La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora.

El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales.

En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan.

La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

Fred Vargas

La tercera virgen

Traducción del francés de Anne-Hélène Suárez Girard

Título original: Dans les bois éternels

I

Sujetando la cortina de la ventana con una pinza de la ropa, Lucio podía observar más a sus anchas al nuevo vecino. Era un tipo bajito y moreno que estaba construyendo un muro de bloques de hormigón, sin plomada y con el torso desnudo bajo un fresco viento de marzo. Después de una hora de vigilancia, Lucio sacudió rápidamente la cabeza, como una lagartija pone fin a su siesta estática, despegando de sus labios la colilla apagada.

– Ése -dijo enunciando por fin su diagnóstico-, sin plomada y a su bola. Va en su burro, siguiendo su brújula. Como le da la gana.

– Pues déjalo -dijo su hija sin convicción.

– Sé lo que tengo que hacer, María.

– Lo que pasa es que te gusta preocupar a la gente con tus historias.

El padre chasqueó la lengua.

– No dirías eso si tuvieras insomnio. La otra noche la vi, como te estoy viendo a ti ahora.

– Sí, ya me lo dijiste.

– Pasó delante de las ventanas del primer piso, lenta como un espectro.

– Ya -dijo María, indiferente.

El anciano se había erguido, apoyándose en su bastón.

– Era como si estuviera esperando la llegada del nuevo, como si se preparara para su presa. Para él -añadió señalando la ventana con la barbilla.

– A él -dijo María-, lo que le digas le entrará por un oído y le saldrá por el otro.

– Lo que haga es asunto suyo. Dame un cigarrillo, voy a ponerme en camino.

María puso directamente el cigarrillo entre los labios de su padre y lo encendió.

– María, leñe, quítale el filtro.

María obedeció y ayudó a su padre a ponerse el abrigo. Luego le metió en el bolsillo un pequeño transistor de donde salían, crepitando, palabras ininteligibles. El viejo nunca se separaba de él.

– No seas muy bestia con el vecino -le dijo, ajustándole la bufanda.

– El vecino está curado de espanto, créeme.

Adamsberg había estado trabajando despreocupado bajo la vigilancia del viejo de enfrente, preguntándose cuándo vendría a tantearlo en persona. Lo miró atravesar el pequeño jardín con paso oscilante, alto y digno, hermoso rostro surcado de arrugas, pelo blanco intacto. Adamsberg iba a tenderle la mano cuando se dio cuenta de que el hombre no tenía antebrazo derecho. Levantó la paleta en señal de bienvenida y posó sobre él una mirada tranquila y vacía.

– Puedo prestarle mi plomada -dijo el viejo con cortesía.

– Ya me las arreglo así -respondió Adamsberg calando otro bloque-. En mi tierra siempre hemos hecho los muros a ojo, y todavía están en pie. Torcidos, pero en pie.

– ¿Es usted albañil?

– No, soy madero. Comisario de policía.

El anciano apoyó su bastón contra el nuevo muro y se abrochó la chaqueta hasta la barbilla, mientras asimilaba la información.

– ¿Busca droga y cosas así?

– Cadáveres. Estoy en la Brigada Criminal.

– Bien -dijo el viejo tras un ligero sobresalto-. Pues yo estuve en una cuadrilla.

Guiñó un ojo a Adamsberg.

– Pero no de ladrones, ¿eh?, de obreros de carpintería. Poníamos tarimas de madera.

Un graciosillo, en sus tiempos, pensó Adamsberg dirigiendo una sonrisa de complicidad a su nuevo vecino, que parecía apto para distraerse con cualquier cosa sin ayuda de nadie. Un guasón, un chistoso, pero con unos ojos negros que te taladraban vivo.

– Roble, haya, pino. Si me necesita, ya sabe dónde me tiene. En su casa sólo hay baldosa de barro.

– Sí.

– Es menos cálido que la tarima. Me llamo Velasco, Lucio Velasco Paz. Empresa Velasco Paz e hija.

Lucio Velasco sonreía abiertamente, sin apartar sus ojos del rostro de Adamsberg, inspeccionándolo palmo a palmo. Ese viejo estaba dando rodeos, ese viejo tenía algo que decirle.

– María es la que lleva ahora la empresa. Tiene la cabeza bien puesta; que no le vengan con cuentos, que no le gusta.

– ¿Qué tipo de cuentos?

– Cuentos de fantasmas, por ejemplo -dijo el hombre, arrugando sus ojos negros.

– No se preocupe, no conozco cuentos de fantasmas.

– Ya; uno dice eso y, un buen día, conoce uno.

– Puede ser. No lleva la radio bien sintonizada. ¿Quiere que se la arregle?

– ¿Para qué?

– Para oír los programas.

– No, hombre [1], no. No quiero escuchar esas tonterías. A mis años, uno tiene derecho a no dejarse engañar.

– Por supuesto -dijo Adamsberg.

Si el vecino quería pasearse con un transistor sin sintonizar en el bolsillo y si quería llamarlo hombre, allá él.

El viejo hizo de nuevo una pausa mientras escrutaba el modo en que Adamsberg colocaba los bloques.

– ¿Está contento con esta casa?

– Mucho.

Lucio hizo una broma ininteligible y se echó a reír. Adamsberg sonrió amablemente. Había algo juvenil en su risa, pese a que el resto de su postura parecía indicar que era más o menos responsable del destino de los hombres en este mundo.

– Ciento cincuenta metros cuadrados -prosiguió el viejo-. Un jardín, una chimenea, un sótano, una leñera. Eso en París ya no se encuentra. ¿No se ha preguntado por qué la ha conseguido por cuatro reales?

– Por vieja y destartalada, supongo.

– ¿Y no se ha preguntado por qué nunca la han tirado?

– Está al fondo de una callejuela, no molesta a nadie.

– De todos modos, hombre. Ni un comprador en seis años. ¿No le extraña eso?

– Digamos, señor Velasco, que soy difícil de extrañar.

Adamsberg raspó el exceso de cemento con la paleta.

– Pero suponga que le extraña -insistió el viejo-. Suponga que se pregunta por qué la casa no encontraba comprador.

– Porque el retrete está fuera. La gente ya no soporta esas cosas.

– Podrían haber construido un muro para unirlo a la casa, como está haciendo usted.

– No lo hago por mí. Es por mi mujer y mi hijo.

– ¡Me cago en la!, ¿no irá a traer una mujer aquí?

– No creo. Vendrán de paso.

– Pero ¿y ella? Ella no dormirá aquí, ¿verdad? ¿Ella?

Adamsberg frunció el ceño mientras la mano del viejo se posaba sobre su brazo, buscando su atención.

– No se crea usted más listo que nadie -dijo el anciano bajando el tono de voz-. Venda. Hay cosas que se nos escapan. Que están fuera de nuestro alcance.

– ¿Qué cosas?

Lucio movió los labios, mascullando su cigarrillo apagado.

– ¿Ve esto? -dijo levantando el brazo derecho.

– Sí -contestó Adamsberg con respeto.

– Lo perdí a los nueve años, en la Guerra Civil.

– Sí.

– Y a veces me pica. Me pica el trozo que me falta, sesenta y nueve años después. En un sitio muy preciso, siempre el mismo -dijo el viejo señalando un punto en el aire-. Mi madre sabía por qué: es la picadura de la araña. Cuando perdí el brazo, no había acabado de rascarme. Así que me sigue picando.

– Sí, claro -dijo Adamsberg, removiendo en silencio el cemento.

– Porque la picadura no había terminado su vida, ¿entiende? Exige lo que es suyo, se venga. ¿No le recuerda a nada?

– A las estrellas -sugirió Adamsberg-. Brillan después de muertas.

– Sí, por qué no -admitió el viejo, sorprendido-. O el sentimiento: por ejemplo, un chico que sigue enamorado de una chica, o al revés, cuando todo se ha ido al garete. ¿Entiende lo que le quiero decir?

– Sí.

– Y ¿por qué sigue enamorado el chico, o ella? ¿Cómo se explica?

– No lo sé -dijo Adamsberg, paciente.

Entre ráfaga y ráfaga, el tenue sol de marzo le calentaba suavemente la espalda, y estaba a gusto, allí, fabricando un muro en ese jardín abandonado. Lucio Velasco Paz podía hablarle todo lo que quisiera, no le molestaba en absoluto.

– Pues muy sencillo: porque el sentimiento no ha terminado su vida. Esas cosas existen fuera de nosotros. Hay que esperar a que se acaben, hay que rascarse hasta el final. Y, si uno muere antes de haber terminado de vivir, pasa lo mismo. Los asesinados siguen vagando por ahí, unos canallas que no paran de venir a picarnos.

– Picaduras de araña -sugirió Adamsberg, cerrando el círculo.

– Aparecidos -dijo el viejo con gravedad-. ¿Comprende ahora por qué nadie quería su casa? Porque tiene fantasmas, hombre.

Adamsberg acabó de limpiar el cuezo y se frotó las manos.

– ¿Por qué no? -dijo-. No me molesta. Estoy acostumbrado a las cosas que se me escapan.

Lucio alzó el mentón y contempló a Adamsberg con cierta tristeza.

– Hombre, tú sí que no te le escaparás, si vas de listo. ¿Qué te crees? ¿Que puedes más que ella?

– ¿Ella? ¿Es una mujer?

– Es una aparecida del siglo de antes de antes, de la época de antes de la Revolución. Una vieja inmundicia, una sombra.

El comisario pasó lentamente la mano por la superficie rugosa de los bloques de hormigón.

– ¿Ah, sí? -preguntó, súbitamente pensativo-. ¿Una sombra?

II

Adamsberg preparaba el café en la gran sala-cocina, todavía poco acostumbrado al lugar. La luz entraba por los vidrios de la ventana, iluminando las antiguas baldosas, de un rojo mate, unas baldosas del siglo de antes de antes. Olores a humedad, a madera quemada, a hule nuevo, algo que, buscando bien, se asociaba a su casa de la montaña.

Puso dos tazas desparejadas en la mesa, justo donde el sol dibujaba un rectángulo. Su vecino se había sentado muy recto y se apretaba la rodilla con los dedos de su única mano. Una mano ancha, como para estrangular un buey con el pulgar y el índice, que parecía haber duplicado de volumen para compensar la ausencia de la otra.

– ¿No tendrá un algo para acompañar el café? ¿Sin que sea una molestia?

Lucio echó una mirada suspicaz al jardín, mientras Adamsberg buscaba cualquier tipo de alcohol en las cajas de cartón aún apiladas.

– ¿Su hija no le deja? -preguntó.

– No me anima a ello.

– ¿A ver esto? ¿Qué es? -preguntó Adamsberg sacando una botella de una de las cajas.

– Un Sauternes -juzgó el viejo entornando los ojos como un ornitólogo identificando de lejos un pájaro-. Es un poco temprano para un Sauternes.

– No tengo nada más.

– Pues nos arreglaremos con eso -decretó el viejo.

Adamsberg le sirvió un vaso y se instaló junto a él, exponiendo su espalda al cuadrado de sol.

– ¿Qué es lo que sabe exactamente? -preguntó Lucio.

– Que la anterior propietaria se ahorcó en la habitación de arriba -dijo Adamsberg señalando el techo con el dedo-. Por eso nadie quería esta casa. A mí, en cambio, me da igual.

– ¿Porque tiene vistos a muchos ahorcados?

– Alguno. Pero a mí los muertos nunca me han dado problemas. Me los dan sus asesinos.

– Pero, hombre, no estamos hablando de muertos de verdad, hablamos de los otros, de los que no se van. Ella nunca se fue.

– ¿La ahorcada?

– La ahorcada se fue -explicó Lucio echándose un lingotazo, como para celebrar el acontecimiento-. ¿Sabe por qué se mató?

– No.

– La casa la volvió loca. Todas las mujeres que viven aquí acaban minadas por la Sombra. Y se mueren de eso.

– ¿La Sombra?

– La aparecida del convento. Por eso el callejón se llama calle de las Corujas.

– No entiendo -dijo Adamsberg sirviendo el café.

– Había aquí un antiguo monasterio de mujeres, en el siglo de antes de antes. Eran unas monjas de las que no podían hablar.

– Serían cartujas.

– Eso es. Y se decía la calle de las Cartujas. Pero luego acabó siendo de las Corujas.

– ¿Sin que tuviera nada que ver con las lechuzas? -preguntó Adamsberg, decepcionado.

– No, son las monjas. Pero «cartujas» cuesta más de pronunciar. Car-tu-jas -añadió Lucio aplicándose.

– Cartujas -repitió lentamente Adamsberg.

– ¿Lo ve? Es difícil. Todo esto para decirle que, en aquellos tiempos, una de esas cartujas mancilló esta casa. Con el diablo, al parecer. Pero bueno, de eso no hay pruebas.

– ¿De qué tiene usted pruebas, señor Velasco? -preguntó Adamsberg sonriendo.

– Puede llamarme Lucio. Pruebas haylas. Hubo un proceso en aquel entonces, en 1771, y el convento fue abandonado, y la casa purificada. La cartuja se hacía llamar Santa Clarisa. A cambio de una ceremonia y de un dinero, prometía a las mujeres que irían al paraíso. Lo que no sabían las viejas era que el viaje era inmediato. Cuando llegaban con la bolsa llena, las degollaba. Así mató a siete. Siete, hombre. Pero una noche tuvo que vérselas con un hueso duro de roer.

Lucio se echó a reír con su risa de crío, y se rehízo.

– No hay que bromear con los demonios -dijo-. Vaya, me pica el brazo, es mi castigo.

Adamsberg lo miró agitar los dedos al aire, esperando tranquilamente la continuación.

– ¿Le alivia rascarse?

– De momento, luego vuelve a picarme. La noche del 3 de enero de 1771, una vieja fue a ver a Clarisa para comprar el paraíso. Pero su hijo, desconfiado y agarrado, la acompañaba. Era curtidor. Mató a la santa. Así -mostró Lucio asestando un puñetazo a la mesa- La aplastó con sus manos de coloso. ¿Ha seguido la historia?

– Sí.

– Si no, puedo volver a contársela.

– No, Lucio, continúe.

– Sólo que esa mala bestia de Clarisa nunca llegó a irse del todo. Porque tenía veintiséis años, ¿entiende? Así que todas las mujeres que vivieron aquí a partir de entonces salieron con los pies por delante y de muerte violenta. Antes de Madelaine (la ahorcada), hubo una señora Jeunet, en los años sesenta. Cayó sin motivo de la ventana de arriba. Y antes de la Jeunet, una tal Marie-Louise a quien encontraron con la cabeza metida en el horno de carbón, durante la guerra. Mi padre las conoció a las dos. Sólo tuvieron problemas.

Los dos hombres asintieron juntos, Lucio Velasco con gravedad, Adamsberg con cierto placer. El comisario no quería herir al viejo. Y, en el fondo, esa buena historia de fantasmas les convenía a ambos, y la hacían durar tanto tiempo como el azúcar al fondo del café. Los horrores de Santa Clarisa intensificaban la existencia de Lucio y distraían momentáneamente la de Adamsberg de los asesinatos triviales que tenía entre manos. Ese espectro femenino era mucho más poético que los dos tipos cosidos a puñaladas la semana pasada en Porte de la Chapelle. Estuvo en un tris de contar su propia historia a Lucio, ya que el viejo español parecía tener una opinión segura acerca de todas las cosas. Le gustaba ese sabio guasón de una sola mano, salvo en lo referente a la radio que zumbaba constantemente en su bolsillo. Obedeciendo a un gesto de Lucio, Adamsberg le llenó el vaso.

– Si todos los asesinados andan flotando por ahí, ¿cuántos fantasmas habrá en mi casa? ¿Santa Clarisa y sus siete víctimas? ¿Más las dos mujeres que conoció su padre, más Madelaine? ¿Once? ¿O más?

– Sólo está Clarisa -afirmó Lucio-. Sus víctimas eran demasiado viejas, nunca volvieron. A menos que estén en sus propias casas, que también es posible.

– Sí.

– Lo de las otras tres es distinto. No fueron asesinadas, sino poseídas. En cambio, Santa Clarisa no había acabado de vivir cuando el curtidor la aplastó con sus puños. ¿Entiende ahora por qué nunca han derribado la casa? Porque Clarisa habría ido a instalarse a otro sitio. En mi casa, por ejemplo. Y todo el mundo, en el barrio, prefiere saber dónde tiene su guarida.

– Aquí.

Lucio asintió guiñando un ojo.

– Y mientras nadie ponga los pies aquí, no pasa nada.

– O sea que es hogareña, en cierto modo.

– Ni siquiera baja al jardín. Espera a sus víctimas allá arriba, en el desván. Y ahora vuelve a tener compañía.

– Yo.

– Usted -confirmó Lucio-. Pero usted es hombre, no le dará mucho la lata. A quienes vuelve tarumbas es a las mujeres. No traiga aquí a su mujer, hágame caso. O, si no, venda.

– No, Lucio. Me gusta esta casa.

– Cabezota, ¿eh? ¿De dónde viene?

– De los Pirineos.

– Alta montaña -dijo Lucio con deferencia-, no vale la pena que trate de convencerlo.

– ¿Los conoce?

– Hombre, nací al otro lado. En Jaca.

– ¿Y los cuerpos de las siete viejas? ¿Los buscaron en la época del proceso?

– No. En aquellos tiempos, en el siglo de antes de antes, no se investigaba como ahora. Deben de estar todavía ahí debajo -dijo Lucio señalando el jardín con el bastón-. Por eso no se cava demasiado hondo. No hay que provocar al diablo.

– No, ¿para qué?

– Usted es como María -dijo el viejo sonriendo-, estas cosas le divierten. Pero, hombre, yo la he visto a menudo. Nieblas, vapores, y luego su respiración, fría como el invierno en lo alto de los picos. Y la semana pasada estaba yo meando debajo del avellano y la vi de verdad.

Lucio vació el vaso de Sauternes y se rascó la picadura.

– Ha envejecido mucho -dijo casi con asco.

– Son muchos años… -respondió Adamsberg.

– Claro. Tiene la cara arrugada como una nuez vieja.

– ¿Dónde estaba?

– En el piso de arriba. Iba y venía por la habitación de encima.

– Va a ser mi despacho.

– ¿Y dónde pondrá el dormitorio?

– Al lado.

– Pues no le falta valor -dijo Lucio levantándose-. ¿No habré sido muy bestia, por lo menos? María no quiere que sea bestia.

– En absoluto -respondió Adamsberg, que de repente se encontraba con un lote de siete cadáveres bajo los pies y una fantasma con cara de nuez.

– Mejor. Quizá consiga usted aplacarla. Aunque dicen que sólo un hombre muy viejo podrá con ella. Pero eso son leyendas, no se crea usted todo lo que le cuenten.

Una vez solo, Adamsberg engulló el fondo de su café frío. Luego alzó la mirada hacia el techo, y escuchó.

III

Después de una noche serena en compañía de Santa Clarisa, el comisario Adamsberg empujó la puerta del Instituto Forense. Hacía nueve días que dos hombres habían sido degollados en Porte de la Chapelle, a pocos cientos de metros uno de otro. Dos pringados, dos bandidos de poca monta que trapicheaban en el Mercado de las Pulgas, había dicho el policía del sector de la zona a modo de presentación. Adamsberg estaba empeñado en volver a verlos desde que el inspector Mortier, de la Brigada de Estupefacientes, había manifestado el deseo de quitárselos.

– Un par de colgaos degollados en Porte de la Chapelle son cosa mía, Adamsberg -había declarado Mortier-. Sobre todo habiendo un negrata en el lote. ¿A qué esperas para pasármelos? ¿A que nieve?

– A entender por qué tienen tierra debajo de las uñas.

– Porque eran unos guarros.

– Porque estuvieron cavando. Y la tierra es cosa de la Brigada Criminal y cosa mía.

– ¿Nunca has visto imbéciles escondiendo mierda en las jardineras? Pierdes el tiempo, Adamsberg.

– Me da igual. Me gusta.

Los dos cuerpos desnudos estaban tendidos uno junto a otro, un grandullón blanco, un grandullón negro, uno velludo, el otro no, cada cual bajo su neón de la morgue. Dispuestos con los pies juntos y los brazos pegados al cuerpo, parecían haber adquirido en la muerte una formalidad de colegiales totalmente inédita. A decir verdad, pensaba Adamsberg contemplando sus dóciles posturas, los dos hombres habían llevado una existencia llena de clasicismo, por lo avara que es la vida en cuestión de originalidad. Jornadas organizadas, con mañanas dedicadas a dormir, tardes consagradas al trapicheo, noches destinadas a las chicas y domingos a las madres. En el margen, como en todas partes, la rutina impone sus mandamientos. Sus salvajes asesinatos rompían de manera anormal el desarrollo de sus vidas anodinas.

La forense miraba a Adamsberg dar vueltas alrededor de los cuerpos.

– ¿Qué quiere que haga con ellos? -preguntó, con la mano sobre el muslo del negro, dándole palmaditas al desgaire como para consolarlo póstumamente-. Dos tipos que trapicheaban en los tugurios, con el pescuezo rebanado, son cosa de los de Estupefacientes.

– Efectivamente, los reclaman a voz en grito.

– ¿Y? ¿Cuál es el problema?

– El problema soy yo. No quiero dárselos. Y espero que me ayude a quedármelos. Piense algo.

– ¿Por qué? -preguntó la doctora, con la mano todavía sobre el muslo del negro, señalando mediante ese gesto que el hombre seguía, de momento, bajo su arbitraje, en zona franca, y que sólo ella decidiría su destino, hacia la Brigada de Estupefacientes o hacia la Brigada Criminal.

– Tienen tierra fresca debajo de las uñas.

– Supongo que los estupas también tendrán sus razones. ¿Tienen ellos fichados a estos hombres?

– Ni siquiera. Estos hombres son para mí y punto.

– Ya me habían prevenido contra usted -dijo tranquilamente la forense.

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de que no siempre se entiende su sentido. O sea, conflictos.

– No será la primera vez, Ariane.

Con la punta del pie, la forense acercó un taburete de ruedas y se sentó con las piernas cruzadas. Adamsberg la había encontrado guapa veintitrés años atrás, y seguía siéndolo a los sesenta, elegantemente sentada en ese escabel de la morgue.

– Vaya -dijo ella-. Me conoce.

– Sí.

– Yo, en cambio, no.

La doctora encendió un cigarrillo y reflexionó unos instantes.

– No -concluyó-, no me suena. Lo siento.

– Fue hace veintitrés años y sólo duró unos meses. La recuerdo a usted, recuerdo su apellido, su nombre, y recuerdo que nos tuteábamos.

– ¿Hasta ese punto? -dijo sin calidez-. ¿Y qué teníamos los dos, para tomarnos esas confianzas?

– Una bronca enorme.

– ¿Amorosa? Me daría pena no recordarlo.

– Profesional.

– Vaya -respondió la forense frunciendo el ceño.

Adamsberg inclinó la cabeza, distraído por los recuerdos que esa voz alta y ese tono cortante evocaban en su memoria. Volvía a ver la ambigüedad que lo había tentado y desconcertado de joven, el traje severo pero el pelo revuelto, el tono altivo pero las palabras naturales, las poses elaboradas pero los gestos espontáneos. Tanto era así que uno no sabía si tenía delante a un espíritu superior y distanciado o a una trabajadora empedernida que olvida las apariencias. Incluso ese «Vaya» con el que a menudo iniciaba las frases, sin que se supiera si la réplica era despectiva o popular. Ante ella, Adamsberg no era el único en tomar precauciones. La doctora Ariane Lagarde era la forense más célebre del país, nadie podía competir con ella.

– ¿Nos tuteábamos? -prosiguió dejando caer la ceniza en el suelo-. Hace veintitrés años, yo ya había hecho mi camino; en cambio, usted debía de ser sólo un simple teniente.

– Apenas un joven cabo.

– Me sorprende usted. No tuteo así como así a mis colegas.

– Nos llevábamos bien. Hasta que la enorme bronca culminó, haciendo temblar las paredes de un café de Le Havre. Me cerró la puerta en las narices, y no volvimos a vernos. No tuve tiempo de acabarme la cerveza.

Ariane aplastó la colilla con el pie y volvió a acomodarse en el taburete de metal, recobrando la sonrisa, vacilante.

– Esa cerveza -dijo- ¿no la habré tirado al suelo, por casualidad?

– Así es.

– Jean-Baptiste -dijo articulando las sílabas-. El joven cretino de Jean-Baptiste Adamsberg, que creía saber más que nadie.

– Es lo que me dijiste antes de romper mi vaso.

– Jean-Baptiste -repitió Ariane con voz más lenta.

La forense dejó el taburete y fue a poner una mano sobre el hombro de Adamsberg. Pareció a punto de besarlo, pero se apresuró a meter de nuevo la mano en el bolsillo de su bata.

– Me caías bien. Dislocabas el mundo sin ser consciente siquiera. Y, por lo que cuentan del comisario Adamsberg, el tiempo no ha mejorado las cosas. Ahora entiendo: tú eres él, y él eres tú.

– En cierto modo.

Ariane se apoyó en la mesa de disección donde descansaba el cuerpo del grandullón blanco, empujando el busto del muerto para estar más a gusto. Al igual que todos los forenses, Ariane no mostraba el menor respeto hacia los difuntos. En cambio, hurgaba en el enigma de sus cuerpos con insuperable talento, rindiendo así homenaje, a su manera, a la complejidad inmensa y singular de cada uno. Los trabajos de la doctora Lagarde habían glorificado los cadáveres de vivos corrientes y molientes. Pasar por sus manos le hacía a uno entrar en la Historia. Eso sí, lamentablemente, muerto.

– Era un cadáver excepcional -recordó ella-. Lo habían encontrado en su habitación, con una carta de despedida muy refinada. Un alcalde, implicado en un escándalo y arruinado, que se había suicidado de un sablazo en el vientre, a la japonesa.

– Hasta las cejas de ginebra para darse valor.

– Lo recuerdo muy bien -prosiguió Ariane con el tono suavizado de quien rememora una bonita historia-. Un suicidio sin incidentes, precedido de una tendencia antigua a la depresión compulsiva. El consejo municipal se sintió aliviado de que el asunto no fuera más allá, ¿recuerdas? Yo había entregado mi informe, irreprochable. Tú hacías las fotocopias, las encuadernaciones, los recados, sin obedecer demasiado. Nos íbamos a tomar algo por las tardes, en los muelles. Yo rozaba la promoción, tú soñabas en tu estancamiento. En esa época, yo echaba granadina en la cerveza, y hacía espuma.

– ¿Seguiste inventando mixturas?

– Sí -dijo Ariane en tono algo decepcionado-, montones, pero sin grandes logros hasta ahora. ¿Te acuerdas de la Violina? Un huevo batido, menta y vino de Málaga.

– Yo nunca quise probar esa cosa.

– Pues dejé la Violina. Iba bien para los nervios, pero resultaba demasiado energética. Probamos muchas mezclas en Le Havre.

– Menos una.

– Vaya.

– La mezcla de los cuerpos. Ésa no la probamos.

– No. Yo todavía estaba casada y era abnegada como un perro enfermo. En cambio, formábamos un dúo perfecto para los informes que dábamos a la policía.

– Hasta que…

– Hasta que a un joven cretino llamado Jean-Baptiste Adamsberg se le metió entre ceja y ceja que el alcalde de Le Havre había sido asesinado. Y ¿por qué? Por diez ratas muertas que habías encontrado en un almacén del puerto.

– Doce, Ariane. Doce ratas desangradas de una cuchillada en el vientre.

– Bueno, pues doce. Dedujiste que un asesino ejercitaba su valor antes de llevar a cabo el ataque definitivo. Y había otra cosa. Te pareció que la herida era demasiado horizontal. Dijiste que el alcalde debería de haber sujetado el sable más inclinado, de abajo arriba. A pesar de que estaba borracho como una cuba.

– Y tiraste mi vaso al suelo.

– Le había dado un nombre, maldita sea, a esa granadina con cerveza.

– La Granalla. Hiciste que me echaran de Le Havre y entregaste el informe sin mí: suicidio.

– ¿Qué sabías tú de esas cosas? Nada.

– Nada -reconoció Adamsberg.

– Ven a tomar un café. Así me cuentas lo que te preocupa de tus cadáveres.

IV

El teniente Veyrenc había sido asignado a esa misión hacía tres semanas, y lo habían metido en un trastero de un metro cuadrado para garantizar la protección de una mujer joven a quien veía pasar por el rellano diez veces al día. Y esa mujer lo conmovía, y esa emoción lo contrariaba. Se revolvió en la silla buscando otra posición.

No tenía por qué preocuparse, eso no era más que un grano de arena en el engranaje, una astilla en el pie, un pájaro en el motor. El mito según el cual un solo pajarillo, por encantador que fuera, podía hacer estallar la turbina de un avión era una pura memez, una de las muchas que los hombres saben inventarse para meterse miedo. Como si no tuvieran suficientes preocupaciones. Veyrenc espantó el pájaro de un manotazo mental, destapó su estilográfica y se dedicó a limpiarla con esmero. No tenía otra cosa que hacer, de todos modos. El edificio estaba sumido en el silencio.

Volvió a tapar la estilográfica, la enganchó en su bolsillo interior y cerró los ojos. Hacía quince años, día por día, que se había quedado dormido a la sombra prohibida del nogal. Quince años de duro trabajo que nadie podría quitarle. Al despertar, se había curado la alergia a la salvia del árbol y, con el tiempo, había ido domesticando sus terrores, había trepado hasta las fuentes de los tormentos para erradicar las turbulencias. Quince años de esfuerzos para transformar a un chico de torso hundido y que escondía su cabello en un cuerpo robusto y un alma sólida. Quince años de energía para dejar de revolotear como vulnerable descerebrado por el mundo de las mujeres, que lo había dejado ahíto de sensaciones y saturado de complicaciones. Al ponerse en pie bajo ese nogal, se había declarado en huelga como un obrero exhausto, iniciando una jubilación precoz. Alejarse de las crestas peligrosas, aguar el vino de los sentimientos, diluir, dosificar, quebrar la compulsión de los deseos. Y no le iba nada mal, a su parecer, lejos de los líos y del caos, cerca de cierta serenidad ideal. Relaciones inofensivas y pasajeras, natación cadenciosa hacia su objetivo, labor, lectura y versificación, estado casi perfecto.

Había alcanzado su meta, lograr que lo destinaran a la Brigada Criminal de París, encabezada por el comisario Adamsberg. Estaba satisfecho, pero sorprendido. Reinaba en ese equipo un microclima insólito. Bajo la dirección poco perceptible de su jefe, cada agente dejaba crecer su potencial a su manera, abandonándose a humores y caprichos sin relación alguna con los objetivos establecidos. La Brigada había acumulado resultados indiscutibles, pero Veyrenc seguía siendo muy escéptico. A saber si esa eficacia era el resultado de una estrategia o un fruto caído de la providencia. Providencia que hacía la vista gorda, por ejemplo, al hecho de que Mercadet hubiera instalado cojines en el piso de arriba y durmiera allí varias horas al día, al hecho de que un gato anormal defecara sobre las resmas de papel, de que el comandante Danglard ocultara vino en el armario del sótano, de que hubiera por las mesas documentos que no tenían nada que ver con la investigación, como anuncios inmobiliarios, listas de la compra, artículos de ictiología, reproches privados, prensa geopolítica; todo el espectro de colores del arco iris, por lo poco que llevaba visto en un mes. Ese estado de cosas no parecía molestar a nadie, salvo quizá al teniente Noël, un tipo brutal que no encontraba nadie a su gusto. Y que, ya el segundo día, le había hecho una observación ofensiva sobre su pelo. Veinte años antes, eso lo habría hecho llorar, pero ahora le importaba un bledo, o casi. El teniente Veyrenc se cruzó de brazos y apoyó la cabeza en la pared. Fuerza inasequible enroscada en una materia compacta.

En cuanto al comisario, le había costado identificarlo. De lejos, Adamsberg no parecía gran cosa. Se había cruzado varias veces con ese hombre de poca estatura, cuerpo nervioso y movimientos lentos, rostro de relieves heterogéneos, ropa arrugada y mirada a juego, sin imaginar que se trataba de uno de los elementos con más fama, buena o mala, de la Brigada. Hasta sus ojos parecían no servirle para nada. Veyrenc esperaba una entrevista oficial con él desde el primer día. Pero Adamsberg no se había fijado en el teniente, mecido por algún chapoteo de pensamientos profundos o vacuos. Era posible que pasara un año entero sin que el comisario se diera cuenta de que su equipo contaba con un nuevo miembro.

Los demás agentes, por su parte, no habían dejado escapar la oportunidad de cazar al vuelo la ventaja considerable que suponía la llegada de un Nuevo. Por eso se encontraba escondido en el cuartucho, en el rellano del séptimo piso, ejerciendo una vigilancia aplastante de aburrimiento. Según las normas, deberían haberlo relevado regularmente, y así había sido al principio. Pero luego los relevos habían ido espaciándose, so pretexto de que uno era propenso a la melancolía, otro al sueño, otro a la claustrofobia, a las impaciencias, a las dorsalgias, de modo que ahora era el único en montar guardia, desde la mañana hasta la noche, sentado en una silla de madera.

Veyrenc estiró las piernas como pudo. Ése era el sino de los novatos, y le importaba poco. Con la pila de libros a sus pies, el cenicero de bolsillo en la chaqueta, la vista del cielo por el ventanuco y su estilográfica en estado de uso, casi habría podido vivir feliz allí. Mente en reposo, soledad dominada, objetivo alcanzado.

V

La doctora Lagarde había complicado las cosas reclamando una gota de leche de almendras para mezclar con su cortado doble. Pero, por fin, las consumiciones acabaron llegando a la mesa.

– ¿Qué le ha pasado al doctor Romain? -preguntó mientras daba vueltas al líquido espeso.

Adamsberg alzó las manos en gesto de ignorancia.

– Tiene vapores. Como una mujer del siglo pasado.

– Vaya. ¿De dónde sacas ese diagnóstico?

– Del propio doctor Romain. No tiene depresión, no tiene patología. Pero se arrastra de un sofá a otro, entre siestas y crucigramas.

– Vaya -repitió Ariane frunciendo el ceño-. Y eso que Romain es un hombre activo, y un forense muy capaz. Le gusta su trabajo.

– Sí. Pero tiene vapores. Estuvimos dudando mucho tiempo antes de sustituirlo.

– ¿Y por qué me has hecho venir?

– Yo no te he hecho venir.

– Me han dicho que la Brigada de París me reclamaba a voz en grito.

– No fui yo, pero me vienes al pelo.

– Para quitarles esos dos chicos a los estupas.

– Según Mortier, no son dos chicos. Son dos pringados, y uno de ellos negro. Mortier es el jefe de los estupas, no nos llevamos bien.

– ¿Por eso no quieres pasarle los cuerpos?

– No, no soy adicto a los cadáveres. Pero se da la circunstancia de que estos dos son cosa mía.

– Ya me lo has dicho. Cuéntame.

– No se sabe nada. Los mataron la noche del viernes al sábado en Porte de la Chapelle. Para Mortier, eso significa necesariamente drogas. De hecho, para Mortier, los negros sólo se dedican a la droga, hasta se pregunta si saben hacer otra cosa en la vida. Y está esa marca de pinchazo en el brazo.

– Ya lo he visto. Los análisis no han dado ningún resultado. ¿Qué esperas de mí?

– Que busques y me digas lo que había en la jeringuilla.

– ¿Por qué rechazas la hipótesis de la droga? No será porque no la hay en La Chapelle.

– La madre del negro asegura que su hijo no la tocaba. Ni consumía ni vendía. La del blanco no sabe.

– ¿Tú sigues creyendo en la palabra de las ancianas madres?

– La mía siempre dijo de mí que tenía la cabeza como un colador, que hasta se podía oír el viento entrar por un lado y salir por el otro, silbando. Tenía razón. Además, ya te lo he dicho: los dos tienen las uñas sucias.

– Como todos los indigentes del Mercado de las Pulgas.

Ariane decía «indigentes» con ese tono de compasión propio de los grandes indiferentes, para quienes la miseria es un hecho y no un problema.

– No es mugre, Ariane, es tierra. Y esos tipos no cuidaban ningún jardín. Vivían en habitaciones destartaladas, sin luz y sin calefacción, de las que la ciudad ofrece a los necesitados. Con sus ancianas madres.

La mirada de la doctora Lagarde se había posado en la pared. Cuando Ariane observaba un cadáver, sus ojos se reducían a una posición fija, como mudándose en lentes de microscopio de alta precisión. Adamsberg estaba convencido de que, si hubiera examinado sus pupilas en ese instante, habría visto los dos cuerpos perfectamente dibujados, el blanco en el ojo izquierdo, el negro en el derecho.

– Puedo decirte al menos una cosa que podría ayudarte, Jean-Baptiste. Los mató una mujer.

Adamsberg dejó la taza en la mesa, preguntándose si valía la pena llevar la contraria a la forense por segunda vez en su vida.

– Ariane, ¿has visto el formato de esos hombres?

– ¿Qué crees que miro en la morgue? ¿Mis recuerdos? He visto a esos tipos. Dos gigantes capaces de levantar un armario con la punta de un dedo. Aun así, a los dos los mató una mujer.

– Explícame.

– Vuelve esta noche. Tengo dos o tres cosas que comprobar.

Ariane se levantó, se puso sobre el traje de chaqueta la bata que había dejado en el perchero. A los dueños de los cafés cercanos a la morgue no les gustaba ver llegar a los médicos. Incomodaba a los clientes.

– No puedo. Esta noche voy a un concierto.

– Pues pásate después del concierto. Trabajo hasta tarde, acuérdate.

– No puedo, es en Normandía.

– Vaya -dijo Ariane interrumpiendo su gesto-. ¿Cuál es el programa?

– Ni idea.

– ¿Y vas hasta Normandía a escuchar música sin saber qué es? ¿O es que sigues a una mujer?

– No la sigo, la acompaño cortésmente.

– Vaya. Pues pasa por la morgue mañana. Por la mañana no. Por las mañanas duermo.

– Lo recuerdo. Nunca antes de las once.

– Nunca antes de las doce. Con el tiempo, todo se acentúa.

Ariane volvió a sentarse en una esquina de la silla, en posición provisional.

– Hay algo que me gustaría decirte, pero no sé si tengo ganas.

Los silencios nunca habían incomodado a Adamsberg, por largos que fueran. Esperó mientras dejaba discurrir sus pensamientos hacia el concierto de esa noche. Pasaron cinco minutos, o diez, no lo supo.

– Siete meses después -dijo Ariane súbitamente decidida-, el asesino lo confesó todo.

– Te refieres al tipo de Le Havre -completó Adamsberg alzando la mirada hacia la forense.

– Sí, del hombre de las doce ratas. Se ahorcó en su celda a los diez días de su confesión. Tú tenías razón.

– Y eso no te gustó.

– No, y a mis superiores todavía menos. No me ascendieron, y tuve que esperar cinco años más. Supuestamente tú me habías traído la solución en bandeja, supuestamente yo no había querido saber nada.

– Y no me avisaste.

– Ya no sabía tu nombre, te había borrado, te había tirado lejos, como tu vaso.

– Y todavía me guardas rencor.

– No. Gracias a la confesión del hombre de las ratas, empecé mis investigaciones sobre la disociación. ¿No has leído mi libro?

– Por encima -contestó Adamsberg, evasivo.

– Yo creé el término: los asesinos disociados.

– Sí -rectificó Adamsberg-, me han hablado de eso. Personas partidas en dos pedazos.

La doctora torció el gesto.

– Digamos más bien individuos compuestos de dos partes no encajadas, una que mata y otra que vive con normalidad, ignorándose ambas de forma más o menos perfecta. Hay muy pocos. Por ejemplo, esa enfermera detenida en Asnières hace dos años. Estos asesinos, peligrosos, reincidentes, son casi imposibles de descubrir. Son insospechables, incluso para ellos mismos, y tremendamente cautos en la acción debido a lo mucho que temen que su otra mitad los descubra.

– Recuerdo a esa enfermera. Según tú, ¿era una disociada?

– Casi impecable. Si no se hubiera dado de bruces con un policía genial, habría seguido con sus asesinatos hasta el fin de sus días, y sin sospecharlo siquiera. Treinta y dos víctimas en cuarenta años, y sin pestañear.

– Treinta y tres -rectificó Adamsberg.

– Treinta y dos. Estoy bien situada para saberlo, hablé con ella horas y horas.

– Treinta y tres, Ariane. La detuve yo.

La forense vaciló, y sonrió.

– Decididamente… -dijo ella.

– Y cuando el asesino de Le Havre destripaba ratas, ¿era el otro? ¿Era la parte número dos? ¿La parte asesina?

– ¿Te interesa la disociación?

– Esa enfermera me preocupa, y el asesino de Le Havre es mío hasta cierto punto. ¿Cómo se llamaba?

– Hubert Sandrin.

– Y cuando confesó, ¿también era el otro?

– Eso es imposible, Jean-Baptiste. El otro no se denuncia nunca.

– Pero la parte número uno tampoco podía hablar si no sabía nada.

– Ahí está la cosa. Durante unos instantes, la disociación dejó de funcionar, la barrera estanca entre ambos hombres se resquebrajó, como una grieta en un muro. A través de esa hendidura, Hubert número uno vio al otro, a Hubert número dos, y el espanto se le vino encima.

– ¿Eso puede pasar?

– Casi nunca. Pero la disociación no suele ser perfecta. Siempre hay escapes. Palabras disparatadas que saltan de un lado al otro del muro. El asesino no se da cuenta, pero el analista puede fijarse en ellas. Y si el salto es demasiado violento, puede producirse una ruptura del sistema, una quiebra de la personalidad. Eso es lo que le pasó a Hubert Sandrin.

– ¿Y la enfermera?

– Su muro aguanta. No sabe lo que hizo.

Adamsberg pareció reflexionar, pasándose un dedo por la mejilla.

– Me extraña -dijo con suavidad-. Me dio la impresión de que sabía por qué la detenía. Aceptaba todo sin decir nada.

– Una parte de ella, sí, eso explica su consentimiento. Pero no recordaba nada de sus actos.

– ¿Supiste cómo descubrió el asesino de Le Havre a Hubert número dos?

Ariane sonrió francamente, dejando caer la ceniza en el suelo.

– Gracias a ti y a tus doce ratas. En esa época, la prensa local publicó tus divagaciones.

– Lo recuerdo.

– Y Hubert número dos, el asesino, llamémoslo Omega, había conservado los recortes de periódico a salvo de la mirada de Hubert número uno, el hombre normal, llamémoslo Alfa.

– Hasta que Alfa descubrió los recortes de prensa escondidos por Omega.

– Eso es.

– ¿Dirías que Omega lo quiso así?

– No. Lo que pasa es que Alfa se mudó de casa. Los artículos se le cayeron del armario. Y todo estalló.

– Sin mis ratas -resumió Adamsberg con suavidad-. Sandrin no se habría denunciado. Sin él, no habrías trabajado sobre la disociación. Todos los psiquiatras y los policías de Francia han oído hablar de tus investigaciones.

– Sí -admitió Ariane.

– Me debes una cerveza.

– Sin duda.

– En los muelles del Sena.

– Si quieres.

– Y no les pasas esos dos tipos a los estupas, por supuesto.

– Son los cuerpos los que deciden, Jean-Baptiste, ni tú ni yo.

– La jeringuilla, Ariane. Y la tierra. Vigílame esa tierra. Y confírmame que lo es.

Se levantaron a la vez, como si la frase de Adamsberg hubiera dado la señal de salida. El comisario caminaba por la calle como en un paseo sin rumbo, y la forense trataba de seguir ese ritmo demasiado lento, con el pensamiento ya proyectado hacia las autopsias en espera. La preocupación de Adamsberg se le escapaba.

– Esos cuerpos te preocupan, ¿verdad?

– Sí.

– No sólo por los estupas…

– No, es sólo…

Adamsberg se interrumpió.

– Yo me voy hacia allí, Ariane, nos vemos mañana.

– ¿Es sólo…? -insistió la doctora.

– No te ayudará en tu análisis.

– De todos modos.

– Es sólo una sombra, Ariane, una sombra inclinada sobre ellos, o sobre mí.

Ariane miró a Adamsberg alejarse por la avenida, silueta ondulante insensible a los transeúntes. Reconocía ese andar, veintitrés años después. La voz suave, los gestos pausados. Ella no le había prestado atención cuando era joven, no había adivinado nada, no había entendido nada. Si pudiera volver a empezar, escucharía de otra manera su historia de ratas. Metió las manos en los bolsillos de la bata y se fue hacia los dos cuerpos que la esperaban para pasar a la Historia. Era sólo una sombra, inclinada sobre ellos. Esa absurdidad, ahora la podía entender.

VI

El teniente Veyrenc aprovechaba esas interminables horas de vigilancia copiando en letra grande una obra de Racine para su abuela, que ya no tenía buena vista.

Nadie había entendido nunca la pasión exclusiva que su abuela había declarado por ese autor y por ningún otro tras quedar huérfana en la guerra. Se sabía que, en su convento de monjas, había salvado de un incendio la obra completa de Racine, excepto el tomo que incluía Fedra, Esther y Atalia. Como si esos libros le hubieran sido asignados por decisión divina, la joven campesina se dejó los ojos leyéndolos línea a línea durante once años. Al salir del convento, la superiora se los regaló a modo de viático sagrado, y la abuela prosiguió su lectura en serie, sin variar jamás ni tener la curiosidad de consultar Fedra, Esther y Atalia. La abuela mascullaba parrafadas enteras de su compañero de viaje, en flujo casi continuo, y el pequeño Veyrenc había crecido con esa melopea, tan natural a sus oídos infantiles como si alguien hubiera estado canturreando en casa.

Quiso la desgracia que contrajera ese tic, respondiendo instintivamente del mismo modo a su abuela, es decir con alejandrinos. Pero, al no haber ingerido como ella esos miles de versos a lo largo de una infinidad de noches, tenía que inventárselos.

Mientras vivió en la casa familiar, todo había ido bien. Pero, apenas se vio lanzado al mundo exterior, ese reflejo raciniano le había costado caro. Había intentado sin éxito diversos métodos para reprimirlo, y acabó tirando la toalla, versificando a troche y moche, murmurando como su abuela, y esa manía había exasperado a sus superiores. También lo había salvado de muchas maneras, pues recitar la vida en alejandrinos introducía una distancia incomparable -como no hay otra igual- entre él y el mundanal ruido. Ese efecto de perspectiva siempre le había aportado serenidad y reflexión, y sobre todo le había evitado cometer faltas irreparables en el ardor de la acción. Racine, pese a sus dramas intensos y su lenguaje fogoso, era el mejor antídoto para el arrebato, enfriaba en el acto cualquier tentación de exceso. Veyrenc lo usaba a conciencia tras haber comprendido que, con ello, su abuela había cuidado y regulado su vida. Medicina personal y que nadie conoce.

Ahora la abuela andaba corta de su poción, y Veyrenc le copiaba Británico en letra grande. Bella, sin ornamentos, con el sobrio atavío / de la beldad que acaban de arrebatar al sueño. Veyrenc alzó la pluma. Oía al grano de arena subir la escalera, reconocía su paso, el ruido rápido de sus botas, puesto que el grano de arena no se separaba de sus botas de cuero con correas. El grano de arena se pararía primero en el quinto, llamaría a la puerta de la señora inválida para llevarle su correo y su comida, y llegaría allí un cuarto de hora después. El grano de arena, es decir la ocupante del piso, es decir Camille Forestier, a quien vigilaba desde hacía ya diecinueve días.

Por lo poco que le habían dicho, la pusieron bajo protección durante seis meses, al abrigo de la posible venganza de un viejo asesino [2]. Su nombre era lo único que sabía de ella.

Y que criaba sola al niño, sin que hubiera un hombre visible en el horizonte. No conseguía adivinar su oficio, dudaba entre fontanera y música.

Doce días antes, le había rogado amablemente que saliera del cuartucho porque tenía que llevar a cabo una soldadura en la tubería del techo. Él había sacado su silla al rellano y la había mirado trabajar, concentrada y delicada, en medio del tintineo de las herramientas y la llama del soplete. Fue durante esa escena cuando se sintió oscilar hacia el caos prohibido y temido. Desde entonces, ella le llevaba un café caliente dos veces al día, a las once y a las cuatro.

La oyó dejar su bolso en el rellano del quinto. La idea de salir inmediatamente de ese cuartucho para no volver a encontrarse jamás con esa chica le hizo abandonar su silla. Apretó los brazos, levantó la mirada hacia el ventanuco, escrutando su rostro en el polvo del cristal. Pelo anormal, rasgos sin interés, soy feo, soy invisible. Veyrenc inspiró profundamente, cerró los ojos, y murmuró:

Mas te veo temblar, y tu alma vacila.

Tú, vencedor de Troya que conquistaste un día

de la ciudad los muros y del pueblo el amor,

¿puede tu corazón ceder por una dama?

No, de ningún modo. Veyrenc volvió a sentarse tranquilamente, muy enfriado por sus cuatro versos. Unas veces necesitaba seis u ocho, otras bastaban dos. Reanudó su copia con calma, satisfecho de sí mismo. Los granos de arena pasan, los pájaros vuelan, el dominio de uno mismo permanece. No tenía por qué preocuparse.

Camille hizo una pausa en el quinto, y cambió al niño de brazo. Lo más sencillo sería sin duda volver a bajar y no regresar hasta las ocho, cuando hubieran cambiado al policía de guardia. «Las nueve condiciones del valiente son huir», afirmaba su amiga turca, violonchelista en Saint-Eustache, que disponía de una mina de proverbios tan bizantinos como incomprensibles y benéficos. Existía, al parecer, una décima condición, pero Camille no la conocía y prefería inventársela a su albedrío. Sacó de su bolso el correo y la compra, y llamó a la puerta de la izquierda. Las escaleras se habían vuelto demasiado difíciles para Yolande, sus piernas demasiado débiles, su corpulencia demasiado pesada.

– Hay que ver qué lástima -dijo Yolande abriendo la puerta-, criar un niño sola.

Todos los días, la vieja Yolande lanzaba ese lamento. Camille entraba, dejaba la compra y las cartas sobre la mesa. Luego, a saber por qué, la anciana le preparaba leche caliente, como a un bebé.

– No crea que sola se está tan mal, así estoy más tranquila -contestaba mecánicamente Camille, mientras se sentaba.

– Tonterías. Una mujer no está hecha para estar sola. Aunque luego los hombres sólo traigan complicaciones.

– ¿Sabe, Yolande? Las mujeres también traen complicaciones.

Había mantenido esta conversación cientos de veces, casi palabra por palabra, sin que Yolande pareciera recordarlo. Llegadas a ese punto, la respuesta sumía a la gruesa mujer en un silencio meditativo.

– Así las cosas -decía Yolande-, estaríamos mejor cada cual por su lado si el amor sólo trae disgustos a unos y a otros.

– Puede ser.

– Pero, hija, tampoco te hagas mucho la valiente. Porque en el amor una no siempre hace lo que quiere.

– Pero entonces, Yolande, ¿quién hace por nosotros lo que no queremos?

Camille sonreía, y Yolande inspiraba ruidosamente a modo de respuesta, mientras su pesada mano pasaba una y otra vez por el mantel, en busca de una miga inexistente. ¿Quién? Los Poderosos, completaba Camille en silencio. Sabía que Yolande veía en todo la marca de los Poderosos-que-nos-gobiernan, cultivando una pequeña religión pagana personal de la que hablaba poco, por miedo a que se la robaran.

Camille aminoró el paso a ocho peldaños de su puerta. Los Poderosos, pensó. Que le habían encasquetado a un tipo de sonrisa sesgada en el trastero de su rellano. No era más guapo que los demás, si no se fijaba una en él. Lo era mucho más si una tenía la mala idea de pensar en él. Camille siempre se había embarrancado en las miradas imprecisas y las voces fluidas, y así fue como se quedó más de quince años varada entre los brazos de Adamsberg, a los cuales se prometió no volver nunca más. Ni a los suyos ni a los de nadie dotado de algún género de sutil suavidad y de tramposa ternura. Había en el mundo suficientes tipos un tanto rudimentarios para airearse sin finura, cuando era preciso, y volver a casa despejada y tranquila, sin pensar más en ello. Camille no sentía necesidad de compañía alguna. ¿Por qué puñetera casualidad ese tipo, ayudado por los Poderosos, tenía que enturbiar sus sentidos con su voz velada y su labio oblicuo? Puso la mano sobre la cabeza del pequeño Thomas, que dormía babeando sobre su hombro. Veyrenc. De pelo rojo y castaño. Grano de arena en el engranaje y trastorno inoportuno. Desconfianza, cautela y huida.

VII

Apenas se hubo despedido de Ariane, un chaparrón con granizo anegó el bulevar Saint-Marcel, desmoronando sus contornos, haciendo que la avenida parisina se pareciera a cualquier carretera vecinal emborronada por el diluvio. Adamsberg caminaba contento, siempre feliz en medio del fragor del agua y satisfecho de poder cerrar el caso del asesino de Le Havre después de veintitrés años. Miró la estatua de Juana de Arco encajar el chubasco sin pestañear. Compadecía mucho a Juana de Arco, a él le habría horrorizado oír voces que le ordenaran hacer tal cosa e ir por tal sitio. Él, que ya tenía dificultades para obedecer sus propias consignas, incluso para identificarlas, habría rezongado seriamente ante las órdenes de las voces celestes. Voces que lo habrían llevado a un foso de los leones tras una corta epopeya de esplendor; esas historias siempre acaban mal. En cambio, Adamsberg no tenía nada en contra de recoger las piedras que el cielo iba poniendo en su camino para complacerle. Le faltaba una para la Brigada, y la buscaba.

Cuando, tras sus cinco semanas de descanso forzado prescritas por el inspector de división, bajó de sus cumbres pirenaicas para volver a la Brigada de París, traía una treintena de guijarros grises pulidos por el río y los había repartido por las mesas de cada uno de sus miembros a modo de pisapapeles o de cualquier otra cosa, lo que ellos quisieran. Ofrenda rústica que nadie se atrevió a rechazar, ni siquiera aquellos que no tenían ninguna gana de ver una piedra en su mesa. Ofrenda que no ayudaba a comprender por qué el comisario también había traído una alianza de oro que brillaba en su dedo, encendiendo puerta tras puerta destellos de curiosidad. Si Adamsberg se había casado, ¿por qué no había dicho nada a su equipo? Y, sobre todo, ¿casado con quién y por qué? ¿Decididamente con la madre de su hijo? ¿Anormalmente con su hermano? ¿Mitológicamente con un cisne? Tratándose de Adamsberg, se barajaban todas las posibilidades en un murmullo que corría de despacho en despacho, de piedra en pisapapeles.

Contaban con el comandante Danglard para esclarecer este punto, por una parte porque era el compañero de equipo más antiguo de Adamsberg y evolucionaba con él en una relación desprovista de pudor y de precauciones, y por otra porque Danglard no soportaba las Preguntas sin Respuesta. Preguntas sin Respuesta que se las ingeniaban para crecer como diente de león en el mantillo de la vida, convirtiéndose en una miríada de incertidumbres, miríada que alimentaba su ansiedad, ansiedad que minaba su existencia. Danglard se esforzaba sin descanso en aniquilar las Preguntas sin Respuesta, como un maniático escruta y sacude las partículas de polvo que caen en su chaqueta. Esfuerzo titánico que lo llevaba casi siempre a un callejón sin salida y a la impotencia. Impotencia que lo propulsaba hacia el sótano de la Brigada, que a su vez cobijaba su botella de vino blanco, que a su vez era la única capaz de disolver una Pregunta sin Respuesta excesivamente correosa. Si Danglard había ocultado su botella tan lejos no era por temor a que lo descubriera Adamsberg, ya que el comisario estaba perfectamente al corriente de ese hecho secreto, como si oyera voces. Lo que pasaba era que bajar y subir la escalera de caracol del sótano le resultaba lo suficientemente penoso como para posponer el consumo de su disolvente. Entonces roía pacientemente sus dudas, al mismo tiempo que el extremo de los lápices, de los cuales hacía un consumo ratonil.

Adamsberg desarrollaba una teoría inversa al roído, al considerar que la suma de incertidumbres que puede soportar un solo hombre al mismo tiempo no puede crecer indefinidamente, y que el umbral máximo es de tres o cuatro incertidumbres simultáneas. Lo cual no significaba que no existieran otras, pero sólo tres o cuatro podían estar en funcionamiento en un cerebro humano. Y que, en consecuencia, la manía de Danglard de querer erradicarlas no le servía de nada, ya que, apenas había matado dos, quedaba libre el sitio para otras dos cuestiones inéditas, que no se habría planteado de haber tenido la sabiduría de aguantar las antiguas.

Danglard pasaba de esa hipótesis. Sospechaba que a Adamsberg le gustaba la incertidumbre hasta el embotamiento. Que le gustaba hasta el punto de crearla él mismo, de nublar las perspectivas más claras por darse el placer de perderse como un irresponsable, igual que cuando caminaba bajo la lluvia. Si uno no sabía, si no sabía nada, ¿para qué preocuparse?

Las severas luchas entre los «¿Por qué?» precisos de Danglard y los «No sé» indolentes del comisario marcaban la cadencia en las investigaciones de la Brigada. Nadie intentaba comprender el alma de ese áspero combate entre acuidad e imprecisión, pero todos tomaban partido por uno u otro. Los unos, los positivistas, pensaban que Adamsberg retrasaba las investigaciones, arrastrándolas lánguidamente en la niebla y dejando tras él a sus agentes extraviados, sin hoja de ruta y sin consignas. Los otros, los «paleadores de nubes» -así llamados en recuerdo del traumático paso de la Brigada por Quebec- [3], consideraban que los resultados del comisario bastaban para justificar los bandazos de las investigaciones, aunque la esencia de su método se les escapaba. Según el humor, según los avatares del momento, uno podía ser positivista por la mañana y convertirse en paleador de nubes al día siguiente, y viceversa. Sólo Adamsberg y Danglard, poseedores de los títulos antagonistas, nunca variaban de postura.

Entre las Preguntas sin Respuesta anodinas seguía brillando la alianza en el anular del comisario. Danglard escogió ese día de chaparrón para interrogar a Adamsberg con una simple mirada a la sortija. El comisario se quitó la chaqueta empapada, se sentó de lado y extendió la mano. Esa mano, demasiado grande para su cuerpo, con la muñeca lastrada por dos relojes que se entrechocaban, y ahora enriquecida por ese anillo de oro, no se adaptaba al resto de su aspecto, descuidado hasta lo rudimentario. Habríase dicho la mano de un noble pegada al cuerpo de un campesino, elegancia excesiva pendiendo de la piel morena del montañés.

– Mi padre ha muerto, Danglard -explicó tranquilamente Adamsberg-. Estábamos los dos sentados debajo de un puesto de tiro al vuelo, observando un cernícalo que volaba sobre nosotros. Hacía sol, y cayó.

– No me dijo usted nada -masculló Danglard, a quien los secretos del comisario ofendían sin razón.

– Me quedé allí hasta el anochecer, tumbado a su lado, con su cabeza apoyada en mi hombro. Seguramente seguiría allí todavía, de no ser porque un grupo de cazadores nos encontró por la noche. Antes de que cerraran el ataúd, le cogí el anillo. ¿Creía que me había casado? ¿Con Camille?

– Me lo preguntaba.

Adamsberg sonrió.

– Pregunta resuelta, Danglard. Usted sabe mejor que yo que dejé a Camille irse diez veces, pensando siempre que el tren volvería a pasar una undécima vez, el día en que a mí me conviniera. Y es precisamente en ese momento cuando no pasa.

– Nunca se sabe con los cambios de aguja.

– A los trenes, como a los hombres, no les gusta quedarse parados. Al cabo de un tiempo, se ponen nerviosos. Después de enterrar a mi padre, pasé el tiempo recogiendo guijarros en el río. Es una cosa que sé hacer. Dese cuenta de la paciencia infinita del agua que pasa sobre esas piedras. Y ellas se dejan, cuando en realidad el río se les está comiendo todas las asperezas como si tal cosa. Al final, gana el agua.

– Si se trata de luchar, prefiero las piedras al agua.

– Como quiera -respondió Adamsberg, abúlico-. Hablando de piedras y agua, dos cosas, Danglard. Por una parte, tengo un fantasma en mi nueva casa. Una monja sanguinaria y codiciosa que murió bajo los puños de un curtidor en 1771. La aplastó. Así. Se aloja en estado fluido en el desván. Esto en lo que se refiere al agua.

– Bien -dijo Danglard con prudencia-. ¿Y en lo que se refiere a las piedras?

– He visto a la nueva forense.

– Elegante, fría y trabajadora, por lo que dicen.

– Y superdotada, Danglard. ¿Ha leído su tesis sobre los asesinos partidos en dos?

Pregunta inútil, Danglard lo había leído todo, hasta las instrucciones de evacuación en caso de incendio clavadas con chinchetas en las puertas de las habitaciones de hotel.

– Sobre los asesinos disociados -rectificó Danglard-. A ambos lados del muro del crimen. El libro tuvo mucha repercusión.

– Pues resulta que ella y yo nos hicimos trizas, como fieras, hace más de veinte años, en un café de Le Havre.

– ¿Enemigos?

– En absoluto. Ese tipo de colisión a veces acaba siendo base de sólidas alianzas. No le aconsejo que la acompañe al café, practica mezclas capaces de tumbar a un marino bretón. Se encarga de los dos muertos de La Chapelle. Según ella, los mató una mujer. Habrá afinado sus primeras conclusiones esta noche.

– ¿Una mujer?

Danglard irguió su cuerpo blando, escandalizado. Le horrorizaba la idea de que las mujeres pudieran matar.

– Pero ¿no ha visto el formato de los tipos? ¿Es una broma?

– Cuidado, Danglard. La doctora Lagarde no se equivoca nunca, o casi nunca. Sugiera esa hipótesis a los estupas, eso los calmará un tiempo.

– Mortier ya no es controlable. Lleva meses rompiéndose los cuernos con el tráfico de drogas en Clignancourt-La Chapelle. Está en mala posición, necesita resultados. Ha vuelto a llamar dos veces esta mañana, está hecho un basilisco.

– Deje que grite. Al final, gana el agua.

– ¿Qué piensa hacer?

– ¿Para lo de la monja?

– Para lo de Diala y La Paille.

Adamsberg echó a Danglard una mirada borrosa.

– Así se llaman las dos víctimas -explicó Danglard-. Diala Toundé y Didier Paillot, conocido como «La Paille». ¿Vamos a la morgue esta noche?

– Esta noche estoy en Normandía. Hay un concierto.

– Ah -dijo Danglard levantándose pesadamente-. ¿Busca el cambio de agujas?

– Soy más humilde, capitán. Me conformo con cuidar del niño mientras ella toca.

– Comandante, ahora soy comandante. Recuérdelo, asistió usted a mi ceremonia de promoción. ¿Qué concierto? -preguntó Danglard, que siempre tenía muy en cuenta los intereses de Camille.

– Algo importante, seguro. Una orquesta británica con instrumentos antiguos.

– ¿El Leeds Baroque Ensemble?

– Algo por el estilo -confirmó Adamsberg, que nunca había podido aprender una sola palabra de inglés-. No me pregunte qué toca, no tengo ni idea.

Adamsberg se levantó, cogió su chaqueta mojada y se la echó al hombro.

– En mi ausencia, vigile el gato, a Mortier, a los muertos y el humor del teniente Noël, que no deja de degradarse. No puedo estar en todo, tengo mis obligaciones.

– Ahora que es usted un padre responsable -refunfuñó Danglard.

– Si usted lo dice, capitán.

Adamsberg acogía de buena gana los reproches gruñones de Danglard, que consideraba casi siempre justificados. El comandante criaba solo, como un pájaro a su nidada, a sus cinco hijos cuando Adamsberg aún no había captado que aquel recién nacido era suyo. Por lo menos había memorizado el nombre, Thomas Adamsberg, alias Tom. Menos da una piedra, opinaba Danglard, que nunca llegaba a desesperar del todo respecto al comisario.

VIII

En lo que tardó en recorrer los ciento treinta y seis kilómetros que lo llevaban al pueblo de Haroncourt, en el departamento del Eure, la ropa de Adamsberg se había secado en el coche. Sólo tuvo que alisársela con la palma de la mano antes de volvérsela a poner y encontrar un bar donde resguardarse del frío hasta la hora de su cita. Sentado en una banqueta desgastada, frente a una cerveza, el comisario examinaba el grupo que acababa de invadir ruidosamente el local, arrebatándolo del estado de duermevela.

– ¿Quieres que te diga una cosa? -preguntó un hombre alto y rubio levantándose la gorra con el pulgar.

Tanto si el otro quiere como si no, pensó Adamsberg, se lo dirá.

– Asuntos como éste, ¿sabes qué? -insistió el hombre.

– Que dan sed.

– Exactamente, Robert -aprobó su vecino llenando los seis vasos con gesto amplio.

O sea que el alto y rubio, robusto como un tronco, se llamaba Robert. Y tenía sed. Empezaba el momento del aperitivo, cabezas hundidas entre los hombros, brazos cerrados alrededor de los vasos, barbillas ofensivas. La hora de la majestuosa reunión de los hombres cuando suena el ángelus en el pueblo, la hora de las sentencias y de los asentimientos, la hora de la retórica rural, augusta e irrisoria. Adamsberg se lo sabía de memoria. Había nacido con su estribillo, había crecido con su música solemne, conocía su ritmo y sus temas, sus variaciones y contrapuntos, conocía a sus protagonistas. Robert acababa de tocar las primeras notas de violín, y cada instrumento se colocaba inmediatamente en su sitio según un orden inmutable.

– Y te diré otra cosa -anunció el hombre que tenía a su izquierda-. No sólo dan sed, también dan vértigo.

– Exactamente.

Adamsberg se volvió para ver mejor al que tenía la función humilde pero necesaria de marcar, como con una nota de contrabajo, cada giro de la conversación. Bajito y delgado, era el más débil de todos. Como tenía que ser, allí y en todas partes.

– El que lo haya hecho -enunció un grandullón encorvado desde el extremo de la mesa- no es un hombre.

– Es un animal.

– Peor que un animal.

– Exactamente.

Introducción del tema. Adamsberg sacó su libreta, todavía abarquillada por la humedad, y se puso a dibujar los rostros de cada uno de los actores. Caras de normandos, no cabía duda. Encontraba en ellos los rasgos de su amigo Bertin, descendiente de Thor, dios del trueno, que regentaba un café en una plaza de París. Todos tenían mandíbulas cuadradas y pómulos altos, todos tenían el pelo claro y la mirada azul pálido y huidiza. Era la primera vez que Adamsberg ponía los pies en la tierra de las praderas empapadas de Normandía.

– Para mí -prosiguió Robert-, ha sido un joven. Un obseso.

– Un obseso no tiene por qué ser joven.

Contrapunto lanzado por el mayor de todos, el que presidía la mesa. Los rostros se volvieron, apasionados, hacia el veterano.

– Eso es discutible -gruñó Robert.

Robert tenía, pues, el papel difícil, pero igualmente indispensable, de contradecir al veterano.

– No es discutible -replicó el viejo-. Pero lo que sí es verdad es que el que lo haya hecho es un obseso.

– Un salvaje.

– Exactamente.

Repetición del tema y desarrollo.

– Porque hay matar y matar -intervino el que estaba sentado al lado de Robert, menos rubio que los demás.

– Eso es discutible -dijo Robert.

– No es discutible -zanjó el abuelo-. El tipo que haya hecho eso lo que quería era matar, y punto. Dos disparos en el costado y ya está. Ni siquiera se llevó carne. ¿Sabes cómo lo llamo yo?

– Un asesino.

– Exactamente.

Adamsberg había dejado de dibujar, y permaneció atento. El viejo se volvió hacia él y le echó una mirada de rondón.

– Al fin y al cabo -dijo Robert-, Brétilly tampoco es del todo nuestra zona, está a treinta kilómetros. Entonces, ¿por qué hablamos de eso?

– Porque es una deshonra, Robert, por eso.

– Para mí que no es de Brétilly. Eso lo ha hecho un parisino. Angelbert, ¿no te parece?

O sea que el veterano que presidía la mesa se llamaba Angelbert.

– Hay que reconocer que en París tienen más obsesos que en cualquier otro sitio -dijo.

– Con la vida que llevan…

Se estableció un silencio alrededor de la mesa y algunos rostros miraron fugazmente a Adamsberg. Es inevitable, a la hora de la reunión de los hombres, que el intruso sea descubierto, sopesado, y luego rechazado o acogido. En Normandía como en todas partes, y quizá peor que en otras partes.

– ¿Por qué tengo que ser parisino? -preguntó Adamsberg en tono tranquilo.

El abuelo señaló con la barbilla hacia el libro que había en la mesa del comisario, junto al vaso de cerveza.

– El billete. Con que marca la página. Es un billete de metro de París. Sabemos reconocer.

– No soy parisino.

– Pero no es de Haroncourt.

– De los Pirineos, de la montaña.

Robert alzó una mano y la dejó caer pesadamente sobre la mesa.

– Un gascón -concluyó, como si una capa de plomo acabara de caer sobre la mesa.

– Un bearnés -precisó Adamsberg.

Inicio del juicio y deliberación.

– Pues no será que nunca han dado guerra los montañeses -opinó Hilaire, un viejo menos viejo pero calvo que estaba sentado al otro extremo de la mesa.

– ¿Cuándo? -preguntó el más moreno.

– Déjalo, Oswald, fue hace tiempo.

– Y los bretones, peor incluso. ¿O es que son los bearneses los que nos quieren quitar el Monte Saint-Michel?

– No -reconoció Angelbert.

– Lo que está claro -aventuró Robert examinándolo- es que no tiene pinta de salir de un drakkar. ¿De dónde salen los bearneses?

– De la montaña -contestó Adamsberg-. La montaña los escupió en un chorro de lava, cayeron por las laderas y se solidificaron, y así nacieron los bearneses.

– Claro -dijo el que tenía la misión de marcar.

Los hombres esperaban, exigiendo en silencio conocer las razones de la presencia de un extraño en Haroncourt.

– Busco el palacio.

– Puede ser. Dan un concierto esta noche.

– Acompaño a una persona de la orquesta.

Oswald sacó el periódico municipal de su bolsillo interior y lo desplegó con cuidado.

– Aquí hay una foto de la orquesta -dijo.

Invitación a acercarse a la mesa. Adamsberg cruzó los pocos metros con el vaso en la mano y observó la página que le enseñaba Oswald.

– Aquí está -dijo poniendo un dedo en el periódico-, la de la viola.

– ¿La guapa?

– Sí.

Robert volvió a servir, tanto para marcar la importancia de la pausa como para tomarse otra ronda. Un problema arcaico atormentaba ahora a la asamblea de hombres: qué podía ser esa mujer para el intruso. ¿Amante? ¿Esposa? ¿Hermana? ¿Amiga? ¿Prima?

– Y la acompaña -repitió Hilaire.

Adamsberg asintió. Le habían dicho que los normandos nunca hacen preguntas directas, leyenda creía él, pero tenía ante sus ojos una pura demostración de ese orgullo del silencio. Hacer demasiadas preguntas es descubrirse, y descubrirse es dejar de ser un hombre. Sin recursos, el grupo se volvió hacia el veterano. Angelbert hizo crujir su barbilla mal afeitada rascándosela con las uñas.

– Porque es su mujer -afirmó.

– Lo fue -dijo Adamsberg.

– Pero usted la acompaña de todos modos.

– Por cortesía.

– Claro -dijo el marcador.

– A las mujeres -prosiguió Angelbert en voz baja-, un día las tienes y al día siguiente ya no las tienes.

– Cuando las tienes, ya no las quieres -comentó Robert-; y cuando ya no las tienes, vuelves a quererlas.

– Las pierdes -confirmó Adamsberg.

– A saber cómo -aventuró Oswald.

– Por descortesía -explicó Adamsberg- En lo que a mí respecta, por lo menos.

Ahí tenían a un tipo que no se salía por la tangente y a quien las mujeres habían traído quebraderos de cabeza, lo que sumaba dos puntos a favor en el grupo de los hombres. Angelbert le señaló una silla.

– Tendrás tiempo de sentarte un rato, ¿no? -sugirió.

Comienzo del tuteo, aceptación provisional del montañés en la asamblea de normandos del llano. Deslizaron hacia él un vaso de vino blanco. La reunión de hombres contaba esa noche con un nuevo miembro, suceso que sería abundantemente comentado al día siguiente.

– ¿A quién han matado? En Brétilly -preguntó Adamsberg tras haber tomado el número de tragos necesario.

– ¿Matado? Querrás decir destrozado. Abatido como un desgraciado.

Oswald se sacó otro periódico del bolsillo y se lo pasó a Adamsberg, señalándole una foto con el dedo.

– En el fondo -dijo Robert, que seguía con su tema-, más valdría ser descortés primero y cortés después. Con las mujeres. Habría menos problemas.

– Cualquiera sabe -dijo el viejo.

– Cualquiera entiende -añadió el marcador.

Adamsberg miraba fijamente el artículo del periódico, con el ceño fruncido. Un animal rojo yacía en un charco de sangre con este comentario: «Odiosa carnicería en Brétilly». Dobló el diario para leer el título El montero mayor del Occidente.

– ¿Eres cazador? -preguntó Oswald.

– No.

– Entonces no puedes entenderlo. Un ciervo como éste, y encima un ocho puntas, no se mata así como así. Es una salvajada.

– Siete puntas -rectificó Hilaire.

– Perdona -dijo Oswald endureciendo el tono-, pero este bicho es un ocho puntas.

– Siete.

Enfrentamiento y peligro de ruptura. Angelbert tomó cartas en el asunto.

– No se distingue en la foto -dijo-. Siete u ocho.

Todos echaron un buen trago, aliviados. No es que la bronca no fuera regularmente necesaria en la música de los hombres, pero esa noche, con el intruso, había otras prioridades.

– Esto -dijo Robert señalando la foto con su grueso dedo- no lo ha hecho un cazador. El tipo no ha tocado al bicho, no lo ha despiezado, ni se ha llevado los honores ni nada.

– ¿Los honores?

– Las cuernas y las pezuñas. La anterior derecha. El tipo lo rajó por puro gusto. Un obseso. Y la pasma de Évreux ¿qué hace? Nada. Les importa un carajo.

– Porque no es un asesinato -dijo otro contradictor.

– ¿Quieres que te diga una cosa? Hombre o animal, cuando alguien es capaz de una escabechina así, es que no anda bien de la sesera. ¿Quién te dice que luego no va a matar a una mujer? Los asesinos se entrenan.

– Es verdad -dijo Adamsberg recordando sus doce ratas en el puerto de Le Havre.

– Pero en la pasma son tan gilipollas que no les cabe en la cabeza. Más cortos que los gansos.

– Bueno, sólo es un ciervo -objetó el objetor.

– Tú también estás tonto, Alphonse. Pero, si yo fuera madero, ya verías cómo buscaría a ese tipo, y echando leches.

– Yo también -murmuró Adamsberg.

– Ah, ¿lo ves? Hasta el bearnés está de acuerdo. Porque una carnicería así, escúchame bien, Alphonse, quiere decir que hay un pirado suelto por la zona. Y puedes creerme, porque nunca me he equivocado: no tardarás en oír hablar de eso.

– El bearnés está de acuerdo -añadió Adamsberg mientras el viejo le volvía a llenar el vaso.

– Ah, ¿lo ves? Y eso que el bearnés no es cazador.

– No -dijo Adamsberg-. Es madero.

Angelbert suspendió el gesto, deteniendo la botella de vino a medio camino por encima del vaso. Adamsberg lo miró. Empezaba el desafío. Con una ligera presión de la mano, el comisario dio a entender que deseaba que acabaran de llenarle el vaso. Angelbert no se inmutó.

– Aquí no nos gustan los maderos -enunció Angelbert, con el brazo todavía inmóvil.

– Ni aquí ni en ninguna parte -puntualizó Adamsberg.

– Aquí menos que en otros sitios.

– Yo no digo que me gusten los maderos, digo que lo soy.

– ¿No te gustan?

– ¿Para qué?

El viejo entornó mucho los ojos, reuniendo su concentración para ese duelo inesperado.

– Entonces ¿por qué lo eres?

– Por descortesía.

La respuesta pasó veloz por encima de las cabezas de los hombres, incluida la de Adamsberg, que habría tenido dificultades para explicar sus propias palabras. Pero ninguno se atrevió a expresar su incomprensión.

– Claro -concluyó el marcador.

Y el movimiento de Angelbert, interrumpido como un instante en pausa de una película, reanudó su curso, la mano se inclinó, y el vaso de Adamsberg acabó de llenarse.

– O por esto -añadió Adamsberg señalando el ciervo destripado-. ¿Cuándo fue?

– Hace un mes. Quédate con el periódico si te interesa. A la pasma de Évreux le importa un carajo.

– Tontos -dijo Robert.

– ¿Qué es esto? -preguntó Adamsberg mostrando una mancha junto al venado.

– El corazón -dijo Hilaire con asco-. Le metió dos balas en el cuerpo, le arrancó el corazón con un cuchillo y se lo dejó hecho papilla.

– ¿Es una tradición? ¿Lo de arrancar el corazón al ciervo?

Hubo un nuevo movimiento de indecisión.

– Explícaselo, Robert -ordenó Angelbert.

– La verdad es que me asombra que no sepas nada de caza siendo montañés.

– Acompañaba a los adultos cuando salían -reconoció Adamsberg-. Hice los puestos de tiro al vuelo, como todos los niños.

– Menos mal.

– Pero nada más.

– Cuando has matado al ciervo -expuso Robert-, lo desuellas para colocarlo encima de la piel. En eso, le cortas los honores y los cuartos traseros. Las entrañas no las tocas. Le das la vuelta y le sacas los lomos, y luego le cortas la cabeza, por la cuerna. Cuando has acabado, envuelves el animal en su piel.

– Exactamente.

– Pero no le quitas el corazón, rediez. Antes sí, había quien lo hacía. Pero hemos evolucionado. Ahora el corazón se lo queda la bestia.

– ¿Quién lo hacía?

– Déjalo, Oswald, eso era hace tiempo.

– Ése lo único que quería era matar y mutilar -dijo Alphonse-. Ni siquiera se llevó las cuernas. Y eso que las cuernas son lo único que quieren los que no tienen ni idea.

Adamsberg alzó la mirada hacia una gran cornamenta colgada en la pared del café, encima de la puerta.

– No -dijo Robert-. Ésa es una merda.

Una mierda, tradujo Adamsberg.

– Habla más bajo -dijo Angelbert señalando la barra, donde el dueño echaba una partida de dominó con dos jóvenes demasiado inexpertos para integrarse en el grupo de los hombres.

Robert echó una mirada al dueño y volvió hacia el comisario.

– Es un forano -explicó en voz baja.

– ¿O sea?

– Que no es de aquí. Es de Caen.

– ¿Y Caen no está en Normandía?

