John Connolly, el aclamado autor irlandés de novela negra, sorprende agradablemente con la publicación de El libro de las cosas perdidas, una espeluznante y genial novela para el público juvenil y también adulto.

En su dormitorio del desván, David, un niño de doce años, llora la muerte de su madre. Está enfadado y solo, con la única compañía de los libros de sus estantes. Pero los libros han empezado a susurrarle en la oscuridad, y, mientras se refugia en los mitos y los cuentos que su madre tanto amaba, descubre que el mundo real y el mundo imaginario han empezado a mezclarse. Mientras la guerra se extiende por Europa, David aterriza de golpe en una tierra que es producto de su imaginación, pero aterradoramente real…

John Connolly nació en Dublín en 1968. Considerado como uno de los escritores de suspense más importantes de la actualidad, todas sus novelas se han convertido en best sellers según la lista de ventas del Sunday Times.

Esta novela abre la colección avalado por magníficas críticas en la prensa internacional: The Times, The Independent, Daily Mail, Sunday Times…

John Connolly

El Libro De Las Cosas Perdidas

Este libro está dedicado a una persona adulta, Jennifer Ridyard, y a Cameron y Alistair Ridyard, que serán adultos antes de lo que nos gustaría.

Porque en cada adulto mora el niño que fue, y en cada niño espera el adulto que será.

Encuentro un significado más profundo en los cuentos de mi infancia que en las verdades que enseña la vida.

Friedrich Schiller (1759-1805)

Todo lo que puedas imaginar es real.

Pablo Picasso (1881-1973)

I. Sobre todo lo que se encontró y todo lo que se perdió

Érase una vez, porque así es como deberían empezar todas las historias, un niño que perdió a su madre.

En realidad, llevaba ya mucho tiempo perdiéndola, puesto que la enfermedad que la estaba matando era un enemigo sigiloso y cobarde que se la comía por dentro, que consumía lentamente su luz interior, de modo que perdía el brillo de los ojos con cada día que pasaba y tenía la piel cada vez más pálida.

A medida que la enfermedad se la iba robando poco apoco, el miedo del niño a perderla del todo crecía en consonancia. Quería que se quedara. No tenía hermanos ni hermanas y, aunque amaba a su padre, sería justo reconocer que amaba más a su madre y no soportaba la idea de vivir sin ella.

El niño, que se llamaba David, hizo todo lo que pudo por mantenerla viva. Rezó. Intentó ser bueno, para que ella no tuviera que ser castigada por los errores que cometía él. Caminaba de puntillas por la casa procurando no hacer ruido, y bajaba la voz cuando jugaba a la guerra con sus soldaditos de plomo. Se inventó una rutina e intentó ceñirse a ella todo lo posible, porque, en parte, creía que el destino de su madre estaba unido a las acciones que él realizaba. Siempre se levantaba de la cama poniendo primero el pie izquierdo en el suelo y después el derecho. Siempre contaba hasta veinte cuando se cepillaba los dientes y siempre paraba al terminar la cuenta. Siempre tocaba los grifos del cuarto de baño y los pomos de las puertas un número concreto de veces: los números impares eran malos, pero los pares estaban bien; dos, cuatro y ocho eran los mejores, aunque no le gustaba el seis, porque el seis era dos veces tres, tres era la segunda parte de trece, y trece era un número realmente malo.

Si se golpeaba la cabeza contra algo, lo hacía de nuevo para que el número de veces fuera par, y, a veces, lo hacía una y otra vez, porque su cabeza parecía rebotar en la pared y arruinarle la cuenta o el pelo rozaba la superficie cuando no debía, hasta que la cabeza le dolía del esfuerzo, y se sentía mareado y enfermo. Durante todo un año, en la peor época de la enfermedad de su madre, lo primero que hacía por la mañana era llevar ciertos objetos del dormitorio a la cocina, y lo último que hacía por la noche era devolverlos al dormitorio: se trataba de un pequeño ejemplar de los cuentos escogidos de Grimm y un tebeo Magnet manoseado. El libro tenía que estar perfectamente colocado en el centro del tebeo, y los bordes de ambos debían estar alineados en la esquina de la alfombra de su dormitorio por la noche, o en el asiento de su silla favorita de la cocina por la mañana. De esta forma, David contribuía a la supervivencia de su madre.

Todos los días después del colegio se sentaba junto a ella en la cama y, si la mujer se sentía con fuerzas, hablaban un rato. Sin embargo, otras veces se limitaba a verla dormir mientras contaba cada fatigoso resuello de la enferma y deseaba que se quedase con él. A menudo se llevaba un libro, y su madre, si estaba despierta y no le dolía mucho la cabeza, le pedía que se lo leyera en voz alta. Ella tenía sus propios libros, novelas de amor y misterio, y gordos tomos de tapas negras con letras diminutas, pero prefería que él le leyese historias mucho más antiguas: mitos, leyendas y cuentos de hadas, relatos de castillos, hazañas y peligrosos animales parlantes. A David no le parecía mal porque, aunque a sus doce años ya no era tan crío, seguía teniéndoles cariño a aquellos cuentos, y el hecho de que a su madre le gustase oírselos leer no hacía más que aumentar su amor por ellos.

Antes de caer enferma, la madre de David solía decirle que las historias estaban vivas, aunque no de la misma forma que las personas, ni siquiera como los perros o los gatos. Las personas estaban vivas independientemente de que les hicieras caso o no, mientras que los perros preferían llamarte la atención si decidían que no les prestabas la suficiente. Por otro lado, a los gatos se les daba muy bien fingir que las personas no existían cuando eso les convenía, pero aquello era otro tema muy distinto.

Sin embargo, las historias eran diferentes: cobraban vida al contarlas. Sin una voz humana que las leyera en voz alta o un par de ojos bien abiertos que las siguieran a la luz de una linterna bajo la manta, no tenían una existencia real en nuestro mundo. Eran como semillas en el pico de un pájaro, esperando caer en la tierra, o como las notas de una canción escrita en una partitura, deseando que un instrumento las convirtiese en música. Yacían dormidas, a la espera de una oportunidad para despertarse. Cuando una persona empezaba a leerlas, podían empezar a cambiar, podían echar raíces en la imaginación y transformar al lector. La madre de David le susurraba al oído que las historias querían que alguien las leyese, que lo necesitaban, porque era lo que las hacía salir de su mundo para entrar en el nuestro: querían que les diésemos vida.

Éstas eran las cosas que la madre de David le contaba antes de que la enfermedad se hiciese con ella. A menudo tenía un libro en la mano mientras hablaba, y acariciaba con cariño la cubierta, como acariciaba a veces el rostro de David o el de su padre cuando uno de ellos hacía o decía algo que le hacía recordar lo mucho que lo quería. El sonido de la voz de su madre era como una canción para David, una que revelaba constantemente nuevas improvisaciones o sutilezas previamente ocultas. Conforme crecía y la música ganaba importancia en su vida (aunque nunca tanta como los libros), empezó a pensar que la voz de su madre era menos como una canción y más como una especie de sinfonía, capaz de infinitas variaciones sobre los mismos temas y melodías, que cambiaban según su humor y su capricho.

Con el paso de los años, la lectura se convirtió en una experiencia más solitaria para David, hasta que la enfermedad de su madre los devolvió a ambos a su primera infancia, pero con los papeles invertidos. Sin embargo, antes de ponerse enferma, el niño a menudo entraba en la habitación en la que ella leía, la saludaba con una sonrisa siempre correspondida y se sentaba cerca para sumergirse en su propio libro, de modo que, aunque ambos estaban perdidos en mundos distintos, los dos compartían el mismo espacio y tiempo. Al mirarla mientras leía, David sabía si la historia que contaba el libro estaba viviendo dentro de su madre, y recordaba de nuevo todo lo que ella le había contado sobre las historias y los cuentos, sobre el poder que tenían sobre nosotros, y que nosotros, de igual modo, teníamos sobre ellos.

David nunca olvidaría el día en que murió su madre. Estaba en el colegio, aprendiendo (o no aprendiendo) cómo analizar un poema, con la mente llena de dáctilos y pentámetros que, más que versos, parecían nombres de extraños dinosaurios que habitaran una tierra prehistórica. El director abrió la puerta de la clase y se acercó al maestro de inglés, el señor Benjamín (o el Big Ben, como lo llamaban sus pupilos, tanto porque su tamaño era semejante al del famoso reloj, como porque tenía la costumbre de sacarse del chaleco su reloj de bolsillo y anunciar con voz lúgubre y profunda el lento paso del tiempo a sus indisciplinados alumnos). Le susurró algo al oído, y el señor Benjamín asintió con solemnidad. Cuando se volvió para mirar a la clase, sus ojos encontraron a David, y le habló con más dulzura de lo habitual: dijo su nombre, que tenía permiso para abandonar la clase y que recogiese sus cosas y acompañase al director. En aquel preciso instante, David supo lo que había pasado. Lo supo antes de que el director lo llevase a la consulta de la enfermera del colegio; lo supo antes de que apareciese la enfermera con una taza de té en la mano para el chico; lo supo antes de que el director se pusiera delante de él, todavía con aspecto severo, pero intentando a todas luces ser amable con el afligido niño; lo supo antes de llevarse la taza a los labios, antes de que dijesen las palabras temidas y antes de que el té le quemase la boca, recordándole que seguía vivo y que había perdido a su madre para siempre.

Ni siquiera las interminables rutinas habían bastado para mantenerla viva. Más tarde se preguntaría si habría hecho mal alguna, si, de algún modo, había contado mal aquella mañana, o si podría haber añadido otra acción que cambiase las cosas. Ya no importaba, porque su madre se había ido. David pensó que tendría que haberse quedado en casa. Siempre se preocupaba por ella cuando estaba en el colegio, porque, si estaba lejos de ella, no tenía control sobre su existencia. Las rutinas no funcionaban en el colegio; era difícil realizarlas, porque allí tenían sus propias reglas y costumbres. David había intentando usarlas como sustituías, pero no eran lo mismo, y su madre había pagado el precio. Fue sólo entonces cuando David, avergonzado por su fracaso, empezó a llorar.

Los días siguientes se perdieron en una bruma de vecinos y familiares, de hombres altos y extraños que le alborotaban el pelo y le daban un chelín, y de mujeres grandes vestidas de negro que se llevaban a David al pecho mientras lloraban, saturando sus sentidos con el olor a perfume y naftalina. Él se quedaba apabullado en una esquina del salón hasta altas horas de la noche, mientras los adultos intercambiaban historias sobre una madre que él no había conocido, una criatura extraña con una historia completamente separada de la suya: una niña que no lloró cuando se murió su hermana mayor, porque se negaba a creer que alguien que significaba tanto para ella pudiera desaparecer para siempre y no volver; una chica que huyó de casa un día porque su padre, en un arranque de impaciencia por alguna tontería que había hecho la hija, le dijo que la iba a vender a los gitanos; una bella mujer con un vestido rojo intenso, seducida por el padre de David delante de las narices de otro hombre; una preciosidad de blanco el día de su boda, que se pinchó el pulgar con la espina de una rosa y dejó la gota de sangre en el traje para que todos la vieran.

Cuando por fin se quedó dormido, David soñó que formaba parte de aquellas historias, que participaba en todas las etapas de la vida de su madre. Ya no era un niño oyendo relatos de otros tiempos, sino que era testigo de todos ellos.

David vio a su madre por última vez en la sala de la funeraria, antes de que cerraran el ataúd. Parecía diferente, pero también la misma; tenía el aspecto de antes, el de la madre que había existido antes de la enfermedad. Llevaba maquillaje, como los domingos para ir a misa, o cuando ella y el padre de David salían a cenar o al cine. Le habían puesto su vestido azul favorito y le habían cruzado las manos sobre el estómago, con un rosario entre los dedos, pero le habían quitado los anillos; tenía los labios muy pálidos. David se acercó y le tocó los dedos de la mano: estaban fríos y húmedos.

Su padre apareció junto a él; eran los únicos que quedaban en la sala, todos los demás habían salido. Un coche esperaba en la entrada para llevar a David y a su padre a la iglesia. Era un coche negro y grande, y el hombre que lo conducía llevaba una gorra con visera y nunca sonreía.

– Puedes darle un beso de despedida, hijo -le dijo su padre, y David lo miró. El hombre tenía los ojos húmedos y enrojecidos; había llorado el primer día, cuando David regresó del colegio, y él lo sostuvo entre sus brazos y le prometió que todo saldría bien, pero no había vuelto a llorar desde entonces. David vio cómo una gran lágrima surgía y se deslizaba lentamente, casi avergonzada, por la mejilla de su padre. Se volvió de nuevo hacia su madre, se inclinó sobre el ataúd y la besó en la cara. Olía a productos químicos y a otra cosa más, algo en lo que David no quería pensar; notó el mismo sabor en los labios de su madre.

– Adiós, mamá -susurró. Le picaban los ojos y quería decir algo, pero no sabía el qué.

Su padre le puso una mano en el hombro, se inclinó también sobre ella y le dio un dulce beso en la boca. Apretó la cara contra la de su mujer y le susurró algo que David no pudo oír. Después la dejaron, y cuando apareció de nuevo el ataúd, llevado por el encargado de la funeraria y sus ayudantes, estaba cerrado, y lo único que indicaba que la madre de David iba dentro era la plaquita de metal de la tapa, en la que ponía su nombre y las fechas de su nacimiento y muerte.

La dejaron sola en la iglesia aquella noche, aunque, de haber podido, David se habría quedado con ella. Se preguntó si se sentiría sola, si sabría dónde estaba, si ya estaría en el cielo o si eso no ocurría hasta que el cura decía las últimas palabras y el ataúd se enterraba en el suelo. No le gustaba imaginársela sola allí dentro, atrapada en madera, latón y clavos, pero no podía decírselo a su padre, porque no lo entendería, y, en cualquier caso, decírselo no iba a cambiar nada. No podía quedarse solo en la iglesia, así que se fue a su habitación e intentó imaginar cómo estaría pasándolo ella. Corrió las cortinas de la ventana, cerró la puerta para que estuviese lo más oscuro posible y se metió debajo de la cama.

La cama era baja, y el espacio que quedaba resultaba muy estrecho. Ocupaba una esquina del dormitorio, así que David se arrastró por el suelo hasta que tocó la pared con la mano izquierda; después cerró los ojos con fuerza y se quedó muy quieto. Al cabo de un rato, intentó levantar la cabeza, pero se dio un buen golpe contra los listones que soportaban el colchón; los empujó, pero estaban sujetos con clavos; intentó levantar la cama con las manos, pero pesaba demasiado. Olía a polvo y a su orinal, así que empezó a toser y le lagrimearon los ojos. Decidió salir de allí abajo, pero había sido más fácil arrastrarse hasta donde estaba que impulsarse para salir. Estornudó y se hizo daño al golpearse la cabeza con la parte de abajo de la cama. Entonces empezó a asustarse, agitó los pies desnudos para encontrar apoyo en el suelo de madera, levantó una mano y usó los listones para darse impulso, hasta que estuvo lo bastante cerca del borde de la cama para salir. Se puso de pie, se apoyó en la pared y empezó a respirar profundamente. Así era la muerte: estar atrapado en un lugar pequeño con un gran peso inmovilizándote durante toda la eternidad.

Enterraron a su madre una mañana de enero. La tierra estaba dura, y todos los asistentes llevaban guantes y abrigos. El ataúd parecía demasiado corto cuando lo bajaron al agujero, aunque su madre siempre le había parecido alta cuando estaba viva. La muerte la había empequeñecido.

En las semanas siguientes, David intentó perderse en los libros, porque los recuerdos de su madre estaban inextricablemente unidos a ellos y a la lectura. A él le correspondió heredar los que se consideraban «apropiados» para su edad, así que se encontró intentando leer novelas que no comprendía y poemas que no rimaban del todo. A veces le preguntaba a su padre sobre ellos, pero el padre de David no parecía muy interesado en libros. Siempre había dedicado el tiempo que pasaba en casa a esconder la cabeza tras el periódico, dejando escapar pequeñas columnas de humo de pipa sobre las páginas, como si fueran señales enviadas por los indios. Estaba obsesionado con las idas y venidas del mundo moderno, sobre todo desde que los ejércitos de Hitler avanzaban por Europa y la amenaza de sufrir ataques en su propio país era cada vez más real. La madre de David comentó una vez que, años atrás, su padre solía leer muchos libros, pero que había perdido la costumbre de sumergirse en las historias. Los había cambiado por los periódicos, con aquellas largas columnas de letras impresas, cuidadosamente colocadas a mano para crear algo que perdería su relevancia casi en cuanto apareciese en los quioscos, puesto que las noticias que contenían ya estaban viejas y moribundas cuando se leían, rápidamente sobrepasadas por los acontecimientos del mundo.

La madre de David decía que las historias de los libros odiaban a las de los periódicos. Las historias de los periódicos eran como peces recién pescados, merecedores de atención siempre que permaneciesen frescos, lo que no ocurría durante mucho tiempo. Eran como los golfillos que pregonaban las ediciones de la noche, gritones e insistentes, mientras que las historias, las de verdad, las historias inventadas, eran como bibliotecarios severos y serviciales en una biblioteca bien surtida. Las historias de los periódicos eran tan insustanciales como el humo, tan longevas como las libélulas; no echaban raíces, sino que eran como las semillas que se arrastran por el suelo, robando la luz del sol a los cuentos más dignos. La mente del padre de David estaba siempre ocupada por voces agudas y competitivas que se silenciaban en cuanto les concedía su atención, sólo para ser sustituidas por el clamor de otras. Todo eso solía susurrarle su madre con una sonrisa, mientras su padre fruncía el ceño y mordía la pipa, consciente de que estaban hablando de él, pero en absoluto dispuesto a darles el placer de saber que lo estaban irritando.

Por tanto, David fue el encargado de salvaguardar los libros de su madre, y los añadió a los que le habían comprado a él. Estos últimos eran cuentos de caballeros y soldados, de dragones y bestias marinas, cuentos populares y cuentos de hadas, porque aquéllas eran las historias que a su madre le gustaban de pequeña, y que él, a su vez, le había leído cuando la enfermedad fue haciéndose con ella, reduciéndole la voz a un suspiro y la respiración al rasguño de una lija vieja sobre madera podrida, hasta que, por fin, el esfuerzo había sido demasiado para ella y dejó de respirar. Después de su muerte, el niño intentó evitar aquellas viejas historias porque estaban demasiado ligadas a su madre para poder disfrutar de ellas, pero no se dejaban rechazar tan fácilmente y empezaron a llamarlo. Parecían reconocer en él, o eso creía el niño, algo curioso y fértil. David las oyó hablar: primero en voz bajita, pero después en voz más alta y autoritaria.

Estas historias eran muy antiguas, tanto como los seres humanos, y habían sobrevivido gracias a su enorme poder. Se trataba de cuentos cuyos ecos permanecían en la cabeza mucho después de que los libros que los contenían fuesen desechados. Eran tanto una forma de escapar de la realidad como una realidad alternativa en sí mismos; eran tan viejos y extraños que habían encontrado un tipo de existencia independiente de las páginas que ocupaban. El mundo de los cuentos antiguos existía de forma paralela al nuestro, como la madre de David le había explicado una vez, pero, a veces, el muro que separaba ambos mundos se volvía tan delgado y quebradizo que los dos empezaban a mezclarse.

Fue entonces cuando empezaron los problemas.

Fue entonces cuando vinieron las cosas malas.

Fue entonces cuando el Hombre Torcido empezó a visitar a David.

II. Sobre Rose, el doctor Moberley la importancia de los detalles

Era muy extraño pero, poco después de la muerte de su madre, David recordaba haber experimentado una sensación semejante al alivio. No había otra forma de describirlo, y era algo que hacía que David se sintiese mal. Su madre ya no estaba y no volvería jamás, le daba igual lo que el cura había dicho en su sermón: que estaba en un lugar mejor y más feliz, y que el dolor ya se había terminado. No ayudaba que le hubiese dicho a David que su madre siempre estaría con él, aunque no la viera, porque una madre invisible no podía ir de paseo con él en las tardes de verano, sacando los nombres de árboles y flores de sus aparentemente infinitos conocimientos sobre la naturaleza; ni tampoco podía ayudarlo con los deberes, mientras olía su familiar perfume al inclinarse sobre él para corregir una falta de ortografía o preguntarse por el significado de un poema desconocido; ni leer con él en las frías tardes de domingo, cuando el fuego ardía en la chimenea, la lluvia golpeaba las ventanas y el techo y la habitación se llenaba del olor a madera quemada y bollos.

Pero, entonces, David recordó que, en los últimos meses, su madre no había sido capaz de hacer ninguna de aquellas cosas. Las medicinas que le daban los médicos la dejaban atontada y enferma, así que no podía concentrarse, ni siquiera en las tareas más sencillas, y, desde luego, no podía salir a dar largos paseos. A veces, ya cerca del final, David ni siquiera estaba seguro de que su madre pudiera reconocerlo. Empezó a oler raro: no mal, sino raro, como la ropa vieja que lleva mucho tiempo sin usarse. Durante la noche, la mujer a veces gritaba de dolor y el padre de David la abrazaba e intentaba consolarla. Cuando se ponía muy mal, tenían que llamar al médico, y, al final, estaba demasiado enferma para quedarse en su cuarto, así que vino una ambulancia para llevársela a un hospital que no era exactamente un hospital, porque nadie parecía ponerse bien y nadie volvía nunca a casa, sino que cada vez hablaban menos y menos, hasta que sólo quedaban silencio y camas vacías.

El hospital que no era del todo un hospital estaba muy lejos de su casa, pero el padre de David la visitaba cada dos noches después de volver del trabajo y cenar los dos juntos. El niño iba con él en su viejo Ford al menos dos veces a la semana, aunque el viaje de ida y vuelta lo dejaba con poco tiempo después de terminar los deberes y comerse la cena También dejaba a su padre muy cansado, y David se preguntó donde encontraba la energía para levantarse cada mañana prepararle el desayuno, ver cómo se iba al colegio antes de irse a trabajar, volver a casa, preparar el té, ayudarle con los deberes que le resultaran difíciles, visitar a su esposa, regresar a casa, darle un beso de buenas noches y leer el periódico durante una hora antes de acostarse.

En una ocasión, el niño se despertó de noche con la boca muy seca y bajó las escaleras para beberse un vaso de agua en la cocina. Oyó ronquidos en la salita y vio que su padre se había quedado dormido en el sillón, con las hojas del periódico desperdigadas por encima y la cabeza colgando a un lado. Eran las tres de la mañana. David no sabía bien qué hacer, pero, al final, había despertado a su padre, porque recordaba que una vez él se había quedado dormido en el tren durante un viaje largo, y el cuello le había dolido durante varios días. Su padre pareció un poco sorprendido y un poquito enfadado por la interrupción de su sueño, pero se levantó del sillón y subió a su cuarto a dormir. En cualquier caso, David estaba seguro de que no era la primera vez que se quedaba dormido así, completamente vestido y bastante lejos de la cama.

Así que la muerte de la madre de David significaba que ya no habría más dolor para ella, pero también que no habría más visitas al gran edificio amarillo en el que la gente se marchitaba hasta morir, ni más noches en el sillón, ni más cenas a toda prisa. En vez de todo aquello, llegó ese silencio que suele aparecer cuando alguien se lleva un reloj para repararlo, y, al cabo de un tiempo, te das cuenta de su ausencia, porque su tictac delicado y tranquilizador ya no está y lo echas de menos.

Pero el sentimiento de alivio desapareció al cabo de pocos días, y después David se sintió culpable por haberse alegrado de que ya no tuvieran que hacer todas las cosas que les exigía la enfermedad de su madre; en los meses siguientes, la culpabilidad no desapareció, sino que empeoró cada vez más, tanto que David empezó a desear que su madre siguiera en el hospital. De seguir allí, la habría visitado todos los días, aunque significara despertarse antes por las mañanas para hacer los deberes, porque no podía soportar pensar en una vida sin ella.

El colegio se le hizo más difícil; se apartó de sus amigos, incluso antes de que llegase el verano y sus cálidas brisas los dispersaran como semillas de diente de león. Se decía que evacuarían de Londres a todos los niños para enviarlos al campo cuando se reanudasen las clases en septiembre, pero el padre de David le había prometido que no lo haría. «Al fin y al cabo -le había dicho-, ahora estamos solos y tenemos que permanecer unidos.»

Su padre contrató a una mujer, la señora Howard, para mantener limpia la casa y encargarse de cocinar y planchar. La señora solía estar allí cuando David volvía del colegio, pero estaba demasiado ocupada para hablar con él; estaba entrenándose con la ARP, las patrullas que se encargaban de las medidas de seguridad durante los bombardeos, además de cuidar de su marido y sus hijos, así que no tenía tiempo para charlar con el niño ni para preguntarle cómo le había ido el día.

La señora Howard se iba justo a las cuatro de la tarde, y el padre de David no volvía a casa de su trabajo en la universidad hasta las seis, y, a veces, más tarde. Eso quería decir que David se quedaba solo en la casa vacía con la única compañía de la radio y sus libros. A veces se sentaba en el dormitorio que su padre y su madre antes compartían. La ropa femenina seguía en uno de los armarios, los vestidos y las faldas alineados en unas filas tan ordenadas que casi parecían personas si entrecerrabas los ojos lo suficiente. El niño los acariciaba y los agitaba, recordando mientras lo hacía que así era como se movían cuando su madre los llevaba. Después se tumbaba sobre la almohada de la izquierda, porque aquél era el lado donde su madre dormía, e intentaba colocar la cabeza en el mismo punto que ella, un punto que se reconocía fácilmente gracias a la mancha algo oscura que mostraba la funda.

Aquel nuevo mundo era demasiado doloroso para poder soportarlo. Se había esforzado mucho, había seguido sus rutinas, había contado con cuidado, había seguido las reglas…, pero la vida le había engañado. Aquel mundo no era como el de sus historias. En el de las historias, el bien era recompensado y el mal recibía su castigo. Si te mantenías en el buen camino y te alejabas del bosque, estabas a salvo. Si alguien enfermaba, como el viejo rey de uno de los cuentos, sus hijos partían en busca del remedio, el agua de la vida, y si uno de ellos era lo bastante valiente y lo bastante honesto, podía salvar la vida del rey. David había sido valiente, y su madre más aún. Al final, la valentía no había sido suficiente, ya que el mundo en que vivía no la recompensaba. Cuanto más pensaba el niño en ello, menos quería formar parte de un mundo semejante.

Seguía manteniendo sus rutinas, aunque no con tanta rigidez como antes; se contentaba con tocar los pomos y los grifos dos veces, primero con la mano izquierda y después con la derecha, sólo para mantener los números pares. Seguía intentando poner siempre primero el pie izquierdo para levantarse de la cama o subir y bajar las escaleras, pero eso no era tan difícil. No estaba seguro de qué pasaría si no se comportaba según sus reglas hasta cierto punto, aunque suponía que podría afectar a su padre. Quizás al seguir sus rutinas había salvado la vida de su padre, aunque no hubiese logrado hacerlo con la de su madre, y, como se habían quedado solos, era importante no correr demasiados riesgos. Entonces fue cuando Rose entró en su vida, y también cuando empezaron los ataques.

La primera vez fue en Trafalgar Square, cuando su padre y él se acercaban a dar de comer a las palomas después de su almuerzo del domingo en el Popular Café, de Picadilly. Su padre le dijo que el Popular cerraría pronto, y David se entristeció, porque pensaba que era un sitio estupendo.

La madre del muchacho llevaba muerta cinco meses, tres semanas y cuatro días. Aquel día, una mujer había comido con ellos en el Popular, y su padre la había presentado como Rose. Era muy delgada, con cabello largo y oscuro y labios de color rojo intenso. Su ropa parecía cara, y llevaba oro y diamantes en las orejas y el cuello. Aseguraba comer muy poco, aunque se terminó casi todo su pollo aquella tarde y le quedó espacio de sobra para el pudin. A David le resultaba familiar, y resultó ser la administradora del hospital que no era el hospital en el que había muerto su madre. Su padre le dijo que Rose había cuidado de su madre muy, muy bien…, aunque no lo suficiente para evitar que se muriera, pensó David.

Rose intentó hablar con el niño sobre el colegio, sus amigos y lo que le gustaba hacer por las tardes, pero él apenas podía responder, porque no le gustaba la forma en que miraba a su padre, ni cómo lo llamaba por su nombre de pila. No le gustaba que le tocase la mano cuando él decía algo divertido o ingenioso, y ni siquiera le gustaba el hecho de que su padre intentara ser divertido e ingenioso con ella. No estaba bien.

Rose cogió a su padre del brazo cuando salieron del restaurante; David caminaba un poco adelantado, y ellos parecían contentos con la situación. El muchacho no entendía bien lo que pasaba, o eso se decía, pero aceptó la bolsa de semillas que le ofreció su padre cuando llegaron a Trafalgar Square, y las usó para atraer a las palomas. Las palomas se acercaban diligentes a su nueva fuente de comida, con las plumas manchadas con la porquería y el hollín de la ciudad, y una mirada vacía y estúpida. Rose y su padre estaban cerca, hablando en voz baja. Cuando pensaban que el niño no miraba, David los vio besarse brevemente.

Entonces ocurrió: David estaba con el brazo extendido, con una fila de semillas colocadas encima y dos palomas bastante pesadas subiéndole por la manga, cuando, de repente, se encontró tumbado en el suelo, con el abrigo de su padre debajo de la cabeza, y unos viandantes curiosos (y alguna que otra paloma) mirándolo desde arriba, a modo de nubes gordas que flotaban sobre sus cabezas como negros bocadillos de tebeo. Su padre le dijo que se había desmayado, y David supuso que tenía razón; pero, de repente, su cabeza se había llenado de unas voces y susurros que antes no estaban, y tenía el vago recuerdo de un paisaje boscoso y el aullido de los lobos. Oyó a Rose preguntar si podía hacer algo por ayudarlos, y el padre del niño le dijo que no pasaba nada, que se lo llevaría a casa y lo metería en la cama. Pidió un taxi para volver al coche, y, antes de irse, le dijo a Rose que la llamaría más tarde.

Aquella noche, mientras David estaba en su dormitorio, el sonido de los libros se unió a los susurros de su cabeza. Tuvo que ponerse la almohada en las orejas para ahogar el ruido de su cháchara, ya que las historias más antiguas se despertaron de su sueño nocturno y empezaron a buscar lugares en los que crecer.

El despacho del doctor Moberley estaba en una casa adosada del centro de Londres, en una calle bordeada de árboles y muy tranquila. Había alfombras caras en el suelo, y las paredes estaban decoradas con cuadros de barcos en el mar. Una secretaria de avanzada edad, con el pelo muy blanco, se sentaba detrás de un escritorio de la sala de espera, ordenando papeles, escribiendo cartas y respondiendo llamadas telefónicas. David estaba sentado en un gran sofá, con su padre al lado. Un reloj de péndulo hacía tictac en un rincón, y ni David ni su padre hablaban, sobre todo porque la habitación estaba tan tranquila que la señora del escritorio habría podido escuchar cualquier cosa que dijeran; además, el niño tenía la impresión de que su padre estaba enfadado con él.

Había sufrido dos ataques más desde el de Trafalgar Square, cada vez más largos, que lo dejaban con extrañas imágenes en la cabeza: un castillo con banderolas agitándose en las paredes, un bosque lleno de árboles que sangraban un fluido rojo por la corteza, y una figura entrevista, jorobada y miserable, que se movía a través de las sombras de aquel curioso mundo, a la espera. El padre de David lo había llevado a ver al médico de cabecera, el doctor Benson, pero el doctor Benson no le había encontrado nada malo y lo había enviado a un especialista de un gran hospital, que le había acercado luces a los ojos y le había examinado el cráneo. Le preguntó algunas cosas a David y otras tantas a su padre, algunas acerca de la madre del niño y su muerte. Después le dijeron a David que esperase fuera mientras hablaban, y, cuando el padre de David salió, parecía enfadado. Así habían acabado en la consulta del doctor Moberley.

El doctor Moberley era un psiquíatra.

Se oyó un zumbido en el escritorio de la secretaria, y la mujer le hizo un gesto a David y a su padre.

– Ya puede pasar -anunció.

– Venga, entra -dijo el padre de David.

– ¿No vienes conmigo? -El padre de David sacudió la cabeza, y David supo que ya había hablado con el doctor Moberley, quizá por teléfono.

– Quiere verte a solas. No te preocupes, estaré aquí cuando salgas.

El niño siguió a la secretaria hasta otra habitación, que era mucho más amplia y lujosa que la sala de espera, amueblada con sillones y sofás. Las paredes estaban cubiertas de libros, aunque no eran como los que leía David. Le pareció oír a los libros hablar entre sí cuando entró; no entendía casi nada de lo que decían, pero hablaban len-ta-men-te, como si lo que tenían que comunicar fuese muy importante, o la persona con la que hablaban fuese muy estúpida. Algunos parecían discutir entre ellos en tonos pomposos, como a veces hablaban entre ellos los expertos en la radio cuando intentaban impresionar con su inteligencia al resto de colegas que los rodeaban.

Los libros lo ponían muy nervioso.

Un hombrecillo de pelo y barba grises estaba sentado detrás de un escritorio antiguo que parecía demasiado grande para él. Llevaba gafas rectangulares, con una cadena dorada para evitar perderlas; tenía una pajarita roja y negra bien apretada en el cuello, y un traje oscuro y holgado.

– Bienvenido -dijo-. Soy el doctor Moberley, y tú debes de ser David.

David asintió, y el doctor Moberley le pidió que se sentase y se puso a hojear las páginas de un cuaderno que estaba en su escritorio, tirándose de la barba mientras leía lo que estaba escrito en ellas. Cuando terminó, levantó la vista y le preguntó al niño cómo estaba, a lo que él respondió que bien. El doctor Moberley le preguntó si estaba seguro, y David dijo que estaba razonablemente seguro. El doctor Moberley comentó que el padre de David estaba preocupado por él, y le preguntó si echaba de menos a su madre. David no respondió. El doctor Moberley le dijo que estaba preocupado por sus ataques, y que iban a averiguar juntos qué había detrás de ellos.

El doctor Moberley entregó a David una caja de lápices y le pidió que dibujase una casa. El niño cogió un lápiz de mina negra y empezó a dibujar con cuidado las paredes y la chimenea, después puso algunas ventanas y una puerta, antes de dedicarse a añadir pequeñas tejas al tejado. Estaba bastante concentrado en la tarea de dibujar las tejas, cuando el doctor Moberley le dijo que ya era suficiente; miró el dibujo, miró a David y le preguntó si no se le había ocurrido utilizar lápices de colores, a lo que David respondió que el dibujo no estaba terminado, y que, una vez hechas las tejas, pensaba colorearlas de rojo. El doctor le preguntó a David len-ta-men-te, al estilo de algunos de aquellos libros, por qué las tejas eran tan importantes.

David se preguntó si aquel hombre sería un médico de verdad, porque se suponía que los médicos eran muy inteligentes, y el doctor Moberley no lo parecía. Len-ta-men-te, David le explicó que, sin tejas en el tejado, la lluvia entraría en la casa y que, a su manera, eran tan importantes como las ventanas. El niño le dijo que no le gustaba mojarse: no pasaba nada si estabas fuera, sobre todo si llevabas la ropa adecuada, pero la mayoría de la gente no llevaba ropa de lluvia cuando estaba dentro de casa.

El doctor Moberley parecía un poco desconcertado.

A continuación, le pidió a David que dibujase un árbol. De nuevo, David cogió el lápiz y se tomó su tiempo para dibujar las ramas y añadir hojitas, una a una. Iba por la tercera rama cuando el doctor Moberley le pidió de nuevo que parase. Aquella vez, el médico tenía una expresión que David le había visto a su padre a veces, cuando lograba terminar el crucigrama del periódico de los domingos. Como si se levantase de un salto y gritase «¡aja!», igual que los científicos locos hacían en los dibujos animados; no podía parecer más satisfecho de sí mismo.

El doctor Moberley empezó a preguntarle muchas cosas sobre su casa, su madre y su padre. Le preguntó de nuevo por los desmayos, y si David podía recordar algo de ellos. ¿Cómo se sentía antes de que pasaran? ¿Olía algo raro antes de perder la conciencia? ¿Le dolía la cabeza después? ¿Le dolía antes? ¿Le dolía en aquel preciso instante?

Pero no le hizo la pregunta más importante de todas, en opinión de David, porque el doctor Moberley había decidido creer que los ataques hacían que David perdiese el conocimiento por completo y que no pudiese recordar nada de ellos al recuperar la conciencia. Pero no era cierto. David pensó en contarle al médico los extraños paisajes que veía cuando se desmayaba, pero el doctor Moberley ya había empezado a preguntarle de nuevo por su madre, y David no quería hablar más de ella, y menos con un desconocido. El médico le preguntó también por Rose y por lo que sentía por ella, y David no supo qué responder. No le gustaba Rose y no quería que su padre estuviese con ella, pero no quería contárselo al doctor Moberley, por si él se lo decía a su padre.

Cuando terminó la sesión, David estaba llorando y ni siquiera sabía por qué. De hecho, estaba llorando con tantas ganas que empezó a sangrarle la nariz, se cayó al suelo y vio un relámpago en su cabeza al empezar a temblar. Golpeó la moqueta con los puños y oyó cómo los libros expresaban su desaprobación mientras el doctor Moberley pedía ayuda y el padre de David entraba corriendo; entonces todo se volvió negro durante lo que parecieron ser segundos, pero, de hecho, fue mucho más tiempo.

Después, David oyó la voz de una mujer en la oscuridad y pensó que parecía la de su madre. Una figura se acercó, pero no era una mujer, sino un hombre, un hombre torcido con cara larga, que surgía por fin de las sombras de su mundo, sonriente.

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III. Sobre la casa nueva, el niño nuevo y el rey nuevo

Así es como pasó todo.

Rose estaba embarazada. A David se lo dijo su padre mientras comían patatas fritas junto al Támesis, los barcos iban de un lado a otro, y el olor a aceite y algas se mezclaba en el aire. Era noviembre de 1939. Había más policías que antes en las calles, y hombres de uniforme por todas partes. Las ventanas tenían sacos de arena apilados delante y grandes cantidades de alambre de espino enrolladas como peligrosos muelles. Los jardines estaban llenos de abultados refugios prefabricados Anderson, y en los parques habían excavado trincheras. Parecía haber carteles blancos en todos los huecos libres: recordatorios de las restricciones de luz, anuncios del rey y todas las instrucciones para un país en guerra.

Casi todos los niños que conocía David habían dejado ya la ciudad y se agolpaban en las estaciones de tren con etiquetitas marrones de equipaje atadas a los abrigos, de camino a granjas y pueblos desconocidos. Su ausencia hacía que la ciudad pareciese más vacía y aumentaba la expectación tensa que parecía dirigir las vidas de todos los que se quedaban. Pronto llegarían los bombarderos, y la ciudad se envolvía de oscuridad por las noches para hacerles más difícil la tarea. El apagón dejaba todo tan oscuro que podían distinguirse los cráteres de la luna y el cielo se abarrotaba de estrellas.

De camino al río, vieron cómo inflaban más globos de barrera en Hyde Park. Cuando estaban inflados del todo, los dejaban flotar, anclados por pesados cables de acero. Los cables evitaban que los bombarderos alemanes volasen bajo, lo que significaba que tendrían que soltar sus cargas desde mayor altura; así se aseguraban de que las bombas no acertasen en sus objetivos.

Los globos tenían la forma de bombas enormes, y el padre de David decía que resultaba irónico. David le preguntó que qué quería decir, y él respondió que le resultaba gracioso que algo que estaba destinado a proteger la ciudad de las bombas tuviese también forma de bomba. David asintió, suponiendo que era extraño. Pensó en los hombres de los bombarderos alemanes, los pilotos que intentaban esquivar el fuego antiaéreo, y los hombres que se agachaban junto al visor mientras la ciudad pasaba bajo sus pies. Se preguntó si alguna vez pensaban en la gente de las casas y fábricas antes de soltar las bombas. Desde mucha altura, Londres debía de parecer una maqueta, con casitas de juguete y árboles en miniatura en calles diminutas; quizás era la única forma de poder soltar las bombas: fingir que no era real, que nadie ardería y moriría cuando explotasen.

David intentó imaginarse en un bombardero, en uno británico, quizás un Wellington o un Whitley, volando sobre una ciudad alemana, con las bombas listas. ¿Sería capaz de soltar la carga? Al fin y al cabo, era una guerra, y los alemanes eran malos, todo el mundo lo sabía. Ellos lo habían empezado, y era como una pelea en el patio del colegio: si la empezabas, la culpa era tuya y no podías quejarte por lo que había pasado después. David pensó que sería, capaz de soltar las bombas, pero que no pensaría en la posibilidad de que hubiese personas debajo. Serían sólo fábricas y astilleros, formas en la oscuridad, y todos los empleados estarían a salvo en sus camas cuando cayesen las bombas y sus lugares de trabajo volasen hechos pedazos.

Entonces, se le ocurrió algo.

– Papá, si los alemanes no pueden apuntar bien por los globos, sus bombas podrían caer en cualquier parte, ¿verdad? Quiero decir que intentarán apuntar a las fábricas, ¿verdad? Pero no podrán, así que soltarán las bombas sin más y esperarán que caigan en un buen sitio. No se van a volver a casa y dejarlo para otra noche sólo por los globos.

El padre de David no respondió durante unos momentos.

– Creo que no les importa -dijo al fin-. Quieren que la gente pierda los ánimos y la esperanza. Si de camino hacen volar fábricas de aviones o astilleros, mucho mejor. Así es como funcionan algunos matones: te ablandan antes de darte el golpe de gracia. -Entonces, suspiró-. Tenemos que hablar de algo, David, de algo importante.

Acababan de salir de otra sesión con el doctor Moberley, y el médico le había preguntado de nuevo si echaba de menos a su madre. Pues claro que la echaba de menos, era una pregunta estúpida; la echaba de menos y estaba triste por esa razón, no necesitaba a un médico para que le dijese eso. En cualquier caso, la mayor parte del tiempo le costaba entender lo que decía el doctor Moberley, en parte porque el médico usaba palabras que David no entendía, pero, sobre todo, porque su voz quedaba prácticamente ahogada por los murmullos de los libros de sus estanterías.

David cada vez oía mejor los sonidos de los libros. Sabía que el doctor Moberley no podía oírlos como él, o, de lo contrario, no podría trabajar en aquella consulta sin volverse loco. A veces, cuando el médico le hacía una pregunta que los libros aprobaban, todos decían al unísono «mmm», como un coro de voces masculinas practicando una sola nota. Si decía algo que no aprobaban, murmuraban insultos.

– ¡Payaso!

– ¡Charlatán!

– ¡Tonterías!

– Este hombre es idiota.

Un libro que tenía grabado en la cubierta el nombre de Jung en letras doradas se enfadó tanto que se cayó de la estantería y aterrizó en la moqueta, echando humo. El doctor Moberley pareció bastante sorprendido, y David estuvo tentado de contarle lo que el libro decía, pero no creía que fuese buena idea explicarle al médico que podía oír cómo hablaban los libros. David sabía que había gente a la que «ingresaban» porque «estaban mal de la cabeza», y no quería acabar así. De todos modos, tampoco los oía todo el rato, sino sólo cuando estaba preocupado o enfadado. Intentaba mantener la calma, pensar en cosas buenas siempre que podía, pero, a veces, era difícil, sobre todo cuando estaba con el doctor Moberley o con Rose.

En aquel momento estaba sentado junto al río, y todo su mundo iba a cambiar otra vez.

– Vas a tener un hermanito o una hermanita -le dijo su padre-. Rose va a tener un bebé.

David dejó de comer patatas fritas, porque le sabían mal. Sintió que la presión aumentaba dentro de su cabeza, y, por un momento, creyó que se caería del banco y sufriría otro ataque, pero, de algún modo, consiguió mantenerse derecho.

– ¿Te vas a casar con Rose? -preguntó.

– Eso espero -contestó su padre.

David le había oído discutir el tema con Rose la semana anterior, cuando ella los había visitado y se suponía que David estaba en la cama. Lo cierto era que estaba sentado en las escaleras, escuchando su conversación. A veces lo hacía, aunque siempre se iba a la cama cuando acababa la charla y oía el ruido de un beso, o a Rose riendo en tono bajo y gutural. La última vez que los había escuchado, Rose hablaba sobre la «gente» y sobre lo que esa «gente» decía. No le gustaba lo que decía. Y entonces surgió el tema del matrimonio, pero David no oyó más, porque su padre salió del dormitorio para poner agua a hervir, y el niño a duras penas evitó ser visto. Creyó que su padre sospechaba algo, porque entró en el cuarto de David un momento después, pero él cerró los ojos y fingió estar dormido. Aunque aquello pareció dejar satisfecho a su padre, David estaba demasiado nervioso para volver a las escaleras.

– Sólo quiero que sepas una cosa, David -le decía su padre-. Te quiero, y eso no cambiará nunca, da igual con quién compartamos nuestra vida. También quería a tu madre y siempre la querré, pero estar con Rose me ha ayudado mucho estos últimos meses. Es una buena persona, David, y te aprecia. Intenta darle una oportunidad, ¿vale?

David no contestó, sino que tragó saliva con dificultad. Siempre había querido un hermano, pero no así: quería que fuese con su madre y su padre. Aquello no estaba bien, porque, en realidad, no sería su hermano si salía de Rose. No era lo mismo.

– Bueno -dijo su padre, rodeándole los hombros con el brazo-, ¿tienes algo que decir?

– Me gustaría volver a casa ya -respondió David.

Su padre mantuvo el brazo donde estaba un par de segundos más y luego lo dejó caer. Pareció hundirse un poco, como si alguien lo hubiese dejado momentáneamente sin aliento.

– Vale -respondió con voz triste-, vámonos a casa.

Seis meses después, Rose dio a luz a un niño, y David y su padre dejaron la casa en la que David había crecido para irse a vivir con Rose y el nuevo hermanastro, Georgie. Rose vivía en una gran casa antigua de tres plantas al noroeste de Londres, con grandes jardines en la parte delantera y en la parte trasera, y un bosque alrededor. La casa pertenecía a su familia desde hacía varias generaciones, según el padre de David, y era al menos tres veces más grande que la de ellos. Al principio, el niño no quería mudarse, pero su padre le había explicado amablemente las razones: estaba cerca de su nuevo lugar de trabajo, y, a causa de la guerra, iba a tener que pasar cada vez más tiempo allí; si vivían más cerca, podría ver más a menudo a David y, quizás, iría a casa a comer alguna que otra vez. Su padre también le contó que la ciudad iba a ser más peligrosa y que allí estarían un poco más seguros. Los aviones alemanes estaban de camino, y, aunque el padre de David estaba seguro de que al final vencerían a Hitler, las cosas se iban a poner mucho peor antes de mejorar.

David no sabía muy bien lo que hacía su padre para ganarse la vida. Sabía que se le daban bien las matemáticas y que había sido profesor en una gran universidad hasta hacía poco, pero la había dejado para trabajar con el gobierno en una vieja casa de campo en las afueras de la ciudad. Había barracones del ejército cerca, y unos soldados controlaban las puertas que llevaban a la casa y patrullaban el recinto. Normalmente, cuando David le preguntaba a su padre por el trabajo, el hombre se limitaba a decirle que tenía que ver con comprobar cifras para el gobierno, pero, el día que finalmente se mudaron a casa de Rose, creyó que le debía algo más.

– Sé que te gustan las historias y los libros -le dijo, mientras seguían a la camioneta de la mudanza hasta las afueras de la ciudad-. Supongo que te preguntas por qué a mí no me gustan tanto como a ti. Bueno, a mí también me gustan los cuentos, a mi manera, y eso es parte de mi trabajo. Sabes que a veces una historia parece tratar sobre una cosa, pero, en realidad, trata sobre otra muy distinta, ¿no? Tiene un significado oculto que hay que descubrir, ¿verdad?

– Como las historias de la Biblia -comentó David. Los domingos, el cura solía explicar las historias de la Biblia que acababa de leer en voz alta. El chico no siempre prestaba atención, porque el cura era un señor muy aburrido, pero resultaba sorprendente lo que podía ver en unas historias que, en principio, parecían muy sencillas. De hecho, al cura parecía gustarle complicarlas, seguramente porque así podía hablar más. David no disfrutaba mucho de la iglesia, porque todavía estaba enfadado con Dios por lo que le había sucedido a su madre, y por meter a Rose y Georgie en su vida.

– Pero algunas historias están pensadas para que no las entienda todo el mundo -siguió explicando el padre de David-, sino sólo un grupito de gente, así que ocultan muy bien su significado. Puede hacerse con palabras o con números, y, a veces, con ambas cosas, pero el objetivo es el mismo: evitar que cualquiera pueda interpretarlas. Si no sabes el código, no tienen significado.

»Pues bien, los alemanes utilizan códigos para enviar mensajes, y nosotros también. Algunos son muy complicados, y otros parecen muy sencillos, aunque, a menudo, ésos son los peores. Alguien tiene que averiguar lo que dicen, y eso es lo que hago yo: intento comprender los significados ocultos de las historias escritas por personas que no quieren que yo las entienda. -Se volvió hacia David y le puso una mano en el hombro-. Te estoy confiando un secreto; no puedes contárselo a nadie. -Se llevó un dedo a los labios-. Alto secreto, viejo amigo.

– Alto secreto -repitió David, imitando su gesto.

Y siguieron conduciendo.

El dormitorio de David estaba en lo más alto de la casa, en una habitación pequeña y de techo bajo que Rose había escogido para él porque estaba llena de libros y estanterías. Los libros del chico acabaron compartiendo estante con otros libros que eran más viejos o extraños que ellos. David hizo sitio para sus tomos lo mejor que pudo, y al final decidió ordenarlos todos por tamaño y color, porque así quedaban mejor. Aquello significaba que sus libros se mezclaban con los que estaban allí antes, de modo que unos cuentos de hadas acabaron comprimidos entre una historia del comunismo y un análisis de las últimas batallas de la Primera Guerra Mundial. David intentó leer un poco del libro sobre comunismo, sobre todo porque no estaba muy seguro de lo que era, salvo que su padre parecía considerarlo una cosa muy mala. Consiguió avanzar tres páginas antes de perder interés, porque su palabrería sobre que los «medios de producción debían ser propiedad de los trabajadores» y «la depredación de los capitalistas» le daba mucho sueño. La historia de la Primera Guerra Mundial era un poco mejor, aunque sólo fuera por los dibujos de viejos tanques que alguien había recortado de una revista ilustrada y había metido entre las hojas. También había un aburrido libro de vocabulario francés, y un libro sobre el imperio romano que tenía unos dibujos muy interesantes y parecía disfrutar describiendo las crueldades que los romanos le hacían a la gente, y lo que la gente le hacía a los romanos para vengarse.

Por otro lado, el libro de mitos griegos de David era del mismo tamaño y color que una antología de poesía cercana, así que a veces sacaba los poemas en vez de los mitos. Algunos no estaban mal, si se les daba una oportunidad. Uno trataba sobre una especie de rey (aunque, en el poema, se le llamaba «Childe»), y su búsqueda de una torre oscura y los secretos que contenía. Sin embargo, el poema no acababa como debiera, porque el caballero llegaba a la torre y, bueno, se acabó. David quería saber qué había en la torre y qué le pasaba al caballero después de encontrarla, pero estaba claro que al poeta no le había parecido importante. Aquello hizo que el chico se preguntara qué clase de personas se dedicaba a escribir poesía. Resultaba evidente para cualquiera que lo mejor del poema empezaba al llegar a la torre, pero, justo en ese momento, el poeta había decidido dejarlo y escribir otra cosa. Quizás hubiera pensado en volver a él más tarde y después se le olvidara, o quizá no encontró un monstruo lo suficientemente impresionante para la torre. David se imaginó al escritor rodeado de trocitos de papel con cientos de ideas para la criatura tachadas o garabateadas encima.

Hombre lobo.

Dragón.

Dragón muy grande.

Bruja

Bruja muy grande

Bruja pequeña.

El chico intentó darle forma a la bestia que anidaba en el centro del poema, pero descubrió que no podía, que era más difícil de lo que parecía, porque nada encajaba del todo. Sólo pudo evocar un ser a medio formar que se acurrucaba en los rincones llenos de telarañas de su imaginación, donde todas las cosas que temía se escondían y arrastraban en la oscuridad.

David fue consciente del cambio que se produjo en la habitación en cuanto empezó a llenar los huecos vacíos de los estantes, porque los libros nuevos parecían y sonaban incómodos junto a los otros libros del pasado. La apariencia de los antiguos resultaba intimidatoria, y hablaban con David en tonos polvorientos y sordos; estaban encuadernados en piel de becerro y cuero, y algunos guardaban conocimientos largo tiempo olvidados o que resultaron ser incorrectos al avanzar la ciencia y el proceso de descubrimiento de nuevas verdades. Los libros que contenían aquella vieja sabiduría nunca se habían reconciliado con la devaluación de su ciencia. En aquellos momentos eran peores que las historias, porque los relatos, en cierto modo, estaban pensados para ser invenciones y mentiras, pero aquellos otros libros habían nacido para empresas de mayor importancia. Hombres y mujeres habían trabajado en su creación, llenándolos con la suma de todo lo que sabían y todo lo que pensaban sobre el mundo. Los libros apenas podían soportar que aquellas personas se equivocasen y que sus hipótesis hubiesen perdido todo valor.

Un gran libro afirmaba, basándose en el análisis de la Biblia, que el fin del mundo tendría lugar en 1783, pero el pobre se había vuelto loco hacía tiempo, porque se negaba a creer que el año 1783 ya había pasado, ya que, si lo hacía, tendría que reconocer que todos sus contenidos estaban equivocados y que, por tanto, la única razón de su existencia era convertirse en una simple curiosidad. Un delgado trabajo sobre las civilizaciones de Marte en la actualidad, escrito por un hombre con un buen telescopio y mejor vista que fue capaz de discernir los senderos de los canales donde no había fluido canal alguno, parloteaba constantemente sobre cómo los marcianos se habían ocultado bajo la superficie y estaban construyendo grandes motores en secreto. En aquellos instantes se encontraba entre varios libros sobre el lenguaje de los sordos que, por suerte para ellos, no podían oír nada de lo que les decía.

Pero David también descubrió otros libros muy parecidos a los suyos. Eran gruesos volúmenes ilustrados de cuentos de hadas y populares, con los colores todavía vivos en el interior, y fue en aquellas obras en las que se centró durante los primeros días que pasó en su nuevo hogar, tumbado en el asiento de la ventana mirando de vez en cuando hacia los árboles, como si esperase que los lobos, brujas y ogros de las historias se materializasen de repente en el exterior, ya que las descripciones de los libros se parecían tanto al bosque que rodeaba la casa que resultaba casi imposible no creer que se refiriesen al mismo lugar. Aquella impresión se veía reforzada por el aspecto de los libros, porque algunas de sus historias estaban añadidas a mano, y los dibujos de dentro los había creado alguien con bastante talento para el arte. David no encontró ningún nombre que identificase al autor de las adiciones, y algunos de los cuentos no le resultaban familiares, aunque le recordaban a los que conocía casi de memoria.

En uno de ellos, una princesa tenía que pasarse la noche bailando y el día durmiendo por culpa de un hechicero, pero, en vez de rescatarla la intervención de un príncipe o un criado inteligente, la princesa moría, aunque su fantasma regresaba para atormentar al hechicero hasta tal punto que el hombre se tiraba a un abismo abierto en la tierra y moría abrasado en sus fuegos. Un lobo amenazaba a una niña que caminaba por el bosque, y, al huir, la pequeña se encontraba con un leñador con un hacha, pero, en aquella historia, el leñador no se contentaba con matar al lobo y llevar a la niña con su familia, no: le cortaba la cabeza al lobo, se llevaba a la niña a su cabaña en lo más profundo y oscuro del bosque, y la encerraba allí hasta que era lo bastante mayor para casarse con él; se casaban en una ceremonia celebrada por un búho, aunque ella no había dejado de llorar por sus padres en todos los años que él la había tenido prisionera. Después daba a luz a los hijos del leñador, y el leñador los criaba para que cazasen lobos y buscasen a todo el que se saliera de los senderos del bosque, matando a los hombres y quitándoles sus posesiones, pero raptando a las mujeres para llevárselas a su padre.

David leía los cuentos día y noche, acurrucado entre las mantas para protegerse del frío, porque la casa de Rose nunca se calentaba: el viento se abría paso a través de las rendijas de los marcos de las ventanas y las puertas que no encajaban, y movían las hojas de los libros abiertos, como si buscasen alguna información que necesitasen desesperadamente. Los grandes tallos de hiedra que cubrían la casa por delante y por detrás habían atravesado las paredes con el paso de las décadas, así que los zarcillos salían de las esquinas del techo del dormitorio de David o se pegaban a la parte inferior del alféizar. Al principio, David había intentado cortarla con las tijeras y tirar los restos, pero, al cabo de unos días, la hiedra volvía con aspecto más fuerte y largo, agarrándose con más tenacidad a la madera y el yeso. Los insectos también aprovechaban los agujeros, de modo que la frontera entre el mundo natural y el mundo de la casa empezó a volverse borrosa y difusa. Descubrió escarabajos congregados en el armario y tijeretas explorando el cajón de los calcetines. Por la noche oía a los ratones corriendo bajo los tablones del suelo: era como si la naturaleza estuviese reclamando para sí el cuarto de David.

Lo peor era que, cuando dormía, cada vez soñaba más con la criatura a la que había decidido llamar el Hombre Torcido, que caminaba por bosques muy similares al que había al otro lado de la ventana. El Hombre Torcido se acercaba hasta el límite de los árboles y contemplaba una extensión de césped verde en la que había una casa como la de Rose. Hablaba con David en sueños, con una sonrisa burlona, pero sus palabras no tenían sentido.

– Estamos esperando -decía-. Le damos la bienvenida, majestad. ¡Viva el nuevo rey!

IV. Sobre Jonathan Tulvey, Billy Golding y los hombres que moran junto a las vías del tren

El cuarto de David tenía un diseño curioso: el techo era bastante bajo y parecía construido de cualquier modo, bajando en sitios en los que no debería bajar y ofreciendo amplias oportunidades para que las arañas más aplicadas tejiesen sus redes. En su afán por explorar los rincones oscuros de las estanterías, David se había encontrado más de una vez con la cara y el pelo llenos de hilos de seda de araña, tras hacer que la residente de la red en cuestión saliese corriendo a ocultarse en una esquina, perdida en sus siniestras ansias de venganza arácnida. En una esquina había una caja de juguetes de madera, y un gran armario en la otra. Entre ellos estaba la cómoda, con un espejo encima. Habían pintado la habitación de un azul tan pálido que, cuando hacía sol, parecía formar parte del mundo exterior, sobre todo con la hiedra asomándose por la pared y los insectos que de vez en cuando alimentaban a las arañas.

La única ventanita daba al césped y al bosque. Si se ponía de pie en el asiento de la ventana, también se veía la aguja de una iglesia y los tejados de las casas del pueblo de al lado. Londres estaba al sur, pero igual podría haber estado en la Antártida, porque los árboles y el bosque ocultaban por completo la casa del mundo exterior. El asiento de la ventana era su lugar favorito para leer; los libros seguían susurrando y hablando entre ellos, pero él ya sabía cómo hacerlos callar con una sola palabra si estaba de buen humor, y, en cualquier caso, solían guardar silencio cuando estaba leyendo. Era como si se alegrasen cuando él consumía historias.

Volvía a ser verano, así que David tenía mucho tiempo para leer. Su padre había intentado animarlo a hacerse amigo de los niños que vivían por allí, de los cuales algunos eran evacuados de Londres, pero David no quería mezclarse con ellos, y ellos, a su vez, veían algo triste y distante en él que los mantenía alejados. Los libros ocuparon el lugar de los amigos. Los viejos libros de cuentos de hadas, en concreto, tan extraños y siniestros con sus adiciones manuscritas y sus nuevos dibujos, no habían hecho más que aumentar la fascinación que sentía David por aquellas historias. Todavía le recordaban a su madre, pero en un sentido positivo, y todo lo que le recordaba a su madre lo ayudaba a mantener a Rose y a su hijo, Georgie, a distancia. Cuando no estaba leyendo, el asiento de la ventana le ofrecía una vista perfecta de una de las curiosidades de la propiedad: el jardín hundido que estaba en el césped del patio, cerca de donde comenzaban los árboles.

Parecía una piscina vacía, con cuatro escalones de piedra que bajaban hasta un rectángulo de hierba, rodeado de un sendero de losetas. Aunque el señor Briggs, el jardinero que iba los jueves a cuidar de las plantas y ayudar en lo necesario, cortaba la hierba con regularidad, las partes de piedra del jardín hundido estaban descuidadas. Había grandes grietas en las paredes, y una esquina se había derrumbado por completo, dejando un hueco lo bastante grande para que David entrase, de haber querido hacerlo. David sólo había llegado a asomar la cabeza. El espacio que había al otro lado estaba oscuro y mohoso, lleno de todo tipo de cosas ocultas y escurridizas. El padre de David había sugerido que el jardín hundido podría ser un lugar adecuado para construir un refugio antiaéreo, si decidían que era necesario contar con uno, pero, por el momento, sólo había llegado a apilar sacos llenos de arena y láminas de chapa ondulada en la caseta del jardín, lo que molestaba mucho al señor Briggs, que tenía que esquivar todo aquello para llegar hasta sus herramientas. El jardín hundido se convirtió en el sitio privado de David fuera de la casa, sobre todo cuando quería alejarse de los susurros de los libros o de las intromisiones molestas, aunque bien intencionadas, de Rose.

David no se llevaba bien con Rose. Aunque siempre intentaba ser amable, como su padre le había pedido, no le gustaba aquella mujer y lamentaba que formase parte de su mundo. No era simplemente que hubiese ocupado o intentase ocupar el lugar de su madre, aunque eso ya era de por sí malo. Cuando trataba de preparar la comida que a él le gustaba para la cena, a pesar de los problemas con el racionamiento, David se irritaba. Rose quería caerle bien, y eso hacía que a él le gustase cada vez menos.

Pero David creía que su presencia también distraía a su padre del recuerdo de su madre, y que había empezado a olvidarla por culpa de lo ocupado que estaba con Rose y el nuevo bebé. El pequeño Georgie era un niño exigente que lloraba mucho y siempre parecía enfermo, hasta el punto de que el médico local era un visitante regular de la casa. Rose y su padre lo adoraban, aunque él les impedía dormir casi todas las noches, y los dejaba cansados y con los nervios de punta. El resultado era que David tenía que valerse por sí mismo, lo que hacía que se sintiese agradecido por la libertad que le ofrecía Georgie, y, a la vez, resentido por la falta de atención a sus necesidades. En cualquier caso, tenía más tiempo para leer, y eso no era malo.

Pero conforme crecía la fascinación del niño por los viejos libros, también lo hacía su deseo por descubrir más sobre su anterior propietario, porque estaba claro que habían pertenecido a alguien como él. Al menos tenía un nombre, Jonathan Tulvey, escrito dentro de las cubiertas de dos de los libros, y sentía curiosidad por aprender algo sobre aquella persona.

Por esa razón, un día David decidió tragarse su aversión por Rose y bajar a la cocina, donde ella estaba trabajando. La señora Briggs, el ama de llaves y esposa del jardinero, estaba visitando a su hermana en Eastbourne, así que Rose se hacía cargo de las labores del hogar. Desde el exterior llegaban los cloqueos de las gallinas en el corral. El niño había ayudado hacía un rato al señor Briggs a darles de comer, a examinar el huerto por si los conejos habían causado daños y a buscar agujeros en el corral por los que pudieran entrar los zorros. La semana antes, el señor Briggs había atrapado y matado a un zorro cerca de la casa, utilizando una trampa que lo había dejado prácticamente decapitado. David había dicho que le daba pena, y el señor Briggs le había regañado, explicando que un zorro podía matar a todas las gallinas si lo dejaban entrar en el corral, pero al niño seguía inquietándole la imagen del animal muerto, con la lengua entre los afilados dientes y la piel rasgada por los mordiscos que se había dado intentando soltarse.

David se sirvió un vaso de limonada Borwick's antes de sentarse a la cabecera de la mesa y preguntarle a Rose cómo estaba. Rose dejó de lavar los platos y se volvió para hablar con él, con el rostro reluciente de placer y sorpresa. El chico tenía pensado ser muy amable con la esperanza de obtener más información, pero Rose, poco acostumbrada a mantener cualquier tipo de conversación con él que no tratase sobre comida o la hora de acostarse, o que no consistiese en monosílabos malhumorados, abrazó de inmediato la oportunidad de construir un vínculo entre ellos, así que David no tuvo que emplear al máximo sus habilidades para la actuación. La mujer se secó las manos en un trapo de cocina y se sentó a su lado.

– Estoy bien, gracias. Un poco cansada, con lo de Georgie y todo eso, pero ya pasará. Ha sido una época un poco extraña. Estoy segura de que a ti te pasa lo mismo, después de encontrarnos los cuatro juntos así, tan de repente. Pero me alegro de que estés aquí. Está casa es demasiado grande para una sola persona, pero mis padres querían conservarla para la familia. Era… importante para ellos.

– ¿Por qué? -preguntó David. Intentó no parecer demasiado interesado, porque no quería que Rose se diese cuenta de que la única razón por la que hablaba con ella era descubrir más cosas sobre la casa y, sobre todo, sobre su cuarto y los libros que contenía.

– Bueno, esta casa lleva mucho tiempo en nuestra familia. Mis abuelos la construyeron y vivieron en ella con sus hijos. Esperaban que permaneciese en manos de la familia y que siempre hubiese niños viviendo en ella.

– ¿Eran suyos los libros de mi cuarto? -preguntó David.

– Algunos. Otros pertenecían a sus hijos: mi padre, su hermana y… -Hizo una pausa.

– ¿Jonathan? -sugirió David, y Rose asintió con expresión de tristeza.

– Sí, Jonathan. ¿Dónde has visto ese nombre?

– Estaba escrito en algunos de los libros, y me preguntaba quién sería.

– Era mi tío, el hermano mayor de mi padre, aunque nunca lo conocí. Tu cuarto era su cuarto, y muchos de los libros eran suyos. Lo siento si no te gustan. Me pareció que te iría bien ese dormitorio, porque, aunque sé que es un poquito oscuro, tiene muchas estanterías y libros. Debería haber sido más considerada.

– ¿Por qué? -le preguntó David, perplejo-. Me gusta, y también los libros.

– Oh, no es nada -repuso Rose, mirando hacia otro lado-. No importa.

– No, cuéntamelo, por favor.

– Jonathan desapareció -respondió Rose, ablandada-. Tenía exactamente catorce años. Fue hace mucho tiempo, y mis abuelos mantuvieron su cuarto como él lo había dejado, porque esperaban que volviese algún día, pero nunca lo hizo. Con él desapareció una niña pequeña que se llamaba Anna y era hija de uno de los amigos de mi abuelo. Su esposa y él habían muerto en un incendio, y mi abuelo se llevó a Anna a vivir con ellos. Anna tenía siete años. Mi abuelo pensó que a Jonathan le gustaría tener una hermana pequeña, y que a Anna le gustaría tener un hermano mayor para que cuidase de ella. En cualquier caso, supongo que se alejaron demasiado y, bueno, no lo sé, les pasó algo y nadie volvió a verlos. Fue una historia muy, muy triste. Los buscaron durante mucho tiempo, miraron en el bosque y en el río, y preguntaron por ellos en todos los pueblos cercanos. Incluso fueron a Londres y colocaron carteles con su cara y descripción donde pudieron, pero nadie les dijo que los hubiese visto.

»Con el tiempo, mis abuelos tuvieron dos hijos más, mi padre y su hermana, Katherine, pero nunca olvidaron a Jonathan, y nunca perdieron la esperanza de que Anna y él volviesen a casa. Mi abuelo, sobre todo, nunca se recuperó de la pérdida. Parecía culparse por lo ocurrido. Supongo que pensó que tendría que haberlos protegido mejor; creo que murió joven por eso. Cuando mi abuela se estaba muriendo, le pidió a mi padre que no cambiase la habitación, que dejase los libros donde estaban por si Jonathan regresaba. Nunca perdió la esperanza. También se preocupaba por Anna, pero Jonathan era el hijo mayor, y no creo que pasara un día sin mirar por la ventana de su dormitorio con la esperanza de verlo acercarse por el sendero del jardín, más viejo, pero con alguna historia maravillosa que contarle sobre su desaparición.

»Mi padre hizo lo que le pedía: dejó los libros donde estaban, y después, cuando mis padres murieron, yo hice lo mismo. Siempre he querido tener mi propia familia, y supongo que creí que Jonathan amaba tanto sus libros que le habría gustado que apareciese por aquí otro niño o niña que supiese apreciarlos, en vez de dejar que se pudrieran sin leer. Ahora es tu cuarto, pero, si quieres que te demos otro, podemos hacerlo, porque hay mucho espacio.

– ¿Cómo era Jonathan? ¿Te contó tu abuelo algo sobre él?

– Bueno -dijo Rose, tras pensarlo un instante-, yo también sentía curiosidad, como tú, y le pregunté por él a mi abuelo. Supongo que lo estudié bastante bien. Mi abuelo decía que era un chico muy tranquilo, que le gustaba leer, como te imaginarás, igual que a ti. En cierto modo, es curioso: a él le encantaban los cuentos de hadas, pero también le daban miedo, aunque los que más miedo le daban eran los que más le gustaba leer. Le asustaban los lobos, recuerdo que mi abuelo me lo dijo una vez. Jonathan tenía pesadillas en las que los lobos lo perseguían, pero no eran lobos normales, porque salían de las historias que leía y podían hablar; los lobos de sus sueños eran listos y peligrosos. Las pesadillas eran tan malas que mí abuelo intentó quitarle los libros, pero Jonathan no quería estar sin ellos, así que mi abuelo siempre cedía y se los devolvía. Algunos de los libros eran muy viejos, ya eran viejos cuando mi tío los leía. Supongo que algunos serían valiosos si alguien no hubiese escrito en ellos hace tiempo. Había historias y dibujos que no eran de esos libros. Mi abuelo pensaba que quizá fueran del hombre que se los vendió, un librero de Londres. Era un hombre extraño porque, aunque vendía bastantes libros para niños, no le gustaban mucho los críos. Creo que sólo le gustaba asustarlos. -Rose estaba mirando por la ventana, perdida en los recuerdos de su abuelo y su tío desaparecido-. Mi abuelo volvió a la librería cuando Jonathan y Anna desaparecieron. Imagino que pensaría que por allí pasaban muchos padres para comprar libros, y que ellos o sus hijos podrían haber oído algo sobre la pareja desaparecida, pero, cuando llegó a la calle en cuestión, la librería no estaba. Tenía las puertas y ventanas tapadas con tablas. Ya nadie vivía ni trabajaba allí, y nadie pudo decirle qué le había pasado al hombrecillo que la dirigía. Quizá se había muerto, porque mi abuelo decía que era muy viejo; muy viejo y muy extraño.

El timbre de la puerta sonó, rompiendo el hechizo de armonía que se había apoderado de David y Rose. Era el cartero, y Rose fue a saludarlo. Cuando regresó, le preguntó a David si quería algo de comer, pero David respondió que no. Ya empezaba a enfadarse consigo mismo por haber bajado las defensas ante Rose, aunque hubiese aprendido algo gracias a ello. No quería que la mujer pensara que, de repente, todo estaba bien entre ellos, porque no era así, en absoluto. Así que la dejó sola en la cocina y se fue a su cuarto.

De camino a su habitación, le echó un vistazo a Georgie. El bebé estaba profundamente dormido en la cuna, con el gran respirador y el fuelle para insuflarle aire al lado. David intentó convencerse de que no era culpa del crío estar allí, que él no había elegido nacer, pero no consiguió preocuparse demasiado por el niño, y algo dentro de él se desgarraba cada vez que veía a su padre cogerlo en brazos. Era como un símbolo de todo lo que iba mal, de todo lo que había cambiado. Tras la muerte de su madre, todo se había reducido a él y su padre, y se habían unido más porque sólo se tenían el uno al otro. Pero ahora su padre también tenía a Rose y a un hijo nuevo, mientras que David, bueno, no tenía a nadie más: estaba solo.

Dejó al bebé y regresó a su buhardilla, donde pasó el resto de la tarde hojeando los libros de Jonathan Tulvey. Se sentó junto a la ventana y se le ocurrió que Jonathan también se había sentado allí, hacía mucho tiempo; había caminado por los mismos pasillos, había comido en la misma cocina, había jugado en el mismo salón y hasta había dormido en la misma cama que David. Quizás, en algún momento del pasado, todavía estaba haciendo todas aquellas cosas, y tanto David como Jonathan ocupaban el mismo lugar en el espacio, aunque en distintos puntos de la historia, de modo que Jonathan pasaba como un fantasma invisible a través del mundo de David, sin saber que compartía cama cada noche con un desconocido. La idea le hizo sentir escalofríos, pero también le gustó pensar en que dos chicos tan parecidos pudieran de algún modo compartir semejante conexión.

Se preguntó qué les habría pasado a Jonathan y a la pequeña Anna. Quizás hubiesen huido, aunque David era lo suficientemente mayor para entender que había una gran diferencia entre el tipo de huida que tenía lugar en los libros de cuentos y la realidad que le esperaba a un chico de catorce años con una niña de siete a rastras. Si algo los había hecho huir, no habrían tardado mucho en cansarse, sentir hambre y arrepentirse de lo que habían hecho. El padre de David le había dicho una vez que, si alguna vez se perdía, tenía que buscar a un policía o pedirle a un adulto que se lo buscara, pero que no debía acercarse a hombres solos. Siempre debía acercarse a una señora o a un señor y una señora que fuesen juntos, sobre todo si tenían niños con ellos. «Nunca se es demasiado precavido», solía decir su padre. ¿Era eso lo que les había pasado a Jonathan y Anna? ¿Habían elegido a la persona equivocada, a alguien que no quería ayudarlos a volver a casa, sino secuestrarlos, esconderlos en un lugar donde nadie los encontrase nunca? ¿Por qué iba a hacer algo así?

Tumbado en la cama, David supo que había una respuesta a aquella pregunta. Antes de que su madre se fuese al lugar que no era del todo un hospital, la había oído hablar con su padre de la muerte de un chico local llamado Billy Golding, que había desaparecido de camino a casa de la escuela. Billy Golding no iba al colegio de David y no era amigo suyo, pero David sabía qué aspecto tenía porque Billy era un gran jugador de fútbol que solía jugar partidos en el parque los sábados por la mañana. La gente decía que un hombre del Arsenal había hablado con el señor Golding para que Billy se uniese al club cuando fuese mayor, pero otros decían que el chico se lo había inventado y que no era cierto. Entonces Billy desapareció, y la policía fue al parque dos sábados seguidos para hablar con cualquiera que supiese algo sobre él. Hablaron con David y su padre, pero David no pudo ayudarlos, y, después del segundo sábado, la policía no volvió al parque.

Entonces, un par de días más tarde, David oyó en el colegio que habían encontrado el cadáver de Billy Golding junto a las vías del tren.

Aquella noche, cuando se preparaba para acostarse, oyó que sus padres hablaban en el dormitorio, y así supo que habían encontrado a Billy desnudo y que la policía había arrestado a un hombre que vivía con su madre en una casita muy limpia, no muy lejos de donde habían encontrado el cuerpo. Por la forma en que lo decían, David sabía que le había pasado algo muy malo antes de morir, algo que tenía que ver con el hombre de la casita limpia.

Aquella noche, la madre de David se había esforzado por salir de su dormitorio para darle un beso de buenas noches a David. Lo abrazó con fuerza y le advirtió que no se acercase a hombres desconocidos. Le dijo que siempre fuese directamente a casa al salir del colegio y que, si un desconocido se acercaba para ofrecerle caramelos o prometerle una paloma de mascota si se iba con él, tenía que seguir caminando lo más deprisa posible; y, si el hombre intentaba seguirlo, David tenía que acercarse a la primera casa que viera y contarles a sus habitantes lo que pasaba. Hiciera lo que hiciese, nunca, nunca debía irse con un desconocido, daba igual lo que le dijera, y David le juró a su madre que nunca lo haría. Se le ocurrió una pregunta cuando se lo estaba prometiendo, pero no se la hizo, porque ella ya parecía bastante preocupada, y David no quería inquietarla tanto que le prohibiese salir a jugar. Pero la pregunta no se le fue de la cabeza, ni siquiera después de apagar la luz y quedarse solo en la oscuridad de su cuarto. La pregunta era: ¿y si me obliga a ir con él?

En aquellos momentos, en otro dormitorio distinto, pensó en Jonathan Turvey y en Anna, y se preguntó si un hombre de una casita muy limpia, un hombre que vivía con su madre y llevaba caramelos en los bolsillos, los habría obligado a ir con él hasta las vías del tren.

Y allí, en la oscuridad, habría jugado con ellos, a su manera.

Por la noche, en la cena, su padre empezó a hablar de nuevo de la guerra. A David seguía sin parecerle que estuviesen en guerra, porque todas las batallas tenían lugar lejos, aunque a veces veían algo en los noticieros que ponían en el cine antes de las películas. Era todo mucho más aburrido de lo que David pensaba. La guerra sonaba como algo emocionante, pero, por el momento, no había sido así. Era cierto que los escuadrones de Spitfires y Hurricanes a menudo sobrevolaban la casa, y que siempre había combates aéreos sobre el Canal. Los bombarderos alemanes habían realizado vanas incursiones en las pistas aéreas del sur y también habían soltado bombas en la iglesia St. Giles de Cripplegate, en el East End; el señor Briggs lo consideraba un «comportamiento típicamente nazi», pero, más tarde, el padre de David explicó, de una manera mucho menos emotiva, que se trataba de un intento por destruir la refinería de petróleo de Thameshaven. Sin embargo, David se sentía alejado de todo aquello; no era como si pasase en el patio de atrás. En Londres, la gente se llevaba como recuerdo cosas de los aviones alemanes estrellados, aunque se suponía que nadie podía acercarse a ellos, y los pilotos nazis que saltaban en paracaídas proporcionaban un entretenimiento constante a los ciudadanos. En la casa de Rose, aunque apenas estaban a ochenta kilómetros de Londres, todo estaba muy tranquilo.

Su padre colocó el Daily Express doblado junto al plato. El periódico era más fino que antes, ya sólo ocupaba seis páginas, y el padre de David le explicó que era porque habían empezado a racionar el papel. Habían dejado de imprimir el Magnet en julio, lo que dejaba a David sin las aventuras de Billy Bunter, aunque seguía recibiendo otro tebeo, el Boy's Own, todos los meses; el niño siempre lo guardaba cuidadosamente junto con sus libros de modelos de aviones de los contendientes.

– ¿Tendrás que ir al frente? -le preguntó a su padre cuando terminaron la cena.

– No, no lo creo -contestó él-. Soy más útil donde estoy.

– Alto secreto.

– Sí, alto secreto -coincidió su padre, sonriente.

A David todavía le emocionaba pensar que su padre pudiera ser un espía o, al menos, que supiese algo sobre espías. Por el momento, era la única parte interesante de la guerra.

Aquella noche se tumbó en la cama y observó cómo la luz atravesaba la ventana, porque el cielo estaba claro y la luna brillaba con fuerza. Al cabo de un rato cerró los ojos, y soñó con lobos, niñas y un viejo rey en un castillo desmoronado, dormido en el trono. Las vías del tren rodeaban el castillo, y unas figuras se movían por la alta hierba que crecía junto a ellas. Había un niño, una niña y el Hombre Torcido, pero desaparecieron bajo la tierra, y David olió a gominolas y caramelos de menta, y oyó el llanto de una niña, antes de que su voz se perdiese en el estruendo de un tren que se aproximaba.

V. Sobre intrusos y transformaciones

El Hombre Torcido por fin entró en el mundo de David a primeros de septiembre.

Había sido un verano largo y tenso, en el que su padre había pasado más tiempo en el trabajo que en casa, a veces sin dormir en su cama durante dos o tres noches seguidas. De todas formas, a menudo le resultaba difícil regresar a casa cuando caía la noche, porque habían quitado todas las señales de tráfico para confundir a los alemanes si los invadían y, en más de una ocasión, el padre de David se había perdido a plena luz del día, por lo que, si intentaba conducir de noche con los faros apagados, ¿quién sabía adonde podía ir a parar?

A Rose le resultaba difícil la maternidad. David se preguntaba si a su madre le habría costado tanto, si él había sido tan exigente como Georgie parecía ser, pero esperaba que no. El estrés de la situación había hecho que Rose cada vez tuviese menos tolerancia con David y su comportamiento. Ya casi no hablaban entre ellos, y el niño se daba cuenta de que su padre empezaba a perder la paciencia con los dos. La noche anterior, en la cena, Rose se había tomado como insulto un comentario inocuo de David, y los dos habían iniciado una discusión, lo que hizo que el padre de David explotara.

– ¿Por qué no podéis encontrar la forma de llevaros bien, por amor de Dios? -gritó-. No vengo a casa para esto. Si quisiera más tensión y gritos, me quedaría en el trabajo.

Georgie, que estaba sentado en su trona, empezó a llorar.

– Mira lo que has hecho -dijo Rose, tirando la servilleta en la mesa y acercándose a Georgie.

– Así que ahora es culpa mía -protestó el padre de David, ocultando la cara entre las manos.

– Bueno, mía no es -contestó Rose, y los dos miraron simultáneamente a David.

– ¿Qué? -exclamó él-. Me culpáis a mí, ¿no? ¡Pues vale!

Se levantó de la mesa hecho una furia y dejó la cena sin acabar. Todavía tenía hambre, pero el estofado era casi todo de verduras, con algunos desagradables trozos de salchicha barata para romper la monotonía. Sabía que tendría que comerse el resto al día siguiente, pero no le importaba, porque era imposible que el sabor empeorase. Mientras caminaba hacia su dormitorio, esperaba oír la voz de su padre exigiéndole que regresase para terminar su comida, pero nadie lo llamó. Se dejó caer en la cama, deseando que acabasen las vacaciones de verano. Le habían encontrado sitio en un colegio no muy lejos de la casa, y estaba seguro de que aquello sería mejor que pasar todos los días con Rose y Georgie.

David ya no veía tan a menudo al doctor Moberley, sobre todo porque nadie tenía tiempo para llevarlo a Londres. En cualquier caso, los ataques habían cesado, o eso parecía. Ya no se caía al suelo, ni se desmayaba, pero algo más extraño y perturbador le estaba sucediendo, algo todavía más raro que los susurros de los libros, a los que David se había ido acostumbrando.

Había empezado a soñar despierto. No sabía explicarlo de otra forma, porque era como esos momentos a última hora de la noche en los que, mientras lees o escuchas la radio, te sientes tan cansado que te duermes por un instante y empiezas a soñar, salvo que no te das cuenta de que te has dormido, así que, de repente, el mundo se vuelve muy extraño. David estaba jugando en su cuarto, leyendo o caminando por el jardín, y todo empezaba a brillar: las paredes desaparecían, el libro se le caía de las manos y el jardín se convertía en colinas y altos árboles grises. Se encontraba en un lugar distinto, un sitio crepuscular lleno de sombras y vientos fríos, con el aire cargado del olor de los animales salvajes. A veces oía voces que, de algún modo, le resultaban familiares, ya que lo llamaban; pero, en cuanto intentaba concentrarse en ellas, la visión terminaba y regresaba a su propio mundo.

Lo más extraño era que una de las voces, la que hablaba más alto y claro, parecía la de su madre. Lo llamaba desde la oscuridad y le decía que estaba viva.

Los sueños que tenía cuando estaba despierto eran siempre más fuertes si se acercaba al jardín hundido, pero a David le resultaban tan inquietantes que intentaba permanecer lejos de aquella parte de la finca siempre que podía. De hecho, al niño le preocupaban tanto que sintió la tentación de contárselo al doctor Moberley, si su padre tenía tiempo para llevarlo. «Quizá le cuente también lo de los susurros de los libros», pensó David, porque podría haber una conexión entre ellos, pero entonces recordó las preguntas del doctor Moberley sobre su madre, y con ellas la amenaza de que lo «ingresaran». Cuando David hablaba con él sobre su madre, el doctor Moberley le explicaba cosas sobre la pena y la pérdida, y le decía que era algo natural, pero que había que superarlo. En cualquier caso, estar triste por la muerte de tu madre era una cosa, y oírla llamarte desde las sombras de un jardín hundido, afirmando estar viva detrás del muro destrozado, era otra muy distinta. David no estaba muy seguro de cómo respondería el doctor Moberley ante eso. No quería que lo ingresasen, pero los sueños le daban miedo y no quería tener más.

Pocos días antes de que comenzasen las clases, cansado de estar en casa, el chico salió a dar un paseo por el bosque que se encontraba en la parte de atrás de la finca. Cogió un palo grande y lo usó como una guadaña sobre la alta hierba. Encontró una telaraña en un arbusto e intentó tentar a su dueña con fragmentos de palitos, soltando uno cerca del centro de la red, pero no pasó nada. David se dio cuenta de que era porque el palito no se movía, y de que eran los movimientos de los insectos por liberarse los que alertaban a la araña, y eso, a su vez, le hizo pensar que quizá las arañas fuesen mucho más listas de lo que deberían serlo unas cosas tan pequeñas.

Miró hacia la casa y vio la ventana de su dormitorio: la hiedra que crecía en las paredes rodeaba el marco casi por completo, lo que hacía que el cuarto pareciese más que nunca formar parte del mundo natural. Ahora que lo veía desde lejos, se dio cuenta de que la hiedra era más abundante en su ventana, mientras que apenas tocaba las demás de aquel lateral de la casa. Tampoco se había extendido por las partes inferiores de la pared, como solía hacer la hiedra, sino que había trepado directamente, formando un estrecho sendero, hacia la ventana de David. Como la mata de alubias mágicas que condujo a Jack hasta el gigante en el cuento, la hiedra parecía saber adonde iba.

Entonces, una figura se movió dentro del cuarto de David. Una sombra pasó junto al cristal, vestida de color verde bosque. Durante un instante, el chico creyó que era Rose, o quizá la señora Briggs, pero entonces recordó que la señora Briggs se había ido al pueblo y que Rose casi nunca entraba en su dormitorio y, si lo hacía, siempre le pedía permiso antes. Tampoco podía ser su padre, porque la persona de la habitación no tenía su misma silueta. De hecho, David pensó que, fuera quien fuese, no tenía la silueta de nadie en absoluto: la figura estaba ligeramente jorobada, como si estuviese tan acostumbrada a entrar y salir a hurtadillas que el cuerpo se le hubiese retorcido, la espalda curvado y los brazos doblado como ramas, con dedos como garras dispuestos a agarrar lo que vieran. Tenía la nariz estrecha y ganchuda, y llevaba un gorro torcido en la cabeza. Desapareció de la vista un instante, pero enseguida se le volvió a ver con uno de los libros de David en la mano, y lo hojeó hasta encontrar algo interesante, momento en que se detuvo y pareció leer.

Entonces, de repente, David oyó a Georgie llorar en su cuna. La figura soltó el libro y prestó atención. David vio que extendía los dedos en el aire, como si Georgie fuese una manzana colgada delante de él, lista para arrancarla del árbol. Parecía debatir consigo mismo qué hacer, porque David vio que se llevaba la mano izquierda a la puntiaguda barbilla y se la acariciaba; mientras pensaba, miró por encima del hombro, hacia los bosques del otro lado de la ventana, y allí vio a David. El extraño se quedó paralizado durante un momento, pero después se tiró al suelo; en aquel corto instante, David vio unos ojos negros como el carbón en una cara pálida tan larga y delgada que parecía estirada en un potro de tortura. Tenía la boca muy grande, y sus labios eran muy, muy oscuros, como el vino antiguo y rancio.

David corrió hacia la casa y entró en la cocina, donde su padre leía el periódico.

– ¡Papá, hay alguien en mi cuarto! -gritó.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó él, mirándolo con curiosidad.

– Hay un hombre ahí arriba -insistió David-. Estaba paseando por el bosque, he mirado hacia mi ventana, y ahí estaba. Llevaba un sombrero y tenía la cara muy larga. Entonces ha oído llorar al bebé, ha dejado de hacer lo que estaba haciendo y se ha quedado escuchando. Después se ha dado cuenta de que lo miraba y se ha intentado esconder. Por favor, papá, ¡tienes que creerme!

– David, si estás de broma… -replicó su padre, con el ceño fruncido, dejando el periódico.

– ¡No es broma, de verdad!

Siguió a su padre escaleras arriba, con el palo todavía en la mano. La puerta de su cuarto estaba cerrada, y el padre de David se detuvo antes de abrirla; después cogió el pomo y lo giró, abriendo la puerta.

Durante un segundo, no pasó nada.

– ¿Ves? -dijo el padre de David-. No hay nada…

Algo le golpeó en la cara, y él dejó escapar un buen grito. Vieron un aleteo frenético, y algo golpeó las paredes y la ventana. Una vez pasada la conmoción inicial, David miró a su alrededor y vio que el intruso era una urraca, que formaba un remolino blanco y negro de plumas intentando salir de la habitación.

– Quédate fuera y mantén la puerta cerrada -le dijo su padre-, que estos pájaros tienen muy malas intenciones.

David hizo lo que le pedía, aunque seguía asustado. Oyó que su padre abría la ventana y le gritaba a la urraca, obligándola a volar hacia la salida, hasta que, finalmente, ya no oyó al pájaro, y su padre abrió la puerta, algo sudoroso.

– Bueno, ese bicho nos ha dado un buen susto a los dos -comentó.

David examinó la habitación: había algunas plumas en el suelo, pero nada más. No había ni rastro del pájaro, ni del extraño hombrecillo que había visto. Se acercó a la ventana y comprobó que la urraca estaba posada en la pared rota del jardín hundido; parecía mirarlo.

– Sólo era una urraca -le dijo su padre-. Eso es lo que viste.

David sintió la tentación de discutir, pero sabía que su padre le diría que estaba siendo tonto si insistía en que allí había estado otra cosa, algo más grande y desagradable que una urraca. Las urracas no llevaban sombreros torcidos, ni intentaban coger a los niños que lloraban. David le había visto los ojos, el cuerpo jorobado y los dedos largos y anhelantes.

Miró de nuevo hacia el jardín hundido, pero la urraca ya no estaba.

– Todavía no te crees que fuese sólo una urraca, ¿verdad? -le preguntó su padre con un suspiro teatral.

Se puso de rodillas y miró debajo de la cama; abrió el armario y miró dentro del baño que había al lado; incluso echó un vistazo detrás de las estanterías, donde había un hueco en el que apenas cabía la mano de David.

– ¿Ves? Sólo era un pájaro.

Pero como vio que David seguía sin estar convencido, registraron juntos todas las habitaciones de la planta superior y, después, las de las plantas inferiores, hasta que quedó claro que las únicas personas que había en la casa eran David, su padre, Rose y el bebé. Entonces, el padre de David lo dejó solo y regresó a su periódico. De vuelta en su cuarto, el niño recogió un libro del suelo, junto a la ventana. Era uno de los libros de cuentos de Jonathan Tulvey, y estaba abierto por el cuento de Caperucita Roja. La historia estaba ilustrada con la imagen de un lobo amenazando a la niña, con la sangre de la abuelita en las garras, enseñando los dientes para comerse a la nieta. Alguien, probablemente Jonathan, había garabateado sobre la figura del lobo con un lápiz negro, como si le inquietase la amenaza que representaba. David cerró el libro y lo devolvió a su estante; mientras lo hacía, se dio cuenta de que la habitación estaba en silencio, sin susurros: todos los libros se habían callado.

«Supongo que una urraca podría haber tirado el libro -pensó David-, pero una urraca no podría entrar en una habitación con la ventana cerrada.»

Estaba seguro de que allí había estado alguien más. En las antiguas historias, la gente siempre se transformaba, o la transformaban, en animales y pájaros. ¿Acaso no podía el Hombre Torcido haberse transformado en urraca para que no lo descubrieran?

De todos modos, no se había alejado mucho, no, sólo hasta el jardín hundido y después, nada.

Aquella noche, cuando David se acostó, entre la vigilia y el sueño, la voz de su madre le llegó desde la oscuridad del jardín hundido, llamándolo por su nombre, exigiendo que no la olvidara.

En aquel instante, David supo que pronto tendría que entrar en el jardín y enfrentarse a lo que lo esperase dentro.

VI. Sobre la guerra y el camino entre los mundos

David y Rose tuvieron su peor pelea al día siguiente, aunque llevaba cociéndose mucho tiempo. Rose le daba el pecho a Georgie, lo que significaba que tenía que levantarse de noche para ocuparse de él. Pero, incluso después de comer, Georgie se agitaba y lloraba, así que el padre de David poco podía hacer para ayudarla, ni siquiera cuando estaba en casa. A veces, todo aquello provocaba discusiones entre Rose y él; solían empezar por algo pequeño, como un plato que a su padre se le había olvidado quitar o el haber ensuciado de tierra el suelo de la cocina con sus zapatos, y rápidamente se convertía en una competición de gritos que acababa con Rose hecha un mar de lágrimas, y Georgie imitando los llantos de su madre.

A David le daba la impresión de que su padre parecía más viejo y cansado que antes, y se preocupaba por él. Le echaba de menos. Aquella mañana, la mañana de la gran pelea, David se apoyó en la puerta del cuarto de baño y lo observó afeitarse.

– Trabajas mucho -le dijo.

– Supongo que sí.

– Siempre pareces cansado.

– Estoy cansado de que Rose y tú no os llevéis bien.

– Lo siento -respondió David.

– Mmm.

Terminó de afeitarse, se limpió la espuma de la cara con agua del lavabo y se secó con una toalla rosa.

– Es que ya no te veo casi nada -le dijo David-, eso es todo. Te echo de menos.

– Lo sé -contestó su padre, sonriente, dándole una palmadita cariñosa en la oreja-. Pero todos tenemos que hacer sacrificios, y ahí afuera hay muchos hombres y mujeres que hacen sacrificios mucho mayores que los nuestros. Ponen sus vidas en peligro, y yo tengo el deber de hacer todo lo posible por ayudarlos. Es importante que averigüemos lo que planean los alemanes y lo que sospechan de nuestra gente. Ése es mi trabajo, y no olvides que tenemos suerte de estar aquí; en Londres lo están pasando mucho peor.

Los alemanes habían lanzado un fuerte ataque sobre Londres el día anterior. En cierto momento, según el padre de David, habían tenido mil aviones batallando sobre la isla de Sheppey. El chico se preguntó qué aspecto tendría Londres en aquellos momentos. ¿Estaría lleno de edificios abrasados, con las calles convertidas en escombros? ¿Quedarían palomas en Trafalgar Square? Suponía que sí, porque las palomas no eran lo bastante listas para irse a otra parte. Quizá su padre tuviera razón y fuese una suerte estar lejos, pero parte de él pensó de nuevo que tenía que resultar emocionante vivir en Londres aquellos días. Aterrador algunas veces, pero emocionante.

– Al final terminará, y entonces podremos volver todos a nuestras vidas normales -dijo su padre.

– ¿Cuándo?

– No lo sé, llevará un tiempo -respondió él, preocupado.

– ¿Meses?

– Creo que más.

– ¿Estamos ganando, papá?

– Estamos resistiendo, David, y, por el momento, es lo mejor que podemos hacer.

David dejó a su padre para que pudiese vestirse. Tomaron el desayuno todos juntos antes de que se fuera, pero Rose y él no se dijeron gran cosa. David sabía que habían estado discutiendo otra vez, así que, cuando su padre se fue a trabajar, decidió alejarse de Rose incluso más de lo normal. Se fue un rato a su cuarto y jugó con sus soldaditos; después se tumbó a la sombra en la parte de atrás de la casa a leer.

Allí lo encontró Rose. Aunque tenía el libro abierto sobre el pecho, la atención del chico estaba en otra parte: miraba hacia el otro extremo del patio, al jardín hundido, con los ojos clavados en el agujero de la pared, como si esperase ver algún movimiento.

– Vaya, aquí estás -le dijo Rose.

David la miró, pero, como el sol le daba en los ojos, tuvo que entornarlos.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

No había pretendido que sonase como sonó, de forma irrespetuosa y maleducada, porque no lo estaba siendo… O, al menos, no más de lo habitual. Supuso que podría haber preguntado: «¿Qué puedo hacer por ti?» o incluso haber empezado la respuesta con un «sí» o un «claro», o sólo «hola», pero, cuando cayó en la cuenta, ya era demasiado tarde.

Rose tenía marcas rojas debajo de los ojos, la cara pálida, y daba la impresión de tener más arrugas en la frente y en el rostro que antes. También había engordado, pero David suponía que tenía algo que ver con el bebé. Se lo había preguntado a su padre, pero su padre le había dicho que nunca jamás se lo comentase a Rose, pasara lo que pasase. Se lo había advertido en tono muy serio y, de hecho, había utilizado las palabras «si en algo valoras tu vida» para enfatizar lo importante que era que se guardase aquellas opiniones para él.

En aquellos momentos, Rose, más gorda, más pálida y más cansada, estaba junto a David, y el chico, incluso con el sol cegándolo, notaba que se ponía furiosa.

– ¡Cómo te atreves a hablarme así! -exclamó-. Te pasas el día sentado, con la cabeza metida en tus libros, y no contribuyes en absoluto a la vida en esta casa. Ni siquiera puedes hablar como una persona civilizada. ¿Quién te crees que eres?

