Una prostituta de la alta sociedad muere en extrañas circunstancias. Más extraño aún es el hecho de que lega todos sus bienes al movimiento sufragista. Nell Bray, una joven e indómita defensora de los derechos de la mujer, parte hacia Biarritz con la misión de reclamar el dinero de la herencia. Para Nell, recién salida de una cárcel inglesa, una visita a la elegante costa francesa no es un mal cambio. Pero si creía que aquello iba a ser un paseo estaba muy equivocada. Momentáneamente la audaz sufragista se convierte en detective, resuelta a demostrar que la muerte de su insólita benefactora no fue un suicidio.

Gillian Linscott

El Testamento De La Prostituta

Traducción de Cristina Pagés

Título original: Sister Beneath the Sheet

1

Para mí todo el asunto empezó a mediados de abril, apenas nueve días después de salir de la cárcel de Holloway. Me encontraba descansando en mi casa de Hampstead, encantada de poder tomar un baño cuando se me antojase y de volver a intimar con mis gatos, cuando un taxi se detuvo frente a mi puerta y Emmeline Pankhurst se apeó.

– Nell, querida, quiero que vayas a Biarritz de inmediato.

– No me siento tan mal como para eso, de veras -contesté-, y con dos días en Cookham estaré en plena forma.

Nunca he podido resistir la tentación de provocarla un poco; son muchas sus virtudes, pero el sentido del humor no es una de ellas.

– Se trata de una situación delicada. Una mujer ha muerto allí en circunstancias inquietantes y nos ha legado mucho dinero.

– ¿Cuánto?

– Quizá hasta cincuenta mil libras.

– Maravilloso, con eso en las próximas elecciones podríamos dar soporte a unos cincuenta candidatos partidarios del sufragio universal. ¿Quién era?

– No me resulta fácil decírtelo, Nell.

– Sin duda conocemos su nombre.

– Según me han dicho, una tal señorita Brown.

Esperé.

– Era una… una…

Me compadecí de ella.

– Si se trata de la Topaz Brown de quien he oído hablar, era una prostituta muy cotizada.

Emmeline asintió con la cabeza y se sonrojó como una joven recién presentada en sociedad.

– ¿Murió?

– Al parecer se suicidó. Agotada, supongo, por la vida degradante que llevaba.

– Y nos dejó todo su dinero. ¿Era una de las nuestras?

– Lo dudo mucho. Pero, bueno, se trata de saber si debemos aceptar su dinero.

Conocía mejor que Emmeline el estado de nuestras finanzas.

– ¿Cincuenta mil libras? Claro que sí.

– Supuse que ésa sería tu actitud y eso te convierte en la persona indicada para ir allí y velar por nuestros intereses… Si hasta hablas francés.

No me entusiasmaba la idea de pasar varias semanas discutiendo con abogados franceses e ingleses y enfrentándome con parientes dispuestos probablemente a pleitear, pero cincuenta mil libras son cincuenta mil libras. Además, empezaba a sentir curiosidad por el legado de Topaz Brown, y la curiosidad es uno de mis vicios preferidos.

– ¿Cómo nos ha llegado la noticia?

Emmeline me miró con expresión sombría.

– Ayer recibí un largo telegrama de Roberta Fieldfare, que por lo visto se halla en Biarritz, aunque Dios sabe por qué.

– ¿Bobbie? Compartí una celda con su madre, lady Fieldfare.

Cumplía una pena de tres meses por arrojar excrementos de caballo a un ministro. Su hermana Maud, que cuenta sesenta y nueve años pero tiene mejor puntería, dio en el blanco y le impusieron una pena de cuatro meses. Las Fieldfare, tía, madre e hija, apoyan con el mayor entusiasmo la causa sufragista, pero están todas locas de remate y no son precisamente las aliadas preferidas de Emmeline.

– Iré a ver a la joven Bobbie en cuanto llegue allí. ¿Dijo dónde se hospeda?

– Preferiría que no lo hicieras, Nell. De hecho, creo que lo mejor sería que muestres la mayor reserva mientras haces lo que tengas que hacer en Biarritz.

En otras palabras, ingresar el legado discretamente en la cuenta de la Unión Social y Política de Mujeres sin provocar cotilleos sobre su procedencia.

Le prometí hacer cuanto estuviese en mi mano, pedí a mi vecino que cuidase de mis sufridos gatos en mi ausencia y me informé sobre el horario de trenes. Salí de la estación de Charing Cross a las diez de la mañana del lunes y a las 7.27 del martes, tras viajar toda la noche desde París, me apeé en el soleado andén de la estación de Biarritz. Habían transcurrido seis días desde que Topaz fue hallada muerta. Durante el viaje consulté mi guía de turismo, la Baedeker, y encontré en ella una pensión de tarifa módica, la Saint Julien, en la avenida Carnot, lejos del mar pero no del centro. Cogí un taxi, conseguí habitación, dejé allí mi maleta y desayuné café y croissants en el café de al lado. En tanto bebía y comía pensé por dónde debía comenzar.

En Londres apenas había podido averiguar nada sobre la muerte de Topaz Brown; de hecho, sólo sabía que encontraron su cadáver en su piso del Hôtel des Empereurs. Decidí dar un paseo y echar un vistazo al edificio. Nunca había visitado Biarritz y, aunque estaba al corriente de que las visitas del rey de Inglaterra habían puesto de moda la ciudad, me impresionaron su lujo y su alegría, sobre todo después de la gris temporada en la cárcel. Casi todos los hoteles de lujo se hallaban agrupados en torno al casino y el principal balneario, detrás de un rocoso promontorio llamado la Atalaya. Largas playas de arena se extendían hacia el norte, y otras al sur, hacia la frontera española. Las olas azotaban violentamente el promontorio y del Atlántico llegaba una fuerte brisa. No obstante, los primeros paseantes que se exhibían frente a los hoteles parecían haber llegado directamente de Mayfair. Había criados empujando a ancianos inválidos en sillas de playa con ruedas; mujeres pugnando por no perder sus sombreros adornados con plumas de pájaro y cintas de seda; niñeras cuidando de niños con traje de marinero. En unos años probablemente el mundillo elegante se desplazaría y abandonaría Biarritz a las olas y los pescadores. Entretanto, los lujosos hoteles se alzaban a lo largo del paseo marítimo, cual una línea de grandes barcos anclados.

Fue fácil encontrar el Hôtel des Empereurs, uno de los más grandes y nuevos del lugar, de estilo barroco moderno con balcones de hierro forjado en cada planta y fachada decorada con guirnaldas, atléticas ninfas y caballos de mar de terracota. Dos cariátides flanqueaban los peldaños de la entrada, se alzaban hasta el primer piso y soportaban un balcón sobre la cabeza. Siete u ocho pisos más arriba, a ambos lados, se veían sendos torreones redondos con cúpulas de cobre en forma de hueveras invertidas. En cada uno había habitaciones, cuyas ventanas daban al norte, al sur y al mar. En el de la derecha, las persianas estaban bajadas. Permanecí allí un rato, observando a la gente entrar y salir del hotel, preguntándome cómo me sentiría si me encontrara tan cansada o harta de todo que la extinción me pareciera preferible. Tenía muchas ganas de recibir el dinero de Topaz, pero me creí en el deber de informarme más sobre ella.

– En cuanto a mí… -El abogado se puso de pie, manipuló un montón de papeles y se acercó a la ventana, como reacio a comprometerse-. En cuanto a mí, sólo puedo decir que la señorita Brown me parecía una mujer afable y práctica. De hecho, hasta que surgió esto del testamento la considerábamos la cliente ideal.

El abogado de Topaz era inglés y tenía su bufete en el mismo edificio que el consulado. Diríase que los consejeros profesionales migraban con sus numerosos clientes ingleses ricos e influyentes, que pasaban varias semanas al año en Biarritz.

– ¿Hacía tiempo que era cliente suya, entonces?

– Unas semanas. Nos encargábamos de una transacción inmobiliaria en su nombre.

Se mostraba más abierto de lo que esperaba. Cuando me presenté vi en su rostro una fugaz mueca, pero lo atribuí a que los abogados tienden a ser cautelosos con la gente que ha estado en prisión por lanzar ladrillos a las ventanas del número 10 de Downing Street.

– ¿Hizo su testamento recientemente?

Pareció sorprendido y hasta suspicaz.

– ¿No se lo han dicho?

– No conocemos los detalles.

– Fue el miércoles pasado, por la tarde -dijo muy deprisa y se volvió para mirar por la ventana.

– Pero… yo creía que…

– La criada de la señorita Brown la halló muerta el jueves por la mañana.

– ¿Así que hizo su testamento apenas medio día antes de morir? ¿La vio usted? ¿Tenía idea de…?

El abogado volvió pesadamente a su escritorio. Era bastante joven, pero calvo, y el sol relucía sobre su cráneo.

– Señorita Bray, me encuentro en una posición incómoda. Tal vez no sepa que el hermano de la señorita Brown va a recusar el testamento, alegando que no pudo estar cuerda al hacerlo. Supongo que la organización a la que usted pertenece lo discutirá en los tribunales. En estas circunstancias, comprenderá que no puedo decirle nada más.

Lo comprendí, le agradecí su cortesía y le dije que ya recibiría noticias de la Unión Social y Política de Mujeres. Cuando me acompañó a la puerta, comenté:

– Mencionó usted a una criada, supongo que no le importará que hable con ella.

– Desde luego que no. Quizá le parezca un poco… bueno… combativa. Era muy leal a la señorita Brown.

– ¿Sabe usted su nombre, o dónde puedo encontrarla?

– Se llama Tansy Mills y está en la suite de la señorita Brown en el Hôtel des Empereurs. La señorita Brown había pagado la suite hasta finales de mes y alguien tiene que empaquetar sus pertenencias.

– ¿Cuándo será el funeral?

– Todavía está por determinar.

Por el modo que lo dijo, me pareció que eso también presentaba problemas; pero él no me hablaría de ellos. Para entonces ya había transcurrido la mitad de la mañana. Me dirigí al Hôtel des Empereurs y en recepción pregunté por la criada de la señorita Brown.

Me miraron con curiosidad, pero un chico con una especie de fez y uniforme con galones dorados me llevó al otro extremo del vestíbulo y subió conmigo en el ascensor, cuyas puertas se abrieron en el séptimo piso. Me condujo por un pasillo enmoquetado y llamó a una puerta de doble batiente pintada de blanco y dorado.

– ¿Quién hay ahí? ¿Quién es?

La voz, con un ligero acento del este de Londres, me sonó brusca. El botones se encogió de hombros y se alejó.

– Soy Nelly Bray. ¿Es usted Tansy Mills?

– Sí. ¿Qué quiere?

– Quisiera hablar con usted acerca de la señorita Brown.

– ¿La envía el abogado?

– Sí. -No me apartaba mucho de la verdad; además, parecía el único modo de entrar.

– Un momento.

Se produjo una pausa, luego el sonido de una llave en la cerradura, y finalmente una de las puertas se abrió. La mujer rondaba el metro sesenta, pero era de hombros anchos y tenía un aire belicoso. Su nariz era larga; sus ojos, castaños y recelosos. Llevaba un sencillo vestido negro y su cabello, ya con algunas canas, estaba recogido hacia atrás en una apretada trenza. Parecía una personita muy respetable.

– ¿Es usted inglesa? Gracias a Dios. Estoy hasta la coronilla de oírlos a todos parlotear en francés, salvo por ese abogado, y él no es mucho mejor, aunque me hable en inglés. Nadie escucha una palabra de lo que digo.

Había cerrado la puerta a mis espaldas y nos hallábamos de pie en el amplio recibidor con puertas en el centro y a la derecha. A la izquierda vi una pequeña jaula de ascensor.

– Y bien, ¿qué quiere saber? ¿Va a escucharme o sólo quiere parlotear como los demás?

– Quiero escuchar.

Me miró y abrió la puerta que había frente a nosotras.

– Más vale que entre y se siente, aunque todo está hecho un lío. He estado empaquetando sus cosas. El señor Jules me ayuda, pero cuantas más cosas guardo más encuentro.

El salón era una amplia estancia circular; sus ventanas daban al paseo marítimo y desde ellas se divisaba toda la costa. Me di cuenta de que me hallaba en uno de los dos torreones que había visto en la calle, el de la izquierda. Dispersos había muebles de buena calidad, sillones de orejas, sofás, tumbonas y mesitas. En casi todas las superficies disponibles había vestidos, capas y chales de brillante colorido, o bien pilas de papeles, sobres y maletas de piel. Tansy quitó un montón de cosas de una silla para que me sentara.

– Supongo que desea un té.

– Sí, por favor.

Mientras ella sacaba un infiernillo de alcohol de un aparador yo traté de explicar mi misión.

– La señorita Brown legó una suma considerable de dinero a nuestra organización, pero casi no sabemos nada de ella.

Ella puso una pequeña tetera en una mesa y me miró fijamente, con los brazos en jarra.

– ¿Son ustedes las que han estado creando tantos problemas por lo del voto?

– Sí.

Sentí la furia que emanaba de ella y decidí no entrar en detalles. Atravesó la sala, pisando con fuerza, pero la gruesa alfombra amortiguaba el sonido.

– De todas las tonterías que ha hecho… Pero de nada servía discutir con ella cuando había tomado una decisión.

Llenó la tetera, golpeando metal contra porcelana. Resultaba obvio que si la señorita Topaz Brown era una conversa poco plausible a nuestra causa, no había logrado convencer a su criada.

Una vez encendido el fuego debajo de la tetera se dejó caer frente a mí en una silla llena de guías y horarios de tren.

– Bueno, ¿qué espera que le diga?

– Todo lo que recuerde sobre el día antes de su muerte.

Evidentemente, no cabía andarse con rodeos con Tansy y todo indicaba que nuestro derecho a las cincuenta mil libras dependería de su comportamiento ese último día. Para mi sorpresa, ella pareció casi complacida.

– Lo haré, se lo contaría a cualquiera, sólo que no me hacen caso.

– La escucho.

Aspiró hondo.

– ¿Todo el día? Bueno, la encontré muerta a las diez de la mañana del jueves. Si nos remontamos un día, serían las diez del miércoles. Le había llevado el desayuno, como de costumbre: una jarra de chocolate, espeso y cremoso, y esos panecillos franceses retorcidos que le gustaban. Llamé a la puerta y dije: Su desayuno, señorita. El día lo empezaba siempre con tono formal.

– ¿En esta habitación?

– No; en su dormitorio. ¿Dónde, si no?

– ¿Estaba sola? -Tenía que preguntarlo aunque le irritara.

– Claro que estaba sola. De lo contrario no la habría molestado, ¿no cree?

– Supongo que no. ¿Cómo la encontró?

– Como siempre por la mañana, acurrucada bajo las sábanas como un gran gato dormido. Bonita, naturalmente, así era, y no se crea lo que le diga la mujer de al lado ni nadie más. Mírela.

Señaló un retrato en la pared, en el cual no me había fijado al entrar dado que no estaba encendida la luz; pero al verlo me pareció que brillaba con luz propia. Era un dibujo al pastel en tonos rojizos, dorados y albaricoque; representaba a una mujer acostada entre telas doradas, con el cabello suelto y una sonrisa perezosa y complacida, más un gato satisfecho que uno depredador.

– Lo hizo uno de sus artistas. Le gustaba que la retrataran. Me ha preguntado cómo estaba esa última mañana: estaba así, exactamente. En todo caso, puse la bandeja sobre la mesilla al lado de la cama y descorrí las cortinas para que entrara el sol, como siempre. Ella preguntó si había llegado el correo.

– ¿Hubo algo en el correo que la angustiara?

De nuevo la sugerencia pareció ofenderla.

– No, y le diré cómo lo sé. Había dispuesto el correo sobre la mesa fuera de su dormitorio y se lo entregué. Era básicamente el de siempre, esos sobres cuadrados y rígidos con timbres y olor de caballero extranjero…

– ¿Olor?

– Ya sabe, el aceite que se ponen en el cabello y en la barba, esa clase de cosas. No hizo más que echarles una mirada, los apartó sin examinarlos y me dijo: «¿Tienes noticias de tu hermanita?» Ésa era la clase de dama que era. Un montón de nobles europeos detrás de ella, y ella los aparta para preguntarme por mi hermanita, una costurera de tres al cuarto en un mezquino taller de costura cerca de Mile End Road.

Me miró airadamente, como si me retara a contradecirla. Guardé silencio, pues sabía que debía dejarla hablar a su aire.

– Así que le dije que no, que no tenía noticias de Rose y ella me preguntó: «¿Crees que vendrá?» Verá, dos semanas antes me había pillado con aire triste y me hizo reconocer que estaba preocupada por Rose. Pero ni siquiera entonces le conté la mitad de lo que ocurría, que Rose no era fuerte, que no era capaz de trabajar como un buey, como yo, y que me inquietaba que trabajara tantas horas y se alojara en un cuchitril. Sin pensárselo siquiera, Topaz sugirió: «Bueno, escríbele y dile que venga aquí; le pagaré para mantener mi ropa interior en buen estado.» Creí que estaba bromeando, pero no se tranquilizó hasta que escribí a Rose y envié la carta, con un billete de diez libras que me dio para su pasaje. Esa última mañana no me preguntó por Rose porque estuviera preocupada por sus diez libras, créame.

Asentí. Tansy se levantó y vertió un chorro de agua hirviendo en una tetera de plata, la sacudió y echó el agua en una jofaina. Estaba enfadada con el mundo, conmigo, con todo, incluyendo la tetera, pero no por eso se olvidó de calentarla. Guardó silencio mientras acababa de preparar el té; yo cavilé en lo que me había dicho hasta entonces. Si Topaz se había suicidado en un arranque de locura o asco consigo misma, no dio muestras de ese estado de ánimo a principios de su último día. Esto es, si podía creer a Tansy. Sirvió el té y colocó una taza blanca y dorada en la mesa a mi lado, no sin antes apartar unos papeles.

– En todo caso, le dije que no tenía noticias de Rose. Seguro que en mi voz revelé lo que sentía, porque ella bajó su taza y preguntó: «¿Qué pasa, Tansy?» Y, ¡que Dios me libre!, me acerqué a la cama y le dije: «Me temo que va a tener problemas con la policía, señorita.»

»"¿Qué clase de problemas?", preguntó.

»Le expliqué que Rose no era mala, pero que frecuentaba a un grupo que le metía en la cabeza ideas que no debía tener y la hacía desear cosas que no tenía por qué desear. Me dirigió una de sus miradas francas y preguntó: "¿Estás tratando de decirme que tu hermanita se ha metido en el negocio?"

»Antes de pensármelo, solté: "No, señora, no se trata de algo tan malo." Ella se echó a reír y yo me sonrojé como un tomate. Quería morderme la lengua, pero ella se limitó a apoyarse sobre las almohadas y reír, esa risa profunda que, según un hombre que escribía poemas sobre ella, era como el ronroneo de una leona.

»"¡Oh, mi pobre, pobre Tansy! Hay un mundo de diferencia entre una esquina en el este de Londres y esto, ¿no?", me dijo.

»Casi me mordí la lengua tratando de contestar a toda prisa y le dije que sí, que por supuesto, que la había. Y ella volvió a soltar esa risa suya.

»"La diferencia es que esto es mucho más cómodo. Ahora bien, ¿qué es eso que tu hermana no tiene por qué desear?", preguntó.

»"El voto para las mujeres, señora", le solté.

»Y esta vez rió hasta que me pareció que nunca se detendría, y yo allí, irritándome con ella, como me pasaba a veces. "¿Estás tratando de decirme que tu hermanita es una sufragista?", me preguntó finalmente.

»"Eso es, más o menos, señora", le contesté.

Tansy se detuvo para recuperar el aliento y tomar un sorbo de té. Su rostro estaba rojo como un tomate -según su propia descripción-, no sé si por vergüenza o por indignación. Aunque me era preciso no irritarla, no pude dejarlo pasar.

– Pero ¿por qué le preocupa tanto, señorita Mills? Hay mujeres de todas las clases sociales en nuestro movimiento y yo acabo de compartir una celda con una mujer que tiene título nobiliario.

Tansy volvió a mirarme airadamente.

– Eso está bien para ellas, pueden permitirse el lujo de meterse en política.

– ¿El lujo?

– Si la señora tal o la condesa cual golpea a un policía y la meten en la cárcel, no le importa, ¿verdad? No tiene que preocuparse por perder el trabajo sin referencias y acabar en un hospicio. Las chicas como mi hermana, que tienen muy poco para empezar, no pueden permitirse el lujo de perderlo.

– ¿Ha golpeado Rose a un policía?

– Todavía no, que yo sepa. Pero ha participado en un gran desfile hacia el Parlamento, así que sólo es cuestión de tiempo.

No era ni el momento ni el lugar adecuado para iniciar la educación política de Tansy Mills. En lugar de ello pregunté por la reacción de Topaz. Por ejemplo, ¿había adivinado que su jefa se interesaba también por el derecho de las mujeres al sufragio?

– Los periódicos hablaban mucho de eso antes de que nos fuéramos de Londres, pero eso fue hace dos meses, en febrero. Siempre teníamos cosas más importantes que hablar. En todo caso, esa última mañana, cuando le expliqué lo de Rose, estiró los brazos, como solía hacer cuando se estaba despertando del todo. «No son más que tonterías», dijo.

– ¿Dijo que el derecho de las mujeres al voto era una tontería?

– El voto para cualquiera. Dijo que la política era mitad codicia y mitad cotilleo. Dijo que conocía a bastantes políticos y que no votaría por ninguno de ellos, por ninguno.

Sin embargo, unas horas después de esa conversación, Topaz nos había legado su fortuna. Si había que creer a Tansy, el hermano de Topaz contaría con fuertes alegatos en contra nuestra en los tribunales. Me pregunté si ya se había puesto en contacto con ella.

– ¿Qué ocurrió después?

– Acabó de desayunar y abrió sus cartas.

– ¿Había algo inusual en ellas?

En esta ocasión Tansy vaciló.

– En realidad no.

– Pero sí hubo algo, ¿verdad?

– Nada especial. Una de ellas era un sobre grande que contenía una cajita y una tarjeta. Sonrió por lo que decía la tarjeta y me enseñó lo que había en la cajita.

– ¿Qué era?

– Nada especial, como he dicho. Sólo un gran ópalo girasol en un colgante. A mí me pareció anticuado y no se comparaba con las cosas que algunos le regalaban.

– Pero ¿a ella pareció gustarle?

– Mucho, sí. Pero, de veras, no era para emocionarse.

– Y luego, ¿qué?

– Bueno, nos preparamos para su baño. Dispuse las medias y su camisa de seda marfil con lazos color albaricoque y encaje. Uno de los lazos se estaba deshilachando, así que lo cosí. Ella comentó que eso probaba cuánto necesitábamos la ayuda de Rose. Siempre fue muy quisquillosa con su ropa interior. Fue una de las cosas que me chocó cuando la encontré muerta.

Su voz se tornó fría y desolada. Creo que mientras hablaba de Topaz casi había olvidado que había muerto. Ahora se quedó quieta, mirando la ventana por encima de su taza. De la calle llegaba el ruido de las bocinas y las ruedas de los carruajes, que me recordó que la ciudad se dedicaba a su acostumbrado quehacer: la diversión.

Tan suavemente como pude, inquirí:

– Por lo que me ha dicho, esa última mañana fue muy feliz y normal; pero por la noche se suicidó. ¿Podría usted…?

De pronto dejó la taza sobre la mesa y se levantó. Dado su escaso metro sesenta, no podía imponerme su presencia, ni siquiera estando yo sentada. Pero lo intentó.

– Es usted tan mala como los otros. ¿No me ha escuchado, no ha oído una sola palabra de lo que le he dicho?

– Claro que sí. Pero si se suicidó…

– No se suicidó. Topaz no se suicidó. No tenía por qué hacerlo. La asesinaron.

Alarmada por el curso que tomaba su pena, me levanté y le pasé el brazo por los tensos hombros.

– Señorita Mills, sé que está usted muy agitada, sé que esto debió conmocionarla, pero…

Con los ojos secos, me dirigió otra mirada airada y repitió:

– La asesinaron.

En el pasillo se oyó el sonido de un timbre.

– Debe de ser el señor Jules, tendré que bajar y dejarlo entrar.

Habiendo recuperado su eficacia y como si las palabras «la asesinaron» nunca hubiesen salido de sus labios, sacó de su bolsillo una llave y salió apresuradamente. Oí el ascensor bajar y volver a subir. No tenía idea de quién era el señor Jules, aparte del hecho de que estaba ayudando a Tansy a revisar los papeles de Topaz. Permanecí rodeada por los lujosos desechos de la carrera de Topaz Brown, y me pregunté qué debía contarle de todo esto a Emmeline, si es que se lo contaba.

2

Cuando Jules Estevan entró y me vio, su expresión fue de alivio. No sé qué le había dicho Tansy en el ascensor -si algo le había dicho-, pero creo que se alegró de encontrar a alguien para compartir la tarea de cuidar de Tansy. Por mi parte, mi impresión fue la de un joven alto, de poco más de treinta años, casi enfermizamente delgado y con la clase de rostro que se ve grabado en mármol en las tumbas medievales. Decir que vestía con elegancia equivaldría a decir que Leonardo da Vinci era un hombre que hacía dibujos. Su traje, su sombrero y su chaleco formaban una armonía de grises y plateados. Llevaba guantes lila pálido y un bastón de ébano con pomo de plata.

– ¿Me permite presentarme? Soy Jules Estevan, amigo de la señorita Brown.

Su voz, baja y agradable con una pizca de acento, demostraba que el inglés no era su lengua materna.

– Él es el que escribió el poema del que le hablé -comentó Tansy.

Le dije mi nombre.

– ¿Es usted poeta, señor Estevan?

Se encogió de hombros.

– Soy un flâneur, un ocioso, señorita Bray.

Lo dijo como si dijera abogado o médico. De pronto se me ocurrió que podía estar conociendo al primero de los clientes de Topaz, y él pareció leerme la mente.

– Tal vez se esté preguntando acerca de mi relación con la señorita Brown. No puedo decir que fuese más que su amigo, sólo su amigo. Nos conocimos durante la temporada del año pasado. En mi opinión era una de las personas menos aburridas de la ciudad, y fue lo bastante amable para devolverme el cumplido. ¿Nos sentamos?

A Tansy no pareció importarle que él hiciera las veces de anfitrión y permaneció de pie, mientras yo recuperaba mi asiento y Jules se acomodaba en un diván, tras apartar un montón de prendas con encajes.

– Represento a la Unión Social y Política de Mujeres y estaba preguntándole a la señorita Mills acerca de los hechos anteriores a la muerte de la señorita Brown.

No mencioné la palabra suicidio, pues no deseaba otro arranque de Tansy. Tuve la sensación de que sabía lo de la impugnación del hermano de Topaz. No sé por qué, pero Jules solía arreglárselas para dar la impresión de estar enterado de todo y aburrido con casi todo.

– Le he dicho que la asesinaron -comentó Tansy.

– Comprendo. ¿Qué deseaba saber exactamente, señorita Bray?

– Quiero hacerme una idea de su estado de ánimo cuando hizo el testamento.

El señor Jules esbozó una ligera sonrisa.

– Creo que podemos ayudarla en eso, ¿verdad, Tansy?

Tansy había salido un momento de la habitación y vuelto con una copa y una botella medio llena sobre una bandeja.

– Hoy día -continuó el señor Estevan- esta cosecha se encuentra únicamente en tres lugares: la bodega real en Budapest, el Vaticano y la pequeña reserva de Topaz aquí, en Biarritz. Ella y yo solíamos compartir media botella a estas horas. ¿Me acompaña con un brindis en su honor?

Habría sido descortés negarme. Con rostro impasible, Tansy fue a buscar otra copa y Jules hizo los honores.

– Por Topaz.

– Por Topaz.

Bebimos.

– ¿La visitaba usted cada día? -pregunté.

– Al mediodía, todos los días salvo sábados y domingos. Era un ritual. Le gustaba saber lo que había hecho la gente la noche anterior y normalmente yo podía contarle algunos chismes. Reía mucho, le gustaba reír.

Lo dijo como si él rara vez lo hiciera.

– Y ese último día, el miércoles, ¿vino como de costumbre?

– Desde luego.

– ¿Y de qué hablaron?

– De gente. De lord Beverley y su padre, de la Pucelle, de una docena de cosas que no significarían mucho para usted. Solía hablarme de las invitaciones que había recibido en el correo de la mañana y comentábamos cuáles serían divertidas y cuáles no.

– ¿Hubo algo más acerca del correo?

– Me enseñó un colgante que le habían enviado y quería que adivinara quién lo mandó. Hice uno o dos intentos por adivinarlo, pero me dijo que me había equivocado.

– ¿Un colgante valioso?

El señor Jules negó con la cabeza.

– Sólo de ópalo.

Sentía la mirada de Tansy sobre mí. Debía darse cuenta de que estaba poniendo a prueba la veracidad de lo que me había dicho.

– ¿Hablaron de su trabajo?

Esperaba que el ambiente se enfriara. Hasta entonces, tanto Tansy como Jules Estevan habían hablado como si Topaz Brown fuese una dama ociosa, y yo casi había caído en la trampa. Se me antojó que era hora de introducir un poco de realismo, lo que no pareció molestarle.

– Bueno, señorita Bray, supongo que tendríamos que clasificar a lord Beverley en el apartado de trabajo.

– ¿Quiere decir que era uno de sus clientes? ¿Y por qué se refirieron al «pobre» lord Beverley?

– Cliente. ¡Qué palabra tan fea! Diríase que Topaz era un dentista. En cuanto a lo de «pobre»… bueno, se había gastado todo el dinero y su padre el duque vino para llevárselo a casa, en Inglaterra. Eso estábamos comentando Topaz y yo.

– ¿La desilusionaba perderlo?

– No, en absoluto. Recuerdo haberle dicho que no parecía tener mucha prisa por sustituirlo. Y ahora, claro, veo por qué.

Tomó unos sorbos de vino y me miró por encima de la copa.

– ¿Quién es Pucelle?

– ¡Caray! ¿No le ha hablado Tansy de la Pucelle? Es su tema preferido.

A mi espalda, Tansy emitió un sonido burlón. Me sorprendió la extraña relación entre ella y Jules: no suponía el respeto acostumbrado entre hombre rico y criada.

– Bueno, como no lo ha hecho, le diré que si Topaz Brown tenía una rival en Biarritz, era Marie de la Tourelle, conocida en el vulgo por la Pucelle. Estoy seguro de que Tansy podría decirle por qué.

Tansy explotó.

– Dice que es la palabra francesa para una chica que es todavía virgen. Dios sabe por qué. No es ninguna jovencita y ciertamente no es lo otro.

Jules sonrió.

– Era una especie de tributo a sus múltiples martirios. Para un observador, una de las cosas más interesantes de la rivalidad entre Topaz y Marie era el contraste entre ellas. Topaz no ocultaba que disfrutaba de su trabajo y que le gustaban los hombres. Marie insiste en que se sepa que es de la nobleza y que ha caído en esta profesión debido a malos tiempos. Creo que prefiere la compañía de las mujeres, salvo cuando de trabajo se trata, y a menudo afirma lamentar la existencia que se ve obligada a llevar.

– Se dice que va a encerrarse en un convento, a arrepentirse, pero no me lo creo -recalcó Tansy.

– ¿Es tan hermosa como Topaz? -No pude evitar preguntarlo. En ese momento estaba mirando el retrato de Topaz.

– Sí -reconoció Jules.

– De ninguna manera -rebatió Tansy y lo miró airadamente.

Él siguió hablando conmigo.

– Marie es alta y muy esbelta, con perfil de diosa y cabello largo, tan oscuro como el camino de la perdición. Al lado de Topaz (y no es que se las viera a menudo juntas), parecían la diosa del amanecer y la diosa de las sombras.

– Pero ha dicho usted que era rival de Topaz.

– Algunas personas, señorita Bray, prefieren la sombra. Dos hombres se han suicidado por ella y dos más se encuentran en prisión por haberse batido en duelo a causa de ella. Para algunos hombres, eso es parte de la atracción, es como acostarse con la propia muerte y sobrevivir.

– Nadie salió malparado por haber tenido relaciones con Topaz -declaró Tansy.

– Eso es probablemente cierto. No sé cómo describirlo, señorita Bray, pero en Topaz hubo siempre una exuberancia. Creo que en eso residía parte de su éxito. Digamos que los hombres pensaban que parte de su vitalidad se les contagiaría.

Me miró con expresión penetrante. Si esperaba verme sonrojar, quedó defraudado.

– Lord Beverley no tardó en saber a cuál prefería -declaró Tansy.

– Sí, señor. Uno de los pequeños triunfos de Topaz. De hecho, supongo que podríamos decir que el último. Se lo quitó a la Pucelle sin esforzarse siquiera, por lo que se ve.

– No necesitaba esforzarse, podía conseguir mejores que él sin el menor esfuerzo.

Tansy volvió a sonrojarse, indignada. La mirada de Jules y la mía se encontraron y él sonrió. Me pareció que le agradaba provocarla, y eso no era amable.

Tansy se dirigió a la ventana y miró hacia fuera.

– Apuesto a que está allí, observándonos.

– ¿Dónde?

– Marie vive en el otro torreón, el del sur, igual a éste. Posee una villa en las afueras, pero en cuanto se enteró de que Topaz había alquilado esta suite para la temporada, tuvo que conseguir la otra a cualquier precio.

Tansy soltó una exclamación desdeñosa:

– ¡Mírenla allí!

Y cuando Jules y yo fuimos hacia la ventana, agregó:

– No, no la miren, eso es justo lo que quiere.

Demasiado tarde; ya nos encontrábamos a su lado frente a la ventana, contemplando el torreón. Todas las persianas estaban bajadas, salvo una, y en esa ventana vislumbré un pálido perfil y una mano blanca.

– ¿Qué está mirando?

Jules abrió una puerta y salió al balcón. Pese a las protestas de Tansy, lo seguí. Miramos hacia abajo y allí, frente a la puerta, se hallaba la calesa de un florista, tirada por dos ponis blancos. Apenas se veían la calesa y los ponis, porque estaba atestada de azucenas. Atrás había dos calesas más, igualmente atestadas, y vimos una fila de botones entrar en la recepción, tambaleándose por el peso de las azucenas que llevaban en los brazos y que parecían casi tan altas como ellos.

– Mire eso -dijo Jules-, es un absoluto desenfreno de pureza.

– ¿Son todas para Marie de la Tourelle?

– ¿Para quién, si no? Probablemente las envía el archiduque, pidiendo perdón por tocarla con sus lascivas manos.

– Debió de enviar todas las azucenas de Biarritz.

Incluso hasta nuestro balcón, tan arriba, llegaba su fragancia por encima del olor del mar. La figura se había apartado, pero mientras mirábamos una fila de botones desfiló frente a sus ventanas.

– ¡Cómo se habría reído Topaz! -aseguró Jules con tristeza.

Volvimos a la sala, donde Tansy estaba haciendo alarde de ocuparse de pilas de ropa.

– No sé cómo puede estarse allí, mirándola, señor Jules. Si hubiese justicia en este país…

Jules cogió su copa y le contestó bruscamente:

– Tansy, por favor, no empieces con eso otra vez.

– Bueno, ¿y qué se supone que debo hacer? ¿Quedarme quieta sin decir nada, viendo cómo se las da de gran señora, día tras día, después de lo que ha hecho?

Dobló un chal, convirtiéndolo en un pequeño cuadrado, pero se le escurrió entre las manos y tuvo que recogerlo y empezar de nuevo. A juzgar por su voz, creo que estaba a punto de llorar.

– Tansy cree que Marie asesinó a Topaz -explicó Jules con tono cansino.

– ¿Qué?

– Bueno, ¿quién más pudo haberlo hecho? La odiaba, envidiaba hasta el aire que respiraba. Y cuando vio que no podía vengarse de otro modo, decidió envenenarla.

Tansy cogió otro chal, asió dos extremos con las manos y otro con los dientes, y tiró con tanta fuerza que la delicada tela se rasgó.

– ¡Mire lo que me ha hecho hacer! Sus cosas eran tan bonitas…

Rompió a llorar con desconsuelo. Jules le pasó un brazo por los hombros y se inclinó.

– Tansy, no debes ir por ahí diciendo esas cosas. Podrías meterte en problemas.

– ¿Por qué nadie me cree?

Entre Jules y yo logramos sentarla en el diván, hacerla beber un poco de vino y calmarla, aunque no dejó de insistir.

– Todos tratan de fingir que se suicidó. Pero ella nunca se suicidaría. Estoy segura.

Miré a Jules.

– ¿Usted cree que Topaz se suicidó?

– ¿Qué más puedo creer? En todo caso, no creo que Marie entrara sigilosamente, sin que nadie la viera, y echara medio frasco de láudano en su vino.

– ¿Murió por causa del láudano?

– Sí.

– ¿Solía tomarlo?

Tansy afirmó indignada:

– Claro que no. Ni siquiera tenía láudano.

Jules asintió con la cabeza.

– A Topaz nunca le costó dormir.

– Sin embargo, por lo que ustedes me dicen, Topaz se comportó con naturalidad el miércoles, hasta el mediodía y aún más tarde. ¿Cuándo la dejó?

– Justo antes de la una. Esperaba comer con ella, pero dijo que no, que quería hablar de algo con Tansy. Le dije que nos veríamos esa tarde para un paseo, si no estaba ocupada, y las dejé.

Tansy se había tranquilizado y me miraba fijamente.

– Así que Topaz comió aquí, a solas.

Tansy negó con la cabeza.

– No, Topaz y yo comimos aquí juntas.

Debí de poner cara de sorpresa.

– No crea que lo hacíamos a menudo; sólo de vez en cuando. En su cumpleaños y el mío, si no tenía otro compromiso, nos sentábamos y hablábamos. Topaz no se avergonzaba de sus orígenes, no como esa de enfrente. En todo caso, ese miércoles tenía algo que decirme y me pidió que hiciera subir la comida de la cocina para las dos. Esos meloncitos color naranja, un poco de ensalada de langosta, frambuesas y una botella de su chablís especial. Y yo le pregunté, un poco impertinente: «¿De quién es el cumpleaños, suyo o mío?», y ella me contestó que pronto me enteraría. Creí que iba a decirme cuándo volveríamos a Inglaterra. Le gustaba regresar a tiempo para las carreras de caballos en Ascot. De todos modos, cuando ya íbamos por la mitad de la ensalada de langosta, me sorprendió con la noticia.

Jules no atendía el relato, como un hombre que ya lo ha oído antes.

– ¿Qué noticia?

– Dijo que no regresaría a Inglaterra. «¿Ni siquiera para Ascot?», le pregunté. «Ni siquiera para Ascot, ni para nada. Me voy a retirar, Tansy», contestó. Yo no sabía qué decir. Nadie en Europa había tenido tanto éxito como ella. Así que, como de costumbre, contesté lo primero que me vino a la cabeza y, claro, metí la pata.

»"Todavía tiene años por delante, ni siquiera ha empezado a perder su belleza." No se ofendió.

»"Hace años, Tansy, antes de conocerte, juré que lo dejaría cuando encontrara mi primera cana, y eso acaba de ocurrir"», me dijo:

»"¿Dónde está? No la veo", pregunté. Inspeccioné su cabello, que todavía le caía suelto sobre los hombros. Y ella me dijo:

»"Parece que quieres golpearla, Tansy, como si fuese una abeja. ¿Quién te ha dicho que estaba en mi cabeza?" Y rió más al ver que yo me sonrojaba, y dijo:

»"Es cruel, ¿verdad, Tansy? Me encanta hacerte sonrojar. Probablemente por eso nos llevamos tan bien tú y yo. Te sonrojas por mí." No dije nada, porque todavía estaba tratando de digerir la noticia. Y ella añadió:

»"¡Oh!, podría seguir un par de años más antes de que mi cuerpo empiece a llenarse y mi cutis a ajarse. Pero voy a cumplir treinta y un años y llevo en esto trece. He ganado todo el dinero que necesito para lo que quiero hacer."

»Le pregunté qué era, y ella dijo que iba a comprar un viñedo, que creía haber encontrado lo que buscaba. Dijo que iba a dejarse engordar y que su cabello podría hacer lo que quisiera, que se desplazaría en una calesa y reprendería a sus peones cuando los viera holgazanear. Que invitaría a algunos hombres a visitarla, pero sólo a aquellos que fueran como el señor Jules u otros que la hicieran reír. Estaba tan excitada como una chiquilla y yo pensé: bueno, ¿por qué no, después de todo? Alcé mi copa y brindé por su viñedo y le deseé la mejor suerte del mundo.

Miré a Jules.

– ¿Topaz le habló de esto?

– Esa mañana no. Creo que quería contárselo primero a Tansy.

– ¿Cuándo?

– Tendrá que escuchar el resto primero. Adelante, Tansy.

De nuevo me fijé que la rabia de Tansy parecía desvanecerse cuando hablaba de Topaz, que se sentía feliz hablando de ella.

– Bueno, quería que fuera con ella a ese viñedo, como ama de llaves. Le dije que no me necesitaría y que yo echaría de menos Inglaterra si estaba lejos todo el tiempo, pero que iría a visitarla. Ella dijo que me echaría en falta y que nos quedaríamos en Biarritz un mes más, para empaquetar todo y dar a Rose unas vacaciones. Luego me pagaría el pasaje de vuelta a Londres y cien libras además de mi salario. Siempre fue generosa.

– Eso es cierto -confirmó Jules-. A Topaz le gustaba el dinero pero era muy generosa.

– Bueno, le di las gracias. Ojalá lo hubiésemos dejado en eso, pero ella tuvo que preguntarme qué pensaba hacer, dijo que ella iba a conseguir lo que quería y deseaba que me pasara lo mismo. «¿Qué harías, Tansy, si pudieras tener todo lo que quieres?», me preguntó. Cerré los ojos y lo vi aparecer, como en una fotografía. Debió de ser por el vino: una casita junto al río, un huertito, unos patos, para que Rose y yo pudiésemos arreglárnoslas sin tener que servir en una casa o trabajar en una fábrica.

»Ella creía que si Rose tenía un lugar cómodo en el que vivir no se preocuparía con lo del voto de las mujeres. En todo caso, no sé porqué, pero la idea de los patos divirtió mucho a Topaz.

»"¿Ya has criado patos, Tansy?", me preguntó. "No, es sólo algo que se me antojó", le contesté. Entonces me lo dijo, y ojalá no lo hubiera hecho: "Te diré qué, Tansy. Te dejaré quinientas libras en mi testamento. Así, si muero antes que tú tendrás tus patos, aunque ya seas vieja." "En ese caso, espero llegar a ser tan vieja como Matusalén", le respondí.

»Luego me dijo que iría a ver a su abogado en el consulado británico después de la comida y hablaría con él de cómo transferir el dinero para comprarse el viñedo. Aprovecharía para hacer su testamento, y yo tenía que ir con ella. Claro que para entonces deseaba no haber abierto el pico, pero fuimos en su carruaje, yo sentada a su lado con mi mejor traje azul marino. Todos los caballeros se inclinaban y la saludaban con la mano en el paseo. Recogimos al señor Jules de camino y él puede contarle el resto, porque no puedo pensar en ello sin enfadarme.

– Cómo se redactó el testamento -opinó Jules-, eso es lo que quiere saber, ¿verdad, señorita Bray?

Sonreía, pero me di cuenta de que no era yo la única persona en esa sala que buscaba respuestas.

3

Jules se inclinó; todavía sonreía y no apartó de mí su mirada.

– Topaz, según me enteré, había decidido que yo fuera testigo. Al principio Tansy y yo tuvimos que esperar sentados mientras ella llevaba a cabo los arreglos para la transferencia del dinero desde Inglaterra, cosa que hizo con toda formalidad. Cuando eso estuvo listo, dijo: «Quiero hacer un testamento.»

»El abogado era un tipo bajo y calvo. Resultaba obvio que estaba cautivado por Topaz, como la mayoría de la gente. Le dijo que si le explicaba lo que deseaba, tomaría notas y le enviaría un borrador. Pero Topaz nunca esperaba, para nada. Explicó que quería hacerlo allí mismo y en ese momento; además no era complicado. Así pues, el abogado tuvo que ceder, como hacía la mayoría de la gente, y Topaz dictó. Recuerdo cada palabra textualmente: "A mi fiel doncella y amiga, Tansy Mills, lego quinientas libras para que compre una casita y unos patos. Eso es todo."

»Por supuesto, era la primera vez que yo oía hablar de los patos y no pude evitar reír. El abogado me clavó la mirada. "Pero sus propiedades suman más que quinientas libras", comentó. "¿Y qué si es así?", respondió ella. "¿Qué pasará con el resto? Normalmente iría al pariente más cercano, ¿es eso lo que desea?", insistió él. Topaz se puso furiosa y dijo: "No, de ninguna manera. El único pariente que tengo es un hermano y no pienso dejarle nada, ni a él ni a su familia. Ni un penique."

Tansy interrumpió a Jules.

– Me había hablado de este hermano. La ignoró durante años, luego trató de que le prestara un montón de dinero cuando a ella empezaba a irle bien y, como ella se negó, le dijo que ardería en el infierno por su vida pecadora.

Jules continuó con su relato:

– El abogado sugirió que legara su dinero a una buena causa, aunque para entonces Topaz ya se había burlado y creo que se estaba aburriendo. Dijo que los huérfanos y los caballos viejos no eran muy divertidos. Pero de pronto se le ocurrió una idea. «Lo dejaré a las sufragistas», exclamó.

Jules hizo una pausa. No comenté nada. Ya empezaba a darme cuenta de que a Jules Estevan le divertía hacer experimentos con la gente.

– Le dije: «No sabía que creyeras en ellas.» Ella contestó: «Y no creo, pero piensa en cuánto irritará a mi hermano.» Insistió en que pusiéramos bien el nombre de la organización y para estar seguros tuvimos que buscarlo en un viejo número del Times en la oficina del abogado. Él redactó el testamento y Topaz lo firmó, un hombre del consulado y yo fuimos testigos. Y así, señorita Bray, es como Topaz Brown legó su fortuna a la Unión Social y Política de Mujeres.

Guardé silencio. Me preguntaba qué diría Emmeline al enterarse, y pensé que al salir a la luz en los tribunales esto no ayudaría a nuestra causa. Podría alegarse que la frivolidad no constituía prueba de una mente trastornada, pero no resultaba muy atractivo como argumento.

– Sabía que no saldría nada bueno burlándose de los testamentos -afirmó Tansy-. Se lo dije entonces, pero no quiso escucharme.

Creo que Jules Estevan se sintió decepcionado al no conseguir de mí una reacción clara, e inquirió:

– ¿Es muy importante este dinero para su movimiento, señorita Bray?

– Es vital. Por primera vez el electorado nos presta atención. El año pasado nuestra intervención influyó en el resultado de las elecciones parciales, en Peckham, en el centro de Devon y en el noroeste de Manchester. Las próximas elecciones generales serán las más importantes para nosotras desde que existimos como organización, y necesitamos dinero para apoyar a los candidatos dispuestos a votar a favor de nuestra causa en el Parlamento.

– ¿Y aceptaría el dinero de Topaz, después de lo que ha oído?

– Aceptaría dinero del mismísimo diablo, si eso pudiera ayudarnos.

Tansy refunfuñó, pero no la entendí. Aparté mi copa de vino medio vacía, era tan bueno que tenía ganas de beber más, pero hacía calor en la habitación, la cabeza me daba vueltas y todavía quedaba mucho por hacer.

– ¿Qué hora era cuando salieron del bufete del abogado? -pregunté a Jules.

Él miró a Tansy con expresión interrogante.

– Más de las cuatro -contestó ella-. Lo sé porque al llegar al hotel era la hora del té.

– ¿De qué humor se encontraba Topaz en el camino?

– No dejó de reírse por lo de los patos y las sufragistas, ¡y de su hermano!

– ¿Risa histérica?

– No; normal. Era como un niño con un juguete nuevo muy divertido.

– ¿Tomó el té con ella?

– No; tenía otro compromiso, por lo que me dejó frente a los otros hoteles, y ésa fue la última vez que la vi.

– ¿Qué fue lo último que le dijo?

– Me saludó con la mano mientras el carruaje emprendía camino y me dijo que me vería al día siguiente a la hora de costumbre.

– ¿Con normalidad?

– Con total normalidad.

– ¿No tuvo usted ninguna premonición?

– Ninguna.

Me volví hacia Tansy.

– ¿Recibió invitados para el té?

– No. Durante el té solía planear la parte seria del día. Nos asegurábamos de que esta habitación y el dormitorio estuviesen dispuestos y las flores, arregladas. En el mejor lugar poníamos el ramo enviado por quienquiera que fuera a visitarla por la noche. Si iba a salir a cenar o a una recepción, ése era el momento en que decidía qué se pondría y con qué joyas. Si recibía a alguien aquí, entonces llamábamos a la cocina y ordenábamos la cena, y escogíamos el vino de su reserva especial. Quizá escribía una o dos notas en respuesta a invitaciones. Luego, si le convenía, me decía quién sería el invitado. Supuse que esa noche sería lord Beverley, pero ella no me dijo nada.

– ¿Escribió una nota ese día?

– Un par.

– ¿A quién?

– No lo sé. Las puse en la mesa de fuera y un botones subió a buscarlas, como de costumbre, antes de la cena. No las miré.

– ¿Notas largas?

– No, lo suyo no eran las notas largas. Por lo general eran de un par de palabras.

– ¿Qué hizo después de escribir las notas?

– Tomó tranquilamente el té y leyó parte de la correspondencia que había llegado mientras estuvimos fuera.

– ¿Algo en ella la molestó?

– No.

– ¿No hubo ningún cambio en su rutina habitual?

Esperaba otro no, pero no lo recibí. En su rostro apareció una expresión angustiada, y los dedos de su mano derecha frotaron y retorcieron un pliegue de su vestido negro.

– Fue entonces cuando empezó a actuar… bueno, no como siempre.

Le dolió reconocerlo.

– ¿En qué sentido?

– Bueno, llevaba un rato sentada allí, y pensé que debía recordarle que era tiempo de arreglarse. Después de todo, todavía no se había retirado del negocio. Le dije: «Esta noche qué será, ¿fuera o aquí?» Ella alzó la mirada de una carta que estaba leyendo y dijo: «¡Oh!, aquí.» «Será su señoría, ¿eh?», le pregunté. Me di cuenta de que estaba de un humor raro, como un niño a punto de cometer una diablura. Dijo que no, que su padre el duque había llegado, por lo que no podía venir a verla, pero de todos modos no me indicó a quién esperaba. Así que le pregunté si había decidido lo que iba a pedir para la cena. «Nada», dijo.

»Me entretuve recogiendo las cosas del té, algo irritada. No debí irritarme, me dirá, por eso de las quinientas libras, pero ni siquiera las recordaba. Creí que se trataba sólo de una de sus bromas, una manera de añadir sabor a una tarde aburrida en el bufete del abogado. Al cabo de unos minutos todavía no había dicho nada y le pregunté: "¿Qué vestido quiere que le prepare?" "El marrón sencillo, con el chal color crema y el sombrero de paja marrón", me contestó. Me dejó anonadada. "¡Pero si ése es un vestido de día!", le dije. "Lo sé. Voy a salir de compras", me dijo.

»Bueno, eso era algo inconcebible. Las damas no salen de compras a las seis de la tarde, ¿verdad? Sólo lo hacen las esposas de los tenderos que van por lo de la cena. Le dije: "¿Por todos los santos, qué quiere comprar a estas horas?" "¡Oh!, sólo unas cosas", dijo ella. "Bueno, dígame cuáles y yo iré a buscarlas", le dije. Pero insistió en ir ella misma.

