Tusquets nos trae la nueva aventura de Charlie Parker, el detective imán para las desgracias, sobre todo las ajenas, que consigue, con cada libro, nuevos seguidores para su creador, el irlandés John Connolly.

Ya hemos hablado en Lecturalia de los libros anteriores de Parker, así que queda claro que esperamos, sobre todo yo, como agua de mayo cada nueva historia. Connolly ha alcanzado un equilibrio magistral entre el terror y la novela negra, con unos personajes principales de primer orden y unos secundarios más que bien definidos.

Si en la anterior entrega, Los hombres de la guadaña, todo el protagonismo era cedido a Louis y a Angel, tratando de cerrar historias anteriores al mismo tiempo que se convertía en el menos oscuro de sus libros, Connolly retoma con Los amantes la historia de Parker y su peculiar situación personal en la que, todo hay que decirlo, no está en su mejor momento, con la licencia de detective retirada, trabajando en un bar y alejado de lo que le queda de familia.

Los amantes nos lleva a la investigación por parte del detective de la historia de su propio padre, el cual, tras asesinar a una joven pareja, acabó suicidándose en su propia casa. A medida que revuelve el pasado de su padre toda la trama se complica y aparecen detalles que podrían estar conectados con quién es él en realidad y qué sucede a su alrededor, incluyendo el descubrimiento tanto de nuevos enemigos como de protectores en las sombras.

Impresionante la aparición de entidades que parecían haber abandonado la serie como la mujer y la hija de Parker, que dan al libro sus mejores momentos de terror, logrando crear la atmósfera oscura que mejor define estas novelas. Lástima que sean apenas unos momentos, la verdad.

En general el libro deja buenas sensaciones, pero parece más que Connolly ha decidido contarnos pequeñas perlas aclaratorias, definiendo bien el camino que quiere tomar más adelante en la narración. En ese sentido es muy parecido a Los hombres de la guadaña: la preparación y desarrollo se enfrentan a un final brusco, informativo y que deja con ganas de más. En ese sentido es inferior a libros anteriores como El ángel negro, mucho más completo en todos los sentidos. ¿Es esa la idea de Connolly? Lo cierto es que está explicando el mundo y sus personajes con detalle, posicionando las figuras para comenzar a jugar la partida final.

Los amantes es un libro cuyo atractivo estriba en las respuestas que da y las preguntas que plantea, necesario para los seguidores de Charlie Parker pero desaconsejable para iniciarse en la serie con él.

John Connolly

Los amantes

Charlie «Bird» Parker, 8

Para Jennie

AGRADECIMIENTOS

Estoy muy agradecido a varias personas que cedieron generosamente su tiempo y sus conocimientos mientras llevaba a cabo la investigación para este libro. En concreto, desearía dar las gracias a Peter English, antes al servicio de la comisaría del Distrito Noveno de Nueva York, que dio vida a sus calles para mí; sin él, este libro sería mucho más pobre. Dave Evans y todo el personal del Great Lost Bear (www.greatlostbear.com), el mejor bar de Portland, Maine, me brindaron una gran hospitalidad y no tuvieron reparos en darle empleo a un detective que andaba de capa caída. Vaya también mi agradecimiento a Joe Long, Seth Kavanagh, Christina Guglielmetti, Clair Lamb (www.answergirl.net), Mark Hall y Jane y Shane Phalen, quienes me ayudaron a camuflar mi ignorancia en diversas etapas del libro. Los errores son solamente míos, y pido disculpas por ellos.

Entre los libros y artículos que me fueron de utilidad se incluyen New York: An Illustrated History de Ric Burns y James Sanders, con Lisa Ades (Alfred A. Knopf, 1999); The Columbia Guide to America in the 1960s de David Farber y Beth Bailey (Columbia University Press, 2001); The Sixties: Years of Hope, Days of Rage de Todd Gidin (Bantam, 1993); The Movement and the Sixties: Protest in America from Queensboro to Wounded Knee de Terry H. Anderson (Oxford University Press, 1995); The Neighborhoods of Brooklyn, John B. Manbeck, asesor editorial (Yale University Press, 1998); y «Spider manipulation by a wasp larva» [La manipulación de la araña por una larva de avispa] (Nature, vol. 406, 20 de julio de 2000).

Gracias a Sue Fletcher, mi editora en Hodder & Stoughton en Londres, y al personal de Hodder; a Emily Bestler, mi editora en Atria en Nueva York, y a todos en Atria y en Simon and Schuster; a mi agente, Darley Anderson y su magnífico equipo; y a Madeira James (www.xuni.com) y Jayne Doherty, que se ocupan de mi página Web pero cuya amabilidad y apoyo van mucho más allá de eso. Estaría perdido sin todos vosotros.

Por último, deseo expresar mi amor a Jennie, Cameron y Alistair, quienes han de sobrellevar todo lo que sucede entre bastidores.

Prólogo

A menudo la verdad es un instrumento de agresión

atroz. Es posible mentir, incluso asesinar, en

nombre de la verdad.

Problems of Neurosis, Alfred Adler (1870-1937)

Me digo que esto no es una investigación. Es a otros a quienes hay que investigar, no a mi familia, ni a mí. Ahondaré en la vida de desconocidos y sacaré a la luz sus secretos y sus mentiras, a veces por dinero y a veces porque ésa es la única manera de enterrar los viejos fantasmas, pero no deseo escarbar así en lo que siempre he creído acerca de mis padres. Ya no están en este mundo. Dejémoslos en paz.

Pero quedan demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas inconsistencias en la narración de sus vidas, un relato iniciado por ellos y proseguido por otros. Ya no puedo abstenerme de examinarlo.

Mi padre, William Parker, Will para los amigos, murió cuando yo tenía casi dieciséis años. Era agente de policía en la comisaría del Distrito Noveno, en el Lower East Side de Nueva York, amado por su esposa, y fiel a ella, con un hijo al que adoraba y quien a su vez lo adoraba a él. Decidió seguir de uniforme, sin aspirar al ascenso, porque se conformaba con servir en las calles como policía de a pie. No tenía secretos, o al menos ninguno tan horrendo como para que él, o las personas cercanas a él, pudiera sufrir algún daño irreparable si salía a la luz. Llevaba una vida de pueblo, una existencia normal y corriente, o tan corriente como era posible considerando que sus ciclos diarios venían determinados por los turnos de guardia, los asesinatos, los robos y la drogadicción, y por los abusos de los fuertes y crueles sobre los débiles e indefensos. Sus defectos eran menores; sus pecados, veniales.

Estas afirmaciones son falsas de la primera a la última, excepto la de que quería a su hijo, aunque a veces su hijo se olvidaba de corresponder a ese amor. Al fin y al cabo, yo era un adolescente cuando murió y, a esa edad, ¿qué chico no se tira los trastos a la cabeza con su padre en un intento de establecer su primacía en la casa sobre ese viejo que ya no entiende el carácter del mundo en continuo cambio que lo rodea? En pocas palabras, ¿quería yo a mi padre? Sin duda, pero en los últimos tiempos me negaba a reconocerlo ante él, y ante mí mismo.

He aquí, pues, la verdad.

Mi padre no murió de muerte natural: se quitó la vida.

Si no ascendió, no fue por decisión suya; fue un castigo.

Su mujer no lo quería, o al menos no tanto como antes, porque él la había traicionado y ella no pudo perdonarle esa traición.

No llevó una existencia normal y corriente, y más de uno murió por salvaguardar sus secretos.

Tenía graves flaquezas, y sus pecados eran mortales.

Una noche, mi padre mató a dos adolescentes desarmados en un descampado de Pearl River, no muy lejos de donde vivíamos. No eran mucho mayores que yo. Primero disparó contra el chico, luego contra la chica. Empleó su revólver particular, un Colt 38 con cañón de cinco centímetros, porque en ese momento no iba de uniforme. Al chico lo alcanzó en la cara, a la chica en el pecho. Tras asegurarse de que habían muerto, mi padre, como en trance, regresó en coche a la ciudad, se duchó y se cambió de ropa en el vestuario de la comisaría, donde esperó a que fuesen por él. Menos de veinticuatro horas después se pegó un tiro.

A lo largo de mi vida adulta siempre me he preguntado por qué actuó así, pensaba que nunca encontraría la respuesta, o tal vez ésa era la mentira que prefería creer.

Hasta ahora.

Ha llegado la hora de llamar a las cosas por su nombre.

Esto es una investigación sobre las circunstancias de la muerte de mi padre.

Primera parte

Odio y amo. ¿Cómo es posible?, me preguntarás,

tal vez. Lo ignoro, pero siento que así es y sufro.

Cantos, 85, Cátulo

1

El chico de los Faraday llevaba tres días desaparecido.

El primer día nadie hizo nada. Al fin y al cabo, había cumplido los veintiuno y a esa edad los jóvenes ya no tienen que atenerse a horarios y normas familiares. No obstante, era un comportamiento impropio de él. Bobby Faraday inspiraba confianza. Era estudiante de ingeniería, pero se había tomado un año de descanso para decidir qué especialidad seguir, con la idea de marcharse un par de meses al extranjero o trabajar para su tío en San Diego. Sin embargo, al final se quedó en su pueblo, viviendo en casa de sus padres para ahorrar el dinero que ganaba y guardando en el banco tanto como podía, que era un poco menos que el año anterior, ya que ahora estaba autorizado a beber con impunidad, y acaso se entregaba a esa libertad recién adquirida con más entusiasmo del que se habría considerado sensato. Había tenido un par de resacas letales desde Año Nuevo, eso desde luego, y su padre le había aconsejado que se lo tomara con calma antes de que el hígado empezase a pedirle clemencia, pero Bobby era joven, era inmortal, y estaba enamorado, o lo estuvo hasta fecha reciente. Quizá sería más cierto decir que Bobby Faraday seguía enamorado, pero el objeto de su afecto había puesto fin a la relación, y había dejado a Bobby empantanado en sus emociones. Esa chica era la razón por la que había preferido quedarse en el pueblo en lugar de irse a ver un poco de mundo, decisión que sus padres recibieron con sentimientos encontrados: gratitud por parte de su madre, decepción para su padre. Al principio eso dio pie a más de una discusión entre padre e hijo, pero ahora, como dos ejércitos remisos al borde de una batalla no deseada, habían acordado una tregua, si bien cada bando continuaba atento al menor parpadeo del otro, por si acaso. Mientras tanto, Bobby bebía, y su padre se subía por las paredes, pero se callaba con la esperanza de que el final de la relación con esa chica impulsara a su hijo a ampliar sus horizontes hasta el momento de volver a la universidad en otoño.

Pese a sus ocasionales excesos, Bobby nunca llegaba tarde al trabajo en la gasolinera y taller mecánico, y normalmente acababa la jornada un poco después del horario previsto, porque siempre quedaba alguna tarea pendiente, algo que no quería dejar a medias, aunque pudiera terminarse deprisa y sin mayor problema a la mañana siguiente. Ésa era una de las razones por las que su padre, al margen de las discrepancias, no se preocupaba por el porvenir de su hijo más de lo necesario: Bobby era demasiado responsable para apartarse por mucho tiempo del buen camino. Le gustaba el orden, siempre le había gustado. Nunca había sido uno de esos adolescentes descuidados, ni en su aspecto ni en su actitud. Sencillamente no era así.

Pero la noche anterior no había vuelto a casa, ni había telefoneado a sus padres para decirles dónde estaba, y eso en sí ya era anormal. Al día siguiente, por la mañana, no se presentó en el trabajo, lo cual era tan impropio de él que Ron Nevill, el dueño de la gasolinera, llamó a casa de los Faraday para preguntar por el chico y comprobar que no estaba enfermo. Su madre expresó su sorpresa al enterarse de que Bobby no había llegado aún al trabajo; daba por supuesto que había vuelto a casa tarde y se había marchado temprano. Fue a mirar en su habitación, contigua a la leonera del sótano. La cama estaba intacta y tampoco parecía haber dormido en el sofá.

A las tres de la tarde, todavía sin noticias de él, telefoneó a su marido al trabajo. Juntos, se pusieron en contacto con los amigos y conocidos de Bobby, y también con su ex novia, Emily Kindler. Esta última llamada no fue fácil, ya que Bobby y ella habían roto hacía sólo un par de semanas. El padre sospechaba que a eso se debía que su hijo bebiese más de la cuenta, pero no sería el primer hombre que intentaba ahogar las penas del desamor en un mar de alcohol. El problema era que todo amor frustrado medraba con la bebida: cuanto más trataba uno de hundirlo, más insistía él en aflorar a la superficie.

Desde el día anterior nadie sabía nada de Bobby, nadie lo había visto. Pasadas las siete de la tarde, avisaron a la policía. El jefe se mostró escéptico. Era nuevo en el pueblo, pero estaba familiarizado con el comportamiento de los jóvenes. Aun así, aceptó que ésa no era la conducta propia de Bobby Faraday, y además habían transcurrido ya veinticuatro horas desde su desaparición, pues Bobby no había visitado ninguno de los bares del pueblo al salir de la gasolinera y por tanto Ron Nevill había sido, al parecer, el último en verlo. El jefe fue a casa de los Faraday para pedir la descripción del chico, se llevó prestada una fotografía del verano anterior y notificó de la posible desaparición a las fuerzas del orden locales y a la policía del estado. Ninguno de estos departamentos reaccionó con especial urgencia, porque juzgaban el comportamiento de los jóvenes casi con el mismo cinismo que el jefe, y cuando uno desaparecía, solían esperar setenta y dos horas antes de plantearse siquiera que podía haber algo más en la desaparición que un simple caso de alcohol, hormonas o conflictos familiares.

El segundo día, sus padres y amigos emprendieron una batida oficiosa en el pueblo y sus aledaños, sin resultado alguno. Cuando empezó a oscurecer, sus padres regresaron a casa, pero esa noche no durmieron, como tampoco habían dormido la noche anterior. Su madre, tumbada en la cama, con la cara vuelta hacia la ventana, permanecía alerta por si en algún momento oía aproximarse unos pasos, el conocido andar de su único hijo regresando por fin junto a ella. Se revolvió un poco al oír cómo su marido se levantaba y se ponía la bata.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Nada. Voy a preparar un té y a sentarme un rato. -Hizo una pausa-. ¿Te apetece una taza?

Pero ella supo que le hacía el ofrecimiento sólo por elemental cortesía, que en realidad prefería que se quedase en la cama. No deseaba estar sentado a la mesa de la cocina con ella en silencio, juntos pero alejados, alimentándose sus mutuos temores. Quería estar solo. Así que ella lo dejó ir, y cuando se cerró la puerta de la habitación, empezó a llorar.

Al tercer día se inició la búsqueda oficial.

El huésped dorado se movía como un único ser, incontables formas flexionándose obedientemente al unísono movidas por la suave brisa de finales de invierno, como los feligreses de una iglesia arrodillándose conforme a su liturgia, aguardando el momento de la consagración.

Susurraban para sí un murmullo tenue y grave que habría podido confundirse con el lejano embate de las olas si no fuera porque allí, en aquel paraje tierra adentro, ése era un sonido totalmente ajeno, desconocido. Aquí y allá su palidez se hallaba salpicada de florecillas rojas y anaranjadas y azules, pétalos desparramados sobre un mar de semillas y tallos.

El huésped se había librado de la siega y había crecido, crecido en exceso, aun mientras su fruto maduraba y se descomponía. El grano de esa temporada se había echado a perder, porque el verano anterior había muerto el dueño de esas tierras, un viejo, y sus parientes no se ponían de acuerdo en la venta de la finca ni en cómo debía repartirse la ganancia. Mientras ellos discutían, el huésped se expandía hacia el cielo, un mar de oro mate en el invierno tardío, hablando en tonos apagados de lo que yacía allí cerca, aún oculto entre los juncos.

Aun así, parecía que el huésped estaba en paz.

De pronto, la brisa cesó por un instante y el huésped se irguió, como alterado por el cambio, percibiendo que no todo era ya como había sido, y poco después el viento se levantó otra vez, ahora más tempestuoso, transformándose en ráfagas dispersas y más breves que dividían al huésped en ondas y vaivenes, sus caricias no tan delicadas como antes. La unidad dio paso a la confusión. Los rayos de sol iluminaban los fragmentos diseminados antes de depositarse éstos sobre la tierra. El murmullo, convertido en el aviso de que algo se aproximaba, cobró intensidad, acallando el reclamo de un ave solitaria.

En el horizonte se recortó una silueta negra, como un insecto enorme suspendido sobre las mieses. Cada vez más alta, se transformó poco a poco en la cabeza, los hombros y el cuerpo de un hombre deslizándose entre las hileras de trigo y, por delante de él, una figura de menor tamaño se abría paso a través de los tallos, olisqueando y gañendo, los primeros intrusos en el territorio del huésped desde la muerte del viejo.

Asomó una segunda figura, más robusta que la primera. Ésta parecía sobrellevar a duras penas el esfuerzo que le requería el terreno y el desacostumbrado ejercicio impuesto por su participación en la batida. A lo lejos, pero más al este, los dos hombres veían a otros miembros de la partida de búsqueda. Sin darse cuenta se habían alejado del grupo principal, que disminuía a medida que avanzaba el día. La luz ya declinaba. Pronto habría que dar por concluida la jornada, y en los días siguientes intervendría cada vez menos gente en la búsqueda.

Habían empezado esa mañana, inmediatamente después de los oficios dominicales. Los participantes se habían congregado frente a la iglesia católica de San Judas, porque era la que tenía el patio más amplio y, cosa curiosa, el menor número de feligreses, contradicción que Peyton Carmichael, el dueño del perro, nunca había acabado de entender. Quizá, pensaba, preveían una conversión masiva en el futuro, lo que lo inducía a preguntarse si los católicos eran simplemente más optimistas que otros creyentes.

El jefe de policía y sus hombres habían dividido el municipio en una cuadrícula, y a los vecinos en grupos, asignando una zona de búsqueda a cada grupo. Las distintas iglesias habían proporcionado bocadillos, patatas fritas y bebidas en bolsas de papel, pese a que la mayoría de la gente ya llevaba agua y comida por si acaso. Rompiendo con la tradición dominical, nadie se había puesto sus mejores galas. En lugar de eso, vestían camisas holgadas y pantalones viejos y calzaban botas maltrechas o zapatillas cómodas. Algunos llevaban bastones, otros rastrillos, para buscar entre la maleza. Se respiraba un ambiente de expectación contenida, una especie de excitación, a pesar de la tarea que tenían por delante. Repartiéndose en varios vehículos, se encaminaron hacia las zonas asignadas. En cuanto se completaba una zona sin resultados, los policías que coordinaban los esfuerzos de búsqueda in situ, o la base de operaciones establecida en la parte de atrás de la iglesia, asignaban otra.

Al principio hacía un calor impropio de esa época del año, un curioso falso deshielo que pronto terminaría, y las dificultades que presentaban la tierra blanda y la nieve fundida minaron las fuerzas de muchos antes del descanso para el almuerzo alrededor de la una y media. A esas alturas algunas de las personas de mayor edad ya habían vuelto a casa, contentándose con haber realizado cierto esfuerzo por los Faraday, pero los demás prosiguieron la búsqueda. Fuera como fuese, al día siguiente era lunes. Tendrían que ir a trabajar, atender sus obligaciones. Ése era el único día que podían dedicar a buscar al chico, así que más les valía aprovecharlo bien. Pero al declinar la luz, también bajó la temperatura, y Peyton se alegró de haber decidido atarse la cazadora Timberland a la cintura por si la necesitaba en lugar de dejarla en el coche.

Llamó con un silbido a su perra, una spaniel de tres años llamada Molly, y volvió a detenerse a esperar a su compañero. Artie Hoyt: con tanta gente como había, y tenía que acabar precisamente al lado de él. Hacía ya un año o más que ambos mantenían las distancias, desde que Artie sorprendió a Peyton mirándole el culo a su hija en la iglesia. A Artie poco le importaba que en realidad él no estuviera viendo lo que parecía estar viendo. Sí, era cierto que Peyton miraba el culo a su hija, pero no por un sentimiento de lujuria o atracción. Tampoco es que él estuviera por encima de esos bajos instintos: a veces los sermones del párroco eran tan soporíferos que lo único que mantenía despierto a Peyton era contemplar formas femeninas jóvenes y gráciles vestidas de domingo. Peyton había dejado atrás hacía mucho la edad en que podían inquietarle las posibles consecuencias para su alma inmortal de esos pensamientos carnales en la iglesia. Imaginaba que Dios tenía cosas más importantes de que preocuparse como para estar pendiente de si Peyton Carmichael, a sus sesenta y cuatro años, ya viudo, prestaba más atención a la belleza femenina que al viejo fanfarrón del púlpito. Como se complacía en decirle a Peyton su médico, vive a base de vino, mujeres y canciones, todo con moderación y siempre de la cosecha adecuada. La esposa de Peyton había muerto hacía tres años a causa de un cáncer de mama, y si bien en el pueblo eran muchas las mujeres de la cosecha correcta que acaso estuvieran dispuestas a proporcionar consuelo a Peyton alguna noche de invierno, a él eso no le interesaba, así de sencillo. Amaba a su esposa. De vez en cuando aún se sentía solo, aunque ya no tanto como antes, pero esos sentimientos de soledad eran concretos, no generales: echaba de menos a su mujer, no la compañía femenina, y ese ocasional placer que obtenía en la contemplación de una mujer joven y atractiva lo consideraba sólo una señal de que no estaba del todo muerto de cintura para abajo. Dios, después de arrebatarle a su esposa, bien podía consentirle ese pequeño capricho. Si Dios iba a concederle mucha importancia a una cosa así, pues bien, Peyton tendría unas palabras con él llegado el momento.

El problema con la hija de Artie Hoyt residía en que si bien era joven, no era atractiva ni mucho menos. Tampoco era grácil. De hecho, era todo lo contrario de grácil y, ya puestos, también lo contrario de ligera. Nunca había sido lo que se dice esbelta, pero un día abandonó el pueblo y se fue a vivir a Baltimore, y a su regreso había acumulado unos cuantos kilos más. Peyton habría jurado que, cuando ella entraba en la iglesia, sentía temblar el suelo bajo sus pies. Un poco más voluminosa, y habría tenido que entrar de medio lado; o eso, o no habría quedado más remedio que ensanchar los pasillos.

A todo esto, el primer domingo después de su retorno al seno de la familia, la chica entró en la iglesia con sus padres, y Peyton, sin querer, fijó la vista en aquel culo con fascinación y horror, viendo sacudirse las carnes bajo el vestido floreado rojo y blanco igual que un seísmo en una rosaleda. Incluso es posible que estuviera boquiabierto cuando, al volver la cabeza, se encontró con la mirada colérica de Artie Hoyt; después de eso…, en fin, las cosas cambiaron entre ellos. Tampoco antes del incidente mantenían una estrecha relación, pero al menos se demostraban la cortesía de rigor siempre que se cruzaban sus caminos. Ahora casi nunca intercambiaban siquiera un gesto de saludo, y no se dirigieron la palabra hasta que el destino, y el chico desaparecido, Faraday, los unió por la fuerza. Formaban parte de un grupo que esa mañana, al partir, se componía de ocho personas. Pronto se redujo a seis, cuando el viejo Blackwell y su mujer, casi a punto de desmayarse, se vieron obligados a regresar a casa; más tarde disminuyó a cinco, luego a cuatro, a tres, y así hasta ese momento, en que quedaban sólo Artie y él.

Peyton no entendía por qué Artie no se rendía de una vez por todas y se marchaba también. Incluso el paso moderado que llevaban Peyton y Molly parecía superarlo, y habían tenido que detenerse repetidamente para que Artie recobrara el aliento y bebiera agua a tragos de la cantimplora que llevaba en la mochila. Peyton tardó un rato en comprender que Artie, ni aunque le fuera la vida en ello, no iba a darle la satisfacción de verlo desistir mientras él seguía adelante. Con eso en la cabeza, Peyton se regodeó en forzar la marcha a lo largo de un trecho, hasta que se dio cuenta de que su innecesaria crueldad anulaba el efecto de sus esfuerzos previos en el campo de la oración y el arrepentimiento, dejando de lado alguna que otra mirada a las jóvenes.

Se aproximaban a la cerca entre esa finca y la siguiente, un campo en barbecho invadido por la mala hierba, con un pequeño embalse en el centro al abrigo de árboles y juncos. A Peyton le quedaba poca agua, y Molly tenía sed. Supuso que podía dejarla beber en el embalse y luego dar el día por concluido. Imaginaba que Artie no pondría ninguna pega, siempre y cuando la propuesta de poner fin a la búsqueda partiese de Peyton, no de él.

– Entremos a echar un vistazo en ese campo -sugirió Peyton-. En cualquier caso, tengo que dar de beber a la perra. Después podemos atajar hasta la carretera y volver tranquilamente hasta los coches. ¿Te parece bien?

Artie asintió. Llegó a la cerca, apoyó las manos en ella e intentó encaramarse para saltarla. Tenía ya un pie en el aire, pero el otro se resistió a seguirlo. Sencillamente no le quedaban fuerzas para continuar. Viéndolo así, Peyton pensó que el pobre hombre deseaba tumbarse allí mismo y morir, pero no lo hizo. Su persistencia era en cierto

modo admirable, aunque tuviese menos que ver con su preocupación por Bobby Faraday que con su enfado con Peyton Carmichael. A la postre, sin embargo, no le quedó más remedio que admitir la derrota, y volvió a dejarse caer en el mismo lado de la cerca.

– Maldita sea -exclamó.

– Espera -dijo Peyton-. Te ayudaré a pasar.

– Puedo hacerlo yo solo -replicó Artie-. Pero déjame recuperar el aliento.

– Vamos, ni tú ni yo somos ya lo que éramos. Te ayudaré a saltar, y luego tú me echas una mano desde el otro lado. Es absurdo que nos matemos los dos sólo para demostrarnos algo.

Artie se detuvo a pensar y por fin accedió con un gesto de asentimiento. Peyton ató la correa de Molly a la cerca, por si captaba un rastro y decidía escaparse; a continuación, se agachó y entrelazó las manos para que Artie apoyara la bota en ellas. Cuando Artie tenía el pie bien asentado y parecía firmemente agarrado a la cerca, Peyton lo impulsó hacia arriba. O estaba más fuerte de lo que creía, o Artie pesaba menos de lo que parecía, pero, fuera como fuese, Peyton casi catapultó a Artie por encima de la cerca. Por suerte, Artie tuvo la sensatez de aferrarse a los tablones con la pierna izquierda y el brazo derecho, y sólo eso lo salvó de un torpe aterrizaje en el lado opuesto.

– ¿A qué demonios viene esto? -preguntó Artie cuando volvió a pisar tierra firme con ambos pies.

– Perdona -se disculpó Peyton. Procuraba no reírse, y lo conseguía sólo a medias.

– Sí, ya… En fin, no sé qué comes, pero a mí no me vendría nada mal tomar un poco.

Peyton empezó a trepar a la cerca. Estaba en buena forma para su edad, circunstancia que le proporcionaba no poca satisfacción. Artie le tendió una mano, y Peyton, aunque no la necesitaba, la aceptó.

– Es curioso -comentó Peyton al bajar de la cerca-, pero ya apenas como. Antes tenía un apetito voraz; ahora, en cambio, con el desayuno y un tentempié por la noche paso de sobra. Incluso he tenido que añadirme un agujero en el cinturón para que no se me caigan los condenados pantalones.

Al rostro de Artie Hoyt asomó una expresión inescrutable cuando, bajando la mirada, se examinó su propia barriga y se sonrojó un poco. Peyton contrajo el rostro en una mueca.

– No lo he dicho con segundas, Artie -añadió en voz baja-. Cuando Rina aún vivía, yo pesaba quince kilos más que ahora. Me cebaba como si fuese a sacrificarme por Navidad. Sin ella…

Dejó que su voz se apagara gradualmente y desvió la mirada.

– ¡Qué me vas a contar! -dijo Artie al cabo de un momento. Parecía deseoso de proseguir la conversación ahora que por fin se había roto el largo silencio entre ellos-. Para mi mujer, comida es sólo aquello que se fríe o va dentro de un panecillo. Creo que si pudiera, pasaría por la sartén hasta los caramelos.

– Sé de algunos sitios donde lo hacen -aseguró Peyton.

– ¿En serio? Dios santo, no se lo digas. Ya ahora lo más sano que come es el chocolate.

Se dirigieron hacia el embalse. Peyton soltó a Molly. Sabía que había percibido la presencia del agua, y no quería atormentarla obligándola a caminar a su paso. El perro se echó a correr, una mancha marrón y blanca, y pronto se perdió de vista entre la hierba.

– Un perro bonito -comentó Artie.

– Gracias -respondió Peyton-. Se porta bien. Para mí es como una hija, supongo.

– Ya -dijo Artie. Sabía que Peyton y su mujer no habían tenido hijos.

– Oye, Artie -continuó Peyton-, hace tiempo que quiero decirte una cosa. -Guardó silencio mientras buscaba las palabras adecuadas; al cabo de un momento, respiró hondo y fue derecho al grano-. En la iglesia, aquel día, cuando Lydia acababa de volver al pueblo, yo… En fin, quería disculparme por mirarle, ya me entiendes, mirarle el…

– El culo -concluyó Artie.

– Sí, eso. Lo siento, es lo único que quería decirte. No estuvo bien. Y menos en la iglesia. Fue poco cristiano. Pero no es lo que tú pensaste.

Peyton se dio cuenta de que se adentraba en terreno resbaladizo, por decirlo de algún modo. Ahora se enfrentaba a la posibilidad de tener que explicar tanto lo que creía que Artie pensaba que él pensó, como lo que en realidad él, Peyton, pensó, es decir, que la hija de Artie Hoyt parecía el Hindenburg antes de estrellarse.

– Mi hija está… tirando a rellena -admitió Artie con tristeza, ahorrándole a Peyton mayores bochornos-. Ella no tiene la culpa. Su matrimonio se fue a pique y los médicos le recetaron pastillas para la depresión, y de repente aumentó de peso. Si se pone triste, come más; entonces se pone más triste, y come más todavía. Es un círculo vicioso. No te culpo por mirarla. Demonios, si no fuera mi hija, yo también la miraría así. De hecho, y aunque me avergüence decirlo, a veces la miro así.

– En todo caso, lo siento -repitió Peyton-. Fue poco… considerado.

– Acepto la disculpa -contestó Arrie-. Invítame a una copa la próxima vez que nos veamos en el Dean's.

Tendió la mano y se dieron un apretón. Peyton sintió que se le empañaban un poco los ojos y lo achacó a los esfuerzos del día.

– ¿Y si te invito a una cerveza cuando acabemos con esto? No me vendría mal algo con que brindar al final de tan larga jornada.

– Hecho. Démosle de beber al perro y vayamos al…

Se interrumpió. El resguardado embalse estaba ahora a la vista. En su día lo frecuentaban parejas en busca de un rincón solitario, hasta que las tierras cambiaron de manos y el nuevo dueño, el hombre temeroso de Dios cuya herencia se disputaban ahora sus impíos familiares, dejó bien claro que no consentiría a los adolescentes viajes de descubrimiento sexual en las inmediaciones de su embalse. Las ramas de un haya enorme colgaban sobre el agua, casi rozando la superficie. Molly se hallaba a cierta distancia de ella. No había bebido. De hecho, se había detenido a unos pasos de la orilla. Ahora, con una pata en alto, movía la cola en actitud de incertidumbre. Los dos hombres alcanzaron a ver algo azul entre los juncos.

Bobby Faraday se hallaba de rodillas al borde del embalse, el torso inclinado en un leve ángulo, como si mirase su reflejo en el agua. Tenía una soga alrededor del cuello, atada por el otro extremo al tronco del árbol. Estaba hinchado por los gases, tenía el rostro de un color morado rojizo, las facciones casi irreconocibles.

– Dios mío -exclamó Peyton.

Se tambaleó un poco, y Artie le rodeó los hombros con el brazo. El sol se ponía a sus espaldas, el viento soplaba y el huésped se inclinaba en ademán de duelo.

2

Cogí el tren en Penn Station para llegar a Pearl River. De Maine a Nueva York no había ido en coche, ni me tomé la molestia de alquilar uno durante mi estancia en la ciudad. Sin vehículo, me sería más fácil ocuparme de lo que me había llevado allí. Cuando el tren de un solo vagón se detuvo en la estación, aún casi idéntica a como era en sus orígenes, los tiempos en que formaba parte de la compañía Erie Railroad, vi que los demás cambios en el centro del pueblo también eran sólo superficiales. Me apeé y crucé lentamente el Memorial Park, donde un cartel cerca del puesto de policía vacío del municipio de Orangetown anunciaba que Pearl River era «Aún el pueblo de la gente cordial».

El parque era obra de Julius E. Braunsdorf, el fundador de Pearl River, quien planificó asimismo el trazado urbanístico del propio pueblo después de comprar las tierras, amén de construir la estación, fabricar la máquina de coser Aetna y la prensa America & Liberty, desarrollar una bombilla incandescente e inventar la lámpara de arco voltaico que iluminaba no sólo el parque, sino también el Capitolio y sus inmediaciones en Washington D.C. En comparación con Braunsdorf, la mayoría de la gente parecía ociosa. Junto con Dan Fortmann, de los Bears de Chicago, era el mayor motivo de orgullo de Pearl River.

Las barras y estrellas ondeaban aún sobre el monumento conmemorativo en el centro del parque, en recuerdo de los jóvenes del pueblo caídos en combate. Curiosamente, entre éstos se incluía a James B. Moore y a Siegfried W. Butz, que no habían caído en combate, sino en el atraco a un banco en 1929, cuando Henry J. Fernekes, un famoso bandido de la época, intentó asaltar el First National Bank de Pearl River haciéndose pasar por electricista. Pero al menos se los recordaba. Hoy día rara vez se considera dignos de mención en los monumentos conmemorativos públicos a los empleados de banco asesinados.

Pearl River no se había desprendido de sus raíces irlandesas desde que yo me marché de allí. Al otro lado del parque, en North Main, el Muddy Brook Café ofrecía aún un desayuno celta, y no muy lejos estaban la carnicería irlandesa de Gallagher, la tienda de regalos Irish Cottage y la agencia de viajes Healy-O'Sullivan. En la otra acera de East Central Avenue, junto a la ferretería Handeler, se encontraban Ha'Penny Irish Shop, que vendía té, caramelos y patatas fritas irlandeses y camisetas de fútbol gaélico, y, a un paso del viejo hotel Pearl Street, el bar irlandés G.F. Noonan. Como a menudo comentaba mi padre, ya puestos, podrían haber pintado todo el pueblo de verde. Pero ahora el cine de Pearl River había cerrado, y tiendas cursis que vendían objetos de artesanía y regalos caros se alternaban con establecimientos más funcionales, como talleres mecánicos y tiendas de muebles.

Ahora tengo la sensación de haber pasado toda la infancia en Pearl River, pero no fue así. Nos trasladamos allí poco antes de cumplir yo los ocho años, cuando mi padre se cansó del largo desplazamiento diario a la ciudad desde otro pueblo situado más al norte, donde vivíamos sin demasiados gastos gracias a la casa heredada por mi padre a la muerte de su madre. Para él, aquello representaba un esfuerzo considerable, sobre todo las semanas en que le tocaba el turno de ocho de la mañana a cuatro de la tarde, que equivalía en realidad a un turno de siete a cuatro y media. Tenía que levantarse a las cinco de la madrugada, a veces incluso antes, para ir a la comisaría del Distrito Noveno, un barrio violento que abarcaba unos dos kilómetros cuadrados y medio en el Lower East Side, pero presentaba un balance de setenta y cinco homicidios anuales. Esas semanas, mi madre y yo apenas lo veíamos. Tampoco es que los demás turnos del ciclo de seis semanas fueran mucho mejores. Se le exigía que trabajara una semana de ocho a cuatro, una semana de cuatro de la tarde a, doce de la noche, otra semana de ocho a cuatro, dos semanas de cuatro a doce (esas semanas yo sólo lo veía el sábado y el domingo, porque él aún dormía cuando yo me iba al colegio por la mañana y ya se había marchado al trabajo cuando yo volvía), más un turno obligatorio de doce de la noche a ocho de la mañana, que le trastornaba hasta tal punto el reloj biológico que a veces, al terminar, casi deliraba por el cansancio.

Los policías del Distrito Noveno trabajaban con arreglo a lo que se conocía como «esquema de nueve»: nueve brigadas de nueve hombres, cada una con un sargento; un sistema que se remontaba a los años cincuenta y se eliminó en los ochenta, poniendo fin en gran medida al ambiente de camaradería que había generado. El sargento de mi padre en la brigada primera se llamaba Larry Costello, y fue él quien le sugirió que contemplase la posibilidad de trasladarse a Pearl River. Allí, un pueblo que se jactaba de celebrar el segundo mayor desfile del día de San Patricio en el estado después de Manhattan, vivían todos los policías irlandeses. Además, era una localidad relativamente rica, con una renta per cápita que casi doblaba el promedio nacional y una apariencia de holgada prosperidad. Albergaba, por tanto, a policías fuera de servicio más que suficientes para constituir un estado policial; tenía dinero y poseía su propia identidad, definida por una nacionalidad común. Aunque mi padre no era irlandés, sí era católico, conocía a muchos vecinos de Pearl River y se sentía a gusto en su compañía. Mi madre no se opuso al cambio. Con tal de que le proporcionase más tiempo con su marido y a él lo librase de parte del estrés y la tensión que, a esas alturas, ya se traslucían claramente en su rostro, habría estado dispuesta a trasladarse a un hoyo en el suelo cubierto con una lona, y le habría sacado el mayor partido posible.

Así que nos marchamos al sur, y como todo lo que se torció posteriormente en nuestras vidas parecía, desde mi punto de vista, vinculado a Pearl River, el pueblo acabó dominando mis recuerdos de infancia. Compramos una casa en Franklin Avenue, cerca de la esquina con John Street, donde está aún la iglesia metodista unida. Era una casa «a precio de ganga por necesidad de reformas», según el peculiar lenguaje de las agencias inmobiliarias: la anciana que vivió allí la mayor parte de su vida había muerto recientemente, y todo indicaba que desde 1950 no había hecho en la casa mucho más que pasar la escoba de vez en cuando. Pero era una casa más grande de lo que nos podíamos permitir, y algo en la ausencia de cercas, en aquellos jardines abiertos entre las viviendas de la calle, atrajo a mi padre. Eso le daba una sensación de espacio, de comunidad. La idea de que una buena valla contribuía a establecer buenas relaciones de vecindad no contaba con muchos adeptos en Pearl River. Por el contrario, había en el pueblo quienes consideraban un tanto preocupante el concepto de valla: una señal de falta de compromiso, de automarginación quizá.

Mi madre se sumergió en la vida del pueblo. Comité que aparecía, ella se incorporaba. Para una mujer que, según mis primeros recuerdos, era muy reservada, que se mantenía muy alejada de sus iguales, fue una transformación asombrosa. Puede que mi padre llegase a pensar que tenía una aventura, pero ese cambio no fue más que la reacción de alguien que se ve de pronto en un sitio mejor, con un marido más satisfecho que antes, pese a que ella aún sufría cuando él salía de casa a diario y respondía con un alivio apenas disimulado cuando regresaba sano y salvo después de cada turno.

Mi madre… En aquel momento, mientras ahondaba en los detalles de nuestra vida allí, mi relación con ella empezó a parecerme menos normal, si es que realmente puede emplearse esa palabra para referirse a una interacción familiar. Si a veces daba la impresión de estar desconectada de sus iguales, también con mi padre y conmigo mantenía una actitud distante. No era que no mostrase afecto, ni que no velara por mí. Se deleitaba con mis triunfos y me consolaba en mis derrotas. Me escuchaba, me daba consejos, me quería. Pero durante gran parte de mi infancia actuó en respuesta a mis demandas. Si yo acudía a ella, me ofrecía todo eso; ahora bien, nunca tomaba la iniciativa. Era como si yo fuese un experimento o algo así, una criatura en una jaula a la que, para asegurar su supervivencia, había que supervisar y observar, dar de comer y beber, además de afecto y estímulo, pero nada más que eso.

O tal vez me engañaba la memoria cuando revolvía el lodo en el estanque del pasado y, una vez depositada de nuevo la tierra en el fondo, lo examinaba para ver qué quedaba a la vista.

Después de los asesinatos, y de lo que vino luego, ella huyó al norte, a Maine, llevándome consigo, de regreso al lugar donde se había criado. Hasta su fallecimiento, cuando yo aún era un estudiante universitario, se negó a entrar en detalles sobre los sucesos que llevaron a la muerte de mi padre. Se refugió en sí misma, y dentro de ella sólo encontró el cáncer que le quitaría la vida, colonizando poco a poco las células de su cuerpo como malos recuerdos que anulan los buenos. Ahora me pregunto cuánto tiempo llevaba el cáncer esperándola, si una grave herida emocional pudo haber desencadenado esa reacción física, con lo que se vio traicionada en dos frentes: por su marido y por su propio cuerpo. En tal caso, el cáncer inició su labor en los meses anteriores a mi nacimiento. A mi manera, fui el estímulo en igual medida que los actos de mi padre, ya que lo uno fue consecuencia de lo otro.

La casa apenas había cambiado, si bien los desconchones en la pintura, la mugre en las ventanas superiores y las tejas de madera rotas como dientes astillados y oscuros revelaban cierto grado de abandono. Era de un gris más tenue que cuando yo vivía allí, pero el jardín seguía sin vallar, igual que en las viviendas contiguas. Una mosquitera cubría ahora todo el porche, y en él una mecedora y un canapé de ratán, ambos sin cojines, miraban a la calle. Los marcos de las ventanas y la puerta ya no estaban pintados de blanco sino de negro y ahora en los arriates donde antes crecían flores primorosamente cuidadas sólo había césped, que asomaba débil y disperso entre los montones de nieve helada. Aun así, aquél era claramente el lugar donde me crié. Se movió una cortina en lo que antes era el salón y vi a un anciano mirarme con curiosidad. Bajé el mentón en reconocimiento de su presencia y él retrocedió entre las sombras.

Encima de la puerta de entrada había una ventana doble, con un cristal roto, remendado con cartón, y allí detrás, en otro tiempo, un niño se sentaba a contemplar el pueblo que constituía su mundo. Algo de mí mismo se quedó en esa habitación al morir mi padre, cierto grado de inocencia, quizás, o el último vestigio de la infancia. Me fue arrebatado con el sonido de un disparo, que me obligó a despojarme de aquello como de una piel de reptil, o el capullo de una crisálida. Casi me parecía verlo, a ese pequeño fantasma: una silueta de cabello oscuro y ojos entornados, demasiado introspectivo para su edad, demasiado solitario. Tenía amigos, pero nunca superó la sensación de que molestaba al presentarse en sus casas, y de que ellos jugaban con él o lo invitaban a ver la televisión como si le hicieran un favor. Le resultaba más fácil cuando, en verano, salían en pandilla, para jugar al softball en el parque, o al fútbol si Danny Yates -la única persona a quien yo conocía que seguía con entusiasmo lo que sucedía en el Cosmos y recibía la revista Shoot!, que le enviaba un tío suyo, miembro de las fuerzas aéreas destinado en Inglaterra- había vuelto de los campamentos o no se había marchado aún. Danny tenía un par de años más que el resto, y los demás respetaban su opinión en casi todo.

Me pregunté qué habría sido de aquellos antiguos amigos (entre los cuales no se incluía ningún negro, porque Pearl River era un pueblo de blancos, y sólo nos cruzábamos con niños negros en los campeonatos interescolares). Perdí el contacto con ellos al marcharme a Maine, pero era probable que algunos aún vivieran allí. Al fin y al cabo, Pearl River -con estructura de clan, ferozmente protector con los suyos- era la clase de pueblo que retenía a la gente durante generaciones. Bobby Gretton vivía en la otra acera, dos puertas más abajo. Sus padres sólo tenían Chevrolets y conservaban cada coche un máximo de dos años antes de cambiarlo por un modelo nuevo. Miré a mi izquierda y vi un Chevrolet Uplander marrón en el camino de acceso de lo que siempre había sido la casa de los Gretton. En el parachoques trasero llevaba una pegatina descolorida de la campaña presidencial de 2008, en apoyo a Obama, y al lado una cinta amarilla. Tenía el indicativo de veterano de guerra en la matrícula. Ése era, sin duda, el coche del señor Gretton.

Por efecto de una nube que pasaba, la luz cambió en la ventana de mi antigua habitación creándose en el interior una impresión de movimiento, y volví a sentir la presencia del niño que fui en otro tiempo. Allí estaba sentado, con la esperanza de ver llegar a su padre, o quizá de vislumbrar a Carrie Gottlieb, que vivía en la acera de enfrente. Carrie tenía tres años más que él, y en general se la consideraba la chica más guapa de Pearl River, aunque había quienes sostenían por lo bajo que ella eso también lo sabía y que, por el mero hecho de saberlo, resultaba menos atractiva y tratable que otras jóvenes sin tanto encanto natural pero más discretas. Tales cuchicheos traían sin cuidado al chico. Traían sin cuidado a la mayoría de los chicos del pueblo. Era precisamente la distancia que interponía Carrie Gottlieb, la sensación de que iba por la vida caminando sobre pedestales erigidos en exclusiva para ella, la razón por la que era tan deseable. De haberse mostrado más cercana y menos segura de sí misma, no habría despertado tanto interés.

Carrie se marchó a la ciudad para ser modelo. Su madre contaba, al menos a todo aquel que se quedaba quieto el tiempo suficiente, que Carrie estaba destinada a adornar las páginas centrales de las revistas de moda y las pantallas de televisión, pero en los meses y años posteriores no aparecieron tales imágenes de Carrie, y con el tiempo la mujer dejó de hablar de su hija en esos términos. Cuando otros le preguntaban por Carrie (normalmente con un brillo en la mirada, percibiendo sangre en el agua), ella contestaba «Bien, bien», con una sonrisa un tanto tensa, y acto seguido cambiaba de tema y llevaba la conversación a terreno más seguro o, si su interlocutor insistía, sencillamente se marchaba. A su debido tiempo, supe que Carrie había regresado a Pearl River y conseguido un empleo de acomodadora en un bar y restaurante del pueblo, para ascender finalmente a encargada después de casarse con el dueño. Seguía siendo guapa, pero la ciudad le había pasado factura, y su sonrisa reflejaba menos seguridad que antes. Con todo, había regresado a Pearl River y sobrellevaba la frustración de sus sueños con cierta elegancia. La gente la admiraba por ello, y quizá por ese mismo motivo despertaba mayor simpatía. Carrie era uno de ellos, y estaba en su pueblo, y cuando iba a Franklin Avenue a ver a sus padres, el fantasma de un niño la veía y sonreía.

Mi padre no era un hombre corpulento en comparación con algunos de sus compañeros. Apenas alcanzaba la estatura mínima obligatoria para incorporarse al Departamento de Policía de Nueva York y era de constitución menos robusta que los demás. Sin embargo, para mí, en la infancia, era una figura imponente, sobre todo vestido de uniforme, con la Smith & Wesson de diez centímetros prendida del cinturón y los botones resplandecientes en contraste con la tela de color azul oscuro.

– ¿Qué serás de mayor? -me preguntaba.

Yo siempre respondía:

– Policía.

– ¿Y qué clase de policía serás?

– Un policía de Nueva York. ¡D! ¡P! ¡N! ¡Y!

– ¿Y qué clase de policía de Nueva York serás?

– Uno bueno. El mejor.

Y mi padre me alborotaba el pelo, la otra cara del ligero pescozón que recibía cuando mi comportamiento le disgustaba. Jamás una bofetada, jamás un puñetazo: bastaba un pescozón con la palma de su mano encallecida, el aviso de que me había pasado de la raya. A veces venían después otros castigos: la prohibición de salir de casa, la retirada de una o dos semanadas, pero el pescozón era la señal de peligro. Era una advertencia concluyente, y la única clase de violencia física, por leve que fuera, que yo relacioné con mi padre hasta el día de la muerte de los dos adolescentes.

Algunos de mis amigos, rebelándose contra un pueblo donde vivían rodeados de policías, se andaban con cautela ante mi padre. Frankie Murrow en concreto se replegaba en sí mismo como un caracol asustado siempre que aparecía mi padre. El suyo era guardia de seguridad en unas galerías comerciales, así que quizás esa reacción tuviese algo que ver con los uniformes y los hombres que los llevaban. El padre de Frankie era un gilipollas, y quizá Frankie simplemente daba por supuesto que los otros hombres que vestían uniforme y protegían cosas eran también gilipollas. En cierta ocasión, cuando Frankie tenía siete años, su padre le preguntó si era marica porque él le cogió la mano para cruzar la calle. El señor Murrow era un «cabrón de tomo y lomo», dijo una vez mi padre. El señor Murrow detestaba a los negros, a los judíos y a los hispanos, y siempre tenía a punto una sarta de palabras despectivas para cada uno de ellos. Pero también detestaba a la mayoría de los blancos, así que no podía decirse que fuera racista. Sencillamente lo suyo era detestar.

A los catorce años, Frankie Murrow fue a parar a un reformatorio por provocar un incendio. Pegó fuego a su propia casa mientras su padre estaba en el trabajo. Calculó bastante bien el momento, con la idea de que el señor Murrow doblase la esquina de su calle justo cuando los coches de bomberos aparecían detrás de él. Sentado en la tapia de la casa de enfrente, Frankie observaba las llamas elevarse, riendo y llorando a la vez.

Mi padre no bebía demasiado. No necesitaba el alcohol para relajarse. Era el hombre más tranquilo que yo conocía, motivo por el que costaba entender la relación entre él y su compañero de ronda y mejor amigo, Jimmy Gallagher. Éste, que siempre ocupaba un puesto cerca de la cabecera en el desfile del día de San Patricio, que llevaba en las venas sangre de color verde irlandés y azul policía, se deshacía en sonrisas y daba puñetazos en broma, o en broma relativamente. Medía ocho o diez centímetros más que mi padre y era también más ancho de hombros. Cuando Jimmy venía a casa y se colocaban uno al lado del otro, mi padre parecía un poco avergonzado, como si se sintiese un tanto deficiente en comparación con su amigo. Jimmy daba un beso y un abrazo a mi madre en cuanto llegaba, el único hombre, aparte de su marido, que se permitía tales confianzas, y luego se volvía hacia mí.

– Helo ahí -decía-. He ahí al hombre.

Jimmy no estaba casado. Según él, no había conocido a la mujer adecuada, pero había tenido el placer de conocer a muchas de las inadecuadas. Era un chiste viejo y lo repetía a menudo, pero mis padres siempre se reían, pese a saber que era mentira. A Jimmy Gallagher no le interesaban las mujeres, cosa que yo tardaría muchos años en entender. He pensado muchas veces en lo difícil que debió de ser para él salvar las apariencias durante tantos años, coquetear con mujeres para no verse excluido. Jimmy Gallagher, que preparaba las pizzas caseras más extraordinarias, que era capaz de guisar un banquete digno de un rey (o eso había oído yo decir a mi padre en una conversación con mi madre), pero que cuando organizaba una partida de póquer en su casa o invitaba a los amigos a ver un partido (porque Jimmy, siendo soltero, siempre podía permitirse los televisores mejores y más modernos), les daba de comer nachos y cerveza, patatas fritas y platos precocinados o, si el tiempo acompañaba, asaba unos filetes y unas hamburguesas en la barbacoa. Y yo tenía la impresión, ya entonces, de que si bien mi padre podía hablar con mi madre de las secretas habilidades culinarias de Jimmy, nunca dejaba caer tales alusiones a la ligera delante de sus compañeros del departamento.

Jimmy me cogía de la mano y me la apretaba sólo un poco más de la cuenta, probando su fuerza. Yo había aprendido a permanecer impertérrito en esas circunstancias, porque si hacía una mueca, Jimmy decía: «Uy, aún tiene que comer muchas sopas», y cabeceaba con un gesto de fingida decepción. En cambio, si no me inmutaba y le devolvía el apretón como buenamente podía, Jimmy sonreía y me daba un dólar, con la advertencia: «Pero no te lo gastes todo en bebida, ¿eh?».

No me lo gastaba todo en bebida. De hecho, hasta los quince años no gasté nada en bebida. Me lo gastaba en chuches y tebeos, o lo ahorraba para las vacaciones de verano en Maine, cuando íbamos a casa de mi abuelo en Scarborough y una vez allí me llevaban a Old Orchard Beach, donde me dejaban a mis anchas en las atracciones de la feria. Sin embargo, cuando me hice mayor, la bebida se convirtió en una opción más atractiva. El hermano de Carrie Gottlieb, Phil, que trabajaba para el ferrocarril y, según la opinión generalizada, poseía una inteligencia por debajo de lo normal, estaba dispuesto a comprar cerveza para los menores de edad a cambio de una botella gratis para él por cada seis. Una tarde, dos amigos míos y yo hicimos un fondo común para un par de paquetes de seis botellas de PBR, que Phil pasó a recoger por la tienda para nosotros, y otra noche nos bebimos la mayor parte en el bosque. No me gustó tanto el sabor como el escalofrío de placer que experimenté al quebrantar la ley y, a la vez, una norma de la casa, ya que mi padre había dejado muy claro que nada de bebida hasta que él diese el visto bueno. Como los jóvenes de todo el mundo, yo interpreté que esta y otras normas hacían referencia sólo a las cosas de las que se enteraba mi padre; si no se enteraba, no podían tener ninguna importancia para él.

Por desgracia, me llevé a casa una de las botellas y la escondí en el fondo de mi armario para uso futuro, y allí fue donde la encontró mi madre. Eso me valió un pescozón, me prohibieron salir de casa y, para colmo, me vi obligado a hacer un involuntario voto de pobreza durante un mes como mínimo. Esa tarde, que era domingo, Jimmy Gallagher se pasó por casa. Era su cumpleaños, y él y mi padre se iban a dar una vuelta por la ciudad, como siempre hacían cuando uno de ellos celebraba el paso de un año más sin haber sido víctimas de un balazo, una puñalada, una paliza o un atropello. Me sonrió con expresión burlona y un billete de dólar entre los dedos índice y medio de la mano derecha.

– Después de tantos años -dijo-, y ni caso.

Y yo, malhumorado, le contesté:

– Sí que te he hecho caso. No me lo he gastado todo en bebida.

Ni siquiera mi padre pudo contener la risa.

Pero Jimmy no me dio el dólar, y después de eso nunca más volvió a darme dinero. No tuvo ocasión. Seis meses después mi padre había muerto, y Jimmy Gallagher dejó de venir a casa con billetes de un dólar en la mano.

Después de los homicidios interrogaron a mi padre, porque él admitió su implicación de inmediato. Lo trataron solidariamente, intentando comprender qué había ocurrido para poder minimizar los daños. Acabó en el Departamento de Policía de Orangetown, ya que el caso correspondía a la policía local. Intervino también el Departamento de Asuntos Internos, así como un investigador de la fiscalía del condado de Rockland, un policía retirado de Nueva York que sabía cómo se hacían esas cosas y que calmaría los ánimos de los lugareños antes de asumir la investigación.

Mi padre llamó a mi madre poco después de quedar bajo custodia policial y le contó lo que había hecho. Luego, un par de agentes locales hicieron una visita de cortesía a la casa, uno de ellos era un sobrino de Jimmy Gallagher que trabajaba en Orangetown. Unas horas antes, esa misma tarde, el sobrino de Jimmy, cuando ni siquiera estaba aún de servicio, había venido a casa con su ropa de calle y se había sentado en la cocina. Llevaba una pistola al cinto. Mi madre y él actuaron como si fuera una visita normal y corriente, pero él se quedó demasiado tiempo para eso, y yo vi la tensión en el rostro de mi madre mientras le servía un café y un trozo de tarta, que él dejó casi intactos. Después, al verlo de nuevo en casa, esta vez de uniforme, comprendí que su presencia un rato antes guardaba relación con los homicidios, pero yo desconocía aún en qué consistía esa relación.

El sobrino de Jimmy le confirmó a mi madre todo lo que había sucedido, o parecía haber sucedido, en el descampado no muy lejos de la casa, sin mencionar en ningún momento la circunstancia de que era su segunda visita a la casa esa tarde. Ella deseaba reunirse con su marido, ofrecerle apoyo, pero él insistió en que no serviría de nada. El interrogatorio se prolongaría aún durante un tiempo, y luego probablemente mi padre sería suspendido de sueldo en espera del resultado de la investigación. Volvería a casa pronto, le prometió. «Tú quédate aquí. Vigila al chico. No le expliques nada todavía. La decisión es tuya, pero, compréndelo, quizá lo mejor sea esperar a que sepamos algo más…»

La oí llorar después de la llamada de mi padre, y bajé a su lado. Me detuve ante mi madre, en pijama, y dije:

– ¿Qué pasa, mamá? ¿Ha ocurrido algo?

Ella me miró, y por un momento tuve la certeza de que no me reconocía. Estaba alterada, en estado de shock. Los actos de mi padre habían anulado su capacidad de reacción hasta tal punto que yo le parecía un desconocido. Sólo eso podía explicar la frialdad de su mirada, la distancia que puso entre nosotros, como si el aire se hubiera congelado, separándonos. Yo ya había visto esa expresión en su cara antes, pero sólo en aquellas ocasiones en que, después de comportarme de un modo espantoso, ella era incapaz de articular palabra: cuando robé dinero de su hucha de la cocina, o cuando, en un intento frustrado de construir un trineo para mi Madelman, destruí una bandeja heredada de su abuela.

Creí ver una acusación en su mirada.

– ¿Mamá? -repetí, ahora con incertidumbre, asustado-. ¿Le ha pasado algo a papá? ¿Está bien?

Y ella reunió fuerzas para asentir, mordiéndose el labio inferior con tal fuerza que, cuando habló, vi sangre sobre el esmalte blanco de sus dientes. -Está bien. Ha habido un tiroteo.

– ¿Lo han herido?

– No, pero unas personas…, unas personas han muerto. Ahora están hablando con tu padre sobre lo ocurrido.

– ¿Les ha disparado papá?

Pero ella no tenía intención de contar nada más.

– Vuelve a acostarte -ordenó-. Por favor.

Obedecí, pero no pude conciliar el sueño. Mi padre, el hombre que a lo sumo era capaz de darme un pescozón, había desenfundado su pistola y matado a alguien. Yo estaba seguro de eso.

Me pregunté si mi padre estaría metido en algún aprieto debido a ello.

Al final lo pusieron en libertad. Dos matones de Asuntos Internos lo acompañaron a casa y se quedaron sentados fuera leyendo el periódico. Yo los observé desde mi ventana. Al recorrer el camino de entrada, mi padre aparentaba más edad y se lo veía encogido. No se había afeitado. Alzó la vista y me vio en la ventana. Me saludó con la mano e intentó sonreír. Yo le devolví el gesto antes de salir de mi habitación, pero no sonreí.

Cuando bajé sigilosamente hasta media escalera, mi padre estrechaba a mi madre entre los brazos mientras ella lloraba contra su pecho, y le oí decir:

– Él nos dijo que podían venir.

– ¿Cómo es posible? -preguntó mi madre-. ¿Cómo han podido ser las mismas personas?

– No lo sé, pero así ha sido. Los he visto. He oído lo que han dicho.

Mi madre se echó a llorar otra vez, pero el tono de su llanto había cambiado: ahora era un lamento agudo, el sonido de alguien al venirse abajo. Era como si una presa hubiese reventado dentro de ella y todo lo que había permanecido oculto escapase a raudales por la grieta, arrastrando, en medio de una avalancha de dolor y violencia, lo que antes había sido su vida. Más tarde yo me preguntaría si, en caso de haber conseguido mantenerse entera, habría podido impedir lo que ocurrió después, pero estaba tan atrapada en sus propias penas que no fue capaz de ver que su marido, al matar a aquellos dos jóvenes, había destruido simultáneamente algo esencial para su propia existencia. Había asesinado a un par de adolescentes desarmados y, pese a lo que le había contado a ella, no sabía muy bien por qué; eso, o era incapaz de vivir con la posibilidad de que eso que le había dicho fuera verdad. Estaba cansado, extenuado como nunca antes. Deseaba dormir. Deseaba dormir y no volver a despertar.

Advirtieron mi presencia, y mi padre apartó el brazo derecho de mi madre y me acogió también a mí. Permanecimos así durante un minuto, hasta que mi padre nos dio a los dos unas palmadas en la espalda.

– Vamos -dijo-, no podemos quedarnos así todo el día.

– ¿Tienes hambre? -preguntó mi madre, enjugándose los ojos con el delantal. Ahora ya no se percibía emoción en su voz, como si, después de dar rienda suelta al dolor, no le quedase ya nada por ofrecer.

– Sí. No me vendrían mal unos huevos. Beicon y huevos. ¿A ti te apetecen unos huevos con beicon, Charlie?

Asentí, pese a que no tenía apetito. Deseaba estar cerca de mi padre.

– Deberías ducharte, cambiarte de ropa -dijo mi madre.

– Eso haré. Sólo tengo que resolver una cosa más antes. Tú encárgate de esos huevos.

– ¿Tostadas?

– Unas tostadas, sí, bien. De pan blanco, si hay.

Mi madre empezó a trajinar en la cocina. Cuando ella estaba de espaldas a nosotros, mi padre me dio un apretón en el hombro y dijo:

– No pasará nada, ¿entendido? Ahora ayuda a tu madre. Asegúrate de que está bien.

Nos dejó. La puerta de atrás se abrió y volvió a cerrarse. Mi madre se quedó inmóvil y aguzó el oído, como un perro que percibe una alteración, y luego volvió a centrar la atención en el aceite de la sartén.

Acababa de cascar el primer huevo cuando oímos el disparo.

3

Al desplazarse las nubes ante el sol se produjo un cambio de luz rápido y desconcertante, la luminosidad se apagó en un abrir y cerrar de ojos para dar paso a un crepúsculo invernal, anticipo de la oscuridad aún mayor que pronto lo envolvería todo. La puerta de entrada se abrió y el anciano apareció en el umbral. Llevaba un chaquetón con capucha, pero aún iba en zapatillas de andar por casa. Al trote, recorrió el camino y se detuvo en el límite de su jardín, las puntas de los pies en el borde del césped, como si la acera fuese una masa de agua y él temiese caerse de la orilla.

– ¿Puedo ayudarle en algo, hijo? -preguntó.

Hijo.

Crucé la calle. Él se puso un poco tenso, como si de pronto dudara si había hecho bien encarándose así con un desconocido. Se miró las zapatillas, pensando tal vez que debería haberse detenido a ponerse las botas. Calzado, se habría sentido menos vulnerable.

De cerca, vi que contaba al menos setenta años; era menudo, de aspecto frágil y, sin embargo, poseía fuerza interior y aplomo suficientes para salirle al paso a un desconocido que acechaba su vivienda. Hombres más jóvenes que él habrían avisado a la policía sin más. Tenía los ojos castaños y legañosos, la tez relativamente tersa para su edad, sobre todo en torno a las cuencas de los ojos y los pómulos, como si la piel, en lugar de aflojarse, se le hubiese encogido en torno al cráneo.

– Yo viví aquí, en esta casa -dije.

Parte de su cautela se disipó.

– ¿Es usted hijo de los Harrington? -preguntó, entornando los ojos como si tratase de identificarme.

– No, no.

Ni siquiera sabía quiénes eran los Harrington. Al marcharnos nosotros, compraron la propiedad los Bildner, una pareja joven con una hija recién nacida. Pero, claro está, hacía más de un cuarto de siglo que no veía la casa. No tenía la menor idea de cuántas veces había cambiado de manos a lo largo de los años.

– Ya. ¿Y entonces cómo se llama hijo?

Y cada vez que pronunciaba esa palabra yo oía el eco de la voz de mi padre.

– Parker, Charlie Parker.

– Parker -repitió él, masticando la palabra como si fuera un trozo de carne. Parpadeó tres veces en rápida sucesión y tensó la boca en una mueca-. Sí, ya sé quién es. Yo me llamo Asa, Asa Durand.

Me tendió la mano y se la estreché.

– ¿Cuánto hace que vive aquí?

– Doce años, poco más o menos. Los Harrington vivieron en la casa antes que nosotros, pero la vendieron y se mudaron a Dakota, no sé si del Norte o del Sur. Pero supongo que da igual tratándose de Dakota.

– ¿Ha estado usted en Dakota?

– ¿En cuál?

– Cualquiera.

Sonrió con picardía y vi claramente al joven atrapado ahora en el cuerpo de un viejo.

– ¿Qué se me ha perdido a mí en Dakota? -preguntó-. ¿Quiere entrar?

Me oí a mí mismo pronunciar las palabras incluso antes de darme cuenta de que ésa era mi decisión.

– Sí -contesté-, si no es mucha molestia.

– Nada más lejos. Mi mujer no tardará en llegar. Los domingos por la tarde juega al bridge y yo preparo la cena. Si tiene hambre, puede quedarse a comer con nosotros. Hay estofado. Los domingos siempre hay estofado. Es lo único que sé hacer.

– No, pero gracias por el ofrecimiento.

Recorrí con él el camino de acceso. Durand arrastraba un poco la pierna izquierda.

– ¿Qué recibe a cambio de preparar la cena, si no es indiscreción?

– Una vida más fácil -respondió-. Dormir en mi cama sin miedo a la muerte por asfixia. -Asomó otra vez la sonrisa, amable y cálida-. Y a ella le gusta mi estofado, y a mí me gusta que a ella le guste.

Llegamos a la puerta. Durand me precedió y la mantuvo abierta para dejarme pasar. Yo me detuve en el umbral un momento. Luego entré y él cerró la puerta a mis espaldas. En el pasillo percibí más claridad de la que recordaba. Ahora estaba pintado de amarillo, con las molduras blancas. Cuando yo vivía allí, el pasillo era rojo. A la derecha estaba el comedor para ocasiones formales, con una mesa y sillas de caoba no muy distintas de las nuestras. A la izquierda se encontraba el salón. Un televisor de pantalla plana de alta definición ocupaba el lugar donde nosotros teníamos el viejo Zenith en los tiempos en que el vídeo aún era una novedad y las cadenas de televisión habían establecido un horario de programación familiar para proteger a los más pequeños del sexo y la violencia. ¿Cuándo fue eso? ¿En 1974, 1975? Ya no me acordaba.

El tabique entre la cocina y el salón había desaparecido. Lo habían echado abajo para crear un único espacio de planta abierta, de modo que la pequeña cocina de mi infancia, con su mesa para cuatro, ya no estaba.

Imaginé a mi madre en ese nuevo espacio.

– ¿La nota muy cambiada? -preguntó Durand.

– Sí. Todo esto es distinto.

– Lo hicieron los anteriores dueños. No los Harrington, los Bildner. Ellos le compraron la casa a su familia, ¿no?

– Exacto.

– Estuvo desocupada durante un tiempo. Un par de años. -Apartó la mirada, preocupado ante el nuevo derrotero de la conversación-. ¿Le apetece tomar algo? Hay cerveza, si quiere. Yo ya no bebo apenas. Me cae como agua por una cañería. Apenas entra por un extremo sale por el otro. Y después tengo que echar una siesta.

– Para mí aún es un poco temprano. Pero acepto una taza de café si no tengo que tomarla solo.

– Café sí podemos tomar. Al menos no tendré que hacer una siesta después.

Encendió la cafetera y tomó un par de tazas y cucharillas.

– ¿Le importaría si echo un vistazo a mi antigua habitación? -pregunté-. Es la pequeña en la parte delantera, la del cristal roto.

Durand, un tanto incómodo, volvió a hacer una mueca.

– Ese maldito cristal. Lo rompieron unos niños jugando al béisbol, y no he encontrado el momento de arreglarlo. Por otra parte…, en fin, usamos esa habitación poco más que de trastero. Está llena de cajas.

– Da igual. Me gustaría verla de todos modos.

Asintió y subimos. Me detuve en la puerta de mi antigua habitación, pero no entré. Como Durand había dicho, contenía una montaña de cajas, carpetas, libros y antiguos electrodomésticos que ahora acumulaban polvo.

– Soy de los que no tiran nada -explicó Durand en tono de disculpa-. Todo eso aún funciona. No pierdo la esperanza de que un día venga alguien que lo necesite y me lo quite de encima.

Mientras me hallaba allí de pie, las cajas desaparecieron evaporándose junto con la chatarra y los libros y las carpetas. Quedó sólo una habitación con moqueta gris; las paredes blancas cubiertas de fotografías y pósteres; un armario con un espejo en la puerta en el que me veía reflejado; un hombre de más de cuarenta años, con el pelo algo canoso y los ojos oscuros; estantes llenos de libros, minuciosamente ordenados por autor; una mesilla de noche con un despertador digital, el no va más de la tecnología del momento, indicando las 12:54.

Y la detonación procedente del garaje detrás de la casa. Por la ventana vi a hombres correr…

– ¿Está usted bien, señor Parker?

Durand me tocó el brazo con delicadeza. Intenté hablar, pero no pude.

– ¿Por qué no bajamos? Le prepararé ese café.

Y la figura en el espejo se convirtió en el fantasma del niño que fui en otro tiempo, y lo miré a los ojos hasta que se desvaneció lentamente y desapareció por completo.

Durand y yo nos sentamos en la cocina. Por la ventana vi un bosquecillo de abedules donde antes estaba el garaje. Durand siguió mi mirada.

– Sé lo que pasó -dijo-. Terrible.

En la cocina flotaba el aroma a estofado. Olía bien.

– Sí, lo fue.

– Lo echaron abajo, el garaje.

– ¿Quiénes?

– Los Harrington. Me lo contaron los vecinos, los señores Rosetti, que debieron de llegar al barrio un par de años después de marcharse ustedes.

– ¿Por qué lo echaron abajo? -Pero al hacer la pregunta ya supe la respuesta. Lo que me sorprendía era que hubiese permanecido en pie tanto tiempo.

– Hay quienes piensan, supongo, que cuando algo malo ocurre en un sitio, el eco permanece -explicó Durand-. Yo no sé si es verdad o no. Personalmente soy poco sensible a esas cosas. Mi mujer cree en los ángeles. -Señaló una figura alada envuelta en ropa vaporosa y suspendida de un gancho en la puerta de la cocina-. Pero para mí todos sus ángeles se parecen a Campanilla, y dudo mucho que ella misma distinga un ángel de un hada.

»En cualquier caso, a los hijos de los Harrington no les gustaba entrar en el garaje. La niña, la menor, se quejaba de lo mal que olía. La madre le dijo a la señora Rosetti que a veces olía…

Se calló y por tercera vez hizo una mueca. Parecía una reacción involuntaria ante todo aquello que lo incomodaba.

– No se preocupe -dije-. Siga, por favor.

– Según ella, allí olía como si se hubiese disparado un arma.

Los dos guardamos silencio un momento.

– ¿A qué ha venido, señor Parker?

– La verdad es que no sabría qué decirle. Creo que necesito respuesta a ciertas preguntas.

– Verá, llega un momento en la vida en que uno siente el impulso de escarbar en el pasado -dijo Durand-. Yo tomé por banda a mi madre antes de morir y la obligué a contarme toda la historia de la familia, todo lo que recordase. Quería conocerlo antes de que se fuera para siempre la única persona que podía aclararme las cosas, imagino, para entender aquello de lo que formé parte. Y eso es bueno, saber de dónde viene uno. Se lo transmite a los hijos, y así todos se sienten menos a la deriva en la vida, menos solos.

»Pero ciertas cuestiones es mejor dejarlas en el pasado. Sí, ya sé que los psiquiatras y los terapeutas le dirán lo contrario, pero se equivocan. No es necesario meter el dedo en todas las llagas, como tampoco hace falta reexaminar toda mala acción ni sacarla a la luz por la fuerza, caiga quien caiga. Es mejor dejar que cicatrice la herida, aun cuando no cicatrice del todo bien, o dejar enterradas las malas acciones, y recordar que, por poco que pueda evitarse, no conviene adentrarse en las tinieblas.

– Bueno, ésa es precisamente la cuestión: a veces las tinieblas no pueden evitarse.

Durand se tiró del labio.

– No, puede que no. ¿Y esto es el principio o el final?

– El principio.

– Tiene por delante un largo camino, pues.

– Eso me temo.

Oí abrirse la puerta de la calle. Entró una mujer menuda, con unos kilos de más y una permanente en el pelo plateado.

– Soy yo -anunció. Sin dirigir la vista hacia la cocina se quitó el abrigo, los guantes y la bufanda y se miró el pelo y la cara en el espejo del perchero-. ¡Qué bien huele! -comentó. Se volvió hacia la cocina y me vio.

– ¡Cielo santo!

– Tenemos visita, Elizabeth -dijo Durand, y me levanté cuando su mujer entró en la cocina-. Te presento al señor Parker -añadió-. Vivió en esta casa, de niño.

– Mucho gusto, señora Durand -saludé.

– Ah, usted es…

Se interrumpió al caer en la cuenta y vi asomar a su rostro las sucesivas emociones. Al final quedó fija en su semblante la que, sospeché, era su expresión por defecto: de amabilidad, teñida de esa tristeza que viene dada por la experiencia de toda una vida y la conciencia de que las cosas tocan a su fin.

– Bienvenido -se limitó a decir al cabo de un momento-. Siéntese, siéntese. ¿Se queda a cenar?

– No, no puedo. Tengo que seguir mi camino. Ya le he robado demasiado tiempo a su marido.

Pese a su educación y buen carácter naturales, advertí que sentía alivio.

– Si lo tiene ya decidido…

– Así es. Gracias.

Sin volver a sentarme, me puse el abrigo, y Durand me acompañó a la puerta.

– Le diré que antes, al verlo, he pensado que era usted otra persona, y no me refiero a un hijo de los Harrington. Pero sólo por un segundo, eh.

– ¿Con quién me ha confundido?

– Hará un par de meses vino por aquí un hombre, una tarde, hacia el anochecer. Hizo lo mismo que usted: miró la casa durante un rato, incluso llegó al extremo de entrar en el jardín para echar una ojeada a la parte de atrás, donde estaba antes el garaje. Eso no me gustó. Me armé de valor y salí a preguntarle qué pretendía. No he vuelto a verlo.

– ¿Cree que vigilaba la casa para entrar a robar?

– Fue lo primero que pensé, pero cuando le planté cara, respondió otra cosa. Aunque, claro, un ladrón tendría que ser más tonto que hecho de encargo para reconocer que vigila una casa con la intención de robar.

– ¿Y él qué dijo?

– «Cazar.» Eso contestó. Sólo esa palabra: «Cazar». ¿A qué se referiría?

– No lo sé, señor Durand -respondí, y él entornó los ojos como si sospechase que le mentía.

– Luego me preguntó si estaba enterado de lo que había ocurrido aquí, y yo dije que no sabía de qué hablaba, ante lo que contestó que tenía la impresión de que sí lo sabía. No me gustó el tono de su voz y le pedí que se marchara.

– ¿Recuerda cómo era?

– No muy bien. Llevaba un gorro de lana, calado, tapándole el pelo, y una bufanda alrededor del cuello y la barbilla. Esa tarde hacía frío, pero no tanto. Era más joven que usted. Tendría cerca de treinta años, quizás algo más. También era un poco más alto. Soy miope y no llevaba las gafas puestas. Siempre me las olvido por todas partes. Debería comprarme una cadena. -Se dio cuenta de que se iba por las ramas y retomó el hilo de la conversación-. Aparte de eso, apenas recuerdo nada de él, salvo que…

– ¿Qué?

– Me alegré de verlo marcharse, sólo eso. Me puso nervioso, y no únicamente porque estuviese en mi jardín, husmeando en mi propiedad. Noté algo en él. -Durand cabeceó-. No soy capaz de explicarlo. Pero sí puedo asegurarle que no era de por aquí, aunque no puedo precisar mucho más. No era de por aquí ni remotamente.

Recorrió el pueblo con la mirada, fijándose en los coches que circulaban por las calles, las luces de los bares y las tiendas cerca de la estación, las siluetas desdibujadas de las personas camino de sus casas y sus familias. Era la normalidad, y el hombre que se había plantado en su jardín era ajeno a aquello.

Había caído la noche. Las farolas proyectaban círculos de luz en la nieve helada, haciéndola brillar en la penumbra. Durand se estremeció.

– Ándese con cuidado, señor Parker -aconsejó.

Nos dimos la mano. Él se quedó en la puerta hasta que llegué a la acera. Entonces se despidió con un gesto y cerró la puerta. Alcé la vista hacia la ventana con el cristal roto, pero detrás no había nadie. La habitación estaba vacía. Lo que allí quedaba carecía de forma: el fantasma del niño estaba dentro de mí, donde siempre había estado.

4

Esa noche quedé para cenar con Ángel y Louis en el Wildwood BBQ, en Park Avenue, no lejos de Union Square. Fue difícil decidirse entre el Wildwood y el Blue Smoke de la calle Veintisiete, pero al final se impuso la novedad; la novedad y, para Louis, la perspectiva de comer unas alubias combinadas con un filete troceado. A Louis, cuando iba a un asador, le gustaba comer un suplemento de carne con casi todo, incluso con la gelatina. Si debía morir de un infarto, lo haría con estilo.

Eran mis mejores amigos, esos dos hombres, y aunque ambos habían matado, sólo a uno de ellos, a Louis, podía considerárselo un asesino nato. No los veía desde finales del año anterior, cuando se las ingeniaron para meterse en un aprieto en el norte del estado de Nueva York, y yo les seguí los pasos en un intento de ayudarlos. Aquello no acabó bien y nos habíamos mantenido a distancia desde entonces, no por la mala voluntad de nadie, sino porque a Louis le preocupaban las posibles consecuencias de lo ocurrido y no quería verme afectado por asociación. Pero ahora parecía tranquilo, dando por supuesto que ya había pasado lo peor, o tan tranquilo como Louis podía llegar a estar. En realidad era difícil saberlo. Al fin y al cabo, no podía decirse precisamente que cuando Louis reía, el mundo riese con él. Cuando Louis reía, el mundo tendía a volverse para ver quién se había caído y empalado en una estaca.

Ver a Ángel y Louis comer costillas siempre era un espectáculo entretenido, porque se producía una especie de inversión de papeles. Louis -alto, negro, vestido como un maniquí de tienda que de pronto ha decidido alzar el vuelo y buscar mejor alojamiento en otro sitio-engullía las costillas como quien, temiendo que le arrebaten el plato de un momento a otro, devora el mayor número posible en el menor tiempo posible. En cambio, Ángel, que era menudo y blanco, o «blancuzco», como él se complacía en decir, y parecía haber dormido con la ropa puesta -o mejor dicho, parecía que no sólo él sino también otras personas hubiesen dormido con esa misma ropa puesta-, mordisqueaba la comida casi con delicadeza, como haría un pajarillo si pudiese sostener una costilla entre sus uñas. Ellos bebían cerveza; yo, una copa de vino tinto.

– Vino tinto -observó Ángel-. En un asador. Oye, mira, somos gays, y ni siquiera nosotros tomamos vino tinto en un asador.

– En tal caso, supongo que si yo fuera gay, sería un homosexual más refinado que vosotros. A decir verdad, soy más refinado que vosotros a pesar de mi sexualidad.

– ¿No te las vas a comer? -preguntó Louis, señalando con la punta de una costilla, devorada casi por completo, la pequeña pila de huesos sin apenas carne de mi plato.

– No tengo tanto apetito -contesté-. Además, después de veros comer a vosotros empiezo a plantearme la posibilidad de hacerme vegetariano, o incluso de dejar de comer para siempre. Al menos en público, y desde luego en vuestra compañía.

– ¿Qué problema tienes con nosotros? -preguntó Ángel, adoptando un tono exageradamente ofendido.

– Tú comes como una viejecita; él, como si acabaran de desenterrarlo del hielo junto a un mamut.

– ¿Quieres que usemos cuchillo y tenedor?

– ¿Sabéis usarlos?

– No me tientes, Miss Buenos Modales. Aquí los cuchillos están muy afilados.

Louis terminó su última costilla, se limpió la cara con la servilleta y, dejando escapar un suspiro, se reclinó. Si su corazón hubiese sido capaz de suspirar de alivio, se habría oído un segundo suspiro como un eco del suyo.

– Menos mal que esta noche me he puesto los pantalones de buffet libre -comentó.

– Sí, desde luego, menos mal -convine-. Si te hubieras puesto los pantalones de siempre, me habrías sacado un ojo con un botón.