David estaba a punto de disculparse, pero no lo hizo. Lo que Rose decía no era justo, porque se había ofrecido a ayudar, pero ella casi siempre lo rechazaba, sobre todo porque siempre parecía cogerla cuando Georgie estaba de mal humor o cuando Rose estaba muy ocupada con otra cosa. El señor Briggs se encargaba del jardín, y David siempre intentaba ayudarlo barriendo y rastrillando, pero aquello era fuera de la casa, donde ella no podía ver lo que hacía. La señora Briggs se encargaba de la limpieza y de casi todas las comidas, pero, cuando David intentaba echarle una mano, ella lo expulsaba de la habitación, afirmando que no era más que otro estorbo. Sencillamente, le había parecido que lo mejor era no molestar a nadie siempre que pudiera, y, en cualquier caso, eran los últimos días de las vacaciones de verano. El colegio del pueblo había retrasado la apertura un par de días porque les faltaban profesores, pero su padre estaba seguro de que David ocuparía su pupitre nuevo a principios de la semana siguiente, como muy tarde. Desde entonces hasta que acabase el trimestre, estaría en el colegio por la mañana y haría los deberes por la tarde. Su día de trabajo sería casi tan largo como el de su padre, ¿por qué no podía tomárselo con calma mientras tenía ocasión? Su enfado empezaba a equipararse con el de Rose. Se levantó y se dio cuenta de que ya era casi tan alto como ella. Su boca escupió las palabras antes de darse cuenta de que las decía, convertidas en una mezcla de medias verdades e insultos, junto con toda la rabia que había reprimido desde el nacimiento de Georgie.

– No, ¿quién te crees tú que eres? No eres mi madre y no me puedes hablar así. Yo no quería venir a vivir aquí, quería quedarme con mi padre. Nos iba muy bien a los dos solos hasta que llegaste tú. Ahora también está Georgie, y crees que yo no soy más que alguien que se interpone en tu camino. Bueno, pues tú estás en mi camino, y también en el de mi padre. Él todavía quiere a mi madre, igual que yo. Todavía piensa en mi madre, y nunca te va a querer a ti tanto como a ella, nunca. Da igual lo que digas o hagas, porque todavía la quiere a ella. Todavía… la quiere… a ella.

Rose le pegó, le dio con fuerza en la mejilla con la palma de la mano. No fue una gran bofetada, porque frenó el golpe en cuanto se dio cuenta de lo que hacía, pero el impacto bastó para hacer que David se tambaleara. Le escocía la mejilla y los ojos le lloraban. Se quedó boquiabierto de la impresión, y después pasó junto a Rose y corrió hacia su cuarto. No miró atrás, ni siquiera cuando ella lo llamó diciendo que lo sentía. Cerró la puerta con llave detrás de él y se negó a abrirla cuando ella llamó. Al cabo de un rato, Rose se fue y no regresó.

David se quedó en su dormitorio hasta que su padre llegó a casa. Lo oyó hablar con Rose en el vestíbulo, levantando la voz cada vez más, así que el chico sabía lo que le esperaba.

La fuerza de los puños de su padre al llamar a la puerta estuvo a punto de hacerla saltar de sus goznes.

– David, abre ahora mismo.

David hizo lo que le pedía, girando la llave en la cerradura y dando un paso atrás a toda prisa. La cara de su padre estaba prácticamente morada de la furia. Levantó una mano, como si pretendiese pegarle, pero pareció pensárselo mejor, tragó saliva, respiró hondo y sacudió la cabeza. Cuando habló de nuevo, su voz era curiosamente tranquila, lo que preocupó a David todavía más que el anterior arranque de rabia.

– No tienes derecho a hablarle así a Rose -le dijo-. Le mostrarás respeto, como me lo muestras a mí. Las cosas han sido duras para todos, pero eso no es excusa para tu comportamiento de hoy. Todavía no he decidido qué voy a hacer contigo, ni cómo te voy a castigar. Si no fuese demasiado tarde, te mandaría directo a un internado, y entonces te darías cuenta de lo afortunado que eres por estar aquí.

– Pero Rose me pe… -intentó defenderse el chico.

– No quiero oírlo -lo interrumpió su padre, levantando la mano-. Si abres otra vez la boca, lo lamentarás. Por ahora, te quedarás en tu cuarto. No saldrás a la calle mañana, no leerás y no jugarás con tus juguetes. Tu puerta permanecerá abierta, y, como te pille leyendo o jugando, te juro que te pego con el cinturón. Te quedarás sentado en la cama pensando en lo que has dicho y en cómo se lo vas a compensar a Rose cuando te deje volver a relacionarte con personas civilizadas. Me decepcionas, David. Te eduqué para que te comportases mejor; los dos lo hicimos: tu madre y yo.

Tras decir aquello, se fue, y David se dejó caer en la cama. No quería llorar, pero no pudo evitarlo. No era justo, se había equivocado hablándole así a Rose, pero ella también se había equivocado al pegarle. Mientras lloraba, se dio cuenta de los murmullos de los libros en los estantes. Se había acostumbrado tanto a ellos que ya casi no los oía, como el piar de los pájaros o el viento entre los árboles, pero, en aquel momento, era cada vez más fuerte. Olió a quemado, como cerillas encendiéndose y cables de tranvía echando chispas. Apretó los dientes al notar el primer espasmo, pero no había nadie para verlo. Una gran fisura se abrió en su cuarto, rompiendo el tejido de su mundo, y, a través de ella, pudo ver otra esfera distinta; había un castillo, con banderolas agitándose en las almenas y soldados marchando en columna a través de las puertas. De repente, el castillo desapareció y otro ocupó su lugar, uno rodeado de árboles caídos. Estaba más oscuro que el primero, con una silueta difusa y dominado por una sola torre de gran tamaño que apuntaba al cielo como si fuese un dedo. La ventana más alta estaba iluminada, y David sintió una presencia dentro que le resultaba desconocida y familiar, todo a la vez. Lo llamaba con la voz de su madre, diciendo:

– David, no estoy muerta. Ven a salvarme.

David no sabía cuánto tiempo llevaba inconsciente, o si el sueño se había apoderado de él en algún momento, pero su cuarto estaba a oscuras cuando abrió los ojos. Notaba un sabor desagradable en la boca, y se dio cuenta de que había vomitado sobre la almohada. Quería ir a ver a su padre para contarle lo del ataque, pero estaba seguro de que encontraría poca compasión. No se oía nada en la casa, así que supuso que todos estaban en la cama. La paciente luna brillaba sobre las filas de libros, pero éstos se habían callado de nuevo, salvo por algún ronquido ocasional que surgía de los volúmenes más pesados y aburridos. En un estante alto había una abandonada historia de la compañía británica del carbón que resultaba especialmente cargante y que tenía la desagradable costumbre de roncar muy fuerte y después toser con estruendo, momento en el que unas nubecitas de polvo negro parecían surgir de sus páginas. David la oyó toser en aquel mismo instante, pero sabía que algunos de los libros antiguos estaban algo despiertos, los que contenían los cuentos de hadas extraños y oscuros que tanto le gustaban; notaba que esperaban a que pasase algo, aunque no sabía qué podía ser.

El chico estaba seguro de que había soñado algo, aunque no conseguía recordar la esencia del sueño. Pero tenía una cosa muy clara: el sueño no había sido agradable, porque le quedaba una sensación de malestar y un cosquilleo en la palma de la mano derecha, como si se la hubiese restregado con hiedra venenosa. Tenía la misma sensación en un lado de la cara y no podía librarse de la idea de que algo desagradable le había tocado mientras estaba inconsciente.

Todavía tenía la ropa puesta, así que salió de la cama, se desnudó a oscuras y se puso un pijama limpio. Regresó a la cama y luchó con la almohada, dando vueltas en busca de una posición cómoda en la que dormirse, pero no lo lograba. Allí tumbado, con los ojos cerrados, se dio cuenta de que la ventana estaba abierta, y eso no le gustaba, porque ya era lo bastante duro espantar a los insectos cuando estaba cerrada, y lo último que deseaba era que la urraca regresara mientras dormía.

David salió de la cama y se acercó con precaución a la ventana. Algo se movió bajo su pie descalzo, y él lo levantó, alarmado: era un zarcillo de hiedra. Estaba por toda la pared del cuarto, y sus dedos verdes se extendían sobre el armario, la alfombra y la cómoda. Había hablado con el señor Briggs sobre el tema, y el jardinero le había prometido coger una escalera y podar la hiedra de la pared de fuera, pero, hasta el momento, no había sucedido. A David no le gustaba tocar la hiedra, porque, por la forma en que se adueñaba de su cuarto, parecía casi viva.

Encontró las zapatillas y se las puso antes de caminar sobre la planta hacia la ventana. Al hacerlo, oyó una voz de mujer que decía su nombre.

– David.

– ¿Mamá? -preguntó, vacilante.

– Sí, David, soy yo. Escúchame, no tengas miedo. -Pero David lo tenía-. Por favor -dijo la voz-, necesito tu ayuda. Estoy atrapada aquí, en este lugar extraño, y no sé qué hacer. Por favor, ven, David. Si me quieres, cruza al otro lado.

– Mamá -respondió él-, estoy asustado.

– David -habló de nuevo la voz, aunque en tono más débil-, quieren alejarme. No dejes que me alejen de ti. ¡Por favor! Sígueme, llévame a casa. Sígueme por el jardín.

Al oír aquello, David superó su miedo, cogió la bata y corrió tan deprisa y silenciosamente como pudo escaleras abajo, hasta el patio. Se detuvo en la oscuridad y vio que había algo en el cielo nocturno, un ruido grave, irregular y tartamudeante que venía de muy alto. David levantó la mirada y vio que algo brillaba débilmente, como un meteoro que caía…, pero era un avión. Siguió mirando la luz hasta llegar a los escalones que daban al jardín hundido, bajándolos lo más deprisa que pudo. No quería detenerse, porque, si lo hacía, podría pensar en lo que estaba haciendo y, si empezaba a pensar en ello, podría asustarse demasiado para hacerlo. Sintió la hierba crujir bajo sus pies mientras corría hacia el agujero de la pared y la luz del cielo se volvía más brillante. El avión lanzaba llamas rojas, y el ruido del chisporroteo de sus motores desgarraba la noche. David se detuvo y lo observó descender: caía a toda velocidad, arrojando fragmentos en llamas en su bajada, y era demasiado grande para ser un caza, así que tenía que ser un bombardero. Creyó distinguir la silueta de las alas a la luz del fuego y oír el desesperado golpeteo de los motores restantes en su caída a tierra. Se hizo cada vez más grande, hasta que, finalmente, pareció llenar el cielo, empequeñeciendo su casa e iluminando la noche con un fuego rojo y anaranjado. Iba directo al jardín hundido, y las llamas lamían la cruz alemana dibujada en el fuselaje, como si algo en las alturas estuviese decidido a impedir que el niño cruzase de un mundo al otro.

Habían tomado la decisión por él, no podía vacilar. Se obligó a meterse en la oscuridad del hueco de la pared justo cuando el mundo que había dejado atrás se convertía en un infierno.

VII. Sobre el leñador y el trabajo de su hacha

Los ladrillos y la argamasa habían desaparecido, y los dedos de David ya sólo tocaban rugosa corteza. Estaba dentro del tronco de un árbol y tenía delante un agujero arqueado que daba a un bosque en sombras. Las hojas caían en lentas espirales al suelo del bosque. Los arbustos espinosos y las peligrosas ortigas ofrecían una cobertura baja, pero no había flores a la vista. Era un paisaje compuesto de verdes y marrones, y todo parecía iluminado por una especie de penumbra extraña, como si se acercase el alba o el día estuviese próximo a su fin.

David se quedó en la oscuridad del tronco, sin moverse. La voz de su madre había desaparecido, y ya sólo quedaba el sonido apenas audible de las hojas al rozarse y el murmullo lejano del agua sobre las rocas. No había ni rastro del avión alemán, nada que indicase que había existido alguna vez. Sintió la tentación de regresar, de volver corriendo a casa, despertar a su padre y contarle lo que había visto, pero ¿qué podía decir? ¿Y por qué iba a creerlo su padre después de todo lo que había ocurrido aquel día? Necesitaba pruebas, algún recuerdo de aquel nuevo mundo.

Así que David salió del hueco del tronco. En el cielo no se veían estrellas, porque las grandes nubes ocultaban las constelaciones. El aire olía a fresco y a limpio al principio, pero, cuando respiró hondo, notó algo más, algo menos agradable. Casi podía saborearlo en la lengua: una sensación metálica compuesta de cobre y podredumbre. Le recordaba al día que su padre y él habían encontrado un gato muerto junto a la carretera, con la piel destrozada y las entrañas al aire. El olor de aquel gato era similar al del aire nocturno de la tierra desconocida. David se estremeció, y no fue solamente por el frío.

De repente, oyó un gran rugido detrás de él y sintió calor en la espalda. Se tiró al suelo y rodó, justo cuando el tronco del árbol se expandía y el hueco se ensanchaba hasta parecer la entrada de una gran caverna cubierta de madera. Dentro se veían llamas y, entonces, como una boca que se librase de un trozo de comida que no le gustaba, el árbol escupió parte del fuselaje ardiendo del bombardero alemán, con el cadáver de uno de sus tripulantes todavía atrapado entre los restos de la barquilla de abajo, apuntando a David con la metralleta. El trozo de avión abrió un sendero ennegrecido y ardiente a través de la maleza antes de detenerse en un claro, sin dejar de echar humo y gases mientras las llamas se apoderaban de él.

El chico se quedó donde estaba, limpiándose las hojas y la tierra de la ropa. Intentó acercarse al avión que ardía: era un Ju88, lo sabía por la barquilla. Podía ver los restos del artillero, que estaba prácticamente cubierto por las llamas, y se preguntó si habría sobrevivido algún tripulante. El cuerpo del aviador estaba aplastado contra el cristal rajado de la barquilla, con todos los dientes del cráneo achicharrado formando una blanca sonrisa. Nunca había visto la muerte tan de cerca, o, al menos, no así, tan violenta, apestosa y negra.

No podía evitar pensar en los últimos momentos del alemán, atrapado en el asiento en llamas, con la piel ardiendo. Sintió un arranque de pena por el hombre muerto, cuyo nombre nunca sabría.

Algo le pasó zumbando junto a la oreja, como el cálido vuelo de un insecto nocturno, seguido inmediatamente de un chasquido. Un segundo insecto lo siguió, pero, para entonces, David ya estaba tirado en el suelo buscando refugio, porque se trataba de los estallidos de la munición de la metralleta calibre 303. Encontró un hueco en la tierra, se lanzó dentro, se cubrió la cabeza con las manos e intentó abultar lo menos posible hasta que la lluvia de balas cesó. Cuando estuvo seguro de que se había gastado toda la munición, se atrevió a levantar de nuevo la cabeza. Observó con cautela las llamas y chispas que salían disparadas hacia el cielo, y, por primera vez, empezó a darse cuenta de lo enormes que eran los árboles de aquel bosque, mucho más altos y anchos que los más viejos robles de los bosques de casa. Los troncos eran grises y no tenían rama alguna hasta alcanzar, como mínimo, los treinta metros, punto en el cual reventaban en unas enormes copas prácticamente peladas.

Un objeto negro con forma de caja se había separado del cuerpo principal del avión destrozado y yacía en el suelo, humeando un poco, cerca de donde estaba David. Parecía una vieja cámara, pero con ruedas en un lado, y pudo distinguir la palabra Blickwinkel en una de las ruedas. Debajo tenía una etiqueta en la que ponía: Auf Farbglas Ein.

Era un visor, David los había visto en dibujos; los aviadores alemanes los utilizaban para escoger los blancos del suelo. Quizá fuese aquélla la tarea del hombre que había ardido en el accidente, porque la ciudad habría pasado debajo de él, que estaba metido en la barquilla. Parte de la lástima que sentía por el hombre muerto se esfumó: el visor hacía que la labor del bombardero pareciese, en cierto modo, más real, más horrible. Pensó en las familias que estarían apiñadas en sus refugios prefabricados, en los niños que lloraban y los adultos que esperaban que la bomba cayese lejos de ellos, o en las multitudes reunidas en las estaciones del metro, atentas a las explosiones, bajo la lluvia de polvo y tierra que provocaban las bombas al hacer temblar el suelo.

Y aquéllos eran los afortunados.

Le dio una patada al visor, consiguiendo un lanzamiento perfecto con la derecha, y sintió una gran satisfacción al oír el sonido del cristal del interior y saber que las delicadas lentes se habían roto.

Una vez terminada la emoción, David se metió las manos en los bolsillos de la bata e intentó examinar lo que le rodeaba. A cuatro o cinco pasos de él había cuatro flores de un fuerte color morado que se erguían bien altas sobre la hierba. Eran los primeros colores de verdad que había visto hasta el momento; tenían las hojas amarillas y naranjas, y los corazones de las flores le recordaban las caras de niños dormidos. Incluso en la oscuridad del bosque, creyó poder distinguir los párpados cerrados, las bocas ligeramente abiertas, los agujeros gemelos de la nariz. No tenían nada que ver con ninguna flor que hubiese visto antes, así que pensó que, si cogía una y se la llevaba a su padre, quizá lograse convencerlo de que aquel lugar existía realmente.

Se acercó a las flores, aplastando hojas muertas a su paso. Estaba casi junto a ellas, cuando los párpados de una se abrieron y dejaron al descubierto unos ojos amarillos. Entonces, la flor abrió los labios y dejó escapar un chillido. Al instante, las demás flores se despertaron y, como si todas fueran una, cerraron las hojas para rodearse y dejaron al descubierto unos tallos espinosos que relucían ligeramente con un residuo pegajoso. Algo le dijo a David que no era buena idea tocar aquellas espinas. Pensó en ortigas y en hiedra venenosa, que ya eran lo bastante malas. ¿Quién sabía qué venenos podrían utilizar aquellas plantas desconocidas para protegerse?

David arrugó la nariz, porque, aunque el viento se llevaba el hedor del avión en llamas, otro ocupó su lugar: el olor metálico que había detectado antes era más fuerte en el punto donde se encontraba. Dio unos cuantos pasos más y vio una formación irregular bajo las hojas caídas, y unos puntos azules y rojos que sugerían la presencia de algo apenas escondido debajo. Tenía, más o menos, la forma de un hombre. Se acercó más y vio ropa, y piel debajo de la ropa. Frunció el ceño: era un animal, un animal vestido con ropa. Tenía garras y patas como las de un perro. Intentó verle la cara, pero no había: le habían cortado la cabeza limpiamente y hacía poco, porque todavía podía verse una larga salpicadura de sangre arterial sobre el lecho del bosque.

David se tapó la boca para no vomitar, porque ver dos cadáveres en dos minutos empezaba a revolverle el estómago. Se apartó del cadáver y regresó hacia el árbol, pero, al hacerlo, el gran agujero del tronco desapareció, el árbol se encogió hasta recuperar su tamaño normal y la corteza pareció crecer sobre el hueco ante sus ojos, cubriendo por completo el camino de vuelta a su mundo. Se convirtió en otro árbol más dentro de un bosque de grandes árboles, todos prácticamente iguales. David tocó la madera, apretando y dando golpecitos con la esperanza de encontrar la forma de abrir de nuevo el portal hacia su antigua vida, pero no pasó nada. Estuvo a punto de llorar, pero sabía que, si lo hacía, todo estaría perdido y no sería más que un niño pequeño, impotente y asustado, lejos de casa. En vez de hacerlo, miró a su alrededor y encontró la punta de una gran roca plana que sobresalía del suelo. Excavó hasta sacarla y, utilizando el lado más afilado, astilló el tronco del árbol: una vez, después otra, una y otra vez, hasta que la corteza se fragmentó y cayó al suelo. A David le pareció notar que el árbol se estremecía, como una persona que, de repente, ha sufrido un buen susto. El blanco de la pulpa interior se volvió rojo, y algo muy parecido a sangre empezó a salir de la herida, a fluir por los canales y hendiduras de la corteza hasta caer a la tierra.

– No hagas eso, a los árboles no les gusta -dijo una voz.

David se volvió y descubrió que había un hombre de pie entre las sombras, a poca distancia de él. Era grande y alto, con hombros anchos y pelo oscuro y corto. Llevaba botas de cuero marrón que le llegaban casi hasta las rodillas, y un abrigo corto hecho de pieles y pelajes. Tenía los ojos muy verdes, tanto que parecía como si parte del bosque hubiese tomado forma humana. Sobre el hombro derecho llevaba un hacha.

– Lo siento -repuso David, soltando la piedra-. No lo sabía.

– No -contestó el hombre, tras observarlo en silencio unos instantes-, no creo que lo supieras.

Avanzó hacia David, y el chico retrocedió instintivamente unos pasos hasta notar que rozaba el árbol con las manos. De nuevo, el tronco pareció temblar ante su contacto, pero la sensación era menos pronunciada, como si se recuperase poco a poco de la herida recibida y estuviese seguro, al ver al desconocido del hacha de que nadie volvería a causarle daño. David no se sentía tan seguro con aquel hombre: tenía un arma, un hacha con aspecto de poder cortarle la cabeza a un cuerpo.

Una vez hubo salido de entre las sombras, David pudo examinar su rostro con más atención. Pensó que el hombre parecía severo, pero también amable, y el chico tuvo la corazonada de que podía confiar en él. Empezó a relajarse un poco, aunque no apartaba los ojos de la enorme hacha.

– ¿Quién es usted? -le preguntó.

– Podría preguntarte lo mismo -contestó el hombre-. Estos bosques están a mi cargo, y nunca te había visto antes por aquí. En cualquier caso, en respuesta a tu pregunta, soy el Leñador. No tengo otro nombre, o, al menos, ninguno que importe.

El Leñador se acercó al avión, donde las llamas empezaban a debilitarse, dejando al descubierto la estructura. Era como el esqueleto de un gran animal abandonado en el fuego después de arrancarle la carne asada del cuerpo. El artillero no podía verse bien, ya que se había convertido en otra forma oscura dentro de un enredo de metal y piezas de maquinaria. El Leñador sacudió la cabeza asombrado, y después se alejó de los restos para regresar junto a David. Pasó junto al niño y puso las manos en el tronco del árbol herido, examinó con atención el daño infligido y le dio unas palmaditas, como si fuese un caballo o un perro. Entonces se arrodilló, cogió un poco de musgo de las piedras cercanas y lo metió en el agujero.

– No pasa nada, viejo amigo -le dijo al árbol-, se curará muy pronto.

Muy por encima de la cabeza de David, las ramas se movieron un instante, aunque los demás árboles permanecían inmóviles.

El Leñador centró de nuevo su atención en el chico.

– Y ahora te toca a ti: ¿cómo te llamas y qué haces en este lugar? No es sitio para que un niño ande solo. ¿Has venido en esta… cosa? -preguntó, señalando el avión.

– No, eso me siguió. Me llamo David y he venido a través del tronco de ese árbol. Había un agujero, pero ha desaparecido, por eso estaba levantando la corteza, por si podía entrar de nuevo o, al menos, marcar el árbol para poder encontrarlo después.

– ¿Has venido a través del árbol? ¿De dónde?

– De un jardín -respondió-. Había un pequeño hueco en una esquina, y encontré un camino que iba desde allí hasta aquí. Creí oír la voz de mi madre, así que la seguí, y ahora no puedo regresar.

– ¿Y cómo has traído eso contigo? -preguntó el Leñador, señalando de nuevo los restos del avión.

– Hubo una pelea. Cayó del cielo.

– Hay un hombre dentro -comentó el Leñador; si le sorprendía la información, no daba muestras de ello-. ¿Lo conocías?

– Era un artillero, un miembro de la tripulación. No lo había visto nunca, era alemán.

– Ahora está muerto. -El Leñador tocó de nuevo el árbol, recorriendo suavemente la superficie como si esperase encontrar las grietas delatoras de un umbral bajo la piel-. Como dices, aquí ya no hay ninguna puerta. Hiciste bien intentando marcar el árbol, aunque tus métodos fuesen torpes.

Se metió la mano en los pliegues de la chaqueta y sacó una bolita de tosco bramante, la desenrolló hasta obtener la longitud adecuada y la ató alrededor del tronco. De una bolsita de cuero sacó una sustancia gris y pegajosa y restregó el bramante con ella. No olía nada bien.

– Esto hará que los animales y los pájaros no rompan la cuerda -le explicó el Leñador, cogiendo el hacha-. Será mejor que vengas conmigo; decidiremos qué hacer mañana, pero, por ahora, tenemos que ponerte a salvo.

David no se movió, porque todavía podía oler la sangre y la podredumbre en el aire, y, después de ver de cerca el hacha, le pareció ver gotitas rojas en la superficie. También había marcas rojas en la ropa de hombre.

– Perdone -dijo, en el tono más inocente que pudo-, pero, si usted cuida del bosque, ¿para qué necesita el hacha?

El Leñador miró a David con una expresión que podría haber sido de regocijo, como si se diese cuenta de los esfuerzos del niño por ocultar su preocupación, pero se sintiese impresionado por su astucia.

– El hacha no es para el bosque, sino para las cosas que viven en el bosque. -Levantó la cabeza, olisqueó el aire y apuntó con el hacha en dirección al cadáver sin cabeza-. Lo has olido.

– Y lo he visto -contestó David, asintiendo con la cabeza-. ¿Lo hizo usted?

– Sí.

– Parecía un hombre, pero no lo era.

– No, no era un hombre. Podemos hablar después sobre el tema. No tienes nada que temer de mí, pero hay otras criaturas a las que debemos temer ambos. Vamos, se acerca el momento, y el calor y el olor de la carne quemada los atraerá hasta aquí.

David se dio cuenta de que no había alternativa, así que siguió al Leñador. Como tenía frío y las zapatillas estaban mojadas, el hombre le dio su chaqueta y se lo subió a la espalda. Hacía mucho tiempo que nadie lo llevaba sobre la espalda, porque pesaba demasiado, pero el Leñador no parecía molesto por la carga. Atravesaron el bosque, y los árboles parecían extenderse sin fin ante ellos. El niño intentó asimilar aquel nuevo paisaje, pero el Leñador se movía tan deprisa que David tenía que concentrarse en no caerse. Las nubes se abrieron brevemente sobre ellos, y la luna quedó al descubierto, pero era muy roja, como un gran agujero en la piel de la noche. El Leñador aumentó el ritmo de sus largos pasos, que recorrían a toda velocidad el suelo del bosque.

– Tenemos que darnos prisa -dijo-. Vendrán muy pronto.

Mientras hablaba, un gran aullido surgió por el norte, y el Leñador empezó a correr.

VIII. Sobre los lobos y otras cosas peores

El bosque pasó junto a ellos convertido en un borrón de gris, marrón y deslucido verde invernal. Las espinas desgarraban la chaqueta del Leñador y los pantalones del pijama de David y, en más de una ocasión, el niño tuvo que agacharse para no cortarse la cara con los altos arbustos. Los aullidos habían cesado, pero el Leñador no había reducido la marcha ni por un instante. Tampoco hablaba, así que David también guardó silencio, aunque estaba asustado. Intentó mirar atrás una sola vez, pero el esfuerzo había estado a punto de hacerle perder el equilibrio, así que no volvió a probar.

Todavía estaban en lo más profundo del bosque cuando el Leñador se detuvo a escuchar algo. El niño iba a preguntarle qué pasaba, pero lo pensó mejor y se quedó callado, intentando oír lo que había hecho que el Leñador se parase. Sintió un cosquilleo en el cuello, se le puso el vello de punta y estuvo seguro de que los observaban. Entonces oyó un débil movimiento de hojas a su derecha y el ruido de ramas rotas a la izquierda; algo se movió detrás de ellos, como si unas presencias escondidas entre la maleza se acercaran con todo el sigilo que les era posible.

– Agárrate bien -le dijo el Leñador-. Ya casi hemos llegado.

Salió corriendo hacia su derecha, dejando el terreno más despejado para meterse por una espesura de helechos, y, al instante, el bosque estalló en ruido detrás de ellos y la persecución continuó en serio. David se cortó la mano, que sangró sobre el suelo, y un gran agujero se le abrió en el pijama, desde la rodilla al tobillo. Perdió una zapatilla, y el aire nocturno le congeló los dedos desnudos. Las manos le dolían del frío y el esfuerzo de agarrarse con fuerza al Leñador, pero no lo soltó. Pasaron a través de otra zona de arbustos y se encontraron en un tosco sendero que bajaba sinuoso por una pendiente hasta llegar a una especie de jardín. David miró atrás, y le pareció ver dos orbes pálidos brillando a la luz de la luna y un tupido pelaje gris.

– No mires atrás -le advirtió el Leñador-. Hagas lo que hagas, no mires atrás.

El chico miró de nuevo hacia delante; estaba aterrado y sentía mucho haber seguido la voz de su madre hasta aquel lugar. No era más que un niño en pijama, con una sola zapatilla y una vieja bata azul bajo la chaqueta de un desconocido, y tendría que haber estado en su dormitorio.

Los árboles empezaron a escasear, y David y el Leñador salieron a un terreno bien cuidado, sembrado de filas de verduras. Ante ellos estaba la casita de campo más extraña que David había visto, rodeada por una valla baja de madera. La morada estaba construida con troncos sacados del bosque, con una puerta en el centro, una ventana a cada lado y un tejado inclinado con una chimenea de madera en un extremo, pero allí acababan las similitudes con una casa normal. La silueta que recortaba en el cielo nocturno era la de un erizo, puesto que estaba cubierta de estacas de madera y metal, palos y barras de hierro en punta introducidos entre o a través de los troncos. Conforme se acercaban, el niño empezó a distinguir trozos de cristal y piedras afiladas en las paredes e incluso en el tejado, de modo que el lugar relucía bajo la luz de la luna como si estuviese salpicado de diamantes. Las ventanas tenían grandes barrotes, y había enormes clavos que atravesaban la puerta desde el interior, así que caerse encima con fuerza habría significado un empalamiento inmediato. Aquello no era una casita: era una fortaleza.

Cruzaron la valla y se acercaban a la seguridad de la casa cuando una forma salió de la parte de atrás y avanzó hacia ellos. Se asemejaba a un lobo grande, pero llevaba una recargada camisa blanca y dorada en la parte superior y unos calzones de color rojo intenso en la inferior. Y entonces, mientras David lo observaba, se levantó sobre las patas traseras y se puso de pie como un hombre, dejando claro que era algo más que un animal, porque las orejas tenían una forma más o menos humana, aunque con mechones de pelo en las puntas, y el hocico era más corto que el de un lobo. Había dejado los colmillos al descubierto y gruñía a modo de advertencia, pero era en sus ojos donde más se notaba la lucha entre el lobo y el hombre: no eran los ojos de un animal, porque reflejaban astucia, pero también conciencia de sí mismo, y estaban llenos de hambre y deseo.

Otras criaturas similares surgieron del bosque, algunas con ropa, sobre todo chaquetas hechas jirones y pantalones rotos, y se levantaron sobre las patas traseras, aunque había otros muchos que parecían ser lobos normales. Eran más pequeños y permanecían a cuatro patas, con aspecto salvaje e inconsciente, pero los que más miedo le daban a David eran los que tenían ciertos rasgos humanos.

El Leñador dejó al niño en el suelo.

– No te separes de mí. Si pasa algo, corre hacia la casa.

Le dio una palmadita en la parte inferior de la espalda, David sintió que algo le caía en el bolsillo de la chaqueta. Con la mayor discreción, metió la mano en el bolsillo y fingió que sólo buscaba protegerse del frío; dentro notó la forma de una gran llave de hierro. Cerró la mano en torno a ella y la sujetó como si su vida dependiese de ello, lo que, empezaba a comprender, era muy posible.

El lobo hombre que estaba junto a la casa miró a David fijamente, y aquellos ojos eran tan aterradores que el niño tuvo que mirar al suelo, a la nuca del Leñador, a cualquier parte salvo a aquella cara que le resultaba tan familiar como extraña. El lobo hombre tocó una de las estacas de las paredes con una de sus largas uñas, como si comprobase su potencia destructiva, y después habló con una voz profunda y baja que, aunque llena de saliva y gruñidos, David pudo entender sin problema.

– Veo que has estado ocupado fortificando tu guarida, Leñador -dijo.

– El bosque está cambiando. Hay criaturas extrañas. -Movió el hacha en las manos para cogerla mejor. El lobo hombre no dio señales de haber notado la amenaza implícita, sino que gruñó su conformidad, como si el Leñador y él fuesen vecinos cuyos caminos se hubiesen cruzado inesperadamente mientras paseaban por el bosque.

– Toda la tierra está cambiando -comentó el lobo hombre-. El viejo rey ya no puede controlar su reino.

– No soy lo bastante sabio para juzgar esos asuntos -repuso el Leñador-. No conozco al rey, y él no me pregunta cómo debe llevar su reino.

– Quizá debiera -respondió el lobo hombre, casi sonriente, aunque no se trataba de un gesto amistoso-. Al fin y al cabo, tú tratas este bosque como si fuese tu reino. No deberías olvidar que hay otros dispuestos a arrebatarte tu derecho a gobernarlos.

– Trato a todas las criaturas de este lugar con el respeto que se merecen, pero el orden natural es que el hombre gobierne sobre todo.

– Entonces quizás haya llegado el momento de establecer un orden nuevo -contestó el lobo hombre.

– ¿Y qué orden sería ése? -preguntó el Leñador. David notó un tono burlón-. ¿Un orden de lobos, de depredadores? El hecho de que andes sobre dos patas no te convierte en hombre, y el hecho de que lleves oro en las orejas no te convierte en rey.

– Pueden existir muchos reinos y muchos reyes -contestó el lobo hombre.

– Tú no reinarás aquí. Si lo intentas, te mataré a ti y a todos tus hermanos.

El lobo hombre abrió las mandíbulas y gruñó. David se estremeció, pero el Leñador no se movió ni un centímetro.

– Parece que ya has empezado. ¿Ha sido obra tuya lo que he visto en el bosque? -preguntó el lobo hombre, casi a la ligera.

– Es mi bosque, de modo que hay obras mías por todas partes.

– Me refiero al cadáver del pobre Ferdinand, mi explorador. Parece haber perdido la cabeza.

– ¿Así se llamaba? No se lo pude preguntar, estaba demasiado concentrado en desgarrarme la garganta para que pudiésemos charlar tranquilamente.

– Tenía hambre -repuso el lobo hombre, humedeciéndose los labios-. Todos tenemos hambre.

Su mirada pasó del Leñador a David, como había hecho durante gran parte de la conversación, pero, aquella vez, sus ojos se detuvieron un poco más en el niño.

– Sus apetitos ya no le molestarán más -comentó el Leñador-. Lo he aliviado de esa carga.

Pero Ferdinand estaba olvidado, porque la atención del lobo hombre se centraba por completo en David.

– ¿Y qué has encontrado en tus viajes? -preguntó el lobo hombre-. Parece que has descubierto una criatura extraña, toda para ti, carne nueva del bosque. -Un largo hilillo de saliva le cayó del hocico mientras hablaba. El Leñador colocó una mano protectora en el hombro de David para ponerlo más cerca de él, sin dejar de sujetar bien el hacha con la mano derecha.

– Es el hijo de mi hermano; ha venido a vivir conmigo.

– ¡Mientes! -gruñó el lobo, poniéndose a cuatro patas; se le erizó el pelo del lomo y olisqueó el aire-. No tienes hermano, ni familia. Vives solo en este lugar y siempre lo has hecho. Este niño no es de nuestra tierra y trae con él nuevos olores. Es… diferente.

– Es mío, y yo soy su guardián.

– Hemos visto un incendio en el bosque. Algo extraño se quemaba, ¿vino con él?

– No sé nada al respecto.

– Si no lo sabes, quizá lo sepa el chico y pueda explicarnos de dónde ha venido esto.

El lobo hombre hizo un gesto a uno de sus compañeros, y una figura oscura voló por el aire y aterrizó cerca de David.

Era la cabeza del artillero alemán, convertida en una bola negro ceniza y rojo abrasado. El casco de vuelo se había fundido sobre el cráneo, y, de nuevo, David le vio los dientes todavía expuestos en una mueca mortal.

– No había mucho que comer -explicó el artillero-. Sabía a ceniza y a agrio.

– El hombre no come al hombre -replicó el Leñador, asqueado-. Has demostrado tu verdadera naturaleza con tus acciones.

– No puedes mantener al chico a salvo. -El lobo hombre se agachó, con las patas delanteras a ras del suelo-. Otros sabrán de su existencia. Dánoslo, y nosotros le ofreceremos la protección de la manada.

Pero los ojos del lobo hombre desmentían sus palabras, ya que todo en el animal hablaba de hambre y anhelo. Las costillas le sobresalían del pelaje gris, visible bajo el blanco de la camisa, y tenía las extremidades muy delgadas. Los otros que lo acompañaban también estaban hambrientos. Se acercaban cada vez más a David y al Leñador, incapaces de resistir la promesa de comida.

De repente, algo se movió a la derecha, y uno de los lobos de orden inferior, vencido por el apetito, saltó. El Leñador se giró con el hacha levantada, y se oyó un solo aullido agudo antes de que el lobo cayese muerto al suelo, con la cabeza prácticamente separada del cuerpo. La manada dejó escapar un aullido, y los lobos se retorcieron y dieron vueltas, nerviosos y angustiados. El lobo hombre miró al animal caído y se volvió hacia el Leñador mostrándole todos los afilados dientes, con los pelos del cuello erizados. David creyó que se iba a lanzar sobre ellos, y que el resto de la manada lo seguiría y los harían pedazos, pero la mitad de la criatura que mostraba algunos rasgos humanos pareció superar a la mitad animal, de modo que logró controlar su rabia.

Se volvió a poner de nuevo a dos patas y sacudió la cabeza.

– Les advertí que se mantuviesen a distancia, pero se mueren de hambre -dijo-. Hay nuevos enemigos y nuevos depredadores que compiten con nosotros por la comida. Sin embargo, éste no era como nosotros, Leñador. No somos animales. Los otros no pueden controlar sus instintos.

El Leñador y David retrocedían hacia la casa, intentando acercarse a la promesa de seguridad que les ofrecía.

– No te engañes, bestia -replicó el Leñador-, no existe un «nosotros», ya que tengo más en común con las hojas de los árboles y con la tierra del suelo que contigo y los de tu especie.

Algunos de los lobos ya habían avanzado y empezaban a alimentarse de su camarada caído, pero no los que llevaban ropa, que, aunque miraban con anhelo el cadáver, intentaban mantener una fachada de contención, como su líder. Sin embargo, no era un control muy profundo, porque el niño notaba que se les ensanchaban las fosas nasales al oler la sangre, y estaba seguro de que, si el Leñador no estuviese allí para protegerlo, los lobos hombre ya lo habrían hecho pedazos. Los lobos inferiores eran caníbales, se contentaban con comerse a los suyos, pero los apetitos de los que parecían hombres eran mucho peores que los del resto.

El lobo hombre meditó la respuesta del Leñador. Oculto detrás del cuerpo del Leñador, David ya había sacado la llave del bolsillo y se preparaba para meterla en la cerradura.

– Si no hay ningún vínculo entre nosotros -comentó el animal, pensativo-, mi conciencia está tranquila. -Miró hacia la manada reunida y aulló-. Ha llegado el momento de alimentarse -gruñó.

El niño metió la llave en el agujero y empezó a girarla justo cuando el lobo hombre se ponía a cuatro patas, tensaba el cuerpo y se preparaba para saltar.

De repente, un aullido de advertencia surgió de uno de los lobos que se encontraban al borde del bosque. El animal se volvió para enfrentarse a una amenaza invisible y llamó la atención del resto de la manada, de modo que incluso su líder se distrajo durante unos segundos cruciales. David se arriesgó a mirar y vio una forma que se movía sobre el tronco de un árbol, enrollándose como una serpiente. El lobo retrocedió dejando escapar suaves gemidos, pero, mientras estaba despistado, un zarcillo de hiedra verde bajó de una rama baja y se le enrolló en el cuello, apretándole con fuerza la piel y tirando de él hasta levantarlo en el aire, donde las patas del animal se movieron en vano al empezar a ahogarse.

Entonces todo el bosque pareció cobrar vida en un remolino de hilos verdes retorcidos, de tentáculos que se enrollaban en patas, hocicos y cuellos, levantando a los lobos y a los lobos hombre en el aire, o atrapándolos en el suelo, apretándolos cada vez más fuerte hasta que cesaba toda resistencia. Los lobos empezaron a contraatacar de inmediato, saltando y gruñendo, pero no tenían nada que hacer frente a un enemigo como aquél, y, los que podían, iniciaron la retirada. David notó que la llave hacía girar el cierre, mientras el líder de la manada agitaba la cabeza de un lado a otro, dividido entre su deseo de comer y su necesidad de sobrevivir. Los zarcillos de hiedra se movían hacia él, arrastrándose por la tierra húmeda del huerto. Tenía que escoger rápidamente entre luchar y huir, y, con un último gruñido de furia dirigido al Leñador y a David, el lobo hombre salió corriendo hacia el sur, justo cuando el Leñador empujaba al niño a través del umbral hacia la seguridad de la casa, cerrando la puerta detrás de ellos, y dejando fuera los sonidos de los aullidos y la muerte que llegaban del borde del bosque.

IX. Sobre los loups y su origen

David se acercó a una de las ventanas con barrotes, mientras una cálida luz naranja bañaba la casa. El Leñador comprobó que la puerta estaba bien cerrada y que los lobos habían huido antes de echar troncos en la chimenea de madera y preparar el fuego. Si le preocupaba lo que había ocurrido fuera, no lo aparentaba. De hecho, parecía bastante tranquilo, y parte de aquella calma se le contagió a David, que debería haber estado aterrado, incluso traumatizado. Al fin y al cabo, le habían amenazado unos lobos que hablaban, había sido testigo del ataque de una hiedra viviente y la cabeza achicharrada de un piloto alemán había aterrizado a sus pies, medio comida por unos dientes afilados. Pero sólo estaba aturdido, además de sentir una gran curiosidad.

El chico notaba un cosquilleo en los dedos de las manos y los pies, y la nariz empezó a moquearle al aumentar el calor, por lo que se quitó la chaqueta del Leñador. Se limpió los mocos en la manga de la bata y se sintió un poco avergonzado, porque la bata, que parecía a punto de echarse a llorar, era la única ropa de abrigo que poseía, y no parecía inteligente empeorar su estado de deterioro. Aparte de la bata, tenía una zapatilla, unos pantalones de pijama destrozados y embarrados, y una camisa de pijama, que, comparada con lo demás, estaba casi como nueva.

La ventana junto a la que se encontraba estaba bloqueada con persianas interiores detrás de las barras, con una estrecha rendija horizontal para poder ver el exterior desde dentro. A través del hueco vio que algo arrastraba los cadáveres de los lobos hacia el bosque, dejando regueros de sangre.

– Se vuelven más audaces y astutos, y eso los hace más difíciles de matar -comentó el Leñador, que se había unido a David junto a la ventana-. Hace un año no se habrían atrevido a lanzar semejante ataque contra mí o contra alguien bajo mi protección, pero ahora hay más de ellos que nunca, y su número aumenta con cada día que pasa. Pronto puede que intenten hacer realidad su promesa de tomar el reino.

– La hiedra los ha atacado -dijo David, que todavía no podía creerse del todo lo que había visto.

– El bosque, o, al menos, este bosque, tiene formas de protegerse -contestó el Leñador-. Esas bestias son antinaturales, una amenaza al orden de las cosas, y el bosque no quiere tener nada que ver con ellas. Creo que está relacionado con el rey y el debilitamiento de sus poderes. El mundo se hace pedazos y se vuelve cada vez más extraño. Los loups son las criaturas más peligrosas que han surgido hasta el momento, ya que en su interior lucha por vencer lo peor del hombre contra lo peor del animal.

– ¿Loups? -preguntó David-. ¿Así llamas a esas cosas lobo?

– No son lobos, aunque los lobos se unan a ellos. Ni tampoco son hombres, aunque caminen sobre dos patas cuando así les conviene y su líder se cubra de joyas y ropas elegantes. Se hace llamar Leroi, y es tan inteligente como ambicioso y tan astuto como cruel. Ahora quiere declararle la guerra al rey. He oído las historias que cuentan los viajeros que atraviesan el bosque, y hablan de grandes manadas de lobos que cruzan estas tierras, lobos blancos del norte y lobos negros del este, todos atendiendo a la llamada de sus hermanos, los grises, y de sus líderes, los loups.

Y, sentados los dos junto al fuego, el Leñador le contó a David una historia.

La primera historia del Leñador

Erase una vez una niña que vivía en los alrededores del bosque. Era vivaracha y lista, y llevaba una capa roja, porque así, si alguna vez se perdía, podían encontrarla fácilmente, ya que la capa roja siempre destacaba junto a los árboles y los arbustos. Con el paso de los años, conforme pasaba de niña a mujer, se fue haciendo cada vez más bella. Muchos hombres la querían por esposa, pero los rechazaba a todos: ninguno era lo bastante bueno para ella, puesto que era más lista que todos los hombres que conocía y no le suponían ningún reto.

Su abuela vivía en una casa en el bosque, y la chica solía visitarla a menudo para llevarle cestas de pan y leche, y quedarse con ella un rato. Mientras su abuela dormía, la chica de rojo vagaba entre los árboles, probando las bayas silvestres y las frutas extrañas del bosque. Un día, mientras caminaba por una arboleda oscura, apareció un lobo. El animal era cauteloso e intentó marcharse sin que ella lo viese, pero los sentidos de la chica eran muy agudos, así que vio al lobo, lo miró a los ojos y se enamoró de lo diferente que era. Cuando el lobo se volvió, ella lo siguió, llegando a introducirse en partes del bosque en las que nunca antes había estado. El animal intentó perderla en los lugares donde no había senderos que seguir, ni caminos a la vista, pero la chica era demasiado rápida para él, y, kilómetro tras kilómetro, la persecución continuó. Al final, el lobo se cansó de la huida y se volvió para enfrentarse a ella, le enseñó los colmillos y gruñó una advertencia, pero la muchacha no le tenía miedo.

– Precioso lobo -le susurró-, no tienes nada que temer de mí.

La chica puso la mano sobre la cabeza del animal y le acarició el pelaje hasta calmarlo, y el lobo vio lo bonitos que eran sus ojos (para verlo mejor), lo amables que eran sus manos (para acariciarlo mejor), y lo suaves y rojos que eran sus labios (para saborearlo mejor). La chica se inclinó y besó al lobo, soltó su capa roja, dejó la cesta de flores a un lado y yació con el animal. De su unión nació una criatura que era más humana que loba. Fue el primero de los loups, el llamado Leroi, y muchos lo siguieron. Apareció otra mujer, atraída por la capa roja de la muchacha, ya que la joven solía vagar por los senderos de los bosques para seducir a todas las chicas que pasaban junto a ella con promesas de jugosas bayas maduras y agua de manantial tan pura que podía devolverle la juventud a la piel. A veces se acercaba a los límites de un pueblo o aldea y allí esperaba hasta que se acercaba una chica, engañándola con falsos gritos de socorro para que entrase en el bosque.

Pero algunas iban por voluntad propia, porque hay mujeres que sueñan con yacer con los lobos.

A ninguna se la volvió a ver, porque, con el tiempo, los loups se volvieron contra quienes los habían creado y se alimentaron de ellos a la luz de la luna.

Y así es como se crearon los loups.

Cuando terminó la historia, el Leñador se acercó a una cómoda de roble que había en la esquina, junto a la cama, y encontró una camisa que le podía quedar bien a David, además de unos pantalones que le estaban un poco largos y unos zapatos que le quedaban un poco amplios, aunque, al utilizarlos con un par adicional de bastos calcetines de lana, le encajaban bien. Los zapatos eran de cuero y llevaban muchos años sin usarse. David se preguntó de dónde habrían salido, porque estaba claro que habían pertenecido a un niño; pero, cuando intentó preguntárselo al Leñador, el hombre se volvió y se puso a preparar pan con queso para comer.

Después de comer, el Leñador le preguntó con más detenimiento al niño cómo había entrado en el bosque y cómo era el mundo que había dejado atrás. Había mucho que contar, pero el Leñador parecía menos interesado en la guerra y las máquinas voladoras que en David, su familia y la historia de su madre.

– ¿Dices que oíste su voz? -le preguntó-. Pero está muerta, ¿cómo es posible?

– No lo sé -contestó David-, pero era ella, lo sé.

– No he visto a mujeres en estos bosques desde hace mucho tiempo -repuso el Leñador, que parecía dudarlo-. Si está aquí, habrá encontrado otra forma de entrar en este mundo.

A cambio de la información, el hombre contó a David muchas cosas sobre el lugar en el que se encontraba. Le habló del rey, que había reinado mucho tiempo, pero que había ido perdiendo el control de su reino a causa de la edad y el cansancio, y era prácticamente un recluso en su castillo del este. Habló más sobre los loups y su deseo de reinar sobre los demás como hacían los hombres, y de nuevos castillos que habían aparecido en partes distantes del reino, lugares oscuros donde se ocultaba el mal.

Y habló de un tramposo, de uno que no tenía nombre y no se parecía a ninguna otra criatura del reino, porque incluso el rey lo temía.

– ¿Es un hombre torcido? -preguntó David, de repente-. ¿Lleva un sombrero torcido?

– ¿Y cómo lo sabes tú? -preguntó el Leñador a su vez, dejando de masticar el pan.

– Lo he visto, estaba en mi dormitorio.

– Ése es él -dijo el Leñador-. Roba niños, y nunca se los vuelve a ver.

Y había algo tan triste y, a la vez, tan airado en el tono de voz con el que el Leñador hablaba del Hombre Torcido, que David se preguntó si Leroi, el líder de los loups, no se habría equivocado. Quizás el Leñador había tenido una familia hacía tiempo, pero había pasado algo muy malo y se había quedado completamente solo.

X. Sobre trampas y tramposos

Aquella noche, David durmió en la cama del Leñador, que olía a bayas secas, agujas de pino y al aroma animal de los cueros y pieles de su dueño. El Leñador dormitó en una silla junto al fuego, con el hacha a mano y la cara escondida en las vacilantes sombras proyectadas por las llamas moribundas.

David tardó bastante en dormirse, aunque el Leñador le aseguró que la casita era segura. Había cubierto las rendijas de las ventanas, e incluso el tiro de la chimenea estaba atrancado por una plancha metálica con agujeritos para evitar que las criaturas del bosque entrasen por ella. El bosque estaba en silencio, pero no era un silencio de paz y tranquilidad, porque el Leñador le había contado a David que la zona cambiaba por la noche: cuando se desvanecía la penumbra, unas criaturas a medio formar que salían de la tierra la colonizaban, y casi todos los animales nocturnos estaban muertos o habían aprendido a protegerse como nunca de los depredadores.

El chico se debatía entre una extraña mezcla de sentimientos: estaba el miedo, claro, y un punzante remordimiento por haber sido tan tonto como para dejar la seguridad de su hogar y entrar en aquel nuevo mundo. Quería regresar a la vida que conocía, aunque fuese difícil, pero también quería ver un poco más de aquellas tierras, y todavía no había encontrado explicación para el sonido de la voz de su madre. ¿Era eso lo que les pasaba a los muertos? ¿Viajaban hasta aquella tierra, quizá de camino hacia otro lugar? ¿Estaba su madre atrapada allí? ¿Podría haberse cometido un error? Quizá no tendría que haber muerto, y estaba intentando quedarse en aquel lugar con la esperanza de que alguien la encontrarse y la llevase a casa con sus seres queridos. No, David todavía no podía regresar. El árbol estaba marcado, y encontraría el camino devuelta después de averiguar la verdad sobre su madre y el papel que aquel mundo representaba en su existencia.

Se preguntó si su padre habría notado ya su ausencia, y la idea hizo que le lagrimeasen los ojos. El impacto del avión alemán habría despertado a todo el mundo, y, seguramente, el ejército o la ARP habrían sellado el jardín. La ausencia de David se notaría rápidamente, y lo estarían buscando en aquellos mismos instantes. Sintió una especie de satisfacción al saber que, mediante su ausencia, había ganado importancia en la vida de su padre. Quizás así se preocupase más por él y menos por el trabajo, los códigos, Rose y Georgie.

Pero ¿y si no lo echaban de menos? ¿Y si la vida se les hiciese más fácil sin él? Su padre y Rose podían empezar una nueva familia sin que les molestasen los restos de la anterior, salvo quizás una vez al año, en el aniversario de su desaparición. Con el tiempo, incluso aquello se desvanecería, y entonces le olvidarían del todo, le recordarían sólo de pasada, igual que sólo habían recordado al tío de Rose, Jonathan Tulvey, cuando David había preguntado por él.

El niño intentó apartar aquellos pensamientos y cerrar los ojos. Por fin se quedó dormido y soñó con su padre, con Rose con su nuevo hermanastro, y con las cosas que salían de la tierra, esperando a que los miedos ajenos les diesen forma.

Y en los rincones oscuros de sus sueños, una sombra dio un brinco y lanzó su sombrero torcido al aire con alegría.

A David lo despertó el ruido que hacía el Leñador preparando el desayuno. Comieron pan blanco duro en la mesita junio a la pared de uno de los extremos de la casa y bebieron fuerte té sin leche en toscas tazas. En el exterior, un tenue rastro de luz iluminaba el cielo. El niño supuso que era muy temprano, tan temprano que el sol todavía no había salido, pero el Leñador le explicó que el sol llevaba mucho tiempo sin ser plenamente visible, y que aquélla era toda la luz de la que disfrutaban en el mundo. A David se le ocurrió que quizás hubiese viajado muy al norte, a un lugar donde la noche duraba meses y meses en invierno, pero, incluso en el norte ártico, los largos inviernos oscuros se compensaban con días de luz interminable en verano. No, no estaba en una tierra norteña, sino en Otra Parte.

Después de comer, David se lavó la cara y las manos en una palangana, e intentó lavarse los dientes con el dedo. Cuando terminó, llevó a cabo sus pequeños rituales de tocar y contar, y, al notar que la habitación se había quedado en silencio, se dio cuenta de que el Leñador lo observaba desde su silla.

– ¿Qué haces? -le preguntó al niño.

Era la primera vez que alguien le preguntaba eso, así que se quedó sin saber qué decir durante un momento, intentando ofrecer una excusa creíble para su comportamiento. Al final, decidió contestar la verdad.

– Son normas -respondió, simplemente-. Son mis rutinas, empecé a hacerlas para intentar proteger a mi madre. Creía que ayudarían.

– ¿Y lo hicieron?

– No -reconoció David, sacudiendo la cabeza-, creo que no. O quizá sí, pero no lo bastante. Supongo que te parecerán extrañas y que creerás que yo soy raro por hacerlas.

Le daba miedo mirar al Leñador a los ojos, temeroso de lo que pudiera ver en ellos. Clavó la vista en la palangana y vio su reflejo distorsionado en el agua.

Al cabo de un rato, el Leñador habló.

– Todos tenemos nuestras rutinas -dijo en voz baja-, pero deben tener un propósito y ofrecer un resultado visible que pueda reconfortarnos; si no, no sirven para nada. Sin eso, son como las interminables vueltas de un animal en su jaula: si no son una locura, al menos significan su preludio. -El Leñador se levantó y le enseñó el hacha a David-. Mira esto -dijo, apuntando a la hoja-. Todas las mañanas me aseguro de que el hacha esté limpia y afilada; examino la casa y compruebo que las ventanas y las puertas sigan siendo seguras; cuido del huerto, arranco las malas hierbas y riego si hace falta; paseo por el bosque y limpio los senderos que hay que mantener abiertos; si hay árboles deteriorados, hago lo que puedo por reparar el daño. Esas son mis rutinas, y me gusta hacerlas bien. -Puso una mano amable en el hombro de David y el niño vio comprensión en su rostro-. Las normas y las rutinas son buenas, pero deben ofrecerte satisfacción. ¿De verdad puedes decir que las tuyas te la ofrecen?

– No -respondió el niño, sacudiendo la cabeza-, pero me asusto cuando no las hago, me da miedo lo que pueda pasar.

– Entonces debes encontrar unas rutinas que te hagan sentir seguro después de terminarlas. Me dijiste que tienes un hermano nuevo: pues puedes cuidar de él cada mañana. Ayuda a tu padre y a tu madrastra. Cuida de las flores del jardín o de las macetas de la ventana. Busca a quienes sean más débiles que tú e intenta ayudarlos en lo que puedas. Convierte todo esto en las rutinas y normas que gobiernen tu vida.

David asintió, pero apartó el rostro para ocultar lo que podía leerse en él: quizás el hombre llevase razón, pero David no era capaz de hacer aquellas cosas por Georgie y Rose. Intentaría realizar otras tareas más sencillas, pero proteger a las personas que se habían entrometido en su vida era más de lo que podría soportar.

El Leñador cogió la ropa vieja de David (la bata destrozada, el pijama sucio y la zapatilla embarrada) y la metió en un basto saco, que se echó al hombro antes de abrir el cerrojo de la puerta.

– ¿Adonde vamos? -preguntó David.

– Vamos a devolverte a tu mundo -respondió el Leñador.

– Pero el agujero del árbol ha desaparecido.

– Entonces intentaremos que vuelva a aparecer.

– Pero no he encontrado a mi madre.

– Tu madre está muerta -repuso el Leñador, mirándolo con tristeza-. Tú mismo lo dijiste.

– ¡Pero la he oído! He oído su voz.

– Quizás, o quizá fuese algo parecido. No pretendo conocer todos los secretos de esta tierra, pero puedo decirte que es un lugar peligroso y que se hace más peligroso cada día que pasa. Debes regresar. El loup Leroi tenía razón en una cosa: no puedo protegerte. Apenas puedo protegerme a mí mismo. Ahora, ven: es un buen momento para viajar, porque los animales nocturnos están en lo más profundo de sus sueños, y los peores animales diurnos todavía no se han despertado.

Así que David, consciente de que tenía poco que decir al respecto, siguió al Leñador al interior del bosque. De vez en cuando, el hombre se detenía a escuchar, levantando la mano para que David se quedase en silencio y quieto.

– ¿Dónde están los loups y los lobos? -preguntó al fin David después de haber caminado durante aproximadamente una hora. Los únicos signos de vida que había visto eran pájaros e insectos.

– No muy lejos, me temo -contestó el Leñador-. Buscarán carroña para alimentarse en otras partes del bosque, donde hay menos riesgo de un ataque, y, a su debido tiempo, intentarán robarte de nuevo. Por eso debes irte de aquí antes de que regresen.

David tembló ante la idea de que Leroi y sus lobos cayesen sobre él, de que sus mandíbulas y garras le arrancasen la piel a tiras. Estaba empezando a comprender el coste que podía pagar por buscar allí a su madre, pero parecía que la decisión de volver a casa ya había sido tomada por él, al menos por el momento. Siempre podía regresar de nuevo, si lo deseaba. Al fin y al cabo, el jardín hundido seguía allí, suponiendo que el avión alemán no lo hubiese destruido por completo al estrellarse.

Llegaron al claro de enormes árboles por el que había entrado al mundo del Leñador. Al llegar, el hombre se detuvo tan de repente que David estuvo a punto de tragárselo. Asomó la cabeza con cuidado para ver lo que lo había hecho detenerse.

– Oh, no -dijo el niño con voz ahogada.

Todos los árboles que había a la vista estaban marcados con un cordel, y David tenía la impresión de que todos los cordeles estaban manchados con la misma sustancia apestosa que el Leñador había empleado para evitar que los animales los masticasen. No había forma de saber qué árbol era el que marcaba la entrada al mundo de David. Caminó un poco, intentando encontrar el agujero por el que había salido, pero todos los árboles eran parecidos, todas las cortezas eran lisas. Incluso los huecos y los nudos que los distinguían parecían haber sido rellenados o alterados, y el caminito que antes serpenteaba por el bosque había desaparecido por completo, de modo que el Leñador no tenía con qué orientarse. Los restos del bombardero alemán tampoco estaban por ninguna parte, y el surco que había abierto en la tierra estaba relleno. David pensó que tendría que haber sido el trabajo de muchas horas y muchas, muchas manos. ¿Cómo podía haberse hecho en una sola noche y sin dejar siquiera una huella en el suelo?

– ¿Quién puede haber hecho algo así? -preguntó.

– Un tramposo -contestó el Leñador-. Un hombre torcido con un sombrero torcido.

– Pero ¿por qué? -insistió David-. ¿Por qué no se llevó la cuerda que habías atado tú y ya está? ¿No habría sido más fácil?

– Sí -respondió el Leñador, después de pensarlo durante unos instantes-, pero no se habría divertido tanto, y la historia no sería tan buena.

– ¿La historia? -preguntó el niño-. ¿Qué quieres decir?

– Tú eres parte de una historia. A él le gusta crearlas, le gusta coleccionar cuentos que contar, y esto da para una historia muy buena.

– Pero ¿cómo voy a volver a casa? -le preguntó David. Una vez perdida la vía de regreso a su mundo, de repente estaba deseando volver, mientras que, cuando pensaba que el Leñador le obligaba a regresar contra su voluntad, David sólo quería quedarse en la nueva tierra y buscar a su madre. Era todo muy curioso.

– No quiere que vuelvas a casa -dijo el Leñador.

– Nunca le he hecho nada, ¿por qué intenta mantenerme aquí? ¿Por qué está siendo tan malo?

– No lo sé -respondió el Leñador, sacudiendo la cabeza.

– Entonces, ¿quién lo sabe? -David estaba tan frustrado que lo preguntó casi a gritos. Empezaba a desear encontrar a alguien que supiese un poco más que el Leñador. Aquel hombre estaba bien para decapitar lobos y dar consejos innecesarios, pero no parecía estar al día de lo que ocurría en el reino.

– El rey -contestó el hombre por fin-. Puede que el rey lo sepa.

– Pero me pareció haber entendido que el rey ya no controlaba las cosas, que nadie lo había visto en mucho tiempo.

– Eso no quiere decir que no sepa qué está pasando -repuso el Leñador-. Dicen que el rey tiene un libro, El libro de las cosas perdidas. Es su posesión más preciada, lo esconde en la sala del trono de su palacio y no permite que nadie lo mire, salvo él. He oído que contiene en sus páginas todos los conocimientos del rey, y que recurre a él para que lo guíe cuando se enfrenta a problemas o vacilaciones. Quizás en el libro haya una respuesta a la pregunta de cómo devolverte a tu casa.

David intentó leer la expresión del Leñador, porque, aunque no sabía por qué, le daba la impresión de que no le contaba toda la verdad acerca del rey. Antes de poder seguir preguntándole, el Leñador tiró el saco con la ropa vieja de David a unos arbustos y volvió por donde habían venido.

– Una cosa menos que llevar en nuestro viaje -explicó-. Nos queda un largo camino por delante.

Tras echar una última mirada cargada de nostalgia al bosque de árboles anónimos, David siguió al Leñador de vuelta a la casa.

Cuando se fueron y todo quedó en silencio, una figura surgió de debajo de las extendidas raíces de un árbol grande y antiguo. Tenía la espalda jorobada, los dedos doblados, y llevaba un sombrero torcido en la cabeza. Se movió rápidamente a través de la maleza hasta llegar a unos arbustos salpicados de bayas gordas cubiertas de escarcha, como si tuviesen azúcar, pero hizo caso omiso de la fruta para centrarse en el saco tosco y sucio que yacía entre las hojas. Metió la mano dentro, sacó la parte de arriba del pijama de David, se la llevó a la cara y respiró hondo.

– El chico perdido -susurró para sí- y el niño perdido que vendrá.

Y, dicho esto, cogió el saco, y se lo tragaron las sombras del bosque.

XI. Sobre los niños perdidos en el bosque y lo que fue de ello s

David y el Leñador regresaron a la casita sin incidentes. Allí empaquetaron comida en dos bolsas de cuero y llenaron un par de cantimploras de hojalata con agua del arroyo que corría detrás de la casa. El niño vio cómo el Leñador se arrodillaba en la orilla y examinaba algunas marcas en la tierra húmeda, pero no le dijo nada a David sobre ellas. El chico las miró al pasar y pensó que parecían las huellas de un perro grande o de un lobo; como había un poco de agua en el fondo de cada una de ellas, David supo que eran recientes.

El Leñador se armó con su hacha, un arco con un carcaj de flechas y un cuchillo de hoja larga. Finalmente, sacó una espada corta de un cofre y, después de una ligera pausa para soplarle el polvo, se la dio a David, junto con un cinturón de cuero en el que llevarla. David nunca había tenido en sus manos una espada de verdad, y sus conocimientos sobre aquel arte no pasaban de jugar a piratas con palos de madera, pero tener la espada a su lado le hacía sentirse más fuerte y un poco más valiente.

El hombre cerró la casita, puso la palma de la mano sobre la puerta y bajó la cabeza, como si rezara. Parecía triste, y David se preguntó si, por alguna razón, el Leñador creía que no volvería a ver su hogar. Después se introdujeron en el bosque, en dirección noreste, y mantuvieron un buen ritmo mientras la enfermiza luminiscencia que pasaba por ser luz del día les iluminaba el camino. Al cabo de unas cuantas horas, David estaba muy cansado. El Leñador le permitió descansar, pero sólo un ratito.

– Tenemos que salir del bosque antes de que caiga la noche -le dijo a David, y el chico no tuvo que preguntarle por qué. Ya empezaba a temer que los aullidos de lobos y loups rompiesen el silencio de los bosques.

Mientras caminaban, David pudo examinar el paisaje. No era capaz de darle nombre a ninguno de los árboles que veía, aunque algunas partes de ellos le resultaban familiares. Un árbol que parecía un viejo roble tenía piñas colgándole de las hojas perennes. Otro era del tamaño y la forma de un gran árbol de Navidad, y las bases de sus hojas plateadas estaban cubiertas de racimos de bayas rojas. Sin embargo, la mayoría de los árboles estaban pelados. De vez en cuando, el niño veía algunas de aquellas flores aniñadas, con los ojos bien abiertos y llenos de curiosidad, aunque, en cuanto notaban que el Leñador y David se acercaban, se tapaban con las hojas para protegerse y temblaban suavemente hasta que la amenaza desaparecía.

– ¿Cómo se llaman esas flores? -preguntó el chico.

– No tienen nombre -respondió el Leñador-. A veces, los niños se apartan del sendero, se pierden en el bosque, y nadie vuelve a verlos. Mueren allí, comidos por los animales o asesinados por hombres malvados, y su sangre se filtra en el suelo. Con el tiempo nace una de estas flores, a menudo lejos de donde el muchacho tomó su último aliento. Surgen en grupos, como si fuesen críos asustados. Es la forma que tiene el bosque de recordarlos, creo, porque el bosque siente la pérdida de un niño.

David había aprendido que el Leñador no hablaba a no ser que él le hablase antes, así que tenía que hacerle preguntas para que se las respondiese de la mejor forma posible. Intentó que David entendiese la geografía de aquel lugar: el castillo del rey estaba a muchos kilómetros hacia el este, y había poca población en la zona intermedia, nada salvo algunos asentamientos que interrumpían el paisaje. Un profundo abismo separaba el bosque del Leñador de los territorios más al este, y tendrían que cruzarlo para seguir su viaje hasta el castillo del rey. Al sur había un gran mar negro, pero pocos se aventuraban en él. Era el dominio de las bestias marinas y los dragones del agua, y lo azotaban continuas tormentas y enormes olas. Al norte y al oeste había cadenas montañosas, pero resultaban infranqueables durante la mayor parte del año, por la nieve que cubría sus picos.

Mientras caminaban, el Leñador le contó más cosas a David sobre los loups.

– En los viejos tiempos, antes de la llegada de los loups, los lobos eran criaturas predecibles -le explicó-. Cada manada, rara vez mayor de quince o veinte lobos, tenía un territorio en el que vivía, cazaba y se reproducía. Entonces los loups hicieron su aparición, y todo cambió: las manadas crecieron; se formaron alianzas; los territorios aumentaron de tamaño o dejaron de tener significado; y la crueldad asomó la cabeza. Antes moría más o menos la mitad de los lobeznos porque, al necesitar más comida que sus padres, si ésta era escasa, se morían de hambre. A veces los mataban sus propios padres, pero sólo cuando mostraban indicios de alguna enfermedad o locura.

Por lo general, los lobos eran buenos progenitores, compartían sus presas con los jóvenes, los protegían, y les ofrecían cariño y afecto.

»Pero los loups trajeron con ellos una nueva forma de tratar a los jóvenes: ahora sólo se alimenta a los más fuertes, nunca más de dos o tres miembros de una camada y, a veces, incluso menos. A los débiles se los comen. De esa forma, la manada siempre está fuerte, pero ha alterado su naturaleza. Ahora se vuelven los unos contra los otros y no existe lealtad entre ellos. Sólo el dominio de los loups los mantiene bajo control; sin ellos, creo que volverían a ser como antes.

El Leñador explicó a David cómo distinguir a las hembras de los machos: las hembras tenían hocicos y frentes más estrechos, cuellos y hombros más delgados, pero patas más cortas, aunque eran más rápidas de jóvenes que los machos de edad similar, y, por esa razón, resultaban mejores cazadoras y enemigos más mortíferos. En las manadas de lobos normales, las hembras solían ser líderes, pero eso también había cambiado cuando los loups modificaron el orden natural de las cosas. Seguía habiendo hembras entre ellos, pero eran Leroi y sus lugartenientes los que tomaban las decisiones importantes. Quizá fuese aquélla una de sus debilidades, sugirió el Leñador: su arrogancia los había llevado a darles la espalda a muchos años de instinto femenino, y ya sólo se guiaban por las ansias de poder.

– Los lobos no renuncian a su presa -siguió el Leñador-, a no ser que estén exhaustos. Pueden correr veinte o veinticinco kilómetros a velocidades mayores que un hombre, y trotar durante casi diez kilómetros antes de necesitar un descanso. Los loups los han frenado un poco, ya que prefieren andar sobre dos patas y ya no son tan veloces como antes, pero, a pie, no somos rival para ellos. Nuestra esperanza es que, cuando lleguemos esta noche a nuestro destino, encontremos caballos. Allí hay un hombre que los vende, y tengo oro suficiente para comprarnos una montura.

No había senderos que seguir, sino que confiaron en el conocimiento que del bosque tenía el Leñador, aunque, cuanto más se alejaban de su hogar, más tenía que pararse para examinar el musgo y las formas que el viento tallaba en los árboles, para así comprobar que no se habían perdido. En todo aquel tiempo sólo pasaron junto a otra vivienda, y estaba en ruinas. A David le parecía que la casa se había fundido, en vez de desmoronarse, y su única chimenea de piedra seguía en pie, ennegrecida pero intacta. Podía ver dónde las gotas fundidas se habían enfriado y endurecido sobre las paredes, y los espacios combados donde las ventanas se habían hundido sobre sí mismas. La ruta que seguían lo acercó bastante a la estructura, y así le quedó claro que había trozos de una sustancia de color marrón más claro en las paredes. Pasó la mano por el marco de la puerta y después la arañó con una uña. Reconoció la textura y el vago olor que emitía.

– ¡Es chocolate! -exclamó-. ¡Y pan de jengibre!

Rompió un trozo más grande y estaba a punto de llevárselo a la boca, cuando el Leñador se lo quitó de las manos y lo tiró al suelo.

– No -dijo-. Puede que su aspecto y su sabor sean dulces, pero oculta su propio veneno.

Y le contó a David otra historia.

La segunda historia del Leñador

Éranse una vez dos niños, un chico y una chica. Su padre había muerto, y su madre volvió a casarse, pero su padrastro era un hombre malvado que odiaba a los niños y se sentía molesto por su presencia en la casa. Llegó a despreciarlos aún más cuando los cultivos se perdieron y llegó el hambre, porque comían unos alimentos muy valiosos, unos alimentos que habría preferido comerse él. Los envidiaba por cada pobre bocado que se veía obligado a entregarles y, conforme crecía su hambre, empezó a sugerirle a su esposa que se comiesen a los niños para sobrevivir, porque siempre podría dar a luz a otros cuando los tiempos mejorasen. Su mujer estaba horrorizada y temía lo que su nuevo marido pudiese hacerles a los niños cuando ella estuviese descuidada, pero se daba cuenta de que ya no podía alimentarlos, así que los llevó a lo más profundo del bosque y allí los abandonó, para que se valiesen por sí mismos.

Los niños estaban muy asustados y lloraron hasta quedarse dormidos aquella primera noche, pero, con el tiempo, llegaron a comprender el bosque. La niña era más sabia y más fuerte que su hermano, y fue ella la que aprendió a cazar animalitos y pájaros con trampas, y a robar huevos de los nidos. El niño prefería vagar o soñar despierto, esperando a que su hermana le proporcionara lo que pudiese encontrar para alimentarlos a los dos. Echaba de menos a su madre y quería regresar con ella. Algunos días no hacía más que llorar del alba al anochecer, porque deseaba su antigua vida, así que no hacía esfuerzo alguno por adaptarse a la nueva.

Un día, el niño no regresó cuando su hermana lo llamó por su nombre. Fue a buscarlo, dejando un rastro de flores detrás de ella, para poder regresar después al lugar donde guardaba su pequeño suministro de comida, hasta que llegó al borde de un claro y allí vio la casa más extraordinaria que pudiera imaginarse: las paredes eran de chocolate y pan de jengibre, el tejado estaba cubierto de bloques de caramelo, el cristal de las ventanas estaba hecho de azúcar transparente, y en las paredes había incrustaciones de almendras, dulces y frutas caramelizadas. Todo en ella era dulce y satisfactorio. Su hermano estaba sacando nueces de las paredes cuando le encontró, y tenía la boca manchada de chocolate.

– No te preocupes, no hay nadie en casa -le dijo-. Pruébalo, es delicioso.

El niño le ofreció un trozo de chocolate, pero ella no lo cogió enseguida. Su hermano tenía los párpados medio cerrados de lo maravilloso que era el sabor de la casa. La niña intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave; después miró por la ventana, pero las cortinas estaban echadas y no podía ver el interior. No quería comer, porque la casa tenía algo que la ponía nerviosa, pero el olor del chocolate era demasiado para ella, así que se permitió darle un bocadito. Sabía incluso mejor de lo que se imaginaba, y su estómago le pidió más. Se unió a su hermano, y juntos comieron y comieron tanto que, al cabo de un rato, se quedaron profundamente dormidos.

Cuando se despertaron, ya no estaban tumbados en la hierba bajo los árboles del bosque, sino dentro de la casa, encerrados en una jaula que colgaba del techo. Una mujer vieja y maloliente avivaba el fuego de un horno con troncos. En el suelo, a sus pies había unas cuantas pilas de huesos, los restos de otros niños que habían caído en su trampa.

– ¡Carne fresca! -susurraba para sí-. ¡Carne fresca para el horno de la vieja Gammer!

El niño empezó a llorar, pero su hermana le ordenó que se callase, ha mujer se acercó a ellos y los observó a través de los barrotes de la jaula: tenía la cara cubierta de verrugas negras, y los dientes tan gastados y torcidos como antiguas lápidas.

– Bueno, ¿quién será el primero? -preguntó.

El niño intentó ocultar la cara, como si eso evitase que la anciana se fijara en él, pero su hermana era más valiente.

– Cógeme a mí -le dijo-. Estoy más rolliza que mi hermano y me asaré mejor. Mientras me comes, puedes engordarlo a él, de modo que te dure más tiempo cuando lo cocines.

– Qué chica tan lista -gritó la vieja, cacareando de alegría-. Aunque no lo suficiente para librarse de la olla de Gammer.

Abrió la jaula, metió la mano dentro y cogió a la niña por el pescuezo para sacarla. Después cerró de nuevo la jaula y llevó a la chica hasta el horno. Todavía no estaba lo bastante caliente, pero le faltaba poco.

– No voy a caber dentro -comentó la niña-, es demasiado pequeño.

– Tonterías -replicó la anciana-. He metido a niños más grandes que tú, y todos se han asado perfectamente.

– Pero tengo las extremidades largas y rechonchas -insistió la niña, con cara de estar poco convencida-. No, nunca conseguiré entrar en ese horno, y, si me metes a empujones, no podrás sacarme después.

– Me equivoqué contigo -exclamó la anciana, cogiendo a la niña por los hombros y sacudiéndola-, eres una niña tonta e ignorante. Mira, te demostraré lo grande que es. -La mujer se levantó, y metió la cabeza y los hombros dentro del horno-. ¿Ves? -dijo, y el eco de su voz retumbó en el intenor-. Hay espacio de sobra para mí, así que seguro que cabe una niña tan pequeña como tú.

La niña salió corriendo hacia ella, la metió dentro del horno con un gran empujón y cerró la puerta, La vieja intentó abrir de una patada, pero la niña, que era demasiado rápida para ella, echó el cerrojo (la anciana lo tenía para evitar que los niños escapasen cuando empezaban a asarse) y la dejó atrapada dentro. Después echó más troncos al fuego, y la vieja empezó a cocerse poco a poco, sin dejar de gritar, gemir y amenazar a la niña con las torturas más horrorosas. El horno estaba tan caliente que la grasa de su cuerpo empezó a fundirse, formando una peste tan tremenda que la pequeña sintió ganas de vomitar, pero la anciana siguió revolviéndose mientras la piel se le separaba de la carne y la carne de los huesos, hasta que por fin murió. Después, la niña sacó algunos troncos ardiendo del fuego, los repartió por la casa, sacó a su hermano, y la casa se derritió a sus espaldas, dejando tan sólo la chimenea en pie. Nunca volvieron a aquel lugar.

Conforme pasaban los meses, la niña era cada vez más feliz en el bosque. Construyó un refugio, y, con el tiempo, el refugio se convirtió en una casita. Aprendió a cuidarse sola y cada vez pensaba menos en su antigua vida, pero su hermano no lograba ser feliz y echaba de menos volver con su madre. Al cabo de un año y un día, dejó a su hermana y regresó a su antiguo hogar, pero su madre y su padrastro se habían ido hacía tiempo, y nadie pudo decirle dónde estaban. Regresó al bosque, pero no con su hermana, porque sentía celos de ella y estaba bastante resentido. Así que en el bosque encontró un sendero bien cuidado, sin rastro de zarzas ni raíces, bordeado de arbustos cargados de jugosas bayas. Lo siguió, comiéndose algunas de las frutas por el camino, sin darse cuenta de que el sendero que dejaba atrás desaparecía con cada paso que daba.

Por fin llegó a un claro, y en el claro había una bonita casa con hiedra en las paredes, flores junto a la puerta y una nubecilla de humo saliendo por la chimenea. Olió a pan horneándose y vio un pastel enfriándose en el alféizar de la ventana. En la puerta había una mujer alegre y vivaracha que le recordaba mucho a su madre y que le hizo señas para que se acercase, cosa que hizo.

– Entra, entra -le dijo-. Pareces cansado, y con bayas no se alimenta un chico en edad de crecimiento. Tengo comida asándose en el fuego y una cama cómoda para descansar. Quédate todo lo que quieras, porque no tengo niños y siempre he querido tener un hijo.

El chico tiró las bayas al suelo justo cuando el sendero desaparecía para siempre a sus espaldas, y siguió a la mujer al interior de la casa, donde un gran caldero bullía en el fuego y un afilado cuchillo esperaba en la tabla de cortar.

Nadie volvió a ver al muchacho.

XII. Sobre puentes, acertijos y las muchas cualidades negativas de los trols

La luz empezaba a cambiar cuando terminó la historia del Leñador. El hombre miró al cielo, como si tuviese la esperanza de que la oscuridad se retrasase un poquito más, pero, de repente, dejó de andar. David siguió su mirada y vio que, sobre ellos, justo al mismo nivel que las copas de los árboles, había una forma negra que volaba en círculos; también le pareció oír un graznido lejano.

– Maldición -musitó el Leñador, entre dientes.

– ¿Qué pasa? -preguntó David.

– Un cuervo.

El Leñador cogió el arco que llevaba a la espalda, colocó una flecha en posición, se arrodilló, apuntó y disparó. Su puntería era certera: el cuervo se sacudió en el aire cuando la flecha lo atravesó, para caer en algún lugar no muy lejos de David. Estaba muerto, y la punta de la flecha se había teñido de rojo con su sangre.

– Pájaro asqueroso -comentó el Leñador, mientras levantaba el cadáver y le sacaba la flecha.

– ¿Por qué lo has matado? -le preguntó David.

– El cuervo y el lobo cazan juntos. Éste estaba conduciendo a la manada hacia nosotros. Le habrían dado nuestros ojos como recompensa. -Miró hacia el camino que habíamos seguido-. Ahora tendrán que confiar tan sólo en su olfato, pero se acercan, no te engañes. Tenemos que darnos prisa.

Siguieron avanzando a trote ligero, como si ellos también fuesen lobos cansados a punto de alcanzar su presa, hasta que llegaron al final del bosque y salieron a una meseta. Delante de ellos había un gran abismo de decenas de metros de profundidad y unos quinientos metros de ancho. Un río tan delgado como un hilo de plata fluía bajo él, y David oyó los gritos de algo semejante a pájaros, que despertaban ecos en las paredes del cañón. Se asomó con cuidado al borde de la grieta con la esperanza de ver mejor lo que hacía el ruido, y distinguió una forma, mucho más grande que la de los pájaros que conocía, deslizándose por el aire sobre las corrientes que subían por el cañón. Tenía piernas desnudas, casi humanas, aunque los dedos de los pies eran alargados y curvos, como las garras de un águila. Llevaba los brazos extendidos, y de ellos colgaban grandes pliegues de piel que le servían de alas. Su pelo largo y blanco flotaba al viento, y, al prestar más atención, David oyó la canción de las criaturas, que decían lo siguiente con voz bella y aguda:

Lo que cae es comida,

lo que desciende morirá;

donde vive la Camada,

los pájaros temen volar.

Otras voces se unieron a la canción, y el niño distinguió muchas de aquellas criaturas moviéndose por el abismo. La que estaba más cerca de él realizó un bucle en el aire que resultaba tan elegante como amenazador, y David pudo verle el cuerpo desnudo. Apartó la mirada de inmediato, lleno de vergüenza.

Tenía forma femenina: vieja, con escamas en vez de piel, pero femenina a pesar de todo. Se arriesgó a echarle otro vistazo y comprobó que la criatura descendía en círculos cada vez más pequeños, hasta que, de repente, plegó las alas para lograr una figura más aerodinámica y descendió en picado con las garras extendidas, como si se dirigiese de cabeza a la pared del cañón. Golpeó la piedra, y David vio que algo se movía entre sus garras: era un pequeño mamífero marrón indeterminado, poco mayor que una ardilla. Agitaba las patas en el aire mientras la criatura lo sacaba de las rocas. Su captora cambió de rumbo y se dirigió a un saliente que estaba bajo David para alimentarse de su presa entre chillidos triunfales. Algunas de sus rivales, alertadas por los gritos, se acercaron por si podían robarle la comida, pero ella batió las alas a modo de advertencia, y las otras se alejaron. David tuvo la oportunidad de verle la cara mientras flotaba en el aire: parecía una mujer, pero tenía un rostro más largo y delgado, con una boca sin labios que dejaba los afilados dientes siempre al descubierto. En aquel momento hincó aquellos dientes en su presa y le arrancó un gran trozo de piel ensangrentada.

– La Camada -dijo el Leñador, que estaba a su lado-. Otro nuevo mal que se cierne sobre esta parte del reino.

– Arpías -comentó David.

– ¿Las habías visto antes? -preguntó el Leñador.

– No, la verdad es que no.

«Pero he leído sobre ellas, las he visto en mi libro de mitos griegos. Por algún motivo, no creo que pertenezcan a esta historia, pero aquí están…»

David no se sentía bien. Se apartó del borde del cañón, que era tan profundo que le daba vértigo.

– ¿Cómo cruzamos? -preguntó.

– Hay un puente a menos de un kilómetro de aquí, río abajo -contestó el Leñador-. Llegaremos antes de que caiga la noche.

Condujo a David por el cañón, manteniéndose cerca del bosque para no correr el peligro de perder pie y caer en aquel horrible abismo donde los esperaba la Camada. El niño podía oírlas batir las alas y, en más de una ocasión, le pareció ver a una de las criaturas ascender sobre el filo del cañón para mirarlos con odio.

– No tengas miedo -lo tranquilizó el Leñador-. Son unas criaturas cobardes. Si cayeras en su territorio, te cogerían en el aire y te harían pedazos, luchando entre ellas por el botín, pero no se atreverían a atacar en tierra firme.

David asintió, pero no se sentía mejor. Daba la impresión de que, en aquel lugar, el hambre era más fuerte que la cobardía, y las arpías de la Camada, tan delgadas y escuálidas como los lobos, parecían muy hambrientas.

Al cabo de un rato caminando entre el ruido de las alas de las arpías, vieron un par de puentes que cruzaban la garganta. Los puentes eran idénticos, fabricados con cuerdas y trozos irregulares de madera en la base; a David no le parecieron muy seguros.

El Leñador los contempló, perplejo.

– Dos puentes -dijo-. Antes sólo había uno.

– Bueno -repuso David, prosaico-, pues ahora hay dos. -No parecía tan terrible tener dos formas de cruzar. Quizá fuese un sitio muy transitado; al fin y al cabo, no había otra forma de cruzar el abismo, a no ser que pudieras volar y estuvieses preparado para enfrentarte a las arpías.

Oyeron el zumbido de unas moscas muy cerca, y siguió al Leñador hasta una pequeña hondonada no muy lejos del abismo. Encontraron los restos de una casita y algunos establos, pero estaba claro que los dueños habían abandonado la propiedad. En el exterior de uno de los establos había un caballo muerto al que le faltaba casi toda la carne. David observó cómo el Leñador miraba en los establos y en la casa en sí, para después volver con la cabeza gacha.

– El comerciante de caballos se ha ido -anunció-. Parece que huyó con los caballos supervivientes.

– ¿Los lobos? -preguntó David.

– No, fue otra cosa.

Volvieron al abismo. Una de las arpías flotaba cerca de ellos, observándolos, batiendo las alas a un ritmo rápido para no moverse del sitio. Se mantuvo en aquella posición demasiado tiempo, porque, de repente, su cuerpo sufrió un espasmo, y la punta plateada de un arpón con sierra, cuya cuerda lo anclaba a un punto más bajo de la pared del cañón, le atravesó el pecho. La arpía agarró el arpón, como si, de algún modo, pudiese desengancharse de él y escapar, pero entonces le fallaron las alas y cayó hacia el fondo, retorciéndose, hasta que la cuerda llegó a su tope y tiraron de ella, estrellándola contra la roca con un golpe sordo. Desde el borde del abismo, el Leñador y el niño observaron cómo se llevaban a la arpía muerta hacia un agujero de la pared; el cadáver no se caía, porque la sierra del arpón lo mantenía en su sitio. Finalmente, el cuerpo llegó a la entrada de una cueva, y lo metieron dentro.

– Puaj -dijo David.

– Trols -repuso el Leñador-. Eso explica lo del segundo puente.

Se acercó a las estructuras gemelas. Entre los dos puentes había un bloque de piedra en el que habían grabado toscamente unas palabras:

En uno yace la verdad,

en otro la verdad es mentira,

Un camino es la muerte,

otro camino es la vida.

Se hace una pregunta,

y el camino es la guía.

– Es un acertijo -dijo David.

– Pero ¿qué significa? -preguntó el Leñador.

La respuesta quedó clara enseguida. David nunca se había imaginado que llegaría a ver un trol de verdad, aunque siempre le habían fascinado. En su mente, existían como figuras oscuras que moraban bajo puentes y ponían a prueba a los viajeros con la esperanza de comérselos si fallaban. Las formas que trepaban por el borde del cañón con antorchas en las manos no eran lo que él esperaba. Eran más pequeñas que el Leñador, pero muy anchas, y su piel parecía la de un elefante, dura y arrugada.

En la espalda tenían unas placas de hueso que les recorrían la columna, como las de los lomos de algunos dinosaurios, pero sus rostros resultaban simiescos; unos simios muy feos, sí, y con problemas de acné, pero simios al fin y al cabo. En cada puente se colocó un sonriente trol. Tenían unos ojillos rojos que brillaban de forma siniestra en la oscuridad que, poco a poco, caía sobre ellos.

– Dos puentes y dos caminos -dijo David. Estaba pensando en voz alta, pero se detuvo antes de desvelarles nada a los dos trols y decidió pensar para sí hasta llegar a una conclusión. Los trols ya tenían todas las ventajas, así que no quería darles ninguna más.

No cabía duda de que el acertijo significaba que uno de los puentes no era seguro y que cogerlo significaba la muerte, ya fuese a manos de las arpías o de los mismos trols; o, si los dos grupos eran demasiado lentos, de una caída desde gran altura con un pésimo aterrizaje. Lo cierto era que a David los dos puentes le parecían bastante destartalados, pero debía suponer que el acertijo tenía algo de cierto, porque, si no, bueno, ¿para qué proponerlo?

«En uno yace la verdad, en otro la verdad es mentira.» David conocía aquel verso, se lo había encontrado antes, quizás en una historia. ¡Ah, lo tenía! Uno sólo podía decir mentiras y el otro sólo la verdad. Así que podías preguntarle a un trol qué puente escoger, pero él (o ella, el niño no estaba seguro del sexo de los trols) podía no estar diciéndote la verdad. Había una solución al problema, pero no la recordaba. ¿Qué era?

La luz desapareció del todo, y un gran aullido surgió del bosque; parecía estar muy cerca.

– Tenemos que cruzar -dijo el Leñador-. Los lobos han encontrado nuestro rastro.

– No podemos cruzar hasta escoger un puente -le explicó David-. No creo que estos trols nos dejen pasar a menos que lo hagamos, y, si los obligamos a dejarnos pasar y escogemos el que no es…

– No tendremos que preocuparnos más por los lobos -afirmó el Leñador, terminando la frase por él.

– Hay una solución -le aseguró David-. Sé que la hay, sólo tengo que recordar cómo era. -Oyeron ruido en el bosque: los lobos se acercaban cada vez más-. Una pregunta -murmuró David.

El Leñador levantó el hacha con la mano derecha y, con la izquierda, sacó el cuchillo. Estaba mirando hacia la línea de los árboles, listo para enfrentarse a lo que surgiera del bosque.

– ¡Lo tengo! -exclamó el niño-. Creo -añadió, en voz más baja.

Se acercó al trol de la izquierda, que era un poco más alto que el otro y olía un poquito mejor, lo que tampoco era decir mucho.

– Si le pidiese al otro trol que me señalase el puente correcto, ¿qué puente escogería? -le preguntó, tras respirar hondo.

Se hizo el silencio. El trol frunció el ceño, lo que hizo que algunas de las llagas de su cara supurasen de forma muy desagradable. David no sabía cuánto tiempo llevaba construido el puente, ni cuántos viajeros habían pasado por allí, pero le dio la impresión de que al trol nunca le habían hecho aquella pregunta. Finalmente, el trol dejó de intentar comprender la lógica de David y señaló a su izquierda.

– Es el de la derecha -le dijo David al Leñador.

– ¿Cómo puedes estar seguro?

– Porque si el trol al que le he preguntado es el mentiroso, el otro trol es el que dice la verdad. El que dice la verdad señalaría el puente correcto, pero el mentiroso mentiría al respecto, así que si el que dice la verdad hubiese señalado al de la derecha, el mentiroso mentiría y me diría que era el de la izquierda.

»Pero si el trol al que le he preguntado tiene que contarme la verdad, el otro es el mentiroso y señalaría al puente incorrecto. De cualquier modo, el de la izquierda es el falso.

A pesar de la cercanía de los lobos, la presencia de los aturdidos trols y los gritos de las arpías, David no pudo evitar sonreír de gusto. Había recordado el acertijo y había recordado la solución. Era como había dicho el Leñador: alguien intentaba crear una historia, y el niño era parte de ella, pero la historia en sí estaba compuesta de otros relatos. David había leído sobre trols y arpías, y muchos cuentos antiguos tenían leñadores. Incluso los animales que hablaban, como los lobos, aparecían por doquier.

– Vamos -le dijo David al Leñador. Se acercó al puente de la derecha, y el trol que había delante se apartó a un lado para dejarlo pasar. El niño puso un pie en la primera tabla y se sujetó a las cuerdas. Ahora que su vida dependía de aquella elección, se sentía un poco menos seguro de sí mismo, y ver a las arpías volando justo bajo sus pies lo ponía aún más nervioso. Sin embargo, había escogido, y no había vuelta atrás. Dio un segundo paso y luego otro, sin soltar la cuerda ni mirar abajo. Estaba avanzando a buen ritmo cuando se dio cuenta de que el Leñador no lo seguía. David se detuvo en el puente y miró atrás.

El bosque estaba lleno de ojos de lobo. El chico los veía brillar a la luz de las antorchas, moviéndose, saliendo de las sombras en dirección al Leñador, los más primitivos delante, y los otros, los loups, detrás, esperando a que sus hermanos inferiores dominasen al hombre armado antes de acercarse. Los trols habían desaparecido; sin duda se habían dado cuenta de que no tenía mucho sentido analizar acertijos con los animales salvajes.

– ¡No! -gritó David-. ¡Vamos! Puedes hacerlo.

Pero el Leñador no se movió.

– Vete ya, y deprisa -le gritó a David-. Los retendré todo lo que pueda. Cuando llegues al otro lado, corta las cuerdas. ¿Me oyes? ¡Corta las cuerdas!

– No -exclamó David, sacudiendo la cabeza, entre lágrimas-. Tienes que venir conmigo, te necesito.

Y entonces, todos a una, los lobos saltaron sobre el hombre.

– ¡Corre! -gritó mientras dejaba caer el hacha y lanzaba cuchilladas. David vio cómo una fuente de sangre surgía del primer lobo muerto, y después todos rodearon al Leñador, golpeando y mordiendo, algunos intentando abrirse paso para perseguir al chico. Tras echar un último vistazo, David corrió. Apenas había llegado a la mitad del puente, cuando la estructura empezó a moverse vertiginosamente con cada movimiento que hacía. El ruido de sus pasos despertaba ecos en la garganta. En un instante, a él se unió el sonido de patas sobre madera. David miró a su izquierda y vio que tres de sus perseguidores habían tomado el otro puente, con la esperanza de cortarle el paso por el otro lado, ya que no conseguían derribar al Leñador, que protegía el primer puente. Los animales ganaban terreno con rapidez. Uno de ellos, un loup que iba en retaguardia, llevaba puestos los restos de un vestido blanco y pendientes de oro en las orejas. Le caían gotas de saliva de las mandíbulas al correr y se las lamía con la lengua.

– Corre -decía, con una voz casi de niña-, para lo que te va a servir… -Dio un mordisco al aire-. Estarás igual de rico al otro lado.

A David le dolían los brazos de agarrarse a las cuerdas, y el balanceo del puente le mareaba. Los lobos ya estaban a su altura, no tenía ninguna posibilidad de llegar al final antes que ellos.

Entonces, uno de los tablones del puente falso se derrumbó, y el lobo que iba en cabeza se cayó por el agujero. David oyó el silbido de un arpón, que atravesó al lobo por la tripa y lo llevó hacia los trols de la pared del cañón.

El otro lobo se paró tan de repente que el loup hembra estuvo a punto de chocarse con él. Un gran agujero de al menos dos metros se había abierto en el lugar por el que había caído su hermano. Otros arpones surcaron el aire, puesto que los trols ya no querían seguir esperando a que sus presas cayesen. Los lobos habían entrado en el puente falso y, al hacerlo, se habían condenado. Otra hoja serrada dio en el blanco, y el segundo lobo salió volando a través del hueco entre las cuerdas, muriendo entre espasmos de dolor. Ya sólo quedaba el loup, que tensó el cuerpo y saltó por encima del agujero del puente, aterrizando sano y salvo al otro lado. Se resbaló durante un segundo, pero después se recuperó, se levantó sobre las patas traseras y, fuera del alcance de las armas de los trols, aulló su triunfo, justo cuando una sombra descendía sobre él.

La arpía era más grande que las otras que había visto David, más alta, más fuerte y más vieja que el resto. Golpeó al loup con tanta fuerza que la criatura cayó por encima de las cuerdas del puente, y sólo las garras de la arpía, que se clavaron con fuerza en la carne del animal, evitaron que cayera al abismo. La loba mujer agitó las patas y lanzó mordiscos al aire, intentando herir a la arpía, pero la lucha ya estaba perdida. David contempló horrorizado cómo una segunda arpía se unía a la primera, clavando las garras en el cuello del loup. Las dos monstruosas hembras tiraron cada una en una dirección, batiendo rápidamente las alas, y partieron al animal en dos.

El Leñador seguía intentando retener a la manada, pero luchaba en una batalla perdida. El chico lo vio lanzar cuchilladas, y cortar una y otra vez lo que parecía una pared móvil de piel y colmillos, hasta que, finalmente, cayó, y los lobos descendieron sobre él.

– ¡No! -exclamó David y, aunque la rabia y la tristeza lo embargaban, de algún modo encontró las fuerzas para seguir corriendo, incluso después de ver cómo dos loups saltaban sobre el cuerpo del Leñador para conducir a un par de lobos por el puente. Podía oír cómo sus patas hacían temblar los puntales, y cómo el peso de sus cuerpos hacía que el puente se balancease. David llegó al otro lado, sacó la espada y se enfrentó a los animales. Ya habían superado la mitad del puente y se acercaban a toda prisa. Las cuatro cuerdas que sujetaban el puente estaban fijadas a un par de gruesos postes clavados en piedra, a los pies de David. El niño cogió la espada y la dejó caer sobre la primera cuerda, cortándola hasta la mitad. Golpeó de nuevo, y la cuerda cayó, haciendo que el puente se torciese repentinamente hacia la derecha, enviando a los dos lobos al fondo del cañón. David oyó los gritos de júbilo de las arpías, y el batir de alas se hizo más fuerte.

Todavía quedaban dos loups en el puente, que habían logrado sujetarse con sus ágiles extremidades a la otra cuerda. De pie sobre sus patas traseras y manteniéndose en las cuerdas de la izquierda, siguieron avanzando hacia David. El niño dejó caer la espada sobre la segunda cuerda y oyó cómo los loups aullaban alarmados. El puente se estremeció, y los hilos de cuerda saltaron bajo la hoja. Colocó el borde de la espada en la soga, miró a los loups, levantó los brazos y la cortó con toda la fuerza que logró reunir. La cuerda se rompió; los loups ya no tenían nada a lo que agarrarse, y sólo les quedaban las tablas de madera bajo los pies. Cayeron al abismo aullando de miedo.

David miró hacia el otro lado del abismo, pero el Leñador ya no estaba; únicamente había un rastro de sangre en el suelo, ya que los lobos lo debían de haber arrastrado hasta el bosque. Allí sólo quedaba su líder, Leroi, que se puso a dos patas, con sus pantalones rojos y su camisa blanca, y observó a David sin ocultar su odio. Levantó la cabeza y aulló por los miembros perdidos de la manada, pero no se fue, sino que siguió contemplando a David, hasta que el chico dejó por fin el puente y desapareció tras una pequeña pendiente, llorando en silencio por el Leñador que le había salvado la vida.