»Se puso el vestido marrón, salió y regresó en menos de una hora. Yo me encontraba en el dormitorio, por lo que no vi si traía algo. Cuando volví al salón, había abierto una de las ventanas del balcón y estaba allí, de pie, mirando. Me dijo: "Tansy, ¿te gustaría tener la noche libre?" "¿Libre, señorita?", le pregunté. Y ella me dijo: "No te necesitaré esta noche. De hecho, no te quiero aquí."

Tansy se interrumpió de golpe. Me miró, como si esperara que expresase algo, consternación, incredulidad, no sé. Me quedé perpleja, pues me parecía algo que una mujer, sobre todo una como Topaz, diría normalmente a su criada. Al no obtener la reacción adecuada, Tansy empezó a hablar de nuevo. Poco faltaba para que llorara.

– Eso me hirió profundamente. Yo nunca cotilleaba, el señor Jules se lo dirá. En los seis años que llevaba con ella había sido la discreción en persona. No había suficiente dinero en el mundo para hacerme ser desleal a Topaz. Debió de ver que me había herido, porque se acercó y me puso el brazo sobre los hombros y me dijo: «¡Oh, Tansy, no quería decir eso! Aunque tuviera a todos los príncipes reales de Europa aquí juntos y al presidente de Estados Unidos, no te haría salir. Te tengo más confianza que a mí misma.» «Eso me parecía, señorita», le dije. Y ella repuso: «Lo sabes. Bien, deja de poner esa cara tan trágica. Te he reservado una agradable habitación para esta noche en el segundo piso, y por la noche podrás ir al puerto a ver a esa amiga tuya.» Casi me estaba rogando, como una madre que trata de evitar que su hijo la avergüence. Añadió: «Luego, por la mañana podrás traerme el desayuno como siempre, y quizá te lo cuente todo. Pero quiero estar sola esta noche.» Y yo, todavía con dureza, le dije: «No tenía por qué esforzarse tanto.» Y ella respondió: «Tansy, no tengo nada contra ti, te lo aseguro. Es sólo una especie de broma que estoy preparando.»

No pude evitar interrumpirla.

– ¿Dijo eso, que era una broma?

– Sí, y en ese momento me sentí mejor. Le encantaba gastar bromas, ¿verdad, señor Jules? Se tomaba horas interminables para planearlas.

– Es muy cierto -convino Jules-. Topaz era capaz de hacer casi cualquier cosa por una broma.

– ¿Así que usted se marchó? -pregunté.

– No me quedaba más remedio. Parecía tener mucha prisa para sacarme de aquí. Dejó que le preparara el baño y dispusiera su bata, nada más. Lo último que vi fue cómo se metía en la bañera, rodeada de perfume de sándalo y con una sonrisa, como un niño que planea una travesura.

– ¿E hizo lo que ella le ordenó, o sea, no regresó hasta la mañana siguiente?

– No, y se me encoge el corazón cuando pienso en ello.

– Pero si ella le había dicho que no lo hiciera…

– No debí hacerle caso. Debí saber que no estaba a salvo a solas, con esa de ahí enfrente al acecho.

Yo ya había decidido que Tansy no se mostraba nada cuerda cuando de la rival de Topaz se trataba. Para cambiar de tema, le pregunté si había ido a ver a su amiga.

– Sí. Se llama Janet. La conocí cuando vinimos el año pasado. Es escocesa pero fue y se casó con un funcionario de aduanas francés. De hecho, me quedé toda la noche en su casa y no usé la habitación que Topaz me había reservado. Su marido estaba de viaje y uno de los niños se sentía mal; así que para cuando acosté a los otros niños, preparé la cena y charlé largo rato con Janet, pasaba de la medianoche. Ella no quería que regresara caminando al hotel y a esa hora no se encuentran carruajes de alquiler en el puerto, así que me quedé y compartimos su cama.

– ¿A qué hora regresó por la mañana?

– No me apresuré. Topaz nunca quería desayunar antes de las diez. Llegué poco después de las nueve y entré por la puerta principal, en lugar de la lateral, para ver si había carta de Rose. Cuando subí a nuestra suite, la puerta de su dormitorio seguía cerrada, como de costumbre, así que fui a mi habitación y la ordené un poco. Entonces el camarero entró con la bandeja del desayuno y yo llamé a la puerta del dormitorio de Topaz, como siempre.

– ¿Y entró y la encontró…?

– Al principio creí que estaba dormida, pero no se movía. Le dije: «Su desayuno, señorita», pero había algo en mi voz que me estremeció. Como seguía sin moverse, le toqué el hombro suavemente, y entonces, claro, lo supe. Estaba fría. Pero no podía creérmelo todavía. Bajé las sábanas para ver si le latía el corazón. No daba crédito a mis ojos.

Jules estaba inclinado, escuchando atentamente y, en mi opinión, casi con morbosidad.

– Y lo que sigue es realmente extraño -dijo-. Cuéntale a la señorita Bray a qué no daban crédito tus ojos.

Me preparé para oír algo horroroso y en principio no entendí lo que Tansy estaba explicando. Sus palabras brotaron en indignados borbotones.

– Verá, sabía que era muy quisquillosa. Ni siquiera la emperatriz de Rusia lo sería más con la ropa interior; la suya era toda hecha a mano con la seda y el satén más finos que pudiesen comprarse. Pero esa vez llevaba pantaletas de algodón baratas, limpias, sí, pero del tipo que se pondría la dependienta de una tienda en su luna de miel en Southend: lazos de color rosa y bordado inglés hecho a máquina. Además, junto a la cama había una combinación de muselina rosa, olán de tul y más lazos rosas, de lo más corriente. No pude evitarlo y exclamé: «¡Oh, Topaz!, ¿qué se ha hecho? ¿Qué ha hecho?»

4

Tenía dos miradas puestas en mí: la de Tansy, trágica y resentida, y la de Jules, inquisidora. Tratando de no parecer demasiado ridícula, pregunté lentamente:

– ¿Está diciendo que cuando la encontró muerta Topaz Brown llevaba ropa interior que no usaba normalmente?

– No se habría dejado pillar…

Se interrumpió justo a tiempo y se sonrojó.

– Así fue cómo lo supe, ¿sabe? Desde el principio supe que no se había suicidado. Aparte de lo otro, digo. Además, estaba ese vino que se llevaron.

– Había una copa vacía y una botella de vino medio llena al lado de la cama -explicó Jules-. La policía se las llevó, naturalmente. El láudano estaba en la copa.

– Pero ella nunca bebería el vino así, hasta yo lo sabía. Explíqueselo a la señorita Bray, Jules.

Éste suspiró y se removió en el asiento.

– Lo primero que ha de entender es que Topaz era una auténtica conocedora de vinos y poseía una excelente y selecta bodega. Según las habladurías, escogía a sus amantes por la calidad de sus viñedos. Como mucho de lo que se ha dicho acerca de ella, no es del todo cierto, pero no se alejaba del todo de la verdad.

– Entiendo. Supongo, pues, que tomó el láudano en un vino de cosecha excepcional.

– Al contrario. La botella encontrada al lado de la cama contenía un vino barato y peleón, del tipo que sirven en las peores tabernas para obreros. Tansy opina que Topaz nunca se pondría ropa interior como ésa y yo puedo asegurarle que nunca, estando en sus cabales, habría bebido una copa de vino de esa botella.

«Estando en sus cabales.» La expresión me deprimió, y Jules lo sabía.

– Tal vez si iba a añadirle láudano, no querría echar a perder un buen vino -sugerí.

Jules asintió con la cabeza.

– Es posible.

Pero ¿esa prueba iría en favor o en contra de una mente perturbada?

– Por lo que me han dicho ustedes, Topaz podría describirse como una persona de gustos caros. -Tansy y Jules asintieron con la cabeza-. Entonces, ¿por qué habría de querer suicidarse con ropa interior barata y bebiendo vino barato?

Un diagnóstico de aguda repugnancia hacia sí misma habría bastado, pero no concordaba en absoluto con la descripción del último día de Topaz.

– Lo hicieron para avergonzarla -declaró Tansy.

Obviamente, Jules sabía lo que seguiría.

– Tansy, si eso significa que crees que Marie subió, persuadió a Topaz a tomar veneno en una copa de vino que ya era de por sí veneno y luego la vistió con esa abominable ropa interior sólo para humillarla, lo único que puedo decir es que te acercas a la locura peligrosa.

Tansy lo miró airadamente.

Con más gentileza, añadí:

– Por lo que me ha dicho, Topaz se esforzó por sacarla de la habitación esa noche. ¿Acaso eso no hace pensar que ya había tomado una decisión?

– Pero era feliz, feliz como un niño con juguete nuevo, sobre todo ese día. No me diga que alguien se comporta así y luego va y se envenena.

– Tansy, me temo que varios amigos míos se han suicidado por razones diversas -comentó Jules-. En todos los casos se veían más alegres justo antes de hacerlo que en los anteriores meses, y creo que es porque habían tomado la decisión.

– Señor Estevan, ¿cree usted que Topaz Brown se suicidó? -pregunté.

– ¿Qué más puedo pensar?

Ya debía de haber pasado la hora de la comida; el sol se había desplazado hacia el oeste y sus rayos entraban directamente por las grandes ventanas. Jules no hacía ademán de irse, ni yo tampoco: si nuestro derecho al dinero de Topaz dependía de su estado de ánimo ese día -y esto me parecía probable-, no podíamos permitirnos dejar nada sin indagar.

– Señorita Mills, tenía usted la impresión de que Topaz Brown esperaba a alguien esa noche, ¿verdad?

– Eso supuse. De lo contrario, ¿por qué se quedaría?

– Pero ¿no tenía idea de quién sería?

– No.

– Usted, señor Estevan, ¿tiene idea de quién pudo visitarla?

– Media docena de personas pero no sé quién fue, si es que alguien lo hizo.

– Naturalmente, me pregunto si alguien le dio una noticia tan mala que decidió quitarse la vida.

– Naturalmente.

– Supongo que la policía ha preguntado en recepción si hubo visitantes.

– Lo dudo. La policía, como la mayoría de la gente, sabría que pocas de las personas que visitaban a Topaz pasaban por la recepción.

– ¿Por qué no?

– ¿Se fijó en el ascensor privado en el pasillo de esta suite? También hay escaleras que dan a una pequeña puerta en una calle lateral. Hay algo parecido en el torreón de Marie.

– Muy conveniente.

– Claro. Corre un chiste de que el arquitecto era un hombre de mundo que diseñó el edificio para las femmes du demi-monde, o sea, las cortesanas. Es una de las razones por las que el alquiler de las dos suites es tan elevado.

– ¿A los visitantes de la señorita Brown (me cuidé de no llamarlos «clientes») se les daba la llave de esta puerta privada?

– Creo que no, pero Tansy lo sabrá.

Ella negó con la cabeza.

– Había sólo tres llaves, una para ella, otra para mí y otra guardada en el despacho del gerente del hotel.

– ¿Llevaba usted la suya el miércoles por la mañana?

– Sí. Salí por la puerta lateral y la cerré con llave, como siempre.

– Cuando vino la policía -intercaló Jules-, después de que Tansy encontrara el cuerpo de Topaz, entraron por la puerta principal, pero Tansy decidió examinar la puerta lateral, ¿verdad, Tansy?

– Estaba cerrada con llave.

– ¿Como la había dejado Tansy?

No entendí lo que Jules insinuaba.

– Sí, pero hay un pequeño misterio. Tansy no encuentra la llave de Topaz y esto, por alguna razón, la preocupa.

Tansy le dirigió otra mirada airada.

– Solía guardarla en el cajón de esa mesita. Pero no estaba allí ni en ningún sitio. La he buscado.

Jules me miraba, esperando mi reacción, y yo pregunté qué deducía de ello.

– Nada -contestó-. Las llaves se pierden a menudo, pero Tansy no está de acuerdo.

– La que la mató salió por esa puerta lateral y se llevó la llave consigo -afirmó Tansy como si no cupiera duda.

– ¿Se lo explicó a la policía?

– Lo intenté, pero no me hicieron caso.

Jules se encogió de hombros.

– Resultaba obvio que Topaz se había suicidado. ¿Para qué hacer preguntas que crearían problemas para algunos?

Permanecimos sentados un rato. Luego, sin saber por qué, pedí ver el dormitorio de Topaz. Esto pareció alarmar a Tansy.

– No he entrado allí desde que la sacaron.

– Tendrás que entrar en algún momento, Tansy. ¿Por qué no ahora? -sugirió Jules.

Se puso en pie y, andando sobre la mullida alfombra, me guió hacia la puerta de doble batiente blanca y dorada que llegaba hasta el techo de la habitación. La tozudez y la pesadumbre de Tansy me impresionaron: se había quedado sola en la lujosa habitación, temerosa de abrir esa puerta. Seguí a Jules, con Tansy pisándome los talones.

Al entrar, mi primera sensación fue de oscuridad y olor a cerrado, olor que me recordaba algo en lo que prefería no pensar. A través de las pesadas cortinas de terciopelo corridas en todas las ventanas apenas se filtraban unos débiles rayos de luz, suficientes para revelar una pálida silueta en forma de tienda y destellos dorados dispersos. Jules no era, creo, una persona reverente por naturaleza, pero cruzó la habitación lentamente, como si participara en un ritual, y descorrió las cortinas para dejar entrar la luz. La habitación era más recargada que el salón, con una pintura estilo Versalles en el techo y delicadas sillas y mesas de la época de Luis XIV o buenas imitaciones. La cama se encontraba sobre una tarima bajo un baldaquín de damasco blanco atado con cuerdas doradas. Las sábanas, de satén dorado oscuro, se hallaban todavía desordenadas. La cara de Tansy se arrugó al verlas.

Sin poder evitar susurrar, pregunté dónde habían encontrado la botella de vino. Jules señaló una mesita redonda junto a la tarima y las marcas dejadas por la copa y la botella. En el suelo, cerca de la mesita, había un camisón rosado, el que tanto había ofendido a Tansy, supuse. Al levantarlo olí el aroma a sándalo, pero seguía percibiendo aquel otro olor que aún no había identificado.

Traté de pasar por alto la mirada desaprobadora de Tansy y subí por los bajos escalones de la tarima hasta la cama. Una de las almohadas doradas mostraba todavía la depresión producida por la cabeza de Topaz. Con la intención de ahorrar al menos eso a Tansy, la sacudí para devolverle su forma.

– ¡Señor Estevan!

Mi susurro lo obligó a cruzar la habitación y subir en dos zancadas. Tansy, celosa, lo seguía.

– ¿Nadie vio esto?

Debajo de la almohada había una hoja de papel blanco, cuidadosamente doblada.

– ¡Ay, Dios! Me pareció raro que no dejara una nota.

Se estremeció y me fijé que cerraba con fuerza el puño derecho. Creo que ninguno de los dos deseaba coger el papel.

– ¿Qué es? -la voz de Tansy sonó brusca.

Cogí el papel y lo desdoblé. Papel de buena calidad, con el nombre y el escudo del Hôtel des Empereurs impreso en relieve en la parte superior. La nota era corta y extrañamente dispuesta.

Demasiado tarde.

Ocho de la tarde. Devolución de pagaré por una carrera.

Vin Poison. [1]

Seguía una firma garabateada: «Topaz Brown.»

Se la enseñé a Tansy.

– ¿Es su escritura?

– Sí, pero ¿qué significa?

Estaba pálida y le temblaban los labios. Tan gentilmente como pude le expliqué:

– Creo que quiere decir que ya no quería continuar con la existencia que llevaba… con su profesión como la veía.

– Pero no es así. Ya se lo dije, pensaba dejarla.

– Dice: «Demasiado tarde.»

– Y «pagaré», eso es cuando uno debe dinero.

– Tal vez creyera deberle algo al mundo.

– Topaz no debía nada a nadie -afirmó Tansy categóricamente.

Jules volvió a leer la nota por encima del hombro de Tansy.

– No entiendo por qué escribió eso de vino y veneno. Debió de saber que la policía sabría que se trataba de vino envenenado.

– Además, lo escribió en francés. ¿Sabía francés?

– Lo hablaba un poco, de hecho lo estaba aprendiendo rápidamente. Pero en cuanto a leerlo y escribirlo, no iba más allá de lo que necesitaba para entender un menú o la factura de un modisto.

Tansy me devolvió la nota, como si no quisiera tener nada que ver con ella.

– Supongo que hemos de enseñársela a la policía -comenté.

– De todos modos, saben que es un suicidio -replicó Jules con aparente indiferencia.

Sugerí que como vería de nuevo al abogado de Topaz le entregaría la nota. Me pareció que eso ayudaría más a nuestra causa. Tras una última mirada a la cama desordenada, Tansy regresó al salón y la seguimos.

Caminó de un lado a otro, jugueteando con montones de notas, papeles y esos rígidos sobres con olor a caballero extranjero.

– Tendré que hacer algo con todo esto.

– Déjaselo a los abogados -aconsejó Jules.

– Ella no querría eso. ¿Saben?, el abogado tuvo la desfachatez de enviar a un hombre el viernes, el día después de su muerte; quería llevarse sus papeles. Lo saqué de aquí sin miramientos. Ni siquiera estaba enterrada y ya querían curiosear, remover todas sus cosas. No iba a aceptar eso.

Nos dio la espalda, a punto de echarse a llorar. Jules y yo nos miramos. En algún momento alguien tendría que quitarle la custodia de los tesoros de Topaz, pero no era nuestra responsabilidad. Por lo visto, Jules adivinó lo que yo estaba pensando.

– Supongo, señorita Bray, que todo esto le pertenece legalmente… bueno, quiero decir a su organización.

Su sonrisa me pareció maliciosa, teñida de esa superioridad masculina que lo definía como «enemigo».

Observé los cuadros y los adornos, los montones de bufandas de muselina y estolas.

– No sé qué haríamos con ello.

– Claro, es el dinero lo que importa, ¿verdad? Es una pena que eso no fuera lo que ella deseaba. Supongo que le gustaría creer que recibía a sus visitantes con un símbolo de su organización prendido secretamente sobre el corazón, o en otro sitio.

Esta vez me tocó a mí mirarlo airadamente, pero una llamada a la puerta que daba al salón desde el descansillo me ahorró darle una respuesta. Tansy fue a abrir.

– Ah, eres tú.

Casi siseó al pronunciar estas palabras, pero abrió la puerta y la mujer más bella que hubiese visto entró majestuosamente. Era delgada como un tallo de dedalera, y alta, de cutis pálido y cremoso y enormes ojos oscuros. Llevaba un vestido de tarde de seda color café claro y, en el cinturón, auténticos capullos de rosa blanca; su expresión era de tragedia pura. Jules se adelantó para saludarla sin abandonar su maliciosa sonrisa.

– Señorita Bray, permítame presentarle a mademoiselle Marie de la Tourelle. Marie, ésta es la señorita Bray de la Unión Social y Política de Mujeres.

Una mano, ligera como el ala de mariposa, rozó la mía. A continuación Marie pasó silenciosamente de largo y se dejó caer en un diván, cual un cisne malherido.

– ¡Qué horror…! Tanta desesperación… Me culpo a mí misma.

Tansy la miró con expresión de repugnancia, y Jules tuvo que ir por otra copa para servirle lo que quedaba del tokay. [2] Marie tomó unos breves sorbos y se llevó una mano a la frente, con la palma hacia fuera, pose que yo nunca había visto, salvo en las pinturas de la Royal Academy. En su frágil muñeca lucía un hermoso brazalete de perlas y diamantes.

– ¿Por qué se culpa a sí misma? -inquirí.

– Los celos son terribles.

Su inglés era bueno, pero tenía un ligero acento.

– ¿Los celos de quién? -preguntó Jules.

Al menos era coherente en su deseo de experimentar: no se limitaba a mi persona. Me había fijado que al traer la copa buscó la mirada de Tansy, desafiándola literalmente a causar problemas. Hasta ahora ella había permanecido muda pero rebelde, vigilando cada movimiento de Marie.

Ésta dirigió una mirada dolorida a Jules.

– De mí, por supuesto. ¿De quién, si no?

– ¿Por qué?

Marie suspiró.

– Por lo de lord Beverley.

Tansy explotó.

– Él te había abandonado por ella, eras tú la celosa.

El contraste entre aquella mujer cita enfurecida y enfundada en ropas negras, y Marie, larga y sedosa sobre el diván, resultaba casi risible. Si las miradas mataran, Tansy se encontraría junto a su señora en el depósito de cadáveres. Después de esa única mirada, Marie la ignoró y habló con Jules.

– Según lord Beverley, Topaz era vulgaire. Me lo dijo, el pobre, cuando me rogó que lo aceptara de nuevo.

– ¡Eso dices tú! -exclamó Tansy, pero Marie siguió ignorándola.

– Está muy arrepentido. Todas esas azucenas blancas; ustedes las vieron.

– Esas azucenas te las envió ese sátiro, el archiduque. Todos están enterados de lo tuyo con él.

– El miércoles por la tarde me encontraba yo con lord Beverley en su automóvil, cuando Topaz nos pasó en su carruaje. Creo que fue entonces cuando decidió hacer esa cosa horrible.

– ¿No viste que él le guiñó el ojo? -preguntó Tansy-. Si quieres saber lo que ella pensó, te diré que se moría de risa.

– Ocultaba su dolor -declaró Marie, mirando a Jules, y se llevó una mano al corazón, con otro centelleo de sus diamantes.

– Por eso me culpo, por haberle provocado esa terrible desesperación que la empujó a hacerlo.

Cerró los ojos y se recostó. Tansy avanzó y se detuvo delante de ella.

– Le importabais un comino, tú y lord Beverley y lo demás. Había decidido dejarlo.

Jules repitió lo que Topaz le había dicho a Tansy sobre la primera cana y me di cuenta de que Tansy habría preferido que no lo hiciera. Marie abrió los ojos con expresión trágica.

– ¿Lo ven? Sabía que estaba envejeciendo y que todo había terminado para ella. A todos nos pasará con el tiempo, incluso a mí. Si una no tiene una fe que la ayude, ¿qué queda sino la desesperación?

– Nunca volverás a tener treinta años, tú tampoco -declaró Tansy.

Me dio la impresión de que empezaba a divertirse. A Marie debía costarle seguir ignorándola, aunque lo consiguió.

– He venido porque me creo en el deber de asegurarme de que la entierren en tierra sagrada, pese a sus pecados.

– Cualquier pecado que ella cometiera, también lo has cometido tú, sólo que no tan bien.

Jules la interrumpió.

– Creo que Marie habla del pecado del suicidio.

– Pues claro. Es el único pecado del que no tiene uno tiempo de arrepentirse.

– No fue un suicidio -dijo Tansy, pero vio que Jules la miraba fijamente y se apartó con expresión despectiva.

Más tarde, cuando Marie y Jules hablaban de los arreglos para el entierro, él preguntó a Tansy si algún pariente debía participar en los arreglos.

– El hombre del consulado dice que el hermano no quiere hacer nada. De todos modos, ella lo odiaba como…

Volvió a sonrojarse y se fue presurosa, probablemente a su dormitorio. Creo que no confiaba en sí misma estando en la misma habitación que Marie.

Dejé a Marie y a Jules decidiendo que quizá Topaz fuese católica romana; Marie decía que hablaría con el padre Benedict. Cuando Jules vio que me marchaba, me acompañó a la puerta.

– Me pregunto si puedo visitarlo mañana, señor Estevan. Todavía tengo cosas que preguntarle.

Él me hizo una irónica reverencia y me entregó su tarjeta de visita.

Regresé a mi pensión y pasé casi toda la tarde tomando apuntes de lo que me habían dicho el abogado, Tansy y Jules Estevan. Luego, soñolienta por haber pasado la noche despierta en el tren, decidí echarme una siesta de una hora antes de salir a cenar. Sin duda me encontraba más cansada de lo que suponía, porque me perdí la cena y dormí toda la velada y la noche entera en la angosta cama blanca de la pensión.

5

Pasé casi toda la semana siguiente redactando un telegrama para Emmeline Pankhurst, mensaje más notable por lo que callaba que por lo que decía. Desde un principio ella se había mostrado bastante renuente a aceptar el legado de Topaz, y no quería desalentarla más. Recorrí la rue Gambetta hasta el correo, envié el telegrama y decidí regresar andando por el paseo marítimo frente a los hoteles de lujo. Ya había pasado la hora de la comida y observé a los visitantes salir decorosamente para su dosis de aire marino, a los niños dirigirse a la playa bajo el cuidado de niñeras en almidonado uniforme blanco, a inválidos en sillas de playa con ruedas tiradas por burros, los sombreros de copa de los hombres y las sombrillas de las mujeres agitadas por la brisa marina. Por alguna razón me detuve frente al Hôtel d'Angleterre, menos barroco que aquel en que había vivido Topaz y algo anticuado. Distraída, contemplé a una mujer rechoncha sentada en un carruaje, bajo un parasol, acompañada por dos niñas de unos ocho y seis años, vestidas con elegancia pero con rostros tan sosos como molletes. Se reunió con ellas un hombre alto en traje gris y sombrero de copa, de unos cuarenta años, cabello castaño salpicado de canas, frente cuadrada surcada de arrugas y barbilla prominente que terminaba en una barba parecida a un saliente y que se me antojó igual al rastrillo delantero de una locomotora americana. Sus ojos eran grises y duros. Por supuesto no los veía desde el otro lado del paseo, mas no hacía falta: los recordaba demasiado bien de haberlos visto cuando él pronunciaba el alegato de acusación por el que me enviaron a Holloway. El señor David Chester, miembro del Parlamento y abogado del tribunal superior, se encontraba de vacaciones con su familia.

Por suerte no se fijó en mí, dado que me había descrito como una vengativa arpía y logró convertir en un asalto contra la estructura de la sociedad el medio ladrillo que arrojé contra el 10 de Downing Street. Y eso que, para sus antecedentes, se mostró magnánimo. Es -sin duda lo recordaréis- el hombre que en la Cámara de los Comunes dijo que Christabel Pankhurst que era una mujer «estéril, carente de todo menos amargura y anarquía», y que preferiría ver a sus hijas limpiando suelos antes de verlas votar. Mientras lo miraba acomodarse en el carruaje, el brazo con el que arrojo cosas se movió y tuve que recordar que debía mostrarme discreta en esa misión. Aparté la mirada del grupo familiar y me encontré, a unos metros de distancia, con unos ojos que miraban a Chester con odio y reflejaban perfectamente mis sentimientos, tanto que al principio me pareció haberlos imaginado.

Eran castaños y pertenecían a una joven de unos veinte y tantos años, rostro ovalado, serio y pálido, que daba la impresión de pasar demasiado tiempo encerrada. Era pequeña y bastante delgada, aunque su cuello y sus hombros denotaban una actitud resuelta y enérgica en la curva de cejas y labios: éstos parecían proclamar que el mundo no la apartaría a codazos. Vestía falda y chaqueta de sarga marrón, demasiado pesadas para la primavera de Biarritz, y un sencillo canotié rodeado de un lazo marrón.

– Es usted Nell Bray -dijo como reprochándomelo.

– Sí. Veo que reconoce a David Chester.

– Lo reconozco.

Permaneció quieta, observándome.

– ¿Me equivoco al pensar que es usted de las nuestras? -inquirí.

Ella asintió con la cabeza.

– Por eso la reconocí. La oí hablar en la plaza de Trafalgar.

Esto me dejó perpleja. Su voz no era la de alguien que pudiera permitirse unas vacaciones en Biarritz, ni sus modales los de alguien que las disfrutaría. No obstante, ni parecía ni sonaba como una criada.

– ¿Bobbie sabe que está usted aquí?

Eso, al menos, respondía a una de mis preguntas. Sabía que Bobbie se hallaba allí y ahora resultaba obvio que había llevado a una amiga. Existía un evidente abismo entre sus respectivas clases sociales, pero un movimiento como el nuestro desmorona las barreras de clase.

– Bobbie Fieldfare no sabe que estoy aquí. Me envió la señora Pankhurst.

Eso la alarmó y estuvo a punto de decir algo, pero se interrumpió.

– Qué coincidencia, ¿verdad?, que David Chester se halle también aquí -le dije.

– Sí -dijo, y de pronto preguntó con cierta brusquedad-: ¿Puedo hablar con usted?

Me habían recomendado evitar a Bobbie y sus actividades, pero no podía dejar plantada a aquella joven.

– Por supuesto. ¿Le parece bien que caminemos por la playa?

Me dirigí hacía una extensión de arena bastante alejada de los grupos familiares. Ahora que me tenía en su compañía la necesidad de hablar parecía haber desaparecido. Le pregunté en qué circunstancias había conocido a Bobbie.

– Me salvó de los cascos de un caballo de la policía en la plaza del Parlamento.

– ¿Y son amigas desde entonces?

– Bueno, después de eso nos vimos un par de veces, cuando ella iba a las reuniones en el East End.

– ¿Y le sugirió que la acompañara a Biarritz?

– Creo que eso fue por mi hermana.

– ¿Su hermana?

– Era doncella de una mujer rica que vivía aquí. Según Bobbie, sería útil…

De repente lo entendí.

– ¡Dios mío!, es usted Rose Mills, la hermana de Tansy.

Se detuvo y me clavó una mirada furiosa.

– ¿Le ha hablado Bobbie de eso?

– No he visto a Bobbie. Tansy es quien me ha hablado de usted, pero ella no sabía que se encontrara aquí.

– No lo sabe.

– Pero le escribió pidiéndole que viniera. Topaz Brown quería que viniera.

– ¿Esa… esa mujer quería que viniera?

– Sí. Tansy le había contado que usted era miembro de la USPM y Topaz sugirió que la invitara.

– Pero… pero si esa mujer… vendía su cuerpo. -Su mirada era una mezcla de desafío y tristeza.

– ¿No recibió la carta de Tansy?

Negó con la cabeza.

– Me mudé de casa.

Varias cosas empezaban a encajar. Desde un principio me había parecido raro que una agitadora como Bobbie decidiera tomar vacaciones en la playa y demasiada coincidencia que dos miradas hostiles observaran a David Chester.

– ¿Cómo supo Bobbie que David Chester vendría?

– Salió en uno de los periódicos de la alta sociedad: una de sus hijas ha estado enferma.

– ¿Por qué el señor Chester? ¿Acaso no hay suficientes personas contra las que manifestarse en Inglaterra?

– Envió a la madre y la tía de Bobbie a la cárcel.

Como motivo habría bastado para Bobbie: las Fieldfare tienden a tomarse la política a pecho, como algo personal.

– Y lo están vigilando a la espera del mejor momento para actuar. Espero que hayan tomado en cuenta el hecho de que la policía francesa podría ser peor que la inglesa.

– Sí, por supuesto.

Echamos a andar de nuevo, lentamente porque nuestras botas se hundían en la arena seca. En ese momento creí que Bobbie estaba planeando una protesta de las que llevábamos a cabo en Gran Bretaña contra los políticos, o sea, arrojarles pintura o excrementos y, tal vez -esto lo hacían las más militantes- intentar darles una paliza pública. En mi opinión, ir a Francia para hacerlo suponía un derroche de energías y dinero, pero Bobbie Fieldfare tenía de ambos a montones.

– No parece que le interese mucho -comentó Rose.

Iba a contestar que no veía por qué emocionarme por un poco de excremento arrojado en tierra extranjera, pero vi su expresión.

– ¿Qué es exactamente lo que está planeando, Bobbie?

– No lo sé; creí que usted lo sabría.

– No tengo nada que ver con eso.

– Pero usted me dijo que la había enviado la señora Pankhurst.

– Me envió por lo del dinero de Topaz Brown. Tengo instrucciones de mantenerme apartada de Bobbie.

Rose se detuvo de nuevo y gimió como una niña cansada y con problemas.

– No debió usted dejarme pensar que… no debí contarle… ¿qué voy a hacer ahora?

Era una joven voluntariosa, pero se notaba que estaba casi al extremo de sus fuerzas. Le pasé un brazo por los hombros y la hice sentar en la arena.

– Rose, no traicionará a Bobbie si habla conmigo. Si está preocupada por lo que ocurrirá, debe contármelo.

Se lo pensó un rato. Casi percibí cómo las lealtades la maniataban. De pronto empezó a hablar, casi en un susurro, en tanto miraba el mar.

– De camino nos quedamos una noche en París. Queríamos ahorrar, por lo que encontramos un hotel barato cerca de la estación, sólo que era una zona dura y dos hombres aporrearon nuestra puerta, tratando de entrar. Pusimos una cómoda contra la puerta, pero Bobbie creía que yo estaba nerviosa todavía…

– Tenía motivos para estarlo.

– … y me dijo que podía sentirme tranquila. Tenía la pistola de su padre y en el peor de los casos…

– ¿Bobbie Fieldfare ha traído una pistola?

– En su bolsa de viaje, envuelta en una bufanda. Dijo que había estado practicando.

Siempre supe que Bobbie era una de las compañeras más alocadas, pero aquello era inconcebible.

– No la ha sacado de la bolsa desde que llegamos. La deja en la habitación cuando salimos.

– ¿Sale mucho?

– Sí, sobre todo por la noche. Conoce a mucha gente aquí, de su clase, de la alta sociedad. Está tratando de averiguar qué hace el señor Chester y adónde suele ir.

– Y usted lo hace de día.

– A veces.

– ¿Por qué no ha ido a ver a su hermana? Está preocupada por usted.

– No quiero mezclarla en esto.

– Pero Bobbie sí. Por eso están aquí, ¿no?

Creí poder adivinar la razón. En un intento de asesinato, logrado o fallido, Tansy las habría ocultado o disfrazado, por el amor que sentía por su hermana, hasta que pudieran cruzar la frontera de España.

– No lo sé. Me hizo muchas preguntas sobre Tansy al principio, antes del suicidio de esa mujer.

Eso tenía sentido. Una vez la atención de la policía se había centrado en Topaz, fuese cual fuese la razón, Bobbie tendría que buscar otro refugio. Esto dejaba a Rose en la estacada, y en peligro.

– Debería ir con su hermana, Rose. Está sola, necesita compañía.

Rose negó con la cabeza.

– Me quedaré con Bobbie pase lo que pase.

– Al menos vaya a verla, se lo debe. -Esperaba que cuando se reuniesen, Rose aceptara quedarse con Tansy.

– De acuerdo. ¿Dónde está?

– En el hotel de Topaz Brown. Iré con usted.

De camino, Rose preguntó:

– ¿Por qué nos legó el dinero?

– Es una historia curiosa, se la contaré más tarde. -De hecho, no deseaba contársela.

Apenas traspuso Rose la puerta de la suite, Tansy se sorprendió y corrió a estrecharla en un fuerte abrazo.

– Rose, por fin has llegado…

Dio un paso atrás y examinó el aspecto de su hermana, cual una gata con un gatito recién recuperado. Luego dijo:

– Pero es demasiado tarde, Rose. Topaz ha muerto.

Yo estaba enfadada conmigo misma por no adelantarme para prepararla. Por supuesto, Tansy suponía que su hermana acababa de llegar a Biarritz.

– Mírate, llevas días viajando, seguro. No habrás recibido la carta en la que te pedía que vinieras…

– No recibí la carta.

– … en la que te pedía que vinieras pronto porque Topaz quería tenerte aquí. Después de la que te envié con las diez libras…

Lentamente, Rose preguntó:

– ¿Por qué quería Topaz que yo viniera?

– Yo le había hablado de ti y los riesgos que corrías en tus actividades. No hubo manera de tranquilizarla hasta que te escribí para pedirte que vinieras.

Rose me miró. Había esperado perplejidad, pero en su mirada había algo parecido al triunfo. Me di cuenta de lo que seguiría, pero era demasiado tarde. De nuevo, me culpé por no ser más explícita, pero ¿cómo iba a preverlo?

– ¿Quieres decir que por lo que te dije en mis cartas, Topaz Brown quería que le contara todo sobre nuestra lucha por el voto?

– ¡Hablarle del voto! ¿Por qué iba a querer eso? No, quería que le zurcieras los lazos de su ropa interior.

Rose no habría podido sentirse más desconcertada. Tansy no tenía idea de cuánto le habían herido aquellas palabras, y lo que recibió a cambio fue otra crueldad.

– ¿Ibas a traerme aquí para coser lazos en las pantaletas de una mujerzuela? -exclamó Rose.

Tansy se adelantó y la abofeteó; fue una bofetada dura y restallante. Rose la miró fijamente y salió sin pronunciar palabra. La puerta se cerró de golpe y Tansy y yo nos miramos al oír cómo Rose corría pasillo abajo.

– ¡Oh!, podría matar a esa señora Pankhurst.

Me habría reído, de no haber sentido tanta lástima por ambas. En su pena, Tansy se había olvidado de quién era yo, o ya no le importaba. Continuó refunfuñando varios minutos, las palabras le fluían mejor que las de un encendido orador; denostó contra la maldad de las sufragistas, que destrozaban a las familias y hacían que las chicas se sintieran insatisfechas. Nuestro más encarnizado oponente no la habría igualado. Mientras ella hablaba yo no dejé de pensar en Rose, pero sabía que de nada serviría seguirla. Podría culparme, con razón hasta cierto punto, por la humillación sufrida, aunque eso fuera lo último que yo hubiese deseado.

Pasado un tiempo considerable, Tansy perdió el aliento, aunque no la agresividad, y se quedó mirándome airadamente. Dije lo primero que se me ocurrió:

– ¿No le parece que usted y yo deberíamos ir de compras?

6

Cuando Tansy entendió lo que pensaba hacer, y no le costó mucho, su enfado se convirtió en sombría satisfacción.

– ¿Vamos a hacer el recorrido que hizo ella?

– Si podemos.

Quedamos en que iría a buscarla al hotel poco antes de las seis, más o menos la hora en que Topaz saliera de compras la semana anterior. Cuando llegué, ella estaba preparada, con el abrigo y el sombrero puestos.

– Eso quiere decir que me cree, y que no cree que la señorita Topaz se haya suicidado.

– No es tanto eso sino que me siento confundida. Me gusta tener las cosas claras.

Se trataba de una pieza del rompecabezas.

Vacilamos frente al hotel.

– ¿Esa tarde Topaz bajó en el ascensor privado o por el público?

– Usó el nuestro.

Eso significaba que había salido por la puerta lateral. Tansy me condujo hacia un lado del hotel, a la entrada privada, una discreta puerta con un porche pequeño y timbre propio. Traté de imaginar a Topaz allí.

– ¿Qué dirección tomaría para ir a las tiendas?

– Si eran las de lujo, de vuelta a la terraza, doblando a la derecha.

– Pero no fue a las tiendas de lujo, ¿verdad? Llevaba su vestido más sencillo.

– Las otras están por aquí atrás.

Nos alejamos del hotel por una callejuela perpendicular al mar. Vimos a niños jugar en el arroyo y tenderetes al aire libre, llenos de verduras y frutas de alegre colorido. A una mesa al aire libre de un café que hacía esquina unos hombres jugaban a los naipes. Dimos la vuelta y llegamos a una plaza con más tiendas pequeñas. Habíamos caminado doce minutos. Recordé que Topaz estuvo fuera menos de una hora, lo que le dejaba media hora para las compras, teniendo en cuenta que ir y venir llevaba veinticuatro minutos.

– ¿Qué le parece ésta, Tansy? -Ya no la llamaba señorita Mills.

Al lado de la charcutería había un aparador lleno de sombreros y cofias de aspecto tan desalentador que una mujer sólo los compraría por necesidad extrema.

– Allí compro las cosas que necesito para coser -dijo Tansy.

– ¿Venden ropa interior?

– Sí.

– Tansy, ¿ya había pensado usted hacer esto?

– No hablo este idioma extranjero. Cuando voy de compras, pido con señas lo que quiero.

Repasé rápidamente mi propio vocabulario con la esperanza de que fuera adecuado.

– Tansy, explíquemelo de nuevo, ¿cómo eran las pantaletas?

Me las describió. Aspiré hondo, entré en la estrecha tienda, con Tansy pisándome los talones, y dije lo que necesitaba a la mujer de rostro pétreo que había detrás del mostrador.

La aparición de una inglesa de mediana edad -es decir, yo- que pedía pantaletas blancas con lazos de color rosa y una combinación de muselina del mismo color provocó un siseo de la dependienta, aspirado entre dientes tan apretados que parecía que estábamos infectando el aire. Lo lamentaba, declaró con un tono que denotaba más alivio que pesar, pero no vendía nada por el estilo. Cuando insistí y le pregunté qué clase de ropa interior podía enseñarme, sacó unas cajas de debajo del mostrador y bruscamente colocó sobre éste la clase de ropa interior que le hubiera sido útil a Florence Nightingale en Crimea: corsés que semejaban camisas de fuerza y pololos que me habrían envuelto de las costillas a las rodillas.

– Ésos no -dijo Tansy a mi espalda, despectiva.

Intimidada por la expresión de la dependienta, compré una sencilla camisola y varios metros de elástico lo bastante fuerte para amarrar un barco. Tansy cogió el paquete y nos batimos en retirada.

– ¿Para qué ha comprado eso?

Con tono de disculpa dije algo sobre no hacer perder el tiempo a la gente y miré mi reloj. La transacción nos había llevado diez minutos.

– Allí está la otra.

Tansy apretó el paso, cruzó la plaza y enfiló otra callejuela. Tuve que esforzarme para mantener su paso.

– Ésta es.

La tienda también tenía sombreros en el aparador, pero de diseño más frívolo, de los que van adornados con rosas y violetas artificiales y una ocasional pluma. Eché una mirada al interior y vi que la mujer detrás del mostrador parecía tranquilizadoramente joven y amable. Entramos y abrí las negociaciones. La dependienta casi ni pestañeó. El mostrador se llenó de vaporosas prendas blancas y de colores pastel en tanto ella vaciaba una caja tras otra, volcando su contenido ante nuestros ojos. Vislumbré algo de color rosa y lo intercepté.

– ¿Tansy?

Ésta perdió el aliento.

– Idéntico.

A la dependienta le dije que me quedaba la combinación y miré entre montones de pantaletas. Cada vez que encontraba unas que podrían ser iguales, se las enseñaba a Tansy, y me fijé que la dependienta empezaba a preguntarse por qué consultaba a mi criada sobre algo tan íntimo.

– ¿Y éstas?

– No; tenían bordado inglés en la pernera, no encaje.

– ¿Éstas?

– Mejor, pero los lazos eran de otro color; rosa.

Pregunté si tenían algo igual, pero con lazos rosas, a juego con la combinación. La dependienta contestó que las tuvieron, pero que había vendido las últimas la semana anterior.

Intentando mostrarme indiferente, inquirí si se las había vendido a una inglesa. Pareció perpleja, aunque no suspicaz. Sí, las había vendido a una dama extranjera que hablaba poco francés. Se habían reído mucho, ella y la dama, que trataba de darle a entender por señas lo que deseaba, pero tenía prisa y no se entretuvo en decidirse. ¿Una hermosa extranjera?, pregunté. El objetivo de las preguntas debió de resultarle claro a Tansy, aunque no sus detalles. La sentí tirarme del codo e irritada la aparté. ¿Qué llevaba puesto la extranjera? ¿Acaso un sencillo vestido marrón y un chal de tono crema? Sí. Tansy volvió a tirarme del codo.

– Enséñele esto -dijo.

Se trataba de una fotografía de Topaz Brown, del tamaño de una tarjeta postal, vestida de gala, con los hombros desnudos, una gargantilla de diamantes, brazaletes de diamantes y más joyas para retener una pluma en el cabello. La dependienta la cogió y me miró estupefacta.

– Oui, c'était madame. Mais c'est Topaz Brown!

Hasta entonces no me había dado cuenta de cuan célebre era Topaz. Para aquella chica, que soñaba entre sombreros adornados con flores y ropa interior barata, parecía tan conocida como un miembro de la familia real y, a juzgar por su expresión, igualmente envidiable. Su primera reacción fue de orgullo de que alguien como Topaz hubiese comprado en su tienda, seguida de perplejidad.

– Mais on m'a dit qu'elle était morte.

Pasó una mirada inquisitiva de mí a Tansy y de ésta a mí. Por desgracia, contesté, era cierto, Topaz había muerto. Tenía la sensación de haberme apresurado demasiado, de moverme demasiado deprisa. Para evitar más preguntas, le dije que me llevaría las pantaletas de lazos azules también y fingí buscar la suma adecuada. Habría olvidado el paquete en el mostrador, de no ser por Tansy, que lo cogió.

Una vez de vuelta en la plaza, Tansy comentó:

– Así que las compró ella misma.

– Obviamente.

Esperaba que eso cortaría de cuajo cualquier idea absurda sobre Marie.

– Bueno, eso lo prueba, ¿no?

– ¿Qué?

– Que no se suicidó.

– Lo siento, Tansy, pero no prueba nada. Lo único que demuestra es que, ocurriera lo que ocurriese, Topaz lo planeó todo.

Sabía, además, que acababa de gastar unas libras de la organización perjudicando así nuestra causa. Al enterarse de que una mujer rica como Topaz había pasado sus últimas horas comprando ropa interior barata, un tribunal podría considerar probada una mente perturbada.

– Pero debió de ser para una broma, ¿no lo entiende? No se habría tomado tantas molestias de estar pensando en suicidarse.

Hice un esfuerzo por meterme en la piel de Topaz, tan asqueada de repente consigo misma que consideró la posibilidad de suicidarse, planeando una amarga despedida. Pero, de ser así, ¿no habría ido a los extremos? Se habría engalanado con sus mejores prendas, o bien se habría puesto su ropa más sencilla como gesto de desdén. En lugar de eso, se había esforzado por ser comedida, rehuyendo ambos extremos. Había muerto de modo fascinante, cierto, pero moderado. Aun teniendo en cuenta que su mente no era la mía, no tenía sentido.

Una broma, en cambio, sí lo tenía. Alguien paga por pasar una noche con una de las mujeres más caras de Europa y la encuentra vestida como la clase de mujer que podría conseguir por un soberano en Londres. [3]Esto podría agradar a alguien con un sentido del humor especial. Pero si la broma se hubiese amargado, el cliente, en lugar de divertirse… No, eso tampoco tenía sentido. Topaz y Tansy no tenían láudano, al menos según Tansy. Eso significaba que el asesino… interrumpí mis divagaciones: era la primera vez que había usado el término, aunque sólo fuera mentalmente.

Nos hallábamos frente al café y Tansy me miraba como queriendo saber qué íbamos a hacer a continuación.

– El vino, supongo -dije-. ¿Se acuerda de cómo era la botella?

– Tenía un viejo gordo y un racimo de uvas en la etiqueta.

Habíamos pasado frente a una pequeña tienda de ultramarinos al otro lado de la plaza. Volvimos sobre nuestros pasos, siguiendo el olor a queso y ajo. No era más que una caverna mal iluminada, de cuyo techo colgaban puñados de hierbas y estalactictas de salchichas. Entramos, apretujándonos detrás de una mujer gorda que estaba comprando unos gramos de anchoas. Toqué el brazo de Tansy y señalé una hilera de botellas en un estante. Aun a la tenue luz, Baco parecía tan llamativo con su racimo de uvas como una feria en días festivos.

– Sí, era ése.

El rostro anguloso de la mujer detrás del mostrador permaneció inexpresivo cuando pagué unos francos por la botella de vino y cuando le enseñé la fotografía de Topaz. Murmuró que tenía tantos clientes que no podía esperarse que los recordara a todos. Resultaba obvio que no decía la verdad. Aun con su sencillo vestido marrón, Topaz habría resaltado en esa caverna como un pavo real entre gorriones. Por su modo de mirarme, supe que me mentía por costumbre e instinto. Más allá de su caverna, el mundo era hostil y ella no quería tener nada que ver con él.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Tansy a mi espalda.

– Dice que no se acuerda, pero creo que miente.

– Claro que miente. ¡Vieja tonta!

Tansy le dirigió una mirada fulminante, cogió la botella y salió, muy estirada.

– Eso es lo que no me gusta de vivir en el extranjero. Nunca se sabe lo que están diciendo de una y apostaría… ¡Ay, perdón, pardon, mademoiselle!

Cargada de paquetes y distraída, había chocado con una mujer de aspecto deprimido y rodeada de chiquillos. Llevaba un bebé en un chal y un paquete mal envuelto en un periódico. El impacto sacudió a ambas y las ayudé: mientras ella acomodaba al bebé, sostuve el paquete, que me dejó manchas de aceite en los guantes y un olor extrañamente familiar. Me dio las gracias y murmuró algo sobre que había ido a buscar su cena. En Biarritz, al parecer igual que en Londres, había familias tan pobres que no tenían ni hornillo y debían procurarse comida hecha. Le dije que esperaba que ella y su familia disfrutaran del pescado, y al mencionar la palabra poisson (pescado) algo encajó con tal rapidez que me pareció sentir un golpe. Le pregunté dónde lo había comprado. Al principio me miró con expresión incrédula, pero luego señaló una callejuela. Como un perro tras un rastro, me encaminé hacia allí, seguida de Tansy cargada de paquetes y refunfuñando.

– No quiere eso, ya sabe cómo son esas cocinas.

El olor a pescado me guió hasta una tienda sin puerta, que apenas consistía en un mostrador de madera y una cocina grande. Detrás de ésta había un hombre con delantal blanco.

Pedí pescado y él echó un gran filete en una sartén sobre el fogón. Sus ojos eran brillantes y de expresión divertida.

– ¿Madame es inglesa?

– Sí.

– Yo trabajé en Londres dos años, en el hotel Caprice de Bayswater. ¿Lo conoce?

No, no lo conocía, qué pena.

Él sonrió con picardía.

– Creo que a ustedes las damas inglesas les gusta mi pescado.

– ¿Por qué? ¿Han venido otras inglesas?

– La semana pasada, el miércoles por la tarde. Era muy hermosa. Ella sí conocía el hotel Caprice de Bayswater. Dijo que mi pescado le recordaba Londres.

Volví a sacar la tarjeta postal de Topaz.

– ¿Esta dama?

– Sí, la misma. Era muy pero muy hermosa. ¿Es amiga suya?

Asentí con la cabeza. Si reconoció en ella a Topaz Brown, no lo demostró.

– ¿Compró mucho pescado?

– Para dos personas. Le presté un plato para llevárselo. Por favor, salúdela de mi parte, y dígale que no tengo prisa, que puede traerme el plato la próxima vez que venga. Y que le regalaré el pescado que quiera.

Echó mi pescado al aire, lo atrapó, lo envolvió en un periódico y se lo dio a Tansy. Ella se lo colocó debajo de la barbilla, encima de la botella de vino y de los dos paquetes de ropa interior.

Llegamos a la entrada lateral del hotel una hora y veinte minutos después de haber salido. Topaz había sido más rápida, pero sabía exactamente dónde ir por lo que deseaba. Tansy dejó el vino y la ropa interior sobre una silla, pero me entregó el pescado.

– ¿Va a comérselo aquí o piensa llevárselo?

Se dirigió hacia una ventana, creo que con la intención de abrirla para deshacerse del olor, y se encontró con que ya estaba abierta.

– ¡Qué curioso! Juraría que cerré las ventanas antes de salir con usted. Espero que la camarera no haya entrado otra vez.

Esto pareció irritarla, pero no le presté mucha atención, aunque me dio otra idea.

– Tansy, ¿recuerda que me dijo cómo vio a Topaz cuando volvió de la compra? La ventana del balcón estaba abierta y ella se encontraba allí.

– Sí.

– ¿Por qué?

– ¡Y yo qué sé!

– ¿Podría haber sacado algo al balcón, para que usted no lo oliera y no hiciera preguntas?

– ¿Por qué iba a querer hacer eso?

– ¿Por qué iba a querer comprar pescado?

– Eso es lo que no entiendo. Podía hacer que le subieran cualquier pescado que quisiera de la cocina del hotel.

– Sí, pero entonces sería pescado caro. Ropa interior barata, vino barato y también pescado barato.

Tansy me miró como si me hubiese vuelto loca. Recorrí la sala de un extremo al otro.

– Estaba en un plato, pero tendría que recalentarlo. Ahí está la lámpara de alcohol.