Enarcó una ceja.

– Lo siento -añadí-. Sigues siendo de una esbeltez juvenil.

Ángel pidió con una señal al camarero otra cerveza.

– ¿Vas a contárnoslo? -preguntó.

Ya estaban al corriente de la mayor parte. Yo había perdido la licencia de investigador privado en Maine, y mi abogada, Aimee Price, seguía luchando para que me la devolvieran, obstaculizada a cada paso por el sinfín de pegas que ponía la policía del estado y, al parecer, cierto inspector en particular, un tal Hansen. Según había podido concluir Aimee, la orden para retirarme la licencia había partido de las altas instancias, y Hansen no era más que el mensajero. Aún quedaba la opción de presentar una recusación ante los tribunales, pero Aimee dudaba de su utilidad. Por lo que se refería a la concesión de licencias, la policía del estado tenía la última palabra, y seguramente cualquier tribunal de Maine se dejaría guiar por su decisión.

También me habían retirado el permiso de armas, aunque ni mi abogada ni yo teníamos aún claro el carácter exacto de esa sanción. En un principio me habían ordenado entregar todas las armas en mi haber hasta que se conociera el resultado de lo que denominaron vagamente «unas indagaciones», asegurándome que sería sólo una medida temporal.

Había entregado mis armas de fuego registradas (y escondido las no registradas después de un soplo anónimo para avisarme de que la policía venía de camino con una orden judicial), que me devolvieron más tarde cuando se puso de manifiesto que la orden de entrega era de dudosa legalidad, y posiblemente contravenía la Segunda Enmienda. Menos abierta a discusión era la decisión de rescindirme el permiso para llevar un arma oculta en el estado de Maine, porque, en vista de mi conducta anterior, se me podía considerar una persona «peligrosa». Aimee también se ocupaba de eso, pero de momento un muro habría cedido antes que la policía del estado. Me estaban castigando, pero faltaba por ver cuánto se prolongaría el castigo.

En esos momentos trabajaba de encargado en el Great Lost Bear, un bar de Portland; no era un mal empleo y normalmente me exigía sólo cuatro días por semana, pero no era lo mío. Las fuerzas del orden locales no se compadecían demasiado de mis penosas circunstancias. No entendía cómo me había granjeado tantos enemigos, pero Aimee se tomó la molestia de explicármelo, y entonces todo me quedó un poco más claro.

Por raro que parezca, todo eso no me preocupaba tanto como quizá pensasen Hansen y sus superiores. Me había herido el orgullo, y mi abogada luchaba en mi nombre por una cuestión de principios, pero sobre todo porque no quería darles la impresión de que iba a rendirme sólo porque ellos lo dijeran. Sin embargo, en cierto modo me complacía no poder ejercer como detective privado: así me veía descargado de la obligación de ayudar a los demás y disponía de libertad. Si aceptaba un caso, aunque fuese de manera informal, seguramente acabaría en la cárcel. La policía del estado, con su actuación, me había autorizado a ser egoísta y concentrarme en mis propios intereses. Había tardado unos meses en decidir que eso era lo que haría.

Pese a lo que hubiera dicho el viejo Durand unas horas antes, yo no había decidido a la ligera ahondar en mi pasado e indagar en las circunstancias de la muerte de mi padre. Un hombre, un mal hombre que se hacía llamar Kushiel pero que era más conocido como el Coleccionista, me había susurrado al oído que mi familia tenía secretos, que mi grupo sanguíneo no podía ser resultado en modo alguno de la paternidad de mis supuestos progenitores. Durante un tiempo me resistí a afrontarlo. No quería creerlo. Acepté el empleo en el bar, sospecho, como una forma de huida. Sustituí mis obligaciones para con los clientes por mis obligaciones para con Dave Evans, uno de los propietarios del Bear y el hombre que me había ofrecido el puesto. Con el paso del tiempo, y la llegada de otro invierno más, me decidí.

Porque el Coleccionista no había mentido, no del todo. Los grupos sanguíneos no coincidían.

A comienzos del nuevo año empecé a plantear preguntas. En primer lugar intenté ponerme en contacto con aquellos que conocieron a mi padre, en concreto los policías que trabajaban con él. Unos habían muerto. Otros estaban ilocalizables desde su jubilación, como a veces sucede con quienes, una vez cumplido su periodo de servicio, sólo quieren cobrar la pensión y alejarse de todo. Pero conocía los nombres de los dos compañeros de mi padre a quienes había estado más unido, agentes de a pie que se habían graduado en la academia con él: Eddie Grace, un par de años mayor, y Jimmy Gallagher, el antiguo compañero de ronda y amigo más íntimo de mi padre. Mi madre a veces aludía con cierto cariño a mi padre y Jimmy como los «Chicos de los Cumpleaños», referencia a sus dos salidas nocturnas anuales por la ciudad. Ésas eran las únicas dos veces al año que mi padre pasaba fuera toda la noche y aparecía por fin poco antes de las doce de la mañana siguiente, entrando con sigilo, casi como si se disculpara, un poco desfallecido pero nunca mareado ni tambaleante, y dormía hasta el atardecer. Mi madre nunca hacía el menor comentario. Era una licencia que le consentía, y él era un hombre que se tomaba pocas licencias, o esa impresión tenía yo.

Y en cuanto a Jimmy Gallagher, no había vuelto a verlo desde poco después del funeral, una vez que vino a casa para interesarse por mi madre y por mí, y ella le dijo que tenía intención de marcharse de Pearl River y regresar a Maine. Mi madre me había mandado a la cama, pero ¿qué adolescente no se habría quedado escuchando en lo alto de la escalera, en busca de la información que, según creía, le ocultaban? Y oí decir a mi madre:

– ¿Tú qué sabías, Jimmy?

– ¿A qué te refieres?

– A todo: la chica, esa gente que vino. ¿Qué sabías?

– Sabía lo de la chica. En cuanto a los otros…

Casi lo vi encogerse de hombros.

– Will dijo que eran las mismas personas.

Jimmy tardó un momento en contestar. Por fin dijo:

– Eso es imposible, y tú lo sabes. Yo maté a una, y el otro murió meses antes. Los muertos no regresan, no así.

– Me lo susurró al oído, Jimmy. -Contenía las lágrimas, pero a duras penas-. Fue una de las últimas cosas que me dijo. Me aseguró que fueron ellos.

– Estaba asustado, Elaine, asustado por ti y por el chico.

– Pero él los mató, Jimmy. Los mató y ni siquiera iban armados.

– No sé por qué…

– Yo sí lo sé: quería detenerlos. Sabía que al final volverían. No necesitaban armas. Lo harían con sus propias manos si era necesario. Quizá…

– ¿Qué?

– Quizás incluso habrían preferido hacerlo con sus propias manos -concluyó.

Entonces se echó a llorar. Oí levantarse a Jimmy y supe que la abrazaba, ofreciéndole consuelo.

– Una cosa sí sé: te quería. Os quería a los dos, y lamentaba todo el daño que te había hecho. Creo que pasó dieciséis años intentando compensarte, pero no lo consiguió. No por ti, sino porque él mismo fue incapaz de perdonarse, así sin más. Sencillamente fue incapaz…

Los sollozos de mi madre eran ahora más intensos, y yo me di la vuelta y regresé con el mayor sigilo a mi habitación, desde donde contemplé la luna por la ventana, y Franklin Avenue, y los caminos que mi padre nunca volvería a recorrer.

El camarero se acercó a recoger nuestros platos. Pareció impresionado por el trabajo de demolición de Ángel y Louis con su comida y decepcionado en igual medida conmigo. Pedimos café y vimos que el local empezaba a vaciarse.

– ¿Podemos hacer algo? -preguntó Ángel.

– No. Creo que esto es cosa mía.

Debió de detectar que algo se agitaba en mi mente, algo cuyos movimientos se reflejaban en mi cara.

– ¿Qué te estás callando? -preguntó.

– Durand me contó que un hombre, de alrededor de treinta años, se acercó a su casa hace un par de meses. Lo sorprendió mientras fisgoneaba. Le llamó la atención y el hombre contestó que estaba «cazando».

– ¿En Pearl River? -dijo Ángel-. ¿Qué cazaba? ¿Duendes?

– Puede que no tuviera nada que ver contigo -intervino Louis.

– Es posible -concedí-. Pero le preguntó a Durand si sabía qué había ocurrido allí.

– Un buscador de emociones. Un turista de crímenes. Ya te has topado con gente así.

– Durand dijo que ese hombre lo puso nervioso, sólo eso; no logró explicarse la razón.

– Entonces poco puedes hacer, a menos que aparezca otra vez.

– Ya, un tipo de cerca de treinta años en Nueva York que pone nerviosa a la gente. No será difícil localizarlo. Joder, esa descripción abarca incluso a la mitad de la alineación titular de los Mets.

Pagamos la cuenta y nos adentramos en la noche.

– Llámanos cuando quieras -dijo Ángel-. Estaremos por aquí.

Pararon un taxi, y los vi alejarse hacia la parte alta de la ciudad. Cuando se perdieron de vista, regresé al restaurante y me senté a la barra para tomarme lentamente otra copa de vino. Pensé en el cazador y me pregunté si era a mí a quien pretendía dar caza.

Y parte de mí deseó que apareciese.

5

El Great Lost Bear era toda una institución en Portland. Ocupaba un local de Forrest Avenue, lejos de la principal ruta turística del Puerto Antiguo, que en su día había albergado un bar, el Bottom's Up. Antes tocaban allí semi big bands, grupos en trayectoria ascendente o descendente, o que habían llegado a un estancamiento en el que lo único importante era tener bolos más o menos bien pagados delante de un público razonablemente numeroso, y a ser posible que no empezara a lanzar botellas cada vez que se apartaban de los grandes éxitos para interpretar una canción nueva.

Los antiguos focos del escenario seguían en la zona destinada ahora al comedor y daba la impresión de que los comensales no eran más que un preludio de la actuación principal, o de que ellos mismos eran la actuación principal. Una panadería ocupaba la otra mitad del edificio, y a las once y media de la noche, cuando se servía la última ronda en el bar, el local se llenaba de olor a pan horneándose, cosa que provocaba en los clientes ataques de hambre cuando la cocina ya estaba cerrada.

En 1979 el bar cambió de manos y pasó a conocerse como el Grizzly Bear, hasta que una cadena de pizzerías de la Costa Oeste puso pegas al nombre y hubo que llamarlo Great Lost Bear, que en todo caso resultaba más evocador. El Bear se distinguía principalmente, aparte de por su cordialidad y la circunstancia de que servía comidas hasta muy tarde, por su surtido de cervezas: cincuenta y seis cervezas de barril a todas horas del día, a veces incluso sesenta. Pese a estar situado en una zona tranquila de la ciudad, no lejos del campus de la Universidad del Sur de Maine, se había labrado una notable fama a lo largo de los años, y ahora el verano, antes un periodo de inactividad, era la época de mayor afluencia.

Además de contar con la clientela del barrio, el Bear atraía a los aficionados a la cerveza, en su mayoría hombres, y hombres de cierta edad. No alborotaban, no incurrían en excesos, y casi todos se conformaban con hablar de lúpulos y toneles y cerveceras artesanales desconocidas de las que ni siquiera los camareros habían oído hablar. De hecho, cuanto más desconocidas eran, tanto mejor, ya que en el Bear se creaba una especie de competitividad entre determinado grupo de bebedores. De vez en cuando la aparición de una mujer podía distraerlos de la conversación durante un rato, pero siempre habría mujeres; en cambio, uno no siempre estaba sentado al lado de un hombre que había catado todas las cervezas de producción artesanal de Portland, Oregon, pero no sabía nada de Portland, Maine.

Yo era el encargado del Bear desde hacía unos cuatro meses. No andaba escaso de dinero, todavía no, pero me pareció oportuno buscar algún empleo mientras Aimee Price llevaba mi defensa. Tenía una hija que mantener, por más que la madre no me agobiase con los pagos. A veces me preguntaba si Rachel no habría preferido que me apartara de la vida de Sam por completo, pese a que nunca había hecho el menor comentario que me indujera a extraer tal conclusión. Me permitía visitar a Sam en Vermont siempre que quisiera, a condición de que la avisara con cierta antelación. Aun así, a veces sentía la necesidad de ver a Sam (y la verdad sea dicha, a Rachel, ya que aún quedaba algo pendiente entre nosotros) y viajaba a Burlington de improviso. Al margen de alguna que otra mirada de desaprobación por parte del padre de Rachel, ya que ella y Sam vivían en la casa contigua a la propiedad de sus padres, esas visitas improvisadas no habían causado hasta el momento fricciones entre nosotros.

Rachel y yo nos habíamos acostado un par de veces desde la separación, pero ninguno de los dos había planteado la posibilidad de reconciliarnos. Yo no creía que fuera posible, no de momento, pero no por eso iba a dejar de amarla. Así y todo, era una situación que no podía durar. Cada vez nos distanciábamos más. La relación se había acabado, pero ninguno de los dos lo había expresado con palabras.

Pasaba un poco de las cuatro de la tarde del jueves, y el Bear aún estaba tranquilo. Bueno, relativamente tranquilo. Había tres hombres sentados a la barra. Dos eran parroquianos, los arquetípicos personajes de Maine en invierno: botas gastadas, gorras de los Red Sox e incontables capas de ropa que habrían bastado para protegerse de los efectos de una segunda glaciación hasta que a alguien se le ocurriera abrir un bar en una caverna y empezar a producir cerveza otra vez. Se llamaban Scotty y Phil. Normalmente los acompañaba un tercer hombre, un tal Dan, también conocido como «Dan el Gran», «Danny el Niño» o, cuando él no estaba delante, «Dan el Patán», pero ese día en concreto Dan no había ido y ocupaba su lugar un hombre a quien no se consideraba parroquiano, pero parecía a punto de adquirir ese rango ahora que yo trabajaba allí.

Eso no era necesariamente motivo de satisfacción. Jackie Garner me caía bien. Era leal y valiente, y mantenía la boca cerrada acerca de las cosas que había hecho en mi nombre, pero algo suelto le bailaba en la cabeza cuando andaba, y yo tenía mis dudas respecto a su cordura. Era la única persona a quien conocía que, de forma voluntaria, había asistido a la academia militar en lugar de a un instituto normal porque le gustaba la idea de que le enseñaran a disparar, apuñalar y volar cosas. También era la única persona a quien conocía que había sido expulsada discretamente de la academia militar a causa de su excesivo entusiasmo por los disparos, las puñaladas y, muy en especial, las voladuras, entusiasmo que lo convertía en un individuo potencialmente letal tanto para sus camaradas como para sus enemigos. Al final, el ejército le encontró un puesto en sus filas, pero nunca consiguió controlarlo del todo, y no cuesta mucho imaginar el callado hurra de los militares estadounidenses cuando por fin Jackie fue considerado no apto para el servicio.

Peor aún, allí a donde Jackie iba, lo seguían normalmente los hermanos Fulci, Tony y Paulie, y al lado de los Fulci, dos búnkers de forma humana, Jackie parecía la madre Teresa. Hasta el momento no habían honrado el Bear con su presencia, pero era sólo cuestión de tiempo. Aun no sabía cómo explicarle a Dave que tendría que reforzar un par de sillas para ellos. Mucho me temía que en cuanto se enterase de que quizá los Fulci acabaran siendo clientes asiduos me despidiese; eso, o se proveería de un cargamento de armas y se prepararía para un asedio.

– ¿Dan no anda por aquí? -pregunté a Scotty.

– No, está otra vez ingresado. Cree que igual es esquizofrénico.

No me extrañaba. Seguro que era algo terminado en «ico», y esquizofrénico no era un mal punto de partida.

– ¿Sigue saliendo con aquella chica? -preguntó Phil.

– Bueno, una de sus personalidades, sí -contestó Scotty, y se echó a reír.

Phil arrugó el entrecejo. No era tan listo como Scotty. Nunca había votado porque, en su opinión, las máquinas eran demasiado complicadas. Uno de sus hermanos, aún menos dotado que él intelectual-mente, acabó en la cárcel después de escribir al reality show «Atrapar a un depredador» de Dateline NBC pidiendo que le concertaran una cita con una menor.

– Ya sabes cuál: la que no es muy lista -prosiguió Phil como si Scotty no hubiese hablado. Se detuvo a pensar por un momento-. Se llama Lia. Más tonta que una caja de donuts.

Estaba claro que el viejo proverbio sobre la gente que vivía en casas de cristal no había hecho mella en Phil: era la clase de individuo que arrojaría una piedra contra una pared de cristal y se sorprendería de que no rebotase.

– Ahí te quedas corto -dijo Scotty-. La chica se hizo un tatuaje en la cárcel y ni siquiera sabía escribir su nombre. Tres putas letras. ¿Tan difícil es? Ahora lleva «Lai» tatuado en el brazo y va por ahí diciendo a la gente que es medio hawaiana.

– ¿No estaba en una secta?

– Sí. Tampoco sabía escribir el nombre, o eso, o movió la mano mientras se lo hacían. Ahora tiene que llevar tapado el brazo izquierdo, sobre todo en la iglesia.

– En fin, tampoco es que Dan el Gran sea lo que se dice un buen partido -comentó Jackie-. Vive con su madre y duerme en una cama con forma de coche.

– Jackie -señalé-, tú también vives con tu madre.

– Ya, pero no duermo en una cama con forma de coche.

Los dejé con lo suyo, planteándome si no serían aquellos tres los primeros a quienes debía prohibir la entrada en el bar, y fui a ayudar a Gary Maser a almacenar las botellas de cerveza nacional. Había contratado a Gary poco después de ponerme al frente del bar, y trabajaba bien. Cuando acabamos y serví sendos cafés para él y para mí, por desgracia seguían allí Jackie, Phil y Scotty. Jackie leía algo del periódico en voz alta.

– Ya está otra vez aquel tío, el de Ogunquit, aquel al que abdujeron los alienígenas -explicó-. Ahora sale con que ya no puede encender la tele. Dice que los canales empiezan a cambiar solos sin que él toque el mando, y entonces le zumba la cabeza. -Jackie reflexionó un momento-. ¿Por qué será que estas cosas siempre pasan en Ogunquit?

– O en Fort Kent -añadió Scotty.

– Uy, sí, Fort Kent, no veas -coincidió Phil.

Los tres asintieron con un gesto de solemne conformidad. En la Costa Este corría la idea de que en ciertas zonas recónditas del norte de Maine la gente se volvía muy rara. Como Fort Kent se encontraba tan al norte, en el territorio que había justo antes de adoptar la nacionalidad canadiense, se deducía que sus habitantes eran la rareza personificada.

– Porque, a ver -prosiguió Jackie-, ¿qué se piensan esos alienígenas que van a averiguar metiéndole una sonda por el culo a un fulano de Ogunquit?

– Aparte de lo evidente -señaló Phil.

– Como, por ejemplo, que no conviene volver a hacerlo -comentó Scotty.

– Lo lógico sería que abdujesen a generales o a científicos nucleares -continuó Jackie-, y en cambio lo único que hacen, al parecer, es llevarse a tarados y paletos.

– Soldados de a pie -dijo Phil.

– Es la primera tanda -apuntó Scotty-. A ésos es a quienes los alienígenas tendrán que…, ya sabéis, someter.

– Pero ¿para qué la sonda? -preguntó Jackie-. ¿Qué sentido tiene?

– Igual alguien les ha tomado el pelo -aventuró Phil-. Algún venusiano les habrá dicho: «Sí, cuando vas y les metes una sonda por el culo, se encienden».

– O suena música -agregó Scotty.

– La verdad es que no me lo explico -concluyó Jackie.

En el otro extremo de la barra un hombre escribía rápidamente en un cuaderno. Me sonaba su cara, y pensé que tal vez había estado allí la semana anterior, aunque no era un cliente asiduo. Tenía cincuenta y tantos años y vestía una chaqueta de tweed marrón y camisa blanca con el cuello desabrochado. Llevaba el pelo corto, y envejecía bien o gastaba mucho dinero en Grecian. Un rato antes, al servirle, había percibido el aroma de un aftershave caro. Le quedaba un dedo de cerveza en el vaso. Me acerqué a él.

– ¿Le sirvo otra?

Cuando me vio aproximarme, cerró el cuaderno y consultó el reloj.

– No, gracias. Tráigame la cuenta.

Asentí y se la di.

– Un local agradable -comentó.

– Sí, lo es.

– ¿Trabaja aquí desde hace mucho?

– No. Ni siquiera estaría trabajando hoy si uno de los camareros habituales no se hubiese puesto enfermo.

– ¿Y qué hace aquí? ¿Es el encargado?

– Soy el encargado del bar.

– Ah. -Mordiéndose el labio inferior, pareció estudiarme por un momento-. En fin, ya me voy. Hasta la próxima.

– Eso -dije. Lo observé marcharse. Jackie advirtió mi expresión.

– ¿Pasa algo? -preguntó.

– Seguramente no.

Durante el resto de la velada no tuve tiempo para pensar en el desconocido. En el Bear, el jueves se organizaba siempre la noche de la cerveza artesanal, y se presentaba una en particular como la marca del día; esa noche habíamos elegido una pequeña cervecera llamada Andrew's Brewing Company, un negocio familiar de Lincolnville. Al cabo de unos minutos estábamos con el agua al cuello, y nos las vimos y nos las deseamos para no acabar desbordados. Dos fiestas de cumpleaños con gran número de invitados, uno de los grupos casi íntegramente masculino, el otro sólo femenino, llegaron al restaurante al mismo tiempo y en el transcurso de la noche empezaron a fundirse en un todo indiscernible de carnalidad alimentada por el alcohol. Rara vez quedaba más de un taburete libre en la barra y daba la impresión de que todo el mundo quería comer además de beber. Escasos de personal como andábamos, Gary y yo tuvimos que trabajar seis horas sin descanso. Ni siquiera recuerdo ver marcharse a Jackie; yo debía de estar cambiando un barril cuando él salió.

– Todavía estamos en febrero, ¿no? -preguntó Gary mientras preparaba unos margaritas para Sarah, una de las camareras de mesa habituales, que siempre llevaba un pañuelo en la cabeza, por lo cual era fácil localizarla en noches como ésa.

– Eso creo.

– Entonces, ¿de dónde demonios ha salido toda esta gente? Es febrero.

A eso de las diez y media las cosas se tranquilizaron un poco y dispusimos de un rato para reabastecernos y ocuparnos de nuestras bajas. Uno de los cocineros se había hecho un buen corte en la palma de la mano con un cuchillo y la herida necesitaba unos puntos. Ahora que reinaba una relativa calma en el Bear, podía ir él mismo en coche a urgencias. Aparte de eso, en la cocina la situación era la de siempre: unas cuantas quemaduras menores y los ánimos exaltados. Algo debo decir en favor de los cocineros: siempre proporcionaban entretenimiento. Los que trabajaban en el Bear eran mejores que la mayoría. Conocía a gente en el sector que dedicaba una considerable parte de su tiempo a sacar de la cárcel bajo fianza a sus cocineros, encontrarles sitio donde dormir cuando sus medias naranjas los ponían de patitas en la calle y, de vez en cuando, someterlos a palos sólo para mantenerlos bajo control.

Un grupo de policías de Portland se había apostado cerca de la puerta. Gary venía atendiéndolos la mayor parte de la noche. El Bear era un local muy frecuentado por las fuerzas del orden de la ciudad: había aparcamiento, la cerveza era buena, servía cenas hasta la hora de cierre y estaba a una distancia prudencial del Puerto Antiguo y de la jefatura de policía de Portland, suficiente para darles la sensación de hallarse fuera del alcance del radar. Quizá también los atraía su aspecto de búnker. El Bear no tenía muchas ventanas, y si se apagaban todas las luces, dentro quedaba oscuro como boca de lobo.

De pronto, mientras yo los observaba, el grupo de policías se dispersó un poco y una figura conocida se abrió paso hasta la barra. Yo pensaba que todos eran policías de Portland, pero me equivocaba. Al menos uno de ellos era del estado: Hansen, el inspector de la jefatura de Gray, quien se deleitaba más que nadie con mi situación. Tenía un aspecto saludable, los ojos más verdes que azules, el pelo muy negro y una permanente sombra en la cara después de años de afeitarse con maquinilla eléctrica. Como de costumbre, vestía mejor que el policía medio. Llevaba un traje azul marino de buen corte y una corbata azul turquesa. Una aguja de oro destellaba al reflejarse en ella las luces de encima de la barra.

Tomó asiento lejos del grupo principal y colocó su vaso casi vacío en la barra. Luego entrelazó las manos y aguardó a que me acercase. Dejé pasar un par de segundos y me resigné a tener que tratar con él.

– ¿Qué le pongo, inspector?

No contestó. Apretando los dientes inferiores contra los incisivos superiores tensó la mandíbula. Me pregunté cuánto habría bebido ya y decidí que seguramente no mucho. No parecía un hombre a quien le gustase perder el control.

– Me he enterado de que trabaja usted en este bar -dijo.

– Ha tardado lo suyo en dejarse caer por aquí.

– Esto no es una visita de cortesía.

– Ya lo supongo. Dudo mucho que la cortesía forme parte de su manera de ser.

Apartó la mirada con un ligero cabeceo: un hombre razonable ante otro que no lo era en absoluto.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó, abarcando el bar, la clientela, quizás el mundo entero, con un gesto de desdén.

– Ganarme la vida. Usted y sus compinches me apartaron de la profesión que elegí. He buscado otra temporalmente.

– ¿«Temporalmente»? ¿Eso cree? Ha llegado a mis oídos que su abogada está haciendo muchas llamadas en su nombre, a ver si tiene suerte. Y a usted le aconsejo que acumule muchas propinas. Esa mujer no trabaja de balde.

– Pues he aquí una oportunidad para contribuir a la causa: ¿quiere que le sirva otra, o le dejo que se la llene usted mismo de orina y vinagre?

Hansen se inclinó hacia mí. En ese momento vi que tenía los ojos un tanto vidriosos. O había bebido más de lo que pensaba, o resistía mal el alcohol.

– Éste es un bar de policías. ¿Acaso no tiene dignidad? Permite que buenos policías lo vean así, trabajando detrás de una barra. ¿Qué se propone? ¿Restregárselo por la cara?

Ésa era una pregunta que me había hecho yo mismo. Incluso Dave había dicho, al ofrecerme el empleo, que lo entendería si yo no aceptaba porque lo frecuentaban policías. Le contesté que me traía sin cuidado lo que pensara nadie, pero quizá Hansen había puesto el dedo más cerca de la llaga de lo que yo quería admitir. Había algo de testarudez en mi decisión de trabajar en el Bear. No estaba dispuesto a escapar después de lo sucedido. Era cierto que a algunos de los policías que venían al bar parecía incomodarlos mi presencia, y un par de ellos manifestaban abiertamente su desdén, pero eran hombres a quienes en todo caso yo nunca les había inspirado gran simpatía. En cuanto a los demás, la mayoría no representaba ningún problema, y algunos incluso me habían expresado su pesar por el trato que había recibido. Pero daba igual. De momento, las cosas estaban bien como estaban. El trabajo me dejaba el tiempo necesario para llevar a cabo lo que me había propuesto.

– ¿Sabe qué le digo, inspector? Si no lo conociera como lo conozco, juraría que se le empina cada vez que me ve. A lo mejor quiere que le presente a ciertas personas. Tal vez así aliviaría un poco esa tensión.

O podría usted poner un anuncio en el Phoenix. Allí hay muchos muriéndose por un hombre de uniforme todavía en el armario.

Hansen dejó escapar una risotada desprovista de humor, como un dardo venenoso lanzado con una cerbatana.

– Más le vale conservar ese ingenio tan mordaz -dijo-. Un hombre que vuelve a una casa vacía apestando a cerveza necesita algo de que reírse.

– No está vacía -repliqué-. Tengo un perro.

Alcancé su vaso. Suponiendo que bebía Andrew's Brown, le serví otra y se la puse delante.

– A cuenta de la casa -dije-. Nos gusta tener contentos a los buenos clientes.

– Bébasela usted -repuso él-. Nosotros ya hemos hecho aquí lo que teníamos que hacer.

Sacó la cartera del bolsillo y dejó un billete de veinte dólares.

– Quédese con el cambio. No le dará para mucho, pero en Nueva York aún le daría para menos. ¿Quiere explicarme qué fue a hacer allí?

No debería haberme sorprendido. En los últimos meses la policía de carretera me había dado el alto cinco veces. Ésa era la manera elegida para transmitirme el mensaje de que no me habían olvidado. Probablemente en mi último viaje a Nueva York, a la ida o a la vuelta, un policía me había reconocido en el Portland Jetport y había hecho una llamada. En el futuro tendría que andarme con más cuidado.

– Fui a ver a unos amigos.

– Eso me parece bien. Un hombre necesita amigos. Pero como me entere de que está trabajando en un caso, acabaré con usted.

Se dio la vuelta, se despidió de sus compañeros y se marchó del bar. Gary se acercó a mí cuando Hansen salió.

– ¿Todo en orden?

– Todo bien. -Le di los veinte-. Creo que era de los tuyos.

Gary lanzó una mirada a la cerveza intacta.

– No se ha acabado la cerveza.

– No ha venido aquí a beber.

– ¿A qué ha venido, pues?

Era una buena pregunta.

– Por la compañía, supongo.

6

Cuando llegué a casa poco después de las once, saqué a pasear a Walter, mi labrador retriever. Con el tiempo había perdido interés en la nieve, como le ocurría a la gran mayoría de las criaturas, hombres o animales, que pasaban más de una semana en Maine en invierno, así que ahora se conformaba con olfatear un poco, sin gran entusiasmo, antes de hacer lo que tenía que hacer e indicar que prefería regresar a su canasto caliente dándose media vuelta y yendo derecho a casa. Había madurado mucho en el último año. Quizá se debía a que en la casa el silencio era ahora mayor que antes, y él se había acostumbrado en cierta medida al hecho de que Rachel y Sam ya no formaban parte de las rutinas del lugar, ni de las suyas. Me gustaba tenerlo en casa por muchas razones: la seguridad, la compañía, y quizá porque era un lazo con una vida familiar que había dejado de ser la mía. Ya había perdido a dos familias: Rachel y Sam por Vermont, y Susan y Jennifer a causa de un hombre que las destrozó, y a quien yo maté con mis propias manos. Pero también me sentía culpable por dejar a Walter tanto tiempo solo o con mis vecinos, los Johnson. Ellos cuidaban de él encantados cuando yo me iba de viaje, pero Bob Johnson ya no estaba para muchos trotes, y no se le podía pedir que ejercitara con regularidad a un perro brioso.

Eché el cerrojo, di unas palmadas a Walter y me acosté, pero cuando por fin me dormí, me asaltaron extraños sueños de Susan y Jennifer, sueños tan vividos que me desperté en la oscuridad convencido de que había oído una voz. Hacía muchos meses que no soñaba con ellas de esa manera.

¿Cómo las llamo? Incluso ahora, después de tantos años, ¿cómo lo digo? ¿Mi mujer asesinada? ¿Mi difunta hija? Murieron, pero yo conservé algo de ellas dentro de mí demasiado tiempo, y eso se manifestó en forma de fantasmas, ecos de la otra vida, y no fui capaz de llamar a esos vestigios por los nombres de aquellas a quienes amé. A veces pienso que nosotros mismos nos atormentamos; o mejor dicho, decidimos atormentarnos. Si hay un agujero en nuestras vidas, algo lo llenará. Lo invitamos a entrar, y ese algo acepta de buena gana.

Pero yo ya estaba en paz con ellas, o eso creía. Susan, mi mujer. Jennifer, mi hija. Amadas mías, y yo, amado por ellas.

En cierta ocasión me dijo Susan que si algo le ocurría a Jennifer, si moría antes de su hora, antes que su madre, yo no debía comunicárselo. No debía intentar explicarle que su hija ya no estaba. No debía hacerle eso. Si Jennifer moría, yo tenía que matar a Susan. Sin palabras, sin previo aviso, sin darle tiempo a mirarme ni entender por qué. Tenía que quitarle la vida, porque se consideraba incapaz de vivir con la pérdida de su hija. Para ella sería insufrible; no podría soportar semejante pena. Eso no la mataría, no en un primer momento, pero le arrancaría la vida igualmente, y sólo quedaría de ella un cascarón vacío, una mujer en cuyo interior resonaría el dolor.

Y me odiaría. Me odiaría por someterla a ese pesar, por no amarla lo suficiente para ahorrárselo. A sus ojos yo sería un cobarde.

– Prométemelo -dijo mientras yo la estrechaba entre mis brazos-. Prométeme que no permitirás que eso pase. No quiero oír nunca esas palabras. No quiero sufrir tanto. No lo resistiría. ¿Me oyes? Esto no es una broma, una hipótesis. Quiero que me prometas que nunca tendré que soportar ese dolor.

Y se lo prometí. Sabía que sería incapaz de hacer lo que me pedía, y quizás ella también lo sabía, pero se lo prometí de todos modos. Eso es lo que hacemos por los que amamos: mentimos para protegerlos. No todas las verdades son bien recibidas.

Pero lo que ella no explicó, lo que no contempló, fue lo que sucedería si me las arrebataban a las dos. ¿Debía quitarme la vida? ¿Debía ir detrás de ellas hasta ese lugar oscuro, seguirles los pasos a través del submundo hasta encontrarlas por fin, un sacrificio sin más utilidad que la negación de la pérdida? ¿O debía continuar adelante? Y si era así, ¿cómo? ¿Qué forma adoptaría mi vida? ¿Debía morir solo, rendir culto al santuario de su memoria, esperar a que el tiempo hiciera lo que yo no era capaz de hacer por mí mismo? ¿O acaso buscaría una manera de soportar su pérdida, de sobrevivir sin traicionar su recuerdo? ¿Cómo deben actuar aquellos que se quedan atrás para honrar la memoría de los difuntos, y hasta dónde pueden llegar antes de traicionar ese recuerdo?

Viví. Eso hice. A ellas se las llevaron, pero yo seguí aquí. Encontré al que las había matado y yo lo maté a él, pero no me produjo satisfacción alguna. No alivió el lancinante dolor. No por eso me fue más fácil sobrellevar la pérdida, y casi me costó el alma, si es que tengo alma. El Coleccionista, depositario de antiguos secretos, me dijo en cierta ocasión que no tenía, y a veces tiendo a creerle.

Aún siento su pérdida todos los días. Es lo que me define.

Soy la sombra proyectada por todo lo que existió en otro tiempo.

7

Sentado en el sótano, Daniel Faraday sintió que poco a poco el dolor daba paso a la ira. El cuerpo de su hijo, muerto hacía cuatro días, yacía aún en el depósito. Les habían asegurado que entregarían sus restos para el entierro al día siguiente. El jefe de policía se lo había prometido esa misma tarde durante su visita, unas horas antes.

En los días posteriores al hallazgo del cadáver de Bobby, Daniel y su mujer se convirtieron en fantasmas en su propia casa, criaturas definidas únicamente por la pérdida, y la ausencia, y la pena. Su único hijo ya no estaba entre ellos, y Daniel sabía que su fallecimiento señalaba también la muerte de su matrimonio en todos los sentidos salvo nominalmente. Bobby había mantenido unida a la pareja, pero su padre no se dio cuenta de cuánto le debían hasta que se marchó a la universidad y luego volvió. Gran parte de las conversaciones con su esposa giraban en torno a las actividades de su querido hijo: las esperanzas depositadas en él, los temores, alguna que otra decepción, aunque éstas se le antojaban a Daniel tan triviales que ahora se reprochaba habérselas planteado siquiera al chico. Lamentaba cada palabra en mal tono, cada discusión, cada hora de hosco silencio transcurrida después del conflicto. Al mismo tiempo, recordaba los detalles de cada desavenencia, y sabía que todas las palabras pronunciadas con ira habían sido pronunciadas también por amor.

Se encontraba en lo que fue el espacio de su hijo. Había un televisor y un aparato estéreo, y un soporte para la iPod, aunque Bobby era uno de los pocos chicos del pueblo que, en casa, aún prefería escuchar la música en vinilo. Había heredado la vieja colección de discos de su padre, la mayor parte clásicos de los años sesenta y setenta, incorporando álbumes de los estantes de tiendas de discos de segunda mano y alguna que otra subasta en casas particulares. Aún había un elepé en el plato del tocadiscos, una copia de After the Gold Rush de Neil Young; la superficie era una maraña de minúsculas rayas y, sin embargo, al menos por lo que se refería a Bobby, todavía audible, los chasquidos y susurros formaba parte de la historia del disco, su calidez y humanidad realzados por los defectos que había acumulado a lo largo de los años.

Una enorme alfombra que siempre olía ligeramente a cerveza derramada y patatas fritas rancias cubría la mayor parte del suelo del sótano. Había estanterías y un archivador gris con los cajones llenos de viejas fotografías, apuntes de la facultad, libros de texto y, sin que lo supiera la madre del chico, un poco de pornografía light. En un extremo, de cara al televisor, estaba el maltrecho sofá rojo, con un cojín azul manchado. En éste se dibujaba aún la huella de la cabeza de su hijo, y el sofá conservaba la forma de su cuerpo, de modo que en la exigua luz proyectada por la única lámpara del sótano daba la impresión de que el fantasma de Bobby había regresado allí de alguna manera, ocupando su antigua posición, una cosa invisible y sin embargo con peso y sustancia. Daniel deseó hacerse un ovillo allí, amoldar su cuerpo a los rebordes y huecos del sofá, fundirse con su hijo perdido, pero se contuvo. De haberlo hecho, habría alterado la señal allí dejada por él y se habría desvanecido así algo de su esencia. No se tumbaría en ese sofá. Nadie se tumbaría. Sería un monumento conmemorativo a todo lo que le habían arrebatado a él, a ellos.

Al principio sintió sólo la conmoción. Bobby no podía haberse ido de este mundo. No podía estar muerto. La muerte era para los viejos y para los enfermos. La muerte era para los hijos de otros hombres. Su hijo era mortal, pero la mortalidad aún no había proyectado su sombra sobre él. Su fallecimiento debía haber sido algo lejano en el tiempo, y sus padres debían haber abandonado la vida antes que él. Él tenía que haber guardado luto por ellos. No era justo, no era natural, que ahora ellos se vieran obligados a llorar sobre sus restos, a contemplar cómo descendía su ataúd en la fosa. Volvió a recordar la imagen del cadáver sobre la camilla en el depósito, cubierto con una sábana, hinchado por los gases de la descomposición, una profunda marca roja alrededor del cuello donde se le había hincado la soga.

Suicidio. Ése fue el veredicto inicial. Bobby se había asfixiado rodeándose el cuello con un lazo, atando el otro extremo de la soga a un árbol y echándose hacia delante con todo el peso de su cuerpo. En algún momento había comprendido el horror de lo que estaba a punto de ocurrir y forcejeó para liberarse, arañándose y desgarrándose la carne, incluso arrancándose una uña, pero para entonces la soga le había ceñido la garganta con fuerza, diseñado el nudo de manera tal que si le fallaba el valor, no fallase el instrumento de su autodestrucción.

El jefe de policía les había preguntado, en esas primeras horas, si conocían alguna razón por la que Bobby desease suicidarse. ¿Era desdichado? ¿Existían en su vida tensiones fuera de lo común? ¿Debía dinero a alguien? La autopsia reveló que había bebido mucho antes de morir, y su moto apareció en una zanja en el borde del campo. Según el juez de instrucción, era un milagro que el chico hubiese conseguido llegar tan lejos en moto teniendo en cuenta la cantidad de alcohol consumido.

Y a Daniel Faraday no se le ocurrió más razón para el comportamiento de su hijo que aquella chica, Emily, la que había considerado que su hijo no era lo bastante bueno para ella.

Pero esa tarde el jefe de policía había vuelto a pasar por la casa, y ahora las circunstancias parecían muy distintas. Era una cuestión de ángulos y fuerza, les había explicado, aunque él y los inspectores de la policía del estado ya habían expresado sus sospechas entre sí, por el carácter de las heridas dejadas por la soga en la piel. Su hijo tenía dos marcas en el cuello, pero la primera ocultaba la segunda, y había sido necesaria la intervención de la forense jefe del estado para confirmar las sospechas de su ayudante. Dos marcas: la primera causada por la asfixia desde atrás, posiblemente mientras el chico yacía en el suelo, a juzgar por algunas magulladuras en la espalda, debido quizás a que el agresor se había arrodillado sobre él. La herida inicial no fue mortal, pero causó la pérdida del conocimiento. La muerte se había producido como consecuencia de la segunda herida. Con el lazo alrededor del cuello y el otro extremo de la soga atado al tronco del árbol, lo habían puesto de rodillas. El asesino, o los asesinos, había aplicado entonces mayor presión en la espalda obligándolo a caer hacia delante de modo que se estrangulase lentamente.

Según el jefe, se requería una fortaleza física y un esfuerzo considerables para matar así a un joven grande y fuerte como Bobby Faraday. Estaban analizando la soga en busca de restos de ADN, y también la parte inferior del árbol, pero…

Aguardaron a que continuase.

El autor o autores de la muerte de Bobby habían actuado con sumo cuidado, explicó. Habían empapado con agua y barro del embalse la ropa y el pelo de Bobby, además de las uñas y la piel de sus manos. Sin duda la intención era contaminar cualquier prueba residual, y lo consiguieron. Las autoridades no iban a rendirse en su búsqueda del asesino, les aseguró, pero habían complicado mucho su labor. Les pidió que no divulgaran esa información de momento, y ellos accedieron.

Cuando se marchó el jefe de policía, Daniel estrechó a su mujer entre sus brazos mientras ella lloraba. No sabía bien por qué lloraba; sólo le sorprendió que aún le quedaran lágrimas por derramar. Quizás era por el horror mismo del hecho, o por el nuevo dolor al descubrir que su hijo no se había quitado la vida, sino que se la habían arrebatado otros. Ella no lo explicó ni él se lo preguntó. Pero cuando sintió que la primera lágrima resbalaba por su mejilla, entendió que las suyas propias no eran lágrimas por la pérdida, ni por el horror, ni siquiera por la ira. Él sentía alivio. Cayó en la cuenta de que había sentido una especie de odio hacia su hijo por suicidarse. Lo había enfurecido el egoísmo de ese acto, la estupidez, el hecho de que Bobby no acudiese a quienes lo querían en el momento de mayor necesidad. Había aborrecido a su hijo por causarle esa sensación de impotencia y por dejar que fueran sus padres quienes cargaran con el peso de su dolor en lugar de él. Mientras creyó que su hijo se había quitado la vida, Daniel contempló el horror de esa acción durante los largos días y noches de silencio, en que las horas transcurrieron con implacable lentitud. Parecía que el dolor era una especie de materia: no podía crearse ni destruirse, sino sólo alterarse en su forma. Al morir, la tristeza que tal vez había impulsado a Bobby a cometer tal acción no se había disipado, sino que se había transmitido a quienes quedaban atrás. No había dejado nota, ni explicación, como si ninguna explicación hubiese bastado. Sólo quedaban preguntas sin respuesta, y la corrosiva sensación de que le habían fallado a su hijo.

El primer impulso de Daniel fue echar la culpa a la chica. Bobby no era el mismo desde la ruptura de la relación. Pese a su tamaño, y la aparente desenvoltura de su trato con el mundo, adolecía de cierta sensibilidad, cierta blandura. Antes había salido con otras chicas y padecido rupturas y traumas de adolescencia, pero de esa joven esbelta de pelo oscuro y ojos verde claro se enamoró perdidamente. Ella era unos años mayor que Bobby y tenía algo especial, eso era innegable. Otros habían rivalizado por sus afectos, pero ella lo había elegido a él. Su hijo lo sabía. Ella era quien llevaba las riendas, y él siempre había padecido un poco el desequilibrio que eso creaba en la relación.

Como muchos padres, Daniel creía que su hijo estaba por encima de todos los jóvenes del pueblo, quizás incluso por encima de cuantos había conocido. Merecía lo mejor de la vida: los empleos más gratificantes, las mujeres más guapas, los hijos más adorables. El hecho de que Bobby no compartiera este punto de vista era una de sus mejores y peores cualidades: admirable por su modestia natural y al mismo tiempo frustrante porque eso anulaba su ambición y lo llevaba a dudar de sí mismo. Daniel creía que la chica tenía inteligencia de sobra para sacar provecho de esa disparidad, aunque lo mismo podía decirse de todas las de su sexo. Daniel Faraday siempre había recelado de las mujeres. Las admiraba y le atraían (a decir verdad, más de lo que su esposa sabía o fingía saber, ya que él había respondido a esa atracción en más de una ocasión a lo largo de su matrimonio), pero nunca las había entendido ni remotamente, y llevando a cabo conquistas intrascendentes y luego dejándolas de lado conseguía contrarrestar esa incomprensión con cierto grado de desprecio. Había observado cómo la chica manipulaba a su hijo, que se retorcía y giraba como si estuviera prendido de un sedal que ella podía acercar a su antojo o mantener suspendido a distancia. Bobby era consciente de esa manipulación, pero estaba tan loco por ella que no era capaz de romper el lazo que los unía. Sus padres habían hablado de ello más de una vez ante una botella de vino, pero sus interpretaciones sobre la relación diferían. En tanto que la mujer de Daniel admitía que la chica era lista, no veía nada anormal en su comportamiento. Simplemente hacía lo que hacían todas las jóvenes, o al menos aquellas que comprendían la esencia del equilibrio del poder entre los sexos. El chico la deseaba, pero en cuanto ella se entregase a él incondicionalmente cedería el control de la relación. Era mejor obligarlo a demostrar su lealtad antes de rendirse por completo.

Daniel tuvo que reconocer que su mujer tenía parte de razón, pero le disgustaba ver que tomaban por tonto a su hijo. Bobby era, en comparación, ingenuo e inexperto, pese a tener casi veintidós años. Aún no le habían roto verdaderamente el corazón. De pronto la chica había puesto fin a la relación cuando Bobby regresó de la universidad por vacaciones, y esa experiencia había sido una imposición. La chica no le dio aviso, ni explicación alguna, salvo que creía que Bobby no era el hombre de su vida. Él se lo había tomado muy mal, hasta el punto de provocarle auténtico dolor físico, dijo sentir una intensa punzada en el vientre que no remitía.

La ruptura también lo había sumido en una depresión, depresión exacerbada por el hecho de que aquello era un pueblo pequeño: escaseaban los lugares adonde uno podía ir a beber, a comer, a ver una película, a pasar el rato. La chica trabajaba en la barra del Dean's Place, y era justo allí donde se reunían los jóvenes del pueblo -y también muchos no tan jóvenes- desde hacía generaciones. Si Bobby buscaba compañía, no podría evitar el Dean's durante mucho tiempo. Daniel sabía que, después de la ruptura, los dos se habían visto alguna que otra vez en el Dean's. Incluso entonces la chica jugaba con ventaja. Su hijo había bebido y ella no. Tras un cruce de palabras especialmente subido de tono, el viejo Dean en persona, que regía en su bar como un dictador benévolo, se vio obligado a advertir a Bobby que no debía importunar al personal. Como resultado de eso, Bobby no puso los pies en el Dean's durante una semana, volvía a casa después del trabajo cada tarde y se iba derecho a su guarida del sótano, casi sin detenerse a saludar, y saliendo para hacer una incursión en la nevera o compartir una incómoda comida en la mesa de la cocina. A veces dormía en el sofá en lugar de ir a la habitación contigua, sin molestarse siquiera en desvestirse. Únicamente cuando unos amigos se presentaron en la casa y con buenas palabras lo indujeron a salir, parecieron disiparse las nubes sobre su cabeza durante un tiempo, y sólo mientras eludió a la chica.

Cuando se descubrió su cadáver, lo primero que pensó Daniel fue que se había suicidado por una devoción desproporcionada hacia Emily. Al fin y al cabo, en su vida no parecía haber ninguna otra causa de inquietud. Estaba ahorrando para la universidad y en apariencia tenía la firme intención de proseguir sus estudios, incluso había llegado a insinuar que quizás Emily se fuera con él y buscara trabajo en la ciudad. Era muy querido entre sus amigos tanto de la universidad como del pueblo; y su disposición natural siempre había tendido al optimismo, o al menos hasta el fin de su relación.

Emily tenía que haber seguido con su hijo, pensó Daniel. Era un buen chico. No debería haberle roto el corazón. Cuando ella llegó al lugar donde se produjo la muerte, justo cuando el cadáver era trasladado por los campos hacia la ambulancia, Daniel fue incapaz de dirigirle la palabra. Ella se acercó a él con un brillo en los ojos, los brazos en alto para abrazarlo y ser a su vez abrazada, pero él le dio la espalda, con el brazo hacia atrás, la palma abierta en un gesto que quedó claro para cuantos lo vieron, y de ese modo todo el mundo supo a quién atribuía la culpa por la muerte de su hijo.

Y el caso era que la madre de Bobby había derramado lágrimas de pesar y dolor al saber que a su hijo le habían arrebatado la vida otros, lágrimas de incomprensión por cómo había muerto, en tanto que su padre se había descargado de parte del peso y se había asombrado de su propio egoísmo. En ese momento, allí en el sótano, resurgió la ira, y cerrando los puños se enfureció con el ser sin rostro que había matado a su hijo. Arriba sonó el timbre, pero apenas lo oyó a causa del fragor en su cabeza. Al cabo de unos segundos lo llamaron, y dejó que su cuerpo se distendiera. Exhaló un suspiro entrecortado. -Mi hijo -musitó-. Mi pobre hijo.

Emily Kindler estaba sentada a la mesa de la cocina. Detrás de ella, la mujer de Daniel preparaba un té.

– Señor Faraday -dijo Emily.

Daniel descubrió que era capaz de sonreírle. Fue la mínima expresión de una sonrisa, pero traslucía sincera calidez. Ya no podía culparla por lo sucedido, y ahora ella representaba más bien un lazo con su hijo, leña para el fuego de su memoria.

– Emily -dijo él-, ¿qué tal?

– Bien, supongo.

Ella no podía mirarlo a la cara. Daniel sabía que, con su rechazo, la había herido profundamente, y si bien acababa de absolverla de toda culpa, ella aún no lo había perdonado. Era la primera vez que se veían desde aquel día, y podía decirse, pues, que no la había resarcido de ninguna manera por el desaire.

Su esposa se acercó y acarició el pelo a la chica con la palma de la mano, arreglándole los mechones sueltos. Daniel pensó que se parecían un poco: las dos pálidas y sin maquillar, con ojeras a causa del dolor.

– He venido a deciros que me marcho después del funeral.

– Oye, Emily, te debo una disculpa -dijo Danny, esforzándose por encontrar las palabras adecuadas. Alargó el brazo, y ella le permitió cogerle la mano-. Aquel día, el día que encontraron a Bobby, yo estaba fuera de mí. Sentía tal dolor, tal conmoción, que no era capaz…, no era capaz…

Le faltaron las palabras. No quería mentirle, pero tampoco quería decirle la verdad.

– Entiendo que no pudieras mirarme -dijo ella-. Pensaste que yo era la culpable. Quizás aún lo piensas.

Daniel se dio cuenta de que le temblaba el mentón y le escocían los ojos. No quería llorar delante de ella. Cabeceó.

– Lo siento -se disculpó-. Perdóname por haber pensado eso de ti.

Emily, vacilante, le tomó de la mano mientras su esposa colocaba tres tazas en la mesa y servía el té en una vieja tetera de porcelana.

– Gracias.

– El jefe Dashut ha pasado por aquí hace un rato -prosiguió él-. Ha dicho que Bobby no se quitó la vida. Fue asesinado. Nos ha pedido que de momento lo mantengamos en secreto. No se lo hemos dicho a nadie más, pero tú…, tú debes saberlo.

La chica dejó escapar un leve gemido. Perdió por completo el escaso color que aún le teñía el rostro.

– ¿Cómo?

– Las heridas no concuerdan con un suicidio. -Daniel ahora lloraba-. Bobby murió asesinado. Primero le impidieron respirar hasta que perdió el conocimiento; luego apretaron el lazo alrededor de su cuello hasta que murió. ¿Quién sería capaz de semejante cosa? ¿Quién podría hacerle algo así a mi hijo?

Daniel intentó retenerle la mano, pero ella la retiró y se puso en pie, tambaleándose sobre sus zapatos de tacón bajo.

– No -dijo ella. De pronto se dio media vuelta y, con la brusquedad del movimiento, tiró con la mano la taza más cercana, que se hizo añicos contra el suelo de baldosas-. Tengo que irme. No puedo quedarme aquí.

Daniel dejó de llorar en el acto al percibir algo extraño en el tono de su voz.

– ¿Qué quieres decir?

– No puedo quedarme, sólo eso. Debo irme.

Ella sabía algo. Daniel lo vio en sus ojos.

– ¿Qué sabes? -preguntó-. ¿Qué sabes de la muerte de mi hijo?

Oyó hablar a su mujer, pero no la escuchó. Tenía toda su atención puesta en la chica. Emily, con los ojos desorbitados, miraba fijamente hacia la ventana detrás de él, donde su rostro se reflejaba en el cristal. Parecía desconcertada, como si no fuera ésa la imagen que esperaba ver.

– Cuéntamelo -rogó él-. Por favor.

Emily siguió callada. Al cabo de un momento, en voz baja, contestó:

– Yo he sido la causante de esto.

– ¿Qué? ¿Cómo?

– Traigo mala suerte. La llevo conmigo. Me sigue a todas partes.

Lo miró por primera vez, y él se estremeció. Nunca había visto tal desolación en los ojos de un ser humano, ni siquiera en los de su mujer cuando le comunicó la muerte de su hijo, ni siquiera en los suyos cuando se miró en el espejo y vio al padre de un hijo muerto.

– ¿Qué es lo que te sigue?

A los ojos de Emily asomaron las primeras lágrimas, y aunque continuó hablando, Daniel tuvo la sensación de que su presencia y la de su mujer en la cocina le eran indiferentes. Hablaba con otros, o quizá consigo misma.

– Algo me persigue -dijo-, alguien me persigue, va tras mis pasos. Nunca me dejará en paz. No me dará tregua. Hace daño a las personas que yo amo. Yo les traigo la desgracia. Aunque no quiero, es así.

Lentamente, Daniel se acercó a ella.

– Emmy -dijo, usando el apelativo cariñoso que empleaba su propio hijo-, eso no tiene pies ni cabeza. ¿Quién es esa persona?

– No lo sé -respondió ella con la cabeza gacha-. No lo sé.

Daniel deseó sacudirla, arrancarle la información a golpes. Ignoraba si hablaba de una persona real o de una sombra imaginada, un espectro invocado para explicar su propio suplicio. Un ente desconocido había matado a Bobby. Y ahora estaba allí la ex novia de su hijo diciendo que alguien la seguía. Eso requería una explicación.

Emily pareció adivinarle el pensamiento, porque cuando él hizo ademán de sujetarla, se escabulló.

– ¡No me toques!

Daniel se quedó inmóvil ante la vehemencia de sus palabras.

– Emily, tienes que explicarlo. Debes decirle a la policía lo que acabas de decirnos a nosotros.

Ella apenas pudo contener la risa.

– ¿Decirles qué? ¿Que algo me persigue? -En ese momento, ya en el recibidor, retrocedía hacia la puerta-. Lamento lo que le pasó a Bobby, pero no pienso quedarme aquí. Me ha encontrado. Es hora de seguir mi camino.

Buscó a tientas el picaporte y lo giró. Fuera, Daniel presintió la inminente nevada. Aquel veranillo tocaba a su fin. Pronto arreciarían las ventiscas y la tumba de su hijo sería un hoyo oscuro, como una herida en medio de la blancura, cuando depositaran allí su ataúd.

Se echó a correr cuando Emily se dio media vuelta para marcharse, pero ella era más rápida que él. Llegó a rozar la tela de su falda y entonces, tropezando en el peldaño del porche, cayó pesadamente de rodillas. Para cuando consiguió ponerse en pie, ella ya corría calle abajo. Intentó seguirla, pero le dolían las piernas y estaba aturdido por la caída. Se apoyó en la verja, sus facciones contraídas por el dolor y la frustración, mientras su mujer lo sujetaba por los hombros y le hacía preguntas que él era incapaz de contestar.

Daniel llamó a la policía en cuanto entró en su casa. La agente de la centralita apuntó su nombre y su número y prometió transmitirle su mensaje al jefe. Él insistió en que era urgente y pidió el número del móvil de Dashut, pero ella le dijo que el jefe no estaba en el pueblo y había dejado orden de que, al menos durante esa noche, no lo molestaran por nada. Al final prometió comunicárselo al jefe tan pronto como Daniel desocupase la línea. Sin más opción, Daniel le dio las gracias y colgó.

El jefe no le devolvió la llamada esa noche, pese a que la agente de la centralita le informó de la llamada de Daniel Faraday. Estaba pasándoselo en grande con su familia en la fiesta del cuadragésimo cumpleaños de su hermano, y consideraba que se lo tenía bien merecido. No había contado a Daniel Faraday y su mujer todo lo que había descubierto. Esa mañana, uno de sus hombres había llamado la atención de Dashut sobre una señal en el pie del árbol al que habían atado a Bobby Faraday. Eran tantas las iniciales grabadas en la corteza a lo largo de los años por los chicos que iban allí a pegarse el lote que el árbol se había convertido en un monumento al amor y la lujuria, tanto los efímeros como los imperecederos.

Pero se advertía otra marca en la corteza, y muy reciente a juzgar por el color de la madera que asomaba debajo. Era una especie de símbolo, algo que Dashut nunca había visto.

Se aseguró de que lo fotografiaran, y tenía la intención de informarse al respecto al día siguiente. Quizás el símbolo no significaba nada, claro, o no tuviera relación alguna con el asesinato de Faraday, pero su presencia en el lugar del hecho lo inquietaba. Incluso durante la fiesta, pese a sus esfuerzos por quitárselo de la cabeza, volvió a recordarlo una y otra vez y, con el dedo húmedo, lo reprodujo en la mesa, como si así pudiera revelarse su significado.

Cuando acabó la fiesta, eran más de las dos de la madrugada. Daniel Faraday, decidió el jefe, tendría que esperar hasta el día siguiente.

Daniel Faraday y su mujer murieron esa noche. Los mandos de la cocina de gas estaban abiertos al máximo. Tanto las ventanas como las puertas delantera y trasera ajustaban perfectamente en sus marcos, ya que Daniel, supervisor en una de las compañías locales de suministros, conocía el coste de las fugas de calor en invierno, por lo que no escapó de la casa ni un poco de gas. Al parecer, su esposa flaqueó en algún momento (o cabía también la horrenda posibilidad de que aquello no hubiese sido un pacto entre los dos, sino un asesinato seguido de un suicidio por parte del marido), porque su cuerpo apareció tendido en el suelo del dormitorio. En la mesa de la cocina se encontró una fotografía de los Faraday con su hijo, junto con un ramillete de flores de invierno. Se dio por supuesto que se habían quitado la vida a causa del dolor, y el jefe se sintió abrumado por la culpa, acordándose de que no había devuelto la llamada. Ante eso tomó la determinación, más firme si cabe, de encontrar al autor de la muerte de Bobby Faraday, a la par que crecía su extrañeza ante aquellos tres aparentes suicidios, todos en una misma familia, uno de los cuales, como se había demostrado ya, no era lo que aparentaba en un principio.

Emily acabó de hacer la maleta al volver de casa de los Faraday. Se había preparado para abandonar el pueblo desde la desaparición de Bobby, presintiendo (aunque no lo expresó de viva voz) que Bobby no regresaría, que una terrible desgracia le había ocurrido. El hallazgo del cadáver y la naturaleza de su muerte no hicieron más que confirmar lo que ya sabía. Habían dado con ella. Ya era hora de ponerse en marcha otra vez.

Emily huía desde hacía años de aquello que la perseguía. Cada vez se escondía mejor, pero no hasta el punto de poder permanecer oculta para siempre. Al final, sospechaba, la atraparía.

La atraparía y la consumiría.

8

Al día siguiente libré, y por primera vez desde hacía tiempo tuve ocasión de ver lo alterado que estaba Walter. Golpeaba la puerta con la pata para que lo dejara salir; luego, al cabo de unos minutos, suplicaba que lo dejara entrar. Parecía no querer apartarse de mi lado durante mucho rato, pero le costaba dormir. Cuando Bob Johnson se acercó a saludar durante su paseo de cada mañana, Walter no quiso acercarse a él, ni siquiera al ofrecerle Bob media galleta que llevaba en el bolsillo.

– Ya se comportaba así cuando te fuiste a Nueva York -dijo Bob-. Ese fin de semana llegué a pensar que estaba enfermo, pero por lo que veo sigue igual.

Esa tarde llevé a Walter a la veterinaria, que no advirtió nada anormal.

– ¿Se queda mucho tiempo solo? -me preguntó.

– Bueno, trabajo, y a veces paso una o dos noches fuera de casa. Cuando yo no estoy, se lo dejo a unos vecinos.

Le dio unas palmadas a Walter.

– Sospecho que eso no le gusta mucho. Aún es un perro joven. Necesita compañía y estímulo. Necesita una rutina.

Al cabo de dos días tomé la decisión.

Era domingo y me puse en camino temprano, con Walter en el asiento delantero a mi lado, a ratos adormecido y a ratos viendo pasar el mundo. Llegué a Burlington antes del mediodía, y allí compré en una pequeña juguetería una muñeca de trapo para Sam y entré en la panadería para llevarme unas madalenas. Aprovechando la parada, tomé un café en un establecimiento de Church Street e intenté leer el New York Times, con Walter a mis pies. Rachel y Sam vivían en las afueras del pueblo, a sólo diez minutos; aun así, me quedé allí un rato. Incapaz de concentrarme en el diario, acariciaba a Walter, que cerraba los párpados de placer.

Una mujer salió de la galería en la acera de enfrente, con la melena roja y suelta a la altura de los hombros. Era Rachel: sonreía, pero no a mí. La seguía un hombre, y ella reía por algún comentario de él. Plácido y barrigudo, aparentaba más edad que ella. Mientras caminaban, el hombre apoyó la palma de la mano ligeramente en la parte baja de la espalda de Rachel. Walter la vio y, moviendo el rabo, intentó levantarse, pero yo lo sujeté del collar para retenerlo. Doblé el periódico y lo dejé a un lado.

Ése iba a ser un mal día.

Cuando llegué a la propiedad de los padres de Rachel, su madre, Joan, se encontraba delante de la casa principal, jugando a la pelota con Sam. La niña ya tenía dos años y estaba en ese punto en que conocía los nombres de sus comidas preferidas y entendía el concepto «mío», que venía a abarcar todo aquello por lo que había desarrollado cierta atracción, desde las galletas ajenas hasta algún que otro árbol. Yo envidiaba a Rachel la posibilidad de ver evolucionar a Sam. Tenía la impresión de que yo, en cambio, sólo lo presenciaba a rachas, como una película con cortes en la que se hubieran eliminado los encuadres cruciales.

Sam me reconoció en cuanto salí del coche. De hecho, creo, reconoció antes a Walter que a mí, porque pronunció a gritos una distorsionada versión de su nombre, algo así como «Walnut», y extendió los brazos en un gesto de bienvenida. Nunca le había tenido miedo a Walter. Por lo que a Sam se refería, Walter entraba en la categoría de «mío», y Walter, sospechaba yo, sentía lo mismo por Sam. Trotó hacia la pequeña, pero al llegar a medio metro de ella aminoró el paso para no derribarla. Sam lo abrazó. Después de lamerla un poco, el perro se tendió y, meneando alegremente el rabo, permitió que la niña se desplomara sobre él.

Si Joan hubiese tenido rabo, dudo que lo hubiese meneado. Con visible esfuerzo, desplegó una sonrisa en el rostro cuando me acerqué y me dio un leve beso en la mejilla.

– No te esperábamos -dijo-. Rachel ha ido al pueblo. No sé cuándo volverá.

– Puedo esperar -contesté-. De todos modos, venía a ver a Sam, y a pedir un favor.

– ¿Un favor? -La sonrisa volvió a vacilar.

– Lo dejaremos para cuando vuelva Rachel.

Sam accedió a separarse de Walter el tiempo imprescindible para acercarse a mí con sus pasitos cortos y rodearme las piernas con los brazos. La levanté y la miré a los ojos a la vez que le daba la muñeca.

– Hola, preciosa -saludé.

Ella se rió y me tocó la cara.

– Papi -dijo, y sentí un escozor en los ojos.

Joan me invitó a pasar y me ofreció un café. Yo ya había rebasado mi cupo de café por ese día, pero así ella tenía algo en qué ocuparse. De lo contrario, habríamos acabado mirándonos el uno al otro, o utilizando a Sam y Walter como distracción. Joan se disculpó, y la oí cerrar una puerta y empezar a hablar en voz baja. Supuse que había llamado a Rachel. Durante su ausencia, Sam y yo jugamos con Walter, y escuché a mi hija mientras hablaba en una mezcla de palabras reconocibles y su idioma particular.

Joan regresó y sirvió el café; luego echó un poco de leche en una taza de plástico para Sam, y picoteamos las madalenas hablando de nada en absoluto. Al cabo de quince minutos oí detenerse un coche ante la casa, y Rachel entró en la cocina, agitada y colérica. Sam se acercó a ella de inmediato, señaló el perro y repitió «Walnut».

– Vaya sorpresa -exclamó Rachel, dejando claro que, por lo que a sorpresas se refería, ésa estaba a la altura de encontrarse un cadáver en la cama.

– Lo he decidido sobre la marcha -dije-. Perdona si te he alterado los planes.

Pese a mis grandes esfuerzos, o quizás en realidad no tan grandes, se advertía cierta tensión en mi voz. Rachel la captó y arrugó la frente. Joan, siempre tan diplomática, sacó a Sam y Walter a jugar al jardín mientras Rachel se quitaba el abrigo y lo lanzaba a una silla.

– Tenías que haber avisado -dijo-. Podíamos haber estado fuera o habernos ido de viaje. -Intentó recoger unos cuantos platos del escurridor, pero enseguida desistió-. En fin, ¿cómo te va?

– No me quejo.

– ¿Sigues trabajando en el Bear?

– Sí. No está tan mal.

Imitó a la perfección la sonrisa forzada de su madre.

– Me alegro. -Se produjo un momento de silencio y luego-: Tenemos que regularizar estas visitas. Así de sencillo. Es una distancia muy larga para venir por un capricho.

– Intento venir con la mayor frecuencia posible, Rach, y procuro avisar. Además, esto no es un capricho.

– Ya sabes a qué me refiero. -Otro silencio-. Me ha dicho mi madre que venías a pedir un favor.

– Quiero que te quedes con Walter.

Por primera vez mostró una emoción distinta de la frustración o la ira apenas contenida.

– ¿Cómo? Pero si tú adoras a ese perro.

– Sí, pero no estoy en casa el tiempo suficiente para él, y a Sam y a ti os quiere como mínimo tanto como a mí. Mientras trabajo, se pasa el día encerrado, y tengo que pedir a Bob y Shirley una y otra vez que se ocupen de él cuando me voy de viaje. No es justo para él, y sé que a tus padres les gustan los perros.

Los padres de Rachel habían tenido perros hasta fecha reciente, cuando sus dos viejos collies murieron en cuestión de meses. Desde entonces hablaban de tener otro perro, pero no acababan de animarse.

La expresión de Rachel se suavizó.

– Tendré que preguntárselo a mi madre -dijo-, pero no creo que haya problema. ¿Estás seguro?

– No -contesté-, pero es lo que debo hacer.

Se acercó y, tras una breve vacilación, me abrazó.

– Gracias -dijo.

Llevaba la canasta y los juguetes de Walter en el maletero, y se los entregué a Joan en cuanto quedó claro que daba su conformidad. Su marido, Frank, estaba de viaje por razones de trabajo, pero ella sabía que no pondría el menor reparo, y menos si eso hacía felices a Sam y a Rachel. Walter parecía saber lo que ocurría. Él iba a donde iba su canasta, y cuando vio que la ponían en la cocina, entendió que se quedaba allí. Me lamió la mano cuando me disponía a irme y luego se sentó al lado de Sam entendiendo que había recuperado su papel de guardián de la niña.

Rachel me acompañó al coche.

– Sólo por curiosidad -dijo-, ¿cómo es qué viajas tanto si trabajas en el Bear?

– Estoy haciendo ciertas indagaciones -contesté.

– ¿Dónde?

– En Nueva York.

– No deberías trabajar. Te expones a perder la licencia para siempre.

– No es trabajo -dije-. Es un asunto personal.

– En tu caso siempre es un asunto personal.

– Si no fuera así, no valdría la pena hacerlo.

– Pues ten cuidado.

– Lo tendré. -Abrí la puerta del coche-. Tengo que decirte algo. Antes he pasado por el pueblo. Te he visto.

Se le heló la expresión en el rostro.

– ¿Quién es? -pregunté.

– Se llama Martin -contestó al cabo de un momento.

– ¿Cuánto tiempo hace que sales con él?

– No mucho. Puede que un mes. -Guardó un breve silencio-. Todavía no sé si la cosa va en serio. Iba a contártelo. Sólo que no sabía cómo.

Asentí.

– La próxima vez avisaré -dije, y subí al coche y me marché.

Ese día aprendí algo: puede haber cosas peores que llegar a un sitio con tu perro y marcharte sin él, pero no muchas.

El viaje de regreso a casa fue largo y silencioso.

Segunda parte

Un amigo falso es más peligroso que un enemigo declarado.

«Una carta con consejos… al duque de Buckingham»,

Francis Bacon (1561-1626)

9

Tardé casi una semana en reunir ánimos para volver a Nueva York. Tampoco importaba mucho: el Bear volvía a andar escaso de personal, y acabé trabajando días de más para asumir parte de la sobrecarga, así que en ningún caso habría podido ir aunque hubiese querido.

Llevaba casi un mes intentando ponerme en contacto con Jimmy Gallagher. Había dejado mensajes en el contestador de su casa, pero no había obtenido respuesta hasta esa semana. Contestó por carta, no por teléfono, informándome de que se había tomado unas largas vacaciones para librarse del invierno neoyorquino, pero ahora volvía a estar en la ciudad y con mucho gusto me recibiría. La carta estaba escrita a mano. Eso era muy propio de Jimmy: escribía con una caligrafía inglesa perfecta, rehuía los ordenadores y usaba el teléfono a su conveniencia, no a la de los demás. Era un milagro que tuviese siquiera contestador, pero a Jimmy todavía le gustaba la vida social, y con el contestador se aseguraba de no perderse nada importante a la vez que podía pasar por alto todo aquello que no le atraía. En cuanto a los teléfonos móviles, casi seguro que los consideraba obra del diablo, equiparables a las puntas de flecha envenenadas y a las personas que echaban sal a la comida sin probarla antes. En su carta me anunciaba que podía verme el domingo a las doce del mediodía. También esa precisión era propia de Jimmy Gallagher. Mi padre contaba que los informes policiales de Jimmy eran obras de arte. Los ponían como ejemplo en las clases de la academia, que era como enseñar el techo de la capilla Sixtina a un grupo de aprendices de pintor y explicarles que era eso a lo que debían aspirar cuando trabajasen en las paredes de los bloques de apartamentos.

Reservé pasaje en el vuelo más barato que encontré y llegué al aeropuerto JFK poco antes de las nueve de la mañana. De allí fui en taxi a Bensonhurst. Ya de niño me costaba relacionar a Jimmy Gallagher con Bensonhurst. Entre todos los lugares que un policía irlandés, y para colmo homosexual en el armario, podía considerar su barrio, Bensonhurst parecía una elección tan inverosímil como Salt Lake City, o Kingston, Jamaica. Cierto que ahora vivían allí coreanos, polacos, árabes y rusos, e incluso afroamericanos, pero los amos de Bensonhurst habían sido siempre los italianos, en sentido figurado por no decir literal. Cuando Jimmy era pequeño, cada nacionalidad tenía su propia sección, y si uno se adentraba en la que no le tocaba, fácilmente podía acabar recibiendo una paliza, pero los italianos daban más palizas que los demás. Ahora incluso la época de éstos tocaba a su fin. Bay Bridge Parkway seguía siendo un enclave casi por completo italiano, y en Santo Domingo, la iglesia de la calle Veinte, se decía una misa a diario en italiano, pero los rusos, chinos y árabes habían empezado a invadir el barrio poco a poco, ocupando las calles adyacentes como hormigas que avanzan hacia un ciempiés. Los judíos y los irlandeses, entretanto, se habían visto diezmados, y los negros, cuyas raíces en la zona se remontaban a los tiempos de la ruta clandestina del Ferrocarril Subterráneo, se habían visto arrinconados en un espacio de cuatro manzanas cerca de Bath Avenue.

Faltaban aún dos horas para mi cita con Jimmy. Sabía que iba a misa todos los domingos, pero incluso si estaba en casa, le molestaría que llegase antes de tiempo. Ése era otro rasgo de Jimmy. Creía en la puntualidad, y no le gustaba la gente que se adelantaba ni la que se retrasaba, así que para matar el tiempo di un paseo por la Avenida Dieciocho con la intención de desayunar en la cafetería Stella's de la calle Sesenta y tres, donde mi padre y yo comimos con Jimmy un par de veces, porque, aunque estaba a casi veinte manzanas de su casa, Jimmy tenía una estrecha relación con los dueños, que siempre velaban por que fuese bien atendido.

Aunque la Avenida Dieciocho conservaba todavía el nombre de Cristoforo Colombo Boulevard, los chinos habían irrumpido en ella y sus restaurantes, peluquerías, tiendas de lámparas e incluso proveedores de material para acuarios se hallaban ahora junto a bufetes italianos y establecimientos como Gino's Foccaceria, Queen Anne's Gourmet Pasta y la tienda de música y DVDs Arcobaleno Italiano, frente a los cuales los viejos se sentaban en bancos de espaldas a la avenida, como dando a entender su insatisfacción con los cambios producidos allí. El viejo Cottilion Terrace estaba tapiado, y a ambos lados de la marquesina burbujeaban aún tristemente dos copas de cóctel de color rosa idénticas.

Cuando llegué al Stella's, ya no existía. Quedaba el nombre, y vi ante la barra unos cuantos taburetes, pero por lo demás la cafetería había sido desmantelada. Cuando comimos allí, nos sentamos a la barra, Timrny a la izquierda, mi padre en medio y yo en la punta. Para mí era lo más parecido a estar sentado en un bar, y yo observaba a las camareras servir café, y cómo los platos iban y venían entre la cocina y los comensales, y escuchaba fragmentos de conversación aquí y allá, mientras mi padre y Jimmy hablaban en voz baja de cosas de adultos. Di un ligero golpe en el cristal en señal de despedida y me fui con mi New York Times a la pizzería J & V, en la esquina de la calle Sesenta y cuatro, que existía desde hacía más tiempo que yo, y allí comí una ración. Cuando mi reloj marcaba las doce menos cuarto, me encaminé hacia la casa de Jimmy.

Vivía en la Setenta y uno, entre las avenidas Dieciséis y Diecisiete, una manzana compuesta básicamente de estrechas casas adosadas, en una pequeña vivienda unifamiliar de estuco con una verja de hierro forjado alrededor del jardín y una higuera en la parte de atrás, no lejos de la zona conocida aún como Nueva Utrecht. Aquello había sido una de las seis localidades originales de Brooklyn, pero quedó anexionada a la ciudad en la década de 1890 y perdió su identidad. Casi todo fueron tierras de labranza hasta 1885, cuando la llegada de la línea de ferrocarril de Brooklyn Bath y West End dio entrada a los promotores inmobiliarios, uno de los cuales, James Lynch, construyó un barrio residencial, Bensonhurst-by-the-Sea, para mil familias. Con el tren llegaron el abuelo de Jimmy Gallagher, que había sido ingeniero supervisor del proyecto, y su familia. Pasado un tiempo, después de ir de aquí para allá, los Gallagher regresaron a Bensonhurst y se instalaron en la casa que Jimmy aún ocupaba, no muy lejos de uno de los puntos emblemáticos de Nueva Utrecht, la Iglesia Reformada, en la esquina de la Avenida Dieciocho con la calle Ochenta y tres.

Más tarde llegó el metro, y con él las clases medias, incluidos judíos e italianos que abandonaban el Lower East Side a cambio de los espacios relativamente amplios de Brooklyn. Fred Trump, el padre de Donald, se forjó un nombre con la construcción de los apartamentos Shore Haven cerca de la autovía de circunvalación, que, con cinco mil viviendas, fueron el mayor proyecto urbanístico privado de Brooklyn. Por último aparecieron en tropel, allá por la década de 1950, los inmigrantes de la Italia meridional, y Bensonhurst pasó a ser de sangre italiana en un ochenta por ciento y a tener fama de barrio italiano en un ciento por ciento.

Había ido a la casa de Jimmy sólo en un par de ocasiones, acompañando a mi padre; una de ellas para presentar nuestros respetos a Jimmy después de la muerte de su padre. Lo único que recuerdo de esa visita es un muro de policías, unos de uniforme, otros no, con mujeres de ojos enrojecidos que repartían copas y recordaban al difunto en susurros. Poco después, su madre se trasladó a una casa de Gerritsen Beach para estar más cerca de su hermana. Desde entonces, Jimmy siempre había vivido solo en Bensonhurst.

El exterior de la casa era poco más o menos como lo recordaba. El jardín bien cuidado, la pintura reciente. Cuando tendí la mano hacia el timbre, se abrió la puerta, ahorrándome la molestia de llamar, y allí estaba Jimmy Gallagher, mayor y más canoso pero reconocible, todavía el mismo hombre corpulento que me aplastaba la mano al estrechármela para ver si me ganaba el dólar que había en juego. Ahora tenía el rostro más rubicundo, y si bien era obvio que había tomado el sol durante su ausencia, el tono rosado de la nariz inducía a pensar que le daba a la botella más de lo que le convenía.

Por lo demás, se lo veía en buena forma. Llevaba una camisa blanca bien planchada, con el cuello desabrochado, y un pantalón gris con raya impecable. Sus zapatos negros, bien lustrados, resplandecían. Parecía un chófer disfrutando de sus últimos momentos de ocio antes de dar los últimos toques a su uniforme.

– Charlie -dijo-, cuánto tiempo.

Nos estrechamos la mano y él me dirigió una cálida sonrisa, dándome una palmada en el hombro con su robusta zarpa izquierda. Me sacaba aún diez o quince centímetros de estatura, y yo me sentí al instante como si volviera a tener doce años.

– ¿Esta vez me he ganado el dólar? -pregunté cuando me soltó la mano.

– Te lo gastarías en bebida -respondió, y me invitó a entrar.

El recibidor contenía un enorme perchero y un antiguo reloj de pared que aún parecía dar la hora perfectamente. Su ruidoso tictac debía de resonar por toda la casa. No entendí cómo podía dormir Jimmy con ese sonido en la cabeza, pero supuse que lo oía desde hacía tanto tiempo que ya apenas lo notaba. Un tramo de escalera de caoba tallada llevaba a la primera planta, y a la derecha estaba el salón, amueblado por completo con antigüedades. Numerosas fotografías, algunas de hombres de uniforme, adornaban la repisa de la chimenea y las paredes. Entre ellos vi a mi padre, pero no le pregunté a Jimmy si me permitía mirarlas con mayor detenimiento. El papel pintado del pasillo era rojo y blanco, aparentemente nuevo, pero tenía un aspecto de principios de siglo, acorde con el resto de la decoración.

En la mesa de la cocina esperaban dos tazas junto con un plato de pastas, y en el fogón hervía una cafetera. Jimmy sirvió el café, y tomamos asiento en lados opuestos de la pequeña mesa.

– Prueba una pasta -ofreció Jimmy-. Son de Villabate. Las mejores de la ciudad.

Partí una y la probé. Estaba buena.

– No sabes lo que nos reímos tu padre y yo de las cervezas que compraste con el dinero que te di. Él nunca te lo habría dicho, porque a tu madre le pareció el fin del mundo cuando encontró aquella botella; él, en cambio, comprendió que estabas creciendo, y hasta le vio la gracia. Aunque no te lo creas, siempre decía que fui yo quien te metió la idea en la cabeza, pero cuando se enfadaba nunca le duraba mucho tiempo, y menos tratándose de ti. Tú eras su mayor debilidad. Era un buen hombre, que Dios lo tenga en su gloria. Que los tenga a los dos.