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XIII. Sobre los enanos y su carácter, a veces irascible

David estaba en un camino blanco elevado, pavimentado con gravilla y piedras. No era recto, sino que serpenteaba para rodear los obstáculos que salían a su encuentro: un arroyo por aquí, un afloramiento rocoso por allá. A cada lado había una zanja, y allí empezaba una zona de maleza y hierba que llevaba hasta el inicio de los árboles. Los árboles eran más pequeños y más dispersos que en el bosque del que acababa de salir, y podía ver las siluetas de unas pequeñas colinas rocosas que se elevaban tras ellos. De repente, se sintió muy cansado. Una vez terminada la persecución, se había quedado sin energía y sólo quería dormir, pero temía hacerlo en campo abierto o demasiado cerca del abismo. Necesitaba un refugio. Los lobos no le perdonarían lo que había pasado en los puentes y encontrarían otra forma de cruzar, para después buscar de nuevo su rastro. Levantó la cabeza instintivamente para mirar al cielo, pero no vio pájaros que lo siguieran desde las alturas, no había cuervos traidores deseando revelarles a los cazadores dónde se encontraba.

Para recuperar la energía, se comió un trocito del pan que llevaba en la bolsa y bebió agua. Se sintió mejor durante un momento, pero ver la bolsa y la comida cuidadosamente empaquetada le recordó al Leñador. Los ojos se le volvieron llenar de lágrimas, pero se negó a permitirse el lujo de llorar. Se puso en pie, se echó la bolsa al hombro… y estuvo a punto de tropezarse con un enano que acababa de subir al camino desde la zanja de la izquierda.

– Mira por dónde vas -protestó el enano. Apenas medía un metro de alto y llevaba una túnica azul, pantalones negros botas negras que le llegaban hasta las rodillas. En la cabeza lucía un largo sombrero azul, de cuyo extremo colgaba un cascabel que ya no hacía ningún ruido. Tenía la cara y las manos mugrientas, un pico al hombro, la nariz muy roja y una barba blanca cortita. La barba parecía tener restos de comida pegados.

– Lo siento -se disculpó David.

– Más te vale.

– No te he visto.

– Oh, ¿y qué se supone que significa eso? -preguntó el enano, agitando el pico con actitud amenazadora-. ¿Eres de los que discriminan a las personas de otra talla? ¿Estás diciendo que soy bajo?

– Bueno, es que eres bajo -contestó David-, aunque eso no tiene nada de malo -añadió a toda prisa-. Yo también soy bajo, comparado con alguna gente.

Pero el enano ya no estaba escuchándolo, sino que había empezado a llamar a gritos a una columna de figuras achaparradas que se dirigía al camino.

– ¡Aquí, camaradas! -exclamaba-. El tipo este dice que soy bajo.

– ¡Qué desfachatez! -gritó una voz.

– Contenlo mientras llegamos, camarada -añadió otro, que después pareció pensárselo mejor-. Espera, ¿es muy grande?

– No demasiado -respondió el enano, examinando a David-. Enano y medio, enano y dos tercios, como mucho.

– De acuerdo, vamos a por él -le respondió el otro.

De repente, David se vio rodeado por un grupo de hombres bajitos y enfadados que murmuraban sobre «derechos» y «libertades», y que afirmaban que ya estaban hartos de aquel tipo de cosas. Todos estaban sucios, y llevaban sombreros con cascabeles rotos. Uno de ellos dio una patada a David en la espinilla.

– ¡Ay! -gritó David-. Me has hecho daño.

– Ahora sabes cómo se sienten nuestros… eh… sentimientos -contestó el primer enano.

Una manita mugrienta tiró de la bolsa de David, otra intentó robarle la espada, y una tercera parecía divertirse dándole empujoncitos.

– ¡Ya vale! -gritó David-. ¡Parad!

Movió la bolsa como un loco y le alegró ver que lograba golpear a un par de enanos, que cayeron a la zanja y rodaron teatralmente durante un rato.

– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó el primer enano, bastante escandalizado.

– Me estabais dando patadas.

– No es verdad.

– Sí que lo es. Y alguien intentó robarme la bolsa.

– No es verdad.

– Oh, esto es ridículo -exclamó David-. Sí es verdad, y tú lo sabes.

– Bueno, vale -respondió el enano, después de agachar la cabeza y darle una patada al camino, levantando una nubecilla de polvo blanco-. Quizá sea verdad. Lo siento.

– No pasa nada -respondió David.

Se agachó y ayudó a los enanos a sacar a sus dos compañeros de la zanja. Nadie estaba herido, y, de hecho, una vez terminado todo, los enanos parecían haber disfrutado bastante de todo el asunto.

– Me recuerda a la Gran Lucha, eso es -dijo uno-. ¿Verdad, camarada?

– Cierto, camarada -contestó otro-. Los trabajadores deben resistirse a la opresión siempre que puedan.

– Bueno, en realidad no os estaba oprimiendo -repuso David.

– Pero podrías haberlo hecho, de haber querido -contestó el primer enano-, ¿verdad? -preguntó mirando a David con una expresión que resultaba conmovedora. David se dio cuenta de que al enano le habría gustado mucho, pero mucho, que alguien hubiese intentado oprimirle sin éxito.

– Bueno, si tú lo dices -respondió el niño, sólo por hacerlo feliz.

– ¡Hurra! -gritó el enano-. Hemos resistido ante la amenaza de la opresión. ¡Nunca podrán encadenar a los trabajadores!

– ¡Hurra! -gritaron los otros enanos al unísono-. No tenemos nada que perder, salvo nuestras cadenas.

– Pero no tenéis cadenas -comentó David.

– Son cadenas metafóricas -le explicó el primer enano, asintiendo con la cabeza, como si acabase de decir algo muy profundo.

– Vaaale -contestó David. No estaba muy seguro de lo que era una cadena metafórica. De hecho, no estaba muy seguro de entender lo que decían los enanos, pero eran siete, lo que parecía muy apropiado.

¿Tenéis nombres? -les preguntó.

– ¿Nombres? -repitió el primer enano-. ¿Nombres? Claro que tenemos nombres. Yo -empezó, con una tosecilla vanidosa- soy el Camarada Hermano Número Uno. Estos son los Camaradas Hermanos Números Dos, Tres, Cuatro, Cinco y Ocho.

– ¿Qué le pasó a Siete? -preguntó David, a lo que siguió un silencio embarazoso.

– No hablamos del Antiguo Camarada Hermano Número Siete -respondió por fin el Camarada Hermano Número Uno-. Ha sido expulsado oficialmente de los registros del Partido.

– Se fue a trabajar con su madre -le explicó el Camarada Hermano Número Tres, servicial.

– ¡Un capitalista! -exclamó con asco el Hermano Número Uno.

– Un panadero -lo corrigió el Hermano Número Tres-. Ahora no se nos permite hablar con él -le susurró a David al oído, poniéndose de puntillas-. Tampoco podemos comernos los bollos que hace su madre, ni siquiera los del día anterior, que vende a mitad de precio.

– Te he oído -dijo el Hermano Número Uno-. Podemos hacer nuestros propios bollos -añadió, malhumorado-. No necesitamos los bollos de un traidor de clase.

– No, no podemos hacerlos -replicó el Hermano Número Tres-. Siempre están duros, y entonces ella se queja.

De repente, el relativo buen humor de los enanos desapareció, recogieron sus herramientas y se prepararon para marcharse.

– Tenemos que irnos -dijo el Hermano Número Uno-. Ha sido un placer conocerte, camarada. Porque eres un camarada, ¿verdad?

– Supongo que sí. -David no estaba seguro, pero no quería meterse en otra pelea con los enanos-. ¿Puedo seguir comiendo bollos si soy un camarada?

– Siempre que no los haya horneado el Antiguo Camarada Hermano Número Siete…

– O su madre -añadió el Hermano Número Tres en tono sarcástico.

– … puedes comer lo que quieras -concluyó el Hermano Número Uno, levantando un dedo de advertencia al Hermano Número Tres.

Los enanos empezaron a marchar de vuelta por la zanja del otro lado del camino, siguiendo un tosco sendero que se introducía en los árboles.

– Perdonad -dijo David-. Supongo que no sería posible pasar la noche con vosotros, ¿verdad? Estoy perdido y muy cansado.

El Camarada Hermano Número Uno se detuvo.

– A ella no le va a gustar -intervino el Hermano Número Cuatro.

– Pero bueno -repuso el Hermano Número Dos-, siempre se queja de que no tiene a nadie con quien hablar. Puede que ver una cara nueva le ponga de buen humor.

– De buen humor -repitió con nostalgia el Hermano Número Uno, como si fuese un maravilloso sabor de helado que hacía mucho, mucho tiempo que no probaba-. Tienes razón, camarada -le dijo a David-. Ven con nosotros, te enseñaremos el camino.

David estaba tan contento que podría haber brincado de alegría.

Mientras caminaban, David aprendió más cosas sobre los enanos. Al menos, creía estar aprendiendo más sobre ellos, aunque no entendía todo lo que decían. Hablaban mucho sobre que «los medios de producción deben ser propiedad de los trabajadores» y sobre «los principios del Segundo Congreso del Tercer Comité», pero no del Tercer Congreso del Segundo Comité, en el que, al parecer, habían acabado peleándose por quién tenía que lavar las tazas.

David también tenía una ligera idea de quién podía ser la mujer de la que hablaban, aunque creyó que lo más educado era preguntar, por si acaso.

– ¿Vive una dama con vosotros? -le preguntó al Hermano Número Uno.

El murmullo de las conversaciones de los otros enanos se cortó en seco.

– Sí, por desgracia -respondió el Hermano Número Uno.

– ¿Con los siete? -continuó David. No sabía bien por qué, pero le resultaba un poco extraño que una mujer viviese con siete hombrecillos.

– Camas separadas -contestó el enano-. Nada raro.

– Cielos, no -repuso David. Intentó imaginarse a qué cosas raras se estaba refiriendo el enano, pero después decidió que era mejor no pensar en ello-. Bueno, ¿no se llamará Blancanieves, por casualidad?

El Camarada Hermano Número Uno se paró de golpe, lo que provocó un pequeño accidente con los camaradas que venían detrás.

– No será amiga tuya, ¿verdad? -le preguntó, suspicaz.

– Oh, no, en absoluto -respondió el niño-. No la he conocido en persona, pero sí es posible que haya oído hablar de ella, eso es todo.

– Ah -dijo el enano, al parecer satisfecho por la respuesta, y siguió caminando-. Todos han oído hablar de ella «Oh, Blancanieves, la que vive con los enanitos y les está dejando sin hogar de tanto comer. Ni siquiera supieron matarla en condiciones». Oh, sí, todos conocen a Blancanieves.

– Eeeh, ¿matarla? -preguntó David.

– Manzana envenenada -respondió el enano-. No fue muy bien, calculamos mal la dosis.

– Creía que la había envenenado su malvada madrastra -repuso David.

– ¿Es que no lees los periódicos? Resultó que la malvada madrastra tenía una coartada.

– Teníamos que haberlo comprobado primero -intervino el Hermano Número Cinco-. Al parecer, estaba envenenando a otra persona en aquel momento. Una posibilidad entre un millón, la verdad. Fue cuestión de mala suerte.

– ¿Me estáis diciendo que intentasteis matar a Blancanieves? -consiguió preguntar David, al cabo de un momento.

– Sólo queríamos que se durmiese un rato -contestó el Hermano Número Dos.

– Un rato muy largo -añadió el Número Tres.

– Pero ¿por qué? -insistió David.

– Ahora lo verás -dijo el Hermano Número Uno-. En cualquier caso, le dimos la manzana: ñam-ñan, siestecita, lloriqueos, «pobre Blancanieves, cuánto la vamos a echar de menos, pero la vida sigue». La colocamos sobre una losa, la rodeamos de flores y conejitos llorando, ya sabes, todos los accesorios, y entonces llega un maldito príncipe y la besa. ¡Ni siquiera tenemos un príncipe por aquí! Simplemente apareció de la nada en un maldito caballo blanco y, antes de que nos diésemos cuenta, se bajó y cayó sobre Blancanieves como un perrillo por la madriguera de un conejo. No sé qué creía estar haciendo, yendo por ahí besando a mujeres desconocidas que, curiosamente, estaban dormidas en ese momento.

– Pervertido -comentó el Hermano Número Tres-. Tendrían que encerrarlo.

– En cualquier caso, se bajó del caballo blanco como un enorme paño de cocina perfumado, metiéndose en lo que no le importaba, y, antes de poder decir ni pío, ella se despierta y,… ¡oooh!…, ni te imaginas lo enfadada que estaba. El príncipe se llevó una buena bronca, y eso fue después de que le diera un buen puñetazo por «tomarse libertades». Después de cinco minutos de escuchar aquello, en vez de casarse con ella, el príncipe subió de nuevo a su caballo y salió corriendo hacia la puesta de sol. No hemos vuelto a verlo. Le echamos la culpa a la malvada madrastra por todo el asunto de la manzana, pero, bueno, si hemos aprendido una lección de esto, tal como fueron las cosas, es que hay que asegurarse de que la persona a la que acuses injustamente de un crimen esté disponible en esos momentos. Hubo un juicio, conseguimos la libertad provisional por el atenuante de provocación y por la falta de pruebas, y nos dijeron que, si algo llegaba a pasarle a Blancanieves, aunque fuese partirse una uña, acabaríamos mal. -El Camarada Hermano Número Uno hizo el gesto de ahogarse con una soga al cuello, por si David no había entendido lo de «acabar mal».

– Oh -respondió el chico-, pero ése no es el cuento que yo había oído.

– ¡Cuento! -resopló el enano-. Y ahora empezarás a hablar del «felices para siempre». ¿Acaso parecemos felices? No hay final feliz para nosotros, más bien seremos «desgraciados para siempre».

– Tendríamos que habérsela dejado a los osos -comentó el Hermano Número Cinco, abatido.

– Los osos sí que saben cómo matar a alguien, sí.

– Ricitos de Oro -añadió el Hermano Número Uno asintiendo con la cabeza en señal de aprobación-. Un clásico, sencillamente un clásico.

– Oh, era una chica horrible -añadió el Hermano Número Cinco-. La verdad es que no se les puede culpar por eso.

– Esperad -los interrumpió David-. Ricitos de Oro huyó de la casa de los osos y nunca volvió por allí. -Dejó de hablar, porque los enanos lo miraban como si fuese un poco lerdo-. Estooo, ¿no?

– Probó sus gachas -contestó el Hermano Número Uno, dándose golpecitos en la aleta de la nariz, como si estuviese contándole un gran secreto a David-. No podía parar. Al final, los osos se cansaron de ella, y, bueno, eso fue todo. «Volvió corriendo al bosque y nunca regresó a la casa de los osos.» ¡Menudo cuento!

– ¿Quieres decir que… la mataron? -le preguntó David.

– Se la comieron -respondió el Hermano Número Uno-. Con gachas. Eso es lo que quiere decir «huyó y nunca se la volvió a ver» en este lugar. Quiere decir que te han comido.

– Bueno, ¿y qué pasa con «felices para siempre»? -preguntó el niño, vacilando un poco-. ¿Qué quiere decir eso?

– Que te han comido deprisa -respondió el Hermano Número Uno.

Y tras decir aquello, por fin llegaron a la casa de los enanitos.

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XIV. Sobre Blancanieves, que, efectivamente, es muy desagradable

– ¡Llegáis tarde! Los tímpanos de David resonaron como tambores cuando el Camarada Hermano Número Uno abrió la puerta principal de la casita y gritó, muy nervioso: «¡Yuju! ¡Ya estarnos en casa!». Utilizó la misma voz que el padre de David cuando llegaba tarde del bar y sabía que se había metido en un lío con la madre del chico.

– ¡No me vengas con ésas! -le respondió la voz-. ¿Dónde habéis estado? Estoy muerta de hambre. Tengo la tripa como un barril vacío.

El niño no había oído nunca una voz como aquélla: era una voz de mujer, pero conseguía ser profunda y aguda a la vez, como esas enormes zanjas que se supone yacen en el fondo del mar, pero no tan húmeda.

– Oooh, ya empieza a hacerme ruido -dijo la voz-. Tú, ven, escucha.

Una gran mano blanca cogió al Hermano Número Uno por el pescuezo, lo levantó en el aire y lo metió dentro de la casa.

– Oh, sí -contestó el Hermano Número Uno, después de unos segundos, con la voz algo amortiguada-. Lo foigo, lo foigo.

David dejó que los otros enanos entrasen en la casita titilante de él. Caminaban como prisioneros que acababan de saber que el verdugo tenía un poco de tiempo libre y podía encargarse de unas cuantas decapitaciones más antes de irse a casa a tomar el té. El niño miró largo rato el bosque oscuro y se preguntó si no habría sido mejor quedarse fuera.

– ¡Cerrad esa puerta! -gritó la voz-. Me estoy helando, me castañetean los dientes.

David vio que no tenía elección, así que entró en la casita, cerró la puerta con fuerza detrás de él y se encontró con la mujer más grande y gorda que había visto en su vida. Tenía la cara cubierta de maquillaje, su pelo era negro y se lo sujetaba con una cinta de algodón de color fuerte, y tenía los labios pintados de morado. Llevaba un vestido rosa lo bastante grande para alojar a un circo de pequeño tamaño. El Hermano Número Uno estaba apretado contra los pliegues del vestido, de forma que pudiera oír bien los extraños ruidos que aquel gran estómago producía. Los piececillos del enano apenas rozaban el suelo. El vestido tenía tantos botones, lazos y cintas que David no entendía cómo la dama podía recordar cuáles servían para quitárselo y cuáles estaban sólo de adorno. Tenía los pies apretujados dentro de un par de zapatillas de seda que eran, por lo menos, tres tallas más pequeñas de lo necesario, y los anillos que llevaba en los dedos se le perdían entre la carne.

– ¿Y quién eres tú? -preguntó la mujer.

– Ef compafñía -respondió el Hermano Número Uno.

– ¿Compañía? -exclamó la dama, soltando al Hermano Número Uno como si fuese un juguete viejo-. Vaya, ¿por qué no me dijisteis que traíais compañía? -Se ahuecó el cabello y sonrió, dejando al aire unos dientes manchados de pintalabios-. Me habría vestido y me habría puesto guapa.

David oyó al Hermano Número Tres susurrarle al Hermano Número Ocho. Sólo pudo distinguir a duras penas las palabras «como si» y «mejora», pero, por desgracia, las dijo demasiado alto para el gusto de la dama, y el Hermano Número Tres recibió un manotazo en la cabeza por las molestias.

– Cuidado con lo que dices -lo regañó la mujer-, idiota descarado. -Después le ofreció una enorme mano pálida a David e hizo una pequeña reverencia-. Blancanieves -se presentó-, encantada de conocerte, sin duda.

David le dio la mano y contempló, alarmado, cómo la palma esponjosa de Blancanieves se tragaba sus dedos.

– Yo soy David.

– Qué nombre más bonito -dijo Blancanieves, soltando una risita y enterrando la barbilla en el pecho. Aquella acción creó tantas olas de grasa que parecía que se le derretía la cabeza-. ¿Eres un príncipe?

– No, lo siento.

Blancanieves no ocultó su decepción; soltó la mano de David e intentó jugar con uno de sus anillos, pero el anillo estaba tan apretado que no se movía.

– ¿Un noble, quizá?

– No.

– ¿El hijo de un noble, con una gran herencia esperándote el día de tu decimoctavo cumpleaños?

– Eeeh -dijo David, después de fingir que se lo pensaba-, tampoco.

– Bueno, entonces ¿qué eres? No me digas que eres otro de sus aburrrrrridos amigos que vienen a hablar sobre trabajadores y opresión. Ya se lo advertí, se lo dije: nada de charlas sobre revoluciones hasta que me tome el té.

– Pero es que estamos oprimidos -protestó el Hermano Número Uno.

– ¡Claro que estáis oprimidos! -exclamó Blancanieves-. ¡Sólo medís un metro! Ahora empezad a hacerme el té antes de que pierda el buen humor. Y quitaos las botas, que no quiero que me ensuciéis el suelo, con lo reluciente que lo tengo. ¡Que lo limpiasteis ayer!

Los enanos se quitaron las botas y las dejaron junto a la puerta, con las herramientas; después se pusieron en fila para lavarse las manos en el pequeño fregadero antes de preparar la comida de la noche. Cortaron pan y verduras, mientras dos conejos se asaban en la chimenea. A David se le hizo la boca agua con el olor.

– Supongo que querrás comida y todo eso -le dijo Blancanieves a David.

– Tengo bastante hambre -reconoció el niño.

– Bueno, puedes compartir su conejo, pero no te voy a dar nada del mío.

Blancanieves se dejó caer en un gran sillón junto al fuego, infló las mejillas y suspiró en voz alta.

– Me lo comeré aquí -dijo-. Estoy taaan aburrida…

– ¿Y por qué no te vas? -le preguntó David.

– ¿Irme? -contestó Blancanieves-. ¿Y adonde me voy a ir?

– ¿No tienes una casa?

– Mi padre y mi madrastra se mudaron. Decían que su casa era demasiado pequeña para mí. De todos modos, son aburridííísimos, y prefiero aburrirme aquí que con ellos.

– Oh -dijo David, preguntándose si debía sacar el tema del juicio y el intento de envenenamiento de los enanos. Le interesaba mucho el asunto, pero no sabía si era educado preguntar. Al fin y al cabo, no quería meter a los enanos en más problemas de los que ya tenían.

Al final, Blancanieves tomó la decisión por él. Se inclinó hacia delante y susurró, con una voz como dos rocas frotándose:

– La verdad es que tienen que cuidar de mí. El juez se lo dijo, por haber intentado envenenarme.

David pensó que no querría seguir viviendo con alguien que ya había intentado envenenarlo una vez, pero suponía que a Blancanieves no le preocupaba que los enanos volviesen a intentarlo. Si lo hacían, los ejecutarían, aunque la expresión del Hermano Número Uno le hacía sospechar al niño que la muerte podría ser una opción deseable después de vivir un tiempo con Blancanieves.

– Pero ¿no quieres conocer a un guapo príncipe? -le preguntó.

– Ya he conocido a un guapo príncipe -respondió la mujer, mirando con aire soñador por la ventana-. Me despertó con un beso, pero después tuvo que marcharse. Aunque me dijo que volvería cuando hubiese matado a no sé qué dragón.

– Tendría que haberse quedado para encargarse primero de éste -murmuró el Hermano Número Tres. Blancanieves le tiró un tronco.

– ¿Ves lo que tengo que aguantar? -le dijo Blancanieves a David-. Me quedo sola todo el día mientras ellos trabajan en la mina y después tengo que oírles quejarse en cuanto llegan a casa. Ni siquiera sé por qué se molestan con tanta mina, ¡si nunca encuentran nada!

David vio que los enanos intercambiaban miradas al oír lo que decía la mujer. Incluso le pareció que el Hermano Número Tres soltaba una risilla, hasta que el Hermano Número Cuatro le dio una patada en las espinillas y le dijo que se callase.

– Así que voy a quedarme aquí con esta panda hasta que mi príncipe regrese -explicó Blancanieves-. O hasta que llegue otro príncipe que decida casarse conmigo, lo que pase primero. -Se mordió una uña suelta del dedo meñique y la escupió al fuego-. Ahora -dijo, dando por concluido el asunto-, ¿¡dónde está mi té!?

Temblaron todos los platos, tazas, ollas y sartenes de la casita, y cayó polvo del techo. David vio a una familia de ratones huir de su agujero y marcharse a través de una grieta de la pared, para no regresar jamás.

– Siempre me pongo un poco gritona cuando tengo hambre, así soy yo -dijo Blancanieves-. Bueno, que alguien me pase ese conejo…

Comieron en silencio, sin contar los sorbidos, arañazos, masticaciones y eructos que llegaban del lado de la mesa que ocupaba Blancanieves. Lo cierto era que comía una barbaridad: no dejó más que los huesos de su conejo y después se puso a coger carne del plato del Hermano Número Seis sin ni siquiera pedir permiso. Devoró una barra entera de pan y medio bloque de un queso muy oloroso. Bebió una jarra tras otra de la cerveza que los enanos preparaban en su cobertizo y lo bajó todo con dos pedazos de pastel de fruta horneado por el Hermano Número Uno, aunque se quejó cuando una pasa le astilló un diente.

– Te dije que estaba un poco seco -le susurró el Hermano Número Dos al Hermano Número Uno, que se limitó a fruncir el ceño.

Cuando no quedó nada para comer, Blancanieves se alejó tambaleándose de la mesa y se hundió en su sillón junto al fuego, donde se quedó dormida al instante. David ayudó a los enanos a recoger la mesa y lavar los platos, y después se unió a ellos en un rincón, donde todos empezaron a fumar en pipa, el tabaco apestaba, como si alguien estuviese quemando viejos calcetines húmedos. El Hermano Número Uno se ofreció a compartir su pipa con él, pero David rehusó la oferta con mucha educación.

– ¿Qué sacáis de la mina? -preguntó.

Algunos de los enanos empezaron a toser, y el niño se dio cuenta de que ninguno quería mirarlo a los ojos. Sólo el Hermano Número Uno parecía dispuesto a responder la pregunta.

– Una especie de carbón -respondió.

– ¿Una especie?

– Bueno, es un tipo de carbón. Es una cosa que antes era carbón, más o menos, en cierto sentido.

– Es acarbonado -intervino el Hermano Número Tres, para aclarar la cuestión.

– Entonces… ¿queréis decir diamantes? -preguntó David, después de pensarlo durante un momento.

Siete pequeñas figuras saltaron sobre él, y el Hermano Número Uno le tapó la boca con una manita, mientras decía:

– No digas ni una palabra aquí dentro, nunca.

David asintió. Cuando los enanos quedaron convencidos de que entendía la gravedad de la situación, lo soltaron.

– Entonces, no le habéis contado nada a Blancanieves sobre el, eh, material acarbonado, ¿no?

– No -respondió el Hermano Número Uno-. Nunca… nunca parece ser el momento correcto.

– ¿No confiáis en ella?

– ¿Confiarías tú? -le preguntó el Hermano Número Tres-. El invierno pasado, cuando resultaba difícil encontrar comida, el Hermano Número Cuatro se despertó por la noche y la descubrió mordisqueándole el pie.

El Hermano Número Cuatro asintió con solemnidad, para que David supiera que todo era completamente cierto.

– Todavía tengo las marcas -dijo.

– Si descubriese que la mina está funcionando, nos exprimiría hasta gastarse todas las piedras -siguió diciendo el Hermano Número Tres-. Después estaríamos aún más oprimídos… y seríamos más pobres.

David examinó la casita, aunque no había mucho que ver. Tenía dos habitaciones: el cuarto en el que estaban sentados y un dormitorio que Blancanieves se había quedado para ella, Los enanos dormían todos juntos en una cama situada en un rincón, junto al fuego, tres en un extremo y cuatro en el otro.

– Si no estuviese aquí, podríamos arreglar un poco la casa -comentó el Hermano Número Uno-. Pero si empezamos a invertir dinero en ella, Blancanieves sospechará, así que tenemos que dejarlo todo como está. Ni siquiera podemos comprar otra cama.

– Pero ¿no hay gente cerca que sepa lo de la mina? ¿Es que nadie sospecha nada?

– Bueno, siempre le hemos dicho a la gente que sacamos poco de la mina -respondió el enano-. Lo suficiente para mantenernos. La minería es un trabajo duro, y nadie quiere hacerlo a no ser que esté seguro de que se va a hacer rico. Mientras mantengamos la cabeza gacha y no vayamos por ahí gastando dinero en ropa bonita y cadenas de oro…

– O camas -añadió el Hermano Número Ocho.

– O camas -coincidió el Hermano Número Uno-, todo irá bien. El problema es que nos hacemos viejos, y sería agradable que las cosas fuesen un poquito más fáciles y, quizá, permitirnos algunos lujos.

Los enanos miraron a Blancanieves, que roncaba en su sillón, y todos suspiraron al unísono.

– Lo cierto es que esperamos poder sobornar a alguien que nos la quite de encima -admitió el Hermano Número Uno al fin.

– ¿Quieres decir que pensáis pagarle a alguien para que se case con ella? -le preguntó el niño.

– Tendría que ser alguien muy desesperado, por supuesto, pero se lo compensaríamos con creces -respondió el Hermano Número Uno-. Bueno, no sé si habrá suficientes diamantes en el mundo para hacer que vivir con ella mereciese la pena, pero le daríamos un buen montón para aliviar su carga. Podría comprarse unos tapones estupendos para los oídos y una cama realmente grande.

Algunos de los enanos comenzaban a cabecear, así que el Hermano Número Uno cogió un palo muy largo y se acercó con aire nervioso a Blancanieves.

– No le gusta que la despierten -le explicó a David-. Ésta es la mejor forma para todos.

Después de decirlo, pinchó a Blancanieves con el extremo del palo, pero no pasó nada.

– Creo que tienes que darle más fuerte -apuntó David.

La segunda vez, el enano le dio a Blancanieves un buen empujón, y pareció funcionar, porque la mujer agarró el palo al instante y le dio un tirón, lo que estuvo a punto de enviar al Hermano Número Uno directo a la chimenea; por suerte, recordó a tiempo que tenía que soltarlo y aterrizó en la carbonera.

– Buf-dijo Blancanieves-, arf. -Se limpió las babas que le caían de la comisura de los labios, se levantó del sillón y fue dando traspiés hasta su dormitorio-. Panceta por la mañana -ordenó-, cuatro huevos y una salchicha. No, mejor ocho salchichas.

Tras decir aquello, cerró la puerta detrás de ella, se dejo caer en la cama y se durmió de inmediato.

David se acurrucó en el sillón que estaba junto al fuego. La casa retumbaba con los ronquidos de Blancanieves y los enanitos, una complicada mezcla de ronquidos, silbidos y toses, polvorientas. El niño pensó en el Leñador y en la sangre que se dirigía al bosque. Recordó a Leroi y la expresión de sus ojos, y supo que no podía arriesgarse a quedarse más de una noche allí. Tenía que seguir moviéndose y llegar hasta el rey.

Se levantó y se acercó a la ventana. Aunque la oscuridad era tan intensa que no podía ver nada fuera, intentó escuchar algo, pero sólo pudo oír el aullido de un buho. No se le había olvidado la razón que lo había llevado hasta aquel lugar, pero la voz de su madre no había vuelto a él desde que había entrado en el nuevo mundo. Sólo podría encontrarla si lo volvía a llamar.

– Mamá -susurró-, si estás ahí, necesito tu ayuda. No podré encontrarte si no me guías.

Pero no hubo respuesta.

Volvió a su sillón, cerró los ojos, se quedó dormido y soñó con su dormitorio de casa, y con su padre y su nueva familia, aunque no estaban solos. En su sueño, el Hombre Torcido acechaba en el pasillo hasta llegar al cuarto de Georgie, donde permanecía un buen rato observando al niño antes de salir de la casa y regresar a su propio mundo.

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XV. Sobre la chica ciervo

Blancanieves seguía roncando en la cama cuando David y los enanos salieron a la mañana siguiente, y los ánimos de los hombrecillos parecían mejorar de forma significativa conforme se alejaban de ella. Lo acompañaron hasta el camino blanco, y allí se quedaron, incómodos, intentando encontrar la mejor forma de despedirse.

– Obviamente, no podemos decirte dónde está la mina -se excusó el Hermano Número Uno.

– Obviamente -coincidió David-, lo entiendo.

– Porque ya sabes que es secreta.

– Sí, por supuesto.

– No queremos que fulanito y menganito vengan a meter las narices.

– Me parece muy sensato.

– Está justo detrás de la gran colina de la derecha -le dijo rápidamente al oído el Hermano Número Uno, después de darse unos tironcitos de la oreja con aire pensativo-. Hay un sendero que lleva hasta arriba. Está bien escondida, te lo advierto, así que tendrías que buscarla bien. Está marcada con un ojo tallado en un árbol. Al menos, creo que está tallado, porque nunca se puede estar seguro con esos árboles. Así que, ya sabes, si alguna vez necesitas un poco de compañía, baja -Se le iluminó la cara-. Ja! ¡«compañía baja»! ¿Has visto lo que he dicho? Ya sabes, baja, como a una mina, y compañía baja, como una pandilla de enanos, ¿lo entiendes?

David lo entendía, así que se río para cumplir.

– Ahora, recuerda -siguió diciendo el Hermano Número Uno-: si alguna vez te encuentras con un príncipe o un joven noble…, de hecho, si alguna vez te encuentras con alguien que parezca lo bastante desesperado para casarse con una mujer grandota por dinero, nos lo envías, ¿vale? Asegúrate de que espera en este camino hasta que lleguemos, porque no queremos que llegue solo a la casita y, bueno, ya sabes…

– Se asuste y se vaya -terminó David por él.

– Sí, exactamente. En fin, buena suerte, y no te salgas del camino. Hay una aldea a uno o dos días de aquí, y seguro que encuentras a alguien allí que pueda ayudarte a seguir tu viaje, pero no caigas en la tentación de salirte del camino, veas lo que veas. Hay muchas cosas desagradables en estos bosques, y saben cómo atraer a la gente para que caiga en sus garras, así que ten cuidado por dónde vas.

Y así, la compañía de la compañía baja se perdió en el bosque. Los oyó cantar mientras marchaban, una canción que el Hermano Número Uno se había inventado para ir al trabajo. No tenía una gran melodía, y el Hermano Número Uno parecía haber encontrado ciertas dificultades para rimar «colectivización del trabajo» y «opresión de los perros del capitalismo», pero David se entristeció cuando la canción se perdió en la lejanía y lo dejó abandonado en el camino silencioso.

Le habían gustado mucho los enanos. A menudo no tenía ni idea de lo que decían, pero, para ser un grupo de gente pequena homicida obsesionada con la lucha de clases, eran bastante divertidos. Cuando se fueron, se sintió muy solo, porque, aunque estaba claro que se trataba de un camino principal, parecía ser la única persona que viajaba por él. De vez en cuando encontraba el rastro de otros que habían pasado por allí (los restos de una hoguera, ya fría; una cinta de cuero masticada por un animal hambriento), pero eso era lo más cerca que parecía estar de otro ser humano. La penumbra constante, que sólo se alteraba de forma significativa a primeras horas de la mañana y a últimas horas de la tarde, lo dejaba sin energía y sin ánimos, y empezó a despistarse. De vez en cuando le daba la sensación de haberse quedado dormido de pie, porque veía imágenes fugaces de sueños, visiones en las que el doctor Moberley estaba sobre él y le hablaba, y periodos de oscuridad durante los cuales le parecía oír la voz de su padre. Después se despertaba de repente y se daba cuenta de que había estado a punto de salirse del camino, a punto de tropezar en el paso de la piedra a la hierba.

Se percató de que tenía mucha hambre; aunque había comido con los enanos aquella mañana, el estómago le dolía y le hacía ruidos. Todavía le quedaba comida en la bolsa, y los enanos habían engrosado un poco sus provisiones con algunos frutas desecadas, pero no tenía ni idea de cuánto tendría que avanzar para llegar al castillo del rey, porque ni siquiera los enanos lo sabían. Por lo que veía David, el rey no se implicaba mucho en el gobierno de su reino. El Hermano Número Uno le había dicho que, una vez, alguien se había acercado a la casita afirmando ser un recaudador de impuestos real, pero, después de pasar una hora en compañía de Blancanieves, se fue sin su sombrero y no volvió por allí. Lo único que podía confirmarle el enano era que había un rey (probablemente) y que estaba en un castillo, en alguna parte, al final del camino por el que David viajaba, aunque el Hermano Número Un nunca lo había visto. Así que el niño siguió caminando, con la mente en otra parte, mientras su dolor de estómago continuaba y el camino brillaba con luz blanca delante de él.

Una de las veces que estuvo a punto de caerse en la zanja David vio unas manzanas colgando de las ramas de un árbol en un claro cerca del borde del bosque. Eran verdes, parecían casi maduras, y la boca empezó a hacérsele agua. Recordaba la orden de los enanos, la advertencia de que permaneciese siempre en el camino y no se dejase tentar por los regalos del bosque, pero ¿qué daño podía hacerle coger algunas manzanas de un árbol? Todavía podría ver el camino desde allí, y, con la ayuda de una rama caída, seguramente podría coger suficiente fruta para mantenerse un día entero, quizá más. Se detuvo a escuchar, pero no oyó nada; el bosque estaba en silencio.

David salió del camino. La tierra estaba blanda, y sus pies producían un desagradable chapoteo a cada paso que daba. Al acercarse más al árbol, se dio cuenta de que la fruta que estaba en los extremos de las ramas era más pequeña y menos madura que las manzanas que estaban arriba, en el corazón del árbol, que eran tan grandes como puños. Podía alcanzarlas si trepaba, y trepar árboles era algo que se le daba muy bien, así que sólo tardó unos minutos en escalar el tronco y sentarse en el recodo de una rama, para ponerse a masticar una manzana que le supo increíblemente dulce. Había pasado varias semanas sin probar aquella fruta, desde que un granjero local le había pasado en secreto a Rose un par de manzanas «para los pequeñines». Las del granjero eran pequeñas y ácidas, pero las del árbol le resultaron maravillosas; el jugo se le derramaba por la barbilla, y la carne era firme. Devoró la primera manzana y tiró el corazón; después cogió otra, pero se la comió más despacio, recordando las advertencias de su madre sobre comer demasiadas manzanas, porque daban dolor de estómago. El niño supuso que atiborrarse de cualquier cosa, fuera lo que fuera, era la mejor forma de ponerse enfermo, pero desconocía cómo se aplicaba la fórmula cuando llevabas casi un día sin comer. Sólo estaba seguro de que la fruta sabía bien y su estómago se lo agradecía.

Iba por la mitad de la segunda manzana, cuando oyó un ruido abajo, algo que se aproximaba deprisa por su izquierda, Pudo ver movimiento en los arbustos y un relámpago de piel tostada. Parecía un ciervo, aunque David no le podía ver la cabeza, y estaba claro que huía de alguna amenaza. Al instante, el niño pensó en los lobos, así que se pegó al tronco del árbol e intentó ocultarse en él. Mientras lo hacía, se preguntó si los lobos serían capaces de detectar su olor desde abajo cuando pasasen, o si el señuelo del ciervo bastaría para bloquear sus sentidos.

Unos segundos después, el ciervo salió de la cobertura de los árboles y entró en el claro bajo el árbol de David. Se detuvo un instante, como si dudase qué dirección tomar, y, en aquel momento, el niño pudo verle bien la cabeza; la imagen hizo que ahogase un grito, porque no era la cabeza de un ciervo, sino la de una chica con cabello rubio y ojos verde oscuro. Se veía dónde acababa el cuello humano y dónde empezaba el cuerpo del ciervo, porque un verdugón rojo marcaba el lugar donde los dos seres se habían unido. La chica levantó la mirada, sorprendida por el sonido, y sus ojos se encontraron con los de David.

– ¡Ayúdame! -le suplicó-. Por favor.

Entonces, los ruidos de la persecución se acercaron, y David vio un caballo y un jinete que caían sobre el claro, el jinete con el arco listo para lanzar la flecha. La chica ciervo también los oyó, porque tensó las patas traseras y saltó hacia la protección del bosque. Todavía estaba en el aire cuando la flecha le atravesó el cuello y lanzó su cuerpo hacia la derecha, donde quedó tendida, retorciéndose. La boca de la chica ciervo se abría y cerraba intentando decir sus últimas palabras, pero sus patas traseras se agitaron sobre la tierra, el cuerpo le tembló y, finalmente, dejó de moverse.

El jinete entró trotando en el claro sobre un enorme caballo negro. Estaba encapuchado y vestía con los colores del bosque en otoño, verde y ámbar. En la mano izquierda llevaba un arco corto, y al hombro un carcaj lleno de flechas. Desmontó del caballo, sacó un cuchillo largo de la funda que llevaba en la silla y se acercó al cuerpo del suelo. Levantó el cuchillo y lo clavó una vez, y otra, y otra, sobre el cuello de la chica ciervo. David apartó la vista al primer golpe, con la mano sobre la boca y los ojos bien cerrados. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, el cazador había separado la cabeza de la chica del cuerpo del ciervo y se la llevaba por el pelo, derramando por la tierra del bosque la sangre oscura que le salía del cuello. Ató la cabeza por el pelo al pomo de la silla, de modo que colgaba sobre el flanco del caballo, y colocó el cuerpo del ciervo sobre la montura antes de subirse él mismo. Tenía ya el pie izquierdo levantado, cuando se detuvo y observó el suelo. David siguió su mirada y, junto a los cascos del caballo, vio el corazón de la manzana que se había comido. El cazador bajó el pie, contempló el corazón, y entonces, con un movimiento rápido, sacó una flecha del carcaj y la colocó en el arco. Levantó la punta de la flecha hacia el manzano y acabó mirando directamente a David.

– Baja -dijo el cazador, con la voz ligeramente amortiguada por la bufanda que le tapaba la boca-. Baja si no quieres que te dispare.

David no tenía más alternativa que hacer lo que le decía, aunque notó que empezaba a llorar. Intentó contenerse con todas sus fuerzas, pero podía oler la sangre de la chica ciervo en el aire. Su única esperanza era que el cazador hubiese tenido suficiente deporte por un día y decidiese dejarle marchar.

El niño llegó al pie del árbol, y sintió la tentación de salir corriendo y probar suerte en el bosque, pero rechazó la idea casi de inmediato: a un cazador que podía acertar con la flecha a un ciervo en pleno salto mientras montaba a caballo, no le resultaría difícil darle a un niño corriendo. Sólo podía esperar compasión del cazador, pero, al mirar los ojos sin vida de la chica ciervo, se preguntó si alguien capaz de hacer semejantes barbaridades sabría lo que era la piedad.

– Túmbate -le dijo el cazador-. Boca abajo.

– Por favor, no me hagas daño -suplicó David.

– ¡Túmbate!

David se arrodilló en el suelo y se obligó a tumbarse. Oyó al cazador acercarse y echarle los brazos hacia atrás para atarle las muñecas con una cuerda basta. Le quitó la espada, le ató las piernas a la altura de los tobillos, lo levantó en el aire y lo echó sobre el lomo del gran caballo, tumbado sobre el cuerpo del ciervo, dándose dolorosamente con el lado izquierdo en la silla. Pero David no pensaba en el dolor, ni siquiera cuando empezaron a trotar y se convirtió en un golpeteo regular y rítmico en el costado, como si le clavasen la hoja de una daga entre las costillas.

No, David sólo podía pensar en la cabeza de la chica ciervo, porque la cara de la muchacha se rozaba con la suya mientras cabalgaban, la sangre caliente de la chica le manchaba la mejilla, y se veía reflejado en los espejos verde oscuro de sus ojos.

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XVI. Sobre los tres cirujanos

Cabalgaron durante lo que a David le pareció una hora o quizá más. El cazador no habló, y el niño se sentía mareado por la postura sobre el caballo y le dolía la cabeza. El olor de la sangre de la chica ciervo era muy fuerte, y, conforme avanzaban, el contacto de la piel de la muchacha contra la suya se hizo cada vez más frío.

Por fin llegaron a una larga casa de piedra en el bosque, sencilla y sin adornos, con ventanas estrechas y tejado alto. A un lado había un gran establo, y allí fue donde el cazador ató al caballo. También había otros animales: en una de las casillas había una cierva que masticaba paja y parpadeó al ver a los recién llegados; había gallinas en un corral de alambre, y conejos en conejeras; cerca de ellos, un zorro arañaba los barrotes de su jaula, dividida su atención entre el cazador y las sabrosas presas que estaban fuera de su alcance.

El cazador desmontó y soltó la cabeza de la chica ciervo de la silla. Con la otra mano se echó a David al hombro y lo llevó a la casa. La cabeza de la chica ciervo sonó a blando al darse contra la puerta cuando el cazador abrió el pestillo, y entonces entraron, y el cazador tiró a David al suelo de piedra.

Aterrizó de espaldas, mareado y asustado, mientras las lámparas se encendían una a una, y así, por fin, pudo ver la guarnida del cazador.

Las paredes estaban cubiertas de cabezas, cada una montada sobre una tabla de madera y fijada a la piedra. Muchas de ellas eran de animales (ciervos, lobos, incluso un loup que parecía haber recibido el sitio de honor en el centro de la exposición de una de las paredes), pero las demás eran humanas. Algunas eran de jóvenes y tres de hombres muy ancianos, pero la mayoría parecían ser de niños, tanto chicos como chicas, a los que les habían cambiado los ojos por bolas de cristal que lanzaban destellos a la luz de las lámparas. Había una chimenea en un extremo de la habitación, y una cama individual de madera junto a ella. Pegados a otra pared vio un escritorio pequeño y una silla. David volvió la cabeza y vio carne seca colgada de ganchos en el otro extremo del cuarto, aunque no pudo distinguir si era de animales o de personas.

Pero lo que dominaba toda la habitación eran dos grandes mesas de roble, tan enormes que tenían que haberse montado dentro de la casa, pieza a pieza. Estaban manchadas de sangre, y, desde donde estaba, David podía ver que tenían cadenas, grilletes y correas de cuero. Al lado de las mesas había un estante con cuchillos, cuchillas e instrumentos quirúrgicos, todos viejos, pero afilados y limpios. Sobre las mesas se veían unas estructuras muy ornamentadas, de las que colgaba una colección de tubos de metal y cristal, la mitad de ellos tan finos como agujas y los otros tan gruesos como el brazo de David.

También había estantes con botellas de todos los tamaños y formas, algunas llenas de líquido transparente, mientras que el resto se usaba para almacenar partes del cuerpo. Una botella estaba casi hasta arriba de globos oculares. Al niño le parecieron vivos, como si, al arrancarlos de sus cuencas, no se les hubiera desprovisto de la capacidad de ver. Otro contenía la mano de una mujer, con un anillo de casada y laca roja desprendiéndose lentamente de las uñas. En un tercero había medio cerebro, con sus mecanismos internos expuestos y marcados con alfileres de colores.

Y había cosas peores, sí, mucho peores…

Oyó pasos que se acercaban. El cazador estaba sobre él, con la cabeza descubierta y sin la bufanda, de modo que pudo verle la cara: era la cara de una mujer. Su piel era rubicunda y sin afeites, la boca delgada y seria; tenía el pelo recogido en un moño suelto sobre la cabeza, y el color del cabello era negro, blanco y plata, como la piel de un tejón. Mientras David la observaba, la mujer se soltó el pelo, que cayó como una avalancha sobre sus hombros y espalda. Se arrodilló y cogió la cara del niño con la mano derecha, moviéndole la cabeza adelante y atrás para examinarle el cráneo. Después le soltó la cara, y le palpó el cuello y los músculos de brazos y piernas.

– Me servirás -concluyó, más para sí que para David, y lo dejó tumbado en el suelo, mientras ella trabajaba en la cabeza de la chica ciervo. No volvió a dirigirle la palabra hasta que terminó su trabajo, muchas horas después. Entonces levantó al chico y lo colocó en una silla baja para enseñarle los frutos de su labor.

La cazadora había montado la cabeza de la chica ciervo en un trozo de madera oscura, le había lavado el pelo y lo había extendido sobre el bloque, sujetándolo allí con pegamento; le había quitado los ojos y los había reemplazado por óvalos de cristal verde y negro; le había cubierto la piel con una sustancia cerosa para conservarla, y la cabeza hizo un ruido hueco cuando la mujer la golpeó suavemente con los nudillos.

– Es bonita, ¿verdad? -le preguntó la cazadora.

David sacudió la cabeza, pero no dijo nada. Aquella chica había tenido un nombre, tenía una madre y un padre, quizás hermanos y hermanas. Había jugado, había amado y había recibido amor a cambio. Podría haber crecido y haber tenido hijos propios…, pero ya todo estaba perdido.

– ¿No estás de acuerdo? -le preguntó la cazadora-. Quizá sientas pena por ella, pero piensa una cosa: en los años venideros se habría vuelto vieja y fea; los hombres la habrían usado; le habrían salido niños del cuerpo; se le habrían podrido los dientes, la piel se le habría arrugado, y su pelo sería blanco y ralo. Ahora siempre será una niña y siempre será bella. -La cazadora se inclinó sobre David y le tocó la mejilla, sonriendo por primera vez-. Y, dentro de poco, tú también.

David apartó la cara.

– ¿Quién eres? -le preguntó a la mujer-. ¿Por qué haces esto?

– Soy una cazadora -se limitó a responder ella-. Una cazadora debe cazar.

– Pero era una niña -protestó David-, una niña con el cuerpo de un animal, pero una niña al fin y al cabo. La oí hablar, estaba asustada. Y tú la mataste.

– Sí -respondió la cazadora en voz baja, acariciando el pelo de la chica ciervo-. Duró más de lo que yo esperaba, era más astuta de lo que creía. Quizás un cuerpo de zorro habría sido más apropiado, pero ya es demasiado tarde.

– ¿Tú le hiciste eso? -exclamó David, con voz ahogada. Aunque estaba asustado, el asco que sentía por lo que la cazadora había hecho impregnaba todas sus palabras. La mujer se sorprendió por el odio de su voz y sintió la necesidad de ofrecer alguna justificación para sus actos.

– Un cazador siempre busca nuevas presas -dijo-. Me cansé de cazar animales, y los humanos no son entretenidos, porque sus mentes son rápidas, pero sus cuerpos resultan débiles. Entonces se me ocurrió que sería maravilloso combinar el cuerpo de un animal con la inteligencia de un humano. ¡Qué gran prueba para mis habilidades! Pero era difícil, muy difícil, crear estos híbridos: tanto los animales como los humanos se morían antes de poder juntarlos. No podía hacer que dejaran de sangrar durante el tiempo suficiente para hacer posible la unión. Los cerebros morían, los corazones se paraban, y todo mi duro trabajo se quedaba en nada, gota a gota.

«Entonces tuve buena suerte: me encontré con tres cirujanos que viajaban por el bosque, así que los capturé y los traje aquí. Me dijeron que habían creado un ungüento que podía volver a unir una mano cortada a su correspondiente muñeca, o una pierna a su torso. Les obligué a enseñarme lo que podían hacer: le corté el brazo a uno de ellos, y los otros lo repararon, como habían dicho. Después corté a otro por la mitad, y sus amigos lo dejaron entero de nuevo. Finalmente le corté la cabeza al tercero, y los otros se la fijaron otra vez al cuerpo.

»Y así se convirtieron en las primeras de mis presas nuevas -dijo, señalando las cabezas de los tres ancianos de la pared-, después de haberme enseñado cómo hacer el ungüento yo misma. Ahora cada presa es distinta, porque cada niño aporta algo de sí mismo al animal con el que lo fusiono.

– Pero ¿por qué niños? -le preguntó David.

– Porque los adultos se desesperan -respondió la cazadora-, mientras que los niños se adaptan a sus nuevos cuerpos y a sus nuevas vidas, porque ¿qué niño no ha soñado con ser un animal? Y lo cierto es que prefiero cazar niños. Son más divertidos y quedan mejor como trofeos en la pared, porque son preciosos. -La cazadora dio un paso atrás y miró a David con atención, como si empezase a darse cuenta de la naturaleza de sus preguntas-. ¿Cómo te llamas y de dónde vienes? -le preguntó-. No eres de estas tierras, lo sé por tu olor y tu forma de hablar.

– Me llamo David, vengo de otro lugar.

– ¿Qué lugar?

– Inglaterra.

– In-gla-te-rra -repitió la cazadora-. ¿Y cómo has llegado aquí?

– Había un camino entre mi tierra y ésta. Pasé a través de él, pero ahora no puedo regresar.

– Qué triste -repuso la mujer-. ¿Y hay muchos niños en In-gla-te-rra? -David no contestó, pero la cazadora le cogió la cara y le clavó las uñas en la piel-. ¡Responde!

– Sí -confesó él, a regañadientes.

– Quizá te obligue a enseñarme el camino -dijo ella, soltándolo-. Aquí quedan muy pocos niños, y ya no vagan por los bosques como antes. Ésta -dijo, señalando la cabeza de la chica ciervo- ha sido la última, y la he estado guardando como oro en paño. Pero ahora te tengo a ti… Bien, ¿debería usarte como a ella o debería obligarte a que me lleves a In-gla-te-rra?

Se apartó de David y pensó durante un rato.

– Soy paciente -dijo al fin-. Conozco esta tierra y ya me he enfrentado antes a sus cambios. Los niños volverán. Pronto llegará el invierno, y tengo suficiente comida para mí. Tú serás mi última presa antes de que caigan las nieves. Te convertiré en zorro, porque creo que eres aún más inteligente que mi cervatilla. ¿Quién sabe? Quizás escapes y sigas viviendo en algún lugar apartado del bosque, aunque todavía no lo ha conseguido nadie. Siempre hay esperanza, querido David, siempre. Ahora, duerme, porque empezaremos mañana.

Tras aquellas palabras, le limpió la cara a David con un trapo y le dio un suave beso en los labios. Después lo llevó a la gran mesa y lo encadenó allí, por si intentaba escaparse durante la noche, para después apagar todas las lámparas. La cazadora se desvistió a la luz del fuego de la chimenea, se tumbó desnuda en su cama de madera y se durmió.

Pero David no se durmió, sino que pensó en la situación en la que se encontraba. Recordó sus cuentos y le vino a la memoria la imagen del Leñador hablándole de la casa de chocolate. De todas las historias se podía aprender algo. Poco a poco, empezó a idear su plan.

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XVII. Sobre los centauros y la vanidad de la cazadora

Por la mañana temprano, la cazadora se despertó y se vistió, asó carne en el fuego, y se la comió con un té de hierbas y especias. Después se acercó a levantar a David. Al niño le dolían la espalda y las extremidades por culpa de la dura mesa y las cadenas que le impedían moverse, así que había dormido poco, pero tenía una misión que cumplir. Aunque hasta entonces había dependido de la buena voluntad de los demás (el Leñador y los enanos) para seguir sano y salvo, en aquellos instantes estaba solo, y la posibilidad de sobrevivir recaía únicamente en sus manos.

La cazadora le dio un poco de té e intentó hacer que comiese de la carne, pero el niño no abría la boca, porque aquello olía fuerte, a carne de caza.

– Es venado -dijo ella-. Tienes que comer, necesitarás todas tus fuerzas.

Pero David mantuvo la boca bien cerrada, porque sólo podía pensar en la chica ciervo y en el contacto de su piel. ¿Quién sabía qué niño había formado parte de aquel cuerpo de animal, después de que humano y bestia se hiciesen uno?

Puede que fuese la carne de la chica ciervo, arrancada cuerpo sanguinolento para que la cazadora tuviese un buen desayuno fresco. No podía comérsela y no lo haría.

La cazadora se rindió y le ofreció pan, incluso le soltó una mano para que pudiera comérselo solo. Mientras comía, la mujer metió dentro de la casa al zorro enjaulado los establos y lo tendió en la mesa que había junto a David. El zorro observó al niño como si supiese lo que iba a pasar. Mientras se miraban, la cazadora empezó a reunir todo lo que necesitaba: había cuchillas y sierras, algodones y vendas agujas largas e hilo negro, tubos y frasquitos, y una jarra con una loción transparente y viscosa. Le puso fuelles a algunos tubos («para mantener la circulación de la sangre, por si acaso») y ajustó las correas para que le sirvieran a las patitas de zorro.

– Bueno, ¿qué te parece tu cuerpo nuevo? -le preguntó a David cuando terminó de prepararlo todo-. Es un buen zorro, joven y ágil. -El zorro intentó morder los alambres de su jaula, dejando ver unos dientes blancos y afilados.

– ¿Qué harás con mi cuerpo y su cabeza? -le preguntó el niño.

– Secaré tu carne y la añadiré a mi reserva para el invierno. He descubierto que, aunque es posible unir la cabeza de un niño al cuerpo de un animal, lo contrario no funciona. El cerebro del animal es incapaz de adaptarse al cuerpo nuevo. No puede moverse bien y entonces se convierte en una mala presa. Al principio los soltaba para divertirme, pero ahora ni siquiera me molesto en hacerlo. En cualquier caso, los que han sobrevivido están por el bosque, convertidos en criaturas enfermizas. A veces los mato por lástima cuando se cruzan en mi camino.

– Estaba pensando en lo que dijiste anoche -empezó a decir David, con cautela-, eso de que todos los niños sueñan con ser animales.

– ¿Y no es cierto?

– Creo que sí, yo siempre he querido ser un caballo.

– ¿Por qué un caballo? -preguntó la cazadora, interesada.

– En los cuentos que leía de pequeño descubrí a una criatura que se llamaba centauro. Era mitad caballo, mitad hombre. En vez de tener cuello de caballo, tenía el torso de un hombre, así que podía llevar un arco en las manos. Era bello y fuerte, y resultaba ser el cazador perfecto, porque combinaba toda la fuerza y la velocidad de un caballo con la habilidad y la astucia de un hombre. Ayer eras muy veloz sobre tu caballo, pero no formabais un conjunto perfecto. Es decir, el animal a veces tropieza o se mueve de una forma que no esperabas, ¿verdad? Mi padre solía montar a caballo de joven, y me dijo que incluso el mejor de los jinetes puede caerse de la silla. Si yo fuera un centauro podría tener lo mejor de un caballo y de un hombre, todo en uno, y, si cazara, no se me escaparía nada.

La cazadora miró al zorro, después a David y de nuevo al zorro. Le dio la espalda al niño y se dirigió a su escritorio, donde cogió un trozo de papel y una pluma, y empezó a dibujar. Desde donde se encontraba sentado, David vio diagramas, figuras, y las formas de caballos y hombres, dibujadas con todo el cuidado de un artista. No molestó a la cazadora, se limitó a observarla con paciencia y, cuando miró al zorro, vio que el animal también la observaba. Así que niño y zorro siguieron así, unidos en su espera, hasta que, por fin, la mujer terminó su trabajo.

Se levantó, regresó a la gran mesa de operaciones y, sin decir palabra, le ató los pies a David para que no se pudiera mover. El niño tuvo un momento de pánico, ya que pensaba que su plan no había tenido éxito y que la cazadora iba a operarlo, a cortarle la cabeza y transplantarla en el cuerpo de un animal salvaje, creando un nuevo ser a partir de sangre, ungüento y dolor. ¿Lo decapitaría con un solo golpe de hacha, o con dos y serraría atravesando cartílagos y huesos? ¿Le daría algo para dormir de modo que, al cerrar los ojos, fuese una cosa, y al abrirlos, otra muy distinta? ¿O parte de ella disfrutaba causando dolor? Mientras la mujer lo manoseaba, tuvo ganas de ponerse a gritar, pero no lo hizo, sino que se quedó quieto, se tragó el miedo y, así, vio recompensada su disciplina.

Una vez lo hubo atado bien a la mesa, la cazadora se puso su capa con capucha y salió de la casa. Al cabo de unos minutos, David oyó el ruido de los cascos de un caballo, y la cazadora se internó en el bosque, dejándolo solo con el zorro, dos animales a punto de convertirse en uno.

David se quedó dormido un rato y despertó al oír que regresaba la cazadora. Los cascos del caballo se oían muy cerca. La puerta de la casa se abrió, y la cazadora apareció conduciendo su montura. Al principio, el caballo parecía reacio a entrar, pero ella le habló con ternura, y, finalmente, el animal la siguió. El niño notó que el hocico del animal reaccionaba a los olores de la casa, y le pareció ver pánico en su mirada. La mujer lo ató a una anilla de la pared y se acercó a David.

– Haré un trato contigo -le dijo-. He estado pensando sobre esa criatura, el centauro. Tienes razón: un animal así sería el cazador perfecto, y me gustaría convertirme en uno. Si me ayudas, te doy mi palabra de que te dejaré libre.

– ¿Cómo sé que no me vas a matar en cuanto te conviertas en centauro? -le preguntó David.

– Destruiré el arco y las flechas, y te dibujaré un mapa para que puedas volver al camino. Aunque decidiese perseguirte, ¿qué peligro representaría sin un arco con el que cazar? Después fabricaré más, pero, para entonces, tú ya te habrás ido de sobra, y, si alguna vez vuelves por mi bosque, tendrás vía libre en reconocimiento a todo lo que has hecho por mí. -Entonces, la cazadora se inclinó sobre David para susurrarle al oído-. Pero, si no aceptas ayudarme, te uniré al zorro y te garantizo que no llegarás vivo al final del día. Te perseguiré por el bosque hasta que caigas de cansancio, y, cuando ya no puedas seguir corriendo, te desollaré vivo y te llevaré puesto en los días más fríos del invierno. Puedes vivir o morir, tú decides.

– Quiero vivir -le aseguró David.

– Entonces, tenemos un trato -dijo la cazadora, y tiró al fuego el arco y las flechas. Después le dibujó al niño un mapa detallado del bosque, mostrándole cómo regresar al camino, y David se lo guardó con cuidado en la camisa. La mujer le explicó lo que tenía que hacer, cogió del establo un par de cuchillas enormes, pesadas y afiladas como guillotinas, y las suspendió sobre las mesas de operaciones utilizando un sistema de cuerdas y poleas. La cazadora ajustó una para que cortase su cuerpo por la mitad al caer, y le enseñó a David cómo aplicar el ungüento de inmediato para no morir desangrada antes de que uniese su torso al cuerpo del caballo. Repitió el procedimiento una y otra vez, hasta que el niño se lo supo de memoria. Después se desnudó, cogió un cuchillo largo y pesado, y, con dos golpes, le cortó la cabeza al caballo. Al principio salió mucha sangre, pero David y la cazadora extendieron el ungüento rápidamente por la carne roja y expuesta del cuello del caballo, y las heridas empezaron a humear y hervir cuando la mezcla hizo su trabajo. Al instante, las venas y las arterias dejaron de escupir sangre. El cuerpo del caballo quedó tendido en el suelo, con el corazón todavía latiendo mientras que la cabeza yacía al lado, con los ojos en blanco y la lengua fuera.

– No tenemos mucho tiempo -lo urgió la mujer- ¡Deprisa, deprisa!

Se tumbó en la mesa, bajo la cuchilla. David intentó no fijarse en su desnudez y se concentró en los preparativos para soltar la hoja, como ella le había indicado. Mientras comprobaba de nuevo las cuerdas, la cazadora lo cogió del brazo: tenía un afilado cuchillo en la mano derecha.

– Si intentas huir o me traicionas, este cuchillo saldrá de mi mano y encontrará tu cuerpo antes de que puedas alejarte más de un metro de mí. ¿Lo entiendes?

David asintió. Tenía un tobillo atado a la pata de la mesa. Aunque hubiese querido arriesgarse, no habría llegado muy lejos. La mujer lo soltó. Junto a ella estaba una de las jarras de cristal con el ungüento milagroso, y David tenía que echárselo en el cuerpo herido, después ponerla en el suelo y ayudarla a arrastrarse hasta el caballo. Cuando las dos heridas se tocasen, tenía que echar más ungüento para que ambos cuerpos se fusionasen, creando una criatura nueva.

– Pues hazlo, y deprisa.

David dio un paso atrás. La cuerda que sostenía la guillotina estaba tensa, y, para evitar accidentes, tenía que cortarla con su espada, de modo que cayese sobre la mujer y la dividiese en dos.

– ¿Lista? -preguntó David, acercando la hoja de la espada a la cuerda.

– Sí, ¡hazlo! ¡Hazlo ya! -gritó la cazadora, apretando los dientes.

David levantó la espada sobre la cabeza y la dejó caer sobre la cuerda con todas sus fuerzas. La cuerda se partió, y la cuchilla cayó, cortando a la mujer en dos. La cazadora gritó de dolor y se retorció sobre la mesa, mientras la sangre salía a borbotones de las dos mitades de su cuerpo.

– ¡El ungüento! -gritó-. ¡Aplícalo deprisa!

Pero, en vez de hacerlo, David levantó de nuevo la espada v le cortó a la mujer la mano derecha, que cayó al suelo, con el cuchillo todavía entre los dedos. Finalmente, con un tercer golpe, David cortó la cuerda que lo ataba a la mesa, saltó por encima del cuerpo del caballo y corrió hacia la puerta, oyendo en todo momento los gritos de rabia y dolor que llenaban la habitación. La puerta estaba cerrada, pero la llave seguía en la cerradura. David intentó girarla, pero no se movía.

Detrás de él, los gritos de la cazadora subieron de tono, seguidos por un olor a quemado. El niño se volvió y comprobó que la gran herida de la parte superior de su cuerpo humeaba y hervía, porque el ungüento le curaba el corte. También tenía ungüento en el brazo derecho, y estaba echando más en el suelo para que empapase la muñeca de la mano cortada y dejase de sangrar. Con el muñón y la fuerza de su mano izquierda, bajó de la mesa y cayó al suelo.

– ¡Vuelve aquí! -siseó-. Todavía no hemos terminado. Te voy a comer vivo.

La cazadora acercó el muñón a la mano cortada y mojó ambos con el ungüento, con lo que volvieron a juntarse al instante. Después se puso el cuchillo en la boca, sujetando la hoja entre los dientes, y empezó a avanzar por el suelo hacia David. Su mano le tocó el borde de los pantalones justo cuando la llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. El niño se soltó, corrió a campo abierto… y se paró en seco.

No estaba solo.

El claro en el que se encontraba la casa estaba lleno de un grupo de criaturas con cuerpos de niños y cabezas de anima les. Había zorros, ciervos, conejos y comadrejas, y los rasgos de los animales más pequeños resultaban incongruentes sobre los grandes hombros humanos, con los cuellos reducidos por la acción del ungüento. Los híbridos se movían con torpeza como si no controlasen sus miembros; arrastraban los pies y tropezaban, con aspecto desconcertado y dolorido. Cuando la cazadora salió arrastrándose por la puerta, ellos se estaban acercando a la casa poco a poco. La mujer dejó caer el cuchillo que llevaba en la boca y lo agarró con el puño.

– ¿Qué hacéis aquí, criaturas repugnantes? Largaos, volved a esconderos en las sombras.

Pero las bestias no respondieron, sino que siguieron avanzando con la mirada fija en la cazadora. La mujer miró a David, asustada.

– Llévame dentro -le pidió-. Deprisa, antes de que me alcancen. Te perdono por todo lo que me has hecho, puedes irte, pero no me dejes aquí… con ellos.

David sacudió la cabeza y se apartó de ella, justo cuando una criatura con el cuerpo de un niño y la cabeza de una ardilla lo miraba, agitando el hocico.

– No me abandones -gritó la cazadora, que estaba prácticamente rodeada, dando débiles cuchillazos al aire, mientras las bestias que había creado la rodeaban-. ¡Ayúdame! -le gritó a David-. Por favor, ayúdame.

Y entonces, los animales cayeron sobre ella, desgarrando y mordiendo, arrancando y desmenuzando, mientras David daba la espalda al horrendo espectáculo y huía al bosque.

.

XVIII. Sobre Roland

David caminó muchas horas a través del bosque intentando seguir lo mejor que podía el mapa de la cazadora. Había marcado senderos que ya no existían o que, para empezar, nunca habían existido. Los túmulos de piedras que se habían usado durante varias generaciones como señales primitivas habían quedado tapados por la hierba alta y el musgo o los habían derribado los animales o los viajeros vengativos, de modo que David se vio obligado a volver sobre sus pasos una y otra vez, o a cortar la maleza con la espada para encontrar las señales. De vez en cuando se preguntaba si la mujer tenía pensado engañarlo con un mapa falso, un ardid que lo habría mantenido atrapado en el bosque, presa fácil para ella una vez convertida en centauro.

Entonces, de repente, vislumbró una delgada línea blanca a través de los árboles y, momentos después, se encontraba en el borde del bosque, con el camino delante. David no tenía ni idea de dónde estaba. Podía estar de vuelta en el cruce de los enanos o más al este, pero no le importaba, sólo se alegraba de haber salido del bosque y haber encontrado el camino que lo llevaría al castillo del rey.

Siguió caminando hasta que la tenue luz de aquel mundo empezó a desvanecerse. Resultaba desconcertante que no hubiese día de verdad; hacía que se sintiese triste casi todo el tiempo, incluso más triste de lo que lo habría estado de por sí, dadas las circunstancias. Se sentó en una roca y se comió un trozo de pan duro y parte de la fruta desecada que los enanos le habían dado, y lo regó todo con agua fresca del pequeño arroyo que fluía paralelo al camino.

Se preguntó qué estarían haciendo su padre y Rose. Supuso que ya se habrían empezado a preocupar de verdad por él, pero no tenía ni idea de qué ocurriría si lo buscaban en el jardín hundido, ni siquiera sabía si quedaba algo del jardín. Recordó cómo el fuego del bombardero había iluminado el cielo nocturno, y el rugido desesperado de los motores del avión al descender. Tenía que haber destrozado el jardín, lanzando ladrillos y trozos de avión por el patio e incendiando los árboles. Quizá la grieta de la pared por la que había escapado David se hubiera derrumbado en el accidente, haciendo desaparecer el camino de vuelta a su mundo. Su padre no tendría forma de saber si David estaba en el jardín hundido cuando cayó el avión, ni qué le había pasado de haber estado allí en aquel momento. Se imaginó a hombres y mujeres revolviendo entre los restos del aparato en busca de cuerpos chamuscados, temiendo encontrar uno más pequeño que el resto.

Le preocupaba, y no era la primera vez, que alejarse cada vez más del portal entre los mundos no fuese lo más acertado. Si su padre u otros encontraban la forma de atravesarlo, ¿no llegarían al mismo lugar? El Leñador había estado muy seguro de que lo mejor era ver al rey, pero el Leñador ya no estaba, no había podido salvarse de los lobos y no había podido proteger a David. El chico estaba solo.

David miró el camino; ya no podía regresar. Era muy probable que los lobos siguiesen buscándolo, y, aunque lograse encontrar la forma de llegar al abismo, tendría que buscar otro puente. No tenía más opción que seguir avanzando, con la esperanza de que el rey pudiese ayudarlo. Si su padre iba a buscarlo, bueno, David esperaba que supiese cuidarse solo. Pero, sólo por si acaso él u otra persona llegaban hasta aquel camino, el niño cogió una roca plana que había junto al arroyo y, usando una piedra afilada, grabó su nombre en ella y una flecha que señalaba la dirección que iba a tomar. Bajo ella, escribió: «A ver al rey». Colocó un pequeño montículo de piedras al lado del camino, como las que habían usado para marcar los senderos del bosque, y puso su mensaje encima. Era lo mejor que se le ocurría.

Mientras recogía los restos de su comida, vio una figura acercarse sobre un caballo blanco. David sintió la tentación de esconderse, pero sabía que, si podía ver al jinete, el jinete lo podía ver a él. La figura se acercó más, y David vio que vestía una coraza de plata decorada con el símbolo de unos soles gemelos, y un yelmo de plata en la cabeza. Una espada le colgaba de un lateral del cinturón, y llevaba un arco y un carcaj de flechas en la espalda: las armas preferidas en aquel mundo, por lo que se veía. En la silla de montar cargaba un escudo, también con los soles gemelos. Frenó el caballo al llegar a la altura del niño y lo miró. A David le recordó al Leñador, porque el rostro del jinete tenía algo similar: como el Leñador, parecía serio, pero amable.

– ¿Adonde te diriges, joven? -le preguntó a David.

– Voy a ver al rey.

– ¿Al rey? -El jinete no estaba muy impresionado-. ¿Para qué puede servirle el rey a nadie?

– Intento volver a casa. Me dijeron que el rey tenía un libro, y que en ese libro podría haber una forma de regresar al sitio de donde vengo.

– ¿Y qué sitio es ése?

– Inglaterra -respondió David.

– No creo haber oído antes ese nombre. Es de suponer que está muy lejos de aquí -comentó-. Todo está muy lejos de aquí -añadió, como si se le hubiese ocurrido después. Se movió un poco sobre el caballo y miró a su alrededor, examinando los árboles, las colinas que había detrás y el camino que estaban recorriendo-. Este no es lugar para que un chico vaya caminando solo -afirmó.

– Llegué cruzando el abismo hace un par de días -contestó David-. Había lobos, y el hombre que me ayudaba, el Leñador…

David no pudo seguir, no quería decir en voz alta lo que le había pasado al Leñador. Volvió a ver a su amigo caer bajo el peso de la manada de lobos, y el reguero de sangre que conducía al bosque.

– ¿Cruzaste el abismo? -le preguntó el jinete-. Dime, ¿fuiste tú el que cortó las cuerdas?

David intentó descifrar la expresión del jinete, porque no quería meterse en líos y supuso que tenía que haber causado muchos problemas al destruir el puente. Pero tampoco quería mentir, y algo le decía que aquel hombre se daría cuenta si lo hacía.

– Tuve que hacerlo -respondió-. Los lobos me perseguían, así que no tenía elección.

– Los trols estaban muy disgustados -dijo el jinete, sonriendo-. Tendrán que reconstruir el puente si quieren seguir con su juego, y las arpías los acosarán siempre que puedan.

David se encogió de hombros, porque no le daban pena aquellos trols que obligaban a los viajeros a jugarse la vida solucionando un tonto acertijo. No era forma de comportarse. Esperaba de todo corazón que las arpías decidieran comerse a algunos de ellos para la cena, aunque le daba la impresión de que el sabor de los trols no debía de ser muy agradable.

– Vine del norte, así que tus travesuras no entorpecieron mis planes -le aclaró el jinete-, pero me parece que merece la pena tener cerca a un joven que consigue irritar a los trols, y escapar de arpías y lobos. Haré un trato contigo: te llevaré hasta el rey si me acompañas durante un tiempo. Tengo una misión que cumplir y necesitaré un escudero que me ayude por el camino. No serán más que unos cuantos días de servicio, y, a cambio, me aseguraré de que llegues sano y salvo a la corte real.

David no tenía muchas alternativas. No creía que los lobos le perdonaran las muertes que había causado en el puente, y, con el tiempo que había transcurrido, ya debían de haber encontrado la forma de cruzar el cañón. Seguro que ya estaban sobre su pista; aunque había tenido suerte en el abismo, puede que no la tuviera la segunda vez. Viajar solo por aquel camino lo dejaba a merced de todo el que deseara hacerle daño, como la cazadora.

– Sí, iré contigo -respondió-. Gracias.

– Bien. Me llamo Roland.

– Y yo soy David. ¿Eres un caballero?

– No, soy un soldado, nada más.

Roland se agachó y le ofreció la mano al niño. Cuando David la cogió, lo levantó al instante del suelo y lo subió a lomos del caballo.

– Pareces cansado -le dijo Roland-, y yo puedo permitirme perder algo de dignidad compartiendo el caballo contigo.

Dio unos golpecitos con los talones en los flancos caballo, y salieron al trote.

David no estaba acostumbrado a sentarse en un caballo, así que le costó adaptarse a los movimientos y el trasero le rebotaba en la silla con una regularidad dolorosa. El niño sólo empezó a disfrutar de la experiencia cuando Scylla (porque así se llamaba el caballo) se lanzó al galope. Era casi como volar por el camino, y, a pesar de la carga añadida de David en su lomo los cascos de Scylla se tragaban a grandes zancadas el suelo bajo sus pies. Por primera vez, el niño empezó a temer un poco menos a los lobos.

Llevaban cabalgando algún tiempo cuando el paisaje que los rodeaba empezó a cambiar. La hierba estaba achicharrada, el suelo roto y revuelto, como si se hubiesen producido grandes explosiones. Los árboles estaban cortados, con los troncos afilados en punta y clavados en el suelo en lo que parecía un intento por crear defensas contra un enemigo. Había trozos de armaduras esparcidos por la tierra, junto con escudos abollados y espadas rotas. Era como si estuviesen viendo el resultado de una gran batalla, y, aunque no se veían cadáveres por ninguna parte, sí había sangre, y los charcos fangosos que salpicaban el campo de batalla eran más rojos que marrones.

Y, en medio de todo aquello, había algo que estaba fuera de lugar, algo tan extraño que Scylla se paró de golpe y palpó el suelo con uno de sus cascos, e incluso Roland lo contempló sin ocultar su miedo. Sólo David sabía lo que era.

Era un tanque Mark V, una reliquia de la Gran Guerra. Su achaparrado cañón antitanque todavía sobresalía de la torreta de la izquierda, pero no llevaba ningún tipo de marca. De hecho, estaba tan limpio, tan pulcro, que era como si acabase de salir de la fábrica.

– ¿Qué es eso? -preguntó Roland-. ¿Lo sabes?

– Es un tanque. -Se dio cuenta de que llamarlo por su nombre no iba a ayudar a Roland a entender su naturaleza, así que añadió-: Es una máquina, como… como un gran carro cubierto en el que pueden viajar hombres. Esto -dijo, señalando el cañón- es una pistola, un tipo de cañón.

David se subió al tanque usando los remaches para agarrarse. La escotilla estaba abierta, y dentro vio el sistema de frenos y engranajes junto al asiento del conductor, además de los mecanismos del gran motor Ricardo, pero no había tripulación. Era como si no lo hubiesen usado nunca. Desde la altura a la que se encontraba, el niño miró a su alrededor y no pudo ver las huellas de la máquina en el barro. Era como si el Mark V hubiese salido de la nada.

Bajó, saltó al suelo desde medio metro de altura y, al caer, se salpicó los pantalones de sangre y lodo, y recordó de nuevo que estaban en un lugar donde se habían producido heridos y quizá muertos.

– ¿Qué ha pasado aquí? -le preguntó a Roland, que se agitaba sobre el caballo, todavía incómodo por la presencia del tanque.

– No lo sé -respondió-. Tiene el aspecto de alguna clase de batalla, y reciente. Todavía huelo la sangre en el aire, pero ¿dónde están los cuerpos de los caídos? Y, si los han enterrado, ¿dónde están las tumbas?

– Estáis buscando en el sitio equivocado, viajeros -dijo una voz detrás de ellos-. No hay cadáveres en el campo porque están… en otra parte.

Roland hizo que Scylla se volviera, mientras sacaba la espada, y ayudó a David a subir al caballo. En cuanto estuvo sentado, David también sacó su pequeña espada de la funda.

Junto al camino estaban los restos de un antiguo muro todo lo que quedaba de una estructura mayor ya desaparecida, y, sobre las piedras, se sentaba un anciano completamente calvo, con el cráneo surcado de gruesas venas azules que parecían los ríos del mapa de un lugar inhóspito y frío. Tenía le ojos llenos de vasos sanguíneos, y las cuencas parecían demasiado grandes para ellos, de modo que la carne roja bajo la pie quedaba colgando y al aire bajo cada globo ocular. Tenía la nariz larga, y los labios pálidos y secos, y vestía una vieja bata marrón, como el hábito de un monje, que le llegaba hasta los tobillos. Tenía los pies descalzos, con las uñas amarillas.

– ¿Quién ha luchado aquí? -le preguntó Roland.

– No les pregunté el nombre -respondió el anciano-. Vinieron y murieron.

– ¿Por qué? Debían de luchar por alguna causa.

– Sin duda. Seguro que creían que su causa era justa, pero por desgracia, ella no.

El olor del campo de batalla le estaba revolviendo el estómago al niño, y aquello aumentó su sensación de que aquel hombre no era de fiar. Por la forma en que hablaba de «ella», la culpable de lo sucedido, y por la forma en que sonreía al mencionarla, estaba muy claro que los hombres que habían muerto allí habían sufrido unas muertes realmente malas.

– ¿Y quién es ella? -preguntó Roland.

– Ella es la Bestia, la criatura que vive bajo las ruinas de una torre en lo más profundo del bosque. Llevaba dormida mucho tiempo, pero ha despertado de nuevo. -El anciano hizo un gesto hacia los árboles que tenía detrás-. Eran los hombres del rey, que intentaban controlar un reino moribundo y pagaron el precio. Resistieron aquí, pero los aplastó. Se retiraron para ponerse a cubierto en el bosque que tengo detrás, arrastrando a sus muertos y heridos con ellos, y allí la Bestia terminó con ellos.

– ¿Cómo llegó el tanque hasta aquí? -preguntó David, después de aclararse la garganta-. No es de este sitio.

– Quizás igual que tú, chico -contestó el viejo, con una sonrisa que dejaba al descubierto unas encías moradas salpicadas de dientes podridos-. Tú tampoco eres de aquí.

Roland hizo que Scylla se dirigiese al bosque, manteniéndose a distancia del anciano, y, como se trataba de una yegua valiente, sólo vaciló un segundo antes de obedecerlo.

El olor a sangre y descomposición se hizo más fuerte. Delante de ellos había un bosquecillo de árboles enanos rotos, y David supo que de allí provenía el hedor. Roland le pidió al chico que desmontase, y le ordenó que permaneciese con la espalda pegada a un árbol y la vista fija en el anciano, que seguía sentado en el pequeño muro y había vuelto la cabeza atrás para observarlos.

David sabía que Roland no quería que viese lo que había más allá de los arbustos, pero no pudo resistir la tentación de mirar cuando oyó al soldado apartarlos para entrar en el bosquecillo. El niño vislumbró fugazmente unos cadáveres colgados de los árboles, cuyos restos habían quedado reducidos a poco más que huesos ensangrentados. Apartó la vista al instante… y se encontró mirando a los ojos del viejo. David no sabía cómo había logrado moverse tan deprisa y de manera tan silenciosa, pero allí estaba, tan cerca de él que podía olerle el aliento…, que, de hecho, apestaba a bayas agrias. El chico cogió la espada con firmeza, pero el anciano ni pestañeó.

– Estás muy lejos de casa, chico -le dijo. Después levantó la mano derecha y le tocó un mechón de pelo, pero David se lo sacudió de encima, furioso y le dio un empujón. Fue como empujar una pared, porque, aunque el anciano parecía frágil, era mucho más fuerte que David.

– ¿Todavía oyes a tu madre llamarte? -le preguntó el viejo, llevándose la mano izquierda a la oreja, como si intentase captar el sonido de una voz en el aire-. Daaavid -cantó, con voz aguda-, oh, Daaavid.

– ¡Cállate! -exclamó David-. Cállate ahora mismo.

– ¿Sí? ¿Qué me vas a hacer si no? -repuso el anciano-. Un niño pequeño, muy lejos de casa, llorando por su madre muerta. ¿Qué puedes hacer?

– Te haré daño, lo digo en serio.

El anciano escupió en el suelo, y la hierba crepitó al recibir su saliva. El líquido se expandió formando un charco espumoso en la tierra.

Y en el charco, David vio a su padre, a Rose y al bebe Georgie. Todos reían, incluso Georgie, al que su padre lanzaba al aire, como había hecho en el pasado con David.

– No te echan de menos, ¿sabes? -le dijo el viejo-. No te echan de menos ni una pizca. Se alegran de que te hayas ido. Hacías que tu padre se sintiese culpable porque le recordabas a tu madre, pero ahora tiene una familia nueva y, como no estás en medio, ya no tiene que preocuparse ni por ti ni por tus sentimientos. Se ha olvidado de ti, igual que se olvidó de tu madre.

La imagen del charco cambió, y David vio el dormitorio que su padre compartía con Rose. Rose y él estaban de pie junto a la cama, besándose y, mientras David los observaba, se tumbaron. El niño apartó la mirada, notando un escozor en la cara y una gran rabia dentro. No quería creérselo, pero tenía la evidencia delante, en un charco de saliva humeante escupida por un anciano venenoso.

– ¿Ves? -dijo el viejo-. No tienes ninguna razón para volver.

Se rió, y David lo golpeó con la espada, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba enfadado y triste, nunca se había sentido tan traicionado. Era como si algo hubiese tomado el control de su cuerpo, algo ajeno a él que lo había dejado sin voluntad propia. Su brazo se levantó solo y atacó al viejo, rasgándole la bata marrón y marcando una línea ensangrentada sobre su piel.

El anciano se apartó, se llevó la mano al pecho y vio que tenía los dedos rojos. Empezó a cambiarle la cara, que se estiró y adoptó la forma de una media luna, y la barbilla se le curvó tanto hacia arriba que estuvo a punto de chocarle con el puente de su torcida nariz. Del cráneo le nacieron matas de pelo negro y basto. El hombre tiró al suelo la bata, y David vio un traje verde y dorado, sujeto con un recargado cinturón de oro y una daga de oro que se doblaba como el cuerpo de una serpiente. En la tela del traje había un corte, justo donde la espada de David había rajado la bonita tela. Por último, un disco negro y plano apareció en la mano del hombre, que lo lanzó al aire y lo recogió convertido en un sombrero torcido, para después colocárselo en la cabeza.

– Tú -dijo David-. Tú estuviste en mi habitación.

El Hombre Torcido siseó, y la daga que llevaba a la cintura se retorció como si realmente fuese una serpiente. El hombre tenía la cara desfigurada de furia y dolor.

– He caminado por tus sueños -dijo-. Sé todo lo que piensas, todo lo que sientes, todo lo que temes. Sé que eres un niño odioso, desagradable y celoso, y, a pesar de todo, yo pensaba ayudarte. Iba a ayudarte a encontrar a tu madre, pero me has cortado. Oooh, eres un chico horrible. Podría hacer que lo lamentaras, que lamentaras mucho haber nacido, pero… -El tono de su voz cambió de repente, volviéndose sosegado y razonable, lo que asustó a David todavía más-. No lo haré, porque al final me necesitarás. Yo puedo llevarte hasta la persona que buscas y después llevaros a ambos a casa. Soy el único que de verdad puede hacerlo, y sólo te pediré un favorcillo a cambio, una cosa tan pequeña que ni siquiera te darás cuenta… -Pero, antes de poder seguir hablando, se vio interrumpido por el sonido de Roland al regresar.

El Hombre Torcido agitó un dedo delante de la cara de David.

– Hablaremos de nuevo, ¡y quizás entonces me estés un poco más agradecido!

Después de decir aquello, empezó a dar vueltas en círculo tan deprisa y con tanta energía que abrió un agujero en el suelo y desapareció, dejando tan sólo la bata marrón detrás. Su escupitajo se había secado, y las imágenes del mundo de David ya no se veían.

David notó que Roland se colocaba a su lado, y los dos contemplaron el agujero negro que había dejado el Hombre Torcido.

– ¿Quién o qué era eso? -preguntó Roland.

– Se disfrazó de anciano -respondió David-. Me dijo que podía ayudarme a volver a casa y que era el único que podía hacerlo. Creo que era el hombre del que hablaba el Leñador, el tramposo.

– ¿Le has herido? -preguntó Roland al ver la sangre que goteaba de la espada de David.

– Estaba enfadado, no he podido contenerme.

Roland le quitó la espada, arrancó una gran hoja verde de un arbusto y la usó para limpiarla.

– Debes aprender a dominar tus impulsos -le dijo al niño-. Las espadas desean que las uses, quieren hacer daño. Por eso se forjaron, y no tienen otro propósito en la vida. Si no las controlas, te controlarán a ti. -Le devolvió el arma a David-. La próxima vez que veas a ese hombre, no te limites a hacerle daño: mátalo. Diga lo que diga, no quiere nada bueno.

Caminaron juntos hasta Scylla, que estaba mordisqueando la hierba.

– ¿Qué has visto ahí detrás? -preguntó David al soldado.

– Sospecho que lo mismo que tú -contestó Roland, sacudiendo la cabeza, un poco molesto porque David le hubiese desobedecido-. Lo que mató a esos hombres les chupó la carne de los huesos y dejó los restos colgados de los árboles. El bosque está lleno de cadáveres, por lo que he podido ver. El suelo está húmedo de sangre, pero hirieron a la Bestia, sea lo que sea esa criatura, antes de morir, porque hay una sustancia asquerosa en la tierra, algo negro y putrefacto, y las puntas de algunas de sus lanzas y espadas se habían fundido al tocarlo. Si hay posibilidad de herirla, hay posibilidad de matarla, aunque hará falta algo más que un soldado y un niño para lograrlo. Esto no es asunto nuestro, tenemos que irnos.

– Pero… -protestó David, aunque no sabía qué decir. No era como en los cuentos, en los que los soldados y los caballeros mataban dragones y monstruos. Aquellos héroes no tenían miedo y no huían ante la amenaza de la muerte.

Roland ya estaba encima de Scylla con la mano extendida, esperando a que David la cogiese.

– Si tienes algo que decir, David, dilo.

– Han muerto muchos hombres -respondió el niño, intentando encontrar las palabras adecuadas para no ofender a Roland-, y lo que los mató sigue vivo, aunque esté herido. Matará otra vez, ¿verdad? Morirá más gente.

– Quizá.

– Entonces, ¿no deberíamos hacer algo?

– ¿Y qué sugieres? ¿Que lo cacemos con una espada y media? Esta vida está llena de amenazas y peligros, David. Tendremos que enfrentarnos a algunos, y habrá ocasiones en las que tengamos que actuar por el bien común, aun a riesgo de nuestras vidas, pero no podemos dejarnos matar inútilmente. Cada uno de nosotros tiene una sola vida que vivir y una sola vida que ofrecer. Malgastarla cuando no hay esperanza no es una hazaña gloriosa. Venga, nos acecha el crepúsculo, y tenemos que encontrar refugio para la noche.

David vaciló durante unos segundos, pero después aceptó la mano de Roland y subió a la silla. Pensó en todos aquellos hombres muertos y se preguntó qué tipo de criatura podría haberles causado tanto daño. El tanque seguía en medio del campo de batalla, abandonado y extraño. De algún modo, había encontrado el camino entre su mundo y el mundo en que se encontraban, pero sin tripulación y, aparentemente, sin que nadie lo hubiese conducido nunca.

Mientras se alejaban, recordó las visiones reflejadas en el charco de saliva del Hombre Torcido, y las palabras que éste le había dicho: «No te echan de menos ni una pizca. Se alegran de que te hayas ido».

No podía ser cierto, ¿no? Sin embargo, el niño había visto cómo su padre mimaba a Georgie, y cómo miraba a Rose y la cogía de la mano cuando paseaban, y se imaginaba las cosas que hacían juntos cuando la puerta del dormitorio se cerraba

por las noches. ¿Y si encontraba la forma de regresar a casa y no le querían allí? ¿Y si de verdad eran más felices sin él?

Pero el Hombre Torcido le había dicho que él podía arreglarlo todo, que podía devolverle a su madre y llevarlos a los dos a casa, a cambio de un favorcillo. Y David se preguntó qué favor sería, mientras Roland espoleaba a Scylla para que siguiera adelante.

Mientras tanto, más hacia el oeste, donde David no podía ni verlos ni oírlos, un coro de aullidos triunfantes se elevó en el aire.

Los lobos habían encontrado otro puente para cruzar el abismo.

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XIX. Sobre el cuento de Roland y el lobo explorador

Roland era reacio a detenerse para pasar la noche, porque estaba deseando continuar su búsqueda y le preocupaban los lobos que perseguían a David, pero Scylla se estaba cansando, y David estaba tan exhausto que apenas podía agarrarse a la cintura de Roland. Finalmente, llegaron a las ruinas de lo que parecía haber sido una iglesia, y allí Roland aceptó descansar durante unas cuantas horas. No permitió que encendieran un fuego, aunque hacía frío, pero le dio a David una manta para abrigarse y le dejó que bebiese un trago de una petaca plateada. El líquido que había dentro quemó la garganta del niño antes de darle calor. Entonces se tumbó y miró al cielo. La aguja de la iglesia se erguía sobre él, y sus ventanas estaban tan vacías como lo estaban los ojos de los muertos.

– La nueva religión -explicó Roland con desprecio-. El rey intentó que otros la siguieran cuando todavía le quedaba voluntad para lograrlo y poder para hacer cumplir su voluntad. Ahora que se resguarda en su castillo, sus capillas se han quedado vacías.

– ¿En qué crees tú? -le preguntó David.

– Creo en aquellos a los que amo y en los que confío. Todo lo demás son tonterías. Este dios está tan vacío como su iglesia. Sus seguidores le atribuyen toda su buena fortuna, pero, cuando hace caso omiso de sus ruegos o permite que sufran, dicen que es imposible comprender los designios divinos y se abandonan a su santa voluntad. ¿Qué clase de dios es ése?

Roland hablaba con tanta rabia y amargura que David supuso que alguna vez había creído en la «nueva religión», pero que después le había pasado algo malo y le había dado la espalda. El niño también se había sentido así algunas veces, sentado en la iglesia, durante las semanas y los meses posteriores a la muerte de su madre, cuando escuchaba al cura hablar de Dios y de lo mucho que Él amaba a su gente. Le costaba trabajo conciliar al Dios del cura con el dios que había dejado que su madre muriese lenta y dolorosamente.

– ¿Y a quién amas? -le preguntó a Roland, que fingió no oírlo.

– Cuéntame cosas sobre tu hogar -le pidió, en cambio-. Háblame de tu gente, háblame de cualquier cosa, salvo de falsos dioses.

Así que David le habló a Roland de su madre y de su padre, del jardín hundido, de Jonathan Tulvey y sus viejos libros, de cómo había oído la voz de su madre y la había seguido hasta aquella tierra extraña, y, por fin, de Rose y la llegada de Georgie. Mientras hablaba, no podía ocultar lo resentido que estaba con los dos. Era algo que le avergonzaba, que le hacía sentir más pequeño de lo que deseaba parecer delante del soldado.

– Es muy duro, sí -comentó Roland-. Te han quitado muchas cosas, pero quizá también te hayan dado muchas otras.

No dijo nada más por miedo a que el niño pensara que le estaba dando un sermón, así que se tumbó, apoyado en la silla de Scylla, y le contó una historia a David.

La primera historia de Roland

Érase una vez un viejo rey que prometió a su único hijo en matrimonio con una princesa de una tierra muy lejana. Se despidió de su hijo y le confió una copa de oro que llevaba muchas generaciones en la familia, diciéndole que aquella copa sería parte de su dote para la princesa y un símbolo del lazo entre ambas familias. Escogieron a un criado para que viajase con el príncipe y atendiese todas sus necesidades, y, de este modo, los dos hombres iniciaron la travesía hacia el reino de la princesa.

Después de viajar durante muchos días, el criado, que sentía celos del príncipe, le robó la copa mientras dormía y se vistió con las prendas más elegantes del heredero. Cuando el príncipe se despertó, el criado le obligó a jurar, bajo amenaza de muerte para él y sus seres más queridos, que no le diría a nadie lo que había pasado y que, a partir de aquel momento, el príncipe lo serviría en todo lo que necesitara. Fue así como el príncipe se convirtió en criado y el criado en príncipe, y de tal guisa llegaron al castillo de la princesa.

Cuando llegaron, recibieron al falso príncipe con gran ceremonia, mientras que el verdadero tuvo que ponerse a trabajar cuidando de los cerdos, ya que el falso le había dicho a la princesa que era un criado malo y desobediente del que no se podían fiar. Así que el padre de la muchacha envió al verdadero príncipe a cuidar de los puercos, y a dormir entre barro y paja, mientras que el impostor comía maravillosos manjares y descansaba en las mejores almohadas.

Pero el rey, que era un anciano sabio, oyó a los demás hablar bien del porquero, de lo elegantes que eran sus maneras y de lo amable que era con los animales de los que cuidaba y con los criados con los que coincidía, así que un día decidió ir a verlo para que le contase más sobre él. El verdadero príncipe, fiel a su juramento, le dijo al rey que no podía obedecer sus órdenes. Al oír aquello, el rey se enfureció, porque no estaba acostumbrado a que lo desobedecieran, y el verdadero príncipe se hincó de rodillas y explicó: «Hice el juramento de no contarle a nadie la verdad sobre mí, so pena de muerte. Así que le suplico que me perdone, majestad, porque no pretendo faltarle el respeto, pero un hombre debe ser fiel a su palabra, ya que sin ella no es mejor que los animales».

Tras meditarlo unos momentos, el rey le respondió al verdadero príncipe: «Veo que el secreto que guardas te perturba, así que quizá te sientas mejor si lo dices en voz alta. ¿Por qué no se lo cuentas a la chimenea apagada de los alojamientos de los criados para quitarte ese peso de encima?».

El verdadero príncipe hizo lo que le aconsejaba el rey, pero el monarca se escondió en las sombras detrás de la chimenea y oyó su historia. Aquella noche, el soberano dio un gran banquete, porque la princesa iba a casarse con el impostor al día siguiente, e invitó al verdadero príncipe para que se sentase a un lado del trono con una máscara, mientras que el falso príncipe se sentaba al otro lado. Entonces le dijo al falso príncipe: «Me gustaría poner a prueba tu sabiduría, si no te parece mal». El falso príncipe accedió de inmediato, y el rey le contó la historia de un impostor que robó la identidad de otro hombre, y, gracias a ello, reclamó toda la riqueza y los privilegios que le correspondían al otro. Sin embargo, el falso príncipe era tan arrogante y estaba tan seguro de su posición que no se reconoció en el cuento.

– ¿Qué harías tú con un hombre así? -le preguntó el rey.

– Lo desnudaría y lo metería dentro de un barril con la pared interior llena de clavos -respondió el falso príncipe-. Después ataría el barril a cuatro caballos y los dejaría arrastrarlo por las calles hasta que el hombre de dentro acabase hecho pedazos.

– Pues ése será tu castigo -proclamó el rey-, porque ése es tu crimen.

Y así, el verdadero príncipe recuperó su posición y se casó con la princesa, y vivieron felices para siempre, mientras que el falso príncipe acabó destrozado dentro de un barril lleno de clavos, y nadie lloró por él, ni pronunció su nombre una vez hubo desaparecido.

Cuando Roland terminó de contar la historia, miró a David.

– ¿Qué opinas del cuento? -le preguntó.

– Creo que una vez leí una historia parecida -respondió David, con el ceño fruncido-, pero la mía era sobre una princesa, no un príncipe, aunque el final era el mismo.

– ¿Y te gustó el final?

– Cuando era pequeño, sí, porque creía que el falso príncipe se lo merecía. Me gustaba cuando condenaban a muerte a los malos.

– ¿Y ahora?

– Me parece cruel.

– Pero él le habría hecho lo mismo a otro, de haber estado en sus manos.

– Supongo que sí, pero eso no hace que el castigo esté bien.

– Así que le habrías mostrado piedad, ¿no?

– Si yo hubiese sido el verdadero príncipe, sí, creo que si

– Pero ¿lo habrías perdonado?