De mala gana, Tansy dijo:

– Estaba aquí cuando la policía se marchó, pero me sentía tan trastornada que no me llamó la atención.

– Luego lo llevó al dormitorio, con el vino. Es allí donde había olor. ¿Qué pasó con el plato?

¿Quién habría pensado en un plato de pescado cuando tenían una botella de vino para analizar? Quizá la policía se lo había llevado con la botella de vino.

– No veo por qué está armando tanto alboroto por un plato de pescado.

Tenía que explicarle mi teoría a alguien y, acertada o equivocadamente, se la conté a Tansy.

– Si tengo razón, ese plato de pescado podría probar que Topaz no se suicidó.

No la impresioné.

– Eso es lo que he estado diciendo. Pero no era el pescado el que contenía el veneno, sino el vino.

– Todo depende de la nota que dejó. -La saqué de mi bolso y la desdoblé.

Demasiado tarde.

Ocho de la tarde. Devolución de un pagaré por una carrera.

Vin Poison.

– Nos pareció que anunciaba su suicidio y no era así. Es una invitación. Convida a alguien a las ocho de la tarde y le ofrece vino y pescado. Pero se equivocó y escribió «veneno», poison, en lugar de pescado, poisson.

Tansy se negaba a excitarse.

– Pero ¿y lo del pagaré?

– No lo sé; debe de ser parte de la broma.

– Usted no me creyó cuando le dije lo de la broma.

– Tansy, creí que usted quería probar que Topaz no se suicidó.

– Lo que quiero es que quien lo haya hecho pague por ello.

Yo seguía paseándome por la sala, triunfante y excitada. A la sazón ni siquiera pensaba que un veredicto de asesinato nos ayudaría más que uno de suicidio. Ni siquiera me preocupaba la justicia. Se trataba de la emoción de la caza, pura y primitiva, y me temo que empecé a dar órdenes a la pobre Tansy, cual si su papel fuese el del rastreador.

– Tansy, quiero que se siente y me haga una lista de todos los clientes de Topaz que recuerde, bueno, visitantes si lo prefiere. Empiece con los de este año en Biarritz, siga por los del año pasado, y luego todos lo que recuerde desde que está al servicio de Topaz. Entonces, si… -me interrumpí al ver su expresión.

– No lo haré. Nunca cotilleé sobre eso cuando vivía, y no pienso hacerlo ahora que está muerta. Ella confiaba en mí.

– Tansy, no se trata de cotilleos sino de una investigación.

– No me importa cómo lo llame.

En ocasiones me han dicho que soy tozuda, pero mi obstinación no era digna rival de la de Tansy. Permaneció quieta, con los brazos cruzados. Mis argumentos hicieron tanta mella en ella como un remolino en una roca. Nunca había hablado de los asuntos de Topaz y nunca lo haría. Punto.

– ¿Ni siquiera para atrapar a su asesino?

– No la mató uno de ellos.

– Tansy, eso no lo sabe.

– Sí, lo sé.

Finalmente tuve que aceptar mi derrota.

– Muy bien, entonces tendré que averiguarlo de otro modo.

– Como quiera.

Una vez aceptada mi derrota, firmamos una tregua y ella preparó el té. De pronto, cuando estábamos sentadas, tomándolo, se echó a reír.

– ¿Qué le parece tan divertido?

– Estaba pensando en cuando fue a buscar el pescado. Sorprendió al señor Sombra.

– ¿El señor Sombra? ¿De qué me está hablando?

Sonrió maliciosamente, disfrutando de su triunfo por ser más observadora que yo.

– ¿No se fijó en él? Yo lo vi inmediatamente después de que salimos. Luego, cuando entramos en la segunda tienda, donde compró la ropa interior, estaba al otro lado de la calle. Es el hombre del abogado.

– ¿Qué hombre del abogado?

– El que le dije, el que vino el viernes para revisar los papeles de Topaz.

– ¿Por qué no me lo dijo?

– No quería tener nada que ver con él.

– ¿Cómo es?

Se lo pensó.

– Bastante alto, regordete, cara roja y bien afeitado. De unos cuarenta años. Sobretodo y sombrero negros, respetable pero no precisamente un caballero.

– ¿Francés o inglés?

– Inglés.

– ¿Y cree que nos estaba siguiendo?

– No lo creo, lo sé.

Pensé que Tansy exageraba la reaparición fortuita del hombre creyendo que la seguía. Bajo los raudos modales de Tansy empezaba a reconocer su gusto por lo teatral. Le pedí que si volvía a verlo me lo dijera, acabé mi té y me levanté con la intención de marcharme.

– El señor Jules dijo que vendría mañana para decirme cuándo será el entierro. ¿Usted va a ir?

Contesté que sí y que iría a ver a Jules Estevan por la mañana. Tansy bajó en el ascensor conmigo y me acompañó a la puerta lateral. Insistió en que me llevara el pescado, así que se lo regalé a un digno gato que encontré junto a los cubos de la basura del hotel.

7

Me dirigí hacia el frente del hotel con la intención de regresar desde allí a la zona de la ciudad donde me hospedaba y cenar. Pasaba un poco de las ocho y había una larga fila de carruajes que llevaban a gente a cenar al hotel. La observé ociosamente, vi vestidos con cuentas, joyas que refulgían a la luz eléctrica del vestíbulo y abanicos de plumas ondeando en el aire marino. El más sencillo de esos trajes habría costado el equivalente a seis meses de salario de gente como Rose y Tansy.

Dos hechos me sacaron del ánimo meditabundo en que había caído. El primero fue que vi a David Chester por segunda vez ese día: él y su rechoncha esposa -la muy imprudente lucía satén verde- se hallaban en un carruaje abierto acompañados de otra pareja en traje de noche, esperando a que el tráfico les dejara recorrer los pocos metros que los separaban de la entrada del edificio. Como mi brazo de arrojar ladrillos se movió de nuevo, como con voluntad propia, estaba a punto de alejarme de la tentación, pero algo me hizo mirar hacia arriba.

Entre las guirnaldas y las ninfas había luces, y lo primero que percibí fue una sombra moviéndose cerca de la cabeza de la cariátide de la derecha. Al principio pensé que pertenecía a una paloma dormida, pero era demasiado larga. Volvió a moverse y vi que se trataba de un joven en chaqueta y pantalones de tweed. Si perdía el equilibrio en la cornisa junto a la cabeza de la cariátide, caería al suelo enlosado desde unos doce metros; sin embargo se movía con ligereza. Dio un paso hacia una de las luces y pude distinguirlo mejor. No llevaba sombrero y su oscuro cabello rizado era largo como el de un artista. Había estado mirando los carruajes frente a los escalones y entonces, de pronto, alzó la cabeza y miró brevemente al mar. En ese segundo lo reconocí. No era un hombre y habría apostado todo el dinero de Biarritz a que estaba viendo a Bobbie Fieldfare. Doce metros más abajo, a punto de situarse en una posición adecuada para ser blanco de un disparo, David Chester dijo algo a su amigo y se volvió hacia el hotel: la pechera de su camisa blanca constituía una diana tan nítida como lo habría deseado cualquier asesino sin experiencia.

Tuve un segundo para pensar y durante medio segundo mi odio me dijo que sí, que dejara que lo hiciera, pero luego pensé que eso entorpecería nuestra causa durante años, quizá para siempre. Grité:

– ¡Miren, regardez!

Señalé la cariátide. Se oyeron gritos y jadeos cuando la gente vio lo que señalaba. Los porteros corrieron escalones abajo para mirar y los ocupantes de los carruajes abiertos se levantaron para ver mejor. El horror se convirtió en risas.

– Demasiado vino burbujeante -dijo una voz inglesa.

Al parecer los jóvenes que pululaban en las fachadas de los hoteles formaban parte de la fauna normal de Biarritz. En cuanto a la figura en chaqueta de tweed, cuando oyó las carcajadas, permaneció inmóvil, mirando hacia abajo. Quería gritarle que huyera, pero temí hacerle perder el equilibrio. Un portero ya había dicho algo a un botones y estaba segura de que el personal corría hacia el primer piso para encargarse de esa molestia. «Si detienen a Bobbie -pensé-, debo presentarme como amiga de la familia y tratar de hacer pasar su fechoría por una broma inofensiva.»

La figura seguía quieta. Se apoyaba en la cornisa de puntillas, y con un brazo rodeaba el tocado de la estatua. Luego la soltó y, sin apoyarse, se acercó aún más al borde de la cornisa. Jadeos. Me dije: «Dios mío, va a saltar.» Me mordí los nudillos y traté de no gritar. Bobbie -ahora estaba convencida de que era ella- nos miró fijamente. Entonces se inclinó, lentamente, cual una persona a punto de zambullirse. Más jadeos y el grito de una mujer. Diríase que la figura permaneció en esa posición una eternidad, pero con igual lentitud se enderezó, dio un paso atrás y saludó a la multitud, tras realizar la más lenta y cortés de las reverencias. Se produjo una ráfaga de risas de alivio e incluso hubo aplausos.

– Borracho como un arzobispo -comentó la misma voz inglesa, que tampoco parecía muy sobria. Absolutamente beodo.

Para entonces varios miembros del personal del hotel se hallaban en los balcones del primer piso, gritándole a Bobbie que entrara. Ella los miró, negó solemnemente con la cabeza y, con una rapidez que dada su anterior lentitud parecía mayor, caminó por la cornisa hasta un tubo de desagüe en la esquina del edificio y se deslizó hacia abajo. Saltó los últimos tres metros, se incorporó ágilmente, cruzó la calle y se alejó corriendo paseo abajo. Me recogí la falda y, envidiando la ventaja que le daban los pantalones, la seguí. Detrás de nosotros se oían los gritos del personal del hotel, pidiéndole que se detuviera.

Sin duda constituimos una de las visiones más raras de la temporada, corriendo como exhalaciones por el paseo marítimo, Bobbie en traje de deporte y sin sombrero, y yo con la rapidez que se aprende cuando se intenta evitar las indeseadas atenciones de la policía metropolitana. Varias personas nos preguntaron qué ocurría y un hombre trató de cerrar el paso a Bobbie, mas ella lo rodeó y vi la expresión de sorpresa del hombre al pasar yo también a su lado. Habíamos recorrido unos ochocientos metros en dirección al puerto de pesca, dejando fácilmente atrás al personal del hotel y pasando frente a los elegantes hoteles. Bobbie se distanciaba por momentos. Me considero una atleta razonablemente buena, pero tengo diez años más que ella y supongo que la cárcel se cobra lo suyo. Nunca la habría alcanzado, de no ser porque en el último tramo, al doblar una esquina, chocó contra el carro de un trapero que hacía sus rondas vespertinas.

Bobbie se levantó de inmediato. Me di cuenta de que no se hallaba malherida, pero las palabras del trapero resultaron contundentes. La cogió del brazo y se negó a soltarla; ella hizo un desesperado esfuerzo por apartarse al ver que yo me acercaba corriendo y, cuando llegué a unos pasos de ella, exclamó con alivio:

– ¡Nell Bray, siempre estás a mano cuando te necesitamos! ¿Qué me está gritando este hombre?

– Cree que has herido a su caballo.

Bobbie soltó un resoplido muy parecido al de un equino.

– Tonterías. Con esas patas que tiene sólo un elefante podría herirlo. Mira.

El hombre le había soltado el brazo; ella se agachó y deslizó una mano de experta por las rodillas y el fuerte menudillo del caballo.

– Está en perfecto estado.

Puse unas monedas en la mano del hombre y tiré de Bobbie hasta la puerta de una tienda. Jadeaba tanto como yo, pero sonreía como una colegiala haciendo novillos.

– ¿Eras tú la que me perseguía? Creí que era un gendarme.

– Más vale que me des la pistola, por si los gendarmes te atrapan.

Abrió los ojos con aire inocente.

– No la llevo encima, está en mi habitación.

No pareció molestarle que supiera lo de la pistola.

– ¿Qué hacías allá arriba?

En sus ojos apareció una expresión irónica, cual si se enfrentase a un prefecto escolar.

– Estaba esperando.

– ¿A David Chester?

– Sí.

– Quiero hablar de eso contigo. Ven.

Me siguió sin rechistar hasta una fila de barcas de pesca negras amarradas al muelle del puerto y nos sentamos sobre sendos rollos de cuerda, entre nasas langosteras que olían a alquitrán.

– Nadie lo ha autorizado -dije.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Crees que no importa? Si formas parte de un movimiento, has de aceptar su disciplina.

– La disciplina es útil para ocultar la cobardía moral.

– Entonces, ¿las demás somos cobardes?

– No me refería a ti, Nell.

– Pero me afecta. Nos afecta a todas que hagas algo que estropee todo por lo que hemos luchado. Nuestra causa depende de ganarnos a la opinión pública. Las medidas extremas como la tuya…

Me interrumpió:

– ¿Acaso ellos no usan medidas extremas? Sus prisiones, su brutal policía, sus abogados corruptos, sus jueces ignorantes, sus periódicos mentirosos. ¿Se supone que hemos de permanecer impasibles, diciendo «Por favor, amables caballeros, dennos el derecho al voto»?

– No necesitas sermonearme a mí. Aunque tuvieras éxito, ¿de qué serviría eliminar a ese hombre?

– Sería como una advertencia al resto de esos hipócritas.

– Bobbie, te ruego que no lo hagas.

Como miembro del comité de la Unión Social y Política de Mujeres, supongo que podría habérselo ordenado, pero las órdenes no sirven de mucho con las Fieldfare, madre o hija.

– Si me niego, ¿te chivarás a la policía francesa?

– No seas ridícula.

– Así pues… -Con aquella pregunta implícita quiso saber qué pensaba hacer al respecto.

– Tendré que asegurarme de estar siempre presente para evitarlo, como esta noche.

– Conque fuiste tú la que gritó, ¿eh?

Eso al menos parecía preocuparla. No lo eché a perder, no le dije que me encontraba allí por casualidad.

– ¿No crees que debiste ser sincera con Rose Mills y explicarle en qué la estabas metiendo?

– ¿Has visto a Rose?

– Esta tarde. Y si te estás preguntando cuánto me ha dicho, has de saber que lo adiviné casi todo. Es una chica leal.

– Si hay algún riesgo, lo corro yo, no Rose. Además, no la obligué, está tan convencida como nosotras.

– ¿Y qué hay de la hermana de Rose? No es una de las nuestras y, sin embargo, estás dispuesta a meterla en esto también.

Bobbie guardó silencio un rato. Se sentía culpable, o eso esperaba yo. Cuando habló, lo hizo con tono menos seguro.

– No voy a complicar a la hermana de Rose, ya no.

– Sí, ahora que ya no te conviene, pero lo habrías hecho, ¿no?

– Sí, lo habría hecho.

La dejé pensárselo un momento.

– Bobbie, hagas lo que hagas, por favor envía a Rose de vuelta a Inglaterra. No eres justa con ella.

– ¿No tiene que decidirlo ella? -inquirió, con tono más pensativo que agresivo.

Se me ocurrió que ya había ganado unos puntos y nada conseguiría presionándola más. Sin embargo, no veía cómo, dada mi otra misión en Biarritz, podía vigilarla cada minuto del día.

Ya era tarde y el frío y la humedad nos envolvieron. Me ofrecí a acompañarla a su pensión, pero rehusó. No hizo ademán de levantarse y de pronto dijo:

– ¿Sabías que van a enterrar a Topaz Brown mañana por la tarde?

– No. ¿Cómo te enteraste?

– Todo el mundo parece saberlo.

– ¿La conociste?

– No. He oído hablar de ella.

Estaba demasiado oscuro para verle la cara, mas no detecté tensión en su voz. Proseguí:

– Y supiste lo de su legado a la causa. Sin duda enviaste el telegrama a Emmeline poco después de su muerte.

– Todo el mundo lo sabía.

Aun teniendo en cuenta el uso que se hace en sociedad del término «todo el mundo», que según mi experiencia suele referirse a una docena de personas, me sorprendí.

– Nell, ¿por qué se suicidó?

– No lo sé.

Nos levantamos simultáneamente. Apoyé una mano en su hombro y percibí su tensión.

– Bobbie, regresa a casa y olvida esto. Hay mucho que hacer allí.

Ella negó lentamente con la cabeza y se apartó. Una vez en el camino principal, nos separamos.

8

Le había dicho a Tansy que conseguiría la lista de amantes de Topaz de otras fuentes, pero era un alarde vano. Me he vuelto bastante dura e ingeniosa con el tiempo, pero no podía recorrer las capitales y las playas europeas preguntando a los hombres si habían pagado por los servicios de Topaz Brown. Así pues, a las diez de la mañana siguiente llegué a la puerta de Jules Estevan. Vivía en una alta casa pintada de blanco, situada en el sur de la ciudad; los brotes de una enredadera rodeaban una veranda de hierro forjado. Me abrió la puerta una anciana vestida de negro, probablemente el ama de llaves, y me dijo que el señor Estevan estaba desayunando.

– Dígale, por favor, que Nell Bray desea hablar con él.

Me dirigió una mirada recelosa, pero regresó unos minutos más tarde y me llevó arriba.

– Me preguntaba cuándo vendría, señorita Bray -me dijo Jules.

Vestía una bata de seda negra de solapas moradas y bebía chocolate en una taza de porcelana blanca. La habitación era tan amplia que debía abarcar toda la planta de la casa; no se parecía a nada que hubiese visto. Aparte de un enorme sofá cuadrado tapizado de blanco y un par de bancos de iglesia de madera tallada y dorada, no contenía nada de lo que la gente normal considera necesario: mesitas, adornos o cómodas sillas. Una pintura mural -un amanecer donde figuraban varias criaturas con cornamenta estirándose hacia el sol- cubría toda la pared frente a las ventanas. Un pilar de marfil con calaveras esculpidas en toda su longitud sostenía una capa de ópera y un sombrero de copa. En medio de la sala había un maniquí envuelto en un traje de ballet oriental, coronado por una cabeza de porcelana de tamaño natural. El suelo era de madera encerada y sobre él unas alfombras de Bujará formaban islotes. Jules me pidió que me sentara y escogí uno de los bancos de iglesia.

– ¿Sabe que a Topaz la entierran a las seis de la tarde en el cementerio de las afueras? Marie y el padre Benedict no pudieron conseguir nada mejor.

Dijo que iría.

– Hay algo más, señor Estevan.

– Espero poder servirle, señorita Bray.

Sentado en el borde del sofá blanco, no daba la impresión de avergonzarse por su escasa ropa o la desnudez de pantorrillas y pies debajo de la bata. Nunca había visto unos pies de hombre tan bien formados.

– Quiero una lista de los amantes de Topaz.

Silbó, sorprendido, y casi derramó el chocolate. Creo que para él constituía una derrota demostrar sorpresa, porque tras la primera reacción recuperó su habitual actitud de cinismo divertido, pero más marcada.

– ¿Está escribiendo su biografía, señorita Bray? ¿O debería decir hagiografía? ¿Contará entre las santas patronas de su movimiento?

– Eso lo dejaré a los poetas como usted, señor Estevan. Mis razones son prácticas.

Me clavó una mirada sonriente pero astuta. Sabía que deseaba preguntarme la razón, pero no iba a descender a la mera curiosidad.

– No estoy seguro de ser una autoridad al respecto. ¿No sabrá más la criada?

– Lo intenté, pero al parecer ofendí su sentido de la discreción profesional.

Jules se echó a reír.

– Pobre Tansy. Es tan desesperadamente respetable. -Esperé-. Y tuvo que recurrir a mí. Se da cuenta de que hace apenas catorce meses que conozco a Topaz, ¿no?, y casi todo ese tiempo aquí, en Biarritz. Nos vimos brevemente en París el otoño pasado y de nuevo aquí, cuando regresó en febrero.

– Pero hablaba con ella cada día, debió contarle algo de…

– ¿Sobre sus clientes? Sí, claro. Se mostraba muy abierta.

– Bien, empecemos con los de esta temporada en Biarritz.

Dejó su taza en el suelo y se enderezó.

– Creo que se ha dado cuenta de que el inglés, lord Beverley, era el favorito del momento, pero sólo en la última semana o algo más. Durante la mayor parte de febrero hubo un barón alemán, mas su salud se deterioró hará un par de semanas, así que se marchó al balneario de Baden Baden. Había un artista circense del que el barón no sabía nada, aunque no contaba porque no pagaba. Entre nosotros y el resto de Biarritz, el barón la quería principalmente para presumir de ella, por lo que Topaz se divertía con otro.

– ¿Qué habría ocurrido de haberse enterado el barón?

– No lo sé, porque nunca se enteró. La última noticia de Baden Baden es que el pobre tipo apenas puede llegar tambaleándose a las aguas.

– ¿Quién más?

– Entre el barón y lord Beverley hubo un italiano, más feo que el pecado pero dueño de la mitad del Piamonte. La llevó a París unos días, sobre todo para molestar a su esposa, que tenía una apasionada aventura con un violinista ruso.

– ¿Eso es todo?

– ¿Quiere decir que Topaz no estaba sobrada de clientes? Me inclino ante sus conocimientos al respecto, aunque, para ser sincero, pensé lo mismo. En vista de lo que sabemos ahora, entiendo por qué.

– ¿Se refiere a su retiro o su suicidio?

Jules se encogió de hombros. De camino a su casa me había preguntado si debía hablarle de la ropa interior y del pescado, y reconocer que ya no creía que Topaz se hubiese suicidado. Seguí dudando.

– Si alguno de los clientes de Topaz sabía que iba a retirarse, ¿se habría preocupado por una posible indiscreción de su parte?

Soltó una carcajada.

– Se nota la influencia de Tansy. ¿Qué quiere decir con eso de indiscreción?

– Bueno, que pudiera perjudicar a alguien comentando quiénes habían sido sus amantes…

– Querida señorita Bray, de haber publicado anuncios en los periódicos, Topaz no habría revelado nada que todo el mundo no supiera. Lo que no entiende es que, al llegar a ser amante de una mujer tan conocida como Topaz, un hombre se convertía en figura pública. ¿Acaso no se trata de eso?

– ¿De qué?

– De demostrar que puede permitirse el lujo, que tiene suficiente confianza en sí mismo. No es como si un padre de familia, buen burgués que va a misa en París o Londres, regalase un puñado de monedas de plata a una zorra por diez minutos de los que espera que nadie se entere. ¿De qué serviría pagar una pequeña fortuna a mujeres como Topaz o Marie, si nadie lo supiera?

– Entiendo.

Permanecí quieta, observando los colores que el sol hacía resaltar en las alfombras y tratando de digerir esa nueva información.

– Pero ¿no tuvo que dejar de verla lord Beverley cuando llegó su padre?

– Su padre… sí… aunque estoy seguro de que el viejo ya se habrá enterado. Y le aseguro que el joven Beverley será el héroe de sus clubes cuando regrese a casa. La pérdida de una fortuna lo vale.

– ¿Ha perdido una fortuna?

– Eso dicen.

– ¿Y el año pasado? ¿Quiénes fueron sus amantes?

Jules se llevó una mano a la sien y fingió cansancio.

– ¡Ay, querida señorita Bray!, es usted una verdadera tirana. Me está hablando de hace mucho tiempo, más que la caída de Roma. Si insiste trataré de confeccionarle una lista, pero necesito tiempo.

Acepté de momento y con rodeos me preparé para hacerle otra pregunta, una que me inquietaba desde mi conversación con Bobbie Fieldfare.

– Usted estuvo presente el miércoles pasado, cuando Topaz hizo su testamento. De hecho, fue usted testigo. No quiero dar a entender que traicionara su confianza, pero me pregunto si es posible que después se lo mencionara a alguien.

Traté de decirlo con tacto, pues pensaba que se ofendería, pero lo único que conseguí fue otra sonrisa ladeada, como si lo divirtiera a su pesar.

– ¿Mencionárselo a alguien? Sólo a medio Biarritz antes de la cena.

Sin duda mi expresión fue de desaprobación.

– Está a punto de decirme, señorita Bray, que un testamento es confidencial. De haber creído que pretendía que fuese su testamento de verdad, supongo que no se lo habría contado a nadie.

– ¿No creyó que iba en serio?

– Claro que no. No era más que una buena anécdota y Topaz se habría desilusionado si no lo hubiese comentado con cuanta gente me fuera posible.

De nuevo mi expresión debió mostrar lo que sentía.

– Verá, algunos de nosotros escribimos poemas o pintamos cuadros. A Topaz le encantaba hacer cosas inesperadas o divertidas y que se hablara de ellas. Si esa tarde, a la hora de la cena, todo el mundo no hubiese hablado del hecho de que Topaz Brown había legado su dinero a las sufragistas, yo no habría cumplido con mi deber.

– Ya veo.

Guardamos silencio un rato. Creo que le interesó darse cuenta de que la idea me dolía. Al cabo, le agradecí el tiempo que me había dedicado y dije que lo vería en el entierro. Él me informó que había prometido acompañar a Tansy. Me pregunté si era porque le parecería divertido ser visto en compañía de una criada, o si se trataba de bondad.

– ¿Marie estará presente?

– Por supuesto. Tendrá la oportunidad de practicar sus poses.

– ¿Poses?

– ¿No sabe que está a punto de embarcarse en una carrera en el teatro? Un empresario norteamericano cree que será la nueva Sara Bernhardt, mientras no tenga que abrir la boca.

Me levanté. Todavía no le había hablado de mis pesquisas.

– Hay algo que no le he preguntado. Me ha dicho que a Topaz y a usted les encantaban las bromas. ¿Estaban planeando una broma esa noche entre los dos?

– No, que yo sepa.

– ¿Cabe la posibilidad de que ella lo estuviera haciendo?

Me miró fugazmente.

– ¿Se refiere a la ropa interior y el vino?

– ¿Se le ocurre otra explicación?

– No. ¿Y a usted?

– Topaz era… cara, ¿no? Si alguien pagara mucho para pasar una noche con ella y al llegar la encontrara con aspecto de… bueno, de…

– ¿De furcia barata?

– Gracias. Y si le ofrecía la clase de vino y comida que costaría unos francos en un café de barrio, ¿ésa sería la idea de una buena broma para Topaz?

Jules negó con la cabeza.

– Las mujeres no ganan tanto dinero como Topaz si no se toman su trabajo en serio.

– Pero ¿todavía le importaba? Supongamos que había decidido acabar con su profesión con un gesto burlón hacia ella.

– No lo haría. Sería como un pintor que eligiera adrede un color equivocado, o un músico que desentonara.

– Supongamos que se tratase de alguien a quien odiaba desde hacía mucho tiempo, pero al que tuviera que tolerar porque le pagaba.

– Topaz no odiaba a la gente. Además podía escoger. En una ocasión rechazó dos mil libras por una noche porque no le gustaba la barba del hombre.

– ¿No me había dicho que se tomaba el trabajo en serio?

– Y así es. El hombre fue de inmediato al barbero y le envió la barba en un paquete, junto con un talón bancario por tres mil libras. Y a todos les dijo que había merecido la pena cada pelo.

Mientras me acompañaba abajo, le dije que esperaba que Tansy no hiciera una escena a Marie en el entierro. Se encogió de hombros y eso no me tranquilizó. Creo que veía la vida como un espectador de teatro, como un conocedor de escenas. Quizá por eso había decidido ir al entierro con Tansy. Quizá también por eso me invitó de repente, pero a un acontecimiento muy distinto.

– Me pregunto si estará libre mañana por la noche. Marie organiza una soirée ancienne.

– ¿Qué es eso?

– Será una especie de avance del ensayo general de su actuación en el teatro ante un público invitado. Grandes damas del mundo antiguo. Todos los invitados han de llevar trajes clásicos. Casi no quedan sandalias u hojas de laurel en Biarritz.

– Por desgracia, dejé mi toga en casa.

– Podría ir de ménade, estoy seguro de que arrojaban ladrillos todo el tiempo.

– Siento decepcionarlo, pero no tengo la costumbre de hacerlo en sociedad. ¿Por eso quería llevarme?

Me abrió la puerta, hizo una mueca por la repentina luz y el aire marino, pero se recuperó rápidamente.

– No. Me pareció que apreciaría la oportunidad de vigilar al menos a una sospechosa. La veré en el funeral, señorita Bray.

Estaba enfadada conmigo misma por subestimarlo. Demasiado tarde se me ocurrió que Tansy podría haberle contado todos los detalles de nuestra aventura, incluyendo lo que suponía acerca de la nota de Topaz. No podía confiar en ellos, y, sin embargo, eran mis principales fuentes de información. Fue la irritación por estar atrapada en el círculo de Topaz la que provocó mi siguiente acción. Quería hechos científicos en lugar de esa red de personalidades y valores que apenas entendía.

Fui al consulado y les pedí que me recomendaran un buen médico. Me aseguraron que todos, o sea, todos los ingleses de la alta sociedad, iban al doctor Campbell. Hablaban muy bien de sus modales amistosos, su cortesía y capacidad profesional, dicho esto último como si fuera una ocurrencia del último minuto. Vivía en una casa donde también tenía su consultorio, en la avenida Bayone, en el nuevo barrio al norte de la Gran Playa. Allí hay baños medicinales, nutridos por manantiales salinos calientes, y la cantidad de nuevas mansiones y placas de médico prueban su popularidad entre los inválidos de la buena sociedad. Cogí el tranvía, ya que pagando diez céntimos me ahorraba el precio de un taxi. Encontré la placa del doctor Campbell en una de las mansiones más atractivas. Tras una corta espera, una mujer con elegante vestido gris me llevó a un consultorio que parecía más bien un salón.

El hombre frente a mí era más joven de lo que esperaba, pero tenía unas cuantas canas en la barba cuadrada que hacía resaltar una nariz aguileña y unos ojos inteligentes e inquisitivos. Su aire de satisfacción cuando me conminó a sentarme, me decidió a no andarme por las ramas e ir directo al grano.

– Doctor Campbell, ¿cuánto tiempo se necesitaría para que una dosis fatal de láudano surtiera efecto?

– ¿Por qué me lo pregunta, señorita Bray?

– Porque me he visto envuelta en los asuntos legales de una persona que murió por una sobredosis de láudano.

– No estaremos hablando de la difunta señorita Topaz Brown, ¿verdad?

– Sí.

Naturalmente, el médico de moda de la comunidad inglesa se habría enterado de todos los cotilleos. Formaba parte de su trabajo. Se reclinó en el sillón y miró por encima de mi hombro hacia un cuadro, un Nocturno de Whistler, prueba tanto de un gusto refinado como de honorarios a tono.

– Dependería de muchas cosas: de la salud general de la persona, de su peso, de si había ingerido bebidas alcohólicas…

– Hay pruebas de que lo tomó en una copa de vino.

– Eso podría retardar los primeros síntomas. Pero puede decirse que la persona sentiría intenso sueño al cabo de una hora. Poco después se dormiría, luego llegaría un estado de inconsciencia y, finalmente, caería en un coma profundo. Si no se tomaran medidas preventivas, moriría a las doce horas de haber ingerido la dosis.

Topaz había invitado a su visitante para las ocho. Estaba muerta y fría cuando Tansy la halló a las diez de la mañana siguiente. Eso sugería que había tomado el veneno poco después de la llegada de su visitante.

El doctor Campbell se levantó y se acercó a la ventana. Unas cortinas amarillas enmarcaban un jardín de adelfas y mimosas, cuyo aroma nos llegaba. Estaba orgulloso de su posición y sus posesiones.

– ¿Era la señorita Brown paciente suya?

– Nunca me consultó. -Parecía decepcionado.

En la repisa de la chimenea había tarjetas de invitación y tarjetas de visita, puestas aparentemente con descuido, pero que no dejaban dudas en cuanto a su éxito social. Lord Fulanito agradecería su asistencia a una cena. Sir John Sutanito rogaba el honor de visitarlo a las cuatro.

– Doctor, ha dicho «si no se toman medidas preventivas». ¿Quiere decir que podrían haberla salvado?

– Por supuesto. El envenenamiento con láudano o cualquier otro derivado del opio es relativamente gradual, no es como la estricnina o el cianuro. Si se llega a tiempo, el pronóstico puede ser favorable.

– ¿Existe un antídoto?

– El antídoto, en términos corrientes, consiste en mantener al paciente despierto. Darle grandes cantidades de café negro, hacerle caminar, y luchar como sea contra la pérdida del conocimiento puede resultar eficaz.

– Y si alguien hubiese encontrado a la señorita Brown sin conocimiento, ¿habría podido revivirla?

– Hay un punto en que el coma es irreversible, pero, dentro de ciertos límites, sí.

– ¿Qué límites? ¿Una hora después de ingerirlo? ¿Dos horas? ¿Más?

– Es imposible contestar acertadamente.

– Bueno, una suposición razonable. Supongamos que alguien encontró a la señorita Brown tres horas después de que ingiriera el láudano.

– No querría atestiguar esto en un tribunal, y dependería de la dosis, pero me atrevería a decir que si la hubiesen encontrado tres horas después de perder el conocimiento, podrían haberla salvado.

– ¿Y después?

– Después, ni siquiera me atrevo a opinar.

Cogió una tarjeta de invitación de la repisa de la chimenea, le dio vueltas y dejó que el sol brillara sobre los bordes dorados. Traté de revisar mi idea de la muerte de Topaz. Había supuesto que el envenenamiento constituía un proceso rápido, que el asesino, si es que lo había, podía matarla y marcharse. Pero no era así. Él o ella no tendría seguridad de que nadie encontraría a Topaz en esas tres horas, y si alguien la revivía, sin duda lo primero que haría sería acusar a quien le había dado el vino. Él o ella tendría que permanecer sentado al menos tres horas junto a la mujer dormida, quizá más tiempo, hasta que el sueño fuese irreversible. Alcé la mirada y me encontré con la del médico fija en mí.

– ¿Cuánto se necesitaría para matarla?

– Eso dependería de muchas cosas. Si la persona estaba acostumbrada a ingerir láudano, mucho tiempo. El láudano contiene apenas un uno por ciento de morfina. Hasta he oído hablar de niñeras que dan una gota a los niños en un terrón de azúcar para dormirlos, aunque yo no recomiendo esa práctica. Un adicto podría beber hasta un vaso y sobrevivir. A otra persona, un niño o un adulto enfermo, podrían matarla con una cucharadita.

– Entonces, ¿dos o tres cucharaditas en una copa de vino…?

– Podrían matar a alguien que no estuviera acostumbrado al láudano.

– Sin embargo, al salir de aquí, puedo comprar cuantos frascos quiera en cualquier botica.

– Efectivamente. Pero supongo que ha tomado Polvos de Dover de vez en cuando.

– Ocasionalmente, para dolores de estómago, cuando viajo.

– Esos polvos también contienen opio, señorita Bray. ¿Deberían encerrarse en un botiquín de venenos?

Le di las gracias y le pedí que me enviara sus honorarios.

– Creo que conoce usted a mi tía, lady Fieldfare -dijo.

– Sí. Hace poco pasamos mucho tiempo juntas.

Esto pareció alegrarlo y también avergonzarlo un poco.

– Bueno, debería decir que es mi tía política: el hermano de mi madre se casó con su hermana menor.

Me había ayudado y no resentí el que decidiera cobrarse en parte con un poco de esnobismo inofensivo.

– ¿Sabía que la hija de lady Fieldfare, Roberta, está aquí? Es una jovencita encantadora. Espero que esté durmiendo mejor.

– ¿Bobbie vino a verle con problemas de insomnio?

– Confío que no crea que traiciono la confianza de mis pacientes, señorita Bray. No era nada grave, se lo aseguro. Como le dije a la señorita Fieldfare, los viajes a menudo causan trastornos en el sueño de las damas.

Yo me había levantado para marcharme y ya estaba dirigiéndome a la puerta, pero al oírlo me quedé de piedra. Quizá los viajes trastornaran el sueño de las mujeres, pero apostaría a que eso no era algo que aquejara a Bobbie. El médico me miraba fijamente y comenté con aparente indiferencia:

– Estoy segura de que le recetó algo útil.

Mas la discreción profesional se había reafirmado. Me sonrió y dijo que esperaba que lo visitara de nuevo, si podía serme de utilidad. La recepcionista se hallaba de pie junto a su escritorio, jugueteando con una maceta de mimosas.

– La esposa del señor de David Chester llegará en cinco minutos con su hija -le dijo el médico-. Que entren enseguida.

No dudo que lo dijo por el puro placer de usar el nombre de un miembro del Parlamento, aunque la mención resultó incómoda. No deseaba conocerla y apreté el paso, con la esperanza de apartarme de su camino.

Pero la señora llegó. Acababa yo de cerrar la puerta de la reja cuando un coche de alquiler se detuvo y la mujer regordeta que había visto al lado de David Chester se apeó con torpeza y expresión de preocupación. Todo en ella era redondo: sus pantorrillas expuestas al bajar, sus ojos, sus mejillas sonrojadas, redondeces más pesadas que cómodas, como si su propio cuerpo constituyese uno de sus múltiples problemas.

En principio no me vio y se volvió hacia el coche emitiendo ruiditos quejumbrosos. El cochero no hizo ademán de ayudarla y permaneció sentado, jugueteando con las riendas, por lo que justo cuando la niña bajaba el caballo se removió y la pequeña rodó y cayó sobre una rodilla en el arroyo, sin que su madre lograra evitarlo. Sólo una persona mucho más dura que yo habría sido capaz de resistir el llanto de la niña y la angustia de su madre. La levanté -no era precisamente un peso pluma- y la dejé en el sendero.

– A ver, vamos a ver qué te ha pasado.

La niña continuó chillando. Una mancha roja apareció en su rodilla a través de su media blanca.

– ¡Ay Dios! ¡Ay Dios! -exclamó la señora Chester-. Sabía que algo iba a ocurrir.

– No se preocupe -la tranquilicé-, no es más que una rozadura.

En un intento por detener los chillidos, hice algo con la niña que siempre me da resultado con mis sobrinos.

– Vamos, sécate las lágrimas y sé un valiente soldadito.

La niña dejó de llorar el tiempo suficiente para dirigirme una mirada desconcertante, pues me recordó a su padre en el tribunal.

– Las niñas no pueden ser soldados -repuso, y volvió a chillar.

Sugerí a la señora Chester que metiera a la niña en la casa y que el médico la examinara.

– No me gusta el doctor, ¡no quiero ver al doctor!

Su madre me miró con expresión desesperada.

– No querrá entrar, no cuando está de este humor, y Louisa tiene que visitarse.

– Mami, ¿qué pasa, mami? -la voz de otra niña, mayor pero quejumbrosa, salió del interior del coche y un rostro redondo y pálido se asomó.

– Espera un minuto, Louisa. Tu hermana… ¡vamos, Naomi, deja de llorar! ¡Ay Dios!

La absoluta impotencia de la mujer me dio una idea. Pese a su gordura era como una pluma que se mueve por donde sopla el viento. En esa niñita llorona el destino me había mostrado el modo de echar a perder los planes de Bobbie, y no pensaba desaprovechar la ocasión.

– ¿Quiere que cuide a la pequeña Naomi en el jardín, mientras usted entra?

– ¡Ay Dios! ¿Lo haría? Lamento ser una molestia, pero…

Con firmeza llevé a Naomi a una glorieta frente a la casa, la senté en el banco y le vendé la rodilla con mi pañuelo.

– ¿Lo ves? Estamos bien aquí, ¿verdad, Naomi?

Mirando repetidamente hacia atrás y con saludos nerviosos, la señora Chester se dirigió a la puerta de la casa, seguida de la pálida hija mayor. Una vez cerrada la puerta, Naomi continuó lloriqueando un rato, hasta darse cuenta de que en mí no tenía un público comprensivo.

– Me duele.

– Cuenta hasta cincuenta y veremos si todavía te duele.

Llegó hasta el quince.

– ¿Eres una aya?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Te comportas como si lo fueras.

No la contradije; como identidad era tan buena como cualquier otra.

– ¿Te gusta estar aquí, en la playa?

– No. Odio el mar. Estamos aquí por los pulmones de Louisa.

Al parecer, los pulmones de su hermana le desagradaban profundamente.

– ¿Qué les pasa?

– Tose mucho, sobre todo por la noche.

– Lo siento.

– Sí, porque me despierta. Bueno, me despertaba, sólo que ahora duermo en la habitación de mami y la aya duerme con Louisa. Bueno, hasta que mami la despidió.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

– Mami dice que le faltó el respeto a papi. Mami dice que los extranjeros son irrespetuosos y sucios casi siempre, sobre todo las mujeres.

– ¿A tu mami no le gustan los países extranjeros?

– No, mami quiere regresar a casa, a Londres. De todos modos, papi tendrá que irse pronto. Mami dice que es un hombre muy importante y que el rey no puede prescindir de él.

No puede prescindir de él, pensé, para enviar a mis amigas a la prisión de Holloway. No obstante, la odiosa chiquilla me estaba dando una buena noticia, me daba la impresión de que se necesitaría muy poco para apartar a la familia de Biarritz.

– Mi papi está en el Parlamento.

– ¿Ah, sí? ¿Tú también vas a estar en el Parlamento cuando crezcas?

Se me ocurrió que podría plantar una o dos semillas, aun en ese terreno no abonado.

De nuevo, aquella mirada parecida a la de su padre.

– Las damas no pueden estar en el Parlamento. Voy a casarme con el primer ministro y tener muchos vestidos con colas largas y tomaré el té con la reina.

Gradualmente se olvidó de la rodilla y parloteó como si me conociera desde hacía años. En casa, en Knightsbridge, tenía un perico y sentía muchas ganas de verlo, y un perrito que pertenecía a su madre. Louisa debía tomar muchas horribles medicinas, pero siempre le tocaba repetir durante la comida, por eso de que debían fortalecerla. Papi prefería a Louisa porque era la mayor, pero su cabello no era tan largo como el de Naomi, ni mucho menos. Para mí, casi todo lo que decía era como el zumbido de las abejas en el jardín. Finalmente, la señora Chester salió, con Louisa cogida de la mano, y expresión más distendida.

Diríase que ahora que había tenido tiempo de serenarse me veía bien por primera vez y, para mi alivio, no dio muestras de reconocerme. Claro, era de las que deja a su marido todo lo que se refiere a la política y los tribunales.

– ¿Te has portado bien, Naomi? Se lo agradezco mucho, señorita…

– Señorita Jones, Jane Jones -contesté.

– Es una aya -precisó Naomi y no la contradije.

Juntas nos dirigimos hacia el carruaje de alquiler; Naomi me tenía la mano cogida con su manita regordeta y caliente.

– ¿Podemos dejarla en algún sitio, señorita Jones?

– Muy amable.

Di el nombre de un hotel bastante alejado del mío y le pregunté cómo había ido la consulta con el médico.

– Está bastante contento con ella, ¿verdad, Louisa? Dice que tiene que seguir tomando la medicina y que debemos asegurarnos de que duerma la siesta.

Louisa hizo una mueca. Yo estaba segura de que no le pasaba nada que no se curase con ropa más holgada y unas buenas carreras en la arena, pero el doctor Campbell no podía comprar pinturas de Whistler con esa clase de tratamientos.

– Y estoy segura de que mejorará cuando se la lleven de Biarritz -comenté con entusiasmo.

– ¿Qué? -La señora Chester abrió los ojos tanto como la boca.

– Es un lugar muy poco saludable para los niños -añadí-, pero por supuesto no hay remedio si su marido tiene que venir. Estoy segura de que Louisa se curará cuando regresen a casa.

– Pero… pero… todos dicen que es un lugar muy saludable.

– Bueno, eso les conviene a los franceses, ¿no?

– Pero el rey viene aquí. -Era una demanda de ayuda a la máxima autoridad.

– Sí, pero él tampoco tiene muy buen aspecto, ¿verdad? Y me he enterado… -Bajé aún más la voz, cual si le estuviese contando un secreto de Estado-. Me he enterado de que el año pasado casi no vino, tal era su miedo a una epidemia de cólera. Claro, fingieron haber hecho algo para mejorar el sistema de desagüe y echaron tierra sobre el asunto, pero…

– El sistema de desagüe, ¡ay Dios, ay Dios!

Me miró fijamente y me alarmé al ver que gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

– ¡Ay Dios!, ¿qué dirá mi marido?

– Su marido no puede culparla por el estado del sistema municipal de desagüe. -Me temo que fui más brusca de lo que sería un aya, pero ella no reparó en ello.

– Ni siquiera quería venir. Es un hombre muy ocupado. Pero haría cualquier cosa por Louisa, así que cuando el médico de Londres recomendó Biarritz, lo convencí y… ¡ay, Dios!

Las niñas permanecieron impasibles, como si estuvieran acostumbradas a ver a su madre llorar. Me habría culpado de crueldad, salvo que estaba intentando evitar una peor causa de llanto. Ahora bien, cuando vi lo que ese hombre había hecho con su esposa y sus hijas, casi deseé dejar que Bobbie le disparara.

Insistí.

– Y hay otras cosas.

– ¿Otras cosas?

Sus ojos se pasearon nerviosamente por el carro, como si esperara ver los bacilos de la peste.

– Cosas de las que no debemos hablar frente a las pequeñas. -Naomi empezó a escuchar ávidamente-. Algunas de las personas que vienen aquí y se exhiben descaradamente por el paseo. No puede imaginarse…

Por su expresión, me di cuenta de que me había entendido y casi habría deseado que continuara, de no ser por la presencia de las niñas.

– En fin, si pudiera elegir regresaría a Inglaterra mañana mismo.

Aparte de entregarle horarios de trenes, no creí poder hacer nada más. Con suerte, la familia Chester regresaría a casa en unos días. Aunque Bobbie los siguiera, en Londres contaría con menos oportunidades y los demás miembros de la organización la mantendrían a raya.

Frente al hotel que había nombrado me bajé con sensación de trabajo bien hecho. Por un rato me había ocupado de uno de los problemas y ahora podía concentrarme en el otro. Encontré una botica y por curiosidad pedí un frasco de láudano. El boticario cogió mi dinero, envolvió un frasco en papel azul y me lo entregó casi sin mirarme. Así de sencillo.

9

Esa tarde Topaz Brown fue enterrada en un cementerio en la cima de un acantilado. Acudí temprano, cuando dos peones todavía estaban cavando la fosa, me situé entre las tumbas y observé la carroza fúnebre, tirada por dos caballos negros con plumas que se movían al ritmo del vehículo al subir con estrépito el empinado camino; detrás iban dos carruajes. Del primero salió un cura bajito y atildado, seguido de una mujer con capa negra y sombrero muy elegante, espeso velo y ramos de azucenas blancas y malva en los brazos. Cuando se acercaron me percaté de que debía ser Marie de la Tourelle.

En el segundo iban Tansy, Jules Estevan y el abogado calvo. Tansy y Jules formaban una extraña pareja al andar entre tumbas, él alto y con elegante traje sastre, ella aferrada a su brazo, con su grueso abrigo negro, más pequeña que nunca. A cierta distancia llegaba un automóvil. Me fijé que los cinco recién llegados lo observaban; me encontraba lo bastante cerca para oír el jadeo de Marie cuando del coche se apeó un hombre. Vestía de modo extraño para un entierro: esmoquin, capa y sombrero de copa. Dadas las circunstancias, lord Beverley hacía gala de una gran cortesía al encontrar tiempo para presentar sus últimos respetos a Topaz. Cuando los portadores hubieron bajado el féretro a la tumba, las seis personas se acomodaron alrededor de la fosa abierta, el cura a un lado, Marie cerca de él, Tansy tan lejos de Marie como pudo, Jules a su lado, y el abogado revoloteando entre ellos. Tras mirar en torno con aire perdido, como preguntándose cuándo empezaría la siguiente carrera, lord Beverley se colocó junto a Tansy.

Yo esperaba que la ceremonia se desarrollaría sin la presencia oficial de la Unión Social y Política de Mujeres cuando, con un chirrido, se abrió la puerta del cementerio y la corona más grande que hubiese visto en mi vida entró caminando. Ésa al menos fue mi primera impresión, porque no había reparado en Bobbie y Rose. El borde de la corona era de laureles y el interior de flores blancas, y el centro de violetas púrpuras. Un lazo exigía «El voto para las mujeres». El arreglo floral se detuvo no muy lejos de Tansy, quien miró a Rose de reojo. Atrapada entre la corona y Marie con sus azucenas, estaba roja de rabia. Sentí alivio cuando el cura empezó sus oficios.

Durante el servicio tuve la inconfundible sensación de ser observada, y no por alguien del grupo ante la tumba, cuya atención estaba centrada en el cura y los unos en los otros. Finalmente dejé que mi mirada siguiera los dictados de la sensación. A menos de veinte metros se hallaba un hombre rechoncho, bien afeitado, de sobretodo y sombrero negros, contemplando todo atentamente. Al parecer hacía lo mismo que yo: asistía al entierro pero permanecía lo bastante alejado para evitar el contacto con los demás. De hecho, por el modo en que se había colocado junto a un ángel de piedra, diríase que se escondía. El señor Sombra de Tansy, sin duda, el que nos había seguido cuando fuimos de compras, el hombre del abogado que había dicho que deseaba ver los papeles de Topaz. Bueno, quizá Tansy se lo creyera, pero yo no. En mi opinión se notaba a la legua que era un policía de paisano. Típico de la policía enterarse del legado de Topaz aun antes que nosotros, pensé, y enviar a alguien a husmear y hacer lo posible por desacreditarnos.

Al principio esto me irritó tanto que decidí enfrentarme a él en cuanto terminara el entierro. No había venido a Francia con propósitos peligrosos y me indignaba que me siguieran como a una criminal. Entonces vi a Bobbie mirarlo desde detrás de la corona y supe que haría mal en alejarlo. Nada obstaculizaría más a un asesino en potencia que el que Scotland Yard o su equivalente francés le pisara los talones. El único problema residía en desviar su atención de mí a Bobbie, pero, a menos que me equivocara, ella misma se encargaría pronto de eso.

Junto a la tumba, Jules y Marie rezaban con el cura. Tansy lloraba en un gran pañuelo blanco que le había prestado Jules. El cura acabó la oración y echó un puñado de tierra sobre la tapa del ataúd y, al oír el golpeteo, Marie avanzó un paso, cual si obedeciera la seña de un director de escena.

– Adiós -dijo.

Arrojó las azucenas, se persignó y, con la cabeza inclinada, permaneció tan inmóvil como una estatua. Pero Bobbie, que también sabía reconocer una entrada, le echó a perder el efecto: dejó a Rose tambaleándose bajo el peso de la enorme corona, dio un paso adelante y dijo con solemnidad:

– Hemos venido a honrar a nuestra hermana Topaz Brown. -Su hermosa voz, profunda pero clara, resonó en el cementerio. Oí a alguien murmurar con tono de protesta-. Sí, nuestra hermana -continuó-. Por muy degradante que fuese su vida, por muy mancillada que estuviera a ojos del mundo, nuestra hermana Topaz Brown conservó en el corazón y la mente una gran esperanza, la esperanza de que las mujeres se alzarían y exigirían…

Más murmullos. Marie había proferido exclamaciones de protesta cuando Bobbie habló de la vida degradante de Topaz. Jules Estevan se había acercado a ella, desviando así la atención de Tansy, que, cuando Bobbie llegó a la parte del discurso en que mencionaba a las mujeres que se alzarían, había exclamado: «¡Eso es un disparate!» Jules se apartó bruscamente de Marie y volvió con Tansy. No logró hacer callar a ninguna de las dos. El cura pidió silencio con chitones a Marie, y el abogado hizo lo propio con Bobbie, ambos en vano. Bobbie, acostumbrada a peores interrupciones, continuaba:

– … se alzarían y exigirían sus derechos. Topaz Brown, por desgracia, no vivió el tiempo suficiente para presenciar ese despertar. Murió víctima del mundo que los hombres han impuesto a las mujeres. Aunque ella misma se haya dado muerte, en un sentido…

Marie gritó algo en francés, el cura protestó alzando la voz, el abogado cogió el brazo de Bobbie, que apartó su mano de una sacudida. Pero nada de eso rivalizó con lo que hizo Tansy a continuación. Dio un paso hacia Bobbie y gritó a voz en cuello:

– ¡No se dio muerte a sí misma! ¡La asesinaron y la persona que lo hizo está aquí!