Mordisqueó pensativamente su pasta, y guardamos silencio un momento. De pronto Jimmy consultó su reloj. No fue un gesto natural. Quería que yo lo viera, y en mi cerebro se disparó una alarma. Jimmy estaba nervioso. No se trataba sólo de que el hijo de su antiguo amigo, un hombre que había matado a dos personas y luego se había suicidado, estuviera allí en su cocina interesado obviamente en remover las cenizas de fuegos extintos hacía mucho tiempo. Se percibía algo más. Jimmy no me quería allí. Quería que me fuese, y cuanto antes, mejor.

– Tengo un compromiso -explicó al ver que yo reparaba en el ademán-. Una reunión de viejos amigos. Ya sabes cómo son estas cosas.

– ¿Algún nombre que pueda sonarme de algo?

– No, ninguno. Son todos posteriores a los tiempos de tu padre. -Se reclinó en la silla-. Bueno, esto no es una visita de cortesía, ¿verdad que no, Charlie?

– Tengo algunas preguntas que hacerte -dije-. Sobre mi padre, y sobre lo que ocurrió la noche que murieron aquellos chicos.

– Mira, en cuanto a los asesinatos, la verdad es que no puedo ser de gran ayuda. Yo no estaba presente. Aquel día ni siquiera vi a tu padre.

– ¿Ah, no?

– No, era mi cumpleaños. Tenía el día libre. Había hecho una detención sonada por un asunto de droga y recibí mi recompensa. En principio tu padre iba a reunirse conmigo al acabar su turno, como hacía siempre, pero no llegó. -Hacía girar la taza entre las manos, observando los dibujos que se formaban en la superficie del líquido-. Después de aquello ya nunca volví a celebrar mi cumpleaños como antes. Demasiados recuerdos, todos malos.

No iba a dejarlo escabullirse tan fácilmente.

– Pero esa noche vino tu sobrino a casa.

– Sí, Francis. Tu padre me llamó al Cal's. Me dijo que estaba preocupado. Creía que alguien intentaba haceros daño a tu madre y a ti. No me explicó qué lo llevaba a pensar aquello.

El Cal's era el bar que estaba por entonces justo al lado de la comisaría del Distrito Noveno. Ya no existía, como tantas cosas de los tiempos de mi padre.

– ¿Y no se lo preguntaste?

Jimmy hinchó las mejillas.

– Puede que se lo preguntara. Sí, seguro que sí. No era propio de Will comportarse así. Él no era de esos que se asustan por cualquier cosa, y no tenía enemigos. Es decir, puede que contrariase a más de uno, y encerró a algún que otro elemento de cuidado, pero eso lo hacíamos todos. Era puro trabajo, nada personal. Por aquel entonces ellos veían la diferencia. Al menos la mayoría.

– ¿Qué dijo? ¿Te acuerdas?

– Si no recuerdo mal, sólo me pidió que confiara en él. Sabía que Francis vivía en Orangetown. Me preguntó si podía mandarlo a vigilaros a ti y a tu madre, sólo hasta que él tuviera ocasión de volver a casa. Después de eso todo ocurrió muy deprisa.

– ¿Desde dónde te llamó mi padre?

– Caramba. -Pareció rebuscar en su memoria-. No lo sé. Desde la comisaría no, eso desde luego. Se oía ruido de fondo, así que seguramente llamaba desde el teléfono de un bar. Ha pasado mucho tiempo. No lo recuerdo todo.

Bebí un poco de café y hablé con cautela.

– Pero no fue una noche como otra, Jimmy. Hubo muertos, y después mi padre se quitó la vida. Esa clase de cosas no se olvidan así como así.

Lo vi ponerse tenso y sentí que su hostilidad afloraba a la superficie. Jimmy sabía usar los puños, me constaba; sabía usarlos y se le escapaban con facilidad. Mi padre y él se compensaban mutuamente. Mi padre mantenía a Jimmy bajo control, y éste, por su parte, sacaba un filo a mi padre que de lo contrario quizás habría permanecido romo.

– ¿A qué viene esto, Charlie? ¿Me estás llamando mentiroso?

¿Qué pasa, Jimmy? ¿Qué escondes?

– No -contesté-. Sólo que no quiero que te calles nada por, digamos, no herir mis sentimientos.

Se relajó un poco.

– En fin, fue un mal trago. No me gusta recordar aquellos momentos. Era mi amigo, el mejor.

– Eso ya lo sé, Jimmy.

Asintió.

– Tu padre me pidió ayuda y yo hice una llamada. Francis se quedó con tu madre y contigo. Yo estaba en la ciudad, pero, como supondrás, no podía quedarme al margen cuando quizás estaba ocurriendo algo malo. Sin embargo, cuando llegué a Pearl River, aquellos dos chicos ya habían muerto y estaban interrogando a tu padre. No me dejaron hablar con él. Lo intenté, pero los de Asuntos Internos lo tenían bien cercado. Fui a vuestra casa y hablé con tu madre. Tú dormías, creo. Después, ya sólo lo vi con vida una vez. Pasé a recogerlo cuando acabó el interrogatorio. Fuimos a desayunar, pero él apenas habló. Sólo quería serenarse antes de volver a casa.

– ¿Y no te explicó por qué acababa de matar a dos personas? Vamos, Jimmy. Erais íntimos amigos. Si habló con alguien, tuvo que ser contigo.

– Me dijo lo mismo que había contado a Asuntos Internos, y a quienquiera que estuviese en aquella sala con él. El chico hizo varias veces ademán de llevarse la mano bajo la cazadora, provocando a Will, como si escondiera allí una pistola. Hacía amago y sacaba la mano. Will dijo que la última vez fue en serio. Su mano desapareció, y Will disparó. La chica gritó y empezó a tirar del cuerpo de su compañero. Will la avisó antes de disparar también contra ella. Dijo que algo se apoderó de él cuando el chico empezó a buscarle las cosquillas. Es posible. Aquéllos eran otros tiempos, tiempos violentos. No salía a cuenta correr riesgos. Todos conocíamos a hombres que habían liquidado a alguien en la calle.

»Cuando volví a ver a Will, estaba debajo de una sábana y tenía un agujero en la parte de atrás de la cabeza que habría que rellenar antes del funeral. ¿Es eso lo que te interesaba saber, Charlie? ¿Quieres que te cuente lo mucho que lloré por él, cómo me sentí porque no estaba a su lado, cómo me he sentido todos estos años? ¿Es eso lo que buscas: alguien a quien culpar por lo que pasó esa noche?

Había levantado la voz. Yo veía la ira en él, pero no entendía la causa. Parecía falsa. No, eso no era verdad. Su tristeza y su rabia eran auténticas, pero las usaba como pantalla de humo, como un medio para ocultar algo, de ocultármelo a mí y también a sí mismo.

– No, no es eso lo que busco, Jimmy.

Lo que dijo a continuación destilaba cierto hastío, y una especie de desesperación.

– ¿Qué quieres, pues?

– Quiero saber el porqué.

– No hay un porqué. ¿Es que no puedes meterte eso en la cabeza? La gente lleva veinticinco años preguntando por qué. Yo mismo he preguntado por qué, y no hay respuesta. La razón, fuera cual fuese, se fue a la tumba con tu padre.

– Eso no me lo creo.

– No debes removerlo, Charlie. De esto no saldrá nada bueno. Déjalos descansar en paz, a los dos, a tu padre y a tu madre. Todo eso es agua pasada.

– Ahí está el problema: no puedo dejarlos descansar.

– ¿Por qué no?

– Porque uno de ellos, o los dos, no era pariente consanguíneo mío.

Fue como si alguien hubiese pinchado a Jimmy Gallagher con un alfiler desde atrás. Arqueó la espalda y pareció que parte de su mole se disipaba. Se desplomó contra el respaldo de la silla.

– ¿Cómo? ¿Qué manera de hablar es ésa?

– Lo sé por los grupos sanguíneos. No coinciden. Yo soy del grupo B. Mi padre era del grupo A, mi madre del grupo 0. Es imposible que de unos padres con esos dos grupos sanguíneos salga un hijo del grupo B.

– Pero ¿quién te ha dicho eso?

– He hablado con el médico de la familia. Ya está jubilado, pero conserva los historiales. Los consultó y me mandó copias de análisis de sangre de mi padre y mi madre. Eso me lo confirmó. Podría ser hijo de mi padre, pero no de mi madre.

– Eso es una locura -dijo Jimmy.

– Tú estabas más unido a mi padre que cualquier otro amigo suyo. Si se lo hubiera contado a alguien, habría sido a ti.

– ¿Contarme qué? ¿Que un extraño se le coló en el nido? -Se puso en pie-. Me niego a escucharlo. Me niego. Te equivocas. Seguro que te equivocas.

Cogió las tazas, vació el contenido en el fregadero y las dejó allí. Pese a que me daba la espalda, advertí que le temblaban las manos.

– No me equivoco -repliqué-. Es la verdad.

Jimmy giró sobre los talones y avanzó hacia mí. Tuve la certeza de que iba a propinarme un puñetazo. Me levanté y aparté la silla de una patada, en tensión para recibir el golpe, esperando atajarlo si tenía tiempo de verlo, pero aquello no ocurrió. En lugar de eso, Jimmy me habló con calma, pausadamente.

– Entonces es una verdad que ellos prefirieron ocultarte y que no va a servirte de nada. Te querían, los dos. Sea lo que sea, al margen de lo que creas haber descubierto, déjalo estar. Si sigues indagando, sólo conseguirás hacerte daño.

– Pareces muy seguro de eso, Jimmy.

Tragó saliva visiblemente.

– Vete a la mierda, Charlie. Y ahora márchate. Tengo cosas que hacer.

Hizo un gesto de despedida y me dio otra vez la espalda.

– Volveremos a vernos, Jimmy -dije, y supe que percibió la advertencia en mi voz, pero no contestó. Me encaminé solo hacia la puerta y regresé al metro.

Más tarde supe que Jimmy Gallagher hizo la llamada casi inmediatamente después de irme, aguardando sólo el tiempo justo para tener la certeza de que yo no volvería. Era un número que no marcaba desde hacía muchos años, desde el día después de la muerte de mi padre. Se sorprendió cuando el hombre contestó en persona, se sorprendió casi tanto como por el hecho de descubrir que seguía vivo.

– Soy Jimmy Gallagher.

– Lo recuerdo -dijo la voz-. Ha pasado mucho tiempo.

– No me malinterprete, pero no el tiempo suficiente.

Le pareció oír algo semejante a una risa.

– Y bien, señor Gallagher, ¿qué puedo hacer por usted?

– Acaba de venir a verme Charlie Parker. Está haciendo preguntas sobre sus padres. Ha hablado de grupos sanguíneos. Sabe lo de su madre.

Se produjo un silencio al otro lado de la línea, y a continuación dijo la voz:

– Era inevitable. Tarde o temprano tenía que enterarse.

– Yo no le he dicho nada.

– De eso no me cabe la menor duda, pero volverá. Se le da demasiado bien su trabajo para no averiguar que le ha mentido.

– Y entonces ¿qué?

La respuesta, cuando llegó, le causó a Jimmy la última sorpresa de un día cargado ya de sorpresas no deseadas.

– Y entonces quizá quiera usted contarle la verdad.

10

Esa noche me quedé a dormir en casa de Walter Cole y su mujer, Lee; Walter fue mi antiguo compañero y mentor en el Departamento de Policía de Nueva York, por quien puse el nombre de Walter a mi perro. Cenamos juntos y hablamos de amigos comunes, libros y películas, y de cómo empleaba Walter su vida de jubilado, que por lo visto transcurría de siesta en siesta, y dedicando el resto del tiempo a estorbar a su mujer. A las diez, Lee, que no era precisamente un ave nocturna, me dio un beso en la mejilla y se fue a dormir, dejándonos solos a Walter y a mí. Walter echó otro tronco al fuego y, tras llenarse la copa con el vino que quedaba, me preguntó qué me había llevado a la ciudad.

Le hablé del Coleccionista, un hombre andrajoso que se consideraba instrumento de la justicia, un individuo repulsivo que mataba a quienes, a su juicio, habían echado a perder su alma con sus actos. Recordé el hedor a nicotina en su aliento cuando hizo referencia a mis padres, la satisfacción en sus ojos cuando mencionó los grupos sanguíneos, ciertas cosas que no podía saber pero sabía, y recordé asimismo cómo todo lo que yo había creído acerca de mí empezó a desmoronarse en ese momento. Le hablé de los historiales médicos, de mi encuentro ese mismo día con Jimmy Gallagher, y de mi impresión de que sabía algo que se negaba a compartir conmigo. Le hablé también de algo que no le había comentado a Jimmy. Cuando mi madre murió de cáncer, el hospital conservó muestras de sus órganos. Por mediación de mi abogada, pedí una prueba de ADN y comparé un frotis del interior de mi mejilla con tejidos de mi madre. No coincidió. No pude llevar a cabo una prueba similar con el ADN de mi padre. No había muestras disponibles. Para realizar esa prueba se requeriría una orden de exhumación, y yo aún no estaba dispuesto a llegar tan lejos. Quizá me asustaba lo que pudiese encontrar. Al descubrir la verdad sobre mi madre, lloré. No sabía hasta qué punto quería sacrificar a mi padre en el mismo altar que a la mujer a quien había llamado madre.

Walter tomó un sorbo de vino y fijó la mirada en el fuego sin despegar los labios hasta que terminé.

– ¿Por qué te dijo ese hombre, ese «Coleccionista», todas esas verdades y medias verdades ya de entrada? -preguntó. Era una maniobra característica de un policía: no vayas directo al punto central, rodéalo. Sondea. Gana tiempo para empezar a relacionar los detalles menores con los aspectos principales.

– Porque le divertía -contesté-. Porque su crueldad llega a límites que ni siquiera alcanzamos a imaginar.

– No parece la clase de persona que deja caer insinuaciones así como así.

– No.

– Lo que significa que estaba incitándote a actuar. Sabía que te sería imposible pasarlo por alto.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que, por lo que me has contado, ya ha utilizado antes a otra gente para alcanzar sus fines. Por Dios, incluso te ha utilizado a ti. Ten cuidado, porque puede que esté utilizándote otra vez para sacar a alguien de su madriguera.

Walter tenía razón. El Coleccionista me había utilizado para determinar las identidades de hombres depravados a quienes buscaba con la intención de castigarlos por sus flaquezas. Era artero, y no conocía ni remotamente la misericordia. Ahora había vuelto a esconderse, y yo no sentía el menor deseo de encontrarlo.

– Pero si eso es verdad, ¿a quién busca?

Walter se encogió de hombros y dijo:

– Por lo que me has contado, siempre busca a alguien. -Ése era el quid de la cuestión-. En cuanto a los grupos sanguíneos…, en fin, no sé qué decir. ¿Cuáles son las opciones? O bien eres hijo adoptivo de Will y Elaine Parker, y ellos te lo ocultaron por sus propias razones, o eres hijo de Will Parker y otra mujer, y él y Elaine te criaron como a un hijo. No hay más. Ésas son las posibilidades.

No podía discrepar. El Coleccionista me había dicho que yo no era hijo de mi padre, pero el Coleccionista, como yo sabía por mi experiencia pasada, nunca decía la verdad, no íntegramente. Para él todo era un juego, un medio para alcanzar sus propios fines, fueran cuales fuesen, pero siempre sazonado con un poco de crueldad. Aunque también era posible que sencillamente no supiera toda la verdad, sino sólo que había algo en mi concepción que no cuadraba. Aún me resistía a creer que no existiesen lazos de sangre entre mi padre y yo. Todo en mí se rebelaba contra eso. Yo me había visto a mí mismo en él. Recordé cómo me hablaba, cómo me miraba. No ocurría lo mismo con la mujer a quien yo había conocido como mi madre. Quizás era sólo que me negaba a admitir la posibilidad de que todo fuese mentira, y eso no lo aceptaría hasta tener una prueba irrefutable.

Walter se acercó al fuego y se agachó para avivarlo con el atizador.

– Llevo treinta y nueve años casado con Lee. Si la hubiera engañado, y otra mujer se hubiese quedado embarazada, dudo mucho que Lee hubiese visto con buenos ojos la propuesta de criar a ese niño junto con nuestras hijas.

– ¿Incluso si le hubiese ocurrido algo a la madre?

Walter se detuvo a pensarlo.

– Insisto en que sólo puedo hablar por propia experiencia, pero la tensión que algo así introduciría en un matrimonio sería casi insostenible. Ya me entiendes, encontrarse un día tras otro cara a cara ante el resultado de la infidelidad de tu marido, tener que fingir que ese hijo es tan querido como los otros, tratarlo de la misma manera que a tu propio hijo. -Cabeceó-. No, demasiado difícil. Sigo decantándome por la primera posibilidad: la adopción.

Pero no tuvieron más hijos, pensé. ¿Eso habría cambiado las cosas? Dejando esta idea de lado, pregunté:

– ¿Y por qué me lo ocultaron? No tiene nada de vergonzoso.

– No lo sé. Quizá no fue una adopción oficial y temían perderte. En ese caso habría sido más conveniente mantenerlo en secreto hasta que fueras adulto.

– Yo estaba en la universidad cuando mi madre murió. A esas alturas ya había pasado tiempo más que suficiente para contármelo.

– Sí, pero piensa en lo que ya había sufrido. Su marido, acusado de asesinato, se quita la vida. Ella se marcha del estado, se lleva a su hijo de vuelta a Maine; luego contrae cáncer. Tú eras lo único que le quedaba, y quizá temía perderte como hijo, al margen de cuál fuese la verdad.

Se puso de pie ante la chimenea y volvió a su asiento. Walter me llevaba casi veinte años, y en ese momento la relación entre nosotros parecía más la de un padre y un hijo que la de dos hombres que habían servido juntos.

– Pero ahí está la cuestión, Charlie: al margen de lo que descubras, ellos fueron tu madre y tu padre. Fueron quienes te criaron, quienes te dieron cobijo, quienes te amaron. Lo que buscas es una especie de definición médica de un padre, y lo entiendo. Para ti tiene sentido. Probablemente yo haría lo mismo. Pero no confundas eso con la realidad: Will y Elaine Parker fueron tu padre y tu madre, y al margen de lo que descubras, no permitas que nada enturbie ese hecho. -Me dio un apretón en el brazo, con fuerza, y me soltó-. Y ahora ¿qué?

– Mi abogada tiene a punto los papeles para solicitar la orden de exhumación -expliqué-. Podría comparar mi ADN con el de mi padre.

– Podrías, pero no lo has hecho. Aún no estás preparado para eso, ¿verdad?

Admití que así era.

– ¿Cuándo vuelves a Maine?

– Mañana por la tarde, después de hablar con Eddie Grace.

– ¿Con quién?

– Otro policía amigo de mi padre. Está enfermo, pero su hija dice que quizá pueda atenderme unos minutos si no lo canso demasiado.

– ¿Y si no averiguas nada a través de él?

– Apretaré las tuercas a Jimmy un poco más.

– Si Jimmy esconde algo, lo tiene bien escondido. Los policías chismorrean. Ya lo sabes. Son como pescaderas: en cuanto alguien se va de la lengua es difícil mantener un secreto. Incluso ahora sé quién está pegándosela a su mujer, quién ha vuelto a darse a la bebida, quién toma coca o se deja untar por fulanas y camellos. Así son las cosas. Y después de la muerte de esos dos chicos, Asuntos Internos examinó con lupa la vida y la trayectoria profesional de tu padre para averiguar por qué ocurrió aquello.

– La investigación oficial no descubrió nada.

– A la mierda la investigación oficial. Tú precisamente deberías saber cómo van estas cosas. Debió de hacerse una investigación oficial, y otra en la sombra: una documentada y abierta a examen; otra llevada a cabo con discreción y luego enterrada en un hoyo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que preguntaré por ahí. Aún me deben favores. Veamos si hay algún cabo suelto del que poder tirar. Mientras tanto, haz lo que tengas que hacer.

Apuró el vino.

– Ahora demos el día por concluido. Por la mañana te llevaré a Pearl River. Siempre me ha gustado ver cómo viven los irlandeses. Así me alegro de no serlo yo.

11

Eddie Grace acababa de salir del hospital y estaba al cuidado de su hija, Amanda. Llevaba mucho tiempo enfermo y, según me habían dicho, dormía casi a todas horas, pero por lo visto en las últimas semanas se sentía algo más fuerte. Deseaba volver a casa, y el hospital accedió a darle el alta porque allí ya no podían hacer nada por él. La medicación para paliar el dolor podía administrársele igualmente en su propia cama, y si tenía cerca a su familia estaría menos angustiado e inquieto. Amanda me había dejado un mensaje en el contestador en respuesta a mis solicitudes anteriores, informándome de que Eddie estaba dispuesto a recibirme en casa de ella y, al parecer, en condiciones.

Amanda vivía en Summit Street, a un paso de la iglesia de Santa Margarita de Antioquía, en una zona que quedaba separada por la vía del tren del barrio donde se hallaba nuestra antigua casa de Franklin Street. Walter me dejó ante la iglesia y se fue a tomar un café. Cuando llamé, Amanda abrió la puerta segundos después de sonar el timbre, como si aguardase mi llegada en el recibidor. Tenía el cabello largo y castaño, teñido de un tono no tan distinto de su color natural como para resultar chirriante. Era de baja estatura, poco más de un metro cincuenta y cinco, piel pecosa y ojos marrones muy claros. Parecía llevar los labios recién pintados y usaba un perfume con aroma a cítrico que, al igual que ella, resultaba sencillo y a la vez llamativo.

Yo me había encaprichado de Amanda Grace cuando estudiábamos los dos en el instituto de Pearl River. Tenía un año más que yo y andaba con un grupo aficionado al esmalte de uñas negro y las bandas de rock inglesas poco conocidas. Era una de esas chicas que los buenos deportistas fingían detestar pero con quienes fantaseaban en secreto mientras sus desenfadadas novias rubias llevaban a cabo actos durante los que no era necesario que ellos las miraran a los ojos. Más o menos un año antes de morir mi padre, Amanda empezó a salir con Michael Ryan, cuyas metas en la vida eran fundamentalmente reparar coches y abrir una bolera, objetivos no exentos de mérito en sí mismos pero lejos de los niveles de ambición que satisfarían a una chica como ella. Mike Ryan no era mala persona, pero tenía limitadas dotes de conversación y quería vivir y morir en Pearl River. Amanda hablaba de visitar Europa y de estudiar en la Sorbona. Resultaba difícil ver dónde se encontraba el espacio común entre ella y Mike, a menos que fuese en algún lugar sobre un islote en medio del Atlántico.

Y ahora allí estaba Amanda, con unas cuantas arrugas donde antes no las había, pero por lo demás casi inalterada, como el propio pueblo. Sonrió.

– Charlie Parker -dijo-. Me alegro de verte.

Yo no sabía bien cómo saludarla. Le tendí la mano, pero ella la sorteó y me abrazó, moviendo la cabeza en un gesto de reprobación.

– El mismo chico tímido de siempre -comentó, y no sin cierto afecto, me pareció. Al soltarme me miró sonriente.

– ¿Y eso qué significa?

– Visitas a una mujer guapa y le ofreces la mano.

– Bueno, ha pasado mucho tiempo. No me gusta dar por supuestas ciertas cosas. ¿Qué tal tu marido? ¿Aún juega a los bolos?

Ahogó una risita.

– Dicho así, parece que sea un juego de gays.

– Todo un hombretón acariciando objetos duros y fálicos. Cuesta no extraer ciertas conclusiones.

– Puedes decírselo cuando lo veas. Seguro que lo tendrá en cuenta.

– Seguro; eso, o intentará mandarme directo a Jersey de una patada en el culo.

La expresión de su rostro cambió. Parte del buen humor se apagó y dio paso a cierta actitud especulativa.

– No -dijo-. Dudo mucho que intentara algo así contigo. -Retrocedió hacia el interior de la casa y mantuvo la puerta abierta para dejarme entrar-. Adelante. He preparado algo de comer. Bueno, he comprado unos fiambres y ensaladas, y hay pan recién hecho. Tendrá que bastar con eso.

– Basta y sobra.

Entré en la casa y ella cerró la puerta; al pasar por mi lado para guiarme hacia la cocina se apretó contra mí, sujetándome la cintura un momento con las manos y rozándome la entrepierna con el vientre. Dejé escapar un hondo suspiro.

– ¿Qué pasa? -preguntó con los ojos muy abiertos, irradiando inocencia.

– Nada.

– Vamos, dilo.

– Creo que aún podrías presentarte a un campeonato internacional de flirteo.

– Siempre y cuando sea por una buena causa. En cualquier caso, no estoy flirteando contigo, o apenas. Tuviste tu oportunidad hace mucho.

– ¿En serio? -Rebusqué en la memoria alguna oportunidad con Amanda Grace, pero no me vino ninguna a la cabeza. La seguí a la cocina y la vi llenar una jarra de un grifo con filtro de agua.

– Sí, en serio -contestó sin volverse-. Sólo tenías que invitarme a salir. No era tan complicado. Me senté.

– Por entonces todo parecía complicado.

– No para Mike.

– Bueno, él no era una persona complicada.

– No, no lo era. -Cerró el grifo y dejó la jarra en la mesa-. Ni lo es ahora. Con el tiempo, me he dado cuenta de que eso no es malo.

– ¿A qué se dedica?

– Tiene un taller mecánico en Orangetown. Sigue jugando a los bolos, pero se morirá sin ser dueño de una bolera.

– ¿Y tú?

– Antes era maestra de primaria, pero lo dejé cuando nació mi segunda hija. Ahora trabajo por horas para una editorial que publica libros de texto. Digamos que soy vendedora. Pero me gusta.

– ¿Tenéis hijos? -No lo sabía.

– Dos niñas. Kate y Annie. Ahora están en el colegio. Aún no se han acostumbrado del todo a tener a mi padre en casa.

– ¿Y él cómo está?

Torció el gesto.

– No muy bien. Es cuestión de tiempo. Los medicamentos lo adormecen, pero suele estar mejor durante una o dos horas por la tarde. Pronto tendrá que ir a una residencia, pero no está listo para eso, todavía no. De momento se quedará aquí con nosotros.

– Lo siento.

– No lo sientas. Él mismo no lo siente. Ha tenido una buena vida y ahora que se le acaba está entre los suyos. Pero tiene ganas de verte. Apreciaba mucho a tu padre. También te apreciaba a ti. Creo que en su día le habría gustado que tú y yo termináramos juntos.

Su rostro se ensombreció. Me pareció que establecía una serie de asociaciones tácitas, concibiendo una existencia alternativa en la que habría podido ser mi mujer.

Pero mi mujer había muerto.

– Leímos en la prensa lo que pasó -dijo-. Fue terrible.

Permaneció callada por un momento. Se había sentido obligada a sacar el tema, y ahora no sabía cómo disipar el efecto.

– Yo también tengo una hija -anuncié.

– ¿Ah, sí? ¡Qué bien! -exclamó, quizá con demasiado entusiasmo-. ¿Cuántos años tiene?

– Dos. Su madre y yo ya no estamos juntos. -Me interrumpí-. Pero aún veo a mi hija.

– ¿Cómo se llama?

– Samantha. Sam.

– ¿Está en Maine?

– No, en Vermont. Cuando sea mayor de edad, podrá votar a los socialistas y firmar peticiones para segregarse de la unión.

Levantó un vaso de agua.

– Por Sam, pues.

– Por Sam.

Comimos y hablamos de antiguos amigos del instituto, y de su vida en Pearl River. Al final resultó que sí había ido a Europa, con Mike. El viaje fue un regalo por su décimo aniversario de boda. Visitaron Francia, Italia e Inglaterra.

– ¿Y es como esperabas? -pregunté.

– En parte. Me gustaría volver y ver más cosas, pero por ahora me basta.

Oí movimiento en el piso de arriba.

– Mi padre se ha despertado -dijo-. Tengo que subir para ayudarlo a organizarse.

Salió de la cocina y se fue al piso de arriba. Al cabo de un momento oí voces, y la tos de un hombre. Parecía una tos bronca, seca y dolorosa.

Pasados diez minutos, Amanda volvió con un anciano encorvado, rodeándole la cintura con el brazo para mayor tranquilidad suya. Estaba tan delgado que ella abarcaba su cuerpo por completo, pero incluso así de doblado era casi tan alto como yo.

Eddie Grace había perdido el pelo. No conservaba siquiera el vello facial. Su piel se veía húmeda y transparente, teñida de amarillo en las mejillas y amoratada bajo los ojos. Le quedaba muy poca sangre en los labios y, cuando sonrió, noté que se le habían caído muchos dientes.

– Señor Grace -dije-. Me alegro de verlo.

– Eddie -contestó-, llámame Eddie. -Su voz era áspera, como el ruido del esmeril contra un metal rugoso.

Me estrechó la mano. Aún tenía un apretón firme.

Su hija se quedó con él hasta que se sentó.

– ¿Te apetece un té, papá?

– No, estoy bien, gracias.

– Hay agua en la jarra. ¿Quieres que te ponga un poca? Eddie alzó la vista al cielo.

– Como ando despacio y duermo mucho, se cree que soy incapaz de servirme yo mismo el agua -dijo.

– Ya sé que puedes servirte el agua. Lo decía sólo por amabilidad. Caray, vaya un viejo desagradecido estás hecho -protestó Amanda con afecto, y cuando lo abrazó, él le dio una palmada en la mano y sonrió.

– Y tú eres una buena chica -dijo él-. Mejor de lo que merezco.

– En fin, mientras seas consciente de eso. -Le besó la calva-. Y ahora os dejo solos para que habléis. Si me necesitas, estaré arriba.

Amanda me miró desde detrás de él y me pidió en silencio que no lo cansara. Yo contesté con un parco gesto de asentimiento, y ella nos dejó en cuanto se aseguró de que él estaba cómodamente sentado, tocándole el hombro con delicadeza antes de dejar la puerta entornada.

– ¿Cómo va, Eddie? -pregunté.

– Así así -contestó-. Pero aquí sigo. Me pesa el frío. Echo de menos Florida. Me quedé allí tanto como pude, pero cuando enfermé no podía valerme. Andrea, mi mujer, murió hace unos años. Me era imposible pagar a una enfermera privada. Amanda me trajo aquí, dijo que ella cuidaría de mí si el hospital daba su conformidad. Y aún tengo amigos de los viejos tiempos, ya sabes. No está tan mal. Sólo que este maldito frío puede conmigo.

Se sirvió un poco de agua, temblando la jarra sólo un poco en su mano, y tomó un sorbo.

– ¿Por qué has vuelto, Charlie? ¿Qué haces aquí hablando con un moribundo?

– Es por mi padre.

– Ah -dijo. Un hilo de agua se le escapó de la boca y resbaló por su mentón. Se lo secó con la manga de la bata-. Perdona -se disculpó, claramente avergonzado-. Sólo cuando viene alguien nuevo a casa me acuerdo de la poca dignidad que me queda. ¿Sabes qué me ha enseñado la vida? No hay que envejecer. Hay que evitarlo mientras puedas. Enfermar tampoco ayuda.

Por un momento dio la impresión de que le pesaban los párpados, como si se adormilara.

– Eddie -dije con suavidad-. Quisiera hablar contigo de Will.

Dejó escapar un gruñido y volvió a fijar la atención en mí.

– Sí, Will. Uno de los buenos.

– Eras amigo de él. Esperaba que pudieras decirme algo sobre lo que ocurrió, el porqué de todo aquello.

– ¿Después de tanto tiempo?

– Después de tanto tiempo.

Tamborileó en la mesa con los dedos.

– Tu padre hacía las cosas discretamente. Sabía apaciguar a la gente, ¿sabes? Ése era su mérito. Nunca se enfadaba de verdad. Nunca se dejaba llevar por el mal genio. Incluso el traslado temporal del Distrito Noveno a la parte alta de la ciudad fue decisión suya. Probablemente no le benefició en cuanto al historial, eso de solicitar el traslado tan pronto en su vida profesional, pero lo hizo a cambio de una vida tranquila. Si me hubieran preguntado quiénes eran capaces de cometer un crimen como ése, jamás hubiera pensado en él, ni por asomo.

– ¿Recuerdas por qué pidió el traslado?

– Ah, no acababa de llevarse bien con los mandos de la comisaría del Distrito Noveno, ni él ni Jimmy. Vaya un equipo formaban esos dos. A donde iba uno, lo seguía el otro. Entre el uno y el otro pusieron en evidencia a mucha gente de peso. Ésa era la otra cara de tu padre. Tenía un demonio dentro, pero lo mantenía encadenado la mayor parte del tiempo. En cualquier caso, había un sargento en la comisaría, un tal Bennett. ¿Has oído hablar de él?

– No, nunca.

– No duró mucho. Tu padre y él se las tuvieron, y Jimmy respaldó a Will, como siempre.

– ¿Recuerdas el motivo del enfrentamiento?

– No. Incompatibilidad de caracteres, creo. A veces pasa. Y Bennett era un hombre corrupto, y a tu padre nunca le gustaron mucho los policías corruptos, por más galones que llevaran. El caso es que Bennett encontró la manera de desatar al demonio que tu padre llevaba dentro. Una noche se liaron a puñetazos, y eso no se hace si uno va de uniforme. Dio una mala imagen de Will, pero no podían perder a un buen policía. Imagino que alguien hizo alguna que otra llamada en su nombre.

– ¿Quién?

Eddie se encogió de hombros.

– Si te portas bien con la gente, luego puedes exigir que te devuelvan los favores. Tu padre tenía amigos. Se llegó a un acuerdo.

– Y el acuerdo fue que mi padre solicitaría el traslado.

– Eso mismo. Pasó un año en el desierto, hasta que Bennett recibió un varapalo de la Comisión Knapp, que lo declaró «carnívoro».

La Comisión Knapp, que investigó la corrupción policial a principios de los setenta, estableció dos definiciones para los policías corruptos: los «herbívoros», que eran culpables de formas de corrupción menores embolsándose billetes de diez y veinte dólares, y los «carnívoros», que sableaban a los camellos y los proxenetas por cantidades mayores.

– ¿Y cuando se marchó Bennett volvió mi padre?

– Algo así. -Eddie movió los dedos, imitando el gesto de marcar un número en un teléfono de disco.

– Ignoraba que mi padre tuviese esa clase de amigos.

– Puede que él tampoco lo supiera hasta que los necesitó.

No insistí en esa dirección.

– ¿Recuerdas el homicidio? -pregunté.

– Recuerdo que oí hablar del tema. Esa semana teníamos el turno de cuatro a doce, mi compañero y yo, y quedamos con otros dos, Kloske y Burke, para tomar un café. Ellos estaban en la comisaría al recibirse la llamada. Cuando yo volví a ver a tu padre, estaba metido en una caja. Lo recompusieron francamente bien. Tenía el mismo aspecto de siempre, creo, parecía él. A veces esos embalsamadores te dejan como si fueras un muñeco de cera. -Intentó sonreír-. Esas cosas me rondan por la cabeza, como podrás imaginar.

– Quedarás bien -comenté-. Amanda no permitiría lo contrario.

– Si depende de ella, muerto tendré mejor aspecto que en vida. Y también estaré mejor vestido.

Volví al tema de mi padre.

– ¿Tienes idea de por qué mi padre mató a esos chicos?

– No, pero como he dicho, Will no se salía de sus casillas así como así. Debieron de pasarse mucho de la raya.

Bebió un poco más de agua colocándose la mano izquierda bajo la barbilla para evitar que se derramara. Cuando bajó el vaso, respiraba trabajosamente, y supe que se me acababa el tiempo con él.

– ¿Qué impresión te dio los días antes de aquello? Es decir, ¿se le veía triste, alterado?

– No, estaba igual que siempre. No noté nada especial. Pero esa semana no lo vi mucho. Él hacía el turno de ocho a cuatro, y yo el de cuatro a doce. Nos saludamos al cruzarnos, pero poco más. No, anduvo toda la semana con Jimmy Gallagher. Deberías hablar con él. Él estuvo con tu padre el día del homicidio.

– ¿Cómo?

– Jimmy y tu padre, siempre quedaban para el cumpleaños de Jimmy. Nunca fallaban.

– A mí me dijo que ese día no se vieron. Jimmy no estaba de servicio. Había hecho una detención sonada -dijo-, por un asunto de drogas.

Un día libre era una recompensa por una detención de peso. Se rellenaba un «28», se presentaba en la administración de la comisaría, al secretario del capitán. La mayoría de los agentes le daban un par de dólares, o quizás una botella de Chivas obtenida por acompañar al dueño de una licorería al banco, a fin de asegurarse de que el día libre caía en una fecha propicia. Era una de las ventajas de ocuparse del papeleo en la comisaría.

– Es posible -dijo Eddie-, pero estuvieron juntos el día que tu padre mató a aquellos dos chicos. Lo recuerdo. Jimmy vino a buscar a tu padre cuando él acababa su turno.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo. Vino a la comisaría. Incluso sustituí a Will para que pudiese marcharse antes. Se proponían empezar a beber en el Cal's y terminar en el Club de Pesca.

– ¿El qué?

– El Club de Pesca de Greenwich Village, en Horario Street. Venía a ser un establecimiento sólo para socios o algo así. Veinticinco centavos la lata.

Me recliné en mi asiento. Jimmy me había asegurado que no estuvo con mi padre el día del homicidio. Y ahora Eddie Grace lo contradecía a las claras.

– ¿Viste a Jimmy en la comisaría?

– ¿Es que estás sordo? Acabo de decírtelo. Lo vi reunirse con tu padre, los vi a los dos marcharse juntos. ¿Te ha dicho él algo distinto?

– Sí.

– Ah -repitió Grace-. Quizá le falla la memoria.

Se me ocurrió una idea.

– Eddie, ¿Jimmy y tú seguís en contacto?

– No, apenas. -Contrajo los labios en una expresión de desagrado. Me dio que pensar. Allí había algo, algo entre Jimmy y Eddie.

– ¿Sabe que has vuelto a Pearl River? -pregunté.

– Puede ser, si alguien se lo ha dicho. No ha venido a verme, por si te refieres a eso.

Caí en la cuenta de que me había puesto tenso, echándome hacia delante en la silla. Eddie también lo advirtió.

– Soy un viejo y estoy muriéndome -dijo-. No tengo nada que esconder. Yo apreciaba a tu padre. Era un buen policía. Jimmy también era un buen policía. No sé por qué te habrá mentido sobre tu padre, pero puedes decirle que has hablado conmigo. Si quieres, dile de mi parte que debe decir la verdad.

Esperé. Eddie no había acabado.

– No sé qué esperas sacar de esto -continuó-. Tu padre cometió el delito por el que lo acusaron. Mató a aquellos dos jóvenes y luego se suicidó.

– Quiero saber por qué.

– Tal vez no haya un porqué. ¿Puedes aceptar eso?

– Es cuestión de intentarlo.

Me planteé contarle algo más, pero al final pregunté:

– Tú te habrías enterado si mi padre hubiese… andado por ahí con otras mujeres, ¿verdad?

Eddie se tambaleó un poco y se echó a reír. Eso le provocó otro acceso de tos, y tuve que servirle un poco más de agua.

– Tu padre no «andaba por ahí» -dijo cuando se recuperó-. No era su estilo.

Respiró hondo varias veces y percibí un brillo en su mirada. Me resultó desagradable, como si lo hubiera sorprendido comiéndose con los ojos a una chica que pasaba por la calle y hubiese presenciado después cómo se desarrollaba en su mente una fantasía sexual.

– Pero era humano -prosiguió-. Todos cometemos errores. ¿Quién sabe? ¿Alguien te ha dicho algo?

Me miró con atención, y el brillo seguía allí.

– No -respondí-. Nadie me ha dicho nada.

Me sostuvo la mirada todavía un momento; luego asintió con la cabeza.

– Eres un buen hijo. Ayúdame a levantarme, ¿quieres? Creo que iré a ver la tele un rato. Todavía me queda una hora hasta que esos malditos medicamentos me duerman otra vez.

Lo sujeté mientras abandonaba la silla y lo acompañé a la sala de estar, donde se acomodó en el sofá con los mandos a distancia y puso un programa concurso. El sonido atrajo a Amanda, que estaba en el piso de arriba.

– ¿Ya habéis acabado? -preguntó.

– Eso creo -contesté-. Ya me voy. Gracias por tu tiempo, Eddie.

El anciano levantó el mando en un gesto de despedida, pero no apartó la mirada del televisor. Cuando Amanda me acompañaba a la puerta, Eddie volvió a hablar.

– Charlie.

Regresé. Él tenía la mirada fija en el televisor.

– En cuanto a Jimmy… -Aguardé-. Teníamos buenas relaciones, pero, entiéndeme, no éramos amigos íntimos. -Golpeteó el brazo del sofá con el mando-. No se puede confiar en un hombre cuya vida entera es una mentira. Sólo quería decirte eso.

Apretó un botón para cambiar de canal y puso un culebrón vespertino. Regresé a donde me esperaba Amanda.

– ¿Qué? ¿Te ha ayudado?

– Sí -contesté-. Los dos me habéis ayudado.

Sonrió y me dio un beso en la mejilla.

– Espero que encuentres lo que andas buscando, Charlie.

– Tienes mi número -dije-. Tenme informado de cómo siguen las cosas con tu padre.

– Lo haré -respondió ella. Tomó un papel de la consola del teléfono y anotó un número-. Mi móvil, por si acaso.

– Si hubiese sabido que era tan fácil conseguir tu número, te lo habría pedido hace mucho tiempo.

– Tenías mi número -dijo-. Sólo que nunca lo utilizaste.

Dicho esto cerró la puerta, y yo me marché cuesta abajo hacia el Muddy Brook Café, donde me esperaba Walter para llevarme al aeropuerto.

12

Sentí frustración por tener que marcharme de Nueva York sin obtener respuesta a las preguntas sobre el paradero de Jimmy Gallagher el día que mi padre se convirtió en asesino, pero no me quedaba más remedio: estaba en deuda con Dave Evans, y éste había dejado muy claro que me necesitaba en el Bear la mayor parte de la semana entrante. Por otro lado, la palabra de Eddie era mi única prueba de que Jimmy y mi padre se habían visto aquel día. Quizás Eddie estaba confundido, y yo quería constatar los hechos antes de llamar embustero a la cara a Jimmy Gallagher.

Recogí el coche en el Portland Jetport y volví a casa con el tiempo justo para ducharme y cambiarme de ropa. Inconscientemente, me encaminé hacia casa de los Johnson en busca de Walter, pero de pronto recordé dónde estaba mi perro y me sumí en un desánimo del que sabía que no iba a salir en toda la noche.

Pasé la mayor parte de la velada detrás de la barra con Gary. A pesar de la considerable concurrencia, dispuse de algún que otro rato para charlar con los clientes e incluso para ocuparme del papeleo en el despacho de la trastienda. El único momento emocionante se produjo cuando un adicto a los esteroides, tras despojarse de sus capas de ropa invernal y quedarse sólo con una camiseta de tirantes y un pantalón corto de gimnasia manchado, se acercó a una rubia llamada Hillary Herman, que medía un metro cincuenta y cinco y, por su aspecto, daba la impresión de que una suave brisa podía llevársela igual que a una hoja. Cuando Hillary dio la espalda a aquel individuo y sus proposiciones, él cometió la estupidez de apoyar la mano en su hombro en un esfuerzo por recuperar su atención, momento en que Hillary, que era la experta en judo oficial del Departamento de Policía de Portland, giró sobre los talones y le dobló el brazo a su pretendiente por detrás de la espalda hasta el punto de obligarlo a tocar el suelo con la frente y las rodillas simultáneamente. Acto seguido, lo acompañó a la puerta, lo arrojó a la nieve y lanzó su ropa detrás de él. Los compinches del individuo parecieron tentados de manifestar su descontento, pero gracias a la intervención de los otros policías de Portland con quienes Hillary tomaba unas copas, ella se ahorró tener que echar a patadas también a los otros.

Cuando quedó claro que las aguas volvían a su cauce y no había ningún herido que no se lo mereciese, empecé a trasladar cajas de botellas desde la despensa hasta los frigoríficos. Aún faltaba una hora para el cierre, pero no parecía que fuera a invadirnos una multitud imprevista, y así adelantaba el trabajo de la noche. Mientras sacaba la tercera caja, vi al hombre que acababa de ocupar un taburete en el extremo de la barra. Vestía la misma chaqueta de tweed de la vez anterior y tenía un cuaderno abierto junto a la mano derecha. Era la parte de la barra correspondiente a Gary, pero cuando se disponía a atender al recién llegado, le indiqué que ya me encargaría yo, y él siguió hablando con Jackie Garner, por quien aparentemente había desarrollado un preocupante afecto. Jackie, pese a que intentaba entablar conversación con una cuarentona pelirroja, guapa pero tímida, parecía agradecer la compañía de Gary. Jackie tenía poco éxito con las mujeres. A decir verdad, ni siquiera recordaba haberlo visto salir nunca con una mujer. Por lo general, cuando una representante del sexo opuesto le dirigía la palabra, él adoptaba una expresión de desconcierto, como un niño a quien hablan en un idioma extranjero. En ese momento estaba ruborizado, como también la pelirroja. Daba la impresión de que Gary actuaba de intermediario entre ellos a fin de mantener la conversación. De no haber sido por su ayuda, quizá se habrían sumido en un silencio absoluto o, caso de sonrojarse un poco más, sencillamente habrían estallado.

– ¿Qué tal? -dije al tipo del cuaderno-. ¿Ha vuelto a por más?

– Eso parece -contestó. Estaba quitándose la chaqueta. Llevaba la corbata floja y el cuello de la camisa desabrochado e iba arremangado hasta los codos. Pese a la informalidad de su indumentaria, parecía dispuesto a meterse en faena.

– ¿Qué le pongo?

– Sólo un café, por favor.

Cuando regresé con una taza de café recién hecho, un poco de leche y edulcorante, vi una tarjeta de visita junto al cuaderno, de cara a mí. Coloqué todo encima de la tarjeta sin mirar qué había escrito.

– Disculpe -dijo el hombre. Levantó la taza, recogió la tarjeta y me la entregó. La cogí, la leí y volví a dejarla en la barra.

– Bonita tarjeta -comenté, y lo era.

El nombre, Michael Wallace, aparecía grabado en letras doradas, junto con un apartado de correos de Boston, dos números de teléfono, una dirección de correo electrónico y una página web. En la tarjeta constaba su profesión: ESCRITOR Y PERIODISTA.

– Quédesela -dijo.

– No, gracias.

– Lo digo en serio.

Su cara reflejaba una determinación que no me gustó mucho, la misma que asomaba al rostro de los policías cuando se plantaban ante la puerta de un sospechoso y éste no acababa de captar el mensaje.

– ¿«En serio»? -Me desagradó su tono.

Metió la mano en su cartera y extrajo un par de libros encuadernados en rústica. Eran de no ficción, y me pareció recordar que el primero lo había visto en las librerías: trataba de un hombre del norte de California que, después de matar a su mujer y sus dos hijos, estuvo a punto de quedar impune declarando que se habían ahogado al naufragar su barco en una tormenta. Se habría salido con la suya si un técnico de laboratorio no hubiese detectado en el agua salada hallada en los pulmones de los cuerpos rescatados un mínimo rastro de residuos químicos y lo hubiese comparado con manchas de disolvente encontradas en el fregadero de la cocina del barco, prueba inequívoca de que el marido había ahogado a las tres víctimas en el fregadero antes de arrojar los tres cadáveres por la borda. La razón de los asesinatos, cuando por fin el individuo confesó, fue que «siempre llegaban tarde a todas partes». El segundo libro parecía más antiguo, uno de tantos sobre asesinos en serie, centrado en torno a los crímenes sexuales. El título era casi tan morboso como el tema: Sangre en las sábanas.

– Éste soy yo -dijo de manera un tanto innecesaria-. Michael Wallace. A esto me dedico. Escribo libros sobre crímenes reales. -Me tendió la mano-. Mis amigos me llaman Mickey.

– No vamos camino de hacernos amigos, señor Wallace.

Se encogió de hombros, como si no esperase menos.

– He aquí la cuestión, señor Parker. He leído mucho sobre usted. Es un héroe. Ha acabado con gente francamente mala, pero hasta el momento nadie ha escrito la historia completa de lo que ha hecho. Deseo escribir un libro sobre usted. Deseo contar su historia. Las muertes de su mujer y su hija, cómo persiguió al responsable, y más tarde a otros iguales que él. Ya tengo editor y título. Se llamará El ángel vengador. Es bueno, ¿no le parece?

No contesté.

– En fin, el anticipo no es gran cosa, del orden de quinientos mil, aunque tampoco está mal para un libro de este género. En todo caso, si cuento con su cooperación, nos lo repartiremos al cincuenta por ciento. En cuanto a los derechos, podemos negociar. Mi nombre saldrá en la tapa, pero la historia será suya, tal como usted quiera contarla.

– Mire, yo no quiero contar mi historia. Esta conversación se ha acabado. El café corre de mi cuenta, pero le aconsejo que no lo alargue demasiado.

Me di la vuelta, pero él siguió hablando.

– Creo que no me ha entendido, señor Parker. No quiero conflictos con usted, pero voy a escribir este libro tanto si me ayuda como si no. Ya hay abundante información de dominio público, y averiguaré muchas más cosas conforme avance con las entrevistas. He llevado a cabo ya cierto trabajo de fondo y he encontrado a un par de personas en Nueva York dispuestas a hablar. Habrá también gente de su antiguo barrio, y de por aquí, que me permitirá ahondar en su vida. Le ofrezco la oportunidad de dar forma al material, de responder a él. Lo único que quiero es que me conceda unas cuantas horas de su tiempo durante una o dos semanas. Trabajo deprisa, y no me entrometeré más allá de lo absolutamente necesario.

Creo que le sorprendió lo rápido que me moví, pero en su honor debo admitir que no se inmutó, ni siquiera cuando me planté ante su misma cara.

– Escúcheme -dije en voz baja-. Eso no va a suceder. Ahora va a levantarse y va a marcharse, y no volveré a saber nada de usted. Su libro se acaba aquí. ¿Queda claro?

Wallace recogió su cuaderno y golpeó la barra con él una vez antes de metérselo en el bolsillo. Se puso la chaqueta, se envolvió el cuello con la bufanda y dejó tres dólares en la barra.

– Por el café, y quédese el cambio. Le dejo los libros. Écheles un vistazo. Son mejores de lo que piensa. Volveré a pasar por aquí dentro de un par de días, a ver si ha cambiado de parecer.

Se despidió con una inclinación de cabeza y se marchó. Tiré los libros al cubo de la basura colocado bajo la barra. Jackie Garner, que había escuchado toda la conversación, bajó del taburete y se acercó a mí.

– Si quieres, ya me ocupo yo de esto -propuso-. Seguro que ese gilipollas está aún en el aparcamiento.

Negué con la cabeza.

– Déjalo.

– Si viene a verme a mí, no pienso hablar con él -aclaró Jackie-. Y si lo intenta con Paulie y Tony, echarán su cuerpo al mar en Casco Bay.

– Gracias, Jackie.

– Ya, bueno…

Se oyó cómo arrancaba un motor en el aparcamiento del Bear. Jackie se aproximó a la puerta y vio marcharse a Wallace.

– Un Taurus azul -dijo-. Matrícula de Massachusetts. Pero viejo, o sea, que no es de alquiler. Y no es la clase de coche que llevaría un escritor de altos vuelos. -Regresó a la barra-. ¿Crees que podrás impedírselo?

– No lo sé. Puedo intentarlo.

– Parece insistente.

– Sí.

– Pues no lo olvides: la oferta sigue en pie. A nosotros se nos da bien la insistencia, a Tony, a Paulie y a mí. La vemos como un desafío.

Jackie se quedó por allí después del cierre, pero estaba claro que no era yo quien le interesaba. Sólo tenía ojos para la mujer, que se llamaba, según me dijo Jackie en susurros, Lisa Goodwin. Estuve tentado de aconsejarle a ella que, si contemplaba seriamente la posibilidad de salir con Jackie, se echase a correr y no volviese la vista atrás, pero eso no habría sido justo para ninguno de los dos. Según Dave, que la conocía un poco de visitas anteriores al Bear, era una buena mujer que en el pasado había tomado decisiones equivocadas por lo que se refería a los hombres. En comparación con la mayoría de sus amantes anteriores, Jackie era prácticamente Cary Grant. Era leal y tenía buen corazón y, a diferencia de algunos de los ex de esa mujer, jamás ejercería la violencia contra ella. Si bien era cierto que él vivía con su madre y entre sus aficiones se contaba la munición de fabricación casera, y que esa munición era menos volátil que su madre, Lisa ya lidiaría con eso llegado el momento, si es que llegaba.

Llené una taza con el café que quedaba en la cafetera y me fui al despacho de atrás. Allí encendí el ordenador y averigüé cuanto pude acerca de Michael Wallace. Visité su web, leí algunos de sus artículos, la publicación de los cuales quedaba interrumpida en 2005, y reseñas de sus dos primeros libros. Al cabo de una hora tenía su dirección, su curriculum profesional y algunos datos de su vida, como ciertos detalles de su divorcio en 2002 y la imposición de una multa por conducir en estado de embriaguez en 2006. Tendría que hablar con Aimee Price acerca de Wallace. No sabía qué acción legal podía emprender, si es que existía alguna, para impedirle escribir sobre mí, pero desde luego tenía muy claro que no quería mi nombre en la portada de un libro. Si Aimee no podía ayudarme, me vería obligado a apretarle las tuercas a Wallace, y algo me decía que no reaccionaría bien a esa clase de presión, como solía ocurrir con los periodistas.

Gary entró cuando yo ya acababa.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Sí, estoy bien.

– Bueno, aquí fuera ya hemos terminado.

– Gracias. Vete a casa, descansa. Ya cerraré yo.

– Buenas noches, pues. -Se quedó inmóvil en la puerta.

– ¿Qué pasa?

– Si vuelve ese tipo, el escritor, ¿qué hago?

– Envenénale la bebida. Pero cuidado dónde tiras el cuerpo.

Gary pareció desconcertado, como si no tuviese muy claro si hablaba en serio o no. Reconocí la expresión. La mayoría de quienes trabajaban en el Bear sabía algo de mi pasado, sobre todo los lugareños que llevaban ya unos años en el local. A saber qué le habían contado a Gary cuando yo no estaba presente.

– Basta con que me avises si lo ves -dije-. Quizá podrías hacer correr la voz de que agradecería que nadie hablara con él de mí.

– Claro -contestó Gary, animándose perceptiblemente, y se marchó. Lo oí hablar con Sergei, uno de los cocineros; luego, cuando salieron, se cerró la puerta y todo quedó en silencio.

El café se había enfriado. Lo tiré a un fregadero, imprimí todo lo que había averiguado acerca de Wallace y me fui a casa.

Sentado en su habitación de un motel junto al centro comercial Maine, Mickey Wallace plasmaba sus anotaciones sobre el encuentro con Parker. Era un truco que había aprendido en el periodismo: apuntarlo todo mientras lo tenía aún fresco, porque la memoria empezaba a jugar malas pasadas incluso después de un par de horas. Uno podía engañarse con la idea de que siempre recordaba las cosas importantes, pero no era así. Uno recordaba lo que no había olvidado, fuera importante o no. Mickey tenía por costumbre consignar sus observaciones en cuadernos, y después lo pasaba todo al ordenador, pero los cuadernos seguían siendo la fuente principal, y a ellos se remitía siempre durante el proceso de elaboración de un libro.

La reacción de Parker a su proposición inicial no lo había defraudado ni sorprendido. De hecho, ya desde el principio consideraba la participación de aquel hombre en la empresa una posibilidad remota, pero nunca estaba de más preguntar. Lo que sí lo sorprendía era que nadie hubiese escrito aún un libro sobre Parker, dado todo lo que había hecho y los casos en que había intervenido, pero eso sólo era una de las muchas circunstancias extrañas en torno a Charlie Parker. Por alguna razón, pese a sus antecedentes y sus actos, había conseguido mantenerse casi en el anonimato. Incluso en los artículos sobre los casos más llamativos, su nombre solía aparecer enterrado en algún rincón, entre la letra pequeña. Era casi como si existiera cierta connivencia en cuanto a él, el acuerdo tácito de que su participación debía minimizarse.

Y eso en los casos que habían llegado a conocimiento del público. Wallace ya había hecho algo más que husmear, y había oído mencionar el nombre de Parker con relación a ciertos hechos acaecidos en el norte del estado de Nueva York en los que estaba implicada la mafia rusa, o eso se decía. Mickey había conseguido que un policía de Massena, después de varias cervezas, se prestara a hablar con él, y enseguida vio que allí se encubría algo de bulto, pero cuando al día siguiente intentó ponerse en contacto con el policía otra vez, lo echaron del pueblo y le advirtieron, en términos muy claros, que no volviese nunca más. A partir de eso el rastro desapareció, pero lo sucedido avivó la curiosidad de Mickey.

Percibía el olor de la sangre, y la sangre vendía libros.

13

Poco después del funeral de los padres de su difunto novio, Emily Kindler se marchó del pueblo donde había vivido durante el último año. No se pudo establecer la causa de la muerte, pero en el pueblo se dio por supuesto que se habían suicidado, pese a que Dashut, el jefe de policía, no acababa de explicarse que se hubieran quitado la vida antes de tener ocasión de enterrar debidamente a su hijo. No concebía que unos padres no desearan hacer lo correcto por su hijo fallecido, fuera cual fuera la magnitud del trauma. Puso en tela de juicio el dictamen forense, en público y en privado, y tanto en su pensamiento como en la investigación vinculó las muertes de los padres con el asesinato de su hijo.

No cabía duda de que la conmoción de Emily Kindler por la muerte del matrimonio fue sincera. Uno de los médicos del pueblo tuvo que administrarle un calmante, y se planteó la posibilidad de ingresarla en un centro psiquiátrico. La chica contó al jefe de policía que había visitado a los Faraday la noche anterior a su muerte, y que vio especialmente afectado a Daniel Faraday, pero no percibió el menor indicio de que tuvieran la intención de suicidarse.

De momento la única pista en el asesinato de Bobby Faraday procedía de la policía del estado, que descubrió que Bobby se había visto envuelto en un altercado en un bar de Mackenzie, un pueblo a unos catorce kilómetros de allí, dos semanas antes de su muerte. El bar en cuestión era un antro de carretera muy frecuentado por moteros, y parece que Bobby, en estado de ebriedad, hizo insinuaciones a una chica que tenía ciertos lazos con los Crusaders, una banda de moteros. La base de éstos se hallaba en el sur de California, pero su radio de influencia se extendía hasta Oklahoma y Georgia. Cruzaron unas palabras y un par de puñetazos; luego sacaron a Bobby al aparcamiento y lo mandaron a casa de una patada en el culo. Por suerte, alguien que lo conocía intercedió por él, aduciendo que era sólo un chico que no sabía lo que hacía; es más, se trataba de un chico que sufría por un desengaño amoroso. Se impuso el sentido común; bueno, el sentido común y la llegada fortuita de un coche patrulla de la policía del estado justo en el momento en que los Crusaders se planteaban la conveniencia de causar a Bobby un considerable dolor físico para distraerlo de su malestar emocional. Los Crusaders eran mala gente, pero el jefe no se los imaginaba estrangulando a un muchacho sólo por haberlos contrariado. Aun así, los inspectores de la policía del estado parecían considerar esa pista digna de investigarse, y ahora, con la ayuda del FBI, andaban jugando al corre que te pillo con los Crusaders. Mientras tanto, Dashut mostró a la policía del estado el símbolo grabado en el haya, y se sacaron más fotografías, pero él no volvió a saber nada al respecto.

Emily Kindler estaba sola en casa a la hora en la que, según se creía, había sido asesinado su novio, lo que significaba que no tenía coartada. Pero eso mismo podía decirse de medio pueblo. En casa de los Faraday el gas se había abierto, según cálculos aproximados, en algún momento entre las doce de la noche y las dos de la madrugada. Y a esa hora también la mayoría de los vecinos del pueblo dormían en sus camas.

Pero en realidad Dashut no creía que Emily Kindler estuviese implicada en la muerte de Bobby Faraday ni, por extensión, centraba en ella sus sospechas respecto al final de los padres de Bobby, pese a que por pura diligencia contempló la posibilidad de su participación. Cuando el jefe presentó discretamente a Emily como sospechosa ante Homer Lockwood, el ayudante del forense, que vivía en el pueblo y conocía de vista tanto a Emily como a los Faraday, el viejo se echó a reír.

– No tiene fuerza suficiente, no para hacer lo que le hicieron a Bobby Faraday -dijo al jefe-. No tiene brazos de acero.

Por tanto, cuando Emily comunicó al jefe que planeaba marcharse del pueblo, él lo comprendió. Aun así, le pidió que en cuanto se estableciese en algún sitio se lo hiciera saber y lo mantuviera informado de sus movimientos durante un tiempo, y ella accedió, pero el jefe no tenía motivos para impedirle que se fuera. La chica le dio un número de móvil para ponerse en contacto con ella y la dirección de un hotel de Miami donde se proponía buscar trabajo de camarera, y le aseguró que regresaría en cualquier momento si así contribuía a la investigación, pero cuando Dashut intentó ponerse al final en contacto con Emily, el móvil estaba dado de baja y el encargado del hotel de Miami le dijo que la muchacha no había aceptado su oferta de empleo. Al parecer, Emily Kindler había desaparecido.

Emily se dirigió al nordeste. Deseaba oler el mar, despejar los sentidos. Deseaba escapar de aquello que le seguía los pasos. Sin embargo, la había encontrado en ese pequeño pueblo del Medio Oeste y había eliminado a los Faraday. Volvería a encontrarla, lo sabía, pero ella no tenía intención de quedarse esperando de brazos cruzados en un rincón oscuro. Puso la mira en lugares lejanos, puede que incluso Canadá.

En el autocar de la Greyhound, los hombres la miraban mientras ella veía transformarse paulatinamente el paisaje llano y monótono en suaves colinas, cubiertas aún por una gruesa capa de nieve. Un tipo con una cazadora de cuero gastada que olía a sudor y feromonas intentó entablar conversación con ella en una de las paradas de descanso, pero ella le dio la espalda y volvió a su asiento detrás del conductor, un hombre cercano a los sesenta años que percibía su vulnerabilidad pero, a diferencia de otros, no pretendía explotarla. Por el contrario, la había acogido bajo su protección y lanzaba miradas torvas a todo varón por debajo de los setenta años que amenazase con ocupar el asiento vacío junto a la chica. Cuando el de la cazadora de cuero regresó al autobús y pareció decidido a cambiarse de asiento para estar más cerca del objeto de su interés, el conductor le ordenó que volviera a su sitio y no moviera el culo hasta llegar a Boston.

Aun así, las atenciones de aquel hombre indujeron a Emily a pensar en Bobby, y se le empañaron los ojos. No había llegado a quererlo, pero le caía bien. Era divertido y tierno y tímido, al menos hasta que empezaba a beber, y entonces afloraba a borbotones parte de la rabia y la frustración causadas por su padre, aquel pueblo pequeño, e incluso ella.

Nunca había sabido bien qué buscaba en un hombre. A veces creía intuirlo, percibir una breve insinuación de lo que quería, como el vislumbre de una luz en la oscuridad. Reaccionaba a eso, y el hombre reaccionaba a su vez. En ocasiones ya era demasiado tarde para echarse atrás y había sufrido las consecuencias: insultos, a veces hasta violencia física, y una vez algo casi peor que eso.

Como algunos jóvenes de su edad, hombres y mujeres, había hecho lo posible por encontrar un objetivo. No tenía aún clara la orientación que quería dar a su vida. Creía que quizá llegaría a ser artista o escritora porque le gustaban los libros, la pintura y la música. En las grandes ciudades se pasaba horas en museos y galerías, de pie ante enormes lienzos, como si albergase la esperanza de verse así absorbida por ellos, fundida en su mundo. Cuando podía permitírselo, compraba libros. Cuando no le alcanzaba el dinero, acudía a una biblioteca, pero eso, la experiencia de leer un libro que no consideraba suyo, no era lo mismo. Aun así, aquello le transmitía una sensación de posibilidad gracias a la cual se sentía menos a la deriva en el mundo. Otros habían luchado con esos mismos problemas y habían salido airosos.

No llegó a la frontera canadiense, sino que se apeó del autobús en un pueblo de New Hampshire. No sabía por qué precisamente allí, pero había aprendido a confiar en la intuición. Transcurrida una semana, no sentía aún el menor apego por ese lugar, pero se quedó de todos modos. Aquélla no era una comunidad amante del arte y la cultura. Había un pequeño museo, un batiburrillo de historia, casi toda local, y arte, también local casi todo. Cualquier otra incorporación parecía añadida por accidente, resultado del impulso de aquellos que no tenían unos medios a la altura de sus gustos o, quizás, unos gustos a la altura de sus medios, en un pueblo que veía la conveniencia, incluso la necesidad, de tener un museo, sin acabar de entender por qué. Esta actitud parecía haber impregnado todos sus estratos, y Emily no recordaba otro entorno en el que la creatividad se hallase tan sofocada; o al menos hasta que recordó el pequeño pueblo que en otro tiempo consideró el suyo. Allí tampoco tenían cabida el arte y la belleza, y la casa donde se crió estaba despojada de esas banalidades. Allí ni siquiera las revistas tenían cabida, a menos que se contase el alijo de revistas porno de su padre.

Hacía tiempo que no se acordaba de él. Su madre se había marchado cuando ella aún era pequeña y le había prometido regresar a buscarla, pero nunca volvió, y al cabo de un tiempo llegó la noticia de que había muerto en algún sitio de Canadá, donde le había dado sepultura la familia de su nuevo novio. El padre de Emily hizo todo lo necesario por su formación y supervivencia, pero poco más. Ella fue al colegio y siempre dispuso de dinero para libros. No les faltó la comida, pero nunca iban a un restaurante. Apartaban dinero en un tarro para gastos domésticos, y él le daba algo para sus cosas, pero ella no sabía adónde iba a parar el resto de su dinero. Su padre no bebía en exceso, ni consumía drogas. Tampoco le puso nunca la mano encima movido por el afecto o la ira, y cuando ella creció y su cuerpo maduró, él procuró no hacer ni decir nada que pudiera considerarse inapropiado. Por esto en concreto Emily se sentía más agradecida de lo que él sabría jamás. Había oído las historias que contaban algunas chicas del colegio, historias de padres y padrastros, de hermanos y tíos, de nuevos novios de madres cansadas y solitarias. Su padre no era así. Por el contrario, mantenía las distancias y reducía al mínimo la conversación con ella.

Con todo, nunca se había sentido mal atendida. Cuando, ya en la adolescencia, empezó a tener problemas en el colegio -alborotaba en clase, lloraba en los lavabos-, su padre habló con el director y acordaron mandar a Emily a un psicólogo, pero a aquel hombre bondadoso de voz suave, con gafas sin montura, ella decidió contarle tan poco como a su padre. No quería hablar con un psicólogo. No quería en modo alguno que se la considerara distinta, y por tanto no le dijo nada de los dolores de cabeza, las lagunas de memoria, los sueños en los que algo salía de un hoyo oscuro en el suelo, una cosa con dientes que le roía el alma. No le habló de su paranoia, ni de la sensación de que su identidad era algo frágil, susceptible de perderse y romperse en cualquier momento. Después de diez sesiones, el psicólogo llegó a la conclusión de que era una chica normal, aunque sensible, que a su debido tiempo encontraría su lugar en el mundo. Existía la posibilidad de que sus dificultades presagiaran algo más grave, una forma de esquizofrenia, quizás, y tanto a ella, como especialmente a su padre, les aconsejó que permanecieran atentos a cualquier cambio significativo en su comportamiento. A partir de entonces su padre empezó a mirarla de otro modo, y en dos ocasiones durante los meses posteriores ella se lo encontró al despertarse en la puerta de su habitación. Viendo el desconcierto de ella, él le explicó que había gritado en sueños, y ella se preguntó si habría oído lo que decía.

Su padre trabajaba de conductor para una tienda de muebles: Trejo & Sons, Inc., de unos mexicanos que habían prosperado. Era el único empleado de los Trejo que no era de origen mexicano. Emily ignoraba la razón. Cuando se lo preguntó a su padre, él admitió que tampoco lo sabía. Quizá fuera porque conducía bien su camión, pero también podía ser, pensaba ella, porque los Trejo vendían muebles de muchas clases, unos caros y otros no, a personas muy diversas, algunas mexicanas y otras no. Su padre transmitía una sensación de autoridad, y hablaba bien. Para los clientes más ricos, era la cara aceptable de los Trejo.

Todos los muebles de la casa habían sido comprados con descuento en la tienda, normalmente porque tenían alguna tara, estaban algo rotos o eran tan feos que habían abandonado ya toda esperanza de venderlos. Su padre había cortado y lijado las patas de la mesa de la cocina en un esfuerzo por igualarlas, pero ahora quedaba demasiado baja, y no podían meter las sillas debajo cuando acababan de comer. En la sala, el sofá y los sillones eran cómodos pero no hacían juego, y las alfombras eran baratas pero resistentes. Sólo los sucesivos televisores que iban adornando un rincón tenían cierta calidad, y su padre los renovaba regularmente cuando llegaba al mercado un modelo mejor. Él prefería los documentales sobre historia y los concursos. Rara vez veía la programación deportiva. Quería saber cosas, aprender, y su hija, en silencio, aprendía a su lado.

Cuando Emily por fin se marchó, se preguntó si su padre se daría cuenta siquiera. Sospechaba que se alegraría de su ausencia. Sólo después se le ocurrió pensar que él casi parecía tenerle miedo.

Encontró otro trabajo de camarera, éste en lo más parecido a una cafetería bohemia que tenía el pueblo. El sueldo no era gran cosa, pero tampoco pagaba mucho de alquiler, y al menos ponían buena música y los otros empleados no eran gilipollas integrales. Complementaba sus ingresos trabajando en la barra los fines de semana, lo que ya no era tan agradable, pero había conocido a un hombre que parecía interesado en ella. Había ido al bar acompañado de unos amigos a ver un partido de hockey por la tele, pero él era distinto de los demás y había flirteado un poco con ella. Tenía una sonrisa agradable y no era tan malhablado como sus amigos, cosa que ella admiraba en un hombre. Desde entonces había vuelto un par de veces, y ella adivinó que estaba armándose de valor para invitarla a salir. Sin embargo, no sabía si se sentía preparada, no después de lo sucedido, y aún tenía sus dudas acerca de él. Pero percibía algo en ese hombre, algo que despertaba su interés. Si la invitaba, aceptaría, pero mantendría cierta distancia hasta conocerlo un poco más. No quería que las cosas terminaran como con Bobby.

Durante la cuarta noche en el nuevo pueblo la despertó la visión de un hombre y una mujer caminando por la calle hacia el apartamento que ella alquilaba. La visión era tan vivida que Emily se acercó a la ventana y miró hacia fuera esperando ver dos siluetas de pie bajo la farola más cercana, pero el pueblo estaba en silencio y la calle vacía. En su sueño casi había visto sus caras. Era un sueño recurrente desde hacía muchos años, pero sólo hacía poco que los rasgos del hombre y la mujer se veían más nítidos, mejor definidos en cada aparición. Aún no los reconocía, pero sabía que pronto lo conseguiría. Y entonces llegaría la hora de la verdad. De eso, al menos, estaba segura.

Tercera parte

Así, sí, interrumpe este último beso de lamento,

que a dos almas absorbe, y a ambas evapora.

Vuélvete, espectro, hacia ese lado,

y vuélvame yo hacia este otro.

«La expiración», John Donne (1572-1631)

14

En el Bear, cada viernes tenía que tratar con nuestro principal distribuidor, Nappi. El Bear recibía reparto de cerveza tres veces por semana, pero Nappi suministraba el ochenta por ciento de los barriles, así que su entrega era todo un acontecimiento. El camión de Nappi llegaba siempre los viernes, y una vez comprobados y almacenados los treinta barriles, y pagada la entrega en el acto conforme a la política del Bear, invitaba al conductor a comer a cuenta mía, y hablábamos de cerveza, de su familia, de la crisis.

A diferencia de otros bares, el Bear disponía de un buen punto de referencia para evaluar la situación económica. Siempre habían frecuentado el bar agentes dedicados a la recuperación de bienes impagados, y cada vez veíamos a más de ellos aparcar delante sus furgonetas. No era un trabajo que a mí me hubiese gustado hacer, pero ellos, en su mayoría, se lo planteaban de manera muy filosófica. Bien podían permitírselo. Con sólo un par de excepciones, eran hombres grandes y recios, aunque el más duro de todos, Jake Elms, que en esos momentos se comía una hamburguesa y comprobaba el móvil sentado a la barra, medía sólo un metro sesenta y dos y pesaba apenas sesenta kilos. Hablaba en voz baja y nunca le oí pronunciar una palabra obscena, pero corrían anécdotas legendarias sobre él. Viajaba con un terrier sarnoso en la cabina de la furgoneta y llevaba un bate de aluminio en un soporte bajo el salpicadero. Que yo supiera, no iba armado, pero en su día aquel bate había roto más de una cabeza; y según contaban, si alguien cometía la temeridad de amenazar a su querido amo, el perro de Jake tenía la singular aptitud de aferrarse con los dientes a los testículos del autor de semejante osadía y de quedarse suspendido de ellos gruñendo.

Huelga decir que no se permitía la entrada del perro en el bar.

– Detesto esta época del año -comentó Nathan, el repartidor de Nappi, cuando acabó su bocadillo y se dispuso a salir al frío-. Debería buscarme un empleo en Florida.

– ¿Te gusta el calor?

– No, no me entusiasma. Pero esto… -Mientras se ponía el abrigo, señaló el mundo más allá del oscuro capullo formado por el Bear-. A esto lo llaman primavera, pero no lo es. Esto es aún el crudo invierno.

Tenía toda la razón. Allí sólo había tres estaciones, o esa impresión daba: invierno, verano y otoño. No existía la primavera. Ya estábamos a mediados de febrero y, sin embargo, no se advertía el menor indicio del retorno de la vida, ni el menor asomo de renovación. Las calles de la ciudad estaban fortificadas con murallas de nieve y hielo; en las aceras más anchas se advertían las huellas de las máquinas, que las habían despejado una y otra vez. Si bien era cierto que las peores nevadas ya habían quedado atrás, en su lugar teníamos ahora una lluvia helada y el temible asedio del persistente frío, agravado a veces por fuertes vientos; pero, incluso en su forma más apacible, el frío era capaz de dejar en carne viva orejas, narices y las yemas de los dedos. Placas de hielo, algunas visibles y otras no, salpicaban las calles sombrías. Las que subían desde Commercial hasta el Puerto Antiguo eran traicioneras si uno las recorría sin suelas antideslizantes, y el pavimento de adoquines, tan apreciado por los turistas, no disminuía precisamente los riesgos del ascenso. En bares y restaurantes, la tarea de barrer el suelo se volvía más pesada por la acumulación de barro y hielo, de tierra y sal de roca. En algunos sitios -junto a los aparcamientos de Middle Street, o cerca de los muelles-, las pilas de nieve y hielo eran tan altas que los transeúntes tenían la sensación de hallarse en medio de una especie de guerra de trincheras. Algunos trozos de hielo eran del tamaño de peñascos, como si hubiesen sido expulsados desde las profundidades de un extraño volcán casi congelado.

En los muelles, las langosteras estaban cubiertas de nieve. De vez en cuando un espíritu valeroso se aventuraba a salir a la bahía, y cuando volvía, la sangre de los peces dejaba manchas rosadas y rojas en el hielo, pero en general las gaviotas revoloteaban desconsoladas, aguardando la llegada del verano y el regreso de las sobras fáciles. De noche se oía el ruido de los neumáticos intentando adherirse al traicionero hielo, de las impacientes patadas de la gente en el suelo mientras buscaba las llaves y de las risas al borde de las lágrimas por el dolor que causaba el frío.

Y marzo esperaba aún entre bastidores, un mes espantoso, de hielo goteante y nieve fundiéndose y los últimos vestigios del invierno acechando desapaciblemente en lugares oscuros. Luego abril, y luego mayo. El verano, y el calor, y los turistas.

Pero de momento allí estaba el invierno, sin el menor anuncio de la primavera. Allí estaban el hielo y la nieve, y las huellas de antiguas pisadas en el agua cristalizada como recuerdos no deseados que se resistían a extinguirse. La gente se acurrucaba y esperaba a que terminase el asedio. Pero aquel día, el día en que Nathan habló del crudo invierno, trajo algo extraño y distinto a esa parte del mundo.

Trajo la bruma.

Las trajo a ellas.

Llevaba días, semanas, haciendo un frío atroz, excesivo incluso para esa época del año. Había nevado un día tras otro, y después, justo la víspera de San Valentín, las nevadas dieron paso a una lluvia gélida que inundó las calles y convirtió la nieve acumulada en rugosas placas de hielo. Pasados unos días cesó la lluvia, pero el frío continuó, hasta que por fin cambió el tiempo y subieron las temperaturas.

Y la bruma se elevó de los campos blancos como humo de leña verde transportado por corrientes de aire que nadie sentía, de modo que semejaba casi un ser vivo, una pálida aparición con un objetivo no revelado ni conocido. Ya no se distinguían las formas de los árboles; los bosques se desvanecían en medio de la niebla. Ésta no remitió ni se debilitó, sino que pareció más densa y profunda conforme avanzaba el día, humedeciendo los pueblos y las ciudades y cayendo como una llovizna sobre las ventanas, los coches y las personas. Al anochecer, la visibilidad se reducía a unos pasos, y en las autopistas los rótulos intermitentes prevenían sobre la velocidad y la distancia prudencial.

Y la bruma seguía. Se adueñó de la ciudad convirtiendo las luces más intensas en espectros de sí mismas, aislando a quienes transitaban por las calles de los que al igual que ellos andaban de un sitio para otro, y todos se sentían solos en el mundo. Esto en cierto modo acercó más a quienes tenían familia y seres queridos, ya que buscaban consuelo mutuo, un punto de contacto en un mundo que de pronto les resultaba desconocido.

Quizá por eso regresaron, ¿o acaso creía yo que nunca se habían marchado? Yo los había dejado en libertad, a los fantasmas de mi mujer y mi hija; les había pedido perdón por mis flaquezas y, tras reunir todo lo que conservaba de sus vidas -ropa y juguetes, vestidos y zapatos-, lo había quemado en mi jardín. Las había dejado marchar, seguir las corrientes de las marismas hasta adentrarse en el mar que esperaba más allá, y la casa me pareció distinta cuando volví a poner los pies en ella, impregnado del olor a humo y a cosas perdidas: más ligera, por así decirlo, como si se hubiese reestablecido cierto orden, o como si la brisa, al penetrar por las ventanas abiertas, hubiese disipado un olor a viejo, a rancio.

Eran mis fantasmas, claro. A mi manera, los había creado yo. Les había dado forma atribuyéndoles mi rabia y mi dolor y mi sentimiento de pérdida, de modo que se convirtieron para mí en seres hostiles, tras desaparecer todo lo que en otro tiempo amé en ellas y llenarse el vacío de todo aquello que aborrecía en mí mismo. Y ellas adoptaron esa forma y la aceptaron, porque era su modo de regresar a este mundo, mi mundo. No estaban preparadas para replegarse en las sombras de la memoria, para abandonar su lugar en esta vida.

Y yo no entendí por qué.

Pero ésas no eran ellas. Ésas no eran la esposa a quien yo había amado, por deficiente que fuera ese amor, ni la hija a quien yo en otro tiempo adoré. Había vislumbrado imágenes de ellas tal y como eran en realidad, antes de permitir su transformación. Vi a mi esposa muerta adentrarse con un niño en la espesura de un bosque, la pequeña mano de éste en la de ella, y supe que él no le tenía miedo. Ella era la Señora del Verano y lo llevaba a reunirse con aquellos a quienes había perdido, acompañándolo en su último viaje entre matorrales y árboles. Y para que no tuviese miedo, para que no se sintiese solo, había alguien más con él, una niña casi de su misma edad que brincaba bajo la luz del sol invernal mientras esperaba la llegada de su compañero de juego.

Ésas eran mi esposa y mi hija. Ésa era su verdadera forma. Lo que yo liberé entre humo y llamas fueron mis fantasmas. Lo que regresó con la bruma fueron los fantasmas de ellas.