Hubo miradas, gestos. ¿Era apropiado informar al montañés acerca de un tema tan íntimo? ¿Tan doloroso?

– Caen está en la Baja Normandía -explicó Angelbert-. Aquí estamos en la Alta Normandía.

– ¿Y eso es importante?

– Digamos que no se compara. La auténtica Normandía es la alta, es ésta.

Su dedo torcido señalaba la madera de la mesa, como si la Alta Normandía acabara de reducirse al tamaño de un café de Haroncourt.

– Eso sí -completó Robert-, allá en Calvados te dirán lo contrario. Pero no te lo creas.

– Bien -prometió Adamsberg.

– Y además, a ellos, los pobres, les llueve todo el rato.

Adamsberg miró las ventanas, por las cuales corría la lluvia sin cesar.

– Hay lluvias y lluvias -explicó Oswald-. Aquí no llueve, aquí moja. ¿No hay de eso en tu tierra? ¿Foranos?

– Sí -reconoció Adamsberg-. Hay tensiones entre el valle de Pau y el valle de Ossau.

– Ya -confirmó Angelbert como si estuviera al corriente de ese hecho.

Aunque acostumbrado a la pesada música del ritual de los hombres, Adamsberg comprendía que la conversación de los normandos, conforme a su fama, era más ardua que en otros sitios. Taciturnos. Aquí, las frases brotaban con dificultad, prudentes, suspicaces, tanteando el terreno a cada palabra. No se hablaba fuerte, no se abordaban los temas abiertamente. Se daban rodeos, como si plantear un tema sin más hubiera sido tan indelicado como echar sobre la mesa una pieza de carnicería.

– ¿Por qué es una mierda? -preguntó Adamsberg señalando la cuerna colgada encima de la puerta.

– Porque es de desmogue. Eso sólo vale para decorar y para fardar. Ve a echarle una ojeada si no me crees. Se le ve en la base del hueso.

– ¿Es hueso?

– Desde luego no tienes ni idea -dijo con tristeza Alphonse, como lamentando que Angelbert hubiera introducido a ese ignorante en el grupo.

– Es hueso -confirmó el viejo-. Es el cráneo del animal, que crece hacia fuera. Sólo les pasa a los cérvidos.

– ¿Te imaginas que nos creciera el cráneo hacia fuera? -dijo Robert, soñador durante unos instantes.

– ¿Con las ideas por encima? -dijo Oswald con una tenue sonrisa.

– Pues las tuyas no pesarían mucho.

– Sería muy práctico para la pasma -observó Adamsberg-, pero peligroso. Se vería todo lo que uno piensa.

– Exactamente.

Hubo una pausa meditativa, destinada también a la tercera ronda.

– ¿De qué entiendes tú? Además de entender de pasma -preguntó Oswald.

– No hagas preguntas -ordenó Robert-. Entiende de lo que le da la gana. ¿Te ha preguntado él a ti de qué entiendes?

– De mujeres -dijo Oswald.

– Pues él también. Si no, no habría perdido a la suya.

– Exactamente.

– Entender de mujeres y entender de amores no tiene nada que ver. Sobre todo con las mujeres.

Angelbert se irguió, como ahuyentando recuerdos.

– Explícaselo -dijo haciendo una seña a Hilaire y golpeando con el dedo la foto del ciervo destripado.

– El macho muda las cuernas todos los años.

– ¿Para qué?

– Porque le molestan. Lleva las cuernas para luchar, para ganar hembras. Cuando eso se acaba, se le caen.

– Qué lástima -dijo Adamsberg-. Es bonito.

– Como todo lo que es bonito -dijo Angelbert-, es complicado. Tienes que entender que pesan y que se enganchan en las ramas. Después de la berrea, se le caen solas.

– Como quien deja la artillería, por ejemplo. Tiene las mujeres, y suelta las armas.

– Son complicadas, las mujeres -dijo Robert, siguiendo con su idea.

– Pero bonitas.

– Es lo que te decía -murmuró el viejo-. Cuanto más bonita es una cosa, más complicada. No se puede entender todo.

– No -dijo Adamsberg.

– A saber.

Cuatro de los hombres tomaron un trago al mismo tiempo, sin concertarse.

– Se le caen, y son cuernas de desmogue -prosiguió Hilaire-. Las recoges en el bosque como se recoge una seta. En cambio, las cuernas de caza las sierras en la bestia que has matado. ¿Entiendes? Es algo vivo.

– Y el asesino pasa de las cuernas vivas -dijo Adamsberg volviendo a la imagen del ciervo destripado-. Sólo le interesa la muerte. O el corazón.

– Exactamente.

IX

Adamsberg se esforzó en ahuyentar el ciervo de su mente. No quería entrar en la habitación del hotel con toda esa sangre en la cabeza. Esperó detrás de la puerta, frotando sus pensamientos, despejando su frente, introduciendo en ella a marchas forzadas nubes, canicas, cielos azules. Porque en la habitación dormía un niño de nueve meses. Y con los niños nunca se sabe. Son capaces de traspasar una frente, de oír rugir las ideas, de sentir el sudor de la angustia y, como colofón, de ver un ciervo destripado en la cabeza de un padre.

Empujó la puerta sin hacer ruido. Había mentido a la asamblea de hombres. Acompañar, sí; cortésmente, sí; pero para cuidar del niño mientras Camille tocaba la viola en el palacio. Su última ruptura -la quinta o la sexta, ya no sabía muy bien- había desencadenado una catástrofe imprevisible: Camille se había vuelto desesperantemente colega. Distraída, sonriente, afectuosa y familiar, en una palabra, en una trágica palabra, colega. Y ese nuevo estado desconcertaba a Adamsberg, que trataba de descubrir alguna señal de fingimiento, de hacer levantar el sentimiento palpitante, agazapado detrás de la máscara de naturalidad, como un cangrejo detrás de una roca. Pero Camille parecía definitivamente deambular lejos, liberada de las antiguas tensiones. Y, repitió para sí mientras la saludaba con un beso cortés, tratar de arrastrar a una colega exhausta hacia una recuperación del amor era del orden de lo imposible. Se concentraba, pues, sorprendido y fatalista, en su nueva función paterna. Debutaba en ese ámbito y se esforzaba en asimilar lo mejor posible que ese niño era su hijo. Le parecía que se habría entregado igual si hubiera encontrado al niño en un banco de la calle.

– No está dormido -dijo Camille mientras se ponía la chaqueta negra de concertista.

– Voy a leerle un cuento. He traído un libro.

Adamsberg sacó un grueso volumen de su bolsa. Su cuarta hermana parecía haberse asignado el deber de cultivarle la mente y de complicarle la existencia. Le había metido en su equipaje un tocho de cuatrocientas páginas sobre la arquitectura pirenaica, que le importaba un rábano, con la misión de leerlo y comentarlo. Y Adamsberg sólo obedecía a sus hermanas.

– Construir en Béarn -leyó-. Técnicas tradicionales de los siglos XII y XIX.

Camille se encogió de hombros sonriendo, a la verdadera manera alerta de los colegas. Mientras el niño se quedara dormido -y sobre este punto tenía en Adamsberg una confianza plena-, las excentricidades de éste le importaban poco. Todos sus pensamientos estaban concentrados en el concierto de esa noche, un milagro que sin duda se debía a Yolande, que habría intercedido con los Poderosos.

– Le gusta -dijo Adamsberg.

– Bueno, ¿por qué no?

Ni una crítica, ni una ironía. La nada blanca del auténtico colegueo.

Una vez solo, Adamsberg examinó a su hijo, que lo miraba sosegadamente, si es que podía emplearse esa palabra para un bebé de nueve meses. La concentración del niño en no se sabe qué otra parte, su indiferencia hacia los pequeños sinsabores, incluso su plácida ausencia de deseos, le resultaban inquietantes por lo afines que las sentía. Eso sin mencionar las cejas marcadas, la nariz que se anunciaba potente, un rostro tan poco corriente en todo que se le habría podido echar dos años más. Thomas Adamsberg prolongaba la línea paterna, y eso no era lo que el comisario había esperado de él. Pero mediante ese parecido el comisario empezaba a vislumbrar, a borbotones, a sobresaltos, que ese niño procedía realmente de su cuerpo.

Adamsberg abrió el libro por la página marcada con el billete de metro. Acostumbraba doblar la esquina de las páginas, pero su hermana le había recomendado que cuidara esa obra.

– Tom, escúchame bien, vamos a cultivarnos juntos y no tenemos elección. ¿Recuerdas lo que te leí sobre las fachadas expuestas al norte? ¿Lo tienes en mente? Pues escucha la continuación.

Thomas miró tranquilamente a su padre, atento e indiferente.

– «El uso de guijarros de río en la edificación de muretes, combinación de una organización de adaptación a los recursos locales, es una práctica extendida aunque no constante.» ¿Te gusta, Tom? «La introducción del opus piscatum en muchos de esos muretes responde a una doble necesidad compensatoria, generada por la pequeñez del material y la debilidad de la argamasa pulverulenta.»

Adamsberg dejó el libro y miró a su hijo.

– No sé qué es el opus «spicatum», hijo, y me importa un rábano. A ti también. Por lo tanto, estamos de acuerdo. Pero voy a enseñarte cómo resolver un problema de este tipo en la existencia. Cómo arreglártelas cuando no entiendes nada. Observa.

Adamsberg sacó el móvil y marcó lentamente un número bajo la mirada vaga del niño.

– Llamas a Danglard -explicó-. Sencillamente. Recuerda bien esto, lleva siempre su número encima. Él te arregla cualquier cosa de este tipo. Vas a ver, presta mucha atención. ¿Danglard? Adamsberg. Siento molestar, pero hay una palabra que el niño no entiende, y me pide explicaciones.

– ¿Diga? -contestó Danglard con voz cansina, curado de espanto respecto a las salidas por peteneras del comisario, que él tenía la responsabilidad implícita de contener.

– Opus spicatum. Quiere saber qué demonios significa eso.

– No. Tiene nueve meses, maldita sea.

– No es broma, capitán. Quiere saberlo.

– Comandante -rectificó Danglard.

– Oiga, Danglard, ¿piensa seguir dándome la tabarra con su grado? Comandante o capitán, ¿qué más da? Además, la cuestión no es ésa. La cuestión es el opus spicatum.

– Piscatum -corrigió Danglard.

– Eso es. Opus introducido en los muretes de los pueblos a título compensatorio generado. A Tom y a mí se nos ha metido en la cabeza y no nos deja pensar en nada más. Salvo que en Brétilly, hace un mes, un tipo se cargó un ciervo sin quitarle siquiera las cuernas y le arrancó el corazón. ¿Qué le parece?

– Un loco peligroso, un obseso -dijo Danglard en tono monocorde.

– Exactamente. Es lo que dice Robert.

– ¿Quién es Robert?

Por mucho que Danglard renegara cada vez que Adamsberg le llamaba por nimiedades inconsecuentes, nunca había sabido abandonar la conversación, hacer valer sus derechos o su cólera y cortar sin más. La voz del comisario, que pasaba como un viento, lenta, tibia y fluida, arrastraba su adhesión involuntaria, como si fuera una hoja rodando por el suelo, o una de esas malditas piedras por el fondo del maldito río, dejándose llevar. Danglard se lo reprochaba mucho a sí mismo, pero cedía. Al final, gana el agua.

– Robert es un amigo que me he hecho en Haroncourt.

Era inútil indicar al comandante Danglard dónde se encontraba el pueblo de Haroncourt. Al disponer de una masa de memoria potentemente organizada, el comandante conocía a fondo todos los cantones y comunas del país y era capaz de dar al instante el nombre del policía encargado del territorio.

– Entonces ¿lo ha pasado bien?

– Muy bien.

– ¿Sigue siendo colega? -aventuró Danglard.

– Desesperantemente. El opus spicatum, Danglard, estábamos con eso.

– Piscatum. Si quiere educarlo, trate de hacerlo correctamente.

– Por eso le llamo. Robert opina que lo hizo un joven, un joven obseso. Pero el ancestro, Angelbert, afirma que eso es discutible y que, con los años, un joven obseso se convierte en un viejo obseso.

– ¿Dónde se ha celebrado ese coloquio?

– En el café, a la hora del aperitivo.

– ¿Cuántos vinos?

– Tres. ¿Y usted?

Danglard se tensó. El comisario vigilaba su deriva alcohólica y eso le molestaba.

– Yo a usted no le pregunto nada, comisario.

– Sí. Me pregunta si Camille sigue en plan colega.

– De acuerdo -dijo Danglard retrocediendo-. Opus piscatum es una manera de montar piedras planas, tejas o cantos oblongos en oblicua alterna, formando en la obra un dibujo en forma de raspa de pescado, de ahí el nombre. Los romanos ya lo usaban.

– Ah, bien. ¿Y?

– Nada. Usted me pregunta, yo le respondo.

– ¿Para qué sirve, Danglard?

– ¿Y nosotros, comisario? El hombre en la Tierra, ¿para qué sirve?

Cuando Danglard estaba mal, la Pregunta sin Respuesta del cosmos infinito volvía a atormentarlo, junto con la de la explosión del sol dentro de cuatro mil años y la del miserable y terrorífico azar que constituía la humanidad colocada sobre una bola de tierra extraviada.

– ¿Tiene problemas concretos? -preguntó Adamsberg súbitamente preocupado.

– Simplemente aburrimiento.

– ¿Están durmiendo los niños?

– Sí.

– Salga, Danglard, vaya a escuchar a Oswald o a Angelbert. Están en París como aquí.

– Con esos nombres, seguro que no. ¿Y qué me enseñarían?

– Que las cuernas de desmogue valen menos que las de caza.

– Eso ya lo sé.

– Que la frente de los cérvidos crece hacia fuera.

– Eso ya lo sé.

– Que seguramente la teniente Retancourt no está durmiendo y que resultaría benéfico ir a charlar una horita con ella.

– Sí, sin duda -dijo Danglard después de un silencio.

Adamsberg oyó cierta ligereza recobrada en la voz de su comandante, y colgó.

– ¿Lo ves, Tom? -dijo envolviendo con la mano la cabeza de su hijo-. Ponen una raspa de pescado en el murete, y no me preguntes por qué. No necesitamos saberlo, puesto que lo sabe Danglard. Vamos a tirar este libro, nos pone nerviosos.

En cuanto Adamsberg ponía la mano sobre la cabeza del pequeño, éste se quedaba dormido. Él o cualquier otro niño. O adulto. Thomas cerró los ojos tras unos instantes, y Adamsberg quitó la mano, examinó su palma, apenas perplejo. Algún día comprendería quizá por qué poros de su piel le salía el sueño de los dedos. Tampoco le interesaba tanto.

Sonó su móvil. La forense, muy despierta, le llamaba desde la morgue.

– Un segundo, Ariane, voy a dejar al niño.

Fuera cual fuera el objeto de su llamada, y lúdico seguro que no era, el hecho de que Ariane pensara en él lo distraía en su despoblamiento femenino.

– El tajo de la garganta, hablo de Diala, está en eje horizontal. Por lo tanto, la mano que sujetaba el cuchillo no estaba ni muy por encima del punto de impacto, ni muy por debajo, porque entonces la herida habría sido sesgada. Como en Le Havre. ¿Me sigues?

– Claro -dijo Adamsberg jugando al mismo tiempo con los dedos del pie del bebé, redondos como guisantes alineados en su vaina. Se estiró en la cama para escuchar las inflexiones de voz de Ariane. A decir verdad, le importaban un rábano las etapas técnicas que había tenido que seguir la médica, sólo quería saber por qué identificaba a una mujer.

– Diala mide un metro ochenta y seis. La base de su carótida está a un metro cincuenta y cuatro del suelo.

– Se puede plantear así.

– El golpe será horizontal si el puño del agresor se sitúa por debajo de la altura de sus ojos. Eso nos da un asesino de un metro sesenta y seis. Llevando a cabo la misma estimación con La Paille, en quien se observa un ligero sesgo en angulación inferior, se obtiene un asesino de entre metro sesenta y cuatro y metro sesenta y siete, un metro sesenta y cinco de media. Sin duda un metro sesenta y dos deduciendo la altura de los tacones.

– Ciento sesenta y dos centímetros -dijo inútilmente Adamsberg.

– Muy por debajo, en consecuencia, de la media general de los hombres. Es una mujer, Jean-Baptiste. En cuanto a los pinchazos en el brazo, dieron en la vena con precisión, en ambos casos.

– ¿Crees que se trata de una profesional?

– Sí, y con jeringuilla. Por la finura del orificio y la trayectoria del pinchazo, no es una aguja o un alfiler cualquiera.

– Alguien pudo inyectarles algo antes de que murieran.

– Ningún tipo de sustancia. Lo que les inyectaron no deja lugar a dudas: nada.

– ¿Nada? ¿Quieres decir aire?

– El aire es todo menos nada. No les inyectó nada en absoluto. Sólo los pinchó.

– ¿Sin que le diera tiempo a acabar?

– O sin querer acabar. Los pinchó una vez muertos, Jean-Baptiste.

Adamsberg colgó, pensativo. Pensando en el viejo Lucio y preguntándose si, a esas horas, Diala y La Paille trataban de rascarse un pinchazo inacabado en sus brazos muertos.

X

En la mañana del 21 de marzo, el comisario se tomó el tiempo de ir a saludar cada árbol y cada ramilla del nuevo recorrido desde su casa hasta el edificio de la Brigada. Incluso bajo la lluvia, que casi no había parado desde el chaparrón sobre Juana de Arco, la fecha merecía ese esfuerzo y ese respeto. Incluso si ese año la naturaleza llevaba retraso, debido a citas desconocidas, a menos que se le hubieran pegado las sábanas, como a Danglard un día de cada tres. La naturaleza es caprichosa, pensaba Adamsberg, no se le puede exigir que todo esté estrictamente en su sitio para la mañana del 21, dada la cantidad astronómica de capullos de los que tiene que ocuparse, sin contar las larvas, las raíces y los gérmenes, que no se ven, pero que sin duda le consumen una energía increíble. En comparación, el incesante trabajo de la Brigada Criminal era una brizna irrisoria, una simple broma. Broma que daba una conciencia impoluta a Adamsberg para demorarse en las aceras.

Mientras el comisario atravesaba pausadamente la gran sala común, llamada «sala del Concilio», para dejar una flor de forsitia en cada una de las mesas de las agentes de la Brigada, Danglard se precipitó a su encuentro. El largo cuerpo del comandante, que parecía haberse derretido antaño como un cirio al calor, borrando sus hombros, ablandando su torso, combando sus piernas, no estaba adaptado a la marcha rápida. Adamsberg lo miraba con interés moverse en las distancias largas, preguntándose siempre si iba a perder uno de sus miembros en la carrera.

– Lo estábamos buscando -dijo Danglard sin resuello.

– Estaba rindiendo homenaje, capitán, y ahora honro.

– Maldita sea, son más de las once.

– A los muertos les da igual un par de horas más o menos. No tengo cita con Ariane hasta las cuatro de la tarde. Por las mañanas, la forense duerme. Sobre todo, no lo olvide nunca.

– No se trata de los muertos, se trata del Nuevo. Ha estado dos horas esperándolo. Ya van tres veces que pide cita. Pero, cuando llega, se queda solo, en su silla, como un don nadie.

– Lo siento, Danglard. Yo tenía una cita imperiosa desde hacía un año.

– ¿Con?

– Con la primavera, que es susceptible. Si se le da plantón, es capaz de irse enfurruñada. Y luego a ver quién es el guapo que la alcanza. En cambio, el Nuevo volverá. ¿Qué Nuevo, por cierto?

– Joder, el nuevo teniente que sustituye a Favre. Dos horas de espera.

– ¿Cómo es?

– Pelirrojo.

– Muy bien. Así variamos un poco.

– En realidad es castaño, pero con mechas pelirrojas. Como a rayas. Lo nunca visto.

– Mejor -dijo Adamsberg dejando su última flor en la mesa de Violette Retancourt-. Ya puestos, que los nuevos sean nuevos de verdad.

Danglard hundió las blandas manos en los bolsillos de su elegante chaqueta mientras miraba a la enorme teniente Retancourt ponerse la florecita amarilla en el ojal.

– Éste me parece bastante nuevo, demasiado quizá -dijo-. ¿Ha leído su expediente?

– Por encima. De todos modos, lo tendremos obligatoriamente de prueba durante seis meses.

Antes de que Adamsberg empujara la puerta de su despacho, Danglard lo retuvo por el brazo.

– Ya no está aquí. Se ha ido a ocupar su puesto en el cuchitril.

– ¿Por qué protege él a Camille? Pedí agentes con experiencia.

– Porque sólo él soporta ese puto trastero en el rellano. Los otros no pueden más.

– Y como es nuevo, se lo han encasquetado.

– Así es.

– ¿Desde cuándo?

– Hace tres semanas.

– Mándele a Retancourt. Ella sí es capaz de aguantar en el cuchitril.

– Ya se propuso ella misma. Pero hay un problema.

– No veo qué problema podría estorbar a Retancourt.

– Sólo uno. No puede moverse allí metida.

– Demasiado gorda -dijo Adamsberg pensativo.

– Demasiado gorda -confirmó Danglard.

– Fue su formato mágico lo que me salvó, Danglard.

– No lo dudo, pero no puede embutirse en el cuchitril y punto. Por lo tanto, no puede relevar al Nuevo.

– Ya lo había entendido, capitán. ¿Qué edad tiene ese Nuevo?

– Cuarenta y tres años.

– ¿Y qué pinta tiene?

– ¿Desde qué punto de vista?

– Estético, seduccional.

– La palabra «seduccional» no existe.

El comandante se pasó la mano por la nuca, como cada vez que estaba confuso. Por sofisticada que fuera la mente de Danglard, era reacio, como todos los hombres, a comentar el aspecto físico de los demás hombres, fingiendo no haber visto nada ni haberse fijado en nada. Adamsberg, por su parte, prefería claramente saber cómo era el que habían dejado acampar tres semanas en el rellano de Camille.

– ¿Qué pinta tiene? -insistió Adamsberg.

– Relativamente guapo -admitió Danglard a regañadientes.

– Mala suerte.

– No. Camille no me preocupa tanto, es Retancourt.

– ¿Sensible?

– Eso dicen.

– ¿Cómo de relativamente guapo?

– Bien plantado, tipo árbol, sonrisa ladeada y mirada melancólica.

– Mala suerte -repitió Adamsberg.

– No podemos matar a todos los hombres de la tierra, ¿no?

– Podríamos matar al menos a los hombres con mirada melancólica.

– Coloquio -dijo de repente Danglard, mirando el reloj.

Danglard era el responsable, huelga decirlo, de la atribución del nombre de «sala del Concilio» al espacio común donde se celebraban las reuniones; a la sazón, una asamblea general de los veintisiete agentes de la Brigada. Pero el comandante nunca había confesado su fechoría. También había anclado en la cabeza de los agentes el término «coloquio» para sustituir el de «reunión», que le producía tristeza. La autoridad intelectual de Adrien Danglard tenía tanto peso que todos asimilaban sus decisiones sin cuestionar su acierto. Como un medicamento de cuyo carácter benéfico nadie dudaba, las nuevas palabras del comandante eran absorbidas sin rechistar, y tan rápidamente integradas que se volvían irrecuperables.

Danglard fingía no tener nada que ver con esas pequeñas conmociones del lenguaje. Oyéndolo, esos términos anticuados habían remontado desde las profundidades abisales de los tiempos para impregnar los edificios, como un agua arcaica que rezumara, vía la red de sótanos. Explicación muy plausible, había observado Adamsberg. Y por qué no, había respondido Danglard.

El coloquio se abría con los asesinatos de La Chapelle y el fallecimiento de una sexagenaria en un ascensor por paro cardiaco. Adamsberg contó rápidamente sus agentes. Faltaban tres.

– ¿Dónde están Kernorkian, Mercadet y Justin?

– En la Brasserie des Philosophes -explicó Estalère-. Están acabando.

La suma de homicidios que le había caído a la Brigada en dos años todavía no había logrado apagar la alegría asombrada que perpetuamente agrandaba los ojos verdes del cabo Estalère, el miembro más joven del equipo. Largo y delgado, Estalère se mantenía siempre junto a la amplia e indestructible teniente Violette Retancourt, a quien rendía un culto casi religioso y de quien no se separaba mucho más de unos pocos metros.

– Dígales que vengan inmediatamente -ordenó Danglard-. No creo que estén acabando un concepto.

– No, comandante, sólo un café.

Para Adamsberg, que la asamblea se llamara reunión o coloquio no cambiaba las cosas. Poco dado a las charlas colectivas y poco proclive a distribuir órdenes, esas puestas al día generales lo aburrían tan intensamente que no recordaba haber seguido una sola de principio a fin. En algún momento, sus pensamientos desertaban de la mesa y, desde muy lejos -pero ¿desde dónde?-, oía llegar a él retazos de frases desprovistas de sentido, acerca de los domicilios, los interrogatorios, los seguimientos. Danglard vigilaba el aumento de la tasa de nubosidad en los ojos castaños del comisario y le apretaba el brazo cuando ésta alcanzaba el punto crítico. Adamsberg comprendía esa señal y volvía al mundo de los hombres, abandonando lo que algunos habrían llamado estado de estupor y que para él era una salida de emergencia vital, donde investigaba en solitario, en direcciones innominadas. Farragosas, decretaba Danglard. Farragosas, confirmaba Adamsberg.

Estaban concluyendo sobre el fallecimiento de la sexagenaria, con los honores a los tenientes Voisenet y Maurel, que habían descubierto el embrollo y demostrado que se había saboteado el ascensor. El arresto del esposo era inminente, el drama llegaba al desenlace, dejando en el ánimo de Adamsberg un rastro de tristeza, como siempre que la brutalidad ordinaria se cruzaba en su camino, en la esquina de la escalera.

La investigación sobre los homicidios de La Chapelle entraba en el lote de los crímenes canallescos. Hacía once días que el grandullón negro y el gordo blanco habían sido encontrado muertos, cada uno en un callejón sin salida, uno en el del Gué, otro en el del Curé. Ahora se sabía que el grandullón negro, Diala Toundé, de veinticuatro años, vendía ropa usada y cinturones bajo el puente, a la entrada de Clignancourt, y que el gordo blanco, Didier Paillot, alias La Paille, de veintidós años, era trilero en la calle principal del Mercado de las Pulgas. Que los dos hombres no se conocían y que su denominador común era un calibre excepcional y las uñas de luto. Motivos por los cuales Adamsberg persistía contra toda razón en negarse a transferir el expediente a los estupas.

Los interrogatorios en los edificios donde se alojaban los dos hombres, laberintos de habitaciones glaciales y de letrinas condenadas en oscuros pasillos, no habían arrojado ninguna luz, al igual que la visita a todos los bares del sector, desde la Porte de la Chapelle hasta Clignancourt. Las madres, destrozadas, habían explicado que sus pequeños eran unos chicos excelentes, mostrando una un cortaúñas y la otra un chal, que les habían regalado hacía apenas un mes. El cabo Lamarre, todo cohibido de timidez, había salido de allí hundido.

– Las viejas madres -dijo Adamsberg-. Si el mundo pudiera parecerse a los sueños de las viejas madres…

Un silencio nostálgico suspendió unos instantes el coloquio, como si cada cual recordara lo que había sido el sueño idealizado de su vieja madre para él, para ella, y si sí o no se había realizado, y hasta qué punto se había alejado.

Retancourt, como los demás, no había hecho realidad el sueño de su vieja madre, que había deseado que fuera azafata y rubia, seduciendo y calmando a los pasajeros en los pasillos de los aviones, esperanza que el metro ochenta y los ciento diez kilos de su hija habían aniquilado desde la pubertad, y de la que no había quedado más que el rubio del pelo y las capacidades de apaciguamiento, que se salían efectivamente de lo común. Anteayer había logrado hacer un agujerito en el muro que bloqueaba esa investigación.

Cansado ya, tras una semana de estancamiento, Adamsberg había arrancado a Retancourt de un asesinato familiar que la teniente estaba cerrando en una elegante mansión de Reims para lanzarla a Clignancourt, como quien echa, a la desesperada, un sortilegio sin saber muy bien qué se espera de él. Le había asignado como acompañante al teniente Noël, potente envergadura con orejas de soplillo, blindado en una cazadora de cuero, con quien Adamsberg mantenía una relación tibia. Pero Noël era apto para proteger a Retancourt en ese recorrido difícil. Al final, y habría debido imaginárselo, fue Retancourt quien protegió a Noël cuando degeneró el interrogatorio en un café, llevando el alboroto hasta la calle. La intervención maciza de Retancourt había calmado la tropa de hombres enardecidos y había arrebatado a Noël de las manos de tres tipos que deseaban hacerle tragar su partida de nacimiento, según manifestaron. Ese episodio había impresionado al dueño del bar, cansado de los combates que estallaban en su local. Olvidando la ley del silencio reinante en el Mercado de las Pulgas, y quizá impulsado por una revelación del mismo orden que la que afectaba a Estalère, había corrido tras Retancourt y depositado su carga en sus brazos.

Antes de hacer el informe, Retancourt se deshizo la corta coleta y se la volvió a recoger, único vestigio de su timidez de niña, pensaba Adamsberg.

– Según Emilio (es el dueño del café), es verdad que Diala y La Paille no se relacionaban. Separados por sólo quinientos metros, no trabajaban en las mismas zonas del mercado. Esa red geográfica, muy tupida, genera tribus que no se mezclan, con el consiguiente peligro de enfrentamientos y ajustes de cuentas. Emilio asegura que si Diala y La Paille acabaron metidos en un mismo follón, no fue por iniciativa propia, sino por la de algún agente exterior, ajeno a las costumbres del mercado.

– Un forano -dijo Lamarre, saliendo de su silencio.

Lo cual recordó a Adamsberg que el tímido Lamarre era de Granville, o sea de la Baja Normandía.

– Emilio supone que el extraño debió de elegirlos por su envergadura: para un trabajo de fuerza, para una maniobra de intimidación, para una pelea. En cualquier caso, el asunto acabó bien, porque dos días antes del asesinato fueron a tomar algo al bar. Ésa fue la primera vez que los vio juntos. Eran casi las dos de la madrugada, y Emilio quería cerrar. Pero no se atrevía a meterles prisa, porque los tipos estaban muy animados, bastante borrachos y forrados de pasta.

– No se encontró dinero, ni en los cuerpos ni en sus casas.

– Es probable que el asesino lo recuperara.

– ¿Oyó algo Emilio?

– Lo que pasa es que a Emilio le importaba un pito, él iba y venía recogiendo las mesas. Pero los dos hombres, al quedarse solos, abandonaron su cautela y se pusieron a charlar como cotorras beodas. Emilio oyó que el trabajo, muy bien pagado, sólo había durado unas horas. No mencionaron ninguna paliza, ni nada por el estilo. La cosa tuvo lugar en Montrouge, y el que les hizo el encargo los había dejado allí una vez acabada la faena. En Montrouge, de eso Emilio está seguro. Por lo demás, no tenían mucha conversación, aparte de la idea fija de que tenían tanta hambre que podrían trincarse una losa. Eso les daba mucha risa. Emilio les hizo dos bocatas y, al final, se largaron a las tres de la madrugada.

– ¿Una carga o descarga de material pesado?

– No huele a estupas -dijo Adamsberg, obstinado.

La noche anterior, en Normandía, había dejado pasar el enésimo mensaje de Mortier sin contestar al teléfono. Le habría podido alegar la fe de la madre que juraba que Diala no tocaba la droga. Pero, para el jefe de los estupas, el hecho de tener una anciana madre negra constituía en sí una presunción de culpabilidad. Adamsberg había conseguido que el inspector de división le concediera una prórroga antes del traslado del expediente, y vencía en dos días.

– Retancourt -prosiguió el comisario-, ¿observó algo Emilio en sus manos, en su ropa? ¿Tierra, barro?

– No tengo ni idea.

– Llámelo.

Danglard decretó descanso, Estalère dio un salto. El cabo alimentaba una pasión por lo que no interesaba a nadie, como memorizar detalles técnicos propios de cada uno. Trajo veintiocho vasos de plástico en tres tandas de bandejas, disponiendo delante de cada agente su bebida personalizada: café, chocolate, té, largo, corto, con o sin leche, con o sin azúcar, un terrón, dos terrones, sin cometer un solo error en la distribución. Sabía así que Retancourt tomaba el café corto y sin azúcar, pero que le gustaba tener una cucharilla para removerlo inútilmente. No lo habría olvidado por nada en el mundo. No se sabía qué placer inocente extraía el cabo de ese ejercicio, que acababa convirtiéndolo en un joven paje sirviente.

Retancourt volvió con el teléfono en la mano, y Estalère deslizó hacia ella el café sin azúcar con cucharilla. Ella le dio las gracias con una sonrisa, y el joven volvió a sentarse, feliz, a su lado. De todos ellos, Estalère parecía el único que no había comprendido del todo que trabajaba en una brigada criminal; habríase dicho que evolucionaba en ese grupo con el bienestar de un adolescente en el seno de su pandilla. Un poco más y se habría quedado a dormir allí.

– Tenían las manos sucias y llenas de tierra -dijo Retancourt-. Los zapatos también. Después de que se fueran, Emilio barrió el barro seco y la gravilla que habían dejado debajo de la mesa.

– ¿Cuál es la idea? -preguntó Mordent extrayendo la cabeza de su espalda encorvada, como una gran garza gris y ventruda que se hubiera posado en el borde de la mesa-. ¿Habían estado trabajando en un jardín?

– Con tierra, en todo caso.

– ¿Inspeccionamos los parques y solares de Montrouge?

– ¿Qué habrían ido a hacer en un parque? ¿Con material pesado?

– Buscad -dijo Adamsberg abandonando el coloquio, súbitamente desinteresado.

– ¿Transporte de un cofre? -sugirió Mercadet.

– ¿Para qué coño quieres un cofre en un jardín?

– Pues a ver si se te ocurre otra cosa que pese -replicó Justin-. Que pese lo suficiente para reclutar a dos tipos cachas no muy escrupulosos con la naturaleza del encargo.

– Encargo lo bastante delicado como para que después les cerraran el pico -precisó Noël.

– Cavar un hoyo, enterrar un cuerpo -propuso Kernorkian.

– Eso lo hace uno solo -replicó Mordent-, no con dos desconocidos.

– Un cuerpo pesado -dijo amablemente Lamarre-. De bronce, de piedra, por ejemplo una estatua.

– ¿Y por qué quieres inhumar una estatua, Lamarre?

– No he dicho que quisiera inhumarla.

– ¿Qué haces con tu estatua?

– La robo en un sitio público -enunció Lamarre reflexionando-, la transporto y la vendo. Tráfico de obras de arte. ¿Sabes cuánto vale una estatua de la fachada de Notre-Dame?

– Son falsas -intervino Danglard-. Elige Chartres.

– ¿Sabes cuánto vale una estatua de la catedral de Chartres?

– No, ¿cuánto?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Cientos de miles.

Adamsberg ya no oía más que fragmentos discontinuos, jardín, estatua, cientos de miles. La mano de Danglard le apretó el brazo.

– Vamos a retomar el hilo por la otra punta -dijo dando un sorbo de café-. Retancourt vuelve a ver a Emilio. Se lleva a Estalère, que tiene buenos ojos, y al Nuevo, porque tiene que formarse.

– El Nuevo está en el cuchitril.

– Lo sacaremos de allí.

– Ya lleva once años en la policía, ¿no? -dijo Noël-. No necesita que lo eduquen como un crío.

– Formarse en trabajar con vosotros, Noël, que no es lo mismo.

– ¿Qué buscamos donde Emilio? -preguntó Retancourt.

– Los restos de gravilla que dejaron en el suelo.

– Comisario, hace trece días que esos hombres fueron al café.

– ¿El suelo es de baldosas?

– Sí, blancas y negras.

– ¡Cómo no! -dijo Noël riéndose.

– ¿Habéis intentado alguna vez barrer gravilla? ¿Sin que se os escape ni una china? El bar de Emilio no es un palacio. Con un poco de suerte, algo de gravilla habrá ido à parar a un rincón y se habrá quedado allí, agazapada, esperándonos.

– Si he entendido bien la consigna -dijo Retancourt-, ¿vamos a buscar una piedrecita?

A veces, la antigua hostilidad de Retancourt hacia Adamsberg volvía a aflorar en la superficie de sus relaciones, pese a que su contencioso se resolviera en Quebec, en un excepcional cuerpo a cuerpo que fusionó a la teniente y al comisario para toda la vida [4]. Pero Retancourt, que formaba parte de los positivistas, consideraba que las directivas borrosas de Adamsberg obligaban a los miembros de su brigada a actuar a ciegas con demasiada frecuencia. Reprochaba al comisario que maltratara la inteligencia de sus agentes, que nunca hiciera por ellos el esfuerzo de aclarar las cosas, el esfuerzo de tender un puente para guiarlos a cruzar sus pantanos. Y eso por la sencilla razón, ella lo sabía, de que no era capaz. El comisario le sonrió.

– Eso es, teniente. Una piedrecita paciente y blanca en el bosque profundo. Que nos llevará directamente al terreno de operaciones, con la misma facilidad que las de Pulgarcito a la casa del Ogro.

– No es exactamente así -rectificó Mordent, especialista en cuentos y leyendas y, a ser posible, relatos de terror-. Las piedrecitas servían para encontrar la casa de los padres, no la del Ogro.

– Seguramente, Mordent. Pero nosotros buscamos al Ogro. Por lo tanto, procedemos de otra manera. De todos modos, los seis niños acabaron en la casa del Ogro, ¿no?

– Los siete niños -dijo Mordent levantando los dedos-. Pero, si encontraron al Ogro, fue precisamente porque habían perdido las piedras.

– Pues nosotros las buscamos.

– Si es que existen -insistió Retancourt.

– Por supuesto.

– ¿Y si no existen?

– Claro que existen, Retancourt.

Con esta evidencia caída del cielo de Adamsberg, es decir de esa bóveda celeste particular a la que nadie tenía acceso, se dio por finalizado el coloquio sobre La Chapelle. Plegaron las sillas, tiraron los vasos de plástico, y Adamsberg llamó a Noël con una seña.

– Deje de protestar, Noël -dijo tranquilamente.

– No necesitaba que ella viniera a salvarme. Me las habría arreglado solo.

– ¿Con tres tipos encima armados con barras de hierro? No, Noël.

– Podía deshacerme de ellos sin que Retancourt jugara a los vaqueros.

– Eso no es verdad. Y el que una mujer le haya sacado de apuros no lo deshonrará para siempre.

– Yo a eso no lo llamo una mujer. Un arado, un buey de labranza, un error de la naturaleza. Y no le debo nada.

Adamsberg se pasó el dorso de la mano por la mejilla, como para comprobar su afeitado, señal de una fisura en su estado flemático.

– Recuerde, teniente, por qué se fue Favre, él y su infinita maldad. El que su nido esté vacío no significa que tenga que venir otro pajarraco a ocuparlo.

– No ocupo el nido de Favre. Ocupo el mío, y en él trino lo que me da la gana.

– Aquí no, Noël. Porque como trine demasiado, irá, como él, a soltar sus gorgoritos a otra parte. Con los gilipollas.

– Con ellos estoy. ¿Ha oído a Estalère? ¿Y a Lamarre con su estatua? ¿Y a Mordent con su Ogro?

Adamsberg consultó sus dos relojes.

– Le doy dos horas y media para ir a caminar y airearse los sesos. Bajada al Sena, contemplación y vuelta a subir.

– Tengo informes que terminar -dijo Noël encogiéndose de hombros.

– No me ha entendido, teniente. Es una orden, es una misión. Salga y vuelva con la cabeza saneada. Y lo volverá a hacer todos los días si es necesario, durante un año si es preciso, hasta que el vuelo de las gaviotas le cuente algo. Váyase, Noël, y lejos de mí.

XI

Antes de entrar en el edificio de Camille para sacar de allí al Nuevo, Adamsberg se examinó los ojos en el retrovisor de un coche. Bien, concluyó irguiéndose de nuevo. A melancólico, melancólico y medio.

Subió los siete pisos hasta el taller, se dirigió a la puerta de Camille. Discretos ruidos de vida, Camille trataba de dormir al niño. Él le había explicado cómo ponerle la mano en el pelo, pero a ella no le funcionaba. En ese terreno él llevaba una gran ventaja, a falta de haber conservado los otros.

En cambio, ni un suspiro en el cuartucho que servía de portería al policía. El Nuevo melancólico relativamente guapo se había quedado dormido. En lugar de velar por la seguridad de Camille, como era su misión. Adamsberg llamó, con tentaciones de soltarle una reprimenda injusta, dado que estar encerrado en ese chisme durante horas habría arrastrado al sueño a cualquiera, y sobre todo a un melancólico.

En absoluto. El Nuevo abrió inmediatamente la puerta, con un cigarrillo entre los dedos, e inclinó brevemente la cabeza en señal de reconocimiento. Ni deferente ni ansioso, sólo trataba de hacer que volvieran sus pensamientos a gran velocidad, como quien lleva un rebaño al redil. Adamsberg le estrechó la mano observándolo sin discreción. Dulce, pero no tanto. Energía y cóleras seguras en reserva bajo el fondo de sus ojos, efectivamente melancólicos. En cuanto a la belleza, Adamsberg había visto las cosas muy negras, como pesimista profesional que era, vencido antes de haber luchado. Relativamente guapo, pero más relativo que guapo, y sólo si se le miraba con buenos ojos. Además, el hombre era apenas más alto que él. Más macizo, eso sí, con el cuerpo y el rostro envueltos en una materia un tanto tierna.

– Lo siento -dijo Adamsberg-, no acudí a nuestra cita.

– No tiene importancia. Me dijeron que tenía una urgencia.

Voz bien colocada, ligera, filtrada. Agradable, relativamente. El Nuevo apagó el cigarrillo en un cenicero de bolsillo.

– Una urgencia importante, es verdad.

– ¿Un nuevo asesinato?

– No, la llegada de la primavera.

– Ya -contestó el Nuevo tras una leve pausa.

– ¿Cómo va la vigilancia?

– Interminable y vacía.

– ¿Sin interés?

– Ninguno.

Perfecto, concluyó Adamsberg. Había tenido suerte, el hombre estaba ciego, era incapaz de ver a Camille entre mil.

– La suspendemos. Vendrá a relevarlo un equipo del distrito trece.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

El nuevo echó una mirada al cuchitril, y Adamsberg se preguntó si añoraba algo. Pero no, sólo era esa melancolía que tenía en los ojos, que daba la impresión de que se entretenía más que otros en las cosas. Recogió sus libros y salió sin volverse, sin prestar atención tampoco a la puerta de Camille. Ciego y casi grosero, en el fondo.

Adamsberg encendió la luz y se instaló en el primer peldaño de la escalera, señalando de un gesto a su colega que se pusiera a su lado. Sus años de vida tumultuosa con Camille le habían acostumbrado a ese rellano y a esa escalera, de la que cada peldaño casi tenía nombre propio: impaciencia, negligencia, infidelidad, pena, arrepentimiento, infidelidad, regreso, remordimiento, una sucesión sin fin en espiral.

– ¿Cuántos peldaños cree que tiene esta escalera? -preguntó Adamsberg-. ¿Noventa?

– Ciento ocho.

– ¿Hace eso? ¿Cuenta los escalones?

– Soy un hombre organizado, sale en mi expediente.

– Siéntese, apenas he leído su expediente. Ya sabe que está de prueba en la Brigada y que esta conversación no cambiará nada.

El nuevo asintió y tomó asiento en el peldaño de madera, sin insolencia pero sin preocuparse. A la luz de la bombilla, Adamsberg vio las mechas pelirrojas que surcaban su pelo oscuro por todas partes, introduciéndole extraños puntos luminosos. Un cabello ondulado tan tupido que parecía difícil pasarle un peine.

– Había muchas candidaturas para este puesto -dijo Adamsberg-. ¿Qué cualidades le hicieron llegar a finalista?

– Fue un enchufe. Conozco muy bien al inspector de división Brézillon. Ayudé a su hijo menor en un momento determinado.

– ¿En un asunto policial?

– Un asunto de conducta, en el internado donde yo daba clases.

– ¿O sea que no es policía de nacimiento?

– Empecé en la docencia.

– ¿Y qué mal azar le hizo desviarse?

El Nuevo encendió un cigarrillo. Manos cuadradas, densas. Seductoras, relativamente.

– Sentimental -sugirió Adamsberg.

– Ella era policía, creí hacer bien yéndome con ella. Pero así fue como la perdí, y me quedó la pasma.

– Lástima.

– Sí.

– ¿Por qué quería este puesto? ¿Por París?

– No.

– ¿Por la Brigada?

– Sí. Me había informado, y me pareció bien.

– ¿Qué información tenía?

– Abundante y contradictoria.

– Yo, en cambio, no estoy informado. Ni siquiera sé su nombre. Todavía lo llaman el Nuevo.

– Veyrenc. Louis Veyrenc.

– Veyrenc -repitió aplicadamente Adamsberg-. ¿Y de dónde le viene este pelo rojo, Veyrenc? Me intriga.

– A mí también, comisario.

El Nuevo había vuelto la cara, cerrando rápidamente los ojos. El Nuevo había sufrido, leyó Adamsberg. Soplaba el humo hacia el techo, tratando de completar su respuesta, sin decidirse. En esa postura inmóvil, el labio superior se le levantaba a la derecha como tirado por un hilo, y esa torsión le daba un encanto particular. Eso y sus ojos castaños caídos en triángulo, alzándose por el borde en una coma de pestañas. Peligrosa ofrenda la del inspector de división Brézillon.

– No tengo obligación de responderle -dijo finalmente Veyrenc.

– No.

Adamsberg, que había venido a ver al nuevo miembro sin más objetivo que extirparlo de la proximidad de Camille, sentía que la conversación chirriaba, sin descubrir la causa.

Y sin embargo, pensó, andaba por ahí cerca, al alcance del pensamiento. Dejó flotar su mirada sobre la barandilla, la pared y los peldaños, uno a uno, bajando, subiendo.

Conocía esa cara.

– ¿Cómo ha dicho que se llama?

– Veyrenc.

– Veyrenc de Bilhc -corrigió Adamsberg-. Louis Veyrenc de Bilhc es su nombre completo.

– Efectivamente, está en mi expediente.

– ¿Dónde nació?

– En Arras.

– Por puro accidente, supongo. Usted no es un hombre del norte.

– Quizá.

– Seguro. Es usted gascón, bearnés.

– Es verdad.

– Por supuesto que es verdad. Un bearnés del valle de Ossau.

El Nuevo volvió a pestañear, como amagando un ínfimo movimiento de rechazo.

– ¿Cómo puede saberlo?

– Cuando se lleva el apellido de un viñedo, se es fácilmente localizable. La uva de Veyrenc de Bilhc crece en las colinas del valle de Ossau.

– ¿Y eso es problemático?

– Quizá. Los gascones no son tipos fáciles. Melancólicos, solitarios, tiernos de alma, empedernidos en el trabajo, irónicos y obstinados. Es una naturaleza que tiene su interés, para quien puede soportarla. Conozco gente que no puede.

– ¿Usted, por ejemplo? ¿Tiene problemas con los bearneses?

– Claro. Piense un poco, teniente.

El Nuevo se apartó ligeramente, como un animal toma sus distancias para examinar al adversario.

– El Veyrenc de Bilhc es poco conocido -dijo.

– Incluso desconocido.

– Sólo lo conocen algunos enólogos, o los del valle de Ossau.

– ¿O?

– O los del valle de al lado.

– ¿Por ejemplo?

– Los del valle del Gave.

– Ya ve que no era muy complicado. ¿No sabe reconocer a un pirenaico cuando lo tiene delante?

– No hay mucha luz en este rellano.

– Eso no es un problema.

– Y tampoco me paso la vida buscándolos.

– ¿Qué cree que ocurre cuando un tipo del valle de Ossau trabaja en el mismo sitio que un tipo del valle del Gave?

Los dos hombres se tomaron su tiempo para reflexionar, mirando juntos, fijamente, la pared de enfrente.

– A veces -sugirió Adamsberg-, uno se entiende peor con su vecino que con su extraño.

– Hubo roces, antaño, entre ambos valles -confirmó el Nuevo, con la mirada todavía clavada en la pared.

– Sí. La gente se podía matar por un pedazo de terreno. -Por una brizna de hierba.

– Sí.

El Nuevo se levantó y se puso a dar vueltas en el rellano con las manos en los bolsillos. Conversación concluida, estimó Adamsberg. La reanudarían más adelante y, a ser posible, de otra manera. Se levantó a su vez.

– Cierre el trastero y reúnase con la Brigada. La teniente Retancourt lo espera para ir a Clignancourt.

Adamsberg lo saludó con una seña y bajó unos tramos de escalera bastante contrariado. Lo bastante como para olvidar en el peldaño de arriba su libreta de dibujo y tener que volver a subir. En el rellano del sexto, oyó la voz elegante de Veyrenc elevarse en la penumbra.

– Oídme, pues, señor. Apenas regresado,

una cólera injusta prepara mi caída.

¿Qué fue, tan alabada, de vuestra compasión?

¿Merezco este castigo tan sólo por mi origen?

Adamsberg subió sin ruido los últimos peldaños, estupefacto.

– ¿Es pecado, es un crimen haber visto la luz

cerca de vuestros valles? ¿Es acaso un ultraje

haber puesto mis ojos en esas mismas nubes…?

Veyrenc estaba apoyado en el marco de la puerta del cuchitril, cabizbajo, con lágrimas rojizas brillando en su pelo.

– ¿…haber corrido, niño, por vuestros verdes montes,

que los dioses me dieron, como a vos, por amigos?

Adamsberg miró a su nuevo agente cruzar los brazos y sonreír brevemente para sí.

– Ya veo -dijo el comisario con voz lenta.

El teniente se enderezó, sorprendido.

– Figura en mi expediente -dijo, a modo de extraña excusa.

– ¿A santo de qué?

– El comisario de Burdeos no podía soportarlo. Ni el de Tarbes. Ni el de Nevers.

– ¿No podía usted reprimirse?

– Señor, no lo podía, pues me veo obligado:

la sangre de mis deudos me lleva a este pecado.

– ¿Cómo lo hace? ¿En vigilia? ¿En sueños? ¿En hipnosis?

– Es de familia -dijo Veyrenc con cierta sequedad-. No puedo hacer nada para evitarlo.

– Si es de familia, la cosa cambia.

Veyrenc torció el labio, levantando las manos con ademán fatalista.

– Le propongo que volvamos juntos a la Brigada, teniente. Es posible que este cuchitril no le siente bien.

– Es verdad -dijo Veyrenc con el estómago encogido ante la evocación de Camille.

– ¿Conoce a Retancourt? Ella es quien se encarga de su formación.

– ¿Hay novedades en Clignancourt?

– Las habrá si encontramos gravilla debajo de una mesa. Ya se lo contará ella, no le ha hecho ninguna gracia.

– ¿Por qué no pasa el caso a los estupas? -preguntó Veyrenc bajando la escalera junto al comisario, con sus libros debajo del brazo.

Adamsberg bajó la cabeza sin contestar.

– ¿No puede decírmelo? -insistió el teniente.

– Sí. Pero busco cómo decírselo.

Veyrenc esperó, con la mano en la barandilla. Había oído demasiadas cosas sobre Adamsberg para pasar por alto sus rarezas.

– Esos muertos son para nosotros -dijo por fin Adamsberg-. Se vieron atrapados en una red, en una malla, en una trama. En una sombra, en los pliegues de una sombra.

Adamsberg clavaba su mirada turbia en un punto preciso de la pared, como si en él buscara las palabras que le faltaban para verter su idea. Luego renunció, y los dos hombres bajaron hasta el portal, donde Adamsberg marcó una última pausa.

– Antes de que salgamos a la calle -dijo-, antes de que nos convirtamos en compañeros de trabajo, dígame de dónde le vienen las mechas rojas.

– No creo que la historia le guste.

– Hay pocas cosas que me molesten, teniente. Pocas cosas me turban. Algunas me chocan.

– Eso dicen.

– Es verdad.

– Sufrí un ataque de niño, en el viñedo. Tenía ocho años, los chavales tenían trece o quince. Una pandilla de cinco hijos de puta. Nos tenían tirria.

– ¿Nos?

– Mi padre era propietario del viñedo, su vino estaba ganando fama, y eso provocó una competencia. Me sujetaron en el suelo y me dieron golpes en la cabeza con trozos de chatarra. Luego me reventaron el estómago con un trozo de botella.

Adamsberg, con la mano apoyada en la puerta, había suspendido sus gestos, aferrando el pomo redondo.

– ¿Sigo? -preguntó Veyrenc.

El comisario asintió levemente.

– Me dejaron en el suelo con el vientre abierto y catorce heridas en el cuero cabelludo. En las cicatrices de esos cortes, me volvió a crecer el pelo, pero rojo. No hay explicación. Es un recuerdo.

Adamsberg miró el suelo un momento y alzó los ojos hacia el teniente.

– ¿Qué es lo que no tenía que gustarme en su historia?

El Nuevo apretó los labios, y Adamsberg observó sus ojos oscuros que trataban, quizá, de hacerle bajar la mirada. Melancólicos, pero no siempre y no con todo el mundo. Los dos montañeses se miraron fijamente como dos bucardos enfrentados, inmóviles, con los cuernos enredados en una embestida callada. Fue el teniente quien, tras un breve movimiento que indicaba derrota, volvió la cabeza.

– Acabe la historia, Veyrenc.

– ¿Es indispensable?

– Creo que sí.

– ¿Y por qué?

– Porque es nuestro trabajo acabar las historias. Si quiere empezarlas, vuelva a ser profesor. Si quiere acabarlas, quédese de policía.

– Entiendo.

– Claro. Por eso está aquí.

Veyrenc dudó, levantó el labio en una falsa sonrisa.

– Los cinco chavales venían del valle del Gave.

– De mi valle.

– Eso es.

– Vamos, Veyrenc, acabe la historia.

– Ya está acabada.

– No. Los cinco chavales venían del valle del Gave. Venían del pueblo de Caldhez.

Adamsberg giró el pomo.

– Vamos, Veyrenc -dijo con suavidad-. Buscamos una piedra.

XII

Retancourt dejó caer todo su peso en una silla de plástico del café de Emilio.

– Sin ánimo de ofender -dijo Emilio aproximándose a ella-, si aparece demasiado la pasma por aquí, ya puedo cerrar el bar.

– Encuéntrame una piedrecita, Emilio, y te dejo en paz. Y tres cervezas.

– Sólo dos -intervino Estalère-. No puedo beber -se excusó mirando primero al Nuevo y luego a Retancourt-. No sé por qué, pero me marea.

– Pero, Estalère, eso le pasa a todo el mundo -dijo Retancourt, siempre sorprendida por la resistente candidez de ese chico de veintisiete años.

– Ah -dijo Estalère-. ¿Es normal?

– No sólo es normal, sino que es el objetivo.

Estalère frunció el ceño, sin querer, por nada del mundo, dar a Retancourt la impresión de que le reprochaba algo. Si Retancourt pedía cerveza durante las horas de trabajo, era que debía de estar no sólo permitido, sino recomendado.

– No estamos de servicio -le dijo Retancourt sonriendo-. Buscamos una piedrecita. No tiene nada que ver.

– Le guardas rencor -afirmó el joven.

Retancourt esperó que Emilio trajera las cervezas. Alzó su vaso hacia el Nuevo.

– Bienvenido. No consigo recordar tu nombre.

– Veyrenc de Bilhc, Louis -dijo Estalère, feliz de haber memorizado tan rápido el nombre completo.

– Diremos Veyrenc -propuso Retancourt.

– De Bilhc -precisó el Nuevo.

– ¿Tanto te importa el «de»?

– Me importa el vino. Es el nombre de un viñedo.

Veyrenc acercó su vaso al de su colega, sin brindar. Había oído muchas cosas acerca de las aptitudes fuera de serie de la teniente Violette Retancourt, pero de momento sólo veía una mujer rubia, muy alta y gorda, bastante ruda, bastante alegre, en la que nada le permitía entender el temor o la devoción que inspiraba en la Brigada.

– Le guardas rencor -repitió Estalère con voz sorda.

Retancourt se encogió de hombros.

– No tengo nada en contra de ir a tomarme una caña en Clignancourt. Si eso le divierte…

– Le guardas rencor.

– ¿Y qué si se lo guardara?

Estalère inclinó la cabeza, sombrío. La antinomia, incluso la incompatibilidad de comportamientos que oponían con frecuencia al comisario y su subordinada, lo dividía dolorosamente. La doble veneración que profesaba a Adamsberg y a Retancourt, brújulas de su existencia, no admitía compromiso. No habría abandonado al uno por el otro. El organismo del joven funcionaba sólo a base de energía afectiva, excluyendo todos los demás fluidos como la razón, el cálculo, el interés intelectual. En eso, similar a un motor especializado que no tolera más que un carburante en estado puro, Estalère era un sistema excepcional y frágil. Retancourt lo sabía, pero no tenía ni la delicadeza ni las ganas de adaptarse.

– Son sus ideas -insistió el joven.

– Es un expediente para los estupas, Estalère -dijo Retancourt cruzando los brazos.

– Él dijo que no.

– No encontraremos esa piedra.

– Él dice que sí.

Estalère solía hablar del comisario diciendo «Él». «Él», Jean-Baptiste Adamsberg, el dios vivo de la Brigada.

– Haz lo que te parezca. Búscale la piedra hasta el fin del mundo, pero no me pidas que me arrastre por debajo de las mesas.

Retancourt sorprendió una indignación inesperada en los ojos del cabo.

– Buscaré la piedra -dijo el joven levantándose torpemente-. Y no porque toda la Brigada me tome por un panoli, tú igual que los demás. Sino por él. Él mira, él sabe. Él busca.

Estalère tomó resuello.

– Él busca una piedra -dijo Retancourt.

– Porque hay cosas en las piedras, hay colores, hay dibujos, hay historias. Y tú no las ves, Violette, y no ves nada.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Retancourt apretando su vaso.

– Piensa, teniente.

Estalère abandonó la mesa con violencia adolescente y se fue a ver a Emilio, que se había refugiado en la sala interior.

Retancourt hizo girar la cerveza en su vaso y miró al Nuevo.

– Es un hilo de cristal -dijo-, a veces se exalta. Hay que comprender que venera a Adamsberg. ¿Qué tal tu entrevista con él? ¿Correcta?

– Yo no diría eso.

– ¿Te ha paseado de una idea a otra?

– Un poco.

– No lo hace a propósito. Tuvo que aguantar mucho, hace algún tiempo, en Quebec. ¿Qué piensas de él?

Veyrenc sonrió de soslayo, y a Retancourt le gustó. Encontraba que el Nuevo tenía mucho encanto, y lo miraba a menudo, detallando su rostro y su cuerpo, atravesando su ropa, invirtiendo los papeles, como un hombre desnuda sin discreción a una chica guapa que pasa. A sus treinta y cinco años, Retancourt se portaba como un viejo soltero en un espectáculo. Eso sí, sin riesgos, puesto que había echado el candado a su espacio sentimental para evitar toda desilusión. De jovencita, Retancourt ya era tan maciza como la columna de un templo, y a partir de entonces tuvo por divisa que el derrotismo la protegería de la esperanza. Todo lo contrario de la teniente Froissy, que se imaginaba que el amor era feliz y esperaba que apareciera en cualquier esquina, y había acumulado, por ese principio, una pila impresionante de disgustos variados.

– Para mí es diferente -dijo Veyrenc-. Adamsberg se crió en el valle del Gave de Pau.

– Cuando hablas así, te pareces a él.

– Es posible. Vengo del valle de al lado.

– Ah -dijo Retancourt-. Dicen que no hay que poner dos gascones en un mismo prado.

Estalère volvió a pasar delante de ellos sin dirigirles ni una mirada y salió del café dando un portazo.

– Se fue -comentó Retancourt.

– ¿Vuelve sin nosotros?

– Eso parece.

– ¿Te quiere?

– Me quiere como si yo fuera un hombre, como si fuera lo que él quiere llegar a ser y no será nunca. Un tanque, una ametralladora, un caza. Aquí, cuida de ti y mantente al margen. Ya los has visto, nos has visto. Adamsberg y su divagación inaccesible. Danglard y su erudición inmensa corriendo detrás del comisario para evitar que la nave zozobre en alta mar. Noël, huérfano y rayano en la brutalidad obtusa. Lamarre, tan cohibido que le cuesta mirar a los demás. Kernorkian, que tiene miedo a la oscuridad y a los microbios. Voisenet, un peso pesado que corre a su zoología en cuanto volvemos la espalda. Justin el meticuloso, escrupuloso hasta la impotencia. Adamsberg sigue sin ser capaz de meterse en la cabeza quién es Voisenet y quién Justin, confunde constantemente sus nombres, y ninguno de los dos se ofende. Froissy, sumida en la comida y las aflicciones. Estalère el devoto, a quien acabas de conocer. Mercadet, un genio de los números que lucha contra el sueño. Mordent, adepto de lo trágico, que posee cuatrocientos volúmenes de cuentos y leyendas. Yo, vaca polivalente del grupo, según Noël. ¿Qué has venido a hacer aquí, por el amor de Dios?

– Es un proyecto -dijo Veyrenc en tono vago-. ¿No te caen bien tus compañeros?

– Claro que sí.

– Sin embargo, Señora,

con palabras de acero asestáis estocadas.

¿Son ellos los culpables, o es vuestro el error?

Retancourt sonrió y miró a Veyrenc.

– ¿Qué dices?

– Que no hay piedad alguna en esta su semblanza,

y busco alguna causa a vuestra enemistad.

– ¿Por qué lo dices así?

– Una costumbre -dijo Veyrenc sonriendo también.

– ¿Qué te ha pasado? En el pelo.

– Un accidente de coche, atravesé de cabeza el parabrisas.

– Ah -dijo Retancourt-. Tú también mientes.

Estalère volvió a abrir la puerta del café y, tensas las piernas delgadas, llegó de dos zancadas hasta la mesa. Apartó los vasos vacíos, hurgó en su bolsillo y depositó tres piedrecillas grises en el centro de la bandeja. Retancourt las examinó sin moverse.

– Él dijo «blanca», él dijo «una» -declaró.

– Pues son tres, y son grises.

Retancourt cogió la gravilla y la hizo rodar en la palma de su mano.

– Devuélvemelas, Violette. Serías capaz de no dárselas.

Retancourt alzó la cabeza con vivacidad, encerrando las piedras en su puño.

– No te pases, Estalère.

– ¿Por qué?

– Porque, si yo no existiera, Adamsberg ya no existiría. Yo lo saqué de las garras de los maderos canadienses. Y no sabes ni sabrás nunca lo que hice para sacarlo de allí. Así que, cabo, cuando hayas realizado por Él un acto de devoción de esa categoría, habrás conquistado el derecho a echarme broncas. Antes no.

Retancourt dejó las piedras con gesto brusco en la mano de Estalère. Veyrenc vio temblar los labios del joven e hizo una señal a Retancourt de que se calmara.

– Dejémoslo -dijo tocando el hombro del cabo.

– Perdona -musitó Estalère-. Quería estas piedras.

– ¿Estás seguro de que son éstas?

– Sí.

– Emilio lleva trece días barriendo cada noche, el camión de la basura lleva trece días pasando cada mañana.

– Esa noche era tarde. Emilio barrió deprisa para quitar la gravilla y la tiró a la calle. He buscado allí donde debían de haber caído, o sea junto a la pared, contra el escalón de la entrada, allí donde nadie mira nunca.

– Nos vamos -dijo Retancourt poniéndose la chaqueta-. Sólo tenemos un día y medio antes de que los estupas nos los levanten.

XIII

En la salita que albergaba la máquina expendedora de bebidas, Adamsberg descubrió dos grandes cuadrados de gomaespuma envueltos en una vieja manta, formando una colchoneta improvisada a ras de suelo que transformaba el lugar en refugio rudimentario para un sin techo. Iniciativa de Mercadet, seguro, el hipersomne del grupo, cuya necesidad de sueño atormentaba su conciencia profesional.

Adamsberg sacó un café de la máquina benefactora y decidió probar la colchoneta. Se acomodó, se colocó un cojín en la espalda, estiró las piernas.

Allí se podía dormir, no cabía duda. La espuma cálida envolvía pérfidamente el cuerpo, dando casi la sensación de una compañía. Allí se podía reflexionar, si se daba el caso, pero Adamsberg sólo sabía reflexionar deambulando. Si se podía llamar a eso reflexionar. Hacía mucho tiempo que había admitido que, en él, pensar no tenía nada en común con la definición aplicada a ese ejercicio. Formar, combinar ideas y juicios.

Y no porque no lo hubiera intentado, quedándose sentado en una silla limpia, apoyando los codos en una mesa impoluta, tomando una hoja y una pluma, apretándose la frente con los dedos, tentativas todas que no habían hecho más que desconectar sus circuitos lógicos. Su mente desestructurada le recordaba un mapa mudo, un magma en que nada llegaba a aislarse, a identificarse como idea. Todo parecía siempre poder conectarse con todo, por atajos en que se enmarañaban ruidos, palabras, olores, fulgores, recuerdos, imágenes, ecos, partículas de polvo. Y con sólo eso, tenía él, Adamsberg, que dirigir a los veintisiete miembros de su brigada y obtener, según el término recurrente del inspector de división, Resultados. Eso debería haberlo preocupado. Pero otros cuerpos fluctuantes ocupaban ese día la mente del comisario.

Estiró los brazos y los cruzó detrás de la nuca, apreciando la iniciativa acogedora del hipersomne. Fuera, la lluvia y la sombra. Que no tenían nada que ver entre sí.

Danglard renunció a poner en marcha la máquina de bebidas al encontrar al comisario dormido. Retrocedió, abandonando la sala con paso silencioso.

– No estoy durmiendo, Danglard -dijo Adamsberg sin abrir los ojos-. Tómese su café.

– ¿Esta litera se debe a Mercadet?

– Lo supongo, capitán. La estoy probando.

– Tendrá competencia.

– O multiplicación. Seis colchonetas amontonadas en las esquinas, de aquí a poco.

– Sólo hay cuatro esquinas -puntualizó Danglard encaramándose a uno de los taburetes del bar con las piernas colgando.

– En cualquier caso, es más cómodo que esos putos taburetes. No sé quién los fabricó, pero son demasiado altos. Ni siquiera se alcanza el reposapiés. Está uno posado ahí encima como una cigüeña en lo alto de un campanario.

– Son suecos.

– Pues los suecos son demasiado altos para nosotros. ¿Cree usted que eso cambia algo?

– ¿El qué?

– La altura. ¿Cree que la altura influye en la reflexión, cuando la cabeza está separada de los pies por un metro noventa? ¿Cuando la sangre tiene que recorrer todo ese camino para subir y bajar? ¿Cree que entonces se piensa con más pureza, sin que intervengan los pies? O al revés, ¿que un tipo minúsculo piensa mejor que los demás, de manera más rápida y concentrada?

– Emmanuel Kant -contestó Danglard sin ardor- sólo medía un metro cincuenta. No era más que pensamiento, rigurosamente estructurado.

– ¿Y su cuerpo?

– Nunca lo utilizó.

– Eso tampoco es plan -murmuró Adamsberg volviendo a cerrar los ojos.

Danglard juzgó más prudente y útil regresar a su despacho.

– Danglard, ¿la ve? -preguntó Adamsberg con voz monocorde-. ¿La Sombra?

El comandante volvió, dirigiendo sus ojos hacia la ventana y la lluvia que oscurecía la sala. Pero conocía demasiado bien a Adamsberg para imaginarse que el comisario le hablaba del tiempo.

– Está aquí, Danglard. Vela el cielo. ¿La siente? Nos envuelve, nos mira.

– Está de humor sombrío -sugirió el comandante.

– Algo así. Alrededor de nosotros.

Danglard se pasó la mano por la nuca, dándose tiempo para reflexionar. ¿Qué Sombra? ¿Cuándo, dónde, cómo? Desde el trauma que había sufrido Adamsberg en Quebec, que había requerido un confinamiento forzado de más de un mes, Danglard lo había vigilado de cerca. Observó su rápida remontada fuera de los estragos que habían estado a punto de acabar con su mente. Y parecía que todo había vuelto a la normalidad bastante pronto, a la normalidad de Adamsberg se entiende. Danglard sintió que sus temores volvían a asaltarlo. Quizá Adamsberg no se hubiera alejado tanto del abismo en que había estado a punto de caer.

– ¿Desde cuándo? -preguntó.

– Pocos días después de volver yo -dijo Adamsberg abriendo bruscamente los ojos y sentándose más erguido en el cuadrado de espuma-. Es posible que acechara antes rondando por nuestros parajes.

– ¿Nuestros parajes?

– Los de la Brigada. Son sus parajes. Cuando me voy, como cuando fui a Normandía, dejo de sentirla. Cuando vuelvo, ahí está, discreta y gris. Quizá sea la cartuja.

– ¿Quién es?

– Clarisa, la monja aplastada por el curtidor.

– ¿Usted cree en esas cosas?

Adamsberg sonrió.

– La otra noche la oí -dijo con expresión bastante feliz-. Se paseaba por el desván, rozando el suelo como una tela. Me levanté y fui a ver.

– Y no había nada.

– Claro -contestó Adamsberg, dedicando un pensamiento al marcador de Haroncourt.

El comisario recorrió con una mirada circular la pequeña sala.

– ¿Le molesta? -preguntó Danglard con delicadeza, teniendo la impresión de que exploraba un terreno minado.

– No. Pero es una sombra de mal agüero, Danglard, no lo olvide. No está aquí para ayudarnos.

– Desde que volvió no ha ocurrido nada nuevo, aparte del Nuevo.

– Veyrenc de Bilhc.

– ¿Es él lo que le preocupa? ¿Ha traído la Sombra?

Adamsberg meditó la sugerencia de Danglard.

– Problemas seguro. Es del valle de al lado del mío. ¿Le ha hablado de eso? ¿De su valle de Ossau? ¿De su pelo?

– No. ¿Por qué?

– Cuando era niño, se le echaron encima cinco tíos. Le reventaron la barriga y le laceraron el cuero cabelludo.

– ¿Y?

– Pues esos tíos venían de mi tierra, de mi pueblo. Y lo sabe. Fingió que lo descubría, pero estaba perfectamente al corriente antes de llegar. Y si quiere saber mi opinión, si está aquí es precisamente por eso.

– ¿Por qué?

– Búsqueda de recuerdos, Danglard.

Adamsberg volvió a tumbarse.

– Esa mujer que detuvimos hace dos años, la enfermera, ¿la recuerda? Era la primera vez que arrestaba a una anciana. Odio esa historia.

– Era un monstruo -dijo Danglard con voz turbia.

– Era una disociada, según la forense. Con su lado Alfa, normal y corriente, y su lado Omega, ángel de la muerte. ¿Qué son exactamente alfa y omega?

– Son letras griegas.

– Bien. Tenía setenta y tres años. ¿Recuerda su mirada cuando la detuvimos?

– Sí.

– No es un recuerdo muy estimulante, ¿verdad, capitán? ¿Cree que todavía nos está mirando? ¿Cree que es la Sombra? Recuerde.

Sí, Danglard lo recordaba. La cosa había empezado en el domicilio de una mujer mayor, muerte natural, comprobación de las causas de la defunción, rutina. El médico de cabecera y el forense, Romain, que por aquel entonces aún no tenía sus vapores, habían zanjado el asunto en menos de quince minutos. Paro cardiaco, el televisor seguía encendido. Dos meses después, Danglard y Lamarre reiteraban esa operación banal en casa de un hombre de noventa y un años, fallecido en su sillón, con el libro todavía en la mano, curiosamente titulado Del arte de ser abuela. Adamsberg había llegado cuando los dos médicos estaban concluyendo.

– Ruptura de aneurisma -estaba anunciando el de cabecera-. Nunca se sabe cuándo puede caer. Pero cuando cae, cae. ¿Alguna objeción, colega?

– Ninguna -había respondido Romain.

El médico había sacado su bolígrafo y el formulario de declaración.

– No -había dicho Adamsberg.

Las miradas se habían vuelto hacia el comisario, que, con la espalda apoyada en la pared, los estaba mirando con los brazos cruzados.

– ¿Algún problema? -había preguntado Romain.

– ¿No huelen nada?

Adamsberg se había despegado de la pared y se había aproximado al cuerpo. Había olido el rostro, posado una vaga caricia sobre el pelo ralo del anciano. Luego había recorrido las dos pequeñas habitaciones, con la cara en alto.

– Está en el aire, Romain. Mira hacia otro sitio, no al cuerpo.

– ¿Hacia qué «otro sitio»? -había preguntado Romain, levantando sus gafas hacia el techo.

– Romain, este viejo ha sido asesinado.

El médico de cabecera había hecho un gesto de impaciencia, volviendo a guardar el grueso bolígrafo negro. Ese tipo bajito, de ojos vagos, que andaba fisgoneando, con las manos hundidas en los bolsillos de un pantalón raído, los brazos tan morenos como si se pasara el día tomando el sol, no le inspiraba nada bueno, nada limpio.

– Mi paciente estaba agotado, acabado como un caballo viejo. Cuando cae, cae.

– Cae, pero no siempre del cielo. ¿Lo huele, doctor? No es ni un perfume, ni un medicamento. Manzanilla, pimienta, alcanfor, azahar.

– El diagnóstico está hecho, y usted no es médico, que yo sepa.

– Claro que no, soy policía.

– Ya lo supongo. Si no está satisfecho, llame al comisario.

– Yo soy el comisario.

– Él es el comisario -había confirmado Romain.

– Mierda -había dicho el médico.

Como hombre experimentado, Danglard había observado al doctor reaccionar progresivamente a la voz y a los modales de Adamsberg, dejarse absorber por la persuasión que emanaba de él como una brisa insidiosa. Había visto al médico ceder, plegarse como un árbol al viento, como había visto ceder a tantos otros, hombres de hierro, mujeres de acero, arrastrados por esa seducción sin efectos ni brillo, a la que no se podía aplicar ni palabra ni razón. Fenómeno insolente que siempre dejaba a Danglard satisfecho, al tiempo que lo contrariaba, dividido entre su afecto por Adamsberg y su compasión por sí mismo.

– Sí -había añadido Danglard, levantando la nariz-. Es un aceite carísimo que se vende en ampollas minúsculas y que supuestamente disipa el nerviosismo. Se aplica una gota en cada sien y una en la nuca, y conjura todos los males. Kernorkian tiene en la Brigada.

– Tiene razón, Danglard, es eso. Por eso conozco este olor. Y no creo, doctor, que su paciente lo utilizara.

El médico había echado una mirada a las dos pobres habitaciones, que señalaban más los lindes de la miseria que los efluvios de un ungüento de lujo.

– Eso no significa nada -aventuró.

– Porque usted no estaba en casa de la mujer que murió hace dos meses. Era el mismo olor. Recuérdelo, Danglard, usted sí que estaba.

– No noté nada.

– ¿Y usted, Romain?

– No, lo siento.

– Era el mismo olor. Luego la misma persona, que ha pasado por allí y por aquí poco antes de que murieran los dos. ¿Quién era la enfermera, doctor?

El médico se había frotado el hombro, incómodo.

– Ya estaba jubilada. O sea que trabajaba, cómo decirle, ilegalmente. Eso hacía que pudiera visitar a muchos de mis pacientes cada día sin que les costara demasiado. Cuando no hay dinero, hay que eludir la ley.

– ¿Cómo se llama?

– Claire Langevin. Una mujer muy competente, con cuarenta años de hospital a sus espaldas, especializada en geriatría.

– Danglard, llame a la Brigada. Que encuentren al médico de cabecera de la señora. Que lo llamen. Que le pregunten cómo se llamaba la enfermera que se ocupaba de ella.

Habían esperado veinte minutos hablando de trabajo, mientras Danglard volvía al coche de servicio. El médico había sacado de debajo de la cama de su paciente una botella de mal vino licoroso.

– Siempre me ofrecía un vasito, un auténtico matarratas.

Y la había metido de nuevo debajo de la cama, un poco desolado. Y Danglard había vuelto al apartamento.

– Claire Langevin -había anunciado.

Se había hecho el silencio, con todas las miradas puestas en el comisario.

– Una enfermera asesina -había dicho Adamsberg-. De las que llaman ángeles de la muerte. Cuando vienen a este mundo, matan. Y cuando caen, caen.

– Hostia puta -había murmurado el médico.

– ¿Quiénes son los demás pacientes, doctor, a quienes la había recomendado?

– Hostia puta.

En menos de un mes se había establecido la lista macabra de las treinta y tres víctimas del ángel asesino, de hospital en clínica, de domicilio en dispensario. Merodeando tanto en Alemania como en Francia y en Polonia desde hacía casi medio siglo, distribuyendo la muerte, sembrando burbujas de aire de brazo en brazo.

Una mañana de febrero, Adamsberg y cuatro de sus hombres habían rodeado su casa en las afueras, su camino de grava, sus arriates impecables. Cuatro hombres aguerridos, cuatro policías curtidos en homicidas varones de gran calibre, pero cuatro hombres reducidos ese día a poca cosa, sudando de malestar. Cuando la feminidad enloquece, había pensado Adamsberg, se hunde el mundo. En el fondo, había confiado a Danglard mientras recorrían el caminito, los hombres sólo se permiten matarse unos a otros porque las mujeres no lo hacen. Pero cuando pasan la línea roja, el universo zozobra. Puede ser, había dicho Danglard, igual de incómodo que los demás.

La puerta se había abierto ante una mujer muy arrugada, limpia y recta, que les había pedido que tuvieran cuidado con las flores, con los cuadros, con el suelo. Adamsberg la había examinado, pero no había visto nada, ni el fuego del odio, ni el furor de la muerte que a veces había detectado en otros. Sólo una inexpresiva y demasiado flaca mujer. Los policías la habían esposado en un casi silencio, recitando mecánicamente sus fórmulas, a lo que Danglard añadió en voz baja: «Oh, no insultéis jamás a una mujer que cae, quién sabe por qué peso su pobre alma sucumbe». Adamsberg había asentido, sin saber a quiénes pedía socorro Danglard para un canto del crepúsculo en pleno día.

– Claro que lo recuerdo -dijo Danglard sacudiendo los hombros estremecido-. Pero está lejos, en la prisión de Friburgo. No va a hacer sombra desde allí.

Adamsberg se había levantado. Con las dos manos apoyadas en la pared, miraba caer la lluvia.

– Sólo que hace diez meses y cinco días, Danglard, mató a un carcelero. Y se fugó.

– Maldita sea -dijo Danglard estrujando su vaso de plástico-. ¿Por qué no lo hemos sabido?

– El Land de Badén no nos avisó. Bloqueo administrativo. No me enteré hasta que volví de la montaña.

– ¿La han localizado?

Adamsberg hizo un gesto vago, señalando la calle.

– No, capitán. Merodea por ahí.