Eso casi puso fin al entierro de Topaz Brown. Bobbie prosiguió con su discurso, pero la mayor parte del público se marchó. Jules rodeó a Tansy con un brazo, medio sosteniéndola, medio conteniéndola, y la llevó sollozante hacia la puerta, seguido por el abogado. El cura dio un ligero codazo a Marie, que había vuelto a su pose de estatua, y la guió por el mismo camino, pero con mayor dignidad y sólo después de oír cómo se alejaba el carruaje de Jules. Con eso quedaron tres junto a la tumba: Bobbie, que continuaba hablando a las nubes acerca de las afrentas sufridas por las mujeres; Rose, que seguía con la mirada a su hermana, y lord Beverly, cuya expresión era la de alguien para quien los acontecimientos resultan más interesantes de lo que esperaba.

– Topaz Brown, te rendimos homenaje -concluyó Bobbie y ella y Rose colocaron la corona.

– Muy bien hecho -comentó lord Beverley.

Bobbie le dirigió una mirada airada, cogió a Rose del brazo y juntas se alejaron. Yo miré el ángel junto al cual había estado el hombre rechoncho, pero no lo vi. Se había esfumado sigilosamente mientras todos discutían.

Lord Beverley se sobresaltó cuando me presenté.

– He oído hablar de usted: es la mujer que arroja ladrillos y cosas así.

– Sólo por una causa justa.

– Por supuesto.

Tendría unos veintiocho años, era alto, de cabello rubio, nariz aguileña y labios bien formados.

– Personalmente, simpatizo mucho con ustedes, son mujeres muy valientes.

– Quisiera hablar con usted.

– Me temo que no me interesa mucho la política.

– No tiene que ver con la política sino con Topaz Brown.

Casi esperaba que me dejara con la palabra en la boca, pero pareció ligeramente interesado.

– ¿Ah, sí? ¿Quiere que regresemos a la ciudad en mi automóvil?

Mientras nos alejábamos, los peones empezaron a echar en la tumba paladas de tierra. Lord Beverley me ayudó a acomodarme en el asiento del pasajero e inició la larga tarea de encender el motor. De repente soltó:

– ¡Que me…! ¿Qué está pasando ahí? -Miraba hacia la tumba.

Desde nuestra altura la veíamos bien, así como a los dos peones apoyados sobre sus palas. Pero había algo más, y cuando lo vi no pude evitar un grito sofocado, presa de la superstición que nunca abandona a la gente en los cementerios, ni siquiera a la más racional. La tumba de Topaz Brown tenía de repente una estatua, una estatua ecuestre, de mármol tan blanco que parecía generar luz propia en el atardecer; apenas se divisaba la oscura figura del jinete. Lord Beverley dejó que el motor se apagara y la observamos, paralizados. Luego, mientras mirábamos, el caballo de mármol se movió, estiró una pata delantera e inclinó la cabeza largamente en gesto de respeto y pena. Mantuvo la pose durante lo que parecieron minutos enteros, aunque probablemente fueran unos segundos, alzó la cabeza y se alejó de la tumba tranquilamente, como cualquier caballo de carne y hueso, y sorteando las tumbas desapareció de nuestra vista.

– ¡Vaya! -exclamó lord Beverley, y se aplicó de nuevo a echar a andar el motor.

No pudimos hablar de camino a la ciudad debido al estrépito del coche. Cuando llegamos al paseo, lord Beverley aparcó y se produjo un bienvenido silencio. Ya estaba oscuro, salvo por hilos de luces de colores; más allá, el mar golpeaba la playa.

– ¿Quién era el tipo del caballo?

– No lo sé.

– Quienquiera que fuera, no me molestaría tener sus caballerizas. Topaz conocía a mucha gente, claro, miembros de familias reales extranjeras y gente así.

Se le notaba casi alegre. Creo que el episodio del caballo lo había impresionado tanto como a mí, pero no era de los hombres que meditan demasiado. En todo caso, la idea de que un príncipe quijotesco rindiera homenaje a Topaz pareció hacerle gracia. Aún diez años después de salir de Eton o Harrow, lord Beverley conservaba algo de colegial.

– ¿Sabe que Topaz Brown legó mucho dinero a nuestro movimiento?

– Menuda sorpresa, ¿eh?

– Efectivamente. ¿Es cierto que usted había abandonado a Topaz para volver con la mujer que llaman la Pucelle?

Soltó un sorprendido «uf», pero yo no vi razón para andarme por las ramas.

– Fue más bien al revés. Empecé con Marie, por así decirlo, y después fui con Topaz.

Una vez recuperado de la sorpresa, se me antojó muy dispuesto a hablar de ello; ahora bien, un hombre puede sentirse satisfecho de que compitan por él dos de las cortesanas más conocidas de Europa.

– Marie parecía pensar que había vuelto a cambiar de opinión. Según ella, usted consideraba a Topaz vulgaire.

– ¿Ah, sí? Bueno, si eso significa que le gustaba divertirse y no le importaba quién lo supiera, entonces supongo que Topaz era vulgar, pero del mejor modo posible, ¿me entiende? Después de la Pucelle supuso un alivio.

– ¿Marie era temperamental?

– A Marie le gusta interpretar el papel de diosa.

– Y puesto que usted pagaba los gastos, no le agradaba hacerlo con reverencia hierática.

Suspiró.

– Es usted asombrosamente directa, señorita Bray.

Por suerte, no había herido su aristocrático oído con algunas de las cosas que había escuchado en la cárcel de Holloway.

– En todo caso, tengo la impresión de que Marie… eh… cuando no está trabajando, por así decirlo… prefiere a las mujeres.

Estaba demasiado oscuro para verlo, pero creo que se había sonrojado.

– Lord Beverley, ¿me equivocaría al pensar que todo esto es algo relativamente nuevo para usted?

– ¡Oh! Caray, uno conoce un poco de mundo…

– Me refiero a mujeres como Marie y Topaz.

– Se está preguntando cómo un tipo como yo puede competir, ¿verdad? ¿Quiere decir que no se ha enterado del golpe de suerte que tuve?

Le expliqué que era una recién llegada a Biarritz.

– ¡Pero todo Londres lo sabía también! Gané diez mil libras en una tarde en las carreras de primavera de Cheltenham. Y me dije que iba a gastármelo todo. Bueno, me voy a casar el mes que viene y ya no tendré muchas oportunidades. Ya casi se me ha acabado el dinero, por desgracia, y mi padre ha llegado a leerme la cartilla. Les jeux sont faits, o sea, las cartas están echadas, por así decirlo. Y ahora, para colmo, Topaz está muerta.

Parecía apesadumbrado. Escuchamos las olas un rato.

– Probablemente fui el último hombre con quien estuvo, por así decirlo -dijo de pronto.

– ¿Cuándo?

– La noche antes de que se suicidara, el martes.

– ¿Parecía desdichada?

– No; estaba muy alegre, fue uno de nuestros mejores momentos.

– ¿No tenía usted cita con ella para el miércoles por la noche?

– Habíamos hecho planes para pasear en automóvil por la costa, pero tuve que cancelarlo. Me enteré de que mi padre venía de camino y se requería la presencia del hijo pródigo arrepentido.

– ¿Cuándo lo canceló?

– Le envié una nota el miércoles, temprano por la mañana.

Así que Topaz se había encontrado con el miércoles por la noche inesperadamente libre. Fuese lo que fuese que había planeado, debió de hacerlo ese mismo día.

– Señorita Bray, ¿puedo preguntarle algo? Ese arrebato de su criada, eso de que Topaz fue asesinada… ¿es cierto?

– Tansy está angustiada. Cree que Marie envenenó a Topaz.

– Pero ¿por qué? ¡Por Dios!

– Celos, por usted.

Lord Beverley gruñó.

– Espero que mi padre no se entere de eso. Por unas canas al aire hace la vista gorda, pero estar metido en esta clase de cosas, bueno, eso sería el colmo.

– ¿No lo cree?

– Es una locura. Haga algo, por favor, para que esa mujer deje de decir esas cosas.

Le prometí hacer lo que pudiera; después de todo, todavía necesitaba su ayuda.

– Lord Beverley, le agradecería que me explicara un poco cuál era el procedimiento cuando visitaba a Topaz.

– ¡Por Dios, señorita Bray…!

Creo que sintió el impulso de saltar fuera del coche y huir.

– Por ejemplo, supongo que usaba la puerta privada del hotel. ¿Le dio una llave?

– ¡Oh, no! Tocaba el timbre y la criada bajaba para dejarme entrar. Subía en el ascensor mientras la criada esperaba abajo. Supongo que subía más tarde.

– ¿Alguna vez entró por la puerta principal?

– No, eso no se hacía.

Empezaba a relajarse de nuevo, aunque obviamente se sentía intrigado.

– Otra cosa: cuando le envió a Topaz la nota comunicándole que no la vería el miércoles, ¿le envió algo más?

– No.

– ¿Alguna vez le envió un ópalo girasol en un colgante?

– No, nunca le di joyas. Alguna que otra flor, sí, pero dejó bien claro que prefería el dinero contante y sonante. Eso ahorraba problemas.

– Cuando estuvo con ella el martes, ¿le habló de una broma que estuviera planeando?

– Pues no, que yo recuerde. Nos reímos mucho, eso sí; uno solía reír con Topaz.

Suspiró y yo dije que sería mejor que fuese a cenar.

– No puedo decir que eso me entusiasme mucho. Probablemente recibiré un sermón del viejo, sobre cómo ser un buen marido y padre. ¡Caray, señorita Bray!, ustedes las mujeres se quejan de no tener oportunidades, pero a veces la de los hombres es una vida de perros, ¿sabe?

Sugerí que eso lo dijera en la Cámara de los Lores.

– Va a hacer que esa criada de Topaz deje de contar tonterías, ¿verdad? Aparte de lo demás, Marie no pudo haberla asesinado el miércoles por la noche. Tiene una… ¿cómo se llama?… una coartada.

– ¿De veras?

– Estuvo cenando en el comedor del hotel hasta pasada la medianoche. Lo sé porque yo tenía miedo de que viniera a decirme algo mientras estaba con mi padre. Por suerte no lo hizo.

– ¿Con quién cenaba?

– Con un yanqui rechoncho. Parece que es productor de teatro que va a darle el papel de María Estuardo o Cleopatra o algo así. De todos modos, allí estaban con las cabezas muy juntas, así que es una tontería eso de Topaz.

Me ayudó a apearme del coche y, luego de encender el motor nuevamente, se alejó por el paseo con estrépito; con una mano conducía y con la otra se levantó el sombrero de copa para despedirse.

Por mi parte, caminé hasta encontrar lo que buscaba, y no fue una caminata larga. Había carteles por toda la ciudad y me había fijado en ellos por casualidad, sin darme cuenta de que contenían algo significativo, porque el cartel de un circo se parece siempre a los demás. Bueno, hasta que se miran atentamente desde el vestíbulo de un hotel y se ve un caballo blanco sobre las patas traseras montado por un jinete enmascarado, con la capa ondeando y sombrero con plumas en la mano izquierda. «El Cid y su maravilloso caballo blanco», rezaba el cartel. Había funciones diarias a las cinco de la tarde y a las ocho de la noche. Al decirle a lord Beverley que no sabía quién era el jinete del caballo blanco, le había dicho la verdad. Pero tenía mis sospechas y no compartía su idea romántica de la despedida de un príncipe anónimo.

Sin embargo, el Cid tendría que esperar hasta la mañana. Pasé las siguientes horas a la puerta de una tienda, vigilando las habitaciones encima de un colmado, en una calle poco elegante, donde, según me había dicho Rose, se alojaban ella y Bobbie. Poco después de que me apostara, Rose regresó sola, con andar abatido, arrastrando los pies y con aire deprimido. Más de una hora después llegó Bobbie, también sola, con paso tan resuelto como siempre. Esperé, alerta por si salía un joven vestido con ropa informal, pero a medianoche ninguno de los dos había aparecido. Para entonces, creyendo que David Chester se hallaría a salvo en su cama, decidí ir a la mía. Me pregunté si lord Beverley había disfrutado la velada con su padre y si era posible que alguien fuese tan inocente como parecía serlo él.

10

A la mañana siguiente caminé hacia el Champ de Pioche, un espacio abierto donde acampaba el circo, a un kilómetro y medio en las afueras de la ciudad. A juzgar por el ruido y los olores, llegué justo cuando estaban aseando a los animales. Nadie pareció fijarse en mí cuando pasé frente a la gran carpa y entré en el pueblecito formado por caravanas, chozas y jaulas. Finalmente me detuve ante un chico pelirrojo que vestía un sobretodo varias tallas grande, y le pregunté en francés dónde encontrar al Cid. Contestó con un perfecto acento de Liverpool que lo hallaría en las caballerizas; recto, más allá de las llamas y a la izquierda, después de los camellos. Las caballerizas eran estructuras de madera y tejado de lona, sorprendentemente sólidas para un circo ambulante. Por encima de las medias puertas de los compartimientos se veía una fila de brillantes ancas que se movían; se percibía el olor a paja fresca y se oía la masticación. Vi a un hombre echar estiércol en una cesta con una pala, y también a él le pregunté por el paradero del Cid. Me sonrió con picardía, echó otra palada y exclamó alegremente:

– ¡Sid, te busca una dama!

El rostro que se asomó desde el último compartimiento era tan moreno y arrugado como el de un marinero, de brillantes ojos oscuros bajo un cabello negro. El hombre llamado Sid me miró y se acercó a saludarme, limpiándose las manos en el pantalón. Era más bajo que yo, de la talla de un jockey, pero de hombros tan anchos como un boxeador; vestía un jersey gris, era patizambo de tanto montar y aparentaba unos cuarenta años o más, pero caminaba con un aire satisfecho de sí mismo: un típico ejemplar de gallo sobre un montón de excremento. Pensé en lord Beverley y su realeza europea y no pude evitar sonreír. El hombrecillo me devolvió la sonrisa.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señora?

Su voz podría oírse en cualquier mercadillo de Londres.

– Creo que conocía usted a Topaz Brown.

Asintió con la cabeza, muy tranquilo.

– Me llamo Nell Bray y quisiera hablar con usted.

– Sidney Greenbow, para servirle, conocido también como El Cid. Estoy cepillando a Grandee. Entre y podemos charlar mientras lo hago.

El otro hombre había dejado de recoger estiércol y me sonreía maliciosamente, curioso por ver si aceptaba la invitación. Sid Greenbow abrió la media puerta y lo seguí al compartimiento tenuemente iluminado. La dorada paja me llegaba casi a las rodillas. Un reluciente caballo blanco dejó de comer del pesebre y volvió la cabeza hacia mí, relinchando. Le acaricié el hocico, que me pareció tan suave como el pelaje de un gato.

– ¿Fue Grandee el que llevó anoche al entierro de Topaz Brown?

– Por supuesto; sólo lo mejor para Topaz.

El equino volvió a su comida y Sidney cogió cepillo y almohaza y le alisó la ijada con largos movimientos elípticos. A cada tercera caricia pasaba el cepillo por la almohaza, produciendo un sonido trémulo y áspero y sin dejar de silbar suavemente entre dientes. No mostró ninguna curiosidad por la razón que me había llevado allí, y durante unos minutos me limité a observarlo trabajar.

Finalmente pregunté:

– ¿Hacía mucho que la conocía?

Para entonces, estaba cepillando el vientre del caballo y no alzó la mirada ni interrumpió su trabajo.

– Doce años o más. Cuando la conocí actuaba en teatros de variedades. Yo mismo hacía un número: «Cuthbert, el caballo que calcula», un animal panzón y pío al que le gustaban las pastillas de menta; de modo que de vez en cuando nos encontrábamos en el mismo programa.

– No sabía que Topaz hubiera actuado en teatros de variedades. ¿Qué hacía?

– Muy poco. Formaba parte de un dúo que cantaba canciones de moda llamado las Hermanas Chanson, aunque, claro, no eran más hermanas que yo. La otra era la que cantaba y Topaz adornaba, sólo que no se llamaba Topaz; ese nombre lo adquirió cuando se metió en su profesión actual… o más bien, pasada.

Parecía pesaroso pero no desconsolado, aunque quizá resulte difícil parecer desconsolado cuando se está cepillando suavemente alrededor de las partes íntimas de un caballo. El animal se movió, pero se calmó cuando Sid le susurró unas palabras.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Unos diez años. Durante un tiempo hizo ambas cosas: seguía actuando un poco en los teatros de variedades, pero le fue tan bien en lo otro que lo dejó por completo.

– Pero ¿usted continuó viéndola?

De un estudio sociológico que había leído al respecto, sabía que la mayoría de prostitutas tenía una especie de administrador y guardián que se quedaba la mayor parte de los beneficios, y pensé que éste podría haber sido el papel de Sid Greenbow en la vida de Topaz.

– No, continuamente no. La veía de vez en cuando, tomábamos una copa y nos contábamos cómo nos iban las cosas. Lo bueno de Topaz es que, por muy famosa que fuera, nunca se mostró altanera. Recuerdo una noche en que la vi salir del Empire del brazo de un ricachón; yo acababa de terminar mi actuación, así que todavía llevaba mi traje de gitano. Sin pensar, le grité: «¿Qué tal, Topaz?» Ella se volvió, me sonrió y contestó: «Bastante bien, Sid. ¿Vas a decirme la buenaventura?» Debió ver la cara del tipo, a quienes la vieron les encantó. Haría cualquier cosa para reír, así era Topaz.

– Y cuando empezó a viajar, ¿iba usted con ella?

– Claro que no. Tenía mi actuación, ¿no? Para entonces me había juntado con un irlandés; habíamos preparado un número cómico de cosacos y recorríamos los circos. Pero de vez en cuando coincidíamos en un sitio y nos reuníamos, y así.

Se movió de lado y empezó a cepillar los muslos traseros del caballo. Sentí alivio al ver que estaba más que dispuesto a hablar, pero me preocupaba lo que podría hacer cuando le preguntara por su relación más reciente con Topaz. Por lo que había dicho Jules, se trataba de mucho más que una copa ocasional.

– ¿Sabía que estaría aquí, en Biarritz?

– ¡Oh, sí! Traté de arreglármelas para estar aquí al mismo tiempo que ella. Quería que viera actuar a los dones; después de todo, era accionista.

– ¿Accionista de qué?

– De esto. -Golpeó suavemente la ijada del equino con el cepillo-. Grandee y los demás. Me dio el dinero para comprarlos.

– ¿Los dones?

– Los caballos. Los llamo así porque son españoles de alta alcurnia. Le dije: «Puede que tú y yo saliéramos del arroyo, pero somos propietarios de seis caballos con mejor pedigrí que la mitad de la realeza de Europa.» Eso le gustó.

– ¿Pagaron mucho por ellos? Silbó.

– ¡Por supuesto! Mil por Grandee, es el semental; quinientas por los dos castrados y dos mil por las tres yeguas. Se las enseñaré después. Tenemos que guardarlas al otro lado a causa de Grandee.

Eso ascendía a tres mil quinientas libras de carne de caballo.

– ¿Y ella lo pagó todo?

– Menos unos cientos que yo tenía ahorrados. Lo que ocurrió fue que me encontré con ella en París hace tres años. Me iba mal porque el circo con el que andaba había quebrado. Tomamos nuestra copa, como siempre, y le hablé de unos caballos que, según me había enterado, estaban a la venta en Barcelona. El propietario había muerto y en el mundillo del circo sabíamos que eran caballos de primera. Se lo conté a Topaz sin ninguna intención y comenté que podría montar un gran número con caballos así. Sabía que me era imposible conseguirlos, que sería más fácil que el arcángel Gabriel bajara y se sentara en una jaula de canario. Y ella, tan tranquila, va y me dice: «Bueno, ¿y por qué no los compramos?» Por supuesto, al principio creí que era otra de sus bromas, pero dijo que le sobraba algo de dinero, y no cejó hasta que prometí que iríamos a Barcelona en cuanto ella tuviera tiempo y los compraríamos. Y eso hicimos.

– ¿Dice usted que era accionista?

– Sí. Hicimos un negocio formal. Yo tenía derecho de trabajar con ellos durante tres años, de mejorar mi número. Después de eso empezaría a pagarle, hasta que al final, cuando le hubiese pagado el capital y quinientas libras de interés, los dones serían míos.

– Le tomaría mucho tiempo pagar tanto dinero, ¿verdad?

– No tanto como se imagina. Nos va muy bien, a mí y a los dones. Después de Biarritz voy a Niza y luego a París para el verano, y de vuelta a Londres para la Navidad. En todo caso, a Topaz no le habría importado, nunca me habría exigido dinero que no tuviera.

– ¿Qué pasará ahora que ha muerto?

Por primera vez dejó de cepillar y me miró directamente a los ojos.

– ¿Qué quiere decir con qué pasará?

– Con los caballos.

– Bueno, son míos. Eso es lo que ella quería.

Siguió cepillando, apartando cuidadosamente la tupida cola de los corvejones. Me pregunté si sería tan ignorante como parecía de las complejidades legales y si existía un acuerdo por escrito. Ya sabía lo suficiente sobre Topaz para dudarlo. Proseguí en un terreno igualmente delicado.

– Veía mucho a Topaz mientras estuvo aquí, en Biarritz, ¿verdad?

– ¿Quién se lo dijo? Tansy, supongo. -Pareció más divertido que irritado.

– No, Tansy no.

– Entonces ya imagino quién. -De nuevo sin irritación. Ahora se ocupaba del otro muslo, por lo que podía verle la cara-. Si me está preguntando si Topaz y yo salíamos, la respuesta es que sí, una temporada.

Me impresionó la expresión «salir», término anticuado que hace pensar en un cortejo rural y que tan raro sonaba en ese contexto.

– ¿Mientras ganaba dinero con el barón?

Sid Greenbow se echó a reír.

– Sí, sé con quién ha estado hablando.

Me miró de reojo, como si de pronto adivinase que yo me encontraba allí por algo más que curiosidad ociosa, pero su tono no cambió.

– Sí, ocurría de vez en cuando. Topaz era una chica que necesitaba ejercicio, y no todos los hombres que pagaban los ojos de la cara por su compañía sabían qué hacer con ella. Topaz dijo que el barón era un viejo caballero agradable y, por supuesto, hacía lo que podía por él, que en el caso de Topaz sería algo para merecer el dinero, pero no quedaba mucho vapor en el calentador. Así que yo iba a verla de vez en cuando y…

Silbó dos alegres notas.

– ¿En su hotel?

– Sí, por eso pensé que Tansy le había hablado de mí. Tansy no me ve con buenos ojos, con eso de que soy del circo y no pagaba los honorarios de Topaz. Solía bajar para abrirme con una expresión que decía a las claras que si de ella dependiera me echaría a patadas.

– ¿No tenía llave de la puerta lateral?

– Claro que no. Topaz no daba su llave a la gente. Y es normal. Vamos, supongamos que yo entrara mientras el barón se esforzaba, ¿qué pasaría?

Agradecida de no sonrojarme con facilidad, inquirí:

– ¿Topaz se vestía especialmente para usted? -Estaba pensando en la ropa interior de luna de miel de dependienta y me preguntaba si eso agradaría a Sid.

Lo miré directamente a la cara, esperando enfado o sorna. Lo que no esperaba fue la repentina ternura que mostró, una expresión que me recordó que aquel hombrecillo había recorrido un largo camino en el atardecer, montado sobre un valioso caballo, para rendir un postrero homenaje en la tumba de Topaz.

– Siempre era especial con ella. Seda tan fina que se le veía la piel. Satén que parecía que iba a ronronear al acariciarlo. Nada chillón, eso sí, nunca chillón. Tenía buen gusto, mejor que muchas mujeres de la alta sociedad. Solía abrir la puerta del dormitorio y ahí estaba, tumbada: «¿Qué te parece esto, Sid?», me preguntaba, y yo le decía qué me parecía; se lo decía a mi manera.

Había dejado el cepillo y estaba acariciando el brillante muslo con la mano -largas caricias pausadas-, y siguió haciéndolo cuando acabó de hablar, mirando a la lejanía.

– ¿Tomaron una copa de vino?

– ¡Oh, sí! -Sonrió con tristeza-. Trataba de educarme. Pedía que subieran una botella de su reserva con algo de la cocina del hotel. Yo tenía que adivinar qué vino era y de qué cosecha. Decía que nos debíamos lo mejor, a nosotros mismos y al lugar de dónde procedíamos, que debíamos reconocerlo.

Si decía la verdad, nada de eso concordaba con la ropa interior y el vino baratos. Sin embargo, lo que describía me hacía pensar en una parodia y estaba segura de que había alguna relación entre él y esa ropa.

– ¿Alguna vez le gastó una broma? Por ejemplo, ¿se disfrazaba de otra persona?

– No, conmigo no lo hacía. Ocasionalmente me hacía participar en las bromas que gastaba a otra gente.

– ¿Qué clase de bromas?

Volvió a cepillar al animal.

– Bueno, el año pasado fingió ser una princesa piel roja. Le procuré un par de ponis y dos o tres chicos pintarrajeados y emplumados. Debería haber visto las caras cuando se presentaron en el hotel a la hora de la comida y pidieron filetes de búfalo.

– ¿La semana pasada estaba planeando una broma?

Sid Greenbow negó con la cabeza.

– No. O al menos no lo mencionó. Solía ponerse en contacto conmigo cuando preparaba algo elaborado, pero no la había visto en una semana o diez días, porque pasaba mucho tiempo con el joven ricachón ese, el que ganó la fortuna en Cheltenham.

Sonaba amargado por lo de lord Beverley, pero no era de sorprender. En cuanto a la broma, Topaz no necesitaba un circo de ponis ni pintura para lo que planeó para el miércoles por la noche.

– ¿Cómo se ponía en contacto con usted cuando quería verlo?

– Me enviaba una nota.

– ¿Le envió una nota pidiéndole que fuera a las ocho el miércoles por la noche?

– No. No me mandó llamar, pero si lo hubiese hecho no habría sido para las ocho. Sabía que a las ocho yo estaba en la pista. Siempre iba a verla más tarde, después de la segunda función.

Empezaba a sonar irritado y no lo culpaba. Siguió cepillando un rato.

– Así que creen que la mataron a las ocho, ¿eh? -preguntó.

– ¿Que la mataron?

– Sí. ¿No se trata de eso?

– ¿Sabe que el dictamen forense fue de suicidio?

Por el sonido que Sid hizo, el caballo volvió bruscamente la cabeza para ver qué ocurría.

– Topaz no se suicidaría -dijo con convicción.

– Pero, si le parecía que la habían asesinado, ¿por qué no hizo nada al respecto?

Se encogió de hombros.

– No la habría hecho volver a la vida, ¿verdad? De todos modos, si uno molesta a las autoridades, no lo olvidan, sin importar la razón.

– ¿Quién cree que la asesinó?

Sid volvió a encogerse de hombros.

– Pudo haber sido cualquiera. Su profesión era peligrosa, y ella lo sabía.

Jules y Tansy me habían hablado tanto de la diferencia entre Topaz y las prostitutas de la calle, que eso me desconcertó.

– Habla como si Topaz hubiese trabajado en los callejones de Whitechapel. [4]

– No importa que la barra del trapecio sea de oro sólido; si uno se equivoca, muere.

– ¿Cree que un cliente mató a Topaz?

Sid no puso objeciones al término.

– Sí, lo creo. Si no, ¿quién?

– ¿Y no se lo ha contado a nadie, ni ha tratado de hacer que la policía lo investigue?

– ¿De qué serviría? Con la clase de clientes que tenía, echarían tierra al asunto.

– ¿Tenía enemigos?

– Topaz no era la clase de persona que tiene enemigos.

Había llegado a la cabeza del semental y lo estaba cepillando con delicadeza entre los ojos. Cuando acabó, pasó el cepillo por el almohazar por última vez, sacó algo de un bolsillo y se lo dio al animal.

– Bien, ya está por ahora. Venga, vamos a ver a las yeguas.

Varios ojos nos siguieron cuando cruzamos el campo, pero sin mucha curiosidad. Una mujer se hallaba ejercitando un par de galgos negros como el ébano. Una chica estaba tendiendo mallas de color delante de una caravana de brillante colorido. Las tres yeguas blancas compartían la cuadra con un grupo de ponis de Shetland. Nos inclinamos sobre las medias puertas y miramos.

Sid dijo:

– Aún no le he preguntado por qué le interesa.

Pregunta justa.

– Soy miembro de la Unión Social y Política de Mujeres. Sufragistas, si lo prefiere. Topaz nos legó su dinero. Supongo que lo sabía, ¿no?

Asintió con la cabeza.

– ¿Le sorprendió?

– Era su dinero.

No parecía resentido.

– ¿Esperaba que le dejara algo a usted?

– ¿Por qué habría de hacerlo? No pensábamos en la muerte, ni ella ni yo. Si llega, llega y punto.

– ¿Le contó que pensaba retirarse este año y comprar un viñedo?

– Este año no. Pero sabía que estaba pensando en ello. ¿Supone alguna diferencia, para ustedes, por eso del dinero, saber quién la asesinó?

– No debía importar. -No deseaba mencionar las complicaciones legales.

– ¿Entonces?

– Supongo… supongo que me parece injusto recibir su dinero sin tratar de que se le haga… justicia. -Me sorprendí al expresarlo así, pero lo decía en serio.

Sid me dirigió una de sus sonrisas ladeadas. Su mano acariciaba una esterilla echada sobre la puerta de la cuadra. Parecía necesitar acariciar algo todo el tiempo.

– ¿Le servirá de algo a ella?

Permanecimos apoyados en la puerta un rato, tan juntos que percibía el ritmo de su respiración. Luego dije que tenía que irme y él se ofreció a acompañarme hasta la salida. Casi habíamos llegado cuando preguntó:

– ¿Usted conocía a Topaz?

– No, personalmente no.

– Usted es como ella en algunos aspectos. No me refiero a lo físico, sino a que cuando quería algo no cejaba hasta conseguirlo.

Lo tomé como un cumplido.

Camino de vuelta a la ciudad la frase de la última nota de Topaz me rondaba por la cabeza: «Pagaré por una carrera.» Había creído que se refería a la suya propia, pero ¿y si el pagaré era por la de otra persona? Por lo que explicó Sid, cuando Topaz lo ayudó intervenía en un número cómico de cosacos y le iba mal. Ahora Cid era propietario de seis de los mejores caballos que vería en mi vida. Todos hablaban de la generosidad de Topaz, pero sin duda tenía límites. Quizá, si necesitaba dinero para su viñedo, había exigido el pago de alguna deuda. Pensé en el Cid acariciando la ijada blanca del semental y hablando de ropa interior de satén. Me detuve frente a uno de los carteles del circo y vi al Cid, enmascarado y con capa, sobre su caballo blanco con las patas delanteras levantadas. Funciones a las cinco y las ocho de la noche. «Sabía que a las ocho yo estaba en la pista.» Pero un hombre enmascarado, con capa y montado en un caballo se parece a cualquier otro, y Sidney Greenbow no sería el único jinete del circo. «Pagaré por una carrera.»

11

Casi era mediodía cuando me encontré de nuevo en el hotel de Topaz, frente a su puerta privada. El sol calentaba y permanecí aturdida un momento, tratando de calcular. Su nota decía las ocho de la noche. Si su invitado era puntual y si Topaz se había bebido el vino envenenado casi enseguida, estaría profundamente dormida a las nueve o, a lo más, a las nueve y media. Pero si el doctor tenía razón, su coma no habría sido irreversible hasta pasada la medianoche. Supuse que el asesino conocía los efectos del láudano y sabría que no convenía irse antes de, digamos, la una de la madrugada. Por otro lado, si se marchaba en cuanto Topaz perdía el conocimiento, tendría que regresar poco después de la una, para asegurarse de que todo había funcionado como estaba previsto. Bajo todo punto de vista sería más seguro quedarse. Entonces pensé en la implacabilidad que se requiere quedarse horas enteras contemplando el sueño de una mujer a la que se está asesinando, y me estremecí pese al sol. En todo caso, que se quedara o regresara, el asesino tuvo que salir de la suite de Topaz entre la una de la mañana y el alba.

Observé la puerta. No había luz encima de ella y la farola más cercana se hallaba en la esquina, a unos treinta metros. Aun al mediodía poca gente iba y venía por la calle: el asesino no podía haber encontrado una vía de escape más segura. Mientras estaba allí, pensando, me había percatado a medias de una voz cercana, una voz chillona que hablaba en francés. Había supuesto que se trataba de un niño y al darme la vuelta me sorprendió ver un robusto cuerpo de adulto de no más de un metro cuarenta de estatura y un rostro surcado de arrugas. Vestía pantalón de franela gris y una chaqueta de tweed que le llegaba hasta las rodillas. Con su voz aguda pedía, con insistencia y cortesía, unos sous. Rebusqué unas monedas y se las di, sorprendida por la formalidad de su agradecimiento. Pero no se marchó. Le pregunté su nombre.

– Demi-Tasse, Demi para mis amigos. -Hablaba francés con fuerte acento vasco.

– ¿Dónde vive, Demi?

Sonrió y señaló la parte trasera del hotel, donde estaban la puerta de la cocina y los cubos de la basura.

– La vi dar pescado a los gatos. ¿Lo guardará para mí la próxima vez?

Empecé a preguntarme cuántas personas me habían visto ese día de compras; primero el señor Sombra y ahora Demi-Tasse. De todos modos, él era un regalo de los dioses.

– ¿Pasa todo el tiempo en la calle?

– Antes, sí.

– ¿Antes?

Miró hacia el torreón de Topaz.

– Sí, gracias a ella.

– ¿La dama inglesa?

– Sí, la que ha muerto.

Lo primero que pensé fue que el hombrecillo albergaba una pasión imposible por Topaz Brown. Aún no conocía Francia lo suficiente.

– Los hombres se sentían muy satisfechos después de haber estado con ella. Yo pedía sous y me daban unos cuantos, a veces mucho más.

– Pero ¿sigue esperando aquí?

– Quizá tenga que irme a otro lado y eso me apena.

– Demi-Tasse, ¿le gustaría comer conmigo?

Sus ojos brillaron. Lo llevé a la taberna de la esquina de la plaza, la que había visto cuando fui de compras con Tansy. Recibimos unas miradas extrañas cuando pedí estofado de buey para dos.

– El vino aquí es muy bueno también -comentó.

Su serenidad era casi total, pero las miradas que echaba a la comida de los demás comensales inducía a éstos a alejar sus platos. Con prudencia, pedí media jarra de vino; no me convenía emborracharlo. No obstante, haciendo gala de humanidad, esperé a que acabara su estofado antes de interrogarle.

– ¿Solía vigilar cuándo salían hombres de la puerta especial de Topaz?

Demi asintió con la cabeza.

– ¿Recuerda esa última noche, la noche antes de que la encontraran muerta?

– Sí, la recuerdo.

– ¿Dónde estaba usted?

– En la calle junto a su puerta.

– ¿Cuándo?

– Como siempre, después de acabar de pelar patatas en la cocina, o sea hacia las siete.

– ¿Tiene reloj?

– No. Oigo las campanadas del de la iglesia.

– Bueno, cuando estaba vigilando la puerta de Topaz desde poco después de las siete, ¿vio entrar a alguien?

– No; vi salir a alguien.

– ¿Quién?

– La otra inglesa, su criada, creo.

– ¿Habló con ella?

– No; nunca me da nada. Siempre está enfadada.

– ¿Cuándo salió?

– Después de las siete y antes de las ocho.

– ¿Vio a alguien más antes de las ocho?

– No.

– ¿Está seguro?

– Sí.

– Entonces, ¿qué hizo?

– Esperé, como de costumbre. Pero tuve ganas de hacer pipí y fui al otro lado de la esquina y por eso no vi al caballero.

Mi mano se movió bruscamente y casi derramé el vino.

– ¿Qué caballero?

– Cuando volví había un caballero frente a la puerta.

– ¿Entrando?

– No; saliendo. Estaba cerrando la puerta; oí cómo la llave giraba en la cerradura.

Tansy y Sid habían dicho que Topaz nunca le daba la llave a nadie.

– ¿Está seguro de que nadie entró por esa puerta desde que la criada se fue hasta que vio a ese caballero salir?

– Seguro.

– ¿Qué hora era cuando lo vio?

– Más o menos las nueve y media.

– ¿Lo reconoció?

– No; estaba oscuro.

– ¿No lo siguió para pedirle dinero?

– No corro detrás de la gente en la calle, eso es para críos.

Reproche digno, por lo que me disculpé.

– Esto es muy importante, Demi. ¿Hacia dónde se encaminó el caballero?

– Hacia el mar.

– ¿Cómo iba vestido? ¿Era alto, bajo, gordo, delgado?

– Iba vestido como cualquier caballero; sobretodo negro y sombrero de copa negro. No sé si era gordo o delgado, por el sobretodo. ¿Alto? -Se encogió de hombros-. Como todos.

A Demi cualquiera le parecía alto.

Me sentí a la vez satisfecha y asustada, como cuando se frota una lámpara y sale un genio. Había deducido que alguien había salido de la suite de Topaz después de las nueve, pero no esperaba que tomara cuerpo. Aunque ese caballero gordo o delgado, alto o bajo, no era sino una sombra de realidad, no pude evitar un estremecimiento. Volví a llenar los vasos, pedí otra media jarra y queso camembert para dos.

– Entonces, ¿qué hizo usted?

– Esperé.

– Pero el caballero se había marchado.

– Esperé. ¿Qué más tenía que hacer?

– ¿Vio a alguien más?

– Sí. Después de las diez llegó otro hombre, el caballero nervioso.

– ¿Entró?

– No. Por eso lo llamo caballero nervioso. Caminaba arriba y abajo, arriba y abajo, frente a la puerta. Pensé: no sabe si atreverse a llamar al timbre.

– ¿Se acercó a hablar con él?

– No; me quedé en la sombra de mi lado. De haberme visto podría haberse marchado.

Probablemente sabía, por experiencia, que los hombres nerviosos no llevaban sous.

– ¿Era el mismo caballero que vio salir?

Demi negó con la cabeza, concentrado en el trozo de camembert que se acercaba.

– ¿Por qué está tan seguro? No sabía cómo era el otro caballero.

– El segundo no vestía esmoquin y caminaba de modo diferente. El primero andaba así. -A ambos lados del plato sus dedos caminaron con paso resuelto y pesado-. El otro lo hacía así. -El ritmo era más ligero y rápido-. Caminaba de arriba abajo, se detenía un rato, y echaba a andar otra vez. Estuvo allí mucho tiempo.

– ¿Cuánto?

– Se marchó pasada la medianoche.

– ¿Hacia dónde?

– Hacia el paseo, como el otro.

– ¿Sin haber entrado?

– Sin haber entrado. Me compadecí de él.

No me agradaba hacer la siguiente pregunta, pero no me quedaba otro remedio.

– ¿Cómo era el segundo? Lo estuvo contemplando más de una hora y media, debe recordar cómo era.

Cortó un trocito de camembert y se lo llevó a la boca, saboreándolo a la vez que reflexionaba.

– Hay una farola en la esquina del paseo, muy lejos de la puerta de la señora.

– Sí, la he visto.

– A veces, cuando caminaba, se acercaba a la lámpara y lo veía mejor, pero no mucho, porque estaba lejos.

– De acuerdo, pero ¿cómo era?

No creo que me estuviera haciendo esperar adrede, pero el efecto fue equivalente. Tragó el queso y habló con parsimonia, entrecerrando los ojos para pensar.

– No era gordo; bastante joven; llevaba chaqueta y pantalones y una gorra; se la quitó un momento, su cabello era oscuro.

– ¿Lacio o rizado?

– No creo que fuera lacio.

Esperé, mas ya no dijo nada. No obstante, los pasos cuyo ritmo los dedos de Demi habían marcado bastaban para preocuparme.

– ¿Y ese joven caminó de arriba abajo frente a la puerta de Topaz desde algún momento después de las diez hasta pasada la medianoche?

– Sí.

– ¿Regresó?

– No. Nadie vino.

– ¿Estuvo vigilando toda la noche?

– No; uno también tiene que dormir. -Lo dijo como si tuviera una cama de doseles y un mayordomo esperando para arroparlo.

– ¿A qué hora se marchó?

– Cuando el reloj dio las dos, como siempre. Para entonces, el personal de la cocina ha terminado de recoger las cosas de la cena. Un ayudante del chef es amigo mío. Si alguien deja un poco de carne en su plato o vino en una botella, me lo guarda. Después me duermo en los escalones cerca de los calentadores. Por la mañana les ayudo a descargar las verduras y me dan un tazón de café y pan.

– Supongo que los calentadores están atrás, cerca de los cubos de la basura.

– Sí, allí.

Así que después de las dos no habría oído ni visto nada. Me miraba fijamente: su expresión no era defensiva pero tampoco confiada. No me había preguntado por qué quería saber todo eso. Sobrevivía, existía meramente, sin cuestionarse nada. Acabamos el queso y el vino, y volvimos juntos al hotel. Demi me agradeció la comida con elegante formalidad. Frente a la puerta de Topaz me deseó una buena tarde.

– Si necesita hablar conmigo de nuevo, sabe dónde encontrarme. Aquí, o al otro lado.

Me dirigí hacia el paseo, tan absorta en mis pensamientos que casi choqué con Jules Estevan junto a la farola de la que había hablado Demi.

– Buenas tardes, señorita Bray. ¿Ha sido agradable su conversación con Demi?

Vaya. ¿Acaso no podía moverme sin que me vigilaran?

– ¿Lo conoce?

– Todos conocen a Demi. Es toda una institución.

Me habría gustado preguntarle hasta dónde se podía confiar en Demi, pero también quería saber lo mismo de él. Presentía que de mis movimientos sabía más de lo que decía.

– La he estado buscando toda la mañana, señorita Bray. ¿Dónde ha estado?

– En el circo. -Lo observé para ver su reacción, pero su expresión no cambió.

– ¿Se divirtió?

– Resultó educativo. Tuve una larga conversación con el Cid.

Alzó su sombrero un centímetro, burlón.

– Su instinto de cazadora es infalible.

– En absoluto. Me pregunto por qué usted no me dijo quién era el amante circense de Topaz desde un principio.

– No tenía idea de que fuese tan importante para su investigación. ¿Arrojó alguna luz sobre el… suicidio de Topaz?

– Cid cree que Topaz no se suicidó.

Casi sin darnos cuenta, habíamos doblado la esquina y nos unimos a la elegante multitud que daba su paseo de media tarde.

– ¿De veras? -dijo Jules, como si le hubiese comentado que parecía que iba a llover. Me pregunté si algo derrumbaría su afectada imperturbabilidad.

– ¿Por qué me buscaba esta mañana?

– Para ponernos de acuerdo para la soirée ancienne de Marie esta noche. Recordará que anoche aceptó mi invitación.

– No acepté. De ninguna manera.

Pasaría la velada como la anterior, tratando de vigilar a Bobbie.

– Creo que le parecería interesante.

– Lo dudo. Ya he tenido suficientes muestras del talento histriónico de Marie.

– Habrá al menos otra amiga suya.

– ¿Quién?

– La señorita Fieldfare.

Me detuve tan bruscamente que una pareja que venía detrás estuvo a punto de chocar con nosotros.

– ¿Bobbie irá a la velada de Marie?

– Me lo ha dicho esta mañana.

Me asombró la idea de que Bobbie hiciera algo que fuera incluso la mitad de frívolo. A menos que…

– Discúlpeme, señor Estevan, acabo de ver a alguien con quien he de hablar.

Habíamos llegado al hotel donde se hospedaban David Chester y su familia y vislumbré a tres inconfundibles figuras cruzar la calle hacia la playa: una mujer rechoncha y dos niñas pequeñas con botas brillantes y volantes rosados. Una criada cargada de paquetes las seguía. Jules las miró y en su rostro apareció por primera vez una expresión de ligera sorpresa.

– Su círculo de conocidos me impresiona. Iré a buscarla al hotel a las siete de la tarde.

Alcancé a la señora Chester, que buscaba el trozo de playa menos lleno de gérmenes. Me conmovió su júbilo al verme y podría haberme sentido culpable por mi juego, de no haber sido por una noble causa, si así podía describirse el hecho de salvar la vida de David Chester.

– Señorita… ¡Oh, me alegro de verla! Aún no le he dado las gracias adecuadamente por haber cuidado de Naomi ayer.

Sus modales parecían demasiado amistosos para la esposa de un miembro del Parlamento hacia una supuesta aya. Pero yo era una inglesa entre extranjeros y me había mostrado bondadosa con una de sus hijas; eso le bastaba. Elegí un trozo de territorio defendible y ayudé a la criada con los cojines, las botellas de limonada y el parasol. La señora Chester se acomodó y yo permanecí de pie, contemplando a las dos niñas que, obedientes, se pusieron a remover la arena con sus palas de madera.

– Cuidado, Louisa, no te canses.

La niña casi no había movido un músculo. Me abstuve de comentar que media hora de cavar con ímpetu le haría mucho bien.

– ¿Su marido no viene a la playa?

– ¡Oh, no! Ha traído mucho trabajo.

¡Qué alivio! Si veía a una vengativa arpía como yo en compañía de su esposa probablemente llamaría a los gendarmes. Era obvio que su esposa no sospechaba nada, y por primera vez en mi vida agradecí la ignorancia política en una mujer.

– De todos modos, supongo que salen juntos por la noche.

– ¡Oh, nada de eso! Tenemos que pensar en Louisa. Pero esta noche tendremos invitados: el señor y la señora Prendergast vendrán a cenar. ¿Los conoce?

Aliviada, contesté que no.

– Su hermano es obispo. Jugaremos una partida de bridge en nuestra suite después de cenar. La señora Prendergast fue campeona de la liga de damas de Somerset el año pasado. -Lo dijo con tímida melancolía.

Imaginé la mirada fría de la señora Prendergast, las disculpas de la pobre señora Chester por sus meteduras de pata y la incansable disección de su juego a cargo de su marido. Y, en la habitación contigua, la niña sobreprotegida tosiendo e inquieta: todos los placeres del matrimonio y la maternidad.

– Será agradable -dije.

– Sí, mucho -suspiró-. Supongo que está contratada.

– ¿Qué? -Había olvidado mi papel de aya.

– Contratada para toda la temporada. ¿Está usted con una familia?

– ¡Oh!, sí, claro.

Otro suspiro.

– Tenía la esperanza… mi esposo no quiere a otra extranjera y desde que se marchó la última hemos estado muy ocupados cuidando a Louisa, y no es justo para él con todo el trabajo que tiene…

Había estado a punto de ofrecerme trabajo.

– Pero van a volver pronto a Inglaterra, ¿no?

– El martes. Mi esposo y yo hablamos después de que la viera a usted ayer y estamos de acuerdo en que esto no le ha hecho tanto bien a Louisa como esperábamos. Hemos pagado la suite por toda la semana, pero a él no le gusta viajar en domingo y…

La dejé parlotear sobre los arreglos para el viaje y calculé que me quedaban cuatro días para mantener a Bobbie alejada de David Chester. Era más tiempo del que esperaba, pero al menos no tenía que preocuparme por esa velada, si es que Jules no se equivocaba.

Le deseé buena suerte en el bridge y me despedí. Tenía que hacer dos cosas antes de mi cita con Jules, y la primera no me apetecía en absoluto. Pero con tanta arena movediza necesitaba comprobar que al menos una persona me había dicho la verdad. Fui al puerto y, en una atmósfera de siesta, pregunté entre los oficiales hasta encontrar a uno que me diera la dirección de una escocesa llamada Janet y casada con un funcionario de aduanas francés.

Era una casa pintada de blanco, aferrada al borde del puerto cual un nido de vencejo. Desde la ventana abierta me llegaron la risa de una niña y una voz escocesa cantando Este cerdito fue al mercado. Llamé a la puerta y tras un rato apareció una joven de cabello oscuro y aire agobiado con una niña en brazos.

– Soy Nell Bray, amiga de Tansy Mills.

Pareció sorprendida y algo recelosa, pero era demasiado educada para cerrarme la puerta en las narices.

– Tansy sabía que venía al puerto y me pidió que pasara a ver si su hijo se encontraba mejor.

– Sí, mucho mejor, gracias. ¿Desea entrar?

Su acento era de la región montañosa de Escocia y su rostro, cuadrado y simpático, de cejas resueltas y mirada franca. Me llevó a la soleada sala, donde dos niños más jugaban en el suelo con sus juguetes. Me pidió que me sentara.

– ¿Quiere café? ¿Cómo está Tansy? Cuando me enteré quise ir a verla, pero no sabía si le agradaría la idea.

Por su sonrojo resultaba obvio que sabía cómo se ganaba la vida la señora de Tansy.

– No quería que pensara que me mantengo alejada, pero con los críos…

– Estoy segura de que no lo piensa. ¿Sabe que encontró el cuerpo cuando regresó de su casa?

Echó una mirada a los niños, pero ellos se hallaban absortos en su juego.

– Sí… sí, eso pensé -susurró-. Cuando me enteré me pregunté si… quizá si Tansy hubiese regresado más temprano, si no la hubiese convencido de que pasara la noche aquí…

– No habría cambiado nada. De todos modos habría pasado la noche fuera, pues Topaz Brown le había reservado una habitación en otra parte del hotel.

– Sí, eso me dijo. Se sentía herida.

– ¿Le dijo algo sobre algún visitante que recibiría Topaz esa noche? -inquirí.

– No, nunca hablábamos de esas cosas.

¿De qué hablaban?, me pregunté. ¿De maridos y bebés, hermanas y casitas con patos? Ya tenía lo que necesitaba de Janet. Sin que se lo pidiera había confirmado lo que me había dicho Tansy: había pasado la noche con ella, y Janet no parecía una buena mentirosa. Intercambiamos algunas frases corteses y hablamos de los niños y del trabajo de su esposo. Luego le dije que era hora de marcharme, pues tenía una cita. Al abrir la puerta me pidió:

– Por favor, dígale a Tansy que siempre será bienvenida aquí y que me envíe una nota si hay algo que pueda hacer por ella.

Se lo prometí. Al alejarme del puerto consulté mi reloj. Justo a tiempo para la primera función del circo, si me apresuraba.

Cuando llegué, la carpa ya bullía de ruido y excitación. Pagué una entrada cara, lo más cerca posible de la pista. Acababa de acomodarme cuando sonaron las trompetas y la marcha para el gran desfile. Los artistas salieron del arco frente a mí, debajo de la plataforma de la orquesta: primero el maestro de ceremonias, luego un hombre enmascarado en jubón con bordados de oro, capa larga y sombrero de pluma al estilo de los caballeros, montado sobre un caballo blanco tan fino que hasta el público de esa primera función de la tarde, compuesto de padres y niños, perdió el aliento. El jinete hizo que el caballo se empinara un poco al cruzar el arco, se quitó el sombrero y, en agradecimiento por los aplausos, hizo una profunda reverencia sobre el lomo del animal. Me resultaba difícil creer que el pequeño hombre de esa mañana se hubiera transformado en este magnífico ser. Hasta el caballo parecía más grande y brillaba con una blancura plateada. Los otros cinco animales siguieron a paso más comedido, sus jinetes iban también enmascarados y con capa, pero con menos plumas y bordados.

Su presencia en el desfile era a modo de obertura. Tuve que esperar a que perros, payasos, camellos y trapecistas terminaran su actuación; entonces entraron galopando de nuevo: constituían el clímax de la función. El público gritó entusiasmado ante una batalla simulada en que centelleaban las espadas y ondeaban los estandartes, batalla diseñada para hacer resaltar los pasos de los seis equinos y, sobre todo, de Grandee y el Cid. Hasta donde pude ver, se trataba de una rápida variación de los movimientos de la haute école, con suficiente soltura para deleitar al público pero respetando la dignidad de los seis caballos blancos. Al observar al Cid y Grandee saltar de una rampa y atravesar la ventana de una supuesta fortaleza, con la crin blanca y las plumas del sombrero ondeando, se me ocurrió que Topaz había hecho una buena inversión.

