La historia de África Anglés es la historia de una mujer casada a los diecisiete años con un donjuán descarado y chulesco. Durante la guerra civil le nace una hija justo cuando su marido la abandona por una querida más dada a la lujuria que ella. A partir de ese momento será la suya una vida normal, semejante a la de miles de mujeres españolas aplastadas por el peso de las convenciones. Sin embargo, un paréntesis en esa monótona existencia se abre con su estancia, durante tres años, en México, pe-ríodo clave que marcará para siempre el resto de sus días. Desgarrado relato de amor y desencuentros, esta espléndida novela recuerda con nostalgia escenas familiares de la protagonista tanto en Madrid como en México. Aparecen por sus páginas personajes llenos de contradicciones, de humor, de ternura, de rabia y de soledad. Pero también el amor nos sorprende y nos atrapa con dos historias paralelas, casi contemporáneas, que se rozan una y otra vez, pero que jamás llegan a coincidir. Esta novela ha obtenido el Premio Planeta 1996.

Fernando Schwartz

El Desencuentro

Para Anna Sandra, que nunca dejó de creer y de insistir

Para Antonia Kerrigan, que nunca dejó de insistir y de creer

No se le escaparon ni los sueños. Una mañana en que Fermina Daza contó que había soñado con un desconocido que se paseaba desnudo regando puñados de ceniza por los salones del palacio, doña Blanca la cortó en seco: «Una mujer decente no puede tener esa clase de sueños.»

El amor en los tiempos del cólera,

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

¿Puedo vivir por ti? ¿Llevarte en mi cuerpo para que existas los cincuenta o sesenta años que te robaron?

Paula,

ISABEL ALLENDE

I

La miré, muerta.

La muerte, y la larga enfermedad antes que ella, la habían maltratado, dejando su frágil cuerpo reducido a casi nada. Sus facciones se habían transformado hasta hacerla irreconocible, violentamente estiradas sobre los pómulos y las sienes, privadas de toda la dulzura y armonía que habían tenido en vida. Sus labios, incluso hasta pocos meses antes tan claramente delineados y generosos, siempre dispuestos a la sonrisa, siempre inocentemente sensuales, arrebatadamente bellos, tensaban ahora la boca haciendo con ella una mueca fría y seca, brutalmente ancha; la irregularidad que otrora me resultaba tan hermosa, era de pronto en la muerte insoportablemente cruel. La muerte la castigaba amargándole el gesto, igual que la vida lo había hecho al castigarle el alma. No había habido descanso tras la agonía. Esas pamplinas que se invocan para presentar a la muerte como una generosa liberadora del dolor me eran desmentidas por el hecho de que la asombrosa belleza de años antes se había transformado ahora en fealdad. La enfermedad la había mortificado; la muerte la mortificaba aún más.

Tan acostumbrada estaba a los padecimientos que sobre ella había amontonado la vida, que no había dejado de sufrir, me parecía, ni en la muerte. Ésa era su única herencia y se la llevaba al otro mundo: el sufrimiento cuidadosa y pacientemente cultivado a lo largo de toda una vida, una enredadera sucia que había acabado estrangulándola pero que a ella siempre le pareció normal. Había sido su sino. «Ay, Javier -me había suspirado una vez con resignación-, hay quienes no hemos nacido para ser felices… ya ves. Pasamos por la vida mirando a los demás que lo son y nosotros estamos ahí para compensar.» Una sola vez, en uno de esos momentos de absoluta intimidad cuyo brote nadie es capaz de explicar o comprender, le había preguntado si no recordaba un solo instante de dicha; volvió la cabeza hacia mí con la vista perdida en su propio mundo, Dios sabe qué abismo, y después de un rato interminable, lentamente hizo un gesto negativo. Me pareció una suciedad añadir «¿ni siquiera con tu hija?», pero no fui capaz de reprimirme la crueldad. Y entonces me miró directamente a los ojos durante, oh Dios mío, un minuto o dos, no recuerdo, y negó nuevamente. Sólo esa vez atisbé la hondura de una pasión que me pilló en medio y a punto estuvo de barrerme como si yo hubiera sido una pluma. Ojalá. Con los años, casi conseguí olvidar aquel instante. No habría podido vivir con él. Pero fue un esfuerzo de amnesia que no me sirvió de nada: hizo de la mía un alma errante.

Y el sufrimiento se había ido con África, compañero inseparable de su soledad.

Estuve inmóvil al pie de su cama durante largo rato, incapaz de hacer el ejercicio que me pedía el corazón: un esfuerzo con el que tapar aquella casi calavera con una imaginaria fotografía de la África de quince años antes, como si pudieran superponerse sus rasgos adorables de entonces a la máscara obscena que ahora tenía delante.

Suspiré y para no emocionarme más (me parecía injusto emocionarme después de no haberla querido lo bastante), paseé la mirada por la habitación tan familiar de los abuelos, que con los años había acabado siendo suya. Los únicos elementos extraños eran las probetas, las bolsas de plástico transparente con suero, las grandes bombonas de oxígeno y las palanganas de acero inoxidable, los símbolos de la enfermedad terminal. Y el olor pastoso de la muerte.

– Toma -murmuró mi prima Martita; tenía los ojos hinchados de llorar la muerte de su madre-. Mamá tenía esta caja con tu nombre en el fondo del armario. -Me alargó una desvencijada caja de zapatos con la tapa sujeta por una gran goma-. No sé qué habrá dentro de ella, pero es su letra y creo que debe de ser para ti.

– Nunca me lo dijo -contesté sorprendido.

Luego, mientras hablaba con mi madre o con las amigas de Martita o me ocupaba de algunos detalles del entierro -los mínimos que no hubiera previsto mi prima, siempre tan puntillosa y exacta-, tengo la memoria de haber pasado unas cuantas horas con la caja en la mano, vagamente irritado por el estorbo y sin preocuparme de lo que habría dentro. Recuerdos, fotos, qué sé yo, pensaba distraídamente; poca cosa. Conociendo a África, habría unos cuantos objetos sin importancia, unas cartas, algún lazo de raso escrupulosamente doblado y planchado, alguna medalla de la Virgen de Guadalupe de cuando vivió en México. Ella era muy detallista de las cosas sin importancia, de las menudencias algo tontas que guarda la gente que no tiene grandes pasiones o demasiada emoción interior.

Había muerto como había vivido: en silencio, con los enormes y achinados ojos color malva preguntando a la vida por qué la había maltratado de esa manera.

Durante años me había irritado ver que no hacía nada por combatir su suerte, por intentar conquistar su parcela de felicidad. Yo siempre había mirado con liviana condescendencia a la gente pasiva, a la que veía desprovista de capacidad de reacción o de lucha: era típico de mi moralidad y de la de mi generación medir la valía de las gentes por cómo daban las dentelladas. Pero África era un caso aparte y nunca la desprecié por su resignación; simplemente me enfadaba que aceptara la injusticia con tanta tranquilidad. Siempre le había perdonado todo porque era enormemente bondadosa y totalmente bella. No, bella no; guapa. ¿Perdonado? ¿Qué había que perdonar? El desperdicio de la totalidad de su existencia, tal vez. Sin embargo, cuando acudía a regañarla por su sonrisa resignada, acababa siendo incapaz de hacerlo y, enternecido, olvidaba todos mis rencores. Era la tía África -mi África, en lo que a mí concernía-, presente en cada una de las horas de las cosas de la casa y de la familia. De profesión sus sufrimientos.

Y su risa.

Su carcajada sonora y repentinamente sensual.

Sus ocurrencias. Un gesto apaciguador y suave de la mano. Un roce de los dedos sobre mi muñeca para callarme o para serenarme en un momento de violencia. África detestaba la violencia y cuando se enfrentaba a ella se le hinchaba una vena en el cuello interminable y sus gigantescos ojos, perdido el color malva, se tornaban sombríos, brutalmente oscuros.

La suya fue una historia típica de los tiempos del rigor moralista de la dictadura: se había casado a los diecisiete años con un donjuán descarado y chulo, le había nacido mi prima durante la guerra civil, su marido la había dejado abandonada por una querida, supongo que más dada a la lujuria, y finalmente había dedicado lo que le quedaba de vida a cuidar de sus padres. La tía África. Una vida normal, como otros miles de vidas de otras tantas mujeres españolas machacadas por el peso de las convenciones. Y aun así, siempre me pareció (sólo a mí; claro, no sé de otros, ni me importa, no sé lo que pensarán otros centenares de miles de personas afectadas por millares de tragedias familiares o simplemente humanas o decididamente desgarradoras: esta que relato es mi visión de mi vida; las demás me traen absolutamente sin cuidado) que había en África una calidad especial en el sufrimiento, un dolor particularmente estéril, una violencia terrible en esa manera de que le pasara la vida sin que nada pasara. Yo sé que tengo la razón: tengo la certeza, seguramente parcial, subjetiva y algo desequilibrada, de que la historia de África es, en su acontecer anodino, única en la tristeza, única en la soledad y en el desamparo. Pero es que, ¿me comprenden?, yo la conocí como nadie.

La enfermedad que la mató empezó de forma benigna, inadvertida y hasta casi graciosa.

En uno de mis viajes a Madrid -recuerdo bien que era el mes de mayo de cuatro años atrás-, nos habíamos reunido toda la familia a cenar. Tampoco éramos tantos: doce o quince personas repartidas en tres generaciones. No nos frecuentábamos mucho, entre otras cosas porque, de las tres hijas de mis abuelos, una, la mayor, se había peleado con mi madre, más por lo idiotas y manirrotos que eran mis primos que por otra cosa, mientras que la más pequeña, África, se debatía entre ambas intentando apaciguarles la animadversión sin demasiado éxito.

En aquellos ágapes solíamos respetar las antiguas costumbres familiares del tiempo de mis abuelos: se comía una barbaridad, caldo, tortilla de patata, ensaladilla rusa con espárragos, lubina cocida con mayonesa, jamón de York con huevo hilado, croquetas con patatas fritas y ensalada, flan, tocino de cielo, macedonia de frutas, en fin, de todo y por su orden. Los más jóvenes bebían cerveza; otros, especialmente África y sus hermanas, tomaban vino tinto con sifón y los primos mayores dábamos buena cuenta de dos o tres botellas de buen Rioja, generalmente aportado por mí.

Disfrutaba enormemente con aquellas comidas, etapa infrecuente de mis raras visitas a España. Eran simples, directas, carentes de complicaciones o de altibajos emocionales. Se charlaba plácidamente, los hombres permitíamos que las mujeres llevaran la voz cantante y sólo de vez en cuando se debatía algún tema de interés verdadero como la vida en Estados Unidos o la libertad de costumbres y pensamiento y las carencias de unas y otro en la España franquista. Cosas así. Después de cenar siempre se organizaba una mesa de bridge que ocupábamos los cuatro primos a los que mi padre había enseñado a jugar años atrás.

En la época en que África empezó con su enfermedad, yo vivía en Nueva York y allí escribía de temas europeos para dos revistas cosmopolitas mientras preparaba mi tercera o cuarta novela. No recuerdo muy bien cuál. Es más: ahora que lo pienso me parece que ni siquiera era una novela, sino un libro de relatos que me había encargado mi editor americano.

– Chamaquito -dijo aquella noche de mayo África; se había cortado un dedo pelando patatas y se había puesto un pequeño esparadrapo en él-. ¿Cuántas novias tienes en Nueva York? ¿Tres, cuatro?

– Bah, ¡qué exageración, tía África! -respondí-. No tengo más novia que tú. Es un hecho conocido en el mundo entero.

– Ya -contestó ella-. Ya. Lo que es un hecho conocido es que eres un sinvergo… sinvar… ¡uy, he bebido más vino con gaseosa de lo conveniente! -se corrigió riendo-. Sinve… ¡un frescales, vamos! -Frunció el entrecejo, sorprendida de la patosería de su lengua-. Estoy piripi.

Todos reímos, porque así de inocentes eran nuestras comidas. En cuanto África bebía más de un vaso de vino, se le subía a la cabeza y empezaba a disparatar muy graciosamente. (Ella y yo nos poníamos serios únicamente cuando discutíamos de toros y toreros; en México, África había aprendido mucho más de lo que yo nunca podría sobre el mundo del toro. Por eso para mí era un rito sagrado llevarla a las tres o cuatro grandes corridas de la feria de San Isidro en Madrid. Se ponía guapísima, vestida con camiseros de seda estampada con grandes flores rojas o de vivos colores o con trajes de chaqueta entallados -ésos eran mis atuendos preferidos- y siempre unos zapatos de tacón altísimo que realzaban la finura de sus tobillos y lo largas que tenía las piernas. Con más de cincuenta años, con el pelo muy negro y sus ojos malva, con su enorme boca irregular, llamaba la atención cuando llegaba a la plaza de Las Ventas colgada de mi brazo. Como a ella le parecía una barbaridad que yo perdiera el tiempo convidándola a los toros, repetíamos siempre un mismo ceremonial de invitación y rechazo, ella con gran seriedad y yo con sorna. «Oye, chamaquito, ¿por qué no te llevas a un mango de esos que andan sueltos por Madrid? ¡Mira que ir a los toros con tu anciana tía en vez de con un bombón!» «Claro, ¿y con quién hablo yo de la fiesta mientras tanto?» Entonces yo aún fumaba: me divertía encender un 8-9-8 mientras una gitana me colocaba un clavel en la solapa. Ahora me da vergüenza recordar mis concesiones vanidosas al tipismo folclórico, pero entonces me divertían sobremanera.)

Aquel día la cena familiar se celebraba en casa de mi madre.

– Sí que estás trompa, África, sí -dijo ésta. Y volviéndose a mí afirmó-: Eres un galán… Eso es lo que tú eres… ¡Novias! Estás tú bueno. A ver si sientas la cabeza… Pues sí que tomaré un poco más de tortilla. Os ha salido estupenda.

José Luis, mi hermano pequeño, me puso la mano en el brazo y exclamó:

– ¿Éste? Hay un rumor en Madrid que asegura que Javier se ha traído una modelo rubia que mide dos metros y que la tiene escondida en el Palace.

– ¡Bah! Tonterías.

– No. Que es verdad, que va en serio.

– Mira, José, el día que me pase una cosa así, serás el primero en enterarte. No ligo ni con polvorones, majo.

Aquel día de mayo de hace cuatro años, sin darnos cuenta, la enfermedad mortal de África se nos había colado de rondón, sin avisar: un pequeño corte en un dedo, un trastabilleo inocente y había llegado la muerte.

II

Abrí la caja de zapatos.

Solo en mi habitación de hotel me puse a escudriñar su contenido como si pudiera haber en ella alguna revelación sobre África o sobre su vida que fuera capaz de sorprenderme. Pero no. ¿Por qué habría de haberla? ¿Por qué habría de haber más de lo que yo ya había buscado sin encontrar?

El contenido de la caja me pareció más bien anodino. Una foto suya de muy joven disfrazada de china como para ir a un baile de carnaval; tendría dieciséis o diecisiete años, y era ya tan guapa como habría de ser. Una foto de las tres hermanas de más o menos la misma época. En el reverso de esta última, escrito con la letra picuda de África, ponía: «Sta. Cruz de Tfe. 1935.» Una medalla de la Virgen de Guadalupe, naturalmente. Ningún lazo de raso. Otra foto más en la que, a la izquierda, aparecía África de pie, vestida con un traje blanco muy ajustado y llevando una gran pamela blanca en la cabeza; miraba al frente con cierta solemnidad y una media sonrisa notándole en los labios. Sentados en dos sillones de mimbre un hombre y una mujer, ya mayores, que reconocí instantáneamente aunque más por la familiaridad que me daba haber contemplado sus retratos muchas veces encima de una cómoda del salón de mis abuelos que por haberlos tratado directamente: el gran poeta Adolfo Anglés y su hermana Ramona, ambos hermanos de mi propio abuelo. Los dos miraban fijamente a la cámara sin sonreír. Un poco apartado de los demás, a la derecha de la fotografía con un pie apoyado en el borde redondeado de una fuente de jardín, un hombre joven, alto, impecablemente vestido de lino blanco, miraba pensativamente hacia otro lado. Parecía no haberse dado cuenta de que lo retrataban. Un sombrero de fieltro blanco le tapaba parte de la frente y dejaba en sombra la sien derecha. Tenía la mano diestra en el bolsillo del pantalón y con la izquierda se acariciaba el bigote. Aunque nunca lo había visto encima de la cómoda del salón de los abuelos, supuse que se trataba de Carlos Mata, el gran torero mexicano que era primo hermano de África y de mi madre e hijo de María, tercera de los hermanos de mi abuelo. En mi familia española no estaba bien reconocer que teníamos a un torero entre los primos, por famoso que fuera, o a un poeta entre los tíos, precisamente por ser éste un cantor maldito de las dolencias del alma colectiva. Nunca se hablaba de ellos; ni siquiera África los mentaba ya en los últimos años de su vida. En nuestra familia no había lugar para cómicos y artistas.

La foto había sido tomada frente a una casa más bien vulgar: un porche de piedra, puertas de cristales a cada lado y ventanas cuadradas en el primer piso; por el lado derecho aparecían dos o tres palmas vencidas de lo que debía ser una gran palmera inclinada sobre la fuente.

Di la vuelta a la fotografía. No ponía nada. O, dicho con más propiedad, lo que ponía resultaba completamente ilegible: había habido una inscripción, pero a lápiz, y alguien se había tomado la molestia de borrarla cuidadosamente.

La caja contenía una sola cosa más. Un sobre abultado dirigido a «Doña África Anglés, calle de Casado del Alisal 32, Madrid». El sello era de México y la carta decía así:

Querida África:

Ramona me ha leído esta noche la carta tuya que acababa de recibir. Ella, Armando y yo, después, hablamos largamente de ti. Y los tres con un cariño que podría barrer nuestra ingratitud y nuestro olvido. Los míos también… Los tres te queremos, los tres te conocemos. Y porque te conocemos te queremos: Eres hermosa y buena. Raro consorcio el de la Virtud y la hermosura. Privilegio de unos pocos tan sólo. Siempre ha sido muy difícil pasear a la belleza por el pantano del mundo. Hoy más que ayer. Quiero decirte esto con orgullo.

Nunca escribo a nadie. Cuando tengo alguna cosa urgente que decir, se la digo al viento. Me gusta confesarme con el viento. Lo cual es como confesarme con Dios. Y como en un poema quiero decirle a Dios y al viento todo cuanto escribo aquí. Nunca escribo a nadie, pero un día ya no puedo más y siento un deseo irrefrenable de hacer del silencio un grito palpitante. Porque uno no debe hablar más que para decir la verdad o confesar algún pecado. ¿Y tú mi pequeña África pretendes confesar un pecado? No. Sólo hablas para decir la verdad y revestirla de virtud.

Se escribe o se habla solamente para el viento o para Dios. Ya sé que hay otras maneras de discurso y que se habla domésticamente para pedir, por ejemplo, el cuchillo del pan o para preguntar: ¿a qué hora llega el tren?… o políticamente para decir: ¿por qué no han tapado todavía el viejo horado de las ratas?

Uno sabe que las ratas son inextinguibles en este mundo y que hay golondrinas que se han quedado sin alero y ángeles extraviados y aturdidos que, en el gran derrumbe, cayeron de cabeza y ahora no saben si el cielo está hacia arriba o hacia abajo y si su casa cae a la derecha o a la izquierda… Entre estas golondrinas y estos ángeles estás tú y alguna gente más. Ramona, por ejemplo, a quien yo quiero mucho. A las dos os quiero mucho. Ramona es como tú. Va con su generosidad por el mundo como tú con tu belleza… Con una generosidad que no ha podido matar nunca la ingratitud de toda la familia. Fue la estrella más limpia de toda la casa. De aquella bandada a la que pertenece tu padre y yo también, Ramona fue la señalada con la gracia. Tiene una biografía de Santa. Lo cual tendré que escribir yo algún día para que se lo aprendan y no la olviden tu padre y la tía María sobre todo… La tía María es… de otra constelación. Nació del mismo vientre pero no del mismo soplo. Y con esto no señalo jerarquías ni juzgo. Las personas son diferentes nada más. Y yo digo tan sólo que a mí me gusta hablar contigo y con Ramona -me parece que pertenecéis a mi universo- y que de vez en cuando os escribo una carta como escribo un poema al viento para que lo lea Dios. Desde que murió Alicia he pasado un año lleno de angustia, de tristeza y desamparo. Nunca me había sentido así… con el mundo y el cielo vacíos. Sí… ya soy viejo. El once de este mes cumplí 74 años… He estado sin escribir ni leer, arrastrando pesadamente los días y las horas como una cadena de hierro, con la muerte zumbándome siempre pertinaz igual que un terco moscardón. No fue la muerte de Alicia sólo lo que me puso así, sino la muerte de muchas cosas, de todas las cosas… todo quedó sin sentido… y luego esos pensamientos negros que buscan cualquier ocasión y pretexto para metérsenos en el cerebro y hacer allí su nido como pájaros fatídicos… Hay que echarlos, ya lo sé… y callar y rezar… He vuelto a rezar… No quiero pensar. No sirve de nada pensar. Aún no estamos hechos para comprender y no cabe más que esperar, esperar a poder entender por la gracia y por el dolor… por las lágrimas que abren la puerta de la gracia… «Venga a nos el tu Reino»… Hay que esperar a que el reino de la luz se nos abra. Ahora no sabemos nada, nadie sabe nada. Y hay que rezar de la manera más sencilla con el «Padre Nuestro», con el lenguaje de las gentes sencillas y primitivas. No hemos salido de la infancia.

Ya estoy mejor. También he vuelto a llorar. En realidad nunca se me ha olvidado llorar. Pienso que éste es nuestro oficio, que lo ejecutamos sin pensar, mecánicamente desde el comienzo del mundo. Seguimos en la época del llanto. Desde los orígenes de la conciencia estamos en la época del llanto… Y aquí seguiremos hasta que venga el reino de la Luz.

– ¿Vendrá?

– ¡Claro que vendrá!… porque si no… ¿para qué sirve el mar?… ¿para qué sirve todo el llanto del mundo? Estoy diciendo impertinencias. Esto no es epistolar… Chocheo ya… Tengo 74 años… Y esta melancolía senil… Tienes que perdonarme.

No escribo más que palabras que después quisiera borrar. No hago más que cosas para enseguida arrepentirme. Así es todo. No doy un paso seguro. Y en este incierto zigzagueo uno camina y camina sin saber dónde va. Nadie lo sabe… nadie puede saberlo… hoy nadie puede saberlo porque ahora las sombras son cerradas y sólo presentimos que allá a lo lejos acaso el túnel tiene una boca que se abre hacia una aurora posible. Creo que estamos pasando por los días más dolorosos de la historia. A pesar de tantas luces, de tantos inventos y de tantos velos como se rompen, nunca hemos andado más a ciegas… Déjame. Después de tantos días de silencio y de tinieblas, hoy tengo ganas de hablar y de escribir. Esto me alegra, me dice que acaso no estoy tan muerto como creía. Podría decirle estas cosas a otros amigos más letrados que tú, pero tal vez esté mejor que te las diga a ti… Tú has sufrido mucho también. La vida ha sido amarga para ti… con la amargura de los contrastes violentos. Contigo fue generosa y cruel. La vida es así: le gustan los contrastes y el sarcasmo. Y siempre es un juego inesperado de luces y de sombras. Recuerda esto: Frecuentemente el amor no hace su nido en la Belleza. Lo cual es una gran tragedia para la hermosura, tragedia que tú conoces muy bien, lo sé… Siempre al final has tenido que quedarte a solas con tu belleza. Y no por culpa tuya… No insisto. Y no cabe discutir ni aconsejar. La vida es así: monstruosa y sarcástica, sin sentido aparente, y hay que agarrarse a ella tal como es… llorando, rezando o blasfemando… mordiéndola… Desgarrándola para encontrarle su secreto.

Te quiere y está contigo siempre tu tío

Adolfo Méx. Agosto, 24, 1952.

Raro consorcio el de la virtud y la hermosura, le decía Adolfo Anglés a África. Y: Tú has sufrido mucho también; la vida ha sido amarga para ti porque frecuentemente el amor no hace su nido en la belleza. En tu caso, nunca, parecía añadir. En tu caso, nunca.

¡Pobre África!

Me parecía que esta carta revelaba más trágicamente que ninguno de mis intensos recuerdos el verdadero drama de toda su existencia: África había pasado por la vida siendo hermosa como pocas y a cambio había sido privada de todo lo demás, sin gustar ninguno de los momentos de pasión, de amor, de felicidad que después se atesoran cuidadosamente y se disfrutan al final. Al menos supongo que se disfrutan al final: endulzan los peores instantes y cuando la muerte se ve próxima constituyen el último antídoto contra el terror al vacío. A África le había sido negado hasta eso.

La imaginaba paralizada (en su silla de ruedas al principio y en la cama al final), incapaz de pronunciar palabra, sin poder gritar ¡socorro!: simplemente esperando a que le llegara la muerte sin poder desviar la vista de ella hacia la contemplación de un recuerdo, uno solo, que le hiciera comprender que algo de todo aquello había valido la pena.

¡Qué tres años finales debió de pasar!

¡Y pensar que Adolfo Anglés había intuido con cuarenta años de adelanto este pavoroso desierto de sentimientos y soledad y había sabido plasmar su dolor infinito por ello en la carta que ahora yo tenía en las manos! Así son los grandes poetas: adivinan, comprenden, lloran con intuición luminosa.

No había en la caja de zapatos una nota suya, ni siquiera un recuerdo garrapateado en el que consignara sus sentimientos o en el que me hiciera saber lo que pretendía de mí. Nada.

¿Quería que yo supiera que al menos tres personas de corazón generoso, Adolfo Anglés, su hermana Ramona y el marido de ésta la habían apreciado, incluso una vez le habían pedido perdón por haber sido ingratos, por haberla olvidado en un momento preciso de hacía décadas? ¿Que si no había sido feliz, al menos alguien en este mundo había sabido comprender por qué, la había disculpado por su belleza, había entendido que tanta guapura no era estéril sino que había sido redimida por la amargura y el sufrimiento? ¡Como si la belleza necesitara ser redimida!

¿Me estaba pidiendo perdón por haberme confesado una vez muchos años atrás que ni siquiera su hija, el hecho de su hija, le había dado un instante de felicidad? ¿Me estaba explicando por qué?

El repentino recuerdo de aquella confesión me asaltó de golpe y me ruboricé. ¿La caja de zapatos para compensar una confesión, en pago por un momento de debilidad?

Porque, claro, la confidencia misma de su infelicidad era la prueba fehaciente de que África nunca había aceptado pasivamente su papel en la vida. No, no, me venía a decir. Bien al contrario, me venía a decir, he sido capaz de más sentimientos que el de la simple resignación ante la injusticia. Me he rebelado contra la injusticia. Y valgo más que la armonía de mi físico, que la suavidad de mis pechos y de mi vientre, que la llamarada de mi espalda.

¡Y yo que nunca quise verlo! ¿Cómo era posible?

¿Y qué más podía decirme? ¿Un par de fotos y una medalla?

Pasé muchas horas cavilando y no pude hallar respuesta convincente. Peor aún: no quedaba nadie a quien preguntar; a Adolfo Anglés, a Ramona, a Armando les había podido la vejez hacía tiempo. Y Carlos Mata también había muerto; estúpidamente en un accidente de automóvil en 1972. En México no quedaba nadie que pudiera responder seriamente a mis preguntas.

Por eso llegué a la conclusión de que no quedaban preguntas por contestar. Aquella caja de zapatos cerraba el ciclo vital de África. Era su testamento para mí; me había hecho su heredero universal sólo porque en ocasiones me permitió escudriñar su alma y porque en las ferias de Madrid la había llevado a los toros. Siempre me había parecido que entre ella y yo había algo más: un continuo de confidencias y complicidades, aunque nunca nos lo hubiéramos confesado, que había establecido un lazo más que estrecho entre los dos. Ahora, eso se convertiría en mi memoria y la caja de zapatos quedaría como su testamento.

Bien pensado, ¡qué testamento! Las cuatro cosas que habían significado algo para ella enumeradas para mí con desgarradora sinceridad: ella misma, el poeta y su hermana, una medalla que seguramente le traía olor de México y una carta. Yo, su sobrino, era el heredero de todo lo que ella había querido. Oh Dios.

Y así, aquella noche no fui capaz de conciliar el sueño.

¿A quién pretendía engañar?

III

No recuerdo bien cuándo África se marchó a México a probar fortuna. Esas cosas no las suele registrar un niño de más o menos diez años de edad cuando tienen que ver con una persona que no pasa de ser una hermana de la madre a la que se ha tratado poco, y mucho antes, y que por consiguiente escapa del círculo íntimo de las preocupaciones infantiles. De muy chiquillo yo había estado brevemente a su cargo en Cádiz y mi afecto por ella nacía de un único incidente que tenía enterrado en el fondo de mi memoria porque me producía cierta vergüenza; es decir que se trataba de un afecto firme y olvidado.

Por tanto, no recuerdo bien cuándo África se marchó a México a probar fortuna. Quiero decir que sé cuándo se fue pero que no lo recuerdo. No debió de impresionarme de manera especial. Mi mundo era el colegio, mi habitación, mis padres y mis hermanos. Fuera de ellos no existía nada. Por ejemplo, los abuelos, mis abuelos maternos (a los paternos jamás los conocí), eran dos ancianos amables aunque severos a los que visitábamos regularmente los domingos y a quienes no interesaban particularmente los niños. Nada más. Mi abuelo no era como los que salen en las películas: no me daba consejos, no me contaba historias, no me enseñaba a pescar, no había construido un mundo privado para abuelo y nieto que yo pudiera atesorar y del que pudiera hablar condescendiente o misteriosamente con mis hermanos. Nada de eso. Curiosamente, ese tipo de cariño y de atención le brotaron del corazón sólo cuando, años más tarde, apareció en escena su bisnieto mayor, el hijo de mi hermano José Luis.

Lo que sí recuerdo muy bien, en cambio, fue el día en que África regresó de México. No porque fuera una fecha señalada o porque Martita, su hija, llevara semanas en permanente excitación («¡Mamá llega dentro de diez días, siete días, cuatro días, dos días, un día, seis horas!»; parecía un disco rayado) o porque los abuelos hubieran procurado decorar con un par de grabados de Goya y una porcelana de la Inmaculada Concepción la habitación que madre e hija compartirían a partir de entonces, con su puerta corredera de cristal esmerilado y su ventana al patio, o porque mi padre, siempre caballero de inmejorables modales, hubiera encargado un gran ramo de flores para que fuera instalado en la mesilla que había entre las dos camas que serían durante años ya la de mi tía África y la de Martita.

Lo recuerdo bien porque estaba en plena pubertad.

Iba por la vida escudriñando sin querer la forma de un pecho femenino apenas intuido o un tobillo enfundado en una media de seda o la curva que tenían unos labios marcadamente pintados de rojo; me volcaba sobre las escasas revistas en las que aparecían, ya por casualidad en un segundo plano o bien porque el censor las había pasado por alto, fotos de chicas en bañador y, en cuanto podía, veía, petrificado en la butaca y preso de las más mórbidas sensaciones, una sesión tras otra de las películas de Esther Williams.

La llegada a Madrid de la tía África aquel día de primavera de 1952 fue electrizante.

Habíamos acudido en masa, toda la familia, a la estación de Príncipe Pío a recibirla tras el largo viaje en tren desde Vigo. África había llegado un día antes en el paquebote de línea regular Veracruz-Vigo y, unas horas después de desembarcar, se había montado en el expreso de Madrid, un disparate de carbonilla y lentitud que tardaba veinte horas en recorrer la distancia hasta la capital.

Hace tantos años de esto que apenas si guardo de los instantes previos a la llegada de la tía África unas cuantas imágenes confusamente impresas en la memoria. Una protesta mascullada por el abuelo, «¡qué despilfarro, mira que venirse esta chica en coche-cama!»; una orden de mi padre, «dile a aquel mozo que se acerque con el carrito, seguro que África trae un montón de equipaje»; el sol fresco de un día de abril (eso sí lo recuerdo como si fuera ahora: me pasaba el día abriendo la nariz y respirando a pleno pulmón, supongo que para intensificar de manera instintiva todas las sensaciones táctiles, las vibraciones, los olores, la sensualidad que, sin yo comprender nada de lo que me ocurría, me tenían extraviados los sentidos); y la chiquillería correteando por el andén, inclinándose un poco, muy poco, sobre la vía y achinando los ojos para ver si llegaba el tren, «¡niños, quitaros de ahí que es peligroso!», y retirándose con terror al comprobar que por fin, allá a lo lejos, con los temblores ópticos de un espejismo, aparecía la locomotora bamboleándose y echando humo negro. «¡Ahí viene, ahí viene!»

Me acerqué a mi padre y le cogí de la mano. Volvió la cabeza hacia mí y sonrió.

– Ahí viene la tía África -dijo-; ¿te acuerdas de ella?

– Sí.

– ¡Claro! ¿Cómo no la vas a recordar? Si no hace ni tres años que se fue.

Toda una vida. ¿Cómo me iba a acordar de ella?

También recuerdo que acababa de estrenar pantalón bombacho, el intermedio hacia el pantalón largo que aún no llevaban los chicos, y que lo lucía con el orgullo de quien acaba de graduarse en hombría.