Esa noche trabajé. No me tocaba, pero Al y Lorraine, dos de los camareros habituales que vivían juntos casi desde que trabajaban en el Bear, se vieron envueltos en una colisión en la Interestatal 1, no lejos de Scarborough Downs, y los trasladaron al hospital por precaución. Como no había nadie más para sustituirlos, tuve que pasar otra noche en la barra. Estaba aún cansado de la noche anterior, pero no me quedaba más remedio que seguir en la brecha. Supuse que podría sacarle a Dave un día libre en compensación, lo que me proporcionaría unas cuantas horas más en Nueva York la semana siguiente, pero de momento allí estábamos sólo Gary, Dave y yo, sirviendo cervezas y hamburguesas e intentando mantenernos a flote.

Mickey Wallace tenía la intención de volver a hablar con Parker en el Bear ese día, pero un percance en el aparcamiento del motel lo indujo a replanteárselo. Cuando salió poco después de las tres de la tarde, el hombre que estaba sentado ante la barra cuando fue la vez anterior al bar, el que coqueteaba con la pelirroja menuda, le esperaba junto a su propio coche. Debido a la niebla, cada vez más espesa, tanto el coche como aquel tipo apenas podían verse. Éste, que no se identificó pero que si Mickey no recordaba mal se llamaba Jackie, le dejó claro que desaprobaba su intromisión en la vida de Parker, y lo amenazó, si persistía en ello, con presentarle a dos caballeros que eran más grandes y menos razonables que él, Jackie, y que plegarían a Mickey para meterlo en una caja de embalaje, rompiéndole brazos y piernas si era necesario a fin de encajarlo, y luego lo enviarían por correo al rincón más remoto de África por la ruta más lenta y tortuosa posible. Cuando Mickey preguntó a Jackie si lo mandaba Parker, Jackie contestó que no, pero Mickey no supo si creerle. En cualquier caso daba igual. Mickey también era muy capaz de jugar sucio. Telefoneó al Bear para asegurarse de que Parker aún estaba en el trabajo, y cuando le preguntaron si quería hablar con él, contestó que no hacía falta, que ya pasaría a verlo en persona.

Cuando oscureció en la ciudad, y mientras la bruma era aún densa sobre la tierra, Mickey tomó el coche para ir a Scarborough.

Pasaban de las ocho cuando Mickey atravesó la niebla hacia la casa en lo alto de la colina. Sabía que Parker no regresaría hasta la una o las dos de la mañana y la casa contigua se hallaba a oscuras. En ella vivía un matrimonio de ancianos, los Johnson, pero por lo visto no estaban. ¿Cómo llamaban a la gente que se marchaba a Florida cuando arreciaba el frío? ¿Aves? No, aves migratorias, eso era.

Aunque hubiesen estado en casa, no se habría abstenido de llevar a cabo sus planes. Simplemente le habría supuesto un paseo más largo. Estando ellos ausentes podía aparcar el coche cerca de la casa sin necesidad de mojarse o enfriarse los pies, ni arriesgarse a que un agente de policía curioso le preguntase qué hacía paseando por un camino de las marismas en la oscuridad del invierno.

Ya había pasado frente a la casa del sujeto un par de veces a plena luz del día, pero no se atrevió a acercarse a mirar por miedo a ser visto. Ahora que ya no ejercía de detective, Parker salía menos, pero Mickey no pudo permitirse el lujo de observar la casa durante el mínimo tiempo necesario para establecer sus rutinas. Eso ya llegaría.

Mickey aún contemplaba la posibilidad de derribar las barreras que interponía Parker y recibir al menos cierta cooperación por su parte. Mickey era tenaz, a su manera sosegada. Le constaba que la mayoría de la gente quería hablar de su vida, aunque no siempre fuera consciente de ello. Buscaban un oído comprensivo, alguien capaz de entenderlos. A veces bastaba con un café, pero también había casos en que se necesitaba una botella de bourbon. Eran los dos extremos, y el resto de la humanidad, según sabía Mickey por experiencia, encajaba en distintos puntos entre uno y otro.

Mickey Wallace había sido un buen periodista. Le interesaban sinceramente las personas sobre las que escribía sus artículos. No tenía que fingir. Los seres humanos le fascinaban muchísimo, incluso los más grises tenían una historia que contar, por corta que fuera, enterrada en algún lugar a gran profundidad. Pero con el tiempo el periodismo empezó a cansarle. Carecía ya de la energía de otros tiempos, y de la avidez que lo impulsaba a perseguir a la gente un día tras otro, y todo para que las historias publicadas cayeran en el olvido antes del fin de semana. Deseaba escribir algo perdurable. Se planteó escribir novelas, pero no era lo suyo. Él no leía novelas. ¿Por qué, pues, iba a escribirlas? La vida real era ya bastante peculiar sin los adornos de la ficción.

No, a Mickey lo que le interesaba era el bien y el mal. Siempre había sido así, desde que de niño veía por televisión El Llanero Solitario y El Virginiano. Incluso como periodista, lo que más le atraía eran los crímenes. Era cierto que tenían más probabilidades de aparecer en primera plana, y a Mickey le gustaba ver su nombre lo más cerca posible de la cabecera del periódico, pero también le fascinaba la relación entre los asesinos y sus víctimas. Existía una intimidad, un lazo entre el criminal y la víctima. Mickey tenía la impresión de que algo de la identidad de la víctima pasaba al asesino, transmitido en el momento de la muerte, y éste lo retenía en lo más hondo de su alma. Creía asimismo, idea mucho más controvertida, que las muertes de las víctimas eran lo que daba sentido a sus vidas, lo que las sacaba del anonimato de la cotidianidad y les proporcionaba una especie de inmortalidad, o lo más parecido a la inmortalidad que permitía el carácter efímero de la atención pública. Mickey suponía que no era precisamente inmortalidad, y más teniendo en cuenta que las víctimas en cuestión estaban muertas, pero se conformaría con usar esa palabra hasta que encontrase otra mejor.

Fue en su época de periodista cuando entró en contacto indirectamente con Parker. Se hallaba entre la multitud congregada delante de la casita de Brooklyn la noche en que la mujer y la hija de Parker fueron asesinadas. Informó sobre el caso, y los artículos fueron recortándose cada vez más y relegándose a las páginas centrales del periódico conforme una pista tras otra quedaban en nada. Al final, incluso Mickey desistió con los asesinatos de la familia Parker y los dejó en suspenso. Había oído rumores de que los federales investigaban una posible conexión con un asesino en serie, pero el precio de esa información era una promesa que se guardaría hasta el momento oportuno.

Si bien a Mickey le interesaban sinceramente los seres humanos y sus historias, también reconocía en sí mismo una especie de insensibilidad que afectaba a muchos en su oficio. Sentía curiosidad por la gente, pero no se preocupaba por ella, o no tanto como para sentir su dolor como algo propio. Se compadecía de los demás, una emoción pasajera y poco profunda, pero no sentía empatía. Quizá fuera consecuencia de su trabajo, de verse obligado a abordar una historia tras otra casi sin interrupción, dependiendo la profundidad y la duración de su implicación única y exclusivamente de la avidez del público y, por extensión, de su periódico. Por eso, en parte, había decidido dejar atrás el mundo del periodismo y dedicarse a los libros. Sumergiéndose sólo en un puñado de casos, esperaba recobrar la sensibilidad y, de paso, ganar un poco de dinero. Sólo necesitaba encontrar la historia adecuada, y estaba convencido de haberla encontrado en Charlie Parker.

Mickey recordaba el momento en que vio claro que había algo distinto en ese hombre. Después de la muerte de su familia no se lo tragó la tierra. Tampoco salió en programas de entrevistas para hablar de su dolor, en un intento de mantener los asesinatos en la mira pública y asegurarse así de que, gracias a esa presión, las fuerzas del orden siguieran la pista del asesino. No, se sacó la licencia de detective e inició la cacería, y no sólo del asesino, conocido después como el Viajante, sino también de otros. Primero encontró a la tal Modine, y fue entonces cuando a Mickey se le encendió la luz. Eso por sí solo daba ya para una historia digna de un dominical: un padre pierde a su mujer e hija a manos de un asesino; luego él da caza a su vez a un par de asesinos de niños. Tenía todo lo que un público apático podía desear.

Sólo que Parker se negó a contarlo. Rechazó, unas veces cortésmente y otras no tanto, toda solicitud de entrevista. Y de pronto -¡zas!-ahí estaba otra vez, ahora decidido a pescar al pez gordo, el Viajante. En los años posteriores, Mickey vio claramente, y no sólo lo vio él, que allí ocurría algo excepcional. Ese hombre tenía una especie de don, aunque era un don que nadie en su sano juicio desearía: daba la impresión de que se sentía atraído por el mal, y el mal a su vez se sentía atraído por él. Y cuando lo encontraba, lo destruía. Era así de sencillo, o de complejo, según se mirara, porque Mickey Wallace no era tonto, y sabía que un hombre no podía hacer lo que Parker había hecho sin sufrir graves daños en el proceso. Ahora estaba allí, trabajando en un bar de una ciudad del nordeste, separado de su pareja, sin ver a la niña que había tenido con ella más de una o dos veces al mes, viviendo solo en aquella casa grande que Mickey, en ese momento, iluminaba cautamente con su linterna.

Mickey quería entrar. Quería escarbar en los cajones del escritorio, abrir carpetas en los archivadores y los ordenadores, ver dónde comía, se sentaba y dormía. Quería seguirle los pasos, porque lo que se proponía Mickey era dotar a Parker de voz, tomar sus palabras, sus experiencias, y mejorarlas, creando una nueva versión de él en cierto modo superior a la suma de las partes. Para eso, Mickey necesitaba convertirse en él durante un tiempo, comprender la realidad de su existencia.

¿Y si al final Parker decidía no cooperar? Mickey procuró no pensar en eso. Había hablado con su editor esa misma mañana y éste había dejado claro que prefería la participación de Parker en el proyecto. No era una condición indispensable, pero repercutiría en la tirada y en la publicidad que se le daría al libro. Su punto de vista era comprensible, pero dificultaba la tarea de Mickey. Cualquiera podía escribir un texto a base de cortar y pegar, aunque no tan bueno como el que podía hacer Mickey con ese método, pero por eso no se pagaban grandes sumas. Tampoco era sólo una cuestión de dinero: allí había una auténtica historia, algo profundo, peculiar, inquietante, y las palabras tenían que salir de la boca del propio sujeto. Mickey podría con él, de eso estaba seguro, o relativamente seguro. Mientras tanto, había empezado a ponerse en contacto con otras personas a las que podía entrevistar con la esperanza de crear un informe de antecedentes más detallado sobre Charlie Parker, porque Mickey quería saber más sobre Parker que el propio Parker.

Sólo que las personas muy cercanas a él también eran leales, y hasta el momento lo único que había conseguido a cambio de sus esfuerzos era una sucesión de rechazos. Aunque es verdad que tenía concertadas entrevistas, tanto oficiales como no oficiales, con un par de ex policías que recordaban a Parker de Nueva York, y con un antiguo capitán de Asuntos Internos que, como Mickey sabía de fuentes fidedignas, opinaba que Parker debería estar entre rejas, él y sus compinches. También éstos interesaban a Mickey. Sólo conocía sus nombres: Ángel y Louis. El capitán dijo que también podía facilitarle información sobre ellos, pero no tanta. Sólo estaba dispuesto a hablar extraoficialmente, pero había prometido a Mickey copias de informes de la investigación y datos jugosos que a un buen periodista como él no le costaría corroborar. Era un punto de partida, pero Mickey quería más.

Notaba sobre su cuerpo la ropa húmeda. La bruma era una ayuda en el sentido de que lo ocultaba a la vista de cualquiera que pasara por la carretera, e incluso si alguien entraba por el camino de acceso, difícilmente vería el coche, o a él, hasta llegar a la propia casa. De hecho, Mickey había estacionado el automóvil bajo una arboleda, y a menos que alguien lo buscara, estaba casi seguro de que pasaría inadvertido. Ni siquiera Parker, aun en el supuesto de que regresara de improviso, detectaría su presencia, pensó Mickey. Pero la bruma también era fría y húmeda, y tan espesa que tuvo la sensación de que, si lo intentaba, casi podía agarrar un trozo con la mano, como algodón de azúcar.

En el bolsillo del abrigo llevaba un juego de ganzúas.

Subió al porche de la casa y, más por esperanza que con expectación, probó el picaporte. La puerta estaba cerrada con llave. Después de detenerse a pensar un momento, la embistió con el hombro. La puerta se sacudió en el marco, pero no se activó ninguna alarma. Bien, pensó Mickey. Otro golpe de suerte, unido a la ausencia de los vecinos y al hecho de que Parker, por lo visto, ya no tenía perro. Poco antes de que Parker lo despidiera con cajas destempladas, Mickey lo había oído hablar del animal con uno de los camareros de la barra.

Dio un par de pasos a la izquierda y miró por la ventana. En la cocina, al fondo de la casa, vio una lámpara nocturna encendida que iluminaba el salón con un resplandor tenue. Parecía cómodamente amueblado, con muchos libros. A la derecha de la puerta de entrada había un pequeño despacho, con un ordenador en la mesa y papeles bien apilados alrededor y en el suelo. Mickey sabía que Parker había viajado a Nueva York en fecha reciente. Se preguntó para qué. Ardía en deseos de examinar esos papeles.

Se dirigió a la parte de atrás de la casa y se detuvo en el cuadrado de luz proyectado por una lámpara nocturna. Allí la bruma parecía más espesa y, cuando miró a sus espaldas, formaba un muro blanco casi impenetrable, eclipsando los árboles y las marismas. Mickey se estremeció. Probó en vano a abrir la puerta de atrás. De nuevo, apretó la cara contra el cristal.

Y algo se movió dentro de la casa.

Por un momento pensó que era un reflejo, o sombras creadas en la habitación más allá de la cocina por los faros de un coche desde la carretera, pero no había oído ningún motor. Parpadeó e intentó recordar qué había visto. No estaba seguro, pero le pareció que había sido una mujer, una mujer con un vestido justo por debajo de las rodillas. Era un vestido que nadie se pondría en esa época del año. Era un vestido de verano.

Se planteó marcharse, pero cayó en la cuenta de que tal vez ésa era su oportunidad de entrar en la casa sin necesidad de transgredir la ley. Si había alguien dentro, quizá podía presentarse como amigo del detective. Tal vez consiguiese de paso un café, o una copa, y en cuanto Mickey se acomodase, no iban a sacarlo de allí así como así. Cuando Mickey Wallace adoptaba la actitud de interrogador, era más fácil librarse de las cucarachas que de él.

– ¡Hola! -gritó-. ¿Hay alguien en casa? -Llamó a la puerta-. ¿Hola? Soy amigo del señor Parker. ¿Podría usted…?

En la cocina se apagó la luz. Mickey, sobresaltado, retrocedió a trompicones, y mientras se acostumbraba a la oscuridad sólo vio destellos ante los ojos. Se recuperó y tomó aliento. Quizás era hora de marcharse. No quería que la mujer que había allí dentro se asustara y avisara a la policía. Aun así, se acercó con cautela a la puerta una vez más. Tenía la linterna en la mano derecha y la utilizó para golpetear la puerta al mismo tiempo que se inclinaba hacia el cristal, protegiéndose los ojos con la mano izquierda.

La mujer estaba de pie en el umbral de la puerta entre la cocina y el salón. Lo miraba con las manos en jarras. Mickey veía el contorno de sus piernas a través de la fina tela, pero su rostro quedaba envuelto en sombras.

– Lo siento -se disculpó-. No quería asustarla. Me llamo Michael Wallace. Soy escritor. Aquí tiene mi tarjeta. Voy a pasarla por debajo de la puerta para que vea que no miento.

Se arrodilló y empujó la tarjeta por debajo de la puerta. Cuando se irguió, la mujer había desaparecido.

– ¿Señora?

Algo blanco apareció a sus pies. Le habían devuelto la tarjeta.

Dios santo, pensó Mickey. Está junto a la puerta. Se ha escondido junto a la puerta.

– Sólo quiero hablar con usted -insistió.

váyase

Por un momento, Mickey no supo si había oído bien. Las palabras le habían llegado con toda nitidez, pero parecían proceder de detrás de él. Se dio la vuelta, pero allí no había nada aparte de bruma. Acercó de nuevo la cara al cristal intentando ver a la mujer escondida dentro. Apenas la atisbaba: una mancha de oscuridad en el suelo, una presencia palpable. ¿Quién será?, se preguntó. En teoría, la pareja de Parker se encontraba en Vermont, no allí. Mickey tenía previsto ponerse en contacto con ella en algún momento de las siguientes dos semanas. En todo caso, Parker y ella estaban distanciados. No tenía ninguna razón para estar en la casa y, si era ella, menos aún para esconderse.

A Mickey empezó a incomodarle algo, algo que lo ponía nervioso, pero procuró apartárselo de la cabeza. Sólo lo consiguió a medias. Sintió cómo algo acechaba en la periferia de su conciencia, exactamente igual que la mujer que permanecía agachada en la oscuridad junto a la puerta, una presencia no deseada a la que él temía conceder toda su atención.

– Por favor. Sólo quería hablar con usted un momento sobre el señor Parker.

Michael

Volvió a oír la voz, aunque esta vez más cerca. Le pareció sentir un aliento en el cuello; quizá fuese la brisa procedente del mar, pero el aire no se movía. Se dio la vuelta en redondo con la respiración entrecortada. Sintió que la bruma penetraba en sus pulmones. Arrancó a toser y notó el sabor de la nieve y el salitre. No le gustó cómo pronunciaba su nombre esa voz. No le gustó nada de nada. Se advertía en ella un asomo de burla, y una amenaza implícita. Se sintió como un crío díscolo regañado por su niñera, sólo que…

Sólo que había sido la voz de una niña.

– ¿Quién hay ahí? -preguntó-. Deje que le vea.

Pero no se produjo ningún movimiento, ninguna respuesta, no frente a él. No obstante, sí percibió movimiento detrás. Lentamente, torció el cuello, porque no quería darle la espalda a aquello que le había hablado desde la bruma y sin embargo ansiaba ver qué ocurría detrás de él.

Ahora la mujer estaba otra vez en la cocina, a medio camino entre la puerta trasera y la entrada del salón, pero carecía de sustancia. No proyectaba sombra, y no obstruía el paso de la poca luz que se filtraba por el cristal sino que la distorsionaba, como un fragmento de gasa en forma de ser humano.

váyase

por favor

Fueron esas palabras, «por favor», lo que al final lo disuadió. Ya las había oído en ese tono otras veces, generalmente antes de que un policía inmovilizara a alguien en el suelo o el portero de un club nocturno aplicara la fuerza bruta a un borracho. Era una advertencia inapelable, presentada con aparente cortesía. Cambió de posición para poder ver la puerta y la bruma al mismo tiempo. A continuación empezó a retroceder, encaminándose hacia la esquina de la casa.

Porque la sombra que lo inquietaba había adoptado una forma reconocible, por más que Mickey intentase negar su realidad.

Una mujer y una niña. La voz de una niña. Una mujer con un vestido de verano. Mickey ya había visto ese vestido, o uno casi igual. Era el vestido que llevaba la mujer de Parker en las fotos que circularon entre la prensa después de su muerte.

En cuanto llegó a un punto donde ya no se le veía desde la puerta echó a correr. Resbaló y cayó pesadamente, hundiéndosele los brazos hasta los codos en la nieve helada, empapándosele los pantalones. Gimoteó mientras se ponía en pie y se sacudía la ropa. En ese momento oyó un sonido a sus espaldas. Aunque un poco ahogado por la bruma, era claramente identificable.

Era el sonido de la puerta trasera al abrirse.

Volvió a correr. Vio el coche. Encontró las llaves en el bolsillo y pulsó el botón de apertura una vez para encender los faros. Al instante se paró en seco y sintió un nudo en el estómago.

Había una criatura, una niña pequeña, al otro lado del coche, mirándolo a través de la ventanilla del acompañante. Tenía la mano izquierda abierta contra el cristal y con el dedo índice de la derecha trazaba dibujos en el vaho. Mickey no le veía bien la cara, pero presentía que no la habría visto mejor aunque hubiese estado sólo a unos centímetros de ella. Era tan insustancial como la bruma que la rodeaba.

– No -dijo Mickey-. No, no.

Sacudió la cabeza. De detrás de él llegaron los crujidos de la nieve dura bajo unos pies, los de una figura invisible que se acercaba. Mientras los oía tuvo la impresión de que si desandaba el camino hasta la parte de atrás de la casa sólo encontraría las huellas de sus propios pasos.

– Dios mío -susurró Mickey-. Dios mío, Dios mío.

Pero la niña se retiraba ya entre la bruma y los árboles, levantando la mano derecha en un gesto burlón de despedida. Michael aprovechó la oportunidad y emprendió una última carrera hacia el coche. Abrió la puerta, entró, cerró de un portazo y pulsó el seguro interno. Pese al miedo, no le temblaron los dedos cuando arrancó y salió al camino, sin mirar a derecha ni izquierda, sólo al frente. Llegó a la carretera a toda velocidad y dio un volantazo a la derecha, cruzó el puente en dirección a Scarborough, y los haces de los faros dibujaron su propio contorno en la bruma al intentar traspasarla. Aparecieron casas y, más allá, a su debido tiempo, las luces tranquilizadoras de los establecimientos comerciales de la Interestatal 1. Sólo al llegar a la gasolinera a su derecha aminoró la marcha. Entró en el aparcamiento y pisó el freno; se reclinó en el asiento y trató de respirar acompasadamente.

El semáforo del cruce cambió de color. Al volverse, fijó su atención en la ventanilla del acompañante, y lo que en un primer momento le parecieron formas caprichosas en el vaho adquirió de pronto una imagen nítida.

En la ventanilla, alguien había escrito:

NO SE ACERQUE A MI PAPÁ

Mickey mantuvo la mirada fija en las palabras por un momento, luego pulsó el botón para bajar la ventanilla y destruir el mensaje. Cuando tuvo la certeza de que había desaparecido, volvió a su motel y se fue derecho al bar. Sólo después de un vodka doble reunió valor para empezar a poner al día sus notas, y necesitó otro doble para vencer el temblor de la mano.

Esa noche, Mickey Wallace no durmió bien.

15

No encontré la tarjeta de Wallace hasta que abrí la puerta de atrás al día siguiente por la tarde para sacar la basura. Estaba en el portal, adherida al cemento helado. La miré, volví a entrar y marqué su número de móvil desde el despacho.

Contestó cuando sonó el timbre por segunda vez.

– Mickey Wallace.

– Soy Charlie Parker.

Tardó un momento en volver a hablar, y cuando lo hizo, parecía nervioso, aunque, como buen profesional, enseguida recobró la compostura.

– Señor Parker, me disponía a llamarle. Me preguntaba si ha pensado en mi propuesta.

– He estado dándole vueltas -respondí-. Me gustaría quedar con usted.

– Estupendo. -Sorprendido, aumentó una octava el tono de su voz, pero de inmediato recuperó su timbre habitual-. ¿Dónde y cuándo?

– ¿Por qué no se pasa por aquí? Pongamos dentro de una hora. ¿Sabe dónde vivo?

Siguió un breve silencio. -No. ¿Puede darme indicaciones? Mis indicaciones fueron complicadas y minuciosas. Me pregunté si se molestaba siquiera en anotarlas.

– ¿Le ha quedado claro? -pregunté al terminar.

– Sí, creo que sí. -Le oí tomar un sorbo de algo.

– ¿Quiere volver a leérmelas?

Wallace se atragantó. Cuando acabó de toser, contestó:

– No es necesario.

– Bueno, si tan seguro está…

– Gracias, señor Parker. No tardaré en llegar.

Colgué. Luego recorrí el camino de acceso y encontré las huellas de las ruedas bajo los árboles. Si era Wallace quien había aparcado allí, se había marchado con mucha prisa. Había conseguido remover hielo y nieve hasta dejar la tierra al descubierto. Regresé a la casa y esperé leyendo el Press-Herald y el New York Times hasta que oí entrar un coche por el camino y apareció el Taurus azul de Wallace. No aparcó en el mismo sitio que la noche anterior, sino que siguió derecho hasta la casa. Lo vi apearse, coger la cartera del asiento del acompañante y palparse los bolsillos para comprobar si llevaba un bolígrafo de reserva. Una vez confirmado que todo estaba en orden, cerró el coche con llave.

En el camino de acceso de mi casa. En Maine. En invierno.

Sin aguardar a que llamara a la puerta, abrí y le asesté un puñetazo en el estómago. Se dobló y cayó de rodillas. Entre arcadas, agachó la cabeza.

– Levántese.

Se quedó en el suelo. Apenas podía respirar y pensé que iba a vomitar en mi porche.

– No me pegue más -dijo. Era un ruego, no una advertencia, y me sentí como un grano de arena en el ojo de un perro.

– No le pegaré.

Lo ayudé a ponerse en pie. Se recostó contra la barandilla del porche, apoyando las manos en las rodillas, y esperó a recuperarse. Arrepentido de mi comportamiento, me quedé frente a él. Dejándome arrastrar por la ira me había desahogado con un hombre que no era un rival para mí.

– ¿Está bien?

Asintió, pero tenía un color grisáceo.

– ¿Y eso por qué?

– Creo que ya lo sabe. Por husmear en mi propiedad. Por ser tan tonto como para permitir que se le cayera una tarjeta cuando estuvo aquí.

Se sujetó a la barandilla.

– No se me cayó.

– ¿Pretende decirme que la dejó voluntariamente en mi porche trasero, tirada en el suelo? Resulta poco creíble.

– Le he dicho que no se me cayó. Se la pasé por debajo de la puerta a la mujer que estaba anoche en su casa, pero ella me la devolvió.

Desvié la mirada. Vi los árboles esqueléticos entre las coníferas y el frío resplandor de los canales en las marismas entre la nieve helada. Vi un único cuervo negro perdido en el cielo gris.

– ¿Qué mujer?

– Una mujer con un vestido veraniego. Intenté hablar con ella, pero no quiso.

Lo observé. Era incapaz de mirarme a la cara. Me ofrecía una versión de la verdad, pero había ocultado un elemento crucial. Pretendía protegerse, pero no de mí. Mickey Wallace estaba muerto de miedo. Lo noté por cómo se le iban los ojos una y otra vez hacia la ventana del salón. No sé qué esperaba ver, pero en todo caso se alegraba de que no apareciera.

– Cuénteme qué pasó.

– Vine aquí a la casa. Pensé que fuera del bar estaría usted más dispuesto a conversar.

Supe que mentía, pero no iba a echárselo en cara. Quería oír qué contaba sobre lo sucedido la noche anterior.

– Vi una luz y rodeé la casa hasta la puerta trasera. Dentro había una mujer. Pasé la tarjeta por debajo de la puerta, y ella me la devolvió. Luego…

Se interrumpió.

– Siga -insté.

– Oí la voz de una niña -continuó-, pero venía de fuera. Creo que en algún momento la mujer se reunió con ella, pero como no miré, no estoy del todo seguro.

– ¿Por qué no miró?

– Decidí marcharme. -Su semblante, y esas dos palabras, lo decían todo.

– Muy sensato por su parte. Ya de entrada no tenía por qué haber venido aquí.

– Sólo quería ver dónde vivía. No lo hice con mala intención.

– Ya.

Respiró hondo y, en cuanto tuvo la certeza de que no vomitaría, hizo acopio de fuerzas y se irguió.

– ¿Quiénes eran? -preguntó.

Ahora me tocaba a mí mentir.

– Una amiga. Una amiga y su hija.

– ¿La hija de su amiga anda siempre por ahí, entre la nieve y la bruma, escribiendo mensajes en los cristales ajenos?

– ¿Escribiendo? ¿De qué me habla?

Mickey tragó saliva. Le temblaba la mano derecha. Tenía la izquierda hundida en el bolsillo del abrigo.

– Cuando volví al coche, había algo escrito en la ventanilla -explicó-. Decía: «No se acerque a mi papá».

Necesité todo mi autocontrol para no delatarme. Me asaltó un intenso deseo de subir a la buhardilla para ver la ventana, porque recordaba un mensaje escrito allí en el cristal, una advertencia dejada por una entidad que no era exactamente mi hija. Sin embargo, la casa no me producía las mismas sensaciones que entonces. Ya no la notaba asediada por la rabia, la pena y el dolor. Antes percibía su presencia en el movimiento de las sombras, en los crujidos de las tablas, en las puertas que se cerraban despacio cuando no había brisa y en el golpeteo contra los cristales donde ninguna rama podía tocar las ventanas. Ahora la casa estaba en paz, pero si era verdad lo que decía Wallace, algo había regresado.

Recordé que mi madre me dijo una vez, unos años después de la muerte de mi padre, que la noche que llevaron su cuerpo a la iglesia, ella soñó que la despertaba una presencia en la habitación y que creyó sentir a su marido cerca de ella. En el rincón opuesto del dormitorio había una silla, donde él solía sentarse todas las noches para acabar de desvestirse. Se acomodaba en ella para quitarse los zapatos y los calcetines, y a veces se quedaba allí en silencio durante un rato, con los pies descalzos firmemente plantados en la moqueta, el mentón apoyado en las palmas de las manos, y reflexionaba acerca del día que llegaba a su fin. Mi madre me contó que, en el sueño, mi padre estaba otra vez en la silla, sólo que no lo veía claramente. Cuando concentraba la mirada en la figura del rincón, distinguía sólo una silla, pero cuando apartaba la vista, advertía con el rabillo del ojo que una figura cambiaba allí de posición. Debería haberle dado miedo, pero no fue así. En el sueño, empezaban a pesarle los párpados. Pero ¿cómo pueden pesarme los párpados, pensaba, si todavía duermo? Se resistía, pero la necesidad de dormir era superior a sus fuerzas.

Y justo cuando perdía el conocimiento, sintió una mano en la frente, y unos labios le rozaron la mejilla, y ella percibió el dolor y la culpabilidad de su marido, y en ese momento, creo, empezó por fin a perdonarle lo que había hecho. Durante el resto de la noche durmió profunda y plácidamente, y pese a todo lo ocurrido no lloró al pronunciarse las últimas oraciones por él en la iglesia, y cuando depositaron el ataúd en la fosa, y doblaron la bandera y se la pusieron a ella en las manos, esbozó una triste sonrisa por el hombre que había perdido y una única lágrima reventó en la tierra como una estrella caída.

– La hija de mi amiga le ha gastado una broma pesada -dije.

– ¿Ah, sí? -preguntó Wallace, y ni siquiera intentó disimular el escepticismo en su voz-. ¿Siguen aquí?

– No. Se han ido.

Lo dejó correr.

– Eso que ha hecho ha sido una bajeza. ¿Tiene por costumbre pegarle a la gente sin previo aviso?

– Deformación profesional. Si hubiese avisado a ciertas personas antes de pegarles, me habrían matado a tiros. Por lo que se ve, las advertencias reducen el impacto.

– Pues le diré que, ahora mismo, casi desearía que alguien le hubiera pegado un tiro.

– Al menos es sincero.

– ¿Para eso me ha hecho venir aquí? ¿Para intentar disuadirme por segunda vez?

– Lamento haberle pegado, pero esto tiene que oírlo cara a cara, y no en un bar. No pienso ayudarle con su libro. Es más, haré cuanto esté a mi alcance para asegurarme de que no va más allá de unas anotaciones en uno de sus cuadernos.

– ¿Es una amenaza?

– Señor Wallace, ¿recuerda al caballero del Bear que hablaba de las posibles motivaciones de los abductores alienígenas?

– Sí. De hecho, ayer volví a verlo. Me esperaba en el aparcamiento de mi motel. Supuse que lo mandó usted.

Jackie. Debería haberme figurado que se haría cargo del asunto en un desencaminado intento de ayudarme. Me pregunté cuánto tiempo se habría pasado yendo de un motel a otro en busca del coche de Wallace en los aparcamientos.

– No lo mandé yo, pero es uno de esos hombres a quienes no es fácil mantener bajo control, por no hablar ya de sus dos compinches; a su lado, él es la delicadeza en persona. Son hermanos, y hay cárceles que no quieren volver a verlos por allí porque les dan miedo a los demás reclusos.

– ¿Y qué? ¿Va a echarme encima a sus amigos? Es usted un hombre muy duro.

– Si quisiese hacerle tanto daño, me ocuparía personalmente. Hay otras formas de atajar la clase de problema que usted representa.

– Yo no soy un problema. Sólo quiero contar su historia. Me interesa la verdad.

– No sé cuál es la verdad. Si no lo sé después de tanto tiempo, usted no va a tener más suerte que yo.

Entrecerró los ojos en una expresión de sagacidad, y su rostro recobró en parte el color. El mero hecho de hablar con él del asunto había sido un error por mi parte. Aquel hombre era como un evangelizador que, en una de sus visitas de puerta en puerta, se encuentra con alguien dispuesto a entablar una discusión teológica con él.

– Pero yo puedo ayudarle -aseguró-. Soy una parte neutral. Puedo hacer averiguaciones. No tiene por qué salir todo en el libro. Usted controlará la manera en que se presenta su imagen.

– ¿Mi imagen?

Se dio cuenta de que iba por mal camino y echó marcha atrás desesperadamente.

– Es una manera de hablar. Lo que quería decir es que ésta es su historia. Para contarla debidamente, hay que hacerlo con su voz.

– No -repliqué-. Ahí es donde se equivoca. No debe contarse, y punto. No vuelva a venir a mi casa, ni a mi lugar de trabajo. Sin duda ya sabe que tengo una hija. Su madre no hablará con usted, eso se lo aseguro. Si se acerca a ellas, si pasa siquiera por su lado en la calle y cruza una mirada con ellas, lo mataré y lo enterraré en una fosa poco profunda. Tiene que olvidarse de esto.

A Wallace se le endureció el semblante y vi asomar su fortaleza interior. De pronto me invadió el cansancio. Wallace no iba a perderse en la noche.

– Pues permítame que le diga una cosa, señor Parker. -Mencionó el nombre de un famoso actor, un hombre en torno a quien corrían rumores de carácter sexual sin el menor fundamento desde hacía tiempo-. Hace dos años accedí a escribir una biografía no autorizada sobre él. No es mi especialidad, todas esas gilipolleces de Hollywood, pero el editor había oído hablar de mi talento, y pagaban bien precisamente por tratarse del individuo en cuestión. Es uno de los hombres más poderosos de Hollywood. Su gente me amenazó con la ruina económica, el desprestigio, incluso la pérdida de las extremidades. Ese libro se publicará dentro de seis meses, y puedo dar fe de todas y cada una de las palabras que aparecen. Él se negó a cooperar, pero dio igual. El libro verá la luz de todos modos, y encontré a personas que juraron que toda su vida es una mentira. Ha cometido usted un error al darme un puñetazo en el vientre. Ha sido el comportamiento de un hombre asustado. Sólo por eso voy a escarbar y hurgar en todos los rincones sucios de su vida. Voy a averiguar cosas sobre usted que ni usted mismo sabe. Y luego voy a plasmarlas en el libro, y usted podrá comprar un ejemplar y leerlas, y quizás entonces descubra algo sobre sí mismo, pero lo que sí le aseguro es que descubrirá algo sobre Mickey Wallace.

»Y si vuelve a ponerme la mano encima, nos veremos en los tribunales, pedazo de cabrón.

Dicho esto, Wallace dio media vuelta y regresó trabajosamente a su coche.

Y yo pensé: A la mierda.

Aimee Price vino a casa esa misma noche después de haberle dejado un mensaje en su despacho contándole buena parte de lo sucedido desde la aparición de Wallace en el Bear. Rechazó un café y preguntó si tenía una botella de vino abierta. No tenía, pero le abrí una con mucho gusto. Era lo mínimo que podía hacer.

– De acuerdo -dijo después de probar el vino cautamente y decidir que no iba a provocarle convulsiones-. Esto no es mi especialidad, así que he tenido que informarme, pero en rigor, desde el punto de vista jurídico, la situación es la siguiente. En principio, como sujeto de una biografía no autorizada sobre tu vida, puedes entablar demanda por diversas razones legales: difamación, apropiación indebida del derecho de publicidad, violación de información confidencial… Pero en tu caso la vía más probable sería intromisión en la vida privada. No eres un personaje público como puedan serlo un actor o un político, así que tienes cierto derecho a preservar tu vida privada. Hablamos del derecho a impedir que se hagan públicos datos privados que podrían resultar bochornosos si no guardan relación con asuntos de interés público; del derecho a impedir que se hagan declaraciones o insinuaciones falsas o engañosas sobre ti; y de la protección contra la intrusión que significa la intrusión física literal en tu entorno privado mediante el acceso a tu propiedad.

– Como ha hecho Wallace -apunté.

– Sí, pero él podría sostener que la primera vez pasó por aquí para hablar contigo y dejar su tarjeta, y la segunda vez, según lo que me has contado, ha sido por invitación tuya.

Me encogí de hombros. Tenía razón.

– ¿Y cómo ha ido la segunda visita? -preguntó.

– Podría haber ido mejor -respondí.

– ¿En qué sentido?

– Para empezar, si no le hubiera dado un puñetazo en el estómago.

– Pero, Charlie, por favor. -Pareció sinceramente defraudada, y yo me avergoncé aún más de mi conducta. En un intento de compensar mis fallos, le conté mi conversación con Wallace de manera tan pormenorizada como la recordaba, omitiendo toda mención a la mujer y la niña que, según él, había visto.

– ¿Me estás diciendo que tu amigo Jackie también ha amenazado a Wallace? -preguntó.

– Yo no se lo pedí. Debió de pensar que me hacía un favor.

– Al menos demostró más contención que tú. Wallace podría haberte denunciado por agresión, pero imagino que no lo hará. Salta a la vista que quiere escribir ese libro, y eso puede estar por encima de cualquier otra consideración siempre y cuando no le causes un daño duradero.

– Se marchó por su propio pie -dije.

– Pues por poco que te conozca, puede considerarse afortunado.

Encajé el golpe. No estaba en posición de discutir.

– ¿Y eso en qué situación nos deja?

– No puedes impedirle que escriba el libro. Como él mismo ha dicho, gran parte del material pertinente es de dominio público. Lo que podemos hacer es solicitar, u obtener por otros medios, una copia del manuscrito y repasarlo con lupa buscando pruebas de difamación o de clara intromisión en la vida privada. Pediríamos entonces un mandamiento judicial para evitar la publicación, pero debo advertirte que en general los jueces son reacios a conceder esa clase de mandamientos en atención a la Primera Enmienda. Lo máximo a lo que podríamos aspirar es a una compensación económica. Es muy probable que el editor haya incluido una cláusula de garantía e inmunidad en el contrato de Wallace, si damos por supuesto que es fruto de un acuerdo formal. Por otra parte, si las cosas se han hecho correctamente, habrán contratado un seguro para ampararse ante el riesgo de difusión indebida de la obra en los medios. En otras palabras, no sólo nos será imposible evitar que este caballo salga desbocado, sino que. ni siquiera podremos cerrar del todo la puerta de la cuadra cuando se haya ido.

Me recliné en la silla y cerré los ojos.

– ¿Seguro que no quieres un poco de vino? -preguntó Aimee.

– Seguro. Si empiezo, quizá no pueda parar.

– Lo siento -dijo-. Hablaré con más gente y veré si queda algún otro camino, pero no me hago muchas ilusiones. Y otra cosa, Charlie.

Abrí los ojos.

– No vuelvas a amenazarlo. Basta con que mantengas las distancias. Si se acerca a ti, aléjate. No te dejes arrastrar a enfrentamientos. Y eso es aplicable también a tus amigos, por buenas que sean sus intenciones.

Lo que nos llevó a otro problema.

– Ya, bueno, eso precisamente podría traer más complicaciones -comenté.

– ¿Cómo?

– Ángel y Louis.

A Aimee le había contado lo justo sobre ellos para que no se llevara a engaño.

– Si Wallace empieza a escarbar, puede que sus nombres salgan a la luz -dije-. Y no creo que ellos vayan a tener muy buenas intenciones.

– No parece que anden dejando muchos rastros.

– Eso da igual. No va a gustarles, y menos a Louis.

– Pues prevenlos.

Me detuve a pensarlo.

– No -contesté-. Esperemos a ver qué pasa.

– ¿Crees de verdad que es lo más acertado?

– En realidad no, pero Louis es partidario de las medidas preventivas. Si le digo que quizá Wallace empiece a hacer preguntas sobre él, podría decidir que lo más conveniente es que no pregunte nada en absoluto.

– Haré como si no te hubiera oído -dijo Aimee. Apuró el vino de un trago y dio la impresión de que estaba tentada de tomar algo más con la esperanza de borrar mis palabras de su memoria-. Dios santo, ¿cómo has acabado con amigos así?

– No sabría decírtelo -contesté-, pero no creo que Dios haya tenido nada que ver.

16

Mickey Wallace se marchó de Portland al día siguiente por la mañana temprano. Bullía de rencor, poseído de una ira que apenas podía contener y que le era ajena, porque Mickey rara vez se enfurecía verdaderamente. Pero su encuentro con Parker, unido a los esfuerzos de aquel amigo suyo, el Neanderthal, por amedrentarlo lo habían transformado por completo. Estaba acostumbrado a los intentos de intimidación de los abogados, y lo habían inmovilizado contra una pared y amenazado con daños más graves al menos dos veces, pero hacía muchos años que nadie le daba un puñetazo como el de Parker. De hecho, la última vez que se vio envuelto en algo parecido a una pelea en serio aún estaba en el instituto, y en esa ocasión tuvo la suerte de saltarle un diente a su adversario de un golpe. Lamentó no haber sido capaz de hacer lo mismo con Parker, y cuando tomó el puente aéreo en Logan, imaginó situaciones alternativas, una en la que obligaba al detective a hincarse de rodillas y lo humillaba, no a la inversa. Se deleitó con esas fantasías por unos minutos y luego las apartó de su mente. Ya encontraría otras maneras de conseguir que Parker se arrepintiese, entre ellas, por encima de todo, acabar el libro en el que tenía puesto todo su empeño y del que, según pensaba, dependía su prestigio profesional.

Todavía lo inquietaba lo experimentado en casa de Parker durante aquella noche de bruma. Había esperado que la intensidad de su reacción, su miedo y su confusión disminuirían, pero no había sido así. Por el contrario, siguió durmiendo mal, y la primera noche después de aquel encuentro se despertó a las 4:03, convencido de que no estaba solo en la habitación del motel. Encendió la lámpara junto a la cama, y la bombilla de bajo consumo cobró vida lentamente, propagando la luz por casi toda la habitación pero dejando en penumbra los rincones, lo que le produjo la incómoda sensación de que la oscuridad retrocedía de mala gana ante la luz, ocultando la presencia que él había percibido en los lugares que la lámpara no iluminaba. Recordó a la mujer agazapada junto a la puerta de la cocina y a la niña deslizando el dedo por el cristal del coche. Debería haber podido ver sus caras, pero no las vio, y sospechaba que al menos debía dar gracias por ese pequeño acto de misericordia. Sus caras se le ocultaron por una razón. Porque el Viajante se las había destrozado, ése era el motivo, porque no dejó allí nada aparte de sangre y hueso y cuencas vacías. Y tú no querías ver eso, desde luego que no, porque esa imagen te habría acompañado hasta que tus ojos se cerrasen por última vez y cubriesen tu propia cara con la sábana. Nadie sería capaz de contemplar ese grado de brutalidad sin quedar trastornado para siempre.

Y si ésas eran personas queridas, tu mujer y tu hija, en fin…

Una amiga y su hija; estaban de visita: así las había descrito Parker a Mickey, pero éste ni por un momento aceptó esa explicación. Eran visitantes, sí, pero no de las que duermen en la habitación de los invitados y se entretienen con juegos de mesa las noches de invierno. Mickey no comprendía su naturaleza, todavía no, y aún no había decidido si mencionar o no ese encuentro en el libro que presentase a la editorial. Sospechaba que no. Si incluía una historia de fantasmas en su narración, corría el riesgo de socavar el fundamento real de toda la obra. Por otra parte, esa mujer y esa niña, y sus padecimientos, representaban el núcleo del libro. Mickey siempre había considerado a Parker un hombre perseguido por los fantasmas de su esposa y de su hija, pero no literalmente. ¿Era ésa la respuesta? ¿Había visto Mickey la prueba de la presencia de auténticos fantasmas?

Y todas estas reflexiones e ideas las añadió a sus notas.

Mickey tomó una habitación en un hotel cercano a Penn Station, un típico establecimiento para turistas con un laberinto de habitaciones pequeñas ocupadas por asiáticos ruidosos pero correctos y familias de paletos que pretendían visitar Nueva York por poco dinero. A última hora de la tarde estaba sentado en lo que, desde su punto de vista, y el de la mayoría de la gente excepto los mendigos, era un antro, y se planteaba qué podía pedir sin poner en peligro su salud. Le apetecía un café, pero aquél semejaba uno de esos sitios donde pedir café por cualquier razón que no fuera una resaca se vería con malos ojos, si es que no se consideraba prueba irrefutable de tendencias homosexuales.

De hecho, pensó Mickey, incluso lavarse las manos después de una visita al baño podía verse con recelo en un tugurio como aquél.

Tenía un menú a su lado, y en una pizarra vio una lista de platos del día que bien podían haber estado escritos en sánscrito, de tanto tiempo como llevaban allí y de tan inmutables como eran, pero nadie comía. Nadie hacía prácticamente nada, porque Mickey era la única persona en el local, aparte del camarero, y éste parecía no haber consumido nada más que hormonas del crecimiento durante aproximadamente una década. Tenía bultos en sitios donde ninguna persona normal los habría tenido. Tenía bultos incluso en la calva, como si su coronilla hubiese desarrollado músculos para no sentirse excluida del resto del cuerpo.

– ¿Le pongo algo? -preguntó con una voz más aguda de lo que Mickey esperaba. Pensó que tal vez se debía a los esteroides. El camarero tenía unas peculiares protuberancias en el pecho, como si sus pectorales hubiesen engendrado sus propios pectorales secundarios. Estaba tan bronceado que se confundía con la madera y la mugre del bar. Mickey tuvo la impresión de hallarse ante unas medias de mujer repletas de balones de fútbol.

– Espero a alguien.

– Pues pida algo mientras espera. Considérelo el pago por el alquiler del taburete.

– Un sitio muy hospitalario -observó Mickey.

– Si busca hospitalidad, vaya a un centro de acogida. Esto es un negocio.

Mickey pidió una cerveza ligera. Casi nunca bebía antes de la noche, e incluso entonces solía limitar su consumo a una o dos cervezas, exceptuando la noche que visitó la casa de Parker, y ésa fue excepcional en muchos sentidos. En ese momento no se moría por una cerveza; es más, la sola idea de tomarse una le revolvía el estómago, pero no tenía intención de ofender a un individuo que parecía capaz de volverlo primero del revés y luego otra vez del derecho antes de que él se diera cuenta siquiera de lo que pasaba. Llegó la cerveza. Mickey la miró fijamente, y la cerveza le sostuvo la mirada. La espuma empezó a desaparecer, como en respuesta a la falta de entusiasmo de Mickey.

La puerta se abrió y entró un hombre. Era alto, dotado de la mole natural propia de quienes nunca han sentido la necesidad de recurrir a potenciadores artificiales del crecimiento más allá de la carne y la leche. Vestía un abrigo largo azul, que llevaba desabotonado y dejaba al descubierto una barriga de tamaño considerable. Tenía el pelo muy blanco, corto, y la nariz roja, no sólo por el viento frío de la calle. Mickey comprendió que había hecho bien en pedir una cerveza.

– Vaya -dijo el camarero-, pero si es el capitán. Cuánto tiempo sin vernos.

Tendió una mano, y el recién llegado se la estrechó afectuosamente, empleando la otra para darle una palmada en la voluminosa parte superior del brazo.

– ¿Qué tal, Hector? Veo que sigues tomando esa mierda.

– Así me mantengo grande y en forma, capitán.

– Te han salido tetas, y debes de estar afeitándote la espalda dos veces al día.

– Tal vez me deje crecer el pelo, así los chicos tendrán algo donde agarrarse.

– Eres un desviado, Hector.

– Y a mucha honra. ¿Qué te sirvo? La primera es a cuenta de la casa.

– Todo un detalle por tu parte, Hector. Un Redbreast, si no te importa, para sacudirme el frío de los huesos.

Se dirigió hacia el extremo de la barra, donde estaba sentado Mickey.

– ¿Es usted Wallace? -preguntó.

Mickey se puso en pie. Medía alrededor de un metro setenta y cinco, y el recién llegado lo aventajaba en quince o veinte centímetros.

– Capitán Tyrrell. -Se estrecharon la mano-. Muchas gracias por dedicarme un poco de su tiempo.

– Bueno, después de la invitación de Hector, las copas corren de su cuenta.

– Con mucho gusto.

Hector colocó un generoso whisky, sin estorbos como hielo o agua, junto a la mano derecha de Tyrrell. Éste señaló un reservado al fondo.

– Llevemos las copas allí. ¿Ha comido?

– No.

– Aquí preparan una hamburguesa excelente. ¿Come usted hamburguesas?

Mickey dudaba mucho de que en un sitio como aquél preparasen nada excelente, pero supo que no le convenía rehusar el ofrecimiento.

– Sí. Una hamburguesa no es mala idea.

Tyrrell levantó la mano y comunicó el pedido a Hector a voz en grito: dos hamburguesas, poco hechas, con todos los extras. Poco hecha, pensó Mickey. Dios bendito. La habría preferido casi carbonizada con la esperanza de matar todas las bacterias que pudieran haberse instalado en la carne. A saber si no sería ésa la última hamburguesa que comía en su vida.

Hector introdujo el pedido debidamente en una caja registradora de una modernidad asombrosa, si bien la manejaba como un simio.

– Wallace: un buen apellido irlandés -observó Tyrrell.

– Belga-irlandés.

– Vaya una mezcla.

– Europa. La guerra.

La expresión de Tyrrell se suavizó, transformándose en un desagradable gesto de sentimentalismo, como un dulce de malvavisco reblandeciéndose.

– Mi abuelo sirvió en Europa. En los Reales Fusileros Irlandeses. Le pegaron un tiro por la molestia.

– No sabe cuánto lo siento.

– Ah, no, no murió. Aunque perdió la pierna izquierda por debajo de la rodilla, eso sí. En aquellos tiempos no había prótesis, o no como las de ahora. Cada mañana se plegaba la pernera y se la prendía con imperdibles. Creo que lo lucía con orgullo.

Levantó la copa ante Mickey.

– Sláinte -dijo.

– Salud -respondió Mickey. Bebió un buen trago de cerveza. Por suerte, estaba tan fría que apenas percibió el sabor. Metió la mano en la cartera y sacó un cuaderno y un bolígrafo.

– Derecho al grano -observó Tyrrell.

– Si prefiere esperar…

– No, no. Me parece bien.

Mickey extrajo una pequeña grabadora digital Olympus del bolsillo de la chaqueta y se la enseñó a Tyrrell.

– ¿Le importa si…?

– Sí me importa. Guárdesela. Mejor aún, quite las pilas y deje ese artefacto donde yo lo vea.

Mickey obedeció. Complicaría las cosas, pero era un taquígrafo aceptable y tenía buena memoria. En cualquier caso, no reproduciría textualmente las palabras de Tyrrell. Eso formaba parte de la investigación de fondo, muy de fondo. Tyrrell lo había dejado bien claro al acceder a reunirse con Mickey. Si su nombre llegaba a relacionarse con el libro, por remotamente que fuera, le pisotearía los dedos hasta dejárselos como tirabuzones.

– Cuénteme algo más sobre ese libro que está escribiendo.

Mickey así lo hizo. Omitió los elementos más artísticos y filosóficos de su propuesta e intentó ofrecer una imagen lo más neutra posible mientras describía su interés en Parker. Si bien aún no había determinado la opinión de Tyrrell acerca del sujeto, sospechaba que en general era negativa, aunque sólo fuera porque de momento todos aquellos que sentían simpatía o respeto por Parker se habían negado en redondo a hablar con él.

– ¿Ya ha conocido a Parker? -preguntó Tyrrell.

– Pues sí. Le propuse una entrevista.

– ¿Y qué pasó?

– Me dio un puñetazo en la tripa.

– Muy propio de él. Es un hijo de puta, un matón. Y eso no es lo peor que puede decirse de él.

Tomó un sorbo de whisky. Ya casi se había bebido la mitad.

– ¿Quiere otro? -preguntó Mickey.

– Cómo no.

Mickey se volvió hacia la barra. Ni siquiera tuvo que pedir. Hector asintió y fue por la botella.

– ¿Y bien? ¿Qué quiere saber de él? -preguntó Tyrrell.

– Quiero saber todo lo que usted sepa.

Y Tyrrell empezó. Primero habló del padre de Parker, que había matado a dos jóvenes en un coche y luego se había suicidado. No pudo ofrecer más información sobre los asesinatos, aparte de insinuar que el padre padecía algún trastorno que el hijo había heredado: un gen defectuoso, quizás; una predisposición hacia la violencia.

Junto con la segunda copa de Tyrrell llegaron las hamburguesas. Éste comió, pero Mickey no. Estaba muy ocupado tomando notas, o ésa sería la excusa si le preguntaban.

– Creemos que el primer hombre al que mató se llamaba Johnny Friday -contó Tyrrell-. Era un chulo de putas, muerto de una paliza en los lavabos de una estación de autobús. No fue una gran pérdida para el mundo, pero ésa no es la cuestión.

– ¿Por qué sospecha de Parker?

– Porque él estaba allí. Las cámaras lo captaron entrando y saliendo de la estación en la franja horaria del asesinato.

– ¿Había cámaras en la puerta de los lavabos?

– Había cámaras por todas partes, pero ninguna grabó su imagen. Sólo lo vimos entrar y salir de la estación.

Mickey quedó desconcertado.

– ¿Y eso cómo es posible?

Tyrrell vaciló por primera vez.

– No lo sé. Por aquellas fechas sólo eran fijas las cámaras que estaban en las puertas. Era una manera de reducir costes. Las demás giraban de un lado al otro. Supongo que Parker cronometró la rotación y coordinó sus acciones con el movimiento de las cámaras.

– Eso no es nada fácil.

– Fácil no, pero tampoco imposible. Aun así, fue raro.

– ¿Lo interrogaron?

– Un testigo lo situó en el lugar del crimen: un hombre del servicio de limpieza de los lavabos. Coreano. No hablaba más de tres palabras en inglés, pero identificó a Parker en la imagen captada por las cámaras de las puertas. Bueno, identificó la imagen de Parker como una de cinco posibles entre una serie de imágenes. El problema es que a él todos le parecíamos iguales. De esas cinco personas, cuatro eran tan distintas entre sí como usted y yo. De todos modos, Parker fue llevado a la comisaría y accedió a someterse a un interrogatorio. Ni siquiera solicitó la presencia de su abogado. Admitió haber estado en la estación, pero nada más. Dijo que fue allí por un asunto que le habían encargado: la búsqueda de un fugitivo. Se verificó. Por entonces llevaba un caso de una adolescente fugada.

– ¿Y ahí quedó la cosa?

– No había pruebas suficientes para procesarlo, ni interés en hacerlo. Era un ex policía que había perdido a su mujer y a su hija hacía sólo unos meses. Puede que sus compañeros no lo adoraran, pero los polis se apoyan entre sí en los momentos difíciles. Procesarlo habría estado tan mal visto como acusar a Ricitos de Ora de robo con fractura. Y como he dicho, Johnny Friday no era ningún boy scout. Mucha gente opinaba que alguien le había hecho un servicio a la humanidad retirándolo del equipo permanentemente.

– ¿Por qué no era apreciado Parker?

– No lo sé. No tenía madera de policía. Nunca se integró. Siempre hubo algo extraño en él.

– ¿Y por qué entró en el cuerpo?

– Por una lealtad mal entendida al recuerdo de su padre, supongo. Tal vez pensó que podía compensar la muerte de aquellos dos chicos siendo un policía mejor que su padre. Si quiere saber mi opinión, es prácticamente el único acto admirable de ese hombre en toda su vida.

Mickey no insistió por ese lado. Le asombraba la intensidad del rencor de Tyrrell por Parker. No imaginaba qué podía haber hecho Parker para merecerlo, como no fuese incendiar la casa de Tyrrell y luego tirarse a su mujer entre las cenizas.

– Ha dicho que Johnny Friday fue el primer asesinato. ¿Hubo otros?

– Supongo que sí.

– ¿Supone?

Tyrrell pidió un tercer whisky con una seña. Estaba aminorando un poco la marcha, pero se mostraba cada vez más irritable.

– Mire, de la mayoría hay constancia: aquí, en Louisiana, en Maine, en Virginia, en Carolina del Sur. Ese hombre es como la Parca o el cáncer. Si sabemos de todos esos casos, ¿no cree que habrá otros que desconocemos? ¿Cree que avisó a la policía cada vez que él o uno de sus amigos paraban el reloj de alguien?

– ¿Sus amigos? ¿Se refiere a dos hombres conocidos como Ángel y Louis?

– Sombras -dijo Tyrrell en voz baja-. Sombras con dientes.

– ¿Qué puede decirme de ellos?

– Rumores, casi todo. Ángel cumplió condena por robo. Tengo entendido que Parker lo utilizó como informante y a cambio le ofreció protección.

– ¿Empezó como relación profesional, pues?

– Podría decirse que sí. El otro, Louis, es más difícil de definir. Sin detenciones, sin antecedentes: es un espectro. El año pasado supimos de cierto incidente. Alguien envió a un par de matones a un taller mecánico en el que, según se cree, Louis era socio capitalista. Un tipo, uno de los agresores, acabó en el hospital. Al cabo de una semana murió a causa de las heridas. Después…

Hector apareció junto a su codo y sustituyó el vaso vacío por otro lleno. Tyrrell se interrumpió para echar un trago.

– Bueno, aquí viene lo más raro. También murió uno de los amigos, socios o lo que sea de Louis. Dijeron que fue un infarto, pero a mí me llegó una versión distinta. Según un empleado de la funeraria, tuvieron que rellenar un orificio de bala en la garganta.

– ¿Quién fue? ¿Louis?

– No, él no hace daño a sus allegados. No es esa clase de asesino. Según los rumores, fue una venganza que salió mal.

– Eso es lo que fue a hacer a Massena -comentó Mickey, más para sí que para Tyrrell, que en todo caso no pareció darse cuenta.

– Con esos dos pasa lo mismo que con él: alguien vela por ellos -afirmó Tyrrell.

– ¿Vela por ellos?

– Un hombre no consigue hacer lo que Parker ha hecho, matar impunemente, a menos que alguien le guarde las espaldas.

– Los homicidios de los que hay constancia estuvieron justificados, según he oído.

– ¡Justificados! -exclamó Tyrrell-. ¿No le extraña que ninguno de ellos, ni uno solo, haya llegado a los tribunales? ¿Que toda investigación de sus actos lo haya exonerado o se haya quedado en agua de borrajas?

– Está hablando de una conspiración.

– Estoy hablando de protección. Estoy hablando de gente con intereses creados en mantener a Parker en la calle.

– ¿Por qué?

– Lo ignoro. Puede que sea porque aprueban lo que hace.

– Pero ha perdido la licencia de investigador privado -adujo Mickey-. No puede tener un arma de fuego.

– No puede portar legalmente un arma de fuego en el estado de Maine. Pero puede dar por hecho que tiene armas almacenadas en algún sitio.

– Lo que quiero decir es que si existía una conspiración para protegerlo, algo ha cambiado.

– No tanto como para que acabe entre rejas, que es lo que se merece. -Tyrrell golpeteó la mesa con el dedo índice para dar mayor énfasis.

Mickey se reclinó. Había llenado páginas y páginas de anotaciones. Le dolía la mano. Observaba a Tyrrell, que mantenía la mirada fija en su tercer whisky. Le habían servido generosamente, copas como no había visto en ningún bar. Si él hubiese consumido semejante cantidad de alcohol, ya estaría dormido. Tyrrell permanecía recto, pero se encontraba en las últimas. Mickey no iba a sacarle nada más de provecho.

– ¿Por qué lo odia tanto?

– ¿Eh? -Tyrrell levantó la vista. Pese a los vapores de la embriaguez progresiva, le sorprendió una pregunta tan directa.

– A Parker. ¿Por qué lo odia tanto?

– Porque es un asesino.

– ¿Sólo por eso?

Tyrrell parpadeó lentamente.

– No. Porque hay algo en él que no cuadra, no cuadra en absoluto. Es como… Es como si no tuviera sombra, o imagen en el espejo. Parece normal, pero si uno lo mira con atención, no lo es. Es una aberración, una abominación.

Dios santo, pensó Mickey.

– ¿Va usted a misa? -preguntó Tyrrell.

– No.

– Pues debería. Un hombre ha de ir a misa. Le ayuda a verse a sí mismo en perspectiva.

– Lo tendré en cuenta.

Tyrrell alzó la mirada, su semblante transformado. Mickey se había extralimitado.

– No se pase de listo conmigo, muchacho. Fíjese en usted, escarbando en la inmundicia, esperando embolsarse unos dólares a costa de la vida de un hombre. Es un parásito. No cree en nada. Yo sí creo. Creo en Dios, y creo en la ley. Distingo el bien del mal, la bondad de la maldad. He vivido siempre conforme a esos principios. He limpiado esta ciudad distrito a distrito, eliminando de raíz a aquellos que se pensaban que por ser representantes de la ley estaban por encima de la ley. Pues bien, yo les demostré su error. Nadie debe estar por encima de la ley, y menos los policías, da igual si llevan la placa ahora o si la llevaron hace diez años, hace veinte. Encontré a los que robaban, a los que se aprovechaban de los camellos y las fulanas, a los que administraban su versión de justicia callejera en callejones y apartamentos vacíos, y les pedí cuentas. A la hora de rendirlas, no dieron la talla.

»Porque hay un proceso en marcha. Hay un sistema de justicia. Es imperfecto, y no siempre funciona como debería, pero es lo mejor que tenemos. Y cualquiera, cualquiera que se aparte de ese sistema para erigirse en juez, jurado o verdugo de los demás es enemigo de ese sistema. Parker es enemigo de ese sistema. Sus amigos son enemigos de ese sistema. Por culpa de sus actos, otros consideran aceptable actuar de la misma manera. Su violencia engendra más violencia. No pueden llevarse a cabo acciones malvadas en nombre del bien común, porque el bien se deteriora. Se corrompe y contamina por lo que se ha hecho en su nombre. ¿Lo entiende, señor Wallace? Ésos son hombres grises. Cambian los límites de la moralidad a su conveniencia y emplean los fines para justificar los medios. Para mí, eso es inadmisible, y si tiene usted una pizca de decencia, opinará lo mismo que yo. -Apartó el vaso bruscamente-. Ya hemos terminado.

– Pero ¿y si los otros no actúan, si no pueden actuar? -preguntó Mickey-. ¿Vale más dar rienda suelta al mal que sacrificar una pequeña parte del bien para plantarle cara?

– ¿Y eso quién lo decide? -preguntó Tyrrell. Se tambaleó un poco mientras se ponía el abrigo, pugnando por encontrar los agujeros de las mangas-. ¿Usted? ¿Parker? ¿Quién decide cuál es el nivel aceptable del bien que ha de sacrificarse? ¿Cuánto mal ha de cometerse en nombre del bien antes de que se convierta él mismo en mal?

Se palpó los bolsillos y oyó complacido el tintineo de las llaves. Mickey confió en que no fuesen llaves de coche.

– Vaya a escribir su libro, señor Wallace. Yo no lo leeré. Dudo mucho que tenga algo que decirme que no sepa ya. Pero le daré un consejo de balde. Por muy malos que sean los amigos de Parker, él es peor. Yo me andaría con cuidado al preguntar por ellos, y tal vez preferiría dejarlos fuera de la historia por completo, pero Parker es letal porque se cree parte de una cruzada. Espero que lo presente como el canalla que es, pero yo no le daría la espalda en ningún momento.

Tyrrell formó una pistola con la mano, apuntó a Mickey y dejó caer el pulgar como el percusor contra la recámara. A continuación salió del bar con paso un tanto vacilante, no sin antes estrecharle la mano a Hector una vez más. Mickey guardó el cuaderno y el bolígrafo y fue a pagar la cuenta.

– ¿Es usted amigo del capitán? -preguntó Hector mientras Mickey calculaba la propina y la anotaba a mano en la cuenta a fines tributarios.

– No -contestó Mickey-, no lo creo.

– El capitán no tiene muchos amigos -dijo Hector, y en el tono de su voz se percibió algo, acaso lástima.

Mickey lo miró con interés.

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a que aquí vienen policías a todas horas, pero él es el único que bebe solo.

– Fue inspector de Asuntos Internos -señaló Mickey.

Hector cabeceó.

– Lo sé, pero no es eso. Sencillamente es… -Hector buscó la palabra-. Sencillamente es un capullo -concluyó, y luego reanudó la lectura de su revista de culturismo.

17

En su habitación, mientras los detalles seguían frescos en su memoria, Mickey pasó a limpio sus notas de la entrevista con Tyrrell. El asunto del chulo era interesante. Buscó el nombre de Johnny Friday en Google, junto con los detalles facilitados por Tyrrell, y encontró unos cuantos artículos contemporáneos, así como otro más extenso, escrito para un periódico de reparto gratuito, titulado «Johnny Friday: la vida brutal y el final atroz de un proxeneta». Lo acompañaban dos fotos de Friday. La primera lo mostraba tal como era en vida, un negro enjuto, alto, de mejillas hundidas y ojos desproporcionadamente grandes. Rodeaba con los brazos a un par de chicas en ropa interior de encaje, las dos con sendas franjas negras sobre los ojos para preservar su anonimato. Mickey se preguntó dónde estarían ahora. Según el artículo principal, las jóvenes que mantenían una relación profesional con Johnny Friday vivían condenadas a existencias desdichadas.

La segunda foto, tomada en la mesa del depósito de cadáveres, mostraba el alcance de las lesiones infligidas a Friday en el transcurso de la paliza que le costó la vida. Mickey supuso que la fotografía se había publicado a petición de la familia de Friday; eso, o por decisión de la policía a fin de difundir un mensaje. Estaba irreconocible. Tenía el rostro hinchado y cubierto de sangre; la mandíbula, la nariz y un pómulo rotos, y le habían hecho saltar unos cuantos dientes de las encías. Además, había sufrido heridas internas generalizadas: una costilla rota le había perforado un pulmón por dos sitios, y se le había reventado el bazo.

El nombre de Parker no se mencionaba, como era de esperar, pero una «fuente policial» había declarado al autor del artículo que tenían un sospechoso, aunque aún sin pruebas suficientes para presentar cargos. Michael calculó las probabilidades de que esa fuente fuese Tyrrell y decidió que eran alrededor del cincuenta por ciento. Si lo era, significaba que ya hacía una década albergaba serios recelos sobre Parker, y acaso justificados. Tyrrell no le inspiraba mucha simpatía a Mickey, pero sin duda el asesino de Johnny Friday era un hombre peligroso, alguien capaz de una gran violencia, un individuo rebosante de rabia y odio. Mickey intentó cotejar esa imagen con la del hombre que había conocido en Maine y con lo que había oído decir a otros sobre él. Se frotó el vientre, aún sensible, al recordar el puñetazo que había recibido en el porche delantero de la casa de Parker, así como el destello que había asomado brevemente a sus ojos. Sin embargo, no hubo más golpes, y la cólera desapareció de su semblante casi tan rápido como había aparecido, dando paso a una expresión, creyó Mickey, de vergüenza y pesar. En ese momento no le concedió importancia -ocupado como estaba en no echar las tripas-, pero, al reflexionar sobre ello más tarde, vio claramente que si bien Parker no ejercía aún pleno control sobre su ira, sí había aprendido a contenerla en cierta medida, aunque no de manera tan inmediata como para librar a Mickey de un hematoma en el abdomen. Pero si Tyrrell no se equivocaba, ese hombre tenía las manos manchadas con la sangre de Johnny Friday. No era sólo un homicida, sino también un asesino, y Mickey se preguntó cuánto había cambiado realmente en los años transcurridos desde la muerte de Johnny Friday.

Cuando acabó con el material de Tyrrell, abrió una carpeta en su escritorio. Contenía más notas: veinticinco o treinta hojas escritas de arriba abajo con su letra minúscula, ilegible para cualquier otra persona gracias a una combinación de su taquigrafía personal y el tamaño mismo de los trazos. Las palabras «padre/madre», encabezaban una de las hojas. En algún momento se proponía viajar a Pearl River para hablar con los vecinos, los tenderos, cualquiera que hubiera estado en contacto con la familia de Parker antes de las muertes, pero antes tenía otras tareas pendientes.

Consultó su reloj. Pasaban de las ocho. Sabía que Jimmy Gallagher, antiguo compañero del padre de Parker en la comisaría del Distrito Noveno, vivía en Brooklyn. Tyrrell le había proporcionado ese dato, junto con el nombre del investigador de la fiscalía del condado de Rockland presente en los interrogatorios del padre de Parker posteriores a los asesinatos. Tyrrell pensaba que éste, un ex policía de Nueva York llamado Kozelek, quizás hablase con Wallace, y al principio se ofreció a allanarle el camino, pero eso fue antes de que la conversación degenerara hacia su áspero final. Wallace suponía que esa llamada ya no se haría, aunque no descartaba recurrir de nuevo a Tyrrell, en cuanto estuviese sobrio, si el investigador se mostraba reacio a hablar.

El antiguo compañero, Gallagher, era otro cantar. Wallace notó que Tyrrell no sentía más aprecio por Gallagher que por Charlie Parker. Volvió sobre sus notas de esa tarde y encontró la parte en cuestión.

W: ¿Quiénes eran sus amigos?

T: ¿De Parker?

W: No, de su padre.

T: Era un hombre muy querido en el Distrito Noveno, caía bien a la gente. Debía de tener muchos amigos.

W: ¿Alguno en particular?

T: Era compañero de… esto, ¿cómo se llamaba?… Ah, sí, Gallagher, eso es. Jimmy Gallagher fue compañero suyo durante años. (Risas.) Yo siempre… Bueno, no tiene importancia.

W: Quizá sí la tenga.

T: Yo siempre pensé que era marica.

W: ¿Corrían rumores?

T: Sólo eso: rumores.

W: ¿Fue interrogado en el transcurso de la investigación por los asesinatos de Pearl River?

T: Sí, claro que lo interrogaron. Vi las transcripciones. Era como hablar con un mono de esos… Ya sabe a cuáles me refiero: esos que no ven nada malo, no dicen nada malo, no oyen nada malo. Dijo que no sabía nada. Ni siquiera había visto a su compañero ese día.

W: ¿Sólo que…?

T: Sólo que los asesinatos se produjeron el día del cumpleaños de Gallagher, y él estaba en la comisaría pese a que había solicitado, y le habían concedido, el día libre. Cuesta creer que fuese a la comisaría en su día libre, y para colmo en su cumpleaños, y no se viera con su compañero y mejor amigo.

W: Así pues, ¿cree que Gallagher fue a reunirse con ciertas personas para tomar una copa en su cumpleaños y que, en tal caso, Parker estaba entre ellas?

T: Es lo lógico, ¿no? Otro detalle: ese día Parker tenía el turno de ocho a cuatro. Un policía llamado Eddie Grace sustituyó a Parker para que pudiese salir un rato antes. ¿Por qué habría pedido Parker un favor si no era para reunirse con Jimmy Gallagher?

W: ¿Dijo Grace que ésa era la razón por la que sustituyó a Parker?

T: Como todos los demás, Grace no sabía nada ni dijo nada. El secretario de la comisaría, DeMartini, vio marcharse a Parker, pero no dijo nada. Sabía cuándo hacer la vista gorda. Una camarera del Cal's declaró que Gallagher estuvo allí con alguien la noche de los asesinatos, pero no llegó a ver bien al otro hombre, y éste no se quedó mucho rato. Admitió que quizá fuera Will Parker, pero luego el camarero de la barra la contradijo, sosteniendo que el que estuvo en la barra con Gallagher era otro, un desconocido, y posteriormente la camarera decidió que se había confundido.

W: ¿Cree que alguien presionó a esa mujer para que cambiase su versión?

T: Cerraron filas. Es lo que hacen los policías. Protegen a los suyos, aunque eso no esté bien.

Mickey interrumpió la lectura de sus anotaciones en ese punto. Tyrrell cambió de expresión al mencionar el cierre de filas, la protección mutua. Quizá fuera el investigador de Asuntos Internos que llevaba dentro, un arraigado odio a los hombres corruptos y al código de omertà que los protegía, pero Mickey no creía que fuera sólo eso. Sospechaba que Tyrrell estaba ya excluido de esos círculos incluso antes de incorporarse a Asuntos Internos. No era un hombre que inspirara simpatía, como había señalado Hector, y cabía pensar que en la «Brigada de las Ratas» encontró la oportunidad de castigar a quienes despreciaba por medio de una cruzada contra la corrupción. Mickey tomó nota mentalmente de esa observación y volvió a concentrarse en la lectura.

T: Lo que yo no entendía era qué más daba si Gallagher estuvo con Parker esa noche, a menos que Gallagher supiera algo acerca de lo que iba a ocurrir.

W: Insinúa que fue un asesinato con premeditación.

Mickey recordó que, en ese momento, Tyrrell se detuvo a pensar.

T: Es posible, o Gallagher sabía por qué Parker acabó matando a esos dos chicos y quería callárselo. Fuera cual fuese el motivo, me consta que Jimmy Gallagher mintió sobre lo ocurrido esa noche. He leído los informes de Asuntos Internos. Por lo que a nosotros se refería, Jimmy Gallagher quedó marcado para el resto de su carrera a partir de entonces.

Mickey encontró el nombre de Gallagher en el listín telefónico. Se planteó llamar antes de salir hacia Bensonhurst, pero al final decidió que le convenía más aparecer por sorpresa. No sabía qué esperaba conseguir de una conversación con Gallagher, pero si Tyrrell estaba en lo cierto, al menos había una fisura en la historia construida en torno a los sucesos del día en que se produjeron los asesinatos de Pearl River. Como periodista, Mickey había aprendido a convertirse en el agua en la fisura, ensanchándola, debilitando la estructura misma, hasta que por fin se venía abajo y la verdad quedaba al descubierto. Los asesinatos y sus secuelas desempeñarían un papel destacado en el libro de Mickey. Le proporcionarían elementos para consultar a un par de psicólogos que, a cambio de cierta suma, describirían con pelos y señales cómo impactaba en un hijo la implicación de su padre en un asesinato con posterior suicidio. Los lectores devoraban esas cosas.

Fue en metro a Bensonhurst para ahorrar unos dólares y buscó la calle de Gallagher. Llamó a la puerta de la pulcra casita. Al cabo de un momento abrió un hombre alto.

– ¿Señor Gallagher?

– Yo mismo.

Gallagher tenía los labios y los dientes manchados de rojo. Estaba bebiendo vino cuando Mickey llamó. Eso era un buen augurio, a menos que tuviese compañía. Podía significar que andaba con la guardia un poco baja. Mickey llevaba el billetero en la mano. Extrajo una tarjeta suya y se la entregó.

– Me llamo Michael Wallace. Soy periodista. Me gustaría hablar con usted unos minutos.

– ¿Sobre qué?

Y ése era el momento de dorar un poco la píldora: una mentira al servicio de un bien mayor. Dudó que Tyrrell lo hubiera aprobado.

– Estoy preparando un artículo sobre los cambios en el Distrito Noveno a lo largo de los años. Sé que usted sirvió en la comisaría del barrio. Me gustaría que me hablara de sus recuerdos de otros tiempos.

– ¿Por qué yo? Por el Distrito Noveno han pasado muchos policías.

– Verá, cuando buscaba a personas con quienes hablar, vi que usted había participado en muchas actividades comunitarias aquí en Bensonhurst. Me dije que quizá la conciencia social le diera una percepción mejor de la gente y el barrio del Distrito Noveno.

Gallagher miró la tarjeta.

– Conque Wallace, ¿eh?

– Exacto.

Se echó hacia delante y metió con cuidado la tarjeta en el bolsillo de la camisa de Mickey. Fue un gesto curiosamente íntimo.

– Es usted un farsante -dijo Gallagher-. Sé quién es, y sé qué se propone escribir. Los policías hablan. He sabido qué se traía entre manos desde el momento en que empezó a husmear en asuntos que no le atañen. Hágame caso: déjelo estar. No le conviene andar fisgoneando por esos rincones. Ninguna de las personas con algo que contar va a ayudarle, y por el camino va a atraer sobre usted mismo un montón de problemas.

A Mickey le brillaron los ojos, convertidos de pronto en dos gemas duras y pequeñas engastadas en su cabeza. Empezaba a cansarse de tanta advertencia disuasoria.

– Soy periodista -dijo, aunque ya no lo fuera-. Cuanta más gente me desaconseja investigar algo, mayor es mi interés.

– Eso no lo convierte en periodista -repuso Gallagher-. Lo convierte en un idiota. También es un embustero. Eso es algo que no aprecio mucho en un hombre.

– ¿Ah, no? -repuso Wallace-. ¿Usted nunca ha mentido?

– Yo no he dicho eso. Me gusta tan poco en mí como en usted.

– Bien, porque creo que usted mintió sobre lo ocurrido el día que Will Parker mató a aquellos dos adolescentes en Pearl River. Voy a hacer todo lo posible para averiguar por qué. Luego volveré y hablaremos otra vez.

Una expresión de hastío asomó al rostro de Gallagher. Mickey se preguntó cuánto tiempo llevaba esperando que todo aquello se le echara de nuevo encima. Probablemente desde el día mismo en que su compañero se convirtió en asesino.

– Márchese de mi casa, señor Wallace. Me está estropeando la velada.

Dio a Mickey con la puerta en las narices. Mickey la miró fijamente por un momento; luego sacó la tarjeta de visita del bolsillo y la insertó en el resquicio de la puerta antes de volver a Manhattan.

Dentro de la casa, Jimmy estaba sentado a la mesa de la cocina. Tenía delante un vaso vacío, y media botella de syrah, junto con los restos de la cena. A Jimmy le gustaba cocinar cosas para sí mismo, incluso más que para otra gente. Cuando cocinaba para él solo, no tenía que preocuparse por el resultado, ni por lo que pensarían los demás. Podía cocinar a su gusto y conocía sus preferencias. Había planeado una velada apacible con una buena botella de vino y una vieja película negra en TCM. Ahora su sensación de calma, ya frágil antes, se desintegró por completo. Era frágil desde que Charlie Parker se presentó en su casa. En ese momento, Jimmy tuvo la sensación de que el suelo se erosionaba despacio bajo sus pies. Siempre había tenido la esperanza de que el pasado permaneciera enterrado, por precariamente que fuese. Ahora la tierra se movía y dejaba a la vista jirones de carne y huesos viejos.

Siempre le había inquietado pensar que quizás había obrado mal al mentir a los investigadores, al guardar silencio durante las décadas siguientes. Como una astilla clavada muy hondo en la carne, la conciencia de haberse confabulado con otros para sepultar la verdad, aunque fuera sólo la pequeña parte que él conocía, se había enconado dentro de él. Ahora se acercaba a marchas forzadas el momento en que la infección debía erradicarse de su organismo para que no le destruyera.

Se llenó el vaso y se dirigió al recibidor. Mientras tomaba un sorbo de vino, marcó el número por segunda vez desde la visita de Parker. El timbre sonó cinco veces antes de que contestaran. Oyó ruidos de fondo -platos en el fregadero, risas de mujeres- cuando el viejo saludó.

– Soy Jimmy Gallagher -dijo-. Ha surgido otro problema.

– Adelante -instó la voz.

– Acaba de venir un periodista, un tal Wallace, Mickey Wallace. Venía preguntando por… aquel día.

Siguió un breve silencio.

– Ya lo conocemos. ¿Usted qué le ha dicho?

– Nada. Me he atenido al guión, como usted me indicó, como siempre he hecho. Pero…

– Adelante.

– Esto se viene abajo. Primero Charlie Parker, ahora ese individuo.

– Siempre hemos sabido que se vendría abajo. Sólo me sorprende que haya aguantado tanto.

– ¿Qué quiere que haga?

– ¿En cuanto al periodista? Nada. Ese libro no se publicará.