– No -respondió David, tras pensárselo un momento-. Hizo algo malo, así que se merecía un castigo. Lo habría puesto a cuidar de los cerdos y a vivir como el verdadero príncipe se había visto obligado a vivir, y, si alguna vez le hubiera hecho daño a los animales o a otra persona, le habría hecho lo mismo a él.

– Me parece un castigo adecuado y compasivo -respondió Roland, asintiendo con la cabeza-. Ahora, duérmete. Tenemos a los lobos en los talones, así que debes descansar mientras puedas.

David hizo lo que Roland le pedía: colocó la cabeza sobre la bolsa, cerró los ojos y se durmió al instante.

No soñó, y se despertó sólo una vez antes de que llegase el falso amanecer que marcaba el inicio del día. Abrió los ojos y le pareció oír a Roland hablando en voz baja con alguien. Cuando miró hacia el soldado, vio que estaba contemplando un pequeño medallón, dentro del cual guardaba el retrato de un hombre más joven que Roland y muy guapo. El soldado estaba susurrándole a la imagen, y, aunque David no podía entender todo lo que le decía, el hombre repitió claramente la palabra «amor» más de una vez.

Avergonzado, David se tapó la cabeza con la manta para no oír las palabras, hasta que logró dormirse de nuevo.

Roland ya estaba levantado y en movimiento cuando David volvió a despertarse. El niño compartió parte de su comida con el soldado, aunque le quedaba muy poco; después se lavó en un arroyo y estuvo a punto de empezar con su rutina de apuntar cosas, pero se detuvo en seco al recordar el consejo del Leñador y, en vez de contar, se puso a limpiar la espada y a afilar su hoja en una roca. Comprobó que su cinturón seguía resistiendo, que el lazo que sujetaba la funda de la espada estaba intacto, y le pidió a Roland que le enseñase a ensillar a Scylla, y a apretarle las riendas y la brida. El soldado lo hizo, y también le enseñó cómo examinar las patas y los cascos del animal para saber si sufría alguna herida o algún malestar.

David deseaba preguntarle al soldado por el retrato del medallón, pero no quería que Roland pensara que lo había estado espiando por la noche, así que le hizo la otra pregunta que le había estado rondando la cabeza desde que se habían conocido. Al hacerlo, obtuvo también respuesta al misterio del hombre del medallón.

– Roland -le preguntó el niño, mientras el soldado colocaba de nuevo la silla en el lomo de Scylla-, ¿cuál es tu misión?

Roland rodeó la barriga del caballo con las correas.

– Tenía un amigo que se llamaba Raphael -dijo, sin mirar a David-. Raphael quería demostrar su valía delante de los que dudaban de su coraje y hablaban mal de él a sus espaldas. Oyó la historia de una mujer condenada por una hechicera a dormir para siempre en una cámara llena de tesoros, y juró que la liberaría de su encantamiento. Salió de mi tierra para encontrarla, pero nunca regresó. Para mí era más que un hermano, y juré que descubriría lo que le había pasado y que vengaría su muerte, si tal había sido su destino. Dicen que el castillo en el que duerme la dama se mueve con los ciclos de la luna, y ahora descansa en un lugar a no más de dos días a caballo de aquí. Cuando descubramos la verdad que se esconde detrás de sus muros, te llevaré a ver al rey.

David subió a lomos de Scylla, y Roland condujo a la yegua por las riendas de vuelta al camino, examinando el suelo en busca de agujeros que pudieran lastimar a su montura. David se estaba acostumbrando a la yegua y al ritmo de sus movimientos, aunque todavía le dolía el trasero del largo viaje del día anterior. Se agarró al pomo de la silla, y abandonaron las ruinas de la iglesia cuando la primera luz tenue de la mañana empezó a arañar el cielo.

Pero no se fueron sin ser vistos ya que, en unas zarzas más allá de las ruinas, un par de ojos oscuros los observaban. El pelaje del lobo era muy oscuro, y su cara tenía más de hombre que de animal: era el fruto de la unión entre un loup y una loba, pero se parecía más a su madre en aspecto e instinto. También era el más grande y feroz de los suyos, una especie de mutante, grande como un poni, con mandíbulas capaces de abarcar el pecho de un hombre. La manada había enviado al explorador en busca del rastro del chico, y el explorador había descubierto su olor en el camino y lo había seguido hasta una casa en las profundidades del bosque. Allí había estado a punto de morir, porque los enanos habían colocado trampas alrededor de su casita: pozos profundos con palos afilados en el fondo, ocultos con palos y hierba. Sólo sus reflejos habían salvado al lobo de una muerte segura, así que había decidido ser más cuidadoso en sus acercamientos posteriores. Había encontrado el olor del niño mezclado con el de los enanos, después lo había seguido hasta regresar al camino y lo había perdido durante un tiempo hasta llegar a un pequeño arroyo, donde el fuerte olor de un caballo reemplazó al rastro del chico. Aquello le dijo al lobo que el niño ya no iba a pie y que, probablemente, no estuviese solo. Marcó el lugar con su orina, como había hecho durante toda la caza, de modo que la manada pudiera seguirlo con más facilidad.

El explorador sabía algo que Roland y David no podían saber: la manada había dejado de avanzar poco después de cruzar el abismo, porque estaban llegando más lobos para unirse a la marcha hacia el castillo del rey. Leroi le había confiado al explorador la tarea de encontrar al niño. Si era posible, debía llevarlo vivo hasta la manada para que Leroi se encargase de él. Si no, tenía que matarlo y regresar con una prueba (la cabeza del chico) que demostrase que había cumplido la misión. El explorador ya había decidido que bastaba con la cabeza y que se comería el resto del chico, porque hacía mucho tiempo que no comía carne humana fresca.

El híbrido de lobo había detectado el rastro del niño en el campo de batalla, junto con el hedor de otra cosa desconocida que hacía que le picase la delicada nariz y le lloriqueasen los ojos. El hambriento explorador se había alimentado de los huesos de uno de los soldados, chupando la médula del interior, y su tripa no había estado tan llena desde hacía muchos meses. Con energías renovadas, siguió de nuevo el olor del caballo, y llegó a las ruinas justo a tiempo de ver marcharse al chico y al jinete.

Con sus enormes patas traseras, el explorador podía dar largos saltos en el aire, y su cuerpo era tan grande que había logrado derribar a más de un jinete de la silla de su caballo, para después desgarrarle el cuello con sus dientes largos y afilados. Coger al chico le resultaría fácil, y, si calculaba bien el salto, lo tendría entre sus dientes y lo destrozaría antes de que el jinete se diese cuenta de nada. Entonces saldría corriendo, y, si el jinete decidía seguirlo, bueno, lo llevaría directamente a la hambrienta manada.

El jinete conducía su montura a ritmo lento, sorteando con cuidado las ramas bajas y los gruesos zarzales. El lobo se situó detrás de ellos, esperando su oportunidad. Delante del jinete apareció un árbol caído, y el lobo supuso que el caballo se pararía un momento para intentar encontrar la mejor forma de superar el obstáculo. Cuando el caballo se parase, el lobo aprovecharía para coger al chico. El animal avanzó en silencio, adelantó al caballo en busca de la mejor posición para atacar, llegó al árbol y, en los arbustos que había a su derecha encontró una roca elevada que resultaba perfecta para sus propósitos. Se le hizo la boca agua, porque ya podía saborear la sangre del niño en su boca. El caballo apareció, y el explorador se tensó, listo para saltar.

Entonces, el lobo oyó un sonido detrás de él: un débil roce de metal contra piedra. El animal se volvió para enfrentarse a la amenaza, pero no lo bastante deprisa, porque sólo pudo ver el reflejo de una espada antes de sentir un profundo ardor en el cuello, tan profundo que ni siquiera pudo gemir de dolor o sorpresa. Empezó a ahogarse en su propia sangre, las piernas le cedieron y cayó sobre la roca, con los ojos brillantes de pánico, porque se moría. El fulgor de su mirada empezó a desvanecerse, y el cuerpo del explorador sufrió un espasmo, se retorció y, finalmente, se quedó quieto.

En la oscuridad de sus pupilas se reflejó la cara del Hombre Torcido. Con la hoja de su espada, el hombre cortó la nariz del lobo y la metió en una bolsita de cuero que llevaba en el cinturón; era otro trofeo más para su colección, y su ausencia daría a Leroi y su manada algo en que pensar cuando encontrasen los restos de su hermano. Sabrían con quien trataban, oh, sí, porque nadie mutilaba así a sus presas. El chico era suyo y nada más que suyo, ningún lobo se alimentaría de sus huesos.

Así que el Hombre Torcido observó cómo pasaban David y Roland. Scylla se detuvo un segundo delante del árbol caído, como había supuesto el explorador, lo sorteó de un solo salto y siguió por el camino con su carga. Después, el Hombre Torcido se metió entre las zarzas y las espinas y desapareció.

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XX. Sobre la aldea y la segunda historia de Roland

David y Roland no se encontraron con nadie en el camino aquella mañana. A David todavía lo sorprendía que lo recorriese tan poca gente porque, al fin y al cabo, el camino estaba bien mantenido y suponía que los habitantes del lugar tendrían que utilizarlo para ir de un sitio a otro.

– ¿Por qué está tan vacío? -preguntó-. ¿Por qué no hay gente?

– Los hombres y las mujeres temen viajar, porque este mundo se vuelve cada vez más extraño -contestó Roland-. Ya viste los restos de aquellos hombres ayer, y te he contado lo de la mujer dormida y la hechicera que la maldijo. En estas tierras siempre han existido los peligros y la vida nunca ha sido fácil, pero ahora hay nuevas amenazas, y nadie sabe de dónde han salido. Ni siquiera el rey está seguro, si las historias que se cuentan sobre la corte son ciertas. Dicen que su hora se acerca. -Roland levantó la mano derecha y señaló al noreste-. Hay un asentamiento más allá de esas colinas, y allí pasaremos nuestra última noche antes de llegar al castillo. Quizás averigüemos algo más sobre la mujer y sobre lo que le sucedió a mi compañero.

Al cabo de una hora se encontraron con un grupo de hombres que salían de los bosques cargados de conejos y ratas de campo muertos y atados a palos. Estaban armados con bastones afilados en punta y toscas espadas cortas. Cuando vieron que se acercaba el caballo, levantaron las armas a modo de advertencia.

– ¿Quiénes sois? -preguntó uno-. No os acerquéis más hasta haberos identificado.

Roland tiró de las riendas de Scylla cuando todavía estaban fuera del alcance de los bastones de los hombres.

– Yo soy Roland, y éste es mi escudero, David. Nos dirigimos a la aldea, con la esperanza de encontrar allí comida y alojamiento.

– Puede que encontréis alojamiento -dijo el hombre que había hablado, bajando la espada-, pero poca comida -Levantó uno de los palos en los que llevaban los animales muertos-. Los campos y los bosques están casi vacíos. Esto es todo lo que hemos encontrado en dos días de caza, y perdimos a un hombre en el intento.

– ¿Perdido? -preguntó Roland.

– Iba en la retaguardia. Lo oímos gritar, pero, cuando nos volvimos, su cuerpo ya no estaba.

– ¿No visteis el rastro de lo que se lo llevó? -preguntó Roland.

– No. Vimos la tierra removida justo donde él estaba, como si alguna criatura hubiese salido de abajo, pero encima sólo había sangre y una sustancia repugnante que no produce ningún animal que conozcamos. No ha sido el primero en morir así, porque hemos perdido a otros, pero todavía no hemos visto al responsable. Ahora sólo nos atrevemos a salir en grupo y esperamos, porque la mayoría cree que pronto nos atacará mientras dormimos.

– Hemos visto restos de soldados a medio día de camino de aquí -comentó Roland, mirando hacia atrás, en la dirección que David y él habían seguido-. Por sus insignias, diría que eran hombres del rey. No tuvieron suerte con la Bestia, y se trataba de guerreros entrenados y bien armados. A no ser que vuestras fortificaciones sean altas y fuertes, os aconsejaría que abandonaseis vuestros hogares hasta que pase la amenaza.

– Tenemos granjas y ganado -respondió el hombre, sacudiendo la cabeza-. Vivimos donde antes vivían nuestros padres y nuestros abuelos. No abandonaremos lo que hemos construido con el sudor de nuestras frentes.

Roland no dijo nada más, pero David casi pudo oír lo que pensaba: «Pues entonces, moriréis».

David y Roland cabalgaron junto a los hombres, hablando con ellos y compartiendo el alcohol que quedaba en la petaca de Roland. Los hombres agradecieron su amabilidad y, a cambio, le confirmaron los cambios sucedidos en aquellas tierras, y la presencia de nuevas criaturas en bosques y campos, todas hostiles y hambrientas. También hablaron de los lobos, que cada vez eran más atrevidos. Los cazadores habían atrapado y matado a uno durante el tiempo que habían pasado en el bosque: un loup, un intruso llegado de lejos. Su pelaje era de un blanco perfecto, y llevaba calzones hechos con la piel de una foca. Antes de morir les dijo que había llegado del lejano norte, y que otros vendrían detrás de él para vengar su muerte. Era lo que el Leñador le había contado a David: los lobos querían adueñarse del reino y estaban reuniendo un ejército para lograrlo.

Al tomar una curva del camino, el asentamiento apareció antes ellos: estaba rodeado de un espacio despejado en el que pastaban las ovejas y el ganado. A su alrededor habían construido un muro de troncos de árbol con afiladas puntas blancas, y había plataformas elevadas detrás de las cuales los vigilantes observaban todo lo que se acercaba. Unos delgados hilos de humo salían de las casas del interior, y se veía la aguja de una torre por encima del muro. A Roland no le gustó.

– Quizás aquí todavía practiquen la nueva religión dijo a David en voz baja-. Para mantener la paz, no les ofreceré mis puntos de vista.

Un grito surgió del interior de los muros al acercarse a la aldea, y las puertas se abrieron para dejarlos pasar. Los niños acudieron a saludar a sus padres, y las mujeres llegaron para besar a hijos y esposos. Todos miraban con curiosidad a Roland y David, pero, antes de que nadie tuviese oportunidad de preguntar, una mujer empezó a gemir y llorar, incapaz de encontrar entre los cazadores a aquél que buscaba. Era una joven muy bonita, y, entre sollozos, repetía un nombre una y otra vez: «¡Ethan! ¡Ethan!».

El líder de los cazadores, que se llamaba Fletcher, se acercó a David y Roland. Su esposa andaba cerca, feliz de que su marido hubiese regresado sano y salvo.

– Ethan era el hombre que perdimos por el camino -les explicó-. Se iban a casar. Ahora la pobre ni siquiera tiene una tumba donde llorarlo.

Las otras mujeres se acercaron a consolar a la joven llorosa; se la llevaron a una de las casitas cercanas y cerraron la puerta detrás de ellas.

– Venid-dijo Fletcher-. Tengo un establo detrás de mi casa, podéis dormir allí, si queréis, y os invitaré a mi mesa esta noche. Después de eso me quedará poco para alimentar a mi familia, así que tendréis que marcharos.

Roland y David se lo agradecieron y lo siguieron por las calles estrechas hasta que llegaron a una casa de madera con las paredes pintadas de blanco. Fletcher les enseñó el establo, y explicó dónde encontrar agua, paja fresca y un poco de avena rancia para Scylla. Roland le quitó la silla a la yegua y se aseguró de que estuviese cómoda antes de ir a lavarse con David en un abrevadero. Su ropa olía mal, y, aunque Roland tenía otras prendas, David no disponía de muda. Al enterarse, la esposa de Fletcher le llevó al niño alguna ropa vieja de su lijo, porque el muchacho ya tenía diecisiete años, una esposa y un hijo propio. Cuando David entró con Roland en la casa de Fletcher, hacía tiempo que no se sentía tan bien. Dentro de la casa, la mesa estaba puesta, y Fletcher y su familia los estaban esperando. El hijo de Fletcher se parecía a su padre, porque también tenía el cabello rojo, aunque su barba no era tan tupida, y le faltaban los mechones grises que lucía el progenitor. Su esposa era baja y oscura, y no hablaba mucho, ya que tenía puesta toda su atención en el bebé que llevaba en brazos. Fletcher tenía dos hijos más, dos chicas. Eran más jóvenes que David, aunque no mucho más, y le lanzaban miradas maliciosas, entre risitas.

Cuando Roland y David se sentaron, Fletcher cerró los ojos, agachó la cabeza y dio gracias por la comida (David se dio cuenta de que Roland no cerraba los ojos, ni rezaba) antes de invitar a todos a iniciar la cena.

La conversación pasó de los asuntos de la aldea a la excursión de caza y la desaparición de Ethan, antes de llegar a Roland y David, y al objetivo de su viaje.

– No sois los primeros en pasar por aquí de camino a la Fortaleza de Espinas -comentó Fletcher, cuando Roland le explicó en qué consistía su misión.

– ¿Por qué la llamáis así? -le preguntó Roland.

– Porque eso es: está rodeada de enredaderas con espinas. Quien se acerca a sus muros se arriesga a acabar hecho pedazos. Necesitarás algo más que una coraza para entrar.

– Entonces, ¿la has visto?

– Una sombra cruzó la aldea hace más o menos mes. Cuando levantamos la vista para ver qué era, vimos al castillo moviéndose por el aire sin hacer ruido ni apoyarse en nada. Algunos lo seguimos y vimos dónde había aterrizado pero no nos atrevimos a acercarnos, porque es mejor no mezclarse en ese tipo de cosas.

– Has dicho que otros han intentado encontrarlo -repuso Roland-. ¿Qué fue de ellos?

– No regresaron -contestó Fletcher.

Roland se metió la mano bajo la camisa, sacó el medallón lo abrió y le enseñó la imagen del joven a Fletcher.

– ¿Era éste uno de los que no regresaron?

– Sí -respondió el aldeano después de examinar el retrato-. Dio de comer a su caballo aquí y bebió cerveza en la taberna. Se fue antes de que cayese la noche, y no volvimos verlo.

Roland cerró el colgante y volvió a colocarlo cerca de su corazón. No volvió a hablar hasta que terminaron la comida. Una vez recogida la mesa, Fletcher lo invitó a sentarse junto al fuego, y compartieron tabaco.

– Cuéntanos una historia, padre -dijo una de las chicas, que se había sentado a los pies de Fletcher.

– Sí, por favor, padre -insistió la otra.

– No me quedan más historias -se quejó Fletcher, sacudiendo la cabeza-. Las habéis oído todas, pero quizá nuestro invitado tenga un cuento que pueda compartir con nosotros.

Miró a Roland, y los rostros de las niñas se volvieron hacia el extraño, que pensó durante un momento, dejó la pipa y empezó a hablar.

La segunda historia de Roland

Érase una vez un caballero llamado Alexander. Tenía todas las virtudes que se supone que un caballero debería tener: era valiente, fuerte, leal y discreto; sin embargo, también era joven y estaba deseando ponerse a prueba en osadas hazañas. La tierra en la que vivía llevaba largo tiempo en paz, y Alexander no había tenido muchas oportunidades para ganar renombre en el campo de batalla, así que, un día, informó a su señor de que deseaba viajar a tierras lejanas y desconocidas para averiguar de lo que era capaz, y descubrir si de verdad se merecía distinguirse entre sus compañeros de armas. Su señor, que se daba cuenta de que Alexander no estaría satisfecho hasta que le permitiera marcharse, le dio su bendición, de manera que el caballero preparó caballo y armas, y se dispuso a buscar a solas su destino, sin ni siquiera llevarse a un escudero que atendiese sus necesidades.

En los años siguientes, Alexander encontró las aventuras con las que había soñado. Se unió a un ejército de caballeros que viajaban a un reino muy lejano, en el este, donde se enfrentaron a un gran hechicero llamado Abuchnezzar, que tenía el poder de convertir a los hombres en polvo con su mirada, de modo que sus restos volasen como cenizas en los escenarios de sus victorias. Se decía que el hechicero no podía morir a manos de los hombres, y que todos aquellos que habían intentado matarlo habían perecido en el intento. Pero los caballeros creían que todavía podía existir la forma de acabar con su tiranía, y los animaba la promesa de las grandes fortunas que el verdadero rey ofrecía desde su escondite.

El hechicero se enfrentó a los caballeros con sus filas de diablillos malvados en la llanura vacía que había delante del castillo, y allí se inició una contienda feroz y sangrienta. Mientras sus camaradas caían víctimas de las garras y los dientes de los demonios, o acababan convertidos en cenizas por la mirada del hechicero, Alexander siguió luchando contra el enemigo, resguardándose detrás del escudo y evitando mirar hacia el hechicero, hasta que, al fin, se encontró cerca de él. Llamó a Abuchnezzar por su nombre y, cuando el hechicero se volvió para mirarlo, el caballero giró el escudo para que su superficie interior estuviese de cara al malvado. Alexander había permanecido despierto toda la noche puliendo el metal, de modo que brillaba con fuerza bajo el ardiente sol del mediodía. Abuchnezzar lo miró, vio su propio reflejo y, en aquel mismo instante, se convirtió en cenizas, y su ejército de diablillos se desvaneció en el aire y no volvió a verse en aquel reino.

El rey cumplió su palabra, y cubrió a Alexander de oro y joyas, además de ofrecerle la mano de su hija en matrimonio para que pudiese ser el heredero del trono. Pero Alexander lo rechazó todo y le dijo que sólo quería que se informase a su señor de la gran hazaña que había logrado.

El rey se lo prometió, y Alexander se fue para seguir con sus viajes. Mató al dragón más viejo y terrible de las tierras del oeste, y se hizo una capa con su piel. Utilizó la capa para protegerse del calor del inframundo, cuando fue allí para rescatar al hijo de la Reina Roja, que había sido secuestrado por un demonio. Cada vez que lograba una hazaña, hacía que informaran a su señor, de modo que la reputación de Alexander creció de manera asombrosa.

Pasaron diez años, y Alexander se cansó de vagar. Lucía las cicatrices de sus muchas aventuras, y estaba seguro de que su reputación lo convertía en el mejor de los caballeros. Decidió regresar a su tierra, así que inició el largo viaje de regreso, pero una banda de ladrones y bandidos cayó sobre él en un camino oscuro, y a Alexander, cansado tras innumerables batallas, mucho le costó deshacerse de ellos, y quedó malherido. Siguió cabalgando, pero estaba débil y enfermo. Ante él, en la cumbre de una colina, vio un castillo, de modo que se dirigió a sus puertas y pidió ayuda, ya que era costumbre en aquellas tierras que la gente auxiliase a los extranjeros en apuros y que, sobre todo, nunca se le diese la espalda a un caballero sin hacer todo lo posible por él.

Pero no hubo respuesta, aunque una luz se encendió en la parte superior del castillo. Alexander llamó de nuevo, y, aquella vez, una voz de mujer contestó:

– No puedo ayudarte. Debes marcharte y buscar auxilio en otra parte.

– Estoy herido -respondió Alexander-. Me temo que podría morir si no me curan las heridas.

– Vete -insistió de nuevo la mujer-. No puedo ayudarte, sigue cabalgando. Hay una aldea a unos dos o tres kilómetros, y allí podrán atenderte.

Sin más alternativa que hacer lo que le decían, Alexander se alejó con su caballo de las puertas del castillo y se preparó para seguir el camino que llevaba a la aldea, pero, al hacerlo, le fallaron las fuerzas, cayó del caballo al frío y duro suelo, y la oscuridad se cernió sobre él.

Cuando despertó, se encontró entre las sábanas limpias de una gran cama. La habitación en la que estaba era majestuosa, pero cubierta de polvo y telarañas, como si no la hubiesen usado desde hacía mucho tiempo. Se levantó, y vio que le habían limpiado y vendado las heridas, aunque no encontró ni sus armas ni su armadura por ninguna parte. Había comida y una jarra de vino junto a la cama. Comió, bebió y se vistió con una bata que colgaba de un gancho en la pared, todavía se sentía débil y le dolía cuando caminaba, pero ya no corría peligro de muerte. Cuando intentó salir de la habitación, comprobó que la puerta estaba cerrada y, entonces, oyó de nuevo la voz de la mujer, que decía:

– He hecho por ti más de lo que desearía, pero no permitiré que deambules por mi casa. Nadie ha entrado en este lugar desde hace muchos años. Son mis dominios. Cuando estés lo suficientemente fuerte para viajar, abriré la puerta y te irás para no volver.

– ¿Quién eres? -le preguntó Alexander.

– Soy la Dama -contestó ella-. Ya no tengo otro nombre.

– ¿Dónde estás? -preguntó el caballero, porque su voz parecía venir de algún lugar detrás de las paredes.

– Estoy aquí.

En aquel momento, el espejo de la pared de su derecha brilló y se volvió transparente, y, a través del cristal, Alexander vio la forma de una mujer. Estaba vestida de negro y se sentaba en un gran trono, aunque el resto del cuarto estaba vacío. Se tapaba la cara con un velo y tenía las manos enfundadas en guantes.

– ¿Acaso no puedo ver la cara de la persona que me ha salvado la vida? -preguntó Alexander.

– No deseo permitirlo -contestó la Dama.

Alexander se inclinó, porque si aquella era la voluntad de la Dama, así debía ser.

– ¿Dónde están tus criados? Me gustaría asegurarme de que mi caballo recibe los cuidados oportunos.

– No tengo criados -respondió la Dama-. Me he encargado del caballo yo misma, y está bien.

Alexander tenía tantas preguntas que no sabía bien por dónde empezar. Abrió la boca, pero la Dama levantó una mano para silenciarlo.

– Ahora debo dejarte -dijo-. Duerme, porque deseo que te recuperes pronto y te marches de este lugar lo antes posible.

El espejo brilló, y el reflejo de Alexander sustituyó a la imagen de la Dama. Sin nada mejor que hacer, el caballero regresó a la cama y durmió.

A la mañana siguiente, se despertó, y vio que tenía pan fresco y un jarro de leche caliente junto a la cama, aunque no había oído entrar a nadie por la noche. Bebió parte de la leche y, mientras comía, se acercó al espejo y lo examinó. Aunque la imagen no cambió, estaba seguro de que la Dama estaba detrás del cristal, observándolo.

Pues bien, Alexander, como muchos de los grandes caballeros, no era simplemente un soldado, sino que sabía tocar el laúd y la lira, componer poemas e incluso pintar un poco. Amaba los libros, porque en los libros se encontraba la sabiduría de todos los que habían vivido antes que él. Por tanto, cuando la Dama volvió a aparecer en el espejo aquella noche, le pidió algunas de aquellas cosas para pasar el rato mientras se recuperaba de sus heridas. La mañana siguiente, al despertarse, se encontró con una pila de viejos libros, un laúd algo polvoriento, y un lienzo, pinturas y algunos pinceles. Tocó el laúd y empezó a leer los libros: había volúmenes de historia, filosofía, astronomía, ética, poesía y religión. Conforme los leía, la Dama empezó a aparecer más a menudo en el espejo para preguntarle sobre ellos. Al caballero le quedó claro que ella los había leído tantas veces que se sabía su contenido de memoria, lo cual le sorprendió, porque, en su tierra, las mujeres no tenían permitido el acceso a tales libros; a pesar de todo, se sentía agradecido por la conversación. La Dama le pidió entonces que tocase el laúd para ella, y él lo hizo y le pareció que el sonido le agradaba.

Así fue como los días se convirtieron en semanas, y la Dama cada vez pasaba más tiempo al otro lado del cristal, hablando con Alexander de arte y libros, oyéndolo tocar y preguntándole qué pintaba, porque el caballero se negaba a enseñárselo y le había hecho prometer a su anfitriona que no lo miraría mientras él estuviese dormido, ya que no quería mostrarlo hasta estar terminado. Aunque las heridas de Alexander estaban casi curadas, la Dama ya no parecía querer que se fuera, y el caballero ya no quería irse, porque se estaba enamorando de aquella extraña mujer con velo que se escondía detrás del espejo. Habló con ella de las batallas en las que había luchado y de la reputación que había obtenido por sus hazañas. Quería que la Dama comprendiese que era un gran caballero, un caballero merecedor de una gran dama.

Al cabo de dos meses, la Dama fue a ver a Alexander y se sentó en el sitio de siempre.

– ¿Por qué estás tan triste? -le preguntó al hombre, puesto que estaba claro que el caballero se sentía desgraciado.

– No puedo terminar mi cuadro -respondió él.

– ¿Por qué? ¿Acaso no tienes pinceles y pinturas? ¿Qué más necesitas?

Alexander le dio la vuelta al lienzo, que estaba de cara a la pared, para que la Dama pudiese ver la imagen que representaba: era un retrato de la Dama, pero la cara estaba en blanco, porque el caballero todavía no la había visto.

– Perdóname, pero te amo -explicó el hombre-. En estos meses que hemos pasado juntos, he llegado a saber muchas cosas sobre ti. Nunca había conocido a una mujer como tú, y me temo que, si me voy, nunca volveré a hacerlo. ¿Puedo albergar la esperanza de que sientas lo mismo por mí?

La Dama bajó la cabeza y pareció que iba a decir algo, pero el espejo brilló, y ella desapareció.

Pasaron los días, y la Dama no volvió. Alexander se quedó solo, preguntándose si la habría ofendido. Todas las noches dormía tranquilamente, y todas las mañanas encontraba comida, pero nunca logró ver a la Dama que se la llevaba.

Entonces, al cabo de cinco días, oyó una llave que abría la cerradura de su puerta, y la Dama entró en la habitación. Todavía llevaba el velo y vestía de negro, pero Alexander notó algo diferente en ella.

– He estado pensando en lo que dijiste -explicó la mujer-. Yo también siento algo por ti, pero debes responderme a una pregunta, y hacerlo con honestidad: ¿me amas? ¿Me amarás siempre, pase lo que pase?

En lo más profundo de Alexander todavía vivía la premura de la juventud, porque, casi sin pensar, respondió:

– Sí, siempre te amaré.

Entonces, la Dama se levantó el velo, y Alexander vio su rostro por primera vez: era la cara de una mujer mezclada con la de un animal, una criatura salvaje de los bosques, como una pantera o una tigresa. El caballero abrió la boca para hablar, pero la conmoción se lo impidió.

– Me lo hizo mi madrastra -dijo la Dama-. Yo era bella, y ella envidiaba mi belleza, de manera que me condenó a tener los rasgos de un animal y me dijo que nadie me amaría nunca. Y yo la creí y me escondí, avergonzada, hasta que llegaste.

La Dama avanzó hacia Alexander con los brazos extendidos y los ojos llenos de esperanza, amor y un atisbo de miedo, porque se había abierto a él como nunca había hecho antes ante otro ser humano, y ahora su corazón yacía expuesto, como si sobre él pendiese una cuchilla.

Pero Alexander no se acercó a ella, sino que retrocedió, y, en aquel momento, su destino quedó sellado.

– ¡Hombre traicionero! ¡Criatura inconstante! Me dijiste que me amabas, pero sólo te amas a ti mismo.

La mujer levantó la cabeza y le enseñó los afilados dientes. Las puntas de los guantes se rompieron, y unas largas uñas le surgieron de los dedos. Rugió y se lanzó sobre el caballero, mordiéndolo, arañándolo, desgarrándolo con sus zarpas, y sintiendo el sabor de su sangre en la boca y el tacto del líquido rojo en la piel.

Y así lo hizo pedazos en el dormitorio, y lloró mientras lo devoraba.

Las dos niñas parecían bastante escandalizadas cuando Roland terminó su cuento. El soldado se levantó, le dio las gracias a Fletcher y su familia por la comida, y le indicó a David que debían marcharse. Al llegar a la puerta, Fletcher tocó el brazo de Roland con amabilidad.

– Me gustaría comentarte una cosa, si no te importa -le dijo-. Los ancianos están preocupados, creen que la Bestia de la que has hablado ha marcado la aldea, porque no cabe duda de que está cerca.

– ¿Tenéis armas? -le preguntó Roland.

– Sí, pero ya has visto las mejores. Somos granjeros y cazadores, no soldados.

– Quizá eso juegue en vuestro favor -repuso Roland-, porque los soldados no tuvieron mucha suerte con ella. Quizá a vosotros os vaya mejor.

Fletcher lo miró con curiosidad, como si no supiera si Roland hablaba en serio o se reía de él. Ni siquiera David estaba seguro.

– ¿Te burlas de mí? -le preguntó el aldeano.

– Sólo un poco -contestó el soldado, poniéndole una mano en el hombro-. Los soldados intentaron destruir a la Bestia como si fuese otro ejército más. Tuvieron que luchar en un terreno desconocido contra un enemigo al que no comprendían. Les dio tiempo a construir algunas defensas, porque vimos lo que quedaba de ellas, pero no fueron lo bastante fuertes para mantenerlas. Se vieron obligados a retirarse al bosque, y allí encontraron su final. Sea lo que sea esa criatura, es grande y pesada, porque vi los lugares en que su cuerpo había aplastado árboles y arbustos. Dudo que pueda moverse con rapidez, pero es fuerte, y puede resistir las heridas de lanzas y espadas. En campo abierto, los soldados no eran rival para ella.

»Pero tus compañeros y tú estáis en una posición diferente. Es vuestra tierra y la conocéis. Tenéis que enfrentaros a esa cosa como os enfrentaríais a un lobo o a un zorro que amenazase a vuestros animales. Debéis atraerla hasta el lugar que escojáis, atraparla allí y matarla.

– ¿Estás sugiriendo un señuelo? ¿Ganado, quizá?

– Eso podría funcionar -respondió Roland, asintiendo con la cabeza-. Se dirige aquí porque le gusta el sabor de la carne, y quedan pocos animales entre el lugar de su última comida y esta aldea. Podéis esconderos en vuestras casas y esperar que los muros puedan retenerla, o podéis planear su destrucción, pero quizá tengáis que sacrificar algo más que unas reses si queréis acabar con ella.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Fletcher, asustado.

Roland metió el dedo en una jarra con agua, se arrodilló y dibujó un círculo en el suelo de piedra, dejando un pequeño hueco en él.

– Ésta es vuestra aldea -dijo-. Los muros se construyeron para rechazar un ataque desde el exterior. -Dibujó flechas que señalaban al exterior del círculo-. Pero ¿y sí dejarais que el enemigo entrase y después cerraseis las puertas? -Roland cerró el círculo y, esta vez, dibujó flechas señalando hacia dentro-. Así los muros se convertirían en una trampa.

Fletcher contempló el dibujo, que ya empezaba a secarse sobre la piedra hasta desaparecer.

– ¿Y qué hacemos cuando esté dentro? -preguntó.

– Prendéis fuego a la aldea y a todo lo que quede en su interior -respondió el soldado-. Quemáis viva a la Bestia.

Aquella noche, mientras Roland y David dormían, se levantó una gran ventisca, y la aldea y todo lo que la rodeaba quedó cubierta por un manto de nieve. La nieve siguió cayendo durante todo el día, y lo hizo con tanta intensidad que resultaba imposible ver a más de cuatro pasos de distancia. Roland decidió que tendrían que quedarse en la aldea hasta que mejorase el tiempo, pero ni David ni él tenían más comida, y los aldeanos no tenían suficiente ni para sus familias, así que Roland solicitó reunirse con los ancianos y pasó un tiempo con ellos en la iglesia, porque allí se reunían los aldeanos para hablar sobre los asuntos de gran importancia. Les ofreció ayuda para matar a la Bestia a cambio de cobijo para David y él. El niño estaba sentado en los bancos de atrás mientras Roland les explicaba su plan, y los argumentos en favor y en contra se repitieron hasta la saciedad. Algunos aldeanos no estaban dispuestos a entregar sus casas a las llamas, y David no podía culparlos. Querían esperar, por si los muros y las defensas los salvaban cuando Llegase la Bestia.

– ¿Y si no es así? -preguntó Roland-. ¿Entonces qué? Para cuando os deis cuenta de que no funcionan, será demasiado tarde para sobrevivir.

Al final se sugirió una solución de compromiso. Cuando el tiempo mejorase, las mujeres, los niños y los ancianos abandonarían la aldea, y se refugiarían en las cuevas de las colinas cercanas. Se llevarían con ellos todo lo de valor, incluso los muebles, dejando tan sólo las estructuras de las casas. Guardarían barriles llenos de brea y aceite en las granjas cercanas al centro del pueblo. Si la Bestia atacaba, los defensores intentarían rechazarla o matarla al otro lado de los muros. Si la criatura entraba, se retirarían y la atraerían hacia el centro. Encenderían las mechas, y la Bestia quedaría atrapada y moriría, pero sólo como último recurso. Los aldeanos votaron y decidieron que aquél era el mejor plan.

Roland salió de la iglesia hecho una furia, y David tuvo que correr para alcanzarlo.

– ¿Por qué estás tan enfadado? -le preguntó David-. Han aceptado casi todo tu plan.

– Casi todo no es suficiente. Ni siquiera sabemos a qué nos enfrentamos. Lo que sí sabemos es que unos soldados entrenados, armados con acero templado, no lograron matar a esa cosa. ¿Qué esperanza tienen los granjeros? Si me hubiesen escuchado, puede que hubieran derrotado a la Bestia sin apenas derramamiento de sangre. Ahora perderán inútilmente, sólo por salvar palos y paja, por salvar unas casuchas que podrían reconstruir en semanas.

– Pero es su aldea -repuso David-. Tienen que decidirlo ellos.

Roland frenó y se detuvo. Tenía el pelo blanco de nieve, y eso le hacía parecer mucho mayor de lo que en realidad era.

– Sí -respondió-, es su aldea, pero nuestros destinos están unidos a ella, y, si el plan falla, es muy posible que muramos con ellos por las molestias.

La nieve siguió cayendo, y las chimeneas ardían dentro de las casas, mientras el viento se llevaba el olor del humo a las oscuras profundidades del bosque.

En su guarida, la Bestia olió el humo en el aire y empezó a moverse.

.

XXI. Sobre la llegada de la Bestia

Todo aquel día y el siguiente se preparó la evacuación de la aldea. Las mujeres, los niños y los ancianos reunieron lo que podían llevarse, y todos los carros y caballos se pusieron a trabajar, salvo Scylla, porque Roland no quería perderla de vista. A cambio, se dedicó a cabalgar junto al muro, tanto por el exterior como por el interior, comprobando sus puntos débiles. No le gustó lo que vio. La nieve seguía cayendo, entumeciendo dedos y helando pies, lo que hacía que la tarea de reforzar las defensas del pueblo resultase más dura y que los hombres gruñesen entre ellos, preguntándose si todos aquellos preparativos eran necesarios, y sugiriendo que lo mejor habría sido huir con las mujeres y los niños. Incluso Roland parecía tener sus dudas.

– Lo mismo daría que le lanzásemos astillas y troncos a la criatura -lo oyó decirle a Fletcher. No tenían ni idea de por dónde vendría el ataque, así que Roland les explicaba una y otra vez a los defensores cuáles eran sus rutas de huida si la Bestia superaba el muro, y qué debían hacer cuando la criatura estuviese dentro. Si los hombres se dejaban llevar por el pánico y huían a ciegas una vez hubiese entrado (porque estaba seguro de que entraría), todo estaría perdido, pero tenía poca fe en que los aldeanos estuviesen dispuestos a enfrentarse a la Bestia si la batalla se volvía en su contra.

– No son cobardes -le dijo a David mientras descansaban junto al fuego bebiendo leche recién ordeñada. A su alrededor, los hombres afilaban los bastones y las hojas de las espadas, o utilizaban bueyes y caballos para recoger troncos con los que reforzar el muro desde dentro. No se oían muchas conversaciones, porque el día terminaba y se acercaba la noche. Todos estaban tensos y asustados-. Todos estos hombres darían la vida por su esposa y sus hijos -siguió explicando Roland-. Si se enfrentasen a bandidos, lobos o animales salvajes, no vacilarían, aunque su vida corriese peligro. Pero esto es diferente: no conocen ni entienden aquello a lo que deben enfrentarse y no cuentan con la disciplina ni la experiencia para luchar todos a una. Aunque todos estarán juntos, cada uno se enfrentará a esa cosa en soledad. Sólo se unirán cuando a uno de ellos le falle el valor y huya; entonces, todos lo seguirán.

– No tienes mucha fe en la gente, ¿verdad? -comentó David.

– No tengo mucha fe en nada -contestó Roland-. Ni siquiera en mí. -Se bebió la leche que le quedaba y limpió la taza en un cubo de agua fría-. Vamos, tenemos palos que pelar y espadas romas que afilar. -Esbozó una sonrisa vacua, pero David no le correspondió.

Se había decidido que ellos formarían al grupo principal de su pequeño ejército junto a las puertas, con la esperanza de que eso atrajese a la Bestia hacia ellos. Si la criatura rompía las defensas, podrían hacer de señuelos para conducirla al centro de la aldea, donde saltaría la trampa. Sólo tendrían una oportunidad para encerrarla y matarla.

En el cielo no se veía ni un trocito de la luna pálida cuando el convoy de gente y animales abandonó en silencio la aldea, con una pequeña escolta de hombres para asegurarse de que llegaban bien a las cuevas. Tras el regreso de los hombres, se organizó una vigilancia formal en el muro, haciendo turnos para pasar unas cuantas horas pendientes de cualquier acercamiento. En total eran unos cuarenta hombres y David. Roland le preguntó al chico si quería irse a las cuevas con los demás, pero, aunque estaba asustado, David contestó que pretería quedarse, aunque no sabía bien por qué. En parte se sentía más seguro con Roland, que era la única persona de aquel lugar en la que confiaba, pero también tenía curiosidad: quería ver a la Bestia, fuera lo que fuese. Roland pareció darse cuenta, y, cuando los aldeanos le preguntaron por qué había dejado que se quedase el niño, el soldado dijo que era su escudero y que le resultaba tan valioso como su espada o su caballo. Aquellas palabras hicieron que David se ruborizase de orgullo.

Ataron una vaca vieja en el claro que había justo antes de las puertas de la aldea, con la esperanza de que atrajese a la Bestia, pero no pasó nada la primera noche de guardia, ni la segunda, y los hombres empezaron a refunfuñar y a cansarse. La nieve seguía cayendo y helándose, cayendo y helándose. Los vigías del muro apenas podían ver el bosque por culpa de la ventisca, y unos cuantos empezaron a murmurar entre ellos.

– Esto es una tontería.

– La criatura tiene tanto frío como nosotros. No nos atacará con este tiempo.

– Quizá ni siquiera exista. ¿Y si a Ethan lo atacó un lobo o un oso? Sólo tenemos la palabra de este vagabundo, que dice que vio cadáveres de soldados.

– El herrero tiene razón: ¿y si todo esto es una trampa?

Tuvo que ser Fletcher el que los hiciese entrar en razón.

– ¿Y para qué serviría esa trampa? -les dijo-. Es un hombre solo, con un niño a su lado. No puede asesinarnos mientras dormimos, y no tenemos nada digno de robar. Si lo hace por comida, poca va a encontrar aquí. Tened fe, amigos míos, y sed pacientes y vigilantes.

Las quejas cesaron, pero seguían pasando frío y estando tristes, y echaban de menos a sus esposas y familias.

David pasaba todo el tiempo con Roland, dormía a su lado en las horas de descanso y recorría con él el perímetro cuando llegaba su turno de vigía. Una vez reforzadas las defensas todo lo que era posible, Roland se tomó su tiempo para hablar y bromear con los aldeanos, despertándolos cuando dormitaban y animándolos cuando les bajaban los ánimos. Sabía que aquél era el peor momento para ellos, porque la vigilancia era aburrida y dura para sus nervios. Al verlo moverse entre ellos y comprobar cómo supervisaba la defensa de la aldea, David se preguntó si Roland sería realmente un soldado, como afirmaba, porque más bien parecía un líder, un capitán por naturaleza, aunque cabalgase solo.

La segunda noche estaban sentados junto a un gran fuego, acurrucados bajo gruesas capas. Roland le había dicho a David que podía dormir en una de las casas cercanas, pero los otros no lo hacían, así que el niño no quiso parecer más débil de lo que ya parecía, aunque negarse a aceptar la oferta significase dormir al aire libre, frío y expuesto. Decidió quedarse con Roland. Las llamas iluminaron los rasgos del soldado, proyectando sombras por su piel, realzando los huesos de sus mejillas y haciendo más profunda la oscuridad de sus ojos.

– ¿Qué crees que le pasó a Raphael? -le preguntó David.

Roland no contestó, sino que se limitó a sacudir la cabeza.

David sabía que era mejor callarse, pero no quería hacerlo. Tenía sus propias dudas y preguntas, y, de algún modo, notaba que Roland las compartía. No se habían encontrado por casualidad, porque nada en aquel lugar parecía gobernarse por las leyes del azar. Todo lo que ocurría tenía un propósito, un patrón, aunque David sólo lo captase a medias.

– Crees que está muerto, ¿verdad? -le preguntó en voz baja.

– Sí -respondió el soldado-. Lo siento en el corazón.

– Pero tienes que averiguar qué le pasó.

– No podré descansar hasta lograrlo.

– Pero puede que tú también mueras en el intento. Si sigues su camino, podrías acabar como él. ¿No te asusta morir?

Roland cogió un palo y atizó el fuego, provocando chispas que volaron por el aire nocturno y se apagaron antes de llegar muy lejos, como insectos que ya estaban medio consumidos por las llamas incluso antes de emprender la huida.

– Me da miedo el dolor de la muerte -contestó-. Me hirieron una vez, una herida tan grave que creían que no sobreviviría. Recuerdo el dolor atroz y no deseo volver a sufrirlo.

»Pero temía más la muerte de otros. No quería perderlos y me preocupaba por ellos mientras estaban vivos. Creo que a veces me preocupaba tanto la posibilidad de perderlos que nunca disfruté realmente de su compañía. Era parte de mi naturaleza, incluso con Raphael, pero él era la sangre de mis venas, el sudor de mi frente. Sin él, soy menos de lo que antes era.

David contempló las llamas, y las palabras de Roland resonaron dentro de su cabeza. Era lo mismo que él había sentido por su madre: había estado tanto tiempo aterrado por la idea de perderla que nunca había disfrutado realmente del tiempo que habían pasado juntos cuando se acercaba su final.

– ¿Y tú? -le preguntó Roland-. Eres sólo un niño y no perteneces a este mundo, ¿no tienes miedo?

– Sí, pero oí la voz de mi madre. Está aquí, en alguna parte, y tengo que encontrarla. Tengo que llevarla a casa.

– David, tu madre está muerta -repuso Roland con tono cariñoso-. Tú me lo dijiste.

– Entonces, ¿cómo puede estar aquí? ¿Cómo puedo haber oído su voz con tanta claridad? -Roland no respondió, y la frustración de David creció-. ¿Qué es este lugar? -exclamó-. No tiene nombre. Ni siquiera tú puedes decirme cómo se llama. Tiene un rey, pero puede que no exista. Hay cosas que no deberían estar aquí: ese tanque, el avión alemán que me siguió a través del árbol, las arpías… Está todo mal, pero… -Sus palabras quedaron colgadas en el aire. Las ideas se formaban en su cerebro como una nube oscura en un claro día de verano, llenas de calor, furia y confusión. La pregunta apareció ante él, y se sorprendió al decirla en voz alta-. Roland, ¿estás muerto? ¿Estamos muertos?

– No lo sé -contestó el soldado, mirándolo a través de las llamas-. Creo que estoy tan vivo como tú. Siento frío y calor, hambre y sed, deseo y arrepentimiento. Soy consciente del peso de una espada en la mano, y, cuando me quito la armadura por la noche, mi piel lleva sus marcas. Puedo notar el sabor del pan y la carne, puede oler a Scylla en mi cuerpo después de pasar un día a caballo. Si estuviese muerto, no podría sentir todas esas cosas, ¿no?

– Supongo que no -contestó David. No tenía ni idea de qué sentían los muertos cuando pasaban al otro mundo.

¿Cómo iba a saberlo? Sólo sabía que la piel de su madre resultaba fría al tacto, pero David todavía sentía el calor de su propio cuerpo. Como Roland, podía oler, tocar y saborear. Era consciente del dolor y de la incomodidad, podía notar el calor del fuego, y estaba seguro de que, si ponía la mano en la hoguera, la piel se le ampollaría y quemaría.

Pero aquel mundo seguía siendo una curiosa mezcla de lo desconocido y lo familiar, como si, al llegar allí, hubiese alterado su naturaleza, infectándola con aspectos de su vida.

– ¿Alguna vez has soñado con este lugar? -le preguntó a Koland-. ¿Alguna vez has soñado conmigo o con alguna otra cosa de aquí?

– Cuando te conocí en el camino, no te había visto antes -respondió el soldado-, y, aunque sabía que aquí había una aldea, nunca la había visto hasta hoy, porque nunca había viajado por aquí. David, esta tierra es tan real como tú. No empieces a creer que es un sueño creado por ti. He visto el miedo en tus ojos cuando hablas de las manadas de lobos y las criaturas que las conducen, y sé que te comerán si te encuentran. He olido la putrefacción de los hombres de aquel campo de batalla, y pronto nos enfrentaremos a la criatura que los aniquiló. Puede que no sobrevivamos al encuentro, porque todas estas cosas son reales. Ya has sentido dolor en este mundo y, si sientes dolor, puedes morir; pueden matarte aquí, y nunca volverías a tu hogar. No lo olvides, porque, si lo haces, estarás perdido

«Quizá», pensó David.

«Quizá.»

En las horas más oscuras de la tercera noche, oyeron un grito que surgía de uno de los puestos de vigilancia junto a las puertas.

– ¡A mí! ¡A mí! -chilló el joven encargado de guardar el camino principal que daba al asentamiento-. He oído algo y he visto movimiento en el suelo, estoy seguro.

Los que estaban durmiendo se despertaron y se unieron a él. Los que estaban lejos de las puertas oyeron el grito y se dispusieron a correr hacia él, pero Roland les dijo que se quedaran donde estaban. Llegó a las puertas y empezó a subir por una escalera a la plataforma en lo alto del muro. Algunos de los otros hombres ya lo esperaban allí, mientras que los demás se quedaban en el suelo y miraban por las rendijas que habían abierto en los troncos para asomarse al exterior. Las antorchas siseaban y chisporroteaban, y la nieve caía sobre ellas para fundirse al instante.

– No veo nada -le dijo el herrero al joven-. Nos has levantado sin razón.

Oyeron los mugidos inquietos de la vaca, que se había despertado e intentaba liberarse del poste al que estaba atada.

– Esperad -advirtió Roland. Cogió una flecha de la pila que había junto al muro, todas con un trapo empapado en aceite atado a la punta, la acercó a una de las antorchas, y el trapo prendió. Apuntó con cuidado y disparó hacia el lugar donde el vigía había visto movimiento. Otros cuatro o cinco hombres hicieron lo mismo, y las flechas volaron como estrellas moribundas por el aire nocturno. Durante un instante sólo vieron los copos de nieve y los árboles en sombras, pero, entonces, algo se movió, y contemplaron un enorme cuerpo amarillo que surgía de la tierra, arrugado como un gran gusano y con gruesos pelos negros en cada arruga, los cuales acababan en una punta afilada como una cuchilla. Una de las flechas se había clavado en la criatura, y un repugnante olor a carne quemada los envolvió, tan horrible que los hombres se taparon la nariz y la boca para protegerse de él. Un fluido negro salía de la herida, chisporroteando con el calor de la llamarada de la flecha. David vio los trozos de flechas y lanzas rotas que le sobresalían de la piel, reliquias de su anterior encuentro con los soldados. Resultaba imposible saber lo larga que era, pero su cuerpo medía al menos tres metros de alto. Vieron que la Bestia se retorcía y giraba para salir de la tierra, y, entonces, una terrible cara quedó al descubierto: tenía varios ojos juntos, como las arañas, unos pequeños y otros grandes, y una enorme boca succionadora bajo ellos, con varias filas de dientes afilados. Entre los ojos y la boca tenía unas aberturas similares a fosas nasales que temblaban al oler a los hombres de la aldea y la sangre caliente que fluía bajo su piel. Había dos brazos a cada lado de sus mandíbulas, cada uno de ellos terminado en una serie de tres uñas ganchudas con las que podía llevarse a su presa a la boca. No parecía capaz de emitir sonido alguno, pero sí emitía un ruido húmedo, de succión, cuando se movía por el suelo del bosque, mientras unos hilos claros y pegajosos de mocos le caían de la parte superior del cuerpo al levantarse como una enorme y fea oruga en busca de una hoja sabrosa. En aquellos momentos, su cabeza estaba a unos seis metros de la tierra, dejando al aire la parte inferior del cuerpo y las filas gemelas de patas negras y llenas de espinas con las que avanzaba hacia la aldea.

– ¡Es más alta que el muro! -gritó Fletcher-. No tiene que atravesarlo, ¡puede pasar por encima!

Roland no contestó, sino que les dijo a los hombres que encendieran las flechas y apuntasen a la cabeza de la Bestia. Una lluvia de llamas salió volando hacia la criatura. Algunas de las flechas no dieron en el blanco, otras rebotaron en los gruesos pelos espinosos de su piel, pero sí hubo algunas que acertaron, y David vio cómo una de ellas se clavaba en los ojos de la criatura, que estallaron al instante. El hedor a podredumbre y carne quemada se hizo aún más intenso. La Bestia sacudió la cabeza de dolor y empezó a avanzar hacia el muro. Ya veían claramente lo grande que era: nueve metros de largo de las mandíbulas a la parte de atrás. Se movía mucho más deprisa de lo que Roland imaginaba, y sólo la espesa capa de nieve evitaba que fuese aún más veloz. La tendrían encima en unos momentos.

– ¡Seguid disparando todo el tiempo que podáis y retiraos en cuanto la hayáis atraído hasta el muro! -gritó Roland. Después cogió a David del brazo-. Ven conmigo, necesito tu ayuda.

Pero David no podía moverse, estaba atrapado por los ojos oscuros de la Bestia, incapaz de apartar la mirada. Era como si un fragmento de sus pesadillas hubiese cobrado vida: la cosa que yacía en las sombras de su imaginación por fin había tomado forma.

– ¡David! -gritó Roland, sacudiéndolo por el brazo, y el hechizo se rompió-. Vamos, no tenemos tiempo.

Bajaron de la plataforma y se dirigieron a las puertas, que consistían en dos gruesas masas de tablas, cerradas desde el interior con medio tronco de árbol que podía levantarse aplicando presión en un extremo. Cuando llegaron al tronco, Roland y David empezaron a empujar con todas sus fuerzas.

– ¿Qué estáis haciendo? -les gritó el herrero-. ¡Nos estáis condenando a muerte!

Y, entonces, la gran cabeza de la Bestia apareció sobre el hombre, y uno de sus brazos con garras lo cogió, lo levantó en el aire y se lo metió en la boca. David apartó la vista, incapaz de contemplar la muerte del herrero. Los otros defensores estaban usando ya las lanzas y las espadas. Fletcher, que era más grande y fuerte que los demás, levantó una espada y, de un solo golpe, intentó cortar uno de los brazos de la Bestia, pero era tan grueso y duro como el tronco de un árbol, y la espada apenas le desgarró la piel. En cualquier caso, el dolor la distrajo lo suficiente para que los aldeanos pudiesen empezar a retirarse del muro, justo cuando David y Roland lograban levantar la barrera que cerraba las puertas.

La Bestia estaba intentando subir por el muro, pero Roland les había dicho a los hombres que metiesen palos con ganchos en la punta por los huecos cuando la Bestia se acercase lo suficiente. Los ganchos arañaron la piel de la criatura, que se retorció y agitó, pero, aunque entorpecieron su avance y la hirieron, no lograron evitar que siguiese atravesando sus defensas. Entonces, Roland abrió las puertas y apareció en el exterior del muro. Sacó una flecha y le disparó a un lado de la cabeza.

– ¡Eh! -gritó el soldado-. Por aquí, ¡vamos!

Agitó los brazos y disparó de nuevo. La Bestia se apartó del muro y bajó al suelo, ennegreciendo la nieve con la sustancia que supuraban sus heridas. Se volvió hacia Roland, avanzando por las puertas, e intentó cogerlo con los brazos, con la cabeza inclinada y lanzando dentelladas, mientras él corría delante de ella. La criatura se detuvo al cruzar el umbral, examinando las calles retorcidas y a los hombres que huían.

Roland agitó la antorcha y la espada.

– ¡Por aquí! -chilló-. ¡Estoy aquí!

El hombre disparó otra flecha, que estuvo a punto de acertar a la Bestia en la mandíbula, pero la criatura ya no estaba interesada en él; abría y cerraba las fosas nasales, y bajaba la cabeza, olisqueando, buscando. David, escondido en las sombras delante de la forja del herrero, se vio reflejado en las profundidades de los ojos de la Bestia cuando ella lo encontró. La cosa abrió la boca, que goteaba saliva y sangre, y una de sus afiladas uñas arrancó el tejado de la forja para coger al chico. David se lanzó hacia atrás justo a tiempo de evitar que la criatura lo agarrase. Oyó la voz de Roland a lo lejos:

– ¡Corre, David! ¡Tienes que hacernos de cebo!

David se puso de pie y corrió a toda velocidad por las estrechas calles de la aldea. Detrás de él, la Bestia aplastaba paredes y tejados en su persecución, bajando la cabeza y lanzando zarpazos para intentar atrapar a la pequeña figura que tenía delante. El niño tropezó en una ocasión, y las zarpas le rasgaron la ropa de la espalda, pero él rodó por el suelo para apartarse y se puso de nuevo en pie. Estaba a un tiro de piedra del centro de la aldea. Había una plaza alrededor de la iglesia, donde montaban el mercado en los buenos tiempos. Los defensores habían excavado unos canales que atravesaban la plaza, de modo que el aceite fluyese por ella y rodease a la Bestia. David corrió por aquel espacio abierto hacia las puertas de la iglesia, con la Bestia detrás. Roland ya estaba en el umbral, animándolo a seguir.

De repente, la criatura se detuvo. David se volvió y la miró. En las casas cercanas, los hombres se preparaban para enviar el aceite por los canales, pero también dejaron de hacerlo y observaron a la Bestia. La cosa empezó a temblar y a sacudirse, las mandíbulas se abrieron de forma increíble, y el animal sufrió espasmos, como si sufriese un gran dolor. De repente, cayó al suelo y la barriga comenzó a hinchársele. David vio que algo se movía dentro de ella, una forma que presionaba la piel de la Bestia desde el interior.

Ella. El Hombre Torcido había dicho que la Bestia era una hembra.

Encendió la flecha con su antorcha y apuntó a uno de los canales de aceite. La flecha salió volando del arco y cayó en el negro arroyo. Al instante surgieron las llamas y el fuego se extendió por la plaza siguiendo el patrón que habían dibujado. Las criaturas que estaban en su camino empezaron a arder, lanzando chispas y muriendo entre sacudidas. Roland cogió otra flecha y disparó a una casa por la ventana, pero no pasó nada. David ya veía cómo algunas de las crías intentaban escapar de la plaza y el fuego. No podían permitir que las criaturas regresaran al bosque.

Roland puso una última flecha en el arco, tiró de ella hasta tenerla junto a la mejilla y la soltó. Aquella vez se oyó una fuerte explosión dentro de la casa, y el tejado voló por los aires. Las llamas subieron por el cielo, y se oyeron más estallidos, porque el sistema de barriles que Roland había montado dentro de las casas prendió fuego poco a poco, derramando líquido ardiente por la plaza y matando todo lo que tenía a su alcance. Sólo Roland y David se salvaron, encaramados a la torre del campanario, ya que las llamas no llegaron a la iglesia. Allí se quedaron, mientras el hedor a criaturas quemadas y humo acre llenaba el aire, hasta que lo único que perturbó el silencio de la noche fue el crepitar moribundo de las llamas y el suave susurro de la nieve al derretirse en el fuego.

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XXII. Sobre el Hombre Torcido y cómo sembró la duda

David y Roland abandonaron la aldea a la mañana siguiente. La nieve ya había dejado de caer y, aunque los gruesos montículos blancos todavía enmascaraban la faz de la tierra, era posible distinguir la ruta que seguía el camino entre las colinas cubiertas de árboles. Las mujeres, los niños y los ancianos habían salido de su escondrijo en las cuevas, y David oía cómo algunos lloraban y gemían delante de las ruinas calcinadas de lo que antes fueran sus hogares, o cómo lamentaban la pérdida de sus seres queridos, porque tres hombres habían muerto luchando contra la Bestia. Otros se habían reunido en la plaza, donde los caballos y los bueyes de nuevo se ponían a trabajar para llevarse los cuerpos achicharrados de la Bestia y su repugnante carnada.

Roland no le había preguntado a David por qué creía que la Bestia había decidido perseguirlo por la aldea, pero el niño había visto cómo el soldado lo miraba pensativo mientras se preparaban para partir. Fletcher también había visto lo sucedido, y David sabía que también sentía curiosidad. El chico no sabía bien cómo responder a la pregunta si alguien se la hacía, porque ¿cómo podía explicar la sensación de que la Bestia le resultaba familiar, que la criatura había encontrado un eco de sí misma en algún rincón de la imaginación de David? Lo que más le asustaba era sentir que, de algún modo, era responsable de su creación, y las muertes de los soldados y los aldeanos caían sobre su conciencia.

Una vez ensillada Scylla, después de reunir algo de comida y agua fresca, Roland y David atravesaron la aldea en dirección a las puertas. Pocos aldeanos se acercaron a despedirse, ya que la mayoría optó por darles la espalda a los viajeros o mirarlos con rabia desde las ruinas.

Sólo Fletcher parecía lamentar de corazón su partida.

– Mis disculpas por el comportamiento de los demás -les dijo-. Deberían mostrar más gratitud por lo que habéis hecho.

– Nos culpan por lo que le ha ocurrido a su aldea -repuso Roland-. ¿Por qué iban a mostrar gratitud a los que los han dejado sin techo?

– Algunos dicen que la Bestia os siguió -explicó Fletcher, avergonzado-, y que nunca deberíamos haberos dejado entrar en el pueblo. -Miró rápidamente a David, sin querer enfrentarse a sus ojos-. Algunos han hablado sobre cómo la Bestia decidió seguir al chico en vez de a ti. Dicen que está maldito y que estaremos mejor sin vosotros.

– ¿Están enfadados contigo por traernos aquí? -preguntó David, y Fletcher pareció algo desconcertado por la amabilidad del chico.

– Si lo están, pronto se les olvidará. Ya están pensando en enviar hombres al bosque para cortar árboles. Reconstruiremos nuestros hogares. El viento salvó casi todas las cosas que estaban al sur y al oeste, y las compartiremos hasta que terminemos la reconstrucción. Con el tiempo se darán cuenta de que, de no haber sido por vosotros, no habría aldea, y muchos más habrían muerto entre los dientes de la Bestia y sus crías. -Fletcher le dio a Roland un saco de comida.

– No puedo aceptarlo -protestó Roland-. Vosotros lo vais a necesitar.

– Con la Bestia muerta, los animales regresarán y de nuevo tendremos mucha caza. -Roland le dio las gracias y se preparó para dirigir a Scylla al este-. Eres un joven muy valiente -le dijo Fletcher a David-. Ojalá pudiera darte algo más, pero sólo he podido encontrar esto. -En su mano sostenía algo parecido a un gancho ennegrecido. Se lo dio a David. Era pesado y tenía textura de hueso-. Es una de las uñas de la Bestia -explicó Fletcher-. Si alguien cuestionase tu valor, o si sientes que el coraje te falla, cógela en la mano y recuerda lo que hiciste aquí.

David le dio las gracias y se guardó la uña en la bolsa. Entonces, Roland espoleó a Scylla, y dejaron atrás las ruinas de la aldea.

Cabalgaron en silencio a través de aquel mundo en penumbra, que parecía más espectral si cabe con la nieve caída. Todo parecía brillar con un tono azulado, y la tierra parecía más iluminada y aún más extraña; hacía mucho frío, y podían ver las nubes de vaho en el aire al respirar. David notaba que los pelillos de la nariz se le congelaban, y la humedad de su aliento le formaba cristales de hielo en las pestañas.

Roland cabalgaba lentamente, procurando alejar a Scylla de las zanjas y montículos, por temor a que resultase herida.

– Roland -dijo por fin el niño-. Hay algo que me ha estado preocupando: me dijiste que sólo eras un soldado, pero creo que no es cierto.

– ¿Por qué lo dices? -le preguntó Roland

– Vi cómo dabas órdenes a los aldeanos y cómo te obedecían, incluso los que no estaban seguros de quererte allí. He visto tu armadura y tu espada. Creía que los adornos eran de bronce o de metal coloreado, pero, cuando los observé con más atención, vi que eran de oro. El símbolo del sol de tu coraza y tu escudo están hechos de oro, y hay oro en tu vaina y en la empuñadura de la espada. ¿Cómo es posible, si no eres más que un soldado?

Roland no respondió durante un momento, pero después contestó:

– Una vez fui algo más que un soldado. Mi padre era el señor de una amplia extensión de tierra, y yo era su hijo mayor y heredero. Pero él no me aprobaba, ni aprobaba mi forma de vida, así que discutimos, y, en un arranque de rabia, me echó de sus tierras y me prohibió volver a verle. Poco después de nuestra pelea inicié la búsqueda de Raphael.

David quería hacerle más preguntas, pero notaba que la relación entre Roland y Raphael era privada y muy personal. Seguir indagando habría sido grosero, y tampoco quería hacerle daño a Roland.

– ¿Y tú? -le preguntó Roland-. Cuéntame más cosas sobre ti y tu hogar.

Y David lo hizo. Intentó explicarle algunas de las maravillas de su mundo: le habló de los aviones, de la radio, de los cines y de los coches; le contó que había una guerra, la conquista de naciones y el bombardeo de las ciudades. Si a Roland aquellas cosas le parecieron extraordinarias, no lo demostró. Las escuchó como un adulto escucha los cuentos inventados por un niño, impresionado por la fantasía creativa de su mente, pero reacio a creer en ellos. Parecía más interesado en lo que el Leñador le había contado del rey y en el libro que contenía sus secretos.

– Yo también he oído que el rey sabe muchas cosas de libros e historias -comentó Roland-. Puede que su reino se haga pedazos, pero él siempre tiene tiempo para los cuentos. Quizá el Leñador tuviese razón al intentar llevarte ante él.

– Si el rey está débil, como dices, ¿qué pasará con su reino cuando muera? -le preguntó David-. ¿Tiene un hijo o una hija que lo suceda?

– El rey no tiene hijos -respondió Roland-. Ha gobernado durante mucho tiempo, desde antes de mi nacimiento, pero nunca ha tomado esposa.

– ¿Y antes de él? -preguntó el niño, que siempre había sentido interés por los reyes, las reinas, los reinos y los caballeros-. ¿Era su padre rey?

– Creo que antes de él había una reina -contestó el soldado, encogiéndose de hombros-. Era muy, muy vieja, y anunció que un joven, un chico al que nadie había visto antes, estaba a punto de llegar para sucedería en el trono. Y eso pasó, según los que estaban vivos en aquel entonces. A los pocos días de la llegada del joven, fue coronado rey, y la reina se fue a sus aposentos, se quedó dormida y no volvió a despertarse. Dicen que casi parecía… aliviada de poder morir.

Llegaron a un arroyo helado por la bajada de la temperatura, y allí decidieron descansar un rato. Roland utilizó la empuñadura de la espada para romper el hielo, de modo que Scylla pudiese beber del agua que se escondía debajo. David recorrió la orilla del arroyo mientras Roland comía, porque él no tenía hambre; la mujer de Fletcher le había dado unas grandes rebanadas de pan casero con mermelada para desayunar aquella mañana, y todavía las sentía en el estómago. Se sentó en una roca y rebuscó entre la nieve algunas piedras para tirarlas al hielo. Como la capa de nieve era profunda, pronto tuvo el brazo completamente enterrado, los dedos tocaron algunos guijarros…

Y una mano salió disparada de la nieve que tenía al lado y lo agarró justo por encima del codo. Era una mano blanda y delgada, con uñas largas e irregulares, y una fuerza enorme que lo tiró de la roca, haciéndolo caer sobre la nieve. David abrió la boca para gritar pidiendo auxilio, pero una segunda mano apareció y le tapó los labios. Las manos lo arrastraron al interior del montículo sin soltarlo en ningún momento, así que la nieve cayó sobre él, y ya no pudo seguir viendo los árboles ni el cielo. Sintió tierra dura en la espalda y empezó a notar que se ahogaba, pero, entonces, el suelo se derrumbó y se encontró en un hueco de tierra y piedra. Las manos lo soltaron, y una luz iluminó la oscuridad. Tres raíces colgaban del techo acariciándole la cara, y el niño vio las bocas de tres túneles que convergían en la gruta en la que se encontraba. Unos huesos amarillentos yacían en una esquina, aunque se notaba que la carne que antes los cubría se había podrido o consumido hacía tiempo. Había gusanos, escarabajos y arañas por todas partes, corriendo, luchando y muriendo en la tierra húmeda y fría.

Y allí estaba el Hombre Torcido, agachado en una esquina, con una lámpara en una de las pálidas manos que habían arrastrado a David, y un enorme escarabajo negro en la otra. Mientras David lo observaba, el Hombre Torcido se metió el nervioso insecto en la boca, con la cabeza por delante, y lo cortó por la mitad con los dientes. Lo masticó, sin dejar de mirar a David. La mitad inferior del insecto siguió moviéndose durante unos segundos, pero después se quedó quieta. El Hombre Torcido se la ofreció a David, y el niño vio parte de las entrañas del bicho, que eran blancas, y tuvo ganas de vomitar.

– ¡Ayúdame! -gritó-. ¡Roland, ayúdame, por favor!

Pero no hubo respuesta, y las vibraciones de sus gritos no hicieron más que desprender tierra del techo del hueco. La tierra le cayó en la cabeza y en la boca, y David la escupió y se preparó para volver a gritar.

– Oh, yo no haría eso -le advirtió el Hombre Torcido. Se metió una uña entre los dientes y sacó una larga pata negra de escarabajo que se le había clavado en la encía-. Este terreno no es estable, y, con todo lo que ha nevado, bueno, prefiero no pensar en lo que pasaría si se te cayese todo encima. Creo que morirías, y no sería una muerte agradable.

David cerró la boca, porque no quería acabar enterrado vivo con los insectos, los gusanos y el Hombre Torcido.

El Hombre Torcido se puso a comerse la mitad inferior del escarabajo, quitándole el caparazón para dejar al aire sus tripas.

– ¿Seguro que no quieres un poco? -le preguntó-. Está muy bueno: crujiente por fuera y tierno por dentro. Sin embargo, a veces prefiero dejar lo crujiente y quedarme con lo tierno. -Se llevó el cuerpo del insecto a la boca y le chupó la carne, para después tirar el resto en un rincón-. Me pareció buena idea tener una charla contigo sin que tu, mmm, «amigo» nos interrumpiera. Creo que no has entendido bien la naturaleza de tu situación, todavía pareces pensar que aliarte con el primero que pase te servirá de algo, pero no es así, ¿sabes? Yo soy la única razón por la que sigues vivo, no un ignorante leñador ni un caballero caído en desgracia.

– El Leñador no era un ignorante -repuso David, que no podía soportar que aquel tipo insultara a los hombres que lo habían ayudado-. Y Roland discutió con su padre, no ha caído en desgracia.

– ¿Eso te ha dicho? -preguntó el Hombre Torcido, esbozando una sonrisa muy desagradable-. Ay, ay. ¿Has visto el retrato que lleva en su medallón? Raphael, ¿no es ése el nombre de la persona que busca? Un nombre muy bonito para un joven. Estaban los dos muy unidos, ya sabes. Oh, sí, muuuy unidos. -David no sabía bien qué quería decir el Hombre Torcido, pero su forma de hablar hacía que el niño se sintiera sucio-. Quizá quiera que tú seas su nuevo amigo -siguió diciendo el Hombre Torcido-. Te observa por las noches, ya sabes, mientras duermes. Cree que eres guapo y quiere estar cerca de ti, y bien cerca.

– No hables así de él -lo advirtió David-. No te atrevas.

El Hombre Torcido saltó como una rana y aterrizó delante de David. Con su mano huesuda agarró con fuerza la mandíbula del niño y le clavó las uñas en la piel.

– No me digas lo que tengo que hacer, niño. Podría arrancarte la cabeza si quisiera y utilizarla para adornar mi mesa. Podría abrirte un agujero en el cráneo y meter dentro una vela, después de comerme lo que haya dentro… que no será mucho, supongo. No eres un crío muy listo, ¿verdad? Te metes en un mundo que no comprendes, persiguiendo la voz de alguien que sabes que está muerto; no encuentras la forma de volver, así que insultas a la única persona que puede ayudarte, es decir, yo. Eres un niñito muy maleducado, desagradecido e ignorante. -El Hombre Torcido chascó los dedos y sacó una larga aguja afilada, ensartada con un tosco hilo negro hecho de lo que parecían ser patas entrelazadas de escarabajos muertos-. Bueno, ¿por qué no intentas mejorar tus modales antes de que tenga que coserte los labios? -Soltó la cara de David y le dio unas amables palmaditas en la mejilla-. Deja que te dé una prueba de mis buenas intenciones -ronroneó. Se metió la mano en la bolsa de cuero que llevaba en el cinturón, sacó de ella el hocico que le había cortado al lobo explorador y lo agitó delante del niño-. Te estaba siguiendo y te encontró al salir de la iglesia del bosque. Te habría matado, de no haber intervenido yo. Otros lo seguirán, están sobre tu pista y cada vez son más. Las transformaciones se multiplican, y nadie puede pararlos. Ha llegado su momento, incluso el rey lo sabe, aunque no tiene la fuerza suficiente para interponerse en su camino. Te recomendaría regresar a tu mundo antes de que vuelvan a encontrarte, y yo puedo ayudarte en eso. Dime lo que quiero saber, y estarás a salvo en tu cama antes de que caiga la noche. Todo irá bien en tu hogar, y tus problemas se habrán solucionado: tu padre te querrá a ti y sólo a ti. Te lo puedo prometer si contestas a una sola pregunta.

David no quería hacer un pacto con el Hombre Torcido, porque sabía que no podía confiar en él y estaba seguro de que le escondía muchas cosas. Un trato con aquel hombre no sería ni sencillo ni gratuito. Pero el niño también sabía que mucho de lo que le estaba diciendo era cierto: los lobos se acercaban y no se detendrían hasta encontrarlo. Roland no podía matarlos a todos. Además, estaba la Bestia: aunque era terrible, no era más que uno de los horrores que aquella tierra parecía esconder. Habría otros, quizá peores que los loups o la Bestia. Estuviese donde estuviese la madre de David, ya fuera en aquel mundo o en otro, parecía fuera de su alcance, no podía encontrarla. Pensar que podía hacerlo había sido una idiotez, aunque sólo se debía a que deseaba de todo corazón que fuese cierto, quería que su madre estuviese viva de nuevo, porque la echaba de menos. A veces se olvidaba de ella, pero, al olvidarla, la recordaba otra vez, y el dolor que sentía por ella regresaba con nueva fuerza. En cualquier caso, la respuesta a su soledad no estaba en aquel lugar; había llegado el momento de volver a casa. Por eso, el niño dijo:

– ¿Qué quieres saber?

El Hombre Torcido se inclinó sobre él y susurró:

– Quiero que me digas el nombre del niño que vive en tu casa. Quiero que me digas cómo se llama tu hermanastro.

– Pero ¿por qué? -preguntó David, perdiendo el miedo por un instante. Si el Hombre Torcido era la misma figura que había visto en su dormitorio, ¿no era posible que también hubiese estado en otras partes de la casa? El niño recordó que un día se había despertado con la desagradable sensación de que algo o alguien le había tocado la cara mientras dormía. A veces se notaba un olor extraño en el dormitorio de Georgie (más extraño, al menos, que el olor que normalmente salía de Georgie). ¿Sería un indicio de la presencia del Hombre Torcido? ¿Era posible que el Hombre Torcido no lograse oír el nombre de Georgie durante sus incursiones en la casa? ¿Y por qué era tan importante para él saberlo?

– Sólo quiero oírlo de tu boca -respondió el Hombre Torcido-. Es una cosita muy fácil, un favor diminuto, diminuto. Dímelo, y todo esto acabará.

David tragó saliva con dificultad. Tenía muchas ganas de volver a casa, y sólo había que decir el nombre de Georgie. ¿Qué tenía de malo? Abrió la boca para hablar, pero el nombre que se oyó no fue el de su hermano, sino el suyo.

– ¡David! ¿Dónde estás?

Era Roland. David oyó cómo excavaba en la tierra que lo cubría. El Hombre Torcido siseó, disgustado por la interrupción.

– ¡Deprisa! -le dijo a David-. ¡El nombre! ¡Dime el nombre! -La tierra caía sobre la cabeza del niño, y una araña le correteó por la cara-. ¡Dímelo! -chilló el Hombre Torcido, y el techo de tierra les cayó encima, cegando y enterrando a David. Antes de fallarle la vista, vio al Hombre Torcido correr hacia uno de los túneles y escaparse. David tenía tierra en la boca y en la nariz, intentó respirar, pero se le atrancó en la garganta: estaba ahogándose en tierra. Notó unas manos fuertes que lo cogían por los hombros y lo sacaban al exterior, donde volvió a sentir el aire fresco y limpio. Se le aclaró la visión, pero todavía tosía tierra y bichos. La mano de Roland oprimió el cuerpo de David para que expulsara la porquería y los insectos de la garganta, y el chico escupió tierra, sangre, bilis y cosas que reptaban al limpiarse sus vías respiratorias; después, se tumbó de lado en la nieve. Las lágrimas se le helaron en las mejillas, y le castañetearon los dientes.

– David -dijo Roland, arrodillándose a su lado-. Háblame, dime qué ha pasado.

«Dímelo, dímelo.»

Roland tocó la cara del niño, y el muchacho hizo ademán de apartarse. El soldado notó el movimiento, porque retiró la mano al instante y se apartó de él.

– Quiero irme a casa -susurró David-. Eso es todo, sólo quiero irme a casa.

Se hizo un ovillo sobre la nieve y lloró hasta que no le quedaron lágrimas que derramar..

XXIII. Sobre la marcha de los lobos

David iba a lomos de Scylla, pero Roland no cabalgaba a su lado, sino que volvía a llevar la yegua por las riendas Entre ellos había una tensión silenciosa, y, aunque el chico era capaz de reconocer el dolor de Roland y su origen, no podía encontrar la forma de conectar ambas cosas mediante una disculpa. El Hombre Torcido había insinuado algo en la relación entre Roland y el desaparecido Raphael que David creía cierto, aunque no estaba tan convencido de que Roland sintiese algo parecido por él. En lo más profundo, estaba seguro de que era mentira; el soldado sólo le había demostrado su amabilidad, y, de haber un motivo ulterior para sus acciones se habría revelado hacía tiempo. Sentía haber rehuido el contacto de Roland, en el que sólo se evidenciaba preocupación por él, pero confesar aquello le obligaría a admitir que las palabras del Hombre Torcido habían surtido efecto, aunque hubiese sido durante sólo un segundo.

David había tardado en recuperarse, le dolía la garganta cuando hablaba y todavía notaba el sabor a tierra en la boca aunque se la había lavado con agua helada del arroyo. No consiguió contarle a Roland lo que había pasado bajo tierra hasta llevar cabalgando largo rato en silencio.

– ¿Y eso es todo lo que te pidió? -le preguntó el hombre, cuando David le contó la mayor parte de lo que había sucedido-. ¿Quería que le dijeras el nombre de tu hermanastro?

– Me dijo que podría volver a casa si lo hacía -respondió David, asintiendo con la cabeza.

– ¿Lo crees?

– Sí -respondió el niño, después de pensárselo-. Creo que podría enseñarme el camino de vuelta, si quisiera.

– Entonces debes decidir qué quieres hacer, pero recuerda que todo tiene un coste. Los aldeanos lo aprendieron mientras rebuscaban entre los restos de sus hogares. Cada cosa tiene su precio, y lo mejor es saber cuál es antes de hacer un trato. Tu amigo el Leñador dijo que este tipo era un tramposo y, si lo es, no puedes confiar del todo en lo que te diga. Ten cuidado si decides pactar con él y escucha sus palabras con atención, porque no te contará todo lo que pretende y esconderá más de lo que te revele.

Roland no miraba a David mientras hablaba, y aquellas fueron las últimas palabras que intercambiaron en muchos kilómetros. Cuando se detuvieron a descansar aquella noche, se sentaron a extremos opuestos de una pequeña hoguera que Roland había encendido y comieron en silencio. El soldado le había quitado la silla a Scylla y la había apoyado en un árbol, lejos del lugar donde había extendido la manta de David.

– Puedes descansar tranquilo -le dijo al niño-. No estoy cansado, así que vigilaré el bosque mientras duermes.

David le dio las gracias, se tumbó y cerró los ojos, pero no consiguió quedarse dormido. Pensó en lobos y loups, en su padre, Rose y Georgie, en su madre perdida y en la oferta del Hombre Torcido. Quería marcharse de aquel lugar y, si lo único que tenía que hacer era compartir el nombre de Georgie con el Hombre Torcido, quizá debería hacerlo. Pero el Hombre Torcido no regresaría mientras Roland estuviese de guardia, y el niño sintió que empezaba a enfadarse con el soldado. Roland lo estaba utilizando: su promesa de protección y guía al castillo del rey tenía un precio demasiado alto. Estaba arrastrando a David en su búsqueda de Raphael, un hombre al que el niño no conocía y por el que sólo Roland sentía algo, algo que, de creer al Hombre Torcido, no era natural. En el lugar del que venía David había nombres para aquel tipo de personas, y eran los peores insultos que podía recibir un hombre. Al niño siempre le habían aconsejado que se apartarse de aquella gente, y, en aquellos momentos, se encontraba con uno de ellos en una tierra extraña. Bueno, pronto se separarían sus caminos, porque Roland calculaba que llegarían al castillo al día siguiente, y allí por fin conocerían la verdad sobre el destino de Raphael. Después, Roland lo llevaría hasta el rey, y su acuerdo terminaría.

Mientras David dormía y Roland le daba vueltas a la cabeza, el hombre llamado Fletcher estaba arrodillado junto al muro de su aldea, con el arco en la mano y un carcaj a punto. Otros se agachaban a su lado, sus caras de nuevo iluminadas por las antorchas, igual que cuando se preparaban para enfrentarse a la Bestia. Examinaban el bosque que tenían delante porque, incluso en la oscuridad, estaba claro que ya no se encontraba vacío e inmóvil: unas sombras se movían entre los árboles, miles y miles de ellas. Caminaban a cuatro patas, y eran grises, blancas y negras, pero, entre ellas, había algunas que andaban de pie, vestidas como hombres, aunque con rostros en los que aún quedaban rasgos de los animales que antes fueron.

Fletcher se estremeció. Aquél era el ejército de lobos del que había oído hablar, y nunca había visto a tantos animales moviéndose al unísono, ni siquiera cuando contemplaba el cielo del final del verano y era testigo de la migración de los pájaros. Pero se habían convertido en algo más que animales, porque se movían con un objetivo que iba más allá del simple deseo de cazar o aparearse. Con los loups a la cabeza para imponer disciplina y planificar la campaña, representaban una fusión de los rasgos más aterradores de lobos y hombres. Las fuerzas del rey no serían lo suficientemente fuertes para derrotarlos en un campo de batalla.

Uno de los loups salió de la manada y se quedó al borde del bosque, observando a los hombres que se agachaban detrás de las defensas de la aldea. Estaba mejor vestido que los demás, y, a pesar de la distancia, Fletcher vio que era más humano que los otros, aunque no podría haberse confundido con un hombre.

Leroi: el lobo que quería ser rey.

Durante la larga espera antes de la llegada de la Bestia, Roland había compartido con Fletcher lo que sabía de los lobos y los loups, y le había contado cómo David los había vencido. Aunque el hombre sólo les deseaba lo mejor al soldado y al niño, se alegraba mucho de que ya no estuviesen dentro de los muros del pueblo.

«Leroi lo sabe -pensó Fletcher-. Sabe que estuvieron aquí y, si sospechase que siguen con nosotros, nos atacaría con toda la furia de su ejército.»

Fletcher se puso en pie y miró hacia el final del campo abierto, donde Leroi esperaba.

– ¿Qué haces? -le susurró alguien cercano.

– No me inclinaré ante un animal -respondió Fletcher-. No le daré esa satisfacción.

Leroi asintió, como si comprendiese el gesto de Fletcher, y se pasó un dedo por la garganta. Volvería cuando hubiese terminado con el rey, y entonces comprobarían lo valientes que eran Fletcher y los suyos. Después, Leroi se unió de nuevo a la manada y dejó a los hombres observar con impotencia cómo el gran ejército de los lobos atravesaba los bosques en su camino para hacerse con el reino.

XXIV. Sobre la Fortaleza de Espinas

A la mañana siguiente, David se despertó y vio que Roland no estaba. La hoguera estaba apagada, y Scylla ya no se encontraba atada a su árbol. David se levantó y fue hasta el lugar donde las huellas de la yegua desaparecían en el interior del bosque. Al principio se preocupó, después se sintió aliviado, a continuación notó que se enfadaba mucho con Roland por abandonarlo sin decir tan siquiera adiós y, por fin, sintió la primera punzada de miedo. De repente, la idea de enfrentarse de nuevo al Hombre Torcido en solitario no le resultaba tan atractiva, y la posibilidad de que los lobos diesen con él lo era menos todavía. Bebió de la cantimplora, con manos temblorosas, y el agua se le derramó en la camisa. Se la limpió y se enganchó una uña rota en el tosco material, soltando un hilo. Mientras intentaba desengancharse, la uña se le rompió más y le hizo soltar un grito de dolor. Tiró la cantimplora contra el árbol más cercano en un ataque de rabia, se dejó caer en el suelo y ocultó la cabeza entre las manos.

– ¿Y para qué te ha servido eso? -le preguntó Roland.

David levantó la mirada y vio que Roland lo observaba desde el límite del bosque, sentado a lomos de Scylla.

– Creía que me habías abandonado -contestó David.

– ¿Por qué lo has creído?

David se encogió de hombros, avergonzado por su arranque de mal humor y por las dudas sobre su compañero, pero intentó ocultarlo atacándolo.

– Me desperté y no estabas -respondió-. ¿Qué iba a creer?

– Que estaba explorando el camino que teníamos delante. No he estado fuera mucho tiempo y me pareció que aquí estabas a salvo. Esta tierra tiene roca debajo, así que tu amigo no puede usar los túneles contra ti, y siempre he estado a la distancia suficiente para oírte. No tenías razón alguna para dudar de mí. -Roland desmontó y se acercó a David, con Scylla detrás-. Las cosas no han sido lo mismo entre nosotros desde que ese hombrecillo asqueroso te arrastró bajo tierra -dijo el soldado-. Creo tener una ligera idea de lo que te ha dicho sobre mí. Lo que siento por Raphael es algo mío y sólo mío. Lo amaba, y eso es todo lo que la gente necesita saber. El resto no es asunto de nadie.

»En cuanto a ti, tú eres mi amigo. Eres valiente y más fuerte de lo que pareces, más fuerte de lo que tú mismo crees. Estás atrapado en una tierra extraña con un desconocido como única compañía, pero has desafiado a lobos, trols, una bestia que había destruido a un ejército de hombres armados y las sucias promesas del ser al que llamas el Hombre Torcido. Y en ningún momento te he visto desesperado. Cuando acepté llevarte al rey, creía que serías una carga, pero has demostrado ser merecedor de respeto y confianza. Espero que yo, a cambio, haya probado merecer tu respeto y confianza, porque, sin eso, estamos los dos perdidos. Y bien, ¿vendrás conmigo? Ya casi hemos llegado a nuestro destino.

El soldado le ofreció una mano a David, el niño la cogió, y Roland lo ayudó a levantarse.

– Lo siento -dijo David.

– No tienes nada de qué disculparte -repuso Roland-. Pero recoge tus cosas, porque ya casi hemos acabado.

Cabalgaron durante un rato, pero, conforme avanzaban, el aire que los rodeaba empezó a cambiar. A David se le erizó el pelo de la cabeza y los brazos, y podía sentir la electricidad estática cuando los tocaba con la mano. El viento les llevaba un extraño aroma del oeste, mohoso y seco, como el interior de una cripta. La tierra se elevó bajo sus pies hasta que llegaron a la cumbre de una colina, y allí se detuvieron para mirar lo que había abajo.

Ante ellos tenían la forma oscura de una fortaleza, como una mancha sobre la nieve. A David le pareció más una sombra que la fortaleza en sí, porque tenía algo muy extraño. Distinguía una torre central, muros y cobertizos, pero todo estaba borroso, como las líneas de una acuarela en un papel húmedo. Se encontraba en el centro de un bosque, pero todos los árboles que la rodeaban estaban caídos, como si los hubiese derribado una gran explosión. En las almenas, David vislumbró reflejos metálicos. Los pájaros flotaban en el aire sobre ella, y el olor seco se había hecho más intenso.

– Aves carroñeras -comentó Roland, señalándolos-. Se alimentan de los muertos. -David sabía en qué estaba pensando el soldado: Raphael había entrado en aquel lugar y no había regresado-. Quizá debas quedarte aquí -siguió diciendo Roland-. Estarás más seguro.

David miró a su alrededor: los árboles de aquella zona eran distintos de los demás, retorcidos y antiguos, con las cortezas enfermas y llenas de agujeros. Parecían hombres y mujeres ancianos congelados en un instante de dolor. No quería quedarse solo entre ellos.

– ¿Más seguro? -repuso el niño-. Nos siguen los lobos, y quién sabe qué más vive en estos bosques. Si me dejas aquí, te seguiré a pie. Puede que te sea de utilidad allí dentro. No te decepcioné en la aldea, cuando la Bestia me persiguió, y no te decepcionaré ahora -le aseguró con decisión.

Roland no discutió con él, y bajaron juntos hasta la fortaleza. Mientras atravesaban el bosque, oyeron voces susurrando. Los sonidos parecían provenir de los árboles, surgir de las aberturas en los troncos, pero el niño no logró averiguar si eran las voces de los árboles o de seres ocultos que moraban dentro de ellos. Dos veces le pareció ver movimiento en los agujeros, y una vez estuvo seguro de distinguir unos ojos que lo observaban desde el interior de un árbol, pero, cuando se lo dijo a Roland, el soldado se limitó a responder:

– No tengas miedo. Sean lo que sean, no tienen nada que ver con la fortaleza, así que no son asunto nuestro, a no ser que ellos decidan lo contrario.

Sin embargo, sacó lentamente la espada, la bajó y cabalgó con ella en la mano, lista para usar.

El bosque estaba tan tupido que perdieron de vista la fortaleza mientras lo atravesaban, así que David se sobresaltó un poco cuando por fin salieron de allí y llegaron al desolado paisaje de troncos caídos. La fuerza del estallido, o de lo que fuera, había arrancado los árboles de cuajo, de modo que las raíces yacían expuestas sobre unos hoyos profundos. En el epicentro estaba la fortaleza, y David empezó a entender por qué le había parecido borrosa a lo lejos.

Estaba completamente cubierta de unas enredaderas marrones que rodeaban la torre central, y cubrían muros y almenas. De aquellas enredaderas nacían oscuras espinas, algunas de hasta treinta centímetros de largo y más gruesas que la muñeca de David. Podrían haber intentado trepar los muros usando las enredaderas, pero el más nimio traspiés habría supuesto empalarse un miembro o, peor, la cabeza o el corazón en aquellas púas.

Rodearon el perímetro a caballo hasta llegar a las puertas, que estaban abiertas, aunque la enredadera había formado una barrera que impedía la entrada. A través de los huecos entre las espinas, David vio un patio y una puerta cerrada en la base de la torre central. Una armadura yacía en el suelo delante de la puerta, pero no había ni yelmo ni cabeza.

– Roland -dijo el niño-. Ese caballero…

Pero Roland no miraba hacia las puertas, ni al caballero, sino que tenía la cabeza levantada y los ojos fijos en las almenas. David siguió su mirada y descubrió qué era lo que había visto brillar antes sobre los muros.

Habían empalado las cabezas de varios hombres en las espinas más altas, de cara al exterior, sobre las puertas. Algunos todavía llevaban los yelmos, aunque les habían levantado o arrancado las viseras para que se les pudiera ver la cara, mientras que a otros no les quedaba ninguna armadura. La mayoría eran poco más que calaveras, y, aunque tres o cuatro eran todavía reconocibles como hombres, no parecía quedarles carne en la cara, sólo una fina capa de piel gris y apergaminada sobre el hueso. Roland examinó a cada uno de ellos hasta recorrer todas las caras de los hombres muertos que adornaban las almenas. Cuando terminó, parecía aliviado.

– Raphael no está entre los que puedo identificar -dijo-. No veo ni su cara, ni su armadura.

Desmontó y se acercó a la entrada, donde sacó la espada para cortar una de las espinas. El pincho cayó al suelo, y, al instante, otro aún más largo y grueso creció en su lugar. Crecía tan deprisa que estuvo a punto de atravesar el pecho de Roland antes de que el soldado lograse, justo a tiempo, apartarse de su camino. Roland intentó después cortar el tallo, pero su espada sólo logró arañarlo, y el daño se reparó solo ante sus ojos, así que dio un paso atrás y envainó de nuevo la espada.

– Tiene que haber una forma de entrar -dijo-. Si no, ¿cómo consiguió llegar hasta ahí ese caballero antes de morir? Esperaremos. Esperaremos y observaremos. Quizá nos revele sus secretos si tenemos paciencia. -Se sentaron después de encender una pequeña hoguera para calentarse, y vigilaron en silencio y nerviosos la Fortaleza de las Espinas.

Cayó la noche, o, mejor dicho, creció la oscuridad que no hacía más que profundizar la sombras del día y que, en aquel mundo, hacía las veces de noche. David miró al cielo y vio el débil brillo de la luna. Los susurros del bosque, que habían continuado mientras rodeaban la fortaleza, cesaron de repente con la llegada de la luna, y las aves carroñeras desaparecieron. David y Roland estaban solos.

Una luz tenue apareció en la ventana más alta de la torre, pero la bloqueó una figura que pasó por delante, se detuvo, y pareció mirar al hombre y al chico que estaban más abajo, para después desaparecer.

– Lo he visto -dijo Roland, antes de que David pudiese abrir la boca.

– Parecía una mujer -comentó David.

«Es la hechicera -pensó el niño-, que vigila a la dama dormida en la torre.»

La luz de la luna se reflejó en las armaduras de los hombres muertos empalados en las almenas, recordándole el peligro al que Roland y él se enfrentaban. Todas aquellas personas estaban bien armadas cuando llegaron a la fortaleza, pero todas habían muerto. El cadáver del caballero que yacía al otro lado de las puertas era enorme, al menos treinta centímetros más alto que Roland y casi tan ancho como él. Quien guardara la torre debía de ser fuerte, rápido y muy, muy cruel.

Entonces, mientras observaban, las enredaderas y las espinas que bloqueaban las puertas empezaron a moverse. Se replegaron poco a poco, creando una entrada a través de la que podía pasar un hombre. Se abría como una boca abierta, con las largas espinas colocadas a modo de dientes, esperando morder.

– Es una trampa -dijo David-. Tiene que serlo.

– ¿Qué alternativa tenemos? -repuso el soldado, levantándose-. Tengo que averiguar qué le pasó a Raphael, no he venido hasta aquí para quedarme sentado mirando muros y espinas.

Se puso el escudo en el brazo izquierdo y no parecía asustado. De hecho, David no lo había visto tan contento desde que se conocían. Había viajado desde su propia tierra para encontrar la respuesta a la desaparición de su amigo, atormentado por lo que podía haberle ocurrido. Daba igual lo que pasara al otro lado de los muros de la fortaleza, daba igual si vivía o moría como resultado, porque por fin descubriría la verdad sobre el fin del viaje de Raphael.

– Quédate aquí y mantén encendido el fuego -le dijo Roland-. Si no he regresado cuando despunte el alba, llévate a Scylla y aléjate lo más deprisa que puedas de este lugar. Scylla es tan tuya como mía, porque creo que te quiere tanto como a mí. Quédate en el camino, y al final te llevará al castillo del rey. -Sonrió-. Ha sido un honor recorrer estas tierras contigo. Si no nos volvemos a ver, espero que encuentres tu hogar y las respuestas que buscas.

Se dieron la mano, y David no dejó caer ni una lágrima, porque quería ser tan valiente como Roland. Sólo después se preguntó si su amigo sería realmente valiente. Sabía que Roland creía que Raphael estaba muerto y quería vengarse del que lo había matado, pero, observando cómo el soldado se acercaba a la fortaleza, también le daba la impresión de que parte de él no deseaba vivir sin Raphael, que la muerte, para él, era preferible a vivir solo.

David acompañó a Roland a las puertas. Al acercarse, el soldado miró las espinas con aprensión, como si temiese que se cerrasen sobre él en cuanto estuviese a su alcance, pero la planta no se movió, y Roland atravesó el hueco sin incidentes. Pasó por encima de la armadura del caballero y abrió la puerta de la torre. Miró a David, levantó la espada en un adiós final y entró en las sombras. Las enredaderas de las puertas se retorcieron, y las espinas se extendieron y restauraron la barrera de la entrada al patio. Después, todo volvió a quedar en silencio.

El Hombre Torcido observó lo sucedido desde la rama más alta del árbol más alto del bosque. Las presencias que moraban dentro de los troncos no le molestaban, porque le temían más a él que a casi cualquier otro ser de los que vivían en aquella tierra. La cosa de la fortaleza era antigua y cruel, pero el Hombre Torcido era más viejo y todavía más cruel. Contempló al chico, que estaba sentado junto al fuego, con Scylla cerca, sin atar, porque era una yegua valiente y lista que no se asustaba fácilmente ni abandonaba a su jinete. El Hombre Torcido sintió la tentación de acercarse de nuevo a David para preguntarle el nombre de su hermano, pero se lo pensó mejor: pasar una noche solo al borde del bosque, frente a la Fortaleza de Espinas y vigilado por las cabezas de los caballeros muertos, serviría para predisponerlo a negociar con el Hombre Torcido cuando se hiciese de día.

Porque el Hombre Torcido sabía que el caballero Roland nunca saldría vivo de la fortaleza, y David, de nuevo, estaría solo en el mundo.

A David, el tiempo se le hizo muy largo. Alimentaba el fuego con palos y esperaba a que regresase Roland. De vez en cuando, notaba el hocico de Scylla en el cuello, la forma que tenía el animal de recordarle que estaba a su lado. El niño agradecía la presencia del caballo, porque su fuerza y su lealtad le resultaban tranquilizadoras.