Rugiendo y estornudando, espaciado el ruido de las juntas de los rieles, clan-clan, clan-clan, por la lentitud de la locomotora, echando humo y vapor por los cuatro costados, sonándole como una campana sorda los hierros que empezaban a enfriarse tras el largo viaje, el tren expreso de Vigo hizo su solemne entrada en la estación de Príncipe Pío. En las puertas ya abiertas de los vagones asomaban revisores aquí y guardias civiles allá; algunos sorchis se amontonaban en las escalerillas de los vagones de tercera. Sólo los dos vagones del coche-cama, los de los Grandes Expresos Europeos/ Wagons-Lits Cook, permanecían cerrados: era la señal del respeto debido a quienes habían pagado mucho más que cualquier mortal por el privilegio de dormir en las ásperas sábanas de algodón y por ocupar en solitario un compartimiento durante las interminables y tediosas horas diurnas. (Cuando el tren se hubiera detenido, del vagón restaurante, que también pertenecía a la importante categoría de los Grandes Expresos Europeos, se desprendería un vago olor a consomé; lo he reconocido instantáneamente toda mi vida, igual que el olor a mimosa; por eso me encanta viajar en tren y he plantado en mi jardín de Mallorca un árbol de mimosa que, con el tiempo, se ha hecho enorme.)

Cuando se detuvo al fin el expreso con un suspiro agónico y gran humareda, tuvimos todos que abalanzarnos hacia adelante por el andén. Los coches-cama estaban en la trasera del convoy, imagino que en un vano intento por alejarlos del negro humo de mal carbón que salía a borbotones de la locomotora. Durante años después, mis momentos favoritos en los viajes de tren han sido los que me deparaban las curvas de la vía cuando podía ver todo el convoy y divisar al frente la locomotora escupiendo carbonilla, chispas de fuego y humazo negro. Una tontería como cualquier otra: la estampa romántica de los ferrocarriles suizos en cualquier calendario de una marca de chocolates.

«¡Vamos, vamos!», se pusieron a gritar los primos pequeños mientras correteaban hacia el frente para luego volver brincando; y los mayores (yo había decidido incluirme en esa categoría sólo porque me había llegado el momento de imitar el gesto pausado de mi padre) apresuramos el paso mirando hacia las ventanillas para vislumbrar a nuestra viajera asomada a cualquiera de ellas y, en el instante del descubrimiento, comprender si venía feliz o apesadumbrada, si había madurado o si, por efecto del viaje o la larga ausencia, había perdido mucho peso.

Al fin, una mano enguantada se agitó a lo lejos desde la ventanilla de uno de los dos coches-cama y, movidos por algún infalible instinto familiar, todos los primos salimos corriendo como una exhalación. «¡Allí está, allí está!», exclamó el abuelo con evidente alegría, olvidada toda su severidad de un momento antes para con el despilfarro de su hija. Se quitó el sombrero y ya no se lo volvió a poner hasta que hubo besado a su hija. «Más delgada la veo», dijo la abuela, que siempre rezongaba para no dar la impresión de que las cosas de la existencia debían ser aceptadas sin protesta; la vida transcurría en un valle de lágrimas y no debían permitírsele frivolidades. «No, pero tiene buen aspecto -dijo mi madre-. Se ha dejado las cejas sin depilar», añadió después con tono sorprendido.

Asomada desde el pasillo de su vagón a la ventanilla que estaba frente a su compartimiento, África sonreía con los ojos arrasados de lágrimas. La veíamos decir cosas que no podíamos oír a causa del bullicio reinante en la estación. Llevaba puesto un sombrero negro de rafia y un velo negro muy transparente le cubría parte de la cara. Llevaba los labios muy rojos, como se estilaba entonces, y los ojos delineados con grandes trazos negros.

Desde frente a la ventanilla nos fuimos desplazando (andando de costado, como los cangrejos) por el andén hacia la portezuela a medida que la tía África recorría el pasillo. Todos sin excepción saludábamos agitando las manos en alto y mi abuela musitaba «¡hija, hija!». Pintoresco cortejo aquel.

Mientras tanto, el revisor del coche-cama, vestido con el clásico uniforme marrón y su gorra de plato, empezó a pasarle por la ventanilla al mozo maletas y bultos, todos de mi tía, para que los fuera apilando sobre el carrito. Finalmente, África se asomó a la portezuela y se dispuso a bajar del tren frente al coro expectante del comité de recepción.

Y si de los momentos inmediatamente anteriores a la llegada del tren conservo una memoria sólo aproximada y borrosa, de toda la escena que siguió tengo un recuerdo tan preciso que bien parece salir de una película cinematográfica: me resulta tan ceremoniosa, tan llena de glamour como la de la llegada de una estrella de Hollywood. Sólo faltó que destellaran los flashes de decenas de fotógrafos y que la tía África, con las manos ocultas por guantes de raso negro, alzara los brazos en señal de victoria o de saludo y doblara la rodilla para adoptar una pose de gran actriz.

No lo hizo. Pero se detuvo un instante, antes de avanzar un pie hacia la escalerilla y empezar a descender por ella. Levantó la mirada y la fijó Dios sabe en qué recuerdo. Ahora sé que se estaba despidiendo de todo. Entonces fue simplemente el saludo de una reina a quien quisiera rendirle pleitesía.

Fue un momento mágico, captado por mi retina de adolescente y archivado para siempre jamás en mi memoria: una diosa que regresaba de un viaje misterioso y que alimentaría a partir de entonces todas mis fantasías y las aventuras de mi mundo.

Mi enamoramiento fue instantáneo, profundo y absolutamente carnal. ¿Y qué había de más natural que un chico de trece años se prendara perdidamente de una belleza de treinta y dos? Fue la arquitectura de las caderas enmarcando sobre la falda lisa la curva apenas perceptible de su vientre. Fue la cintura increíblemente estrecha. Fueron los muslos ligeramente combados, largos y seguro que más suaves al tacto que la más fina seda de China. Fueron los tobillos frágilmente plantados sobre los zapatos de tacón. Fue, después, cuando conseguí levantar la vista, la garganta interminable que se apoyaba con delicadeza sobre las clavículas, una esbelta columna de mármol, blanquísima y salpicada de vetas azules.

Claro que yo percibí aquello como un torbellino de sensaciones y no fui capaz de racionalizarlo como lo hago ahora que me falta. Treinta y cinco años ya. Y aún hoy se me hace un insoportable nudo en la boca del estómago y me vence un latido de erotismo.

África bajó la mirada buscando a Martita. La divisó en la primera y bulliciosa fila de sobrinos y, de pronto, sonrió con mucha ternura.

Empezó a bajar cuidadosamente los tres peldaños de la escalerilla, procurando plantar sus zapatos de modo que los inverosímiles tacones no fueran a resbalar por alguno de los huecos o sobre el hierro pulido del escalón.

Mi padre alargó su mano para ayudarla y África la cogió.

– ¡Este Gonzalo! Siempre tan caballero… -dijo, y fue al primero al que dio tres sonoros besos. Luego se volvió hacia su hija, que esperaba con el entusiasmo de pronto en suspenso, como si ignorara la clase de recibimiento que debía dar hasta tanto no reconociera en el gesto de su madre aprobación o cariño.

Martita no había heredado ninguno de los rasgos de África, ni siquiera la dulzura. Una vez que yo estaba mirando a la calle desde la terraza, oí que en el salón mi abuela le decía a mi madre: «¡Oj, chica, ha sacado todo a su padre! Ya podía parecerse a cualquiera de vosotras, en vez de… de… ese aire de pueblo.» Desde entonces, como no podía menos de ocurrir, me hice un retrato imaginario del marido de África: muy moreno, con el pelo liso renegrido, los ojos negros y la cara ancha. Y, desde luego, muy bajo. Pues así era Martita de pequeña. Como uno de nosotros, sin feminidad, sin gracia, siempre peinada con dos tirabuzones que, en lugar de caer sedosamente sobre la garganta, se disparaban hacia arriba, prestando a mi prima un aire paleto que, aunque sea una maldad decirlo, nunca la abandonó con los años y la madurez. Tal vez por eso Martita y yo siempre fuimos íntimos, como hermanos: por compensar el mal pago que le había dado la Madre Naturaleza cuando le hubiera debido ser fácil seguir el ejemplo de la generación anterior; por la simpatía instintiva que despertaban en mí su desangelamiento y su posterior mala suerte en las cosas de amores, aunque no en las del bolsillo.

África abrió los brazos y Martita se refugió en ellos de un salto. Estuvieron así un buen rato, balanceándose apretadas, y África ya no la soltó de la mano mientras los demás le dábamos la bienvenida.

– Hija mía, bien venida a casa -dijo la abuela.

– ¡Qué ganas teníamos ya de verte, hija! -añadió el abuelo.

– Ya estás aquí, ¿no? -dijo la tía María, tan patosa como de costumbre.

– Menos mal que has vuelto -sentenció mi madre-. ¿Qué te has hecho en las cejas?

Son algunas de las frases de bienvenida que recuerdo. Nadie le dijo «¡qué guapa estás!». Ahora sé por qué, pero entonces me sorprendió que los demás ignoraran la evidencia: seguramente, me dije días después mientras repasaba en mi cabeza los acontecimientos ocurridos, yo era el único que comprendía el secreto de la belleza de África y la sensualidad del momento. Los demás sólo se alegraban del regreso. Yo era el único que se asomaba a la angustia del pecado de la lujuria. Y a sus delicias.

– ¡Javier! -exclamó África-, chamaquito. ¡Pero si estás grandísimo y guapísimo! Ven que te dé un beso muy fuerte.

Se inclinó un poco hacia mí, no mucho porque era verdad que yo había crecido bastante en los últimos meses, y poniéndome la mano libre en la mejilla me dio un beso. Olía a un perfume indefinido, una mezcla suavísima, casi imperceptible, de violetas y lirios o de rosas tal vez, una blandura. Imagino que así era el olor natural de su piel, puesto que ni en los peores momentos de su agonía dejó de percibirse, por debajo de los alcoholes y las colonias con que la lavaban. Aún hoy hay veces en que de pronto me asalta; no sé porqué, será una conjunción de los aromas de muchas plantas en primavera, algo que está en el polen de las flores, una sugerencia que flota en los atardeceres, una mezcla irrepetible que me hace detenerme y olfatear para que no se me escape ese instante sublime en que lo reconozco entre todos los otros olores que me son familiares.

Fue la primera vez que me puse rojo como un tomate. Cuando me separé de África, miré furtivamente a todos, aterrado de que alguno me hubiera podido notar el sonrojo. Pero no. Respiré aliviado: mi secreto se iría a la tumba conmigo.

IV

Los años contribuyeron a apagar mis ardores adolescentes arrumbándolos en el limbo reservado a los pecados especiales de la carne: los de Edipo y asimilados, que es la categoría den la que, lleno de vergüenza, acabé incluyendo mi pasión por la tía África. Ya sé que es una humorada afirmar que el fuego de la pasión se va apagando con el transcurso del tiempo si ese tiempo es el que media entre los trece y los veinticinco años de edad de un muchacho, porque es precisamente en ese lapso cuando el fuego se intensifica hasta límites insoportables. Pero en el caso de África, supongo que como en el de cualquier amorío no correspondido entre un escolar más bien patoso y la maravillosa hermana de su madre (especialmente cuando mi enamoramiento tenía tanta posibilidad de convertirse en realidad tangible como los sentimientos que despertara en mí la Perla de Mompracrem en los años en que devoré las aventuras de los piratas de Salgari), nunca me planteé el loco paso de la imaginación a la realidad; la mera idea de pensar siquiera en una cosa así y, aún más, de imaginar cómo podría llevarla a la práctica me era tan ajena, tan inconcebible, que no me rondaba la cabeza ni en los momentos de mayor delirio. Mis sueños eran mis sueños y me conformaba con darles febril rienda suelta. No: durante años, África habitó ella sola mi mundo absolutamente privado, mi más inconfesable esfera, lo mío, lo que nadie supo jamás. Un crimen de lesa majestad contra todo lo bueno, lo sano, lo limpio que me enseñaban mis mayores, algo que no podía salir al exterior, que ni siquiera habría sido transcribible a un soneto críptico, incluso si disfrazado de las alegorías incomprensibles y empalagosas con que los adolescentes suelen disimular sus angustias. Ahora sé, entonces sólo lo intuía, que mi amor no admitía traslación a la realidad simplemente porque tan extraordinario cuento de hadas no entraba en la naturaleza de las cosas: con los años, me han producido verdadera hilaridad las historias de esos casi niños en crisis de pubertad cuya virginidad se desvanecía en brazos de una señorita de compañía, de la au-pair francesa de turno, de una pariente lejana, de una chacha de prietas carnes venida de un lejano pueblo de la sierra abulense o de cualquier otro sueño imposible. Paparruchas de novelas eróticas. Nuestro único atrevimiento lascivo -mío y de José Luis mi hermano- consistió en insistirle durante semanas a una cocinera muy bruta y muy gorda que hubo en casa «¡anda, Lorenza, enséñanos una teta!», y tanto fue el ruego que un día Lorenza (aún recuerdo que estaba pelando un pollo para hacerlo supongo que en pepitoria, los pollos en casa siempre se hacían en pepitoria) se desabrochó el refajo y con cara de malas pulgas se volvió a nosotros, lo entreabrió y dejó que asomara una enorme teta con un pezón negro inmenso y arrugado. Empavorecidos, José Luis y yo salimos corriendo de la cocina como almas que llevara el diablo.

Vivíamos entonces además en la moralidad asfixiante de los peores años del franquismo cuando, amén de ordenar nuestra vida civil, las autoridades pretendían -y, al decir de sus más conspicuos líderes, conseguían- incrementar geométricamente el número de almas de españoles que accedían a la Gloria vía Vaticano, si se comparaban tales éxitos redentores con los de épocas pretéritas. Contaban para ello con el entusiasta apoyo de los religiosos a cuyos colegios acudíamos. En el frontispicio del mío había una leyenda del evangelio de san Juan que decía «la Verdad os hará libres», aunque con el paso de los años y mis crecientes actividades políticas clandestinas, pronto comprendí que, bien al contrario, la enunciación sincera de las verdades conducía directamente a los calabozos de la dirección general de Seguridad de la Puerta del Sol. (Algunos lustros después, en la primera de las visitas que para lavarme el alma hice al campo de concentración de Buchenwald, en donde fue cremado un buen número de mis antepasados, me pareció un sarcasmo insoportable y obsceno que la inscripción de su frontispicio fuera «el Trabajo os hará libres», Arbeit machí Frei, y peor aún que fuera posible establecer tan cínico paralelismo entre una invocación y la otra.)

Desde el principio, inmediatamente después de que África hubiera regresado de México en 1952, gracias a un formidable instinto de supervivencia moral que habíamos desarrollado los adolescentes católicos españoles para huir del convencimiento cotidiano de que esa noche era la de la condena eterna, adopté una sana máxima de doble rasero en mi intensa vida religiosa: confesaría siempre el pecado pero nunca el sujeto pasivo de mi concupiscencia. Ella no tenía la culpa de nada, pensaba yo, ni siquiera de dejar sus sujetadores de raso color crema colgados de un gancho en la puerta del cuarto de baño de la casa de los abuelos, ni siquiera del olor a su piel imaginada, a las flores de primavera (violetas y lirios o rosas, tal vez, una blandura) que yo aspiraba profundamente hundiendo mi cara en las copas de seda, sofocándome al pensar lo que habían encerrado hasta un momento antes, y no había por tanto razón alguna para involucrarla en mis turbadores (torpes, los habría definido mi director espiritual) manejos. En aquellas ocasiones de la confesión sabatina, la mentira me hizo libre una y otra vez sin que por ello sintiera que arriesgaba padecer el fuego del infierno.

Claro que, con independencia de mis delirios sensuales, África estuvo presente en algunos de mis principales avatares infantiles y juveniles. En ocasiones, porque mis padres no estaban en España, sino en América cumpliendo con algún contrato de ingeniería civil para alguno de aquellos gobiernos; otras veces, porque mi tía era un refugio considerablemente más cómodo para las angustias de su sobrino, más cómodo, me apresuro a recordarlo, por ternura que por afinidad intelectual. Acudía a ella (por ejemplo, cuando en la universidad mi vida clandestina se complicaba en exceso) sin darme cuenta de que aquello constituía el descanso del guerrero, simplemente porque estaba seguro de que África, tras menear la cabeza con indulgencia bondadosa, igual me vendaría una mano que me prepararía un chocolate caliente.

– ¡Ay, chamaquito! -solía exclamar en estas ocasiones-, algún día te van a dar un mal golpe y lo sentiremos todos.

Y me plantaba un sonoro beso en las mejillas, poniéndome una mano en cada costado de la cabeza para mantenerla fija. Muchas veces la encontraba rezando el rosario en la oscuridad del salón rara vez utilizado por los abuelos; o, en otras ocasiones, volviendo de la parroquia de los Jerónimos, el pelo recogido en un severo moño y la cabeza envuelta en un pesado velo negro, tras haber rezado un triduo a la Virgen o dos misas seguidas por las almas del purgatorio, con tal de acumular con tamaño sacrificio indulgencias que me descargaran de los castigos que mis actitudes crecientemente políticas sin duda me habían de acarrear. O que las travesuras de mis hermanos menores o que los desengaños sentimentales de Martita, que para el caso daba lo mismo.

Al poco de terminarse la guerra civil, en los inviernos del hambre, mis padres nos dejaron a mí y a mi hermano José Luis en la casa de mis abuelos, que entonces vivían en Cádiz por necesidades de la compañía de construcciones para la que trabajaba mi abuelo. También estaban con nosotros Martita y, por supuesto, la tía África. Era el invierno del 43 o del 44 y hacía tres o cuatro años ya que a África la había abandonado su marido. Nunca lo conocí, ni lo hubiera podido reconocer de toparme con él. Es extraordinario: jamás lo vi en mi vida, nunca me mostraron una fotografía suya y sólo sé que murió en 1960 de un mal cáncer por la alegría con que lo anunció África. Sabe Dios la de veces que le deseó la muerte. Esa ira profunda de África contra su marido alcanzaba unas cotas de violencia tan poco características en una persona tan bondadosa como ella que me desasosegaba y me asustaba; me dejaba desconcertado y, por disimular mi angustia, me ponía a escuchar en otra dirección. Puede que él tuviera una maldad abismal que le rebajaba más que la viscosidad repugnante de la insidia, más que la pasta obscena de la indecencia; no sé cómo explicarlo porque nunca supe cómo era en realidad. Al hombre le había tocado una vez el premio gordo de la lotería y ni fue capaz de destinar alguna cantidad de dinero para mejorar la suerte o la educación de su propia hija. Hay odios o menosprecios o desprecios que duran generaciones; éste, fuere cual fuere su causa, se interrumpió bruscamente en la segunda; Martita nunca heredó la ponzoña de su padre y jamás pagó a nadie con la misma moneda. El padre se la llevó a la tumba y por añadidura con la mala sangre envenenada, puesto que no dejó a la hija ni una mísera peseta: todo lo gastó en una querida que tuvo durante años y lo único que quedó de la fortuna fue una buena cantidad de deudas. Como mi padre era hombre previsor y prudente, hizo que la herencia fuera aceptada por Martita a beneficio de inventario y así se libró ella de que le cayeran encima los acreedores.

En Cádiz, África hizo de madre de los tres, de Martita, de José Luis y de mí y eso que no tendría más de veinticuatro o veinticinco años. Su edad del momento no tiene nada de particular para hacer de madre, naturalmente, pero ahora se me antoja como la edad de una niña jovencísima a quien hubieran caído simultáneamente varias pesadas cargas, la menor de las cuales no era ciertamente tener que estar sometida a un padre muy severo. Doblemente severo, me barrunto, porque al haber sido África abandonada por su miserable marido, mi abuelo debía de sospechar que ello era forzosamente indicativo de alguna veta de locura aventurera, pero no en su ex-yerno sino en su propia hija, a la que probablemente atribuía maliciosas tendencias a asemejarse al tío de ella, su hermano Adolfo, el poeta comunista exiliado en México, o a la hermana de ambos, María, que era nada menos que madre de un torero. Por esta razón, me parece que mi abuelo siempre consideró que debía mantenerla a raya y bien disciplinada, a su lado y vigilada. Por qué a ella, por qué culparla a ella de todo lo que había de sucederle y de cuantas desgracias le habían caído encima, es cosa que siempre escapó a mi comprensión y, desde luego, a mi tolerancia.

Aunque, claro, no lo recuerdo porque yo era apenas un párvulo, sé que África aceptaba todo esto sin rechistar, sin que se le sublevara el alma, sin plantearse siquiera un momento de rebeldía personal. Como, por ejemplo, agarrar el petate y desaparecer por la puerta una mañana. Es bien cierto que, estando poco preparada para las cosas de la vida o sencillamente para ganarse el sustento sin ayuda de nadie, el concepto de rebeldía, la idea de desaparecer, debían serle tan ajenos como la tentación de enfrentarse a su padre y ponerse a defender sus derechos como mujer. ¡Cómo se acostumbra uno al lenguaje de la modernidad! ¡Derechos de mujer en la España de 1944! Menuda ridiculez.

No recuerdo de Cádiz más que algunos detalles sin importancia, que no me parecen siquiera importantes para que un niño establezca sus propias coordenadas vitales. Lo que es más, nunca he vuelto a Cádiz para dar consistencia a tales recuerdos. Tampoco sé si la memoria ha sido alimentada por lo que luego nos contaron los mayores, dando así precisión a lo que de otro modo sería mera y borrosa intuición. Pero al menos, la plaza de España en la que teníamos nuestra casa, que se me antoja un piso enorme, es inmensa en mi memoria y siempre está soleada. Detrás de casa, a través de un callejón zigzagueante se accedía a un largo malecón junto al que jugábamos por las tardes.

El piso en el que vivíamos me parecía, como digo, muy grande y algo lúgubre, de largos pasillos y alcobas interiores comunicadas entre sí por puertas correderas de cristales. Se me ocurre ahora que la intimidad debía de ser imposible en aquel hogar tan intercomunicado a diestro y siniestro. Mi hermano y yo dormíamos en una de aquellas alcobas, pegada al cuarto de baño, mientras que Martita lo hacía con su madre en otra contigua. Mi abuelo nos despertaba puntualmente todos los días a la misma temprana hora (temprana debía de ser, porque siempre asocio el despertar en Cádiz con la oscuridad reinante) y, mientras se afeitaba con una navaja barbera previamente afilada con pausados gestos -atrás y adelante, atrás y adelante- sobre una cincha de cuero ennegrecida, desde el espejo vigilaba nuestras abluciones. Yo era el primero a quien correspondía la ducha obligatoria en una gran bañera que tenía cuatro patas como si fueran las garras de un león pintadas de blanco. Caía un exiguo chorro de agua fría que era una insufrible tortura cotidiana. Luego nos enviaban a un colegio (a Martita no, porque era niña y entonces, naturalmente, no existía la educación mixta) que quedaba muy lejos, en un lugar que se llamaba Puerta de Tierra y al que íbamos en tranvía.

El colegio me era indiferente, pero me aterraban los profesores, solemnes y siempre vestidos de negro. Algo debían enseñarnos porque pasábamos muchas horas en aquellas aulas luminosas sin que se nos permitiera movernos y siempre regresábamos a casa con una mochila cargada pesadamente creo que de cuadernos y cartapacios, lápices y palilleros, y traíamos los dedos manchados de tinta. Yo, además, era un maestro en el manejo de las canicas y raro era el día en que no regresaba a la casa de la plaza de España con alguna nueva, grande y llena de colores tintineando en el fondo de la mochila tras haberla ganado a alguno de mis compañeros de clase en el patio del recreo. En cambio, no me acuerdo de domingo alguno o de los días de fiesta o de unas vacaciones de Navidad que allí debimos pasar. Sí tengo la impresión de haber jugado en la plaza y en el malecón y, tal vez, de haber ido al cine a ver una película protagonizada por Gary Cooper y Paulette Goddard que se llamaba Policía Montada del Canadá, aunque es posible que este detalle me fuera contado después de que años más tarde la fuera a ver una y otra vez con José Luis al cine Príncipe Alfonso de Madrid. También tengo la impresión de haber paseado por un mercado de frutas y hortalizas instalado en una calleja; era un día muy soleado y de todos aquellos productos, de los tomates y las coles, de las vainicas y las patatas, de las sandías, los higos y las coliflores, guardo sobre todo la memoria cromática de un extraordinario matiz de verde, muy vivo, muy brillante, muy lustroso, y la olfativa de una mezcla de especias que no sería capaz de definir pero que aún reconocería al instante. Hasta me parece que por allí andaba algún burro portando alforjas o probablemente tinajas con agua o aceitunas.

Fue en Cádiz donde África me consoló por primera vez y me ungió de la ternura inmensa de que era capaz. Eso sí que lo recuerdo. Es lo que verdaderamente recuerdo, lo único que verdaderamente recuerdo del año y medio que pasé allí. Lo llevé encerrado durante años en el corazón, pero nunca se me olvidó y ahora me vuelve a borbotones.

Hubiera sido un incidente infantil totalmente irrelevante de no mediar la pasión protectora que despertó en ella y el modo tan certero con que mi corazón de chiquillo alcanzó a comprenderla y a agradecerlo.

Eran días de emociones intensas. Toda Cádiz estaba revuelta, patas arriba, porque Carlos Mata, el gran torero mexicano, recién llegado de allende los mares, se disponía a torear allí por primera vez, empezando una temporada en España que acabaría siendo triunfal. El de aquel día iba a ser un mano a mano con Manolete, que acabó siendo célebre y del que aún se habla en los libros de toros: cortaron cuatro orejas y dos rabos cada uno y salieron a hombros de una muchedumbre entusiasmada y sedienta de emociones.

La casa de la plaza de España andaba toda revolucionada porque, claro, Carlos Mata era primo de la tía África y sobrino de mi abuelo e iba a visitarnos y probablemente a cenar con todos ellos después de la corrida. Me parece que a mis abuelos no les hacía mucha gracia todo aquel revuelo: ¡un torero en una casa de bien! Pero se trataba de un héroe nacional, familia íntima de todos, y no era cosa de rechazar su presencia. Hubiera sido un escándalo en la ciudad. Se pondría buena cara y a otra cosa. Y del hecho de que todos estábamos emparentados con Adolfo Anglés, el poeta comunista hermano de mi abuelo, nadie hablaba, por supuesto. Adolfo no existía siquiera, sus obras no se vendían en España y alguna que había en casa y que años después descubrí en la librería de mi padre tenía grandes tachaduras de tinta con las que habían sido borrados los versos en los que Anglés insultaba a Franco llamándole «asesino de mi alma colectiva, tú, ignorante general de zafia bota manchada de barro y sangre, que nos has robado hasta la voz y que no acallarás nuestro espíritu». También faltaban páginas enteras que habían sido arrancadas para hacer desaparecer sonetos que hablaban de amor y lujuria.

África conocía bien a su primo, lo sé. Tenían la misma edad y Carlos había sido testigo de su boda en representación de toda la familia mexicana, de modo que mi tía, cuya vida de emociones debía de ser bien pobre en aquellos años, estaba entusiasmada por la visita y había conseguido del abuelo permiso para asistir a la corrida acompañada de la abuela. Se sentarían en un balconcillo o en una barrera de sombra y Carlos haría colocar delante de ellas el capote de paseíllo y con toda seguridad brindaría uno de los toros a su prima. Era una gran tarde, la única gran tarde de África en años.

Me interpuse yo.

Fue verdaderamente ridículo, algo que solamente puede pasarle a un pequeño tímido y aterrado. En la clase del final del día, justo después de que el profesor nos hubiera advertido que no pensaba autorizar más salidas de ninguno de los alumnos para ir al baño -a esa edad la naturaleza urge de manera inmediata e implacable-, sentí una necesidad tremenda e inaplazable de hacer lo que se llamaban aguas mayores. Caca, vamos. Pero no me atreví a levantar la mano y pedir permiso. La hora se acababa y me puse a rogar al cielo que me permitiera resistir hasta pocos minutos después. Apenas unos minutos, oh angelito de la guarda. Todo mi ser estaba concentrado en aguantar. Lamentablemente, sin embargo, mientras el espíritu puede ser fuerte en momentos de gravedad, el esfínter de un niño de seis años no está suficientemente curtido. Por no hacer la explicación demasiado prolija, baste decir que en el mismo momento en que el profesor anunció el final del día lectivo, mi intestino cedió, blandamente, sin estrépito, pero de modo contundente.

Aterrado por lo que me había sucedido, esperé inmóvil hasta que todos mis compañeros hubieran abandonado el aula, disimulado detrás de la tapa del pupitre mientras hacía como si estuviera rebuscando en su interior. La inmensidad de todo lo que tenía que hacer hasta llegar a casa manteniendo un mínimo de dignidad desfiló por mi imaginación en un segundo y se me antojó una tarea titánica. Primero debía llegar hasta los lavabos para eliminar la mayor cantidad posible de delator rastro de mi crimen; luego tenía que subirme al tranvía en un lugar bien aireado, probablemente la plataforma trasera, siempre y cuando hubiera pocos viajeros ocupándola. Después, a medida que fueran subiéndose gentes al tranvía, debería calcular el límite mínimamente resistible del insoportable olor que me acompañaría, para bajarme del vagón y recorrer a pie el resto del camino hasta la plaza de España. Pero, una vez en casa, me quedaría el enfrentamiento con mi abuelo, lo que se me hacía verdaderamente insufrible. Para mayor inri, el abuelo estaría solo, puesto que las mujeres ya se habrían ido a la plaza de toros a festejar la presencia de Carlos Mata.

Creo que, de haber tenido unos años más, me habría fugado. Pero siendo tan pequeño como era, mi único recurso fue ir al lavabo (muy despacio para que nada me resbalara por las piernas) y, una vez dentro de uno de sus cubículos, ponerme a llorar desconsoladamente.

Naturalmente, nada había con qué limpiarme, ni periódicos, ni un trozo por pequeño que fuera de papel de estraza de un abandonado bocadillo. Nada. Sólo en mi mochila, una solitaria y larga carta de mi madre que yo atesoraba desde tres días antes y que iba leyendo a trocitos. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Pudo más la vergüenza infinita que me daba el espantoso trance por el que estaba pasando que el consuelo de los pensamientos que mi madre lejana y añorada había consignado por escrito con grandes letras mayúsculas (para que pudiéramos leerlo los pequeños que acabábamos de aprender) en varias hojas de papel cebolla. Y así, su primera y larga misiva -la primera de muchas que la siguieron con los años, siempre llenas de recomendaciones y admoniciones morales y prácticas sobre el modo de orientar mi vida- fue a parar a la taza de un retrete de colegio en Cádiz habiendo prestado un señaladísimo servicio que nada tenía que ver con la intención epistolar inicial. Volví a casa despacio, tan despacio como me lo permitía el lastimoso estado de mis pantalones y de mis piernas y el olor que despedía. Me parecía que cuanta persona se cruzaba conmigo me miraba con asco y ello debería haber acelerado el regreso, pero por encima de todo primaba el deseo de retrasar el momento de enfrentarme con mi abuelo.

Tuve suerte: la primera persona con la que me encontré al entrar en casa fue Martita y a ella le conté de corrido y con toda la desolación acumulada la concatenación de mis desgracias.

Al llegar al incidente de la carta de mi madre (que, culpabilidad añadida, también era para José Luis), no pude más y estallé en incontenibles sollozos. Martita intentaba consolarme y me abrazaba y me decía que esperaríamos escondidos en la alcoba hasta que todos se hubieran ido y entonces podría lavarme en la bañera y hacer que todo el incidente se esfumara sin dejar rastro.

En las habitaciones delanteras había mucho trajín: las señoras terminaban de arreglarse mientras el abuelo las contemplaba, supongo, satisfecho. Martita y yo nos encerramos en la alcoba que era suya y de su madre a esperar que pasara el peligro. Pero a los pocos minutos, como no podía menos de ocurrir, la tía África regresó al cuarto a buscar alguna joya o una mantilla, qué sé yo, y naturalmente nos sorprendió abrazados en una esquina. Imagino que el olor me delató y, mientras yo rompía a llorar de nuevo desconsoladamente, mi prima contó a su madre lo que había sucedido.

África no dudó un instante. Era tarde y la esperaban para ir a la plaza. La hora del paseíllo de los toreros era inminente y nada haría romper la puntualidad de la fiesta nacional ni el instante tan esperado de cuando el mozo de estoques le entregara el capote y lo dispusiera en media luna delante de ella: un momento de excitación, uno solo, esperado durante años y que no habría de repetirse en Dios sabe cuántos más.

Pues África llegó tarde, muerto ya el primer toro que, menos mal, había correspondido a Manolete. Y llegó tarde porque de un solo vistazo comprendió lo que había sucedido y, sin importarle olor o porquería, me abrazó tiernamente, «no te preocupes, mi pobre niño, ven que no pasa nada», me llevó de la mano al cuarto de baño y se encerró con nosotros.

– ¡Que llegamos tarde, hija! -gritaba la abuela desde el pasillo-; ¡date prisa!

– Voy, mamá, voy… un último retoque… -contestaba África, mientras, habiéndome puesto de pie en la bañera, me desnudaba y me limpiaba con una esponja muy suave y jabón.

No lo olvidaré jamás: la tía África hecha un brazo de mar, vestida con un traje de encaje negro, perfumada y repeinada, lavándome sin importarle nada el tiempo o la suciedad o el olor, sin importarle los capotes de paseíllo que la esperaban, los claveles reventones, el aroma de los puros, el pasodoble en la plaza, los toreros desplegando sus capotes y arrastrándolos suavemente por el albero. Y todo en su honor, todo especialmente preparado para resarcirla del aburrimiento diario en que se había convertido su vida: hoy se le concedía el derecho a disfrutar de un breve instante de felicidad despreocupada; unos dioses habían esperado hasta aquel momento para recompensar con unas horas de alegría toda la amargura que era suya sin que se supiera por qué o a causa de qué pecado y que, en seguida después, se reinstalaría en su rutina diaria hasta… bueno, hasta otra ocasión impensable. Pero África me hablaba en voz baja repitiéndome que no pasaba nada y que esconderíamos la ropa sucia hasta que ella la pudiera lavar aquella noche para que nadie se enterara de nada. Martita lo miraba todo en silencio con una mano apretada contra la boca.