La función acabó con un galope alrededor de la pista, mientras la banda atacaba acordes triunfales, para agradecer los aplausos. Cuando se acercaron a mí, miré fijamente al principal jinete. ¿De no tener razones para sospechar, podría diferenciar un jinete de otro, con esa máscara? El Cid hacía reverencias y, al aproximarse a mí, nuestras miradas se cruzaron. Supe que me había reconocido y lo confirmó cuando, al pasar enfrente, hizo que Grandee se ladeara y se empinara; ese momento detenido en el tiempo fue tan fugaz que dudo que el resto del público se diera cuenta, aunque quizá se fijaran en la reverencia, un poco más marcada que las anteriores, dirigida a mi asiento. Un segundo antes, los demás habían salido galopando de la pista, y los payasos entraron dando tumbos para los números finales que harían que el público se marchara más que satisfecho.

¿Un gesto cortés del Cid? ¿Un gesto burlón de Sidney Greenbow? ¿Algo más? En el caballo blanco y la figura con máscara negra había una combinación de algo poderoso y algo siniestro que bien podría haber sido una advertencia. Al salir con los demás, me pregunté sobre eso y sobre el interrogante que me había llevado allí y que seguía sin respuesta. Quien interpretara al Cid tendría que ser muy buen jinete, pero no estaba segura de que sólo él pudiese hacerlo. Después de todo, había al menos cinco jinetes competentes en el equipo de Sidney, y con el disfraz adecuado cualquiera de ellos se parecería a su jefe. El público se fijaba más en los caballos que en los jinetes. Al regresar andando a la ciudad decidí que no había sacado nada en limpio. Sólo me había enterado de una cosa por el precio de una entrada: que un hombre que amaba a los caballos preferiría hacer cualquier cosa antes que separarse de seis ejemplares como aquéllos.

Regresé a mi pensión, apresurada y pegajosa; apenas tenía tiempo para cambiarme antes de que llegara Jules. Me temo, pues, que cuando la casera salió de su habitación y se aproximó a mí -yo ya iba a media escalera-, no le presté toda mi atención.

– Una inglesa que la esperaba se ha marchado. Como usted no llegaba, se fue.

– ¿Cómo era?

– Pequeña y maleducada.

Tansy.

Lo primero que pensé, sintiéndome culpable, fue que mientras yo estaba en el circo Tansy se había enterado de mi visita a Janet y se había enfadado, pero no tenía tiempo para preocuparme. Añadí el enfado de Tansy a la lista de cosas con las que tendría que bregar por la mañana y subí a mi habitación.

12

Al hacer apresuradamente mis maletas en Londres había metido un diccionario de términos jurídicos franceses y varias libretas, pero ningún disfraz adecuado para una velada con el demi-monde. Lo mejor que encontré fue mi vestido de seda Liberty con estampado de helechos, unas medias nuevas de seda blanca, rescatadas del fondo de mi maleta y mi sombrero de paja con lazo verde. Cuando bajé, la casera me dirigió una mirada extraña y me dijo que fuera me esperaba un caballero. Jules se hallaba en el asiento del conductor de una elegante calesa tirada por una nerviosa yegua baya. Vestía una túnica blanca, capa morada y, en la cabeza, una corona de laureles.

– Estoy decidido a resistirme al automóvil. Un carruaje habría sido mejor, pero tendremos que conformarnos con esto.

Doblamos en la avenida del Bois de Boulogne que discurre hacia el sur, paralela a la larga línea de acantilados que dominan la segunda playa, la de los Vascos. Jules se contagió del espíritu de los aurigas e iba de pie azuzando a la yegua, que trotaba rápidamente. Era una tarde magnífica: el sol se ponía sobre el Atlántico, formando jirones de nubes escarlatas, y el viento nos llevaba la fragancia del tomillo.

Disfruté del recorrido y no pude evitar preguntarme qué diría Emmeline si viera a su emisario viajando a paso veloz junto a uno de los hombres más guapos de Biarritz, cuya capa morada ondeaba en el cálido viento como la de lord Byron en una pintura, y yo tan despeinada que ya no tenía remedio. Para Jules mi risa supuso un estímulo para ir más deprisa. Adelantamos a otros carros y algunos automóviles; los conductores insultaban a Jules a voz en cuello en diversos idiomas. Una berlina abierta llevaba a un legionario romano con casco emplumado y tres chicas, posiblemente disfrazadas de dríadas, en lo que supuse eran trajes de ballet. Un automóvil se había detenido al lado del camino. Su conductor le examinaba las entrañas y, desde el asiento del pasajero, una señora gordísima con peluca pelirroja y vestimenta dorada le gritaba en francés que se apresurara. Pasado un kilómetro y medio tomamos una carretera secundaria y una serie de curvas obligaron a Jules a ir a paso más mesurado. Por mi parte, en algún momento del recorrido había tomado una decisión.

– Señor Estevan, ¿sabía que un hombre salió de la suite de Topaz entre las nueve y las diez de la noche en que murió?

Él estaba concentrado en las riendas y no se volvió.

– No, no lo sabía. ¿Eso le dijo Demi?

– Y otros.

No quería que el hombrecillo corriera peligro.

– ¿Sabe quién era el hombre?

– No. Lo único que sé es que ella había invitado a alguien para las ocho de la noche.

Se volvió ligeramente hacia mí con el entrecejo fruncido.

– Las ocho. Es la hora que ponía en su nota.

– ¿La nota de… suicidio? -Hice una pausa antes de «suicidio», al igual que él antes.

– ¿Eso significa que cree que la asesinaron? -Esta vez ni siquiera se volvió, podría haber hablado a la yegua.

– Usted mismo debió de sospecharlo.

Tomó otra curva. Para entonces habíamos aminorado tanto la marcha que una cola de vehículos se iba formando atrás. Jules no habló hasta que nos unimos al final de otra cola, en espera de entrar por la puerta de reja del chalet de Marie. Entonces me miró.

– ¿Y bien, señorita Bray?

– ¿Y bien qué, señor Estevan?

– ¿No piensa preguntarme qué hice entre las ocho y las nueve del miércoles por la noche?

– Me gustaría preguntárselo a mucha gente.

– ¿Por ejemplo?

A Sidney Greenbow, pensé. Y a lord Beverley. A Marie de la Tourelle. A Bobbie Fieldfare y Rose Mills. Y, sí, también a Jules Estevan.

– Muy bien, a usted, por ejemplo.

– Ésta es una nueva experiencia para mí. Nunca me han pedido que proporcione una coartada. He de reconocer que me parece banal.

– ¿Banal?

– Tener algo tan poco interesante por ofrecer. -Alzó la mano derecha-. Yo, Jules Estevan, juro solemnemente que pasé las horas entre las siete de la noche y la medianoche del miércoles criticando a un amigo por su poesía y bebiendo demasiado licor de ajenjo.

– Ésa es una crítica muy larga, señor Estevan.

– Eran poemas muy malos, señorita Bray.

Puesto que habíamos empezado con eso, estaba resuelta a llegar hasta el final, aunque Jules no bajara la voz y atrajéramos miradas curiosas de los otros carruajes.

– Supongo que su amigo puede confirmarlo.

– Lo dudo. Ya tiene mala memoria estando sobrio, y esa noche bebió mucho más que yo. Debió avisarme con tiempo; habría encontrado una coartada más sólida.

Supongo que debí pedirle el nombre y la dirección del amigo, pero sabía que de nada serviría. Un poeta ebrio no constituía una coartada convincente, y Jules no pretendía que lo fuera. El carruaje de delante se adelantó y por fin entramos en la Ville des Lilas.

Hasta entonces sólo había visto a Marie en el hotel donde trabajaba, el Hôtel des Empereurs; me había parecido lujoso, pero no era nada comparado con el chalet. En todo caso, «chalet» era una palabra engañosa: había imaginado una casita modesta junto a la costa, y aquélla era una casa de tres plantas sobre un acantilado, con pórtico con columnata y terraza que daban al mar, repletos de hileras de estatuas, naranjos en macetas y lechos de azucenas blancas que debían florecer en un invernadero y que atraían a nubes de mariposas nocturnas. Antorchas llameantes situadas a intervalos a lo largo de la terraza lo iluminaban todo; junto a cada antorcha se hallaba un niño en cuclillas, con turbante, taparrabo y bolero, esperando a sustituirlas cuando se hubiesen consumido. A cada lado del pórtico más antorchas iluminaban el amplio sendero de gravilla; allí bajaban de sus carruajes los invitados con disfraces que sugerían que el elegante Biarritz veía el mundo antiguo con ojos liberales. Los ruidos y la música provenientes de la casa acreditaban que la fiesta ya había empezado. Un mozo de cuadra vestido de antiguo galo se encargó de nuestra calesa y permití a Jules guiarme hacia la escalinata, preguntándome qué hacía yo allí. En cuanto entramos en el vestíbulo, un esclavo griego se adelantó con lo que resultó copas de excelente champán y, sin que nadie nos recibiera o presentara, pasamos a formar parte de la multitud.

Bebí agradecida un sorbo de champán y miré alrededor. A mi derecha, un faraón charlaba con un hombre rechoncho en quien reconocí a un importante estadista francés, vestido sobriamente con toga y corona de laureles. A mi izquierda, una virgen vestal que se había apropiado de una botella de champán discutía airadamente en español con un hombre que sólo podía ser Nerón. En la estancia vi a seis hombres que sólo podían ser Nerón, varios de ellos con violín. Se lo mencioné a Jules.

– Es lo bueno de los clásicos: hay suficientes papeles para los gordos y feos, y todas las mujeres son hermosas. Para Marie no hay nada mejor.

El recuerdo del origen de tanto esplendor me sobresaltó. Pese a la fortuna de Topaz, no me había dado cuenta de cuán rentable podía resultar su estilo de vida.

– ¿Y todo esto es de Marie?

Jules asintió con la cabeza.

– Según cuentan, se lo regaló por una noche de su compañía un hombre de Chicago que hizo fortuna con la fabricación de pasteles.

Observé las columnas de mármol, los tapices de seda y las pinturas en las paredes.

– ¿Por una sola noche?

– Eso dicen.

– ¿Una noche con Marie sería tan distinta de una noche con cualquier otra mujer? -Lo pregunté con franca curiosidad, pero la carcajada de Jules hizo volverse varias cabezas hacia nosotros.

– ¡Vamos, señorita Bray, blasfema usted en el templo! Con preguntas de esa clase, ¿qué pasaría con todo?

– ¿Se desvanecería como en un cuento de hadas?

– Algo así. Todos los hombres que se acuestan con Marie se acuestan con esa historia. Si se enteran de que alguien ha pagado tanto, entonces lo que ha pagado ha de ser muy deseable, y cuantas más fortunas se gasten en ella, tanto más deseable será.

– Veo que mis estudios de economía se han quedado cortos.

– Me alegra contribuir a ampliarlos -repuse con ironía.

Pero, su atención había empezado a desviarse por la estancia. Había otros jóvenes, atractivos y vestidos más o menos como él: túnicas, capas de colores alegres y sandalias atadas con cordones hasta las rodillas. Uno se encontró con la mirada de Jules y le sonrió.

– Lo estoy monopolizando. Sin duda deseará hablar con sus amigos -dije-. He de encontrar a la señorita de la Tourelle y agradecerle su invitación.

Ahora me doy cuenta de que los modales londinenses no eran nada adecuados en esa fiesta.

– Está allí. -Jules sonrió.

Habían construido una pequeña tarima rodeada de flores en un rincón; hasta ella se llegaba por unos escalones bajos y encima se hallaba un diván color marfil, rodeado de cojines marfil y dorados, donde Marie daba audiencia en el mejor estilo clásico y sus invitados preferidos descansaban sobre los cojines. Al acercarme me sobresaltó, como la primera vez, la increíble belleza de aquella mujer. En contraste con la vorágine de alegres colores de los demás, llevaba un sencillo vestido blanco de cintura alta, a la moda, y la larga cabellera recogida en un sencillo moño; no lucía ni una joya e iba descalza. Hablaba poco: escuchaba a la gente, recostada sobre los cojines, y sonreía esporádicamente. Me detuve al pie de los escalones, a sabiendas de que estaría fuera de lugar si seguía. Habría preferido intercambiar tópicos con la diosa Atenea y tuve una alocada visión de mí misma sentada en un amplio cojín, pidiendo a Marie que me dijera qué estaba haciendo entre las ocho de la noche del martes y la una de la mañana del miércoles. Había cenado con su empresario, según lord Beverley; pero no se cena toda la noche. Entonces pensé en el caballero de los pasteles y me dije que quizá sí.

Me alegré de que nadie de los que la rodeaban pudiese leerme el pensamiento. El diseñador Poiret se hallaba en un cojín; un tenor italiano, en otro, y, para mi sorpresa, había tantas mujeres como hombres. Una chica, de rostro alegre y pícaro y una maraña de rizos castaños, contaba una historia en francés; gesticulaba y reía. Entre los oyentes, un joven con túnica color azafrán y una corona ladeada sobre la cabeza atrajo mi atención. No separó la mirada de Marie en ningún momento del relato, esperaba su reacción y reía cuando ella lo hacía.

Cuando la anécdota terminó, Marie le hizo una pregunta en francés: ¿creía que su actuación tendría éxito en Londres? Él se sonrojó y balbuceó; ella se encogió de hombros disculpándose y repitió la pregunta en inglés. La voz que contestó confirmó lo que sospechaba desde hacía varios minutos.

– Los ingleses no son nada originales, les gusta saber que en otras partes se aprueba algo antes de…

No podía evitar soltar un discurso: Bobbie Fieldfare.

Sabía que iría a la fiesta, pero lo que me sorprendió fue que se encontrara ya entre el círculo íntimo de Marie. Recordé lo que me había dicho lord Beverley sobre las preferencias personales de Marie y me enfadé. Quizá las opiniones radicales de Bobbie avergonzaran ocasionalmente al movimiento sufragista, pero creía que estaba dedicada a él por entero. Empecé a sospechar que no era sino una sensacionalista que se adheriría a cualquier causa por su novedad y la oportunidad de dramatizar. Me decepcionó y preocupó, porque aunque la vida privada de Bobbie no me incumbía, le debía a su madre protegerla de escándalos innecesarios. No obstante, esto facilitaba mi trabajo, al menos en un sentido. Ocupada en el pequeño círculo de Marie, Bobbie tendría menos tiempo y energías para acechar a David Chester con la pistola de la familia Fieldfare.

Me di la vuelta antes de que Marie o Bobbie me vieran y me dirigí hacia la terraza y el aire fresco. De camino me fijé por primera vez en el hombre en quien luego pensaría como el sátiro astroso.

Había suficientes sátiros en la fiesta para poblar un bosque de buen tamaño, la mayoría ágiles jóvenes con máscara y mallas ajustadas y pieles de cabra en torno del torso. Mi sátiro no era nada ágil; debajo de la máscara su rostro parecía acalorado y pesado y su cuello, rojo. Tenía las piernas enfundadas en un pantalón lanudo -podrían haber constituido la parte inferior de un oso de pantomima- y una especie de camisa rusa le cubría el pecho. La primera vez que lo vi sólo sentí curiosidad y me pregunté si uno de los invitados había tenido suficiente sentido del humor para ir disfrazado de sátiro de pantalón bombacho.

En la terraza hacía fresco y el silencio dejaba oír las olas rompiendo en la playa de los Vascos, allá abajo. Tenía toda la terraza para mí, salvo por los niños con las antorchas y una pareja que reía en un extremo, arropada por la densidad de las sombras. Con la intención de organizar mis ideas me senté en un banco de piedra junto a un naranjo.

– Señorita Bray, ¿puedo hablar con usted?

Casi me muero del susto. La voz me había llegado en un susurro desde la oscuridad debajo de la terraza.

– ¿Quién está ahí?

– Rose Mills.

Le tendí un brazo para ayudarla a subir. A la luz de la luna vi con alivio que al menos ella iba vestida de modo convencional: blusa, chaqueta y falda.

– ¿Qué ocurre? ¿Está aquí Bobbie?

Jadeaba por el esfuerzo de la subida y por los nervios.

– De momento está disfrazada de Alcibíades y charlando con la Pucelle. -Era cruel hacerle pagar mi irritación. Lo supe en cuanto vi su expresión.

– ¡Oh! -Diríase que había hurgado en una herida-. Es una fiesta extraña, ¿verdad? -inquirió vacilante.

– Lo es. Venga, siéntese, parece cansada.

Su falda estaba cubierta de polvo y las puntas de sus botas, estropeadas.

– ¿Ha venido caminando desde la ciudad?

– Así es.

Se dejó caer en el banco, a mi lado. Su cansancio y su confusión eran otra cosa por la que pediría cuentas a Bobbie cuando por fin le dijera lo que pensaba de ella.

– ¿Quería ver a Bobbie?

– Sí. Sabía que vendría y pensé que…

Esperé a que continuara, pero guardó silencio.

– ¿Pensó que iba a intentarlo otra vez con David Chester? -Rose asintió con la cabeza-. Bueno, no tiene que preocuparse: él está jugando al bridge en su hotel.

– Entonces, ¿qué está haciendo Bobbie aquí?

– Ojalá lo supiera. Escuche, ¿quiere que la lleve a su pensión? Podrá hablar con ella por la mañana.

Estaba decidida a requisar la calesa de Jules de ser necesario, pero Rose negó con la cabeza.

– Muy bien, trataré de que hable con usted más tarde.

La imagen de Rose, con sus botas estropeadas, buscando a Bobbie entre aquella multitud era patética. Permanecimos sentadas un rato, rodeadas de mariposas nocturnas y del aroma de las azucenas.

– Rose, con respecto al legado de Topaz Brown, Bobbie debió de telegrafiar a Emmeline Parkhurst muy poco después de que Topaz muriera.

– ¡Oh, sí! Sabía que era importante, dijo que tenía que hacerlo antes de que llegara la familia.

– Muy sensato. Pero ¿cómo lo supo?

Me miró fijamente.

– ¿No lo sabía todo el mundo?

– ¿Cuándo le habló primero del legado?

– En cuanto se enteró de que Topaz estaba muerta.

– ¿Después de su muerte? ¿Está absolutamente segura?

– Por supuesto.

– ¿Tenía usted la impresión de que lo sabía cuando Topaz estaba viva todavía?

– ¿Cómo iba a saberlo?

Rose no tenía contacto con la alta sociedad de Biarritz que, según Jules, estuvo hablando del testamento de Topaz casi antes de que se secara la tinta. Por otro lado, la hija de lady Fieldfare podía entrar en ese círculo y salir de él a voluntad. Rose me dio la impresión de estar diciendo la verdad, al menos la que conocía.

– Comparte habitación con Bobbie, ¿no es así? ¿Ha estado durmiendo mal?

Percibí la creciente tensión en Rose.

– ¿Por qué?

– Estuve hablando con el doctor Campbell. Mencionó que Bobbie se había quejado de insomnio.

– No lo creo.

– ¿No cree que tiene problemas para dormir?

– No… no lo sé. Sale mucho de noche.

– ¿Sin usted?

– Sí.

– ¿Vestida de hombre?

No contestó y se mordió los nudillos del guante.

– Sé que lo hace, la he visto -comenté.

– Dice que los hombres… los hombres pueden entrar donde no pueden hacerlo las mujeres.

– No lo dudo. ¿Alguna vez le cuenta dónde va?

– No se lo pregunto. Está recabando información.

– ¿Para qué?

No respondió y apretó los labios.

– Rose, sé lo que está planeando y le he dicho lo que pienso al respecto.

– Entonces, ¿por qué me lo pregunta? -inquirió con un suspiro de confusión y enfado.

Me pregunté si debía contarle que sabía que Bobbie estuvo paseándose delante de la puerta privada de Topaz la noche en que ésta murió, pero decidí no hacerlo.

– Rose, olvídelo. Quédese con Tansy. La necesita. Llévesela a Inglaterra, yo me ocuparé de Bobbie. -De un modo u otro, pensé.

– No -contestó.

Reconozco la decisión, por muy mal encaminada que esté, cuando la veo.

– ¡Allá usted!

Una antorcha llameó y se apagó, un chico se acercó para sustituirla.

Cual si gran parte de nuestra conversación no hubiese tenido lugar, Rose dijo:

– ¿Le dirá que estoy aquí?

Suspiré.

– Si puedo. Más vale que encontremos otro lugar para que la espere. Eso de allí parece una glorieta.

Cuando la acompañaba escalones abajo hacia el oscuro jardín se detuvo de pronto, como un caballo asustado.

– ¿Qué ha sido eso?

– ¿Dónde?

– Junto a los arbustos.

Miré hacia donde señalaba, justo a tiempo de ver a una figura salir de los arbustos y detenerse bajo un círculo de luz. Permaneció quieta un momento; su rostro enmascarado buscó, nos vio y supo que la habíamos visto. Subió corriendo la escalinata y desapareció.

– ¿Qué fue eso?

– Sólo un sátiro, se ven muchos por aquí.

Pero no muchos con pantalones abombados y holgadas camisas rusas. Ni tan imperturbables.

– De veras es una fiesta extraña -afirmó Rose.

La dejé sentada en la glorieta, subí hacia la terraza y volví a unirme a la fiesta.

13

Mientras estuve fuera, la fiesta había llegado a otra fase. La tarima de Marie se hallaba vacía y sus invitados se dirigían poco a poco a una habitación interior, un salón con columnas, sillas doradas dispuestas en filas y, en el extremo, una plataforma con cortina dorada. Jules apareció y me cogió del brazo.

– He reservado dos sillas en las primeras filas para nosotros.

– ¿Dónde está Bobbie Fieldfare?

– Supongo que ha ido a cambiarse.

– ¿A cambiarse?

– ¿No sabía que tiene un papel?

Enfurecida, pensé en la pobre Rose esperándola fuera en la oscuridad. Sin embargo, a menos que la sacara a rastras, no me quedaba más remedio que esperar.

– ¿Cuándo empezará?

– Enseguida.

Desde detrás del telón llegaba el ruido de muebles al ser movidos, pero el público seguía charlando ruidosamente y el champán continuaba circulando.

– ¿Qué está haciendo Marie con Bobbie?

– Creí que usted podría decírmelo -respondió Jules-. Además, ¿no sería más correcto preguntar qué está haciendo la señorita Fieldfare con Marie?

– ¿Para eso me trajo, para preguntármelo?

– Se me ocurrió que podría tratar de convertir a Marie a su causa. Podría llegar a ser una fuente regular de dinero para ustedes: ¡por toda Europa las «grandes horizontales» se levantan y pagan por el voto de las mujeres!

Antes de que pudiera responder, se produjo un silencio y un hombre corpulento y solemne salió de detrás del telón; era el empresario norteamericano de Marie.

– Damas y caballeros, tenemos el privilegio de presentarles a Marie de la Tourelle en una serie de interludios clásicos.

Lo repitió en francés y algunas personas aplaudieron. Un grupo de músicos con flautas y guitarras españolas empezó a interpretar una suave melodía. El telón se abrió para revelar a Marie con una brillante estola plateada y una expresión que sugería el inicio de una jaqueca. Uno de los chicos con turbante corrió y se puso en cuclillas al lado de la plataforma, con un cartel que, para información del público, rezaba: «Antígona.»

A alguien que se hubiese visto atrapado en un fin de semana en una casa de campo, durante el cual se interpretaban charadas, la siguiente hora le habría resultado familiar, salvo que en las charadas se permite reír. Para los interludios clásicos de Marie, y pese a los disfraces y la cantidad de champán ingerido, se produjo un silencio que demostraba que nos hallábamos en presencia del sacrosanto Arte. De todos modos, los franceses tienden a tomarse muy en serio la mímica. Después de que Antígona manifestara sus emociones con gran teatralidad sobre los cuerpos de sus hermanos y tomara parte en una confrontación silenciosa con Creón -interpretado por un actor profesional contratado-, partió decorosamente a ahorcarse tras las bambalinas, no sin haber expresado su desesperación bajando los párpados pintados de color plata sobre sus enormes y oscuros ojos y llevándose una muñeca a la frente, con la palma de la mano hacia fuera. Me había dado una muestra anticipada del gesto al lamentar la muerte de Topaz. El telón se cerró, para dar lugar a otra tanda de desplazamientos de muebles. Aparecieron los esclavos griegos y rellenaron nuestras copas. Renacieron las conversaciones.

– ¿Qué opina? -inquirió Jules.

– Con un público que poseyera apenas un mínimo de educación clásica y sin ningún sentido del ridículo, podría evitar que la lincharan.

– Pero, querida, con esto obtendrá otra fortuna.

– No veo cómo.

– En París irán a verla simplemente porque es Marie, pagarán por el solo privilegio de verla cruzar el escenario. Luego irá a San Petersburgo, donde adorarán, naturalmente, cualquier cosa que haya tenido éxito en París. En Nueva York y Chicago irán en bandadas a ver a la escandalosa francesa que cautivó al zar de Rusia…

– ¿Qué dice?

– El zar no lo negará. En cuanto a Londres, si va allí, se asegurará el éxito si suelta el rumor de que el lord chambelán piensa prohibir la función.

El siguiente interludio fue el asesinato de Julio César que, según su interpretación, parecía haber sido inspirado y guiado por la esposa de Bruto, Porcia, o sea, Marie con una toga de seda blanca, ajustada a sus pechos, que se abría para revelar fugazmente un largo muslo blanco y pantorrillas rematadas en sandalias doradas. El público se removió y susurró, y empecé a revisar mi opinión sobre su posible éxito comercial. Después de esperar pacientemente a que Porcia acabara una serie de poses con la daga -que resaltaban sus brazos desnudos-, el mimo profesional que hacía de César fue debidamente apuñalado por un grupo de asesinos subordinados que se habían entretenido en segundo plano y que se adelantaron de pronto para acabar el trabajo a conciencia.

– ¡Por Dios! -exclamé.

Varias personas me miraron con cara de reproche, pero no pude evitarlo. Ver a Bobbie Fieldfare con toga y corona de laureles en el papel de asesino fue demasiado para mí. El interludio terminó y Jules rió de mi expresión.

– Su joven amiga parece poseer talento: lo ha matado de modo muy convincente.

– Está haciendo el ridículo; desearía poder sacarla de ahí.

– Todavía falta Cleopatra.

La siguiente escena tuvo que ver, creo, con Roxana y Alejandro Magno y su principal propósito fue que Marie luciera los pies descalzos, pantalón de harén y bolero cubierto de piedras preciosas. Yo estaba demasiado preocupada para fijarme en más, aunque me di cuenta de que el intervalo entre esa y la siguiente escena fue más largo que los anteriores. Cuando Jules me dijo que terminarían con Cleopatra, sentí alivio de que la función tuviera un fin.

Aplausos, alimentados por la buena voluntad y el champán, recibieron la aparición de Marie en el Nilo. Yacía en una barcaza dorada junto a un galgo blanco con collar de esmeraldas y rubíes; como trasfondo, una tela con pirámides y palmeras pintadas; dos niños la abanicaban con abanicos de plumas de pavo real. El disfraz de Marie era de gasa y joyas. Si el público iba a pagar para verla, ése era el momento culminante. El actor que había interpretado a Creón, César y Alejandro Magno cargó con el papel de Marco Antonio y se marchó tras una larga pantomima de despedida. Marie volvió a expresar su idea de la desesperación, quizá para dar a entender el paso del tiempo y una batalla perdida, y Bobbie Fieldfare entró con estola a rayas, fez rojo y una serpiente en una canasta.

Aunque no sé mucho de egiptología, estoy casi segura de que Cleopatra no se suicidó con una pequeña pitón reticulada. De todos modos, es de suponer que resulta difícil conseguir áspides en Biarritz y, además, el público no estaba de humor criticón. Se oyeron jadeos cuando Marie sacó la serpiente de la canasta y se la enroscó lentamente alrededor del cuello, cogiéndola con firmeza por la cabeza; hasta Jules jadeó, pero su jadeo se produjo un segundo después que los otros y no era la serpiente la que lo había provocado.

– Mire el ópalo en su muñeca. -O su sorpresa era genuina, o Jules era mejor actor que los del escenario.

– ¿Qué muñeca?

Marie estaba cubierta de refulgentes joyas y no me parecía que alguna fuese más espectacular que las demás.

– La que sujeta la cabeza de la serpiente. Por eso me fijé.

– ¿En qué?

– Se lo diré después.

Se le veía tenso por la excitación, sentado al borde del asiento. Se diría que estaba extasiado por la interpretación de Marie. Vi la gema: un ópalo girasol engastado en un pesado colgante, pero todavía no entendía por qué le provocaba tanto asombro. En ese momento el público perdió el aliento. Marie apretó la cabeza de la pitón contra su pecho, se estremeció y cayó elegantemente sobre el diván, con el cuerpo arqueado y la cabeza echada hacia atrás, estirando el blanco cuello. El telón se cerró y el público aplaudió con entusiasmo y la vitoreó.

Jules se volvió hacia mí.

– ¿Lo ha visto?

– Sí, pero…

– Lo he visto antes… hace diez días, ya sabe dónde.

Marie estaba saludando al público, que gritaba de exaltación y le enviaba besos.

– Es el que me enseñó Topaz.

– No puede ser… Sin duda es uno que se le parece.

– No lo creo. Lo observé atentamente ese día, porque Topaz se mostraba enigmática con respecto a quién se lo había enviado.

Recordé que Tansy había dicho algo de un colgante y que Topaz se había mostrado muy excitada.

– ¿Es muy valioso?

– No; ahí radicaba el enigma. Para Topaz, o para Marie, no es sino una chuchería, y el engaste es anticuado.

– Entonces, quizá Topaz se lo dio a Marie.

– Topaz no le habría dado a Marie ni un recorte de uña. En todo caso, Marie nunca habría aceptado un regalo de ella.

El público empezaba a regresar a la fiesta. Marie había bajado de la tarima y en el salón la gente se arremolinaba alrededor de ella y la felicitaba. Entre la multitud divisé el fez rojo de Bobbie.

Jules me estaba mirando, a la espera de mi siguiente movimiento. De nuevo recordé su insistencia en que asistiera a la velada y me pregunté si podía confiar en él.

– Pero ¿por qué iba Marie a…? -¿Por qué iba Marie, que llevaba una fortuna en joyas, a coger una chuchería de su rival?

Jules adivinó lo que pensaba y dijo:

– A menos que le importara mucho quien se lo envió.

– Quiero verlo más de cerca.

No sabía a qué jugaba Jules, pero si me grababa en la cabeza el aspecto exacto de la joya podría preguntarle a Tansy si era la que me había descrito. Me abrí paso hacia Marie y Jules me siguió. Tuve que hacer cola para llegar a su lado.

– Nos conocimos hace unos días, en circunstancias menos agradables. Quisiera decirle que nunca he visto nada como su actuación de esta noche.

Hablé en francés porque me cuesta menos ser hipócrita en un idioma extranjero y porque era consciente de la mirada fría que Bobbie me dirigía desde detrás de Marie. Ésta tendió amablemente la mano, inclinó la cabeza y me dio las gracias. Debí dejar mi lugar a la siguiente persona de la cola, pero decidí que tendrían que achacar mis malos modales a la excentricidad inglesa. Sostuve su mano un segundo más de lo que requería la buena educación y fingí ver el ópalo por primera vez.

– Qué piedra tan extraña y hermosa, muy adecuada para Cleopatra.

Esto, por supuesto, era imperdonable y encajaba más con un vendedor ambulante que con una invitada. Vi la mirada de Marie recorrer el público, como preguntándose quién me había invitado. Por suerte decidió tomárselo a broma.

– ¿Le parece? Es una chuchería.

Desenrolló la cadena de su muñeca y dejó caer el colgante en mi mano.

– Mírelo.

Alguien rió. La mirada de Bobbie era fría, pero me tomé mi tiempo, le di la vuelta y traté de memorizar cada detalle de la piedra y el engaste, para luego contárselo a Tansy. Cuando por fin quise devolvérselo, Marie agitó la cabeza y sonrió.

– No, por favor, consérvelo como recuerdo de esta velada.

Risas descaradas. Se trataba de un gesto magnánimo y sin duda al día siguiente se comentaría en todas partes; todos hablarían de cómo Marie había regalado una joya de unos cientos de libras a una extraña inglesa, como recuerdo. Me dispuse a insistir en devolvérselo, pero recordé que no podía permitirme ser demasiado escrupulosa. Cuando se lo agradecí, Marie miró a Bobbie por encima del hombro y se encogió de hombros, como compartiendo la broma. Mas Bobbie no parecía divertida. ¡Por Dios! ¿Acaso creía que iba a rivalizar con ella por la atención de Marie? La dejé mirándome airadamente y me alejé del grupo. Jules me esperaba.

Regresamos al vestíbulo, ya vacío a excepción de los cansados camareros y las botellas vacías.

– Si éste es realmente el colgante de Topaz, ¿cómo es que Marie lo tenía?

– No soy yo el detective, señorita Bray.

– Sin embargo, usted se aseguró de que lo viera.

– Me sorprendió.

– Es inconcebible…

– ¿… que Marie envenenara a Topaz por esa joya?

– ¿No lo es? Además, ella sabe que hay una relación entre Topaz y yo: me vio en su suite y en su entierro. O no tiene sentido o…

– ¿O qué?

– O Marie es una mujer excepcionalmente fría y resuelta. -Pensé en la sorprendente firmeza con que sujetaba la cabeza de la pitón.

– Lo es, decididamente -afirmó Jules.

Cuando salimos al porche, el sátiro astroso estaba esperando, apoyado contra un pilar, detrás de una maceta de azucenas. Se enderezó al vernos, pero fingió no mirarnos.

– ¿Tiene algo que ver con usted?

Al parecer Jules lo divisó por primera vez.

– ¡Por Dios, no! ¿Será el juguete de alguien?

– Más bien su sabueso.

– Le gustan los animales, ¿verdad? ¿Por qué no espera aquí y se hace amiga de él mientras yo voy por nuestra calesa?

Entonces recordé a Rose, que seguiría esperando pacientemente en la glorieta.

– Señor Estevan, lo siento, pero he de hacer algo antes de irnos. ¿Podría esperarme unos diez minutos? Hay alguien que quizá agradezca un asiento en la calesa.

– Un amigo suyo, señorita Bray…

– Si no he vuelto en diez minutos, váyase, no me espere. Ya encontraré la forma de regresar. -Intentaría convencer a Rose de irse sin ver a Bobbie, aunque tal vez se mostrara obstinada-. Y si puede hacer algo para distraer al sátiro, se lo agradeceré.

– Su vida es muy complicada. Haré lo posible por conversar con esa criatura, si es que habla.

– Creo que descubrirá que habla inglés.

Atravesé la terraza corriendo y bajé por la escalinata hacia el jardín. Era una noche clara pero sin luna, y necesité un rato para encontrar la glorieta…

– ¿Rose?

Oí un movimiento y una oscura silueta salió a saludarme. Cuando apoyé una mano en el brazo de Rose comprobé que tenía los músculos entumecidos, de frío y angustia.

– ¿Qué está ocurriendo? ¿Dónde está Bobbie?

– Dentro, bastante ocupada. ¿Por qué no regresa conmigo? Ya la verá mañana.

– No; quiero verla esta noche.

– ¿Quiere que le lleve un recado?

Por la amistad entre Marie y Bobbie y el asunto del colgante estaba resuelta a mantener a Rose tan alejada de ellas como fuera posible.

– No. -Era un rechazo duro, casi grosero.

– Rose, sea lo que sea que están haciendo, no le recomiendo que lo hagan aquí. El hombre disfrazado que vio entre los matorrales… tengo razones para creer que es de la policía secreta.

Se sobresaltó.

– ¿Dónde está?

– Hace unos minutos estaba apostado junto a la puerta principal. No podrá entrar para ver a Bobbie sin pasar frente a él y ella no puede salir.

Se hallaba a unos centímetros de mí, y percibí su tensión y su recelo.

– Debe de haber una puerta trasera.

– Con sirvientes por todos lados. -Intenté empujarla suavemente hacia la terraza-. Jules nos llevará a la ciudad y ambas veremos a Bobbie por la mañana.

– ¡He dicho que no!

Se apartó bruscamente y corrió en la oscuridad hacia un lado de la casa. Me dispuse a seguirla cuando oí un ruido sordo y ramitas rompiéndose; después, pasos más pesados corriendo en la misma dirección que Rose. La tonta había conseguido que el sátiro astroso la siguiera. Me temo que mi reacción fue puramente instintiva. Cuando un policía persigue a una colega, cualquiera sean su disfraz y sus razones, lo natural es hacer todo lo posible por obstaculizarlo.

– ¡Aquí! -grité y eché a andar tan ruidosamente como pude en dirección al acantilado. Mis pasos produjeron un satisfactorio estrépito en un sendero de grava y me di cuenta de inmediato de que el sátiro se había detenido. Imaginé a aquella bestia peluda confundida, sin saber a quién perseguir. Grité de nuevo para alentarlo y volví a oír sus pisadas, esta vez crujiendo en mi dirección. Tenía que hacer que la persecución durara lo suficiente para que Rose llegara allá donde fuera, así que serpenteé entre los lechos de flores. Resbalé en unos fragantes arbustos de lavanda, me levanté y seguí corriendo. Quizá no fui demasiado astuta en mis serpenteos, porque mi perseguidor atajó por un camino más lento pero más directo, por encima de los lechos de flores. Cuando oí sus jadeos y sus pesados pasos, supe que lo había dejado aproximarse demasiado.

Para salvarse cuando los sátiros las persiguen, las ninfas se resguardan dentro de un árbol. Yo hice algo casi tan efectivo: trepé a un magnolio en plena floración blanca, justo antes de que el sátiro llegara. Un banco rústico alrededor del árbol me dio apoyo para subir a las ramas, y allí permanecí, sentada, oculta entre las flores, en tanto la frustrada bestia me buscaba entre los lechos de flores. Jadeaba mucho y resollaba. Creo que no lo entusiasmaba lo que estaba haciendo. Pasado un rato, se alejó arrastrando los pies y yo, cómoda en mi rama, decidí quedarme allí un tiempo prudencial; luego regresaría de algún modo a la ciudad y le enseñaría el colgante de ópalo a Tansy. Para mayor seguridad, al subir al magnolio me lo había puesto. Me lo dejé puesto y pasé el tiempo redactando mentalmente la carta que nunca me atrevería a enviar a la señora Pankhurst:

Querida Emmeline:

Con respecto a tus instrucciones de evitar cualquier escándalo, he de decirte que un sátiro acaba de perseguirme por un jardín, propiedad de una próspera cortesana que parece sentirse muy atraída por una de las jóvenes entusiastas de nuestra causa. Hasta ahora no he logrado nada en cuanto a asegurar la entrega sin obstáculos del legado de Topaz Brown, pero he adquirido un colgante con un gran ópalo, ropa interior con lazos y encaje, y un kilo de pescado precocinado, del que ya me he deshecho. Esta tarde fui al circo. Es medianoche y estoy sentada en lo alto de un magnolio. Espero que cuando recibas la presente te sientas como yo ahora.

Sinceramente,

Nell Bray.

14

Llevaba casi media hora subida al árbol y empezaba a hacer demasiado frío, cuando oí pasos en el sendero de grava. No eran lo bastante pesados para ser del sátiro, así que pensé que quizá Rose me estaba buscando. De pronto vi el brillo de una luz y oí una voz que reconocí.

– ¿No se preguntarán dónde estás?

No oí la respuesta. Era la voz de otra mujer, no la de Rose. La luz se acercó y vi que era una de las antorchas usadas para iluminar la terraza, casi a punto de apagarse. Su luz bastó para ver la cara de Bobbie y a la mujer que caminaba a su lado: Marie, envuelta en una capa de marta negra que brillaba a la luz y cuyo cuello alto le enmarcaba el blanco rostro. Bobbie también iba envuelta en una capa negra, aunque no de piel; al menos se había deshecho del fez. Bajaron sin prisas por el sendero.

– Mira, un magnolio. Hay un banco. ¿Nos sentamos?

Se acomodaron directamente debajo de mí y Bobbie enterró la punta de la antorcha en el suelo. De haberla alzado hacia las ramas difícilmente habrían dejado de verme y me habría costado justificar mi presencia allí. Por suerte, algo más las tenía absortas.

– ¿Estás realmente decidida? -inquirió Marie.

– Absolutamente. ¿Y tú?

– Te he dado mi palabra.

– ¿En serio? ¿No es un mero gesto?

– ¿Crees que sólo hago gestos?

– Creo que tomas decisiones impulsivas.

Eso, viniendo de la propia Bobbie, sonaba increíble.

– ¿Por qué no hacerlo, si el impulso es bueno?

– Lo es.

– Bien.

Silencio. La luz de la antorcha se convirtió en un mero resplandor y apenas si vislumbraba sus siluetas. Empezaba a sentirme entumecida, pero no me atrevía a mover ni un músculo. Entonces oí de nuevo a Bobbie:

– Es sumamente importante que no cambies de opinión en el último momento. Me he arriesgado demasiado al contártelo.

– ¿Crees que podrías haberlo hecho si yo no lo supiera?

– Sin que lo supieras de antemano, sí, pero es más fácil así.

– ¿Y mejor?

– Eso espero.

Tenía ganas de gruñir de irritación y decepción. Había esperado que el repentino interés de Bobbie por Marie la distrajera del proyecto de asesinato de Chester y parecía que sucedía lo contrario, que había involucrado a Marie en la trama. Menuda aliada se había conseguido.

– Pero te resultará difícil -comentó Marie.

– He estado practicando en casa.

Y era cierto, al menos eso le había dicho a Rose al enseñarle la pistola.

– Pero es un trabajo para profesionales.

– No, si uno escoge bien la posición y mantiene el pulso firme. Además, no podía contratar a un profesional, ¿verdad?

– Es cierto.

– Debemos asegurarnos la distancia y luego confiaré en que lo mantengas quieto.

– Hay momentos en que los hombres se mantienen quietos.

Tras esta declaración se produjo otro silencio, tras el cual, y pese a sus pieles, Marie afirmó sentir frío.

– ¿Quieres regresar a la casa?

– Sí, casi todos se habrán marchado.

– Y yo tengo que irme pronto.

Se pusieron de pie y Bobbie cogió lo que quedaba de la antorcha, que arrojó un resplandor rojizo sobre las siluetas que se alejaban. Oí a Bobbie decir:

– ¿Por qué le diste el colgante a Nell Bray?

– Fue un impulso. ¿Te molesta?

– Ojalá no lo hubieses hecho, pero ya no tiene remedio.

– Es una mujer importante en vuestra causa, ¿verdad? ¿Sabe lo que has planeado?

– No lo aprueba.

No oí si Marie respondía, porque ya se hallaban demasiado lejos. Reprimí el impulso de bajar de un salto, perseguirlas y discutir con ellas hasta que entraran en razón. Pero ya no eran capaces de razonar. Me habría gustado descubrir cómo y cuándo se había ganado a Marie para la causa sufragista. O quizá ésta lo veía sencillamente como una extensión de sus interpretaciones clásicas: un asesinato heroico sin más consecuencias que la bajada del telón y aplausos entusiastas. Probablemente pediría a Poiret que le diseñara un atuendo para la guillotina. Les di un cuarto de hora de ventaja, luego bajé y busqué a Rose durante un rato. No perdí el tiempo yendo hacia el acantilado, porque ella no tenía por qué ir allí, así que me quedé en el sendero que llevaba del magnolio a la terraza. No hallé señales de ella ni de nadie más, y por fin decidí que había abandonado la esperanza de reunirse con Bobbie y había regresado a Biarritz. Era hora de hacer lo mismo, y, como todos los automóviles y carruajes sin duda se habían ido, no me quedaba otro remedio que andar.

La caminata por la carretera desierta, con el sonido del mar por única compañía, se me antojó el momento más tranquilo en varios días y debería de haber supuesto una oportunidad para aclarar mis ideas. Sin embargo, me resultaba imposible hacerlo. Según Jules, toda la gente importante en Biarritz se había enterado del testamento de Topaz al cabo de unas horas. Con sus contactos, Bobbie estaría en buena posición para oír los cotilleos. Rose, como hermana de Tansy, estaría también en buena posición para conocer los detalles de la vida de Topaz. Desde la muerte de ésta, Bobbie parecía haberse distanciado de Rose que, por su parte, se hallaba medio trastornada por la preocupación. Todo empezaba a formar una imagen en la que mi mente no deseaba profundizar.

Pero mi mano tocó el colgante en mi cuello y eso me llevó por otros derroteros. ¿Por qué una joya tan insignificante habrá estado en manos de Topaz y luego en la muñeca de su mayor rival? Nadie mataría a Topaz por ese colgante, ¿o sí? Y eso me hizo preguntarme otra vez quién se la había regalado. En cuanto a Marie, acababa de verla sentada bajo el magnolio, hablando tranquilamente de la muerte de un hombre, cual si formara parte de un guión teatral. Además, estaba la invitación de Topaz a comer pescado y beber vino, y la ropa interior barata. No veía qué relación guardaba eso con una trama de Bobbie o Marie; apuntaba más bien hacia los días de aprendizaje de Topaz, hacia su pasado en los teatros de variedades, hacia Sidney Greenbow y sus caballos; o hacia Jules Estevan, su aliado en gastar bromas. Éste había insistido en llevarme a la velada de Marie y todavía no sabía por qué.

A las dos de la madrugada estuve de regreso en la ciudad: un escenario tranquilo y vacío, demasiado temprano para que los primeros trabajadores se dedicaran a sus menesteres y demasiado tarde para los más resueltos buscadores de diversión. Sólo veía alguna que otra ventana iluminada, conforme avanzaba por delante de los hoteles de la playa. Algo en una ventana iluminada en un edificio a oscuras provoca la imaginación y pensé en jugadores nocturnos concentrados en los naipes, amantes insomnes escribiendo una carta, enfermeras sentadas junto a la cama de un inválido. Detrás de una de esas ventanas, la señora Chester, mareada tras la partida de bridge, estaría velando el sueño de su hija.

Apenas faltaban tres horas para el amanecer y, aunque me sentía cansada, sabía que mi mente no estaba preparada para dormir. Me encontré andando por el callejón lateral al hotel de Topaz, pasé junto a la farola de la esquina cerca de su entrada privada. Nadie me oía. A esa hora hasta Demi estaría acurrucado en los escalones del cuarto de calentadores, medio atento por si oía el traqueteo de los carros de verduras que llegaban del campo. Di la vuelta y me dirigí hacia el frente del hotel, mirando hacia el torreón de Topaz. Con sorpresa, vi una luz a través de las cortinas de la habitación que sería, supuse, su salón. Hasta entonces había olvidado que Tansy había ido a buscarme a mi pensión. Se me ocurrió que si ella también se hallaba despierta, podría subir y dejar que echara pestes contra mí. La puerta del hotel estaba cerrada, pero el portero de noche acudió en cuanto llamé al timbre. Me costó tiempo y una sustanciosa propina convencerlo de que mi amiga Tansy se alegraría de verme a esa hora de la madrugada, y sentí que su mirada me seguía cuando me encaminé hacia el ascensor. Me di la vuelta.

– ¿A qué hora cierran las puertas con llave?

– A la una, señora, hasta las seis de la mañana.

Así pues, si los demás porteros de noche eran tan celosos como ése, nadie habría subido y bajado de la suite de Topaz por el vestíbulo del hotel entre la una y las seis de la mañana sin ser visto.

Salí del ascensor al pasillo alfombrado y tenuemente iluminado que daba a la suite de Topaz. Al subir se me ocurrió que quizá encontraría a Rose allí y que por eso estaban encendidas las luces. Perpleja por el comportamiento de Bobbie, temerosa del sátiro y tal vez por costumbre habría corrido a refugiarse con su hermana mayor. Llamé suavemente a la puerta.

– ¿Quién es?

Era la voz de Tansy, seca y agresiva.

– Nell Bray. ¿Puedo entrar?

– Tendrá que esperar.

Esperé varios minutos. Dentro se oía ruido de muebles empujados sobre una alfombra y, por fin, la puerta se abrió unos centímetros y Tansy se asomó, con semblante demacrado y tenso por la falta de sueño.

– Siento que haya tenido que esperar, pero no puede reprochármelo, después de lo que ha pasado.

Estaba vestida con su atuendo negro. Había deslizado una cómoda -que obviamente había bloqueado la puerta-, lo suficiente para que entrara y, cosa incongruente, un parasol de mango de ébano y cerrado se hallaba apoyado contra la pared.

– ¿Para qué es esto, Tansy?

– Es lo más parecido a un arma que encontré.

– ¿Un arma? ¿Está Rose con usted?

Negó con la cabeza.

– ¿Para qué quería un arma?

– Por lo que pasó esta tarde. Fui a su hotel para decírselo, pero usted no estaba y no logré que esa francesa entendiera nada. No sé qué hacer.

La cogí con suavidad del brazo y la llevé a una silla.

– Tansy, cálmese y cuéntemelo.

Entrelazó las manos en el regazo y me lanzó aquella mirada airada que, empezaba a darme cuenta, se debía más a la angustia que a la hostilidad.

– ¿Qué sucedió esta tarde?

– Alguien trató de subir por el ascensor.

Su voz era un susurro sibilante y su mirada intentaba hipnotizarme a fin de que compartiera su temor. Al principio no lo entendí. Al fin y al cabo se trataba de un hotel, la gente entraba y salía en todo momento. Entonces, de pronto, el significado me golpeó.

– ¿Se refiere al de Topaz? ¿El ascensor privado?

– Sí -contestó con un sombrío asentimiento de la cabeza. Ya se sentía satisfecha.

– Pero sólo hay un modo de subir por ese ascensor, ¿no?

– Sí. Por la puerta lateral, y la puerta lateral estaba cerrada con llave.

No quería dejarme arrastrar por su miedo.

– ¿Está segura, Tansy? Quizá la dejó abierta por descuido.

– No; estaba cerrada con llave y, antes de que me lo pregunte, mi llave ha estado en mi bolsillo todo el tiempo.

– Entonces, ¿cómo pudo alguien entrar al ascensor?

– Podía hacerlo la persona que tenía la llave.

– ¿Qué persona tenía la llave?

– La que se llevó la llave de Topaz después de matarla.

– Tonterías, Tansy. Aunque alguien la hubiese matado y se hubiese llevado la llave, ¿para qué arriesgarse a regresar una semana más tarde?

– Bueno, pues si es una tontería dígame quién estaba en el ascensor y cómo entró en él.

Percibí una especie de sombrío triunfo en ella y le pedí que me explicara exactamente qué había ocurrido.

– Apenas pasaba de las dos de la tarde. Yo estaba en esta habitación, guardando unos sombreros en sus sombrereras.

– ¿Estaba sola?

– Claro que sí. Allí, cerca de donde está usted sentada, y oí ese chirrido que hace cuando sube. Se paró en el descansillo y oí a alguien abrir la puerta.

– ¿Qué hizo usted?

– Al principio estaba demasiado asombrada para hacer nada. Entonces, pensé… ya sabe esas bobadas que se le ocurren a una a veces cuando alguien… -Apartó la mirada.

– ¿Quiere decir que imaginó que sería Topaz regresando?

Asintió con expresión avergonzada.

– Entonces me dije: tonta de mí, no puede ser ella, me habría avisado. Luego empecé a pensar con cordura y supe que no era ella, que era la otra persona.

– ¿Cuál otra?

– La que tenía la llave. La que la mató.

Yo creí que, como siempre, se refería a Marie, pero, como no estaba dispuesta a volver a discutir conmigo, no pronunció el nombre. Le pregunté qué hizo a continuación.