XIV

Estalère tendía la mano, con la palma abierta, exponiendo las chinas grises de Clignancourt como si fueran diamantes.

– ¿Qué es esto, cabo? -preguntó Danglard, levantando apenas los ojos de la pantalla.

– Es para él, comandante. Es lo que él me ha pedido que vaya a buscar.

Él. Adamsberg.

Danglard miró a Estalère sin tratar de comprender y pulsó rápidamente el botón del interfono. Ya era de noche, y los niños lo esperaban para cenar.

– ¿Comisario? Estalère tiene una cosa para usted. Ya viene -añadió dirigiéndose al joven.

Estalère no se movió, con la mano todavía abierta.

– Descansa, Estalère. Hasta que llegue… Va despacio.

Cuando Adamsberg entró en la sala a los cinco minutos, el joven apenas si había cambiado de pose. Esperaba, petrificado de esperanza. Se repetía a sí mismo la frase del comisario en el coloquio. «Llévense a Estalère, que tiene buenos ojos.»

Adamsberg examinó el trofeo que le mostraba el joven.

– Estaban esperando, ¿eh? -dijo sonriendo.

– Fuera, junto a la puerta, a la izquierda del escalón.

– Sabía que me las traerías.

Estalère se enderezó, tan feliz como una cría de pájaro al regresar de su primer vuelo con un gusano en el pico.

– Dirección a Montrouge -dijo Adamsberg-. Sólo nos queda un día, así que vamos a trabajar esta noche. Id cuatro, seis si es posible. Justin, Mercadet y Gardon te acompañan. Están de guardia.

– Mercadet está de guardia pero está durmiendo -recordó Danglard.

– Entonces ve con Voisenet. Y Retancourt si acepta reengancharse. Cuando quiere, Retancourt es capaz de vivir sin dormir, conducir diez noches seguidas, cruzar África a pie y llegar al avión en Vancouver. Conversión de energía, es mágico.

– Lo sé, comisario.

– Inspeccionad todos los parques, las plazas, las avenidas arboladas, los solares. No olvidéis las obras. Tomad muestras de cada sitio.

Estalère se fue casi corriendo, empuñando su tesoro.

– ¿Quiere que vaya yo? -preguntó Danglard mientras apagaba el ordenador.

– No, vaya a dar de cenar a los niños, y yo igual. Camille toca en la iglesia de Saint-Eustache.

– Puedo pedir a la vecina que les lleve comida. Sólo nos quedan veinticuatro horas.

– Ojos Grandes se las arreglará, no está solo.

– ¿Por qué cree que abre tanto los ojos?

– Debió de ver algo de niño. Todos hemos visto algo de niños. Unos se han quedado con los ojos demasiado abiertos, otros con el cuerpo demasiado gordo, o la cabeza demasiado borrosa, o…

Adamsberg se interrumpió y expulsó de sus pensamientos las mechas rojas del Nuevo.

– Pienso que Estalère ha encontrado las piedras él solo. Pienso que Retancourt no ha querido saber nada y que se ha tomado algo con el Nuevo. Posiblemente una cerveza.

– Posiblemente.

– Retancourt todavía se irrita conmigo a veces.

– Usted irrita a todo el mundo, comisario. ¿Por qué no a ella?

– A todo el mundo menos a ella. Eso es lo que me gustaría. Hasta mañana, Danglard.

Adamsberg se había tendido en su nueva cama, con el niño tumbado sobre su vientre, agarrado como un monito al pelaje de su padre. Ambos saciados, ambos apacibles, ambos callados. Ambos arropados en el vasto edredón rojo regalo de la segunda hermana de Adamsberg. En el desván, ni rastro de la monja. Un rato antes, Lucio Velasco le había preguntado discretamente, y Adamsberg lo había tranquilizado.

– Voy a contarte una historia, hijo -dijo Adamsberg a oscuras-. Una historia de montaña, pero no la del opus spicatum. Estamos hartos de esos muretes. Voy a contarte la historia del bucardo que se encontró con otro bucardo. Has de saber que al bucardo no le gusta que otro bucardo entre en su territorio. Le gustan mucho los otros animales, los conejos, los pájaros, los osos, las marmotas, los jabalíes, todo lo que quieras, pero no otro bucardo. Porque el otro bucardo quiere quitarle su tierra y su mujer. Y lo golpea con sus cuernos inmensos.

Thomas se movió, como si captara la gravedad de la situación, y Adamsberg le agarró los puños con las manos.

– No te preocupes, la historia acabará bien. Pero hoy casi me da con los cuernos. Entonces he embestido, y el bucardo colorado ha huido. Tú también tendrás cuernos cuando seas mayor. Te los da la montaña. Y no sé si hace bien o mal. Pero es la montaña, y no hay nada que hacer. Mañana, u otro día, el bucardo colorado volverá para un nuevo ataque. Creo que está furioso.

La historia durmió a Adamsberg antes que a su hijo. A medianoche, ni uno ni otro se habían movido un milímetro. Adamsberg abrió los ojos de repente y estiró el brazo hacia el teléfono, se sabía el número de memoria.

– ¿Retancourt? ¿Está en la cama o en Montrouge?

– ¿A usted qué le parece?

– En Montrouge, en el barrizal de una obra.

– De un solar.

– ¿Y los demás?

– Dispersados. Buscamos, recogemos.

– Llámelos a todos, teniente. ¿Dónde está?

– A la altura del 123 de la avenida Jean-Jaurès.

– No se mueva, voy para allá.

Adamsberg se levantó con cuidado, se puso un pantalón, una chaqueta, colgó al niño en su vientre. Mientras mantuviera una mano sobre su cabeza y otra bajo su culo, no había ningún peligro de que Tom se despertara. Y mientras Camille no se enterara de que se llevaba al niño a la fría noche de Montrouge y con la mala compañía de la pasma, todo iría bien.

– No irás a chivarte, ¿verdad, Tom? -murmuró mientras lo abrigaba con una manta-. No le digas que salimos tú y yo por la noche, ¿eh? No me queda más remedio, sólo tenemos un día. Ven, mi niño, y duerme.

Un taxi dejó a Adamsberg en la avenida Jean-Jaurès veinticinco minutos más tarde. El equipo esperaba, apiñado en la acera.

– Estás loco trayéndote al niño -dijo Retancourt aproximándose al vehículo.

A veces, desde el cuerpo a cuerpo que les había salvado la vida, el comisario y la teniente cambiaban de registro como un tren cambia de vía, pasando al tuteo de la complicidad íntima y definitiva. Los dos sabían que su fusión era irremediable. Amor inalterable, como sucede con los que no se consuman.

– No te preocupes, Violette, duerme como un ángel. Mientras no te chives a Danglard, que se chivaría a Camille, todo irá bien. ¿Por qué está aquí el Nuevo?

– Sustituye a Justin.

– ¿Cuántos coches tenéis?

– Dos.

– Coge tú uno, yo iré en el otro. Nos vemos en la entrada principal del cementerio.

– ¿Por qué? -preguntó Estalère.

Adamsberg se pasó brevemente la mano por la mejilla.

– De allí vienen sus piedras, cabo. La idea fija de Diala y La Paille, recuerde.

– ¿Tenían una idea fija?

– Sí, hablaban de eso.

– De trincarse una losa -dijo Voisenet.

– Sí, y eso los hacía reír. No hablaban de comer, sino del trabajito que acababan de hacer. Hablaban de una losa. De una losa que había que arrastrar o romper. Una losa tan pesada que fue necesario alquilar sus brazos. En Montrouge.

– Una lápida -dijo de repente Gardon-. En el gran cementerio de Montrouge.

– Han sacado una losa, han abierto una tumba. Vamos allá. Llevad todas las linternas.

El guarda del cementerio fue difícil de despertar pero fácil de interrogar. En sus noches sin fin, una distracción, aunque fuera policial, siempre era mejor que nada. Sí, alguien había desplazado una lápida. Y la había roto al tirar de ella. La encontraron en dos pedazos junto a la tumba. La familia había hecho colocar una nueva.

– ¿Y la tumba? -preguntó Adamsberg.

– ¿Qué pasa con la tumba?

– Después de que quitaran la lápida, ¿qué sucedió? ¿Cavaron?

– Ni siquiera. Lo hicieron sólo por tocar las pelotas.

– ¿Cuándo fue?

– Hará unos quince días. Una noche de miércoles a jueves. Le busco la fecha.

El guarda sacó de un estante un grueso registro de páginas sucias.

– La noche del seis al siete -dijo-. Lo apunto todo. ¿Quiere los datos de la sepultura?

– Luego. Ahora llévenos allí.

– No -dijo el guarda retrocediendo en la pequeña habitación.

– Llévenos, venga. ¿Cómo quiere que la encontremos? El cementerio es inmenso.

– No -repitió el hombre-. Nunca.

– ¿Es usted el guarda, sí o no?

– Ahora somos dos. Así que yo ya no pongo los pies allí.

– ¿Dos? ¿Hay otro guarda?

– No. Es otra persona, por las noches.

– ¿Quién?

– Ni lo sé ni quiero saberlo. Es una silueta. Así que yo ya no pongo los pies allí.

– ¿La ha visto?

– Como lo estoy viendo a usted ahora mismo. No es un hombre, ni una mujer, es una sombra gris, y lenta. Andaba deslizándose, a punto de caerse. Pero no se caía.

– ¿Cuándo fue eso?

– Dos o tres días antes de que movieran la lápida. Así que yo ya no pongo los pies allí.

– Pues nosotros sí, y usted va a acompañarnos. No lo dejaremos solo, tengo aquí una teniente que lo protegerá.

– Así que por narices, ¿eh? Con la pasma, ¿no? ¿Y lleva usted un bebé a la expedición? Pues sí que tiene usted valor.

– El bebé duerme. El bebé no tiene miedo a nada. Si va él, puede ir usted, ¿no?

Flanqueado por Retancourt y Voisenet, el guarda los condujo a paso ligero hasta la tumba, tremendamente ansioso por volver a su refugio.

– Aquí la tienen. Ésta es.

Adamsberg dirigió el haz de luz de la linterna hacia la piedra.

– Una mujer joven -dijo-. Muerta con treinta y seis años, hace más de tres meses. ¿Sabe usted cómo?

– Un accidente de coche, es todo lo que sé. Es triste.

– Sí.

Estalère se había agachado en el camino para pasar la mano por el suelo.

– Gravilla, comisario. Es la misma.

– Sí, cabo. De todos modos, tome muestras.

Adamsberg alumbró sus relojes.

– Son casi las cinco y media. Despertamos a la familia dentro de media hora. Necesitamos la autorización.

– ¿Para qué? -preguntó el guarda, que recobraba cierto aplomo en medio del grupo.

– Para quitar la losa.

– Rediez, ¿cuántas veces van a mover esta piedra?

– Si no la quitamos, ¿cómo quiere que sepamos por qué lo hicieron?

– Es bastante lógico -murmuró Voisenet.

– Pero si no cavaron -protestó el guarda-. Ya se lo he dicho, leñe. No había nada, ni un agujero de alfiler. Incluso quedaban los tallos secos de las rosas por todas partes. Eso demuestra que no tocaron nada, ¿no?

– Quizá, pero tenemos que comprobarlo.

– ¿No se fía?

– Han muerto dos tipos por esto, a los dos días del suceso. Degollados los dos. Es un precio alto sólo por haber movido una lápida. Sólo por tocar las pelotas.

El guarda se rascaba la barriga, perplejo.

– O sea que algo harían -prosiguió Adamsberg.

– Pues no veo qué.

– Pues vamos a verlo.

– Sí.

– Y para eso hay que retirar la lápida.

– Sí.

Veyrenc llamó aparte a Retancourt.

– ¿Por qué el comisario lleva dos relojes? -preguntó-. ¿Para saber qué hora es en América?

– Porque está chalado. Creo que tenía un reloj y que su novia le regaló otro. Así que se lo puso también. Y ahora ya la cosa no tiene remedio, lleva dos relojes.

– ¿Porque no se decide a elegir entre los dos?

– No, yo creo que es más sencillo. Posee dos relojes, luego lleva dos relojes.

– Ya veo.

– Aprenderás rápido.

– Tampoco he captado cómo se le ha ocurrido lo del cementerio, si estaba durmiendo.

– Retancourt -llamó Adamsberg-, los hombres se van a descansar. Vendré con un relevo en cuanto haya devuelto a Tom a su madre. ¿Puede ocuparse de la coordinación? ¿Encargarse de las autorizaciones?

– Yo me quedo con ella -propuso el Nuevo.

– ¿Ah sí, Veyrenc? -preguntó con rigidez-. ¿Cree que va a aguantar sin dormir?

– ¿Usted no?

El teniente había cerrado rápidamente los párpados, y Adamsberg lo lamentó. Choque de bucardos en la montaña, el teniente se pasaba los dedos por la extraña cabellera. Incluso de noche, las vetas rojas se distinguían con claridad.

– Tenemos trabajo, Veyrenc, y trabajo sucio -prosiguió Adamsberg más suavemente-. Si hemos podido esperar treinta y cuatro años, podremos esperar unos días más. Le propongo que nos demos una tregua.

Veyrenc pareció vacilar, pero asintió en silencio.

– De acuerdo -dijo Adamsberg alejándose-. Estaré de vuelta en una hora.

– ¿De qué habla? -preguntó Retancourt siguiendo al comisario.

– De una guerra -contestó con sequedad Adamsberg-. La guerra de los dos valles. No te metas en esto.

Retancourt se detuvo, malhumorada, haciendo volar gravilla de una patada.

– ¿Es grave? -preguntó.

– Más bien.

– ¿Qué ha hecho?

– O qué hará. Te gusta, ¿verdad, Violette? Pues no te pongas entre el árbol y la corteza, porque algún día tendrás que elegir. O él, o yo.

XV

A las diez de la mañana, la lápida había sido levantada, revelando una superficie de tierra lisa y aplanada. El guarda había dicho la verdad, el suelo estaba intacto, salpicado por todas partes de restos de rosas ennegrecidas. Los policías, cansados y decepcionados, daban vueltas alrededor de la tumba, desconcertados. ¿Qué habría decidido el viejo Angelbert ante esa derrota de sus hombres?, se preguntó Adamsberg.

– Saque fotos de todos modos -dijo al fotógrafo pecoso, un chico amable y con talento cuyo nombre olvidaba regularmente.

– Barteneau -le sopló Danglard, que también asumía la tarea de contrarrestar las deficiencias sociales del comisario.

– Barteneau, tome fotos. También de detalle.

– Ya se lo advertí -rezongó el guarda-. No hicieron nada. Ni un agujero de alfiler.

– Tiene que haber algo por fuerza -replicó Adamsberg.

El comisario estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en los brazos. Retancourt se alejó, se apoyó en un monumento funerario y cerró los ojos.

– Va a dormir un poco -explicó el comisario al Nuevo-. Es la única de la Brigada que sabe hacerlo, dormir de pie. Un día nos explicó la manera de hacerlo, y todo el mundo lo intentó. Mercadet estuvo a punto de conseguirlo. Pero justo cuando se estaba quedando dormido, se cayó.

– Me parece normal -susurró Veyrenc-. ¿Y ella no se cae?

– Precisamente no. Y vaya a comprobarlo, duerme de verdad. Puede hablarle en voz alta, nada la despierta si así lo ha decidido.

– Es una cuestión de conversión -explicó Danglard-. Convierte su energía en lo que quiere.

– Eso no nos da la clave del sistema -añadió Adamsberg.

– Igual lo único que hicieron fue mear encima -sugirió Justin, que se había sentado junto al comisario.

– ¿Encima de Retancourt?

– Encima de la tumba, caray.

– Es mucho trabajo y mucho dinero sólo para mear.

– Sí, perdón, hablaba por hablar, para relajarme.

– No se lo reprocho, Voisenet.

– Justin -corrigió Justin.

– No se lo reprocho, Justin.

– Además, tampoco me relaja mucho.

– Sólo hay dos cosas que relajan de verdad. Reír y hacer el amor. No estamos haciendo ni lo uno ni lo otro.

– Lo sospechaba.

– ¿Y dormir? -preguntó Veyrenc-. ¿No relaja?

– No, teniente, dormir descansa. No es lo mismo.

El equipo volvió a sumirse en el silencio, y el guarda preguntó si podía irse. Sí, podía.

– Deberíamos aprovechar que el elevador está aquí para volver a colocar la lápida -propuso Danglard.

– Todavía no -dijo Adamsberg, con la barbilla todavía apoyada en los brazos-. Seguimos mirando. Si no encontramos nada, los estupas nos los quitan esta noche.

– No vamos a quedarnos días aquí sólo para resistir a los estupas.

– Su madre dijo que no tocaba la droga.

– Las madres… -soltó Justin encogiéndose de hombros.

– Se relaja usted demasiado, teniente. Hay que creer a las madres.

Veyrenc iba y venía aparte, lanzando de vez en cuando una mirada intrigada a Retancourt, que dormía, en efecto, profundamente. De vez en cuando, hablaba solo.

– Danglard, trate de oír lo que farfulla el Nuevo.

– ¿De verdad quiere saberlo?

– Nos relajará un poco, estoy seguro.

– Bueno, pues el Nuevo está murmurando versos de circunstancia. Empieza por «Oh, tierra».

– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg, un tanto desanimado.

– «Oh tierra, si te imploro, permaneces callada,

ocultando el secreto de esa noche espantosa.

¿Eres tú que te niegas, o acaso ya no puedo

percibir los murmullos de este tu sufrimiento?»

«Etcétera, lo que viene después no lo recuerdo. No conozco el autor.

– Es normal, es suyo. Lo hace como otros se suenan.

– Es curioso -dijo Danglard arrugando su gran frente.

– Sobre todo, es de familia, como todo lo que es curioso. Vuelva a recitarme esos versos, capitán.

– No valen gran cosa.

– Al menos tienen sentido. Y es más, un sentido oportuno. Vuélvamelos a recitar.

Adamsberg escuchó atentamente y se levantó.

– Tiene razón. La tierra sabe lo que nosotros no sabemos. No somos capaces de oírla, y ahí está el problema.

El comisario volvió ante la tumba descubierta, flanqueada por Danglard y Justin.

– Y si hay un sonido que habría que oír y no oímos, es que estamos sordos. No es que la tierra sea muda, es que somos ineptos. Por lo tanto, necesitamos un especialista, un intérprete, un tipo que sepa oír el canto de la tierra.

– ¿Cómo se llama eso? -preguntó Justin bastante inquieto.

– Un arqueólogo -dijo Adamsberg sacando su teléfono-. O un rebuscamierda, como prefiera.

– ¿Tiene de eso entre sus conocidos?

– Sí -confirmó Adamsberg marcando un número-. Uno excelente, un especialista de…

El comisario se interrumpió, buscando la palabra.

– De los vestigios fugaces -completó Danglard.

– Eso es. Nos viene que ni pintado.

Contestó al teléfono Vandoosler el Viejo [5], un antiguo madero cínico y jubilado. Adamsberg le expuso rápidamente la situación.

– Bloqueado, pillado, acorralado, si he entendido bien -dijo Vandoosler con una risita-. ¿No estará vencido el animal?

– No, Vandoosler, puesto que estoy llamando. No me maree mucho hoy, que ando justo de tiempo.

– Muy bien, ¿a cuál necesita? ¿A Marc?

– No, al prehistoriador.

– Está en el sótano, sumergido en sus sílex.

– Dígale que venga a toda velocidad al cementerio de Montrouge. Es urgente.

– Dado que está inmerso a una profundidad de doce mil años antes de Cristo, no hay prisa, le diría él. Y nada separa a Mathias de sus sílex.

– ¡Yo sí, Vandoosler, joder! Si no me ayuda, hará un regalo de la hostia a los estupas.

– Eso lo cambia todo. Se lo envío ahora mismo.

XVI

– ¿Qué se espera de él? -preguntó Justin mientras se calentaba las manos con una taza de café en la conserjería.

– Lo que ha dicho el Nuevo. Que arranque a la tierra su secreto. Sus volutas de catorce sílabas tienen alguna utilidad, Veyrenc.

El guarda de día miró a Veyrenc con curiosidad.

– Hace poesía -explicó Adamsberg.

– ¿En un día como éste?

– Sobre todo en un día como éste.

– Bueno -dijo el guarda, conciliador-. La poesía sirve sobre todo para complicar las cosas, ¿no? Pero igual complicándolas se entienden mejor. Y al entenderlas se simplifican. Al fin y al cabo.

– Sí -dijo Veyrenc, sorprendido.

Retancourt estaba de nuevo con ellos, con el rostro descansado. El comisario la había despertado posándole simplemente un dedo en el hombro, como quien pulsa un botón. Por la ventana de la conserjería, observaba a un gigante rubio que cruzaba la calle, apenas vestido, con el pelo por el hombro y el pantalón sujeto con un cordel.

– Es nuestro intérprete -dijo Adamsberg-. Sonríe a menudo, aunque no siempre se sepa por qué.

Cinco minutos después, Mathias estaba arrodillado junto a la tumba, escudriñando el suelo. Adamsberg indicó a sus agentes que guardaran silencio. La tierra no habla alto, hay que prestar atención.

– ¿Han tocado algo ustedes? -preguntó Mathias-. ¿Ha desplazado alguien estos tallos de rosa?

– No -dijo Danglard-, ésa es la cuestión. La familia dispersó flores por toda la superficie de la tumba y la lápida fue colocada encima, lo cual demuestra que nadie ha movido la tierra.

– Hay tallos y tallos -dijo Mathias.

Pasó rápidamente la mano de rosa en rosa, dando la vuelta a la tumba de rodillas, palpó la tierra en diferentes sitios, como un tejedor comprobando la calidad de una seda.

Y levantó la cabeza sonriendo hacia Adamsberg.

– ¿Has visto? -dijo.

Adamsberg sacudió la cabeza.

– Hay tallos que se despegan apenas los rozas y otros que están incrustados. Todos éstos están en su sitio -dijo señalando las flores que había en la parte inferior de la sepultura-. Pero los de aquí están en la superficie, alguien los ha movido. ¿Lo ves?

– Te escucho -dijo Adamsberg frunciendo el ceño.

– Eso significa que han cavado en la sepultura -prosiguió Mathias apartando con delicadeza los tallos en una zona concreta de la cabecera de la tumba-. Luego han vuelto a colocar las flores secas sobre la tierra movida para que no llame la atención. Pero se nota de todos modos. ¿Lo ves? -dijo levantándose de un solo movimiento-, si un hombre desplaza un tallo de rosa, mil años después todavía podrás saberlo.

Adamsberg asintió, impresionado. Así pues, si esa misma noche tocaba el pétalo de una flor, en la oscuridad y sin que nadie se diera cuenta, un tipo como Mathias lo sabría al cabo de mil años. La idea de que todo gesto deja en su estela huellas irremediables le pareció bastante alarmante. Pero se tranquilizó echando una mirada al prehistoriador, que se sacaba una paleta del bolsillo trasero y la pulía con los dedos. Tipos así no se encontraban todos los días.

– Es muy difícil -dijo Mathias torciendo el gesto-. Es un agujero que han vuelto a llenar inmediatamente con su propio sedimento. Es invisible. Han cavado, pero ¿dónde?

– ¿No lo puedes encontrar? -preguntó Adamsberg, súbitamente inquieto.

– No con los ojos.

– Entonces ¿cómo?

– Con los dedos. Cuando no se ve nada, siempre se puede sentir. Lo que pasa es que se tarda más.

– ¿Sentir qué? -preguntó Justin.

– Los límites del hoyo, el hiato entre el borde y la tierra de relleno. Hay una junta entre tierra y tierra. Existe, y hay que localizarla.

Mathias paseó la mano por la superficie uniforme de la tierra. De repente pareció enganchar con la punta de las uñas una fisura fantasma, que entonces siguió lentamente. Al igual que un ciego, Mathias no miraba realmente el suelo, como si la ilusión de sus ojos hubiera podido alterar su búsqueda totalmente concentrada en la sensibilidad de sus dedos. Poco a poco, percibió la línea de un círculo imperfecto, de un metro cincuenta de diámetro, que fue perfilando con la paleta.

– Ya lo tenemos, Adamsberg. Voy a vaciarlo yo, para seguir las paredes del hoyo cavado, y tus hombres apartarán la tierra. Así iremos más deprisa.

A ochenta centímetros de profundidad, Mathias se irguió, se quitó la camisa y pasó la mano por las paredes del agujero.

– No tengo la impresión de que tu cavador quisiera enterrar algo. Estamos demasiado hondo. Lo que quería era llegar al ataúd. Eran dos.

– Exactamente.

– Uno cavaba, el otro vaciaba los cubos. A esta profundidad, intercambiaron los papeles. Nadie cava de la misma manera.

Mathias volvió a coger su paleta y se metió de nuevo en el hoyo. Habían pedido palas y cubos al guarda, y Justin y Veyrenc evacuaban la tierra. Mathias mostró gravilla gris a Adamsberg.

– Al volver a tapar, metieron grava del camino. El cavador se cansó, fue picando cada vez menos recto. Aquí no han enterrado nada. Está virgen.

El joven siguió cavando una hora, en un silencio que sólo rompió con dos anuncios: «Aquí volvieron a intercambiar papeles» y «Aquí pasaron del pico a la piqueta». Por fin, Mathias se irguió y apoyó el codo en el borde del agujero, que le llegaba por encima de la cintura.

– Dado el estado de las rosas, el hombre que está aquí dentro no lleva mucho tiempo.

– Tres meses y medio. Es una mujer.

– Aquí se separan nuestros caminos, Adamsberg. Te dejo seguir.

Mathias tomó apoyo en el borde y saltó fuera del hoyo. Adamsberg echó una mirada al fondo de la excavación.

– No has llegado al ataúd. ¿Se pararon antes?

– He llegado al ataúd. Pero está abierto.

Los hombres de la Brigada intercambiaron una mirada, Retancourt avanzó, Justin y Danglard dieron un paso atrás.

– Rompieron la madera de la tapa con la piqueta y la arrancaron. La tierra cayó dentro. Me has llamado para la tierra, no para el cuerpo. No quiero verlo.

Mathias volvió a guardar la paleta y se frotó las manazas en las perneras del pantalón.

– El tío todavía te espera para una cena -dijo a Adamsberg-. ¿Lo sabes?

– Sí.

– No nos quedan pelas. Avisa antes de venir, Marc irá a robar una botella y algo rico para comer. ¿Te gusta el conejo? ¿O las cigalas? ¿Te parece?

– Será perfecto.

Mathias estrechó la mano al comisario, dirigió una breve sonrisa a los demás y se fue, con la camisa en la mano.

XVII

Danglard examinaba su postre, con el rostro opaco y pálido. Le horrorizaban las exhumaciones y demás atrocidades del oficio. El que un cavador empedernido le obligara a mirar un ataúd abierto lo ponía al borde de la explosión psíquica.

– Cómase el pastel, Danglard -insistió Adamsberg-. Necesitará azúcar. Bébase el vino.

– Hay que estar endiabladamente pirado para meter una cosa en un ataúd, maldita sea -gruñó Danglard.

– Para meterla o para recuperarla.

– Da igual. Hay suficientes escondites en el mundo para evitar ése, ¿no?

– A menos que el tipo tuviera que improvisar en el momento. A menos que tuviera que meter su depósito en el ataúd antes de que clavaran la tapa.

– Depósito lo suficientemente valioso como para tener las narices de ir a buscarlo allí dentro al cabo de tres meses -dijo Retancourt-. Dinero o droga, al final siempre llegamos a lo mismo.

– Lo que no cuadra -dijo Adamsberg- es que ese tipo estuviera pirado. Eligió la cabecera del ataúd, no el pie. En la parte de la cabeza no sólo hay menos sitio, sino que es mucho más desagradable.

Danglard asintió en silencio, sin dejar de contemplar su postre.

– Salvo si la cosa estaba ya en el ataúd -dijo Veyrenc-. Si el tipo no fue quien la puso allí, si no pudo elegir el sitio.

– ¿Por ejemplo?

– Un collar o unos pendientes que llevara la difunta.

– Los asuntos de joyas me aburren -murmuró Danglard.

– Desde que el mundo es mundo, capitán, son la razón por la cual se profanan las sepulturas. Tendremos que informarnos sobre la fortuna de esa mujer. ¿Qué ha encontrado en el registro?

– Élisabeth Châtel, soltera y sin hijos, nacida en Villebosc-sur-Risle, cerca de Ruán -recitó Danglard de corrido.

– No sé qué tienen los normandos últimamente, que no me deshago de ellos. ¿A qué hora viene Ariane?

– ¿Quién es Ariane?

– La forense.

– A las seis de la tarde.

Adamsberg deslizó el dedo por el borde de su vaso, arrancándole un gemido penoso.

– Tiene que comerse el pastel de una puñetera vez, comandante. Y no está obligado a venir con nosotros para el resto de las operaciones.

– Si usted se queda, me quedo.

– A veces, Danglard, tiene usted una mentalidad medieval. ¿Se da cuenta, Retancourt? Me quedo, se queda.

Retancourt se encogió de hombros, y Adamsberg arrancó un nuevo quejido estridente a su vaso. El televisor del café retransmitía un ruidoso partido de fútbol. El comisario miró un rato a los hombres que corrían por el césped en todas las direcciones, movimientos seguidos con pasión por los clientes, que comían con la cabeza levantada hacia la pantalla. Adamsberg nunca había entendido todo eso de los partidos. Si a unos tipos les daba la ventolera de lanzar un balón a una portería, cosa que podía entender perfectamente, ¿para qué ponerles enfrente y adrede a otra banda de tipos que les impidan lanzar la pelota a la portería? Como si no hubiera ya en la naturaleza suficientes tipos en el mundo impidiéndole a uno lanzar balones adonde le diera la gana.

– ¿Y usted, Retancourt? -preguntó Adamsberg-. ¿Se queda? Veyrenc se va. Está derrengado.

– Yo me quedo -masculló Retancourt.

– ¿Y por cuánto tiempo, Violette?

Adamsberg sonrió. Retancourt se deshizo y se rehízo la coleta, y se alejó en dirección al lavabo.

– ¿Por qué se mete con ella? -preguntó Danglard.

– Porque se me escapa.

– ¿Hacia dónde?

– Hacia el Nuevo. Es fuerte, la arrastrará en su rueda.

– Eso será si él quiere.

– Precisamente, no se sabe lo que quiere. Y también va a haber que tratar de averiguarlo. Intenta lanzar su balón hacia algún sitio, pero ¿qué balón y adónde? No es el tipo de partido en que uno puede dejarse pillar desprevenido.

Adamsberg sacó su libreta, cuyas páginas se habían quedado pegadas unas a otras, escribió cuatro nombres y arrancó la hoja.

– En cuanto tenga tiempo, Danglard, infórmese sobre estos cuatro tipos.

– ¿Quiénes son?

– Son los que laceraron la cabeza a Veyrenc cuando era niño. Le dejaron unas marcas tremendas por fuera, pero son mucho peores las que le dejaron por dentro.

– ¿Qué debo buscar?

– Sólo quiero comprobar que estén bien.

– ¿Es serio?

– En principio, no. Espero que no.

– Me dijo usted que eran cinco.

– Sí, eran cinco.

– ¿Y el quinto?

– ¿Qué?

– ¿Qué hacemos con él?

– Del quinto, Danglard, ya me ocuparé yo mismo.

XVIII

Después de relevar al equipo de noche, Mordent y Lamarre, con mascarillas para respirar, acababan de extraer los sedimentos que habían caído en el ataúd. Adamsberg, de rodillas en el borde del hoyo, pasaba los cubos a Justin. Danglard se había instalado a cincuenta metros de las operaciones, sentado en la lápida de una tumba alta, con las piernas cruzadas a la manera un lord inglés, entrenándose en cuestión de despreocupación. Se había quedado allí, conforme a su palabra, pero lejos. A medida que la realidad iba haciéndose más opresiva, Danglard iba desarrollando la elegancia, el dominio de sí mismo combinado con cierto culto a la irrisión. El comandante siempre había contado con su ropa de corte británico para compensar su falta de garbo. A su padre -sin contar a su abuelo-, minero en Le Creusot, le habría horrorizado este tipo de práctica. Pero su padre debería haberse esforzado en hacerlo menos feo: uno recoge lo que siembra, en sentido literal. Danglard se sacudió las solapas. Si él hubiera poseído una sonrisa ladeada en una mejilla tierna, como el Nuevo, habría arrancado a Retancourt de su atracción hacia Adamsberg. Demasiado gorda, decían los demás hombres de la Brigada; impracticable, añadían con crueldad en la Brasserie des Philosophes. Danglard, en cambio, la encontraba perfecta.

Desde su puesto de observación, vio a la forense bajar a su vez al hoyo, por una escalera. Se había puesto un mono verde por encima de la ropa, pero no se había molestado en ponerse una mascarilla, igual que habría hecho Romain. Esos forenses siempre lo habían asombrado, casi siempre serenos, dando palmadas en el hombro a los muertos con desenvoltura, a veces pueriles y joviales pese a frecuentar una abominación permanente. Pero, en realidad, analizaba Danglard, se trataba de profesionales aliviados de no tener que enfrentarse a la angustia de los vivos. Se podía encontrar mucha tranquilidad en esa rama de la medicina muerta.

Había anochecido, y la doctora Lagarde acababa su trabajo a la luz de los proyectores. Danglard la vio subir por la escalera sin esfuerzo, quitarse los guantes, tirarlos descuidadamente al montón de tierra, aproximarse a Adamsberg. Le pareció, de lejos, que Retancourt estaba mohína. La familiaridad que unía al comisario y a la forense la irritaba visiblemente. Más aún teniendo en cuenta que el renombre de Ariane Lagarde era considerable. Y que, incluso con un mono sucio de tierra, estaba muy guapa. Adamsberg se quitó la mascarilla y condujo a la doctora detrás de la tumba.

– Jean-Baptiste, aquí sólo hay la cabeza de una mujer muerta hace tres o cuatro meses. No ha habido mutilación ni violencia post mórtem. Todo está en su sitio y todo está intacto. No sobra ni falta nada. No te invito a mandarla al Instituto porque no encontraremos nada más que un cadáver.

– Quiero comprender, Ariane. Los profanadores recibieron mucho dinero por abrir esta tumba. Los mataron para que no hablaran. ¿Por qué?

– No persigas el viento. Los deseos de los locos no siempre resultan visibles a nuestros ojos. Compararé la tierra con la de las uñas de Diala y La Paille. ¿Has tomado muestras?

– Cada treinta centímetros.

– Perfecto. Deberías ir a cenar y a dormir, créeme. Te acompaño.

– El asesino quiso recuperar algo de este cuerpo, Ariane.

– La asesina quiso. Es una mujer, maldita sea.

– Pongamos que lo sea.

– Estoy segura, Jean-Baptiste.

– La altura del agresor no basta.

– Tengo otros indicios coincidentes.

– Pongamos que es así. La homicida quiso recuperar algo de ese cuerpo.

– Pues se lo llevó. Y la pista se para aquí.

– Si la muerta hubiera llevado pendientes, ¿lo habrías visto? ¿Habrías visto agujeros en las orejas?

– A estas alturas, Jean-Baptiste, ya no hay orejas.

Uno de los proyectores estalló de repente en la noche, con un hilillo de humo, como indicando a todos que el espectáculo macabro tocaba a su fin.

– ¿Recogemos? -preguntó Voisenet.

XIX

Ariane conducía de manera un poco brusca para el gusto de Adamsberg, que prefería, en coche, dejarse mecer apoyando la cabeza en la ventanilla. La forense iba buscando por las avenidas un restaurante donde cenar.

– ¿Te llevas bien con la teniente gorda?

– No es una teniente gorda, es una divinidad de dieciséis brazos y doce cabezas.

– Vaya, no lo había notado.

– Sin embargo, así es. Las utiliza en función de sus deseos. Velocidad, peso-masa, invisibilidad, análisis serial, transporte, mutación física, según las necesidades del momento.

– También sabe estar de morros.

– Cuando le conviene. Suelo irritarla.

– ¿Forma equipo con el tío del pelo abigarrado?

– Porque es el Nuevo. Lo está formando.

– No es sólo eso. Le gusta mucho. Es atractivo.

– Relativamente.

Ariane frenó brutalmente en el semáforo en rojo.

– Pero, cosas de la vida -prosiguió-, es el elegante desgarbado el que se interesa por tu teniente.

– ¿Danglard? ¿Por Retancourt?

– Si Danglard es el tipo alto y refinado que se colocó lo más lejos posible de nosotros. Con pinta de académico asqueado que tiene ganas de infundirse valor con una copa.

– Es él.

– Pues le gusta la teniente rubia. Huir lejos no es la mejor manera de seducirla.

– El amor, Ariane, es la única batalla que se gana retrocediendo.

– ¿Quién es el cretino que dijo eso? ¿Tú?

– Bonaparte, que no era moco de pavo en cuestión de estrategia.

– ¿Y tú, qué haces?

– Retrocedo. Y no tengo más opción.

– ¿Tienes problemas?

– Sí.

– Mejor. Me encanta conocer las historias de los demás, y sobre todo sus problemas.

– Aparca aquí -dijo Adamsberg señalando un sitio libre-. Vamos a cenar en este antro. ¿Qué problemas?

– Hace tiempo, mi marido se largó con una camillera musculosa treinta años menor que él -prosiguió Ariane mientras maniobraba-. Siempre acaba una tropezando con eso. Con las camilleras.

Tiró con firmeza del freno de mano, que emitió un chirrido seco, a modo de única conclusión posible a su historia.

Ariane no era de esos forenses que esperan a haber acabado de comer para hablar de trabajo con objeto de separar las inmundicias de la morgue de los placeres de la mesa. Mientras comía, iba dibujando en el mantel de papel un croquis aumentado de las heridas de Diala y La Paille, con ángulos y flechas para exponer la naturaleza de los golpes infligidos, con el fin de que el comisario captara bien la problemática.

– ¿Recuerdas su estatura?

– Ciento sesenta y dos centímetros.

– O sea mujer con un noventa por ciento de posibilidades. Hay otros dos argumentos: el primero es de orden psicológico; el segundo, de orden mental. ¿Me escuchas? -añadió, dudosa.

Adamsberg asintió varias veces con la cabeza mientras destrozaba la carne de su brocheta, preguntándose si intentaría, o no, acostarse con Ariane esa noche. Ariane, cuyo cuerpo, por algún milagro quizá debido a sus mixturas de bebidas experimentales, no había seguido la curva de sus sesenta años. Pensamientos que lo remitían a veintitrés años atrás, cuando ya había deseado esos hombros y esos pechos desde el otro lado de la mesa. Pero Ariane sólo pensaba en sus muertos. Por lo menos en apariencia, porque las mujeres de porte tan estudiado saben disimular sus anhelos bajo una actitud impecable, hasta el punto de olvidarlos casi y de sorprenderse incluso al descubrirlos. Camille, en cambio, irreprimiblemente inclinada a la naturalidad, no estaba dotada para este tipo de fingimiento. Era fácil hacer temblar a Camille, ver sus mejillas sonrojarse, pero Adamsberg no esperaba percibir semejantes vacilaciones en la forense.

– ¿Tú diferencias lo psicológico de lo mental? -preguntó.

– Llamo «mental» a una compresión de lo psicológico en el tiempo largo de la historia, de efectos tan soterrados que mucha gente tiende a confundirlos con lo innato.

– Bien -dijo Adamsberg apartando su plato.

– ¿Me escuchas?

– Sí, por supuesto, Ariane.

– Está claro que un hombre de un metro sesenta y dos, y no abundan, nunca habría intentado agredir a tipos de la envergadura de Diala y La Paille. Pero, ante una mujer, no tenían ninguna razón para preocuparse. Y te puedo asegurar que, cuando los mataron, estaban de pie y muy tranquilos. Segundo argumento, esta vez de orden mental y más interesante: en ambos casos, sólo una de las heridas, la primera, bastó para derribar a esos hombres y matarlos. Es lo que llamo «corte primario». Aquí -precisó Ariane marcando un punto en el mantel-. El arma es un escalpelo afilado, y el ataque fue mortal.

– ¿Un escalpelo? ¿Estás segura?

Adamsberg llenó los vasos frunciendo las cejas, abstrayéndose de sus peregrinas dudas eróticas.

– Segurísima. Y cuando se elige un escalpelo en lugar de un cuchillo o de una navaja de afeitar, es que se sabe cómo usarlo y se conoce el resultado. Sin embargo, Diala recibió dos golpes más, y La Paille tres. Son los cortes que llamo «secundarios», efectuados una vez derribada la víctima y que no son horizontales.

– Te sigo -aseguró Adamsberg antes de que Ariane se lo preguntara.

La forense levantó una mano para pedir una pausa, bebió un trago de agua, otro de vino, otro de agua, y volvió a coger su bolígrafo.

– Estos cortes secundarios indican un lujo de precauciones, una preocupación por rematar el trabajo, por completarlo y que quede, si es posible, irreprochable. Esa comprobación adicional, ese exceso de conciencia, son vestigios vivos de la disciplina escolar, que pueden derivar en neurosis de perfeccionismo.

– Sí -dijo Adamsberg, pensando que Ariane habría podido perfectamente escribir su libro acerca de los guijarros compensatorios en la arquitectura pirenaica.

– Esta tendencia hacia la excelencia sólo es una defensa contra la amenaza del mundo exterior. Y es esencialmente femenina.

– ¿La amenaza?

– La voluntad de perfección, la verificación del mundo. El porcentaje de hombres que presentan esos síntomas es insignificante. Así, hace un rato he comprobado que la puerta del coche estaba bien cerrada. Tú, en cambio, no. Y que llevaba las llaves en el bolso. ¿Sabes tú dónde están las tuyas?

– En su sitio, enganchadas en un clavo, en la cocina, supongo.

– Lo supones.

– Sí.

– Pero no estás seguro.

– Joder, Ariane, no puedo jurarlo.

– Sólo por eso, y sin necesidad siquiera de mirarte, ya sé que eres un hombre, y yo una mujer. Occidentales. Con un margen de error del doce por ciento.

– Pues es más fácil mirar.

– Pero recuerda que no tuve ocasión de mirar al asesino de Diala y La Paille. Que es una mujer de un metro sesenta y dos, con un noventa y seis por ciento de posibilidades, según la suma de los resultados de nuestros tres parámetros cruzados y restando una altura media de tacones de tres centímetros.

Ariane volvió a dejar su bolígrafo y dio un sorbo de vino entre dos de agua.

– Quedan los pinchazos en los brazos -dijo Adamsberg apoderándose del lujoso bolígrafo para desenroscarle y enroscarle el capuchón.

– Los pinchazos son para despistar. Cabe pensar que la asesina quiso orientar la investigación hacia un caso de drogas.

– Pues no ha sido muy convincente, y menos con un único pinchazo.

– Pero Mortier se lo ha creído.

– En ese caso, ¿por qué no haberles inyectado una buena dosis de caballo, ya que estaba?

– ¿Porque no tenía? Devuélveme el bolígrafo, me lo vas a estropear y le tengo cariño.

– Un recuerdo de tu ex marido.

– Exactamente.

Adamsberg hizo rodar hacia Ariane el bolígrafo, que se inmovilizó a tres centímetros del borde de la mesa. La forense lo guardó en su bolso, con sus llaves.

– ¿Pido café?

– Sí. Pídeme también un licor de menta, y leche.

– Por supuesto -dijo Adamsberg haciendo una seña al camarero.

– Lo demás son detalles -prosiguió Ariane-. Creo que la asesina es bastante mayor. Una mujer joven no habría corrido el riesgo de verse a solas por la noche con dos tipos como Diala y La Paille en un cementerio desierto.

– Es verdad -dijo Adamsberg, a quien esta evocación remitió inmediatamente a su idea de acostarse acto seguido con Ariane.

– Por último, supongo, como tú, que está relacionada con el cuerpo médico. La elección del escalpelo, por supuesto, el emplazamiento del corte, que ha seccionado la carótida, y el uso de la jeringuilla, plantada con precisión en la sangradura. Casi una triple firma.

El camarero trajo las tazas, y Adamsberg observó a la forense llevar a cabo su mezcla.

– No me has dicho todo.

– Es verdad. Tengo un ligero enigma para ti.

Ariane reflexionó, jugando con los dedos en el mantel.

– No me gusta expresarme cuando no estoy segura de lo que digo.

– Yo, en cambio, es lo que prefiero.

– Es posible que tenga el indicio de su locura, y quizá la naturaleza misma de su psicosis. En cualquier caso, está suficientemente loca para separar sus mundos.

– ¿Eso deja huellas?

– Puso un pie encima del pecho de La Paille para realizar los últimos cortes. Tienes que saber que se limpia las suelas de los zapatos con betún.

Adamsberg dirigió a Ariane una mirada vacía.

– Se limpia las suelas con betún -insistió la forense alzando la voz, como para despertar al comisario-. Había huellas de betún en la camiseta de La Paille.

– Ya te he oído, Ariane. Busco qué relación tiene eso con sus mundos.

– He visto dos casos similares, uno en Bristol y otro en Berna. Hombres que se abrillantaban las suelas varias veces al día para romper el contacto entre ellos y la suciedad del suelo, del mundo. Era su manera de aislarse, de protegerse.

– ¿De disociarse?

– No siempre pienso en disociados. Pero no andas desencaminado; al hombre de Bristol le faltaba poco. Este aislamiento entre él y el suelo, esa separación estanca entre su cuerpo y la tierra, recuerda los muros internos de los disociados. Sobre todo si se trata del suelo en que se cometen crímenes, o del suelo de los muertos, en un cementerio. Eso no significa que la homicida se limpie las suelas con betún todos los días.

– Sólo su parte Omega, si es disociada.

– No, te equivocas. Es Alfa la que desea estar separada del suelo de los crímenes mientras Omega los comete.

– Con betún… -dijo Adamsberg con un gesto de duda.

– El betún es percibido como una materia impermeable, una película protectora.

– ¿De qué color es?

– Azul. Eso también hace que me incline por una mujer. Los zapatos azules suelen ir asociados con trajes del mismo color, de estilo muy convencional, incluso austero, de los que se encuentran más específicamente en ciertas profesiones: aviación, recepción, administración, profesorado religioso, hospitales, la lista no está cerrada.

Adamsberg se ensombrecía bajo la masa de informaciones que iba amontonando la forense sobre la mesa. Ariane tuvo la impresión de que su rostro se modificaba ante sus ojos, nariz más curvada, mejillas más hundidas, relieves más marcados. No había sabido verlo ni había entendido nada veintitrés años atrás. No había visto a ese hombre que pasaba, no había visto que era atractivo y que habría podido retenerlo en sus brazos en el puerto de Le Havre. Y el puerto estaba lejos y ya era demasiado tarde.

– ¿Hay algo que te moleste? -preguntó ella abandonando su voz profesional-. ¿Quieres un postre?

– ¿Por qué no? Elige por mí.

Adamsberg engulló una tarta, sin saber muy bien si era de manzana o de ciruelas, sin saber muy bien si se acostaría con Ariane esa noche, ni dónde demonios había puesto las llaves del coche al volver de Normandía.

– No creo que estén colgadas en la cocina -dijo por fin escupiendo un hueso.

Ciruelas, dedujo.

– ¿Eso es lo que te preocupa?

– No, Ariane. Es la Sombra. ¿Recuerdas a la vieja enfermera de las treinta y tres víctimas?

– ¿La disociada?

– Sí. ¿Sabes qué fue de ella?

– Claro, fui varias veces a visitarla. La encarcelaron en la prisión de Friburgo. Formalita como una santa. Ha vuelto a la fase Alfa.

– Omega, Ariane. Asesinó a un carcelero.

– No fastidies. ¿Cuándo?

– Hace diez meses. Disyunción, y evasión.

La forense llenó la mitad de su vaso de vino y se lo bebió sin alternar con agua.

– Contéstame -dijo-, ¿fuiste realmente tú quien la identificó? ¿Tú solo?

– Sí.

– Sin ti, ¿seguiría libre?

– Sí.

– ¿Y ella lo sabe? ¿Se dio cuenta?

– Creo que sí.

– ¿Cómo la descubriste?

– Por su olor. Utilizaba Relaxol, un elixir de alcanfor y azahar que se ponía en la nuca y en las sienes.

– Entonces ten cuidado, Jean-Baptiste. Porque, para ella, tú eres el que dio con la pared que Alfa no puede conocer bajo ningún concepto. Eres el que sabe, debes desaparecer.

– ¿Por qué? -preguntó Adamsberg bebiendo un sorbo del vaso de Ariane.

– Para que pueda volver a ser un Alfa tranquila en otro sitio, en otra vida. Amenazas todo su edificio. Es posible que te esté buscando.

– La Sombra.

– Yo creo que la sombra viene de ti, y así será hasta que algo acabe de evaporarse.

Adamsberg miró los ojos inteligentes de la forense, y volvió a ver la imagen de un sendero quebequés en la noche [6]. Se mojó un dedo y lo deslizó por el borde del vaso.

– El guarda del cementerio de Montrouge también la vio. La Sombra pasó por el cementerio unos días antes de que rompieran la lápida. No andaba de un modo normal.

– ¿Por qué haces chirriar los vasos?

– Para no gritar yo.

– Pues grita, lo prefiero. ¿Crees que es la enfermera? Lo de Diala y La Paille.

– Me describes una asesina mayor, con una jeringuilla, con conocimientos de medicina y posiblemente disociada. Son muchas coincidencias.

– O casi ninguna. ¿Recuerdas la estatura de la enfermera?

– No con precisión.

– ¿Y sus zapatos?

– Tampoco.

– Comprueba eso antes de hacer chirriar los vasos. Una cosa es que esté en libertad y otra es que esté en todas partes. No olvides su especialidad: mata viejos en sus camas. No anda por ahí abriendo tumbas, ni degollando gigantes en La Chapelle. No es su estilo en absoluto.

Adamsberg asintió. La racionalidad sólida de la forense lo había sacado de sus brumas. La Sombra no podía estar en todas partes, en Friburgo, en La Chapelle, en Montrouge, en su casa. Estaba sobre todo en su cabeza.

– Tienes razón -dijo.

– Limítate a trabajar como un cretino, paso a paso. El betún, los zapatos, la descripción que te he dado, los testigos que hayan podido verla con Diala o La Paille.

– En el fondo me aconsejas que trabaje con la lógica.

– Sí. ¿Conoces otra cosa?

– Sólo conozco la otra cosa.

Ariane propuso a Adamsberg acompañarlo hasta su casa, y el comisario aceptó. El trayecto en coche le daría ocasión de resolver la cuestión erótica, que seguía en suspenso. Al llegar, se había quedado dormido, habiendo olvidado todo de la Sombra, de la forense y de la tumba de Élisabeth. Ariane, de pie en la acera, sujetaba la puerta abierta sacudiéndole amablemente el hombro. Había dejado en motor encendido, señal de que no había estrictamente nada que intentar ni que resolver. Al entrar en su casa, pasó por la cocina para comprobar si las llaves estaban colgadas en la pared. No estaban.

Hombre, concluyó. Con un margen de error del doce por ciento, habría precisado Ariane.

XX

Veyrenc había abandonado el equipo de Montrouge a las tres de la tarde y había vuelto inmediatamente a su habitación, donde había dormido a pierna suelta. De modo que a las nueve de la noche ya estaba en pie, despejado y asaltado por odiosos pensamientos nocturnos de los que habría preferido huir. ¿Huir adónde y cómo? Veyrenc sabía que no había paso mientras la tragedia de los dos valles no tuviera su desenlace. Sólo entonces se abriría el horizonte.

Andaré más seguro si progreso despacio,

pues no hay combate alguno que la urgencia no arruine.

Muy cierto, se contestó Veyrenc, más relajado. Había alquilado un estudio amueblado por seis meses, y no había prisa. Encendió el pequeño televisor y se instaló tranquilamente. Documental de animales. Perfecto, muy bien. Veyrenc volvió a ver los dedos de Adamsberg aferrando el pomo de la puerta. Venían del valle del Gave. Veyrenc sonrió.

Y por esas palabras os vi palideciendo,

a vos que dominabais ha poco vuestro imperio,

recorriéndolo invicto, con sereno semblante,

sin mirar tan siquiera al soldado doliente.

Veyrenc se encendió un cigarrillo, colocó el cenicero en el reposabrazos. Una manada de rinocerontes pasaba con estrépito en la pantalla.

Es tarde, cuando veis vacilar vuestro trono,

para esperar clemencia del muchacho de antaño,

pues el muchacho es hombre, y el hombre se os parece.

Veyrenc se puso en pie, irritado. ¿Qué trono exactamente? ¿Qué príncipe y qué soldado? ¿Qué clemencia, qué cólera, y hacia quién? ¿Y quién vacila?

Estuvo una hora dando vueltas por la habitación antes de decidirse.

Sin preparación, sin una frase, ni un motivo. De modo que, cuando Camille le abrió la puerta, no encontró nada que decir. Creyó recordar, a posteriori, que ella parecía al corriente de que su vigilancia se había acabado, que daba la impresión de no estar sorprendida de verlo, quizá incluso de estar aliviada, como sabiendo lo inevitable, y recibiéndolo con tanta timidez como naturalidad. De lo que pasó luego se acordaba mejor. Entró, se quedó en pie delante de ella, le puso las manos en la cara, dijo -y sin duda era su primera frase- que podía volver a irse inmediatamente. Aun sabiendo ambos que no podría volver a irse en absoluto y que ese paso era ineludible. Que estaba acordado y decidido desde el primer día en el rellano. No existía la menor posibilidad de evitarlo. ¿Quién fue el primero en besar al otro? Él, probablemente, porque Camille era tan aventurera como inquieta. Veyrenc era incapaz de reconstruir con precisión ese momento inicial, salvo que persistía la sensación clara de alcanzar el objetivo. Fue él también quien dio los diez pasos hacia la cama llevándola de la mano. La había dejado a las cuatro de la madrugada, con un abrazo más comedido, sin que ninguno de los dos deseara comentar por la mañana esa unión previsible, escrita y casi muda.

Cuando llegó a su casa, el televisor seguía zumbando. Lo apagó, y la pantalla gris se tragó al mismo tiempo su quejido y su resentimiento.

¿Y bien, soldado?

¿Basta que una mujer se abandone a tu fuego

para hacerte olvidar el dolor de tu alma?

Y Veyrenc se durmió.

Camille dejó la luz encendida, preguntándose si llevar a cabo lo inevitable era un error o una idea acertada. En el amor, más vale lamentar lo que se ha hecho que lamentar lo que no se ha hecho. Sólo los bizantinos y sus proverbios pueden, a veces, arreglarle a una la vida casi a la perfección.

XXI

Los estupas se habían visto obligados a desistir, pero a Adamsberg también le había faltado poco. Dondequiera que pusiera su mirada, la marcha se bloqueaba y las puertas se cerraban a la investigación.

En el fondo, tampoco se estaba tan mal en esos taburetes suecos, porque no podías sentarte, pero sí encaramarte como a caballo, con las piernas colgando. Adamsberg se había instalado en uno, bastante a gusto, mirando por la ventana la triste primavera, tan embarrancada en su cielo encapotado como su investigación.

Al comisario no le gustaba estar sentado. Tras una hora de inmovilidad, experimentaba la necesidad hormigueante de levantarse y andar, aunque fuera para dar vueltas. Ese taburete demasiado alto le abría nuevas perspectivas, una postura mixta, medio sentado medio en pie, que dejaba las piernas libres de balancearse suavemente, como si se meciera uno en el vacío, como si corriera por los aires, algo muy del agrado de un paleador de nubes. A sus espaldas, sobre los cuadrados de espuma, Mercadet dormía.

Por supuesto, el humus pegado a las uñas de los dos hombres procedía de la tumba. ¿Y qué? Eso no ayudaba a saber quién los había enviado a Montrouge, ni qué habían ido a buscar en las profundidades de la tierra, acto lo suficientemente trágico como para que murieran dos días después. Adamsberg había comprobado la altura de la enfermera a primera hora, un metro sesenta y cinco. Ni demasiado alta ni demasiado baja para eliminarla de la lista.

Las informaciones acerca de la muerta enredaban aún más sus pensamientos. Élisabeth Châtel, de la aldea de Villebosc-sur-Risle, en la Alta Normandía, había sido empleada en una agencia de viajes de Évreux. No se trataba de viajes turísticos sospechosos ni de peregrinaciones salvajes, sino de benignos circuitos en autocar para personas de la tercera edad. No se había llevado el menor adorno funerario a la tumba. Las pesquisas en su domicilio no habían revelado ningún patrimonio oculto, ni pasión por ningún tipo de alhajas. Élisabeth había vivido con sobriedad, sin maquillaje ni joyas. Sus padres dijeron que era creyente y, según dieron a entender, siempre se había mantenido fuera del alcance de los hombres. No se cuidaba, como no cuidaba su vehículo, que fue lo que le causó la muerte en la peligrosa carretera de tres carriles que unía Évreux a Villebosc. Agotado el líquido de frenos, el coche fue arrollado por un camión. En cuanto al último suceso que había marcado a la familia Châtel, se remontaba a la Revolución, cuando la tribu se escindió entre constitucionales y refractarios, dejando un muerto. Los representantes de las dos facciones enemigas habían dejado de frecuentarse a partir de entonces, incluso en la muerte, ya que unos se hacían enterrar en el cementerio de Villebosc-sur-Risle, y los otros en Montrouge.

Ese triste resumen parecía contener toda la vida de Élisabeth, desprovista de amigos, que no buscaba, desprovista de secretos, que no poseía. Así, un único hecho excepcional la había afectado, pero ya en la sepultura. Lo cual, pensaba Adamsberg dejando flotar las piernas, no tenía sentido. Por esa mujer que nadie había deseado en vida, habían muerto dos hombres después de haberse esforzado por encontrar su cabeza en su ataúd. Élisabeth había sido introducida en el féretro en el hospital de Évreux, y nadie se deslizó hasta allí a esconder nada en la caja.

A las dos de la tarde, coloquio rápido en la Brasserie des Philosophes, ya que la mitad de los agentes no habían acabado de comer. Adamsberg no tenía muchas manías en lo relativo a los coloquios, ni con su regularidad, ni con su emplazamiento. Recorrió los cien metros que lo separaban de la Brasserie buscando en un mapa que se doblaba con el viento dónde podía encontrarse Villebosc-sur-Risle. Danglard le indicó un puntito en el mapa.

– Villebosc depende de la gendarmería de Évreux -precisó el comandante-. Región con techos de paja y vigas vistas, ya conoce la zona, está a quince kilómetros de su Haroncourt.

– ¿Qué Haroncourt? -preguntó Adamsberg tratando de volver a plegar el mapa, que resistía como una vela.

– El Haroncourt del concierto, adonde acompañó usted cortésmente a alguien.

– Ah sí, había olvidado el nombre del pueblo. ¿Ha notado que pasa con los mapas de carreteras lo mismo que con los periódicos, las camisas y las ideas peregrinas? Una vez desplegados, ya no hay quien vuelva a doblarlos.

– ¿De dónde ha sacado este mapa?

– De su despacho.

– Démelo, voy a guardarlo -dijo Danglard tendiendo una mano inquieta.

Danglard, por el contrario, apreciaba los objetos -y las ideas- que le imponían una disciplina. Día sí día no, encontraba su periódico ya consultado por Adamsberg y, por lo tanto, mal doblado, hecho un paquete apresurado encima de su mesa.

Si no pasaba nada más grave, eso era para él motivo de contrariedad. Pero no podía sublevarse contra ese desorden porque el comisario llegaba a la oficina al alba, que era cuando consultaba el periódico, y nunca había emitido un solo reproche acerca de los horarios laxos de Danglard.

Los agentes estaban apretujados en la Brasserie, en su zona habitual, un largo reservado iluminado por dos grandes vidrieras que arrojaban sobre ellos luces azules, verdes y rojas, según el sitio que ocuparan en la mesa. Danglard, que encontraba feas esas vidrieras y se negaba a tener la cara azul, se ponía siempre de espaldas a las ventanas.

– ¿Dónde está Noël? -preguntó Mordent.

– En un cursillo a orillas del Sena -explicó el comisario mientras se sentaba.

– ¿Qué hace?

– Observa las gaviotas.

– Vivir para ver -dijo con suavidad Voisenet, un positivista indulgente, y zoólogo.

– Vivir para ver -confirmó Adamsberg depositando un paquete de fotocopias encima de la mesa-. Estos días vamos a trabajar con lógica. Les he preparado hojas de ruta, con la nueva descripción del asesino. De momento, buscamos una mujer mayor, de un metro sesenta y dos aproximadamente, convencional, que podría llevar zapatos de cuero azul y que tiene algunos conocimientos de medicina. Volvemos a empezar la investigación en el Mercado de las Pulgas sobre esta base, en cuatro equipos. Cada uno se lleva un juego de fotos de Claire Langevin, la enfermera de las treinta y tres víctimas.

– ¿El ángel de la muerte? -preguntó Mercadet, que se tomaba su tercer café antes que los demás para aguantar despierto-. ¿No está en la cárcel?

– Ya no. Hace diez meses pasó sobre el cadáver de un carcelero y voló. Podría haber aterrizado en las costas del canal de La Mancha, es probable que esté de nuevo en Francia. Enseñen la foto sólo al final de los interrogatorios, para no influir en los testigos. Es una simple posibilidad, sólo es una sombra.

Noël entró en ese momento en la Brasserie y se hizo un sitio, en luz verde, entre dos agentes. Adamsberg consultó sus relojes. A estas horas, Noël debería haber estado bajando hacia las gaviotas a la altura de Saint-Michel. El comisario vaciló, pero se calló. Por su expresión cerrada y sus ojos irritados de insomnio, estaba claro que Noël buscaba algo, lanzar un globo sonda por ejemplo, con fines de pacificación, o de provocación, y valía más esperar.

– En cuanto a esa sombra, vamos a ir hacia ella con cautela, el terreno es peligroso. Debemos averiguar si Claire Langevin llevaba zapatos de cuero azul, a ser posible recién abrillantados, a ser posible recién abrillantados por debajo.

– ¿Por debajo?

– Así es, Lamarre, con betún en las suelas. Como se pone cera de vela debajo de los esquís.

– ¿Para qué sirve?

– Para aislarse del suelo, para deslizarse por encima sin tocarlo.

– Ah, no lo sabía -dijo Estalère.

– Retancourt, usted irá a la antigua casa de la enfermera. Trate de averiguar, a través de la agencia inmobiliaria, dónde se depositaron sus cosas. Puede que las hayan tirado, o recuperado. Vaya a ver también a sus últimos pacientes.

– Los que no mató -precisó Estalère.

Hubo un ligero silencio, como sucedía a menudo después de las cándidas intervenciones del joven. Adamsberg había explicado a todos que el caso de Estalère se arreglaría seguramente con los años y que había que dar tiempo al tiempo. Así, todos protegían al joven cabo, incluso Noël. Porque Estalère no representaba para él un rival suficientemente verosímil como para combatirlo.

– Pase por el laboratorio, Retancourt, y llévese un equipo para las muestras. Necesitamos investigar a fondo el suelo de su casa. Si se aplicaba betún en las suelas, es posible que haya quedado algún rastro, en el parqué, en las baldosas.

– A menos que la agencia haya mandado limpiarlo todo.

– Claro. Pero hemos dicho que íbamos a trabajar con lógica.

– O sea que comprobamos las huellas.

– Y, sobre todo, Retancourt me protege. Es su misión.

– ¿De qué?

– De ella. Es posible que me ande buscando. Podría necesitar, según un experto, eliminarme para poder reanudar su camino, para restaurar el muro que rompí al descubrirla.

– ¿Qué muro? -preguntó Estalère.

– Un muro interior -explicó Adamsberg señalándose la frente y trazando una línea hasta el ombligo.

Estalère inclinó la cabeza, concentrado.

– ¿Es una disociada? -preguntó.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Adamsberg, siempre asombrado por los inesperados fogonazos de lucidez del cabo.

– He leído el libro de Lagarde, habla de «muros interiores». Lo recuerdo muy bien. Me acuerdo de todo.

– Pues eso es exactamente, una disociada. Pueden releer todos el libro -añadió Adamsberg, que aún no lo había hecho ni por primera vez-. No recuerdo el título.

– A ambos lados del muro del crimen -dijo Danglard.

Adamsberg miró a Retancourt, que examinaba una y otra vez las fotos de la vieja enfermera, grabando cada detalle.

– No tengo tiempo de protegerme de ella -dijo-, ni suficiente convicción para hacerlo. No sé de dónde vendrá el peligro, ni bajo qué forma, ni por dónde defenderme.

– ¿Cómo mató al carcelero?

– Hundiéndole un tenedor en los ojos, entre otras cosas. Es capaz de matar hasta con las uñas, Retancourt. Según Lagarde, que la conoce bien, es de una peligrosidad temible.

– Lleve guardaespaldas, comisario. Sería más razonable.

– Confío más en su escudo.

Retancourt sacudió la cabeza, sopesando la gravedad de su misión y la irresponsabilidad de su comisario.

– Por las noches no puedo hacer nada. No voy a dormir de pie delante de su puerta.

– Bah -dijo Adamsberg haciendo un gesto displicente con la mano-, no me preocupan las noches. Ya tengo una fantasma sanguinaria en casa.

– ¿Ah sí? -preguntó Estalère.

– Santa Clarisa, machacada a puñetazos por un curtidor en 1771 -expuso Adamsberg con una brizna de orgullo-. La llaman la cartuja. Se dedicaba a robar a los viejos y luego los degollaba. Es una rival directa de nuestra enfermera, en cierto modo. Si Claire Langevin se introduce en mi casa, tendrá que vérselas con ella para llegar hasta mí. Porque además Santa Clarisa tiene debilidad por las mujeres, y por las ancianas. Así que, ya ven, no tengo nada que temer.

– ¿De dónde saca esa historia?

– De mi nuevo vecino, un vetusto español con una sola mano. Su brazo derecho voló en la Guerra Civil. Dice que el rostro de la monja parece una cáscara de nuez pasada.

– ¿A cuántos mató? -preguntó Mordent, a quien la historia le divertía mucho-. ¿A siete, como en los cuentos?

– Precisamente.

– Pero ¿usted la ha visto? -preguntó Estalère, a quien las sonrisas de sus compañeros desconcertaban.

– Es una leyenda -le explicó Mordent separando bien las sílabas, según su costumbre-. Clarisa no existe.

– Menos mal -dijo el cabo-. ¿El español está loco?

– En absoluto. Una araña le picó en el brazo que le falta. Sesenta y nueve años después, todavía le pica, y él se rasca en el aire, en un punto preciso.

La llegada del camarero disipó la inquietud de Estalère, que se levantó de un salto para pedir los cafés de todos. Retancourt, insensible al estrépito de los platos, seguía pasando revista a las fotos de la enfermera mientras Veyrenc le hablaba. El Nuevo no se había afeitado, y tenía la expresión indulgente y relajada del tipo que ha estado haciendo el amor hasta el amanecer. Lo que recordó a Adamsberg que había dejado escapar a Ariane al quedarse dormido como un tronco en su coche. Las cristaleras encendían puntos de color insólitos en el pelo abigarrado del teniente.

– ¿Por qué eres tú quien debe proteger a Adamsberg? -preguntó Veyrenc a Retancourt-. Sola.

– Es una costumbre.

– Bueno.

»¿Es, pues, a vos, señora, a quien la gloria otorgan

de evitar el asalto de un sicario invisible?

Os ofrezco mi brazo, pues anhelo serviros,

vencer a vuestro lado, a vuestros pies morir.

Retancourt sonrió, por un instante distraída de su labor.

– ¿De verdad lo desea, Veyrenc? -interrumpió Adamsberg tratando de moderar su frialdad-. ¿O es un simple arrebato poético? ¿Desea asistir a Retancourt en su misión protectora? Reflexione antes de responder, mida el peligro antes de aceptar. No se tratará de versificar.

– Retancourt, en cambio, da la talla -intervino Noël.

– A ver si te callas -dijo Voisenet.

– Eso -dijo Justin.

Y Adamsberg se dio cuenta de que, en ese grupo, Justin hacía a veces el papel exacto del marcador de Haroncourt.

Y Noël el del más agresivo de los contradictores.

El camarero trajo los cafés, lo que dio pie a un breve respiro. Estalère los repartió según los gustos de cada cual, con gesto concienzudo y aplicado. Todos estaban acostumbrados y le dejaban hacer.

– Acepto -dijo Veyrenc con los labios algo tensos.

– ¿Y usted, Retancourt? -preguntó Adamsberg-. ¿Lo acepta?

Retancourt puso en Veyrenc una mirada clara y neutra, como evaluando sus capacidades para secundarla, con un listón visiblemente preciso. Parecía un tratante de caballos examinando el animal, y ese examen fue lo suficientemente embarazoso como para que volviera el silencio a la mesa. Pero Veyrenc no se molestaba por la prueba. Era Nuevo, eran gajes del oficio. Y él mismo había provocado esa ironía del destino. Proteger a Adamsberg.

– Acepto -concluyó Retancourt.

– De acuerdo -aprobó Adamsberg.

– ¿Él? -dijo Noël entre dientes-. Pero si es el Nuevo, joder.

– Tiene once años de servicio -replicó Retancourt.

– Me opongo -dijo Noël alzando la voz-. Este tío no lo protegerá, comisario, no tiene la menor gana de hacerlo.

Bien visto, pensó Adamsberg.

– Demasiado tarde, está decidido -decretó.

Danglard observaba la escena con mirada preocupada mientras se limaba las uñas, evaluando los celos patentes de Noël. El teniente se subió la cremallera de la cazadora de un tirón brusco, como solía hacer cada vez que estaba a punto de cruzar la línea.

– Como quiera, comisario -dijo con una risita bajo la luz verde-. Pero para enfrentarse a un animal así, lo que necesita usted es un tigre. Y hasta nueva orden -añadió señalando con la barbilla el pelo del Nuevo-, el pelaje nunca ha hecho al tigre.

Blanco neurálgico, tuvo tiempo de pensar Danglard antes de que Veyrenc se levantara, pálido, ante Noël. Y volviera a caer sentado, como sin fuerza. Adamsberg leyó en el rostro del Nuevo un sufrimiento tal que se formó en su vientre una bola de pura rabia, relegando a la lejanía su guerra de los dos valles. La ira era tan excepcional en Adamsberg que resultaba peligrosa, y Danglard, que lo sabía, se levantó a su vez y rodeó la mesa con celeridad, para intermediar. Adamsberg había puesto a Noël en pie, había colocado la mano en su torso y lo estaba empujando paso a paso hacia la calle.

Veyrenc, inmóvil, se había llevado involuntariamente una mano a su pelo maldito y ni siquiera miraba la escena. Sólo sentía que tenía una mujer sentada a cada lado en silencio, Retancourt y Hélène Froissy. Hasta donde le llegaba la memoria, y dejando aparte los caos sentimentales, las mujeres nunca le habían hecho daño. Ni un ataque, ni siquiera una burla fácil. Desde los ocho años, sólo había andado con ellas, sin contar un solo compañero varón entre sus relaciones. No sabía hablar a los hombres y no le gustaba hacerlo.

Adamsberg volvió a entrar en la Brasserie seis minutos después, solo. La tensión aún no se había disipado, confiriendo a su piel una luz velada, bastante similar a la luminosidad anormal que difundían las vidrieras.

– ¿Dónde está? -preguntó con prudencia Mordent.

– Con las gaviotas y lejos de aquí. Y espero que vuele por mucho tiempo.

– Ya se ha tomado sus días de asuntos propios -observó Estalère.

La interrupción puntillosa de Estalère tuvo un efecto apaciguador, como si se hubiera abierto una ventanita pintada de amarillo en una estancia llena de humo.

– Pues se tomará unos cuantos más -contestó con suavidad Adamsberg-. Formen los equipos -dijo consultando sus relojes-. Pasen por la Brigada a recoger las fotos de la enfermera. Danglard coordina.

– ¿Usted no? -preguntó Lamarre.

– No. Voy de avanzada. Con Veyrenc.

La situación, paradójica, escapaba parcialmente tanto a Adamsberg como a Veyrenc, que era incapaz de declamar el menor verso para restablecer su equilibrio. Veyrenc se encontraba protegiendo al comisario, y Adamsberg defendiendo a Veyrenc, unas deferencias que no había querido ninguno de los dos. La provocación pare efectos indeseables, pensó Adamsberg.

Los dos hombres estuvieron dos horas dando vueltas por el mercado, arreglándoselas para no tener que dirigirse la palabra. Veyrenc se encargaba de la práctica totalidad de los interrogatorios, mientras el comisario husmeaba con desidia en busca de un objeto impreciso. Atardecía, Adamsberg señaló con un gesto un cajón de madera abandonado, y decidió hacer una pausa. Se sentaron cada uno en un extremo del cajón, dejando el mayor espacio posible entre los dos. Veyrenc encendió un cigarrillo, el humo haría las veces de conversación.

– Difícil colaboración -dijo Adamsberg, con la barbilla apoyada en el puño.

– Sí -admitió Veyrenc.

»Los dioses misteriosos forman juegos extraños

que ignoran nuestras ansias, trastornan nuestros fines.

– Será eso, teniente, serán los dioses. Se aburren, y entonces se ponen a beber, y a jugar, y nosotros acabamos estúpidamente entre sus pies. Los dos juntos, con nuestros fines totalmente trastornados por su mero capricho.

– Usted no está obligado a hacer trabajo de campo, ¿por qué no se ha quedado en la Brigada?

– Porque busco un parafuegos.

– Ah. ¿Tienen una chimenea?

– Sí. Y cuando Tom sepa andar, será peligrosa. Busco un parafuegos.

– Había uno en la calle de la Roue. Con un poco de suerte, el puesto seguirá abierto.

– Podría haberlo dicho antes.

Media hora después, de noche, los dos hombres enfilaban una avenida sujetando entre ambos un pesado parafuegos antiguo cuyo precio había regateado Veyrenc largo y tendido mientras Adamsberg comprobaba la estabilidad del artilugio.

– Está bien -dijo Veyrenc, depositándolo junto al coche-. Bonito, sólido y bien de precio.

– Está bien -confirmó Adamsberg-. Póngalo en el asiento trasero, que yo tiro desde el otro lado.

Adamsberg volvió a sentarse al volante. Veyrenc se abrochó el cinturón a su lado.

– ¿Puedo fumar?

– Claro -dijo Adamsberg arrancando-. Yo fui fumador muchos años. Todos los críos fumaban a escondidas en Caldhez. Supongo que en Laubazac harían lo mismo.

Veyrenc abrió la ventanilla.

– ¿Por qué dice «en Laubazac»?

– Porque allí es donde vivía usted, a dos kilómetros del viñedo de Veyrenc de Bilhc.

Adamsberg conducía con suavidad, tomando las curvas sin sacudidas.

– ¿Y qué importancia tiene eso?

– Fue allí, en Laubazac, donde fue agredido. Y no en el viñedo. ¿Por qué miente, Veyrenc?

– No miento, comisario. Fue en el viñedo.

– Fue en Laubazac. En el Prado Alto, detrás de la capilla.

– ¿A quién atacaron, a usted o a mí?

– A usted.

– Entonces sé lo que digo. Si digo que fue en el viñedo, es que fue en el viñedo.

Adamsberg se detuvo en el semáforo y echó una ojeada a su colega. Veyrenc era sincero, sin lugar a dudas.

– No, Veyrenc -dijo Adamsberg volviendo a arrancar-, fue en Laubazac, en el Prado Alto. Allí aparecieron los cinco chavales del valle de Caldhez.

– Los cinco cabronazos de Caldhez.

– Exactamente. Pero nunca pusieron los pies en el viñedo. Fueron al Prado Alto, llegaron por el camino de las rocas.

– No.

– Sí. La cita era en la capilla de Camalès. Allí se le echaron encima.

– No sé qué está intentando hacer -gruñó Veyrenc-. Fue en el viñedo, y me desmayé, y mi padre vino a recogerme, y me llevaron al hospital de Pau.

– Eso fue tres meses antes. El día en que soltó la yegua y ella lo arrolló. Le rompió la tibia, su padre lo recogió y lo llevaron a Pau. A la yegua la vendieron.

– Es imposible -murmuró Veyrenc-. ¿Cómo lo sabe?

– ¿Y usted? ¿No sabía todo lo que pasaba en Caldhez? Cuando René se cayó del tejado y se salvó de milagro, ¿no se enteraron en Laubazac? Y cuando ardió la tienda de ultramarinos, ¿no se enteraron?

– Sí, claro.

– ¿Lo ve?

– Pero fue en el viñedo, joder.

– No, Veyrenc. La huida de la yegua y el ataque de los de Caldhez, dos desmayos seguidos con tres meses de distancia, dos hospitalizaciones en Pau. Mezcla usted las dos cosas. Confusión postraumática, que diría la forense.

Veyrenc se desabrochó el cinturón y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. El coche se embarrancaba en un embotellamiento.

– No entiendo adónde quiere ir a parar, pero no.

– ¿Qué había ido a hacer al viñedo cuando llegaron los chavales?

– Había ido a ver cómo estaba la uva, había caído una tormenta fuerte esa noche.

– Pues es imposible. Porque eso fue en febrero, y ya había pasado la vendimia. Cuando lo de la yegua sí, eso fue en noviembre, y usted había ido a comprobar el estado de los racimos para la vendimia de Navidad.

– No -repitió Veyrenc-. Y, además, ¿qué más da? ¿Qué coño importa que fuera en el viñedo o en el Prado Alto de Laubazac? El caso es que me atacaron, ¿no?

– Sí.

– ¿A golpes de chatarra en la cabeza y con un casco de vidrio en el vientre?

– Sí.

– ¿Entonces?

– Entonces eso sólo demuestra que usted no lo recuerda todo.

– Recuerdo perfectamente los caretos. Y contra eso usted no puede hacer nada.

– Eso no se lo discuto, lo de los caretos, pero no lo recuerda todo. Piense en ello, y un día volveremos a hablar del tema.

– Déjeme en cualquier sitio -dijo Veyrenc con voz átona-. Seguiré a pie.

– No serviría de nada. Tenemos que trabajar juntos seis meses, y a petición suya. No corremos ningún peligro, hay un parafuegos entre nosotros. Eso nos protegerá.

Adamsberg lanzó una rápida sonrisa. Sonó su móvil en el coche, interrumpiendo la guerra de los dos valles, y se lo pasó a Veyrenc.

– Es una llamada de Danglard. Conteste por mí, teniente, y acérquemelo al oído.

Danglard informó rápidamente a Adamsberg del fracaso de las investigaciones de los otros tres equipos. Ninguna mujer, ni vieja ni joven, había sido vista con Diala y La Paille.

– ¿Y cómo le ha ido a Retancourt?

– No mucho mejor. La casa está abandonada, una cañería estalló el mes pasado, se inundó la casa con diez centímetros de agua.

– ¿No ha encontrado ropa?

– Nada de momento.

– Las noticias podían esperar hasta mañana, capitán.

– Es por Binet. Lo busca y es urgente, tres llamadas a centralita esta tarde.

– ¿Quién es Binet?