– ¡Vamos hija!

– Ya estoy, mamá. Un minuto más y ya estoy.

– ¡Vamos, África, hija, que deben estar a punto de dar el paseíllo!

– Me termino de pintar los labios, mamá, y voy.

Una excusa francamente débil para cualquier persona que conociera con cuánta emoción impaciente habían transcurrido para África los días y las horas precedentes. Pero la abuela también sabía lo pizpireta que era su hija y por eso supongo que no debió de extrañarle que decidiera perder unos cuantos minutos preciosos para retocarse el carmín de los labios o el rímel de los ojos.

En fin, que cuando me tuvo seco y perfumado con sus polvos de talco (unos que había en una gran caja redonda de cartón negro con una borla de pluma muy suave que hacía cosquillas en toda la piel), me pude poner un calzoncillo limpio traído a hurtadillas por mi prima. Sólo entonces África sonrió, me pasó los pulgares por los ojos para borrar cualquier rastro de llanto, me dio un sonoro beso en la mejilla y dijo «portaros bien que ahora vuelvo». La miré a los ojos y en ese momento decidí que lo que relucía allá adentro, en el fondo de aquella inmensidad malva, eran chispitas de brillantes. Y, a partir de entonces, siempre supe que cuando había chispitas de brillantes en los iris de África quería decir que estaba enternecida. Creo que es la única ventaja sentimental que he tenido nunca sobre una mujer.

Aquel día tan señalado conocí y vi por primera y última vez en mi vida a Carlos Mata, el gran torero mexicano. No recuerdo en qué momento fue, si en la hora del almuerzo o terminada la corrida. Sólo guardo en la memoria la estampa de un hombre muy alto y muy delgado, muy moreno, con la barba muy cerrada y muy oscura pese a llevar la cara recién afeitada; iba vestido de claro, eso sí lo recuerdo, de beige me parece, y me alborotó el pelo con una mano mientras me decía con acento cantarín «¿qué le hubo?» o algo así.

De lo que había hecho mi hermano José Luis para volver a casa desde el colegio es cosa que no recuerdo ni remotamente.

V

Esclerosis amiotrófica lateral.

Esa fue la sentencia de muerte: apenas tres palabras ininteligibles que, juntas, encerraban tal cúmulo de amenazas, tal promesa de sufrimiento, que cuando oímos que las pronunciaba el médico, Martita y yo hubiéramos hecho bien en regresar a casa de África para envenenarla con algo muy dulce, muy placentero, y dormirla para siempre. Pero los humanos tenemos un defecto piadoso que nos impide comprender el verdadero alcance de la palabra compasión. Cuando el doctor Moratín nos dijo que lo que padecía África era una ELA y que no había remedio conocido y que el futuro reservaba a la enferma espantosos dolores y miedo sin cuento, Martita y yo fuimos incapaces de hacer nada: simplemente nos afligimos con la noticia, nos miramos entristecidos y se nos saltaron las lágrimas. ¿Qué le contaríamos a ella? ¿Cómo se lo contaríamos?

Pero ¿impedir que sufriera? ¿Abreviar su dolor? Eso no se nos pasó por la cabeza ni por un instante. África moriría del modo cruel que le tenía reservado la enfermedad. Primero perdería progresivamente el equilibrio hasta que no pudiera ya sostenerse en pie; después, se le iría haciendo más gangoso el modo de hablar; luego dejaría de reír porque perdería el uso de los músculos de la cara. Con los meses, la tendríamos que sentar en una silla de ruedas. Un poco más adelante, la cabeza empezaría a dejar de sostenerse por sí sola y nos veríamos obligados a fijarla contra un pequeño arco de acero cubierto de terciopelo. Más tarde sería necesario confinarla a una cama y sólo sería ya capaz de proferir algunos sonidos guturales (ella, que había tenido siempre una voz tan poderosamente sensual) que sólo unos cuantos íntimos habituados seríamos capaces de descifrar. Entonces y durante un tiempo relativamente breve utilizaría una pequeña pizarra blanca de plástico sobre la que escribiría torpes palabras con una pluma de fieltro negro; un pañuelo de papel le bastaría para borrar cuanto escribiera. Para entonces, ya necesitaría tener otro pañuelo apretado entre los labios para que no le escurriera la saliva por la barbilla; sería de tela, primero, y de papel, después, cuando le resultara el de algodón demasiado pesado. Comería cada vez menos, unos purés cada vez más aguados (de hecho, mi esperanza fue que quisiera dejarse morir de inanición; ¡habría sido tan fácil!), bebería de una taza sorbiendo por una pajilla de plástico articulada por la mitad para no tener que inclinar el recipiente y sufrir que se le derramara el líquido encima. Y luego, habría que lavarla. Su hija, al principio, y una enfermera, más tarde, la llevarían al cuarto de baño (el mismo cuarto de baño, me confesaría a mí mismo con rubor, que había sido de mis abuelos y detrás de cuya puerta yo había hundido apasionadamente la nariz en el sujetador de raso tantos años antes; cada vez que entrara en él, reconocería el gancho de metal atornillado en el centro de la madera del que había solido colgar una bata, a veces una combinación de satén y, siempre, aquel sujetador de seda) y la introducirían en la bañera para frotarla con una esponja muy suave y darle friegas con agua de colonia para que no se le hicieran llagas en la espalda.

Y a Martita y a mí sólo se nos ocurría compadecernos de lo mucho que África iba a sufrir antes de morir y entristecernos por lo mucho que íbamos a sufrir nosotros viéndolo. ¿Y la indignidad de la podredumbre progresiva? ¿Y la humillación del desvalimiento y la fealdad? Si hay un Dios lo suficientemente cruel como para permitir que un alma frágil e incomunicada cargue con el peso de tanta miseria, seguramente África Anglés se acabaría santificando con la paciencia absurda de los que se resignan y yo, al menos, lo maldeciría. Y lo peor de todo era que aquella mujer había pasado por la vida sin ser consciente de que su dolor debía de ser mucho, sin parecerle que su pena fuera en nada extraordinaria, convencida de que lo que le ocurría era así, normal, porque un capricho de la fortuna la había privado del derecho a la felicidad, como, por otra parte, pensaba ella, les sucedía a la mayoría de las gentes. Pero yo que fui testigo amante de todo, padecí con ella la desoladora verdad. Y lo sé.

Un día, muy al final ya, sorprendí a la enfermera cuando la llevaba al cuarto de baño. Apenas si tenía que recorrer dos o tres metros pero ya no le era posible llevarla en brazos: África estaba tan inerte, tan sin fuerza, que se habría doblado en dos y se habría deslizado por entre las manos de quien la llevaba.

Fue espantoso de ver: la enfermera se la había echado al hombro como si se tratara de un sudario mojado. Tan fina como una manta doblada, tan inerte como la piel de algún animal muerto.

Pero África nunca dejó de asombrarme. Había vivido amargamente, con una pasividad que me parecía totalmente inaceptable y, sin embargo, cuando empezó a intuir que se moría, se aferró a la vida con más fuerza que nunca. La existencia sólo le había proporcionado sufrimiento y, sin embargo, con tal de vivir no le importó seguir padeciéndolo hasta el final. Yo creo que para ella, el hecho mismo de vivir era una reivindicación. ¿Pero de qué diablos podía ser una reivindicación? No. Qué tontería. Simplemente, su instinto de supervivencia era tal que podía con todo. ¿O se trataba de recordar algo permanentemente? ¿Algo cuya sola existencia, cuya sola memoria la compensara de todo?

Al principio de la enfermedad, ella misma insistía en maquillarse a diario. Lo hizo durante meses hasta que la traicionaron las manos y fue ya incapaz de pintarse los labios. Entonces exigía con palabras roncas y casi brutales que lo hiciera su hija. Y, después que dejó de hablar, escribía en la pizarra con su lápiz de fieltro «Píntame» o «¿Y ojos?». Y cuando ya no pudo ni escribir, fruncía el ceño y miraba muy fijamente a Martita hasta que ésta se daba por enterada.

Se trataba de su único tesoro y nadie se lo iba a robar: quería estar guapa hasta la muerte.

Creo que murió el día en que había dejado de importarle. Cerró su propia espita y se rindió.

La mañana antes estuve con ella largo rato. Me senté en una silla en vez de quedarme de pie apoyado en la barra metálica del fondo de la cama como era mi costumbre. África me miraba fijamente sin parpadear con los enormes ojos malva muy abiertos; para entonces ya, las comisuras de la boca le colgaban como carne inerte, dejando al descubierto las encías y los pocos dientes que le quedaban; los carrillos se le habían hundido y, debajo de la sábana que la cubría, apenas si podía distinguirse una mancha huesuda. Ni siquiera parecía que estuviera respirando. La enfermera se inclinó sobre ella para ponerle unas gotas con las que humedecerle los ojos: África era ya hasta casi incapaz de parpadear.

Tomé una de sus manos entre las mías. «Vaya pesadez, ¿eh? -dije. Y sonreí-. Esta tracamundana no se acaba nunca, ¿verdad? Con lo bien que estarías de pie y bailando por ahí…» África me miraba. «Bueno, en fin, vamos a ver si conseguimos salir de ésta de una vez, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo decía mi padre? Hijito mío, qué crujía.» África me miraba. «¿Sabes lo que estaba recordando el otro día? Sé que tú no te acordarás porque seguramente no fue muy importante para ti, pero un día hace como, qué sé yo, diez o doce o quince años, pasamos tú y yo la tarde en el jardín de Las Rozas. Fue la última de nuestras charlas del jardín. ¿Te acuerdas? ¡Me gustaría tanto que pudieras decirme que te acuerdas!» Sonreí otra vez. «Se me quedó grabada porque nos hicimos muchas confesiones.» África me miraba, pero ahora de pronto me pareció que en sus ojos ya no estaba la mirada fija de la moribunda, sino un calor repentino y expectante; me pareció que en el fondo del iris le brillaban muy tenues unas chispitas de brillantes. Sí que se acordaba. ¿Sería así? ¿Tan cerca de la muerte? Era más bien probable que todo aquello fuera ilusión mía, un espejismo apasionado, y que creyera estar viendo algo que en realidad había dejado de existir. África estaba ya más en el otro lado que en éste y la llama de la vida se le había vuelto hacia adentro. «Sí que te acuerdas, ¿eh?», dije. África me miraba y lo que alimentó mi esperanza fue que parecía mirarme a mí, no al frente, no al vacío, no hacia adentro, sino a mí. «Fue una tarde, bueno, un atardecer de un mes de junio.» ¿Cómo podría haberlo olvidado? «Me acuerdo porque todos los rosales estaban en flor y olían muy fuerte. Estábamos, como siempre, en la parte de abajo del jardín, en el recodo del camino. ¿Recuerdas el camino? Era como de albero y tú y yo nos reíamos porque era como el de la plaza de toros y al andarlo nos parecía que íbamos de paseíllo. Tú te sentaste en el banco del fondo, nuestro banco, ¿eh? -sonreí de nuevo-, allí donde daba la sombra de los cipreses, junto a una gran mata de bambú y al montículo en el que el jardinero esta vez había sembrado flor de rocalla amarilla y naranja y encarnada como grosellas. Nos escondía de la casa una enorme mata de rosas rojas; había una, ya pasada, con los pétalos completamente abiertos, ¡tan decadente! Tú empujaste el tronco con la punta del pie y hubo una cascada de color sobre la yerba. ¿Qué edad tendría yo? ¿Treinta y cinco? Por ahí. ¿Y tú? Siempre dieciocho más que yo.» Giré la cabeza. Estábamos solos en la habitación de la moribunda. Martita hoy había tenido que ir a su banco a despachar los asuntos del día y la enfermera seguramente habría ido a descansar un poco mientras yo estaba con África. Bajé la mirada y, en un murmullo, añadí: «Ése fue siempre mi problema, ¿sabes? Que toda la vida tuviste dieciocho años más que yo.» Cobardemente no me atreví a alzar la vista para comprobar si, por un milagro cualquiera, había chispitas de brillantes en el fondo del lago. Sin mirarla, continué: «Aquella tarde estuve a punto de decirte que te había querido desde siempre y, ya ves, no me atreví. Hubiera querido decirte que nos fuéramos en aquel mismo momento a Tahití o a Zanzíbar, para desaparecer tú y yo, así, puf, como por ensalmo. Y no me atreví», susurré.

¿Fue una ruindad decírselo ahora? «¿Te acuerdas?», le dije. «¿Te acuerdas?», le pregunté. ¿Pero era para mí o para ella? ¿Pretendía iluminarla con cuánto la quise o, ahora que se moría sin remedio, la cargaba con el peso de haberle robado la oportunidad de hacer algo con ese secreto tan terrible? Oh, Dios. No la quise lo bastante, no: fui avaro con el único consuelo que podía ofrecerle. ¿Diez, doce o quince años, le había dicho? ¡Qué hipocresía! ¿Cómo no me iba a acordar de aquella tarde? Fue el 3 de junio de 1974. Nuestra última tarde. Después, todo se me hizo tan insufrible que me puse a viajar como el holandés errante, para no detenerme más y así evitar tener que enfrentarme conmigo mismo y aquellos ojos malva a solas, en el fondo del jardín. Salí huyendo, sí. Sólo una vez África se quejó de mis ausencias: con una voz muy suave, sin reproches: «Chamaquito, ya no vamos al fondo del jardín, lo echo de menos.» Y en seguida, como siempre hacía, se dio a sí misma la explicación que me libraba de toda culpa: «Claro, viajas mucho, escribes sin parar y casi ni vienes ya a Madrid.» Luego, sonrió. «Bueno, al menos me llevas a los toros en San Isidro.» Pero yo, con una crueldad que ahora me sonrojaba como nada me había avergonzado en mi vida nunca, seguía huyendo. Huyendo por no decirle lo que un sentido del ridículo convencional e idiota me impedía decirle y simultáneamente porque no habría sido capaz de aguantar en silencio más intimidades, más complicidades.

Y ahora mi confesión a África moribunda llevaba consigo el peor de los castigos porque ya nunca sabría qué le hubiera parecido entonces o cómo, acaso, le dolía ahora, si es que ya le podía doler algo. Porque la tarde que intentaba recordarle para que se llevara esa memoria mía a la tumba, la tarde de la que había esperado a contarle mi versión hasta el momento mismo en que me pareciera que sólo quedaba en el ánimo de África apenas el hálito suficiente para percibir lo humano, había sido la más importante de mi vida.

Quince años antes, los abuelos llevaban cinco o seis viviendo en un chalet fuera de Madrid en la urbanización de Las Rozas. El boom de la construcción en los años sesenta los había enriquecido y habían podido dejar el pequeño piso de la calle de Casado del Alisal para irse lejos de la capital a disfrutar del aire de la sierra vecina, de un gran jardín y de una enorme casa de piedra que tenía un amplio porche delante y una pequeña piscina detrás. El piso de Madrid había sido cerrado y sólo después de que murieran los abuelos -primero él y después ella, apenas con unos meses de diferencia-, el chalet fue vendido y África, por fin sola, decidió regresar al apartamento. Se instaló en la habitación que había sido de los abuelos y dejó desocupada la que había compartido con Martita por si ésta quería regresar algún día a hacer vida de niña soltera o simplemente a pasar un fin de semana.

Ya no tiene importancia, pero el piso de Casado del Alisal nunca me gustó. Dos pequeñas habitaciones, que hacían las veces de salones, daban a la calle, pero el eje, el centro de la casa, era un gran cuarto muy oscuro que estaba al otro lado de los saloncitos y separado de ellos por un minúsculo vestíbulo de entrada. Una sola ventana daba al patio, pero en aquella habitación se hacía la vida; allí estaban la mesa del comedor, el pesado aparador con los platos de Talavera, un escudo de los Anglés, un cuadro enorme y oscuro que atribuíamos generosamente a Murillo y que representaba a una Virgen apoyada sobre un hilo de luna en su cuarto creciente, un tresillo de terciopelo marrón y el televisor. Desde un ángulo del comedor, un largo y oscuro pasillo conducía a las habitaciones, ninguna con luz a la calle sino sólo con ventanas al mismo patio: primero, la de África y Martita; después la de los abuelos, desde la que se accedía al cuarto de baño; después, el planchero y luego, la habitación de la chacha, un pequeño aseo, la puerta de entrada del servicio y, finalmente, la cocina.

No traería estos detalles a colación si no fuera para contrastarlos con la luminosidad del jardín de Las Rozas, con los grandes salones con parqué, las gigantescas chimeneas y el cuarto de música del abuelo. El abuelo era muy aficionado a la música romántica, a los trompetazos de Wagner y a la zarzuela. Una vez que le llevé un disco de los Beatles, lo escuchó con gran atención y después de mirarme con solemnidad, me aseguró que sin duda tenía armonía pero que como expresión musical, le interesaba poco. Siempre me infundió gran respeto.

Sospecho que, tras la muerte de sus padres, África decidió regresar al piso de Madrid no sólo porque la venta de la casa de Las Rozas había supuesto para las tres hermanas un ingreso importante, sino por una reivindicación de la miseria, por apurar el cáliz del infortunio hasta las heces. Tenía esa especie de hipnosis del dolor que me descomponía y de la que no había manera de apartarla. Pero así era ella.

Podría haberse quedado en la casa de las afueras (así lo habían dispuesto sus padres en el testamento), pero una quisquillosa puntillosidad en su interpretación de la justicia distributiva respecto de sus hermanas, o al menos eso fue lo que alegó, la impelió a poner el chalé en venta y, creo yo (aunque ni a sí misma lo quisiera confesar), irse lo más lejos posible de lo que en los últimos años había sido su cárcel. Y, cosas de la más espantosa rutina, regresó al lugar de su primer y más oscuro encierro.

Sí, aquel 3 de junio de 1974 que intentaba recordarle (ahora que ni me podía discutir los sentimientos, ni podía ya escandalizarse con ellos, ni siquiera santiguarse), me había sentado como de costumbre a su lado en el banco del fondo del jardín junto a la rocalla de flores de primavera y frente al gran matorral de rosas rojas. Con mi pie hacía dibujos distraídos sobre el albero del camino y África acababa de empujar el tronco del rosal con la punta del zapato para que se deshojara la rosa marchita y cayeran sus pétalos sobre la yerba. Sonrió como si hubiera hecho una travesura. Estuvimos así en silencio un rato.

– Estos rosales han sido la vida para el abuelo -dije por fin-. No piensa más que en cuidarlos, ¿verdad?

África asintió. Llevaba puesto un camisero de algodón blanco estampado con grandes florones negros; se lo abrochaba con un amplio cinturón negro que le tenía reducida la cintura a una mínima expresión; tenía las piernas tostadas, como recién untadas de suavidad. Un discreto escote dejaba que le adivinara un primer atisbo de los pechos; por allí serpenteaba apenas sugerida, una diminuta vena azul. Cuando llevaba el escote así, siempre se reía y mirando con picardía hablaba «del arranque del caminito real». Se me cortaba la respiración.

– Los tiene contados -dijo-. Son quinientos sesenta y tres de treinta variedades distintas de rosas. Me parece que los recuenta cada mañana por si falta alguno. -Rió con su risa pastosa y terriblemente alegre.

Con los muchos años, el abuelo había seguido siendo el hombre enhiesto y pulcro que había sido toda la vida. Yo lo recordaba desde mi primera memoria en Cádiz, los ojos muy azules protegidos por unas gafas que al cabo de los años acabarían siendo del modelo Truman con los cristales al aire y sin montura, la cara ancha y honrada, con el pelo fino y entrecano cuidadosamente peinado hacia atrás. Tenía las manos grandes y anchas, de fuertes dedos rectangulares en los que las uñas siempre estaban perfectamente limpias y limadas. Había dejado de fumar en Cádiz a causa de un amago de angina de pecho que entonces se cuidaba suministrando cotidianamente al enfermo la misma comida durante dos años: un sopicaldo de arroz sin sal. Con el tiempo, contrajo diabetes y desde entonces se estableció en su casa una permanente batalla campal entre la abuela, que le pesaba hasta el mínimo currusco de pan que se comía, y él, que se dedicaba a robar tortilla de patatas o una cucharada de natillas o una rebanada de pan untada con mantequilla y mermelada. Pero nunca volvió a fumar. Decía mi madre que el abuelo había sido tan fumador que, antes de dormir, solía liarse un cigarrillo de picadura, lo encendía, le daba una chupada y dejaba que se apagara en el cenicero de la mesilla de noche; por la mañana, al despertarse, lo primero que hacía era encenderlo para que le supiera bien fuerte a tabacazo. Sólo una vez, en una merienda de cumpleaños en la casa de Las Rozas, treinta o treinta y cinco años después de dejarlo, le robó un cigarrillo a mi padre y lo encendió y aspiró hondo. La abuela dio un grito y se lo arrebató de un manotazo, mientras él se ponía muy colorado, más por efecto de retener el humo cuanto pudiera que por la vergüenza que hubiera podido producirle ser pillado en falta. Lo recuerdo muy bien porque sonreía como un colegial después de haber hecho una travesura.

Ahora seguía poniéndose corbata todos los días y su única concesión a la vida rural era una gran chaqueta de punto con la que había sustituido el temo gris. Pero seguía utilizando el sombrero homburg de ala redonda que había llevado toda su vida y los zapatos de lazo sobre los que se colocaba unos chanclos de goma negra. Un hombre bueno y poco flexible, mejor hijo de su tiempo que muchos otros, puesto que, siendo extremadamente conservador y por tanto muy franquista, no se había contagiado de la inmoralidad en la que siempre era posible caer durante el régimen de Franco; más bien había pasado por la vida sorprendiendo a todos cuantos lo conocían por su extrema honradez y por la inflexibilidad de sus principios morales y sus convicciones.

África y yo habíamos empezado a tener nuestras charlas al fondo del jardín una primavera, probablemente uno o dos años antes de aquel 3 de junio de 1974. Fue una simple casualidad. Yo estaba en Madrid, entre libros, quiero decir habiendo concluido uno y sin haberme decidido aún a comenzar el siguiente, probablemente porque todavía rumiaba el nuevo argumento sin acabar de perfilarlo, y porque en los meses de mayo solía venir a la feria de toros de San Isidro a ver torear en la catedral. Había sido más o menos entonces cuando había empezado a invitar a África a que me acompañara a la plaza de Las Ventas.

Una tarde simplemente no fuimos a los toros. De tácito acuerdo, África y yo paseamos hasta el fondo del jardín y nos sentamos en el banco del recodo del camino. No hubo razón alguna para que fuera así, pero ni uno ni otro nos acordamos de que teníamos un par de excelentes localidades de sombra en la plaza de toros. Sencillamente nos pusimos a charlar y se nos pasaron las horas.

Todo empezó con una broma:

– Si tú y yo no fuéramos tía y sobrino, te propondría que nos escapáramos a París…

– ¡Huy, qué escándalo! -exclamó África riendo-. Eso debe de ser un incesto o algo así, ¿no?

– … No, boba. Digo que, en vez de estar en este banco, nos sentaríamos en uno al borde del Sena, frente a Notre-Dame, y luego te llevaría a cenar a la Tour d'Argent: ¡Imagínate si le digo al abuelo que te voy a llevar a cenar, ¡los dos solos!, a un restaurante de Madrid! ¡Buf! No. Lo digo porque es más bonito hacerse confidencias en París que en el fondo de un jardín de Las Rozas.

– ¿Confidencias? ¿Y quién te ha dicho a ti, mocoso, que te voy a hacer confidencias? Y, además -rió de nuevo con más fuerza-, ¡qué puedo yo confiarte que sea interesante! Y si tuviera algún secreto, ¿te lo iba yo a contar para que lo sacaras en una de tus novelas? ¡Ya! -Se puso pensativa y frunció el ceño-. Oye, cha-maquito, y además este banco está estupendo y no le pasa nada. Está la tarde preciosa y… vamos, que no pienso ir contigo a París, vamos. ¿Será descarado? -Sonreía.

Y así empezamos. Primero con recuerdos, inevitablemente con aquella tarde en Cádiz cuando yo había vuelto del colegio todo manchado y ella, ya de punta en blanco para ir a ver torear a su primo Carlos, me había tenido que limpiar en la bañera. Y yo, con su regreso de México, pero cuidándome mucho de no revelarle cuánto me había impresionado. Tenía la sensación de que mientras no inmiscuyera seriamente mis sentimientos en nuestras charlas, no perderíamos la intimidad o, mejor aún, la complicidad y podría seguir haciendo bromas sobre a dónde pensaba llevarla una vez que la hubiera raptado o sobre cómo éramos novios en realidad. ¡Con qué poco llegué a conformarme! Unas cuantas palabras creaban la ilusión, como si me hubiera refugiado en un cuento de hadas y ese mundo mágico cobrara vida. El banco del jardín de Las Rozas se convirtió en mi mundo del nunca jamás. ¿No vivía yo de las palabras?

A veces hablábamos de su soledad, de lo duro que era ser viuda o separada en Madrid, del miedo que le producía abrirse a la vida, bajar a la ciudad y trabajar en ella, incluso si el abuelo lo hubiera permitido. Imagino que, con un poco de presión por parte de todos, lo habría permitido, pero África prefería seguir escondida allá arriba en la casa de las afueras.

Siempre coqueteábamos un poco, muy poco, lo justo para mantenerme abierta la ilusión. Y luego, poco a poco, quise empezar a escarbar en su vida; al principio no me resultó muy difícil.

– ¿Por qué te casaste con aquel hombre, África? -le pregunté un día.

Suspiró.

– Ay, chamaquito, ¡qué de tonterías se hacen en la vida! Ya ves, me casé con aquel hijo de mala madre porque me había peleado con mamá por un disfraz de carnaval. Ya ves…

– ¿Qué?

– Áy sí, chamaquito bobo: había un baile en el Casino en Santa Cruz de Tenerife. Papá estaba destinado allí con la compañía de construcciones. Y tu madre y yo queríamos ir al baile, claro. Tu madre estaba a punto de casarse ya y yo ni pensaba todavía en aquellas cosas. Bueno, sí, supongo que soñaba con el príncipe azul. ¿Y qué niña no? ¿Pero hombres? ¡Si por la mañana iba al colegio con calcetines! ¡Si sólo tenía dieciséis años! Era una cría más inocente que un cubo. No íbamos ni al cine a ver las películas de John Barrymore porque no nos dejaban. -Dejó que le soñaran los ojos-. Era mi ídolo. -Suspiró-. Pero entre papá y mamá se pasaban la vida asustados porque en la República había mucha inmoralidad -puso voz de regañona, como lo habría hecho la abuela-, y las niñas bien no debían ir solas a fiestas y mucho menos aún debían hacerlo con disfraces procaces. -Rió alegremente y me miró-. ¡Procaces! Pero, chamaco, si lo que quería ponerme era un vestido de japonesa de satén marrón con un gorrito de esos redondos de los que cuelgan las trenzas…

– Me parece que eso es un vestido de chino -dije.

– Bueno, pues de chino. O de china. Bueno, de chino porque era con pantalones y la blusa se cruzaba y tenía los botones a la izquierda y un cuello redondo que me subía hasta la garganta. -Miró hacia arriba y fijó la vista en los grandes cipreses que, rectos como husos, estaban plantados en el costado de la casa-. Los botones eran de raso negro, redondos y grandes, los recuerdo muy bien. Hay alguna foto por ahí. En fin. Da igual. El caso es que, cuando me vio vestida de chino, mamá se puso a gritar y a decir que se me adivinaban los pechitos por el satén, imagínate, eran como dos albaricoques, y que se me ponía el trasero respingón y que los republicanos me iban a asaltar y me iban a violar…

– Bueno, a los dieciséis años no suelen ser sólo como albaricoques -dije con cautela.

– … Bueno, sí… -rió-. A lo mejor estaban un poquito más grandes. Pero el caso es que el abuelo dijo que, china o japonesa, yo no iría de ningún modo a la fiesta del carnaval en el Casino y que se había acabado la discusión. Lloré, pataleé, hice de todo, pero no hubo remedio. Tu madre y tu padre, que estaban formalmente prometidos, iban, y tu padre se ofreció a hacerme de carabina… pero ni con ésas… -África se inclinó a recoger un puñado de albero del camino; se lo puso en la palma de la mano izquierda y con el índice derecho se dedicó a removerlo con mucho cuidado, como si buscara una pepita de oro. Desde entonces, siempre que estuvimos sentados en nuestro banco tuvo la costumbre de coger un poco de arena del sendero, jugar distraídamente con ella y luego dejar que se le escapara por el hueco de los dedos doblados sobre la palma de la mano-. Creo que me llevé la mayor desilusión de mi vida. -Sonrió tristemente-. Cuando se es así de joven, las desilusiones son siempre las mayores, ¿verdad?, los primeros amores son los que no se olvidan y los que más duelen al romperse. Bueno, bueno, bueno; creo que me pasé dos días llorando sin salir de mi cuarto.

– ¿Y al final no fuiste a la fiesta?

– Al final, fui. En realidad, fui, pero un rato sólo y sin poderme despegar de mis padres. Mamá se acabó apiadando de mí por el berrinche que me había dado y, como papá iba a ir un momento a que le vieran con toda la buena sociedad, me dejaron que los acompañara. Allí me hicieron la foto… -Soltó una carcajada alegre que se me antojó mucho más sensual que de costumbre-. En el vestíbulo de entrada. Menuda se armó: hubo unos cuantos que quisieron hacerme reina de la fiesta allí mismo y a papá casi le da una apoplejía. -Rió con más fuerza y tuvo que secarse una lágrima-. Uno, sobre todo, que era muy mayor… Bueno, yo lo veía muy mayor, tendría tu edad de ahora, y era más bien bajito, con las cejas muy anchas, pero iba hecho un dandy, todo repeinado, aunque me parecía muy peludo, pero bueno, de smoking y con una flor en el ojal. Me miraba como si me quisiera comer. No te creas que no lo vi. Estas cosas las intuye una mujer aunque tenga diez años… Vino a sacarme a bailar. Le pidió permiso a papá con gran solemnidad, se presentó muy finamente, ¿me permite que saque a su hija a bailar esta pieza? o algo así. Casi me da la risa porque todo aquello resultaba un poco ridículo, pero no creas, me hizo mucha ilusión.

– ¿Y qué dijo el abuelo?

– ¡Buf! Se puso muy serio y le dijo: caballero, le agradezco el cumplido que nos hace, pero esta señorita es demasiado joven y no baila. Es más, me temo que nos vamos ahora mismo. No me atreví ni a rechistar. -Se quedó pensativa durante un momento y añadió-: Además, iba yo tan contenta con el alboroto que se había armado por mí y de que uno cualquiera me hubiera pedido bailar, que me di por satisfecha.

– Aquel tipo iba a ser tu marido, ¿verdad?

– Sí, chamaquito, sí. Aquel tipo iba a ser mi marido. Ése no se rendía tan fácilmente ni se resignaba a renunciar a la carne tierna.

Así había empezado todo.

VI

África me miraba siempre directamente a los ojos cuando, intrigado; no, intrigado, no; angustiado por encontrar los recovecos en los que se movían dentro de su alma y de su voluntad los mecanismos de cualquier decisión, le preguntaba una y otra vez por la razón de su matrimonio. Y, allá muy hondo, se le entristecía la mirada con la desesperación infinita de haber destruido su vida a los diecisiete años, sin que nadie, ni ella misma, le diera la oportunidad de enderezarla. Había bastado un solo gesto de asentimiento. ¡A los diecisiete años!

Pero ahora, en aquel último 3 de junio de 1974, sentada conmigo en el banco del jardín de Las Rozas, rodeada de rosas que se marchitaban un siglo después de su boda, tenía cincuenta y tres años de edad y estuve seguro de que se le hacía interminable el camino que le quedaba por recorrer antes de morir. Por eso, aquel día en su mirada no había solamente tristeza. Había mucho más: por una vez, arrancándose las ataduras de lo convencional, no pudo esconder, no quiso esconder la violencia de la desilusión, la rabia infinita que aún le causaba haberse casado con aquel hombre.

Y allí estaba yo. No era la primera vez que me asomaba al pozo de desolación que era la historia de su vida. Pero en esta ocasión, la única que de verdad contaba, encontré que era totalmente incapaz de dar consuelo. Una vez, mi madre, siendo yo un adolescente, me había regalado un marca-libros de plata en el que había grabado la parte de la oración de san Francisco que según ella mejor se adaptaba a mi forma de ser: dove ce tñstezza ch'io porti gioia, donde hay tristeza que yo aporte alegría. Pues vaya. La primera ocasión de hacerlo y me quedaba completamente paralizado. Hubiera necesitado ser mucho más valiente. Mucho más valiente y mucho más decidido. Pero ¿cómo podía yo saberlo? ¿Y si la hubiera cogido en mis brazos allí mismo para decirle todo? Todo lo que me hervía en el corazón desde el día en que la fuimos a recoger a la estación de Príncipe Pío. ¿Cómo afrontar el espantoso ridículo que podía hacer?

Creo, Dios mío, creo que aquel día tuve su vida en mis manos y que la tiré por la borda, por un instante de cobardía.