– Sabía que la puerta de esta habitación estaba cerrada por dentro, me acerqué y pregunté: «¿Quién es?» Oí a alguien respirar, pero no hubo respuesta. Otra vez pregunté, algo bruscamente, quién era. Entonces oí pasos en la alfombra de fuera y al ascensor bajar. Corrí escaleras abajo, pero para cuando llegué, quienquiera que fuera ya se había ido y cerrado la puerta con llave. Yo todavía tenía la mía en el bolsillo, así que la abrí y miré en la calle, pero no había nadie.

No dije nada durante un rato. Imaginé a Tansy, con sus cuarenta y cinco kilos, arrojándose escaleras abajo, dispuesta a enfrentarse a un asesino. Algo había ocurrido, no cabía duda: Tansy no pondría una barricada contra la puerta por cualquier cosa.

– Así que pensé en contárselo a usted y fui a su hotel y esperé, pero, por supuesto, usted no llegó.

– Lo siento. ¿Se lo contó a alguien más? ¿A la policía, al gerente del hotel?

Negó con la cabeza.

– ¿De qué serviría?

Guardó silencio un rato, con la mirada perdida, y luego me preguntó si deseaba té. Le contesté que sí, pues me parecía buena idea que se ocupara en algo. Además, gracias al champán y el cansancio, tenía una sed que dejaba un regusto amargo en mi boca. Mientras ella se ocupaba de la tetera yo traté en vano de encajar esa nueva información en la imagen incompleta que me había formado. Si había algo perjudicial entre los efectos de Topaz, ¿por qué el asesino no había ido a buscarla hacía una semana, en vez de esperar a que la policía o cualquier interesado registrara la suite? El colgante de mi cuello no hacía sino complicar la situación: no creía que nadie, ni siquiera Bobbie, fuese capaz de cometer un robo con allanamiento de morada para dar el toque final al disfraz de Cleopatra de Marie.

Después de esa primera taza de té, me saqué el colgante de debajo del corpiño y se lo enseñé a Tansy.

– ¿Lo reconoce?

Se quedó boquiabierta y me miró con asombro.

– Es de ella… es el que se perdió.

– ¿De quién?

– De Topaz, claro, el que le describí, acuérdese, el de ese último día. Le dije que me lo enseñó y no quiso decirme quién se lo había enviado.

Se lo tendí y al principio pareció no querer tocarlo.

– ¿Está segura que es el mismo?

– Claro que estoy segura. Recuerdo la veta que la atraviesa como una llama y ese arañazo en el lado del engaste. No entendía por qué la fascinaba tanto, había piedras mejores en el dorso de su cepillo.

– ¿La fascinó?

– Bueno, más bien la divirtió.

– Pero ¿la complació?

– Yo diría que sí.

Permaneció con la mirada fija en el colgante y luego me miró con suspicacia.

– ¿Cómo lo consiguió?

– No puedo decírselo, Tansy.

Si reconocía que estaba en la muñeca de Marie, Tansy habría corrido a echarle las manos al cuello.

– ¿Por qué no? ¿Por qué me oculta cosas?

– No puedo decírselo ahora. Espero poder hacerlo más tarde, pero ahora no.

– No es suyo y se va a quedar aquí, con todas sus cosas.

El que fuera mío o no era discutible.

– Es una prueba, Tansy. Lo cuidaré, se lo prometo.

– ¿Prueba de qué?

– Todavía no estoy segura.

Se lo quité con gentileza. Cuando lo hube apartado de su mano, hizo una mueca y se echó a llorar.

– Todas sus cosas bonitas… van a llevarse todas sus cosas bonitas y no podré impedirlo.

Me arrodillé a su lado y pasé un brazo por sus tensos hombros. Tansy se sentía sola y confundida. En algún sitio, Rose también se sentía sola y confundida, quizá más. Las dos hermanas nunca se habían necesitado tanto, pero no se hablaban. Le dije a Tansy que mantuviera el ánimo, que Rose podría necesitarla, pero ella negó con la cabeza.

– Tiene otras amigas, ya no me necesita.

– Quizá esas amigas no sean buenas para ella.

– Claro que no lo son, ya lo sé. Usted fue quien la alentó.

– Tansy, no discutamos por eso. Prométame que si Rose viene a pedirle ayuda no la rechazará.

– No vendrá.

En su pena se mostraba tan obstinada como en todo lo demás. Traté de calmarla y preparé más té. Sugerí que si se sentía nerviosa en la suite de Topaz, después del último acontecimiento, podía ir unos días a casa de su amiga Janet. Se negó de plano. Era su deber vigilar las cosas de Topaz y no había modo de moverla, cual un perro al lado de la tumba de su amo.

Cuando me marché, el día empezaba a clarear. Fui andando a mi pensión. La casera ya se había levantado y parecía dispuesta a censurarme por regresar a esas horas con mi mejor vestido todavía puesto. Dormí un par de horas, me reanimé en la bañera de asiento, tomé croissants y una cafetera llena de humeante café, y pensé en lo que debía hacer a continuación. Decidí darme otro día. Si esa noche la situación de Bobbie parecía tan negra como hasta ahora, no tenía derecho a esperar más.

A las nueve ya me encontraba de vuelta en el salón de Jules Estevan. Me alegré de hallarlo despierto tan temprano y se lo dije.

– No me acosté; el sueño no es sino otra adicción.

Se le veía pálido, pero bueno… siempre se le veía así. Vestía la misma bata negra. Desde mi última visita, la cabeza de porcelana del maniquí de sastrería había adquirido una corona de laureles.

– ¿Regresó sana y salva anoche, señorita Bray? La esperé un rato y decidí que habría hecho otros arreglos.

– Señor Estevan, ¿por qué me llevó a la fiesta de Marie?

– ¿Tanto le desagradó? Consideré que podría divertirse.

– Eso no es lo que buscaba. Usted quería que viera algo, ¿verdad? ¿A Bobbie y Marie juntas o a Marie con el colgante de Topaz?

– Le aseguro que el colgante me sorprendió tanto como a usted. ¿Se lo ha enseñado a Tansy?

– Sí, y lo ha identificado. Así que, si no se trataba del colgante, quería asegurarse de que viera a Bobbie con Marie. ¿Sabe lo que están planeando esas dos?

Se reclinó en el sofá blanco y exhaló humo de un largo cigarrillo negro.

– ¿Lo sabe usted, señorita Bray?

– Me temo que sí. Sabía lo que Bobbie pretendía hacer y luego oí a Marie y Bobbie hablar en el jardín anoche.

– Qué imprudentes. ¿Qué piensa de su plan?

– Me opongo completamente. El hombre me disgusta, pero intentar algo sería políticamente desastroso para nosotras. Se lo he dicho a Bobbie. Pero ¿puedo pararla sin que la detengan?

– ¿Ha pensado en advertir al hombre?

– Estoy tratando de hacer algo al respecto, indirectamente, aunque no estoy segura de lograrlo a tiempo. Algo más directo haría que sospecharan de Bobbie. ¿Sabe que nos sigue la policía secreta?

– Su amigo de anoche, supongo.

Tenía una expresión meditabunda y me pregunté si se habría dado cuenta de que temía algo peor acerca de Bobbie. Supuse que sí, pero esperaba que no hiciera nada al respecto, por indolencia, ya que no por discreción.

– Lo que no entiendo es cómo Marie puede ser tan tontamente suicida. En cuanto a Bobbie, bueno… proviene de una familia alocada y cree realmente en su causa, por muy mal encaminada que esté. Pero ¿cómo pudo una mujer como Marie dejarse enredar en algo así?

– Supongo que todo sirve para su leyenda.

– ¿Leyenda?

– Le agradan los gestos grandiosos, lo ha visto usted con sus propios ojos.

Sin darme cuenta, mientras hablaba yo me paseaba nerviosamente por el suelo encerado. Me fijé en ello al ver su expresión inquisitiva.

– ¿Es eso una especie de ceremonia, señorita Bray?

– ¿Ceremonia?

– ¿Diez pasos en una dirección y diez en la otra?

– ¡Oh! Me temo que es un hábito recién adquirido.

– ¿En la cárcel?

Asentí con la cabeza.

– ¿Ha estado pensando en prisiones estos días? ¿En prisiones y tribunales?

Me obligué a sentarme en el reclinatorio frente a él.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Es evidente que ha ocurrido algo. Al principio pensó que Topaz se había suicidado, luego empezó a preguntarse si la habrían asesinado y creo que ahora está segura de ello.

Esperé y lo observé. Cuando no mordí el anzuelo, añadió:

– La cuestión es si cree saber quién lo hizo. ¿Qué me dice?

– ¿Lo sé o creo saberlo?

Me daba la impresión de que él, como yo, se iba acercando, que estaba atando cabos en cuanto a las actividades de Bobbie. Pero no deseaba dejarle la iniciativa, así que intenté llevarlo por otro derrotero.

– Topaz había invitado a alguien esa noche, eso lo sé. Lo había invitado para las ocho. Una hora antes, salió sola a comprar la ropa interior, el vino y el pescado.

– De lo que deduce que la nota que encontramos era la invitación. He pensado en ello pero, lo siento, tengo dos objeciones.

– ¿Cuáles?

– Primero, ¿qué hacía la nota debajo de la almohada? La persona invitada, quienquiera que fuese, no habría necesitado llevarla consigo.

– Pensé en eso. Quizá consideró que era el pagaré que había de devolverle.

– Pero ¿la deuda de quién era? ¿Ella le debía algo a alguien por su profesión o alguien le debía algo a ella por la suya?

– Al principio creí que era ella la que estaba en deuda pero ahora lo dudo.

– Yo también. Pero tengo una objeción más seria. ¿Tiene la nota?

Todavía la llevaba en el bolso y se la entregué.

La leyó: «Demasiado tarde. Ocho de la noche. Devolución de pagaré por una carrera.» Es ingenioso por su parte pensar que se trata de una invitación. Pero ¿por qué lo de «demasiado tarde»? ¿Acaso se incluye algo así en una invitación?

No había olvidado esas dos primeras palabras, pero las había apartado de mi mente. Sin ellas, la teoría funcionaba perfectamente.

– No, pero ¿cómo explicarlo?

Jules se encogió de hombros.

– Con nuestra primera teoría, la del suicidio.

– Pero ¿y la ropa interior y el pescado?

– Los suicidas hacen cosas extrañas.

Me devolvió la nota.

– No creo que Topaz se suicidara -afirmé. Empezaba a parecer tan obstinada como Tansy.

– En ese caso volvemos a la misma pregunta. ¿Quién la mató, señorita Bray?

Contesté que no lo sabía y me excusé diciéndole que ya le había quitado demasiado tiempo. Al acompañarme a la puerta se mostró tan cortés como siempre, pero desde los acontecimientos de la noche anterior yo tenía la impresión de que una amenaza se cernía sobre mí y sentía que Jules formaba parte de ella. Él sabía tanto como yo, quizá más.

Quería creer en el misterioso visitante de las ocho de la noche, probablemente un varón; tanto que había olvidado un hecho y no le agradecía que me lo recordara. «Demasiado tarde.» Pero no demasiado para analizarlo. Suponiendo que las palabras no se refirieran a un suicidio y tomándolas al pie de la letra, ¿qué era demasiado tarde? Al pasear por la playa se me ocurrió que sería sencillamente la repuesta a otra nota. Si el desconocido había tratado de fijar una hora para verla y Topaz había propuesto otra, tendría sentido. Pero en ese caso debía haber otra nota, una de un visitante desconocido que le pedía verla más tarde. Y, si existía, podría encontrarse entre los desorganizados montones de papeles de la suite de Topaz. Al pensar en eso, lo que me había contado Tansy de la persona que trató de entrar tomaba otro cariz. Habría regresado en ese mismo momento para buscarla, aun a riesgo de hacer enfadar a Tansy, pero primero tenía que acudir a una cita. Una cita de rutina, me dije. Aunque, lo que ocurrió allá me hizo olvidar la hipotética nota. Demasiado tarde.

15

Varios días antes, cuando acababa de llegar y todavía estaba centrada en el asunto que me había llevado a Biarritz, había concertado una cita para hablar otra vez con el abogado de Topaz. Aunque ahora dudaba que alguna vez pudiésemos reclamar el legado, acudí a la cita y traté de hablar como si nada hubiese cambiado. Le pregunté si tenía una respuesta al telegrama que yo había enviado a nuestras oficinas en Londres.

– Sí, señorita Bray. Esta mañana hemos recibido una carta del abogado de la organización y ya he redactado otra en la que le informo que probablemente pase un tiempo antes de que se arregle lo de las propiedades de la señorita Brown. Oficiosamente puedo decirle, señorita Bray, que la familia va a impugnar el testamento.

– ¿El hermano?

– Así es. Alega que la señorita Brown no podía estar cuerda cuando redactó el testamento, en vista de… de la excentricidad de su legado a su organización y su posterior suicidio.

Se mostró amistoso aunque prudente, y entendí la razón. Si el asunto llegaba a los tribunales, su opinión sobre la salud mental de Topaz constituiría una prueba importante.

Dando un cauteloso paso sobre terreno peligroso, comenté:

– Supongo que el magistrado que la examinó no le cabía duda de que se suicidó.

– No había duda razonable, ¿verdad?, ni siquiera en ausencia de una nota.

La nota de Topaz se hallaba aún en mi bolso. Había tenido intención de entregársela, pero me parecía que había pasado mucho tiempo.

– ¿Envió usted a alguien a la suite de Topaz Brown el día después de que la encontraran muerta, a efecto de examinar sus papeles?

– No. Tendrá que hacerse en algún momento, por supuesto, pero por ahora no hemos hecho nada. ¿Por qué lo pregunta?

– Un hombre fue a su suite. Afirmaba venir de parte del abogado. De mediana edad, rechoncho, con sobretodo y sombrero negros.

El abogado frunció el entrecejo.

– No se parece a nadie que conozcamos.

Creo que habría hecho más preguntas, pero en ese momento un oficinista se asomó por la puerta.

– Le requieren en el consulado, señor Smith: un inglés se ha ahogado y no saben quién es.

El abogado hizo una mueca por la falta de formalismo del empleado.

– Estoy en una reunión. No veo qué puedo hacer yo que no haga el cónsul. Dígales que iré más tarde.

El joven insistió.

– Quieren averiguar si sabe usted si algún inglés organizó una fiesta de disfraces anoche.

Me quedé sin aliento.

– ¿Una fiesta de disfraces?

Ambos me miraron fijamente. Creo que hasta entonces el oficinista no se había dado cuenta de mi presencia.

– ¿Por qué, señorita Bray? ¿Sabe usted si hubo alguna? -inquirió el abogado.

Deseando haber mantenido la boca cerrada, contesté con renuencia:

– Anoche asistí a una fiesta de disfraces en las afueras de la ciudad. Pero no era de ingleses. En todo caso, ¿qué tiene que ver eso con el hombre ahogado?

– Al parecer llevaba un disfraz -respondió el oficinista.

El abogado me miraba de reojo.

– ¿Dónde fue la fiesta, señorita Bray?

– En la Ville des Liles.

El empleado silbó.

– Es la casa de la Pucelle.

Recibió una mirada fulminante del abogado, pero me di cuenta de que ambos se preguntaban por qué yo había ido allí, y no los culpaba.

– Supongo que no existe relación, pero quizá quieran hablar con usted en el consulado, si tiene tiempo. Es abajo.

No podía negarme. Los dos bajamos, cruzamos un pasillo y entramos en una amplia habitación con varios escritorios. El cónsul arqueó las cejas cuando me presenté y me preparé para otro comentario acerca de los ladrillos. El diplomático se contuvo y escuchó la explicación del abogado de por qué me encontraba allí.

– Esa fiesta suya, señorita Bray, ¿era de disfraces especiales?

– Sí, clásicos. Sobre todo estolas y túnicas griegas, cosas así.

El cónsul sonrió y se relajó. Miró el papel sobre su escritorio y comentó:

– En ese caso le estamos quitando tiempo innecesariamente, pues parece que el difunto asistió a otra clase de fiesta.

– ¿Por qué?

– Iba disfrazado de alguna especie de animal.

El alivio que había sentido se disipó.

– ¿Qué clase de animal?

– No está muy claro, pero probablemente un oso.

– ¡Oh, no!

Oí que el cónsul pedía a alguien que trajera brandy. El cansancio y la conmoción debieron de hacer que me tambaleara. Acepté una silla y, tratando de ganar tiempo, pedí un vaso de agua en lugar del brandy.

– ¿Vio a alguien disfrazado de oso? -preguntó el cónsul con tono excesivamente suave.

Piensa, me dije, no les digas más de lo necesario. Hablé pausadamente, con la esperanza de que lo achacaran a la conmoción.

– Me fijé en un hombre. No hablé con él, así que no sé si era inglés. Creo que fingía ser un sátiro, pero llevaba un pantalón abombado y lanudo que le daba aspecto de patas de oso.

El cónsul miró nuevamente el papel.

– ¿Cómo era?

– Llevaba media máscara, así que no le vi el rostro. Me fijé en que era bastante rechoncho y no se movía como un joven. Su cuello era grueso y rojo.

El cónsul apoyó los codos en el escritorio y, sujetándose la cabeza con las manos, me miró.

– ¿Estaría dispuesta a ir a comisaría? Podría ayudarnos a identificarlo.

Eso era lo último que deseaba, pero no podía rehusar. Tampoco pude hacerlo cuando, tras una entrevista en comisaría, me pidieron cortésmente que fuera al depósito de cadáveres. De camino, en el vehículo cerrado, pregunté al cónsul:

– ¿Por qué creen que era inglés?

– Había una etiqueta en su chaleco.

El depósito de cadáveres era un edificio gris en las afueras de la ciudad, a un kilómetro y medio y a un mundo de distancia de los hoteles de lujo. Pensé que diez días antes debieron llevar allí el cuerpo de Topaz desde el Hôtel des Empereurs. Un agent de pólice nos guió por un corredor embaldosado y con azulejos en las paredes. Iba entre el cónsul y el abogado. Tuve la horrible impresión de hallarme de vuelta en la cárcel. Habían colocado el cuerpo en un cuarto lateral, a solas. Cuando el policía alzó la sábana percibí el olor a desinfectante y salitre; vi una boca abierta y unos ojos redondos, también abiertos. Había perdido la máscara y la cara regordeta se parecía a la que había visto junto al ángel de piedra en el entierro de Topaz. Todavía llevaba la camisa rusa, pero, como no descubrieron todo el cuerpo, no supe si le habían quitado los pantalones en forma de patas de oso.

– Cuando lo vi en la fiesta llevaba media máscara y no estaba cerca de él, pero sí, es él.

La muerte tiene sus propias exigencias y por ello, por mucho que lo deseara, no pude irme sin más. Pasé más tiempo en la comisaría, explicando mi conocimiento del hombre, en una versión cuidadosamente escueta. Dije sencillamente que lo había visto un par de veces en la fiesta y que la última fue en el jardín de la Ville des Liles poco antes de la medianoche. No mencioné la persecución por el jardín, ni que lo había visto en otra ocasión. Les dije, con toda veracidad, que no había intercambiado una sola palabra con él y que no tenía idea de su identidad. Ya estaba avanzada la tarde cuando terminamos con eso, y el cónsul insistió en llevarme a mi pensión. Iba sentado frente a mí en el coche de punto y me observaba con expresión aprensiva.

– Creo que Scotland Yard le ayudará a identificarlo -comenté.

– Estoy seguro de que la policía francesa les enviará una descripción. Examinarán la lista de personas desaparecidas y…

– Creo que es más que eso. Creo que trabajaba para Scotland Yard.

– ¿Qué?

– Tengo mis razones para creer que me estuvo vigilando casi todo el tiempo en Biarritz. He adquirido cierta reputación por actividades políticas, y creo que Scotland Yard se las arregló para que me siguiera.

Eso, al menos, evitaba las referencias a Bobbie y Rose.

Inquieto, el cónsul se removió.

– Señorita Bray, la policía no funciona así. No son espías.

No contesté, pero vio mi expresión.

– Si sospecharan que usted o alguien estuviese implicado en actividades ilegales en tierra extranjera, probablemente advertirían a las autoridades de ese país. No harían que un hombre la siguiera por toda Europa. En Inglaterra no existe el equivalente de la policía del zar, señorita Bray.

¡Para qué gastar saliva! Era su deber decir eso, pero percibí su incomodidad.

– De todos modos, le sugiero que envíe su propia descripción a Scotland Yard en cuanto pueda. Sería justo para con su familia. ¿No llevaba identificación?

– No. Pero un hombre que saliera disfrazado de medio oso no llevaría una cartera llena de tarjetas.

– Tendría que llevar algo, ¿no? Como mínimo necesitaría dinero para el regreso a casa.

– Tal vez lo perdió al caer al mar.

La policía francesa había encontrado una fractura en la parte posterior del cráneo, lo que sugería que había caído y, al golpearse contra una roca, perdido el conocimiento, aunque murió ahogado. Lo descubrieron unos pescadores en la playa de los Vascos, a medio camino entre la Ville de Liles y la ciudad.

Nuestro coche de punto avanzaba lentamente debido a la cantidad de coches y automóviles que llevaban a la gente de vuelta a los hoteles.

– Señorita Bray…

Se interrumpió y se sonrojó.

– ¿Sí?

– Se me ocurre que si creía que el hombre la seguía, podría haber… aunque equivocadamente…

– ¿Podría qué? -Sabía muy bien lo que seguiría.

– Quizá tuvo… un altercado con él.

– ¿O sea que tal vez lo golpeé en la cabeza con un ladrillo -hizo una mueca al oír la palabra-, y lo arrojé al mar? Es posible, pero le aseguro que no lo hice. Tenía tantas ganas de evitar un altercado, como lo llama usted, que hasta me subí a un árbol para eludirlo.

Afligido, cerró los ojos.

– No estoy seguro de que hiciéramos bien al no contárselo a la policía francesa.

– En su lugar, yo esperaría a consultar con Scotland Yard. No quiere cargar con un incidente diplomático, ¿verdad?

Por su expresión, me di cuenta de que había ganado.

En cuanto llegué a mi pensión, la propietaria me entregó una nota con la caligrafía de Bobbie. Éste era su escueto mensaje: «Tengo que hablar contigo. ¿Puedes reunirte conmigo a las ocho en el lugar donde hablamos la otra noche?»

Llegué al puerto y me situé entre las nasas langosteras mucho antes de la hora fijada. Observé a los pescadores trabajar a la luz del atardecer: preparaban sus barcas para navegar a la mañana siguiente. Dieron las ocho… las ocho y media… oscureció, los pescadores se fueron y Bobbie no daba señales de vida.

Al cuarto para las nueve me levanté de un salto, me maldije por ser tan idiota y corrí hacia el camino principal. Prácticamente requisé un coche de punto y le dije que fuera al Hôtel d'Angleterre a toda prisa; una vez allí, le arrojé unas monedas sin esperar el cambio y corrí escalones arriba. Entré en el vestíbulo; casi esperaba ver policías y empleados de la funeraria. Todo parecía normal, desde el salón llegaban las notas de los valses que tocaba la orquesta, gente vestida de gala entraba y salía, y los botones esperaban en las puertas. No podrían estar tan tranquilos si alguien hubiese intentado asesinar a un huésped.

Me acerqué a recepción y pregunté si el señor Chester estaba en el hotel. La recepcionista consultó con un empleado: sí, se hallaba en el comedor, con su esposa. ¿Deseaba enviarle un mensaje? Tenía que hablar con la señora Chester, dije, y era muy urgente. Estaba tan preocupada que de ser necesario me habría enfrentado al mismísimo Chester, pero esperaba dar un mensaje que no involucrara a Bobbie. Le diría a la señora Chester que la vida de su marido corría peligro y que debía sacarlo de allí enseguida. Un botones llevó presuroso la nota que garabateé para la señora Chester en papel del hotel. Permanecí junto al mostrador de recepción. La recepcionista me miró con curiosidad. Examiné todos los jóvenes con esmoquin, por si alguno era Bobbie disfrazada, y se me ocurrió otra idea.

– ¿La señorita de la Tourelle cena aquí esta noche?

La joven lo lamentaba, pero no, no cenaba allí esa noche. Su mirada se volvió más curiosa.

Una figura regordeta enfundada en un vestido verde olivo salió del comedor y se dirigió hacia mí. Caminaba tan deprisa que sus zapatillas de noche resbalaron en el suelo de mármol.

– Gracias a Dios. He querido hablar con usted, pero me olvidé de preguntarle su nombre y…

– Mi nombre no importa. Se trata de su marido. Me temo que corre peligro, mucho peligro. Debe llevarlo de vuelta a casa, enseguida.

– Lo sé, lo sé. ¡Este horrible lugar! Tenía usted toda la razón. Desearía no haber venido. Louisa no ha mejorado, y ahora esto. No sé qué hacer.

– ¿Lo sabía?

Me quedé apabullada, maravillada por una mente tan desordenada que podía hablar de una amenaza de muerte contra su marido en la misma frase que la enfermedad insignificante de su hija.

– Sí, leí la carta. Pero ¿cómo se enteró usted? ¿Están comentándolo todos?

Para entonces me había contagiado algo de su confusión. Sugerí que nos sentáramos y la llevé a un sofá junto a una palmera en una maceta. Nos envolvía la música de vals.

– ¿Dónde está su marido?

– En el comedor.

– Dice que ha leído la carta. ¿Qué carta?

– La de esa horrible mujer. Había oído hablar de mujeres como ella, pero no sabía que les permitían entrar aquí, o nunca habría venido. Le ha escrito a David, se ha atrevido a escribirle. No puedo creer tanto descaro.

Si Bobbie había enviado una carta a David Chester diciéndole que estaba dispuesta a matarlo, la palabra descaro me parecía demasiado moderada.

– ¿La firmó?

– Sí, abiertamente. Marie de la Tourelle, como si fuese respetable.

– Marie… ¿Su marido recibió una carta de Marie de la Tourelle?

La señora Chester asintió con la cabeza y los ojos se le anegaron de lágrimas.

– ¿Y usted la leyó?

– Esperaba una carta del médico sobre el medicamento de Louisa para el regreso. La abrí y… ¡ay Dios!

– ¿Qué decía exactamente?

– No puedo… Léala usted misma.

Sacó, supongo que del corsé, un pequeño sobre cuadrado, que olía a un perfume que recordé de la velada anterior. Típico de Marie enviar una amenaza perfumada. Con letra delicada, rezaba: «Estimado señor Chester: Soy una admiradora suya y me agradaría mucho conocerlo. Me encantaría que me visitara en mi casa, la Ville des Liles, mañana por la noche. Marie.»

Miré a la señora Chester y otra vez la nota. Me pregunté quién de nosotras estaba volviéndose loca.

– Pero si no es más que una invitación.

– Todos saben lo que significa una invitación de una mujer así. Y pensar que la envió descaradamente a mi marido, ¡y para una noche de domingo! Si la hubiese visto, se habría enfadado mucho. Es mi culpa que hayamos venido…

– Si la hubiese visto… ¿quiere decir que no la ha visto?

– ¿Pondría usted una nota así en manos de su marido? Estaría enfadado, muy disgustado, asqueado.

Sentí ganas de reír de alivio. Me pregunté si la señora Chester se sentiría más tranquila si le explicaba que la nota presagiaba un atentado contra la vida de su marido, no contra su virtud. Casi me reí por la sencillez de la trama. Sin duda después de ensayar el papel de Dalila, Marie debía atraer a la víctima hacia su perfumado jardín; entonces Bobbie saltaría desde detrás de las adelfas, blandiendo la pistola de la familia. Pero la bruma se esfumó y volví a sentirme furiosa con Bobbie, aunque al menos ahora sabía que esa noche David Chester se encontraba a salvo.

– Me gustaría guardar esta carta -dije.

La señora Chester no había apartado la mirada de la nota, diríase que la fascinaba.

– Podría enseñársela a alguna autoridad; estoy segura de que no les agradará enterarse de que a los visitantes distinguidos se les someta a esta clase de trato.

Puesto que esa clase de trato era precisamente el que venían a buscar algunos de esos distinguidos visitantes, me pregunté si la señora Chester se creería una mentira tan patente.

– No querría que su nombre saliera a relucir… hay quienes creerían que… -manifestó la señora Chester.

– Claro que no, pero ¿está de acuerdo en que hemos de detener a esta mujer?

Asintió con la cabeza.

– Y más vale que no le diga nada de esto a su marido. Si cree que se enfadará, sería mejor no decírselo.

Ella negó con la cabeza y se secó los ojos con un pañuelo grande, bordado de encaje pero útil, típico de las madres angustiadas.

– ¿Se preguntará qué estaba haciendo aquí?

– Le diré que es el hombre que trae las medicinas de Louisa.

La observé regresar al comedor -sus tacones repiqueteaban contra el suelo- y guardé la carta en mi bolso. Apenas podía creer mi suerte: Bobbie y Marie se habían puesto en mis manos. Regresé andando a mi pensión.

Frente a la puerta me esperaba una mujer.

– Nell Bray, necesito hablar contigo.

– Bobbie, ¿qué haces aquí? Te estuve esperando en el puerto.

Al menos esta vez vestía ropa de mujer. Su rostro parecía envejecido, pálido y tenso.

– Estaba buscando a Rose. De eso quería hablarte. Desde anoche no la encuentro.

– ¿Quieres decir desde anoche en la villa?

– No. Rose no fue a la villa.

– Sí fue. Estaba en el jardín buscándote. Hablé con ella.

– Se suponía que no iría. ¿Qué estaba haciendo?

Nunca había visto a Bobbie tan preocupada.

– Dijo que tenía que darte algo. Estaba trastornada, perpleja. Eso es lo normal cuando uno hace amistad con la gente y luego la abandona.

– No la he abandonado, y ella lo sabe.

– No parecía saberlo anoche.

– ¿Adónde fue? No la habrás abandonado allí, sin más, ¿verdad?

Respiré hondo.

– La última vez que vi a Rose, la seguía un policía disfrazado de sátiro. Logré desviar su atención, pero no sé qué ocurrió después.

Bobbie gruñó. Parecía más cansada que yo, pero no por eso me compadecí.

– Como he dicho, no sé qué ha pasado con ella, pero sí sé lo que ha ocurrido con el policía: lo encontraron ahogado, con un golpe en la cabeza. Vi su cuerpo en el depósito de cadáveres.

La empujé y entré en la pensión, dejándola boquiabierta y muda por una vez en su vida.

16

Desperté al amanecer, a sabiendas de que lo más acuciante era encontrar a Rose. Estaba segura de que no pretendía matar al sátiro astroso, que debió de seguirla desde el jardín hasta el acantilado, o que la persuadió de que fuera allí y trató de interrogarla acerca de Bobbie o de mí. Podía imaginar su temor y su rabia, el empujón desesperado que lo hizo tambalearse y caer por el acantilado… su pánico. Fuese de quien fuese, la culpa no era de la pobre Rose y no debía sufrir por ello.

Me vestí a toda prisa, salí y anduve por las calles y el paseo marítimo, intentando pensar en los lugares de una próspera ciudad turística donde se refugiaría una pobre y asustada muchacha. No vi más que a un borracho roncando en las casetas de la playa. En la arena sólo había dos pescadores en la línea formada por la marea que, recortados contra un cielo perlado, cavaban en busca de cebos. Era domingo por la mañana y las campanas repicaban para anunciar la primera misa. Hombres y mujeres, respetablemente vestidos de negro, salieron de las casitas de pescadores del puerto. Era demasiado temprano para que los huéspedes de los hoteles se levantaran. Seguí caminando tierra adentro, por las calles y la plaza donde Tansy y yo habíamos ido de compras. El café se hallaba abierto y trabajadores de rostro moreno estaban sentados, bebiendo en cuencos café lechoso y vaciando copas de licor; ni una señal de Rose.

Tomé el café de mi desayuno en la cantina de la estación, en cuanto lo abrieron. Observé la salida del primer tren e interrogué a interventores y maleteros. Describí a Rose y pregunté si recordaban haber visto a una chica así en el primer tren de la mañana anterior. El primer tren a París salía a las 6.52, y esperaba que hubiese tenido suficiente sentido común como para cogerlo y regresar directamente a Inglaterra. No, nadie la había visto, ni en el primer tren ni más tarde. En todo caso, se me ocurrió que no tendría las cuatro libras para el billete. Mientras recorría la estación, vigilaba, por si Bobbie había tenido la misma idea. Sentí alivio al no verla. Teníamos cuentas pendientes, pero deberían esperar a la tarde; además, quería encontrar a Rose antes que ella.

Poco después de las diez abandoné la estación y fui al Hôtel des Empereurs; el personal ya me conocía y el recepcionista me saludó y señaló con la cabeza el ascensor público en el vestíbulo. Llamé a la puerta de la suite de Topaz. Con voz brusca, Tansy preguntó:

– ¿Quién es?

– Soy Nell Bray.

– ¿Qué quiere ahora?

Estaba empeorando: ni siquiera me abrió.

– ¿Puedo hablar con usted?

– ¿De qué?

– Tansy, no sea tonta; no le hará ningún daño dejarme entrar, ¿verdad?

La puerta se abrió con renuencia. Los ojos de Tansy estaban enrojecidos y parecía haber dormido con el vestido negro puesto.

– Tansy, ¿ha visto a Rose?

Se dejó caer en una silla, apretó los labios y negó con la cabeza.

– Y todo por culpa de usted y de todas las ideas que le ha metido en la cabeza. No le basta con el dinero y las cosas bonitas de Topaz, ¿verdad? ¡También quiere a Rose!

Tan gentilmente como pude, repuse:

– Si viene, me mandará un mensaje, ¿verdad? Es importante.

– ¿Por qué habría de venir aquí? Usted la ha puesto contra mí.

No contesté. Permanecí junto a la puerta y ella, sentada, sin siquiera fingir cortesía, esperaba a que me fuera. El silencio se prolongó unos minutos y no movió un solo músculo. Por fin, inquirió:

– Bien, ¿qué más quiere?

– He estado pensando en anteayer cuando oyó a alguien subir por el ascensor. ¿Cree que alguien pudo haber entrado antes? ¿Recuerda que, cuando fuimos de compras, al regresar vio que la ventana estaba abierta?

– Debí dejarla abierta por descuido.

– No es eso lo que pensó en ese momento.

– Deje de apabullarme -estalló-. ¿Qué más quiere que haga por usted? No ha dejado de hacerme preguntas y no me ha ayudado en nada. Estoy harta. ¡Lárguese!

– Tansy…

Me acerqué y le apoyé una mano en el hombro para tranquilizarla. La apartó bruscamente, se levantó, estiró su metro y medio y, sonrojada y con ojos brillantes, exclamó:

– ¡Lárguese! ¿Qué derecho tiene de venir a hacerme preguntas? Ya se lo he dicho: ¡lárguese de una vez!

Gritaba y me empujaba. Probablemente parecíamos un gallo tratando de alejar a una garza. Intenté en vano razonar con ella. Finalmente me dirigí a la puerta y la dejé, en medio de la sala, echando pestes. Al cerrar la puerta la oí gritar:

– ¡Y no se le ocurra volver!

A primeras horas de la tarde, y sin haber encontrado a Rose, decidí de mala gana que debía visitar de nuevo al cónsul. Que yo supiera, Rose podría estar ya en una celda. No podía preguntárselo abiertamente al cónsul, pero si la habían detenido sin duda me diría algo al respecto. Por ser domingo no pensaba encontrarlo en su despacho, mas tuve suerte: llegaba yo al consulado cuando él trasponía la puerta principal, con sombrero y bastón, dispuesto a dar un paseo. Me invitó a acompañarlo por el jardín.

– Tenía intención de ponerme en contacto con usted mañana, señorita Bray. Anoche recibimos un largo mensaje telegráfico de Scotland Yard acerca de ese hombre suyo.

– No es mío. ¿Sabían algo de él?

– Nada en absoluto. Espero que el golpe a su orgullo no sea demasiado duro, pero no la estaba siguiendo.

– Creo que sí me seguía.

– En todo caso, no para Scotland Yard. Me han informado que no tienen hombres en Francia en este momento y no sienten ningún interés por sus movimientos, señorita Bray, a condición de que se mantenga alejada de las ventanas del primer ministro. De hecho, el comisario espera que disfrute de sus vacaciones.

El suyo era precisamente el tono de superioridad que tanto me molesta, pero no podía darme el lujo de irritarme.

– ¿Su descripción no significó nada para ellos?

– Nada. No encaja con nadie de su personal, ni con su lista de personas desaparecidas. Al parecer, no pueden ayudarnos.

Sin embargo, había en él un aire satisfecho que no tenía el día anterior. Temí por Rose.

– ¿La policía francesa ha encontrado algo más?

Sonrió.

– Un poco. De hecho, están siguiendo una pista muy prometedora.

– ¿Una pista? -Intenté mostrarme indiferente.

– Han descubierto de dónde vino su disfraz, o al menos una parte. ¿Se acuerda que me dijo que llevaba pantalones abombados que parecían patas de oso? Cuando la policía los secó y los examinó a fondo encontraron una etiqueta escrita con tinta indeleble.

– ¿Su nombre?

– No; el del circo.

Lo miré fijamente.

– ¿Circo?

– Sí, hay un circo en las afueras de la ciudad. Apuesto a que pertenecían a uno de los payasos, así que esta mañana el jefe de policía vino a preguntarme si sé de algún súbdito británico que trabaje en el circo.

– ¿Y sabe de alguno? -Seguía intentando dar la impresión de interesarme en lo que decía por mera cortesía, pero mi mente saltó hacia Sidney Greenbow.

– Le dije que la gente del circo no suele firmar en el libro del consulado. De todos modos, eso explica lo que estaba haciendo en la fiesta de mademoiselle Tourelle.

– ¿Ah, sí?

– Supongo que el pobre tipo decidió entrar y mezclarse con los invitados, para ver lo que podía conseguir. Supongo también que se comportó de modo extraño y usted llegó a la conclusión de que la estaba siguiendo.

– ¿Ha preguntado usted a la gente del circo si lo conocían?

– Eso se lo dejamos a la policía. Creo que tarde o temprano tendré que encargarme del traslado del cuerpo a Inglaterra, si alguien allí lo reclama.

Le dije que entendía las dificultades inherentes a su cargo y que estaba segura de que sus responsabilidades lo mantenían muy ocupado.

– Sin embargo, para ser sincero, no ha ocurrido gran cosa últimamente. De hecho, el pobre patas de oso es lo más excitante que nos ha pasado en varias semanas.

No estaría hablando tan a la ligera si la policía hubiese detenido a una inglesa, acusándola de asesinato.

– ¿La policía tiene una mejor idea de cómo se mató?

– No lo creo. Parece un caso bastante claro de muerte accidental, aparte del problema que supone identificarlo. Quizá logró conseguir una copa o dos de champán y no se sentiría muy seguro en sus pezuñas, o patas, o lo que fuera. Por lo que me han dicho, había mucho champán.

Parecía lamentar no haber sido invitado. Decidí que no averiguaría nada más con él y me marché. En cuanto me aseguré de que no me observaba, doblé por el camino que llevaba al Champ de Pioche.

Apenas pude controlarme para no echar a correr. Había estado tan segura de que nos seguían por razones políticas que ni siquiera se me habían ocurrido otros motivos. Si podía equivocarme en eso, podía equivocarme en otras cosas. Fue esa esperanza la que me empujó a buscar a Sidney Greenbow, sin saber exactamente qué le diría al encontrarlo.

El campo del circo estaba más bullicioso y resuelto que en mi primera visita porque era media tarde cuando llegué y la primera función empezaba a las cinco. En un rincón alejado vi cuatro caballos de Sid trotando en círculo; sus jinetes vestían camisa y pantalón corrientes y nadie me detuvo cuando me dirigí hacia ellos. Al principio Sid, de pie en medio del círculo, no se fijó en mí, tan concentrado estaba en caballos y jinetes.

– Mantenle la cabeza alta. No, no tires de su boca, no es un maldito burro de playa. Utiliza tu muñeca, maldita sea.

Me acerqué más. Me vio y con una señal me ordenó que me quedara quieta. Pasados unos minutos despidió a dos caballos e hizo que los otros dos ensayaran la pelea con sables del final de la función. Ya sin la música y los vistosos disfraces resultaba mucho más impresionante, tan bien coreografiada como un ballet. Los hizo repetir varias veces los mismos movimientos, maldiciendo a los jinetes -nunca a los caballos- cuando se equivocaban. Finalmente, apenas satisfecho, los dejó ir y se acercó a mí, limpiándose las manos en el pantalón.

– ¿Conocía al hombre que encontraron ahogado? -le pregunté a bocajarro.

– ¿A Bobsworth? ¿Por el que preguntaba la policía esta mañana?

– ¿Se llamaba Bobsworth? [5]

– No sé su verdadero nombre. Nuestros chicos ingleses lo llamaban así.

Estudié su rostro, pero no vi nada, ni siquiera curiosidad. Se mostraba cortés, aunque se habría comportado igual si le hubiese preguntado por el precio de la paja.

– ¿Era amigo suyo?

– No; era uno de esos tipos que se pegan a los circos.

– ¿Uno de su equipo?

– ¡Qué dice! No dejo que cualquiera toque a los dones. Ayudaba con la carpa, conducía el carromato, vendía entradas y cosas así. Se unió a nosotros en invierno, en París.

Lo miré fijamente y él me devolvió la mirada con los brazos en jarra y la cabeza ladeada.

– ¿Por qué le interesaba Bobsworth?

– Me estaba espiando y antes de eso pudo haber espiado a Topaz. ¿Sabe algo de eso?

Sid negó con la cabeza. Detrás de él alguien paseaba a los caballos. Se volvió y gritó una orden. Tuve la sensación de que al menos parte de su atención estaba centrada en ellos.

– ¿Está seguro?

Volvió a mirarme.

– Claro que lo estoy. No intentará acusarme de nada, ¿verdad?

Al menos había conseguido una reacción.

– Es una curiosa coincidencia, ¿verdad? Usted es amigo de Topaz y trabaja con ese hombre. Luego él la espía a ella y después a mí.

– Se lo he dicho. Nunca he trabajado con él. Era parte de la chusma rabicorta. Además, ¿para qué iba a querer que alguien espiara a Topaz o, puestos a suponer, a usted?

– ¿Alguien de aquí lo conocía bien?

– Me parece que no le caía bien a nadie. Supongo que Joe era lo más cercano a un amigo, pero ni siquiera él era lo que se dice un amigo íntimo.

– ¿Podría hablar con Joe?

– Lo encontrará en el vagón de los hombres. La acompañaré hasta allí. Después tendré que ir a prepararme.

Me acompañó al otro lado del campo, hasta un par de vagones de tren verdes situados bajo un árbol.

– La policía ha estado hablando con él toda la mañana, así que probablemente esté harto de todo esto. De todos modos no podrá hablar mucho, porque tiene que cambiarse para su número.

Del primer vagón llegaba cháchara en varias lenguas. Sidney llamó a la puerta con la palma de la mano y gritó a Joe.

– Saldrá en un minuto. Quédese aquí, yo tengo que encargarme de Grandee.

Se alejó con paso largo, dejándome junto a la escalerilla del vagón. Pasados unos minutos la puerta se abrió y una cara joven y lúgubre se asomó. Tenía rizos castaño rojizos, boca ancha y la expresión de alguien que espera lo mejor pero anticipa lo peor.

– ¿Es usted Joe?

– Sí. ¿Quién lo pregunta?

– Me llamo Nell. ¿Puede decirme algo del hombre al que llaman Bobsworth?

Parpadeó varias veces.

– ¿Es usted su esposa?

No pude evitar sonreír.

– No, no lo soy. ¿Tenía esposa?

– No lo sé.

Joe salió con cautela y cerró la puerta a sus espaldas. En los escalones, sus pies se encontraban al mismo nivel que mis ojos. Llevaba calcetines verdes, de los que sobresalía el dedo gordo, un pantalón de ante y una camisa rusa muy parecida a la del sátiro astroso. Se sentó en un escalón.

– Creo que lo conocí, pero no estoy segura.

Agitó lentamente la cabeza con perplejidad.

– ¿Qué quiere saber?

– Cualquier cosa que pueda decirme. Por ejemplo, lo que hacía antes de unirse al circo.

– No lo sé, nunca se lo pregunté. En enero, cuando estábamos en París, uno de los hombres se rompió una pierna. Conocí a Bobsworth en un bar, como ocurre cuando uno se encuentra con alguien que habla inglés. Le iba mal, así que le pregunté si quería unirse a nosotros y eso hizo.

– ¿Hablaba de su vida, de dónde era?

– No hablaba mucho. Era como si se creyera superior a nosotros, ¿entiende? A los chicos eso no les gusta.

– ¿Tenía algún otro amigo?

– Nadie que pueda considerarse amigo. A veces se iba solo. A los chicos tampoco les gustaba eso.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Hacia el mediodía, hará una semana el jueves -contestó con presteza.

– ¿Está seguro? -Era el día que encontraron muerta a Topaz.

– Sí. Tuve que asegurarme para la policía esta mañana. Sí, sabía que era jueves porque es el día en que llegan los carros de paja. Se supone que todos debemos estar allí para ayudar a descargarlos y él no estaba. Luego, hacia el mediodía viene y me pide que le envíen su paga porque se va.

– ¿Dijo adónde iba?

– No se lo pregunté. Estábamos todos irritados con él por no ayudar demasiado, y me dije que mejor que se fuera. Estaba satisfecho consigo mismo. Dijo que algo había pasado, todo misterioso y dándose aires. Llevaba un sobretodo que no le había visto antes. Le dije que le enviaría su paga, entonces avisaron que la comida estaba lista y lo dejé plantado.

– ¿Y no volvió a verlo?

– No.

– ¿Se llevó las patas de oso?

– Es posible, supongo. Se guardaban en un baúl en nuestro vagón, con otras cosas, pero no nos dimos cuenta de que habían desaparecido porque no las hemos usado desde Navidades. Me parece raro que se las llevara.

– ¿Eran de usted?

– Sí. Yo era el oso. Verá, no soy exactamente un payaso, no he aprendido a serlo. Correteo un poco con varios disfraces y me caigo cuando me golpean.

Alguien gritó desde dentro del vagón. Joe descruzó los pies y se levantó.

– Tengo que acabar de vestirme. Siento no haberla ayudado más, señorita, pero nadie sabía mucho sobre Bobsworth.

– Me ha ayudado mucho. Una cosa más: usted dice que quería que le enviaran la paga. ¿Adónde se suponía que tenía que mandarla?

Por su aire de sorpresa me di cuenta que la policía francesa no le había hecho esa pregunta. Quizá tener que hablar con él mediante intérprete les había supuesto una desventaja.

– Me dio las señas escritas en un papel. Para ser sincero, lo había olvidado hasta que usted me lo ha preguntado; pensaba decir algo al respecto, pero…

– ¿Todavía conserva ese papel?

– Espere aquí.

Entró de un salto en el vagón y al poco salió con un papel gris doblado en cuatro.

– ¿Puedo quedármelo?

– Si quiere. El pobre diablo no va a necesitar su paga allá donde ha ido.

Le di las gracias, me deseó buenas tardes y volvió a subir a toda prisa. Por las risas que oí adiviné que se estaban burlando del pobre Joe por su cita con una mujer mayor. Desdoblé el papel. La letra, en mayúsculas, resultaba buena para un trabajador de circo: «Señor Robert Worth. c/o Hôtel Coq d'Or. Rue des Naufrages, Biarritz.»

De un coche de punto estaba bajando un grupo de niños con sus padres justo frente al campo del circo y lo cogí.

– Rue des Naufrages, lo más rápido posible -ordené al cochero.

El Hôtel Coq d'Or era un miserable hotelucho en una calle no muy distante del viejo puerto. En las puertas y los marcos de las ventanas se descascarillaba la pintura; en uno de los pisos superiores, el cristal roto de una ventana estaba pegado con papel de estraza y engrudo. De camino había preparado un cuento de que era pariente del señor Bobsworth, pero pude habérmelo ahorrado. Lo único que quería el propietario, que estaba como una cuba, era dinero. Le di un puñado de monedas y a cambio recibí un balbuceo y una llave atada a un trozo de madera con un sucio cordón. Su falta de curiosidad probaba que la policía no había llegado todavía.

El número 8 se hallaba en el segundo piso, cerca de las escaleras. Encajé la llave en la cerradura y vacilé al recordar que la última persona que la había usado fue un hombre que ahora se encontraba en el depósito de cadáveres. Me dije que no fuera tonta, le di la vuelta y empujé la puerta.

La persiana se hallaba abierta, lo que significaba que Worth había salido de día. El sol apenas entraba a través de una ventana sucia, pero la habitación en sí estaba sorprendentemente ordenada. Al principio pensé que había llegado demasiado tarde y que alguien ya había ido a limpiarla, pero no… Robert Worth era sencillamente un hombre ordenado. La cama, con su sábana amarillenta y su delgada manta gris, estaba tan bien hecha como la de un hospital… o una prisión. Una chaqueta de tweed, vieja pero cepillada, colgaba del respaldo de una silla. Aparte de ésta y de la cama, el único otro mueble era un armario en un rincón. Lo abrí, encontré una camisa, arrugada pero limpia, unas botas marrones, limpias también, y una maleta barata cubierta de lona y con correa.

Levanté la maleta y la puse encima de la cama. Al desabrochar la correa descubrí dos cierres cerrados con llave, pero no vi ninguna llave. Por suerte, los cierres eran de tan mala calidad como la maleta, y los abrí fácilmente con una pequeña herramienta de un juego de manicura que mi tía me había regalado cuando cumplí dieciséis años («Una dama siempre ha de llevar un juego de manicura, pues nunca sabe cuándo lo va a necesitar»). Fue la única vez, que yo recordara, que mi tía tuvo razón.

Levanté la tapa y, aparte de un chaleco a cuadros, un juego limpio pero remendado de camisetas, una bolsa de tela de rizo que contenía jabón y un juego de afeitar, sólo encontré una libreta encuadernada en tela roja y un sobre grande de papel de estraza. Primero abrí la libreta: «Mujer alta y mujer baja salen del hotel a las 18.04. MA & MB entran en sombrerería. A & B entran en segunda sombrerería…» Y así seguía, dos páginas enteras de una escritura cuidada, llenas de detalles sobre nuestra expedición de compras. Volví la página y leí «22 de abril», la fecha del entierro de Topaz. «MA llega temprano. MB con caballero extranjero. 2 MJ con corona. Una pronuncia discurso.»

Obviamente, Robert Worth no sabía nuestros nombres, y sin embargo estaba proporcionando a alguien detalles pormenorizados. Hojeé el resto de la libreta pero sólo hallé páginas en blanco. Abrí el sobre. Contenía cuatro billetes de cinco libras, al parecer nuevos, y una carta en un sobre blanco sin sellar y sin dirección. La carta procedía de un bufete de abogados en Gray's Inn Road, Londres, y estaba fechada en noviembre de 1901. «A QUIEN CORRESPONDA», rezaba. Era una referencia.

«El señor Robert Worth ha trabajado seis años en esta casa como oficinista. Es honrado, sobrio y trabajador, y recomendamos su contratación en cualquier tarea parecida.»

Así pues, hacía ocho años el hombre rechoncho había sido honrado, sobrio y trabajador. La libreta demostraba que trabajador lo fue hasta el fin. En cuanto a la sobriedad, a juzgar por lo que recordaba de su tez, no habría durado mucho. Y, en lo referente a la honradez, debía de haber una razón para que el empleado de un abogado se rebajara a trabajar en un circo. Posiblemente, entre 1901 y el momento de su muerte, a Bobsworth lo habían pillado con las manos en la masa. Pero se me antojó patético el hecho de que hubiese conservado este débil testimonio de su capacidad para un futuro empleo. Volví a meterlo todo en la maleta, abroché la correa y la guardé en el armario. Abajo, el propietario dormía con la cabeza sobre el mostrador y la boca abierta. Puse la llave del número 8 a su lado y salí.