– Parece usted muy seguro.

– Tenemos amigos. El contrato de Wallace está a punto de rescindirse. Sin la promesa de dinero a cambio de sus esfuerzos se desanimará.

Jimmy no lo tenía tan claro. Había visto la expresión de Wallace. Quizás el dinero fuese parte de lo que impulsaba su investigación, pero no era lo único que lo motivaba. Era casi como un buen policía, pensó Jimmy. No se le pagaba por hacer su trabajo; se le pagaba para que no hiciera otra cosa. Wallace quería esa historia. Quería averiguar la verdad. Como quienes alcanzan el éxito contra todo pronóstico, tenía algo de fanático.

– ¿Ha hablado con Charlie Parker?

– Todavía no.

– Si espera a que él vuelva a usted, tal vez descubra que su ira es proporcionalmente mayor. Telefonéele. Dígale que tienen una conversación pendiente.

– ¿Y también le hablo de usted?

– Cuénteselo todo, señor Gallagher. Ha sido fiel al recuerdo de su amigo durante un cuarto de siglo. Ha protegido a su hijo, y a nosotros, durante mucho tiempo. Le estamos agradecidos, pero ha llegado el momento de sacar a la luz esas verdades ocultas.

– Gracias -dijo Jimmy.

– No, gracias a usted. Que disfrute del resto de la velada.

Colgaron. Jimmy supo que podía ser la última vez que oyese esa voz.

En realidad no lo lamentaba.

18

El día posterior a mi confrontación con Mickey Wallace decidí comunicarle a Dave Evans que quería tomarme una semana de vacaciones. Estaba resuelto a presionar a Jimmy Gallagher, y quizá visitar otra vez a Eddie Grace. No podía hacerlo con tanta ida y venida de Portland a Nueva York los domingos que libraba.

Y había surgido otra cosa. Walter Cole no había encontrado nada acerca de la investigación sobre los asesinatos de Pearl River, excepto un curioso detalle.

– Los informes están demasiado limpios -me explicó por teléfono-. Fue todo un lavado de cara. Hablé con un tipo del archivo. Dijo que el expediente es tan fino que, si lo pones de lado, ni se ve.

– Eso no tiene nada de raro. Enterraron el asunto. No salía a cuenta hacer otra cosa.

– Ya, bueno, pero aun así creo que aquí hay algo más que eso. El expediente ha sido purgado. ¿Has oído hablar de la Unidad Cinco?

– No me suena de nada.

– Hace diez años todos los documentos relacionados con los asesinatos de Pearl River pasaron a clasificarse como información reservada. Toda solicitud de información más allá de lo que había en los archivos requería la autorización de la Unidad Cinco, lo que implicaba ponerse en contacto con el despacho del comisario. A mi informante lo incomodaba el solo hecho de hablar del tema, pero todo aquel que quiera saber algo más aparte de los detalles escuetos sobre lo sucedido en Pearl River debe presentar una solicitud a la Unidad Cinco. -Pero Walter no había terminado-. ¿Sabes qué más abarca la orden de la Unidad Cinco? Las muertes de Susan y Jennifer Parker.

– ¿Y entonces qué es la Unidad Cinco? -pregunté.

– Creo que eres tú -respondió Walter.

Me reuní con Dave en el Arabica, en la esquina de Free con Cross, que, además de servir el mejor café de la ciudad, ahora ocupaba el mejor espacio, con obras de arte en las paredes y luz entrando a raudales por las enormes ventanas panorámicas. De fondo se oía la música de los Pixies. En conjunto, era difícil ponerle pegas al establecimiento.

A Dave no le gustó que le pidiera unos días de fiesta, y no podía echárselo en cara. Estaba a punto de perder a dos empleados, una por maternidad y otro por una novia en California. Yo sabía que él tenía la impresión de estar dedicando demasiado tiempo a las tareas generales del bar y demasiado poco al papeleo y la contabilidad. A mí me había contratado para quitarle de encima parte de esa carga y ahora, en lugar de eso, lo dejaba más empantanado que antes de mi llegada.

– Intento llevar un negocio, Charlie -dijo Dave-. Me estás dejando colgado.

– No estamos tan desbordados, Dave -aduje-. Gary puede ocuparse de la entrega de Nappi, y yo ya estaré de regreso a tiempo para el camión de la semana que viene. Tenemos existencias de sobra de algunas de las cerveceras artesanales, así que podemos dejar que se agoten.

– ¿Y qué pasará mañana por la noche?

– Nadine ha pedido turnos extra. Deja que cargue ella con parte del peso.

Dave hundió la cara en las manos.

– Te odio -dijo.

– No, no me odias.

– Sí. Tómate tu semana libre. Si seguimos aquí cuando vuelvas, estarás en deuda conmigo. Me deberás tiempo por un tubo.

Esa noche no contribuyó a levantarle el ánimo a Dave. Alguien intentó robar la cabeza de oso ornamental del comedor, y no nos dimos cuenta de que había desaparecido hasta que el ladrón se disponía a salir del aparcamiento con la cabeza asomando por la ventanilla del acompañante. Nos invadieron unos cuantos aficionados a los cócteles, de manera que incluso Gary, que al parecer conocía mejor los cócteles que los demás, se vio obligado a recurrir a la chuleta escondida detrás de la barra. Unos estudiantes pidieron una ronda tras otra de bombas de cereza y bombas Jäger, y un empalagoso olor a Red Bull impregnó el ambiente. Cambiamos quince barriles, tres veces más que una noche cualquiera, aunque lejos del récord de veintidós.

Y también se respiraba el sexo en el aire. Al fondo había una cincuentona que no habría sido más depredadora si hubiese tenido garras y dientes afilados como cuchillas, y pronto se reunieron con ella otras dos o tres para formar una manada. Los camareros las llamaban las «Elixir», por una vendedora de artículos de higiene dental semimítica que, según contaban, había atendido a sucesivos hombres en el aparcamiento en el transcurso de una noche. Al final atrajeron a un par de jugadores de International Players of the World, hombres muy machos cuyo aftershave libró una guerra de fragancias con el olor residual a Red Bull. En un momento dado me planteé darles un manguerazo a todos para enfriarlos, pero antes de que surgiera la necesidad se marcharon en busca de un rincón más oscuro de la ciudad.

A la una, los quince empleados estaban agotados, pero nadie quería irse aún a casa. Después de limpiar los surtidores de cerveza y aprovisionar las neveras preparamos hamburguesas y patatas fritas, y casi todos tomaron una copa para distenderse. Desconectamos el sistema por satélite que proporcionaba música al bar, y pusimos, en orden aleatorio, una lista de canciones suaves grabadas en una iPod: Sun Kil Moon, Fleet Foxes, la reedición de Pacific Ocean de Dennis Wilson. Por fin, la gente empezó a marcharse, y Dave y yo comprobamos que todo estuviera desconectado en la cocina, apagamos las últimas velas, nos aseguramos de que no quedaba nadie en los lavabos, metimos el dinero en la caja fuerte y cerramos la puerta. Nos despedimos en el aparcamiento y, antes de irse cada uno por su lado, Dave repitió que me odiaba.

Al abrir la puerta de mi casa me detuve en el umbral y agucé el oído. Seguía alterado desde mi encuentro con Mickey Wallace y su historia de las dos figuras que había entrevisto. Yo había dejado marchar a esos fantasmas. La casa ya no era su sitio. Sin embargo, cuando la recorrí tras marcharse Wallace, no sentí miedo, ni verdadera intranquilidad; nunca había experimentado esa clase de sensaciones. De hecho, la casa estaba tranquila y percibí su vacío. Aquello que había estado allí, fuera lo que fuese, se había ido.

El piloto de mi contestador automático parpadeaba. Pulsé el botón y oí la voz de Jimmy Gallagher. Parecía un poco bebido, pero el mensaje era claro y sencillo, y no podía haber sido más oportuno.

«Charlie, ven a verme», decía. «Te contaré lo que quieres saber.»

Cuarta parte

Tres pueden guardar un secreto

si dos de ellos están muertos.

Almanaque del pobre Richard,

Benjamin Franklin (1706-1790)

19

Jimmy Gallagher debía de estar pendiente de mi llegada, ya que abrió la puerta antes de que llamase. Me lo imaginé por un momento sentado junto a la ventana, su rostro reflejándose ya en el cristal debido a la creciente oscuridad, tamborileando con los dedos en el alféizar, buscando impaciente con la mirada a aquel cuya visita esperaba, pero al entrar no vi en sus ojos la menor impaciencia, ni miedo ni preocupación. A decir verdad, me pareció más relajado que nunca. Llevaba una camiseta y un pantalón tostado con manchas de pintura bajo una sudadera de los Yanquees con capucha y calzaba mocasines. Parecía un veinteañero que de pronto, al despertar de una siesta, hubiera descubierto que había envejecido cuarenta años y, sin embargo, se viera obligado aún a seguir vistiendo la misma ropa de antes. A mí siempre me había parecido un hombre para quien la apariencia lo era todo, ya que lo recordaba invariablemente con chaqueta y una camisa limpia y almidonada, y a menudo una elegante corbata de seda. Ahora se había despojado de toda formalidad y me pregunté, a medida que avanzaba la noche y escuchaba los secretos que salían de él a borbotones, si esos rigores que se imponía en el vestir eran sólo parte de las defensas erigidas para protegerse no únicamente a sí mismo y su propia identidad, sino también el recuerdo y la vida de aquellos que le importaban.

No dijo nada cuando me vio. Se limitó a abrir la puerta, a asentir una vez y a darse media vuelta para llevarme a la cocina. Cerré y lo seguí. En la cocina ardían un par de velas, una en el alféizar y otra en la mesa. Junto a la segunda vela había una botella de buen vino tinto -quizá muy bueno-, un decantador y dos copas. Jimmy tocó el cuello de la botella con ternura, acariciándolo como si fuera una mascota querida.

– He estado esperando un pretexto para abrirla -dijo-. Pero hace tiempo que no tengo muchos motivos de celebración. Básicamente voy a funerales. Cuando uno llega a mi edad, es lo normal. Este año ya he ido a tres. Todos policías, y todos muertos de cáncer. -Dejó escapar un suspiro-. Yo no quiero irme de esa manera.

– Eddie Grace está muriéndose de cáncer.

– Eso he oído. He pensado en ir a verlo, pero Eddie y yo… -Cabeceó-. Lo único que teníamos en común era tu padre. Cuando él se fue, Eddie y yo no tuvimos ya ninguna razón para tratarnos.

Me acordé de lo que me dijo Eddie justo antes de irme: que toda la vida de Jimmy Gallagher había sido una mentira. Quizás Eddie se refería, aunque veladamente, a la homosexualidad de Jimmy. Pero ahora me constaba que había otras mentiras que descubrir, aunque fuesen mentiras por omisión. No obstante, Eddie Grace no era quién para juzgar cómo debía vivir un hombre su vida, no como había juzgado a Jimmy. Todos mostramos una cara al mundo y mantenemos otra oculta. No podríamos sobrevivir de otra manera. Mientras Jimmy se desahogaba y me revelaba poco a poco los secretos de mi padre, llegué a entender por qué Willy Parker se había desmoronado bajo semejante peso, y sólo sentí pena por él y por la mujer a quien había traicionado.

Jimmy extrajo un sacacorchos de un cajón y cortó cuidadosamente el plomo de la botella antes de insertar la punta del sacacorchos en el tapón. Le bastó con dos golpes de muñeca y un único tirón para desprender el corcho con un satisfactorio y etéreo estampido. Lo miró para asegurarse de que no estaba seco ni en mal estado, y lo tiró a un lado.

– Antes olfateaba los corchos -explicó-, pero una vez alguien me comentó que no indican nada sobre la calidad del vino. Una lástima. Me gustaba lo que eso tenía de ritual, hasta que me enteré de que uno quedaba como un ignorante.

Colocó la vela detrás de la botella al decantarla para ver acercarse el sedimento al cuello.

– No es necesario dejarlo reposar mucho rato -dijo al acabar-. Eso sólo es para los vinos más jóvenes. Suaviza los taninos.

Sirvió dos copas y se sentó. Sostuvo la suya a contraluz ante la vela para examinarla, se la aproximó a la nariz, la olisqueó, hizo girar el vino antes de olisquear de nuevo con el cuenco entre las manos para calentarlo. Finalmente lo probó, desplazando el vino de un lado al otro de la boca, degustando los sabores.

– Magnífico -declaró, y luego levantó la copa en un brindis-. Por tu padre.

– Por mi padre -repetí. Tomé un sorbo. Tenía un sabor denso y terroso.

– Domaine de la Romanée-Conti, del noventa y cinco -dijo Jimmy-. Un buen año para el borgoña. Estamos bebiéndonos una botella de vino de seiscientos dólares.

– ¿Qué celebramos?

– El final.

– ¿De qué?

– De tantos secretos y mentiras.

Dejé mi copa.

– ¿Por dónde quieres empezar, pues?

– Por el bebé muerto -contestó-. Por el primer bebé muerto.

A ninguno de los dos le apetecía hacer el turno de doce a ocho esa semana, pero al mal tiempo buena cara, o no hay mal que cien años dure, o cualquier otra de las frases hechas aplicables a esa clase de situaciones en las que a uno no le queda más remedio que coger el proverbial palo por un extremo, y no precisamente el extremo más fragante. Esa noche la comisaría ofrecía una fiesta en la Casa Nacional de Ucrania en la Segunda Avenida, que siempre olía a borscht y pierogi y sopa de centeno del restaurante de la planta baja, y donde el director de cine Sidney Lumet ensayaba para sus películas antes de iniciar el rodaje, de modo que, con el tiempo, Paul Newman y Katherine Hepburn, Al Pacino y Marlon Brando, subieron y bajaron por la misma escalera que los policías del Distrito Noveno. La fiesta era para celebrar que ese mes habían concedido a tres de sus agentes la «cruz de combate», que era como llamaban al distintivo verde que recibían aquellos que habían participado en un tiroteo. El Distrito Noveno era ya el Salvaje Oeste por aquel entonces: morían policías. Si la cosa estaba entre el otro y tú, disparabas primero y ya te preocuparías del papeleo más tarde.

En aquellos tiempos Nueva York no era como ahora. En el verano de 1964 las tensiones raciales en la ciudad habían llegado a su máximo apogeo con la muerte en Harlem de James Powell, de quince años, a manos de un agente de policía fuera de servicio. Lo que al principio fueron manifestaciones ordenadas para protestar por el homicidio se convirtió en disturbios el 18 de julio, cuando una multitud se congregó delante de la 123 de Harlem gritando «¡Asesinos!» a los policías encerrados en el interior de la comisaría. A Jimmy y Will los habían enviado allí como parte de los refuerzos. Llovieron sobre ellos botellas y ladrillos y tapas de cubos de basura, y los saqueadores se apropiaron de comida, radios e incluso armas en las tiendas del barrio. Jimmy recordaba aún que vio a un capitán de policía rogar a los alborotadores que se fueran a sus casas, y oyó a alguien reírse y contestar: «¡Estamos en casa, blanquito!».

Después de cinco días de disturbios en Harlem y Bed-Stuy, había un muerto, 520 detenidos, y el alcalde Wagner tenía los días contados. Ya antes de los disturbios su cargo pendía de un hilo. Bajo su mandato, el índice anual de homicidios se había duplicado hasta alcanzar los 600, e incluso antes de la muerte a tiros de Powell la ciudad seguía bajo el impacto del asesinato de una tal Kitty Genovese en su barrio de clase media de Queens, apuñalada tres veces sucesivas por el mismo hombre, Winston Moseley, ante doce personas que vieron u oyeron el asesinato mientras tenía lugar, pero que se negaron la mayoría de ellos a intervenir más allá de avisar a la policía. La sensación dominante era que la ciudad se desintegraba, y se consideró a Wagner el principal culpable.

Toda esta preocupación por el estado de la ciudad no era una novedad para los hombres del Distrito Noveno. A la comisaría del barrio la llamaban cariñosamente «el Cagadero» quienes servían allí, y no tan cariñosamente el resto de la gente. Los hombres de esa comisaría actuaban como les venía en gana y protegían bien su territorio, alertas no sólo a los malos, sino también a algunos de los buenos, como los capitanes dispuestos a ir dando patadas en el culo en días de baja actividad. «Mosca en el Cagadero», avisaba alguien por radio, y de pronto todo el mundo erguía un poco más la espalda mientras fuese necesario.

Por aquel entonces Jimmy y Will tenían ambiciones, ambos aspiraban a llegar al grado de sargento lo antes posible. La competencia era más feroz desde que, a raíz de la demanda presentada por Felicia Spritzer en 1963, las mujeres policía pudieron acceder por primera vez a los exámenes promocionales, con lo que Spritzer y Gertrude Schimmel ascendieron a sargentos al año siguiente. Aunque eso a Jimmy y Will les traía sin cuidado, a diferencia de lo que les ocurría a algunos de los agentes de mayor edad, que tenían muchas opiniones acerca del lugar que correspondía a una mujer, y éste en ningún caso incluía la posibilidad de llevar tres galones en una de sus comisarías. Los dos poseían sendos ejemplares de la guía del policía de ronda, gruesa como una Biblia con su carpeta de anillas y su tapa azul de plástico, y se la llevaban cada vez que disponían de un descanso para poner a prueba sus mutuos conocimientos. En aquellas fechas, antes de llegar a inspector, uno tenía que asumir durante cinco años funciones de inspector siendo aún agente de a pie, y no empezaba a cobrar el sueldo de sargento hasta acceder al segundo grado. De todos modos, ellos no querían ser investigadores. Eran policías de la calle. Decidieron, pues, que los dos probarían a presentarse al examen de sargento, aunque conllevara tener que abandonar la comisaría del Distrito Noveno, incluso verse obligados a servir en distritos distintos. Sería una experiencia dura, pero sabían que su amistad sobreviviría.

A diferencia de otros muchos policías, que trabajaban de gorilas impidiendo la entrada a los italianos de Brooklyn en los clubes, o de guardaespaldas al servicio de celebridades, lo cual era aburrido, no tenían un segundo empleo. Jimmy era soltero, y Will quería pasar más tiempo con su mujer, no menos. Aún existía mucha corrupción en el cuerpo, pero por lo general eran asuntos de poca monta. Llegado un punto, las drogas lo cambiarían todo, y los policías corruptos empezarían a embolsarse comisiones dignas de consideración. De momento, a lo máximo que podía aspirarse eran encargos para ganarse algún que otro dólar: escoltar al gerente de una sala de cine al cajero nocturno con los ingresos del día y recibir a cambio un par de pavos para copas, que les dejaban en el asiento trasero del coche. Incluso comer «por la cara» acabaría viéndose con malos ojos, aunque en cualquier caso la mayoría de los establecimientos del Distrito Noveno no ofrecía esa posibilidad. Los agentes se pagaban la comida, se pagaban el café y los donuts. Casi todos comían en la comisaría. Salía más barato, y de todas formas en el distrito no había muchos sitios donde comer, o al menos sitios del agrado de los policías, a excepción hecha del McSorley, que servía bocadillos de jamón y cheddar con mostaza picante, o, años después, el Jack the Ribbers, en la Tercera Avenida; aunque si uno comía en el Jack the Ribbers, no sería capaz de llevar a cabo ningún esfuerzo salvo frotarse el estómago y gimotear durante el resto del día. Los policías del Distrito Séptimo eran afortunados, porque allí tenían el Katz's, pero los agentes del Noveno no estaban autorizados a entrar en otro distrito sólo porque la mortadela fuera mejor a la vuelta de la esquina. El Departamento de Policía de Nueva York no actuaba así.

La noche del primer bebé muerto, Jimmy cumplía la función de consignador durante la primera mitad del turno. El consignador tomaba nota de todo y el conductor llevaba el volante. A medio turno, cambiaban. Jimmy era el mejor consignador. Tenía buen ojo y una memoria portentosa. Will poseía justo el grado de temeridad necesaria para ser un buen conductor. Formaban un buen equipo.

Los llamaron a causa de una fiesta en la Avenida A, un «10-50»: unos vecinos se quejaban del ruido. Cuando llegaron al edificio, una joven vomitaba en la alcantarilla mientras su amigo le apartaba el pelo de la cara y le acariciaba la espalda. Estaban tan colocados que apenas miraron a los dos policías.

Jimmy y Will oían la música procedente de lo alto del edificio sin ascensor. Por pura costumbre, tenían las manos en las empuñaduras de sus armas. Era imposible saber si se trataba de una fiesta corriente que se había desmadrado un poco o de algo más serio. Como siempre en esas situaciones, Jimmy se notó la boca seca y el corazón acelerado. Una semana antes un hombre había salido volando desde lo alto de un edificio durante una fiesta que había empezado igual que aquélla. Casi había matado a uno de los policías que llegaron para investigar, cayendo a escasos centímetros de él y salpicándolo de sangre al estrellarse contra el suelo. Resultó que el hombre pájaro en cuestión había estado timando a ciertos individuos con nombres acabados en vocal, italianos que aplicaban su visión para los negocios al renaciente mercado de la heroína -latente desde las dos primeras décadas del siglo-, ajenos al hecho de que concluía su era y de que su dominio pronto se vería desafiado por los negros y los colombianos.

La puerta del piso estaba abierta y la música sonaba atronadoramente en un estéreo, Jagger cantando sobre alguna chica. Vieron un estrecho pasillo que conducía a una sala de estar, y el aire cargado de tabaco, alcohol y hierba. Los dos agentes se miraron.

– Anúncialo -dijo Will.

Accedieron al pasillo, Jimmy por delante.

– Departamento de Policía de Nueva York -vociferó-. Mantengan la calma y que nadie se mueva.

Con cautela, seguido por Will, Jimmy se asomó a echar un vistazo a la sala de estar. Había ocho personas en distintos grados de embriaguez o estupor inducido por las drogas. Casi todas se hallaban sentadas o tendidas en el suelo. Era evidente que algunas dormían. Había una joven blanca con mechas moradas en el pelo rubio tumbada en el sofá bajo la ventana, con un cigarrillo colgando de la mano.

– ¡Mierda! -exclamó al ver a los policías, y empezó a levantarse.

– Quédese donde está -ordenó Jimmy, indicándole con la mano izquierda que permaneciera en el sofá.

Para entonces, uno o dos de los presentes que se encontraban más enteros empezaron a tomar conciencia del lío en que se habían metido y se los veía asustados. Mientras Jimmy vigilaba a la gente de la sala de estar, Will examinó el resto del piso. Había una habitación pequeña con una cuna vacía y una cama de matrimonio cubierta de abrigos. Encontró a un joven, de unos diecinueve o veinte años, apenas dueño de sí mismo, arrodillado en el cuarto de baño, intentando tirar en vano unos treinta gramos de marihuana por un váter con la cisterna averiada. Cuando Will lo registró, encontró tres popelinas de heroína en un bolsillo de su vaquero.

– ¿Tú eres idiota o qué? -preguntó Will.

– ¿Eh? -contestó el chico.

– ¿Llevas heroína y tiras al váter la marihuana? ¿Vas a la universidad?

– Sí.

– Seguro que no estudias para ser ingeniero de la NASA. ¿Sabes en qué lío te has metido?

– Oiga -exclamó el chico con la mirada fija en las papelinas-, que esa mierda vale una pasta.

Era tan tonto que a Will casi le dio pena.

– Vamos, cabeza de chorlito -ordenó. Lo llevó a empujones a la sala de estar y le ordenó que se sentase en el suelo.

– Bien -dijo Jimmy-, los demás, contra la pared. Si tienen algo que yo deba saber, díganlo ahora y les facilitará las cosas.

Los que pudieron se levantaron y se colocaron en posición contra las paredes. Will tocó con el pie a una chica comatosa.

– Vamos, bella durmiente. Se ha acabado la siesta.

Por fin consiguieron que los nueve se pusieran en pie. Will cacheó a ocho de ellos, excluyendo al chico que ya había registrado antes. Sólo la muchacha con las mechas moradas llevaba algo: tres porros y una bolsa de ciento veinte gramos. Estaba borracha y colocada, pero ya empezaba a despejarse.

– ¿Y esto qué es? -preguntó Will a la chica.

– No lo sé -contestó ella, arrastrando un poco la voz-. Me lo ha dado un amigo para que se lo guarde.

– Menudo cuento. ¿Y cómo se llama ese amigo? ¿Hans Christian Andersen?

– ¿Quién?

– Déjalo. ¿Esta es tu casa?

– Sí.

– ¿Cómo te llamas?

– Sandra.

– Sandra ¿qué?

– Sandra Huntingdon.

– Pues bien, Sandra, quedas detenida por posesión de drogas para su venta.

La esposó y le leyó sus derechos; luego repitió la operación con el chico a quien había registrado antes. Jimmy anotó los nombres de los demás y les dijo que se podían quedar o marcharse, pero que si volvía a cruzarse con ellos por la calle los enchironaría por merodear, incluso si en ese momento estaban participando en una carrera. Todos volvieron a sentarse. Eran jóvenes y estaban asustados, y poco a poco tomaron conciencia de la suerte que tenían de no verse esposados como sus amigos, pero aún no se sentían en condiciones de salir a la calle.

– Bien, es hora de marcharse -dijo Will a los dos detenidos. Se dispuso a llevarse a la Huntingdon del piso, seguido de Jimmy con el chico, que se llamaba Howard Mason, pero de pronto algo pareció encenderse en el cerebro de la tal Huntingdon, traspasando los efluvios de la droga.

– Mi hija -exclamó-. ¡No puedo dejar a mi hija!

– ¿Qué hija?-preguntó Will.

– Mi niña. Tiene dos años. No puedo dejarla sola.

– No hay ninguna niña en este piso. Yo mismo lo he registrado.

Pero ella forcejeó.

– Le digo que mi hija está aquí -vociferó, y él se dio cuenta de que no simulaba ni era un delirio.

Uno de los chicos en la sala de estar, un negro de veintitantos años con un afro de principiante, confirmó:

– Oiga, no miente. Tiene una hija.

Jimmy miró a Will.

– ¿Seguro que has registrado la casa?

– Esto no es Central Park.

– Mierda. -Jimmy volvió a llevar a Mason a la sala de estar-. Tú siéntate en el sofá y no te muevas. Bien, Sandra, dices que tienes una niña. Vamos a buscarla. ¿Cómo se llama?

– Melanie.

– Melanie, de acuerdo. ¿Seguro que no le has pedido a alguien que te la cuide esta noche?

– No, está aquí. -Huntingdon había empezado a llorar-. No miento.

– Bien, pronto lo comprobaremos.

No había muchos sitios donde buscar, pero de todas maneras llamaron a la niña a gritos. Los dos policías buscaron detrás de los sillones, en la bañera y en los armarios de la cocina.

Fue Will quien la encontró. Se hallaba en la cama bajo la pila de abrigos. Supo que la niña estaba muerta en cuanto le tocó la pierna.

Jimmy tomó un sorbo de vino.

– La niña debió de acostarse en la cama de su madre -explicó-. Quizá se acurrucó debajo del primer abrigo porque tenía frío y se quedó dormida. Luego apilaron los demás abrigos encima y se asfixió. Todavía recuerdo el sonido que emitió la madre al encontrarla. Le salió de un sitio profundo y antiguo. Fue como si muriera un animal. Y luego se desplomó en el suelo, con los brazos aún esposados a la espalda. Se arrastró hasta la cama de rodillas y empezó a escarbar en los abrigos con la cabeza, intentando acercarse a la pequeña. No se lo impedimos. Nos quedamos allí, mirándola.

»No era una mala madre. Tenía dos empleos, y su tía le cuidaba a la niña mientras ella estaba en el trabajo. Puede que también trapicheara un poco, pero la autopsia reveló que su hija era una niña sana y bien atendida. Aparte de la noche de la fiesta, nadie había tenido motivo de queja sobre ella. Lo que quiero decir es que podía haberle pasado a cualquiera. Fue una tragedia, eso es todo. No fue culpa de nadie.

»Sin embargo, tu padre se lo tomó muy mal. Al día siguiente se pilló una borrachera. Por aquella época tu padre bebía lo suyo. Cuando tú naciste, ya había acabado con todo eso, salvo alguna que otra salida nocturna con los amigos. Pero en los viejos tiempos le gustaba beber. A todos nos gustaba.

»Sin embargo, aquel día fue distinto. Yo nunca lo había visto beber como bebió después de encontrar a Melanie Huntingdon. Creo que fue por sus propias circunstancias. Tu madre y él querían un hijo con desesperación, pero parecía que no iban a poder tenerlo. Y de pronto vio a esa niñita muerta debajo de un montón de abrigos, y algo se rompió dentro de él. Creía en Dios. Iba a misa. Rezaba. Esa noche debió de tener la impresión de que Dios se burlaba de él porque sí, obligando a un hombre que había visto abortar una y otra vez a su mujer a descubrir el cadáver de una niña. Peor aún, puede que dejase de creer en cualquier Dios por un tiempo, como si alguien acabara de levantar un ángulo del mundo y revelara un espacio negro y vacío detrás de él. No lo sé. En cualquier caso, tras encontrar a esa niña cambió; no puedo decir nada más. Después de eso tu madre y él atravesaron una temporada muy difícil. Creo que ella tenía intención de abandonarlo, o él de abandonarla a ella, ya no me acuerdo. Tampoco habría importado, supongo. El resultado habría sido el mismo.

Puso la copa en la mesa y dejó danzar la luz de la vela en el vino, que proyectó sobre la superficie de la mesa fractales rojos como espectros de rubíes.

– Y fue entonces cuando conoció a la chica -dijo.

Se llamaba Caroline Carr, o eso dijo. Habían acudido en respuesta a un aviso de intento de robo en su apartamento. Era el apartamento más pequeño que habían visto en la vida, con espacio apenas para una cama individual, un armario y una mesa con una silla. La zona de la cocina se reducía a dos fogones de gas en un rincón, y el cuarto de baño era tan minúsculo que ni siquiera tenía puerta, sólo una cortina de sartas de cuentas para proporcionar cierta intimidad. Costaba entender que alguien lo considerara digno de un robo. Bastaba echar una ojeada para saber que la chica no tenía nada de valor. De haberlo tenido, lo habría empeñado para alquilar algo de mayor tamaño.

Pero el espacio estaba en consonancia con ella. Además de delgada era de baja estatura, poco más de metro cincuenta. Tenía el pelo largo, oscuro y muy fino, y la piel de una palidez translúcida. Jimmy tuvo la impresión de que podía expirar de un momento a otro, pero cuando la miró a los ojos, vio en su alma auténtica fortaleza y ferocidad. Tal vez pareciese frágil, pero también lo parecía una telaraña hasta que uno intentaba romperla.

No obstante, estaba asustada, de eso no cabía duda. En ese momento lo atribuyó al intento de robo. Era obvio que alguien había tratado de forzar el cierre de la ventana con una palanca desde la escalera de incendios. Ella se había despertado por el ruido y de inmediato había corrido al teléfono del rellano para avisar a la policía. Una anciana vecina, la señora Roth, la había oído gritar y le había ofrecido refugio en su casa hasta que llegase la policía. Casualmente, Jimmy y Will se hallaban a sólo una manzana cuando llegó el aviso desde la central. Era muy probable que la persona que había intentado entrar siguiese en la ventana cuando las sirenas empezaron a sonar. Rellenaron un 61, pero no pudieron hacer gran cosa más. Los autores habían desaparecido sin dejar desperfecto alguno. Will recomendó a la chica que hablara con el casero para colocar un cierre mejor en la ventana, o quizás una reja de seguridad, pero Caroline Carr negó con la cabeza.

– No me quedaré aquí -dijo-. Voy a marcharme.

– Estas cosas pasan en una ciudad grande -comentó Will.

– Lo entiendo. Pero tengo que irme.

Su miedo era palpable, pero no ¿nacional, y no era simplemente una reacción exagerada ante un incidente perturbador, por corriente que fuese. La causa de su temor, fuera cual fuese, guardaba relación sólo en parte con los sucesos de esa noche.

– También tu padre debió de percibirlo -prosiguió Jimmy-. Cuando nos marchamos de allí, se quedó muy callado. Paramos a comprar un par de cafés y, mientras los tomábamos, dijo:

»-¿Qué explicación le ves?

»-Constará como un diez treinta y uno, y no hay más vueltas que darle.

»-Pero esa mujer estaba asustada.

»-Vive sola en una caja de zapatos. Alguien intenta entrar en su casa y no tiene muchos sitios adonde huir.

»-No, hay algo más. No nos lo ha dicho todo.

»-¿Qué? ¿Ahora resulta que eres vidente?

»De pronto se volvió hacia mí. Me miró fijamente, sin decir nada.

»-Vale -dije-. Tienes razón. Yo también lo he notado. ¿Quieres volver?

»-No, ahora no. Tal vez después.

»Pero al final no regresamos. O al menos yo no. Pero tu padre sí volvió. Incluso es posible que volviera esa misma noche, después de la ronda.

»Y así fue como empezó todo.

Will le contó a Jimmy que no se había acostado con Caroline hasta la tercera vez que se vieron. Sostuvo que nunca había pretendido mantener esa clase de relación con la chica, pero había algo en ella, algo que le despertó el deseo de ayudarla y protegerla. Jimmy no sabía si creerle o no, y supuso que lo mismo daba. Will Parker siempre había tenido una vena sentimental y, como se complacía en decir Jimmy, citando a Oscar Wilde, «el sentimentalismo es el día festivo del cinismo». Will tenía problemas en casa y seguía atribulado por la muerte de Melanie Huntingdon, así que Caroline Carr representó tal vez para él una especie de válvula de escape. La ayudó a mudarse. Le encontró un apartamento en el Upper East Side, con más espacio y mejores medidas de seguridad. La instaló en un motel durante dos noches mientras negociaba una reducción del alquiler en su nombre; luego, una mañana, fue a la ciudad en coche en lugar de coger el tren, metió en el maletero todas las pertenencias de Caroline, que no eran muchas, y la llevó al nuevo apartamento. La aventura no duró más de seis o siete semanas.

Durante ese tiempo ella se quedó embarazada.

Esperé. Me había terminado el vino, pero cuando Jimmy hizo ademán de servirme más, tapé la copa con la mano. Me sentía un poco mareado, pero eso no tenía nada que ver con el vino.

– ¿Embarazada? -dije.

– Así es. -Levantó la botella-. ¿Te importa que yo beba? Me facilitará las cosas. Llevo mucho tiempo esperando quitarme esto de encima.

Se sirvió media copa.

– Tenía algo, Caroline Carr -dijo Jimmy-. Incluso yo me di cuenta.

– ¿Incluso tú? -Sin querer, sonreí.

– No era mi tipo -dijo devolviéndome la sonrisa-. Dejémoslo ahí.

Asentí.

– Pero había algo más. Tu padre era un hombre atractivo. Muchas mujeres lo habrían aliviado de sus cargas de buena gana, sin compromiso alguno. Le habría bastado con invitarlas a una copa. Y en cambio ahí lo tenías, buscándole un apartamento a esa mujer y mintiendo a su esposa para poder ayudarla a mudarse.

– ¿Crees que se había enamorado de ella?

– Eso pensé al principio. Era más joven que él, aunque no mucho, y como he dicho, tenía cierto gancho, tal vez por la impresión de fragilidad que daba, aunque fuera engañosa. O sea que sí, desde luego, pensé que se había enamorado, y puede que en un primer momento así fuera. Pero más adelante Will me contó el resto de la historia, o todo lo que quiso contarme. Fue entonces cuando empecé a entenderlo, y cuando empecé a preocuparme.

Arrugó la frente y supe que incluso en ese momento, transcurridas varias décadas, le costaba abordar aquella parte de la historia.

– Una noche, en el Cal's, Will me contó que Caroline Carr estaba convencida de que alguien la perseguía. Al principio pensé que hablaba en broma, pero nada más lejos, y entonces sospeché que la chica le estaba colando un cuento chino. Ya sabes, damisela en apuros, hombres malos en el horizonte: un novio cabrón, quizás, un ex marido psicópata.

»Pero no era eso. Según ella, la perseguía alguien o algo que no era humano. Mencionó a dos personas, un hombre y una mujer. Le contó a tu padre que habían iniciado la persecución años antes. Huía de ellos desde entonces.

– ¿Y mi padre se lo creyó?

Jimmy se echó a reír.

– ¡Qué va! Puede que fuera un sentimental, pero no era tonto. Pensó que esa mujer estaba de atar. Llegó a la conclusión de que había cometido el mayor error de su vida. La imaginó acechándolo, presentándose en su casa cargada de ristras de ajos y crucifijos. Puede que tu padre se hubiese desencarrilado un poco, pero aún era capaz de conducir el tren. O sea que no, no se lo creyó, y hasta diría que empezó a desentenderse de todo ese lío. También se dio cuenta, supongo, de que debía quedarse con su mujer, de que dejarla no resolvería ninguno de sus problemas, sino que, por el contrario, le acarrearía muchos nuevos.

»De pronto, Caroline le anunció su embarazo, y a él se le vino el mundo abajo. Mantuvieron una larga conversación la tarde que ella fue a la clínica para visitarse. Ni siquiera mencionó la posibilidad de un aborto; tu padre, todo hay que decirlo, tampoco lo planteó, y no sólo porque fuese católico. Creo que aún recordaba a la niña enterrada bajo el montón de abrigos y los abortos de su mujer. Incluso si aquello implicaba el fin de su matrimonio, y una vida de deudas, no estaba dispuesto a proponer la interrupción del embarazo. Y Caroline, ya te digo, lo llevó todo con mucha calma. No es que se alegrara precisamente, pero lo llevó con calma, como si el embarazo fuera un procedimiento médico sin importancia, algo preocupante pero necesario.

»Tu padre… En fin, estaba un tanto conmocionado. Necesitaba un poco de aire fresco, y la dejó allí para ir a dar un paseo. Después de pasar media hora a solas, decidió que quería hablar con alguien, así que entró en una cabina delante de la casa de ella con la intención de telefonearme.

»Fue entonces cuando los vio.

Estaban en un portal cerca de una tienda abierta las veinticuatro horas, cogidos de la mano: un hombre y una mujer, los dos de treinta y tantos años. La mujer tenía el pelo castaño, de color rata, una media melena a la altura de los hombros, y no iba maquillada. Esbelta, llevaba una falda anticuada que se le ceñía a las piernas, con un poco de vuelo por encima de las pantorrillas, y una chaqueta negra a juego, abierta sobre una blusa blanca con el cuello abotonado. El hombre vestía traje negro, camisa blanca y corbata negra. Tenía el pelo corto por detrás y largo por delante, con la raya a la izquierda y un mechón grasiento tapándole un ojo. Los dos permanecían atentos a la ventana de Caroline Carr.

Fue la inmovilidad misma lo que atrajo la atención de Will. Parecían estatuas colocadas en la penumbra, una instalación artística temporal en una calle concurrida. Por su aspecto, le recordaron a las sectas de Pensilvania, esas que veían con malos ojos los botones por considerarlos un signo de vanidad. Por la absoluta concentración de sus miradas, adivinó un fanatismo rayano en lo religioso.

Y de pronto, mientras Will los observaba, se pusieron en movimiento. Cruzaron la calle y el hombre se llevó la mano bajo la chaqueta. Al instante, Will vio aparecer el arma.

Echó a correr. Llevaba encima su revólver calibre 38 y desenfundó. La pareja había cruzado hasta media calle cuando algo llamó la atención del hombre. Captó la amenaza que se acercaba y se volvió para hacerle frente. La mujer siguió adelante, concentrada en el edificio que había frente a ella y en la chica que se escondía dentro, pero el hombre no apartaba la mirada de Parker, y el policía sintió que se le formaba poco a poco un nudo en el vientre, como si alguien acabara de introducir agua fría en su organismo y éste reaccionara queriendo vaciarse. Incluso a esa distancia advirtió algo raro en los ojos de aquel hombre. Eran demasiado oscuros, como cuencas vacías en la palidez de su cara, y demasiado pequeños, esquirlas de cristal negro en una piel que parecía prestada, en exceso tirante para ese cráneo.

La mujer echó una ojeada alrededor, tomando conciencia justo entonces de que su acompañante ya no estaba junto a ella. Abrió la boca para decir algo, y Parker vio el pánico en su cara.

El camión alcanzó al pistolero por la espalda, lanzándolo por un momento hacia delante y hacia arriba, despegándolo del suelo, y al instante, cuando el conductor pisó el freno, lo arrastró bajo las ruedas delanteras. Su cuerpo se desintegró bajo el colosal peso del vehículo, y su vida se acabó en medio de una mancha roja y negra. Con la violencia del impacto se le saltaron los zapatos y cayeron cerca de allí, uno vuelto del revés, el otro de lado. Un hilo de sangre corría desde la figura destrozada bajo el camión hacia los zapatos, como si el cuerpo intentara reconstituirse, volver a formarse empezando por los pies. Alguien gritó.

Cuando Will llegó al cuerpo, la mujer se había esfumado. Miró bajo el camión. La cabeza del hombre había desaparecido, aplastada por la rueda delantera izquierda del camión. Enseñando su placa, pidió a un transeúnte de rostro ceniciento que diera parte del accidente. El conductor bajó de la cabina e intentó apoyarse en Will, pero éste se zafó y apenas se dio cuenta de que el conductor caía al suelo a sus espaldas. Corrió hacia el edificio de Caroline, pero la puerta seguía cerrada. A tientas, introdujo la llave y abrió, más atento a la calle que a la cerradura. Entró y cerró de un portazo. Cuando llegó al apartamento, se situó a un lado, procurando controlar la respiración, y llamó una vez.

– ¿Caroline? -dijo.

Por un momento no hubo respuesta, y al final, en voz baja:

– Sí.

– ¿Estás bien, cariño?

– Eso creo.

– Abre.

Escrutó las sombras con la mirada. Le pareció percibir un aroma extraño en el aire. Era un olor penetrante y metálico. Tardó unos segundos en caer en la cuenta de que era el olor de la sangre del muerto. Bajó la vista y vio que se le habían manchado los zapatos.

Caroline abrió la puerta. Will entró. Cuando alargó el brazo hacia la muchacha, ésta se apartó.

– Los he visto -dijo ella-. He visto que venían por mí.

– Lo sé -confirmó él-. Yo también los he visto.

– El que han atropellado…

– Está muerto.

Ella negó con la cabeza.

– No.

– Está muerto, te lo aseguro. Tenía el cráneo aplastado.

Estaba apoyada contra la pared. Will la agarró por los hombros.

– Mírame -dijo. Ella obedeció, y él vio un conocimiento oculto en el fondo de sus ojos. Por tercera vez repitió-: Está muerto.

Caroline dejó escapar un profundo suspiro. Desvió la mirada hacia la ventana.

– Como tú digas -contestó, y Will supo que no se lo creía, aunque no entendía por qué-. ¿Y la mujer?

– Se ha ido. -Volverá.

– Te llevaré a otro sitio.

– ¿Adónde?

– A un sitio seguro.

– Se suponía que éste era un sitio seguro.

– Me equivocaba.

– No me creías.

Will asintió.

– Es verdad. No te creía. Pero ahora sí. No sé cómo te han encontrado, pero me equivocaba. Dime, ¿has hecho alguna llamada? ¿Le has dicho a alguien, a una amiga, un pariente, dónde estabas?

Volvió a mirarlo. Se la veía cansada. No temerosa ni colérica, sólo agotada.

– ¿A quién iba a llamar? -preguntó-. Sólo te tengo a ti.

Y Will, como no podía recurrir a nadie más, telefoneó a Jimmy Gallagher, de modo que mientras la policía tomaba declaración a los testigos, Jimmy llevaba a Caroline a un motel en Queens, pero no sin antes pasarse horas dando vueltas en coche, con la intención de deshacerse de quienquiera que pudiera seguirlos. Cuando la instaló en el motel, esperó a que se durmiera y luego se quedó viendo la televisión hasta el amanecer.

Mientras tanto, en el lugar de los hechos, Will mentía a los agentes. Les contó que estaba en esa parte de la ciudad visitando a un amigo y de pronto vio a un hombre cruzar la calle con un arma en la mano. Le dio el alto, y el hombre reaccionó volviéndose hacia él y apuntándolo con la pistola; en ese momento lo atropelló el camión. Ninguno de los otros testigos recordaba a la mujer que lo acompañaba; de hecho, los otros testigos ni siquiera recordaban haber visto al hombre cruzar la calle. Para ellos, era como si hubiese salido de la nada. Incluso el camionero declaró que la calle estaba vacía ante él y que de repente se dio cuenta de que acababa de arrollar a un hombre. El conductor se encontraba en estado de shock, pese a que no podía atribuírsele culpa alguna: respetaba el límite de velocidad y tenía el semáforo en verde.

Después de prestar declaración, Will aguardó un rato en la cafetería, vigilando la entrada del edificio de apartamentos ahora vacío y el ajetreo en el lugar donde había muerto el hombre, con la esperanza de ver a la mujer de ojos oscuros y rostro sin maquillar, pero no apareció. Si lloraba la muerte de su compañero, lo hacía en otro sitio. Finalmente desistió y se reunió con Jimmy y Caroline en el motel, y mientras ella dormía, se lo contó todo a Jimmy.

– Me habló del embarazo, la mujer, el muerto -dijo Jimmy-. Describía una y otra vez al hombre, en un esfuerzo por identificar qué había de raro en su aspecto.

– ¿Y a qué conclusión llegó?-pregunté.

– Era la ropa de otro hombre -dijo Jimmy.

– ¿Eso qué quiere decir?

– ¿Has visto alguna vez a alguien vestido con un traje que no es el suyo, intentando acomodar los pies en unos zapatos prestados, unos de un número menor o demasiado grandes? Pues ésa era la impresión que daba el muerto, según tu padre. Era como si hubiese tomado prestado el cuerpo de otro hombre pero no le quedara bien. Tu padre le dio vueltas y más vueltas, como un perro royendo un hueso, y al final, al cabo de unas semanas, ésta fue la mejor descripción que se le ocurrió: parecía como si el cuerpo de aquel tipo contuviese algo vivo, pero no fuese él. Lo que quiera que hubiese sido antes, o quienquiera que hubiese sido, ya no existía. Esa cosa lo había devorado.

Llegado a ese punto me observó, atento a mi respuesta. Como no la hubo, dijo:

– Estoy tentado de preguntarte si todo esto te parece un disparate, pero sé demasiado sobre ti para creerte si dijeses que sí.

– ¿Llegasteis a averiguar el nombre? -pregunté, pasando por alto su último comentario.

– No quedaba mucho que identificar de él. Sin embargo un dibujante consiguió un retrato robot bastante ajustado, basándose en la descripción de tu padre, y lo hicimos circular. ¡Y bingo! Se presentó una mujer y dijo que se parecía a su marido, un tal Peter Ackerman. La había abandonado hacía cinco años. Conoció a una chica en un bar y nunca más se supo de él. Lo curioso fue que, según la mujer, aquel comportamiento no era en absoluto propio de su marido. Era contable, un hombre con los pies en el suelo. La quería, quería a sus hijos. Tenía su rutina y no la alteraba por nada.

Me encogí de hombros.

– No sería el primer hombre que defrauda a su mujer de esa manera.

– No, supongo que no. Pero aún no hemos llegado siquiera a la parte rara de todo esto. Ackerman había servido en Corea, así que al final se verificaron sus huellas. Además, la mujer dio una descripción detallada de su aspecto físico, ya que la cara había desaparecido: tenía un tatuaje de la Marina en el brazo izquierdo, una cicatriz de apendicitis en el abdomen y una muesca en la carne de la pantorrilla derecha a causa de una herida de bala recibida en el embalse de Chosin. El cuerpo extraído de debajo del camión presentaba todas esas señales, y una más. Por lo visto, se había hecho otro tatuaje después de abandonar a su mujer y a su familia. Bueno, más que un tatuaje, una marca.

– ¿Una marca?

– Grabada a fuego en el brazo derecho. Es difícil de describir. Yo nunca he visto nada parecido, pero tu padre le siguió la pista. Averiguó qué era.

– ¿Y?

– Era el símbolo de un ángel. Un ángel caído. An… no sé qué. Animal. No, no es eso. Caramba, ya me acordaré.

Llegados a ese punto, yo me anduve con suma cautela. Ignoraba qué sabía Jimmy de ciertos hombres y mujeres con quienes me había cruzado en el pasado, y de las extrañas creencias de algunos de ellos, convencidos de que eran seres caídos, espíritus errantes.

Demonios.

– ¿Ese hombre llevaba un símbolo oculto marcado?

– Exacto.

– ¿Un bieldo? -Ésa era una señal que yo ya había visto. La llevaban quienes se hacían llamar «Creyentes».

– ¿Cómo? -Jimmy entornó los ojos con expresión de desconcierto; de pronto su semblante cambió, y me di cuenta de que sabía más sobre mí de lo que yo habría deseado. Me pregunté cómo se habría enterado-. No, no era un bieldo. Era otra cosa. No parecía algo que tuviera significado, pero todo lo tiene si uno se esfuerza en encontrarlo.

– ¿Y la mujer?

Jimmy se puso en pie. Fue al botellero y sacó otra botella.

– Ah. Volvió -contestó-. Y volvió con saña.

20

Los dos hombres mantuvieron a Caroline Can en movimiento, sin permitirle permanecer en ningún sitio más de una semana. Utilizaban moteles y apartamentos de alquiler a corto plazo. Durante unos días la instalaron en una cabaña en un bosque del norte del estado, arca de un pueblo adonde se había trasladado un antiguo policía del Distrito Noveno, primo de Eddie Grace, para ocupar el cargo de jefe de policía. De vez en cuando la cabaña se utilizaba para esconder a testigos, o simplemente a aquellos que necesitaban ocultarse hasta que determinada situación se enfriara, pero a Caroline no le gustaba el silencio y el aislamiento. La ponía más nerviosa aún, porque era un animal de ciudad. En el monte, todo sonido anunciaba una inminente amenaza. Después de tres días en la cabaña tenía los nervios destrozados. Tal era su miedo que incluso llegó a llamar a Will a casa. Por suerte, su mujer no estaba, pero la llamada sobresaltó a Will. La aventura había terminado por mutuo acuerdo, pero a veces él se quedaba inmóvil en su jardín y se preguntaba cómo se las había arreglado para echarlo todo a perder de esa manera. Siempre tenía tentaciones de contárselo a su mujer. Incluso llegó a soñar varias veces que lo había hecho, y se despertaba preguntándose por qué ella seguía dormida a su lado. Tenía la certeza de que Elaine sospechaba algo y simplemente aguardaba el momento idóneo para soltarlo. Nunca dijo nada, pero su silencio sólo sirvió para alimentar la paranoia de Will.

También era cada vez más consciente de que apenas sabía nada de Caroline Carr. Ella le había explicado muy por encima los detalles básicos de su vida: una infancia en Modesto, California; la muerte de su madre en un incendio; la sensación cada vez más clara de que la perseguían dos figuras. Caroline había conseguido llevarles la delantera hasta entonces, pero había empezado a cometer descuidos y a cansarse de huir. Casi había empezado a acariciar la idea de que la encontraran, hasta esa noche en que intentaron entrar en el estudio y el miedo se impuso a cualquier deseo equivocado de poner fin a la cacería. No pudo explicarle a Will por qué la habían elegido a ella; no lo sabía.

Sólo sabía que eran una amenaza y que querían acabar con su vida. Cuando Will le preguntó por qué no había acudido a la policía, ella se rió de él y empleó un ofensivo tono de desdén.

– ¿Crees que no lo he hecho? Ya lo denuncié cuando murió mi madre. Les dije que el incendio había sido provocado, pero ellos pensaron que estaban ante una muchacha alterada y trastornada por la pena, y no me hicieron el menor caso. Después de eso, decidí que más me valía cuidar de mí misma. ¿Qué iba a hacer si no? ¿Decir a la gente que me perseguían sin ninguna razón un hombre y una mujer que nadie había visto excepto yo? Me habrían encerrado, y entonces no habría tenido escapatoria. Me lo callé todo hasta que te conocí. Pensé que tú eras distinto.

Y Will la abrazó y le dijo que era distinto, preguntándose al mismo tiempo si estaba dejándose arrastrar por la complicada fantasía de una joven temerosa. Pero entonces se acordó del hombre del arma y de la mujer pálida sin vida en los ojos y supo que había algo de verdad en todo lo que había contado Caroline Carr.

Empezó a hacer indagaciones acerca del tatuaje en el brazo de Peter Ackerman, y al final lo remitieron a un joven rabino llamado Epstein, en Brooklyn Heights. Ante un vaso de vino dulce kosher, el rabino le habló de ángeles, de libros arcanos que, si Will no entendió mal, se habían excluido de la Biblia por ser más extraños aun que la mayor parte de los textos sí incluidos, que no era decir poco. Mientras hablaban, Will fue dándose cuenta de que el rabino lo interrogaba en la misma medida que él interrogaba al rabino.

– Así pues, ¿ese grupo al que pertenecía Peter Ackerman era una especie de secta? -preguntó Will.

– Es posible -contestó el rabino. A continuación quiso saber-: ¿Por qué le interesa tanto ese hombre?

– Soy policía. Estaba allí cuando murió.

– Verá, la cosa es más complicada. -El rabino se reclinó en la silla y se tiró de la corta barba. No apartaba la mirada del rostro de Will. Al final pareció tomar una decisión-. ¿Puedo llamarle Will?

Will asintió.

– Ahora voy a explicarle una cosa, Will. Si mis conjeturas son correctas, le agradecería que me lo confirmara.

Will tuvo la impresión de que no le quedaba más remedio que acceder. Como contó más tarde a Jimmy, se había visto envuelto, sin saber cómo, en cierto intercambio de información.

– Ese hombre no iba solo -dijo Epstein-. Lo acompañaba una mujer. Debía de tener aproximadamente la misma edad que él. ¿Me equivoco?

– ¿Cómo lo sabe?

Epstein sacó una copia del símbolo encontrado en el cuerpo de Peter Ackerman.

– Por esto. Siempre dan caza en pareja. Al fin y al cabo, son amantes. El elemento masculino. -Señaló el símbolo de Ackerman antes de sacar otra hoja de detrás-. Y el femenino.

Will examinó los dos.

– ¿Entonces esa mujer pertenece a la misma secta? -No, Will. No creo que eso sea una secta ni mucho menos. Es algo mucho peor…

Jimmy se apretó la cabeza con las yemas de los dedos. Estaba muy concentrado. No interrumpí sus reflexiones. Epstein: yo me había cruzado con el rabino varias veces y lo había ayudado a localizar a los asesinos de su hijo, pero nunca me había dicho que conoció a mi padre.

– Sus nombres -dijo Jimmy-. No los recuerdo.

– ¿Qué nombres?

– Los nombres que el rabino dio a Will. El hombre y la mujer…, cada uno tenía su nombre. Como te he dicho, el hombre se llamaba An… no sé qué, pero no recuerdo el de la mujer. Es como si me los hubieran arrancado de la memoria.

Empezaba a notarlo frustrado e inquieto.

– Por ahora da igual -dije-. Ya volveremos a eso en otro momento.

– Todos tenían nombre -insistió Jimmy, aparentemente confuso.

– ¿Qué?

– Es otra cosa que el rabino explicó a Will. Dijo que todos tenían nombre. -Me miró con algo cercano a la desesperación-. ¿Qué significa eso?

Y recordé a mi abuelo pronunciando esas mismas palabras en Maine cuando el Alzheimer empezó a extinguir sus recuerdos como quien apaga la llama de una vela con las yemas de los dedos. «Todos tienen nombre, Charlie», había dicho, trasluciéndose en su cara un intenso apremio. «Todos tienen nombre.» Yo no entendí a qué se refería, no entonces. Sólo después, cuando me enfrenté a criaturas como Kittim y Brightwell, empecé a comprenderlo.

– Significa que incluso las cosas peores tienen nombre -dije a Jimmy-. Y es importante conocer esos nombres.

Porque el nombre propiciaba cierta comprensión del ser.

Y la comprensión propiciaba la posibilidad de destruirlo.

La necesidad de proteger a Caroline Carr sometió a Jimmy y a Will a una considerable presión añadida cuando la ciudad vivía momentos de gran agitación y, como agentes de policía, su presencia era requerida sin cesar. En enero de 1966, los empleados del transporte público se declararon en huelga, los 34.000, y paralizaron la red de comunicaciones y causaron estragos en la economía urbana. Al final, el alcalde Lindsay, que había sucedido a Wagner ese mismo año, dio su brazo a torcer, como no podía ser de otro modo ante las protestas públicas y las provocaciones de Michael Quill, el líder sindical que desde la cárcel lo tachaba de «mequetrefe» y «niño en pantalones cortos». Sin embargo, al ceder a las exigencias de los empleados del transporte público, Lindsay -un buen alcalde en muchos sentidos, que nadie diga lo contrario-abrió las puertas a una sucesión de huelgas municipales que harían mella en su mandato. El movimiento antirreclutamiento ya estaba al rojo vivo, una situación que amenazaba con estallar desde que empezaron a caldearse los ánimos cuando cuatrocientos activistas formaron piquetes en el centro de alistamiento de Whitehall Street, llegando un par de ellos al extremo de quemar sus cartillas. No obstante, la veda seguía levantada contra los objetores, porque la mayoría de los habitantes del país respaldaba a Lyndon B. Johnson, pese a que los efectivos militares norteamericanos habían aumentado de 180.000 a 385.000 hombres, las bajas se habían triplicado, y antes de fin año morirían cinco mil soldados. La opinión pública aún tardaría un año en cambiar realmente; de momento a los activistas les preocupaban más los derechos civiles que Vietnam, aun cuando algunos fueran comprendiendo de forma gradual que las dos cosas iban de la mano, que el reclutamiento era injusto porque la mayoría de los llamados a filas por las oficinas de reclutamiento eran jóvenes negros que no podían emplear la universidad como excusa para pedir una prórroga porque, ya de entrada, no tenían acceso a la universidad. En el East Village habían surgido los «nuevos bohemios», como se dio en llamarlos, y la marihuana y el LSD estaban convirtiéndose en las drogas preferidas.

Y Will Parker y Jimmy Gallagher, también jóvenes, y no faltos de inteligencia, se ponían el uniforme a diario y se preguntaban cuándo les ordenarían romperles la cabeza a chicos de su misma edad, chicos con cuyas opiniones coincidían casi plenamente, o al menos así era en el caso de Will. Todo estaba cambiando. Se respiraba en el ambiente.

Entretanto, Jimmy lamentaba ya por entonces haber conocido a Caroline Carr. Después de la llamada de ésta a casa de Will, Jimmy tuvo que ir a buscarla en coche y llevarla otra vez a Brooklyn, donde la dejó en la casa de su madre en Gerritsen Beach, cerca del riachuelo de Shell Bank. La señora Gallagher tenía un pequeño bungalow de una planta con tejado de dos aguas, sin jardín, que se encontraba en Melba Court, una calle en el laberinto de travesías dispuestas en orden alfabético que en otro tiempo había sido un pueblo de veraneo para estadounidenses de origen irlandés, hasta que Gerritsen alcanzó tal popularidad que las casas se acondicionaron para el invierno a fin de poder ocuparlas durante todo el año. Al esconder a Caroline en Gerritsen, Jimmy, y en ocasiones Will, tenía una excusa para visitarla, porque Jimmy iba a ver a su madre al menos una vez por semana. Además, ésa era una parte de Gerritsen pequeña y cerrada al resto del mundo. Los forasteros llamarían la atención, y la señora Gallagher estaba avisada de que cierta gente andaba buscando a la chica. Ante eso, la madre de Jimmy adoptó una actitud aún más alerta que de costumbre; incluso relajada habría dado cien vueltas a la guardia personal del presidente. Cuando los vecinos le preguntaban por la joven instalada en su casa, la señora Gallagher les explicaba que era amiga de una amiga y acababa de enviudar. Una verdadera lástima, estando además embarazada. Dio a Caroline un fino anillo de oro que había pertenecido a su madre, y le dijo que se lo pusiera en el dedo anular. Su supuesta viudez mantuvo a raya incluso a los peores fisgones, y las contadas veces que Caroline acompañó a la señora Gallagher a una velada en la Antigua Orden de Hiberneses de la Avenida Gerritsen, fue tratada con una delicadeza y un respeto ante los que se sintió agradecida y a la vez culpable.

En Gerritsen, Caroline estaba a gusto: vivía cerca del mar y de la playa de Kiddie, de uso exclusivo para los vecinos del barrio. Quizás, incluso se vio a sí misma jugando allí en la arena con su hijo, comiendo hs días de verano en el chiringuito, escuchando las orquestas en el escenario y presenciando el gran desfile del día de los Caídos. Pero si imaginó ese futuro para ella y su hijo aún por nacer, nunca habló de ello. Tal vez no quisiera gafar sus deseos expresándolos en voz alta, o acaso -y eso fue lo que la señora Gallagher le dijo a su hijo por teléfono cuando llamó un día para preguntar por la chica- no viera un futuro para sí misma.

– Es buena chica -afirmó la señora Gallagher-. Callada y respetuosa. No fuma ni bebe, y eso es bueno. Pero cuando intento hablar con ella de sus planes para cuando nazca su hijo, sonríe y cambia de tema. Y no es una sonrisa de felicidad, Jimmy. Está siempre triste. Peor aún: está asustada. La oigo llorar cuando duerme. Dios santo, Jimmy, ¿por qué la persigue esa gente? Parece incapaz de hacer daño a una mosca.

Pero Jimmy Gallagher no conocía la respuesta; tampoco Will Parker. Éste, por su parte, tenía sus propios problemas.

Su mujer volvía a estar embarazada.

Will la vio florecer conforme avanzaba la gestación. A pesar de los numerosos abortos sufridos en el pasado, Elaine le dijo que esta vez se sentía distinta. En casa, la sorprendía tarareando en la silla junto a la ventana de la cocina, con la mano derecha apoyada en el vientre. Podía quedarse así durante horas, viendo cómo las nubes se deslizaban por el cielo y las últimas hojas caían lentamente en espiral de hs árboles en el jardín a medida que el invierno empezaba a instalarse. Casi tenía gracia, pensaba él. Se había acostado con Caroline Carr tres o cuatro veces, y había quedado embarazada. Ahora su esposa, después de tantos abortos, había logrado llegar al séptimo mes con su hijo nonato. Parecía brillar por dentro. Nunca la había visto tan feliz, tan satisfecha de sí misma. Sabía lo culpable que se había sentido después de las pérdidas anteriores. El cuerpo la había traicionado. No había actuado como debía. No poseía fortaleza suficiente. Ahora, por fin, tenía lo que quería, lo que los dos habían deseado durante tanto tiempo.

Y eso a él lo atormentaba. Iba a tener un segundo hijo con otra mujer, y la conciencia de la traición lo corroía. Caroline le había asegurado que no quería nada de él, aparte de mantenerla a salvo hasta el nacimiento del niño.

– ¿Y después?

Pero Caroline, como en sus conversaciones con la madre de Jimmy Gallagher, se negaba a contestar a esa pregunta.

– Ya veremos -decía, y se daba media vuelta.

El niño debía nacer un mes antes de que su mujer saliera de cuentas. Los dos serían hijos suyos, pero ü sabía que tendría que dejar ir a uno, que si quería salvar su matrimonio -y quería, más que nada en el mundo-, no podría formar parte de la vida de su primer hijo. Ni siquiera tenía la certeza de poder ofrecerle, con su salario de policía, más que un mínimo sostén económico, por más que Caroline insistiera en que no quería su dinero.

Y sin embargo no quería dejar que ese niño desapareciera sin más. Pese a sus defectos, era un hombre de honor. Nunca antes había engañado a su mujer, y sentía su culpabilidad por acostarse con Caroline como un dolor tan intenso que le producía náuseas. Más que nunca, lo asaltó el impulso de confesar, pero una noche, acabada la ronda, fue Jimmy Gallagher quien lo disuadió después de su cerveza en el Cal's.

– ¿Tú estás loco? -dijo Jimmy-. Tu mujer está embarazada. Lleva en su vientre el hijo que habéis deseado durante años. Después de todo lo que ha pasado, puede que no tengáis una segunda oportunidad como ésta. Al margen del impacto que pueda causarle, la destruirá y destruirá vuestro matrimonio. A lo hecho, pecho. Dice Caroline que no quiere que formes parte de la vida de su hijo. No quiere tu dinero, ni quiere tu tiempo. En tu lugar, la mayoría de los hombres se alegraría. Si tú no te alegras, la pérdida es el precio que debes pagar por tus pecados, y por conservar tu matrimonio. ¿Me oyes?

Y Will le dio la razón, a sabiendas de que Jimmy decía la verdad.

– Debes entender una cosa -dijo Jimmy-. Tu padre era decente, leal y valeroso, pero también era humano. Había cometido un error y buscaba la manera de sobrellevarlo, de sobrellevarlo y hacer lo correcto para todos los implicados, pero eso no era posible, y como tenía conciencia de ello, se sentía desgarrado.

Una de las velas chisporroteó al llegar al final de su vida. Jimmy fue a sustituirla; de pronto se detuvo y propuso:

– Si quieres, puedo encender la luz de la cocina.

Negué con la cabeza y respondí que las velas me parecían bien.

– Eso suponía -dijo-. Por alguna razón, no resulta apropiado contar esta historia en una habitación muy iluminada. No es esa clase de historia.

Encendió otra vela, volvió a ocupar su sitio y continuó su relato.

A petición de Epstein, se organizó una reunión con Caroline. Tuvo lugar en la trastienda de una panadería judía de Midwood. Jimmy y Will, al amparo de la noche, la llevaron hasta allí en el Eldorado de la madre de Jimmy, tendida incómodamente en el asiento trasero bajo unos abrigos, ya en avanzado estado de gestación. Los dos hombres quedaron excluidos de la conversación entre el rabino y Caroline, que se prolongó durante más de una hora. Cuando acabaron, Epstein habló con Will y le preguntó por las medidas dispuestas para el «alumbramiento» de Caroline. Jimmy nunca había oído esa palabra antes y le violentó cuando tuvieron que explicárselo. Will dio a Epstein el nombre del tocólogo y el hospital en el que Caroline tenía previsto dar a luz a su hijo. Epstein le dijo que se tomarían medidas alternativas.

Por mediación de Epstein, se reservó una plaza para Caroline en una pequeña clínica privada del propio Gerritsen Beach, no muy lejos del Centro Público de Enseñanza 277, al otro lado del riachuelo respecto a donde ella se hallaba instalada. Jimmy siempre había sabido que esa clínica estaba allí y que atendía a personas para quienes el dinero no era un gran problema, pero nunca había tenido conocimiento de que tras sus puertas se trajeran al mundo bebés. Más tarde se enteró de que no era lo habitual, pero a solicitud de Epstein hicieron una excepción. Jimmy ofreció dinero a Will para cubrir parte de los gastos médicos, y él aceptó a condición de devolvérselo previo acuerdo de un riguroso calendario, con intereses.

La tarde en que Caroline rompió aguas, Jimmy y Will tenían el turno de ocho a cuatro, y fueron juntos al hospital al recibir el mensaje que la señora Gallagher dejó en la comisaría pidiendo a su hijo que la telefoneara lo antes posible. Will, a su vez, telefoneó a su mujer con la intención de decirle que Jimmy y él estaban ayudando a la madre de Jimmy con unas cosas, mentira que tenía una pizca de verdad, pero ella no estaba en casa y el teléfono sonó y sonó.

Cuando llegaron a la clínica, la recepcionista dijo:

– Está en la ocho, pero no pueden entrar. Hay una sala de espera al final del pasillo, a la izquierda, con café y galletas. ¿Quién de ustedes es el padre?

– Yo -contestó Will. La palabra se le antojó extraña en su boca.

– Pues ya le avisaremos cuando acabe el parto. Han empezado las contracciones pero tardará un par de horas en dar a luz. Le pediré al médico que hable con usted y quizá le permita estar unos minutos con ella. Y ahora váyanse -dijo, acompañando la orden con un gesto, como ahuyentándolos, posiblemente el mismo que había dirigido a miles de hombres inútiles empeñados en amontonarse en la sala de maternidad cuando allí no tenían nada que hacer-. No se preocupe -añadió mientras Will y Jimmy se resignaban a una larga espera-, tiene compañía. Su amiga, la mujer mayor, ha llegado con ella, y su hermana acaba de entrar.

Los dos se detuvieron.

– ¿Hermana? -repitió Will.

– Sí, la hermana. -La enfermera advirtió la expresión de Will y al instante se puso a la defensiva-. Se ha identificado con un carnet de conducir. Era el mismo apellido. Carr.

Pero Will y Jimmy ya estaban en movimiento, no hacia la izquierda, sino hacia la derecha.

– Oigan, ya les he dicho que no pueden entrar -vociferó la recepcionista. Al ver que no le hacían caso, alcanzó el teléfono y llamó a seguridad.

La puerta de la habitación número ocho estaba cerrada cuando llegaron, y el pasillo vacío. Llamaron pero no hubo respuesta. Cuando Jimmy hizo ademán de coger el picaporte, su madre dobló el recodo del pasillo.

– ¿Qué haces? -preguntó.

En ese momento la mujer vio las armas.

– ¡No! Acabo de ir al lavabo. Yo…

La puerta estaba cerrada por dentro. Jimmy dio un paso atrás y, a la segunda patada, la cerradura cedió y la puerta se abrió de par en par, una ráfaga de aire frío les dio en la cara. Caroline Carr yacía en una camilla alta, con la cabeza y la espalda reclinadas contra unas almohadas. Tenía la parte delantera del camisón empapada de sangre, pero aún vivía. El frío de la habitación se debía a que la ventana estaba abierta.

– ¡Trae a un médico! -exclamó Will, pero Jimmy ya pedía ayuda a gritos.

Will se acercó a Caroline e intentó abrazarla, pero ya tenía convulsiones. Vio las heridas que tenía en el abdomen y en el pecho. Una navaja, pensó; alguien le había clavado una navaja a ella y al niño. No, no alguien indefinido: la mujer, la que había visto morir a su amante bajo las ruedas de un camión. Caroline posó la mirada en él. Lo agarró de la camisa, manchándosela de sangre.

Y enseguida aparecieron médicos y enfermeras. Lo apartaron de ella, lo obligaron a abandonar la habitación, y cuando la puerta se cerró, él la vio desplomarse contra las almohadas y quedarse inmóvil, y supo que agonizaba.

Pero el niño sobrevivió. Se lo sacaron mientras moría. La cuchilla le había pasado a medio centímetro de la cabeza.

Y mientras lo traían al mundo, Will y Jimmy fueron a dar caza a la mujer que había asesinado a Caroline Carr.

En cuanto salieron de la clínica oyeron arrancar un motor, y segundos después, a su izquierda, un Buick negro abandonaba a toda velocidad el aparcamiento dispuesto a doblar por la Avenida Gerritsen. La luz de una farola iluminó la cara de la mujer en el momento en que se volvía a mirarlos. Will fue el primero en reaccionar y disparó tres veces en el mismo momento en que la mujer, al reparar en su presencia, doblaba a la izquierda en lugar de la derecha para no tener que pasar por delante de ellos. La primera bala hizo añicos la ventanilla del lado del conductor, y la segunda y la tercera alcanzaron la puerta. El Buick se alejó rápidamente mientras Will disparaba una cuarta vez corriendo detrás del automóvil, mientras Jimmy se apresuraba a ir en busca de su propio coche. De pronto, ante los ojos de Will, el Buick pareció bambolearse sobre sus ejes y empezó a desviarse a la derecha. Topó con el bordillo frente a la iglesia luterana, se subió a la acera y fue a detenerse contra la reja del camposanto.

Will siguió corriendo. Ahora tenía al lado a Jimmy, que había desechado la idea de ir a por su vehículo al ver que el otro coche se detenía. Mientras se acercaban, se abrió la puerta del conductor y la mujer salió tambaleándose, obviamente herida. Con una navaja en la mano, se volvió hacia ellos. Will no vaciló. Quería matarla. Descerrajó otro tiro. La bala dio en la puerta, pero para entonces la mujer, ya en movimiento, se apartaba del coche arrastrando la pierna izquierda. Torció apresuradamente por Bartlett a la vez que sus perseguidores acortaban la distancia por momentos. Cuando doblaron la esquina, allí estaba ella, como paralizada bajo una farola, con la cabeza vuelta, la boca abierta. Will apuntó, pero la mujer, incluso herida, era de una rapidez asombrosa. Tambaleante, se fue hacia la derecha por un estrecho callejón llamado Canton Court.

– Ya la tenemos -dijo Jimmy-. Eso es un callejón sin salida. Por ahí sólo se llega a un riachuelo.

Al llegar a Canton se detuvieron, cruzaron una mirada y asintieron. Con las armas en alto, se adentraron en el oscuro pasadizo, entre las dos casas, camino del riachuelo.

Encontraron a la mujer allí de pie, de espaldas a la orilla, iluminada por la luna. Empuñaba aún la navaja. El abrigo le venía un poco largo y las mangas le colgaban hasta el segundo nudillo de los dedos, pero no tanto como para tapar la hoja.

– Suéltala -ordenó Jimmy, pero no le hablaba a ella, todavía no. Sin apartar la mirada de la mujer, apoyó la palma de la mano en el cañón tibio del revólver de Will, obligándolo con delicadeza a bajarlo-. No lo hagas, Will. No lo hagas.

La mujer dio vueltas a la navaja, y Jimmy creyó ver restos de la sangre de Caroline Carr.

– Se ha acabado -dijo ella. Tenía una voz sorprendentemente suave y dulce, pero sus ojos eran dos esquirlas de obsidiana en la palidez de su rostro.

– Así es -convino Jimmy-. Ahora tira la navaja.

– Da igual lo que me hagáis -repuso la mujer-. Yo estoy por encima de vuestra ley.

Soltó la navaja, pero simultáneamente movió la mano izquierda y, al subirse la manga del abrigo, quedó a la vista la pequeña pistola oculta entre los pliegues.

Fue Jimmy quien la mató. La alcanzó dos veces sin darle ocasión a disparar. La mujer permaneció de pie por un segundo todavía; por fin cayó de espaldas a las frías aguas del riachuelo de Shell Bank.

Nunca la identificaron. La recepcionista del hospital confirmó que era la misma persona que se había presentado como hermana de Caroline Carr. En el bolsillo superior del abrigo se halló un carnet de conducir de Virginia falso a nombre de Ann Carr, junto con una pequeña cantidad de dinero. No estaba fichada, y nadie acudió a identificarla incluso después de aparecer su retrato en los noticiarios y los periódicos.

Pero eso sucedió después. De momento, había preguntas que hacer y que responder. Llegaron más policías. Invadieron la clínica. Cortaron la calle Bartlett. Mantuvieron a raya a los periodistas, a los curiosos, a los pacientes nerviosos y a sus familiares.

Entretanto, un grupo de personas se reunió en una habitación en la parte de atrás de la clínica, entre ellas el director de la clínica, el médico y la comadrona que asistieron a Caroline Carr, el subcomisario encargado de asuntos jurídicos del Departamento de Policía de Nueva York, y un hombre pequeño y callado de cuarenta y tantos años, el rabino, Epstein. Ordenaron a Will Parker y Jimmy Gallagher que esperaran fuera, y éstos se sentaron juntos en las duras sillas de plástico, sin hablar. Aparte de Jimmy, sólo una persona había expresado a Will su pesar por lo ocurrido. Era la recepcionista. Se arrodilló ante él mientras aguardaba y lo cogió de la mano.

– No sabe cuánto lo siento -dijo-. Todos lo sentimos mucho.

Aturdido, Will asintió.

– No sé si… -empezó a decir ella, y se interrumpió-. No, sé que no será de gran ayuda, pero quizá quiera ver a su hijo.

Lo llevó a una sala acristalada y señaló a la criatura que dormía entre otras dos.

– Ahí lo tiene. Ese es su hijo.

Minutos después los hicieron pasar a la habitación donde se celebraba la reunión. Les presentaron a los asistentes, a todos salvo a un hombre trajeado, que había entrado detrás de los dos policías y ahora observaba a Will atentamente. Epstein se inclinó hacia Will y susurró:

– Lo siento.

Will no contestó.

Fue el subcomisario, Frank Mancuso, quien rompió formalmente el silencio.

– Me han dicho que es usted el padre -dijo a Will.

– Lo soy.

– Menudo lío -comentó Mancuso, muy convencido de lo que decía-. Necesitamos aclarar la historia -añadió-. ¿Me escuchan con atención?

Will y Jimmy asintieron al unísono.

– El niño ha muerto -dijo Mancuso.

– ¿Cómo? -exclamó Will.

– El niño ha muerto. Ha vivido un par de horas, pero por lo visto ha sufrido alguna lesión a causa de la herida de arma blanca en la matriz. Ha muerto… -consultó su reloj- hace dos minutos.

– Pero ¿de qué habla? -prorrumpió Will-. Acabo de verlo.

– Y ahora está muerto.

Will hizo ademán de marcharse, pero Epstein lo agarró del brazo.

– Espere, señor Parker. Su hijo está sano y en perfecto estado, pero en estos momentos sólo lo sabemos las personas aquí reunidas. Ahora mismo se lo están llevando.

– ¿Adónde?

– A un lugar seguro.

– ¿Por qué? Es mi hijo. Quiero saber dónde está.

– Piénselo, señor Parker -dijo Epstein-. Piénselo por un momento.

Will guardó silencio.

– Creen ustedes que alguien irá tras el niño -dijo por fin.

– Creemos que existe esa posibilidad. No deben enterarse de que ha sobrevivido.

– Pero si están muertos, el hombre y la mujer. Los he visto morir a los dos.

Epstein desvió la mirada.

– Puede haber otros -dijo, e incluso en medio del dolor y la confusión el policía que Will llevaba dentro se preguntó qué ocultaba Epstein.

– ¿Qué otros? ¿Quién es esa gente?

– Intentamos averiguarlo -respondió Epstein-. Nos llevará tiempo.

– Ya. Y mientras tanto, ¿qué será de mi hijo?

– A su debido tiempo se le asignará una familia -contestó Mancuso-. No necesita saber nada más.

– No, se equivoca -replicó Will-. Es mi hijo.

Mancuso enseñó los dientes.

– No escucha, agente Parker. Usted no tiene ningún hijo. Y si no se aleja de esto, tampoco tendrá una carrera por delante.

– Tiene que dejar ir a ese niño -terció Epstein con delicadeza-. Si lo quiere como a un hijo, tiene que dejarlo ir.

Will miró al desconocido que permanecía de pie junto a la pared.

– ¿Y usted quién es? -preguntó Will-. ¿Qué pinta usted aquí?

El hombre no contestó, ni se inmutó siquiera ante la mirada colérica de Will.

– Es un amigo -aclaró Epstein-. De momento le basta con saber eso.

Mancuso volvió a hablar.

– ¿Estamos conformes, agente? Más vale que nos lo diga ahora. Si este asunto asoma la cabeza fuera de estas cuatro paredes, no me andaré con tantas contemplaciones.

Will tragó saliva.

– Sí -dijo-. Me hago cargo.

– Sí, señor -corrigió Mancuso.

– Sí, señor -repitió Will.

– ¿Y usted? -Mancuso centró ahora la atención en Jimmy Gallagher.

– Estoy con él -contestó Jimmy-. Lo que él diga, vale por mí.

Cruzaron miradas unos y otros. La reunión había terminado.

– Váyase a casa -dijo Mancuso a Will-. Váyase a casa con su mujer.

Fuera, en la sala acristalada, la cuna ya estaba vacía, y la recepcionista tenía el rostro contraído por la pena cuando Will y Jimmy pasaron ante su mesa. La labor de encubrimiento se había puesto en marcha. Sin palabras para transmitir su pesar al hombre que en una sola noche había perdido a su hijo y a la madre de su hijo, sólo pudo mover la cabeza y verlo desaparecer en la oscuridad.

Cuando Will llegó por fin a casa, Elaine lo esperaba.

– ¿Dónde has estado? -Tenía los ojos hinchados. Will se dio cuenta de que había llorado durante horas.

– Ha surgido un imprevisto -contestó-. Ha muerto una chica.

– ¡Me da igual! -exclamó ella, no sólo levantando la voz, sino profiriendo un alarido. Nunca la había visto emitir un sonido así. Esas tres palabras parecían contener un dolor y una angustia que Will nunca habría imaginado siquiera en la mujer que amaba. A continuación, ella repitió esas mismas palabras, esta vez expulsándolas una por una, escupiéndolas como flema-. Me da igual. No estabas aquí. No estabas aquí cuando te necesitaba.

