él.

– Di mi nombre, entonces -pidió ella-. Dilo.

– Olivia. Tania.

– Eso es. Bien -continuó ella-. ¿No saludas a tu vieja camarada de guerra? Ha pasado tanto tiempo que esperaba algo más de entusiasmo, ya sabes: Cómo te trata la vida, un saludo entre camaradas, recordar los viejos tiempos…

– Ha pasado mucho tiempo -replicó Duncan.

– Pero te acuerdas, ¿no? ¿Te acuerdas de todo, aunque fuera hace mucho tiempo?

– Sí, me acuerdo.

– Sí, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo me dejaste tirada, cobarde hijo de puta?

– Me acuerdo -contestó Duncan.

– ¿Te acuerdas de cómo murió Emily porque tú nos dejaste tiradas? ¿Tiradas en aquella calle frente a todas esas pistolas de los cerdos como la asquerosa rata que eres?

– Me acuerdo.

Olivia ya no podía controlar su ira. El auricular le temblaba en la mano.

– ¿Sabes cuántas veces he pensado en este momento?

– Me lo imagino.

– Cada minuto del día, durante dieciocho años.

Duncan no dijo nada.

Olivia tomó aire una vez y luego otra. Permanecía callada, atenta a los sonidos de la noche y respirando con la boca pegada al auricular. Notaba el frío aire que la envolvía despejando sus pensamientos.

– ¿Tienes algo que decir? -preguntó.

Duncan no dijo nada.

– Eso me parecía.

Respiró una vez más y sintió que su ira cedía paso a la vieja y continua comezón que tan bien conocía.

– Bueno. Ha llegado el momento de ajustar cuentas.

Dejó que sus palabras quedaran flotando en el aire.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó él.

– Es lenguaje carcelario, Duncan, algo que yo conozco muy bien y tú no, gracias a mí. Yo no te delaté. Quiere decir que tú me debes algo y ahora quiero cobrarlo. Por eso estoy aquí, Duncan. Para cobrarme mi deuda.

Susurró al auricular:

– Los tengo, rata asquerosa. Los tengo y vas a pagar.

– ¿A quién? ¿De quién hablas? ¿Qué estás diciendo?

Olivia sintió el pánico en su voz y su corazón se alegró.

– Tengo a los dos. Me los llevé del estacionamiento del colegio y los tengo. Ya sabes a quién me refiero.

– Por favor… -empezó a decir Duncan.

Aquella expresión la enfureció.

– ¡Nada de pedir ni de suplicar! ¡Cobarde! Pudiste salvarnos y no lo hiciste. ¡Tenías que haber estado allí y te largaste!

De nuevo se hizo el silencio en la línea.

– ¿Qué es lo que quieres? -preguntó Duncan transcurridos unos segundos.

Olivia esperó antes de contestar.

– Pues verás, Duncan. Parece que te van bien las cosas. Durante estos años has prosperado, te lo has montado bien.

Tomó aliento y continuó:

– Lo quiero todo.

– Por favor, no les hagas daño. Puedes quedarte con todo.

– Desde luego que puedo.

– Por favor -repitió Duncan, olvidando que no debía usar esa expresión.

– Si los quieres de vuelta tendrás que pagar, Duncan.

– Pagaré.

– ¿Supongo que no hará falta que te recuerde todo lo que no debes hacer, como en la televisión? Ya sabes: nada de llamar a la policía ni de contárselo a nadie. Prepárate para obedecerme en todo. ¿Necesitas más detalles?

– No, no. Lo que tú digas. Estoy dispuesto a… a lo que sea.

– Bien. Volveremos a hablar pronto.

– ¡No! ¡Espera! Mi hijo Tommy. ¿Dónde…?

– Está bien. Y también el cerdo fascista del juez. No te preocupes, todavía no los he matado, no como tú hiciste con Emily. Por el momento han tenido suerte.

– Por favor, no sé…

– Pero lo haré, Duncan. Los mataré con la misma facilidad con que tú mataste a Emily y casi me matas a mí. ¿Lo entiendes?

– Sí, sí, pero…

– ¿Lo entiendes? -gritó Olivia.

– Sí.

Se quedó callado.

– Bien, Duncan. Ahora espera. Estaremos en contacto. He sido capaz de esperar dieciocho años para esto. Seguro que tú podrás esperar unas cuantas horas.

Se rio.

– Que pases una buena noche. Saluda a tu chica de mi parte, matemático.

Y colgó el teléfono.

***

Se alejó de la cabina de teléfono, como si ésta estuviera viva y se quedó mirándola como el perito que mide un terreno. Vio a Ramón, que había estacionado a escasos metros calle arriba. Agitó el brazo en su dirección y apretó el paso. Él le abrió la puerta y ella subió.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó Ramón.

Olivia estaba roja. Cerró los puños y golpeó con ellos el tablero, que retumbó como un tambor.

– ¿Pasa algo? -preguntó Ramón, preocupado.

– No -replicó ella-. Es sólo que me siento tan bien que tenía que hacer algo.

Ramón pareció relajarse.

– Bien, bien -dijo-. Cuéntame.

– Luego, cuando estemos en casa -contestó Olivia-. Se lo contaré a los dos a la vez.

– De acuerdo -dijo Ramón algo ofendido-. ¿Pero va a soltar la pasta, no?

– Pagará, no te preocupes.

Ramón sonrió.

– Bien -dijo. Y arrancó el coche.

– Espera -ordenó Olivia.

– ¿No quieres que nos larguemos de aquí?

– Aún no. Nos falta hacer una cosa.

– No te entiendo.

Pero Olivia no contestó y permaneció en silencio mirando por la ventanilla del coche.

– Serán sólo dos minutos -dijo.

Vigilaba la puerta del banco. Vamos, Duncan, pensaba, quiero verte la cara.

Dentro del banco empezaron a apagarse luces y un segundo después las puertas delanteras se abrieron. Desde la acera contraria Olivia vio a Duncan.

– Bueno -rio-. Por lo menos no le ha dado un ataque al corazón.

Vio como se le caían al suelo las llaves del banco y luego lo vio agacharse a recogerlas y después cerrar las puertas. Llevaba la gabardina al hombro y movía las manos frenéticamente. De su maletín mal cerrado rebosaban papeles y sus apresurados movimientos delataban el pánico que debía estar sintiendo. Olivia observó que había usado dos juegos de llaves y después había desconectado un panel electrónico situado junto a la puerta principal, pulsando una serie de números en lo que supuso era un teclado. Se preguntó si no le temblarían las manos.

– ¡Vaya! -exclamó en voz alta-. El muy hijo de puta sabe activar el sistema de alarma.

Observó cómo Duncan se alejaba del banco, medio corriendo medio tambaleándose en dirección a un pequeño estacionamiento. Ramón la miró con una sonrisa nerviosa.

– ¿Nos vamos?

– Paciencia, Ramón, paciencia. Estamos aprendiendo cosas.

Vio cómo el coche de Duncan salía del estacionamiento y pasaba acelerando delante de ellos.

– Muy bien, Ramón, ahora vamos a seguir al BMW de ese hijo de puta.

– ¿Por qué?

– ¡Tú hazlo!

Ramón arrancó y pronto estuvieron detrás del coche de Duncan.

– ¿Y si te reconoce?

– ¿Qué posibilidades hay? Tendrá suerte si consigue llegar a casa sin atropellar a alguien pero, si eso te tranquiliza, aléjate un poco, lo justo para no perderlo de vista.

– Entendido.

Dejó que Duncan se alejara un poco antes de seguir.

– ¿Por qué hacemos esto? -preguntó-. Sabemos dónde vive, ya hemos estado allí.

– Así es. Sólo quiero asegurarme de que va directo a casa y no al FBI.

– Ya veo. Tenemos que asegurarnos.

– Afirmativo.

Era una lógica que Ramón podía entender. Siguió conduciendo más animado durante varios minutos. Atravesaron el centro de la ciudad hasta llegar a las tranquilas avenidas arboladas de las afueras siguiendo las luces del coche de Duncan.

– Va a girar por East Street.

– Falta media cuadra. Dale un minuto y nos vamos.

Olivia se volvió mientras pasaban por delante de la casa y pudo ver a Megan y a Duncan de pie, en la puerta, petrificados por lo que acababa de sucederles.

– Bien -dijo satisfecha-. Dejémoslos pensar un rato. Que sufran y se preocupen hasta que no puedan más.

Ramón asintió con una sonrisa.

– ¿A casa?

– Primero tengo que recoger el coche del juez y esconderlo en el bosque. Después veremos cómo siguen nuestros huéspedes.

Pensó: esto es como cocinar. Ahora hay que dejar que el plato repose antes de calentarlo.

***

Megan y Duncan entraron tambaleándose en el salón de su casa y se sentaron uno frente al otro, abrumados por una marea de preguntas que les venían a la cabeza pero incapaces de formular ninguna. Tras el golpe inicial de la noticia y un ataque de llanto, los dos se habían quedado callados, en algún lugar al borde del pánico.

Megan intentaba controlarse. No sabía si había transcurrido una hora o tan sólo segundos, pues era como si hubiera perdido toda percepción del tiempo, que súbitamente la envolvía como un torbellino. Se forzó a centrarse: es jueves, es la hora de cenar.

Pero la concentración le duraba poco. Tengo que fijarme algo, se dijo, y recorrió la habitación con la vista deteniéndose en objetos ya familiares, tratando de recordar la historia de cada uno: la cómoda antigua comprada en Hadley y que ella misma había restaurado a mano; los cuencos de la tienda de artesanía de Mystic; la acuarela de barcos en un puerto pintada por una amiga, que había vuelto a dedicarse a la pintura una vez que sus hijos se hicieron mayores. Cada uno de estos objetos le recordaba un momento, un día de su vida. Pero seguía a la deriva, desorientada. Así debe de ser la muerte, pensó.

– No lo entiendo -dijo por fin.

– ¿Qué no entiendes? -preguntó Duncan secamente-. Vale, esto es lo que sé. Pocos minutos después de las cinco de la tarde, después de que habláramos por teléfono, recibí una llamada de Olivia Barrow. Me dijo que había secuestrado a los dos Tommys en el patio del colegio y que tendremos que pagar para recuperarlos.

– Pero… creía que estaba en la cárcel…

– Todo indica que no.

– ¡No seas sarcástico conmigo!

– ¡Es que no sé qué mierda importa eso! ¡Se los ha llevado! Eso es lo único que importa ahora.

Megan se levantó como impulsada por un resorte y corrió por la habitación sin saber lo que hacía, presa de la angustia.

– ¡Es tu culpa! ¡Mi Tommy! ¡Mi padre! ¡Es culpa tuya! Eran tus estúpidos amigos. ¡Yo no quería tener nada que ver con ellos! ¡Cómo pudiste! ¡Hijo de puta!

Intentó dar un puñetazo a Duncan, que retrocedió, sorprendido. El primer golpe falló y Duncan detuvo el segundo con el brazo. Megan se abalanzó sobre él agitando los brazos y sollozando ruidosamente. Duncan la sujetó con firmeza y Megan se desmoronó en sus brazos. La acunó y juntos empezaron a mecerse de atrás hacia delante.

Siguieron unos minutos de silencio, roto únicamente por el crujido de la silla mientras se balanceaban y los sollozos apagados de Megan. Después ésta habló:

– Lo siento, no sé qué me ha pasado. ¡Duncan!

– No pasa nada -susurró él-. Lo entiendo.

Después añadió:

– Éramos diferentes entonces.

Ella lo miró entre lágrimas.

– Duncan, por favor, tienes que ser razonable. Siempre, desde que nos conocimos, has sido sensato, por favor no cambies ahora. Si lo haces no sé cómo podré superar esto.

– Lo seré -respondió él-. Haré todo lo posible.

Se quedaron callados.

– Mi pobre niño… -dijo Megan apretando la mano de Duncan y con la cabeza llena de pensamientos contradictorios. Tragó saliva.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó finalmente en una voz neutra.

– No lo sé.

Ella asintió y continuaron meciéndose.

– Mi niño -dijo-. Mi padre.

– Megan, escúchame. Estarán bien. El juez se las arreglará. Y cuidará de Tommy, lo sabes.

Megan se enderezó y lo miró:

– ¿Tú crees?

– Claro. Al viejo le sobran agallas.

Megan sonrió.

– Desde luego.

Colocó su mejilla junto a la de Duncan.

– Aunque estés mintiendo, lo que dices me tranquiliza.

– Escucha, lo importante es mantener la calma.

– Pero ¿cómo? ¿Cómo vamos a permanecer tranquilos?

– Ojalá lo supiera.

Megan empezó a llorar.otra vez, pero se detuvo bruscamente al escuchar una voz.

– ¿Mamá? ¿Papá? ¿Qué pasa?

Era Karen, de pie en la puerta. Lauren asomaba su cara por encima de su hombro.

– Los oímos llorar y luego discutir. ¿Dónde está Tommy? ¿Y el abuelo? ¿Pasó algo? ¿Están bien?

Las dos muchachas parecían asustadas.

– ¡Dios! Hijas… -empezó Megan.

Duncan vio como palidecían y durante un momento fue incapaz de hablar mientras veía el miedo dibujarse en sus rostros.

– ¿Están heridos? -preguntó Karen, levantando la voz.

– ¿Dónde están? ¿Qué ha pasado? -preguntó otra vez Lauren-. ¿Mamá? ¿Papá?

Las dos niñas rompieron en llanto producto de la confusión y el miedo.

Duncan respiró hondo.

– Vengan aquí, chicas, y siéntense. Están los dos bien, por lo que sabemos.

Las miró entrar en la habitación, sincronizadas como siempre, unidas por un lazo invisible. Podía ver que estaban asustadas, presas de un miedo irracional. Se sentaron en un sofá frente a sus padres.

– No, acérquense más -dijo.

Las gemelas se sentaron entonces en el suelo, a los pies de sus padres. Las dos lloraban quedamente, sin saber en realidad por qué, sólo conscientes de que algo terrible había trastocado el equilibrio familiar.

Duncan fue directo al grano:

– Han secuestrado a Tommy y al abuelo -dijo.

Las niñas enrojecieron, los ojos abiertos como platos.

– ¿Los secuestraron? ¿Quién?

No sabía cómo contestar a esta pregunta y dejó que el silencio llenara la habitación. Vio que las lágrimas de las niñas eran sustituidas por una expresión que no era tristeza ni miedo. No lograba descifrarla, y eso lo preocupó. Levantó la mano:

– Un momento.

Sintió la mano de Megan en la rodilla. Se volvió y vio que su rostro reflejaba una preocupación nueva.

– Tenemos que contárselo -dijo Duncan-. Ellas forman parte de esto. Aún somos una familia y estamos juntos en esto. Tienen que saber la verdad.

– ¿Pero qué verdad? ¿Y hasta dónde les contamos?

Duncan negó con la cabeza:

– No lo sé.

– Duncan, ¡todavía son niñas!

Megan se inclinó y abrazó a las gemelas. Éstas se zafaron del abrazo.

– No lo somos. ¡Mamá, por favor!

Duncan se quedó un momento pensativo.

– Y hay otra cosa, Megan, que no se me había ocurrido hasta ahora. ¿Cómo sabemos que nosotros no estamos también en peligro?

Megan se desplomó en la silla como si la hubieran golpeado.

– ¡No! ¿Crees que lo estamos?

– No lo sé. No sé nada.

Megan asintió. Tragó saliva y se obligó a enderezarse.

– Niñas, quiero que vayan a la cocina y hagan café. Si tienen hambre coman algo. Déjennos a su padre y a mí solos unos minutos mientras discutimos esto y después se lo contaremos -dijo Megan con el tono de su-madre-sabe-lo-que-les-conviene que empleaba siempre que quería poner fin a una discusión.

– ¡Mamá!

– ¡Vamos!

Duncan vio como Karen tiraba de la manga de su hermana. Se volvieron hacia él y asintió con la cabeza. Parecían abatidas y decepcionadas, pero se levantaron y fueron a la cocina sin protestar.

Duncan se volvió hacia Megan.

– Bueno. Entonces, ¿qué les contamos?

Su voz ganó intensidad.

– ¿Empezamos diciéndoles que su padre es un criminal? ¿Que la policía de Lodi, California, estaría encantada de echarme el guante, incluso después de dieciocho años? O tal vez deberíamos empezar contándoles que su padre es un cobarde que dejó a sus compañeros desangrándose en la calle y salió corriendo. ¿Y qué hay de que nos casamos cuando ya estabas embarazada de ellas? Creo que eso les servirá de consuelo. ¿Cómo les decimos que nuestras vidas tal y como las conocen son una mentira, una coartada para algo que ya es historia antigua?

– ¡No lo son! -gritó Megan-. ¡Nuestra vida no es ninguna coartada! ¡Nosotros somos así! ¡Ahora no somos los de entonces! ¡Ninguno lo es!

– Olivia sí.

Megan se quedó cortada.

– Olivia sí -repitió angustiada. Después pareció concentrarse-. ¿Lo es? En realidad no lo sabemos, todavía.

– Bueno -preguntó Duncan-. Entonces, ¿por dónde empezamos? ¿Cómo se lo explicamos?

– No lo sé -contestó Megan-. Por el principio, supongo.

La ira de Duncan desapareció tan rápido como había venido. Dudó un momento y después asintió.

– De acuerdo -replicó-. Se lo contamos y esperemos lo mejor.

Pero en ese instante ambos esperaban lo peor, aunque no podían imaginar hasta qué punto.

***

Olivia Barrow estaba de pie en el estacionamiento, junto al coche del juez, dejando que el frío aire de la noche la abrazara. Sus ojos escrutaban la oscuridad. Cuando se cercioró de que no había nadie, abrió la puerta del sedan y se sentó al volante. Pasó la mano por los asientos de cuero, después arrancó y metió la marcha atrás con un golpe seco.

Condujo rápida pero cuidadosamente por la noche de Greenfield. La ciudad parecía detenida, indecisa; había poca gente en las calles. Incluso las luces de neón que anunciaban comida rápida parecían brillar menos que de costumbre.

En pocos minutos se encontraba ya fuera del centro de la ciudad, atravesando una zona residencial. Miró de reojo las casas simétricas y ordenadas y enseguida volvió los ojos a la carretera mientras se adentraba en la negra campiña.

Giró por una carretera secundaria y después por otra hasta que vio la desviación de su casa y entonces redujo la marcha. Dejó el desvío atrás y tomó un camino rural que se adentraba en el bosque. Redujo más la velocidad, conduciendo el Sedan por el camino boscoso y lleno de baches. Las ramas de árboles y arbustos arañaban los laterales del coche y producían un sonido como el de las chicharras en los días de verano. Pasados unos momentos encontró el lugar que había localizado antes, cuando había inspeccionado el terreno a pie. Cuidando de que el coche no se atascara en el barro, lo estacionó.

Apagó el motor, tomó su bolsa de lona del suelo del asiento del pasajero y comprobó su contenido: una muda, artículos de aseo, un carné falso, cien dólares en metálico, tarjetas de crédito falsas y una Magnum 357. Satisfecha, cerró la bolsa y la volvió a dejar en el mismo sitio. Después salió del coche dejando las llaves puestas. Mi válvula de seguridad, pensó. Por si acaso.

Después emprendió el camino de vuelta entre oscuros árboles y matojos, y pronto estuvo en la granja.

***

Tommy se apresuró a tomar la primera cucharada de sopa y el líquido caliente le hizo olvidar dónde se encontraba. Su cabeza se llenó recuerdos de casa y por un momento se preguntó si sus padres y sus hermanas estarían sentados alrededor de la mesa cenando. Después se dio cuenta de que probablemente eso no sería así, por su abuelo y por él, y entonces se preguntó qué estarían haciendo. Pensó en sus hermanas y deseó que estuvieran allí con él. No serían tan buenos soldados como él y su abuelo, pero seguro que se les ocurrirían juegos con los que pasar el rato. Siempre han jugado conmigo, pensó, incuso cuando los otros niños no querían, o cuando se reían de mí y me decían cosas. Nunca me importó. Recordó una ocasión en que había nevado y permaneció afuera de pie, durante una hora, intentando atrapar un copo de nieve. Los niños del vecindario se reían de mí y dijeron que no podría, pero Karen y Lauren salieron a ayudarme, y pronto todos los niños las imitaron. Y aquel niño que vivía calle arriba y solía darme puñetazos en el hombro hasta que un día Karen le pegó a él y entonces dejó de hacerlo. Este recuerdo lo hizo sonreír. Le dio fuerte, pensó; hasta le sangró la nariz, pero Karen no le pidió perdón. Recordó cuando la noche y la oscuridad le daban miedo y Karen y Lauren se trasladaban con sus bolsas de dormir a su habitación y se acostaban en la alfombra hasta que él se dormía. Entonces se marchaban, pero él se daba cuenta; lo que ocurría era que para entonces se le había pasado el miedo. Miró el sándwich que tenía en la mano. Ellas le habrían puesto lechuga y tomate, y se lo habría servido con papas fritas. Y Lauren me habría dado una galleta de chocolate de la estantería donde las guarda mamá.

Vendrán a buscarme, pensó. Y también mamá y papá. Y papá le pegará a esa mujer que me da tanto miedo y la arrestará y el abuelo la mandará a la cárcel, que es donde debe estar.

Espero que Karen y Lauren se acuerden de traerme galletas.

Paró para beber un poco de leche, que habría sabido mejor con una gota de sirope de chocolate, y dio otro mordisco al sándwich. Mientras masticaba miró a su abuelo, sentado en el borde de la cama con la mirada perdida.

– Abuelo, prueba la sopa. Está buena -dijo.

El juez negó con la cabeza, pero le sonrió.

– Ahora mismo no tengo mucha hambre -contestó.

– Pero tenemos que estar fuertes, los dos, si vamos a luchar.

El juez sonrió de nuevo.

– ¿He dicho yo eso?

– Sí.

Tommy apartó el plato de sopa vacío y se acercó al anciano.

– Por favor, abuelo -dijo con un ligero temblor de voz-. Por favor, come.

Tomó la mano de su abuelo.

– Mamá dice siempre que con el estómago vacío no se puede hacer nada, ni correr, ni nada.

El juez miró al niño y asintió.

– Eso que dices, Tommy, es de lo más sensato.

Tomó el plato de sopa y empezó a comer. Para su sorpresa, estaba buena. Siguió comiendo bajo la mirada vigilante de su nieto.

– Tenías razón, Tommy, ya me siento más fuerte.

El niño rio e hizo ademán de aplaudir.

– Tommy, creo que voy a ponerte al mando. Tú deberías ser el general y yo el soldado. Pareces saber mejor que yo lo que hay que hacer.

El juez Pearson dio un bocado a su sándwich. Demasiada poca mayonesa.

Dios mío, pensó, hace años que no tomaba leche, sopa y un sándwich para cenar. Comida de niños. Me pregunto si piensan que así nos volveremos más sumisos, que podrán tratarme como a un niño.

Por primera vez se le ocurrió que haría falta algo más que fuerza física para escapar de aquel ático. Decidió que más tarde estudiaría las posibles ramificaciones psicológicas de su confinamiento. Pero primero, pensó, un poco de acción.

– Tommy, ¿te das cuenta de que han pasado ya varias horas desde que nos capturaron y aún no hemos hecho la inspección?

Miró su reloj, eran más de las nueve. No han sido muy listos, pensó. Deberían haberme quitado el reloj. Así estaría más desorientado. Pero ahora sabemos qué hora es, y han pasado más de cuatro horas desde el secuestro. Eso ya es algo.

– ¿Qué quieres decir, abuelo?

– ¿Qué sabemos de esta habitación?

El juez se puso de pie. Sentía la energía circular por su cuerpo.

– Es un ático -dijo Tommy.

– ¿Dónde crees que estamos?

– En algún sitio del campo.

– ¿Como cuánto de cerca de Greenfield?

– No podemos estar muy lejos, porque no pasamos mucho tiempo en el coche.

– ¿Qué más sabemos?

– Que el camino de entrada a la casa es largo.

– ¿Cómo lo sabes?

Conté hasta treinta y cinco cuando salimos de la autopista.

– Buen chico.

– Así que mamá y papá no tienen que ir muy lejos a buscarnos.

El juez sonrió.

– Probablemente ellos nos lleven con tus padres, es como suelen funcionar estas cosas.

– Genial. Ojalá se den prisa. Abuelo, ¿crees que nos iremos a casa esta noche?

– Me parece que no.

– Papá podría darles un cheque.

– Seguramente querrán dinero en efectivo.

– Yo tengo casi cincuenta dólares en mi alcancía de casa. ¿Crees que lo necesitarán?

El juez sonrió de nuevo.

– No, no usarán tu dinero. ¿Estabas ahorrando para algo?

Tommy asintió pero no dijo nada.

– ¿Y bien?

– Tienes que prometerme que no se lo dirás a mamá.

– De acuerdo. Te lo prometo.

– Quiero un monopatín.

– ¿No son un poco, ya sabes, peligrosos?

– Sí, pero llevaré siempre casco y rodilleras, como los niños mayores del colegio.

– Pero ya tienes una bicicleta. ¿Te acuerdas cuando tu padre y yo fuimos a comprarla?

El niño asintió con la cabeza.

– ¿Y qué tiene de malo?

– Nada… lo que pasa es que…

– Quieres un monopatín.

– Sí.

– Bueno. No se lo diré a nadie. Y escucha una cosa, cuando volvamos a casa te daré un billete de cinco dólares para que lo metas en la alcancía.

– Genial.

El juez paseó de nuevo la mirada por el ático. Había una única bombilla desnuda colgando del techo en el centro de la habitación. El interruptor estaba junto a la puerta.

– Tommy, creo que ha llegado el momento de que inspeccionemos este ático.

– Sí -dijo Tommy poniéndose en pie.

– Mejor quítate los zapatos -dijo el juez con voz tranquila-. Pero no los dejes caer al suelo, déjalos junto a la cama y camina sin hacer ruido. ¿De acuerdo?

Tommy asintió e hizo lo que le indicaba su abuelo.

– De acuerdo -dijo el juez-. Empecemos.

El viejo y el niño comenzaron a palpar las paredes.

– ¿Qué estamos buscando? -preguntó el niño en un susurro.

– No sé. Cualquier cosa.

Terminaron de recorrer una pared y Tommy reparó en un gran clavo tirado en el suelo. Se lo dio a su abuelo.

– Estupendo -dijo éste guardándoselo en el bolsillo.

Continuaron por la siguiente pared. De pronto el viejo se detuvo y puso la mano sobre la madera.

– Toca esto.

– Está fría. Por todo este lado está fría.

El juez Pearson apretó el tablón de madera con la mano. -Tal vez podamos abrir aquí un agujero. No hay aislamiento. ¡Quizá sea una antigua ventana tapada!

Siguieron moviéndose. Cuando llegaron a la puerta Tommy reparó en que los tornillos que la sujetaban al quicio no estaban bien fijados.

También inspeccionaron los dos catres. En uno de ellos, uno de los muelles metálicos estaba flojo. El juez lo aflojó aún más.

– Puedo arrancarlo -dijo. Después se sentó en la cama y volvió a ponerse los zapatos. Tommy hizo lo mismo.

– No hemos encontrado mucho -dijo el niño.

– No, no, te equivocas. Tú encontraste un clavo y también descubrimos un posible agujero por donde escapar y un trozo de metal con el que podríamos fabricar un arma. También aprendimos algo sobre la puerta, aunque es muy pronto para saber de qué puede servirnos. Ha sido mejor de lo que esperaba, mucho mejor.

El optimismo de su voz animó al niño. Pasado un momento, dijo:

– ¡Ay, abuelo! Estoy cansado y me gustaría estar en casa. Se subió a la cama y apoyó la cabeza en el regazo del viejo. -Todavía estoy asustado. No tanto como antes, pero un poco.

El niño cerró los ojos y el juez rezó en silencio para que se durmiera. Le acarició la frente y se dio cuenta de que él también tenía sueño. Su sentido de alerta había desaparecido y notaba que su cuerpo le pedía descanso, venciendo el miedo y la tensión. Echó la cabeza hacia atrás.

De pronto Tommy se sentó en la cama.

– ¡Ya vienen! -dijo.

El juez abrió los ojos. Escuchó pisadas en el pasillo y una mano en el pomo de la puerta.

– Estoy aquí, Tommy. No te preocupes.

***

Olivia Barrow abrió la puerta y entró en el ático. Vio que sus prisioneros se habían refugiado contra la pared y leyó el miedo en sus rostros.

– ¿Comieron? -preguntó.

Tommy y su abuelo asintieron.

– Bien. Tienen que estar fuertes -continuó, emulando sin saberlo a Tommy minutos antes-. No sabemos cuánto tiempo durará esto.

Se acercó.

– Oye, viejo, déjame ver cómo tienes la frente.

– Estoy bien -dijo el juez.

No pienso dejar que me toque, pensó. Esta vez no.

– ¡Déjame verla!

– Le he dicho que estoy bien.

Olivia calló un instante.

– ¿O sea que quieres jugar?

El juez negó con la cabeza.

– ¿Entiendes lo que te digo, viejo cabrón?

– ¿Cómo?

– ¡Te hice una pregunta!

– ¿Que si entiendo qué?

– ¡Qué vulnerable eres!

– Mire -dijo el juez, haciendo acopio de todos sus recursos de oratoria, como si fuera a dar un discurso-. Nos han capturado. Nos secuestraron sin darnos oportunidad de defendernos. Me pegaron a mí y asustaron al niño. Nos encerraron en este agujero. Lo más probable es que sus padres estén muertos de miedo. Está usted al mando, ¿no? Pues enhorabuena. Y ahora, ¿por qué no se ocupa de sus asuntos? ¿Qué es usted, una aprendiz de secuestrador o qué? Hablemos claro, señora, y dejémonos de tonterías. No hay por qué alargar esto ni un minuto más de lo necesario. ¡Consiga su dinero y déjenos irnos a casa!

Olivia sonrió.

– Ay, juez. No entiendes nada.

– Déjese de adivinanzas.

Olivia sacudió la cabeza, como riéndose de un chiste que sólo ella conocía.

– Viejo, eres un ingenuo. Te crees que puedes mantener el control poniendo resistencia, no física, sino intelectualmente. Discutes con tus secuestradores. Les pides cosas, como un balde. Los manipulas. Lo siguiente será pedir más mantas, aunque aquí hace calor suficiente.

– Bueno, no nos vendría mal alguna más, y alguna almohada…

– O quejarse de la comida…

– Ahora que lo menciona, sopa y sándwiches no puede considerarse una cena como Dios manda…

– Ya tuvieron cinco horas para recuperarse del shock inicial. Seguramente has tenido tiempo de analizar la situación. No pinta demasiado mal. Ninguno de los dos está herido y este ático no es el peor sitio que han visto en su vida. Los secuestradores, bueno, pueden parecer un poco indecisos, pero piensas que podrás con ellos. Las circunstancias te resultan familiares, ¿no? Probablemente escuchaste testimonios de secuestros en el juzgado, ¿no? A pesar de todo, las cosas podrían ser mucho peores. Así que te pusiste a pensar, ¿no?

– Vaya al grano.

Olivia sacó una pistola de gran tamaño y la agitó en el aire.

– Lo que quiero decir es que me estás obligando a amenazarlos otra vez. Conozco a los de tu calaña, juez, todos los carceleros son iguales. Creen que pueden manipular a la gente. Saben que lo importante es tener el control. Así es como funcionan las cosas en la cárcel. Los criminales más duros, cientos de ellos, todos a las órdenes de unos cuantos guardias uniformados. La autoridad, la fuerza, el poder, están en la cabeza.

Aquí funciona igual, juez, eres mi prisionero y tengo que mantenerte bajo control. Inventas pequeñas estratagemas para mantener tu identidad. Pero aquí yo tengo las de ganar.

Sonrió, apuntándoles con el arma y después apartándola, como jugando con ella.

– ¿No te das cuenta? Aquí yo soy la experta.

De repente miró a Tommy.

– Aquí va la primera amenaza, juez. Me llevo al niño.

– ¿Qué?

– Es muy sencillo, juez. Veo que los dos juntos se sienten fuertes, así que tal vez los separe. También tenemos sótano, ¿sabes? Al principio pensamos en ponerlos allí, pero pensamos que sería demasiado cruel, la verdad. Es el peor agujero que he visto. No hay luz. Es frío y húmedo, y además huele a cloaca. Un sitio deprimente, lleno de porquería y de Dios sabe qué más. Tal vez encierre al niño ahí por un tiempo.

– ¡No, por favor! ¡Quiero quedarme aquí! -casi gritó Tommy. El juez notaba como el cuerpo del niño comenzaba a temblar.

– Eso no será necesario -dijo-. Haremos lo que nos diga.

– La frente.

– Míremela.

Olivia guardó el revólver y sacó un pequeño botiquín. Aplicó Betadine en la herida del juez.

– ¿Dolor de cabeza? -preguntó.

– No más del que cabría esperar.

– Bien -dijo Olivia-. Si tiene mareos dígamelo.

– Lo haré.

Guardó el botiquín y se irguió.

– Tienes que entender algo, juez.

– ¿Qué?

– Ya te lo he dicho. Esto no es un secuestro normal, no se parece a nada que conozcas.

El juez la miró perplejo y ella dio una palmada.

– De acuerdo, chicos. ¿Quién necesita ir al baño antes de acostarse?

Ni el juez ni Tommy respondieron.

– ¡Vamos! Es su oportunidad de ahorrarse la vergüenza del balde. ¿Quién quiere ir?

Siguieron callados.

– Bueno, pues van a ir los dos. Juez, tú primero. Levántate y sal, mi camarada te espera afuera armado con su pequeña pistola. Un arma de primera, juez. No hace prácticamente ruido al matar a alguien.

El juez Pearson no sabía si hablaba por experiencia o por mera suposición.

Olivia rio otra vez.

– Ya veo lo que estás pensando, juez. Bueno, de momento mantendremos el misterio. ¿No?

Cambió de tono abruptamente y dijo con dureza:

– Ahora levántate y ve al cuarto de baño. Yo me quedaré aquí haciéndole compañía a Tommy.

– ¡Abuelo, por favor, no te vayas!

El juez se levantó y permaneció de pie, indeciso.

– Muévete, juez.

– ¡Abuelo!

Olivia se acercó a la cama y apoyó una mano en el hombro de Tommy.

– Por favor, abuelo, no me dejes solo. ¡Por favor! ¡No quiero que te vayas!

– ¿Ves qué decisiones tan difíciles hay que tomar, juez? ¿Te preocupa lo que pueda hacer a tus espaldas? ¿Qué pasará? Tal vez cuando vuelvas el niño ya no esté, lo habré llevado al sótano. Pero si no vas, tal vez haga lo mismo. Vamos, juez, decídete. Eso es lo que hacen los jueces, ¿no? Tomar decisiones. Si lo haces estás jodido. Si no lo haces, también. Vamos, juez, adivina. ¿Qué es lo que voy a hacer? ¿Cuán cruel puedo ser? ¿Cuál es la elección correcta?

– ¡Abuelo!

– Voy a ir, Tommy. Volveré enseguida.

– ¡Abuelo, por favor!

Olivia tomó al niño por los hombros y miró al juez.

Maldita seas, pensó él. Se giró y salió a paso rápido por la puerta del ático. A cada paso que daba le parecía oír un nuevo sollozo de su nieto. Los sonidos lo desgarraban y dudaba entre atender el llanto de su nieto o las amenazas que pesaban sobre él. ¿Qué hará esa mujer? ¡Tommy! Quería gritar su nombre para tranquilizar a su nieto, que seguía llorando desconsolado. Vio a Bill Lewis sonriendo y apuntándole con la pistola desde el rellano.

– Por aquí -dijo-. Deja la puerta abierta. Querrás oír lo que pasa afuera.

El juez se dio prisa y orinó con impaciencia.

– Date prisa, juez.

– Tiró de la cadena y volvió corriendo al ático, donde Tommy continuaba sollozando. Se sintió aliviado. Al menos no se lo habían llevado.

– Ya estoy aquí, Tommy. Ya estoy aquí. No pasa nada, no pasa nada.

Lo abrazó y lo consoló. Mientras sujetaba al niño en sus brazos y lo mecía se sentía lleno de rabia.

Olivia los dejó seguir así más o menos un minuto.

– Bueno -dijo entonces-. No ha sido para tanto. Pero ahora viene lo peor. Tommy, ¡levántate! ¡Te toca!

– Puede usar el balde -dijo el juez.

– No, no puede. Ahora no.

– Por favor -rogó el juez-. Déjeme acompañarlo.

– Nada de eso.

– ¡Abuelo! -gimió Tommy-. ¡Me va a llevar al sótano!

Olivia sonrió.

– Tal vez… es una posibilidad. La vida está llena de posibilidades…

Sonrió.

– ¡Vamos!

– No, abuelo, no. Quiero quedarme aquí contigo. ¡No tengo que ir! Por favor, déjame quedarme aquí contigo. ¡Por favor, abuelo!

El juez sabía que las súplicas del niño no tendrían efecto en aquella mujer.

– Está bien, Tommy. Vete, haz lo que tengas que hacer y vuelves aquí enseguida. No te preocupes.

El niño lloraba amargamente y sus hombros temblaban. El juez se acercó y lo condujo suavemente hasta la puerta. Se sentía orgulloso.

– ¡Rápido! Te estaré esperando.

Tommy salió por la puerta con ademán resuelto. Olivia lo miró y después se volvió hacia el juez.

– ¡Siéntate!

Obedeció. Esperaba un nuevo discurso pero, en lugar de eso, Olivia se dio la vuelta y salió por la puerta.

– ¡Eh! -dijo el juez.

Desapareció y el cerrojo se cerró detrás de ella.

– ¡Eh! ¡Maldita sea! ¡Espere! ¡Tommy!

Oyó al niño gritar:

– ¡Abuelo! ¡Abuelo!

El juez se levantó y de un salto estuvo en la puerta. Empezó a golpearla con la mano.

– ¡Devuélvamelo! ¡Devuélvamelo! ¡Tommy! ¡Tommy! ¡Devuélvanmelo, malditos sean!

En su cabeza se agolpaban la ira, el miedo, el asombro y la consternación. Se sentía rabioso y traicionado y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– ¡Tommy!, ¡Tommy! -sollozó.

Se recostó contra la pared, sintiendo que lo abandonaban las fuerzas cuando, de repente, la puerta se abrió. Se levantó sin pensar, feliz y aliviado de ver la pequeña figura de su nieto. Luego se detuvo. Olivia sujetaba a Tommy y le tapaba la boca con la mano. Después lo soltó y el niño se arrojó a los brazos del abuelo. El juez abrazó al lloroso muchacho dejando que sus lágrimas se mezclaran con las de su nieto.

– Estoy aquí, Tommy, no te preocupes. Estoy aquí. Te voy a cuidar. No te preocupes. Estoy aquí, contigo…

Estas últimas palabras las susurró al oído del niño y así consiguió calmarlo poco a poco.

El juez levantó los ojos. Acarició el pelo de Tommy y sujetó al niño cerca de su pecho, pero su mirada se encontró con la de Olivia.

– ¿Quién está al mando, abuelo?

– Usted.

– Vas aprendiendo, cerdo -contestó Olivia. Se volvió y se marchó dejándolos de nuevo encerrados.

PARTE 4. Miércoles por la mañana: Karen y Lauren

Al principio el mundo parecía eléctrico, cargado de una energía que amenazaba con poseerlas a las dos: secuestrados. Al principio no habían sabido cómo reaccionar: nunca en sus vidas les había sucedido nada semejante; jamás habían sido víctimas de un crimen ni conocían a nadie que lo hubiera sido; no las habían atracado ni robado el coche. Una vez cuando estaban en el colegio un hombre las había seguido hasta casa, pero cuando su madre llamó a la policía resultó que aquel hombre misterioso era el hijo retrasado mental del director de la junta escolar. Se había perdido y parecía tan indefenso que las gemelas habían terminado por acompañarlo a casa y prepararle la cena.

Así que, mientras trataban de asimilar lo ocurrido, ambas se sentían confusas. También un poco culpables y enfadadas consigo mismas, porque las asustaba que la emoción y la fascinación atenuaran la preocupación que estaban obligadas a sentir por su hermano y su abuelo. Sin embargo, el peligro que se cernía sobre los dos Tommys les resultaba extrañamente difuso y la excitación amenazaba con sustituirlo. Se refugiaron en la cocina sintiéndose frustradas por tener que ocuparse de tareas tan mundanas como hacer café o prepararse algo de comer y se preguntaban cómo era posible que sus padres pensaran que podían tener hambre, que podían echarlas de la habitación, pero también cómo afectaría lo sucedido el resto de sus vidas y, sobre todo, qué ocurriría a continuación.

Pusieron agua a hervir y sirvieron en un plato restos de la cena del día anterior. Escuchaban a sus padres discutir pero eran incapaces de distinguir lo que decían. Aunque sabían que estaba mal escuchar las conversaciones ajenas, consideraron que situarse junto a la puerta abierta no podía calificarse de intrusión.

– Discuten sobre si contarnos o no la verdad -susurró Karen-. ¿Qué querrán decir?

– No lo sé. ¿Crees que nos lo contarán?

Karen se encogió de hombros.

– Nunca quieren contarnos nada, pero al final siempre lo hacen.

– ¿Crees que esconden algún secreto horrible? -preguntó Lauren jadeante. Era la más fantasiosa de las dos.

– ¿Mamá y papá? -contestó Karen con brusquedad. Ella era la práctica, incluso al hablar se parecía a su padre dando órdenes en el banco-. ¡Vamos! ¡Míralos, por Dios! ¿Es que tienen pinta de tener un pasado secreto?

– Bueno -contestó Karen algo desinflada y sin saber hasta qué punto se había acercado a la verdad-. Cualquier cosa es posible. Nosotras no los conocíamos entonces y casi nunca hablan de su vida antes de que naciéramos.

– Fueron hippies en una época, acuérdate. Hasta que papá entró a trabajar en el banco. Paz, amor y flores. Acuérdate de la foto de papá con el pelo largo y mamá con el vestido de flores…

– …y sin sujetador.

Las dos rieron.

Eran gemelas idénticas, delgadas como un palillo y con brazos fuertes y musculosos, como su padre, y el pelo castaño rojizo, los ojos azules y la habilidad para la gimnasia de su madre. En la universidad jugaban al fútbol y al baloncesto, estaban en el grupo de teatro y se esforzaban por estudiar idiomas. Karen tenía la costumbre de torcer las comisuras de los labios. Lauren, de enarcar las cejas. Karen solía separarse el cabello de la cara con las dos manos y después sacudirlo. Lauren, cuando estaba distraída pensando, se acariciaba la barbilla como en las caricaturas de los filósofos de la Antigüedad. Las dos llevaban una cadena de oro al cuello con su nombre grabado en una placa de plata, una concesión a la gente que no era de su familia, ya que sus padres nunca habían tenido problemas para distinguirlas. Duncan a menudo pensaba que bastaba una manera de mover la cabeza o un matiz en el tono de voz para saber cuál era cuál. En cuanto a Megan, ni siquiera consideraba la posibilidad de confundirlas; eran sus hijas y las habría reconocido al instante entre un millón.

Sin embargo, no ocurría lo mismo con los amigos o novios potenciales, que a menudo se sentían intimidados por su enorme parecido. Eso era algo que encantaba a las gemelas. Aunque habían tenido grupos de amigos desde el colegio, también en el instituto, en última instancia siempre recurrían la una a la otra a la hora de divertirse. Megan se había dado cuenta de que los pocos amigos en los que realmente confiaban eran invariablemente chicos y chicas solitarios, a menudo hijos únicos.

– ¿Crees que Tommy estará bien?

En sus vidas marcadas por las rutinas diarias siempre había existido una que trascendía a todas las demás: su hermano. A menudo comentaban el momento, años atrás, en que su madre había venido a hablar con ellas y les había explicado que, aunque no sabían aún qué le ocurría a Tommy, era un niño diferente.

El mensaje de su padre había sido otro. Las había llevado a cenar y a ver una película y después, de vuelta a casa, sentados en el coche, había esperado a que se calmaran y dejaran de hablar y les había dicho:

– No olviden nunca que se tienen la una a la otra, pero él está solo y deberán protegerlo siempre, porque también forma parte de ustedes. Todas las familias tienen dificultades que superar, y Tommy es la nuestra.

Lauren y Karen nunca olvidaron esas palabras. También opinaban que sus padres exageraban un poco las incapacidades y las ausencias de Tommy. Para ellas, que Tommy fuera «especial» había sido siempre algo único y maravilloso, como ser el niño protagonista de un cuento, que viaja hasta un país mágico, como Narnia o la Tierra Media, dijo Lauren en una ocasión. Seguramente disfrutará de sus viajes al espacio. A lo mejor es como el Principito y de vez en cuando atrapa un meteoro para darse una vuelta.

Y si Lauren había estado ligeramente celosa, Karen había sabido hacerse cargo de la situación. Cuando Tommy tenía sus rabietas, cuando se tiraba al suelo o se golpeaba contra las paredes, rojo de rabia por la lucha que se libraba en su interior, era siempre Karen, con su gran sentido práctico, la que conseguía calmarlo casi tan bien como lo hacía su madre. Se limitaba a rodearlo con sus brazos y a susurrarle tonterías al oído hasta que el niño poco a poco se tranquilizaba y terminaba por levantar la vista, sonriendo. Le recitaba versos absurdos de Ogden Nash y Lewis Carroll y le contaba chistes que siempre conseguían aplacar las explosiones de ira de su hermano.

Tommy nunca había tenido problemas para distinguir a las gemelas, ni siquiera cuando éstas intentaban engañarlo intercambiándose la ropa. Era uno de sus juegos preferidos y a él le encantaba.

– Seguro que está bien. Es demasiado duro para cualquier secuestrador. Por Dios, si es como una roca. Acuérdate de cuando tenía cuatro años y se cayó del columpio, se rompió la muñeca y no dijo nada durante dos días. Hasta que tú te diste cuenta de que la tenía negra e hinchada y entonces mamá le llevó al doctor Schwartzman.

Lauren sonrió.

– Me acuerdo. Pero es que, ya sabes, si tiene otro de sus ataques de ausencia, cuando se queda callado y quieto mirando al vacío. Cuando le pasaba eso siempre me preocupaba, cualquiera podría haberle hecho daño. ¿Y si tiene uno y los secuestradores no lo entienden? Pueden hacerle daño.

– El abuelo está allí y se lo explicará.

– Si lo dejan. Y además, también pueden hacerle daño a él.

– ¡Pero bueno! ¿Es que no sabes nada de secuestros? No les conviene hacer daño a quien tienen secuestrado. Entonces no cobrarían.

– Ya lo sé, todo el mundo lo sabe. Pero a veces la gente se asusta. Y el abuelo probablemente los pondrá furiosos, porque es un viejo gruñón y no va a dejar que lo avasallen. Eso es lo que me preocupa.

– ¿Dónde están la leche y el azúcar?

– Debajo de tu nariz, tonta.

– Ah, ya los veo.

– Y además, ¿por qué querría nadie secuestrar al abuelo y a Tommy?

– Eso es lo que no entiendo. Normalmente se secuestra a gente rica, a hijos de petroleros y eso, o a estrellas de cine.

– ¿Y cómo van a pagar mamá y papá?

– Bueno, seguramente tienen dinero suficiente.

– ¿Cómo lo sabes?

– Vi el talonario de papá, y tenía más de siete mil dólares.

– Pero los secuestradores suelen pedir millones.

– Podría pedirlo prestado.

– ¿A quién?

– No sé.

– Bueno. Y entonces, ¿de qué están discutiendo?

– Eso, ¿y por qué no han llamado a la policía?

– Los secuestradores siempre te dicen que no llames a la policía o matarán a los rehenes.

– Sí, pero en la televisión siempre la llaman.

– O, si no, a un detective privado, como Spenser o Magnum.

– ¿Crees que harán eso?

– No lo sé. No creo que haya detectives privados en Greenfield. Desde luego, no he visto a nadie con pinta de uno.

– ¿Crees que mañana tendremos que ir al colegio?

– No lo había pensado.

– Pobre Tommy, seguro que está asustado.

– Sí, seguramente. ¿Crees que lo habrán atado?

– No. Bueno, quizá los pies. Seguramente no saben lo rápido que puede correr.

– Desde luego, más rápido que tú, foca.

– Pesamos exactamente lo mismo, así que…

– Nada de eso, yo adelgacé casi tres kilos. Lo que pasa es que no te lo había dicho.

– ¡Vamos!

– En serio.

– Apuesto a que es por el zumo de pomelo que estuviste bebiendo. ¡Qué asco!

– Bueno, sigue siendo más rápido que nosotras.

– ¿Y si lo matan?

Lauren se tapó la boca nada más hacer la pregunta. Luego añadió rápidamente:

– No me hagas caso. Ni lo pienses, no sé cómo pude decir eso.

– Pero ¿y si lo hacen? -preguntó Karen.

– No los dejaré -gritó Lauren-. No los dejaré. No es más que un niño pequeño y no es justo.

– Tenemos que hacer algo -dijo Karen-. Si le pasa algo a Tommy… Mierda, yo tampoco lo permitiré.

– Pero ¿qué podemos hacer?

– No lo sé, pero si le hacen daño a Tommy, aunque sea un poquito pues, los matamos.

– Eso. Con nosotras no se juega. ¿Te acuerdas de Alex Williams? ¿De cuando le pegaba a Tommy? Le diste su merecido.

– No creía que fuera a pegarle.

Karen sonrió.

– No. Porque eres un chica y adolescente. Bueno, pues no somos tan jóvenes. Incluso podríamos estar en el ejército si quisiéramos.

– Tienes que tener dieciocho.

– Y qué, nos faltan sólo nueve meses. Y además te dejan entrar antes con el permiso de tus padres. ¿Te acuerdas del que vino a reclutar al instituto?

– Sí.

– Chis. ¿Te das cuenta?

– Están callados, dejaron de discutir.

– ¿Entramos?

– Creo que sí.

Pero antes de que pudieran moverse oyeron la voz de su padre llamándolas. Se sentaron en el sofá frente a sus padres y esperaron calladas su explicación. Megan fue la primera en hablar:

– Chicas, no tenemos mucha información, pero esto es lo que podemos contarles. A Tommy y al abuelo se los llevaron unas personas. No sabemos quiénes son ni lo que quieren, todavía no. Llamaron por teléfono a papá justo antes de que se marchara del banco y dijeron que volverían a ponerse en contacto pronto. Así que eso es lo que estamos esperando.

– ¿Y están bien?

– Dijeron que los dos están bien y no creo que tengan intención de hacerles daño -calló un momento-. Bueno, no sabemos cuáles son sus planes, pero quieren dinero.

– ¿Cuánto?

– Todavía no lo sabemos.

– ¿Por qué no llaman a la policía? -preguntó Lauren.

Duncan tomó aire. Ha llegado el momento, pensó.

– Bueno… Nos amenazaron o, más bien, amenazaron con hacerles daño a Tommy y al abuelo si llamamos a la policía. Así que, por ahora, creo que no debemos hacerlo.

– Pero la policía sabe cómo tratar con secuestradores.

– ¿Crees que la policía de Greenfield sabe?

– Bueno, no, pero quizá la policía federal o el FBI…

Debería contárselo todo ahora mismo, pensó Duncan. Miró a Megan.

– No, Lauren. Por el momento vamos a esperar.

– ¡Esperar! Pero eso es…

Duncan la interrumpió:

– Sin discusiones.

Lauren se hundió en el sofá mientras Karen se inclinaba hacia adelante:

– No lo entiendo -dijo-. La policía podría ayudarnos. ¿Qué pasa si no tenemos suficiente dinero para los secuestradores?

– Tendremos que esperar a ver qué pasa.

Todos se quedaron callados, hasta que Karen habló:

– ¿Por qué pasó esto, mamá?

– No lo sé, cariño.

Karen negó con la cabeza.

– Es que no lo entiendo.

La habitación estaba en silencio.

Karen alargó la mano y tomó la de Lauren. Las dos se irguieron en sus asientos. Se sentía más fuerte cuando tocaba a su hermana. Lauren le apretó la mano en un gesto de ánimo.

– Sigo sin entenderlo. Piensan que somos unas niñas y que no pueden contárnoslo, pero Tommy es nuestro hermano y no entendemos nada. No es justo y no estoy de acuerdo. Creen que no queremos saber, pero sí queremos. Creen que no estamos preparadas para entenderlo, pero Tommy es nuestro hermano y queremos ayudar. ¿Y cómo vamos a ayudar si no sabemos nada?

Lauren empezó a llorar, haciendo suyas las lamentaciones de su hermana. También Karen tenía lágrimas en los ojos.

A Megan se le encogió el corazón. Se levantó y fue a sentarse entre las dos muchachas rodeándolas con sus brazos, apretándolas contra su pecho.

También Duncan se levantó y se sentó junto a Karen, sumándose al abrazo de Megan.

– Tienes razón -dijo con voz neutra-. No les hemos contado ni la mitad de lo que está ocurriendo.

Miró a Megan.

– Tienen que saberlo -dijo.

Ella asintió.

– Lo siento, tienes razón. Tenemos que contárselo.

Seguía abrazándolas fuerte y notó que sus músculos se tensaban y su atención se dirigía hacia su padre.

– No sé ni por dónde empezar -dijo-, pero antes contestaré algunas de sus preguntas. La razón por la que no hemos llamado a la policía es que… su madre y yo sabemos quiénes son los secuestradores.

– ¿Saben quiénes son?

– Es una mujer a la que conocimos hace dieciocho años, antes de que ustedes nacieran.

– ¿Cómo la conocieron?

– Estábamos en un grupo radical con ella.

– ¿Qué?

– Radical. Nos creíamos revolucionarios que íbamos a cambiar el mundo.

– ¿Ustedes, cambiar el mundo?

Duncan se levantó y echó a andar por la habitación.

– No saben cómo eran las cosas entonces -dijo-. Fue por la guerra. Fue algo tan injusto y horrible que el país entero se volvió loco. Era 1968. Veíamos fotos de la ofensiva del Tet y de los marines montados en camiones y el asalto a la Embajada por un comando vietcong que después fue fusilado. Y luego el asesinato de Martin Luther King, al que le dispararon cuando saludaba desde un balcón en Memphis, y hubo revueltas en Newark y en Washington y en todas partes. Tuvieron que defender las escaleras del Capitolio con ametralladoras. Era como si todo el país pendiera de un hilo. Entonces mataron a Bobby Kennedy, pudimos ver su asesinato en directo, por la televisión, y parecía que nada era posible sin recurrir a la violencia. Después la convención de Chicago; no pueden imaginarse lo que fue aquello, policías por todas partes y niños heridos. Era como si el mundo se hubiera vuelto loco de repente. Cada noche las noticias de la televisión eran las mismas: bombas, revueltas, manifestaciones… y la guerra. Siempre lo mismo, la guerra estaba por todas partes. Eso es lo que la gente no entendía, que la guerra se luchaba aquí tanto como en Vietnam.

Hizo una pausa y después repitió en voz baja:

– Mil novecientos sesenta y ocho.

Hizo una nueva pausa para ordenar sus pensamientos y continuó:

– Y la odiábamos. Pensábamos que había que pararla como fuera. Lo intentamos saliendo a la calle, manifestándonos, pero la guerra continuaba y nadie nos escuchaba. ¡Nadie! No pueden imaginar lo que fue. A nadie le importaba. Era como si la guerra simbolizara una sociedad que se desmoronaba, en la que nada era como debería ser y no había justicia. Así que decidimos que había que cambiar la sociedad y, para ello, había que destruirla y crear una nueva. Estábamos convencidos de lo que hacíamos, de verdad. Ahora suena estúpido y pueril y trasnochado, pero entonces era algo real y estábamos dispuestos a morir por la causa. Éramos prácticamente unos niños, pero creíamos en otro mundo. Vaya si lo hacíamos. Y fue entonces cuando conocimos a Olivia.

Se calló, pensativo.

– Olivia tenía planes, grandes planes que apelaban a nuestro lado más idealista. En lugar de limitarnos a dejarnos pegar y gasear por la policía, íbamos a hacer algo de verdad. Y lo que es peor, es una mujer capaz de convencerte de que cualquier cosa es posible. Cada vez que proponía hacer algo, que funcionara parecía algo natural. Era linda y lista y rápida. Nos tenía a todos -excepto a tu madre tal vez- totalmente entregados. Conmigo recurría al sarcasmo, a la humillación para espolearme. Con los otros utilizaba sus otras armas: el sexo, la argumentación, la lógica…

Las gemelas estaban inclinadas hacia adelante atentas a las explicaciones de su padre.

– Hicimos algo con ella -continuó Duncan cauteloso-. Bueno, yo sobre todo, porque tu madre siempre estuvo en contra, algo que considerábamos un acto revolucionario, un golpe en el corazón de la sociedad que tanto odiábamos. Sí, yo estaba totalmente convencido de que hacía lo correcto, y de que no tenía nada de ilegal. Éramos revolucionarios y aquello era un gesto de fervor revolucionario.

Les dio la espalda, y continuó hablando:

– Era tan ingenuo, un estudiante estúpido con ideales también estúpidos, y nos metimos en algo que nos quedaba muy grande.

Se calló.

– No -dijo Megan-. Ahí te equivocas.

Duncan se volvió y la miró.

– Intentar cambiar las cosas no tenía nada de estúpido, tampoco querer poner fin a la guerra. -Tomó aire.- Simplemente seguimos a la persona equivocada, no pensamos por nosotros mismos.

– ¿Olivia? -preguntó Karen.

– Sabía ser muy convincente -dijo Megan-. No se imaginan cuánto, sobre todo cuando uno estaba deseando dejarse convencer.

Lauren habló:

– Pero sigo sin entenderlo. ¿Por qué no pueden llamar a la policía y hacer que la detengan?

Duncan se volvió de espaldas otra vez y Megan tomó aliento.

– Aquello que hicimos… pues, a ella la detuvieron y la metieron en la cárcel, pero nosotros escapamos. Fue hace dieciocho años.

– Pero…

Megan continuó rápidamente.

– Nunca nos delató. Si fuéramos ahora a la policía seguramente nos relacionarían con ella.

– Pero eso pasó hace dieciocho años y ahora todo es distinto.

– Hay algo que no ha cambiado -dijo Duncan secamente.

Las gemelas lo miraron y Megan apartó la vista.

– Murieron cinco personas.

– ¿Ustedes…? -empezó a decir Lauren.

– No, bueno, al menos no directamente. ¿Que si maté a alguien? Bueno, no con una pistola. Pero ¿si participé? Pues sí.

– Pero entonces, ¿qué pasó? -preguntó Karen.

Duncan tomó aliento.

– Intentamos robar un banco.

– ¿Qué?

– Intentamos robar un banco. Planeábamos entrar justo cuando llegara el furgón blindado con el dinero de una planta de productos químicos. Verán, esta planta estaba relacionada con la corporación responsable de la fabricación de napalm.

– ¿Y?

– Tienen que entenderlo. El napalm se usaba en la guerra y -se detuvo de nuevo-… Dicho ahora suena verdaderamente absurdo.

– Pero ¿por qué un banco?

– Para conseguir dinero con el que comprar armas y propaganda. Para darnos a conocer.

– Desde luego lo conseguimos -susurró Megan con amargura.

– Pero papá… -empezó Lauren.

– ¡Mira! Ya sé que todo esto suena estúpido, pero es lo que pasó.

– Pero, ¿qué pasó?

Duncan suspiró.

– Todo salió mal desde el principio. Los guardias no tiraron las armas al suelo como pensamos que harían, sino que empezaron a disparar. Dos de ellos murieron y también tres de los nuestros. Fue un auténtico desastre. Yo conducía la furgoneta en la que supuestamente teníamos que escapar; pero vi lo que estaba pasando y en lugar de ayudar salí corriendo. Tuve suerte. Encontré a tu madre y nos marchamos de allí tratando de olvidar lo que había ocurrido, escondiéndonos. Desde entonces el mundo ha cambiado y ahora estamos aquí.

– Pero ¿por qué no podemos ir a la policía? -insistió Lauren. La curiosidad había reemplazado al llanto.

– Porque yo tendría que ir a la cárcel.

– Ah.

La familia permaneció en silencio durante unos segundos. Duncan sabía que las chicas tenían todavía muchas preguntas, pero que se las reservaban para otro momento.

– Bien -dijo Karen con sorprendente firmeza-. Supongo que eso significa que tenemos que arreglárnoslas solos. ¿Podemos hacerlo? ¿Darles lo que piden y terminar con ello?

Duncan y Megan asintieron con la cabeza.

– Eso espero -dijo Megan.

***

El juez Thomas Pearson abrió los ojos y parpadeó por la luz que entraba en la habitación. Tenía el cuerpo entumecido, como si lo hubieran zarandeado mientras dormía. Con cuidado cambió de postura tratando de no despertar a su nieto que seguía durmiendo con la boca ligeramente entreabierta y la cabeza en el regazo de su abuelo. Gimió un poco y agitó las manos delante de la cara, como ahuyentando un mal sueño; después se dio la vuelta y siguió durmiendo. El juez se apartó con cuidado y después fue a buscar una manta para tapar al niño, que suspiró y continuó durmiendo.

Por un momento el juez consideró apagar la luz del techo, pero enseguida cambió de opinión. No quería que Tommy se despertara a oscuras y se asustara. Miró el reloj: eran las dos de la madrugada.

Soy un viejo, pensó, que no puede conciliar el sueño por la noche y después dormita durante el día. Es como si mi organismo fallara lentamente, ya no funciona como antes. Se vio a sí mismo como un reloj antiguo, de maquinaria tradicional, y no como uno de esos digitales de cuarzo y precisión dictada por un chip informático. Paseó por enésima vez la vista por la habitación. Bueno, pensó, aún me queda algo de cuerda.

Permaneció a la escucha, pero en la casa no se oía ruido alguno, excepto la respiración regular de Tommy. Se maravillaba de cómo se comportaba su nieto: Ha pasado miedo pero ahora está recuperando fuerzas. Se ha portado como un valiente; me pregunto si lo peor está por venir; no sé cuánto más podrá resistir. El recuerdo del episodio del cuarto de baño lo hizo estremecer.

Esa mujer me enseñó algo, pensó. Que puede ser cruel y que sabe jugar con la gente. Había sido una demostración de fuerza impresionante, que le había hecho ver cuán frágil era su situación. Probablemente el sótano húmedo y oscuro del que había hablado ni siquiera existía, pero la amenaza había funcionado. Decidió alertar de alguna manera a su nieto sobre esa posible manipulación. Obligarla a centrarse en cosas concretas, reales. Nada de pintarles situaciones aterradoras para hacernos más vulnerables.

El juez movió la cabeza. Si estuviera yo solo les diría que me pegaran un tiro y ya está.

Miró a Tommy y en un gesto involuntario le acarició el cabello. Pero no estoy solo y no puedo permitir que nos separen. Ésa sería su primera victoria, aunque ellos no lo supieran. No dejaré que nos separen ni un solo instante, por muchas armas que saquen. Si gano esta pequeña batalla, pensó dándose ánimos, veré cómo puedo prepararme para la grande que está por llegar. Quieren dinero y no se arriesgarán a poner en peligro a su presa sólo por demostrar que tienen el control.

Esta decisión le dio fuerzas. Sin darse cuenta había apoyado la mano en el hombro de Tommy y podía sentir su respiración a través de la áspera manta. Sonrió. Es virtualmente imposible, pensó, ver a un niño dormido y no sentir deseos de acariciarle la cabeza y arropado.

Después se sentó en el otro catre y se entregó a sus pensamientos. Pensó primero en su mujer, algo lógico, ya que el niño le recordaba tanto a ella. Se alegraba de que no estuviera viva y ahorrarle así la preocupación. Era un pensamiento egoísta, pero no podía evitarlo. Recordó su funeral y lo estúpido que se había sentido, avergonzado de estar vivo estrechando la mano de sus viejos amigos. Era una tarde de principios de otoño y las hojas comenzaban a cambiar de color, pero hacía calor y recordaba hacerse sentido incómodo enfundado en su traje negro. Habría querido quitárselo, gritar que aquello era injusto, que era evidente que alguien le estaba jugando una mala pasada. No había prestado atención a las palabras del pastor ni a las expresiones de pésame de los asistentes al funeral. Tan sólo había mirado las nubes espesas y grises que formaban una tormenta en la distancia y había deseado que la lluvia llegara hasta donde él estaba, envolviéndolo en una cortina de agua. Sonrió al recordar cómo las gemelas lo habían tomado por los hombros y lo habían alejado de la tumba y revivió la sensación de juventud que le habían transmitido. Finalmente no llovió; el día se volvió soleado y cálido y la vida continuó.

Y sin embargo le parecía absurdo seguir vivo cuando ella ya no estaba. Era una posibilidad que nunca había contemplado durante los años que pasaron juntos. Siempre había dado por hecho, con una arrogancia típicamente masculina, que él moriría primero y que debía asegurarse de que no le faltara nada. Con esa idea, estaban contratados sus seguros de vida; sólo su testamento contemplaba la posibilidad de que ella muriera antes que él. Recordó qué estúpido se había sentido, sentado en el despacho del médico, consciente por primera vez de que ella se había marchado. Esto no tiene sentido, había pensado, seguro que hay una manera de arreglarlo. No había visto lo absurdo de considerar la muerte como un trámite legal más.

Sonrió al recordar todo aquello. El problema de la ley es que te acostumbra a verlo todo en función de precedentes legales y opiniones, susceptible de ser revisado. Es tan frío, un mundo gobernado por reglas, rígido, que trata de encerrar las infinitas variantes de la naturaleza humana en un sistema de leyes. Ella en cambio siempre había sabido ver cómo afectaba el lenguaje legal a las personas de carne y hueso y eso era lo que convertía las leyes en algo vivo. Todas esas decisiones: vida y libertad; todos esos años de dictar sentencia: inocente o culpable, ella había formado parte de cada una de ellas hasta que murió y entonces no pude seguir.

Eso fue hace diez años y aquí estoy. Pensé que me derrumbaría y moriría, pero no fue así y aún me sorprende.

Ojalá esa zorra estuviera aquí; me la comería viva.

El pensamiento lo hizo sonreír, aunque no era cierto. Se tumbó en el catre y se acurrucó bajo una manta. Esta noche va a helar y falta poco para que nieve. En esta habitación hace frío porque las paredes son muy delgadas y el aire se cuela por un lugar que debo recordar muy bien.

Se preguntó qué clase de casa sería. Seguramente una vieja granja con un cuerpo central de dos plantas y dos alas laterales. Y seguramente aislada en el bosque, sin vecinos, ni tráfico cerca, se dijo, irritado.

Bueno, pensó con un suspiro, no importa. Ningún lugar está tan lejos de la civilización que sea imposible encontrarlo. Ningún lugar está a salvo del brazo de la ley.

Pensó en sus secuestradores y se irritó aún más. Ni siquiera hay uno vigilando la puerta. Están tan convencidos de lo que hacen que se fueron todos a dormir. No nos temen ni a Tommy ni a mí, ni a Duncan y a Megan, y tampoco a la policía que, si mi deseo se cumple, echará abajo esa puerta muy pronto y los freirá a tiros.