17

Había pedido al cochero que me esperara. Ya pasaba de las seis de la tarde, lo que me dejaba justo el tiempo suficiente para lo que tenía que hacer antes de las ocho.

Un cuarto de hora después me hallaba en el estudio de Jules Estevan.

– Señor Estevan, necesito un hombre -le dije.

– Admiro su franqueza, señorita Bray, pero no creo ser el indicado.

– Es usted perfectamente adecuado. De hecho, casi cualquier hombre presentable me servirá.

Pareció ligeramente alarmado e intenté tranquilizarlo.

– No será por mucho tiempo, quizá no más de dos horas, y no hace falta que se cambie, sólo necesita un sobretodo.

– Señorita Bray, ¿sería tan amable de explicarme qué desea exactamente?

– Bobbie Fieldfare y Marie de la Tourelle están a punto de hacer algo terriblemente estúpido. Y quiero estar allí para demostrarles cuán ridícula es la situación.

Soltó el aliento y se dejó caer en el sofá, perdiendo algo de su aplomo.

– Señorita Bray, entiendo su preocupación. Si cree que la señorita Fieldfare y Marie son una mala influencia la una para la otra, hasta estaría de acuerdo. Pero en asuntos de esta índole, sin duda todos tenemos derecho de condenarnos a nuestro modo, ¿no?

Sabía que presumía de no excitarse nunca por nada, pero ahora exageraba.

– Me temo que no puedo ver un intento de asesinato con tan olímpica indiferencia.

Se incorporó.

– ¿Asesinato?

– Por su modo de hablar, creí que lo sabía.

– ¡Claro que no! No sé de qué está hablando.

– Entonces, ¿a qué cree que me refería?

Vaciló y sonrió.

– Me temo que supuse que tenía intención de pillarlas en un devaneo… digamos sáfico.

– ¡Por Dios, no! Le aseguro que tengo cosas más importantes de que preocuparme.

Jules se echó a reír y no pude evitar imitarlo. Creo que nuestras risas eran bastante histéricas; reverberaban en el suelo encerado, en las figuras paganas pintadas en las paredes, en el maniquí de cabeza de porcelana. De pronto me asusté. Me pregunté si había elegido al aliado adecuado, pero, como le había dicho a Jules, precisaba un hombre y no tenía dónde escoger. Cuando nos calmamos le conté únicamente lo que deseaba que supiera. Bobbie y Marie, le expliqué, estaban tramando asesinar a alguien por razones políticas. Preferí no darle el nombre de la víctima. La idea consistía en interrumpir el complot de tal modo que tuviese a Bobbie lo bastante atrapada para poder enviarla directamente a Inglaterra. Al principio Jules no me creyó.

– Ni siquiera Marie sería tan idiota.

– Estoy segura de que Bobbie ha estado manipulando su tan desarrollado sentido teatral. Además, no sería Marie la que apretara el gatillo.

– Una pistola, ¿eh?

– Me temo que sí, pero no hay problema. El hombre al que esperan no irá. La invitación ha sido interceptada, sólo que Bobbie y Marie no lo saben.

– ¿Contra quién va a disparar Bobbie?

– Bueno, en teoría contra usted, pero…

– Ya veo… ¿Dispararán sólo en teoría?

– No llegarán a tanto.

– Me gustaría compartir su confianza.

– Únicamente lo necesito como guía. Verá, Marie habrá dicho a sus criados que espera a un hombre a las ocho de la noche, pero dudo que les haya dado su nombre. Si usted llega a las ocho, los criados supondrán que es el hombre que Marie espera y le dejarán entrar. Bobbie estará escondida en algún lugar de la habitación. Yo lo sigo, pillo a Bobbie con las manos en la masa y la meto en el próximo tren a Inglaterra.

– Hay un pequeño fallo en todo esto: ¿qué ocurrirá si la señorita Fieldfare dispara en cuanto yo entre en la habitación?

– No es eso lo que planean. La idea es que Marie lleve a la víctima a una posición que le dé suficiente tiempo a Bobbie para apuntar y yo habré entrado mucho antes.

– ¿Puede darme una buena razón, señorita Bray, para que haga esto?

Pensé en recordarle que Marie era amiga suya, pero supuse que eso le resultaría insuficiente.

– Al menos será una experiencia nueva, señor Estevan.

– Aquí nace un mártir de la experiencia…

Se tumbó boca arriba, se levantó, salió y al poco reapareció con guantes blancos y capa de ópera; en la mano llevaba su sombrero de copa.

– Vamos allá.

– Me está esperando un coche de punto.

Los coches de punto en Biarritz cobran dos francos la hora, por lo que ya había gastado tres chelines del dinero de la Unión, pero era la menor de mis preocupaciones. Casi había esperado que Jules se negara, mas había aceptado y me vi comprometida. Ojalá entendiera a Bobbie Fieldfare. Silencioso en el asiento frente a mí en tanto el coche subía con dificultad la cuesta, Jules debió de pensar lo mismo. De pronto dijo:

– Un voto ha de ser muy importante para la señorita Fieldfare.

– Lo es para todas nosotras.

– Para mí, no. Cuando se sabe que la mayoría de la población se equivoca invariablemente, ¿cómo aceptar un sistema político que presupone que esa mayoría siempre tiene razón?

– ¿Qué sistema prefiere?

– Prefiero evitar los sistemas. Lo que quiero decir es que Bobbie Fieldfare es, y usted lo ha reconocido, una jovencita muy resuelta que mataría si creyera que eso ayuda a conseguir su preciado voto. ¿Lo ha hecho ya?

El interior del coche estaba casi en penumbras, pero Jules debió de percibir la tensión de mis músculos.

– ¿Qué quiere decir?

– Acabo de entender la razón de una de sus preguntas. Quería saber si Bobbie sabía lo del legado de Topaz cuando ésta vivía todavía. -No contesté-. Y la respuesta fue que sí, que probablemente lo sabía. -Esperó-. Y bien, señorita Bray, ¿envenenó a la pobre Topaz?

– Incluso si lo sabía, no prueba nada contra ella.

– Ésa no es una respuesta y me doy cuenta de que hay cosas que no me ha dicho.

Era verdad: la visita de Bobbie al médico, quejándose de insomnio; Bobbie vestida de hombre y paseándose delante de la puerta de Topaz.

– Además, está ese extraño asunto del colgante de ópalo -añadió Jules. Al parecer me leía la mente. Se reclinó contra el asiento, pero no se relajó-. Comprendo por qué tiene tantas ganas de sacarla del país.

El coche aminoró la marcha al subir la empinada cuesta. Miré por la ventanilla y vi que tomábamos una de las curvas cerradas cercanas a la Ville des Liles. Ya atardecía y la puesta del sol no era sino una larga mancha dorada encima de un mar violeta.

– El hecho de que me haya reclutado, ¿significa que ya no sospecha de mí?

No vi razón para mentirle.

– No, no del todo, pero algo que averigüé hoy hace que sea un sospechoso menos verosímil.

– ¿Qué averiguó?

– Un hombre nos ha estado espiando, a Bobbie y a mí. Y creo que antes de eso espió a Topaz. Era un inglés y creo que le habían pagado con dinero inglés.

– ¿Era?

– Está muerto.

Silencio.

– ¿Y por qué me hace eso menos verosímil como asesino?

– Francia es su país. Si necesitara a un hombre para espiar elegiría probablemente a un francés y le pagaría en moneda francesa.

– No necesariamente. Si necesitara un espía realmente eficaz la elegiría a usted y le pagaría con mi voto indeseado.

Esto me halagó.

Tomamos la última curva y a la luz del atardecer vi el alto muro de la Ville des Liles. Serían las ocho menos cuarto. Sabía que lo difícil sería averiguar adónde llevaría a Jules el criado que le franqueara la entrada. Le sugerí que preguntara dónde se hallaba Marie y fingiera haber dejado algo en el coche, que saliera y me lo dijera. Yo creía que estaría en el salón donde había interpretado su papel, o en su dormitorio. Jules no estaba de acuerdo.

– No, estarán en el templo de Venus. Mucho más conveniente para una cita, o un asesinato.

– ¿Templo?

– El templo de Marie es un pabellón en el jardín. Si tengo razón, veremos las luces en cuanto traspongamos la reja.

El coche entró por la verja y avanzó por el sendero de grava. A diferencia de la noche de la fiesta, la casa y el jardín se hallaban silenciosos y, al parecer, vacíos, aunque había luces en algunas habitaciones de la planta baja. Al detenerse el coche, Jules me tocó el brazo.

– Mire.

Vi una ventana iluminada a unos cien metros, en un edificio blanco rodeado de arbustos, sobre una colina.

– Allí están.

Lo bastante cerca para oír las ruedas del vehículo en la grava y creer que David Chester caía en su trampa. Me pregunté cómo se sentiría Bobbie y la imaginé dando un último repaso a la pistola. Marie estaría preparando una pose adecuada.

– Vaya a la casa para que los criados sepan que ha llegado -susurré-. Yo iré allí directamente y esperaré fuera.

Nos apeamos. Pedí al cochero que esperara y observé a Jules dirigirse hacia la casa. Cuando le oí tocar el timbre bajé por unos escalones al jardín en pendiente y lo crucé rumbo al pabellón.

La tierra estaba blanda y no hice ruido. El edificio se encontraba a mi derecha. La luz provenía de una ventana semicircular cerca de la parte alta del muro. Al acercarme olí humo de leña. Con la mayor cautela me abrí paso entre arbustos de hojas rasposas, asusté a un pájaro que descansaba y que huyó ruidosamente y finalmente me quedé quieta. No oí ningún sonido dentro. Esperé un minuto y seguí mi camino. Ya había oscurecido del todo y tuve que subir la pendiente con cuidado. Cuando llegué al muro vi que las primeras piedras sobresalían más que las otras. Eso me dio pie para alzarme y mirar por la ventana.

La habitación parecía un escenario: un rectángulo blanco tenuemente iluminado; un fuego en una chimenea de mármol blanco; un sillón de orejas, tapizado de terciopelo verde manzana; en las paredes, tapices modernos en los que figuraban dioses y diosas en poses atléticas. El mueble principal era un enorme sofá cubierto de pieles rojizas. Marie se hallaba en él; lucía un vestido de color pálido que se deslizaba sobre su cuerpo cual nata líquida. Sin embargo, por una vez no estaba posando: parecía una colegiala, con los pies descalzos hundidos en las pieles, las piernas dobladas y el mentón apoyado en las rodillas, rodeadas éstas por un brazo. Su largo cabello estaba suelto. Comía algo, creo que una ciruela. Bobbie se encontraba sentada en el borde del sofá. A diferencia de Marie parecía preocupada y miraba repetidamente la puerta. Llevaba chaqueta y falda corrientes y no vi la pistola. Supuse que se hallaba detrás de una serie de macetas llenas de helechos y azucenas en el extremo de la habitación frente a mí: un arreglo floral desproporcionadamente voluminoso para esa estancia, pero perfecto como protección para un asesino.

Esperé con los dedos aferrados al alféizar y la punta de los pies apoyados en el muro. De haber alzado la mirada, Bobbie me habría visto, pero observaba a Marie. No obstante, creo que oyó los pasos de Jules en la grava casi al mismo tiempo que yo. Con una lámpara de queroseno en la mano, el criado lo guiaba por el sendero paralelo al muro. La primera parte de mi plan había funcionado y al parecer nadie dudó que Jules fuese el visitante que Marie esperaba. Bobbie dijo algo a ésta, que arrojó la ciruela al fuego, agitó los pies desnudos y los sacó de debajo del confort de las pieles, cruzó los tobillos y, de cara a la puerta y apoyada en un hombro, se recostó. Con dos estudiados y rápidos movimientos de la muñeca se soltó el cabello, que cayó cual dos obedientes ríos a cada lado y la enmarcó desde la frente hasta los blancos pies. Entretanto, Bobbie había desaparecido detrás de los helechos y las azucenas, con la misma presteza que un conejo en su conejera. En el sendero, a mi derecha, Jules y el criado ya se hallaban a la par conmigo. A la luz de la lámpara vi el rostro de Jules. Parecía preocupado y me habría gustado poder indicarle que me encontraba muy cerca. El criado se detuvo, señaló la puerta y le dijo algo antes de volver al sendero con su lámpara. Deseé con todas mis fuerzas que Jules continuara. Vaciló un momento y luego oí sus pasos en la grava y una firme llamada a la puerta. Desde dentro, Marie le dijo en inglés que entrara. Cuando lo oí empujar la puerta y abrirla salté de mi asidero y corrí pendiente abajo hacia la luz que se filtraba por la puerta abierta. Llegué justo a tiempo para oír la exclamación de sorpresa y enfado de Marie.

– Jules, ¿qué hace aquí? ¡Márchese!

Un momento de silencio, seguido de un destello tan brillante como un rayo, un fuerte chasquido, una maldición en francés y el sonido de un cuerpo pesado al caer en el follaje. Marie chilló. Sendero arriba, el criado gritó y regresó corriendo. Me maldije por mi estupidez. Traspuse a toda prisa la puerta abierta y vi la pierna elegantemente enfundada de Jules revolverse entre los helechos y las azucenas destrozados -lo supuse agonizante-, y a Bobbie pegándole en los hombros con un palo, cual un niño matando un ratón. Me abalancé sobre ella. En todo momento oí los gritos de Marie y el aroma de azucenas combinado con un olor a metal quemado; dejé caer todo mi peso sobre ella, me arrodillé encima y le quité el palo. La punta estaba totalmente astillada. Le grité a Bobbie que era una tonta y una asesina, como si lo uno fuese tan malo como lo otro. A mi lado, el cuerpo de Jules no dejaba de removerse. Bobbie me gritaba también, pero no entendía lo que decía dado el ruido que hacía Marie. Como Bobbie seguía debatiéndose, empujé su cabeza contra la puerta y me encogí al oír el golpe: no le hizo perder el conocimiento, pero al menos la tranquilizó lo suficiente para que me encargara de Jules. Le quité un helecho de la nuca y le di la vuelta con delicadeza sobre su capa rasgada. En su rostro había un rictus de dolor y su pecho subía y bajaba, en busca de aliento. Le rodeé los hombros con un brazo y descansé su cabeza sobre mi regazo.

– Jules, lo siento, no tenía idea…

Hizo un esfuerzo por decir algo.

– … equivocada, estaba usted equivocada.

– Sí, me equivoqué, pero eso no importa ahora, ahora tenemos que conseguirle un médico y…

El criado estaba de pie, contemplándonos.

– … No necesito un médico -logró pronunciar Jules. Le costaba menos respirar, pero quizá eso no fuese bueno-. Equivocada-, no es una pistola…, es una cámara… ¡Oh, Dios mío!

Inhaló hondo y se incorporó. Antes de que pudiera digerir sus palabras comprendí lo que le ocurría: reía con una risa histérica y temblorosa, no muy lejana al dolor.

– ¿Una cámara?

Todavía no lo había digerido cuando miré el palo astillado con que Bobbie había golpeado a Jules y lo reconocí: era la pata rota de un trípode. Las otras dos patas y un trozo de madera astillada se hallaban entre los destrozos de los helechos, quemados éstos por los restos del magnesio del foco. Detrás estaba la cámara. Bobbie se había incorporado y la miraba fijamente, como preguntándose cómo había llegado allí. Luego me miró y, en voz queda, dijo:

– No tenías por qué hacer eso, Nell. Aunque lo desaprobaras, no tenías por qué hacerlo.

Me levanté. Sentía las piernas débiles, así que me senté al lado de Marie en el sofá cubierto de pieles. Marie había dejado de gritar y me miraba airadamente. El criado levantó a Jules y lo ayudó a sentarse en el sillón de orejas. Todavía aturdida, Bobbie se liberó del follaje.

– De todas las ideas idiotas que he oído, ésta debe de ser la peor -declaré.

A Bobbie sin duda le dolía la cabeza, pero no por eso perdió el ánimo.

– Habría funcionado perfectamente, si no hubieses metido la cuchara. Tal vez todavía funcione, si te vas.

– No funcionará. La cámara está rota y el señor Chester no vendrá, porque tu invitación fue interceptada.

– ¿La interceptaste tú?

No contesté.

– Fuiste tú, ¿verdad, Nell? Has estado espiándome. Sé que no estamos de acuerdo en todo, pero podrías haber seguido haciendo las cosas a tu manera y dejado que yo las hiciera a la mía.

– ¿Incluyendo el chantaje? ¿Qué habrías hecho con la fotografía comprometedora si la hubieses conseguido?

– Habría enviado copias a todos los periódicos, a todos los obispos y a todos los jueces del tribunal supremo.

Marie ordenó al criado que se fuera. Se me antojó el primer acto de sensatez que hacía en varios días. El criado se marchó sin mirar atrás y me pregunté si en casa de Marie estas situaciones formaban parte de la rutina.

– Aunque hubiese funcionado, es un modo miserable de luchar.

– ¿Poco femenino?

– Poco caballeroso.

Bobbie se acercó a la chimenea a grandes pasos, sin dejar de golpearse el muslo con un puño.

– Nell, no sabes cuánto me irritas. Crees que si continuamos luchando según sus reglas, acabarán por invitarnos a ser miembros de su agradable club de caballeros y todas seremos felices. Pero no lo harán. Mantendrán la puerta cerrada con toda su fuerza bruta y con todos los trucos sucios a su alcance. La única manera de lograrlo es machacando.

– ¿Y éste fue el mejor modo de machacar que encontraste? Por Dios, ¿qué te hizo pensar que David Chester vendría? El hombre me cae tan mal como a ti, pero en cuanto a su vida privada, es un modelo de hombre hogareño.

– Eso no existe.

– Habría venido por mí. De haber recibido la carta, habría venido -afirmó Marie.

Se estaba calentando los pies junto al fuego de la chimenea y arreglando el cabello con la misma eficacia con que un músico guarda su instrumento al término de un concierto.

– ¿Por qué?

– Porque siempre lo hacen.

Desde el sillón de orejas, Jules comentó:

– Ambas tienen una fe conmovedora en la lascivia masculina.

– No; en la vanidad masculina -respondió Marie.

– Se trataba de encontrar el anzuelo adecuado -aseguró Bobbie.

Marie hizo una mueca, pero Bobbie estaba demasiado enfadada conmigo para darse cuenta.

– Has estudiado el tema, ¿eh?

– Sabes muy bien lo que he hecho. Probablemente fuiste tú la que interfirió la primera vez. Sí, estoy segura de que fuiste tú.

Hasta entonces yo no había oído hablar de otro intento, pero no lo reconocí.

– Creí que pensabas cometer un asesinato.

Bobbie resopló.

– Ojalá lo hubiese pensado, así ya todo estaría acabado.

– Ya está acabado. Lo mejor que puedes hacer es regresar a Inglaterra en el primer tren. Tengo un coche esperando y tú ya has causado suficientes daños.

– No me voy sin Rose.

– A ese daño me refiero precisamente. Tienes que irte sin ella.

– Sabes dónde está, ¿verdad? La estás ocultando.

No contesté. En ese momento no deseaba compartir nada con ella.

– La engañaste para que te lo contara todo, ¿verdad? Me acusas de comportarme como una miserable, pero has utilizado tu puesto en el movimiento para aterrorizar a la pobre Rose.

– No se trata de aterrorizar. Has metido a Rose en muchos problemas y lo mejor que puedes hacer es irte y dejar que yo me encargue.

Bobbie me dio la espalda y contempló el fuego.

Como si de una conversación intrascendente se tratara, Jules preguntó a su espalda:

– Señorita Fieldfare, ¿mató usted a Topaz Brown?

Bobbie se dio la vuelta, pálida de indignación.

– ¿Qué ha dicho?

– Que si mató usted a Topaz Brown.

Nos quedamos todas de piedra: Marie con los brazos detrás de la cabeza, a punto de ponerse una horquilla, Bobbie como una estatua, y yo mirándola fijamente y con la sensación de haber dejado un rastro de pólvora, pólvora que Jules había decidido encender. En el silencio se oía el chisporroteo de los leños y la tierra que salía poco a poco de una maceta volcada.

– ¿Por qué habría de matar a Topaz Brown?

Cuando por fin salieron, sus palabras fueron tan calmadas como la pregunta de Jules, y la contestación de éste igualmente tranquila.

– Por su dinero. Para usted no, claro, sino para el voto.

– ¿Cómo podría haberlo hecho?

– ¿Sabías antes de que muriera que nos había legado su dinero? -pregunté.

Bobbie asintió con la cabeza. Se me ocurrió que se sentía aliviada al oír una pregunta para la que tenía respuesta.

– Sí, lo supe la noche antes. Todo el mundo lo sabía.

– La noche en que murió Topaz Brown, un joven se paseó de arriba abajo frente a su entrada privada desde las diez hasta después de la medianoche. Ese joven eras tú.

Sólo un repentino movimiento denotó la sorpresa de Jules. Marie dio un respingo. La expresión vacía de Bobbie se convirtió en furia, una furia fría y resuelta.

– Sí, lo era.

Marie fue a decir algo, pero Jules alzó una mano para callarla.

– Su testigo, señorita Bray.

– Había un colgante con un ópalo girasol. Lo vieron en manos de Topaz el día antes de su muerte. Más tarde estaba en manos de Marie. Creo que tú se lo regalaste.

– Sí, me lo regaló.

Por fin a Marie le habían dado una entrada que reconocía. Traslució horror con toda la fuerza de sus grandes ojos oscuros, se tocó el cuello con una mano; la parte de su cabello que quedaba suelta le caía como una cascada; con la otra mano señaló a Bobbie, gesto innecesario puesto que se hallaba a pocos metros.

– Ella me lo regaló. Me dijo que me lo había enviado un admirador. Es una asesina. Me ha traicionado. Ha asesinado a mi amiga…

Jules se levantó, cogió su larga cabellera, cual una cuerda, y suave pero firmemente le tapó la boca con ella, pese a sus protestas. Ella trató de morderlo, pero él era más fuerte de lo que parecía. A continuación, Jules se sentó a su lado, con el brazo derecho sobre sus hombros y la mano izquierda sosteniéndole con firmeza el cabello contra la mejilla. Vistos desde atrás, podría tomárseles por enamorados observando el fuego. La tranquilizó con un tono de voz que Sidney Greenbow utilizaría para calmar a un caballo nervioso.

– Marie, ma mignonette, ahórreselo para los que tengan entradas, estese quieta y escuche.

Bobbie no se había movido.

– Además, está lo de tu visita al doctor Campbell. No quiso decirme qué te había recetado para el insomnio. ¿Era láudano?

Vi que el brazo de Jules se tensaba sobre el hombro de Marie. Bobbie pareció perpleja, y luego enfadada. Percibí un cambio en el equilibrio de fuerzas, como si con la última pregunta hubiese metido la pata, devolviéndole la iniciativa, aunque no veía por qué.

– ¿Láudano? No. Además, no lo habría tomado. No me pasaba nada.

– Claro que no. Entonces, ¿por qué visitaste al médico?

Esperé su contestación y, mientras esperaba, ella sonrió ligeramente y luego esbozó una amplia y socarrona sonrisa. Me miró a los ojos.

– ¡Ay, Nell Bray, eres una tonta! Y yo fui casi más tonta que tú. No lo sabes, ¿verdad? Te estabas echando un farol.

– No es un farol. Mataste a Topaz Brown, ¿sí o no?

– No. -Echó a andar hacia la puerta-. No lo hice y no sé quién lo hizo, si es que alguien la asesinó.

Jules soltó a Marie y se levantó. Ambos nos dirigimos hacia Bobbie.

– ¿Van a pararme, a detenerme por el asesinato de Topaz Brown?

Bobbie dio otro paso, retándome a ponerme entre ella y la puerta. Podría haberla parado, pero, después de eso, ¿qué habría hecho? La dejé pasar. En la puerta, nos saludó a todos con la mano.

– Lo siento, Marie, no fue por mi culpa. Buena caza, Nell Bray.

Oímos cómo caminaba sendero arriba con paso resuelto. Luego Jules y yo tuvimos que centrarnos en Marie, que había decidido que era el momento de interpretar rabia y sensación de traición, tomando más o menos como modelo a Dido, la reina de Cartago. Tardamos un buen rato.

18

Casi era medianoche cuando por fin pudimos dejar a Marie en manos de su doncella española, para que la acostara. Jules y yo nos encontrábamos casi demasiado cansados para hablar. El criado nos llevó al porche y descubrimos que Bobbie se había ido en nuestro coche. Supongo que debí anticiparlo. Al pensar en la larga caminata hasta la ciudad me pregunté si mis botas aguantarían. Jules, que parecía haberle tomado gusto a adoptar decisiones, informó al criado que nos quedaríamos allí esa noche. El hombre no se inmutó, ni siquiera cuando Jules le informó que queríamos cenar.

– ¿Está seguro de que Marie no se molestará?

– ¿Por qué habría de molestarse? Además, es por su culpa.

Seguimos al hombre hacia el interior, a un íntimo comedor de paredes verde pálido y cortinas beige. Creía estar demasiado cansada para comer, pero cambié de opinión cuando llegó la cena: pollo frío con mayonesa y gelatina, decorado con pequeñas rodajas de trufa y acompañado de ensalada verde en la cual brillaba el aceite de oliva. Por costumbre, el criado nos llevó champán, pero Jules le pidió moscatel. Jules me acercó una silla, se sentó y sirvió el pollo y el vino.

– Me temo que la bodega de Marie no se distingue por su calidad. En eso, Topaz la superaba fácilmente.

Pensé en Marie, arriba. Su doncella le estaría cepillando el cabello. Luego evoqué el caballo blanco haciendo una reverencia en el cementerio. El pollo estaba sabroso y comí con apetito. Jules sirvió más vino.

– ¿Decía la verdad la señorita Fieldfare?

– ¿Cuando dijo que no había matado a Topaz? Sí.

– Parece muy segura.

– No creo que me mintiera.

– Pero la creyó capaz de cometer un asesinato.

– ¡Oh, sí! Bobbie es capaz de cualquier cosa, pero no creo que haya asesinado a Topaz. He pasado algo por alto, pero no sé qué es.

– Su plan de desacreditar a ese político que tan mal le cae, ¿habría dado resultado?

Cogí otro trozo de pollo del plato que me alcanzó y me lo pensé.

– De haber sido uno de esos hombres que caen en esa clase de trampas y si ella le hubiese hecho la dichosa fotografía y la hubiese utilizado como quería, sí, quizá. Pero Bobbie se equivocó en algo importante.

– ¿En qué?

– Tiene ideas muy románticas acerca de la atracción sexual, sobreestima su poder. Para una jovencita tiene ideas demasiado anticuadas.

Jules se atragantó.

– ¿Anticuadas?

– Sí, carece de experiencia y cree que es una fuerza salvaje, como en las leyendas clásicas o en el Antiguo Testamento, Marte y Venus, Salomé y el rey Herodes. Se imaginó que lo único que tenía que hacer era exponer al hombre a esta fuerza, así de sencillo.

Jules me miraba de un modo inquietante.

– Y usted, señorita Bray, ¿no lo considera una gran fuerza salvaje?

– Me temo que las grandes fuerzas no son salvajes, sino demasiado comedidas. Son sobre todo ignorancia y vanidad.

– Ha dicho que la señorita Fieldfare carece de experiencia, eso significa que usted…

– No significa nada, señor Estevan. -Eso debió de irritarme, pero me eché a reír. Era muy tarde y había bebido dos copas de vino.

– Creo que usted es una mujer salvaje, señorita Bray.

– Entonces, usted es un hombre salvaje. ¿Qué lo empujó a saltar sobre Bobbie?

– Vi que algo se movía y me dejé llevar por el instinto. Ser presa del instinto es terriblemente vulgar y tendría que sentirme avergonzado.

Pero no se le veía nada avergonzado.

El criado entró, retiró los platos y sirvió un cuenco lleno de peras y melocotones de invernadero. Jules mondó un melocotón en largas tiras regulares.

– Así que usted dice que Bobbie Fieldfare no mató a Topaz. ¿Todavía cree que la asesinaron?

Como tenía la boca llena de pera, asentí con la cabeza.

– Entonces, ¿quién lo hizo?

Tragué y, vacilante, pregunté:

– ¿Ha pensado en Sidney Greenbow?

– ¿El Cid? Era su más antiguo amigo. ¿Por qué habría de matarla?

– Por los caballos, sus dones. ¿Sabía usted que ella le prestó una buena suma de dinero para comprarlos? Supongamos que lo estuviera presionando para que le devolviera el préstamo porque necesitaba el dinero para el viñedo.

Por su expresión, me di cuenta de que Jules no se lo creía.

– Topaz no era así. Nunca la he visto presionar a nadie para que pague una deuda. ¿Es ésa su única razón?

– No. Ya le expliqué que un hombre había espiado a Topaz y luego a Bobbie y a mí. Era un inglés que trabajaba en el circo.

– Y dice usted que ha muerto.

– ¿Se acuerda del sátiro astroso, en la fiesta de Marie? Era él. Lo encontraron muerto al día siguiente, ahogado.

No tenía intención de hablarle de Rose: ya me sentía demasiado culpable por encontrarme tan a gusto en casa de Marie cuando debería estar buscándola en la ciudad.

– ¿Y usted cree que el Cid pagó a ese hombre?

– No puedo probarlo, pero se conocían.

De pronto, Jules pareció cansado y apenado.

– Eso le molesta, ¿verdad? -dije-. ¿Sidney Greenbow es amigo suyo?

– No especialmente. Lo vi algunas veces en compañía de Topaz y me pareció divertido, a su manera. Sólo que…

– ¿Sólo que qué?

– Supongo que no deseo pensar que alguien la mató. Cuando sepamos quién fue, si alguna vez lo sabemos, estará totalmente muerta. Será como matarla de nuevo.

Me estremecí. Me sentía tan cansada como él.

– Es hora de irse a la cama.

Jules pulsó un timbre junto a la chimenea y el hombre regresó para llevarnos arriba. En mi puerta Jules me deseó las buenas noches con una ligera reverencia; supuse que la hacía con ironía, pero me hallaba demasiado cansada para irritarme.

Me desnudé y me deslicé bajo sábanas de fino satén, tan suaves como una zambullida en un sueño. Topaz habría dormido así muchas noches. Me quedé dormida deseando haber hablado con ella, aunque fuera una sola vez.

A la mañana siguiente Jules se sentía profundamente desgraciado.

– Es un sentimiento horrible. Como si mi piel tratara de quitársela de encima.

Al despertarse se había dado cuenta de que no tenía camisa limpia.

– Y no me cambié antes de que me secuestrara usted anoche. ¿Se da cuenta de que eso significa que llevo la misma camisa desde hace veintidós horas?

Parecía culparme; sin embargo, no se había enfadado cuando creyó que estuve a punto de hacer que lo mataran. Sin compasión mencioné que en la cárcel de Holloway nos dejaban cambiar de blusa una vez por semana. Cerró los ojos y se estremeció. La camaradería de la noche anterior parecía haberse desvanecido, o quizá se trataba de que Jules se retraía a su habitual distanciamiento del resto del mundo. Apenas dejó que tomáramos rápidamente un café antes de apresurarse hacia el porche, donde nos esperaba el cochero de Marie con dos ponis grises enganchados a una carretela.

– ¿No deberíamos esperar para darle las gracias a Marie?

– ¡Por Dios, no! No se levantará antes del mediodía.

Mientras avanzábamos al trote por la avenida del Bois de Boulogne, Jules permaneció quieto y desdichado, con los hombros encorvados, como si intentara mantener la mayor distancia entre su cuerpo y su camisa. Lo compadecí y sugerí que el cochero lo dejara en casa primero y luego me llevara al centro. Opuso una simbólica resistencia, pero una vez en su casa entró rápidamente con una despedida de lo más breve. Me lo imaginé arrancándose la molesta prenda en cuanto se cerrara la puerta a sus espaldas.

El cochero me preguntó adónde quería ir y le dije que a cualquier lugar del paseo marítimo. Me parecía que era hora de continuar buscando a Rose, aunque no sabía por dónde empezar. De pronto, en los escalones de un hotel vi a una mujer rechoncha con dos niñas, agitando la mano. Casi saltaba para atraer mi atención: era la señora Chester. Ni necesitaba ni quería hablar ya con ella, pero habría sido un desaire pasar de largo. Miré alrededor, para asegurarme de que su marido no estaba a la vista y le dije al cochero que me bajaría allí. La señora Chester cruzó la calle; sus dos pequeñas la seguían arrastrando los pies. Como de costumbre, estaba tan absorta en sus preocupaciones familiares que no le extrañó que una supuesta aya se apeara de uno de los coches más elegantes de Biarritz.

– ¡Ay, querida!, estoy muy contenta de verla. ¿Sabe que nos marchamos mañana? Deseaba despedirme.

El coche de Marie dio la vuelta y se alejó. Traté de parecer interesada en lo que me decía la señora Chester, pero ahora que sabía que su marido no había corrido peligro de caer bajo los disparos de la pistola de Bobbie, no me importaba que se quedaran o se fueran. Fingí un cortés interés por la salud de su hija Louisa, la que tosía.

– ¡Oh!, está contenta de volver a casa, ¿verdad, querida? El pobre David estuvo con ella casi toda la noche, yo la había acompañado la noche anterior y él insistió en que durmiera.

Las dos chicas, que no se interesaban por lo que decía su madre, la arrastraban hacia la acera.

– Mamá, ¿podemos ir a mirar los barcos?

Distraída, y hablando todavía conmigo, dejó que la llevaran al otro lado de la calle, a un telescopio montado en la balaustrada del paseo, buscando monedas en su bolso. Sentía impaciencia por librarme de ella, pero el rosario de tonterías domésticas continuó y ella parecía decidida a no soltarme. Al hallarse las dos niñas ocupadas, peleándose por el telescopio, entendí por qué. Su voz se convirtió en un susurro.

– Esa horrible mujer, la de la carta, ¿ha hecho usted algo al respecto?

– Le aseguro, señora Chester, que la mujer lamenta sinceramente haberla enviado y estoy segura de que a su marido no lo molestará con una repetición.

– ¡Oh! ¡Le estoy muy agradecida!

Allí, entre los paseantes, me cogió la mano y me la estrechó entre las suyas. Tenía lágrimas en los ojos.

– ¡Estoy tan agradecida! Él es tan bueno y considerado que me siento fatal cuando algo lo inquieta. Nosotras las mujeres no entendemos el peso con que cargan los hombres públicos como él. Lo único que podemos hacer es tratar de…

Eso era el colmo y liberé mi mano.

– Le aseguro, señora Chester, que no tiene por qué darme las gracias. Por cierto, he de hablar con alguien. Que tenga buen viaje de regreso a casa.

La dejé boquiabierta por mi brusquedad y me dije que no debía sentirme culpable. El suyo era un mundo miserablemente pequeño y yo había hecho lo posible porque fuese más seguro. Al fingir tener que hablar con un conocido había mentido para alejarme de ella, pero antes de que hubiese cruzado la calle mi mentira se convirtió en realidad. Frente al hotel se hallaba lord Beverley, con abrigo y gorra de conductor, junto a su automóvil. Me reconoció y me saludó con la mano.

– Buenos días, señorita Bray. Esta mañana volvemos a casa.

La alta sociedad se preparaba para la migración desde la costa del Atlántico a los parques de Londres y París, empujadas por un instinto tan misterioso y fiable como el de las golondrinas. A la puerta del edificio se encontraban una montaña de baúles y maletas. El capó del automóvil de lord Beverley estaba abierto y él tenía una llave inglesa en la mano.

– Estoy ajustándolo. Mi padre cree que no llegará y me ha prometido que si arribamos a Londres sanos y salvos, me lo comprará.

Le pregunté cuáles eran las probabilidades y me contestó que cinco a uno, si conducía con moderación. Me explicó detalladamente lo que estaba haciéndole al vehículo. Al parecer, el mundo entero conspiraba para hacerme perder el tiempo esa mañana. Insistió en que mirara el motor para ver la pieza por medio de la cual se alimentaba de combustible. Nuestras cabezas se hallaban casi juntas, encima de tubos y cilindros, en medio de vapores de gasolina, cuando me di cuenta de lo que deseaba. Me susurró:

– ¿Tiene alguna noticia acerca de la pobre Topaz?

– ¿Qué clase de noticia?

– Parecía usted creer que alguien la había asesinado. ¿Se ha arreglado todo?

– No hay nada nuevo.

Era cierto en el sentido de que no había sucedido nada que me ayudara a encontrar al asesino de Topaz. No tenía intención de hablarle de Bobbie ni del sátiro astroso. Lord Beverley soltó un profundo suspiro de alivio sobre las entrañas del automóvil.

– Así pues, ¿fue un suicidio?

– Ése es todavía el veredicto oficial.

– ¡Gracias a Dios! Ya de por sí me ha costado mucho tranquilizar a mi padre. Si creyera que he estado involucrado en un caso de asesinato…

Desde los escalones del hotel, una voz dura y malhumorada gritó:

– ¡Charles, el hombre dice que no le encargamos una cesta de comida! ¡Te dije que la pidieras!

Lord Beverley suspiró de nuevo, se incorporó y dejó la llave.

– Es mi padre. Discúlpeme, señorita Bray, tengo que hablar con él. No los presentaré, si no le molesta. No es precisamente uno de sus aliados.

Esperé apoyada contra el vehículo y dándoles la espalda, en tanto padre, hijo y gerente del hotel arreglaban el problema de la cesta de comida. Lord Beverley regresó al cabo de unos minutos.

– Lo siento. Así que todo se ha acabado: las sufragistas obtienen su dinero y todo el mundo queda satisfecho. Pero es una lástima.

Me preguntó si pensaba quedarme mucho tiempo en Biarritz. Me disponía a contestarle cuando se oyó un grito. Una larga y negra fusta con látigo surgió como por ensalmo, cual dientes de serpiente, y azotó el abrigo de cuero de automovilista de lord Beverley.

– ¡Esto es por ella, cabrón! -gritó un hombre.

Me volví y ahí, a unos metros, se encontraba Sidney Greenbow, con las piernas abiertas y recogiendo el látigo en la mano derecha. Alrededor, la gente que había estado charlando al sol se quedó atónita.

Lord Beverley no se movió durante unos segundos, limitándose a mirar fijamente a Sidney. Se llevó la mano al hombro donde lo había fustigado el látigo. Se le veía más perplejo que enojado. Si oyó lo que le gritó Sidney, no pareció entenderlo.

– ¿A qué se debe esto? -preguntó con tono lastimero.

– Sabes perfectamente a qué.

Sidney se preparó para fustigarlo nuevamente y esta vez se oyó un coro de gritos. Me encontraba a unos centímetros de lord Beverley, pero no se me ocurrió apartarme. Como todos, no daba crédito a mis ojos. El látigo silbó de nuevo, cerca de mi mejilla, pero en esta ocasión lord Beverley ya no estaba en el mismo lugar. Gritó algo incoherente y se arrojó sobre Sidney antes de que éste pudiese recoger el látigo para un tercer azote. Fue tan rápido que pilló a Sidney con la guardia baja. Lord Beverley era más alto que él y pesaría unos quince kilos más. Los dos cayeron sobre la grava del patio delantero. Sidney aferraba la fusta y lord Beverley se sentó a horcajadas sobre él, tratando de quitársela. Pero la ventaja en cuanto a tamaño y peso de lord Beverley no era rival para los músculos circenses de Sidney. Tras muchos gruñidos y jadeos, la posición se invirtió: la cabeza de lord Beverley se hallaba ahora contra el suelo y la rodilla de Sidney sobre su pecho. Lord Beverley casi no podía hablar y apenas le quedaba aliento para preguntar a Sidney qué se suponía que había hecho. Sidney repetía una y otra vez:

– ¡Lo sabes, cabrón, lo sabes!

Nadie hizo nada por detenerlos hasta que me acerqué a ellos.

– Sidney, ¿qué está haciendo? Éste es lord Beverley.

– Hola, señorita Bray. Sí, sé perfectamente quién es, y me importa un rábano que sea lord. Quizá la policía no pueda tocarlo, pero yo sí.

– Déjelo levantarse, le está haciendo daño.

– Dejaré que se levante si promete que pelearemos como es debido. No quiero que huya corriendo en busca de su papaíto.

Al creer que Sidney se había distraído, lord Beverley intentó de nuevo quitárselo de encima. Pero tras un brusco forcejeo acabaron más o menos como al principio. Para entonces, alguien había pedido ayuda, que llegó en forma de cuatro fornidos empleados del hotel y el padre de lord Beverley, el duque. Cuando éste vio la escena, se sonrojó y gritó:

– Charles, ¿qué diablos estás haciendo ahora?

A lord Beverley apenas le quedaba aliento para decir que no era culpa suya.

– ¿Y bien? ¿Qué hacen ahí parados? ¡Quítenle ese hombre de encima!

Los empleados del hotel se aproximaron. Sidney los miró y se levantó lentamente, tomándose su tiempo. Lord Beverley lo imitó, un tanto tembloroso y resollando, pero lo que más parecía preocuparle era la reacción de su padre.

– No sé a qué se debe esto. Este hombre se acercó y empezó a azotarme con un maldito látigo.

– ¿Por qué trataba usted de azotar a mi hijo?

Uno de los empleados había recogido el látigo. Sidney permaneció inmóvil con los brazos cruzados. El duque miró los rostros de la multitud, tratando de entender. Por desgracia, se fijó en mí. Vi que me reconocía, y su rostro se tornó de un rojo subido.

– Conozco a esa mujer. Es una maldita sufragista. ¡Por Dios!, ya no les basta con atacar a la gente en las calles de Londres, tienen que venir aquí, a fastidiarle a uno sus vacaciones.

Traté de protestar, de decirle que el incidente no tenía nada que ver conmigo.

– Ha hablado con el hombre del látigo -dijo una mujer-. Lo ha alentado. Fue ella quien lo organizó todo.

Lord Beverley trató de ayudarme.

– No fue culpa de la señorita Bray, señor. Estaba hablando conmigo cuando ese maniático llegó. No tiene nada que ver con ella.

– Te estaba distrayendo mientras él se acercaba sigilosamente. Era parte del plan. Eres mi hijo y eso les basta. No hay nada que no estén dispuestas a hacer. La cárcel es demasiado poco para ellas.

Sidney trató de decir algo pero el duque le ordenó callar. La mujer que dijo que yo había alentado a Sidney sugirió que llamáramos a la policía. Lord Beverley parecía completamente apenado.

– Le repito que no tuve nada que ver con esto -declaré.

– Es cierto. Nada -confirmó Sidney.

Supongo que lord Beverley me creyó. En todo caso, debió tener suficientes dudas a mi favor para hacer lo que hizo a continuación.

– No creo que sea buena idea, señor… llamar a la policía.

– ¿Por qué no? -Ahora que creía que lo había atacado una sufragista, el respeto del duque por su hijo había aumentado.

– Nos retrasarían varios días con sus preguntas y luego tendríamos que ir a los tribunales. No merece la pena. Además, le he dado su merecido a ese hombre.

Esto no era del todo cierto, pero, dadas las circunstancias, no lo culpé.

– ¿Y qué hay de ella? No podemos dejar que salga impune.

– Insisto en que la señorita Bray no tuvo nada que ver con esto, señor.

El duque resopló.

– Claro que sí -replicó, pero lo de visitar un tribunal francés tuvo obviamente mucho peso en su decisión.

Era la clase de hombre que consideraba siniestra cualquier cosa extranjera. Se volvió hacia mí, con las mejillas enrojecidas, masticando su rabia como si fuese carne de buey cruda.

– Déjeme decirles, a usted y a todas esas arpías que van contra la naturaleza, que pueden hacer lo que quieran, que pueden romper todas las ventanas del 10 de Downing Street y atacarnos con ladrillos y fustas, o cualquier cosa que encuentren, pero no vamos a rendirnos. No cederemos mientras en Inglaterra haya hombres de verdad.

No dije nada, no valía la pena. Me miró airadamente, se volvió y apoyó una mano en el hombro de su hijo.

– Vamos, Charles. Que alguien te traiga un brandy.

Por encima del hombro de su padre lord Beverley me dirigió una mirada mezcla de disculpa y perplejidad.

Observé a padre e hijo entrar y centré mi atención en Sidney Greenbow, rodeado todavía de empleados del hotel. Dos lo cogieron bruscamente de los brazos cuando intentó seguir a lord Beverley, y otro sostenía todavía el látigo en la mano.

– Ya pueden soltarlo -les dije.

Eso me confirmaría como su cómplice, pero no podía dejarlo así. Creo que los empleados se alegraron de soltarlo. Sidney tendió la mano, pidiendo su látigo, pero el hombre que lo tenía negó con la cabeza y lo escondió a sus espaldas.

– Vámonos -dije a Sidney-, no puede culparlos.

Él me siguió de mala gana, refunfuñando que el látigo le había costado cinco libras. La multitud se apartó y nos dejó pasar, murmurando y mirándonos con desconfianza. No vi a la señora Chester; esperaba que se encontrase en la playa. En cuanto dejamos atrás la zona elegante, llevé a Sidney a un café. Creo que empezaba a entrar en ese estado de abatimiento que se da cuando uno ha hecho uso de la violencia. Conocía la sensación.

– ¿Por qué está tan seguro de que lord Beverley mató a Topaz?

Me miró fijamente.

– Era su último cliente, ¿no?

– ¿Sólo por eso, porque creyó que era su último amante?

Se inclinó y apoyó los codos en la mesa de metal. Percibí su olor a sudor y al heno de las cuadras.

– Mire, señorita Bray, le dije que la profesión de Topaz era peligrosa. Uno de los riesgos es que alguien quiera obtener sus servicios gratis, y que la mate si la chica no accede.

– Pero lord Beverley no esperaba sus servicios gratis, como dice usted. Había gastado mucho dinero en ella.

Sidney asintió con la cabeza.

– Se gastó en ella todo lo que había ganado. Suele ocurrir así. Una noche llegan, convencidos de que la chica los ama porque se han acostado con ella varias veces. Pero ella les dice que si no pagan la entrada no hay espectáculo, ellos se enfurecen y luego ocurre lo que ocurre.

Era un resumen horrible, pero su ingenuidad me sorprendió. Consideraba a Sidney Greenbow un hombre ingenioso. Ahora bien, si un hombre ingenioso desea apartar las sospechas de su persona, el numerito de esa mañana habría funcionado muy bien. Nos trajeron el café.

– No creo que lord Beverley pensara eso. No parecía afectarlo mucho el que ya no le quedara dinero. Para eso había venido, para gastárselo.

– Pero se había enamorado de ella.

– No lo creo. Le gustaba, sí, pero nada más. En todo caso, si de verdad cree que la asesinó, ¿por qué no se lo dice a la policía?

Soltó un bufido socarrón.

– ¿Qué harían? Sería su palabra contra la mía. Yo no puedo probarlo. Pero le debía algo a Topaz, y era eso.

Bebió un sorbo de café. Me pregunté si debía mostrarle una de mis cartas y decidí que no perdería nada con ello.

– ¿Por qué está tan seguro de que lord Beverley fue el último?

– He preguntado por ahí. Conozco a mucha gente.

Tenía un truco: mirar a su interlocutor directamente a los ojos. Le devolví la mirada.

– Sí, conoce usted a mucha gente y también le pagaba a cierta persona, ¿verdad?

Parpadeó.

– ¿Qué quiere decir?

– Al hombre apodado Bobsworth, Robert Worth le pagaron por vigilar a Topaz. Luego, después de su muerte, empezó a seguirme a mí y a alguna gente relacionada conmigo. Creo que quien contrató a Bobsworth fue usted, señor Greenbow.

Negó con la cabeza.

– Yo no. De haber querido un espía, habría conseguido uno mejor que Bobsworth.

– Robert Worth era un hombre culto, no siempre había trabajado en un circo.

– ¡Oh!, eso dicen todos. Si hemos de creerles, entre los que levantan la carpa, tenemos a dos profesores universitarios y a un príncipe real.

– Él no era tan ambicioso, pero trabajó en la oficina de un abogado hasta hace ocho años.

– ¿Eso le dijo?

– Nunca he hablado con él.

– Entonces ¿cómo lo sabe?

No contesté. Por alguna razón, esa información pareció interesarle mucho, pero no entendía por qué. Durante un par de minutos no habló. Cuando finalmente rompió el silencio, me hizo una pregunta inesperada.

– Así que trabajó en Londres, ¿eh?

– Sí.

– ¿Hace ocho años?

– Hace ocho años dejó el puesto. Debió de trabajar para el bufete unos años. Le dieron una referencia.

Otro largo silencio y luego:

– Me pregunto…

– ¿Qué se pregunta?

– Si le digo lo que estoy pensando seguramente pensará que estoy llegando a conclusiones apresuradas.

– Llegó a una conclusión apresurada al tratar de azotar a lord Beverley.

– Sí, tiene razón. -Esta vez no me miró a los ojos-. Lo que usted acaba de decir hace que me pregunte si me equivoqué.

– ¿Lo que dije sobre Bobsworth?

– Es algo agarrado por los pelos, pero…

– Que lo sea o no, más vale que me lo cuente.

Eso hizo, inclinado, con los codos apoyados en la mesa y mirándome a los ojos para ver mi reacción.

– Tenemos que retroceder diez u once años, cuando Topaz actuaba todavía en los teatros de variedades y empezaba a irle bien con el otro trabajo. Yo la veía ocasionalmente, cuando estábamos en la misma cartelera, y me habló de un hombre que tenía que ver con eso de los abogados…

– ¿Un cliente?

– No; esta vez las cosas eran al revés. Él trabajaba para pagarse los estudios, pero el dinero no le alcanzaba y Topaz lo ayudaba.

– ¿Por qué?

– Porque él le gustaba, supongo. Creo que también trataba de probar que ella podía pagarse un hombre y el que él tuviera algo que ver con el mundo de los abogados significaba un ascenso para ella. Por supuesto, después pudo haberse conseguido todos los jueces del Tribunal Supremo, de haberlo querido, pero en aquel entonces todavía no.

Ya imaginaba adónde quería llegar, pero quería que lo expresara en voz alta.

– ¿Qué tiene que ver con Bobsworth?

– Bueno, cuando me ha dicho que la espiaba y que trabajaba en el bufete de un abogado, empecé a sumar dos y dos.

Yo también estaba sumándolos, a tal velocidad y con tanto júbilo que perdí el aliento, como ocurre cuando el viento te azota al caminar. Veía al joven oficinista, humilde pero ambicioso, trabajando para ascender de oficinista a abogado; lo veía hundirse en su mundo a la vez que Topaz ascendía en el suyo, lo imaginaba robando para impresionarla, arruinándose. Pero, años más tarde, por cruel coincidencia, trabajaría y viviría con aprendices de payaso en una carreta circense, mientras ella dormía sobre sábanas doradas en la misma ciudad. «Pagaré por una carrera.» Por el brillo de los ojos de Sidney supe que percibía mi excitación.

– Supongamos que fue Bobsworth -dijo, como si me susurrara palabras cariñosas.

Imaginé a Bobsworth pidiéndole una cita a Topaz, tarde, por la noche, cuando terminara su trabajo en el circo, y a Topaz encabezar la nota de respuesta con «Demasiado tarde». Demasiado tarde para Bobsworth, demasiado tarde para todo. Traté de no dejarme llevar por la imaginación…

– ¿No estaba trabajando en el circo esa noche?

Sidney sonrió.

– A nadie le habría extrañado que Bobsworth se hubiese largado de nuevo.

El camarero había servido más café y esta vez Sidney lo bebió lentamente.

– ¿Y dice que Bobsworth ha muerto?

– Ahogado. He visto su cuerpo.

Permanecimos un rato sin hablar. El café empezaba a llenarse de parroquianos que querían comer temprano. Sidney sacó un franco y unos céntimos, y los dejó sobre el mantel.

– Entonces, caso resuelto.

Parecía haber recuperado su desenvoltura. Salimos juntos al brillante sol matinal.

– Supongo, pues, que azoté a la persona equivocada, ¿verdad?