Pero el cansancio empezó a apoderarse de él, y su mente le jugaba malas pasadas. Se quedaba dormido durante un par de segundos y, al instante, soñaba; vislumbró su casa, y los incidentes de los últimos días se repetían en su cabeza, mezclándose las historias de lobos, enanos y crías de Bestia hasta que todas formaron parte del mismo cuento. Oyó la voz de su madre llamándolo, como había hecho a veces en sus últimos días de vida, cuando el dolor era demasiado grande para soportarlo. Entonces, el rostro de Rose reemplazaba al de su madre, igual que Georgie había ocupado el lugar de David en el corazón de su padre.

Pero ¿era cierto? De repente, se dio cuenta de que echaba de menos a Georgie, y aquel sentimiento le resultó tan inesperado que estuvo a punto de despertarse. Recordó la forma en que el bebé le sonreía, o cómo le apretaba el dedo con su puño gordezuelo. Cierto, era ruidoso, absorbente y olía mal, pero todos los bebés eran así; en realidad, no era culpa de Georgie.

Entonces, la imagen de Georgie se desvaneció, y David vio a Roland, espada en mano, avanzando por un pasillo largo y oscuro. Estaba dentro de la torre, pero la torre en sí era una especie de ilusión; escondidas en su interior, había muchas habitaciones y pasillos, y en todos ellos había trampas para los incautos. Roland entró en una gran cámara circular, y, en su sueño, David vio que la incredulidad hacía que el caballero abriese los ojos como platos, y las paredes se tiñeron de rojo mientras algo entre las sombras llamaba a David…

David se despertó de repente. Seguía junto al fuego, pero las llamas casi se habían apagado y Roland no había vuelto. El niño se levantó y se acercó a las puertas. Scylla relinchó, nerviosa, cuando vio que se alejaba, pero se quedó junto a la hoguera. David se puso delante de las puertas y, vacilante, acercó la mano a una de las espinas. De inmediato, las enredaderas se apartaron, las espinas se replegaron y una abertura en la barrera quedó al descubierto. David miró a Scylla y las ascuas moribundas del fuego. «Debería irme ahora -pensó-. Ni siquiera tendría que esperar al alba. Scylla me llevará hasta el rey, y él me dirá lo que tengo que hacer.»

Pero, aun así, se quedó junto a las puertas. A pesar de lo que le había pedido Roland que hiciera si él no volvía, David no quería abandonar a su amigo, y, mientras contemplaba las espinas, sin saber bien qué hacer, oyó una voz que lo llamaba.

– David -susurró-. Ven conmigo, por favor, ven. -Era la voz de su madre-. Aquí es donde me llevaron -siguió diciendo la voz-. Cuando la enfermedad pudo conmigo, me dormí y pasé de nuestro mundo a éste. Ahora, ella me vigila. No puedo despertarme y tampoco escapar. Ayúdame, David. Si me quieres, ayúdame, por favor…

– Mamá -dijo David-, estoy asustado.

– Has llegado muy lejos y has sido muy valiente -contestó la voz-. Te he observado en sueños y estoy muy orgullosa de ti, David. Sólo unos pasos más, sólo un poco más de valor, es lo único que te pido.

David metió la mano en la bolsa y encontró la uña de la Bestia. La agarró con fuerza, se la metió en el bolsillo y pensó en las palabras de Fletcher. Había sido valiente antes y podía volver a serlo por su madre. El Hombre Torcido, que seguía observando desde los árboles, se dio cuenta de lo que pasaba y empezó a moverse. Se levantó de un salto, descendió de rama en rama y aterrizó como un gato en el suelo, pero era demasiado tarde: David había entrado en la fortaleza, y la barrera de espinas se había cerrado detrás de él.

El Hombre Torcido aulló de rabia, pero el niño, ya perdido en el interior de la fortaleza, no le oyó.

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XXV. Sobre la hechicera, y lo que le ocurrió a Raphael y Roland

El patio estaba adoquinado con piedras negras y blancas, manchadas por los excrementos de las aves carroñeras que sobrevolaban la fortaleza durante el día. Unas escaleras esculpidas en la piedra llevaban a las almenas; en ellas se apoyaban varias filas de armas, pero las lanzas, espadas y escudos estaban oxidados, y no servían para nada. Algunas de las armas tenían diseños fantásticos, espirales intrincadas, y delicadas cadenas entrelazadas de plata y bronce, que se repetían en las empuñaduras de las espadas y las superficies de los escudos. David no conseguía conciliar la belleza de aquellas obras de artesanía con el siniestro lugar en el que se encontraban. le sugería que el castillo no siempre había sido como era en aquellos momentos, sino que se había adueñado de él una entidad maléfica, un cuco que lo había convertido en un nido espinoso y cubierto de maleza, y que sus habitantes originales habían muerto o huido ante su llegada.

Una vez dentro, David vio restos de lucha: agujeros, sobre todo, donde los muros y el patio habían recibido la fuerza de las balas de cañón. Estaba claro que el castillo era muy viejo, aunque los árboles caídos que lo rodeaban indicaban que lo que Roland había oído y lo que Fletcher había afirmado ver era cierto, aunque fuese extraño: el castillo podía moverse por el aire y viajar a sitios nuevos con los ciclos de la luna.

Bajo los muros había establos, pero no tenían heno, ni tampoco se percibían los olores típicos de los animales saludables, que solían acumularse en aquellos lugares con el tiempo. Solo vio los huesos de los caballos que habían muerto de hambre tras el fallecimiento de sus amos, y el leve hedor que recordaba su lenta putrefacción. Frente a ellos, a ambos lados de la torre central, estaba lo que debían de haber sido los alojamientos y las cocinas de los guardias. David miró con precaución por las ventanas, pero no había ni rastro de vida. En el edificio de los guardias había literas vacías, y en las cocinas se veían hornos fríos y hambrientos. Los platos y las tazas seguían en las mesas, como si alguien hubiese interrumpido la comida y los comensales no hubiesen podido regresar después.

David se acercó a la puerta de la torre. El cadáver del caballero estaba a sus pies, con la espada todavía en la enorme mano. El arma no estaba oxidada, y la armadura del caballero todavía brillaba. Además, llevaba una ramita con una flor blanca metida en un agujero a la altura del hombro de la armadura. Todavía no se había marchitado del todo, así que David supuso que su cadáver no llevaba allí mucho tiempo. No tema sangre en el cuello, ni la había en el suelo que lo rodeaba; aunque el niño no sabía mucho sobre el mecanismo necesario para cortarle la cabeza a un hombre, se imaginaba que tendría que haber algo de sangre. Se pregunto quien sería el caballero y si él, como Roland, llevaría algún símbolo en la coraza para identificarse. El enorme caballero estaba boca abajo, y David no estaba seguro de poder darle la vuelta. A pesar de todo, decidió que el caballero muerto no debería quedar en el anonimato, por si encontraba la forma de contarle a alguien lo que le había sucedido.

David se arrodilló y respiró hondo, preparándose para el esfuerzo de mover el cuerpo; después empujó la armadura con fuerza. Comprobó sorprendido que los restos del caballero se movían con mucha facilidad. Cierto, la armadura era pesada, pero no tanto como debería serlo de haber tenido el cuerpo de un hombre dentro. Una vez logró ponerlo boca arriba, David pudo ver el símbolo de un águila en la coraza, con una serpiente enroscada en sus garras. Dio unos golpecitos en la armadura con los nudillos de la mano derecha, y el metal sonó a hueco: era como golpear un cubo de basura. Al parecer, la armadura del caballero estaba vacía.

Pero no, no era así, porque el niño oyó y notó que algo se movía al darle la vuelta a la armadura, y, cuando examinó el agujero de la parte superior, donde habían separado la cabeza del cuerpo, vio huesos y piel dentro. La parte superior de la columna vertebral estaba blanca en el punto de corte, pero, incluso en aquel lugar, no había sangre. De algún modo, los restos del caballero habían quedado reducidos a una cáscara seca dentro de la armadura, pudriéndose y desapareciendo con tanta rapidez que la flor que llevaba prendida, quizá para darle buena suerte, no había tenido tiempo de morir.

David pensó en huir de la fortaleza, pero sabía que, aunque intentase hacerlo, las espinas no lo dejarían pasar. Aquél era un lugar en el que se entraba, pero del que no se podía salir, y, a pesar de sus dudas, había vuelto a oír la voz de su madre llamándolo. Si de verdad estaba allí, no podía abandonarla.

David pasó por encima del caballero caído y entró en la torre, donde había unas escaleras de piedra que subían en espiral. Procuró escuchar con atención, pero no podía oír ningún ruido arriba. Quería llamar a su madre o gritar el nombre de Roland, pero le daba miedo que la presencia que moraba en la torre supiese que estaba allí, aunque era posible que aquella criatura ya supiese que estaba en la fortaleza y hubiese apartado las espinas para que entrase. En cualquier caso, parecía más inteligente no hacer ruido, así que no dijo nada. Recordó la figura que había pasado por la ventana iluminada y la historia de la hechicera que había encantado a una mujer, condenándola a un sueño eterno en una cámara llena de tesoros, hasta que pudiesen despertarla con un beso. ¿Podría tratarse de su madre? La respuesta lo esperaba arriba.

Desenvainó la espada y empezó a subir. Había unas ventanitas estrechas cada diez escalones, y dichas ventanas permitían que entrase un poco de luz en la torre, de modo que David podía ver por dónde iba. Contó una docena de ventanas antes de llegar al suelo de piedra de lo alto de la torre. Delante de él había un pasillo con umbrales abiertos a ambos lados. Desde el exterior, la torre no parecía tener más de diez metros de ancho, pero el pasillo que tenía delante era tan largo que el final se perdía entre las sombras, así que debían de ser decenas de metros iluminados por las antorchas encendidas de las paredes, contenidos de algún modo en el interior de una torre que sólo tenía una fracción del tamaño necesario.

David caminó lentamente por el pasillo, mirando desde fuera todas las habitaciones por las que pasaba. Algunas eran dormitorios amueblados lujosamente con enormes camas y cortinas de terciopelo; en otras había sofás y sillones; en una vio un gran piano y nada más. Las paredes de otra estaban decoradas con cientos de versiones similares del mismo cuadro: un retrato de dos niños, gemelos idénticos, con un retrato de ellos mismos en el fondo, exactamente igual al retrato que ocupaban, de modo que contemplaban infinitas versiones de sí mismos.

A medio camino del pasillo había un enorme comedor, dominado por una gran mesa de roble con cien sillas alrededor. Tenía velas encendidas a todo lo largo, y su luz iluminaba un majestuoso banquete: pavos, gansos y patos asados, y el punto central era un gigantesco cerdo con una manzana en la boca. Se veían bandejas con pescados y embutidos, y verduras humeantes en grandes ollas. Olía todo tan bien, que David se sintió atraído por la habitación, incapaz de resistirse al impulso de su hambriento estómago. Alguien había empezado a cortar uno de los pavos, porque le habían quitado el muslo y habían colocado unos trozos de carne blanca de la pechuga, tiernos y jugosos, en un plato. David cogió uno de los trozos, y estaba a punto de morderlo cuando vio un insecto que cruzaba la mesa. Era una hormiga roja muy grande, y se acercaba a un fragmento de piel que había caído del pavo. La hormiga cogió el fresco bocado marrón entre las mandíbulas, lista para llevárselo, pero, de repente, se tambaleó, como si el peso fuese más de lo que esperaba; soltó la piel, se balanceó un poco más y dejó de moverse. El niño la empujó con el dedo, pero el insecto no reaccionó: estaba muerto.

David soltó el trozo de pavo en la mesa y se limpió rápidamente los dedos en la ropa. Al fijarse mejor, vio que la mesa estaba repleta de insectos muertos. Los cadáveres de moscas, escarabajos y hormigas salpicaban la madera y los platos, todos envenenados por lo que contenía la comida. David se alejó de la mesa y regresó al pasillo; había perdido el apetito.

Pero si el comedor le había dado asco, la siguiente habitación en la que miró le resultó mucho más perturbadora: era su dormitorio en la casa de Rose, perfectamente recreado hasta en el último libro de la estantería, aunque más ordenado de lo que David lo había tenido nunca. La cama estaba hecha, pero las almohadas y sábanas estaban ligeramente amarillentas y cubiertas de una fina capa de polvo. También había polvo en los estantes, y, cuando David entró, dejó sus huellas en el suelo. Delante de él estaba la ventana que daba al jardín, abierta, y se oían ruidos que provenían del exterior, risas y gente cantando. Se acercó al cristal y miró afuera; en el jardín de abajo, tres personas bailaban en círculo: su padre, Rose y un chico al que David no reconoció, aunque supo al instante que se trataba de Georgie. Georgie era mayor, tenía unos cuatro o cinco años, pero seguía siendo un niño rechoncho. Sonreía de oreja a oreja mientras sus padres bailaban con él, su padre cogiéndolo de la mano derecha, y Rose de la izquierda, con el sol iluminándolos desde un cielo azul perfecto.

– ¡Chocolate, molinillo -le cantaban-, corre, corre, que te pillo!

Y Georgie se reía contento, mientras las abejas zumbaban y los pájaros cantaban.

– Se han olvidado de ti -dijo la voz de la madre de David-. Antes, ésta era tu habitación, pero ya nadie entra. Tú padre lo hacía al principio, pero después se resignó a perderte, y empezó a disfrutar de su otro hijo y su nueva esposa. Ella está otra vez embarazada, aunque todavía no lo sabe. Georgie tendrá una hermana, y entonces tu padre tendrá dos hijos de nuevo y ya no tendrá que recordarte.

La voz parecía salir de todas partes y de ninguna a la vez, del interior de David y del pasillo, del suelo bajo sus pies y del techo sobre su cabeza, de las piedras de las paredes y de los libros de los estantes. Durante un instante, el niño creyó verla reflejada en el cristal de la ventana, una visión descolorida de su madre de pie tras él, mirándolo. Cuando se volvió, no había nadie, pero su reflejo seguía en el cristal.

– No tiene que ser así -siguió diciendo la voz. Los labios de la imagen del espejo se movían, pero parecían decir otras palabras, porque los movimientos no coincidían con las palabras que oía David-. Sigue siendo valiente y fuerte durante un poco más. Encuéntrame aquí, y así podremos recuperar nuestra antigua vida. Rose y Georgie desaparecerán, y tú y yo ocuparemos su lugar.

Las voces del jardín cambiaron, ya no cantaban y reían. Cuando miró, David vio a su padre cortar el césped y a su madre podar un rosal con unas tijeras, cortando cada rama y colocando las flores rojas en una cesta que tenía a sus pies. Sentado en un banco entre ellos, leyendo un libro, estaba David.

– ¿Ves? ¿Ves cómo podría ser? Ahora ven, llevamos demasiado tiempo separados. Ha llegado el momento de que volvamos a reunimos, pero ten cuidado: ella estará observando y esperando. Cuando me veas, no mires a izquierda ni a derecha, mantén los ojos fijos en mi cara y todo irá bien.

La imagen desapareció del cristal, y las figuras se desvanecieron del jardín. Se levantó un viento frío que formó fantasmas de polvo en el cuarto, oscureciéndolo todo. El polvo hizo que David tosiera y le llorasen los ojos, así que salió de la habitación y se inclinó en el pasillo, entre toses y escupitajos,

Oyó un ruido cerca: el sonido de una puerta al cerrarse y echarse el pestillo desde dentro. Se volvió, y una segunda puerta se cerró y se bloqueó desde el interior, y después otra y otra. La puerta de todas las habitaciones por las que pasaba se cerraba con fuerza. En aquel momento, la puerta de su dormitorio se le cerró en sus narices, y todas las puertas que le quedaban por delante hicieron lo mismo. Sólo las antorchas iluminaban el camino y, de repente, también se fueron apagando, empezando por las que estaban más cerca de las escaleras. Detrás de él, todo se sumergía en una oscuridad total, que avanzaba muy deprisa. Pronto, todo el pasillo estaría a oscuras.

David corrió, intentando desesperadamente mantenerse por delante de las sombras que se acercaban, mientras notaba en los oídos el ruido de los portazos. Se movía tan deprisa como podía sobre el duro suelo de piedra, pero las luces morían con más rapidez de lo que él podía correr. Vio que las antorchas que tenía justo detrás se apagaban, después las que tenía a cada lado y, finalmente, las que tenía delante. Siguió corriendo, esperando poder alcanzarlas de algún modo, esperando no quedarse solo en la oscuridad. Entonces, la última antorcha se apagó, y ya no pudo ver nada.

– ¡No! -gritó el niño-. ¡Mamá! ¡Roland! ¡No veo! ¡Ayudadme!

Pero nadie respondió. David se quedó quieto, sin saber qué hacer, porque no sabía qué tenía delante, pero sí sabía que las escaleras estaban detrás. Si se volvía, siguiendo la pared, podía encontrarlas, pero estaría abandonando a su madre y a Roland, si seguía vivo. Si avanzaba, tendría que avanzar a ciegas por un lugar desconocido, presa fácil para la mujer de la que había hablado la voz de su madre, la hechicera que protegía aquel lugar con espinas y enredaderas, y que reducía a los hombres a cascarones vacíos y cabezas en almenas.

Entonces, David vio una luz diminuta a lo lejos, como una luciérnaga suspendida en la oscuridad, y la voz de su madre dijo:

– David, no tengas miedo, ya casi has llegado. No te rindas ahora.

Hizo lo que le decía, y la luz se hizo más intensa y brillante, hasta que vio que se trataba de una lámpara colgada sobre su cabeza. Poco a poco, la silueta de un arco quedó a la vista, y David se fue acercando hasta llegar a la entrada de una gran cámara, en la que cuatro enormes pilares de piedra sujetaban un techo abovedado. Las paredes y los pilares estaban cubiertos de enredaderas con espinas más gruesas que las que guardaban los muros y las puertas de la fortaleza, con pinchos tan largos y afilados que algunos eran más altos que David. Entre cada par de pilares había una lámpara, colgada de una recargada estructura de hierro, y su luz iluminaba cofres llenos de monedas y joyas, copas y marcos dorados, espadas y escudos, todos hechos de oro y piedras preciosas. Era un tesoro tan grande que quedaba fuera del alcance de la imaginación de la mayoría de los hombres, pero David apenas le echó un vistazo, porque su atención se centraba en un altar elevado de piedra en el centro del cuarto. Una mujer yacía en el altar, inmóvil como los muertos. Llevaba un vestido de terciopelo rojo y tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Al mirarla con más cuidado, el niño vio que el pecho de la mujer se movía, que respiraba, por lo que aquélla era la dama dormida, la víctima del encantamiento de la hechicera.

David entró en la cámara, y la luz vacilante de las lámparas se reflejó en algo brillante que colgaba de la pared de espinas, a su derecha. Se volvió, y sintió un retortijón tan grande que tuvo que doblarse de dolor.

El cuerpo de Roland estaba empalado en una de las grandes espinas, a tres metros del suelo. La punta le había atravesado el pecho y le sobresalía de la coraza, destrozando la imagen de los soles gemelos. Había un rastro de sangre en la armadura, pero no mucha. La cara de Roland estaba delgada y gris, con las mejillas huecas, y el cráneo se le marcaba en la piel. Junto al cuerpo de Roland había otro, también con la armadura de los soles gemelos: Raphael. Roland por fin había descubierto la verdad sobre la desaparición de su amigo.

Y no estaban solos: la cámara abovedada estaba llena de restos de hombres, como moscas resecas en una telaraña de espinas. Algunos llevaban allí mucho tiempo, porque tenían las armaduras oxidadas en tonos rojos y marrones, y los que tenían cabeza no eran más que esqueletos.

La rabia de David pudo con su miedo, y aquella rabia fue más fuerte que cualquier pensamiento de huida. En aquel momento era más hombre que niño, y su paso a la edad adulta comenzó realmente. Caminó lentamente hacia la mujer dormida, volviéndose en lentos círculos para que ninguna trampa escondida lo pillase desprevenido. Recordó la advertencia de su madre de no mirar ni a izquierda ni a derecha, pero ver a Roland empalado en la pared le hizo desear enfrentarse a la hechicera y matarla por lo que le había hecho a su amigo.

– ¡Sal! -gritó-. ¡Muéstrate!

Pero nada se movió dentro de la cámara, y nadie respondió a su reto. La única voz que oyó, medio real, medio imaginada, era la de su madre, susurrando:

– David.

– Mamá -contestó-, estoy aquí.

Estaba ya en el altar de piedra, donde cinco escalones llevaban a la mujer dormida. Los subió lentamente, consciente de la amenaza invisible, del asesino de Roland, Raphael y todos los demás que colgaban, agujereados y huecos, de las paredes. Por fin llegó al altar y miró la cara de la mujer dormida: era su madre. Su piel estaba muy blanca, pero tenía un rubor rosado en las mejillas, y los labios eran carnosos y parecían húmedos. El cabello rojo brillaba como un fuego sobre la piedra.

– Bésame -la oyó decir David, aunque la boca no se movió-. Bésame, y estaremos juntos de nuevo.

David colocó la espada junto a ella y se inclinó para besarle la mejilla. Sus labios tocaron la piel que estaba muy fría, más fría incluso que cuando estaba dentro del ataúd abierto, tan fría que su contacto le resultaba doloroso. Le entumeció los labios y la lengua, y su aliento se convirtió en cristales de hielo que relucían como diamantes diminutos en el aire inmóvil. Al separarse de ella, alguien volvió a decir su nombre, pero era una voz masculina, no de mujer.

– ¡David!

Miró a su alrededor, intentando encontrar el origen del sonido, y vio movimiento en la pared: era Roland. El soldado agarró débilmente con la mano izquierda la espina que le sobresalía del pecho, como si haciéndolo pudiese concentrar sus últimas fuerzas y decir lo que tenía que decir. Movió la cabeza y, con un gran esfuerzo, consiguió hablar.

– David -susurró-. ¡Ten cuidado!

Roland levantó la mano derecha y con el índice señaló a la figura del altar, antes de dejarla caer. Después, su cuerpo se relajó en la espina, dejando escapar su último aliento de vida.

El niño miró a la mujer dormida, y ella abrió los ojos, pero no eran los ojos de su madre. Los de su madre habían sido verdes, amorosos y amables, mientras que aquellos ojos eran negros, sin color, como trozos de carbón engastados en nieve. El rostro de la mujer dormida también había cambiado, y ya no era la madre de David, aunque él la conocía: era Rose, la amante de su padre. Tenía el cabello negro, no rojo, y se le derramaba sobre la piedra como noche líquida. Abrió los labios, y el niño vio que tenía los dientes muy blancos y afilados, con los caninos más largos que el resto. David dio un paso atrás, y estuvo a punto de caer del altar cuando la mujer se levantó de su lecho de piedra y se estiró como un gato, doblando la columna y tensando los brazos. Se le cayó el chal que le cubría los hombros, dejando al descubierto el cuello de alabastro y la parte superior de los senos. David vio gotas de sangre en ellos, como un collar de rubíes helados en su piel. La mujer se acomodó sobre la piedra, de modo que el vestido quedase recogido a su lado. Aquellos penetrantes ojos negros miraron a David, y la lengua pálida lamió las puntas de los dientes.

– Graciasss -dijo con voz suave y baja, pero con un deje sibilante, como si una serpiente pudiese hablar-. Que chico másss guapo. El másss valiente. -David retrocedió, pero, con cada paso que daba, la mujer avanzaba otro para igualarlo, así que la distancia que los separaba seguía siendo la misma-. ¿No te parezco guapa? -le preguntó, inclinando ligeramente la cabeza a un lado, preocupada-. ¿No sssoy lo bassstante guapa para ti? Vamosss, dame otro bessso.

Era Rose, pero no lo era. Era una noche sin la promesa del alba, una oscuridad sin luz. David fue a coger la espada, pero se dio cuenta de que seguía en el altar; para cogerla, tendría que pasar junto a la mujer, y el instinto le decía que, si intentaba hacerlo, lo mataría.

Ella pareció adivinar lo que pensaba, porque miró hacia la espada.

– Ya no la necesssitasss -le dijo-. Nunca uno tan joven había llegado tan lejosss. Tan joven y tan bello. -Se llevó un dedo delgado, con la uña llena de sangre, a los labios-. Aquí -susurró-. Bésssame aquí.

David se vio reflejado en los oscuros ojos de la mujer, hundido en sus profundidades, y supo cuál sería su destino. Se volvió y bajó de un salto los últimos escalones, torciéndose el tobillo derecho al caer. Le dolió, pero no iba a dejar que aquello lo detuviese. Delante de él, en el suelo, estaba la espada de uno de los caballeros muertos; si lograba cogerla…

Una figura le pasó por encima; el borde de su vestido le rozó el pelo, y la mujer apareció delante de él. Sus pies descalzos no tocaban el suelo, sino que flotaba en el aire, roja y negra, sangre y noche. Ya no sonreía. Abrió los labios, dejando sus colmillos al descubierto, y, de repente, su boca parecía más grande que antes, filas y filas de dientes afilados, como el interior de la boca de un tiburón.

– Tendré mi bessso -dijo, extendiendo los brazos, y clavó las uñas en los hombros del niño, mientras movía la cabeza hacia sus labios.

David metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó algo, y la uña de la Bestia dibujó una dentada línea roja en la cara de la mujer. La herida se abrió, pero de ella no brotó sangre, porque aquella criatura no tenía sangre en las venas. La asesina gritó y se apretó la herida, y David atacó de nuevo, rajando de izquierda a derecha y dejándola ciega. La mujer se defendió cogiéndole la mano y arrancándole la uña de la Bestia. David salió corriendo hacia el umbral de la cámara, sin otro pensamiento que llegar al pasillo a oscuras y encontrar el camino a las escaleras, pero las enredaderas se retorcieron y giraron, bloqueándole la salida y atrapándolo en el cuarto con la criatura que no era Rose.

Ella flotaba en el aire, con los brazos caídos, y los ojos y la cara destrozados. David se apartó de la puerta, intentando coger de nuevo la espada, aunque la mirada ciega de la mujer lo seguía.

– Puedo olerte -dijo-. Pagarásss por lo que me hasss hecho.

Voló hacia David, lanzando dentelladas y zarpazos al aire. El niño corrió hacia la derecha, después de nuevo hacia la izquierda, con la esperanza de poder engañarla y coger la espada, pero ella era demasiado lista para él y le cortó el paso. La criatura se movía adelante y atrás, tan deprisa que era poco más que un borrón en el aire, siempre avanzando, cortando cualquier ruta de escape y obligándolo a retroceder hacia las espinas, hasta que al fin estuvo a unos centímetros de él. David sintió un dolor agudo en el cuello y la espalda: estaba pegado a las puntas de las espinas, que eran largas y afiladas como lanzas. No tenía adonde ir. La mujer lanzó un zarpazo al aire y estuvo a punto de acertar.

– Ahora -siseó-, eresss mío. Te quiero, y tú morirás queriéndome.

Estiró la columna y abrió tanto la boca que el cráneo estuvo a punto de partírsele por la mitad, con las filas de dientes dispuestas a destrozar la garganta del niño. La criatura se lanzó hacia delante, y David se tiró al suelo, después de esperar hasta tenerla casi encima. El vestido le cubrió la cara, así que sólo pudo oír lo que pasó después: un ruido como el de una fruta podrida al pincharse. Notó una patada en la cabeza, pero sólo una.

David rodó para apartarse de los pliegues de terciopelo rojo. Las espinas habían atravesado el corazón y el costado de la mujer, y también la mano derecha, aunque la izquierda había quedado libre y temblaba sobre una enredadera; era la única parte de ella que se movía. David podía verle la cara, y ya no parecía Rose. El cabello se le había vuelto gris, y la piel era vieja y arrugada. De las heridas de su cuerpo surgía un olor a humedad y moho, la mandíbula inferior colgaba suelta sobre el pecho arrugado, y las fosas nasales le temblaron al oler a David e intentar hablar. Al principio, su voz era tan débil que el niño no pudo entender lo que decía, así que se acercó más, todavía cauteloso, aunque sabía que se estaba muriendo. El aliento le apestaba a podrido, pero aquella vez el chico entendió lo que le decía.

– Gracias -susurró, y su cuerpo quedó sin vida sobre las espinas y se deshizo en polvo.

Al desaparecer, las enredaderas empezaron a marchitarse y morir, y los restos de los caballeros muertos cayeron al suelo con estrépito. David corrió hacia Roland. Su cadáver apenas tenía sangre, y David sintió ganas de llorar por él, pero no le salían las lágrimas, así que arrastró los restos de Roland hasta el altar de piedra y, con cierto esfuerzo, lo tumbó en él. Hizo lo mismo con Raphael, colocándolo al lado de Roland. Les puso las espadas sobre el pecho y les cruzó las manos sobre las empuñaduras, como había visto en los dibujos de los caballeros muertos de sus libros. Recuperó su espada y la envainó, cogió una de las lámparas de los atriles y la usó para encontrar el camino de vuelta a las escaleras de la torre. El largo pasillo con sus muchas habitaciones ya no estaba, sólo quedaban piedras polvorientas y paredes medio derruidas. Cuando salió, vio que allí también se habían marchitado las enredaderas y las espinas. Al otro lado de las puertas, Scylla lo esperaba junto a las cenizas del fuego. Relinchó de alegría al verlo acercarse, y David le puso la mano en la frente y le susurró al oído, para que supiera lo que le había sucedido a su amado dueño. Después, por fin, montó en la silla y se dirigió al bosque y al camino que llevaba al este.

Todo estaba en silencio cuando atravesó los árboles, porque las cosas que moraban en ellos habían oído llegar a David y tenían miedo. Incluso el Hombre Torcido, que había regresado a su lugar entre las ramas, miraba al chico de otra forma e intentaba averiguar cómo utilizar aquel cambio en su favor.

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XXVI. Sobre dos asesinatos y dos reyes

David y Scylla siguieron el camino hacia el este. David tenía la vista clavada al frente, pero era como si no viese nada de lo que tenía delante. La cabeza de Scylla colgaba más que antes, como si ella también llorase la muerte de su dueño a su manera digna y delicada. La nieve salpicaba el eterno crepúsculo, y los carámbanos colgaban como lágrimas heladas de los arbustos y los árboles.

Roland estaba muerto, igual que la madre de David; había sido una estupidez pensar lo contrario. En aquel momento, mientras la yegua avanzaba por aquel mundo frío y oscuro, David reconoció, quizá por primera vez, que siempre había sabido que su madre estaba muerta, aunque había querido creer que no. Era como las rutinas que había utilizado cuando ella estaba enferma, con la esperanza de que la mantuviesen con vida, a pesar de que no eran más que falsas esperanzas, sueños sin fundamento, insustanciales como la voz que había seguido hasta aquel lugar. No podía cambiar el mundo que había dejado, y el mundo en el que se encontraba, el que lo tentaba con la posibilidad de que todo fuese distinto, había frustrado sus expectativas. Había llegado el momento de volver a casa. Si el rey no podía ayudarlo, quizá tuviese que hacer un trato con el Hombre Torcido: sólo tenía que decirle el nombre de Georgie en voz alta.

Pero ¿no le había dicho el Hombre Torcido que todo podía volver a ser como antes? Era mentira. Su madre estaba muerta, y el mundo del que ella formaba parte había desaparecido para siempre. Aunque volviese, sería un lugar en el que ella sólo era un recuerdo. Su hogar estaba en una casa compartida con Rose y Georgie, y tendría que conformarse con eso, tanto por su bien como por el de ellos. Si la promesa del Hombre Torcido no podía sostenerse, ¿cuántas otras podría romper?

Era como le había advertido Roland: «No te contará todo lo que pretende y esconderá más de lo que te revele».

Un trato con el Hombre Torcido estaría lleno de posibles trampas y peligros. David tendría que aferrarse a la esperanza de que el rey pudiese y estuviese dispuesto a ayudarle, evitándole un nuevo encuentro con el tramposo, pero lo que había oído hasta el momento sobre el rey lo hacía vacilar. Roland no lo tenía en mucha estima, e incluso el Leñador había reconocido que el rey ya no controlaba el reino como antes. En aquel momento, con la amenaza de Leroi y su ejército de lobos, quizás el monarca no soportase la prueba, le quitasen el reino a la fuerza y muriese entre los dientes del loup. Con el peso de aquel conocimiento sobre los hombros, ¿tendría tiempo para los problemas de un chico perdido en el mundo?

¿Y qué pasaba con el libro, El libro de las cosas perdidas ¿Qué podían contener sus páginas que ayudase a David a regresar a casa? ¿Un mapa para llegar a otro árbol hueco, quizás? ¿O un hechizo capaz de hacerlo volver? Pero si el libro tenía propiedades mágicas, ¿por qué no lo usaba el rey para proteger su reino? David esperaba que el soberano no fuese como el Gran Oz, nada más que humo, espejos y buenas intenciones, pero sin ningún poder real que lo respaldase.

Tan perdido estaba el niño en sus pensamientos y tanto se había acostumbrado al camino vacío, que no vio a los hombres hasta tenerlos casi encima. Había dos, vestidos con harapos y con las caras tapadas con bufandas, de manera que sólo se les veían los ojos. Uno llevaba una espada corta, y el otro un arco con una flecha preparada en la cuerda, lista para disparar. Salieron de la maleza, apartando las pieles blancas con las que se camuflaban, y se colocaron delante de David, con las armas a punto.

– ¡Alto! -gritó el hombre de la espada, y David detuvo a Scylla a pocos metros de donde estaban.

El del arco miró de soslayo a lo largo de su flecha y después relajó la cuerda y bajó el arma.

– Bah, no es más que un niño -dijo. Su voz era ronca y amenazadora. Se bajó la bufanda, dejando al aire una boca desfigurada por una cicatriz vertical que le atravesaba los labios. Su compañero se quitó la capucha, y David vio que le habían cortado casi toda la nariz; sólo quedaba una masa de cartílago cicatrizado con dos agujeros en el centro.

– Niño o no, ése es un buen caballo -afirmó-. No puede tener un animal semejante, seguro que lo ha robado, así que no es pecado quitarle algo que, para empezar, no era suyo. -Intentó coger las riendas de Scylla, pero David hizo que la yegua retrocediera un paso.

– No lo he robado -repuso el chico, en voz baja.

– ¿Qué? -preguntó el ladrón-. ¿Qué has dicho, chico? Será mejor que no nos des coba, si quieres vivir lo suficiente para lamentar el día que nos conociste. -Blandió la espada delante de David. Era un arma tosca y primitiva, y David vio las marcas de la piedra de afilar en la hoja. Scylla relinchó y se alejó más de la amenaza.

– He dicho que no lo he robado -repitió David-, y no va a ir a ninguna parte con vosotros. Ahora, alejaos.

– Vaya, será…

El de la espada cogió de nuevo las riendas de Scylla pero, esta vez, David hizo que levantase las patas delanteras, y la instó a avanzar y a bajar sobre el ladrón. Uno de los cascos golpeó al hombre en la frente, y se oyó un ruido hueco a roto cuando el hombre cayó muerto al suelo. Su compañero bandido estaba tan perplejo que no supo reaccionar lo bastante deprisa. Todavía intentaba levantar el arco cuando David espoleó a Scylla, con la espada desenvainada y extendida. Atacó al arquero, y la punta de la espada lo alcanzó en el cuello, cortando los harapos y rebanando la carne de abajo. El bandido se tambaleó y se le cayó el arco. Se llevó la mano al cuello e intentó hablar, pero sólo surgió un ruido húmedo, como un borboteo. La sangre le corría entre los dedos y se derramaba sobre la nieve, y la parte delantera de su ropa ya estaba empapada de rojo cuando cayó de rodillas junto a su compañero muerto, cortándose el flujo de sangre conforme el corazón le dejaba de latir.

David hizo que Scylla se volviese para ponerla de cara al hombre moribundo.

– ¡Os lo advertí! -gritó el niño. Estaba llorando, llorando por Roland, por su madre y su padre, incluso por Georgie y Rose, por todas las cosas que había perdido, tanto las que sabía nombrar como las que sólo podía sentir-. Os dije que me dejaseis en paz, pero no habéis querido. Mirad lo que habéis conseguido. ¡Idiotas! ¡Hombres estúpidos!

El arquero abrió y cerró la boca, y sus labios formaron unas palabras, pero no pudo emitir ningún sonido. Tenía la mirada fija en el chico. David vio cómo entrecerraba los ojos, como si no acabase de entender lo que se decía ni lo que le pasaba, arrodillado en la nieve, con su propia sangre encharcándose a su alrededor.

Después, lentamente, abrió mucho los ojos y su expresión quedó en calma, como si la muerte le diese una explicación.

David bajó del lomo de Scylla y le miró las patas para comprobar que no se había hecho daño durante el enfrentamiento. No parecía estar herida. Había sangre en la espada de David, y se le ocurrió limpiarla en la ropa harapienta de uno de los hombres muertos, pero no quería tocar los cadáveres. Tampoco quería limpiarla en su propia ropa, porque entonces llevaría su sangre encima, así que abrió la bolsa, sacó un trozo de muselina vieja con la que Fletcher había envuelto un poco de queso y la utilizó para librarse de la sangre. Después tiró el trapo ensangrentado en la nieve, antes de echar a patadas los cadáveres en la zanja paralela al camino. Estaba demasiado cansado para intentar esconderlos mejor. De repente, sintió un gruñido en el estómago, notó un sabor agrio en la boca y la piel se le cubrió de sudor. Se apartó de los cuerpos y vomitó detrás de una roca, sufriendo una arcada tras otra hasta que sólo pudo escupir gas apestoso.

Había matado a dos hombres. No había querido hacerlo, en realidad, pero estaban muertos por su culpa. Los loups y los lobos que habían perdido la vida en el cañón, incluso lo que le había hecho a la cazadora en su casita y a la hechicera en su torre, no le habían afectado tanto. Había provocado la muerte de otros, cierto, pero había matado a uno de aquellos dos desgarrándole la carne con la punta de una espada. Los cascos de Scylla se habían encargado del otro, pero David estaba en la silla cuando pasó y la había urgido a hacerlo. Ni siquiera había tenido que pensarlo, le había salido de forma natural, y era esa capacidad para causar daño lo que lo asustaba más que nada en el mundo.

Se lavó la boca con nieve, volvió a montar en Scylla y la animó a continuar, dejando atrás su acto, aunque no el recuerdo del mismo. Mientras cabalgaba, unos gordos copos de nieve empezaron a caer, posándose sobre su ropa, y sobre la cabeza y el lomo de Scylla. No había viento. La nieve caía lentamente, en línea recta, añadiendo otra capa a los montículos, y tapando caminos, árboles, arbustos y cadáveres, todos, tanto vivos como muertos, ocultos bajo su velo. Los cadáveres de los ladrones pronto quedaron cubiertos de blanco y allí habrían permanecido, sin que nadie los llorase ni descubriese hasta la llegada de la primavera, de no haber captado su rastro un hocico húmedo, que enseguida los destapó. El lobo emitió un largo aullido, y el bosque cobró vida con el descenso de la manada, que arrancó carne y masticó huesos, mientras que los débiles tenían que conformarse con luchar por las sobras que los más fuertes y veloces dejaban tras llenarse el estómago. Pero había demasiados para alimentarse con una comida tan parca. La manada había crecido tanto que ya contaba con varios miles de miembros: lobos blancos del lejano norte, que se camuflaban en el paisaje invernal con tanta perfección que sólo la oscuridad de sus ojos y el rojo de sus mandíbulas los traicionaba; lobos negros del este, los que las ancianas decían que eran espíritus de brujas y demonios en forma de animales; lobos grises de los bosques del oeste, grandes y más lentos que los demás, que se mantenían juntos y no confiaban en nadie; y, finalmente, los loups, que se vestían como hombres, anhelaban como lobos y querían gobernar como reyes. Guardaban las distancias con el resto de la manada, vigilando el borde del bosque, mientras sus hermanos primitivos lanzaban dentelladas y luchaban por las entrañas de los bandidos muertos. Una hembra se les acercó desde el camino. En la boca llevaba un trozo de muselina marcada con sangre seca. El sabor de la sangre le hacía la boca agua, y tenía que emplear toda su voluntad para no masticar la tela y tragársela mientras caminaba. La soltó a los pies de su líder y dio un paso atrás, obediente. Leroi levantó el trapo, se lo llevó a la nariz y lo olió. El hedor de la sangre de los hombres muertos era fuerte e intenso, pero también detectaba el olor del niño debajo.

Leroi había olido por última vez al niño en el patio de la fortaleza, conducido hasta allí por sus exploradores. Los lobos se habían negado a subir por las escaleras de la torre, inquietos por lo que intuían que moraba dentro, pero Leroi había ascendido, más para demostrar su valor ante sus seguidores que por un genuino deseo de descubrir lo que había arriba. Una vez desaparecidos sus encantamientos, la torre no era más que un cascarón vacío en el corazón de una vieja fortaleza. Sólo quedaba de su antiguo ser una cámara de piedra en lo más alto, llena de restos de hombres muertos y de un puñado de polvo que antes era algo menos que humano. En su centro se encontraba el pedestal de piedra con los cadáveres de Roland y Raphael tumbados encima. Leroi reconoció el olor de Roland, y supo que el protector del chico estaba muerto. Había sentido la tentación de destrozar los cuerpos de los dos caballeros, de profanar su lugar de descanso, pero sabía que eso era lo que haría un animal, y él ya no lo era. Dejó los cadáveres donde estaban, y, aunque nunca lo reconocería delante de sus lugartenientes, se alegró de poder salir de la cámara y la torre. Allí había cosas que no comprendía y le hacían sentirse incómodo.

En aquellos instantes tenía el trapo entre las garras, y el chico a quien cazaba empezaba a despertarle una ligera admiración. «Qué deprisa has crecido -pensó Leroi-. Hace poco eras un niño asustado, y ahora triunfas donde caballeros armados no han podido. Tomas las vidas de unos hombres y limpias tu espada, listo para la siguiente matanza. Es casi una pena que debas morir.»

Leroi era más hombre que lobo con cada día que pasaba, o eso se decía. Todavía tenía el cuerpo cubierto de resistente vello, unas orejas puntiagudas y dientes afilados, pero el hocico ya no era más que un bultito alrededor de la boca, y los huesos de la cara se reconfiguraban para hacerlo parecer más humano y menos lupino. Rara vez caminaba a cuatro patas, excepto cuando era necesario ir más deprisa o cuando la emoción de detectar el rastro del chico lo abrumaba momentáneamente. Era una de las ventajas de tener a tantos seres a sus órdenes: aunque el olor del caballo era fuerte, mucho más fuerte que el del chico o el hombre, las nevadas hacían que lo perdieran con frecuencia, pero, al utilizar tantos exploradores, pronto volvían a encontrarlo. Lo habían seguido hasta la aldea, y Leroi había sentido la tentación de atacar con toda la fuerza de su manada, pero habían encontrado las huellas del caballo y el hombre dirigiéndose al este, así que sabían que ya no estaban con los aldeanos. Algunos de los loups seguían aconsejando un ataque al pueblo, porque la manada tenía hambre, pero Leroi sabía que perderían un tiempo muy valioso. Además, le venía bien que la manada tuviese hambre, porque el hambre aumentaría su ferocidad cuando atacasen el castillo del rey. Recordaba al hombre que se había puesto en pie detrás de las defensas de la aldea, desafiándolo mientras los demás se escondían. Leroi había admirado el gesto, igual que admiraba otros muchos aspectos de la naturaleza del hombre; era una de las razones por las que se encontraba tan cómodo con su transformación, aunque eso no evitaría que regresase al pueblo para que el hombre sufriese un castigo ejemplar por haber intentado desafiarlo.

La manada había perdido terreno cuando el chico y el hombre dejaron el camino, porque Leroi había supuesto que seguirían directamente hacia el castillo del rey, así que habían malgastado medio día antes de darse cuenta de su error. David había tenido mucha suerte de que la manada lo perdiese al salir de la Fortaleza de Espinas, porque a los lobos les había dado miedo el bosque, inquietos por las criaturas escondidas que vivían en los árboles, de modo que habían decidido esquivar sus profundidades al acercarse a la fortaleza. Cuando Leroi estuvo seguro de que no quedaba nadie vivo dentro, envió a una docena de exploradores a seguir a David a través del bosque, mientras la manada principal se dirigía al este, al castillo del rey, utilizando una ruta más larga pero más segura. Cuando la manada se reunió con los exploradores, sólo quedaban tres vivos. Siete habían muerto a manos de las criaturas que vivían dentro de los árboles, y los otros dos (lo que interesó mucho a Leroi) aparecieron con las gargantas rebanadas y los hocicos cortados.

– El torcido está protegiendo al chico -gruñó uno de los lugartenientes en los que Leroi más confiaba cuando oyó las noticias. Él también se estaba haciendo más humano, aunque su transformación era más lenta y menos pronunciada.

– Cree que ha encontrado al nuevo rey -contestó Leroi-, pero aquí estamos nosotros para poner fin al reinado de los humanos. El chico nunca reclamará el trono.

Ladró una orden, y sus loups empezaron a reunir a la manada, gruñendo y mordiendo a los que no respondían lo bastante deprisa. Su tiempo se acercaba. El castillo estaba a menos de un día de marcha, y, una vez llegasen, habría carne de sobra para todos, y el reinado sangriento del nuevo rey Leroi daría comienzo.

Puede que Leroi se estuviese convirtiendo en algo más que un animal y menos que un humano, pero dentro de él, en lo más profundo, siempre sería un lobo.

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XXVII. Sobre el castillo y la bienvenida del rey

El día, una cosa lastimosa y lenta, llegó a su fin casi agradecido, y la noche ocupó su lugar. El ánimo de David estaba por los suelos, y la espalda y las piernas le dolían por pasar tantas horas a caballo. A pesar de todo, había conseguido ajustar los estribos de modo que sus pies se apoyasen cómodamente, y había aprendido a tirar de las riendas viendo a Roland, así que ya se sentía más cómodo con Scylla que nunca antes, incluso aunque la yegua fuese demasiado grande para él. La nieve había menguado hasta quedar reducida a unos cuantos copos y pronto dejaría de caer del todo. La tierra parecía disfrutar del silencio y el blanco, porque sabía que la nevada la había embellecido.

Llegaron a una curva en el camino, y, delante de ellos, una suave luz amarilla iluminaba el horizonte, por lo que el niño supo que estaban cerca del castillo del rey. De repente, notó que se llenaba de energía y animó a Scylla a acelerar la marcha, aunque los dos estaban cansados y hambrientos. La yegua empezó a trotar, como si ya pudiese oler el heno, el agua fresca y una cuadra calentita donde descansar, pero, con la misma rapidez que se había animado, David la frenó y escuchó con atención. Había oído algo, como el sonido del viento, salvo que la noche estaba en calma. Scylla parecía sentirlo también, porque relinchó y pateó el suelo. David le dio unas palmadas en el flanco, intentando tranquilizarla, aunque él también se había puesto tenso.

– Chisss, Scylla -susurró.

El ruido surgió de nuevo, más claro: era el aullido de un lobo. No había forma de saber lo cerca que estaba, porque la nieve amortiguaba todos los ruidos, pero sonaba lo bastante cerca para escucharlo, y eso era demasiado cerca para el gusto de David. Notó movimiento en el bosque, a su derecha, y sacó la espada, imaginándose dientes blancos, lenguas rosas y mandíbulas cortantes. En vez de eso, apareció el Hombre Torcido, con una espada esbelta y curva en la mano. David apuntó con su espada a la figura que se aproximaba y la observó, con la punta fija en el cuello del Hombre Torcido.

– Baja la espada -le dijo el ser-, no tienes nada que temer de mí. -Pero David la mantuvo justo donde estaba, y le alegró comprobar que no le temblaba el brazo. El Hombre Torcido, por el contrario, no parecía sorprendido-. Muy bien, como desees. Los lobos se acercan. No sé cuánto tiempo podré retenerlos, pero será suficiente para que llegues al castillo. Quédate en el camino y no te dejes tentar por los atajos.

Se oyeron más aullidos, más cerca.

– ¿Por qué me ayudas? -le preguntó David.

– Te estoy ayudando desde el principio -respondió el Hombre Torcido-, pero tú eras demasiado testarudo para entenderlo. Te he vigilado en tu marcha y te he salvado la vida, todo para que pudieras llegar al castillo. Ahora, ve con el rey, que te está esperando. ¡Vete!

Tras decir aquello, el Hombre Torcido se alejó de David, rodeando el borde del bosque, cortando el aire con la espada, porque, al parecer, en su mente ya había empezado a matar lobos. David lo observó hasta perderlo de vista y después, sin más alternativa que hacer lo que le decía, instó a Scylla a seguir hacia la luz. El Hombre Torcido lo observó marchar desde el hueco en la base de un viejo roble. Había sido mucho más difícil de lo que esperaba, pero el chico pronto estaría donde tenía que estar, y el Hombre Torcido se encontraría un paso más cerca de su recompensa.

– Chocolate, molinillo, corre, Georgie, que te pillo -cantó, humedeciéndose los labios-. Corre, Georgie, que te pillo. -Soltó una risilla y se tapó la boca para ahogar el ruido. No estaba solo, notaba una respiración agitada cerca y vio una nube de aliento formándose en la oscuridad. El Hombre Torcido se hizo una bola, con el cuchillo extendido, y se enterró a medias en la nieve.

Cuando el lobo explorador pasó, la criatura lo rebanó del cuello al rabo, y sus entrañas humearon en el helado aire nocturno.

El camino se retorcía y giraba, estrechándose conforme David se acercaba a su destino. A ambos lados se elevaron escarpadas paredes de roca, creando un cañón en el que los cascos de Scylla despertaban ecos, ya que la nieve no había caído allí con tanta intensidad, gracias a la protección de las paredes. Después, David salió del cañón y se encontró delante de un valle con un río que lo cruzaba. Junto a su orilla, aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia, había un gran castillo con muros altos y gruesos, y muchas torres y edificios. En las ventanas se veían luces, y había hogueras encendidas en las almenas. David veía soldados de guardia, y, mientras observaba, subieron el rastrillo y un grupo de doce jinetes salió al exterior. Cruzaron el puente levadizo y se volvieron hacia David, cabalgando a gran velocidad. Todavía temeroso de los lobos, el niño se acercó con la yegua. En cuanto lo vieron, los jinetes espolearon sus caballos hasta alcanzarlo y rodearlo, los hombres de atrás mirando hacia el cañón con las lanzas a punto, por si surgía alguna amenaza de allí.

– Te estábamos esperando -anunció uno de los hombres. Era mayor que los demás y llevaba las cicatrices de viejas batallas en la cara. Unos rizos de color castaño grisáceo le salían del yelmo, y vestía una coraza de plata salpicada de bronce bajo la capa oscura-. Tenemos que ponerte a salvo en las cámaras del rey. Adelante.

David cabalgó con ellos, rodeado por todas partes de jinetes armados, así que se sentía tanto protegido como prisionero. Llegaron al puente levadizo sin incidentes y entraron en el castillo, bajando el rastrillo al instante una vez estuvieron dentro. Los criados ayudaron a David a desmontar, lo abrigaron con una capa de piel negra y suave y le dieron una bebida caliente y dulce en una copa de plata para calentarlo. Uno de ellos se llevó a Scylla por las riendas, y el niño estaba a punto de detenerlo cuando el líder de los jinetes intervino.

– Cuidarán bien de tu yegua, y estará en una cuadra cerca de donde duermas. Soy Duncan, capitán de la guardia del rey. No tengas miedo, estás a salvo con nosotros, eres un importante invitado del rey.

Le pidió a David que lo siguiera, y David lo hizo, quedándose detrás de él cuando salieron del patio exterior, y se adentraron en el castillo. Había más gente allí que en todo el camino recorrido, y todos lo miraban con interés. Las sirvientas se detenían y susurraban entre ellas con las bocas tapadas. Los ancianos se inclinaban ligeramente al verlo pasar, y los niños lo miraban con algo similar al respeto.

– Han oído hablar mucho sobre ti -comentó Duncan.

– ¿Cómo? -preguntó David.

Pero Duncan sólo le dijo que el rey tenía sus métodos.

Recorrieron pasillos de piedra, pasaron por delante de ardientes antorchas y cámaras lujosamente decoradas. Los cortesanos reemplazaron a los criados, hombres serios con oro al cuello y papeles en las manos que miraban a David con una mezcla de expresiones: felicidad, preocupación, suspicacia, incluso miedo. Finalmente, Duncan y David llegaron hasta unas grandes puertas talladas con imágenes de dragones y palomas. Había soldados haciendo guardia, uno a cada lado, ambos armados con grandes picas. Cuando David y Duncan se acercaron, los soldados les abrieron las puertas, dejando al descubierto una gran sala llena de pilares de mármol, con el suelo vestido de alfombras bellamente tejidas. De las paredes colgaban tapices, lo que daba calidez a la habitación; los tapices ilustraban batallas, bodas, funerales y coronaciones. En aquel cuarto había más cortesanos y más soldados, estos últimos formando dos líneas entre las cuales pasaron David y Duncan, hasta encontrarse al pie de un trono elevado sobre tres escalones de piedra. En el trono se sentaba un hombre muy anciano que llevaba una corona de oro con incrustaciones de piedras rojas, pero parecía pesarle mucho, y tenía la piel roja y desollada en el punto donde el metal le tocaba la frente. Mantenía los ojos entrecerrados y le costaba respirar.

Duncan hincó una rodilla y agachó la cabeza, tirando de la pierna de David para darle a entender que debía hacer lo mismo. Obviamente, David nunca había comparecido ante un rey y no estaba seguro de cómo comportarse, así que siguió el ejemplo de Duncan, escudriñando al anciano a través del flequillo.

– Majestad -anunció Duncan-, el niño está aquí.

El rey se agitó y abrió un poco los ojos.

– Acércate -le dijo a David. David no sabía si tenía que ponerse de pie o quedarse de rodillas y arrastrarse por el suelo. No quería ofender a nadie, ni meterse en problemas-. Puedes levantarte -añadió el rey-. Ven, deja que te vea.

David se levantó y se acercó a la tarima. El rey le hacía señas con un dedo arrugado, y el niño subió los escalones hasta estar frente al anciano. El monarca se inclinó hacia delante con gran esfuerzo y cogió el hombro de David, dando la impresión de que todo su cuerpo se apoyaba en él. Apenas pesaba, y el niño recordó los cascarones vacíos de los caballeros en la Fortaleza de Espinas.

– Has hecho un largo viaje -comentó el rey-. Pocos hombres podrían haber logrado lo mismo que tú.

David no sabía que responder, porque decir gracias no parecía adecuado y, en cualquier caso, tampoco se sentía muy orgulloso. Roland y el Leñador estaban muertos, y los cadáveres de dos ladrones yacían en algún punto del camino, escondidos en la nieve. Se preguntó si el rey lo sabría, porque parecía saber mucho para ser alguien que, en teoría, estaba perdiendo el control de su reino.

Al final, el niño decidió responder:

– Me alegro de estar aquí, Majestad. -Se imaginó al fantasma de Roland, impresionado por aquel despliegue de diplomacia. El rey sonrió y asintió, como si no estar contento en su compañía fuese algo imposible-. Majestad -siguió diciendo David-, me dijeron que podíais ayudarme a volver a casa. Me dijeron que tenéis un libro, y que en él…

– Todo a su debido tiempo -lo interrumpió el rey, levantando una mano arrugada cuyo dorso era un caos de venas moradas y manchas marrones-. Todo a su debido tiempo. Ahora debes comer y descansar. Por la mañana hablaremos de nuevo. Duncan te enseñará tus aposentos, no estarás lejos de aquí.

Tras decir aquello, la primera audiencia de David con el rey tocó a su fin. El niño se apartó del alto trono caminando hacia atrás, porque pensó que darle la espalda al rey podría considerarse de mala educación. Duncan asintió con expresión aprobadora, se levantó y se inclinó ante el rey; después acompañó a David hasta una puertecita que había a la derecha del trono, y, desde allí, unas escaleras les condujeron a una galería que daba a la cámara, y Duncan le enseñó a David su habitación, que estaba en aquel corredor. El cuarto era enorme, con una cama muy grande en un extremo, una mesa y seis sillas en el centro, una chimenea en el otro extremo, y tres ventanitas con vistas al río y al camino que llevaba hasta el castillo. En la cama había una muda de ropa y en la mesa vio comida: pollo caliente con patatas, tres tipos de verduras y fruta fresca de postre. También había una jarra de agua y algo que olía como vino caliente en un tarro de piedra. Delante de la chimenea habían colocado una gran bañera con una sartén llena de carbones ardientes bajo ella, para calentar el agua.

– Come lo que quieras y duerme -le dijo Duncan-. Vendré a por ti por la mañana. Si necesitas algo, toca la campana que tienes junto a la cama. La puerta no estará cerrada con llave, pero, por favor, no salgas de la habitación, porque no conoces el castillo y no nos gustaría que te perdieses.

Duncan le hizo una reverencia y se fue. El niño se quitó los zapatos, se comió casi todo el pollo y la fruta, y probó el vino caliente, pero no le gustó mucho. En un pequeño armario encontró un banco de madera con un agujero redondo en el centro, a modo de retrete. Olía fatal, incluso con los ramos de flores y hierbas que habían colgado de la pared, así que David hizo lo que tenía que hacer todo lo deprisa que pudo, aguantando la respiración, salió corriendo y cerró la puerta con fuerza antes de volver a tomar aliento. Se quitó la ropa y la espada y se metió en la bañera; después se vistió con un rígido camisón de algodón, y, antes de tumbarse en la cama, se acercó a la puerta y la abrió sin hacer ruido. La sala del trono de abajo no tenía guardias, y el rey ya no estaba. Sin embargo, había un guardia paseando por la galería, de espaldas a David, y el niño pudo ver otro guardia en el extremo opuesto. Los gruesos muros bloqueaban el sonido, así que era como si los guardias y él fuesen las únicas personas vivas dentro del castillo. David cerró la puerta y cayó en la cama, exhausto. Se quedó profundamente dormido en pocos segundos.

David se despertó de golpe y, durante unos momentos, no supo dónde estaba. Se creía de nuevo en su cama, y miró a su alrededor en busca de sus libros y juegos, pero no estaban por ninguna parte. Entonces lo recordó todo rápidamente, se sentó y vio que habían echado más madera a la chimenea mientras dormía. Los restos de la cena y los platos que había usado también habían desaparecido, incluso la bañera y la sartén, y todo sin que él se despertara.

David no tenía ni idea de la hora, pero suponía que todavía era de noche. Le daba la sensación de que el castillo seguía dormido y, cuando miró por la ventana, vio una luna pálida coronada de volutas de nube. Algo le había despertado. Estaba soñando con su casa y, en su sueño, había oído voces que no encajaban; al principio había intentado incorporarlas, igual que a veces los timbrazos de su despertador se convertían en un teléfono en su imaginación si estaba muy cansado y profundamente dormido. En aquel momento, sentado en su cama blandita, rodeado de almohadas, oyó con claridad el murmullo de dos hombres hablando y supo con certeza que habían pronunciado su nombre. Apartó las mantas de la cama y se acercó con sigilo a la puerta, donde intentó escuchar por la cerradura, pero las voces estaban demasiado ahogadas para entenderlas bien, así que abrió haciendo el menor ruido posible y miró afuera.

Ya no estaban los guardias que patrullaban la galería, y las voces provenían de la sala del trono. Manteniéndose al amparo de las sombras, David se escondió detrás de una gran urna de plata llena de helechos y miró a los dos hombres que hablaban abajo. Uno de ellos era el rey, pero no estaba sentado en el trono, sino en los escalones de piedra, vestido con una bata morada encima de un camisón blanco y dorado. Tenía la coronilla calva y moteada, y unos largos mechones de pelo blanco le colgaban sobre las orejas y el cuello de la bata. El monarca temblaba de frío en la gran sala.

El Hombre Torcido estaba sentado en el trono del rey, con las piernas cruzadas y los dedos de las manos unidos delante de él, formando una punta. No parecía contento con algo que había dicho el rey, porque escupió, asqueado, en el suelo de piedra. David oyó el siseo y el crepitar del escupitajo al caer.

– No podemos forzarlo -decía el Hombre Torcido-. Unas cuantas horas no te matarán.

– Al parecer, no me va a matar nada -respondió el rey-. Me prometiste acabar con esto. Necesito descansar, dormir, quiero tumbarme en mi cripta y convertirme en polvo. Me prometiste que por fin podría morir.

– Él cree que el libro le ayudará -repuso el Hombre Torcido-. Cuando descubra que no tiene valor, atenderá a la razón, y así los dos obtendremos nuestra recompensa.

El rey cambió de postura, y David vio que tenía un libro en el regazo; estaba encuadernado en cuero marrón, y parecía muy viejo y destrozado. El monarca acarició con cariño la cubierta, y su rostro se convirtió en la viva imagen de la tristeza.

– Tiene valor para mí -dijo.

– Entonces, puedes llevártelo contigo a la tumba -contestó el Hombre Torcido-, porque no le servirá a nadie más. Hasta entonces, déjalo donde su presencia pueda tentarlo.

El rey se levantó con gran dificultad y se tambaleó escaleras abajo, después se acercó a un hueco en la pared y colocó cuidadosamente el libro en un cojín dorado. David no lo había visto antes porque, durante su reunión con el rey, el hueco había estado tapado con unas cortinas.

– No te preocupes, Majestad -dijo el Hombre Torcido, con la voz cargada de sarcasmo-, nuestro provechoso trato está a punto de concluir.

– No ha sido provechoso -respondió el rey, con el ceño fruncido-, ni para mí, ni para la persona que tomaste para garantizarlo.

El Hombre Torcido saltó del trono y, de un solo bote, aterrizó a escasos centímetros del rey, pero el anciano no se acobardó ni intentó alejarse.

– No hiciste nada que no desearas hacer -repuso el Hombre Torcido-. Te di lo qué querías y te dejé claro lo que esperaba a cambio.

– Era un niño -protestó el rey-, estaba enfadado, no entendía el daño que estaba causando.

– ¿Y crees que eso te disculpa? De niño sólo veías las cosas en blanco y negro, bueno o malo, lo que te daba placer y lo que te producía dolor. Ahora lo ves en distintos tonos de gris. Ni siquiera puedes cuidar de tu reino, porque no estás dispuesto a decidir lo que está bien y lo que está mal, ni siquiera deseas reconocer que puedes distinguir lo uno de lo otro. Sabías lo que estabas haciendo el día que cerramos el trato. El arrepentimiento te nubla la memoria, y ahora quieres culparme por tus debilidades. Cuida tu lengua, viejo, o tendré que recordarte el poder que todavía ejerzo sobre ti.

– ¿Qué me puedes hacer que no me hayas hecho ya? -preguntó el rey-. Sólo me queda la muerte, y tú sigues negándomela.

– Recuerda y recuérdalo bien-contestó el Hombre Torcido, acercándose tanto al rey que sus narices se tocaron-: hay muertes fáciles y muertes difíciles. Puedo conseguir que tu fallecimiento sea tan pacífico como una siesta a media tarde, o tan doloroso y largo como tu cuerpo marchito y tus huesos frágiles puedan soportar. No lo olvides nunca.

El hombrecillo se volvió y caminó hasta la pared que estaba detrás del trono. Un tapiz con la imagen de una caza de unicornios se movió brevemente a la luz de las antorchas, y, después, el rey se quedó solo en la sala del trono. El anciano se acercó al hueco, abrió de nuevo el libro y contempló durante un rato lo que revelaban sus hojas; después lo cerró de nuevo y se fue por una puerta que quedaba debajo de la galería. David se quedó solo; esperó a que regresaran los guardias, pero no lo hicieron. Al cabo de cinco minutos, viendo que todo seguía tranquilo, bajó las escaleras que llevaban a la sala del trono y recorrió en silencio el cuarto hasta llegar al libro.

Así que aquél era el libro del que habían hablado el Leñador y Roland, El libro de las cosas perdidas. Pero el Hombre Torcido había afirmado que no tenía valor, aunque el rey parecía tenerle más aprecio que a su corona. «Quizás el Hombre Torcido esté equivocado -pensó David-. Quizá no entienda lo que contienen sus páginas.»

David cogió el libro y lo abrió.

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XXVIII. Sobre El libro de las cosas perdidas

La primera página que se encontró David al abrir el libro estaba decorada con el dibujo infantil de una casa grande: había árboles, un jardín y grandes ventanas; un sol sonriente iluminaba el cielo, y las figuras de palitos de un hombre, una mujer y un niño se cogían de la mano junto a la puerta principal. David pasó a la página siguiente y encontró la entrada partida de un espectáculo en un teatro de Londres. Debajo, la mano de un niño había escrito: «¡Mi primera obra!». En la página de al lado había una postal de un muelle marino; la cartulina, muy vieja, parecía más marrón y negro que blanco y negro. Entre las hojas también vio flores secas, un mechón de pelo de perro («Lucky, un buen perro»), fotos, dibujos, un trozo de vestido de mujer y una cadena rota, bañada para parecer de oro, pero con la base metálica visible debajo. Había una página de otro libro, en la que se veía cómo un caballero mataba a un dragón, y un poema sobre un gato y un ratón, escrito con letra de niño. El poema no era muy bueno, pero, al menos, rimaba.

David no lo entendía; todas aquellas cosas pertenecían a su mundo, no a aquel lugar. Eran recuerdos y souvenirs de una vida similar a la suya. Siguió leyendo y llegó a una serie de entradas de diario, la mayoría muy cortas, describiendo días en el colegio, excursiones a la costa e incluso el descubrimiento de una araña especialmente grande y peluda en una telaraña del jardín. El tono de las entradas cambió al avanzar, y las historias eran cada vez más largas y detalladas, pero también más amargas y furiosas. Hablaban de la llegada a su familia de una niña pequeña, una hermana en potencia, y de la ira de un niño por la atención prestada a la hija nueva. Había resentimiento y nostalgia por un tiempo en el que «éramos mi mamá, mi papá y yo». David sintió cierta afinidad, aunque el chico le resultaba un poco desagradable. Su enfado con la niña y con sus padres por haberla llevado a su mundo era tan intenso que rayaba en el odio puro.

«Haría cualquier cosa por librarme de ella -decía una entrada-. Regalaría todos mis juguetes, mis libros y mis ahorros, barrería los suelos todos los días durante el resto de mi vida. ¡¡¡Vendería mi alma con tal de que se fuera!!!»

Pero la entrada final era la más corta de todas; decía simplemente: «Lo he decidido, lo voy a hacer».

En la última página habían pegado la fotografía de una familia, con los cuatro miembros de pie junto a un jarrón de flores en un estudio fotográfico. Había un padre calvo y una madre guapa con un vestido blanco decorado con encaje. A sus pies había un niño vestido de marinero, que miraba a la cámara con el ceño fruncido, como si el fotógrafo le acabase de decir algo desagradable; junto a él, David distinguió el borde de un vestido y un par de zapatitos negros, pero habían rascado el resto de la imagen de la chica.

El chico regresó a la primera página del libro y vio lo que ponía en ella. Decía:

«Jonathan Tulvey. Su libro.»

David cerró el libro de golpe y se alejó a toda prisa de él. Jonathan Tulvey: el tío abuelo de Rose, el que había desaparecido junto con su hermanita adoptada y nadie había vuelto a ver. Aquél era el libro de Jonathan, una reliquia de su vida. Recordó al rey anciano y el cariño con el que había tocado el libro.

«El libro tiene valor para mí.»

Jonathan era el rey, había hecho un trato con el Hombre Torcido, y, a cambio, se había convertido en el regente de aquella tierra. Quizás hubiera atravesado el mismo portal que David, pero ¿cuál era el acuerdo? ¿Y qué le había pasado a la niña? Fuera cual fuese el trato que había hecho con el hombrecillo, al final le había supuesto un alto coste; que el anciano suplicase morir era la prueba.

David oyó un ruido en la parte de arriba, así que se encogió contra la pared, justo a tiempo de esconderse del guardia que apareció en la galería para ocupar de nuevo su posición, una vez vacía la sala. El niño no tenía forma de regresar a la habitación sin ser visto; miró a su alrededor e intentó encontrar la forma de salir. Podía utilizar la puerta por la que se había ido el rey, pero seguro que se encontraba con más guardias. También estaba el tapiz que colgaba detrás del trono. De algún modo, el Hombre Torcido había salido por allí, y David no creía que hubiese guardias por aquella parte. Además, sentía curiosidad: por primera vez, le parecía saber más de lo que el Hombre Torcido o el rey creían. Había llegado el momento de utilizar esos conocimientos.

Se acercó con sigilo al tapiz y lo apartó de la pared; detrás había una puerta. David bajó el tirador, y la puerta se abrió sin hacer ruido. Al otro lado había un pasadizo de techos bajos iluminado con unas velas colocadas en unos huecos de la pared de piedra. El techo del pasadizo era tan bajo que el niño casi lo rozó con el pelo al entrar. Cerró la puerta detrás de él y siguió el pasadizo, que bajaba cada vez más, introduciéndose en los lugares fríos y oscuros que yacían bajo el castillo. Pasó por mazmorras en desuso, algunas cubiertas de huesos, y por una cámara llena de instrumentos de dolor y tortura: rejillas en las que se estiraban a los prisioneros hasta que gritaban; una empulguera para romper huesos; pinchos, lanzas y hojas para cortar la carne; y, en un rincón apartado, una doncella de hierro que tenía la misma forma que los ataúdes de momias que David había visto en los museos, pero con clavos en el interior de la tapa, de manera que cualquiera que se metiese dentro se enfrentaría a una muerte muy dolorosa. El niño sintió náuseas, así que atravesó la cámara lo más deprisa que pudo.

Por fin llegó a una habitación enorme, dominada por un gran reloj de arena. Cada mitad del reloj era tan alta como una casa, pero la parte de arriba estaba casi vacía. La madera y el cristal con los que se había fabricado el reloj parecían muy viejos. A alguien o a algo se le estaba agotando el tiempo, ya casi no le quedaba nada.

Al lado de la habitación del reloj había una pequeña cámara amueblada con una cama individual, un colchón manchado y una vieja manta encima. En la pared opuesta a la cama había una colección de armas con filo, dagas, espadas y cuchillos, todos ellos dispuestos en orden descendente, según su longitud. En otra pared había un estante lleno de tarros de cristal de distintos tamaños y formas. Uno de ellos parecía brillar débilmente.

David arrugó la nariz, porque notaba un olor asqueroso cerca de él; al volverse para encontrar el origen, estuvo a punto de darse con una guirnalda de hocicos de lobo, colgada de una cuerda del techo; había veinte o treinta trofeos, algunos todavía húmedos de sangre.

– ¿Quién eres? -preguntó una voz, y el corazón del niño estuvo a punto de pararse del susto. Intentó averiguar de dónde provenía el sonido, pero allí no había nadie-. ¿Sabe él que estás aquí? -preguntó de nuevo la voz, una voz de niña.

– No puedo verte -repuso David.

– Pero yo a ti sí.

– ¿Dónde estás?

– Estoy aquí, en el estante. -David siguió la voz hasta el estante de tarros, y allí, en un tarro verde cerca del borde, vio a una niña diminuta. Tenía el cabello largo y rubio, y los ojos azules; la niña brillaba con una luz pálida y llevaba un camisón blanco muy sencillo. En el camisón, a la altura del pecho izquierdo, se veía un agujero con una gran mancha de color chocolate alrededor-. No deberías estar aquí -dijo la niñita-. Si te encuentra, te hará daño, como me lo hizo a mí.

– ¿Qué te hizo? -le preguntó David, pero la niña sacudió la cabeza y apretó mucho los labios, como si intentase no llorar-. ¿Cómo te llamas? -le preguntó David, intentando cambiar de tema.

– Me llamo Anna -respondió la niña.

«Anna.»

– Yo soy David. ¿Cómo puedo sacarte de ahí?

– No puedes -respondió ella-. Verás, estoy muerta. -David se acercó un poco más al tarro y vio que las manitas de la niña tocaban el cristal, pero no dejaban huellas en él. Tenía la cara blanca, los labios morados y unos círculos oscuros le rodeaban los ojos. Pudo ver mejor el agujero de su vestido, y le pareció que las manchas que lo rodeaban podían ser sangre seca.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -le preguntó.

– He perdido la cuenta de los años -respondió ella-. Era muy joven cuando llegué. Había otro niño pequeño en la habitación entonces. A veces sueño con él. Era como yo soy ahora, pero estaba muy débil y se desvaneció cuando entré en la habitación; no volví a verlo. Pero yo estoy cada vez más débil y tengo miedo. Me asusta pensar que acabaré como él. Desapareceré, y nadie sabrá nunca lo que me pasó. -La niña empezó a llorar, pero no derramaba lágrimas, porque los muertos ya no pueden llorar ni sangrar. David puso su meñique en el tarro, justo donde la niña tenía puestas las manos en el interior, de modo que sólo el cristal los separaba.

– ¿Sabe alguien más que estás aquí? -preguntó David.

– Mi hermano me visita a veces -respondió ella, asintiendo-, pero ahora está muy viejo. Bueno, lo llamo hermano, pero nunca lo fue en realidad, aunque yo quería que lo fuese. Me dice que lo siente, y yo le creo. Me parece que está arrepentido. -De repente, todo cobró sentido para David de una forma horrible.

– Jonathan te trajo aquí y te entregó al Hombre Torcido -dijo-. Ése es el trato que hizo. -Se sentó en la cama fría e incómoda-. Te tenía celos -siguió, hablando en voz más baja, tanto con la chica como consigo mismo-, y el Hombre Torcido le ofreció una forma de librarse de ti. Jonathan se convirtió en rey, y la monarca que lo precedió, la vieja reina, pudo morir al fin. Quizá, muchos años antes, ella había hecho un trato similar con el Hombre Torcido, y el niño que viste en el tarro cuando llegaste sería su hermano, su primo o algún vecino que la molestaba tanto que soñaba con deshacerse de él.

«Y el Hombre Torcido oyó sus sueños, porque siempre estaba por allí. Su territorio era la tierra de la imaginación, el mundo donde empiezan las historias, y las historias siempre están buscando la forma de ser contadas, de cobrar vida a través de libros y lecturas. Así era como cruzaban de su mundo al nuestro, pero con ellas llegó el Hombre Torcido, que merodeaba de un lugar a otro en busca de sus propias historias, cazando niños con malos sueños, niños celosos, enfadados y orgullosos, y los convertía en reyes y reinas, maldiciéndolos con una especie de poder, aunque el poder real siempre estaba en manos del Hombre Torcido. A cambio, ellos traicionaban a los objetos de sus celos y él se los llevaba a su guarida bajo el castillo…»

David se levantó y volvió junto a la niña del tarro.

– Sé que es difícil para ti, pero debes decirme qué te pasó cuando llegaste aquí. Es muy importante, inténtalo, por favor.

– No -susurró Anna, arrugando la cara y sacudiendo la cabeza-. Duele. No quiero recordarlo.

– Debes hacerlo -insistió David, y su voz cobró nueva tuerza. Sonaba más profunda, como si el hombre que algún día sería se asomase brevemente antes de tiempo-. Si queremos que no vuelva a suceder, tienes que decirme qué te hizo. Anna sacudía la cabeza y temblaba. Tenía los labios tan apretados que parecían delgados como papel, y los puños diminutos tan cerrados que los huesos amenazaban con atravesarle la piel. Al final dejó escapar un gemido de tristeza, rabia y dolor pasado, y las palabras brotaron.

– Entramos por el jardín hundido -empezó-. Jonathan siempre se había portado mal conmigo; sólo me hablaba para burlarse de mí, me daba pellizcos y me tiraba del pelo; me llevaba al bosque e intentaba que me perdiese, hasta que yo empezaba a llorar y él tenía que volver a por mí, para evitar que sus padres me oyesen. Me dijo que, si alguna vez les decía algo, me vendería a un desconocido. Me dijo que, de todos modos, ellos no me iban a creer, porque él era su hijo de verdad y yo no, yo sólo era una niña pequeña que les había dado lástima y, si desaparecía, no estarían tristes durante mucho tiempo.

»Pero a veces podía ser dulce y amable, como si olvidase que tenía que odiarme, y entonces el Jonathan de verdad salía a la superficie. Quizá por eso lo seguí al jardín aquella noche, porque había sido muy bueno conmigo durante todo el día: me había comprado dulces con su dinero y había compartido conmigo su pudín de manzana cuando el mío se me cayó al suelo. Me despertó por la noche y me dijo que tenía algo que enseñarme, algo especial y secreto. Todos estaban dormidos, así que bajamos sin hacer ruido hasta el jardín hundido, cogidos de la mano. Me enseñó un hueco. Yo tenía miedo y no quería entrar, pero Jonathan me dijo que, si lo hacía, vería una tierra extraña, un lugar fabuloso. El se metió, y yo le seguí. Al principio no veía nada, sólo había oscuridad y arañas, pero después vi árboles y flores, y olí a manzanos y pinos. Jonathan estaba de pie en un claro, bailando en círculos, riéndose y pidiéndome que me uniese a él.

»Así que lo hice. -Se quedó en silencio durante un momento, y David esperó a que siguiese hablando-. Había un hombre esperando: el Hombre Torcido. Estaba sentado en una roca, me miró, se relamió y habló con David. "Dímelo", le pidió. "Se llama Anna", respondió Jonathan. "Anna -dijo el Hombre Torcido, como si probase mi nombre para ver si le gustaba el sabor-. Bienvenida, Anna."

»Entonces saltó de la roca, me rodeó con sus brazos y empezó a dar vueltas y más vueltas, como había hecho Jonathan, pero los giros eran tan violentos que abrió un agujero en el suelo y me arrastró con él al interior, a través de raíces y tierra, pasando junto a gusanos y escarabajos, hasta llegar a los túneles que recorren el interior de este mundo. Me llevó durante kilómetros y kilómetros, aunque yo no paraba de llorar, hasta que llegamos por fin a estas habitaciones. Y entonces… -La chica dejó de hablar.

– ¿Y entonces? -insistió David.

– Se comió mi corazón -susurró Anna. David se puso pálido, estaba tan asqueado que temió desmayarse-. Metió la mano dentro de mi pecho, rajándome con las uñas, tiró de él y se lo comió delante de mí. Y me dolió, me dolió mucho, me dolió tanto que dejé mi cuerpo para huir del dolor. Pude verme morir en el suelo, empecé a elevarme, y vi luces y voces. Entonces el cristal me rodeó y quedé atrapada en este bote, sobre el estante, donde he estado desde entonces. Cuando volví a ver a Jonathan, él llevaba una corona en la cabeza y se hacía llamar rey, pero no parecía feliz, sino asustado y triste, y así ha estado desde entonces. En cuanto a mí, nunca duermo, porque no me canso; nunca como, porque no tengo hambre; nunca bebo, porque no tengo sed. Simplemente estoy aquí, sin forma de saber cuántos días o años han pasado, excepto cuando Jonathan viene a verme y compruebo el paso del tiempo en su cara. Sin embargo, el otro sí viene a menudo. También parece más viejo y está enfermo; conforme me desvanezco, él se debilita. Lo oigo hablar en sueños y sé que busca a otro, a alguien para ocupar el lugar de Jonathan y a alguien para ocupar mi lugar.

David vio de nuevo el reloj de arena de la otra habitación, con la parte de arriba casi vacía. ¿Contaba los días, las horas, los minutos que faltaban para que la vida del Hombre Torcido llegase a su fin? Si podía hacerse con otro niño, ¿le daría la vuelta al reloj y empezaría a contar su vida de nuevo? ¿Cuántas veces le habría dado la vuelta a aquel reloj? Había muchos tarros en el estante, la mayoría llenos de polvo y moho. ¿Habría contenido cada uno de ellos el espíritu de un niño perdido?

Un trato: quien le daba el nombre de un niño, también se condenaba. Se convertía en un rey sin poder, arrepentido para siempre por haber traicionado a alguien más pequeño y débil, a un hermano, una hermana o un amigo al que debería haber protegido, alguien que confiaba en que lo defendería, alguien que lo admiraba, y que, a cambio, habría estado allí para apoyarlo en los años venideros, cuando el niño se convirtiese en adulto. Pero, una vez cerrado el trato, no había vuelta atrás, porque ¿quién podría volver a su antigua vida sabiendo que había hecho una cosa tan horrible?

– Te vienes conmigo -dijo David-. No voy a dejarte aquí sola ni un minuto más.

Cogió el tarro del estante. Tenía un corcho para cerrarlo, pero David no consiguió soltarlo, por mucho que lo intentó. Se le puso la cara roja del esfuerzo, pero no hubo manera, así que miró a su alrededor y encontró un saco viejo en un rincón.

– Te voy a meter aquí -le dijo a Anna-, por si alguien nos ve.

– No pasa nada -respondió ella-. No tengo miedo.

David metió el tarro con cuidado en el saco y se echó el saco al hombro. Cuando iba a salir, algo que había en una esquina le llamó la atención: era su pijama, su bata y una sola de sus zapatillas, la ropa que había tirado el Leñador antes de iniciar el viaje hacia el castillo del rey. Parecía haber pasado mucho tiempo, pero allí estaban los recuerdos de la vida que había dejado atrás. Como no le gustaba pensar que se quedaban en la guarida del Hombre Torcido, los recogió, se acercó al umbral y prestó atención a los ruidos. No se oía nada. El niño respiró profundamente para calmarse y empezó a correr.

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XXIX. Sobre el reino oculto del HombreTorcido y los tesoros que en él guardaba

La guarida del Hombre Torcido era mucho mayor y más profunda de lo que David había imaginado. Se extendía mucho más allá del castillo, y había cuartos que contenían cosas mucho más aterradoras que una colección de instrumentos de tortura oxidados o el fantasma de una chica muerta atrapado en un bote. Aquél era el corazón del mundo del Hombre Torcido, el lugar donde nacían y morían todas las cosas. Él estaba allí cuando los primeros hombres aparecieron en el mundo, ya que cobró vida junto a ellos. En cierto modo, ellos le dieron una existencia y un propósito, y, a cambio, él les entregó historias que contar, porque el Hombre Torcido recordaba todos los cuentos. Incluso tenía una historia sobre él, aunque había cambiado los detalles de forma crucial antes de contarla. En su historia, era el nombre del Hombre Torcido el que debía adivinarse, pero se trataba de uno de sus chistes privados: en realidad, el Hombre Torcido no tenía nombre. Los demás podían llamarlo como quisieran, pero era una criatura tan antigua que las formas en que los hombres lo llamaban no tenían ningún significado para él: Tramposo, el Hombre Torcido, Rumple…

Oh, pero ¿cómo era aquel nombre? Da igual, da igual…

Sólo los nombres de los niños le importaban, porque había algo de cierto en la historia que el Hombre Torcido contaba sobre él: los nombres tenían un poder, si se sabía cómo usarlos, y el Hombre Torcido había aprendido muy bien cómo hacerlo; una de las enormes habitaciones de su guarida daba fe de ello: estaba llena por completo de pequeñas calaveras, cada una con el nombre de un niño perdido, porque el Hombre Torcido había hecho muchos tratos por aquellas vidas. Podía recordar las caras y las voces de todos ellos, y, a veces, evocaba su recuerdo, de modo que el cuarto se llenaba de sombras, un coro de niños y niñas perdidos que lloraban pidiendo ver a sus madres y a sus padres, una reunión de los olvidados y los traicionados.

El Hombre Torcido tenía multitud de tesoros, reliquias de historias contadas e historias por contar. En una larga cripta había guardado una colección de ataúdes de cristal grueso, y en cada ataúd yacía un cadáver flotando en un líquido amarillento, para que no se pudriese. Venid, mirad esto. Observad con atención esta caja, con tanta atención que vuestros alientos creen una nubecilla de humedad en el cristal, y así podréis ver los ojos lechosos del hombre gordo y calvo que hay dentro. Es como si estuviese respirando, aunque no ha inhalado ni exhalado desde hace mucho tiempo. ¿Veis que tiene la piel abierta y quemada? ¿Veis que la boca, el cuello, la barriga y el pecho están hinchados y dilatados? ¿Queréis conocer su historia? Porque se trata de uno de los cuentos favoritos del Hombre Torcido. Es un cuento muy desagradable, desagradable de verdad…

Pues bien, el gordo se llamaba Manius y era un hombre muy codicioso. Poseía tantas tierras que un pájaro podía salir volando de su primer campo y volar durante un día y una noche enteros sin alcanzar los límites de la propiedad de Manius. Cobraba unas rentas muy altas a los que trabajaban sus campos y vivían en sus aldeas, incluso pisar sus terrenos significaba pagar algo, y, de este modo, logró hacerse muy rico, pero nunca tenía suficiente y siempre buscaba la forma de aumentar su riqueza. De haber podido cobrar a las abejas por libar polen de una flor, o a los árboles por echar raíces en su tierra, lo habría hecho.

Un día, mientras Manius paseaba por el más grande de sus huertos, vio que el suelo se movía, y de allí salió el Hombre Torcido, que estaba muy ocupado extendiendo su red de túneles bajo la tierra. Manius lo desafió, porque vio que, a pesar de que su ropa estaba sucia, tenía botones y ribetes de oro, y en la daga que llevaba a la cintura relucían diamantes y rubíes.

– Esta tierra es mía -dijo-. Todo lo que hay por encima y por debajo me pertenece, así que debes pagarme por el derecho a pasar bajo ella.

– Eso parece justo -respondió el Hombre Torcido, acariciándose la barbilla con aire pensativo-. Te pagaré un precio razonable.

– He pedido que me preparen un banquete para esta noche -explicó Manius, sonriente-. Pesaremos toda la comida que haya en la mesa antes de empezar a comer y, después, toda la que quede cuando termine. Me pagarás en oro el peso de todo lo que me haya comido.

– Una barriga llena de oro -repitió el Hombre Torcido-. De acuerdo, vendré a verte esta noche y te daré todo el oro que puedas comer.

Se dieron la mano y se separaron. Aquella noche, el Hombre Torcido se sentó a ver cómo Manius comía sin parar. Se tragó dos pavos enteros y un jamón, un cuenco tras otro de patatas y verduras, ollas enteras de sopa, grandes platos de frutas, pasteles y crema, y vasos y más vasos de los mejores vinos. El Hombre Torcido lo había pesado todo con cuidado antes de empezar la comida, y también pesó los restos que quedaron al final. Había muchísimos kilos de diferencia, oro de sobra para comprar mil campos.

Manius eructó; estaba muy cansado, tan cansado que apenas podía mantener los ojos abiertos.

– Bueno, ¿dónde está mi oro? -preguntó, pero empezaba a ver borroso al Hombre Torcido, y la habitación le daba vueltas; antes de oír la respuesta que esperaba, se quedó dormido.

Cuando se despertó, estaba encadenado a una silla en una mazmorra oscura. Tenía la boca abierta con un torno de metal, y había un caldero humeante suspendido sobre su cabeza.

El Hombre Torcido apareció a su lado.

– Soy un hombre de palabra -dijo-. Prepárate para recibir todo el oro que puedas comer.

El caldero se volcó, y el oro fundido cayó sobre la boca de Manius, escaldándole la carne y quemándole los huesos. El dolor era inimaginable, pero el hacendado no murió, no de inmediato, porque el Hombre Torcido sabía cómo retrasar la muerte para que sus torturas durasen más. Echaba un poco de oro, dejaba que se enfriase y echaba un poco más, y de este modo continuó hasta que llenó a Manius con tanto oro que le burbujeaba detrás de los dientes. Para entonces, Manius estaba bien muerto, claro, porque ni siquiera el Hombre Torcido podía mantenerlo vivo indefinidamente. Al final, Manius ocupó su lugar en la habitación llena de ataúdes de cristal, y el Hombre Torcido iba a verlo de vez en cuando, para reírse al recordar su trampa más espléndida.

Había muchas historias como aquélla en la guarida del Hombre Torcido: mil habitaciones y mil historias en cada una de las habitaciones. En una cámara guardaba una colección de arañas telepáticas, muy viejas, muy sabias y realmente grandes, cada una de las cuales medía más de metro veinte de ancho, con unos colmillos tan letales que una sola gota de su veneno, bien colocada, había matado en una ocasión a toda una aldea. El Hombre Torcido las usaba para cazar a los que se perdían por sus túneles, y, cuando encontraban a los intrusos, las arañas los envolvían en su seda y se los llevaban de vuelta a su sala, que estaba cubierta de telarañas, para que muriesen lentamente mientras ellas se alimentaban drenándolos gota a gota.

En uno de los vestidores había una mujer sentada de cara a una pared vacía, peinándose sin parar sus cabellos largos y plateados. A veces, el Hombre Torcido llevaba a quienes le habían hecho enfadar ante la mujer, y, cuando ella se volvía para mirarlos, ellos se veían reflejados en sus ojos, porque los ojos de la dama estaban hechos de espejo. En aquellos ojos eran testigos del momento de su muerte, así que averiguaban exactamente cuándo y cómo iba a suceder. Quizá penséis que no es algo tan terrible, pero os equivocáis: los seres humanos no estamos preparados para saber el momento ni la naturaleza de nuestra muerte, puesto que todos albergamos en secreto la esperanza de ser inmortales. Los que tuvieron acceso a esta información descubrieron que no podían dormir, ni comer, ni disfrutar de ninguno de los placeres que la vida les ofrecía, porque lo que habían visto los atormentaba. Sus vidas se convirtieron en una especie de muerte viviente, sin alegría, y sólo les quedó el miedo y la tristeza; tanto es así que, cuando por fin les llegó la hora, se sintieron casi agradecidos.

En un dormitorio había un hombre y una mujer desnudos, y el Hombre Torcido llevaba a los niños a verlos (no a los especiales, los que le daban la vida, sino a los otros, los que había robado de las aldeas o los que se salían del camino y se perdían en el bosque), y el hombre y la mujer les susurraban cosas en la oscuridad de la cámara, contándoles lo que los niños no deben saber, historias oscuras de lo que los adultos hacían juntos en lo más profundo de la noche, mientras sus hijos dormían. Así los niños morían por dentro, obligados a hacerse mayores antes de estar listos; les robaban, la inocencia, y sus mentes se derrumbaban bajo el peso de aquellas ideas venenosas. Algunos se convertían en hombres y mujeres malvados, y, de este modo, extendían la corrupción.

Un cuartito muy iluminado estaba decorado con tan sólo un espejo sencillo, sin adornos. El Hombre Torcido robaba a los maridos o a las esposas de sus camas, dejando al cónyuge dormido, y obligaba a los cautivos a sentarse delante del espejo. El espejo entonces revelaba todos los secretos desagradables que les habían escondido sus esposos: todos los pecados que habían cometido y todos los pecados que querían cometer; todas las traiciones que llevaban en la conciencia y todas las traiciones que todavía podían perpetrar. Después dejaba a los cautivos de nuevo en sus camas, y éstos, al despertar, no recordaban la cámara, ni el espejo, ni el secuestro, pero sí el conocimiento de que la persona a la que amaban y que, en teoría, los amaba a ellos, no era como creían, y así sus vidas quedaban destruidas por la sospecha y el temor a ser engañados.

Había una sala llena de estanques de lo que parecía ser agua, y cada estanque mostraba una parte diferente del reino, así que el Hombre Torcido sabía casi todo lo que ocurría en la tierra más allá del castillo. Al meterse en un estanque, la criatura podía materializarse en el lugar que se reflejaba en sus aguas. El aire temblaba y brillaba, y, de repente, aparecía un brazo, una pierna, y, por fin, la cara y la espalda arqueada del Hombre Torcido, transportado al instante del subsuelo del castillo a una habitación o un campo lejanos. La tortura favorita del Hombre Torcido consistía en coger a un hombre o una mujer, preferiblemente con mucha familia, y colgarlo de una cadena en la sala de los estanques. Entonces, mientras la persona miraba, él perseguía y asesinaba a los miembros de su familia ante sus ojos, uno a uno. Después de cada asesinato, regresaba a la sala y escuchaba las súplicas del cautivo, pero, por muy alto que gritara, llorara y suplicara piedad, él no perdonaba ni una vida. Finalmente, cuando todos estaban muertos, cogía al desconsolado hombre o a la desconsolada mujer y se lo llevaba a su mazmorra más remota y oscura, dejando que allí se volvieran locos de soledad y pena.

Males pequeños y grandes, todos eran mantequilla para el pan del Hombre Torcido. A través de su red de túneles y su sala de estanques, sabía más sobre aquel mundo que nadie, y esa sabiduría le daba el poder necesario para dirigir el reino en secreto. Mientras tanto, también frecuentaba las sombras de otro mundo, el nuestro, y convertía en reyes y reinas a niños y niñas, obligándolos a obedecerle después de destrozar sus almas y forzarles a traicionar a los niños a quienes debían proteger. Si alguno amenazaba con rebelarse, él le prometía que, algún día, lo dejaría libre junto con el niño que había sacrificado en su trato, afirmando que podía devolverles la vida a las frágiles figuras de los tarros (porque muchos, como Jonathan Tulvey, pronto se daban cuenta del error que suponía tratar con el Hombre Torcido).

Pero había cosas que el Hombre Torcido no podía controlar: al llevar a los niños a su mundo, había cambiado el reino. Los niños llevaban con ellos sus miedos, sus sueños y sus pesadillas, y aquella tierra los hacía reales. Así se habían creado los loups, porque eran el mayor miedo de Jonathan: desde su más tierna infancia había oído historias de lobos y animales que caminaban y hablaban como hombres. Cuando el Hombre Torcido lo transportó por fin al reino, aquel miedo lo siguió, y los lobos empezaron a transformarse. Eran los únicos que no temían al Hombre Torcido, como si parte del odio secreto de Jonathan por aquel ser hubiese tomado forma en ellos, y su número no dejaba de aumentar. En aquel momento eran el mayor peligro para el reino, aunque era un peligro que el Hombre Torcido esperaba poder utilizar en su provecho.

El niño llamado David era distinto a los otros que aquel ser había tentado: había ayudado a destruir a la Bestia y a la mujer que moraba en la Fortaleza de Espinas. David no se daba cuenta, pero, en cierto modo, aquellas criaturas eran una representación de ciertos aspectos de sus miedos, y él mismo les había dado vida. Lo que sorprendía al Hombre Torcido era la forma en que el chico se había enfrentado a ellos. Su rabia y su pena le habían permitido hacer lo que hombres de mayor edad no habían logrado. El niño era fuerte, lo bastante fuerte para conquistar sus miedos, y, además, empezaba a dominar sus odios y sus celos. Si lograba controlarlo, un chico como él sería un gran rey.

Pero el Hombre Torcido se quedaba sin tiempo, necesitaba chuparle la vida a otro niño. Si se comía el corazón de Georgie, la esperanza de vida del bebé sería suya. Si Georgie estaba destinado a vivir cien años, el Hombre Torcido viviría ese tiempo, y el espíritu de Georgie permanecería mientras tanto atrapado en uno de los tarros. Sólo faltaba que David dijese el nombre de su hermanastro en voz alta, que se dejase llevar por su odio y, de ese modo, los condenase a ambos.

Al Hombre Torcido le quedaba menos de un día de vida en el reloj de arena. Necesitaba que David traicionase a Georgie antes de la medianoche. En aquellos instantes, sentado en su cámara de los estanques, vio unas formas aparecer en las colinas que rodeaban el castillo, y, por primera vez en muchas décadas, sintió miedo de verdad, incluso mientras le daba los últimos retoques a su último plan desesperado.

Porque los lobos se reunían y pronto caerían sobre el castillo.

Mientras el Hombre Torcido estaba distraído con el ejército que se acercaba, David, con Anna dentro de su tarro, regresaba a la sala del trono por el laberinto de túneles. Cuando se acercaban a la puerta escondida detrás del tapiz, el niño oyó hombres que gritaban órdenes, pies que corrían, y armas y armaduras que tintineaban. Se preguntó si la razón de toda aquella actividad sería su desaparición, así que intentó inventarse una excusa para explicar su ausencia. Echó un vistazo desde detrás del tapiz y vio que Duncan estaba cerca, enviando a algunos hombres a las almenas y diciéndoles a otros que se asegurasen de que todas las entradas estaban protegidas. Mientras el capitán estaba de espaldas, David salió del túnel y corrió todo lo deprisa que pudo hasta las escaleras que daban a la galería. Si alguien lo vio, no le prestó atención, y entonces supo que él no era la razón de todo aquel jaleo. Una vez de vuelta en el dormitorio, cerró la puerta y sacó de la bolsa el tarro que contenía el fantasma de Anna. Su luz parecía haberse apagado un poco en el corto viaje desde la guarida del Hombre Torcido, y la niña estaba tirada en la base del cristal, más pálida que antes.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó David.

Anna levantó la mano derecha, y David vio que estaba casi transparente.

– Me siento débil -respondió Anna- y estoy cambiando, me parece que soy menos visible.

David no sabía qué decir para consolarla. Intentó encontrar un lugar para esconderla y al final se decidió por el rincón oscuro de un enorme armario en el que sólo encontró los caparazones vacíos de unos insectos muertos, atrapados en una antigua tela de araña. Pero Anna lo detuvo cuando estaba a punto de dejar el tarro en aquel escondite.

– No -le dijo-, por favor, ahí no. Llevo sola en la oscuridad muchos años, y no creo que pase mucho tiempo más en este mundo. Ponme en el alféizar de la ventana, para que pueda mirar afuera, y ver los árboles y la gente. No haré ruido, y a nadie se le ocurrirá buscarme ahí.

Así que David abrió una de las ventanas y vio que fuera había un pequeño balcón de hierro forjado. Estaba oxidado en algunas zonas y se movía cuando lo tocaba, pero serviría para soportar el peso del tarro. Lo colocó con precaución en una esquina, y Anna se acercó a la pared de cristal y se apoyó en ella. Por primera vez desde que se habían encontrado, sonrió.

– Oh -dijo-, es maravilloso. Mira el río, y los árboles que hay detrás, y toda esa gente. Gracias, David, esto es todo lo que quería ver.

Pero David ya no la escuchaba, porque, mientras la chica hablaba, unos aullidos surgieron de las colinas, y vio unas formas negras, blancas y grises que se movían por el suelo, miles de ellas. Los lobos avanzaban con disciplina y decisión, casi como si fueran las divisiones de un ejército preparándose para la batalla. En el punto más alto, mirando hacia el castillo, David distinguió a unas figuras vestidas que se erguían sobre las patas traseras, mientras otros lobos iban y venían llevando mensajes entre los loups y los animales de la primera línea.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Anna.