Este último pensamiento lo avergonzó; debería querer verlos arrestados y juzgados, engullidos por el sistema. Pero he sido juez durante treinta años y no confío en los de mi profesión, no señor. Su cinismo lo sorprendió y volvió a concentrarse en su situación actual.

¿Por qué están tan confiados? Deberían estar nerviosos, sudorosos, ansiosos, caminando por la casa sin dormir, en tensión. Y sin embargo está todo en silencio, como si fuéramos una típica familia de un barrio de las afueras reponiendo fuerzas para una nueva jornada de trabajo. No lo entendía; deberían estar alerta, vigilándolo todo. No les preocupa que les veamos la cara; no tiene ningún sentido.

El juez se revolvió incómodo en el catre. Durante treinta años en su sala del tribunal había presidido numerosos juicios por secuestro. Trató de recordar algún caso que se pareciera a éste pero no conseguía concentrarse, sólo podía pensar en aquella mujer y en la amarga sonrisa con la que los miró en el estacionamiento.

¿Qué es lo que hicieron? Nos secuestraron y esa mujer se comporta como si nos conociera, o como si supiera algo sobre nosotros. Aquí está pasando algo que no entiendo.

Sintió el frío de la noche y se arrebujó en la manta. Es muy peligrosa, pensó. Los otros lo son menos, a pesar de que van armados; no tienen su determinación. Acabará por contarme lo que pasa, es parte de su arrogancia; ella dicta las reglas.

Se tumbó otra vez en el catre. No podía cerrar los ojos así que permaneció mirando fijamente la bombilla, esperando que amaneciera.

***

Olivia Barrow se deslizó desnuda en la cama. El frío de la noche le puso la piel de gallina y sintió un escalofrío, así que tomó una de las mantas de la cama y se la echó sobre los hombros como una capa. Vio cómo Bill cambiaba ligeramente de postura y después se quedaba dormido otra vez. Era un amante aburrido, que gruñía, jadeaba y se movía con una insulsez irritante. Se tumba encima de mí como si fuéramos a aparearnos y después de tener un orgasmo de desploma como si estuviera muerto. Se mordió el labio en un súbito gesto de nostalgia, recordando los momentos pasados en la cama con Emily.

Caminó hasta la ventana y observó la oscuridad sólo iluminada por la luna. Es luna de invierno, pensó, brilla con la luz de los muertos y hace que todo parezca más frío, cubierto de escarcha. La ventana daba a la parte trasera de la casa y miró por encima de la pequeña parcela de hierba hasta la hilera de árboles a menos de cincuenta metros. Era como estar en los límites del océano, los árboles haciendo las veces de crestas de las olas. Una vez ahí es fácil perderse.

Pero no para mí. He recorrido esta propiedad demasiadas veces; primero con esa estúpida agente inmobiliaria que insistía en enseñarme casas más cerca de la ciudad. Se había tragado su historia por completo: escritora recién divorciada que necesita un lugar aislado y tranquilo donde trabajar. La visión del dinero había atajado posibles preguntas. Y después cien veces más, hasta que me la aprendí de memoria.

Olivia repasó los acontecimientos del día y le parecieron extrañamente fragmentarios, era como si hubiesen ocurrido en varios días, incluso semanas y no en cuestión de horas. Todo había resultado notablemente fácil. Tuve suficiente tiempo para planearlo, como para que algo saliera mal. Desde el mismo día en que me metieron en la celda y cerraron la puerta.

Sonrió y recordó cómo la policía había pensado que, en cuanto pusiera un pie en la cárcel, se desmoronaría y les contaría todo lo que querían saber. Recordó al agente del FBI, con su impecable traje gris, camisa blanca y corte de pelo militar que le hablaba de revolución y de conspiraciones. Sentado frente a ella a una mesa pequeña, le había soltado un discurso sobre cómo las cosas serían más fáciles si hablaba. Podemos ayudarte, había dicho, conseguirte una condena corta y después ayudarte a empezar una nueva vida. Vamos, señorita Barrow, es usted una mujer inteligente, hermosa. No tire su vida por la ventana. ¿Cree que su lugar está aquí, entre putas y drogadictas? Se la comerán viva. Le arrancarán esa bonita piel a jirones, hasta que no quede nada y saldrá de la cárcel fea y vieja. ¿Y para qué? ¿Puede explicármelo?

El agente se había inclinado hacia adelante como un hurón. Por toda respuesta, ella le había escupido a la cara.

El recuerdo de aquello la hizo sonreír. Lo había tomado por sorpresa. Le recordó aquella vez en el instituto cuando desalentó al capitán del equipo de rugby.

La cárcel no la asustaba en lo más mínimo, había esperado un par de riñas, quizá, y después aceptación. En su fuero interno sabía que todas esas prostitutas y yonquis acabarían acudiendo a ella y estaría otra vez al mando. De alguna manera, pensó -aunque esto no se lo había dicho al agente del FBI ni a su padre, cuyas lágrimas no lograba comprender, ni al abogado que éste le había contratado y al que tanto había irritado que se negara a ayudar a su defensa, ni al juez, que dictó sentencia sobre su caso después de aburrirla con un sermón sobre el respeto debido al sistema-, había deseado ir a la cárcel.

Los primeros días allí lo más duro fue adaptarse, no tanto al hecho de estar encerrada, sino a lo limitado del espacio físico. La habían puesto en una celda individual en la llamada «zona clasificada». Pronto supo que seguiría allí hasta que las autoridades de la prisión decidieran qué tipo de prisionera iba a ser. En la celda había una cama, un lavabo y un retrete. Medía 240 por 180 centímetros. Había recorrido esta distancia una, dos, cien veces. Recordó los barrotes, los sonidos de la prisión con su sucesión casi constante de gritos, chillidos, ecos de pisadas, puertas cerrándose. En la distancia se escuchaba siempre ruido de porteros automáticos. Zumbidos, pitidos y más zumbidos que marcaban el ritmo de la vida carcelaria y eran un recordatorio constante de los confines del espacio y las limitaciones de movimientos.

Sacudió la cabeza para ahuyentar aquellos recuerdos.

Pensaban que podrían clasificarme, rio interiormente. La primera vez que fue a la cafetería de la cárcel, al terminar de comer dejó caer la bandeja metálica al suelo con un gran estruendo. Después le tiró el café a la cara de la primera carcelera que se le acercó y le dio un puñetazo a la segunda, rompiéndole la mandíbula.

Me clasifiqué yo solita.

Recordó la paliza que le habían dado y como no le dolió. Sonrió y movió la cabeza: mentía, en realidad me hicieron polvo. Durante un mes estuve cubierta de cortes y moretones y pensé que me quedaría coja para siempre.

Pero nunca pudieron hacerme daño por dentro. Eso era lo que tenía que demostrarles, que no controlaban nada, excepto las puertas de entrada y salida. Pensó otra vez en el agente del FBI: las cosas podrían ser más fáciles si hablaba. Habían sido fáciles: desde el primero hasta el último minuto.

Sus ojos detectaron un ligero movimiento en la linde del bosque y vio a media docena de ciervos en el prado iluminado por la luna. Qué vida más terrible la del ciervo, pensó, siempre marcada por el miedo. Al más mínimo ruido sale corriendo. En invierno pasa frío, en el verano se lo comen las moscas. ¿Cuándo están tranquilos los ciervos? Desde luego, no durante el otoño, cuando los persiguen los cazadores desde Nueva Jersey a Canadá. Sonrió. Qué humillante debe de ser la muerte para un ciervo: abatido por un cazador aficionado que ha tenido suerte de no meterse un tiro en la pierna o en la de su compañero de caza, o a una vaca de una granja de los alrededores. O tal vez morir mientras intenta escapar cruzando una carretera, atropellado por un ejecutivo medio borracho, arrastrándose cojeando hasta la maleza para morir solo y con dolor, mientras el cerdo de turno se queja de que se le ha abollado el coche. Viven en constante temor; son unas criaturas asustadizas y estúpidas, incluso si resultan hermosas a la luz de la luna.

Los vio pastar levantando la cabeza de vez en cuando, atentos a los ruidos de la noche. En poco tiempo se habían reunido más de dos docenas en el prado situado frente a la casa. Cuando por fin un ruido los alertó, salieron corriendo, como aguas rizadas en un estanque, y desaparecieron en el bosque. Entonces apartó sus pensamientos de ellos y los dirigió a los prisioneros del ático, después a Duncan y Megan. ¿Estarán llorando?, se preguntó. ¿Pasando la noche sollozando incapaces de dormir? ¿O tal vez están sentados esperando, impotentes? ¿Tienen alguna idea de lo que les espera?

Volvió la vista hacia Bill y decidió que jugaría un poco más con Ramón, espoleando su deseo hasta que no pudiera más. Me deseará, pensó. Y también a Bill. Escuchó a éste roncar y decidió que lo haría sufrir un poco más. Si mantengo la tensión, entonces no se darán cuenta de mis verdaderos propósitos. Tengo que conseguir tenerlos en vilo pendientes de mí. Son como todos los hombres, que piensan sólo con el pito. Lo que yo hago es asunto mío y sólo mío. Me ayudarán mientras piensen que hay algo más y luego estarán demasiado sorprendidos para entender lo ocurrido. Y estaré sola otra vez.

Se levantó dejando caer la manta al suelo y permitió que la luz de la luna bañara su cuerpo desnudo. Era como si la noche la penetrara, lenta y rítmicamente. Balanceó las caderas hacia adelante y abrió ligeramente las piernas, dejando que el aire frío la envolviera y acariciara. Se abrazó con fuerza, para retener a este nuevo amante cerca de sí.

Amanecía cuando Duncan recorrió con la vista el salón de su casa pensando en los problemas que traería el nuevo día. Megan se había quedado dormida en el sofá y en algún momento habían enviado a las gemelas arriba, a su habitación. Estaban en silencio, ignoraba si dormían pero lo sospechaba; conocía por experiencia propia la capacidad que tienen los adolescentes para dormir incluso en las situaciones más difíciles.

Estaba recostado en una butaca siguiendo con la mirada la sombra que se proyectaba en la pared que tenía enfrente, más tenue a cada segundo que pasaba. Por un momento pareció hipnotizado; después movió la cabeza, se espabiló e intentó concentrarse en el día que tenía por delante.

– Bien -dijo en voz alta-. ¿Qué es lo primero que tengo que hacer?

Revivió su conversación con Olivia. Le había advertido sobre acudir a la policía, cosa que no había hecho. Aparte de eso, sus amenazas habían sido vagas y sus instrucciones inexistentes. No le había ordenado que preparara el dinero ni que hiciera ninguna otra cosa.

Ya llegará, se dijo. Y yo, ¿qué hago mientras?

La respuesta era desesperante: únicamente esperar. La idea de ir a su habitación y elegir una camisa y una corbata limpias y un traje de chaqueta, después ducharse y vestirse, como hacía todos los días entre semana, casi le dio ganas de vomitar. ¿Cómo podría representar una pantomima así durante todo el día, sonriendo, estrechando manos, acudiendo a reuniones, revisando papeles?

Miró por la habitación en busca de objetos familiares. Todo parecía tan normal, tan ordenado. He trabajado mucho para mejorar las apariencias: coche nuevo, esta casa, vacaciones en la montaña. Proveer, eso es lo que he hecho, he provisto a mi familia con los frutos del dinero. Y no les ha faltado nada.

Por un instante pensó que envidiaba a Olivia. Solía pensar en ella durante aquellos primeros años, cuando pensé que cualquier día todo se acabaría. Se recordó intentando imaginar cómo sería su vida en la cárcel, el confinamiento, las palizas y las duras reglas que le esperaban también a él. Le llevó años comprender que ella se permitía el lujo de actuar según sus ideales, lo que significaba una suerte de libertad. En cambio él se había vuelto burgués y anodino, lo que en sí mismo es una forma de prisión. Olivia, en cambio, no necesitaba mirar a las gemelas, recién nacidas e indefensas, y darse cuenta de que transformar la sociedad es algo importante, pero no tanto como sacar adelante a tus hijos. Y entonces llegó Tommy y todo cambió.

Movió la cabeza. Para Olivia nada había cambiado. Todos esos años en prisión, donde cada día era exactamente igual al anterior.

Se levantó de la butaca y se colocó al lado de Megan dispuesto a despertarla, pero cambió de opinión. Tuvo el impulso de tocarla, como si eso pudiera servir para tranquilizarla, pero no lo hizo y la dejó seguir durmiendo. Es miércoles, pensó. Subió a ducharse. Primero abrió el agua caliente al máximo, dejando que el chorro ardiente lo cubriera. Después tomó el jabón y se restregó con fuerza todo el cuerpo, con violencia. Cuando el vapor empezaba a llenar el cuarto de baño abrió el grifo de agua fría y dejó que el chorro gélido lo castigara.

***

Megan se despertó con el ruido del cuarto de baño. Estaba sorprendida por haberse quedado dormida y no sabía muy bien si había descansado o no. Al instante todas las emociones de la noche anterior la envolvieron como una ola que rompe en la orilla.

Al principio se sintió furiosa; que Duncan malgastara el tiempo en algo tan mundano como ducharse la irritaba. Pensaba que todos debían permanecer sucios y desaliñados, que su aspecto exterior delatara lo que sentían en su interior.

Bajó las piernas del sofá y se sentó retirándose el cabello de la cara con las manos e intentando espabilarse. No, se dijo. Hace bien. Debemos estar frescos; no sabemos aún lo que nos deparará el día.

Se levantó y empezó a caminar. Algo tambaleante se dirigió escaleras arriba. Una vez en la habitación miró a Duncan.

– ¿Qué hacemos? -preguntó.

– No estoy seguro -contestó él. Se estaba secando vigorosamente, restregando con energía la toalla por su cuerpo, que tenía la piel enrojecida-. Supongo que esperan que nos comportemos como si nada hubiera sucedido. Se pondrá en contacto, eso me dijo.

– Odio eso.

– Yo también. Pero ¿qué alternativa tenemos?

– Ninguna. -Megan hizo una pausa.- ¿Tú qué vas a hacer?

Duncan respiró hondo.

– Bueno, la otra vez me llamó a la oficina, así que voy a vestirme e ir al banco y hacer como que trabajo mientras espero.

– ¿Crees que estarán bien?

– Sí. Por favor, Megan, no pienses en eso. Sólo ha pasado una noche y estoy convencido de que están bien.

– ¿Y qué pasa con el colegio de Tommy? Lo estarán esperando.

– Llámalos y diles que tiene fiebre.

Megan asintió.

– ¿Y las gemelas?

– Dios, no lo sé. ¿Y tú? ¿No tenías hoy cosas que hacer?

– Nada que no pueda cancelar o mandar a alguien en mi lugar. Diré que tengo gripe también.

Hizo una pausa y continuó:

– No podría soportar no saber dónde están las gemelas. Tienen que quedarse en casa conmigo.

– Muy bien. Llama al colegio…

– Y les digo que están enfermas. ¿Y luego qué?

– Esperas a que yo te llame.

– Dios, no sé si voy a ser capaz.

– Tienes que serlo.

– No puedo soportar esto.

Duncan estaba de pie tratando de hacerse el nudo de la corbata. Lo intentó una vez pero el extremo inferior quedaba demasiado largo. Lo intentó una vez más con el mismo resultado. A la tercera el nudo salía torcido. Se arrancó la corbata del cuello y la tiró al suelo.

– ¿Te crees que disfruto con esto? ¿Crees que lo soporto mejor que tú? ¡Por Dios!, no lo sé. No lo sé. No lo sé. Ahí tienes la respuesta a todas tus preguntas. Tenemos que esperar, ¡maldita sea!

Megan parecía dispuesta a saltar, pero en el último momento se contuvo.

– Muy bien -dijo-. Está bien.

Por un momento los dos permanecieron en silencio.

– ¿Por qué no te duchas y te vistes? Prepararé algo de desayunar y cuando estés vestida despierta a las chicas.

Megan asintió con la cabeza y, casi sin pensar, empezó a desnudarse dejando caer sus ropas al suelo. Duncan, todavía luchando con el nudo de la corbata, salió de la habitación. Mientras bajaba las escaleras hizo un esfuerzo por no mirar hacia la habitación de Tommy.

Megan dejó que el chorro de agua caliente la empapara y lloró hasta hartarse. Cuando terminó se secó rápidamente y se puso unos vaqueros y un buzo. El olor a frito procedente de la cocina casi la hizo desmayar. Tragó saliva y entró en la habitación de las gemelas.

– Vamos, chicas. Arriba.

– ¿Pasó algo? -preguntó Lauren.

– ¿Dónde está papá?

– No pasó nada nuevo y papá está abajo preparando el desayuno. Lávense y vístanse, por favor.

– ¿Tenemos que ir al instinto?

– No, se quedan en casa conmigo.

Las chicas asintieron con la cabeza.

– Y hagan las camas.

– ¡Mamá!

– Escuchen, maldita sea, todavía somos una familia y vamos a comportarnos con normalidad. ¡Hagan las camas!

Karen y Lauren asintieron de nuevo.

Megan bajó despacio las escaleras mientras los pensamientos bullían en su cabeza. Una familia, todavía. Actuar con normalidad. Le repugnaba todo lo que había dicho, lo que había hecho. Oía a las gemelas en el cuarto de baño y le repugnaba el hecho de que se estuvieran lavando para empezar el día, que les hubiera ordenado hacer sus camas, algo que, pensaba, era lo más estúpido que se podía hacer al día siguiente de que hubieran secuestrado a tu hermano.

Entró en la cocina preguntándose si soportaría la luz de la mañana. Duncan la miró.

– ¿Más tranquila? -preguntó.

Megan no contestó.

– Anoche heló -dijo él-. Todo parece de cristal.

– Lo sé -replicó ella sin mirarlo. Sintió un escalofrío y se dio cuenta de que el sol de la mañana no lograría hacerla entrar en calor.

Olivia Barrow dejó el motor en marcha; bocanadas de humo salían del tubo de escape. Dentro del coche de alquiler hacía calor y se desabrochó el abrigo. Giró el espejo retrovisor y se ajustó el sombrero y la larga peluca pelirroja. Miró calle arriba y calle abajo observando a los coches que salían de los caminos de entrada a las casas en dirección a la ciudad. Después se miró de nuevo en el espejo y se limpió una mancha de maquillaje de la comisura del labio. Vestía una bonita falda y camisa blanca bajo un abrigo de lana costoso. En el asiento del copiloto había una cartera llena de papeles sin valor; era parte del disfraz. Estoy perfecta, pensó, la clásica mujer trabajadora que acaba de dejar a sus hijos en el instituto y se dirige a su trabajo. Este lugar resulta perfectamente burgués y predecible. Huele a hipotecas, a buenos sueldos, a paquetes de acciones, a prosperidad. Vallas de estilo neocolonial, coches de importación y universidades privadas. Sólo falta el golden retriever de turno cagándose por todas partes.

Miró calle abajo hacia la casa de Duncan y Megan. No había ningún indicio de presencia de la policía, ni coches sospechosos ni hombres vestidos de jardineros. Tampoco un operario haciendo que arreglaba los cables de teléfono, pero en realidad instalando un sofisticado sistema de escuchas que permitiera a la policía interceptar su próxima llamada. En un barrio así llamarían enseguida la atención, tendría que estar ciega para no verlos. Bien hecho, Duncan y Megan, obedecieron mi primera orden. Hasta el momento todo va bien.

La luz del sol la deslumbró a través del parabrisas y se puso unos anteojos oscuros. Miró su reloj. Vamos, Duncan, pensó. Es hora de ponerse en marcha.

Mientras hablaba consigo misma vio su coche salir del camino de entrada a la casa.

– Buenos días, Duncan -dijo y rio mientras veía el coche desaparecer calle abajo.

– Que tengas un buen día.

Metió la marcha atrás.

– Que tengas un jodido buen día, Duncan.

PARTE 5. Miércoles a mediodía

Duncan permanecía a la espera.

Durante toda la mañana, cada vez que sonaba el teléfono le había sobrevenido una oleada de ansiedad y emoción que inmediatamente se tornaban en consternación al comprobar que quien llamaba no eran los secuestradores, sino empresarios de la localidad y gente solicitando créditos. Había atendido cada petición con la mayor celeridad posible, haciendo su trabajo como un autómata. Uno de sus interlocutores, sorprendido por su brusquedad, le había preguntado si estaba enfermo y le contestó diciendo que creía que estaba por engriparse. Lo mismo le dijo a su secretaria cuando ésta le preguntó si iba todo bien al verlo algo distraído mientras intentaba informarle sobre la próxima junta de accionistas. Le preguntó también si no pensaba irse a casa y reaccionó con la suficiente rapidez como para decir que no, que tenía mucho papeleo por hacer pero que, dado su estado, sería mejor que cancelara todas sus citas para los dos días siguientes. Ella había asentido, solícita, y le había preguntado si quería un plato de sopa de pollo de la cafetería que había calle abajo.

Por un instante se sorprendió al darse cuenta de qué buena excusa era aquello de «la gripe»: para la gente del noreste resultaba una excusa válida para cualquier comportamiento fuera de lo corriente. Después se dispuso a seguir esperando, más nervioso aún que antes. Con cada hora que pasaba aumentaba su preocupación y no entendía por qué los secuestradores se demoraban tanto. ¿Acaso la rapidez no era su mejor aliado? Había esperado que Olivia se apresurara a formularle sus exigencias; la suya tendría que haber sido la primera llamada de la mañana. Que alargara todo el proceso innecesariamente lo desconcertaba; no estaba preparado para este paréntesis en los acontecimientos, se dijo. Después lo pensó mejor: en realidad no estaba preparado para nada de lo que estaba ocurriendo.

Cada minuto son sesenta segundos, aquí y en todas partes del mundo, se decía. El tiempo transcurre igual para todas las personas; pero no se lo creía.

Todo va a salir bien, se repetía. Llamará de un momento a otro. Tommy estará bien, desorientado y asustado, pero bien. El juez estará irascible y enfadado, pero bien. Olivia está haciéndome esperar un rato porque quiere atraparme con la guardia baja.

Todo saldrá bien.

Se meció atrás y adelante en la silla, dejando que el chirrido de los muelles metálicos sirviera de ruido de fondo a sus pensamientos. Miraba fijamente el teléfono de su mesa. Era de los modernos, de diseño italiano y muy ligero, pesaba apenas un kilo. Entonces deseó tener un teléfono de los antiguos, con un dial redondo de esos que suenan al marcar y un fuerte timbrazo en lugar de los zumbidos y tonos a los que ya se había acostumbrado.

Están vivos; tienen que estarlo.

Escuchó que alguien llamaba suavemente a la puerta, que se abrió dejando ver a su secretaria.

– Señor Richards, es casi la una y voy a salir a comer un sándwich con algunos compañeros. ¿Está seguro de que no quiere que le traiga nada?

– Gracias, Doris, estoy seguro. Por favor, di en recepción que sigo en el despacho y que me pasen las llamadas directamente.

– Muy bien, pero ¿está seguro? No me cuesta nada y parece un poco pálido.

– No gracias, de verdad. Hasta luego.

– Debería irse a casa y descansar.

– Gracias, Doris.

– Como quiera, pero se lo he avisado.

– Gracias, Doris.

– Una gripe mal curada puede acabar en neumonía.

– Gracias, Doris.

– Muy bien, señor Richards. Lo veré dentro de una hora más o menos.

– Tómese su tiempo.

Cerró la puerta y Duncan miró por la ventana. El sol había desaparecido tras una espesa capa de nubes grises, el viento era cortante e impregnaba la atmósfera de un frío húmedo que presagiaba el invierno. Se estremeció y confió en que Tommy estuviera en un lugar bien guarecido. Trató de recordar lo que llevaba puesto el día anterior: vaqueros y zapatillas, una camiseta con cuello y la vieja chaqueta roja con el logo de cuando los New England Patriots ganaron la copa hacía varios años. También llevaba guantes y la campera del año pasado, que estaba algo desgastada en los puños pero lo abrigaría. Pero no, la mañana había amanecido lluviosa, así que lo más probable era que Tommy llevase el impermeable, que era amarillo y no abrigaba mucho. Duncan se dio un puñetazo en la palma de la mano y giró en la silla, enfadado. No quiero que pase frío.

¿Dónde estará Olivia? Se levantó y caminó por el pequeño despacho. ¿Dónde estará y qué estará haciendo?

De pronto tuvo una visión de Olivia de la última vez que la vio, arrastrando a Emily Lewis por la calle del banco, intentando llegar hasta la furgoneta.

Cómo debe de odiarme. Todos estos años encerrada, pensando en mí y alimentando su odio. Los pecados de los padres. Caminó hasta la ventana. Si fuiste cobarde una vez, se preguntó, ¿lo serás siempre? Miró las ramas desnudas de un roble agitándose con el viento.

Detrás de él sonó el teléfono y de un salto lo descolgó.

– ¿Sí? Duncan Richards…

– Duncan, soy Megan. No sé nada de…

– Es que no ha pasado nada -la interrumpió-. Nada todavía.

– ¡Dios! -gimió Megan-. ¿Por qué no?

– No lo sé, pero no empieces a pensar cosas raras, no te dejes llevar por la imaginación. Es lo que llevo haciendo toda la mañana, esperar y esperar… Todo saldrá bien, ya lo verás.

– ¿Tú crees? -la voz de Megan sonaba incrédula.

– Sí, lo creo. Así que mantén la calma y todo saldrá bien. En cuanto haya hablado con Olivia o con quienquiera que esté con ella en esto te llamaré. ¿Están bien?

– Sí, no te preocupes por nosotras. Estoy bien, es sólo que odio esta espera y necesitaba oír tu voz.

– ¿Y Karen y Lauren?

– Están bien; ya las conoces. Lo único es que no les gusta estar encerradas.

– Bueno -contestó Duncan-. Pues no les queda más remedio.

– Estaremos bien.

– Bueno. Te llamaré en cuanto sepa algo.

Colgó sintiéndose peor y miró furioso el teléfono: ¿Dónde te has metido, maldita sea?

Luego sonó otra vez y descolgó.

– ¿Sí? Duncan Richards.

– ¿Señor Richards?

Otra desilusión: era la recepcionista del banco. Su secretaria no debía de haber vuelto de comer todavía.

– Sí-repitió, abatido.

– Está aquí su cita de la una y media. ¿Le digo que pase? -¿Mi qué?

– Su cita de la una y media.

– ¡Vaya, por Dios! Espere un momento…

Buscó entre sus papeles tratando de averiguar con quién era la cita. Mierda, pensó, le dije a Doris que cancelara todos mis compromisos. ¡Mierda! No puedo atender una visita ahora.

Encontró la pequeña agenda de cuero, pero no vio ningún nombre apuntado y la cerró de golpe. Le he dicho mil veces que apunte todas las citas en la agenda. ¡Mierda, mierda!

Tomó aire despacio. De acuerdo, a ver cómo me puedo librar. La atenderé dos minutos y después se la paso a alguno de los encargados. Se preparó para recibir al visitante, quienquiera que fuera, rogando que el teléfono no sonara justo cuando estuviera hablando con él.

– Muy bien -le dijo a la recepcionista-. Que pase.

Recogió los papeles que tenía sobre la mesa y los guardó en el cajón superior. Se estiró la corbata, se pasó la mano por el cabello y se ajustó las gafas, después inspeccionó rápidamente el despacho buscando algún indicio que delatara su tormento interior. Al no ver nada se volvió hacia la puerta en el preciso instante en que ésta se abría. Vio como la recepcionista hacía pasar a su visita y se puso de pie preparándose para pedir disculpas.

– Hola, perdóneme. Parece ser que he olvidado nuestra… -no pudo seguir hablando.

– Hola, Duncan -dijo Olivia Barrow.

Se volvió hacia la recepcionista.

– Muy amable.

La joven sonrió y cerró la puerta dejándolos solos. Olivia esperó mientras Duncan la miraba perplejo.

– ¿No vas a ofrecerme una silla? -preguntó.

***

Megan caminaba por la casa hasta que encontró a Karen y a Lauren en la cocina haciendo deberes. Karen estaba escribiendo una redacción sobre Oliver Twist mientras Lauren le daba consejos. Por un instante Megan sintió deseos de gritarles por dedicarse a tareas tan ordinarias en un momento como aquél, en que todo estaba patas arriba. Pero luego respiró hondo y decidió que tal vez las gemelas estaban demostrando más sentido común que ella.

– Mamá -dijo Lauren levantando la vista-. ¿Ha sabido algo papá?

– Todavía no.

– ¿Y eso qué crees que significa?

– No lo sé. Es muy probable que no signifique absolutamente nada.

– Estoy preocupada por Tommy. Imagínate si pesca un resfriado o algo.

– Todo va a salir bien. Tienen que creerlo -replicó Megan.

Karen se levantó de la silla y fue a abrazar a su madre. Lauren también se acercó y la tomó de la mano. Megan se dejó inundar del calor que desprendían sus hijas. No me suelten, pensó.

– No te preocupes, mamá -dijo Karen-. Estamos aquí contigo y Tommy estará bien.

– Apuesto a que el abuelo se las está haciendo difícil -dijo Lauren-. ¡Me parece que cometieron un error secuestrándolos! Gruñirá y se quejará y les estropeará la diversión, mamá, ya lo sabes.

Megan tomó aire como tratando de tomar prestado un poco de la confianza que transmitían sus hijas.

– Estoy segura de que tienen razón -dijo.

Las gemelas la estrujaron fuerte y luego la soltaron.

– No queda nada de leche, mamá…

– Ni refrescos sin azúcar.

Megan se quedó pensando…

– Pensaba hacer hoy la compra, pero ahora no puedo.

– Danos la lista y vamos nosotras -dijo Karen.

– No. Quiero que se queden aquí donde pueda verlas. No sabemos nada de esas personas, y si se les ocurriera secuestrarlas también a ustedes… Bueno, no creo que su padre y yo pudiéramos soportarlo.

– Pero, mamá, eso es absurdo.

– ¿Cómo lo sabes?

Las muchachas permanecieron en silencio mirando fijamente a su madre.

Supongo que esto es como un examen, pensó Megan. ¿Hasta qué punto confío en ellas? ¿Hasta qué punto las considero adultas? Dudaba. En realidad, no entienden nada de lo que está pasando, todavía son unas niñas. No entienden lo que está pasando porque no les parece real; sólo saben que algo ha ocurrido pero para ellas la vida sigue.

– Muy bien -dijo Megan finalmente-. Leche, refrescos, algo de fiambre y pan. Eso es todo. Ah, y café instantáneo también. Les daré veinte dólares y pueden ir en el coche hasta la tienda de East Prospect. Directo allí y después directo a casa. No hablen con nadie ni se paren a hacer nada. Si ven a alguien que les parece sospechoso, quiero que dejen inmediatamente lo que estén haciendo y vengan directamente a casa. ¿Entendido?

– Mamá…

– ¿Entendido?

– Sí, sí. Está bien. Pero ¿podemos comprar al menos alguna revista?

– Sí, y un periódico -contestó Megan. Buscó en su monedero y sacó varios billetes-. Y nada de chicles, aunque sean sin azúcar.

Les dio el dinero y se sintió tonta por estar tan preocupada, después más tonta todavía por no estar más preocupada. Cuando las chicas salieron por la puerta delantera corrió a la ventana y las vio subir al coche. Lauren se puso al volante, algo que la tranquilizó porque era mejor conductora que su hermana. Karen la saludó con la mano mientras el coche arrancaba y se marchaba calle abajo.

Megan volvió a la cocina.

***

¡Mierda!, dijo Bill Lewis en voz alta aunque estaba solo en el coche de alquiler en su puesto de vigilancia en la calle. Las gemelas pasaron junto a donde estaba estacionado en el deportivo rojo. Las hijas van a algún sitio. ¡Mierda!

Pensó rápido en lo que debía hacer. Megan estaba sola en la casa y las hijas habían ido a alguna parte. Las instrucciones de Olivia era que vigilara la casa, permaneciendo estacionado unos minutos y después pasando por delante cada tres cuartos de hora más o menos, con la suficiente frecuencia para saber si algo había cambiado en la casa, pero no tanta como para que alguien lo viera o sospechara de él. Llevaba traje y corbata, lo que minimizaba el riesgo de llamar la atención en un vecindario como aquél. Sabía que tenía que detectar cualquier indicio de presencia de la policía o del FBI, pero no se había imaginado que los miembros de la familia se dispersarían.

Se dio cuenta de la oportunidad que se le presentaba y por un instante se preguntó: ¿Qué haría Olivia en esta situación?

Sonrió para sí y tomó una decisión.

Duncan era incapaz de articular palabra. Sus ojos estaban fijos en Olivia, de pie frente a él. Es ella, se decía. Tragó saliva y señaló una silla preguntándose por un instante por qué no se abalanzaba a su cuello y la estrangulaba. La vio tomar asiento y hacerle un gesto para que hiciera lo mismo. Era apenas consciente de sus movimientos: primero estaba de pie y al segundo siguiente sentado frente a ella, al otro lado de su enorme mesa de despacho. Era como un personaje salido de Alicia en el país de las maravillas, que tan pronto estaba delante de sus narices, casi tocándolo, como a kilómetros de distancia. La cabeza le daba vueltas y tenía la boca seca, así que cuando por fin consiguió hablar su voz salió como un graznido:

– ¿Dónde están? ¿Dónde está mi hijo?

– No muy lejos de aquí -respondió Olivia con la mayor tranquilidad, como quien habla del tiempo.

– Quiero… -empezó a decir Duncan, pero ella lo interrumpió.

– Sé lo que quieres -dijo- y apenas tiene importancia. ¿Te gusta mi pelo? -Se llevó la mano a la peluca.

Duncan parpadeó. Era la primera vez que se daba cuenta.

– Es rojo -dijo.

Olivia rio.

– Así es.

– No lo recordaba de ese color.

Se le borró la sonrisa.

– Nada es como lo recordabas, excepto una cosa: yo estoy al mando y tú cumples mis órdenes. Sólo que esta vez no vas a joderla, ¿eh, Duncan?, porque esta vez te la juegas de verdad. No se trata de salvar tu culo esta vez, sino el de tu hijo. Y el del viejo, no te olvides del viejo. Piénsalo, Duncan, piensa en cómo debo odiar todo lo que ese desgraciado representa, en lo poco que me costaría deshacerme de él, tal y como hicieron sus colegas conmigo.

– ¿Dónde está mi hijo? -preguntó Duncan angustiado.

– Ya lo he dicho: cerca. En mi poder -hizo un gesto de desprecio con la mano.

– Por favor…

Olivia levantó la mano y Duncan interrumpió lo que iba a decir.

– Duncan, contrólate. Así todo será más fácil.

Asintió de nuevo con la cabeza y trató de controlarse. Podía escuchar los latidos de su corazón y las sienes le palpitaban.

Olivia se reclinó en su asiento y se puso cómoda. Sonrió a Duncan.

– Es hora de que negociemos, ¿no te parece?

– Sí, lo que tú digas -Duncan tomó aire y se enderezó en la silla. Entrecerró los ojos y apoyó las manos en el regazo, de modo que Olivia no notara cómo temblaban.

– Bien.

– Quiero que me devuelvas a mi hijo. Si se te ocurre hacerle daño…

– ¡No se te ocurra amenazarme!

– No te estoy amenazando, sino haciendo una promesa.

Olivia rio y se inclinó hacia delante.

– ¿Me vas a soltar uno de tus discursitos? ¿Hay algo que quieras contarme? ¿Demostrarme lo valiente que eres? ¿Lo hombre que eres o lo buen banquero?

– Podría llamar a seguridad.

– Y estarían muertos antes de media hora.

– Eso es mentira.

– ¿Eso crees, matemático? Pues llámalos.

Duncan no se movió.

– Vamos, señor banquero importante. Llama a seguridad. ¡Adelante!

Siguió sin moverse.

– Supuse que no lo harías.

– ¿Por qué viniste?

– Ahora sí que vamos al grano. ¡Bien!

– Sí, ¿por qué no nos dejas en paz?

– Ya te lo he explicado.

– Pues no lo entiendo.

– Lo harás.

Duncan se quedó en silencio, percibiendo su odio.

– ¿Por qué nos haces esto? -preguntó de nuevo.

– Por todo lo que me hicieron ustedes a mí. Repasemos: traición, la muerte de Emily, dieciocho años de mi vida. Ustedes sacaron beneficio de todo eso. ¿No crees que ahora me toca a mí?

Duncan no contestó.

– ¡Vamos, Duncan! ¿Qué te hace pensar que no vendría a cobrarme lo que me deben?

– No lo sé.

Olivia río, cruel.

– Ya ves, ésa es la parte que más me gusta. Durante los dieciocho años que pasé encerrada aprendí algo sobre leyes. La cárcel es la mejor escuela para eso, probablemente tan buena como Harvard o Yale, y desde luego, con un programa de prácticas mejor. En fin, Duncan, supongo que, técnicamente, eres cómplice de asesinato, lo mismo que yo. Intento de robo armado. Intento de asesinato. Robo de un banco, robo de un coche, posesión de armas. Y saliste inmaculado, Duncan. De eso también es posible que te acusen. Así que, pongámonos en lo mejor: prescripción de la acción penal: no es aplicable a delitos de sangre. Pero, digamos que contratas a un buen abogado que alega que ahora mismo eres un buen ciudadano, pilar de la comunidad y que además sólo eras el conductor, bla, bla, bla. Esos dos hombres que murieron habían sido policías, y eso es algo que no se olvida. Así pues, ¿de qué estamos hablando? ¿Libertad vigilada? ¿Condena condicional, sin ir a la cárcel? No es muy probable, Duncan. Tal vez para Megan -no olvidemos que ella está metida también en todo esto-, pero, ¿tú, Duncan? No creo que lo fueras a tener fácil, la verdad…

Sonrió e hizo una pausa.

– Aunque, desde luego, podría estar completamente equivocada. Tal vez las autoridades se limiten a darte una reprimenda y decir lo pasado, pasado está. ¿Tú qué crees?

– Continúa.

La voz de Olivia rezumaba odio.

– Por eso nunca se lo conté, Duncan, aunque me hubiera ayudado a salir antes. Porque no quería que pagaras tu deuda con el estado de California, sino conmigo.

Hizo una nueva pausa y luego susurró con voz llena de odio:

– ¡Conmigo, hijo de puta!

Se reclinó en la silla.

– Y vas a seguir pagándome durante bastante tiempo. Porque, aunque recuperes a tu hijo -y eso si lo consigues, porque, personalmente, no creo que tengas lo que hace falta- siempre tendré ese as en la manga. ¿Sabes? Hay por ahí un fiscal al que le encantaría saber tu nombre, y lo mismo a un par de agentes del FBI. Y no olvidemos a los familiares de las víctimas; estoy segura de que querrán conocer los nombres de los otros miembros de la Brigada Fénix…

Duncan se estremeció.

– No lo han olvidado; aunque hayan pasado dieciocho años. Aunque pasaran cien no lo olvidarán.

Susurró de nuevo:

– Tal y como yo no he olvidado.

Sin saber cómo, Duncan se encontró recordando algo ocurrido durante los días siguientes al nacimiento de Tommy.

Aquella noche todas las cadenas de televisión hablaban de un niño de corta edad que se había quedado atrapado en una alcantarilla. Equipos de rescate habían trabajado toda la noche para liberarlo. Duncan se recordaba con Tommy en brazos dándole el biberón y viendo la noticia mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Recordó su sorpresa al ver que el niño era finalmente rescatado; por lo general estas historias no tienen un final feliz. Parece que el mundo conspira para matar a nuestros hijos; son un blanco tan fácil…

Olivia miró su reloj.

– Tengo que hacer una llamada -dijo bruscamente.

– ¿Cómo?

Olivia tomó el teléfono y tiró de él.

– Tengo que hacer una llamada. Si quieres que tu hijo siga vivo, entonces dime qué tengo que marcar para línea exterior.

– No lo entiendo.

– Duncan, no seas obtuso. Si no llamo a una serie de números cada diez minutos y digo a la persona que descuelga que estoy bien, entonces él -o ella- supondrá que fui traicionada otra vez y tiene órdenes de matar al juez y al niño. ¿Necesitas que te dé más detalles?

Duncan la miró horrorizado.

– ¿Qué tengo que marcar para línea exterior, Duncan?

– El nueve.

– Gracias. Todavía tengo un minuto.

Marcó rápidamente un número.

A tres cuadras de allí, Ramón Gutiérrez esperaba, consultando su reloj, sin saber muy bien qué haría si no sonaba el teléfono. Cuando éste sonó se sintió inmensamente aliviado. Descolgó:

– ¿Sí?

– Está todo bien.

– De acuerdo. ¿Voy al teléfono dos?

– Sí.

Ramón colgó, sonriendo.

Olivia colgó el auricular; después se quitó el reloj de la muñeca y lo dejó en la mesa, frente a ella.

– Será mejor que esté pendiente -dijo con una sonrisa-. Sería una pena que se me pasara la hora de la próxima llamada.

Miró a Duncan con dureza.

– Sería una manera estúpida de morir, ¿no? Sólo porque a alguien se le olvidó hacer una llamada. Como estar en el corredor de la muerte, de camino a la cámara de gas o a la silla eléctrica, lo que sea, y que a pocas cuadras de allí, en la oficina del gobernador, su ayudante busca frenético un trozo de papel con el número directo a la sala de ejecuciones y se da cuenta de que lo ha dejado en el bolsillo de los otros pantalones.

Rio.

– ¿Sabes que me amenazaron con eso, Duncan?

– ¿Con qué?

– Pena de muerte. Por suerte pronto la descartaron para mi caso, pero no para el tuyo, Duncan… aún no.

Cuando sonó el portero eléctrico de la entrada Megan se sobresaltó. Primero pensó que serían las gemelas, que se habían olvidado algo, pero luego se dio cuenta de que habrían abierto con su llave. Luego pensó que seguramente no se molestarían; ¿para qué perder tiempo buscando las llaves si su madre estaba en casa? Se apresuró a ir hasta la puerta y alargó la mano hacia el picaporte sin detenerse a pensar en lo que estaba haciendo. Abrió la puerta y se quedó petrificada.

Primero reparó en los grandes anteojos de sol, innecesarios en un día tan nublado; después en la media sonrisa que le recordaba algo. Miró al hombre de pie en el umbral de su puerta mientras éste se quitaba los anteojos; sus facciones parecían salidas de una pesadilla que confiaba haber dejado atrás hacía mucho tiempo. Se quedó mirándolo boquiabierta, como alcanzada por un rayo.

– Pero, creíamos que habías…

– ¿Muerto? ¿Desaparecido? ¿Esfumado? ¿Perdido en el espacio interestelar? ¿Qué pensabas, Megan, que salí corriendo del banco y ya está?

Se rio al ver la expresión de terror en la cara de Megan.

– ¿Tanto he cambiado? -preguntó tranquilo.

Megan negó con la cabeza.

– Eso pensaba. Bueno, ¿y no vas a invitarme a pasar?

Megan asintió.

Bill Lewis entró en la casa y echó un vistazo a su alrededor.

– Muy bonito -dijo-. Bonito y de calidad. ¿También se hicieron republicanos?

Megan era incapaz de responder.

– Contesta a mi pregunta, Megan -susurró Bill, furioso.

– No.

– Ya, seguro.

Ella lo miró mientras inspeccionaba la casa y su mirada se detenía en una mesa antigua que había en el vestíbulo.

– No está mal -dijo fríamente-. Bonito diseño. ¿Es de 1850? -Volvió la vista hacia Megan.- Te hice una pregunta -dijo pasando el dedo por la madera áspera del mueble.

– 1858 -respondió Megan.

– Es una pieza cara, por lo menos debe de costar dos de los grandes, ¿no?

– Supongo.

– ¿Lo supones? -su risa sarcástica sonó como un rebuzno. Miró hacia el salón y se acercó a unas fotos.

– Duncan ha engordado -comentó-. Tiene todo el aspecto de un pequeñoburgués. Ha perdido la chispa, ¿no? Adiós a la delgadez, al compromiso; ahora números grandes y sustanciosos balances, ¿eh?

Hizo una pausa mientras miraba a Megan.

– No -contestó ella-. Está en buena forma. Corre seis kilómetros todos los días.

Bill soltó una carcajada.

– Debí habérmelo imaginado, el deporte de los burgueses. Seguro que sale a correr con zapatillas de doscientos dólares y un jogging de marca que cuesta por lo menos trescientos… Cualquier gasto es poco con tal de mantener la línea.

Se calló y miró a Megan con dureza:

– Debería probar a dejar de comer. Lo mantiene a uno duro y en forma; eso y esconderse del FBI y de la policía. Es la combinación perfecta para mantenerse delgado.

Su sonrisa era más bien una mueca. Se dio la vuelta y tomó otra fotografía.

– ¡Vaya, vaya! -comentó-. Las chicas son tan guapas como tú e iguales a ti en aquella época. Igualitas. -A continuación tomó una fotografía de Tommy.- Aquí parece más contento -dijo-. Donde está ahora casi no sonríe.

Megan dejó escapar un grito ahogado.

– Tommy… -susurró.

Bill Lewis se volvió hacia ella con expresión salvaje.

– ¿Qué pasa? ¿Creías que Olivia estaba sola en esto? ¿No imaginabas que había alguien más ahí afuera pensando en cómo vengarse de Duncan y de ti?

– Tommy -repitió Megan-. Por favor, mi niño…

– Morirá. Morirá a no ser que hagan todo lo que les digamos. Y lo mismo ocurrirá con el viejo ese, sólo que para él será más doloroso.

Dejó la fotografía en su sitio y, por un momento, pareció detenerse a pensar; después la tomó de nuevo y la miró de cerca. Volvió la vista hacia Megan y de pronto, de forma violenta e inesperada, rompió la fotografía contra la esquina de la mesa haciendo pedazos el vidrio y el marco. El estallido de cristales rotos resonó en los oídos de Megan como un disparo y por un momento pensó que estaba sangrando.

– Ahora mandamos nosotros -dijo Lewis-, no lo olvides.

Se acercó a Megan y le agarró la cara con una mano, aplastándole las mejillas.

– Morirán todos, ¿entiendes? No sólo el niño y el viejo; después volveré y mataré también a las niñas. Piénsalo, Megan. Después mataré a Duncan, pero a ti te dejaré viva para que puedas sufrir. ¿Entiendes? ¿Entiendes?

Megan asintió.

– Todo esto, Megan, todas estas cosas, esta vida… ya puedes ir despidiéndote.

La soltó.

– Bien. Ahora vuélvete contra la pared y cuenta hasta sesenta. Después puedes seguir con lo que estabas haciendo antes de que tuviéramos esta agradable charla. Tareas domésticas, supongo. Limpiar un poquito, fregar los platos, zurcir unos calcetines… algo agradable y burgués. Me alegra haberte visto, después de tantos años… Muchos años, Megan.

La empujó hacia la pared y se dirigió a la puerta.

– Ah, y dale recuerdos a Duncan. Dile que tiene suerte de que no matara a su mujer hoy, tal y como él hizo con la mía.

Después se marchó dejando a Megan llorando, de cara a la pared.

Marcó el número de la segunda cabina con rapidez y cuando escuchó el breve «¿Sí?» de Ramón dijo secamente:

– Pasa al siguiente.

– Al tercer teléfono -dijo Ramón.

– Eso. -Olivia colgó el auricular y miró a Duncan a los ojos buscando indicios de rebeldía.

– Muy bien, Duncan, vamos al grano.

– Sí -contestó él.

– Saca lápiz y papel.

Por un momento Duncan se quedó mirándola preguntándose qué tramaba; después obedeció.

– Bien -dijo Olivia-. Vamos a ver, Duncan. ¿Cuánto dinero ganas?

– ¿Qué quieres decir?

– Duncan, no pongas a prueba mi paciencia. Te pregunté cuánto dinero ganas.

– Mi sueldo anual es de noventa mil dólares.

– ¿Y?

– Luego hay ingresos extras: seguro médico, coche, cuotas de beneficios que también suman.

– Haz un cálculo.

– Otros veinticinco mil.

– Continúa. ¿Fondo de pensiones?

– Mi mujer y yo tenemos un plan de pensiones cada uno de unos veinte mil. El banco cotiza parte de mi pensión. Y además de eso…

– Escríbelo.

Duncan garabateó unas cifras en una libreta.

– Bien -dijo Olivia-. Continúa.

Tengo una parcela en Vermont; aún no hemos construido nada. Pensábamos hacerlo el año que viene.

– Añádelo.

– Bueno… pagué treinta mil por dos hectáreas y media…

– ¿Cuándo?

– Hace siete años.

– ¿Cuánto costará ahora? ¿Cien mil? ¿Ciento veinte mil?

– Por lo menos.

– ¿Dónde está?

– Cerca de Killington.

Olivia sonrió.

– Bonito sitio, creo que es estupendo para esquiar. Y esta temporada parece que será buena. ¿Ha nevado ya por allí?

– Algo.

– Apúntalo. ¿Qué me dices de acciones, bonos?

– Tengo un pequeño paquete.

– No seas tan modesto. ¿Cuánto tienes?

– Sólo valores seguros.

– Lo que me imaginaba -señaló la libreta.

– ¿Qué más? -preguntó Duncan.

– Apunta también tu casa y lo de Megan. ¿Cuánto ganó el año pasado?

– Cincuenta mil dólares.

– No van mal las cosas por aquí, ¿no?

Duncan se limitó a asentir.

– ¿Quién habría pensado que el Noreste volvería a prosperar así? En los tiempos en que éramos amigos parecía que la economía se iba al bombo, pero cuando salí de la cárcel me di cuenta de que había un boom, de que todo el mundo se estaba haciendo rico.

Alargó la mano y tomó la hoja llena de números dejando escapar un silbido burlón.

– No está mal. Has estado ocupado, ¿eh?

Duncan asintió.

Olivia arrancó la hoja y se la guardó en el bolsillo. Después dejó de sonreír y se inclinó hacia adelante.

– Oye, Duncan -dijo con un susurro áspero-. Escucha con atención. Voy a abrir una cuenta.

– ¿Qué? -preguntó Duncan, confuso-. ¿Una cuenta?

– Eso mismo, matemático. Y esa cuenta eres tú.

– No lo entiendo.

– Ahora lo verás.

Duncan la miró y esperó. Era evidente que estaba disfrutando del momento.

– ¿No te preguntas por qué he venido aquí hoy?

Duncan negó con la cabeza.

– Tenía que verte; en persona. Todo esto lo podía haber hecho por teléfono, habría sido más seguro, pero quería verte con mis propios ojos, comprobar que te habías pasado al enemigo. Sabía que lo habías hecho, que no tendrías valor para resistir. Pero no imaginaba que hubieras caído tan bajo. -Se reclinó en la silla y rio.- ¿No te da vergüenza cuando te miras al espejo, Duncan? Todo lo malo de este país está reflejado en tu mezquina cuenta bancaria. ¿No te despiertas por la noche y recuerdas cuando eras alguien importante, cuando hacías algo de verdad? Entonces estabas en la lucha; trabajabas para cambiar el mundo y ahora mírate. Sólo te dedicas a ganar dinero, qué asco.

De pronto alargó la mano por encima de la mesa y agarró la de Duncan. Su apretón era de hielo y acero y Duncan sentía sus músculos esforzándose por estrujarlo.

– Eso es el compromiso, Duncan. Yo no he cambiado; nunca he dejado de creer en la lucha. Soy tan dura ahora como lo era entonces…

Lo soltó con un gesto brusco y se dejó caer de nuevo en la silla.

– Soy igual de fuerte… o más. Estar en la cárcel es como volver a nacer, Duncan. Te ayuda a ver las cosas en su justa perspectiva y cuando sales eres una persona nueva y más fuerte.

Lo miró y después una sonrisa asomó en sus ojos.

– Bien, Duncan, tú eres el banquero, el experto en préstamos, valores en apreciación de depreciación. Tú eres el que sabe lo que valen las cosas en el mercado hoy, en las condiciones económicas actuales…

Lo asustaba el giro que tomaba la conversación.

– Sí -contestó despacio.

– Entonces dime, ¿cuánto me das por el niño? ¿Y por el cerdo fascista? -dejó escapar una risa cruel-. ¿Cómo se cotizan en el mercado actual?

El pánico lo invadió y la frente le ardía.

– ¿Cómo quieres que…?

– ¡Te hice una pregunta, cerdo! ¿Cuánto cuesta una vida, Duncan? Tú eres el puto banquero, así que dímelo. ¿Cuánto cuesta el viejo? De todas maneras, no le quedan muchos años, su valor está depreciado… Pero el niño es fuerte y le queda mucha vida por delante, así que habrá que cotizarlo bien, ¿no te parece? Aunque, ahora que lo pienso, quizás haya que aplicarle un descuento; ha tenido algunos problemas, ¿no es así? ¿Ansiedad por estrés, no? Habrá que hacer una pequeña rebaja; buen material pero defectuoso. Deteriorado durante el transporte, ¿no, Duncan? ¿Qué te parece?

– ¡Zorra! -susurró éste.

– A palabras necias… -respondió Olivia, burlona.

– ¿Cómo puedes pedirme que le ponga precio a mi propio hijo?

– Tú lo hiciste, pusiste precio a mi vida, a la de Emily, a la de todos los demás. Hace dieciocho años le pusiste un precio a tu libertad y entonces no te resultó difícil, Duncan. Así que hazlo ahora otra vez.

Miró su reloj.

– Se acabó el tiempo -dijo-. Última llamada.

Tomó el teléfono y marcó. Cuando escuchó la voz de Ramón dijo:

– Casi he terminado. -Pero seguía mirando a Duncan.

Con exagerada lentitud, dejando que la ira que sentía se clavara bien hondo en el corazón de éste, colgó y sacó un sobre blanco de su bolso.

– En este sobre hay un mensaje, Duncan, cuando lo leas sabrás hasta qué punto hablo en serio. También explico lo que haré si no se hace lo que pido. Si no pagas.

Se levantó y Duncan la miró presa del pánico.

– Pero, entonces… ¿cuánto? No sé…

Olivia levantó una mano para interrumpirlo.

– Duncan, esto es lo que voy a decirte. El cuándo es fácil. Hoy es miércoles y supongo que te llevará el resto del día descifrar mi pequeño mensaje, que te recomiendo leas inmediatamente. Te despejará dudas acerca de mi sinceridad… -Lo miró, furiosa-. Te doy un día.

– ¡Un día! Es imposible…

– Muy bien, Duncan -dijo, mostrando de nuevo su sonrisa de gato de Chesire-. Estoy dispuesta a ser razonable. Te doy dos días, dos días laborables para reunir… -Calló un momento-. Eso es lo que le da emoción a la cosa, ¿no te parece? ¿Cuánto conseguirás reunir y será suficiente? Tal vez te baste sólo para recuperar a uno de los dos, tal vez te quedes muy corto y tengamos que seguir como hasta ahora. Tal vez, tal vez, tal vez. Tal vez me asuste. Por favor, Duncan, no subestimes lo poco que deseo volver a la cárcel y lo que estoy dispuesta a hacer para evitarlo. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Supongo.

– Lo que quiero decir es que a la mínima señal de que no estás jugando limpio, morirán. -Hizo una pausa.- Morirán. Estarán muertos. ¿Te queda claro?

– Sí.

– Así que consigue el dinero, mucho. Hazlo.

– Pero no lo entiendes, no tengo tanto en efectivo. La mayor parte está en acciones, invertido. No puedo liquidar todo en dos días y dártelo. Lo haré, pero necesito tiempo. No puedo…

– Sí puedes, cerdo. -Se quedó mirándolo.- Sigues sin entender, ¿verdad?

– Supongo que no.

– Duncan, no espero que vendas todas tus propiedades en dos días, que vendas tus acciones, que canceles el plan de pensiones. Eso sería imposible en dos días. -Sonrió.- No, eso no es lo que espero.

– ¿Y entonces?

– La respuesta es bien sencilla, Duncan.

– No sé…

– Tendrás que robarlo.

Se desplomó en la silla; abrió la boca, pero no le salían las palabras. Olivia se inclinó sobre la mesa, de forma que su cara estaba a unos centímetros de la de Duncan. Su aliento ardía.

– Tendrás que robarlo, cerdo, atracar el banco.

Se levantó y lo miró despectiva.

– Termina lo que empezamos hace dieciocho años.

Dio un paso atrás e hizo un gesto con la mano aludiendo al banco.

– Róbalo -repitió.

Y se fue.

PARTE 6. Miércoles tarde. Miércoles noche

Cuando Olivia se marchó Duncan permaneció pegado a la silla durante un rato; no supo cuánto, cinco, quince minutos, tal vez media hora, pues el tiempo se había vuelto maleable de repente. Era como si de pronto hubiera enfermado de unas extrañas fiebres tropicales, la cara le ardía y sentía la frente empapada en sudor y cuando se miró las manos vio que las tenía agarrotadas y temblorosas.

¡Róbalo!

El zumbido del teléfono lo sacó de su ensimismamiento. Miró el aparato perplejo antes de volver a la realidad. Hizo ademán de descolgar pero se detuvo, dejando que zumbara y zumbara como un moscardón furioso. Cuando vio que no dejaba de sonar, lentamente descolgó el auricular.

– ¿Sí? -preguntó con tono ausente.

– ¡Duncan!

– ¿Sí? -repitió, como despertando de un sueño-. ¿Megan? ¿Qué pasa?

La angustia en la voz de su esposa lo hizo levantarse como un resorte.

– ¡Bill Lewis! Creía que estaba muerto, pero está con ella, Duncan, le ayudó a secuestrar a Tommy.

– ¿Bill Lewis? -Duncan se sentía como si los finos hilos que lo mantenían de pie se fueran rompiendo uno a uno dejándolo suspendido en el vacío.

– Dijo que mataría a las niñas, y a ti, si no hacías lo que te ordenara Olivia. Está con ella en esto, no lo podía creer. Estaba igual que siempre, sólo que distinto. Era como si…

– ¿Bill Lewis? Pero creía que había desaparecido.

– ¡Estuvo aquí! Fue horrible, no se parece en nada a como era antes.

– ¿Está con Olivia?

– Sí, están juntos en esto.

– ¡Dios mío! ¿Y quién más?

– No lo sé -gimió Megan.

– Bill Lewis es un salvaje. -Duncan lo recordó sentado a la mesa de la cocina en Lodi apuntándole con una pistola del 45 y apretando el gatillo. Recordó el chasquido del tambor y la risa cruel de Bill cuando saltó y empezó a gritarle.- Un psicópata y un cobarde -continuó Duncan sin pensar en el impacto que tendrían sus palabras-. Es capaz de disparar a cualquiera siempre que sea por la espalda.

– No, no lo haría, Duncan. Entonces estaba confuso, como lo estábamos todos, pero no era tan mala persona…

– Acabas de decir que fue horrible…

– Y lo fue. Dios, Duncan, lo siento, es que estoy histérica.

– ¿Qué te dijo?

– Rompió una fotografía de Tommy y dijo que lo mataría.

– No mientras esté Olivia; en eso podemos estar tranquilos. Siempre lo ha dominado, hacía siempre exactamente lo que ella le pedía.

– Duncan, pensé que no podría asustarme más, pero no es así; ya no sé qué pensar.

– Tranquilízate. ¿Dónde están las niñas?

– Fueron a comprar leche.

– ¿Cómo?

– Necesitaban salir de casa y no pensé… fue antes de que Bill apareciera y…

Duncan respiró hondo e hizo un esfuerzo por controlarse.

– Está bien. Cuando vuelvan que se queden en casa hasta que yo llegue y no abran la puerta a nadie, a no ser que los conozcan personalmente.

Calló un momento pensando en la tontería que acababa de decir. Ese precisamente era el problema, que conocían a los secuestradores personalmente.

– ¿Vienes ya? -preguntó Megan.

– Enseguida, antes tengo que hacer una cosa.

– ¿Qué?

Duncan tomó el sobre que Olivia le había dejado en la mesa.

– Me ha dejado una especie de mensaje y tengo que descifrarlo. Eso es lo que dijo, no sé lo que es ni cuánto tiempo me llevará.

– ¿Te dijo cuánto tenemos que pagar para que nos devuelvan a los Tommys?

– Más o menos -contestó Duncan percibiendo la angustia en la voz de su mujer-. Te lo explicaré cuando llegue a casa. Espera a las niñas e intenta tranquilizarte, yo llegaré enseguida.

– Por favor, date prisa.

– Muy bien.

Colgó el teléfono y tomó el sobre. Está al borde de un ataque de histeria, pensó. Si Megan no era capaz de soportar la tensión, no sabía qué iba a hacer. Movió la cabeza y se preguntó qué haría él si tampoco era capaz de resistir la presión. Respiró hondo.

– Muy bien, Olivia -dijo en voz alta-. Vamos a jugar a tu estúpido juego. -Era fácil hacerse el valiente cuando no estaba ella delante mirándolo a la cara, pensó con tristeza. Cuando se ha ido, entonces se me ocurre qué decir.

Abrió el sobre y volcó su contenido en la mesa; primero vio una fotografía: eran los dos Tommys. Vio la expresión asustada de su hijo, como si acabaran de pincharlo con un punzón. Sostuvo la foto con manos temblorosas y se obligó a estudiarla detenidamente, había sido tomada con una cámara instantánea y el juez sostenía el periódico de la mañana. Posaban en actitud forzada como en otras fotografías que recordaba haber visto en las noticias. Trató de extraer alguna información sobre dónde podían estar, parecía un ático de alguna parte, eso lo sabía por las vigas inclinadas que aparecían al fondo.

Al menos parece un lugar seco y seguro, pensó. Se fijó en las mantas, lo que también lo tranquilizó y examinó la cara del juez en busca de indicios de preocupación, pero sólo vio disgusto y desagrado. Lo asaltó un pensamiento revolucionario: tú, hijo de puta exigente y mandón, hazles la vida imposible. Una parte de él deseaba que el juez los hiciera pedazos con su oratoria y otra se daba cuenta de lo arriesgado que podría resultar aquello, en especial sabiendo cuán débil era la personalidad de Bill y qué peligrosa. Siempre se reía en los peores momentos, pensó, y lloraba por las cosas más nimias, como el final triste de una película. Tenía un temperamento tan inestable como la marea.

Se pasó la mano por las arrugas de la frente mientras miraba otra vez a Tommy y se atrevió a admitir que su hijo parecía sano, aunque asustado. Se obligó a tranquilizarse, no estaba dispuesto a pensar en la tristeza y el desamparo que traslucía la expresión del niño; pero era muy duro, así que inspiró profundamente y se dijo, como si sus palabras pudieran recorrer la distancia que lo separaba de su hijo: Estoy en ello, Tommy, estoy en ello. Haré todo lo necesario para traerte a casa.

Dejó la fotografía y se preguntó si debería enseñársela a Megan, después tomó el segundo artículo que había caído del sobre abierto. Era un recorte de diario sin fecha, una esquela recortada de la sección de necrológicas de un diario sin identificar. La leyó dos veces mientras aumentaba su consternación:

MILLER, ROBERT EDGAR, de 39 años, en su domicilio el 5 de septiembre de 1986. Amante esposo de Martha, de soltera Mathews, y padre de dos hijos, Frederic y Howard. Lo sobreviven sus padres, el señor y la señora E. A. Miller, de Lodi; su tío, el señor R. L. Miller, de Sacramento; su hermano, Wallace Miller, de Chicago; sus hermanas, la señora de Martin Smith de Los Ángeles y la señora de Wayne Schults de San Francisco, así como sobrinos y sobrinas. El funeral se celebrará en la iglesia de Nuestra Madre de la Sagrada Redención el viernes 8 de septiembre a las 13.00. La familia solicita que, en lugar de flores, se entreguen donaciones al Centro de Veteranos de Vietnam del condado de Orange. El velatorio será en la funeraria Johnson, en el 1120 de Baker Street, Lodi.

Duncan no sabía quién era Robert Miller ni qué relación podía tener con Olivia y con él. Era evidente que el hombre había muerto hacía más de dos meses, y que, por su edad, había nacido en los últimos cincuenta años. Era natural de Lodi, es decir, del lugar donde habían vivido cuando preparaban el asalto al banco, pero nada más. Supuso también que había sido veterano de Vietnam, pero en la esquela había poco más que lo relacionara con lo que estaba ocurriendo ahora. Repasó el nombre del muerto una y otra vez tratando de descubrir alguna conexión. Miró fijamente la esquela preguntando silenciosamente: ¿Quién eres? ¿Qué tienes que ver conmigo? ¿Cómo has muerto y por qué?

Al principio no imaginaba cómo podría descubrirlo, pero después descolgó el teléfono y marcó el número de información de California y pidió el de la funeraria. Hizo una breve pausa para inventar una excusa plausible para las preguntas que quería hacer. Mientras marcaba se dio cuenta de que era la primera vez en dieciocho años que llamaba a California y por un momento sintió miedo, miedo de que alguien reconociera su voz y supiera lo que había hecho él allí en 1968. Al segundo timbrazo le contestó una voz de mujer:

– Funeraria Johnson, ¿dígame?

– Hola -dijo Duncan-. Me llamo, eh, Roger White y acabo de enterarme de un velatorio que organizaron ustedes en septiembre y no estoy seguro de si la persona era un amigo mío o no. He estado fuera del país y desconectado durante tanto tiempo que, bueno, me llevé un disgusto cuando vi…

La mujer lo interrumpió.

– ¿Cómo se llamaba el difunto?

– Robert Miller, fue en…

– Sí, en septiembre, lo recuerdo. ¿Y de dónde dice que lo conocía?

Duncan se arriesgó:

– De Vietnam.

– Ah, claro, otro veterano. Déjeme mirar los archivos; no recuerdo que hubiera detenciones.

– ¿Detenciones?

– Sí, lo siento, ¿no sabía que el señor Miller murió asesinado?

– No, es la primera vez que lo oigo.

– Bueno, no conozco muy bien los detalles. Sé que fue algo relacionado con un robo. Puede intentar hablar con Ted Reese, del periódico local; fue el encargado de cubrir la noticia.

Duncan apuntó el nombre mientras oía cómo la mujer pasaba papeles.

– Pero, bueno -continuó ésta-, estaba con la 101 de Aviación desde 1969 hasta finales de 1967, le concedieron dos corazones púrpuras y la estrella de bronce al valor. Fue socio del Elks Club y estuvo en las ligas de rugby Little League y Pee Wee, también fue miembro de la Asociación de Profesionales de la Seguridad. Al velatorio vinieron muchos policías y agentes de seguridad.

– ¿Fue mucha gente?

– Sí, era un hombre muy popular, muy conocido por los alrededores. El hombre del periódico podrá darle más detalles. ¿Es el mismo Miller que conoció en Vietnam?

– Sí -mintió Duncan.

– Vaya, lo siento.

Duncan colgó y mantuvo presionado el botón para cortar la conexión. Entonces marcó el número del periódico y preguntó por el reportero. Seguía sin comprender lo que quería decirle Olivia y tampoco veía qué relación podía haber entre él y aquel hombre asesinado.

– Aquí Reese.

– Hola -dijo Duncan-. Mi nombre es White y acabo de regresar al país después de seis meses y me enteré de que un viejo amigo fue asesinado. Los de la funeraria me dijeron que usted podría contarme algo sobre Robert Miller.

– ¿El guardia de seguridad?

– Sí.

– ¿Y dice que era amigo suyo?