El único riesgo verdadero que debí tomar en la vida y me eché para atrás. No sé cómo voy a poder seguir con esto.

– ¡Bah, chamaquito! -me había dicho África una vez-. Rafael era un hombre paciente. Sabía esperar. Y esta historia casi no existe de puritito vulgar que resulta. Era el jefe de la aduana de Santa Cruz… -se había reído-, un verdadero personaje y luego resultó que muy importante para papá porque los materiales de construcción y esas cosas venían de Alemania y de Italia, de Suecia y Dinamarca… Todo pasaba por Rafael. -Había cerrado el puño y lo había girado hacia tierra, dejando muy lentamente que se le escurriera el albero por entre los dedos; luego se había limpiado las manos sacudiéndose el polvo con lenta armonía, como si estuviera haciendo sonar los platillos de una orquesta-. Lo más fácil del mundo era para él llegar hasta papá, inspirarle confianza y esperar.

En otras ocasiones había añadido detalles bufos sobre su encuentro con su pretendiente o indicaciones sobre la vida que la familia hacía en Tenerife, el club, la piscina, las meriendas por la tarde, las subidas a las casas de los ricos en La Orotava. Solamente hoy, en nuestra última charla añadió por primera vez:

– A veces pienso en Rafael, muy pocas veces, chamaquito, te juro, y me lo imagino como una serpiente silenciosa esperando su momento el muy pendejo.

De su paso por México, a África le habían quedado palabras y expresiones de allá y, sobre todo, un deje muy suave, casi tropical, que se hacía más pastoso cuanto mayor era la intensidad emocional de su enfado. Ahora hablaba muy despacio y casi en voz baja y se le hinchaba una vena del cuello, como si le fuera a estallar. Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, hacia mí, y se rearregló la falda.

– ¡Bah! Me lo imagino por las noches impacientándose enrabietado, furioso por no poder ir más de prisa… pero él sabía que tenía que esperar. Utilizó a cuanta gente le pareció necesario para ponerle cerco a la familia: el consignatario de una línea marítima sueca, Renato Gustavsson, un hombre muy popular en Tenerife; Antonio Laguna, el médico de todo el mundo; la familia de tu padre, que ésa sí que era conocida en Santa Cruz: tu abuelo paterno era ya entonces el gran abogado de la isla, el hombre que manejaba los intereses de todos los plataneros… Los utilizó a todos en su espera. Jugaba al ajedrez, ¿sabes?

– ¿Hasta cuándo fue eso?

– ¿Hasta cuándo esperó? Fácil: hasta el día de la boda de tu madre. Cuatro o cinco meses. -Rió nuevamente-. Se le debieron de hacer eternos. Por eso me cogió con tantas ganas. Sé por papá que lo visitaba con frecuencia, le invitaba a comer o a un café por la mañana. El muy pinche preguntaba muy educadamente por la familia y -adoptó un tono untuoso- «por esas hijas tan encantadoras que tiene usted, querido amigo Anglés». Papá jamás le invitó a casa. Eso no se estilaba; los nombres se veían en el club o en el casino y las mujeres hacían vida aparte. Así se hacían las cosas. -Se encogió de hombros-. Eran otros tiempos.

Asentí.

– Igual si le hubieran invitado se le habrían visto las intenciones y todos os habríais escandalizado y le habríais echado a patadas.

– ¿Las intenciones? No. Qué va. Rafael era demasiado hábil para que nadie le notara nada. No, no… -Se interrumpió de golpe y después añadió pensativamente-: Bueno, en realidad, mamá no se fiaba nada, nunca se fió. Decía, sobre todo al principio, que no le gustaba nada aquel petimetre y que le parecía que sus intenciones no eran santas.

Mi abuela, la madre de África y de la mía propia, era una vallisoletana de armas tomar, con un corazón de oro, pero de gran impaciencia en sus modos. Siendo yo ya mayor, cuando subía como hoy lo había hecho a la casa de Las Rozas, me solía mirar, se ponía en jarras y exclamaba: «¡A este niño que le den un vaso de leche, hijo, que estás más flaco que el caballo del Quijote, y te lo tomas que, si no, te doy un cachete!» Y levantaba la mano derecha igual que se hace con los niños pequeños cuando se les amenaza con darles tas-tas. Siempre rezongaba y vigilaba por la salud y el bienestar de su grey y andaba soltando las verdades del barquero. Sólo cuando se rendía frente a algo que no conseguía controlar, solía decir «hijo, lo que es de natura, tararura». A lo que África contestaba «y si no pega, para cuando pegue, en el culo te pinto un loro». No sé de dónde vendrían esas expresiones, pero evidentemente habían entrado en la cultura familiar de antiguo y nosotros todos las habíamos heredado (sólo que la generación de mis sobrinos había adaptado el lenguaje y la frase de contestación concluía con un «en el culo te pinto un loro, tío»). La abuela no era ni por asomo persona que viviera en el mundo de la intelectualidad, ni siquiera en el tan delicado de la música del abuelo que compartió durante medio siglo. Tenía una inteligencia práctica grande y hacía las mejores rosquillas y tortillas de patatas del mundo (por eso le robaba trozos el abuelo en cuanto despistaba la vigilancia). Pero su única misión en la vida era, fue, ser la compañera de mi abuelo, el pararrayos, el calor y el frío, y el día en que se casó con él, se le pegó y no lo abandonó ni se separó de su vera hasta la muerte ni en los peores momentos. Durante la guerra civil, gran parte de la cual pasaron en Madrid, el abuelo, que no escondía sus simpatías por los asaltantes nacionales (lo que le costó más de un disgusto y algún riesgo grave), se ponía su terno, su corbata y el sombrero homburg en un momento en que no estaba precisamente bien visto llevar apariencia de burgués en el Madrid revolucionario, y se iba al frente del palacio de Oriente y, junto a los milicianos, observaba con unos gemelos los movimientos del enemigo sin que se le despintara la sonrisa. Creo que nunca le hicieron nada porque pensaban que estaba loco, sobre todo cuando acudía cotidianamente a un lugar tan peligroso acompañado de una señora muy puesta con sombrero y velo y sobriamente vestida de negro. Así era la abuela.

– Rafael acabó consiguiendo lo que quería -continuó África-, que era que le invitaran a la boda de tus padres. Y allí estuvo, resplandeciente en su chaqué, aunque a mí me seguía pareciendo que era demasiado bajo y muy feo. Pero, ¿qué crees? Una mujer tiene esas intuiciones, no le fallan nunca: desde el baile de carnaval yo sabía que él iba a por mí y cuanto más tiempo pasaba, más impaciente me ponía por poder coquetear con él cara a cara. A veces le veía de lejos por la calle y hasta me daban ganas de dar corriendo la vuelta a la manzana por pasar delante de él y provocarle. Pero luego me miraba los calcetines y el uniforme del colegio y, claro, me daba vergüenza. De todos modos, era una especie de reto, no creas. Una especie de cosa instintiva… No pensaba en otra cosa, ¿sabes? Así era yo de inocente. Sólo en flirtear y bailar. Mientras que él lo que quería era arrancarme la flor y ponérsela en el ojal. -Dijo esto último con violencia y luego se ruborizó intensamente. Dejé de mirarla para que no se avergonzara-. ¿Pero a nosotras? ¡Menuda cosa! La educación que nos daban era tan severa y tan estrecha que te entrenaban a limitar las calenturas de tu cuerpo, a ni siquiera reconocer por qué te sudaban los costados o se te… se te…, bueno, te pasaban cosas en el vientre… y… y. -África se calló de golpe, como si le asombrara haber podido llegar a ser tan franca conmigo. Enrojeció de nuevo.

Me encogí de hombros para quitar importancia a la carga íntima de sus palabras y ayudarla a salir del trance embarazoso en el que la había metido la rabia que llevaba dentro del cuerpo. Nunca la había oído ser tan explícita respecto de nada. Vaya con la tía África.

– Bah, bah -dije-. No es posible que toda tu generación fuerais un montón de pavisosas. No me digas; ¡si la República fue el momento más abierto, yo creo que más descarado del siglo! Allí había amantes, nudistas, naturalistas, canciones verdes, de todo. Ahora no; ahora no hay más que grisalla y Franco obliga a las tonadilleras a que se tapen el escote cuando salen en televisión. Pero entonces, sí… Hombre, no lo viví, pero era así, no me lo niegues…

– No te digo que no, chamaquito. Sólo te digo que las niñas bien, las de colegio de monjas, éramos todas unas mojigatas que no sabíamos ni por dónde andábamos. Pues sí… Así nos iba. La noche de bodas nos ponían en manos del primer bestia entrenado en casas de putas que se nos había cruzado por delante y, ¡hale!, te desfloraban como quien se come una manzana y si te gusta, bueno, y si no, te aguantas.

Debí de mirarla con tal sorpresa, tan asombrado de su vehemencia, que África se puso a reír de forma incontenible. Cuando lo hacía, se llevaba la mano derecha a la boca, un antiguo gesto de toda su vida. Yo creo que había empezado a hacerlo por disimular un colmillo un poco torcido que tenía que le empujaba los incisivos hacia atrás (¡la única imperfección de toda su cara!) y luego la costumbre le había enseñado que, además, cuando se es tímido es un buen modo de protegerse.

– Claro -siguió diciendo-, si tenías un poco de suerte, acababas encontrando un buen amante que te enseñaba todo lo que el miserable que se había casado contigo se guardaba para sus putas. -Se puso repentinamente seria-. Yo no, ya ves. Yo no. Bueno, bueno, ¡qué cosas estoy diciendo, chamaquito! Esto me cuesta por lo menos una semana de misas.

Reímos ambos.

África me puso una mano sobre la muñeca derecha.

– Pero hoy estamos de confidencias, ¿no, chamaquito? Y ya somos todos un poco mayorcitos para no recordar la verdad. Hazme un favor, ¿quieres? Súbete a la casa y tráeme una coca-cola, que tengo mucha sed.

Siguiendo cuidadosamente el camino de albero que zigzagueaba entre rosales y césped, llegué al frente de la casa, subí los seis grandes peldaños que alcanzaban al porche, empujé la puerta, crucé el gran vestíbulo y entré en la cocina. La cocina estaba al otro lado de la casa y una de sus ventanas daba sobre la piscina. No había nadie en el chalé: todos habían bajado a Madrid al cine a ver no sé qué película española de risa. Aquellas cosas tan patéticas y tan censuradas de los años finales del franquismo.

Preparé un vaso grande, le puse hielo, corté una rodaja de limón de uno que había en la nevera, lo llené de coca-cola y cuando empezaba a marcharme de la cocina, decidí servirme una bebida también. Me preparé una coca-cola y le añadí un chorrito de ginebra de una botella que había por ahí. No era mi bebida favorita, pero me daba pereza buscar otra cosa.

Volví al recodo del camino en el fondo del jardín donde África me esperaba sentada en el banco junto al montículo de rocalla. No parecía haberse movido: seguía con las piernas cruzadas y tenía una mano apoyada en la rodilla como si se acabara de alisar nuevamente la falda para esconderse las rodillas de las miradas indiscretas. Le di su vaso.

– Gracias -me dijo y luego añadió, sorprendida-: ¿tú también tomas coca-cola? ¡Pero si la odiabas! Te viene de vivir en Nueva York, ¿eh? Y tú, en Nueva York, todos estos años ¿qué has hecho?

– No, no -dije-. Todavía no hemos acabado contigo. Primero tú.

– ¡Pero si hay tan poco que contar ya! -exclamó, poniéndose seria.

– ¿Que no? Por ejemplo, nunca me has dicho qué hiciste con tu vida.

Se encogió de hombros.

– ¿Qué más hay que contar, chamaco? -Una ligera brisa empujó una mata de pelo sobre su frente y se la apartó de un manotazo, con impaciencia-. ¿Por qué quieres oír la historia de un desastre detrás de otro?

– Pues, francamente, África, porque no soy capaz de comprender cómo una persona como tú, que lo tiene todo en la vida… -ella rió con amargura-,… sí, todo en la vida para ser feliz, no da ni un paso sensato para serlo. No lo entiendo.

Entonces África volvió muy lentamente la cabeza hacia mí y, suspirando resignadamente, hizo un gesto negativo.

– En realidad, no… Ay, Javier, hay quienes no hemos nacido para ser felices… ya ves. Pasamos por la vida mirando a los demás que lo son y nosotros estamos ahí para compensar.

– Compensar ¿qué?

– Alguien tiene que pagar el precio de los que son felices. Eso lo tengo clarísimo. ¿No funciona todo por compensaciones? Cuando un ladrón roba algo a alguien, él se beneficia pero al mismo tiempo es infeliz el robado porque pierde lo que era suyo y le daba felicidad. ¿Ves? Una compensación.

Me quedé sobrecogido y en absoluto silencio. A lo lejos se oía algún automóvil que bajaba por la autopista de La Coruña silbándole los neumáticos sobre el asfalto; entonces había mucho menos tráfico que ahora; un perro ladraba por algún lugar no demasiado lejano y en la finca de al lado podía oírse el ruido intermitente, chas-chas-chas, del agua pegando contra el muelle de un riego por aspersión.

De pronto, nuestra intimidad fue absoluta. África habría contestado a todo, a cualquier cosa, habría hecho todo. Fue uno de esos momentos cuyo brote nadie es capaz de explicar o comprender. Y aunque hubiera querido hacerlo, no me atreví a tomarla de la mano o a estrecharla entre mis brazos, que era lo que me dictaba el impulso mío: me habría parecido un acto muy fácil de seducción. Qué excusa más barata había encontrado. Dejé que aquel instante único me pasara por delante y no me moví. Supongo que el esfuerzo de permanecer quieto fue tan violento que me noté temblar y, de golpe, me empezaron a sudar los costados. En un segundo tuve la camisa empapada. Pero no me moví.

En voz baja pregunté:

– Pero ¿no recuerdas ni un solo instante de dicha, ni uno solo?

África tenía la vista perdida en un mundo propio. Dios sabe de qué estaría hecho, de cuántos recuerdos innombrables o irrepetibles, Dios sabe qué abismo. Y, después de un rato que se me antojó larguísimo, lentamente hizo un gesto negativo.

Tragué saliva y juro que no fui capaz de reprimirme:

– ¿Ni siquiera con Martita?

Y entonces me miró directamente a los ojos durante, oh Dios mío, un minuto o dos, no sería capaz de decirlo, y negó nuevamente con un movimiento muy lento de la cabeza. Nunca he visto en los ojos de nadie tanta hondura, tanta desolación, tanto desgarro.

– Ni siquiera con Martita -replicó. Y le dolía tanto-. Entiéndeme: la puse en el mundo con sufrimiento, fue mía, creció pegada a mí menos en el tiempo en que estuve en México y la quiero como se quieren pocas cosas en esta vida. Pero no quería tenerla, no era fruto de nada, ni de amor, ni de rabia… de nada. La tuve dentro, me creció y la solté -añadió con verdadera rabia-… como si me hubieran cortado un trozo de mí misma y lo hubieran echado al mundo, muerto o vivo, daba igual. Si hubiera sido menos mojigata, menos tonta, menos beata, menos… asustada… habría abortado. Pero ni de eso fui capaz. -Calló un instante y se llevó el dorso de la mano a una ceja-. No la concebí con amor -dijo entonces desoladoramente-, y para mayor inri, antes de que naciera, Rafael ya me había dejado por su puta. -Se levantó de un golpe y estiró la cabeza, alzando mucho el mentón, como si se fuera a poner a aullar-. ¡La concebí con horror, Javier! ¿Sabes lo que es eso? Me sentí sucia, pero además de por haber sido hollada por Rafael, porque todas las madres, cuando ven a su bebé, sienten ternura, lo olvidan todo, lo toman en brazos y lo quieren. ¡Y yo no, Javier!

Se volvió hacia mí. Dos gruesos lagrimones le corrían por las mejillas dejando un rastro de rímel negro. Hubiera querido decirle que a mí esas reacciones sentimentales de las madres, «no lo quise, pero de repente ya lo quiero porque la maternidad es mi instinto», me parecían paparruchas, gimoteos de Hollywood; me parecía que se quiere a los niños deseados y, con un poco de suerte, a los no deseados se los quiere con el tiempo. Pero no me atreví a decir nada. ¿Cómo iba a interrumpir ese flujo de pasión con una nimiedad de filosofía barata sobre cosas de las que no tenía ni idea?

África sollozó una vez como si se le fuera a romper la garganta; se pasó los dedos por las ojeras humedecidas y añadió:

– ¡Pobre Marta! Y durante cada uno de los años siguientes, miré a mi hija con el espanto de no haberla querido, de haberla rechazado, e intenté exagerar mi amor por ella, para que pareciera más, para compensarla. Pero ¿cómo iba a ser capaz? ¿Qué felicidad podía producirme saberme culpable? ¿Y sabes lo peor de todo? Estoy segura de que ella se dio cuenta, de que lo sabe y, lo más terrible, de que no me lo ha perdonado.

Se desplomó en el banco nuevamente.

El sol ya había caído por detrás de los grandes cipreses aunque la luz del atardecer tardaría aún un tiempo en volverse de color índigo y en borrar los perfiles de las sombras. ¡Qué momento tan poco apropiado para la tristeza! Los pájaros del atardecer, los vencejos y las golondrinas, daban mil vueltas allá en lo alto esperando a comer la miríada de incautos insectos que tardarían poco en dejar la protección de la yerba y de las hojas. Pero todavía faltaba tiempo para que volara el primer murciélago de la noche o se divisara la estrella Polar. Era el momento del día en que todo se suspende, se detiene para cambiar los registros del sol por los de la luna, y, por un instante, la naturaleza da rienda suelta a sus aromas, los olores de tierra y pétalos, de rocío y yerba, de pino y jacinto, que quedan suspendidos hasta que los sorprende la oscuridad y los repliega.

– ¡Oh sí! Me enamoró, me embrujó. Lo tuvo facilísimo. Durante la boda de tus padres hizo todo lo que había que hacer. ¡Si yo tenía diecisiete años! Como un pichón, caí. Me dejé engatusar porque jugábamos a dos juegos distintos: yo a flirtear y a provocar y a esas cosas que me parecía que no tendrían consecuencias; él, a acabar conmigo. Era la primera vez que yo bailaba, bueno, que no fuera con mis hermanas y en casa, claro, la primera vez que me tomé una copa de champán… ¡qué una! Dos o tres o cuatro. Me puse piripi, claro. Ya sabes que las bodas en Santa Cruz se hacían de noche. Estuvimos bailando qué sé yo cuánto tiempo, el be-bop y el charlestón y el fox-trot. -Rió-. Lo llamaban el paso de zorra. -Se pasó los dedos cuidadosamente por las mejillas para borrar las huellas del rímel-. ¿Se me nota algo? ¡Qué tonta soy! -Hice que no con la cabeza, me saqué el pañuelo del bolsillo y se lo di. África le puso un poco de saliva en una esquina y se frotó vigorosamente los carrillos y los costados de la nariz-. ¿Ya?

Asentí sonriendo.

– Me parece que luego te vas a tener que maquillar de nuevo: se te notan un poco los churretones de tanto frotar.

Se encogió de hombros.

– Cuando vuelvan los abuelos del cine. ¿Te vas a quedar a cenar?

– Sí.

De pronto, la tensión había cedido. África sonrió como si se le hubiera quitado un peso de encima. Probablemente nunca había contado todo esto a nadie. ¿Cuántos conocían su secreto? ¿El lado más oscuro del horror? Apostaría a que ni siquiera los abuelos, por más que ellos debieron conocer algunos detalles del comportamiento de Rafael cuando el matrimonio se rompió y África regresó a su casa.

– Una vez, durante nuestro noviazgo, perdió los estribos, la paciencia y quiso… bueno… supongo que hacer el amor conmigo. ¡Vaya sarcasmo! ¡El amor!… Me asusté mucho y él se echó para atrás. Supongo que juró vengarse o algo así, no sé. Pero para mí que todo lo que me hizo después fue por venganza, por demostrar hombría. ¡Rechazarle a él! ¡Ha!

Estiró una de sus piernas para apoyar el tacón altísimo de su zapato en el albero. Tomó el vaso de coca-cola que había dejado a su lado sobre el banco, bebió un poco y me dijo:

– Ven, anda, vamos a pasear hasta la casa que se hace tarde; así me recompongo esta cara y luego veo lo que hay de cena. Martita y los abuelos deben de estar a punto de volver.

Me levanté, le ofrecí una mano para que pudiera ponerse en pie sin esfuerzo. Entonces África enlazó su brazo con el mío y echamos a andar.

– Ay, chamaquito, me has hecho hablar y tú de ti no me has contado nada. ¡Qué sinvergüenza! Pero de ésta no te escapas. Menudo fresco. Ahora, mientras estemos en la cocina, me vas a contar de tu vida en Nueva York. ¿Tú sabes que estuve en Nueva York hace muchísimos años? Mira, ésa es una confesión que te hago y que nadie sabe.

Y así, África recompuso en un instante su rostro bello y apacible detrás del que anidaba la tristeza infinita. Esa mujer que nunca había sido feliz, transitaba por la vida como una diosa, sin permitir que se trasluciera nada, sin una arruga, con un hoyuelo, grandes ojos color malva, unas piernas interminables de muslos ligeramente combados, una cintura inverosímil y el disfrute desaprovechado de lo que prometía el «arranque del caminito real».

– Dime una sola cosa más. ¿Cómo haces para vivir así, África?

– ¿Una sola cosa más en serio? No pienso nunca en el minuto de después.

Tres semanas más tarde la operaban a vida o muerte de un cáncer de ovarios. Hasta eso tuvo que pagar.

Yo ya había regresado a Nueva York y dedicaba gran parte de mi tiempo a intentar olvidar la tarde del 3 de junio de 1974.

África se repuso. ¡Oh, sí, claro! La cirugía obra milagros y África vivió quince años más, sí. Pero no por suerte sino porque el destino aún no consideraba que hubiera pagado lo suficiente.

VII

– ¿Qué otra cosa podía hacer? -dijo el abuelo-. Ante un fracaso así, había pocas soluciones razonables, hijo. La vida en España era muy formalista, vivíamos todos frente a los demás, sujetos al juicio de la gente, y para mí y para tu abuela y, en realidad, para toda la familia, lo más importante ha sido siempre nuestro buen nombre. Lo único preciado que tiene una persona es su honra.

Me miró fijamente, sentado en su butacón de cuero. No había desafió en su mirada, ni severidad ni desaprobación. Simplemente, el convencimiento apacible de estar en posesión absoluta de la verdad. No intentaba convencerme; sólo explicaba algunas verdades fundamentales a alguien que por una misteriosa razón no acababa de entender lo que se le decía aunque fuera sencillo.

Delante de mi abuelo siempre tuve sensación de inferioridad; es más, nunca dejé de pensar que me consideraba un débil, si no mental, al menos moral, probablemente alguien que carecía de escrúpulos y de principios porque algo fundamental había fallado en su educación. No podían ser mis padres, a los que tenía en alta estima, a menos de que creyera que la educación que me habían dado había sido tolerante en exceso. Me parece que había mucho de eso, aunque es posible que lo achacara a mis viajes al extranjero, a mis más que relativos sentimientos patrióticos, al abandono de la religión, a la laxitud de mis hábitos, qué sé yo.

Para él, la literatura terminaba en don Benito Pérez Galdós (igual que la música en Wagner) y cualquier producción escrita, como la cantada en el caso de los Beatles, podía contener cierta armonía pero nunca nada merecedor de excesiva atención. Un nieto dedicado a la escritura como actividad principal bien entrado el último tercio del siglo XX no podía ser muy serio. No es, por consiguiente, necesario explicar en qué consideración tenía él mi obra publicada: ligeramente por debajo de las gacetillas de un periódico de provincias sin duda. Eso sí, se sumó siempre a las celebraciones familiares en las que se festejaba la aparición de una de mis novelas, un premio (aunque Dios sabe que de ésos ha habido bien pocos), una buena crítica o un éxito de ventas. Yo le dedicaba puntualmente un ejemplar de la nueva obra que él, celebrando el hecho con cariñosa solemnidad, y tras leer en voz alta la dedicatoria, colocaba en su biblioteca sin haberlo abierto siquiera y allí se acababa la cosa. Sospecho que lo hacía más por mi madre (que ella sí se enorgullecía de mis escritos) que por atender mi vanidad o interesarse por el contenido del libro.

El despacho de mi abuelo era una gran habitación de la planta baja que daba sobre el frente de la casa, justo a la derecha del porche. Se accedía a él desde el gran vestíbulo; en el lado izquierdo de éste quedaba el espacioso salón cuyos ventanales estaban protegidos por el porche y, un poco más allá, se entraba en el comedor; de frente se llegaba a la cocina; y a la derecha, se accedía, primero, al despacho, y después a otra puerta que daba paso a un distribuidor desde el que se llegaba a las habitaciones de dormir.

Una gran ventana llenaba de luz el despacho del abuelo. Delante de ella y haciendo ángulo con una de las paredes, una mesa imperio, detrás de la cual había un sillón de trabajo, simulaba ser su lugar de estudio; en realidad, se sentaba rara vez en él. Siempre lo hacía en el butacón de cuero que tenía delante de la mesa y frente al gran mueble en el que estaba el tocadiscos Grundig. Todas las paredes estaban cubiertas de publicaciones de arte y de libros primorosamente encuadernados en cuero verde o rojo o azul, y a lo largo de toda la biblioteca unos armarios que iban desde el suelo al primer estante contenían la colección de discos del abuelo, perfectamente ordenada y catalogada. En el ángulo opuesto a la mesa de trabajo, un gran reloj de péndulo con caja de madera lacada en rojo y oro marcaba solemnemente las horas; todos los sábados, con puntualidad precisa, el abuelo tiraba de las pesas, ajustaba las manecillas y esperaba a que dieran las ocho de la tarde en las señales horarias de Radio Nacional; frecuentemente éstas coincidían con el carillón del reloj y entonces el abuelo sonreía triunfalmente.

Junto a la puerta de entrada al despacho también colgaba un barómetro inglés provisto de todo lo imaginable: higrómetro, medidor de presión atmosférica, termómetro y varias cosas más cuya utilidad se me escapaba. Lo único satisfactorio de aquella antigualla inglesa era que había sido regalo mío y que, por una vez, el abuelo al recibirlo me había mirado con aprobación. Su agradecimiento había sido genuino.

Estábamos sentados frente a frente, él en su butacón de cuero y yo en una butaquita de tela de algodón estampada en vivos colores. Habían pasado pocos días desde mi conversación íntima con África en el jardín del chalé de Las Rozas y yo había acudido nuevamente allá para despedirme antes de regresar a América por un tiempo que se me antojaba sería bastante largo: acababa de firmar un contrato para escribir un ensayo sobre lo que sería la España de finales de siglo sin Franco (si es que eso había de pasar alguna vez) y, francamente además, el ambiente madrileño se me había hecho asfixiante en los últimos tiempos. Huía, huía, una vez más.

Por encima de todo quería que el abuelo me aclarara una cosa en relación con el trato que había recibido África en su vida de familia porque me parecía imposible que las costumbres en España hubieran cambiado todo lo que habían cambiado en pocos años (incluso teniendo en cuenta que el dictador seguía con vida), mientras que las de los Anglés permanecían inalterables. Aquí, por inverosímil que pareciere, no pasaba nada: sólo primaba la honra de la familia por encima de la felicidad de cualquiera de sus miembros. «El buen nombre», como acababa de recordarme mi abuelo.

– Pero perdona, abuelo, ¿qué tiene que ver el buen nombre de la familia con el hecho de que un mal hombre le machacara la vida a la tía África?

– Así son las cosas, hijo. Esta España, esta sociedad, es muy complicada, muy retorcida y una sospecha cualquiera acaba hundiendo el prestigio, toda una vida de trabajo…

– ¿Y ella? ¿No tenía nada que decir, no tenía vela en el entierro? Era su vida, ¿no?, no la vuestra, la tuya o la de mamá. -Tuve cuidado de no emplear un tono belicoso.

– No, Javier, era la de todos. -Hablaba con voz pausada, casi sin inflexiones y me miraba sin parpadear detrás de sus gafas Truman, los ojos muy azules escudriñándome-. Afriquita se equivocó. Tuvo su oportunidad y la tiró por la borda.

– Pero, Dios mío, abuelo, ¿cómo puedes decir que tiró por la borda nada? Ella no lo hizo adrede: fue como un cordero al degolladero y le tocó un sinvergüenza que la dejó tirada. Y, además, ¿para qué existe el divorcio?

– En 1940 no sólo no existía el divorcio; la mujer separada era una mujer bajo sospecha. -Se agarró fuertemente con ambas manos a los lados del butacón, como si quisiera darse impulso-. Eso es lo que era: una mujer bajo sospecha. Y de ella se exigía una conducta aún más irreprochable que la de una mujer simplemente decente. Y además, África es mujer de acendrada religiosidad; ¿qué querías que hiciera? ¿Buscarse un amante?

– ¡Pero el hijo de… era él, Rafael o como se llamara!

– Rafael, sí. Dios le maldiga. Pero acabado el matrimonio sin que pudiera disolverse y con una hija entre las manos, te lo vuelvo a preguntar: ¿qué querías que hiciera África?

– Pero abuelo, en 1940 había anulaciones matrimoniales, había separaciones, qué sé yo…

– ¿Tú sabes lo que costaba una anulación matrimonial entonces? ¡Toda la fortuna de una casa! Oh, no creas -exclamó con súbita vehemencia-, lo intentamos. -Afirmó repetidamente con la cabeza-. Lo intentamos, sí. Pero Rafael tenía amigos en la Rota española, no le interesaba anularse…

– ¿Por qué?

– Era mala gente: yo creo que no quiso acceder a la anulación por hacernos daño. A mí me odiaba, supongo que porque yo representaba toda la honradez de que él carecía. Y a África, simplemente porque era buena. Además… ¿cómo íbamos a ir a un proceso de anulación? ¿En base a qué? ¿Debíamos perjurar todos, jurar el santo nombre de Dios en vano? Ni África, con todo su dolor y su infelicidad, habría querido hacerlo. Se quiso casar, se casó y tuvo una hija. ¿Qué motivo podía alegar? -Suspiró largamente-. Bastante padecimos con la simple separación. Hasta tuve que jurar que acogería a madre e hija para siempre en mi casa.

Baje la vista para que no se me notara el horror que me producía esta conversación. Levanté una mano.

– Bien, está bien, abuelo. Está bien. De acuerdo. La tía África no tenía salida. Le había tocado la china. El celibato para el resto de su vida.

– … Bueno, ya había probado el matrimonio, ¿no?, y le había ido mal. ¿Qué le quedaba?

– Hombre, todo esto le ocurría a los ¿qué?, ¿veinte años? -El abuelo asintió-. Le quedaba toda una vida por delante, ¿no?

Volvió a asentir, pero esta vez con mayor firmeza.

– Sí, claro. Una vida de provecho, educando a su hija con mi ayuda y preparándose para cuidar a sus padres cuando, como ya es el caso, estuvieran viejos y necesitaran de un apoyo en su vejez.

– ¿Sólo eso? Te recuerdo que ahora es viuda y que podría haberse puesto a trabajar por su cuenta… eh… ¿haberse vuelto a casar? -Ignoró la última pregunta.

– ¿Y qué otra cosa querías que hiciera? No sabía hacer nada, no tenía ni oficio ni beneficio. ¿En qué se iba a emplear?

– No lo sé, abuelo. No tengo ni idea… pero en algo que le diera algo de dinero, que le permitiera independizarse… -levanté una mano-, aunque fuera un poco.

– Ya lo intentó. Ya la dejé: se fue dos años, casi tres, a México a… -con tono despectivo-… probar fortuna. ¿Y de qué le sirvió? -Se echó hacia adelante en el sofá, supongo que para dar énfasis a la confesión de cuánto se había equivocado al dejarla marchar-. Fue a casa de mi hermana Ramona. Iba a ganar tanto y cuanto. ¿Y con qué se topó? Con el loco iluso de mi hermano Adolfo… ¡un poeta rojo despreciado por todos!, con la familia de los toreros. ¿Qué podía salir de todo aquello? Nada, hijo. Nada de nada. Hicimos un pacto cuando se fue: volvería si las cosas no le iban bien. A los tres años la mandé llamar y le recordé sus obligaciones: ¿dónde estaba su fortuna?, pregunté. En ningún sitio. Pues su turno había pasado y ahora le tocaba cuidar de su hija y de sus padres. Bastante habíamos hecho nosotros ocupándonos de Martita. Ahora le tocaba a ella -repitió, como si quisiera decir «ahora le tocaba a ella para siempre»-. ¿No te parece?

No me pedía mi opinión. Sabía que no estaba de acuerdo con él. Sólo que también sabía que él estaba en posesión de la verdad. A veces me producen verdadera envidia los que poseen la verdad con tanta convicción. Ellos solos son capaces de hundir montañas.

– ¿Convencido? -me preguntó.

– No, ya sabes que no, abuelo.

– Ay, hijo, qué poco comprendéis los jóvenes de las cosas de la vida. -Sonreí.

– Voy a ver lo que hace la abuela, que me parece que está en la cocina preparando una tortilla. Se la he pedido bien grande de despedida. -Me levanté.

– Si fueras un nieto como se debe -dijo el abuelo bajando la voz-, apartarías algo de la tortilla en tu plato, distraeríamos a tu abuela y me la podría zampar. -Le brillaron los ojos-. Ya sabes que soy rápido. Sólo necesito dos segundos.

– Está bien, está bien. Veré lo que puedo hacer por ti.