El se arrodilló ante ella y le cogió las manos.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. Dime.

– Hoy he tenido que ir a la clínica.

– ¿Por qué?

– Algo iba mal. Lo notaba, dentro.

Él le apretó las manos, pero ella no lo miró, no pudo mirarlo.

– Nuestro bebé ha muerto -dijo en voz baja-. Llevo dentro un bebé muerto.

Will la abrazó y esperó a que ella se echase a llorar, pero ya no le quedaban lágrimas. Se limitó a apoyarse en él, muda y perdida en su dolor. Will tenía ante sí su propia imagen, reflejada en el espejo de la pared detrás de ella, y cerró los ojos para no verse.

Will llevó a su mujer al dormitorio y la ayudó a acostarse. Los médicos de la clínica le habían dado unas pastillas y él la obligó a tomar dos.

– Querían provocarlo -explicó ella antes de que el medicamento hiciese efecto-. Querían llevarse a nuestro bebé, pero no se lo he permitido. Quiero conservarlo el mayor tiempo posible.

Will asintió, pero era incapaz de hablar. El mismo lloró. Su mujer alargó el brazo y le secó las lágrimas con el pulgar.

Se quedó sentado junto a ella hasta que la venció el sueño; luego mantuvo la mirada fija en la pared durante dos horas, la mano de ella en la suya, hasta que poco a poco, con mucho cuidado, se la soltó y la dejó sobre la sábana. Elaine se movió un poco, pero no despertó.

Will bajó y marcó el número que Epstein le había dado la primera vez que se vieron. Contestó una mujer con voz soñolienta, y cuando él preguntó por el rabino, le dijo que estaba acostado.

– Ha tenido una noche muy larga -explicó.

– Lo sé -contestó él-. Yo también estaba allí. Despiértelo. Dígale que soy Will Parker.

Sin duda, la mujer reconoció el nombre. Dejó el teléfono y Will la oyó alejarse. Pasaron cinco minutos y por fin le llegó la voz de Epstein.

– Señor Parker. Debería habérselo dicho en la clínica: no conviene que nos mantengamos en contacto.

– Tengo que verlo.

– Imposible. Lo hecho, hecho está. Debemos dejar en paz a los muertos.

– Mi mujer lleva en su vientre un bebé muerto -explicó Will. Casi vomitó las palabras.

– ¿Cómo?

– Lo que oye. Nuestro hijo ha muerto en el útero. Creen que por alguna razón se le enredó el cordón umbilical en el cuello. Está muerto. Se lo dijeron ayer. Van a provocar el parto y extraerlo.

– Lo siento mucho -dijo Epstein.

– No quiero su compasión -repuso Will-. Quiero a mi hijo.

Epstein guardó silencio.

– Lo que usted propone no es…

– No me salga con eso -atajó Will-. Haga lo que sea necesario para que sea posible. Vaya a ver a su amigo, ese hombre tan callado del traje bonito, y dígale lo que quiero. O de lo contrario le juro que haré tanto ruido que a todos ustedes les sangrarán las orejas. -De pronto, la energía empezó a escapar de su cuerpo. Deseaba meterse a rastras en la cama y abrazar a su mujer, abrazar a su mujer y a su hijo muerto-. Oiga, me ha dicho que alguien tenía que cuidar de ese niño. Yo puedo cuidar de él. Esconderlo conmigo. Tenerlo escondido a la vista de todos. Por favor.

Epstein suspiró.

– Hablaré con nuestros amigos -dijo por fin-. Deme el nombre del médico que atiende a su mujer.

Will se lo dio. El número estaba en la agenda junto al teléfono.

– ¿Dónde está su mujer ahora?

– Dormida en el piso de arriba. Ha tomado unas pastillas.

– Le llamaré dentro de una hora -dijo Epstein, y colgó.

Al cabo de una hora y cinco minutos sonó el teléfono. Will, que estaba sentado en el suelo, al lado del aparato, lo cogió antes de que sonara por segunda vez.

– Cuando despierte su mujer, señor Parker, debe contarle la verdad -instó Epstein-. Pídale que le perdone y luego plantéele lo que nos ha propuesto.

Esa noche Will, en lugar de dormir, lloró la muerte de Caroline Carr, y cuando amaneció, dejó de lado su dolor por ella y se preparó para lo que, como sabía con certeza, sería la muerte de su matrimonio.

– Me llamó esa mañana -contó Jimmy-. Me dijo lo que pretendía hacer. Estaba dispuesto a arriesgarlo todo por la posibilidad de quedarse con el niño: su carrera, su matrimonio, la felicidad de su mujer, e incluso su cordura. -Hizo ademán de servirse más vino, pero se detuvo-. No puedo beber más. El vino parece sangre. -Apartó la botella y la copa-. En todo caso, ya casi hemos acabado, por ahora. Terminaré de contarte esta parte, y luego me iré a dormir. Podemos seguir hablando mañana. Si quieres, puedes quedarte a dormir. Hay una habitación de invitados.

Abrí la boca para protestar, pero él levantó la mano.

– Créeme, cuando haya acabado esta noche, tendrás mucho en que pensar. Me agradecerás que haya parado. -Se echó hacia delante, ahuecando las manos ante sí. Le temblaban-. Así pues, tu padre esperaba junto a la cama cuando tu madre despertó…

A veces pienso en lo que debieron de sentir mi padre y mi madre ese día. Me pregunto si él no actuó movido por cierta forma de locura, espoleado por el miedo de verse condenado a perder a dos hijos, uno a manos de la muerte y el otro destinado a una existencia anónima entre aquellos con quienes no tenía lazos de sangre. Debía de saber, mientras estaba allí junto a mi madre, dudando si despertarla o dejarla dormir, retrasando el momento de la confesión, que aquello arruinaría la relación con ella para siempre. Estaba a punto de infligirle dos heridas: el dolor de su traición y el sufrimiento acaso mayor de descubrir que él había logrado con otra lo que ella no había conseguido darle. Llevaba un niño muerto en el vientre, mientras que su marido, sólo horas antes, había visto a su propio hijo, nacido de una madre muerta. Quería a su mujer, y ella lo quería a él, y ahora iba a causarle tal daño que ella nunca se recobraría por completo.

Él no contó a nadie lo que ocurrió entre ellos, ni siquiera a Jimmy Gallagher. Lo único que sé es que mi madre lo abandonó durante un tiempo y escapó a Maine, augurio de la huida permanente que tendría lugar tras la muerte de mi padre, y eco lejano de mis propias acciones cuando me arrebataron a mi mujer y mi hija. Ella no era mi madre natural, y ahora entiendo las razones de la distancia que existió entre nosotros, incluso hasta su muerte, pero nos parecíamos más de lo que ninguno de los dos había imaginado. Después de los homicidios de Pearl River me llevó al norte, y su padre, mi querido abuelo, se convirtió en una fuerza rectora en mi vida, pero mi madre también ejerció un papel más importante cuando llegué a la adolescencia. Creo, a veces, que sólo después de la muerte de mi padre ella fue capaz de perdonarlo sinceramente, y quizá de perdonarme a mí las circunstancias de mi nacimiento. Poco a poco nos acercamos más el uno al otro. Ella me enseñó los nombres de los árboles, las plantas y los pájaros, ya que aquélla era su tierra, ese estado del norte. Si bien yo entonces no valoré plenamente los conocimientos que intentaba impartirme, creo que comprendí las razones de su deseo de transmitírmelos. Los dos nos hallábamos sumidos en el dolor, pero ella no tenía intención de dejarme sucumbir a él. Así que cada día dábamos un paseo, al margen del tiempo que hiciera, y a veces hablábamos y a veces no, pero nos bastaba con estar juntos, y estábamos vivos. Durante esos años yo me convertí en su hijo, y ahora, cada vez que pronuncio para mis adentros el nombre de un árbol, o de una flor, o de una pequeña criatura reptante, es un pequeño acto en su memoria.

Elaine Parker llamó a su marido al cabo de una semana y hablaron durante una hora. El subcomisario encargado de asuntos jurídicos, Frank Mancuso, le concedió a Will un permiso sin paga, autorizado, para perplejidad de algunos en la comisaría. Will viajó al norte para reunirse con su mujer, y volvieron a Nueva York con un niño y la historia de un parto prematuro y difícil. Le pusieron el nombre de Charlie, como el tío de su padre, Charles Edward Parker, que había muerto en Monte Cassino. Los amigos secretos se mantuvieron a distancia, y pasaron muchos años hasta que Will volvió a saber de ellos. Y cuando se pusieron en contacto con él, enviaron a Epstein, fue Epstein quien le anunció que aquello que temían desde hacía tiempo se les echaba otra vez encima.

Los amantes habían vuelto.

21

Mickey Wallace tenía la sensación de que la bruma lo había seguido desde Maine. Volutas blancas flotaban ante su cara y reaccionaban a cada movimiento de su cuerpo como seres vivos, adoptando lentamente nuevas formas antes de alejarse, como si la oscuridad se entretejiese en torno a él, envolviéndolo en su abrazo ante la pequeña casa de Hobart Street en Bay Ridge.

Bay Ridge era casi un barrio residencial de las afueras de Brooklyn, un vecindario en sí mismo. Inicialmente estaba habitado sobre todo por noruegos, que vivían allí cuando la zona se conocía como Yellow Hook, en el siglo XIX, y por griegos, como siempre con algún que otro irlandés, pero la inauguración del puente del estrecho de Verrazano en la década de 1970 cambió la demografía cuando la gente empezó a trasladarse a Staten Island y, a principios de los años noventa, Bay Ridge se vio invadida gradualmente por una población originaria de Oriente Medio. El puente dominaba el extremo sur de la zona, aunque Mickey siempre había pensado que parecía más real de noche que de día. Daba la impresión de que las luces le conferían sustancia; de día, en cambio, semejaba un telón de fondo pintado, una masa gris demasiado grande para los edificios y las calles que se extendían por debajo.

Hobart Street se encontraba entre Marine Ayerme y Shore Road, y si uno se sentaba en uno de sus bancos veía el Shore Road Park, una empinada pendiente arbolada que descendía hasta el cinturón de circunvalación y las aguas del estrecho. A primera vista, Hobart parecía formada sólo por bloques de apartamentos, pero a un lado había una pequeña hilera de viviendas unifamiliares de piedra rojiza, cada una separada de la contigua por un camino de acceso. Sólo la 1219 presentaba indicios de abandono.

La presencia de la bruma recordó a Mickey lo que había experimentado en Scarborough. Ahora, una vez más, se hallaba frente a una casa que creía vacía. Ése no era su barrio, ni siquiera era su ciudad, y sin embargo allí no se sentía fuera de lugar. Al fin y al cabo, era un elemento vital de la historia que había investigado durante tanto tiempo, la historia que ahora iba a plasmar en letra impresa. Había estado allí en otras ocasiones a lo largo de los años, la primera justo después de hallarse los cuerpos de la mujer y la hija de Charlie Parker, su sangre aún reciente en las paredes y el suelo. La segunda tras localizar Parker al Viajante, cuando los periodistas tuvieron el final de la historia y quisieron recordar el principio a los espectadores y los lectores. Los focos iluminaron las paredes y las ventanas, y los vecinos salieron a la calle a curiosear, la proximidad a los actos allí ocurridos los predisponía a hablar de lo ocurrido allí. Incluso quienes no residían en la zona cuando se produjeron los hechos tenían sus propias opiniones, pues la ignorancia nunca ha sido un obstáculo para una buena cita textual.

Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Mickey se preguntó cuánta gente recordaba siquiera lo que había ocurrido detrás de esas paredes; luego supuso que cuantos vivían allí al cometerse los asesinatos, y seguían viviendo allí, difícilmente los borrarían de su memoria. En cierto modo, la casa los desafiaba a olvidar el pasado. Era la única vivienda deshabitada de la calle, y su aspecto exterior hablaba de forma elocuente de que estaba vacía. A quienes conocían su historia les bastaba con verla, tan distinta de las demás, para evocar recuerdos. Para ellos siempre habría sangre en las paredes.

Consultando el registro de la propiedad, Mickey descubrió que la casa había tenido tres dueños distintos desde los asesinatos, y que en la actualidad pertenecía al banco que se había quedado con ella al dejar de efectuar los pagos de la hipoteca los últimos propietarios. Le costaba imaginar cómo podía vivir alguien en un lugar donde se había producido un hecho tan violento. Aunque seguramente la casa se había vendido muy por debajo de su valor de mercado, y el servicio de limpieza contratado para eliminar toda huella visible del crimen en su interior había llevado a cabo a la perfección su cometido, Mickey tenía la certeza de que algo debía de perdurar, un rastro del sufrimiento padecido allí. ¿Físico? Sí. Quedaría sangre seca entre los intersticios del suelo. Le habían dicho que no se había encontrado una de las uñas de Susan Parker en el lugar del crimen. En un principio se creyó que el asesino se la había llevado a modo de recuerdo. Ahora se pensaba que se le rompió a Susan al arañar las tablas del suelo y cayó entre ellas. Pese a las repetidas búsquedas, no apareció. Probablemente aún seguía allí abajo, perdida entre el polvo y las astillas y las monedas extraviadas.

Pero no eran los detalles físicos lo que interesaba a Mickey. Había estado en el escenario de muchos asesinatos y no se sentía ajeno a ese ambiente. Algunos de esos lugares, si uno no sabía de antemano que se había producido allí un asesinato, podían parecer normales e inalterados. Las flores crecían en jardines donde en otro tiempo hubo niños enterrados. El cuarto de juegos de una niña, pintado de vivos tonos naranjas y amarillos, borraba todo recuerdo de la anciana que había muerto allí, asfixiada durante un torpe allanamiento de morada cuando aquello era su habitación. Parejas hacían el amor en dormitorios donde maridos habían matado a palos a sus esposas y mujeres habían apuñalado a amantes descarriados mientras dormían. Tales lugares no quedaban manchados por la violencia que habían albergado.

Pero otros jardines y otras casas nunca serían los mismos después de haberse derramado en ellos sangre. La gente percibía algo extraño en cuanto ponía los pies allí. Daba igual que la casa estuviera limpia, el jardín bien cuidado, la puerta recién pintada. Allí perduraba un eco, como un último grito que se apaga poco a poco, y desencadenaba una respuesta atávica. A veces el eco era tan sonoro que ni siquiera bastaba con la demolición de la casa y la construcción de otra nueva claramente distinta para contrarrestar las influencias malévolas que allí permanecían. Mickey había visitado un edificio de apartamentos en Long Island construido en el solar de una casa reducida a cenizas con cinco niños y su madre dentro, un incendio provocado por el padre de dos de los hijos. La anciana que vivía en la misma calle le contó que esa noche los bomberos oyeron los gritos de socorro de los niños, pero el calor de las llamas era demasiado intenso y no pudieron rescatarlos. El edificio recién construido olía a humo, recordaba Mickey, a humo y carne chamuscada. Después ya nadie vivió allí más de seis meses. El día que Mickey fue a inspeccionarlo, todos los apartamentos estaban disponibles para alquilar.

Tal vez por eso la casa de Parker seguía en pie. Ni siquiera derribándola habría cambiado nada. La sangre se había filtrado a través del suelo hasta la tierra en la que se asentaba, y en el aire reverberaba el sonido de los gritos ahogados por una mordaza.

Mickey nunca había estado dentro del 1219 de Hobart, aunque sí había visto fotografías del interior. En ese momento, de pie ante la verja, llevaba copias de las fotos encima. Procedían de Tyrrell, que se las había dejado a Mickey en el hotel ese mismo día, junto con una lacónica nota disculpándose por algunos de sus comentarios durante su anterior encuentro. Mickey no sabía cómo las había conseguido. Imaginaba que Tyrrell había conservado su propio expediente particular sobre Charlie Parker cuando éste abandonó el departamento. Mickey estaba casi seguro de que eso era ilegal, pero no iba a quejarse. Había examinado las fotos en la habitación de su hotel y, a pesar de todo lo que había visto como periodista, y conociendo como conocía los detalles de los asesinatos de la familia Parker, le habían causado un gran impacto.

Se había derramado tanta sangre.

Mickey se había puesto en contacto con la agencia inmobiliaria asignada por el banco para supervisar la venta de la propiedad, y le había dicho a la vendedora que le interesaba comprar y reformar la casa. Ella no había mencionado nada sobre la historia de la vivienda en la conversación telefónica, como no era de extrañar, y no se lo pensó dos veces ante la oportunidad de enseñársela. A continuación, le preguntó su nombre. Cuando él se lo dijo, ella cambió de actitud.

– No creo que sea conveniente que le enseñe a usted la propiedad -dijo.

– ¿Puedo saber por qué?

– Creo que ya sabe por qué. Creo que no está realmente interesado en la compra.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir que sabemos quién es y qué está haciendo. No creo que permitiéndole entrar en la casa de Hobart Street contribuya a una futura venta.

Mickey colgó. Había sido un error presentarse con su verdadero nombre, pero no preveía que Parker fuera a poner esa clase de obstáculos, dando por supuesto que era Parker quien había telefoneado a la agencia inmobiliaria. Tyrrell había expresado su convicción de que alguien protegía a Parker, recordó Mickey. Si eso era verdad, una persona o varias, por ahora desconocidas, habían prevenido a la agencia respecto a los propósitos de Mickey. Daba igual. Era muy capaz de transgredir un poco la ley a fin de alcanzar sus objetivos, y no consideraba un delito entrar por la fuerza en la antigua casa de Parker, al margen de lo que dijera el juez.

Estaba bastante seguro de que la casa no dispondría de alarma. Llevaba mucho tiempo vacía, y suponía que el agente inmobiliario no desearía verse molestado en plena noche al dispararse la alarma de una propiedad desocupada. Se aseguró de que no había nadie en la calle y luego recorrió el camino de acceso hasta la verja, que daba paso a un jardín lateral sin hierba. Probó a abrir la verja. No cedió. Por un momento pensó que estaba cerrada con llave, pero no vio cómo sería posible a menos que la hubieran soldado. Accionó el picaporte y, simultáneamente, apoyó el peso de su cuerpo en la verja. Sintió que cedía al oír la fricción del picaporte metálico contra la columna de hormigón, y la verja se abrió. La cruzó y, una vez dentro, volvió a cerrar; luego dio la vuelta a la casa para que nadie lo viera.

La puerta trasera tenía dos cerraduras, pero la madera estaba húmeda y podrida. Rascó con las uñas y cayeron fragmentos al suelo. Sacó una palanca de debajo del abrigo y empezó a hurgar en la madera. En pocos minutos había abierto un agujero de tamaño suficiente para acceder a la cerradura superior. Introdujo la palanca lo máximo posible, y después hizo presión hacia un lado y hacia arriba. Se oyó un chasquido dentro y la cerradura se rompió. Repitió la misma operación con la segunda. El marco se astilló enseguida y el pestillo traspasó la madera.

Mickey se quedó inmóvil en el portal y contempló la cocina. Allí era donde había ocurrido. Allí era donde había nacido Parker, Parker el vengador, Parker el cazador, Parker el verdugo. Antes de la muerte de su mujer y su hija era sólo una cara más en la calle, un agente de policía, pero no muy bueno; padre y marido, y tampoco demasiado bueno en esas funciones; un hombre que bebía bastante, no tanto como para calificarlo de alcohólico, todavía no, pero lo suficiente para que, en años venideros, empezase a empinar el codo un rato antes cada día, hasta que al final aquello se convirtiese en una manera no de acabar la jornada, sino de iniciarla; un ser a la deriva, un ser sin norte. Y de pronto, una noche de diciembre, la criatura que acabó conociéndose como el Viajante entró allí y segó la vida de la mujer y la niña mientras el hombre que debía protegerlas se autocompadecía sentado en el taburete de un bar.

Esas muertes le dieron un objetivo. Al principio fue la venganza, pero eso dio paso a algo más profundo, algo más peculiar. El deseo de venganza por sí solo lo habría destruido, devorándolo como un cáncer, de modo que aun si encontraba el desahogo que había anhelado, la enfermedad ya se habría propagado por su alma, ennegreciendo lentamente su humanidad hasta que ésta, marchita y podrida, se perdiera para siempre. No, Parker había encontrado una misión superior. Era un hombre que no podía quedarse al margen del sufrimiento del prójimo, porque sentía muy dentro de sí una réplica de ese sufrimiento. Lo atormentaba la empatía. Más aún, se había convertido en un imán para la maldad, o quizá sería más cierto decir que un fragmento de maldad resonaba muy dentro de él en presencia de formas de perversidad mayores, y lo atraía hacia ellas, y a ellas hacia él.

Todo ello nacido de la sangre.

Mickey cerró la puerta, encendió la linterna y cruzó la cocina sin mirar a derecha ni a izquierda, sin fijarse en nada de lo que había allí. Concluiría su visita en esa habitación, tal y como había hecho el Viajante. Quería seguir los pasos del asesino, ver la casa como la había visto el asesino, y como la había visto Parker la noche que regresó allí para encontrar lo que quedaba de su mujer y su hija.

El Viajante había entrado por la puerta delantera. No se advirtieron señales de que la hubiera forzado. Ahora el recibidor estaba vacío. Mickey lo comparó con la primera de las fotografías que tenía. Las había ordenado cuidadosamente, numerándolas al dorso. En la primera se veía el recibidor tal como era antes: una estantería a la derecha y un perchero. En el suelo había un pedestal de caoba, y a su lado un tiesto roto y una planta, con las raíces a la vista. Detrás de la planta, la primera escalera llevaba al piso superior. Arriba, tres habitaciones, una no mayor que un trastero, y un pequeño cuarto de baño. Mickey no quería subir todavía. Jennifer Parker, de tres años, dormía en el sofá del salón cuando entró el asesino. Tenía el corazón débil, y eso le ahorró el sufrimiento de lo que estaba por venir. Entre la llegada del asesino y la colocación final de los cuerpos se produjo una descarga masiva de adrenalina en su organismo, lo que ocasionó una fibrilación ventricular del corazón. En otras palabras, Jennifer Parker murió de miedo.

Su madre no tuvo la misma suerte. Hubo un forcejeo, probablemente cerca de la cocina. Consiguió zafarse del agresor, pero sólo por un momento. Él volvió a darle alcance en el pasillo y la dejó aturdida estampándole la cabeza contra la pared. Mickey pasó a la siguiente fotografía: una mancha de sangre en la pared a su izquierda. Localizó el punto y lo tocó con los dedos. Luego se arrodilló y examinó el parquet, deslizando la mano por la madera, tal como había hecho Susan Parker cuando la llevaron a rastras a la cocina. El pasillo estaba enmoqueta-do sólo parcialmente, quedando a la vista los bordes de las tablas a ambos lados. Fue allí, en algún sitio, donde Susan perdió la uña.

¿Habría muerto ya su hija? ¿O fue la imagen de su madre, medio inconsciente y sangrando, la causa del ataque que precipitó la muerte de Jennifer? Quizás había luchado para salvar a su madre. Sí, probablemente fue eso, pensó Mickey, componiendo ya la narración más propicia, la versión de la historia con más gancho. La niña tenía marcas de ataduras en las muñecas y los tobillos, indicio de que en algún momento había estado inmovilizada. Despertó, vio lo que ocurría, intentó gritar, luchar. De un golpe, fue derribada. Una vez sometida la madre, el asesino maniató también a la hija, pero para entonces la niña ya agonizaba. Mickey echó una ojeada al salón, amueblado ahora sólo con polvo, papel desechado e insectos muertos. Otra fotografía, ésta del sofá. En él había una muñeca, medio tapada por una manta.

Mickey siguió adelante, intentando reproducir en su cabeza la escena tal como Parker la había experimentado. Sangre en las paredes y en el suelo; la puerta de la cocina casi cerrada; la casa fría. Respiró hondo y miró la última fotografía: Susan Parker en una silla de pino, los brazos atados a la espalda, los pies amarrados a las patas delanteras, la cabeza gacha, la cara oculta por el pelo, de modo que no se veían las heridas en el rostro ni en los ojos, no desde ese ángulo. La niña yacía de través sobre los muslos de la madre. Ella no estaba tan ensangrentada. La habían degollado, como a la madre, pero para entonces Jennifer ya había muerto. La luz iluminaba lo que a simple vista parecía un fino mantón extendido sobre los brazos de Susan Parker, pero que, como Mickey sabía, era su propia piel, separada del cuerpo para completar la macabra pietà.

Con esa imagen clara en su cabeza, Mickey abrió la puerta de la cocina, dispuesto a superponer esa antigua visión del infierno sobre la habitación vacía.

Sólo que la habitación no estaba vacía. La puerta de atrás se hallaba entreabierta, y más allá una figura lo observaba desde la oscuridad.

Sobresaltado, Mickey retrocedió a trompicones llevándose la mano al corazón instintivamente.

– Dios mío -exclamó-. ¿Qué…?

La figura avanzó y quedó iluminada por el claro de luna.

– Un momento -dijo Mickey cuando, sin él saberlo, los últimos granos de arena de su vida empezaban a escurrírsele entre los. dedos-. Yo le conozco…

22

Jimmy se había pasado al café, alegrándolo con una copa de coñac. Yo me limité al café solo, pero apenas lo toqué. Intenté determinar cómo me sentía, pero al principio sólo detecté dentro de mí un aturdimiento que poco a poco dio paso a una especie de tristeza y soledad. Pensé en todo lo que habían sobrellevado mis padres, en las mentiras y la traición de mi padre y el dolor de mi madre. De momento, sólo lamentaba que ya no estuvieran conmigo, que no me fuera posible acudir a ellos y decirles que lo entendía, que no pasaba nada. De haber vivido, me pregunté cuándo me habrían contado las circunstancias de mi nacimiento, o si lo habrían hecho, y comprendí que los detalles, viniendo de ellos, me habrían sido más difíciles de soportar, y mis reacciones más extremas. Sentado en la cocina de Jimmy Gallagher a la luz de las velas, viendo moverse sus labios manchados de vino, tuve la sensación de que escuchaba la historia de la vida de otro hombre, uno con quien yo compartía ciertas cualidades pero que, en última instancia, me resultaba ajeno.

A cada palabra que pronunciaba Jimmy, parecía relajarse un poco más, pero también daba la impresión de que envejecía, por más que yo supiese que era sólo un efecto de la luz. Durante muchos años había sido depositario de secretos; ahora, cuando por fin brotaban de él, parte de su fuerza vital se iba con ellos.

Tomó un sorbo de coñac.

– Como te he dicho, ya no queda mucho que contar.

No mucho que contar. Sólo la historia del último día de mi padre, de la sangre que derramó, y del porqué.

No mucho que contar. Sólo todo.

Jimmy y Will se mantuvieron alejados a partir del momento en que Will y Elaine regresaron de Maine con su nuevo hijo, y no le hablaron a nadie de lo que sabían. Pasado un tiempo, una noche de diciembre, Jimmy y Will se emborracharon en el Chumley's y el White Horse, y Will agradeció a Jimmy todo lo que había hecho, su lealtad y amistad, y le dio las gracias asimismo por haber matado a la mujer que le había quitado la vida a Caroline.

– ¿Te acuerdas de ella? -preguntó Jimmy.

– ¿De Caroline?

– Sí.

– A veces. Muchas veces.

– ¿La querías?

– No lo sé. Si entonces no la quise, ahora sí. ¿Tiene sentido?

– Tanto como cualquier otra cosa. ¿Has visitado alguna vez la tumba?

– Sólo un par de veces desde el entierro. Jimmy recordó el entierro, que se celebró en un rincón tranquilo del cementerio de Bayside. Caroline había dicho a Will que no disponía de mucho tiempo para la religión organizada. Su familia había sido protestante de alguna tendencia, así que buscaron a un pastor que dijese lo que había que decir mientras ella y el niño recibían sepultura. Will, Jimmy y el rabino Epstein eran los únicos asistentes. Epstein les había explicado que el niño procedía de uno de los hospitales de la ciudad. Su madre era yonqui, y el pequeño no había vivido más que un par de horas después de nacer. A la madre no le importaba que el niño hubiese muerto, o si le importaba, no lo exteriorizó. Más tarde sí lo lamentaría, pensó Jimmy. No concebía la posibilidad de que una mujer, por enferma o colocada que estuviese, se quedara indiferente ante la muerte de su hijo. A Elaine le habían provocado discretamente el parto durante su estancia en Maine. No se había celebrado un entierro formal. Después de tomar Elaine la decisión de quedarse con Will y proteger al niño extraído de Caroline Carr, Epstein había hablado con ella por teléfono y le había dejado muy claro lo importante que era que todo el mundo creyese que ella era la madre del hijo de Caroline. Le habían dejado un rato para llorar a su propio niño, para acunar en sus brazos al pequeño ser muerto, y luego lo habían apartado de ella.

– Iría más a menudo, pero Elaine no lo lleva bien -añadió Will.

«No me extraña», pensó Jimmy. No se explicaba cómo había sobrevivido el matrimonio y, por algún que otro comentario de Will, no estaba del todo claro que fuese a sobrevivir. Aun así, Jimmy respetaba más a Elaine Parker después de lo ocurrido. No conseguía imaginar siquiera qué sentía al mirar a su marido y al niño que criaba como si fuera suyo. Se preguntó si aún era capaz de distinguir el odio del amor.

– Siempre llevo dos ramos de flores -prosiguió Will-. Uno para Caroline y otro para el niño que enterraron con ella. Epstein dijo que era importante. Tenía que dar la impresión de que lamentaba la muerte de los dos, por si acaso.

– Por si acaso ¿qué?

– Por si acaso vigilan -respondió Will.

– Ya no están en este mundo -dijo Jimmy-. Los viste morir a los dos.

– Epstein cree que puede haber otros. Peor aún…

Se interrumpió.

– ¿Qué podría ser peor? -preguntó Jimmy.

– Que, no sé cómo, sean capaces de volver.

– ¿Qué quieres decir con eso de «volver»?

– Da igual. Son fantasías del rabino.

– Dios mío. Por supuesto que son fantasías.

Jimmy levantó la mano para pedir otra ronda.

– ¿Y la mujer, la que maté? ¿Qué hicieron con ella?

– Incineraron el cuerpo y dispersaron las cenizas. ¿Sabes qué? Ahora pienso que me habría gustado disponer de un minuto con ella antes de su muerte.

– Para preguntarle por qué -dijo Jimmy.

– Sí.

– No te habría contado nada. Lo vi en sus ojos. Y…

– Sigue.

– Te parecerá extraño.

Will se echó a reír.

– Después de todo lo que hemos visto, ¿qué podría parecerme extraño?

– Nada, supongo.

– ¿Y entonces?

– Esa mujer no tenía miedo de morir.

– Era una fanática. Los fanáticos están tan locos que no conocen el miedo.

– No, era más que eso. Justo antes de disparar, tuve la impresión de que me sonreía, como si le diera igual si la mataba o no. Y aquello de estar «por encima de vuestra ley». Dios santo, esa mujer me puso la carne de gallina.

– Estaba segura de haber cumplido su misión -dijo Will-. Por lo que ella sabía, Caroline estaba muerta y el bebé también.

Jimmy arrugó la frente.

– Es posible -contestó, aunque no parecía creérselo, y pensó en lo que Epstein le había dicho a Will, que podían volver, pero no alcanzaba a entender qué había querido decir con eso, y Will no iba a aclarárselo.

En los años posteriores apenas hablaron del tema. Epstein no se puso en contacto con Will ni con Jimmy, aunque Will creía haber visto alguna vez al rabino cuando llevaba a su familia a la ciudad de compras, al cine o al teatro.

Epstein nunca reconoció su presencia en esas ocasiones, y Will no se acercó él, pero tenía la sensación de que Epstein, en persona y por mediación de otros, vigilaba a Will, a su mujer y, sobre todo, a su hijo.

Sólo rara vez le hablaba Will a Jimmy de cómo iban las cosas con su mujer. La relación nunca había llegado a recobrarse de su traición, y él sabía que eso nunca ocurriría, pero al menos seguían juntos. Sin embargo, había ocasiones en que su mujer estaba muy distante, tanto emocional como físicamente, semanas y semanas. Además, Elaine tenía dificultades para sobrellevar la presencia del niño; «Tu hijo», como echaba en cara a Will cuando sucumbía a la rabia y el dolor. Pero eso, lentamente, empezó a cambiar, ya que el niño no conocía a más madre que a ella. Will pensó que el punto de inflexión se produjo cuando Charlie, a los ocho años, fue atropellado por un coche cuando aprendía a montar su nueva bicicleta en el barrio. Elaine estaba en el jardín en ese momento, vio cómo el coche embestía la bicicleta y el niño salía volando y caía violentamente en la calle. Cuando echó a correr, lo oyó llamarla: a ella, no a su padre, a quien parecía acudir de manera natural para tantas cosas. Se había roto el brazo izquierdo -lo vio nada más acercarse a él- y la sangre le manaba de una herida en la cabeza. Hacía un gran esfuerzo para conservar el conocimiento, y Elaine se dio cuenta de que para él era importante estar a su lado, no cerrar los ojos. Ella repitió su nombre, una y otra vez, mientras cogía un abrigo que le tendió el conductor del coche y, con delicadeza, lo colocaba bajo la cabeza del niño. Elaine lloraba, y Charlie vio que lloraba.

– Mamá -dijo-. Mamá, lo siento.

– No -contestó ella-. Yo lo siento. No ha sido culpa tuya. Tú no has tenido la culpa de nada.

Y se quedó con él, arrodillada a su lado, susurrando su nombre, acariciándole la cara con la palma de la mano; y en la ambulancia se sentó junto a él; y mientras lo intervenían para darle unos puntos de sutura en el cuero cabelludo y reducirle la fractura del brazo, permaneció sentada frente al quirófano; y la suya fue la primera cara que él vio al volver en sí.

A partir de ese momento, las cosas mejoraron entre ellos.

– ¿Mi padre te contó todo eso?

– No -contestó Jimmy-. Me lo contó ella después de morir tu padre. Dijo que tú eras lo único que le quedaba de él. Pero ésa no era la razón por la que te quería. Te quería porque eras su hijo. Ella era la única madre que tú conocías, y tú eras el único hijo que ella tenía.

Dijo que a veces lo había olvidado, o que se había negado a creerlo, pero con el paso del tiempo tomó conciencia de que así era.

Se levantó para ir al cuarto de baño. Yo me quedé sentado pensando en mi madre y en sus últimos días de vida, tendida en la cama del hospital, tan transformada por la enfermedad que no la reconocí cuando entré por primera vez en su habitación, creyendo que la enfermera se había equivocado al darme las indicaciones. Pero de pronto, dormida, hizo un mínimo gesto, levantando la mano derecha, e incluso enferma la elegancia de sus movimientos me resultó familiar, y en ese momento supe que era ella. En los días posteriores, mientras yo esperaba su muerte, sólo tuvo unas pocas horas de lucidez. Casi no le quedaba voz, y parecía dolerle hablar, así que le leía trozos de mis libros de la universidad: poesía, cuentos, fragmentos del periódico que sabía que le interesarían. Su padre había venido de Maine y charlábamos mientras ella dormitaba entre nosotros.

¿Se planteó acaso, mientras sentía que la oscuridad le nublaba la conciencia como tinta propagándose en el agua, contarme todo lo que me había ocultado? Estoy seguro de que sí, pero ahora entiendo por qué no lo hizo. También es posible que disuadiera a mi abuelo de decírmelo, porque pensaba que si yo conocía la verdad, empezaría a indagar.

Y si empezaba a indagar, atraería a esa gente hacia mí.

Cuando Jimmy volvió del cuarto de baño, vi que se había remojado la cara, pero no se había secado bien y las gotas caían como lágrimas.

– Esa última noche… -empezó a decir.

Estaban en el Cal's, Jimmy y Will, celebrando el cumpleaños de Jimmy. En el Distrito Noveno habían cambiado algunas cosas, pero muchas seguían igual. Había galerías donde en otro tiempo hubo tugurios y edificios abandonados, y se proyectaban chocantes películas underground en locales vacíos empleados ahora como salas de arte y ensayo. Muchos de los antiguos establecimientos continuaban allí, aunque también tenían los días contados, y pronto las sombras envolverían su recuerdo. En el cruce de la Segunda Avenida con la calle Cinco, el Binibon servía aún una ensalada de pollo grasienta, pero ahora la gente veía el Binibon y recordaba que, en 1981, tenía por cliente a Jack Henry Abbott, escritor y ex presidiario apadrinado por Norman Mailer, quien hizo campaña por su puesta en libertad. Una noche Abbott entabló una discusión con un camarero, le pidió que saliera a la calle y lo mató de una puñalada. Jimmy y Will se encontraban entre los que intervinieron después del hecho, ambos, como el distrito donde trabajaban, cambiados y sin embargo iguales, con su aspecto alterado pero todavía de uniforme. Nunca habían llegado a sargento ni llegarían. Ese fue el precio que pagaron por lo ocurrido la noche que murió Caroline Carr.

No obstante, aún eran buenos policías, y se contaban entre los pocos agentes municipales, guardias urbanos y vigilantes de los complejos de viviendas que hacían algo más que cumplir el expediente, resistiéndose a la apatía general que corrompía a las fuerzas del orden, en parte como consecuencia de la extendida creencia de que los altos mandos del Palacio del Puzzle, como se conocía One Police Plaza, la jefatura, no dejaban pasar ni una a los agentes de a pie. Eso no era del todo falso. Si uno realizaba demasiadas detenciones por drogas, atraía la atención de sus superiores por razones que no le convenían. Si uno atrapaba a demasiados delincuentes, debido a las horas extra necesarias para procesarlos y llevarlos ante los tribunales, lo acusaban de quitar el dinero del bolsillo a los otros policías. Más valía mantener la cabeza agachada y jubilarse anticipadamente al cumplir los veinte años de servicio. El resultado era que cada vez había menos policías de cierta edad para actuar como mentores de los reclutas nuevos. En virtud de sus años en el cuerpo, Jimmy y Will casi pasaban por los ancianos del lugar. Se habían incorporado a la Unidad Contra el Crimen como agentes de paisano, un puesto peligroso que implicaba patrullar en zonas con altos índices de delincuencia en busca de alguna señal de que algo estaba a punto de desencadenarse, normalmente un tiroteo. Por primera vez los dos hablaban de la jubilación anticipada.

Esa noche, en el Cal's, habían encontrado un rincón tranquilo lejos de los demás, aislados del resto por un estridente grupo de hombres y mujeres trajeados que celebraban un ascenso. Al día siguiente, Will Parker estaría muerto y Jimmy Gallagher ya nunca volvería a poner los pies en el Cal's. Tras la muerte de Will, descubrió que era incapaz de recordar los buenos tiempos allí vividos. Habían desaparecido extirpados de la memoria. Sólo quedaba Will, con una jarra fría junto al codo, la mano en alto para decir algo que quedaría por siempre inexpresado, demudándose su semblante cuando miró por encima del hombro de Jimmy y vio quién había entrado en el bar. Jimmy se volvió para ver qué miraba, pero Epstein ya estaba a su lado, y Jimmy supo que algo grave ocurría.

– Tiene que irse a casa -dijo Epstein a Will. Sonreía, pero sus palabras contradecían su sonrisa, y al hablar no miró a Will. Un observador ajeno habría pensado que simplemente examinaba las botellas detrás de la barra para elegir su bebida antes de sumarse al grupo. Llevaba una gabardina blanca abrochada hasta el cuello, y en la cabeza lucía un sombrero marrón con una pluma roja en la cinta. Había envejecido mucho desde la última vez que Jimmy lo vio en el entierro de Caroline Carr.

– ¿Qué pasa? -preguntó Will-. ¿Qué ha ocurrido?

– Aquí no -respondió Epstein a la vez que recibía un empujón de Perrson, un sueco enorme que representaba la figura central de la Unidad de Vigilancia de Locales Nocturnos. Era un jueves por la noche y el Cal's estaba hasta los topes. Perrson, más alto que cualquiera de los presentes, repartía copas por encima de las cabezas de quienes tenía detrás, bautizándolos de paso alguna que otra vez.

– Dios te bendiga, hijo mío -contestó a las quejas de alguien. Soltó una carcajada, riéndose de su propia broma, y de pronto reconoció a Jimmy.

– ¡Vaya! ¡El cumpleañero!

Pero Jimmy ya se alejaba de él, siguiendo a otro hombre, y Perrson creyó que se trataba de Will Parker, pero después, cuando lo interrogaron, declaró que se había equivocado, o había confundido la hora. Quizá fuera más tarde cuando vio a Jimmy, y Will no podía estar con él porque a esa hora iba ya de camino a Pearl River.

Fuera hacía frío. Los tres hombres tenían las manos hundidas en los bolsillos mientras se alejaban del Cal's, de la comisaría, de las caras familiares y las miradas especulativas, y no se detuvieron hasta llegar a la esquina de St. Mark's.

– ¿Se acuerda de Franklin? -dijo Epstein-. Era el director de la clínica de Gerritsen. Se jubiló hace dos años.

Will asintió. Recordó al hombre de semblante preocupado en el pequeño despacho, parte de una conspiración de silencio que aún no acababa de entender.

– Murió asesinado anoche en su casa. Alguien, usando una navaja, se ensañó, con él para obligarlo a hablar antes de morir.

– ¿Por qué cree que eso tiene que ver con nosotros? -preguntó Will.

– Un vecino vio a un hombre y una mujer abandonar la casa poco después de las once. Los dos eran jóvenes: veinte años como mucho. Iban en un Ford rojo. Esta mañana han entrado a robar en la consulta del doctor Anton Bergman en Pearl River. El doctor Bergman, según tengo entendido, es su médico de cabecera. Han visto aparcado cerca de allí un Ford rojo. Tenía matrícula de otro estado: Alabama. El doctor Bergman y su secretaria todavía no han confirmado qué se han llevado, pero los armarios de medicamentos estaban intactos. Sólo habían revuelto los historiales médicos. Entre los que han desaparecido se encuentran los de su familia. No sé cómo, han atado cabos. No escondimos el rastro tan bien como creíamos.

Will, aunque pálido, puso en duda sus palabras.

– Eso no tiene sentido. ¿Quiénes son esos chicos?

Epstein tardó un momento en contestar.

– Los mismos que fueron a por Caroline Carr hace dieciséis años.

– No -intervino Jimmy Gallagher-. Ni hablar. Esos están muertos. Al hombre lo aplastó un camión, a la mujer la maté yo de un tiro. Estaba presente cuando sacaron su cuerpo del riachuelo. Y aunque hubiesen sobrevivido, ahora tendrían cuarenta o cincuenta años. No serían críos.

Epstein se volvió hacia él.

– ¡No son críos! Son… -Recuperó la calma-. Hay algo dentro de ellos, algo mucho más viejo. Esos seres no mueren. No pueden morir. Se trasladan de un huésped a otro. Si el huésped muere, encuentran a otro. Renacen una y otra vez.

– Usted está loco -replicó Jimmy-. No está en su sano juicio.

Se volvió hacia su compañero en busca de apoyo, pero no lo obtuvo. Will parecía más bien asustado.

– ¿No irás a decirme que te crees una cosa así? -preguntó Jimmy-. No pueden ser los mismos. Sencillamente es imposible.

– Da igual -contestó Will-. Están aquí, quienesquiera que sean. Franklin les habrá dicho cómo se encubrió la muerte del bebé. Yo tengo un hijo de la misma edad del que supuestamente murió. Han atado cabos y los historiales médicos lo confirmarán. El rabino tiene razón: debo irme a casa.

– Enviaremos a gente a buscarlos -informó Epstein-. He hecho unas cuantas llamadas. Actuamos lo más deprisa posible, pero…

– Iré contigo -dijo Jimmy.

– No. Vuelve al Cal's.

– ¿Por qué?

Will agarró a Jimmy por los brazos y lo miró a la cara.

– Porque tengo que poner fin a esto -respondió-. ¿Lo entiendes? No quiero implicarte. Debes mantenerte al margen. Necesito que te mantengas al margen. -De pronto pareció recordar algo-. Tu sobrino, el hijo de Marie. Sigue con la policía de Orangetown, ¿verdad?

– Sí, allí está. Pero creo que no entra a trabajar hasta dentro de un rato.

– ¿Puedes telefonearlo? ¿Pedirle que vaya a mi casa y se quede con Elaine y Charlie un rato? No le digas por qué. Invéntate una excusa, algo sobre un antiguo caso, quizás un ex presidiario resentido. ¿Lo harás? ¿Crees que él se prestará?

– Sí.

Epstein entregó a Will un juego de llaves de un automóvil.

– Coja mi coche -ofreció, señalando un Chrysler viejo aparcado allí cerca. Will se lo agradeció con un gesto e hizo ademán de marcharse, pero Epstein lo sujetó por el brazo para retenerlo y añadió-: No intente matarlos. No a menos que no le quede más remedio.

Jimmy vio asentir a Will, pero éste tenía la mirada perdida. Jimmy supo lo que se proponía.

Epstein se alejó en dirección al metro. Jimmy telefoneó a su sobrino desde una cabina. Luego volvió al Cal's, donde bebió y charló aunque con la mente muy lejos de las acciones de su cuerpo y los labios moviéndose por cuenta propia; se quedó allí hasta que llegó la noticia de que Will Parker había matado a tiros a dos chicos en Pearl River, y lo habían encontrado después en el vestuario de la comisaría del Distrito Noveno con el rostro bañado en lágrimas, esperando a que fueran por él.

Y cuando le preguntaron por qué había regresado a la ciudad, sólo dijo que quería estar entre los suyos.

23

Habría podido acudir a sus compañeros de la policía, naturalmente, pero ¿qué les habría dicho? ¿Que dos chicos iban a matar a su hijo? ¿Que esos dos chicos eran huéspedes de otras entidades, espíritus malignos que ya habían matado a la madre del chico y ahora volvían para asesinar al hijo? Tal vez habría podido concebir una mentira, algo así como que habían amenazado a su familia; o habría podido hacerles llegar la información de que un coche parecido al que ellos conducían había sido visto cerca de la consulta del director de la clínica después de su muerte, y existían testigos de que una pareja de jóvenes había salido de su casa la noche en que fue asesinado. Todo eso habría bastado para retenerlos en el supuesto de que los encontraran, pero él no se conformaba con que los retuvieran: quería que desaparecieran para siempre.

El rabino hizo hincapié en que no debía matarlos, y Will no había pasado por alto la advertencia. De hecho, al oírla se había roto algo dentro de él. Antes se creía capaz de sobrellevar cualquier cosa -asesinatos, pérdidas, una niña asfixiada bajo un montón de abrigos-, pero ya no estaba tan seguro de eso. No quería creer lo que el rabino le había dicho, porque darle crédito habría sido renunciar a todas sus certidumbres sobre este mundo. Podía aceptar que alguien, una agencia aún desconocida, deseara matar a su hijo. Era un objetivo horrendo, que escapaba a su comprensión, pero podía afrontarlo en la medida en que sus agentes fuesen humanos. Al fin y al cabo, no había prueba alguna de que las palabras del rabino fueran ciertas. El hombre y la mujer que habían perseguido a Caroline estaban muertos. El los había visto morir a los dos, y había contemplado sus cuerpos después de la muerte.

Pero ¿acaso no ofrecían un aspecto muy distinto? Los muertos siempre muestran un aspecto distinto: se los ve más pequeños, en cierto modo, y encogidos. Les cambia la cara y el cuerpo se desmorona. Con el paso de los años había acabado convencido de la existencia del alma humana, aunque sólo fuera por contraste con la ausencia que había percibido en los cadáveres. Algo abandonaba el cuerpo en el momento de la muerte, alterando los restos, y la prueba de ello estaba en la apariencia de los muertos.

Y sin embargo, y sin embargo…

Volvió a pensar en la mujer. Las lesiones que le habían causado la muerte eran menores que las del hombre. A éste las ruedas del camión lo habían dejado irreconocible; ella, en cambio, estaba físicamente intacta salvo por los orificios donde la habían alcanzado los balazos de Jimmy, todos en la mitad superior del cuerpo. Al mirarla a la cara después de sacarla del agua, Parker se había quedado atónito por el cambio. Costaba creer que fuera la misma mujer. La crueldad que antes daba vida a sus facciones había desaparecido, más aún, su apariencia se había suavizado, como si los huesos se hubiesen achatado, como si los pómulos, la nariz y el mentón fuesen menos angulosos. La máscara imperfecta que había cubierto su rostro durante mucho tiempo, basada en su propia fisonomía y, sin embargo, sutilmente modificada, se había desprendido desintegrándose en las frías aguas del riachuelo. Al mirar a Jimmy había percibido en él esa misma reacción. Pero, a diferencia de él, Jimmy la había expresado en voz alta.

– Ni siquiera parece ella -había dicho-. Veo las heridas, pero no es ella…

Los técnicos habían mirado a Jimmy, perplejos, pero habían guardado silencio. Sabían que cada policía respondía de una manera distinta a su participación en un tiroteo de consecuencias fatales. No les correspondía a ellos hacer comentarios.

Sí, desde luego, algo la había abandonado cuando murió, pero Will no creía, o no quería creer, que hubiese vuelto.

Así pues, mientras el sobrino de Jimmy Gallagher protegía al hijo de Will, éste recorrió Pearl River en coche, deteniéndose en los cruces para escudriñar las travesías, alumbrando con su linterna los coches aparcados a oscuras, reduciendo la velocidad para mirar a las parejas de jóvenes, retándolos a devolverle la mirada, porque estaba convencido de que identificaría a quienes iban en busca de su hijo por la expresión de sus ojos.

Quizá siempre había estado predestinado a encontrarlos. En las horas posteriores se preguntó si estaban esperándolo, conscientes de que él acudiría y convencidos a la vez de que no podría hacer nada contra ellos. Eran ajenos a él, y por más que el rabino lo hubiese prevenido respecto a su verdadera naturaleza, en realidad ¿quién iba a creerse una cosa así?

Y algo iría también en busca de Epstein, a su debido tiempo. No era su objetivo. Ya se ocuparía otro de eso. El rabino podía esperar…

Por tanto, permanecieron inmóviles cuando los alumbró con la linterna en el descampado no lejos de su casa. Habían visto al otro hombre, corpulento, pelirrojo, llegar a la casa, y atisbado la pistola en su mano. Ahora que sabían dónde estaba el chico, y que habían confirmado la verdad sobre su parentesco, estaban impacientes por actuar contra él, por cumplir la misión que se les había encomendado hacía tanto tiempo. Pero si se precipitaban y cometían un error, volverían a perderlo. El pelirrojo iba armado, y ellos no querían morir, ninguno de los dos. Llevaban demasiado tiempo separados, y se amaban. Esta vez el esfuerzo por reunirse había sido más breve que en ocasiones anteriores, pero la separación les había resultado dolorosa de todos modos. Al chico lo había localizado otro, el llamado Kittim, que le había susurrado palabras malignas al oído, y el chico había sabido que eran verdad. Había viajado al norte, y a su debido tiempo, con la ayuda de Kittim, había encontrado a la chica. Ahora se deseaban con ardor, deleitándose en su carnalidad. En cuanto el niño muriese podrían desaparecer y estar juntos para siempre. Sólo tenían que andarse con cuidado. No querían correr ningún riesgo.

Y allí estaba el padre del niño, acercándose; lo reconocieron de inmediato. Era curioso, pensó la chica: lo había visto por última vez en el momento de su propia muerte. Y ahora allí estaba, mayor y más canoso, cansado y débil. Sonrió, luego se inclinó y cogió al chico de la mano. El se volvió a mirarla, y ella vio en sus ojos el anhelo de toda una eternidad.

– Te quiero -susurró ella.

– Y yo te quiero a ti.

Will se bajó del coche. Llevaba una pistola en la mano, cerca del muslo derecho. Los iluminó con la linterna. El muchacho levantó la mano para protegerse los ojos.

– Eh, oiga -dijo-. ¿A qué viene esa luz?

Will pensó que el chico le resultaba vagamente familiar. Era de algún lugar de Rockland County, de eso estaba seguro, aunque había llegado hacía poco. Le pareció recordar algún antiguo roce con el tribunal de menores, tal vez se lo había oído comentar a la policía local durante alguna visita a Orangetown.

– Poned las manos donde pueda verlas, los dos.

Ellos obedecieron, el chico apoyándolas en el volante, la chica colocando las uñas pintadas en el salpicadero.

– Permiso de conducir y papeles del coche -ordenó Will.

– ¿Es usted policía? -preguntó el chico. Hablaba de un modo desganado, arrastrando las palabras, y a la vez sonreía, insinuando a Parker que todo aquello era una farsa-. Tal vez tenga que identificarse antes.

– Cállate. Permiso de conducir y papeles.

– Están detrás de la visera.

– Sácalos lentamente con la mano izquierda.

El chico se encogió de hombros pero obedeció y enseñó el carnet de conducir al policía en cuanto lo sacó.

– Alabama. Estás muy lejos de casa.

– Siempre he estado muy lejos de casa.

– ¿Qué edad tienes?

– Dieciséis -respondió el chico-. Y alguno que otro más…

Will lo miró fijamente y vio la oscuridad en sus ojos.

– ¿Qué hacéis aquí?

– Nada. Pasando el rato con mi chica preferida.

Ella ahogó una risita, pero no fue un sonido agradable. Parker pensó que parecía el burbujeo de un líquido en un cazo sobre un viejo fogón, algo que lo escaldaría a uno si llegaba a tocarle la piel.

Parker retrocedió.

– Salid del coche.

– ¿Por qué? No hemos hecho nada. -El tono de voz del chico cambió, y Parker oyó asomar al adulto que había en él-. Además, aún no se ha identificado. Puede que ni siquiera sea policía. Podría ser un ladrón, o un violador. No vamos a movernos hasta que veamos la placa.

El chico vio temblar un momento el haz de la linterna y supo que el policía vacilaba. Tenía sus sospechas, pero no le bastaban para actuar, y al chico le divertía provocarlo, aunque no tanto como le divertiría verlo descubrir que había sido incapaz de salvar la vida de su hijo.

Pero fue la chica quien habló, y eso los condenó.

– ¿Qué va a hacer ahora, agente Parker? -dijo entre risas.

Se produjo un momento de silencio.

– ¿Cómo sabes mi nombre?

La chica ya no reía. El chico se humedeció los labios. Tal vez la situación aún tenía remedio.

– Supongo que alguien nos lo ha dicho alguna vez. Por aquí hay muchos policías. Un hombre me reveló cómo se llamaban algunos.

– ¿Qué hombre?

– Uno que conocimos. Aquí la gente es amable con los forasteros. Por eso sé cómo se llama usted.

Volvió a humedecerse los labios.

– Y yo sé quiénes sois vosotros -dijo Parker.

El chico fijó la mirada en él y cambió. Llevaba dentro la rabia de un adolescente, la incapacidad para controlarse en circunstancias adultas. Ahora, mientras el policía lo desafiaba, la vieja esencia dentro de él se reveló por un instante, una esencia hecha de ceniza y fuego y carne chamuscada, una esencia de una belleza infinita y una fealdad sin límites.

– Anda y que te jodan, a ti y a tu hijo -replicó el chico-. No tienes ni idea de lo que somos.

Giró un poco la muñeca izquierda, y Will, a la luz de la linterna, vio el símbolo en su brazo.

Y en ese instante lo que había empezado a fracturarse dentro de Will Parker se rompió para siempre, y supo que ya no podía soportar nada más. La primera bala mató al chico, penetrando justo por encima del ojo derecho y saliendo por la nuca, para incrustarse en el asiento trasero, entre sangre y pelo y materia gris. No había necesidad de rematarlo, pero Will volvió a disparar igualmente. La chica abrió la boca y gritó. Se inclinó a un lado y acunó la cabeza destrozada de su amante; luego miró a quien se lo había vuelto a arrebatar.

– Regresaremos -susurró-. Regresaremos una y otra vez hasta conseguirlo.

Will no contestó. Se limitó a apuntarla y descerrajarle un tiro en el pecho.

Cuando ella murió, Will se fue al coche y dejó el revólver encima del capó. Se encendieron luces en los porches y los recibidores de las casas cercanas, y vio a un hombre de pie en su jardín, mirando los dos coches. Los labios le sabían a sal, y pensó que quizás había llorado, pero de pronto sintió el dolor y se dio cuenta de que se había mordido la lengua.

Aturdido, subió al coche y se puso en marcha. Al pasar por delante del hombre en el jardín, supo por la expresión de su cara que éste lo había reconocido, pero no le importó. Ni siquiera sabía adónde iba hasta que aparecieron ante él las luces de la ciudad, y entonces lo comprendió.

Se iba a casa.

Después de llevarlo de regreso a Orangetown, lo interrogaron durante casi toda la noche. Le dijeron que se había metido en un lío por abandonar el lugar de un homicidio, y en respuesta él les ofreció la mentira menos complicada que se le ocurrió: cuando se dirigía a casa, alguien, un vecino de la zona cuyo nombre él ignoraba, lo reconoció en un cruce y lo alertó de la presencia de un vehículo en un descampado. Cuando Will pasaba por delante, el coche hizo señas con las luces, y le pareció oír también el claxon. Se detuvo para ver qué ocurría. El chico lo provocó haciendo ademán de sacar algo de la cazadora: un arma, quizá. Will le avisó primero y después disparó y mató al chico y a la chica. Después de repetir la historia por tercera vez, Kozelek, el investigador de la fiscalía de Rockland County, pidió quedarse un momento a solas con él, y los otros policías, tanto de Asuntos Internos como de las fuerzas locales, se lo permitieron. Cuando se fueron, Kozelek apagó la grabadora y encendió un cigarrillo. No le ofreció otro a Will.

– No conducía su propio coche -señaló Kozelek.

– No, me lo ha prestado un amigo.

– ¿Qué amigo?

– Un amigo. No está implicado. No me encontraba bien. Quería volver a casa lo antes posible.

– Y ese amigo le ha prestado el coche.

– No lo necesitaba. Yo iba a devolvérselo mañana en la ciudad.

– ¿Dónde está ahora ese coche?

– ¿Y eso qué más da?

– Ha sido empleado en un homicidio.

– No me acuerdo. No me acuerdo de gran cosa después de lo sucedido. Sencillamente me he marchado. Quería alejarme de allí.

– Estaba traumatizado. ¿Es eso lo que quiere decir?

– Será eso. Nunca había matado a nadie.

– No tenían armas -dijo Kozelek-. Lo hemos comprobado. Estaban desarmados, los dos.

– Yo no he dicho que fueran armados. He dicho que me ha parecido que tal vez el chico iba armado.

Kozelek dio una calada al cigarrillo y examinó a través del humo al hombre sentado frente a él. Lo había notado ajeno a todo el proceso desde el principio del interrogatorio. Quizá fuera por efecto de la conmoción. Los inspectores de Asuntos Internos habían llegado con copias de la hoja de servicio de Will Parker. Como él acababa de decir, nunca había matado a nadie, ni oficialmente ni, por lo que podía determinar Kozelek, extraoficialmente. (El mismo había pertenecido al Departamento de Policía de Nueva York durante veinte años, y no se llevaba a engaño sobre esas cuestiones.) Su responsabilidad en la muerte a tiros de dos jóvenes le sería difícil de aceptar. Pero, por lo que Kozelek veía, el problema no se reducía a eso: más que hallarse bajo los efectos de la conmoción, Will Parker parecía querer acabar con aquello cuanto antes, como un condenado que sólo aspira a que lo lleven directo del juzgado al patíbulo. Incluso su descripción del suceso, que Kozelek no se creía, no resultaba convincente. A Parker le traía sin cuidado si le creían o no. Ellos querían una declaración, y él se la había dado. Si querían encontrar lagunas, allá ellos. Le daba igual.

Eso era, pensó Kozelek. A aquel hombre todo le daba igual. Su reputación y su carrera pendían de un hilo. Tenía las manos manchadas de sangre. Cuando empezasen a esclarecerse las circunstancias del homicidio, la prensa pediría su cabeza a gritos, y dentro del departamento habría quienes estarían dispuestos a echar a Will Parker a los perros a modo de sacrificio, una manera de demostrar que el departamento no toleraba a asesinos en el cuerpo. Esa discusión ya había empezado, como Kozelek sabía: hombres con reputaciones que proteger se planteaban la conveniencia de capear el temporal y dar apoyo a su agente, exponiéndose a la posibilidad de empañar así aún más la reputación de un departamento ya de por sí poco querido y aún tambaleante a causa de una serie de investigaciones por corrupción.

– ¿Dice usted que no conocía a esos chicos? -preguntó Kozelek. Aquella pregunta ya había sido formulada más de una vez en esa sala, pero Kozelek había captado un atisbo de vacilación en el semblante de Parker cada vez que negaba conocerlos, y volvió a verlo ahora.

– La cara del chico me sonaba, pero creo que no lo conocía.

– Se llamaba Joe Dryden. Natural de Birmingham, Alabama. Llegó aquí hará un par de meses. Tenía antecedentes: delitos de poca monta en su mayor parte, pero iba camino de cosas más serias.

– Como he dicho, no lo conocía personalmente.

– ¿Y la chica?

– Nunca la había visto.

– Missy Gaines. Era de una familia bien de Jersey. Sus padres denunciaron la desaparición hace una semana. ¿Tiene idea de cómo acabó con Dryden en Pearl River?

– Eso ya me lo ha preguntado. Y yo ya he contestado: no lo sé.

– ¿Quién fue a su casa ayer por la noche?

– No lo sé. No estaba allí.

– Tenemos un testigo que dice haber visto entrar a un hombre en su casa anoche. Se quedó un rato. Al testigo le dio la impresión de que ese hombre llevaba un arma en la mano.

– Como he dicho, no sé de qué me habla, pero su testigo debe de estar equivocado.

– Creo que el testigo es digno de confianza.

– ¿Por qué no avisó a la policía?

– Porque su mujer abrió la puerta y lo dejó entrar. Por lo vista lo conocía.

Will se encogió de hombros.

– No sé nada de eso.

Kozelek dio una última calada al cigarrillo y luego lo aplastó en el cenicero agrietado.

– ¿Por qué ha apagado la grabadora? -preguntó Will.

– Porque Asuntos Internos no sabe nada de ese hombre armado -respondió Kozelek-. Esperaba que usted me dijera por qué pensó que su familia corría peligro y necesitaba protección, y qué relación existe entre eso y los dos chicos a quienes ha matado.

Pero Will no contestó, y Kozelek, al comprender que la situación difícilmente cambiaría, desistió por el momento.

– Si Asuntos Internos se entera, interrogarán a su mujer. Tiene que buscar una versión más coherente. Dios santo, ¿cómo no se le ocurrió dejar un arma allí? De haber dejado un arma en el coche, todo esto sería innecesario.

– Porque no tengo más arma que la mía -declaró Will, y por primera vez asomó a su rostro un amago de expresión-. Yo no soy esa clase de policía.

– Pues le diré una cosa -repuso Kozelek-: hay dos chicos muertos en un coche, los dos desarmados. Así que, hoy por hoy, usted sí es esa clase de policía…

24

Llegábamos al final del relato.

– Recogí a tu padre en la comisaría de Orangetown antes del mediodía -explicó Jimmy-. Como había periodistas en la calle, metieron en el asiento trasero de un sedán sin distintivos a un policía que acababa en ese momento su turno, le habían tapado la cabeza con un abrigo y se lo llevaron en medio de un estallido de flashes mientras yo esperaba a tu padre en la parte de atrás de la comisaría. Fuimos a un bar de Orangetown, el Creeley's. Ya no existe. Ahora hay una gasolinera. Por entonces era uno de esos bares poco iluminados donde te servían una buena hamburguesa y nadie preguntaba nada aparte de «¿Otra?», «¿La quiere con patatas fritas?». Yo iba a veces con mi sobrino y mi hermana. Ahora ya no nos hablamos mucho, mi hermana y yo. Ella vive en Chicago. Pensó que había puesto a mi sobrino en una situación de peligro pidiéndole que hiciera lo que hizo por ti y por tu madre, pero ya antes de eso habíamos empezado a distanciarnos.

No lo interrumpí. Jimmy daba rodeos para postergar el horrendo final, como un perro temeroso de aceptar carne podrida de manos de un desconocido.

– Casualmente, no había nadie allí cuando llegamos, aparte del camarero. Yo lo conocía y él me conocía a mí. Es posible, creo, que reconociese también a tu padre, pero si fue así, se calló. Tomamos un café, hablamos.

– ¿Qué te dijo?

Jimmy se encogió de hombros, como si la respuesta fuera intrascendente.

– Repitió lo que había dicho Epstein: eran las mismas personas. Parecían distintos, pero lo vio en sus ojos y se lo confirmaron las palabras de la chica y la señal en el brazo del chico. La amenaza de que volverían. No puedo quitármelo de la cabeza. -Se estremeció, un ligero temblor como el de la superficie de un remanso de agua rozada por una brisa fría-. Y según me dijo él mismo, habría jurado que, justo antes del primer tiro, les cambió la cara.

– ¿Les cambió?

– Sí, les cambió, igual que a la mujer que maté en Gerritsen Beach, imagino. Dio la impresión, según él, de que llevaban una máscara y ésta se hizo transparente por un instante, dejando a la vista lo que había detrás; ésa fue la mejor imagen que se le ocurrió para explicarlo. Fue entonces cuando disparó al chico. Ni siquiera recordaba haber matado a la chica. Sabía que lo había hecho; sencillamente no se acordaba de cómo había ocurrido.

»Al cabo de una hora me pidió que lo llevara en coche a casa, pero cuando salimos del Creeley's nos esperaban dos hombres de Asuntos Internos. Me dijeron que ya acompañarían ellos a Will. Añadieron que les preocupaban los periodistas, pero creo que en realidad querían disponer de unos minutos a solas con él confiando en que yo lo hubiese convencido de que contase la verdad. Es decir, sabían que su historia no cuadraba. Sencillamente les costaba encontrar los resquicios en su versión. Pero dudo mucho que dijese algo más. Después, cuando murió, intentaron sonsacarme, y yo tampoco les conté nada. A partir de ese momento quedé prácticamente acabado como policía. Cumplí mi tiempo de servicio en el Distrito Noveno, lo justo para poder exigir la pensión completa y todas las prestaciones.

»Y ésa fue la última vez que vi a Will, cuando los hombres de Asuntos Internos se lo llevaron. Me dio las gracias por todo lo que había hecho y me estrechó la mano. Yo debería haber visto venir lo que ocurriría a continuación, pero no estuve atento. Nunca antes nos habíamos dado la mano, no desde el día en que nos conocimos en la academia. Era algo que no hacíamos. Lo vi marcharse, y luego regresé aquí. Sonó el teléfono cuando ni siquiera había tenido tiempo de quitarme los zapatos. Fue mi sobrino quien me dio la noticia. El caso es que, de haberme preguntado en ese momento si me sorprendió, habría contestado que no. Veinticuatro horas antes habría dicho que eso era imposible, que Will Parker nunca se pegaría un tiro en la boca, pero, en retrospectiva, cuando estábamos en el Creeley's yo sabía ya que no era el hombre de siempre. Se le veía viejo, derrotado. Era como si no pudiera dar crédito a lo que había visto, a lo que había hecho. Lo desbordaba.

»El funeral fue extraño. No sé qué recuerdas, pero cierta gente que debería haber estado allí no estaba. El comisario no se presentó, aunque eso no sorprendió a nadie, tratándose como se trataba, en teoría, de un asesinato con suicidio. Pero también se mantuvieron al margen otros, altos mandos, sobre todo, hombres trajeados del Palacio del Puzzle, que normalmente habrían hecho acto de presencia. Lo sucedido olía mal, y ellos lo sabían. La prensa se les había echado encima y eso no les gustaba. En cierto modo, y perdóname que lo diga, la muerte de tu viejo fue lo mejor que podía haberles ocurrido. Si una investigación interna lo hubiese exonerado, los periódicos se los habrían comido vivos. Si los homicidios se hubiesen considerado injustificados, se habría llegado a los tribunales, y los policías de a pie, y el sindicato, se habrían puesto como basiliscos. El suicidio de Will les permitió enterrar todo aquel lío junto con su cuerpo. En cuanto él desapareció, la investigación de lo ocurrido estaba condenada a quedar inconclusa. Las únicas personas que sabían qué sucedió en aquel descampado estaban muertas.

»Aun así, Will recibió un funeral digno de un inspector, con toda la parafernalia. Tocó una banda, y se vieron guantes blancos y cintas negras, y a tu madre le dieron una bandera plegada. Debido a las circunstancias de la muerte, se cuestionó si tendría derecho a las prestaciones a la familia. Puede que no lo sepas, pero un inspector de Police Plaza, un tal Jack Stepp, cruzó discretamente unas palabras con tu madre cuando ella regresaba al coche después del funeral. Stepp era el esbirro del comisario, el que recogía la basura entre bastidores. Le dijo que velarían por ella, y así fue. Le pagaron las prestaciones bajo mano. Alguien se aseguró de que recibía un trato justo, de que los dos estabais bien atendidos.

»Después del funeral, Epstein se puso en contacto conmigo. Él no asistió. Creo que era un acto demasiado público para él, y prefirió permanecer en segundo plano. Vino aquí, a esta casa, se sentó en la silla donde ahora estás sentado tú, y me preguntó qué sabía acerca de los homicidios. Yo le conté lo mismo que te he contado a ti, todo. Luego se marchó y no volví a verlo, ni siquiera hablé con él hasta que tú viniste con tus preguntas. Y después se presentó Wallace, y pensé que debía informar a Epstein. Por Wallace no me preocupé mucho: hay formas de resolver estas cosas, y supuse que era posible ahuyentarlo si surgía la necesidad. En cambio tú…, sabía que volverías una y otra vez, que se te había metido entre ceja y ceja la idea de husmear en la tierra y no pararías hasta encontrar los huesos. Epstein me dijo que su gente ya había tomado medidas para detener a Wallace, y que yo debía contarte lo que sabía. -Se reclinó en su silla, agotado-. Así que ahora ya lo sabes todo.

– ¿Y te lo has callado todo este tiempo?

– Ni siquiera hablé de ello con tu madre, y si he de serte sincero, digamos que me alegré cuando me anunció que te llevaba a Maine. Me dio la sensación de que así ya no tendría que responsabilizarme de ti, de que podría convencerme de que lo había olvidado todo.

– ¿Me lo habrías contado si yo no hubiese venido a preguntar?

– No. ¿Para qué? -De pronto pareció pensárselo mejor-. Mira, no lo sé. He leído sobre ti, y he oído las historias sobre la gente que has encontrado, y los hombres y mujeres que has matado. En todos esos casos había algo extraño. Quizás en los últimos dos años he pensado que debías estar enterado para…

Se esforzó por encontrar las palabras adecuadas.

– ¿Para qué?

Decidió que ya las tenía, aunque no quedó del todo satisfecho.

– Para que estuvieses preparado cuando volviesen -dijo.

25

Recibí la llamada en el móvil poco antes de las doce de la noche. Jimmy había ido a prepararme la cama en la habitación de invitados, y yo, sentado a la mesa de la cocina, intentaba aún asimilar lo que me había contado. Ya no sentía el suelo sólido bajo mis pies, y temía no ser capaz de sostenerme al levantarme. Quizá debería haber puesto en duda la historia de Jimmy, o al menos mostrarme escéptico en cuanto a algunos detalles hasta poder investigarlos más detenidamente yo mismo, pero no lo hice. En el fondo de mi alma sabía que todo lo que me había contado era verdad.

Consulté el identificador de llamadas antes de contestar, pero no reconocí el número.

– ¿Diga?

– ¿Señor Parker? ¿Charlie Parker?

– Sí.

– Soy el inspector Doug Santos de la Sesenta y ocho. ¿Podría decirme dónde se encuentra ahora?

La Sesenta y ocho incluía Bay Ridge, donde yo vivía antes con mi familia. La noche que murieron Susan y Jennifer, los primeros en llegar al lugar del crimen fueron los agentes de esa comisaría, junto con Walter Cole.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué pasa?

– Por favor, limítese a contestar a mi pregunta.

– Estoy en Brooklyn, en Bensonhurst.

Cambió el tono de su voz. Mientras en un primer momento habló con sequedad y eficiencia, de pronto se advirtió en sus palabras un mayor apremio. Yo ignoraba cómo había ocurrido, pero tenía la sensación de haberme convertido en posible sospechoso en cuestión de segundos.

– ¿Podría facilitarme una dirección? Me gustaría hablar con usted.

– ¿De qué se trata, inspector? Es tarde y he tenido un día muy largo.

– Preferiría hablar con usted en persona. ¿Cuál es la dirección?

– Un momento.

Jimmy acababa de volver del cuarto de baño. Enarcó una ceja en un gesto interrogativo cuando yo tapé el micrófono del teléfono con la mano.

– Es un policía de la Sesenta y ocho. Quiere hablar conmigo. ¿Tienes inconveniente en que lo reciba aquí? Algo me dice que quizá necesite una coartada.

– No hay problema -contestó Jimmy-. ¿Sabes el nombre?

– Santos.

Jimmy movió la cabeza en un gesto de negación.

– No lo conozco. Ya es tarde, pero si quieres, puedo hacer alguna que otra llamada y averiguar qué ocurre.

Di la dirección a Santos. Me dijo que llegaría en menos de una hora. Entretanto, Jimmy se dispuso a telefonear a sus propios contactos, aunque Walter Cole seguía siendo una opción si él no sacaba nada en claro. Tiró a la basura la botella de vino vacía mientras hacía la primera llamada, que le bastó para averiguar algo. Cuando colgó, estaba alterado.

– Ha habido un asesinato -dijo.

– ¿Dónde?

– No te va a gustar. En Hobart 1219. Hay un muerto en la cocina de tu antigua casa. Puede que tengas sentimientos encontrados cuando sepas quién es: Mickey Wallace.

Santos llegó media hora después. Era alto y moreno, y no debía de tener mucho más de treinta años. Poseía la expresión ávida de alguien decidido a ascender en el escalafón tan deprisa como fuese humanamente posible, sin importarle mucho pisotear los dedos a los demás en el camino. Se llevó una decepción al descubrir que yo tenía coartada para toda la noche, y encima una coartada corroborada por un policía. Así y todo, aceptó un café, y si bien no se mostró precisamente cordial, se relajó lo suficiente para no ocultar el hecho de que yo ya no era un sospechoso potencial.

– ¿Usted conocía a ese hombre? -preguntó.

– Se proponía escribir un libro sobre mí.

– ¿Y a usted eso qué le parecía?

– No me hacía mucha gracia. Intenté disuadirlo.

– ¿Le importaría decirme cómo?

Si Santos hubiese estado provisto de antenas, habrían empezado a vibrar. Aunque yo no hubiese matado personalmente a Wallace, podría haber buscado a alguien que lo hiciera por mí.

– Le dije que no cooperaría. Me aseguré de que ninguna persona cercana a mí cooperase tampoco.

– Por lo visto no captó la indirecta. -Santos tomó un sorbo de café. Pareció sorprenderle gratamente el sabor-. Muy bueno el café -dijo a Jimmy.

– Blue Mountain -contestó Jimmy-. Sólo el mejor.

– ¿Ha dicho usted que antes trabajaba en el Distrito Noveno? -preguntó Santos.

– Así es.

Santos volvió a dirigirme su atención.

– Su padre trabajó también en el Noveno, ¿no?

Casi admiré la capacidad de Santos para documentarse a toda prisa. A menos que hubiera estado haciendo indagaciones ya antes, alguien debía de haberle dado por teléfono los principales detalles de mi expediente de camino a Bensonhurst.

– Exacto -respondí.

– ¿Y a qué ha venido? ¿A recordar viejos tiempos?

– ¿Tiene eso algo que ver con el caso?

– No lo sé. ¿Lo tiene?

– Oiga, inspector -dije-. Yo quería que Wallace dejara de fisgar en mi vida, pero no deseaba su muerte. Y si hubiera contratado a un asesino, no habría sido para matarlo en la habitación donde murieron mi mujer y mi hija, y me habría asegurado de estar muy lejos cuando eso ocurriese.

Santos asintió.

– Supongo que tiene razón. Sé quién es usted. Por más cosas que cuenten, me consta que tonto no es.

– Todo un halago -contesté.

– Lo es, ¿verdad? -Suspiró-. He hablado con unas cuantas personas antes de venir aquí. Me han asegurado que no es su estilo.

– ¿Le han dicho cuál es mi estilo?

– Me han dicho que no me conviene saberlo, y les he creído, pero todos coinciden en que su estilo no tiene nada que ver con lo que le han hecho a Mickey Wallace. -Esperé-. Lo han torturado con una navaja -explicó Santos-. No ha sido un trabajo muy sutil, pero sí eficaz.

Supongo que alguien quería obligarlo a hablar. En cuanto ha dicho lo que sabía, lo han degollado.

– ¿Nadie ha oído nada?

– No.

– ¿Cómo lo han encontrado?

– Un par de agentes de patrulla se han fijado en que la verja lateral estaba abierta. Uno de ellos ha rodeado la casa y ha visto luz en la cocina: una linterna pequeña, probablemente de Wallace, pero verificaremos las huellas por si acaso.

– ¿Y ahora qué?

– ¿Tiene usted tiempo?

– ¿Ahora mismo?

– No, algún día de esta semana, si le parece. ¿Cuándo va a ser?

– Yo aquí ya he acabado -contesté. No era verdad, por supuesto. Si no hubiese habido otras distracciones, me habría quedado con Jimmy con la esperanza de exprimirle hasta el último detalle a primera hora de la mañana siguiente, una vez digerido todo lo que me había contado. Quizá le habría pedido que volviera a contármelo todo, sólo para asegurarme de que no había omitido nada, pero Jimmy estaba cansado. Se había pasado la tarde confesando no sólo sus propios pecados, sino también los de otros. Necesitaba dormir.

Sabía qué iba a pedirme Santos de un momento a otro, y sabía que tendría que decir que sí, por mucho dolor que me causara.

– Me gustaría que le echara usted un vistazo a la casa -propuso-. Ya han levantado el cadáver, pero quiero que vea una cosa.

– ¿Qué?

– Es mejor que lo vea usted mismo, si no le importa.

Accedí. Le dije a Jimmy que probablemente volvería para seguir hablando algún día de esa semana, y él contestó que allí lo encontraría. Se había callado demasiadas cosas durante demasiado tiempo. Cuando nos fuimos, nos observó alejarnos desde el porche. Se despidió con un gesto, pero no se lo devolví.

Hacía años que no ponía los pies en Hobart Street, desde que me llevé de la casa las últimas pertenencias de mi familia, clasificándolas en dos grupos: las que conservaría y las que desecharía. Creo que fue una de las tareas más difíciles que he asumido nunca, ese servicio por los difuntos. Con cada objeto que apartaba -un vestido, un sombrero, una muñeca, un juguete-, tenía la sensación de estar traicionando su recuerdo. Debería haberlo guardado todo, porque eran cosas que las dos habían tocado y sostenido, y algo de ellas residía en esos objetos familiares, ahora ajenos a causa de la pérdida. Tardé tres días. Aún recuerdo que me pasé una hora sentado en el borde de la cama con el cepillo de Susan en la mano, acariciando el pelo prendido entre las púas. ¿También eso debía desecharlo? ¿O debía conservarlo junto con la barra de carmín amoldada a la forma de sus labios, el estuche del colorete que conservaba la huella de su dedo, la copa de vino sin lavar marcada por sus manos y su boca? ¿Qué debía guardar y qué olvidar? Al final, quizá guardé demasiado; o no guardé lo suficiente. Demasiado para liberarme realmente, y demasiado poco para abstraerme por completo en su recuerdo.

– ¿Está bien? -preguntó Santos cuando nos hallábamos ante la verja.

– No -contesté. Vi cámaras de televisión, y los destellos de los flashes estallaron ante mí, dejando un rastro de puntos rojos. Vi coches patrulla, y a hombres de uniforme. Y me hallaba de nuevo en el pasado, con la rodilla magullada y el pantalón roto, la cabeza entre las manos y la imagen de las muertas fija en la retina.

– ¿Necesita unos minutos?

Nuevos destellos de flash, ahora más cerca. Oí que pronunciaban mi nombre, pero no reaccioné.

– No -repetí, y seguí a Santos a la parte de atrás de la casa.