– De la guerra. El 101 de Aviación.

– Sí, claro, bueno, siento tener que darle los detalles.

– ¿Qué pasó?

– Mala suerte, supongo, aunque no para su mujer y sus hijos. Se habían ido de vacaciones, así que estaba solo en casa. La policía supone que alguien llamó a la puerta y él abrió y los dejó pasar. Lo obligaron a abrir la caja fuerte y se llevaron todo, pusieron la casa patas arriba. El hombre tenía una buena colección de armas, incluidos rifles automáticos. Tenía licencia para todas, por increíble que parezca. Ya sabe lo que dice la policía sobre el precio que tienen esas cosas en el mercado negro. Bueno, el caso es que le dispararon con una pistola, dentro de la casa. Fue una auténtica carnicería… Perdóneme.

– No se preocupe -se apresuró a decir Duncan-. Continúe, por favor.

– No hay mucho más que contar. Parece ser que se dirigía hacia su mesa, donde escondía una pistola; no era de los que se rinden sin luchar, todo el mundo lo decía. Supongo que se marcharon enseguida. Además de las armas robaron unas cuantas cosas, incluyendo una peluca roja que usaba su mujer. Casi siete de los grandes se llevaron en total, Miller tenía la costumbre de guardar bastante dinero en casa, lo que no era muy inteligente. Pero claro, era ejecutivo en una empresa de seguridad, y antes había sido guardia de furgón blindado. Así que tenía un buen sistema antirrobos, pero, claro, no sirve de nada si luego vas y le abres la puerta a tu asesino. Por eso la policía estaba tan desconcertada, no entienden por qué lo hizo.

– Puede que conociera al asesino.

– Sí, eso es lo que todos piensan, pero hasta ahora todos los sospechosos tienen coartadas. Además, para su familia Miller tenía más valor vivo que muerto, ¿sabe? No tenía contratado un seguro de vida ni nada por el estilo.

– ¿Y nadie vio ni escuchó nada?

– Bueno, vivía en una zona residencial y las casas están muy separadas unas de otras. Y uno de los policías me dijo que esas pistolas no hacen casi ruido, así que de todas formas es probable que no hubiera nada que oír. Y además era de noche.

Duncan no sabía qué más preguntar, se imaginaba claramente a Olivia de pie en la puerta de la casa de aquel hombre, esperando pacientemente a que abriera y la dejara pasar. Sabía que lo haría: ¿quién se negaría a abrirle la puerta a una mujer atractiva de mediana edad y bien vestida, incluso en plena noche, incluso si era una completa desconocida? El hombre habría observado por la mirilla y después habría abierto la puerta, preguntándose qué haría esa mujer en la puerta de su casa y sin pensarlo dos veces.

Pero seguía sin comprender qué hacía Olivia allí. Escuchó la voz del reportero.

– Es una pena, imagínese. Sobrevivir a dos años en Vietnam, a un disparo durante el asalto a un banco, llegar por fin a un puesto directivo y morir a manos de un vulgar ladrón. Le diré, la gente de por aquí se asustó mucho cuando ocurrió aquello, pensaban que si a alguien como Miller podía pasarle algo así, entonces a quién no.

– Disculpe -lo interrumpió Duncan bruscamente-. ¿Qué acaba de decir?

– Decía que es una pena.

– No, después de eso.

– Pues que este hombre, después de luchar en Vietnam y de sobrevivir al asalto a un banco…

– El asalto a un banco.

– Sí, en el 68. Salió en los titulares de los periódicos durante unos cuantos días. Un grupo de hippies locos intentó robar un banco, dos vigilantes resultaron muertos y a Miller le dispararon en la pierna. Dos de los asaltantes murieron también. A Miller le dieron la medalla al valor del Estado.

– Lo recuerdo -dijo Duncan.

– Desde luego, durante unos diez minutos fue la noticia del año, pero es que en el 6.8 cada nueva noticia eclipsaba a la anterior.

– Lo recuerdo -repitió Duncan.

Dejó caer los hombros, de pronto sentía náuseas y por un instante pensó que iba a vomitar de miedo. Ahora lo sé, se dijo, ahora lo entiendo. Tragó la bilis que le subía a la garganta y preguntó:

– ¿La policía tiene algún sospechoso?

– Bueno, tienen varias teorías, la principal es que fue obra de una banda que opera en San Francisco, al parecer ha habido otros robos a casas en los últimos meses. Pero Miller, con el trabajo que tenía, debió de cruzarse con más de un criminal a lo largo de su vida. Y esto es California, ya sabe.

– Gracias -murmuró Duncan con voz apenas audible.

– Oiga. ¿Sabe usted algo del caso que pueda ayudar a la policía? Su empresa ofreció una recompensa de veinte de los grandes.

Pero Duncan colgó.

Se sentó de nuevo en su silla pensando que ya sabía quién era Robert Miller: el hombre que le disparó a Emily en la calle en Lodi en 1968.

Y Duncan sabía por qué había muerto.

Venganza.

***

El juez Thomas observaba a su nieto, que parecía algo más tranquilo conforme se familiarizaba con su nuevo entorno. Pero seguía sobresaltándose cada vez que un ruido llegaba al pequeño ático procedente del piso inferior. Podía ver que su irritación crecía fruto de la combinación del miedo y el aburrimiento. Tan pronto caminaba por la habitación como se acurrucaba en uno de los jergones en posición fetal para levantarse inmediatamente y empezar a caminar otra vez. Había rechazado todos los intentos de su abuelo por distraerlo. Toda la mañana habían estado solos, preguntándose qué pasaría a continuación; luego, después de que Olivia les sacara las fotos, la tarde transcurrió sin noticias, en completo silencio. El juez se preguntó varias veces si estarían solos en la casa, pero, aunque así fuera, no se le ocurría qué podía hacer.

Observó de nuevo la habitación. Es una trampa diabólica, pensó, encerrado entre cuatro paredes. Pero también era una gran responsabilidad. Si algo le ocurriera a Tommy no podría volver a mirar a Megan ni a Duncan a la cara. Miró su reloj y vio que había pasado ya la hora de la cena. Nuestra segunda noche aquí, afuera está oscuro y el cielo parece envuelto en un sudario. Empieza a hacer frío y los rescoldos del calor diurno se desvanecen entre las sombras.

Hizo un gesto a Tommy para que se sentara a su lado y cuando éste obedeció le pasó un brazo por los hombros.

– Está todo tan silencioso, abuelo -dijo el niño pensando en voz alta-. A veces me pregunto si siguen aquí.

– Lo sé -contestó el juez-. Pero luego, justo cuando pensamos que es el momento de levantar una de las camas e intentar echar la puerta abajo se oye un ruido y te das cuenta de que sí están.

– ¿Cuánto tiempo crees que tendremos que estar aquí, abuelo?

– Ya me lo has preguntado antes, y no tengo la respuesta.

– Pues intenta adivinarlo.

– ¿Qué sentido tiene eso, Tommy?

– Por favor.

Sentía la tensión de su nieto y dudaba entre mentirle y decirle la verdad, el eterno dilema con los niños, pensó. Nunca estamos seguros de si la verdad los tranquilizará o los asustará más. De pronto se recordó conduciendo con su mujer y sus hijos, hacía muchos años, durante unas vacaciones. Tommy le recordaba mucho a Megan cuando tenía su edad.

– ¿Cuándo llegamos? -había preguntado ésta con voz lastimera una y otra vez.

– Cuando hayamos llegado -le había contestado él.

– ¿Pero cuánto falta? -había insistido la niña.

– Kilómetros y kilómetros.

– Pero ¿cuántos?

Por fin, tras veinte minutos de preguntas y respuestas, le había dicho la verdad:

– Megan, todavía faltan por lo menos dos horas, así que intenta tranquilizarte, mira por la ventana o juega a algo con tu madre, pero deja de preguntar cuánto falta.

– ¡Dos horas! -había exclamado impaciente, llorando y rechinando los dientes-. ¡Dos horas! ¡Quiero irme a casa!

Pero aquella había sido una verdad sin gran trascendencia. ¿Qué pasaría en cambio con grandes verdades? Como, por ejemplo, ¿qué posibilidades tenemos? ¿Vamos a morir o no?

– Bueno, sospecho que tendremos que estar aquí al menos otro día.

Vio cómo temblaba el labio de Tommy.

– ¿Por qué? -preguntó el niño con un escalofrío.

– Bueno, me imagino que habrán pedido dinero a papá y le llevará tiempo reunirlo; ya te lo he explicado.

Tommy asintió con la cabeza, pero seguía temblando.

– Quiero irme -dijo y el juez vio como se le llenaban los ojos de lágrimas-. Quiero irme a casa -continuó con voz cada vez más alta y mezclada con sollozos-. Quiero irme a casa, a casa, a casa…

Su abuelo lo abrazó con fuerza, pero el niño lo rechazó con brusquedad, empujándolo de espaldas.

– ¡Quiero irme! ¡Quiero irme! ¡Quiero irme! -empezó a gritar pateando el suelo con furia. Después corrió hacia la puerta y empezó a golpearla fuertemente con la palma de la mano. ¡Quiero irme!

El juez se levantó deprisa y lo sujetó por los hombros tratando de apartarlo de la puerta, pero Tommy se soltó.

Aquí no, por favor, pensó el juez. Aquí no, Tommy, por favor.

El niño volvió a soltarse de los brazos del abuelo y se lanzó sobre la puerta, que crujió bajo su peso.

– ¡Irme, irme, irme! ¡A casa, a casa, a casa! -gritaba.

El juez retrocedió asombrado de la fuerza del pequeño. Dios mío, pensó, le va a dar un ataque y no puedo con él. Cuando se ponía así eran Duncan y Megan quienes lo sujetaban, yo solo no puedo.

Tommy volvía a golpear la puerta con los puños con tal estruendo que parecía que iba a echar la casa abajo, resonando como truenos en las viejas vigas de madera. El juez escuchó ruido de pasos subiendo las escaleras en dirección al ático. Dios mío, pensó, ya vienen.

– Tommy, por favor, para -suplicó intentando sujetar al niño, algo que resultaba tan inútil como intentar detener el viento con las manos.

– ¡Suéltame! ¡Suéltame! -gritaba Tommy histérico.

– ¡Tommy! ¡Tommy!, por favor. Soy yo, el abuelo… -el juez intentó arrancarlo una vez más de la puerta cuando vio que las manos del niño sangraban. La visión de la sangre lo aterrorizó.

– ¡Tommy! -gritó-. ¡Tommy!

– ¡No! ¡No! ¡Nooo! -gritó Tommy cuando el juez lo sujetó otra vez por los hombros.

Éste podía oír el ruido del cerrojo de la puerta descorriéndose y por un momento logró apartar a Tommy, que dejó escapar un largo aullido apenas humano y que resonó en la diminuta habitación llenándola de terror. El grito reverberó en toda la casa.

Olivia Barrow y Bill Lewis entraron portando sendas pistolas, sus caras una mezcla de confusión y pánico, y se quedaron mirando al niño que gritaba y se retorcía en brazos de su abuelo.

– ¡Quiero irme! ¡Quiero irme! -chillaba-. ¡Déjenme irme! ¡Quiero irme!

– ¡Cállate! -le ordenó Bill.

– ¡Silencio! -gritó Olivia.

Sus gritos no tuvieron ningún efecto en Tommy, que tenía los ojos cerrados y el cuerpo arqueado como por una corriente eléctrica.

– No puedo con él -exclamó el juez de repente, mientras Tommy se liberaba de su abrazo. Lo soltó, para no romperle los brazos y Tommy se lanzó hacia la puerta ajeno a las dos personas armadas que le cerraban el paso.

– ¡Jesús! -gritó Bill mientras sujetaba a Tommy y retrocedía por la fuerza de éste, que continuaba chillando y se retorcía y pataleaba intentando soltarse.

– ¡Le voy a disparar! -gritó Lewis al juez.

– ¡No lo hace adrede, tiene que sujetarlo!

– ¡No te muevas! -gritó Olivia blandiendo su arma ante el juez.

– ¡Mierda, dame una mano! -gritó Lewis soltando un aullido mientras se caía al suelo en su intento por contener al niño. El arma cayó al suelo.

– ¡Mierda, Olivia! -chilló.

– ¡Que nadie se mueva! -gritó ésta.

– Púdrete -contestó el juez mientras trataba de ayudar a Lewis a controlar a su nieto. En unos pocos segundos ambos sujetaban las piernas y los brazos de Tommy, y lo mantenían acostado en el suelo.

– Que nadie se mueva -repitió Olivia, pero esta vez sin necesidad, pues estaban todos paralizados, ocupados en sujetar el cuerpo en tensión de Tommy.

El juez bajó la vista y reparó en que la pistola de Lewis estaba a su alcance. Dios mío, pensó, la pistola. Alargó la mano unos milímetros pero enseguida oyó la voz de Olivia, ahora en tono normal, que después de los gritos parecía sólo un susurro.

– Tócala y te mato, viejo. Te lo aseguro.

El juez cerró los ojos un instante y pensó en cuántas oportunidades como ésa tendría, pero dijo:

– No sé de qué me habla.

Por su parte, Bill Lewis, ajeno a lo que sucedía, miró al juez y murmuró:

– Gracias, yo solo no podía con él.

Rechinó los dientes cuando vio que el niño comenzaba otra vez a moverse. Entonces, de pronto, su cuerpo quedó como muerto en sus brazos.

– ¡Diablos! -exclamó Bill-. ¿Qué mierda le pasa? ¿Le hice daño? ¿Está muerto?

– No -contestó el juez algo más tranquilo-. Es una especie de ausencia; le pasa siempre después de uno de estos ataques. Ayúdeme a llevarlo a la cama.

Los ojos de Tommy estaban abiertos de par en par y su respiración era lenta y corta.

– Vamos -repitió el juez y miró a Olivia-. Déjenos pasar.

Ésta dudó un momento y después se apartó con rapidez e hizo sitio en una de las dos camas.

– ¿Se va a poner bien? -preguntó Lewis-. ¡Dios! Vaya cosa…

– Estará bien en cuanto salga de aquí.

El juez miró a Olivia y la señaló con el dedo.

– Tráigame Betadine y tiritas para las manos, se las ha cortado. ¿Sabía esto, no es así? Lo tenía todo planeado y sabía que tenía estos ataques.

– Sabía que estaba en educación especial, pero no… -empezó a decir Olivia. Después se calló y miró al juez, furiosa-. Lo siento, es tu puta mala suerte, tendrás que mantenerlo controlado.

– Haré lo que pueda -espetó el juez.

– ¿Necesita medicación o algo? Podemos conseguirla… -empezó a decir Lewis. Estaba de pie junto a la cama mirando a Tommy-. ¿No deberíamos taparlo con una manta?

– Sí -contestó el juez con los ojos aún fijos en Olivia.

– Nunca había visto una cosa igual -dijo Lewis.

Olivia lo miró:

– Ve por el botiquín -dijo- y cúralo.

Después salió de la habitación dejando al juez sentado en la cama esperando a que Lewis volviera.

***

Ramón Gutiérrez estacionó a unas tres cuadras de la casa de Megan y Duncan y salió al frío y a la oscuridad. Al primer escalofrío se arrebujó en su campera y recordó las noches de invierno en el sur del Bronx, cuando era joven y el frío se mezclaba con la miseria, y pensó que aquellos tiempos habían sido los peores, puesto que no había esperanza. Después intentó recordar Puerto Rico y el calor tropical que bañaba la isla, pero no pudo; había venido a Estados Unidos siendo niño y sólo había vuelto una vez a su tierra natal, de adolescente, para visitar a un tío. El movimiento de independencia de Puerto Rico había fraguado en los guetos de Nueva York; él se había unido primero por curiosidad, después porque descubrió que una determinada actitud política era el pasaporte para ser aceptado en un grupo. Tras haber vivido tanto tiempo aislado, primero de su familia, luego por los vecinos, la sensación de pertenencia le resultaba sorprendentemente grata y había hecho suyo un discurso político aprendido por el que no sentía el mínimo interés.

Mientras dejaba atrás los árboles oscuros y las casas iluminadas en dirección a la de Megan y Duncan pensó en su antiguo barrio, en el que siempre hacía demasiado frío o demasiado calor. Se acordó de un viejo adicto a la heroína que vivía en un edificio abandonado al final de su calle; había muerto congelado una noche en que la temperatura descendió bruscamente y el viento gélido penetró por las numerosas ranuras de las paredes y el tejado. Ramón y otros chicos lo habían encontrado, encogido y abrazado a un lavabo roto. Su piel morena tenía ahora el color del barro helado en un prado; parecía una máscara de Halloween.

Negó con la cabeza.

No volveré allí jamás. No tendré que hacerlo cuando esto haya terminado.

Se detuvo para admirar un Cadillac estacionado en la entrada a una casa y luego continuó, recordando las instrucciones de Olivia: comprobar que la familia estaba en casa y que, una vez más, no había indicios de presencia de la policía. Recorre seis cuadras, le había ordenado; estaciona, sal del coche y simplemente camina, sin pararte a pensar. Después vuelve al coche y directo a la granja.

Para olvidarse del frío, se forzó a pensar en el dinero que ganaría. Deseó que Olivia le hubiera permitido llevar un arma, aunque entendía sus razones. De todas formas, pensó, ojalá la tuviera.

Por un momento se preguntó si alguna de aquellas personas cuyas siluetas veía moverse dentro de las casas habría estado alguna vez en la cárcel. La vida es una cárcel, pensó. Attica no era muy distinta del barrio del Bronx donde crecí; sólo cambiaba que en Attica los cerrojos de las puertas funcionaban y en mi barrio nunca.

Si el cerrojo hubiera funcionado no habría tenido tantos problemas. La vergüenza que le producía ese recuerdo le hizo detener el paso. Le había dicho que tenía trece años. ¿Cómo podía él saber que sólo tenía diez en realidad? Por un instante recordó el tacto de la suave piel aceitunada bajo sus manos. Tampoco sabía que era retrasada, pensó irritado. Pero aun así, ¿cuál sería la diferencia? Ahuyentó aquellos recuerdos y los de su madre gritando en español un torrente de obscenidades e insultos, y a su padre desabrochándose el cinturón y enrollándolo amenazador alrededor del puño.

Inspiró hondo y la bocanada de aire frío fue como tragarse un cuchillo. Se detuvo frente a la casa de Duncan y Megan a tiempo de ver a las gemelas moviéndose por el cuarto de estar. El pulso se le aceleró y por un momento se imaginó a solas con ellas. Olivia dice que todos deben pagar, pensó, y ¿qué manera mejor que ésa? Se estremeció, pero no de frío, y cerró los puños. Miró la casa y pensó: ¿Qué tal una cita, eh? Antes de que todo esto haya acabado.

Quería reírse en voz alta. No los odio, se dijo, quiero quererlos, por lo que me van a dar. Lo que odio es lo que son.

Los ricos piensan que el dinero da la seguridad, pero no es así, sólo compra más miedo, nuevos peligros. Recordó la imagen de Olivia diez semanas antes, en California, sentada pacientemente en el asiento delantero del coche, comprobando su pistola automática antes de volverse hacia Bill y decirle:

– A ver. El cerdo abrirá la puerta. Yo llamo y me observará por la mirilla. Estará amable y solícito y me invitará a pasar. Cuando haya acabado les haré una señal, hasta entonces sigan agachados.

La había escuchado con una mezcla de miedo y admiración; entendía por qué quería matar a aquel hombre, sólo que hubiera preferido que lo hiciera sin su ayuda. Pero ella había insistido diciéndole:

– Éste es nuestro compromiso; estamos juntos en esto y en todo lo que está por venir.

Ramón recordó cómo había rodeado el coche con gesto decidido y abierto el capó, simulando una avería. Después había caminado hacia la casa y tocado el timbre. Por unos instantes se había preguntado si aquel hombre del umbral sabía que estaba a punto de morir.

Y todo había ocurrido exactamente como ella había dicho.

Miró de nuevo a las gemelas y cambió de pensamiento. Lo pasaremos bien, se dijo. Algo que no olvidarán jamás y que no podrán contar nunca a sus maridos.

Se sonrió y deseó llevar encima su cuchillo.

Los faros de un coche que salía de una casa vecina lo iluminaron por un momento y sintió pánico. Se ocultó rápidamente a la sombra de un árbol y vio al coche marcharse.

Tiene razón, pensó. En todo. Esta ciudad no conoce lo que es el miedo, podemos hacer cualquier cosa aquí.

Miró de nuevo a la casa; las gemelas habían desaparecido.

– Buenas noches, señoritas -dijo en voz alta-. Nos veremos pronto.

Caminó por la oscuridad pensando en el dinero y en cuánto le tocaría. Lo suficiente para ir donde quisiera y empezar de nuevo. Se preguntó si Bill lo acompañaría. Lo dudaba, y eso lo entristeció momentáneamente. Se irá con Olivia, que nunca lo querrá como yo, sólo lo utilizará y le romperá el corazón. Está embobado con ella y eso acabará por matarlo; conmigo sería más feliz, en México tal vez, donde puedo pasar por nativo y donde seríamos ricos, porque allí todo el mundo es pobre. Viviríamos como reyes, junto al mar, donde siempre hace calor y las noches nunca son tan oscuras como aquí. No lo entiende, concluyó. Es sólo placer, pero él lo confunde con culpa y eso lo vuelve triste y vulnerable.

Pero yo no, pensó orgulloso, y por eso soy libre.

Hundió las manos en los bolsillos del abrigo y las apretó contra la entrepierna. Caminó por la noche, ligeramente excitado y ajeno al frío y las tinieblas que lo rodeaban.

***

Tommy sentía la mano de su abuelo que le acariciaba la frente, pero era como un recuerdo, como si no estuviera sucediendo realmente. Miraba fijamente al techo del ático y se imaginó que el tejado desaparecía y se abría a un gran espacio negro salpicado de estrellas como diamantes y bañado por la luna. Tenía los ojos abiertos de par en par.

Pero solo veía las imágenes de su cabeza: tenía la sensación de estar flotando libre por el cielo nocturno; el viento en las mejillas era cálido y reconfortante y mientras giraba y giraba en un torbellino oía a sus padres llamarlo y veía a sus hermanas agitando los brazos hacia él, llamándolo. Sonrió, rio y les devolvió el saludo, para después intentar nadar hacia ellas por el aire. Pero entonces el viento cambiaba y de pronto se encontraba luchando contra un huracán que le azotaba la cara y le tiraba de las ropas alejándolo de su familia. Intentó alcanzarlos pero se alejaban cada vez más y sus voces se apagaban hasta desaparecer del todo.

Dio un respingo y se estremeció; entonces escuchó la voz de su abuelo.

– Tommy, Tommy, estoy aquí contigo. Todo saldrá bien, estoy aquí.

Se estremeció de nuevo y se volvió hacia su abuelo. Vio la cara de Bill mirándolo por encima del hombro de éste, pero no sintió miedo.

– Está volviendo -dijo Lewis-. Madre mía, eso sí que da miedo.

Tommy alargó la mano y asió la de su abuelo, entonces vio que Bill sonreía.

– ¡Eh, chico! ¿Estás bien?

Tommy asintió.

– ¿Necesitas algo? ¿Tienes hambre? ¿Sed?

Tommy asintió de nuevo.

– Ya les subí la cena; está afuera.

Lewis desapareció de su vista y Tommy miró a su abuelo. -Estoy bien -dijo-. Lo siento, abuelo. No pude evitarlo.

– No te preocupes -dijo el anciano.

– Me duelen las manos.

– Te hiciste daño cuando dabas golpes a la puerta.

– ¿Eso hice?

El juez asintió.

Tommy levantó las manos para verlas.

– No es nada -dijo-. Sólo me duelen un poco.

Entró Bill llevando una bandeja.

– Calenté un poco de estofado; es de lata pero está bastante bueno. Lo siento, hijo, no sé mucho de cocina. También te traje un refresco y un par de aspirinas, por si te duelen las manos.

– Gracias -dijo Tommy sentándose en la cama-. Tengo hambre.

– Tú también deberías comer algo, juez. Me quedaré aquí para ayudarte con el niño si hace falta.

Bill se sentó en el borde de la cama, donde antes estaba el juez, quien observó a Tommy mientras éste comía una cucharada de estofado. De pronto se dio cuenta de que él también estaba muerto de hambre y empezó comer.

– Tomate tu tiempo, Tommy -dijo Bill-. También te traje pan y manteca y un par de galletas de postre. ¿Te gustan de chocolate?

– Sí, gracias -hizo una pausa-. No sé cómo se llama usted.

– Llámame Bill.

– Gracias, Bill.

– No hay de qué.

– ¿Bill?

– ¿sí?

– ¿Sabes cuándo podremos irnos a casa?

El juez se puso rígido y pensó. ¡Ahora no!

Pero Bill se limitó a sonreír.

– ¿Qué pasa? ¿Ya te cansaste de estar aquí?

Tommy asintió.

– No te culpo. Hace mucho tiempo yo tuve que pasar un mes encerrado en la habitación de una casa. No me atrevía a salir, ni a hacer nada. Fue bastante horrible.

– ¿Por qué?

– Bueno… -Bill dudó, luego pensó: A la mierda.- Bueno, estaba seguro de que la policía me buscaba y tenía que esperar a que unas personas vinieran a ayudarme. Estaba bajo tierra. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– ¿Como un topo?

Bill rio.

– No exactamente. Bajo tierra quiere decir escondido.

– Ah -dijo Tommy-. ¿Nosotros estamos escondidos?

– Más o menos.

– ¿Y te encontraron?

Lewis sonrió de nuevo.

– No, hijo. Conseguí evitarlos y, pasado un tiempo, supongo que dejaron de buscar. Al menos eso parecía. Así que después de unos años todo se olvidó.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó el juez.

– En los sesenta -contestó Lewis sin pensar.

– ¿Por qué no se lo cuentas todo? -dijo Olivia secamente.

Su voz pareció cortar el aire de la habitación, haciendo añicos ese breve lapso de tranquilidad y devolviendo la tensión a la situación. Estaba de pie en la puerta mirando furiosa a Bill y empuñando un revólver.

– No les estaba contando nada. Al menos nada que no se imaginen ya.

– Seguro -replicó Olivia.

Lewis miró a Tommy:

– Lo siento, chico.

– Está bien -contestó Tommy-. Gracias por la cena.

– Quédate con las galletas. Puedes comértelas luego.

– Gracias.

Lewis puso los platos en la bandeja y pasó delante de Olivia, que le dirigió una mirada cortante. Después le habló al juez:

– Es un tipo muy emocional -dijo transcurridos unos instantes-. Muy voluble, capaz de pasar de la amabilidad total a la violencia extrema en un momento. Por favor, recuérdelo cuando trate con él, no me gustaría que ocurriera algo desagradable.

El juez asintió.

– Tal vez sea mejor que Ramón traiga la comida la próxima vez; le encantan los niños pequeños, pero no de la forma tradicional.

El juez no dijo nada. Olivia se acercó a ellos y miró a Tommy.

– Los niños de esta edad resultan encantadores -dijo-. Te vuelven loco. O los adoras o te desquician.

– ¿Usted tiene hijos? -preguntó el juez.

Si los tuvieras, pensó, nunca harías esto.

Olivia rio.

– No tuve ocasión. La cárcel no es el mejor lugar para concebir un hijo. No, en la prisión lo único que se conciben son planes de venganza. Ésos son mis hijos.

– Está amargada -dijo el juez.

Olivia rio de nuevo.

– Por supuesto que lo estoy, tengo razones de sobra.

– ¿Por qué?

Olivia sonrió:

– Mira quién va a contar su vida ahora.

El juez no contestó y Olivia se encogió de hombros.

– ¿Y por qué no? -dijo-. Juez, ¿nunca se preguntó por qué no nos molestamos en taparnos la cara?

– Sí, desde el principio.

– Seguramente habrá juzgado muchos casos de secuestro, de extorsión, ¿no?

– Sí, pero ninguno como éste.

– Exacto, ya se lo había dicho. Verá, juez, hay una clave para que todo esto funcione.

– No entiendo.

– Su hija y su yerno, juez -hizo una pausa-. ¿Qué sabe de ellos?

– ¿Qué quiere decir? Son mis…

– ¿A qué se dedicaban hace dieciocho años?

El juez Pearson hizo memoria: 1968. Entonces era más joven, pensó, y más fuerte. Mi mujer aún vivía y estábamos preocupados. No sabíamos en qué andaban, no nos contaban nada. Yo era demasiado exigente y severo así que nos dejaron esperando ¿qué? Estaba la guerra, que todos odiábamos. Había desórdenes y pelos largos y manifestaciones y ellos formaban parte de aquello. Yo era juez y por tanto parte del sistema, y ellos odiaban al sistema. Recordó una serie de discusiones a gritos con Duncan, discusiones que había prácticamente olvidado y que se disolvieron en meses de tranquilidad cuando se trasladaron a la costa. Entonces todo cambió. Recordó cuando Megan y Duncan volvieron inesperadamente a Greenfield, una noche. Megan estaba embarazada de las gemelas. Fue algo mágico. Habían estado perdidos y ahora volvían a casa y todos sus temores se disiparon. Querían nuestra ayuda, empezar una nueva vida, una vida normal allí, en Greenfield. No más discursos políticos, ni acusaciones sobre lo podrido de la sociedad, las maldades del sistema. Y cuando nacieron las gemelas fue como empezar de nuevo, éramos una familia otra vez, sin iras ni reproches.

– ¿Qué hacían en 1968? -preguntó Olivia de nuevo en tono exigente.

– No sé lo que quiere decir. Megan había terminado la universidad y se trasladó a California con Duncan mientras éste terminaba su máster en Berkeley. Vivían allí… es todo lo que recuerdo.

Olivia resopló.

– ¿Y qué hay de la política? -preguntó sarcástica.

– Bueno, Duncan militaba contra la guerra y contra el reclutamiento forzoso. Cuando estudiaba en Columbia perteneció a la agrupación de Estudiantes para la Democracia y tomó parte en algunas manifestaciones. Creo que estaba relacionado de alguna manera con la facción Weatherman, pero luego dejó todo aquello, cuando volvieron aquí.

Olivia lo interrumpió y luego resopló de nuevo.

– Port Huron y Weatherman vinieron después.

– No lo sabía. Son sólo nombres, de todas maneras.

– No seas estúpido.

– No lo sabía, maldita sea. ¿Adónde quiere llegar?

– A que hicieron algo más que apoyar los movimientos civiles -dijo Olivia con voz que dejaba traslucir su ira-. Todos lo hicimos. Y no lo dejó, como dices. No señor, de ninguna manera.

– ¿Y?

– ¡No seas estúpido!

– ¡No lo soy, maldita sea! No hicimos preguntas, nos conformamos con que hubieran vuelto a casa.

– Pues estaban escondidos en las montañas del condado de Marin armados y preparándose para la revolución; aprendiendo a fabricar bombas y a escribir propaganda. Eso es lo que andaba haciendo.

– Bien…

El juez no sabía qué decir. De repente sintió que no quería oír lo que vendría a continuación.

– Allí fue donde los conocí. Pronto las cosas se volvieron más intensas, éramos un grupo de revolucionarios, teníamos un compromiso, estábamos armados. Nos separamos del resto, lo cual fue perfecto, porque todos terminaron en manos del FBI gracias a los soplones y a los infiltrados en la organización. ¡Pero nosotros no! ¡Nosotros estábamos juntos y preparados!

Olivia había empezado a dar grandes zancadas por la habitación haciendo gestos con el revólver en la mano. El juez podía sentir como crecía su exaltación.

– Íbamos a arrancar el corazón podrido de este país y empezar de nuevo. Y ellos eran parte de nosotros, igual que Bill y Emily y los otros. Sólo que ellos la jodieron, juez, la jodieron y salieron corriendo. ¡Fueron unos cobardes! En el campo de batalla la cobardía y la desobediencia al superior se castigan con la muerte. Y eso es lo que hicieron cuando les entró el pánico y salieron corriendo, de vuelta a su pequeña sociedad burguesa, donde se escondieron. Tenían el disfraz perfecto, se volvieron gente normal, se integraron en el sistema. Empezaron a interesarse en cosas como hipotecas y coches nuevos y paquetes de acciones y ascender en el trabajo y ganar más dinero. Y tú les ayudaste a volverse invisibles, anónimos, juez, igual que al resto de traidores de nuestra generación, sólo que ellos eran peores, ¿no crees? Porque yo fui a la cárcel y Bill tuvo que esconderse y Emily murió. Y el tiempo pasó. Ellos disfrutaban siendo personas anónimas, se volvieron felices, gordos, ricos y normales, juez. ¡Jodidamente normales! ¡Pero eran traidores! -escupió.

Se detuvo y asió la pistola tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.

– Pero yo no, yo nunca me volví gorda, burguesa y feliz, sino más delgada y más fuerte, y durante dieciocho años todo lo que hice fue esperar este momento, en que les haría pagar por todo lo que me hicieron. Pasé dieciocho años de condena íntegra, sin atenuantes, hasta que llegó la condicional. Así es como funciona el sistema, ya lo sabe. Te dan el nombre de tu supervisor de la condicional, ropas nuevas y cien dólares. Así que salí y me vine aquí, pues sabía que los encontraría, juez. Tal vez hayan sido invisibles para el resto del mundo, ¡pero no para mí!

Miró al juez.

– Me deben dieciocho años y no hay nada que tú ni nadie pueda hacer para evitarlo. Eran tan culpables como yo, cometieron el mismo crimen.

Se sentó bruscamente en la cama contigua y acercó su cara a la del juez.

– ¿Crees que estarán dispuestos a pagar por estos dieciocho años?

El juez negó con la cabeza.

– No es así como funcionan las cosas.

– ¿Ah, no?

– Han cambiado. Todo el mundo lo ha hecho. Ahora ni siquiera los acusarían…

Olivia echó el cuerpo hacia atrás.

– ¿No lo crees? Así que, dime, juez. ¿Cuándo prescribe un cargo de asesinato?

El juez tragó saliva. No, pensó. No es posible que lo hicieran.

– No prescribe -contestó.

Olivia agitó la cabeza, se reclinó y soltó una carcajada.

– ¡Cuánto sabes de leyes, juez!

Después se inclinó hacia él y le susurró en tono de confidencia:

– Así que ya sabes algo nuevo de tus queridos hijos. Tal vez lo sospechabas, pero la verdad es peor que la fantasía, ¿no es así? Y tú, pequeña monada, ahora sabes algo nuevo de mamá y papá, ¿eh?

Se levantó con brusquedad y se dirigió de prisa hacia la puerta. Después se volvió:

– Son asesinos, igual que yo.

Y salió dando un portazo.

***

Duncan tomó la fotografía de Tommy con el vidrio roto todavía pegado al marco y, sin pensar, acarició una de las aristas que atravesaban la cara del niño cortándose el dedo. Sin embargo no soltó ningún improperio, como habría sido habitual, sino que se limitó a sumar este nuevo dolor a los que ya sentía y que lo unían a su hijo. Se llevó el dedo a la boca y probó el sabor salado y dulce a la vez de la sangre.

– Duncan, ¿te pongo una curita? -preguntó Megan.

Negó con la cabeza. Necesito algo más que una curita, pensó mientras miraba a Karen y a Lauren, sentadas en una esquina, calladas.

– Si algo les pasara a alguna de las dos… -empezó a decir.

– ¡Estaremos bien! -lo interrumpió Karen.

– No vamos a dejar que ningún extraño nos amenace -continuó Lauren.

– No lo entienden, chicas -dijo Megan-. Son demasiado jóvenes para entender lo vulnerables que somos ahora mismo.

Llevaban discutiendo sobre eso desde que Duncan volvió a casa. Megan les había contado a él y a las gemelas la visita de Bill y la reacción de éstas había sido de desafiante obstinación, un rasgo que Megan reconocía que habían heredado de su padre. De alguna manera, aunque estaba enfadada con ellas por negarse a dejarse dominar por el pánico y el miedo, se sentía muy orgullosa. Tienen la arrogancia propia de la juventud. Recordó que cuando Duncan y ella tenían su edad también se sentían igual, inmortales. No eran conscientes de que las armas con las que practicaban en las montañas podían matar a alguien. No tenían sensación de peligro real, tan sólo de estar viviendo al límite. Miró a Duncan y a las chicas, que se habían quedado calladas, y se dio cuenta de que parecía que habían ganado la discusión. Así funcionaban las cosas en aquella familia: todos defendían su postura y, al estar convencidos de tener la razón, daban por hecho que los demás pensaban lo mismo, aunque no fuera así. Todas las familias fabrican sus propias mentiras, pensó. Todas se basan en suposiciones implícitas. Hasta Tommy sabía eso. Oyó a Duncan decir:

– Bien, debemos tener cuidado, aunque no creo que Bill Lewis sea nuestro principal problema, sino Olivia.

– Pero ¿qué quiere? -preguntó Megan.

– Eso es lo que lo hace tan difícil -explicó Duncan-. Se niega a dar una cantidad concreta. Creo que el dinero no es lo que realmente le importa, sino la forma en que debo conseguirlo.

– ¿Y cuál es?

– Quiere que robe mi propio banco.

Todos callaron. A Megan la cabeza le daba vueltas e intentó aferrarse a una única idea y concentrarse en ponerla en palabras, pero se sentía incapaz. Oyó las voces de las gemelas como un eco que resonara desde la distancia.

– ¿Qué?

– Pero ¿cómo?

– Puedo hacerlo -dijo Duncan-. Tengo que estudiar los detalles, pero puedo hacerlo.

– ¡Pero, papá! Si te atrapan…

– ¡Podrías ir a la cárcel! Y de qué nos serviría recuperar a Tommy y al abuelo si tú vas a la cárcel. Y además, ¿por qué Olivia…?

– Tiene todo el sentido del mundo tal y como lo ve ella. Cree que la traicioné durante el asalto al banco y ahora quiere que termine lo que empecé. En cierto modo es lo justo.

– ¡Duncan!

– Lo es, Olivia no es tonta.

– Pero ¿y si…?

– ¿Y si qué? Karen, Lauren, díganme, ¿qué alternativa tenemos?

– Creo que deberíamos ir a la policía; nos darán el dinero.

– No podemos hacer eso. Escuchen, se lo explicaré por última vez: si vamos a la policía y Olivia lo descubre podría decidir terminar con todo y matarlos a los dos. Y déjenme que les diga algo: es perfectamente capaz; no piensen por un instante que no lo es. Pero de momento está tranquila y piensa que nos tiene controlados, así que no debemos hacer nada que pueda inquietarla, porque entonces no sé lo que haría…

Duncan hizo una pausa y pensó en el sobre que llevaba en el bolsillo y en todo lo que había descubierto aquella tarde.

– Es una asesina, no hay que olvidarlo.

Se detuvo de nuevo esperando una reacción a sus palabras, después continuó:

– En segundo lugar, si vamos a la policía su madre y yo tendremos que enfrentarnos a cargos en California, ¿y de qué nos serviría eso? Y tercero, incluso si vamos a la policía no tenemos garantía de que sean más capaces de recuperar a los Tommys que nosotros. ¡Piénsenlo!

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Megan.

– Bueno, las chicas no se acuerdan, pero nosotros sí. Piensa en todos los secuestros de los que hemos oído hablar. El bebé de los Lindbergh, por ejemplo. La familia llamó a la policía y el bebé terminó muerto. ¿Y qué hay de Patty Hearst? El FBI entero buscándola y no la encontraron hasta que se convirtió en revolucionaria y empezó a robar bancos. ¡Si hasta se hacía llamar Tania!

– Me acuerdo -murmuró Megan-. También Olivia usaba ese nombre, mucho antes que Patty Hearst.

Duncan casi sonrió.

– Cuando fue a la cárcel perdió hasta su apodo. -Y continuó:- No creo que la policía fuera de gran ayuda. ¿No están de acuerdo?

Megan negó con la cabeza.

– Lauren, Karen, ¿recuerdan haber leído algo en los diarios que las haga confiar en la policía de Greenfield?

Era una pregunta injusta, pero la hizo de todos modos. Las chicas se quedaron calladas.

– Pues eso. Así que, tal vez, después de que recuperemos a los Tommys, podremos llamar a la policía, pero no hasta entonces.

– Pero, Duncan -Megan oía su voz como si procediera de otra persona-, si atracas el banco para conseguir el dinero todo esto se llenará de policías. ¿Cómo podremos escapar?

– No tenemos que hacerlo.

– No te entiendo.

– Mira -dijo Duncan-. Todo lo que necesitamos es el dinero y un poco de tiempo. Si lo hago, digamos, el viernes por la noche, nadie lo descubrirá hasta el lunes y podremos recuperar a los Tommys durante el fin de semana. Después, el lunes puedo ir a ver a Philips y contarle la verdad, o al menos parte de ella, para justificar lo que hice. Recuerda que es un viejo amigo de papá. Después podemos devolver el dinero al banco, venderemos todo lo que tenemos y tu padre nos ayudará. Y dadas las circunstancias, no creo que me lleven a juicio.

– Todo eso suena ridículo.

– ¿Tienes una idea mejor?

– Lo que quiero decir es que es un plan que depende de…

– Ya lo sé, de la suerte, de la voluntad de Dios. ¡Yo qué sé! Pero ¿qué otra cosa podemos hacer?

– Podríamos…

– ¿Qué? Mañana llamaré a nuestro agente de bolsa y le diré que venda todas nuestras acciones. También llamaré a una inmobiliaria en Vermont y pondré el terreno en venta. Podemos reunir el dinero, pero necesitamos tiempo y dos días es todo lo que Olivia nos da.

– ¿De verdad crees que puedes hacerlo?

Duncan rio con amargura.

– Probablemente es la fantasía de todo banquero. Por lo general lo consiguen falseando las cuentas, pero yo no, yo voy a atracar el puto banco como si fuera el jodido Jesse James o los jodidos Bonnie and Clyde.

– A todos los atraparon -lo interrumpió Megan con brusquedad e ignorando el vocabulario empleado por su marido pensando que era pertinente dado el cariz que iba tomando la conversación-. Y los mataron.

Duncan frunció el ceño.

– Dos días, es todo lo que tenemos. Y de todas maneras, ¿qué estamos apostando? La vida de nuestro hijo, la del juez. No tenemos más remedio que obedecerla en todo, aunque nos parezca mal o aunque signifique arruinar nuestro futuro. Lo que importa ahora es el presente y además, Megan, el dinero no es lo que le importa, quizás a los otros sí, a Bill Lewis y a quien quiera que la esté ayudando también, pero a Olivia no. No quiere dinero…

Miró a su mujer y a sus hijas y despacio sacó el sobre que contenía la esquela del diario y la foto de los dos Tommys. Las dejó en la mesita que había frente a Megan y las gemelas.

– Nos quiere a nosotros.

PARTE 7. Jueves

Megan pasó el día presa de un torbellino de sensaciones contradictorias, incapaz de ahuyentar las visiones que se le presentaban continuamente. Era como estar en un río arrastrada por la corriente, ahogándose entre la espuma verdiblanca y, al momento siguiente, impulsada hacia la superficie luchando por respirar. Hasta tuvo una alucinación de Tommy columpiándose en el neumático que colgaba del gran álamo del jardín delantero y, dando un grito de felicidad, salió corriendo a abrazarlo sólo para pararse en seco delante de la rueda vacía. Al segundo siguiente se volvía, la mano en la oreja, segura de haber oído las pisadas inconfundibles de su padre en la escalera de la casa y tuvo que hacer un esfuerzo por no correr a saludar a un fantasma, obligándose a reconocer que no había vuelto, salvo en su imaginación.

Pensó en las pisadas de su padre, que tenían la ligereza propia de su avanzada edad. Se equivocan quienes afirman que todas las personas mayores caminan pesadamente, como encorvadas por las cargas de la vida. Para algunas de ellas llega un momento en que de repente se sienten más ligeras, como si con el peso de las obligaciones se hubiera evaporado también la fragilidad de los años. Los dos Tommys parecían tener alas en los pies. Somos los adultos de mediana edad los que caminamos con sólida determinación, inmersos como estamos en la rutina y en la preocupación.

Megan miró el cielo gris del atardecer. Una ráfaga de viento se llevó el último montón de hojas secas del jardín y, por un instante, éstas parecieron vivas, saltando y bailando al son de la brisa. Apoyó una mano en la ventana y sintió el frío que se colaba a través del vidrio.

El día que murió mamá hacía calor y el veranito de San Miguel mecía las hojas con un engañoso viento cálido. Se preguntó si su madre habría luchado contra la muerte o, por el contrario, la había aceptado con la misma resignación con que había aceptado casi todas las cosas. Murió de repente, mientras dormía; su corazón dejó de latir una mañana mientras descansaba en la mecedora del porche. El cartero la encontró y llamó a una ambulancia, pero ya era tarde. Era un hombre joven, con barba, que siempre tenía una palabra amable para Tommy. Ese día pasó por su casa y les dijo que cuando la encontró estaba sonriendo y al principio pensó que estaba dormida, pero la forma en que le colgaba el brazo le hizo reparar en que había muerto.

Ojalá hubiera tenido ocasión de despedirme antes de que se marchara así. Pero era su manera de hacer las cosas, en silencio y eficientemente.

Ojalá estuviera aquí ahora, pensó Megan de pronto. Ella sabría qué hacer y no pasaría el tiempo llorando y retorciéndose las manos en gesto de desesperación. En su lugar, tendría todo tipo de planes e ideas. Analizaría las emociones y las ordenaría y después decidiría qué hacer, en vez de limitarse a esperar que algo horrible ocurriera, como hago yo.

No permitiría que murieran.

Todos esos años siendo la compañera del juez le dieron a mi madre fuerza y confianza. Mi padre siempre fue una combinación de jugador de rugby, marine, juez y tipo duro. En las peleas nunca duda; se enfrenta a la vida como lo hace a los delincuentes: con decisión y tomando siempre el camino correcto.

Pero mamá era más sutil. Siempre veía las ramificaciones, los efectos secundarios de cada acción y tenía visión de conjunto. Era capaz de avanzar por el campo de minas que es la vida con paso ligero y delicado, esquivando todos los peligros. Qué ciega estaba cuando era joven y pensaba que se había sacrificado demasiado, abandonando sus estudios de Derecho para apoyar a su marido.

Megan se alejó de la ventana y se dirigió hacia la pared donde colgaban los retratos de la familia. Vio la fotografía de Tommy con el marco roto. Después de cortarse el dedo, Duncan había dudado si colgarla de nuevo o no. Finalmente había retirado los fragmentos de vidrio y la había devuelto a su sitio. Eso la tranquilizaba, pues no habría podido soportar que la fotografía de Tommy, aunque rota, no ocupara su lugar habitual en la pared, junto a la de las gemelas y sobre un retrato de la familia completa. Contempló todas las fotografías hasta detenerse en una del juez y su madre tomada pocos años antes de la muerte de ésta. Sus cabellos se habían vuelto plateados pero sus ojos estaban llenos de vida y energía.

Seré más como tú, pensó Megan. Seré más fuerte.

Miró a los ojos de su madre en la fotografía y pensó: Sé lo que harías en esta situación.

¿Qué, cariño?

Lucharías por tu hijo.

Por supuesto que lo haría, para eso estamos las mujeres.

Estamos para muchas cosas.

Desde luego, cariño, estamos aquí para ser abogadas y médicas y agentes inmobiliarios y cualquier cosa que queramos. Pero sobre todo estamos para nuestros hijos. Pensarás que eso suena tonto y conservador, pero es la verdad. Somos nosotras quienes los traemos al mundo y quienes debemos cuidarlos…

Pero Duncan…

¡Vamos, Megan! Ya sé que eres muy moderna, pero él es hombre y no lo sabe.

¿No sabe qué?

Que el dolor del parto es sólo el primero, después vienen muchos más.

Lo sé.

Entonces sabes lo otro, también.

¿Qué cosa?

Que una vez que traemos a estos niños al mundo nunca dejan de ser parte de nosotras, y por eso luchamos tanto por ellos. Luchamos para educarlos, después para verlos crecer y nunca nos rendimos, por muchas otras obligaciones que tengamos. Nunca.

Tienes razón.

Pues claro que la tengo. ¿Y sabes otra cosa?

¿Qué?

Que eso es lo que nos hace más fuertes de lo que nadie, ni siquiera nosotras mismas, supone. Por eso los hombres nos subestiman. Mira en tu interior y verás hierro y acero, nervios y músculos. Busca más adentro y los encontrarás. Y cuando necesites ser fuerte, lo serás.

Tengo miedo. Tengo miedo por los dos Tommys.

No hay nada de malo en tener miedo, cariño, siempre que no dejemos que nos impida cumplir con nuestra obligación.

¿Y cuál es?

Lo sabrás.

¿Estás segura?

Completamente.

– Entonces yo también lo estoy -dijo Megan en voz alta. Después respiró hondo y suspiró. Entonces oyó a Karen y a Lauren que la llamaban desde la cocina.

– ¡Mamá! ¿Estás bien? ¿Estás con alguien?

– No -contestó Megan-. Estaba hablando sola.

Se serenó y fue a ver a las gemelas.

***

Duncan estaba sentado a su mesa pensando en cómo conseguir el dinero para Olivia. Había pasado la mayor parte del día al teléfono con su agente de bolsa de Nueva York, con una agente de la propiedad en Vermont y otras personas relacionadas con sus inversiones. Todos habían reaccionado con consternación al escuchar la palabra «vender» y habían tratado de disuadirlo, aunque él había insistido simulando bromear, temeroso de dejar traslucir el pánico que sentía y que alguno de sus interlocutores adivinara sus motivos para vender. Así que contó chistes, anécdotas y simuló despreocupación tratando de dar la impresión de que aquello eran puros trámites, vender para invertir en otra parte y no el producto de una situación angustiosa.

A mediodía ya estaba en situación de calcular aproximadamente cuánto dinero había logrado reunir. Sabía que tendría que aceptar la primera oferta que le hicieran por el terreno, así que contaba con perder dinero en esa transacción. Y la venta de las acciones y los bonos le proporcionaría unos 86.000 dólares, pero ese cheque tardaría en llegar y pasarían semanas antes de que percibiera suma alguna por el lote de Vermont. La casa donde vivían ya estaba hipotecada, pero la hipoteca tenía más de doce años de antigüedad, de modo que poseía una línea de crédito basada en su valor de mercado. No quería canjear directamente esa cantidad ya que, suponía, más adelante lo necesitaría para reponer lo que pensaba robar. Ése es el problema del dinero en efectivo hoy día, que no se puede disponer de él inmediatamente como no sea atracando una licorería. El dinero en efectivo está pasado de moda, ahora está todo en documentos, en tarjetas de plástico y en las computadoras de los bancos. Si lo necesitas tienes que llenar formularios por triplicado, someterte a una inspección y, por último, esperar. Era parcialmente consciente de la ironía en este hecho: He obligado a tanta gente a pasar por estos mismos trámites, pensó, y ahora me toca a mí. Se consoló pensando que la semana siguiente le llegaría el cheque de su agente de inversiones, lo que bastaría para el primer pago de lo que debería al banco.

Debería llevarme el dinero a Las Vegas o a Atlantic City y jugármelo al blackjack o a las máquinas tragamonedas e intentar ganar más. Tendría las mismas oportunidades que aquí. Porque eso es lo que estoy haciendo: jugarme el dinero. Se encogió de hombros; haría lo que le habían pedido y después se enfrentaría a las consecuencias cuando éstas llegaran.

Lo primero es recuperar a Tommy, pensó.

Seguía dándole vueltas a lo de robar el dinero y después tratar de adivinar cómo querría Olivia que se lo entregara. Tendrá que ser una entrega directa, pensó, debo convencerla de ello. Le daré el dinero y que me entregue a Tommy, no me fío de ella en absoluto. Siguió tratando de imaginar las maniobras futuras de Olivia, aunque no confiaba en tener más noticias de ella o de los otros secuestradores ese día.

Preferirá dejarme sufrir un rato, sabe muy bien que me ha puesto nervioso y ahora se mantendrá en silencio para aumentar la tensión. Sabe que cuanto más tenso esté yo, más fácil le será obligarme a hacer todo lo que me pida. Sabe perfectamente que para mí es tan terrible tener noticias de ella como no tenerlas.

Por un instante se sintió satisfecho con su comprensión de la situación. Conozco a Olivia, pensó, mejor de lo que ella cree y debo usar ese conocimiento en mi beneficio. He de encontrar la manera de desconcertarla, sólo un poco, no tanto como para asustarla sino lo suficiente para que se dé cuenta de que hasta ahora ha tenido el control, pero que llegado un momento tendremos que compartirlo.

Es necesario obligarla a desviarse un poco de sus planes, lo justo para que se dé cuenta de que esto son negocios. Entonces yo tendré la ventaja, porque sé cómo hacer un trato y ella no. Sé cómo apretarle las tuercas, primero haciéndola pensar que tiene las de ganar y finalmente neutralizándola.

Entiendo de dinero: cómo ganarlo y cómo robarlo.

De pronto lo invadió una oleada de confianza que se evaporó casi instantáneamente. Sí, pensó, entiendo de bancos y de acciones y bonos, de todo lo que tiene que ver con la administración de dinero, pero ella sabe administrar venganza.

Se esforzó por ahuyentar el pánico y se concentró en cómo robaría su propio banco. Era irónico, si sólo quisiera hacer un desfalco podría usar las computadoras, creando cuentas falsas para canalizar el dinero; así es como se hacían ahora estas cosas, con un poco de matemáticas creativas y unas cuantas transferencias de cuentas importantes. Se pasa el dinero a una cuenta falsa y después se transfiere a una cuenta personal en un banco en las Bahamas. Sabía de un competidor que había sido descubierto haciendo una operación similar. Lo habían atrapado porque cometió un error fatal: volverse demasiado ambicioso. El éxito es el padre de la avaricia. Si eres modesto y te conformas con una cantidad de dinero que te permita llevar una vida confortable, en lugar de hacerte rico, entonces no es tan difícil salirte con la tuya.

Recordó de pronto cuando, siendo niño, había entrado con uno de los muchachos de su vecindario en una tienda de «todo a diez centavos». Aquel niño era como un imán para los demás, algo mayor que el resto y con más experiencia, con la autosuficiencia propia de la juventud. Un chico de cara pecosa, cabello rojo y complexión fuerte, hijo de un agente de policía, lo que a los ojos de los otros niños le daba una especie de inmunidad. Fue el primero en bajar en bicicleta la ladera más empinada, el primero en fumar un cigarrillo a escondidas. También fue el primero en caminar sobre el estanque helado de Fisher, aun cuando éste crujiera bajo sus pies. También fue el primero en bañarse en el pantano, chapoteando en las negras y frías aguas, riéndose de los otros chicos que se preocupaban por minucias tales como los numerosos carteles de AGUAS PELIGROSAS. PROHIBIDO BAÑARSE. Y yo fui inmediatamente detrás, pensó Duncan. Un segundo de duda me impidió ser el primero, pero enseguida me tiré al agua. Entonces cualquier cosa suponía un desafío y yo siempre era el siguiente, mi duda inicial rápidamente transformada en sentimiento de culpa por no haberme atrevido a ser el primero e impulsándome a seguirlo.

Recordó a aquel chico caminando por uno de los pasillos de la tienda y después por otro, como si buscara algo en particular, pero en realidad esperando el momento adecuado para llenarse los bolsillos de caramelos. Después, con la bravuconería que daba la extrema juventud, se dirigió al mostrador y preguntó al dependiente si tenían tarjetas de «Ponte bien pronto» para su hermana, que estaba en el hospital. La mujer le señaló el pasillo correcto y el muchacho le respondió con un: «Gracias, pero ésas no son como las que quería», antes de salir. Una vez en la calle y después de enseñar a los demás lo que había robado, señaló a Duncan y le dijo: «Ahora te toca a ti».

Así que Duncan lo intentó. Vio cómo la mujer del mostrador lo seguía con la mirada mientras hacía lo mismo que su amigo, recorrer el pasillo una y otra vez y, en cuanto se dio la vuelta, agarró un solo caramelo de la estantería y se lo metió en el bolsillo. Después, exactamente igual a lo que había hecho su amigo, se dirigió a la mujer. «Supongo que tú también buscas una tarjeta para tu hermana. ¿No?», le preguntó ésta, sarcástica, y Duncan supo en ese momento que lo sabía todo y que había dejado a su amigo salirse con la suya por alguna razón desconocida. Así que, por toda respuesta, sacó diez centavos del bolsillo y los puso en el mostrador. Luego echó a correr, aunque había pagado por el caramelo y por lo tanto no estaba robando. La mujer lo llamó: «¡Eh, te olvidas del cambio!». No, había contestado él interiormente, pensando en los caramelos que se había llevado su amigo; te lo debemos. Y salió de la tienda a toda velocidad.

Entonces tenía nueve años.

Me traicionaron los nervios, pero era una ciudad pequeña y mi padre me habría castigado si llegaba a enterarse. Por primera vez en muchos años Duncan pensó en sus padres. Los dos habían sido profesores, aunque su padre había ascendido a director del instituto local, en el estado de Nueva York, antes de morir. Ambos habían muerto ya mayores, cuando él cursaba el último año en la universidad, en un accidente automovilístico, durante una lluviosa noche de otoño.

Un agente de la policía estatal le había comunicado la noticia por teléfono de forma fría y mecánica. Estaba en el teléfono del vestíbulo de la residencia y una docena de estudiantes se había acercado a él y escuchado descaradamente la conversación, pensando al principio que estaba hablando con una chica y preguntándose si ésta sería guapa y si se habían acostado y después escuchando con creciente curiosidad al comprobar que se trataba de otra cosa.

– Hola, ¿es usted Duncan Richards?

– Sí, ¿quién es?

– Soy el agente Mitchell, del cuartel de New Paltz. Me temo que tengo que darle una mala noticia.

– Ah.

– Sus padres han fallecido en un accidente en la carretera número 9, cerca de aquí.

– Ah.

– Una grúa que remolcaba un tractor en sentido contrario derrapó con las hojas mojadas que había sobre el asfalto. Murieron instantáneamente.

– Ah.

– Lo siento. Siento ser yo quien le dé la noticia.

– Agente, no entiendo muy bien. ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora?

– Hijo, me temo que yo no puedo contestarte esa pregunta.

Duncan recordó que su tío lo había llamado una hora más tarde. Era un hombre nervioso al que Duncan conocía sólo superficialmente y que estaba casi histérico. Sólo se calmó cuando supo que únicamente tenía que ocuparse de organizar el funeral. Todo pareció tan apresurado, tan rápido. Estaban vivos y al minuto siguiente los dos se habían ido; fue la única vez en su vida en que echó de menos tener un hermano o una hermana. El funeral había resultado bastante formal, sin verdaderas lágrimas ni emoción sincera, tan sólo una serie de familiares y conocidos cumpliendo con lo establecido, directores de colegio, profesores, políticos locales. Nada que ver con el funeral de la madre de Megan. La gente la quería. En cambio a mis padres no los conocían, así que acudieron a su funeral como quien cumple un trámite más.

Y no creo que yo los conociera mucho mejor. Por eso decidí que con mis hijos sería distinto, no dejaría que nada se interpusiera entre ellos y yo. Aunque en ocasiones les robara algo de tiempo de estar con ellos para hacer horas extras en el trabajo o jugar una partida de tenis, siempre se lo he compensado. Eso siempre lo tuve claro, entendí muy bien la deuda que los padres tienen con sus hijos. Somos como la ventanilla de un banco que está siempre abierta para retirar dinero. Nunca cierra, y así es como debe ser.

Se imaginó de nuevo a Tommy en aquella pequeña habitación. Podría perderte, pensó y recordó todas las ocasiones en que le había hablado con dureza o le había negado algún capricho y pensó: No podré compensarte. Todas esas veces en que te privé de algún pequeño placer, aunque fuera por enseñarte algo o por mantener la armonía familiar.

Con Tommy era así, le quitaba cosas y le daba otras, intentando enseñarle lo que es la vida. En eso consiste ser padre y ahora es posible que no tenga ocasión de compensarlo por lo que le he quitado.

Pero no dejaré que eso ocurra. No tendré ninguna duda.

Se vio de nuevo siendo un niño, siempre dudando un instante. Pero ahora no, se dijo, y fue como dar una orden militar a su corazón. Esta vez no dudaré ni una milésima de segundo.

Se levantó, caminó hasta la puerta de su despacho y observó el resto del banco. Era casi la hora de cierre y percibió la acelerada energía de los empleados mientras remataban las tareas de la jornada. Mañana, pensó, el banco abrirá hasta tarde para atender a los numerosos clientes de los viernes. Horario de tarde: de cinco a siete.

Sólo que mañana cerrarían un poco más tarde.

***

En el ático, el juez Pearson y su nieto jugaban a piedra, papel o tijera para pasar el rato. Contaban juntos «¡Una, dos y tres!» y sacaban el puño cerrado, los dedos extendidos o la mano plana. El papel envuelve a la piedra, la piedra rompe las tijeras y éstas cortan el papel. Ganó Tommy, después el juez, luego Tommy otra vez. El tiempo pasaba despacio. Una y otra vez, piedra, papel o tijera.

El día había transcurrido entre sobresaltos. A mediodía Bill había prometido buscarles un mazo de naipes, pero luego volvió diciendo que no lo había encontrado. Les dijo que les compraría uno si Olivia lo mandaba salir, pero sólo con el permiso de ella. Confesó al juez de mala gana que Olivia se había negado a darles algo para leer o a subirles un televisor. Tommy pidió papel y lápiz para dibujar o escribir una carta, pero Bill negó con la cabeza. Tendrían que entretenerse como pudieran, lo sentía.

Así que los dos Tommys se dedicaron a distraerse con juegos de palabras. Al juez le recordaba las horas pasadas en un coche, en un atasco. Llegado un momento, había puesto al niño a hacer algunos ejercicios de gimnasia para que estirara las articulaciones y liberara parte de la energía que, sabía, estaba acumulándose de forma preocupante en su interior. Tras pensar un momento se unió a su nieto en los estiramientos, dándose cuenta de que tampoco a él le haría ningún bien dejar que el cuerpo se le entumeciera.

El aburrimiento le resultaba aún más odioso que el confinamiento y se despreciaba a sí mismo por permitir que su secuestro se hubiera convertido en una situación tan banal, tan pasiva. Debo forzarme a pensar, a estar alerta, se insistía a sí mismo, pero era incapaz de vencer la apatía que le producía la espera. Era casi un dolor físico, irritante, del tipo que produce una muela cariada o un tobillo torcido. Se daba cuenta de que estaba agotado y sin embargo no había hecho nada salvo ver pasar el tiempo lentamente. Era como si la tensión generada por la situación se hubiera interrumpido temporalmente y no podía evitar pensar que era posible que en cualquier momento Olivia o alguno de los otros entraran en la habitación y, simplemente, los mataran a los dos. Entonces, ¡cuán amargas habrían resultado esas últimas horas, desperdiciadas en el más completo hastío! Sería horrible morir después de pasar los últimos minutos de vida bostezando víctima del aburrimiento.

Miró a Tommy, que había agarrado el clavo que habían encontrado durante su primera inspección del ático y estaba raspando con él los paneles de madera de la pared. El ruido se asemejaba al de una rama azotada por el viento que araña el vidrio de una ventana. Vio cómo Tommy inscribía sus iniciales en la madera y después añadía las suyas y eso lo hizo sonreír.

– Pon también la fecha.

– Dale -dijo Tommy-, ¿y alguna cosa más?

– No -contestó el juez-. O sí, espera. Escribe un mensaje.

– ¿Para que lo lea alguien?

– Sí, como por ejemplo tu madre o tu padre.

– Ah -dijo Tommy-. Eso es fácil.

Se puso a escribir con la concentración y el cuidado propios de los niños cuando les interesa lo que están haciendo y pronto terminó. Pasado un momento su abuelo le preguntó:

– ¿Qué escribiste?

– Puse: Los echamos de menos y los queremos. ¿Está bien?

– Es perfecto.

– Es como la carta a papá y a mamá que no me dejan escribir.

– Desde luego.

Tommy le devolvió el clavo a su abuelo, que lo escondió bajo una de las almohadas. Quería preguntarle qué pasaría ahora, pero se dio cuenta de que nadie lo sabía y fue capaz de contenerse. Miró a su abuelo y pensó que su cara parecía más pálida, su pelo más blanco y que su piel estaba casi transparente y lo preocupó que estuviera debilitándose. Se estremeció y se acercó al anciano.

– ¿Qué ocurre, Tommy?

Éste movió la cabeza.

– Vamos, ¿qué es lo que pasa?

– Es que me asusté de repente; me daba miedo estar solo.

– Estoy aquí contigo.

– Ya lo sé, pero me daba miedo que no estuvieras.

El juez abrazó al niño y se rio un poco.

– Vamos, Tommy, no voy a desaparecer de repente, ya te lo he dicho: estamos juntos en esto y saldremos también juntos, así que no te preocupes. Apuesto a que muy pronto estaremos en casa de papá y mamá comiéndonos una pizza y contándoles nuestra aventura.

– ¿Tú crees?

– Estoy seguro, e imagínate lo divertido que será ver también a Karen y a Lauren. Apuesto a que querrán saber todo lo que nos ha pasado mientras estamos aquí.

– Eso seguro.

– Así que no te desanimes. Ya sé que es difícil estar aquí sentado sin hacer nada, pero pronto terminará todo y tendremos mucho que contar.

Tommy suspiró y su cuerpo se relajó. Pasados unos segundos habló de nuevo:

– Abuelo, ¿me cuentas una historia, por favor?

– Claro. ¿Qué clase de historia quieres?

– Una sobre ti cuando eras joven. De cuando fuiste un soldado valiente, un marine.

El anciano sonrió.

– El que ha sido marine lo será siempre -dijo-. Ése es el lema del cuerpo: Semper Fidelis. ¿Lo sabías?

– Sí-sonrió Tommy-. Ya me lo habías contado. Siempre fiel.

– ¿Ya te lo había contado? -el juez rio y pinchó al niño en las costillas, bromeando-. ¿Quieres decir que me repito?

Continuó haciéndole cosquillas a Tommy, que empezó a retorcerse y finalmente sonrió.

– Sí, sí, no, no, por favor, abuelo. No deberíamos reírnos.

– ¿Por qué?

– Pueden oírnos y enfadarse.

– Pues peor para ellos. No debemos dejar que nos asusten todo el tiempo y, además, la risa sienta bien. ¿Alguna vez te conté que reírme me salvó la vida?

– No. ¿Qué pasó?

– Pues fue en Guadalcanal, ya te hablé de ese sitio, ¿no?

Tommy asintió.

– Mi pelotón estaba en la vanguardia, eso quiere decir que éramos los primeros del batallón y avanzábamos por la selva. No sabíamos dónde estaba el enemigo y tampoco estábamos seguros de si nos atacaría él a nosotros o nosotros a él. Cuando por fin hicimos un alto para pasar la noche estaba oscuro y daba miedo y hacía calor. Nos atrincheramos y esperamos a que llegaran nuevas órdenes, tratando mientras tanto de dormir un poco, preocupados por lo que podría pasar. ¿No te había contado nunca esta historia?

– No, no. ¿Qué pasó?