– ¿No lo conoce?

– En absoluto.

– Pues él a usted sí, y muy bien. Quiere verlo urgentemente. Dice que tiene algo muy importante para usted. Por sus mensajes, parece algo grave.

Adamsberg lanzó una mirada perpleja a Veyrenc y le indicó que tomara nota del número.

– Llame a ese Binet, Veyrenc, y pásemelo.

Veyrenc marcó el número y mantuvo el teléfono junto al oído del comisario. Estaban saliendo del embotellamiento.

– ¿Binet?

– No eres fácil de localizar, bearnés.

La voz enérgica del hombre resonó en el coche, y Veyrenc levantó las cejas.

– ¿Es para usted, Veyrenc? -le preguntó Adamsberg en voz baja.

– No lo conozco -susurró Veyrenc con un gesto negativo.

El comisario frunció el ceño.

– ¿Quién es?

– Binet, Robert Binet. ¿No te acuerdas, me cago en la mar?

– No, lo siento.

– Coño, del café de Haroncourt.

– De acuerdo, Robert, ya sé. ¿Cómo has encontrado mi nombre?

– En el hotel Le Coq, fue idea de Angelbert. Le pareció que había que decírtelo enseguida. Y nos pareció lo mismo a todos. A menos que no te interese -añadió Robert súbitamente enfurruñado.

Rápido retroceso del normando, cual caracol al que han rozado los cuernos.

– Todo lo contrario, Robert. ¿Qué pasa?

– Ha aparecido otro. Y como enseguida pillaste que la cosa era grave, nos pareció que tenías que saberlo.

– ¿Otro qué, Robert?

– Destrozado, todo igual, en el bosque de Champ de Vigorne, cerca de la antigua vía del tren.

Un ciervo, maldita sea. Robert llamaba urgentemente a París por un ciervo. Adamsberg suspiró, cansado, vigilando la densa circulación, con la luz de los faros dilatada bajo la lluvia. No tenía ganas de decepcionar a Robert, ni a la asamblea de hombres que lo había acogido esa noche, cuando acompañó a Camille con bastante dolor. Pero las noches habían sido cortas, y sólo quería comer y dormir. Entró bajo el porche de la Brigada e hizo un gesto mudo a su colega indicándole que el asunto no tenía importancia y que podía irse a casa. Pero Veyrenc, que parecía varado en sus agitados pensamientos, no se movió.

– Dame detalles, Robert -dijo Adamsberg con voz maquinal, mientras aparcaba en el patio-. Espera que apunto -añadió sin hacer el menor gesto de sacar un lápiz.

– Lo que te digo, destrozado, una auténtica escabechina.

– ¿Qué dice Angelbert?

– Ya sabes que Angelbert tiene sus ideas sobre esto. Según él, ha sido un joven que se ha estropeado con la edad. Lo más grave, bearnés, es que el cabrón ha venido desde Brétilly hasta nuestra zona. Angelbert ya no está seguro de que sea un puto parisino. Dice que puede ser un puto normando.

– ¿Y el corazón? -preguntó Adamsberg, y Veyrenc frunció las cejas.

– Fuera, ahí tirado, hecho papilla. Ya te digo, lo mismo. La única diferencia es que es un diez puntas. Oswald no está de acuerdo. Dice que es de nueve. No es que Oswald no sepa contar, es que tiene el don de llevar la contraria a los demás. ¿Vas a ocuparte de esto?

– Seguramente, Robert -mintió Adamsberg.

– ¿Te vienes? Te invitamos a cenar, te esperamos. ¿Qué tardarás? Una hora y media.

– No puedo, estoy con un doble asesinato.

– Pues nosotros también, bearnés. Si esto no es un doble asesinato, no sé qué quieres.

– ¿Has llamado a la gendarmería?

– Les importa un carajo a los gendarmes. Son más cortos que los gansos. Ni siquiera movieron el culo para ir a verlo.

– ¿Y tú, has ido?

– Esta vez sí. Champ de Vigorne es nuestra zona, ¿entiendes?

– Entonces, ¿es de nueve o de diez?

– De diez, por supuesto. Oswald no dice más que chorradas para hacerse el listo. Su madre es de Opportune, a dos pasos de donde han encontrado el ciervo. Así que, como te puedes imaginar, él aprovecha para chulearse. Bueno, joder, ¿vienes a tomar algo, o no vienes a tomar algo? No vamos a estar aquí horas de palique.

Adamsberg buscaba la mejor manera de desenredar la situación, difícil dado que Robert medía por el mismo rasero el degüelle de dos hombres y el sacrificio de un cérvido. En cuestión de obstinación, los normandos -al menos ésos- le parecían poder rivalizar con los bearneses -por lo menos algunos de los valles de Pau y de Ossau.

– No puedo, Robert, tengo una sombra.

– Oswald también tiene una. Y eso no le impide tomar un trago.

– ¿Qué tiene Oswald?

– Una sombra, te digo. En el cementerio de Opportune-la-Haute. Bueno, la vio su sobrino. Lleva más de un mes dándonos la paliza con eso.

– Pásame a Oswald.

– No puedo, se ha ido. Pero, si vienes, estará aquí. Él también quiere verte.

– ¿Por qué?

– Porque se lo ha pedido su hermana, por lo de la cosa del cementerio. En el fondo, la mujer tiene razón, porque los maderos de Évreux son cortos.

– Pero ¿qué cosa, Robert?

– No me preguntes, que no lo sé, bearnés.

Adamsberg consultó sus relojes. Eran apenas las siete de la tarde.

– Veré qué puedo hacer, Robert.

El comisario se guardó el teléfono, pensativo. Veyrenc seguía esperando.

– ¿Tenemos una urgencia?

Adamsberg apoyó la cabeza en la ventanilla.

– No tenemos nada.

– Hablaba de un destripamiento, de un corazón hecho papilla.

– De un ciervo, teniente. Tienen a un tipo que se dedica a destrozar ciervos, y eso los saca de sus casillas.

– ¿Un furtivo?

– Qué va. Un asesino de ciervos. Allí, en Normandía, también tienen una sombra que pasa.

– No es asunto nuestro, ¿o sí?

– No, en absoluto.

– Entonces ¿por qué va?

– Pero si no voy, Veyrenc. No tengo nada que hacer allí.

– Había entendido que quería ir.

– Estoy cansado y no me interesa -dijo Adamsberg abriendo la puerta-. Podría joder el coche, conmigo dentro. Llamaré a Robert más tarde.

Las puertas se cerraron con un chasquido. Adamsberg cerró con llave. Los dos hombres se separaron cien metros más allá, delante de la Brasserie des Philosophes.

– Si quiere, conduzco yo, y usted duerme. Habremos ido y vuelto antes de las doce.

Adamsberg, con la mente vacía, miró las llaves del coche que seguía teniendo en la mano.

XXII

Bajo la lluvia, Adamsberg empujó la puerta del café de Haroncourt. Angelbert se levantó con rigidez para recibirlo, inmediatamente imitado por el resto de la tribu de hombres.

– Siéntate, bearnés -dijo el viejo estrechándole la mano-. Te hemos guardado un plato caliente.

– ¿Eres dos? -preguntó Robert.

Adamsberg presentó a su colega, acontecimiento que dio lugar a una nueva ronda de apretones de mano, más desconfiada, y al acercamiento de una silla más. Todos rozaron de una mirada fugaz el pelo del recién llegado. Pero allí no había peligro de que hicieran preguntas sobre ese fenómeno, por perturbador que resultara. Lo cual no impedía que los hombres meditaran acerca de la rareza, buscando la manera de saber más sobre el acólito que había traído el comisario. Angelbert examinaba las similitudes de estructura que unían a ambos policías, y sacaba sus conclusiones.

– Es un primo apartado -dijo llenando los vasos.

Adamsberg empezaba a comprender bien el mecanismo normando, hipócrita y hábil, consistente en hacer una pregunta sin que parezca nunca que se está interrogando al interlocutor. La entonación de la voz bajaba al final de la frase, como en una falsa afirmación.

– ¿Apartado? -preguntó Adamsberg, que, como bearnés, estaba autorizado a hacer preguntas directas.

– Más lejos que un primo hermano -explicó Hilaire-. Angelbert y yo somos primos apartados en cuarto grado. Y él y tú -añadió señalando a Veyrenc- sois primos en sexto o séptimo grado.

– Puede -admitió Adamsberg.

– En cualquier caso, es de tu tierra.

– De cerca, efectivamente.

– No hay sólo bearneses en la policía -preguntó sin preguntar Alphonse.

– Antes yo era el único.

– Veyrenc de Bilhc -se presentó el nuevo.

– Veyrenc -simplificó Robert.

Hubo asentimientos para indicar que la propuesta de Robert había sido aceptada. Lo cual no resolvía el problema del pelo. El enigma requeriría años para aclararse, habría que ser paciente. Trajeron otro plato para el Nuevo, y Angelbert esperó a que los dos policías hubieran acabado de cenar para hacer una seña a Robert de que fuera directo al grano. Robert expuso con solemnidad las fotos del ciervo sobre la mesa.

– No está en la misma posición -observó Adamsberg, para desencadenar en sí mismo un interés que no sentía.

Ni siquiera era capaz de decir por qué estaba allí, ni cómo Veyrenc había comprendido que deseaba venir.

– Las dos balas han dado en el pecho. Está de costado, y el corazón está a la derecha.

– El asesino no tiene método.

– Lo que quiere es matar al animal, y punto.

– O sacarle el corazón -dijo Oswald.

– ¿Qué piensas hacer, bearnés?

– Ir a ver.

– ¿Ahora?

– Si uno de vosotros me acompaña. Tengo linternas.

Lo repentino de la propuesta dio que pensar.

– Podría ser -dijo el abuelo.

– Oswald.

– Tendrían que dormir en tu casa. O tendrías que volver a traerlos aquí. En Opportune no hay hotel.

– Tenemos que volver a París esta noche -dijo Veyrenc. -A menos que nos quedemos.

Una hora después, examinaban la escena del crimen. Frente al animal, que yacía en el sendero, Adamsberg comprendió en toda su magnitud el verdadero dolor de los hombres. Oswald y Robert bajaban la cabeza, impactados. Era un animal, era un ciervo, pero también era una pura salvajada y una masacre de la belleza.

– Un macho espléndido -dijo Robert con esfuerzo-. Que todavía no lo había dado todo.

– Tenía su manada -explicó Oswald-. Cinco hembras. Seis combates el año pasado. Te puedo decir, bearnés, que un ciervo así, que luchaba como un señor, habría mantenido seis hembras otros cuatro o cinco años antes de que lo destronaran. Nadie de por aquí habría disparado al Gran Rufo.

– Tenía tres manchas coloradas en el flanco derecho y dos en el izquierdo. Por eso se llamaba Gran Rufo.

Un hermano, en el fondo, o por lo menos un primo apartado, pensó Veyrenc cruzándose de brazos. Robert se arrodilló junto al gran cuerpo y acarició su pelaje. En la noche de ese bosque, bajo la lluvia constante, en compañía de esos hombres sin afeitar, Adamsberg tenía que hacer un esfuerzo para convencerse de que en otra parte, en el mismo momento, había coches rodando en ciudades, televisores funcionando. Los tiempos prehistóricos de Mathias se desarrollaban ante sus ojos, intactos. Ya no lograba dilucidar si el Gran Rufo era un simple ciervo, o un hombre, o una fuerza divina abatida, robada, saqueada. Un ciervo que pintarían en la pared de una caverna para recordarlo y honrarlo.

– Lo enterraremos mañana -dijo Robert levantándose pesadamente-. Te estábamos esperando, ¿entiendes? Queríamos que lo vieras con tus propios ojos. Oswald, pásame el hacha.

Oswald rebuscó en su gran zurrón de cuero y extrajo en silencio la herramienta. Robert rozó el filo con los dedos, se arrodilló junto a la cabeza del ciervo, y vaciló. Se volvió hacia Adamsberg.

– Para ti los honores, bearnés -dijo ofreciéndole el hacha por el mango-. Córtale las cuernas.

– Robert -interrumpió Oswald con incertidumbre.

– Está decidido, Oswald, las merece. Estaba cansado, estaba lejos, se ha desplazado por el Gran Rufo. Le corresponden los honores, le corresponden las cuernas.

– Robert -añadió Oswald-, el bearnés no es de aquí.

– Pues ahora lo es -dijo Robert depositando el hacha entre las manos de Adamsberg.

Éste se encontró empuñando la herramienta y conducido hacia la cabeza del ciervo.

– Córtalas por mí -le dijo a Robert-, no quiero hacerle un estropicio.

– No puedo. El que se las lleva es el que se las corta. Tienes que hacerlo tú mismo.

Bajo la dirección de Robert, que sujetaba la cabeza del animal en el suelo, Adamsberg asestó seis hachazos a ras de cráneo, en los sitios que el normando le señalaba con el dedo. Robert recuperó la herramienta, alzó las cuernas y las depositó en manos del comisario. Cuatro kilos por cuerna, estimó Adamsberg sopesándolas.

– No las pierdas -dijo Robert-, dan vida.

– Bueno -matizó Oswald-, no es seguro que influya, pero daño no hace.

– Y no las separes nunca -completó Robert-, ¿me oyes? La una no va sin la otra.

Adamsberg asintió en la oscuridad, aferrando las cuernas perladas del Gran Rufo. No era ése el momento de dejarlas caer. Veyrenc le lanzó una mirada irónica.

– Que el peso del trofeo no os haga vacilar.

– No había pedido nada, Veyrenc.

– Os lo han ofrecido, y vos lo habéis cortado.

»No queráis renegar del gesto de esta noche,

que os hace portador de luz y de esperanza.

– Ya está bien, Veyrenc. Llévelas usted o deje de hablar.

– No, señor. Ni lo uno ni lo otro.

XXIII

La hermana de Oswald, Hermance, respetaba dos mecanismos que supuestamente la protegían de los peligros del mundo: no quedarse despierta pasadas las diez de la noche y prohibir la entrada a su casa a toda persona calzada. Oswald y los dos policías subieron la escalera con paso silencioso y los zapatos terrosos en la mano.

– Sólo hay una habitación -susurró Oswald-, pero es grande. ¿Les va bien?

Adamsberg asintió, poco impaciente por pasar la noche con el teniente. Al unísono, Veyrenc se sintió aliviado al comprobar que la estancia tenía dos altas camas de madera separadas por una distancia de dos metros.

– Hondo ha de ser el valle que separe los lechos,

para que almas y cuerpos no se confundan nunca.

– El cuarto de baño está al lado -añadió Oswald-. No olviden ir descalzos. Si por desgracia se calzaran, la matarían del disgusto.

– ¿Incluso si no se entera?

– Todo acaba sabiéndose, sobre todo lo que se oculta. Te espero abajo, bearnés. Tenemos que hablar tú y yo.

Adamsberg lanzó su chaqueta húmeda al pie de la cama de la izquierda y depositó sin ruido las grandes cuernas en el suelo. Veyrenc se había tumbado vestido de cara a la pared, y el comisario se reunió con Oswald en la pequeña cocina.

– ¿Duerme tu primo?

– No es mi primo, Oswald.

– Lo de su pelo supongo que es personal -inquirió Oswald.

– Muy personal -confirmó Adamsberg-. Y ahora cuéntame.

– La idea de contártelo no es tanto mía como de Hermance.

– Pero si no me conoce, Oswald.

– Será que se lo han aconsejado.

– ¿Quién?

– Puede que el cura. No te rompas la cabeza, bearnés. Hermance es lo contrario de la razón. Tiene sus ideas, pero no siempre se sabe de dónde las saca.

La voz de Oswald se había entristecido, y Adamsberg abandonó el tema.

– No importa, Oswald. Háblame de la Sombra.

– No la vi yo, fue mi sobrino Gratien.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Más de cinco semanas, un martes por la noche.

– ¿Dónde?

– En el cementerio, bearnés, ¿dónde va a ser?

– ¿Qué hacía tu sobrino en el cementerio?

– Él no estaba en el cementerio, estaba en el caminito que sube por arriba. Bueno, el que sube o el que baja, según como se mire. Todos los martes y viernes queda allí con su novia a medianoche, cuando ella sale de trabajar. Todo el pueblo está al corriente salvo su madre.

– ¿Qué edad tiene?

– Diecisiete años. Con Hermance que se va a dormir a las diez como un reloj, lo tiene fácil. Cuidado, no se tiene que enterar.

– ¿Y entonces, Oswald?

Oswald llenó dos vasitos de Calvados y se sentó dando un suspiro. Alzó sus ojos transparentes hacia Adamsberg y se bebió la dosis de un trago.

– A tu salud.

– Gracias.

– ¿Quieres que te diga una cosa?

A ver si lo dice de una vez, pensó Adamsberg.

– Es la primera vez que un forano se va a llevar honores fuera de la región. Después de esto, ya no me queda nada por ver.

«Nada por ver» era exagerado, pensó Adamsberg. Pero estaba claro que el asunto de las cuernas era cosa seria. Os las han ofrecido, vos las habéis cortado. Al comisario le extrañó, y se reprochó, haber memorizado un verso de Veyrenc.

– ¿Te molesta que me las lleve? -preguntó.

Confrontado a una pregunta íntima y directa, Oswald desvió la respuesta.

– Robert tiene que apreciarte muchísimo para habértelas dado. Pero supongo que sabe lo que hace. Normalmente, Robert no se equivoca.

– Entonces, las cosas no están tan mal -dijo Adamsberg sonriendo.

– A fin de cuentas, no.

– ¿Y entonces, Oswald?

– Lo que te he dicho. Entonces, vio la Sombra.

– Cuenta.

– Una especie de mujer alta, si se puede llamar eso una mujer, gris, toda envuelta, sin cara. La muerte, vamos. No te lo contaría así delante de mi hermana, pero estamos entre hombres y podemos decirnos las cosas como son, ¿no?

– Sí.

– Pues las decimos. La muerte. No andaba como nosotros. Iba deslizándose por el cementerio, toda tiesa y lenta. No llevaba prisa, iba paso a paso.

– ¿Tu sobrino bebe?

– Todavía no. Una cosa es que se acueste con esa chavala, y otra que sea un hombre. Lo que hizo la Sombra no sabría decírtelo. Ni a quién venía a buscar. Después estuvimos esperando una muerte en el pueblo. Pero no, no pasó nada.

– ¿No vio nada más?

– Di más bien que puso pies en polvorosa sin más. Hazte cargo. ¿Por qué vino, bearnés? ¿Por qué aquí?

– No tengo ni idea, Oswald.

– El cura dice que eso ya ocurrió en 1809, y justamente ese año no hubo manzanas. Las ramas estaban tan peladas como mi brazo.

– ¿No hubo más consecuencias? Aparte de las manzanas.

Oswald lanzó otra mirada a Adamsberg.

– Robert dice que tú también has visto la Sombra.

– No la he visto, sólo he pensado en ella. Es como un velo, una nube oscura, sobre todo cuando estoy en la Brigada. Un médico diría que son imaginaciones mías. O que le doy vueltas a un mal recuerdo.

– Los médicos no quieren entender estas cosas.

– Quizá tengan razón. Puede que sea una idea negativa. Que no ha salido aún de mi cabeza, que todavía está dentro.

– Como las cuernas del ciervo antes de crecer.

– Exactamente -dijo Adamsberg sonriendo de repente.

Esa idea le gustaba mucho, resolvía casi el misterio de su Sombra. El peso de una idea oprimente, ya formada en su mente, pero que todavía no ha llegado al exterior. Un parto, en cierto modo.

– Una idea que sólo tienes en la Brigada -prosiguió Oswald meditando-. Por ejemplo, aquí no la tienes.

– No.

– Eso es que algo ha entrado en la Brigada -explicó Oswald gestualizando la escena-. Y luego la cosa se ha metido en tu cabeza porque tú eres el jefe. En el fondo, tiene su lógica.

Oswald vació el resto de Calvados.

– O porque eres tú -añadió-. Te he traído al chaval. Te espera fuera.

No había elección. Adamsberg siguió a Oswald en la noche.

– No llevas zapatos -observó Oswald.

– Está bien así. Las ideas también pueden circular por la planta de los pies.

– Si eso fuera verdad -dijo Oswald con media sonrisa-, mi hermana estaría llena de ideas.

– ¿Y no lo está?

– Las cosas como son, es tan buena que emocionaría a un buey, pero no tiene nada aquí dentro. Y eso que es mi hermana.

– ¿Y Gratien?

– Ni comparación. Ha salido al padre, que era más listo que el hambre.

– ¿Y dónde está su padre?

Oswald se cerró, metiendo las antenas en la concha.

– ¿Amédée dejó a tu hermana? -insistió Adamsberg.

– ¿Cómo sabes su nombre?

– Estaba escrito en una foto, en la cocina.

– Amédée murió. Hace tiempo. No se habla de eso aquí.

– ¿Por qué? -preguntó Adamsberg haciendo caso omiso a la advertencia.

– ¿Por qué te interesa?

– No se sabe nunca. Con la Sombra, ¿enriendes?, hay que pensar en todo.

– Puede ser -concedió Oswald.

– Mi vecino dice que los muertos no se van si no han acabado de vivir. Que vienen a dar la lata a los vivos durante siglos.

– ¿Quieres decir que Amédée no había acabado de vivir?

– Eso lo sabrás tú.

– Una noche, volvía de estar con una mujer -contó Oswald con reticencia-. Tomó un baño, para que mi hermana no se diera cuenta. Y se ahogó.

– ¿En la bañera?

– Como te lo digo. Tuvo un mareo. Y el agua de las bañeras es agua igual, ¿no? Y cuando tienes la cabeza debajo, la palmas igual que en un estanque. Eso fue lo que acabó de quitarle las ideas a mi hermana.

– ¿Hubo una investigación?

– Claro. Estuvieron semanas tocando las pelotas a todo el mundo como moscas cojoneras. Ya sabes cómo es la pasma.

– ¿Sospecharon de tu hermana?

– Di más bien que la volvieron loca. La pobre. No puede ni levantar un cesto de manzanas, así que ya me dirás cómo iba a ahogar en la bañera a una mole como Amédée. Porque además estaba colada hasta el tuétano por ese imbécil.

– Decías que era más listo que el hambre.

– Y tú, bearnés, tampoco andas muy rápido de entendederas, ¿eh?

– Explícate.

– Ése no era el padre del crío. Gratien nació antes, del primer marido. Que también murió, por si te interesa. A los dos años de casarse.

– ¿Cómo se llamaba?

– El lorenés. No era de por aquí. Se metió un guadañazo en las piernas.

– Tu hermana no ha tenido suerte.

– Ni que lo digas. Por eso, aquí nadie se burla de sus manías. Que haga lo que quiera, si le sirve de consuelo.

– Por supuesto, Oswald.

El normando asintió, aliviado de acabar con el tema.

– Lo que acabo de contarte no tienes ninguna obligación de pregonarlo a los cuatro vientos en tu montaña. Esta historia no sale de Opportune. Está olvidada, y punto.

– Nunca cuento nada, Oswald.

– ¿Tú no tienes historias que no salgan de tu montaña?

– Tengo una, sí. Pero últimamente está saliendo.

– Eso no es bueno -dijo Oswald sacudiendo la cabeza-. Esas cosas empiezan pequeñas y acaban como un dragón saliendo de su cueva.

El sobrino de Oswald, con las mejillas marcadas de pecas igual que su tío, estaba con la espalda encogida ante Adamsberg. No se atrevía a no contestar al comisario de París, pero el trance le resultaba difícil. Mirando al suelo, contó la noche en que vio a la Sombra, y su relato coincidía con el de Oswald.

– ¿Se lo dijiste a tu madre?

– Sí, claro.

– ¿Y ella quiso que me hablaras de esto?

– Sí. Cuando vino usted para el concierto.

– ¿Sabes por qué?

El chico se bloqueó súbitamente.

– La gente cuenta tonterías -dijo-. Mi madre tiene sus cosas, pero hay que entenderla, y ya está. La prueba es que a usted le interesa esta historia.

– Tu madre tiene razón -dijo Adamsberg para apaciguar al joven.

– Cada cual se expresa a su manera -insistió Graden-. Y no hay una manera que valga más que otra.

– No, ni una -confirmó Adamsberg-. Una cosa más y te dejo tranquilo. Cierra los ojos. Y dime qué pinta tengo y cómo voy vestido.

– ¿De verdad?

– Te lo pide el comisario -intervino Oswald.

– No es usted muy alto -empezó Gratien con timidez-, no más que mi tío. Tiene el pelo castaño… ¿Tengo que decirlo todo?

– Todo lo que puedas.

– No muy bien peinado, con mechones sobre los ojos y otros hacia atrás. Nariz grande, ojos pardos, chaqueta negra, de algodón, con muchos bolsillos, remangada. El pantalón… negro también, bastante gastado, y está usted descalzo.

– ¿Camisa? ¿Jersey? ¿Corbata? Concéntrate.

Gratien sacudió la cabeza, apretando los ojos cerrados.

– No -dijo con firmeza.

– Entonces ¿qué llevo?

– Una camiseta gris.

– Abre los ojos. Eres un testigo perfecto, como hay pocos.

El adolescente sonrió, relajado tras haber aprobado el examen.

– Y eso que es de noche -añadió ufano.

– Precisamente.

– ¿No confiaba en mí? ¿En lo de la Sombra?

– Los recuerdos oscuros se pueden deformar a posteriori. Según tú, ¿qué crees que hacía la Sombra? ¿Se paseaba? ¿Flotaba sin rumbo?

– No.

– ¿Miraba? ¿Deambulaba, esperaba? ¿Tenía una cita?

– No. Yo diría que buscaba algo, una tumba quizá, pero sin prisa. Iba despacio.

– ¿Qué fue lo que te asustó?

– Su manera de andar, su estatura. Y esa tela gris. Todavía tengo miedo.

– Trata de olvidarla, yo me encargo de ella.

– Pero ¿qué se puede hacer, si es la muerte?

– Ya veremos -dijo Adamsberg-. Me las arreglaré.

XXIV

Al despertarse, Veyrenc vio al comisario ya preparado. Había dormido mal, vestido, abriendo bruscamente los ojos ante el viñedo, o ante el Prado Alto. O lo uno, o lo otro. Su padre lo levantaba del suelo, estaba dolorido. ¿En noviembre o en febrero? ¿Antes de la vendimia tardía, o después? No veía la escena con nitidez, un dolor de cabeza le atenazaba las sienes. Ya fuera debido al vino peleón del café de Haroncourt o a la angustiosa confusión de sus recuerdos.

– Volvemos, Veyrenc. Recuerde, no vaya calzado al cuarto de baño. Hermance ha sufrido.

La hermana de Oswald les había servido un desayuno colosal, de los que permiten a los labradores aguantar hasta las doce campanadas del mediodía. Contrariamente al semblante trágico que esperaba Adamsberg, Hermance era alegre y locuaz. Y, efectivamente, tan buena que era capaz de emocionar a toda una cabaña ganadera. Una mujer alta, un poco flaca, que se desplazaba con prudencia, como si estuviera asombrada de existir. Su cháchara se componía de casi nadas, una mezcla de inutilidades y disparates, y podía sin duda alargarse horas. Lo cual, en el fondo, era un auténtico arte, ya que formaba un encaje de palabras tan fino que sólo contenía vacíos.

– … Comer antes de ir a trabajar, lo digo todos los días -iba oyendo Adamsberg-. El trabajo cansa, sí, cuando pienso en todo ese trabajo. Sí, eso es. Ustedes también tienen trabajo, naturalmente, he visto que han venido en coche. Oswald tiene dos coches, uno para el trabajo, tiene que lavar la camioneta. Si no, va ensuciándolo todo, y eso es más trabajo, eso es. Le he puesto los huevos no muy hechos. Gratien no quiere huevos, sí claro. Es su costumbre, y las costumbres de los demás van y vienen, y es difícil.

– Hermance, ¿quién le ha dicho que me hable? -preguntó Adamsberg con precaución-. De la cosa del cementerio.

– ¿Verdad que sí? Se lo dije a Oswald. Sí, eso es, era mucho mejor, mientras no haga daño, si no hace ningún bien, eso es.

– Sí, eso es -dijo Adamsberg tratando de entrar en la peonza del lenguaje de Hermance-. ¿Le aconsejó alguien que me viera? ¿Hilaire? ¿Angelbert? ¿Achille? ¿El cura?

– ¿Verdad que sí? No se pueden guardar porquerías en el cementerio, y luego se pregunta una, y se lo dije a Oswald, no pasa nada. Sí, claro.

– Vamos a dejarla, Hermance -dijo Adamsberg al ver que Veyrenc le hacía señas de desistir.

Los dos hombres se calzaron fuera, cuidando de dejar tras ellos la habitación tan ordenada como la de un decorado. Detrás de la puerta, Adamsberg oía la voz de Hermance seguir sola.

– Sí, el trabajo, naturalmente, eso es, el trabajo. No hay que dejarse torear.

– Le falta un tornillo -dijo Veyrenc con tristeza mientras se ataba los cordones-. Nació sin él o lo perdió por el camino.

– Creo que lo perdió por el camino. Sus dos maridos murieron jóvenes, uno tras otro. Sólo podemos hablar de esto aquí, está prohibido mencionar el tema fuera de Opportune-la-Haute.

– Por eso Hilaire dio a entender que Hermance traía mala suerte. Los hombres temen morir si se casan con ella.

– Cuando la sospecha te cae encima, ya nunca más te puedes deshacer de ella. Se te planta en la piel como una garrapata. La garrapata la arrancas, pero las patas se te quedan dentro y se mueven.

Un poco como la araña de Lucio, completó para sí Adamsberg.

– Ya que conoce a varios hombres de aquí, ¿quién cree que le aconsejó hablar con usted?

– No lo sé, Veyrenc. Puede que nadie. La preocuparía la Sombra, seguramente, por su hijo. Creo que debe de tener un miedo cerval a los gendarmes desde la investigación por la muerte de Amédée. Oyó hablar de mí a Oswald.

– ¿La gente piensa que mató a sus dos maridos?

– No es que lo piensen de verdad, pero se lo preguntan. Si los mató en actos o en pensamientos. Vamos a pasar por el cementerio antes de volver.

– ¿Qué buscamos?

– Vamos a tratar de ver qué hizo la Sombra de Oswald. Prometí al chico que me encargaría del caso. Pero Robert no hablaba de la Sombra, sino de «la cosa», y Hermance dice que ensucia el cementerio. Si no, intentamos algo distinto.

– ¿Qué?

– Comprender por qué me han traído aquí.

– Si yo no hubiera cogido el coche -objetó Veyrenc-, usted no estaría aquí.

– Lo sé, teniente. Es sólo una impresión.

Una sombra, pensó Veyrenc.

– Al parecer, Oswald regaló un perrito a su hermana -dijo-. Y murió.

Adamsberg iba y venía por las calles del pequeño cementerio, con una cuerna en cada mano. Veyrenc le había propuesto ayudarlo llevando una, pero Robert había dicho claramente que no había que separarlas. Adamsberg inspeccionó el lugar tratando de no golpear las cuernas contra las piedras funerarias. El cementerio era pobre, apenas cuidado, la hierba crecía entre la gravilla de las calles. Aquí la gente no siempre se podía permitir una lápida, y abundaban las sepulturas en plena tierra, algunas rematadas con una cruz de madera y el nombre del difunto pintado en letras blancas. Las tumbas de los dos maridos de Hermance se habían beneficiado de una delgada lápida de caliza, ya gris y sin flores. Tenía ganas de irse, pero persistía en demorarse, aprovechando el tenue sol voluntarioso que le acariciaba la nuca.

– ¿Dónde vio Gratien la silueta? -preguntó Veyrenc.

– Por allí -indicó Adamsberg.

– ¿Y qué debemos mirar?

– No lo sé.

Veyrenc asintió, sin expresar contrariedad. Salvo cuando le hablaban del valle del Gave, el teniente no era un hombre dado a irritarse o a impacientarse. Ese primo apartado se le parecía un poco, en su aceptación serena de lo improbable o lo difícil. También él estiraba la nuca al calorcillo, con tentaciones de seguir el mayor tiempo posible en la hierba mojada. Adamsberg rodeaba la pequeña iglesia, atento a la luz primaveral que fanfarroneaba haciendo brillar la pizarra del tejado y los mármoles mojados.

– Comisario -llamó Veyrenc.

Adamsberg volvió hacia él tomándose su tiempo. La luz jugaba con los destellos rojizos del pelo de Veyrenc. Si ese abigarramiento no hubiera sido fruto de una tortura, a Adamsberg le habría parecido bastante logrado. Belleza brotada del mal.

– No sabemos lo que buscamos -dijo Veyrenc señalando una tumba-, pero esta mujer tampoco tuvo suerte. Murió con treinta y ocho años, más o menos como Élisabeth Châtel.

Adamsberg observó la sepultura, un rectángulo todavía fresco de tierra que esperaba su lápida. Empezaba a entender un poco al teniente, y éste sin duda no lo había llamado por nada.

– ¿Oye el canto de la tierra? -dijo Veyrenc-. ¿Y lee lo que dice?

– Si se refiere a la hierba en la tumba, la veo. Veo briznas cortas, veo briznas largas.

– Cabría imaginar, si uno quiere imaginarse algo, que las briznas cortas han crecido después.

Los dos hombres se callaron, preguntándose al mismo tiempo si sí o no querían imaginarse algo.

– Nos esperan en París -se objetó a sí mismo Veyrenc.

– Cabe imaginar -reanudó Adamsberg- que la hierba en la cabecera de la tumba es más tardía, luego más corta. Forma una especie de círculo, y esta mujer es normanda, como Élisabeth.

– Pero si pasáramos los días visitando cementerios, sin duda encontraríamos miles de briznas de hierba de alturas distintas.

– Seguramente. Pero nada impide comprobar si se ha cavado bajo la hierba corta, ¿no?

– Decidid vos, señor, si los signos que veis

los ofrece el azar o la maleficencia,

y si el camino oscuro que estas hierbas indican

nos conduce al fracaso o nos lleva a la gloria.

– Mejor saberlo ahora mismo -dijo Adamsberg depositando las cuernas en el suelo-. Aviso a Danglard de que nos quedamos en los pastos.

XXV

El gato se desplazaba por la Brigada de un punto de seguridad a otro, de rodillas en rodillas, de la mesa de un cabo a la silla de un teniente, como quien cruza un río por las piedras sin mojarse los pies. Había iniciado sus días no más grande que un puño, siguiendo a Camille por la calle [7]; los había proseguido bajo la protección de Adrien Danglard, que se había visto obligado a instalar al animal en la Brigada. Porque el gato era incapaz de arreglárselas solo, completamente desprovisto como estaba de esa autonomía un tanto despectiva que constituye la grandeza del felino. Y, pese a ser un macho entero, era la encarnación de la dependencia y del sueño permanente. La Bola, pues así lo había llamado Danglard al adoptarlo, estaba en las antípodas de un animal tótem de una brigada de maderos. El equipo se relevaba para ocuparse de esa masa de pelo, de molicie y de temor, que exigía ser acompañada para ir a comer, beber o mear. Y eso que tenía sus preferencias, con Retancourt claramente a la cabeza. La Bola se pasaba la mayor parte de la vida a dos pasos de su mesa, tumbado sobre la tapa tibia de una de las fotocopiadoras. Máquina que ya no podían utilizar por evitar un sobresalto mortal al animal. En ausencia de la mujer a la que amaba, la Bola recurría a Danglard; luego, por orden invariable, a Justin, a Froissy y, curiosamente, a Noël.

Danglard se daba con un canto en los dientes si el gato aceptaba recorrer a pie los veinte metros que lo separaban de su escudilla. Cada dos por tres el bicho tiraba la toalla y se derrumbaba panza arriba, y había que llevarlo hasta sus lugares de alimentación o de defecación, en la sala de la máquina de bebidas. Ese jueves, Danglard sostenía a la Bola en sus brazos, a modo de bayeta colgando a cada lado, cuando llamó Brézillon en busca de Adamsberg.

– ¿Dónde está? En su móvil no contesta. O es que él no quiere ponerse.

– No tengo ni idea, señor inspector. Le habrá surgido alguna emergencia.

– Sí, seguro -dijo Brézillon con una risita.

Danglard dejó el gato en el suelo para no correr el riesgo de que la cólera del inspector lo asustara. La lentitud en la investigación del caso Montrouge había exasperado a Brézillon. Ya había conminado al comisario a abandonar esa pista, dado que los profanadores nunca son asesinos, según las estadísticas psiquiátricas.

– Miente usted mal, comandante Danglard. Dígale que lo quiero en su puesto a las cinco de la tarde. ¿Y el muerto de Reims? ¿Todavía aparcado?

– Resuelto, señor inspector.

– ¿Y la enfermera fugada? ¿Qué coño hacen?

– Hemos difundido avisos de búsqueda. Nos han señalado su presencia en veinte lugares distintos en una semana. Comprobamos, controlamos.

– ¿Y Adamsberg, controla?

– Claro.

– ¿Ah sí? ¿Desde el cementerio de Opportune-la-Haute?

Danglard dio dos sorbos de vino blanco e hizo una seña negativa al gato. Estaba claro que la Bola tenía un temperamento de alcohólico que convenía vigilar. Sus únicas pulsiones de desplazamiento autónomo tenían por objeto encontrar los escondites personales de Danglard. Recientemente había descubierto el de debajo de la caldera, en el sótano. Lo que demostraba que la Bola no era en absoluto el imbécil que todo el mundo creía y que su olfato era excepcional. Pero Danglard no podía informar a nadie de este tipo de hazañas.

– Ya ve que es inútil intentar tomarme el pelo -prosiguió Brézillon.

– No lo intentamos -respondió sinceramente Danglard.

– La Brigada va por mal camino. Adamsberg la engrasa y los arrastra a todos con él. Por si no lo sabe, cosa que me asombraría, le voy a decir lo que hace su jefe: está dando vueltas alrededor de una tumba inofensiva en el culo del mundo.

¿Y por qué no?, pensó Danglard. El comandante era el primero en criticar las deambulaciones fantasiosas de Adamsberg, pero se convertía en escudo impenetrable en caso de ataque exterior.

– ¿Y todo por qué? -prosiguió Brézillon-. Porque un tonto del lugar ha visto una sombra en un prado.

¿Y por qué no?, se repitió Danglard dando un sorbo.

– A eso se dedica Adamsberg, y eso es lo que controla.

– ¿Se lo ha comunicado la Brigada de Évreux?

– Es su deber, cuando un comisario patina. Y ellos lo hacen deprisa y bien. Lo quiero aquí a las cinco, con el caso de la enfermera.

– No creo que le haga mucha gracia -murmuró Danglard.

– En cuanto a los dos muertos de La Chapelle, renuncian ustedes al caso a esa misma hora. Se los quedan los estupas. Ya puede avisarlo, comandante. Supongo que, si lo llama usted, se dignará contestar.

Danglard vació su vaso de plástico, recogió a la Bola y marcó primero el número de la Brigada de Évreux.

– Páseme al comandante, llamada urgente desde París.

Con los dedos apretados en la enorme pelambre del gato, Danglard esperó sin paciencia.

– ¿Comandante Devalon? ¿Ha avisado usted a Brézillon de que Adamsberg estaba en su zona?

– Cuando Adamsberg divaga en libertad, prefiero prevenir que curar. ¿Quién habla?

– El comandante Danglard. Y me cago en sus muertos, Devalon.

– Limítese mejor a recuperar a su jefe.

Danglard colgó con brusquedad, y el gato tensó las patas, aterrorizado.

XXVI

– ¿A las cinco? Me cago en sus muertos.

– Ya lo sabe. Vuelva, comisario, esto se pone feo. ¿Ha conseguido algo?

– Estamos buscando un hoyo en la hierba.

– ¿Quiénes?

– Yo y Veyrenc.

– Vuelvan. Évreux está informado de que andan husmeando en sus cementerios.

– Los muertos de La Chapelle son cosa nuestra.

– Nos han quitado el caso.

– Muy bien, Danglard -dijo Adamsberg tras un silencio-. Entiendo.

Adamsberg cerró su teléfono.

– Cambiamos de táctica, Veyrenc. Tenemos el tiempo un poco justo.

– ¿Abandonamos?

– No, llamamos al intérprete.

Adamsberg y Veyrenc llevaban media hora palpando la superficie de la tierra sin localizar la menor fisura que señalara el borde de un hoyo. De nuevo contestó Vandoosler el Viejo, cualquiera hubiera dicho que filtraba las llamadas de la casa.

– ¿Derrotado, acorralado, vencido? -preguntó.

– No, Vandoosler, puesto que llamo.

– ¿A cuál necesitas esta vez?

– Al mismo.

– Error, está en un yacimiento arqueológico en Essonne.

– Pues dame su número.

– Cuando Mathias trabaja en un yacimiento, nada lo saca de allí.

– ¡Joder, Vandoosler!

El viejo Vandoosler no andaba desencaminado, y Adamsberg comprendió que molestaba al prehistoriador. Mathias no podía moverse de allí, estaba sacando a la luz una hoguera magdaleniense con piedras quemadas, descartes de tallas, cuernas de reno y otros objetos que enumeró para hacer entender la situación a Adamsberg.

– El círculo de la hoguera está intacto, completo, desde el año 12000 antes de Cristo. ¿Qué tienes para proponerme a cambio?

– Otro círculo. Hierba corta que forma un redondel en medio de hierba larga, en la superficie de una tumba. Si no encontramos nada, los dos muertos pasan a los estupas. Hay algo, Mathias. Tu círculo ya está abierto, puede esperar. El mío no.

A Mathias no le interesaban las investigaciones de Adamsberg, igual que el comisario no entendía las preocupaciones paleolíticas de Mathias. Pero ambos hombres se entendían en cuestión de urgencias del mundo.

– ¿Qué te ha llevado a esa tumba? -preguntó Mathias.

– Una mujer joven, normanda, como la de Montrouge, y una sombra que pasó recientemente por el cementerio.

– ¿Estás en Normandía?

– En Opportune-la-Haute, departamento del Eure.

– Arcilla y sílex -resumió Mathias-. Basta un lecho de sílex subyacente para que crezca una hierba más corta y rala en la zona. ¿Hay sílex en la zona? Un muro con cimientos, por ejemplo.

– Sí -dijo Adamsberg dirigiéndose hacia la iglesia.

– Mira al pie del muro y descríbeme la vegetación.

– La hierba es más densa que en la tumba -dijo Adamsberg.

– ¿Qué más?

– Hay cardos, ortigas, llantén y más cosas que no conozco.

– De acuerdo. Vuelve a la tumba. ¿Qué ves en la hierba corta?

– Margaritas de los prados.

– ¿Nada más?

– Algo de trébol, dos dientes de león.

– Bueno -dijo Mathias tras un silencio-. ¿Has buscado el borde de un hoyo?

– Sí.

– ¿Y?

– ¿Y? ¿Por qué te crees que te estoy llamando?

Mathias observó a sus pies el círculo de la hoguera magdaleniense.

– Voy para allá -dijo.

En el café de Opportune, que también era tienda de ultramarinos y lagar de sidra, dieron permiso a Adamsberg para guardar sus cuernas en la entrada. Todo el mundo sabía ya que Adamsberg era un madero bearnés de París, entronizado por Angelbert en Haroncourt; pero los nobles trofeos que llevaba le abrían más ampliamente las puertas que cualquier recomendación. El dueño del café, un primo apartado de Oswald, sirvió a los dos policías con diligencia y con todos los honores.

– Mathias toma el tren dentro de tres horas en la estación de Saint-Lazare -dijo Adamsberg-. Llega a las 14:34 a Évreux.

– Antes de que llegue habría que conseguir la autorización para exhumar -dijo Veyrenc-. Pero no podemos pedirla sin el aval del inspector. Y Brézillon no nos dejará el caso. Usted no le cae bien, ¿verdad?

– Nadie le cae bien a Brézillon, lo único que le gusta es echar broncas. Se entiende bien con tipos como Mortier.

– Sin su acuerdo, no habrá autorización. Por lo tanto, no sirve de nada que venga Mathias.

– Por lo menos para saber si se ha cavado un hoyo en esta tumba.

– Pero en unas horas estaremos pillados, a menos que actuemos clandestinamente. Y eso no podemos hacerlo porque nos vigila la Brigada de Évreux. Al primer golpe de pico, los tenemos encima.

– Bien resumido, Veyrenc.

El teniente dejó caer un terrón de azúcar en su café y sonrió francamente, levantando el labio en la mejilla derecha.

– Hay una cosa que podríamos intentar, pero es una vileza.

– Dígala, a ver.

– Amenazar a Brézillon con que, si no levanta el bloqueo, soltamos todo lo que hizo su hijo hace catorce años. Soy el único que sabe la verdad.

– Es una vileza.

– Sí.

– ¿Cómo lo ve?

– No se trataría de cumplir la amenaza. Sigo en muy buenos términos con Guy, el hijo, y no tengo ninguna gana de perjudicarlo después de haberlo sacado de la catástrofe cuando era joven.

– Podría ser -dijo Adamsberg poniéndose la mano en la mejilla-. Brézillon se desmoronaría a la primera palabra. Como todos los duros, no tiene fondo. Es el principio de la nuez. Aprietas, y se rompe. En cambio, intente romper la miel.

– Eso sí que me apetece -dijo bruscamente Veyrenc.

El teniente fue a la barra a pedir pan con miel y volvió a sentarse.

– Hay otra manera -dijo-. Llamo directamente a Guy. Le expongo la situación y le pido que ruegue a su padre que nos deje campo libre.

– ¿Funcionaría?

– Creo que sí.

»Un hijo puede todo, cuando pide a su padre

que no cercene el lazo con un golpe de espada.

– Y el hijo le debe a usted un favor, por lo que entiendo.

– Sin mí, ahora no sería un alto cargo.

– Pero ese favor me lo haría a mí, no a usted.

– Le diré que ésta es mi investigación, que es la ocasión ahora o nunca de demostrar lo que valgo, con un ascenso al final. Guy me ayudará.

»Feliz aquel que puede, cuando adviene el momento,

aliviar su conciencia del lastre de una deuda.

– No me refería a eso. Usted me ayudaría a mí, no a usted.

Veyrenc mojó el pan con miel en el café con un gesto bastante lucido. El teniente tenía las manos tan bien formadas como las que se ven en las pinturas antiguas, lo cual las hacía incluso ligeramente anacrónicas.

– Se supone que debo protegerlo, con Retancourt, ¿no? -dijo.

– Eso no tiene nada que ver.

– En parte sí. Si el ángel de la muerte está metido en esto, no podemos dejar el caso a Mortier.

– Aparte de la marca del pinchazo, no tenemos todavía ninguna prueba.

– Ayer me ayudó usted. Con el Prado Alto.

– ¿Ha recobrado la memoria?

– No, tiene más bien tendencia a enturbiárseme. Sin embargo, aunque se transforme el decorado, los cinco chavales no cambian, ¿verdad?

– No. Son los mismos.

Veyrenc asintió y acabó de comerse el pan.

– ¿Llamo a Guy? -preguntó.

– Venga.

Cinco horas después, en el centro de una zona que Adamsberg había aislado provisionalmente con estacas y cordel prestados por el dueño del bar, Mathias daba vueltas, con el torso desnudo, alrededor de la tumba, como un oso sacado de su letargo para venir a ayudar a dos jovenzuelos a rodear una presa. Salvo que el gigante rubio tenía veinte años menos que los otros dos, que esperaban confiados el dictamen del experto en canto de la tierra. Brézillon había cedido sin decir ni mu. El cementerio de Opportune era suyo, así como Diala, La Paille y Montrouge. Extenso territorio que la llamada de Veyrenc había despejado en un instante. Inmediatamente después, Adamsberg había pedido a Danglard que les enviara un equipo, herramientas para cavar y tomar muestras, y dos bolsas con objetos de aseo y ropa limpia. Siempre había en la Brigada unas bolsas preparadas con lo esencial para sobrevivir en caso de desplazamiento imprevisto. Disposición práctica, pero que no permitía elegir la ropa que uno heredaba.

Danglard debería haberse sentido satisfecho de la derrota de Brézillon, pero no fue así. La importancia que el Nuevo parecía adquirir para el comisario encendía en él punzantes relámpagos de celos. Gravísima falta de gusto a sus ojos, pues Danglard ambicionaba llevar su espíritu más allá de los reflejos primitivos. Pero de momento se encontraba en jaque, irritado de despecho. Acostumbrado al favor indiscutido de Adamsberg, Danglard no imaginaba que su papel y su sitio pudieran cambiar, como un arbotante edificado para la eternidad. La aparición del Nuevo hacía vacilar su mundo. En la ansiosa trayectoria que era la vida de Danglard, dos puntos le servían de referencia, de abrevadero, de parapeto: por una parte, sus hijos; por otra, la estima de Adamsberg. Sin contar que la serenidad del comisario irrigaba parcialmente su existencia por capilaridad.

Danglard no tenía intención de perder su privilegio, y lo alarmaban los tantos a favor del Nuevo. La inteligencia amplia y delicada de Veyrenc, difundida por su voz melódica, propagada por su careto armonioso y su sonrisa torcida, podía atraer a Adamsberg a sus redes. Además, ese tipo acababa de hacer saltar el dispositivo de bloqueo de Brézillon. La víspera, Danglard, como hombre sabio, había decidido guardar secreto sobre la información que había recabado dos días antes. Como hombre herido, la sacó de su carcaj y la lanzó como una saeta.

– Danglard -había pedido Adamsberg-, envíe el equipo inmediatamente, no puedo retener al prehistórico mucho tiempo. Tiene una hoguera en marcha, con sílex.

– El prehistoriador -corrigió Danglard.

– Llame también a la forense, pero no antes de mediodía. Hay que tenerla aquí cuando lleguemos al ataúd. Que cuente dos horas y media de excavación.

– Llamo a Lamarre y Estalère y los acompaño. Estaremos en Opportune a la una cuarenta.

– Quédese en la Brigada, capitán. Vamos a abrir una puta tumba, y usted no servirá de nada a cincuenta metros. Sólo necesito picadores y acarreadores de cubos.

– Los acompaño -dijo Danglard sin más explicación-. Y tengo otras noticias. Me había pedido que investigara sobre cuatro tipos.

– No es urgente, capitán.

– Comandante.

Adamsberg suspiró. Danglard solía andarse con rodeos, por refinamiento, pero a veces daba demasiados, por tormento, y esa danza sofisticada le resultaba cargante.

– Tengo un terreno que preparar, Danglard -dijo Adamsberg con voz más rápida-, estacas que plantar y cordeles que tender. Veremos eso en otro momento.

Adamsberg había cerrado su móvil y lo había hecho girar como una peonza en la mesa del café.

– ¿Qué hago yo -había comentado, más para sí mismo que para Veyrenc- con veintisiete seres humanos encima, cuando estaría tan ricamente y mil veces mejor solo, en la montaña, sentado en una piedra y con los pies en el agua?

– El vaivén de los seres, la inquietud de las almas,

se agitan desde siempre, oscilan de por vida,

mas no impone su pena ninguna mano humana:

quien damna tiene nombre, y ese nombre es la vida.

– Lo sé, Veyrenc. Pero me gustaría no andar constantemente sin resuello en esta agitación. Veintisiete tormentos juntos cruzándose y respondiéndose como barcos en un puerto superpoblado. Debería haber una manera de pasar por encima de la espuma.

– Mas ¡ay!, señor,

no es un hombre el que vive quedándose en la orilla,

y el que allí permanece en la nada se hunde.

– Vamos a ver hacia dónde apunta la antena del móvil -dijo Adamsberg haciéndolo girar de nuevo como una peonza-. Hacia los hombres, o hacia el vacío -dijo, señalando primero la puerta de la calle y luego la ventana al campo.

– Hombres -dijo Veyrenc antes de que el aparato hubiera dejado de girar.

– Hombres -confirmó Adamsberg mirando cómo el teléfono se inmovilizaba apuntando a la puerta.

– De todos modos, el campo no estaba vacío. En el prado hay seis vacas, y un toro en el campo de al lado. Eso ya es un principio de embrollo, ¿no?

Al igual que en Montrouge, Mathias se había situado junto a la tumba y paseaba sus grandes manos por la tierra, deteniendo los dedos y reanudando, siguiendo las cicatrices impresas en el suelo. Veinte minutos después, despejaba con la paleta el contorno de un hoyo de un metro sesenta de diámetro en la cabecera de la sepultura. Formando un corro, Adamsberg, Veyrenc y Danglard lo observaban, mientras Lamarre y Estalère cerraban la zona ajustando una banderola de plástico amarillo.

– Lo mismo -dijo Mathias a Adamsberg enderezándose-. Aquí te dejo, ya sabes lo que hay.

– Pero sólo tú podrás decirnos si son los mismos excavadores. Podemos destrozar los bordes del hoyo al vaciarlo.

– Es probable -reconoció Mathias-, sobre todo en tierra arcillosa. El relleno va a pegarse a las paredes.

Mathias acabó de vaciar el hoyo a las cinco y media, bajo un sol en declive. A su parecer, y según las huellas de las herramientas, dos personas se habían relevado para cavar, y eran seguramente los mismos hombres que en Montrouge.

– Uno lanza la piqueta desde muy alto y corta casi en vertical, el otro toma menos impulso, y los tajos son más cortos.

– Eran -dijo la forense, que se había reunido con el grupo hacía veinte minutos.

– Por lo asentada que está la tierra de relleno y por la altura de la hierba, supongo que la operación debió de llevarse a cabo hará cosa de un mes -prosiguió Mathias.

– Un poco antes que en Montrouge, probablemente.

– ¿Cuánto lleva enterrada esta mujer?

– Cuatro meses.

– Pues te dejo -dijo Mathias con una mueca.

– ¿Cómo está el féretro? -preguntó Justin.

– La tapa está hundida. No he mirado más.

Curioso contraste, pensaba Adamsberg, ver a ese gigante rubio regresar hacia el coche que lo llevaría a Évreux, mientras Ariane avanzaba para relevarlo, poniéndose el mono sin acusar la menor aprensión. No habían traído escalera, y Lamarre y Estalère bajaron a la forense hasta el fondo del hoyo. La madera del ataúd crujió en varias ocasiones, y los agentes retrocedieron ante la emanación pestilente que ascendió hacia ellos.

– Os dije que os pusierais las mascarillas antes -dijo Adamsberg.

– Enciende los proyectores, Jean-Baptiste -dijo la voz tranquila de la forense-, y bájame una antorcha. Aparentemente, todo está intacto, como con Élisabeth Châtel. Como si hubieran abierto los ataúdes sólo para echar una ojeada.

– Quizá un adepto de Maupassant -murmuró Danglard, que, con la mascarilla bien pegada a la nariz, se esforzaba en no alejarse demasiado de los demás.

– ¿Es decir, capitán? -preguntó Adamsberg.

– Maupassant imaginó un hombre obsesionado por la pérdida de su amada y desesperado por no volver a ver nunca más los rasgos únicos de su amiga. Decidido a contemplarlos por última vez, cava en la tumba hasta el rostro adorado. Que ya no se parece a la que idolatraba. No obstante, la abraza en la pestilencia y, al no llevar ya el perfume de su amante, lo acompaña el olor de la muerte.

– Bien -dijo Adamsberg-. Es muy agradable.

– Es Maupassant.

– Pero sigue siendo una historia. Y las historias se escriben para impedir que sucedan en la vida.

– Nunca se sabe.

– Jean-Baptiste -llamó la forense-. ¿Sabes cómo murió?

– Todavía no.

– Te lo voy a decir: por aplastamiento de la parte trasera del cráneo. Le dieron un golpe formidable, o algo le cayó encima.

Adamsberg se alejó, pensativo. Un accidente en el caso de Élisabeth, un accidente en éste, o asesinatos. La mente del comisario se enturbiaba. Matar mujeres para abrir sus tumbas tres meses después superaba el entendimiento. Esperó, sentado en la hierba húmeda, a que Ariane acabara su inspección.

– Nada más -dijo la forense mientras la sacaban del hoyo-. No le han quitado ni un diente. Tengo la impresión de que la exhumación se centró más en la parte superior de la cabeza. Es posible que el excavador quisiera cortar un mechón de pelo del cadáver. O un ojo -añadió tranquilamente-. Pero a estas alturas ya…

– Lo sé, Ariane -interrumpió Adamsberg-. Ya no tiene ojos.

Danglard fue a refugiarse a la iglesia, al borde de la náusea. Se cobijó entre dos contrafuertes, obligándose a estudiar el aparejo típico de la pequeña iglesia, en escaques de sílex negro y rojizo. Pero las voces atenuadas le llegaban a pesar de todo.

– Si se trata de cortar un mechón de pelo -decía Adamsberg-, mejor habría sido hacerlo antes de enterrarla.

– De haber tenido acceso al cuerpo.

– Me parecería concebible un fervor así más allá de la muerte, a la Maupassant, si se tratara de un solo cadáver de mujer; pero no tratándose de dos. ¿Puedes ver si han tocado el pelo?

– No -dijo la forense quitándose los guantes-. Llevaba el pelo corto y no se puede detectar ningún corte. Es posible que estés ante una profanación fetichista, una obsesión tan desquiciada que no duda en alquilar los servicios de dos excavadores para satisfacerla. Cuando quieras, puedes volver a tapar, Jean-Baptiste, hemos visto todo lo que había que ver.

Adamsberg se aproximó al hoyo y releyó el nombre de la difunta. Pascaline Villemot. La solicitud de información sobre las causas del deceso estaba en curso. Se enteraría probablemente de muchas cosas por los rumores del pueblo, antes de que le llegaran los datos oficiales. Levantó las cuernas del ciervo que se habían quedado en la hierba e hizo señas de volver a tapar.

– ¿Qué haces con esto? -preguntó Ariane quitándose el mono.

– Son cuernas de ciervo.

– Sí, ya lo veo. Pero ¿por qué las llevas?

– Porque no puedo dejarlas aquí, Ariane, ni aquí ni en el café.

– Como quieras -dijo la forense sin insistir. Ya veía en los ojos de Adamsberg que su humor había zarpado rumbo a alta mar, y de nada servía hacerle preguntas.

XXVII

Habiendo el rumor hecho su efecto, saltando de árbol en matorral, bordeando las carreteras entre Opportune-la-Haute y Haroncourt, Robert, Oswald y el marcador entraron en el pequeño café donde cenaba el equipo de policías. Era aproximadamente lo que esperaba Adamsberg.

– Me cago en la mar, nos persigue la negra -dijo Robert.

– Más bien se os adelanta -dijo Adamsberg-. Sentaos -dijo dejándoles sitio junto a él.

Esta vez, la asamblea de hombres era la de Adamsberg, y los papeles mudaban sutilmente. Los tres normandos lanzaron una mirada discreta a la bellísima mujer que comía audaz en un extremo de la mesa, tomando sorbos alternos de vino y agua.

– Es la forense -explicó Adamsberg para evitarles perder tiempo con sus circunvoluciones.

– Que trabaja contigo -dijo Robert.

– Que acaba de examinar el cadáver de Pascaline Villemot.

Robert indicó moviendo la barbilla que había entendido y que desaprobaba esa actividad.

– ¿Sabías que habían profanado esa tumba? -le preguntó Adamsberg.

– Sólo sabía que Gratien había visto la Sombra. Dices que se nos adelanta.

– Se nos adelanta el tiempo, Robert, desde hace varios meses. Llegamos mucho después de los sucesos.

– Pues eso no parece meterte más prisa -dijo Oswald.

Veyrenc, concentrado en su plato en la otra punta de la mesa, confirmó con un ligero gesto de cabeza.

– Mas guardaos del río que nunca se apresura,

que progresa indolente y huelga bajo el viento,

y temed que supere los deseos de guerra,

que implacables las aguas vencerán siempre al hierro.

– ¿Qué farfulla el medio panocha? -preguntó Robert en voz baja.

– Cuidado, Robert, nunca lo llames así. Es personal.

– De acuerdo -dijo Robert-. Pero no entiendo lo que dice.

– Que no hay prisa.

– No habla como todo el mundo, tu primo.

– No, le viene de familia.

– Ah, si le viene de familia ya es otra cosa -dijo Robert respetuoso.

– Está claro -murmuró el marcador.

– Y no es primo mío -añadió Adamsberg.

Robert rumiaba una contrariedad. Adamsberg lo descifraba sin dificultad por su manera de empuñar el vaso y de mover la mandíbula de izquierda a derecha, como mascando forraje.

– ¿Algo va mal, Robert?

– Has venido por la sombra de Oswald, y no por el ciervo.

– ¿Cómo puedes saberlo? Los dos llegaron al mismo tiempo.

– No mientas, bearnés.

– ¿Quieres que te devuelva las cuernas?

Robert vaciló.

– Tú las tienes, tú te las quedas. Pero no las separes. Y no las olvides.

– No las he dejado solas en todo el día.

– Bueno -concluyó Robert, tranquilizado-. Y ¿qué es la sombra? Oswald dice que es la muerte.

– En cierto modo, sí.

– ¿Y de otro modo?

– Es algo o alguien que me da muy mala espina.

– Y tú -susurró- vienes en cuanto un cretino como Oswald te dice que ha pasado una sombra. O en cuanto una pobre mujer como Hermance, que está mal de la cabeza, dice que quiere hablarte.

– Es que el cretino del guarda del cementerio de Montrouge también vio una. Y en ese cementerio, un pirado también había mandado cavar un hoyo en la tumba para abrir el ataúd.

– ¿Por qué dices «mandado cavar»?

– Porque pagó a dos tipos para que lo hicieran, y los dos han muerto.

– ¿Y el tío no podía cavar solo?

– Es una mujer, Robert.

Robert abrió la boca y se tomó un trago de blanco.

– No es humano -dijo Oswald-, no quiero creérmelo.

– Pues ha ocurrido, Oswald.

– Y el tío que destripa los ciervos ¿también es una mujer?

– ¿Qué tiene que ver?

– Pasan demasiadas cosas a la vez en la zona -dijo por fin-. Igual es el mismo canalla.

– Los criminales tienen sus preferencias, Oswald. Matar un ciervo y hurgar en las tumbas son mundos distintos.

– A saber -intervino el marcador.

– ¿Y la sombra? -dijo Oswald-, ¿es la misma? ¿La que se desliza y la que cava?

– Creo que sí.

– Piensas hacer algo -preguntó.

– Escucharte hablar de Pascaline Villemot.

– Sólo se dejaba ver los días de mercado, pero puedo decirte que era casta como la Virgen y que se fue sin haber disfrutado de la vida.

– Ya es duro morir -dijo Robert-. Pero cuando no se ha vivido, es peor.

Y sigue picando sesenta y nueve años después, pensó Adamsberg.

– ¿Cómo murió?

– No suena muy cristiano, pero una piedra de la iglesia le aplastó la cabeza cuando estaba desbrozando los bajos de la nave. La encontraron en el suelo, boca abajo, con la piedra todavía encima.

– ¿Hubo una investigación?

– Vinieron los gendarmes de Évreux y dijeron que había sido un accidente.

– A saber -dijo el marcador.

– ¿A saber qué?

– Si no habrá sido idea de Dios.

– No digas gilipolleces, Achille. El mundo entero se está yendo al carajo, así que Dios tiene otras cosas que hacer que dedicarse a tirar piedras a Pascaline a la cabeza.

– ¿Trabajaba?

– Ayudaba en la zapatería de Caudebec. El que mejor te podría informar es el cura. Pascaline se pasaba el día en su confesionario. Se ocupa de catorce parroquias a la vez, aquí viene los viernes, cada quince días. A las siete en punto, allí estaba Pascaline, en la iglesia. Y eso que debía de ser la única mujer de Opportune que nunca se había acostado con un hombre, quién sabe lo que le contaría al cura.

– ¿Dónde dice misa mañana?

– Ya no oficia. Se acabó.

– ¿Ha muerto?

– Si por ti fuera, todo el mundo habría muerto -observó Robert.

– No ha muerto, pero da lo mismo. Tiene depresión. Le pasó al carnicero de Arbec y le duró dos años. No estás enfermo, pero te metes en la cama y ya no te quieres levantar. Y no eres capaz ni de decir por qué.

– Es triste -marcó Achille.

– Mi abuela lo llamaba melancolía -dijo Robert-. A veces, la cosa acababa en la laguna del pueblo.

– ¿Y el cura no quiere levantarse?

– Dicen que ya sí, pero que está muy cambiado. Aunque, en su caso, es fácil saber por qué. Fue cuando le robaron las reliquias. Eso lo dejó para el arrastre.

– Las cuidaba como a la niña de sus ojos -confirmó el marcador.

– Las reliquias de san Jerónimo, que eran el orgullo de la iglesia de Mesnil. Ya me contarás, tres trozos de hueso de gallina muertos de risa debajo de una campana de cristal.

– Oswald, no insultes al Señor, que estamos a la mesa.

– No insulto, Robert. Lo que digo es que los huesos de san Jerónimo eran bobadas para engañar a la gente. En fin, para el cura debió de ser peor que si le hubieran arrancado las tripas.

– ¿Se puede visitar de todos modos?

– Ya te he dicho que ya no hay reliquias.

– Me refiero al cura.

– Ah, ni idea. Robert y yo no lo frecuentamos mucho. Los curas son como los maderos. Prohibido esto, prohibido lo otro, nunca hace uno las cosas a su gusto.

Oswald llenó generosamente los vasos a todos, como para demostrar su autonomía respecto a las exhortaciones del sacerdote.

– Hay quien dice que el cura iba con mujeres -reanudó Robert bajando el tono-. Hay quien dice que el cura era un hombre como los demás.

– Eso dicen -intervino el marcador con voz sorda.

– ¿Rumores? ¿O pruebas?

– ¿De que es un hombre?

– De que iba con mujeres -dijo pacientemente Adamsberg.

– Es por su depresión. Cuando te hundes y no dices por qué, es que hay una mujer de por medio.

– Eso -dijo Achille.

– ¿Y se rumorea el nombre de la mujer? -preguntó Adamsberg.

– A saber -dijo Robert cerrándose.

Le lanzó una mirada oblicua, y otra a Oswald, lo que quizá significaba, imaginó Adamsberg, que se trataba de Hermance. Durante ese breve intercambio, Veyrenc murmuraba, comiéndose su tarta de manzana.

– Los dioses son testigos de mi lucha incesante,

rechazando los dones que ofrecía mi amada.

Mas su embrujo sumado a sus formas galanas

mejor que una saeta me hirieron mortalmente.

Los miembros de la Brigada se levantaban para regresar a París, mientras Adamsberg, Veyrenc y Danglard volvían al hotelito de Haroncourt. En el vestíbulo, Danglard llamó aparte a Adamsberg.

– ¿Va mejor con Veyrenc?

– Es una tregua. Tenemos trabajo.

– ¿No quiere saber nada de los cuatro hombres que me pidió que investigara?

– Mañana, Danglard -dijo Adamsberg desenganchando la llave de su habitación.

– Bien -dijo el comandante alejándose hacia la escalera de madera-. Por si le interesara todavía, sepa que dos ya han muerto. Quedan tres.

Adamsberg suspendió el gesto y volvió a colgar la llave en el panel.

– Capitán -llamó.

– Voy por una botella y dos vasos -contestó Danglard dando media vuelta.

XXVIII

Tres butacas de paja y una mesita de madera formaban la recepción del hotel, en una esquina. Danglard depositó los vasos, encendió dos velas de un candelabro de cobre y abrió la botella.

– Para mí, simbólico -dijo Adamsberg apartando el vaso.

– Sólo es sidra.

Danglard se sirvió una ración realista y se sentó frente al comisario.

– Póngase a este lado, Danglard -dijo Adamsberg señalándole la butaca de su izquierda-. Y hable bajo. No hace falta que Veyrenc nos oiga desde la habitación, que está justo encima. ¿Cuáles han muerto?

– Fernand Gascaud y Georges Tressin.

– El bicho bajito y el Gordo Georges -resumió Adamsberg tirándose de la mejilla-. ¿Cuándo?

– Hace siete y tres años. Gascaud se ahogó en la piscina de un hotel de lujo, cerca de Antibes. Tressin no había tenido éxito. Malvivía en una casucha. Y estalló la bombona de gas. Ardió todo.

Adamsberg puso los pies en el borde del sillón y se abrazó las rodillas.

– ¿Por qué dice que «quedan tres»?

– Me limito a contar.

– Danglard, ¿piensa en serio que Veyrenc se ha cargado a Fernand el Bicho y al Gordo Georges?

– Solo digo que, si se producen otros tres lamentables accidentes, la banda de Caldhez habrá dejado de existir.

– Dos accidentes son posibles, ¿no?

– No lo cree en el caso de Élisabeth y Pascaline, ¿por qué lo cree en éste?

– En el caso de las dos mujeres, hay una sombra en el paisaje y montones de puntos en común. Las dos eran de la misma zona, las dos devotas, las dos vírgenes, las dos profanadas.

– Y en el caso de Fernand y Georges, el mismo pueblo, la misma banda y la misma fechoría.

– ¿Qué ha sido de los otros dos? Roland y Pierrot…

– Roland Seyre abrió una ferretería en Pau. Pierre Ancenot es guardacaza. Los cuatro seguían viéndose regularmente.

– La banda estaba muy unida.

– Lo cual significa que Roland y Pierre deben de estar al corriente de que Fernand y Georges han muerto trágicamente. Pueden suponer que algo va mal, con un poco de inteligencia.

– No es de lo que andan más sobrados.

– Entonces, sin duda habría que avisarlos. Para que estén alerta.

– Eso sería difamar a Veyrenc sin saber nada, Danglard.

– O exponer la vida de los otros dos sin mover un dedo. Cuando muera el próximo, de una bala perdida en una cacería o por el desplome de una roca en su cabeza, quizá lamente usted no haber difamado antes.

– ¿Qué es lo que le da tanta seguridad, capitán?

– El Nuevo no ha venido por nada.

– Eso está claro.

– Ha venido por usted.

– Sí.

– Estamos de acuerdo. Usted fue quien me pidió que me informara sobre esos hombres, usted fue el primero en sospechar de Veyrenc.

– ¿Qué he sospechado de él, Danglard?

– Que quería matarlo.

– O que quería comprobar algo.

– ¿Algo?

– Acerca del quinto chaval.

– Aquel del que se iba a ocupar usted personalmente.

– Eso es.

Adamsberg se interrumpió y tendió el vaso hacia la botella.

– Simbólico -dijo.

– Claro -dijo Danglard sirviéndole tres centímetros.

– El quinto, el mayor, no participó en el ataque. Durante la pelea, se mantuvo a unos cinco metros, a la sombra de un nogal, como si fuera el que mandaba, como si fuera el jefe. El que ordena con una señal sin ensuciarse las manos, ¿entiende?

– Perfectamente.

– Desde donde estaba, en el suelo, el pequeño Veyrenc no pudo distinguir su rostro con certeza.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque Veyrenc pudo nombrar a cuatro de sus agresores, pero no al quinto. Tenía sus sospechas, pero nada más. Los otros pasaron cuatro años de reeducación en un internado especializado, pero el quinto se libró.

– ¿Y cree usted que Veyrenc sólo está aquí para tener las ideas claras? ¿Para saber si usted lo conoce?

– Eso creo.

– No. Cuando me pidió que comprobara esos nombres, usted sospechaba otra cosa. ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión desde entonces?

Adamsberg, silencioso, mojaba un terrón de azúcar en el fondo de su sidra.

– ¿Su buena pinta? -preguntó Danglard con voz seca-. ¿Sus versos? Es fácil versificar.

– No tanto. A mí me parece bastante bueno.

– A mí no.

– Hablaba del azúcar con sidra. Está usted irritado, capitán. Irritado y envidioso -añadió Adamsberg con flema, aplastando el terrón con el dedo en el fondo del vaso.

– ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión, maldita sea? -preguntó Danglard alzando la voz.

– Más bajo, capitán. Cuando Noël lo insultó, Veyrenc quiso reaccionar, pero no pudo. Ni siquiera pudo partirle la cara, que era lo mínimo que merecía.

– ¿Y qué? Estaba conmocionado. ¿Vio usted su expresión? Estaba pálido de sufrimiento.

– Sí, eso le recordó los miles de insultos que había aguantado de niño y de joven. No sólo tenía el pelo atigrado, sino que cojeaba, por lo de la yegua que lo había arrollado, y tenía miedo hasta de su sombra desde la agresión en el prado.

– Creía que fue en el viñedo.

– No, confundió los dos sitios después de desmayarse.

– Eso demuestra que está zumbado -dijo Danglard-. Un tío que habla en alejandrinos está zumbado.

– Usted no acostumbra ser intolerante, capitán.

– ¿Le parece normal hablar en verso?

– No es culpa suya, le viene de familia.

Adamsberg recogía el azúcar fundido en la sidra con la punta del índice.

– Piense, Danglard. ¿Por qué Veyrenc no le partió la cara a Noël? Tiene envergadura de sobra para tumbar al teniente.

– Porque es nuevo, porque no supo reaccionar, porque estaba la mesa entre los dos.

– Porque no es un violento. Ese tipo nunca ha usado sus puños. No le interesa. Deja que las bestias pardas hagan este tipo de cosas en su lugar. No ha matado a nadie.

– O sea que sólo habría venido para averiguar el nombre del quinto.

– Eso pienso. Y para que el quinto sepa que él sabe.

– No estoy seguro de que tenga usted razón.

– Yo tampoco. Digamos que es lo que espero.

– ¿Qué hacemos con los otros dos? ¿No los avisamos?

– Todavía no.

– ¿Y el quinto?

– Supongo que es mayorcito para defenderse solo.

Danglard se puso en pie desmadejado. Su cólera hacia Brézillon, y luego Devalon, y luego Veyrenc, el horror de otra tumba abierta y el exceso de vino lo habían debilitado.

– ¿Conoce usted al quinto?

– Sí -dijo Adamsberg volviendo a meter el dedo en el vaso vacío.

– Y era usted.

– Sí, capitán.

Danglard asintió y dio las buenas noches. Se tienen certezas, pero a veces es intolerable verlas confirmadas. Adamsberg esperó que hubieran pasado cinco minutos después de irse Danglard, dejó su vaso y subió la escalera. Se detuvo ante la puerta de la habitación de Veyrenc y llamó. El teniente estaba leyendo encima de la cama.

– Tengo una triste noticia que anunciarle, teniente.

Veyrenc alzó los ojos, atento.

– Lo escucho.

– Fernand el Bicho y el Gordo Georges, ¿los recuerda?

Veyrenc cerró rápidamente los ojos.

– Pues están muertos. Los dos.

El teniente hizo un breve gesto con la cabeza, sin comentarios.

– Puede preguntarme cómo murieron.

– ¿Cómo murieron?

– Fernand se ahogó en una piscina, el Gordo Georges ardió vivo en su cabaña.

– O sea, accidentes.

– En cierto modo, los alcanzó el destino. Un poco como en Racine, ¿no?

– Quizá.

– Buenas noches, teniente.

Adamsberg cerró la puerta y permaneció sin moverse en el pasillo. Esperó casi diez minutos antes de oír elevarse la voz modulada de Veyrenc.

– Al horror del sepulcro la crueldad destina.

¿Habrá sido su crimen, o la ira divina

lo que los convirtió en exangües yacentes?

Adamsberg metió los puños en los bolsillos y se alejó en silencio. Había fingido para tranquilizar a Danglard. Pero los versos de Veyrenc no tenían nada de mansos. Odio vengador, guerra, traición y muerte, eso era lo normal en Racine.

XXIX

– Procedamos con tacto -dijo Adamsberg aparcando delante del presbiterio de Mesnil-. No vamos a ser bruscos con un hombre que llora por las reliquias de san Jerónimo.

– Me pregunto -dijo Danglard- si el hecho de que la iglesia de Opportune lanzara una piedra a la cabeza de una feligresa no habrá podido conmocionar al hombre.

El vicario, hostil a su llegada, los condujo a una habitación pequeña, cálida y oscura, con un techo de vigas muy bajo, donde el cura de las catorce parroquias parecía, efectivamente, un hombre. Iba de civil y estaba encorvado frente a la pantalla de un ordenador. Se levantó para saludarlos, bastante feo, enérgico y colorado, más parecido a un veraneante que a un depresivo. Pero uno de sus párpados pestañeaba solo, como la mejilla de una rana, señal de que un trastorno agitaba su alma, como habría dicho Veyrenc. Para conseguir esa entrevista, Adamsberg había insistido en el robo de las reliquias.

– No me imagino a la policía de París viniendo hasta Mesnil-Beauchamp por un robo en un relicario -dijo estrechando la mano al comisario.

– Yo tampoco -reconoció Adamsberg.

– Porque además dirige usted la Brigada Criminal, me he informado. ¿Se me reprocha algo?

Adamsberg se alegraba de que el cura no se expresara en la lengua hermética y tristemente cantarina de los eclesiásticos. Esa melopea desencadenaba en él una irresistible melancolía, nacida en las interminables misas de su infancia en la pequeña nave gélida. Era uno de los pocos momentos en que su madre, irrompible y eterna, se permitía suspirar llevándose el pañuelo a los ojos, lo que le dejaba entrever, en un espasmo de malestar, una dolorosa intimidad que habría querido no conocer nunca. Sin embargo, también fue durante esas misas cuando había soñado con más intensidad.

El cura les indicó el asiento que se encontraba frente a él, es decir un largo banco de madera en el que los tres policías se alinearon como alumnos en el colegio. Adamsberg y Veyrenc llevaban camisa blanca, debido al imprevisible contenido de las bolsas de emergencia. La de Adamsberg, demasiado grande, le caía sobre los dedos.

– Su vicario no quería dejarnos pasar -dijo Adamsberg remangándose-. Pensé que san Jerónimo me abriría las puertas del presbiterio.

– El vicario me protege de las miradas externas -dijo el cura vigilando una mosca precoz que volaba por la habitación-. No quiere que se me vea. Le da vergüenza, me esconde. Si quieren tomar algo, está todo en el aparador. Yo ya no bebo. No sé por qué, ya no me divierte.

Adamsberg retuvo a Danglard con un signo negativo, sólo eran las nueve de la mañana. El cura alzó la mirada hacia ellos, sorprendido de no oír responder con preguntas. Ése no era normando y parecía capaz de hablar abiertamente, lo que, de repente, intimidaba a los tres policías. Hablar de los misterios de un cura, que uno imaginaba forzosamente delicados, era mucho más difícil que conversar, con los codos en la mesa, con un mangante. Adamsberg tenía la impresión de tener que adentrarse con botas de clavos en un césped sensible.

– El vicario lo esconde -repitió, adoptando el ardid normando de la afirmación-que-contiene-la-pregunta.

El cura encendió una pipa, siguiendo con la mirada la joven mosca que pasaba en vuelo rasante por encima del teclado. Preparó la mano, en forma de tapa cóncava, golpeó la mesa y falló.

– No trato de matarla, sólo de atraparla -explicó-. Me interesan como aficionado las frecuencias de las vibraciones que emiten las alas de las moscas. Son mucho más rápidas y estridentes cuando están prisioneras. Ya lo verán.