– Os oía hablar de tu tía África -me dijo la abuela nada más entrar yo en la cocina. Le cuadraba la descripción más prosaica de todas: se afanaba frente a los fogones, friendo patatas y batiendo media docena de huevos, todo prácticamente a la vez-. Me parece que haré dos tortillas.

– Sí…, estupendo. Hablábamos de la mala suerte que ha tenido la tía África en la vida.

– ¡Pobre hija! ¿Tú sabes que estuvo tres días en la clínica, una especie de maternidad sucia y maloliente que había en el hospital de Maúdes, habiendo tenido a Marta y sin que nadie acudiera a verla? Rafael, el muy sinvergüenza, se había largado. Y nosotros viviendo en la otra punta de la ciudad, con Madrid en guerra, la gente pasando hambre y sin saber siquiera que África estaba allí a dos pasos… ¡Qué horror! Cuando llegamos a recogerla, y eso porque una enfermera caritativa se acercó hasta Casado del Alisal a avisarnos, tenía las sábanas manchadas de sangre, llagas en la espalda y a la pobre Marta en brazos casi muerta de inanición. ¿Mala suerte, dices? Se puso tan contenta de vernos que no paraba de llorar. Menos mal que pudimos llevarla a casa. Todos lo pasábamos mal, pero ella… Era como si la hicieran pagar por todos los pecados de tanta gentuza como anda por el mundo. ¡Gentuza! Eso es lo que son.

– Pues sí, abuela, sí -dije a falta de alguna ocurrencia mejor.

– Menos mal que nos ha tenido a nosotros y que nos tendrá siempre. Aquí se quedará, que me parece que sola por el mundo, capaz es de que le ocurra cualquier disparate, hijo.

Suspiré, me encogí de hombros y dije:

– Abriré una botella de vino, ¿eh, abuela?

– Muy bien. Díselo a tu tía que andará por ahí y que sabrá qué vino tenemos en la despensa. Y me sacáis la gaseosa, que ya sabes que a mí me gusta el vino con gaseosa.

Me di la vuelta. En el quicio de la puerta de la cocina estaba África, mirando silenciosamente con una media sonrisa bailándole en los labios. Sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios para que yo no dijera nada.

Por extraño que parezca, fue una cena agradable, distendida. Alegre. Estábamos los cuatro solos porque Martita había tenido que irse a Nueva York a seguir un curso en su banco o a trabajar en el mercado de futuros o a comprar la General Motors, no sé, cualquier cosa. Vivía en mi casa de Manhattan y esperaba mi llegada.

Y mientras comíamos, África contó un montón de tonterías que le habían ocurrido en México con su tía Ramona, la hermana del abuelo.

– Era una mujer extraordinaria.

– … Estrafalaria -interrumpió la abuela.

– Bueno, estrafalaria y extraordinaria a la vez. Fumaba sin parar y se repintaba la cara por lo menos una vez cada hora. ¿Tú sabes? Se había depilado las cejas tantas veces que ya no le quedaban. Y llevaba en el bolso un cartón ovalado que se ponía encima del ojo y después, de un solo trazo, zas, se dibujaba la ceja. -Rió-. A veces se le disparaba un poco hacia la sien, pero en general acertaba y luego decía: «Ay, mijita, no voy a andar como si tuviera la cara de mármol, ¿no?, pues una pinturita y ya.» ¡Qué cosas hacía! Es la única persona que ha conseguido visitar el museo antropológico de México, pero entero, ¿eh?, en menos de una hora. Recorría las galerías como un torbellino. A ti que eres novelista, chamaquito, te habría encantado; seguro que le hubieras sacado un relato de esos tuyos que hacen reír.

– Me hubiera gustado conocerla, sí. Siento que haya muerto.

– Armando vive todavía.

– ¿Su marido? -Asintió-. Pues me tienes que dar su dirección para que le visite cuando vaya a México.

África se ruborizó de golpe.

– ¿Vas a ir a México? -dijo.

– Bueno, sí, no sé, seguramente algún día.

– Te daré la dirección -dijo África y frunció el entrecejo, pero no a causa de la conversación o de sus motivos, sino porque se había puesto a observar las maniobras del abuelo para hacerse con un gran trozo de tortilla de patata que había en mi plato.

La miré con severidad para que no descubriera los manejos de su padre y para que, por una vez, no estropeara su glotonería.

– Mamá -dijo África entonces-, ¿eso que hay encima del aparador son tocinos de cielo?

La abuela giró la cabeza y dijo:

– No, hija, es un flan -y se volvió de nuevo hacia la mesa.

Pues en ese breve período de tiempo, no habrían sido más de dos segundos los que tardó en darse la vuelta, contestar, y volverse otra vez, el abuelo, en un movimiento relámpago, ensartó con su tenedor el enorme trozo de tortilla de mi plato y lo engulló como si hubiera sido una oca. Poco faltó para que soltara una carcajada y África, presa de un verdadero ataque de risa, se puso la mano delante de la boca y estuvo un buen rato sin poder pronunciar palabra.

– ¿Qué os pasa? -preguntó la abuela y nos miró con la certera sospecha de que algo se le había escapado, algo que probablemente tenía que ver con ella o… o… ¡con el abuelo!-. ¿Qué has hecho, malandrín?

El abuelo alzó las cejas.

– ¿Yo? Nada.

Era la estampa misma de la inocencia.

Fue la última vez que los vi juntos.

VIII

Nueva York es en muchos sentidos una ciudad para solitarios. Siempre que estoy allí y me reúno con los amigos que me he hecho con los años, me da la impresión de que no somos un grupo trabado, homogéneo o excesivamente íntimo de gentes que tienen mayor o menor cantidad de cosas en común, sino simplemente islas que se topan mientras van a la deriva, entran en contacto, ligan, se aman, beben y bailan, leen (es un lugar en el que se lee mucho en grupo, todos juntos o todos por separado, pero en grupo) y discuten sin parar de cosas fundamentales generalmente idiotas. Debe de ser éste uno de los lugares comunes más importantes que he escrito en mi vida, pero no sé explicar de otro modo cómo es la espuma de esta megalópolis a la vez luminosa y brutal, que ofrece todo pero que nada da a cambio de nada.

Y, luego, están los restantes millones de seres normales que también viven en la ciudad, sufren con ella, la odian, padecen sus neurosis, ven la televisión, acuden a los estadios de béisbol y de baloncesto, van a conciertos en el Carnegie o al aire libre en el Central Park y comen hamburguesas. Muchos son felices.

En Nueva York nadie lo conoce a uno (a menos de que se sea uno de los pocos personajes verdaderamente importantes, cinco o seis, no más) y, por consiguiente, es fácil disolverse en el anonimato; pero, al mismo tiempo, tiene que ser un anonimato artificioso porque, si se me permite el contrasentido, los desconocidos tienen que ser desconocidos de marca. Es importante, por ejemplo, estar sentado un sábado a mediodía en un restaurante y compartir mesa con tres autores cuyos libros están en las listas de los más vendidos de The New York Times, con un dramaturgo que tiene una obra de éxito representándose en Broadway, con un crítico literario y tres espléndidas modelos de Vogue. Lo único conocido son las caras de las modelos, pero su presencia en la mesa permite intuir que los seres anónimos que las acompañan son, con toda seguridad, gente de peso, intelectuales de fuste o millonarios o extraordinarios amantes o extravagantes gigolós. Es una gran comedia, pero resulta muy divertida y extremadamente superficial. Su mayor virtud es que puede uno separarse de grupos así durante una temporada, hacer la propia vida y volver a unirse a ellos sin gran esfuerzo ni desgaste cordial. Un lugar maravilloso para egoístas, pero muy duro para aquellos a quienes asuste la soledad o tengan un concepto fuerte de la amistad.

Es, sin embargo o a causa de todo ello, un sistema que me va perfectamente: si estoy escribiendo, no veo a nadie o veo sólo a quien me apetece; si necesito compañía, llamo y me siento a la mesa anónima de rigor o voy a un bar cualquiera y trabo conversación con la persona de al lado. La cosa tiende a adoptar inmediatamente tonos de conquista sexual de un género u otro, pero basta con no dar al incidente importancia excesiva y dejarlo caer si el asunto se complica. Otros se drogan.

Es típico, por ejemplo, que un grupo grande de gentes más o menos desconocidas entre si (seríamos una veintena) alquiláramos todos los años, entre junio y septiembre, una gran casa en los Hamptons, en el extremo este de la isla de Long Island. Situada en una playa interminable batida por el océano, era una casona de madera algo destartalada, pero muy cómoda, de grandes habitaciones distribuidas en varios niveles y a las que se accedía por distintas e intrincadas escaleras. El que quería iba a pasar el fin de semana -de viernes a domingo- y por riguroso turno de rotación cocinaba la cena del sábado. Luego cada cual hacía lo que le venía en gana: leer los periódicos, nadar en el Atlántico, correr, jugar al ajedrez, charlar, pasear, incluso ver la televisión (en un cubículo diminuto, eso sí) o hacer el amor o jugar al tenis. Si uno de los socios quería llevar a un invitado, no tenía más que llamar el miércoles o jueves para avisar. Se pagaba un tanto por invitado y de éstos se esperaba contribución en vino, a ser posible francés. Un cháteau de Burdeos levantaba oleadas de entusiasmo y, cuando menos, una nueva invitación.

Los socios se veían pocas veces en Manhattan porque no eran entre sí esa clase de amigos y porque existían entre ellos, además, grandes diferencias sociales, pero era rara la semana en que en la gran casa de la playa éramos menos de dieciocho o veinte.

Tanto Martita como yo éramos socios. Había sido ella, con su formidable capacidad de relacionarse con la gente y de organizarme la vida, la que había trabado relación con el grupo a través de un colega de su banco. Un fin de semana de dos o tres años atrás, me había llevado como invitado. Llegué con una caja de botellas del mejor Rioja y entre los dos cocinamos una paella gigante que probablemente tenía poco que ver con la idea originaria tal como es concebida en Valencia pero que fue un triunfo culinario de primer orden.

En aquellos años, en la casa de los Hamptons amé y bebí, de forma intensa y de forma casual, con y sin compromiso. Allí encontré gran parte de la relajación necesaria para olvidar la intensidad estúpida de la moralidad española. Allí aprendí a apreciar el simple juego del contacto humano sin consecuencias. Allí discurrí mis mejores páginas literarias, aunque ciertamente no fue allí donde las escribí.

A mi llegada al aeropuerto neoyorquino desde Madrid, en esta ocasión me esperaba Martita.

– ¡Pero, niña! No deberías haber venido.

Me miró con aire crítico.

– Tienes mala cara. ¿Te pasa algo?

Siempre hablaba con brusquedad, un rasgo de su carácter que había ahuyentado a más de un posible amante, que tomaba por sequedad la vergüenza que sentía Martita de expresar sentimientos cordiales verdaderos.

– No. No me pasa nada. ¿Qué me había de pasar? Estoy cansado. Este vuelo es interminable, qué quieres que te diga. Además, Madrid me mata. ¿Dónde tienes el coche?

– Ahí fuera, mal aparcado, claro, ¿qué voy a hacer? ¿Cómo está mamá?

Nunca preguntaba por los abuelos. Sólo por África y, a veces, por mi madre.

– Está bien. Te manda besos y pregunta que cuándo vuelves.

– Buf. No sé. Tenemos este lío con el banco en España y me parece que va para largo. El nuevo presidente aquí está con la escopeta cargada.

– Ya. -Bostecé-. Me parece que me voy a meter en la cama y voy a dormir cuarenta y ocho horas seguidas.

– Ni hablar -dijo Martita con gran firmeza-. Tenemos una cena en Elaine's. John lleva tres días dándome la barrila con tu llegada y me ha hecho prometer que te llevaría aunque fuera por las orejas.

– Vale, vale, voy. Me vais a matar. -John Little era dos cosas muy importantes en mi vida: mi editor y el dueño de la casa en los Hamptons. De improviso, añadí-: Me voy a los Hamptons el jueves.

Martita enarcó las cejas.

– ¿Sí? Vas a estar solo hasta el viernes por la noche.

– Bah, qué más da. Necesito un poco de soledad para poner en orden cosas.

– ¿Cosas? ¿Qué cosas? ¿Tienes líos?

– Sí. Sí que tengo líos, sí. ¿Tú vienes el fin de semana?

– No pensaba, pero yendo tú, iré. Tenemos que charlar, ¿no?

Tenía una extraordinaria capacidad para adivinar e interpretar mis estados de ánimo. Lo malo era que, en esta ocasión, no sabría qué decirle. ¿Mira, Martita, estoy enamorado de tu madre? ¿Verás, quiero desaparecer con ella y llevármela a Tahití? ¿Creo que los abuelos la han maltratado y que la tenemos que sacar de ahí lo antes posible? ¿No es soportable la estampa de tanta tristeza?

– No sé si podremos charlar, Martita. Déjame allí dos días para que me lo piense.

– Ya -dijo ella-. Pero piénsatelo en serio, que me tienes muy intrigada con tanto misterio.

Mi prima no era la persona más agraciada del mundo, pero tenía una enorme virtud: una cara de extraordinaria movilidad, con facciones muy expresivas y unos profundos ojos negros. Un rostro feo pero muy español, si se quiere, que por encima de todo reflejaba una inteligencia aguda. Nadie le había regalado nada en esta vida y su fulminante ascenso en el banco se había debido a su intuición, a la habilidad y a los conocimientos trabajados día a día sin desfallecer. No era tolerante, no era particularmente simpática, no era dulce, pero era extremadamente generosa y sus sentimientos hacia mí me resultaban muy cálidos, muy amantes, muy íntimos. No recuerdo una sola vez en que nos hubiéramos peleado en décadas de relación mutua.

No estaba siendo leal con ella. ¿Pero cómo serlo? ¿Y el dolor que hubiera producido mi sinceridad?

Mis dos días de soledad en los Hamptons me sirvieron para serenarme, para reflexionar y para no ser capaz de tomar decisión alguna. Paseé por la playa, me acerqué al pueblo y compré periódicos, estuve horas tumbado en un gran sofá contemplando el mar y dejándome mecer por la hipnosis de su vaivén. No busqué respuestas; las respuestas ya las tenía. Busqué racionalizarlas, ponerlas en orden, en realidad, aminorar el desorden de mis sentimientos. ¡Cuánta locura!

Y además, ¿qué alternativa me quedaba, ahora que había huido de Madrid, ahora que no me había atrevido a tomar el camino que me hubiera dictado gustoso mi corazón y que me cerró mi cobardía? ¿Mi cobardía? No. Peor que eso: mi sentido del ridículo, el miedo al ridículo que podía llegar a hacer frente a África.

África, oh, África.

¿Con qué derecho podría yo haberle planteado un problema sentimental como el que le habría puesto en el regazo si me hubiera sincerado con ella? Una mujer cuyo único contacto con los hombres había ocurrido con catastróficos resultados treinta y cinco años antes, enfrentada de pronto con una declaración de amor de un sobrino suyo dieciocho años menor que ella. Más duro aún, con una declaración de un amor intensamente carnal, exactamente igual de vehemente que el que había provocado en mi sexualidad adolescente un cuarto de siglo antes cuando la vi bajar del tren en la estación de Príncipe Pío. Más profundamente carnal, porque los años habían sofisticado mis deseos, les habían suministrado la experiencia de que entonces carecían. Veinticinco años después, yo conocía el sabor y la asombrosa textura de la piel del interior de un muslo de mujer, sabía de la embriaguez que produce en los labios la caricia de un pecho, sabía de la turbación que precede a la rendición mutua o a la repentina decisión de una mujer de despojarse de su ropa frente a quien un minuto más tarde se convertirá en su amante.

¿Y quería Martita que yo le contara todo esto?

En un impulso irrefrenable, el viernes por la mañana llamé a Madrid. Contestó África.

– ¿África? ¿Cómo estás?

– ¡Huy, si es Javier desde Nueva York! -Esto dicho para los abuelos. Y, luego, inmediatamente, se le puso un tono de preocupación-: ¿Pasa algo? ¿Estás bien, chamaquito? ¿Y Martita está bien?

– Claro, claro, boba. Sólo quería saber cómo estabas tú… -Debería haber añadido «después de nuestra charla del jardín del otro día», pero no fue necesario.

– Bien. Bien… claro que los abuelos están bien. Mira, te paso a la abuela que quiere decirte no sé qué cosa. Un beso fuerte, chamaquito.

– Un beso, África.

– ¿Hola? -Ésta era la voz imperativa de la abuela-. ¿Qué pasa, Javier? ¿Estáis bien los dos?

– ¡Claro que sí, abuela!

– ¿Ya coméis bien?

– Demasiado, pero da lo mismo. Vosotros estáis bien, que es lo que importa…

– Luego subirá tu madre a merendar. ¿Quieres que le diga algo?

– No, nada, que estoy bien y que le mando un beso.

– Hasta pronto, hijo.

Una conversación verdaderamente triunfal transformada en un diálogo para besugos.

– Hasta pronto, abuela.

Y colgué.

Oh, Dios mío, África. Estuve un rato muy largo de pie frente al teléfono, con la cabeza gacha, la mano izquierda en la cadera y la derecha apoyada en el auricular, como si estuviera esperando a que aquello empezara a sonar y me pudiera trasladar a un mundo de magia.

Suspiré.

Los socios de la casa de los Hamptons empezaron a llegar a partir de las cinco de la tarde del viernes. Todos celebraron mi regreso de España y, entre unas cosas y otras, bebimos una sólida cantidad de licores, whisky, ginebra y algunos, cerveza, para irnos poniendo a tono. La sociedad norteamericana le entra al ocio a través del alcohol.

De modo que, cuando Martita llegó hacia las diez de la noche (el viaje por carretera tomaba un mínimo de dos horas), nos encontró a todos en un estado de franca disolución etílica. Por aquella noche me libré de hablar con ella.

– ¿Qué? -me preguntó a la mañana siguiente cuando se me unió en el camino hacia el pueblo.

– Voy a por los periódicos -dije.

– ¿Qué? -repitió.

– He paseado, he mirado el mar, he escuchado música, he comido pizza de la que dan en ese restaurante medio italiano de ahí enfrente…

– Qué.

– … Y no sé qué contarte, Martita. Madrid esta vez ha sido una paliza. Estoy harto de Franco, de la Iglesia, de las buenas costumbres y de la familia al completo.

– ¿De nuestra familia al completo?

– Sí, sí, de la nuestra, de la nuestra.

– ¿Qué ha pasado? Oye, me voy tres días antes que tú y en tres días se arma lo suficiente como para que te vengas aquí y traigas una cara que ni que te quieras suicidar, Javirín. -Martita era la única persona del mundo que me llamaba Javirín.

– No, si es tan tonto como todo eso que te he contado de Franco, los curas y las mojigaterías de la familia.

– ¡Venga! ¿De cuándo a acá te ha preocupado Franco para que te pongas así? No te había visto esa cara desde que saliste de la cárcel hace ¿qué?, ¿quince años?

– Ya.

– Tú estás enamorado.

Me encogí de hombros. El corazón me latía muy de prisa.

– Bah -dije.

– Y si estás enamorado y te has venido con esa cara es que te han dado unas calabazas monumentales o es que la chica está casada. ¿La conozco?

– No.

– No tiene remedio, ¿no?

Hice un gesto negativo con la cabeza.

– No.

– Vaya. ¿Eso es todo?

– Sí.

Me agarró del brazo.

– Vamos a comprar los periódicos -dijo.

Hacía un día espléndido de los que sólo son posibles en Nueva York, cuando a la ciudad y sus aledaños les da por compensar a sus habitantes del viento y del frío y de la nieve con que los ha castigado durante meses. Martita y yo decidimos desayunar en el pueblo y regresar después a la casa dando un largo rodeo por la playa. La arena de Long Island es oscura, casi gris, y la violencia de las olas del invierno le forma dunas que con el tiempo se cubren de cañas y yerbajos; en primavera se llenan de flores, no muy bonitas, ni muy especiales, pero son flores. Mi estado de ánimo necesitaba flores y el mar enorme.

– Me voy a ir unos días, ¿sabes?

– ¿Adonde, Javirín?

– No sé. Por ahí. A pensar…, bueno, a pensar no. Bastante he pensado ya. A quitarme el muermo.

– Eh, Javirín. -Me detuve y me volví hacia ella. Sonreía-. ¿Tienes cincuenta mil dólares?

– ¿Qué?

– Que si tienes cincuenta mil dólares.

– Sí. ¿Para qué los quieres?

Rió.

– Para invertírtelos. Te voy a hacer rico. Llorarás, pero tendrás una cuenta en el banco que meterá miedo. Ya sabes… las penas con pan…

Echó a correr por la playa.

Por la noche, Martita y yo cocinamos una enorme paella, cantamos, bebimos vino, hablé abrazado (mano sobre hombro) con un armenio profesor de filosofía de la universidad sobre los valores éticos y la capacidad de revolución del hombre solo, es decir, del sacrificio testimonial e inútil, bailé salsa con una portorriqueña espléndida a la que amé en tiempos (y que años atrás me había enseñado el ritmo una noche en que se había apiadado de mí en la pista de baile del Serpent, uno de los enormes desvanes -los lofts- de viejos edificios en Broadway en los que, con una docena de cartones multicolores, unos cuantos focos, whisky servido en vaso de plástico y poderosísimos altavoces, las gentes del Spanish Harlem pasan el fin de semana bailando son), nadé en el océano, me arañé la tristeza y no conseguí secarme las lágrimas.

IX

México me gustaba poco como ciudad. Me desconcertaba, me apabullaba y encima no olía demasiado bien a causa del mal refinado de la gasolina, del infernal tráfico y de la terrible polución medioambiental. Durante años mis relaciones con México fueron pésimas. Como soy una persona de estructura fundamentalmente urbana (lo que suele llamarse una flor de asfalto), sólo si mis relaciones con una ciudad son buenas, o cuando menos aceptables, puedo respirar con normalidad y moverme por ella a mis anchas. Para mí una urbe es un ser humano con el que debo establecer un contacto de comprensión mutua, de empatía y, si puedo, de simpatía. Eso es lo que me ocurre con Nueva York, pese a su alma fría de art-déco, pese a sus peligros, pese a los rigores de su soledad.

Pero México… Es más que posible que, en la década de los setenta no le diera suficientes oportunidades de conquistarme, de buscarme las vueltas, de conocer a sus gentes. Iba poco, bien es verdad, pero siempre llevaba la actitud forzadamente equivocada de quien invierte en exceso en algo que no le convence: hacía un esfuerzo denodado por ignorar la pobreza, la amenaza implícita en los policías de tráfico y sus «mordidas», el gigantismo depauperado, la repulsión instintiva que me provocaba un sistema político tramposo. Conocí a sus gentes más refinadas y me trataron mejor que bien, conocí sobre todo a los españoles que emigraron allá después de la guerra civil, escuché atentamente sus historias de amor y agradecimiento hacia quienes los habían acogido como si fueran sus propias familias y esas historias me desconcertaron, me admiraron incluso, pero no me sedujeron. ¿Qué puedo decir? Aquello era 1974 y nos daban lecciones de democracia sin razón alguna (ninguno de los dos disfrutábamos del beneficio), mientras que las clases pudientes eran más conservadoras que los franquistas en España y sólo pensaban en cruzar el charco para disfrutar de la paz española. Horrible.

En tiempos recientes había estado en México D.F. tres o cuatro veces para hablar mal de Franco y de su régimen, aprovechando mi más que relativa condición de perseguido político en España (un par de ocasiones en la cárcel -no demasiado graves ni demasiado largas ni demasiado incómodas ni a continuación de una excesiva tortura física, la verdad sea dicha-, una retirada de pasaporte -pronto recuperado en el consulado de España en Nueva York-, un par de ensayos y un artículo aquí y allá). Circunstancias estas que me franqueaban las puertas del país con generosidad extrema. Todo eso, además, había incrementado mi fama como escritor más allá de lo razonable y, ciertamente, de lo merecido. «Bueno -solía decir John Little, mi editor-, eso vende libros, Xavier. Tú ¿qué quieres? Vender libros ¿no? Pues eso vende libros, amor mío. En lo que a mí hace, eres un mártir del franquismo, una luminaria de la revolución, aunque tú y yo sepamos que eres un burgués comodón, un poco liberal y extremadamente frívolo.»

Al regreso de los Hamptons, el lunes por la mañana me acerqué a la oficina de AeroMéxico en la Quinta Avenida y pedí un billete.

– ¿Para cuándo lo quiere, señor?

– Para hoy.

– ¿Esta tarde a las cuatro p.m.? Hay un vuelo con escala en Houston, señor.

Asentí.

– Esta tarde.

Volví a casa, en un maletín metí las cuatro cosas más indispensables, unas mudas, un traje ligero. Luego escribí una breve nota para Martita: «Ya sabes que me iba. Vuelvo. Besos, J.»

En México siempre me alojé en el hotel Century en la calle Liverpool, simplemente porque la zona Rosa me parece el lugar más delicioso de la ciudad. Luego, con el tiempo y la aparición del hotel Camino Real, he tendido a irme allá. No es traición, sino simple aburguesamiento. Pero en aquella ocasión de junio de 1974, aún me fui al Century. Me instalé, pedí algo ligero para cenar en mi habitación y me acosté.

No tenía ningún plan preconcebido. Cuando decidí impulsivamente comprar el billete de avión, nada me empujaba realmente a ir a México, si se exceptúa cumplimentar el vago deseo de visitar a Armando Leontieff, el viudo de la tía Ramona y único superviviente (me parecía recordar que no había muerto o por lo menos nadie lo había comentado en Madrid) de nuestra familia mexicana. No sabía ni lo que quería averiguar de él, si es que algo había que averiguar, a no ser quitarme la curiosidad sobre lo que había sido la vida de África allí: quiénes habían sido sus amigos, dónde había tenido su casa, en qué había trabajado, dónde lo había hecho, cómo se había ligado al mundo del toreo y lo conocía tan profundamente. Que nadie me pregunte por qué no lo había hecho antes. No sabría qué contestar.

Lo que sí sé es que, de pronto, al reflexionar sobre todo aquello durante las largas horas de vuelo, comprendí lo que, inundado de dolor, no había sido capaz de percibir hasta entonces: que mi conversación de Las Rozas con África había sido realmente catártica. No: catártica es una cursilería. Es más justo decir que aquel atardecer me había roto en mil pedazos.

Y supe que para reconstruirme necesitaba cerrar un ciclo sentimental que me había ido manteniendo atado a África sin que ella lo sospechara siquiera y que ahora se había intensificado hasta límites que se me hacían insoportables. O lo rompía ahora, de un tajo, o ya no me iba a ser posible vivir la vida, no me iba a ser posible regresar jamás a Madrid y enfrentarme con África. Tenía que asumir que había perdido mi batalla conmigo mismo, tenía que aceptar que si me habían fallado los arrestos para hacer aquella tarde en el jardín de los abuelos lo único que mi corazón hubiera querido, nunca más ocurriría. Nunca más me acercaría tanto a la locura.

¿Pero cómo podía yo tomar una decisión así tan tranquilamente, como si se tratara de la simple operación de cortar el contacto del motor de un coche?

¿Era posible alejarme de ella sin más? ¿En verdad que África no había entendido lo que le estaba gritando con mis silencios? No, no, Javier. Ella, en realidad, sí lo había comprendido. Tenía que haberlo comprendido. Repasé, como lo había hecho ya decenas de veces, nuestra conversación, escudriñé sus detalles en mi memoria, escuché las tonalidades de la voz, fotografié de nuevo las miradas… ¿Qué quería decir, si no, «ay, Javier, hay quienes hemos nacido para no ser felices»? Oh, sí: África lo había comprendido todo y había preferido no escuchar nada. Había tirado deliberadamente la última oportunidad por la borda. África la dulce, la sufrida, había preferido impedir una vez más que una ola cualquiera (bueno, permítaseme la humorada de decir que, bien pensado, no habría sido una ola sino un maremoto) rompiera la armonía, la paz de muertos en que se había convertido aquella familia.

Pero la culpa había sido mía.

Y ahora estaba en México sin saber muy bien para qué: con algunas excusas. Tal vez con algunas respuestas, pero sin ninguna pregunta sensata que hacerme.

Localizar a Armando. Bueno. Pasito a paso.

Para intentarlo, llamé a un viejo profesor español, exiliado de la guerra civil, con el que había establecido una cierta relación, si no de amistad íntima, al menos de gran cordialidad, desde mi primera visita al país. Era un tipo muy anciano ya, pero de gran viveza intelectual, que se me había hecho inmediatamente simpático porque en los tiempos iniciales del indigenismo mexicano agresivo, al poco de empezar la segunda guerra mundial, cuando todos los mexicanos habían comenzado a encontrarse raíces indias y a rechazar sus orígenes españoles, casi lo matan por una broma inocente pero muy ofensiva que había gastado. En la intersección de Reforma con Insurgentes hay plantado, como todo el mundo sabe, un gran monumento dedicado a Cuauhtémoc, último emperador azteca y primer héroe mexicano. Cuenta la leyenda que, tras capturarlo mientras intentaba huir, los españoles lo torturaron y le quemaron los pies.

Un día en que el sentimiento indigenista estuvo particularmente exacerbado y el odio hacia Franco se mezclaba con el odio o con el complejo hacia lo español, la figura de Cuauh-témoc fue ensalzada hasta límites heroicos, recordándose públicamente la indignidad de Hernán Cortés, que había osado quemarle los pies.

Al día siguiente el monumento del cruce de Insurgentes con Reforma apareció con un soplillo cuidadosamente colocado sobre las extremidades inferiores del gran héroe indígena.

Nunca fue pública la autoría de la barbaridad pero la ofensa nacional fue inmediata y grande y si alguien hubiera pillado entonces a mi buen amigo el profesor, sin duda habría acabado con su vida. Las cosas fueron calmándose y sólo con el paso de los años pudo hablarse del hecho y susurrarse el nombre del bromista, que para entonces era ya demasiado respetado y anciano como para padecer la represalia a que se había hecho acreedor. Además, mal habrían hecho en ofenderse con un intelectual que, a lo largo de sus años de docencia en la universidad, había defendido el indigenismo -y luego el tercermundismo- con mucha consecuencia y desde posiciones razonadamente moderadas y ciertamente inteligentes.

Lo localicé en el hospital de la Beneficencia Española reponiéndose de una gripe que casi lo había llevado al otro mundo. Aceptó que fuera a visitarlo, y un azaroso viaje en un taxi maloliente me llevó hasta él.

Estaba en su cama de hospital con las sábanas recién cambiadas bien remetidas y varios almohadones colocados de tal modo que pudiera permanecer incorporado sin que le incomodara el resto del excesivo fluido causado en los pulmones por su reciente neumonía.

– ¡Mi querido Javier! -exclamó débilmente al verme entrar-. Con cuánto gusto lo veo en tan espléndida forma.

Jadeaba un poco y estaba muy envejecido.

– Tumbado y todo, don José, tiene usted un aspecto magnífico -contesté.

Ambos habíamos tenido días mejores. Me acerqué a la cama y le estreché la frágil mano derecha, toda hueso y piel, entre las dos mías.

– No me diga babosadas, que casi me dejo el pellejo en esta clínica del diablo. Estoy vivo de milagro, ande. ¿Qué lo trae por aquí? -Siempre fue igual: derecho al grano.

Busqué una silla con la mirada, fui a ella, la agarré por el respaldo y la acerqué hasta la cabecera de la cama de mi viejo amigo.

– La familia Anglés, don José -contesté sentándome.

Levantó las cejas con sorpresa:

– ¿Adolfo? ¿Sus hermanas? ¿Carlos Mata? ¡Pero si murió la mitad de ellos! Y usted lo sabe. Ya habían muerto la última vez que usted estuvo por aquí. Hombre, no a Adolfo porque su muerte ya fue solemne y era conocida, pero a los demás ya los quiso ver y no pudo, ¿no lo recuerda?

Era cierto que pocos años antes, con ocasión de mi primera visita a México, había hecho, sin demasiado ahínco bien es verdad, un intento por ver a la tía Ramona. Adolfo Anglés había muerto ya (me hubiera gustado hablarle, oírle la voz, percibirle el sentimiento, pero llegué tarde). Y yo pensaba en otras cosas, llevaba tiempo sin viajar a España, confinado en un au-toexilio que me tenía alejado hasta de la familia y, por consiguiente, la vida mexicana de África me era aún muy ajena.

– Sí, sí, claro -dije-. Pero es que… No sé. Lo cierto es que… ¿sabe?… me parece una lástima que el recuerdo de esa familia esté desapareciendo en la nada como si no nos hubiéramos pertenecido y que sólo queden los libros del tío Adolfo y el monumento que le erigieron en la universidad. Nada más. Como si alguien los hubiera maldecido…

– Bueno, Franquito tuvo bastante que ver con esa maldición, ¿no? -dijo don José con tono burlón.

– Hombre, sí. Pero no le voy a dejar que se salga con la suya.

– ¡Ah! Ya lo entiendo -dijo don José-. Usted quiere hacer una historia de la familia en México. ¿Acierto? ¿Para refrotársela luego por las narices a los fachistas en España?

Debí de poner cara de duda, porque no se me había ocurrido hacer eso en absoluto, pero el viejo enfermo obviamente no se dio cuenta.

– Sí, claro: eso es exactamente lo que pretendo hacer. Una historia de la familia Anglés exiliada… y he venido para, no sé, empezar a reunir material, recuerdos, cosas, gentes a las que pueda preguntar…

Don José tosió suavemente con un carraspeo bronquial muy profundo y el dolor le hizo torcer el gesto. Agarró la sábana con las dos manos y se la subió hasta el mentón.