Fue la sangre lo que pudo conmigo. Sangre en el suelo de la cocina, y sangre en las paredes. Fui incapaz de entrar. Eché una ojeada desde fuera hasta que sentí el estómago revuelto y la cara empapada en sudor. Me apoyé en la fría madera del porche trasero de la casa y cerré los ojos hasta que desaparecieron las náuseas.

– ¿Lo ha visto? -preguntó Santos.

– Sí -contesté.

El símbolo estaba dibujado con la sangre de Wallace. Ya habían levantado el cadáver, dejando la posición marcada en el suelo. El símbolo se hallaba justo por encima de donde había quedado apoyada la cabeza de Wallace. Cerca se había desparramado por el suelo el contenido de una carpeta de plástico. Vi las fotografías y supe a qué había ido allí Wallace. Deseaba revivir los asesinatos y el hallazgo de los cadáveres.

– ¿Sabe qué significa ese símbolo? -preguntó Santos.

– Nunca lo había visto.

– Yo tampoco, pero me atrevería a decir que el autor de esto ha dejado su firma. Hemos registrado el resto de la casa. Está limpia. Parece que todo ha sucedido en la cocina.

Me volví hacia él. Era joven. Probablemente ni siquiera entendía la trascendencia de sus propias palabras. Y sin embargo no pude perdonar su torpeza.

– Aquí ya hemos acabado -dije.

Me alejé de él, y me adentré en otra lluvia de flashes, focos de cámaras de televisión y preguntas a gritos. Me quedé paralizado por un momento al caer en la cuenta de que no tenía forma de marcharme de allí. Había ido con Santos. No disponía de mi propio coche. Vi a alguien de pie bajo un árbol, una silueta familiar: un hombre alto y corpulento de cabello plateado cortado a cepillo, al estilo militar. En mi estado de confusión, tardé un momento en identificarlo.

Tyrrell.

Tyrrell se encontraba allí, un hombre que, incluso después de abandonar yo la policía, me dejó bien claro que, en su opinión, yo debería estar entre rejas. En ese momento avanzaba resueltamente hacia mí, frente al lugar donde había sido asesinado Mickey Wallace. Éste había insinuado que algunas personas estaban dispuestas a hablar con él, y supe entonces que Tyrrell era una de ellas. Algunos periodistas lo vieron acercarse, y uno en concreto, un tal McGarry, especializado en sucesos, que llevaba tanto tiempo visitando comisarías en busca de información que tenía la piel azulada, llamó a Tyrrell por su nombre. Por el modo en que éste se movía, era obvio que iba a producirse algún tipo de enfrentamiento, y tendría lugar bajo el resplandor de las cámaras y las luces rojas de los aparatos de grabación portátiles. Así lo quería Tyrrell.

– Hijo de puta -gritó-. Esto es culpa tuya.

Más fogonazos, y la luz intensa y permanente de una cámara de televisión enfocó a Tyrrell. Había bebido, pero no estaba ebrio. Me preparé para hacerle frente, y de pronto una mano me sujetó del brazo y oí la voz de Jimmy Gallagher decir:

– Vamos. Salgamos de aquí.

Pese al cansancio, me había seguido hasta allí, y yo se lo agradecí. Advertí la frustración en el rostro de Tyrrell cuando vio huir a su presa, privándolo de su gran momento ante los medios; enseguida los periodistas más atentos se dirigieron hacia él para solicitar un comentario, y empezó a escupir su hiel.

Santos observó cómo se marchaba Parker, y vio que Tyrrell empezaba a hablar con los periodistas. Ignoraba por qué Tyrrell echaba a Parker la culpa de lo sucedido, pero ahora sabía que existía resentimiento entre aquellos dos hombres. Ya hablaría con Tyrrell a su debido tiempo. Al volverse, vio a un hombre con un traje oscuro de buen corte que había atravesado el cordón policial y parecía mirar fijamente las luces del coche de Jimmy Gallagher mientras se alejaba. Santos se dirigió hacia él.

– Oiga, debe quedarse detrás de la barrera.

El hombre abrió el billetero que llevaba en la palma de la mano para mostrar una placa y un carnet de la policía del estado de Maine, pero no miró a Santos, que se irritó ante ese gesto de desdén.

– Inspector Hansen -dijo Santos-. ¿Puedo ayudarlo en algo?

Hansen no respondió a Santos hasta que el coche dobló por Marine Avenue y se perdió de vista. Tenía los ojos muy oscuros, igual que el pelo y el traje.

– No lo creo -contestó, y se fue.

Esa noche dormí en casa de Jimmy Gallagher, éri una cama limpia en una habitación por lo demás vacía, y en mis sueños vi una silueta oscura inclinada sobre Mickey Wallace, susurrando y cortando, en la casa de Hobart Street, y detrás de ellos, como dos películas superpuestas, ambas reproduciendo el mismo escenario desde un ángulo parecido pero en distintos momentos, vi a otro hombre encorvado sobre mi esposa, hablándole en voz baja mientras le hendía el cuchillo, el cuerpo de mi hija muerta en el suelo a su lado, en espera de ser profanado a su vez. Y luego desaparecían y sólo quedaba Wallace en la oscuridad, manando sangre a borbotones de la herida en su garganta, temblándole todo el cuerpo. Moría solo y asustado en un lugar desconocido…

Entonces aparecía una mujer en la puerta de la cocina. Llevaba un vestido de verano, y tenía al lado a una niña, sujeta a la fina tela del vestido de su madre con la mano derecha. Se acercaban a Wallace, y la mujer se arrodillaba junto a él y le acariciaba la cara; la niña lo cogía de la mano, y juntas lo tranquilizaban hasta que se le cerraban los ojos y abandonaba el mundo para siempre.

26

El cuerpo de la chica había sido envuelto en una lámina de plástico, luego lastrado con una piedra y tirado a un estanque. Lo descubrieron el día en que una vaca resbaló, cayó al agua y se le enredó una pata en la cuerda que ceñía el plástico. Cuando la vaca, una Hereford con cuernos, de considerable valor, fue izada del estanque, el cadáver salió con ella.

Casi tan pronto como fue hallado, los lugareños del pequeño pueblo de Goose Creek, en el sur de Idaho, supieron quién era. Se llamaba Melody McReady, y se desconocía su paradero desde hacía dos años. Su novio, Wade Pearce, había sido interrogado en relación con su desaparición, y aunque al final la policía lo descartó como sospechoso, se suicidó cuando hacía ya un mes que no se sabía nada de Melody, o ésa fue la versión oficial. Se pegó un tiro en la cabeza pese a que, al parecer, no tenía pistola. Aunque, como decía la gente, nunca se sabe hasta dónde puede llevar el dolor…, el dolor o la culpabilidad, ya que, al margen de lo que dijera la policía, había quienes opinaban que Wade Pearce era el responsable de lo que le había ocurrido a Melody McReady, fuera lo que fuese, a pesar de que tales sospechas se debían más a la generalizada antipatía por la familia Pearce que a alguna prueba real de mala conducta, por parte de Wade. Aun así, ni siquiera quienes creían en la inocencia de Wade lo lamentaron demasiado cuando se quitó la vida, porque Wade era un mal bicho, igual que los demás hombres de su familia. Melody McReady había acabado con él porque su propia familia estaba casi igual de tarada. Todo el mundo sabía que aquello terminaría en llanto. Pero no esperaban un derramamiento de sangre, ni que al final saliese de aquellas aguas quietas un cadáver prendido de la pata de una vaca.

Se llevaron a cabo pruebas de ADN de los restos para confirmar la identidad de la joven y encontrar cualquier posible indicio dejado por quien la había matado y echado al estanque del viejo Sidey, aunque los investigadores dudaban que fuera a descubrirse algo de provecho. Había transcurrido demasiado tiempo, y el plástico no envolvía herméticamente el cuerpo, de modo que los peces y los elementos habían ejercido su acción.

Fue una sorpresa, pues, recuperar en el plástico una huella digital que pudiera utilizarse. La enviaron a AFIS, el sistema de identificación de huellas digitales del FBI. A continuación, los inspectores que investigaban el hallazgo del cadáver se sentaron a esperar. AFIS estaba desbordada de trabajo por el sinfín de peticiones remitidas por las distintas fuerzas del orden, y podía tardar semanas o meses en llevar a cabo la verificación, según la urgencia del caso y el nivel de saturación. Finalmente resultó que la huella se analizó al cabo de dos semanas, pero no se encontró correspondencia alguna. Junto con la huella había una fotografía de una marca que se descubrió en una roca cerca del estanque, una fotografía que al final llegó a la Unidad Cinco de la DSN, la División de Seguridad Nacional del FBI, la sección responsable de reunir información para los servicios de inteligencia y llevar a cabo acciones de contraespionaje relacionadas con la seguridad nacional y el terrorismo internacional.

La Unidad Cinco de la DSN no era más que una terminal informática de máxima seguridad con sede en la delegación de Nueva York en Federal Plaza. La reciente asignación a la DSN, y el nuevo título de Unidad Cinco que la acompañaba, eran banderas de conveniencia aprobadas por la Oficina del Consejo General para asegurar que la cooperación de las fuerzas del orden era ágil e incondicional. La Unidad Cinco se ocupaba de todas las averiguaciones, por periféricas que fueran, relacionadas con la investigación de las acciones del asesino conocido como el Viajante, el individuo responsable de las muertes de una serie de hombres y mujeres en los últimos años de la década de 1990, entre ellos Susan y Jennifer Parker, la esposa e hija de Charlie Parker. Con el tiempo, la Unidad Cinco absorbió información anterior sobre el fallecimiento de un hombre llamado Peter Ackerman en Nueva York a finales de los años sesenta, la muerte a tiros de una mujer sin identificar en Gerritsen Beach unos meses después y los homicidios de Pearl River en los que intervino Will Parker, información reunida por un agente especial con rango de subjefe a cargo de la delegación de Nueva York, y después transmitida a uno de sus sucesores. Asimismo, sus archivos contenían todo el material conocido sobre los casos que había llevado Charlie Parker desde que empezó a trabajar como investigador privado.

Otras agencias, incluido el Departamento de Policía de Nueva York, conocían las asignaciones de la Unidad Cinco, pero en último extremo sólo dos personas tenían acceso al material de la unidad: el agente especial a cargo de la delegación neoyorquina, Edgar Ross, y su ayudante, Brad. Fue dicho ayudante quien, veinte minutos después de recibirse en la unidad el primer comunicado, llamó a la puerta de su jefe con cuatro hojas en las manos.

– Esto no va a gustarte -anunció. Ross alzó la vista cuando Brad cerró la puerta.

– Nunca me gusta nada de lo que me dices. Nunca traes buenas noticias. Ni siquiera traes café. ¿Qué tienes?

Brad parecía reacio a entregarle las hojas, como un niño preocupado por presentar una tarea mal hecha a la maestra.

– Una solicitud de huellas digitales a AFIS, extraídas de un cadáver hallado en Idaho. Una chica del pueblo, Melody McReady. Desapareció hace dos años. Encontraron el cadáver en un estanque, envuelto en un plástico. La huella estaba en el plástico.

– ¿Y ha aparecido alguna correspondencia?

– No, pero había algo más: una fotografía. Fue lo que disparó la alarma.

– ¿Por qué?

Brad parecía nervioso. Aunque ya llevaba casi cinco años con su jefe, todo lo relacionado con la Unidad Cinco lo ponía nervioso. Había leído los detalles de algunos de los otros casos adjudicados automáticamente a la unidad. Todos sin excepción le ponían la carne de gallina. También sin excepción todos parecían implicar, directa o indirectamente, al tal Charlie Parker.

– Las huellas no se correspondían con ninguna de la base de datos, pero el símbolo sí. Se ha encontrado en otros dos cadáveres anteriores. La primera vez apareció en el cuerpo de una mujer desconocida sacada del riachuelo de Shell Bank, en Brooklyn, hace más de cuarenta años, después de ser abatida a tiros por un policía. Nunca fue identificada. La segunda vez estaba en el cuerpo de una adolescente asesinada en un coche en Pearl River hará unos veintiséis años. Se llamaba Missy Gaines: era de Jersey y se había escapado de su casa.

Ross cerró los ojos y esperó a que Brad continuase.

– A esa tal Gaines la mató el padre de Charlie Parker. A la otra mujer se la cargó el compañero de su padre dieciséis años antes.

Por fin, a su pesar, entregó las hojas. Ross examinó el símbolo de la primera, el aparecido en el cadáver de Melody, y lo comparó con el símbolo de las muertes anteriores.

– Demonios -exclamó.

Brad se sonrojó, pese a que sabía que no era el culpable de lo que vendría a continuación.

– Lo que viene es aún peor. Mira la segunda hoja. Eso apareció grabado en un árbol cerca del cadáver de un chico llamado Bobby Faraday.

Esta vez Ross juró más enérgicamente.

– La tercera marca se encontró en la madera junto a la puerta trasera de la casa de la familia Faraday. Se dio por supuesto que se habían suicidado, pero el jefe, un hombre llamado Dashut, parecía tener sus dudas. Tardaron cinco días en descubrirla.

– ¿Y nos llega ahora?

– La policía del estado no la envió. Por allí son muy territorialistas. Al final, Dashut se cansó al ver que no avanzaban y pasó por encima de ellos.

– Busca todos los informes que encuentres sobre la chica esa, la McReady, y sobre los Faraday.

– Ya los he pedido -contestó Brad-. Deberían llegar en menos de una hora.

– Ve a esperarlos.

Brad obedeció.

Ross dejó las hojas al lado de un juego de fotografías que tenía en la mesa desde esa mañana. Procedentes del escenario del crimen de la noche anterior en Hobart Street, mostraban el símbolo dibujado en la pared de la cocina con la sangre de Mickey Wallace.

A Ross le habían informado del asesinato una hora después de descubrirse el cadáver de Wallace, y había pedido que le hicieran llegar, antes de las nueve de la mañana siguiente, las fotografías y las copias de toda la documentación relacionada con el caso. En cuanto vio el símbolo, procedió a borrar el rastro. Tras recibirse ciertas llamadas en One Police Plaza, el símbolo se limpió de la pared de la cocina. Cuantos habían pasado por el lugar del hecho recibieron aviso de que el símbolo era vital para el caso, y toda mención a él fuera del equipo de investigación inmediato acarrearía acciones disciplinarias y, en último extremo, el despido sin recurso de apelación. Se extremaron aún más las medidas de seguridad en torno a todos los expedientes policiales relacionados con los homicidios de Pearl River, la mujer tiroteada en Gerritsen Beach y la muerte accidental de Peter Ackerman en el cruce de la calle Setenta y ocho con la Primera Avenida nueve meses antes. Dichas medidas impedían el acceso a esos expedientes sin el permiso expreso del agente especial Ross y los subcomisarios de Operaciones e Inteligencia del Departamento de Policía de Nueva York, pese a que todos los informes pertinentes habían sido meticulosamente «esterilizados» después de los sucesos de Pearl River para asegurar que toda correspondencia que pudiera surgir en fecha posterior se remitiese a la oficina del comisario y, tras su creación, a la Unidad Cinco. Cualquier indagación referente a ellos activaría una alerta.

Ross sabía que la muerte de un periodista, aunque ya no ejerciese como tal, atraería a otros periodistas como moscas, y las circunstancias de la muerte de Wallace, asesinado en una casa donde una década antes se habían cometido dos asesinatos de gran resonancia pública, despertarían aún mayor atención. Era importante mantener el máximo secreto en la investigación, pero no podía ser totalmente hermética, o los periodistas más suspicaces empezarían a percibir un intento de encubrimiento. Por consiguiente se decidió, de común acuerdo con One Police Plaza, que se presentaría a los medios una conveniente «fachada» de colaboración, y una serie de comunicados extraoficiales controlados con rigor difundirían información suficiente para mantener a raya a los medios sin llegar de hecho a divulgar nada que pudiera poner en peligro la marcha de la investigación.

Ross resiguió con los dedos el símbolo fotografiado en la pared; luego abrió varias carpetas en su escritorio y sacó copias de cuatro fotografías distintas. Pronto tenía la mesa cubierta de variaciones de las mismas imágenes, símbolos grabados a fuego en la carne, labrados en la madera y tallados en la piedra.

Ross volvió la silla hacia la ventana y contempló la ciudad. Al mismo tiempo marcó un número utilizando una línea segura. Contestó una mujer.

– Póngame con el rabino, por favor -dijo Ross.

En cuestión de segundos Epstein estaba al aparato.

– Soy Ross.

– Esperaba su llamada.

– ¿Ya se ha enterado, pues?

– Recibí una llamada anoche para ponerme sobre aviso.

– ¿Sabe dónde está Parker?

– Anoche el señor Gallagher lo acogió en su casa.

– ¿Eso es de dominio público?

– No ha llegado a los medios. El señor Gallagher tomó la precaución de quitar la matrícula cuando se dio cuenta de que podía verse obligado a llevar a cabo un rescate.

Ross sintió alivio. Sabía que, a falta de una pista en Nueva York, los periodistas ya habían intentado localizar a Parker a través del bar de Maine donde trabajaba. Había telefoneado a la delegación de Portland para pedir que unos agentes se acercaran a la casa de Parker, y por tanto estaba enterado ya de la presencia de dos coches y una unidad de televisión aparcados delante. Por otra parte, el dueño del Great Lost Bear había informado a un agente de que se había visto obligado a colgar un cartel en su puerta: PERIODISTAS NO. A fin de asegurarse de que se cumplía su orden, había apostado en la entrada a dos hombres corpulentos, proporcionándoles previamente unas camisetas encargadas deprisa y corriendo donde se leía el rótulo PERIODISTAS NO. Según el agente en cuestión, dichos hombres aguardaban para iniciar su trabajo cuando él visitó el bar. Eran sin lugar a dudas, dijo, dos de los individuos más grandes que había visto en la vida.

– ¿Y ahora qué?

– Parker se ha ido de casa de Gallagher esta mañana -informó Epstein-. Ignoro dónde está.

– ¿Ha hablado usted con Gallagher?

– Dice que no sabe adónde ha ido Parker, pero ha confirmado que Parker ya lo sabe todo.

– Eso significa que irá a buscarlo a usted.

– Estoy preparado.

– Voy a enviarle cierto material. Es posible que le resulte interesante -dijo Ross.

– ¿Qué clase de material?

– ¿Recuerda el símbolo que se descubrió en los cadáveres de las mujeres del riachuelo de Shell Bank y Pearl River? Tengo otras tres versiones delante, una de dos años atrás, las otras de hace unos meses. En todos los casos se trata de muertes violentas.

– La mujer está dejando avisos, señales para el Otro -explicó Epstein.

– Y ahora su opuesto ha dejado su nombre en sangre en la casa de Charlie Parker, así que está haciendo lo mismo.

– Manténgame informado, por favor.

– Descuide.

Se despidieron y colgaron. Ross volvió a llamar a Brad y le ordenó que solicitara el rastreo del teléfono móvil de Parker y que destinara a dos hombres a la protección del rabino Epstein.

– Quiero saber dónde está Parker antes de que acabe el día -dijo.

– ¿Quieres que te lo traigan?

– No, sólo asegúrate de que no le pasa nada -respondió Ross.

– Ya es un poco tarde para eso, ¿no? -comentó Brad.

– Largo de aquí -ordenó Ross, pero pensó: de la boca de los niños se oye la verdad.

27

Telefoneé a Epstein desde una cabina de la Segunda Avenida, frente a un restaurante indio que ofrecía un bufé libre con comida que nadie quería probar, motivo por el que, en un intento de captar clientela, habían apostado en la puerta a un hombre taciturno con una vistosa camisa de poliéster para repartir propaganda que nadie quería leer. Llovía, y las octavillas pendían húmedas de su mano.

– Esperaba su llamada -dijo Epstein.

– Desde hace mucho, por lo que he podido saber -contesté.

– Supongo que querrá verme.

– Supone bien.

– Venga al sitio de costumbre. Pero mejor más tarde. A las nueve. Estoy impaciente por volver a verlo.

Dicho esto, colgó.

Me alojaba en un piso situado en la esquina de la calle Veinte con la Segunda Avenida, justo encima de una cerrajería. Tenía dos habitaciones de tamaño aceptable, una cocina independiente que jamás se había usado, y un cuarto de baño con espacio suficiente para realizar una rotación completa del cuerpo humano, siempre y cuando el cuerpo en cuestión mantuviese los brazos pegados a los costados. Había una cama, un sofá y un par de butacas, y un televisor con DVD pero sin conexión por cable. No disponía de teléfono, y por eso llamé a Epstein desde una cabina. No obstante, permanecí al aparato sólo el mínimo tiempo necesario para concertar el encuentro. Ya había tomado la precaución de extraer la batería del móvil y comprar otro provisional en una tienda.

Me llevé unos bollos de la panadería contigua y volví al apartamento. El casero, sentado en una silla a la derecha de la ventana del salón, limpiaba una pistola SIG, que no era lo que solían hacer los caseros en los domicilios de sus inquilinos, a menos que el casero en cuestión fuese casualmente Louis.

– ¿Y? -preguntó.

– He quedado con él esta noche.

– ¿Quieres compañía?

– Una segunda sombra no me vendría mal.

– ¿Eso es un comentario racista?

– No lo sé. ¿Cantas espirituales negros?

– No, pero te he traído un arma. -Metió la mano en una bolsa de piel y lanzó una pequeña pistola al sofá.

Extraje la pistola de la funda. Medía poco más de quince centímetros y pesaba bastante menos de un kilo.

– Una Kimber Ultra Diez Dos -explicó-. Cargador de diez balas. Cuidado con el ángulo posterior de la culata: es muy afilado.

Volví a enfundar la pistola y se la entregué.

– Estás de broma -dijo.

– Nada más lejos. Quiero recuperar la licencia. Si me cogen con un arma sin registrar, estoy acabado. Me despellejarán vivo y luego echarán los restos al mar.

Ángel salió de la cocina. Traía una cafetera.

– ¿Crees que el que se cargó a Wallace lo torturó para averiguar sus gustos musicales? -preguntó-. Le pincharon para sacarle lo que sabía de ti.

– De eso no estamos seguros.

– No, como tampoco lo estamos de la teoría de la evolución, o del cambio climático, o de la ley de la gravedad. Lo mataron en tu antigua casa, mientras investigaba sobre ti, y después alguien firmó su obra con sangre. Pronto ese alguien intentará hacer contigo lo que hizo con Wallace.

– Por eso Louis va a pegarse a mí esta noche.

– Claro -dijo Louis-, porque si me cogen a mí con un arma, no pasa nada. Los negros siempre salimos impunes de cualquier acusación por tenencia de armas.

– Sí, eso he oído -comentó Ángel-. Es algo relacionado con la defensa propia, creo: un delito de hermano contra hermano.

Alcanzó la bolsa de la panadería, la rompió para abrirla y la dejó en la mesa de centro pequeña y rayada. Luego me sirvió una taza de café y se sentó al lado de Louis mientras yo les contaba todo lo que había descubierto por mediación de Jimmy Gallagher.

El Centro Orensanz no había cambiado desde mi última visita unos años antes. Dominaba aún su tramo de Norfolk Street, entre East Houston y Stanton, un edificio neogótico proyectado por Alexander Seltzer en el siglo XIX para los judíos llegados de Alemania, inspirándose en la gran catedral de Colonia y los principios del romanticismo alemán. Por entonces se conocía como el Anshei Cheshed, el «Pueblo de la Bondad», antes de que la feligresía se uniera a la del Templo de Emanuel, coincidiendo con el traslado al Upper East Side de los judíos alemanes de Kleine Deutschland, en el Lower Manhattan. Su lugar lo ocuparon los judíos del este y el sur de Europa, y el barrio se convirtió en un laberinto densamente poblado, donde la mayoría pugnaba aún por abrirse camino en este nuevo mundo tanto desde el punto de vista social como desde el lingüístico. Anshei Cheshed se convirtió en Anshei Slonim, por el nombre de un pueblo polaco, y así se llamó hasta la década de 1960, cuando el edificio empezó a deteriorarse. Después lo rescató el escultor Ángel Orensanz y lo convirtió en un centro cultural y educativo.

Yo ignoraba qué relación tenía el rabino Epstein con el Centro Orensanz. Fuera cual fuese su posición allí, era extraoficial pero poderosa. Había visto algunos de los secretos que el centro escondía bajo su hermoso interior, y Epstein era su custodio.

Cuando entré, dentro sólo había un anciano que barría el suelo. Ya lo vi allí en mi última visita, y también entonces barría. Supuse que estaba siempre allí: limpiando, sacando brillo, vigilando. Me miró y movió la cabeza en un gesto de reconocimiento.

– El rabino no está -informó, deduciendo intuitivamente que sólo ésa podía ser la razón de mi presencia en aquel lugar.

– Lo he llamado por teléfono -dije-. Me espera. Vendrá.

– El rabino no está -repitió con un gesto de indiferencia.

Tomé asiento. Me pareció que no tenía sentido prolongar la discusión. El hombre suspiró y siguió barriendo. Transcurrió media hora, una hora. Epstein no daba señales de vida. Cuando al final me levanté para marcharme, el anciano se hallaba sentado junto a la puerta, sosteniendo la escoba en alto entre las rodillas, como un portaestandarte viejo y olvidado.

– Ya se lo había dicho -insistió.

– Sí, así es.

– Debería escuchar más atentamente.

– Eso me dicen a menudo.

El anciano movió la cabeza en ademán pesaroso.

– El rabino ya no viene mucho por aquí.

– ¿Por qué?

– Ha caído en desgracia, creo. O quizás ahora resulta demasiado peligroso para él, para todos nosotros. Es una lástima. El rabino es un buen hombre, un hombre sabio, pero algunos dicen que sus actos son impropios de esta… esta Bet Shalom.

Debió de advertir mi perplejidad.

– Casa de la paz -explicó-. Nada de Sheol. Aquí ya no.

– ¿Sheol?

– El infierno -contestó-. Aquí no. Ya no.

Y taconeó elocuentemente en el suelo, indicando los lugares ocultos debajo. En mi última visita al Centro Orensanz, Epstein me había enseñado una celda debajo del sótano del edificio. En ella retenía a una criatura que se hacía llamar Kittim, un demonio que deseaba ser hombre, o un hombre que se creía demonio. Ahora, si lo que decía el anciano era verdad, Kittim ya no estaba allí, expulsado junto con Epstein, su captor.

– Gracias -dije.

– Bevakashah -contestó-. Betakh ba-Adonai va'aseitov.

Lo dejé allí y salí a la fría noche de primavera. Por lo visto, había ido para nada. Epstein ya no se sentía cómodo en el Centro Orensanz, o el centro ya no estaba dispuesto a tolerar su presencia. Eché una ojeada alrededor, medio esperando verlo cerca, pero no había ni rastro de él. Había sucedido algo: no iba a venir. Intenté localizar a Louis, pero tampoco advertí el menor indicio de su presencia. Aun así, sabía que no andaba lejos. Bajé por la escalinata y me dirigí hacia Stanton. Al cabo de un minuto, noté que alguien caminaba a mi lado. Miré hacia la izquierda y vi a un joven judío con kipá y una holgada cazadora de cuero. Mantenía la mano derecha en el bolsillo. Me pareció distinguir la forma de la mira de una pequeña pistola marcada en el cuero. Detrás de mí, otro joven me seguía los pasos. Los dos parecían fuertes y rápidos.

– Se ha entretenido mucho ahí dentro -comentó el hombre a mi izquierda con un ligerísimo acento-. ¡Quién habría dicho que tiene tanta paciencia!

– He estado ejercitándome -respondí.

– Por lo que tengo entendido, buena falta le hacía.

– Bueno, sigo ejercitándome, así que tal vez quiera decirme adónde vamos.

– Hemos pensado que quizá le apetecería comer algo.

Me llevó por Stanton. Entre una tienda de comida preparada que no parecía haber renovado existencias desde el verano anterior a juzgar por la cantidad de insectos muertos esparcidos entre las botellas y los tarros del escaparate y una sastrería que, al parecer, consideraba la seda y el algodón modas pasajeras que acabarían sucumbiendo ante las fibras artificiales, había una pequeña cafetería kosher. Tenuemente iluminada, contenía cuatro mesas con la madera oscurecida y rayada por décadas de tazas de café caliente y cigarrillos encendidos. Un letrero en hebreo e inglés pegado al cristal anunciaba que estaba cerrada.

Sólo había una mesa ocupada. Sentado en una silla de cara a la puerta estaba Epstein, dando la espalda a la pared. Vestía un traje negro con camisa blanca y corbata negra. Un abrigo oscuro colgaba de una percha detrás de su cabeza, coronado por un sombrero negro de ala estrecha, como si su ocupante, en lugar de hallarse sentado debajo, se hubiera desintegrado recientemente, dejando sólo la ropa como prueba de su anterior existencia.

Uno de los jóvenes cogió una silla y la sacó a la acera, donde se sentó de espaldas a la entrada. Su compañero, el que me había hablado en la calle, tomó asiento dentro pero al otro lado de la puerta. No nos miró.

Había una mujer detrás del mostrador. Debía de tener poco más de cuarenta años, pero en la penumbra de la pequeña cafetería aparentaba diez menos. Tenía el pelo muy oscuro, y cuando pasé por delante de ella no le vi ni una sola cana. Además era hermosa, y olía ligeramente a clavo y canela. Me saludó con la cabeza, pero no me sonrió.

Me senté delante de Epstein pero ladeado para estar también de espaldas a una pared y ver la puerta.

– Podría haberme dicho que es persona non grata en el Centro Orensanz -protesté.

– Podría, pero no habría sido verdad -dijo Epstein-. Se tomó una decisión, una decisión con pleno acuerdo por ambas partes. Demasiadas personas cruzan las puertas del centro. No era justo, ni sensato, ponerlas en peligro. Lamento haberle hecho esperar, pero existía un motivo: vigilábamos las calles.

– ¿Y han encontrado algo?

A Epstein le brillaron los ojos.

– No, pero de habernos adentrado más en las sombras quizás algo, o alguien, nos habría encontrado a nosotros. Sospechaba que no vendría usted solo. ¿Me equivocaba?

– Louis ronda por aquí.

– El enigmático Louis. Es bueno tener amigos como él, pero malo necesitarlos demasiado.

La mujer nos sirvió comida: baba ghanoush con trozos de pan de pita; burekas; y pollo con vinagre, aceitunas, pasas y ajo, acompañado por un poco de cuscús. Epstein señaló la comida, pero no la probé.

– ¿Qué? -preguntó.

– En cuanto al Centro Orensanz, no me creo que esté usted en tan buenas relaciones con ellos.

– ¿Ah, no?

– No tiene usted fieles. No da clases. Va a todas partes con un pistolero como mínimo. Hoy lleva dos. Y una vez, hace mucho tiempo, le oí decir algo. Estábamos hablando y usted empleó el término «Jesucristo». Nada de eso me parece muy ortodoxo. No puedo evitar la impresión de que se ha ganado cierto rechazo.

– ¿Ortodoxo? -Se echó a reír-. No, soy un judío muy poco ortodoxo, pero judío en todo caso. Usted es católico, señor Parker…

– Un mal católico -rectifiqué.

– No soy quién para juzgar esas cosas. Aun así, me consta que hay distintos grados de catolicismo. Me temo que hay muchos más grados de judaísmo. El mío es menos claro que otros, y a veces me pregunto si no he pasado demasiado tiempo alejado de mi propio pueblo. Me descubro utilizando términos que no tengo por qué usar, lapsus que me abochornan, y peor aún, albergando dudas que no debería albergar. Así que en realidad quizá podría decirse que abandoné Orensanz antes de que me pidieran que me marchase. ¿Con eso se siente más cómodo? -Volvió a señalar los platos-. Ahora coma. Está bueno. Y nuestra anfitriona se ofenderá si no prueba lo que ha preparado.

No había quedado con Epstein para entretenerme con juegos semánticos ni para catar la cocina local, pero él sabía manipular las conversaciones a su entera satisfacción, y yo estaba en desventaja desde el momento mismo en que me dirigí hasta allí para reunirme con él. Aun así, no me había quedado elección. Ni Epstein ni sus custodios habrían permitido un punto de encuentro alternativo.

Por lo tanto, comí. Me interesé cortésmente por la salud de Epstein y su familia. Él me preguntó por Sam y Rachel, pero no ahondó en nuestra situación doméstica. Estaba al corriente de que Rachel y yo ya no vivíamos juntos, según me dijo. De hecho, tuve la impresión de que eran pocos los aspectos de mi vida que Epstein desconocía, y que siempre había sido así, desde el momento en que mi padre acudió a él para que le aclarase el significado de la marca del hombre que murió bajo las ruedas de un camión, cuya compañera había matado posteriormente a mi madre natural.

Cuando acabamos, sirvieron baklava. A mí me ofrecieron café, y lo acepté. Le eché un poco de leche, traída en un envase cerrado, y Epstein suspiró.

– Eso sí es un lujo -comentó-, poder disfrutar de un café con leche tan poco tiempo después de una comida.

– Tendrá que perdonar mi ignorancia…

– Una de las leyes del kashrut -aclaró Epstein-. Tenemos prohibido comer productos lácteos hasta seis horas después de consumir carne. Éxodo: «No cocerás el cabrito en la leche de su madre». Como ve, soy más ortodoxo de lo que cabría pensar.

La mujer permanecía cerca, esperando. Le di las gracias por su amabilidad y por la comida. A mi pesar, había comido más de lo que pretendía. Esta vez, ella sonrió pero no habló. Epstein le dirigió un parco gesto con la mano izquierda, y ella se apartó.

– Es sordomuda -explicó Epstein cuando ella nos volvió la espalda-. Lee los labios, pero no leerá los nuestros.

Miré a la mujer. Había vuelto el rostro en otra dirección y, con la cabeza gacha, examinaba un periódico.

Cuando por fin llegó el momento de encararme con él, sentí disiparse parte de mi ira. El rabino había mantenido muchas cosas ocultas durante mucho tiempo, igual que Jimmy Gallagher, pero tenía razones para ello.

– Sé que ha estado haciendo preguntas -dijo-. Y sé que ha recibido respuestas.

Cuando hablé, me pareció que adoptaba el tono de un adolescente malhumorado.

– Debería habérmelo contado cuando nos conocimos.

– ¿Por qué? ¿Porque ahora cree que tenía derecho a saberlo?

– Tuve un padre y dos madres. Todos murieron por mí.

– Por eso precisamente nadie podía contárselo -repuso Epstein-. ¿Qué habría hecho? Cuando nos conocimos, usted era aún un hombre colérico y violento: destrozado por el dolor, resuelto a vengarse. No era de fiar. Algunos opinan que aún no es de fiar. Y recuerde una cosa, señor Parker: cuando nos conocimos, yo acababa de perder a mi hijo. Era él quien me preocupaba, no usted. No posee el patrimonio exclusivo de la pena y el dolor.

»No obstante, tiene razón. Deberíamos habérselo contado antes, pero quizás ha elegido usted mismo el momento que más le convenía. Decidió cuándo empezar a hacer las preguntas que lo han traído hasta aquí. La mayoría ya han obtenido respuesta. Haré lo que pueda para aclararle las demás.

Ahora que había llegado el momento, no sabía bien por dónde empezar.

– ¿Qué sabe de Caroline Carr?

– Prácticamente nada -contestó-. Era de lo que ahora es un barrio residencial de Hartford, Connecticut. Su padre murió cuando ella tenía seis años. No quedan parientes vivos. Si la hubiesen concebido para ser anónima, no habría podido pedirse más.

– Pero no era anónima. Alguien vino a buscarla.

– Eso parece. Su madre murió al incendiarse su casa. Posteriores investigaciones revelaron que el incendio podría haber sido provocado.

– ¿Podría haber sido?

– Un cigarrillo encendido en el fondo de un cubo de basura, con papeles apilados encima, y un fogón de gas que no estaba del todo apagado. Podría haber sido un accidente, sólo que ni Caroline ni su madre fumaban.

– ¿Una visita?

– Esa noche no tuvieron visitas, según Caroline. A veces su madre recibía a caballeros, pero la noche que murió sólo Caroline y ella dormían en la casa. Su madre bebía. Estaba dormida en el sofá cuando se declaró el incendio, y probablemente ya había muerto cuando la alcanzaron las llamas. Caroline escapó descolgándose de una ventana en el piso de arriba. Cuando nos conocimos, me dijo que vio a dos personas observar la casa desde el bosque mientras ardía: un hombre y una mujer. Estaban cogidos de la mano. Pero para entonces alguien había dado la voz de alarma; algunos vecinos corrían ya a ayudarla y los bomberos estaban en camino. Su mayor preocupación era su madre, pero la planta baja ya había sido engullida por el fuego. Cuando volvió a pensar en el hombre y la mujer, habían desaparecido.

»Me dijo que, según creía, el incendio lo había provocado la pareja del bosque, pero cuando intentó contar a la policía lo que había visto, ellos le quitaron importancia, considerando que no eran más que las imaginaciones de una joven sumida en el dolor. Pero Caroline volvió a verlos, poco después del funeral de su madre, y se convenció de que pretendían hacerle a ella lo mismo que a su madre; o de que, en realidad, el objetivo era ella desde el principio.

– ¿Y por qué lo pensó?

– Un presentimiento. Por la manera en que la miraron, la manera en que sintió que la miraban. Llámelo instinto de supervivencia. Fuera cual fuese la razón, se marchó del pueblo después del funeral de su madre, decidida a buscar trabajo en Boston. Allí alguien intentó tirarla al metro. Notó una mano en la espalda y se tambaleó al borde del andén hasta que una joven la agarró y la salvó. Cuando miró alrededor, vio a un hombre y una mujer marcharse hacia la salida. La mujer se volvió a mirarla, y Caroline dijo que la reconoció: era la que había visto en Hartford. La segunda vez que los vio fue en South Station, cuando subía a un tren con destino a Nueva York. Le pareció que la observaban desde el andén, pero no la siguieron.

– ¿Quiénes eran?

– Entonces no lo sabíamos, y aún ahora no lo sabemos con certeza. Bueno, sí sabemos cómo se llamaba el hombre que murió bajo las ruedas de un camión, y los chicos que su padre mató en Pearl River, pero en último extremo esos nombres no han servido de nada. La confirmación de sus identidades no aclaró en modo alguno por qué perseguían a Caroline Carr, o a usted.

– Mi padre creía que Missy Gaines y la mujer que mató a mi madre eran la misma persona -dije-. Por extensión, debía de creer que Peter Ackerman y el chico que murió con Missy Gaines también eran los mismos. ¿Cómo es posible?

– Desde que nos conocemos, hace ya años, tanto usted como yo hemos presenciado cosas extrañas -contestó Epstein-. ¿Quién sabe qué debemos creer y qué descartar? No obstante, contemplemos primero la explicación más lógica o verosímil: durante un periodo de más de cuarenta años alguien ha contratado a una pareja de sicarios, un hombre y una mujer, para asesinarlo a usted, o a las personas allegadas a usted, incluida la mujer que fue su madre natural. Cuando moría una pareja, al cabo de un tiempo la sustituía otra. Estos sicarios se distinguían por ciertas marcas en los brazos, una para el hombre y otra para la mujer, justo aquí. -Se señaló un punto a medio camino entre la muñeca y la sangría del codo en el antebrazo izquierdo-. Desconocemos la razón por la que se ha elegido a sucesivas parejas para esto.

»Las investigaciones en torno a Missy Gaines, Joseph Dryden y Peter Ackerman revelaron que todos habían llevado una existencia totalmente normal durante gran parte de sus vidas. Ackerman era un cabeza de familia, Missy Gaines una adolescente modélica, Dryden ya era un bala perdida, pero no peor que otros muchos. De pronto, en algún momento, su comportamiento se alteró. Se desligaron de la familia y los amigos. Buscaron a un miembro del sexo opuesto desconocido hasta entonces, crearon un vínculo e iniciaron la cacería. Al principio, buscaban aparentemente a Caroline Carr, y más tarde, en los casos de Gaines y Dryden, lo buscaban a usted. Así que ésta es la explicación lógica: parejas dispares, unidas sólo por su determinación de causarle daño a usted y a su familia, actuando bien por voluntad propia, bien conforme a los designios de otro.

– Pero usted no da crédito a la explicación lógica.

– Pues no.

Epstein echó un brazo atrás y, tras hurgar en el bolsillo de su abrigo, sacó una fotocopia que desplegó sobre la mesa. Era un artículo científico y mostraba un insecto volando: una avispa.

– ¿Qué sabe usted de las avispas, señor Parker?

– Que pican.

– Cierto. Algunas, el grupo más numeroso de los Hymenoptera, son también parasitarios. En los insectos huéspedes elegidos…, orugas, arañas…, ponen huevos externamente, que atacan al huésped desde fuera, o los introducen en el cuerpo del huésped. Al final, las larvas aparecen y consumen al huésped. Esta conducta es relativamente habitual en la naturaleza, y no sólo entre las avispas. El icneumón, por ejemplo, utiliza a las arañas y a los áfidos para incubar a sus crías. Cuando inyecta sus huevos, inyecta también una toxina que paraliza al huésped. Luego las crías consumen al huésped desde dentro, empezando por los órganos menos necesarios para la supervivencia, tales como la grasa y las entrañas, a fin de mantener vivo al huésped el máximo tiempo posible antes de avanzar finalmente hacia los órganos esenciales. Con el tiempo, sólo queda un cascarón vacío. La manera de consumir al huésped pone de manifiesto cierto entendimiento instintivo de que un huésped vivo es mejor que uno muerto, pero por lo demás es todo bastante primitivo, aunque no puede negarse que desagradable.

Inclinándose, golpeteó la fotografía de la avispa.

– Ahora bien, existe una araña tejedora de telas orbiculares llamada Plesiometa argyra, autóctona de Costa Rica. También ella es presa de una avispa, pero de un modo interesante. La avispa ataca a la araña y la paraliza temporalmente mientras deposita sus huevos en la punta del abdomen de la araña. Luego se va, y la araña recupera la movilidad. Continúa su vida como siempre, tejiendo sus telas, atrapando insectos, mientras las larvas de la avispa se adhieren a su abdomen y se alimentan de sus jugos a través de pequeñas picaduras. Esto prosigue durante un par de semanas, y después ocurre algo francamente extraño: se altera el comportamiento de la araña. De algún modo, por medios desconocidos, las larvas, valiéndose de secreciones químicas, obligan a la araña a modificar la construcción de sus telas. En lugar de una tela redonda, la araña teje una plataforma reforzada de menor tamaño. Una vez acabada, las larvas matan a su huésped y forman un capullo en la nueva tela, a resguardo del viento, la lluvia y las hormigas depredadoras, y se inicia así su siguiente estadio de desarrollo. -Se relajó un poco-. Suponga que sustituimos a las avispas por espíritus errantes, y a las arañas por humanos: quizás así empecemos a comprender cómo es posible que hombres y mujeres en apariencia corrientes, llegado un punto, cambien por completo, muñéndose lentamente por dentro a la vez que permanecen inalterados por fuera. Una teoría interesante, ¿no cree?

– Tan interesante como para expulsar a alguien del centro cultural del barrio.

– O como para encerrarlo, si cometiera la insensatez de expresar esos pensamientos en voz demasiado alta, pero ésta no es la primera vez que usted oye cosas así: espíritus saltando de cuerpo en cuerpo, y personas que en apariencia viven más allá de su tiempo asignado, descomponiéndose poco a poco pero sin llegar a morir. ¿No es así?

Y me acordé de Kittim, atrapado en su celda, replegándose en sí mismo como un insecto en hibernación mientras su cuerpo se marchitaba; y de una criatura llamada Brightwell vista en un cuadro con siglos de antigüedad, y en una fotografía de la segunda guerra mundial, y por último en los tiempos actuales, mientras daba caza a un ser igual que él, cuya forma era humana pero no así su naturaleza. Sí, sabía de qué hablaba Epstein.

– Pero la diferencia entre una araña y un ser humano es una cuestión de conciencia, de conocimiento propio -continuó Epstein-. Como debemos dar por supuesto que la araña carece de conciencia de su propia identidad de araña, no tiene conocimiento, aparte del dolor que sufre al ser consumida, de lo que le ocurre cuando se altera su comportamiento y, en último extremo, empieza a morir. Pero un ser humano sí sería consciente de los cambios en su fisiología o, más exactamente, su psicología, su conducta. Sería, como mínimo, preocupante. Incluso es posible que el huésped consultara a un médico o un psiquiatra. Se llevarían a cabo pruebas. Se realizaría un esfuerzo por descubrir el origen de su desequilibrio.

– Pero no estamos hablando de avispas ni de otros insectos parasitarios.

– No, estamos hablando de algo que no puede verse, pero consume al huésped como las larvas de la avispa consumen a la araña, sólo que en este caso se adueñan de la identidad, del yo. Y algo en nosotros tomaría conciencia poco a poco de ese otro, esa criatura cebada en nosotros, y nos resistiríamos a esa oscuridad cuando empezase a consumirnos.

Me detuve a pensar un momento.

– Antes ha empleado la palabra «aparentemente» -dije-, en el sentido de que «aparentemente» eligieron como objetivo a mi madre natural. ¿Por qué dice «aparentemente»?

– Bueno, si Caroline Carr era su objetivo principal, ¿por qué volvieron al cabo de dieciséis años para acabar muriendo en Pearl River? La respuesta, cabría pensar, es que no pretendían matar a Caroline Carr sino al hijo que llevaba dentro.

– Aun así: ¿por qué?

– No lo sé, excepto que es usted una amenaza para ellos, y siempre lo ha sido. Quizá ni siquiera ellos mismos conozcan en realidad la naturaleza de la amenaza que usted plantea, pero la intuyen y reaccionan a ella, y su meta es eliminarla. Intentaban matarlo a usted, señor Parker, y probablemente creyeron que lo habían conseguido, durante un tiempo, hasta que descubrieron que estaban equivocados y que usted había permanecido oculto, de modo que se vieron obligados á regresar y enmendar su error.

– Y fracasaron por segunda vez.

– Y fracasaron -repitió Epstein-. Pero en los años posteriores usted ha empezado a captar la atención. Se ha cruzado con hombres y mujeres que tienen algo en común con esas criaturas, si no sus mismos objetivos, y puede ser que quienquiera, o lo que sea, que ha enviado a esos seres haya empezado a fijarse en usted. No es difícil extraer la conclusión necesaria, que es…

– Que volverán para intentarlo otra vez -concluí.

– No «volverán» -rectificó Epstein-. Ya han vuelto.

Y de debajo de la descripción de la avispa y sus acciones sacó una fotografía. Mostraba la cocina de Hobart Street, y el símbolo que había sido pintado con sangre en la pared.

– Ésta es la misma marca que se encontró en el cuerpo de Peter Ackerman y en el de Dryden, el chico que murió a manos de su padre en Pearl River -dijo. Luego añadió más fotografías-. Ésta es la marca que se encontró en los cuerpos de Missy Gaines y de la asesina de su madre natural. Desde entonces se ha visto en los escenarios de otros tres crímenes, uno de ellos antiguo, dos recientes.

– ¿Muy recientes? -De hace unas semanas. -Pero sin relación conmigo. -Sí, eso parece. -¿Qué están haciendo?

– Dejando señales. Entre sí y, quizás, en el caso de Hobart Street, para usted.

Sonrió, y la sonrisa reflejó compasión.

– Ya ve, algo ha regresado, y quiere que usted lo sepa.

Quinta parte

Ya que los muertos viajan deprisa.

Drácula (inspirado en «Lenore» de Burger),

Bram Stoker (1847-1912)

28

Los borrachos habían salido en tropel. Esa noche se había disputado un partido de hockey y el bar atraía a los hinchas porque uno de los propietarios, Ken Harbaruk, jugó en su día durante breves etapas con los Maple Leafs de Toronto y los Bruins de Boston antes de que un accidente de moto pusiera fin a su carrera. Solía decir que, dadas las circunstancias, aquello era lo mejor que le había pasado. Era buen jugador, pero no destacaba. Al final, como bien sabía, habría acabado en las ligas inferiores, jugando por calderilla e intentando ligar con mujeres fácilmente impresionables en bares muy parecidos al que ahora tenía. En cambio, gracias a sus lesiones, recibió una considerable indemnización e invirtió en la compra de la mitad de un bar que parecía destinado a garantizarle la clase de jubilación cómoda que le habría sido negada si hubiese continuado jugando. Además, si así lo hubiese deseado, también habría podido ligar con mujeres fácilmente impresionables, o eso se decía, pero, por lo regular, cuando las largas noches del bar se acercaban a su fin, pensaba en su tranquilo apartamento y su mullida cama. Mantenía una relación plácida pero informal con una abogada de cincuenta y un años muy bien llevados. Vivían cada uno por su lado, y los fines de semana alternaban las estancias nocturnas en casa de uno u otro, aunque él a veces habría preferido una situación un poco más clara. Le habría gustado que ella se fuese a vivir con él, pero sabía que ése no era su deseo. Ella valoraba su independencia. Al principio, Ken pensó que lo mantenía a raya a fin de comprobar la seriedad de sus intenciones. Ahora, pasados tres años, comprendía ya que esa distancia era justo lo que ella quería, y si él deseaba algo más, tendría que ir a buscarlo a otra parte. Llegó a la conclusión de que era demasiado viejo para ir a buscar a otra parte y debía dar gracias por lo que tenía. Podía considerarse razonablemente afortunado y razonablemente satisfecho.

Sí, en noches como ésa, cuando jugaban los Bruins y el bar se llenaba de hombres y mujeres demasiado jóvenes para acordarse de él, o tan mayores que recordaban lo intrascendente que había sido su carrera, Harbaruk experimentaba una molesta sensación de pesar por el derrotero que había tomado su vida, malestar que disimulaba actuando de manera más ruidosa y turbulenta que de costumbre.

«Pero así son las cosas», le había dicho a Emily Kindler después de entrevistarla para el empleo de camarera. De hecho, ella apenas había tenido que despegar los labios. Le bastó con escuchar y asentir de vez en cuando mientras él le contaba la historia de su vida, alterando la expresión debidamente para mostrar comprensión, interés, indignación o alegría, según lo exigiese el guión. Creyó reconocer a esa clase de hombre: cordial; más listo de lo que parecía pero sin llamarse a engaño sobre su inteligencia; un hombre que quizá todavía fantasease con hacerle una proposición a una chica pero que nunca lo llevaría a la práctica, e incluso se sentiría culpable sólo de pensarlo. Le habló de la abogada y mencionó el hecho de que había estado casado tiempo atrás, pero las cosas no salieron bien. Si a él le sorprendió lo mucho que estaba dispuesto a contarle, a ella no. Había descubierto que los hombres deseaban explicarle cosas. Le mostraban sus interioridades y ella no sabía por qué.

– Nunca se me ha dado bien hablar con las mujeres -dijo Harbaruk cuando concluía la entrevista-. Aunque no lo parezca, así es.

Era una chica poco común, pensó. Parecía necesitar unos kilos más y tenía los brazos tan delgados que sin duda podría rodearle los bíceps en su punto más ancho con una mano, pero era indiscutiblemente guapa, y lo que al principio había tomado por fragilidad, hasta el punto casi de descartar la posibilidad de contratarla nada más verla, se revelaba ahora como algo más complejo e indescriptible. Se advertía en ella cierta fortaleza. Quizá no física -aunque empezaba a pensar que no era tan débil como aparentaba, y si algo se le había dado siempre bien a Ken Harbaruk era juzgar la fortaleza de un adversario-, sino más bien una férrea firmeza interior. Harbaruk intuyó que la chica había pasado épocas difíciles, pero no se había venido abajo.

– Pues conmigo no le ha costado mucho hablar -dijo ella.

Sonrió. Quería el empleo.

Harbaruk cabeceó, sabiendo que ella estaba adulándolo pero sonrojándose ligeramente de todos modos. Sintió el calor en las mejillas.

– Gracias por decirlo -contestó él-. Es una lástima que no todo en la vida pueda resolverse con una entrevista ante un refresco.

Se puso en pie y le tendió la mano. Ella lo imitó y se dieron un apretón.

– Parece buena chica. Hable con Shelley, aquella de allí. Es la encargada de la barra. Le asignará los turnos y ya veremos qué tal se llevan.

Ella le dio las gracias, y así fue como se convirtió en camarera del bar restaurante Sports de Ken Harbaruk, sede local de la Liga Nacional de Hockey, como anunciaba en enormes letras blancas y negras el rótulo encima de la puerta. A su lado, un jugador de hockey de neón lanzaba el disco y luego levantaba las manos en un gesto triunfal. El jugador iba vestido de rojo y blanco, en una insinuación de la ascendencia polaca de Ken. Siempre le preguntaban si era pariente de Nick Harbaruk, que había disfrutado de una carrera de dieciséis años, desde 1961 hasta 1977, incluidas cuatro temporadas con los Penguins de Pittsburgh en la década de 1970. No era pariente suyo, pero no le molestaba que se lo preguntasen. Se sentía orgulloso de los compatriotas polacos que habían triunfado sobre el hielo: Nick, Pete Stemkowski, John Miszuk, Eddie Leier entre los de otros tiempos, y Czerkawski, Oliwa y Sidorkiewicz entre los recientes. Había fotografías de ellos en la pared bajo uno de los televisores, parte de un pequeño santuario dedicado a Polonia.

El santuario se hallaba cerca de donde en ese momento la chica recogía vasos y tomaba nota de los últimos pedidos. Había sido una larga noche, y se había ganado a pulso hasta el último dólar en propinas. La blusa le olía a cerveza derramada y fritos, y le dolían las plantas de los pies. Sólo deseaba acabar, marcharse a casa y dormir. Al día siguiente libraba; sería el primer día desde su llegada que no trabajaba en la cafetería o en el bar, o en los dos sitios. Pensaba levantarse tarde y hacer la colada. Chad, el joven que la rondaba, la había invitado a salir, y ella, un tanto vacilante, había accedido a ir al cine con él, pese a que aún conservaba vivo el recuerdo de Bobby Faraday y de lo ocurrido. Pero se sentía sola, y se dijo que una película poco daño podía hacer.

Cuando empezaron los comentarios de después del partido, Ken puso las noticias en un intento de vaciar más deprisa el local. La chica valoraba en Ken el hecho de que para él la vida no se redujera a los deportes. Leía un poco y estaba al corriente de lo que pasaba en el mundo. Tenía opiniones sobre política, historia y arte. Según Shelley, tenía demasiadas opiniones y se mostraba demasiado dispuesto a compartirlas con los demás. Shelley, cincuentona, estaba casada con un vago afable que pensaba que el sol salía al despertar Shelley y la noche era la manera en que el mundo lamentaba verse privado de la voz de Shelley mientras dormía. Sentado delante de la barra, tomándose una cerveza sin alcohol, esperaba para llevarla a casa en coche. Shelley era rubia y trabajaba con ahínco, y por consiguiente no le gustaba ver a ninguna de sus chicas esforzarse menos que ella. Estaba tres noches detrás de la barra, a veces junto con Ken si había partido. Hasta entonces la chica había trabajado con ella cinco veces, y después de la experiencia de la primera noche, dio gracias por la relativa paz de la tercera noche, cuando Ken estuvo al frente y todo fue un poco más relajado, aunque también un poco menos eficaz y un poco menos rentable.

Sólo quedaban dos hombres en su zona, y se hallaban en tal estado de embriaguez que se habría visto obligada a cortarles el suministro de no haber sido porque el bar estaba a punto de cerrar. Advirtió que de un momento a otro pasarían de la melancolía a la malevolencia, y para ella sería un alivio cuando se fueran. Mientras recogía los vasos y las canastas vacías de alas de pollo de la mesa a su derecha, notó que alguien le tocaba la espalda.

– Eh -dijo uno de los hombres-. Eh, encanto. Sírvenos otra.

Ella hizo como si no lo oyera. No le gustaba que los hombres la tocasen así.

El otro se rió y cantó un fragmento de una canción de Britney.

– Eh.

Esta vez el hombre la tocó con más fuerza. Ella se volvió.

– Vamos a cerrar -dijo.

– De eso nada. -Consultó el reloj con un gesto ostensible-. Aún nos quedan cinco minutos. Puedes traernos dos cervezas más.

– Lo siento, chicos. Ya no os puedo servir.

Por encima de sus cabezas pasaron a dar otra noticia. Ella dirigió la mirada hacia el televisor. Se veían destellos de flashes y coches de policía. Aparecían fotografías superpuestas sobre las imágenes: un hombre, una mujer y una niña. Se preguntó qué les habría ocurrido. Intentó saber si era una noticia local, y al ver las siglas del Departamento de Policía de Nueva York en el flanco de uno de los coches, dedujo que no lo era. Aun así, no podía ser nada bueno, no si sacaban sus fotografías. La mujer y la niña habían desaparecido o muerto, tal vez el hombre también.

– ¿Cómo que no nos puedes servir? -oyó preguntar a sus espaldas.

Era uno de los dos borrachos, el más bajo y sin embargo más hostil. Vestía una camiseta de los Patriots manchada de ketchup y el jugo de las alitas de pollo, y tras unas gafas baratas se le veían los ojos vidriosos. Rondaba los treinta y cinco años y no llevaba alianza nupcial. Despedía un olor acre, presente desde el momento que llegó. Al principio ella pensó que era por falta de higiene, pero empezaba a sospechar que se debía a una sustancia que segregaba, un contaminante interno que se mezclaba con su sudor.

– Déjalo, Ronnie -terció su amigo, más alto y más gordo, y mucho más borracho-. Me voy a desaguar el canario.

Pasó a trompicones junto a ella, mascullando una disculpa. Llevaba una camiseta negra con una flecha blanca apuntada hacia su entrepierna.

En el televisor volvió a cambiar la imagen. La chica alzó la vista. Otro hombre, no el primero, apareció bajo el resplandor de las luces. Parecía confuso, como si hubiera salido de su casa esperando encontrar paz, no aquel caos.

Un momento, pensó. Un momento. Yo a ti te conozco. Yo a ti te conozco. Era un recuerdo antiguo que no conseguía situar del todo. Algo se removió dentro de ella. Oyó un zumbido en su cabeza. Intentó sacudírselo, pero el ruido aumentó de volumen. La boca se le llenó de saliva y la traspasó un creciente dolor entre los ojos, como si le clavaran una aguja en el cráneo a través del puente de la nariz. Sintió un hormigueo en las yemas de los dedos.

– Mírame cuando te hablo -dijo Ronnie, pero ella no le prestó atención. La asaltaban recuerdos fragmentarios, escenas de distintas películas antiguas proyectándose en su cabeza, sólo que en todas la protagonista era ella.

Matando a Melody McReady en un estanque de Idaho, hundiéndole la cabeza bajo el agua mientras ella se sacudía y las últimas burbujas de oxígeno salían a la superficie…

Diciéndole a Wade Pearce que cerrara los ojos y abriera la boca, prometiéndole algo agradable, una gran sorpresa, y de pronto metiéndole el arma entre los dientes y apretando el gatillo, porque se había equivocado respecto a él. Pensó que tal vez Wade era el otro -¿qué otro?-, pero no lo era, y él empezó a hacer preguntas sobre Melody, su novia, y ella adivinó sus sospechas…

Bobby Faraday, arrodillado en el suelo ante ella, sollozando, rogándole que volviera con él, mientras ella, a sus espaldas, se acercaba a la alforja de él, cogía la cuerda y le colocaba el lazo alrededor del cuello con suavidad. Bobby no la dejaba en paz. No paraba de hablar. Era débil. Ya había intentado besarla, abrazarla, pero ahora su contacto la repelía porque sabía que no era el que estaba destinado a ella. Tenía que hacerlo callar, impedirle llevar a cabo sus deseos. Así que ciñó la cuerda, y Bobby -tan fuerte y en forma- forcejeó con ella, pero ella era fuerte, muy fuerte, más fuerte de lo que nadie habría imaginado…

Una mano en un fogón, y el suave silbido mientras el gas empezaba a salir, como había salido décadas antes en una casa propiedad de una tal Jackie Carr; esperando la chica a que murieran los Faraday, al lado de una ventana abierta justo lo suficiente para que ella pudiera tomar bocanadas de aire nocturno. Y de pronto un ruido en el dormitorio, el cuerpo desplomándose en el suelo: Kathy Faraday, casi vencida por los efluvios, intentando arrastrarse hasta la cocina para apagar el fogón, su marido ya muerto junto a ella. La chica se había visto obligada a sentarse sobre la espalda de Kathy, tapándose la boca para protegerse de las inhalaciones, hasta asegurarse de que la mujer ya no…

Dejando señales; grabando un nombre -su nombre, su verdadero nombre-en lugares donde otros pudieran encontrarlo. No, otros no: el Otro, su Amado, el que a su vez la amaba a ella.

Y la muerte: la muerte mientras las balas penetraban en ella y caía al agua fría; la muerte mientras el Otro se desangraba sobre ella, mientras ella se desmoronaba en el asiento del coche y su cabeza acababa apoyada en el regazo de él. La muerte, una y otra vez, y sin embargo el eterno retorno…

Una mano le tiró del brazo.

– Tú, mala puta, te he dicho…

Pero Emily no lo escuchaba. Aquéllos no eran sus recuerdos. Pertenecían a otra, una que aún no era ella y sin embargo estaba dentro de ella, y por fin comprendió que la amenaza de la que había huido durante tanto tiempo, la sombra que había convertido su vida en tormento, no era una fuerza externa, una agencia existente fuera de ella. Había estado en su interior desde el principio, aguardando el momento de aflorar.

Emily se llevó las manos a la cabeza y se presionó el cráneo a los lados con los puños. Apretó los párpados y los dientes mientras se resistía a las nubes cada vez más espesas, intentando en vano salvarse, aferrarse a su identidad, pero era demasiado tarde. Estaba produciéndose la transformación. Ya no era la chica que en otro tiempo creyó ser, y pronto dejaría de existir para siempre. Se representó la imagen de una mujer ahogándose, tal como se había ahogado Melody McReady luchando para no caer en el olvido, y ella era esa mujer y a la vez la que la mantenía hundida, obligándola a permanecer bajo el agua. La mujer moribunda salió a la superficie por última vez y alzó la vista, y en sus ojos apareció reflejado un ser viejo y terrible, una criatura negra y asexuada con alas oscuras que se desplegaban en su espalda, obstruyendo el paso de toda luz, una cosa tan horrenda que casi era hermosa, o tan hermosa que no tenía cabida en este mundo.

Ello.

Y Emily murió bajo su mano, ahogándose en unas aguas negras, perdida para toda la eternidad. Siempre había estado perdida, desde el mismísimo instante de su nacimiento, cuando ese espíritu extraño y errante eligió su cuerpo como morada, escondiéndose en las sombras de su conciencia, esperando a que la verdad acerca de sí mismo saliera a la luz.

Ahora la criatura en la que se había convertido contempló al hombrecillo que la sujetaba del brazo. Ya no comprendía lo que le decía, sus palabras eran un simple zumbido en los oídos. Daba igual. Sus palabras carecían de importancia. Lo olió y percibió dentro de él la malevolencia causante del hedor que exudaban sus poros. Un maltratador de mujeres. Un hombre rebosante de odio y apetitos extraños y violentos.

Sin embargo no lo juzgó, del mismo modo que no habría juzgado a una araña por devorar a una mosca, o a un perro por devorar un hueso. Eso formaba parte de su naturaleza, y ella encontraba su eco dentro de sí misma.

El hombre le apretó aún más el brazo. Espumarajos de saliva escapaban de su boca, pero ella sólo veía el movimiento de sus labios. Él hizo ademán de levantarse, pero se detuvo. Pareció comprender que algo había cambiado, que lo que consideraba una situación habitual de pronto se había vuelto atrozmente ajena. Ella se desprendió de la mano de aquel hombre y se arrimó a él. Le cogió la cara entre las palmas de las manos y se inclinó para besarlo, plantando la boca abierta en la suya, indiferente al sabor amargo, al aliento fétido, a los dientes podridos y a las encías amarillentas. Él forcejeó un momento, pero nada pudo hacer ante la fuerza de aquella mujer. Ella exhaló dentro de él, con la mirada fija en la suya, mostrándole lo que sería de él después de la muerte.

Shelley no la vio irse, ni Harbaruk, ni ninguno de los otros que trabajaban con ella. Si los recuerdos de esa noche se hubiesen rebobinado y proyectado en una pantalla para que todos ellos vieran lo sucedido, en el momento de marcharse la chica habrían visto una masa grisácea cruzar el bar, una forma vacía con un vago parecido a un ser humano.

El hombre corpulento de la camiseta con la flecha regresó del lavabo. Su amigo estaba sentado donde lo había dejado, de espaldas a la barra, con la mirada perdida, fija en la pared.

– Ya es hora de irse, Ronnie -dijo. Le dio una palmada en la espalda, pero su amigo no se movió-. Eh, Ronnie.

Se situó ante él y enmudeció. Pese a su estado de ebriedad, comprendió que su amigo no tenía salvación.

Ronnie lloraba lágrimas de sangre y agua, y movía los labios formando las mismas palabras una y otra vez. Se le habían reventado los capilares de los ojos y los tenía totalmente enrojecidos, dos soles negros idénticos recortándose contra sus cielos. Aunque hablaba en susurros, su amigo lo oía.

– Lo siento -decía Ronnie-. Lo siento, lo siento, lo siento…

29

A una señal de Epstein, la mujer había servido más café, de nuevo con un poco de leche para mí y solo para él. Entre nosotros seguían los dos símbolos.

– ¿Qué significan? -pregunté.

– Son letras del alfabeto enoquiano, o adámico, transmitidas supuestamente al mago inglés John Dee y sus compañeros a lo largo de varias décadas del siglo XVI.

– ¿Transmitidas?

– Mediante mecanismos ocultos, aunque puede ser una lengua artificial. Sean cuales sean sus orígenes, este primer símbolo es la letra enoquiana «Und», equivalente a nuestra «A». En este caso representa un nombre: Anmael.

Jimmy Gallagher, esforzándose por recordar: «Animal… No, no es eso…».

– ¿Y qué es Anmael?

– Anmael es un demonio, uno de los Grigori, o los «Hijos de Dios» -contestó Epstein-. También se conoce a los Grigori como los «Vigilantes» o «los que nunca duermen». Según ciertos textos apócrifos, y el Libro de Enoc en particular, son seres gigantescos que, en una de las versiones, precipitaron la gran Caída de los ángeles por el pecado de la lujuria.

Levantó las dos manos ante él, pero mantuvo el pulgar de la mano derecha escondido tras la palma.

– Nueve órdenes de ángeles -prosiguió-. Todos asexuados, de conducta irreprochable. -Desplegó el pulgar, añadiéndolo al resto-. La décima orden son los Grigori, diferentes en esencia a los demás, afines al hombre en su forma y apetito sexual, y ésta es la orden que cayó. En el Génesis, son los Grigori quienes ansiaban la carne y «tomaban esposas» de entre las hijas de los hombres. Dichas teorías siempre han sido motivo de disputas. El gran rabino Simeon ben Yohai, alabado sea su nombre, prohibió a sus discípulos hablar de estos asuntos, pero yo, como puede usted ver, no tengo esa clase de escrúpulos.

»Así pues, Anmael era un Grigori. Y está enlazado, a su vez, a Semjaza, uno de los cabecillas de la orden. Hay quien sostiene que el ángel Semjaza se arrepintió de sus actos, pero eso, sospecho, tiene que ver, más que otra cosa, con cierto deseo en los orígenes de la Iglesia de ofrecer una figura de arrepentimiento.

«Tenemos por tanto a dos ángeles idénticos, Anmael y Semjaza, pero aquí las concepciones cristiana y judía discrepan. Conforme a la ortodoxia cristiana, derivada en gran parte de fuentes judías, a los ángeles se los considera tradicionalmente asexuados o, en el caso de las órdenes superiores, exclusivamente varones. La posterior concepción judía, en cambio, admite la posibilidad de la existencia de ángeles de ambos sexos. El exegeta Hayyim Azulal escribió en su Milbar Kedemot de 1792 que "los ángeles se llaman mujeres, como consta en Zacarías, versículo nueve: 'Alcé los ojos y tuve una visión, dos mujeres aparecieron' ". El Yalkut Hadash dice: "De ángeles podemos hablar tanto en masculino como en femenino: los ángeles de un grado superior se llaman hombres, y los ángeles de un grado inferior se llaman mujeres". Al menos, pues, el judaísmo presenta un concepto más fluido de la sexualidad de esos seres.

»El cuerpo de Ackerman y el del chico al que mató su padre en Pearl River llevaban ambos la letra enoquiana "A" o "Und" marcada a fuego en su carne. Las mujeres, en cambio, presentaban la letra "Uam" o "S", por Semjaza.

Guardó silencio por un momento, como si reflexionase.

– A menudo he pensado -continuó- que los hijos de los hombres deben de haber defraudado enormemente a esos seres. Era nuestra carne y nuestros cuerpos lo que deseaban, y sin embargo nuestra mente, en nuestro tiempo de vida, debía de ser, en comparación, como la de los insectos. Pero ¿y si dos ángeles, uno de sexo masculino y el otro femenino, pudieran habitar los cuerpos de un hombre y una mujer, y disfrutar de esa unión como iguales? ¿Y si cuando esos cuerpos se consumiesen, pudieran marcharse pasando a habitar otros cuerpos y empezaran a buscarse mutuamente de nuevo? A veces tardan años en encontrarse. En alguna ocasión puede ocurrir incluso que no consigan reunirse y la búsqueda continúe en otro cuerpo, pero nunca dejan de buscar, porque no pueden sentirse satisfechos sin su mutua compañía. Anmael y Semjaza: almas gemelas, si es que puede decirse eso de seres sin alma; o amantes, si es que puede decirse eso de seres incapaces de amar.

»Y el precio que pagan por su unión es, creo, someterse a la voluntad de otro: en este caso, esa voluntad ajena les exige acabar con la vida de usted.

– ¿La voluntad de otro?

– Una conciencia controladora. Es posible que también se hayan visto sometidos a su voluntad, sin saberlo siquiera, algunos de los individuos con quienes usted se ha cruzado en el pasado: Pudd, Brightwell, nuestro amigo Kittim, quizás incluso el Viajante, entre aquellos cuya naturaleza humana no está en duda, porque ¿acaso el Viajante no hizo alusión al Libro de Enoc? Piense en el cuerpo humano: parte de sus procesos son involuntarios. El corazón late, el hígado purifica, los riñones procesan. El cerebro no tiene que ordenarles que cumplan con su cometido, pero llevan a cabo la función de sostener el organismo. En cambio, levantar un libro, conducir un coche, disparar un arma a fin de acabar con una vida…, ésas no son funciones involuntarias. Así que quizás haya algunos que lleven a cabo servicios para otro sin ser conscientes de ello, simplemente porque sus propios actos de maldad forman parte de una finalidad más amplia. Pero hay otros a quienes se asignan ciertas tareas y, por tanto, su nivel de conciencia es en último extremo mayor.

– ¿Y esa conciencia controladora qué es?

– Eso aún no lo sabemos.

– ¿Quiénes no lo saben? -pregunté-. Deduzco que no se refiere sólo a usted y a mí.

– No sólo.

– El Coleccionista me habló de mis «amigos secretos». ¿Es usted uno de ellos?

– Sería para mí un honor considerarme como tal.

– Y hay más.

– Sí, aunque puede que algunos no estén muy dispuestos a vestirse el manto de la amistad en el sentido común de la palabra -respondió Epstein, eligiendo las palabras con consumada diplomacia.

– Nada de felicitaciones navideñas.

– Ni navideñas ni de ningún tipo.

– ¿Y no va a decirme usted quiénes son?

– De momento, es mejor que no lo sepa.

– ¿Teme que haga llamadas inoportunas?

– No, pero si usted no conoce sus nombres, no podrá revelar sus identidades a otros.

– Como a Anmael, si decide usar su navaja conmigo.

– Usted no está solo en este asunto, señor Parker. Admito que es un hombre poco corriente, y aún no sé por qué ha sido siempre objeto de semejante odio y, me atrevería a decir, de atracción para criaturas tan malévolas, pero también hay otras personas en quienes debo pensar.

– ¿Eso es la Unidad Cinco? ¿El nombre en clave de lo que usted llama mis amigos secretos?

Por un momento Epstein pareció desconcertado, pero enseguida recobró la compostura.

– Unidad Cinco sólo es un nombre.

– ¿De qué?

– Inicialmente, de la investigación en torno al Viajante. Desde entonces sus atribuciones se han ampliado un tanto, creo. Usted entra dentro de esas atribuciones.

Empezó a llover. Miré por encima del hombro y vi cómo el agua oscurecía la acera y goteaba desde el toldo rojo más allá de la puerta.

– ¿Qué hago, pues?

– ¿En cuanto a qué?

– En cuanto a Anmael, o quien cree ser Anmael.

– Está esperando.

– ¿Qué espera?

– Reunirse con su otra mitad. Debe de pensar que ella está cerca, o de lo contrario no se habría manifestado. Ella, a su vez, está dejándole señales, quizás incluso sin darse cuenta. Cuando llegue, actuarán. No tardará en suceder, no si Anmael estuvo dispuesto a matar a Wallace y a dejar su nombre en la pared. Presiente que ella se acerca y que pronto estarán juntos. Podríamos esconderlo a usted en algún sitio, supongo, pero eso sólo serviría para retrasar, lo inevitable. Por diversión y para obligarlo a salir del escondrijo podrían hacer daño a personas próximas a usted.

– ¿Qué haría usted en mi lugar, pues?

– Yo elegiría el terreno donde luchar. Usted tiene aliados: Ángel y el que, cabe suponer, acecha aún ahí fuera. Yo puedo prescindir de un par de jóvenes que se mantendrán a una distancia discreta de usted sin perderlo de vista. Sin correr muchos riesgos, déjese ver en un lugar elegido por usted, y nosotros los atraparemos cuando aparezcan.

Epstein se puso en pie. La reunión había terminado.

– Tengo otra pregunta -dije.

Algo, acaso irritación, asomó fugazmente al rostro de Epstein, pero él lo reprimió y adoptó una vez más su habitual expresión de afable benevolencia.

– Adelante.

– El hijo de Elaine Parker, el que murió, ¿era niño o niña?

– Era niña. Creo que ella le puso Sarah. La sacaron de su vientre y la enterraron en secreto. Ignoro dónde. Era mejor que nadie lo supiese.

Sarah: mi media hermana, enterrada anónimamente en un cementerio infantil a fin de protegerme.

– Pero puede que yo también tenga un último misterio que plantearle -añadió Epstein-. ¿Cómo encontraron a Caroline Carr? Su padre y Jimmy Gallagher la escondieron bien en dos ocasiones. Una vez en la parte alta de la ciudad, antes de que Ackerman muriese bajo las ruedas de un camión, y después durante su embarazo. Aun así, el hombre y la mujer consiguieron dar con ella. Luego alguien averiguó que Will Parker había mentido sobre las circunstancias del nacimiento de su hijo y volvieron para intentarlo de nuevo.

– Quizá fuese una persona cercana a usted -aventuré-. Jimmy me habló de la reunión en la clínica. Alguno de los presentes podría haberse ido de la lengua, a propósito o sin querer.

– No, eso es imposible -replicó Epstein, y lo dijo con tal convicción que no lo discutí-. E incluso si yo dudara de ellos, y no es el caso, ninguno estaba al corriente de la gravedad de la amenaza que pesaba sobre Caroline Carr hasta su muerte. Sólo sabían que era una joven en apuros y necesitada de protección. Es posible que se filtrase el secreto de quién era la verdadera madre de usted. Eliminamos los detalles de la hija muerta de Elaine Parker de su historial médico, y ella puso fin a todo contacto con el hospital y el obstetra que la trataron en las fases iniciales del embarazo. Posteriormente se limpiaron los archivos de éstos. Su grupo sanguíneo fue un problema, pero eso debería haber sido un asunto confidencial entre su familia y su médico, y el comportamiento de éste fue irreprochable en todos los sentidos. Por otra parte, advertimos a su padre que debía permanecer siempre alerta, y él rara vez desatendió nuestras advertencias.

– Hasta la noche en que disparó su arma en Pearl River -dije.

– Sí, hasta entonces.

– Usted no tenía que haberle dejado volver allí solo.

– No sabía lo que iba a hacer -respondió Epstein-. Yo quería cogerlos vivos. Así podríamos haberlos retenido y acabado con esto.

Se puso el sombrero y el abrigo e hizo ademán de marcharse.

– Recuerde lo que he dicho. Creo que alguien que conocía a su padre lo traicionó. Puede que también usted corra el riesgo de ser traicionado. Lo dejo al cuidado de su amigo.

Y él y sus guardaespaldas se marcharon y me dejaron con la muda de cabello oscuro que sonrió tristemente antes de empezar a apagar las luces.

Sonó un timbre en algún lugar al fondo de la cafetería, y una bombilla roja empezó a parpadear por encima del mostrador para que la mujer la viera. Ella se llevó un dedo a los labios, indicándome que guardara silencio; luego desapareció detrás de una cortina. Al cabo de unos segundos, con una seña, me pidió que me acercara a ella.

Una pequeña pantalla de vídeo mostraba una figura en el exterior, ante la puerta trasera. Era Louis. Le dije que lo conocía y que podía dejarlo entrar. Ella abrió.

– Hay un coche aparcado delante -dijo Louis-. Por lo visto han seguido a Epstein hasta aquí. Dentro hay dos hombres trajeados. Parecen federales más que policías.

– Podrían habérseme llevado mientras hablaba con Epstein.

– Quizá no sea ésa su intención. Quizá sólo quieran averiguar dónde te alojas.

– A mi casero eso no le gustaría.

– Por eso tu casero está aquí ahora, pelándose de frío.

Di las gracias a la mujer y salí con Louis. Ella cerró la puerta a nuestras espaldas.

– No habla mucho -comentó Louis.

– Es sordomuda.

– Eso lo explica. Pero es guapa, si te gustan calladas.

– ¿Te has planteado alguna vez asistir a un curso de sensibilidad?

– ¿Crees que me serviría de algo?

– Seguramente no.

– Pues ahí tienes.

Al final de la calle, Louis se detuvo y echó un vistazo a la otra esquina. Apareció un taxi. Lo paró y nos marchamos sin que en apariencia nos siguiese nadie. El taxista parecía más interesado en su conversación por Bluetooth que en nosotros, pero, por si acaso, cambiamos de taxi antes de regresar a la seguridad del apartamento.

30

Erróneamente, Jimmy Gallagher siempre había pensado que no sabía guardar secretos. No se correspondía con su manera de ser. Era parlanchín. Le gustaba beber, contar anécdotas. Cuando bebía, se le soltaba la lengua y sus filtros se desintegraban. Decía cosas y se preguntaba de dónde salían, como si se viese desde fuera y oyese hablar a un desconocido. Pero conocía la importancia de mantenerse callado respecto a los orígenes del hijo de Will Parker, e incluso estando como una cuba partes de su propia vida permanecían ocultas. Aun así, después del suicidio de Will se había distanciado del niño y su madre. Más valía estar lejos de ellos, pensaba, que arriesgarse a decir algo delante del chico que pudiera levantar sus sospechas, u ofender a la madre aludiendo a cosas que era mejor dejar ocultas en corazones pesarosos y ya saturados. Y pese a sus muchos defectos, durante los largos años desde que Elaine Parker se marchó a Maine con su hijo ni una sola vez había hablado de lo que sabía.

Pero siempre había sospechado que Charlie Parker iría a buscarlo. Era propio de él cuestionar las cosas, ir en pos de la verdad. Era un cazador y poseía una tenacidad que en último extremo, pensaba Jimmy, le costaría la vida. En algún momento del futuro rebasaría la línea y revolvería asuntos que era mejor no tocar, y algo alargaría la mano y lo destruiría. Jimmy estaba seguro de eso. Quizá su error sería ahondar en la naturaleza de su propia identidad y en el secreto de su ascendencia.

Apuró el vino y jugueteó con la copa, formando dibujos en las paredes con los reflejos de las velas. Quedaba aún media botella al lado del fregadero. Una semana antes se la habría acabado y tal vez habría abierto otra por si acaso, pero ese día no. Parte del deseo de beber más de lo que debía se había extinguido. Era consciente de que tenía que ver con el hecho de haber descargado la conciencia. Había contado a Charlie Parker todo lo que sabía, y ahora estaba absuelto.