Lanzó una bocanada circular de humo y los miró, con la mano todavía en forma de cápsula.

– Fue mi vicario quien tuvo la idea de declararme deprimido -prosiguió-, hasta que las cosas se arreglen. Me tiene casi en régimen de aislamiento, a petición de las autoridades de la diócesis. Llevo semanas sin ver a nadie, así que no me disgusta tener ocasión de charlar un rato, aunque sea con policías.

Adamsberg vacilaba ante la adivinanza propuesta sin pudor por el cura. El hombre necesitaba ser oído y comprendido, y por qué no. Un cura se pasaba la vida recogiendo las angustias de sus fieles sin poder nunca susurrar su propia queja. El comisario barajaba diversas hipótesis, decepción amorosa, remordimientos carnales, pérdida de las reliquias, iglesia asesina de Opportune.

– Pérdida de vocación -sugirió Danglard.

– Eso es -dijo el cura inclinando la cabeza hacia el comandante como para atribuirle una buena nota.

– ¿Brusca o progresiva?

– ¿Hay alguna diferencia? La brusquedad de una sensación es sólo el final de una progresión oculta, que uno no necesariamente ha percibido.

La mano del cura se abatió sobre la mosca, que se le escapó entre el pulgar y el índice.

– Un poco como las cuernas de ciervo cuando despuntan bajo la piel -dijo Adamsberg.

– Se puede ver así. La larva de la idea madura a escondidas y, bruscamente, se encarna y despega. Uno no pierde de repente su vocación como quien pierde un libro. De hecho, el libro lo recupera siempre y, en cambio, nunca vuelve a encontrar la vocación. Ésa es la prueba de que la vocación languidecía sin avisar y sin hacer ruido. Y un buen día, ya se ha dicho todo, uno ha pasado el punto sin retorno durante la noche y sin saberlo siquiera: mira fuera, pasa una mujer en bicicleta, hay nieve en los manzanos, le sobreviene el hastío, el siglo lo llama.

– Aún ayer amaba el deber misionero

y en absoluto ansiaba abandonar el púlpito.

Mas todo se ha mudado en polvareda estéril,

mi sotana abandono cual triste cementerio.

– Sí, eso es más o menos.

– ¿No le preocupa en realidad la pérdida de las reliquias? -preguntó Adamsberg.

– ¿Desea que me preocupe?

– Le habría propuesto un intercambio: encontramos a san Jerónimo, y usted nos dice algo sobre Pascaline Villemot. Pero supongo que el trato no le interesa.

– ¿Quién sabe? A mi predecesor, el padre Raymond, lo apasionaban las reliquias, las de Mesnil y todos los fetiches en general. No estuve a la altura de sus enseñanzas, pero me dejó muchas cosas. Aunque sólo sea por él, busco a san Jerónimo.

El cura se volvió para señalar la biblioteca que tenía a sus espaldas, así como un grueso libro expuesto en lo alto de un atril, protegido con una vitrina de plexiglás. El vetusto volumen atraía irresistiblemente la atención de Danglard.

– Todo eso me viene de él. Y ese libro también, por supuesto -dijo con un gesto deferente hacia el atril-. Al padre Raymond se lo dio el padre Otto, al morir en los bombardeos de Berlín. ¿Le interesa? -añadió volviéndose hacia Danglard, cuya mirada no se apartaba del libro.

– He de reconocer que sí. Si se trata del libro en que estoy pensando.

El cura sonrió, oliéndose al conocedor. Dio unas cuantas caladas a su pipa, haciendo durar el silencio como quien prepara la entrada de una celebridad.

– Es el De sanctis reliquis -dijo saboreando su anuncio-, en la edición no purgada de 1663. Puede consultarlo, pero utilice la pinza para pasar las hojas. Está abierto en la página más famosa.

El cura lanzó una curiosa carcajada, y Danglard se dirigió inmediatamente hacia el atril. Adamsberg lo miró levantar la vitrina e inclinarse hacia el libro, sabiendo que el capitán ya no oiría ni una sola palabra de su conversación.

– Una de las obras más célebres sobre las reliquias -explicó el cura al comisario con un gesto un tanto desenvuelto-. Vale mucho más que cualquiera de los huesos de san Jerónimo. Pero sólo lo venderé en caso de absoluta necesidad.

– O sea que le interesan la reliquias.

– Siento indulgencia por ellas. Calvino llamaba a los vendedores de reliquias «portadores de restos», y no se lo discuto. Pero esos restos dan gracia a un lugar santo, ayudan a la gente a concentrarse. No es fácil concentrarse en el vacío. Por eso no me molesta que el relicario de san Jerónimo contuviera básicamente huesos de carnero, incluso un hueso de morro de cerdo. El padre Raymond bromeaba con eso y sólo desvelaba ese secreto, con un guiño muy suyo, a algunos descreídos capaces de soportar esa prosaica revelación.

– ¿Cómo? -se extrañó Adamsberg-. ¿Los cerdos tienen un hueso en el morro?

– Sí -dijo el cura sin dejar de sonreír-. Es un huesecillo elegante, regular, un poco como un doble corazón. Poca gente lo conoce, lo que explica que se encuentre uno en las reliquias de Mesnil. Se consideraba que era un hueso misterioso y se le atribuía mucho valor. Igual que el diente del narval nos dio el unicornio. El universo fabuloso sirve para almacenar lo que los hombres ignoran.

– ¿Y usted dejó esos huesos de animales en el relicario sabiendo lo que eran? -preguntó Veyrenc.

La mosca volvía a pasar, el cura levantó el brazo, preparando su mano en forma de cuchara.

– ¿Qué más da? -respondió-. Los huesos humanos tampoco pertenecen a san Jerónimo. En aquellos tiempos, las reliquias se vendían como golosinas, le proveían a uno de lo que fuera por encargo, de tal modo que san Sebastián se encuentra dotado de cuatro brazos, santa Ana de tres cabezas, san Juan de seis índices, y así sucesivamente. En Mesnil no somos tan ambiciosos. Nuestros huesos de carnero datan del siglo XV, lo cual ya es bastante honorable. Restos de hombres o de animales, en el fondo ¿qué más da?

– O sea que el ladrón de la iglesia se llevó las sobras de un asado -dijo Veyrenc.

– No, porque figúrese que seleccionó. Se llevó sólo los fragmentos humanos, la parte de abajo de una tibia, una segunda vértebra cervical y tres costillas. Un especialista, o quizá un tipo del lugar que estuviera al corriente del vergonzoso secreto del relicario. Ésa es otra de las razones por las que lo busco -añadió señalando la pantalla del ordenador-. Me pregunto qué tiene en mente.

– ¿Piensa venderlos?

El cura sacudió la cabeza.

– Navego por Internet en busca de anuncios, pero no veo una sola palabra sobre la tibia de san Jerónimo. Ya no cotiza. ¿Y ustedes? ¿Qué buscan? Dicen que han desenterrado el cuerpo de Pascaline. Los gendarmes ya investigaron la caída de la piedra. Un accidente, en resumidas cuentas. Pascaline nunca había hecho daño a nadie y no tenía un duro que dejar en herencia.

El cura abatió la mano y, esta vez, la mosca quedó presa en la trampa, emitiendo inmediatamente un zumbido acentuado.

– ¿La oyen? -dijo-. ¿Su respuesta al estrés?

– En efecto -dijo educadamente Veyrenc.

– ¿Dirige una señal a sus congéneres? ¿O pone en funcionamiento la energía necesaria para la huida? ¿O existe una emoción en el insecto? Ésa es la cuestión. ¿Han oído alguna vez el sonido de una mosca que agoniza?

El cura había aproximado el oído a su mano, como si estuviera contando los miles de aleteos por segundo de la joven mosca.

– No la desenterramos -dijo Adamsberg tratando de volver a Pascaline-. Intentamos averiguar por qué alguien se tomó la molestia de abrir su ataúd tres meses después de su muerte para despejar la cabeza.

– ¡Por los clavos de Cristo! -susurró el cura soltando la mosca, que huyó en vertical-. Eso es una abominación.

– Otra mujer de por aquí sufrió la misma suerte. Élisabeth Châtel, de Villebosc-sur-Risle.

– También la conocía, Villebosc forma parte de mis parroquias. Pero Élisabeth está enterrada en Montrouge, debido a un cisma familiar.

– Allí fue donde abrieron la tumba.

El cura apartó de un golpe la pantalla y se frotó el ojo izquierdo para detener el parpadeo. Adamsberg se preguntó si, pérdida de vocación aparte, el hombre no había tenido una depresión real, si su comportamiento caprichoso no indicaría todavía sus efectos. Danglard, concentrado en consultar su tesoro con la pinza, no le era de ninguna ayuda para canalizar la atención de su anfitrión.

– Que yo sepa -dijo el cura levantando el pulgar y el índice-, la profanación sólo tiene dos causas, ambas igual de espantosas. O bien el odio salvaje, y en ese caso los cuerpos quedan destrozados.

– No -dijo Adamsberg-, no los tocaron.

El cura dobló el pulgar, abandonando esa pista.

– O bien el amor salvaje, que por desgracia no se le diferencia mucho, con fijación sexual morbosa.

– ¿Suscitaron Élisabeth y Pascaline amores apasionados?

El cura dobló el índice, renunciando también a esa hipótesis.

– Las dos eran vírgenes, y muy resistentes, créame. Una virtud de hierro, como para quitarle a uno las ganas de predicarles nada.

Danglard aguzó el oído, preguntándose cómo interpretar ese «créame». Su mirada se cruzó con la de Adamsberg, que le hizo señal de callarse. El cura volvía a frotarse el párpado con un dedo.

– Hay hombres que se sienten especialmente atraídos por las vírgenes de hierro -dijo Adamsberg.

– Indiscutiblemente, es un desafío -confirmó el cura-, con el acicate de un premio que consideran más valioso que otros. Pero ni Élisabeth ni Pascaline se quejaban de verse acosadas.

– ¿Qué venían a contarle a usted tan a menudo? -preguntó el comisario.

– Secreto de confesión -respondió el cura levantando la mano-. Lo siento.

– Lo que significa que realmente tenían algo que decir -intervino Veyrenc.

– Todo el mundo tiene algo que decir, y ese algo no necesariamente merece ser sabido, y menos aún que uno sea profanado. ¿Han dormido en casa de Hermance? ¿La han oído? No vive nada, en el sentido en que suele entenderse, pero es capaz de hablar de ello todo el santo día.

– Usted sabe tan bien como yo, padre -dijo Adamsberg con suavidad-, que el secreto de confesión ni es de recibo ni es legal en ciertas circunstancias.

– Sólo en caso de asesinato -objetó el cura.

– Pienso que es el caso.

El cura volvió a encender su pipa. Se oyó a Danglard pasar una gruesa página mientras la mosca, apenas calmada, proseguía su estridente vuelo dándose trompazos contra los cristales. Danglard sabía que el comisario exageraba las cosas para forzar las defensas del cura. Adamsberg era un excelente superador de obstáculos, se deslizaba hasta el núcleo de las resistencias de los demás con la pérfida potencia de un hilillo de agua. Habría sido un cura formidable, revelador de vocaciones, purgador de almas.

Veyrenc se levantó a su vez y rodeó la mesa para ir a ver el libro que acaparaba a Danglard. El comandante se lo mostró a regañadientes, como un perro que se resigna a compartir su hueso. De las reliquias sagradas y de todo uso que hacerse pueda de ellas, tanto para la salud del cuerpo como para la salubridad de la mente, y de las medicaciones útiles que de ellas se obtienen para prolongar la vida, edición purgada de las erratas antiguas.

– ¿Qué tiene de especial este libro? -preguntó Veyrenc en voz baja.

– El De reliquis es muy conocido -susurró Danglard-, desde mediados del siglo XIV. La Iglesia lo condenó, y eso lo hizo enseguida muy popular. Muchas mujeres ardieron en la hoguera por haberlo consultado. Pero esta edición es la de 1663, muy buscada.

– ¿Por qué?

– Porque restablece el texto original en que figura el remedio diabólico que había proscrito la Iglesia. Léalo usted mismo, Veyrenc.

Danglard miró al teniente pasarlas canutas ante la página abierta. El texto, en francés, era tremendamente abstruso.

– Es complicado -dijo Danglard con una fina sonrisa de satisfacción.

– Luego no puedo entenderlo y usted no va a explicarme nada.

Danglard se encogió de hombros.

– Hay otras cosas que habría que explicarle antes.

– Lo escucho.

– Haría mejor en irse, Veyrenc -murmuró Danglard-. Nadie atrapa a Adamsberg, como nadie atrapa el viento. Si le busca problemas, me encontrará a mí delante.

– Ya me lo imagino, comandante. Pero no busco nada.

– Los críos son críos. Usted ya no tiene edad de ocuparse de sus peleas, y él tampoco. Quédese y trabaje, o váyase.

Veyrenc cerró rápidamente los ojos y volvió a su sitio en el banco. La conversación con el cura había progresado, y Adamsberg parecía decepcionado.

– ¿Realmente no había nada más? -insistía el comisario.

– Nada, salvo esa obsesión de la homosexualidad en Pascaline.

– ¿No se acostaban juntas?

– No se acostaban con nadie, ni con hombres ni con mujeres.

– ¿Nunca le hablaron de cérvidos?

– No, nunca. ¿Por qué?

– Es Oswald, que lo lía todo.

– Oswald, y esto no es un secreto de confesión, es bastante peculiar. No hasta el punto de haber perdido la cabeza como su hermana, pero no tiene mucha perspectiva, no sé si entiende lo que quiero decir.

– ¿Y Hermance? ¿Venía a verlo?

La mosca, provocadora e inconsciente, se aproximaba de nuevo a la tibia caja del ordenador, distrayendo la atención del cura.

– Venía hace tiempo, cuando los del pueblo decían que era gafe. Y luego perdió la chaveta y no volvió a encontrarla nunca más.

Como la vocación, pensó Adamsberg, preguntándose si un buen día, al mirar la nieve en las ramas y una mujer en bicicleta, abandonaría la Brigada sin volver atrás.

– ¿Ya no viene a verlo?

– Sí, claro -dijo el cura acechando de nuevo la mosca, que iba de tecla en tecla-. Eso me recuerda una cosa. Hará unos seis o siete meses. Pascaline tenía varios gatos. Alguien le mató uno y lo dejó en un charco de sangre delante de su puerta.

– ¿Quién?

– Nunca lo supimos. Seguramente fue cosa de chavales, eso pasa en todos los pueblos. Yo ya no recordaba el incidente, pero a ella la afectó mucho. Además de que le dio pena, cogió mucho miedo.

– ¿De qué?

– De que alguien sospechara que era homosexual. Era su idea fija, ya se lo he dicho.

– No veo la relación.

– Hombre -dijo el cura con un ápice de irritación-, era un gato macho, y le habían arrancado las partes genitales.

– Para ser un juego de niños, es muy violento -comentó Danglard torciendo el gesto.

– ¿Élisabeth también tenía gatos?

– Sólo uno. Pero no tuvo ningún problema con él, nada por el estilo.

Los tres hombres avanzaban en silencio hacia Haroncourt. Adamsberg conducía a paso caballuno, como si el coche tuviera que seguir el ritmo despacioso de sus pensamientos.

– ¿Qué opina de él, capitán? -preguntó Adamsberg.

– Un poco nervioso, bastante lunático; es comprensible si está dando el gran salto. Pero la visita ha valido la pena.

– Por el libro, claro. ¿Es un inventario de reliquias?

– No, es el mayor tratado sobre su utilización. De las reliquias sagradas y de su uso. El ejemplar del cura está en excelente estado. Yo no podría comprármelo ni con cuatro años de sueldo.

– ¿Las reliquias se utilizaban?

– Para todo. Para el vientre suelto, el dolor de oídos, la fiebre, las hemorroides, las languideces, los vapores.

– Podríamos regalárselo al doctor Romain -dijo Adamsberg sonriendo-. ¿Por qué tiene tanto valor esa edición?

– Se lo he dicho a Veyrenc. Porque contiene la medicación más extraordinaria, la que la Iglesia censuró durante siglos. De hecho resulta bastante chocante encontrarla en casa de un cura. Y curiosamente, deja el libro abierto precisamente en esa página. Una pequeña provocación sin duda.

– Después de todo, es el mejor situado para haber robado los huesos de san Jerónimo. ¿Para qué sirve esa medicación, Danglard? ¿Para erradicar las tentaciones diabólicas?

– Para ganar la vida eterna.

– ¿En la tierra o en el cielo?

– En la tierra, por los siglos de los siglos.

– Vamos, capitán, deme la receta.

– ¿Cómo quiere que la recuerde? -gruñó Danglard.

– Yo la recuerdo -dijo discretamente Veyrenc.

– Lo escucho, teniente -dijo Adamsberg sin dejar de sonreír-. Quizá nos descubra lo que el cura tiene en realidad en la cabeza.

– Bien -dijo Veyrenc reticente, sin saber todavía distinguir en Adamsberg el verdadero interés de la simple fantasía-. Remedio soberano para prolongar la vida por la virtud que poseen las reliquias de debilitar los miasmas de la muerte, preservado desde los más verdaderos procedimientos y purgado de los errores antiguos.

– ¿Ya está?

– No, eso es sólo el título.

– Es que luego se complica -dijo Danglard estupefacto y ofendido.

– Cinco veces habrá venido el tiempo de juventud cuando hayas de invertirlo. Fuera del alcance de su filo, pasa y vuelve a pasar. Reliquias sagradas pulverizarás, tomarás tres pizcas, mezclarás con el viril principio que no debe doblegarse, con el vivo de las doncellas, en diestra, presentadas por tres en cantidades iguales, molerás, con la cruz que vive en la corona eterna, adyacente en cantidad igual, mantenidas en el mismo lugar por el radio del santo, en el vino del año, harás que con la tiesta en el suelo.

– ¿La conocía ya, Veyrenc?

– No, si acabo de leerla.

– ¿La entiende?

– No.

– Yo tampoco.

– Se trata de fabricar la vida eterna -dijo Danglard, mohíno-. Es algo que no se consigue en un santiamén.

Media hora después, Adamsberg y sus agentes cargaban las bolsas en el coche, con destino a París. Danglard protestaba por la presencia del parafuegos detrás, sin contar las cuernas de ciervo, que ocupaban todo el asiento.

– Sólo veo una solución -dijo Adamsberg-. Colocamos las cuernas delante, y los dos pasajeros se sientan detrás.

– Sería mejor dejar aquí las cuernas.

– ¿Está de broma, capitán? Lleve usted el coche, es el más alto. Veyrenc y yo iremos detrás, uno a cada lado del parafuegos, nos vendrá muy bien.

Danglard esperó que Veyrenc se hubiera subido al coche para llevar aparte a Adamsberg.

– Está mintiendo, comisario. Nadie puede memorizar un texto así. Nadie.

– Es un superdotado, ya se lo he dicho. Tampoco puede nadie versificar como él.

– Una cosa es inventar y otra recordar. Ha sabido recitar ese maldito texto de cabo a rabo. Miente. Ya conocía la medicación de memoria.

– ¿Para qué, Danglard?

– Ni idea, pero es una receta de condenado, por los siglos de los siglos.

XXX

– Llevaba zapatos azules -anunció Retancourt depositando una bolsa de plástico en la mesa de Adamsberg.

Adamsberg miró la bolsa, luego a la teniente. Llevaba el gato bajo el brazo, y la Bola, feliz, se dejaba transportar como un trapo, con las patas y la cabeza colgando sin reacción. Adamsberg no esperaba un resultado tan rápido. A decir verdad, no esperaba el menor resultado. Pero los zapatos del ángel de la muerte estaban encima de su mesa, gastados, torcidos y azules.

– No hay rastro de betún en las suelas -añadió Retancourt-. Pero es normal, en dos años los ha llevado mucho.

– Cuénteme -dijo Adamsberg trepando al taburete sueco que se había instalado en el despacho.

– La agencia inmobiliaria dejó la casa abandonada, sabiendo que no era vendible. Nadie se encargó de limpiarla después del arresto. Y, sin embargo, la encontré vacía. Ya no hay muebles, ni platos, ni ropa.

– ¿Entonces? ¿Saqueo?

– Sí. En el barrio, todo el mundo sabía que la enfermera no tenía familia y que sus cosas estaban en muy buen estado. Poco a poco se fue organizando el saqueo. He inspeccionado varias viviendas de okupas y un campamento de gitanos. Además de los zapatos, he encontrado una blusa y una manta que le pertenecían.

– ¿Dónde?

– En una caravana.

– ¿Que sigue habitada?

– Sí. Pero no es necesario saber por quién, ¿o sí?

– No.

– He prometido a la señora proporcionarle unos zapatos. No tiene más que éstos y unas zapatillas, y los echa de menos.

Adamsberg balanceó las piernas.

– La enfermera -murmuró- fue cargándose viejos con jeringuilla durante cuarenta años, lo que se dice un auténtico oficio, una tradición incrustada a lo largo de medio siglo de vida. ¿Por qué iba a dedicarse de repente al ocultismo, contratando excavadores a sueldo para desenterrar vírgenes? No lo entiendo, este cambio tan radical no es lógico.

– La enfermera tampoco.

– Sí lo es. Toda locura es rígida, toda locura sigue una trayectoria.

– La experiencia de la prisión pudo hacerla derrapar.

– Eso es lo que dice la forense.

– ¿Por qué dice «vírgenes»?

– Porque Pascaline lo era, igual que Élisabeth. Y supongo que eso tiene su importancia para la profanadora. La enfermera tampoco vivió nunca con un hombre.

– Pero para eso tenía que saber lo de Pascaline y Élisabeth.

– Sí, o sea, tenía que haber pasado tiempo en la Alta Normandía. Las enfermeras reciben más confidencias de las que piden.

– ¿Hay constancia de su presencia allí?

– No, ninguna víctima en el oeste, salvo en Rennes. Pero eso no quiere decir nada. Siempre ha ido de pueblo en ciudad, quedándose unos meses y luego desapareciendo como una sombra.

– ¿Qué es eso? -preguntó Retancourt señalando las dos grandes cuernas de ciervo que ocupaban espacio en el suelo del despacho de Adamsberg.

– Es un trofeo. Una noche, me los dieron, y yo los corté.

– Un diez puntas, no está nada mal -apreció Retancourt-. ¿A santo de qué?

– Porque me pidieron que fuera a verlo, y fui. Pero no estoy seguro de que me hicieran ir por él. Se llama Gran Rufo.

– ¿Quién?

– Él.

– ¿Un cebo para llevarlo hasta el cementerio de Opportune?

– Puede.

Retancourt levantó una de las cuernas, la sopesó y la dejó en su sitio con delicadeza.

– No hay que separarlas -dijo-. ¿Qué más ha recogido por allí?

– Me he enterado de que los cerdos tienen un hueso en el morro.

Retancourt dejó pasar la noticia, poniéndose el gato en el hombro.

– Tiene forma de doble corazón -prosiguió Adamsberg-. Me he enterado de que se pueden curar los vapores con reliquias de santo, ganar la vida eterna por los siglos de los siglos y de que había huesos de carnero entre los de san Jerónimo.

– ¿Y de qué más? -preguntó Retancourt, que esperaba pacientemente las informaciones que le interesaban.

– De que los dos hombres que abrieron la tumba de Pascaline Villemot son probablemente Diala y La Paille. De que Pascaline murió con la cabeza aplastada por una piedra de la iglesia, de que habían matado y emasculado uno de sus gatos tres meses antes y lo habían dejado tal cual delante de su puerta.

Adamsberg levantó de repente una mano, cruzó las piernas detrás del pie del taburete y marcó un número de teléfono.

– ¿Oswald? ¿Sabías que habían dejado el gato de Pascaline ensangrentado delante de su puerta?

– ¿Narciso? Todo el mundo se enteró en Opportune. Era famoso por su peso. Más de once kilos, estuvo a punto de ganar un concurso regional. Pero eso ocurrió el año pasado. Hermance le regaló un gato nuevo. A Hermance le gustan los gatos porque son limpios.

– ¿Sabes si los demás gatos de Pascaline eran machos?

– Todas hembras, bearnés, hijas de Narciso. ¿Importa eso?

Otro ardid de los normandos, había observado Adamsberg, consistía en hacer una pregunta haciendo creer que la respuesta no les interesaba nada. Era lo que acababa de hacer Oswald.

– Me preguntaba por qué el que mató a Narciso se tomó la molestia de emascularlo.

– Quien te haya dicho esto te ha contado una trola. Narciso llevaba tiempo castrado y se pasaba todo el santo día durmiendo. Once kilos no se sacan de la nada.

– ¿Estás seguro?

– Claro. Hermance buscó un gato entero para que las hembras criaran.

Con el ceño fruncido, Adamsberg marcó otro número, mientras Retancourt volvía a coger la bolsa de los zapatos con gesto contrariado. Después de doce horas de difícil búsqueda, había exhumado un vínculo espectacular entre la enfermera y los muertos de La Chapelle, y sin embargo el comisario se iba bruscamente a pasear por ahí, por pequeños senderos.

– ¿Es urgente ocuparse de los cojones de ese gato? -inquirió con sequedad.

Adamsberg le indicó que se sentara, tenía al cura de Mesnil en línea.

– Oswald afirma que Narciso ya estaba castrado. O sea que es imposible que le cortaran las partes genitales.

– Lo vi con mis propios ojos, comisario. Pascaline trajo el cadáver a la iglesia en una caja de las de verdura para pedirme una bendición. Tuve que parlamentar un buen rato con ella para que entendiera mi negativa. El gato había sido degollado, y sus partes genitales estaban hechas una papilla sanguinolenta. ¿Qué más quiere que le diga?

Adamsberg oyó un breve chasquido y se preguntó si el cura no acababa de abatir su mano sobre una mosca.

– Entonces no entiendo -dijo-. Todo el mundo, en Opportune, sabía que Narciso era un gato capado.

– Cabe pensar que el que lo mutiló lo ignoraba, que no era de por allí. Y que no le gustaban los machos, si me permite añadir un punto de vista a su investigación.

Adamsberg cerró su teléfono y se puso de nuevo a balancear las piernas, perplejo.

– Y que no le gustaban los machos -repitió para sí-. Lo malo, Retancourt, es que hasta la gente que no tiene ni idea sabe que un gato soñoliento de once kilos de peso está necesariamente capado.

– La Bola no.

– La Bola es un caso, dejémoslo aparte. El problema sigue íntegro: ¿por qué el asesino de Narciso castró un gato ya castrado?

– ¿Y si nos ocupáramos mejor del asesino de Diala?

– Es lo que estamos haciendo. Obnubilarse con vírgenes y castrar un macho debe de tener alguna relación. Era un gato de Pascaline, y sólo mató al macho. Como si hubiera querido eliminar toda presencia viril alrededor de Pascaline. O quizá purificar su entorno. Purificar también abriendo las tumbas e introduciendo en ellas algún filtro invisible.

– Mientras no sepamos si las dos mujeres fueron asesinadas, estaremos a oscuras. Accidentes o asesinatos, homicida o profanador, eso lo cambia todo. Y no hay manera de saberlo.

Adamsberg se deslizó taburete abajo y se puso a dar vueltas por el despacho.

– Hay una manera -dijo-, si se siente usted con valor.

– Dígame.

– Encontrar la piedra que destrozó el cráneo a Pascaline. Según la hipótesis del accidente, cayó del muro de la iglesia. Según la del asesinato, estaba en el suelo, y el asesino la utilizó para matar. Piedra de desmogue o piedra de caza. En el segundo caso, la piedra debería llevar las huellas de su estancia al aire libre. El accidente se produjo en el lado sur de la iglesia. No hay ninguna razón, pues, para que una piedra sellada en el muro tenga musgo. En cambio, si ya estaba en la hierba, le habrá crecido musgo en el lado expuesto al norte. Con ese clima, es inevitable y rápido. Y, conociendo a Devalon, dudo que haya buscado líquenes en la piedra.

– ¿Dónde está la piedra? -preguntó Retancourt, dejando el gato en el suelo, ya dispuesta.

– En la gendarmería de Évreux, o en un vertedero. Devalon es un policía agresivo, Retancourt, y poco competente. Tendrá que abrirse camino a base de fuerza para llegar hasta la piedra. Mejor no avisarlo antes, sería capaz de cargársela sólo para jodernos. Sobre todo si se ha equivocado en esta investigación.

Inquieto, el gato maulló. La Bola sentía perfectamente el instante en que su asilo preferido estaba a punto de partir. Tres horas más tarde, cuando la teniente Retancourt estaba investigando en Évreux, el gato se obstinaba en llorar, con la nariz pegada a la puerta de la Brigada, obstáculo entre su cuerpecillo y la desaparecida que ocupaba toda su mente. Adamsberg arrastró a la fuerza al animal hasta Danglard.

– Danglard, usted tiene influencia en este bicho, hágale comprender que Retancourt va a volver, dele un vaso de vino o lo que sea, pero que deje de lamentarse.

Adamsberg se interrumpió.

– Mierda -susurró soltando la Bola, que cayó brutalmente en el suelo, gimiendo.

– ¿Qué? -preguntó Danglard, preocupado por la desesperación del animal, que acababa de saltar a sus rodillas.

– Acabo de entender la historia de Narciso.

– Ya iba siendo hora -masculló el comandante.

Retancourt llamó en ese instante. Se oía claramente su voz en el móvil, y Adamsberg no supo decir cuál de los dos, Danglard o el gato, aguzaba el oído con más atención.

– Devalon no me ha dejado acceder a la piedra. Es una bestia parda, no dudaría en liarse a puñetazos para impedirme el paso.

– Tiene que haber alguna manera, teniente.

– No se preocupe, ya tengo la piedra en el maletero de mi coche. Y está cubierta de liquen en uno de sus lados.

Danglard se preguntó si el método empleado por Retancourt no habría sido todavía más rudimentario que los puños de Devalon.

– Tengo otra cosa -dijo Adamsberg-. Sé lo que le pasó a Narciso.

Sí, pensó Danglard un tanto descorazonado, todo el mundo lo sabe desde hace dos mil años. Narciso se enamoró de su propio reflejo en el agua, se aproximó para atraparlo, y se ahogó en el río.

– No le cortaron los cojones, le cortaron la verga -explicó Adamsberg.

– Bueno -dijo Retancourt-. ¿Dónde estamos, comisario?

– En el meollo de una abominación. Dese bastante prisa en volver, teniente, el gato no está muy bien.

– Es porque me fui sin avisar. Pásemelo.

Adamsberg se arrodilló y pegó el móvil al oído del gato. Había conocido a un pastor que telefoneaba a su oveja veterana para mantener su equilibrio psicológico y, desde entonces, ese tipo de cosas había dejado de sorprenderlo. Incluso recordaba el nombre de la oveja, George Sand [8]. Quizá algún día los huesos de George Sand se verían santificados en un relicario. Tumbado a la bartola, el gato escuchaba a la teniente explicarle que volvería.

– ¿Puedo saber de qué se trata? -preguntó Danglard.

– Las dos mujeres fueron asesinadas -dijo Adamsberg poniéndose en pie-. Reunimos a todo el mundo. Coloquio dentro de dos horas.

– ¿Asesinadas? ¿Sólo por darse el gusto de abrir sus ataúdes tres meses después?

– Ya lo sé, Danglard, no se tiene en pie. Pero arrancar la verga a un gato tampoco.

– Eso tiene más sentido -replicó Danglard, que se refugiaba en el templo del conocimiento en cuanto perdía pie, como otros se retiran a un convento-. He conocido a zoólogos que le daban mucha importancia.

– ¿Por qué?

– Para extraer el hueso. Hay un hueso en la verga del gato.

– Me está tomando el pelo, Danglard.

– ¿No hay uno en el morro del cerdo?

XXXI

Adamsberg se dejaba descender hacia el Sena, siguiendo el vuelo de las gaviotas que veía describir círculos a lo lejos. El río de París, por pestilente que fuera a veces, era su refugio flotante, el lugar donde mejor podía dejar volar sus pensamientos. Los liberaba como se suelta una bandada de pájaros, y se dispersaban en el cielo, jugaban dejándose levantar por el viento, inconscientes y descerebrados. Por paradójico que pudiera parecer, producir pensamientos descerebrados era la actividad prioritaria de Adamsberg. Y particularmente necesaria cuando demasiados elementos obstruían su mente, amontonándose en paquetes compactos que le petrificaban la acción. Entonces no le quedaba más remedio que abrirse la cabeza en dos y dejar que todo saliera en tropel. Y eso era lo que se producía sin esfuerzo ahora que bajaba la escalera que conducía a la orilla.

En esa escapada, siempre había algún pensamiento más correoso que otros, como la gaviota encargada de cuidar de la buena conducta del grupo. Una especie de pensamiento-jefe, de pensamiento-madero, que se esforzaba en vigilar los demás, impidiéndoles pasar más allá de los lindes de la realidad. El comisario buscó en el cielo qué gaviota desempeñaba hoy el papel monomaniaco de gendarme. La localizó enseguida, zarandeando a una jovenzuela que se divertía luchando con el viento en contra, olvidando sus responsabilidades. Luego se abalanzó hacia otra cabeza loca que daba vueltas y revueltas a ras de agua sucia. Gaviota-polizonte que gritaba sin cesar. De momento, su pensamiento-madero, igualmente monomaniaco, pasaba en vuelo rápido por su cabeza, en continuo vaivén, graznando. ¿No hay un hueso en el morro del cerdo? ¿No hay un hueso en la verga de un gato?

Esos nuevos conocimientos tenían muy ocupado a Adamsberg, mientras merodeaba por el borde del río, ese día de un verde oscuro y muy agitado. No debía de haber mucha gente que supiera que la verga del gato tiene un hueso. Y ¿cómo se llamaba ese hueso? Ni idea. ¿Y qué forma tenía? Ni idea. Quizá fuera una forma extraña, como la del hueso del morro del cerdo. De modo que los que lo descubrían debían de preguntarse dónde colocar ese desconocido en el inmenso puzle de la naturaleza. ¿En la cabeza de un animal? Quizá lo hubieran sacralizado, como el diente de narval erguido en la frente del unicornio. El que lo hubiera extraído en Narciso era sin duda un especialista, quizá los coleccionaba, como otros coleccionan caracolas. ¿Y para qué? ¿Por qué recoge uno caracolas? ¿Por su belleza? ¿Por su excepcionalidad? ¿Como amuleto? Adamsberg, siguiendo la lección que había transmitido a su hijo, sacó el móvil y llamó a Danglard.

– Capitán, ¿qué aspecto tiene un hueso de verga de gato? ¿Es armonioso? ¿Es bonito?

– No especialmente. Sólo es raro, como todos los huesos peneanos.

¿Todos los huesos peneanos?, se repitió Adamsberg desconcertado ante la idea de que también en la anatomía humana hubiera cosas que se le escapaban. Adamsberg oía a Danglard teclear, redactando probablemente el informe de la expedición a Opportune, y no era el momento de molestarlo.

– Maldita sea -dijo Danglard-, no vamos a estar toda la vida hablando de ese puto gato, ¿o sí? Aunque se llamara Narciso.

– Sólo unos minutos más. Este asunto me pone nervioso.

– Pues a los gatos no. Incluso les facilita la vida.

– No me refiero a eso. ¿Por qué dice «todos los huesos peneanos»?

Resignado, Danglard se apartó de la pantalla. Oía gritar las gaviotas por el teléfono, de modo que imaginaba perfectamente por dónde andaba el comisario y en qué estado se encontraba, más ventoso que el aire del río.

– Como todos los huesos peneanos de todos los carnívoros -puntualizó articulando las palabras, como quien da una lección a un pésimo alumno-. Todos los carnívoros lo tienen -añadió para anclar bien su enseñanza-. Los pinnípedos, los félidos, los vivérridos, los mustélidos, etcétera.

– No, Danglard, no le entiendo.

– Todos los carnívoros: las morsas, las jinetas, los tejones, las garduñas, los leones, etcétera.

– Pero ¿por qué no lo sabe nadie? -preguntó Adamsberg, por una vez casi chocado ante su propia ignorancia-. ¿Y por qué los carnívoros?

– Es así, es la naturaleza. Y la naturaleza es justa, echa una mano a los carnívoros. Son poco numerosos y tienen que afanarse mucho por reproducirse y sobrevivir.

– ¿En qué es raro ese hueso?

– En que es un hueso único, que no responde a ninguna simetría, ni bilateral ni axial. Es combado, un poco sinuoso, sin articulación, ni arriba ni abajo, y tiene una muesca en su extremo distal.

– ¿Es decir?

– Es decir en la punta.

– ¿Diría que es raro como el hueso del morro del cerdo?

– En cierto modo. Como no existe equivalente en el cuerpo humano, el descubrimiento de un hueso peneano de oso o de morsa sumía a los hombres de la Edad Media en la perplejidad. Como a usted.

– ¿Por qué de oso o de morsa?

– Porque son grandes y, por lo tanto, se encuentran fácilmente. En un bosque, o en una playa. Pero tampoco se sabía identificar el hueso peneano del gato. Es un animal que no se come, su esqueleto es poco conocido.

– Pero se come cerdo y no se conoce el hueso del morro.

– Porque está encerrado entre cartílagos.

– ¿Cree usted, capitán, que el que robó el hueso peneano de Narciso hacía colección?

– Ni idea.

– Se lo preguntaré de otro modo: ¿Piensa que ese hueso puede tener valor para ciertas personas?

Danglard emitió un gruñido de duda, o de cansancio.

– Como todo lo que es poco común y enigmático, puede tener valor. Existen hombres que recogen guijarros en los ríos. O que cortan cuernas de las cabezas de los ciervos. En ninguno de esos casos estamos muy lejos del oscurantismo. Es nuestra grandeza y nuestra catástrofe.

– ¿No le gusta ese guijarro, capitán?

– Lo que me preocupa es que lo haya escogido con una estría negra en medio.

– Por la arruga de preocupación que le atraviesa la frente.

– ¿Habrá vuelto para el coloquio?

– ¿Ve cómo se preocupa? Por supuesto que habré vuelto.

Adamsberg subió las escaleras de piedra, con las manos en los bolsillos. Danglard no andaba desencaminado. ¿Qué había querido hacer exactamente al recoger guijarros? ¿Y qué valor les atribuía, él, el librepensador que nunca había tenido la menor superstición? Los únicos momentos en que pensaba en un dios eran cuando él mismo se sentía dios. Le pasaba en raras ocasiones, cuando se encontraba solo en medio de una tormenta violenta y, a ser posible, de noche. Entonces gobernaba el cielo, orientaba el rayo, impulsaba las aguas torrenciales, regulaba la música del diluvio. Crisis pasajeras, exaltantes, y a veces cómodas proveedoras de potencia viril. Adamsberg se detuvo bruscamente en medio de la calzada. Potencia viril. El gato. El hueso del morro. El relicario. La bandada de sus pensamientos regresaba bruscamente a la pajarera.

XXXII

Los agentes de la Brigada disponían las sillas en la sala del Concilio para el coloquio de las seis cuando Adamsberg cruzó sin decir palabra la gran sala común. Danglard le lanzó una rápida ojeada y, por el resplandor que circulaba bajo su piel como materia en fusión, dedujo que se había producido un acontecimiento importante.

– ¿Qué pasa? -preguntó Veyrenc.

– Ha encontrado una idea en el aire -explicó Danglard-, con las gaviotas. Una cagada de pájaro que le cae del cielo, en cierto modo, un aleteo entre el cielo y la tierra.

Veyrenc hizo un gesto de admiración al mirar a Adamsberg que por un instante quebrantó las sospechas de Danglard. El comandante corrigió inmediatamente esa impresión. Admirar a su enemigo no lo hace menos enemigo, todo lo contrario. El comandante seguía convencido de que Veyrenc había encontrado en Adamsberg una presa selecta, un adversario de talla, jefecillo de antaño a la sombra del nogal, jefe actual de la Brigada.

Adamsberg inició la reunión distribuyendo a cada uno las fotos, particularmente desagradables, de la exhumación de Opportune. Sus gestos eran sobrios y concentrados, y todos comprendieron que la investigación había dado un giro. Era raro que el comisario les impusiera un coloquio al final de la jornada.

– Nos faltaban las víctimas, el asesino y el móvil. Tenemos las tres cosas.

Adamsberg se pasó las manos por las mejillas, buscando cómo proseguir. No le gustaba resumir, no sabía hacerlo. El comandante Danglard lo apoyaba siempre en ese ejercicio, un poco a la manera del marcador del pueblo, ayudándolo en los enlaces, las curvas, los aceleramientos.

– Las víctimas -propuso Danglard.

– Élisabeth Châtel y Pascaline Villemot no murieron por accidente. Fueron asesinadas. Retancourt ha traído la prueba de la gendarmería de Évreux esta misma tarde. La piedra que supuestamente cayó del muro de la iglesia a la cabeza de Pascaline estaba en el suelo desde hacía al menos dos meses. Durante su estancia en la hierba, se formó un depósito de liquen negruzco en una de sus caras.

– Ahora bien, la piedra no saltó sola desde el suelo hasta la cabeza de la mujer -intervino Estalère, muy atento.

– Exactamente, cabo. Le partieron la cabeza con ella. Lo que nos permite deducir que el coche de Élisabeth fue saboteado para provocar un accidente mortal en la nacional.

– Eso no le va a gustar a Devalon -observó Mercadet-. Es lo que se llama destrozar una investigación.

Danglard sonrió, royendo el lápiz, satisfecho de que la incuria batalladora de Devalon lo condujera directamente a los problemas.

– ¿Cómo es que a Devalon no se le ocurrió examinar la piedra? -preguntó Voisenet.

– Porque es más corto que los gansos, según la opinión local -explicó Adamsberg-. Y porque Pascaline Villemot no tenía la menor razón para ser asesinada.

– ¿Cómo localizó su tumba?

– Por casualidad aparentemente.

– Imposible.

– Efectivamente. Pienso que se me ha dirigido a propósito hacia el cementerio de Opportune. El asesino nos indica la pista, sabiéndose muy por delante de nosotros.

– ¿Por qué?

– No tengo ni idea.

– Las víctimas -insertó Danglard-. Pascaline y Élisabeth.

– Tenían más o menos la misma edad. Llevaban vidas sin excesos y sin hombres, ambas eran vírgenes. La tumba de Pascaline corrió la misma suerte que la de Montrouge. El ataúd fue abierto, pero el cadáver está intacto.

– ¿La virginidad es el móvil de los asesinatos? -preguntó Lamarre.

– No. Es el criterio en la elección de las víctimas, no el móvil.

– No entiendo -dijo Lamarre frunciendo el entrecejo-. ¿Mata vírgenes, pero su objetivo no es matar vírgenes?

La interrupción bastó para desmoronar la concentración de Adamsberg, que pasó el relevo con un gesto a Danglard.

– Recordarán las conclusiones de la forense -dijo el comandante-. Diala y La Paille fueron eliminados por una mujer de un metro sesenta y dos de estatura aproximadamente, convencional, perfeccionista, que sabe manejar la jeringuilla, acertar sus golpes de escalpelo y que lleva zapatos de cuero azules. Esos zapatos llevaban betún en las suelas, lo que indica una posible patología de disociación, o al menos una voluntad de establecer una separación entre ella misma y el suelo de sus crímenes. Claire Langevin, la enfermera ángel de la muerte, presenta todas estas características.

Adamsberg había abierto su libreta sin anotar nada. Escuchaba, mientras garabateaba, el resumen de Danglard, que, a su parecer, habría sido mejor jefe de la Brigada que él.

– Retancourt ha traído unos zapatos que le pertenecieron -añadió Danglard-. Son de cuero azul. Eso no basta para fundamentar nuestra certeza, pero seguimos estrechando la investigación sobre la enfermera.

– Lo trae todo, Retancourt -observó Veyrenc en voz baja.

– Convierte su energía -explicó con aspereza Estalère.

– El ángel de la muerte es una quimera -dijo Mordent malhumorado-. Nadie la vio hablar con Diala ni con La Paille en el Mercado de las Pulgas. Es invisible, inalcanzable.

– Así es precisamente como ha actuado toda su vida -dijo Adamsberg-, como una sombra.

– No cuadra -insistió Mordent estirando su largo cuello de garza fuera del jersey gris-. Esa mujer asesinó a treinta y tres ancianos, siempre de la misma manera, sin cambiar nunca un solo detalle. Y, de repente, se transforma en otra especie de loca, se pone a buscar vírgenes, a abrir tumbas, a degollar hombres. No, no cuadra. No se transforma un cuadrado en un círculo, no se cambia una asesina de viejos por una necrófila salvaje. Con zapatos o sin ellos.

– No cuadra en absoluto -aprobó Adamsberg-. A menos que una conmoción profunda haya abierto un nuevo cráter en el volcán. La lava de la locura se derramaría entonces por otra vertiente, de manera distinta. Su estancia en prisión puede haber influido mucho, o quizá el hecho de que Alfa haya tomado conciencia de la existencia de Omega.

– Yo sé quiénes son Alfa y Omega -interrumpió con viveza Estalère-. Son los dos trozos de un homicida disociado, a cada lado de su muro.

– El ángel de la muerte es una disociada. Su arresto pudo romper su muro interior. A partir de esa catástrofe, todo cambio de actitud es posible.

– De todos modos -dijo Mordent-. Eso no nos explica por qué busca vírgenes ni lo que hace en sus tumbas.

– Eso es el abismo -dijo Adamsberg-. Y, para alcanzarla, sólo podemos partir del final del desfiladero, donde nos quedan algunos desprendimientos de sus actos. Pascaline tenía cuatro gatos. Tres meses antes de su muerte, le mataron uno. Era el único macho del grupo.

– ¿Una primera amenaza a Pascaline? -preguntó Justin.

– No lo creo. Lo mataron para extraerle las partes sexuales. Como el gato ya estaba castrado, le quitaron la verga. Danglard, explique lo del hueso.

El comandante reiteró su enseñanza acerca de los huesos peneanos, los carnívoros, los vivérridos, los mustélidos.

– ¿Quién más lo sabía entre ustedes? -preguntó Adamsberg.

Sólo se levantaron las manos de Voisenet y Veyrenc.

– Voisenet lo entiendo, es usted zoólogo. Pero usted, Veyrenc, ¿de dónde lo ha sacado?

– De mi abuelo. Cuando era joven, mataron un oso en el valle. Pasearon su cadáver de pueblo en pueblo. Mi abuelo conservó el hueso peneano. Decía que no había que perderlo ni venderlo a ningún precio.

– ¿Lo sigue teniendo?

– Sí. Está allí, en casa.

– ¿Sabe por qué era tan importante para él?

– Afirmaba que el hueso mantenía en pie la casa y a la familia protegida.

– ¿Qué tamaño tiene el hueso peneano de un gato? -preguntó Mordent.

– Así -dijo Danglard espaciando sus dedos entre dos y tres centímetros.

– Eso no aguanta una casa -dijo Justin.

– Es simbólico -dijo Mordent.

– Ya me lo imagino -dijo Justin.

Adamsberg sacudió la cabeza, sin apartar el pelo que le caía en los ojos.

– Pienso que ese hueso de gato tiene un valor más preciso para quien lo extrajo. Pienso que se trata del principio viril.

– Valor contradictorio con el de las vírgenes -objetó Mordent.

– Todo depende de lo que busque -dijo Voisenet.

– Busca la vida eterna -dijo Adamsberg-. Y ése es el móvil.

– No entiendo -dijo Estalère tras un silencio.

Y, por una vez, lo que no entendía Estalère se correspondía con la incomprensión de todos.

– En el mismo periodo de la mutilación del gato -dijo Adamsberg-, se produce el robo de un relicario en la iglesia de Mesnil, a pocos kilómetros de Opportune y de Villeneuve. Oswald tenía razón, es demasiado para una misma zona. Del relicario, el ladrón sólo se llevó cuatro huesos humanos de san Jerónimo, dejando allí uno de morro de cerdo y varios de carnero.

– Un conocedor -señaló Danglard-. No es fácil reconocer un hueso de morro de cerdo.

– ¿Tiene un hueso en el morro, el cerdo?

– Eso parece, Estalère.

– Como tampoco sabe cualquiera que el gato tiene un hueso peneano. Estamos, pues, ante una conocedora, efectivamente.

– No veo la relación -dijo Froissy- entre las reliquias, el gato y las sepulturas. Salvo que en los tres casos hay huesos.

– Lo cual no está nada mal -dijo Adamsberg-. Reliquias de santo, reliquias de macho, reliquias de vírgenes. En el presbiterio de Mesnil, a dos pasos de san Jerónimo, hay un libro antiquísimo expuesto a la vista de todos, en que se encuentran estos tres elementos en una especie de receta de cocina.

– Más bien una medicación, un remedio -rectificó Danglard.

– ¿Para qué? -preguntó Mordent.

– Para fabricar la vida eterna, con montones de cosas. En casa del cura, el libro está abierto por la página de la receta. Está muy orgulloso, y pienso que debe de enseñarlo a todas sus visitas. Igual que el cura anterior, el padre Raymond. La receta debe de ser conocida hasta treinta parroquias a la redonda y desde hace generaciones.

– ¿Y no en otro sitio?

– Sí -dijo Danglard-. La obra es célebre, y sobre todo esa prescripción. Se trata del De sanctis reliquis en edición de 1663.

– No lo conozco -dijo Estalère.

Y lo que no conocía Estalère se correspondía con la ignorancia de todos.

– No me gustaría vivir eternamente -dijo Retancourt en voz baja.

– ¿No? -dijo Veyrenc.

– Imagina que viviéramos eternamente. Sólo nos quedaría tumbarnos en el suelo y aburrirnos a muerte.

– Alegrémonos, señora,

el tiempo de la vida se esfuma cual verano,

pero es menos cruel que un mes de eternidad.

– Se puede decir así -aprobó Retancourt.

– O sea que valdría la pena analizar el libro ése, ¿no? -dijo Mordent.

– Así lo creo -contestó Adamsberg-. Veyrenc recuerda el texto de la receta.

– De la medicación -corrigió de nuevo Danglard.

– Dígalo, Veyrenc, pero despacio.

– Remedio soberano para prolongar la vida por la virtud que poseen las reliquias de debilitar los miasmas de la muerte, preservado desde los más verdaderos procedimientos y purgado de los errores antiguos.

– Es el título -tradujo Adamsberg-. Diga lo que viene después, teniente.

– Cinco veces habrá venido el tiempo de juventud cuando hayas de invertirlo. Fuera del alcance de su filo, pasa y vuelve a pasar.

– No lo entiendo -dijo Estalère, esta vez con voz verdaderamente alarmada.

– Nadie lo entiende realmente -lo tranquilizó Adamsberg-. Pienso que se trata de la edad de la vida en que conviene tomarse el remedio. No de joven.

– Es muy posible -aprobó Danglard-. Cuando se haya visto cinco veces el tiempo de la juventud. O sea cinco veces quince años, si se toma como referencia la edad media a la que se contraía matrimonio en el Occidente medieval. Eso nos da setenta y cinco años.

– O sea la edad exacta del ángel de la muerte ahora -dijo Adamsberg con lentitud.

Hubo un silencio, y Froissy levantó graciosamente la mano para pedir la palabra.

– No podemos continuar en estas condiciones. Me gustaría que siguiéramos con el coloquio en la Brasserie des Philosophes.

Antes de que Adamsberg pudiera decir nada, hubo un movimiento general hacia la Brasserie. La reflexión no pudo reanudarse hasta que todos estuvieron sentados en el reservado de las vidrieras.

– Llegar a la edad fatídica de setenta y cinco años -dijo Mordent- podría haber abierto en ella el nuevo cráter.

– La enfermera -dijo Danglard- no puede reunirse con la chusma común de los ancianos que ejecuta. Ya no es una simple mortal. Cabe pensar que desee ganar la vida eterna y conservar su omnipotencia.

– Y prepararse con tiempo -dijo Mordent-. Es decir estar fuera de la cárcel como sea antes de los setenta y cinco años para poder preparar la receta.

– La medicación.

– Eso cuadra -dijo Retancourt.

– Díganos lo que viene después, Veyrenc -pidió Adamsberg.

– Reliquias sagradas pulverizarás, tomarás tres pizcas, mezclarás con el viril principio que no debe doblegarse, con el vivo de las doncellas, en diestra, presentadas por tres en cantidades iguales, molerás, con la cruz que vive en la corona eterna, adyacente en cantidad igual, mantenidas en el mismo lugar por el radio del santo, en el vino del año, harás que con la tiesta en el suelo.

– No he entendido -dijo Lamarre antes que Estalère.

– Repetimos muy despacio -dijo Adamsberg-. Vuelva a empezar, Veyrenc, pero frase a frase.

– Reliquias sagradas pulverizarás, tomarás tres pizcas…

– Esto no presenta dificultades -dijo Danglard-. Tres pizcas de huesos de santo pulverizados. San Jerónimo, por ejemplo.

– … mezclarás con el viril principio que no debe doblegarse…

– Un falo -propuso Gardon.

– Que nunca se doblega -añadió Justin.

– Por ejemplo, un hueso de verga -confirmó Adamsberg-, es decir el hueso peneano del gato. Gato, por otra parte, dotado de nueve vidas y que, por lo tanto, concentra una pequeña eternidad en sí.

– Sí -dijo Danglard tomando rápidas notas.

– … con el vivo de las doncellas, en diestra, presentadas por tres en cantidades iguales…

– Atención -dijo Adamsberg-, aquí vienen nuestras vírgenes.

– ¿Presentadas? -preguntó Estalère-. ¿La asesina las presenta de alguna manera en sus tumbas?

– No. Es como «presentar un plato» -explicó Danglard-. Eso significa que hay que utilizar la misma cantidad que de reliquias pulverizadas.

– Pero ¿utilizar qué, maldita sea?

– Ésa es la cuestión -dijo Adamsberg-. ¿Qué es el «vivo de las doncellas»?

– ¿La sangre?

– ¿El sexo?

– ¿El corazón?

– Yo voto por la sangre -dijo Mordent-. Es lógico, desde una perspectiva de vida eterna. Sangre de virgen mezclada con el principio masculino que la fecunda para crear la eternidad.

– Pero ¿sangre «en diestra»?

– A la derecha -dijo Danglard con un gesto evasivo.

– ¿Desde cuándo hay sangre de la derecha y sangre de la izquierda?

– No lo veo -dijo Danglard distribuyendo una ronda de vino.

Adamsberg había apoyado la barbilla en las manos.

– Todo eso no cuadra con la apertura de una tumba -dijo-. La sangre, el sexo, el corazón, podían ser extraídos del cadáver todavía fresco de una virgen. Y no es lo que ha sucedido. En cuanto a sacar sangre o alguna parte vital tres meses después de la muerte, es claramente imposible.

Danglard hizo una mueca. Se sentía a gusto con el cariz intelectual que había tomado el debate, pero su contenido le daba asco. La sórdida disección del remedio le volvía casi odioso el gran De sanctis reliquis que tanto le había gustado antes.

– ¿Qué queda en la tumba que pueda interesar a nuestro ángel? -preguntó Adamsberg.

– Las uñas, el pelo -propuso Justin.

– Eso no la obligaba a matar a las mujeres. Podría haberlos conseguido en personas vivas.

– Quedan los huesos, en una tumba -sugirió Lamarre.

– ¿Los huesos de la pelvis, por ejemplo? -aventuró Justin-. ¿La copa de la fecundidad, que complementaría el «viril principio»?

– Eso estaría bien, Justin, si no fuera porque sólo se abrieron las partes superiores de los ataúdes, y porque la profanadora no extrajo ningún hueso, ni una lámina.

– Callejón sin salida. Lo intentamos con el resto del texto.

Veyrenc se puso en marcha, dócil.

– … molerás, con la cruz que vive en la corona eterna, adyacente en cantidad igual…

– Eso, por lo menos, está claro -dijo Mordent-, la cruz que vive en la corona eterna es la cruz de Cristo.

– Sí -dijo Danglard-. Los fragmentos supuestos de la Vera Cruz se vendieron por miles como reliquias sagradas. Calvino censa más de los que podrían transportar trescientos hombres.

– Eso nos proporciona un buen ángulo de tiro -dijo Adamsberg-. Que uno de vosotros busque si, desde que se fugó la enfermera, ha sido robado algún relicario con fragmentos de la Vera Cruz.

– De acuerdo -dijo Mercadet tomando nota.

Debido a su hipersomnia, las largas misiones de búsqueda en ficheros se confiaban con frecuencia a Mercadet, a quien los trabajos de campo resultaban casi imposibles.

– Busquen también si practicó en la zona de Mesnil-Beauchamp, quizá bajo un nombre distinto al de Clarisa Langevin y quizá mucho tiempo atrás. Lleven su foto, enséñenla.

– De acuerdo -repitió Mercadet con la misma energía efímera.

– «Clarisa» -susurró Danglard al comisario- es su monja sanguinaria. La enfermera se llama Claire.

Adamsberg se volvió hacia Danglard, con la mirada incierta y asombrada.

– Sí -dijo-. Es extraño que las haya confundido. Como dos gajos de una nuez encerrados en la misma vieja cáscara.

Adamsberg hizo seña a Veyrenc de seguir.

– … mantenidas en el mismo lugar por el radio del santo…

– Esto también es fácil -dijo Danglard con voz segura-. Se trata del sector geográfico, definido por el radio de influencia de las reliquias del santo. La unidad de lugar es lo que va a unir los diferentes componentes del remedio.

– ¿Se considera que un santo tiene un radio de acción? ¿Como una emisora?

– No está escrito en ninguna parte, pero es la creencia común. Si la gente se toma la molestia de desplazarse para hacer un peregrinaje, es en nombre de la idea de que, cuanto más se aproxime uno al santo, más fuerte es la influencia de éste.

– O sea que tiene que recoger todos los ingredientes de la receta no muy lejos de Mesnil -dijo Voisenet.

– Es lógico -dijo Danglard-. En la Edad Media, la compatibilidad de los elementos constitutivos era decisiva para hacer una pócima con éxito. La cuestión del clima también cuenta en el equilibrio de las mezclas. Está claro que un hueso de santo normando se asociará más fácilmente con un hueso de virgen normanda y de gato de la misma zona.

– De acuerdo -dijo Mordent-. ¿Y luego, Veyrenc?

– … en el vino del año, harás que con la tiesta en el suelo.

– El vino -dijo Lamarre- es para que pase todo lo demás.

– Y también es la sangre.

– La sangre de Cristo, cerramos el círculo.

– ¿Por qué «del año»?

– Porque en aquella época el vino no envejecía. Siempre era del año. Es el equivalente de nuestro vino nuevo.

– ¿Qué queda?

– Harás que con la tiesta en el suelo.

– «Tiesta» en el sentido de «cabeza» -dijo Danglard-, harás que con la tiesta en el suelo, o sea harás que caiga su cabeza al suelo.

– La vencerás -resumió Mordent-. Vencerás a la muerte, supongo, la calavera.

– De modo -dijo Mercadet- que la homicida ha reunido todos los elementos: vivo de virgen, sea lo que sea eso, reliquias de santo, un hueso de gato. Quizá le falte un fragmento de la cruz. Y sólo le queda esperar el vino nuevo y tragarse la pócima.

Se vaciaron varios vasos ante esta evocación, que parecía concluir el coloquio. Pero Adamsberg no se movió, y nadie se atrevió a irse. No se sabía si el comisario se preparaba para dormir, con la mejilla calada en la mano, o si iba a levantar la sesión. Danglard estaba a punto de rozarlo con el codo cuando volvió a la superficie, como una esponja.

– Pienso que va a asesinar a otra mujer -dijo sin despegar la mejilla de la mano-. Pienso que deberíamos tomar café.

XXXIII

– Con el vivo de las doncellas, presentadas por tres en cantidades iguales -dijo Adamsberg-. Por tres. Debemos prestar atención a eso.

– Es la dosificación -dijo Danglard-. Tres pizcas de huesos molidos de santo y, por tanto, tres de hueso peneano, tres de madera de la Vera Cruz y tres del principio de la virgen.

– No lo creo, comandante. Ya tenemos dos vírgenes desenterradas. Sea lo que sea lo que la asesina haya querido extraerles, parece que una sola habría bastado ampliamente para obtener tres pizcas. Asimismo, habría bastado escribir en cantidades iguales. Pero la receta indica por tres.

– Tres pizcas, efectivamente.

– No, tres doncellas. Tres pizcas de tres doncellas.

– No hay que buscar este tipo de lógica. Es a la vez una receta y una especie de poema.

– No -dijo Adamsberg-. El que el lenguaje nos parezca complejo no implica que sea poético. Al fin y al cabo es un viejo libro de recetas, y nada más.

– Es verdad -dijo Danglard, aunque un tanto chocado por la desenvoltura con que Adamsberg trataba el De reliquis-. Es un simple tratado de medicaciones. Su fin no es ser críptico, sino ser entendido.

– Pues le ha salido el tiro por la culata -opinó Justin.

– No del todo -dijo Adamsberg-. Se trata simplemente de no saltarse ni una palabra. En esta mixtura macabra, como en cualquier receta de cocina, cada palabra cuenta. Presentadas por tres. Ahí está el peligro. Ahí está nuestro trabajo.

– ¿Dónde? -preguntó Estalère.

– Con la tercera virgen.

– Es muy posible -reconoció Danglard.

– Vamos a buscarla -dijo Adamsberg.

– ¿Sí? -preguntó Mercadet levantando la cabeza.

El teniente Mercadet tomaba una multitud de notas, como siempre que estaba bien despierto y aprovechaba para compensar sus carencias con una diligencia intensiva.

– Primero vamos a averiguar si una virgen de la Alta Normandía ha sido asesinada recientemente por aparente accidente.

– ¿En cuánto estimamos la zona de acción del santo? -preguntó Retancourt.

– Lo mejor sería centrarse en un radio de cincuenta kilómetros alrededor de Mesnil-Beauchamp.

– Siete mil ochocientos cincuenta kilómetros cuadrados -calculó rápidamente Mercadet-. ¿Cuál sería la edad de la víctima?

– Simbólicamente -respondió Danglard-, podríamos apostar por una edad mínima de veinticinco años. Es la edad de santa Catalina, la edad en que puede empezar una virginidad adulta. Podríamos limitarla a los cuarenta años. Pasada esa edad, hombres y mujeres eran considerados ancianos.

– Es demasiado amplio -dijo Adamsberg-. Debemos avanzar más deprisa. Nos centramos en un primer tiempo en la edad de las dos primeras víctimas: entre treinta y cuarenta años. ¿Lo que nos daría aproximadamente cuántas mujeres, Mercadet?

Dejaron al teniente calcular en silencio unos instantes, rodeado de sus tazas de café presentadas por tres. Lástima, pensó Adamsberg, que Mercadet se quede dormido cada dos por tres. Tiene un cerebro extraordinario, sobre todo para los números y las listas.

– Muy grosso modo, yo diría entre ciento veinte y doscientas cincuenta mujeres posiblemente vírgenes.

– Sigue siendo demasiado -dijo Adamsberg mordiéndose el labio-. Hay que restringir el territorio. Nos marcamos un radio de veinte kilómetros alrededor de Mesnil. ¿Cuánto nos da?

– Entre cuarenta y ochenta mujeres -dijo Mercadet con presteza.

– ¿Y cómo vamos a localizar a esas cuarenta vírgenes? -preguntó con sequedad Retancourt-. No es un delito que figure en el registro de antecedentes penales.

Virgen, pensó fugazmente el comisario lanzando una mirada a la oronda y bonita teniente. Retancourt mantenía su vida en secreto, herméticamente protegida de toda inquisición. Ese coloquio puntilloso sobre las mujeres intactas la exasperaba quizá.

– Consultaremos a los curas -dijo Adamsberg-. Empiecen por el de Mesnil. Dense prisa, todos. Hagan horas extra si es necesario.

– Comisario -dijo Gardon-, no creo que haya urgencia. Pascaline y Élisabeth fueron asesinadas hace tres meses y medio y cuatro meses. La tercera virgen está probablemente muerta.

– No lo creo -dijo Adamsberg levantando la mirada hacia el techo-. Por el vino nuevo, que es el excipiente final de la mezcla. El vino en que se mezclen todos los ingredientes será, pues, el de noviembre.

– O el de octubre -puntualizó Danglard-. Antiguamente se sacaba el primer vino antes que ahora.

– Entendido -dijo Mordent-. ¿Qué más?

– Según lo que nos ha dicho Danglard -intervino Adamsberg-, hay que respetar equilibrios armoniosos para que el brebaje sea eficaz. Si yo tuviera que hacer esa mixtura, organizaría un escalonamiento temporal regular entre los diversos ingredientes, de modo que no haya un corte demasiado largo. Como una carrera de relevos, en cierto modo.

– Es incluso obligatorio -dijo Danglard royendo el lápiz-. Lo heterogéneo, la ruptura, era una obsesión medieval. Traía mala suerte. Sea cual sea la línea, real o abstracta, nunca debe interrumpirse o romperse. Para todo hay que seguir un desarrollo continuo y ordenado, en línea recta y sin sacudidas.

– Ahora bien -prosiguió Adamsberg-, la escabechina del gato y el robo de las reliquias tuvieron lugar tres meses antes de la muerte de Pascaline. Los vivos de las vírgenes fueron recogidos tres meses después de su muerte. Tres, como el número de pizcas, tres como el número de vírgenes, tres como los meses que dura una estación. O sea que el último vivo será recogido tres meses antes del vino nuevo, o justo antes.

Y la virgen será asesinada tres meses antes.

Adamsberg se interrumpió y contó con los dedos varias veces.

– Por lo tanto es muy probable que esa mujer todavía esté viva, pero que su muerte esté programada en una fecha incierta entre abril y junio. Y estamos a 25 de marzo.

Dentro de tres meses, dentro de quince días, o dentro de una noche. En silencio, cada cual calibraba la urgencia y la imposibilidad de la misión. Porque, suponiendo que lograran establecer una lista de las mujeres vírgenes en el círculo trazado alrededor de Mesnil, ¿cómo sabrían cuál había elegido el ángel de la muerte? ¿Y cómo la protegerían?

– Al fin y al cabo, no es más que una gran especulación -dijo Voisenet con un estremecimiento de todo su cuerpo, como si se despertara al final de una película, dejando bruscamente de creerse una ficción por la que se hubiera dejado llevar. Como todo lo demás.

– Es sólo eso -dijo Adamsberg.

Un aleteo, entre cielo y tierra, pensó Danglard, inquieto.

XXXIV

La duración del coloquio había retrasado a Adamsberg, y tuvo que coger el coche para ir al taller de Camille. No contaría a Tom la historia de la enfermera y de la espantosa mixtura. La vida eterna, pensó mientras aparcaba bajo la lluvia. La omnipotencia. La receta del De reliquis parecía ridícula, una auténtica broma que enfervorecía a la humanidad entera desde sus primeros pasos en esa cósmica nada que tanto aterraba a Danglard. Una broma asesina por la cual los hombres habían edificado sus creencias y se mataban unos a otros sin tregua. La enfermera no había buscado otra cosa, en el fondo, a lo largo de toda su vida. Poder decidir la vida o la muerte de los seres, disponer de las existencias a su antojo, eso ya era ser diosa y tejer la tela de los destinos. Ahora se ocupaba del suyo. Ella, que había reinado en las vidas de los demás, no podía dejar que la alcanzara la muerte como a una vieja vulgar y corriente. Su inmenso poder sobre la vida y la muerte iba a usarlo para ella misma, conquistando la potencia de los inmortales, llegando a su verdadero trono, desde donde proseguiría su obra fatal. Había llegado a los setenta y cinco años, era la hora, después de que el ciclo de la juventud hubiera pasado cinco veces. Era la hora, y lo sabía desde siempre. Sus víctimas estaban previstas desde hacía tiempo, las fechas y los modos regulados hasta el menor detalle. La mujer era meticulosa, el plan iba ejecutándose paso a paso, sin azar. No eran meses de adelanto lo que llevaba respecto a la policía, sino probablemente diez o quince años. La tercera virgen estaba condenada de antemano. Y Adamsberg no veía cómo él, con sus veintisiete agentes, ni con cien, podría contener el avance inexorable de la Sombra.

No, contaría a Tom la continuación de la historia del bucardo.

Adamsberg subió los siete pisos y llamó con diez minutos de retraso.

– Si te acuerdas, ponle gotas en la nariz -dijo Camille pasándole un frasco.

– Claro que me acordaré -dijo Adamsberg metiéndose el frasco en el bolsillo-. Vamos, corre. Que toques bien.

– Sí.

Elemental conversación de colegas. Adamsberg se puso a Tom en el vientre y se tumbó en la cama.

– ¿Recuerdas por dónde íbamos? ¿Te acuerdas de ese bucardo bueno, a quien le gustaban mucho los pájaros, pero que no quería que el otro bucardo colorado viniera a provocarlo en su trozo de montaña? Pues vino igualmente. Se acercó, y sus grandes cuernos barrían el espacio. Y le dijo: «Tú me jodiste a base de bien cuando era crío, y lo vas a lamentar, chaval». «Son bromas», respondió el bucardo pardo, «son historias de niños. Vuelve a tu casa y déjame en paz». Pero el bucardo colorado no quiso saber nada. Porque había venido de muy lejos para vengarse del bucardo pardo.

Adamsberg hizo una pausa, y el niño señaló, con un movimiento del pie, que no dormía.

– Entonces, el bucardo que había viajado mucho le dijo: «Pobre idiota, te arrebataré la tierra, te arrebataré el trabajo». Entonces, un rebeco muy sabio que pasaba por allí y que había leído todos los libros dijo al bucardo pardo: «Ten cuidado con ése, que ya ha matado dos bucardos y va por ti». «No quiero escucharte», dijo el bucardo pardo al rebeco sabio, «estás perdiendo la cabeza, estás celoso». Pero nuestro bucardo pardo no las tenía todas consigo. Porque el colorado era muy listo, y bastante apuesto. El pardo decidió encerrar al colorado en un parafuegos y ponerse a reflexionar en serio. Dicho y hecho. Para lo del parafuegos, todo fue bien. Pero el bucardo pardo tenía un defecto, no sabía reflexionar en serio.

Por el peso del niño, Adamsberg supo que Tom se había quedado dormido. Le puso una mano en la cabeza, cerró los ojos, aspiró su olor a jabón, a leche, a sudor.

– ¿Tu madre te perfuma? -susurró Adamsberg-. Es una tontería, no hay que perfumar a los bebés.

No, el olor delicado no venía de Tom. Venía de la cama. Adamsberg dilató las fosas nasales en la oscuridad, como el bucardo pardo en estado de alerta. Conocía ese perfume. No era el de Camille.

Se levantó con mucha suavidad y dejó a Tom en su cama. Caminó por la habitación, nariz avizor. El perfume era localizado, habitaba las sábanas. Un hombre, maldita sea, un hombre se había acostado allí, dejando su olor.

¿Y qué?, pensó encendiendo la luz. ¿En cuántas camas de cuántas mujeres te has metido antes de que Camille se volviera colega? Levantó las sábanas de golpe, como si conocer mejor al intruso pudiera sofocar su descontento. Luego se sentó en la cama deshecha e inspiró a fondo. Todo eso no tenía importancia. Un hombre más o menos, ¿qué más daba? Nada grave. No había motivo para enfadarse. Las torsiones del alma a la Veyrenc no eran para él. Adamsberg las sabía efímeras, esperaba a que pasaran, mientras él se retiraba a sus refugios privados, allí donde nada ni nadie podía alcanzarlo.

Con gesto pausado, volvió a colocar las sábanas, las estiró pulcramente por ambos lados, alisó las almohadas con la palma de la mano, sin saber muy bien si con ello borraba al hombre o su cólera ya pasada. Encontró unos pelos que examinó bajo la lámpara. Pelos cortos, pelos de hombre. Dos negros y uno rojo. Cerró los dedos brutalmente.

Con la respiración agitada, fue de una pared a otra, mientras las imágenes de Veyrenc se precipitaban a raudales en su cabeza. Un torrente de barro en que veía desfilar sin orden el careto del teniente visto desde todos los ángulos, sentado en ese puto cuchitril, careto silencioso, careto provocador, careto versificante, careto obstinado como un bearnés. Puto cabrón de bearnés. Danglard tenía razón, el montañés era peligroso, había atraído a Camille a su onda. Había venido para vengarse y había empezado allí, en la cama.

Thomas lanzó un grito en sueños, y Adamsberg le puso una mano en la cabeza.

– Es el bucardo colorado, hijo -susurró-. Ha atacado y se ha llevado la mujer del otro. Y es la guerra, Tom.

Adamsberg permaneció inmóvil durante dos horas, sentado junto a la cama de su hijo, hasta el regreso de Camille. Se despidió rápidamente, apenas colega, rayando la descortesía, y se fue bajo la lluvia.

Una vez al volante, repasó su plan. Nada que reprochar, todo silencio y todo eficacia. A cabrón, cabrón y medio. Miró sus relojes a la luz cenital del coche y asintió. Mañana, a las cinco de la tarde, su dispositivo estaría preparado.

XXXV

La teniente Froissy, discreta, silenciosa y dulce hasta el anonimato, rostro bastante banal para un cuerpo tan llamativo, tenía tres particularidades visibles. Por una parte, devoraba desde la mañana hasta la noche sin engordar, por otra parte, practicaba la acuarela, única fantasía que se le conocí.

Adamsberg, que llenaba libretas enteras de dibujos durante los coloquios, tardó más de un año en interesarse por las obritas de Froissy. Una noche de la primavera anterior, había hurgado en el armario de la teniente en busca de comida. El despacho de Froissy estaba considerado por todos como una reserva alimentaria de seguridad, donde podía encontrarse gran variedad de productos -fruta fresca, frutos secos, galletas, lácteos, cereales, paté de campaña, lukums- siempre disponible en caso de hambre imprevista. Froissy no ignoraba esas incursiones y proveía en consecuencia. En su búsqueda, Adamsberg se había interrumpido para hojear un paquete de acuarelas, descubriendo la negrura de los temas y de los colores, siluetas desoladas y paisajes descorazonadores bajo cielos sin salida. Desde entonces, a veces intercambiaban sin decirse nada unos dibujos de un despacho a otro, metidos en algún informe. Como tercera característica, Froissy, diplomada en electrónica, había trabajado ocho años en los servicios de emisión-recepción, o sea en las escuchas, llevando a cabo auténticas hazañas de velocidad y eficacia.

Se reunió con Adamsberg a las siete de la mañana, a la hora de la apertura del pequeño bar un poco cutre que había en frente de la Brasserie des Philosophes. Opulenta y burguesa, la Brasserie no abría el ojo hasta las nueve de la mañana; en cambio, el café proletario levantaba la persiana al alba. Los cruasanes acababan de llegar en una caja, sobre la barra, y Froissy aprovechó para un segundo desayuno.

– La operación es ilegal, evidentemente -dijo Froissy.

– Está claro.

Froissy torcía el gesto, dejando que su cruasán se ablandara en la taza de té.

– Tengo que saber más -dijo.

– Froissy, no puedo arriesgarme a que se introduzca una oveja negra en la Brigada.

– ¿Para hacer qué?

– Eso es lo que no puedo decirle. Si me equivoco, lo olvidamos y usted no sabrá nada.

– Sólo que habré puesto micros sin saber por qué. Veyrenc vive solo. ¿Qué espera captar escuchándolo?

– Sus conversaciones telefónicas.

– ¿Y qué? Si planea algo, no lo contará por teléfono.

– Si planea algo, se trata de algo extremadamente grave.

– Razón de más para que se calle.

– Razón de menos. Está usted pasando por alto la regla de oro del secreto.

– ¿Es decir? -preguntó Hélène recogiendo las migas de cruasán en la palma de la mano para dejar la mesa bien limpia.

– Una persona que tiene un secreto, un secreto tan importante que ha jurado por todos sus santos o por la cabeza de su madre no confiarlo nunca a nadie, lo dice obligatoriamente a otra persona.

– ¿De dónde viene esta regla?

– De la humanidad. Nadie, salvo contadísimas excepciones, consigue guardar un secreto para sí. Cuanto más grave es el secreto, más válida es la regla. Así es como los secretos huyen de sus escondites, Froissy, caminando de una persona que lo jura a otra persona que lo jura, y así sucesivamente. Al menos una persona está al corriente del secreto de Veyrenc, si es que tiene uno. Hablará a esa persona, y eso es lo que quiero oír.

Eso y más cosas, pensó Adamsberg, a quien incomodaba tener que engañar en parte a una chica tan pura como Froissy. Su decisión del día anterior seguía intacta, y le bastaba imaginar las manos de Veyrenc posarse sobre Camille y, peor aún, evidentemente, el inevitable acoplamiento, para sentir todo su ser transformarse en máquina de guerra. Respecto a Froissy, se sentía sólo un poco sucio, algo que podría tolerar.

– El secreto de Veyrenc -repitió Froissy echando limpiamente las migas en su taza vacía- ¿tiene que ver con sus poemas?

– En absoluto.

– ¿Con su pelo de tigre?

– Sí -soltó Adamsberg, consciente de que Froissy no traspasaría los límites de la legalidad sin un poco de ayuda.

– ¿Le han hecho daño?

– Es posible.

– ¿Y quiere vengarse?

– Es posible.

– ¿Mortalmente?

– No tengo ni idea.

– Ya veo -dijo la teniente volviendo a pasar la mano por la mesa en metódico barrido, un poco decepcionada de que no quedara nada que recoger-. Eso, al fin y al cabo, equivaldría también a protegerlo a él, ¿no?

– Exactamente -dijo Adamsberg encantado de que Froissy hubiera encontrado sola una buena razón para actuar mal-. Desmontamos el dispositivo, y todo el mundo sale ganando.

– Vamos allá -dijo Froissy sacando libreta y bolígrafo-. ¿Blancos? ¿Objetivos?

En un instante, la mujer discreta y moral había desaparecido dejando paso al temible técnico que era.

– Basta con que pinche su móvil. Aquí tiene su número.

Al buscar en su bolsillo el número de Veyrenc, Adamsberg encontró el frasco que le había confiado Camille. Contrariamente a su promesa, no se había acordado de poner gotas en la nariz al niño.

– Desvíe la frecuencia y coloque el receptor en mi casa.

– Estoy obligada a pasar por el material de la Brigada y, desde allí, transferir a su casa.

– ¿Dónde estará la emisora en la Brigada?

– En mi armario.

– Todo el mundo mete las narices en su despensa, Froissy.

– Me refiero a la otra despensa, a la izquierda de la ventana. Ésa está cerrada con llave.

– O sea que la primera es sólo una engañifa -dijo Adamsberg-. ¿Qué guarda en la de verdad?

– Lukums importados directamente del Líbano. Le pasaré una copia.

– De acuerdo. Aquí tiene las llaves de mi casa. Instale el transmisor en la habitación, en el primer piso, lejos de la ventana.

– Claro.

– No necesito el sonido. Necesito una pantalla para seguir sus desplazamientos.

– ¿Lejos?

– Quizá.