– Bueno, estábamos convencidos de que habría problemas, porque el enemigo estaba cerca y sabíamos que estaba esperando el momento adecuado para atacarnos, así que estábamos muy nerviosos. Algo parecido a como estamos tú y yo ahora, cuando estás nervioso porque no tienes ni idea de lo que va a pasar.

– ¿Y qué tiene que ver lo de la risa?

– Ahora viene eso. Uno de los hombres del pelotón se llamaba Jerry Larsen y era de Nueva Jersey, así que lo llamábamos Jerry Jersey, y cada vez que se asustaba contaba un chiste, siempre el mismo.

– ¿Y qué chiste era?

El juez se recordó de pronto agazapado tras unos sacos de arena, joven, sudoroso y cubierto del polvo del campo de batalla y escuchando el chiste y su frase final: «He dicho moño, no coño». Miró a su nieto y se preguntó si conocería esa palabra. Puede que sí y puede que no; siempre es difícil adivinar lo que saben los niños, y más difícil aun lo que son capaces de entender.

– Bueno, era un chiste para adultos.

– ¿Un chiste verde?

– Sí. ¿Quién te ha enseñado esa expresión?

– Karen y Lauren.

– ¿Y qué más te han enseñado?

– Nada más, dicen que soy demasiado pequeño.

– Y tienen razón.

– Anda, abuelo. Por favor…

– Lo eres.

– ¿Me vas a contar el chiste?

– Cuando seas mayor.

– ¡Abuelo!

– Cuando seas como Karen y Lauren.

– Bueno -aceptó Tommy de mala gana-. ¿Y luego qué pasó?

– Bueno, pues el caso es que todos habíamos oído ese chiste como un millón de veces, porque aquélla no era la primera vez que pasábamos miedo. Pero lo extraño era que siempre nos hacía gracia, aunque sabíamos el final, hasta las palabras exactas, pero siempre nos reíamos. Y no es que fuera un chiste especialmente bueno, pero por alguna razón, no sé cuál, supongo que tenía que ver con la tensión, todo el pelotón nos reíamos a carcajadas cada vez que lo contaba… Total, que eran como las tres de la mañana y casi todos estaban intentando dormir menos Jerry y yo y otros dos muchachos que estaban de guardia, y bastante nerviosos, porque en la jungla nunca hay silencio; da igual la hora que sea, siempre hay algo que se mueve y resulta difícil saber si se trata de animales o de personas. Hacía calor y estábamos cansados y de repente oigo a Jerry a pocos metros de mí empezando a contar el chiste. A principio me enfado, tengo miedo e intento hacerlo callar, pero sigue contando el chiste y me empiezo a reír. No muy fuerte, sólo un poco. Pero el hombre que estaba durmiendo a mi lado se despierta y se vuelve y me pregunta: «¿Qué pasa?», y yo le contesto que Jerry ha vuelto a contar su chiste. Me responde con un gruñido pero, como él también se sabe el chiste de memoria, no puede evitar reírse, lo que despierta al teniente y a unos cuantos más, y en pocos segundos estamos todos despiertos y susurrando, intentando enfadarnos con Jerry Jersey por no dejarnos dormir y entonces yo oigo un ruido, totalmente distinto y delante del pelotón.

– ¿Y qué era?

– Pues resultó que era un escuadrón enemigo avanzando hacia nuestra posición.

– ¿Y qué pasó?

– Pues que combatimos y ganamos.

– ¿De verdad?

– De verdad.

– ¿Con disparos y todo?

– Sí, usamos la artillería también, así que hubo explosiones. Era como estar en medio de los fuegos artificiales del 4 de julio. Terrible y hermoso al mismo tiempo.

– ¿Y le disparaste a alguien?

– Sí y no.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que estaba tan oscuro que no se veía nada. Yo disparaba mi rifle, como todos los demás, pero no sé si alcancé a alguien. Pero ésa no es la cuestión, la cuestión es que si no nos hubiéramos despertado con el chiste el enemigo nos habría tomado por sorpresa y tal vez no hubiéramos ganado el combate.

– Ya veo. ¿Y qué pasó después?

– Por la mañana hubo una gran batalla, pero ésa es otra historia. Aunque te diré algo: después de esa noche teníamos una regla: cada vez que la cosa se ponía fea, Jerry Jersey contaba el chiste. Era como nuestro amuleto, porque nos había salvado la vida aquella noche.

– ¿Como un conjuro mágico?

– Exacto.

– Deberíamos inventarnos uno nosotros.

– De acuerdo, veamos…

El juez sintió de pronto una aspereza interior. No era el mejor de los conjuros: recordó haber pasado, meses más tarde, junto al cuerpo sin vida de su amigo, en una isla diferente. Un francotirador le había disparado en la frente y su cuerpo estaba rígido, como en un simulacro de muerte, como si pretendiera ocultar su envidia por los vivos. El juez recordó cuán terrible le había resultado la visión de aquellos hombres muertos de un solo disparo o por un único trozo de metralla. Por alguna extraña razón prefería ver cadáveres destrozados por grandes explosiones, cuerpos despedazados por las ametralladoras o las minas. Era como si sus muertes le resultaran menos caprichosas, menos concretas. Si Jerry Jersey hubiera agachado la cabeza una milésima de segundo antes habría vivido. En una batalla donde pedazos letales de metal volaban por el aire, la muerte resultaba algo lógico y en cierto modo comprensible. ¿Quién podría esperar sobrevivir a una tormenta de fuego? Pero la idea de que alguien matara a otra persona de un solo disparo dirigido a su corazón o a su cabeza le resultaba intolerable.

Incluso después de morir Jerry siguieron contando su chiste. Y pareció funcionar, al menos un poco.

– Abuelo, ésta es una adivinanza que aprendí en el colegio: Soy animal que viajo: de mañana a cuatro pies, a mediodía con dos y por la tarde con tres.

El abuelo rio:

– Es una buena adivinanza -dijo.

– ¿Cómo podemos convertirla en conjuro mágico? -preguntó el niño.

– Simplemente diremos: cuenta la adivinanza de los pies y los dos sabremos de qué se trata. ¿Qué te parece?

– La adivinanza de los pies. Muy bien.

Tommy agarró la mano de su abuelo y los dos se miraron con fingida solemnidad, después sonrieron y por fin soltaron una carcajada.

– ¿Crees que funcionará? -preguntó el niño.

– ¿Y por qué no?

– Sí-contestó Tommy con firmeza-. ¿Por qué narices no iba a funcionar?

– ¡Tommy! -exclamó el juez-. ¿Quién…?

– Bueno, es lo que dice papá cuando está enfadado y quiere sonar enfadado, como cuando me dice: «Tommy, ¿por qué narices no te metes en la bañera?», o cosas así.

El juez se rio ante lo bien que imitaba el niño la voz de su padre. A veces nos olvidamos que educamos a nuestros hijos a nuestra imagen y semejanza, pensó.

Tommy sonrió y se levantó.

– Abuelo, hay una cosa que me ha preocupado todo el día. Es la primera vez que paso todo un día sin mirar el cielo, y no sé qué tiempo hace afuera. Ni siquiera me pasa cuando estoy enfermo en la cama. Entonces tengo la ventana de mi habitación, e incluso cuando era pequeño y tenía que ir al hospital para hacerme todas esas pruebas, siempre lo sabía de alguna manera. Siempre podía mirar al cielo por algún sitio y ver qué día haría si estuviera afuera jugando. Pero aquí no sé si llueve o nieva o si hace viento o hay sol, o si hace un poco menos de frío y podría salir al patio en el colegio sólo con el suéter. Aquí no sabemos nada y eso me preocupa -movió la cabeza-. Es como estar en la cárcel.

El juez se levantó y se acercó al niño. La cárcel, pensó, y una extraña asociación de ideas se inició en su cabeza.

– Bien, veamos. Podemos intentar adivinar, ¿te parece? -dijo, pero en su cabeza no hacía más que darle vueltas a lo que había dicho su nieto.

– Pero ¿cómo?

– Bueno, si hubiera llovido habríamos oído las gotas golpeando contra el tejado y bajando por las canaletas. Deben de estar justo afuera del ático así que podemos descartar la lluvia.

– Bien, no llueve, pero ¿y nieve?

– Buena pregunta, pero cuando nieva de alguna manera se siente en el tejado, hace más frío. Ven, déjame que te levante y así tocarás el techo, dime si sientes más frío.

El juez estaba improvisando, pero aun así levantó al niño de forma que pudiera tocar el techo.

– Hace frío -dijo Tommy-, pero no tanto.

– Entonces, ¿qué opinas?

El juez había bajado al niño y éste se dirigió a la parte donde la pared era más delgada. Apoyó la oreja y permaneció unos minutos en silencio, después se estremeció.

– Sí, hace frío, y también escucho un poco de viento.

– Así que podemos suponer que ha bajado la temperatura y hace algo de viento.

– Pero ¿y qué hay del cielo? ¿Estará nublado o habrá sol? -preguntó Tommy.

– Ahí me atrapaste -repuso el juez-. A veces el viento se lleva las nubes; otras en cambio las hace acumularse.

Tommy se estremeció de nuevo.

– Creo que está nublado -dijo-. Creo que por la mañana había un montón de nubes grises y la gente fue con botas al colegio y a trabajar porque pensaba que iba a nevar. El aire se nota húmedo, como cuando empieza a hacer frío, pero todavía no ha nevado.

– Bueno, el año pasado tuvimos quince centímetros de nieve dos semanas antes de Acción de Gracias, ¿te acuerdas?

– En primavera anduvimos en trineo en Jones Farm.

– Así que podría estar llegando el invierno.

– Ojalá -dijo Tommy-. Este año voy a jugar al hockey sobre hielo en la liga de principiantes.

El juez se dio vuelta. Este año, pensó, y sintió unos deseos inmensos de esconder la cabeza como un avestruz y huir de la realidad, pero en lugar de ello miró a Tommy caminar de nuevo hacia la pared y palpar la madera suavemente, empujando los tablones.

– Abuelo -dijo-. Creo que deberíamos empezar a intentar arrancarlos. A lo mejor raspándolos con el clavo, como dijiste. Además, así tendría algo que hacer.

El juez vio la expresión de duda de su nieto y de pronto pensó: ¿Y por qué no? Se levantó y dijo:

– Maldita sea, Tommy, llevamos ya mucho tiempo sentados. Intentemos eso.

Se acercó a la pared y se arrodilló para inspeccionarla.

– Muy bien -dijo-. Vamos a empezar, sin hacer ruido.

Pero conforme se dirigía a sacar el clavo de su escondite oyó pasos en el rellano, junto a la puerta del ático.

– Vuelve a la cama, Tommy -susurró.

No podía dejar de darle vueltas a una idea. Ella ha querido encerrarnos como en una cárcel conscientemente, pero también nos ha dicho, sin darse cuenta, cómo debemos actuar. ¿Qué hizo ella cuando estuvo encerrada? El primer día le pegó al guardia; nos ha contado todos los detalles de cuando estuvo en la cárcel. Pero una cosa no hizo, y ésa es permanecer sentada compadeciéndose, como lo estoy haciendo yo.

Tommy cruzó el ático de un salto y el juez hizo lo mismo justo cuando la puerta se abría dando paso a Olivia. Llevaba un pequeño radiocasete.

– Hola, caballeros -dijo en tono animado-. Pasando el rato, ¿eh?

El juez se limitó a mirarla con expresión furiosa y se dio cuenta de que Tommy también fruncía el ceño en lugar de encogerse asustado.

– Durante mis dieciocho años de vacaciones pagadas por el gobierno pasé exactamente seiscientos treinta y seis en lo que llaman segregación administrativa, que no es más que un nombre burocrático para lo que cualquiera que haya visto las películas de Jimmy Cagney llamaría «el agujero». No era tan agradable como esta habitación, juez, pero supongo que comienzas a hacerte una idea.

– ¿Y ahora qué? -preguntó el juez irritado.

– Necesito una pequeña parte de ti, juez, y también del niño…

– Olvídelo -replicó el juez.

Olivia calló y dejó que el silencio entre ambos creciera por unos instantes.

– ¿Recuerdas el secuestro de Getty, juez? ¿El nieto del multimillonario? No fue hace tanto tiempo, en realidad. Bueno, el caso es que la familia dudaba de la sinceridad de los secuestradores y se negaba a pagar el rescate. Un asunto muy feo, la verdad. Así que tuvieron que demostrar la veracidad de sus intenciones de una forma digamos… gráfica. ¿Te acuerdas cómo fue?

El juez se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Las imágenes de los diarios y de las noticias de la noche se agolpaban en su cabeza, todas relatando el mismo detalle macabro: los secuestradores habían enviado a la familia una de las orejas de su nieto.

Todos los músculos del cuerpo se le tensaron y sintió cómo la furia lo invadía. Se acabó, pensó, no pienso dejar que siga amenazándonos, ya no. Entonces se dio cuenta de que se había puesto de pie y había empujado a Tommy detrás de él.

– Usted no va a tocar a nadie -dijo con voz fría y tranquila.

– No me des órdenes -contestó Olivia mientras situaba su cara a escasos centímetros de la del juez.

– No le pondrá una mano encima.

– ¿Y quién eres tú para decirme lo que puedo y no puedo hacer?

De pronto sacó un revólver y apoyó el cañón en la nariz del juez, quien no se movió y siguió como si nada hubiera ocurrido.

– No le pondrá una mano encima -repitió.

Por un instante los dos permanecieron como congelados en la misma posición, el juez consciente del cañón del arma contra su cara y del dedo de Olivia en el gatillo. Después ésta bajó el arma.

– Un tipo duro, juez. Sí, señor.

Dio un paso atrás y después simuló aplaudir.

– Impresionante, teniendo en cuenta que tienes las de perder. Admiro la fuerza de voluntad y la determinación, juez, son probablemente las dos cosas que más admiro -dejó escapar una carcajada-. Me parece que tenemos más en común de lo que crees -añadió.

El juez se relajó un poco, pero entrecerró los ojos y continuó mirándola con expresión furiosa.

– Sí -dijo-. Empezamos a conocernos mejor, ¿no?

Olivia calló un instante y no contestó directamente, sino que se limitó a asentir con la cabeza. Luego habló.

– Sigo necesitando algo de ustedes, y sé que cooperarán. Hasta se lo pediré por favor: Por favor.

Intentaba provocarlo con su sarcasmo pero por vez primera no lo consiguió y por un momento al juez le pareció ver una ira distinta en sus ojos, una ira que tal vez, sólo tal vez, encerraba un atisbo de duda. Aunque se disipó tan rápido como había aparecido y fue sustituida por la obstinada determinación habitual en ella.

El juez bajó la vista al casete y se recordó cuarenta años más joven, esperando que amaneciera en aquel agujero en plena jungla. Moño, no coño, estúpido. Repitió el chiste internamente y se sintió más fuerte y alerta, como en aquella horrible y calurosa noche.

***

Megan llamó a Karen y a Lauren:

– ¡Vamos, chicas!

En un momento estuvieron junto a ella preguntando ansiosas:

– ¿Pasa algo? ¿Qué?

Megan negó con la cabeza.

– No, es sólo que necesito tomar aire, todos lo necesitamos. Desconecté el teléfono y vamos a salir un par de minutos. Pónganse los abrigos.

Las chicas asintieron al unísono y empezaron a ponerse ropa. Megan las miraba, pensando en qué diferente era el amor que sentía por cada una de ellas, aunque siempre pensaba en las dos como un todo. Karen tiene la solidez y la frialdad de juicio de su padre, mientras que Lauren es muy emocional, más propensa a la fantasía y la aventura. Más como yo.

Hizo un gesto a las chicas:

– Vamos, tenemos que ver algo.

Ambas la siguieron afuera, curiosas. Megan vio desaparecer del cielo gris los últimos rayos de luz y el frío de la noche la envolvió. Sintió un escalofrío y vio cómo las gemelas se arrebujaban en sus abrigos. Caminó por el sendero de grava de la entrada, después se volvió y miró hacia la casa.

– ¿Cuánto llevamos viviendo aquí? -preguntó.

– ¡Pero, mamá! ¡Lo sabes perfectamente!

– Ocho años, desde justo después que Tommy naciera ¿Se acuerdan? -dijo Karen-. Me acuerdo de que al principio nada funcionaba y la casa nos parecía demasiado grande.

– Y la caldera se estropeó el primer invierno y una noche casi nos congelamos. Brrr, eso sí que no se me olvida -añadió Lauren rápidamente-. Karen parecía un marciano, con calcetines en las manos y ese gorro rojo ridículo. Y en el armario de abajo no había sitio suficiente para todos los abrigos y la televisión se veía fatal y no podíamos ver nuestros programas preferidos. Ahora podemos porque tenemos la tele por cable pero cuando nos mudamos aquí era una locura.

– ¿Saben por qué me gustó esta casa?

– ¿Por la zona? -preguntó Lauren.

– Hay buenos colegios -sugirió Karen.

– No -contestó Megan-. Porque era la primera casa que era realmente mía. Cuando ustedes nacieron todavía vivíamos con los abuelos. Luego nos trasladamos a un apartamento en Belchertown y después a una casa baja en South Deerfield; la compramos porque Duncan consiguió una buena hipoteca. Pero yo odiaba esos dos sitios porque no iban conmigo; esta casa sí. Ya sé que al principio muchas cosas no funcionaban pero siempre tuve la sensación de que era nuestro hogar más que ningún otro sitio. Aquí es donde se hicieron mayores y donde creció Tommy y superó tantos problemas. Y aquí fue donde pasamos las primeras Navidades después de que muriera la abuela, ¿se acuerdan? En vez de ir nosotros a su casa el abuelo vino a cenar aquí.

Ambas niñas asintieron.

– Esas Navidades tenía ganas de llorar, no porque mi madre hubiera muerto, aunque eso fue tristísimo y terrible y me hacía sentir sola -todavía la echo de menos-, sino porque por fin, de alguna manera, había dejado de ser la hija de alguien para empezar a ser yo misma. Ella lo habría entendido; ustedes no pueden todavía pero algún día lo harán. Querer tener una vida propia no es malo, como tampoco lo es querer estar sola, aunque a veces es difícil encontrar el camino.

– ¿Eso es lo que les pasó a papá y a ti? -preguntó Karen-. Quiero decir, en los sesenta.

– Más o menos; estábamos a la búsqueda de algo, como todo el mundo entonces y nos llevó algún tiempo encontrarlo.

Megan recordó los símbolos pacifistas y las largas melenas, la quema de banderas de Estados Unidos, los pantalones de campana y las raídas chaquetas de cuero. La música de la revolución resonaba en sus oídos, el compás del bajo y el chirrido de las guitarras eléctricas, Columbia, Berkeley, Haight. El verano del amor, la generación de Woodstock y después Altamont y Kent State, la música de Up Against the Wall. El pulso se le aceleró.

– Lo que hicimos no es que estuviera mal -dijo-. Ahora puede parecerlo pero entonces no era malo. No… -dudó un momento y después continuó-: Bueno, robar no siempre era malo y parecía un delito menor comparado con todo lo que estaba pasando en el mundo.

– Pero luego cambiaron…

– Bueno, sí y no, fue el mundo el que cambió y nosotros lo seguimos. Era como si todos quisiéramos olvidar las cosas que habían pasado y al mismo tiempo que nos olvidaran a nosotros. Tal vez eso fue una equivocación, tal vez la gente debería haber seguido preocupándose por las mismas cosas que nos preocupaban entonces. Pero supongo que tanta intensidad llegó a hacerse insostenible, así que las cosas se tranquilizaron.

– Pero Olivia, ella no cambió, ¿no?

– Exacto.

– ¿Y cómo iba a hacerlo? -intervino Karen-. Estaba en la cárcel y sólo podía ver lo que cambiaba allí dentro.

– Eso también es cierto -respondió Megan con suavidad.

– Por eso probablemente nos odia tanto -añadió Lauren.

Megan asintió. Estaba a punto de decir algo pero en lugar de ello miró al cielo. Podía ver la luna sobre los árboles y su tenue luz se colaba por entre las ramas desnudas.

– El año en que nacieron ustedes, 1969, el hombre pisó la Luna. Tal vez eso no les diga gran cosa, y ya están hartas de oír hablar de la exploración espacial y todo eso. Para Duncan y para mí también fue algo natural. Habíamos crecido con la bomba atómica y la tecnología era algo a lo que estábamos acostumbrados. Recuerdo estar sentada con los abuelos y cuidándolas a ustedes dos mientras veíamos la televisión. Lo increíble no era que la nave hubiera aterrizado en la Luna sino la expresión de sus abuelos mientras miraban la pantalla, fascinados. Decían que era porque ellos habían nacido en los años veinte, cuando apenas había tecnología. Eran hijos de la Gran Depresión, cuando apenas acababa de inventarse el aeroplano. Habían crecido con Buck Rogers y nunca pensaron que el hombre podría llegar a la Luna; para ellos eso era ciencia ficción.

Miró otra vez en dirección a la casa.

– Yo crecí en esta ciudad -continuó-. Igual que ustedes y que Tommy; éste es nuestro hogar y siempre lo será. Incluso cuando ustedes y Tommy hayan crecido y se marchen, siempre podrán volver aquí y sentirse en casa, no importa cuánto hayan cambiado las cosas.

– Mamá -dijo Lauren con expresión perpleja-. Hablas como Scarlett O'Hara.

Karen ahogó una carcajada y añadió:

– O como Judy Garland en El mago de Oz. No hay otro lugar como…

Megan miró a sus hijas, vio cómo se intercambiaban una mirada y sonrió para sí. Deben de pensar que estoy loca o algo así. La tensión me está trastornando.

Tal vez tengan razón.

Movió la cabeza para ahuyentar esos pensamientos y dejó que el aire gélido llenara sus pulmones y recorriera su cuerpo entero. Recordó una ocasión en que su padre la llevó de campamento a los bosques de Maine. Ella tenía entonces unos diez años y se había alejado del campamento con su madre para recoger moras. Mientras se inclinaban sobre las zarzas vieron a una gran osa parda y a sus dos oseznos a unos metros de distancia. La osa se había levantado sobre sus patas traseras y estaba quieta mirándolas. Las dos familias se observaron la una a la otra durante unos segundos, compartiendo el mismo prado y las mismas moras. Luego los oseznos echaron a andar sin el menor indicio de estar asustados. Megan recordó que su padre le había advertido que nunca debían interponerse entre una osa y sus oseznos porque podía volverse salvaje y peligrosa y recordó también el comentario de su madre: «Yo haría lo mismo».

Se volvió hacia las gemelas y dijo:

– Hay algo que deben saber: no vamos a perder a nuestra familia. No lo permitiré.

– ¡Pero, mamá! -protestó Lauren-. ¡Ya lo sabemos!

– No te preocupes, mamá -intervino Karen-. Nuestra forma de vida no tiene nada de malo, y ustedes hicieron lo que creían correcto. Se esforzaron mucho.

– ¿Por qué tendríamos que sentirnos culpables? -preguntó Lauren.

– Es verdad -replicó Megan y tras pasar un brazo por los hombros de cada una de las gemelas las atrajo hacia sí.

Por primera vez se dio cuenta de que los ojos de Lauren estaban rojos y al borde de las lágrimas y que Karen apretaba la mandíbula con determinación. Vio a ésta dar un puñetazo cariñoso en el brazo de su hermana como para alejar todo sentimentalismo y sobreponerse a la emoción. Mi hija la sargento, pensó, y mi hija la poeta. Vio como Lauren se erguía y asentía con la cabeza y por un instante sintió que el calor que emanaban las gemelas ahuyentaba el frío del atardecer.

Henchida de orgullo materno, pasó los brazos por los hombros de las gemelas y juntas caminaron de vuelta a la casa, unidas por los lazos invisibles de la determinación.

***

Sentado en su despacho, Duncan repasaba su lista.

Verdaderamente, soy una persona organizada, pensaba. Incluso en una situación tan desesperada como ésta necesito escribir una lista detallada de todo lo que tengo que hacer. Estate preparado. Sonrió. Había sido boy scout y después jefe de sección. Me dieron una estrella, ¿y cuántas condecoraciones más? Unas cuantas, por ser el mejor haciendo nudos, remando en canoa, dirigiendo el tráfico y cortando leña. Movió la cabeza ante tantos recuerdos: ésas fueron las únicas medallas que realmente me gané. Volvió a su lista. ¿Me darían una por robar un banco? Tal vez, pero desde luego no por aquella primera vez.

La lista estaba escrita en papel con membrete y se titulaba DENTRO DEL BANCO. Después estaban los apartados SISTEMA DE ALARMA, BÓVEDA PRINCIPAL, CAJEROS AUTOMÁTICOS y PISTAS FALSAS. A pie de página garabateó una admonición: Destruir esta página/Destruir las seis páginas siguientes. El FBI disponía de espectógrafos capaces de descifrar las minúsculas impresiones que dejaba la punta de un bolígrafo en las hojas en blanco siguientes a su lista.

Soy bueno haciendo listas, pensó.

Cuando se iban de vacaciones en familia hacía lo mismo; siempre era él el encargado de asegurarse que llevaban zapatos de repuesto y medias y suéteres por si se mojaban, de que hubiera galletas y jugo para los niños. También se ocupaba siempre de pagar las facturas a tiempo y los sábados por la mañana iba al supermercado y hacía la compra para toda la semana. Se preguntaba por qué disfrutaba tanto con esas cosas. Siempre sabía el pronóstico del tiempo, si para una fiesta había que llevar chaqueta y corbata o bien ropa informal. Si alguna vez llovía y él se había olvidado de meter los impermeables en la maleta su mujer y sus hijos no lo podían creer.

Miró otra vez el papel y un único pensamiento lo asaltó: debería haber planeado yo el maldito robo de Lodi; habría previsto la reacción de los guardias de seguridad, habría hecho ensayos y pasado semanas vigilando el banco. Y entonces ninguno de nosotros estaría ahora en esta situación.

Decidió apartar de su mente esos pensamientos cuando se dio cuenta de la conclusión a la que lo llevaban: que habría sido mucho mejor delincuente que Olivia. Se levantó, fue hacia la puerta y miró hacia el interior del banco. El vestíbulo principal parecía brillar con luz y actividad; los preparativos para echar el cerrojo estaban en marcha. Los cajeros estaban haciendo el arqueo de las cajas y ordenando recibos y cheques de ventanilla; todo era pura rutina, como les gusta a los empleados del banco, pensó.

Vio a uno de los directores adjuntos dirigirse hacia los cajeros automáticos. Duncan sabía lo que se disponía a hacer: abrirlos y asegurarse de que tenían suficientes fondos para la noche. Haría lo mismo al día siguiente, sólo que entonces se aseguraría de que los depósitos estaban llenos. Había cuatro cajeros en el vestíbulo y cada uno contenía 25.000 dólares en billetes de diez y de veinte. Durante los fines de semana más ajetreados, como las vacaciones de la universidad o el Día del Trabajo o de Cristóbal Colón, cada uno de ellos dispensaría al menos la mitad de aquella cantidad en transacciones que podían ir desde los veinte a los doscientos dólares.

Pero este fin de semana no, pensó.

Vio como el director adjunto se alejaba de los cajeros en dirección a la oficina del presidente. Las llaves se guardaban en un cajón y prácticamente todos en el banco sabían que existían duplicados. En eso precisamente residía la ventaja del plan de Duncan, en que casi todos en el banco conocían sus medidas de seguridad, dónde se desconectaban las alarmas y dónde se guardaban las llaves maestras. Eso es lo que nos hace vulnerables, la seguridad aquí está diseñada para prevenir tres contingencias: que alguien acceda a nuestro sistema informático desde dentro o desde el exterior; que alguien entre en el banco una vez cerrado o que un atracador entre por la puerta en el horario de apertura y saque un arma.

Recordó cuando los ejecutivos del banco se habían reunido con los expertos en seguridad encargados de instalar el sistema de alarmas y de programar las computadoras para que detectaran los intentos de fraude más comunes. Éste había sido el único supuesto de robo que el banco, sus directivos incluidos, había contemplado. A ninguno se le ocurrió que un empleado pudiera robar a lo Jesse James o incluso a lo Willie Sutton.

Volvió a su lista y la repasó cuidadosamente antes de añadir una nueva categoría: ROPA, y debajo de ella escribió: guantes, zapatillas, vaqueros y buzo. En el centro comercial.

Su secretaria llamó a la puerta y entró en su despacho. Duncan no intentó ocultar la lista sino que la tomó junto con un lápiz y se reclinó en su silla, de forma que la mujer no pudiera leer lo que estaba escrito.

– Señor Richards, me voy. ¿Necesita algo?

– Gracias, Doris, yo también estoy a punto de irme.

– ¿Se encuentra mejor?

– En realidad no, viene y va. Podría ser un virus, supongo, llevo todo el día con fiebre.

– Debería quedarse en casa.

– Bueno, mañana es viernes, así que puede que aproveche para marcharme pronto y pasar todo el fin de semana en cama.

– No suena muy divertido.

– Bueno, Doris, cuando se tiene mi edad los fines de semana no son tanto para divertirse como para reponer fuerzas.

– Vamos, señor Richards, no es usted tan mayor…

– Gracias, Doris, sus halagos la harán llegar muy lejos en esta empresa.

La secretaria rio y se marchó tras hacer un saludo con la mano.

¿De verdad me estaré haciendo mayor?, se preguntó Duncan. ¿Estoy más cerca del final que del principio? Pensó en sus padres. Cuando yo nací eran ya mayores, y se hicieron más mientras yo crecía en aquella casa tranquila y solitaria. Siempre estaban cansados y me obligaban a vivir despacio. Trató de recordar algunos momentos realmente felices, como una mañana de Navidad o despertarse en el día de su cumpleaños libre de preocupaciones y cautelas innecesarias, pero no pudo. En su casa todo estaba siempre ordenado y cada momento, planeado; es algo que he heredado. Me convertí en un hombre de números. ¿Eso me producía rechazo?, se preguntó. Tal vez por esa razón busqué la espontaneidad de la revolución. Olivia era siempre tan vibrante; asimilaba ideas y actuaciones y las transformaba en una especie de combustible. La retórica, el entusiasmo, la lucha, qué momentos tan emocionantes. Entonces me sentía vivo… Se detuvo un momento y recapacitó: Aunque también aterrorizado.

Miró por la ventana y vio a otros empleados del banco caminando hacia el estacionamiento. Reían y caminaban deprisa, arrebujados en sus abrigos. Se preguntó por qué reían y los vio pasar por la primera fila de plazas del estacionamiento, la reservada a él y a otros directivos. Inmediatamente tomó la lista y escribió: COCHE.

Cuando levantó la vista el grupo había desaparecido y una luz púrpura procedente de un farol alumbraba la oscuridad. Se dio cuenta de cuánto quería a sus hijos. Yo podría haberme vuelto tan serio y aburrido como mis padres, pero no lo hice, y tenía mis razones para ello. Es como si hubiera abandonado mis ideales revolucionarios a cambio de responsabilidad.

Y ahora ¿me he vuelto mayor?, se preguntó de nuevo. ¿Todavía sabré luchar?

No estaba seguro de poder contestar a esa pregunta, pero lo que sí sabía era que tardaría muy poco en averiguarlo.

***

Megan y las gemelas se quitaron la ropa de abrigo y se dirigieron a la cocina. Las chicas charlaban sobre el frío que hacía y se preguntaban si nevaría pronto, mientras se disponían a preparar chocolate caliente. Eso le hizo recordar a Megan cuánto le gustaba a Tommy el chocolate caliente. Volvió a conectar el teléfono, por si Duncan llamaba, y al mirar su reloj se dio cuenta de que pronto estaría en casa. Trató de relajarse, pero se sentía incapaz.

Tommy debería estar aquí, pensó. Ya llevo cuarenta y ocho horas sin poder abrazarlo.

– Mamá, ¿quieres una taza? -preguntó Lauren.

– ¡Está bueno! -puntualizó Karen.

Megan tenía un nudo en la garganta, pero tragó saliva y contestó:

– Claro.

Mientras Karen le pasaba la taza de cacao sonó el teléfono.

– Es nuestra línea -dijo Lauren-. Yo atiendo.

Fue hasta el aparato que estaba en la pared, pulsó un botón y levantó el auricular.

– ¿Y dónde está tu también guapísima hermana? -preguntó la voz de Olivia Barrow.

Por un momento Lauren sintió que se ahogaba. Sabía quién estaba al otro lado, pero de todos modos preguntó:

– Está aquí, a mi lado. ¿Quién llama?

Megan vio como su hija palidecía y dejó caer la taza al suelo. Ésta se rompió con un ruido sordo que pasó inadvertido en medio de la tensión insoportable que se había instalado en la habitación. El chocolate se desparramó por el suelo sin que nadie reparara en ello.

– ¿Quién es? -preguntó Karen.

– Ah -dijo Olivia-. Reconozco la voz de tu padre, tienen el mismo timbre, la misma entonación. ¡También se parecen a él en otras cosas?

Karen no contestó, pero asintió con la cabeza.

– ¿Qué quiere de nosotras? -preguntó Lauren, que luchaba por controlar el temblor de su voz y miraba desesperada primero a su madre y luego a su hermana.

– Sólo quería oír sus voces -dijo Olivia-, saber cómo sonaban.

Karen no podía controlarse, las palabras se formaron en su cabeza y después salieron entre sus dientes fuertemente apretados.

– ¡Devuélvenoslos! -casi gritó, con voz una octava más aguda que lo normal-. ¡Queremos que nos los devuelvas!

Olivia se limitó a reír.

– Todo a su tiempo, chicas, todo a su tiempo. ¿No es eso lo que dice siempre la bruja mala?

Megan sintió la fuerza de la exigencia de Karen y dejó de sentirse paralizada. Tomó el auricular de las manos de Lauren.

– Estoy aquí, maldita sea.

– ¡Megan! ¡Qué alegría oír tu voz otra vez!

– ¿Qué quieres, Olivia?

– Ha pasado mucho tiempo, ya sabes, y he pensado mucho en ti; sabía que te convertirías en la perfecta amita de casa. Se te veía en la cara.

– ¿Qué quieres, Olivia?

– Y yo pasando tanto tiempo hablando con tu amorcito y sin hacerte caso a ti. Se ha convertido en un verdadero encanto -dijo-. Todo es tan bonito ahora…

– Olivia, por favor. ¿Por qué haces esto?

– Suponía que a estas alturas eso ya estaba bastante claro.

Megan tardó un momento en responder.

– ¿Crees que vengarte te hará sentir mejor? ¿Que torturarnos te devolverá los años perdidos? ¿En serio crees que esto te devolverá la paz?

Megan se asombró de las palabras que habían salido de su boca. Lauren retrocedió y la miró de forma extraña. Entonces soltó un «¡toma!» en voz baja y dio un puñetazo en el aire. Después corrió escaleras abajo para tomar el teléfono de la biblioteca. Las preguntas de Megan habían desconcertado a Olivia, que vaciló antes de contestar.

– Bueno, Megan, quizá tengas razón, quizá la venganza sea una cosa estúpida y una forma equivocada de solucionar esta… -Rompió a reír.- Pero es mejor que cualquier otra.

Siguió riendo y Megan tragó saliva. Las dos mujeres permanecieron calladas unos instantes hasta que Olivia habló:

– Se salieron con la suya, ¿no? Siguieron con su vida perfectamente intacta, sin grietas ni cicatrices. A ustedes no les destrozaron la vida, ¿verdad? Claro que no, se escaparon por la tangente, como si todo hubiera sido un juego de niños. Sólo que no lo fue, ¿no?

– No.

– Yo fui la única que no se rajó -continuó Olivia-. La que nunca dudó y mira lo que tenemos ahora. Un gobierno que es incapaz de acatar sus propias leyes, un país que deja a la gente morirse de hambre en las calles. Donde hacerse rico es una religión. Los guetos son ahora los mismos que hace veinte años, su trabajo social da asco. ¡Asco, Megan! Y tú no eres más que una conformista, maldita zorra rica.

Megan hizo ademán de protestar, pero se contuvo.

– Crees que soy una criminal -dijo Olivia-, pero no es así, en eso no he cambiado, Megan, y nunca lo haré. Lo que para unos es compromiso para otros es delito.

– Por favor -pidió Megan-. Por favor, devuélvemelos.

– Tendrán que ganárselo -contestó Olivia-. Eso si se atreven. -Y a continuación añadió:- Tienen que pagar por ellos, así es como funcionan las cosas para mucha gente, ¿no? Todo tiene un precio y ellos también. ¿Cuánto pueden pagar?

– Lo que haga falta.

Olivia no contestó.

– ¿Qué quieres? -preguntó entonces Megan.

– Ya te lo he dicho, oír tu voz, y también las de las gemelas.

– Ya las has oído. ¿Qué más?

– Tengo un pequeño mensaje.

– Pues dámelo. Ya nos has enseñado que sabes aterrorizar a ancianos y niños pequeños. ¡Ahora deja en paz a mis hijas!

Su vehemencia la sorprendió, y pareció que también a Olivia, quien dejó que el silencio ocupara la línea de teléfono un tiempo antes de contestar.

– El terror es una expresión legítima de la ira, está demostrado.

– Ancianos y niños -repitió Megan.

– ¿Y por qué deberían ser inmunes? -preguntó Olivia de pronto-. ¿Acaso son realmente inocentes?

Megan no dijo nada, pero entonces sonó la voz de Karen.

– ¡Lo son! ¡Nunca harían daño a nadie!

– ¡Karen! -gritó Megan. Había olvidado que las chicas estaban escuchando la conversación-. ¡Cuelga el teléfono! Te…

– ¡No! Déjalas que escuchen -la interrumpió Olivia-. Deberían oír lo que voy a decir. Lauren, ¿estás ahí también?

– Sí -respondió ésta con voz algo menos enérgica que la de su hermana-. Estoy aquí.

Megan estaba a punto de decir algo pero se calló. Olivia tomó aire y preguntó:

– ¿Qué tal va Duncan?

– Según el plan -contestó Megan.

– Bien, es bueno tenerlo todo planeado -replicó Olivia-. Así se evitan metidas de pata.

– Hará lo que tenga que hacer.

– Lo sé, o al menos creo que lo sé. Pero tienes que admitir, Megan, que mi experiencia con Duncan no es como para confiar en él, la verdad. -Se rio amargamente-. Especialmente en lo relativo a los bancos.

– No sé qué quieres decir.

– Lo sabes perfectamente; ya la jodió una vez y murió gente. Si la vuelve a joder más gente morirá. Es así de sencillo.

Megan escuchó el grito sofocado de una de las gemelas, no sabía de cuál. Cerró los ojos y asintió en silencio.

– Lo entendemos.

– Bien; me gustaría saber si las gemelas también lo entienden.

– Te hemos oído -dijo Karen.

– Lo entendemos -añadió Lauren.

– Bien -contestó Olivia.

– Nunca te darás por satisfecha, ¿verdad? -susurró Lauren.

– ¿Cómo? -preguntó Olivia.

Las chicas no dijeron nada. Olivia se disponía a presionarlas pero en el último momento cambió de idea. Le molestaba lo que habían dicho, pero tenía que concentrarse en el motivo de su llamada. Acarició la pequeña caja negra que llevaba en la mano izquierda. Hacía frío en la cabina de teléfono junto a la tienda desde la que estaba llamando. Vio un coche conducido por un hombre de aspecto joven pero apresurado que estacionaba bruscamente junto a la acera y después entraba en la tienda. Seguramente necesitaba leche para su bebé, o pañales. Se sintió repentinamente incómoda por el curso que tomaba la conversación.

– De acuerdo. Escuchen atentamente.

Pegó la pequeña grabadora al auricular y apretó el botón de reproducir.

Megan oyó la voz de su padre como procedente de una gran distancia.

– Hola, Megan, Duncan, hola también a las chicas si están escuchando. Los dos estamos bien, nos tratan correctamente y Tommy está bien, aunque los echa de menos, igual que yo. Tuvo un ataque, pero parece haberse recuperado y ahora se encuentra bien. Queremos volver a casa. Ella no nos ha dicho lo que les ha pedido, pero sea lo que sea esperamos que se lo den y así poder salir de aquí…

Hubo una pequeña pausa en la grabación y después Megan oyó a su padre decir en tono brusco:

– Con esto es suficiente, ¿no?

Y después a Olivia contestar:

– Sí. Ahora Tommy.

Siguió otra pausa, antes de que sonara la voz del niño:

– Hola, papá y mamá y Karen y Lauren. Los echo mucho de menos y quiero volver a casa. Por favor, quiero volver porque los echo mucho de menos a todos. El abuelo está bien y yo también. Hacemos juegos y eso, pero aquí arriba no es como estar en casa, quiero irme a casa…

Megan notaba como la voz del niño temblaba ligeramente y era como si unas cuerdas negras la estrangularan.

– …Así que, adiós y los quiero mucho, de verdad, y espero verlos pronto porque los echo mucho de menos…

Después volvió a hablar Olivia:

– Eso está muy bien, Tommy. Es suficiente, gracias.

Después se oyó un clic seguido de un breve silencio, pasado el cual Olivia habló:

– ¿Sufres, Megan? Es duro, ¿eh?

No contestó.

– ¿Chicas?

Karen y Lauren fueron lo suficientemente sensatas como para permanecer calladas.

– Pensé que lo sería -siguió Olivia.

Megan respiró hondo.

– Lo hemos entendido -dijo-. Ahora sigamos.

– Habla con Duncan -susurró Olivia- y asegúrate de que lo entiende.

– ¿Cuándo nos vas a llamar?

– Cuando sepa que tiene el dinero.

– ¿Y cómo lo sabrás?

– Lo haré.

– Pero…

– Adiós, Megan. Adiós, chicas. Piensen en esto, ¿de acuerdo? Sólo llevan encerrados cuarenta y ocho horas, y yo lo estuve dieciocho años.

Y colgó bruscamente. ¡Mierda!, pensó. Tenía la desagradable sensación de haber hecho algo mal, pero no sabía qué era.

Caminó despacio por la primera oscuridad y el frío nocturnos hasta su coche, reviviendo los últimos minutos en su cabeza y pensando: no debo perder el control.

***

Megan sostuvo el teléfono un instante, escuchando el vacío antes de colgar. La voz de su hijo resonaba en su cabeza y apenas podía mantenerse de pie. Furiosa, dio un puñetazo en la mesa; se lo imaginó sentado solo en una pequeña habitación y sintió deseos irrefrenables de abrazarlo. Entonces la asaltó un recuerdo sorprendente: de cuando su médico le anunció que estaba embarazada, tal y como sospechaba. La noticia le produjo una mezcla de alegría y consternación; su vida con Duncan y las gemelas resultaba tan perfecta y ordenada que temía que la llegada de un nuevo bebé alterara aquella simetría. Sonrió al pensar en lo ingenua que había sido; no podía entonces ni imaginar hasta qué punto Tommy trastornaría sus vidas. Pero las gemelas son las hijas de mi juventud, pensó, mientras las veía entrar en la cocina; Tommy en cambio ha sido el hijo de mi madurez, el que marcó el comienzo de mi nueva vida, el fruto de un amor sólido y adulto y no de la loca pasión adolescente que Duncan y yo sentíamos cuando éramos jóvenes. Y si lo pierdo, perderé todo lo que he construido.

Se volvió hacia las chicas, que parecían pálidas pero serenas. Las saludó con la cabeza y después las abrazó. Se sentía como si algo se le hubiera roto por dentro, una especie de cascarón de cuyo interior salía algo nuevo, distinto. Apretó a sus dos hijas contra su pecho y dejó que su cabeza se llenara de odio e instinto asesino.

PARTE 8. Viernes

Poco antes del amanecer Duncan, sentado en el suelo de la habitación de Tommy, repasó su lista por enésima vez. La casa estaba en silencio salvo por los crujidos habituales durante las horas de oscuridad, como el ruido de la caldera, el viento azotando ramas contra una ventana y algún suspiro procedente del cuarto de las gemelas, que parecían dormir inquietas y con respiración desacompasada con los ritmos de la noche.

– Puedo hacerlo -se dijo en un susurro.

Dejó la lista sobre la cama de Tommy y se levantó. Las últimas horas antes de la mañana eran siempre las más difíciles. Recordó momentos pasados con su hijo meciéndolo en la oscuridad que precede al amanecer, sujetándolo con fuerza y sintiendo como si todos los problemas de Tommy lo arrastraran amenazándolo con llevarlo lejos, hasta un lugar inalcanzable. Sus ojos se posaron en la cómoda y alargó el brazo para tomar un caparazón de tortuga blanco y marrón y lo sostuvo en la mano, girándolo y pasando los dedos por su superficie seca y rugosa. ¿De dónde sacaría esto?, se preguntó, ¿y qué significa para él? Dejó el caparazón y tomó una piedra que parecía partida en dos, con un interior púrpura y blanco semejante al cuarzo. ¿Y qué secreto encerrará esta piedra? Dos docenas de soldaditos estaban alineados en filas opuestas, caballeros mezclados con figuritas de la Guerra de Secesión y comandos armados en una confrontación históricamente imposible. ¿De qué lado estabas tú, Tommy?

Sintió como lo envolvían todas las tensiones y el cansancio de las últimas horas y después, sencillamente, se disolvían, como una ola en la orilla. Extendió las manos y se preguntó: ¿Quién eres?

Soy un banquero.

No, no lo eres.

Sí, soy un hombre de negocios y un padre y un marido.

¿Y?

Eso es todo.

¿Y?

¡Eso es todo!

Mentiroso.

De acuerdo, me estoy mintiendo a mí mismo.

Miró la hoja de papel sobre la cama que contenía su lista y repasó los detalles del delito que planeaba cometer. También soy un delincuente, lo soy desde aquel día en Lodi. Es algo que ha estado siempre dentro de mí, esperando salir.

Entonces negó con la cabeza. Me robaron a mi hijo y tengo que recuperarlo, no hay nada que pueda interponerse en mi camino.

Pensó en su madre y después en Megan y por último en Olivia. Las tres mujeres de mi vida. Mi madre era distante e impersonal, ordenada, maniática y triste. Megan en cambio era animada y espontánea, vibrante; todo lo que mi madre nunca fue. ¿Y Olivia? Olivia era el peligro, la rebelión, la furia, el camino.

Recordó cuando la vio por primera vez en una manifestación en el campus en contra del reclutamiento forzoso de la Agencia Central de Inteligencia. Encabezaba un grupo de estudiantes que marchaban calle abajo entonando himnos, agitando pancartas y por último corriendo y entrando por la fuerza en el vestíbulo del edificio de administración increpando a las secretarias, encargados de admisión y otros funcionarios.

Esparcieron sobre las mesas sangre de oveja mientras los papeles volaban y el caos dominaba la escena. Sobre todo cuando llegó la policía. Parecía poseída, pensó, todo lo que tocaba parecía incendiarse, como si fuera una especie de combustible líquido. Y yo me sentí atraído irremisiblemente hacia ella, a sus mítines, a las charlas contra la guerra, las manifestaciones, los conciertos y, más tarde, las reuniones clandestinas en grupos reducidos después de medianoche y compartiendo botellas de vino y tratados marxistas, el aire espeso por el humo de los cigarrillos y el aroma a revolución.

Se sentó en la cama de Tommy y recordó qué fáciles eran entonces las cosas. Existían el bien y el mal y nosotros éramos la pesadilla de nuestros padres hecha realidad. Después negó con la cabeza. No, ésta sí que es la peor pesadilla de un padre. Recordó la primera vez que vio a Megan, mientras él deambulaba por la facultad de Bellas Artes en busca de un rincón tranquilo donde leer un texto de física y pasó delante de un aula donde los alumnos pintaban con una modelo. Megan posaba desnuda excepto por una toalla que le cubría el regazo, sus pechos señalando hacia arriba en actitud de desafío, retando a quien osara reírse de ella. Los alumnos dibujaban en silencio y Duncan se había quedado allí, incapaz de apartar sus ojos de aquella chica, hasta que el profesor reparó en él y le cerró la puerta en las narices. Los alumnos se habían reído pero él, en lugar de huir avergonzado, esperó a que la clase terminara y los alumnos salieran. Entonces trató de disculparse pero sólo acertó a farfullar alguna estupidez sin sentido, que ella escuchó con una media sonrisa que él interpretó como una invitación a seguir hablando, hasta que estuvo todo tan confuso que se sintió más expuesto en su deseo de pedirle una cita que cuando la había estado mirando mientras ella posaba.

El recuerdo lo hizo sentirse mejor. Nunca había entendido cómo Megan pudo sentirse atraída hacia él, pues encontraba que ella era cien veces más interesante mientras que su trabajo, sus estudios y su obstinación resultaban inmensamente aburridos. Él siempre tenía la cabeza llena de cifras y teoremas; ella en cambio, de colores y atrevidas pinceladas; ella siempre estaba segura de sí misma, él dudaba todo el tiempo. Nunca llegó a creer del todo que ella pudiera estar enamorada, que lo siguiera por su deambular universitario, inmutable en su amor, mientras él buscaba algo, que no sabía exactamente qué era.

Yo nunca me habría atrevido a quitarme la ropa delante de una clase entera, nunca me he sentido tan libre. Algo me faltaba y tenía que encontrarlo. Respiró hondo. Y a quien encontré fue a Olivia.

Se recostó de nuevo en la cama. En una cosa tiene razón: esto es una deuda de la que pensé que podría escapar, pero me equivoqué, nunca lo he hecho. Una parte de mí lleva dieciocho años esperando este momento.

De acuerdo Olivia, dijo en silencio. Has vuelto por tu desquite. Robaré para ti y entonces todo habrá terminado.

Entonces comprendió que, a partir de aquella noche nada volvería a ser igual y, también, que no le importaba tanto como había pensado.

Se levantó, impulsado por un deseo repentino de ver a las gemelas y avanzó a oscuras hasta la puerta de su dormitorio, se asomó y las vio tiradas sobre sus camas. El suelo estaba cubierto de ropas y por la ventana entraba la tenue luz del amanecer, suficiente para permitirle ver sus caras. Durante unos segundos se limitó a admirar sus cabellos esparcidos sobre las almohadas y cómo sus cuerpos parecían flexibles y relajados. Se preguntó si tenían alguna idea de la alegría que habían traído a su vida. Probablemente no. Los niños no entienden lo que significan hasta que crecen y se convierten en padres. Alegría, terror, preocupación y felicidad, todo ello junto en un nudo imposible de emociones. Movió la cabeza y miró por última vez a las figuras que dormían y las recordó, de golpe, de bebés, de niñas pequeñas y ahora casi adultas. Caminó a tientas hasta el dormitorio y vio a su mujer en la misma postura en que la había dejado unas horas antes. Se acercó y le tocó el brazo. Megan parpadeó, abrió los ojos y extendió el brazo hacia él, aún medio dormida. Se abrazaron y ella se despertó del todo. No dijo nada, pero se sorprendió a sí misma atrayéndolo hacia sí, olvidándose, sólo por unos segundos, de todo lo que había ocurrido y de todo lo que podía ocurrir.

***

En el desayuno Duncan anunció que ese día sería como todos los demás. Las gemelas irían al colegio, Megan a su agencia inmobiliaria y él al banco. Las protestas de Karen y Lauren no se hicieron esperar.

– ¡Pero, papá! ¡Y si pasa algo? -dijo Karen.

– ¡No habrá nadie en casa!

– De eso se trata -dijo Duncan-. Vayan al instituto, charlen con sus amigos, actúen como si nada hubiera pasado y vuelvan a casa a la hora de siempre. Hagan todo exactamente igual que si fuera un viernes normal y corriente.

– Eso va a ser imposible -murmuró Lauren.

– No -intervino Megan una vez que se recuperó de la sorpresa inicial ante las palabras de su marido-. Su padre tiene razón, hoy debemos actuar como si no pasara nada. Yo iré a trabajar y a sonreír y a comportarme como si no tuviera una sola preocupación. Tenemos que mantener esto en secreto y la mejor forma es no hacer nada extraordinario.

Las chicas parecían consternadas y Duncan trató de animarlas:

– Escuchen, pronto habrá terminado todo. Sé que son capaces de representar su papel un día, a mí me han engañado más de una vez…

– ¡Pero no en algo así! -protestó Lauren.

– No sé qué tiene que ver esto con actuar -añadió Karen.

– Tiene todo que ver -contestó Megan-. Aquí todos somos actores, hasta ahora hemos hecho de víctimas pero a partir de hoy vamos a empezar a comportarnos de una forma diferente. Vamos a hacer algo, ¡por el amor de dios! Hasta aquí hemos llegado.

Las gemelas asintieron despacio.

– ¿Saben? -dijo Lauren repentinamente contenta-. Esta noche hay un baile en el gimnasio; es el baile anual de la llegada del invierno… creo que Teddy Leonard me estará esperando. Y sé que Will Freeman ha estado persiguiendo a Karen.

– ¡De eso nada, Lauren! Es sólo que nos interesaba un problema de física y empezamos a hablar.

– Vamos -dijo Lauren-. Está en el equipo de básquet y es guapo y te sigue a todas partes y te llama cada vez que tiene una excusa, así que debo estar complemente equivocada si digo que le interesas…

– ¿Y qué pasa con Teddy, que te espera para llevarte a casa en coche todos los días? ¿Eh?

Las gemelas no estaban realmente peleándose sino bromeando y Megan las dejó continuar mientras sonreía a Duncan, que movió la cabeza simulando estar consternado. Cuando por fin se callaron Megan habló:

– Karen, Lauren, no creo que ir a un baile sea una buena idea ahora mismo.

– Pero, mamá, no lo decía en serio. Sólo estaba…

– Siendo un pelmazo -interrumpió Karen sacándole la lengua a su hermana, que le hizo una mueca.

– Bueno, está bien. Pueden decirles a esos chicos que están castigadas.

– Se lo creerán -dijo Lauren.

– Y recuerden: tengan cuidado.

– ¿Cómo?

– No lo sé -contestó Megan-. Simplemente estén alerta a cualquier cosa fuera de lo normal, por pequeña que sea. Y permanezcan juntas y pendientes de lo que ocurre a su alrededor.

Duncan intervino:

– Si tienen miedo se vienen a casa, o me llaman a mí o a su madre. O quédense con sus amigos, pero sin contarles lo que pasa. Lo que les dicte el sentido común.

Las chicas asintieron y Megan se preguntó por un instante si no estarían cometiendo una equivocación. Tuvo que controlarse para no pedirle a Duncan que dejara quedarse a las gemelas donde ella pudiera verlas, pero entendía lo importante que era hacer lo que él había sugerido y se obligó a sí misma a colaborar.

Las vio prepararse para salir y sus dudas la impulsaron a seguirlas hasta la puerta. Esperó en el frío mientras subían al coche y salían de la rampa y continuó mirándolas hasta que desaparecieron tras doblar la esquina. Vio a Lauren saludar con el brazo y luego desaparecieron.

***

Olivia Barrow estaba sentada en una butaca gruesamente tapizada y llena de nudos del pequeño cuarto de estar de la granja intentando sin éxito ponerse cómoda. Durante un segundo o dos permaneció mirando por la ventana, al prado que había en la parte trasera y hasta la línea del bosque, en la dirección en que había estacionado el coche del juez, justo fuera de su campo de visión. Decidió que tendría que acercarse hasta allí y poner el motor en marcha unas cuantas veces para asegurarse de que funcionaba. Un rayo de sol entró por la ventana y la bañó en una luz cálida que la hizo cerrar los ojos con placer y recrearse en sus planes. Por un momento sintió el calor de la satisfacción pero después, conforme el rayo de sol desaparecía bajo una nube gris, también se esfumó su sensación de triunfo y la asaltaron las dudas. Se preguntó qué había hecho mal y repasó mentalmente su conversación con Megan. No eran las palabras en sí lo que le molestaba, pues Megan había respondido tal y como ella había previsto; el exceso de emotividad siempre había sido su principal flaqueza, pensó Olivia. Siempre ha dado demasiada importancia a cosas como la honestidad y la lealtad, y eso supone una gran debilidad. Pero había algo… No era arrogancia, Olivia la detectaba enseguida, sino algo en el tono de voz de Megan que la inquietaba, algo que sugería un matiz no previsto, un enfoque no calculado.

Ahuyentó estos pensamientos y paseó la vista por la habitación inspeccionando las paredes blancas, la chimenea desnuda y los escasos muebles. Podía oír a Bill y a Ramón moviéndose en diferentes partes de la casa; las paredes eran delgadas como el papel, pensó. Llevamos dos meses aquí preparándonos para estos pocos días y ahora casi ha llegado el momento de marcharnos. Se preguntó adónde irían, a algún sitio donde hiciera calor. Esta casa estaba llena de corrientes de aire y los helados vientos de Nueva Inglaterra se colaban por cada resquicio.

En la cárcel en cambio siempre hacía calor. Cuando llegaba el frío grandes calefactores pagados por el Estado bombeaban aire caliente que se mezclaba con las iras y frustraciones de las reclusas.

¿Qué haré cuando salga? Era la pregunta omnipresente en la cárcel, en cada conversación, cada horrible comida, cada día interminable, cada noche de insomnio. Salir. También a las condenadas por asesinato las obsesionaba la idea, incluso si aún les faltaban veinte o treinta años para salir. Encontraré a un hombre que me quiera. Me largaré de este puto estado. Recuperaré a mis hijos y sentaré cabeza, viviré sin barrotes, libre para hacer lo que me dé la gana. Volveré a mi pueblo y viviré al día. Me haré secretaria, oficinista, trabajaré de albañil, de mujer de la limpieza, de puta, de traficante. Haré la calle un tiempo hasta reunir suficiente dinero para comprarme un sitio donde vivir. Volveré a lo que estaba haciendo aunque esta vez seré más lista y no me atraparán. Daré un último golpe y después me retiraré para siempre.

Recordó cientos, miles, millones de conversaciones parecidas: Voy a hacer tal y tal cosa. Ninguno de esos propósitos se haría realidad y muchas de aquellas mujeres regresaban a la cárcel pasados un par de años con nuevos tatuajes y cicatrices, nuevos planes y propósitos para cuando salieran otra vez. Había una mujer en concreto, alta y esbelta, de raza negra, que Olivia recordó con una punzada de tristeza. La quise un poco, pensó, no tanto como quise a Emily, pero sí un poco. Era la única a quien Olivia había confiado su propia fantasía: Me voy a vengar de los que me metieron aquí. La mujer había asentido y después le había dicho: Ya no serás la misma persona que cuando llegaste aquí, así que tendrás que buscar una nueva forma de vengarte.

¿Habrá muerto?, se preguntó Olivia. ¿Se la habrían tragado las calles, como a tantas otras? Probablemente. Pero recordaba el consejo de la mujer y lo había guardado en su memoria junto con todas las conversaciones que había tenido con Megan y Duncan en los primeros días de la Brigada Fénix, conversaciones que siempre habían empezado de forma inocua, con preguntas del tipo ¿y tú, de dónde eres? O ¿tienes familia? O ¿cuándo fue la última vez que volviste a casa? Pero había tomado nota mentalmente de toda esta información y de mucha más, y sabía perfectamente adónde iría en cuanto saliera de la cárcel, igual que habría sido capaz de localizar a cualquier otro miembro de la brigada, incluso después de pasados dieciocho años.

Inspiró profundamente y después expulsó el aire despacio. Todo va bien y según lo planeado. Mantén el control, mantén el control.

Después se sintió mejor y fue en busca de Ramón, preguntándose si había llegado el momento de provocarlo un poco para hacer salir su lado violento.

***

Tommy se entretuvo un buen rato raspando con el clavo la mugre y la escayola que recubrían las paredes de madera del ático, sintiendo en su mano el aire frío que soplaba contra el costado de la casa. Pensó un instante que las cosas estaban al revés, el viento frío que soplaba fuera estaba encerrado y él trataba de liberarlo de su cautividad, soltando las cadenas y dejándolo subir disparado en dirección al cielo.

Desde aquella mañana, con su abuelo interrumpiéndolo de vez en cuando con sus consejos, Tommy había raspado ya media docena de tablones de madera. Cada vez que llegaba al punto donde parecía que el tablón iba a salirse de su marco el juez le ordenaba parar y entonces sacaba del somier metálico el muelle suelto que había encontrado antes y, colocándolo a modo de cuña, forzaba suavemente el tablón separándolo del marco de manera, de modo que bastara un empujón fuerte para desprenderlo del todo.

Era una tarea lenta. Cada vez que oían un ruido procedente del resto de la casa paraban, limpiaban la zona lo más rápidamente que podían y regresaban a sus catres. Luego, una vez se hacía el silencio de nuevo, Tommy regresaba a la pared y volvía a rasparla infatigable con el clavo, sin importarle los calambres que sentía en la mano, socavando poco a poco los límites de su celda. Mientras trabajaba soñaba con escapar y se veía saliendo por un agujero en la pared y saltando al tejado inclinado que sabía lo esperaba afuera. Después bajaría hasta el borde y se dejaría caer balanceándose hasta el porche y de ahí, de un nuevo salto, al suelo. Se veía correr por campos y carreteras en un día de invierno, respirando bocanadas de aire frío. Pasado el bosque habría un claro, después casas aisladas y por último las afueras de la ciudad. Podía ver las calles de Greenfield en su imaginación. Dejaría atrás su colegio, el banco de su padre, la oficina de su madre y el instituto donde estudiaban Karen y Lauren, para entonces, respirando ya normalmente y sin sentir el aire frío, libre ya del miedo y el cansancio y apenas tocando el suelo con los pies, enfilar la calle hacia su casa.

Raspó más fuerte. Una y otra vez, apretar y tirar, royendo la pared como un obstinado ratón. Soy un ratón, pensó, y estoy haciendo mi madriguera.

Vio su casa y a su familia esperándolo y apretó los dientes. Entonces la mano se le resbaló y una astilla se le clavó en el dedo, pero aguantó el dolor.

Soy un ratón soldado.

Raspó una última esquirla de madera de la pared y sintió un placer repentino al imaginarse ya en brazos de su madre. También pensó en los abrazos de oso que le daría su padre y el calor que desprendería su cuerpo. Karen y Lauren intentarían estrujarlo y besarlo una y otra vez, pero sonrió y decidió que por esta vez las dejaría, aunque en realidad ya estaba mayor para esa clase de cosas.

– Abuelo, creo que conseguí soltar otro. Trae el muelle.

El juez soltó el muelle del somier y lo ocultó en su mano imaginando por un momento que podría clavarlo en el cuello de uno de sus secuestradores. Después se acercó a la pared.

– Buen chico, Tommy. Pronto estaremos fuera de aquí. -Inténtalo.

El juez hizo palanca con el muelle bajo el tablón y tiró. Hubo un crujido sordo y después un chasquido cuando la madera cedió.

– Muy bien -dijo el juez.

– ¿Sigo?

El juez se enderezó.

– ¿Por qué no descansas un rato? -empezó a decir, pero enseguida se calló y levantó una mano-. ¡Sshh!

Tommy escuchó atento.

– ¡Creo que viene alguien! -dijo. Se sentía como si se hubiera quedado sin cuerda y jadeaba.

Ambos oyeron una puerta que chirriaba y después pasos. -¡Deprisa! -dijo el juez.

Tommy limpió el suelo a gran velocidad con la mano, empujando el polvo y el aserrín hacia las esquinas de la habitación, después corrió y escondió el clavo bajo el colchón de una de las camas. Mientras tanto el juez había vuelto a colocar el muelle suelto en la otra. Escucharon el cerrojo descorrerse y miraron hacia la puerta. Era Bill Lewis con la bandeja del almuerzo.

El juez se relajó y se puso de pie, no sin antes apoyar una mano en el hombro de Tommy, que respirada agitadamente, para tranquilizarlo.

No se dará cuenta, pensó. Olivia leería enseguida en nuestras caras que tramamos algo, pero Lewis no está tan alerta.

– Otra vez sándwiches, me temo. -La creciente familiaridad con que trataba a sus prisioneros había añadido un matiz jocoso a su voz.- En el tuyo puse más mermelada, Tommy, y esta noche intentaré prepararles algo caliente. O tal vez iré por pizza o pollo frito. ¿Qué prefieren?

– Pizza -contestó Tommy aún mareado.

– Pollo -dijo el juez.

Bill sonrió.

– Veremos -dijo mientras les alargaba la bandeja.

El juez tomó un sándwich tras decidirse entre fiambre y manteca de maní con mermelada y volvió a sentarse masticando un bocado de mortadela con mayonesa. Acercó la bandeja a Tommy, que sin mucho entusiasmo escogió un sándwich de mermelada y manteca de maní. El juez vio que le daba un mordisco al tiempo que miraba de reojo el lugar de la pared donde habían estado trabajando. Un escalofrío de miedo lo recorrió pero pronto se sobrepuso y dio una palmadita a su nieto en la rodilla, tratando de llamar su atención sin que resultara demasiado obvio. Después se volvió y sonrió a Lewis pensando: ¡Vete de aquí!, pero éste se sentó en la cama frente a ellos y comenzó a estirarse. ¡Maldito sea!, pensó el juez. ¡Déjanos en paz! Pero en lugar de eso dijo:

– ¿Qué tal van las cosas?

Bill sacudió la cabeza.

– Ella es quien da la información.

– ¡Claro! -contestó el juez.

– Lo siento, pero Olivia es quien dicta las reglas. Es la jefa, y hasta ahora todo ha salido exactamente como predijo. Así que, ¿por qué estropearlo?

– Bueno, no veo dónde está el peligro.

Lewis se encogió de hombros.

– Lo siento.

– Lo que quiero decir -continuó el juez- es ¿qué hay de malo en un poco de información? Sólo quiero saber si se ha avanzado algo; bastaría con un sí o un no. Mírenos, estamos aquí aislados de todo el mundo salvo de ustedes. No veo qué tiene de malo decirnos algo que nos pueda animar un poco.

– Lo siento, ya te lo he dicho. Paciencia -Bill miró a su alrededor como para cerciorarse de que no había nadie más en la habitación y después susurró:- Supongo que estamos llegando al final, pero eso es todo lo que sé y tendrán que conformarse con ello.

El juez asintió.

– Es sólo que no me parece justo tenernos tanto tiempo sin información, especialmente al niño.

– La vida no siempre es justa.

– Pero por lo que dice Olivia sí lo es, ¿no? Usted no es como ella realmente, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que he dicho, que usted no es como ella.

– Claro que lo soy.

El juez negó con la cabeza.

– ¡Lo soy! -insistió Lewis-. Siempre lo he sido, desde que nos conocimos.

– ¿Cuándo fue eso?

– En el 65, unos pocos años antes de la Brigada Fénix. Siempre estábamos juntos, ya sabes, solidaridad y todo eso.

– Pero después ella fue a la cárcel.

– Sí, y su hija y su marido se hicieron ricos, y yo tuve que esconderme.

– ¿Por cuánto tiempo?

– Todavía sigo escondido -contestó Lewis con cierto tono de orgullo.

– Pero seguramente… -el juez se interrumpió.

– ¿Seguramente qué?

– No nada, no sabía…

– ¿Qué?

– Pues que debió de llegar un momento en que se imaginaría usted que habían dejado de buscarlo; a nadie lo persiguen toda la vida.