– Bah, no sé cómo voy a salir de ésta… -dijo cuando se le hubo pasado el ataque de tos-. Cosas de los Anglés, ¿eh? -añadió con voz tenue-. Cosas oficiales conocidas supongo que hay muchas. Los papeles de Adolfo en la universidad, la historia de Carlos Mata en las enciclopedias del toreo e incluso en un par de biografías. Pero, de María y de Ramona, las dos hermanas que murieron… -meneó la cabeza; el pelo le rozó sobre la almohada y unas escasas guedejas blancas se le quedaron de punta dejando el cuero cabelludo al descubierto-. No creo que haya muchas cosas. No sé, periódicos, actos sociales. Ni idea, la verdad. -De pronto levantó un dedo desde la orla de la sábana-. Ah, no, claro… Armando, el marido de Ramona, Armando Leontieff, sigue vivo. Claro, claro. Le perdí el rastro hace tiempo, pero sé que está en un asilo de uno de los clubes españoles. Está ya muy viejo y no sé cómo andará de la memoria, pero él sabe muchas cosas de tantos años.

– ¡Claro! -dije yo pensativamente-. Armando. Precisamente le iba a preguntar a usted por él. No había oído de su muerte y sospecho que es el único superviviente de todos ellos, ¿no? Es a él a quien debo encontrar…

– ¡Ah, bueno, claro! Y al hijo de Carlos Mata. Porfirio. Es un chico joven y no creo que recuerde gran cosa de su familia, pero es posible que conserve algo, algún memento, un diario de alguno de ellos. O su madre. Linda. Hmm… Aunque, si no lo recuerdo mal, cuando Carlos se casó con ella se apartó un poco del resto de los Anglés. No sé por qué. No sé. Siempre tuvieron una estancia espléndida en León. Ahí tenía Carlos sus reses bravas y me parece que Porfirio mantiene el fierro. No sé. -Se quedó pensativo durante un momento. Y después añadió con algo más de animación-: Y a… a… aquella sobrina de Adolfo que vino de España hace veinticinco o treinta años… ¿cómo se llamaba? ¡Era bellísima! ¿Cómo se llamaba, diablos?

– ¿África? -aventuré.

– ¡África! Eso es, África. Trajo a medio México de cabeza. África la virtuosa, la llamaban. -Asintió repetidamente con la cabeza-. Bella y virtuosa, sí. Se volvió para allá hace ya muchísimo tiempo.

– Sí, sí, se volvió al poco tiempo; hace eso, unos veinticinco años.

– ¿Vive aún?

– Oh, sí, ya lo creo que vive aún -contesté.

– Bueno, es que con la mala suerte que siempre tuvo aquella muchacha, cualquiera sabe lo que le podría haber pasado… África -repitió pensativo-, hermosa mujer.

– ¿Mala suerte? ¿Qué quiere decir?

– Ay, no lo sé, Javier. Me parece que no le fue muy bien en México, pero no recuerdo por qué. Sé que se volvió no muy feliz… o que no lo había conseguido ser aquí… o que probó fortuna y no le fue bien. No me acuerdo. -Se quedó pensativo por unos segundos-. Puede que Armando se lo llegue a contar, ¿verdad?

Pero Armando Leontieff, de quien recordaba vagamente que había sido hijo de algún gran duque huido de la Rusia revolucionaria en 1917, tenía la memoria completamente ida: los años y una demencia senil avanzada lo tenían postrado en una silla de ruedas, detenida a la sombra de un enorme castaño en el hermoso parque de la residencia de una de las grandes instituciones de beneficencia española de la ciudad. Una enfermera vestida impecablemente de blanco leía a su lado en voz alta una historia irrelevante. Era evidente que Armando, con la vista perdida en el infinito, no atendía a lo que le estaban contando. Le lagrimeaban los ojos y tenía los párpados enrojecidos; de la boca entreabierta se le escurría un hilillo de saliva que le corría por las comisuras de los labios hasta la barbilla mal afeitada. De todos modos, se sostenía perfectamente inmóvil y erguido en la silla. De vez en cuando, la enfermera interrumpía la lectura, cerraba el libro manteniendo el índice en la página que había estado leyendo, se levantaba y, de forma bastante mecánica, le limpiaba a Armando la saliva con un pañuelo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

– Sus momentos de lucidez son cada vez menos frecuentes -dijo el médico que me había acompañado hasta allá-. De vez en cuando despierta de este medio letargo y se asusta porque no sabe lo que le pasa. Llora mucho… todo el tiempo. La demencia senil es una enfermedad muy terrible y sin cura conocida. A usted le parecerá inútil que una enfermera le lea sin parar. Pero ¿quién puede decir que no lo percibe y que no le reconforta saber que alguien se ocupa de él constantemente? De todos modos, incluso cuando recupera la conciencia, la memoria no existe. La ha perdido por completo. Lo lamento.

Producía verdadera lástima ver a una persona en esas condiciones, intuir que, con el desconcierto permanente, sentía un miedo continuo a un vacío que no podía combatir y cuya causa desconocía. ¡Pobre viejo!

Lo estuve contemplando un largo rato, escudriñando sus facciones, buscando una señal de inteligencia en ellas, un resquicio que me permitiera entrar en sus recuerdos y hacerle hablar. Y luego me despedí de él murmurando «adiós, tío Armando».

De pronto, cerró la boca, frunció el ceño, inclinó un poco la cabeza, dio un larguísimo suspiro y entre dientes dijo: «¿Ramona?», con tanta desesperación, con tanta soledad, con la voz tan blanca, que se me hizo un nudo en la garganta y no fui capaz ya de articular palabra.

– Sí, claro que sí, Armando -dijo entonces suavemente la enfermera y, alargando el brazo, le puso con gran dulzura la mano izquierda sobre la temblorosa muñeca-. Claro que sí.

El médico me agarró por el codo.

– Así son sus momentos de mayor atención… No hay más, lo lamento.

Al hijo de Carlos Mata, Porfirio, lo encontré sin necesidad de buscarlo demasiado y simplemente porque en la residencia de retiro en la que languidecía Armando figuraba como pariente más próximo para el caso en que sucediera algo.

Lo llamé por teléfono y le expliqué lo que quería. Estuvo muy simpático y me citó en su casa de San Ángel a las cinco de la tarde. No podía ser después ni al día siguiente porque Porfirio estaba de paso en México D.F.: marchaba aquella misma noche de regreso a la finca cercana a León en la que cuidaba de la ganadería de reses bravas que le había dejado su padre al morir.

– Nunca quise ser torero como mi padre -me dijo-. No me atraía nada jugarme la vida de ese modo, pero sí me gusta el campo y cuidar de los toros es hermoso. Verlos nacer y crecer, aprender a reconocerlos, a calibrar su bravura, sí que me gusta. Vengo poco a la ciudad. Por eso es un milagro que me hayas encontrado -añadió sonriendo-. Mamá, que siempre está en el campo, tira mucho de mí; yo creo que no quiere que me pierda en esta capital tan pervertida. -Rió con estrépito y sacudió la cabeza.

Era un joven de unos veinte años de edad, pequeño, mucho más pequeño de lo que me parecía que había sido su padre, pero bien proporcionado y ciertamente guapo, probablemente como su padre o, tal vez, como su madre. Las mexicanas tienen bien ganada fama de belleza.

– ¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó.

– Pues la verdad es que no sé si podrás ayudarme. Trato de encontrar papeles privados de tu abuela María y de tu tía abuela Ramona. No estoy muy seguro de lo que quiero hacer con ellos, pero si hay cosas interesantes, podría escribir algo sobre la parte mexicana de la familia. Y supongo que también sobre tu padre y, claro, sobre el tío Adolfo. Ya te imaginas que no quiero las cosas que han salido en las biografías oficiales…

Levantó una mano e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Difícil lo tienes, me parece. Bueno -añadió con un deje muy mexicano-, los papeles de Adolfo Anglés están todos en la universidad en el legado que hizo. Pero no te servirían de nada desde el punto de vista… digamos familiar. Alguna cosa habrá, pero me parece que, al final de su vida, sobre todo después de enviudar de la tía Alicia, le entró una especie de furia destructora: lo rompía todo, hasta poesías suyas inéditas, hasta obras de teatro, todo. Decía que nada valía. Hay un investigador de la universidad que lleva años buscando rastros de su correspondencia y de su obra sin encontrar gran cosa. Anda verdaderamente desesperado.

– Vaya por Dios -dije.

– Pero sí hay un baulito con cosas que quedaron a la muerte de la tía Ramona. Es poco, seguro, porque recuerdo que mi padre, antes de clausurar el apartamento de Ramona y Armando y venderlo, pasó días allí con mamá tirando cosas inútiles, chucherías, álbumes foto-gráficos y seleccionando otras, muebles y cuadros, de no mucho valor, bien es cierto, que luego liquidó a unos anticuarios. Hizo bien porque el dinero ha servido para que el tío Armando esté ahora bien atendido, ¿no es cierto? Pero sí queda el baulito. Si no estoy equivocado, debe andar por algún lugar de la estancia en León. Hagamos una cosa -añadió de repente-, ¿por qué no te vienes conmigo a pasar la noche en León, a saludar a mi madre y vemos si somos capaces de encontrar el baulito de la tía Ramona?

– Hombre, no quisiera molestar…

– ¿Molestar? ¿De cuándo a acá Javier de Soler y Anglés va a estorbar en la casa de Carlos Mata? ¡Está hecho! ¿En qué hotel te alojas?

– En el Century.

– Ah, pues ahorita nos vamos para allá, recoges lo que necesites para los días que quieras quedarte… ¡no! Mejor: cierras la cuenta, te vienes a León y, cuando quieras irte, te llevamos al aeropuerto y se acabó el problema, ¿no?

– Bueno, en realidad, pensaba irme mañana o pasado… -improvisé, considerando que si lo único que podía servirme de algo era un «baulito» con unas cuantas cosas dentro, poco tiempo me tomaría examinar su contenido.

– Pues ándele, el mecánico te lleva al avión. ¿Qué problemas tienes? Mi madre no me perdonaría haberte dejado escapar. Ha leído todas tus novelas, es una fan… Ándele, vamos.

Doña Rosa, a la que todos llamaban Linda, había sido una hermosa mujer y no dejaba duda sobre la ascendencia de Porfirio: él era su viva estampa. Tenía sus mismos ojos verdes, la misma forma de nariz recta y fina y exactamente las mismas orejas, pequeñas y pegadas al cráneo. Por si cupiera alguna duda, en el gran salón de la estancia de León, encima de la enorme chimenea rústica, colgaba un espléndido retrato de tamaño natural de Carlos Mata, vestido de torero y con la montera en la mano; su hijo no podía parecerse menos a él.

No me hizo falta mirar la firma para saber quién era el autor del cuadro: Daniel Quintero. Como siempre, Quintero había captado la esencia del personaje en sus ojos, en la tristeza infinita de una mirada pardusca que tenía fija la vista en el pintor y que iba mucho más allá del instante en que había sido retratada. No me pareció que hubiera miedo en aquellos ojos, ni timidez; había nostalgia, una nostalgia inacabable. Era un retrato de rara gracia y me quedé un momento inmóvil contemplándolo.

– Ése era Carlos -dijo Linda, levantándose sin esfuerzo del sillón en el que estaba sentada-. Era así… Guapo y dolorido. ¿Cómo estás, Javier? ¡Cuánto gusto me da que vengas a la Morucha!

Me sorprendió que fuera una mujer tan pequeña, pero había tal armonía en sus proporciones, tanta delicadeza en la estructura de su físico, que en seguida hacía que se olvidara su estatura.

Me acerqué a besarle la mano. Ella se dejó hacer y, luego, asiéndome por los brazos, se puso de puntillas y me dio un beso en cada mejilla.

– Bien venido -añadió.

– Estoy encantado de estar aquí -dije-. Sólo espero no ser molestia para vosotros.

– ¡Molestia! ¿Javier de Soler molestia en esta casa? -Rió una risa muy cantarína.

– Ya le dije, mami -interrumpió Porfirio-, pero ya sabes cómo son estos gachupines, que siempre andan de ceremonia.

No me fue difícil encontrarme cómodo entre gente tan acogedora. La tarde pasó en un santiamén y la cena, «espero que te gusten las enchiladas y el guacamole, mi niño», fue espléndida; el vino, joven y un poco especioso, era producto de aquella misma tierra. Toda la estancia era como las que salen en las películas cuando Hollywood se dedica a imaginar una finca de millonarios en México. No quiero decir que fuera de mal gusto; era simplemente gigantesca, con baldosas de terracota, enormes espacios abiertos, terrazas recubiertas de buganvilla y macizos enteros de flores tropicales. Había palmeras que daban sombra a una gran piscina en forma de riñón y las habitaciones de dormir todas se abrían sobre un patio luminoso y sombreado a la vez. Linda no sólo era una estupenda anfitriona, era una mujer llena de delicadeza y buen gusto.

Hablamos de Carlos, «quién lo iba a decir, ¿verdad?, todas las tardes jugándose la vida en la plaza frente al toro, en los tentaderos, a caballo, y acaba matándose en un tonto accidente de automóvil contra un borracho que venía por el lado contrario de la carretera».

– Lo siento -dije.

Linda se encogió de hombros.

– Así es. -Bajó la mirada y se alisó la falda con ambas manos-. Hace apenas dos años y todavía me parece que lo voy a ver entrar con los zahones puestos, todo sudoroso y reclamando la comida. -Sonrió-. Era un terremoto… -Se quedó en silencio por un instante y luego añadió-: Sí, un terremoto… ¿triste? No. Triste, no. Melancólico, eso es. -Sonrió de nuevo.

Abrí las manos con las palmas hacia arriba, como si todo aquello fuera culpa mía. Y entonces Linda rió.

– No. No. No pasa nada. Es así, la vida es así… Pero aún lo echo de menos todos los días un ratito, pues. Fuimos muy felices.

Fue una velada pacífica, llena de encanto y de nostalgia. Un bálsamo para mí, para mi maltrecho corazón, para mi desasosiego. Y la recordaré siempre como un incongruente remanso de paz en el torbellino de cosas que siguieron y por quienes fuimos sus protagonistas.

X

Encontré la carta nada más empezar a revolver en las escasas pertenencias del baulito que había encontrado en mi habitación cuando, bien trada ya la noche, nos retiramos todos a dormir. «Toma lo que quieras de él y te lo llevas sí sirve de algo», me había dicho Linda. No había gran cosa: un chal de seda blanca, un bellísimo mantón de Manila, algunas medallas de plata, un pequeño estuche con un anillo de oro trenzado muy sencillo, un libro de poesías, de los tenidos por menores, de Adolfo Anglés, Cosas de la Mar, sujeto con una goma porque la portada, hecha de papel de tina, se había desprendido y el lomo ya no existía, quedando al aire los cuadernillos apenas sujetos por un resto de hilos. Me apreció que se trataba, sobre todo de objetos de Armando y de Ramona que habían tenido más que ver con el propio Carlos y el mundo del toro que con ellos mismos o con sus vidas.

Y la carta.

El sobre llevaba sellos matados con un membrete del que sólo eran legibles el origen, Vigo, y el año de expedición, 1952. con letra picuda y muy femenina, de colegio de monjas, África había escrito Sra. Dña. Ramona Anglés de Leontieff, y debajo, una calle y un número que no me servían de nada, seguido de Lomas de Chapultepec, México D.F. No había remite.

El papel tenía membrete del Ciudad de Cádiz, y las páginas que evidentemente habían sido de color vainilla, con el paso de los años habían amarilleado aún más y la tinta se había vuelto morada.

A.M.D.G.

23 de abril, 1952

Queridísima Tía Ramona:

Acabamos de zapar de Veracruz y todavía me parece estar viéndote en el muelle junto con el Tío Armando saludando con el pañuelo. He llorado tanto que no sé ni cómo soy capaz de escribiros esta carta que es también para el Tío Adolfo. Decidle que me perdone por no escribirle por separado, pero creo que apenas tengo fuerzas suficientes para poneros estas líneas. ¡Estoy tan triste! Estos años pasado junto a vosotros han sido los más felices de mi vida. A veces, el deber se hace muy cuesta arriba y volver a Madrid ahora es muy duro. La única alegría será poder volver a abrazar a Martita, a la que sabes he hechado tanto de menos, pero ¡me hubiera gustado tanto más hacerla venir a Méjico a vivir con nosotros!

Bueno, claro, quiero decir que a todos los demás también los he hechado de menos, a papá y a mamá, a las hermanas y a los sobrinos, pero también querría pasar unos meses en Madrid y luego volver con vosotros. En estos años os habéis convertido en mi verdadera familia, claro que además de la de Madrid. Quiero decir que no os conocía verdaderamente y que de pronto os quiero muchísimo.

Pero así es la vida. Está hecha de obligaciones y de sacrificios y sé que ahora me corresponde hacerme responsable de mis cosas, de mi vida, de mi hija y de mis deberes como hija. ¡Si aún me hubiera podido hacer una fortunita allá, a lo mejor habría podido compensar a todos, hacerlos venir a Méjico para que también ellos fueran felices allá!

Te lo dije muchas veces, Tía Ramona: soy demasiado feliz aquí y eso no puede ser. Soy una mujer casada aunque mi marido me dejara tirada en el hospital cuando estaba teniendo a Martita. Y ahora me toca pagar por esa felicidad. No como castigo, claro, porque no sabría de qué castigo se trata, sino porque las deudas hay que pagarlas.

Y, aunque me dijeras que no, yo tengo una deuda muy grande con mis padres. Tú decías que no, que yo no les debía nada, que ellos me habían puesto en el mundo y que mi vida era mi vida. Pero según papá, los hijos tienen obligaciones para con sus padres, especialmente sí, habiéndoseles arruinado la vida propia, como por ejemplo por haberles abandonado el marido, no les queda muchas otras cosas «decentes» que hacer.

Tiene razón papá, aunque mi corazón me diga que no. Yo ya he vivido mi vida y ahora me toca educar a Martita y prepararme para cuidar de mis padres cuando les sobrevenga la vejez. Por eso vuelvo a Madrid. Por eso tuve que decidir regresar cuando papá me escribió mandándome que lo hiciera. ¡Es papá! ¿Cómo voy a desobedecerle?

Pero los años pasados han sido maravillosos. Con vosotros que sois tan generosos, con el Tío Adolfo, tan bueno, tan simpático y tan gruñón. Siempre me decía que la virtud y la belleza son malas compañeras. Yo creo que lo decía por tomarme el pelo, ¿Verdad?

¿Y Carlos?¿Cómo lo olvidaré, cómo olvidar las corridas de toros, las tardes de merienda en la Morucha, los paseos a caballo, con el miedo que me daban?

Os escribiré mucho para que no me olvidéis. Pero vosotros tenéis que escribirme a mí también mucho para recordarme lo feliz que fui, las vacaciones en Acapulco, los pretendientes tan pomposos que me asediaban, ¡qué tontos!

No puedo seguir más porque no puedo parar de llorar y se me nubla la vista.

¡Adiós, adiós, os quiero tanto! Y a ti, Tía, un millón de besos y cariños igual que a todos de vuestra

África

que os adora

XI

Martita puso cara de completa sorpresa cuando, apenas tres días después de marcharme a mi catártico viaje de recuperación sentimental, me vio entrar en mi apartamento neoyorquino de la calle 50 con el río. Aunque el piso es mío, lo compartíamos en las temporadas en las que las obligaciones de su banco la forzaban a viajar a Estados Unidos.

– ¡Anda! ¿Y qué haces tú aquí? -me preguntó-. ¿No andabas por ahí quitándote el muermo?

– Sí, pero he vuelto.

– ¿Por qué? -Sonrió-. ¿Ya se te ha quitado el muermo?

– No seas boba. Me fui a México y -me encogí de hombros- llevaba la idea de irme a Yucatán o a Cancún o a Cozumel, qué sé yo, a pasarme un par de semanas sin pensar en nada. Pero luego, cuando estaba en México ciudad fui a visitar a un amigo, un hombre ya muy mayor al que siempre veo allá, José Urbieta, ya sabes, un viejo exiliado de Franco que lleva mil años enseñando filosofía en la universidad. El caso es que -de pronto me di cuenta de que no había soltado aún la maleta y la dejé en el suelo- hablamos de todo un poco, como siempre, y de unas cosas a otras fuimos pasando hasta caer en la familia de México. Ya sabes, Adolfo Anglés, la tía Ramona, la tía María, Armando, Carlos Mata… todos ellos…

– ¿Y cómo te da por ahí ahora? -dijo Martita frunciendo el ceño-. Si nunca lo has hecho antes, ¿no?

Se acercó a mí, me dio un beso en la mejilla y dijo: «hola». Luego se inclinó, cogió la maleta y con ella en la mano fue hacia mi habitación. Cuando estaba en Nueva York, siempre me deshacía la maleta al regreso de mis viajes; era una especie de costumbre doméstica, casi matrimonial. La puso sobre la cama.

– Nunca te ha interesado mucho aquella gente. -Se enderezó, pensativa-. A mí tampoco, la verdad. No me parece que se portaran tan bien con mamá. -Me miró.

– Ya -contesté-. Urbieta me dijo que Armando aún vivía y que seguro que le gustaría que le visitara. Fui a verlo. -Me di cuenta de que estaba hablando muy de prisa e hice un esfuerzo por relajarme y bajar el ritmo, no me lo fuera a notar Martita-. Y está fatal, completamente senil Nada. Allí lo tenían, debajo de un árbol, vegetando. Pobre hombre. Lo único que me dijo cuando nos oyó hablar al médico y a mí fue «Ramona», un quejido en voz muy baja y luego se puso a llorar.

– Me parece que debe tener muchísimos años, ¿no? Ochenta y tantos, por lo menos.

– Pues, por ahí, sí. En fin, luego llamé al hijo de Carlos, Porfirio. Estuvo simpático. Me invitó a la finca que tienen en León. No tenía ni idea, pero por lo visto la había comprado Carlos y ya en vida de él hacían vino y criaban reses bravas. Allí vive la viuda, Linda. Oye, qué bárbara, a sus años, no sé cuántos tendrá… los de tu madre supongo, está guapísima. Pasé la noche…

– Con los sinvergüenza que eres, no me extrañaría que la pasaras en su cama -dijo Martita, riendo. Abrió los cierres de la maleta.

– Qué tonterías dices. Pues no. Pasé la noche en mi cuarto revisando el contenido de un baúl que me dejaron y que contenía las pocas cosas que Carlos había decidido guardar de la tía Ramona cuando se murió. Lo que no tiraron, lo vendieron para pagar el hospital en el que está ahora Armando. Supuse que en el baúl encontraría algún álbum de fotos, ya sabes, entradas para los toros, estampas de primera comunión, cosas así. Pero Carlos había hecho una verdadera escabechina y no quedaba casi nada.

Martita levantó de un empujón la tapa de la maleta.

– Entre otras cosas -añadí, señalando el sobre, que era lo primero que se veía cuidadosamente colocado sobre la ropa-, esa carta. Cógela, anda ¿Sabes lo que es? La carta que tu madre escribió a la tía Ramona desde el barco cuando volvía a España en 1952. Pero cógela, mujer.

Muy despacio, Martita alargó la mano y tomó el sobre. Levantó la vista para mirarme directamente a los ojos. Carraspeó. «¿Qué dice?», preguntó luego en voz baja y con tono precavido. Era como si se le hubiera aparecido un fantasma: había palidecido y parecía que le desfilaba la vida por delante con todas las incertidumbres padecidas, los miedos al abandono, los complejos, la inseguridad que siempre había sufrido y que nadie, casi ni siquiera yo, había sido capaz de adivinarle, de tan escondida como la llevaba tras su fachada de cuidadosa y elaborada dureza. Me pareció que Martita esperaba, temía, encontrar en esas páginas la respuesta a todas las dudas que siempre había tenido sobre el amor de su madre. ¿Pobre Marta!

– Nada especial, no dice nada especial. Sólo que está triste de volver a España… y que de lo único que se alegra es de volverte a ver. ¡Pero léela, boba!

Extrajo las tres cuartillas del sobre y empezó a leerlas. En seguida se detuvo y volvió a empezar desde arriba. Se le escapó una breve sonrisa ante la advocación de la cruz del encabezamiento seguida de las siglas del Ad maiorem Dei gloriam. Eso le hice perder concentración y se detuvo de nuevo, giró sobre sí misma y se sentó encima de mi cama.

Tardó mucho en leer la carta, pero no se cansó de ella y, cuando la hubo terminado, la releyó dos veces más. Finalmente, apartó la mano que la sostenía, la apoyó sobre la colcha y dejó que las cuartillas se desparramaran sobre la cama. Le resbalaban dos lagrimones por las mejillas: era una de las escasísimas ocasiones en que la había visto llorar en toda su vida.

– ¡Pobre mi África! -exclamó-. ¡Cuánto ha sufrido esa mujer!

– Ay, si -dije. Debí de emplear tal tono de tristeza que Martita levantó bruscamente la cabeza para mirarme.

– ¿Y tú qué sabes? -preguntó secamente. Se pasó con violencia el dorso de la mano por las mejillas (¡qué diferencia con el gesto suave y terriblemente desesperado de su madre cuando unos días antes en el jardín de Las Rozas se había borrado de la cara dos lágrimas mucho más profundas y desgarradas!)-. ¿Qué sabes tú de mi madre que no sepa yo?

– Eh, eh -exclamé levantando una mano en señal de paz-, eh, que no he dicho nada, Marta. ¡Cómo te pones de susceptible, chica! Sólo te digo que estoy de acuerdo en que tu pobre padre lo ha pasado fatal en la vida y que no ha tenido suerte.

Martita me miraba sin decir nada. Palpando a ciegas con la mano derecha, recogió las cuartillas de la carta y las llevó a su regazo.

Nunca he sabido explicarme los mecanismos mediante los cuales era capaz de adivinarme las intenciones y los humores. Puede que por haber vivido con casi absoluta intimidad conmigo durante más de treinta años, tuviera respecto de mí las intuiciones, el olfato de los hermanos gemelos. No lo sé. Pero su percepción era siempre inmediata y certera: cuando estaba yo presente, su instinto la avisaba infaliblemente de los desajustes en las vibraciones de su entorno. No sé como describirlo de otro modo, porque se trataba sin duda de una cualidad psíquica y, si no me diera pudor reconocerlo, hasta extrasensorial. (Lo pondré en voz baja, así, al final de un párrafo, para que no se note.)

Y ahora, de pronto, parecía haber comprendido que alguna pieza de nuestra historia encajaba mal en este rompecabezas de amores.

Estaba celosa.

Solamente eso: se había puesto celosa y le irritaba ceder a un sentimiento irracional de cuya causa no estaba segura. Estoy convencido de que no sabía si debía enrabietarse porque yo hubiera podido establecer con su madre mayor intimidad que ella; o si, por el contrario, porque mi querer por África fuera más refinado, más sensible que el suyo; o si simplemente porque yo quería más a la madre que a la hija. En cualquiera de los casos, Martita parecía creer repentinamente que estaba perdiendo conmigo una batalla respecto de una persona que era más suya que mía y por cuyo amor, por consiguiente, no tenía por qué competir. Eran complejos absurdos, claro, o al menos así me lo parecía, y me pregunto si todo ello no sería el resultado de años de comprimir su querer, de disimularlo, para evitar que le fuera rechazado y tuviera que pagar algún precio horrible por ello.

En aquel momento me hubiera gustado tener la sangre fría que siempre se admira en los británicos para resolver el asunto con naturalidad o posiblemente con indiferencia fingida. Pero la explosión de Martita me pilló completamente por sorpresa. Se preguntaba, me preguntaba, qué sabía yo de su madre que no supiera ella. Sin embargo, con ser enormemente grave la pregunta y mucho la respuesta, agradecí al cielo estarme librando de que inquiriera lo obvio (creo que porque no se le ocurría), a saber: cuánto ignoraba ella de los sentimientos de su madre o, peor aún, de los míos hacia África.

Pero me tenía que estar viendo en la cara. Y repitió su pregunta con más violencia aún:

– ¿Qué sabes tú de mi madre que yo no sepa?

La insistencia fue un dardo absolutamente certero: me llegó tan directamente al centro de todas mis coordenadas sentimentales que, durante segundos, fui incapaz de articular sonido alguno. Y me pareció que mi silencio sorprendido me delataba más que un millón de palabras.

Alargué la mano y cogí el sobre de encima de la cama, como si hubiera querido sopesarlo y adivinar qué clase de material explosivo contenía. Le di la vuelta, lo miré detenidamente y dije:

– Anda, ven, vamos al salón. Vamos a hablar un poco, anda.

Me di la vuelta y eché a andar. Martita se incorporó y me siguió sin proferir palabra.

Cuando llegamos a la sala me giré en redondo. Martita estaba pálida y jadeaba un poco.

– Me da la impresión de que hay algo desenfocado en esta conversación nuestra -dije-. ¿Por qué? ¿Qué crees que pasa? ¿A qué viene esta explosión tuya de ira?

– No lo sé, Javirín -dijo-. No lo sé -repitió gritando-. ¡Dímelo tú!

– Pues eso. He vuelto de México y he traído una carta escrita por tu madre hace décadas a la tía Ramona. Un recuerdo que me entregó el hijo de Carlos Mata, de entre las pocas cosas familiares que quedaban por allí…

– ¿Un recuerdo? ¿Eso es lo que fuiste a buscar allí? ¿Un recuerdo? ¿Qué clase de recuerdo?

– No te entiendo. -Abrí las manos con las palmas hacia arriba-. Te traigo un objeto de tu madre que debe ponerte contenta y me montas un lío como si hubiera asesinado a alguien. No te entiendo, Martita. -Me senté en mi butaca favorita al otro lado de la mesa de café y levanté mi cara hacia ella. Pensé que era afortunado no haberle dicho que en mi cartera de mano me había traído también el anillo de oro trenzado: Porfirio me había dicho que había sido de África y que, según parecía, se lo había dejado olvidado en México al regresar a España. Es más, tenía toda la intención de quedarme con él y si Martita llegaba a enterarse, tal como iban las cosas, me mataría-. Mira, puestos a decir las cosas con precisión, esa carta ni es tuya ni es mía. Es sencillamente propiedad de tu madre y a tu madre debe ser devuelta, ¿no?

– No, rico. ¡Nada de lo que atañe a mi madre es asunto en el que puedas intervenir! A ver si te enteras de que ella no es tu madre, sino la mía. Yo decidiré lo que hago con la carta.

Estábamos metiéndonos en una discusión que llevaba todas las trazas de convertirse en algo completamente pueril.

– Muy bien, muy bien -dije con irritación-, muy bien, haz lo que te dé la gana. A mí, como si decides quemarla o comértela.

– Huy, el señorito se está ofendiendo. Pues ¿sabes lo que te digo? El que se pica, ajos come. Y, mira, si quieres te pido perdón por haberte ofendido. Mira: ¡perdón por haberte ofendido! -gritó inclinándose hacia delante y apoyando sus manos en la mesa.

Tuvo que inclinarse mucho porque la mesa era un antiguo camastro camboyano de fumador de opio recubierto de bambú aplastado y esos muebles son muy bajos. Menos mal que me había ido a sentar en diagonal a Martita, pensé, poniendo entre ella y yo la distancia que imponía la mesa.

Levanté una mano:

– No chilles. Es desagradable y te estropea el tono de voz.

– ¡No me vengas con sarcasmos!, ¿eh?

– Vale, perdona, vale. ¿Pero de qué estamos hablando? No te quiero disculpar porque te dediques a ofenderme gratuitamente… -Como puerilidad debía de ser una de las frases ganadoras del campeonato del mundo.

– ¡Ya te he pedido perdón por eso! Y además me importa una higa que te ofenda, que te siente mal, que sufras o que estorbe tu sentido de la intimidad y de lo que es propio y correcto.

La miré fijamente y, por primera vez en mi vida, la vi completamente descompuesta, perdido todo control sobre sí misma, ella que siempre mantenía la calma, que tenía a gala ser un témpano. Ahora tenía la frente y los pómulos enrojecidos y todo el entorno de su boca blanco. Sus brazos, apoyados duramente sobre la madera, le temblaban de pura violencia.

– De modo que ¿sabes lo que te digo? -continuó-, que los únicos sentimientos heridos que me importan son los míos. Los tuyos me traen al fresco. Aquí lo único que importa es el resultado, esta carta -la tiró con violencia sobre la mesa y las cuartillas se deslizaron por la superficie pulida hasta que chocaron contra un cenicero de plata-, por qué está aquí, por qué la has traído, qué pretendías hacer con ella si yo no la hubiera descubierto al deshacerte la maleta… Dime, dime, ¿con qué derecho me la ocultabas?

– ¡Con ninguno, Marta, me cago en la mar! ¡Pero no entiendo nada! ¿De qué me estás hablando? Te la he enseñado yo. Esto es una discusión de locos ¿Crees que si me hubiera interesado escondértela, la habría dejado vagando por ahí, para que fuera la primera cosa que vieras? ¡Pero caramba, Marta, Dios mío! La has leído, ¿no? ¿Y qué dice que no puedas…?

Martita me apuntó con un dedo.

– No, no. No es lo que dice. Ah no. ¡Es el recuerdo! ¿A qué sí?