– Los lobos han llegado -respondió David-. Quieren matar al rey y quedarse con el reino.

– ¿Matar a Jonathan? -exclamó Anna, y David notó tanto horror en su voz que apartó la mirada de los lobos y centró su atención en la pequeña forma medio apagada de la niña.

– ¿Por qué te preocupas tanto por él, después de todo lo que te ha hecho? -le preguntó-. Te traicionó y dejó que el Hombre Torcido se alimentase de ti, después dejó que te pudrieras dentro de un bote, en una mazmorra. ¿Cómo es que no lo odias?

Anna sacudió la cabeza y, durante un momento, pareció mucho mayor que antes. Puede que tuviese forma de niña, pero llevaba existiendo mucho más tiempo de lo que sugería su apariencia, y, en aquel lugar oscuro, había adquirido sabiduría, tolerancia y perdón.

– Es mi hermano -afirmó-. Lo quiero, da igual lo que me haya hecho. Era joven, estaba enfadado y fue un idiota por hacer el trato, pero sé que, si pudiera volver atrás en el tiempo y deshacer todo lo que hizo, lo haría. No quiero que le hagan daño. ¿Y qué pasará con toda esa gente de abajo si los lobos tienen éxito y gobiernan sobre los hombres? Destrozarán a todos los que vivan dentro del castillo, y las pocas cosas buenas que quedan aquí dejarán de existir.

Mientras la escuchaba, David se preguntó de nuevo cómo era posible que Jonathan hubiese traicionado a aquella niña.

Tenía que haber estado muy enfadado y triste, y el enfado y la tristeza lo habían consumido.

El niño observó cómo se reunían los lobos, todos con el mismo propósito: tomar el castillo y matar al rey y a todos los que estuviesen con él. Pero los muros eran gruesos y robustos, y las puertas estaban bien cerradas. Había guardias en los agujeros apestosos que utilizaban para sacar los deshechos del castillo, y hombres armados en todos los tejados y ventanas. Los lobos los superaban en número, pero estaban fuera, y David no veía cómo iban a poder entrar. Si la situación se mantenía, por mucho que aullaran los lobos y por mucho que los loups enviaran mensajes, no importaría: el castillo seguiría siendo inexpugnable.

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XXX. Sobre la traición del Hombre Torcido

En las profundidades de la tierra, el Hombre Torcido observaba cómo los granos de arena de su vida se agotaban, uno a uno. Cada vez estaba más débil, y su cuerpo se derrumbaba: los dientes se le soltaban; notaba llagas supurantes en los labios; las uñas retorcidas le sangraban; tenía los ojos amarillos y húmedos; la piel se le caía y unos cortes grandes y profundos se le abrían en ella cuando se rascaba, dejando al descubierto los músculos y tendones de debajo; le dolían las articulaciones y perdía grandes mechones de pelo. Se moría, pero no se dejaba llevar por el pánico, porque otras veces había estado aún más cerca de la muerte durante su larga y terrible vida, veces en las que, creyendo haber escogido al niño equivocado, había pensado que no habría traición, ni rey o reina que manipular como una marioneta en el trono. Pero, al final, siempre había encontrado la forma de corromperlos o, como él prefería describirlo, de que ellos se corrompiesen solos.

El Hombre Torcido creía que el mal que había en el interior de los hombres estaba allí desde su concepción y que sólo era cuestión de descubrir su naturaleza dentro de un niño. El niño David tenía tanta rabia y dolor como cualquiera de los otros chicos con los que el ser se había encontrado, pero seguía resistiéndose a sus avances. Había llegado el momento de la última apuesta. Aunque había hecho grandes cosas y había demostrado ser muy valiente, David no era más que un niño, estaba lejos de casa, separado de su padre y de las cosas familiares de su vida. En el fondo, estaba asustado y se sentía solo. Si el Hombre Torcido lograba que aquel miedo resultase insoportable, David le daría el nombre del bebé de su casa, el ser seguiría viviendo y, con el tiempo, empezaría la búsqueda del siguiente sustituto. El miedo era la clave. El Hombre Torcido había aprendido que, al enfrentarse a la muerte, casi todos los hombres hacían lo que fuera por sobrevivir: lloraban, suplicaban, mataban o traicionarían a otros para salvar su pellejo. Si podía conseguir que David temiese por su vida, seguro que el niño le daba lo que quería.

Así que aquel ser extraño y jorobado, tan viejo como la memoria de los hombres, dejó su guarida de estanques de espejo y relojes de arena, de arañas y ojos llenos de muerte, y desapareció en la gran red de túneles que recorrían como un laberinto los subsuelos de su reino. Pasó bajo los edificios del castillo, bajo los muros, y salió al campo.

Cuando oyó el aullido de los lobos sobre él, supo que había llegado a su destino.

David se había resistido a dejar sola a Anna, porque la chica parecía muy débil y temía no volver a verla nunca si se daba la vuelta un segundo. A su vez, la niña, que llevaba tanto tiempo sola en la oscuridad, agradecía su compañía. Le habló de las décadas pasadas con el Hombre Torcido, de las cosas horribles que su secuestrador había hecho, y de las terribles torturas y castigos que infligía a los que se enfrentaban a él. David le habló de su madre muerta, y de la casa que compartía con Rose y Georgie, la misma casa en la que Anna había vivido brevemente después de la muerte de sus padres. El aura de la niña pareció brillar más al mencionar su antiguo hogar, y le preguntó a David por la casa y el pueblo cercano, y por los cambios ocurridos desde su marcha. Él le explicó lo de la guerra y que había un gran ejército que marchaba por Europa aplastándolo todo a su paso.

– Así que dejaste atrás una guerra para acabar metido en otra -comentó ella.

David contempló las columnas de lobos que se movían con decisión por el valle y las colinas. Su número parecía aumentar a cada segundo, mientras las filas negras y grises se colocaban alrededor del castillo. Como a Fletcher antes que a él, a David le preocupó ver tanto sentido del orden y la disciplina, aunque sospechaba que era un equilibrio muy frágil y que, sin los loups, las manadas de lobos se dispersarían y volverían a sus territorios sembrando la destrucción a su paso; pero, por el momento, los loups habían corrompido la naturaleza de los lobos, igual que habían hecho con las suyas. Creían ser mejores y más avanzados que sus hermanos animales que andaban a cuatro patas, pero, en realidad, eran mucho peores: eran impuros, mutaciones que no llegaban a ser ni animales ni hombres. David se preguntó cómo serían las mentes de los loups, donde las dos caras de su ser luchaban continuamente por la supremacía. En los ojos de Leroi se adivinaba la locura, de eso estaba seguro.

– Jonathan no se rendirá -dijo Anna-. No pueden entrar en el castillo. Deberían dispersarse, pero no lo harán. ¿A qué esperan?

– Esperan una oportunidad -contestó David-. Puede que Leroi y los loups tengan un plan, o puede que sólo esperen a que el rey cometa un error, pero ya no pueden dar marcha atrás. Nunca podrán volver a reunir un ejército como éste, y no sobrevivirán si fallan.

Entonces se abrió la puerta del dormitorio de David, y Duncan, el capitán de la guardia, entró. El niño cerró la ventaba de inmediato, para que el capitán no viese a Anna en el balcón.

– El rey desea verte -anunció el capitán.

David asintió; aunque estaba a salvo dentro del castillo, rodeado de hombres armados, primero fue a su cama, sacó la espada y el cinturón, que estaban colgados de uno de los postes, y se los colocó en la cintura. Aquello se había convertido en una rutina, y no se sentía vestido del todo hasta que tenía la espada. Era especialmente consciente de lo mucho que la necesitaba después de su incursión en la guarida del Hombre Torcido. Allí abajo, en las cámaras de tortura y dolor del tramposo, se dio cuenta de lo vulnerable que era sin un arma. David también sabía que el Hombre Torcido acabaría dándose cuenta de que Anna no estaba e iría a buscarla enseguida; no tardaría en averiguar que David estaba implicado de alguna forma, y el chico no quería enfrentarse a la ira del Hombre Torcido sin tener la espada a mano.

El capitán no puso objeción a la espada, y, de hecho, le pidió a David que recogiese todas sus cosas y las llevase con él.

– No volverás a esta habitación -le explicó.

– ¿Por qué? -preguntó David, haciendo un gran esfuerzo por no mirar hacia la ventana, donde Anna estaba escondida.

– Eso tendrá que decírtelo el rey -respondió Duncan-. Vinimos a por ti antes, pero no estabas por ninguna parte.

– Fui a dar un paseo.

– Se te dijo que permanecieses aquí.

– Oí a los lobos y quise saber qué pasaba, pero todo el mundo parecía estar corriendo de un lado a otro, así que volví aquí.

– No tienes por qué temerlos -le dijo el capitán-. Nadie ha logrado traspasar estos muros, y una manada de animales no va a lograr lo que un ejército de hombres no ha podido hacer. Vamos, el rey te espera.

David recogió sus cosas, añadió la ropa que había encontrado en la habitación del Hombre Torcido y siguió al capitán hasta la sala del trono, después de echar un vistazo a la ventana. A través del cristal le pareció ver que la luz de Anna todavía relucía débilmente.

En el bosque, detrás de las líneas de los lobos, un chorro de nieve salió disparado en el aire, seguido de trozos de tierra y hierba. Apareció un agujero, y de él salió el Hombre Torcido, con una de sus espadas curvas lista en la mano, porque se trataba de un asunto peligroso. No podría hacer un trato con los lobos, ya que sus líderes, los loups, conocían el poder del Hombre Torcido y confiaban tan poco en él como él en ellos, Era el responsable de la muerte de muchos de sus hermanos, así que no lo perdonarían fácilmente, ni siquiera lo dejarían vivir lo bastante para suplicar por su vida si una de las manadas lo atrapaba. Avanzó en silencio hasta que vio una línea de figuras delante de él, todas vestidas con uniformes del ejército robados a los cadáveres de soldados muertos. Algunos fumaban en pipa mientras estudiaban un mapa del castillo que habían dibujado en la nieve frente a ellos, intentando encontrar la forma de entrar. Ya habían enviado a exploradores para que se acercasen más al castillo y descubrieran si había grietas o fisuras, agujeros o portales sin proteger que les pudieran servir. Habían utilizado a los lobos grises como señuelos, y los animales habían muerto en cuanto se pusieron al alcance de las flechas de los defensores del castillo. Los lobos blancos eran más difíciles de ver, y, aunque algunos habían muerto también, unos cuantos lograron acercarse lo suficiente a los muros para examinarlos detenidamente, olisqueando y excavando en un intento por encontrar un paso. Los supervivientes habían informado de que el castillo era tan inexpugnable como parecía.

El Hombre Torcido estaba lo bastante cerca para oír las voces de los loups y notar el hedor de su piel. «Criaturas tontas y presumidas -pensó-. Puede que os vistáis como hombres y que adoptéis sus modales y aires, pero siempre apestaréis como bestias y siempre seréis animales fingiendo ser lo que no son.»

El Hombre Torcido los odiaba y odiaba a Jonathan por hacerles cobrar vida a través del poder de su imaginación, por haberse inventado su propia versión del cuento de la niña con la caperuza roja para crearlos. El Hombre Torcido había observado con inquietud cómo los lobos empezaban a transformarse, aunque al principio había sido un proceso lento, en el que sus aullidos y gruñidos a veces formaban algo similar a palabras, y sus patas se levantaban en el aire para intentar caminar como hombres. Por aquel entonces le había hecho algo de gracia, pero después empezaron a cambiarles las caras, y su inteligencia, que ya era de por sí rápida y despierta, se avivó. Había intentado que Jonathan ordenase una matanza selectiva de lobos por todo el reino, pero el rey había llegado tarde; la primera partida de soldados enviados para matarlos acabaron masacrados, y los aldeanos tenían demasiado miedo para hacer algo más que construir muros más altos alrededor de sus asentamientos y atrancar puertas y ventanas por la noche. Así habían llegado donde estaban: un ejército de lobos dirigido por unas criaturas que eran medio hombres, medio animales, y que estaban decididas a quedarse con el reino.

– Pues venid -susurró el Hombre Torcido para sí-. Si queréis al rey, cogedlo, que yo he acabado con él.

La criatura retrocedió, rodeando a los generales, hasta llegar a una loba que hacía la guardia. Se aseguró de ir contra el viento, calculando su acercamiento según la dirección que seguían los copos de nieve más ligeros, llevados por el aire. Estaba casi encima de ella cuando la loba se percató de su presencia, pero, para entonces, su destino estaba sellado: el Hombre Torcido saltó, con la espada trazando ya su movimiento descendente. En cuanto aterrizó sobre la loba, el cuchillo le cortó piel y carne, y los largos dedos del hombrecillo le taparon el hocico y se lo cerraron de golpe, para que no pudiese gritar; todavía no.

Podría haberla matado y recoger otro hocico para su colección, claro, pero no lo hizo, sino que le dejó un corte tan profundo que el animal se derrumbó en el suelo, y la nieve que lo rodeaba se puso roja de sangre. El Hombre Torcido le soltó el hocico, y la loba empezó a gemir y aullar, alertando al resto de la manada. Aquélla era la parte peligrosa, y el Hombre Torcido lo sabía, más arriesgada que acabar con la gran loba: quería que ellos lo vieran, pero que no se acercasen lo suficiente para atraparlo. De repente, cuatro enormes lobos grises aparecieron en lo alto de una colina y aullaron una advertencia para los demás. Detrás de ellos apareció uno de los odiados loups, vestido con todas las galas militares que había podido reunir: una chaqueta de color rojo intenso con galones y botones dorados, y unos pantalones blancos que sólo estaban un poco manchados con la sangre de su anterior propietario. Llevaba un sable largo en un cinturón de cuero negro, y ya lo había empezado a sacar cuando vio a la loba moribunda y al ser causante de su dolor.

Era Leroi, la bestia que quería ser rey, el más odiado y temido de los loups. El Hombre Torcido se detuvo: su mayor enemigo estaba tan cerca que resultaba tentador. Aunque era un ser muy anciano, debilitado por la tenue luz de Anna y la lenta caída de sus últimos granos de arena, el Hombre Torcido seguía siendo rápido y fuerte. Estaba seguro de poder matar a los cuatro grises, dejando a Leroi con sólo una espada para defenderse. Si mataba a Leroi, los lobos se dispersarían, porque el loup mantenía unido a su ejército con la fuerza de su voluntad. Ni siquiera los otros loups estaban tan avanzados como él, así que los hombres del nuevo rey podrían cazarlos.

¡El nuevo rey! Recordar su misión devolvió al Hombre Torcido a la realidad, justo cuando más lobos y loups aparecían detrás de Leroi, y una patrulla de blancos empezaba a acercarse con sigilo por el sur. Durante un momento, todo quedó en calma, porque los lobos observaban cómo su enemigo más odiado se encontraba encima del cadáver de la loba moribunda. Entonces, con un grito triunfal, el Hombre Torcido agitó la espada ensangrentada en el aire y corrió. Al instante, los lobos lo siguieron, corriendo entre los árboles con la emoción de la caza patente en el brillo de sus ojos. Un lobo blanco, más lustroso y veloz que los demás, se separó de la manada para intentar cortarle la huida al asesino. El terreno iba cuesta abajo hacia donde se encontraba el ser, de modo que el lobo estaba unos tres metros por encima de él cuando se impulsó con las patas traseras y salió volando por el aire, con los colmillos listos para desgarrarle el cuello a su presa. Pero el Hombre Torcido era demasiado astuto y, mientras el lobo saltaba, él se volvió en un giro limpio, blandiendo la espada sobre la cabeza, y abrió en canal al lobo desde abajo. El animal cayó muerto a sus pies, y el Hombre Torcido siguió corriendo. Nueve metros, seis metros, tres metros. Ya podía ver la entrada del túnel, marcada por la tierra y la nieve sucia. Iba a entrar cuando vio un relámpago rojo a su izquierda y oyó el silbido de una espada cortando el aire. Levantó su hoja justo a tiempo de bloquear el sable de Leroi, pero el loup era más fuerte de lo que esperaba, y el Hombre Torcido se tambaleó un poco, a punto de caer al suelo. De haber caído, todo habría acabado muy deprisa, porque Leroi ya se preparaba para dar el golpe de gracia; pero la espada sólo cortó la ropa del hombrecillo, sin llegar a tocarle el brazo, aunque el Hombre Torcido fingió que acababa de ser gravemente herido. Soltó la espada y se tambaleó caminando de espaldas, con la mano izquierda tocando una herida imaginaria en el brazo derecho. Los lobos le rodearon, observando a los dos combatientes y aullando para apoyar a Leroi, deseando que acabase el trabajo. Leroi levantó la cabeza, gruñó una vez, y todos guardaron silencio.

– Has cometido un error fatal -dijo el líder-. Tendrías que haberte quedado detrás de los muros del castillo. Con el tiempo lograremos entrar, pero podrías haber vivido un poco más si te hubieses quedado dentro.

El Hombre Torcido se rió en la cara de Leroi, que, salvo por algunos pelos díscolos y un pequeño hocico, era de apariencia casi humana.

– No, eres tú el que se equivoca -respondió-. Mírate, no eres ni humano ni animal, sino una criatura lamentable que vale menos que cualquiera de las dos cosas. Odias lo que eres y quieres ser lo que, en realidad, no puedes. Quizá cambie tu aspecto, pero, por mucho que te vistas con las elegantes ropas que robas de los cadáveres de tus víctimas, siempre seguirás siendo un lobo por dentro. Aunque llegues a parecer un hombre, ¿qué crees que pasará cuando la transformación exterior se complete, cuando empieces a parecerte del todo a las presas que antes cazabas? La manada ya no te respetará como a uno de los suyos. Lo que más deseas es lo que acabará contigo, porque te harán pedazos, y morirás en sus garras, como otros han muerto en las tuyas. Hasta entonces, mestizo, te digo… ¡adiós!

Y, con aquellas palabras, el hombrecillo desapareció por la entrada del túnel. Leroi tardó un par de segundos en darse cuenta de lo sucedido; entonces abrió la boca y aulló de rabia, pero el sonido que surgió fue una especie de tos estrangulada. Era como el Hombre Torcido había dicho: la transformación de Leroi era casi completa, y su voz de lobo empezaba a convertirse en una voz de hombre. Para ocultar su sorpresa ante la falta de aullido, Leroi llamó a dos de sus exploradores y les dijo que entraran en el túnel. Los dos olisquearon con cautela la tierra removida, y uno metió la cabeza dentro, sacándola al instante, por si el asesino esperaba al otro lado. Como no pasó nada, lo intentó de nuevo, quedándose dentro un poco más. Olió el aire del túnel; el rastro del Hombre Torcido estaba presente, pero se debilitaba, lo que quería decir que huía de ellos.

Leroi hincó una rodilla en el suelo y examinó el agujero; después miró hacia las colinas, detrás de las cuales se encontraba el castillo. Meditó sus opciones; a pesar de la fanfarronada, era cada vez menos probable que lograsen encontrar la forma de atravesar los muros del castillo. Si no atacaban pronto, su ejército lupino se pondría más nervioso y hambriento de lo que ya estaba, y las manadas rivales se volverían unas contra otras. Habría peleas, se comerían a los más débiles, y toda aquella ira haría que se volvieran en contra de Leroi y sus loups. No, tenía que moverse, y deprisa. Si conseguía hacerse con el castillo, su ejército podría alimentarse de sus habitantes, mientras los loups y él hacían planes para el nuevo orden. Quizás el Hombre Torcido hubiese sobrestimado sus habilidades al utilizar el túnel para dejar el castillo, corriendo un riesgo innecesario con la esperanza de matar a algunos lobos, o incluso a Leroi en persona. Por la razón que fuese, Leroi había recibido la oportunidad que tan desesperadamente necesitaba. El túnel era estrecho, así que tendrían que ir de uno en uno, pero podrían meter una pequeña avanzadilla en el castillo y, si la avanzadilla lograba abrir las puertas desde dentro, aplastarían a los defensores rápidamente.

El loup se volvió hacia sus lugartenientes.

– Enviad a algunos señuelos a los muros del castillo para distraer a las tropas que los protegen -ordenó-. Que las fuerzas principales avancen, y traedme a mis mejores lobos grises. ¡Que comience el ataque!

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XXXI. Sobre la batalla y el destino de los futuros reyes

El rey estaba hundido en su trono, con la barbilla sobre el pecho. Parecía dormido, pero, al acercarse, David vio que el anciano tenía los ojos abiertos e inexpresivos, mirando al suelo. El libro de las cosas perdidas estaba sobre su regazo, y el monarca apoyaba una de sus manos en la cubierta. Cuatro guardias lo rodeaban, uno en cada esquina de la tarima, y había más en las puertas y la galería. Cuando el capitán se acercó con David, el rey levantó la vista, y su expresión hizo que a David se le formase un nudo en el estómago: era el rostro de un hombre al que le habían dicho que sólo podría evitar al verdugo convenciendo a otro de que ocupase su lugar, y el rey había encontrado a esa persona en David. El capitán se detuvo delante del trono, hizo una reverencia y los dejó. El monarca ordenó a los guardias que se alejasen, porque no quería que oyesen su conversación, y después intentó recomponer sus facciones para fingir amabilidad, aunque los ojos lo traicionaban: dejaban patente su desesperación, hostilidad y astucia.

– Esperaba hablar contigo en mejores circunstancias -empezó-. Estamos rodeados, pero no hay nada que temer, porque no son más que animales, y siempre los superaremos. -Le hizo un gesto con el dedo para que se acercase-. Ven aquí, chico.

David subió los escalones, y, al llegar arriba, su cara estuvo al mismo nivel que la del rey. El anciano pasó los dedos por los brazos del trono, deteniéndose de vez en cuando a examinar un detalle especialmente delicado de su ornamentación, a acariciar ligeramente un rubí o una esmeralda.

– Es un trono maravilloso, ¿no es así? -le preguntó a David.

– Es muy bonito -respondió el niño, y el monarca le lanzó una mirada penetrante, como si sospechara que el chico se burlaba de él. La cara de David no revelaba nada, y el rey decidió dejar pasar su respuesta sin reprenderlo.

– Desde el principio de los tiempos, los reyes y reinas del lugar se han sentado en este trono y han gobernado sus tierras desde él. ¿Sabes qué tenían en común? Yo te lo diré: todos venían de tu mundo, no de éste. Tu mundo, mi mundo. Cuando un soberano muere, otro cruza la frontera entre los mundos y asume el trono. Así funcionan aquí las cosas, y es un gran honor ser el elegido. Ese honor es ahora tuyo. -David no contestó, así que el rey siguió hablando-. Sé que ya has conocido al Hombre Torcido. No dejes que su apariencia te engañe, porque sus intenciones son nobles, aunque tenga cierta tendencia a… manipular la verdad. Te ha estado protegiendo durante tu viaje, y su intervención te ha salvado de la muerte más de una vez. Al principio, sé que te ofreció devolverte a casa, pero era mentira: no tiene intención ni poder para hacerlo hasta que reclames el trono. Cuando hayas ocupado el lugar que te corresponde, podrás ordenarle que haga lo que tú quieras. Si rechazas el trono, te matará y buscará a otro. Siempre ha sido así.

»Debes aceptar lo que se te ofrece. Si no te gusta, o si descubres que gobernar no es una de tus habilidades, puedes ordenarle al Hombre Torcido que te lleve a tu casa, y el trato concluirá. Al fin y al cabo, serás el rey, mientras que él seguirá siendo un súbdito. Sólo te pide que venga tu hermano contigo, para que puedas tener algo de compañía en este nuevo mundo cuando empiece tu reinado. Con el tiempo, puede que incluso te traiga a tu padre, si quieres, e imagina lo orgulloso que se sentirá al ver a su primogénito sentado en un trono, ¡el rey de un gran reino! Bien, ¿qué te parece?

Cuando el rey terminó de hablar, David había dejado de sentir lástima por él, porque todo lo que le había contado era mentira. El rey no sabía que David había visto El libro de las cosas perdidas, que había entrado en la guarida del Hombre Torcido y que había conocido a Anna. David sabía de corazones devorados en la oscuridad y de unos tarros que guardaban la esencia de los niños para que el Hombre Torcido siguiera viviendo. El soberano, aplastado por la culpa y la pena, quería que lo liberasen del trato con el Hombre Torcido y diría cualquier cosa para que David ocupase su lugar.

– ¿Es eso El libro de las cosas perdidas? -preguntó el niño-. Dicen que contiene todo tipo de conocimientos, quizás incluso magia. ¿Es cierto?

– Oh, muy cierto -respondió el anciano, con los ojos relucientes-. Te lo daré cuando abdique y la corona sea tuya. Será mi regalo de coronación. Con él podrás ordenarle al Hombre Torcido que haga lo que desees, y él tendrá que obedecer. Cuando seas rey, ya no lo necesitaré.

El rey pareció arrepentirse durante un momento; pasó de nuevo los dedos por la cubierta del libro, alisando los hilos sueltos, explorando los lugares donde el lomo había empezado a separarse del resto. Era como un ser vivo para él, como si a él también le hubiesen arrancado el corazón al llegar a aquella tierra, y el órgano hubiese adoptado la forma de un libro.

– ¿Y qué os pasará cuando yo sea rey? -preguntó David.

– Oh -contestó el rey, apartando la vista-, me iré de aquí y encontraré un lugar tranquilo donde disfrutar de mi retiro. Puede que regrese a nuestro mundo para ver qué ha cambiado desde que me fui. -Pero sus palabras sonaban a hueco, y la voz se le rompía bajo el peso de la culpa y las mentiras.

– Sé quién eres -afirmó David en voz baja.

– ¿Qué has dicho? -preguntó el rey, inclinándose hacia delante.

– Sé quién eres -repitió David-. Eres Jonathan Tulvey, y el nombre de tu hermana adoptiva era Anna. Tuviste celos de ella cuando la llevaron a tu casa, y esos celos no desaparecieron. El Hombre Torcido te visitó y te enseñó cómo sería tu vida sin ella, así que la traicionaste. La engañaste para que te siguiera a través del jardín hundido y llegase a este lugar, donde el Hombre Torcido la mató, se comió su corazón y metió su espíritu en un tarro de cristal. El libro que tienes en el regazo no es mágico, y los únicos secretos que guarda son los tuyos. Eres un anciano malvado y triste, y puedes quedarte con tu trono y tu reino, porque yo no lo quiero. No quiero nada de esto.

– Entonces, morirás -exclamó el Hombre Torcido, saliendo de entre las sombras. Parecía mucho mayor que la última vez que David lo había visto, y su piel estaba desgarrada y con aspecto enfermizo. Tenía heridas y ampollas en la cara y las manos, y apestaba a podredumbre-. Veo que has estado ocupado -siguió diciendo-. Has estado metiendo las narices donde no debías y te has llevado algo que me pertenece. ¿Dónde está?

– La niña no te pertenece -respondió David-. No le pertenece a nadie. -David desenvainó la espada, que se agitó un poco en el aire, porque le temblaban las manos, pero no mucho. El Hombre Torcido se rió de él.

– Da igual -le aseguró-, ya no me sirve de nada. Ten cuidado, no vaya a ser que diga lo mismo de ti. La muerte viene en tu busca, y ninguna espada podrá rechazarla. Te crees valiente, pero veamos lo valiente que eres cuando notes el aliento y la saliva de los lobos en la cara, cuando estén a punto de desgarrarte la garganta. Entonces llorarás, gemirás y me llamarás, y quizá responda. Quizá…

»Dime el nombre de tu hermano, y yo te libraré del dolor. Te prometo que no sufrirá daño alguno. Esta tierra necesita un rey; si aceptas subir al trono, dejaré que tu hermano viva cuando lo traiga. Encontraré a otro para ocupar su lugar, porque todavía queda arena en mi reloj. Los dos viviréis aquí juntos, y tú gobernarás con justicia y te olvidarás de todo esto. Te doy mi palabra. Sólo tienes que decirme su nombre.

Los guardias observaban a David con las armas desenvainadas, listos para derribarlo si intentaba hacerle daño al rey. Pero el rey levantó la mano para hacerles saber que todo iba bien, y los hombres se relajaron un poco mientras observaban el desarrollo de los acontecimientos.

– Si no me dices su nombre, volveré a tu mundo y mataré al bebé en su cuna -lo amenazó el Hombre Torcido-. Aunque sea lo último que haga, dejaré su sangre sobre la almohada y las sábanas. Tu elección es sencilla: podéis reinar los dos juntos o morir por separado. No hay más alternativas.

– No -respondió David, sacudiendo la cabeza-. No te lo permitiré.

– ¿Que no me lo vas a permitir? ¿Tú? -La cara del Hombre Torcido se desfiguró para escupir la palabra. Los labios se le rajaron, y un hilillo de sangre le cayó de la herida, porque no le quedaba más dentro-. Escúchame -dijo-, deja que te diga la verdad sobre el mundo al que tan desesperado estas por regresar: es un lugar de dolor, sufrimiento y pena. Cuando te fuiste, estaban atacando varias ciudades; las mujeres y los niños volaban en pedazos o se abrasaban vivos con las bombas que tiraban otros hombres que también tenían mujeres y niños; sacaban a la gente a rastras de sus casas y los mataban en la calle. Tu mundo se hace pedazos, y lo más divertido es que las cosas no estaban mucho mejor antes de que empezase la guerra. La guerra sólo le da a la gente una excusa para dejarse llevar, para poder asesinar impunemente. Ha habido otras guerras antes, y habrá guerras después, y, entre una y otra, las personas lucharán entre ellas, se harán daño, se mutilarán y engañarán, porque es lo que siempre han hecho.

«Además, aunque te libres de la guerra y de una muerte violenta, niño, ¿qué crees que te reserva la vida? Ya has visto lo que es capaz de hacer: se llevó a tu madre, le robó la salud y la belleza, y la tiró a la basura como si fuese la cáscara podrida y marchita de una fruta. Te quitará a más gente, te lo aseguro; aquellos que más quieras, ya sean amantes o hijos, caerán, y tu amor no podrá salvarlos. Te fallará la salud; te volverás viejo y enfermo; te dolerán las extremidades, se te nublará la vista, y la piel se te arrugará; notarás dolores que ningún médico podrá curar; las enfermedades encontrarán un hueco cálido y húmedo dentro de ti, y allí medrarán, extendiéndose por tu cuerpo, corrompiéndolo célula a célula hasta que les supliques a los doctores que te dejen morir, que pongan fin a tu miseria, pero no lo harán. Así que seguirás viviendo, sin nadie que te coja de la mano o te acaricie la frente, hasta que llegue la Muerte para llevarte con ella a la oscuridad. La vida que dejas atrás no es vida. Aquí podrás ser rey, te permitiré envejecer con dignidad y sin dolor, y, cuando debas morir, te haré dormir tranquilamente y despertarás en el paraíso que elijas, porque cada hombre tiene su Cielo. A cambio, sólo te pido que me des el nombre del niño que vive en tu casa, para que tengas compañía en este lugar. ¡Dime el nombre! Dímelo antes de que sea demasiado tarde.

Mientras hablaba, el tapiz que se encontraba detrás del rey se movió, se hinchó, y una forma gris apareció en la sala, saltando sobre el pecho del guardia más cercano. La cabeza del lobo bajó y se giró, y el guardia acabó con el cuello destrozado. El animal dejó escapar un gran aullido, aunque las flechas de los hombres de la galería cayeron sobre él y le atravesaron el corazón. Otros lobos salieron del túnel, tantos que el antiguo tapiz cayó de la pared, roto, en una nube de polvo. Los grises, los más leales y feroces de las tropas de Leroi, estaban invadiendo la sala del trono. Se oyó un cuerno, y aparecieron guardias por todas las entradas. Se inició una feroz batalla en la que los guardias cortaban y arponeaban a los lobos, y éstos mordían y gruñían, buscando cualquier abertura que hubiese para matar a los hombres. Atacaban piernas, estómagos y brazos, rajando barrigas y desgarrando cuellos. Pronto el suelo estuvo inundado de sangre, canales rojos que fluían entre los bordes de las piedras. Los guardias habían formado un semicírculo alrededor del umbral abierto, pero el gran número de lobos los hacía retroceder.

El Hombre Torcido señaló la rebosante masa de hombres y animales en lucha.

– ¡Mira! -le gritó a David-. Tu espada no te salvará, sólo yo puedo hacerlo. Dime su nombre, y yo te sacaré de aquí en un instante. ¡Habla y podrás salvarte!

Los lobos blancos y negros se habían unido a los grises, y la manada empezaba a abrirse paso alrededor de los guardias, entrando en habitaciones y pasillos, matando a cualquiera que se interpusiese en su camino. El rey saltó del trono y observó con horror que la pared de guardias se veía obligada a retroceder hacia él.

El capitán de la guardia apareció a su derecha.

– Vamos, Majestad -dijo-, tenemos que poneros a salvo.

Pero el rey lo empujó a un lado y miró con odio al Hombre Torcido.

– Nos has traicionado -lo acusó-, nos has traicionado a todos.

– El nombre -insistió la criatura, sin hacer caso del monarca, atento sólo a David-. ¡Dime su nombre!

Detrás de él, los lobos rompieron la barrera humana, y, entre ellos, había recién llegados que caminaban sobre dos patas y llevaban uniformes de soldados. Los loups atacaron a los guardias con las espadas y lograron llegar a las puertas que salían de la habitación del trono. Dos de ellos desaparecieron por un corredor, seguidos de seis lobos, de camino a las puertas del castillo.

Entonces salió Leroi, contempló la carnicería que se desarrollaba ante él, vio el trono, su trono, y logró encontrar en su interior un último aullido lupino para celebrar su triunfo. El rey tembló al oírlo, mientras los ojos de Leroi encontraban a los del monarca y el loup se acercaba a él para matarlo. El capitán de los guardias todavía intentaba proteger al rey, manteniendo a raya con la espada a dos lobos grises, pero estaba claro que se cansaba.

– ¡Marchaos, Majestad! -gritó-. ¡Marchaos ahora!

Pero las palabras se le quedaron ahogadas en la garganta cuando una flecha, disparada por uno de los loups de Leroi, le atravesó el pecho. El capitán se desplomó, y los lobos cayeron sobre él. El rey metió la mano bajo los pliegues de su túnica, sacó un recargado puñal de oro y avanzó hacia el Hombre Torcido.

– Criatura miserable -gritó-. Después de todo lo que hice, después de todo lo que me obligaste a hacer, al final me traicionas.

– No te obligué a nada, Jonathan -contestó el Hombre Torcido-. Lo hiciste porque querías; el mal estaba dentro de ti, y lo dejaste salir. Los hombres siempre lo hacen.

El Hombre Torcido atacó al rey con su espada, y el anciano se tambaleó hasta casi caer. Veloz como un rayo, el ser se volvió para coger a David, pero el chico se apartó y, de un mandoble, abrió un corte en el pecho del Hombre Torcido; aunque la herida apestaba, no sangró.

– ¡Vas a morir! -chilló el Hombre Torcido-. ¡Dime su nombre y vivirás!

Avanzó hacia David, sin hacer caso de la herida, y el niño intentó apuñalarlo de nuevo, pero el ser esquivó el golpe y clavó las uñas con fuerza en el brazo de David. El chico tuvo la sensación de haber sido envenenado, porque un dolor intenso le subió por el brazo, corriéndole por las venas y helándole la sangre hasta llegarle a la mano y entumecérsela, haciéndole soltar la espada. Estaba contra una pared, rodeado de hombres luchando contra lobos. Por encima del hombro de su enemigo pudo ver que Leroi se acercaba al rey; éste intentó apuñalarlo con su daga, pero Leroi se la quitó de un zarpazo, y la daga salió volando.

– ¡El nombre! -gritó el Hombre Torcido-. ¡Dime el nombre si no quieres que te entregue a los lobos!

Leroi cogió al rey como si fuese un muñeco, le puso la mano bajo la barbilla y le echó la cabeza atrás, dejando el cuello al descubierto. El loup se detuvo para mirar a David.

– Tú eres el siguiente -dijo, regodeándose; después abrió la boca todo lo que pudo, dejando al descubierto unos afilados dientes blancos, y mordió el cuello del rey, sacudiéndolo de un lado a otro mientras lo mataba. El Hombre Torcido abrió los ojos, horrorizado, al ver que la vida del rey se consumía, y un gran trozo de piel de su cara se peló como si se tratase de papel viejo, revelando la carne gris y podrida que se escondía debajo.

– ¡No! -gritó, y cogió a David por el cuello-. El nombre, debes decirme el nombre, o los dos estaremos perdidos.

David estaba muy asustado, sabía que estaba a punto de morir.

– Se llama… -empezó a decir.

– ¡Sí! -exclamó el Hombre Torcido, mientras el último aliento del rey le burbujeaba en la garganta, y Leroi apartaba su cuerpo moribundo, se limpiaba la sangre de la boca y avanzaba hacia David.

– Se llama…

– ¡Dímelo! -chilló el Hombre Torcido.

– Se llama hermano -concluyó David.

– No -gimió el Hombre Torcido, dejándose caer en el suelo, desesperado-. No puede ser.

En las entrañas del castillo, los últimos granos de arena cayeron por el cuello del reloj, y, más arriba, en un balcón, el fantasma de una niña brilló con intensidad durante un segundo, para después desvanecerse por completo. De haber estado allí alguien para verlo, la habría oído emitir un pequeño suspiro lleno de paz y felicidad, porque así acababa su tormento.

– ¡No! -aulló el Hombre Torcido, mientras la piel se le agrietaba y todo el gas maloliente empezaba a salirle de dentro. Todo estaba perdido, perdido. Después de un tiempo inconmensurable, después de incontables historias, su vida se acababa, y estaba tan furioso que se clavó las uñas en el cráneo y empezó a hacerlo pedazos, arrancando piel y carne. Le apareció un corte profundo en la frente, y el corte se extendió rápidamente por el puente de la nariz, mientras él seguía tirando hasta partirse la boca en dos. Ya tenía una mitad de la cabeza en cada mano, con los ojos dándole vueltas como locos, pero siguió tirando, y la gran herida continuó avanzando a través de la garganta, el pecho y la barriga, hasta que le llegó a los muslos, momento en que su cuerpo quedó separado por fin en dos.

De las dos mitades del Hombre Torcido salieron todas las cosas desagradables que hayan existido: bichos, escarabajos, ciempiés, arañas y pálidos gusanos blancos; todos corrieron por el suelo hasta que, cuando el último grano de arena cayó por el cuello del reloj y el Hombre Torcido murió, ellos también quedaron inmóviles.

Leroi, sonriente, contemplaba aquella porquería. David empezó a cerrar los ojos, preparado para morir, cuando el loup, de repente, se estremeció. Abrió la boca para hablar, y la mandíbula se le cayó de golpe, aterrizando en las piedras del suelo. La piel se le desmenuzó en escamas, como si fuese yeso viejo, y, aunque intentó moverse, las patas ya no lo soportaban y se le partieron a la altura de las rodillas. Así que Leroi cayó al suelo, y unas grietas empezaron a aparecerle en la cara y en el dorso de las manos. Intentó arañar las piedras, pero los dedos se le hicieron añicos, como si se tratase de cristal. Sólo los ojos permanecieron idénticos, pero en ellos sólo se veía dolor y perplejidad.

David lo vio morir, y sólo él comprendió lo que pasaba.

– Eras la pesadilla del rey, no la mía -dijo-. Matarlo ha sido un suicidio.

Los ojos de Leroi parpadearon, sin comprender nada, y después dejaron de moverse. Se convirtió en la estatua rota de una bestia, sin el miedo de otro para darle vida. Unas fisuras diminutas lo cubrieron por completo, y el loup se deshizo en mil pedacitos y desapareció para siempre.

Los otros loups que había por la sala del trono también se deshacían en polvo, y los lobos normales, ya sin líderes, empezaron a retirarse por el túnel, mientras otros guardias entraban en la sala con los escudos en alto, formando una pared de acero por la que asomaban las puntas de las lanzas, como si fuese un erizo. No hicieron caso de David, que recogió la espada y corrió por los pasillos del castillo, pasando junto a sirvientes asustados y cortesanos perplejos, hasta que se encontró en el exterior. Subió a la almena más alta y contempló el paisaje que se extendía ante él: el caos reinaba en el ejército de los lobos. Los aliados se volvían unos contra otros, luchando y mordiéndose, y los más veloces pisoteaban a los lentos en su prisa por huir y regresar a sus antiguos territorios. Ya se veían grandes columnas de lobos alejándose por las colinas. Lo único que quedaba de los loups eran las columnas de polvo que creaban fugaces remolinos antes de perderse a los cuatro vientos.

David notó que alguien le tocaba el hombro, y, al volverse, se encontró con una cara familiar. Era el Leñador. Tenía sangre en la ropa y en la piel, y las gotas de sangre que le caían del hacha formaban un charco oscuro en el suelo.

El niño no podía hablar; dejó caer la espada y la bolsa, y abrazó con fuerza al Leñador, que le puso una mano en la cabeza y le acarició el pelo con cariño.

– Creía que estabas muerto -suspiró David-, vi cómo los lobos te llevaban a rastras.

– Ningún lobo podría quitarme la vida -respondió el hombre-. Conseguí abrirme paso hasta la casita del criador de caballos, atranqué la puerta, y las heridas me dejaron inconsciente. Tardé muchos días en recuperarme lo suficiente para seguir tu rastro, y no logré atravesar las filas de los lobos hasta ahora. Pero debemos marcharnos de aquí de inmediato, porque esto no permanecerá en pie mucho tiempo.

David notó cómo las almenas temblaban bajo sus pies y vio que se abría un agujero en un muro. Otras grietas aparecieron en los edificios principales, y los ladrillos y la argamasa empezaron a caer sobre el suelo de adoquines. El laberinto de túneles que recorría la parte de abajo del castillo se estaba derrumbando, y el mundo de reyes y hombres torcidos se hacía añicos.

El Leñador condujo a David hasta el patio, donde les esperaba un caballo. El hombre le dijo que subiera al animal, pero David prefirió recoger a Scylla de la cuadra. La yegua, asustada por los sonidos de la batalla y el aullido de los lobos, relinchó de alivio al ver al chico. David le dio unas palmaditas en la frente y le susurró palabras amables, después se subió a lomos de la montura y siguió al Leñador hacia el exterior del castillo. Unos guardias a caballo hostigaban a los lobos en retirada, obligándolos a alejarse cada vez más de los muros, mientras un flujo continuo de gente salía por las puertas principales, sirvientes y cortesanos cargados de toda la comida y todas las riquezas que habían podido reunir, abandonando el castillo antes de que se convirtiese en ruinas. David y el Leñador tomaron una ruta que los alejó de la confusión, y sólo se detuvieron cuando estuvieron a una distancia segura de lobos y hombres; entonces observaron desde lo alto de una colina que daba al castillo. Desde allí vieron cómo la estructura se derrumbaba hasta quedar convertida en un gran agujero en el suelo, marcado por madera, ladrillos, y una nube de polvo sucio y asfixiante. Después se volvieron y cabalgaron juntos durante muchos días, hasta llegar por fin al bosque por el que David había entrado a aquel mundo. Ya sólo quedaba un árbol señalado con una cuerda roja, puesto que toda la magia del Hombre Torcido se había deshecho con su muerte.

El Leñador y David desmontaron delante del árbol.

– Ha llegado el momento -dijo el Leñador-. Ahora debes irte a casa.

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XXXII. Sobre Rose

David estaba en medio del bosque, mirando el trozo de cuerda y el hueco del árbol que, de nuevo, se revelaba ante ellos. Uno de los árboles cercanos había sufrido hacía poco las garras de un animal, y de la herida del tronco salía una savia sanguinolenta que formaba un charco sobre la nieve. Una brisa agitó a sus vecinos, cuyas ramas acariciaron la copa del herido, calmándolo y consolándolo, haciendo que fuese consciente de su presencia. Las nubes empezaban a abrirse, y la luz del sol se introducía por los huecos; el mundo cambiaba, transformado por el final del Hombre Torcido.

– Ahora que debo marcharme, no estoy seguro de querer irme -dijo David-. Siento que me quedan muchas cosas por ver, y no quiero que las cosas vuelvan a ser como antes.

– Hay personas esperándote al otro lado -respondió el Leñador-, y tienes que regresar con ellos. Te quieren, y sus vidas estarán más vacías sin ti. Tienes un padre, un hermano y una mujer que se convertirá en tu nueva madre, si la dejas. Debes regresar, si no quieres arruinar sus vidas con tu ausencia. En cierto modo, ya has tomado tu decisión, porque rechazaste el trato del Hombre Torcido: decidiste no vivir aquí, sino en tu propio mundo. -David asintió, porque sabía que su amigo tenía razón-. Te preguntarán muchas cosas si te presentas así -añadió el Leñador-. Tienes que dejar aquí todo lo que llevas puesto, incluso la espada. No la necesitarás en tu mundo.

David sacó de su bolsa el paquete en el que guardaba el pijama y la bata hechos jirones, y se los puso detrás de un arbusto. Su vieja ropa le resultaba extraña; había cambiado tanto que era como si perteneciese a otra persona, a alguien que le resultaba vagamente familiar, pero más joven y tonto. Era la ropa de un niño, y él había dejado de serlo.

– Dime algo, por favor -dijo David.

– Lo que quieras.

– Me diste ropa cuando llegué aquí, la ropa de un niño. ¿Alguna vez has tenido hijos?

– Todos eran hijos míos -respondió el Leñador, sonriendo-. Todos los que se perdieron, todos los que se encontraron, todos los que vivieron y todos los que murieron: todos, todos eran míos, en cierto modo.

– ¿Sabías que el rey era un traidor cuando me acompañabas a visitarlo? -le preguntó David. Era una pregunta que lo había incomodado desde la reaparición del Leñador. No podía creerse que aquel hombre fuese capaz de ponerlo en peligro a sabiendas.

– ¿Y qué habrías hecho si te hubiese dicho lo que sabía, o lo que sospechaba, sobre el rey y el tramposo? Cuando llegaste aquí estabas consumido por la rabia y la pena; habrías sucumbido ante los halagos del Hombre Torcido, y todo se habría perdido. Yo quería llevarte en persona hasta el rey y, por el camino, habría intentado ayudarte a ver el peligro en el que estabas, pero eso no estaba escrito. En cambio, aunque otros te ayudaron en tu viaje, fue tu fuerza y tu valor lo que te hizo comprender tu lugar en ambos mundos, tanto éste como el tuyo. Cuando te encontré eras un niño, pero ahora te estás convirtiendo en un hombre.

Le ofreció una mano a David, y el chico la aceptó; después la soltó y abrazó al Leñador. Al cabo de un momento, el hombre le devolvió el gesto, y así se quedaron unos instantes, bañados de luz, hasta que el niño se apartó.

Después, David se acercó a Scylla y le besó la frente.

– Te echaré de menos -susurró, y la yegua relinchó bajito y le acarició el cuello con el hocico.

El niño se acercó al viejo árbol y miró al Leñador.

– ¿Podré volver algún día? -le preguntó, y el Leñador le dio una contestación muy extraña.

– La mayoría de la gente vuelve al final.

Levantó la mano para despedirse, y David tomó aire y se metió en el tronco del árbol.

Al principio sólo olía a almizcle, tierra y hojas secas podridas. Tocó el interior del árbol y notó la corteza áspera en los dedos; aunque el árbol era enorme, no podía dar más de unos cuantos pasos antes de darse con la corteza. Todavía le dolía el brazo en el lugar donde el Hombre Torcido le había arañado, y empezaba a sentir claustrofobia. No parecía haber salida, pero el Leñador no podía haberle mentido. No, tenía que tratarse de un error. Decidió salir al bosque de nuevo, pero, cuando se volvió, ya no había entrada; el árbol se había sellado por completo, y él se había quedado atrapado dentro. David empezó a gritar pidiendo ayuda y a golpear la madera con los puños, pero las palabras despertaban ecos y le rebotaban en la cara, burlándose de él mientras se desvanecían.

Entonces, de repente, vio luz. El árbol estaba sellado, pero notaba una luz fija que brillaba sobre él. David levantó la mirada y vio algo brillante, como una estrella; mientras lo observaba, la luz creció cada vez más, descendiendo, o quizá fuera él quien subía, ascendiendo para encontrarse con ella, porque sus sentidos estaban hechos un lío. Oyó ruidos que no le resultaban familiares (metal sobre metal, el rechinar de unas ruedas) y olió un producto químico fuerte cerca de él. Empezaba a ver cosas: la luz, las ranuras y las fisuras del tronco del árbol…, pero, poco a poco, se dio cuenta de que tenía los ojos cerrados. Si tal era el caso, ¿cuántas cosas más podría ver al abrirlos?

David abrió los ojos.

Estaba tumbado en una cama de metal, en una habitación desconocida. Dos grandes ventanas daban a un campo de césped verde en el que unos niños paseaban con enfermeras a su lado, o avanzaban en sillas de ruedas conducidas por celadores vestidos de blanco. Había flores junto a su cama, tenía una aguja pinchada en el brazo derecho y conectada por un tubo a una botella colgada de una estructura metálica, y notaba tirantez en la cabeza. Levantó una mano para tocársela y palpó vendas en vez de pelo. Se volvió lentamente hacia la izquierda, pero el movimiento hizo que le doliese el cuello y que la cabeza empezase a latirle. A su lado, sentada en un sillón, estaba Rose; tenía la ropa arrugada, y el pelo grasiento y sin lavar. Había un libro en su regazo, con las páginas marcadas con una cinta roja.

David intentó hablar, pero tenía la garganta demasiado seca; lo intentó de nuevo y logró emitir un graznido ronco. Rose abrió los ojos poco a poco y lo miró, con expresión de incredulidad.

– ¿David? -dijo.

Él seguía sin poder hablar bien, así que Rose llenó un vaso con el agua de una jarra, se lo acercó a los labios y le sostuvo la cabeza para que pudiese beber con mayor facilidad. El niño vio que la mujer estaba llorando, y algunas de sus lágrimas le cayeron en la cara cuando ella apartó el vaso; David las probó cuando le entraron en la boca.

– Oh, David -susurró Rose-. Estábamos muy preocupados.

La mujer le puso la palma de la mano en la mejilla y lo acarició con suavidad; no podía dejar de llorar, pero David vio que se sentía feliz, a pesar de las lágrimas.

– Rose -dijo.

– Sí, David, ¿qué pasa? -le preguntó ella, inclinándose sobre el niño.

– Lo siento -respondió él, cogiéndole la mano.

Después se quedó dormido y no soñó nada.

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XXXIII. Sobre todo lo que se perdió y todo lo que se encontro

En los días siguientes, el padre de David hablaba a menudo de lo cerca que había estado de perder a su hijo, de cómo no encontraron ni rastro de él cuando cayó el avión, de cómo estaban convencidos de que había muerto abrasado en el incendio; y, cuando no encontraron sus restos, de cómo habían temido que se tratase de un secuestro; también hablaba de cómo habían registrado la casa, los jardines y el bosque, y después los campos más lejanos, ayudados por amigos, la policía e incluso desconocidos que sentían pena por su dolor; sobre cómo habían regresado a su dormitorio, con la esperanza de encontrar alguna pista sobre el lugar donde se encontraba; sobre cómo por fin habían encontrado un escondite detrás del muro del jardín hundido, y allí estaba él, tumbado en la tierra, después de haberse arrastrado a través de una grieta en la piedra, para después quedarse atrapado detrás de los escombros.

Los médicos decían que había sufrido otro de sus ataques, quizás a consecuencia del trauma del accidente, y que eso lo había dejado en coma. David llevaba varios días profundamente dormido, hasta la mañana en que se había despertado y había pronunciado el nombre de Rose. Aunque algunos aspectos de su desaparición resultaban inexplicables (qué hacía en el jardín y cómo se había hecho algunas de las cicatrices que mostraba), estaban muy contentos de tenerlo de vuelta, y nadie le habló nunca de culpas o enfados. Sólo mucho después, cuando estaba fuera de peligro en su dormitorio de casa, Rose y su padre, solos en su cama por la noche, comentaban lo mucho que aquel incidente había cambiado a David, que se había vuelto más tranquilo y más atento, más cariñoso con Rose y más comprensivo con las dificultades de aquella mujer que intentaba encontrar un hueco en las vidas de dos hombres, David y su padre; que también respondía con mayor rapidez ante ruidos repentinos y posibles peligros, pero que, además, protegía a los que eran más débiles que él, sobre todo a Georgie, su hermanastro.

Los años pasaron, y David se convirtió demasiado lentamente, pero también demasiado deprisa, en un hombre: demasiado lentamente para él, aunque demasiado deprisa para su padre y Rose. Georgie también creció, y la relación entre David y él fue tan estrecha como la de cualquier otro par de hermanos, incluso después de que Rose y su padre se separasen, como a veces hacen los adultos. Tuvieron un divorcio amistoso, y ninguno de ellos volvió a casarse después. David fue a la universidad, y su padre encontró una casita junto a un arroyo, donde podría pescar cuando se jubilase. Rose y Georgie vivieron juntos en la gran casa, y David los visitaba siempre que podía, ya fuera solo o con su padre. Si tenía tiempo, se metía en su antiguo dormitorio e intentaba escuchar los susurros de las charlas de los libros, pero nunca lo logró. Si hacía un día agradable, bajaba hasta los restos del jardín hundido, que habían reparado un poco después del accidente, aunque seguía sin ser lo que era, y contemplaba en silencio las grietas de los muros; nunca intentó entrar de nuevo, y tampoco lo hizo nadie más.

Pero, conforme pasaba el tiempo, David descubrió que, al menos en una cosa, el Hombre Torcido había dicho la verdad: su vida estuvo llena de grandes penas y grandes alegrías, de sufrimiento y remordimientos, aunque también de triunfos y satisfacciones. David tenía treinta y dos años cuando perdió a su padre, al que le había fallado el corazón cuando estaba sentado junto al arroyo con una caña de pescar entre las manos y el sol iluminándole la cara de tal modo que, cuando lo encontró un transeúnte varias horas después, su piel seguía caliente. Georgie asistió al funeral con su uniforme del ejército, ya que había comenzado otra guerra en el este, y Georgie estaba deseando cumplir con su deber. Viajó a una tierra lejana y allí murió junto con otros jóvenes cuyos sueños de honor y gloria acabaron en un campo de batalla lleno de lodo. Enviaron sus restos a casa y lo enterraron en el cementerio de una iglesia, bajo una pequeña losa con su nombre, las fechas de su nacimiento y su muerte, y las palabras: «Amado hijo y hermano».

David se casó con una mujer de pelo oscuro y ojos verdes llamada Alyson. Planearon formar una familia juntos, y por fin llegó el día del nacimiento del bebé, pero David sentía miedo por ambos, porque no podía olvidar las palabras del Hombre Torcido: «Aquellos que más quieras, ya sean amantes o hijos, caerán, y tu amor no podrá salvarlos».

El parto se complicó; el hijo, al que llamaron George en honor a su tío, no logró sobrevivir, y, al darle la vida, Alyson perdió la suya, de modo que la profecía del Hombre Torcido se hizo realidad. David no volvió a casarse y no tuvo más hijos, pero se convirtió en escritor y publicó una novela. La llamó El libro de las cosas perdidas, y el libro que ahora tienes en tus manos es el libro que él escribió. Y cuando los niños le preguntan si es todo cierto, él les responde que sí, que lo es, o, al menos, que es tan cierto como puede serlo cualquier cosa en este mundo, porque así es como lo recuerda.

Y, en cierto modo, todos se convirtieron en sus hijos.

Cuando Rose se hizo mayor y se volvió más débil, David cuidó de ella. Cuando Rose murió, le dejó la casa a su hijastro, y él pudo haberla vendido, porque, en aquel momento, valía mucho dinero, pero no lo hizo, sino que se fue a vivir allí y montó su despachito abajo. En la casa vivió contento durante muchos años, y siempre le abría la puerta a los niños que llamaban a ella (a veces con sus padres, a veces solos), porque la casa era muy famosa, y muchos niños y niñas deseaban verla. Si se portaban muy bien, él los llevaba hasta el jardín hundido, aunque hacía tiempo que había reparado las grietas de la piedra, porque no quería que los niños se metiesen dentro y tuviesen problemas. Así que les hablaba sobre cuentos y libros, les explicaba que las historias querían que alguien las contase y los libros que alguien los leyese, y les decía que todo lo que necesitaban saber sobre la vida y la tierra que había visitado, o sobre cualquier otra tierra o reino que pudieran imaginar, estaba en los libros.

Y algunos de los niños lo entendían, y otros no.

Con el tiempo, David se fue debilitando y poniendo enfermo. Ya no podía escribir, porque la memoria y la vista le fallaban, y ni siquiera podía pasear mucho rato para acompañar a los niños, como antes había hecho (y eso también se lo había dicho el Hombre Torcido, con tanta certeza como si David hubiese mirado en los ojos de espejo de la dama de las mazmorras). No había nada que los médicos pudieran hacer por él, salvo intentar calmarle un poco el dolor. Contrató a una enfermera para que cuidase de él, y sus amigos iban a visitarlo a menudo. Conforme se acercaba el final, pidió que le preparasen una cama en la gran biblioteca del piso de abajo, y todas las noches dormía rodeado de los libros que había amado de niño y de mayor. También le pidió en secreto a su jardinero que realizase una sencilla tarea para él y que no se lo contase a nadie, y el jardinero hizo lo que le había pedido, porque quería muchísimo al anciano.

Y, en las horas más oscuras de la noche, David se quedaba tumbado en la cama y escuchaba. Los libros habían empezado a susurrar de nuevo, aunque él no los temía; hablaban en voz baja, ofreciéndole palabras de consuelo y cariño. A veces le contaban las historias que siempre había amado, pero ahora la suya era una de ellas.

Una noche, cuando notó que le costaba respirar y que la luz de sus ojos empezaba a apagarse al fin, David se levantó de la cama de la biblioteca y se acercó lentamente a la puerta, deteniéndose tan sólo para recoger un libro por el camino. Era un viejo álbum con cubierta de cuero, y en él había fotografías, cartas, tarjetas, bagatelas, dibujos, poemas, mechones de pelo y un par de anillos de boda, reliquias todas ellas de los largos años vividos, aunque, aquella vez, los recuerdos eran suyos. El susurro de los libros se hizo más fuerte, y las voces de los tomos entonaron un gran coro de alegría, porque una historia estaba llegando a su fin y una nueva historia pronto nacería. El anciano les acarició los lomos a modo de despedida al salir de la habitación, salió de la casa por última vez y atravesó la hierba húmeda del verano en dirección al jardín hundido.

El jardinero había abierto un agujero en una esquina, un agujero lo bastante grande para que entrase un hombre adulto. David se puso a cuatro patas, aunque con grandes dificultades, y se arrastró por aquel espacio hasta encontrarse en la cavidad detrás de los ladrillos. Allí se sentó en la oscuridad y esperó. Al principio no pasó nada y tuvo que esforzarse por mantener los ojos abiertos, pero, al cabo de un tiempo, vio cómo una luz crecía y notó una fresca brisa en la cara. Olió a corteza de árbol, hierba fresca y flores en primavera; un agujero se abrió ante él, lo atravesó y se encontró en el corazón de un gran bosque. La tierra había cambiado para siempre. Ya no había bestias con forma de hombres, ni pesadillas a medio imaginar esperando la oportunidad de atrapar a los incautos. Ya no había miedo, ni penumbra eterna. Incluso las flores aniñadas habían desaparecido, porque la sangre de los niños ya no se derramaba en los lugares oscuros, y sus almas por fin descansaban. El sol se estaba poniendo, pero era una imagen preciosa que iluminaba el cielo en tonos morados, rojos y naranjas, llevando al día a su pacífico fin.

Había un hombre delante de David, alguien que tenía un hacha en una mano, y, en la otra, una guirnalda de flores recogidas mientras paseaba por el bosque y atadas con largas briznas de hierba.

– He vuelto -dijo David, y el Leñador sonrió.

– La mayoría de la gente vuelve al final -contestó, y David se dio cuenta de lo mucho que se parecía el Leñador a su padre, y se preguntó por qué no lo habría notado antes-. Ven conmigo, te estábamos esperando.

David se vio reflejado en los ojos del Leñador, y allí no era viejo, sino joven de nuevo, porque un hombre es siempre un niño para su padre, da igual los años que tenga o el tiempo que hayan pasado sin verse.

David siguió al Leñador por los senderos del bosque, a través de claros y arroyos, hasta que llegaron a una casita de cuya chimenea salía una perezosa nube de humo. En el campito cercano había un caballo que mordisqueaba alegremente la hierba; al acercarse David, el animal levantó la cabeza y relinchó de placer, sacudiendo la crin y trotando por el campo para ir a recibirlo. David se acercó a la valla y acercó su cabeza a la de Scylla, que cerró los ojos cuando él la besó en la frente y después lo siguió a la casa, empujándolo de vez en cuando con suaves golpecitos de cabeza, como si deseara recordarle que seguía allí.

Entonces se abrió la puerta de la casa, y de ella salió una mujer de pelo oscuro y ojos verdes. En sus brazos llevaba un bebé varón, apenas recién nacido, que se agarraba a su blusa mientras ella caminaba, porque, en aquel lugar, una vida no es más que un instante, y cada hombre sueña su propio Cielo.

En la oscuridad, David cerró los ojos, y todo lo que se perdió se encontró de nuevo.

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Siga leyendo si desea conocer una visión muy personal del libro, de manos de su autor, John Connolly

Es una pregunta horrible, pero ¿de dónde sacó la idea para El libro de las cosas perdidas?

Pues le voy a dar una respuesta horrible, porque no lo sé. He intentado analizar algunos de los elementos que influyeron en su creación para la página web del libro, ‹www.thebookoflostthings.com›, pero, en realidad, no sirven para explicar por qué surgió. Quería escribir sobre la infancia y el dolor, sobre la transición de la infancia a la edad adulta, pero supongo que sabía que acabaría utilizando mi propia niñez para gran parte de la novela, y mis años infantiles estuvieron llenos de libros e historias. Ahora, cuando pienso en ello, me doy cuenta de que hurgué mucho en mi pasado y en mis miedos, tanto de niño como de adulto. Me sorprende comprobar lo que salió, y no puedo evitar sentir que el libro da forma a una buena cantidad de material que estaba dándome vueltas por el subconsciente. Sólo espero que los demás puedan reconocerse también en la historia. Creo que lo harán. Al fin y al cabo, sé que todos esos cuentos elementales que sostienen el libro han sobrevivido por una razón, y, si tuvieron ese impacto en mí, habrán tenido un impacto similar en otras personas.

Ha dejado muy claro que no lo considera un libro para niños, aunque es un libro que probablemente les guste. ¿Nos lo puede explicar un poco?

Creo que es un libro sobre la infancia, o, para ser más exactos, sobre el periodo o momento en que un niño se da cuenta de la realidad del mundo en el que vive: que es difícil, que no le debe nada a las almas que lo habitan, que es probable que les guarde cierta cantidad de dolor y pérdida, y que, al final, los seres humanos están indefensos ante la fuerza de la mortalidad. En ese momento, algo se pierde. No quiero llamarlo inocencia, porque me cuesta recordar que alguna vez fuera inocente, incluso de pequeño. Los niños saben desde el principio, hasta cierto punto, que son vulnerables, aunque sea un conocimiento escondido en un lugar profundo de su interior, y creo que eso es lo que explotan los grandes cuentos populares y de hadas. Sin embargo, también son historias muy positivas, ya que su mensaje final es que estos desafíos pueden y deben superarse como parte de la transición a la edad adulta.

Así que lleva razón: un niño mayor podría leer el libro (y un par de ellos lo han hecho y lo han disfrutado), pero creo que lo leería de una forma diferente a un adulto, y ésa ha sido mi experiencia hasta ahora con la acogida de la novela: los adultos han sido más conscientes del tema de la pérdida en el libro, y su capítulo final significará más para ellos que para los niños, creo. De hecho, me han sorprendido mucho algunas de las interpretaciones que los lectores han sacado. Algunos elementos son deliberadamente ambiguos, así que no es algo que me coja por sorpresa, pero supongo que lo que más me ha gustado es que los adultos han aplicado sus propias experiencias al libro, y eso ha afectado a la forma en que lo leen y comprenden.

¿Cuánto tiene de autobiográfico?

Bueno, yo no me retiré por completo a mi propio mundo, pero sí que utilicé los libros como una vía de escape y después, gradualmente, para entender el mundo, y esto último es algo que sigo haciendo. Algunas características de la personalidad de David son similares a las mías de pequeño: el amor por los libros, por supuesto, pero también parte de los miedos sobre mis padres y su mortalidad, algo que me parece común a muchos niños. La descripción del encuentro de David con el psiquiatra la he sacado casi por completo de mis recuerdos. Mis padres me llevaron a uno cuando tenía doce o trece años, y no resultó ser una experiencia demasiado satisfactoria para ninguna de las partes afectadas. Puedo recordar claramente su frustración cuando yo dibujaba con esmero lo que él me pedía. Al final concluyó que me preocupaba demasiado, lo que tampoco fue una gran ayuda. Es como ir al médico y que te diga que no estás bien. Obviamente, no habría ido a la consulta de un psiquiatra si no me preocupase algo.

El trastorno obsesivo compulsivo de David es algo que yo sufrí durante un tiempo, aunque no se convirtió en algo crónico. Creo que era producto del miedo que sentía por la seguridad de mi familia, y de la necesidad de pensar que podía ejercer algún control sobre el mundo que habitaban. Se me pasó al cabo de unos años, al madurar, pero sigo creyendo que, en cierto modo, no era una reacción anormal al mundo adulto.

En el libro se nota una clara fascinación por los cuentos populares y de hadas. ¿Por qué?

Porque son muy elementales, supongo. Siempre me ha interesado algo que los Hermanos Grimm escribieron en la introducción de una de sus colecciones. Decían que todas las sociedades y todas las épocas producen sus versiones de los mismos cuentos. Creo que vi algunas similitudes entre los cuentos de toda la vida y ciertos elementos de la literatura de misterio y fantasía, y por eso también aparecieron en mis primeros libros. En El libro de las cosas perdidas, los cuentos se convierten en los ladrillos con los que se construye el mundo al que David se retira después de la muerte de su madre. Son las primeras historias, la esencia de los cuentos posteriores, así que vuelve a ellos y, a lo largo del libro, aprende mucho de las versiones que él mismo compone en su imaginación.

Supongo que El libro de las cosas perdidas se describirá en algunos círculos como un nuevo rumbo después de sus novelas negras e historias sobrenaturales, por las que es más conocido. ¿Está de acuerdo?

No del todo. Creo que es una nueva forma de acercarme a algunos de los temas que siempre me han interesado, sobre todo el de la superación del dolor y la pérdida, y el de la fascinación por la manera en que los niños contienen las semillas de los adultos en los que se convertirán y cómo un trauma infantil puede afectar al adulto más adelante. Es algo que queda claro desde la dedicatoria del libro: «Porque en cada adulto mora el niño que fue, y en cada niño espera el adulto que será».

El interés por los cuentos populares y de hadas ya aparecía en los primeros libros; aquí, sencillamente, se hace explícito. Todo lo que muere utiliza imágenes de robo de niños y una bruja malvada en conexión con la asesina, Adelaide Modine, y gran parte de El poder de las tinieblas se basa en los tropos y convenciones de los cuentos de hadas: los árboles oscuros, el niño escondido, el ogro en el bosque. De la misma forma, algunas de las historias de Nocturnes podrían haber aparecido en El libro de las cosas perdidas, sobre todo «The Erlking» o «The New Daughter».

En cuanto a la estructura, el libro también recuerda a los anteriores. Desde el principio he utilizado historias contadas dentro de otras historias para hacer avanzar la acción o para proporcionar a los lectores información sobre el pasado de los personajes. En El libro de las cosas perdidas, las historias tienen una función más sutil: aunque da la impresión de que se las cuentan a David, es David el que las elige y el que se las cuenta a sí mismo, reconociendo instintivamente en ellas una lección sobre cómo superar las dificultades emocionales con las que se encuentra.

Este libro, desde el principio, aboga por el acto de leer como una forma de enfrentarse a las realidades de la existencia.

Bueno, David crea un mundo con los libros y los cuentos que ha leído. Encuentra la forma de exteriorizar sus miedos y demonios a través de las historias, y, de ese modo, consigue enfrentarse a ellos.

Creo que la lectura hace que el lector demuestre una sensibilidad hacia el mundo exterior que a veces le falta a la gente que no lee. Sé que puede parecer contradictorio, porque, al fin y al cabo, leer es un acto tan solitario que parece representar un aislamiento del día a día, pero la lectura, sobre todo si se trata de ficción, nos anima a ver el mundo desde perspectivas nuevas y complejas. Siempre he considerado que la ficción actúa como prisma, que se lleva la realidad de nuestra existencia y la divide en las partes que la componen, lo que nos permite verlas de una manera completamente distinta. Nos permite habitar la conciencia de otro, y eso es la antesala de la empatía, que, para mí, supone uno de los rasgos que definen a las buenas personas.

¿Crees que regresarás al mundo de este libro?

No lo sé. En cierto modo, estos cuentos tienen tantos aspectos por explorar que no he hecho más que arañar la superficie, pero quizás haya otras formas de examinarlos y llegar a comprenderlos. En El libro de las cosas perdidas hay una especie de unidad perfecta: comienza como debería comenzar y termina exactamente como debería, al menos para mí. Creo que estas viejas historias siempre influirán en mí, pero, por ahora, puede valerse por sí mismo. He escrito el mejor libro que podía, siendo la persona y el escritor que soy. Estoy satisfecho con mi trabajo.

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Sobre los cuentos de hadas, las torres oscuras y otros asuntos similares

Algunas notas sobre El libro de las cosas perdidas

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Rumpelstiltskin

«En realidad, el Hombre Torcido no tenía nombre. Los demás podían llamarlo como quisieran, pero era una criatura tan antigua que las formas en que los hombres lo llamaban no tenían ningún significado para él: Tramposo, el Hombre Torcido, Rumple…

»Oh, pero ¿cómo era aquel nombre? Da igual, da igual…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XXIX

Sobre Rumpelstiltskin

La figura más importante en El libro de las cosas perdidas, aparte de David, es el Hombre Torcido. En la novela, le debe parte de su ascendencia a Rumpelstiltskin, el enano que hila la paja para convertirla en oro y ayuda a la hija de un molinero pobre, aunque, a cambio, le pide que le entregue a su primer hijo; la muchacha sólo podrá librarse del trato si averigua su nombre. Pero en el libro también se dice que el Hombre Torcido es un tramposo, y ese nombre también cuenta con su carga mitológica.

Los tramposos son seres que rompen las reglas, como el dios noruego Loki (que engaña al ciego Hod para que mate a su hermano gemelo Balder con una ramita de muérdago), Reynard el Zorro en los cuentos populares franceses, o el cuervo y el coyote en las historias de los indios norteamericanos. Estos personajes suelen romper las reglas robando o, como su nombre indica, haciendo trampas.

El tramposo es un arquetipo importante, una criatura traviesa, a veces maliciosa, que supera los retos del mundo a través del engaño. A pesar del daño que causa, consigue que aquellos que se encuentran con él se enfrenten a sus propias deficiencias y a las deficiencias de la sociedad en la que viven. En otras palabras, mientras lo hace todo pedazos, conduce a la creación de otras estructuras mejores. En cierto sentido, representa esa parte de la psique humana que está libre de convenciones, la imaginación que nos permite hacer frente a los problemas y superarlos.

El Tramposo también cambia de forma, como el Héroe de las mil caras de Joseph Campbell hecho realidad. Es un superviviente, nacido y renacido, y, de este modo, simboliza una mitología de la creación que se vincula al cristianismo y la posibilidad de la vida eterna. Suelen asociarlo con los símbolos de los relojes y el tiempo (un reloj de arena, en el caso de El libro de las cosas perdidas), y también se le relaciona con los cuentos, que son los que, en esta novela, le proporcionan gran parte de su poder.

Orígenes

Aunque la versión más conocida de Rumpelstiltskin sigue siendo la de los Hermanos Grimm, publicada por primera vez por ellos en 1812, existen versiones inglesas, italianas y suecas, y el personaje ha recibido distintos nombres: Titeliture, Panzimanzi, Whuppity Stoorie y Purzinigele, entre otros. Saber hilar era una prueba matrimonial en algunas comunidades rurales, y los Grimm alteraron algunos aspectos del material original para darle a su versión del cuento un giro inesperado, si se me permite el pésimo juego de palabras. En algunas versiones orales del cuento, el problema de la chica no es que fuese incapaz de cumplir la promesa de convertir la paja en oro, sino que sólo podía hilar oro. Si lo miramos desde cierta perspectiva (siempre que excluyamos el deseo de Rumpelstiltskin por hacerse con el hijo de la chica), es posible ver al enano como una figura amable, y algunas interpretaciones del cuento le permiten escapar indemne al final.

Rumpelstiltskin también resulta ligeramente problemático en el sentido de que muestra mucho engaño y codicia, incluso en los personajes por los que se supone debemos sentir cariño. Al fin y al cabo, es el molinero pobre el que mete a su hija en el lío al mentir al rey, y el rey es tan codicioso como para poner a su futura esposa a hilar cada vez más paja. De hecho, podría decirse que la única persona de la historia que no es culpable de ningún tipo de engaño es el mismo Rumpelstiltskin, porque siempre deja claro lo que quiere, e incluso siente algo de lástima por la muchacha y la deja intentar adivinar su nombre, aunque, dado el trato que habían cerrado, no tenía por qué hacerlo.

En El libro de las cosas perdidas, el Hombre Torcido es una versión mucho más malvada de este personaje, aunque cuente con varios de los rasgos que identifican a los tramposos de los mitos. Sin embargo, a pesar de su malevolencia, es él quien obliga a David a reconocerse responsable de su hermano Georgie, el niño que había invadido su vida.

Pueden encontrarse distintas interpretaciones del cuento en Kissing The Witch («The Tale of the Spinster»), de Emma Donoghue; Disenchantments («Rumpelstiltskin»), de William Hathaway; y Transformations («Rumpelstiltskin»), de Anne Sexton.

Rumpelstiltskin

Los Hermanos Grimm

Érase una vez un molinero que era pobre, pero que tenía una hija muy guapa. Sucedió que tuvo que ir a hablar con el rey y, para darse importancia ante el monarca, le dijo:

– Tengo una hija que puede hilar la paja y convertirla en oro.

– Ese arte me complace -contestó el rey-; si tu hija es tan hábil como dices, tráela mañana a palacio y la pondré a prueba.

Cuando le llevaron a la muchacha, el rey la condujo a una habitación que estaba llena de paja, le dio una rueca y un carrete, y le ordenó:

– Ahora ponte a trabajar, y, si mañana por la mañana temprano no has convertido esta paja en oro, morirás.

Una vez dicho aquello, él mismo cerró la puerta con llave y la dejó sola, así que la hija del molinero pobre se sentó y, por muchas vueltas que le dio, no supo qué hacer. Se asustó cada vez más, hasta que se puso a llorar sin remedio.

De repente, la puerta se abrió y por ella entró un hombrecillo.

– Buenas tardes, señorita molinera -le dijo el recién llegado-. ¿Por qué lloras?

– Ay, tengo que hilar esta paja y convertirla en oro -respondió la muchacha-, pero no sé cómo hacerlo.

– ¿Qué me darás si lo hago por ti? -le preguntó el enano.

– Mi collar.

El hombrecillo cogió el collar, se sentó delante de la rueca y, ris, ris, ris, tres vueltas, y se llenó el carrete; después puso otro y, ris, ris, ris, tres vueltas, y lo llenó también. Así siguió hasta que se hizo de día, tuvo hilada toda la paja y los carretes quedaron llenos de oro.

El rey apareció muy temprano, y, cuando vio el oro, se mostró asombrado y encantado, pero su corazón sólo sintió crecer la codicia. Hizo que llevaran a la hija del molinero a otra habitación más grande, también llena de paja, y le ordenó que la hilara en una sola noche si le tenía aprecio a su vida. La muchacha no sabía qué hacer y empezó a llorar, pero entonces se abrió la puerta y apareció el hombrecillo, diciendo:

– ¿Qué me darás si convierto esta paja en oro para ti?

– El anillo que llevo en el dedo -respondió la chica.

El enano cogió el anillo, empezó de nuevo a hacer girar la rueca y, cuando despuntó el día, ya había convertido toda la paja en oro reluciente.

El rey no cabía en sí de gozo cuando vio el oro, pero seguía sin tener suficiente, así que llevó a la hija del molinero a otra habitación aún más grande llena de paja y le dijo:

– También tendrás que hilar esto en el transcurso de una noche, pero, si lo logras, serás mi esposa.

«Aunque sea la hija de un molinero -pensó el monarca-, no encontraré una mujer más rica en todo el mundo.»

Cuando la muchacha se quedó sola, el enano apareció por tercera vez y preguntó:

– ¿Qué me darás si también hilo toda esta paja para ti?

– No tengo nada más que darte -respondió ella.

– Entonces debes prometerme que, si te conviertes en reina, me entregarás a tu primer hijo.

«¿Quién sabe si eso sucederá?», pensó la muchacha. Como no sabía de qué otra forma salir de aquel atolladero, le prometió al enano lo que le pedía, y, a cambio de su promesa el hombrecillo volvió a convertir la paja en oro.

Cuando el rey llegó a la mañana siguiente y vio que todo estaba acorde a sus deseos, la tomó en matrimonio, y la guapa hija del molinero se convirtió en rema. Un año después, la joven dio a luz a un precioso niño y no volvió a pensar en el enano, pero de repente, el hombrecillo entró en su dormitorio y le dijo:

– Ahora debes cumplir tu promesa.

La reina, horrorizada, le ofreció al enano todas las riquezas del reino si no se llevaba a su hijo, pero el enano contestó:

– No, para mí es más preciado algo vivo que todos los tesoros del mundo.

Entonces la reina empezó a lamentarse y llorar, tanto que el enano sintió lástima de ella.

– Te daré tres días -le dijo-. Si en ese tiempo descubres mi nombre, podrás quedarte con tu hijo.

Así que la reina pensó durante toda la noche en todos los nombres que había oído, y envió a un mensajero para que recorriese el país a lo largo y ancho preguntando por todos los nombres posibles. Cuando el enano llegó al día siguiente, ella empezó con Gaspar, Melchor y Baltasar, y dijo todos los nombres que sabía, uno tras otro; pero el hombrecillo siempre respondía:

Ese no es mi nombre.

El segundo día, la reina había mandado preguntar los nombres de los habitantes de todo el vecindario, y le repitió al enano los más raros y curiosos.

– Quizá te llames Shortnbs o Sheepshanks o Laceleg-le dijo, pero la respuesta del enano siempre era la misma.

– Ése no es mi nombre.

El tercer día, el mensajero regresó y anunció:

– No he sido capaz de encontrar ni un solo nombre nuevo, pero, al acercarme a una gran montaña al final de un bosque, donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita, y delante de la casa había una hoguera encendida, y alrededor de la hoguera saltaba un hombrecillo bastante ridículo, que daba brincos a la pata coja y gritaba:

Hoy hago pan, mañana cerveza

y pasado tendré al hijo de la reina.

Ja, qué suerte, porque todos desconocen

que Rumpelstiltskin es mi nombre.

Os podéis imaginar la alegría de la reina al oír el nombre. Poco después, el hombrecillo entró en su cuarto y preguntó:

– Bien, señora reina, ¿cómo me llamo?

– ¿Te llamas Conrad? -fue la primera pregunta de la reina.

– No.

– ¿Te llamas Harry?

– No.

– Entonces quizá te llames Rumpelstiltskin.

– ¡Te lo ha dicho el diablo! ¡Te lo ha dicho el diablo! -gritó el hombrecillo; en su ira, metió tanto el pie derecho en la tierra que se le coló toda la pierna, y entonces se puso tan furioso que tiró de la pierna izquierda con ambas manos y se partió en dos.

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El agua de la vida

«Aquel nuevo mundo era demasiado doloroso para poder soportarlo. Se había esforzado mucho, había seguido sus rutinas, había contado con cuidado, había seguido las reglas…, pero la vida le había engañado. Aquel mundo no era como el de sus historias. En el de las historias, el bien era recompensado y el mal recibía su castigo. Si te mantenías en el buen camino y te alejabas del bosque, estabas a salvo. Si alguien enfermaba, como el viejo rey de uno de los cuentos, sus hijos partían en busca del remedio, el agua de la vida, y si uno de ellos era lo bastante valiente y lo bastante honesto, podía salvar la vida del rey. David había sido valiente, y su madre más aún. Al final, la valentía no había sido suficiente, ya que el mundo en que vivía no la recompensaba. Cuanto más pensaba el niño en ello, menos quería formar parte de un mundo semejante.»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo II

Sobre El agua de la vida

Es fácil ver por qué este cuento reviste tanta importancia para David, aunque sólo se mencione de pasada en El libro de las cosas perdidas. La pérdida de un padre es el mayor miedo de un niño. En el caso de David, ese miedo se hace realidad cuando muere su madre, y él se da cuenta de la disparidad entre el cuento que ha leído y la verdad de la mortalidad humana. Pero el cuento también aparece en el libro por la respuesta que les da el rey a sus hijos cuando ellos le suplican que los deje ir a buscar el agua de la vida: «Preferiría morir». En su respuesta reconoce el orden natural de las cosas, que los ancianos deben morir algún día y los jóvenes deben sobrevivirlos. Gran parte del problema que surge después se debe al intento de alterar este orden. Finalmente nos encontramos con el tema de la arrogancia y la traición entre hermanos. David es culpable de la primera en algunos momentos de la novela, sobre todo por su incapacidad de aceptar la intrusión de Rose y su hermanastro Georgie en la vida familiar. Esto, a su vez, le ofrece la posibilidad de la traición, que el Hombre Torcido reconoce y utiliza contra David a lo largo del libro.

El agua de la vida

Los Hermanos Grimm

Érase una vez un rey que estaba enfermo, y nadie creía que lograse sobrevivir. Sus tres hijos estaban muy tristes por esta causa, así que bajaron al jardín de palacio y lloraron juntos. En el jardín se encontraron con un anciano que les preguntó por la razón de su tristeza, a lo que ellos contestaron que su padre estaba tan enfermo que seguramente moriría, porque nada parecía curarlo. Entonces, el anciano dijo:

– Conozco un remedio: el agua de la vida; si bebe de ella, se pondrá bien de nuevo, pero es difícil encontrarla.

– Yo la encontraré -afirmó el hermano mayor; fue a ver al rey y le suplicó que le permitiese ir en busca del agua de la vida, porque era lo único que podría salvarlo.

– No -contestó el rey-, el peligro es demasiado grande. Preferiría morir.

Pero su hijo le suplicó tanto que el rey aceptó. Lo que en realidad pensaba el príncipe era: «Si traigo el agua, seré el preferido de mi padre y heredaré el reino».

Así que inició su viaje, y, después de cabalgar durante un rato, un enano apareció en el camino, lo llamó y le preguntó:

– ¿Adonde vas tan deprisa?

– Enano idiota -respondió el príncipe, con mucha arrogancia-, no es asunto tuyo -y siguió cabalgando. Pero el hombrecillo se había puesto furioso y le había enviado sus peores deseos. Poco después, el príncipe entró en un barranco y, cuanto más cabalgaba, más se acercaban las montañas, hasta que el paso se hizo tan estrecho que no pudo seguir adelante; el caballo no podía volverse, ni él podía desmontar, así que se quedó encerrado, como en una prisión. El rey enfermo lo esperaba, pero su hijo no regresó.

Entonces llegó el turno del segundo hijo.

– Padre, déjame ir a buscar el agua -le dijo, mientras pensaba para sí: «Si mi hermano está muerto, el reino será mío».

Al principio, el rey tampoco quiso que fuera, pero al final cedió, y el príncipe tomó el mismo camino que su hermano, y él también se encontró con el hombrecillo, que lo detuvo para preguntarle adonde iba con tanta prisa.

– Renacuajo, eso no es de tu incumbencia -respondió el príncipe, y siguió cabalgando sin mirar atrás. Pero el enano lo embrujó, y él, como su hermano, entró en el barranco y no pudo salir. Tal es el destino de los arrogantes.

Como el segundo hijo no regresaba, el más joven le suplicó a su padre que le permitiese ir a por el agua, y, al final, el rey se vio obligado a dejarlo. Cuando se encontró con el enano, y éste le preguntó adonde se dirigía tan deprisa, el príncipe se detuvo y le dio una explicación:

– Voy en busca del agua de la vida, porque mi padre está enfermo de muerte.

– Entonces, ¿sabes dónde se encuentra lo que buscas?

– No -respondió el príncipe.

– Como te has comportado como es debido y no con arrogancia, como tus falsos hermanos, te daré la información y te explicaré cómo puedes obtener el agua de la vida -repuso el enano-. Nace de una fuente en el patio de un castillo encantado, pero no podrás llegar hasta él si no te doy una varita de hierro y dos pequeñas rebanadas de pan. Golpea dos veces en la puerta de hierro del castillo con la varita y así se abrirá: dentro encontrarás dos leones con las fauces abiertas, pero, si le tiras una rebanada de pan a cada uno, se quedarán tranquilos. Después debes apresurarte a recoger el agua de la vida antes de que el reloj dé las doce, porque, de no hacerlo, la puerta se cerrará de nuevo y quedarás atrapado.

El príncipe le dio las gracias, cogió la varita y el pan y siguió su camino. Cuando llegó, todo era como el enano había dicho. La puerta se abrió al tercer golpe de varita y, después de calmar a los leones con el pan, entró en el castillo y llegó a un enorme y lujoso salón, donde se encontró con unos príncipes hechizados, a los que les quitó los anillos que llevaban en los dedos. Allí había una espada y una rebanada de pan, así que lo cogió todo. Después entró en una cámara en la que una preciosa doncella se alegró al verlo, lo besó y le dijo que la había salvado, que le daría todo el reino y que, sí regresaba al cabo de un año, celebrarían su boda; también le dijo dónde estaba el agua de la vida, y él se apresuró a buscarla antes de que el reloj diese las doce.

Siguió adelante, y por fin entró en una habitación en la que había una espléndida cama recién hecha, y, como estaba muy cansado, sintió la necesidad de descansar un poquito. Así que se tumbó y cayó dormido. Cuando se despertó estaban dando las doce menos cuarto. Se levantó de un salto, corrió hacia la fuente, recogió un poco de agua en una copa que había cerca y se alejó a toda prisa, pero, justo cuando atravesaba la puerta de hierro, el reloj dio la doce, y la puerta se cerró con tanta violencia que se llevó parte de su talón. Sin embargo, el príncipe, alegre por haber obtenido el agua de la vida, se dirigió a casa y de nuevo pasó junto al enano. Cuando éste vio la espada y el pan, dijo:

– Con ellos has logrado una gran riqueza; con la espada podrás vencer a ejércitos enteros, y el pan nunca se acabará.

Pero el príncipe no quería volver junto a su padre sin sus hermanos, y repuso:

– Querido enano, ¿no podrías decirme dónde están mis hermanos? Partieron antes que yo en busca del agua de la vida, pero no regresaron.

– Están atrapados entre dos montañas -respondió el enano-. Los he condenado a permanecer allí, porque son demasiado arrogantes.

Entonces el príncipe suplicó hasta que el enano los soltó, no sin antes advertirle al muchacho lo siguiente:

– Ten cuidado con ellos, porque no tienen buen corazón.

Cuando sus hermanos llegaron, él se alegró mucho y les dijo lo que le había pasado, que había encontrado el agua de la vida, que llevaba una copa llena, que había rescatado a una bella princesa que estaba dispuesta a esperarlo un año, y que después celebrarían su boda y él obtendría un gran reino. Después de contárselo todo, cabalgaron juntos y llegaron a una tierra en la que reinaban la guerra y el hambre, y el rey pensaba ya en su muerte, porque había mucha necesidad.

Entonces el príncipe se presentó ante él y le dio la rebanada de pan, con la cual el monarca pudo alimentar a todo su reino, y después el príncipe le dio la espada, con la que el rey pudo acabar con las hordas enemigas y así vivir en paz. Cuando todo se solucionó, el príncipe recogió su pan y su espada, y los tres hermanos siguieron su camino. Pero, después de aquello, pasaron por otros dos países en los que reinaba la guerra y el hambre, y en ambas ocasiones el príncipe entregó su pan y su espada a los reyes, con lo que logró salvar tres reinos. A continuación subieron a un barco y se hicieron a la mar.

Durante la travesía, los dos hermanos mayores conversaron en secreto y dijeron:

– El más joven ha encontrado el agua de la vida, y nosotros no; nuestro padre le dará el reino que nos pertenece, y nosotros quedaremos sin fortuna.

Así que empezaron a planear su venganza, tramando para destruirlo. Esperaron hasta que estuvo profundamente dormido, sacaron el agua de la vida de la copa y se la quedaron ellos, echando en su lugar agua salada del mar.

De este modo, cuando llegaron a casa, el más joven le llevó su copa al rey enfermo para que pudiese beber de ella y curarse, pero, en cuanto hubo tomado un traguito del agua salada, el monarca se puso peor. Cuando se lamentaba de ello, los dos hermanos mayores entraron y acusaron al joven de intentar envenenarlo, diciendo que ellos tenían la verdadera agua de la vida. Se la dieron, y, en cuanto la probó, el rey notó que la enfermedad lo abandonaba, y se puso tan fuerte y sano como en los días de su juventud.

Después de su engaño, los dos hermanos fueron a ver al pequeño, se burlaron de él y le dijeron:

– Sin duda encontraste el agua de la vida, pero tú te quedas con las culpas y nosotros con las disculpas; tendrías que haber sido más astuto y haber tenido los ojos abiertos. Te la quitamos en el mar, mientras dormías, y, cuando pase un año, uno de nosotros irá a buscar a esa bella princesa. Procura no contarle nada de esto a nuestro padre; él desconfía de ti, y, si le dices una sola palabra, perderás la vida; en cambio, si guardas silencio, te la perdonaremos como premio.

El viejo rey estaba enfadado con su hijo menor, ya que pensaba que había planeado asesinarlo, así que reunió a la corte e hizo que le condenasen a morir ejecutado en secreto. Un día, el príncipe estaba de caza, montado en su caballo, sin sospechar nada malo, acompañado por el cazador del rey; como el príncipe notó que el hombre parecía muy triste, le preguntó:

– Querido cazador, ¿qué te preocupa?

– No os lo puedo decir, aunque debiera -respondió el cazador.

– Dilo abiertamente y te perdonaré.

– ¡Ay! -exclamó el cazador-. Tengo que mataros de un disparo, porque el rey me ordenó hacerlo.

– Querido cazador -repuso el príncipe, perplejo-, déjame vivir. Toma, te entregaré mi traje real a cambio de tu ropa común.

– Estaré encantado de aceptar -contestó el cazador-; lo cierto es que no habría podido dispararos.

Así que intercambiaron la ropa, y el cazador regresó a casa; el príncipe, por el contrario, se adentró más en el bosque. Al cabo de un tiempo, el rey recibió tres carros cargados de oro y piedras preciosas dirigidos a su hijo menor, enviados a modo de agradecimiento por los tres reyes que habían derrotado a sus enemigos gracias a la espada del príncipe y que habían mantenido a su gente gracias a su pan.

El viejo rey pensó entonces: «¿Es posible que mi hijo fuese inocente?». Así que le dijo a su gente:

– Ojalá siguiera vivo. ¡Cuánto lamento haberlo hecho matar!

– Sigue vivo -respondió el cazador-. Vuestro encargo me pesaba, y no logré cumplirlo. -Después le explicó al rey cómo había sucedido; el corazón del monarca se liberó de un gran peso, y proclamó en todos los países que su hijo podía regresar a casa, que sería bienvenido.

Sin embargo, la princesa había ordenado construir un camino hasta su palacio, un camino brillante y dorado, y le había dicho a sus súbditos que quienquiera que avanzase por él tenía que ser su benefactor, así que debía ser admitido; por el contrario, si alguien avanzaba por fuera del camino, no era la persona correcta y no debían dejarlo entrar. Como se acercaba el momento indicado, el mayor de los hermanos pensó que debía ir a buscar a la hija del rey y presentarse como su salvador, para, de ese modo, ganársela como esposa y quedarse con su reino.

Así que el príncipe mayor partió de su castillo y, cuando llegó delante del palacio y vio el espléndido camino dorado, pensó que era una pena y una vergüenza cabalgar por encima, así que se fue a un lado y avanzó por la tierra a la derecha del camino. Pero, al llegar a la puerta, los criados le dijeron que no era el hombre correcto y que debía marcharse. Poco después, el segundo príncipe partió en la misma dirección, y, cuando llegó al camino dorado y su caballo puso uno de sus cascos sobre él, pensó que era una pena y una vergüenza pisotearlo, así que se fue a un lado y avanzó por la tierra a la izquierda del camino, pero, cuando llegó a la puerta, los sirvientes le dijeron que no era el hombre correcto y que debía marcharse.

Cuando por fin acabó el plazo de un año, el tercer hijo también quiso salir del bosque para ir en busca de su amada y olvidar con ella sus penas, así que inició su viaje sin dejar de pensar en ella, y deseaba tanto estar a su lado que ni siquiera vio el camino dorado. Así que su caballo pasó por el centro, y, cuando llegó a la puerta, ésta se abrió, y la princesa lo recibió con alegría, afirmó que él era su salvador y el señor del reino, y celebraron su boda con gran regocijo. Al final de la misma, ella le dijo que había recibido un mensaje del padre del príncipe para que volviese a casa, que lo había perdonado, así que el príncipe regresó y le contó todo a su padre: que sus hermanos lo habían traicionado y él había guardado silencio. El viejo rey deseaba castigarlos, pero ellos se habían hecho a la mar, y nunca se les volvió a ver en el reino.

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Caperucita Roja

«Érase una vez una niña que vivía en los alrededores del bosque. Era vivaracha y lista, y llevaba una capa roja, porque así, si alguna vez se perdía, podían encontrarla fácilmente…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo IX

Sobre Caperucita Roja

El Leñador le cuenta a David esta historia para explicarle el origen de los loups, palabra que, por cierto, significa «lobos» en francés y es la mitad de la palabra del mismo idioma para hombre lobo, loup-garou, así que el cuento del Leñador une un cuento de hadas y una leyenda. La fuerte presencia de los loups en El libro de las cosas perdidas se debe en parte al miedo que a Jonathan Tulvey le dan los lobos, un miedo que comunica a David, pero también se debe a que, de todos los animales salvajes que, en su imaginación, pueden acechar en el bosque, los lobos son sin duda los peores, y parecen dominar especialmente los temores humanos. La amenaza que evocan es la de ser devorado, la de ser consumido por otra criatura. Solemos otorgarles sentimientos a los demás animales, como a los osos (un error descrito con genialidad en el reciente documental Grizzly Man, de Werner Herzog), pero los lobos normalmente no se perciben de la misma forma: cazan en manada, son inteligentes y un peligro en potencia. Que sea el mito del hombre lobo el que persista, el del hombre que se deja vencer por el lobo que lleva dentro, y no, por ejemplo, el de un hombre que se convierte en oso o jabalí, más peligrosos para el ser humano a su manera, dice mucho tanto de nuestra actitud hacia estos animales como del potencial de la bestia que existe dentro de todos nosotros. El gran lobo malo que habla y trama encuentra una nueva forma y un nuevo objetivo en Leroi, el rey de los loups, mitad hombre, mitad animal.

Las connotaciones sexuales de la historia, exploradas en distinta medida por las diferentes interpretaciones del cuento, se hacen explícitas en El libro de las cosas perdidas. De hecho, la figura de Caperucita Roja se convierte en la agresora sexual, la que seduce al lobo que sólo intenta huir de ella. Como en otras partes del libro, esto puede verse como un reflejo del nacimiento de la conciencia sexual de David, pero también como su comprensión de la naturaleza sexual de las relaciones entre su padre y Rose. Oye a Rose reírse «en tono bajo y gutural» como preludio del sexo al principio del libro, y, más tarde, el Hombre Torcido intenta provocar la ira de David utilizando imágenes de ambos en la cama.

Orígenes

Las historias y los mitos sobre personajes devorados vienen de antiguo. La figura mitológica de Cronos se come a sus hijos, que después regresan milagrosamente de su barriga, cada niño sustituido por una piedra. Un cuento latino del siglo xi, Fecunda ratis, narra la historia de una niña con una capa roja encontrada en una manada de lobos. La primera adaptación literaria de este cuento la hizo Perrault en 1697. En la actualidad no es una versión muy popular, ya que termina con Caperucita Roja devorada por el lobo y, al contrario que en las interpretaciones de corte más familiar, la niña no sale después con vida. Los Grimm alteraron más el material original, porque, en las primeras versiones, Caperucita Roja aparece como una joven lista que utiliza su inteligencia para vencer al lobo; en una de estas versiones, la joven llega a desnudarse para distraerlo, después sale al exterior para hacer sus necesidades y huye. Los Grimm lo convirtieron en un cuento con moraleja sobre una niña que, haciendo caso omiso de las severas órdenes recibidas, se sale del camino, distraída por las flores y las mariposas, lo que le da al lobo el tiempo suficiente para actuar en contra de ella y su abuela. También se puede argumentar que eliminaron gran parte de la erótica del cuento, aunque no hace falta mucha imaginación para devolvérsela (el Little Red Riding Hood Project, en la página web de la University of Southern Mississippi, ‹http://www.usm.edu/english/fairytales/lrrh/lrrhho me.htm›, contiene un archivo con dieciséis versiones del cuento, además de una serie de imágenes, lo que ofrece la oportunidad de examinar otros enfoques de la historia).

Bruno Bettelheim, en Psicoanálisis de los cuentos de hadas, rechaza la versión de Perrault, argumentando que, al intentar enseñar una lección moral, el lobo pasa de ser un animal hambriento a una especie de metáfora con pelo. En la Caperucita Roja de Perrault, nadie advierte a la niña de que no se salga del camino, y la moraleja del escritor puede resumirse como: «Ten cuidado cuando hables con desconocidos». De hecho, por si la lección no quedase lo bastante clara, Perrault incluye un poemita al final del cuento, sólo para aclararle las cosas al lector:

Aquí aprendemos que los niños,

y más aún las niñas

sanas, amables y bonitas

no deben escuchar a cualquiera,

porque no resulta extraño

que un lobo comérselas quiera.