– Desde luego que sí. Vamos, juez…

Lewis se acomodó en la cama, parecía a gusto y deseoso de hablar. Tommy lo vio estirarse y siguió mordisqueando su sándwich, aunque cada bocado le resultaba más seco y amargo y difícil de tragar que el anterior. La cabeza le daba vueltas y sentía que iba a darle un ataque. ¡Ahora no! Se gritó interiormente. ¡Para!, pero las emociones eran demasiado intensas, lo dominaban y poco a poco sintió que lentamente todo se desvanecía…

– No te imaginas lo que es vivir escondido, juez. Llega un momento en que no sabes si siguen buscándote o no; es el peor. Porque ¿sabes? Huir no es tan malo. La adrenalina te empuja y estás siempre alerta, siempre preparado para lo que pueda venir, como con un chute de anfetaminas. Es la mejor parte de ser, digamos, un delincuente. Siempre en guardia; es emocionante y hasta divertido. Pero pasado un tiempo, años incluso, tal vez hasta diez, empiezas a dudar. Todo lo que te rodea ha cambiado, pero tú no. Incluso si estás trabajando, enseñando matemáticas en un instituto o construyendo casas -yo hice esas dos cosas- o trabajando en una plataforma petrolera en el golfo de México -eso sí que fue duro, juez-, incluso si estás haciendo todas esas cosas, en el fondo sabes que todo es mentira y que en realidad estás huyendo. Y eso es horrible, porque no sabes si hay alguien ahí afuera que sigue buscándote. Sin todos esos policías de civil y agentes secretos no haría falta esconderse, no tendría sentido. Así que te preguntas si tú también habrás dejado de tener sentido. Desperdiciando tu vida para terminar como una nota a pie de página en la tesis doctoral de un miembro de la policía científica.

– ¿Y qué hizo?

– Bueno, cuando llegué a ese punto Ramón y yo estábamos juntos. Decidí que no había manera de confirmar si seguían buscándome o no, así que elegí mi segunda opción.

– ¿Y cuál era?

– Contacté con Olivia.

– No lo entiendo.

– Ya la has visto, juez. ¿No lo has averiguado aún? A ella siempre la están buscando. Tiene algo que las autoridades odian y temen al mismo tiempo y siempre la odiarán por eso. Piénsalo. Si la llevaran ante ti para juzgarla por, digamos, por conducción temeraria o desorden público, ¿qué sentencia le impondrías?

– La máxima -contestó el juez sin dudar.

Lewis echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

– Yo haría lo mismo.

Los dos hombres se midieron unos segundos.

– Así que -continuó Lewis- eso es precisamente lo que ella me da, un pasaporte a la vida real. Otra vez me siento vivo, estoy haciendo algo y no me limito a ir de trabajo en trabajo preguntándome todo el tiempo qué será de mí y viendo a los demás planear sus vidas y sabiendo que la mía es sólo pasado.

El juez movió la cabeza, pensativo. No sabía cómo continuar la conversación, así que se aventuró a decir:

– Así que se puso en contacto con ella.

– Le escribí una carta.

– ¿Una carta?

– Claro, los vigilantes de la prisión son estúpidos, juez. No serían capaces de descifrar el código más simple. Recuerdo las primeras líneas: «Querida Olivia, gracias por tu nota. El primo Lew está muy bien, y Bill también. Están deseando saber de ti…». Lew y Bill; no le costó mucho saber de quién era la carta.

– Y entonces planearon esto.

– Bueno, digamos que seguimos en contacto.

– No me parece usted el tipo de hombre capaz de hacer algo así.

– ¡Ja! Eso demuestra lo poco que me conoces.

– Lo que quiero decir es que, puedo entender en parte el odio de Olivia, después de pasar tanto tiempo entre rejas, pero usted ha estado por ahí…

El juez dejó de hablar cuando vio la cara que ponía Lewis, quien se puso de pie bruscamente; era alto como un jugador de básquet, y erguido frente a ellos resultaba amenazador. De pronto se inclinó y acercó su cara a escasos milímetros de la del juez, que se echó hacia atrás como si lo hubieran golpeado. El rostro desencajado de Lewis era una mezcla de sonrisa despectiva y mueca de asco que a duras penas ocultaba una gran furia.

– ¡Tus putos hijos, cerdo! Me hicieron pagar tanto como a ella. ¿Acaso crees que mi cárcel fue diferente? ¿Crees que vivir huyendo y escondido se diferencia en algo de estar en la cárcel? ¿Sabes quién murió ahí, en la puta calle de Lodi? ¡Era mi amor, mi mujer! Y los dos la queríamos a Olivia. Duncan lo jodió todo, mi futuro. ¡Maldito sea! Toda mi vida, juez, toda mi vida. ¿Sabe que tan sólo me faltaba leer la tesis sobre ingeniería aplicada para ser doctor? Podía haber trabajado de ingeniero, podía haber llegado a ser algo en el mundo nuevo si ese hijo de puta no se hubiera acobardado dejándonos allí tirados. Yo salí corriendo, juez, y llevo corriendo desde el momento en que mató nuestro futuro. Ahora es el momento de cobrarme lo que me debe.

La intensidad de los recuerdos le hizo levantar los brazos y agitarlos como aspas de molino delante de Tommy y el juez. La cicatriz de su cuello estaba roja y tenía los puños fuertemente apretados.

Tommy al principio reculó un poco y después se lanzó directamente a los brazos del juez mientras éste, recuperado ya de su asombro inicial, permanecía sentado muy erguido con la mirada fija en Lewis y sin parpadear. Sentía su ira y notó cómo ésta lo hacía más fuerte. Recordó momentos en el juzgado cuando hombres que acababan de oír su sentencia lo habían increpado. Él los había mirado fijamente a los ojos con la misma expresión imperturbable con la que había puesto fin a innumerables disturbios en la sala de juicios. Sentía como los ojos se le entrecerraban, su mandíbula se tensaba y era como encontrar sus pantuflas en el fondo del armario y calzárselas. Olivia le había advertido lo inestable que era Lewis, pero se había quedado corta.

Lewis echó la cabeza hacia atrás.

– ¡Me lo deben! -gritó.

– ¿Por qué? ¿Porque las cosas les salieron bien a ellos? ¡No le deben nada!

– ¡No sabes una mierda, viejo cerdo! No tienes ni idea.

– Sé que lo que hicieron estuvo mal y que lo que están haciendo ustedes ahora, también.

– Ética de cerdos trasnochados.

– Retórica de hippies trasnochados.

Por un momento pareció que Bill le iba a dar un puñetazo al juez, pero entonces se volvió y caminó a grandes zancadas por el ático hasta detenerse precisamente frente al trozo de pared donde habían estado trabajando. El juez notó que Tommy se ponía rígido y daba un respingo.

Lewis parecía estar mirando directamente a los tablones sueltos. Desde donde estaba sentado el juez podía ver las marcas de arañazos y las pequeñas esquirlas de madera que dejaban muy claro lo que habían estado haciendo. Se quedó paralizado sin saber qué hacer.

Transcurrió un segundo terrible, después Tommy habló:

– Pero ¿por qué no se fue usted a casa?

– ¿Cómo? -Lewis se giró bruscamente desde la pared, todavía temblando de ira.

– ¿Por qué no se fue usted a casa? -insistió Tommy.

– No podía.

– Pero ¿por qué?

– ¡A casa! ¡A mi casa! ¿Por qué no? -Lewis rompió en grandes carcajadas, su cuerpo agitándose en grandes convulsiones. Por un momento pareció rojo de ira pero al instante siguiente, tan rápidamente como había estallado su furia ésta se desvaneció y suspiró largamente, como un globo que se desinfla. El juez tenía la impresión de estar viendo físicamente la ira de aquel hombre disipándose en el ático.

– Ojalá lo hubiera hecho -dijo entonces Lewis con voz queda-. Pero no tenía un hogar como el tuyo, Tommy. -Se dirigió de nuevo a la cama arrastrando los pies y miró desconsolado el plato de sándwiches.- ¿Puedo comer uno?

– Claro -contestó el juez.

Lewis dio un gran mordisco y después miró a Tommy.

– No tenía un hogar como el tuyo -repitió.

– ¿No?

– No, señor, mis padres no nos tenían gran aprecio ni a mí ni a Emily; prácticamente nos echaron a patadas. Mi viejo era militar, sargento de instrucción y no le gustaban mucho ni las melenas, ni la educación ni la política radical, y yo tenía bastante de todo eso. -Sonrió.- Sobre todo pelo. -Se llevó el dedo a la cicatriz de la garganta.- Esto me lo hizo cuando tenía siete años y era igual de alto que Tommy. No obedecí una orden suya lo suficientemente rápido, sacó el cinturón y ¡zas! -Lewis cerró las manos dando una palmada que sobresaltó a los dos Tommys.- Mi vieja incluso llamó a la policía militar cuando vio la sangre. Me llevaron a la base, me cosieron y eso fue todo.

Lewis sonrió.

– Todos tenemos nuestras cicatrices -dijo-. Sólo que ésta es más visible.

Eso, pensó el juez Pearson, era una gran verdad.

Los dos hombres continuaron comiendo, como ajenos a lo que acababa de ocurrir. El juez se relajó y dijo:

– Bueno, ¡al menos no le sale nada mal hacer sándwiches! ¡Algo es algo!

Lewis asintió:

– Siento todo esto, de verdad. Yo no tengo nada contra ti o contra Tommy, la verdad, pero hay un plan y hay que seguir los procedimientos, tú lo sabes mejor que nadie, juez. Así funcionan los tribunales, ¿no? A base de procedimientos.

El juez masticó y tragó.

– Eso es verdad. ¿Ha estado en algún juicio?

– No, sólo una vez por multas de tráfico, en Miami. Supongo que he tenido suerte.

Sonrió.

– ¿Sabe lo realmente absurdo de todo esto? Que en el 68, cuando estábamos juntos los de la Brigada, yo quería echar a Duncan y a Megan. Creía que les faltaba madera, por decirlo de alguna forma. No pensaba que estuvieran realmente comprometidos con la causa, con nuestra filosofía. Ojalá hubiera insistido.

– Así son las cosas. Calculo que tal vez en un sesenta por ciento de los casos que he juzgado hubo algo, un momento, en que las personas podrían haber cambiado las cosas, pero no lo hicieron y por eso acabaron allí.

– El destino es caprichoso -dijo Bill con una sonrisa.

El juez asintió.

Mientras los dos hombres hablaban, Tommy dejó su sándwich a medio comer y se separó del juez, sentándose con cuidado en el borde de la cama. Tenía la mente dividida en dos secciones, la primera de las cuales le gritaba instrucciones y la otra lo conminaba a ignorarlas. ¡Hazlo!, decía la primera. Quédate donde estás!, gritaba la otra. ¡Adelante! ¡Quieto! ¡Adelante! ¡Quieto! No sabía con seguridad si era el único en haberse dado cuenta de que Lewis no había echado el cerrojo al entrar en el ático. Se preguntaba cómo podría volverse invisible y levantarse tan despacio y tan en silencio que nadie notara su marcha, sin que sus pisadas hicieran ruido alguno.

Entonces vio a Lewis alargar la mano de nuevo hacia la bandeja de comida, dándole parcialmente la espalda.

¡Ahora! La orden era tan enérgica que lo sobresaltó. ¡Ahora! ¡Adelante!

Sentía sus músculos tensarse y la cabeza le daba vueltas, como si se encontrara nadando contra la marea, arrastrado por las olas y pugnando por mantener la cabeza fuera del agua.

¡Ahora!

Se puso de pie de un salto.

– ¡Eh!

– ¡Tommy!

Las voces sorprendidas de Bill y de su abuelo le sonaron distantes, tenía la sensación de estar volando hacia la puerta.

Se dirigió hacia las escaleras, tropezando en su huida y tuvo que apoyarse contra la pared para sujetarse. Después se lanzó salvajemente contra la puerta del ático buscando el picaporte y sólo vagamente consciente de los dos hombres que corrían detrás de él.

– ¡Alto! -La voz de Bill Lewis era aguda y sonaba angustiada.

– ¡Párate ahora mismo! ¡Por Dios, Tommy, quieto ahí!

Tommy agarró el picaporte y abrió la puerta de par en par, a sólo unos metros de las manos que intentaban sujetarlo.

– ¡Dios! ¡Olivia, Ramón! ¡El niño! ¡Ayuda! -gritó Lewis.

Tommy cruzó la puerta huyendo de los gritos de éste mientras escuchaba a su abuelo a sus espaldas.

– ¡Vamos, Tommy! ¡Corre!

– ¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo! ¡Ayuda! ¡Maldita sea, ven aquí!

Lewis estaba sólo a un paso detrás de Tommy, quien cerró la puerta con fuerza, golpeando el brazo extendido del hombre.

– ¡Mierda! ¡Maldita sea, ayuda! -el vozarrón de Lewis parecía envolver a Tommy, azotándolo como un viento racheado.

– ¡Corre, Tommy, corre! -oyó gritar a su abuelo-. ¡Sal de aquí, escapa!

Tommy atravesó corriendo el rellano y dejó atrás varias puertas y el cuarto de baño en dirección a la escalera. Los objetos pasaban ante sus ojos como pequeñas ráfagas: un lavabo, un dormitorio, un montón de ropa sucia, algunas armas y munición sobre una cama. Las ignoró y siguió corriendo, escuchando únicamente el ruido de sus pisadas que avanzaban por el suelo de madera. Sentía a Lewis detrás de él y sabía, sin necesidad de volverse, que tenía los brazos extendidos intentando sujetarlo. Le esquivó de un salto y, agarrándose de la barandilla, se columpió liberándose de los dedos de Lewis que habían logrado asir su suéter. Escuchó un golpe seco y más palabras malsonantes conforme Bill se resbalaba y caía. Miró hacia abajo y vio a Olivia y a Ramón empuñando armas y corriendo escaleras arriba hacia él. Se volvió y vio a Lewis ponerse de pie e intentar atraparlo una vez más. Lo esquivó haciéndolo resbalar de nuevo y provocando una nueva sarta de obscenidades. Entonces corrió por el pasillo y entró en uno de los dormitorios, cerrando la puerta detrás de él y dirigiéndose a la ventana.

A su espalda oyó a Olivia gritar:

– ¡Voy a disparar! ¡Voy a disparar!

Pero la ignoró y siguió corriendo hacia la ventana. Una vez allí intentó desesperadamente abrirla. Veía el tejado del piso inferior y, más allá, una línea de árboles bajo un cielo gris y nublado. Escuchaba su propia respiración y se asustó, como si procediera de otro lugar. Se dio cuenta de que tenía varias personas a su espalda y podía sentir su furia.

Hubo una gran explosión cuando una de las armas se disparó. El ruido hizo retroceder y caer al suelo a Tommy en medio en una nube de polvo y astillas procedentes de la pared.

Estoy muerto, pensó, pero inmediatamente se dio cuenta de que no era así. Podía oír a su abuelo bramando furioso:

– ¡Déjalo en paz, sádica! ¡Si lo tocas te mataré!

Y el grito de contestación de Olivia:

– ¡Quítate de en medio, viejo, o te dispararé a ti!

Las voces parecían mezclarse, gritos de dolor, de ira e insultos llenaban la habitación mezclados con el olor a pólvora. De pronto se dio cuenta de que él también estaba chillando una sola cosa: ¡A casa!

Se puso de pie esquivando las manos que intentaban sujetarlo y tomó una silla y apuntó con ella a la ventana, pensando: ¡rómpela y salta! Pero entonces una mano lo agarró del cuello y lo hizo retroceder; otras manos le sujetaron los brazos y lo obligaron a bajarlos y soltar la silla, que cayó al suelo con un fuerte ruido. Un aliento caliente y furioso le quemaba la cara como si fuera sangre. Era consciente de que lo estaban zarandeando, pegando y dando patadas como si fuera un felpudo. Por un segundo alcanzó a mirar por la ventana y vio un trozo de cielo azul que asomaba brevemente detrás de una nube para enseguida desaparecer, y pensó: Valió la pena sólo por ver eso, no importa si me pegan. Se hizo un ovillo intentando protegerse de los golpes, cerró los ojos y se tapó los oídos con las manos para no oír todas las voces que le gritaban. Se dijo: Ahora me matarán. Esperaba que su abuelo contara al resto de la familia que al menos había intentado escapar y se imaginó que estarían orgullosos de él. En medio de todo aquel ruido y tumulto distinguió su voz profunda, tratando de defenderlo, lo que lo consoló un poquito antes de poner los ojos en blanco y perderse en su oscuridad particular.

***

Megan se balanceaba atrás y adelante en su silla de la oficina, incapaz de estarse quieta y pensando en Olivia.

Recordó su voz, que tenía una profundidad inusitada, una masculinidad gutural que intimidaba a las mujeres y fascinaba a los hombres. Recordó su gran mata de pelo y su belleza altiva. Sabía muy bien dónde residía su gran talento: era capaz de urdir el plan más descabellado y hacerlo parecer un juego de niños. La invadió una furia repentina y sintió deseos de dar un puñetazo a la mesa. ¿Cómo pude ser tan obtusa?, se preguntó.

Porque no era más que una niña.

Recordó la casa de Lodi. Debería haberme marchado de allí y arrastrado a Duncan conmigo. Debería haber dicho algo, pero Olivia siempre tenía respuestas para todo. Era como si nadie tuviera nada que decir respecto a sus planes; todo tenía que hacerse según sus deseos o, si no, no hacerse. Se recordó repasando con ella la ruta de huida una y mil veces hasta que se aprendió todo de memoria, incluso la duración de los semáforos. Una de las veces había tratado tímidamente de sugerir una calle alternativa, pero Olivia no quiso ni oír hablar de ello. Y sin embargo, pensó Megan, lo hicimos todo mal, practicamos cosas innecesarias y memorizamos instrucciones que luego no sirvieron para nada. En realidad no sabíamos lo que hacíamos, por mucho que Olivia pretendiera que todo estaba planeado al detalle. Fue todo un espejismo.

Alguien llamó a la puerta y ésta se abrió. Dos de los otros agentes inmobiliarios estaban poniéndose los abrigos en el pasillo. Uno de ellos dijo:

– Megan, ¿vienes a comer?

Megan negó con la cabeza.

– No, gracias. Voy a tomar un yogur aquí en el despacho.

– ¿Seguro que no quieres venir?

– Gracias, pero no.

La puerta se cerró y ella volvió a sus recuerdos. Pensó de nuevo en la casa de Lodi; era un lugar odioso, sucio y decrépito y desvencijado, pero todos pensábamos que era especial porque vivíamos continuamente engañados. Recordó ir en coche con Olivia a ver al casero, a quien Olivia había pagado el alquiler de dos meses por adelantado y con quien había coqueteado ligeramente. Entonces se acordó de la importancia que daba Olivia a las apariencias; parecían una pareja de chicas hippies con sus novios también hippies. Olivia había insistido en que Megan se quitara el sujetador y llevara una amplía blusa estampada. Chiquillos inofensivos, defensores de la paz, del amor y de las flores que, como mucho, fumaban marihuana de vez en cuando o se tomaban una pastilla de ácido. Recordó cómo Olivia los había aleccionado sobre cómo hacerse pasar por alguien distinto; según ella, ésa era la clave del plan. También recordó al casero, un hombre cordial de mediana edad que se sonrojó hasta las orejas cuando coquetearon con él y que parecía encantado con las atenciones que le demostraba aquella pareja de traviesas muchachas. Lo engatusaron por completo.

De pronto se enderezó en su silla. Recuerdos fragmentados y retazos de conversaciones la asaltaron.

¿Por qué Lodi? ¿Por qué era tan importante vivir allí?

Allí era donde estaba el banco.

¿Y por qué aquella casa?

Porque Olivia insistía en alojarse en el mismo lugar donde harían el robo. Quería que la base de operaciones estuviera cerca del escenario del delito.

¿Por qué?

Para estudiar el lugar, para aprender todo lo que pudiera del banco y de las entregas de dinero procedente de la planta química.

¿Por qué?

Para que Olivia siempre tuviera el control. Así podría adelantarse a cualquier imprevisto; eso era para ella de importancia capital.

¿Qué quiere decir eso?

Que lo sabe todo. Lleva tiempo planeando esto y aquí. Conoce la rutina de Duncan en el banco y la hora a la que las gemelas vuelven del instituto. También tenía que saber cuándo recoge el juez a Tommy del colegio y cuándo vuelve a casa en autobús. Sabe dónde está mi despacho y adónde voy a comer. Y sabe todas esas cosas porque no ha cambiado; es la misma Olivia de siempre, sólo que esta vez nosotros somos su objetivo en vez del banco, y nos está estudiando.

Así que ¿dónde está?

En una casa parecida a la de Lodi, la habrá alquilado hace dos o tres meses, pagando en efectivo y haciéndose pasar por otra persona.

Está cerca de aquí, no tanto como para que podamos verla, pero sí lo suficiente como para poder vigilarnos. Está en una casa desde donde puede venir a vernos cuando quiere y sentirse segura cuando no lo hace, donde puede mantener escondidos a mi padre y a Tommy, pero no muy lejos de aquí, eso seguro.

Se levantó como en trance, abrumada por lo evidente de sus conclusiones y se dirigió hacia la estantería situada en el rincón del despacho y sacó varias carpetas. Cada una llevaba escrito en letras doradas: GUÍA DE DIRECCIONES DE GREENFIELD -Greenfield, Westfield, Deerfield, Pelham, Shuttesbury, Sunderland y zonas rurales -JULIO/AGOSTO, SEPTIEMBRE/ OCTUBRE, NOVIEMBRE/DICIEMBRE, VENTA Y ALQUILER.

Se sentó despacio y abrió el cajón superior, de donde sacó un mapa detallado, que extendió sobre la mesa; a continuación tomó un lápiz bien afilado, acariciando su punta e imaginando que era una espada. Sacó una libreta de notas y sostuvo el lápiz sobre ella. Entonces hizo una pausa, atenta al silencio que la rodeaba.

Estás muy cerca, Olivia. Te conozco como si fueras yo, sólo que no me había dado cuenta hasta ahora. No has previsto todo hasta el último detalle como te imaginas; hay un elemento en esta ecuación que no has tenido en cuenta.

Éste es mi territorio.

Abrió la carpeta y empezó a repasar el listado de casas en alquiler del pasado verano.

***

En su última hora libre, Karen y Lauren se reunieron en la biblioteca del instituto. Era una habitación de techos bajos, con tubos fluorescentes y mesas largas e incómodas. Aparte de ellas, sólo estaba la bibliotecaria ayudante, una mujer de mediana edad ocupada clasificando libros detrás del mostrador. Levantó la vista y sonrió a Karen susurrándole, probablemente por la fuerza de la costumbre, porque no había nadie a quién molestar:

– Tu hermana está allí, al fondo -y señaló una fila de estanterías.

Karen se dio la vuelta y vio a Lauren cargada con media docena de gruesos libros; señaló con la cabeza en dirección a una de las mesas situadas en el rincón y Karen se apresuró a reunirse con ella.

– ¿Lo encontraste? -preguntó nerviosa.

– No lo sé, pero de estar en alguna parte, tiene que ser en uno de éstos.

Las dos muchachas esparcieron los libros sobre la mesa y Karen tomó uno y lo abrió al azar. De entre las páginas cayó una fotografía de seis helicópteros en formación sobre la jungla. Sus siluetas se recortaban contra el cielo gris del amanecer y se veía a un soldado colgando de cada costado de los helicópteros disparando hacia el suelo con una ametralladora. Los regueros de pólvora de las balas parecían manchas amarillas. Karen pasó la página y vio otra fotografía, esta vez de un agente de policía con casco y blandiendo una porra, disponiéndose a aplastar con ella el cráneo de un manifestante. Se quedó mirando la imagen, hipnotizada por la expresión de locura en los ojos del policía y comprobó que el manifestante era en realidad una mujer joven, probablemente no mucho mayor que ella. Pasó el libro a su hermana, quien a su vez pasó la página para mostrarle la fotografía de una calle de una ciudad en llamas con un soldado de la guardia nacional en primer plano; después un estudiante de largas melenas con anteojos de sol y fumando un puro, sentado a la mesa presidencial. Continuó pasando páginas, y con ellas fotos de tanques rusos invadiendo Checoslovaquia, atletas olímpicos de pie con las cabezas inclinadas y el puño en alto escuchando el himno de su país, bebés de vientres hinchados agonizando de hambre en Biafra y líderes políticos asesinados a balazos.

Pasados unos instantes Lauren suspiró:

– Veo todo esto y no entiendo nada.

Karen no contestó y se limitó a tomar un grueso volumen titulado Anuario de 1968.

– Tiene que estar aquí -dijo y miró el reloj de pared y añadió en un susurro-: No tenemos mucho tiempo, mamá estará esperándonos.

Lauren asintió:

– Tú busca ahí, debería estar a finales del año y yo seguiré mirando a ver si encuentro alguna fotografía.

Durante unos minutos ambas permanecieron en silencio pasando páginas. Entonces Karen se puso rígida y dio con el codo a su hermana, señalando un pequeño bloque de texto. Lauren inclinó la cabeza y leyó:

Por todo el país hubo una variedad de pequeñas manifestaciones de desobediencia civil por parte de grupos radicales. California se convirtió en foco central de los autodenominados «revolucionarios», en espacial el área de San Francisco, donde se registraron actos violentos esporádicos. En Berkeley una bomba estalló en las oficinas del Banco de América. Un grupo de manifestantes irrumpió en el cuartel general del Servicio de Reclutamiento en Sacramento y vertió sangre sobre los archivos. Hubo una serie de asaltos a bancos, con los que los radicales buscaban una forma rápida de reunir fondos para futuras actividades revolucionarias. Uno de estos atracos, ocurrido en Lodi, California, resultó en la muerte de dos guardias de seguridad y tres radicales cuando estalló un tiroteo.

– ¿Eso es todo? -preguntó Lauren.

Karen resopló:

– Necesito saber más, quiero comprender lo que hacían.

Su hermana miró una de las fotografías de los libros abiertos sobre la mesa y vio una imagen inquietante de un grupo de estudiantes con las bocas abiertas como gritando de rabia. En el centro de la fotografía uno de ellos hacía un gesto obsceno con el dedo en dirección a la cámara.

– ¿Qué es eso? -preguntó Karen.

Lauren leyó el pie de foto:

– Chicago, la convención Nacional de Demócratas. -Suspiró.- Miro estas fotos y todo me parece historia antigua, como si hubiera ocurrido hace millones de años.

Karen movió la cabeza.

– El mundo se volvió loco y ellos también. Eso es todo. -Excepto que ellos siguen igual.

– Probablemente mucha gente -contestó Karen-. Sólo que lo disimulan mejor.

– Me pregunto -dijo Lauren con voz queda- si realmente creían en algo. Quiero decir, de verdad, y si nosotras deberíamos hacer lo mismo.

Karen se disponía a contestarle pero se detuvo. Sonó la campana y se apresuraron a devolver los libros a sus estantes y regresar a casa, dejando la última pregunta en suspenso con las fotografías y las palabras que acababan de examinar.

***

Un poco más tarde de las tres, Duncan llamó a su secretaria por el intercomunicador:

– Doris, salgo un momento a comprar unas cosas, defiende el fuerte hasta que yo vuelva, ¿de acuerdo?

– Pero, señor Richards, ¿por qué no se marcha a casa? Podemos arreglárnosla…

Duncan la interrumpió.

– Lo haré, pero aún me quedan algunas cosas que hacer. Cuando vuelva le avisaré.

Colgó el teléfono y tomó su abrigo de un perchero que había en un rincón del despacho. Mientras se lo ponía se preguntó si el calor que empezaba a sentir se debería al miedo o a la excitación. Llegó a la conclusión de que ambas cosas iban de la mano. Tomó su maletín, que previamente había vaciado, y se dirigió a la puerta.

Lo primero que hizo fue sacar el coche del estacionamiento y llevarlo a otro, público, situado a unas tres cuadras. Era un lugar cubierto y la mitad de las plazas estaban vacías;

subió a la segunda planta y estacionó en el rincón menos iluminado que encontró.

Al tomar el ascensor para bajar a la calle reparó en una colilla aplastada en el suelo. La tomó con cuidado y la metió en un sobre que guardó en bolsillo de su traje. Después se detuvo frente a una peluquería unisex cuyos clientes eran principalmente estudiantes. La recepcionista lo miró con una sonrisa.

– ¿En qué podemos ayudarlo?

Duncan respiró hondo y sonrió.

– Quería que me cardaran el pelo -contestó.

La mujer lo miró asombrada.

– ¿En serio? Bueno, podemos… -dijo. Y entonces vio la sonrisa de Duncan y continuó-: Me está tomando el pelo, ¿no?

– Bueno, quizás en otro momento -contestó Duncan-. En realidad vengo a buscar un champú que me han encargado mis hijas; el problema es que no me acuerdo del nombre.

– ¿Redken? ¿Natural Wave? ¿Uno sin aminoácidos? ¿Cómo tienen el pelo sus hijas?

– Viene en un frasco rojo y blanco.

– ¿Cómo éste?

– Puede ser.

La joven sonrió.

– ¿Por qué no mira en la zona de lavabos, tal vez lo reconozca. -Hizo un gesto hacia la parte trasera del establecimiento.

Duncan asintió. Tenía la mano en el bolsillo y tocaba las llaves del coche, esperando el momento adecuado. En cuanto vio lo que estaba buscando cruzó el local y las dejó caer al suelo. Se agachó con cuidado a recogerlas junto con varios mechones de pelo cortado. Luego se metió ambas cosas en el bolsillo y se dirigió al estante de los champús. Después volvió a la recepción.

– Creo que es éste -dijo.

– Muy bien. -Lo metió en una bolsa.- Son 12 dólares.

Duncan pareció asombrado.

– ¿Por doscientos mililitros?

– Doscientos cincuenta, en realidad.

– Creo que me he equivocado de profesión -dijo Duncan-. Debería hacerme vendedor de champús.

La mujer rio mientras tomaba el dinero y le dijo adiós con la mano.

Una vez en la calle sacó los mechones de pelo y los metió en el sobre junto con la colilla. Después se dirigió a la droguería que había en la esquina y compró dos pares de guantes de látex, bolsas de basura, varias cintas adhesivas y remedios contra el resfriado. No le costó mucho encontrar un taxi que lo condujo hasta el centro comercial más cercano. Después de pagar al taxista entró rápidamente consultando la hora en su reloj, asegurándose de no permanecer demasiado tiempo fuera del banco. El centro comercial era de los más antiguos y ocupaba un terreno que, Duncan recordaba, antes había sido zona de pastos verdes y hermosos, con vacas y caballos paciendo tranquilamente y maizales mecidos por la brisa de verano. Pero ahora era terreno rentable. Dieciocho años atrás, ser capaz de aceptar ese hecho lo habría entristecido, y lo avergonzaba que ya no fuera así. El banco se había encargado de gestionar la hipoteca y había colaborado a financiar la construcción; ése había sido uno de sus primeros proyectos y tras su inauguración lo había visitado varias tardes para contar el número de vehículos estacionados. Durante las vacaciones había recorrido los pasillos del centro calculando la cifra de visitantes y sintiéndose aliviado al comprobar que eran numerosos.

Entró por una de las puertas laterales y se dirigió a una de las tiendas de ropa deportiva, donde encontró a un dependiente vestido con una camisa a rayas como las que llevaban los árbitros. Le hizo un gesto:

– Necesito unas buenas zapatillas para mi sobrino -dijo.

– ¿Qué número?

– El cuarenta, ancho D.

– ¿Cuánto quiere gastar?

– ¿Treinta dólares?

El dependiente negó con la cabeza.

– De tela; dan mucho calor y baja sujeción.

– ¿Cuarenta?

– Tenemos algunas en cuero rebajadas a cincuenta dólares.

– ¡Madre mía! Cuando yo las usaba costaban alrededor de diez dólares.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó el dependiente.

– En la prehistoria, en tiempos de los dinosaurios.

El hombre rio y fue a buscar las zapatillas. Duncan pensó: serán perfectas, un número menos que el mío. Perfectas.

Eligió también un buzo gris y pagó todo en efectivo.

En una tienda de ropa cercana compró un suéter de punto azul y rojo; era de los baratos, del tipo que se compraría un estudiante para ponérselo hasta que se cayera a pedazos, cosa que no tardaría en ocurrir, para luego comprarse otro exactamente igual. También aquí pagó en efectivo.

Después, en una ferretería, compró cables y enchufes, un juego de destornilladores y un martillo pequeño. Dentro del banco estará oscuro, pensó, y tomó también una pequeña linterna y pilas. Luego vaciló un instante, mirando a la gente y pensando en lo anónimo que debía de resultar y en cómo las personas perdían su identidad en los centros comerciales. Daba igual que estuviera bien iluminado, la gente se volvía invisible. Luego se dirigió a una salida lateral.

Una vez fuera arrancó todas las etiquetas de la ropa y las tiró a una papelera; después metió sus compras en el maletín y lo cerró. Levantó la vista al cielo, cuyo color gris empezaba a oscurecer conforme se acercaba la noche. Anochece tan rápido, pensó; es como si la luz no tuviera fuerzas suficientes para combatir la oscuridad y se rindiera y muriera. Aspiró el aire frío y después lo soltó lentamente. Podía ver el vaho de su aliento delante de su cara. Es hora de empezar, pensó, y sintió que todos sus músculos se tensaban, el estómago se le encogía y, por un momento, las rodillas le flaqueaban. Permaneció quieto y se dejó bañar por el aire frío. Se sentía como un corredor en la línea de salida esperando el pistoletazo para echar a correr. Levantó un brazo al aire simulando sujetar una pistola. -Bang -dijo en voz baja.

Después se arrebujó en su abrigo y paró otro taxi para que lo llevara de vuelta al centro.

***

Por una vez, Ramón Gutiérrez no sentía el frío de la tarde, tan concentrado estaba esperando que las gemelas hicieran su aparición en el estacionamiento del instituto. Llevaba subido el cuello del abrigo, de todas maneras, y el gorro encajado hasta los ojos, observando sin ser visto desde una calle perpendicular mientras los estudiantes se repartían en variados vehículos, haciendo chirriar ruedas sobre la superficie del estacionamiento. Éste no era muy distinto del suyo en el sur del Bronx, excepto que allí, a la hora de salida, todos se dirigían hacia la parada de autobús o la estación del subte, en lugar de a sus coches y motocicletas. La salida del instituto era siempre un momento peligroso y emocionante, aquel en el que las bandas se reunían o la gente quedaba para el fin de semana. Ahora él estaba concertando su propia cita, aunque no lo sabían.

Vio a las gemelas subirse a un deportivo rojo y sonrió. Consiguieron atravesar la mitad del estacionamiento antes de que un grupo de chicos adolescentes, sentados en los alféizares de las ventanas las interrumpieran. No podía saber de qué hablaban, pero dejó volar su imaginación.

Por primera vez en muchos días se estaba divirtiendo.

Olivia le había dado las instrucciones todavía furiosa por el intento de huida del niño. Ramón lo recordó, enroscado en posición fetal en el suelo del ático. Nunca había visto morir a un niño y se preguntaba cómo sería. Lo que tenga que ser será, pensó, siempre que consigamos el dinero. El abuelo también se había resistido al principio, a consecuencia del susto y el miedo principalmente, hasta que Olivia había conseguido calmarlo. Mientras el viejo gritaba había soltado el seguro de la pistola y le había apuntado a la sien. Ramón recordaba sus palabras: «No me tiente, juez, porque no lo pensaré ni un segundo». Una vez que se aseguró de que los prisioneros estaban encerrados, su furia había estallado de forma incontrolable haciendo temblar las paredes de la casa. Sentado frente al volante la recordó, desfigurada por la rabia mientras insultaba a Bill, quien había permanecido inmóvil y cabizbajo, escuchando sin replicar.

Bueno, debería darle vergüenza, pensó Ramón. Estuvo a punto de mandarlo todo al garete, después de tanta planificación y una vez que lo más peligroso estaba hecho. ¡Dios!

Por un momento lo había preocupado que Olivia fuera a dispararle a Bill, pero después pensó que a quien dispararía sería a los rehenes. Había caminado a zancadas por el cuarto de estar agitando un arma y con el cuerpo retorcido por la furia. Lo que lo había sorprendido es que parecía tomar el intento de huida del niño como algo personal, como si el chico hubiera actuado contra ella, en lugar de, simplemente, intentar salir de allí.

Eso lo preocupaba. Si me secuestraran yo haría lo mismo, pensó, o al menos lo intentaría. Se recordó tratando de deslizarse por una canaleta del reformatorio sólo para torcerse un tobillo al caer al suelo y ser detenido inmediatamente. Tenía que admitir que el chico le inspiraba respeto. Odiaba recordar ciertos episodios de su infancia en que la gente se había portado mal con él y no había hecho nada al respecto; nunca se defendió, nunca escapó, nunca luchó.

Interrumpió sus pensamientos al ver el coche de las gemelas saliendo a la calzada y recordó las instrucciones de Olivia:

– Ve a hacerles una visita a las gemelas. Megan está en el trabajo y la casa está vacía. Haz que se asusten un poco, que pasen un mal rato.

– ¿Cómo?

– ¡Como mierda quieras!

El recuerdo de lo incómodo que se sintió al atar con cuerdas los brazos del niño prisionero se disipó como por arte de magia. Metió la marcha atrás y aceleró.

***

Karen y Lauren no repararon en el Sedan último modelo que las adelantó en Pleasant Street ni en la mirada de reojo que les dirigió su ocupante. Estaban inmersas en una discusión.

– Sigo pensando que deberíamos hacer algo -insistía Lauren mientras su hermana negaba con la cabeza.

– Ya lo estamos haciendo; estamos haciendo lo que nos han dicho.

– No sé si es suficiente.

– Bueno, no podemos saberlo, ¿no?

– No, y eso es lo que me pone nerviosa, no puedo creer que quieras quedarte sin hacer nada.

– Bueno, lo que desde luego no quiero hacer es nada que pueda estropear las cosas.

– ¡Pero no lo sabes! -insistió Lauren-. No hay forma de saber si su plan funcionará. Y además, ¿qué saben papá y mamá de cómo hay que tratar con esta gente? ¡Podría salir todo mal!

– Sí, pero también podría salir bien -replicó Karen con tono de Pepito Grillo.

– Te odio cuando hablas así, intentas parecer una persona mayor y no lo eres.

– ¿Y entonces qué quieres hacer?

Lauren no dijo nada. Luego habló:

– Todo esto es una locura.

– Por eso es importante que actuemos con sensatez.

– ¿Te acuerdas de cuando Jimmy Harris vio a aquel tipo robando un coche del estacionamiento del instituto? ¿Recuerdas lo que hizo? Apuntó la matrícula y llamó a la policía, que vino enseguida.

– No puedo creer lo que estás diciendo. Ayer era yo la que quería llamar a la policía y tú te negabas.

– Nada de eso.

– Claro que sí.

Lauren asintió por fin.

– Bien, tienes razón, ya me callo. Es sólo que me gustaría que pudiéramos hacer algo -suspiró-. Echo de menos a Tommy.

– Y yo.

– No, pero, quiero decir, de otra manera. Esta mañana cuando me levanté no podía creer que no estuviera allí intentando colarse en el cuarto de baño.

Karen rio.

– Y dejado la pasta de dientes sin tapar.

– Y las medias y calzoncillos en el suelo.

Karen negó con la cabeza.

– Tenemos que estar convencidas de que volverá. Mañana, eso es lo que ha dicho papá.

– ¿Y tú lo crees?

– Ni creo ni dejo de creer. Me limito a esperar.

– Llevo todo el día con ganas de llorar.

– Yo también, excepto en un par de momentos en que todo parecía normal y entonces me daba cuenta de que me había olvidado, y otra vez me entraron ganas.

– Te vi hablando otra vez con Will.

– Quiere que salgamos.

– ¿Y qué le has dicho?

– Que me llame la semana que viene.

Lauren sonrió.

– Es simpático.

– Sí -rio Karen-. Me gusta.

– Y sexy. Me han dicho que salió con Lucinda Smithson el año pasado.

– Ya, pero no me importa. ¿Y qué hay de Teddy Leonard, eh? Este verano se fue a París en un viaje de intercambio y me han dicho que hasta fue a un burdel.

– No lo creo.

Karen rio.

– Le habría dado miedo.

Las dos sonrieron.

– ¿Sabes por qué me gusta Teddy? -preguntó Lauren, y continuó sin esperar contestación-: Porque cuando vino a casa estuvo un rato jugando con Tommy. A veces me preocupa que Tommy nunca esté con chicos mayores, sólo nos ve a nosotras. ¿Te acuerdas que Teddy se lo llevó afuera y estuvieron jugando al rugby como media hora? Tommy estaba feliz. ¿Te conté lo que me dijo después, esa noche? Fui a llevarle un vaso de agua, después de que apagara la luz y me dijo: «Lauren, me gusta ese chico. Puedes casarte con él». ¿Lo puedes creer?

Karen soltó una carcajada uniéndose a la risa de su hermana, pero en cuestión de segundos su alegría se esfumó dando paso a un escalofrío.

– Si le hacen daño, aunque sea un poco… -empezó a decir Karen.

– Los mataremos -terminó su hermana. Ninguna de las dos se paró a pensar en cómo lo harían y en lugar de ello continuaron en silencio. Cuando Karen doblaba la esquina para entrar en su calle dijo:

– No lo puedo creer, mamá no está en casa todavía.

– Probablemente está de camino.

Karen estacionó en la rampa pero ninguna de las dos salió del coche; se quedaron mirando la casa, incómodas. Afuera estaba oscuro.

– Ojalá papá hubiera instalado el sistema ese de iluminación automática -se quejó Karen.

– Nunca imaginé que nuestra casa pudiera dar miedo -musitó Karen.

– ¡Basta! -la atajó Karen-. No hagas que parezca peor de lo que es. Odio cuando te pones cagona, como si fueras un bebé. Vamos.

Cerró de un golpe la puerta del coche y Lauren la siguió. Karen abrió la puerta delantera de la casa con su llave, entró y encendió la luz, rompiendo la penumbra gris del interior de la casa. Ambas se quitaron los abrigos y los colgaron en el armario de la entrada. Después Karen se volvió hacia su hermana y le dijo:

– ¿Ves? No pasa nada. Vamos a hacernos un té y a esperar a mamá. Estará a punto de llegar.

Lauren asintió, pero siguió sin salir del coche.

Karen miró a su hermana, que parecía estar escuchando algo.

– ¿Qué pasa? -susurró.

– No lo sé -contestó Lauren.

– Si me estás tomando el pelo…

– Chisss.

– ¡No pienso callarme! -dijo Karen-. ¡Me estás asustando! ¡No hay que ponerse histéricas!

Lauren ignoró a su hermana y preguntó:

– ¿Por qué hace tanto frío?

– ¡Y yo qué sé! -se apresuró a contestar Karen-. Deben haber bajado el termostato antes de salir esta mañana.

– ¿No sientes el frío? Es como si hubiera una ventana abierta.

Karen iba a responder pero cambió de opinión.

– Tal vez deberíamos esperar afuera -dijo abruptamente.

– Yo creo que deberíamos echar un vistazo.

Karen miró a su hermana.

– Se supone que yo soy la sensata aquí-susurró-. Y creo que deberíamos largarnos de aquí ahora mismo.

– Todavía no.

Lauren caminó unos pasos en dirección al cuarto de estar.

– Dame la mano -dijo, y su hermana obedeció.

– ¿Oyes algo?

– ¡No!

Con gran cautela entraron en la cocina.

– ¿Qué? -preguntó Karen.

– Nada, pero hace un frío helador.

De repente Karen dio un respingo.

– ¡Madre mía!

Lauren se sobresaltó.

– ¿Dónde? -¡Mira!

Karen señalaba a la despensa. Cuando vio lo que había Lauren también se sobresaltó.

Ambas permanecieron quietas mirando el pequeño espacio. Una ventana había sido forzada desde afuera y los vidrios rotos estaban esparcidos sobre el suelo de linóleo.

– ¡Tenemos que salir de aquí! -dijo Lauren.

– No, tenemos que inspeccionar la casa.

– ¿Crees que…?

– No lo sé.

– Bueno, podría ser…

– ¡No lo sé!

Karen caminó de puntillas a un cajón situado junto a la pileta y sacó un cuchillo de cocina de gran tamaño. Se lo pasó a su hermana y ella tomó un palo de amasar.

– Vamos -dijo-. Al piso de arriba.

Avanzaron por el pasillo y subieron las escaleras sin hacer ruido. Dos veces se pararon a escuchar y después siguieron; iban de la mano y con sus armas en alto. Al llegar arriba echaron un vistazo rápido al dormitorio de sus padres.

– Todo parece en orden -dijo Lauren, que empezaba a sentirse más tranquila-. Supongo que quienquiera que haya entrado se asustó al oírnos llegar.

– ¡Chisss! -dijo su hermana, asustándola otra vez-. Vamos a mirar en la habitación de Tommy. Seguro que vinieron a buscar algo suyo.

Caminaron en silencio hasta el dormitorio de su hermano.

– ¿Cómo vamos a saber si falta algo? -preguntó Karen-. Mira todo lo que hay.

Se deslizaron de nuevo por el pasillo, esta vez hasta su propio dormitorio; la puerta estaba entreabierta y Lauren la empujó con el pie.

– ¡Oh, no! -exclamó.

Karen dio un salto atrás y luego adelante, para ver la habitación.

– ¡Oh, no! -dijo también.

El dormitorio estaba patas arriba, ropa y sábanas mezcladas, los libros tirados por el suelo y objetos rotos por todas partes.

Lauren palideció y rompió a llorar. A Karen le temblaban las manos.

– ¡Fueron ellos! -exclamó.

– Pero, ¿por qué?

– No lo sé.

– Pero…

– No lo sé. -También Karen estaba a punto de llorar. Caminó hasta un montón de ropa y sacó una prenda: era un sujetador.

– ¡Oh, no! -gimió.

– ¿Qué? -preguntó Lauren.

– Mira -le respondió Karen mientras le corrían lágrimas por las mejillas. Alguien lo había rasgado con un cuchillo.

Lauren se llevó la mano a la boca.

– Creo que voy a vomitar -dijo.

Entonces ambas escucharon un ruido, irreconocible, pero aun así extraño. No habrían sabido decir si era cercano o no, si se trataba de algo peligroso o inocuo. Era simplemente un ruido que las llenó de terror, sustituyendo el miedo que ya sentían por otro, peor e indescriptible.

– ¡Están aquí! -dijo Karen.

Ambas se miraron.

– ¡Corre!

Echaron a correr escaleras abajo olvidando toda cautela y sólo pensando en salir a la oscuridad. Lauren tropezó en el último escalón y casi cayó, pero Karen la sostuvo y ambas siguieron corriendo. Karen fue la primera en llegar a la puerta; agarró el picaporte y la abrió.

Afuera estaba Megan.

Las chicas chillaron, primero de miedo y luego de alivio.

Megan comprendió enseguida y alargó los brazos, abrazando a las gemelas y estrechándolas contra ella. Soltó las llaves, el maletín, el coche y tiró de ellas hacia afuera.

– ¿Qué pasa? -gritó-. ¿Qué ha pasado?

– ¡Hay alguien adentro!

– ¡Han destrozado nuestra habitación!

– ¡Han entrado!

Durante unos instantes las tres permanecieron abrazadas en la entrada. Megan consolaba a las chicas mientras miraba hacia el interior de la casa. Cuando las dos dejaron de llorar y respiraban con normalidad, dijo:

– De acuerdo, vamos a verlo.

– No quiero volver a entrar ahí -dijo Lauren.

– Hemos oído un ruido -continuó Karen.

– No -dijo Megan-. Es nuestra casa, vamos.

Con las gemelas pisándole los talones, entró en el recibidor y tomó el cuchillo y el palo de amasar de donde las chicas los habían dejado caer en su huida.

– De acuerdo -dijo-. A ver, ¿qué vieron exactamente y dónde?

– Empezó ahí detrás -contestó Lauren señalando la cocina-. Encontramos una ventana abierta.

Y entonces chilló.

Megan se sobresaltó y Karen dejó escapar un grito.

Lauren dio un paso atrás buscando a su madre, que acababa de ver de reojo la cara sonriente de un hombre mirándolas por la ventana que daba al patio trasero. Entonces, tan rápido como había aparecido, se desvaneció. Megan, impulsada por una mezcla de impotencia, rabia e instinto protector, levantó el cuchillo y corrió hacia la cocina.

Las chicas la siguieron, sorprendidas por la reacción de su madre.

El corazón de Megan latía apresuradamente y sentía que la cabeza le iba a estallar. Miró por la ventana pero no vio nada. Notó como se le encogía el estómago, tal era la tensión. Afuera se había hecho completamente de noche y no se distinguía un solo objeto. Por ahora pasó, pensó, pero entonces se dio cuenta: en realidad esto es sólo el principio.

Atrajo a sus hijas hacia sí y juntas se prepararon para la larga espera, hasta que Duncan llegara a casa.

***

Pocos minutos antes de las seis de la tarde, hora en que el banco cerraba hasta el lunes, Duncan ya estaba de pie en su despacho, preparado para actuar. Había bajado los estores de manera que no pudieran verlo desde el vestíbulo principal; no era algo usual, pero tampoco extraordinario. Llevaba puestos el abrigo y el sombrero, su maletín estaba cerrado y aparentemente lleno de documentos y memorandos, pero en realidad, de los artículos que había comprado el día anterior. A través de la puerta abierta podía ver a una docena de personas haciendo cola en las ventanillas. Un director adjunto pasó por delante llevando unos documentos para archivar y se escuchaba el ruido de fondo de los empleados atendiendo las tareas propias de la víspera de un fin de semana: clientes que retiraban dinero o que venían a depositar sus cheques semanales. Los viernes eran siempre días ajetreados, un poco confusos y apresurados, ya que todos trabajaban rápido para marcharse a sus casas cuanto antes. Era el día más propenso a cometer errores. El único vigilante era un guardia ya mayor que se encargaba de conectar el sistema de alarmas una vez que todos se habían marchado.

Duncan vio a su secretaria preparándose para salir; esperó a que hubiera terminado de recoger sus cosas y entonces la llamó por el interno.

– Doris, ¿sigue usted ahí?

– Estaba preparándome para irme.

– Yo también. ¿Le importaría hacerme un favor?

– Claro.

Tomó un formulario y se reunió con su secretaria en la puerta del despacho. Se preguntó si le temblarían las manos, o la voz y sentía el sudor corriéndole por los brazos. Ella lo olería, pensó aterrorizado, sabrá que es miedo.

Cerró los ojos y respiró lentamente antes de hablar.

– Doris, creo que tendríamos que haber mandado esto esta mañana. ¿Le importaría hacer doce fotocopias de la primera página? No hace falta que las repartamos ahora, es sólo para tenerlas preparadas para el lunes.

– Claro, señor Richards. ¿Alguna cosa más?

Le dio los papeles y regresó a su mesa mientras continuaba hablando.

– No, creo que no. Espero librarme de este maldito catarro durante el fin de semana. A veces tengo la impresión de que voy a pasarme el invierno estornudando…

Se abotonó el abrigo, tomó su maletín y miró a su alrededor como quien se dispone a marcharse.

– Debería cuidarse un poco.

Forzó una sonrisa.

– Tal vez Megan consiga ganar suficiente dinero como agente inmobiliaria como para mudarnos a las Bahamas o algo así. Entonces podría seguir siendo banquero en un lugar cálido y también rentable. ¿Qué me dice, Doris? ¿Se suma?

La secretaria sonrió.

– Han dicho que esta noche descenderá la temperatura y que va a haber heladas. Creo que podrá usted convencerme, siempre que pueda llevarme a mis gatos.

Duncan soltó otra carcajada y permaneció de pie mientras cerraba la puerta de su despacho y hacía ademán de buscar las llaves bajo el abrigo. Con ellas en la mano miró a Doris.

– Puede marcharse en cuanto haya hecho eso. Se lo agradezco mucho, Doris.

– De acuerdo -dijo ella-. Hasta el lunes.

– Vaya, por Dios, he dejado la lámpara de la mesa encendida. Voy a apagarla. Hasta el lunes.

La observó mientras le daba la espalda y se dirigía al cuarto de la fotocopiadora. Luego miró a su alrededor para asegurarse de que nadie se fijaba en él y después, tras inspirar profundamente, se deslizó de vuelta en su despacho. Cerró la puerta suavemente y echó el pestillo. A continuación fue hasta la mesa, apagó la lámpara y permaneció un instante de pie en la oscuridad, pensando. De lo que se acordará es de haberme visto de pie con el abrigo y el sombrero puestos disponiéndome a salir.

El vigilante hará su recorrido por la oficina comprobando todas las puertas antes de poner en marcha el sensor de movimiento; después saldrá corriendo por la puerta trasera, correrá el doble cerrojo y activará la alarma perimetral. Ni siquiera se dará la vuelta cuando se aleje, sabe que el edificio está seguro. Incluso si alguien lograra esquivar la alarma exterior, sólo tendría medio minuto para localizar y desactivar la de adentro. Difícil.

Pero nadie sospechaba que se pudiera hacer lo contrario. Sentía la frente empapada en sudor.

Saldrá bien, lo sé.

Se quitó el abrigo y el sombrero y los tiró en un rincón, después se agachó y gateó debajo de su mesa, escondiéndose todo lo que pudo y apoyando el maletín en las rodillas. Las manecillas luminosas de su reloj le indicaban que sólo habían pasado unos minutos desde las seis, así que se dispuso a esperar. Pensó en lo irónico de la situación: escondido en su propio despacho. En realidad, llevo escondiéndome aquí dieciocho años.

Después sacudió la cabeza y su imaginación se llenó de visiones de lo que estaba a punto de hacer y de su hijo. Eso le dio energía y le aclaró la mente, de modo que cuando pasados treinta minutos empezó a tener calambres en las piernas, sentía sólo dolor y no culpa. Trató de distraerse escuchando los últimos minutos de actividad en el banco, pero no oía nada. Tenía miedo de moverse, pues no sabía si el guardia de seguridad abriría la puerta de su despacho y después volvería a echar la llave o si se conformaría con cerrarla. Se imaginó que dependería de la prisa que tuviera. También lo asustaba que alguien de afuera detectara movimiento desde el estacionamiento y mirara hacia la ventana del despacho. Intentó masajearse las piernas y después se concentró en relajar los músculos. El dolor aumentó y después comenzó poco a poco a ceder. Consultó de nuevo el reloj y trató de imaginarse lo que ocurría fuera. Los últimos clientes estarían marchándose y los dos cajeros que quedaban estarían echando llave a sus cajones después de cerrar la caja en sus computadoras. Una vez que hubieran terminado, el superviso? volvería a comprobar las cerraduras de la caja fuerte. Todo esto se haría de forma apresurada, pues a nadie le gustaba hacer el último turno del viernes. La gente se volvía impaciente, con la sensación de que estaban perdiendo tiempo del fin de semana. El guardia de seguridad supervisaría todas estas operaciones y, una vez que todos se marcharan, empezaría la inspección final.

Duncan se preguntó por qué tardaba tanto.

Entonces se quedó paralizado al oír que el picaporte giraba. La puerta cascabeleó en el marco mientras el guardia tiraba de ella y comprobaba la cerradura.

No entres, rogó Duncan en silencio. No entres.

Contuvo el aliento e intentó controlar el temblor de las piernas. Tenía la impresión de que el corazón le latía tan fuerte que el guardia lo escucharía. Entonces la puerta dejó de temblar y Duncan respiró.

De acuerdo, ahora a comprobar la puerta y después el despacho de Philips.

Esperó dejando que el tiempo lo envolviera en una suerte de abrazo líquido. Así deben de sentirse los ahogados, pensó. Se imaginó al guardia en el centro del vestíbulo principal y recorriéndolo con la mirada; después se dirigiría a la pared donde estaba el sistema de alarma. En su imaginación Duncan lo veía teclear los siete dígitos. Y ahora ¡deprisa!, se dijo. Sólo tienes treinta segundos para llegar a las primeras puertas y a los cajeros automáticos.

Las luces se apagaban automáticamente cuando se conectaba la alarma y una central volvía a encenderlas a las siete de la mañana. Duncan esperó. Echa la llave y compruébala. Bien. Ahora sal fuera para conectar el sistema perimetral. Miró su reloj, eran las siete y veinte. Aguarda un poco más, se dijo, y durante diez minutos trató de no pensar en nada.

Ya puedo, decidió. El guardia debió marcharse y estoy solo. Ya puedo moverme.

Pero no lo hizo y esperó otros diez minutos.

Se sentía extrañamente sereno y por un momento se preguntó si sería capaz de moverse, ahora que estaba seguro de estar solo. Intentó ordenar a sus piernas que se movieran, que se desdoblaran, pero éstas no respondían. Sintió deseos de reír; el lunes por la mañana me encontrarán aquí, pensó. Paralizado e incapaz de dar una explicación.

Muy despacio consiguió salir de debajo de la mesa y después avanzó a gatas por el despacho hasta las cortinas que había corrido previamente. Las descorrió despacio, mirando hacia afuera, como un adolescente que espía a su hermana en la bañera.

El banco estaba vacío y a oscuras. Vaciló por un momento observando las esquinas, las cámaras que cubrían las ventanillas de los cajeros y los rayos infrarrojos que detectaban cualquier movimiento. Las cámaras no eran un problema, lo sabía; operaban en el mismo circuito que el sistema de iluminación del banco y, por tanto, se apagaban de noche. Pero los sensores de movimiento eran otra cosa; son mi enemigo, pensó, y respiró hondo. Sólo cubren el área principal, pero son muy potentes y dispararán la alarma si intento tocarlos. La única manera de esquivarlos era desactivarlos, así que gateó de vuelta a su mesa y sacó su maletín. Sentado en el suelo, se quitó el traje y los zapatos y se vistió con el jogging, quedándose descalzo. Después rodó de espaldas y estiró las piernas tratando de desentumecerlas. Tienen que trabajar, ordenó histérico a sus músculos, tienen que obedecer mis instrucciones.

Una vez que hubo recuperado la sensibilidad en las articulaciones gateó de nuevo hasta la puerta y una vez allí se detuvo, permitiéndose una última oleada de miedo, tensión y angustia por lo que se disponía hacer. Después se sobrepuso y pensó: Es la única solución; no lo pienses y hazlo.

Descorrió el cerrojo.

Preparado, se dijo.

Listo.

¡Ya!

Abrió la puerta de su despacho y corrió por el vestíbulo. Sus pies desnudos resonaban en la oscuridad. Contaba interiormente: un-mil; dos-mil, tres-mil, cuatro-mil. Las luces grises y azuladas de los faroles de la calle daban al interior del banco un brillo sobrenatural. Al pasar por una de las mesas se golpeó la cadera y se tambaleó por el dolor. Tras recuperarse continuó corriendo hacia la pared; quince-mil, dieciséis-mil, diecisiete-mil. Se agachó junto al panel electrónico, alargó la mano, pero se detuvo antes de tocarlo. No te equivoques, no te equivoques. Respiró hondo, veintitrés-mil, veinticuatro. Era difícil ver los números con la escasa luz y se dio cuenta de que se había olvidado la linterna en el despacho. Ni siquiera tenía tiempo para lamentarse, así que se gritó interiormente: ¡Hazlo! Y entonces tecleó el código.

Por un segundo le pareció que lo había hecho mal. Cerró los ojos y se apoyó en la pared mordiéndose el labio y esperando a que sonara la alarma.

Pasó un minuto, quizá dos, antes de que se diera cuenta de que era libre. Se levantó tambaleándose y volvió a su despacho. Se sentó e intentó tranquilizarse. Se ordenaba a sí mismo: ¡Concéntrate! y pronto se sintió mejor. No pienses en lo que esto significa, no pienses en nada salvo en robar el dinero. Puso la mente en blanco. Seguir el plan, pensó, eso es todo.

De acuerdo, se dijo, primero el disfraz.

Sacó las zapatillas y se las calzó, después hizo lo mismo con los guantes de látex. Eran algo incómodos pero soportables. Del maletín sacó a continuación el buzo. De acuerdo, decidió, es hora de empezar. Caminó hasta los baños de mujeres situados al fondo, dio la luz y entró. Subido a uno de los inodoros podía desarmar uno de los paneles del falso techo. Trepó a la cisterna y echó un vistazo al agujero oscuro. Recordaba aquel lugar de las reuniones con los arquitectos antes de construir el banco. El baño de mujeres era adyacente a los conductos de aire acondicionado y en el falso techo se había dejado un espacio lo suficientemente amplio para que los técnicos pudieran acceder a él en caso de avería. Duncan se asomó y, ayudado de la linterna, dejó caer los mechones de pelo en el suelo del cubículo, después hizo lo mismo con la colilla. Por último, en la esquina desde donde había empujado el panel del techo, frotó el buzo hasta que estuvo seguro de que se habían pegado fibras suficientes.

Bajó y pensó: Esto entretendrá a la policía científica durante un tiempo.

A continuación forzó la puerta del despacho del presidente con la ayuda del martillo y un destornillador. Le sorprendió lo fácil que resultaba y de pronto sintió una oleada de vergüenza al pensar en lo complicado que le resultaría explicar todo aquello al viejo Philips cuando llegara el momento. Pero sabía lo esencial que era crear una impresión falsa del robo y en ese momento, ganar tiempo era más importante que conservar una amistad. Abrió los cajones de la mesa con el destornillador y empezó a desordenar papeles. Una vez que decidió que era suficiente, forzó otro cajón y sacó el juego de llaves que sabía que el presidente siempre guardaba a mano. Palpó debajo del cajón y encontró pegado el papel que buscaba: la lista de combinaciones. Igual que un adolescente que intenta esconder algo de sus padres, pensó. Todos en el banco sabían que el presidente guardaba las llaves y las combinaciones en su despacho.

Salió y se dirigió a una de las mesas de la oficina principal. Una vez allí encendió la máquina de escribir, deslizó una hoja de papel en el rodillo y tecleó la cifra de siete dígitos de la alarma interior y la de cuatro del sistema perimetral. Después arrugó el papel y lo guardó en el bolsillo de su buzo.

De acuerdo, pensó, ahora el dinero.

Fue hasta la caja fuerte donde los empleados de ventanilla guardaban el dinero del día y la abrió. Había ocho cajas con dinero que sumaban unos ocho mil dólares. Además, cada caja contenía un suplemento para casos de robo: fajos de mil dólares marcados y cuyos números de serie estaban grabados en el sistema informático del banco. Su función era usarse en casos de atraco. Duncan los tomó también pensando amargamente: Que se los quede esa zorra, pronto tendrá a los federales en los talones.

Metió todo el dinero en el maletín y abrió la segunda caja, donde se guardaban las reservas en efectivo del banco: 50.000 dólares en diferentes billetes distribuidos ordenadamente en tres compartimentos. Mientras los guardaba en el maletín la mano le temblaba. Notaba un sabor acre en la boca y sentía ganas de escupir, pero tenía la lengua demasiado seca.

Se quedó mirando el montón de dinero. De acuerdo, se dijo, sigamos.

Abrió la puerta del cuarto donde estaban los cajeros automáticos y los fue abriendo uno a uno. Tenían capacidad para 25.000 dólares, pero el banco solía meter menos. Cada lunes se llenaban. En el primero encontró 17.000, en el segundo 12.000, en el tercero 14.000 y en el cuarto sólo 8.000. Es lógico, pensó, es el más cercano a la puerta y el que más usa la gente. Dejó 2.000 dólares en cada cajero quedándose sólo con 43.000. Si los cajeros se quedaban vacíos una pestaña automática se activaba cerrando la ranura por la que se insertaban las tarjetas de crédito, y no quería que eso ocurriera en los cuatro cajeros a la vez, alguien del banco podría verlos durante el fin de semana y sospechar.

Regresó a la oficina principal y permaneció quieto un momento preguntándose si podría volver a poner los pies allí alguna vez. Después ahuyentó ese pensamiento y regresó a su despacho.

No miró el dinero; sólo confiaba en que fuera suficiente. Recordó haber preguntado: ¿Cuánto?, y la contestación de Olivia: ¿Cuánto vale una vida? Cerró los ojos y pensó: La mía no vale nada.

De pronto lo asaltaron la depresión y la consternación. Todo esto está mal, pensó. Después se sobrepuso: ¿Y qué si está mal? Tommy es lo primero. A continuación se quitó el buzo y se puso el traje; mientras se calzaba un zapato se dejó la zapatilla puesta en el otro pie. Guardó la ropa en una bolsa de plástico, sacó cable y cinta aislante y se dirigió al panel de la alarma. Lo desatornilló y sacó un poco los cables, después cortó algunos y los unió con la cinta. Perfecto, pensó, esto los despistará.

Regresó a su despacho y se puso el sombrero y el abrigo, después enrolló una bolsa de plástico alrededor del pie donde llevaba puesta la zapatilla. Por último, recogió el dinero, la ropa y las herramientas, echó llave a la puerta y se dirigió hacia la salida. Se detuvo un instante para mirar el vestíbulo y las tinieblas que había más allá. Éste es el momento más peligroso, pensó, si alguien entra ahora, todo habrá salido mal. Vaciló un segundo, pero acto seguido agachó la cabeza y echó a andar pensando: No te pares ahora. Salió con su propia llave, empujó la puerta del recinto de los cajeros automáticos y pronto estuvo en la calle. Cuando le dio la luz tuvo náuseas; después una fría oscuridad lo envolvió y se sintió aliviado. El panel de la alarma exterior estaba junto a la puerta principal. Sacó el papel con la combinación escrita a máquina y lo tiró entre los arbustos. Después pisó fuerte con el pie calzado con la zapatilla y envuelto en plástico, hasta que dejó una huella en el suelo. A continuación se la quitó y la guardó en otra bolsa de plástico. Se puso el zapato y se alejó rápidamente de la puerta principal. De pronto fue consciente de que estaba afuera y que la noche lo recibía con su gélido abrazo. Miró los faroles y sintió que su pálida luz lo envolvía como una suave niebla.

Echó a andar hacia el estacionamiento donde había escondido su coche. Tenía la sensación de que la bolsa y el maletín que llevaba, uno en cada mano, eran señales luminosas que anunciaban lo que acababa de hacer. Un coche se le adelantó y tuvo deseos de gritar. Los faros de otro lo iluminaron brevemente y sintió como si una ola gigantesca lo arrastrara. Dudó un instante y luego siguió caminando. Las calles de Greenfield se le antojaban extrañas, desconocidas. Los escaparates de las tiendas, normalmente tan familiares, le parecían salidos de otra época. Caminó de prisa a grandes zancadas y ganando velocidad hasta que rompió a correr. Siguió haciéndolo unos cuantos metros hasta que le faltó el aliento y tuvo que detenerse. Inspiró una bocanada de aire gélido y continuó a paso regular. Una marcha fúnebre, pensó, de cadencia lenta y acompasada, como la de un fantasma.

Ya está hecho, se dijo, ya he traicionado a todo el mundo. Excepto a mi hijo.

Apesadumbrado por lo que acababa de hacer, Duncan siguió caminando en la oscuridad.