Saber si Veyrenc se llevaría a Camille a algún sitio. Una escapada de un par de días, una posada forestal, y el niño en la hierba jugando a sus pies. Eso, nunca. Ese maldito cabronazo de bearnés no le quitaría a Tom.

– ¿Es importante seguir los desplazamientos?

– Decisivo.

– Entonces hay que vigilarlo mejor que con su móvil. Le ponemos un GPS debajo del coche. ¿Micro también? ¿En el coche?

– Ya que estamos. ¿Cuánto tiempo necesitará?

– Estará todo listo a las cinco de la tarde.

XXXVI

A las cuatro y media, Hélène Froissy acababa de regular en la habitación de Adamsberg el funcionamiento del receptor. Oía bien la voz de Veyrenc, pero cubierta por las de sus colegas de alrededor y el ruido de las patas de las sillas al arrastrarlas, de los pasos, de los papeles que arrugaban. La potencia del receptor era demasiado elevada, era inútil que el móvil captara a más de cinco metros. Era suficiente para cubrir la superficie del estudio de Veyrenc, y eso le permitía eliminar buena parte de las interferencias.

Ahora las palabras de Veyrenc le llegaban con claridad. Estaba charlando con Retancourt y Justin. Froissy escuchó unos instantes la voz ligera y tamizada del teniente, mientras atenuaba un poco más el efecto parásito de los ruidos de fondo. Veyrenc se sentaba en su mesa. Oyó el tecleo del ordenador y palabras dichas para sí. Ya no tengo caverna para abrigar mi pena. Froissy lanzó una mirada triste a la mesa de escucha, a esos aparatos endiablados que vertían sin medida las preocupaciones de Veyrenc en la habitación de Adamsberg. Había algo violento en ese dispositivo lanzado en persecución de Veyrenc. Dudó si ponerlo en marcha, pero luego accionó uno a uno los interruptores. Una lucha de bestias, pensó mientras cerraba la puerta, en la que acababa de participar con plena responsabilidad.

XXXVII

El lunes cuatro de abril, Danglard colgó en la pared de la sala del Concilio un mapa del departamento del Eure. Tenía en la mano una lista de veintinueve mujeres supuestamente vírgenes, de entre treinta y cuarenta años, que vivían en unos veinte kilómetros a la redonda de Mesnil-Beauchamp. Habían establecido el listado de sus direcciones, y Justin clavaba alfileres rojos en los lugares correspondientes a sus domicilios.

– Deberías haber usado alfileres blancos -dijo Voisenet.

– Vete a la mierda -dijo Justin-. Además, no tengo.

Los hombres estaban cansados. Habían pasado ocho días revolviendo ficheros y peinando el terreno de cura en cura. Una cosa parecía ganada: ninguna otra mujer que se ajustara a sus criterios había muerto por accidente en los días anteriores. La tercera virgen estaba, pues, viva. Esa certeza pesaba tanto en la mente de los agentes como la duda respecto al rumbo de la investigación elegido por su comisario. Se cuestionaba la base misma, es decir la relación entre las profanaciones y la receta del De reliquis.

La oposición se había hojaldrado en varios grados. Los más duros, los ultras, consideraban que unos restos de líquenes en una piedra no podían constituir la prueba de un asesinato. Que, desde cierto punto de vista, el andamio que había montado Adamsberg era tan evanescente como un sueño, tan sólo una quimera que los había absorbido a todos por espacio de un singular coloquio. Otros, los reticentes, aceptaban los asesinatos de Élisabeth y Pascaline, reconociendo que podía haber una relación entre la mutilación del gato y el robo de las reliquias, pero se negaban a aceptar la hipótesis de la medicación medieval. Incluso entre los últimos adeptos de la teoría del De reliquis, la interpretación de la medicación era objeto de dudas y de glosas. El texto no hablaba de un gato, y el viril principio, a esas alturas, podía ser perfectamente semen de toro. Nada indicaba lo contrario, del mismo modo que nada indicaba expresamente que se necesitaran tres vírgenes para componer la mixtura. Era posible que bastaran dos y que estuvieran rompiéndose los cuernos inútilmente. Asimismo, nada decía que la tercera virgen tuviera que ser asesinada entre tres y seis meses antes de que saliera el vino nuevo. Todo eso, de hilo tenue a razonamiento improbable, formaba un edificio sin pies ni cabeza, más fabuloso que realista.

Día a día, una revuelta inédita y rumorosa sublevaba la atmósfera de la Brigada, ganando nuevos adeptos a medida que pasaban las horas y ascendía el cansancio. Se recordaba la brutal caída en desgracia de Noël, de quien no se tenían noticias. Caída en desgracia por otra parte incomprensible teniendo en cuenta lo desagradable que se mostraba Adamsberg con el Nuevo, evitándolo tanto como podía. Se murmuraba que el comisario no se había repuesto del drama quebequés ni de su ruptura con Camille, ni de la muerte de su padre, ni del nacimiento de su hijo, que lo relegaba bruscamente al rango de los viejos. Se recordó los guijarros depositados en cada una de las mesas, y uno de los hombres aventuró la suposición de que Adamsberg estaba entregándose al misticismo. Y de que, al derrapar en su propio barro, hacía descarrilar toda la investigación y a sus hombres con él.

Ese descontento no habría pasado de la habitual rabieta si el comportamiento de Adamsberg hubiera seguido igual. Pero, desde el día siguiente al del Coloquio de las Tres Vírgenes, el comisario se había vuelto inaccesible, impartiendo órdenes secas y tristes, sin poner el pie en la sala del Concilio. Era como si su agua hubiera quedado trabada en hielo. La rebelión reactivaba la polémica de fondo entre positivistas y paleadores de nubes, disminuyendo los efectivos de paleadores debido a la distante frialdad de Adamsberg.

Dos días antes, una severa discusión había radicalizado los antagonismos, sobre si sí abandonaban o no esas putas reliquias y todo ese rollo de los restos.

Mercadet, Kernorkian, Maurel, Lamarre, Gardon, y por supuesto, Estalère, hacían piña en torno al comisario, que no parecía preocupado por el motín que agitaba su brigada. Danglard, imperioso, aguantaba mecha en el puente, pese a ser de los primeros en dudar de la opción de Adamsberg. Pero, frente a la sedición, habría preferido dejar que lo hicieran picadillo antes que admitirlo, y defendía con ardor y sin creer en ella la tesis del De reliquis. Veyrenc no tomaba posición, limitándose a hacer su trabajo y tratando de no llamar la atención. Entre él y el comisario, se había pasado violentamente a la guerra al día siguiente al del Coloquio de las Tres Vírgenes, y no entendía por qué.

Muy curiosamente, Retancourt, una de las positivistas más acérrimas de la Brigada, se mostraba indiferente a esa polémica, como un vigilante curado de espanto en medio del tumulto de un patio de recreo. Concentrada, más silenciosa de lo habitual, Retancourt parecía absorta en un problema que sólo ella conocía. Ese día, ni siquiera había aparecido por la Brigada. Alarmado por el enigma, Danglard había preguntado a Estalère, considerado como el mejor especialista en la diosa polivalente.

– Está convirtiendo toda su energía de golpe -diagnosticó Estalère-. No queda ni una miga para nosotros, y apenas para el gato.

– ¿En qué, según su opinión?

– No es un esfuerzo administrativo, ni familiar, ni físico. Ni técnico -enumeró Estalère, tratando de eliminar parámetros-. Creo que debe de ser, como decirlo…

Estalère se señaló la frente.

– Intelectual -propuso Danglard.

– Sí -dijo Estalère-. Es una reflexión. Algo la intriga.

Adamsberg era en realidad muy consciente del clima que imponía en la Brigada y trataba de controlarse. Pero las escuchas de Veyrenc le habían afectado gravemente, y le costaba restablecer el equilibrio. Esas escuchas no habían hecho avanzar ni un ápice su investigación sobre la guerra de los dos valles, ni sobre la muerte de Fernand y del Gordo Georges. Veyrenc sólo llamaba a algunos parientes y amigas, sin comentar nada sobre su vida en la Brigada. En cambio, y por dos veces, Adamsberg había captado en directo el acoplamiento Veyrenc-Camille, y había quedado aplastado por el peso de esos dos cuerpos, herido por la impudicia de la realidad cuando la realidad es la de los demás. Y lo lamentaba. Los amores de Veyrenc y Camille no sólo no le permitían irrumpir en su danza y dirigirla, sino que lo apartaban lejos de ellos. Él no existía en esa habitación, ese espacio no era el suyo. Había entrado como un pirata y debía volver a salir. Ese sentimiento decepcionante de que un lugar inaccesible sólo pertenecía a Camille y no tenía nada que ver con él empezaba a sustituir su rabia. Sólo le quedaba regresar a sus propias tierras, regresar exhausto y sucio, dotado de recuerdos que tendría que disolver. Había caminado mucho tiempo bajo los gritos de las aves para comprender que debía dejar de asediar los muros de un objetivo imaginario.

Más en forma, y como recuperándose de una fiebre que lo hubiera dejado dolorido, cruzó la sala del Concilio y miró el mapa que acababa de completar Justin. Al entrar él, Veyrenc se había contraído inmediatamente en postura defensiva.

– Veintinueve -dijo Adamsberg contando los alfileres rojos.

– No lo conseguiremos -dijo Danglard-. Hay que introducir otro parámetro para restringir más el campo.

– El modo de vida -sugirió Maurel-. Las que viven con algún pariente, un hermano, una tía, son menos accesibles para un asesino.

– No -dijo Danglard-, Élisabeth murió de camino a su trabajo.

– ¿Y la Vera Cruz? ¿Qué resultados hay? -preguntó Adamsberg en voz bastante baja, como si se hubiera pasado ocho días tosiendo.

– Ni una sola reliquia en toda la Alta Normandía -respondió Mercadet-. Y ni un robo de este tipo en rodo el periodo considerado. El último tráfico observado fue el de las reliquias de san Demetrio de Salónica, hace ciento cincuenta años.

– ¿Y el ángel de la muerte? ¿Ha sido vista en la zona?

– Hay una posibilidad -dijo Gardon-. Pero sólo tenemos cuatro testimonios. Una enfermera que hacía visitas a domicilio se instaló en Vecquigny hace seis años. Está a trece kilómetros de Mesnil, al nordeste. La descripción es muy vaga. Una mujer de entre sesenta y setenta años, bajita, tranquila, bastante habladora. Podría ser ella como podría ser cualquiera. La recuerdan en Mesnil, Vecquigny y Meillères. Ejerció aproximadamente un año.

– O sea lo suficiente para informarse. ¿Se sabe por qué se fue?

– No.

– Abandonemos -dijo Justin, que durante la rebelión se había pasado al clan de los positivistas.

– ¿Qué, teniente? -preguntó Adamsberg con voz lejana.

– Todo. El libro, el gato, la tercera virgen, los restos, rodo ese rollo. No son más que chorradas.

– Ya no necesito hombres en este caso -dijo Adamsberg sentándose en medio de la sala, en el centro de todas las miradas-. Tenemos todos los datos, ya no se puede hacer más ni en documentación ni sobre el terreno.

– Entonces ¿cómo? -preguntó Gardon sin perder del todo la esperanza.

– Intelectualmente -aventuró Estalère, entrando en liza sin prudencia.

– ¿Tú, Estalère, lo vas a resolver intelectualmente? -preguntó Mordent.

– Los que quieran abandonar el caso, que lo hagan -reanudó Adamsberg con el mismo tono desprendido-. Es más, hacen falta agentes para la muerte de la calle Miromesnil y la reyerta de Alésia. Y una investigación sobre el envenenamiento colectivo en la residencia de ancianos de Auteuil. Llevamos retraso en todos los expedientes.

– Creo que Justin tiene razón -dijo Mordent con tono comedido-. Creo que estamos siguiendo una pista equivocada, comisario. En el fondo, bien mirado, todo parte de un gato torturado por unos críos.

– De un hueso peneano arrancado a un gato -dijo Kernorkian en defensa de la tesis del comisario.

– No creo en la tercera virgen -dijo Mordent.

– Yo no creo ni en la primera -dijo Justin sombrío.

– Pero bueno, joder -dijo Lamarre-, Elisabeth está muerta.

– Me refería a la Virgen María.

– Los dejo -dijo Adamsberg poniéndose la chaqueta-. Pero la tercera virgen existe en alguna parte, estará tomándose un cafetito, y no pienso dejarla morir.

– ¿Qué cafetito? -preguntó Estalère cuando Adamsberg ya había salido de la sala del Concilio.

– No es nada -dijo Mordent-. Es su manera de decir que vive su vida.

XXXVIII

Francine odiaba las antiguallas, siempre sucias y nunca derechas. Sólo se sentía tranquila en el universo inmaculado de la farmacia, donde cuidaba, lavaba, guardaba. Pero no le gustaba volver a la vieja casa paterna, siempre sucia y nunca derecha. Cuando aún vivía, Honoré Bidault no habría tolerado ninguna reforma; pero ahora ¿qué importancia tenía? Francine llevaba dos años rumiando su proyecto de mudanza, lejos de la vieja granja campestre, a un piso nuevo y urbano. Lo dejaría todo allí, los jarros, las cacerolas torcidas, los armarios altos, todo.

Las ocho y media de la tarde era el mejor momento del día. Había acabado de lavar los platos, había cerrado la bolsa de la basura con doble nudo y la había sacado al umbral de la entrada. Las basuras atraen cantidad de bichos, era mejor no dejarlas en casa por la noche. Controló el estado de la cocina, siempre con aprensión, temiendo descubrir un ratón, un insecto rampante o volador, una araña, una larva, un lirón, la casa estaba llena de todas esas asquerosidades, que entraban y salían como Pedro por la suya, y no había manera de desembarazarse de ellas, debido al campo circundante, debido al desván de arriba, debido al sótano de abajo. El único búnker que había logrado proteger casi por completo de las intrusiones era su habitación. Había pasado meses obturando la chimenea, tapando con cemento todas las grietas de las paredes, los resquicios bajo las ventanas y las puertas, y había elevado su cama sobre unos ladrillos. Prefería no ventilar a dejar que penetrara cualquier cosa en ese cuarto mientras dormía. Pero no había nada que hacer para eliminar la carcoma que, durante toda la noche, se adentraba en la madera de las viejas vigas. Cada día, antes de acostarse, Francine miraba los agujeritos que había encima de su cama, temiendo ver aparecer la cabeza de una larva de carcoma. No tenía ni idea de qué aspecto podía tener esa porquería de carcoma: ¿de gusano?, ¿de ciempiés?, ¿de tijereta? Y todas las mañanas tenía que sacudir con mano asqueada el polvillo de madera que había caído sobre su manta.

Francine se sirvió café caliente en un tazón, añadió un terrón de azúcar y dos tapones de ron. El mejor momento del día. Luego se llevaba la taza a la habitación, con la petaca de ron, y veía dos películas seguidas. Su colección de ochocientas doce películas, etiquetadas y clasificadas, estaba guardada en la otra habitación, la de su padre y, tarde o temprano, la humedad las estropearía.

Se había decidido a abandonar la granja el día en que un carpintero pasó a inspeccionar las vigas, cinco meses después de morir su padre. Y en los cabrios había detectado agujeros de algavaro. Siete. Agujeros enormes, inimaginables, grandes como el meñique. Si se aguza el oído, se los puede oír horadando la madera, había dicho el especialista riéndose.

Hay que tratarla, había decretado el hombre. Pero en cuanto vio el tamaño de las perforaciones del algavaro, Francine tomó su decisión. Se iría. A veces se preguntaba con asco qué aspecto podía tener un algavaro. ¿De gusano gordo? ¿Una especie de escarabajo dotado de taladro?

A la una de la madrugada, Francine examinó los agujeros de carcoma, comprobó, gracias a puntos fijos de referencia, que no se habían extendido demasiado en la viga, y apagó la luz, con la esperanza de no oír el jadeo de un erizo fuera. No le gustaba ese ruido, parecía un ser humano resollando en la noche. Se puso boca abajo, se tapó la cabeza con las mantas dejando sólo una pequeña ventilación para colocar allí su nariz.

Con treinta y cinco años, te comportas como una niña, Francine, le había dicho el cura. ¿Y qué? En dos meses dejaría de ver esa casa y al cura de Otton. No pasaría ni un verano más allí. En verano era peor todavía, con las grandes polillas que entraban -pero ¿por dónde demonios?- y embestían con sus cuerpos repugnantes las pantallas de las lámparas, con los abejorros, las moscas, los tábanos, las camadas de roedores y los abujes. Se decía que las larvas de los abujes cavaban pequeños orificios en la piel para poner sus huevos.

Para dormirse, Francine retomó su cuenta de los días que la separaban de su partida, el uno de junio. Le habían dicho una y otra vez que hacía mal negocio trocando su inmensa granja del siglo XVIII por un piso de dos habitaciones con balcón en Évreux. Pero, para Francine, era el mejor negocio de su vida. En dos meses, estaría a salvo, con sus ochocientas doce películas, en un piso limpio y blanco, a sesenta metros de la farmacia. Estaría sentada en un cojín nuevo, azul, sobre el linóleo nuevo, delante de la televisión, con su café con ron, sin la menor carcoma para aterrorizarla. Ya sólo dos meses. Tendría una cama alta, separada de la pared, con una escalera barnizada para subir. Tendría sábanas de colores pastel que siempre estarían limpias, sin que las moscas vinieran a defecar encima. Niña o no, por fin estaría bien. Francine se contrajo al calor de la capa de mantas y se metió el dedo en el oído. No quería oír el erizo.

XXXIX

Apenas hubo cerrado la puerta de la casa, Adamsberg corrió a ducharse. Se lavó el pelo frotando con fuerza, se apoyó en la pared alicatada y dejó correr el agua tibia con los ojos cerrados y los brazos colgando. De tanto estar metido en el río, decía su madre, acabarás desteñido, te volverás blanco.

La imagen de Ariane atravesó su mente, estimulante. Buena idea, pensó mientras cerraba los grifos. Podría invitarla a cenar, y ya se vería si sí o si no. Se secó a toda prisa, se puso la ropa con la piel todavía húmeda y pasó delante de su mesa de escucha, instalada al pie de su cama.

Mañana pediría a Froissy que viniera a desconectar esa máquina infernal llevándose en sus cables a ese cabronazo de bearnés con sonrisa ladeada. Cogió la pila de grabaciones de Veyrenc y rompió los discos uno tras otro, proyectando esquirlas brillantes por toda la habitación. Lo reunió todo en una bolsa que cerró con fuerza. Luego comió sardinas, tomates y queso y, de este modo saciado y purificado, decidió llamar a Camille como prueba de su buena voluntad y preguntarle por el resfriado de Tom.

Comunicaba. Se sentó en el borde de la cama, masticando el resto del pan, y volvió a intentarlo a los diez minutos. Comunicaba. Quizá esté charlando con Veyrenc. La mesa de escucha, que emitía un parpadeo rojo regular, le ofrecía una última tentación. Accionó el botón con gesto brusco.

Nada, salvo el ruido de la televisión. Adamsberg subió el volumen. Veyrenc escuchaba un debate sobre los celos, ironías del destino, mientras pasaba el aspirador por su estudio. Oír ese programa en su casa, desde el televisor de Veyrenc y en su compañía indirecta, le pareció un tanto pernicioso. Un psiquiatra estaba exponiendo las causas y efectos de la compulsión posesiva, y Adamsberg se tumbó sobre su cama, aliviado de comprobar que, pese a su reciente bandazo, no presentaba ninguno de los síntomas descritos.

Los gritos lo despertaron instantáneamente. Se levantó de golpe para ir a apagar esa televisión que vociferaba en su habitación.

– Ni se te ocurra moverte, mamonazo.

Adamsberg dio tres pasos hasta el extremo del cuarto, ya rectificado el error. No era la televisión, sino la emisora, que le transmitía una película en directo desde el estudio de Veyrenc. Buscó el botón con mano adormilada y suspendió el gesto al oír la voz del teniente contestando al protagonista.

Y la voz de Veyrenc era demasiado peculiar para salir de un televisor. Adamsberg miró sus relojes, casi las dos de la madrugada. Veyrenc tenía una visita nocturna.

– ¿Tienes cachorra?

– Mi arma de servicio.

– ¿Dónde?

– En la silla.

– Nos la llevamos, ¿te parece?

– ¿Eso es lo que queréis? ¿Armas?

– ¿A ti qué te parece?

– No me parece nada.

Adamsberg marcaba a toda prisa el número de la Brigada.

– Maurel, ¿quién está con usted?

– Mordent.

– A toda pastilla al domicilio de Veyrenc, agresión armada. Son dos. Echando leches, Maurel, que le están apuntando.

Adamsberg colgó y llamó a Danglard mientras iba atándose los cordones de los zapatos con una mano.

– Pues piensa un poco, chavalote.

– ¿No te acuerdas?

– Lo siento, no los conozco.

– Pues ven con nosotros, que te vamos a poner los sesos en su sitio. Ponte pantacas, estarás más decente.

– ¿Adónde vamos?

– De paseo. Y conduces tú, como te vayamos diciendo.

– ¿Danglard? Hay dos tipos amenazando a Veyrenc en su casa. Corra a la Brigada y tome el relevo de la escucha. Sobre todo, no lo pierda. Ahora voy para allá.

– ¿Qué escucha?

– ¡Joder, la escucha de Veyrenc!

– No tengo su número de móvil, ¿cómo quiere que se lo pinche?

– No le pido que pinche nada, sino que tome el relevo. El aparato está en el armario de Froissy, el de la izquierda. Dese prisa, me cago en la hostia, y avise a Retancourt.

– El armario de Froissy está cerrado, comisario.

– ¡Pues coja la copia de las llaves de mi cajón, joder! -gritó Adamsberg corriendo escaleras abajo.

– De acuerdo -dijo Danglard.

Había escuchas, había una amenaza y, mientras se ponía apresuradamente la camisa, Danglard temblaba tratando de entender por qué. Veinte minutos después, conectaba el receptor, de rodillas delante del armario de Froissy. Oyó pasos correr, Adamsberg estaba llegando.

– ¿Dónde están? -preguntó el comisario-. ¿Se han ido?

– Todavía no. Veyrenc los ha estado entreteniendo mientras se vestía, y luego buscando las llaves del coche.

– ¿Se llevan su coche?

– Sí. Acaba de encontrar las llaves, los tipos estaban ya a punto…

– Cierre el pico, Danglard.

De rodillas, los dos hombres se inclinaron hacia la emisora.

– De eso nada, tío, deja el teléfono aquí. ¿Te crees que somos gilipollas?

– Tiran el móvil -dijo Danglard-. Perderemos la escucha.

– Conecte el micro, deprisa.

– ¿Qué micro?

– ¡El de su coche, joder! Encienda la pantalla, vamos a seguir el GPS.

– No se capta nada. Deben de estar entre el apartamento y el coche.

– ¿Mordent? -llamó Adamsberg-. Están en la calle, cerca de su casa.

– Estamos llegando al cruce de su calle, comisario.

– Mierda.

– Nos encontramos un accidente en La Bastille y embotellamiento. Pusimos la sirena, pero había un pifostio tremendo.

– Mordent, van a llevárselo en su coche. Síganlo por GPS.

– No tengo su frecuencia.

– Yo sí. Yo los guiaré. Manténganse en línea. ¿En qué coche van ustedes?

– El BEN 99.

– Les envío el sonido a su emisora.

– ¿Qué sonido?

– Su conversación en el coche.

– Entendido.

– Ya están -susurró Danglard-, arrancan, en dirección al este, hacia la calle de Belleville.

– Los oigo -dijo Mordent.

– Ni se te ocurra gritar, mamonazo. Ponte el cinturón y las dos manos al volante. Cagando leches al periférico. Nos vamos a las barriadas, ¿te apetece?

Ni se te ocurra gritar, mamonazo. Adamsberg conocía esa frase. Lejos, muy lejos en un prado alto. Apretó los dientes, puso la mano en el hombro de Danglard.

– Maldita sea, capitán, se lo van a cargar.

– ¿Quiénes?

– Ellos. Los de Caldhez.

– Ve más deprisa, Veyrenc, pisa a fondo. En un coche de la pasma se puede, ¿no? Enciende las luces, así no tendremos problemas.

– ¿Me conocen?

– Para de hacerte el listo, no vamos a jugar a las mamonadas toda la noche.

– Mamonazo, mamonadas, es todo lo que saben decir -gruñó Danglard, cubierto de sudor.

– Cierre el pico, Danglard.

»Mordent, están en el periférico sur. Han puesto el giro-faro, eso debería guiarles.

– Entendido. De acuerdo.

– … nand y el Gordo Georges. ¿Te suenan? ¿O has olvidado que te los has cargado?

– Me suenan.

– Pues ya iba siendo hora, chavalote. Y nosotros ¿necesitas que nos presentemos?

– No. Sois los otros cabrones de Caldhez, Roland y Pierrot. Y yo no maté a esos cerdos.

– No te saldrás con la tuya así como así, Veyrenc. Hemos dicho que nada de mamonadas. Sal, vamos a Saint-Denis. los mataste, y Roland y yo no vamos a esperar de brazos cruzados a que nos rajes a nosotros.

– Yo no los maté.

– No trates de discutir. Tenemos nuestras fuentes especiales, y no creo que te atrevas a contradecirlas. Gira aquí y cierra el pico.

– Mordent, pasan al norte de la basílica.

– Estamos llegando directos a la basílica.

– Al norte, Mordent, al norte.

Adamsberg, todavía de rodillas delante del receptor, apretaba el puño contra sus labios, los dientes contra las encías.

– Ya son nuestros -dijo Danglard mecánicamente.

– Son rápidos, capitán. Matan antes de darse uno cuenta. ¡Joder, al oeste, Mordent! Van hacia la zona en construcción.

– Ya está, comisario, ya veo el girofaro. A doscientos cincuenta metros.

– Prepárense, seguramente lo harán bajar en alguna obra.

Y en cuanto salgan del coche, yo ya no captaré nada.

Adamsberg volvió a pegar el puño a sus labios.

– ¿Dónde está Retancourt, Danglard?

– Ni aquí ni en su casa.

– Me voy a Saint-Denis. Siga el GPS, desvíe la escucha a mi coche.

Adamsberg salió de la Brigada corriendo mientras Danglard trataba de estirar sus piernas doloridas. Sin apartar los ojos de la pantalla, acercó cojeando una silla al armario. La sangre le batía en las sienes, haciendo subir un terrible dolor de cabeza. Él iba a matar a Veyrenc, tan seguro como si hubiera disparado en persona. Él, que había tomado en solitario la decisión de avisar a Roland y Pierrot que se mantuvieran alerta, informándoles de los asesinatos de sus amigos. No había dado el nombre de Veyrenc, pero hasta unos cretinos como Pierrot y Roland no necesitaron pensar mucho para comprender. Ni por un segundo había imaginado Danglard que los dos hombres se arriesgarían a deshacerse de Veyrenc. El auténtico mamón del asunto era él, Danglard. Y el auténtico cabrón. Una vil envidia por el favor de que disfrutaba lo había precipitado hacia una decisión homicida, completamente obcecado. Danglard se sobresaltó al ver el punto luminoso detenerse en la pantalla.

– Mordent, se han parado. En la calle Écrouelles, a media calle. Todavía están en el vehículo. Que no os vean.

– Nos quedamos a cuarenta metros. Acabamos a pie.

– Esta vez, te lo vamos a hacer sin dolor. Pierrot, limpia las huellas de la carrocería. Nadie sabrá qué viniste a hacer en Saint-Denis, nadie sabrá porque moriste en una obra. Y no se oirá hablar más de ti, Veyrenc, ni de tus putas greñas.

Y si gritas, muy fácil, mueres antes.

Adamsberg avanzaba con las sirenas a toda marcha por el periférico casi vacío. Dios mío, haz que. Por piedad. No creía en Dios. Entonces la virgen, la tercera virgen, la suya. Haz que Veyrenc salga de ésta. Haz que. Había sido Danglard, maldita sea, no veía otra explicación. Danglard, que había creído conveniente alertar a los dos últimos de la banda de Caldhez para protegerlos. Sin avisarlo. Sin conocerlos. Él habría podido decirle que Roland y Pierrot no eran de los que esperan el peligro sin hacer nada. Era inevitable que reaccionaran.

– ¿Mordent?

– Están en la obra. Entramos. Pelea, comisario. Veyrenc ha metido un codazo en el estómago a uno de los tipos. El tipo está de rodillas. Se levanta, sigue con la pistola. El otro tiene agarrado a Veyrenc.

– Dispare, Mordent.

– Demasiado lejos, demasiado oscuro. ¿Tiro al aire?

– No, comandante. Al menor disparo, dispararán ellos también. Acérquense. A Roland le gusta hablar, le gusta fardar. Eso lo entretendrá. A doce metros, enciendan la linterna y disparen.

Adamsberg salió de la carretera. Si al menos no hubiera contado esa mierda de historia a Danglard. Pero había hecho lo que todos: había contado su secreto a una persona. Una, y era una de más.

– Lo que me habría gustado es reventarte la sesera en el Prado Alto. Pero no soy tan gilipollas, Veyrenc, no voy a ayudar a la pasma a entender nada. ¿Y tu jefe? ¿Le has preguntado qué coño hacía allí? Te gustaría saberlo, ¿eh? Me das risa, Veyrenc, siempre me has dado risa.

– Trece metros -dijo Mordent.

– Adelante, comandante. A las piernas.

Adamsberg oyó tres detonaciones por la emisora. Entraba a ciento treinta por hora en Saint-Denis.

Roland se había caído, herido detrás de la rodilla, y Pierrot se había vuelto de un salto. El guardacaza les hacía frente, pistola en mano. Roland intentó un disparo torpe que horadó el muslo a Veyrenc. Maurel apuntó al guarda-caza y le dio en el hombro.

– Los dos tipos han caído, comisario. Uno herido en el brazo, otro en la rodilla. Veyrenc está en el suelo, herido en el muslo. Bajo control.

– Danglard, envíe dos ambulancias.

– Ya están en marcha -respondió Danglard con voz muerta-. Hospital Bichat.

Cinco minutos después, Adamsberg entraba en el terreno fangoso de la obra. Mordent y Maurel había tumbado a los heridos en la tierra seca, sobre planchas metálicas.

– Mala herida -dijo Adamsberg-. Chorrea sangre. Páseme su camisa, Mordent, intentaré hacerle un garrote. Maurel, ocúpese de Roland, el más alto, inmovilice la rodilla.

Adamsberg rasgó el pantalón de Veyrenc y vendó la herida con la camisa, que anudó con fuerza en el muslo.

– Al menos con esto vuelve en sí -dijo Maurel.

– Sí, siempre se ha desmayado y siempre ha vuelto en sí. Es su estilo. ¿Me oye, Veyrenc? Apriéteme la mano si me oye.

Adamsberg repitió tres veces la pregunta antes de sentir que se crispaban los dedos del teniente.

– Está bien, Veyrenc. Ahora abra los ojos -dijo Adamsberg dándole palmadas en las mejillas-. Vuelva. Abra los ojos. Diga si me oye.

– Sí.

– Diga otra cosa.

Veyrenc abrió del todo los ojos. Su mirada se posó sobre Maurel, luego sobre Adamsberg, sin comprender, como si esperara ver a su padre llevarlo al hospital de Pau.

– Han venido -dijo-, los de Caldhez.

– Sí, Roland y Pierrot.

– A la capilla de Camalès por el camino de las rocas, han venido al Prado Alto.

– Estamos en Saint-Denis -intervino Maurel, inquieto-, estamos en la calle Écrouelles.

– No se preocupe, Maurel -dijo Adamsberg-, es personal. ¿Qué más, Veyrenc? -prosiguió, sacudiéndole el hombro-. ¿Ve el Prado Alto? ¿Fue allí? ¿Lo recuerda?

– Sí.

– Había cuatro chavales. ¿Y el quinto? ¿Dónde está?

– De pie, debajo del árbol. Es el jefe.

– Sí, eso -dijo Pierrot con una risita-. Es el jefe.

Adamsberg se alejó de Veyrenc para aproximarse a los dos tipos tumbados y esposados a dos metros del teniente.

– Qué pequeño es el mundo -dijo Roland.

– ¿Te sorprende?

– Ya me dirás. Siempre tenías que andar tocando las narices.

– Dile la verdad de lo que pasó en el Prado Alto. A Veyrenc. Dile lo que hacía yo debajo del árbol.

– Lo sabe, ¿no? Si no, no estaría aquí.

– Siempre has sido un hijo de puta, Roland. Ésa es la verdad.

Adamsberg vio las luces azules de las ambulancias iluminar la valla de la obra. Las ambulancias cargaron a los hombres en las camillas.

– Mordent, voy con Veyrenc. Acompañe a los otros dos, bajo estrecha vigilancia.

– Comisario, no tengo camisa.

– Póngase la de Maurel. Maurel, lleve el coche a la Brigada.

Antes de que salieran las ambulancias, Adamsberg aprovechó para llamar a Froissy.

– Froissy, siento sacarla de la cama. Vaya a desmontar todo el material, primero en la Brigada, luego en mi casa. Después, vaya directamente a la calle Écrouelles. Encontrará el coche de Veyrenc. Déjelo limpio.

– ¿Y no puede esperar unas horas?

– No la llamaría a las tres y veinte de la madrugada si pudiera esperar un solo minuto. Haga desaparecer todo.

XL

El cirujano entró en la sala de espera y buscó con la mirada quién podía ser el comisario que esperaba noticias de los tres heridos de bala.

– ¿Dónde está?

– Ahí -dijo el anestesista señalando a un hombre bajito y moreno que dormía profundamente, tumbado encima de dos sillas, con la cabeza apoyada en su chaqueta doblada a modo de almohada.

– Pongamos que sí -dijo el cirujano sacudiendo el hombro de Adamsberg.

El comisario se incorporó, con la espalda contraída, se frotó varias veces la cara, se pasó las manos por el pelo. Aseo completado, pensó el cirujano. Pero él tampoco había tenido tiempo de afeitarse.

– Están bien los tres. La herida en la rodilla requerirá rehabilitación, pero la rótula no está dañada. Lo del brazo no es casi nada, podrá salir en dos días. El del muslo tuvo suerte, le pasó cerca de la arteria. Tiene fiebre. Habla en verso.

– ¿Y las balas? -preguntó Adamsberg-. ¿No estarán mezcladas?

– Cada una en su caja, etiquetada con el número de cama. ¿Qué ha pasado?

– Un ataque en un cajero.

– Ah -dijo el cirujano, decepcionado-. El dinero trastorna el mundo.

– ¿Dónde está el de la herida en la rodilla?

– Habitación 435, con el del brazo.

– ¿Y el del muslo?

– En la 441. ¿Qué le ha pasado?

– El de la herida en la rodilla le disparó.

– No, me refería a su pelo.

– Es natural. Bueno, es accidental natural.

– Yo lo llamo perturbación intradérmica de la queratina. Muy raro, incluso excepcional. ¿Quiere un café? ¿Un desayuno? Está un poco pálido.

– Voy a buscar una máquina -dijo Adamsberg poniéndose en pie.

– El café de la máquina es pis de burro. Venga conmigo. Lo arreglaremos.

Los médicos siempre tenían la última palabra, y Adamsberg siguió al hombre de blanco dócilmente. Había que comer. Había que beber. Había que encontrarse mejor. Algo titubeante, Adamsberg dedicó un breve pensamiento a la tercera virgen. Era mediodía, probablemente se disponía a comer. No había que tener miedo, todo iría bien.

El comisario entró en la habitación de Veyrenc a la hora de la comida. Tenía una taza de caldo y un yogur sobre las rodillas, y los contemplaba con melancolía.

– Hay que comer -dijo Adamsberg-, no hay elección.

Veyrenc asintió y cogió la cuchara.

– Cuando se remueven viejos recuerdos, se corren riesgos. Todos. No anduvo lejos.

Veyrenc levantó la cuchara, pero la dejó, mirando fijamente su tazón de caldo.

– El destino cruel me divide el sentir.

»El honor me aconseja que bendiga al guerrero

que protegió mi vida de esos bandidos viles.

Mas mi alma se indigna con ese caballero

que trajo mi desgracia y que debo aclamar.

– Sí, ése es el problema. Pero no le pido nada, Veyrenc. Y mi posición no es mucho más sencilla que la suya. Salvo la vida de un hombre que puede deshacer la mía.

– ¿Cómo?

– Porque me ha arrebatado lo más valioso que tengo. Veyrenc se incorporó apoyándose en un codo, con un gesto de dolor, levantando el labio oblicuo.

– ¿Su reputación? Todavía no la he tocado.

– Pero a mi mujer sí. Séptimo piso, frente a la escalera.

Veyrenc se dejó caer encima de la almohada, boquiabierto.

– No podía saberlo -dijo en voz baja.

– No. Uno nunca lo sabe todo, no lo olvide.

– Es como en el cuento -dijo Veyrenc después de un silencio.

– ¿Cuál?

– El del rey que envió a la batalla y a una muerte segura a uno de sus generales, a cuya mujer amaba.

– No entiendo -dijo sinceramente Adamsberg-. Estoy cansado. ¿Quién ama a quién?

– Érase una vez un rey -volvió a empezar Veyrenc.

– Sí.

– Que amaba a la mujer de un tipo.

– Vale.

– El rey envió al tipo a la guerra.

– De acuerdo.

– El tipo murió.

– Sí.

– Y el rey se quedó con su mujer.

– Pues ése no soy yo.

El teniente se miró las manos, concentrado, lejano.

– Sin embargo, señor, lo habríais podido.

»En plena noche oscura, vino a vos la fortuna

de librar vuestra vida de otra inoportuna.

Acechaba la muerte a quien os hizo daño,

a aquel de quien el sino hizo vuestro rival.

– De acuerdo -repitió Adamsberg.

– ¿Qué idea, qué piedad, detuvo vuestro brazo,

haciéndoos salvarlo de una muerte segura?

Adamsberg se encogió de hombros, doloridos por el cansancio.

– ¿Me vigilaba? -preguntó Veyrenc-. ¿Por ella?

– Sí.

– ¿Reconoció a los tipos en la calle?

– Cuando lo obligaron a subirse al coche -mintió Adamsberg, omitiendo lo de los micros.

– Comprendo.

– Vamos a tener que entendernos, teniente.

Adamsberg se levantó y cerró la puerta.

– Vamos a dejar que Roland y Pierrot huyan sin que nadie se dé cuenta. Sin guardia en la puerta, aprovecharán la primera ocasión que se les presente para largarse.

– ¿Un regalo? -preguntó Veyrenc con una sonrisa fija.

– A ellos no, teniente, a nosotros. Si los perseguimos, habrá acusación y proceso, ¿estamos de acuerdo?

– Ya lo creo que habrá proceso. Y condena.

– Se defenderán, Veyrenc. Su abogado alegará legítima defensa.

– ¿Cómo? Si me amenazaron en mi casa.

– Alegando que usted mató a Fernand el Bicho y al Gordo Georges, y que se disponía a cargárselos.

– Yo no los maté -dijo con sequedad Veyrenc.

– Y yo no lo ataqué ese día, en el Prado Alto -dijo Adamsberg con la misma frialdad.

– No le creo.

– Ninguno está dispuesto a creer al otro. Y ninguno de nosotros dos tiene pruebas de lo que dice, salvo la palabra del otro. El tribunal tampoco tendrá razones para creerle, Veyrenc. Roland y Pierrot se saldrán con la suya, créame, y usted tendrá problemas.

– No -interrumpió Veyrenc-. Sin prueba, no hay condena.

– Pero sí una nueva fama, teniente, y rumores. ¿Habrá matado a esos dos, no los habrá matado? Una sospecha agarrada a usted como una garrapata, que no lo abandonará nunca. Que le seguirá picando dentro de sesenta y nueve años, aunque no lo condenen.

– Entiendo -dijo Veyrenc al cabo de un momento-. Pero no me inspira confianza. ¿Qué gana usted con eso? Podría planear su huida para que vuelvan a atacarme más adelante.

– ¿En ésas estamos, Veyrenc? Según eso, piensa que fui yo quien envió a Roland y Pierrot esta noche. ¿Por eso estaba yo delante de su portal?

– Me veo obligado a planteármelo.

– ¿Y por qué lo habría salvado?

– Para cubrirse cuando se produzca el segundo ataque, que esa vez saldrá bien.

Una enfermera pasó como una exhalación y dejó dos pastillas en la mesilla de noche.

– Analgésico -dijo-. Se toma con la comida, hay que ser razonable.

– Tómeselas -dijo Adamsberg dándoselas al teniente-. Con un sorbo de caldo.

Veyrenc obedeció, y Adamsberg dejó la taza en la bandeja.

– Es verosímil -dijo el comisario volviendo a sentarse, con las piernas estiradas-. Pero no es la verdad. A veces ocurre que la mentira es verosímil y no la verdad.

– Pues dígamela.

– Tengo una razón personal para desear que huyan. No lo seguí, teniente, lo escuché. Mandé pinchar su móvil y poner un micro y un GPS en su coche.

– ¿Hasta ese punto?

– Sí. Y preferiría que no se supiera. Si hay una investigación, todo saldrá a la luz, incluidas las escuchas.

– ¿Quién lo dirá?

– La que las instaló por orden mía, Hélène Froissy. Confió en mí, me obedeció. Creyó actuar por su bien, Veyrenc. Es una mujer íntegra, y lo dirá todo.

– Ya veo -dijo Veyrenc-. Así que saldríamos ganando los dos.

– Eso es.

– Pero una fuga no es tan fácil. No pueden salir del hospital sin dejar fuera de combate a unos cuantos policías. Sería raro. Sospecharían de usted, o como mínimo sería acusado de negligencia profesional.

– Dejarán fuera de combate a unos cuantos policías. Tengo a dos jóvenes muy dispuestos que declararán que los tipos los derribaron.

– ¿Estalère?

– Sí. Y Lamarre.

– Pero habría que ver si Roland y Pierrot lo intentan. Seguramente ni se imaginan que pueden salir de este hospital. Podría haber policías en las salidas.

– Saldrán porque yo se lo pediré.

– ¿Y le harán caso?

– Claro.

– ¿Y quién me dice que no volverán a atacarme?

– Yo.

– ¿Sigue usted siendo su jefe, comisario?

Adamsberg se levantó y rodeó la cama. Echó una mirada a la hoja de temperatura, treinta y ocho grados y ocho décimas.

– Hablaremos de esto más tarde, Veyrenc, cuando seamos capaces de escucharnos, cuando haya bajado la fiebre.

XLI

A tres puertas de la habitación de Veyrenc, en la 435, Roland y Pierrot negociaban duramente con el comisario. Veyrenc se había arrastrado metro a metro hasta el umbral y, apoyado en la pared, sudando de dolor, escuchaba.

– Es trola -dijo Roland.

– Deberías darme las gracias por ofrecerte la ocasión de largarte de aquí. Si no, a ti te caerán diez años de talego, como mínimo, y tres a Pierrot. Disparar a un policía es más caro, no se perdona.

– El panocha quería matarnos -dijo Pierrot-. Es legítima defensa.

– Anticipada -precisó Adamsberg-. Y no tienes pruebas, Pierrot.

– No le hagas caso, Pierrot -dijo Roland-. El panocha irá al talego por dos asesinatos y premeditación de asesinato, y nosotros nos libraremos, y encima con indemnización, que será una pasta.

– No va a ser así en absoluto -dijo Adamsberg-. Vais a largaros y mantendréis cerrado el pico.

– ¿Por qué? -preguntó Pierrot, desconfiado-. ¿Y a santo de qué vas a dejarnos salir? Apesta a chanchullo.

– Claro. Pero es un chanchullo que sólo me afecta a mí. Vosotros os largáis, lejos, y no oímos nunca más hablar de vosotros, eso es todo lo que pido.

– ¿A santo de qué? -repitió Pierrot.

– A santo de que, si no os largáis, suelto el nombre de vuestro jefe de entonces. Y no creo que le guste mucho que le hagáis publicidad, al cabo de treinta y cuatro años.

– ¿Qué jefe? -dijo Pierrot, sinceramente sorprendido.

– Pregúntaselo a Roland -dijo Adamsberg.

– No le hagas caso -dijo Roland-, está diciendo chorradas.

– El teniente de alcalde del pueblo, encargado de obras públicas y viticultor. Lo conoces, Pierrot. El que dirige ahora una de las mayores empresas de construcción. Pagó a la banda un adelanto descomunal para dejar como nuevo al niño Veyrenc. El resto os lo pagaría cuando salierais del reformatorio. Con ese dinero, Roland montó su cadena de ferreterías y Fernand se dio la vida padre en hoteles de cinco estrellas.

– ¡Pero si yo nunca vi esa pasta! -vociferó Pierrot.

– Ni tú ni el Gordo Georges. Roland y Fernand se lo quedaron todo.

– Hijo de puta -masculló Pierrot.

– Achántala, mamón -respondió Roland.

– Di que no es verdad -ordenó Pierrot.

– No puede -dijo Adamsberg-. Es verdad. El teniente de alcalde quería quedarse con todo el viñedo de Veyrenc de Bilhc. Había decidido comprarlo a la fuerza, y amenazaba a Veyrenc padre con represalias si no aceptaba. Pero Veyrenc se aferraba a su vino. El teniente de alcalde organizó la agresión al crío contando con que el miedo haría ceder al padre.

– Mientes -aventuró Roland-. Tú no puedes saber todo eso.

– No debería haberlo sabido. Porque habías jurado guardar secreto a ese cabrón del teniente de alcalde. Pero siempre se cuenta un secreto a una persona, Roland. Y lo contaste a tu hermano. Y tu hermano se lo dijo a su novia. Y su novia se lo dijo a su prima. Que se lo dijo a su mejor amiga. Que se lo dijo a su novio. Que era mi hermano.

– Eres un hijo de la gran puta, Roland -dijo Pierrot.

– Exacto, Pierrot -confirmó Adamsberg-. Y comprenderás que, si no me obedecéis, que si tocáis un solo pelo a Veyrenc, castaño o rojo, suelto el nombre del teniente de alcalde. Que os enviará a los dos al infierno. ¿Qué elegís?

– Nos largamos -gruñó Roland.

– Perfecto. No hace falta que peguéis fuerte a los cabos de guardia. Estarán al corriente. Sed creíbles, sin más.

En el pasillo, Veyrenc retrocedió hasta su habitación. Consiguió llegar a su puerta justo antes de que Adamsberg saliera de la 435. Se lanzó sobre la cama, exhausto. Nunca había entendido por qué su padre había acabado aceptando vender el viñedo.

XLII

– Fue entonces cuando el rebeco sabio cometió una tontería monumental, por celos, a pesar de haber leído todos los libros. Fue a ver a dos lobos enormes, que, mira tú por dónde, eran cretinos y más malos que la quina. Desconfiad del bucardo colorado, les dijo, que os va a cornear. Sin pensárselo dos veces, los dos lobos se abalanzaron sobre el bucardo colorado. Tenían mucha hambre, se lo zamparon enterito, y no se oyó hablar más de él. Y el bucardo pardo pudo reanudar su vida, tan ricamente, liberado de sus preocupaciones, con las marmotas y las ardillas. Y la bucarda. Pero no, Tom, las cosas no fueron así, porque la vida es mucho más complicada, y también la cabeza de los bucardos. El bucardo pardo se lanzó sobre los lobos, con algo de retraso, y les rompió los colmillos. Las dos fieras huyeron patas para qué os quiero. El bucardo colorado tenía un mordisco en el muslo, y el bucardo pardo tuvo que curarlo. No podía dejarlo morir, ¿qué te parece, Tom? Mientras, la bucarda estaba escondida. No quería tener que elegir entre el colorado y el pardo, era algo que la ponía nerviosa. Entonces, los dos bucardos se sentaron en unos sillones, se encendieron una buena pipa y hablaron del asunto. Pero por un quítame allá esas pajas se daban con los cuernos, porque uno creía tener razón y que el otro estaba equivocado, y el otro creía decir la verdad y que el otro mentía.

El niño puso un dedo en el ojo de su padre.

– Sí, Tom, es difícil. Es un poco como el opus spicatum, con las espinas que van para un lado y para el otro. Bueno, pues así estaban las cosas cuando apareció la tercera virgen, que vivía muy modosita en una madriguera con gerbillos. Se alimentaba de diente de león y de llantén, y vivía temblando desde que un día un árbol estuvo a punto de aplastarla. Tercera Virgen era diminuta, bebía mucho café y no sabía defenderse de los espíritus malignos del bosque. Tercera Virgen pedía socorro. Pero algunos bucardos se enfadaban, decían que Tercera Virgen no existía y que no había que ocuparse de esas cosas. Y el bucardo pardo dijo vale, pues no se hable más. Observa, Tom. Voy a repetir el experimento.

Adamsberg marcó el número de Danglard.

– Capitán, es otra vez para la educación del niño. Había una vez un rey.

– Sí.

– Que amaba a la esposa de uno de sus generales.

– Vale.

– Mandó a su rival a la batalla sabiendo que lo enviaba a la muerte.

– Sí.

– Danglard, ¿cómo se llamaba ese rey?

– David -respondió Danglard con voz átona-, y el general sacrificado se llamaba Uri. David tomó por esposa a la viuda, que fue la reina Betsabé, futura madre del rey Salomón.

– ¿Lo ves, Tom, lo fácil que es? -dijo Adamsberg a su hijo, tumbado sobre su vientre.

– ¿Lo dice por mí, comisario? -preguntó Danglard.

Adamsberg advirtió que la voz del comandante seguía sin vida.

– Si piensa que he enviado a Veyrenc a la muerte -prosiguió Danglard-, tiene razón. Podría afirmar que fue sin querer, podría jurar que ni se me ocurrió. ¿Y qué? ¿Y después qué? ¿Quién sabrá nunca si no lo deseaba sin saberlo en el fondo de mi cabeza?

– Capitán, ¿no le parece que tiene uno suficientes quebraderos de cabeza con lo que piensa de verdad para preocuparse encima de lo que habría podido pensar si lo hubiera pensado?

– Incluso así -respondió Danglard, apenas audible.

– Danglard, no está muerto. Nadie ha muerto. Salvo usted, quizá, que agoniza en el salón.

– Estoy en la cocina.

– ¿Danglard?

Adamsberg no obtuvo respuesta.

– Danglard, coja una botella y venga a verme. Estoy solo con Tom. Santa Clarisa ha salido a dar una vuelta. Con el curtidor, supongo.

El comisario colgó para no dejar al comandante ocasión de decir que no.

– Tom -dijo-. ¿Te acuerdas del rebeco tan sabio y que tanto había leído? ¿Y que había hecho una tontería monumental? Pues resulta que los rincones más recónditos de su cabeza eran tan complicados que por las noches se perdía en ellos. Y a veces también de día. Y ni la sabiduría ni la ciencia podían ayudarlo a encontrar la salida. Entonces los bucardos tenían que echarle un cable y tirar con fuerza para sacarlo de allí.

Adamsberg levantó súbitamente la cabeza hacia el techo. Arriba, en el desván, un roce, un sonido amortiguado. O sea que al final santa Clarisa no se había ido de paseo con el curtidor.

– No es nada, Tom. Un pájaro, o el viento, o una tela que barre el suelo.

Para purificar los rincones más recónditos de la mente de Danglard, Adamsberg encendió un buen fuego. Era la primera vez que utilizaba la chimenea, y la llama tiraba alta y clara, sin ahumar la estancia. Así es como debería quemarse la Pregunta sin Respuesta sobre el rey David, que embadurnaba el cerebro del comandante, derramando dudas por todos sus intersticios.

Nada más entrar, Danglard se instaló junto al fuego, al lado de Adamsberg, que, leño tras leño, iba reduciendo su angustia a cenizas. Al mismo tiempo, y sin decir nada a Danglard, Adamsberg carbonizaba también los últimos pedazos de su rabia hacia Veyrenc. Volver a ver a las bestias de Caldhez en acción, oír de nuevo la entonación feroz de Roland, había sacado el pasado del limbo y devuelto toda su crueldad al bárbaro ataque en el Prado Alto. Plenamente reactivada, la escena se desarrollaba ante sus ojos, intacta, clamorosa. El niño en el suelo, con los hombros aplastados por las manos de Fernand, Roland aproximándose con el casco de vidrio, ni se te ocurra moverte, mamón. El espanto del pequeño Veyrenc, con el pelo ensangrentado, el golpe asestado al vientre, su dolor indecible. Y él, el joven Adamsberg, inmóvil bajo el árbol. Habría dado mucho por no vivir eso, por que ese recuerdo inacabado le dejara de picar, treinta y cuatro años después, en un punto preciso. Por que se esfumara en una llama el tormento persistente de Veyrenc. Y si Camille, se sorprendió pensando, podía disolverlo en parte entre sus brazos, que lo hiciera. Con la condición de que ese cabronazo de bearnés no le arrebatara su tierra. Adamsberg echó otro trozo de leña a las llamas, y en su rostro se dibujó una vaga sonrisa. La tierra que compartía con Camille estaba fuera de alcance, no había de qué preocuparse.

Antes de medianoche, Danglard, más tranquilo en lo referente al rey David, calmado por la serenidad que irradiaba Adamsberg como en un halo, se acabó la botella que había traído.

– Arde bien este fuego -dijo.

– Sí. Es una de las razones por las que quise esta casa. ¿Recuerda la chimenea en casa de la vieja Clémentine [9]? Pasé noches delante. Encendía la punta de una ramita y dibujaba círculos incandescentes en la oscuridad.

Adamsberg fue a apagar la luz, introdujo una varilla de madera en las llamas y trazó ochos y redondeles en la oscuridad.

– Es bonito -dijo Danglard.

– Sí. Bonito y obsesivo.

Adamsberg pasó la ramita al comandante y apoyó sus pies en la base de ladrillos, basculando su silla hacia atrás.

– Voy a abandonar a la tercera virgen, Danglard. Nadie cree en ella, nadie la quiere. Y no tengo ni idea de cómo encontrar a esa mujer. La abandono a su suerte, y a su café.

– No creo -dijo Danglard soplando suavemente el extremo de la varilla para reavivar la combustión.

– ¿No?

– No. Pienso que no la abandonará. Ni yo. Pienso que persistirá en su búsqueda. Tanto si los demás están de acuerdo como si no.

– ¿Cree que existe? ¿Cree que está en peligro?

Danglard dibujó varios ochos en el aire.

– La hipótesis del De reliquis es tan frágil como una visión. Pende de un hilo, pero ese hilo existe. Liga todos los elementos más dispares de la historia. Liga incluso lo del betún en las suelas y la disociación.

– ¿Cómo? -preguntó Adamsberg volviendo a coger la varilla.

– En todas las ceremonias medievales de encantamiento, se dibujaba un círculo en el suelo. En el centro, una mujer danzaba llamando al diablo. Ese círculo es una manera de separar un trozo de suelo del resto de la tierra. Nuestra homicida actúa en un trozo de tierra aparte que sólo le pertenece a ella, en su hilo, en su círculo.

– Retancourt no me ha seguido en este hilo -dijo Adamsberg con voz apesadumbrada.

– No sé dónde está Retancourt -dijo Danglard torciendo el gesto-. Hoy tampoco ha aparecido por la Brigada. Y sigue sin contestar en su casa.

– ¿Ha llamado a sus hermanos? -preguntó Adamsberg frunciendo las cejas.

– A sus hermanos, a sus padres, a dos de sus amigas que conozco. Nadie la ha visto. No ha avisado que se iba a ausentar. Ninguno de los miembros de la Brigada estaba al corriente.

– ¿En qué trabajaba?

– Tenía que ocuparse del asesinato de Miromesnil con Mordent y Gardon.

– ¿Ha escuchado su contestador?

– Sí, ninguna cita particular.

– ¿Falta algún coche?

– No.

Adamsberg tiró la ramita al fuego y se levantó. Dio unos pasos en la estancia, con los brazos cruzados.

– Dé la alerta, capitán.

XLIII

La noticia de la desaparición de la teniente Violette Retancourt cayó sobre la Brigada como un avión que se estrella, aniquilando toda tentación de rebeldía. En el sordo pánico que empezaba a extenderse, cada cual se daba cuenta de que la ausencia de la oronda y rubia teniente privaba al edificio de uno de sus pilares centrales. La zozobra del gato, encogido, hecho una bola, entre la pared y la fotocopiadora, expresaba aproximadamente el estado moral de todos, con la única diferencia de que los hombres proseguían sus búsquedas, en todos los hospitales y comisarías del país, difundiendo su descripción.

El comandante Danglard, recién recuperado de su crisis moral llamada «del rey David» y atenazado por su pesimismo recurrente, se había refugiado sin pudor en el sótano, instalándose en una silla de plástico frente a la gran caldera, pimplando vino blanco, a la vista de todos. Estalère, en el otro extremo del edificio, había subido a la sala de la máquina de bebidas y, un poco a la manera de la Bola, se había tumbado hecho un ovillo en los cojines de espuma del teniente Mercadet.

La joven y tímida recepcionista, Bettina, muy recientemente contratada en centralita, cruzó la sala del Concilio casi de luto, donde apenas se oían el cliqueteo de los teléfonos y algunas palabras escasas y repetitivas, sí, no, gracias por su llamada. En una esquina, Mordent hablaba con Justin en voz baja. Bettina llamó suavemente a la puerta del despacho de Adamsberg. El comisario, sentado y encorvado en el taburete alto, miraba el suelo sin moverse. La joven suspiró. Empezaba a ser urgente que Adamsberg durmiera unas horas.

– Señor comisario -dijo sentándose discretamente-. ¿Cuándo piensa que desapareció la teniente Retancourt?

– El lunes no vino, Bettina, es todo lo que sabemos. Pero también pudo desaparecer el sábado, el domingo, o incluso el viernes por la noche. Hace tres días, o hace cinco.

– Antes del fin de semana, el viernes por la tarde, estaba fumando un cigarrillo en la recepción con el nuevo teniente, ese que tiene el pelo tan bonito de dos colores. Le estaba diciendo que se iría de la Brigada bastante temprano, que tenía una visita pendiente.

– ¿Una visita o una cita?

– ¿Hay alguna diferencia?

– Sí. Trate de recordar, Bettina.

– Creo realmente que habló de una visita.

– ¿Ha tenido alguna noticia más?

– No. Se alejaron juntos hacia la sala grande, y ya no oí nada más.

– Gracias -dijo Adamsberg con un parpadeo.

– Debería dormir, comisario. Mi madre dice que, cuando uno no duerme, el molino muele su propia muela.

– Ella no dormiría. Me buscaría día y noche, un año si fuera necesario, sin comer ni dormir, hasta encontrarme. Y ella me encontraría.

Adamsberg se puso lentamente la chaqueta.

– Si alguien pregunta por mí, Bettina, estoy en el hospital Bichat.

– Pida a algún agente que lo acompañe. Tendrá unos veinte minutos para dormir en el coche. Mi madre dice que una siesta por aquí, otra por allá, es el secreto.

– Todos los agentes la están buscando, Bettina. Tienen cosas mejores que hacer.

– Yo no -dijo la joven-. Lo acompaño.

Veyrenc daba los primeros pasos, prudentes, por el pasillo, apoyado en una enfermera.

– Estamos mejor -explico la enfermera-. Esta mañana tenemos menos fiebre.

– Lo llevamos a su habitación -dijo Adamsberg cogiendo al teniente por el otro brazo-. ¿Cómo va el muslo? -preguntó una vez que Veyrenc se hubo acostado.

– Bien. Mejor que usted -dijo Veyrenc sorprendido por el aspecto agotado de Adamsberg-. ¿Qué pasa?

– Ha desaparecido. Violette. Desde hace tres o cinco días. No está en ninguna parte, no ha dado señales de vida. No es una ausencia voluntaria, todas sus cosas están ahí. Llevaba sólo su chaqueta y su mochila.

– La azul oscuro.

– Sí. Bettina me ha dicho que usted habló con ella el viernes por la tarde en la recepción. Violette le mencionó una visita que tenía que hacer, quería salir bastante temprano de la Brigada.

Veyrenc frunció las cejas.

– ¿Me habló de una visita? ¿A mí? Pero si no conozco a los amigos de Retancourt.

– Se lo mencionó, y luego fueron los dos a la sala del Concilio. Trate de recordar, teniente, usted podría ser la última persona que la ha visto. Estaba fumando un cigarrillo.

– Sí -dijo Veyrenc levantando la mano-. Había prometido al doctor Romain que iría a verlo. Iba casi una vez por semana, según me dijo. Para intentar distraerlo. Lo iba informando de las investigaciones, le llevaba fotos, para mantenerlo un poco al día.

– ¿Fotos de qué?

– Fotos de muertos, comisario. Eso le llevaba.

– De acuerdo, Veyrenc, entiendo.

– Está decepcionado.

– De todos modos, iré a ver a Romain. Pero está totalmente disuelto en sus vapores. Si hubiera habido cualquier cosa en que fijarse o que oír, sería el último en reaccionar.

Adamsberg permaneció un raro sin moverse, calado en el sillón capitoné del hospital. Cuando la enfermera entró con la bandeja de la cena, Veyrenc se llevó un dedo a los labios. El comisario llevaba una hora durmiendo.

– ¿No lo despertamos? -murmuró la enfermera.

– No podía aguantar en pie ni cinco minutos más. Le damos dos horas más.

Veyrenc llamó a la Brigada, mientras examinaba el contenido de su bandeja.

– ¿Con quién hablo? -preguntó.

– Gardon -dijo el cabo-. ¿Es usted, Veyrenc?

– ¿Danglard ya se ha ido?

– No, pero está casi fuera de servicio. Retancourt ha desaparecido, teniente.

– Ya estoy al corriente. Necesitaría el número del doctor Romain.

– Ahora mismo se lo doy. Pensábamos hacerle una visita mañana, ¿necesita algo en particular?

– Comida, cabo.

– Está de suerte, la que va es Froissy.

Una buena noticia al menos, pensó Veyrenc marcando el número del doctor. Le contestó una voz muy desapegada. Veyrenc no lo conocía, pero era indiscutible que Romain tenía vapores.

– El comisario Adamsberg estará en su casa a las nueve de la noche, doctor. Me ha encargado que lo avise.

– Bueno -dijo Romain, a quien parecía importarle un comino.

Adamsberg abrió los ojos a las ocho pasadas.

– Mierda -dijo-, ¿me ha dejado dormir, Veyrenc?

– Hasta Retancourt lo habría dejado dormir. La victoria sólo le viene a un hombre que descansa.

XLIV

El doctor Romain fue a abrir la puerta con paso lánguido y volvió igual al sillón, como si avanzara por un terreno llano con esquís puestos.

– No me preguntes cómo estoy, Adamsberg, me pone a cien. ¿Quieres tomar algo?

– Te aceptaría un café.

– Pues prepáratelo tú, no tengo ánimo.

– ¿Me haces compañía en la cocina?

Romain suspiró y se arrastró esquiando hasta la silla de la cocina.

– ¿Querrás una taza? -preguntó Adamsberg.

– Tantas como quieras, nada me impide dormir, veinte horas al día. Es increíble, ¿no? Ni siquiera tengo tiempo de aburrirme.

– Como el león. ¿Sabes que el león duerme veinte horas al día?

– ¿Tiene vapores?

– No, es natural. Y eso no le impide ser el rey de los animales.

– Pero yo soy un rey derrocado. Me has sustituido, Adamsberg.

– No me quedaba más remedio.

– No -dijo Romain cerrando los ojos.

– ¿Las medicinas no te hacen nada? -preguntó el comisario mirando la montaña de cajas encima de la mesa.

– Son excitantes. Me despiertan un cuarto de hora, lo justo para ver en qué día estamos. ¿En qué día estamos?

El forense hablaba con voz empastada, alargando las vocales como si un palo en las ruedas bloqueara su elocución.

– Hoy es jueves. Y el viernes por la noche, hace seis días, te visitó Violette Retancourt. ¿Lo recuerdas?

– No he perdido la cabeza, sólo la energía, y el gusto por las cosas.

– Pero Retancourt te trae cosas que te hacen ilusión, ¿no? Fotos de cadáveres.

– Es verdad -dijo Romain sonriendo-. Es muy atenta.

– Sabe lo que gusta -dijo Adamsberg empujando un tazón de café hacia él.

– Pareces hecho polvo -diagnosticó el médico-. Agotamiento físico y psíquico.

– Tampoco has perdido el ojo. Estoy con una investigación terrorífica que se me está escapando entre los dedos, tengo una sombra que no me deja, una monja en casa y un nuevo teniente que se muere de ganas de vengarse de mí. He pasado una noche entera salvándolo por los pelos de un ajuste de cuentas. Y al día siguiente me entero de que Retancourt se ha evaporado.

– ¿Evaporado? ¿Tiene vapores?

– Ha desaparecido, Romain.

– Ya lo había entendido, hombre.

– ¿Te dijo algo el viernes pasado? ¿Algo que pueda ayudarnos? ¿Te habló de algún problema?

– Ninguno. No veo qué problema podría perturbar a Retancourt y, cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que tendría que haberle pedido a ella que me resolviera lo de los vapores. No, qué va, hablamos de trabajo. Bueno, hablar, lo que se dice hablar… Al cabo de tres cuartos de hora máximo ya cabeceo.

– ¿Te habló de la enfermera? ¿Del ángel de la muerte?

– Sí, me contó todo eso. Y lo de las profanaciones. Viene a menudo, ¿sabes? Esa chica es un cielo. Hasta me ha dejado varios juegos de fotos para distraerme, si se diera el caso.

Romain extendió un brazo sin fuerza por encima del follón que cubría la mesa de la cocina y sacó una carpeta que deslizo hacia Adamsberg. Fotos en color, de gran formato, de los rostros de La Paille y Diala, los detalles de sus heridas en el cuello, las marcas de pinchazos en las venas de los brazos, y otras de los dos cadáveres de Montrouge y Opportune. Adamsberg hizo una mueca ante los dos últimos y los colocó al final de la pila.

– Copias de calidad, como ves. Retancourt me mima. Lo que os ha caído encima es un marrón espantoso -añadió el forense dando palmadas en la pila de fotos.

– Ya me había dado cuenta, Romain.

– No hay nada más difícil de atrapar que esos pirados metódicos cuando uno no ha captado su idea. Y, como su idea es una idea de pirado, ya puedes esperar sentado.

– ¿Qué dijiste a Retancourt? ¿La desanimaste?

– No me arriesgaría a desanimar a tu teniente.

El comisario vio los ojos de Romain parpadear, y le llenó inmediatamente el tazón.

– Pásame también dos excitantes. La caja amarilla y roja.

Adamsberg le dejó caer dos cápsulas en la palma de la mano, y el forense las engulló.

– Bueno -dijo Romain-. ¿Por dónde íbamos?

– Por lo que dijiste a Retancourt la última vez que la viste.

– Lo que te estoy diciendo. Que la homicida que buscas es una auténtica pirada, extremadamente peligrosa.

– ¿Estás de acuerdo en que es una mujer?

– Claro. Ariane es una campeona. Puedes creer todo lo que te diga.

– Conozco la idea de la homicida, Romain. Quiere el poder absoluto, la fuerza divina, la vida eterna. ¿No te lo dijo Retancourt?

– Sí, me leyó la vieja medicación. Es eso exactamente -dijo Romain con una nueva palmadita en las fotos-. El vivo de las doncellas, has dado en el clavo.

– El vivo de las doncellas -murmuró Adamsberg-. No pudo hablarte de eso, es lo único que no hemos sabido entender.

– ¿No lo has entendido? -preguntó Romain estupefacto, como recobrando energía a medida que volvía el trabajo-. Pero si es una evidencia más grande que tu montaña.

– Deja mi montaña en paz, por favor. Y háblame de ese vivo.

– Pero ¿qué quieres que sea, cabezota? El vivo es lo que sigue vivo después de la muerte, es lo que desafía a la muerte, y hasta la vejez. Es el pelo, puñeta. Cuando se es adulto, todo ha terminado de crecer y se queda como está, la única cosa que sigue creciendo, renovándose, es el pelo.

– A menos que se caiga.

– No en las mujeres, cretino. El cabello o las uñas. Es lo mismo, de todos modos, es queratina. Tu vivo de las doncellas, tu vivo de la virgen, es su pelo. Porque, en la tumba, es la única parte del cuerpo que resiste a los estragos de la muerte. Es un antimuerte, es contramuerte, antídoto. La verdad, no hace falta ser una lumbrera. ¿Me sigues, Adamsberg, o tienes vapores?

– Te sigo -dijo Adamsberg anonadado-. Es ingenioso, Romain, y más que probable.

– ¿Probable? ¿Me estás tomando el pelo? Es seguro al cien por cien. Pero si sale en tu foto, joder.

Romain cogió la pila de instantáneas, dio un largo bostezo y se frotó los ojos.

– Ve por agua fría del grifo, empapa el trapo y friccióname la cabeza.

– El trapo está asqueroso.

– Es igual, corre.

Adamsberg obedeció y frotó la cabeza de Romain con agua fría, como quien acicala un caballo. Romain quedó con el rostro enrojecido.

– ¿Mejor?

– Sí. Dame el resto de café. Pásame la foto.

– ¿Cuál?

– La de la primera mujer, Élisabeth Châtel. Y ve a buscar la lupa en la mesa de mi despacho.

Adamsberg depositó lupa e instantánea morbosa delante del forense.

– Aquí -dijo Romain poniendo su dedo en la sien derecha de la cabeza de Élisabeth. Le han cortado mechas de pelo.

– ¿Estás seguro?

– No cabe la menor duda.

– El vivo de las doncellas -repitió Adamsberg escrutando la foto-. Esa loca las mató para luego cogerles pelo.

– Que había resistido a la muerte. A la derecha de la cabeza, como puedes observar. ¿Recuerdas el texto?

– Con el vivo de las doncellas, en diestra, presentadas por tres en cantidades iguales.

– En diestra, a la derecha. Porque la izquierda, siniestra, es la parte siniestra, la parte oscura. En cambio, la parte derecha es la luz. La mano derecha conduce la vida. ¿Entiendes?

Adamsberg asintió en silencio.

– Ariane pensó en el pelo.

– Creo que te cae muy bien Ariane.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Tu teniente.

– ¿Por qué Ariane no se fijó en el pelo cortado?

Romain lanzó una risita, bastante ufano.

– Porque sólo yo podía verlo. Ariane es una campeona, pero su padre no era peluquero. El mío sí. Sé reconocer una mecha recién cortada. Las puntas son diferentes, limpias y tiesas, sin desgaste. ¿No lo ves? ¿Aquí?

– No.

– Eso es que tu padre no era peluquero.

– No.

– Ariane tiene otra excusa. Élisabeth Châtel, por lo que imagino, no debía de dar mucha importancia a su aspecto. ¿Me equivoco?

– No. No llevaba ni joyas ni maquillaje.

– Ni tenía peluquero. Se cortaba el pelo ella misma, como le saliera. Cuando un mechón le caía en los ojos, un tijeretazo y listo. Por eso tiene ese peinado tan desordenado, ¿lo ves? Mechas largas, medianas, cortas. Era imposible para Ariane encontrar las mechas recién cortadas en ese follón de aficionada.

– Pues trabajábamos con proyectores.

– Encima. Y en Pascaline no se distingue nada.

– ¿Le dijiste todo eso a Retancourt el viernes?

– Claro.

– ¿Y qué te respondió?

– Nada. Se puso a pensar, como tú. No creo que eso cambie gran cosa en su investigación.

– Salvo que ahora sabemos por qué abre las tumbas. Por qué tiene que matar a otra virgen.

– ¿Eso crees?

– Sí. Por tres. Es el número de mujeres.

– Es posible. ¿Has identificado a la tercera?

– No.

– Entonces busca a una mujer que tenga un pelo bonito. Élisabeth y Pascaline tenían un cabello de muy buena calidad. Llévame a la cama, no puedo más.

– Lo siento, Romain -dijo Adamsberg levantándose bruscamente.

– No te preocupes. Pero ya que andas metido en medicaciones antiguas, a ver si me encuentras una para los vapores.

– Te lo prometo -dijo Adamsberg conduciendo a Romain hasta su habitación.

Romain se volvió, intrigado por el tono de Adamsberg.

– ¿Hablas en serio?

– Sí, te lo prometo.

XLV

La desaparición de Retancourt, el café nocturno tomado en casa de Romain, el tierno acoplamiento de Camille y Veyrenc, el vivo de las doncellas, la fisionomía feroz de Roland habían sacudido la noche de Adamsberg. Entre dos estremecimientos, había soñado que uno de los dos bucardos -pero ¿cuál?, ¿el colorado, el pardo?- se había despeñado desde la cima de la montaña. El comisario se despertó dolorido y con náuseas. Un coloquio informal, o más bien una especie de velatorio, se había abierto espontáneamente en la Brigada de buena mañana. En sus sillas, los agentes estaban encorvados, doblegados sobre su ansiedad.

– Ninguno de nosotros lo ha formulado -dijo Adamsberg-, pero todos lo sabemos. Retancourt no está ni perdida, ni hospitalizada ni amnésica. Está en manos de la loca. Salió de casa de Romain sabiendo algo que nosotros no sabíamos: que el vivo de las doncellas era el pelo de las vírgenes y que la asesina había abierto las tumbas para cortar en los cadáveres esa materia que había resistido a la descomposición. En la parte diestra de las cabezas, más positiva que la izquierda. Ya no la vimos más. Cabe suponer, por tanto, que, al salir de casa de Romain, había comprendido algo que la llevó directamente a la homicida. O que inquietó suficientemente al ángel de la muerte como para que la hiciera desaparecer.

Adamsberg había elegido la palabra «desaparecer», más evasiva y optimista que «matar». Pero no se hacía ninguna ilusión acerca de las intenciones de la enfermera.

– Con ese vivo -resumió Mordent-, y sólo con eso, Retancourt entendió algo que nosotros seguimos sin comprender.

– Es lo que me temo. ¿Adónde fue luego y qué hizo que pudiera alertar a la homicida?

– La única solución sería encontrar lo que comprendió -dijo Mercadet frotándose la frente.

Hubo un silencio descorazonado; algunas miradas esperanzadas se volvieron hacia Adamsberg.

– Yo no soy Retancourt -dijo con un gesto negativo-. No puedo reflexionar como ella, ni ninguno de vosotros. Ni siquiera bajo hipnosis, ni en catalepsia, ni en coma podríamos fusionarnos con ella.

La idea de «fusión» remitió el pensamiento de Adamsberg a las tierras quebequesas donde se había producido su amalgama salvadora con el cuerpo impresionante de la inmensa teniente. El recuerdo le produjo estremecimiento de pena. Retancourt, su árbol. Había perdido su árbol. Levantó lentamente la cabeza hacia sus agentes inmóviles.

– Sí -dijo a media voz-. Sólo hay uno entre nosotros capaz de fusionarse. Fusionarse hasta averiguar dónde está.

Adamsberg se había levantado, todavía vacilante, con la luz mortecina bañando su rostro.

– El gato -dijo-. ¿Dónde está el gato?

– Detrás de la fotocopiadora -dijo Justin.

– Daos prisa -dijo Adamsberg con voz agitada, pasando de silla en silla, sacudiendo a cada uno como si despertara a los soldados de un ejército titubeante. Somos imbéciles, soy imbécil. La Bola nos llevará a Retancourt.

– ¿La Bola? -dijo Kernorkian-. Pero si es un trapo apático.

– La Bola es un trapo apático que ama a Retancourt. La Bola ya sólo vive para encontrarla. La Bola es un animal. Con hocico, antenas, un cerebro del tamaño de un albaricoque y la memoria de cien mil olores.

– ¿Cien mil? -murmuró Lamarre escéptico-. ¿Hay cien mil olores grabados en la Bola?

– Sí señor. Y aunque sólo tuviera uno en memoria, sería el de Retancourt.

– Tengo el gato -dijo Justin, y a todos los asaltó la duda al ver el animal doblado como una bayeta de fregar en el antebrazo del teniente.

Pero Adamsberg, que iba y venía casi a gran velocidad por la sala del Concilio, no abandonaba su idea, y lanzaba su zafarrancho de combate.

– Froissy, ponga al gato un transmisor en el cuello. ¿No ha devuelto todavía el material?

– No, comisario.

– Pues adelante. A toda pastilla, Froissy. Justin, sintonice dos coches y dos motos con la frecuencia. Mordent, avise a la prefectura, que nos envíen un helicóptero al patio con todo el material necesario. Voisenet y Maurel, aparten todos los coches para que pueda aterrizar. Un médico con nosotros, una ambulancia detrás.

Adamsberg consultó sus relojes.

– Tenemos que haber salido en una hora. Danglard, Froissy y yo en el helicóptero. Dos equipos en los coches, Kernorkian-Mordent, Justin-Voisenet. Lleven comida porque no nos pararemos por el camino. Dos hombres en moto, Lamarre y Estalère. ¿Dónde está Estalère?

– Arriba -dijo Lamarre señalando el techo.

– Bájenlo -dijo Adamsberg como si se tratara de un paquete.

Una agitación animal, hecha de sacudidas y órdenes breves, de llamadas nerviosas, de pasos entremezclados en la escalera, transformaba la Brigada en un campo de batalla antes del asalto. Soplidos, bufidos y carreras, cubiertos por el runrún de los coches que evacuaban poco a poco del gran patio para dejar sitio al helicóptero.

La vieja escalera de madera que conducía al piso de arriba presentaba en su curva un peldaño dos centímetros más bajo que los demás. Esa anomalía había causado numerosas caídas en los primeros tiempos de vida de la Brigada, pero todos habían acabado por adaptarse. Aun así, esa mañana, en sus movimientos impacientes, dos hombres, Maurel y Kernorkian, tropezaron con el escalón.

– Pero ¿qué coño hacen? -preguntó Adamsberg al oír el estrépito en el piso de arriba.

– Se rompen la crisma por la escalera -dijo Mordent-. El helicóptero llega en un cuarto de hora. Estalère baja.

– ¿Ha comido?

– No desde ayer. Ha dormido aquí.

– Aliméntenlo. Busquen algo en el armario de Froissy.

– ¿Para qué necesita a Estalère?

– Es un especialista en Retancourt, un poco como el gato.

– Estalère lo dijo -confirmó Danglard-. Que buscaba algo intelectual.

El joven cabo se aproximaba al grupo, un tanto tembloroso. Adamsberg le puso una mano en el hombro.

– Está muerta -dijo Estalère con voz hueca-. Lo normal es que esté muerta.

– Lo normal sí. Pero Violette no es normal.

– Pero sí mortal.

Adamsberg se mordió los labios.

– ¿Por qué usamos helicóptero? -preguntó Estalère.

– Porque la Bola no seguirá las carreteras. Pasará por edificios y patios, cruzará carreteras, campos y bosques. No podremos seguirlo con los coches.

– Está lejos -dijo Estalère-. Ya no la siento. La Bola no será capaz de recorrer todo ese trecho. No tiene músculos, palmará por el camino.

– Vaya a comer, cabo. ¿Se siente con fuerzas de llevar la moto?

– Sí.

– Bien. Dé también de comer al gato. Hasta la saciedad.