– ¡No desvarío! No digas idioteces: no es que tengas recuerdos de haber estado allí en otra época de tu vida; ¡qué idiotez! ES que te has traído un recuerdo que te importaba, algo para ti ¡Lo sé! ¿Lo sé! -gritó con tal pasión que hubo un momento en que pensé que saltaría por encima de la mesa para agredirme o que había adivinado que en mi cartera de mano estaba el anillo-. Tú, el gran intelectual, tú, el sensible, crees tener más derecho que yo a las cosas de mi madre porque crees que la quieres más que yo, que le haces más caso o… o… o que la tratas con más dulzura. No te has visto la mirada cuando he tirado la carta sobre la mesa. ¡Te he visto la mirada! ¿Te enteras? Y si no ¿qué habías ido a hacer a México? -Hizo un gesto con la mano de derecha a izquierda como si quisiera cortar el aire y zanjarme cualquier argumento-. Bueno, me da igual ¿Y sabes de qué era la mirada? Era la misma que cuando te bajaste del avión el otro día al llegar de Madrid. El mismo dolor. ¿O crees que soy tonta?

– Martita… -dije con tono apaciguador.

– No me «martites» a mí como si fuera una loca que está de los nervios y a la que hay que tranquilizar antes de que ele dé una lipotimia.

«No hago nada de eso… -Levanté una mano en señal de paz y para pedir que no me interrumpiera más.

– ¿Que no? Estás viendo a ver cómo te sales de ésta.

Se empujó hacia arriba despegando las manos de la mesa y, sin mirar atrás, se sentó de un golpe en la butaca que estaba frente a mí. Respiraba con profundidad, con mucha fuerza por la nariz, y era hasta penoso el evidente esfuerzo que hacía para controlarse.

– No estoy viendo cómo me salgo de nada, Marta. Porque, a ver si te enteras, no tengo nada de qué salirme.

Señaló la carta de su madre que seguía encima de la mesa, detenida por el cenicero.

– De eso, Javier. Salte de eso.

– Bueno. Me niego a estar aquí sometido a un interrogatorio kafkaiano…

– Es kafkiano porque la situación lo es…

– … como si hubiera cometido un crimen, cuya naturaleza se me escapa. ¡Espera, no me interrumpas más, caramba!

Hubo un largo momento de absoluto silencio. Martita me miraba fijo a los ojos. Pero no me estaba sopesando la sinceridad o la mentira. Me miraba fijo porque no había cambiado nada su diagnóstico y pensaba (con toda la razón del mundo) que yo estaba mintiendo y buscando excusas.

– Claro -dijo-, y te entregan la carta de mama y en lugar de seguir viaje e irte al Yucatán para descansar como querías, te vuelves corriendo a Nueva York para que yo no me lo pierda ni un momento de la emoción que me va a producir leer una carta de hace veinticinco años. No te lo crees ni tú.

Se cruzó de brazos para indicar que su acusación era concluyente y que no admitía pruebas en contrario.

– ¿Pero por qué me niegas el derecho a los sentimientos? -grité por fin-. ¿Por qué? He vuelto a Nueva York, si señora, a traer esta carta, a hablarte del dolor que me produce la situación de tu madre, a decirte que me parece injusta y que tengo tanto derecho como tú a intentar resolverle la vida…

– ¡Resuélvesela a tu madre, que de la mía ya me ocupo yo!

– …Mentira! Primero, mi madre no necesita que le resuelvan nada. -Qué horror, Dios mío-. Y segundo, África es casi… no sé… casi más que una madre. Yo qué sé como decirlo.¡Espera!

Levanté una mano para que no volviera a interrumpirme, pero no sirvió de nada.

– ¡No espero! ¿No tenías una novia sin esperanza de cuyas calabazas te tenías que curar? ¿Y ahora ya se te han curado y de lo que te preocupas es de mi madre? ¡Venga!

– No se me ha curado nada, Marta. Oye, no soy tan primario como para que en mi corazón sólo quepa un sentimiento a la vez.

– ¿Tantos años viéndola sufrir y sólo se te ocurre salvarla de la tristeza ahora?

– ¿Y tú?

– ¿Yo? -gritó Martita-, ¿yo? A mí, tu famosa tía África me dejó tirada para irse a México a probar su famosa fortuna…

De pronto se quedó callada: el horror que le habían producido sus propias palabras, salidas desde el fondo de la ponzoña, la enmudeció.

La miré sin decir nada.

Silenciosamente, Martita rompió a llorar, dejando que por las mejillas se le deslizar un río de dolor y de tristeza y de vergüenza.

Me levanté, di la vuelta a la mesa, me acerqué a la silla en la que estaba sentada y le ofrecí mi mano izquierda. Pasó mucho tiempo, pero era la vergüenza.

Finalmente Martita alargó su mano, tomó la mía, se puso de pie y se refugió en mis brazos. Ahora sollozaba, unos sollozos profundos y desgarradores, interminables, tan doloridos que me repercutían en las entrañas.

– Es que nunca me quiso, ¿Sabes? -dijo con la cara escondida en mi hombro-. Nunca me quiso. Te quiso a ti más que a mí. Siempre. Y siempre tuve celos de ti. Ahora tengo celos de ti porque hasta creo que la quieres tú más que yo. ¿Y tú? ¿Por qué no me has querido más a mí que a África? -Fue un reproche muy suave, tan lleno de daño. Oh, Dios mío.

Permanecimos así mucho tiempo, abrazados como dos naúfragos. Y yo quería ignorar lo que me pedía Martita.

La separé un poco de mí y me miró.

– ¿Y tú por qué lloras? -dijo.

Hice un gesto negativo con la cabeza.

Por ella, ¿no? Por ti, por lo que te duele. Siempre me pareció que África nos necesitaba más que tú a mí. ¡Eres tan fuerte!

– ¿Yo? ¿Fuerte? -Rió entre lágrimas.

– Sí, sí que lo eres, sí. -Sonreí-. Que se lo pregunten al presidente de tu banco… Y además volvió de México por ti.

– No -dijo-. Volvió de México porque se lo ordenó el abuelo.

– ¿Y qué más da? El hecho es que la única alegría que se llevó fue de verte. Y no te miento: me lo ha dicho y me lo ha dicho varias veces, además.

– ¿Y ahora qué hacemos?

– No sé. -Sonreí y le di un beso en la punta de la nariz-. Irnos a comer una langosta, supongo, y bebernos una botella del mejor Poully Fumé que haya en el mercado.

Suspiró.

– Me pregunto si es un buen sustitutivo -dijo.

– El mejor, Martita.

Ocurrió a la mañana siguiente.

Martita se había ido tempranísimo a su banco y sonó el teléfono. Era mi madre.

Cuando descolgué y pregunté quién llamaba, no hubo respuesta; sólo, al cabo de un largo momento, un gemido interminable. Me dio un vuelco al corazón.

– ¡Dios mío, mamá! ¿Qué pasa?

– Tu abuelo -dijo por fin-. Es tu abuelo. ¿Ha muerto! -Lo dijo como si se estuviera dando cuenta de ello en aquel preciso instante-. Ha muerto. Oh, Javi, ha muerto.

– Pero, Dios mío, ¿qué ha pasado? -Cerré los ojos. ¿cuántas cosas más?

– Durmiendo. Durmiendo pacíficamente. Le ha dado un infarto esta madrugada y… y… Ni se ha enterado. Así se quedó.

Sollozó durante un buen rato sin parar.

– Cómo lo siento, mamá, Dios mío, cómo lo siento. ¿Cómo está la abuela?

– Pues imagínatelo. No puede ni vivir. Está… está destrozada. No levanta cabeza, no encuentra consuelo. Imagínate… imagínate, Virgen santísima. -Sin parar de llorar. Y luego añadió-: Yo creo que lo que le mató fue la noticia ayer de África.

– ¿Qué?

– ¡Ay, si no os lo hemos dicho! Con tanta cosa…

– Pero ¿qué ha pasado con la tía África?

– Que la tienen que operar mañana.

– ¿Mañana? Pero ¿De qué?

– Tiene un cáncer de ovario.

– ¡Pero bueno, pero bueno! -Y en seguida con toda la angustia del mundo-: ¿Pero cómo está ella? ¿Le duele? ¿Está asustada?

– No le hemos dicho nada… Sólo que es un quiste y que conviene quitarlo a la mayor velocidad posible. Parece ser que lo han pillado a tiempo y que las posibilidades de curación son buenas. Pero, ay Javi, la noticia pudo con el abuelo. Ya sabes que no estaba demasiado bien y…¡ay, Dios mío, qué tristeza!

– Vamos para allá Martita y yo, hoy si podemos. Hay vuelos. Martita querrá estar junto a su madre sin falta. Lo siento, mamá, no sabes cuantísimo lo siento. ¿Cuándo enterráis al abuelo?

– Mañana por la mañana a las diez. Y a África la operan por la tarde.

– Bueno, tomaremos el avión de esta tarde y estaremos ahí mañana a las siete… me parece que llega. Dios del cielo.

¿Qué más puedo decir?

Y así fuimos y enterramos al abuelo y operaron a África y se repuso para poder sufrir un poco más. Y la quimioterapia acabó con su pelo, pero la naturaleza no la iba a dejar afearse y le creció nuevamente la mata de pelo, más lustrosa aún, más como el ala de un cuervo. Y se le agrandaron los ojos malva. Y cuidó como pudo de la abuela hasta que la pobre murió seis meses después de su anciano y fiel compañero. Y la llevamos a Nueva York a pasar temporadas. Y se mudó al pequeño piso de Casado del Alisal.

Y yo dejé tranquilamente de vivir, un poquito aquí, un poquito allá. Escribía cosas sin alma y las vendía como rosquillas. Y así pasaron casi quince años.

Y un día, cuando celebrábamos una de nuestras comidas en familia, en una de mis raras y huidizas visitas a Madrid, la muerte se coló de rondón en casa. Y nos pareció hasta gracioso que África trabucara y se cortara patosamente en un dedo al pelar una patata para hacer la tortilla.

Y así, hasta que la miré, muerta.

XII

Tres días después de la muerte de África, fue depositado en casa de mi madre un voluminoso sobre dirigido a mí. Llevaba el membrete de un conocido despacho de abogados y lo acompañaba una breve carta que decía así:

Muy Señor mío:

El día 30 de junio de 1975, Doña África Anglés me visitó y me entregó el sobre que adjunto. En su presencia, procedí a lacrarlo y sellarlo. A continuación lo deposité en la caja fuerte de este Despacho. Mis instrucciones eran de hacérselo llegar a Usted en caso de fallecimiento de Doña África. En el supuesto de que el fallecimiento de Usted hubiera precedido al de la Señora Anglés, mis instrucciones eran de destruir el sobre y su contenido.

Cumplo de este modo el encargo que se me dio hace ahora 17 años. Lamento el motivo que me obliga a hacerlo y con mi más sentido pésame, se despide de Usted muy atentamente, etc., etc., etc.

UN LARGO RECUERDO

25 de junio de 1975

Chamaquito queridísimo:

Me vas a tener que perdonar porque tú que eres escritor sabes manejar las palabras y las ideas mejor que nadie y yo, que apenas tengo el bachillerato, escribo mal con esta letra picuda de colegio de mojas. De modo que, de antemano, te pido perdón por suponer que una carta mía puedes ser leída, sobre todo por una persona como tú, sin que te dé la risa. Lo único que nadie me podrá negar es que te lo que te voy a poner lleva toda la sinceridad del mundo. Y después de tantos años de vida, he aprendido que los sentimientos, bien o mal expresados, más o menos poéticos, con mejor o peor letra, con mucha o poca cultura, no dejan de ser eso, sentimientos que salen del fondo del alma. Y si mi alma es tan limpia y tan sincera como creo que lo es, mis sentimientos valen lo mismo que los de una reina.

Hace ahora un año ya, más de un año, que tuvimos nuestra última charla en el jardín. La recuerdo como si fuera ahora y son tantas las emociones que todavía me provoca que me asusto. Me asusto de mí misma y de las cosas que he podido llegar a pensar y sentir. Después de aquel día, te volviste a Nueva York y en seguida me dijeron que estaba enferma y que había que operarme de urgencia. Tuve miedo porque, aunque tu madre y el resto de la familia me quisieron esconder lo que de verdad me pasaba, hablé con el médico y me acabó contando que tenía un cáncer en un ovario y que más valía que nos diéramos prisa en quitarlo. Y luego, así, de la noche a la mañana, se murió papá. Yo creo que el corazón nunca se le había acabado de recuperar desde el arrechucho que había tenido en Cádiz y el disgusto de saber lo que me pasaba a mí, le costó la vida a él.

Y luego se murió mamá y yo estaba apenas recuperándome de la operación y del tratamiento de después. Me escondía, no quería que nadie me viera sin pelo, con la cara pálida y desencajada de la quimioterapia, hecha una piltrafa. Bueno, tenía cara de entierro que es lo único que me parece que hemos estado haciendo durante todo este invierno pasado: de luto en luto. Mem iraba en el espejo y me encontraba fea y vieja. Me escondí en Las Rozas y si no tenía más remedio que salir a la calle, me ponía unas famas negras enormes y un pañuelo de Hermés en la cabeza, todo antes que una peluca horrorosa que tu madre me había comprado.

Rogaba al cielo que no vinieras para que no pudieras verme como estaba. Pero, al mismo tiempo, quería que vinieras para poder seguir viéndote y hablando contigo y para que me consolaras. Debes de pensar que estoy loca. Luego, después de los funerales, estuvisteis en Madrid Martita y tú, pero eran visitas muy cortas y como habíamos vendido Las Rozas a toda velocidad y yo me había vuelto a bajar a Madrid, se acabaron nuestras charlas en el jardín, que es a donde quería llegar. Es lo que más me ha faltado en todo este tiempo y estoy segura de que las voy a seguir echando de menos siempre. ¿Por qué dejamos de hablar? Así, de pronto, un día dejamos de contarnos cosas y era como si me estuvieras rehuyendo. Pero, claro, no me atrevía a preguntarte por qué, alguna razón tendrías.

Me ha costado tomar la decisión de escribirla, pero esta carta es como un testamento. Tanto que, cuando la termine, se la entregaré a un notario para que la guarde y te la haga llegar cuando me haya muerto. Así no me podrá dar vergüenza nada de lo que te voy a poner.

¿Qué puede contarte una tía que ya es mayor y que ha tenido una vida más bien anodina y sobre todo triste? ¿Qué te puedo decir que tú no sepas ya de mí? Tú, que eres mi sobrino preferido, más que preferido. Había veces en que te miraba a los ojos y sabía que habías adivinado todo lo que pensaba en ese momento. Todavía se me suben los colores. Por eso será que te has dedicado a escribir, por tu capacidad para calar hondo en las personas.

Cuando empezamos a sentarnos en nuestro banco, chamaquito, yo no era capaz de hablar de nada. Todo me daba vergüenza. Pensaba que te reirías de mí, de mis secretos y de mis historias. Es verdad que, poco a poco, fui tomándote confianza y pude contarte mis cosas, bueno, no todas. Quiero decir, muchas de mis cosas. Me parecía mal no abrirme a ti porque veía que me comprendías, que me guardarías el secreto y que, seguramente, serías capaz de encontrar soluciones a mis problemas o consolarme en las cosas que no tenían remedio. Pero, por mucho que lo intenté, nunca llegué a atreverme del todo a contártelo todo. Yo era mujer y mucho mayor que tú y hacía años que no confiaba secretos a nadie y menos que a nadie, a un hombre. Ya sé que era ridículo, pero eras mi sobrino, eras mucho más joven. Ya ves. Entonces tomé la costumbre de terminar mis charlas contigo a solas. Escribía un diario, cada noche de la tarde en que habíamos hablado, pero un diario dirigido a ti, contándotelo todo. Te contaba lo que no me había atrevido a decirte de viva voz aquel día. No eran pensamientos para ti. Eran para el chamaquito que yo llevaba dentro y estaba seguro de que no los leería nunca nadie. Pero, después del año transcurrido y de todas las cosas que nos han pasado, no veo por qué no vas a saber qué es lo que verdaderamente pensaba. Así, si me muero ahora porque la operación no ha salido bien o porque el cáncer se me reproduce, Dios no lo quiera, tendrás un recuerdo vivo de mí y sabrás que tenía sentimientos y que no era una pavisosa sinsorga como solías llamarme. Ah, no, chamaquito, yo estaba bien viva por dentro.

Claro, sí, hay una parte «misteriosa» de mi vida a la que nunca aludo, de la que nunca he hablado, ni siquiera contigo, que es para todos un misterio bien escondido; mi tiempo de estancia en Méjico. Es un capítulo que nunca he revelado y que no tenía intención de revelar a nadie porque es lo único que tengo mío, absolutamente mío. Es mi trozo de vida personal y si hubiera hablado de él, me lo habrían robado. Lo habrían violado, como violaron todo lo demás, habrían hecho de aquellos años míos propiedad pública de la familia, una cosa de la que se discute, que se critica y se aprueba o rechaza. Y luego se decide lo que hay que hacer. Habrían acabado amargándome mi único bien. Me tiembla un poco el pulso y se me tuerce la letra, pero es de la rabia que me entra al pensarlo. No te preocupes.

No creas: jamás se me habría ocurrido la idea de escribirte esta carta y hacerte llegar mi diario si no hubiera sido por nuestra última conversación. Fue el 3 de junio del año pasado en el jardín. Sí, chamaco, el 3 de junio: me acuerdo como si acabara de pasar hoy. Supongo que tú no.

Siempre me ha parecido que no sólo eras la persona que más me conocía sino la que mejor me entiende y la que más me quiere. La única que verdaderamente me entiende y que tu corazón, siendo tan grande como es, se habrá compadecido del mío. Y entonces, para que no te quede duda, para que sepas de verdad cómo soy por dentro, he decidido hacerte llegar esas explicaciones sobre las cosas de mi vida como las veo y como las he vivido, no como las interpretan los demás. No como las interpretaba el abuelo o tu propia madre o incluso Martita. Siempre he sido una persona dócil (no me hago ilusiones sobre eso) y por eso, en vez de estallar como una bomba en esas comidas de Las Rozas en las que no se hablaba de nada serio y en las que se daba por supuesto que la tía África era una inculta un poco tonta aunque, eso sí, graciosa sobre todo cuando se tomaba un vaso de vino, me reía y me callaba. ¿Nunca te fijaste cómo el abuelo a veces hablaba de mí y de mi vida como si yo no estuviera delante? Así soy de insignificante para todos. ¡Pues no!

Pero tú no eres de los que violas. Alguna vez hay que ser capaz de poner la propia vida en las manos de alguien, pase lo que pase, porque si no, el peso es demasiado. Y el peso de lo que llevo dentro es demasiado para mí. Tengo cincuenta y cuatro años y (te vas a reír) mi capacidad de vivir está intacta, mis ganas de divertirme son las mismas que las que tenía a los diecisiete, mi [aquí hay varias palabras tachadas] sed de amor, eso ¿por qué no de decirlo?, mi sed de amor sigue siendo igual que cuando no amaba o aún no había aprendido a amar. ¿A quién contárselo mejor que a ti, mi pequeño chamaco, al que he visto crecer desde que no levantaba un palmo del suelo hasta convertirse en un hombretón hecho y derecho, con el corazón bien puesto en su sitio?¿Quién mejor que tú, si es a ti a quien se lo debo?

¡Oh, chamaco, te quiero tanto! Te manda el beso más fuerte del mundo tu

África

P.D.: El cuaderno que te adjunto es el que contiene el diario. Me hubiera gustado más que fuera un libro de esos encuadernados en piel con una tira de cuero que se cierra con una llave pequeña de las que llevan al cuello las heroínas de novelas trágicas, pero no tenía dinero y me fue más fácil comprar un cuaderno de colegio. Lo siento. Otro beso fuerte, A.

20 de Mayo de 1973

Querido Javier:

Estás pasando unos días en Madrid. Has venido de Nueva York a darte un paseo por los madriles, dices tú, y a ver toros de San Isidro. Me has invitado a la última corrida de feria y me ha hecho una ilusión bárbara. Mañana iremos. Hace días también íbamos a ir, pero no sé por qué, antes de bajarnos a Madrid (¿sabes? Me había puesto un camisero que sé que te gusta mucho, para parecer más joven y que no te diera vergüenza llegar a la plaza con una antigualla), hacía una tarde maravillosa y me propusiste dar un paseo por el jardín. Había tiempo. Y abajo, cerca de la rocalla, en el banco que hay detrás de los rosales grandes al fondo del jardín, de pronto, no sé por qué, nos sentamos y nos pusimos a charlar. Me preguntaste por mi vida, me preguntaste si no me aburría mucho y luego me dijiste que si no hubieras sido mi sobrino me habrías propuesto escaparnos a París como dos enamorados. Me escandalicé mucho y casi me levanté del banco, pero luego me dio la risa y me dije ¿por qué no tengo derecho a soñar? Y seguí la broma. Además, como era una broma, no comprometía a nada y encima no me obligaba a contarte cosas de mí que no quería contarte, que me daba reparo contarte. ¿Quién eras tú para hacerme preguntas y recibir confidencias mías? ¿Por qué iba yo a querer hacer el ridículo ante ti?

Luego, al día siguiente, volviste a subir a Las Rozas y volvimos a sentarnos en nuestro banco y hablamos un poco más. Bueno, te conté algunas cosas de Canarias y de mi matrimonio. Eran pocas cosas, pero despertaron en mí las ganas de confiar en ti. Y te dije algunas cosas más, sin llegar a hacerte confidencias grandes. Pero me volví a preguntar por qué no iba a tener derecho a soñar. Nunca he soñado. Y entonces decidí empezar este diario para contarte las cosas mías de verdad. No sé lo que acabaré haciendo con él; sólo sé que es mi forma de charlar contigo sin barreras ni tapujos y que lo más probable es que un día lo queme para que desaparezca y no quede ni rastro de él. Igual que yo.

¿Sabes por qué te llamo «chamaquito»? Siempre me has tomado el pelo por cómo se me pegaron muchos dejes mejicanos y éste fue uno de ellos. Es curioso. Lo recuerdo perfectamente: el día que llegaba en tren desde Vigo, ¡hace veintitrés años!, os vi a todos en la estación, allí arremolinados esperándome, y la primera persona a la que distinguí fue a ti. Ya ves lo que son las cosas. Y me pareciste tan espigado y tan rubio, tan guapo a tus doce añetes, que me salió del corazón bautizarte allí mismo como «chamaquito». Mis ocurrencias para poner motes se acaban en seguida. Soy así de tonta. Se me ocurren de uno en uno y muy de tarde en tarde. Sé bien que debería haber pensado en algo para Martita (incluso «chamaquita») antes que para ti, pero fuiste el primero, el primero en el que instintivamente vi consuelo. ¡Y venía tan triste! No lo sabías, claro, pero fue así. Me parece que desde entonces a Martita nunca se le han quitado los celos. Siempre ha creído que te quería más a ti que a ella.

28 de mayo de 1973

Esta tarde te he dicho que nunca he sido feliz. Es una exageración, claro, porque como cualquier persona normal ha tenido momentos de felicidad. Ya sabes, coqueteando en Tenerife, bailando en el Casino, siendo despreocupada de muy jovencita. En Méjico también tuve momentos, incluso largos momentos de felicidad. Pero cuanto más largos eran, más me daba la impresión de que estaba haciendo algo malo, de que estaba pecando y de que debería pagar por ello. Yo no tenía derecho a la felicidad, no sé por qué, pero de eso estaba convencida desde que me casé. O sea, que las veces que fui feliz me entraba un sentimiento de culpa horroroso. Ya sabes que siempre he sido muy religiosa. Pues compensaba mis instantes de felicidad con mucha penitencia, rezando fervorosamente en misa, desgranando un rosario detrás de otro, con lo aburridos que son. Me confesaba mucho y siempre encontraba algo grave de que acusarme. Claro que también encontraba siempre a un cura dispuesto a echarme la regañina y a ponerme centenares de padrenuestros y avemarías como penitencia por mis graves desatinos. ¡Vaya con los desatinos! ¡Si era más inocente que un cubo! ¿Sabes qué durante muchos años, pese a lo coqueta que soy, me dio vergüenza ponerme desnuda en el cuarto de baño? Fíjate que me da vergüenza hasta escribírtelo ahora. Pero, como es mi diario, mi charla con mi chamaquito que nadie conoce, me voy a quitar la vergüenza. Me parecía pecado mirarme yo sola los pechos y pensar que eran bonitos. Y lo eran, ya ves, separados por el caminito real [aquí hay nuevamente algunas palabras tachadas e ilegibles]. Ea, ya está dicho. Para que veas las cosas que es capaz de pensar y de decir tu tía África. Pero entonces creía que todo aquello era tan perverso que me concentré en lo único que me parecía inocente: mi cara. Habrás visto que siempre me la he maquillado con gran cuidado y que también me he ocupado muchísimo de mis manos. Eran, según mi código tan escrupuloso, lo único que podía enseñar de mí.

Me fui a Méjico después de una larga batalla con papá. Él no quería que lo hiciera porque para hacerlo, tenía que dejarme a Martita atrás y a él le parecía que no podía ir una por la vida dejando de cumplir con la obligación. Y mi primera obligación era cuidar de mi hija, sobre todo porque el miserable de mi marido no nos pasaba ni un céntimo. ¡Todo se lo gastaba en francachelas con el abogado de la Rota al que después hacía chantaje! Tenía razón papá, sobre todo porque si yo me iba, quien se tendría que ocupar de mi hija sería él. Y yo no tenía derecho a pedirle una cosa así. Pero al abuelo eso no le importaba; lo que le importaba era que yo fuera una mujer decente, pero no sólo eso, sino que además lo pareciera. Y yo me defendía recordándole que mi primera obligación era el futuro de Martita. No sé para qué repito todo esto si ya te lo he contado de palabra esta tarde. Pero, bueno, así queda escrito. ¡Tengo tanto tiempo!

Y mi argumento fue precisamente ése: como nadie me daba dinero, yo tenía que írmelo a buscar a algún sitio. En España no podía ser porque las mujeres «decentes» no trabajaban por dinero en los años cuarenta; iban a roperos o hacían caridades, ¿pero trabajar? Jamás. Y además, ¿para qué trabajo estaba yo preparada? En cambio, si papá me dejaba irme al extranjero (yo ya pensaba en Méjico por la familia de allá), allí tendría más oportunidades. Su hermana, la tía Ramona, enterada de mis desgracias, me había escrito ofreciéndose a alojarme en su casa y a darme, para empezar, trabajo en una tienda de modas de la que era dueña. Con eso, decía ella, podría hacerme algún dinero para llevarme a Martita allá y empezar una nueva vida o para volver a Madrid y disponer de un capital con el que hacer frente a la educación de la niña y a una vida mía independiente.

Y así fue cómo convencí a papá. Sobre todo, me ayudó mucho un viaje que hizo la tía Ramona a Madrid. Decidió visitar Europa porque hacía mucho tiempo que no cruzaba el charco. Era tan graciosa, un verdadero terremoto. Venía, estaba una semana o diez días y se recorría media Europa. Iba a Roma, a una audiencia general con el Papa, visitaba el museo vaticano, se acercaba a Pisa para ver la torre inclinada, hacía noche en Venecia y de allí iba a París. Se las componía para ir una noche a la ópera y a cenar sola a Maxim's y luego volvía a Madrid. Todo esto lo hacía sin el tío Armando, que es un ruso tranquilo al que horroriza la agitación. Un poco como tu padre, ¿sabes? ¡Era tan graciosa y tan buena! Chaparrita, siempre con tacones muy altos para crecer unos centímetros y un moño redondo muy grande puesto en la coronilla que le añadía algunos centímetros más. Fumaba como un carretero y hablaba rápido, rápido. Se pintaba muchísimo la cara, sobre todo los labios, tanto que dejaba las colillas todas manchadas de rojo y siempre a medio fumar. Y luego, se había depilado tanto las cejas que ya ni le quedaban y se las tenía que dibujar con un cartón redondo que siempre llevaba en el bolso. Creo que ésa fue la razón por la que decidí dejar de depilarme las cejas (entonces las llevábamos muy finas como Greta Garbo), para que no me pasara lo que a la tía Ramona, y por eso las he llevado espesas toda la vida desde entonces.

La tía Ramona era, por encima de todo, generosísima. Tenía dinero, es verdad, pero no le importaba gastarlo a manos llenas en la gente a la que quería. «Chamaquita», me dijo, fue la primera vez que oí la palabra, «agárrese el petate y véngase conmigo a Méjico, que allí le voy a ordenar la vida. La vamos a pasar retebién». Todo esto me lo dijo un día que estábamos a solas, para que no lo oyera nadie, sobre todo papá, no fuera a pensar que yo quería irme de España a disfrutar de la vida sin hacer nada de provecho. «Déjame a mí que organice el pleito con tu padre.» Y tanto dijo, y tanto discutió, que al final, el abuelo cedió y me dio permiso para irme.

Fue una verdadera liberación.

Martita tenía doce años recién cumplidos y habíamos decidido mandarla a un colegio interna para que no me echara de menos a diario. Hablé muy seriamente con ella para explicarle que pronto la haría llamar y para decirle que la echaría de menos más que a mi propia vida, pero que era indispensable que me fuera. Ya sabes cómo es tu prima: no dijo nada, cerró la boca y me miró fijo, fijo para aguantarse las lágrimas. Desde entonces, cada vez que nos hemos peleado no ha dejado de recordarme que me fui sin ella y que la dejé interna en un colegio de monjas como si hubiera sido una huérfana. Le dolió muchísimo mi marcha, pero en el fondo me parece que hasta le vino bien para forjarse ese carácter tan fuerte y tan independiente que tiene. Igual son excusas mías para quitarme la culpa que aún siento. ¿Y cómo podría decirle que, para mí, irme era una forma de recuperar la vida y que me importaba más marcharme que dejarla abandonada?

Nos fuimos para Méjico en un Superconstellation que entonces eran los aviones más modernos que había. Como eran de hélice, sin embargo, antes de llegar había que hacer varias escalas, en Lisboa, en las islas Azores, en Puerto Rico, en La Habana. El viaje era interminable, casi de veinticuatro horas, pero a mí se me hizo cortísimo. Iba como una niña con zapatos nuevos, me iba a Jauja, a la libertad que nunca había tenido. ¡Qué ideas no tendría yo de la libertad! Pero; chamaquito, en 1949, cualquier cosa me parecía preferible a aquel Madrid triste y gris y a la cárcel en la que vivía encerrada con mis padres. De casa a la iglesia y de la iglesia a casa y, algunas tardes de domingo, al cine. ¡Qué vida!

Mientras volábamos (por cierto, yo con un billete pagado por la tía Ramona), no dejaba de mirar al mar inmenso allá abajo y luego escudriñaba hacia adelante para ser la primera en divisar la tierra. «Pareces Cristóbal Colón -dijo la tía-, siempre mirando al frente para descubrir tierra.» La tía hablaba y hablaba sin parar, contándome cosas y cosas y saltando de una historia a otra sin ponerle punto final a la anterior. Lo único que hacía de vez en cuando era añadir como un sonsonete «bueno, chamaquita, ya verás cómo es tu tío Armando» o tu tío Adolfo o tu tía María o Carlos o las pirámides de Teotihuacán o Acapulco. Todo me lo dejaba para luego, así, en suspenso. Yo no podía más de impaciencia.

En el aeropuerto de Méjico nos esperaba el tío Armando. Allí estaba, escondido detrás de las gentes que habían acudido a recibir el vuelo de Madrid (aunque los mejicanos se llevaban muy mal con los españoles, el vuelo de Madrid siempre era el más esperado). Yo no lo conocía, cómo lo iba a conocer si era el tercer marido de la tía Ramona que había enterrado a los dos anteriores y llevaban casados apenas ocho años. Pero era un hombre pequeño, delgado, con los ojos muy claros, como de color miel, el pelo rubio y una perilla a lo Trotski. Se llamaban perillas Trotski, qué quieres que te diga. Las perillas a lo Trotski estaban de moda en Méjico desde que Ramón Mercader lo había asesinado a martillazos unos años antes. En Méjico, los símbolos son muy importantes y a ellos les parecía que todos eran más revolucionarios por hablar bravo del proletariado y dejarse perilla. Todos, menos el tío Armando que había llevado la perilla durante toda su vida y que había tenido que salir corriendo de San Petersburgo en la revolución de 1917.

Y allí estaba en el aeropuerto, con sus modales corteses y su voz suave que aprendí a querer tanto. Siempre hacía las bromas en voz baja y si te pillaba al lado, te reías, y si no, sospechabas que había dicho algo gracioso pero nunca lo repetía aunque se lo pidieras.

– Ay, la pequeña África -me dijo con su sonrisa tan dulce-, Ramona me había hablado mucho de ti, pero no me había dicho suficientemente lo guapa que eres.

Me debí de poner coloradísima de vergüenza, pero me encantó que alguien me considerara guapa con mis ojos y mis rasgos tan achinados como los tenía entonces. Me miraba en el espejo y siempre me parecía que tenía los rasgos demasiado estirados sobre la nariz, pero sabía que el color de mis ojos era muy bonito. De pequeña hubiera querido ser rubia y tener los ojos verdes, ya ves. Luego, con los años, se me pasó el capricho. Y como estoy de confesiones, te diré que sé que he sido guapa y que como soy vanidosa, me encantaba arreglarme, igual que me encanta ahora y, ya en Méjico sin que nadie pudiera verme o me conociera, coquetear con los hombres y que me dijeran piropos.