PARTE 9. Sábado

El juez estaba sentado en uno de los catres con la cabeza de su nieto en el regazo y le acariciaba la frente con movimientos suaves y rítmicos. Tommy dormía, gimiendo ligeramente como al borde de una pesadilla, pero su respiración era profunda y regular, aparentemente normal y muy distinta de como había sido antes, cuando Olivia los encerró y entonces el niño jadeaba con dificultad, asustando a su abuelo. Miró su reloj y vio que era avanzada la mañana y que habían transcurrido varias horas desde que echara una breve cabezada. Dejó que Tommy siguiera durmiendo, suponiendo que el descanso lo ayudaría a recuperarse. Ponte fuerte, pensó. Descansa y recupérate. Acarició uno de los moretones del niño que se había vuelto ya de un feo color, entre azul y morado. Le rozó suavemente un arañazo en la frente y deseó poder transferir todas las heridas y el dolor a su propio cuerpo.

Aun así tuvimos suerte, pensó. No tiene huesos rotos ni contusiones, ni heridas internas, hasta donde puedo ver. Tampoco heridas de bala, no sabía si porque Olivia tenía mala puntería o porque no había sido su intención darle. Le susurró:

– Estaremos bien; te recuperarás, no te preocupes.

Tommy parpadeó y abrió los ojos. Por un instante pareció aterrado y su abuelo lo abrazó con fuerza. Entonces el niño se espabiló y se sentó, mirando alrededor de una forma que animó al anciano, quien le sonrió, notando cómo la vitalidad del niño se le contagiaba también a él. Anoche pensé que lo habían matado, pero los niños son siempre más fuertes de lo que pensamos. Siempre saben más, ven más, debo esforzarme por recordarlo.

– ¿Cuánto tiempo llevo dormido? -preguntó Tommy.

– Casi dieciséis horas, ha sido una noche larga.

Tommy trató de estirarse pero se interrumpió a medio camino.

– ¡Auu! Abuelo, me duele.

– Lo sé, Tommy, pero pronto pasará, créeme. Te pegaron un poco, a mí también. -Se pasó los dedos por la maltratada frente.- Pero nada grave; estarás un poco magullado, pero dime si algo te duele mucho.

Tommy se frotó los brazos y las piernas, después se levantó despacio y las movió, como un animal desperezándose tras una larga siesta. Miró a su alrededor.

– Estoy bien. -Calló un momento.- Ya estamos aquí otra vez.

– Eso es -contestó el abuelo sintiéndose cada vez más animado-. Aquí estamos otra vez. Escucha, quiero que me digas una cosa. ¿Te duelen el estómago o la cabeza?

Tommy calló un momento como si estuviera haciendo un inventario.

– No, estoy bien.

– Eso esperaba -replicó su abuelo sonriendo-. Chico, me alegro de verte.

– Pensé que me iban a matar.

El juez se disponía a decir: Yo también, pero lo pensó mejor.

– No, nada de eso. Estaban muy enfadados y querían darte una lección, pero te necesitan y no van a hacerte nada, no te preocupes.

– Cuando dispararon…

– Sí, eso dio miedo, ¿eh?

– Casi lo consigo, hasta vi los árboles y el bosque por un minuto. Si hubiera podido salir por la ventana nunca me habrían atrapado.

– Creo que lo sabían.

– Afuera parecía gris y frío, como esos días en los que no tienes ganas de salir a jugar, por mucho que mamá y papá te lo digan. Pero yo quería salir, supongo que lo hice sin pensar.

– Hiciste bien.

– ¿Sabes, abuelo? Era como si todo le estuviera pasando a otra persona, como si no fuera yo el que saltaba y corría, sino alguien más fuerte y más rápido.

– No sé de nadie que pudiera ser más rápido y más fuerte que tú anoche, o más valiente.

– ¿En serio?

– Desde luego.

– De todas maneras, lo siento.

– ¿Por qué?

– Por dejarte solo.

El juez forzó una carcajada.

– Hiciste muy bien, los agarraste a todos desprevenidos. Fue el mejor ataque por sorpresa que he visto en mi vida. Les demostraste de qué estás hecho, Tommy, y que eres más fuerte que ellos. Y no lo olvides, me sentí muy orgulloso de ti. Mamá, papá y tus hermanas también lo estarán al saber que casi conseguiste escapar.

– ¿En serio?

– En serio.

Tommy apoyó la cabeza, en el pecho de su abuelo y preguntó:

– ¿Cuánto nos queda de estar aquí?

– No creo que mucho más.

– Espero que no.

Los dos se quedaron callados un momento. Luego Tommy vio una cuerda en la esquina de la habitación y miró a su abuelo.

– Te ataron.

– ¿Pero cómo…?

– Cuando se marcharon te desaté; me dijeron que no lo hiciera, así que seguramente se enfadarán cuando vengan a ver cómo estamos. No entiendo por qué no me ataron también a mí, creo que estaban tan confusos y asustados como nosotros. Quizás en el fondo querían que te desatara, no sé.

Tommy asintió. Se dio cuenta de que no entendía nada.

– ¿Por qué nos odian?

– Bueno, es posible que a Bill le haya caído una buena…

– Seguro -dijo Tommy sonriendo.

– Y el otro tipo, el bajito, parece estar siempre enfadado. No hacía más que pegarte, darte bofetadas en realidad, después de que te taparas la cabeza con las manos. De hecho, fue Bill quien lo separó.

Tommy asintió de nuevo.

– Seguro que odia a todo el mundo que ha tenido una vida mejor que la suya.

El juez dudó un momento y luego habló:

– ¿Y Olivia? Bueno, su resentimiento es infinito… ¿no crees?

Tommy asintió.

– ¿Por qué crees que se volvió así, abuelo?

– No lo sé, Tommy, ojalá lo supiera. -Se imaginó una docena de perfiles psicológicos posibles pero los descartó.

– Yo creo que todos crecemos con amor y odio, y toda clase de emociones dentro y, en algún momento, ella perdió todas las buenas y se quedó con las malas.

– Como el Grinch.

– Exactamente -dijo el juez con una carcajada.

Tommy sonrió:

– Nacido con un corazón dos tallas más pequeñas.

Su abuelo lo abrazó. Pasado un momento, Tommy se soltó.

– Creo que deberíamos trabajar en la pared -dijo con tono militar.

El juez asintió.

– Si te apetece.

El niño se frotó el brazo, donde empezaban a aparecer moretones.

– Sí -contestó y caminó hacia el lugar donde habían estado raspando el día anterior. Después se volvió y sonrió a su abuelo-. Puedo sentirlo, abuelo -dijo-. Está entrando aire. Pronto estaremos libres, abuelo, lo sé.

El anciano asintió y miró a su nieto mientras empezaba a raspar las juntas de los tablones. Luego se colocó a su lado y apoyó la espalda contra la pared. Cerró los ojos y descansó, repentinamente vencido por el agotamiento. La resistencia del niño le daba fuerzas y consuelo al mismo tiempo. Quería dormir, pero sabía que sería imposible, que tenía que mantener los ojos abiertos para proteger a Tommy en caso de que trataran de atarlo de nuevo. Parpadeó intentando combatir la fatiga. Entonces Tommy se volvió hacia él y le hizo un gesto.

– ¿Por qué no descansas un rato, abuelo? Estaré bien.

El anciano negó con la cabeza, pero se relajó. Cerró los ojos otra vez y recordó su juventud; hubo una ocasión en que se enfrentó al matón del vecindario. ¿Cuántos años tenía entonces? No se acordaba exactamente. Se veía a sí mismo, delgado y musculoso, siempre sucio y con la ropa desaseada, el eterno motivo de reproche de su madre. ¿Y cómo se llamaba aquel chico? Era un nombre típico de matón, como Butch o Biff o algo así. Se habían peleado en el patio después de clase. Era primavera y hacía buen tiempo: recordaba la brisa meciendo las ramas de los árboles y el sabor de la sangre y el polvo. Butch o Biff o como se llamara le había dado una buena paliza, tirándolo al suelo al menos una docena de veces, haciéndolo sangrar por la nariz y rompiéndole un diente. Le había pegado tanto que al final pareció sentir compasión. El juez recordaba las lágrimas que habían corrido por sus mejillas cuando aquel Butch o Biff le dio un último empujón y se marchó dejándolo tirado en el suelo.

Abrió los ojos y miró a su nieto. Sentía ganas de reír a carcajadas. Debe de llevarlo en los genes, pensó. Entonces repasó mentalmente los cientos de casos criminales que habían pasado por su juzgado. El problema era que la victoria o la derrota en un tribunal rara vez se correspondían con la vida real. Allí se manejaban diferentes grados de inocencia o culpabilidad, de éxito o de fracaso. El acusado de homicidio en primer grado era sentenciado al fin a segundo grado gracias a una buena defensa. Para él era una victoria, comparado a lo que podría haberse enfrentado, pero para la familia de las víctimas suponía un fracaso. Lo mismo ocurría con el conductor borracho absuelto de los cargos de homicidio involuntario porque el agente de policía se olvidó de leerle sus derechos antes de hacerle la prueba de alcoholemia; la justicia servía un culpable en bandeja pero después lo perdía por la negligencia de los que deben velar por ella. El detenido por asalto a la propiedad privada que sale libre porque su arma se descubrió durante un registro ilegal; la necesidad de observar las reglas estrictamente altera la realidad. Ése era el día a día en la sala del tribunal, distinciones y grados, una arena donde cada uno intenta defender su verdad particular, un lugar frío y sin corazón, lleno de cientos de pequeñas mentiras que conspiran juntas para constituir una gran verdad.

Miró a su alrededor y sus ojos se pasearon por la habitación donde estaban encerrados. Esto sí es verdad, pensó, nada que ver con las reconstrucciones de los hechos que escuchamos en el tribunal. Movió la cabeza. Todos esos años escuchando a testigos de todos esos horrores y nunca supe cómo era la realidad. Recordó la oleada de pánico que había sentido cuando Olivia levantó su arma y apuntó a la espalda de Tommy, y un sentimiento de culpa le encogió el estómago: debería haberme abalanzado sobre ella antes de que pudiera disparar, debería haber interceptado la bala. El corazón le dolió al pensar qué cerca había estado del abismo. Entonces se obligó a sobreponerse.

La próxima vez estaré preparado.

Me dejé derrotar, pensó. Me acostumbré a esta pequeña prisión, a pensar que alguien surgirá de la nada y nos rescatará. Pero ¿qué me ha pasado? Tommy tenía razón, somos soldados y ellos, el enemigo.

Miró a su nieto. Tienes toda la razón, tenemos que salvarnos nosotros mismos.

De repente izó la cabeza, había escuchado ruidos de pisadas en dirección a la puerta del ático. Se volvió hacia Tommy, pero éste ya estaba ocupado afanándose en disimular los restos del raspado en la pared.

Juntos se sentaron en un catre y esperaron a su visitante.

***

Megan condujo rápidamente por las afueras de la ciudad conteniendo la ira a duras penas. Ya lo hemos hecho y ahora, ¿dónde demonios están? ¿Por qué no llaman?

Agarró más fuerte el volante y tomó una curva, acelerando al salir y trasladando así su furia al motor del coche, forzándolo a una velocidad a la que nunca conducía. Apretó los dientes y escuchó el chirrido de las ruedas mientras entraba en otra curva. Recordó la pálida cara de Duncan cuando llegó a casa la noche anterior y el miedo que sintió al pensar por un momento que no lo había conseguido, y después al pensar que sí lo había hecho. Había dejado el maletín con el dinero en la mesa de la cocina y después, contado el botín con cuidado.

– Ya está -había dicho.

– No, no está, no lo estará hasta que hayamos recuperado a los dos Tommys.

Él había asentido y después añadido:

– Bueno, al menos estamos en ello.

Entonces ella le contó lo de la entrada en la casa y los destrozos en el dormitorio de las gemelas; habían pasado gran parte de la tarde arreglándolo mientras esperaban a Duncan. Éste había abrazado a las chicas, que ya estaban más tranquilas y les había dicho:

– Esto tiene que acabar.

Megan estaba de acuerdo, pero dudaba de cuándo sería posible. Sólo podía pensar en Olivia y su imaginación era como un campo de minas de emociones encontradas, sabía que Olivia había enviado a aquel matón al dormitorio de las gemelas. Era parte de su plan, trastornar la rutina de la familia, minar su seguridad y hacerlos sentirse completamente vulnerables en todo momento y lugar. Ése había sido el impulso político detrás del plan de asalto al banco en Lodi. Recordó a Olivia de pie, aleccionando a sus tropas mientras éstas se preparaban para el desastre que estaba por venir, arrogante y segura de sí misma.

A pesar suyo Megan sonrió: He oído ese discurso demasiadas veces, zorra, lo oí cada mañana, cada mediodía y cada noche en todos nuestros encuentros clandestinos, en todos los mítines. Ni siquiera te molestaste en cambiarlo un poco.

Casi se pasó la entrada al vertedero municipal y tuvo que girar bruscamente, tanto que por un momento pensó que iba a perder el control del coche mientras derrapaba por el suelo de grava. Pero logró enderezar el volante y condujo hasta allí. Había un pequeño cobertizo con un hombre mayor sentado dentro, fumando un cigarrillo y leyendo el National Enquirer. Saludó a Megan cuando vio que ésta llevaba el adhesivo identificativo en el parabrisas y no le prestó demasiada atención, lo cual le convenía. Llevó el coche lo más cerca que pudo del área de vertidos, cuyo hedor flotaba en el aire como una espesa nube. Respiró por la boca mientras estacionaba y salía del coche.

En el maletero llevaba tres bolsas de plástico verde; en una de ellas estaba todo lo que Duncan había usado durante el robo. En la segunda, la ropa que las gemelas habían encontrado en el suelo de su habitación. Megan había accedido inmediatamente a su deseo de tirar todo aquello que hubiera tocado el intruso. La tercera bolsa contenía basura normal que había repasado cuidadosamente para asegurarse de que no incluía nada, un sobre o un papel cualquiera, que pudiera relacionarse con ellos. Tomó las bolsas una por una y, tras cerciorarse de que estaban bien cerradas, las tiró a la montaña de basura. El esfuerzo la hizo jadear, pero estaba satisfecha de lo separadas que habían quedado unas de otras; entre los cientos de bolsas similares no se distinguían.

De acuerdo, se dijo restregándose las manos en el abrigo. Ahora de vuelta a casa y a esperar a Olivia.

No les había hablado a Duncan ni a las gemelas de sus investigaciones ya que no estaba muy segura de tener algo. Tras pasar dos horas repasando listados de viviendas en alquiler de los últimos meses había encontrado una docena de casas posibles. Una vez que las había señalado en un mapa no sabía muy bien qué hacer. Se negaba a considerar otras alternativas, quería convencerse de que Olivia propondría un encuentro para entregarles a los Tommys a cambio del dinero. Pero cuanto más se esforzaba en creerlo menos convencida estaba de que ocurriría.

***

Duncan la recibió en la puerta delantera y contestó a su pregunta antes de que tuviera tiempo de formularla.

– Nada todavía, ni una palabra.

– Maldita sea -contestó Megan-. ¿Qué crees que estarán esperando? -Miró su reloj y después al cielo.- Son más de las tres y media, casi las cuatro, falta poco para que se haga de noche. ¿Crees que estará esperando para hacer el intercambio de noche?

– No lo sé, probablemente lo que quiere es ponernos nerviosos durante un rato más; es una sádica y se divierte con esta espera.

– Es una mierda.

– Lo sé.

A Megan la asaltó un pensamiento extraño.

– ¿Crees que lo sabe? Quiero decir, ¿cómo puede saber que tienes el dinero, que estamos preparados?

– Me dijo que lo sabría; tal vez me espió desde fuera del banco y me vio salir anoche. Quizá sólo lo supone, pero en cualquier caso da igual. Hoy es la fecha que nos fijó, y la hemos cumplido.

Duncan empezó a caminar pensativo y Megan lo miraba.

– ¿Crees…? -empezó a decir.

– No lo sé.

– Quiero decir, tiene…

– ¿Qué? -la interrumpió Duncan-. ¿Cómo podemos saber lo que piensa hacer? Todo lo que sé es que arreglará alguna manera de que le entreguemos el dinero y entonces yo le exigiré que nos devuelva a los Tommys, eso es todo. ¡Hasta ahí llegan mis planes! Planear cómo robar el banco me llevó algún tiempo -dijo sarcástico-. Pero ahora que ya está, ¿qué más podemos hacer? ¡Sólo esperar!

Entró en la cocina y miró a su alrededor con expresión incómoda. Megan lo siguió.

– Perdona -dijo.

Duncan cerró los puños y después se relajó ligeramente.

– No pasa nada -dijo-. Es culpa mía.

Megan asintió y después preguntó bruscamente:

– ¿Qué hemos hecho?

Duncan pareció sorprendido.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Qué hemos hecho? ¿Lo hemos perdido todo?

Duncan asintió.

– Todo, y nada.

La miró y después rio.

– Es sólo dinero.

– ¿Qué quieres decir?

– Precisamente eso, que es sólo dinero. Lo devolveremos, o quizá yo tenga que ir a la cárcel, pero es sólo dinero. Ahí es donde Olivia se ha equivocado desde el principio; se cree que todavía nos importa. -Sonrió con tristeza y continuó hablando.- Pero dejemos que siga pensando que no somos más que dinero y coches y vacaciones y acciones y propiedades y fondos de pensiones. Eso hace las cosas más fáciles, ¿no crees? Recuperemos a los Tommys y después empezaremos de nuevo.

Megan asintió.

– De todas formas todo ha cambiado -prosiguió Duncan-. Me di cuenta cuando salía del banco. Ya no somos los mismos que en el 68, somos otras personas y si logramos reunir a la familia de nuevo, entonces creo que todo irá bien.

Megan asintió otra vez y Duncan la miró.

– ¿No me crees? -preguntó él.

Ella negó con la cabeza y él sonrió.

– No pasa nada, yo tampoco lo creo.

Se sentaron a la mesa de la cocina.

– Es curioso cómo soy capaz de soltar un discurso que nos hace sentirnos mejor y peor al mismo tiempo.

Duncan se tapó la cara con las manos como buscando esconderse y Megan recordó que solía hacer ese gesto cuando jugaba con las gemelas, y después con Tommy. Contuvo las lágrimas.

Duncan levantó la cabeza.

– Anoche fue como un sueño, solo en el banco y metiendo todo ese dinero en mi maletín.

Se recostó en la silla y miró al techo.

– Es como si algo se hubiera roto dentro de mí, partido en dos.

Calló un momento, como si reflexionara sobre lo que acababa de decir. Después añadió:

– Tengo la sensación de que debería hacer un discurso sobre el sacrificio y el deber y el amor y todo eso, pero me siento incapaz, sólo quiero que suene el teléfono.

Megan no contestó y los dos permanecieron sentados sin decir palabra, mirando de vez en cuando por la ventana, mientras, con la creciente oscuridad, se ensombrecían también sus esperanzas.

***

Olivia miró al juez y al niño y dijo:

– Les pediría disculpas y les diría que lamento haber tenido que recurrir a esto, pero no me creerían, así que no lo haré.

El juez la miró furioso. Tenía las manos y los tobillos atados y notaba que se le entumecían los músculos y las articulaciones. Tommy estaba junto a él atado de la misma forma.

Olivia les enseñó un rollo de cinta adhesiva.

– Podría taparte la boca con esto, juez.

– No será necesario -respondió éste deprisa, tal vez demasiado deprisa. Enseguida deseó no haber pronunciado esas palabras.

Olivia desenrolló un trozo de cinta, la cortó y la sostuvo en alto para que pudieran verla. Después se la colocó sobre su propia boca, sin llegar a pegarla, e hizo una mueca.

– Huele mal -dijo-. Y es pegajosa.

– Repito que no será necesario, esperaremos aquí en silencio.

Olivia sonrió.

– ¿Seguro? ¿Palabra de juez?

Éste asintió.

– ¿Y tú, Tommy? ¿Palabra de scout?

Tommy también asintió, pero se acercó más a su abuelo.

– De acuerdo -dijo Olivia-. ¿Ven cómo no soy tan mala después de todo?

– No me gustaría que alguno de los dos se atragantara y se asfixiara y encontrármelo muerto al volver. Y más cuando estamos tan cerca del final; sería una pena haber llegado hasta aquí y estropearlo, ¿no, juez?

Éste soltó un gruñido de asentimiento.

– Sobre todo tú, Tommy, no creas que me he olvidado de esos pequeños ataques que te dan. En la cárcel conocí a unas cuantas con complejo de conejo. Bonita expresión, ¿no? Expresa muy bien ese deseo irrefrenable de escapar.

Miró a Tommy.

– Nada de complejo de conejo, ¿eh?

– No -contestó éste-. Lo prometo.

Olivia sonrió.

– No te creo.

Siguió sonriendo.

– En cualquier caso, les aconsejo que no lo estropeen ahora. Piénsenlo, están a punto de salir de aquí.

– ¿Quiere decir que por fin le van a dar su maldito dinero y podremos irnos a casa?

– Más o menos, juez. Todavía me falta dar a Duncan unos cuantos sustos más y después echaremos el cierre. ¿Te alegra saberlo? ¿Y a ti, Tommy?

– Quiero irme a casa -contestó el niño.

La sonrisa falsa de Olivia se desvaneció.

– Pequeño cabrón, eso ya nos lo has dejado claro.

Tommy se estremeció, pero Olivia volvió a adoptar el tono de broma, consultando su reloj mientras decía:

– Bien, hora de irse. Ahora, chicos, quédense aquí quietos y tranquilos, nosotros volveremos dentro de un ratito para despedirnos. ¿De acuerdo?

El juez no contestó y Tommy se limitó a mirar a Olivia. No piensa hacer nada de lo que dice, pensó, y la fuerza de este convencimiento lo asombró. Abrió los ojos de par en par y miró a Olivia, quien le devolvió la mirada y por un momento pareció desconcertada por la intensidad de la expresión de los ojos del niño. Se dio la vuelta, bajó los escalones del ático y cerró de un portazo. Después echó el cerrojo y lo comprobó dos veces. Por un breve instante la invadió una furia desconocida al recordar la mirada esperanzada del juez. Lo he tenido dominado casi desde el principio, pensó, siempre anticipando lo que iba a decir o hacer. Pero no consigo engañar al niño. Esa inocencia que tiene es peligrosa.

Tomó una pequeña bolsa de lona del suelo y la abrió para comprobar su contenido: un revólver, unos prismáticos con visión nocturna y una brújula. Metió también el rollo de cinta adhesiva.

Luego miró a los dos hombres.

– ¿Armados y peligrosos? -preguntó.

Éstos sonrieron y la siguieron al frío del atardecer.

– Que empiece el espectáculo -dijo Olivia.

***

Cuando sonó el teléfono los dos sintieron una especie de descarga eléctrica y alargaron la mano hacia el aparato al mismo tiempo; después Megan retiró la suya y dejó que Duncan contestara. Éste se llevó el auricular a la oreja.

– ¿Sí?

– Hola, ¿Duncan? -dijo Olivia.

– Hola, Olivia.

– ¿Tienes el dinero?

– Sí.

– ¿Lo sabe alguien?

– No.

– No has sido tan tonto como para llamar a la policía, ¿no?

– Conoces la respuesta a esa pregunta.

– Bien, así me gusta, Duncan. Estamos preparados para el siguiente paso, para subir un nivel, por así decirlo. -Rio brevemente.

– Maldita sea, Olivia. Tengo el dinero, mucho, así que quiero que me devuelvas a mi hijo y al juez. Cuando sepa que están sanos y salvos te daré el dinero.

Olivia no dijo nada. Estaba de pie en un Burger King, junto al centro comercial que Duncan había visitado el día anterior. Ramón y Bill estaban sentados a una mesa cercana tomando café. Frente a Bill había restos de una hamburguesa.

– No me des órdenes, Duncan. Si haces lo que te digo los recuperarás, suponiendo que hayas conseguido reunir dinero suficiente.

– Escucha, es más de…

– Dejemos que sea una sorpresa -lo interrumpió Olivia.

– Estoy cansado de tus jueguitos, Olivia.

– ¿En serio? Pues yo no, y mi voto es el único que cuenta.

– Te lo advierto, Olivia, ¡has llevado las cosas demasiado lejos! -tan pronto como dijo estas palabras se dio cuenta de lo trilladas que sonaban y se sintió estúpido y desorientado. Olivia le respondió con una breve carcajada.

– ¡Qué duro! Pero me parece que no, y además, en este juego, Duncan, yo tengo los ases.

Ambos permanecieron callados unos segundos. Finalmente Duncan habló con una voz llena de la exasperación que le nublaba el entendimiento.

– De acuerdo. ¿Y ahora qué? -preguntó.

– Bien. Así está mejor. Mira tu reloj, Duncan.

– Son casi las cuatro.

– Afina más.

– Son las cuatro menos tres minutos.

– Bien -dijo-. Ahora llega la parte emocionante. ¿Conoces las cabinas de teléfono que hay fuera de la farmacia de Smith's en la calle East Pleasant? Deberías, allí es donde compras tus medicinas.

Duncan pensó un momento y después contestó:

– Sí, supongo.

– Genial, esto es igual que en la televisión. La tercera cabina desde la pared. Tienes que estar allí a las cuatro y cinco, y solito, recuerda. Adiós.

– ¿Qué?

– Más vale que te des prisa, hijo de puta, y que hagas lo que te he dicho. Exactamente lo que te he dicho, Duncan, o si no todo habrá terminado. Y antes de tiempo. ¿Te queda claro o necesitas que sea más explícita?

– No.

– Estupendo, Duncan. Ya malgastaste treinta segundos.

Olivia colgó el teléfono y se volvió hacia los dos hombres, que seguían en la mesa.

– Ya estamos -dijo-. Ya sale.

Duncan tiró el auricular y agarró el maletín con el dinero. Megan parecía asustada.

– ¿Qué?

– Tengo cinco minutos para llegar a una cabina de la ciudad.

Karen y Lauren habían entrado en la cocina justo cuando sonaba el teléfono.

– Iremos contigo -dijo Karen.

Sin darse cuenta estaban bloqueando la entrada de la cocina y Duncan las apartó para salir.

– No, no -insistía. Tomó el abrigo del perchero del vestíbulo de la entrada.

– Alguien debería ir contigo -empezó a decir Megan, pero él la interrumpió luchando por meter los brazos por las mangas del abrigo.

– No, no. Iré yo solo.

– Entonces te seguiremos -dijo Karen-. En el coche.

– ¡No! -gritó Duncan-. ¡Yo solo! Me ha dicho que vaya solo.

– Pero ¿y qué hacemos nosotras? -gimió Megan.

– ¡No lo sé! Esperen aquí. Por Dios, déjenme paso -dijo mientras salía a toda prisa.

Las tres se quedaron mirándolo mientras se metía en el coche y salía disparado hacia la carretera.

– ¿Dios! -dijo Megan mientras veía derrapar las ruedas-. ¡Dios! ¿Qué hemos hecho?

– ¿Qué pasa, mamá? -preguntó Karen.

– No lo sé, no lo sé.

Se volvió hacia las gemelas y esbozó una sonrisa de ánimo que sabía no les haría ningún efecto. Entraron en la casa y se prepararon para esperar. Megan sentía ganas de decir muchas cosas, pero calló al darse cuenta de que no serían más que tonterías. Por un horrible instante se preguntó si volvería a ver a alguno de los tres, después se obligó a dejar de lado ese pensamiento, que la enfermaba. Aceptó agradecida la taza de té que le tendía Lauren tratando de que el calor que desprendía combatiera el frío interior que empezaba a atenazarla.

***

Duncan no miró su reloj, pero sabía que probablemente llegaba tarde. Estacionó junto a la parada de autobús rogando que ningún policía lo viera mientras corría por la acera. Cuando se acercaba a la cabina oyó el timbre del teléfono y se lanzó hacia él descolgando el auricular.

– ¡Sí!

– ¡Eh, Duncan! Bien hecho -dijo Olivia-. No pensé que lo lograrías.

Ella y los dos hombres habían entrado en el centro comercial, donde había numerosos teléfonos públicos, que previamente habían localizado.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó Duncan-. ¡Maldita sea!

– Estás impaciente, ¿eh?

– Quiero a mi hijo.

– De acuerdo. Al otro lado de la ciudad, frente al Stop and Shop, donde Megan hace la compra. Tienes ocho minutos. Pero, Duncan…

– ¿Sí?

– Primero mira debajo del teléfono y toma lo que hay ahí.

Colgó y miró su reloj.

Duncan palpó debajo del teléfono y encontró algo pegado. Lo arrancó, era una brújula. Se la metió en el bolsillo y corrió al coche. Sin pensar en nada más que en su hijo, arrancó a toda velocidad. Pasó un semáforo en amarillo y se adelantó a un coche por la derecha provocando que su conductor tocara el claxon, indignado. Mientras entraba en el estacionamiento de la tienda de comestibles sentía la frente bañada en sudor. Vio la cabina de teléfono y pisó el freno. Salió del coche y corrió hacia ella. Las luces de la tienda hacían que el exterior pareciera gris y solitario.

El teléfono estaba en silencio.

Miró su reloj. Siete minutos, pensó. Estoy seguro de no haber tardado más que siete minutos. Miró el segundero hasta que llegó al ocho y levantó la mano para descolgar el teléfono.

Pero éste no sonó.

Colgó con mano temblorosa.

Suena, maldita sea, pensó.

Pero nada.

El pánico lo invadió y sentía su corazón latir apresurado. Miró a su alrededor desesperado, tratando de averiguar si se había confundido de teléfono. No veía ningún otro. Miró su reloj fijamente.

Nueve minutos.

Dios mío. ¿Qué pasa?

Era consciente del frío y de la creciente oscuridad. Tenía la sensación de que estaba atrapado en la última luz del día mientras Olivia lo acechaba desde las sombras. Miró alrededor, desesperado. La ciudad se le antojaba borrosa y deforme, como si la viera por primera vez.

Diez minutos.

Tommy, pensó angustiado.

Entonces sonó el teléfono. Lo descolgó y se lo llevó a la oreja.

– Eh, decidí darte algo de tiempo extra, pensando en el tráfico y todo eso – dijo Olivia en tono amable.

Duncan apretó los dientes.

– ¿Crees que te estamos vigilando, Duncan? ¿No te das cuenta de que desde algún lugar estamos controlándote? Ese es el propósito de este juego del perro y el gato. Tenemos que asegurarnos de que sabes cumplir órdenes. Hace dieciocho años no podías.

– ¿Ahora dónde?

– El almacén de repuestos agrícolas Harris, en la carretera nueve. Está a ocho kilómetros y sé que lo conoces, es donde compras las semillas y probablemente también el árbol de Navidad. Te gusta la jardinería ¿no? Así que ya sabes. ¡Ah! Tienes como seis minutos. El teléfono está justo al frente, pero eso ya lo sabes.

Corrió al coche.

Cuando vio el cartel anunciador de la tienda, aceleró y entró en el estacionamiento. Seis minutos, pensó, ya han pasado. Pisó los frenos y saltó del asiento del conductor, entonces se paró en seco y sintió que el corazón se le salía por la boca. Había una mujer usando el teléfono.

Corrió hacia ella, y ésta lo miró.

– Enseguida termino -dijo.

– Es una emergencia -replicó Duncan.

La mujer era de mediana edad y llevaba una campera.

– Escucha, mamá, tengo que colgar. Pasaré a recoger a los niños en cuanto termine aquí y haga la compra.

– Por favor -dijo Duncan mirando su reloj.

La mujer lo miró furiosa.

– Alguien necesita usar el teléfono. Llegaré lo antes que pueda.

Duncan alargó la mano hacia el auricular.

– ¡Cuelgue! -gritó.

– Sí, me acuerdo del brócoli -continuó hablando la mujer.

Duncan le quitó el teléfono y lo colgó de un golpe. La mujer retrocedió.

– ¡Debería llamar a la policía! -dijo-. ¡Es usted un maleducado!

Duncan le dio la espalda y la escuchó alejarse por el camino de grava. Miró el teléfono. Cuando éste sonó, lo descolgó, aliviado.

– ¿Olivia? No ha sido mi culpa, había alguien hablando. Lo siento.

Olivia rio.

– Por poco, matemático. No suponía que alguien pudiera usar ese teléfono. ¿A quién se le ocurre llamar desde ahí con el frío que hace? En fin, sigamos. ¿Cuánto se tarda en llegar a Lewerett?

– Veinte minutos.

– De acuerdo. De camino al centro de la ciudad hay un Seven Eleven, justo al lado de la estación de servicio, el teléfono está enfrente. Tienes veinte minutos.

Duncan condujo deprisa y en pocos segundos había salido de Greenfield y circulaba entre luces intermitentes y sombras de árboles desnudos contra el cielo. Encendió los faros, que pusieron un poco de luz en la creciente oscuridad pero se sentía solo y a la deriva, como en mar abierto. La carretera a Lewerett era secundaria y estaba llena de curvas, Duncan la había recorrido muchas veces, pero en esta ocasión le resultaba inquietantemente extraña. En un par de ocasiones estuvo a punto de salirse de la carretera; aunque giraba el volante éste parecía escapársele de las manos. Bajó la ventanilla y el coche se llenó de un aire gélido, pero aún sentía calor y tenía el cuello empapado en sudor. Sus manos en el volante le parecieron blancas y fantasmales.

Cuando por fin vio la estación de servicio y la tienda le quedaba un minuto de tiempo. Atajó por la zona de surtidores y estacionó frente a la cabina, después salió y corrió hacia el teléfono, esperando a ver qué sería lo siguiente, mientras tocaba la brújula que llevaba en el bolsillo e imaginaba que Olivia lo estaba observando.

El teléfono no sonó.

Estoy aquí, pensó, ya llegué.

El viaje le había aplacado un poco los nervios. Miró su reloj. De acuerdo, maldita sea. Estoy aquí.

El teléfono seguía sin sonar.

Esperó, como había hecho antes, pensando primero que Olivia estaba jugando otra vez con él, así que no se preocupó demasiado. Pero después, conforme transcurrían los minutos, crecía su ansiedad y fue pasando de la incomodidad a la preocupación, de ahí al miedo y por último al pánico total.

El teléfono seguía sin sonar y él no sabía qué hacer.

Igual que antes, miraba a su alrededor preguntándose si se habría equivocado de lugar. Recorrió el lugar con la mirada y vio una cabina solitaria situada junto a la carretera, a medio camino entre el estacionamiento de la tienda y la salida hacía la estación de servicio. Después miró el teléfono ante el que se encontraba y que seguía en silencio.

No, pensó, me dijo ésta. Miró el reloj y vio que pasaban ya cinco minutos de la hora estipulada. Se negaba a pensar en las posibles consecuencias, sabía que Olivia tramaba algo pero no estaba seguro de qué. Trató de imaginarlo pero tenía la mente en blanco.

De nuevo reparó en lo gris del atardecer, apenas se distinguía el cielo. Su aliento salía de su boca como humo.

Diez minutos. Miró de nuevo hacia el otro teléfono.

Dijo la estación de servicio.

Duncan la miró. Hubo un momento en que no pasaban ni coches ni camiones y el aire se tornó silencioso.

Se quedó inmóvil aguzando el oído.

Está sonando, pensó, y el miedo lo hizo sentirse mareado.

Se alejó de la puerta de la tienda y se dirigió hacia la cabina solitaria. Un coche pasó a su lado ahogando el sonido de la llamada, pero Duncan siguió caminando y, conforme se acercaba, el timbre sonaba más y más claro.

Caminó hacia el teléfono mientras volvía la cabeza hacia el situado junto a la tienda, presa de la indecisión.

Entonces apretó el paso. El timbrazo resonaba en sus oídos. Caminó aún más de prisa y a continuación echó a correr.

Entonces vio a uno de los empleados de la estación de servicio dirigirse a la cabina. ¡No!, pensó.

Corrió a toda velocidad por el estacionamiento y vio al empleado abrir la puerta de la cabina y descolgar el teléfono con expresión perpleja.

– ¡No! -gritó Duncan-. ¡No cuelgue!

Veía al hombre mirar el teléfono con cara de asombro.

– ¡Estoy aquí, maldita sea! Estoy aquí -gritó mientras seguía corriendo y agitando los brazos con desesperación.

El hombre se giró y miró a Duncan.

– ¡Eh! -dijo-. ¿Es usted Duncan?

– Sí.

– Pues tiene una llamada.

Duncan agarró el auricular.

– ¡Sí! ¡Sí! Estoy aquí -cerró la puerta de la cabina ante la mirada aún perpleja del empleado que, tras encogerse de hombros, se alejó.

– ¡Bien hecho, Duncan! No pensaba que esta vez lo conseguirías -hablaba con entusiasmo fingido-. En serio.

– ¡Dijiste el Seven Eleven!

– Tienes que ser un poco más flexible.

– ¡Dijiste allí y allí es donde fui!

– Duncan, Duncan, tranquilízate. Sólo quería saber si estabas dispuesto a jugar este juego -soltó una carcajada-. Llamé al otro teléfono durante un par de minutos, para comprobar si descubrías el juego.

Duncan respiró hondo tratando de serenarse, pero se dio cuenta de que era inútil. Tan sólo logró evitar que la voz le temblara.

– ¿Qué toca ahora? -preguntó.

– Más instrucciones. Sólo te las daré una vez, ¿de acuerdo?

– No… sí. Adelante.

– ¿Preparado?

Duncan volvió a respirar hondo.

– Sí.

Toma tu brújula y conduce cinco kilómetros en dirección norte y nueve al este. En la bifurcación, dos kilómetros al noreste, después detén el coche. Al oeste verás un prado: camina hasta que veas una marca. Después espera para las siguientes instrucciones. ¿Lo tienes?

– Repítemelas, por favor, Olivia.

– Duncan, Duncan, estoy tratando de ser justa pero me da la impresión de que no aprecias mis esfuerzos. -Rio cruelmente.- De acuerdo, te las repetiré: cinco kilómetros al norte, nueve al este y dos al noreste. Vamos, Duncan, ponte en marcha.

Colgó el teléfono y se volvió hacia Bill y Ramón:

– Igualito que un pulpo en un garaje; está perdido, desorientado, aterrorizado y sumiso, casi diría que hasta maduro. -Sonrió.- Misión cumplida, vámonos.

Los dos hombres estaban demasiado nerviosos como para hacer otra cosa que sonreír. Son débiles, pensó Olivia, y por un momento sintió asco. En cuanto huelen dinero se les sube a la cabeza, y eso es malo. Pero todavía los necesito, pensó. No mucho más, pero sí un poco. Salió a paso rápido del centro comercial seguida por los dos, que tenían que esforzarse por alcanzarla.

***

Duncan volvió a colocarse al volante y puso el cuentakilómetros en cero. Luego se pasó las manos por la cabeza, como para ahuyentar el mareo que sentía, la sensación de estar atrapado en un torbellino. El corazón le latía desbocado. Trató de calmarse y se repitió interiormente las instrucciones de Olivia como si fueran un mantra diabólico y sacó la brújula. La aguja bailó unos segundos y después se detuvo, y Duncan vio que podía ir hacia el norte por una carretera secundaria. Arrancó el motor, tomó aire con los dientes apretados por el frío y la tensión, y se puso en camino.

Enseguida estuvo de nuevo rodeado de campo. Condujo despacio mirando las casas de estilo colonial a ambos lados de la carretera. Todas eran de madera blanca erosionada por el tiempo y el clima, y los graneros daban la impresión de estar encorvados por el paso del tiempo y el peso de las labores. La tierra era de color marrón y los árboles parecían ennegrecidos, con sus ramas desnudas recortándose contra la última luz del atardecer. De pronto el mundo entero parecía un lugar primitivo y hostil. La carretera se hizo de grava y el coche empezó a derrapar en la superficie resbaladiza. Atravesaba prados y colinas desolados en los que sólo había alguna granja aislada.

Le fue fácil encontrar el primer sitio donde debía girar y prosiguió su camino, pendiente del cuentakilómetros. Encontró la bifurcación, comprobó la brújula y giró en dirección noreste. De pronto se sentía excitado y por un instante pensó que estaba a punto de ver a su hijo. Entonces decidió que era mejor no hacerse ilusiones y miró de nuevo el cuentakilómetros. Ya estaba llegando.

Detuvo el coche.

Apenas quedaba luz diurna y el suelo se cernía amenazador y cada vez más negro. Salió del coche e inspeccionó el prado que se extendía ante él. Había un seto y un pequeño y viejo muro de piedra que le llegaba hasta la cadera. Detrás, a menos de un kilómetro de distancia, empezaba el bosque. El prado se extendía como un manto de agua hasta la primera línea de árboles. Duncan se subió al murete de piedra e intentó divisar alguna marca.

Se esforzaba por mantener la mente despejada y concentrarse sólo en el maletín con el dinero y en su hijo. Caminó por el prado hundiéndose en el barro hasta los tobillos, pero sacó una pierna y continuó chapoteando en aquel terreno resbaladizo, notando como se le empapaban lentamente las zapatillas, después las medias y por último los pies. Había hielo en el prado y Duncan lo oía crujir a cada pisada.

Tropezó y se le cayó el maletín, pero se levantó y continuó avanzando.

¿Qué estoy buscando?, se preguntaba con los ojos abiertos de par en par y tratando de encontrar algún tipo de señal. Casi no había luz y con la oscuridad crecía también su desesperación.

Se volvió y miró hacia la carretera; se dio cuenta de que había recorrido ya la mitad del prado. Tiene que estar aquí, pensó mientras notaba que el frío de la noche lo inundaba por completo.

– ¿Dónde está? -preguntó en voz alta-. ¿Dónde?

Avanzó veinte metros más y entonces distinguió una estaca de madera con una raya naranja fluorescente pintada clavada en el suelo. Eso es, pensó, y echó a correr hacia ella.

Poco después se detuvo en seco. Miró la estaca y vio que no tenía ninguna señal, ningún mensaje escrito, nada que indicara que no era más que una estaca plantada en mitad de un prado. Se sintió confuso y consternado. Después respiró hondo. Los pies empapados le producían escalofríos y mientras temblaba sentía que el escaso calor de los rayos del sol desaparecía por completo en el cielo nublado.

Se decía a sí mismo: Me dijo que esperara aquí sus instrucciones. De acuerdo, Olivia, instrúyeme.

Lo rodeaba un gran silencio. Se inclinó hacia la estaca respirando despacio. ¿Qué me pasa?, se preguntó, pero era incapaz de controlar la oleada de malestar que lo invadía. Soy fuerte y estoy preparado, se decía, pero las palabras no lo consolaban. Las tinieblas que poco a poco lo envolvían lo hacían sentirse aun más aterrado y sus esperanzas se esfumaban. Apretó el maletín contra su pecho en un gesto infantil y se meció atrás y adelante tratando de entrar en calor y de imaginar qué podría haber pasado, qué pasaba y qué se suponía que tenía que hacer él. La cabeza se le llenó de imágenes de su hijo y el dolor se le hizo insoportable. Entonces rompió en sollozos, pero permaneció junto a la estaca al darse cuenta de que no tenía un plan alternativo, de que no sabía qué otra cosa podía hacer.

***

A poco más de cien metros de allí, oculta entre los árboles, Olivia observaba por sus prismáticos, llena de satisfacción y se estremecía, pero no de frío.

Bien, bien, Duncan. ¿Cuánto tiempo piensas esperar ahí parado, en mitad de ninguna parte? ¿Sólo unos minutos? ¿Cuánta paciencia te queda todavía? ¿Podrás aguantar el frío y el dolor tú solito? ¿Cuánto tiempo, Duncan? ¿Dieciocho años?, susurraba. Dieciocho años.

Siguió mirando y esperando.

Pasada una hora, Duncan se dio cuenta de que Olivia no iba a venir, pero se sentía incapaz de moverse. Esperó otra hora más hasta que tuvo los pies completamente entumecidos y sintió miedo de no ser capaz de encontrar el camino de vuelta al coche en aquella oscuridad espesa como la tinta.

Por fin se levantó y por un momento la cabeza le dio vueltas, como si estuviera borracho. Las lágrimas de sus mejillas se habían secado y sentía un inmenso vacío interior. La desesperación le impedía pensar y avanzó como un autómata por el prado hasta donde, confiaba, había dejado el coche. Era como si el tiempo que había dedicado a correr de un lado a otro de la ciudad fuera algo muy lejano, sucedido hacía años y no sólo unas pocas horas antes.

Resbaló y cayó de frente, y permaneció unos segundos con la cabeza hundida en el barro. Después se levantó e intentó limpiarse un poco, sentía sabor a sangre en el labio. Avanzó como pudo hasta el murete de piedra, que al principio le pareció una ola que se dirigía hacia él. Con el maletín fuertemente sujeto trepó sobre el muro y vio su coche a unos metros, en la carretera.

Mientras caminaba hacia él pensó en qué diría cuando llegara a casa. Abrió la puerta y se sentó al volante mientras continuaba pensando. Esto es típico de ella, ponerme a prueba, a ver cómo reacciono. Estaba tan furioso que no sentía ira, sólo un inmenso vacío.

Arrancó el coche y metió la marcha. No tenía ni idea de qué les diría a Megan y a las gemelas. Las ruedas del coche derraparon ligeramente mientras giraba y pensó: Lo que me faltaba, quedarme aquí tirado. Condujo despacio de vuelta a la carretera.

Se preguntaba si llamaría esa noche, o mañana, y trató de imaginar qué nuevo plan propondría, pero era incapaz de imaginar nada. Esta vez insistiré, pensó, exigiré el intercambio: los Tommys por el dinero. Tal vez ésa haya sido su intención desde el principio, pero lo dudo.

Redujo la velocidad conforme se aproximaba a la bifurcación y pensó en la decepción de Megan y en algo que pudiera decirle para disimular la desesperación que él mismo sentía. Se preguntó también qué pensarían Karen y Lauren; lo están pasando también fatal, se dijo, tengo que hacer algo para que se sientan mejor. Respiró despacio y comenzó a echarse a la izquierda, concentrándose en recordar el camino de vuelta a casa.

Entonces gritó.

Unos faros lo deslumbraron y tuvo que dar un volantazo para evitar chocar con un coche que había salido de la oscuridad como un espectro y se dirigía hacia él. Escuchó el sonido del motor y de las ruedas patinando en la grava mientras trataba de frenar. Por fin se detuvo con un fuerte chirrido.

Levantó la mano para protegerse de la luz y entonces notó que alguien le abría la puerta del coche. Se volvió y vio a Olivia, quien le puso un revólver en la cara y retiró el seguro con un chasquido que lo llenó de pánico.

– El dinero, Duncan, dámelo.

Él casi no podía hablar, al final graznó:

– Mi hijo…

– Dame el dinero, Duncan, o te mato aquí mismo.

– Quiero a mi hijo -repitió con voz temblorosa.

– ¡Mátalo! -dijo una voz salida de la oscuridad-. ¡Mata a ese cerdo ahora mismo!

Duncan agarró el maletín. La voz de Olivia sonaba perfectamente tranquila.

– Piensa, Duncan, sobreponte. Podrías morir aquí y entonces esto no tendría fin y ellos nunca volverían a casa. Puedes negarte y luchar, pero todo sería en vano. Dame el dinero y vive. Es tu única oportunidad, y la de tu hijo.

Entonces se oyó otra voz:

– ¡Vamos, Olivia, date prisa!

Duncan conocía esa voz. Era la de Bill Lewis y miró hacia la oscuridad tratando de verlo.

– ¡Mata a ese hijo de puta! -gritó la primera voz.

– Duncan, usa la cabeza -continuó Olivia con voz serena. No hizo ademán de tomar el maletín, pero lo señaló con la pistola-. Dámelo. ¿No ves que puedo quitártelo si quiero?

Duncan le entregó el maletín y Oliva lo dejó en el suelo detrás de ella y continuó empuñando el arma.

– Bien -dijo-. Buen chico, Duncan.

Después le quitó las llaves del contacto.

– Las dejaré cincuenta metros más adelante, en la carretera -dijo-. La señal será la luz de freno de mi coche. Estarán en el centro de la carretera, las encontrarás si buscas con cuidado.

– Tommy… -gimió Duncan.

– Contaré el dinero y me pondré en contacto. Estate tranquilo, Duncan, casi lo has conseguido. Nadie ha muerto todavía y nadie tiene por qué morir, piénsalo. Piénsalo muy bien, nadie tiene por qué morir… -Subrayó la palabra «tiene».- Pero podría -susurró.

Luego dio un paso atrás y agarró el maletín del suelo. Duncan casi se cayó del coche al tratar de sujetarla, pero Olivia se giró y le apuntó con la pistola en el pecho.

– Sígueme el juego, Duncan -dijo.

Éste se detuvo con las manos extendidas en un gesto de súplica pero también de desesperación. Olivia le dio la espalda bruscamente con una carcajada cruel y él la miró mientras se metía en el coche. Los faros que antes lo habían deslumbrado ahora se habían apagado, pero el motor rugió y Duncan retrocedió sobresaltado mientras el coche pasaba junto a él. Lo siguió con la mirada y lo vio detenerse a unos cincuenta metros.

Como le había dicho, se encendieron las luces de freno, que además le impedían identificar la matrícula o el modelo de coche. Después éste aceleró y se perdió en la oscuridad. Duncan echó a correr detrás de él, jadeando y atragantándose, pero pronto desapareció detrás de una curva. Duncan permaneció quieto un instante mirando la noche negra e infinita.

Y después, puesto que no tenía absolutamente otra cosa que hacer, se arrodilló y empezó a buscar las llaves.

PARTE 10. Domingo

Era ya pasada la medianoche cuando Duncan seguía revolviendo el sótano, musitando para sí mientras buscaba entre los montones polvorientos de cajas, declaraciones de la renta, revistas y muebles viejos que cubrían la habitación en penumbra. Megan estaba sentada en las escaleras bajo una bombilla desnuda mirando a su marido sin saber muy bien qué era lo que buscaba. Se sentía exhausta y destrozada; las horas desde que Duncan regresó cubierto de barro, casi congelado y solo, habían transcurrido entre llantos, gritos y reproches seguidos de un pesado silencio que Duncan había interrumpido bruscamente al levantarse y decir:

– Bueno, ahora sé que esto no volverá a pasar.

Después, y sin más explicaciones, había bajado al sótano. Megan llevaba media hora mirándolo sin decir palabra. En realidad tenía miedo de decir nada, porque cada palabra no haría más que poner en evidencia el terror que los atenazaba.

– ¡Mierda! Sé que está en alguna parte -exclamó Duncan mientras apartaba una caja-. ¡Dios, qué desorden!

Mientras se movía, su sombra avanzaba por el suelo. Megan apoyó los hombros en las rodillas y la barbilla en las manos.

– Duncan -preguntó con voz queda-. ¿Crees que están vivos?

Tan pronto como pronunció esas palabras deseó no haberlas dicho.

Duncan tomó una caja de cartón y de pronto, de un movimiento brusco, la tiró contra la pared y ésta se rompió en medio de una nube de polvo.

– ¡Pues sí! ¡Vaya pregunta!

– ¿Por qué? -susurró Megan.

– ¿Qué razón tendría para…? -empezó a decir.

– Se me ocurren mil novecientas sesenta y ocho -contestó Megan abatida.

Duncan dejó lo que estaba haciendo y se quedó de pie, escuchándola.

– Ya tiene el dinero y también ha conseguido arruinar nuestras vidas. ¿Qué le impide matarlos y marcharse con el dinero, libre como un pájaro?

Duncan tardó varios minutos en contestar, meditando cuidadosamente sus palabras.

– Tienes razón -dijo al fin-. No tiene sentido que se arriesgue a dejar testigos. Sabe que el lunes el banco estará lleno de policías y también que nos ha llevado al límite. Quedarse sólo supondría arriesgarse más, sería más lógico matar a los Tommys y largarse de aquí.

Megan luchaba por combatir el llanto.

– Y por eso, precisamente -continuó Duncan-, no lo hará.

– ¿Cómo?

– Que no lo hará, no hará lo que sería más lógico.

– Pero… no entiendo -balbuceó Megan.

Duncan respiró hondo.

– ¿Sabes? Es curioso, ya te lo dije el otro día, el martes o el miércoles. ¡Dios, parece que fue hace siglos! Bueno, el caso es que lo dije y después me olvidé. Y no debería haberlo hecho: no son los Tommys ni el dinero lo que busca, sino a nosotros.

Megan abrió la boca para responder, pero no dijo nada.

Ambos permanecieron unos segundos en silencio. Entonces Duncan repitió:

– Nosotros, ¿lo entiendes? Por eso siguen aquí, todavía no quiere irse, aunque sería lo más lógico. Pero no lo hará mientras le quede alguna carta por jugar.

– ¿Y qué cartas crees que le quedan?

– Sólo dos -contestó Duncan suavemente y señaló a Megan y luego a sí mismo-: el rey y la reina.

– ¿Quieres decir que quiere matarnos?

– Puede que sí o puede que no. Tal vez sólo busque hacernos sufrir, torturarnos; en realidad eso es lo que ha estado haciendo. No sé, pero estoy seguro de que planea algo así como un golpe final, algo que pueda presenciar y disfrutar durante años. Quizá planea matarnos, pero quizá se trate de otra cosa, de algo con lo que tengamos que vivir cada día, como le ocurrió a ella. -Duncan se estremeció.- No puedo estar seguro, pero creo que los Tommys siguen vivos.

Megan se dio cuenta de que volvía a asentir involuntariamente. Entonces se preguntó por qué Olivia no había matado antes a Duncan, cuando estaban solos en medio del campo. Habría sido la ocasión perfecta, excepto que ella no estaba allí.

– ¿Crees que existe alguna posibilidad de que nos devuelva a los Tommys? Después de todo, no son ellos lo que busca realmente.

– Ninguna en absoluto -la atajó Duncan.

Megan asintió.

– ¿Sabes?, ya sé que parece una locura…

– A estas alturas nada es una locura.

Megan sonrió tristemente.

– Es que creo que si estuvieran muertos yo lo sabría de alguna manera. Algo se rompería o se pararía dentro de mí, no sé.

Duncan asintió.

– Yo también lo creo. Cada vez que Tommy ha estado enfermo o preocupado siempre me ha parecido notarlo dentro de mí…

Se calló de repente, pues acababa de ver algo en una esquina del sótano y se acercó a recogerlo.

– Entonces -dijo Megan con una decisión que la sorprendió-, ¿qué hacemos ahora? ¿Cómo luchamos?

Duncan se enderezó, en la mano tenía una caja metálica para guardar zapatos.

– Sabía que tenía que estar aquí-dijo moviendo la cabeza-. No sé cómo no se me ocurrió antes.

– ¿Vamos a la policía? -preguntó Megan.

– Nunca supe qué hacer con ella -continuaba diciendo Duncan.

– No -se contestó Megan a sí misma-. No, ya sé lo que tenemos que hacer. -Recordó la lista que guardaba en su maletín, con el mapa.- Es lo que deberíamos haber hecho desde el principio.

Entonces se dio cuenta de que estaba de pie y que su voz había adquirido un tono que le resultaba extraño, una dureza que apenas reconocía, pero que era bienvenida.

Duncan se acercó y la luz de la bombilla proyectó la sombra de ambos haciéndolos parecer gigantescos. Levantó el cierre de la caja metálica y ésta se abrió. Megan alargó el cuello para ver lo que era y enseguida reconoció el pedazo manchado de hule que había cubierto el contenido durante tantos años.

– ¿Funcionará todavía? -preguntó.

– En 1968 funcionaba -contestó Duncan-. Nunca supe qué hacer con ella -repitió-. Supongo que debería haberme deshecho de ella cuando nos escapamos y vinimos aquí, pero no lo hice, y desde entonces he estado escondiéndola en cada casa en la que hemos vivido.

Sostuvo la pistola calibre 45 a la luz y comprobó que no estaba oxidada. Sacó un cargador con cartuchos de la empuñadura y después lo retiró amartillando la pistola vacía con un ruido seco y metálico.

– ¿Recuerdas cómo nos convocaba? -preguntó Duncan-. ¿Cómo lo llamaba? ¡Ah, sí!, la oración de la mañana.

– Somos la Nueva Amérika -entonó Megan.

Tomó la pistola e hizo girar el cargador. «La Nueva Amérika», repitió. Apretó el gatillo y el martillo chasqueó en la recámara vacía con un sonido agudo que resonó en el sótano y en sus cabezas.

***

Megan dejó dormir a Duncan.

Había estado paseando de un lado a otro en el cuarto de estar hasta más de las tres de la mañana, elaborando toda clase de planes hasta terminar por sentarse, exhausto, en una de las butacas y quedarse dormido con la pistola en el regazo. Las gemelas lo habían descubierto en esa posición cuando se levantaron por la mañana y Lauren había retirado con cuidado el arma de su mano mientras Karen le tocaba suavemente el hombro para no asustarlo. Momentos después Megan se había reunido con las gemelas en la cocina: éstas habían dejado el arma sobre la mesa y la miraban como si estuviera viva.

– ¿Desde cuándo tenemos eso? -preguntó Lauren.

– ¿Y qué vamos hacer con ella? -añadió Karen.

– La tenemos desde el 68, lo que ocurre es que nunca habíamos tenido necesidad de usarla…

No dejaba de sorprenderla la reacción de las gemelas, tan pragmática; no parecían ni asombradas ni asustadas por haber descubierto un arma de fuego en la casa.

– Hasta ahora -dijo Lauren terminando la frase que había empezado su madre.

– Hasta ahora -repitió ésta.

– ¿Tenemos algún plan? -preguntó Lauren.

– Todavía no, no.

– Y entonces, ¿qué vamos a hacer?

– ¿Ahora mismo? -Megan miró a las gemelas.- Ustedes se van a quedar aquí pendientes de su padre. No tienen que hacer nada; si suena el teléfono despiértenlo, podrían ser ellos. Dijeron que volverían a ponerse en contacto.

– Odio esta espera -dijo Lauren con tono enérgico-. ¡Odio no hacer otra cosa que esperar a que nos pase algo! ¡Quiero hacerlo algo!

– Llegará nuestro momento, te lo prometo -dijo Megan.

Lauren asintió, satisfecha, mientras Karen miraba a su madre.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Megan tomó la pistola y la metió en su maletín.

– ¿No estarás pensando en hacer alguna tontería tú sola? Voy a despertar a papá -dijo Karen-. Estamos juntos en esto.

Megan negó con la cabeza.

– No, no. No se preocupen, lo único que voy a hacer es visitar una propiedad -dijo-. Eso es lo que los agentes hacen los domingos, inspeccionar fincas.

– ¡Mamá!

– Mamá, no puedes irte por ahí sola. A papá le dará algo. -Ya lo sé -atajó Megan-. Ya lo sé, pero esto tengo que hacerlo sola.

– ¿Por qué? ¿Qué piensas hacer?

– En realidad, tantear el terreno -contestó Megan despacio-. He localizado algunas casas que creo que pueden haber alquilado. Tal vez tenga suerte y encuentre a los Tommys.

– Sí, claro. Y también puede que te metas en un buen lío -musitó Karen.

Megan asintió lentamente.

– Sí, supongo que sí, pero al menos es mejor que estar aquí sin hacer nada.

– Sigo pensando que deberías esperar a papá -insistió Karen.

– No. Él ha hecho lo que tenía que hacer. Solo, y ahora yo voy a hacer lo mismo, también sola.

Miró despacio a las chicas preguntándose por qué era tan dogmática, pero sabía que tenía que salir antes de que Duncan se despertara. Él se mostraría práctico y razonable, pensó, y se preocuparía por ella, le impediría asumir ese riesgo, y eso sería peor que todos los peligros a los que podría enfrentarse. La impaciencia la consumía. No he hecho nada hasta ahora, se dijo, y ha llegado el momento.

– Mamá, ¿estás segura de lo que haces? -preguntó Lauren.

– Sí-contestó Megan-. O no. ¿Qué más da?

Se puso la chaqueta, un gorro y una bufanda.

– Cuando se despierte su padre díganle que lo llamaré en un par de horas y que no hay motivo para preocuparse.

Dejó a las gemelas, ninguna de las cuales le creyó, vigilando a su padre, que dormía aún, exhausto. Una vez que hubo cruzado la puerta inspiró una profunda bocanada de aire dejando que el frío húmedo le despejara la cabeza. Por un momento se permitió sentir una punzada de culpa al pensar en lo furioso que se pondría Duncan cuando despertara. Después ahuyentó ese pensamiento y siguió adelante, caminando decidida hasta su coche y buscando indicios de Olivia o sus compinches en la calle. Miró en ambas direcciones y no vio a nadie excepto a algunos vecinos. Se fijó en una familia mientras se acomodaba en su ranchera y salía lentamente de la rampa de entrada a su casa marcha atrás. Llevaban el coche lleno de palos de hockey y patines y vestían alegres suéteres rojos y azules. Vio a otro vecino barriendo hojas delante de su casa y, calle arriba, a una pareja ya mayor llenando su jardín de abono en previsión de la nieve que pronto llegaría. Por un instante la normalidad de todo aquello la abrumó. Cuando un coche pasó delante de ella, reconoció a otro de los agentes de su oficina, que vivía al final de la cuadra, y lo saludó con un gesto despreocupado que le revolvió el estómago. Cuando se aseguró de que no había nadie vigilándola entró en el coche, pero antes de arrancar comprobó que llevaba todo lo necesario: un mapa, direcciones, lápiz y papel, prismáticos, cámara de fotos y rollos. La pistola. Se había puesto botas altas de agua y uno de los gorros de esquiar de Duncan, que podría cubrirle prácticamente la cara en caso necesario. Giró la llave de contacto, tomó aire y se puso en camino.

Condujo deprisa a través de Greenfield comprobando continuamente el espejo retrovisor para asegurarse de que nadie la seguía y preguntándose todo el tiempo si el Sedan negro o el coche deportivo o el camión de reparto que la adelantó iban en realidad detrás de ella. Debo asegurarme, pensó, y detuvo el coche en dos ocasiones permaneciendo unos minutos en la banquina antes de incorporarse de nuevo al tráfico. Sin embargo no estaba convencida de que aquella fuera una táctica fiable en caso de que alguien la estuviera realmente siguiendo, así que optó por otra mejor y condujo hasta la entrada de la universidad, a las afueras de la ciudad. Frente al edificio de admisión había una rotonda. Entró y condujo rápidamente hasta salir en dirección contraria, a continuación frenó y miró el espejo para comprobar si algún otro vehículo hacía el mismo giro. Cuando no vio ninguno siguió, sin estar segura aún de cómo iba a acometer su tarea, pero convencida de que al menos lo intentaría.

***

En la granja, los secuestradores estaban discutiendo.

La noche anterior la euforia causada por el reparto del dinero había dado paso a una discusión sobre lo que harían a continuación. Olivia, arrellanada en una amplia butaca, había escuchado atentamente a Ramón y a Bill mientras éstos le explicaban sus planes. Era curioso cómo un poco de dinero cambiaba a la gente, qué rápido les hacía olvidarse de lo que realmente importaba. Al escucharlos sentía ganas de reír. Veinticuatro horas antes habían estado temblorosos e indecisos, abrumados por la tensión. Ahora, en cambio, con el éxito al alcance de su mano, eran todo optimismo y fanfarronería. Sentía un gran desprecio por los dos, pero se cuidó de demostrarlo; había llegado el momento de poner en práctica la segunda parte del plan.

– No lo entiendo -decía Ramón-. ¿Por qué no nos largamos de aquí ahora mismo? ¿Qué nos retiene? Hemos cumplido con nuestra misión y cada minuto de más que permanezcamos aquí será un error.

– ¿Ah, sí? -le preguntó Olivia fríamente-. ¿De verdad crees que hemos cumplido nuestra misión?

– Yo sí-contestó Ramón, pero después se quedó callado.

– Ramón tiene razón, Olivia. ¿Por qué quedarnos? ¿Por qué no tomamos el coche y nos largamos?

– ¿Crees que ya han pagado bastante? -Ahora tenía que ser cuidadosa, hacerles creer una cosa mientras ella hacía otra distinta.

– Hay casi cincuenta de los grandes para cada uno; más de lo que hemos tenido nunca y suficiente para empezar de nuevo en algún otro sitio.

– ¿Crees que no tienen más?

– ¿Dónde? Robó el banco. ¿Qué le queda?

– ¿Y qué hay del dinero que consiguió reunir? Acciones, bonos, fondos de pensiones, propiedades y toda esa mierda que tiene y que ahora está vendiendo como loco. ¿Es que no lo ven? Probablemente piensa usarlo para devolver al banco lo que ha robado, estoy segura de que cree que podrá hacerlo. Pues, ese dinero debería ser nuestro.

Los dos hombres se quedaron pensando mientras Olivia los observaba atentamente.

– ¿Y cómo lo conseguimos?

Olivia sonrió. ¡Los tengo!, se dijo.

– Podemos volver por él.

– ¿Y cómo?

– Simplemente haciéndolo. Nos vamos y dejamos que pase un tiempo. Cuando se nos acabe el dinero volvemos por más. Es así de fácil.

– ¿Cómo podemos estar seguros de que cooperará?

– Porque no tiene elección, nunca la tendrá. Cooperar con nosotros siempre le resultará la alternativa más segura.

Lewis asintió.

– No lo sé -dijo Ramón-. ¿Hasta qué punto podemos presionarlos?

– Hasta donde yo quiera -replicó Olivia.

– Estás loca -escupió-. ¿Y qué pasa si se harta y llama a la policía?

– No lo hará.

– Ya, claro. ¿Y si lo hace?

– No lo hará, lo conozco. No lo hará.

– No me gusta, no quiero volver aquí nunca. Quiero tomar mi dinero, borrar nuestro rastro y largarme. Deberíamos haberlo matado allí mismo, como yo dije. Entonces ahora quizás estarías satisfecha.

Olivia asintió.

– Ya lo pensé, pero no era el momento.

– ¿Y qué hay de nuestros invitados? -preguntó Bill señalando al piso de arriba-. Se están poniendo bastante nerviosos y me pregunto cuánto más podrán aguantar, especialmente el niño. No me parece justo.

– ¿Justo? -preguntó Olivia con expresión de sarcástico asombro.

– Ya sabes lo que quiero decir -reculó Bill.

– ¿Qué deberíamos hacer con ellos? -preguntó Olivia.

– Matarlos -contestó Ramón.

– Soltarlos -dijo Bill mirando furioso a Ramón-. No pensé que fueras así.

Ramón le contestó gritando:

– ¡No pienso arriesgar mi vida por ellos! Pueden describirnos y no tengo intención de pasarme los próximos diez años como tú, mirando detrás del hombro para ver si me siguen. Quiero ser libre y eso significa nada de testigos, es así de fácil.

– Sí, muy fácil. Como tú dices, los matamos -dijo Bill sarcástico-. ¿Y entonces qué impedirá a Duncan o a Megan pasarse el resto de sus vidas buscándonos? Y si nosotros hemos sido capaces de encontrarlos, ¿qué te hace pensar que ellos no podrán? ¡Dios, mira que eres estúpido!

– Si es que tienen el resto de sus vidas -interrumpió Olivia.

– ¡Dios! -dijo Bill lleno de exasperación-. ¿Qué estás sugiriendo? ¿Un numerito a lo Charlie Manson? Esto no nos lleva a ninguna parte, yo no estoy dispuesto a asesinar a niños y ancianos, eso te lo aseguro. Tampoco quería matar a ese tipo en California, pero era tu gran plan y yo lo seguí. Pero no con un niño, además es un buen chico.

– No tendrás que hacerlo -dijo Ramón-. No todos tenemos esos escrúpulos, ni estamos tan acobardados…

– ¡Te voy a decir de lo que no estoy acobardado, hijo de puta! ¡De ti! ¡Tú sí que no me das miedo!