– Sí.

– Merezco haber perdido el látigo.

Me deseó buenos días y se alejó; caminaba entre los paseantes como un marinero entre marineros de agua dulce. Así que él creía que el caso estaba resuelto.

19

Necesitaba calma. Anduve de un extremo a otro del paseo marítimo; a mi lado se hallaba la gran extensión del Atlántico, pero por el poco caso que le hice, igual podría haberme encontrado en la celda de una cárcel. Si Sidney había dicho la verdad, conocía el nombre del asesino de Topaz. Pero si había mentido, también conocía el nombre del asesino de Topaz, otro nombre, pues, ¿por qué inventar ese amante que tenía algo que ver con el derecho? Cada ola repetía «Bobsworth, Bobsworth, Bobsworth»: se estrellaba con el «Bob» y se replegaba siseando con el «sworth».

Si Bobsworth había matado a Topaz, entonces Bobbie Fieldfare era mejor detective que yo. Debió de tener sus sospechas casi desde el momento de la muerte de Topaz. Estaba, por ejemplo, el asunto del colgante de ópalo. Según Tansy, la joya llegó con una tarjeta la mañana de la muerte de Topaz. Pareció complacerla y divertirla, reacciones muy posibles al recibir un regalo de un amante de diez años atrás. Quizá la tarjeta incluía la petición de una cita para esa noche, cuando él hubiese acabado sus tareas en el circo. No resultaba difícil explicar cómo un pobre trabajador de circo conseguiría un ópalo, teniendo en cuenta que ya había robado al menos una vez para impresionar a Topaz. El único misterio era cómo había adivinado Bobbie el significado del colgante, cómo lo había conseguido para dárselo, al parecer por mero capricho, a Marie. Eso también requería una explicación, a menos que por alguna razón ya no importara.

Anduve frente a la playa Grande, rumbo al cabo San Martín y su faro. Quizá el colgante ya no importaba porque Bobbie sabía que existían mejores pruebas contra Worth, o sea, la tarjeta escrita de su puño y letra, presentándose de nuevo y pidiendo una cita. Eso, suponiendo que Bobbie -o quizá Rose-, hubiese logrado entrar en la suite de Topaz y se hubiese apoderado tanto del colgante como de la tarjeta. Suponiendo, además, que Bobsworth se hubiese enterado de que tenían en sus manos pruebas que lo enviarían a la guillotina, por lo cual habría seguido a Bobbie a la fiesta con su disfraz de sátiro, para tratar de recuperarlas. Luego, al no poder reunirse con Bobbie, se habría centrado en las dos personas que había visto con ella, es decir, Rose y yo. Al pensar en esa posibilidad deseé hallar a Rose, pedirle perdón por no entender la situación a tiempo y por no protegerla. Si Rose, presa del pánico, había matado al hombre, era por mi culpa… y la de Bobbie.

Bobbie había sido más inteligente que yo. Sin embargo, ninguna de las dos lo había sido lo suficiente. Yo fui a Biarritz a fin de recibir las cincuenta mil libras de Topaz para nuestra causa. Si podíamos probar que se trataba de un asesinato y no de un suicidio, eso reforzaría la afirmación de que Topaz estaba cuerda cuando hizo su testamento. Pero muerto Bobsworth no podíamos probar su culpabilidad sin incriminar a Rose.

Para cuando hube llegado a ese punto de mis cavilaciones, los chillidos de las gaviotas se me antojaron socarrones. Me senté en una barca de remos que estaba boca abajo en la arena. Aceptaba, pues, que Sidney había dicho la verdad, que haría unos diez años había existido un amante con ambiciones de ser abogado, y que ése era Worth. Sólo una persona podía ayudarme: Tansy. Aunque el amante del bufete de abogados perteneciese a una época anterior de antes de que ella entrara al servicio de Topaz, ella había sido su confidente y probablemente en algún momento, en una de esas conversaciones que Topaz solía emprender con su criada, lo habría mencionado. Necesitaba hablar con Tansy. Lo malo era que cuando nos habíamos visto la última vez, ella casi me había puesto de patitas en la calle. Bueno, si no me permitía entrar en su habitación, tendríamos que conversar fuera. Sin duda saldría a tomar el fresco.

La esperé desde media tarde hasta después de las seis, en la callejuela, frente a la entrada privada de Topaz. Recibí miradas recelosas de varios cocheros y en un momento dado Demi-Tasse pasó pausadamente a mi lado y, con su habitual cortesía, me deseó las buenas tardes. El sol se estaba poniendo sobre el mar, lanzaba una estela dorada calle arriba y alentaba a las palomas a arrullar en las cornisas del hotel, cuando la puerta lateral se abrió y Tansy salió con una bolsa de la compra. Cerró la puerta con llave, igual que cuando fuimos por las tiendas de ropa interior. No me había visto, así que caminé detrás de ella, pues no quería asustarla y que volviera a entrar a toda prisa. Al llegar a la plazoleta se dirigió directamente a la tienda de ultramarinos. Crucé y me quedé a la puerta de la tienda. Al salir unos diez minutos más tarde con la bolsa repleta, casi chocó conmigo.

– ¡Oh, señorita Bray, qué susto me ha dado! ¿Qué hace aquí? -Parecía nerviosa, pero menos enojada que la última vez que nos vimos en la suite.

– Paseando. Veo que ha ido de compras.

Aferró la bolsa, como si yo tuviera intención de quitársela.

– Más de lo que quería. No entienden cuando una pide sólo una libra.

– Lamento haberla molestado el otro día.

– Y yo lamento haber sido tan ruda, pero tantas preguntas me aturdieron.

Anduvimos en silencio. Se detuvo cuando llegamos a la puerta lateral.

– Bueno, adiós, señorita Bray. Supongo que se marchará pronto, como los demás.

¡Como si yo estuviese de vacaciones! No quería mostrar mis cartas tan pronto, pero no tuve más remedio.

– ¿Puedo subir un momento, Tansy? Hay algo que creo le interesará oír.

Tansy vaciló.

– ¿Qué es?

– Creo saber quién mató a Topaz Brown.

Con rostro inexpresivo, preguntó:

– ¿Quién fue?

– Es una larga historia; será mejor que subamos.

Hizo girar la llave. No sostuvo la puerta para que yo entrara, pero tampoco protestó cuando la seguí. Subimos por el ascensor, silenciosas. Cuando nos hallábamos frente a la puerta de la suite de Topaz, empezó a quejarse.

– No pido mucho, sólo un poco de paz y tranquilidad para arreglar todas sus cosas. Eso es lo único que quiero, señorita Bray, sólo un poco de paz y tranquilidad.

Como me encontraba detrás de ella, lanzó las palabras a la puerta y buscó su llave con aspavientos, preguntándose en voz alta qué había hecho con ella; luego la encajó ruidosamente en la cerradura, como si ésta la hubiese ofendido. El gran salón parecía desarreglado. En los doce días desde la muerte de Topaz su aspecto se había convertido en el de una lujosa sala de espera, impersonal e inquietante. En una mesita había una bandeja con tazas de té. Tansy dejó las bolsas en la mesa.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien, qué?

– ¿Quién fue?

– Tansy, no voy a decírselo a la primera. Quítese el abrigo y siéntese.

Me arrellané en un sillón. Tansy siguió mi ejemplo, aunque todavía tensa como un resorte.

– ¿Quién fue?

– Me temo que primero tengo una pregunta y espero que sea la última.

– Creí que era usted quien me iba a contar algo, para variar.

– Sí, lo haré. Pero antes conteste mi pregunta. Es muy importante.

– Se supone que todas lo son.

Esperó con las manos entrelazadas sobre el regazo y muy juntos los pies enfundados en sus prácticas y polvorientas botas.

– ¿Alguna vez le habló Topaz de los hombres que conoció antes de que usted trabajara para ella?

Me miró airadamente.

– Ya le he dicho que nunca cotilleé sobre su trabajo y no pienso empezar ahora.

– No era cuestión de trabajo, Tansy. Se trata de un hombre por el que sentía cariño y al que trató de ayudar. Este hombre estudiaba la carrera de abogado, lo conoció hará unos diez años.

– Eso fue tres años antes de mi llegada.

– ¿Alguna vez le habló de esa persona?

Calló. Al principio pensé que era su habitual silencio obstinado, pero luego vi que su expresión no reflejaba obstinación, sino pena; tenía las manos tan fuertemente entrelazadas que se le pusieron blancas. La realidad y la necesidad de saber lo que podía contarle libraban una batalla. Intenté facilitarle las cosas.

– Está bien, Tansy, no tiene que decirme su nombre, pues ya lo conozco. Pero hubo un hombre, ¿verdad?

Asintió levemente con la cabeza; de no haberla estado mirando no lo habría advertido.

– ¿Le habló Topaz de él?

Otro asentimiento.

– ¿A menudo?

– Una vez. -La palabra chirrió como la bisagra de un baúl que no se ha abierto en años.

– ¿Qué dijo?

– Lo había ayudado y él se había mostrado ingrato. Me lo contó un día que comentábamos que los hombres son desagradecidos.

– ¿Fue reciente esa conversación?

– No; hará un par de años. Lo recuerdo porque ella no solía criticar a la gente. Verá, ese hombre le gustaba, le gustaba mucho.

Pronunció «le gustaba» como la mayoría de las mujeres pronunciaría «lo amaba». Permaneció inmóvil, con la mirada fija en mi cara.

– Y bien, ¿qué tiene que decirme?

Aspiré hondo.

– Creo que él la mató, Tansy. Estuvo aquí en Biarritz y es probable que le enviara el colgante con una nota pidiendo verla de nuevo. Ella accedió, incluso compró ropa interior y vino baratos para recordar los viejos tiempos, antes de que ella tuviera tanto dinero. Y el pescado, bueno… supongo que en aquel entonces comerían pescado y patatas fritas. Topaz quería sorprenderlo con un guiño privado y él la mató.

– Ya veo… ya veo.

Guardamos silencio. En la habitación sólo se oía nuestra respiración; desde abajo nos llegaban los sonidos del tráfico vespertino, pasos de caballos, cláxones. Recordé que Jules había dicho que Topaz descansaría en paz cuando se supiera quién la había matado, y supuse que así se sentía Tansy en ese momento.

Me pregunté si la ayudaría saber que Robert Worth había muerto, y que su propia hermana había vengado accidentalmente a Topaz. Decidí que no. El silencio se extendió durante largos minutos y la luz en la habitación pasó del dorado al rojo cobrizo cuando el sol se puso en el mar. Yo estaba cansada, pero tenía que dejar a Tansy con su pena y salir a buscar a Rose. Sólo una cosa podía hacer por ella antes de irme, una minucia, pero una minucia que no debía pasarse por alto.

– Prepararé té, Tansy.

Me acerqué a la mesa con las tazas y el infiernillo.

– ¡No! Deje eso, no quiero té.

Pero su exclamación llegó demasiado tarde: ya las había atisbado. Encendí la luz y descubrí una bandeja con dos tazas sucias encima de la mesa.

– ¿Un visitante, Tansy?

– Sí, mi amiga Janet.

No era buena embustera. Recordé su prisa por sacarme de la suite la anterior vez, la bolsa de la compra repleta, su dificultad para abrir la puerta con la llave. Me dirigí a la puerta de doble batiente que daba al dormitorio y la abrí.

– Yo de usted saldría, Rose.

20

Había estado sentada en una silla junto a la cama de Topaz, en la oscuridad, con las cortinas echadas.

– Quédate ahí, Rose.

Pero Rose no le hizo caso a su hermana y salió; parpadeó a causa de la repentina luz. Llevaba la misma falda que le vi en el jardín de Marie y una blusa a rayas de su hermana, prenda demasiado pequeña que le ceñía el pecho y dejaba sus muñecas al descubierto. Tenía el semblante pálido y la piel debajo de los ojos, oscura y hundida.

– Hola, señorita Bray. No te preocupes, Tansy, quizá sea mejor así. No podía quedarme aquí para siempre jamás.

– ¿Ha estado aquí todo el tiempo?

– Sí, lo siento. Después de lo que ocurrió en el jardín, me… me asusté y no supe qué hacer. Acudí a Tansy.

Parecía cansada, derrotada. La hermana menor había buscado la ayuda de la mayor, como una niña con problemas. Me pregunté si le había hablado a Tansy de la muerte de Robert Worth y supuse que no.

– Ya no sabía lo que estaba haciendo Bobbie, ni lo que quería que yo hiciera. -Sus ojos expresaban súplica. No, no se lo había contado a su hermana-. ¿Sabe Bobbie que estoy aquí?

Estaba a punto de decirle que no, cuando se oyó una violenta llamada a la puerta y la voz familiar, alegre y segura de Bobbie.

– Tansy, ¿está Rose con usted? Quiero hablar con ella.

– No está. ¡Lárguese! -exclamó Tansy.

– No la creo, Tansy. Me quedaré aquí hasta que Rose salga, aunque sea toda la noche.

Se oyó un ruido e imaginé a Bobbie deslizándose hasta sentarse con la espalda contra la puerta.

– No se irá -dijo Rose y su voz reveló que todavía sentía un poco de orgullo.

Yo sabía que tenía razón y que, de ser necesario, Bobbie se quedaría hasta que las mujeres de la limpieza llegaran por la mañana.

– Si no quiere verla, puede salir por la puerta lateral -le dije-. Le daré la llave de mi habitación en la pensión.

– No; quiero verla. Quiero que sepa que no la he abandonado.

– No voy a dejar que entre otra. Con una ya sobra -declaró Tansy.

Tardé un momento en darme cuenta de que se refería a las sufragistas.

– Creo que podríamos dejarla entrar, Tansy. Le debe una explicación a Rose.

Y a mí también, pensé. Todavía me molestaba la superior capacidad detectivesca de Bobbie y me preguntaba cómo se había enterado tan pronto de la existencia de Worth.

Finalmente, aunque Tansy se negó a abrir personalmente la puerta, apenas se opuso cuando propuse hacerlo yo.

– ¡Allá usted!

Sentí una ligera e indigna satisfacción cuando, al abrir la puerta, Bobbie se quedó de una pieza. No obstante, recuperó pronto la dignidad.

– Te he estado buscando por todas partes, Rose. Nos vamos en el tren de las 6.52 de la mañana, ya tengo los billetes. -Diríase que estaba encargándose de arreglos rutinarios para unas vacaciones.

– No irá con usted -replicó Tansy.

Bobbie no le hizo caso y habló con Rose.

– Estaba preocupada por ti. Debí adivinar que Nell Bray te había secuestrado, ése es su estilo.

Al dejar entrar a Bobbie pretendía conservar la calma y mostrarme razonable, pero, como de costumbre, un minuto en su compañía lo cambió todo.

– ¡Yo no secuestré a Rose! Acabo de encontrarla.

Bobbie apenas se contuvo de llamarme mentirosa; me miró con incredulidad y se dejó caer en un sofá. Pese al fracaso de su plan, parecía satisfecha. Por más que detestara aumentar su satisfacción, yo quería saber cómo había adivinado lo de Topaz y Bobsworth.

– Creo que te debo disculpas, Bobbie. En un punto al menos me superaste.

Me miró sorprendida, pero recibió la disculpa con una sonrisa.

– Me alegro de que lo veas así, Nell.

– Sí. No sé cómo captaste de inmediato el significado del colgante de ópalo.

– ¡Oh!, no fue muy difícil. De hecho, hacerlo resultaba obvio.

– ¿Que resultaba obvio? -Me sentí intrigada. Como me ocurre a menudo con Bobbie, tenía la impresión de que las cosas se me escapaban de las manos.

– Volver a robarlo. Lo necesitábamos, ¿verdad, Rose?

Rose no dijo nada. Se encontraba sentada en el borde de una silla, observándonos alternativamente, como un espectador de un partido de tenis.

– ¿Volver a robarlo? ¿Qué quieres decir?

– Quizá pareciera una falta de respeto hacerlo tan pronto después de su muerte, pero ya no le servía de nada y yo no tenía los bolsillos precisamente llenos de colgantes. Lo necesitábamos para intentarlo de nuevo con otra.

– ¿De qué habla? -me preguntó Tansy.

Me dispuse a reconocer que no tenía la menor idea, pero me contuve. Bobbie hablaba como si yo lo supiera todo y no pensaba revelarle que no era así. Sin embargo, necesitaba tiempo para pensar. Me parecía estar deslizándome por el fango, más rápido de lo deseable y sin poder detenerme.

En un momento de lucidez, contesté:

– Está diciendo que el colgante era suyo, que ella se lo envió a Topaz.

– Era de mi abuela, me lo legó. Había oído decir que los hombres envían collares y cosas así cuando quieren pasar la noche con mujeres como Topaz, así que tenía que enviarle algo; de lo contrario no lo invitaría.

Tansy parecía estar escuchando un idioma extranjero, pero mi momento de lucidez se había ampliado y convertido en certeza. Recordé las palabras de Bobbie cuando le estropeé su plan con Marie: «Probablemente fuiste tú la que interfirió la primera vez.» Ahora tenían sentido. No la miré, pero se lo expliqué a Tansy como si en todo momento lo hubiese sabido.

– Bobbie tuvo la alocada idea de poner a uno de nuestros adversarios políticos en una situación comprometida. Como en algunos aspectos es una joven sin experiencia… -Bobbie soltó un resuello de protesta-, decidió hacerlo arreglándole una cita con una prostituta. -Esta vez fue Tansy la que protestó-. Investigó un poco en la ciudad y envió a Topaz el colgante de ópalo, dando a entender que se lo había enviado ese hombre. Esperaba que ella lo invitara y que él no pudiese resistirse.

– ¡De todas las maldades…!

Indiqué a Tansy que callara.

– En todo caso, el plan falló. Nunca sabremos si Topaz lo habría invitado, pero sí sabemos que tenía otros planes para esa noche. Planes que supusieron su muerte.

Tuve que abandonar la atractiva idea de que Bobsworth había robado el colgante y lo había enviado a Topaz. Su nota rogando una cita debió llegar en el mismo correo.

Me alegró ver que Bobbie parecía menos satisfecha consigo misma. Rose se mordía el labio, mirando por la ventana al cielo que se oscurecía por momentos.

– Por supuesto, Bobbie no conocía los otros planes de Topaz para esa noche. De hecho, pasó dos horas paseándose frente a la puerta lateral, esperando que el hombre al que intentaba poner una trampa entrara o saliera. No perdió la esperanza hasta después de la medianoche.

Rose miró a Bobbie.

– Cuando Bobbie se enteró de que Topaz había muerto, decidió coger el colgante para usarlo de nuevo, esta vez con Marie de la Tourelle como anzuelo. Cómo logró robarlo, no lo sé…

– Si quieres saberlo, te diré que os vi salir, a ti y a Tansy y soborné a la doncella para que me dejara entrar. Tuve que salir por el balcón cuando os oí regresar. Fue cuando me viste escalar, Nell.

– ¡Robar a una muerta! -exclamó Tansy.

– No lo estaba robando. Era mío.

– He de reconocer que todavía me intriga algo -dije.

– ¿Qué puede intrigarte a ti, Nell?

– Todavía no entiendo por qué visitaste al médico.

Bobbie rió.

– ¡Ah, eso! ¿Te lo preguntó, Rose?

Rose no contestó.

– Fue parte de mi investigación. Necesitaba saber cómo se hacían las cosas aquí y todos decían que el médico era un chismoso. ¿Te fijaste en todas esas tarjetas en la chimenea? Vi una que me serviría, así que la cogí. Puedes imaginar cuál, ¿verdad, Nell?

– La de David Chester. Quería ver al médico por la enfermedad de su hija.

Bobbie asintió con la cabeza.

– Así que enviaste a Topaz su tarjeta con el colgante. ¿Usaste la tarjeta con Marie también?

– No. No la encontré, no estaba con el colgante y volvisteis cuando todavía la buscaba. Supongo que está en algún lugar de esta habitación.

Rose dijo algo tan quedamente que no la oí. Lo repitió.

– Está aquí. La encontré esta mañana.

Tansy explotó otra vez.

– ¡Te dije que no tocaras sus papeles!

– No pude evitarlo. Un montón se cayó de la mesa y los recogí. Sabía que crearía problemas si alguien la veía, así que la cogí.

Metió una mano en el bolsillo de la falda y me entregó una tarjeta de visita, ya arrugada y sin brillo. Ni siquiera la miré, pues me sentía demasiado preocupada por Rose. Parecía a punto de llorar y temí que se derrumbara y hablara de Bobsworth en presencia de Bobbie y Tansy.

– Así que eso es todo. Más vale que te vayas, Bobbie. Tendrás que hacer tus maletas.

Para mi sorpresa, se levantó.

– Supongo que sí. ¿Vamos, Rose?

Rose se levantó, dio un paso hacia ella, miró a su hermana y se detuvo.

– Vamos, Rose, no es el fin del mundo. Tenemos mucho que hacer en Inglaterra.

– No se irá -declaró Tansy-. Ya está harta.

Rose la fulminó con la mirada, dio otro paso y se detuvo nuevamente.

– Vete ya, Bobbie. Rose irá más tarde, si lo desea.

Bobbie no podía oponerse a eso. Permaneció en el umbral de la puerta, observándome, sonrió de pronto y alzó la mano.

– Adiós, Nell Bray. Nos veremos en el campo de batalla.

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Tansy soltó un brusco suspiro de alivio. Rose se hallaba a medio camino de la puerta.

– Quiero hablar a solas con Rose -anuncié.

La cogí del brazo, la llevé con gentileza al dormitorio de Topaz y, pese a las protestas de Tansy, cerré la puerta.

21

La hice sentar en una silla junto a la cama y encendí la lámpara.

La luz se reflejó en las sábanas doradas, nos envolvió cálidamente y dejó el resto de la habitación a oscuras.

– Rose, ha de saber que no la culpo por lo ocurrido, y ninguna persona justa lo haría.

Se mantuvo tiesa.

– No acepto eso. Puede que fuera idea de Bobbie, pero yo estuve de acuerdo y no pienso dejar que cargue con toda la culpa.

– No la privaré de ese gusto, si insiste en compartir la responsabilidad por ese estúpido plan. Estoy hablando de otra cosa, de lo que ocurrió en el jardín la noche de la fiesta de Marie.

– ¡Oh, eso! -Rose apartó la mirada-. Me comporté como una tonta al angustiarme tanto. Me pilló con la guardia baja, supongo.

Aunque creía que Rose no tenía motivo para sentirse culpable por la muerte de Robert Worth, se me antojó demasiado indiferente.

– Yo creí que era el otro quien fue pillado con la guardia baja.

Por suerte, Rose no hizo caso de mi observación.

– No sabía lo que estaba ocurriendo. Oí que el hombre la seguía y esperé detrás de un cobertizo al lado de la casa. De pronto, todo quedó en silencio, así que fui a buscarla a usted, pero no la encontré.

– Me había encaramado en el magnolio.

– Llegué hasta el final del jardín. Oí las olas y supuse que estaba junto al acantilado. Aunque no veía a nadie, lo oí hablar con alguien.

– ¿A él? ¿Al hombre que nos seguía?

– ¿Quién, si no? Parecía enojado y pensé que hablaba con usted. Pero en realidad hablaba con otro hombre.

– ¿Vio a ese hombre?

– No; estaba demasiado oscuro.

– Pero ¿al menos lo oyó?

– No.

– Entonces ¿cómo supo que era otro hombre?

– La voz de una mujer se habría oído de lejos, sobre todo la de usted. Estaban discutiendo acerca de una llave.

– ¿Qué dijeron?

– El que yo oía le dijo al otro que si quería la llave tendría que pagarle cien libras, repitió varias veces «cien libras». Y añadió que si no se las daba, sabría qué hacer con la llave.

– ¿Era la voz de un hombre culto o de un trabajador?

Rose vaciló.

– Mitad y mitad.

Se produjo un silencio. Oí a Tansy mover cosas en la sala, sólo para recordarnos que seguía allí.

– ¿Me está diciendo la verdad, Rose? No podré ayudarla si me engaña.

– Claro que estoy diciendo la verdad. ¿Por qué no habría de hacerlo?

– De acuerdo, ¿qué ocurrió luego?

– Regresé a la casa. Quería encontrarla a usted o a Bobbie.

– ¿Los dejó allí?

– Por supuesto. Fuera lo que fuera lo que motivaba esa discusión, no tenía relación conmigo.

Me había hecho una imagen tan clara de Rose temerosa de Worth y empujándolo que me costó sustituirla por lo que me estaba diciendo.

– De acuerdo, no me encontró. ¿Encontró a Bobbie?

Otra vacilación.

– En cierto modo.

– ¿Qué quiere decir? ¿La encontró o no la encontró?

– La vi, pero no hablé con ella.

– ¿Por qué no? Vino de muy lejos para eso.

– Estaba con alguien.

– ¿Con quién?

– Con Marie. Salieron juntas de la casa y se quedaron hablando en la terraza. Unas antorchas daban luz todavía, así que las vi. Marie llevaba un largo abrigo de pieles. Bobbie cogió una antorcha y se dirigieron hacia el jardín. -En su voz se percibía una honda pena.

– ¿No le había contado Bobbie lo que planeaba hacer con Marie?

Negó con la cabeza.

– Después de lo de Topaz ya no me lo decía todo, sabía que había hablado con usted.

Yo no le debía nada a Bobbie y empezaba a creer que ambas le debíamos mucho a Rose. Le hablé de la trampa y de su ridículo final. Me escuchó sin pronunciar palabra y suspiró.

– Pobre Bobbie.

– Olvídelo. Volvamos a lo suyo. Las vio, a ella y Marie, y decidió no hablarles. ¿Qué hizo a continuación?

– Vine aquí.

– ¿Directamente a ver a Tansy?

– No. Anduve mucho rato, tratando de decidir qué debía hacer. Me sentía confundida. Ustedes tenían sus propios planes y nadie me los había contado. -Tenía los ojos brillantes de pena y enfado.

– Hizo bien al venir con su hermana.

– No lo crea. Discutimos todo el tiempo. Ella quiere que deje el movimiento y yo no pienso hacerlo, pase lo que pase.

Pensé que la pobre chica estaba destrozada y que era hora de alejarla de las influencias opuestas de Bobbie y Tansy. Cuando todo terminara, le encontraría un lugar en algún colegio y convencería a nuestros ricos patrocinadores de que la ayudaran. Pero primero tenía algo que hacer.

– Rose, ¿me jura que lo único que hizo fue escuchar al hombre e irse?

– Sí, así es. Pero ¿por qué…?

– ¿No habló con él?

– Claro que no. No quería que se enterara de mi presencia.

– ¿No regresó más tarde para hablar con él?

– No. ¿Por qué iba a hacerlo?

La creí. Su descripción de Marie con el abrigo de marta y de Bobbie con la antorcha concordaba con lo que yo había visto. Con delicadeza, le dije:

– El hombre que nos seguía, al que probablemente oyó… ha muerto.

Me miró con expresión vacía.

– Lo encontraron en el mar al día siguiente; parece que lo golpearon, perdió el conocimiento y se ahogó.

Rose se cubrió la boca con las manos. Dos ojos espantados me miraron por encima de unas uñas mordisqueadas. Se inclinó bruscamente y logré sostenerla antes de que cayera. Al oír el ruido, Tansy entró de golpe.

– ¿Qué le ha hecho?

Con voz débil, Rose dijo que se encontraba bien, que no nos preocupáramos.

Yo quería que se tendiera en la cama de Topaz, pero Tansy, por respeto o por superstición, la apartó de allí a rastras, como si yo intentase echarla sobre un lecho de brasas.

– Quieres acostarte en mi dormitorio, ¿verdad, Rosie? No te preocupes, cariño… ¡Usted y sus preguntas! Como trate de hacerle más preguntas, tendrá que vérselas conmigo.

Cuando intenté ayudarla a llevar a Rose hacia la puerta, Tansy me miró airadamente.

– Quédese aquí, Rose y yo estaremos mejor solas, ¿verdad, Rosie, mi ángel?

La expresión de súplica que me lanzó Rose sobre el hombro de su hermana probaba que tenía sus dudas, pero yo me hallaba harta y sé reconocer una derrota. Me quedé sentada en la silla, dando vueltas a la tarjeta que tantos problemas había causado. «DAVID CHESTER, MP», y abajo: «¿Puede recibirme a las once de la noche?» Cuando la alcé para verla a la luz comprobé que «de la noche», aunque muy bien falsificado, estaba escrito con una tinta negra ligeramente menos brillante que el resto. La letra de Bobbie, por supuesto. Me enfadé más por la estupidez de su plan ahora que sabía el daño que había causado a Rose.

Entonces, sentada ahí, junto a la cama de Topaz, algo hizo conexión. Abrí los ojos de golpe y me incorporé con la sensación de que había ocurrido una catástrofe. Fui a la sala a buscar mi bolso -por suerte Tansy seguía con Rose en su dormitorio-, lo llevé a la silla junto a la cama de Topaz y rebusqué la nota de Topaz. «Demasiado tarde. Ocho de la noche. Devolución de un pagaré por una carrera. Vin Poison.» Sostuve la tarjeta de visita en una mano y la nota en la otra, con la impresión que ambas estaban recorridas por una corriente eléctrica y de que las consecuencias de juntarlas serían demasiado peligrosas. Oí a Tansy cerrar la puerta de su dormitorio y regresar a la sala.

– ¿Piensa quedarse ahí toda la noche? -me dijo-. No puede dormir en esa cama.

Oí mi propia voz prometer que no dormiría en la cama de Topaz y luego a Tansy moverse en la sala. Creo que estaba preparándose una cama en el diván. Se acostó y apagó la luz. Se hizo el silencio. Yo permanecí quieta, consciente de los ruidos de un hotel que se prepara para la noche, de la subida y bajada de los ascensores con un chirrido metálico que nunca había notado de día, del borboteo de la tubería y de un reloj dando la medianoche. Debí adormilarme, porque los susurros angustiados de Tansy al otro lado de la puerta me despertaron bruscamente. Lo primero que pensé fue que quería asegurarse de que no profanase la cama de Topaz y con cierta impaciencia le contesté que no se preocupara, que todo iba bien.

– No, no va bien. Voy a entrar.

La luz de la sala estaba apagada todavía. Cerró la puerta a sus espaldas y llegó hasta el círculo formado por la luz. Iba sin zapatos y con el vestido negro todavía puesto.

– Alguien está subiendo -susurró con temor.

– ¿Qué quiere decir?

– En el ascensor de Topaz. Escuche.

Cuando presté atención, oí el chirrido del ascensor privado, pero todavía no entendía qué significaba eso.

– Quienquiera que sea, tiene la llave. Sin ella nadie puede abrir la puerta lateral.

El temor de su voz me contagió y me quedé helada. Sólo una persona tendría la llave de Topaz: su último visitante.

El ascensor se detuvo en el descansillo. A continuación no se oyó nada y el silencio se prolongó durante quince o veinte latidos del corazón, hasta que de pronto oí abrirse la puerta del ascensor.

– Tansy, el hombre ingrato, según le dijo Topaz… usted debe de…

Me hizo señas de que callara. Se oyó un chirrido metálico en la puerta del salón que daba al descansillo. Me levanté e instintivamente Tansy y yo nos acercamos la una a la otra.

– ¿Está cerrada con llave? -susurré formando las palabras con los labios.

Ella asintió, pero acto seguido se oyó un chasquido y la puerta se abrió. Hasta los hoteles de lujo pueden ser manicortos en cuanto a las cerraduras, y la de la suite de Topaz no había opuesto mucha resistencia. Ya sólo quedaban el salón y un par de puertas abiertas entre nosotras y quienquiera que hubiese entrado. Un delgado rayo de luz de una linterna pasó por una rendija de la puerta, desapareció y volvió a aparecer desde otro ángulo. Tansy se encontraba tan cerca de mí que sentí los latidos de su corazón. La rodeé con un brazo protectoramente. Las sigilosas pisadas se aproximaron a nuestra puerta y volvieron a alejarse. El corazón de Tansy palpitó con fuerza. Con los labios formó la palabra «Rose». Yo asentí con la cabeza. No podíamos permitir que despertara a Rose. Llevé a Tansy a una silla, la hice sentar y luego me dirigí a la puerta de doble batiente que separaba el dormitorio de Topaz del salón. Esperé un segundo. Sentí la suavidad de los pomos de porcelana, como meses antes había sentido la rugosidad del ladrillo antes de arrojarlo. Aspiré hondo y abrí las puertas.

– Más vale que entre -dije.

22

Creo que la luz dorada que llegaba del dormitorio lo deslumbró un momento, porque se quedó inmóvil con expresión vacía, y luego hizo un aparatoso intento por recuperar el equilibrio. Me aparté y volví a invitarlo a entrar. Me sorprendió la firmeza de mi propia voz. Entró y fijó la mirada en mí. No vio a Tansy en la silla. Cerré las puertas y me apoyé contra ellas. Dije a Tansy:

– Éste es el nombre cuya identidad no quería revelarme, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza, mirándolo horrorizada. Cuando él la vio tuve la impresión de que iba a volverse y a echar a correr. Miró a Tansy y luego la cama dorada con las almohadas recién sacudidas.

– ¿Es una trampa? -dijo con cierto tono de amenaza, tal como yo la recordaba del tribunal.

– Si lo es, se ha esforzado por caer en ella -repuse.

Los abogados aprenden a controlar su expresión y me dirigió la misma mirada firme que me había dirigido en el banquillo de los acusados.

– He venido a recuperar algo de mi propiedad que ha sido robado.

La tarjeta y la nota se hallaban en el suelo junto a los pies de Tansy. Las había dejado caer al dormirme. Crucé la habitación, las recogí y le entregué la tarjeta.

– ¿Es esto?

De nuevo aquella mirada.

– ¿Puedo preguntar cómo la consiguió?

– ¿Confirma usted que es de su propiedad?

– Queda por ver si la tarjeta de visita que uno deja en el consultorio de un médico sigue siendo propiedad de uno, sobre todo si después la roban. Supongo que fue cosa suya, señorita Bray.

– Claro que no. ¿Reconoce su propia letra?

– Todo salvo las tres últimas palabras, que son una burda falsificación, una falsificación hecha con intenciones delictivas.

Me situé en el centro del dormitorio, tratando de imponerle mi presencia, como si de un tribunal se tratase. Me fijé en que ya no volvía a mirar la cama.

– ¿Qué intención delictiva exactamente?

– Estoy seguro de que le resulta más obvio a usted que a mí, señorita Bray.

– Lo dudo, pero déjeme intentarlo.

Los dos podíamos jugar a los tribunales. Me subí a la tarima que elevaba la cama de Topaz y, desde el pie de la cama, me volví hacia él. Tansy permaneció en la silla. No había apartado la mirada de Chester desde que éste entrara.

– Ha confirmado usted que ésta es su tarjeta, robada del consultorio de su médico. La dejó para pedir hora a las once, por supuesto de la mañana.

Él asintió con la cabeza. Su expresión no era tan firme, ahora que tenía que mirarme al otro lado de la cama.

– Ya hemos visto que fue robada y también hemos visto que fue enmendada posteriormente.

– Por medio de una falsificación.

– Efectivamente. Bien, puedo decirle que la robó uno de sus adversarios políticos (y créame, eso supone una muy amplia gama de sospechosos), el cual falsificó las palabras «de la noche» a fin de que pareciera que solicitaba una cita esa noche, y la envió junto con un colgante de ópalo a la señorita Topaz Brown.

El señor Chester hizo una mueca.

– ¿Acepta, señorita Bray, que yo no sabía nada de esto y que, en palabras sumamente comedidas, habría protestado de haberlo sabido?

– Lo acepto.

– Entonces ¿acepta también que fue un malicioso intento de perjudicar mi reputación, dando a entender que existía una relación entre yo y una prostituta?

Tansy se removió y le lancé una mirada de advertencia.

– Más que malicioso yo lo describiría como estúpido. Aparte de eso, acepto lo que dice.

Tansy refunfuñó.

– Muy bien. Entonces no puede sorprenderle que deseara recuperar mi tarjeta.

– No, claro que no me sorprende. -Mi tono razonable lo asombraba.

Metió la tarjeta en el bolsillo del esmoquin.

– Dadas las circunstancias, puesto que a nadie beneficia revelar una acción tan miserable, de momento no presentaré una acusación contra usted y sus engañadas correligionarias. Huelga decir que si esto saliera a la luz, lucharía por defender mi reputación.

Me miró nuevamente por unos segundos, se volvió y echó a andar hacia la puerta. Esperé hasta que cogió el pomo y pregunté:

– ¿También hemos de callar lo que ocurrió después?

Se volvió.

– ¿Qué quiere decir?

Le enseñé la nota de Topaz, pero no me moví. Él se quedó junto a la puerta.

– ¿Qué es eso?

– Una invitación de la señorita Brown.

– No veo en qué puede incumbirme.

Debería haber abierto la puerta y salido, mas no movió un solo músculo.

– Fija una cita para las ocho de la noche. La nota empieza con «Demasiado tarde». ¿Qué supone usted que quiere decir?

– No puede esperar que lo adivine.

– Creo que es muy sencillo: las once de la noche es demasiado tarde y prefiere las ocho. Es la respuesta al mensaje en su tarjeta, señor Chester.

– Si lo es, es una respuesta a un mensaje falsificado, que, según usted misma ha reconocido, formaba parte de una trampa.

Pero su voz ya no era tan serena. De haber sido un abogado rival, habría sabido que la balanza se inclinaba hacia mí.

– Pero la señorita Brown creyó que la tarjeta era de usted, así que debió de enviarle a usted la respuesta.

– No recibí esa nota. -Dio un paso hacia mí.

– Pues yo creo que sí la recibió, señor Chester, y que la trajo cuando visitó a la señorita Brown a las ocho de la noche, para preguntarle qué significaba esa invitación, aunque sospecho que ya se había hecho una idea al respecto.

Adoptó sus modales de tribunal.

– En ese caso mi comportamiento habría sido inexplicable. Está usted pidiendo al… -Casi dijo «al tribunal»-. Alega usted que, sin motivo, recibí una invitación de una notoria prostituta y que fui a preguntarle personalmente qué quería. Sin duda eso es lo que habría hecho un tonto, ¿no?

– Claro que sí, si no conociese usted a la señorita Brown desde antes.

– Si quiere dar a entender que suelo frecuentar prostitutas, señorita Bray, he de decirle que su mente es todavía más retorcida de lo que esperaba, dadas sus actividades.

Se había exaltado de indignación.

– No lo estaba acusando de eso.

– Entonces ¿de qué?

– Creo que en una relación normal entre un hombre y una mujer como Topaz Brown, el hombre paga sus gastos. En el caso de usted, fue al revés.

Leí la nota de Topaz, aunque ya me la sabía de memoria:

– «Devolución de un pagaré por una carrera.» La carrera de usted, señor Chester, su carrera tan próspera. Sin embargo, al principio dependió del apoyo de Topaz Brown y de su dinero.

Fingió marcharse, aunque dio un solo paso hacia la puerta.

– Tiene la mente desquiciada Por el odio que siente hacia mí.

– Tengo una testigo. -Señaló a Tansy-. Es Tansy Mills, la doncella de Topaz Brown. Me ha dicho que Topaz le habló una vez de un hombre, un abogado, al que había ayudado en sus inicios. Dijo que se comportó como un hombre desagradecido. Sin embargo, Tansy se negó a darme su nombre y ahora se lo voy a preguntar de nuevo.

– Sí, era él -graznó Tansy.

– Haremos esto como es debida Tansy. ¿Cómo se llamaba el hombre que, según Topaz era un desagradecido?

Otro graznido:

– David Chester.

Él dio dos pasos en su dirección pero se detuvo.

– La ha preparado, es una de sus acólitas.

– ¡Oh, no! Si hay alguien en el mundo que se oponga más que usted al voto de las mujeres, ésa es Tansy Mills. Si hay una persona que siente más antipatía por mí que usted, ésa es Tansy Mills.

– Es cierto -confirmó ella con un nuevo graznido.

Chester la miró a ella y luego a mí, desconcertado.

– La persona que le preparó esta estúpida trampa no tenía idea de cuán mortal era. Ni ella ni yo sabíamos que tenía usted relación con Topaz Brown.

– No la creo.

– Usted recibió esta nota. -Crucé la habitación y se la enseñé, aunque no la puse en sus manos-. La pobre Topaz Brown quería decir exactamente lo que dijo: la conmovió el colgante que, según creía, usted le había enviado. Estaba dispuesta a perdonar su ingratitud, a olvidar lo que le debía. Preparó una cena para recordarle los viejos tiempos, cuando ambos eran pobres: pescado frito y vino barato. Hasta salió a comprarse ropa interior de la que usaba antes de poder comprarla de mejor calidad.

Los ojos de Chester parpadearon al oír mencionar la ropa interior.

– Pero usted también se había preparado, ¿verdad? Topaz compró vino y usted compró láudano. Llegó a tiempo para la cita, envenenó a Topaz y regresó a tiempo para una cena tardía con su esposa y sus amigos. Cogió la llave de su puerta privada y la usó después de las dos de la madrugada para asegurarse de que estuviese o muerta o a punto de morir.

– ¿Sin que mi esposa se diera cuenta de mi ausencia? Absurdo.

Estaba entrenado para luchar hasta el final, por muy imposible que fuese la causa.

– Por lo que su esposa sabía, usted estaba velando el sueño de su hija Louisa. Probablemente le administró unas gotas de láudano en un terrón de azúcar para que no despertara mientras usted estaba fuera.

Chester cerró los ojos al oír el nombre de su hija. Creo que esas gotas de láudano le provocaban mayor sentido de culpabilidad que las que vertió en la copa de vino de Topaz.

– Pero todavía tenía un problema, ¿verdad? Cuando llegó aquí, Topaz debió de agradecerle el colgante y, naturalmente, usted debió de preguntarle cómo sabía que se lo había enviado, y ella respondió que lo había recibido junto con su tarjeta. A la mañana siguiente pensó que no podía dejar que descubrieran su tarjeta entre sus papeles. Pagó a un hombre para que la cogiera y se la devolviera, haciéndose pasar por lo que no era; cuando eso falló, le dio la llave y le dijo que la robara. Eso también falló. Peor aún, ese hombre guardó la llave y trató de chantajearlo: para entonces ya sabía mucho, porque también le pagó por espiarnos, por si habíamos intuido algo.

– ¿Podría presentar a ese hombre para que diera su testimonio en un tribunal?

– Sabe bien que no, que está en el depósito de cadáveres. Aunque puedo decirle su nombre: Robert Worth. Usted lo conoció en Londres hace más de diez años, cuando él trabajaba para un abogado. Y lo reencontró aquí, probablemente cuando llevó a Naomi y Louisa al circo.

Eso fue algo que adiviné de repente, pero con ver su expresión supe que había dado en el blanco. Estoy segura de que lo que yo sabía sobre su familia fue lo que más lo abatió. Hizo ademán de abalanzarse sobre mí y me dispuse a defenderme, pero pasó por mi lado, subió a la tarima y se sentó pesadamente en la cama de Topaz. Por una vez, Tansy no protestó por la profanación. Permaneció sentado con la cabeza cogida entre las manos y los largos dedos presionados contra la frente. Recordé las horas que yo había pasado en el banquillo de los acusados y no lo compadecí… bueno, sólo un poco.

– Lo siento -dijo.

Para una confesión era increíblemente inadecuado, mas no estaba confesando.

– Lo siento, necesito aire. ¿Hay un balcón?

Le hice una señal a Tansy de que siguiera donde estaba, lo conduje cual a un ciego por el oscuro salón y abrí la puerta de doble batiente del balcón. Una ráfaga de aire frío nos golpeó, así como el rumor de las olas del Atlántico contra la playa, a cien metros de allí. Estaba oscuro. Horas antes habían apagado las farolas del paseo marítimo y nos encontrábamos demasiado alto para ver las ventanas de los otros hoteles. Chester salió al balcón y aspiró hondo varias veces. Yo había supuesto que tenía algo que decirme que no quería que Tansy oyera. Lo seguí, con la sensación de estar pisando los fragmentos de algo valioso, e intenté decirme que ese algo merecía estar roto. Chester me daba la espalda y miraba hacia el mar. Esperé.

– ¿Qué piensa hacer? -Lo preguntó sin volverse; su voz era firme nuevamente. Ésa era la pregunta que yo quería hacerle.

– ¿Qué espera que haga?

Mi voz sonó tan firme como la suya. Parecíamos dos colegas hablando de un caso difícil.

– Que me diga cuál es su precio.

– ¿Precio…? -Empecé a indignarme, pero entonces me di cuenta de que no hablaba de dinero-. ¿A qué precio se refiere?

– ¿Un voto?

– ¿Qué voto?

– El mío -musitó. Seguía mirando hacia el mar.

– ¿Su voto en el Parlamento?

– No carezco de influencia.

Para oírlo tuve que aproximarme tanto que casi podía tocarlo, aunque él no me miraba.

– ¿He de entender que me ofrece votar por nuestra causa la próxima vez que la cuestión del voto de las mujeres se presente en el Parlamento?

Su «Sí» fue casi inaudible, pero el alboroto que causaría en Londres supondría nuestro avance más sonado en años. Y tenía razón en cuanto a su influencia: otros lo seguirían y quizá con ellos pudiésemos conquistar el derecho al voto.

– ¿Y a cambio qué quiere? -Lo sabía: olvidar lo de Topaz, que nunca nos había apoyado; olvidar a Bobsworth, que formaba parte de las miserias inevitables del mundo.

Chester murmuró algo, tan bajo que tuve que acercarme más, pero al moverme algo le ocurrió a mi cuerpo: mis costillas se apretaron hacia adentro impidiéndome respirar, el cielo se oscureció y mi espalda chocó con algo duro. Tras un segundo de oscuridad y pánico, comprendí que estaba intentando arrojarme por el balcón. Pero mi cuerpo supo sobreponerse y, aun sin instrucciones del cerebro, se preparó para resistir el ataque. Mis piernas patalearon e hicieron contacto con algo sólido; mi brazo izquierdo se liberó y cogió una tela. Para cuando mi mente acertó a centrarse, mis dedos ya se hallaban aferrados a su solapa y yo trataba de enderezarme y apartarme de la barandilla del balcón. Me oí gritar.

Chester había dado unos pasos atrás, le di un puntapié en la espinilla y casi logré enderezarme. Su cara se encontraba a centímetros de la mía, su expresión era resuelta y sus ojos, no más fríos que en el tribunal: era un hombre que intentaba llevar a cabo una tarea necesaria. Liberé mi otro brazo y le arañé la cara. Él gruñó de dolor. Sentí cómo se rasgaba su piel. Pero no me soltó, y yo, doblada hacia atrás, seguía sin recuperar el equilibrio. Volví a sentir la barandilla contra la espalda y mis piernas pataleaban ya sin contacto con el suelo. Lo único que veía era el cielo nocturno y una constelación cuyo nombre no recordaba. Me pregunté si lo recordaría durante mi caída al vacío. Uno de mis pies hacía contacto con el balcón, aunque se estaba deslizando.

– ¡Basta! -La voz de Tansy podría haberse dirigido a un perro que estuviese robando los restos de la comida. Chester no se lo esperaba, pues en el mundo sólo nos encontrábamos él y yo. Vaciló lo suficiente para que yo apoyara un pie en el suelo y echara hacia adelante el peso de mi cuerpo. Tansy se limitó a cogerlo de una oreja y tirar.

Creo que fue la indignidad de aquello lo que realmente lo distrajo. Respingó cuando su cabeza dio media vuelta. Yo conseguí apartarme y por un momento pareció que atacaría a Tansy, pero yo ya me hallaba a su lado. Nos miró. Jadeaba entrecortadamente y con una mano se masajeaba la dolorida oreja.

– Estaos quietos -dijo Tansy.

La regañina era para ambos, pero Tansy y yo lo habíamos arrinconado en un extremo del balcón.

– Yo lo vigilaré -ordenó Tansy-. Vaya a pedir ayuda.

De pronto, Chester se movió, aunque no hacia nosotros. Al momento siguiente había una figura contra el borde del balcón, recortada contra el cielo, pero a continuación hubo únicamente cielo. No hizo ruido. Tras un silencioso vacío peor que un grito, se oyó una especie de violento portazo contra el pavimento, allá abajo.

Al entrar en la sala, parpadeando por el sueño, Rose nos encontró a Tansy y a mí abrazadas como niñas perdidas en un bosque.

23

Pasaron dos meses antes de que viera de nuevo a Bobbie Fieldfare. A ambas nos detuvieron y nos llevaron en el mismo vehículo policial, tras la reyerta en la plaza del Parlamento en el curso del cual también detuvieron a la señora Pankhurst por abofetear a un inspector de policía en la Cámara de los Comunes. Fui la primera ocupante y Bobbie cayó sobre mí, desafiando todavía a los dos policías que la habían empujado dentro.

– ¡Ah!, eres tú de nuevo, Nell Bray…

El vehículo traqueteaba en el familiar trayecto hacia la comisaría de Bow Street.

– Supongo que no vas a decirme lo que ocurrió en realidad -dijo.

– El veredicto fue suicidio.

– ¿Igual que Topaz Brown?

– Exacto. Parece que en Biarritz este año hubo una auténtica epidemia de suicidios.

– ¿Desde el balcón de Topaz?

– Sufrió un colapso nervioso por exceso de trabajo.

– Eso decía el Times, y si eso decía el Times tiene que ser mentira.

La marcha disminuyó del trote al paso; nuestro carro se hallaba atrapado en la cola de otros de la policía que se dirigían a Bow Street con nuestras paladines a bordo.

– Lo estás protegiendo, ¿verdad, Nell? ¿Por qué a él, de todas las personas?

No contesté. Ninguna respuesta que pudiera darle la satisfaría. Lo hacía por una mujer tonta y regordeta que creía que era malvado que las mujeres aspirasen al voto, por una niña de mirada fría que creía que las mujeres no podían formar parte del Parlamento, por Tansy, que quería que Topaz descansara en paz. Sus mundos ya se habían destrozado, ¿acaso debía empeorarlo por cuestiones políticas?

Fuera, la multitud gritaba, pero a causa del ruido del tráfico no supe si nos apoyaban o nos insultaban.

– Por cierto, tengo buenas noticias acerca del testamento de Topaz. Parece que el hermano está dispuesto a aceptar la mitad del dinero.

– ¡La mitad!

– Eso nos deja veinticinco mil libras, y eso significa veinticinco candidatos y una elección general cualquier día de éstos.

Una elección que sin duda nos traería la victoria por fin, que nos daría lo que merecíamos en toda justicia y lógica. Y Topaz Brown, nos hubiese apoyado o no, también merecía formar parte de todo eso.

– ¿Has visto a Rose Mills últimamente? -preguntó Bobbie.

Parecía menos segura de sí misma.

– Supongo que va en uno de los carros de la policía más adelante. Encabezaba a un grupo de trabajadoras de la confección que trataron de asaltar el Ministerio del Interior.

– Eso está bien.

Por una vez, estuve de acuerdo con ella.

Estaba casi segura de haberle conseguido a Rose una plaza para el otoño en un colegio que no se escandalizaría por unos antecedentes policiales adquiridos por una buena causa. Quizá eso complaciera a Tansy, que -si se arreglaba el asunto del testamento de Topaz- obtendría sus quinientas libras para la casita.

– Y los patos, por supuesto.

– ¿Qué dices?

Bobbie me miraba fijamente. Sin duda yo había hablado en voz alta.

– Quiero decir gatos. Estaba pensando que mis vecinos tendrán que encargarse otra vez de mis gatos.

El carro se había detenido. Oímos las pesadas botas de un policía que se dirigía hacia la parte trasera del vehículo para conducirnos a la comisaría. Bobbie y yo nos levantamos al mismo tiempo, nos miramos y nos echamos a reír. Bobbie se sentó de nuevo.

– Después de ti, Nell Bray.

Era lo más cerca que jamás llegaríamos a estar de una tregua.

Gillian Linscott

***