– Hay otra posibilidad -dijo Estalère con voz vacía-. No es seguro que Violette haya entendido algo. No es seguro que la loca la haya raptado para que no hable.

– ¿Para qué entonces?

– Pienso que es virgen -murmuró el cabo.

– Yo también lo pienso, Estalère.

– Tiene treinta y cinco años, nació en Normandía. Y tiene un bonito pelo. Pienso que podría ser la tercera virgen.

– ¿Por qué ella? -preguntó Adamsberg anticipando ya la respuesta.

– Para castigarnos. Al tener a Violette, la asesina consigue la…

Estalère tropezó con la palabra y bajó la cabeza.

– … la materia que necesita -acabó por él Adamsberg-. Y al mismo tiempo nos hiere de muerte.

Maurel, que se frotaba la rodilla contusionada en su caída por la escalera, fue el primero en taparse los oídos al llegar el helicóptero que sobrevolaba el tejado de la Brigada.

Todos los agentes se asomaron en hilera a las ventanas, con los dedos presionando las sienes, para mirar cómo aterrizaba el gran aparato azul y gris que descendía lentamente en vertical. Danglard se aproximó al comisario.

– Prefiero ir en coche -dijo incómodo-. No serviré de nada en el helicóptero, me marearé. Ya lo paso mal en los ascensores.

– Permute con Mordent, capitán. ¿Están preparados los hombres en los coches?

– Sí. Maurel espera sus órdenes para abrir la puerta al gato.

– ¿Y si va sólo a echar una meada en la esquina? -preguntó Justin-. Sería su estilo.

– Recuperará su estilo cuando recupere a Retancourt -afirmó Adamsberg.

– Siento preguntar esto -dijo Voisenet tras un titubeo-, pero si Retancourt ya está muerta, ¿podrá el gato localizarla por el olor?

Adamsberg cerró los puños.

– Lo siento -repitió Voisenet-. Pero es importante.

– Queda su ropa, Justin.

– Voisenet -corrigió Voisenet mecánicamente.

– Su ropa llevará su olor mucho tiempo.

– Es verdad.

– Puede que sea la tercera virgen. Puede que por eso nos la hayan quitado.

– Ya lo había pensado. En cuyo caso -añadió Voisenet tras un silencio-, puede dejar su búsqueda en la Alta Normandía.

– Ya lo he hecho.

Mordent y Froissy se reunieron con Adamsberg, listos para salir. Maurel llevaba la Bola en el antebrazo.

– ¿No puede estropear el transmisor con sus zarpas, Froissy?

– No. Lo he protegido.

– Maurel, preparado. En cuanto el helicóptero haya tomado altura, suelte el gato. Y, en cuanto el gato se ponga en marcha, dé la señal a los vehículos.

Maurel miró alejarse al equipo, agacharse bajo las aspas del helicóptero, que encendía su motor. El aparato se elevó bamboleante. Maurel dejó la Bola en el suelo para protegerse los oídos del fragor del despegue, y el animal se aplastó al instante en el suelo como un charco de pelos. «Suelte el gato», había ordenado Adamsberg como quien dice «Suelte la bomba». El teniente, escéptico, recogió el animal y lo llevó hasta la salida de la Brigada. Lo que tenía bajo el brazo no era precisamente un misil de guerra.

XLVI

Francine no se levantaba antes de las once. Le gustaba pasar un largo rato despierta bajo las mantas por las mañanas, cuando todos los bichos de la noche habían regresado a sus agujeros.

Pero un ruido la había molestado aquella noche, lo recordaba. Apartó el viejo edredón -del que también se desharía, con todos los ácaros que debían infestarlo bajo la seda amarilla- y examinó su habitación. Enseguida localizó el incidente. Bajo la ventana, la línea de cemento que obturaba la fisura había caído y yacía en el suelo hecha pedazos. La luz brillaba entre la pared y el marco de madera.

Francine fue a escrutar más de cerca los desperfectos. No sólo tendría que volver a tapar esa puñetera fisura, sino que tendría que reflexionar. Averiguar por qué y cómo se había caído el cemento. ¿Acaso un animal había podido empujar con el hocico la pared exterior, tratando de entrar a la fuerza, hasta destruir el relleno? Y, si sí, ¿qué tipo de animal? ¿Un jabalí?

Francine volvió a sentarse en la cama, con lágrimas en los ojos y los pies en alto, lejos del suelo. Lo ideal habría sido instalarse en el hotel hasta que el piso estuviera a punto. Pero había echado cuentas y salía demasiado caro.

Francine se frotó los ojos y se puso las zapatillas. Había aguantado treinta y cinco años en esa granja asquerosa, así que bien podría aguantar otros dos meses. No le quedaba otro remedio. Esperar y contar los días. Dentro de un rato, se dijo para animarse, estaría en la farmacia. Y esa noche, después de tapar el agujero de debajo de la ventana, subiría a su cama con el café con ron para ver una película.

XLVII

En el helicóptero, que se cernía en vertical sobre los tejados de la Brigada, Adamsberg retenía la respiración. El punto rojo que formaba el transmisor del gato era perfectamente visible en la pantalla, pero no se desplazaba ni una pulgada.

– Mierda -dijo Froissy entre dientes.

Adamsberg puso en marcha la emisora.

– ¿Maurel? ¿Lo ha soltado?

– Sí, comisario. Está sentado en la acerca. Ha andado cuatro metros hacia la derecha y se ha quedado allí. Está mirando pasar los coches.

Adamsberg dejó caer el micro en las rodillas, mordiéndose los labios.

– Se mueve -anunció el piloto, Bastien, un hombre casi obeso que manejaba el aparato con la fluidez de un pianista.

El comisario se inclinó hacia la pantalla, con la mirada clavada en el puntito rojo, que empezaba efectivamente a moverse con lentitud.

– Va hacia la avenida Italie. Sígalo, Bastien. Maurel, dé la señal a los coches.

A las diez y diez, el helicóptero volaba por encima de París, en dirección al sur, enorme bicho pendiente de los movimientos de un gato redondo y blando, casi inepto para la vida en el exterior.

– Tuerce hacia el suroeste, va a cruzar el periférico -dijo Bastien-. Y el periférico está embotellado a más no poder. Haz que la Bola se las arregle para que no lo atropellen, rezó rápidamente Adamsberg dirigiéndose a no se sabe quién, ya que había perdido de vista a su tercera virgen. Haz que sea animal.

– Ha cruzado -dijo Bastien-. Está por la zona. Ha cogido ritmo. Casi corre.

Adamsberg lanzó una mirada vagamente maravillada a Mordent y Froissy, que se asomaban por encima de sus hombros para seguir el desplazamiento del punto.

– Casi corre -repitió, como para convencerse del improbable acontecimiento.

– No, se ha parado -dijo Bastien.

– Los gatos no pueden correr mucho tiempo -dijo Froissy-. Hará una carrera de vez en cuando, pero no más.

– Ya sale otra vez, velocidad baja de crucero.

– ¿Cuánta?

– Entre dos y tres kilómetros por hora aproximadamente. Se dirige hacia Fontenay-aux-Roses, despacito.

– Vehículos, diríjanse a la D77, Fontenay-aux-Roses, todavía suroeste.

– ¿Qué hora es? -preguntó Danglard entrando en la D77.

– Las once y cuarto -dijo Kernorkian-. Lo mismo sólo está buscando a su madre.

– ¿Quién?

– La Bola.

– Los gatos adultos no reconocen a su madre, les importa un pito.

– Lo que quiero decir es que lo mismo la Bola va a cualquier sitio. Igual nos lleva hasta Laponia.

– No es esta dirección.

– Bueno -dijo Kernorkian-, sólo quería decir…

– Ya lo sé -interrumpió Danglard-. Sólo querías decir que no sabemos adónde va ese puto gato, que no sabemos si busca a Retancourt, que no sabemos si Retancourt está muerta. Pero no queda otro remedio, joder.

Dirección Sceaux -anunció la voz de Adamsberg por la emisora-. Tomen la D67 por la D75.

– Va más despacio -dijo Bastien-. Se para. Descansa.

– Si Retancourt está en Narbona -masculló Mordent-, tenemos para rato.

– ¡Joder, Mordent! -dijo Adamsberg-. No sabemos si está en Narbona.

– Perdón -dijo Mordent-. Es que estoy con los nervios de punta.

– Lo sé, comandante. Froissy, ¿tiene algo de comer?

La teniente buscó en su mochila negra.

– ¿Qué quieren? ¿Dulce o salado?

– ¿Qué hay salado?

– Paté -adivinó Mordent.

– Pues venga el paté.

– Sigue durmiendo -dijo Bastien.

En el habitáculo del helicóptero, que describía círculos en el cielo mientras vigilaba el sueño del gato, Froissy preparó unas rebanadas de pan con paté, de hígado de pato o de pimienta verde. Luego cada cual masticó en silencio, lo más lentamente posible para suspender el tiempo. Mientras uno tiene algo que hacer, todo puede ocurrir.

– Ya reanuda la caminata -dijo Bastien.

Estalère, parado, aferrando con los puños el manillar de su moto, escuchaba las indicaciones por la emisora, atenazado por la impresión de estar atrapado en un suspense repugnante. Pero el avance continuo y empecinado del pequeño animal lo animaba más que cualquier otro pensamiento.

La Bola se dirigía hacia un objetivo desconocido sin hacerse preguntas y sin desfallecer, atravesando zonas industriales, zarzas, prados, vías férreas. Estalère admiraba al gato. Ya llevaba seis horas en camino, habían recorrido dieciocho kilómetros. Los vehículos avanzaban al ralentí, haciendo largas pausas en los arcenes antes de acudir a los puntos anunciados desde el helicóptero, ciñéndose lo más posible a los desplazamientos del gato.

– Arranquen de nuevo -dijo Adamsberg a los coches-. Palaiseau por la D988. Se dirige hacia la Escuela Politécnica, flanco sur.

– Va a cultivarse -dijo Danglard mientras arrancaba.

– La Bola sólo tiene asadura en la cabeza.

– Ya lo veremos, Kernorkian.

– Al paso que llevamos, podríamos hacer una parada en el próximo bar.

– No -dijo Danglard, con la cabeza todavía pesada por el vino ingerido en el sótano-. O bebo como un cosaco, o no bebo. No me gusta racionarme. Hoy no bebo.

– Pues yo tengo la impresión de que la Bola bebe -dijo Kernorkian.

– Tiene cierta tendencia -confirmó Danglard-. Habrá que vigilarlo.

– Si no palma por el camino.

Danglard echó una mirada al cuadro de mandos. Las cuatro cuarenta de la tarde. El tiempo se arrastraba, rampante, llevando los nervios de todos a un punto de irritación explosivo.

– Vamos a llenar el depósito a Orsay y volvemos -anunció la voz de Bastien por la emisora.

El helicóptero cogió velocidad, dejando tras él el punto rojo. Adamsberg tuvo la impresión de abandonar a la Bola en su búsqueda.

A las cinco y media, tras siete horas de marcha, el gato seguía aguantando, avanzando obstinadamente en dirección suroeste con pausas cada veinte minutos. El tren de vehículos iba siguiéndolo de trecho en trecho. A las ocho y cuarto, pasaban Forges-les-Bains por la D97.

– Va a reventar -dijo Kernorkian, que alimentaba el pesimismo de Danglard-. Lleva treinta y cinco kilómetros en las patas.

– Cierra el pico. De momento, sigue avanzando.

A las ocho treinta y cinco, ya de noche, Adamsberg volvió a coger el micro.

– Se ha detenido. En la Cl2, entre Chardonnières y Bazoches, a dos kilómetros y medio de Forges. En pleno campo, lado norte de la carretera. Reanuda. Da vueltas.

– Va a reventar -dijo Kernorkian.

– ¡Joder! -gritó Danglard.

– Está dudando -dijo Bastien.

– Igual se queda allí a pasar la noche -dijo Mordent.

– No -dijo Bastien-, está buscando. Voy a acercarme.

El aparato descendió unos cien metros describiendo círculos por encima del gato inmovilizado.

– Una nave -dijo Adamsberg señalando largas cubiertas de chapa ondulada.

– Un desguace de coches -dijo Froissy-. Abandonado.

Adamsberg apretó los puños sobre sus rodillas. Froissy le pasó sin comentarios una pastilla de menta, que el comisario se llevó a la boca sin hacer preguntas.

– Sí -dijo Bastien-. Debe de haber un grupo de chuchos ahí dentro, y el gato está acojonado. Pero creo que es allí adonde quiere ir. He tenido ocho. Gatos.

– Desguace -señaló Adamsberg a los vehículos-, vengan por la C8, hasta el cruce con la C6. Aterrizamos.

– Ya está -dijo Justin arrancando-. Nos reagrupamos.

Pegados al helicóptero, en un campo en barbecho, Bastien, los nueve policías y el médico examinaban en la noche la vieja nave, las carcasas de coches, la vegetación salvaje que crecía tupida entre la chatarra. Los perros habían percibido la intrusión y se acercaban ladrando con rabia.

– Son tres o cuatro -calculó Voisenet-. Grandes.

– Puede que sea por eso por lo que no avanza la Bola. No sabe cómo salvar el obstáculo.

– Neutralizamos los perros y vemos qué hace el gato -decidió Adamsberg-. No se acerquen mucho a él, para no despistarlo.

– Parece muy agitado -dijo Froissy, que había recorrido el campo con sus gemelos y había localizado al gato a cuarenta metros de ellos.

– Me dan miedo los perros -dijo Kernorkian.

– Quédese detrás, teniente, y no dispare. Un culatazo en la cabeza.

Tres bestias de envergadura, que sobrevivían semiasilvestradas en el inmenso edificio, se abalanzaron como fieras hacia los policías, mucho antes de que hubieran podido llegar a las puertas de la nave. Kernorkian retrocedió junto al cálido vientre del helicóptero y la masa tranquilizadora del gordo Bastien, que fumaba apoyado en su aparato mientras los agentes dejaban a los perros fuera de combate. Adamsberg observó la nave, las ventanas opacas y cerradas, las persianas metálicas oxidadas y medio levantadas. Froissy dio un paso adelante.

– No avance más de diez metros -dijo Adamsberg-. Espere a que el gato haga el primer movimiento.

La Bola, negro de tierra hasta el pecho, adelgazado por su manto de pelo pegado, olisqueaba uno de los perros tumbados. Luego se lamió una pata, iniciando su aseo, como si no tuviera otra cosa que hacer.

– Pero ¿qué coño está haciendo? -preguntó Voisenet alumbrándolo de lejos con su linterna.

– Es posible que tenga una espina en la pata -dijo el médico, un hombre paciente y totalmente calvo.

– Yo también -dijo Justin mostrando su mano, raspada por una dentellada de perro-. Y no por eso dejo de trabajar.

– Es un animal, Justin -dijo Adamsberg.

La Bola acabó el aseo de su pata, y luego de la otra, y se dirigió hacia la nave, partiendo bruscamente a paso ligero, por segunda vez en la jornada. Adamsberg apretó los puños.

– Retancourt está allí. Cuatro hombres por detrás, los demás conmigo. Doctor, síganos.

– Doctor Lavoisier -precisó el médico-. Lavoisier, como Lavoisier simple y llanamente.

Adamsberg le lanzó una mirada vacía. No sabía quién era Lavoisier, y le importaba un carajo.

XLVIII

A la sombra de una nave industrial, cada uno de los grupos avanzaba en silencio, iluminando con las linternas mesas devastadas, pilas de neumáticos, montones de trapos. La construcción, probablemente abandonada desde hacía unos diez años, apestaba todavía a caucho quemado y diésel.

– Sabe adónde va -dijo Adamsberg iluminando las huellas redondas que la Bola había dejado en el denso polvo.

Con la cabeza gacha, respirando mal, siguió el rastro dejado por las patas del animal con extrema lentitud, sin que ninguno de los agentes se atreviera a adelantársele. Tras once horas de caza, nadie estaba impaciente por llegar al final. El comisario ponía un pie delante del otro como si avanzara por un barrizal, despegando sus piernas rígidas a cada paso. Se reunieron con el otro equipo delante de un largo pasillo negro, tan sólo iluminado por una cristalera alta por donde entraba la luz de la luna. El gato se había detenido a doce metros, delante de una puerta. Adamsberg iluminó sus ojos fosforescentes con un movimiento de linterna. Siete días y siete noches que Retancourt llevaba aquí, en ese culo de mazmorra donde malvivían tres perros.

El comisario avanzó pesadamente por el pasillo y se volvió al cabo de unos metros. Ninguno de sus agentes lo seguía, todos apiñados en la entrada de la galería, grupo petrificado que ya no tenía fuerzas para franquear el último tramo.

Él tampoco, se dijo Adamsberg. Pero no podían quedarse allí, pegados a las paredes, abandonando a Retancourt, incapaces de afrontar su cuerpo. Se detuvo delante de la puerta de hierro guardada por el gato, que deslizaba su nariz a ras de suelo, insensible al olor a excrementos que emanaba. Adamsberg tomó aire, puso sus dedos sobre el gancho que sujetaba la puerta a la pared y lo retiró. Luego, curvando la nuca en un gesto forzado, se obligó a mirar lo que tenía que ver, el cuerpo de Retancourt derrumbado en el suelo de un reducto oscuro, entre viejas herramientas y bidones metálicos. Se quedó inmóvil, observándola, dejando que le cayeran las lágrimas de los ojos. Era la primera vez, le parecía, que lloraba por otra persona aparte de su hermano Raphaël y de Camille. Retancourt, su árbol, estaba en el suelo, fulminado. La había iluminado rápidamente y atisbo su rostro sucio de polvo, las uñas de la mano ya azules, la boca abierta, el pelo rubio por el que corría una araña.

Retrocedió contra la pared de ladrillo negro mientras el gato, audaz, penetraba en el cuchitril y se encaramaba de un salto al cuerpo de Retancourt, tumbándose pausadamente sobre su ropa mugrienta. El olor, pensó Adamsberg. Sólo percibía la peste del diésel, de los aceites de motor, de la orina y de las excreciones. Sólo efluvios mecánicos y animales, sin relente de descomposición. Dio dos pasos para aproximarse de nuevo al cuerpo y se arrodilló en el cemento pringoso. Al dirigir de golpe el haz de luz hacia el rostro de estatua sucia de Retancourt, sólo vio la inmovilidad de la muerte, los labios abiertos y fijos que no reaccionaban a las patas de la pequeña araña. Acercó lentamente la mano y la puso sobre la frente.

– Doctor -dijo con una seña.

– Lo está llamando, doctor -dijo Mordent sin moverse un ápice.

– Lavoisier, como Lavoisier simple y llanamente.

– Lo está llamando -repitió Justin.

Todavía de rodillas, Adamsberg se apartó para dejar sitio al médico.

– Está muerta -dijo-, y no está muerta.

– O lo uno o lo otro, comisario -dijo Lavoisier abriendo su maletín-. No veo nada.

– Linternas -pidió Adamsberg.

El grupo se aproximaba poco a poco, encabezado por Mordent y Danglard con sus linternas.

– Aún está tibia -dijo el médico tras una rápida palpación-. Ha fallecido hace menos de una hora. No encuentro el pulso.

– Vive -afirmó Adamsberg.

– Un segundo, caballero, no se ponga nervioso -dijo el médico sacando un espejo que colocó delante de la boca de Retancourt.

– Visto -añadió tras largos segundos-. Traigan la camilla, está viva. No sé cómo, pero está viva. Estado paraletal, hipotermia, nunca había visto una cosa así en mi vida.

– ¿Visto qué? -preguntó Adamsberg-. ¿Qué le pasa?

– Las funciones metabólicas están al mínimo -dijo el médico prosiguiendo su examen-. Pies y manos helados, la circulación va lenta, los intestinos están vacíos, los ojos en blanco.

El médico le remangó el jersey para examinar los brazos.

– Hasta los brazos están ya fríos.

– ¿Coma?

– No. Letargia más acá del umbral vital. Puede morir de un momento a otro, con todo lo que le han inyectado.

– ¿Qué? -preguntó Adamsberg cuyas manos se aferraban al grueso brazo de Retancourt.

– Por lo que puedo ver, una dosis de calmantes como para matar a diez caballos, en vena.

– La jeringuilla -susurró Voisenet entre dientes.

– Previamente había sido brutalmente noqueada -dijo el médico hurgando en la cabellera-. Posible traumatismo craneal. La ataron con fuerza, en los tobillos y en las manos, la cuerda se le ha clavado en la piel. Pienso que fue aquí donde le administraron el veneno. Debería haber muerto al cabo de una hora, pero, por la deshidratación y las excreciones, lleva seis o siete días resistiendo. No es normal, reconozco que no me cabe en la cabeza.

– Ella no es normal, doctor.

– Lavoisier, como Lavoisier -dijo mecánicamente el médico-. Ya me había fijado, comisario, pero su tamaño y su peso no tienen nada que ver. No sé cómo, su organismo ha luchado contra el envenenamiento, el hambre y el frío.

Los camilleros dejaron las angarillas en el suelo, tratando de hacer rodar a Retancourt.

– Con cuidado -dijo Lavoisier-. No la hagan respirar demasiado fuerte, eso podría ser fatal. Pásenle correas por debajo y arrástrenla centímetro a centímetro. Y usted suéltela, haga el favor -añadió mirando a Adamsberg.

Adamsberg desprendió sus manos del brazo de Retancourt y mandó a sus hombres retroceder por el pasillo.

– Es una conversión de energía -recitó Estalère, que seguía con la mirada el lento desplazamiento del cuerpo orondo-. Ha convertido su energía contra la invasión del narcótico.

– Se puede ver así. No lo sabremos nunca.

– Carguen la camilla en el helicóptero -ordenó Lavoisier-. Hay que ganar tiempo.

– ¿Dónde la llevan?

– A Dourdan.

– Kernorkian y Voisenet, ocúpense de encontrar hotel para todos -dijo Adamsberg-. Peinaremos la nave mañana. No pueden no haber dejado huellas en este polvo peguntoso.

– No había ninguna en el pasillo -dijo Kernorkian-, aparte de las del gato.

– Eso es que habrán llegado por el otro lado. Lamarre y Justin se quedan aquí para vigilar los accesos hasta que vengan los agentes de Dourdan a relevarlos.

– ¿Dónde está el gato? -preguntó Estalère.

– En la camilla. Cójalo, cabo. Póngalo en pie.

– Hay un muy buen restaurante en Dourdan -dijo tranquilamente Froissy-, La Rose des Vents. Con vigas de madera y velas, especializado en marisco, carta de vinos de primera, lubina salvaje a la sal, según la pesca del día. Pero es caro, evidentemente.

Los hombres se volvieron hacia su discreta colega, siempre estupefactos de que Froissy sólo pensara en comer, incluso cuando uno de los suyos agonizaba. Fuera, el fragor del helicóptero anunciaba el despegue inminente de Retancourt. El médico pensaba que no volvería del limbo, Adamsberg lo había leído en sus ojos.

Adamsberg recorrió los rostros extenuados que las linternas emblanquecían. La perspectiva incongruente de una cena de lujo en un sitio refinado les parecía tan inaccesible como deseable, alojada en otra vida, efímera pompa en que el artificio tendría el poder de suspender el horror.

– De acuerdo, Froissy -dijo-. Nos vemos todos allí, en La Rose des Vents. Venga, doctor, nos vamos con Retancourt.

– Lavoisier, como Lavoisier simple y llanamente.

XLIX

Veyrenc no había ido a París para interesarse por las vicisitudes de la Brigada. Pero a las nueve y media de la noche, habiendo engullido hacía un buen rato la cena del hospital, no conseguía fijar su atención en la película. Irritado, alcanzó el mando a distancia y apagó en televisor. Levantó la pierna, se sentó en el borde de la cama, empuñó la muleta y avanzó a paso comedido hasta el teléfono de pared del pasillo.

– ¿Comandante Danglard? Veyrenc de Bilhc. ¿Tiene noticias?

– La hemos encontrado, a treinta y ocho kilómetros de París, siguiendo al gato.

– No entiendo.

– El gato, que quería reunirse con Retancourt, joder.

– De acuerdo -dijo Veyrenc notando al comandante con los nervios de punta.

– Está entre la vida y la muerte, vamos de camino a Dourdan. En letargia paraletal.

– Intente explicarme un poco, comandante. Tengo que saberlo.

¿Por qué?, se preguntó Danglard.

Veyrenc escuchó el relato del comandante, mucho menos organizado que de costumbre, y colgó. Se puso la mano sobre la herida del muslo, experimentando el dolor con la punta de los dedos, imaginando a Adamsberg inclinado sobre Retancourt, tratando desesperadamente de arrastrar a su sólida teniente hacia la vida.

Aquella que os salvó otrora del peligro

la veis yacer ahora al linde de la ausencia.

No cedáis, mi señor, a la desesperanza,

pues los dioses, clementes, frenarán su venganza

y sus manos calmadas harán don de indulgencia

para aquel que consiga rescatarla del limbo.

– ¿No estamos durmiendo todavía? No somos razonables -dijo la enfermera tomándolo del brazo.

L

Con las manos apretadas encima de las sábanas, Adamsberg permanecía en pie junto a la cama de Retancourt, a quien seguía sin ver respirar. Los médicos habían inyectado, limpiado, aspirado, pero él no notaba el menor cambio en la teniente. Aparte del hecho de que las enfermeras la habían lavado de arriba abajo, le habían cortado y tratado el pelo, infestado de pulgas. Los perros, claro. Encima de la cama, una pantalla emitía débiles señales vitales que Adamsberg prefería no mirar, por si dejaba de emitirlas.

El médico tiró del brazo a Adamsberg y lo alejó de la cama.

– Vaya a reunirse con ellos, vaya a restaurarse, piense en otra cosa. Ya no puede hacer nada aquí, comisario. Ella tiene que descansar.

– No está descansando, doctor. Se está muriendo.

El médico desvió la mirada.

– No está muy bien -admitió-. El calmante, Novaxon inyectado en altas dosis, ha paralizado todo el organismo. El sistema nervioso está por los suelos, el corazón resiste no se sabe cómo. Ni siquiera entiendo que siga viva. Incluso si la salvamos, comisario, no estoy seguro de que recupere todas sus facultades mentales. Digamos que la sangre irriga el cerebro al mínimo. Es el destino, trate de entenderlo.

– Hace ocho días -dijo Adamsberg, a quien costaba separar las mandíbulas-, salvé a un tipo cuyo destino era morir. No hay destino. Ha aguantado hasta aquí, y seguirá aguantando. Ya lo verá, doctor, es un caso que figurará en sus anales.

– Reúnase con los demás. Puede pasar todavía días en este estado. Llamaré si hay cualquier novedad.

– ¿No se le puede sacar todo, limpiar todo y volver a poner todo?

– No, no se puede.

– Perdone, doctor -dijo Adamsberg soltándole el brazo.

Adamsberg volvió hacia la cama, pasó los dedos por los cabellos cortados de la teniente.

– Vuelvo pronto, Violette -dijo.

Era lo que Retancourt decía siempre al gato antes de irse, para que no se preocupara.

La alegría explosiva que reinaba en la sala del restaurante recordaba más a una fiesta de cumpleaños que a un grupo de maderos sumido en la angustia. Adamsberg los miró un rato desde la puerta del comedor, a través de las tenues luces de las velas, que les conferían a todos una belleza falaz, con los codos apoyados en el mantel blanco, los vasos circulando de mano en mano, las bromas rodando a ras del suelo. Muy bien, mejor, eso era lo que había esperado, esa pausa fuera del tiempo, que usaban con exceso, sabiendo perfectamente que sería breve. Temía que su llegada hiciera caer esa alegría frágil, tras la cual las inquietudes se perfilaban como a través de una ventana. Se forzó a sonreír mientras se aproximaba a ellos.

– Está mejor -dijo sentándose-. Pásenme un plato.

Incluso a él, cuya mente había quedado aferrada al cuerpo de Retancourt, la cena, el vino y las risas le hicieron algún bien. Adamsberg nunca había sabido participar correctamente en una comida colectiva, y todavía menos festiva, incapaz de ocurrencias o de bromas rápidas. Al igual que un bucardo mirando pasar el tren a gran velocidad por el valle, asistía como oyente ajeno y conciliador a la turbulencia de sus agentes. Froissy, curiosamente, daba lo mejor de sí en esos momentos, ayudada por la pitanza y un humor feroz, insospechable en tiempo de trabajo. Adamsberg se dejaba llevar, vigilando constantemente la pantalla de su móvil. Que sonó a las once cuarenta.

– Está declinando -anunció el doctor Lavoisier-. Optamos por una transfusión completa, es nuestra última posibilidad. Pero es del grupo A negativo y, vaya por Dios, las reservas quedaron vacías ayer por un accidentado en la carretera.

– ¿Y donantes, doctor?

– Tenemos uno solo, y necesitaríamos tres. Los otros dos están de vacaciones. Estamos en Semana Santa, comisario, la mitad de la ciudad se ha largado, lo siento. Y si buscamos donantes en otros centros, será demasiado tarde.

Se hizo un silencio brutal en la mesa, a la vista del rostro descompuesto de Adamsberg. El comisario abandonó la sala corriendo, seguido inmediatamente por Estalère. El joven volvió unos instantes después y se sentó como un fardo.

– Transfusión urgente -dijo-. Grupo A negativo, pero no tienen donantes.

Adamsberg entró cubierto de sudor en la sala blanca en que el único donante A negativo de Dourdan acababa su transfusión. Le pareció que las mejillas de Retancourt tiraban a azul.

– Grupo 0 negativo -anunció al médico quitándose ya la chaqueta.

– Muy bien, tome usted el relevo.

– He bebido dos vasos de vino.

– Da lo mismo, a estas alturas.

Un cuarto de hora después, con el brazo entumecido por el garrote, Adamsberg sentía su sangre fluir hacia el cuerpo de Retancourt. Estirado boca arriba a su lado, miraba fijamente el rostro de su teniente, pendiente del menor signo de regreso a la vida. Haz que. Pero por mucho que se concentrara y rezara a la tercera virgen, no daría más sangre que cualquier otro. Y el médico había dicho tres. Tres donantes. Como las tres vírgenes. Tres. Tres.

La cabeza empezaba a darle vueltas, apenas había comido. Aceptaba el vértigo sin disgusto, sintiendo que el hilo de sus pensamientos empezaba a disiparse. Se obligaba a mirar fijamente el rostro de Retancourt, notando que la raíz de su pelo era más rubia que las mechas que le caían en la nuca. Antes nunca se había fijado en que Retancourt se había teñido de un rubio más intenso que su color natural. Vaya ocurrencia, esa preocupación estética. Conocía mal a Retancourt.

– ¿Va bien? -preguntó el médico-. ¿No se marea?

Adamsberg hizo un signo negativo y volvió a sus vértigos. Rubio claro y rubio veneciano en el pelo de Retancourt, en el vivo de la virgen. O sea, calculó dificultosamente, que la teniente se había teñido en diciembre o en enero, puesto que las raíces claras habían crecido de dos a tres centímetros, qué idea tan curiosa en pleno invierno, y él no se había dado cuenta de nada. A él se le había muerto el padre, y eso no tenía nada que ver. Le pareció que los labios de Retancourt se habían movido, pero no veía muy bien, quizá la teniente quisiera decirle algo, hablarle de ese vivo que le estaba creciendo en la cabeza, que le salía del cráneo como los cuernos del bucardo. Maldita sea, el vivo. Lejos, oyó al médico hablar.

– Pare -dijo la voz, la del doctor Lariboisier, o como demonios se llamara-. No vamos a acabar con dos muertos en vez de uno. No podemos sacarle más.

En el vestíbulo del hospital, un hombre preguntaba a la recepcionista.

– ¿Violette Retancourt? ¿Dónde está?

– No se la puede visitar.

– Soy del grupo 0 negativo, donante universal.

– Está en Reanimación -dijo la mujer levantándose inmediatamente-. Sígame.

Adamsberg hablaba solo mientras le quitaban el garrote. Unas manos lo incorporaban, le hacían tragar agua azucarada, una inyección se plantaba en su otro brazo. La puerta de la sala se abrió, una mole vestida de cuero entró a toda prisa.

– Teniente Noël -dijo el grandullón-. Grupo 0 negativo.

LI

Ante la fachada del centro hospitalario, destacando en el universo desolado del pavimento de hormigón, un minúsculo espacio de verdor parecía señalar que, a pesar de todo, había que tener unas cuantas flores en algún sitio. En sus idas y venidas, Adamsberg había localizado esa concesión vegetal de quince metros cuadrados, donde un par de bancos y cinco jardineras se apiñaban alrededor de una fuente.

Eran las dos de la madrugada, y el comisario, restaurado y saturado de azúcar, descansaba escuchando el chapoteo del agua, un sonido benéfico que los monjes de la Edad Media habían utilizado por sus virtudes lenitivas. Después de que Noël acabara la última transfusión, los dos hombres habían observado la masa tumbada de Retancourt, uno a cada lado de la cama, como quien vigila un experimento químico incierto.

– Ya empieza -dijo Noël.

– Todavía no -contestó el médico.

De vez en cuando, el impaciente Noël sacudía inútilmente el brazo de Retancourt, para acelerar el proceso, agitar la sangre, mover el sistema, reactivar la maquinaria.

– Venga, gorda, joder -le decía-, ponte las pilas, haz un esfuerzo.

Agitado, incapaz de permanecer sin gestos ni comentarios, iba de un extremo al otro de la cama: frotaba los pies de Retancourt para calentárselos, pasaba a las manos, comprobaba el gota a gota, le friccionaba la cabeza.

– No sirve para nada -acabó diciendo el médico, irritado.

El ritmo cardiaco se aceleró en la pantalla.

– Aquí la tenemos -dijo el médico como quien anuncia la llegada de un tren a la estación.

– Venga, gordi, ánimo -repitió Noël por décima vez.

– Queda esperar -dijo Lavoisier con esa brutalidad involuntaria de los médicos- que no se despierte idiota.

Retancourt abría débilmente los ojos, posando una mirada azul y estúpida en el techo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Lavoisier.

– Violette -dijo Adamsberg.

– Como la florecita -confirmó Noël.

Lavoisier se sentó al borde de la cama, giró hacia él el rostro de Retancourt y le cogió la mano.

– ¿Se llama Violette? -le dijo-. Si sí, parpadee.

– Venga, gordi -dijo Noël.

– No se lo sople, Noël -dijo Adamsberg.

– No tiene nada que ver con soplárselo o no soplárselo -dijo Lavoisier exasperado-. Tiene que entender la pregunta. Cállense, por el amor de Dios, tiene que concentrarse. ¿Se llama usted Violette?

Pasaron unos diez segundos antes de que Retancourt parpadeara sin ambigüedad.

– Entiende -dijo Lavoisier.

– Pues claro que entiende -dijo Noël-. ¿No puede probar con una pregunta más difícil, doc?

– Ésa ya es una pregunta muy difícil, cuando se vuelve de allí.

– Creo que estamos estorbando -dijo Adamsberg.

El teniente Noël no era capaz, como Adamsberg, de escuchar el rumor de la fuente. El comisario lo miraba ir y venir por el jardincillo, donde los dos policías parecían dispuestos como en la arena de un circo miniatura, iluminada a ras del suelo por luces azules.

– ¿Quién lo ha avisado, teniente?

– Estalère me llamó desde el restaurante. Él sabía que yo era donante universal. Es de esos tipos que recuerdan los detalles personales, si uno pone azúcar en el café, si es A, B, 0. Cuénteme cómo fue, comisario, me faltan trozos de la historia.

Adamsberg resumió a su manera y en desorden los elementos que se había perdido Noël desde que se había ido a volar con las gaviotas. Curiosamente, el teniente, en principio un positivista primario, le hizo recitar dos veces la receta del De sanctis reliquis y se opuso a la idea de Adamsberg de abandonar a la tercera virgen, sin hacer ninguna broma acerca del hueso del gato ni del vivo de las doncellas.

– No vamos a dejar que se carguen a esa chica sin mover un dedo, comisario.

– Probablemente me equivoqué al pensar que la tercera virgen ya había sido elegida.

– ¿Por qué?

– Porque creo que al final la asesina escogió a Retancourt.

– Pero eso no tendría sentido -dijo Noël interrumpiendo su ronda.

– ¿Por qué? Corresponde a las exigencias de la receta.

Noël miró a Adamsberg en la oscuridad.

– Para eso, comisario, Retancourt tendría que ser virgen.

– Pero creo que lo es.

– Pues yo no.

– Sería usted el único en pensarlo, Noël.

– No lo pienso, lo sé. No es virgen. En absoluto.

Noël se sentó en el banco, satisfecho, mientras Adamsberg tomaba el relevo dando vueltas por el jardincillo.

– Retancourt no le hace a usted confidencias -dijo.

– Con tanta bronca, acabamos contándonos muchas cosas. No es virgen y punto.

– Eso significa que la tercera virgen existe. En otro sitio. Y que Retancourt había comprendido efectivamente algo que nosotros no hemos entendido.

– Y antes de saber qué -dijo Noël-, va a llover bastante.

– Un mes, antes de que recobre todas sus facultades, según «Lariboisier».

– Lavoisier -rectificó Noël-. Un mes para alguien de constitución normal. Para Retancourt, ocho días. Tiene su gracia, cuando lo pienso, que mi sangre y la de usted circulen por su cuerpo.

– Con la del tercer donante.

– ¿A qué se dedica el tercer donante?

– Cría rebaños de bueyes, por lo que he entendido.

– No sé qué resultado dará la mezcla -dijo Noël pensativo.

En la cama un poco fría del hotel, Adamsberg no podía cerrar los ojos sin verse tumbado y agarrotado junto a Retancourt, retomando el hilo de los pensamientos vertiginosos que se habían enredado durante la transfusión. El tinte de Retancourt, el vivo de la doncella, los cuernos del bucardo. Había en el núcleo de esa madeja una alarma que no quería callar. Tenía que ver con la sangre que pasaba de él a ella, reactivando los latidos del corazón de la teniente, arrebatándosela a la muerte. Tenía que ver con los cabellos de la virgen, evidentemente. Pero ¿qué demonios pintaba en todo eso el bucardo? Eso le recordó que los cuernos de los bucardos no eran sino pelos muy comprimidos o, desde la otra perspectiva, que los pelos no eran sino cuernos muy sueltos. Eran la misma cosa. ¿Y entonces? ¿Y qué? Tendría que recordarlo mañana.

LII

Las campanas al vuelo de la iglesia despertaron a Adamsberg a las doce. No hay paraíso para los dormijosos, le decía su madre. Llamó inmediatamente al hospital y escuchó el informe de Lavoisier, positivo.

– ¿Habla? -preguntó Adamsberg.

– Duerme de verdad -dijo el médico-, y seguirá así bastante tiempo. Le recuerdo que sufrió también un traumatismo craneal.

– Retancourt habla en sueños.

– Sí, murmura cosas de vez en cuando. Nada consciente ni muy inteligible. No se ponga nervioso.

– Estoy tranquilo, doctor. Sólo me gustaría saber lo que murmura.

– Un poco la misma canción. Unos versos muy conocidos, ¿sabe?

¿Versos? ¿Retancourt soñaba con Veyrenc? ¿O ese tipo la había contagiado? ¿Atrapando a todas las mujeres de su entorno una tras otra?

– ¿Qué versos? -preguntó Adamsberg irritado.

– Los de Corneille, que todo el mundo conoce.

»Ver al postrer romano en su postrer suspiro,

sólo yo ser la causa y morir de deleite.

Los dos únicos versos que Adamsberg se sabía también de memoria.

– No es su estilo en absoluto -dijo-. ¿Seguro que es eso lo que murmura?

– Si supiera las cosas que llega a decir la gente bajo los erectos de los neurolépticos o de la anestesia, quedaría asombrado. He oído a auténticas meapilas soltar unas obscenidades increíbles.

– ¿Suelta obscenidades?

– Acabo de decirle que suelta versos de Corneille. No tiene nada de sorprendente. Casi siempre son recuerdos de infancia que afloran a la memoria, sobre todo recuerdos del colegio. Está repasando sus recitaciones, eso es todo. Una vez tuve un ministro que, en tres meses de coma, me repitió toda la primaria. Las tablas de restar, una tras otra. Y no se le daba nada mal.

Mientras escuchaba al médico, Adamsberg miraba fijamente un cuadrito bastante feo colgado frente a su cama, una escena forestal que representaba una cierva con su cervato bajo la enramada. Una «hembra con cría», habría dicho Robert.

– Hoy vuelvo a París -decía el médico-. Violette puede viajar, me la llevo en una ambulancia. Si nos busca, estaremos en el hospital Saint-Vincent-de-Paul al final de la tarde.

– ¿Por qué se la lleva?

– Yo no la suelto, comisario. Es un caso.

Adamsberg colgó sin despegar la mirada del cuadro. Allí estaba, la madeja enredada con el vivo de las doncellas y la cruz en la corona eterna. Permaneció un buen rato contemplando la cierva con cría, hipnotizado, captando con la punta de los dedos el elemento que le había faltado hasta entonces. Hay un hueso en el morro del cerdo. Hay un hueso en la verga del gato. Y, si no se equivocaba, y por imposible que pudiera parecer, había un hueso en el corazón del ciervo. Un hueso en forma de cruz, que lo conduciría hasta la tercera virgen.

El equipo trabajaba en la nave desde las diez de la mañana con la ayuda de dos técnicos y un fotógrafo reclutados en la Brigada de Dourdan. Lamarre y Voisenet se encargaban de las inmediaciones de la zona, en busca de huellas de neumático que pudieran haber quedado en el campo en barbecho. Mordent y Danglard se habían repartido la nave, Justin se ocupaba del reducto donde había estado encerrada Retancourt.

Adamsberg se reunió con ellos cuando empezaban a comer sentados en el campo, bajo un aceptable sol de abril, sacando sándwiches, fruta, cervezas y termos para un almuerzo perfectamente organizado por Froissy. No habían encontrado sillas en el hangar, y todos estaban sentados encima de neumáticos, formando un extraño salón circular en el prado. El gato, por su parte, desde que le prohibieron el acceso a la ambulancia de Retancourt, estaba enroscado a los pies de Danglard.

– El vehículo entró en el campo por allí -explicó Voisenet con la boca llena, señalando un punto de la carretera cantonal-. Lo aparcaron frente a la puerta lateral, al final de la nave, tras haber maniobrado marcha atrás para orientar el maletero hacia la entrada. Las plantas han crecido por todas partes, no hay ni un espacio de tierra donde encontrar huellas. Pero, por el aplastamiento de la hierba, debía de ser un furgón, probablemente de nueve metros cúbicos. No creo que la vieja disponga de un trasto así. Debió de alquilarlo. Quizá podríamos encontrar su rastro en las agencias especializadas en vehículos de carga. Una ancianita alquilando un furgón no debe de ser tan frecuente.

Adamsberg se había sentado con las piernas cruzadas en la hierba tibia, y Froissy había dispuesto a su lado una copiosa comida.

– Transporte del cuerpo muy organizado -prosiguió Mordent, que, posado sobre el neumático, cobraba realmente aires de garza en su nido-. La vieja se había llevado una carretilla, o la alquiló con el camión. Según las huellas, el camión tenía una pasarela inclinada. La enfermera sólo tuvo que hacer rodar el cuerpo por la pendiente de modo que fuera a parar a la carretilla. Luego la llevó a la nave, hasta el cuarto de herramientas.

– ¿Hay huellas de ruedas?

– Sí, cruzan toda la entrada. Allí neutralizó a los perros con carne llena de Novaxon. Luego las huellas doblan la esquina y siguen por todo el pasillo. Están parcialmente cubiertas por las de vuelta.

– ¿Y sus pasos?

– Esto le va a gustar -dijo Lamarre con la sonrisa de un niño que ha escondido su regalo para aumentar la ilusión-. La esquina del pasillo no debió de ser fácil de doblar, debió de apoyarse en la carretilla para hacerla pivotar, pisando con fuerza en la planta de los pies. ¿Ve el movimiento?

– Sí.

– Y el suelo de cemento es rasposo.

– Sí.

– Y en ese sitio hay huellas.

– De betún azul -dijo Adamsberg.

– Eso es.

– Aislada del suelo de sus crímenes -dijo lentamente el comisario-, pero dejando su rastro. Nadie es del todo una sombra. La pillaremos por su rastro azul.

– Las huellas no están completas en ningún sitio, no podemos estar seguros de la talla. Pero se trata probablemente de zapatos de mujer, sólidos, de tacón plano.

– Queda el cuchitril -dijo Justin-. Allí fue donde le inyectó la dosis de Novaxon antes de cerrar la puerta con el gancho.

– ¿Nada que señalar en el cuchitril?

Un pequeño silencio suspendió el informe de Justin.

– Sí -dijo-, la jeringuilla.

– ¿Bromea, teniente? No puede haber dejado la jeringuilla.

– Pues sí. La dejó en el suelo, sin ninguna huella, por supuesto.

– ¿O sea que ahora firma? -dijo Adamsberg levantándose, como si la enfermera lo desafiara abiertamente.

– Es lo que creemos.

El comisario dio unos pasos por el campo, con las manos a la espalda.

– Muy bien -dijo-. Acaba de cruzar un umbral. Se cree invencible y lo dice.

– Es bastante lógico -dijo Kernorkian-, en alguien que va a ingerir la vida eterna.

– Para eso tiene que cazar primero a la tercera virgen -dijo Adamsberg.

Estalère hizo la ronda de los agentes sirviendo café en los vasos de plástico que éstos le tendían. La precariedad del campamento y la ausencia de leche no le permitían llevar a cabo correctamente su ceremonia.

– La encontrará antes que nosotros -dijo Mordent.

– No es seguro -dijo Adamsberg.

Volvió al círculo de agentes y se sentó con las piernas cruzadas.

– El vivo de las doncellas -dijo- no es la cabellera de la muerta.

– Romain había resuelto eso -dijo Mordent-. La loca cortó mechones de pelo.

– Cortó mechones para despejar el acceso.

– ¿A qué?

– Al auténtico pelo de la muerte, al que sigue creciendo después de la muerte.

– ¡Claro! -dijo Danglard en una exclamación de pesar-. El vivo. Lo que persiste en crecer y vivir, incluso después de la muerte.

– Por eso, para la enfermera -dijo Adamsberg-, era indispensable volver a desenterrar a sus víctimas varios meses después. Para dar al vivo tiempo de crecer. Eso es lo que les corta, los dos o tres centímetros de pelo nuevo que ha crecido de raíz, en la tumba. Ese vivo es más que un emblema de la vida eterna. Es la concreción de la resistencia vital, es lo que se niega a detenerse después de la muerte.

– Asqueroso -dijo Noël, resumiendo la sensación general.

Froissy recogía la comida, que ya nadie tocaba.

– ¿En qué ayuda eso a identificar a la tercera doncella? -preguntó.

– Cuando se ha entendido eso, Froissy, se capta el resto en línea lógica: molerás, con la cruz que vive en la corona eterna, adyacente en cantidad igual.

– Ya estábamos de acuerdo en eso -dijo Mordent-, se trata de la Vera Cruz.

– No -dijo Adamsberg-, eso no cuadra. Como el resto del texto, este pasaje debe leerse literalmente. La cruz de Cristo no vive en Cristo, es absurdo.

Danglard, sentado de lado en el neumático, entornó los ojos, en alerta.

– La receta -prosiguió Adamsberg- dice que es una cruz que vive.

– Ahora sí que no tiene sentido -dijo Mordent.

– Una cruz que vive en un cuerpo que representa lo eterno -enunció Adamsberg articulando bien cada palabra-. Un cuerpo con corona.

– En la Edad Media -murmuró Danglard-, el animal que simbolizaba la eternidad era el ciervo.

Adamsberg, que hasta entonces no estaba seguro del todo, sonrió a su comandante.

– ¿Y por qué, capitán?

– Porque las grandes cuernas de los machos se elevan hacia el cielo. Porque esas cuernas mueren, se caen, pero vuelven a crecer cada año, como las hojas de los árboles, con una punta suplementaria, más poderosas de año en año, formando una corona. Fenómeno asombroso, asociado a la pulsión vital del animal. Se consideraba una representación de la vida eterna, constantemente renovada, constantemente aumentada, a imagen de las cuernas del ciervo. A veces se representaba con Cristo en la frente, como ciervo crucífero.

– Cuyas cuernas crecen en la cabeza -dijo Adamsberg-. Como el pelo.

El comisario pasó la mano por la hierba nueva.

– A eso se refiere la corona eterna. A la corona de las cuernas del ciervo.

– ¿Hay que poner cuerna en la mixtura?

– Si así fuera, nos faltaría la cruz. Y cada palabra de la receta cuenta, como ya hemos visto. La cruz que vive en la corona eterna. La cruz es, pues, la cruz del ciervo. Es de hueso, como las cuernas, materia incorruptible.

– Quizá la horquilla, en la parte superior de la cuerna -dijo Voisenet-. O la luchadera, que forma un ángulo con el eje de la cuerna.

– Yo no creo que las cuernas de ciervo formen una cruz -dijo Froissy.

– No -dijo Adamsberg-. Pienso que la cruz está en otra parte. Creo que hay que buscar un hueso secreto, como el hueso del gato. El hueso peneano interno concentra el viril principio. Tenemos que encontrar lo mismo en el ciervo. Un hueso en forma de cruz que resuma el principio de eternidad del ciervo, dentro de su cuerpo. Un hueso que vive.

Adamsberg miró uno tras otro a sus agentes, esperando sus respuestas.

– No veo qué puede ser -dijo Voisenet.

– Yo creo -prosiguió Adamsberg- que encontraremos ese hueso en el corazón del ciervo. El corazón es el símbolo de la vida que late. Una cruz que vive, una cruz de hueso en el corazón de un ciervo de corona eterna.

Voisenet se volvió hacia Adamsberg.

– Sí, comisario -dijo-. El único problema es que no hay huesos en el corazón del ciervo. Ni del ciervo ni de nadie. Ni en forma de cruz, ni a lo largo ni a lo ancho.

– Algo tiene que haber, Voisenet.

– ¿Por qué?

– Porque en el bosque de Brétilly, y luego en el de Opportune, alguien mató dos ciervos machos el mes pasado y los dejaron intactos en el suelo. Una única cosa: les extirparon el corazón y se lo abrieron. Esas matanzas son obra de la misma mano y las realizó en el mismo lugar, mantenido por el radio del santo, y los mataron lo más cerca posible de las dos mujeres sacrificadas. Los abatió el ángel de la muerte.

– Tiene su lógica.

– Tras la muerte de los ciervos, los abrió en un sitio determinado de su cuerpo. Eso es exactamente lo que le sucedió al gato Narciso. Los operaron, en cierto modo, con un objetivo bien definido, para extraer algo preciso. ¿Qué? La cruz que vive en la corona eterna. Es decir que se encuentra en el corazón de un ciervo, de una manera u otra.

– Es imposible -dijo Danglard-. Eso se sabría.

– No sabíamos lo del hueso del gato -observó Kernorkian-. Ni lo del morro del cerdo.

– Yo sí -dijo Voisenet-. Igual que sé que no hay ningún hueso en el corazón de un ciervo.

– Pues tendrá que haber uno, teniente.

Hubo gruñidos, gestos de duda, mientras Adamsberg se levantaba para desentumecer las piernas. No parecía evidente a los positivistas que la realidad tuviera que plegarse a las ideas flotantes del comisario, y menos hasta el punto de meter un hueso en el corazón del ciervo.

– Es al revés, comisario -insistió Voisenet-. El corazón no tiene hueso. Y, en consecuencia, hay que adaptarse a esta verdad.

– Voisenet, habrá uno, o todo deja de tener sentido. Y, si hay uno, no tenemos más que estar pendientes de la próxima muerte de ciervo. La tercera virgen que la enfermera haya elegido se encontrará en su proximidad más inmediata. La cruz del corazón tiene que estar lo más cerca posible del vivo de la doncella. Adyacente en cantidad igual. Eso no quiere decir «adjunta» en la misma cantidad, sino que tiene que ver con el lugar.

– Adyacente -dijo Danglard- significa «que yace al lado».

– Gracias, Danglard. Es bastante natural que la doncella tenga que vivir junto al ciervo. Esencias hembra y macho acopladas, que engendran vida, y en este caso vida eterna. Cuando tengamos el corazón del próximo ciervo, tendremos el nombre de la virgen entre todos los que habéis encontrado.

– Bien -admitió Justin-. ¿Cómo lo hacemos? ¿Vigilamos los bosques?

– Ya hay gente que lo hace por nosotros.

LIV

Adamsberg esperó bajo la lluvia a que sonara el ángelus en el campanario de la iglesia de Haroncourt para empujar la puerta del café. Ese domingo, encontró allí a toda la asamblea al completo, reunida para la primera ronda.

– Bearnés -dijo Robert sin mostrar su sorpresa-, ¿te vienes a tomar algo?

Una rápida mirada a Angelbert confirmó que el montañés seguía siendo bienvenido, pese a haber reventado una tumba en Opportune-la-Haute dieciocho días antes. Al igual que la última vez, le hicieron sitio al lado del viejo y le acercaron un vaso.

– Tú has estado bien liado -afirmó Angelbert sirviéndole vino blanco.

– Sí, he tenido problemas. Problemas de madero.

– Así es la vida -dijo Angelbert-. Robert es techador, tiene problemas de techador. Hilaire tiene problemas de charcutero, Oswald tiene problemas de agricultor, y yo tengo problemas de viejo. No es mejor, créeme. Tómate un trago.

– Ya sé por qué las dos mujeres fueron asesinadas -dijo Adamsberg obedeciendo-, y sé por qué abrieron sus tumbas.

– O sea que estás contento.

– No exactamente -dijo Adamsberg torciendo el gesto-. La homicida es una criatura terrorífica y no ha acabado su trabajo.

– Y va a acabarlo -dijo Oswald.

– Ya lo creo que sí -marcó Achille.

– Sí, lo va a acabar -dijo Adamsberg-. Lo va a acabar, matando a otra virgen. La ando buscando. Y acepto que se me eche una mano.

Adamsberg vio todos los rostros volverse hacia él, todos sorprendidos por una declaración tan poco circunspecta.

– Sin ánimo de ofender, bearnés -dijo Angelbert-, es más bien asunto tuyo.

– No nuestro -marcó Achille.

– Vuestro también. Porque es la misma asesina que mató vuestros ciervos.

– Te lo dije -susurró Oswald.

– ¿Y cómo lo sabes? -preguntó Hilaire.

– Eso es asunto suyo -interrumpió Angelbert-. Si te dice que lo sabe es que lo sabe, y punto.

– Exactamente -dijo Achille.

– A cada una de las víctimas se le ha asociado la muerte de un ciervo -prosiguió Adamsberg-. Más exactamente el corazón de un ciervo.

– Para hacer qué, a saber -preguntó Robert.

– Para extraer el hueso que hay dentro, en forma de cruz -dijo Adamsberg arriesgando el todo por el todo.

– Es muy posible -dijo Oswald-. Y es lo que pensaba Hermance. Hermance tiene un hueso.

– ¿En el corazón? -preguntó Achille un poco extrañado.

– En el cajón del aparador. Un hueso de corazón de ciervo.

– Hay que estar como una regadera para ir a buscar la cruz del ciervo -dijo Angelbert-. Eso son cosas de los tiempos antiguos.

– Pues había reyes.de Francia que los coleccionaban -dijo Robert-. Para traerse buena salud.

– Lo que digo. Es de los tiempos antiguos. Ahora ya no se guardan.

Adamsberg vació su vaso a su propia salud, celebrando interiormente la existencia muy real de un hueso en forma de cruz en el corazón de los ciervos.

– Sabes por qué se queda con la cruz tu asesino -preguntó Robert.

– Ya te he dicho que es una mujer.

– Ya -dijo Robert con un mohín-. Pero sabes por qué.

– Para poner esa cruz con el pelo de las vírgenes.

– Bueno -dijo Oswald-. Es una perturbada. Para qué le sirve, a saber.

– Para preparar una mixtura que le dé la vida eterna.

– Joder -murmuró Hilaire.

– Por una parte, no está mal -observó Angelbert-. Por otra, es discutible.

– ¿En qué es discutible?

– ¿Te imaginas, mi pobre Hilaire, si tuvieras que vivir para siempre? ¿Qué harías cada día? No vamos a estar tomando vinos durante cien mil años, ¿o sí?

– Es verdad que es mucho -observó Achille.

– Matará a la próxima mujer -prosiguió Adamsberg- cuando haya matado al próximo ciervo. O al contrario, no tengo ni idea. Pero no me queda más remedio que seguir la pista de la cruz del corazón. Quisiera que me avisarais en cuanto maten otro ciervo.

Se hizo un silencio de plomo, un silencio compacto como sólo los saben crear y soportar los normandos. Angelbert sirvió la segunda ronda haciendo tintinear el cuello de la botella con cada vaso.

– Pues ya está hecho -dijo Robert.

Hubo un nuevo silencio, y cada cual tomó un sorbo, salvo Adamsberg, que miraba a Robert, sobrecogido.

– ¿Cuándo? -preguntó.

– No hace ni seis días.

– ¿Por qué no me llamaste?

– No parecía interesarte -dijo Robert enfurruñado-. Sólo pensabas en la sombra de Oswald.

– ¿Dónde se produjo?

– En el Bosc des Tourelles.

– ¿Lo mataron igual que los demás?

– Todo igual. Con el corazón al lado.

– ¿Cuáles son los pueblos más cercanos?

– Campenille, Troimare y Louvelot. Más allá, vas hacia Longeney por un lado, o a Coucy por el otro. Tienes donde escoger.

– ¿No ha habido ninguna mujer accidentada desde entonces?

– No.

Adamsberg respiró aliviado y tomó un sorbo.

– Bueno, está la vieja Yvonne, que se pegó un trompazo en el puente viejo -dijo Hilaire.

– ¿Muerta?

– Si por ti fuera, todo el mundo estaría muerto -dijo Robert-. Se rompió el fémur.

– ¿Me puedes llevar mañana?

– ¿A ver a Yvonne?

– A ver el ciervo.

– Está enterrado.

– ¿Quién tiene las cuernas?

– Nadie, ya se le habían caído.

– Me gustaría ver el lugar.

– Eso podría ser -dijo Robert adelantando su vaso para la tercera y última ronda-. ¿Dónde vas a dormir? ¿En el hotel o donde Hermance?

– Sería mejor que durmiera en el hotel -dijo Oswald en voz baja.

– Sería mejor -marcó el marcador.

Y nadie explicó por qué ya no podía uno alojarse en casa de la hermana de Oswald.

LV

Mientras sus agentes exploraban la zona del Bosc des Tourelles, Adamsberg había hecho la ronda de los hospitales. Fue a ver a Veyrenc cojear en Bichat y a Retancourt dormir en Saint-Vincent-de-Paul. A Veyrenc le daban el alta al día siguiente, y el sueño de Retancourt empezaba a parecer un estado más natural. «Está remontando a toda velocidad», había dicho Lavoisier, que tomaba multitud de notas sobre el caso de la diosa polivalente. Veyrenc, una vez puesto al corriente de la recuperación de la teniente y del asunto de la cruz del ciervo, había formulado una opinión que Adamsberg rumiaba al volver a pie hacia la Brigada.

Mientras la fuerza libra a una de la muerte,

la impotencia prepara a la otra al tormento.

Daos prisa, ya es hora, ha caído el gran ciervo,

y caerá la virgen si pronto no actuáis.

– Francine Bidault, treinta y cinco años -dijo Mercadet mostrando su ficha a Adamsberg-. Vive en Clancy, doscientos habitantes, a siete kilómetros del linde del Bosc des Tourelles. Las otras mujeres más cercanas están a catorce y a diecinueve kilómetros, y ambas más cerca del Gan Castañedo, que es suficientemente grande para que vivan en él otros cérvidos. Francine vive sola, su granja está aislada, a más de ochocientos metros de sus vecinos. El muro se escala de un salto. En cuanto a la casa, es antigua, las puertas de madera son delgadas, y los cerrojos se abren de un codazo.

– Bien -dijo Adamsberg-. ¿Trabaja? ¿Tiene coche?

– Limpia a tiempo parcial en una farmacia de Évreux. Va hasta allí en autobús de línea, todos los días menos los domingos. Es probable que la agresión se produzca en su casa, entre las siete de la tarde y la una del mediodía siguiente, hora a la que sale de su casa.

– ¿Es virgen? ¿Estamos seguros?

– Según el cura de Otton, sí. Un «angelito», según sus palabras; bonita, pueril, casi retrasada, dicen otros. Pero, según el cura, tiene intactas sus facultades. Lo que pasa es que todo le da miedo, sobre todo los bichos. La crió su padre, viudo, que la tiranizó como un bruto. Murió hace dos años.

– Hay un problema -dijo Voisenet, cuyos cimientos positivistas se habían desmoronado desde que Adamsberg había adivinado la existencia de un hueso en el corazón de los ciervos tan sólo paleando nubes-. Devalon se ha enterado de que estamos en Clancy y de por qué. Está en mala posición desde que falló en los asesinatos de Élisabeth y Pascaline. Exige que sea su brigada la encargada de la vigilancia de Francine Bidault.

– Mejor -dijo Adamsberg-. Mientras Francine esté protegida, que haga lo que le parezca. Llámelo, Danglard. Que Devalon asigne tres hombres armados, por turnos de las siete de la tarde a la una del mediodía siguiente, cada día, sin falta. Empezamos esta misma tarde. El que esté de guardia debe apostarse en la casa, a ser posible, en la habitación de Francine. Enviamos a Évreux la foto de la enfermera. ¿Quién se ha encargado de hacer la ronda de las agencias de alquiler de camiones?

– Yo -dijo Justin-, con Lamarre y Froissy. Nada de momento en Ile-de-France. Ninguno de los empleados recuerda a una mujer de setenta y cinco años pidiendo un nueve metros cúbicos. Han sido rotundos.

– ¿La huella azul en la nave?

– Es de betún.

– Retancourt ha hablado esta tarde -dijo Estalère-. Pero poco tiempo.

– ¿Ha citado a Corneille? -preguntó Adamsberg.

– No, no se cita con nadie. Ha hablado de zapatos. Ha dicho que había que enviar zapatos a la caravana.

Los hombres se intercambiaron miradas perplejas.

– Ha quedado tocada, la gorda -dijo Noël.

– No, Noël. Había prometido a la señora de la caravana reemplazarle el par de zapatos azules. Lamarre, ocúpese de eso, encontrará la dirección en los archivos de Retancourt.

– Después de todo lo que ha pasado, ¿es lo primero que se le ocurre decirnos? -preguntó Kernorkian.

– Así es ella -dijo Justin fatalista-. ¿No ha dicho nada más?

– Sí. Ha añadido: Pasando, dile que pase.

– ¿De la señora?

– No -dijo Adamsberg-. Ella no pasaba en absoluto de la señora.

– ¿Y a quién se refiere el «le»?

Estalère señaló a Adamsberg con la barbilla.

– Seguramente -dijo Voisenet.

– ¿De qué? -murmuró Adamsberg-. ¿De qué tengo que pasar?

– Se ha quedado tocada -repitió Noël, inquieto.

Por primera vez en su vida y desde hacía veintidós días, Francine no se había tapado la cara con el embozo. Se quedaba dormida con la cabeza al descubierto, tranquilamente apoyada en la almohada, y era infinitamente más fácil que asfixiarse bajo las sábanas sacando la nariz por el orificio de ventilación. Asimismo, sólo había llevado a cabo dos comprobaciones rápidas de los agujeros de carcoma, sin contar las nuevas perforaciones, que se extendían hacia el sur de la viga, y sin imaginarse demasiado qué pinta podía tener uno de esos asquerosos bichos.

Esa vigilancia policial era un auténtico regalo del cielo. Tres hombres se relevaban en su casa todas las noches, y la protegían incluso por las mañanas, hasta que se iba al trabajo. ¿Se podía soñar algo mejor? No había hecho preguntas acerca de las razones por las cuales se empeñaban en protegerla, por miedo a que su curiosidad indispusiera a los gendarmes y a que renunciaran a su buena idea.

Por lo que se le había dado a entender, en los últimos tiempos estaba habiendo robos, y a Francine no le pareció extraño que colocaran gendarmes por todas partes en las casas de las mujeres solas de la zona. Otras habrían protestado, pero desde luego no ella, que cada noche preparaba con gratitud una cena para el gendarme de guardia, mucho más elaborada que las que le había hecho siempre a su padre.

El rumor acerca de esas cenas finas -y del encanto de Francine- se había extendido por la Brigada de Évreux y, sin que Devalon supiera por qué, no tenía ninguna dificultad en encontrar voluntarios para encargarse de la protección de Francine Bidault. A Devalon le importaba un rábano la investigación nebulosa de Adamsberg, que para él no era más que un amasijo de inepcias. Pero no quería ni por asomo que ese tipo, que ya había hecho volar en pedazos los casos de Élisabeth Châtel y Pascaline Villemot por tres brotes de liquen en una piedra, se apoderara de su territorio. Sus hombres custodiarían la granja, y ni un solo agente de Adamsberg pondría los pies allí. Adamsberg había tenido el descaro de exigir que los hombres en turno de guardia permanecieran despiertos. Chorradas. No iba a mermar su equipo por un camelo de este calibre. Enviaba a sus cabos a casa de Francine después de su jornada normal de trabajo, con la misión de cenar y dormir sin estados de ánimo.

En la noche del tres de mayo, a las tres y treinta y cinco de la madrugada, sólo las larvas de carcoma trabajaban en las habitaciones de Francine y del cabo Grimal, en absoluto cohibidas por la presencia de un hombre armado en la casa, devorando cada una una milésima de milímetro de madera. No reaccionaron al chirrido de la puerta de la recocina, porque las larvas de carcoma son sordas. Grimal, alojado en la habitación del difunto padre, hundido bajo un edredón púrpura, se incorporó en la oscuridad, incapaz de analizar el ruido que lo había despertado, incapaz de saber si había puesto su arma a la derecha o a la izquierda de la cama, o sobre la cómoda, o en el suelo. Palpó la mesilla por si acaso, cruzó el cuarto en camiseta y calzoncillos, abrió la puerta que lo separaba de la habitación de Francine. Inerme, vio venir hacia él una sombra gris, larga, anormalmente silenciosa y lenta, que ni siquiera había interrumpido su avance al ver abrirse la puerta. La sombra no andaba de un modo normal, se deslizaba y tropezaba, pasando por el suelo en una pose indecisa pero imperturbable en su progresión. Grimal tuvo tiempo de sacudir a Francine, sin saber si quería salvarla o buscar su auxilio.

– ¡La Sombra, Francine! ¡Levántate! ¡Corre!

Francine chilló, y Grimal, aterrorizado, se aproximó a la silueta gris para cubrir la huida de la joven. Devalon no lo había preparado para el ataque, y lo maldijo en su último pensamiento. Que se vaya al infierno, con el espectro.

LVII

Adamsberg recibió la llamada de la Brigada de Évreux a las ocho y veinte de la mañana, en el bar cutre que desafiaba a la dormida Brasserie des Philosophes. Estaba tomándose un café en compañía de Froissy, que iba por el segundo del desayuno. El cabo Maurin, que llegaba de Clancy para el relevo, acababa de descubrir el cuerpo de su colega Grimal, con dos balas en el pecho que lo habían cruzado de parte a parte. Una de ellas había dado en el corazón. Adamsberg suspendió su gesto, dejó ruidosamente la taza en el plato.

– ¿Y la virgen? -preguntó.

– Desaparecida. Al parecer tuvo tiempo de huir por la ventana de la habitación del fondo. La estamos buscando.

La voz del hombre temblaba de sollozos. Grimal tenía cuarenta y dos años y siempre se había ocupado más de podar su seto que de tocar las narices a nadie.

– ¿Y su arma? -preguntó Adamsberg-. ¿Disparó?

– Estaba en la cama, comisario, estaba durmiendo. Su arma estaba encima de la cómoda de la habitación, ni siquiera tuvo tiempo de cogerla.

– Imposible -murmuró Adamsberg-. Había pedido que el agente de guardia estuviera sentado, vestido, despierto y con el arma preparada.

– Devalon pasaba, comisario. Nos enviaba allí después del trabajo. No podíamos aguantar despiertos.

– Dígale a su jefe que se vaya a arder en los infiernos.

– Ya lo sé, comisario.

Dos horas después, apretando los dientes, Adamsberg entraba con su escolta en casa de Francine. Habían encontrado a la joven llorosa, con los pies llenos de rasguños, refugiada en el pajar de los vecinos, escondida entre dos rollos de paja. Una silueta gris que vacilaba como la llama de una vela, eso era todo lo que había visto, y el brazo del gendarme que la había sacado de la cama y empujado hacia la habitación de atrás. Ya estaba corriendo hacia la carretera cuando sonaron los dos disparos.

El comisario había puesto la mano sobre la frente fría de Grimal, arrodillándose junto a su cabeza para no pisar su sangre. Luego marcó un número y oyó una voz adormilada en su auricular.

– Ariane, ya sé que no son todavía las once, pero te necesito.

– ¿Dónde estás?

– En Clancy, en Normandía. Chemin des Biges n.° 4. Date prisa. No tocamos nada antes de que llegues.

– ¿Qué es todo este equipo técnico? -preguntó Devalon con un gesto hacia el pequeño grupo que rodeaba a Adamsberg-. ¿Y a quién ha dicho que venga? -añadió señalando el teléfono.

– He llamado a mi forense, comandante. Y le desaconsejo que se oponga.

– Váyase al carajo, Adamsberg. Es uno de mis hombres.

– Uno de sus hombres a quien usted ha enviado a la muerte.

Adamsberg miró a los dos gendarmes que escoltaban a Devalon. Su postura indicaba aprobación.

– Vigilen el cuerpo de su colega -les dijo-. Que nadie se acerque antes de que llegue la forense.

– Usted no da órdenes a mis agentes. Aquí no necesitamos para nada a la pasma de París.

– No soy de París. Y usted ya no tiene agentes.

Adamsberg salió, olvidando al instante el destino de Devalon.

– ¿Cómo va eso?

– Se va perfilando -dijo Danglard-. La homicida pasó por encima del muro norte, cruzó los cincuenta metros de hierba hasta la puerta de la recocina, que es la que está más destartalada.

– La hierba no está alta, no hay huellas.

– Las hay en el muro, que es de tierra. Cayó un trozo de arcilla cuando saltó.

– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg sentándose, con los codos en la mesa en una pose casi tumbada.

– Forzó la puerta, cruzó la recocina, luego la cocina y entró en la habitación por esta puerta. Tampoco hay huellas, no hay ni una mota de polvo en las baldosas. Grimal venía de la habitación del fondo, el asalto tuvo lugar junto a la cama de Francine. Aparentemente, disparó a bocajarro.

Devalon había tenido que salir de la granja pero se negaba a abandonar el lugar a Adamsberg. Caminaba echando pestes por la carretera, esperando la llegada de la forense de París, firmemente decidido a imponer a su propio forense para la autopsia. Vio que el coche aparcaba bastante brutalmente delante del viejo portón de madera, vio a la mujer salir y volverse hacia él. Y encajó su último golpe al reconocer a Ariane Lagarde. Retrocedió sin decir nada, con un saludo silencioso.

– A bocajarro -confirmó la forense-, entre las tres treinta y las cuatro treinta de la madrugada, en un primer cálculo. Los disparos se hicieron durante la pelea, cuerpo a cuerpo. Él no tuvo tiempo de luchar realmente. Y creo que pasó mucho miedo, se ve todavía en sus rasgos. En cambio -dijo sentándose junto a Adamsberg-, la asesina conservó toda su sangre fría y se tomó el tiempo de poner su firma.

– ¿Lo ha pinchado?

– Sí. En la sangradura del brazo izquierdo, y es casi invisible. Comprobaremos, pero pienso que se trata, como en Diala y La Paille, de un pinchazo ficticio, sin inyección de ninguna sustancia.

– Su marca de fábrica -dijo Danglard.

– ¿Tienes idea de su estatura?

– Tengo que examinar la trayectoria de las balas. Pero, a primera vista, no es alguien alto. El arma tampoco es de gran calibre. Discreta, mortal.

Mordent y Lamarre volvían de la habitación.

– Así es, comisario -dijo Mordent-. Durante la lucha estuvieron empujándose mutuamente, inclinados, sin moverse del sitio. Grimal estaba descalzo, no ha dejado ninguna huella. Ella sí. Es ínfima, pero hay un ligero rastro azul.

– ¿Está seguro, Mordent?

– No es perceptible si no se busca, pero es indiscutible cuando uno lo espera. Venga a verlo usted mismo, coja la lupa. En este pavimento viejo no se ve fácilmente.

A la luz suplementaria que le proporcionaba el técnico, Adamsberg, con el ojo pegado a la lupa, examinó el rastro azul, de entre cinco y seis centímetros, dejado en una baldosa de barro. Una parcela de betún más viva resultaba más visible en la junta. Otra huella, más pequeña, se adivinaba en la baldosa adyacente. Adamsberg volvió en silencio al comedor, con el semblante contrariado. Abrió armarios y aparadores, pasó a la cocina, y, en un estante, encontró una caja de betún y un viejo trapo.

– Estalère -dijo-, coja esto. Vaya hasta el muro norte, a la parte exacta por donde pasó la asesina. Allí, frote bien con betún las suelas de sus zapatos. Y vuelva aquí.

– Pero el betún es marrón.

– Da igual, Estalère. Vaya.

A los cinco minutos, Estalère entró por la puerta de la cocina.

– Deténgase, cabo. Quítese los zapatos y pásemelos.

Adamsberg examinó las suelas a la luz de la ventanita, metió la mano en uno de los zapatos y lo apoyó en el suelo haciéndolo pivotar. Examinó la huella con la lupa, repitió la operación con el otro zapato y se puso en pie.

– Nada -dijo-. La hierba mojada lo ha limpiado todo. Queda alguna mancha de betún en la suela, pero no suficiente como para dejar rastro en las baldosas. Puede volver a calzarse, Estalère.

Adamsberg volvió a sentarse en la sala, rodeado de sus tres agentes y Ariane. Sus dedos acariciaban el hule, como tratando de reunir lo invisible.

– No cuadra -dijo-. Es demasiado.

– ¿Demasiado betún? -preguntó Ariane-. ¿A eso te refieres?

– Sí. Es demasiado y es incluso imposible. Y sin embargo, es su betún. Pero no viene de sus suelas.

– ¿Cree que es otra de sus firmas? -preguntó Mordent, con el ceño fruncido-. ¿Como lo de la jeringuilla? ¿Que pone betún a propósito en el suelo? ¿Para dejar el rastro de su paso?

– Para hacernos seguir un rastro. Para guiarnos.

– Hasta que nos extraviemos -dijo la forense con los ojos entornados.

– Exactamente, Ariane. Como hacían los provocadores de naufragios encendiendo falsos faros para desviar los barcos y estrellarlos contra las rocas. Es un falso faro que nos aleja.

– Un faro que arrastra constantemente hacia la vieja enfermera -dijo Ariane.

– Sí. Eso es lo que quería decir Retancourt: «Dile que pase». De los zapatos azules. Pasamos de ellos.

– ¿Qué tal está? -preguntó Ariane.

– Está remontando a toda velocidad. Lo suficiente para decirnos que pasemos.

– De los zapatos y de todo lo demás.

– Sí, de las marcas de pinchazos, del escalpelo, de las huellas de betún. Una buena tarjeta de visita, pero una tarjeta falsa. Un auténtico engaño. Alguien lleva semanas jugando con nosotros como marionetas. Y nosotros, y yo, como imbéciles, hemos corrido como un solo hombre hacia la luz que agitaba ante nosotros.

Ariane se cruzó de brazos, bajó la barbilla. Apenas había tenido tiempo de maquillarse, y Adamsberg la encontraba todavía más bella así.

– Es culpa mía -dijo-. Fui yo quien te dijo que podría ser una disociada.

– Fui yo quien la identificó como la enfermera.

– Yo me embalé -insistió Ariane-. Añadí elementos secundarios, psicológicos y mentales.

– Porque el asesino conoce perfectamente los elementos psicológicos y mentales de las mujeres. Porque todo estaba dispuesto para inducirnos al error, Ariane. Y si el asesino lo ha hecho todo para orientarnos hacia una mujer, es que es un hombre. Un hombre que aprovechó la evasión de Claire Langevin para ponerla en nuestro camino. Un hombre que sabía que yo reaccionaría ante la hipótesis de la vieja enfermera. Pero no es ella. Y ésta es la razón por la cual los asesinatos no corresponden en nada a la psicología del ángel de la muerte. Tú lo dijiste, Ariane, esa noche, después de Montrouge. No hubo un nuevo cráter en la ladera del volcán. Es otro volcán.

– Entonces, está muy bien hecho -dijo la forense con un suspiro-. Las heridas de Diala y La Paille indican obligatoriamente un agresor bajito. Pero siempre cabe la posibilidad, por supuesto, de hacer trampa y de imitarlas. Un hombre de estatura mediana podría perfectamente haber hecho cálculos para bajar el brazo de manera que los tajos fueran horizontales. Siempre y cuando sepa muy bien lo que hace.

– Ya la jeringuilla que dejó en la nave estaba de más -dijo Adamsberg-. Debería haber reaccionado antes.

– Un hombre -dijo Danglard con desánimo-. Hay que volver a empezar todo. Todo.

– No será necesario, Danglard.

Adamsberg vio pasar por la mirada de su comandante el tren de una reflexión rápida y organizada, y luego una relajación impregnada de tristeza. Adamsberg le hizo un ligero signo de aprobación. Danglard lo sabía, igual que él.

LVIII

En el coche parado, Adamsberg y Danglard miraban el limpiaparabrisas barrer la lluvia torrencial que caía sobre el cristal. A Adamsberg le gustaba el ruido regular de las varillas, la lucha que llevaban a cabo, gimiendo, contra el diluvio.

– Creo que estamos de acuerdo, capitán -dijo Adamsberg.

– Comandante -corrigió Danglard con voz átona.

– Para lanzarnos con seguridad tras la pista de la enfermera, el asesino tenía que saber mucho de mí. Tenía que saber que la había detenido, que su evasión me importaría. También tenía que poder seguir la investigación paso a paso. Que estar al corriente de que buscábamos zapatos azules y huellas de betún. Que estar informado de los proyectos de Retancourt. Que querer perderme. Nos lo proporcionó todo: la jeringuilla, los zapatos, el escalpelo, el betún. Formidable manipulación, Danglard, efectuada por una mente de calidad, de gran habilidad.

– Por un hombre de la Brigada.

– Sí -dijo con tristeza Adamsberg, arrellanándose en su asiento-. Por uno de los nuestros, bucardo negro en la montaña.

– ¿Qué tienen que ver en esto los bucardos?

– No es nada, Danglard.

– No quiero creerlo.

– Tampoco creíamos que hubiera un hueso en el morro del cerdo. Y hay uno. Como hay un hueso, Danglard, en la Brigada. Metido en su corazón.

La lluvia amainaba, Adamsberg disminuyó el ritmo de los limpiaparabrisas.