Y sin embargo, al confesar, sentía que se había roto un vínculo entre ellos. No era exactamente un lazo de confianza, ya que Charlie y él nunca habían mantenido una estrecha relación, ni la mantendrían. Había percibido que, desde muy temprana edad, el chico se sentía incómodo en su presencia. Pero era cierto que Jimmy nunca había sabido tratar a los niños. Su hermana tenía quince años más que él, y había crecido sintiéndose hijo único. Además, sus padres eran muy mayores cuando él nació. Muy mayores. Se rió. ¿Cuántos años tenían? ¿Treinta y ocho, treinta y nueve? En todo caso, pese a que Jimmy deseara con toda su alma que no fuera así, entre sus padres y él siempre hubo poca comprensión, y la brecha entre ellos se agrandó con los años. Nunca hablaron de su sexualidad, aunque él siempre sospechó que su madre, y quizá también su padre, sabía que él nunca se casaría con ninguna de las chicas que de vez en cuando lo acompañaban a los bailes o al cine.

Y si bien él sí reconocía sus impulsos, nunca los había materializado. En parte por miedo, pensaba. No quería que sus compañeros de trabajo supieran que era homosexual. Ellos eran su familia, su auténtica familia. No quería hacer nada que lo distanciase de ellos. Ahora, jubilado, seguía siendo virgen. Resultaba curioso, pero le costaba establecer una correspondencia entre esa palabra y un hombre de casi setenta años. Describía a jóvenes de ambos sexos a un paso de nuevas experiencias, no a personas mayores. La verdad era que aún se sentía con energía, y a veces todavía pensaba que podría ser -¿agradable?, ¿interesante?- iniciar una relación, pero ése era el problema: no sabía por dónde empezar. No era una novia ruborizada en espera de ser desflorada. Era un hombre con cierto conocimiento de la vida, tanto del lado bueno como del malo. Ya era demasiado tarde, pensaba, para entregarse a alguien con mayor experiencia en cuestiones de sexo y amor.

Cerró herméticamente la botella de vino tinto y la dejó en el frigorífico. Era un truco que había aprendido en la bodega del barrio, y daba resultado siempre y cuando se acordase de dejar el vino a temperatura ambiente durante un rato antes de volver a beber al día siguiente. Apagó las luces, echó el doble cerrojo de las puertas delantera y trasera, y se acostó.

Al principio incorporó el ruido a su sueño, como hacía a veces cuando sonaba el despertador y estaba tan profundamente dormido que en sus sueños empezaban a sonar campanas. En este sueño, una copa de vino caía de la mesa y se hacía añicos contra el suelo. Pero no era su copa de vino, ni era exactamente su cocina, aunque se parecía. Ahora era más amplia y los rincones oscuros se extendían hasta el infinito. Las baldosas del suelo eran las baldosas de la casa donde se había criado, y su madre estaba cerca. La oía cantar, pese a que no la veía.

Se despertó. Por un momento el silencio fue absoluto, y de pronto un levísimo ruido: una esquirla de vidrio bajo un pie, el chirrido de ésta contra una baldosa. Se levantó sigilosamente y abrió el armario junto a su cama. El revólver calibre 38 estaba en el estante, limpio y cargado. Descalzo, cruzó la habitación en ropa interior, y las tablas no crujieron. Conocía esa casa hasta el último detalle, cada una de sus grietas y sus junturas. Aunque era una casa antigua, podía recorrerla sin hacer el menor ruido.

Se detuvo en lo alto de la escalera y esperó. Volvía a reinar el silencio, pero adivinaba aún la presencia de otro. La oscuridad empezó a resultarle opresiva. De repente sintió miedo. Se planteó lanzar una advertencia e inducir así a escapar a quienquiera que estuviese allí abajo, pero sabía que le temblaría la voz y pondría de manifiesto su temor. Mejor seguir adelante. Estaba armado. Era un ex policía. Si se veía obligado a disparar, su propia gente cuidaría de él. A la mierda el otro.

Bajó a tientas por la escalera. La puerta de la cocina estaba abierta. Una única esquirla de cristal destelló a la luz de la luna. Jimmy notó que temblaba y empuñó el arma con las dos manos para sujetarla con pulso más firme. En la planta baja había sólo dos habitaciones: el salón y la cocina, comunicados por una puerta de dos hojas. Vio que esa puerta seguía cerrada. Tragó saliva, y le pareció percibir en la boca el sabor del vino de esa noche. Se había agriado, como el vinagre.

Sintió frío en los pies descalzos y dedujo que la puerta del sótano estaba abierta. Por allí había entrado el intruso, y quizá también salido después de romperse la copa. Jimmy hizo una mueca. Supo que eso era un deseo más que la realidad. Allí había alguien. Sentía su presencia. El salón era lo que tenía más cerca. Empezaría por allí, de manera que si había alguien no pudiese atacarlo por la espalda mientras registraba la cocina.

Miró por el resquicio de la puerta. Había dejado las cortinas descorridas, pero la farola estaba rota y sólo una tenue luz de luna se filtraba a través de los cristales, por lo que apenas se veía nada. Entró rápidamente y enseguida se dio cuenta de que había cometido un error.

Las sombras se alteraron, y recibió un fuerte portazo que le hizo perder el equilibrio. Mientras intentaba apuntar el arma y disparar sintió un escozor en las muñecas: la piel abierta, los tendones seccionados. La pistola cayó al suelo, salpicada por la sangre de sus heridas. Algo le golpeó una vez en la coronilla, luego otra vez, y mientras perdía el conocimiento, le pareció alcanzar a ver la hoja larga y plana de una navaja.

Cuando volvió en sí, estaba tumbado boca abajo en la cocina, con las manos atadas a la espalda, las piernas inmovilizadas y dobladas, los pies contra el trasero, sujetos a su vez a las cuerdas de las manos para impedirle el menor movimiento. Sintió el aire frío en la piel desnuda, pero no tanto como antes. Habían vuelto a cerrar la puerta del sótano, y ahora sólo llegaba una ligera corriente de aire por la rendija entre la puerta de la cocina y el suelo. Pero las baldosas estaban heladas. Se sintió débil. Tenía las manos y la cara pegajosas por la sangre, y le dolía la cabeza. Intentó pedir socorro hasta que la hoja de una navaja le rozó la mejilla. A su lado, la figura había permanecido tan callada e inmóvil que él ni siquiera percibió su presencia hasta que se movió.

– No -dijo una voz masculina que él no reconoció.

– ¿Qué quiere?

– Hablar.

– ¿Hablar de qué?

– De Charlie Parker. De su padre. De su madre.

Jimmy se movió y la sangre volvió a manar de la herida de la cabeza. Los hilillos le entraron en los ojos y le escocieron.

– Si quiere saber algo, hable con él usted mismo. No veo a Charlie Parker desde hace años, desde…

Le metieron una manzana en la boca, con tal fuerza y tan profundamente que no podía expulsarla ni partirla con los dientes. Miró a su agresor a la cara, y pensó que nunca había visto unos ojos tan oscuros e implacables. Éste sostuvo ante sus ojos un trozo de la copa rota. Jimmy apartó la mirada del cristal y la posó en el símbolo que parecía grabado a fuego en la piel del antebrazo de aquel hombre, para fijarla luego otra vez en el cristal. Había visto antes esa marca, y en ese momento supo a qué se enfrentaba.

Animal. Amale.

Anmael.

– Mientes. Ahora aprenderás lo que les pasa a los policías maricones que dicen mentiras.

Con una mano, Anmael agarró a Jimmy por la nuca, obligándolo a mantener la cabeza agachada, mientras con la otra hundía el pie roto de la copa en la piel entre sus omoplatos.

Contra la manzana, Jimmy empezó a gritar.

31

A Jimmy Gallagher lo encontró Esmeralda, la salvadoreña que iba a su casa dos veces por semana a limpiar. Cuando llegó la policía, la encontraron llorando pero por lo demás serena. Al parecer había visto a muchos muertos en su país y tenía una capacidad limitada para la conmoción. Aun así, no podía dejar de llorar por Jimmy, que siempre había sido bueno y amable con ella, siempre tan aficionado a la broma, y le pagaba más de lo necesario, con un aguinaldo en Navidad.

Fue Louis quien me lo comunicó. Vino al apartamento poco después de las nueve. La noticia había llegado ya a los informativos de la radio y la televisión, pese a que el nombre de la víctima estaba aún por confirmar; pero Louis no había tardado en averiguar que se trataba de Jimmy Gallagher. Permanecí callado durante un rato. Me sentía incapaz de hablar. Era el afecto hacia mi padre y mi madre, y una preocupación innecesaria por mí, lo que lo había inducido a guardar sus secretos. De todos los amigos de mi padre, Jimmy fue el más leal.

Me puse en contacto con Santos, el inspector que me había llevado a Hobart Street la noche que descubrieron el cadáver de Mickey Wallace.

– Ha sido una mala muerte -contestó-. Alguien se lo ha tomado con calma a la hora de matarlo. He intentado llamarle, pero tenía el móvil apagado.

Me dijo que habían llevado el cadáver de Jimmy al depósito del forense jefe en el hospital Kings County de Clarkson Avenue, en Brooklyn, y le propuse quedar allí.

Santos fumaba un cigarrillo en la acera cuando el taxi se detuvo ante el depósito.

– No es usted un hombre fácil de localizar -comentó-. ¿Es que ha perdido el móvil?

– Algo así.

– Cuando acabemos aquí, tenemos que hablar.

Tiró la colilla, y lo seguí al interior del edificio. Él y otro inspector llamado Travis permanecieron a ambos lados del cadáver mientras el ayudante del forense retiraba la sábana. Yo estaba al lado de Santos. Él observaba al ayudante. Travis me observaba a mí.

Ya habían lavado a Jimmy, que presentaba múltiples incisiones en la cara y el tronco. Uno de los cortes, en la mejilla izquierda, era tan profundo que le vi los dientes a través de la herida.

– Dele la vuelta -indicó Travis.

– ¿Puede echarme una mano? -pidió el ayudante-. Pesa mucho.

Travis llevaba unos guantes de plástico azules, al igual que Santos. Yo llevaba las manos descubiertas. Observé a los tres mientras movían el cuerpo de Jimmy, colocándolo primero de costado y luego boca abajo.

Le habían grabado la palabra MARICA en la espalda. Algunos de los cortes eran más irregulares que otros, pero todos eran profundos. Debió de haber gran profusión de sangre, y mucho dolor.

– ¿Con qué se lo hicieron?

Fue Santos quien contestó.

– Las letras, con el pie roto de una copa de vino, y el resto con algún tipo de navaja. No encontramos el arma, pero presentaba heridas poco comunes en el cráneo.

Ladeó la cabeza de Jimmy con delicadeza y apartó el pelo en la coronilla para revelar en el cuero cabelludo un par de contusiones superpuestas, de forma cuadrada. Santos cerró el puño derecho y simuló descargar dos golpes en el aire.

– Para esto, deduzco que se usó un cuchillo grande de algún tipo, quizás un machete o algo parecido. Pensamos que el asesino golpeó a Jimmy un par de veces con la empuñadura para derribarlo, luego lo ató y se puso manos a la obra con el filo del arma. Al lado de su cabeza había manzanas con marcas de dientes. Por eso nadie oyó ningún grito.

No hablaba con indiferencia, ni su actitud traslucía insensibilidad. Más bien parecía cansado y triste. Aquél era un ex policía, y uno a quien muchos recordaban con afecto. A esas alturas los detalles del asesinato, la palabra grabada en la espalda, ya se habrían dado a conocer.

La pesadumbre y la ira por su muerte se verían ligeramente atenuadas por las circunstancias. El asesinato de un maricón: así lo llamarían algunos. ¿Quién sabía que Jimmy Gallagher era de la otra acera?, preguntarían. Al fin y al cabo, habían bebido con él. Habían compartido comentarios sobre las mujeres con que se cruzaban. Él mismo había salido con alguna. Y durante todo ese tiempo había escondido la verdad. Y algunos dirían que siempre lo habían sospechado y se preguntarían qué había hecho él para acabar así. Correrían rumores: había hecho una proposición a quien no debía; había tocado a un niño…

Vaya, conque un niño.

– ¿Parten ustedes de que es un crimen homófobo? -pregunté.

Travis se encogió de hombros y habló por primera vez:

– Podría tratarse de eso. En cualquier caso tendremos que hacer preguntas que a Jimmy no le habrían gustado. Será necesario averiguar si había amantes o aventuras pasajeras, o si estaba metido en algo extremo.

– No aparecerán amantes -afirmé.

– Se le ve muy seguro de eso.

– Lo estoy. Jimmy vivió como avergonzado, siempre con miedo.

– ¿De qué?

– De que alguien se enterase. De que sus amigos lo supiesen. Eran todos policías, y de la vieja escuela. No debía de dar por hecho ni mucho menos que la mayoría lo apoyase. Pensaba que se burlarían o le darían la espalda. No quería ser el hazmerreír de todos. Antes que eso prefería estar solo.

– Pues si no guarda relación con su estilo de vida, ¿por qué ha acabado así?

Me detuve a pensar por un momento.

– Manzanas -dije.

– ¿Cómo? -preguntó Travis.

– Ha dicho que encontraron manzanas a su lado. ¿Más de una?

– Seis. Tal vez el asesino pensó que Jimmy las partiría a mordiscos al cabo de un rato.

– O tal vez se detenía después de cada letra.

– ¿Por qué?

– Para hacer preguntas.

– ¿Sobre qué?

Fue Santos quien contestó.

– Sobre él -dijo, señalándome-. Cree que esto tiene que ver con el caso de Wallace.

– ¿Y usted no?

– Wallace no tenía la palabra «marica» grabada en la piel -dijo Santos, pero me di cuenta de que desempeñaba el papel de abogado del diablo.

– Los dos fueron torturados para obligarlos a hablar -afirmé.

– Y usted los conocía a los dos -añadió Santos-. ¿Por qué no vuelve a contarnos qué está haciendo en Nueva York?

– Intento averiguar por qué mi padre mató a dos adolescentes en un coche en 1982 -respondí.

– ¿Y Jimmy Gallagher sabía la respuesta?

No contesté. Me limité a cabecear.

– ¿Qué cree que le dijo a su asesino? -preguntó Travis.

Miré las heridas infligidas en su cuerpo. Yo habría hablado. Es un mito que los hombres son capaces de soportar la tortura. Tarde o temprano todos se vienen abajo.

– Cualquier cosa con tal de que acabaran -dije-. ¿Cómo murió?

– Por asfixia. Le metieron una botella de vino en la boca, empezando por el cuello. Eso da peso a la tesis de la homofobia: el uso de un objeto… ¿Cómo se dice?…, fálico. O así es como lo presentarán.

Era un acto de venganza, de humillación. Habían dejado a un hombre honorable desnudo y atado, con una marca en la espalda que sería un baldón para él entre sus compañeros de la policía, ensombreciendo el recuerdo de la persona que habían conocido. Entonces pensé que aquello no había sido por lo que Jimmy Gallagher sabía o no sabía. Lo habían castigado por guardar silencio, y nada de lo que pudiera decir lo habría librado de ese final.

Santos hizo una seña al ayudante del forense. Entre los tres colocaron otra vez a Jimmy boca arriba y le taparon la cara; luego lo devolvieron a su lugar entre los cadáveres numerados. Allí lo dejamos, tras la puerta cerrada.

Fuera, Santos encendió otro cigarrillo. Ofreció uno a Travis, que aceptó.

– Es consciente, supongo, de que si está en lo cierto y esto no es un caso de homofobia -dijo-, ese hombre murió por usted. ¿Qué nos oculta?

¿Y ya qué más daba? Todo se acercaba a su final.

– Eche un vistazo a los expedientes de los homicidios de Pearl River -sugerí-. El chico que murió tenía una marca en el antebrazo. Parecía grabada a fuego en la piel. Esa marca es la misma que se encontró en la pared de Hobart Street, pintada con la sangre de Wallace. Deduzco que en casa de Jimmy encontrarán una marca parecida en algún sitio.

Travis y Santos cruzaron una mirada.

– ¿Dónde estaba? -pregunté.

– En su pecho -contestó Santos-. Dibujada con sangre. Nos han advertido que debemos mantenerlo en secreto. Supongo que se lo cuento porque… -Se paró a pensar-. En fin, no sé por qué se lo cuento.

– Entonces, ¿a qué ha venido todo eso ahí dentro? Ustedes no creen que haya sido un caso de homofobia. Les consta que está relacionado con la muerte de Wallace.

– Sólo queríamos oír antes su versión de la historia -dijo Travis-. A eso se llama «investigar». Nosotros hacemos preguntas, usted no las contesta, nosotros nos quedamos frustrados. Por lo que me han contado, con usted ésa es la pauta establecida.

– Sabemos qué significa ese símbolo -intervino Santos, haciendo caso omiso de Travis-. Encontramos a un tipo en el Instituto de Teología Avanzada que nos lo explicó.

– Es una «A» enoquiana -dije.

– ¿Desde cuándo lo sabe?

– No hace mucho. No lo sabía cuando usted me la enseñó.

– ¿Ante qué nos encontramos? -preguntó Travis sosegándose un poco al ver que ni Santos ni yo íbamos a entrar al trapo-. ¿Una secta? ¿Asesinatos rituales?

– ¿Y qué relación tiene con usted, aparte de que las dos víctimas eran conocidos suyos? -quiso saber Santos.

– Ni idea -contesté-. Eso pretendo averiguar.

– ¿Y por qué no lo han torturado a usted sin más? -preguntó Travis-. Yo personalmente comprendería ese impulso.

No le presté atención.

– En Pearl River vive un tal Asa Durand. -Les di la dirección-. Me contó que un hombre estuvo acechando su propiedad hace un tiempo, y le preguntó sobre lo ocurrido allí. Asa Durand es el dueño de la casa donde yo vivía antes del suicidio de mi padre. Quizá valdría la pena mandar a un dibujante para poner a prueba la memoria de Durand y ver si de ahí puede sacarse un retrato robot.

Santos dio una larga calada al cigarrillo y expulsó parte del humo en dirección a mí.

– Eso lo matará -advertí.

– Yo que usted me preocuparía más por su propia mortalidad -replicó-. Supongo que intenta pasar inadvertido, pero haga el favor de encender el móvil. No nos obligue a ir a buscarlo y encerrarlo por su propia protección.

– ¿Vamos a dejarlo ir? -preguntó Travis incrédulo.

– Creo que ya nos ha dicho todo lo que está dispuesto a decir por ahora -contestó Santos-. ¿No es así, señor Parker? Y es más de lo que hemos podido sacar a los nuestros.

– La Unidad Cinco -dije.

Santos pareció sorprendido.

– ¿Sabe qué es?

– ¿Y usted?

– Una especie de material reservado al que no tiene acceso un simple asalariado como yo, supongo.

– Más o menos a eso se reduce, sí. Yo no sé mucho más que usted.

– Por alguna razón, no acabo de creérmelo, pero supongo que lo único que podemos hacer es esperar, porque me temo que su nombre aparece en la misma lista que los de Jimmy Gallagher y Mickey Wallace. Cuando quienquiera que los haya matado le eche el guante, alguien le pondrá una etiqueta a usted en el pulgar del pie, o se la pondrá a él. Vamos, lo llevaremos al metro. En cuanto lo saquemos de Brooklyn me quedaré más tranquilo.

Me dejaron en la boca del metro.

– Hasta otra -dijo Santos.

– Vivo o muerto -añadió Travis.

Los observé alejarse. En el coche no me habían hablado, y a mí no me había importado. Estaba demasiado absorto pensando en la palabra grabada en la espalda de Jimmy Gallagher. ¿Cómo había llegado el asesino a la conclusión de que Jimmy era homosexual? Él había mantenido sus secretos a lo largo de toda la vida, los suyos y los de otros. Yo sólo conocí su orientación sexual por comentarios de mi madre después de la muerte de mi padre, cuando ya era un poco mayor y un poco más maduro, y ella me aseguró que lo sabían contados colegas de Jimmy. De hecho, dijo, sólo dos personas sabían con certeza que Jimmy era homosexual.

Uno de ellos era mi padre.

El otro era Eddie Grace.

32

Amanda Grace abrió la puerta. Llevaba el pelo recogido con una cinta roja poco tirante y en su cara no se advertía ni rastro de maquillaje. Vestía un pantalón de chándal y una camiseta vieja y estaba bañada en sudor. En la mano derecha sostenía un desatascador.

– Vaya, estupendo -dijo al verme-. Estupendo.

– Deduzco que no llego en buen momento.

– Podrías haber llamado antes. Así a lo mejor habría tenido tiempo de guardar el desatascador.

– Me gustaría volver a hablar con tu padre.

Se echó atrás y me invitó a pasar.

– Después de tu otra visita se quedó agotado -comentó-. ¿Es muy importante?

– Creo que sí.

– Tiene que ver con Jimmy Gallagher, ¿verdad?

– En cierto modo.

La seguí a la cocina. Llegaba un olor penetrante del fregadero, y vi que no desaguaba.

– Ahí abajo se ha atascado algo -dijo. Me entregó el desatascador. Me quité la chaqueta y me puse manos a la obra mientras ella, apoyando la cadera en el aparador, me observaba.

– ¿Qué pasa, Charlie?

– ¿A qué te refieres?

– Hemos visto las noticias. Nos enteramos de lo que pasó en tu antigua casa y hemos sabido lo de Jimmy. Las dos cosas están relacionadas, ¿verdad?

Noté que el agua empezaba a bajar. Retrocedí y vi que desaparecía por el desagüe.

– ¿Ha hecho tu padre algún comentario al respecto?

– Lo de Jimmy le ha dado pena, diría yo. Antes eran amigos.

– ¿Tienes idea de por qué se distanciaron?

Amanda desvió la mirada.

– Creo que a mi padre no le gustaba la vida que llevaba Jimmy.

– ¿Eso te dijo él? -pregunté.

– No, lo deduje yo misma. Aún no me has contestado. ¿Qué pasa?

Me volví hacia ella y le sostuve la mirada hasta que la apartó.

– Maldito seas -dijo.

– Como te he dicho, te agradecería unos minutos con Eddie.

Se enjugó la frente con la mano en un gesto de palpable frustración.

– Está despierto, pero aún no se ha levantado. Tardará un rato en vestirse.

– No es necesario que se tome tantas molestias. Puedo hablar con él en su habitación. No me alargaré mucho.

Amanda parecía dudar aún de la conveniencia de permitirme verlo. Percibí su nerviosismo.

– Hoy te noto distinto -dijo.

– ¿Respecto a cuándo?

– A la otra vez que estuviste aquí. Y no sé si me gusta.

– Necesito hablar con él, Amanda. Después me marcharé y dará igual si te gusta o no.

Ella asintió.

– Arriba. La segunda puerta a la derecha. Llama antes de entrar.

Un ronco graznido fue la respuesta a mi leve golpeteo en la puerta de Eddie Grace. Dentro, las cortinas estaban echadas y apestaba a enfermedad y descomposición. Eddie Grace tenía la cabeza apoyada en dos almohadones blancos. Llevaba un pijama a rayas azules y la tenue luz acentuaba la palidez de su piel, de modo que casi parecía resplandecer en su cama. Cerré la puerta y lo miré.

– Has vuelto -dijo. A su semblante asomó un gesto extraño, quizás una sonrisa, pero desprovista de alegría. Fue más bien algo desagradable, un conocimiento oculto, una expresión de malevolencia-. Ya me lo esperaba.

– ¿Por qué?

Ni siquiera intentó mentir.

– Porque van por ti y tienes miedo.

– ¿Sabes lo que le hicieron a Jimmy?

– Lo imagino.

– Lo marcaron. Lo torturaron y lo mataron, todo porque guardó sus secretos, todo porque era amigo de mi padre y mío.

– Debería haber elegido a sus amigos con más cuidado.

– Eso sí. Tú fuiste amigo suyo.

Eddie dejó escapar una risa ahogada. Sonó como cuando un cadáver expulsa aire, y olió igual de mal. Le provocó un acceso de tos y, con una seña, me pidió la taza de plástico tapada que había sobre el pequeño armario junto a la cama, una de esas provistas de un tubo para succionar, como las que usan los niños pequeños. Se la sostuve mientras él sorbía. Me tocó con una mano y me sorprendió lo fría que estaba.

– Yo fui amigo suyo, sí -afirmó Eddie-. Hasta que un buen día no se le ocurrió nada mejor que contarnos a tu padre y a mí lo suyo, y después de eso dejé de tratarme con él. Era un maricón, poco hombre. Me daba asco.

– ¿Así que cortaste el trato con él?

– Le habría cortado los huevos de haber podido. Le habría dicho a todo el mundo lo que era. No debería habérsele permitido llevar el uniforme.

– ¿Y por qué no lo hiciste? -pregunté.

– Porque ellos no quisieron.

– ¿Quiénes?

– Anmael y Semjaza, aunque no se hacían llamar así, no la primera vez que vinieron a mí. No llegué a conocer el nombre de la mujer. Apenas hablaba. El hombre se llamaba Peter, pero más tarde averigüé su verdadero nombre. Casi siempre hablaba él.

– ¿Cómo te encontraron?

– Yo tenía mis flaquezas. Distintas de las de Jimmy. Tenía flaquezas de hombre. Me gustaban jóvenes.

Volvió a sonreír. Tenía los labios agrietados y, podridos en las encías, los dientes que le quedaban.

– Chicas, no chicos -continuó-. Chicos nunca. Ellos se enteraron. A eso se dedican: descubren tus flaquezas y las usan contra ti. Una zanahoria y un palo: amenazaron con delatarme, pero si los ayudaba ellos me ayudarían a mí. Acudieron a mí cuando tu padre empezó a verse con Caroline Carr. Yo no sabía qué eran, no por aquel entonces, pero más tarde me enteré. -Parpadeó, y por un momento pareció asustado-. Vaya que si me enteré. Les hablé de esa tal Carr. Sabía de su existencia: un día hice la ronda con tu padre cuando él ya la conocía, y los vi juntos.

»Anmael quería saber dónde estaba ella. No pregunté por qué. Averigüé dónde la había escondido Will, en qué lugar del Upper East Side. Entonces murió Anmael y la mujer desapareció. Después de eso llevaron a Caroline Carr de un sitio a otro, los dos, tu padre y Jimmy, pero lo hicieron con mucho sigilo. Sugerí a Semjaza que siguiese a Jimmy, porque tu padre confiaba en él más que en ningún otro. Pensé que sólo querían seguirla, quizá robarle el niño. Me quedé tan sorprendido como el que más cuando mataron a Caroline Carr.

Por extraño que parezca, le creí. No tenía ninguna razón para mentir, ya no, ni buscaba la absolución. Hablaba de aquello como de un suceso cualquiera que había presenciado, sin intervenir directamente.

– Cuando Will regresó de Maine con un bebé, sospeché. Conocía el historial médico de su mujer, sus problemas para concebir y llevar a término el embarazo. Cuadraba todo demasiado bien. Pero para entonces yo ya me había distanciado de Jimmy. Seguía en buenas relaciones con tu padre, o eso pensaba, pero algo cambió entre nosotros. Supongo que Jimmy habló con él y, puestos a elegir, se quedó con Jimmy. No me importó. A la mierda. A la mierda los dos.

»No volví a saber nada durante unos quince años. No me extrañó. Al fin y al cabo estaban muertos. Anmael y la mujer, y yo había encontrado maneras de satisfacer mis apetencias sin ellos.

»Un día aparecieron un chico y una chica. Se quedaron vigilando la casa desde un coche. Yo estaba en la bolera y me llamó mi mujer, me dijo que estaba preocupada. Llegué a casa y supe que eran ellos, te lo juro. Lo supe incluso antes de que me enseñaran las marcas en los brazos, antes de que empezaran a hablar de cosas que debían haber ocurrido antes de que ellos nacieran, conversaciones que yo había mantenido con Anmael y la mujer antes de su muerte. En serio, eran ellos, con otra forma. No me quedó la menor duda. Lo veía en sus ojos. Les hablé de mis conjeturas sobre el chico que Will y su mujer estaban criando, pero por lo visto ellos ya lo sospechaban. Por eso habían vuelto. Sabían que el chico aún vivía, que tú aún vivías.

»Así que volví a ayudarlos, y tampoco esta vez acabaron contigo.

Cerró los ojos. Pensé que se había adormilado, pero de pronto habló sin despegar los párpados.

– Lloré cuando tu padre se suicidó -continuó-. Me caía bien, a pesar de que se distanció de mí. Ojalá hubieras muerto en esa clínica. Entonces todo habría terminado allí. Simplemente te resistes a morir. -Volvió a abrir los ojos-. Pero esta vez es distinto. Ya no son chiquillos los que van detrás de ti, y han aprendido de sus errores. Eso es lo que tienen: recuerdan. Cada vez se acercan un poco más a su objetivo, pero ahora es urgente. Quieren que mueras.

– ¿Por qué?

Me miró fijamente con las cejas enarcadas. Parecía encontrar graciosa mi pregunta.

– Creo que ni siquiera ellos lo saben -contestó-. Es como preguntarle a un glóbulo blanco por qué ataca una infección. Está programado para eso: para combatir una amenaza y neutralizarla. Aunque no los míos; yo los tengo jodidos.

– ¿Dónde están?

– Sólo lo he visto a él. El otro, la mujer, no estaba allí. Él la esperaba, atrayéndola hacia sí con la fuerza de su deseo. Son así. Viven el uno para el otro.

– ¿Quién es él? ¿Cómo se hace llamar?

– No lo sé. No lo dijo.

– ¿Vino aquí?

– No, fue cuando yo estaba en el hospital, pero no hace mucho. Me llevó caramelos. Fue como ver a un viejo amigo.

– ¿Le entregaste a Jimmy?

– No, no fue necesario. Lo sabían todo sobre Jimmy desde hacía mucho tiempo.

– Por mediación tuya.

– ¿Y eso qué importa ahora?

– A Jimmy sí le importó. ¿Sabes cuánto sufrió antes de morir?

Eddie movió la mano en un gesto de indiferencia pero no me miró a los ojos.

– Descríbemelo -pedí.

Me indicó otra vez que necesitaba agua, y se la di. Tenía la voz cada vez más ronca a medida que hablaba. Ahora era apenas un susurro.

– No -contestó-. No te lo diré. Además, ¿de verdad crees que algo de esto va a servirte? No te diría nada si creyera que fuera a serte de ayuda. Me traes sin cuidado, y lo que le pasó a Jimmy también. Estoy a punto de dejar esta vida. Me han prometido una recompensa por lo que he hecho. -Levantó la cabeza del almohadón, como para confiarme un gran secreto-. Su señor es bueno y generoso -dijo casi para sí, y volvió a hundirse en la cama, exhausto. Tenía la respiración menos profunda y lo venció el sueño.

Amanda me esperaba al pie de la escalera. Tenía los labios tan apretados que se le formaban arrugas en las comisuras.

– ¿Has conseguido lo que querías de él?

– Sí. La confirmación.

– Es un viejo. Lo que haya hecho en el pasado, sea lo que sea, lo ha pagado sobradamente con su sufrimiento.

– Mira, Amanda, dudo mucho que eso sea así.

Ella se sonrojó.

– Sal de aquí. Lo mejor que has hecho en esta vida ha sido marcharte de este pueblo.

Y eso, al menos, sí era cierto.

33

La mujer que ahora era Emily Kindler sólo de nombre llegó a la terminal de autobuses de Port Authority dos días después del asesinato de Jimmy Gallagher. Tras abandonar el bar había pasado un día entero sola en su pequeño apartamento, ajena al timbre del teléfono, olvidada ya su cita con Chad, a quien había reducido a un mero recuerdo fugaz de otra vida. Llamaron una vez por el portero automático, pero no contestó. Prefirió dedicarse a reconstruir vidas pasadas y a pensar en el hombre a quien había visto en el televisor del bar, y supo que cuando lo encontrara a él, encontraría también a su amado.

Valiéndose de un atizador, se marcó cuidadosamente la carne. Sabía el punto exacto donde aplicarlo, ya que casi veía el dibujo oculto bajo la piel. Al terminar, su brazo exhibía la antigua marca.

A su debido tiempo, partió con destino a la ciudad.

En la estación de autobuses, después de simular durante casi una hora que estaba perdida, por fin alguien la abordó. Mientras se arreglaba por tercera vez en los lavabos de mujeres, una joven no mucho mayor que ella se acercó y le preguntó si se encontraba bien. Se llamaba Carole Coemer, pero todo el mundo la llamaba Cassie. Era rubia, guapa y limpia, y aparentaba diecinueve años pese a tener en realidad veintisiete. Su misión consistía en rastrear la estación de autobuses en busca de recién llegadas, en particular de aquellas que parecían perdidas o solas, y trabar amistad con ellas. Les decía que ella misma acababa de llegar a la ciudad, y las invitaba a un café o a comer algo. Cassie siempre llevaba una mochila, aunque llena de periódicos, con unos vaqueros y un poco de ropa interior y camisetas encima por si tenía que abrirla para convencer a las jóvenes extraviadas más escépticas.

Si no tenían dónde alojarse, o si nadie las esperaba en la ciudad, les proponía que pasaran la noche en casa de un amigo suyo y que al día siguiente ya buscarían un sitio fijo. El amigo de Cassie se llamaba Earle Yiu y tenía varios apartamentos baratos en distintas partes de la ciudad, pero el principal se hallaba en la esquina de la calle Treinta y ocho con la Novena Avenida, encima de un bar mugriento, la Perla Amarilla, también propiedad de Earle Yiu. Era una pequeña broma por parte de Earle, ya que él tenía sangre japonesa, y «Perla Amarilla» sonaba vagamente a «Peligro Amarillo». Earle poseía un don especial para juzgar la vulnerabilidad de las jóvenes, aunque en ese terreno no estaba a la altura de Cassie Coemer, quien, como debía admitir incluso el propio Earle, era una depredadora de primera línea.

Así pues, Cassie llevaba a la chica -o a las chicas, si había sido un día especialmente productivo- a conocer a Earle, y éste les daba la bienvenida, y les encargaba comida a domicilio o a veces, si estaba de humor, les preparaba algo él mismo. Solía ser algo sencillo y rico, como arroz teriyaki. Las invitaba a cerveza y a un poco de hierba, o incluso a algo más fuerte. Luego Earle, si consideraba que la recién llegada era apta y suficientemente vulnerable, les ofrecía a ella y a Cassie el apartamento durante un par de días, diciéndoles que se lo tomaran con calma, que conocía a alguien que necesitaba camareras. Al día siguiente Cassie desaparecía y dejaba sola a la recién llegada.

Al cabo de dos o tres días, Earle cambiaba de talante. Llegaba a primera hora de la mañana, o ya entrada la noche, y despertaba a la chica. Exigía un pago por su hospitalidad, y cuando la chica no pagaba -y nunca podían pagar tanto como para satisfacer a Earle-, él daba el paso siguiente. La mayoría acababa haciendo la calle después de haber sido estrenadas, caso de ser necesario, por Earle y sus compinches, generalmente en alguno de los otros apartamentos de Earle. A las candidatas más prometedoras las vendían a otros o las trasladaban a ciudades y pueblos donde escaseaba la carne nueva. Las más desafortunadas desaparecían sin más de la faz de la tierra, ya que Earle conocía a hombres (y a algunas mujeres) con necesidades muy concretas.

Earle utilizaba a Cassie con suma cautela. No quería que llamase la atención, ni que su rostro acabase resultando demasiado familiar a los policías de Port Authority en la terminal de autobús o en las estaciones de Amtrak. A menudo dejaba pasar varios meses sin enviarla a ninguna misión sobre el terreno, conformándose con el abundante suministro de chinas y coreanas que a él le resultaban de fácil acceso pero que para las autoridades, en cambio, eran difícilmente localizables una vez que él las introducía en el negocio; sin embargo, siempre había demanda de caucasianas y negras, y Earle se preciaba de ofrecer cierta variedad.

Y así fue como Cassie se acercó a Emily y le preguntó si se encontraba bien, y luego añadió:

– ¿Acabas de llegar a la ciudad?

Emily la miró, y Cassie se arredró. Por un momento tuvo la certeza de que había cometido un error. Esa chica parecía joven, pero su aspecto, como el de Cassie, era engañoso, y tenía más años de los que aparentaba a primera vista. El problema para Cassie fue que, por un instante, experimentó algo así como una súbita sacudida atávica, la sensación de que esa chica no sólo era mayor, sino muy mayor. Se veía en sus ojos, que eran oscurísimos, y se percibía en el olor a moho que parecía envolverla. Cassie estaba a punto de echarse atrás para minimizar sus pérdidas, cuando la actitud de la chica cambió sutilmente. Sonrió, y Cassie se sintió cautivada por ella. Miró a la chica a los ojos y le dio la impresión de que nunca había conocido a nadie tan hermoso. Earle estaría contento con ésta, y por tanto la recompensa para Cassie sería proporcionalmente mayor.

– Sí -contestó Emily-, acabo de llegar. Ahora mismo. Busco alojamiento. ¿Puedes ayudarme?

– Claro que puedo ayudarte -aseguró Cassie. Me encantaría, pensó. Haría cualquier cosa por ti, cualquier cosa-. ¿Cómo te llamas?

La chica se detuvo a pensar la respuesta.

– Emily -dijo por fin.

Cassie supo que era mentira, pero le dio igual. En cualquier caso, si servía, Earle le cambiaría el nombre.

– Yo me llamo Cassie.

– Bien, Cassie -contestó Emily-, tú dirás adónde vamos.

Juntas, las dos chicas fueron a pie al apartamento de Earle. Éste no estaba, para sorpresa de Cassie, pero ella tenía llave y una historia preparada: que ya había estado allí un rato antes y él le había dado la llave diciéndole que volviera más tarde porque estaban limpiando el apartamento. Emily se limitó a sonreír, y Cassie se quedó la mar de tranquila.

Una vez dentro, Cassie se ofreció a enseñarle a Emily el apartamento. No había mucho que ver, porque era muy pequeño, constaba sólo de un espacio de exiguo tamaño que hacía las veces de salón y cocina y un par de dormitorios minúsculos, cada uno con cabida para poco más que un colchón individual.

– Y aquí el baño -dijo Cassie, abriendo la puerta a un cuarto tan pequeño que el lavabo y el inodoro, en paredes opuestas, casi se superponían, y el hueco para la ducha era escasamente un ataúd en posición vertical.

Emily agarró a Cassie por el pelo y le golpeó la cara contra el borde del lavabo. Lo repitió una y otra vez hasta matarla; luego la dejó recostada contra la pared y cerró la puerta del baño con cuidado. Tomó asiento en el viejo sillón maloliente de la sala de estar, encendió el televisor y cambió de canales hasta que encontró el informativo local. Subió el volumen cuando el locutor abordó la noticia del asesinato de Jimmy Gallagher. Pese a los esfuerzos de la policía y el FBI, alguien se había ido de la lengua. Apareció en la pantalla un periodista y habló de una posible conexión entre la muerte de Gallagher y el asesinato de Mickey Wallace en Hobart Street. Emily se arrodilló y tocó la pantalla con las yemas de los dedos. Seguía en esa posición cuando entró Earle Yiu. Cuarentón, le sobraban unos kilos, cosa que disimulaba con trajes de buen corte.

– ¿Quién eres? -preguntó.

Emily le sonrió.

– Soy una amiga de Cassie -respondió.

Él le devolvió la sonrisa.

– Pues cualquier amiga de Cassie es también amiga mía -dijo-. ¿Dónde está?

– En el cuarto de baño.

Instintivamente, Earle dirigió la mirada hacia el baño, que estaba a su izquierda. Arrugó la frente. En la moqueta, al pie de la puerta, se extendía una mancha.

– ¿Cassie? -Llamó a la puerta-. Cassie, ¿estás ahí?

Probó el picaporte, y la puerta se abrió. Apenas había asimilado la visión del rostro destrozado de Cassie Coemer cuando un cuchillo de cocina penetró en su espalda y le traspasó el corazón.

Tras asegurarse de que Earle Yiu había muerto, Emily lo registró y encontró una pistola de calibre 22 con cinta adhesiva alrededor de la culata y casi setecientos dólares en efectivo. Cogió el móvil de Yiu e hizo una llamada. Cuando acabó, sabía dónde iban a enterrar a Jimmy Gallagher y cuándo.

La puerta del apartamento estaba provista de cerraduras de seguridad, para impedir tanto la salida de quienes se quedaban dentro como cualquier entrada sin permiso. Emily echó todos los cerrojos. Luego apagó el televisor y se quedó sentada, quieta y en silencio, en el sofá, mientras el día se convertía en noche y la noche, por fin, daba paso a la mañana.

34

Elija el terreno: eso me había dicho Epstein. Elija el lugar donde se enfrentará a ellos. Habría podido huir. Habría podido esconderme con la esperanza de que no me encontrasen, pero hasta la fecha siempre me habían encontrado. Podría haber optado por regresar a Maine y hacerles frente allí, pero ¿cómo habría podido conciliar el sueño, con el miedo a que en el momento menos pensado vinieran por mí? ¿Cómo habría podido trabajar en el Bear sabiendo que mi presencia allí pondría en peligro a otros?

Así que hablé con Epstein, y luego con Ángel y Louis, y elegí el terreno donde lucharía.

Los atraería hacia mí, y acabaríamos con aquello.

En el funeral concedieron a Jimmy honores de inspector: todo el paripé del Departamento de Policía de Nueva York, incluso más que cuando murió mi padre. Seis agentes con guantes blancos acarrearon en hombros el féretro cubierto por una bandera desde la iglesia católica de Santo Domingo, ocultas sus placas bajo crespones negros. Al pasar el ataúd, policías jóvenes y viejos, algunos en uniforme de diario, otros en traje de gala, otros con abrigos y sombreros de jubilados, saludaron todos a una. Nadie sonreía, nadie hablaba. Todos permanecían callados. Un par de años antes se vio a una fiscal de Westchester reír y charlar con un senador del estado mientras sacaban de una iglesia del Bronx el féretro de un agente asesinado, y un policía la mandó callar. Ella obedeció al instante, pero nadie olvidó su afrenta. Esas cosas tenían que hacerse de determinada manera, y quien jugaba con ellas debía atenerse a las consecuencias.

Jimmy fue enterrado en el cementerio de la Santa Cruz, en Tilden, junto a su padre y su madre. Su hermana mayor, que ahora residía en Colorado, era su pariente vivo más cercano. Se había divorciado, y estaba junto a la tumba con sus tres hijos; uno de ellos era Francis, el sobrino de Jimmy que había venido a casa la noche de los homicidios de Pearl River, y ella lloró por el hermano al que no veía desde hacía cinco años. La banda policial de gaitas y tambores tocó Steal Away, y nadie habló mal de él, pese a que para entonces se había filtrado ya la palabra que llevaba grabada en el cuerpo. Algunos quizá cuchichearían después (y allá ellos: los hombres así poco valían), pero no entonces, no ese día. De momento se le recordaría como policía, y además muy querido.

También yo me encontraba presente, a la vista de todos, porque me constaba que estarían vigilando con la esperanza de que apareciese. Me mezclé con la gente, hablé con aquellos a quienes reconocí. Después del entierro fui a un bar llamado Donaghy's con hombres que habían servido al lado de Jimmy y mi padre, e intercambiamos anécdotas sobre los dos, y me contaron cosas sobre Will Parker que me llevaron a quererlo más aún, porque también ellos lo habían querido. Durante todo el tiempo permanecí cerca de un corrillo u otro. Ni siquiera fui al lavabo solo, y controlé lo que bebía, pese a dar la impresión de que tomaba con los otros una cerveza detrás de otra, un trago detrás de otro. Era fácil disimularlo, porque ellos, si bien no rechazaban mi compañía, estaban más pendientes unos de otros que de mí. Uno, un antiguo sargento llamado Griesdorf, llegó a preguntarme por la supuesta conexión entre la muerte de Mickey Wallace y lo ocurrido a Jimmy. Por un momento se produjo un incómodo silencio, hasta que un policía rubicundo de pelo negro teñido exclamó:

– ¡Por Dios, Stevie, éste no es momento ni lugar! Bebamos para recordar, y bebamos luego para olvidar.

Y el malestar pasó.

Descubrí a la chica poco después de las cinco de la tarde, Era esbelta y bonita, de melena negra. A la tenue luz del Donaghy's parecía más joven de lo que era, y posiblemente el camarero habría tenido que exigirle que enseñara un documento para demostrar su edad si hubiese pedido una cerveza. La había visto en el cementerio, poniendo flores en una tumba no muy lejos de donde enterraban a Jimmy. Había vuelto a verla caminar por la Avenida Tilden después del funeral, pero igual que a mucha otra gente, y me había fijado en ella más por su físico que por cualquier sospecha que pudiera despertarme. Ahora estaba allí, en el Donaghy's, comiendo una ensalada sin mucho apetito, con un libro en la barra ante ella, delante de un espejo que le permitía ver todo lo que ocurría a sus espaldas. Un par de veces me pareció advertir que me observaba. Tal vez no fuera nada, pero de pronto me sonrió cuando la sorprendí mirándome. Era una invitación, o esa impresión dio. Tenía los ojos muy oscuros.

Griesdorf también había reparado en ella.

– A esa chica le gustas, Charlie -dijo-. Adelante. Nosotros somos viejos. Necesitamos vivir a través de los jóvenes. Vigilaremos tu abrigo. Dios mío, debes de estar muñéndote de calor con eso puesto. Quítatelo, hijo.

Me levanté y me tambaleé.

– No, yo ya voy servido -dije-. Además, ahora no estaría para muchos trotes. -Les estreché la mano y dejé cincuenta dólares en la mesa-. Una ronda de lo mejor, por mi viejo y por Jimmy.

Prorrumpieron en un hurra y me alejé con paso vacilante. Griesdorf tendió una mano para ayudarme.

– ¿Estás bien?

– Hoy he comido poco, tonto de mí -respondí-. ¿Podrías pedirle al camarero que llame un taxi?

– Claro. ¿Adónde quieres ir?

– A Bay Ridge -contesté-. A Hobart Street.

Griesdorf me miró con extrañeza.

– ¿Estás seguro?

– Sí, segurísimo. -Le entregué a él los cincuenta dólares-. Y ya puestos, pide tú esos whiskies.

– ¿Quieres tomarte un último trago antes de salir?

– No, gracias. Si me tomo uno más, ni siquiera saldré.

Tomó el dinero. Me apoyé en una columna y lo observé alejarse. Lo vi llamar al camarero de la barra, oí parte de su conversación desde donde me hallaba. En el Donaghy's no ponían música, y aún no había empezado a llegar la clientela que se pasaba por allí al acabar la jornada de trabajo. Si yo oía lo que se decía en la barra, podía oírlo cualquiera.

El taxi llegó al cabo de diez minutos. Para entonces la chica había desaparecido.

El taxi me dejó frente a mi antigua casa. El taxista vio flamear la cinta del precinto policial y preguntó si debía esperarme. Pareció sentir alivio cuando contesté que no.

No había vigilancia. En circunstancias normales habrían apostado al menos a un agente de guardia, pero ésas no eran circunstancias normales.

Rodeé la casa hasta la entrada lateral. En la verja del jardín trasero habían puesto sin mucho esmero una cadena y algo de cinta, la cadena sin candado: estaba allí a efectos puramente visuales. Pero en la puerta de la cocina habían colocado una cerradura y un picaporte nuevos, que abrí sin el menor problema mediante la pequeña ganzúa eléctrica proporcionada por Ángel. Se me antojó que emitía un ruido estruendoso en la quietud de la noche, y al entrar en la casa vi encenderse una luz cerca de allí. Cerré la puerta y esperé a que la luz se apagara y reinara otra vez la oscuridad.

Encendí mi pequeña linterna, cuyo foco había tapado con cinta adhesiva para no llamar la atención si alguien echaba por casualidad un vistazo a la parte trasera de la casa. Habían borrado la marca de Anmael de la pared, probablemente por si a algún periodista o a algún curioso irredento se le ocurría sacar fotos de la cocina de manera subrepticia. Allí seguía la silueta de Mickey Wallace, marcando su posición en el suelo, y el linóleo barato estaba manchado de sangre seca. Enfoqué con la luz los armarios de la cocina, más modernos que los que había cuando yo vivía allí, y sin embargo también más baratos y frágiles, y la cocina de gas, ahora desconectada. No había más muebles, aparte de una única silla de madera, pintada de un verde horrendo, contra la pared del fondo. Allí habían muerto tres personas. Ya nadie viviría nunca en esa casa. Lo mejor para todos era derribarla y construir otra, pero en la actual coyuntura eso era poco probable. Así que se deterioraría cada vez más, y los niños se retarían a entrar en el jardín y provocar a sus fantasmas la noche de Halloween.

Pero a veces no es en las casas donde rondan los fantasmas, sino que rondan a las personas. A esas alturas sabía ya por qué habían regresado esos vestigios de mi mujer y mi hija. Creo que lo entendí a partir del momento en que se descubrió el cadáver de Wallace, y tuve la sensación de que quizá no había muerto solo ni carecido de consuelo en sus momentos finales, de que lo que él había visto, o creído ver, mientras husmeaba en mi propiedad en Scarborough se había presentado allí ante él de una manera distinta. En la casa se percibía expectación cuando crucé la cocina, y al tocar el tirador de la puerta sentí un cosquilleo en las yemas de los dedos, como una pequeña descarga eléctrica.

En la puerta delantera habían puesto cinta por fuera, pero por dentro sólo la mantenían cerrada el pestillo del picaporte y una cerradura de seguridad. Descorrí los pasadores y dejé la puerta entornada. Como no soplaba el viento, se quedó tal como la dejé. Subí por la escalera y recorrí las habitaciones vacías, un fantasma entre los fantasmas, y allí donde me detenía recreaba nuestro hogar en mi mente, disponiendo camas y armarios, espejos y cuadros, transformándolo en aquello que fue en otro tiempo.

Allí estaba la sombra de un tocador adosado a la pared del dormitorio que Susan y yo compartimos, y que evoqué, llenando su superficie de frascos y cosméticos, y añadiendo un cepillo con pelo rubio aún prendido entre las púas. Reapareció nuestra cama, dos almohadas firmes contra la pared, la huella de la espalda de una mujer sobre una de ellas, como si Susan acabara de ausentarse. Había un libro con la tapa a la vista sobre la sábana: conferencias del poeta E.E. Cummings. Era el libro donde Susan buscaba consuelo, descripciones del propio Cummings sobre su vida y su obra intercaladas entre una selección de poemas, sólo algunos escritos por el poeta. Casi me parecía percibir el perfume de Susan en el aire.

Al otro lado del pasillo había una segunda habitación de menor tamaño, y mientras la miraba, volvieron a vibrar sus colores, convirtiéndose las paredes rayadas y mortecinas en una nítida visión de tonalidades amarillas y naranjas, como un prado estival orlado de florecillas blancas. En su mayor parte cubrían las paredes dibujos hechos a mano, además de un gran cuadro de un circo encima de la pequeña cama individual, y otro más pequeño de una niña con un perro más grande que ella. La niña rodeaba el cuello del perro con los brazos, enterrando la cara entre su pelaje, y el perro miraba desde el lienzo como si retase a quien osara meterse con su protegida. Las sábanas de la cama, de un vivo color azul, estaban apartadas, y vi el contorno de un pequeño cuerpo marcado en el colchón, y el hueco en la almohada donde, aparentemente hasta hacía sólo un momento, había descansado la cabeza de una niña. La moqueta bajo mis pies era de color azul oscuro.

Ésa era mi casa la noche en que Susan y Jennifer murieron, la casa que ahora me devolvían a la vez que las sentía regresar a ellas, a la vez que todos se acercaban, los muertos y los vivos.

Oí un ruido en el piso de abajo y salí al pasillo. La luz de nuestro dormitorio parpadeó y se apagó. Algo se movió dentro. No me paré a ver qué era, pero me pareció vislumbrar, entre las sombras, una silueta en movimiento y me llegó un leve aroma. Me detuve en lo alto de la escalera y oí algo a mis espaldas, como las pisadas de unos pies descalzos y pequeños sobre el suelo enmoquetado, una niña corriendo desde su habitación para estar con su madre, pero acaso fuesen sólo los crujidos de las tablas asentándose bajo mis pies, o una rata sobresaltada en su guarida bajo el suelo.

Descendí.

Al pie de la escalera se alzaba una flor de Pascua sobre un pedestal de caoba, protegida de las corrientes de aire por el perchero. Era la única planta de interior que Susan había conseguido mantener viva; muy orgullosa de ella, comprobaba su estado a diario y se cuidaba de regarla lo justo, procurando no anegarla. La noche que murieron, la maceta había caído del pedestal, y lo primero que vi al entrar en la casa fueron sus raíces en medio de la tierra desparramada. Ahora estaba allí como siempre había estado, bien cuidada y querida. Tendí la mano hacia ella y mis dedos traspasaron sus hojas.

En la cocina había un hombre de pie, cerca de la puerta trasera. Bajo mi mirada, dio un paso al frente y el claro de luna que entraba por la ventana le iluminó el rostro.

Hansen. Tenía las manos ocultas en los bolsillos del abrigo.

– Está muy lejos de casa, inspector -dije.

– Y usted no ha podido mantenerse lejos de la suya -contestó-. Debe de haber cambiado mucho desde entonces.

– No -aseguré-. No ha cambiado en absoluto.

Pareció desconcertado.

– Es usted un hombre extraño. Nunca lo he entendido.

– Bueno, ahora sé por qué nunca le he caído bien.

Pero al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras presentí que ocurría algo extraño. No era así como debía desarrollarse la escena. Hansen no tenía que estar allí.

Una expresión de perplejidad apareció en su cara, como si él también acabara de tomar conciencia de eso mismo. Su cuerpo se tensó, como si sintiera una punzada de dolor en la espalda. Abrió la boca y un hilo de sangre resbaló desde la comisura de sus labios. Dejó escapar una tos húmeda, y expulsó otro borbotón de sangre, salpicando la pared al mismo tiempo que lo empujaban hacia delante y se desplomaba de rodillas. Buscó a tientas en el bolsillo con la mano derecha en un intento de sacar el arma, pero le fallaron las fuerzas y cayó de bruces, con los ojos casi cerrados y la respiración cada vez menos profunda.

El hombre que lo había atacado pasó por encima de su cuerpo. Tenía veintitantos años. Veintiséis, para ser exactos: lo sabía porque lo había contratado yo. Había trabajado con él en el Great Lost Bear. Había visto su amabilidad con los clientes, presenciado su trato fluido con los cocineros y los demás camareros.

Y durante todo ese tiempo había mantenido oculta su verdadera naturaleza.

– Hola, Gary -dije-. ¿O prefieres tu otro nombre?

Gary Maser tenía un afilado machete en una mano; con la otra empuñaba una pistola.

– Da igual -contestó-. Son sólo nombres. He tenido más de los que podrías imaginar.

– Te han engañado -repuse-. Alguien te ha susurrado mentiras al oído. No eres nadie. Rajaste a Jimmy, y mataste a Mickey Wallace en esa cocina de ahí atrás, pero eso no te hace especial. Apenas eres humano, pero eso no significa que seas un ángel.

– Piensa lo que quieras -dijo-. Es intrascendente.

Sin embargo, mis palabras me sonaron vacías. Había elegido esa casa para enfrentarme a lo que me perseguía, viéndola en mi imaginación tal como fue en otro tiempo, pero algo en Gary Maser pareció percibirlo y reaccionar. Por un instante vi lo que mi padre había visto aquella noche en Pearl River antes de apretar el gatillo, vi aquello que se había escondido dentro de Maser, devorándolo hasta que por fin no quedaba nada de él excepto un cascarón vacío. Su rostro se transformó en una máscara, transparente y provisional: detrás se movía una masa oscura, vieja, marchita y llena de ira. Las sombras se enroscaban alrededor como humo negro, contaminando la habitación, enturbiando el claro de luna, y en el fondo de mi alma supe que lo que allí estaba en juego era mucho más que mi propia vida. Los tormentos que Maser pudiera infligirme en esa casa, fueran cuales fuesen, no serían nada en comparación con lo que me esperaba cuando acabase mi vida.

Dio otro paso al frente. Incluso a la débil luz de la luna vi que Maser tenía los ojos más negros de lo que yo recordaba, formando la pupila y el iris una única masa oscura.

– ¿Por qué yo? -pregunté-. ¿Qué he hecho?

– No es sólo lo que has hecho, sino lo que puedes hacer.

– ¿Y qué puedo hacer? ¿Cómo sabes lo que vendrá en el futuro?

– Presentimos la amenaza que representas. Él la presintió.

– ¿Quién? ¿Quién os envía?

Maser negó con la cabeza.

– Basta ya -dijo. Y a continuación, casi con ternura, añadió-: Ha llegado el momento de dejar de huir. Cierra los ojos y pondré fin a todo tu dolor.

Intenté reír.

– Me conmueve tu interés por mí. -Necesitaba tiempo. Todos necesitábamos tiempo-. Has tenido mucha paciencia. ¿Cuántos meses has trabajado conmigo? ¿Cinco?

– Esperaba-dijo.

– ¿A qué?

Sonrió, y su rostro cambió. Advertí un resplandor que antes no había en él.

– A ella.

Me volví poco a poco al sentir una corriente de aire detrás de mí. En el umbral de la puerta, ahora abierta de par en par, estaba la mujer morena del bar. Sus ojos, al igual que los de Gary, parecían íntegramente negros. También iba armada, con una pistola calibre 22. En torno a ella se formaban sombras semejantes a unas alas oscuras recortándose contra la noche.

– Ha pasado tanto tiempo -susurró, pero tenía la mirada fija en el hombre, no en mí-, tantísimo tiempo…

Entonces comprendí que habían llegado allí por separado, atraídos por mí y por la promesa de volver a verse; ése era, pues, su primer encuentro, el primero, si Epstein no se equivocaba, desde que mi padre apretó el gatillo contra ellos en un descampado de Pearl River.

Pero de pronto la mujer salió de su ensoñación y se dio media vuelta. Disparó hacia la oscuridad, dos suaves detonaciones. Maser, sorprendido, parecía indeciso, y supe entonces que deseaba matarme lentamente. Deseaba usar su machete conmigo. Pero cuando me moví, descerrajó un tiro, y sentí el brutal impacto de la bala contra el pecho. Retrocedí tambaleante y choqué contra la puerta, que golpeó a la mujer en la espalda pero no se cerró. Me alcanzó un segundo balazo, y esta vez sentí en el cuello un dolor lancinante. Me llevé la mano izquierda a la herida, y la sangre corrió entre mis dedos.

Con paso inseguro trepé escalera arriba, pero Maser ya no tenía la atención puesta en mí. En la parte de atrás de la casa se oían voces, y él se había vuelto para hacer frente a la amenaza. La puerta de la calle se cerró bruscamente, y la mujer dijo algo a voz en grito cuando llegué a lo alto de la escalera y me eché cuerpo a tierra, oyendo nuevos disparos y sintiendo pasar las balas por encima de mi cabeza a través del aire polvoriento. Empezaba a nublárseme la vista, y allí tendido descubrí que era incapaz de volver a levantarme. Me arrastré por el suelo, utilizando la mano derecha como una garra, impulsándome con los pies, manteniendo aún la mano izquierda en el cuello para restañar la efusión de sangre. Oscilaba del pasado al presente, de modo tal que a veces me desplazaba por un pasillo enmoquetado a través de habitaciones limpias y bien iluminadas, y otras, en cambio, sólo había allí tablas desnudas y polvo y podredumbre.

Unos pasos ascendían por la escalera. Oí detonaciones en la cocina, pero nadie devolvió el fuego. Era como si Maser disparara a las sombras.

Entré en nuestro dormitorio y, buscando apoyo en la pared, conseguí ponerme en pie; a trompicones atravesé el fantasma de una cama y me desplomé en un rincón.

Cama. No hay cama.

El goteo de un grifo. No hay goteo.

La mujer apareció en el umbral de la puerta. Veía claramente su cara gracias a la luz que entraba por la ventana a mis espaldas. Parecía alterada.

– ¿Qué haces? -preguntó.

Intenté contestar, pero no pude.

Cama. No hay cama. Agua. Pasos, pero la mujer no se había movido.

Miró alrededor y supe que ella veía lo que yo veía: mundos sobre mundos.

– Esto no te salvará -dijo-. Nada te salvará.

Avanzó. Simultáneamente expulsó el cargador vacío y se dispuso a insertar otro. De repente se detuvo. Miró a su izquierda.

Cama. No hay cama. Agua.

Había una niña a su lado, y de pronto apareció otra figura de entre las sombras a sus espaldas: una mujer rubia, su rostro visible por primera vez desde aquel día lejano en que la encontré en la cocina, y allí donde entonces había sólo sangre y hueso, estaba ahora la esposa que amé, tal como era antes de que el filo de la navaja culminase su obra en ella.

Luz. No hay luz.

Un pasillo vacío. Un pasillo ya no vacío.

– No -susurró la mujer morena.

Encajó el cargador y se dispuso a disparar contra mí, pero parecía costarle fijar la mira, como si se lo impidieran figuras que yo sólo vislumbraba a medias. Una bala fue a dar en la pared a treinta centímetros a mi izquierda. Apenas podía mantener los ojos abiertos cuando me llevé la mano al bolsillo y la sentí cerrarse en torno a aquel objeto compacto. Lo extraje y apunté a la mujer mientras ella, agitando la mano izquierda para repeler lo que tenía detrás, conseguía liberar por fin su propia arma.

Cama. No hay cama. Una mujer cayendo. Susan. Una niña al lado de Semjaza, tirándole de la pernera del pantalón, hincándole las uñas en el vientre.

Y a la propia Semjaza tal como era realmente, un ser encorvado y oscuro, alado, de cráneo rosáceo: fealdad con un horrendo vestigio de belleza.

Levanté el arma. Ella pensó que era una linterna.

– No puedes matarme -dijo-. Con eso no.

Sonrió y alzó su pistola.

– No es lo que quiero -dije, y disparé.

La pequeña Taser C2 no podía fallar a esa distancia. Los electrodos con púas la alcanzaron en el pecho y se desplomó entre sacudidas mientras cincuenta mil voltios recorrían su cuerpo, el arma caía de su mano y ella empezaba a retorcerse en el suelo.

Cama. No hay cama.

Mujer.

Esposa.

Hija.

Oscuridad.

35

Recuerdo voces, y que me quitaron el chaleco de Kevlar mientras alguien me apretaba la herida del cuello con una gasa. Vi a Semjaza forcejear con sus captores, y me pareció reconocer a uno de los jóvenes que acompañaban a Epstein en nuestra reunión de varios días antes. Alguien me preguntó si estaba bien. Le enseñé la sangre en la mano, pero no contesté.

– No ha afectado a ninguna arteria, de lo contrario estaría ya muerto -dijo la misma voz-. Le ha abierto un surco de órdago, pero vivirá.

Me ofrecieron una camilla y la rechacé. Quería mantenerme en pie. Si me tendía, con toda seguridad volvería a perder el conocimiento. Mientras me ayudaban a bajar, vi a Epstein arrodillado junto a Hansen, éste en el suelo, atendido por dos auxiliares médicos.

Y vi a Maser, con los brazos a la espalda, cuatro electrodos Taser colgando del cuerpo; frente a él se hallaba Ángel, y al lado de éste, Louis. Epstein se irguió mientras me bajaban y se acercó a mí. Me tocó la cara con la mano, pero guardó silencio.

– Tenemos que llevarlo al hospital -dijo uno de los hombres que me sostenían. A lo lejos se oyeron sirenas.

Epstein asintió, miró por detrás de mí hacia lo alto de la escalera y dijo:

– Un momento. Parker querrá ver esto.

Otros dos hombres traían a la mujer del piso de arriba. Tenía las manos sujetas a la espalda con correas de plástico y las piernas atadas a la altura de los tobillos. Pesaba tan poco que la llevaban en volandas, y aun así seguía resistiéndose. Al mismo tiempo movía los labios y susurraba lo que parecía un conjuro. Al aproximarse, lo oí con toda claridad. Decía:

– Dominus meus bonus et benignitas est.

Cuando llegaron al pie de la escalera, alguien la cogió por las piernas, de modo que quedó extendida horizontalmente entre sus captores. Miró a su derecha y vio a Maser, pero Epstein se interpuso entre ellos antes de que hablara.

– Maligna -dijo mientras la contemplaba.

La mujer le escupió y el esputo le manchó el abrigo. Epstein se hizo a un lado para que ella viera una vez más a Maser. Éste, sentado, intentó levantarse, pero Louis se acercó y le apoyó un pie en la garganta, obligándolo a mantener la cabeza contra la pared.

– Adelante, miraos -dijo Epstein-. Será la última vez que os veáis.

Y cuando Semjaza comprendió lo que estaba a punto de suceder, empezó a gritar «¡No!» una y otra vez, hasta que Epstein la amordazó a la par que la tendían en una camilla y la inmovilizaban. Tapada con una manta, la sacaron de la casa para llevarla a una ambulancia que esperaba, y que se alejó a toda velocidad sin sirenas ni luces. Al mirar a Maser, vi desolación en sus ojos. Movía los labios, y le oí susurrar algo repetidamente. No entendí lo que decía, pero tuve la certeza de que eran las mismas palabras pronunciadas por su amante.

Dominus meus bonus et benignitas est.

Entonces apareció uno de los hombres de Epstein y clavó una aguja hipodérmica en el cuello a Maser, quien en cuestión de segundos hundió el mentón sobre el pecho y cerró los ojos.

– Listo -dijo Epstein.

– Listo -repetí, y por fin les permití tenderme y la luz se fue de mis ojos.

Al cabo de tres días volví a reunirme con Epstein en la pequeña cafetería. La sordomuda nos sirvió la misma comida que la vez anterior; luego desapareció al fondo del local y nos dejó solos. Entonces empezamos a hablar en serio, repasando los sucesos de aquella noche y todo lo ocurrido en los días previos, incluida mi conversación con Eddie Grace.

– Con respecto a él, nada puede hacerse -dijo Epstein-. Incluso si fuera posible demostrar que ha tenido algo que ver, moriría antes de sacarlo siquiera de la casa.

Habían inventado una historia falsa para explicar lo ocurrido en Hobart Street. Hansen era un héroe. Mientras me seguía como parte de una investigación en curso, un hombre lo atacó con una navaja. Aunque herido de gravedad, Hansen consiguió a su vez herir fatalmente al agresor, todavía no identificado, y éste murió de camino al hospital. La navaja era la misma utilizada para matar a Mickey Wallace y Jimmy Gallagher. Los restos de sangre en la empuñadura se correspondían con la de ellos. Una fotografía del hombre en cuestión apareció en los periódicos como parte de la investigación policial. No tenía el menor parecido con Gary Maser. No tenía el menor parecido con ninguna persona, ni viva ni muerta.

No se mencionó a la mujer. No pregunté qué había sido de ella ni de su amante. No quería saberlo, pero lo imaginaba. Los habían ocultado en algún lugar profundo y oscuro, lejos el uno del otro, y allí se pudrirían.

– Hansen era de los nuestros -explicó Epstein-. Iba tras tus pasos desde que te marchaste de Maine. No debería haber entrado en la casa. No sé por qué lo hizo. Quizá vio a Maser y decidió cortarle el paso antes de que llegara a ti. De momento lo mantienen en un coma clínicamente inducido. Es poco probable que pueda reincorporarse al servicio.

– Mis amigos secretos -dije, recordando las palabras del Coleccionista-. Nunca habría adivinado que Hansen era uno de ellos. Debo de estar más solo de lo que pensaba.

Epstein tomó un sorbo de agua.

– Quizá demostrara un exceso de celo a la hora de asegurarse de que se le restringían a usted sus actividades. La decisión de retirarle las licencias no fue de él, pero estuvo más que dispuesto a imponer toda decisión tomada. Se consideró que usted atraía demasiado la atención y que era necesario protegerlo de sí mismo.

– Contribuyó también el hecho de que me tuviera tirria.

Epstein se encogió de hombros.

– Creía en la ley. Por eso lo elegimos.

– ¿Y hay otros?

– Sí.

– ¿Cuántos?

– No suficientes.

– ¿Y ahora qué?

– Esperaremos. Recuperará usted su licencia de investigador y le devolverán el permiso de armas de fuego. Si no podemos protegerlo de sí mismo, supongo que tendremos que darle la posibilidad de protegerse por sí solo. Pero puede que eso tenga un precio.

– Siempre lo tiene.

– Un favor de vez en cuando, nada más. Usted hace bien su trabajo. Se le allanará el camino con la policía del estado y las fuerzas del orden locales en caso de que su intervención resulte útil. Considérese un asesor, un consejero esporádico sobre ciertos asuntos.

– ¿Y quién va a allanar el camino? ¿Usted o algún otro de mis «amigos»?

Oí abrirse la puerta detrás de mí. Me volví. Entró el agente especial Ross, pero no se quitó el abrigo ni se sentó con nosotros a la mesa. Se limitó a apoyarse en el mostrador, con las manos entrelazadas, y me miró como un asistente social obligado a tratar con un delincuente habitual que empieza a desesperarlo.

– Será una broma, ¿no? -dije-. ¿Ése? -Ross y yo tenemos una historia pasada.

– Ése-dijo Epstein.

– La Unidad Cinco.

– La Unidad Cinco.

– Con amigos como ése…

– … uno necesita enemigos en consonancia -completó Epstein.

Ross saludó con la cabeza.

– Eso no significa que vaya a ser yo quien te saque las castañas del fuego cada vez que se te pierdan las llaves -dijo-. Conviene que mantengas las distancias.

– Eso no me resultará difícil.

Epstein levantó una mano en un gesto conciliador.

– Por favor, caballeros.

– Tengo otra pregunta -dije.

– Usted dirá -respondió Epstein-. Adelante.

– Esa mujer susurraba algo cuando se la llevaron. Antes de quedarme grogui, me pareció ver a Maser decir lo mismo. Sonaba a latín.

– Dominus meus bonus et benignitas est -recitó Epstein-. Mi señor es bueno y generoso.

– Eddie Grace casi empleó esas mismas palabras -señalé-, sólo que las dijo en inglés. ¿Qué quiere decir? ¿Es una oración o algo así?

– Es eso, y quizás algo más -contestó Epstein-. Es un juego de palabras. Un nombre ha aparecido una y otra vez a lo largo de muchos años. Consta en documentos, en actas. Al principio pensamos que era una coincidencia, o una especie de clave, pero ahora creemos que es otra cosa.

– ¿Como qué?

– Creemos que es el nombre de la Entidad, la fuerza controladora -dijo Epstein-. «Mi señor es bueno y generoso.» Bueno y generoso, «good» y «kind». Así llaman a aquel a quien sirven. Lo llaman «Goodkind».

– Señor Goodkind.

Tardé mucho en enterarme de lo que sucedió entre Ross y Epstein después de marcharme, sólo la mujer silenciosa les hizo compañía en la tenue luz de la cafetería.

– ¿Seguro que es aconsejable dejarlo a su aire? -preguntó Ross mientras Epstein buscaba la manga de su abrigo.

– No lo dejamos a su aire -respondió Epstein-. Aunque él no lo sepa, es una cabra amarrada. Sólo tenemos que esperar y ver de qué viene a cebarse.

– ¿Goodkind? -preguntó Ross.

– Al final, quizá sí, si de verdad existe -contestó Epstein, encontrando por fin la manga-. O si nuestro amigo vive el tiempo suficiente…

Me marché de Nueva York esa noche después de realizar un servicio más por los difuntos, éste postergado durante mucho tiempo. En un rincón del cementerio Bayside, al pie de una sencilla lápida, puse flores en la tumba de una joven y una niña desconocida, la última morada de Caroline Carr.

Mi madre.

Epílogo

Mi corazón pide paz…

Pasan los días, y cada hora se lleva

un trocito de vida; pero tú y yo, ambos,

prevemos una larga vida…

«Es la hora, amigo mío, es la hora»,

Alexander Pushkin (1799-1837)

Pasé el resto de la semana solo. No vi a nadie. No hablé con nadie. Viví absorto en mis pensamientos, y en el silencio intenté conciliarme con todo lo que había averiguado.

La noche del viernes fui al Bear. Dave Evans atendía en la barra. Ya le había dicho por teléfono que dejaba el empleo, y no se lo había tomado a mal. Seguramente sabía ya que era cuestión de tiempo. Yo había recibido confirmación extraoficial de que me devolverían la licencia de investigador privado al cabo de unos días, tal como Epstein me había anunciado, y todas las objeciones a mi permiso de armas se habían retirado.

Pero esa noche saltaba a la vista que Dave no daba abasto. La zona principal del bar estaba hasta los topes, y sólo quedaba espacio de pie. Me aparté para dejar pasar a Sarah con una bandeja de cervezas en una mano y varios platos de comida en la otra. Tenía los nervios a flor de piel, lo cual no era raro, pero en ese momento advertí que todos los demás empleados del local se hallaban en su mismo estado.

– Gary Maser me avisó con veinticuatro horas de antelación y se marchó -protestó Dave mientras mezclaba un cóctel Alexander a la vez que permanecía atento a tres jarras de cerveza que se llenaban simultáneamente bajo los surtidores-. Es una lástima. Me caía bien. Pensaba que podría quedarse un tiempo. ¿Tienes idea de qué le ha pasado?

– No -contesté.

– Lo contrataste tú.

– Un error por mi parte.

– Qué más da. No ha tenido consecuencias fatales. -Señaló el vendaje en mi cuello-. Aunque eso parece que sí podría haberlo sido. Mejor no preguntar, supongo.

– Podrías preguntar, pero tendría que mentirte.

Uno de los surtidores empezó a borbotear y soltar espuma.

– Maldita sea -dijo Dave. Me miró-. ¿Puedes hacerle un favor a un viejo amigo?

– Allá voy -contesté.

Pasé al otro lado y cambié el barril. Mientras estaba allí, se acabaron otros dos, así que los cambié también. Cuando volví a salir, Dave estaba tras la parte de la barra reservada a los camareros, donde entregaba los pedidos al restaurante. Además, al menos diez personas esperaban sus copas, y en la barra había sólo un camarero para atenderlos.

Así pues, por una noche más, recuperé mi antigua función. No me importó. Como ahora sabía que volvería a dedicarme a lo que se me daba mejor, lo pasé bien trabajando una última vez para Dave, y enseguida me acoplé en las antiguas rutinas. Entraban los clientes, y yo los recordaba por sus pedidos pese a que no me venían sus nombres a la memoria: el tipo de la ginebra Tanqueray; la chica del Margarita; cinco treintañeros que iban todos los viernes y siempre pedían cinco de la misma cerveza, sin experimentar jamás con algunas de las marcas más exóticas, tanto era así que habíamos bautizado su llegada como la Carga de la Brigada Ligera de Coors. Los hermanos Fulci aparecieron seguidos de Jackie Garner, y Dave consiguió dar la impresión de que se alegraba de verlos. Estaba en deuda con ellos por mantener a raya a los periodistas tras la muerte de Mickey Wallace, aunque sospechaba que su presencia había ahuyentado también a parte de la clientela habitual. Pero en ese momento, sentados en un rincón, comían hamburguesas y se trincaban una cerveza Belfast Bay Lobster Red tras otra como hombres a punto de volver a la cárcel al día siguiente, experiencia que no era ajena a los Fulci.

Y así transcurrió la velada.

Eddie Grace despertó al oír la fricción de una cerilla en la oscuridad de su habitación. Los fármacos habían adormecido un tanto el dolor, pero también habían adormecido sus sentidos, de modo que inicialmente tuvo que hacer un esfuerzo para saber qué hora era y por qué estaba despierto. Creyó que tal vez había oído el sonido en un sueño. Al fin y al cabo, en aquella casa no fumaba nadie.

De pronto resplandeció el ascua de un cigarrillo y una figura cambió de posición en el sillón a su izquierda; advirtió el brillo de la cara de un hombre. Flaco y de aspecto poco saludable, llevaba el pelo peinado hacia atrás y las uñas largas y amarillentas, al parecer por la nicotina. Vestía de oscuro. Incluso en su maloliente lecho de enfermo, Eddie percibió el hedor que aquel individuo despedía.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó Eddie-. ¿Quién es?

El hombre se inclinó hacia él. En la mano sostenía un viejo silbato de policía, suspendido de una cadena de plata. Había pertenecido al padre de Eddie, y se lo dejó a él al jubilarse.

– Esto me gusta -dijo el desconocido, sosteniendo el silbato por la cadena-. Creo que lo añadiré a mi colección.

Eddie buscó con la mano derecha la alarma con la que llamaba a Amanda. Sonaría en su dormitorio, y ella o Mike acudirían. Pulsó el botón, pero no oyó nada.

– Me he tomado la molestia de desconectarlo -explicó el hombre-. Ya no va a necesitarlo.

– Le he preguntado qué hace aquí -insistió Eddie con voz ronca. Ahora tenía miedo: era la única reacción lógica en presencia de aquel hombre. Todo en él inquietaba. Todo.

– He venido para castigarlo por sus pecados.

– ¿Por mis pecados?

– Por traicionar a su amigo. Por poner en peligro al hijo de su amigo. Por la muerte de Caroline Carr. Por las chicas a las que hizo daño. Estoy aquí para hacerle pagar por todos ellos. Ha sido juzgado y declarado culpable.

Eddie dejó escapar una risotada hueca.

– Anda y que te jodan -contestó-. Mírame. Me estoy muriendo. Padezco dolor a diario. ¿Qué puedes hacerme que no se me haya hecho ya?

Y de pronto el silbato fue sustituido por una esquirla de metal afilada al mismo tiempo que el hombre se levantaba y se inclinaba sobre Eddie, y Eddie creyó ver otras siluetas apiñarse detrás de él, hombres de ojos vacíos y bocas oscuras que estaban allí y a la vez no estaban.

– Ah -susurró el Coleccionista-. Seguro que se me ocurrirá algo…

A las doce de la noche el bar ya casi se había vaciado. Según el parte meteorológico, volvería a nevar a partir de la medianoche, y la mayoría de la gente había decidido marcharse temprano para no arriesgarse a tener que conducir en plena ventisca. Jackie y los Fulci seguían allí, con las botellas acumuladas ante ellos, pero los clientes de la zona ya estaban de pie y se ponían los abrigos. Dos hombres en el extremo opuesto de la barra pidieron la cuenta, me dieron las buenas noches y se marcharon, dejando sola a una última clienta en la barra. Un rato antes se encontraba en compañía de un grupo de policías de Portland, pero, en cuanto se fueron, sacó un libro del bolso y se puso a leer tranquilamente. Nadie la molestó. Aunque era menuda, morena y bonita, despedía ciertas vibraciones, e incluso los jugadores de hockey guardaron las distancias. Aun así, me sonaba de algo. Al final caí en la cuenta. Alzó la vista y me vio mirarla.

– De acuerdo -dijo-. Ya me voy.

– No hace falta -contesté-. El personal suele quedarse a tomar una copa, o incluso un bocado, los viernes por la noche. No estorbas a nadie.

Señalé la copa de vino tinto que tenía junto a la mano derecha. Le quedaba sólo un trago.

– ¿Te la lleno? -pregunté-. A cuenta de la casa.

– ¿Eso no es ilegal después de la hora de cierre?

– ¿Vas a denunciarme, agente Macy?

Arrugó la nariz.

– ¿Sabes quién soy?

– He leído sobre ti en los periódicos, y te he visto por aquí alguna vez. Interviniste en aquel asunto en Sanctuary.

– Como tú.

– Sólo en la periferia. -Le tendí la mano-. Mis amigos me llaman Charlie.

– A mí los míos me llaman Sharon.

Nos dimos la mano.

– ¿Te has cortado afeitándote? -preguntó, señalando mi cuello.

– Me tiembla el pulso -contesté.

– Mala cosa para un camarero.

– Por eso voy a dejarlo. Lo de esta noche es un favor a un viejo amigo.

– ¿Y ahora qué harás?

– Lo que hacía antes. Me retiraron la licencia durante un tiempo. Pronto la recuperaré.

– Ya pueden andarse con cuidado los malhechores -dijo. Tenía una sonrisa en la cara, pero su mirada permanecía seria.

– Algo así.

Le cambié la copa por otra limpia y se la llené con el mejor vino californiano que teníamos.

– ¿Beberás conmigo? -preguntó, y al pronunciarlas, esas palabras parecieron prometer, en un futuro, algo más que una copa en un bar poco iluminado.

– Claro -contesté-. Será un placer.

John Connolly

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