– Pues deberías, imbécil. ¿No te das cuenta de que vas a joderlo todo con ese ataque de sentimentalismo? ¡Ésta es mi gran oportunidad y no pienso dejar que ningún marica ex hippy me la joda!

Lewis se lanzó hacia su ex amante con los puños cerrados, pero éste saltó de la silla y tomó su revólver.

– ¡Paren ya! -gritó Olivia.

Ambos se detuvieron y la miraron. Ella los señaló a los dos.

– Van a hacer lo que yo les diga y cuando yo lo diga. Éste es mi espectáculo, y yo les diré cuándo se acaba.

Los dos hombres seguían mirándola.

– Y entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Matarlos a todos? -escupió Bill.

– Sea lo que sea hagámoslo ya y larguémonos -dijo Ramón.

Olivia valoró la capacidad que tenía cada uno de los dos para enfrentarse a sus órdenes. Están cansados y tensos, pensó. Tengo que darles lo que creen que quieren, y después hacer lo que yo quiero.

– De acuerdo -dijo en tono de maestra paciente explicando la lección-. Los dos están de acuerdo en que quieren que esto se termine, ¿no?

Ambos asintieron intercambiando miradas de furia.

– Y yo creo que Duncan todavía nos debe algo. -Mucho, pensó.

Seguían con los ojos fijos en ella y expresión incómoda, y notó que no se miraban entre sí. Es hora de tender la trampa, pensó, y sonrió.

– Ahora hagan el favor de tranquilizarse. ¿Ha salido algo mal hasta ahora? ¿Acaso no pasé años planeándolo hasta el último detalle?

Asintieron de nuevo y parecieron algo aliviados.

– Bien, pues éste es uno de los detalles a los que he dedicado más tiempo, el remate final, y no puede fallar. Escuchen: esta noche llamaré a Duncan, justo cuando esté a punto de volverse completamente loco y le diré que se reúna con nosotros mañana por la mañana en algún sitio bonito y aislado. Entonces le diré que no ha terminado de pagar. Para las ocho y cuarto habremos salido de aquí y a mediodía estaremos a bordo de un avión. ¿Qué les parece?

Olivia miró a los dos hombres, que seguían todavía algo reacios, aunque sólo un poco.

– Sigo pensando que deberíamos matarlos y salir de aquí -musitó Ramón.

– Muy inteligente -dijo Bill-. Suena bien, Olivia, pero ¿por qué esperar hasta la noche?

– Porque es cuando será más vulnerable, con la oscuridad la gente siempre se pone más nerviosa. El mundo parece más pequeño, más peligroso.

– Pero escucha, podríamos salir ahora mismo y llamar desde donde estemos. No tiene por qué ser desde aquí.

– Sí tiene -replicó Olivia-. ¿Crees que no se daría cuenta? Estar tan cerca de ellos es lo que los pone realmente nerviosos, saber que en cualquier momento podemos subir al piso de arriba y matar a nuestros rehenes. Con la combinación de todo, el tiempo, la espera, la oscuridad, la amenaza, Duncan hará cualquier cosa que le pidamos.

– ¿Y cómo lo haremos?

– Muy fácil -dijo Olivia-. Mi plan es mandarlo a algún lugar dejado de la mano de Dios y dejar a nuestros dos rehenes arriba. Llegado un momento se darán cuenta de que están solos, pero para entonces nosotros ya estaremos lejos. Simplemente nos iremos sin hacer ruido y dejaremos la puerta abierta; al viejo le llevará algún tiempo forzar la cerradura y después tendrá que arreglárselas para salir de aquí. Cortaremos el teléfono y tal vez los dejemos sin zapatos. Para cuando consiga contactar con Duncan y Megan nosotros estaremos en el aeropuerto de Boston de camino a algún sitio cálido. Luego, cuando hayamos gastado el dinero, haremos una escapadita a Greenfield y visitaremos a nuestro banquero particular. No querrá volver a pasar por todo esto, lo conozco. El matemático elegirá la forma más rápida de librarse de nosotros y nos dará el dinero. Fin de la historia. Hasta que volvamos a necesitar más, y más, y más.

Ramón se encogió de hombros, pero Bill parecía aliviado.

– Tienes razón -dijo-. Ese cabrón estará pagándonos toda la vida. Y además no estamos dejando testigos, simplemente recordatorios. Así no olvidará nunca qué fácil nos resultó secuestrarlos y que podríamos hacerlo de nuevo.

– ¡Ah! -dijo Olivia riendo-. Veo que vas aprendiendo.

– Yo sigo pensando que no deberíamos dejar testigos -intervino Ramón.

Olivia tardó unos segundos en contestar.

– ¿Vas a obligarme a insistir? -preguntó llevándose una mano al revólver.

Ramón se encogió de hombros y Olivia lo miró más fijamente todavía.

– No -contestó al fin.

– Bien -dijo Olivia. Se levantó y caminó hasta donde estaba Bill, le acarició una mejilla y después le dio una palmadita-. Te estás ablandando -dijo sonriendo-. Cuando empezamos esto ya sabíamos que podría haber muertos. -Entonces le hundió un dedo en el estómago con fuerza.- Tienes que ser fuerte, no un blando.

Bill negó con la cabeza, pero Olivia levantó la mano y le asió la barbilla obligándolo a asentir.

Ramón rio y Olivia sonrió, al igual que Bill mientras se frotaba la barbilla en el lugar donde Olivia lo había sujetado.

– Supongo que tienes razón -dijo-. Tengo que hacerte caso.

– Eso facilitaría las cosas -contestó Olivia dándole una palmada cariñosa en el cuello-. Bien, ahora súbeles la comida a nuestros huéspedes y diles que todavía tendrán que esperar un poco, pero no entres en detalles. Dales algo de esperanza, les ayudará a ser pacientes.

Bill asintió y salió de la habitación. Ramón se disponía a seguirlo pero se detuvo al ver a Olivia, que lo miraba fijamente con expresión dura, la mandíbula adelantada, los ojos entrecerrados y ordenándole sin palabras que no se moviera de allí. Un segundo después oyeron los pasos de Bill escaleras arriba.

– ¿Sí? -preguntó Ramón.

– El plan funcionará también con la solución que tú propones.

– ¿Ah, sí? Pero pensé…

– El dinero es una cosa -dijo Olivia-. Y la venganza otra. Ramón asintió, sonriendo.

Olivia se acercó más a él y le deslizó una mano por los enredados cabellos.

– Tú piensas más como yo -dijo-. Eres lo suficientemente duro y ves las cosas como realmente son, no entiendo cómo no me di cuenta antes.

Ramón sonrió.

– ¿Pero cuándo? Quiero decir, Bill cree…

– No hasta mañana por la noche, justo antes de irnos. Bill se pondrá furioso, así que estate preparado.

– Que se joda -dijo Ramón mientras asentía con la cabeza-. No entiende de estas cosas. Que se joda.

– Tú ya lo hiciste alguna vez.

– Hace mucho tiempo. Ha cambiado, él se ha vuelto blando. Yo también he cambiado, me volví más duro.

Olivia sonrió.

– ¿Y si se pone difícil? -preguntó.

– Entonces seremos sólo dos a repartir el dinero.

– Bien -contestó Olivia-. Y ahora hazme un favor y revisa todas las armas.

Ramón salió rápidamente de la habitación presa de una gran excitación. Mientras lo veía salir Olivia movió la cabeza. Eso ha sido fácil, pensó. Ahora sólo me queda hacerle saber a Bill que no me fío de Ramón y después apartarme mientras empiezan los fuegos artificiales. La asombraba lo maleables que podían ser las personas cuando estaban sometidas a presión. Pero yo tengo el control, se dijo, lo he tenido desde el primer momento. Se sorprendió silbando una melodía mientras volvía a recostarse en su butaca. No había ninguna prisa por repartir el dinero de Duncan y ése, en realidad, había sido su plan desde el principio.

***

Megan estaba sentada en el coche tratando de calentarse las manos con un café. Había estacionado junto a una tienda abierta las veinticuatro horas, y por un instante se preguntó si sería la misma en la que Duncan había tenido que esperar la noche anterior. Repasó su lista de casas posibles y movió la cabeza con gesto de preocupación. Después levantó la vista hacia el cielo gris y sorbió su café mientras pensaba que sólo le quedaban dos o tres horas de luz. Suspiró y desplegó el plano sobre el tablero. ¿Dónde estás? Se preguntó.

El tiempo que le llevaba acercarse a cada casa la ponía nerviosa. No podía presentarse sin más, así que primero tenía que localizarla en el mapa, después estacionar a una distancia prudencial e inspeccionarla con cautela. Hasta el momento no había obtenido resultados: en la primera casa había visto niños jugando en el jardín y no había podido evitar quedarse unos minutos contemplando la escena. Parecían estar jugando a una combinación entre indios y vaqueros y escondidas; sólo pudo deducir que algunos niños «la ligaban» y que todos disparaban en broma. Se dio la vuelta de mala gana, recordando cuántas veces había presenciado juegos similares desde la ventana de su casa.

En la segunda casa había una pareja de ancianos limpiando de hojas el jardín delantero, así que se marchó enseguida. Y no tardó en eliminar la tercera cuando vio una silla de bebé en el asiento trasero de una ranchera estacionada en la puerta.

Dos de las casas estaban vacías. Se había acercado hasta la entrada y mirado por las ventanas buscando indicios de actividad, encontrando sólo polvo y telarañas.

Miró el mapa. Aún le quedaban cuatro casas y repasó las posibilidades tratando de determinar cuál sería la que buscaba. Era posible que Olivia no hubiera alquilado a través de una agencia sino directamente por un anuncio en el periódico, pero no era su estilo. Olivia no querría tener que tratar directamente con el propietario, que además podía pedirle referencias o inspeccionarla cuidadosamente para saber si sería buena inquilina. En cambio una agencia sólo buscaría su dinero. Megan se preguntó si Olivia habría salido de Greenfield, era posible que hubiera alquilado algo en Amherst o Northampton. En ambas comunidades vivían muchos estudiantes y, por tanto, había muchas casas en alquiler. Pero ¿querrían conducir hasta tan lejos? Megan lo dudaba. Recordó lo que había pensado la otra noche: lo suficientemente cerca como para tenernos vigilados, lo suficientemente cerca para poder vigilarnos pero donde no podamos verla.

Está aquí, pensó Megan, está en esta lista.

Pero su confianza empezaba a flaquear. Comprobando las casas, se había adentrado en el campo. Vio una colina cercana cubierta de pinos que formaban una marea verde interrumpida ocasionalmente por un abedul blanco, que sobresalía como la blanca mano de la muerte por la superficie del océano. Megan sintió un escalofrío, apuró su café y salió del coche. Vio una cabina de teléfono y decidió llamar a casa.

Lauren contestó al segundo timbrazo:

– Residencia de los Richards.

– ¿Lauren?

– ¡Mamá! ¿Dónde estás? Estábamos preocupados.

– Estoy bien, sigo buscando.

– Papá se ha puesto como loco. Y cuando se dio cuenta de que te habías llevado la pistola quería salir a buscarte.

– Todo va bien. ¡Está ahí?

– Sí, ya te lo paso. Le dije que no se preocupara pero no sirvió de nada porque todos estamos preocupados de todas maneras, así que… ¿Cuándo vienes a casa?

– Dentro de una hora, quizá dos.

– ¿Se puede saber qué está pasando? -preguntó Duncan bruscamente. Megan no lo había oído tomar el teléfono.

– Estoy comprobando algunas propiedades.

– ¿Que estás comprobando qué? -Es sólo un presentimiento.

– ¿Pero de qué estás hablando? Las chicas me dijeron que habías ido a buscar a los Tommys.

– Duncan… no te enfades.

– No estoy enfadado, es sólo que me llevé un susto de muerte. -Hizo una pausa.- Mierda, sí que estoy enfadado. Imaginarte…

– Estoy bien.

– Por el momento. ¿Por qué no me despertaste?

– No me habrías dejado venir.

Duncan se quedó callado un momento y Megan lo oyó suspirar y tranquilizarse. Cuando habló de nuevo sonaba más sereno.

– Tienes razón, no te habría dejado.

– Sentía que tenía que hacer esto sola.

De nuevo se quedó callado.

– Escucha -dijo por fin-. Ten mucho cuidado y no tardes. No creo que podamos soportarlo si para cuando se haga de noche no estás aquí.

– Volveré enseguida, cuida de las chicas.

– Si a las siete no tengo noticias tuyas saldré a buscarte.

– Estaré en casa antes de las siete -respondió Megan.

– Recuerda, a las siete -insistió Duncan.

Megan volvió al coche y comprobó la siguiente dirección en su lista. Sentía algo en su interior, como un nuevo ímpetu, y por un instante se sintió mareada por el miedo y la emoción. Estás aquí, pensó de nuevo. Alargó la mano y tocó la pistola, que estaba escondida debajo de algunos papeles en el asiento del pasajero. Le preocupaba que la munición estuviera pasada y no disparara bien. Pero entonces se dio cuenta de que, en caso de que tuviera que usar el arma, significaría que todo estaba perdido. Se caló la gorra de Duncan hasta los ojos y salió del estacionamiento. En pocos minutos se encontraba en pleno campo. Condujo unos cuantos kilómetros entre luces y sobras intermitentes hasta que vio la siguiente casa de su lista. Estaba a casi cincuenta metros de la tranquila carretera. Es posible, pensó inmediatamente, muy posible. Redujo la marcha. ¿Están ahí? No veía ningún indicio de actividad, así que estacionó. Tengo que comprobarlo, pensó, tengo que asegurarme. La carretera parecía vacía, así que salió del coche y caminó unos cuantos metros hacia la entrada de la finca. La casa estaba detrás de unos arbustos y había un gran roble que inmediatamente le recordó al de su jardín trasero en Greenfield. ¿Están ahí?, se preguntó otra vez, dudando de si acercarse pero empujada por la necesidad de saber. Dio un pequeño paso en dirección a la casa tratando de encontrar la manera de llegar a ella sin ser vista ni oída, consciente de repente de que estaba de pie en medio de la carretera. Entonces oyó un coche que se acercaba.

Le llevó unos instantes identificar el ruido, pero cuando lo hizo la invadió el pánico. Buscó un lugar donde esconderse pero no veía ninguno. Dio unos pasos en dirección al coche y después empezó a correr, tratando de ponerse a salvo. Oía el ruido del motor detrás de ella. Abrió la puerta a toda velocidad y se sentó al volante sin saber si la habían visto o no.

Si me vieron, pensó, es el fin. Apretó los dientes e intentó calmarse. Después tomó la pistola mientras mantenía los ojos fijos en el espejo retrovisor, esperando en cualquier momento ver a Olivia apuntándole con una pistola. Pero en lugar de eso vio un Sedan gris doblar por el camino de entrada detrás de ella. No acertaba a ver a sus ocupantes.

Se giró tratando de distinguir algo, pero no podía, así que arrancó, metió la marcha atrás y enfiló por el camino de entrada, derrapando en la grava. Cuando estuvo frente a la casa pisó el freno. Enseguida se dio cuenta de que se había equivocado.

Lo primero que vio fue a dos mujeres con bolsas de la compra y a dos hombres sacando bultos del maletero. Los cuatro reían, completamente ajenos a su presencia. Estudiantes, pensó, probablemente dos parejas de alumnos de doctorado que comparten la casa.

Se dio cuenta de que le temblaban las manos e hizo un esfuerzo por serenarse mirando la casa y después el coche, que llevaba una gran oblea de la Universidad de Massachusetts en el parabrisas trasero.

Respiró, aliviada y frustrada al mismo tiempo. Vamos con la siguiente, se dijo, y procura controlarte y evitar que te vean.

Pero la casa siguiente estaba junto a la carretera y enseguida vio que la ocupaba otra familia. El jardín delantero estaba sembrado de juguetes, todos rotos en mayor o menor medida. En cierto sentido, pensó, es una suerte. Detuvo el coche en un camino rural y esperó unos minutos hasta que recuperó la compostura.

Continuó conduciendo, consciente de que se le acababan las horas de luz, le quedaban sólo dos. La pálida luz del sol que se colaba entre los árboles parecía despojada de su fuerza y la temperatura descendía, anticipando el frío de la noche. Adelante, se dijo, adelante.

Comprobó las direcciones y su localización en el mapa, sólo le quedaban dos. Condujo hasta la más cercana girando por un camino rural y luego por otro hasta llegar a un cruce, y entonces siguió las indicaciones de un borroso letrero. Pronto se encontró avanzando por un camino de grava, lleno de curvas y baches. Aquí no han gastado dinero de nuestros impuestos, pensó, y enseguida se dio cuenta de que era una observación propia de un agente inmobiliario. Entonces vio el lugar con otros ojos: nada de tráfico ni de testigos, aislamiento rural, sin vecinos. Nadie alrededor. Redujo la marcha y empezó a comprobar los números en los buzones. El pulso se le aceleró conforme se acercaba al número que estaba buscando. Vio el camino de grava que se internaba en el bosque antes de comprobar el número del buzón y entonces supo que la había encontrado. Esta vez condujo rápidamente hasta dejar atrás la entrada sin atreverse a mirar siquiera hacia el bosque, donde suponía que estaría la casa. Unos cincuenta metros más adelante vio un segundo camino de tierra que conducía de vuelta al bosque. Un antiguo cortafuegos, pensó, o quizás el sendero para los tractores. Contuvo el deseo de parar allí mismo diciéndose que era demasiado cerca, así que continuó conduciendo y, un kilómetro y medio más adelante, vio otro camino desierto en dirección opuesta. Estacionó allí, donde quedaba fuera de la vista desde la carretera.

Tragó saliva y caminó hacia la carretera. Se caló más la gorra y echó a correr. Cuando llegó a la carretera secundaria se agachó y se internó en el bosque. Veía salir su aliento y se detuvo un instante, dejándose envolver por la oscuridad. Avanzó entre los árboles pegada al camino de tierra confiando en que la condujera hasta la casa. No podía estar segura, pero era lo que le dictaba su sentido de la orientación y notaba cómo el corazón le latía con fuerza bajo la ropa. Las ramas bajas se engancharon en su anorak pero se liberó, moviéndose lo más silenciosamente posible, aunque tenía la sensación de estar haciendo mucho ruido. Cada rama que se partía le sonaba como un disparo, cada pisada en el barro, como un misil despegando. Siguió avanzando abriéndose paso entre los pinos, buscando la casa.

Al ver luz se detuvo, después se agachó y avanzó en cuclillas. De repente se asustó pensando que podría haber un perro, pero enseguida pensó: Ésta no es, seguro que terminaré pidiendo disculpas a algún granjero solitario. Pero siguió avanzando hasta que vio un viejo muro de piedra bordeando el límite del bosque y trepó por él. Apoyó la mejilla en una piedra cubierta de musgo dejando que el frío la serenara un poco. Después, muy despacio, levantó la cabeza.

Vio la vieja casa de madera blanca que parecía envuelta en la niebla de la tarde. No se percibía movimiento alguno y por un instante maldijo la creciente oscuridad, consciente de que era una aliada y al mismo tiempo una enemiga, al esconderla a ella pero también lo que estaba buscando.

Sacó los prismáticos y enfocó la casa, que era la típica casa de granja. Como muchas otras, tenía tres plantas a distintas alturas, cada una con vista a las otras dos. Pensó: cuarto de estar y comedor en la parte de abajo. Los dormitorios en el segundo piso y arriba un ático, seguro. Bajó los prismáticos y dibujó un mapa aproximado del lugar. Se encontraba en línea recta a uno de los costados de la casa y, por tanto, podía ver la fachada y la parte trasera. Detrás de ésta se extendía una pradera ondulante que llegaba hasta la línea del bosque. Se preguntó, y estaba casi segura, si por allí discurría el segundo camino que había encontrado. Podía ver que el camino delantero conducía hasta la entrada de la casa, donde había un porche y también una pequeña extensión de césped, de modo que cualquiera que se acercara a la casa no tuviera que atravesar cincuenta metros de camino de tierra. Tomó la cámara y sacó varias fotos. Eran oscuras y borrosas, pero servirían para enseñarle la casa a Duncan.

Guardó la cámara y la libreta y se quitó los anteojos de sol. Se estaba haciendo de noche y por un instante le preocupó perderse de vuelta al bosque. Después ahuyentó el miedo y se centró en observar la casa. ¿Estás ahí, Tommy? Trató de concentrarse, de ver a través de las paredes, de sentir la presencia de su hijo. ¡Hazme una señal, maldita sea!, pensó. Quería llamarlo por su nombre pero se contuvo mordiéndose el labio con fuerza hasta que notó que sangraba. Entonces detectó movimiento en una de las habitaciones y escudriñó en aquella dirección. Dentro de la casa alguien había encendido una luz y, durante una milésima de segundo, vio la silueta de una persona.

Inmediatamente supo que se trataba de Bill Lewis, reconoció su forma de caminar desgarbado y arrastrando los pies. Y después, tan pronto como había aparecido, la silueta se desvaneció.

Megan sentía deseos de gritar.

Tiró los anteojos, tomó la pistola y se dirigió al muro de piedra, ajena a todo salvo al convencimiento de que su hijo estaba en el interior de aquella casa.

Ya estoy aquí, gritaba interiormente, ¡ya estoy aquí!

Pero justo cuando levantaba la pierna para treparse se detuvo, desgarrada entre el deseo y lo que le dictaba el sentido común. Entonces retrocedió y volvió a ocultarse detrás del muro. Estaba hiperventilando, así que se detuvo un momento para intentar calmarse. Trató de sopesar racionalmente las posibilidades que tenía frente a los tres secuestradores y se dio cuenta de que, incluso contando con el elemento sorpresa, serían mínimas.

Cerró los ojos un instante tratando de reunir fuerzas para marcharse. Buscaba desesperadamente la manera de hacer llegar a su hijo el mensaje de que volvería a buscarlo, pero sabía que era imposible.

Abrió los ojos, miró sus bocetos y tomó el lápiz. Mantén la calma, se dijo. Aprovecha tu tiempo, pronto volverás aquí. Levantó la cabeza y dibujó cada detalle del lugar, un mapa lo más fiel posible del emplazamiento. Después enfocó de nuevo la casa con los prismáticos. No podía ver movimiento alguno, pero eso no quería decir nada. Sé que están ahí, pensó.

Se susurró a sí misma: Tommy, ya estoy aquí.

Guardó el arma debajo del anorak y recogió sus cosas, después se arrastró de vuelta hacia el coche por entre los árboles y la oscuridad casi completa. Mientras avanzaba hablaba en voz baja consigo misma, con la esperanza de que sus palabras viajaran por el aire y llegaran hasta los oídos de su hijo. Tommy, estoy aquí. ¿Me oyes? Voy a buscar a papá y volveremos para llevarte a casa.

Continuó arrastrándose por el bosque sola, decidida y ardiendo en deseos de entrar en combate.

PARTE 11. Domingo por la noche

Duncan caminaba nervioso de una habitación a otra de la casa notando sus pies pesados, como atrapados en arenas movedizas. Quería liberarse, hacer otra cosa que no fuera esperar mientras oleadas de miedo lo atenazaban. Miraba el reloj, el teléfono, por la ventana al cielo del atardecer y después a sus hijas, quienes estaban sentadas sin decir palabra, mirándolo.

– ¿Dónde demonios estará su madre? -preguntó.

Karen y Lauren no contestaron.

– No lo soporto más -continuó-. Nos ha dejado aquí tirados y sólo Dios sabe lo que le habrá pasado.

– Estará bien -dijo Lauren-. Lo sé.

– No te preocupes, papá -añadió Karen-. Volverá.

¿Y dónde demonios está Olivia?, pensó. Se dio cuenta de lo irónico de su situación. Aquí esperando a las dos mujeres que me dejaron tirado: Megan y Olivia, atrapado entre las dos. Sentía que algo crecía en su interior, como si la tensión acumulada en los últimos días estuviera a punto de estallar. Respiró profundamente.

Entonces sonó el teléfono y las gemelas dieron un respingo, sobresaltadas. Duncan descolgó.

– ¡Eh, Duncan! Me alegro de oírte.

– Olivia, quiero…

Ella ignoró su petición y habló en tono de broma.

– Así que, matemático, seguro que llevas contando los segundos, los minutos y las horas, calculando los intereses que te supondrá el tiempo transcurrido. ¿Cuánto te costará esta espera, eh?

– Olivia…

– Creo que ahora, más que nunca, el tiempo es dinero. Se rio de su chiste.

– Olivia, ya cumplí con mi parte del trato.

– Hablas como un hombre de negocios, señor banquero. Has estado contando los minutos; yo en cambio he estado contando los dólares.

– ¡Quiero que me los devuelvas ya! -gritó Duncan.

– Tranquilo, matemático -contestó Olivia con voz suave pero amenazante, como siempre-. Tal vez debería colgar el teléfono y hacerte esperar un ratito más.

– ¡No!

– Duncan, no tienes paciencia; deberías aprender a controlarte. Yo en cambio sí sé. Te llamaré más tarde, tal vez.

– ¡No, por favor! -Duncan bajó la voz-. Estoy aquí. ¿Ahora qué?

Enseguida se sintió furioso consigo mismo: Cada vez que hablamos me amenaza con lo mismo, con colgarme y dejarme esperando. Y siempre caigo en la trampa. Apretó los dientes conteniendo su ira. Pero mientras esperaba y el silencio crecía a ambos lados del teléfono, se dio cuenta de que Olivia no había mencionado a Megan. Eso quería decir que estaba bien. En algún lugar, pero bien, y eso lo llenó de alivio.

Transcurridos unos segundos escuchó a Olivia respirar despacio. Cuando por fin habló su voz era poco más que un susurro.

– No es suficiente -dijo.

Duncan se sintió como si alguien le retorciera las entrañas.

– No puedo creer…

– ¡No es suficiente! -insistió ella.

– Pues conseguiré más -replicó al momento.

– Eso ha sido rápido -dijo Olivia riendo.

– No sé cómo, pero lo conseguiré -dijo Duncan-. Pero, por favor, suelta a los Tommys.

– No lo entiendes, ¿verdad, Duncan?

Éste no sabía qué decir, así que se quedó callado.

– Tal vez lo que necesitamos es una relación -continuó Olivia.

– Olivia, por favor, ¿se puede saber de qué estás hablando?

– Lo que en realidad necesito es un banquero, mi banquero particular y mi propia cuenta corriente, tal y como te dije el otro día. Así que tú, matemático, vas a ser mi cuenta particular. Cuando necesite más dinero volveré y me lo darás. ¿No es así?

Duncan pensó: Esto no se acabará nunca, y contestó:

– Sí.

Olivia soltó una carcajada cruel.

– Ésa sí que ha sido una contestación rápida. Demasiado, diría yo.

Duncan tomó aire.

– Sí -repitió.

– No lo vas a saber; podrían ser seis meses, o seis años, pero volveré. Será una deuda a largo plazo, ¿no es así como lo llaman? Una hipoteca de por vida, Duncan.

Duncan pensó de nuevo: Esto no se acabará nunca.

– ¿Y si acepto?

– Te los devolveré.

– Entonces acepto.

– Así de fácil -replicó Olivia-. No creas que estás preparado para mí, Duncan. Nunca sabrás cuándo voy a volver. ¿Ves qué bonito va a ser? Tú te dedicas a ganar dinero y de vez en cuando me darás algo a mí. Tu familia y tú vivirán tranquilos, nada de balas en la recámara, aunque, si quisiera, sería muy fácil. Tal vez uno de tus hijos, a la salida del colegio. O Megan acudiendo a una cita que resulta ser otra cosa. Matar es fácil, Duncan. En realidad es una vieja tradición americana, seguro que no te has olvidado. El año que pasamos juntos fue famoso por sus asesinatos.

¿Es esto real?, se preguntó Duncan.

– Lo que tú digas. ¿Cómo me devolverás a mi hijo y al juez?

– ¿Estás seguro de que quieres que te devuelva al juez? Ha sido un huésped de lo más molesto. ¿Y qué hay de la herencia? ¿No te vendría bien un poco de dinero cuando el viejo pase a mejor vida? ¿No quieres aprovechar esta oportunidad?

Rio de nuevo.

– Quiero que vuelvan a casa.

– Eso depende de ti.

– ¿Cómo?

– ¿Te acuerdas del prado en el que estuviste esperando?

– Sí.

– Mañana por la mañana a las ocho. No llegues demasiado pronto ni tampoco tarde, alguien te estará vigilando. Y no la jodas, si veo algún otro coche, a alguien, quien quiera que sea, aunque se trate de un granjero perdido con su tractor, entonces pasarán cosas terribles, Duncan. Así que procuren ser sólo ustedes dos, ¿de acuerdo? Megan y tú, en el centro del prado a la ocho de la mañana.

– Pero ¿por qué ella? Iré solo.

– ¡Los dos! -susurró Olivia con una furia repentina.

– Pero…

– ¡Los dos y donde pueda verlos!

– No entiendo por qué…

– ¡Maldita sea!, no hay nada que entender, sólo tienen que hacerlo. ¿Es que no lo entiendes? O quizá prefieras la alternativa.

A Duncan le daba vueltas la cabeza mientras permanecía en silencio.

– De acuerdo -contestó por fin-. Como tú digas.

– Bien -dijo Olivia con dureza-. ¿Lo has entendido bien? Pues no la jodas.

– Sí, lo entendí, está todo claro.

Olivia rio.

– De esa manera tendrás tiempo de cambiarte e ir al banco antes de que abra. Será emocionante, ¿verdad Duncan? ¿Crees que podrás aguantarlo? ¿Tendrás suficiente sangre fría o te temblarán las manos? ¿Qué será de tu cara de póquer?

Permaneció escuchando el silencio al otro lado de la línea disfrutando cada segundo. Sentía la satisfacción de la araña al extender los últimos hilos de su tela. Después colgó.

Duncan hizo lo mismo.

– ¿Qué pasó? -preguntó Karen. Ambas estaban de pie y mirando a su padre, esperando alguna clase de señal.

– ¿Están bien? ¿Los van a soltar?

– No lo sé -contestó Duncan expulsando aire lentamente, como si le costara respirar.

– Está loca, ¿saben? Loca de odio -dijo con un tono de voz tranquilo que contrastaba con la tensión del momento.

– Son horribles -dijo Lauren.

Karen movió la cabeza.

– Lo peor.

De pronto Duncan se sintió rígido, como si el mar de sus emociones se hubiera petrificado por obra de un viento gélido. Miró a sus dos hijas entrecerrando los ojos y con expresión de furia.

– Bueno, sólo hay una forma de contestar a eso -dijo.

– ¿Cuál? -preguntó Karen.

– Ser aún peor que ellos.

***

Megan conducía como electrizada por la oscuridad, dejando atrás carreteras secundarias y caminos de tierra, después la ciudad. Flotaba en un vacío y ante ella sólo veía la casa blanca de madera surgiendo entre las sombras. Conducía ajena a cuanto la rodeaba, los coches, la escasa gente que caminaba por las aceras arrebujada en sus abrigos para protegerse del viento. Avanzaba deprisa hacia la noche con un firme propósito y el corazón a punto de reventar de ansiedad. Hizo un giro ilegal para acceder antes a la autopista desde una calle lateral y aceleró hasta que vio las luces brillantes de los estacionamientos de los centros comerciales. Faltaban quince minutos para la hora de cierre.

Musitó una breve e hipócrita plegaria de gracias porque existiera el centro comercial, el de Duncan. Cuando se construyó se había burlado de él todo el tiempo con un toque de maldad, cantándole la canción de Joni Mitchell, «Pavimentaron el paraíso y lo cubrieron con un estacionamiento…». Ahora, en cambio, las luces brillantes le daban la bienvenida, hospitalarias. Había tomado la decisión mientras se alejaba de la granja. Le molestó no poder telefonear a Duncan y contarle lo que había encontrado y lo que pensaba hacer, pero no podía retrasarse ni un minuto y él lo entendería.

Dejó el coche y corrió por el suelo de losetas. Empujó las puertas de entrada esquivando a los últimos compradores cargados con sus bolsas camino del estacionamiento y escuchando el sonido de sus pisadas en el suelo pulido. Jadeaba como un nadador venciendo las olas. Las luces de las tiendas parecían perseguirla, como si buscaran iluminar su pánico y su desesperación. Tengo que controlarme, pensó, pero una voz en su interior le decía que en realidad debería estar entonando una plegaria por la salvación de su alma. Lo que voy a hacer no está mal, se repetía. Veía los ojos vacíos de los maniquíes en los escaparates, fijos y sin expresión y se preguntaba cómo serían los ojos de los muertos. Apartó este pensamiento y siguió corriendo.

Cuando entró en la tienda de deportes se sintió aliviada al comprobar que estaba sola, a excepción de un empleado haciendo cuentas detrás de la caja registradora. Era un hombre joven que miró a Megan y después el reloj de la pared. Al comprobar que aún faltaba doce minutos para cerrar se volvió de nuevo hacia ella. Salió de detrás de la caja y Megan vio que vestía vaqueros, camisa blanca y corbata, además de un pendiente en la oreja. No tenía aspecto de deportista.

Aunque, tuvo que admitir, ella tampoco.

– Hola -dijo el joven con voz amable-. Justo a tiempo antes de que cerremos. ¿En qué puedo ayudarla?

– Me gustaría ver sus artículos de caza -contestó Megan tratando de disimular su nerviosismo.

El empleado asintió.

– Muy bien -dijo y condujo a Megan al fondo de la tienda, una de cuyas paredes estaba cubierta de armamento de todo tipo: arcos y flechas de colores que parecían armas futuristas, así como una variedad de pistolas, rifles y ballestas. De los estantes colgaban anoraks y pantalones de cazar en colores que iban desde el naranja fluorescente al verde camuflaje. En la vitrina estaban expuestos cuchillos que brillaban amenazadores. También había revistas: Caza y pesca, Armas y munición y Soldado de fortuna. Por un momento Megan se sintió perdida mientras paseaba la vista por aquel arsenal, pero entonces la urgencia de su misión se impuso y recuperó la concentración.

– ¿Y qué buscaba exactamente? -le preguntó el empleado-. ¿Es para regalar o para usted?

Megan respiró hondo.

– Para mi familia -contestó.

– Regalos entonces. ¿En qué había pensado?

– En cazar.

– ¿Y qué van a cazar? -preguntó el dependiente. Parecía paciente y ligeramente divertido.

– Fieras -contestó Megan en voz baja.

– ¿Perdón? -El dependiente la miraba extrañado, pero Megan lo ignoró y volvió a pensar en la casa de Lodi. Se recordó sentada en el oscuro cuarto de estar, en una atmósfera cargada de humo y entusiasmo, escuchando a Olivia discutir sobre armas con Kwanzi y Sundiata. Éstos tenían un conocimiento de las armas propio de quien ha crecido en un gueto entre tiroteos y luchas callejeras entre bandas. En cambio, los de Olivia eran más sofisticados: hablaba de velocidad de impacto y de alcance, mencionando marcas y calibres, presumiendo de experta. Emily se había unido al grupo y les había enseñado cómo pensaba esconder su escopeta bajo la gabardina, entonces recordó la escopeta en manos de Emily; podía ver el cañón y la culata de madera. Levantó la vista hacia la hilera de armas en la estantería y señaló una.

– Una como ésa -dijo.

– Ésa no es realmente una escopeta de caza -contestó el dependiente examinándola-. Es un rifle calibre 12, del tipo de los que llevan los policías en sus coches. Los granjeros los usan para matar marmotas y otros animales que les destrozan los cultivos. ¿Ve? El cañón es mucho más corto, lo que dificulta la puntería cuando se dispara de lejos. Aunque también hay quien los compra como protección, para su casa.

– ¿Podría verlo?

El dependiente se encogió de hombros.

– Claro, pero los cazadores normalmente suelen buscar algo más…

La expresión de los ojos de Megan lo hizo callar.

– Ahora mismo se lo bajo.

Buscó una llave y abrió el mueble donde se guardaban las armas, a continuación sacó el rifle y se lo entregó a Megan.

Ésta lo sostuvo unos instantes preguntándose qué se suponía que tenía que hacer con él, intentando recordar las prácticas en el manejo de armas al anochecer y con las persianas bajas en la casa de Lodi. Accionó el mecanismo de corredera en la parte posterior del cañón y escuchó el fuerte chasquido.

– Muy bien -dijo el dependiente-. Pero más suavemente, no hace falta que lo haga con tanta fuerza.

Tomó el rifle y apuntó hacia la parte trasera de la tienda, después simuló disparar.

– Fíjese -dijo-. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Después tiene que recargar, aquí -indicó señalando una ranura en uno de los lados del cargador.

Megan tomó el arma y repitió los movimientos del dependiente. Se sentía cómoda con él y no le resultaba tan pesado como había supuesto. La sensación de la culata de madera apoyada contra su hombro era casi seductora, aunque era consciente de que aquello era sólo era una ilusión. Cuando disparara sería algo salvaje y horrible, y se preguntaba si sería capaz de soportarlo.

Exhaló aire con fuerza y pensó: Me llevaré dos.

– Estupendo -dijo apoyando el rifle en el mostrador-. Me llevo ésta y otra exactamente igual.

– ¿Quiere dos? -El dependiente se mostró sorprendido, pero después calló y se encogió de hombros.- Muy bien, señora, lo que usted diga. -Levantó un brazo y sacó otro rifle igual.- ¿Munición?

Megan intentó de nuevo hacer memoria y recordó una de las lecciones de Olivia: «Siempre deben usar lo mismo que usan lo cerdos, o mejor. Que sus armas nunca sean mejores que las suyas». Sonrió con amargura y, en la voz más amable que fue capaz de articular, preguntó:

– Dos cajas de balas de 33 milímetros, por favor.

El dependiente abrió los ojos ligeramente y negó con la cabeza.

– Señora, espero que vaya a cazar elefantes o rinocerontes o ballenas. -Buscó debajo del mostrador y sacó dos cajas de cartuchos.- Por favor, señora, estas balas son capaces de volar una pared de una casa. Lléveselas a un campo de tiro y practique un poco antes de usarlas, por favor, para que sepa de qué se trata.

Megan asintió sonriendo. Miró de nuevo a la estantería y vio otra arma que le resultaba familiar de haberla visto en la televisión.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

El dependiente se volvió lentamente y miró donde Megan señalaba.

– Ése es un Cok del 16, un rifle semiautomático de disparo extremadamente potente. Es una versión de la que usan en el ejército. No es una escopeta de caza tampoco, el otro día le vendí uno a una pareja que planeaba navegar en velero por el Caribe este invierno. Es una buena arma para llevar a bordo como defensa.

– ¿Por qué?

– Bueno, tiene una gran puntería a una distancia de hasta casi un kilómetro y es capaz de acertar un blanco a casi dos kilómetros. Dispara rápidamente y viene con un cargador extra de veintiún balas.

– ¿Pero por qué para el Caribe?

– Por allí abundan los contrabandistas y los atracadores, a menudo a la caza de yates de lujo. Con este rifle es más fácil disuadirlos de acercarse que con una pistola.

Levantó el arma y demostró cómo se disparaba.

– Así es como funciona. Y no tiene mucho retroceso.

Miró a Megan mientras seguía con la escopeta apoyada en el hombro.

– También quiere ésta, ¿no es así?

– Sí -asintió Megan-. Es mejor no tener que acercarse demasiado al peligro.

– ¿Cuando se caza?

– Sí.

– Muy bien -se encogió de hombros de nuevo-. Lo que usted diga. ¿Algo más?

– ¿Munición?

– Claro.

– Y un cargador extra.

– Aquí tiene.

– Y una caja de balas del 45 para pistola.

Miró a Megan y sonrió.

– Ahora mismo.

– Otro cargador extra.

– Por supuesto.

Megan giró e inspeccionó los estantes.

– ¿Esos trajes de camuflaje vienen en tallas para hombre y mujer?

– Sí.

– Pues quiero uno para hombre de la talla L y tres de mujer, talla M.

El dependiente se dirigió al fondo de la tienda y enseguida volvió con ellos.

– Son de muy buena calidad -explicó-. Con forro polar y aislante, para no pasar frío en los puestos de tiro. ¿Necesita gorros o guantes?

– No, gracias. De eso tenemos.

– ¿Granadas de mano? ¿Morteros? ¿Lanzallamas?

– ¿Cómo dice?

– Estaba bromeando.

Megan no le devolvió la sonrisa.

– Envuélvamelo, por favor -dijo-. ¡Ah! Y también me llevo uno de ésos -añadió señalando la vitrina.

El dependiente sacó un cuchillo de caza de mango negro.

– Muy afilado -comentó-. Con filo de acero de carbón. Atravesaría el capó de un coche… -Movió la cabeza.- Pero no van a cazar coches, ¿verdad?

– No.

El dependiente empezó a sacar la cuenta, cuando terminó, Megan le tendió una American Express Oro.

– ¿Va a pagar con tarjeta? -preguntó el dependiente sorprendido.

– Sí, ¿hay algún problema?

– No -dijo sonriendo y moviendo la cabeza una vez más-. Es sólo que… bueno, cuando la gente… quiero decir… compra este tipo de artículos suele pagar al contado.

– ¿Y por qué?

– Es más difícil seguirles la pista.

– ¡Oh! -dijo Megan-. Supongo que eso tiene sentido -por un instante se sintió azorada, pero enseguida negó con la cabeza. No le importaba. Alargó la tarjeta de crédito al dependiente.

– Me imagino que tiendas como ésta serán por lo general discretas.

– Desde luego -replicó aquél-. Además somos una gran cadena y las ventas se reflejan todas juntas en las computadoras. Aunque la discreción no sirve de mucho cuando hay una orden judicial.

Megan asintió.

– No tiene por qué preocuparse -dijo-. Son para fines recreativos.

– Ya me imagino -contestó el dependiente con una pequeña carcajada-. Fines recreativos en Nicaragua o Afganistán.

Tomó la tarjeta y la pasó por el terminal y empezó a colocar la ropa y la munición en una bolsa.

– Las armas deberían ir en sus cajas.

– No se moleste -dijo Megan-. Basta con que me las envuelva.

– Por favor -dijo el dependiente-. Por favor, señora, ya sé que no es asunto mío, pero sea lo que sea lo que va a cazar, por favor, tenga cuidado.

Megan forzó una sonrisa.

– Ha sido usted muy amable -dijo-. Tendré que hacer dos viajes hasta el coche.

– ¿Quiere que la ayude?

Megan negó con la cabeza.

***

Tommy escuchó descorrerse el cerrojo y corrió junto a su abuelo.

– Tal vez nos van a soltar ya -susurró.

– No lo sé -contestó el juez-. Pero no te hagas demasiadas ilusiones.

Sabía que los secuestradores habían recibido el dinero de Duncan, los había oído reír satisfechos y después Bill Lewis les había dicho que todo había acabado casi y que iban a organizar el intercambio. Pero desde entonces habían pasado horas sin que nada ocurriese, excepto que con cada minuto sus esperanzas crecían y se derrumbaban alternativamente.

El juez se había devanado los sesos tratando de encontrar alguna explicación plausible y que no fuera siniestra para ese retraso, pero no se le ocurría ninguna. Lo que sí sabía era que Olivia seguía usándolos a Tommy y a él para conseguir algo, lo que significaba que, aunque tuvieran el dinero, la deuda continuaba pendiente.

En los escasos segundos que le llevó a Olivia subir las escaleras se sintió más nervioso que en toda su estancia allí. Temía que le temblaran las manos, o la voz, y que cualquiera de esos detalles asustara a su nieto, pero sobre todo odiaba a Olivia por hacerlo sentirse viejo e inseguro.

– Hola, chicos -dijo ésta en tono alegre.

– ¿Qué estamos esperando? -preguntó el juez.

– Tenemos que rematar algo. Atar algunos cabos sueltos, eso es todo.

– ¿De verdad cree que se van a salir con la suya? -inquirió el juez. La energía de su voz lo sorprendió.

En cambio Olivia se echó a reír.

– Ya lo hemos hecho, juez. Siempre supimos que lo conseguiríamos. No sé de qué se sorprende, debería saber mejor que nadie que la mayoría de los crímenes quedan sin resolverse. Aunque éste no sería exactamente sin resolver. Sin solucionar sería una expresión más exacta.

Caminó hasta Tommy y lo sujetó por la barbilla. Aunque seguía hablando al juez, sus ojos estaban fijos en los del niño, como si buscara algo en ellos.

– Los mejores delitos, juez, son los que no tienen fin, aquellos en los que siempre quedan amenazas pendientes, posibilidades. Son crímenes, digamos, con vida propia y que acaban por dominar la vida de las personas. Y éste es uno de ellos.

– Está loca -replicó el juez.

Olivia río de nuevo.

– Tal vez, en la cárcel muchas de las mujeres se volvían locas, de estar encerradas o de aburrimiento, o de la tensión o el miedo. Tal vez yo también, pero será mejor que se acostumbre, porque a partir de ahora voy a ser parte de la familia.

¿Qué opinas, Tommy? Como una tía excéntrica, quizá, ya sabes, sin hijos, un poco rara. De esas a las que invitan a todas las reuniones familiares confiando siempre en que no irán.

Tommy no contestó y Olivia le soltó la barbilla y se apartó de él.

– Aquí arriba no han visto nada. Imaginen lo que ha pasado: a ustedes los he metido en una cárcel y a ellos en otra. ¿Qué pensaban, que los iba a dejar salir a todos bajo fianza después de una semana? Así no es como funciona el sistema, juez. Aún les queda sentencia por cumplir.

– ¿Se supone que eso es lo que les tengo que decir?

– No -negó Olivia moviendo la cabeza-. No necesito ningún mensajero.

– Entonces, ¿para qué nos lo cuenta?

– Para él, juez -dijo señalando a Tommy-. Para que nunca se olvide. -Miró de nuevo al niño.- Ya te dije al principio lo importante que eras en esta historia -continuó-. Serás una especie de recordatorio, para que nunca olviden.

Al juez lo asaltó un pensamiento terrible: ¿Un recordatorio vivo? ¿O muerto?

– ¿Cuándo habrá terminado con nosotros? -preguntó con voz queda, tratando de no sonar exigente.

– Pronto, en cuestión de horas, probablemente. Mañana como muy tarde, así que no pierdan la esperanza. Tal vez no lo estropeen todo en el último momento. Hasta ahora han obedecido todas mis órdenes como los buenos soldaditos que son.

Le revolvió el pelo a Tommy.

– Traten de pensar en positivo -dijo, y tras hacer un gesto de despedida con la mano, se marchó dejando a los dos Tommys en el ático. El niño esperó hasta que corrió el cerrojo y escuchó atento el ruido quedo de sus pasos alejándose del rellano.

– Abuelo -dijo con voz temblorosa y mordiéndose el labio para no llorar-. Está mintiendo, no piensa hacer nada de lo que dice. Nos odia y odia demasiado a papá y mamá. Nunca nos dejará marcharnos.

El juez atrajo al niño hacia sí.

– Eso no es lo que ha dicho -le recordó.

– Nunca hace lo que dice, sólo quiere asustarnos. Y cuando dice que nos va soltar, no le creo. Quiero creerle pero no puedo -Tommy se liberó del abrazo de su abuelo secándose las lágrimas-. No podría soportar vernos en casa todos juntos y felices otra vez. ¿Es que no te das cuenta?

Volvió a apoyar la cabeza en el pecho de su abuelo, sollozando. Al cabo de unos instantes se enderezó otra vez.

– No me quiero morir, abuelo. No me da miedo, pero no quiero.

El juez sintió un nudo en la garganta. Acarició el pelo de su nieto mirándolo a los ojos, más allá del dolor y de las preocupaciones de tantos años y viendo sólo la intensidad de la luz que despedían. Después dijo lo primero que se le vino a la cabeza.

– Tommy, no vas a morir, yo no lo permitiré. Vamos a salir de ésta, te lo prometo.

– Pero ¿cómo? ¿Cómo puedes prometerlo?

– Porque somos más fuertes que ellos.

– Pero tienen pistolas.

– Seguimos siendo más fuertes.

– ¿Y qué vamos a hacer?

El juez se levantó y paseó la mirada por el ático, como había hecho el día que los encerraron. Después alargó el brazo y acarició la suave mejilla de Tommy, esbozando una sonrisa y tratando de transmitirle confianza. Recordó un pensamiento que había tenido en los primeros minutos de su encierro, que tal vez aquel no era un glorioso campo de batalla, pero sí un sitio lo suficientemente bueno para morir.

Respiró hondo y se sentó en uno de los catres acercando a Tommy hacia sí.

– ¿Te conté alguna vez cuando el vigésimo regimiento de Maine tomó la colina de Little Round Top en el segundo día de la batalla de Gettysburg? Salvaron la Unión, ¿te lo he contado?

Tommy negó con la cabeza.

– ¿Y la de cómo la División 101 Aerotransportada repelió el ataque alemán en Bastogne?

Tommy volvió a negar, pero sonrió y sabía que su abuelo estaba contestando a la pregunta que acababa de hacerle.

– ¿O de cómo los marines se retiraron de Yalu?

– Ésa sí me la contaste -dijo Tommy-. Unas cuantas veces.

El juez levantó a su nieto del catre y lo abrazó.

– Hablemos de valentía, Tommy, y después te explicaré lo que vamos a hacer.

***

– ¡Megan! ¿Dónde has estado? -gritó Duncan corriendo hacia la puerta.

En cuestión de segundos estaba junto a ella, en el vestíbulo de entrada. Megan podía leer la preocupación en sus ojos, difusa y apenas controlada.

– Nos tenías muertos de miedo -dijo-. No sabíamos qué te había pasado. ¡Maldita sea, no vuelvas a hacer algo así!

Megan lo tomó por los hombros apretándolo fuerte. Ella también estaba pálida y por un instante se sintió incapaz de decir palabra.

– ¿Estás bien? -preguntó Duncan ya más calmado.

Megan asintió.

– ¿Qué ha pasado?

Megan respiró hondo.

– Los encontré -dijo con voz queda.

Duncan se quedó mirándola con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Dónde?

– En una de las casas de alquiler de las que te hablé.

– ¿Estás segura?

– Vi a Bill Lewis.

– ¿Dónde está?

– No muy lejos, a unos veinte kilómetros de la ciudad.

– ¡Dios mío!

– Lo sé.

– Dios mío -repitió Duncan.

Esta vez Megan se limitó a asentir.

– He estado tan preocupado desde que llamaste por teléfono esta tarde que pensé… No sé lo que pensé. No podía hacer otra cosa que preocuparme.

– Estoy bien -dijo Megan sin ninguna convicción.

Duncan se apartó de ella y golpeó con el puño cerrado en la otra palma de la mano.

– ¡Maldita sea, tenemos una oportunidad!

Se volvió hacia Megan.

– Llamó -dijo escuetamente.

– ¿Y?

– Dice que nos los devolverá, pero que seguimos estando en deuda con ella. Que no era suficiente dinero y que volverá por más, algún día. Que esto no acabará nunca.

Megan se quedó petrificada, sintiendo por un momento que no era capaz de soportar más dolor. Entonces trató de respirar con normalidad y serenarse.

– ¿Que no acabará nunca? -preguntó.

– Eso mismo -contestó Duncan, y el peso de aquellas palabras lo hizo encorvarse un momento, aunque enseguida se irguió.

– Vamos, tenemos que hablar.

Y condujo a Megan hasta el cuarto de estar donde los esperaban las gemelas, cosa extraña, en silencio. Han tenido que demostrar una resistencia y una valentía que ni siquiera sabían que tenían, pensó Megan con tristeza. Es duro hacerse adulto de repente. Se dirigió hacia ellas y las abrazó.

– Creo que es hora de que esto termine -les dijo.

– Pero ¿cómo? -preguntó Lauren-. ¿Qué alternativa tenemos?

– Una -contestó Duncan-. Una alternativa, ir a rescatar a los Tommys.

– Pero ¿cómo lo hacemos? -inquirió Karen.

– No lo sé -contestó Duncan-. Pero lo que sí sabemos es dónde los tienen, así que iremos. Tenemos una pistola. No es mucho pero ya pensaremos…

Se interrumpió al ver a Megan levantarse, salir del cuarto de estar y cruzar el vestíbulo de entrada hacia su coche. Tomó uno de los paquetes de la tienda de deportes y, ajena al viento y al frío, caminó de vuelta a la casa. Duncan la miraba:

– Megan, ¿qué pasa?

Antes de que pudiera seguir hablando ésta había sacado el rifle semiautomático y le estaba quitando el envoltorio. El arma pareció brillar en la luz del cuarto de estar.

– Fui de compras -anunció.

***

Olivia Barrow caminó hasta la ventana del dormitorio y miró hacia lo oscuridad. Oía a Bill en la cocina recogiendo los platos de papel y cubiertos baratos que habían acumulado durante su estancia allí y sabía que Ramón estaba en otra habitación limpiando las armas, nervioso. Se preguntó si tendría el valor de hacer lo que había dicho y frunció el ceño, incómoda ante la idea de no poder predecir si sus cómplices la obedecerían o no.

Pensó: Mañana todo habrá terminado.

Se alejó de la ventana y miró el montón de dinero sobre su cama. Tomó un puñado de billetes. Se sentía extrañamente frustrada, como si la visión y el tacto del dinero no consiguieran satisfacerla, igual que un mal amante.

Metódicamente empezó a meter el dinero en una bolsa roja mientras lo contaba. Pensó en Duncan y Megan y se preguntó si dormirían esa noche. Rio ligeramente: Lo dudo.

Cuando terminó de guardar el dinero en la bolsa colocó encima un revólver, cerró la bolsa y regresó a la ventana. El cielo estaba negro como el azabache y salpicado de estrellas. Se extendía hacia el infinito y pensó: Las estrellas nocturnas están conmigo.

Se imaginó que la noche interminable engullía a Duncan y a Megan. ¿Qué voy a hacer con ellos?, se preguntó.

Puedo matarlos. Puedo herirlos. Puedo arruinarles la vida. Como hicieron ellos conmigo.

Se abrazó a sí misma felicitándose por el éxito de su plan. Después extendió los brazos despacio y levantó una pierna en un gesto de bailarina de ballet sosteniéndola frente a ella. Recordó a su madre bailando por las noches, toda gracia y elegancia, hasta que la enfermedad le arrebató su belleza, y se levantó sobre las puntas de los pies, como hacía ella. Después bajó lentamente.

¿Qué será de nuestros huéspedes?, se preguntó.

Bill Lewis era como un sabueso fiel, Ramón un terrier impredecible. ¿Por quién apostarás cuando finalmente se enfrenten?

Sonrió. No tenía ninguna importancia, pues ninguno saldría vivo.

Y en cuanto a los dos Tommys… Bueno, pensó encogiéndose de hombros, lo que sea será. Buscó algún indicio de compasión en su corazón pero no encontró ninguno. Tenía que reconocer que le daba igual cómo acabaran las cosas; pasara lo que pasase, a la mañana siguiente ella saldría ganando. Si todos mueren, bien. Si viven, bueno, siempre podría volver, tal y como le había dicho a Duncan, aunque entonces no lo pensara.

– Puedo hacer lo que me dé la gana -susurró a la ventana y a la noche-. Lo que quiera y cuando quiera.

Dejó escapar una pequeña carcajada y dejó volar su imaginación a cálidas playas y a gastar dinero. Para empezar, un coche que sea realmente rápido, y ropas caras; después ya veremos lo que depara el futuro. Todavía sonriendo, se dispuso a empaquetar el resto de sus cosas.

***

Duncan estaba preparado en uno de los teléfonos mientras Megan marcaba en el otro. Los ojos de ambos se encontraron y Megan respiró hondo para tranquilizarse. Pronto escuchó una voz familiar al otro lado de la línea.

– ¿Dígame?

– ¿Bárbara? Soy Megan Richards, de la agencia inmobiliaria Country States.

– ¡Megan, querida! ¡Hace meses que no hablamos!

– ¡Ay, hija! -continuó Megan simulando despreocupación-. ¡Hemos tenido unos meses de locura en la agencia! ¿Ustedes también?

– Bueno, he hecho una venta gorda. ¿Te acuerdas de la casa Halgin, esa que tenía un precio tan alto? Pues una pareja recién llegada de Nueva York se la ha quedado.

– Eso es genial -comentó Megan imaginándose a Bárbara Woods. Tenía cincuenta y pocos años y cabellos plateados peinados en un moño que le daba un aire de maestra de escuela y contrastaba con la ropa de marca que siempre llevaba y la abundante bisutería que acompañaba sus movimientos con un tintineo. No es una persona observadora, pensó Megan, no se fija en los detalles ni en las dimensiones. Suspiró y se lanzó.

– Siento mucho molestarte en tu casa y a estas horas, pero es que acabo de recibir una llamada y pensé que debía decírtelo. ¿Te acuerdas de una antigua granja junto a Barrington Road que tuvieron en su lista el verano pasado y a principios de otoño?

– ¿Una venta?

– No, alquiler.

– Déjame pensar. Ah, sí, claro. Esa casa siniestra, me daban escalofríos cada vez que tenía que entrar, pero a aquella escritora pareció encantarle.

– ¿Quieres decir que la alquilaste?

– Sí, a una poetisa de California que quería escribir una novela de terror, o eso es lo que dijo. Que necesitaba seis meses de soledad, y me pagó los tres primeros en efectivo. Bueno, soledad desde luego que tendrá, es lo único que tiene esa casa. ¿Es que tenías a alguien interesado?

– Pues sí, una pareja de Boston que buscan una casa para los fines de semana.

– Quedaría muy bien con algunas reformas, bueno, con muchas. ¿Quieres que organice una visita?

– Déjame hablar primero con ellos, a ver cuándo podrían venir. Seguramente para la primavera, de momento sólo quería tantear la cosa contigo.

– Muy bien.

– ¿Puedes contarme algo de la casa? Megan miró a Duncan, quien asintió: tenía preparados papel y lápiz.

– Desde luego -contestó Bárbara tras una breve pausa. ¡Vamos!, pensaba Megan. ¡Vamos, vieja chocha, haz memoria!

– Bueno… no está muy bien conservada, pero la estructura es sólida, así que no habría que hacer mucha obra.

Megan cerró los ojos y preguntó:

– ¿Y por dentro? ¿Cómo es la distribución?

– Veamos. Tiene un amplio porche adelante y la puerta principal da directamente al vestíbulo. A la izquierda está el cuarto de estar y junto a él, el comedor. Al fondo hay un pasillo que lleva a la cocina y que podría convertirse en despensa. La cocina tiene una puerta trasera que da a una parcela, podría hacerse un patio bonito. En el primer piso hay un cuarto de baño, después una pequeña habitación a la derecha, con la que se podría hacer, no sé, un estudio o un dormitorio. Las escaleras arrancan del vestíbulo central. Hay un rellano y ya en el segundo piso tres dormitorios y otro baño. No hay un dormitorio principal, así que para hacerlo habría que tirar un tabique. Al final del pasillo hay una puerta que da al ático, una habitación polvorienta y llena de corrientes de aire que no ha sido aislada ni acondicionada. Es lo suficientemente grande como para hacer un cuarto de recreo, o algo así.

Megan asintió:

– Me has sido de gran ayuda, Bárbara. Creo que es lo que mis amigos buscan. Te llamaré para ver cuándo podemos quedar.

– Es una casa muy fría que necesita una buena reforma. Todas esas casas de campo viejas la necesitan. Aunque para mí que están encantadas… -añadió riendo.

Megan le dio las gracias de nuevo y colgó el teléfono antes de mirar a Duncan, quien agitó un puño en el aire.

– Podemos conseguirlo -dijo.

Por un momento Megan se sintió como un escalador que resbala en una roca y queda suspendido en el aire girando como una peonza. Se aferró a sus emociones como si fueran cuerdas salvadoras e hizo un esfuerzo por concentrarse.

– Podemos -repitió.

Era ya entrada la noche y la oscuridad, el frío y el silencio lo envolvían todo. Megan estaba sentada en el suelo del cuarto de estar rodeada de armas y municiones. Una única luz procedente de un rincón de la habitación alumbraba su semblante rígido mientras repasaba bocetos, fotos y planos. Karen y Lauren estaban sentadas en un sofá y Duncan miraba de pie por la ventana. Entonces se volvió y tomó el rifle, sosteniéndolo un momento en sus brazos y a continuación accionando el cerrojo.

– ¿Es que nos hemos vuelto locos? -preguntó-. ¿Hemos perdido la razón completamente?

– Probablemente -contestó Megan. Duncan sonrió.

– Así que estamos de acuerdo. Si hacemos esto es que estamos locos.

– Lo estaríamos si no lo hiciéramos. -Desde luego.

Duncan pasó el dedo por el cañón del rifle y se volvió hacia su mujer.

– ¿Sabes? -dijo son voz suave-. Por primera vez en una semana empiezo a sentir como si de verdad estuviera haciendo algo. Esté bien o mal, ya no me importa.

– Papá, hay una cosa que nos preocupa -dijo Lauren-. Realmente no sabemos si piensa soltarlos esta mañana.

– Así es.

– Así que podríamos…

– Sí, en ese caso podríamos estar arriesgándolo todo, pero las posibilidades son las mismas y de esta forma tenemos una ventaja.

– ¿Cuál? -preguntó Lauren.

– El elemento sorpresa -contestó Duncan mirando a las tres-. Lo que vamos a hacer es precisamente lo que Olivia nunca ha imaginado.

– Lo que sí sé es una cosa -intervino Karen en tono enfadado.

– ¿Qué?

– Que si seguimos haciendo lo que nos dice, esto será un completo desastre.

– Desde luego -intervino Lauren-. Cada vez que hemos obedecido sus instrucciones nos ha engañado. Y volverá a hacerlo, lo sé.

Duncan y Megan miraron a sus hijas admirados. Las sombras de la habitación parecían haberse congelado en sus rostros a contraluz. Son mis hijas, pensó Megan, mis bebés. ¿Qué estoy haciendo?

Lauren se levantó, luchando con sus emociones y dejó escapar casi un sollozo:

– ¡Quiero que esto se termine ya! Que todo vuelva a ser como antes.

Iba a decir algo más pero su hermana le puso una mano en el brazo, silenciándola.

– No pasa nada -dijo Duncan, y todos permanecieron callados unos instantes.

Después Megan se levantó empuñando la pistola del 45.

– ¿Saben qué no dejo de pensar? -caminó hacia donde estaban las gemelas y se arrodilló ante ellas, apoyando las manos en sus rodillas y hablando con voz suave y calmada-. Que si hacemos esto y sale mal, pasaremos el resto de nuestras vidas culpándonos. Pero si no hacemos nada, si nos fiamos de Olivia y algo se tuerce… entonces no lo soportaría. No podría vivir con eso ni un solo minuto.

Se volvió hacia Duncan sin separarse de las gemelas.

– Antes estaba pensando… recordando todas esas imágenes de la televisión de familias que están viviendo una tragedia. Siempre aparecen llorando y rodeadas de hombres vestidos de traje: policías, bomberos, abogados, médicos, soldados… lo que sea. Pero siempre es alguien de las autoridades el que intenta hacer algo y el que al final nunca consigue nada. Estas historias nunca tienen un final feliz, a no ser que lo provoques tú mismo…

Tomó aire y miró de nuevo a las gemelas.

– ¿Se acuerdan de cuando Tommy era pequeño?

Ambas sonrieron y asintieron con la cabeza.

– ¿Y de cuando lo estaba pasando tan mal?

Leía el recuerdo en los ojos de las chicas.

– Los médicos decían una cosa y luego otra, y luego otra. Nunca estaban seguros de nada, así que nos fiamos de nuestro instinto e hicimos lo que creíamos correcto. Todos juntos. Salvamos a Tommy y ahora…

– Vamos a salvarlo otra vez -contestó Duncan mirando su rifle-. ¿Sabes lo que ha sido lo peor? Que Tommy espera que vayamos a salvarlo, sabe que iremos, y me siento como si lo estuviera traicionando.

– ¿Y qué hay del abuelo? -preguntó Lauren.

Duncan rio brevemente.

– Ya sabes lo que diría: Primero dispara y después pregunta. Después que la ley se ocupe de los detalles.

Megan recordó a su padre. Si estuviera aquí, pensó, eso es exactamente lo que diría. No dejaría que nadie hiciera las cosas por él. Es algo demasiado importante como para dejarlo en manos de profesionales, eso es lo que diría. Pensó en su madre y se dio cuenta de que ella habría estado de acuerdo, aunque por distintas razones: su padre mostraría una determinación propia de un soldado a punto de entrar en combate y su madre estaría igual de decidida, pero sin hacer alarde de ello.

– Escuchen -dijo Duncan en tono firme-. Puede que esto sea una locura, pero no está mal pensado. Es la única oportunidad que tenemos de sorprenderlos y ésa es nuestra gran ventaja. Olivia cree que nos tiene acobardados y que vamos a seguirle el juego, pero se equivoca.

Hizo una pausa y después sonrió.

– Lo que no soportaría es saber que no hemos hecho nada. En mi lápida quiero que diga: «Estaba loco, pero al menos lo intentó».

– ¡Papá! -exclamó Lauren-. ¡Eso no tiene gracia! -Pero es cierto -respondió Duncan. Hubo otro silencio antes de que Lauren hablara nuevamente.

– Es verdad -dijo-. Ahora nos toca a nosotros. Se levantó y abrazó a su padre mientras Karen miraba a Megan.

– Repasemos el plan otra vez -dijo.

Megan respiró con fuerza como si inhalara aire caliente y señaló con el dedo un dibujo de la casa y del terreno circundante.

– Detrás de la casa el terreno se inclina y llega hasta el bosque. Ustedes dos llevarán las escopetas y esperarán allí cubriendo la puerta trasera. Tu padre y yo iremos por la delantera.

– ¿Qué tenemos que hacer exactamente? -preguntó Karen.

– No lo sé en realidad -replicó Megan-. Básicamente, evitar que ninguno se escape en esa dirección, en especial Tommy o el abuelo. Usen el sentido común y no traten de disparar. Limítense a agachar la cabeza y no dejen de vigilar la puerta trasera. Yo creo que la acción será en la parte de adelante, pero…

Duncan tomó el relevo:

– No quiero que ninguna de ustedes se arriesgue en lo más mínimo, sobre todo en un tiroteo. Las armas son el último recurso, ¿entendido? Sólo como protección, así que manténganse agachadas. Mamá dice que hay un muro de piedra, así que quédense detrás de él.

Miró a Megan y vaciló. Pensó en las diferencias entre hijos e hijas. Si fueran chicos, pensó, probablemente estarían deseando luchar, pero no estarían tan serenos ni serían tan de fiar.

– Tal vez… -empezó a decir.

– ¡De ninguna manera! -lo interrumpió Lauren.

– ¡Estamos juntos en esto! -casi gritó Karen-. No nos vamos a quedar afuera.

Megan levantó una mano en gesto conciliador y miró fijamente a Duncan.

– La puerta trasera -dijo-. No entiendo mucho de estas cosas, pero sé que tenemos que cubrir esa parte. Si no, podrían escapar por allí. Alguien tiene que vigilar.

Duncan dejó escapar un suspiro de asentimiento.