– Le dije que mentía -prosiguió Danglard-. Nadie habría podido memorizar el texto del De reliquis sin conocerlo de antemano. Se sabía la medicación de memoria.

– Entonces, ¿para qué iba a decírnosla?

– Por provocación. Se cree invencible.

– El niño derribado -murmuró Adamsberg-. El viñedo perdido, la miseria, los años de humillación. Lo conocí, Danglard. La boina calada hasta la nariz para ocultar su pelo, la pierna coja. El rubor en la frente, siempre rozando las paredes bajo las burlas de los demás.

– Todavía lo emociona.

– Sí.

– Pero es el niño el que lo emociona. El adulto ha crecido, y se ha torcido. E invierte la suerte, como diría él en verso, contra usted, el jefezuelo de antaño y el responsable de su tragedia. Acciona la rueda del destino. Ahora le toca a usted caer, mientras él conquista el sitio soberano. Se ha convertido en lo que él mismo declama todo el santo día, en un héroe de Racine preso en las tempestades del odio y de la ambición, organizando la entrada en escena de la muerte de los demás y el advenimiento de su propia coronación. Usted sabía desde el principio por qué estaba aquí: en busca de venganza por la batalla de los dos valles.

– Sí.

– Ejecutó su plan acto tras acto, azuzándolo hacia el error, haciendo descarrilar toda la investigación. Ya ha matado siete veces, Fernand, el Gordo Georges, Élisabeth, Pascaline, Diala, La Paille, Grimal. Y casi Retancourt. Y matará a la tercera virgen.

– No. Francine está protegida.

– Eso creemos. Ese hombre es fuerte como un caballo. Matará a Francine, y luego a usted, una vez que haya caído en el oprobio. Lo odia.

Adamsberg bajó la ventanilla y sacó el brazo con la mano abierta para recoger la lluvia.

– Y eso a usted lo entristece -dijo Danglard.

– Un poco.

– Pero sabe que tenemos razón.

– Cuando Robert me llamó por lo del segundo ciervo, yo estaba cansado y pasaba. Fue Veyrenc quien me propuso llevarme allí. Y, en el cementerio de Opportune, fue Veyrenc quien me señaló la tumba de Pascaline, con su hierba corta. Él me incitó a abrirla, como me había animado a perseverar en Montrouge. Y él hizo ceder a Brézillon para que conservara el caso. Así podría seguirlo él mientras yo me embarrancaba.

– Y él tomó a Camille -dijo con suavidad Danglard-. Alta venganza, bien digna de un héroe de Racine.

– ¿Cómo lo sabe, Danglard? -preguntó Adamsberg cerrando el puño bajo la lluvia.

– Cuando cogí la escucha en el armario de Froissy, tuve que pasar parte de la grabación para localizar la banda de sonido. Ya le dije cómo era. Inteligente, poderoso, peligroso.

– Y sin embargo, me caía bien.

– ¿Por eso nos quedamos inmóviles en Clancy con el coche parado? ¿En lugar de volver a París a toda pastilla?

– No, capitán. Por una parte, porque no tenemos prueba material. El juez nos obligaría a soltarlo al cabo de veinticuatro horas. Veyrenc contaría la guerra de los dos valles y diría que me empeño en destruirlo por motivos privados. Para que nunca se sepa quién era el quinto chaval bajo el árbol.

– Claro -reconoció Danglard-. Lo tiene pillado con eso.

– Por otra parte, porque no he acabado de entender lo que me dijo Retancourt.

– Todavía me pregunto cómo pudo la Bola tragarse treinta y ocho kilómetros -dijo Danglard, pensativo ante esa nueva Pregunta sin Respuesta.

– El amor y sus prodigios, Danglard. También es posible que el gato haya aprendido mucho de Violette. Ahorrar la energía átomo a átomo para lanzarla entera en una única misión, pulverizando todos los obstáculos a su paso.

– Ella formaba equipo con Veyrenc. Por eso comprendió antes que nosotros ese detalle endemoniado que nosotros no habíamos entendido. Él sabía que iba a ver a Romain. La esperó a la salida. Ella lo encontraba guapo, y lo siguió. La única vez que Violette no ha sido lista en su vida.

– El amor y sus calamidades, Danglard.

– Y hasta Violette puede dejarse engañar. Por una sonrisa, por una voz.

– Quiero saber qué me dijo -insistió Adamsberg volviendo a meter en el coche el brazo empapado-. ¿Usted qué opina, capitán? ¿Qué cree que iba a intentar en cuanto fuera capaz de pronunciar dos palabras?

– Hablarle.

– ¿Para decirme qué?

– La verdad. Y es lo que hizo. Habló de los zapatos, dijo que había que pasar. O sea que dijo que no era la enfermera.

– Eso, Danglard, no fue lo primero que dijo. Fue lo segundo.

– No expresó nada inteligible antes de eso. Se limitaba a citar versos de Corneille.

– ¿Y quién pronuncia esos versos exactamente?

– Camila, en Horacio.

– ¿Lo ve, Danglard? Es una prueba. Retancourt no estaba repasando sus clases del colegio, me estaba dirigiendo un mensaje a través de una Camila. Y yo no lo entiendo.

– Porque no puede ser claro. Retancourt estaba todavía durmiendo. Sólo se puede descifrar su frase como se interpretan los sueños.

Danglard se tomó unos instantes para reflexionar.

– En torno a Camila -dijo-, hay hermanos enemigos, los Horacios, por una parte, y los Curiados, por otra. Ella ama a uno, que quiere matar al otro. En torno a la Camille de verdad, lo mismo. Primos enemigos, usted por una parte, Veyrenc por otra. Pero Veyrenc representa a Racine. ¿Quién era el gran rival y enemigo de Racine? Corneille.

– ¿De verdad? -preguntó Adamsberg.

– De verdad. El éxito de Racine hizo que se hundiera el trono del viejo dramaturgo. Se odiaban. Retancourt elige a Corneille y señala a su enemigo. Racine, o sea Veyrenc. También por eso habló en verso, para que usted pensara inmediatamente en Veyrenc.

– Y pensé en él, efectivamente. Me pregunté si soñaba con él o si él la había contagiado.

Adamsberg subió la ventanilla y se puso el cinturón.

– Déjeme verlo a solas primero -dijo arrancando el motor.

LIX

Veyrenc, convaleciente, estaba sentado en la cama en pantalón corto, apoyado en dos almohadas, con una pierna doblada y otra estirada. Miraba a Adamsberg que iba y venía, con los brazos cruzados, al pie de la cama.

– ¿Le cuesta estar de pie? -preguntó Adamsberg.

– Me tira, me escuece, pero nada más.

– ¿Puede andar, conducir?

– Creo que sí.

– Bien.

– Vamos, hablad, señor, veo en vuestro semblante vacilar a lo lejos el brillo de un secreto.

– Es verdad, Veyrenc. El asesino que se cargó a Elisabeth, Pascaline, Diala, La Paille, al cabo Grimal, el que abrió las tumbas, el que estuvo a punto de eliminar a Retancourt, que reventó tres ciervos y un gato y vació un relicario no es una mujer. Es un hombre.

– ¿Es una simple intuición? ¿O tiene nuevos elementos?

– ¿Qué entiende por «elementos»?

– Pruebas.

– Todavía no. Pero sé que ese hombre sabía lo suficiente sobre el ángel de la muerte como para ponerlo en nuestro camino, para orientar la investigación y llevarla directamente al naufragio, mientras él actuaba tranquilamente en otro sitio.

Veyrenc entornó los ojos, alargó un brazo hacia su paquete de cigarrillos.

– La investigación zozobraba -prosiguió Adamsberg-, las mujeres morían, y yo me hundía con ellas. Era una hermosa venganza para el asesino. ¿Puedo? -añadió señalando el paquete de cigarrillos.

Veyrenc se lo pasó y encendió los dos pitillos. Adamsberg siguió el movimiento de su mano. Ni un temblor, ni la menor emoción.

– Y ese hombre -dijo Adamsberg- es un miembro de la Brigada.

Veyrenc se pasó la mano por el pelo atigrado y soltó el humo alzando hacia Adamsberg una mirada estupefacta.

– Pero no tengo un solo elemento tangible contra él. Tengo las manos atadas. ¿Qué le parece, Veyrenc?

El teniente se echó la ceniza en la palma de la mano, y Adamsberg le acercó un cenicero.

– Lo buscábamos lejos, lanzando nuestra flota,

allende los océanos, a un asalto cruento.

Mas era de los nuestros, y fuimos engañados.

– Sí. Qué estupenda victoria, ¿eh? Un hombre inteligente manipulando él solo a veintisiete imbéciles.

– No estará pensando en Noel, ¿no? Lo conozco poco, pero no estoy de acuerdo. Es agresivo, pero no agresor.

Adamsberg sacudió la cabeza.

– Entonces, ¿en quién piensa?

– Pienso en lo que dijo Retancourt apenas volvió en sí.

– ¿De verdad se refiere a los dos versos del Horacio? -preguntó Veyrenc sonriendo.

– ¿Cómo sabe que los citó?

– Porque he ido llamando al hospital con frecuencia. Me lo dijo Lavoisier.

– Es usted muy atento para un ser nuevo.

– Retancourt es mi compañera de equipo.

– Creo que Retancourt hizo lo posible para indicarme al asesino, con las pocas fuerzas de que disponía.

– ¿Lo dudabais, señor,

que atribuís tan tarde valor a sus palabras,

descuidando el sentido y rozando el error?

– ¿Lo ha encontrado usted, Veyrenc, el sentido?

– No -dijo Veyrenc apartando la mirada para dejar caer la ceniza-. ¿Qué piensa hacer, comisario?

– Algo bastante banal. Pienso esperar al asesino allí adonde vaya. Las cosas se precipitan, sabe que Retancourt va a hablar. Le queda poco tiempo, ocho días o menos, al ritmo al que se recupera. Tiene que acabar como sea su mixtura antes de que le cortemos el camino. Así que expondremos a Francine, sin protección aparente.

– Muy clásico.

– Una carrera de velocidad no tiene nada de original, teniente. Dos tipos corren uno al lado del otro por una pista, y gana el más rápido. Eso es todo. Y, sin embargo, hace ya miles de años que miles de tipos siguen haciendo carreras. Pues es lo mismo. Él corre, yo corro. No se trata de innovar, se trata de impedir que llegue antes que nosotros.

– Pero el asesino imagina que vamos a tenderle este tipo de trampa.

– Naturalmente. Pero corre igual, porque no tiene elección. Como yo. Él tampoco busca ser original, busca ganar.

Y cuanto más primaria sea la trampa, menos desconfiará el asesino.

– ¿Por qué?

– Porque, al igual que usted, piensa que elaboro una estrategia inteligente.

– De acuerdo -admitió Veyrenc-. Si elige el método primario, ¿manda a Francine a su casa? ¿Discretamente vigilada?

– No. Nadie en su sano juicio imaginaría a Francine volviendo a su casa por su propia voluntad.

– Entonces ¿dónde la pondrá? ¿En un hotel de Évreux? ¿Dejando que se filtre la información?

– No del todo. Elegiré un lugar que creo seguro y secreto, pero que el asesino puede adivinar solo si tiene dos dedos de frente. Y tiene mucho más que eso.

Veyrenc pensó unos instantes.

– Un lugar que usted conoce -dijo reflexionando en voz alta-, un lugar que no debe asustar a Francine y que pueda proteger sin que se vea ningún policía.

– Por ejemplo.

– La posada de Haroncourt.

– Ya ve que no era nada del otro jueves. En Haroncourt, donde todo empezó, y bajo la protección de Robert y Oswald. Es mucho menos espectacular que con un madero. Siempre se reconoce a un madero.

Veyrenc hizo un ademán de duda mirando a Adamsberg.

– ¿Incluso a un madero caído de su montaña sin haberse molestado en abrocharse la camisa y despejar la niebla de sus ojos?

– Sí, incluso a mí, Veyrenc. ¿Y sabe por qué? ¿Sabe por qué un tipo sentado en un bar delante de su cerveza no se parece a un madero sentado en un bar delante de su cerveza? Porque el madero está trabajando y el otro no. Porque el tipo que está solo piensa, sueña, imagina. En cambio, el madero vigila. Por eso los ojos del tipo huyen hacia el interior de sí mismo, y los ojos del madero apuntan al exterior. Y esa dirección de la mirada a menudo es más que una insignia. Así que no habrá maderos en el bar de la posada.

– No está mal.

– Eso espero -dijo Adamsberg levantándose.

– ¿A qué ha venido, comisario?

– A preguntarle si había recordado detalles nuevos, desde que situó la escena en el lugar donde se produjo en realidad, en el Prado Alto.

– Sólo uno.

– Dígame.

– El quinto chaval estaba a la sombra de un nogal, de pie, mirando lo que hacían los demás.

– Bien.

– Tenía las manos en la espalda.

– ¿Y entonces?

– Y entonces me pregunto qué tendría en las manos, qué escondía detrás. Un arma, quizá.

– Caliente, caliente. Siga pensando, teniente.

Veyrenc miró al comisario coger su chaqueta, que curiosamente tenía una única manga mojada, salir y cerrar la puerta. Entornó los ojos y sonrió.

Señor, me habéis mentido, mas vuestro ardid me dice

en qué lugar queréis que me hunda en el fango.

LX

Agazapada en una esquina muerta de la reserva de ropa, la Sombra esperaba a que callaran los ruidos de la noche. El relevo no tardaría en llegar, las enfermeras iban a hacer la ronda de las habitaciones, vaciar los orinales, apagar las luces y refluir a su cuartel nocturno.

Entrar en el hospital Saint-Vincent-de-Paul había sido tan fácil como lo había previsto. Ni desconfianza, ni preguntas, ni siquiera del teniente apostado en el piso, que se quedaba dormido cada media hora y que había saludado amablemente, señalando que todo iba bien. El cretino hipersomne no podía ser más oportuno. Había aceptado con gratitud una taza de café cargada con dos somníferos, lo suficiente para poder actuar tranquilamente toda la noche. Cuando la gente no desconfía, todo se vuelve sencillo. En un rato, la gorda ya no tendría nada que decir, ya iba siendo hora de que cerrara el pico de una vez por todas. La imprevisible resistencia de Retancourt había sido un golpe bajo. Al igual que esos malditos versos de Corneille que había balbuceado pero que, afortunadamente, los miembros de la Brigada no habían entendido en absoluto, ni siquiera el docto Danglard, y menos aún el cabeza hueca de Adamsberg. Retancourt, en cambio, era peligrosa, tan lista como poderosa. Pero esa noche la dosis de Novaxon era doble y, en su estado, palmaría a la primera.

La Sombra sonrió pensando en Adamsberg, que a esas horas organizaba su trampa de pacotilla en la posada de Haroncourt. Trampa imbécil que lo aprisionaría entre sus dientes, hundiéndolo en el ridículo y la tristeza. En medio de la desesperación que reinaría tras la muerte de la gorda, podría por fin aproximarse sin dificultad a esa puta doncella que se le había escapado por tan poco de las manos. Una auténtica retrasada mental a la que protegían como una valiosa porcelana. Ése había sido su único error. Era inimaginable que alguien adivinara que había una cruz en el corazón del ciervo. Impensable que la mente ignorante y aberrante de Adamsberg encontrara la relación entre los ciervos y las vírgenes, entre el gato de Pascaline y el De reliquis. Pero, por alguna maldición, lo había logrado y había localizado a la tercera doncella antes de lo previsto. Mala suerte también la erudición del comandante Danglard, que lo impulsó a consultar el libro en casa del cura, y que incluso le hizo reconocer la edición de 1663. El destino había tenido que jugarle la pasada de ponerle ese tipo de polizontes en el camino.

Obstáculos sin importancia, sin embargo. La muerte de Francine era cuestión de semanas, tenía tiempo de sobra. En otoño, la mezcla estaría preparada, y ni el tiempo ni los enemigos podrían hacer nada para evitarlo.

Las mujeres del servicio abandonaban la cocina del piso, las enfermeras daban las buenas noches de puerta en puerta, vamos a ser razonables, vamos a dormir. Se encendía el piloto de noche. Había que contar todavía una hora larga para que se mitigaran las angustias de los insomnes. A las once, la gorda habría dejado de vivir.

Adamsberg había tendido la trampa, pensaba, con una sencillez infantil, y estaba bastante satisfecho. Ratonera clásica, evidentemente, pero segura, dotada de un ligero efecto de carambola con el cual contaba.

Sentado detrás de la puerta de la habitación, esperaba, por segunda noche consecutiva. A tres metros a su izquierda estaba apostado Adrien Danglard, excelente en el asalto, por improbable que pudiera parecer. Su cuerpo blando se distendía en la acción como el caucho. Danglard se había puesto un traje particularmente elegante esa noche. El chaleco antibalas le resultaba incómodo, pero Adamsberg había exigido que se lo pusiera. A su derecha estaba Estalère, que solía ver bien en la oscuridad, como la Bola.

– No funcionará -dijo Danglard, cuyo pesimismo siempre crecía en las tinieblas.

– Que sí -respondió Adamsberg por cuarta vez.

– Es ridículo. Haroncourt, la posada. Es demasiado zafio, desconfiará.

– No. Y ahora cállese, Danglard. Usted, Estalère, tenga cuidado, hace ruido al respirar.

– Perdón -dijo Estalère-. Soy alérgico al polen primaveral.

– Suénese bien ahora y no se mueva más.

Adamsberg se levantó por última vez y abrió la cortina diez centímetros. El ajuste de la oscuridad tenía que ser perfecto. El asesino sería absolutamente silencioso, como lo habían descrito el guarda de Montrouge, Gratien y Francine. No podrían oír sus pasos y prepararse para su llegada. Era preciso verlo antes de que él pudiera ver. Que las sombras de las esquinas en que se ocultaban fuera más densas que la luz que enmarcaba la puerta. Volvió a sentarse y empuñó el interruptor de la luz. Una sola presión, en cuanto el asesino hubiera avanzado dos metros desde la puerta. Entonces Estalère bloquearía la salida mientras Danglard apuntaba hacia él. Perfecto. Su mirada se demoró en la cama en que dormía, totalmente tranquila, la mujer a la que protegían.

Mientras Francine descansaba a buen recaudo en la posada de Haroncourt, la Sombra consultó su reloj en Saint-Vincent-de-Paul, a ciento seis kilómetros de allí. A las diez cuarenta y cinco, abrió la puerta del almacén sin un chirrido. Avanzó lentamente, con una jeringuilla en la mano derecha, comprobando a su paso los números de habitación: 227, la de Retancourt, puerta abierta toda la noche, custodiada por el durmiente. La Sombra lo rodeó sin que Mercadet moviera una pestaña. En medio de la habitación, la masa de la teniente bajo las sábanas era bien visible, su brazo pendía a un lado de la cama, ofreciéndose.

LXII

Adamsberg fue el primero en tener a la Sombra en su campo de visión, sin que su corazón se acelerara un solo latido. Con el pulgar, accionó el interruptor, Estalère cerró el paso, Danglard le apuntó a la espalda. La Sombra no emitió ni un grito, ni una palabra, mientras Estalère le ponía rápidamente las esposas. Adamsberg fue hasta la cama y pasó los dedos por el pelo de Retancourt.

– Vamos allá -dijo.

Danglard y Estalère sacaron a su presa de la habitación, y Adamsberg tuvo el cuidado de apagar al salir. Dos coches de la Brigada aparcaban en ese momento delante del hospital.

– Espérenme en la oficina -dijo Adamsberg-. No tardaré.

A las doce, Adamsberg llamaba a la puerta del doctor Romain. A las doce y cinco, el médico le abría por fin, pálido e hirsuto.

– Estás como una chota -dijo Romain-. ¿Qué quieres?

El doctor aguantaba mal en pie, y Adamsberg lo arrastró, con sus esquís, hasta la cocina, donde lo hizo sentarse en el mismo sitio que la noche del vivo de la virgen.

– ¿Recuerdas lo que me pediste?

– No te he pedido nada -dijo Romain atontado.

– Me pediste que encontrara una vieja receta contra los vapores. Y te prometí que lo haría.

Romain parpadeó y apoyó la pesada cabeza en su mano.

– ¿Qué has encontrado? ¿Excrementos de grulla? ¿Hiel de cerdo? ¿Abrir el vientre a una gallina y ponérmela aún caliente encima de la cabeza? Conozco las viejas recetas.

– ¿Qué te parecen?

– ¿Para estas gilipolleces me despiertas? -dijo Romain alargando una mano entumecida hacia la caja de excitantes.

– Escúchame -dijo Adamsberg agarrándole el brazo.

– Entonces mójame la cabeza.

Adamsberg reiteró la operación friccionando la cabeza del médico con el trapo sucio. Luego rebuscó por los cajones en busca de una bolsa de basura, que abrió y dispuso entre ellos dos.

– Aquí están tus vapores -dijo poniendo la mano sobre la mesa.

– ¿En la bolsa de basura?

– Estás tocado, Romain.

– Sí.

– Aquí dentro -dijo Adamsberg señalándole la caja de excitantes amarilla y roja y dejándola caer en la bolsa.

– Déjame mis potingues.

– No.

Adamsberg se levantó y abrió todas las cajas que había desperdigadas en busca de cápsulas.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Gavelon.

– Ya lo veo, Romain. Pero ¿qué es?

– Un protector del estómago. Siempre lo he tomado.

Adamsberg hizo un montón con las cajas de Gavelon y otro con las de excitantes -Energyl-, y los metió rápidamente en la bolsa de basura.

– ¿Has tomado muchos de éstos?

– Tantos como he podido. Que me dejes mis potingues.

– Tus potingues, Romain, son tus vapores. Están en tus cápsulas.

– Sé mejor que tú qué es el Gavelon.

– Pero no sabes lo que lleva.

– Pues Gavelon, ¿qué va a ser?

– No, un puto mejunje de excrementos de grulla, hiel de cerdo y gallina caliente. Vamos a analizarlo.

– Estás tocado, Adamsberg.

– Escúchame bien, concéntrate todo lo que puedas -dijo Adamsberg agarrándole de nuevo la muñeca-. Tienes excelentes amigos, Romain. Y amigas, como Retancourt. Que te miman y te ahorran muchas molestias, ¿verdad? Porque tú no vas solito a la farmacia, ¿o sí?

– No.

– Alguien viene a verte cada semana y te trae las medicinas.

– Sí.

Adamsberg cerró la bolsa de la basura y la puso a sus pies.

– ¿Te llevas todo eso? -preguntó Romain.

– Sí. Y tú vas a beber y a mear todo lo que puedas. En una semana ya casi podrás con tu alma. No te preocupes por el Gavelon ni por el Energyl, que te los traeré yo, pero de los de verdad. Porque en tus medicinas hay excrementos de grulla. O tus vapores, como prefieras llamarlo.

– No sabes lo que dices, Adamsberg. No sabes quién me las trae.

– Sí. Una de tus buenísimas relaciones, alguien a quien tienes en mucha estima.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque en estos mismos momentos tengo a tu relación en mi despacho, con las esposas puestas. Porque ha matado a ocho personas.

– ¿Estás de coña? -dijo Romain tras un silencio-. ¿Hablamos de la misma persona?

– De un cerebrito con la cabeza bien puesta. Y de uno de los asesinos más peligrosos. De Ariane Lagarde, la forense más famosa de Francia.

– Ya ves que desvarías.

– Es una disociada, Romain.

Adamsberg levantó al médico para llevarlo a la cama.

– Tráete el trapo -dijo Romain-. Nunca se sabe.

– Sí.

Romain se sentó sobre las mantas, con el semblante tan adormilado como espantado, rememorando poco a poco todas las visitas de Ariane Lagarde.

– Nos conocemos desde siempre -dijo-. No te creo, ella no quería matarme.

– No. Sólo quería ponerte fuera de circuito para sustituirte el tiempo necesario.

– ¿Necesario para qué?

– Para ocuparse ella misma de sus propias víctimas, para decirnos de ellas lo que le convenía. Para afirmar que la que mataba era una mujer de un metro sesenta y dos, para hacerme seguir la pista de la enfermera. Para no mencionar que el pelo de Élisabeth y de Pascaline había sido cortado de raíz con el cuero cabelludo. Me mentiste, Romain.

– Sí.

– Viste que Ariane había cometido una falta profesional grave al no detectar las mechas cortadas. Pero, si lo decías, ponías a tu amiga en un serio aprieto. Si callabas, frenabas la investigación. Antes de tomar una decisión, querías estar seguro y pediste a Retancourt que te sacara ampliaciones de las fotos de Élisabeth.

– Sí.

– Retancourt se preguntó por qué y examinó las ampliaciones con otros ojos. Se fijó en la marca a la derecha de la cabeza, sin poder interpretarla. Eso la preocupaba, y vino a preguntarte. ¿Qué buscabas? ¿Qué veías? Lo que veías era una pequeña porción de cuero cabelludo cortada, pero no lo dijiste. Decidiste ayudarnos lo mejor que podías, pero sin perjudicar a Ariane. Nos proporcionaste la información falseándola un poco. Nos hablaste de pelo cortado, pero no rasurado. Al fin y al cabo, ¿qué más daba, de cara a la investigación? Seguía siendo pelo. En cambio, de este modo protegías a Ariane. Afirmando que sólo tú eras capaz de detectar ese tipo de cosas. Tu historia del pelo recién cortado, más afilado y tieso en las puntas, era un cuento chino.

– Absoluto.

– Era imposible que vieras en una simple foto el detalle del bisel del pelo. ¿Tu padre era peluquero?

– No, era médico. Pelo cortado o rasurado, yo no veía en qué podía influir en tu investigación. Y no quería crear problemas a Ariane cinco años antes de su jubilación. Pensé sencillamente que se había equivocado.

– Pero Retancourt se preguntó cómo era posible que Ariane Lagarde, la forense más capacitada del país, hubiera fallado en eso. Le parecía increíble que ella no lo hubiera detectado cuando tú lo habías visto en una simple foto. Retancourt dedujo que Ariane no había considerado oportuno mencionárnoslo. ¿Y por qué? Al salir de tu casa, se fue a verla a la morgue. Le hizo preguntas, y Ariane comprendió el peligro. La trasladó a la nave en un furgón de la morgue.

– Vuelve a darme con agua.

Adamsberg escurrió el trapo bajo el grifo de agua fría y frotó enérgicamente la cabeza de Romain.

– Hay algo que no cuadra -dijo Romain con la cabeza todavía bajo el trapo.

– ¿Qué? -dijo Adamsberg interrumpiendo la fricción.

– Tuve mis primeros vapores mucho antes de que Ariane ocupara el puesto en París. Ella todavía estaba en Lille. ¿Qué dices de eso?

– Que vino a París, que entró en tu casa y que sustituyó toda tu reserva de potingues.

– De Gavelon.

– Sí, metiendo en las cápsulas una mezcla de las suyas o compuesta por ella. A Ariane siempre le han encantado los mejunjes y las mixturas, ¿lo sabías? Luego, sólo tuvo que esperar en Lille a que estuvieras fuera de combate.

– ¿Te lo ha dicho ella? ¿Te ha dicho que me había drogado?

– Todavía no ha pronunciado una sola palabra.

– Entonces ¿cómo puedes estar tan seguro?

– Porque es lo primero que intentó decirme Retancourt:

»Ver al postrer romano en su postrer suspiro,

sólo yo ser la causa y morir de deleite.

»No eligió ese verso por Camila ni por Corneille, sino por ti [10]. Retancourt pensaba en ti, en tus vapores. El romano eras tú, aniquilado por una mujer.

– ¿Por qué habló en verso?

– Por el Nuevo, Veyrenc, su compañero de equipo. Destiñe, sobre todo en ella. Y porque estaba flotando en una nube de neurolépticos que la enviaba de vuelta a la época del colegio. Lavoisier dice que uno de sus pacientes pasó tres meses revisando las tablas de restar.

– No veo qué tiene que ver Lavoisier en esto. Era químico y murió guillotinado en 1793. Sigue frotando.

– Te estoy hablando del médico que nos acompañó a Dourdan -dijo Adamsberg sacudiéndole de nuevo la cabeza.

– ¿Se llama Lavoisier? ¿Como Lavoisier? -preguntó Romain con voz sorda, bajo el trapo.

– Sí. Una vez que entendí que Retancourt se refería a ti, que quería decirnos a toda costa que una mujer era la causa de tus suspiros, el resto venía solo. Ariane te había invalidado para ocupar tu puesto. Ni yo ni Brézillon habíamos pedido que te sustituyera. Fue ella la que se ofreció. ¿Por qué? ¿Por la gloria? Ya la tenía.

– Para dirigir ella misma la investigación -dijo Romain emergiendo del trapo, con los pelos de punta.

– Y para hacerme caer al mismo tiempo. Yo la había humillado hace mucho tiempo. No olvida nada, no perdona nada.

– ¿Vas a llevar tú el interrogatorio?

– Sí.

– Llévame contigo.

Hacía meses que Romain no había tenido fuerzas para salir de su casa. Adamsberg dudaba de que pudiera ni siquiera bajar los tres pisos para llegar al coche.

– Llévame -insistió Romain-. Era mi amiga. Quiero verlo para creerlo.

– De acuerdo -dijo Adamsberg levantando a Romain por debajo de los brazos-. Apóyate en mí. Si te duermes en la Brigada, arriba hay cojines de espuma. Los puso Mercadet.

– ¿Mercadet toma cápsulas de excrementos de grulla?

Ariane se comportaba del modo más insólito que Adamsberg hubiera visto en un detenido. Estaba sentada al otro lado de la mesa, en principio frente a él, pero había girado la silla noventa grados, como para hablar a la pared, con la mayor naturalidad. Adamsberg fue entonces hasta la pared para verle la cara, pero ella giró de nuevo la silla en ángulo recto mirando hacia otra parte, hacia la puerta. No era miedo, ni mala voluntad, ni provocación por su parte. Pero, al igual que un imán rechaza otro, en cuanto el comisario se aproximaba, ella pivotaba en otra dirección. Exactamente como ese juguete que había tenido su hermana de niña, una pequeña bailarina que giraba cuando se le acercaba un espejo. Sólo más tarde comprendió que había dos imanes repeliéndose, uno disimulado en el pedestal de la bailarina -con leotardos rosas- y otro detrás del espejo. Ariane era, pues, la bailarina, y él era el espejo. Superficie reflectante que ella evitaba instintivamente para no ver a Omega en los ojos de Adamsberg. Él se veía entonces obligado a dar vueltas constantemente por el despacho mientras Ariane, inconsciente del movimiento, hablaba al vacío.

También resultaba evidente que ella no entendía en absoluto lo que se le reprochaba. Pero, sin hacer preguntas, sin indignarse, se mostraba dócil y casi consentidora, como si otra parte de sí misma supiera perfectamente lo que hacía allí y lo aceptara provisionalmente, simple vicisitud de un destino que ella dominaba. Adamsberg había tenido tiempo de recorrer unos cuantos capítulos de su libro y reconocía en esa actitud conflictiva y pasiva los síntomas desconcertantes de los disociados. Una fractura del ser que Ariane conocía tan íntimamente que había pasado años explorándola con pasión, sin comprender que su propio caso era el alma de la investigación. Ante el interrogatorio de un policía, Alfa no entendía nada y Omega callaba, oculta, prudente, buscando la conciliación y la salida.

Adamsberg suponía que Ariane, rehén de su incalculable orgullo, ni siquiera había perdonado la ofensa de las doce ratas, no había soportado la afrenta de la camillera robándole el marido delante de todo el mundo. Eso u otra cosa. Un día, el volcán había estallado, liberando rabia y castigos en una desenfrenada sucesión de erupciones. Cuyas deflagraciones mortales ignoraba Ariane la forense. La camillera había muerto un año después en un accidente de montaña, pero no por ello volvió el esposo. Éste encontró una nueva compañera, que murió a su vez en una vía de tren. Asesinato tras asesinato, Ariane ya estaba en camino hacia su objetivo final, la conquista de un poder superior al de todas las demás mujeres. Una dominación eterna que le ahorrase el cerco nauseabundo de sus semejantes. En el corazón de esa carrera, el odio implacable hacia los demás, que nadie sabría captar a menos que algún día Omega lo expresara.

Pero Ariane había tenido que aguantar pacientemente diez años, ya que la receta del De sanctis reliquis era muy clara: Cinco veces habrá venido el tiempo de juventud cuando hayas de invertirlo. Fuera del alcance de su filo, pasa y vuelve a pasar.

Y en ese primer punto, Adamsberg y sus colaboradores habían cometido un grave error de cálculo al decidir multiplicar por cinco la edad de quince años. Atraídos hacia la pista de la enfermera, todos habían interpretado el texto de manera que correspondiera a los setenta y cinco años del ángel de la muerte. Pero en los tiempos en que se copiaba el De reliquis, quince años era una edad adulta en que la mujer ya era madre y el hombre montaba a caballo. Se abandonaba el tiempo de la juventud a los doce años. Era, pues, a los sesenta cuando llegaba el momento de invertir el avance de la muerte y pasar fuera del alcance de su guadaña. Ariane iba a cumplir sesenta años cuando inició la serie de crímenes tanto tiempo meditados.

Adamsberg había iniciado la grabación oficial, el interrogatorio de Ariane Lagarde el seis de mayo a la una y veinte de la madrugada, bajo vigilancia por homicidios premeditados y tentativa de homicidios, en presencia de los agentes Danglard, Mordent, Veyrenc, Estalère y del doctor Romain.

– ¿Qué pasa, Jean-Baptiste? -preguntaba Ariane con la mirada amablemente puesta en la pared.

– Te leo el acta de acusación en su primera redacción -explicó con suavidad Adamsberg.

Sabía todo y no sabía nada, y su mirada, cuando Adamsberg la cruzaba fugazmente, era difícilmente sostenible, agradable y altiva, comprensiva y rabiosa, en ella se debatían sucesivamente Alfa y Omega. Una mirada sin consciencia que hacía perder pie a sus interlocutores, remitiéndolos a sus locuras íntimas, a la idea intolerable de que, quizá, detrás de su propio muro se ocultaban monstruos ignorados, dispuestos a abrir en ellos el cráter de un volcán desconocido.

Adamsberg enunció la larga lista de crímenes, pendiente de algún estremecimiento, de si al menos uno de ellos encendía alguna reacción en el rostro imperial de Ariane. Pero Omega era demasiado astuta para ponerse al descubierto y, agazapada tras su velo impenetrable, escuchaba sonriendo en la sombra. Y sólo esa sonrisa un tanto rígida y mecánica revelaba su existencia de reclusa.

– … por los asesinatos de Panier, Jeannine, de veintitrés años y de Bédalan, Christiane, de veinticuatro años, amantes de Lagarde, Charles, su esposo; por haber fomentado y organizado la fuga de Langevin, Claire, de setenta y cinco años, encarcelada en la prisión de Friburgo, Alemania; por el homicidio de Karlstein, Otto, de cincuenta y seis años, vigilante en la prisión de Friburgo; por los homicidios de Châtel, Élisabeth, de treinta y seis años, secretaria de una agencia; de Villemot, Pascaline, de treinta y ocho años, empleada en una zapatería; de Toundé, Diala, de veinticuatro años, sin oficio conocido; de Paillot, Didier, de veintidós años, sin oficio conocido; por tentativa de asesinato en la persona de Retancourt, Violette, de treinta y cinco años, teniente de policía; por el asesinato de Grimal, Gilles, de cuarenta y dos años, cabo de gendarmería; por tentativa de asesinato en la persona de Bidault, Francine, de treinta y cinco años, técnica de superficie; por segunda tentativa de asesinato ante testigos en la misma persona de Retancourt, Violette; por profanación de los cuerpos de Châtel, Élisabeth, y de Villemot, Pascaline.

Adamsberg apartó la hoja, saturado. Ocho asesinatos, tres tentativas de homicidio, dos exhumaciones.

– Por la mutilación de Narciso, gato de once años -murmuró-; por la evisceración del Gran Rufo, ciervo de diez puntas, y de dos de sus congéneres anónimos. ¿Me has oído, Ariane?

– Me pregunto qué estás haciendo, eso es todo.

– Siempre me guardaste rencor, ¿verdad? Nunca me perdonaste haber anulado rus resultados en el caso Hubert Sandrin.

– Vaya. No sé por qué tienes esa idea fija.

– Cuando organizaste tu plan, elegiste mi brigada. Tu éxito, combinado con mi ruina, te parecía lo más adecuado.

– Me destinaron a tu brigada.

– Porque había una plaza vacante que solicitaste. Dejaste al doctor Romain fuera de combate haciéndole tomar excrementos de grulla.

– ¿Excrementos de grulla? -preguntó Estalère en voz baja.

Danglard alzó las manos en ademán de ignorancia. Ariane sacó un cigarrillo de su bolso, y Veyrenc le dio fuego.

– Mientras pueda fumar -dijo gentilmente a la pared-, puedes hablar todo lo que quieras. Ya me habían prevenido contra ti. No tienes sentido común. Tu madre tenía razón, el viento te pasa silbando por los oídos.

– Deja a mi madre en paz, Ariane -dijo pausadamente Adamsberg-. Danglard, Estalère y yo te vimos entrar a las once de la noche en la habitación de Retancourt con una jeringuilla llena de Novaxon. Dime qué piensas de eso.

Adamsberg se había puesto frente a ella junto a la pared, y Ariane se había vuelto inmediatamente hacia la mesa vacía.

– Pregunta a Romain -dijo-. Según él, la jeringuilla contenía un excelente antídoto contra el Novaxon, que iba a curarla con toda seguridad. Tú y Lavoisier os oponíais, so pretexto de que ese medicamento estaba todavía en fase experimental. Me limité a hacer un favor a Romain. Alguien tenía que hacerlo, ya que él no tenía fuerzas para ir en persona al hospital. Cómo iba yo a imaginar que había una historia entre Retancourt y Romain. Y que ella lo drogaba para tenerlo a su merced. Se pasaba el día metida en su casa, pegada a él como una sanguijuela. Supongo que él se habrá dado cuenta del daño que le estaba haciendo y que querría aprovechar esa ocasión para deshacerse de ella. En el estado en que estaba Retancourt, la muerte se habría atribuido a una recaída de la intoxicación.

– Por el amor de Dios, Ariane -exclamó Romain tratando de levantarse.

– Déjala -dijo Adamsberg volviendo a su silla, lo que tuvo por efecto que Ariane girara hacia el otro lado.

Adamsberg abrió su libreta, se echó hacia atrás y garabateó unos instantes. Ariane tenía talento, mucho talento. Delante de un juez, su versión podía convencer. ¿Quién iba a dudar de la palabra de la famosa forense frente al humilde doctor Romain, que había perdido sus facultades?

– Conocías bien a la enfermera -prosiguió-, la habías interrogado a menudo para tus investigaciones. Sabías quién la había detenido. Bastaba un paso para lanzarme tras su pista. Siempre y cuando la enfermera estuviera libre, naturalmente. Mataste al carcelero, la ayudaste a fugarse vestida de médico. Luego te colocaste aquí, en el meollo, con un formidable chivo expiatorio preparado para funcionar. Sólo te quedaba acabar la mixtura, tu mezcla más grandiosa.

– No te gustan las mezclas -dijo con indulgencia.

– No mucho. ¿Copiaste la receta, Ariane? ¿O te la sabías de memoria desde la infancia?

– ¿De cuál? ¿De la Granalla? ¿De la Violina?

– ¿Sabías que el cerdo tiene un hueso en el morro?

– Sí -dijo Ariane sorprendida.

– Lo sabes, efectivamente, porque lo dejaste en el relicario de san Jerónimo con los huesos de cordero. Conoces ese relicario desde siempre, igual que el De reliquis. ¿Y sabías que el gato tiene un hueso en la verga?

– No, reconozco que no.

– ¿Y que el ciervo tiene otro en forma de cruz en el corazón?

– Tampoco.

En una nueva tentativa, Adamsberg se fue hasta la puerta, y la forense se volvió tranquilamente hacia Danglard y Veyrenc, ambos transparentes a sus ojos.

– Cuando supiste que Retancourt se reponía a gran velocidad, te faltó tiempo para hacerla callar.

– Es un caso extraordinario. Tengo entendido que el doctor Lavoisier no te la quiere devolver. Por lo menos, es lo que se rumorea en Saint-Vincent-de-Paul.

– ¿Cómo sabes lo que se rumorea en el hospital?

– El oficio, Jean-Baptiste. Es un mundillo reducido.

Adamsberg llamó con el móvil. Lamarre y Maurel registraban el piso que la forense había alquilado en París.

– Al menos tenemos los zapatos -dijo Lamarre-. Son alpargatas beis, de las que se atan en los tobillos, con una suela muy alta de goma, de casi diez centímetros.

– Sí, lleva puestas las mismas en negro.

– Estaban guardadas con un abrigo largo de lana gris, muy bien doblado. Pero no hay betún en las suelas.

– Es normal, Lamarre. El betún forma parte del engaño que debía conducirnos hacia la enfermera. ¿Y la medicación?

– De momento nada, comisario.

– ¿Qué hacen en mi casa? -preguntó Ariane un poco chocada.

– Están registrando -dijo Adamsberg guardándose el móvil en el bolsillo-. Han encontrado el otro par de alpargatas.

– ¿Dónde?

– En el armario del rellano, donde los contadores de la luz, fuera del alcance de la mirada de Alfa.

– ¿Por qué iba yo a guardar mis cosas en la zona común? Ésas no son mías.

No tenemos pruebas serias, pensó Adamsberg. Y, con un personaje como Lagarde, necesitarían algo más que su intrusión en Saint-Vincent-de-Paul para pillarla. Sólo les quedaba la tenue posibilidad de la confesión, de la quiebra de la personalidad, como diría la propia Ariane. Adamsberg se frotó los ojos.

– ¿Por qué llevas estos zapatos? Son muy incómodos para andar, con esas suelas.

– Afinan la silueta, es cuestión de estilo. Tú no tienes ni idea de estilo, Jean-Baptiste.

– Sé lo que me describiste tú misma. El disociado tiene que aislarse del suelo en que comete sus crímenes. Con esas suelas, te desplazas muy por encima, como con zancos, ¿no? Y de paso aumentas tu estatura. El guarda de Montrouge y el sobrino de Oswald te vieron, gris y larga, las noches en que fuiste a localizar las tumbas, y Francine también. Pero no facilitan el caminar. Te obligan a avanzar paso a paso, de ahí ese andar lento, deslizante y vacilante que los tres señalaron.

Cansado de dar vueltas como el espejo, Adamsberg volvió a sentarse a su mesa, aceptando hablar con el hombro derecho de la inaccesible bailarina.

– Naturalmente, parece que una coincidencia me encaminó hacia Haroncourt. ¿Fatalidad? ¿Destino? No, tú haces el destino. Tú hiciste contratar a Camille para el concierto. Nunca entendió por qué la había llamado la orquesta de Leeds. Así me llevaste al lugar de los hechos. A partir de entonces, pudiste dirigirme a tu antojo, seguir los acontecimientos y sustituir el azar. Pedir a Hermance que me llamara para examinar el cementerio de Opportune. Y pedirle que dejara de alojarme, no fuera a hablar demasiado. Una mujer como tú manipula a la pobre Hermance como arcilla blanda. Porque conoces la región a fondo, es la tierra de tu tiempo de juventud, pasa y vuelve a pasar. El antiguo cura de Mesnil, el padre Raymond, era primo apartado tuyo en segundo grado. Tus padres adoptivos te criaron en el palacio de Écalart, a cuatro kilómetros de las reliquias de san Jerónimo. Y el viejo cura se ocupó tanto de ti, leyéndote sus libros antiguos, dejándote el privilegio de tocar las costillas de san Jerónimo, que la gente cuenta callando que eras su hija, «hija del pecado» dicen algunos. ¿Lo recuerdas?

– Era un amigo de la familia -recordó la forense sonriendo a su infancia y a la pared-, un pelma que me daba la paliza con sus libros de magia. Pero le tenía cariño.

– ¿Le interesaba la receta del De reliquis?

– Creo que sólo le interesaba eso. Y yo. Se le metió en la cabeza la idea de preparar esa cosa. Era un viejo chalado, con sus chifladuras. Un hombre muy especial. Para empezar, tenía un hueso peneano.

– ¿El cura? -preguntó Estalère espantado.

– Se lo había quitado al gato del vicario -dijo Ariane riendo casi-. Y luego quiso huesos de ciervo.

– ¿Qué huesos?

– Del corazón.

– Antes has dicho que no los conocías.

– Yo no, pero él sí.

– ¿Y los consiguió? ¿Preparó la receta contigo?

– No. Al pobre hombre lo destrozó una cornada del segundo ciervo. Las puntas le reventaron el vientre, y murió.

– ¿Y tú quisiste volver a empezar?

– ¿Volver a empezar qué?

– La receta, la mezcla.

– ¿Qué mezcla? ¿La Granalla?

Fin del circuito, pensó Adamsberg dibujando ochos en la hoja como hiciera con la ramilla incandescente, dejando pasar un largo silencio.

– Los que dicen que Raymond era mi padre son unos cretinos -prosiguió Ariane inopinadamente-. ¿Vas alguna vez a Florencia?

– No, voy a la montaña.

– Pues, si fueras, verías dos seres rojos cubiertos de escamas, de pústulas, testículos y mamas colgantes.

– Sí, por qué no.

– Nada de «por qué no», Jean-Baptiste. Los verías y punto.

– ¿Y qué? ¿Qué pasaría?

– Nada. Están pintados en un cuadro de Fra Angelico. No vas a ponerte a hablar con un cuadro, ¿o sí?

– No, de acuerdo.

– Son mis padres.

Ariane dirigió a la pared una sonrisa indecisa.

– Así que deja de tocarme las narices con el tema, haz el favor.

– Yo no lo he sacado.

– Están allí, déjalos allí.

Adamsberg lanzó una mirada a Danglard, que le dio a entender mediante signos que Fra Angelico existía efectivamente, que había seres con pústulas en sus cuadros, pero que nada indicaba que el artista hubiera representado a los padres de Ariane, habida cuenta de que vivió en el siglo XV.

– ¿Y recuerdas Opportune? -preguntó Adamsberg-. Los conoces de toda la vida. Para ti fue fácil aparecer en el cementerio ante el impresionable Gratien, que esperaba en el camino todos los viernes a medianoche. Era fácil saber que Gratien se lo contaría a su madre, y su madre a Oswald. Fue fácil gobernar a Hermance. Me condujiste adonde quisiste, pilotándome como un autómata, tras la pista de los cadáveres que ibas sembrando, y yo descubriendo, y que luego yo entregaba a tu autopsia competente. Pero no habías previsto que el nuevo cura hablara del De reliquis, ni que Danglard mostrara interés. Incluso eso ¿qué importancia tenía? Tu drama, Ariane, fue que Veyrenc lo memorizara. Genio insólito, impensable, pero auténtico. Y que Retancourt sobreviviera al Novaxon. Resistencia insólita, impensable. Y que la muerte de los ciervos afectara a unos hombres. Y que Robert, con su pena insólita, me arrastrara hasta el cuerpo del Gran Rufo. Y que el corazón del animal se grabara en mi memoria, y que yo me llevara sus cuernas. Esa parte insólita de cada ser, su brillo individual, sus originalidades de efectos incalculables, a ti nunca te preocuparon, ni se te pasaron por la cabeza. Los demás sólo te gustan muertos. ¿Los demás? ¿Qué son los demás? Fruslerías, miríadas de seres insignificantes, una nimia masa humana. Y ha sido despreciándolos, Ariane, como has caído.

Adamsberg estiró los brazos, cerró los ojos, consciente de que la incredulidad y el mutismo de Ariane formaban murallas infranqueables. Los discursos de ambos rodaban como trenes paralelos sin esperanza de cruzarse.

– Háblame de tu marido -prosiguió apoyando los codos en la mesa-. ¿Qué es de él?

– ¿Charles? -preguntó Ariane alzando las cejas-. Llevo años sin verlo. Y cuanto menos lo veo, mejor me encuentro.

– ¿Estás segura?

– Segurísima. Charles es un fracasado que no piensa más que en tirarse a camilleras. Tú lo sabes.

– Pero no te has vuelto a casar después de que te dejara. ¿No has tenido ninguna pareja?

– ¿Y a ti qué coño te importa?

La única fisura en la postura de Ariane. Su voz bajaba a tonos graves, su vocabulario se relajaba. Omega se asomaba a la cresta del muro.

– Al parecer, Charles te sigue queriendo.

– Vaya. No me extrañaría de ese desgraciado.

– Al parecer, va tomando conciencia de que las camilleras no valen lo que tú.

– Por supuesto. No irás a compararme con esas cerdas, Jean-Baptiste.

Estalère se inclinó hacia Danglard.

– ¿También las cerdas tienen un hueso en el morro? -preguntó en voz baja.

– Supongo que sí -contestó Danglard indicándole que se ocuparían del tema más adelante.

– Al parecer, Charles volverá a ti -prosiguió Adamsberg-. Es lo que se dice en Lille.

– Vaya.

– Pero ¿no temes ser demasiado vieja cuando vuelva?

Ariane lanzó una risita casi mundana.

– El envejecimiento, Jean-Baptiste, es un proyecto perverso producto de la imaginación viciosa de Dios. ¿Qué edad me echas? ¿Sesenta años?

– No, en absoluto -dijo espontáneamente Estalère.

– Cállate -dijo Danglard.

– ¿Lo ves? Hasta el joven lo sabe.

– ¿Qué?

Ariane sacó otro cigarrillo, reconstituyendo mediante el velo de humo la pantalla que la protegía de Omega.

– Fuiste a mi casa poco antes de que me mudara, para hacer un reconocimiento y desbloquear la puerta del desván. Esa noche, por poco asustas al sabio Lucio Velasco. ¿Qué te habías puesto en la cara? ¿Una máscara? ¿Una media?

– ¿Quién es Lucio Velasco?

– Mi vecino español. Una vez abierta la puerta del desván, ya podías entrar y salir a tu antojo. Hiciste varias visitas, por la noche, andando con cuidado por ahí arriba y saliendo inmediatamente.

Ariane dejó caer la ceniza al suelo.

– ¿Oíste pasos arriba?

– Sí.

– Es ella, Jean-Baptiste. Claire Langevin. Te anda buscando.

– Sí, eso es lo que querías hacernos creer. Yo tenía que hablar de esas visitas nocturnas, alimentar el fantasma de la enfermera que acecha, dispuesta a atacar. Y habría atacado, efectivamente, por mediación tuya, con jeringuilla y escalpelo. ¿Sabes por qué no me preocupé? No, eso no lo sabes.

– Deberías preocuparte. Es peligrosa, luego no digas que no te he avisado.

– Porque, Ariane, yo ya tenía un fantasma en mi casa. Santa Clarisa. Ya ves lo insólito que es todo.

– Asesinada por un curtidor en 1771 -completó Danglard.

– A puñetazos -añadió Adamsberg-. No pierdas el hilo, Ariane, no puedes saberlo todo. Así que pensaba que era Clarisa la que andaba por el desván. O mejor dicho, que el viejo Lucio hacía su ronda. Él también tiene brillo propio, y no poco. Se preocupaba mucho cuando mi hijo Tom dormía conmigo. Pero no era él. Eras tú la que pasaba por allí arriba.

– Era ella.

– No hablarás nunca de Omega, ¿verdad, Ariane?

– Nadie habla de Omega. Creía que habías leído mi libro.

– En algunos disociados, eso lo escribiste tú, puede abrirse una brecha.

– Sólo en los imperfectos.

Adamsberg alargó el interrogatorio hasta la mitad de la noche. Habían tumbado a Romain en la sala de la máquina de bebidas, y a Estalère en una cama plegable. Danglard y Veyrenc apoyaban al comisario con el fuego cruzado de sus preguntas. Ariane, cansada, seguía siendo Alfa, sin oponer resistencia a la interminable sesión, sin negar ni entender nada de Omega.

A las cuatro cuarenta de la madrugada, Veyrenc se levantó cojeando y volvió con cuatro cafés.

– Yo lo tomo con una gota de leche de almendras -explicó amablemente Ariane sin volverse hacia la mesa.

– No tenemos -dijo Veyrenc-. Aquí no podemos hacer mezclas.

– Lástima.

– No sé si tendrán leche de almendras en la cárcel -dijo Danglard en un murmullo-. Allí el café es sopicaldo para perros, y la comida, una cochinada para las ratas. A los detenidos les dan de comer mierda.

– ¿Por qué demonios me habla de la cárcel? -preguntó Ariane dándole la espalda.

Adamsberg cerró los ojos, rogando a la tercera virgen que viniera en su auxilio. Pero a esas horas la tercera virgen estaba durmiendo en un moderno hotel de Évreux, entre sábanas azules y limpias, ignorándolo todo de las dificultades de su salvador. Veyrenc se tomó el café y dejó la taza con gesto descorazonado.

– Cesad pues, mi señor, esta lucha sin tregua.

Con fuerza y estrategia librasteis cien batallas,

a vuestro paso iban cayendo las murallas.

Mas ante vos se yergue un muro inexpugnable

que resistirá siempre y se llama Locura.

– Estoy de acuerdo, Veyrenc -dijo Adamsberg sin abrir los ojos-. Llévensela. A ella y su muro, sus mixturas y su odio; no la quiero ver más.

– Seis sílabas -observó Veyrenc-. No la quiero ver más. No está nada mal.

– A este paso, Veyrenc, todos los policías seríamos poetas.

– Ojalá fuera verdad -dijo Danglard.

Ariane cerró su mechero con un gesto brusco, y Adamsberg abrió los ojos.

– Tengo que pasar por mi casa, Jean-Baptiste. No sé qué tramas ni por qué, pero tengo suficiente oficio para imaginármelo. Detención preventiva, ¿no es así? O sea que pasaré a recoger unas cosas.

– Te traeremos lo que necesites.

– No. Iré a buscarlas yo. No quiero que tus agentes pongan sus manazas en mi ropa.

Por primera vez, la mirada de Ariane, que Adamsberg sólo veía de perfil, se volvía dura y ansiosa. Ella misma habría diagnosticado que Omega se lanzaba al asalto. Porque Omega tenía algo que hacer, algo vital.

– Te acompañarán mientras hagas la maleta. No tocarán nada.

– No quiero que estén allí, quiero estar sola. Es privado, es íntimo. Puedes entenderlo. Si tienes miedo de que me vaya, deja a diez gilipollas delante de la puerta.

Diez gilipollas. Omega se aproximaba a la superficie. Adamsberg vigilaba el perfil de Ariane, su ceja, su labio, su barbilla, siguiendo el estremecimiento de sus nuevos pensamientos.

En la cárcel no habría leche de almendras, sólo café para perros. En la cárcel no habría mezclas, ni Violina, ni Granalla, ni menta ni marsala. Ni, sobre todo, su mixtura sagrada.

Y la mixtura estaba casi acabada. Sólo faltaban el vivo de la tercera virgen y el vino del año. Para el vino, podría arreglárselas, no era más que un excipiente, y llegado el caso podría usar agua. Faltaba el tercer vivo, claro, de modo que no podía aspirar a la eternidad. Pero la mezcla estaba casi acabada y podría garantizarle cierta longevidad. ¿Cuánta? ¿Un siglo? ¿Dos? ¿Diez? Lo suficiente para aguantar el tipo en la cárcel sin preocuparse y volver a empezar. Pero faltaba la mixtura.

Y era el miedo de no tomarla nunca lo que la hacía apretar el cigarrillo entre sus dientes. Entre ella y su tesoro conquistado con tanto afán se interponían cohortes de maderos.

Y ese tesoro constituía también la única prueba de los asesinatos. Ariane no confesaría nada. La mixtura, y sólo ella, con el pelo de Pascaline y de Élisabeth, el polvo de hueso de gato, de hombre, de ciervo, demostrarían que Ariane había seguido el tenebroso camino del De reliquis. Recuperarla era tan decisivo para ella como para el comisario. Sin la medicación, no tenía demasiados medios de sostener la acusación. Nubes acumuladas por un paleador a la deriva en sus sueños, diría el juez, animado por Brézillon. La doctora Lagarde era tan célebre que los hilos reunidos por Adamsberg no pesarían mucho en la balanza.

– O sea que la mixtura está en tu casa -dijo Adamsberg sin dejar de mirar el rostro tenso de la forense-. En algún escondite sin duda inaccesible a los gestos cotidianos de Alfa. La quieres, y la quiero. Pero yo la conseguiré. Me costará el tiempo que sea, desmontaré el edificio entero, pero la encontraré.

– Como quieras -dijo Ariane soplando el humo, de nuevo indiferente y distendida-. Querría ir al baño.

– Veyrenc, Mordent, acompáñenla. Sujétenla bien.

Ariane salió del despacho, avanzando lentamente con sus zapatos altos, flanqueada por sus dos guardaespaldas. Adamsberg la siguió con la mirada, turbado por su cambio fulgurante, por el placer que parecía proporcionarle cada calada de su cigarrillo. Sonríes, Ariane. Te quito tu tesoro, y tú sonríes.

Conozco esa sonrisa. Era la misma en el café de Le Havre después de haber tirado mi cerveza. La misma cuando me convenciste de seguir a la enfermera. La sonrisa del vencedor frente al futuro perdedor. La sonrisa de tus triunfos. Voy a quitarte tu maldita mixtura, y tú sonríes.

Adamsberg se levantó de un salto y tiró a Danglard del brazo.

LXIV

Detrás del comisario, Danglard corría sin entender, con las piernas entumecidas de sueño, siguiéndolo hasta la puerta de los lavabos, custodiada por Veyrenc y Mordent.

– ¡Vamos, comandante! -ordenó Adamsberg-. ¡La puerta!

– Pero no podemos… -empezó a decir Mordent.

– ¡Tiren la puerta, me cago en la puta! ¡Veyrenc!

La puerta de los servicios cedió al tercer golpe de hombros de Veyrenc y del comisario. Carga de los bucardos, tuvo tiempo de pensar Adamsberg antes de agarrar el brazo de Ariane y de arrancarle un gran frasco de vidrio marrón que aferraba en su mano. La forense aulló. Y con ese largo grito, feroz y desgarrador, Adamsberg comprendió cuál podía ser la verdadera naturaleza de un Omega. Nunca más la atisbaría después. Ariane perdió el conocimiento y, cuando volvió en sí a los cinco minutos, en la celda, Alfa dominaba de nuevo, tranquila y sofisticada.

– La mixtura estaba en su bolso -dijo Adamsberg mirando fijamente la botellita-. Usó agua del lavabo para hacer la mezcla, iba a tomársela.

Alzó la mano e hizo girar con cuidado el frasco a la luz de la lámpara, examinando su espeso contenido, y los hombres contemplaban la botella como quien mira la santa Ampolla.

– Es inteligente -dijo Adamsberg-. Pero hay en ella una sonrisa sutil de Omega, una sonrisa de victoria y de astucia que no domina del todo. Sonrió una vez que estuvo segura de que yo creía que la mixtura estaba en su casa. Así que el frasco tenía que estar en otro sitio. Lo llevaba encima, naturalmente.

– ¿Por qué no se lo quitó usted del bolso? -dijo Mordent-. Fue muy arriesgado, la puerta de los lavabos es sólida.

– Porque no se me ocurrió antes, Mordent, sencillamente. Encierro el frasco en el maletero. Me reúno con vosotros y nos vamos.

Media hora después, Adamsberg cerraba la puerta de su casa con dos vueltas. Sacó delicadamente el frasco marrón del bolsillo de su chaqueta y lo puso en medio de la mesa. Luego vació una petaca de ron en el fregadero, la aclaró, introdujo un embudo y vertió lentamente la mitad de la mixtura. Mañana, el frasco marrón iría al laboratorio, quedaba suficiente medicación para llevar a cabo los análisis. Nadie había podido ver a través del vidrio oscuro el nivel exacto del líquido, nadie sabría que había extraído buena parte.

Al día siguiente iría a ver a Ariane en su celda. Y le daría discretamente la petaca. Así la forense pasaría sus días tranquila en prisión, segura de sobrevivir lo suficiente para proseguir su obra. Engulliría esa porquería en cuanto él le diera la espalda y se dormiría como un demonio saciado.

¿Y por qué se empeñaba en que Ariane pasara sus días tranquila cuando su grito desgarrado seguía sonando en sus oídos, henchido de demencia y de crueldad?, se preguntó Adamsberg levantándose, metiendo las dos botellas en su chaqueta. ¿Porque la había amado un poco, deseado un poco? Ni siquiera.

Se aproximó a la ventana y miró el jardín en la noche. El viejo Lucio estaba meando bajo el avellano. Adamsberg esperó unos instantes y fue hasta él. Lucio contemplaba el cielo velado, rascándose la picadura.

– ¿No duermes, hombre? -preguntó-. ¿Has acabado tu trabajo?

– Casi.

– Difícil, ¿eh?

– Sí.

– Los hombres -suspiró Lucio-. Y las mujeres.

El viejo se alejó hacia el seto y volvió con dos botellines de cerveza fresca que destapó con los dientes.

– No digas nada a María, ¿eh? -dijo ofreciendo una a Adamsberg-. Las mujeres siempre andan complicándose la vida por todo. Es porque les gusta hacer las cosas a fondo, ¿entiendes? En cambio los hombres pueden ir aquí, allí, hacer las cosas deprisa y corriendo, acabarlas o dejarlo todo parado. Y una mujer, ¿entiendes?, puede seguir una misma idea durante días, meses, sin pimplar una sola cerveza.

– Hoy he detenido a una mujer justo antes de que acabara su trabajo.

– ¿Un trabajo importante?

– Gigantesco. Estaba preparando una pócima del demonio que quería tomarse a toda costa. Y he pensado que al fin y al cabo es mejor que se la tome. Para que haya acabado más o menos su trabajo. ¿No?

Lucio vació su botellín de golpe y lo lanzó por encima del muro.

– Claro, hombre.

El viejo volvió a su casa, y Adamsberg meó bajo el avellano. Claro, hombre. Si no, la picadura le escocería hasta el fin de sus días.

LXV

– Aquí es, Veyrenc, donde vamos a acabar la historia -dijo Adamsberg deteniéndose bajo un gran nogal.

A los dos días del arresto de Ariane Lagarde, y ante el escándalo que el suceso provocaba, Adamsberg había sentido la necesidad imperiosa de ir a mojarse los pies en el agua del Gave. Había comprado dos billetes a Pau y había arrastrado a Veyrenc sin pedirle su opinión. Habían llegado al valle de Ossau, y Adamsberg había conducido a su colega por el camino de las rocas hasta la capilla de Camalès. Desembocaron en el Prado Alto. Aturdido, Veyrenc miraba el campo que lo rodeaba, las cimas de la montaña. Nunca había vuelto a ese prado.

– Ahora que nos hemos librado de la Sombra, podemos sentarnos bajo la del nogal. No demasiado tiempo, ya sabemos que es fatal. Sólo lo suficiente para acabar con la picadura. Siéntese, Veyrenc.

– ¿Allí donde estaba?

– Por ejemplo.

Veyrenc recorrió cinco metros y se sentó con las piernas cruzadas en la hierba.

– ¿Ve al quinto chaval debajo del árbol?

– Sí.

– ¿Quién es?

– Usted.

– Yo. Tengo trece años. ¿Quién soy?

– El jefe de la pandilla de la aldea de Caldhez.

– Es verdad. ¿Cómo estoy?

– De pie. Está mirando la escena sin intervenir. Tiene las manos cruzadas en la espalda.

– ¿Por qué?

– Esconde un arma, o un palo, o no sé qué.

– Anteayer vio a Ariane cuando llegó a mi despacho. Tenía las manos en la espalda. ¿Llevaba un arma?

– Eso no tiene que ver. Estaba esposada.

– Y ésa es una excelente razón para tener las manos en la espalda. Yo estaba atado, Veyrenc, como una cabra al extremo de su cuerda. Tenía las manos atadas al árbol. Espero que entienda por qué no intervine.

Veyrenc pasó la mano por la hierba varias veces.

– Dígame.

Adamsberg se apoyó en el tronco del nogal, estiró las piernas, ofreció sus brazos al sol.

– Había dos pandillas rivales en Caldhez. La de la fuente, abajo, encabezada por Fernand el Bicho, y la del lavadero, arriba, que dirigíamos mi hermano y yo. Peleas, rivalidades, conspiraciones, todo eso nos entretenía mucho. O sea, juegos de niños, con la diferencia de que, al llegar Roland y unos cuantos más, la pandilla de la fuente se transformó en un ejército de cabrones. Roland tenía intención de aplastar la pandilla del lavadero y saquear la aldea. Una guerra de bandas a escala reducida. Resistíamos como podíamos, yo lo exasperaba más que nada. El día de la expedición contra usted, Roland vino a verme con Fernand y el Gordo Georges. «Te llevamos al espectáculo, mamón», me dijo. «Abre bien los ojos y cierra bien la boca, porque, si no te achantas, te haremos lo mismo.» Me llevaron hasta el Prado Alto y me ataron al árbol. Luego se metieron en la capilla y te esperaron. Siempre pasabas por allí cuando volvías del colegio. Se lanzaron sobre ti, y ya conoces el resto de la historia.

Adamsberg se dio cuenta de que había pasado al tuteo sin querer. Los niños no se tratan de usted. En el Prado Alto, los dos eran niños.

– Ya -dijo Veyrenc torciendo el gesto, no del todo convencido-. Este mensaje es nuevo, comprended que lo estudie, ¿cómo sé que no es reflejo de un embuste?

– Yo había logrado sacarme la navaja del bolsillo trasero. Y trataba, como en las películas, de cortar la cuerda. Pero nunca estamos en una película, Veyrenc. En una película, Ariane habría confesado. En la realidad, el muro resiste. La cuerda resistía, y yo sudaba al intentar cortarla. La navaja se me escurrió y cayó al suelo. Cuando te desmayaste, me desataron a toda prisa y me llevaron corriendo al camino de las rocas. Pasó mucho tiempo antes de que me atreviera a volver al Prado Alto a buscar mi navaja. La hierba había crecido, había pasado el invierno. Busqué por todas partes, nunca la encontré.

– ¿Y es grave?

– No, Veyrenc. Pero, si la historia es verdad, hay alguna posibilidad de que la navaja no se haya movido del sitio y se haya hundido en la tierra. El canto de la tierra, Veyrenc, ¿lo recuerda? Por eso he traído un pico. Va usted a buscar la navaja. Debería seguir abierta, tal como cayó. Llevaba mis iniciales grabadas en el mango de madera barnizada: JBA.

– ¿Por qué no la buscamos juntos?

– Porque usted duda demasiado, Veyrenc. Podría acusarme de haberla dejado caer al suelo al cavar. No, voy a alejarme, con las manos en los bolsillos, y me quedaré mirándolo. Nosotros también vamos a abrir una tumba para buscar un vivo recuerdo. Pero no creo que haya podido hundirse a más de quince centímetros de profundidad.

– No puede estar aquí -dijo Veyrenc-. Alguien puede haberla encontrado unos días después y habérsela llevado.

– Se habría sabido. Recuerde que la policía buscó el nombre del quinto chaval. Si hubieran encontrado mi navaja, con mis iniciales, se me habría caído el pelo. Pero nunca identificaron al quinto, y yo callé. No podía demostrar nada. Si mi historia es verdad, la navaja debe de estar aquí, desde hace treinta y cuatro años. Yo nunca habría abandonado por iniciativa propia mi navaja. Si no la recogí fue porque no pude. Porque estaba atado.

Veyrenc vaciló, se levantó y cogió el pico, mientras Adamsberg retrocedía a unos cuantos metros de él. La superficie de la tierra estaba dura, y el teniente cavó durante más de una hora al pie del nogal, pasando regularmente los dedos por los terrones para desmoronarlos. Adamsberg lo vio soltar el pico, recoger un objeto, frotar la tierra incrustada.

– ¿La tienes? -preguntó acercándose-. ¿Se lee algo?

– JBA -dijo Veyrenc acabando de limpiar el mango con el pulgar.

Dio la navaja a Adamsberg sin decir palabra. Cuchilla oxidada, mango desconchado, huecos de las iniciales llenos de tierra, perfectamente legibles. Adamsberg la giró entre sus dedos, esa navaja, esa puñetera navaja que no había cortado la cuerda, esa puñetera navaja que no lo había ayudado a apartar a ese niño ensangrentado de las manos de Roland.

– Si la quieres, es tuya -dijo Adamsberg ofreciéndosela al teniente-. Trata de cogerla siempre por la cuchilla. Por su viril principio de nuestra impotencia de ese día.

Veyrenc asintió y la aceptó.

– Me debes diez céntimos -añadió Adamsberg.

– ¿Por qué?

– Es una tradición. Cuando uno regala un objeto cortante a alguien hay que darle diez céntimos a cambio para anular el riesgo de herida. Lamentaría que te pasara algo por mi culpa. Te quedas con la navaja, y yo con la moneda.

LXVI

En el tren de vuelta, una última preocupación agitaba el semblante de Veyrenc.

– Cuando uno es disociado -dijo sombrío-, no sabe lo que hace, ¿verdad? Borra todo recuerdo.

– Sí, en principio y según Ariane. Nunca sabremos si nos tomó el pelo para no confesar o si es una auténtica disociada. Ni si eso existe realmente.

– Si existiera -dijo Veyrenc levantando el labio en una falsa sonrisa-, ¿yo habría podido matar a Fernand y al Gordo Georges sin darme cuenta?

– No, Veyrenc.

– ¿Cómo puede estar seguro?

– Porque lo he comprobado. Tengo todos sus movimientos archivados en sus hojas de ruta, en la Brigada de Tarbes y en la de Nevers, donde estaba usted en la época de los asesinatos. El día del asesinato de Fernand, usted acompañaba un destacamento a Londres. El del asesinato del Gordo Georges, usted estaba arrestado.

– ¿Ah sí?

– Sí, por insultos a un superior. ¿Qué le había hecho?

– ¿Cómo se llamaba?

– Pleyel. Pleyel como el piano, sencilla y llanamente.

– Sí -recordó Veyrenc-. Era un tipo a la Devalon. Estábamos con un caso de corrupción política. En lugar de hacer su trabajo, siguió las órdenes del gobierno, tergiversó el proceso con falsos documentos, y el inculpado fue declarado inocente. Cometí unos versos inofensivos contra él, que no le gustaron.

– ¿Los recuerda?

– No.

Adamsberg sacó su libreta y la hojeó.

– Aquí están -dijo-.

»La altivez del pudiente devasta la Justicia

convirtiendo en un siervo al mayor policía.

Languidece el Estado, cayendo en el abismo,

las manos criminales del tirano lo matan.

»Resultado: quince días de arresto.

– ¿Dónde los ha encontrado? -preguntó Veyrenc sonriendo.

– Figuraban en la denuncia. Unos versos que ahora lo salvan del asesinato del Gordo Georges. Usted no ha matado a nadie, Veyrenc.

El teniente cerró rápidamente los párpados y relajó los hombros.

– No me ha dado los diez céntimos -dijo Adamsberg tendiendo la mano-. Me he despepitado por usted, me ha dado mucho trabajo.

Veyrenc depositó una moneda cobriza en la mano de Adamsberg.

– Gracias -dijo éste, guardándosela en el bolsillo-. ¿Cuándo va a dejar a Camille?

Veyrenc desvió la cabeza.

– Bueno -concluyó Adamsberg, apoyándose en la ventana para quedarse inmediatamente dormido.

LXVII

Danglard había aprovechado el regreso anticipado de Retancourt a este mundo para decretar una pausa bajo los auspicios de la tercera virgen, tras haber subido unas botellas del sótano. En la turbulencia que siguió, sólo el gato permaneció plácido, doblado en dos sobre el poderoso antebrazo de Retancourt.

Adamsberg atravesó lentamente la sala, sintiéndose tan inepto como de costumbre para adaptarse a los regocijos colectivos. Cogió de paso el vaso que le ofrecía Estalère, sacó el móvil y marcó el número de Robert. La segunda ronda iba a empezar en el café de Haroncourt.

– Es el bearnés -dijo Robert a la asamblea de hombres, cubriendo el teléfono con la mano-. Dice que sus problemas de madero se han resuelto y que va a tomar algo pensando en nosotros.

Angelbert meditó su respuesta.

– Dile que de acuerdo.

– Dice que ha encontrado dos huesos de san Jerónimo en un piso, en una caja de herramientas -añadió Robert volviendo a tapar el teléfono-. Y que vendrá a devolverlos al relicario de Mesnil. Porque él no sabe qué hacer con ellos.

– Pues nosotros tampoco -dijo Oswald.

– Dice que, de todos modos, deberíamos avisar al cura.

– Tiene su lógica -dijo Hilaire-. El que Oswald pase de los huesos no quiere decir que no interesen al cura. El cura tendrá sus problemas de cura, digo yo, ¿no? Hay que entender las cosas.

– Dile que de acuerdo -zanjó Angelbert-. ¿Cuándo viene?

– El sábado.

Robert volvió al teléfono, concentrado, para transmitir la respuesta del ancestro.

– Dice que ha recogido guijarros de su río y que también nos los traerá, si no nos molesta.

– Pero ¿qué quiere que hagamos con ellos?

– Me da la impresión de que son un poco como las cuernas del Gran Rufo. Honores, vamos; y que así estamos en paz.

Los rostros indecisos se volvieron hacia Angelbert.

– Si decimos que no -dijo Angelbert-, podría ofenderse.

– Pues claro -marcó Achille.

– Dile que de acuerdo.

Apoyado en una pared, Veyrenc contemplaba las evoluciones de los agentes de la Brigada, a los que esa noche se habían unido el doctor Romain, también resucitado, y el doctor Lavoisier, que seguía de cerca el caso Retancourt. Adamsberg se desplazaba lentamente de un lado a otro, presente, ausente, presente, ausente, como la luz intermitente de un faro. Las sacudidas encajadas a lo largo de su carrera en pos de la sombra de Ariane dejaban aún ciertos rastros sombríos en su rostro. Había pasado tres horas con los pies en el agua del Gave, recogiendo guijarros, antes de reunirse con Veyrenc para tomar el tren de vuelta.

El comisario sacó un papel arrugado del bolsillo trasero e hizo una seña a Danglard para que se acercara. Danglard conocía esa pose y esa sonrisa. Fue hacia Adamsberg, receloso.

– Veyrenc diría que el destino se divierte haciéndonos extrañas pasadas. ¿Sabe que el destino es especialista en ironía y que eso es precisamente lo que lo distingue?

– Dicen que Veyrenc se va.

– Sí, se va a su montaña. Se va para pensar con los pies en el agua de su río y el pelo al viento, a ver si averigua si volverá con nosotros o no. No está decidido.

Adamsberg le dio el papel arrugado.

– He recibido esto esta mañana.

– No entiendo nada -dijo Danglard recorriendo las líneas.

– Es normal, es polaco. Dice que la enfermera acaba de morir, capitán. Por puro accidente. La atropelló un coche en Varsovia. Aplastada como una torta por un conductor de tres al cuarto que se saltó un semáforo, incapaz de distinguir la calzada de la acera. Y se sabe quién la atropelló.

– Un polaco.

– Sí. Pero no un polaco cualquiera.

– Un polaco borracho.

– Sin duda. ¿Y qué más?

– No veo qué puede ser.

– Un polaco viejo. Un polaco de noventa y dos años. La asesina ha sido atropellada por un anciano.

Danglard reflexionó unos instantes.

– ¿Y de verdad le hace gracia?

– Mucha, Danglard.

Veyrenc veía a Adamsberg sacudir el hombro del comandante, a Lavoisier rodear de atenciones a Retancourt, a Romain recuperar el tiempo perdido, a Estalère correr con los vasos, a Noël jactarse de su transfusión. Nada de eso era asunto suyo. No había venido a interesarse por la gente. Había venido a acabar con su pelo. Y había acabado.

Ya nada queda al fin, tu tragedia se acaba,

eres libre de ir a entregarte a tus sueños.

¿Qué oscuro sentimiento te impide regresar?

¿Por qué no eres capaz de decirles adiós?

Sí, ¿por qué? Veyrenc dio una calada a su cigarrillo y miró a Adamsberg salir de la Brigada, discreto y etéreo, llevando con ambas manos las grandes cuernas del ciervo.

Oh dioses, perdonad que me tiente el embrujo,

su vana humanidad me desola y me encanta.

Adamsberg volvía a pie por las calles oscuras. No diría ni una palabra a Tom acerca de las atrocidades de Ariane, ni hablar de que el horror penetrara tan pronto en la cabeza del niño. Además, los bucardos disociados no existen. Sólo los hombres tienen el arte de lograr este tipo de calamidades. En cambio, los bucardos, con sus largos cuernos, saben hacer que les crezca el cráneo por fuera de la cabeza igual de bien que los ciervos. Eso los hombres no saben hacerlo. Se limitaría pues a los bucardos.

«Fue entonces cuando el sabio rebeco, que había leído mucho, comprendió su error. Pero el bucardo colorado nunca supo que el rebeco lo había tomado por un cabrón. Fue entonces cuando el bucardo colorado comprendió su error y reconoció que el bucardo pardo no era un cabrón. Vale, le dijo el bucardo pardo, dame diez céntimos.»

En el jardincillo, Adamsberg depositó las cuernas en el suelo para buscar las llaves. Lucio salió al instante en la oscuridad y se reunió con él bajo el avellano.

– ¿Qué tal, hombre?

Lucio se deslizó hasta el seto sin esperar la respuesta, volvió con dos cervezas y las destapó. El transistor crepitaba en su bolsillo.

– ¿Y la mujer? -preguntó ofreciendo una botella al comisario-. La que no había acabado su trabajo. ¿Le diste la pócima?

– Sí.

– ¿Y se la bebió?

– Sí.

– Está bien.

Lucio se tomó unos tragos antes de señalar el suelo con la punta de su bastón.

– ¿Qué transportas?

– Un diez puntas de Normandía.

– ¿Vivo o de desmogue?

– Vivo.

– Está bien -aprobó de nuevo Lucio-. Pero no las separes.

– Ya lo sé.

– También sabes otra cosa.

– Sí, Lucio. La Sombra ya se ha ido. Ha muerto, se ha acabado, ha desaparecido.

El viejo permaneció unos instantes sin decir nada, golpeándose los dientes con el cuello de la botella. Lanzó una mirada hacia la casa de Adamsberg y volvió al comisario.

– ¿Cómo?

– Piensa.

– Dicen que sólo un viejo podrá con ella.

– Eso es lo que ha pasado.

– Cuenta.

– Sucedió en Varsovia.

– ¿Anteayer al caer la noche?

– Sí, ¿por qué?

– Cuenta.

– Fue un viejo polaco de noventa y dos años. La aplastó con las ruedas delanteras.

Lucio reflexionó, haciendo girar el borde de la botella sobre sus labios.

– Así -dijo asestando un puñetazo al aire con su única mano.

– Así -confirmó Adamsberg.

– Como el curtidor con sus puños.

Adamsberg sonrió y recogió las cuernas.

– Exactamente -marcó.

Fred Vargas

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