Digo lobo, aunque los lobos

son como cualquiera.

Los hay encantadores,

ni bruscos, ni brutos, ni mandones,

que, con amabilidad y paciencia,

siguen a las niñas hasta casas y haciendas,

pero cuidado si no sabes

que los peores son los lobos amables.

Bien, ya queda claro. Aunque en el cuento de los Hermanos Grimm hay una advertencia, se trata de algo implícito más que explícito, visible tan sólo en el comentario de la madre a la hija. Si aplicamos la interpretación sexual que ha alimentado tantas versiones del cuento, tanto antiguas como modernas, encontramos que el verdadero peligro al que se enfrenta Caperucita es su sexualidad, consecuencia de la cual es su ambigua respuesta a las propuestas del lobo. Los Grimm crearon una segunda versión de la historia con un añadido en el que Caperucita Roja se encuentra de nuevo con un lobo de camino a la casa de su abuela, pero, en esta ocasión, sale corriendo hacia la casa de la anciana, y las dos juntas rechazan los ataques del animal hasta ahogarlo en un abrevadero para enfriar su ardor.

Una de las adaptaciones modernas más notables del cuento aparece en la maravillosa antología de Angela Cárter, La cámara sangrienta, que, a su vez, inspiró la película de Neil Jordan, En compañía de lobos. Otra versión insólita del cuento es la película Sin salida, de 1996, en la que Reese Witherspoon interpreta a una fugitiva de chaqueta roja amenazada por un asesino en serie.

Caperucita Roja

Los Hermanos Grimm

Érase una vez una niña muy dulce. Todos los que la conocían la adoraban, pero su abuela era la que más la quería, y todo lo que daba a su nieta le parecía poco. Una vez le hizo un regalo, una capita de terciopelo rojo, y, como era tan bonita y la niña insistía en llevarla siempre puesta, todos la llamaron Caperucita Roja.

Un día su madre le dijo:

– Ven, Caperucita, coge este trozo de tarta y esta botella de vino, llévaselos a tu abuela, que está enferma y débil, así recuperará las fuerzas. Sal temprano antes de que empiece el calor, y, cuando estés en el bosque, sé amable y buena, y no te salgas del camino, porque si no te caerás, romperás el cristal, y tu abuela se quedará sin nada. Cuando entres en su dormitorio, recuerda darle los buenos días y no fisgonees por todas partes.

– Haré tal como dices -le prometió Caperucita Roja a su madre.

Bueno, pues su abuela vivía en el bosque, a media hora de la aldea, y, en cuanto Caperucita entró en la espesura, se encontró con el lobo. Sin embargo, Caperucita no sabía lo malvado que era aquel animal, así que no se asustó.

– Buenos días, Caperucita Roja -la saludó él.

– Es usted muy amable, señor lobo.

– ¿Adonde vas tan temprano, Caperucita?

– A casa de mi abuela.

– ¿Y qué llevas bajo el delantal?

– Tarta y vino. Mi abuela está enferma y débil, y ayer horneamos esto para que se pusiera buena.

– ¿Dónde vive tu abuela, Caperucita?

– A quince minutos de aquí, en el bosque. Su casa está bajo los tres grandes robles, puedes distinguirla por los avellanos -respondió Caperucita.

El lobo pensó para sí: «Esta tierna jovencita es un jugoso bocado. Estará aún más rica que la anciana, así que debo ser astuto para quedarme con las dos». De modo que se acercó a Caperucita Roja y, al cabo de un rato, le dijo:

– Caperucita, ¡mira qué flores más bonitas hay por todas partes! ¿Por qué no echas un vistazo? Creo que ni siquiera te has percatado del bello canto de los pájaros. Caminas como si fueses al colegio, ¡con la de cosas maravillosas que hay en el bosque!

Caperucita Roja miró a su alrededor, y vio que los rayos del sol bailaban a través de los árboles y que el bosque estaba lleno de preciosas flores. Entonces, pensó: «Si le llevo a la abuela un ramo de flores frescas, seguro que le gustará. Todavía es temprano, así que llegaré a tiempo». Con aquella idea en la cabeza, salió corriendo del camino y se lanzó al bosque en busca de flores, y, cada vez que cogía una, le parecía ver otra todavía más bonita, así que iba tras ella, adentrándose más y más en el bosque. Sin embargo, el lobo fue directamente a la casa de la abuela y llamó a la puerta.

– ¿Quién anda ahí?

– Soy Caperucita Roja y te traigo tarta y vino. Ábreme.

– Sólo tienes que levantar el pestillo -le dijo su abuela-. Estoy demasiado débil y no me puedo levantar.

El lobo levantó el pestillo, y la puerta se abrió de golpe. El animal se fue directamente hacia la cama de la abuela y, sin decir palabra, se la tragó entera. Después se vistió con la ropa y el gorro de dormir de la anciana, se tumbó en la cama y corrió las cortinas.

Mientras tanto, Caperucita Roja había estado correteando en busca de flores, y no recordó a su abuela hasta haber cogido todas las que podía llevar, momento en el cual reanudó su camino. Se sorprendió al ver la puerta abierta y, al entrar en la habitación, notó algo tan raro que pensó: «Oh, vaya, qué asustada me siento hoy, aunque normalmente me gusta estar en casa de la abuela». Después gritó:

– ¡Buenos días!

Pero no recibió respuesta, así que se acercó a la cama y abrió las cortinas.

Allí estaba su abuela, con el gorro de dormir sobre la cara, lo que le daba un aspecto extraño.

– Oh, abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!

– Son para oírte mejor.

– Oh, abuela, ¡qué manos tan grandes tienes!

– Son para cogerte mejor.

– Abuela, ¡qué boca tan grandísima tienes!

– ¡Es para comerte mejor!

Nada más decir aquellas palabras, el lobo saltó de la cama y se tragó entera a la pobre Caperucita Roja. Una vez satisfechos sus deseos, el lobo se tumbó de nuevo en la cama, se quedó dormido y empezó a roncar con ganas.

El cazador, que por casualidad pasaba junto a la casa, pensó: «Cómo ronca la anciana, será mejor que compruebe si todo va bien». Entró en la habitación y, al acercarse a la cama, vio al lobo tumbado.

– Por fin te encuentro, viejo pecador -exclamó el cazador-. Llevo mucho tiempo buscándote.

Apuntó con la escopeta, y entonces se le ocurrió que el lobo podría haberse comido a la abuela, y que la mujer podía seguir viva. Así que, en vez de disparar, cogió unas tijeras y empezó a cortar la tripa del lobo. Después de un par de cortes, vio que por allí asomaba Caperucita Roja, y, después de unos cortes más, la niña salió fuera y exclamó:

– ¡Ay, qué susto! El cuerpo del lobo estaba muy oscuro.

Poco después salió la abuela, que seguía viva, aunque apenas podía respirar. Caperucita Roja se apresuró a recoger unas cuantas piedras bien grandes, y con ellas llenaron el estómago del lobo. Cuando el animal se despertó e intentó huir, las piedras le pesaban tanto que se cayó y murió. Los tres se quedaron muy contentos. El cazador le quitó la piel al lobo y se fue a casa con ella. La abuela se comió la tarta y se bebió el vino que Caperucita le había llevado, y pronto recuperó la salud. Mientras tanto, Caperucita pensó: «Nunca más desobedeceré a mi madre para salirme del camino sola y meterme en el bosque».

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Hansel y Gretel

«Éranse una vez dos niños, un chico y una chica…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XI

Sobre Hansel y Gretel

Éste siempre ha sido uno de mis cuentos de hadas favoritos, así que es normal que encontrase un hueco en El libro de las cosas perdidas, pero, como cada una de las historias que aparecen, ya sea porque las cuente Roland o el Leñador, ya sea porque se haga referencia a ellas de forma explícita o indirecta en el texto, la seleccioné porque tiene una especial relevancia para David y las circunstancias en las que se encuentra.

En este caso, el punto obvio de referencia es el abandono y, en concreto, el miedo del niño a que sus padres lo abandonen. Recuerdo bien un día en que, de pequeño, regresé a casa de la escuela (no tendría más de siete años, y eso da una idea de lo mucho que han cambiado las cosas desde entonces, porque ahora pocos padres dejarían que un niño de siete años caminase veinte minutos solo para llegar a casa) y descubrí que la casa no estaba. Simplemente, la casa de la que había salido aquella mañana había desaparecido. En realidad, lo que había pasado (y perdónenme si eso me hace parecer un niño muy tonto) es que mis padres decidieron pintar el exterior de la casa, así que la puerta, las tejas y los canalones ya no eran del mismo color. Además, los pintores habían quitado el número de la casa para no manchar de pintura el metal. Yo conocía mi casa, sobre todo, por el color: era una casa roja, en una calle en la que todas las casas tenían una construcción idéntica, y sólo los colores las distinguían. La casa roja había desaparecido, y otra había ocupado su lugar. Durante unos minutos me quedé conmocionado, hasta que salió mi vecina de al lado, la señora Curran, y eso me confirmó que, aunque me habían abandonado, no me iba a quedar solo en el mundo. Fue ella quien me explicó lo sucedido, pero sigo recordando aquel día con claridad, así como la sensación de que uno de mis peores miedos se había hecho realidad, aunque fuese brevemente.

Por tanto, el abandono es uno de los temas. En El libro de las cosas perdidas, a David, en cierto modo, ya lo ha abandonado su madre, que ha muerto, y teme que su padre y la nueva compañera del mismo lo rechacen en favor del niño recién nacido. Hasta cierto punto, esto se ve reflejado en el cambio de los roles paternales en la versión que David ofrece del cuento: es el padre el que traiciona a los niños, no la madre. Pero hay otro mensaje para David, relacionado con la importancia de la independencia y el darse cuenta de que, llegado cierto momento, los niños tienen que abrirse paso solos en el mundo, ya sea a través de una independencia a la que se ven obligados por la pena o a través de una independencia ganada poco a poco con el paso a la madurez. Aquí es, principalmente, donde el cuento que aparece en El libro de las cosas perdidas se desvía de la historia original. En el cuento original, Hansel y Gretel triunfan aunando esfuerzos y habilidades; vencen a la bruja, y así sobreviven. Pero, en El libro de las cosas perdidas, Hansel es más débil y tiene más miedo que Gretel. Mientras ella entiende que tienen que ser autosuficientes para sobrevivir, su hermano no. Gretel crece y logra lo que la mayoría de los niños creen no poder conseguir nunca por sí solos: una existencia independiente de sus padres, en la que hacen frente y superan los retos que el mundo adulto les plantea. Hansel, por el contrario, no consigue madurar; incluso después de vencer a la bruja (una figura materna alternativa), sigue buscando a una sustituía, y así se condena.

Orígenes

Hansel y Gretel es un cuento popular alemán, pero tiene equivalentes en otras culturas y forma parte de una tradición de cuentos que podría resumirse como «Los niños y el ogro», en los que los niños entran en la guarida del ogro y le dan la vuelta a la tortilla, a menudo escapando con oro o riquezas. Los Hermanos Grimm lo publicaron por primera vez en 1812, y su fuente de información era su vecina, Dortchen Wild, que más tarde se convertiría en la mujer de Wilhelm Grimm. Los Grimm revisaron exhaustivamente muchas de las historias de sus antologías, y pasó casi medio siglo entre la versión original del cuento y la versión final que apareció en 1857. Durante ese tiempo, los niños recibieron nombres, su madre se convirtió en madrastra, y se añadieron las razones para el abandono.

Puede que los Grimm sintiesen un aprecio particular por esta historia; ya que tenía algunas similitudes con su vida: un padre ausente, fallecido hacía tiempo (el abandono); el afecto que sentían por su madre; y lo cerca que se sentían como hermanos. Al fin y al cabo, es uno de los pocos cuentos de hadas que habla sobre el amor fraternal, en vez de la rivalidad entre hermanos (Cenicienta, por ejemplo). Además, también guarda relación con la realidad de la época: en la Alemania del siglo xix había hambrunas; en las ciudades y pueblos hubo bastantes niños abandonados; y la mortalidad femenina, sobre todo durante o después del parto, hacía que hubiese madrastras por todas partes. De igual manera, la amenaza de los bosques era real, y un niño que se perdía en ellos tenía pocas posibilidades de sobrevivir.

Existen otras versiones modernas del cuento, como la de El hurgón mágico («La casa de bizcocho»), de Robert Coover; Happy To Be Here («My Grandmother, My Self»), de Garrison Keillor; Kissing The Witch («A Tale of the Cottage»), de Emma Donoghue; y el libro de poemas de 1971 Transformations («Hansel y Gretel»), de Anne Sexton.

Hansel y Gretel

Los Hermanos Grimm

Al borde de un gran bosque vivían un leñador pobre, su esposa y sus dos hijos. El niño se llamaba Hansel, y la niña, Gretel. El leñador era muy pobre y, cuando la gran hambruna cayó sobre aquellas tierras, no pudo seguir llevando el pan a casa. Por las noches, cuando se acostaba y pensaba en ello, el malestar le hacía dar vueltas en la cama, gruñía y le decía a su mujer.

– ¿Qué va a ser de nuestra familia? ¿Cómo vamos a alimentar a nuestros pobres hijos, si ni siquiera tenemos para nosotros?

– Te diré lo que haremos, marido -respondió la mujer-: mañana temprano llevaremos a los niños al bosque, a la parte más espesa; allí les encenderemos una hoguera y les daremos una rebanada de pan a cada uno; después nos iremos a trabajar y los dejaremos solos. No lograrán encontrar el camino de vuelta, y así nos libraremos de ellos.

– No, mujer -respondió el leñador-, no puedo hacer eso; ¿cómo voy a dejar a mis hijos solos en el bosque? Los animales salvajes los harán pedazos.

– ¡Oh, no seas tonto! -exclamó ella-. Entonces nos moriremos los cuatro de hambre; ya puedes empezar a lijar las tablas para nuestros ataúdes. -La mujer siguió insistiendo hasta que lo convenció.

– Pero, aun así, lo siento mucho por los pobres niños -dijo el hombre.

Los dos niños no habían podido dormir por culpa del hambre y habían oído lo que su madrastra le había dicho al padre. Gretel empezó a llorar y le dijo a Hansel:

– Todo se acaba para nosotros.

– No hables -respondió Hansel-, no te preocupes, que pronto encontraré la forma de salvarnos. -Y cuando los mayores se quedaron dormidos, el niño se levantó, se puso su abriguito, abrió la puerta principal y salió al exterior. La luna brillaba con fuerza, y los guijarros blancos que había frente a la casa relucían como peniques de plata de verdad. Hansel se detuvo y se llenó el bolsillo del abrigo con todos los que pudo. Después regresó y le dijo a Gretel:

– Descuida, querida hermanita, duerme tranquila, que Dios no nos abandonará -dicho lo cual, se tumbó de nuevo en la cama.

Cuando se hizo de día, pero antes de la salida del sol, la mujer entró a despertarlos diciendo:

– ¡Levantad, vagos! Vamos al bosque a recoger leña. -Les dio un trocito de pan a cada uno-. Aquí tenéis, para la cena, pero no lo comáis antes, porque no habrá más.

Gretel se metió el pan debajo del delantal, ya que Hansel tenía los guijarros en el bolsillo. Después partieron todos hacia el bosque. Al cabo de un rato, Hansel se quedó quieto, le echó un vistazo a la casa, y siguió haciendo lo mismo una y otra vez. Su padre lo regañó:

– Hansel, ¿qué estás mirando? ¿Por qué te quedas atrás? Presta atención y no te olvides de usar las piernas.

– Ah, padre -respondió Hansel-, estoy mirando a mi gatito blanco, que está sentado en el tejado y quiere decirme adiós.

– Tonto, ése no es tu gatito, sino el sol de la mañana, que brilla sobre las chimeneas -repuso su madrastra.

Sin embargo, Hansel no estaba mirando al gato, sino que había estado tirando las piedrecitas blancas por el camino.

Cuando llegaron al centro del bosque, el padre dijo:

– Ahora, niños, apilad leña, que yo encenderé un fuego para que no paséis frío.

Hansel y Gretel recogieron palos hasta formar un montoncito. La leña prendió, y, cuando las llamas llegaron alto, la mujer dijo:

– Ahora, niños, tumbaos junto al fuego y descansad, que nosotros iremos al bosque a cortar árboles. Cuando terminemos, volveremos a recogeros.

Hansel y Gretel se sentaron junto a la hoguera, y, cuando llegaron las doce del mediodía, cada uno se comió un trocito de pan; como oían los golpes del hacha de su padre, creyeron que el hombre estaba cerca. Sin embargo, no era el hacha, sino una rama que el leñador había atado a un árbol marchito que el viento agitaba. Así que allí estuvieron sentados largo rato, con los ojos cerrados de cansancio, hasta que se quedaron dormidos. Cuando por fin despertaron, ya era noche oscura. Gretel empezó a llorar y a lamentarse:

– ¿Cómo vamos a salir ahora del bosque?

– Espera un poco, hasta que salga la luna, y pronto encontraremos el camino -la tranquilizó Hansel.

Cuando la luna llena subió al cielo, Hansel cogió a su hermanita de la mano y siguió las piedrecitas, que brillaban como monedas de planta recién acuñadas, mostrándoles el camino.

Caminaron toda la noche y, al romper el nuevo día, llegaron a la casa de su padre. Llamaron a la puerta, y, cuando la mujer la abrió y vio que eran Hansel y Gretel, exclamó:

– Qué niños más desobedientes, ¿por qué habéis dormido tanto rato en el bosque? ¡Creíamos que no ibais a volver!

Sin embargo, el padre se alegró, porque abandonarlos en el bosque le había roto el corazón.

No mucho después, una gran escasez volvió a adueñarse de la zona, y los niños oyeron cómo su madre le decía por la noche a su padre:

– Nos hemos vuelto a quedar sin comida, sólo nos queda media rebanada de pan, nada más. Los niños deben irse; los llevaremos más lejos, para que no encuentren el camino de vuelta. ¡Sólo así podremos salvarnos!

– Sería mejor para ti que compartieras el último bocado con tus hijos -repuso el padre, con pesar.

Sin embargo, la mujer no quería escuchar sus palabras, y lo regañó y le hizo reproches. Nunca digas nunca jamás, y, de igual manera que cedió la primera vez, el leñador tuvo que ceder una segunda.

Los niños, que seguían despiertos, habían oído la conversación. Cuando los mayores se durmieron, Hansel se levantó de nuevo para recoger más guijarros, como la vez anterior, pero la mujer había cerrado la puerta con llave, así que el niño no pudo salir. De todos modos, tranquilizó a su hermana, diciendo:

– No llores, Gretel, duerme tranquila, que el buen Dios nos ayudará.

Por la mañana temprano, la mujer los despertó y los sacó de la cama. Les dio su trozo de pan, pero era más pequeño que el anterior. De camino al bosque, Hansel deshizo el pan en su bolsillo, parándose de vez en cuanto para soltar una migaja.

– Hansel, ¿por qué te paras y miras a tu alrededor? -le preguntó el padre-. Sigue andando.

– Estoy mirando a mi palomita, que está sentada en el tejado y me quiere decir adiós -respondió Hansel.

– ¡Tonto! -exclamó la mujer-. Ésa no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que brilla sobre la chimenea.

Sin embargo, Hansel fue tirando poco a poco las migas por el camino.

La mujer llevó a los niños a un lugar más profundo del bosque, un sitio en el que nunca antes habían estado. Entonces encendieron una gran fogata, y ella dijo:

– Sentaos aquí, niños, y, cuando os canséis, podéis dormir un poco; nosotros iremos al bosque a cortar leña y, por la tarde, cuando terminemos, vendremos a por vosotros.

Al mediodía, Gretel compartió su trozo de pan con Hansel, que había esparcido el suyo por el camino. Después se quedaron dormidos y pasó la tarde, pero nadie fue a recoger a los pobres niños. No se despertaron hasta que fue de noche, y Hansel tranquilizó a su hermanita:

– Espera a que salga la luna, Gretel, y entonces veremos las migas de pan que he tirado por el camino y así volveremos a casa.

Pero, cuando salió la luna, no encontraron las migas, porque los miles de pájaros que volaban por el bosque y los campos se las habían comido.

– Pronto encontraremos el camino -le aseguró Hansel a Gretel, pero no lo hicieron. Caminaron toda la noche y todo el día siguiente hasta caer la tarde, pero no lograron salir del bosque, y tenían mucha hambre, porque no habían comido más que un par de bayas que crecían en la tierra. Como, además, estaban tan cansados que las piernas no podían seguir sosteniéndolos, se tumbaron bajo un árbol y se quedaron dormidos.

Ya habían pasado tres mañanas desde que abandonaran la casa de su padre. Empezaron a caminar de nuevo, pero no dejaban de adentrarse en el bosque, y, sí no encontraban ayuda pronto, iban a morir de hambre y cansancio. Al mediodía vieron un bello pájaro blanco como la nieve, sentado en una rama, cantando una melodía tan deliciosa que se quedaron a escucharlo. Cuando terminó su canción, el pájaro abrió las alas y se alejó volando delante de ellos, y ellos lo siguieron hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se había posado; cuando se acercaron más a la casita, vieron que estaba hecha con pan y cubierta de pasteles, y que las ventanas eran de azúcar transparente.

– Con esto tendremos una buena comida -dijo Hansel-. Yo me comeré un trocito del tejado, y tú, Gretel, puedes comerte parte de la ventana, que estará dulce.

Hansel alargó una mano y rompió un trocito del tejado para probarlo, y Gretel se apoyó en la ventana y mordisqueó el cristal. Entonces oyeron una voz suave que provenía del salón:

– Muerde, muerde la ratita; ¿quién se come mi casita?

– El viento, el viento; nada más que el viento -respondieron los niños, y siguieron comiéndose la casa.

Como a Hansel le había gustado el sabor del tejado, arrancó un buen pedazo, mientras Gretel sacó el cristal de una ventana redonda, se sentó y se entretuvo con él. De repente, la puerta se abrió, y de ella salió una mujer más vieja que las colinas, apoyada en muletas. Hansel y Gretel estaban tan asustados que dejaron caer lo que tenían en las manos. Sin embargo, la anciana asintió con la cabeza y dijo:

– Oh, queridos niños, ¿quién os ha traído hasta aquí? Entrad, entrad y quedaos conmigo, que no os pasará nada.

Así que los cogió de la mano y los metió en la casita, donde les sirvió una buena comida: leche y tortitas con azúcar, manzanas y nueces. Después preparó dos bonitas camitas con sábanas blancas, y Hansel y Gretel se tumbaron en ellas, creyendo estar en el Cielo.

La anciana sólo había fingido ser amable porque, en realidad, era una bruja malvada que esperaba a que apareciese algún niño, y sólo había construido la casita de pan para atraerlos. Cuando un niño caía entre sus garras, ella lo mataba, lo cocinaba y se lo comía, y aquel día era un banquete para ella. Las brujas tienen ojos rojos y no ven mucho, pero también cuentan con un agudo sentido del olfato, como los animales, y saben cuándo tienen seres humanos cerca. Cuando Hansel y Gretel se acercaron a su casa, ella soltó una risa malvada y dijo con sorna:

– Los tengo, ¡no se me volverán a escapar!

Por la mañana temprano, antes de que los niños se despertaran, ella se levantó y, al verlos dormidos y tan bonitos, con sus mejillas gorditas y sonrosadas, murmuró para sí:

– Serán un delicioso bocado.

Después cogió a Hansel con su mano arrugada, lo llevó a un pequeño establo y lo encerró detrás de una puerta con barrotes. Por mucho que gritó, el niño no logró nada. Después, la bruja fue a por Gretel, la sacudió para despertarla y gritó:

– ¡Levántate, perezosa, ve a por agua y cocina algo bueno para tu hermano, que está en el establo de fuera! Quiero ponerlo gordo para comérmelo.

Gretel empezó a llorar con amargura, pero todo fue en vano, porque no pudo más que hacer lo que la malvada bruja le pedía.

Así que Hansel recibió las mejores comidas, pero Gretel tenía que contentarse con los caparazones de los cangrejos. Cada mañana, la mujer se acercaba al establo y gritaba:

– ¡Hansel, saca un dedo para que vea si ya estás gordo!

Sin embargo, Hansel sacaba un huesecillo de la comida, y la anciana, que veía poco, creía que era el dedo de Hansel y se asombraba de que fuese tan difícil engordarlo. Al cabo de cuatro semanas, al ver que Hansel seguía delgado, se le acabó la paciencia y no quiso esperar más.

– Ahora, Gretel -le gritó a la niña-, prepárate y trae agua. Me da igual que Hansel esté gordo o flaco, mañana lo mataré y lo cocinaré.

Ay, cuánto lamentó la pobre hermanita tener que recoger el agua, y cómo le caían las lágrimas por las mejillas.

– Dios mío, ayúdanos -lloraba-. Si los animales salvajes del bosque nos hubiesen devorado, al menos habríamos muerto juntos.

– No hagas tanto ruido -la reprendió la vieja-, que no te va a servir de nada.

Por la mañana temprano, Gretel tuvo que salir a colgar el caldero con el agua y encender el fuego.

– Primero hornearemos -dijo la anciana-. Ya he calentado el horno y preparado la masa. -Apartó a la pobre Gretel del horno, que ya lanzaba llamas-. Métete dentro y comprueba si está bien caliente, para que podamos meter el pan.

Una vez Gretel estuviera dentro, la bruja pretendía cerrar la puerta del horno y dejar que se asase, para así comérsela también, pero Gretel adivinó lo que tenía en mente, y dijo:

– No sé cómo hacerlo; ¿cómo voy a caber?

– No seas tonta -respondió la anciana-, la puerta es lo bastante grande; mira, ¡si quepo hasta yo!

Tras decir aquello, la bruja metió la cabeza dentro del horno. Entonces, Gretel le dio un empujón, cerró la puerta de hierro y echó el cerrojo. Oh, la bruja empezó a lanzar terribles aullidos, pero Gretel salió corriendo, y la malvada bruja murió abrasada.

Gretel corrió como un rayo hasta donde estaba Hansel, abrió el establo y gritó:

– ¡Hansel, estamos salvados! ¡La vieja bruja ha muerto!

Entonces, Hansel salió volando de su jaula, como si fuese un pajarillo. ¡Qué gran abrazo se dieron, y cómo bailaron y se besaron! Como ya no tenían miedo de la vieja, volvieron a la casa, y encontraron baúles llenos de perlas y piedras preciosas por todas partes.

– ¡Esto es mucho mejor que los guijarros! -exclamó Hansel, y se llenó los bolsillos todo lo que pudo.

– Yo también me llevaré algo -repuso Gretel, y se llenó de tesoros el delantal.

– Pero ahora debemos marcharnos -dijo Hansel-, para que podamos salir del bosque de la bruja.

Después de caminar dos horas llegaron a una gran extensión de agua.

– No podemos cruzar -afirmó Hansel-. No veo ni pasarelas, ni puentes.

– Y tampoco hay transbordador -añadió Gretel-, pero ahí hay un pato blanco. Si se lo pido, seguro que nos ayudará a cruzar.

Así que gritó:

Patito, patito, ¿acaso no ves

que Hansel y Gretel no saben qué hacer?

no hay tabla ni puente con que cruzar,

¿no nos puedes tú en el lomo llevar?

El pato se acercó a ellos, y Hansel se sentó en su lomo y le pidió a su hermana que se sentase con él.

– No -contestó ella-, pesaríamos demasiado para el patito; te llevará primero a ti y después a mí.

El buen patito así lo hizo, y, una vez a salvo al otro lado, después de caminar un rato, el bosque empezó a resultarles cada vez más familiar hasta que, al final, vieron su casa a lo lejos. Entonces empezaron a correr, entraron en el salón y se tiraron en brazos de su padre. El hombre no había vivido en paz desde que había abandonado a los niños en el bosque; sin embargo, la mujer había muerto. Gretel se vació el delantal hasta que todas las perlas y piedras preciosas rodaron por la habitación, y Hansel se sacó un puñado tras otro de joyas del bolsillo. Así terminaron todos sus problemas, y vivieron juntos y felices para siempre.

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Los tres cabritos

«David nunca se había imaginado que llegaría a ver un trol de verdad, aunque siempre le habían fascinado. En su mente, existían como figuras oscuras que moraban bajo puentes y ponían a prueba a los viajeros con la esperanza de comérselos si fallaban. Las formas que trepaban por el borde del cañón con antorchas en las manos no eran lo que él esperaba. Eran más pequeñas que el Leñador, pero muy anchas, y su piel parecía la de un elefante, dura y arrugada.»En la espalda tenían unas placas de hueso que les recorrían la columna, como las de los lomos de algunos dinosaurios, pero sus rostros resultaban simiescos; unos simios muy feos, sí, y con problemas de acné, pero simios al fin y al cabo. En cada puente se colocó un sonriente trol. Tenían unos ojillos rojos que brillaban de forma siniestra en la oscuridad que, poco a poco, caía sobre ellos…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XII

Sobre los trols y Los tres cabritos

Creo que la historia de los tres cabritos es uno de los primeros cuentos de hadas que recuerdo. Está claro por qué les gusta a los niños: tiene una estructura sencilla, y es bastante repetitivo y fácil de recordar. A pesar de ello, siempre me pareció un poco siniestro, ya que los cabritos se traicionan con bastante facilidad, y mi único consuelo era creer que sabían que el último era lo bastante fuerte para derribar al trol. En realidad, tampoco les enseña mucho a los niños, salvo que es buena idea hacerse amigo de alguien más grande que tú para tratar con posibles matones, y que no pasa nada si tienes que vender a tus amigos si la ocasión lo requiere. A un amigo mío le molestó mucho esta interpretación, porque su madre le había contado que la moraleja de la historia era que los fuertes deben proteger a los débiles. Si tal fuera el caso, el cabrito más grande debería encabezar la marcha. También sugiere una fe errónea en la capacidad de los trols para esperarse a una recompensa posterior. Existe la posibilidad de que los cabritos se pusieran en peligro a sabiendas, pensando que el mayor de ellos podría aniquilar a cualquier trol con el que se encontraran, de modo que los animales podrían ser una versión peluda de Charles Bronson en El justiciero de la ciudad, que acaba con los atracadores de Nueva York utilizando con buen juicio un calcetín relleno de monedas…

Sin embargo, siempre me ha gustado la imagen del trol debajo del puente, y la amenaza de morir devorado que la criatura representaba. El libro de las cosas perdidas adopta la convención del puente, el reto (en este caso, un acertijo) y los trols, y la utiliza de una forma bastante tradicional. La virtud del cuento original radica en su sencillez: una amenaza y un desafío que hay que superar con el ingenio.

Los tres cabritos gruñones

Tradicional

Érase una vez tres cabritos que iban a subir a la ladera para ponerse gordos, y todos ellos se llamaban Gruñón.

En su camino se encontraron con un puente que cruzaba un arroyo y su cascada, y bajo el puente vivía un trol alto y feo, con ojos como platos y una nariz tan grande como un atizador.

Así que el más joven de los cabritos se dispuso a cruzar.

Tip, tap, tip, tap, hacía el puente.

– ¿Quién pasa sobre mi puente? -rugió el trol.

– Oh, sólo soy yo, el cabrito Gruñón más pequeño, y voy a la ladera a ponerme gordo -respondió el cabrito, con una voz muy fina.

– Pues te voy a engullir de un bocado -dijo el trol.

– ¡Oh, no! Por favor, no me comas, porque soy demasiado pequeño, sí -le aseguró el cabrito-. Espera un momento a que llegue el segundo cabrito Gruñón, que es mucho más grande.

– Bueno, pues sigue adelante -respondió el trol.

Poco después apareció el segundo cabrito Gruñón y se dispuso a cruzar.

¡Tip, tap, tip, tap!, hacía el puente.

– ¿Quién pasa sobre mi puente? -rugió el trol.

– Oh, sólo soy yo, el segundo cabrito Gruñón, y voy a la ladera a ponerme gordo -respondió el cabrito, con una voz no tan fina.

– Pues te voy a engullir de un bocado -dijo el trol.

– ¡Oh, no! Por favor, no me comas, porque soy demasiado pequeño, sí -le aseguró el cabrito-. Espera un momento a que llegue el tercer cabrito Gruñón, que es mucho más grande.

– ¡Está bien! Pues sigue adelante -respondió el trol.

Pero, justo entonces, apareció el cabrito Gruñón más grande.

¡Tip, tap, tip, tap, tip, tap!, hacía el puente, porque el cabrito era tan pesado que la madera crujía y gruñía bajo sus patas.

– ¿Quién pisotea mi puente? -rugió el trol.

– ¡Soy yo, el cabrito Gruñón más grande! -respondió el cabrito, que tenía una voz ronca y fea.

– Pues te voy a engullir de un bocado -rugió el trol.

– ¡De acuerdo, adelante! Tengo dos lanzas

»y te las clavaré en los ojos y en la panza,

»también tengo dos grandes rocas

»y con ellas te haré pedazos la boca.

Tras decir aquello, el cabrito se lanzó sobre el trol, le sacó los ojos con los cuernos, lo hizo pedacitos y lo tiró a la cascada; después, siguió su camino por la ladera. Allí, los tres cabritos se pusieron tan gordos que, cuando tuvieron que volver a casa, apenas podían andar. Y, si todavía no se les ha caído la carne, bueno, pues gordos seguirán; así que, colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

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Blancanieves y los siete enanitos

«-Ah -dijo el enano, al parecer satisfecho por la respuesta, y siguió caminando-. Todos han oído hablar de ella: "Oh, Blancanieves, la que vive con los enanitos y los está dejando sin hogar de tanto comer. Ni siquiera supieron matarla en condiciones". Oh, sí, todos conocen a Blancanieves.

»-Eeeh, ¿matarla? -preguntó David.

»-Manzana envenenada -respondió el enano-. No fue muy bien, calculamos mal la dosis.»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XIII

Sobre Blancanieves y los siete enanitos

El encuentro de David con los enanitos es una de las escenas más alegres del libro, y lo es a propósito, aunque, al evitar David los aspectos más oscuros del cuento, hace que nos preguntemos por sus miedos más profundos. Al fin y al cabo, se trata de una historia en la que una madrastra malvada y celosa asesina y se come a una niña, así que cabría esperar que la imaginación de David le diese un giro más tortuoso. Sin embargo, casi todos los que leyeron el cuento de niños o, sobre todo, los que recuerdan la película de Disney, coinciden en que los enanos son unos de los personajes más memorables del cuento. Es cierto que la madrastra bruja es un personaje aterrador, y muchos podemos recitar de memoria su encantamiento frente al espejo, pero los enanos ofrecen consuelo, además de la promesa de ayuda y protección, aunque sea limitada. Cuando estaba escribiendo el libro, me pregunté si David podría decidir dejar a un lado el tema de la madrastra y concentrarse en los enanos.

En cualquier caso, las personalidades de los enanos se han alterado ligeramente por su proximidad a la historia del comunismo en la estantería de David, un libro que el niño intenta comprender, pero no lo logra, rindiéndose al cabo de un par de páginas. Uno de los temas de la novela es la forma en que las historias y los libros se alimentan unos de otros, igual que yo, como escritor, me veo influido por los libros que he leído. En ese sentido, no es sólo un relato construido con los libros que David se encuentra, sino también con los libros y cuentos que me han influido a mí.

Orígenes

Se trata del que quizá sea uno de los cuentos más populares del mundo, con versiones en Asia, África, Escandinavia, Sudamérica y Europa, lo que conlleva cambios menores en algunos elementos de la historia. Por ejemplo, los Grimm hacen que la madrastra malvada le pregunte a un espejo, pero, en otras culturas, la bruja habla con el sol, la luna e incluso con una trucha omnisciente. De igual forma, en algunos cuentos se sustituye a los enanos por ladrones, osos, monos, ancianas y hermanos, lo que nos permite ver el musical Siete novios para siete hermanas como una variación del cuento, con Blancanieves convertida en la primera novia, y otras muchas siguiendo sus pasos. Aunque la madrastra es responsable de los intentos de asesinato en las versiones más famosas del cuento, en otras le confía la tarea a un médico malvado o envía a un mendigo en su lugar, y los instrumentos utilizados incluyen uvas envenenadas, vino, cartas, flores, dardos, zapatillas y jabón.

Está claro que, por un lado, Blancanieves trata del conflicto entre madres e hijas, y es interesante comprobar que, en muchas versiones de la historia, es la madre de Blancanieves la que envidia su belleza. Tengo que reconocer que los Grimm tenían una visión muy sentimental de la maternidad, seguramente debido a su infancia, y solían convertir a las madres en madrastras siempre que podían; y, aunque es cierto que el cuento de Blancanieves es uno de los más conocidos, también lo es que se trata de uno de los más esterilizados a lo largo de los años, desde los instintos caníbales de la madre-madrastra (Disney se contenta con la orden de arrancarle el corazón a la niña; los Grimm prefieren los pulmones y el hígado, o el corazón en otras traducciones alternativas; mientras que los españoles se llevan la palma al pedir una botella de sangre, con un dedo del pie a modo de tapón) hasta su fallecimiento final, que va desde la «caída» en Disney, hasta los más tradicionales zapatos de hierro al rojo, que la reina malvada se ve obligada a llevar y con los que debe bailar hasta la muerte.

No resulta extraño que Bruno Bettelheim se lo pasara tan bien con Blancanieves en su libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Es especialmente duro con los enanos, ya que considera que su presencia es una forma de censurar el cuento original y opina que los hombrecillos se encuentran «en un eterno estadio preedípico»; aunque esto sea posiblemente cierto, la verdad es que le quita parte de la diversión a todo el tema. Sin embargo, la naturaleza edípica del conflicto en el cuento (los celos de una madre por la incipiente sexualidad de la hija) ha proporcionado amplio material a otros escritores para explorar en profundidad las implicaciones más oscuras de la historia, desde Anne Sexton a Robert Coover, pasando por Tanith Lee y Donald Barthelme.

También se ve claramente qué cuentos han influido en el de Blancanieves. El tema del abandono, analizado en Hansel y Gretel, surge aquí de nuevo, aunque por razones distintas, y las respuestas de los enanos a la presencia de Blancanieves nos hacen recordar las exclamaciones de los osos al encontrarse con Ricitos de Oro, razón por la cual los enanos hacen referencia a ellos en El libro de las cosas perdidas.

Blancanieves y los siete enanitos

Los Hermanos Grimm

Érase una vez, en lo más crudo del invierno, cuando los copos de nieve caían como plumas del cielo, una reina que cosía sentada junto a una ventana con el marco de ébano negro. Mientras cosía y miraba la nieve por la ventana, la reina se pinchó en un dedo con la aguja, y tres gotas de sangre cayeron sobre la nieve. El rojo le pareció tan bonito sobre la nieve blanca, que pensó: «Me gustaría tener una niña tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera del marco de la ventana».

Poco después, la reina tuvo una hijita que era tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre, y cuyo cabello era tan negro como el ébano, y por eso la llamaron Blancanieves. Pero la reina murió al dar a luz a la niña.

Al cabo de un año, el rey se buscó otra esposa. Era una mujer muy bella, pero orgullosa y arrogante, y no soportaba que nadie la superase en belleza. Tenía un espejo maravilloso, y, cuando se ponía delante de él y se miraba, decía:

Espejito, espejito, que estás en la pared,

la más bella de esta tierra, dime quién es.

Y el espejo respondía:

Tú, mi reina, eres la más bella.

Así la reina quedaba satisfecha, porque sabía que el espejo siempre le decía la verdad.

Pero Blancanieves crecía y, cuanto más crecía, más bella era; al cumplir los siete años era tan bonita como el día y más guapa que la reina. Un día, cuando la reina le preguntó al espejo:

Espejito, espejito, que estás en la pared,

la más bella de esta tierra, dime quién es.

El espejo respondió:

Tú, mi reina, eres la más bella del lugar,

aunque la niña Blancanieves lo es más.

La reina se quedó perpleja, y se puso verde de envidia. Desde aquel momento, siempre que miraba a Blancanieves, el corazón se le agitaba en el pecho de lo mucho que la odiaba.

La envidia y el orgullo crecieron sin parar en su corazón como una mala hierba, así que la reina no conocía el descanso. Llamó a un cazador y le ordenó:

– Llévate a la niña al bosque, que ya no quiero volver a verla. Mátala y tráeme su corazón como prueba.

El cazador obedeció y se la llevó, pero, cuando sacó el cuchillo y estaba a punto de arrancar el inocente corazón de Blancanieves, ella empezó a llorar y dijo:

– Ay, querido cazador, ¡no me mates! Me perderé en el bosque y no volveré nunca a casa.

Como Blancanieves era tan guapa, el cazador sintió lástima de ella y le respondió:

– Huye pues, pobre niña.

«Los animales salvajes darán buena cuenta de ti», pensó el cazador, aunque sintió como si le quitasen una piedra del pecho al saber que no tenía que matarla. Justo entonces pasó por allí un jabato, así que lo mató, le sacó el corazón y se lo llevó a la reina como prueba de que la niña estaba muerta. El cocinero lo puso en sal y la reina se lo comió, creyendo que se trataba del corazón de Blancanieves.

Pero la pobre niña estaba sola en el gran bosque, y tenía tanto miedo que miraba con aprensión todas las hojas de los árboles, sin saber qué hacer. Entonces empezó a correr; corrió sobre piedras afiladas y a través de espinas, y los animales salvajes pasaron junto a ella, pero sin hacerle daño.

Corrió todo lo que le permitieron sus pies, hasta que cayó la noche; entonces vio una casita y entró para descansar. Todo en la casita era pequeño, pero estaba muy limpio y ordenado. Había una mesa con un mantel blanco y siete platitos, y en cada plato había una cucharita; además, había siete cuchillitos, siete tenedorcitos y siete jarritas. Contra la pared encontró siete camitas, una al lado de otra, cubiertas con colchas blancas como la nieve.

La pequeña Blancanieves estaba tan hambrienta y sedienta que se comió algunas verduras y un poco de pan de cada planto, y se bebió una gotita de vino de cada jarra, porque no quería dejar a nadie sin comida. Después, como estaba muy cansada, se tumbó en una de las camitas, pero ninguna de ellas le servía: una era demasiado larga, otra demasiado corta…, hasta que, al final, descubrió que la séptima le venía bien, y allí se quedó, dijo sus oraciones y se fue a dormir.

Los dueños de la casa regresaron cuando ya era noche cerrada: eran siete enanitos que excavaban y hurgaban en las montañas en busca de minerales. Encendieron siete velas y, como ya había luz dentro de la casita, vieron que alguien había estado allí, porque las cosas no estaban como las habían dejado.

– ¿Quién se ha sentado en mi silla? -preguntó el primero.

– ¿Quién ha comido de mi plato? -preguntó el segundo.

– ¿Quién ha probado mi pan? -preguntó el tercero.

– ¿Quién ha probado mis verduras? -preguntó el cuarto.

– ¿Quién ha utilizado mi tenedor? -preguntó el quinto.

– ¿Quién ha cortado con mi cuchillo? -preguntó el sexto.

– ¿Quién ha bebido de mi jarra? -preguntó el séptimo.

Entonces, el primero miró a su alrededor y vio que había un pequeño hueco en su cama, y preguntó:

– ¿Quién ha probado mi cama?

Los demás se acercaron, y todos dijeron:

– Por mi cama también ha pasado alguien.

Pero el séptimo, cuando miró a su cama, vio a Blancanieves, que estaba dormida dentro, así que llamó a los otros, que llegaron corriendo y exclamaron con asombro, acercando sus siete velas para iluminar la cara de Blancanieves:

– ¡Oh, cielos! ¡Qué niña tan encantadora!

Y estaban tan contentos que no la despertaron y la dejaron dormir en la cama. El séptimo enanito durmió con sus compañeros, una hora con cada uno, hasta que pasó la noche.

Cuando se hizo de día, la pequeña Blancanieves se despertó y se asustó al ver a los siete enanitos, pero ellos fueron amables y le preguntaron su nombre.

– Me llamo Blancanieves -respondió la niña.

– ¿Cómo has llegado a nuestra casa? -le preguntaron los enanitos.

Ella les contó que su madrastra había ordenado asesinarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y que ella se había pasado el día corriendo hasta encontrar su morada.

– Si cuidas de nuestra casa, cocinas, haces las camas, limpias, coses y tejes, y si mantienes todo ordenado y limpio, puedes quedarte con nosotros y no te faltará de nada -le dijeron los enanitos.

– Sí -respondió Blancanieves-, gracias de corazón. -Y se quedó con ellos.

Les tenía la casa ordenada; por las mañanas, ellos se iban a las montañas y buscaban cobre y oro; por las tardes regresaban, y ella les tenía la cena preparada. La muchacha estaba sola todo el día, así que los buenos enanitos le advirtieron:

– No te fíes de tu madrastra, porque pronto averiguará dónde estás; nunca dejes entrar a nadie.

Pero la reina, que creía haberse comido el corazón de Blancanieves, estaba convencida de que volvía a ser la más bella de todas, así que fue a su espejo y le dijo:

Espejito, espejito, que estás en la pared,

la más bella de esta tierra, dime quién es.

A lo que el espejo respondió:

Tú, mi reina, eres la más bella de estas tierras,

pero, donde los enanos moran, en las colinas,

Blancanieves sigue viva,

y nadie la iguala en belleza.

La reina se quedó perpleja porque sabía que el espejo nunca mentía, así que tuvo la certeza de que el cazador la había engañado y de que Blancanieves seguía viva.

Le dio vueltas y más vueltas a cómo matarla, porque, mientras la reina no fuese la más bella de todas, la envidia no la dejaría descansar. Al fin se le ocurrió una idea, se pintó la cara y se vistió como una vieja buhonera, de modo que nadie pudiera reconocerla. Con aquel disfraz se dirigió a las siete montañas, a la casa de los siete enanitos, llamó a la puerta y gritó:

– Vendo cosas bonitas y baratas, muy baratas.

Blancanieves miró por la ventana y la llamó:

– Buen día, señora, ¿qué tiene para vender?

– Cosas buenas y baratas -respondió ella-: lazos de colores para el corsé -dijo, sacando uno de seda en tonos vivos.

«Puedo dejar que entre esta buena mujer», pensó Blancanieves; así que abrió la puerta y compró los bonitos lazos.

– Niña -le dijo la anciana-, qué mal aspecto tienes; ven, te ataré bien el lazo por una vez.

Blancanieves no sospechaba nada y se quedó delante de ella, dejando que la mujer le atase los lazos nuevos. Pero la anciana se los ató tan deprisa y tan fuerte que Blancanieves se quedó sin aliento y cayó, como si estuviese muerta.

– Ahora yo soy la más bella -se dijo la reina, y salió corriendo.

Poco después, por la tarde, los siete enanitos llegaron a casa, pero se asustaron mucho al ver a su querida Blancanieves tumbada en el suelo, sin moverse ni agitarse, como muerta. La levantaron y, al ver que le habían apretado demasiado los lazos, los cortaron; entonces, ella empezó a respirar un poco, y, al cabo de un rato, volvió a la vida. Cuando los enanitos oyeron lo ocurrido, le dijeron:

– La vieja buhonera no era otra que la reina malvada; ten cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estemos contigo.

Pero la malvada mujer, al llegar a casa, se puso delante del espejo y preguntó:

Espejito, espejito, que estás en la pared,

la más bella de esta tierra, dime quién es.

A lo que el espejo respondió, como antes:

Tú, mi reina, eres la más bella de estas tierras,

pero, donde los enanos moran, en las colinas,

Blancanieves sigue viva,

y nadie la iguala en belleza.

Cuando oyó aquello, el miedo hizo que toda la sangre de la reina se le acumulase en el corazón, porque veía con claridad que la pequeña Blancanieves seguía con vida.

– Pero ahora -dijo-, pensaré en algo que acabe por fin contigo.

Con la ayuda de la brujería, arte que ella dominaba, fabricó un peine envenenado. Después se disfrazó y tomó la forma de otra anciana, se dirigió a las siete montañas, llegó a la casa de los siete enanitos y llamó a la puerta, gritando:

– ¡Vendo cosas buenas, baratas, baratas!

– Váyase, no puedo dejar entrar a nadie -respondió Blancanieves, mirando por la ventana.

– Pero supongo que podrás mirar -repuso la anciana, y sacó el peine envenenado para enseñárselo.

A la muchacha le gustó tanto que se dejó tentar y abrió la puerta. Una vez hecho el trato, la anciana dijo:

– Ahora te peinaré el cabello bien por una vez. -Blancanieves no sospechó nada y dejó que la anciana la peinase, pero, en cuanto el peine le tocó el pelo, el veneno hizo efecto, y la muchacha cayó desmayada-. Dechado de belleza -dijo la malvada mujer-, ya he acabado contigo. -Y se fue.

Por suerte, ya era casi de noche, así que los enanos llegaron pronto a casa. Al ver a Blancanieves tendida en el suelo, sospecharon inmediatamente de la madrastra, y lo registraron todo hasta encontrar el peine envenenado. En cuanto se lo quitaron del pelo, Blancanieves volvió en sí y les contó lo sucedido. Entonces, ellos la avisaron de nuevo de que fuese precavida y no le abriese la puerta a nadie.

La reina, en casa, se acercó al cristal y preguntó:

Espejito, espejito, que estás en la pared,

la más bella de esta tierra, dime quién es.

A lo que el espejo respondió, como antes:

Tú, mi reina, eres la más bella de estas tierras,

pero, donde los enanos moran, en las colinas,

Blancanieves sigue viva,

y nadie la iguala en belleza.

Cuando oyó las palabras del espejo, la reina tembló de rabia.

– ¡Blancanieves morirá -gritó-, aunque me cueste la vida!

Así que se metió en una habitación solitaria y secreta, donde nadie entraba nunca, y allí creó una manzana muy venenosa. Por fuera parecía bonita, blanca con un lado rojo, para que todo el que la viera la deseara; pero se aseguró de que el que la probase muriese al instante.

Cuando la manzana estuvo lista, la reina se pintó la cara y se vistió de campesina, y así vestida subió las siete montañas hasta llegar a la casa de los siete enanitos. Llamó a la puerta, y Blancanieves asomó la cabeza por la ventana y dijo:

– No puedo dejar entrar a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.

– A mí no me importa -respondió la mujer-. Tengo que deshacerme de las manzanas. Toma, te doy una.

– No -respondió Blancanieves-, no me atrevo a coger nada.

– ¿Te da miedo el veneno? -preguntó la mujer-. Mira, cortaré la manzana por la mitad, tú te comes la parte roja y yo la blanca.

La manzana estaba preparada con tanta astucia que sólo el lado rojo estaba envenenado. Blancanieves deseaba comerse la manzana, y, cuando vio que la mujer se comía un trozo, no pudo resistirse más, alargó la mano y cogió la mitad envenenada. En cuanto le dio un bocado, cayó muerta, y la reina la miró con una expresión espantosa, se rió y exclamó:

– ¡Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano! Esta vez, los enanitos no podrán despertarte.

Y, al llegar a casa, cuando le preguntó al espejo:

Espejito, espejito, que estás en la pared,

la más bella de esta tierra, dime quién es.

El espejo por fin respondió:

Tú, mi reina, eres la más bella.

De este modo, el envidioso corazón de la reina pudo descansar… Al menos, todo lo que puede descansar un corazón envidioso.

Cuando los enanitos regresaron a casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo; ya no respiraba, estaba muerta. La levantaron, la examinaron por si encontraban algo venenoso, le quitaron los lazos, le peinaron el cabello, y la lavaron con agua y vino, pero no sirvió de nada: la pobre niña estaba muerta y siguió muerta. La tumbaron en un féretro, y los siete se sentaron a su alrededor y lloraron por ella durante tres días.

Después se dispusieron a enterrarla, pero ella parecía viva y seguía teniendo las mejillas sonrosadas, así que dijeron:

– No podemos enterrarla en el frío suelo.

Le construyeron un ataúd transparente de cristal, para poder verla por todos lados, y allí la tumbaron y escribieron su nombre con letras doradas, añadiendo que era la hija de un rey. Después pusieron el ataúd en la montaña, y siempre había uno de ellos a su lado, guardándola. Los pájaros también se acercaban a verla y lloraban por ella; primero un búho, después un cuervo y, por fin, una paloma.

Blancanieves permaneció mucho tiempo en el ataúd, pero no cambió, y parecía seguir dormida; porque era tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre, y su pelo era tan negro como el ébano.

Pues bien, un día, el hijo de un rey llegó al bosque y se acercó a la casa de los enanitos a pasar la noche. Vio el ataúd en la montaña y a la bella Blancanieves que yacía dentro, y leyó lo que decían las letras doradas. Después le pidió a los enanitos:

– Dejad que me quede con el ataúd, os daré lo que queráis por él.

– No nos separaremos de él -respondieron los enanos-, ni por todo el oro del mundo.

– Dejad que me quede con él a modo de regalo -insistió entonces el príncipe-, porque no puedo vivir sin volver a ver a Blancanieves. La honraré y cuidaré como mi posesión más preciada. -Al oírlo hablar así, los enanos sintieron lástima de él y le entregaron el ataúd.

De este modo, el hijo del rey hizo que sus criados lo cargaran sobre los hombros, y, al tropezar los criados con el tocón de un árbol, Blancanieves se movió en el ataúd, y el trozo de manzana envenenada que había mordido le salió de la garganta. Al cabo de un instante abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd, se sentó y, de nuevo viva, exclamó:

– Oh, Dios mío, ¿dónde estoy?

El hijo del rey, lleno de alegría, respondió:

– Estás conmigo -y le contó lo que había pasado-. Te amo más que a nada en el mundo; ven conmigo al palacio de mi padre y conviértete en mi esposa.

A Blancanieves le pareció bien y se fue con él, y su boda se celebró con gran pompa y esplendor. Pero la malvada madrastra de la joven también fue invitada al banquete. Después de vestirse con sus mejores galas, se acercó al espejo y preguntó:

Espejito, espejito, que estás en la pared,

la más bella de esta tierra, ditne quién es.

A lo que el espejo respondió:

Tú, mi reina, eres la más bella del lugar,

aunque la joven reina lo es mucho más.

Entonces, la malvada mujer murmuró una maldición, y era tan cruel, tan profundamente cruel, que no sabía qué hacer. Al principio pensó en no ir a la boda, pero no podría encontrar la paz hasta haber visto a la joven reina. Cuando acudió al palacio, reconoció a Blancanieves y se llenó de ira y miedo, tanto que no podía estar quieta. Pero, en la chimenea, ya le habían puesto a calentar unas zapatillas de hierro, y con unas tenazas las sacaron y se las pusieron ante los pies. Después la obligaron a calzarse los zapatos al rojo vivo, y con ellos tuvo que bailar hasta caer muerta.

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Ricitos de Oro

«-Esperad -los interrumpió David-. Ricitos de Oro huyó de la casa de los osos y nunca volvió por allí. -Dejó de hablar, porque los enanos lo miraban como si fuese un poco lerdo-. Estooo, ¿no?»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XIII

Sobre Ricitos de Oro

Los enanos se refieren a este cuento en su conversación con David, y al niño le queda bastante claro que Ricitos de Oro acabó mal, como corresponde a una ladrona aficionada que comete el error de quedarse dormida en una casa llena de osos. Aunque es poco más que un toque de humor negro, sí que ilustra la ingenuidad de David en esta etapa de la historia. Los osos son mimosos, los enanitos no asesinan, y Blancanieves es bonita y alegre…, probablemente.

Orígenes

Esta historia se publicó por primera vez en 1837, en forma de cuento en prosa titulado «Los tres osos», escrito por el poeta Robert Southey (1774-1843) en su antología The Doctor. Ricitos de Oro no aparece todavía, y la sustituye una anciana bajita. Las versiones posteriores cambian a la anciana por una niña llamada Cabellos de Plata, y Ricitos de Oro hizo su primera aparición en el volumen Old Nursery Stories and Rhymes (1904). Puede que Southey basara su historia en una fuente anterior, posiblemente parte de la tradición oral, pero ahora está tan enraizada en la imaginación popular que la participación de Southey ha quedado casi olvidada.

Los tres osos

Robert Southey

«Un cuento que puede satisfacer las mentes de los hombres ilustrados y los grandes filósofos.» Gascoyne.

Éranse una vez tres osos que vivían juntos en su casita del bosque. Uno de ellos era un osito pequeñito, otro un oso mediano y otro un gran oso enorme. Cada uno tenía su cuenco para las gachas: un cuenco pequeño para el osito pequeñito, un cuenco mediano para el oso mediano y un cuenco grande para el gran oso enorme. Y cada uno tenía una silla para sentarse: una silla pequeña para el osito pequeñito, una silla mediana para el oso mediano y una silla grande para el gran oso enorme. Y cada uno tenía también una cama para dormir: una cama pequeña para el osito pequeñito, una silla mediana para el oso mediano y una silla grande para el gran oso enorme.

Un día, después de preparar las gachas para el desayuno y servirlas en los cuencos, se adentraron en el bosque mientras se enfriaban, para no comérselas demasiado pronto y quemarse los hocicos. Mientras caminaban, una anciana bajita entró en la casa. No podía ser una mujer buena y honrada, porque primero miró por la ventana, después por el ojo de la cerradura y, finalmente, al ver que no había nadie en la casa, abrió la puerta. Como los osos eran osos buenos que no le habían hecho daño a nadie, no tenían el pestillo echado, porque no creían que nadie quisiera hacerles daño. Así que la anciana bajita abrió la puerta y entró; ¡cómo se alegró al ver las gachas en la mesa! De haber sido una buena mujer, habría esperado a que regresaran los osos, y ellos, quizá, la habrían invitado a desayunar; porque eran osos buenos, puede que un poco brutos, como suelen serlo los osos, pero, en todo caso, muy cordiales y hospitalarios. Pero la anciana era una mujer mala e imprudente, y empezó a comerse las gachas.

Primero probó las gachas del gran oso enorme, pero estaban demasiado calientes para ella, y se quejó al respecto. Después probó las gachas del oso mediano, pero estaban demasiado frías para ella, y también se quejó al respecto. Finalmente, probó las gachas del osito pequeñito; como no estaban ni demasiado calientes, ni demasiado frías, sino en su punto justo, le gustaron tanto que se las comió todas. Pero la maleducada anciana también se quejó al respecto, porque, como el cuenco era pequeñito, se quedó con hambre. A continuación, la anciana bajita se sentó en la silla del gran oso enorme, pero era demasiado dura para ella. Después se sentó en la silla del oso mediano, pero era demasiado blanda para ella. Finalmente, se sentó en la silla del osito pequeñito, que no era demasiado dura, ni demasiado blanda, sino en su punto justo. Así que allí se sentó, hasta que el asiento de la silla se rompió, y la anciana cayó al suelo con un ruido sordo. Y la malvada anciana también se quejó al respecto.

Entonces, la anciana bajita subió las escaleras que llevaban al dormitorio donde dormían los tres osos. Primero se tumbó en la cama del gran oso enorme, pero tenía la cabecera demasiado alta para ella. Después se tumbó en la cama del oso mediano, pero tenía los pies demasiado altos para ella. Finalmente, se tumbó en la cama del osito pequeñito y, como no era ni demasiado alta en la cabecera, ni demasiado alta en los pies, sino en su punto justo, se cubrió con la manta y se quedó cómodamente dormida.

Los tres osos, pensando que ya se habrían enfriado lo suficiente las gachas, volvieron a casa para desayunar. La anciana bajita había dejado la cuchara del gran oso enorme dentro del cuenco.

– ¡Alguien ha probado mis gachas! -exclamó el gran oso enorme, con su voz potente, ronca y fuerte.

Cuando el oso mediano miró su cuenco, vio que la cuchara también estaba dentro. Eran cucharas de madera; de haber sido de plata, la anciana maleducada se las habría guardado en el bolsillo.

– ¡Alguien ha probado mis gachas! -exclamó el oso mediano, con su voz mediana.

Entonces, el osito pequeñito miró su cuenco, y allí dentro estaba la cuchara, pero no quedaban gachas.

– ¡Alguien ha probado mis gachas y se las ha comido todas! -exclamó el osito pequeñito con su vocecita pequeñita.

Al darse cuenta los tres osos de que alguien había entrado en su casa y se había comido el desayuno del osito pequeñito, empezaron a buscar al culpable. Así, descubrieron que la anciana bajita no había colocado en su sitio el cojín duro al levantarse de la silla del gran oso enorme.

– ¡Alguien se ha sentado en mi silla! -exclamó el gran oso enorme, con su voz potente, ronca y fuerte.

Y la anciana bajita había aplastado el cojín blando de la silla del oso mediano.

– ¡Alguien se ha sentado en mi silla! -exclamó el oso mediano, con su voz mediana.

Y ya sabéis lo que la anciana bajita había hecho con la tercera silla.

– ¡Alguien se ha sentado en mi silla y me la ha roto! -exclamó el osito pequeñito con su vocecita pequeñita.

Entonces, los tres osos consideraron necesario seguir buscando, así que subieron al piso de arriba y entraron en el dormitorio. La anciana bajita había dejado mal puesta la almohada de la cama del gran oso enorme.

– ¡Alguien ha estado en mi cama! -exclamó el gran oso enorme, con su voz potente, ronca y fuerte.

Y la anciana bajita había colocado mal el cabecero de la cama del oso mediano.

– ¡Alguien ha estado en mi cama! -exclamó el oso mediano, con su voz mediana.

Y, cuando el osito pequeñito llegó a su cama, el cabecero estaba en su sitio, la almohada estaba en su sitio sobre el cabecero, y, sobre la almohada, estaba la fea y sucia cabeza de la anciana bajita…, que no estaba en su sitio, porque no tenía que estar allí.

– ¡Alguien ha estado en mi cama, y aquí sigue! -exclamó el osito pequeñito con su vocecita pequeñita.

La anciana bajita había oído en sueños la voz potente, ronca y fuerte del gran oso enorme, pero estaba tan dormida que para ella no era más que el rugido del viento o el retumbar del trueno. Y también había oído la voz mediana del oso mediano, pero fue como si oyese a alguien hablar en sueños. Sin embargo, cuando oyó la vocecita pequeñita del osito pequeñito, era tan aguda que la despertó de inmediato. Se sentó de un salto, y, al ver a los tres osos junto a la cama, se cayó por el otro lado y corrió hacia la ventana.

La ventana estaba abierta, porque los osos, como eran osos buenos y limpios, siempre abrían la ventana del dormitorio cuando se levantaban por las mañanas. Así que la anciana bajita saltó; si al caer se rompió el cuello, o si corrió hasta el bosque y allí se perdió, o si encontró el camino para salir del bosque y se la llevaron los guardias a la cárcel por vagabundear, no os lo puedo decir. Pero los tres osos no volvieron a verla jamás.

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Los tres cirujanos del ejército

«Entonces tuve buena suerte: me encontré con tres cirujanos que viajaban por el bosque, así que los capturé y los traje aquí. Me dijeron que habían creado un ungüento que podía volver a unir una mano cortada a su correspondiente muñeca, o una pierna a su torso. Les obligué a enseñarme lo que podían hacer: le corté el brazo a uno de ellos, y los otros lo repararon, como habían dicho. Después corté a otro por la mitad, y sus amigos lo dejaron entero de nuevo. Finalmente le corté la cabeza al tercero, y los otros se la fijaron otra vez al cuerpo.

»Y así se convirtieron en las primeras de mis presas nuevas…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XVI

Sobre Los tres cirujanos del ejército

En mi pared tengo un cuadro titulado Rabbit, de un artista llamado David Morris (puede verse en‹www.davidmorris.info/ index.html›). En él se ve a un niño con cabeza de conejo y a un conejo con cabeza de niño que se asoman desde detrás de un par de árboles. Junto con las imágenes recurrentes de cazadores y cazados en las historias de los Hermanos Grimm, y la historia llamada The Tale ofthe Three Army-Surgeons (El cuento de los tres cirujanos del ejército), este cuadro fue la inspiración para el encuentro de David con la cazadora en El libro de las cosas perdidas. Me pregunté cómo habría llegado el niño a tener la cabeza del conejo, y viceversa. Después pensé en cómo David podría engañar a la cazadora. En parte, lo aprende de la historia de Hansel y Gretel que le ha contado antes el Leñador, porque, como Gretel, encuentra la forma de utilizar su aparente inocencia para vencer a la mujer que lo amenaza. Pero David es más astuto que Gretel: explota la vanidad de la cazadora y su deseo de ser el mejor depredador del bosque, contándole lo que sabe de los centauros.

No he encontrado mucha información sobre el trasfondo de esta historia y, sinceramente, el único elemento de la misma que deseaba emplear de forma explícita en El libro de las cosas perdidas era el uso del ungüento para curar las heridas. Dice mucho sobre el orgullo desmesurado de la profesión médica y sobre la forma en que venden sus habilidades, algo que probablemente resultaba relevante para los que, a principios del siglo xix, tenían razones para temer a los médicos, aunque necesitasen su ayuda.

Sin embargo, la historia también suscita algunas preguntas interesantes sobre lo que ahora podemos denominar como «terror del cuerpo». Al fin y al cabo, la idea central es que «Otro» se adueñe de tu cuerpo, algo fuera de tu control. Cada uno de los cirujanos descubre que su individualidad, incluso su conciencia, está en peligro por la adición de elementos de otros seres ajenos. Por tanto, no es difícil ver la influencia de este cuento en, por ejemplo, el Frankenstein de Mary Shelley (sobre todo en el uso de partes del cuerpo robadas de los criminales muertos en la horca), ni encontrar similitudes en películas como La invasión de los ladrones de cuerpos, The Hands of Orlac o La mosca, de David Cronenberg.

Estas ideas alimentan las últimas etapas de la batalla de David contra la cazadora, cuando ella por fin se enfrenta a los parias creados en sus experimentos (y estoy seguro de que parte de mis recuerdos de La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells, también se introdujeron en la historia). En cualquier caso, la pregunta que plantea este encuentro es si lo que hace que esas pobres criaturas se venguen con tanta crueldad de la mujer es su lado animal o su lado infantil.

Sobre cazadores, cazadoras y figuras paternas

En muchos cuentos de hadas aparece una figura masculina que puede verse como una representación inconsciente del padre. Suele ser un cazador o un hombre de los bosques, y, en El libro de las cosas perdidas, se trata del Leñador que David encuentra al llegar al nuevo mundo, en el que después, al final de la novela, reconoce ciertos rasgos de su propio padre. Sin embargo, David cree que el Leñador tiene algunos defectos, que son su falta de conocimientos y su renuencia a compartir información sobre algunos aspectos de su vida. También demuestra ser incapaz de proteger a David de los lobos, y el chico tiene por tanto que confiar en su propio valor, aunque el hecho de que el Leñador esté dispuesto a sacrificarse por él, nos hace sospechar que, al final, David logrará comprenderlo todo.

Roland también es una figura paterna alternativa, aunque su entrega a la «búsqueda» y al ausente Raphael lo convierten en una figura aun menos fiable que el Leñador. Fletcher, el líder de facto de los aldeanos, proporciona otra versión de la figura paterna para David, aunque se trata de una figura frenada por la precaución, que, como sus vecinos, se niega a aceptar por completo el plan de Roland contra la Bestia. El rey también intenta fingir ser una figura paterna para David, pero, a la vez, pretende que lo vea como a un igual, o como a alguien que podría ser su igual si el chico aceptase el trono.

Así que, una y otra vez, nos encontramos con figuras paternas que fallan en su función como protectores, que es lo que David necesita. En parte se debe a la desconfianza que el niño siente por su verdadero padre, además de a la traición que para el muchacho supone su relación con Rose, una relación al parecer consumada no mucho después de la muerte de la madre de David. Aquí podríamos plantearnos si David no tiene una causa legítima para quejarse. ¿Cuánto tiempo debe guardar luto un hombre por la esposa perdida? La velocidad con la que el padre de David se compromete con Rose, y la presencia de ésta en el hospital en el que se muere la madre, podrían sugerir que las semillas de la relación se plantaron cuando la esposa seguía viva. Está claro que David, hasta cierto punto, es consciente de ello, y el que su padre sea incapaz de tratar el tema con él de forma adecuada revela una debilidad en el carácter del progenitor. Pero en los cuentos de hadas encontramos continuamente figuras paternas débiles: el molinero mentiroso y el rey codicioso de Rumpelstiltskin; el padre cómplice del abandono de sus hijos en Hansel y Gretel; el rey que es incapaz de reconocer la amenaza que supone su esposa en Blancanieves, y el cazador que después es incapaz de cumplir el deseo de la reina de matar a Blancanieves, pero que tampoco se atreve a protegerla. Por tanto, el padre de David es uno más en una larga tradición de hombres débiles.

Sin embargo, uno de los personajes más aterradores e insensibles del libro es la cazadora, una mujer que, en esencia, usurpa el papel tradicionalmente reservado a los hombres en los cuentos de hadas. Ella es la antítesis del protector, un padre-cazador que, en vez de proteger a los niños de los animales salvajes, captura a los animales y los utiliza para socavar la identidad del niño, uniéndola a la de la criatura del bosque para poder cazar y matar al híbrido resultante. De nuevo, ella es un símbolo de la amenaza femenina que domina la vida de David, personificada en su madrastra, pero la cazadora es aún peor, porque, si la figura paterna tradicional no puede proteger al niño, ¿qué mejor para ocupar su lugar que un ser preparado para explotar esa vulnerabilidad hasta sus últimas consecuencias? Como el hombre que vive junto a las vías del tren, el hombre responsable de la muerte de Billy Golding, esta mujer es una asesina de niños.

Finalmente, esto plantea una última pregunta, porque hay dos niños cuyo destino nunca llega a descubrirse del todo en El libro de las cosas perdidas. Sus sombras obsesionan a David, de una forma bastante literal en el caso del espíritu de Anna, que el niño encuentra casi al final del libro. David, a través de su imaginación, crea una versión de lo que les podría haber pasado, pero, si aceptamos que el mundo en el que entra es por completo producto de su imaginación (y con esto no sugiero en modo alguno que sea la única alternativa), ¿qué les pasó a Jonathan y a Anna? Al meditar sobre la terrible muerte de Billy Golding, David ofrece una posibilidad que resulta aterradoramente probable, una posibilidad que influye en todo lo que pasa después en el libro.

Los tres cirujanos del ejército

Los Hermanos Grimm

Tres cirujanos del ejército que estaban seguros de conocer su arte a la perfección se encontraban viajando por el mundo, y llegaron a una posada en la que deseaban pasar la noche. El posadero les preguntó de dónde venían y adonde iban.

– Estamos recorriendo el mundo y practicando nuestro arte.

– Pues enseñadme qué sabéis hacer -les pidió el posadero.

Entonces, el primero dijo que se cortaría la mano y se la volvería a pegar a la mañana siguiente; el segundo dijo que se arrancaría el corazón y se lo volvería a poner a la mañana siguiente; y el tercero dijo que se sacaría los ojos y se los volvería a colocar a la mañana siguiente.

– Si podéis hacer eso -repuso el posadero-, ya lo habéis aprendido todo.

Sin embargo, los cirujanos tenían un ungüento que servía para unir las partes del cuerpo y lo llevaban con ellos a todas partes en una botellita. Se embadurnaron con él, y después se cortaron la mano, el corazón y los ojos, como habían dicho, los pusieron en una bandeja y se los dieron al posadero. El hombre se lo dio a una criada, que debía guardarlos en la despensa y cuidar de ellos.

Pero la muchacha tenía un amante en secreto, un soldado. Cuando el posadero, los tres cirujanos y todos los demás de la casa se durmieron, el soldado entró y quiso comer algo. La muchacha abrió la despensa y le sacó comida, olvidando cerrar la puerta después. Se sentó en la mesa con su amante, y los dos charlaron un buen rato. Mientras ella estaba plácidamente sentada, sin ninguna preocupación, el gato entró con sigilo, vio que la puerta de la despensa estaba abierta, cogió la mano, el corazón y los ojos de los tres cirujanos del ejército, y salió corriendo.

Cuando el soldado terminó de comer, la chica se llevó las cosas y se dispuso a cerrar la despensa; entonces vio que la bandeja que el posadero le había entregado estaba vacía, así que le dijo a su amante:

– Ah, pobre de mí, ¿qué voy a hacer? La mano no está, el corazón y los ojos tampoco, ¿qué será de mí por la mañana?

– Tranquila -respondió él-. Te ayudaré a solucionar tus problemas. Hay un ladrón colgado de la horca, así que le cortaré la mano. ¿Qué mano era?

– La derecha.

Entonces, la muchacha le dio un cuchillo afilado, y él le cortó la mano al pobre hombre y se la llevó. Después atrapó al gato y le sacó los ojos, así que sólo les faltaba el corazón.

– ¿No has matado hace poco dos cerdos, que están en la bodega? -le preguntó el soldado.

– Sí -respondió la muchacha.

– Bien -respondió el soldado, y bajó a coger el corazón de uno de los animales. La muchacha lo colocó todo junto en la bandeja y la metió en la despensa; cuando su amante se despidió de ella, se fue tranquilamente a la cama.

A la mañana siguiente, los tres cirujanos del ejército se levantaron, y le dijeron a la muchacha que les trajese la bandeja con la mano, el corazón y los ojos. Ella la sacó de la despensa, y el primer cirujano se puso la mano del ladrón, la cubrió con ungüento, y la mano se le pegó directamente al brazo. El segundo cogió los ojos del gato y se los puso en la cabeza. El tercero se metió el corazón del cerdo en el pecho, y el posadero lo contempló todo, admirado por sus habilidades, y dijo que nunca había visto nada semejante y que le contaría a todo el mundo lo buenos que eran. Después, los cirujanos pagaron la cuenta y se marcharon.

Ya en el camino, el que tenía el corazón de cerdo no se quedaba al lado de sus compañeros, porque se paraba en cada rincón que veía y rebuscaba en él con la nariz, como hacen esos animales. Los otros intentaron retenerlo por la cola del abrigo, pero no sirvió de nada, porque se rompió, y el hombre no hacía más que salir corriendo hacia los lugares más sucios.

El segundo también se comportaba de forma extraña; se restregaba los ojos y les decía a los otros:

– Camaradas, ¿qué ocurre? No veo nada. ¿Me podéis conducir para que no me caiga?

Con todas estas dificultades, siguieron viajando hasta la noche, y entonces llegaron a otra posada. Entraron juntos en el bar, y allí, en una mesa de la esquina, estaba sentado un hombre rico contando su dinero. El que tenía la mano del ladrón se dirigió a él, hizo dos movimientos veloces con el brazo, y, por fin, cuando el desconocido se volvió, metió la mano en la pila de dinero y se llevó un puñado. Uno de los cirujanos lo vio y le dijo:

– Camarada, ¿qué pretendes? No debes robar, ¡qué vergüenza!

– Cierto -respondió él-, pero ¿cómo voy a detenerme? Mi mano se mueve y me obliga a coger cosas, quiera yo o no.

Después de aquello se echaron a dormir, y, allí tumbados, estaba todo tan oscuro que no podían ver sus propias manos. De repente, el de los ojos de gato se despertó, levantó a los otros y dijo:

– Hermanos, mirad un momento, ¿veis los ratones blancos que corren por ahí? -Los dos se levantaron, pero no vieron nada-. No estamos bien, no nos han devuelto las cosas que nos pertenecían. Debemos regresar a la posada, porque el posadero nos ha engañado.

Por tanto, a la mañana siguiente hicieron el camino de vuelta y le dijeron al posadero que no les había devuelto lo que les pertenecía; que el primero tenía una mano de ladrón, el segundo unos ojos de gato y el tercero un corazón de cerdo. El posadero respondió que la muchacha debía de ser la culpable y se dispuso a llamarla, pero ella había salido corriendo por la puerta de atrás al ver a los tres cirujanos, y no regresó a la posada. Así que los tres le dijeron al posadero que tenía que darles mucho dinero si no quería que le incendiasen la posada. El hombre les dio lo que tenía y todo lo que pudo reunir, y los tres se marcharon con eso. Les bastó para vivir el resto de sus vidas, pero habrían preferido poder recuperar los órganos que les correspondían.

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La pastora de ocas

«Cuando Roland terminó de contar la historia, miró a David.

»-¿Qué opinas del cuento? -le preguntó.

»-Creo que una vez leí una historia parecida -respondió David, con el ceño fruncido-, pero la mía era sobre una princesa, no un príncipe, aunque el final era el mismo.

»-¿Y te gustó el final?

»-Cuando era pequeño, sí, porque creía que el falso príncipe se lo merecía. Me gustaba cuando condenaban a muerte a los malos.

»-¿Y ahora?

»-Me parece cruel.

»-Pero él le habría hecho lo mismo a otro, de haber estado en sus manos.

»-Supongo que sí, pero eso no hace que el castigo esté bien.

»-Así que le habrías demostrado piedad, ¿no?

»-Si yo hubiese sido el verdadero príncipe, sí, creo que sí.

»-Pero ¿le habrías perdonado?

»-No -respondió David, tras pensárselo un momento-. Hizo algo malo, así que se merecía un castigo. Lo habría puesto a cuidar de los cerdos y a vivir como el verdadero príncipe se había visto obligado a vivir, y, si alguna vez le hubiera hecho daño a los animales o a otra persona, le habría hecho lo mismo a él.

»-Me parece un castigo adecuado y compasivo.»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XIX

Sobre La pastora de ocas

La versión de este cuento escrita por los Hermanos Grimm y reproducida a continuación, es una de las muchas que podían encontrarse en Europa y otras partes del mundo. Aunque antaño fue uno de sus cuentos más famosos, ahora ha perdido popularidad, quizá por su sencillez. No hay enanos, ni ogros, ni brujas; es una historia sobre la traición y la ecuanimidad ante el sufrimiento. Tradicionalmente, el personaje principal, la pastora de ocas del título, es una mujer, pero Roland, cuando le cuenta la historia a David, cambia el sexo del personaje para hacerlo masculino, de modo que resulte más relevante para la situación en la que el niño se encuentra. Algunas de las primeras versiones le sirven de modelo, como el cuento inglés Roswal and Lilian.

Una de las interpretaciones del cuento lo entiende como una lección sobre la incapacidad de los padres para asegurar la llegada a la madurez de los hijos. Todos los regalos terrenales que la vieja reina le entrega a su hija no bastan para mantenerla a salvo. Casi todo lo que le sucede se debe a su propio descuido y a una falta de madurez, y la historia deja claros los retos y dificultades a los que debe enfrentarse un niño que se hace mayor. También deja claro lo importante que es ser fiel a uno mismo, y el peligro de usurpar la posición de otro para obtener un ascenso.

Sin embargo, la historia que Roland le cuenta a David es mucho más sencilla. En un primer nivel, el cuento puede interpretarse como una historia de «cuco en el nido», la usurpación antes mencionada. Resulta evidente que así es como David ve a su hermanastro Georgie, y Roland reconoce la ira que el niño siente hacia el recién llegado. Los cambios que hace en el cuento son más obvios y relevantes al final: aunque los dos cuentos terminan con un castigo horrible, Roland invita a David a encontrar una alternativa al preguntarle si le parece justa la pena impuesta al impostor (cabe destacar que es el malhechor el que se impone la pena en ambas versiones del cuento, lo que indica que las malas intenciones de esa persona son las que acaban con él, y que se puede elegir hacer el mal o no). Que David sugiera una alternativa más compasiva también nos indica que ya está casi listo para aceptar la presencia de Georgie y su deber de protegerlo, como criatura más vulnerable y menos poderosa que él.

En cualquier caso, en general, he sido reacio a «censurar» los cuentos que salen en el libro, así que permanecen «rojos en diente y garra». Los niños entienden la naturaleza del castigo y les resulta tranquilizador saber que el mal recibe su merecido, como debe ser. De igual modo, eliminar la violencia y la amenaza de las viejas historias es quitarles gran parte de su poder, además de socavar los mensajes que éstas comunican sobre la, a veces, perturbadora y terrible naturaleza del mundo que los niños habitan.

La pastora de ocas

Los Hermanos Grimm

Érase una vez una vieja reina cuyo marido había muerto hacía muchos años y que tenía una hija muy bella. Cuando la princesa creció, la prometió a un príncipe que vivía muy lejos, así que, cuando llegó el momento de casarse y viajar hasta aquel reino distante, la anciana reina le preparó varios recipientes de oro y plata, joyas de los mismos metales, copas y piedras preciosas… En resumen, todo lo indicado para una dote real, porque amaba a su hija con todo su corazón. También envió con ella a su dama de compañía, que debía acompañarla y entregarla al novio. Cada una de ellas llevaría un caballo para el viaje, pero el caballo de la hija del rey se llamaba Falada y podía hablar. Así que, cuando llegó la hora de partir, la anciana madre fue a su dormitorio, cogió un cuchillito y se cortó el dedo con él hasta hacerse sangre; después dejó caer tres gotas rojas en un pañuelo blanco, se lo dio a su hija y le dijo:

– Querida niña, guárdalo con cuidado, porque este pañuelo te será útil durante el camino.

Las dos mujeres se despidieron con tristeza; la princesa se guardó el trozo de tela en el escote, montó en su caballo y fue a buscar a su prometido. Después de cabalgar durante un tiempo, sintió mucha sed y le dijo a su doncella:

– Desmonta, coge la copa que me guardas y recoge un poco de agua del arroyo para mí, porque me gustaría beber.

– Si tienes sed -respondió la doncella-, baja tú del caballo, túmbate en el suelo y bebe del arroyo, porque yo ya no soy tu criada.

Así que, como la princesa tenía mucha sed, desmontó, se inclinó sobre el agua del arroyo y bebió, y la doncella no le dejó usar su copa dorada.

– ¡Ah, santo cielo! -exclamó después de beber.

Y las tres gotas de sangre respondieron:

– Si tu madre de esto supiera, se moriría de pena.

Pero la hija del rey era humilde, no dijo nada y montó de nuevo en su caballo. Cabalgaron algunos kilómetros más, pero el día era cálido, el sol la abrasaba, y sintió sed otra vez; cuando llegaron a un arroyo, de nuevo le habló a la doncella:

– Desmonta y tráeme agua en mi copa dorada -porque había olvidado hacía tiempo las malas palabras de la muchacha.

– Si deseas beber -respondió la muchacha, con más arrogancia que antes-, hazlo como puedas, porque yo ya no soy tu criada.

Entonces, como tenía mucha sed, la hija del rey desmontó, se inclinó sobre el arroyo, lloró y exclamó:

– ¡Ay, santo cielo!

Y las tres gotas de sangre respondieron de nuevo:

– Si tu madre de esto supiera, se moriría de pena.

Y, mientras estaba inclinada sobre el arroyo bebiendo, el pañuelo con las tres gotas de sangre se le cayó del escote y se alejó flotando en el agua sin que ella se percatase, de lo preocupada que estaba. Sin embargo, la doncella lo había visto y se alegró al pensar que tenía poder sobre la novia, porque, como la princesa había perdido las tres gotas de sangre, se había quedado débil e impotente. De este modo, cuando la princesa quiso volver a montar en su caballo, el llamado Falada, la doncella le dijo:

– Falada es más adecuado para mí, y mi rocín bastará para ti. -Y la princesa tuvo que contentarse con ello.

Después, la doncella, con muchos malos modos, ordenó a la princesa que le entregase su ropa real a cambio de los ropajes raídos de la criada; y, al final, la hija del rey se vio obligada a jurarle por el cielo que las cubría que nunca le diría ni una palabra sobre aquello a nadie cuando llegasen a la corte, porque, de no haberlo jurado, la criada la habría matado de inmediato. Sin embargo, Falada lo había visto todo y tomó buena nota.

La doncella montó en Falada y la verdadera novia en el caballo malo, y así siguieron el viaje, hasta que por fin llegaron al palacio real. Allí se celebró con regocijo su llegada, y el príncipe salió corriendo a recibirlas y bajó a la doncella del caballo, creyendo que se trataba de su consorte. A la doncella la condujeron a la corte, pero la verdadera princesa se quedó abajo. Entonces, el anciano rey miró por la ventana, la vio en el patio, y notó lo elegante, delicada y bella que era, así que se dirigió al instante a los aposentos reales y le preguntó a la novia quién era la muchacha que había llegado con ella, que estaba de pie en el patio.

– La recogí por el camino para que me hiciese compañía; dadle algo que hacer, para que no esté ociosa.

Pero el anciano rey no tenía trabajo para ella, ni sabía de ninguno, así que dijo:

– Tengo un niño que cuida de las ocas; ella puede ayudarlo.

El niño se llamaba Conrad, y la verdadera novia tenía que ayudarlo a cuidar de las ocas. Poco después, la falsa novia le dijo al joven rey:

– Querido esposo, te suplico que me hagas un favor.

– Lo haré encantado -respondió él.

– Pues manda llamar al matarife y pídele que corte la cabeza del caballo en el que llegué, porque me molestó durante todo el camino.

Lo cierto era que la doncella temía que el caballo contase cómo se había comportado con la hija del rey. Después consiguió que el rey le prometiese que haría lo que le había pedido, que el leal Falada muriese; la noticia llegó a oídos de la verdadera princesa, y ella, en secreto, prometió pagarle una moneda de oro al matarife si éste le hacía un pequeño favor: había una gran puerta de aspecto oscuro en el pueblo, por la que tenía que pasar mañana y tarde con las ocas, y ella quería que el hombre clavase en ella la cabeza de Falada, para poder verlo de nuevo más de una vez. El matarife se lo prometió, cortó la cabeza y la clavó bajo la puerta oscura.

Por la mañana temprano, cuando Conrad y ella pasaron con las ocas por debajo de la puerta, ella dijo:

– ¡Ay, Falada, verte ahí colgado!

Y la cabeza respondió:

¡Ay, mi reina, qué mal has acabado!

Si tu madre de esto supiera

sin más moriría de pena.

Después se alejaron del pueblo, llevaron las ocas al campo y, cuando llegaron al prado, ella se sentó y se soltó el cabello, que era como el oro puro; Conrad lo vio y, encantado por su brillo, quiso arrancarle unos mechones. Entonces, ella cantó:

Sopla y sopla, gentil viento,

llévate el gorro bien lejos,

que lo persiga sin resuello,

hasta que me trence el cabello

y me lo recoja de nuevo.

Y así se levantó un fuerte viento que se llevó el sombrero de Conrad por el campo, y el chico tuvo que correr detrás de él. Cuando volvió, ella había terminado de peinarse el pelo y se lo estaba recogiendo, de modo que Conrad no consiguió ningún mechón, se enfadó y no quiso volver a hablar con ella. Así vigilaron a las ocas hasta la noche y después volvieron a casa.

Al día siguiente, cuando conducían a las ocas a través de la puerta oscura, la doncella dijo:

– ¡Ay, Falada, verte ahí colgado!

Y la cabeza respondió:

¡Ay, mi reina, qué mal has acabado!

Si tu madre de esto supiera

sin más moriría de pena.

Y de nuevo se sentó la muchacha en el campo y empezó a peinarse el pelo, y de nuevo Conrad intentó arrancárselo, así que ella se apresuró a entonar:

Sopla y sopla, gentil viento,

llévate el gorro bien lejos,

que lo persiga sin resuello,

hasta que me trence el cabello

y me lo recoja de nuevo.

Entonces, el viento se levantó y se llevó lejos el sombrerito de la cabeza de Conrad, el chico tuvo que salir detrás de él, y, cuando volvió, ella ya tenía el cabello recogido. Conrad no pudo conseguir su pelo, y los dos se quedaron vigilando a las ocas hasta que llegó la noche.

Pero, por la tarde, cuando llegaron a casa, Conrad fue a ver al viejo rey y le dijo:

– ¡No quiero seguir cuidando de las ocas con esa chica!

– ¿Por qué no? -le preguntó el anciano rey.

– Oh, porque no deja de molestarme. -Como el rey quiso saber qué hacía para molestarlo, Conrad le contestó-: Por la mañana, cuando pasamos bajo la puerta oscura con las ocas, hay una triste cabeza de caballo allí clavada, y ella le dice: «¡Ay, Falada, verte ahí colgado!». Y la cabeza contesta:

«¡Ay, mi reina, qué mal has acabado!/Si tu madre de esto supiera/sin más moriría de pena».

Y Conrad siguió contándole lo que pasaba en el pasto de de las ocas, y cómo siempre tenía que perseguir su sombrero.

El anciano rey le ordenó volver a conducir las ocas a la mañana siguiente, y, en cuanto se hizo de día, se colocó detrás de la puerta y oyó cómo la doncella hablaba con la cabeza de Falada; después los siguió hasta el campo y se escondió entre los arbustos del prado. Allí vio con sus propios ojos cómo la pastora y el pastor acompañaban a las ocas, y cómo, al cabo de un rato, la muchacha se sentaba a soltarse el pelo, que relucía en tonos dorados. Poco después, la oyó decir:

Sopla y sopla, gentil viento,

llévate el gorro bien lejos,

que lo persiga sin resuello,

hasta que me trence el cabello

y me lo recoja de nuevo.

Entonces llegó un soplo de viento y se llevó el sombrero de Conrad, así que al niño no le quedó más remedio que salir corriendo, mientras la doncella se peinaba el cabello tranquilamente y se lo trenzaba, bajo la atenta mirada del rey. Después, sin que nadie lo viese, el rey se marchó, y, cuando la pastora de las ocas llegó a casa por la noche, la llamó y le preguntó por qué hacía aquellas cosas.

– No puedo decíroslo, majestad, y no me atrevo a contarle mis penas a ningún ser vivo, porque he jurado por el cielo que no lo haría; de no haberlo hecho, habría perdido la vida.

Él insistió una y otra vez, pero no pudo sonsacarle nada, así que le sugirió:

– Si no me lo puedes decir, cuéntale tus penas a esa estufa de hierro. -Y se alejó.

Entonces, ella se acercó a la estufa, y empezó a llorar y a lamentarse, abriendo su corazón:

– Aquí estoy, abandonada por todos, a pesar de ser la hija de un rey, porque una doncella me amenazó tanto que me vi obligada a entregarle mi ropa real para que ella pudiese ocupar mi puesto en el altar, y ahora tengo que trabajar como pastora de ocas. Si mi madre lo supiera, se moriría de pena.

Sin embargo, el viejo rey estaba fuera, junto a la tubería de la estufa, y escuchó todo lo que decía. Después entró de nuevo en la habitación, le dijo a la muchacha que se acercase e hizo que la vistieran con ropajes reales; ¡qué guapa estaba! El anciano rey llamó a su hijo y le reveló que la novia que había conocido no era más que la dama de compañía, pero que la verdadera estaba delante de él, que se trataba de la pastora de ocas. El joven rey se alegró de todo corazón al oírlo cuando vio lo bella y joven que era, y se preparó un gran banquete al que invitaron a todos sus súbditos y a los amigos más queridos. Presidiendo la mesa se encontraba el novio, con la hija del rey a un lado y la criada al otro, pero la criada estaba deslumbrada y no reconoció a la princesa con su maravilloso vestido. Después de comer, beber y divertirse, el anciano rey le preguntó a la doncella, a modo de acertijo, qué se merecía una persona que se había comportado de tal y tal forma con su señor, relatando así toda su historia, y qué sentencia debería imponérsele. Entonces, la falsa novia respondió:

– Lo único que se merece es que la desnuden y la metan en un barril lleno de clavos, que aten el barril a dos caballos blancos, y que los caballos la arrastren por las calles del pueblo hasta que muera.

– Pues tú eres la culpable -respondió el rey-, y tú misma te has impuesto la sentencia; que así sea.

Y después de llevar a cabo el castigo, el joven rey se casó con su verdadera novia, y los dos reinaron en paz y armonía.

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La Bella y la Bestia

«En aquel momento, el espejo de la pared de su derecha brilló y se volvió transparente, y, a través del cristal, Alexander vio la forma de una mujer. Estaba vestida de negro y se sentaba en un gran trono, aunque el resto del cuarto estaba vacío. Se tapaba la cara con un velo y tenía las manos enfundadas en guantes.

»-¿Acaso no puedo ver la cara de la persona que me ha salvado la vida? -preguntó Alexander.

»-No deseo permitirlo -contestó la Dama.»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XX

Sobre La Bella y la Bestia

Hacer que Roland le contase esta historia a David fue una adición relativamente tardía a El libro de las cosas perdidas, y se trata de un cuento que se refiere más a la búsqueda de Roland que a la de David. Creo que, en ella, el caballero encuentra una forma de poner en palabras el miedo que siente por lo que le espera en la Fortaleza de Espinas, pero (y debemos recordar que también este cuento es producto de la imaginación de David y está influido por sus emociones) la amenaza vuelve a ser femenina, aunque, en este momento, las respuestas de David a su situación empiezan a ser más complejas.

Aunque en esta historia existe el mal, es una maldad que no surge del personaje femenino. Es el personaje masculino el que comete la falta: es culpable de arrogancia y vanidad, y se le castiga por sus pecados.

Orígenes

La historia de la Bella y la Bestia tiene su origen en el cuento de Apuleyo, «Cupido y Psique», dentro de El asno de oro (que data del año 2). La historia cobró importancia en el siglo xv, cuando se publicó en latín y se dio a conocer por Europa, para después ser traducida a otros idiomas y representarse en público, de modo que cada cultura aportó algunos de sus propios rasgos distintivos al cuento; por este motivo, toda una familia de cuentos nacieron de la historia original. La versión considerada canónica la escribió Jeanne-Marie Leprince de Beaumont en 1757 para su revista Magasin des enfants (o Almacén de los niños, como se la conoce en castellano), aunque Basile, Perrault y Straparola tienen versiones anteriores. En 1740, Madame de Villeneuve publicó una novela, Les Contes marins, ou la jeune Américaine, que contenía una versión de La Bella y la Bestia, reproducida a continuación.

La historia, haciendo referencia a la original de Apuleyo, se puede entender como un cuento sobre la represión de la sexualidad femenina o, quizá, de la masculina, teniendo en cuenta la transformación de bestia a hombre atractivo que se produce en las versiones más moralistas del cuento, aunque también puede entenderse como un reconocimiento de la realidad del sexo en la relación amorosa, la literal «bestia de dos espaldas». Robert Graves lo veía como una «alegoría filosófica de la progresión del alma racional hacia el amor intelectual», mientras que, en tiempos medievales, podría haber encontrado sus almas gemelas en las historias sobre el amor fraternal, sobre todo las que eran partidarias de que una mujer tolerase a un hombre feo que pudiera mantenerla.

En relación con este cuento, merece la pena examinar, como en muchos otros de los cuentos mencionados en este apartado, dos excelentes obras de Marina Warner: No Go the Bogeyman (1998) y From the Beast to the Blonde: On Fairy Tales and Their Tellers (1994).

La Bella y la Bestia

Jeanne-Marie LePrince de Beaumont

Érase una vez un comerciante muy rico que tenía seis hijos, tres chicos y tres chicas; como era un hombre sensato, no reparó en gastos para su educación y les proporcionó todo tipo de maestros. Sus hijas eran extraordinariamente bellas, sobre todo la más joven. Cuando era pequeña, todos la admiraban y la llamaban «la niña bella»; de este modo, cuando creció, siguieron llamándola Bella, lo que hacía que sus hermanas se sintieran muy celosas. La más joven, además de ser más guapa, también era mejor en todo lo demás. Las dos mayores eran muy orgullosas, porque eran ricas; se daban unos aires ridículos, no visitaban a las hijas de los otros comerciantes y sólo querían rodearse de personas importantes. Todos los días iban a fiestas, bailes, obras, conciertos y demás, y se reían de su hermana pequeña, porque ella se pasaba gran parte del tiempo leyendo buenos libros.

Como era sabido que poseían una gran fortuna, varios comerciantes eminentes se acercaron a ellas; pero las dos mayores decían que no se casarían nunca, a no ser que se encontrasen con un duque o un conde, como mínimo. Bella daba las gracias con mucha educación a quienes la cortejaban y les decía que era demasiado joven para casarse, que prefería quedarse con su padre algunos años más.

De repente, el comerciante perdió toda su fortuna, salvo una casita de campo a gran distancia de la ciudad, y, con lágrimas en los ojos, les dijo a sus hijos que tenían que mudarse a la casita y ganarse la vida trabajando. Las dos mayores respondieron que no se irían de la ciudad, porque tenían varios amantes que las acogerían gustosos, aunque no tuviesen dinero; pero las damas se equivocaban, porque sus amantes las desairaron y abandonaron a su suerte. Como eran tan orgullosas, nadie las quería, y todos decían que no eran dignas de lástima, que se merecían aquella humillación, que fueran a darse aires de grandeza mientras ordeñaban vacas y se ocupaban de la leche. Pero también añadían que estaban muy preocupados por Bella, porque era una criatura encantadora y dulce, que siempre era amable con los pobres y tenía un comportamiento afable y complaciente. Muchos caballeros se habrían casado con ella, aunque no tuviese ni un penique, pero ella les contestaba que no podía dejar a su pobre padre en su infortunio, que estaba decidida a irse con él al campo para consolarlo y cuidarlo. En un principio, la pobre Bella se lamentaba amargamente por la pérdida de su fortuna; «pero -se dijo-, por mucho que llore, no voy a solucionar nada, así que debo contentarme con lo que tengo».

Cuando llegaron a su casita del campo, el comerciante y sus tres hijos varones se dedicaron a la agricultura y la cría de animales, y Bella se levantaba a las cuatro de la mañana, se apresuraba a limpiar la casa y preparar la cena para la familia.

Al principio le resultaba muy difícil, porque no estaba acostumbrada a trabajar como una criada, pero, en menos de dos meses, se puso más fuerte y sana que nunca. Después de hacer su trabajo, leía, tocaba el clavicordio o cantaba mientras hilaba.

Por otro lado, sus dos hermanas no sabían qué hacer con su tiempo: se levantaban a las diez y se dedicaban a deambular por la casa todo el día, lamentándose por la pérdida de su bonita ropa y sus elegantes amistades.

– Mira a nuestra hermana pequeña -se decían la una a la otra-, qué criatura más estúpida y mezquina, satisfecha con una situación tan triste.

El buen comerciante tenía una opinión bien distinta; era muy consciente de que Bella eclipsaba a sus hermanas, tanto en físico como en mente, y admiraba su humildad y diligencia, pero, sobre todo, su humildad y su paciencia, porque sus hermanas no sólo le dejaban todo el trabajo de la casa, sino que también la insultaban siempre que podían.