– Escuchen, tienen que prometernos una cosa. Ya será bastante difícil sacar a los Tommys sin tener encima que estar preocupándonos por ustedes. Si se expusieran a algún peligro nos volveríamos locos y arriesgaríamos toda la operación. Así que manténganse escondidas, fuera de la vista. Limítense a vigilar la maldita puerta trasera y asegúrense de que estamos cubiertos por ese lado. ¿Entendido?

– Sí -contestaron al unísono.

– Nada de riesgos, maldita sea, ¡pase lo que pase!

– Lo entendemos.

– Incluso si su madre o yo estamos en peligro, quédense donde están.

– ¡Que sí, papá!

– De acuerdo -dijo Duncan. Sonaba atemorizado. Lauren en cambio estaba considerablemente más animada:

– Así que, mientras nosotras no hacemos nada, ¿qué harán ustedes?

Megan sonrió:

– Su padre me cubrirá con el rifle mientras yo entro por la puerta delantera…

– Megan, ¿estás segura?

– Totalmente -lo interrumpió ella-. Lo he repasado un millón de veces. Lo más probable es que no le acierte a nadie con ese rifle, así que no serviría de nada que te cubriera. Y soy más rápida que tú, aunque no te guste admitirlo, y un blanco más pequeño, llegado el caso. Además sé exactamente cómo será el interior de la casa. Así que yo entraré primero.

– Mamá, ¿estás segura de que están en el ático?

– Sí, acuérdense de la grabación de Tommy que nos puso Olivia. Decía que no le gustaba estar allí arriba. Así que ahí es donde están.

– ¿Y qué pasará una vez que estés dentro? ¿Y si la puerta está cerrada?

Megan levantó el cuchillo de caza.

– Esto es para la cerradura -dijo-. Y una vez que haya entrado, su padre me seguirá y yo lo cubriré con la pistola. Todo debería resultar fácil, aún será de noche y estarán dormidos. Entraremos y los sorprenderemos. Eso es todo.

– Un despertar algo brusco -añadió Duncan.

– Suena fácil.

– Lo será, si los agarramos desprevenidos.

– Eso, desde luego -dijo Lauren en tono de enfado. Después se frotó los ojos como si quisiera secarse las lágrimas derramadas durante toda la semana, tomó una escopeta del suelo y la empuñó-. Mamá, explícame otra vez cómo funciona este artefacto.

PARTE 12. La puerta de atrás

Los rayos de luz de la aurora rasgaban la oscuridad del bosque como afiladas cuchillas. Había helado durante la noche y los campos y las hojas y ramas de los árboles estaban cubiertos por una fina capa de escarcha. Podían ver su aliento mientras avanzaban entre los árboles, como bocanadas de humo en un paisaje gris. Llevaban puestos los trajes de camuflaje que Megan había comprado el día anterior y sus siluetas se confundían con las sombras y los colores difusos del amanecer. Cada una de las gemelas llevaba una escopeta, Duncan, el rifle semiautomático y Megan se había metido la pistola en el cinturón junto con el cuchillo de caza. Avanzaban en fila india con Megan a la cabeza, después las gemelas y Duncan en último lugar. Caminaban despacio y en silencio, deteniéndose a cada momento a escuchar el vacío que los rodeaba y después reanudando la marcha cuidando de no hacer ruido con sus pisadas. Conforme atravesaban el bosque crecía su sensación de estar dejando atrás todo lo que habían conocido y amado hasta entonces, e internándose en un nuevo mundo: un lugar frío e inquietante.

Megan apartó de su camino unas zarzas y las sostuvo en alto para que pasara Lauren. Ésta hizo lo mismo con Karen, quien a su vez esperó a Duncan. Megan avanzó unos cuantos metros más y después esperó en cuclillas a que los demás se reunieran con ella. Cuando lo hicieron señaló a través de la pálida luz, rodeada de árboles, la silueta de la casa a unos cien metros de distancia. Luego hizo un gesto hacia el muro de piedra. Las gemelas asintieron y Duncan susurró:

– Acompáñalas y déjalas en sus puestos. Yo te esperaré un poco más adelante, desde donde pueda ver la casa. Estaré junto al muro, ¿de acuerdo?

Megan alargó la mano y tomó la de Duncan.

– No hagas ruido -dijo-. Sólo tardaré unos minutos.

Duncan se volvió hacia las gemelas y lo único que acertó a decir fue:

– Por favor. -Sentía que le temblaban los labios y confiaba en que fuera por el frío de la madrugada.

– No te preocupes, papá -susurró Karen en respuesta.

– Tú eres el que debe tener cuidado -añadió Lauren sonriendo. Después se acercó y lo besó en la mejilla.

A Duncan lo asaltaban un centenar de miedos y pensamientos. Trató de hablar, pero se interrumpió y, mirando a los ojos de las gemelas, las recordó cuando aún eran unas niñas indefensas a las que había que tomar en brazos y proteger.

– Dile a Tommy que lo estamos esperando -susurró Lauren.

– Y dile también que no vuelva a darnos tantos problemas -añadió Karen sonriendo.

Duncan asintió y se volvió hacia Megan. Sus ojos se encontraron y, por un instante, ambos se sintieron indefensos. Después Duncan consiguió esbozar una sonrisa que era casi invisible en la penumbra. Se volvió y miró a la casa.

– De acuerdo -dijo con voz queda pero firme-. Vamos por ellos.

Se arrastró entre los árboles. Megan esperó hasta que hubiera desaparecido y entonces hizo un gesto a las gemelas para que la siguieran. Se llevó un dedo a los labios para que estuvieran calladas y Karen susurró:

– Ya sabemos que tenemos que estar en silencio. ¡Vamos!

En pocos minutos habían rodeado el prado que estaba detrás de la casa y avanzaban paralelas a la parte trasera. El muro estaba en mal estado, algunas piedras se habían caído y cada pocos pasos tenían que ocultarse entre los árboles para evitar ser vistas. Avanzaban prácticamente en cuatro patas, de un árbol a otro, mientras Megan miraba constantemente en dirección a la casa para no desorientarse. Maldijo interiormente tratando de encontrar algún tipo de barricada, un hueco donde las gemelas pudieran esconderse y estar protegidas. De pronto sintió que le tocaban el hombro y se giró bruscamente.

Era Karen señalando hacia el bosque. Lauren también miraba en aquella dirección.

– ¿Qué? -preguntó Megan repentinamente asustada.

– ¡Mira! -dijo Lauren con voz de apremio.

– Es un coche -dijo Karen-. Ahí, detrás de esos árboles.

Megan escudriñó hacia donde le indicaban las gemelas y distinguió un brillo metálico bajo los rayos de sol de la mañana.

– Es verdad -dijo-. Vengan, sigamos.

Hizo ademán de continuar andando pero la mano de Karen la detuvo.

– ¿Qué? -preguntó.

– ¿No te das cuenta?

Megan miró otra vez y entonces comprendió.

– Es el coche del abuelo -dijo Lauren.

Megan se giró despacio y condujo a las gemelas a través del bosque y hasta el coche, que estaba estacionado en el borde de lo que había sido un camino de tierra. La hierba había crecido, cubriéndolo, pero aún se distinguía una senda de barro que atravesaba los árboles.

Lauren pasó la mano por el coche tocando los arañazos en la pintura.

– ¡Pobre abuelo! -dijo-. Estaba tan orgulloso de él. ¿Por qué lo habrán estacionado aquí?

– Para esconderlo, tonta -susurró Karen-. No iban a dejarlo donde alguien pudiera verlo.

– ¡Ah! -exclamó su hermana por toda respuesta.

Megan se fijó en las marcas del suelo que delataban por donde había maniobrado el coche; apuntaban hacia la carretera principal y la salida del bosque. Miró por la ventana y vio que las llaves estaban puestas y que había una bolsa en el asiento del pasajero. Por un momento consideró la posibilidad de abrir el coche e inspeccionar su interior, pero se dio cuenta de que no lo podría hacer en silencio.

– Creo -dijo en voz baja- que será mejor que lo vigilen.

– ¿Quedarnos aquí? -preguntó Karen.

– Desde aquí no veremos nada.

Megan se volvió en dirección a la casa.

– De acuerdo -dijo con un suspiro-. Allí, junto al último montón de piedras. Pero estén alertas, ¿de acuerdo? Y cubran también el coche.

Las gemelas asintieron con la cabeza y Megan pensó en lo ridículas que sonaban sus instrucciones, cubran el coche, y sintió ganas de reír. Como si alguno de nosotros supiera lo que estaba haciendo, pero ahuyentó este repentino ataque de sentido común y condujo a las gemelas hasta el lugar desde el que podían vigilar la casa. Las miró y se aseguró de que estuvieran bien ocultas detrás de las piedras.

– ¡La cabeza agachada! -las apremió en un susurro.

Entonces dirigió la vista hacia la casa de madera blanca. El prado escarchado parecía una ola de plata rompiéndose en la orilla y después retrocediendo, alejándose de donde estaban ellas.

– De acuerdo -dijo-. Esperen aquí, y nada de tonterías, ¿eh?

– Vamos, mamá, es hora de ponerse en marcha. Está amaneciendo y papá te espera.

– Nada de riesgos.

– Sí, mamá.

Quería decirles cuánto las quería pero pensó que les daría vergüenza, así que se lo dijo a sí misma: Las quiero a las dos, por favor, manténganse a salvo.

Después tragó saliva y, repentinamente paralizada, tuvo que ordenar a sus músculos que la obedecieran. Cerró los ojos durante un segundo y después se volvió arrastrándose como un reptil entre los árboles y los matorrales. No miró atrás ni una sola vez, pues sabía que, por muy valientes que supiera que eran, si se volvía a mirarlas no sería capaz de dejar a sus hijas allí, en medio del bosque, a tan escasa distancia del peligro y del mal.

***

Duncan estaba abrazado al muro esperando a que Megan hiciera su aparición entre las brumas de la mañana y vigilando la casa, atento a cualquier signo de actividad. Intentaba poner la mente en blanco, pues no quería pensar en lo que estaban a punto de hacer. Trató de segmentar su vida en los segundos que le llevaba tomar aire y a continuación expulsarlo. Cuando le pareció oír a un animal en el bosque se volvió y vio a Megan reptando hasta él.

– ¿Todo bien? -preguntó.

– Hemos encontrado el coche de mi padre escondido junto a un camino, cerca de donde dejé a las gemelas. -¿Estarán…? No sé… -Supongo que sí. Sí, seguro.

Megan miró a Duncan y por un instante su voluntad flaqueó. También él estaba atenazado por la duda. Ambos abrieron la boca para decir algo pero después callaron. Megan siguió avanzando y se abrazó a su marido, hundiendo la cabeza en su pecho. Permaneció un rato así, escuchando los latidos de su corazón, mientras él seguía su respiración. Pasado el momento, ambos tomaron fuerzas.

– Es la hora -dijo Duncan-. Si esperamos más alguno podría levantarse temprano y… -No se molestó en terminar la frase.

Megan se separó de él y miró hacia el cielo. A lo lejos aparecían ya rayos de luz violeta colándose entre la masa de nubes.

– El cielo rojo de la aurora -dijo.

– Aviso para marineros -dijo Duncan asintiendo-. Probablemente habrá tormenta. Quizás hasta nieve.

Megan se volvió y le apretó la mano.

– ¿Has estado pensando en Tommy?

– Un poco.

– Yo también. Vamos por él.

A pesar de su preocupación, Duncan forzó una sonrisa.

– Estoy preparado. Cuando tú digas.

Megan se asomó por encima del muro y tomó aire.

– Iré primero hasta el coche y de ahí al porche. Una vez que esté adentro cuenta hasta cinco y después corre hasta el coche y luego a la puerta. ¿De acuerdo?

Duncan quitó el seguro de su rifle e hizo deslizar el cargador hasta que dio un chasquido y giró la recámara.

– Haz tú lo mismo -susurró con firmeza.

Megan sacó la pistola y la cargó.

– ¿Preparada?

– Preparada.

– Te quiero. ¡Adelante!

Duncan se irguió y apoyó el rifle en el muro mientras Megan saltaba por encima de éste, sintiéndose como si se tirara a un pozo negro y desconocido. Todo lo que he sido, o creído o querido se reduce a este momento, pensó, y entonces se dio cuenta de que estaba corriendo agachada, el aire frío golpeándole las mejillas enrojecidas, sus pies apenas tocando el suelo. De pronto la distancia hasta la casa se le antojó inmensa, mayor de lo que nunca había imaginado, todo un mundo iluminado y sembrado de peligros. Apretó los dientes y siguió corriendo.

***

Ramón estaba tumbado en la cama mirando las sombras de la pared y pensando en el asesinato. Trataba de persuadirse a sí mismo: No es tan difícil; de alguna manera es igual que otros crímenes.

Cuando era joven existían unos ritos de iniciación en las bandas callejeras: un robo, una violación, un asesinato, dependía de la banda. En su vecindario no había habido grandes sucesos; el delito y el crimen se habían convertido en algo tan común que eran la norma antes que la excepción. Él no había odiado especialmente cometer delitos, sino la idea de que pudieran atraparlo. Este pensamiento le llenó de odio hacia los dos rehenes del ático. Son peligrosos, se dijo, son muy peligrosos y matarlos será mucho más fácil de lo que te imaginas. Sus ojos son como escopetas apuntando a tu pecho, sus voces, descargas eléctricas. Pueden hacer que te encierren para siempre. Pueden matarte igual que lo haría un policía.

Sentía la frente empapada en sudor. Una parte de él quería dormir pero la otra lo forzaba a permanecer despierto. Deseaba tener más horas por delante. Debo estar alerta, se dijo. Midió sus fuerzas y se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos y enfocando poco a poco los objetos que lo rodeaban.

Recordó la cárcel y cómo después pasó a unirse al movimiento. Como en las bandas callejeras, también éste prescribía un rito de admisión. Pero los de las bandas siempre habían sido algo práctico. En cambio a los compañeros del movimiento les gustaban las acciones simbólicas, especialmente con bombas. Siempre había pensado que aquélla era una forma cobarde de matar, pero también entendía que era un método mucho más seguro. Así que eso es lo que había hecho, ayudar a poner una bomba en el lavabo de caballeros de un edificio gubernamental. No fue culpa suya que no explotara a la hora prevista.

Abandonó este recuerdo y pensó de nuevo en los dos prisioneros del ático y se los imaginó sentados en sus jergones, mirándolo. Entonces intentó imaginarlos muertos, cubiertos de sangre y heridas de bala. Los visualizó tirados en el suelo, sus cuerpos poniéndose rígidos. Se dio cuenta de que nunca había matado a nadie hasta entonces, aunque había presenciado asesinatos: la primera vez, durante una guerra entre bandas, cuando dos rivales se habían enfrentado a muerte en un callejón; la segunda vez en la cárcel, después de comer, cuando los prisioneros se dirigían a su tiempo de ejercicio en el patio y un informante había sido asesinado aprovechando la confusión que reinaba siempre cuando había traslado masivo de prisioneros. La última había sido cuando Olivia visitó a aquel antiguo guardia de seguridad en California. Recordaba la cara del hombre cuando se dio cuenta de lo que iba a pasarle: una combinación de pánico y furia. Se había resistido. No tenía ninguna oportunidad y lo sabía, pero había luchado, poniéndoselo más fácil a Olivia. Confiaba en que el juez y el niño hicieran lo mismo, así sería como matarlos en batalla.

Maldijo y sacó los pies de la cama. La tenue luz de la habitación iluminaba su paquete de cigarrillos en la vieja y desvencijada mesita. Estornudó mientras alargaba la mano para tomarlo. Maldita casa, vieja y fría. Maldita sea para siempre, no quiero volver a verla nunca.

Intentó distraerse pensando en países cálidos y se dio ánimos pensando: Hoy a mediodía estaré volando hacia el sur con un montón de dinero en el bolsillo y mirando su bolsa de lona, ya preparada. Se levantó, se puso los pantalones y los zapatos y un viejo buzo con capucha, que se subió a modo de bufanda. Prestó atención y percibió el sonido ahogado de los ronquidos de Bill en la habitación contigua. Cerró y abrió los puños varias veces; después fue hasta la mesita, tomó su revólver y se lo guardó en el cinturón. A partir de hoy, pensó, todo será diferente. Se imaginó calentito en la cama con Olivia y sintió un repentino entusiasmo. Juntos haremos cosas grandes. Por un instante sintió pena de Bill. No entiende nada, pensó. Después ahuyentó este pensamiento y lo sustituyó por una sensación a medio camino entre la envidia y la furia.

Salió al pasillo y levantó la vista hacia la puerta del ático. Podría hacerlo ahora, pensó, mientras Lewis duerme. Así lo agarraría por sorpresa, y a ellos también. Estaría hecho y ya no tendría remedio. Se dio cuenta de que tenía la pistola en la mano, aunque no recordaba haberla sacado. Bajó la vista y vio que le había quitado el seguro, aunque tampoco recordaba haber hecho eso. Mientras duermen sería más fácil, se dijo. Dio un paso en dirección al ático pero sintió que le flaqueaban las fuerzas. Primero un café, pensó, para que no me tiemble la mano, y volvió a enfundar el arma.

Las escaleras crujieron ligeramente cuando bajaba a la cocina y la casa parecía congelada, odiaba la forma en que el frío se colaba por cada resquicio y hacía las mañanas desagradables y silenciosas. En el sur, levantarse por la mañana era encontrarse con calor y ruidos agradables que no hacían sino aumentar durante el día. Tembló de nuevo mientras entraba en la cocina, abría el grifo del agua caliente al máximo y buscaba una taza de café que no estuviera demasiado sucia. Pronto encontró una que le resultó satisfactoria. Echó dos cucharadas de café instantáneo y la llenó del agua caliente del grifo. Dio un sorbo e hizo una mueca de disgusto, después se dio la vuelta y se recostó sobre la pileta tratando de calentarse las manos con el líquido caliente.

Cuando escuchó un ruido seco procedente de la parte delantera de la casa al principio se sintió confuso. ¿Qué fue eso?, pensó. No debería haber ningún ruido. No a esta hora ni aquí.

Entonces lo invadió el miedo. La mano le temblaba mientras dejaba la taza de café. Aguzó el oído tratando de escuchar algo más pero no oyó nada.

Ha sido algo, pensó. O no. Es esta vieja casa, que cruje por todas partes. O la policía tomando posiciones. El estómago se le encogió de la tensión mientras intentaba convencerse alternativamente de que había oído algo, o nada. Cuando bajó la vista se dio cuenta de que había desenfundado de nuevo el revólver y por un momento pensó en correr escaleras arriba y avisar a Olivia, pero luego decidió: Soy más fuerte que eso. ¿Para qué la necesito? ¿Para que compruebe un ruidito de nada que probablemente sea producto de mi imaginación? Sintió desprecio hacia sí mismo por estar tan nervioso y el reproche se mezcló con miedo.

Caminó con cuidado, pero deprisa, hasta la parte delantera de la casa y miró por la ventana. No se veía nada más que el jardín, brillante por la escarcha.

No ha sido nada, se dijo. Tienes falta de sueño. Esto está a punto de acabar y estás nervioso, por eso reaccionas por nada.

Sintió un escalofrío. Seguramente no ha sido nada, insistió para sí. Tal vez haya sido el viento. Sin embargo los árboles estaban quietos, sus ramas desnudas contra el cielo cubierto de nubes.

No quería abandonar el calor escaso de la casa, pero sabía que tenía que asegurarse. Giró despacio el pomo y abrió la puerta. Sintió un golpe de aire helado y se detuvo, dudando si salir.

Pero lo hizo.

Temblando de frío, y tal vez de miedo, salió despacio al porche con la pistola en la mano y mirando en todas direcciones.

***

Lauren miró hacia la parte trasera de la casa y preguntó:

– ¿Crees que estarán bien?

El silencio había empezado a minar su confianza y en los últimos minutos había tenido que ahuyentar de su pensamiento una docena de imágenes espeluznantes. Karen le pasó un brazo por los hombros.

– Desde luego -le contestó suavemente-. ¿Por qué no iban a estarlo?

– No hemos oído nada.

– Eso quiere decir que todo está saliendo según lo planeado.

– Ojalá oyéramos algo.

– ¿Estás asustada?

– Sí. ¿Tú no?

– Sólo un poco. Y enfadada, supongo.

– Sí. ¿Crees que Tommy y el abuelo…?

– Estarán bien, lo sé. Probablemente dormidos. Ya conoces a Tommy, en cuanto está cansado cae como un tronco. -Ojalá mamá estuviera aquí.

– Ya.

– Saben lo que hacen.

– Desde luego.

– Acércate un poco, tengo frío.

– No es el frío -contestó Karen, tan práctica como siempre. Pero de todas maneras se acercó a su hermana. Después miró su escopeta.

– ¿Cuando se ve un puntito rojo quiere decir que está puesto el seguro o no?

– No.

– ¡Ah! Bien.

Karen puso el seguro.

– ¿Por qué haces eso? -preguntó Lauren.

– Bueno, papá dijo…

– Dijo que tuviéramos cuidado, no que fuéramos estúpidas.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó la hermana mayor, algo molesta.

– Pues que no creo que nos acordemos de quitar el seguro del arma si tenemos que usarla. Creo que debemos estar preparadas en caso de que tengamos que entrar a ayudarles.

– Nos han dicho que nos quedemos aquí.

– Sí, pero ¿tú qué crees?

Karen pensó durante un momento. Quería ser responsable y portarse bien, que sus padres estuvieran orgullosos de ella. Lauren la miró fijamente.

– Sé lo que estás pensando -susurró-. Y lo que nos han dicho, pero estamos aquí para ayudar. Es nuestro hermano.

Karen asintió.

– Supongo que tienes razón.

Ambas quitaron el seguro de sus escopetas y se inclinaron de nuevo sobre el muro mirando en dirección a la casa. -¿Lo notas? -preguntó Lauren de pronto.

– ¿Qué?

– No sé, es como si el viento soplara más fuerte o hubiera pasado una nube, algo así.

Karen asintió y sonrió.

– En el colegio no creerían lo que estamos haciendo.

Lauren casi rio.

– ¡Desde luego!

Pero ese pequeño instante de humor pronto se disipó en la quietud de la mañana y el silencio las envolvió una vez más y con él, un inquietante miedo a lo desconocido. Permanecían pegadas hombro con hombro vigilando la casa. Lauren tomó la mano de su hermana y fue como si una descarga eléctrica las recorriera a ambas; podían oír los latidos del corazón de la otra, sentir su aliento.

– Todo saldrá bien -dijo Lauren en voz baja.

– Lo sé, sólo que me gustaría que pasara algo.

Esperaron, combatiendo la angustia con la confianza.

***

Cuando Megan resbaló en el primer peldaño cubierto de hielo de las escaleras del porche la pistola se le cayó al suelo con un golpe seco. El ruido, que en sus oídos sonó como una explosión, la hizo detenerse en seco. En lugar de seguir hacia la puerta retrocedió y se ocultó esperando ver si alguien la había oído.

El crujido de la puerta abriéndose la puso en guardia. Se quedó inmóvil sosteniendo la pistola y tratando de pegarse al porche, de manera que no la vieran desde arriba.

No tenía ni idea de qué hacer.

Cuando oyó el crujido del primer peldaño, prácticamente encima de ella, empezó a temblar, pero aun así empuñó la pistola y continuó inmóvil. Esto no acaba aquí, pensó.

Luchó contra el miedo que amenazaba con paralizarle los brazos y todos sus músculos y articulaciones, conjurando la imagen de Tommy. El corazón se le aceleró y sintió que aumentaba la adrenalina. Ya voy, se dijo, voy a sacarte de aquí.

Oyó los pasos que se acercaban y se preparó.

Duncan la había visto resbalar, escuchado el golpe y maldijo por lo bajo. Él también esperó, los ojos fijos en Megan, que parecía un animal agazapado y temblando de miedo.

Cuando vio abrirse la puerta que daba al porche el corazón casi se le paralizó de miedo.

– Oh, Dios mío -susurró-. La oyeron.

Por un momento sintió que las fuerzas le fallaban y se sintió ligero, casi etéreo. Entonces vio a Gutiérrez en el porche.

– ¡Oh, Dios mío! -repitió-. ¡Megan, Megan, cuidado! -Su voz era apenas un susurro.

Vio el arma en la mano de Ramón y después que se dirigía, paso a paso, hacia donde estaba escondida su mujer. Trató de controlar el corazón, que amenazaba con salírsele del pecho. Pensó: No hay elección.

Quería tragar saliva pero tenía la boca completamente seca. De pronto tuvo un recuerdo fugaz: estaba en aquella calle, en Lodi, dudando, esperando junto a la furgoneta como al borde de un oscuro océano, temiendo ser engullido por sus aguas. Los años le gritaban que no esperara, que no dudara, arriesgándose a perderlo todo.

– No te muevas, Megan -susurró.

Inspiró profundamente y apoyó el rifle contra su mejilla. De pronto el mundo pareció encogerse, su visión atravesó el prado, pasó sobre la cabeza de su mujer y se centró en el pecho de Ramón Gutiérrez. Vio como éste daba otro paso y se detenía a escasos metros del borde del porche, donde estaba escondida Megan.

Soltó aire despacio.

– Lo siento -susurró.

La presión que sentía en su dedo apoyado en el gatillo le pareció inmensa, casi dolorosa. Apretó despacio y disparó. El estruendo pareció hacer añicos el aire como si fuera de porcelana.

Olivia estaba soñando con la cárcel. Estaba de nuevo en la celda de máxima seguridad, sólo que esta vez la puerta no cerraba bien y había podido abrirla. Sentía en sueños el frío pegajoso de los barrotes de acero y escuchaba el sonido áspero de la puerta cerrándose. Se había visto a sí misma salir al corredor, libre por fin de ir adonde quisiera, invadida de felicidad y sintiéndose ligera, como si tuviera alas en los pies. En el sueño se alejaba deprisa de la celda cuando escuchó un ruido atronador, y por una milésima de segundo pensó que había estallado una tormenta.

Entonces se despertó y se sentó en la cama ignorando el frío de la mañana y aguzando el oído.

– ¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó en voz alta y aguda.

A su lado, Bill también se había despertado. En la tenue luz de la mañana su rostro aparecía pálido, casi translúcido. Tenía los ojos abiertos de par en par y su voz denotaba un ligero pánico.

– No lo sé. ¿Qué pudo ser? Estaba dormido.

– Sonó como un disparo.

– ¿Dónde está Ramón?

– Ni idea. ¿En su habitación?

– ¿Ramón? ¿Ramón? ¿Dónde diablos estás? -gritó Olivia.

No hubo respuesta y pensó: Subió y los está matando. Salió de la cama y se quedó de pie, desnuda, junto a ésta. Tendría que haber otro disparo, y gritos, alguna reacción. ¿Qué es todo esto?

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Bill de pronto, en tono asustado-. ¿Está…? Mierda, ¿adónde fue? No lo entiendo, esto no era parte del plan -dijo mirando a Olivia con la cara desencajada. Después añadió-: El disparo no vino de arriba, sino de afuera. ¡Ramón!

Olivia estaba totalmente confundida y se gritaba órdenes a sí misma: ¡Piensa! ¡Haz algo! Entonces tomó una ametralladora que estaba apoyada en la mesita de luz y de pronto sintió una gran calma, maravillosa, casi infantil, como si estuviera de nuevo en el sueño. Tenía la sensación de que su cuerpo desnudo se ruborizaba y brillaba con un repentino calor.

– ¿Qué está pasando? -chilló Bill.

– Vamos -contestó Olivia con voz serena-. Esto está a punto de acabar.

Cruzó el cuarto de baño hasta la ventana y miró afuera, mientras Bill tropezaba detrás de ella luchando por ponerse los pantalones vaqueros entre maldiciones y pensó en lo estúpido, lo absurdo que resultaba todo aquello y rio en voz alta.

***

El ruido del disparo también arrancó al juez de un sueño. Estaba en una playa rodeado de sus nietos y jugando en la arena. El sol lo calentaba y parpadeaba por la luz mientras veía a Megan y a Duncan saltando las olas de un mar azul verdoso. Después se había girado y hablado a su mujer, que estaba sentada a su lado. «Pero… estás muerta», le había dicho, «y yo estoy solo». Ella le había sonreído negando con la cabeza y le había contestado: «Nadie muere realmente y nadie está verdaderamente solo». Sin embargo, al darse la vuelta de nuevo su familia había desaparecido y la playa era ahora de tierra roja de Tarawa y él era de nuevo un muchacho asustado. Escuchó un solo disparo sobre su cabeza y enterró la cara en la arena mientras la bala silbaba en el aire. Entonces se irguió y dijo, aún en sueños: «Eso ha sido real».

Se despertó y se giró inmediatamente hacia Tommy, que estaba sentado muy tieso en el catre.

– ¡Abuelo!

– ¡Tommy, ha llegado el momento! ¡Dios mío, vienen a buscarnos!

– ¡Abuelo! -repitió Tommy saltando a los brazos del juez.

Éste lo abrazó fuerte y luego lo soltó.

– ¡Rápido, Tommy! ¡Tenemos que ayudar!

Tommy tragó saliva y asintió. El juez saltó de la cama y tomó el muelle metálico.

– ¡Ahora! -dijo-. ¡Ayúdame!

Entonces escucharon un segundo disparo.

– ¡Vamos, Tommy! ¡Hay que hacer lo que dijimos!

Se sentía lleno de energía y determinación, recordando cientos de momentos terroríficos en combate en los que, a pesar de la muerte y el horror que lo rodeaban, había actuado. Era como si sus músculos y sus huesos hubieran perdido años por arte de magia y se sentía lleno de la arrogancia de su juventud. Levantó uno de los catres y lo arrastró por la habitación hasta dejarlo caer con gran estrépito por las escaleras que conducían a la entrada del ático. Después corrió hacia el catre de Tommy.

– ¡Ahora el tuyo!

Hizo lo mismo, bloqueando así la puerta. Para entonces Tommy ya estaba vestido y golpeaba la parte de la pared que habían debilitado con el muelle de la cama. El juez corrió a su lado, tomó el muelle y aporreó con todas sus fuerzas uno de los tablones una y otra vez. Hubo un crujido y el primer tablón cedió como un hueso roto. El juez soltó un aullido cuando una astilla se le clavó en el pulgar, pero ignoró el dolor y siguió golpeando la capa de escayola, que pronto explotó en una nube de polvo. Siguió golpeando una, dos, tres veces. Entonces se detuvo para tomar aliento y escuchó a Tommy gritar:

– ¡Abuelo, lo hemos conseguido! ¡Puedo ver el cielo!

El juez apretó los dientes; todas sus dudas, el peso de la edad y la inseguridad se habían desvanecido. Siguió atacando la pared, golpeando y arrancando la escayola y la madera podrida con un grito de victoria.

***

El primer disparo de Duncan había acertado de pleno en el pecho de Ramón, como un tremendo puñetazo, haciéndolo caer de espaldas y chocar contra la puerta de la casa, donde pareció quedarse clavado. Se retorció como una marioneta espasmódica y a continuación se deslizó hasta quedarse sentado, casi relajado. Miró hacia el jardín aun sin ver nada y preguntándose qué había ocurrido. También se preguntaba por qué había dejado de sentir frío. Ése fue su último pensamiento antes de que una segunda bala le explotara en la cara.

***

Megan se levantó tras el segundo disparo y miró aterrada el cuerpo destrozado de Ramón cubierto de sangre y de sesos. Dio un paso atrás y sintió deseos de gritar. Duncan estaba de espaldas al muro de piedra. Durante un momento el silencio llenó de nuevo la gélida mañana.

Duncan sentía la garganta seca mientras miraba a su mujer, inmóvil. Después soltó un graznido:

– ¡Vamos, Megan, vamos! ¡Ahora!

Tropezó con una piedra del muro y se le cayó el rifle. Lo recogió y echó a correr gritando:

– ¡Vamos, Megan! ¡Ahora!

Ésta se volvió hacia él y lo miró mientras gesticulaba frenéticamente señalando la puerta de la casa. Sus miradas se cruzaron y él la vio asentir. Megan se volvió hacia el cadáver de Ramón y soltó un grito mezcla de rabia, miedo y determinación. Con el arma en la mano, subió las escaleras del porche y, tras pasar sobre el cuerpo de Ramón, entró en la casa.

***

– ¡Son ellos! -gritó Olivia, con un bramido que más parecía una carcajada.

– ¿Quiénes? -chilló Bill agarrando su pistola.

– ¿Quién crees? -replicó Olivia mientras quitaba el seguro a su arma, preparándola para disparar. Rompió el vidrio de la ventana con la culata y vio a Duncan corriendo en dirección a la casa.

– ¡Cubre la escalera! -gritó a Bill, quien no reaccionó.

– ¡Ahora, imbécil! ¡Antes de que se acerquen más!

***

Karen y Lauren escucharon los disparos atónitas.

En el silencio que siguió, a ambas las invadió una oleada de pánico, como cuando un coche patina sobre el asfalto mojado, fuera de control.

– ¡Oh, Dios mío! -susurró Lauren-. ¿Qué está pasando?

– No lo sé -contestó Karen-. No lo sé.

– ¡Estarán bien?

– No lo sé.

– ¿Qué hacemos?

– No lo sé.

– ¡Pero tenemos que hacer algo!

– ¿Qué?

– ¡No lo sé!

Víctimas del miedo y las ganas de salir corriendo, las dos siguieron paralizadas, incapaces de reaccionar.

***

Megan tropezó de nuevo al entrar en el vestíbulo y se dio de bruces con el suelo. El golpe la aturdió momentáneamente, pero no tardó en reaccionar y ponerse de rodillas empuñando la pistola, dispuesta a disparar al mínimo ruido o movimiento, fuera real o imaginado. Escuchaba su propia respiración, fuerte y áspera. Se levantó y se dirigió hacia las escaleras, que estaban justo enfrente.

Oyó pisadas procedentes del piso de arriba y se pegó contra la pared, la mirada fija en las escaleras. Levantó el arma y entonces vio la cara de Bill asomándose por la barandilla. Por una milésima de segundo ambos permanecieron inmóviles, y entonces Megan vio la pistola en la mano de Bill. Ambos gritaron algo incomprensible, Megan disparó una vez y se escondió detrás de una puerta mientras Bill también abría fuego. Ese instante de vacilación lo había situado en desventaja y sus balas estallaron contra la pared de escayola y madera, haciendo saltar nubes de polvo y esquirlas.

Una de éstas se clavó en el brazo de Megan, que dejó escapar un grito y retrocedió al ver la sangre que le corría por la manga. Una astilla de madera le sobresalía por la chaqueta. Gritó de dolor y se la arrancó mientras la sangre se deslizaba por los dedos de la mano. Entonces avanzó levantando la pistola y disparó varias veces al azar. El mundo a su alrededor pareció volar en mil pedazos.

Bill perdió el equilibrio mientras las balas chocaban en el techo sobre su cabeza y se protegió la cara con las manos. Disparó de nuevo, desesperado, sembrando de muerte el aire a su alrededor.

En el dormitorio, Olivia esperaba casi pacientemente a que Duncan llegara hasta la casa. Corría directamente hacia la puerta delantera, sin desviarse ni detenerse un instante. Le pareció que se movía en cámara lenta y por un momento incluso la sorprendió verlo allí. No pensé que tuvieras tantas agallas, matemático, pensó. Nunca supuse que lo intentarías. Y ahora eso te va a matar. Sentía una gran furia crecer dentro de ella enviando corrientes eléctricas a sus brazos, sus piernas y su corazón. El arma le quemaba en la mano, estaba deseando disparar. Y así lo hizo, al tiempo que gritaba insultos que se mezclaron con el estruendo de la ametralladora.

– ¡Muere! -rugió, pero la palabra salió de su garganta como un chillido agudo y gutural. El arma que tenía en la mano parecía poseída de idéntica furia, moviéndose y tirando de ella mientras intentaba apuntar en el blanco. Siguió disparando a Duncan, que corría con una mano levantada sobre la cabeza, como si pudiera protegerlo de los disparos. A través de la nube de pólvora podía ver como las balas se estrellaban en el suelo y levantaban una polvareda alrededor de Duncan. El olor acre a nitroglicerina le subía por la nariz.

– ¡Muere, cobarde! -gritó de nuevo.

Después se echó a reír cuando Duncan cayó al suelo como empujado por una gigantesca mano invisible y fue a parar directamente a su línea de fuego.

– ¡Ya te tengo, cerdo!

Apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo. Cuando se dio cuenta de que la recámara estaba vacía soltó una maldición y se giró buscando un nuevo cargador.

Notó un dolor penetrante y masticó la tierra del lugar donde había resbalado y caído al suelo. Al principio no sabía si estaba muerto, bajó la vista y vio regueros de sangre corriéndole por las piernas. Ahora sí que me matará, pensó.

Pero entonces se dio cuenta de que había conseguido ponerse de pie. La puerta delantera parecía estar a kilómetros de distancia, inalcanzable. Se preguntó cuándo llegaría la siguiente ráfaga de balazos. ¿Qué estás esperando?, gritó interiormente. Entonces vio que el coche de los secuestradores estaba a sólo unos metros de donde se encontraba él, a la izquierda. Tomó su rifle y, asiéndolo por el cañón, se arrastró detrás del vehículo. Antes de que pudiera evaluar su situación, la segunda tanda de disparos rebotó en el metal de la carrocería, las balas chirriando y gimiendo como huérfanos desvalidos. El parabrisas estalló en mil pedazos y una lluvia de vidrio cayó sobre Duncan. Éste se agazapó aún más y examinó sus piernas. ¿Rotas?, se preguntó, ¿perdidas para siempre? Pensó en Tommy y en las gemelas, en Megan y en el juez. ¡Qué se le va a hacer!, decidió, tengo que seguir. Se puso de pie combatiendo las oleadas de dolor que le subían hasta los muslos, se tragó las lágrimas e hizo un esfuerzo sobrehumano para tranquilizarse. La cabeza le daba vueltas por la intensidad del dolor. Apretó los dientes y al pensar en su familia se sintió más fuerte. Agachó la cabeza y tomó aire.

Todavía no me has matado, pensó. Si hubiera tenido fuerzas se habría reído. Su mente bullía de ideas, órdenes, instrucciones. Sabía que no conseguiría llegar a la puerta delantera, pero en uno de los laterales estaría a cubierto, así que decidió ir en esa dirección.

Tomó aire de nuevo y se preguntó adónde se habría ido el dolor. Está ahí, en alguna parte, pensó. Escondido, aunque seguramente son imaginaciones mías. Sonrió.

Todavía no estoy muerto, Tommy, y voy por ti.

Consiguió ponerse de pie y apoyar el rifle en el hombro. Apuntó vagamente hacia la habitación desde donde sabía que Olivia le estaba disparando y abrió fuego: un tiro tras otro, lo más rápidamente que podía. A través de los ojos entrecerrados veía las balas estrellarse en el marco de la ventana y rompiendo los vidrios. Continuó disparando mientras se alejaba del coche hacia uno de los costados de la casa, donde estaría fuera de su línea de fuego, preguntándose por cuánto tiempo le responderían las piernas y asombrado de poder caminar siquiera.

***

Olivia reculó sorprendida cuando las balas de Duncan reventaron la ventana y se incrustaron en las paredes y el techo de la habitación cubriéndola de vidrios, polvo y escombros. Se sentó en el borde de la cama y se meció atrás y adelante, ilesa, pero abrumada por la ferocidad que dominaba la atmósfera. Llegó una nueva ráfaga de balas y entonces se sintió caer, hasta dar de bruces en el suelo con un golpe seco. Sabía que estaba herida, pero se levantó inmediatamente y saltó hasta la ventana justo a tiempo de ver a Duncan cojeando y arrastrando la pierna, pero todavía disparando hasta desaparecer tras la esquina de la casa. Sacó medio cuerpo por la ventana y disparó en su dirección mientras gritaba maldiciones.

Después se volvió. Sólo vinieron ellos dos, pensó. Oía disparos procedentes de la escalera y pensó en los cautivos en el ático.

Entonces cesó el ruido atronador del rifle automático, que fue sustituido por varios disparos secos de la pistola de Megan. Olivia bajó la vista y miró su bolsa de lona roja, llena de dinero. La cerró rápidamente y se la colgó del hombro. Cuando levantó la vista vio a Bill en el umbral.

– ¡Dame más munición! -gritó.

Le lanzó un cargador de cartuchos, que se cayó al suelo y tuvo que agacharse a recoger.

– ¡Mátalos! -susurró Olivia.

Bill se quedó mirándola con expresión interrogante.

– Sube al ático y mátalos -dijo en un tono de voz normal pero firme, como si estuviera regañando a un niño pequeño por algo que hizo mal.

Bill estaba con la boca abierta.

– ¡Mátalos! -gritó esta vez Olivia.

– Pero…

Empezó a chillar, su voz aguda como el alarido de una sirena.

– ¡Dije que los mates! ¡Mátalos! ¡A los dos! ¡Ahora, mierda!

Bill la miró unos instantes con los ojos abiertos de par en par, después asintió y se dio la vuelta, mientras Olivia seguía gritándole órdenes. Lo siguió hasta el rellano y después escaleras arriba, preparándose para repeler el ataque de Megan, mientras a su espalda Bill forcejeaba con el cerrojo del ático.

***

Megan estaba de rodillas detrás de la puerta que separaba el vestíbulo del cuarto de estar intentando cargar su pistola cuando escuchó los gritos de Olivia. Las palabras la paralizaron y electrificaron a un mismo tiempo, llenándola de una furia desesperada, propia de una leona herida. Se puso de pie y gritó con todas sus fuerzas.

– ¡No! -chilló-. ¡Tommy! -Presa de ira y dolor corrió escaleras arriba, ignorando todo peligro y pensando sólo en su hijo mientras disparaba en todas direcciones. La ferocidad de su ataque tomó a Olivia por sorpresa y disparó sin acertar en el blanco una sola vez, sus balas estrellándose en la pared alrededor de Megan, quien cayó al suelo por la fuerza de la explosión. Entonces se dio cuenta de que no tenía un segundo que perder y se puso en cuatro patas arrastrándose en dirección al primer peldaño de la escalera y preparándose para disparar otra vez.

Olivia seguía gritando: ¡Mátalos! ¡Mátalos! Una y otra vez. Se volvió hacia Bill, que seguía intentando abrir la puerta del ático.

– ¡Hay algo taponando la puerta! -gritó.

– ¡Dispara!

– ¿Qué?

Antes de que pudiera responderle, Olivia escuchó estrellarse una bala de Megan en la pared a escasos centímetros de su cabeza, arañándole la mejilla y arrancándole el lóbulo de la oreja. Cayó de espaldas como propulsada y sintiéndose mareada y completamente confusa. No puede haberme matado, pensó, en estado de shock. No es posible. Se llevó la mano a la cara y notó el tacto viscoso de la sangre manando entre carne desgarrada. Herida, pensó, me ha hecho una cicatriz. Gritó de nuevo y disparó en dirección a Megan, pero sus disparos no tuvieron ningún efecto, puesto que mientras apretaba el gatillo se desplomaba en el suelo del dormitorio.

***

El juez dio un último golpe al agujero en la pared y se volvió jadeando hacia Tommy.

– ¿Crees que puedes salir por ahí? -le preguntó.

– Sí, pero abuelo…

El juez asomó la cabeza y vio un retazo de bosque y arriba el cielo, extendiéndose hacia el infinito. Después se volvió a meter.

– ¡Vamos, Tommy! ¡Sal y salta al tejado! ¡Sal ya!

Mientras el niño dudaba, escucharon a Olivia gritar sus siniestras órdenes a Bill. Las palabras parecieron reverberar en sus oídos.

– ¡Abuelo! -chilló Tommy.

– ¡Sal ya! ¡Ahora mismo!

– ¡Abuelo! -el niño asió la mano del juez, quien escuchó a Bill empujando la puerta y después como ésta se abría y chocaba con la barricada hecha con los catres.

– ¡Ahora, Tommy! ¡Por favor!

Levantó al niño y lo empujó con los pies por delante por el agujero. Por un instante pareció que no cabía, pero entonces logró pasar al otro lado. El juez veía sus manos asidas al borde del agujero mientras se preparaba para saltar al tejado.

– ¡Vamos, Tommy! ¡Vamos! -gritó. A su espalda oía a Lewis maldecir y empujar la puerta. Las manos de Tommy desaparecieron y entonces se escuchó un golpe seco: había aterrizado en el tejado. El juez se inclinó por el agujero para asegurarse de que el niño estaba sano y salvo y le gritó de nuevo.

– ¡Corre!

A continuación se volvió, tomó el muelle de metal y, entonando interiormente un grito de guerra, cargó contra la puerta levantando la barra metálica sobre la cabeza.

En el momento preciso en que se abalanzaba contra la barricada el mundo pareció estallar en mil pedazos. Lewis había disparado la ametralladora contra la puerta y astillas, balas, fragmentos de metal y plumas saltaron y silbaron una canción de muerte sobre su cabeza. Giró como atrapado en una galerna y cayó al suelo como sacudido por un fuerte viento. En ese momento supo que lo habían alcanzado una, dos veces, quizá cien. Su cuerpo no cesaba de enviarle mensajes, furioso por el insulto del metal candente que le desgarraba la piel. Sobrevino una oleada de dolor y confusión que amenazaba con dejarlo inconsciente pero se resistió: puedo respirar, pensó, aún no estoy muerto. Se irguió con gran esfuerzo y se inclinó hacia adelante tratando de bloquear la puerta con su cuerpo. Pero éste no tenía peso alguno y enseguida notó que lo apartaban bruscamente. -Huye, Tommy -susurró.

Aún estaba consciente pero un dolor sordo amenazaba con nublarle la razón. Levantó los ojos y vio a Lewis inclinado sobre él, extrañamente inmóvil.

– Lo siento -dijo-. Esto no tenía que haber pasado.

– Se ha escapado -contestó el juez-. Está a salvo.

Lewis parecía dudar.

– Yo no quería… -dijo-. Yo no habría…

El juez no le creyó. Se dio la vuelta y se dispuso a esperar la muerte.

***

Después de la descarga a ciegas de Olivia, Megan había conseguido subir las escaleras justo a tiempo de ver a su adversaria caer de espaldas en el dormitorio y, casi inmediatamente, a Bill desapareciendo detrás de una puerta. Entonces supo que era allí donde estaban y que tenía que entrar, consciente de que nada podría detenerla. Echó a correr pasando por delante del dormitorio, donde alcanzó a ver por el rabillo del ojo a Olivia de pie, desnuda y sangrando. Megan bramó como una valquiria furiosa entrando en batalla y se abalanzó hacia la entrada del ático, tropezando y cayendo al suelo. Vio a Lewis de pie a unos pasos de ella y empuñando una ametralladora, inmóvil igual que un colegial al que han sorprendido haciendo una travesura. A sus pies estaba el cuerpo del juez. Megan gritó y disparó.

La primera bala hizo saltar a Lewis y caer hasta quedar sentado. El pecho se le tiñó de sangre y miró a Megan con expresión de extrañeza, como si hubiera hecho algo inesperado.

Ésta disparó de nuevo y entonces Bill giró y se derrumbó hasta quedar como un bulto retorcido y amorfo en una esquina de la habitación, sus pupilas inertes fijas en el agujero de la pared.

– ¡Tommy! -gritó Megan-. ¡Tommy!

Vio que el juez intentaba incorporarse y gesticulaba en dirección al agujero.

– Fuera -dijo con voz ronca-. A salvo; lo conseguimos.

– ¡Papá!

– ¡Ve por él, maldita sea! -dijo el anciano en un susurro agónico y apenas audible-. ¡Déjame! ¡Ve por el niño!

Vio a Megan asentir y entonces cerró los ojos, satisfecho. No sabía si la muerte vendría a su encuentro o si, por el contrario, viviría, pero estaba henchido de orgullo mientras respiraba despacio y con dificultad, esperando lo que estuviera por llegar. Notaba los latidos de su corazón en el pecho y pensó: Es fuerte. Pensó también en todos los hombres jóvenes que habían combatido y caído en aquellas playas y llegó a la conclusión de que estarían orgullosos de él. Después pensó en su mujer: Lo conseguí, dijo para sí.

Y aguardó, tranquilo.

***

Olivia vio a Megan pasar como un rayo y apretó el gatillo sólo para darse cuenta de que una vez más se había quedado sin balas. Tomó la última munición de encima de la mesita y la bolsa de lona roja con el dinero. Escapar, se dijo, se acabó. Dio un paso vacilante hacia la puerta, después otro y tomó impulso. ¡Corre! ¡Escapa! Otro día lucharás. Sus pies desnudos caminaban ligeros, como alados. Salió del dormitorio y corrió por el pasillo dejando a Megan luchando frenéticamente con la puerta del ático. Se agarró a la barandilla y saltó escaleras abajo en dirección a la parte trasera de la casa. En el último peldaño estuvo a punto de resbalar en una alfombra y caer al suelo, pero logró recuperar el equilibrio. Corrió esquivando los muebles hacia la cocina y una vez allí se detuvo a recargar su arma. No sentía frío y su cuerpo entero palpitaba con el ardor de la batalla. Notó el gusto a sangre en los labios y al bajar la vista vio que ésta le corría a raudales por las mejillas, tiñendo sus pechos como pintura de guerra. Rugió, pero no de dolor ni de ira, sino de una especie de furia exultante y miró a su alrededor tratando de fijar en su memoria cada objeto. Adiós a todo esto, no necesito nada; soy libre. Recordó la ropa que la esperaba en el coche del juez y pensó: Escapa ahora. Por un instante imaginó que sería eternamente la pesadilla de Duncan y Megan, que nunca se librarían de ella y que permanecería escondida, preparando su regreso en el futuro.

– No podrán derrotarme -gritó a pleno pulmón.

Entonces se detuvo esperando una respuesta y cuando ésta no llegó se llenó de rabia y tuvo que controlarse para no subir de nuevo escaleras arriba y continuar luchando. Tardó unos instantes en sobreponerse: Ganarás más si huyes ahora, se dijo y soltó una carcajada, sonora y falsa, confiando en que Megan la oyera, antes de salir por la puerta trasera con la ametralladora en una mano y la bolsa del dinero en la otra, su mente rebosante de visiones de libertad.

***

Tommy se asía fuerte al tejado tratando de mantener el equilibrio en aquella superficie inclinada. La escarcha la había vuelto resbaladiza y le costaba trabajo avanzar. Escuchó las últimas ráfagas de disparos y comenzó a gatear hacia la ventana. El frío viento lo golpeaba y se forzó a no pensar en su abuelo, a no vacilar. Había oído los gritos de su madre y sabía que estaba allí, en algún lugar, esperándolo, así que combatió las lágrimas y la confusión que sentía y continuó deslizándose hasta el borde del tejado.

***

Megan se abrió camino hasta el rellano y escuchó los disparos de Olivia mientras escapaba. Los ignoró. Sólo podía pensar en Tommy, frenética por verlo y abrazarlo. Corrió hasta la ventana del dormitorio, que daba al tejado.

– ¡Tommy! -llamó.

Entonces lo vio, acuclillado en el borde como un pájaro, preparándose para saltar.

– ¡Tommy! -llamó de nuevo-. ¡Estoy aquí!

El niño se volvió al escuchar la voz de su madre y gritó:

– ¡Estoy aquí!

Megan vio la luz de felicidad que iluminaba los ojos de su hijo y tiró frenéticamente del picaporte de la ventana, que no cedía. Buscó una silla, la levantó y la estrelló contra el vidrio y la madera mientras seguía gritando con toda la fuerza de sus pulmones.

– ¡Estoy aquí, Tommy! ¡Estoy aquí!

El vidrio estalló en mil pedazos. Arrancó los que quedaban pegados al marco cortándose las manos, que empezaron a sangrar abundantemente. No les prestó atención, pues ninguna clase de dolor podría penetrar la emoción que sentía al ver a su hijo arrastrándose por el tejado hacia ella y alargó los brazos gritando con inmenso alivio:

– ¡Aquí, Tommy, aquí!

Y entonces vio a Olivia detrás del niño, de pie junto a la puerta trasera y mirándolo.

Un miedo negro la envolvió.

– ¡No! -gritó extendiendo los brazos hacia su hijo.

Mientras escapaba por la puerta trasera Olivia había oído las pisadas de Tommy arañando el tejado. El ruido la hizo detenerse y mirar atrás con curiosidad. Vio al niño prácticamente al mismo tiempo que Megan, a quien vio lanzar la silla por la ventana y alargar los brazos en dirección a su hijo. Retrocedió unos pasos para tener mejor ángulo para disparar, empuñó la ametralladora y apuntó cuidadosamente a las dos figuras del tejado.

***

Duncan se había arrastrado alrededor de la casa esforzándose por soportar el dolor. Se sentía como un perro herido demasiado estúpido y asustado para darse cuenta de que tenía las patas destrozadas y luchaba por escapar del dolor, muriendo en el intento.

Dos veces había estado a punto de desmayarse, de sucumbir al deseo de cerrar los ojos y dejarse llevar.

Cuando vio a Tommy en el tejado trató de llamarlo pero su voz apenas era audible. Avanzó con gran esfuerzo y consiguió gritar:

– ¡Tommy, estoy aquí!

Esta vez su voz sonó fuerte y firme, lo que lo sorprendió. Se sintió más animado y con energía para salir adelante, aunque las piernas le temblaban. Entonces se detuvo en seco, presa del pánico, al ver lo que estaba a punto de suceder:

– ¡No! ¡No! -gritó aterrado, mientras levantaba el rifle y disparaba en dirección a Olivia. Disparó una y otra vez mientras seguía gritando, ciego de cólera y dolor.

En el preciso instante en que Olivia se disponía a apretar el gatillo, el primero de los disparos de Duncan le pasó rozando la cabeza, el segundo silbando milímetros debajo de su nariz. Por un momento pensó que le había dado y estuvo a punto de caer de espaldas, disparando una ráfaga de metralla que se perdió en el aire. Gritó de ira y miedo y giró hasta quedar frente a él. Podía verlo estirado sobre el suelo, parcialmente oculto por la pared de la casa y apuntando con su rifle; sería difícil dispararle. Otra bala silbó sobre su cabeza.

Disparó en dirección a Duncan salpicando de metralla la tierra a su alrededor hasta que el cargador estuvo vacío. Tiró la ametralladora furiosa y tomó la bolsa roja, de donde sacó la pistola. Miró de nuevo hacia donde estaba Duncan y vio que casi la mayoría de sus balas se habían incrustado en la pared, justo por encima de su cabeza. Empezó a maldecir, frustrada y volvió la vista al tejado, donde Tommy acababa de llegar hasta Megan y le daba la mano. Los dos parecían moverse en cámara lenta y Olivia vaciló un instante. Entonces, cuando se preparaba para apuntar y disparar, comenzaron a moverse a la velocidad de un relámpago y antes de que pudiera reaccionar el niño había desaparecido del tejado y sólo se vieron sus pies pataleando un instante en el aire como un nadador saltando a un estanque antes de desvanecerse ante sus ojos.

Entonces sintió un gran vacío y giró en dirección a Duncan.

Debe de estar muerto, pensó. Se agachó y dio un paso en su dirección, pero entonces vio que su rifle se alzaba de nuevo, apuntándole. Bajó la cabeza rápidamente y la bala se incrustó en la pared.

***

Megan tiró de Tommy hacia sí con las fuerzas que le quedaban, gimiendo por el esfuerzo y una vez que éste estuvo adentro los dos cayeron de espaldas al suelo. Megan rodó rápidamente hasta cubrir el cuerpo del niño con el suyo y protegerlo así de nuevos disparos. Entonces lo oyó gruñir y empujarla hacia un lado. Ambos se sentaron y Megan lo abrazó con fuerza, dándose cuenta de que lloraba diciendo su nombre, abrumada por la alegría y el alivio que sentía. Notó las lágrimas de su hijo en la cara pero entonces éste la alejó suavemente de sí. Megan le tomó la cara con ambas manos, incapaz de hablar, sus labios temblando de felicidad.

Tommy se limpió las lágrimas y adoptó el aire de un niño mayor:

– Vamos, mamá. Estoy bien.

Megan asintió agradecida.

***

Duncan había visto a Tommy desaparecer tras la ventana en brazos de su madre y la sensación de alegría le hizo olvidar el dolor de las piernas. Lo conseguimos, pensó. Dios mío, lo hemos conseguido.

Entonces vio a Olivia, de pie frente a él. Había tirado la ametralladora y ahora empuñaba una pistola. Disparó en su dirección y la vio volverse y echar a correr, dándole la espalda. Inspiró hondo y se dispuso a apuntar de nuevo. Durante una milésima de segundo la espalda desnuda de Olivia bailó ante sus ojos, precisamente en su radio de alcance; apretó el gatillo pero no ocurrió nada. También él se había quedado sin munición.

Ya no importa, pensó. Lo conseguimos. Estamos todos vivos y lo conseguimos. Ganamos.

Rodó sobre su espalda y se incorporó hasta sentarse apoyado en la pared de la casa. Entonces tomó aire y se obligó a ponerse de pie ignorando el dolor que lo invadía. Levantó el arma haciendo una señal a Megan de que estaba bien, lo cual era dudoso y se miró las piernas ensangrentadas. Tienen solución, pensó, todo lo que se rompe puede arreglarse. Cerró los ojos y, reclinando la cabeza, se dispuso a descansar. No pensaba en el banco ni en el dinero ni en el pasado o el futuro. Se sentía completamente satisfecho y quería dormir. No se fijó siquiera hacia dónde iba Olivia.

***

Olivia corría. Desnuda, ensangrentada y con los cabellos al viento, sus largas piernas ganando terreno y dándose impulso con los brazos como un corredor a punto de alcanzar la meta, atravesó a toda velocidad el prado trasero de la casa en dirección al bosque. Sus pies descalzos levantaban pequeñas nubes de escarcha conforme avanzaba, ajena al frío y huyendo de los rayos de sol, hacia la oscuridad de los árboles, que le proporcionarían refugio y una vía de escape. En una mano llevaba la pistola, en la otra la bolsa con el dinero. Tenía la boca abierta de par en par e inhalaba grandes bocanadas de aire helado, que la llenaban de una fuerza salvaje: Soy libre, gritaba interiormente, y se veía ya en el coche, en el aeropuerto, volando hacia el sur, por siempre liberada. Se sentía triunfal y desafiante y ganó velocidad aprovechando la inclinación natural del terreno, sus pies descalzos resonando entre la tierra dura y el cielo gris.

***

Karen y Lauren habían visto a Tommy luchando por mantener el equilibrio en el tejado, después a Olivia apuntar en su dirección y por último de nuevo a Tommy entrar por la ventana y ponerse a salvo. Se prepararon para salir, pero entonces algo las hizo detenerse y ocultarse de nuevo tras la valla. Vieron a Olivia disparar su ametralladora contra su padre y habían gritado aterradas. Pero habían visto también que los disparos no lo habían alcanzado y que su padre, mientras Olivia corría hacia ellas, agitaba el arma en dirección adonde se encontraban Megan y Tommy.

Sus gritos se habían perdido en las sombras del bosque y entre los disparos intermitentes procedentes de la casa. Estaban confusas y asustadas, llorando.

– ¿Qué hacemos? -sollozó Lauren.

Vieron a Olivia acercarse a gran velocidad hacia ellas. Con las manchas de sangre que cubrían su cuerpo parecía un demonio dispuesto a atacarlas.

– ¡No lo sé! -gritó Karen.

Entonces, en ese preciso instante, ambas lo supieron. Juntas se levantaron, apoyaron las escopetas sobre el hombro y apuntaron cuidadosamente, tal y como las habían instruido sus padres.

***

Olivia vio a las dos muchachas surgir de la tierra como dos apariciones. Se sintió confusa, pero no aminoró la marcha y siguió corriendo hacia ellas levantando su pistola y apuntándoles. ¿Qué está pasando?, se preguntó frenética. Trató de detenerse y tranquilizarse lo suficiente como para apuntar y salvar su vida, pero un impulso extraño la obligaba a seguir corriendo.

***

Karen y Lauren no dijeron nada, pero ambas sintieron el mismo recuerdo eléctrico e indestructible, un sentimiento depositado en ellas muchos años atrás, cuando aún estaban en el vientre de su madre y eran la razón de que ésta escapara hacia una vida distinta. Sin mediar palabra dispararon a un tiempo, dos explosiones que reverberaron en el cielo invernal y cerraron para siempre la puerta a la infancia, la inocencia y los sueños de juventud.

***

Los disparos de las gemelas derribaron a Olivia, que cayó de espaldas al frío suelo. La bolsa con el dinero robado dos veces salió disparada por el impacto de los disparos y sintió cómo una fuerza poderosa le arrancaba la pistola de la mano. Veía el cielo girar sobre su cabeza y percibía su respiración áspera en su pecho roto. El frío de la tierra húmeda la envolvió como un abrazo no deseado y sintió un gran escalofrío. Recordó los ojos de su amante aquella mañana, cuando Emily la miró tirada en el suelo de aquella calle polvorienta y letal. Pero esto no es así, pensó, no ha sucedido. Lo he conseguido, soy libre.

Y entonces la marea de la muerte la engulló para siempre.

***

Los disparos de las gemelas rasgaron el aire gélido e hicieron saltar a Tommy de los brazos de su madre. Atravesó corriendo la habitación y escudriñó a través de los vidrios rotos de la ventana más allá del prado, hacia la línea del bosque. Al principio le costó distinguir las siluetas de sus hermanas, ya que sus trajes de camuflaje las confundían con los tonos grises y pardos de la vegetación. Pero enseguida sus ojos las identificaron: estaban inmóviles, como paralizadas por la fría luz de la mañana. Poco después parecieron volver a la vida y corrieron como dos cervatillos asustados a través del prado en dirección a la casa. Se fijó en que ninguna de las dos se volvía para ver el cuerpo que yacía desparramado en el suelo y oyó a su madre a sus espaldas mientras se abría paso entre los escombros de la habitación y hablaba consigo misma: Maldita sea, ¿dónde está el teléfono, el teléfono?, su voz con un timbre agudo que no le resultaba familiar.

– Tommy, ¿dónde está el teléfono? -gritó.

Éste apartó la vista de la ventana un momento y comprobó que Megan había localizado el aparato en una esquina, debajo de la mesita de noche y marcaba números a gran velocidad.

Volvió a la ventana y vio a Karen y a Lauren correr hacia la casa y abrazar a su padre, quien se inclinó y las saludó sin decir palabra. Ninguno lo veía, pero a Tommy no le importaba y, en su lugar, lo embargaba una poderosa sensación que no era capaz de poner en palabras, pero que lo llenaba por completo, como una corriente eléctrica que lo elevaba y le recordaba las mañanas de Navidad, cuando la excitación por ver los regalos lo hacía saltar de la cama. Vio como las gemelas se situaban junto a su padre y le ayudaban a caminar hacia la casa y en ese momento sintió deseos de volar hasta ellos y ayudar también.

Mientras tanto su madre había terminado de marcar y estaba dando una dirección y diciendo:

– Por favor, envíen ayuda inmediatamente. Ambulancias. Heridas de bala. Por favor, dense prisa.

Su tono de voz revelaba angustia y un poco de pánico, y al escuchar esas palabras algo horrible y oscuro penetró en el corazón de Tommy. Por un segundo todo el calor y la alegría se desvanecieron y dieron paso a una gran negrura. Se volvió bruscamente y salió corriendo de la habitación dejando atrás a su madre, que continuaba hablando por teléfono y alargó el brazo para detenerlo, pero después lo dejó pasar. «¡Por favor, dense prisa!», la escuchó decir Tommy, que siguió corriendo por el pasillo hasta el ático que había sido su prisión.

Se deslizó entre los escombros y empujó los catres, que seguían bloqueando la entrada parcialmente, y entonces avanzó a grandes zancadas, ajeno a todo lo que no fuera el terror que lo oprimía.

El juez había conseguido incorporarse hasta quedar sentado y estaba apoyado contra una pared, pero tenía los ojos cerrados y su respiración era débil y entrecortada. Cuando vio sus heridas, Tommy se sobresaltó; sentía deseos de abrazar a su abuelo, pero temía hacerle más daño, así que vaciló unos instantes antes de caer de rodillas junto al anciano. No se atrevía a tocarlo, pero tampoco se atrevía a no hacerlo. Los ojos del juez parpadearon ligeramente cuando escuchó a su nieto colocarse a su lado.

– ¿Abuelo?

– Estoy aquí, Tommy.

El niño respiró hondo para controlar su asustado corazón.

– No te mueras, por favor. Mamá ha llamado pidiendo ayuda y pronto vendrá alguien aquí. Te pondrás bien.

El juez no respondió al principio, pero cuando lo hizo su voz sonaba distante.

– Bueno -dijo al fin-. Lo conseguimos, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Están todos…?

– A papá lo hirieron pero puede caminar. Mamá está bien y también han venido Karen y Lauren y las dos están bien.

– ¿Y…?

Tommy no contestó.

– Bien -replicó el anciano-. Tu madre acabó con uno antes de que él acabara conmigo.

Tommy siguió los ojos del juez, que señalaban hacia el cuerpo retorcido de Bill Lewis en una esquina y enseguida apartó la vista.

– No pasa nada -dijo el juez-. No hubo más remedio. -Un segundo después añadió:- Bueno, lo conseguimos, te dije que lo haríamos.

Esta vez la voz del anciano sonó más firme y Tommy se apresuró a preguntar:

– No te vas a morir, ¿verdad, abuelo?

El juez no contestó, pero Tommy vio que cerraba los ojos.

– Por favor, abre los ojos, abuelo -dijo. Era consciente de que estaba llorando y se secó las lágrimas en un gesto instintivo. Levantó un poco la voz y dijo en tono de orden.

– Por favor, abre los ojos.

El anciano parpadeó y miró a su nieto.

– Sólo quería descansar un momento -dijo.

– Por favor, sigue hablando conmigo.

– Soy fuerte -contestó el abuelo como si hablara con fantasmas-. Mucho más de lo que creían.

Tommy sonrió.

– No voy a dejar que te mueras, abuelo. ¿Te acuerdas de la adivinanza de los pies? Me dijiste que pensara en ella cuando tuviera miedo y que nos ayudaría, como un amuleto. Pues lo estoy haciendo ahora. De mañana a cuatro pies, a mediodía con dos y por la tarde con tres. Abuelo, no voy a dejar que te mueras.

El anciano cerró de nuevo los ojos y Tommy se inclinó hacia él, insistente:

– ¡Abuelo! Contesta la adivinanza. ¿Quién es?

El juez pareció espabilarse y dejó escapar una carcajada débil.

– El hombre.

Tommy alargó la mano y tomó la de su abuelo y por un instante el anciano sintió fluir por sus venas toda la juventud y el futuro del niño, como si sus heridas sanasen por el efecto milagroso de su inagotable vitalidad. Sintió una inmensa satisfacción.

– ¡No te dejaré! -exclamó el niño con fiereza.

– Lo sé -replicó el anciano.

– En serio, no lo digo por decir. No te voy a dejar.

– Lo sé.

Permanecieron callados unos segundos.

– Estoy cansado -dijo por fin el juez-. Estoy muy, muy cansado. Tres pies…

Tommy le estrechó la mano y el juez le devolvió el apretón. Y así, juntos, tal y como habían hecho la pasada semana, se dispusieron a esperar lo que fuera que estuviera por venir.

John Katzenbach

***