La familia llevaba viviendo un año en aquel retiro, cuando el comerciante recibió una carta informándolo de que acababa de llegar un barco a puerto, y que parte de su cargamento le pertenecía. Aquella noticia les encantó a las dos hijas mayores, que de inmediato se permitieron albergar esperanzas de volver a la ciudad, porque estaban bastante hartas de vivir en el campo; y, cuando vieron que el padre se disponía a marcharse, le suplicaron que les comprase vestidos, sombreros y todo tipo de chucherías nuevas; pero Bella no le pidió nada, porque pensó para sí que todo el dinero que recibiese su padre apenas bastaría para comprar lo que querían las otras dos muchachas.

– ¿Qué quieres tú, Bella? -le preguntó su padre.

– Como has sido tan amable de pensar en mí -respondió ella-, te agradecería que me trajeses una rosa, porque aquí no crece ninguna, son una rareza.

A Bella no le importaban las rosas, pero quiso pedir algo, por no dejar en mal lugar la conducta de sus hermanas, que habrían dicho que su única razón para no pedir nada era llamar la atención.

El buen hombre salió de viaje, pero, cuando llegó al puerto, recurrieron a la justicia para quitarle la mercancía, y, después de muchos problemas y sinsabores, volvió a casa tan pobre como antes.

Estaba a unos cincuenta kilómetros de su casa, pensando en lo mucho que deseaba volver a ver a sus hijos, cuando, al atravesar un gran bosque, se perdió. Llovía y nevaba sin parar; además, el viento soplaba con tanta fuerza que lo tiró dos veces del caballo, y, como se hacía de noche, empezó a temer morirse de hambre y frío o devorado por los lobos, a los que oía aullar a su alrededor. Entonces, de repente, al mirar a través de un largo sendero bordeado de árboles, vio una luz a lo lejos y, después de avanzar un poco, comprobó que salía de un lugar iluminado de arriba abajo. El comerciante dio las gracias a Dios por aquel feliz descubrimiento y se apresuró a acercarse, pero se sorprendió sobremanera de no encontrar a nadie en los patios exteriores. Su caballo lo seguía y, al ver un establo abierto, entró; viendo que había heno y avena, el pobre animal, que estaba casi famélico, empezó a comer con ganas. El comerciante lo ató al comedero y caminó hacia la casa, donde no vio a nadie, pero, al entrar en un gran salón, encontró una chimenea encendida y una mesa llena de manjares, dispuesta para una sola persona. Como estaba empapado por la lluvia y la nieve, se acercó al fuego para secarse.

«Espero que el dueño de la casa o sus sirvientes me disculpen tantas libertades -se dijo-; supongo que no tardarán en aparecer.»

Esperó durante bastante tiempo, hasta que dieron las once. Como no llegaba nadie, y él tenía tanta hambre que no podía aguantarse más, cogió un pollo y se lo comió en dos bocados, sin dejar de temblar. Después se bebió unos cuantos vasos de vino, y, sintiéndose más valiente, salió del salón y atravesó varios aposentos lujosos con magníficos muebles, hasta llegar a una cámara con una cama excelente, y, como estaba muy cansado y era pasada la media noche, concluyó que lo mejor era cerrar la puerta e irse a dormir.

Eran ya las diez de la mañana siguiente cuando el comerciante se despertó y, cuando iba a levantarse, comprobó sorprendido que había una muda de ropa nueva junto a la suya, que estaba bastante estropeada; «sin duda -pensó-, este palacio pertenece a un hada que ha descubierto mi angustia». Miró por la ventana, pero, en vez de nieve, vio las pérgolas más deliciosas, repletas de las flores más bellas que había visto. Entonces regresó al salón, donde había cenado la noche anterior, y se encontró con una taza de chocolate recién hecho.

– Gracias, señora hada -dijo en voz alta-, por ser tan amable de prepararme el desayuno; le estoy muy agradecido por todos sus favores.

El buen hombre se bebió el chocolate y fue en busca de su caballo, pero, al pasar por una pérgola cubierta de rosas, recordó la petición de Bella, así que cortó una rama con muchas flores; de inmediato oyó un gran ruido y vio a una Bestia temible que corría hacia él; el hombre estuvo a punto de desmayarse.

– Eres un desagradecido -exclamó la Bestia, con voz terrible-. Te he salvado la vida recibiéndote en mi castillo, y, a cambio, me robas mis rosas, a las que valoro más que nada en el universo, así que morirás por ello; te doy un cuarto de hora para prepararte y rezar tus plegarias.

– Mi señor -respondió el comerciante, cayendo de rodillas y levantando las manos-, le suplico perdón, porque no era mi intención ofenderlo, sólo quería recoger una rosa para una de mis hijas, que me pidió que se la llevase.

– No me llamo «mi señor» -replicó el monstruo-, sino Bestia, y a mí no me gustan los cumplidos, en absoluto. Prefiero que la gente me diga lo que piensa, así que no creas que me vas a conmover con tus palabras aduladoras. Pero dices que tienes hijas. Te perdonaré con la condición de que una de ellas venga por propia voluntad y sufra por ti. No me digas más, pero sigue tu camino y júrame que, si tu hija se niega a morir en tu lugar, regresarás dentro de tres meses.

El comerciante no tenía intención de sacrificar a sus hijas ante aquel horrible monstruo, pero pensó que, al obtener aquel respiro, podría verlas una vez más, así que le prometió que regresaría, y la Bestia le dijo que podía irse cuando quisiera.

– Pero -añadió- no te irás con las manos vacías; vuelve a la habitación en la que has dormido y verás un gran baúl; llénalo con lo que más se te antoje, y yo te lo enviaré a casa. -Tras decir esto, Bestia se retiró.

– Bueno -se dijo el buen hombre-, si debo morir, al menos tendré la satisfacción de dejarles algo a mis pobres hijos.

Regresó a la cámara, encontró muchas monedas de oro y con ellas llenó el gran baúl que la Bestia había mencionado, lo cerró, y después sacó su caballo del establo y abandonó aquel lugar con tanta pena como alegría había conocido al encontrarlo. El caballo decidió tomar uno de los caminos del bosque, y, en pocas horas, el hombre estaba en casa.

Sus hijos salieron a recibirlo, pero, en vez de aceptar sus abrazos con felicidad, los miró y, con la rama entre las manos, rompió a llorar.

– Toma, Bella -le dijo-, coge estas rosas, pero no te imaginas lo mucho que le han costado a tu desgraciado padre -y después les relató su triste aventura. De inmediato, las dos hijas mayores empezaron a protestar, diciéndole todo tipo de cosas horribles a Bella, que no lloró nada.

– Mira qué orgullosa es la pequeña miserable -le dijeron-, que no quiso pedir ropa elegante, como nosotras; no señor, la señorita quería ser diferente, y eso le ha costado la vida a nuestro pobre padre, pero ella no es capaz ni de derramar una lágrima.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -respondió Bella-. Sería inútil, porque mi padre no sufrirá por mi causa. Como el monstruo aceptará a una de sus hijas, yo me entregaré a su furia, y me alegra pensar que mi muerte servirá para salvar la vida de mi padre, como prueba de mi amor por él.

– No, hermana -repusieron los tres hermanos varones-, eso no sucederá, porque iremos a buscar al monstruo y lo mataremos o pereceremos en el intento.

– Ni siquiera lo penséis, queridos hijos -intervino el comerciante-. El poder de Bestia es tan grande que no albergo ninguna esperanza de que pudierais derrotarlo. Me enternece la amable y generosa oferta de Bella, pero no puedo aceptarla. Soy viejo y no me queda mucho de vida, así que sólo perderé unos cuantos años; sólo lo siento por vosotros, mis queridos niños.

– No hay discusión, padre -contestó Bella-, no irás al palacio sin mí, no puedes evitar que te siga.

Por mucho que decían, no podían convencerla; Bella insistía en que iría al elegante palacio, y sus hermanas estaban encantadas, porque sus cualidades virtuosas y amables las tenían llenas de celos y envidia.

El comerciante estaba tan triste por la idea de perder a su hija que se le había olvidado el baúl lleno de oro, pero, por la noche, cuando se retiró a descansar, nada más cerrar la puerta de la alcoba, descubrió con asombro que el baúl estaba junto a su cama; sin embargo, decidió no contarles a sus hijos que se había hecho rico, porque entonces habrían querido regresar a la ciudad, y él no quería irse del campo; pero le confió el secreto a Bella, que le dijo que dos caballeros habían acudido durante su ausencia y habían cortejado a sus hermanas; ella le suplicó a su padre que consintiera a los matrimonios y les diera sus fortunas, porque era tan buena que las quería y les perdonaba de corazón todo el mal que le habían hecho. Aquellas criaturas malvadas se restregaron los ojos con cebolla para fingir las lágrimas cuando se separaron de su hermana, pero sus hermanos varones estaban realmente preocupados. Bella era la única que no lloró al marcharse, porque no quería que se sintieran más incómodos.

El caballo tomó el camino que llevaba al palacio, y, al anochecer, vieron que estaba iluminado como la primera vez. El animal fue solo hasta el establo, y el buen hombre y su hija entraron en el gran salón, donde encontraron una mesa con abundante comida y preparada para dos personas. El comerciante estaba demasiado triste para comer, pero Bella, decidida a parecer alegre, se sentó en la mesa y le sirvió.

«Seguro que Bestia pretende engordarme antes de comerme -pensó la muchacha-, y por eso nos ofrece este festín.»

Después de cenar oyeron un gran ruido, y el comerciante, bañado en lágrimas, le dijo adiós a su hija, porque pensaba que Bestia se acercaba. Bella se encogió de miedo ante su horrible forma, pero reunió todo el valor que tenía y, cuando el monstruo le preguntó si venía por propia voluntad, respondió, temblando:

– S-s-sí.

– Eres muy buena, y te estoy muy agradecido; hombre honrado, puedes partir por la mañana, pero no se te ocurra volver.

– Adiós, Bella, adiós Bestia -respondió el hombre, y el monstruo se retiró de inmediato-. Oh, hija -dijo el comerciante, abrazándola-, estoy muerto de miedo, créeme, será mejor que te vayas y me dejes aquí.

– No, padre -respondió Bella, en tono decidido-, te irás mañana por la mañana y dejarás que la providencia dicte mi destino.

Se fueron a la cama, pensando en que no serían capaces de cerrar los ojos en toda la noche, pero, en cuanto se tumbaron, se quedaron dormidos, y Bella soñó que una hermosa dama se le acercaba y le decía:

– Estoy satisfecha con tu buena voluntad, Bella. La generosidad de entregar tu vida para salvar la de tu padre no quedará sin recompensa.

Bella se despertó y le contó el sueño a su padre, y, aunque sirvió para consolarlo un poco, no pudo evitar llorar amargamente cuando abandonó a su querida hija.

En cuanto se fue su padre, Bella se sentó en el gran salón y por fin rompió en lágrimas; pero, como era una dama con gran determinación, se encomendó a Dios y decidió no estar preocupada durante el poco tiempo que le quedase de vida, porque estaba segura de que Bestia se la comería viva aquella noche.

Sin embargo, pensó que bien podría pasear hasta entonces y visitar aquel precioso castillo, que no podía evitar admirar; era un lugar deliciosamente agradable, y a ella le sorprendió ver que, en una puerta, habían escrito: «Estancias de Bella». Abrió la puerta al instante y se quedó deslumbrada con la magnificencia que reinaba en las habitaciones; pero lo que más le llamó la atención fue una enorme biblioteca, un clavicordio y varios libros de música.

«Bueno -se dijo-, veo que no quieren que me aburra por falta de entretenimiento durante el tiempo que me queda. -Y después reflexionó-: Aunque permaneciese aquí un día entero, no serían necesarios tantos preparativos.»

Aquella reflexión le hizo sentir un valor renovado, así que abrió la biblioteca, cogió un libro y leyó estas palabras, en letras doradas:

Bienvenida, Bella, nada temas,

de este lugar, tú eres la reina,

di qué quieres y di qué deseas

y lo obtendrás sin más problemas.

– Ay -exclamó ella, con un suspiro-, lo que más deseo es ver a mi pobre padre y saber qué está haciendo.

Nada más decir aquellas palabras, posó la mirada en un espejo, y, con gran asombro, vio su casa y a su padre llegar con semblante abatido. Sus hermanas corrieron a recibirlo y, a pesar de sus esfuerzos por parecer apenadas, su alegría por haberse librado de Bella era visible en cada uno de sus rasgos. Al cabo de un momento, todo desapareció, y con ello el temor de la muchacha ante las intenciones de Bestia.

A mediodía encontró la comida preparada y, mientras se encontraba a la mesa, la entretuvieron con un excelente concierto de música, aunque no pudo ver a nadie. Pero, por la noche, cuando iba a sentarse para tomar la cena, oyó el ruido de Bestia al acercarse y no pudo evitar sentir un miedo lamentable.

– Bella -le dijo el monstruo-, ¿me das permiso para verte cenar?

– Haz como desees -respondió ella, temblorosa.

– No -contestó Bestia-, tú eres la única señora aquí; si mi presencia te incomoda, sólo tienes que decírmelo, y me retiraré de inmediato. Pero, dime, ¿no crees que soy muy feo?

– Es cierto -respondió Bella-, porque no puedo mentir, pero creo que tienes buen carácter.

– Lo tengo -respondió el monstruo-, pero, aparte de mi fealdad, no tengo más que ofrecer; sé bien que soy una pobre criatura fea y estúpida.

– No hay nada que indique lo que dices -contestó Bella-, porque los tontos no podrían decir eso, ni tendrían un concepto tan humilde de su propio conocimiento.

– Come pues, Bella -repuso el monstruo-, y procura divertirte en tu palacio, porque todo lo que ves es tuyo, y me sentiría muy mal si no fueses feliz.

– Eres muy atento -respondió Bella-. Estoy muy contenta con tu amabilidad y, cuando pienso en ello, apenas recuerdo tu aspecto.

– Sí, sí -dijo la Bestia-, mi corazón es bueno, pero sigo siendo un monstruo.

– En la humanidad hay muchos que se merecen ese nombre más que tú -afirmó Bella-, y yo te prefiero a ti, tal como eres, antes que a aquellos que, aunque tengan forma humana, esconden un corazón traicionero, corrupto y desagradecido.

– Si tuviera buen juicio sabría hacerte un cumplido para darte las gracias -respondió Bestia-, pero soy tan torpe que sólo puedo decir que te lo agradezco mucho.

Bella comió una cena abundante y se libró casi por completo del miedo que le producía el monstruo; pero estuvo a punto de desmayarse cuando él le dijo:

– Bella, ¿querrías ser mi esposa?

Ella tardó un tiempo en atreverse a responder, porque temía enfadarlo si lo rechazaba, pero, al fin, respondió, temblando:

– No.

El pobre monstruo suspiró y siseó de una forma tan aterradora que el eco rebotó por todo el palacio. Pero Bella se repuso pronto de su miedo, porque Bestia dijo, con voz quejumbrosa:

– Entonces, adiós, Bella.

Después salió de la habitación, y sólo volvió la vista para mirarla, de vez en cuando, mientras se alejaba. Cuando Bella se quedó sola, sintió una gran compasión por la pobre Bestia.

– Ay -exclamó-, es una gran desgracia que alguien tan bueno sea tan feo.

Bella pasó tres meses muy felices en el palacio. Bestia la visitaba todas las noches y hablaba con ella durante la cena, de manera muy racional, con sentido común, pero nunca con lo que el mundo conoce por ingenio; y Bella descubría cada día alguna cualidad valiosa en el monstruo y, al verlo tan a menudo, se acostumbró a su deformidad de tal modo que, en vez de temer sus visitas, llegó a esperar con regocijo que diesen las nueve, porque Bestia siempre llegaba a esa hora. Sólo había una cosa que preocupaba a Bella, y era que, todas las noches, antes de irse a la cama, el monstruo le preguntaba si quería ser su esposa. Un día, ella le dijo:

– Bestia, haces que me sienta incómoda; ojalá pudiera aceptar tu propuesta, pero soy demasiado sincera para hacerte creer que sucederá algún día; siempre te tendré en gran estima como amigo, espero que puedas contentarte con eso.

– Debo hacerlo -respondió Bestia-, porque, ¡ay!, conozco bien mi infortunio, pero te amo con ternura. Sin embargo, debería sentirme contento por tenerte aquí; prométeme que no me dejarás nunca.

Bella se ruborizó ante sus palabras; había visto en el espejo que su padre se había puesto enfermo por haberla perdido, y deseaba volver a verlo.

– Podría prometer no dejarte nunca -respondió-, pero deseo tanto ver a mi padre que me moriré de preocupación si me lo impides.

– Antes moriría yo mismo que procurarte dolor -dijo el monstruo-. Te enviaré a ver a tu padre y te quedarás con él, y la pobre Bestia morirá de pena.

– No -respondió ella, llorando-, te aprecio demasiado para causarte la muerte. Te prometo que volveré dentro de una semana. Me has mostrado que mis hermanas se han casado y que mis hermanos se han ido al ejército; deja que me quede una semana con mi padre, porque está solo.

– Estarás allí mañana por la mañana -le aseguró Bestia-, pero recuerda tu promesa. Sólo tienes que dejar tu anillo sobre una mesa antes de irte a dormir cuando desees volver. Adiós, Bella.

Bestia suspiró, como solía hacer al darle las buenas noches, y Bella se fue a la cama muy triste al verlo tan afligido. Cuando se despertó por la mañana, se encontró en casa de su padre y, después de tocar una campanita que había junto a la cama, vio que la doncella acudía y, en cuanto la descubrió, chilló, y el buen hombre corrió escaleras arriba y estuvo a punto de morirse de alegría cuando vio de nuevo a su querida hija. La abrazó con fuerza durante un cuarto de hora. En cuanto la emoción se lo permitió, Bella pensó en levantarse, pero temió no tener ropa que ponerse; entonces, la doncella le dijo que acababa de encontrar en la habitación de al lado un enorme baúl lleno de vestidos, cubiertos de oro y diamantes. Bella le dio las gracias a Bestia por cuidar tan bien de ella y cogió uno de los vestidos más sencillos; tenía la intención de regalarles los demás a sus hermanas. En cuanto lo dijo, el baúl desapareció. Su padre le contó que Bestia insistía en que se los quedase para ella, y, al instante, baúl y vestidos aparecieron de nuevo.

Bella se vistió y, mientras tanto, mandaron llamar a sus hermanas, que se apresuraron a volver a la casa con sus maridos. Las dos estaban muy descontentas; la mayor se había casado con un caballero muy guapo, pero tan pagado de sí mismo que sólo se ocupaba de él y descuidaba a su esposa; la segunda se había casado con un hombre ingenioso, pero sólo utilizaba su don para atormentar y acosar a los demás, sobre todo a su esposa. Las hermanas de Bella enfermaron de envidia al verla vestida como una princesa, más bella que nunca, y el cariñoso comportamiento de su hermana no sirvió para calmar sus celos, que estuvieron a punto de reventar cuando les dijo lo feliz que era. Bajaron al jardín para llorar tranquilas, y le dijo la una a la otra:

– ¿Qué tiene esa niña para ser mejor que nosotras, para ser más feliz?

– Hermana -respondió la mayor-, se me acaba de ocurrir algo: si conseguimos que se quede aquí más de una semana, quizás ese monstruo idiota se enfade tanto por su falta de palabra que decida devorarla.

– Buena idea, hermana -contestó la otra-, así que debemos ser todo lo amables con ella que podamos.

Después de tomar aquella decisión, subieron a la casa y se portaron con tanto afecto con su hermana que la pobre Bella lloró de alegría. Al cabo de una semana, lloraron y se tiraron del cabello, y parecían tan tristes de verla marchar que Bella prometió quedarse otra semana.

Mientras tanto, Bella no podía evitar pensar en la preocupación que le haría sentir a la pobre Bestia, porque amaba sinceramente a aquella criatura y deseaba volver a verla. La décima noche en casa de su padre, soñó que estaba en el jardín del palacio y que veía a Bestia tendido en el césped, a punto de morir, y, con voz débil, le reprochaba su ingratitud. Bella se despertó de repente y rompió a llorar.

– ¡Qué malvada soy-exclamó-, comportarme con tanta crueldad con Bestia, que se ha esforzado tanto por agradarme en todo! ¿Acaso es culpa suya ser tan feo y tener tan poco juicio? Es amable y bueno, y eso basta. ¿Por qué me negué a casarme con él? Sería más feliz con el monstruo que mis hermanas con sus maridos; no es el ingenio, ni la belleza del marido lo que hace feliz a una mujer, sino la virtud, el carácter dulce y la buena voluntad, y Bestia tiene todas esas valiosas cualidades. Es cierto, no siento la ternura del amor por él, pero sí gratitud, estima y amistad; no lo haré desgraciado: si fuese tan desagradecida, nunca me lo perdonaría.

Después de decir aquello, Bella se levantó, puso su anillo sobre la mesa y se volvió a tumbar; apenas tocó la almohada, se quedó dormida, y, cuando se levantó a la mañana siguiente, se alegró mucho de estar de nuevo en el palacio de Bestia.

Se puso uno de sus mejores trajes para agradarlo y esperó hasta la noche con gran impaciencia. Sin embargo, cuando por fin llegó la hora deseada y el reloj dio las nueve, Bestia no apareció. Bella temió entonces haber sido la causante de su muerte, y corrió llorando y retorciéndose las manos por todo el palacio, desesperada; después de buscar en todas partes, recordó su sueño y salió al jardín, donde había soñado verlo. Allí encontró a la pobre Bestia, tirada en el suelo, sin sentido, y, tal como imaginaba, muerta. Se tiró sobre él sin miedo alguno y, al descubrir que todavía le latía el corazón, recogió un poco de agua del canal y se la echó en la cabeza. Bestia abrió los ojos y le dijo a Bella:

– Olvidaste tu promesa, y me apenó tanto perderte que decidí morir de hambre; pero, como me hace tan feliz volver a verte, muero satisfecho.

– No, querida Bestia, no debes morir. Vive para ser mi marido, porque, en este momento, te doy mi mano y te juro ser sólo tuya. ¡Ay! Creía sentir sólo amistad, pero la pena que ahora siento me convence de que no puedo vivir sin ti.

En cuanto Bella pronunció aquellas palabras, el palacio se iluminó por completo, y fuegos artificiales, instrumentos de música y todo lo demás pareció celebrar el feliz evento. Pero nada podía captar su atención, porque se volvió de nuevo hacia su querida Bestia, temblando de miedo por él. Sin embargo, ¡qué sorpresa! La Bestia había desaparecido, y, en su lugar, a sus pies, se encontraba uno de los príncipes más encantadores que hubiese visto. El príncipe le dio las gracias por poner fin al encantamiento que lo hacía parecer un monstruo, y, aunque el príncipe era merecedor de todas sus atenciones, la joven no pudo evitar preguntarle dónde estaba Bestia.

– Lo ves a tus pies -respondió él-. Un hada malvada me había condenado a conservar esa forma hasta que una bella virgen aceptara casarse conmigo. El hada también me obligó a ocultar este hecho. En todo el mundo, sólo tú podías ser lo bastante generosa para poder ganarte con mi amable naturaleza, y, al ofrecerte mi corona, nunca podré saldar la deuda que tengo contigo.

Bella, agradablemente sorprendida, le ofreció al encantador príncipe la mano para que se levantase; juntos fueron al castillo, y Bella se alegró mucho al ver que su padre y toda su familia estaban en el gran salón, llevados hasta allí por la bella dama que se le había aparecido en sueños.

– Bella -le dijo la dama-, ven y recibe la recompensa por tus juiciosas elecciones; has preferido la virtud antes que el ingenio o la belleza, y te mereces encontrar a una persona que reúna todas esas cualidades. Serás una gran reina. Espero que el trono no afecte a tu moralidad, ni te haga olvidar quién eres. En cuanto a vosotras, señoritas -le dijo el hada a las dos hermanas de Bella-, sé lo que albergáis en vuestros corazones y toda la malicia que contienen. Os convertiréis en dos estatuas, pero, a pesar de la transformación, conservaréis vuestro raciocinio. Estaréis delante de la entrada al palacio de vuestra hermana, y vuestro castigo consistirá en ser testigos de su felicidad; y no podréis recuperar vuestras antiguas formas hasta que reconozcáis vuestros fallos, aunque mucho me temo que seréis estatuas para siempre. El orgullo, la ira, la gula y la holgazanería a veces se superan, pero la transformación de una mente envidiosa y mezquina es casi un milagro.

De repente, el hada agitó su varita y, en un instante, todos los ocupantes del salón fueron transportados a los dominios del príncipe. Sus súbditos lo recibieron con alborozo, él se casó con Bella, los dos vivieron juntos muchos años, y su felicidad, como se fundaba en la virtud, fue completa.

La Bella y la Bestia

Madame de Villeneuve

Erase una vez, en un país muy lejano, un comerciante que había tenido tanta suerte en todos sus negocios que se había hecho muy rico. Sin embargo, como tenía seis hijos y seis hijas, descubrió que su dinero no bastaba para permitirles tener todo lo que se les antojaba, como era su costumbre.

Un día les ocurrió una desgracia inesperada: su casa se incendió y ardió rápidamente hasta los cimientos, con todos los maravillosos muebles, libros, cuadros, oro, plata y bienes que contenía; y aquello no fue más que el principio de sus dificultades. Su padre, que hasta el momento había prosperado en todo, de repente perdió en el mar todos los barcos que poseía, ya fuese por piratas, accidentes o incendios. Después oyó que sus empleados en países lejanos, en quienes confiaba plenamente, habían demostrado no serle fieles; y, de este modo, pasó de ser muy rico a caer en la mayor de las miserias.

Lo único que le quedaba era una casita en un lugar desierto a más de quinientos kilómetros de la ciudad en la que había vivido hasta el momento, así que tuvo que mudarse allí con sus hijos, que estaban desesperados ante la idea de llevar una vida tan diferente. De hecho, las hijas tenían la esperanza de que sus amigos, numerosos cuando eran ricas, insistieran en alojarlas en sus casas al ver que ya no poseían ninguna. Pero pronto descubrieron que estaban solas, que sus antiguos amigos incluso atribuían sus infortunios a sus pasadas extravagancias, y que no tenían intención de prestarles ayuda. Así que no les quedó más remedio que mudarse a la casita, que estaba en medio de un bosque oscuro y parecía el lugar más sombrío que pudiera encontrarse sobre la faz de la tierra.

Como eran demasiado pobres para tener criados, las muchachas tenían que ocuparse del trabajo duro, como las campesinas, mientras los hijos varones, por su parte, cultivaban los campos para ganarse la vida. Con ropas vulgares y viviendo de la forma más sencilla, las muchachas se quejaban sin cesar por haber perdido los lujos y diversiones de su antigua vida; sólo la más joven intentó seguir siendo valiente y alegre. Se había entristecido tanto como los demás cuando su padre sufrió aquella desgracia, pero recuperó rápidamente su alegría natural y se puso a trabajar para sacar lo mejor de la situación, divertir a su padre y a sus hermanos lo mejor que podía, e intentar persuadir a sus hermanas para que se unieran a sus bailes y canciones. Pero las hermanas no querían hacer nada parecido, y, como la joven no estaba tan triste como ellas, decidieron que aquella vida miserable era lo más apropiado para ella. En realidad, la hermana menor era más guapa y lista que las otras; de hecho, era tan encantadora que siempre la llamaban Bella. Al cabo de dos años, cuando todos empezaban a acostumbrarse a su nueva vida, pasó algo que perturbó su tranquilidad: su padre recibió la noticia de que uno de sus barcos, que él creía perdido, había llegado a puerto con un gran cargamento. Todos sus hijos e hijas pensaron de inmediato que se acababa su pobreza y quisieron volver directamente a la ciudad; pero su padre, que era más prudente, les suplicó que esperasen un poco, y, aunque era tiempo de cosecha y era necesario en el campo, decidió ir él solo primero, para hacer averiguaciones. Sólo la hija menor dudaba que volviesen a ser tan ricos como antes, o, al menos, lo bastante ricos para vivir cómodamente en una ciudad en la que encontrasen de nuevo diversiones y amigos alegres. Así que todos le pidieron a su padre que les comprase joyas y vestidos que costaban una fortuna, y sólo Bella, segura de que aquello no era posible, no pidió nada. Su padre, al notar su silencio, le preguntó:

– ¿Y qué te traigo a ti, Bella?

– Lo único que me gustaría es verte volver a casa sano y salvo -respondió ella.

Pero aquello enojó a sus hermanas, que creían que la muchacha las culpaba por haber pedido tantas cosas caras. Su padre, sin embargo, estaba contento, pero, como pensaba que a su edad debía tener regalos bonitos, le rogó que escogiese algo.

– Bueno, querido padre -dijo ella-, como insistes, te suplico que me traigas una rosa. No he visto ninguna desde que llegamos aquí, y adoro esas flores.

Así que el comerciante partió y llegó a la ciudad lo antes que pudo, pero allí descubrió que sus antiguos compañeros, dándolo por muerto, se habían dividido entre ellos los bienes del barco; después de seis meses de problemas y gastos, se encontró tan pobre como al principio, ya que sólo había logrado recuperar lo suficiente para sufragar el coste del viaje de vuelta. Para empeorarlo todo, se vio obligado a dejar la ciudad con un tiempo terrible, así que, cuando estaba ya a pocos kilómetros de su casa, el frío y el cansancio lo dejaron exhausto. Aunque sabía que tardaría algunas horas en volver atravesando el bosque, estaba tan ansioso por terminar el viaje que decidió hacerlo; pero la noche lo alcanzó en el camino, y la gruesa capa de nieve y la fría escarcha hacían que al caballo le resultarse imposible seguir avanzando. No había ni una casa a la vista; el único refugio que pudo encontrar fue el tronco hueco de un árbol, y allí se acurrucó toda la noche, una noche que se le hizo interminable. A pesar del cansancio, el aullido de los lobos lo mantuvo despierto, e incluso cuando el sol salió al fin, no estaba mucho mejor que antes, porque la nieve había cubierto todos los caminos y él no sabía cuál tomar.

Por fin descubrió una especie de sendero y, aunque al principio era tan accidentado y resbaladizo que se cayó más de una vez, al final se hizo más fácil y lo condujo hasta una avenida de árboles que terminaba en un espléndido castillo. Al comerciante le pareció muy extraño que no hubiese caído nieve en la avenida, que estaba compuesta sólo de naranjos, cubiertos de flores y frutos. Cuando llegó al primer patio del castillo, vio ante él unos escalones de ágata, los subió y pasó a través de varias habitaciones lujosamente amuebladas. El agradable calor del aire lo revivió, y el hombre empezó a sentir hambre; pero parecía no haber nadie en aquel enorme y espléndido palacio a quien poder pedirle algo de comer. Un profundo silencio reinaba en el ambiente, y, por fin, cansado de vagar por habitaciones y galerías vacías, se detuvo en una habitación más pequeña que las demás, donde ardía un fuego en la chimenea, junto a la cual habían colocado un sofá. Pensando que debían de haberlo preparado para un invitado, se sentó a esperar a que dicha persona llegase, y pronto se quedó dormido.

Cuando el hambre lo despertó, al cabo de varias horas, seguía solo, pero, en una mesita cercana, habían dispuesto una buena cena. Como llevaba veinticuatro horas sin comer, no perdió tiempo en dar buena cuenta de la comida, con la esperanza de tener la oportunidad de darle las gracias a su considerado anfitrión, fuera quien fuese. Pero no apareció nadie, y, después de otro largo sueño del que se despertó completamente recuperado, seguía sin haber ni rastro de persona alguna, aunque habían preparado una comida compuesta de delicados pasteles y frutas en la mesita que tenía junto al codo.

Como era una persona apocada, el silencio empezó a darle miedo y decidió volver a registrar las habitaciones, pero no tuvo éxito. No había ni un criado a la vista, ¡ningún signo de vida en todo el palacio! Empezó a preguntarse qué debía hacer; se entretuvo fingiendo que todos los tesoros que veía eran suyos y pensando cómo los dividiría entre sus hijos. Después bajó al jardín y, aunque era invierno por todas partes, allí brillaba el sol, los pájaros cantaban, las flores crecían, y el aire era suave y dulce. El comerciante, extasiado con lo que veía y oía, se dijo: «Todo esto debe de ser para mí. Iré ahora mismo a por mis hijos y los traeré para que compartan estas delicias».

A pesar del frío y el hambre que sentía al llegar al castillo, se había detenido a llevar el caballo a la cuadra y alimentarlo, así que tomó el sendero que llevaba a la cuadra para ensillar el caballo y volver a casa. El sendero tenía setos con rosas a cada lado, y el comerciante pensó que nunca había visto ni olido unas flores tan exquisitas. Entonces recordó la promesa que le había hecho a Bella, se detuvo y, nada más recoger una de las rosas para llevársela, lo sorprendió un extraño ruido a sus espaldas. Al volverse, vio a una temible Bestia que parecía muy enfadada y triste, y que le dijo con una voz terrible:

– ¿Quién te dijo que podías cortar mis rosas? ¿Es que no te bastaba con que te permitiese entrar en mi palacio y fuese amable contigo? ¡Así me demuestras tu gratitud, robándome las flores! Pero tu insolencia no quedará impune.

El comerciante, aterrado por aquellas palabras furiosas, soltó la funesta rosa y, cayendo de rodillas, suplicó:

– Perdóneme, noble señor. Le agradezco sinceramente su hospitalidad, que ha sido tan magnífica que no me imaginaba que se pudiese sentir ofendido por algo tan pequeño como cogerle una rosa.

Pero la ira de la Bestia no se apaciguó con aquel discurso.

– Tienes las excusas y los halagos bien aprendidos -exclamó-, pero eso no te salvará de la muerte que te mereces.

«¡Ay! -pensó el comerciante-. ¡Si mi hija supiera el daño que me ha causado su rosa!»

Y, desesperado, empezó a contarle a la Bestia todas sus desgracias y la razón de su viaje, sin olvidar mencionar la petición de Bella.

– Ni con toda la fortuna de un rey podría haber comprado lo que mis otras hijas pedían -dijo-, pero pensé que, al menos, podía llevarle a Bella su rosa. Le suplico que me perdone, porque ya ve que no pretendía causar ningún perjuicio.

La Bestia lo pensó durante un momento y después dijo, en un tono menos furioso:

– Te perdonaré con una condición: que me des a una de tus hijas.

– ¡Ah! -gritó el comerciante-. Si fuese tan cruel como para salvar mi vida a costa de la de una de mis hijas, ¿qué excusa podría poner para traerla hasta aquí?

– No sería necesaria ninguna excusa -respondió la Bestia-. Si ella viene, tendrá que hacerlo por su propia voluntad. No la aceptaré de otra manera. Averigua si una de ellas es lo bastante valiente y te ama lo suficiente para venir y salvarte la vida. Pareces un hombre honrado, así que te permitiré volver a casa y te daré un mes para ver si alguna de tus hijas desea volver contigo y quedarse aquí, para que tú seas libre. Si ninguna está dispuesta, debes volver solo después de despedirte de ellas para siempre, porque entonces me pertenecerás. Y no creas que puedes esconderte de mí, porque, si no cumples tu promesa, ¡iré a buscarte! -afirmó la Bestia, en tono sombrío.

El comerciante aceptó la propuesta, aunque en realidad no creía poder convencer a alguna de sus hijas para ir con la Bestia. Prometió regresar en el momento acordado, y entonces, deseando escapar de la presencia de la criatura, pidió permiso para irse de inmediato, pero ella le respondió que no podría hacerlo hasta el día siguiente.

– Entonces encontrarás un caballo preparado para ti -añadió-. Ahora ve a cenar y espera mis órdenes.

El pobre comerciante, más muerto que vivo, regresó a su cuarto, en cuya mesita, junto al fuego, lo esperaba una cena deliciosa. Pero estaba demasiado aterrado para comer, así que sólo probó algunos platos para que la Bestia no se enojara por haber desobedecido sus órdenes. Cuando terminó, oyó un gran ruido en la habitación contigua, y supo que era la Bestia, que se acercaba. Como no podía evitar la visita, su única alternativa era parecer lo menos asustado posible; así que, cuando la Bestia apareció y le preguntó con brusquedad si había cenado bien, el comerciante respondió humildemente que sí, gracias a la amabilidad de su anfitrión. Entonces la Bestia le advirtió que recordara su acuerdo y que preparara a su hija para que supiera bien lo que le esperaba.

– Mañana no te levantes hasta que veas el sol y oigas una campana dorada -añadió-. Entonces encontrarás el desayuno esperándote aquí, y el caballo que te conducirá a casa estará listo en el patio. También te traerá de vuelta cuando vengas con tu hija, dentro de un mes. Adiós. ¡Llévale una rosa a Bella y recuerda tu promesa!

El comerciante se alegró sobremanera cuando la Bestia se alejó y, aunque la tristeza no lo dejó dormir, se quedó tumbado hasta la salida del sol. Después de desayunar apresuradamente, salió a recoger la rosa de Bella, montó en el caballo, y éste lo llevó con tanta rapidez que, en un instante, perdió de vista el palacio y, todavía envuelto en oscuros pensamientos, llegó a la puerta de su casa.

Sus hijos e hijas, que estaban preocupados por su larga ausencia, corrieron a recibirlo, deseosos de conocer el resultado de su viaje. Al verlo montado en un esplendido caballo y abrigado con un manto lujoso, supusieron que todo había ido bien. Su padre, al principio, les ocultó la verdad, aunque, al darle la rosa a Bella, dijo con tristeza:

– Aquí está lo que me pediste; no te imaginas lo mucho que me ha costado.

Pero aquello suscitó tanta curiosidad que tuvo que contarles sus aventuras de principio a fin, y, al oírlas, todos quedaron muy tristes. Las muchachas lamentaron en voz alta sus esperanzas perdidas, y los hijos afirmaron que su padre no debía regresar a aquel horrible castillo, y empezaron a hacer planes para matar a la Bestia si la criatura aparecía para llevárselo. Pero él les recordó que había prometido volver. Entonces, las muchachas se enfadaron mucho con Bella y dijeron que era todo por su culpa, que, de haber pedido algo más sensato, aquello nunca habría sucedido. Después se quejaron amargamente de tener que sufrir por su estupidez.

La pobre Bella, muy angustiada, les dijo:

– Es cierto, yo he traído esta desgracia, pero os aseguro que lo hice con inocencia. ¿Quién habría pensado que pedir una rosa en pleno verano causaría tanta desdicha? Pero, como soy la culpable del daño, es justo que yo sufra por ello. Por tanto, volveré con mi padre para mantener su promesa.

Al principio, nadie deseaba aceptar aquel arreglo, y su padre y hermanos, que la querían mucho, declararon que de ningún modo conseguiría que la dejasen marchar; pero Bella se mantuvo firme. Conforme se acercaba el momento de la partida, repartió sus pocas posesiones entre sus hermanas y se despidió de todo lo que amaba, hasta que, cuando llegó el fatídico día, reunió valor y animó a su padre mientras subían al caballo que los llevaría al castillo. El animal parecía volar más que cabalgar, pero con tanta suavidad que Bella no sintió miedo; de hecho, habría disfrutado del viaje, de no ser por el temor de lo que pudiera sucederle cuando terminase. Su padre seguía intentando convencerla de que volviese a casa, pero en vano. Mientras hablaban, la noche cayó, y entonces, para su gran sorpresa, unas maravillosas luces de colores empezaron a brillar por todas partes, y unos espléndidos fuegos artificiales estallaron delante de ellos; todo el bosque quedó iluminado, e incluso sintieron un calorcillo agradable, aunque antes el frío había sido intenso. Aquello continuó hasta que llegaron a la avenida de los naranjos, donde había estatuas con antorchas, y, cuando se acercaron más al palacio, vieron que estaba iluminado de arriba abajo, y que sonaba una suave melodía en el patio.

– La Bestia debe de tener mucha hambre si se alegra tanto de que llegue su presa -dijo Bella, intentando reírse.

Pero, a pesar de su inquietud, no pudo evitar admirar las cosas maravillosas que veía.

El caballo se detuvo delante de los escalones que llevaban a la terraza, y, cuando desmontaron, su padre la llevó a la pequeña habitación en la que él había estado antes, donde encontraron un magnífico fuego en la chimenea y la mesa elegantemente preparada con una cena deliciosa.

El comerciante sabía que la comida era para ellos, y Bella, que estaba menos asustada después de recorrer tantas habitaciones sin ver a la Bestia, estaba más que dispuesta a dar cuenta de ella, porque el largo viaje le había dado mucha hambre. Sin embargo, apenas habían terminado de comer cuando oyeron el ruido de las pisadas de la Bestia al acercarse, y Bella se abrazó aterrada a su padre; su terror creció cuando comprobó lo asustado que estaba él, pero, cuando la Bestia apareció, aunque la joven tembló de pies a cabeza al verlo, hizo un gran esfuerzo por ocultar su horror y lo saludó con respeto.

Resultaba evidente que a la Bestia le agradó su saludo y, después de mirarla, aunque no parecía enfadado, dijo con un tono que habría despertado temor en el más pintado:

– Buenas noches, anciano. Buenas noches, Bella.

El comerciante estaba demasiado aterrado para responder, pero Bella respondió con dulzura:

– Buenas noches, Bestia.

– ¿Has venido por propia voluntad? -le preguntó la Bestia-. ¿Estás dispuesta a quedarte aquí cuando se vaya tu padre?

Bella respondió con valentía que estaba más que preparada para quedarse.

– Me alegra oírlo -respondió la Bestia-. Como has venido por tu propia voluntad, puedes quedarte. En cuanto a ti, anciano -añadió, dirigiéndose al comerciante-, mañana, cuando salga el sol, volverás a casa. Cuando suene la campana, levántate deprisa, desayuna y encontrarás el mismo caballo esperándote; pero recuerda que no puedes volver a ver mi palacio. -Después, volviéndose hacia Bella, continuó-: Lleva a tu padre a la habitación contigua y ayúdale a escoger todo lo que creas que les gustaría tener a tus hermanos y hermanas. Encontrarás dos baúles de viaje; llénalos hasta donde puedas. Es justo que les envíes algo muy preciado para que se acuerden de ti. -Entonces se volvió para irse, diciendo-: Adiós, Bella; adiós, anciano.

Y, aunque Bella empezaba a sentirse consternada por la marcha de su padre, le dio miedo desobedecer las órdenes de la Bestia, así que fueron a la habitación contigua, que tenía estanterías y armarios por todas partes. Se sorprendieron al ver las riquezas que contenía: había vestidos espléndidos, adecuados para una reina, con todos los ornamentos que debían llevarse con ellos; y, cuando Bella abrió los armarios, se quedó deslumbrada por las preciosas joyas que cubrían todos los estantes. Después de escoger una gran cantidad de regalos, los dividió entre sus hermanas (porque había formado una pila de maravillosos vestidos para cada una de ellas) y abrió el último baúl, que estaba lleno de oro.

– Padre -dijo Bella-, creo que, como este oro te será útil, será mejor que saquemos de nuevo lo demás y llenemos los baúles con él.

Y eso hicieron; pero, cuanto más metían, más espacio parecía haber dentro, así que, finalmente, metieron todas las joyas y vestidos que habían sacado, y Bella pudo añadir todas las joyas que pudo cargar; entonces comprobaron que los baúles no estaban llenos del todo, ¡pero que pesaban tanto que ni un elefante podría con ellos!

– La Bestia se burla de nosotros -exclamó el comerciante-, debe de estar fingiendo que nos da todas estas cosas, pues sabe que nunca podré llevármelas.

– Esperemos a ver -respondió Bella-. No puedo creer que intente engañarnos. Sólo podemos cerrar los baúles y dejarlos listos.

Hicieron lo que la joven decía y regresaron a la pequeña habitación, donde, para su asombro, encontraron el desayuno listo. El comerciante comió con gran apetito, porque la generosidad de la Bestia lo había hecho creer que quizá pudiera volver pronto a ver a Bella. Pero ella estaba segura de que su padre la dejaba para siempre, así que se puso muy triste cuando sonó la campana por segunda vez, advirtiéndolos de que había llegado el momento de separarse. Bajaron al patio, donde dos caballos los esperaban, uno cargado con los dos baúles y otro para que el comerciante montase en él. Movían las patas, impacientes por empezar el viaje, y el hombre se vio obligado a despedirse de Bella; en cuanto estuvo montado, se alejó a tanta velocidad que la joven lo perdió de vista en un instante. Entonces, Bella empezó a llorar y, muy triste, se dirigió de vuelta a su habitación. Pero pronto se dio cuenta de que tenía mucho sueño, y, como no tenía nada mejor que hacer, se tumbó y se quedó dormida al instante. Entonces soñó que caminaba por un arroyo bordeado de árboles, lamentándose de su triste destino, cuando un joven príncipe, más guapo que ninguno que hubiese visto antes y con una voz que le llegaba directa al corazón, se le acercaba y decía:

– ¡Ah, Bella! No eres tan desdichada como supones. Aquí se te recompensará por todo lo que has sufrido antes, se te concederán todos tus deseos. Sólo tienes que intentar encontrarme, sin importarte mi disfraz, porque te amo de todo corazón, y, al hacerme feliz, también encontrarás tu propia felicidad. Si tu honestidad es tan grande como tu belleza, tendremos todo lo que deseemos.

– Oh, príncipe, ¿cómo podría hacerte feliz? -le preguntó Bella.

– Sólo muéstrate agradecida -respondió- y no confíes demasiado en tus ojos. Y, sobre todo, no me abandones hasta haberme salvado de mi cruel desdicha.

Después de aquello, Bella creyó encontrarse en una habitación con una dama hermosa y elegante que le dijo:

– Querida Bella, intenta no lamentar lo que has dejado atrás, porque estás destinada a algo mejor. Lo único que tienes que hacer es no dejarte engañar por las apariencias.

A Bella le parecieron tan interesantes aquellas visiones qUe no tuvo prisa por despertarse, pero, al final, el reloj interrumpió su sueño llamándola suavemente por su nombre doce veces, así que se levantó y encontró su tocador repleto de todo lo que pudiera necesitar; una vez completado su aseo vio la comida preparada en la habitación contigua. Pero no se tarda mucho en comer cuando se está solo, así qUe pronto se sentó en la cómoda esquina de un sofá y empezó a pensar en el encantador príncipe que había visto en su sueño.

«Me dijo que podía hacerlo feliz -se dijo Bella-. Entonces parece que esta horrible Bestia lo mantiene prisionero. ¿Cómo puedo liberarlo? Me pregunto por qué el príncipe y la dama me han dicho que no me fíe de las apariencias. No lo entiendo, pero, al fin y al cabo, no era más que un sueño, así que, ¿por qué preocuparme por ello? Será mejor que vaya a buscar algo con lo que entretenerme.»

Así que se levantó y empezó a explorar algunas de las habitaciones del palacio.

La primera en la que entró estaba cubierta de espejos, y Bella se vio reflejada en todas partes y pensó que nunca había visto un lugar tan encantador. Después le llamó la atención un brazalete que estaba colgado de un candelabro y, al cogerlo la sorprendió mucho comprobar que tenía un retrato de su desconocido admirador, el mismo que había visto en sueños, Se puso el brazalete en el brazo con gran placer y entró en una galería de cuadros, donde pronto encontró el retrato del mismo bello príncipe, a tamaño real y tan bien pintado que, mientras lo examinaba, él pareció sonreírle con amabilidad. Cuando por fin consiguió apartarse del retrato, pasó por una habitación que contenía todos los instrumentos musicales del mundo, y allí se entretuvo un rato probando algunos de ellos y cantando hasta que se cansó. La siguiente habitación era una biblioteca, y vio todos los libros que había deseado leer, además de todos los que había leído, y le pareció que una sola vida no sería suficiente ni para empezar a leer todos los títulos, de tantos que había. Para entonces empezaba a anochecer, y las velas de cera, en sus candelabros de diamantes y rubíes, empezaban a encenderse solas en todas las habitaciones.

Bella encontró su cena servida justo a la hora en que prefería cenar, pero no vio a nadie, ni oyó nada, y, aunque su padre ya le había advertido que estaría sola, empezó a aburrirse.

De repente, oyó que la Bestia se acercaba y se preguntó, temblorosa, si pensaría comérsela.

Sin embargo, la criatura no parecía feroz y sólo dijo, con voz ronca:

– Buenas noches, Bella.

Así que ella respondió alegremente y consiguió ocultar su temor. Después la Bestia le preguntó cómo se había estado entreteniendo, y ella le habló de las habitaciones que había visto.

Después, la Bestia le preguntó si era feliz en el palacio, y Bella respondió que todo era tan bello que sería muy desagradecida si no fuese feliz. Estuvieron charlando una hora, y Bella empezó a pensar que la Bestia no era tan terrible como había supuesto en un principio. Entonces, la criatura se levantó para irse y le preguntó a la joven, con su voz ronca:

– ¿Me amas, Bella? ¿Quieres casarte conmigo?

– ¡Oh! ¿Qué debería responder? -exclamó Bella, porque temía enfadar a la Bestia si se negaba.

– Di sí o no sin miedo -respondió él.

– Oh, no, Bestia -repuso Bella al instante.

– Como no deseas casarte conmigo, buenas noches, Bella.

– Buenas noches, Bestia -contestó ella, contenta de saber que su rechazo no lo había provocado. Una vez se hubo ido su anfitrión, la joven se acostó pronto y soñó con el príncipe desconocido. Le pareció que se acercaba a ella y que le decía:

– ¡Ah, Bella! ¿Por qué eres tan cruel conmigo? Me temo que estoy destinado a ser infeliz durante muchos años más.

Entonces su sueño cambió, pero el príncipe encantador estaba en todos ellos; y, cuando se hizo de día, lo primero que quiso hacer la joven fue mirar el retrato y comprobar si realmente se parecía al príncipe de su sueño, y así era.

Aquella mañana decidió entretenerse en el jardín, porque el sol brillaba y el agua jugaba en las fuentes, pero descubrió asombrada que todo le resultaba familiar, y, al fin, llegó al arroyo en el que crecían los mirtos, donde había visto por primera vez al príncipe en su sueño, y eso le hizo pensar más que nunca en que debía de ser un prisionero de la Bestia.

Cuando se cansó, regresó al palacio y encontró otra habitación llena de materiales para cualquier tipo de labor: cintas para hacer lazos y sedas para hacer flores. Después vio un aviario lleno de pájaros exóticos que estaban tan amaestrados que volaron hacia Bella en cuanto la vieron, y se le posaron en los hombros y la cabeza.

– Qué criaturitas tan preciosas -dijo ella-. Ojalá vuestra jaula estuviese más cerca de mi habitación, porque así podría oíros cantar.

Nada más pronunciar aquellas palabras, abrió una puerta y descubrió, encantada, que daba a su propia habitación, aunque había creído que estaba justo al otro lado del palacio.

En otro cuarto había más pájaros, loros y cacatúas que podían hablar, y que saludaron a Bella por su nombre; de hecho, le parecieron tan entretenidos que se llevo un par de ellos a su dormitorio, y los pájaros le hablaron mientras cenaba; después, la Bestia le hizo su acostumbrada visita, le preguntó lo mismo que antes, le dio las buenas noches, se fue, y Bella se acostó para soñar con su misterioso príncipe. Los días pasaron rápidamente, entretenida con variadas diversiones, y, al cabo de un tiempo, Bella encontró otra cosa extraña en el palacio que le servía para distraerse cuando se cansaba de estar sola. Había una habitación en la que no había notado nada de particular; en ella sólo había un sillón muy cómodo debajo de cada ventana, y, la primera vez que miró por una de las ventanas, le había parecido que una cortina negra le tapaba la vista. Pero la segunda vez que entró en el cuarto, como estaba cansada, se sentó en uno de los sillones, y, entonces, la cortina se apartó y pudo contemplar una representación muy divertida; había bailes, luces de colores, música y vestidos bonitos, y todo era tan alegre que Bella quedó extasiada. Después de aquello, probó las otras siete ventanas, una tras otra, y en todas ellas había algún entretenimiento nuevo y sorprendente, así que Bella nunca pudo volver a sentirse sola. Todas las noches, después de cenar, la Bestia iba a verla y siempre, antes de darle las buenas noches, le preguntaba con su terrible voz:

– Bella, ¿quieres casarte conmigo?

Y a Bella, que creía entenderlo mejor, le parecía que cada vez que rechazaba su propuesta, la criatura se marchaba muy triste. Pero sus felices sueños del guapo príncipe la hacían olvidar a la pobre Bestia, y lo único que la inquietaba era aquella insistencia en que no debía fiarse de las apariencias, que se dejara llevar por el corazón y no por los ojos, y muchas otras cosas que le causaban perplejidad, porque, por mucho que reflexionaba sobre ellas, no les encontraba respuesta.

Y así continuó todo durante largo tiempo, hasta que al fin, aunque estaba contenta, Bella empezó a echar de menos a su padre y a sus hermanos; una noche, al verla muy triste, la Bestia le preguntó qué le pasaba. Bella ya no le tenía miedo, porque sabía que era un ser amable, a pesar de su aspecto feroz y su terrible voz, así que respondió que deseaba poder ver una vez más su hogar. Al oír aquello, la Bestia pareció muy afligida y exclamó, con tristeza:

– ¡Ah! Bella, ¿serías capaz de abandonar así a una pobre Bestia? ¿Qué más necesitas para ser feliz? ¿Deseas escapar porque me odias?

– No, querida Bestia -respondió Bella en voz baja-. No te odio, y lamentaría mucho no volver a verte, pero desearía ver a mi padre una vez más. Deja que pase con él dos meses, y te prometo volver y quedarme aquí durante el resto de mi vida.

La Bestia, que había estado suspirando con melancolía mientras ella hablaba, contestó:

– No puedo negarte nada que me pidas, aunque me cueste la vida. Llévate las cuatro cajas que encontrarás en la habitación contigua a la tuya y llénalas con todo lo que desees llevarte. Pero recuerda tu promesa y vuelve al cabo de dos meses, o puede que te arrepientas, porque, si no regresas a tiempo, encontrarás muerta a tu fiel Bestia. No necesitarás carruaje para volver, sólo tienes que decirles adiós a tus hermanos la noche anterior a tu partida y, cuando te acuestes, dale la vuelta a este anillo en tu dedo y di con firmeza: «Deseo volver a mi palacio y ver de nuevo a mi Bestia». Buenas noches, Bella. Nada temas, duerme bien y, en poco tiempo, verás de nuevo a tu padre.

En cuanto Bella se quedó sola, se apresuró a llenar las cajas con todas las cosas exóticas y valiosas que veía a su alrededor, y sólo cuando se cansó de hacerlo parecieron estar llenas.

Después se acostó, pero no pudo dormir, de lo alegre que se sentía. Cuando por fin lo hizo, empezó a soñar con su amado príncipe, pero se afligió al verlo tumbado sobre un banco de hierba, triste y cansado, apenas una sombra de sí mismo.

– ¿Qué te ocurre? -le preguntó.

– ¿Cómo puedes preguntármelo, mujer cruel? -respondió él, mirándola con reproche-. ¿Acaso no me abandonas, quizás a la muerte?

– ¡Ah! No temas -exclamó Bella-. Sólo me voy para asegurarle a mi padre que estoy a salvo y feliz. Le he prometido a la Bestia que regresaré, ¡y se morirá de pena si no mantengo mi palabra!

– ¿Y eso qué te ha de importar? -preguntó el príncipe-. Seguro que no te preocupa.

– Claro que sí, sería una desagradecida si no me preocupase por una Bestia tan amable -gritó Bella, indignada-. Me moriría con tal de ahorrarle cualquier pena. Te aseguro que no es culpa suya ser tan feo.

Justo entonces, un sonido extraño la despertó: alguien hablaba cerca de ella. Al abrir los ojos, vio que estaba en una habitación que no conocía, ni mucho menos tan espléndida como las otras del castillo de la Bestia. ¿Dónde podía estar? Se levantó, se vistió a toda prisa, y entonces vio que todas las cajas que había empaquetado la noche anterior estaban en el cuarto.

Mientras se preguntaba qué magia habría usado la Bestia para transportar las cajas y a ella misma hasta aquel lugar extraño, de repente oyó la voz de su padre y corrió a saludarlo con regocijo. Sus hermanos y hermanas la contemplaron con asombro, como si no esperasen volver a verla, y sus preguntas no tenían fin. Ella también tenía mucho que oír sobre lo sucedido en su ausencia y sobre el viaje de regreso de su padre, pero, cuando oyeron que sólo había vuelto con ellos para pasar una corta temporada y que después debía regresar al palacio de la Bestia para siempre, se lamentaron profundamente. Entonces Bella le preguntó a su padre cuál pensaba que era el significado de los extraños sueños que había tenido, y por qué el príncipe le suplicaba constantemente que no confiase en las apariencias. Después de mucha reflexión, su padre dijo:

– Tú misma me has dicho que la Bestia, aunque parezca aterradora, te ama, y que se merece tu amor y gratitud por su amabilidad y dulzura; creo que el príncipe quiere que comprendas que debes recompensar a esa criatura haciendo lo que te pide, a pesar de su fealdad.

A Bella no le quedó más remedio que aceptar que la explicación de su padre era muy probable; sin embargo, cuando pensaba en su querido príncipe, el que era tan guapo, no sentía deseo alguno de casarse con la Bestia. En cualquier caso, no tenía que decidir nada hasta que pasaran dos meses, así que podía divertirse con sus hermanas. Pero, aunque ya eran ricos, vivían de nuevo en la ciudad y tenían muchas amistades, Bella descubrió que nada la entretenía demasiado. A menudo pensaba en el palacio, donde era tan feliz, sobre todo porque, en casa, no había soñado ni una vez con el príncipe, y se sentía triste sin él.

Sus hermanas parecían haberse acostumbrado a estar sin ella, e incluso la veían como un estorbo, así que no lamentaban el fin de aquella estancia de dos meses; pero su padre y sus hermanos le suplicaron que se quedase, y parecían tan afligidos al pensar en su marcha que ella no tuvo valor para decirles adiós. Todos los días, cuando se levantaba por la mañana, se decía que lo haría aquella noche, pero, cuando la noche llegaba, volvía a posponerlo; hasta que, un día, tuvo un horrible sueño que la ayudó a decidirse. Soñó que estaba caminando por un encantador sendero de los jardines del palacio, cuando oyó unos gruñidos que parecían provenir de unos arbustos que ocultaban la entrada a una cueva, así que corrió hacia ellos para ver qué pasaba, y allí se encontró a la Bestia tirada sobre un costado, con aspecto de estar a punto de morir. La criatura le reprochó débilmente ser la causa de su angustia, y, en aquel mismo instante, apareció una dama majestuosa y le dijo a Bella:

– Ah, Bella, estás justo a tiempo de salvarle la vida. ¡Ya ves lo que ocurre cuando no se cumple una promesa! Si te hubieses retrasado un día más, lo habrías encontrado muerto.

A Bella le dio tanto miedo el sueño que, a la mañana siguiente, anunció su intención de marcharse de inmediato; aquella misma noche, dijo adiós a su padre y a todos sus hermanos, y, en cuanto estuvo en la cama, le dio la vuelta al anillo y dijo con firmeza, como le había dicho la criatura:

– Deseo volver a mi palacio y ver de nuevo a mi Bestia.

Entonces se quedó dormida al instante, y sólo se despertó cuando oyó que el reloj decía doce veces, con su voz musical:

– Bella, Bella.

Así supo que había vuelto al palacio. Todo estaba igual que antes, y sus pájaros se alegraron de verla, pero a Bella le pareció el día más largo de su vida, porque estaba deseando ver de nuevo a la Bestia, y las horas que quedaban para la cena se le hicieron interminables.

Sin embargo, cuando llegó la cena y la Bestia no apareció, se asustó de verdad; después de escuchar y esperar durante largo rato, salió corriendo al jardín para buscarlo. La pobre Bella corrió por todos los senderos y avenidas, llamándolo en vano, porque nadie respondía y no encontraba ni rastro de él, hasta que, finalmente, se detuvo a descansar un minuto y vio que estaba frente al sendero sombreado que había visto en su sueño. Corrió por él y, efectivamente, allí estaba la cueva, y, en ella, yacía la Bestia… dormida, según creyó Bella. Contenta de haberlo encontrado, corrió hacia él y le acarició la cabeza, pero, horrorizada, comprobó que no se movía, ni abría los ojos.

– ¡Oh, está muerto, y es culpa mía! -exclamó Bella, llorando amargamente.

Pero entonces lo miró de nuevo y le pareció notar que aún respiraba, así que corrió a recoger agua de la fuente más cercana, le salpicó la cara con ella y comprobó, encantada, que empezaba a revivir.

– ¡Ay, Bestia, me has asustado! -lloró la joven-. No sabía lo mucho que te quería hasta este preciso instante, cuando he temido haber llegado demasiado tarde para salvarte.

– ¿De verdad puedes amar a una criatura tan fea como yo? -preguntó la Bestia débilmente-. ¡Ah, Bella, llegas justo a tiempo! Me moría porque pensaba que habías olvidado tu promesa. Pero ve a descansar, que te veré más tarde.

Bella, que casi esperaba que estuviese enfadado con ella, se tranquilizó con la amabilidad de su voz y regresó al palacio, donde la cena la esperaba, y después apareció la Bestia, como siempre, y hablaron sobre el tiempo que la joven había pasado con su padre, y la criatura le preguntó si se había divertido y si todos se habían alegrado de verla.

Bella respondió con educación y disfrutó contándole todo lo sucedido. Cuando por fin llegó el momento de separarse, la Bestia le preguntó, como había hecho tantas otras veces:

– Bella, ¿quieres casarte conmigo?

– Sí, querida Bestia -respondió ella, en voz baja.

En cuanto lo dijo, una llamarada de luz surgió al otro lado de las ventanas del palacio, volaron los fuegos artificiales, sonaron petardos y, por toda la avenida de los naranjos, en letras compuestas por mil luciérnagas, se podía leer: «Larga vida al príncipe y a su esposa».

Cuando se volvió hacia la Bestia para preguntarle qué quería decir aquello, Bella descubrió que la criatura había desaparecido y que, en su lugar, ¡se encontraba su amado príncipe! En aquel mismo instante oyeron las ruedas de un carruaje en la terraza, y dos damas entraron en la habitación. Bella reconoció a una de ellas, pues era la majestuosa dama que había visto en sueños; la otra era también tan elegante y regia que la joven no supo a quién saludar primero.

Pero la que ya conocía le dijo a su acompañante.

– Bueno, mi reina, ésta es Bella, la que ha tenido el valor de rescatar a vuestro hijo de su terrible encantamiento. Se aman, y sólo falta vuestro consentimiento para que se casen y su felicidad sea completa.

– Doy mi consentimiento de todo corazón -exclamó la reina-. Encantadora muchacha, nunca podré agradecerte lo suficiente que hayas devuelto a mi hijo a su verdadera forma.

Entonces abrazó a Bella y al príncipe, que había estado saludando al hada y recibiendo sus felicitaciones.

– Ahora -le dijo el hada a Bella-, supongo que te gustaría invitar a todos tus hermanos y hermanas a tu boda.

Así se hizo; el matrimonio se celebró al día siguiente con el mayor de los lujos, y Bella y el príncipe vivieron felices para siempre.

Lang, Andrew, 1844-1912,

Blue Fairy Book

Electronic Text Center,

Biblioteca de la Universidad de Virginia

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La Bella Durmiente

«-Tenía un amigo que se llamaba Raphael -dijo, sin mirar a David-. Raphael quería demostrar su valía delante de los que dudaban de su coraje y hablaban mal de él a sus espaldas. Oyó la historia de una mujer condenada por una hechicera a dormir para siempre en una cámara llena de tesoros, y juró que la liberaría de su encantamiento.»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XIX

«David empezó a entender por qué [la fortaleza] le había parecido borrosa a lo lejos.

»Estaba completamente cubierta de unas enredaderas marrones que rodeaban la torre central, y cubrían muros y almenas. De aquellas enredaderas nacían oscuras espinas, algunas de hasta treinta centímetros de largo y más gruesas que la muñeca de David…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XXIV

Sobre La Bella Durmiente

En El libro de las cosas perdidas, David mezcla el cuento de la Bella Durmiente con otras fuentes, como el poema de Browning «Childe Roland a la torre oscura llegó», para llegar hasta la Fortaleza de Espinas y la mujer dormida que en ella se esconde. La mujer es, en apariencia, el objeto de la búsqueda de Roland, aunque, en realidad, Roland busca a Raphael, su alma gemela. Es David el que le da forma final a la mujer de la torre, que es tanto su madre como Rose, la mujer que quería ser su madre; también se trata de una personificación de todos los miedos de David, una figura femenina aún más temible que la Bestia a la que se había enfrentado en un momento anterior del libro.

Los elementos sexuales del cuento original, que se han suavizado un poco en las narraciones posteriores, aquí vuelven a salir a la superficie, convirtiéndose en una manifestación de la floreciente sexualidad de David y en un reconocimiento de sus confusos sentimientos hacia Rose (y, quizás, hacia su madre, lo que nos lleva a las interpretaciones edípicas que de este tipo de cuentos hace Bruno Bettelheim). Está claro que la historia de la princesa dormida puede verse como una alegoría del viaje de niña a mujer: el pinchazo en el dedo, del que surge la sangre, presagia la menstruación; el periodo de latencia, la espera del primer despertar sexual; y la llegada del despertar en forma de relación sexual, simbolizada en algunos cuentos por un beso, y, en otros, por un acto mucho más íntimo.

Orígenes

Rosa Silvestre o La Bella Durmiente, su título más conocido, apareció de varias formas antes de ser finalmente puesta por escrito por los Hermanos Grimm. Un breve resumen incluiría versiones de Perrault y Basile, además de apariciones en Frayre de joy e Sor de Placer (catalán, siglo xiv), y en Perceforest (francés, siglo xvi).

En las primeras versiones del cuento, la muchacha dormida es violada por su descubridor (en el cuento de Basile, el rey que la descubre «arranca de ella los frutos del amor») y se despierta al nacer su bebé: literalmente, un despertar sexual. Las versiones posteriores del cuento optan por un despertar un poco menos abrupto, cuyo exponente más famoso es el beso de los Hermanos Grimm.

Las versiones más antiguas también alargaban el cuento e incluían detalles sobre el matrimonio de la princesa, su encuentro con una suegra caníbal y el posterior fallecimiento de la suegra en una tina llena de serpientes. Sin embargo, la Bella Durmiente sigue siendo una de las heroínas de cuento de hadas más pasivas de la historia, y no resulta sorprendente que el cuento suscite nuevas interpretaciones. Como ocurre con otros cuentos incluidos en El libro de las cosas perdidas, Emma Donoghue, Anne Sexton y Robert Coover han utilizado la historia para llevarla por diferentes derroteros.

La pequeña Rosa Silvestre

Los Hermanos Grimm

Hace mucho tiempo vivían un rey y una reina que se decían todos los días:

– ¡Ay, ojalá tuviéramos un hijo!

Pero aquello nunca sucedía. Un día que la reina se estaba bañando, una rana salió del agua, aterrizó de un salto en la tierra y le dijo:

– Tu deseo se cumplirá; antes de un año tendrás una hija.

Lo que presagió la rana se hizo realidad, y la reina tuvo una hija que era tan bonita que el rey no pudo contener la emoción y preparó un gran banquete para celebrarlo. No sólo invitó a su familia, amigos y conocidos, sino también a las Mujeres Sabias, para que así fuesen amables y se portasen bien con la niña. En su reino había trece, pero, como sólo tenía doce platos de oro para que comiesen, tuvo que dejar a una de ellas en casa.

El banquete se celebró con grandes lujos, y, cuando llegó a su fin, las Mujeres Sabias concedieron sus regalos mágicos al bebé: una le dio virtud, otra belleza, otra riquezas, y así continuaron hasta que la niña tuvo todo lo que se podría desear.

Después de que once de ellas hiciesen sus promesas, de repente, apareció la decimotercera, que deseaba vengarse por no haber sido invitada. Así que, sin saludar, sin mirar a nadie, gritó en voz alta:

– La hija del rey se pinchará el dedo con un huso el día de su decimoquinto cumpleaños y caerá muerta. -Sin decir más, la mujer se volvió y dejó la sala.

Todos quedaron perplejos, pero la duodécima, que todavía no había expresado sus buenos deseos, dio un paso adelante y, como no podía deshacer la malvada sentencia, decidió suavizarla, diciendo:

– No morirá, sino que quedará sumida en un profundo sueño que durará cien años.

El rey, que estaba dispuesto a salvar como fuese a su hija de aquella desgracia, dio órdenes de que se quemasen todos los husos del reino. Mientras tanto, los regalos de las Mujeres Sabias cobraron vida dentro de la joven princesa, porque era tan bella, modesta, cordial y sabia, que todos los que la veían quedaban prendados de ella.

Sucedió que, el día de su decimoquinto cumpleaños, el rey y la reina no estaban en casa, y la joven se quedó en el palacio prácticamente sola, así que vagó por todos los rincones, miró en todos los cuartos y dormitorios que quiso, y, por fin, llegó a una vieja torre. Subió por la estrecha escalera de caracol y llegó a una puertecita, que tenía una llave oxidada en la cerradura. Cuando giró la llave, la puerta se abrió de golpe, y allí, en el cuartito, vio a una anciana con una rueca, hilando lino.

– Buenos días, anciana señora -la saludó la hija del rey-. ¿Qué hace aquí?

– Estoy hilando -replicó la anciana, asintiendo con la cabeza.

– ¿Qué clase de instrumento es ése, que hace un ruido tan alegre? -preguntó la muchacha, y cogió el huso, porque ella también quería hilar. Pero, en cuanto lo hubo tocado, el decreto mágico se cumplió, y la joven se pinchó el dedo con él.

En el mismo instante en que sintió el pinchazo, la princesa cayó sobre la cama que había junto a la rueca, y allí quedó sumida en un profundo sueño. El sueño se adueñó de todo el palacio; el rey y la reina, que acababan de llegar a casa y estaban entrando en el gran salón, se quedaron también dormidos, y, con ellos, toda la corte. Los caballos se durmieron en las cuadras, los perros en el patio, las palomas en el tejado, las moscas en las paredes, e incluso el fuego de la chimenea se quedó quieto y dormido, la carne que se asaba dejó de chisporrotear, y el cocinero, que estaba a punto de tirarle de los pelos al pinche porque se había olvidado de algo, lo soltó y se quedó dormido. Y el viento amainó, y en los árboles que guardaban el castillo no volvió a moverse ni una hoja.

Sin embargo, alrededor del castillo empezó a crecer un seto espinoso, que cada año se hacía más alto, hasta que por fin rodeó el castillo por todas partes, de modo que, desde el exterior, no se veía nada, ni siquiera la bandera del tejado. Pero la historia de Rosa Silvestre, porque así se llamaba la bella durmiente, recorrió el país, de modo que, de vez en cuando, los hijos de los reyes intentaban atravesar el seto espinoso para entrar en el castillo.

Sin embargo, todos descubrían que era imposible, porque las espinas estaban muy juntas, como si tuviesen manos, y los jóvenes quedaban atrapados en ellas, no podían soltarse y morían de forma horrible.

Al cabo de muchos, muchos años, el hijo de un rey llegó al país y oyó a un anciano hablar sobre el seto espinoso y el castillo que había tras él, donde una princesa de belleza asombrosa, llamada Rosa Silvestre, llevaba cien años dormida, junto con el rey, la reina y toda la corte. El príncipe también le había oído contar a su abuelo que muchos hijos de reyes habían intentado atravesar el seto espinoso, pero habían quedado atrapados y muerto de forma lamentable. Entonces, el joven dijo:

– No tengo miedo, iré a ver a la bella Rosa Silvestre.

El anciano intentó disuadirlo como pudo, pero el joven no hizo caso de sus palabras.

Para entonces ya habían pasado cien años y había llegado el día del despertar de Rosa Silvestre. Cuando el hijo del rey llegó cerca del seto, no había más que unas enormes y bellas flores que se apartaron y lo dejaron pasar sin sufrir daño, para después cerrarse detrás de él como un seto. En el patio del castillo, el príncipe vio los caballos y los perros dormidos; en el tejado, vio las palomas, con las cabezas bajo las alas; y, cuando entró en la casa, las moscas estaban dormidas en las paredes, el cocinero seguía con la mano en alto intentando coger al niño, y la doncella seguía sentada junto a la gallina negra que había estado a punto de desplumar.

Siguió avanzando y, en el gran salón, vio a toda la corte dormida, y, junto al trono, encontró al rey y a la reina.

Después siguió adelante, y todo estaba tan silencioso que podía oír su respiración; por fin llegó a la torre y abrió la puerta del cuartito en el que Rosa Silvestre yacía dormida. Estaba tan bella que el joven no podía apartar los ojos, así que se inclinó y le dio un beso. Pero, en cuanto lo hizo, Rosa Silvestre abrió los ojos, se despertó y lo miró con dulzura.

Entonces bajaron los dos juntos, y el rey, la reina y toda la corte se despertaron, y se miraron con gran asombro. Y los caballos del patio se levantaron y se sacudieron; los perros saltaron y movieron el rabo; las palomas del tejado sacaron las cabezas de las alas, miraron a su alrededor y alzaron el vuelo; las moscas volvieron a moverse; el fuego de la chimenea ardió, crepitó y asó la carne; la carne empezó a girar y chisporroteó de nuevo; el cocinero le dio al niño tal golpe en la oreja que el pobre gritó; y la doncella le sacó las plumas al ave y la dejó lista para el espetón.

El matrimonio del hijo del rey con Rosa Silvestre se celebró con gran boato, y los dos vivieron felices para siempre.

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Robert Browning y «Childe Roland a la torre oscura llegó»

«Algunos no estaban mal, si se les daba una oportunidad. Uno trataba sobre una especie de rey (aunque en el poema se le llamaba "Childe"), y su búsqueda de una torre oscura y los secretos que contenía. Sin embargo, el poema no acababa como debiera, porque el caballero llegaba a la torre y, bueno, se acabó. David quería saber qué había en la torre y qué le pasaba al caballero después de encontrarla, pero estaba claro que al poeta no le había parecido importante. Aquello hizo que el chico se preguntara qué clase de personas se dedicaba a escribir poesía.»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo III

«El olor del campo de batalla le estaba revolviendo el estómago al niño, y aquello aumentó su sensación de que aquel hombre no era de fiar. Por la forma en que hablaba de "ella", la culpable de lo sucedido, y por la forma en que sonreía al mencionarla, estaba muy claro que los hombres que habían muerto allí habían sufrido unas muertes realmente malas.

»-¿Y quién es ella? -preguntó Roland.

»-Ella es la Bestia…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XVIII

«Una luz tenue apareció en la ventana más alta de la torre, pero la bloqueó una figura que pasó por delante, se detuvo, y pareció mirar al hombre y al chico que estaban más abajo, para después desaparecer…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XXIV

Sobre «Childe Roland»

Robert Browning (1812-1889) es uno de mis poetas favoritos, aunque lo descubrí bastante tarde, como parte de mis estudios de inglés en el Trinity College de Dublín. Quizá sean sus poemas sobre personajes los más sorprendentes, y sigo sin poder entender el arte de Andrea del Sarto y Fra Lippo Lippi sin comparar a ambos artistas con la descripción que de ellos aparece en los poemas de Browning del mismo nombre, derivados en parte de su estudio de Vasari y sus Vidas de grandes artistas.

En cualquier caso, «Childe Roland a la torre oscura llegó» es el poema que más me impresionó, quizá por sus ricas imágenes y el uso de la estructura de la búsqueda, una estructura que, según creo, ejerce una atracción elemental sobre los lectores. También es la base de la serie de novelas La torre oscura, de Stephen King, con el pistolero Roland como personaje principal.

Sin embargo, como le ocurre a David, yo también recuerdo haberme sentido ligeramente frustrado por el final del poema. Aunque entendía la lógica sobre la que se sustentaba, o, al menos, podía justificarla sabiendo que el terror que esperaba en la torre era algo diferente para cada uno de nosotros, o representa algo más profundo que no puede expresarse en forma animada, me habían criado contándome historias que no tenían un final tan abierto. Ahora me doy cuenta de que no importa mucho lo que haya en la torre, sino que Roland está preparado para enfrentarse a ello. Todos, cada uno a nuestra manera, tenemos un miedo similar al que enfrentarnos. Al final, quizás el gran terror sobre el que se construye la torre sea nuestra propia mortalidad.

El poema se publicó por primera vez en el volumen de 1855 Men and Women, y, gracias a la nota que añadió Browning bajo el título, sabemos que se inspira en la canción de Edgar en El rey Lear, de Shakespeare, en la que finge estar loco.

Las líneas más relevantes de El rey Lear, en boca del Loco, son:

Childe Roland a la torre oscura fue

y el ogro dijo en voz baja: fim, fam, fem,

sangre británica ya empiezo a oler.

También existen claras referencias a otras figuras anteriores, como el héroe de la balada escocesa Childe Roland y la francesa Canción de Roland, del siglo xii. El uso que Browning hace de la alegoría en el poema también sugiere una influencia de El progreso del peregrino, de Bunyan, y las imágenes de horror gótico recuerdan el estilo de los románticos. También es probable que Browning hubiese leído el gran poema en prosa, escrito en inglés medio, «Sir Gawain y el caballero verde». De hecho, childe es un título aristocrático que se refiere a un joven que todavía no ha sido nombrado caballero, lo que nos lleva a la situación de David: es un joven que todavía no ha alcanzado la verdadera madurez. Mientras tanto, Roland, el protector de David en El libro de las cosas perdidas, también demuestra cierta ambigüedad sobre su posición.

Pero ¿qué parte del poema influye en la imaginación de David y, por tanto, en el paisaje de El libro de las cosas perdidas? Las imágenes de torres son recurrentes en la novela: desde la iglesia en ruinas del bosque, pasando por la aguja de la iglesia en el corazón de la aldea fortificada, hasta, finalmente, la torre que domina la Fortaleza de Espinas («La achaparrada torreta redonda y ciega/como el corazón del loco»). Es uno de los símbolos más importantes del libro, y su importancia se deriva en gran medida del hecho de que David leyera el poema. Aunque su final le deja frustrado, en algún nivel inconsciente entiende lo que significa, aunque en un momento anterior de la novela intente darle forma a su miedo personificándolo en la Bestia. En la torre, David, como Roland, se enfrentará a su mayor miedo, la apoteosis de las amenazantes figuras femeninas que aparecen una y otra vez a lo largo de la novela, igual que lo hacen en los antiguos cuentos de hadas que tanto le gustan al chico.

En aparecen otras imágenes del poema: el «viejo lisiado» se convierte en el anciano que se les aparece a David y Roland en el campo de batalla, al que también se hace referencia en el poema («La batalla debió ser en aquel llano yermo./¿Por qué aguardaron allí, con toda la llanura/a su alcance?»). Los caballeros que habían precedido a Roland y muerto en su búsqueda también adoptan una forma más concreta en el libro.

Sin embargo, a fin de cuentas, no queda claro si la narrativa que encontramos en el poema se debe tomar como algo real o imaginario. Si es imaginario, el narrador externaliza un paisaje destrozado por sus recuerdos, miedos y deseos, más o menos como David crea el paisaje de El libro de las cosas perdidas, para poder aceptar sus propios demonios.

«Childe Roland a la torre oscura llegó»

(Véase la canción de Edgar en El rey Lear)

Mi primera idea fue que mentía en todo,

aquel viejo lisiado de ojos maliciosos,

observando con recelo el resultado de su mentira

en los míos, apenas capaz de ocultar

el regocijo que le arrugaba y perfilaba la boca,

por haber logrado así una nueva víctima.

¿Qué si no podía pretender con su bastón?

¿Qué, salvo atacar con sus mentiras, engañar

a los viajeros que lo encontraran allí apostado

y preguntaran por el camino? Imaginé

la risa de calavera, la muleta escribiendo alegre

en el polvo, para divertirse, mi epitafio.

Si decidiera seguir su consejo y tomara

esa amenazadora senda que, todos dicen,

conduce a la Torre Oscura. Pero consentí seguirla

como me decía, no por orgullo ni loca

esperanza de encontrar el final deseado, sino más bien

por la alegría de encontrar un final.

Porque, a pesar de vagar por el mundo entero,

a pesar de mi búsqueda de dos años ya,

mi esperanza es ahora una sombra incapaz de soportar

la estridente alegría del futuro éxito.

Apenas traté de impedir el reproche de mi corazón

que así encontraba el fracaso a su alcance.

Como un hombre enfermo cercano a la muerte

parece de hecho muerto, y siente tanto el inicio

y el fin de las lágrimas, como el adiós de los amigos,

y los oye comentar que prefieren salir

a respirar con más libertad («porque todo acabó -dijo-

y este golpe no se cura con lamentar»);

Mientras algunos discuten si habrá espacio

cerca de otras tumbas para la suya cavar,

y cuál es el día ideal para el cadáver trasladar,

Cuidando de pañuelos, música y estandartes,

el hombre lo oye todo, deseando no desmerecer

un amor tan constante y allí permanecer.

Así, tanto había sufrido en esta búsqueda,

tantas veces me habían profetizado el fracaso, tanto

me habían sentenciado a formar parte del grupo (a saber,

los caballeros que a buscar la Torre Oscura

se encaminaron) que fallar parecía lo más apropiado;

sólo quedaba una duda: ¿seré adecuado?

Calmo como la desesperanza di la espalda

a aquel odioso lisiado; me alejé de él

hacia el camino indicado. Temible día había sido

y la oscuridad a su fin lo llevaba,

más todavía lanzó una lúgubre mirada escarlata

para ver cómo el llano a su presa capturaba.

¡Pero, ay! En cuanto hube entrado en el llano,

después de dar uno o dos pasos así contados,

al detenerme a volver la mirada por última vez

hacia el sendero seguro, éste ya no estaba;

llanura gris por doquier hasta donde alcanzaba la vista.

Podía seguir, ya que nada por hacer quedaba.

Y así seguí. Creo que nunca vi naturaleza

tan yerma e innoble; nada crecía allí y,

en cuanto a flores… ¡mejor buscar una tupida arboleda!

Pero lucérnulas, euforbios, según su ley

podrían propagarse, diría yo, sin causar asombro,

y una ortiga habría sido un enorme tesoro.

¡No! Penuria, quietud y muecas, de algún modo

que no entiendo eran la sal de aquella tierra.

«Mira o cierra los ojos -decía enojada la natura-,

no hay remedio, no puedo evitarlo: el fuego

del juicio final curará el lugar, calcinará la tierra

y a todos mis prisioneros liberará.»

Si algún cardo roto se elevaba por encima

de sus compañeros, la cabeza le cortaban:

los torcidos sentían celos. ¿Qué rasgaría así

las duras hojas marrones del embarcadero,

amoratadas para impedir toda esperanza de verdor?

La bestia asesina, con intenciones de bestia.

Y la hierba, era tan escasa como el pelo

de un leproso; delgadas hojas secas pinchaban

el barro que bajo ellas parecía amasado con sangre.

Un ciego caballo, todos sus huesos al aire,

estupefacto parecía ante el porqué de su llegada:

¡expulsado de las caballerizas del diablo!

¿Vivo? Podría estar muerto por lo que sé

con el descarnado cuello rojo estirado

y los ojos cerrados bajo aquellas oxidadas crines;

raro es ver juntas tal monstruosidad y desgracia;

nunca vi un animal al que más odiara, porque malvado

sería para merecer tamaño dolor.

Cerré los ojos para mirarme el corazón.

Como un hombre pide vino antes de la batalla,

pedí un trago de mis antiguos recuerdos más alegres,

para así poder cumplir mejor mi cometido.

Piensa primero, lucha después… el arte de un soldado es:

un sorbo de los viejos tiempos y estaré listo.

¡Eso no! Vi el enrojecido rostro de Cuthbert

bajo sus adornos de oro rizado, querido

amigo, hasta que casi sentí que colocaba su brazo

en el mío, para dejarme listo en mi sitio,

como solía. ¡Ay, la desgracia de una noche!

Allá fue el fuego de mi corazón, dejándome helado.

Después Giles, el alma del honor… allí está

franco como hace diez años, cuando caballero lo nombraron.

Lo que cualquier hombre honesto se atreva a

hacer (dijo) él se atrevía.

Pero la escena cambia, ¡no!

¿Qué verdugo clavó un pergamino en su pecho? Sus socios

lo leyeron. ¡Pobre traidor, maldito y vejado!

Mejor este presente que un pasado así;

¡de vuelta hacia mi oscuro camino una vez más!

No se oye ni observa nada hasta donde la vista alcanza.

¿Enviará la noche un murciélago o un búho?,

pregunté: cuando algo en el sombrío llano mis pensamientos

detuvo y cambió en un instante su anterior curso.

Un pequeño riachuelo mi camino cruzó,

tan inesperado llegó como una serpiente.

No eran aguas perezosas, tristes como todo el lugar;

aquella marea espumosa podría bañar

los relucientes cascos del demonio, la corriente negra

rabiosa salpicada de escamas y espumas.

¡Tan pequeño como malvado! Por todas partes

los bajos alisos se inclinaban sobre él;

los sauces mojados se lanzaban de cabeza, airados

con muda desesperación, multitud suicida:

el río que les había hecho tanto mal, el que fuese,

seguía fluyendo, sin desaliento por ello.

Mientras lo vadeaba, santo Dios, ¡cómo temía

pisar la mejilla de un hombre muerto a mis pies,

o sentir que la lanza con la que el suelo del río exploraba

en su cabello o en su barba se enredaba!

Tuvo que ser una rata de agua lo que ensartaba, pero,

¡ay! sonó como el lamento agudo de un bebé.

Con regocijo salí en la orilla opuesta,

esperando un paisaje mejor. ¡Vano presagio!

¿Quiénes habían allí combatido, qué guerra libraron

para que su salvaje paso aplastara así

el húmedo suelo? Cual sapos en un tanque envenenado

o gatos en una jaula de hierro al rojo…

La batalla debió ser en aquel llano yermo.

¿Por qué aguardaron allí, con toda la llanura

a su alcance? Sin huellas que llevaran a aquellos chillidos,

ni huellas que salieran. Una poción extraña

alteró sus sesos, como los de galeras que los turcos

enfrentan por juego, cristianos contra judíos.

Y, más que eso, un trecho adelante, ¡sí, allí!

¿Para qué aquel motor, aquella rueda -freno,

no rueda-, aquella grada adecuada para devanar

cuerpos humanos, como seda? Con el aspecto

de la herramienta de Tophet, sobre la tierra abandonada,

o traída para afilar sus dientes de acero.

Después un terreno talado, otrora bosque,

y un pantano, al parecer, aunque ahora es

tierra desesperada y sola; (¡así un loco se entretiene,

hace algo, lo estropea, hasta que su humor

cambia y se detiene!); a lo largo de un cuarto de acre:

ciénaga, restos, lodo, arena y negro vacío.

Ahora manchas inflamadas, con colores vivos

y horribles, ahora retazos en los que la tierra

árida se tiñe de musgo o sustancias como tumores;

después un roble paralizado, con una grieta,

como una boca distorsionada que se abre

para contemplar la muerte, y muere en retirada.

¡Y tan lejos como siempre del ansiado fin!

¡Nada en el horizonte, salvo la noche; nada

que conduzca mis pasos adelante! Al pensarlo, un gran

pájaro negro, la mascota de Apolión,

pasó volando, aunque sin batir sus alas de dragón,

y me rozó. ¿Sería la guía que buscaba?

Porque, al elevar la mirada, fui consciente

de que, a pesar del crepúsculo, el llano había

dado paso a las montañas, por dar tal nombre a aquellos

simples cerros y montes que feos tapaban la vista.

Cómo me sorprendieron de tal manera, no tengo claro

Cómo salir de ellas tampoco estaba resuelto.

Pero me pareció reconocer algún truco

malicioso que, Dios sabe cuándo, me ocurrió,

quizá fuese en un mal sueño. Aquél era pues el final

del avance por el camino. Cuando, a punto

de rendirme, una vez más, oí un ruido, un chasquido

como una trampa al cerrarse y dejarte dentro.

Todo volvió a mí como en una llamarada:

¡sí, era el lugar! Dos colinas a la derecha,

agachadas como dos toros cuerno con cuerno en lucha;

y, a la izquierda, una alta montaña pelada…

Zopenco, viejo loco, dormirme en el preciso instante,

¡después de una vida esperando aquel paisaje!

¿Qué se elevaba allí, si no la Torre misma?

La achaparrada torreta redonda y ciega

como el corazón del loco, de piedra marrón, sin igual

en el mundo entero. El elfo de la tempestad,

burlón, señala al marinero, y la flecha invisible sólo

golpea cuando los barcos ya van a zarpar.

¿No la ves? ¿Quizá por ser de noche? ¡Bueno, pues

el día regresó a tal fin! Antes de marchar

la puesta de sol moribunda atravesó una hendidura:

las colinas eran como gigantes de caza,

con la barbilla en mano, para ver la presa acorralada:

«Apuñala y acaba con ella… ¡hasta el mango!».

¿No lo oyes? ¡Si el ruido lo llena todo! Tañido

creciente, como una campana. Oigo los nombres

de todos los aventureros perdidos, mis iguales, de

cómo uno era muy fuerte, el otro valiente

y afortunado un tercero, pero, todos ellos, ¡perdidos!

Tocaba a difuntos por la tristeza de años.

Allí estaban, en las laderas apostados,

reunidos para contemplar mi final, ¡un marco

viviente para un último cuadro! En un lienzo de llamas

los vi y los conocí a todos. Sin embargo,

valeroso, me llevé el cuerno a los labios

y soplé.

«Childe Roland a la torre oscura llegó.»

.

Centauros

«-Estaba pensando en lo que dijiste anoche -empezó a decir David, con cautela-, eso de que todos los niños sueñan con ser animales.

»-¿Y no es cierto?

»-Creo que sí, yo siempre he querido ser un caballo.

»-¿Por qué un caballo? -preguntó la cazadora, interesada.

»-En los cuentos que leía de pequeño descubrí a una criatura que se llamaba centauro. Era mitad caballo, mitad hombre. En vez de tener cuello de caballo, tenía el torso de un hombre, así que podía llevar un arco en las manos. Era bello y fuerte, y resultaba ser el cazador perfecto, porque combinaba toda la fuerza y la velocidad de un caballo con la habilidad y la astucia de un hombre. Ayer eras muy veloz sobre tu caballo, pero no formabais un conjunto perfecto. Es decir, el animal a veces tropieza o se mueve de una forma que no esperabas, ¿verdad? Mi padre solía montar a caballo de joven, y me dijo que incluso el mejor de los jinetes puede caerse de la silla. Si yo fuera un centauro podría tener lo mejor de un caballo y de un hombre, todo en uno, y, si cazara, no se me escaparía nada…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XVII

Sobre los centauros

Lo más interesante sobre el mito de los centauros es su propia imprecisión, tal y como se pone de manifiesto en el corto apartado de Los mitos griegos de Graves que incluyo a continuación. Sin embargo, creo que David no se equivoca al encontrar algo fascinante en la combinación de hombre y animal representada por el centauro, y es posible, dado el trasfondo sexual de ese apartado del libro, que la atracción de la cazadora por dicha criatura sea algo más complejo que el simple deseo de cazar con mayor eficiencia.

Orígenes

«Los caballos eran sagrados para la luna, y los bailes sobre caballos de madera para hacer llover pueden haber dado lugar a la leyenda de que los centauros eran mitad caballos, mitad hombres. La primera representación griega de los centauros (dos hombres unidos por la cintura a cuerpos de caballos) se encuentra en la gema micénica del Templo de Hera, en Argos; están frente a frente, bailando. Una pareja similar aparece en el sello de una cama de Creta; pero, como no había ningún culto a los caballos nativo de Creta, resulta evidente que el motivo se importó del continente. En el arte arcaico, los sátiros también se representan como hombres sobre caballos de madera, pero después se convierten en cabras. El centauro sería un héroe oracular con cola de serpiente, por lo que la historia del apareamiento de Bóreas con las yeguas está ligada a él.»

De Los mitos griegos, de Robert Graves

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Arpías

«Por otro lado, el libro de mitos griegos de David era del mismo tamaño y color que una antología de poesía cercana, así que a veces sacaba los poemas en vez de los mitos.»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo III

«[David] distinguió una forma, mucho más grande que la de los pájaros que conocía, deslizándose por el aire sobre las corrientes que subían por el cañón. Tenía piernas desnudas, casi humanas, aunque los dedos de los pies eran alargados y curvos, como las garras de un águila. Llevaba los brazos extendidos, y de ellos colgaban grandes pliegues de piel que le servían de alas. Su pelo largo y blanco flotaba al viento. […]

»Tenía forma femenina: vieja, con escamas en vez de piel, pero femenina a pesar de todo. Se arriesgó a echarle otro vistazo y comprobó que la criatura descendía en círculos cada vez más pequeños. […]

»-Arpías -comentó David.»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XII

Sobre las arpías

Mi primer recuerdo de las arpías proviene de la película de Ray Harryhausen, Jasón y los argonautas, donde unas aterradoras formas femeninas atormentaban, fotograma a fotograma, al ciego Fineo. En El libro de las cosas perdidas no son más que algunas de las figuras femeninas que se derivan en parte del equivocado odio que David siente por su madrastra, Rose, pero también ocupan su lugar en la tradición de dichos personajes en los cuentos de hadas. El mal suele presentarse como algo únicamente femenino en estas historias. Para críticos como Bruno Bettelheim, tiene algo que ver con los conflictos edípicos que percibía en la base de los cuentos, pero también puede ser que no haya nada más aterrador para un niño que una figura femenina o maternal amenazadora. En general, quizá sea justo afirmar que los niños les tienen más miedo a sus padres que a sus madres, ya que los padres representan la autoridad y, tradicionalmente, suelen ser responsables de la disciplina. Para un niño puede resultar más perturbador ser traicionado por una mujer, porque es más inesperado, incluso antinatural, hasta el punto de que, en la obra de Shakespeare, Lady Macbeth exige que le cambien el sexo («unsex me», en el original) para alentar las ambiciones asesinas de su marido.

En comparación, las arpías son una versión más sencilla de lo que David percibe como una amenaza femenina a su felicidad. Aunque la historia de Fineo quizá sea el más conocido de los mitos griegos, he incluido a continuación otras referencias, también de Graves:

«Nereo, Forcis, Taumante, Euribia y Ceto eran todos hijos de la unión entre Ponto y la Madre Tierra; por tanto, las Fórcides y Nereidas son primas de las arpías. Se trata de las hijas de Taumante y la oceánide Electra, que lucen cabellos rubios y veloces alas, capturan a los criminales para que los castiguen las Erinias y viven en una cueva de Creta».

«Sin embargo, según otros, fue Tántalo el que robó el mastín dorado (el guardián de Zeus de niño), y Pandáreo el que se lo guardó y el que, al negar que lo había recibido, fue destruido, junto con su esposa, por los airados dioses, o convertido en piedra. Pero las hijas huérfanas de Pandáreo, Mérope y Cleotera, a quienes algunos llaman Camiro y Clitia, fueron criadas por Afrodita con requesón, miel y vino dulce. Hera les otorgó belleza y sabiduría más que humana; Artemis las hizo crecer altas y fuertes; Atenea les enseñó todas las habilidades manuales. Resulta difícil comprender por qué estas diosas fueron tan amables, o por qué eligieron a Afrodita para ablandar el corazón de Zeus y conseguir buenos matrimonios para las huérfanas…, a no ser, por supuesto, que esas mismas diosas animasen a Pandáreo a cometer el robo. Zeus debió de sospechar algo, porque, mientras Afrodita se encontraba en secreto con Zeus en el Olimpo, las arpías se llevaron a las tres chicas, con el consentimiento del dios, y se las entregaron a las Erinias, quienes las hicieron sufrir para pagar los pecados de su padre.»

«Los argonautas se hicieron de nuevo a la mar a la mañana siguiente y llegaron a Salmideso, en el este de Tracia oriental, donde reinaba Fineo, hijo de Agenor. Los dioses lo habían cegado por profetizar el futuro con demasiada precisión, y, además, un par de arpías lo atormentaban; se trataba de unas repugnantes criaturas femeninas con alas que, en cada comida, volaban hasta el palacio y robaban los alimentos de su mesa, ensuciándose en el resto, de modo que apestaba y resultaba incomible. Una arpía se llamaba Aelo y la otra Ocípete. Cuando Jasón le pidió a Fineo consejo sobre cómo lograr el vellocino de oro, éste le contestó: «¡Primero, líbrame de las arpías!». Los criados de Fineo prepararon un banquete para los argonautas, sobre el que las arpías descendieron de inmediato, con sus trucos de siempre. Sin embargo, Calais y Zetes, los hijos alados de Bóreas, se elevaron espada en mano y las persiguieron por el aire hasta bien entrados en el mar. Algunos dicen que alcanzaron a las arpías en las islas Estrofíades, pero que les perdonaron la vida cuando ellas se volvieron y les imploraron piedad; de modo que Iris, mensajera de Hera, intervino, y ellas prometieron volver a su cueva del Dicte de Creta y no volver a molestar a Fineo. Otros dicen que Ocípete llegó a un acuerdo en esas islas, pero que Aelo siguió volando y se ahogó en el río Tigris, en el Peloponeso, ahora llamado Harpis en su honor.»

«Las sirenas se tallaban en monumentos funerarios como ángeles de la muerte que cantaban endechas al son de la lira, pero también aparecían en diseños eróticos sobre los héroes a los que lloraban; y, como se creía que el alma se alzaba en vuelo con la forma de un pájaro, también se las representaba, como a las arpías, como aves de presa que esperaban el momento de capturarla y ponerla a salvo.»

Fragmentos pertenecientes a Los mitos griegos,

de Robert Graves

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Agradecimientos

El autor desea dar las gracias por el permiso para usar los siguientes extractos, reproducidos en «Sobre los cuentos de hadas, las torres oscuras y otros asuntos similares. Algunas notas sobre El libro de las cosas perdidas»:

The Greek Myths © 2001 Robert Graves. Extract taken from The Greek Myths. Used by permission of Carcanet Press Ltd.

John Connolly

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