Ciudad de Méjico me pareció maravillosa. Las calles tan anchas y tan interminables, el cielo tan azul. Cuando llegué no era lo que es ahora que está llena de gente y hay una polución insoportable. Entonces vivirían en ellas dos o tres millones de habitantes solamente. Era un lugar delicioso, lleno de barrios arbolados y de cosas típicas. Las cosas típicas, la pobreza, los indios pelones, el polvo de los barrios extremos, los sombreros y los ponchos, eran, eso, típicas y no molestaban, no eran agresivas como se dice ahora. Te sonará horrible, pero cada cual guardaba su sitio y lo más importante no era el dinero, la hacienda como le dicen ellos, sino que por encima de todo estaba el sentimiento de la honra personal. Era lo único que contaba hasta para el más pobre. Todo iba bien en Méjico hasta que a alguien le parecía que le habían faltado a su honra. Capaz era de sacar su pistola y soltarle dos tiros al otro.

Así era Méjico, lindo y salvaje a la vez. «Méjico lindo y florido», dice la canción. Y qué verdad es. Me fascinó desde el momento en que puse pie en tierra. Puedo ir más lejos, chamaquito, puesto que vamos de sinceridades: estuve allí casi tres años, treinta y cuatro meses para ser exactos y durante treinta y tres de esos treinta y cuatro meses fui una mujer feliz.

Déjame que te diga por qué, ya que vamos de sinceridades, porque si no te lo cuento, reviento. Y además, ¿de qué serviría un diario escrito con toda el alma y para que nadie lo lea si contuviera mentiras?

Por primera vez en mi vida, me enamoré. Perdí la cabeza por un hombre tan completamente que si me lo hubiera pedido, me habría tirado al centro de un volcán, me habría arrancado los ojos para no volver a contemplar otra cosa que su rostro en mi memoria, habría ido andando con él hasta el fin del mundo. Me pidió lo que quiso y se lo di sin pensar en las consecuencias, con absoluto gozo. Y yo nunca tuve que pedirle nada porque supo en cada momento lo que podía hacerme vibrar, lo que me emocionaba, lo que me excitaba, lo que me volvía loca. Fue de una generosidad sin límites con su cuerpo, con sus manos, con sus ojos, con su corazón… Nunca me lo he confesado en voz alta, pero creo que habría renunciado a Martita si él me lo hubiera pedido. Pero era tan sensible, tan delicado, que nunca se le habría pasado por la cabeza pedirme un sacrificio así. Sólo quería hacerme feliz, ¿me entiendes, chamaco? ¿Por primera vez en mi vida, que una persona dedicara la mayor parte de su tiempo a hacerme feliz sin pedir nada a cambio?

Ése es mi terrible secreto, chamaco, ya ves. Tan sencillo, tan poco misterioso. A los veintinueve años de vida, África Anglés, a todos los efectos una solterona casi ajada, se enamoró como una loca de un hombre que aun hoy me parece maravilloso, enterrado como está en mi recuerdo.

Han pasado muchísimos años y el tiempo lo cura todo, hasta los amores perdidos. No habría sido capaz de seguir viviendo, habría tenido que suicidarme si no me hubiera curado, me moriría si además del recuerdo lejano, me siguiera quedando el dolor del corazón. Bueno, se me moriría el cuerpo, porque lo que es el corazón… ése dejó de latir entonces.

¡Ay, Javier, dentro llevo un cementerio desde hace mil años! Desde que se me acabó la vida y me volví para acá. Por eso el resumen que hago de mi existencia es que nunca he llegado a ser verdaderamente, completamente feliz. Siempre había alguna traba, alguna condición, algún plazo. Qué quieres que te diga, las cosas no existen a medias y si no puedo gritar que he sido feliz, es que no lo he sido en realidad. Se me ha ido pasando el dolor con los años, se me han ido olvidando las cosas, me he tranquilizado un poco, pero sigo pensando igual.

15 de septiembre de 1973

Ay, chamaco, hoy me has encontrado triste, cuando en realidad debería haber estado contenta de volverte a ver después del verano. Pero mi tristeza no tenía nada que ver contigo. Como te he dicho, Carlos murió la semana pasada en un accidente de automóvil en Méjico. Nos llamaron, bueno, llamaron a papá, la tía María, para decírnoslo. ¡Es tan triste! ¡Y tan lejano! Pobre Carlos. Yo… Bueno, no quiero hablar de eso. Otro día.

Me has vuelto a preguntar cómo había sido mi vida en Méjico. Y he disimulado para no decirte nada. He puesto cara de tristeza y hemos hablado sólo de ti y de tu veraneo. Al final, me has hecho reír con tus tonterías de la modelo esa de Nueva York y se me ha pasado bastante la pena. Por lo menos la he olvidado durante un rato.

Pero a ti, mi chamaco del diario, te lo cuento porque al hacerlo, puedo revivir muy despacio cada uno de los instantes que me llenaron de… [aquí hay una palabra tachada e ilegible] de… [aquí hay más palabras tachadas] no sé cómo expresarlo, me gustaría tanto ser capaz de escribirlo como tú (he leído cada una de tus novelas, cada uno de tus libros, palabra a palabra). Supongo que la palabra es «dulzura». Los instantes que me llenaron de dulzura, de un calor tan íntimo y tan profundo que no habría podido vivir hasta hoy sin su recuerdo a veces tan vivo que se me eriza la piel de todo el cuerpo.

Aquel primer día de mi llegada, era ya el atardecer, estaba tan excitada que no hubiera podido concebir irme a la cama a descansar, aunque el viaje nos hubiera dejado hechas polvo a las dos, a la tía Ramona y a mí. Una indiecita de pies descalzos me llevó hasta mi habitación y luego me subió las maletas una a una; eran tan pesadas que las llevaba con las dos manos y le pegaban en las rodillas a cada paso.

La casa de los tíos era un chalé situado en lo que se llama las Lomas de Chapultepec, rodeado por un jardín lleno de flores y plantas tropicales, y el cuarto que yo iba a ocupar era más que espacioso después del pequeño cuchitril sin luz y con ventana al patio que yo había tenido hasta entonces en Casado del Alisal. Tenía una terracita que daba al jardín y un baño para mí sola y lo habían pintado todo en tonos de azul. Mi cama era grande, casi como de matrimonio, y el cabecero, de madera pintada de muchos colores, rojos, azules, amarillos, verdes. Había una pequeña biblioteca en un rincón con unos cuantos libros muy manoseados y releídos.

Cuando estaba todavía en el centro de la habitación maravillada y entusiasmada, entró la tía Ramona.

– Qué -me dijo-, ¿cómo te gusta?

Me volví a ella sin poder pronunciar palabra y la abracé con todas mis fuerzas. Desde el umbral de la puerta, el tío Armando dijo muy bajito, con su acento suave y dulce que luego me dijeron que era ruso:

– Me parece que por el abrazo que te está dando, le gusta bastante. -Sonrió y entonces me fui hasta él y también le abracé fuerte, fuerte-. Eh, eh, que me vas a aplastar: los rusos del norte somos muy débiles -añadió riendo-. También me parece que la bella África no se va a meter en la cama aunque esté muerta de sueño. La veo como un manojo de nervios. ¿Por qué no bajamos a la sala a tomarnos un pequeño refrigerio y charlamos un poco?

Me cogió de la mano y tiró de mí para que bajáramos la escalera. Viéndolo tan pequeño y tan delgado, con un aire un poco enfermizo (más enfermizo porque al lado llevábamos al terremoto de su mujer que era de todo menos enfermiza), me dio la impresión de que era una persona muy frágil y le agarré fuerte para que no se cayera rodando por los peldaños. Se detuvo y se volvió hacia mí:

– Débil, pero no tan débil -dijo. Y sonrió otra vez-. Los rusos del norte somos también resistentes.

¡Cómo recuerdo aquel atardecer primero! Ay, chamaquito, si vieras. Me parecía imposible, me parecía un sueño todo.

Bajamos al salón, que era una habitación grande con parqué en el suelo y muchos muebles antiguos, ya sabes, hornacinas, vitrinas, todas de metal dorado y cristal, sillas Luis XV, nada pegaba mucho en aquel chalé. Pero luego me fui enterando de que la tía estaba muy orgullosa de la decoración de su casa y de que los objetos que había en las vitrinas eran de gran valor. Los había de plata repujada mejicana, espuelas, estribos, pequeños sombreros de charro, algunas bandejas hechas a mano, cubiletes, pulseras y collares, cosas así, todas muy valiosas, y de vermeil, que por lo que me contó el tío Armando después, eran de los pocos objetos que pudo salvar de su familia cuando huyó de Rusia. Las dos joyas de toda la colección eran dos huevos de Fabergé: uno era todo de malaquita por dentro y, al abrirse, subía un cisne de platino y brillantes; el otro era un reloj con las manecillas de rubíes y las horas de pequeñas esmeraldas. Sé que no pega nada que te diga todo esto y que es tonto que lo haga, pero es que, durante casi tres años, aquél fue mi entorno de cada día y lo uní tanto a mi felicidad que rara era la vez en que, saliendo o entrando, no me detenía para contemplar la colección, abrir uno de los armaritos, sacar un objeto y remirarlo, sobre todo las dos maravillas de Fabergé. Ñoñerías de niña sentimental seguramente.

El caso es que, al entrar en la sala de la mano del tío Armando, me llevé mi primera gran sorpresa: toda nuestra familia mejicana estaba allí esperándome para darme la bienvenida. Estaban todos. A algunos los recordaba mal porque hacía muchísimos años que no los veía. Por ejemplo, el tío Adolfo, el poeta, y su mujer. En cambio, otros habían venido de vez en cuando a España con los años: la tía María, madre de mi primo Carlos, el propio Carlos, su apoderado y su mozo de estoques. Los conocía de haberlos visto torear (alguna vez que el abuelo me dejaba ir a la plaza de Las Ventas con la tía María, si Carlos estaba haciendo la temporada en España), pero nunca había tenido gran contacto con ellos. Ya sabes que en casa no se veía con muy buenos ojos eso de tener un pariente torero o incluso un tío poeta y, salvo una vez en Cádiz que seguro recordarás porque por tu culpa no pude llegar antes del segundo toro (!), no tuve oportunidad de intimar o de hablar con Carlos. Y en Cádiz los abuelos no tuvieron más remedio que ceder porque la ciudad era pequeña y Carlos había anunciado que allí vivían sus tíos y una prima suya: los gaditanos se habrían escandalizado ante un des-precio entre familiares y hacia un familiar tan famoso además, y papá no tuvo más remedio que ceder.

Pero, en fin, allí estaban todos. Y uno por uno, se me fueron acercando y abrazando con tan cálida bienvenida que se me acabaron saltando las lágrimas. Los hombres llevaban cada uno una flor para dármela y las mujeres me decían todas «hola, chamaquita, qué bueno que estés aquí» o «verás cómo la vamos a pasar».

Carlos estaba, como siempre, guapísimo. Era, ya lo sabes por las fotos que has visto de él, muy alto y moreno, con el pelo rizado. Tenía unos ojos verdes que hacían estragos y una planta muy de torero. Como era así de simpático y de cariñoso conmigo, me agarró de la mano, apartando la del tío Armando y diciéndole que «estás muy viejo ya para andar sujetando a un mango como éste», y me fue presentando a la gente de su cuadrilla. Me parecieron todos unos indiazos como Moctezuma, pero eran callados, muy ceremoniosos y la mar de respetuosos.

Claro que Carlos tenía a quién salir en guapura: su madre, la tía María, que era la más joven de los Anglés, yo creo que no habría cumplido los cincuenta, era de una belleza sin igual. Muchos años después, no sé, a los setenta o setenta y tantos, aún se le paraba la gente por la calle para mirarla. Era alta aunque no espigada, ninguno de los Anglés lo era, sino más bien sólida, pero lo que fascinaba por encima de todo (además de sus pantorrillas) era su cara. La nariz, perfecta, la boca justa y bien dibujada, la frente, alta, el pelo muy rubio (que luego, con los años, se tiñó tan de blanco que casi resultaba azul) y los ojos del verde más increíble que hayas visto jamás. Era, además, muy divertida y ocurrente. De todos los hermanos, era la más frívola, la más ligera, la menos intensa. Y me parece que fue allí mismo cuando decidió tomarme bajo su ala para hacerme de «cicerone» y para lanzarme a la vida social de Méjico.

Pero de todos ellos, el que más me impresionó fue Adolfo Anglés, el poeta. No sabría decirte qué fue lo que más me cautivó. Se parecía mucho a papá, no podía negarse que eran hermanos aunque el tío Adolfo fuera bastante mayor que mi padre. Pero tenía sus mismos ojos azules, las mismas manos anchas y fuertes sólo que cubiertas de manchas de vejez, el mismo físico sólido, menos pelo, porque era calvo y sólo tenía una corona de pelo negro alrededor de la cabeza. Físicamente eran casi iguales. Y, sin embargo, no se parecían en nada. No sé si era la mirada o la sonrisa o la postura del cuerpo o la manera mucho más despachada y menos solemne de hablar y de reír del tío Adolfo, pero había algo que no sabría definir y que los distinguía claramente. Bueno, para empezar, Adolfo era mucho más campechano y de vez en cuando decía unos tacos tremendos, que a mí, poco acostumbrada a las palabrotas que no hubieran sido los insultos que me lanzaba mi marido, me escandalizaban. Decía mucho «¡pero qué carajo!» Llevaba boina y las gafas eran gruesas y de concha. Siempre estaba como abstraído, pensando en sus cosas, pero no era verdad: atendía a todo, seguía las conversaciones y algunas veces las interrumpía para decir «¡no entendéis nada! Sois unos ignorantes». Entonces todo el mundo se quedaba callado mirándole hasta que él, de pronto, soltaba una gran carcajada y preguntaba «¿a que creíais que me había enfadado?» Carlos me contaba que muchas veces, cuando él iba a torear a alguna de las plazas más lejanas de Méjico, a Monterrey, a Chihuahua o a Oaxaca, el tío Adolfo se empeñaba en acompañarle y se subía al coche de torero (ya sabes, esos «haigas» con baca y un botijo encima y los baúles de ropas y capotes) y se sentaba en la parte de atrás con la cuadrilla. Iba en el centro, con un peón a cada lado, y el otro y el mozo de estoques en los traspontines. Carlos se ponía delante al lado del conductor. Durante el viaje, el tío Adolfo hablaba sin parar con los peones y les contaba historias del Quijote o les recitaba poesías. Y luego les preguntaba «¿qué os parece?» y los peones, claro, no sabían qué contestar y miraban a Carlos para que los ayudara. Entonces, el tío levantaba una mano y exclamaba «¡venga, venga!, pelones, que no tenéis ni idea de nada, no merecéis ni estar en el mundo de las gentes de bien, que sois unos analfabetos». Luego, dice Carlos que le miraba y le guiñaba un ojo. El mozo de estoques, que era el más atrevido al parecer, a veces le decía «usted, don Adolfo, es que es personaje de muchas culturas y nosotros somos apenas gentes de pueblo, no nos lo tome a mal». Y entonces el poeta se arrepentía de haber ofendido a aquellas personas tan simples y les decía «¡pero si es broma, hombre!» y todo quedaba en risas.

Pero, sobre todo, el tío Adolfo era un hombre muy dulce que parecía sufrir mucho. Siempre me dijo que estaba lleno de dudas. Dudaba de todo, de su poesía, de Dios, de los motivos que hacían de él una buena persona, de si era siquiera una buena persona, de todo. Le recuerdo en el despacho de su casa, sentado en una butaquita frente a una mesa camilla, rodeado de libros, los había encima de las sillas, apilados en los rincones, amontonados sobre un radiador, colocados verticalmente en las librerías de estantes que llenaban las paredes y a su vez vencidos por el peso de otros libros puestos horizontalmente sobre ellos. Allí pasaba horas mirando al frente, fumando una de sus pipas. De vez en cuando se incorporaba hacia adelante y escribía durante un rato muy largo en las cuartillas que había sobre la tela de la mesa camilla. Tachaba, emborronaba, decía «¡no, no!» para sus adentros, arrugaba la hoja, volvía a empezar. Si pensaba que el poema estaba terminado, levantaba la hoja a la altura de los ojos y lo leía con su voz rasposa y sencilla y se me saltaban las lágrimas. Estuve muchas horas en aquel despacho con él, haciendo como que leía un libro, pero en realidad me conformaba con mirarle, con verle soñar. Debería haberme puesto nerviosa tanta actividad y tanto sufrimiento, tanto tirar papeles y volver a empezar. Pues no. Al contrario, era terriblemente relajante contemplar cómo creaba y yo me dejaba ganar por aquella paz, la primera que había sentido en años, y era feliz.

Bueno, chamaquito, me parece que en aquellos años cualquier cosa me habría hecho feliz. Era bastante fácil, la verdad, viniendo de donde venía.

Su mujer, la tía Alicia, que era grande, no muy agraciada, pero de rasgos muy sensibles y tiernos, con una larga mata de pelo negro y lustroso, entraba silenciosamente de vez en cuando para llevarle un té con unas galletas. «Un orujo, mujer, quiero un orujo», decía él y ella se lo traía al cabo de un momento. Pero el tío Adolfo ni bebía el té, ni mordisqueaba las galletas ni se tomaba el licor de orujo; los dejaba ahí, encima de la mesa camilla, junto al cenicero y al tabaco. Alguna vez alargaba la mano y cogía el vasito del orujo y se lo llevaba a la nariz. Lo olisqueaba y lo volvía a dejar sin probarlo. Alicia, tan discreta, tan delicada, era profesora de filosofía en la Universidad de Méjico y decían que una mujer de mucha inteligencia. Se habían conocido en la residencia de Estudiantes de Madrid mucho antes de la guerra y ya nunca se habían dejado. De vez en cuando en el jardín de su casita cercana a la universidad nacional, en los atardeceres aquellos tan luminosos, se cogían de la mano y estaban así en silencio durante mucho rato. Verlos era como ver a una sola persona con dos cuerpos. ¡Su felicidad, su compenetración me daba tanta envidia! Poco sabía yo al principio de mi estancia en Méjico que, dos años después, Alicia moriría de un cáncer que se la había comido por dentro en unos meses.

Recuerdo aquellos primeros días de mi llegada como un sueño. Todo era fácil, a nada se me decía que no, la indiecita me subía el desayuno a la cama y, cada vez que yo sugería que era hora de que me pusiera a trabajar, me decían, el tío Armando o la tía Ramona o Carlos o, sobre todo, la tía María, que había tiempo, que me tenía que recuperar del viaje, que me tenía que aclimatar a la altura de Méjico y que a nadie le amargaban unas vacaciones, sobre todo a mí que no las había tenido en años.

Escribí dos cartas algo avergonzadas a Madrid: una a mis padres y otra a Martita al internado y en ambas contaba el viaje y el recibimiento y cómo me estaba preparando para empezar a trabajar en la tienda y cuánto echaba de menos Madrid y a mi hija. Unas mentirijillas blancas que no hacían daño a nadie pero que a mí me cargaban de sentimientos de culpa.

Mientras tanto, la tía María me había llevado a las tiendas de modas de la zona rosa, incluyendo la de la tía Ramona, y me había hecho comprar ropa y zapatos y guantes y bolsos para cualquier ocasión; quiso regalarme un dos piezas, pero me negué en redondo, y se conformó con darme dos trajes de baño más modestos. Hasta compró dos trajes de noche, uno blanco y otro negro, muy sencillos pero me parecía que muy escotados. Cuando me los probé, me dio mucha vergüenza y la tía María fue la primera que me dijo, «mira, niña no hay nada como enseñar el principio del caminito real; es la mejor manera de que los hombres sufran y eso es bueno, ándele». Y me regaló toda la ropa sin admitir discusión alguna. Aquella noche, a solas en mi cuarto de baño, me fui poniendo todas las cosas que me habían comprado y me paseé de un lado para otro como si fuera una maniquí. Y después me desnudé entera y me estuve mirando en el espejo de cuerpo entero que había, de frente, de costado, de espaldas volviendo la cabeza para verme bien. Y ¿sabes?, me gusté, me pareció que mi cuerpo era bien bonito; me puse las manos debajo de los pechos y jugué a subirlos para luego dejarlos caer. Y no se caían, no, y tampoco eran como albaricoques como te he dicho esta tarde.

– Prepárese, mijita -me dijo la tía María cuando hubimos terminado de completar mi ajuar, porque ése y no otro era el nombre que merecía tanta compra-, que la semana que viene nos vamos para Acapulco a divertirnos.

No supe cómo decirle que no sabía si mi corazón resistiría más diversión de la que me estaban dando ya entre todos, pero creo que todas las personas tenemos en algún momento vocación de hadas madrinas y ninguno de los Anglés de Méjico habría aceptado que yo quisiera resistirme a ser feliz. Todos querían cuidarme y mimarme. Creo que la tía Ramona les había explicado a todos la clase de vida que había tenido hasta entonces y eso había despertado en ellos un instinto maternal colectivo que les hacía competir para ver quién me daba las mayores satisfacciones.

– Pero, tía Ramona -dije yo-, ¿cuándo voy a empezar a trabajar?

– Bah -me contestó ella-, cuando vuelvas de Acapulco. No te andes preocupando, que la vida es corta.

Aquella noche vino Carlos a cenar y su madre le explicó que nos íbamos a la costa. «¡Qué bien!», dijo él y anunció que también acudiría a Acapulco a pasar un par de días y a «espantarle los moscones a este mango y vigilar a estos pinches mejicanos», especialmente porque unos amigos de la tía María daban una gran fiesta y no iba a permitir que su prima se metiera en la boca del león sin nadie que la defendiera. «Una gachupina así de linda tiene que llegar a una fiesta del brazo de un caballero.»

16 de septiembre de 1973

Has vuelto hoy y me has dicho que porque estar conmigo te relaja y te inspira. Andas buscando cómo resolver el argumento de una nueva novela y dices que pensando en otras cosas, no pensando en lo que tienes que escribir, se te acaba ocurriendo, así, como si lo tuvieras en el fondo de la cabeza. ¡Cómo te envidio! Dices que es la primera historia de amor que vas a escribir y me has contado que acabará siendo algo trágica, pero que estás bloqueado y no sabes muy bien cómo seguir adelante. Hemos estado decidiendo dónde iba a ocurrir la acción. Bueno, lo has estado decidiendo tú, y yo te decía que Madrid me parecía un buen sitio para una tragedia.

Ay, chamaquito, yo te podría dar algunas pistas.

Porque mientras hablábamos, pensaba en mi semana de Acapulco y me tuve que morder los labios para no contártelo todo. Perdóname, Javier, ahora te tengo que pedir perdón porque todo hubiera sido más fácil después del primer momento de confesión, pero no podía. No podía porque me daba vergüenza y al mismo tiempo un pudor horroroso. Tú eres mi consuelo, pero sé que mi vida tiene que ser mi secreto. Pienso que a lo peor es un secreto ridículo que sólo me puedo contar a mí misma para que nadie se ría de mí. ¡Es tan vulgar! Como otras miles de historias, ¿no?

¿Mi semana de Acapulco? Oh, sí, esa semana en Acapulco fue como tocar el cielo.

Hicimos el viaje en uno de los cochazos de Carlos conducido por uno de sus mecánicos. La llegada por carretera a Acapulco es sobrecogedora porque de pronto te asomas desde las colinas a la bahía y es de una belleza indescriptibie. Claro que el frente de playa es un poco como Miami, lleno de hoteles de lujo y de miles de luces. Pero estoy tonta. No sé por qué te cuento esto si tú conoces Acapulco tan bien como yo. Es que, ¿sabes?, me impresionó muchísimo. Cada día, cada minuto de cada día me traía una sensación nueva, diferente y estupenda.

La tía María nos había alojado en el hotel Las Brisas, ese que en lugar de habitaciones tiene bungalows, cada uno con su piscina. Se ve toda la bahía desde lo alto. Es de una belleza sin fin. Cuando me asomé al jardín de mi cabaña no me lo podía creer. Nunca había estado en un sitio más lujoso. Pero es que, además, nadie podía verme disfrutar a solas de este lujo. Me sentía al abrigo de todas las miradas, así, al aire libre. Me di la vuelta para escudriñar todos los rincones y asegurarme de que por ningún sitio podía nadie verme mientras que yo sí veía el mar, las playas allá abajo, los islotes, toda aquella maravilla.

¿Y sabes qué hice? Por primera vez en mi vida hice lo impensable, la mayor de las lujurias: regresé al interior, a mi habitación, y me desnudé entera. Cerré los ojos y luego, recordando los pasos que tenía que dar hasta llegar a la puerta de cristales que se abría sobre la terraza, los fui dando muy despacio hasta que tropecé con el quicio. Abrí los ojos y allí estuve un rato dejando que me acariciara la brisa sin que nada se interpusiera entre mi piel y el aire. Poco faltó para que diera los tres o cuatro pasos que me separaban de la piscina y me tirara a ella desnuda. Pero era demasiado atrevimiento y me refugié corriendo en el cuarto de baño para darme una ducha fría. Cuando terminé, me puse un albornoz y me tumbé sobre la cama para intentar olvidar las sensaciones tan desconocidas y tan turbadoras que me habían asaltado de golpe un momento antes. ¿Ésta era África? ¿La mojigata? ¿Cómo podía estar ocurriéndome una revolución así por dentro?

Al cabo de mucho rato, sonó el teléfono de la mesilla. Era la tía María que quería saber cómo me iba sintiendo en la habitación, si estaba cómoda.

– ¡Oh, tía! Soy la mujer más feliz del mundo -le contesté.

– Pues ándele, mijita, que a las ocho nos viene a buscar Carlos para llevarnos a la fiesta de los Portazgo. Mira, vamos a hacer una cosa: ponte cualquier cosa y nos vemos abajo en la peluquería dentro de cinco minutos. Así te peinan y luego te subes a ponerte el traje largo. Y, si quieres mi opinión, chamaquita, te pones el blanco con los tirantitos y no el negro de palabra de honor porque para llevar ése tienes que estar un poquito más tostadita. Ándele, dése prisa.

Y a las ocho en punto, la tía María dio con los nudillos en la puerta. Yo estaba lista desde hacía un buen rato y me miraba y me remiraba en los espejos para encontrarme los defectos y dudar del moño que me habían hecho en la peluquería y probar a subirme un poco el escote que me parecía escandaloso y ajustarme la falda sobre las caderas e intentar pensar en cómo dar una imagen de aplomo y no volver a alisarme nada… Estaba hecha una pila de nervios.

Abrí la puerta y di un paso hacia atrás. La tía María entró en la habitación y se quedó callada mirándome. Luego dijo en voz baja:

– Chamaquita, estás guapísima. Anda, ven, vamos a bajar, que nos espera Carlos.

El que estaba guapísimo de verdad era Carlos con su smoking blanco y el color tostado de su cara. Nos esperaba al pie de la escalera. Sentadas en los sillones del vestíbulo había varias señoras y todas le miraban arrobadas. La verdad es que, como era muy célebre, tenía fama de donjuán aunque no se le conociera una corte de novias. Me encantó pensar en un segundo que ese señor tan guapo me esperaba a mí y que yo me iba a ir de su brazo. Te vas a reír, pero según bajaba un peldaño tras otro, me sentía como la Cenicienta bajando por la escalera con sus zapatitos de cristal.

Cuando Carlos nos vio llegar, levantó las cejas, dio un silbido y soltó una carcajada.

– Bueno, bueno, bueno -dijo frotándose las manos-, las dos mujeres más guapas de todo Méjico para mí.

Y dándose la vuelta, nos ofreció un brazo a cada una.

El recuerdo que tengo de aquella noche es bastante confuso porque pasaron tantas cosas que no sabría cómo ponerlas en orden. Desde la casa de los Portazgo con su enorme jardín de zacate cuidado, hasta las mesas iluminadas por velas, las cristalerías, los platos, la cena, las mujeres a cuál más guapa y mejor vestida, una gran pista de baile puesta, me dijeron, sobre la piscina, la orquesta nada menos que de Lorenzo González… Me entró un verdadero ataque de angustia. Como la tía María se había quedado retrasada saludando a la anciana matriarca de la familia Portazgo (aquella vieja señora era la que de verdad mandaba en medio Méjico), le dije a Carlos que por Dios no me dejara sola que no sabría qué hacer y él me apretó la mano y me dijo que no me preocupara, que era la más guapa de todas y que iba a triunfar y que tendría a todos los jóvenes y no tan jóvenes de Méjico a mis pies.

– Ya -le contesté-, eso lo dices por tranquilizarme, pero si te alejas diez centímetros de mí, grito.

Y en ese mismo instante en que hacíamos nuestra entrada en el jardín se nos acercó un hombre de unos treinta años muy alto y muy elegante y Carlos sonrió.

– Nuestro anfitrión -me dijo en voz baja.

– Querido Carlos, qué bueno que pudiste venir. -Me miró sonriendo-. Pero mejor que haya podido venir quien sospecho es tu prima.

– Es mi prima, Luis. África Anglés, éste es Luis Portazgo.

– En Méjico, el nombre Anglés es reverenciado. A partir de hoy, unido al suyo, señorita, será respetado como el de una divinidad.

Y me besó la mano. Me pareció que aquello era una cursilada horrorosa, pero ya me había avisado el tío Armando que el modo de hablar de los mejicanos y su galanteo son muy particulares y que no lo tomara demasiado en cuenta. Pero mientras me besaba la mano, miré muy de prisa a Carlos; sonreía y me guiñó un ojo. De todos modos, que me besaran la mano y que me dijeran galanterías me halagó muchísimo y, al mismo tiempo, me puso tan nerviosa que me empezaron a temblar las piernas. Me agarré más fuerte al brazo de Carlos y dije:

– Muchas gracias, don Luis, pero me parece que exagera.

Carlos se puso a reír muy fuerte y dijo:

– Espérame aquí, África, y no te dejes seducir por este sátiro ni llevar a ningún sitio, que voy a saludar a una vieja amiga y vuelvo.

Y desapareció. Me pareció que lo hacía por hacerme una travesura y ponerme en aprietos y tal fue la cara que debí de poner que Portazgo me preguntó:

– ¿Tan mala es la fama que me ha puesto Carlos Mata? No pases cuidado que te llevaré a nuestra mesa y te dejaré rodeada de las amigas de mi madre. En seguida verás que son peores que los hombres y que te van a mirar como si fueras un experimento de laboratorio.

Me pareció que aquello que me decía era mucho más normal y fue entonces cuando empezó a caerme simpático. Nunca es tan fiero el león como lo pintan… menos en algunos casos.

Para ir a nuestra mesa, que era evidentemente la principal y en la que rogué a Dios que también se sentara Carlos, teníamos que cruzar la pista de baile y, cuando íbamos más o menos por el centro, Luis Portazgo se volvió hacia mí y me dijo:

– No voy a dejar pasar esta oportunidad sin que bailemos porque después, con tanta gente como la que ha venido y todos los hombres de Méjico queriéndolo hacer, no voy a poder bailar más veces contigo. -Me enlazó por la cintura y me dijo-: ¿Permites?

Aún recuerdo la intensa emoción de aquel momento. No había dado un paso de baile en más de doce años y, de pronto, estaba en los brazos de un hombre que, ay Virgencita, se empeñaba en mecerme al son de un bolero. Lo recuerdo como si fuera ahora mismo. Todavía me resuena toda su música en los oídos. «Aquellos ojos verdes, de mirada serena…» ¡Dios mío! ¿Cómo podría describirte las sensaciones que se me despertaron? Un resto de prudencia hizo que me separara un poco de Luis, pero era un bailarín magnífico y simplemente con el ritmo, me forzó a abandonarme entre sus brazos. Y así, sin yo esperármelo, apenas con el roce de su chaqueta y la cercanía de su mejilla y el olor de su colonia, de un solo golpe, se me despertó el cuerpo entero. Había estado dormido durante más de doce años. ¿Te das cuenta de lo que me pasó? Fue como si me hubiera cruzado un rayo de parte a parte y se me llenaron de calambres las piernas. Sentí que me ruborizaba y que se me ponía la carne de gallina y que el corazón me latía fuerte y me pareció que me iba a desmayar.

No sé cómo conseguí llegar a la mesa sin caerme, ni cómo estuve sentada diciendo cosas sin que la tía María me reprochara después haber estado profiriendo tonterías, ni lo que cené, ni cuánto bebí. Creo que era champaña, pero no podría asegurarlo. Carlos me rescató dos o tres veces de los brazos de los «moscones», como los llamaba él, y bailó conmigo despacito para que recuperara la calma. Me contó historias de Acapulco y me dijo que al día siguiente me llevaría a ver cómo los chicos locales saltaban al agua desde La Quebrada. Pero en cada vuelta que me daba, me parecía ver los ojos de Luis Portazgo o de alguno de los moscones que me seguían desde lejos mientras hablaban con la gente o escuchaban o bailaban con alguien.

Al final de la fiesta, cuando Carlos y su madre decidieron que había llegado el momento de marcharnos, Luis se acercó a despedirnos y, mirando a la tía, preguntó:

– ¿Me daría usted permiso, doña María, para invitar a su sobrina mañana a almorzar a mi barco?

– ¡Ah no! -interrumpió Carlos-, mañana la quiero toda para mí y no comparto a África con nadie. La llevaré a la playa y a montar a caballo y a bañarnos. No, no, ni se hable de eso… Privilegios de la sangre, Luis, lo lamento.

Portazgo se inclinó brevemente y, aceptando la derrota, separó las manos con las palmas hacia arriba, sugiriendo que sólo aplazaba la ocasión.

– Pasado mañana, tal vez.

Carlos inclinó la cabeza para mirarlo de hito en hito y dijo:

– Tal vez.

Habría debido sentirme decepcionada, pero no fue así. Las sensaciones del principio de la fiesta aún me daban miedo de mí misma y me encontraba mucho más segura con el calor cariñoso que desde el primer momento me estaba demostrando Carlos. Mejor, mejor. ¡Ay, si hubiera sabido!

– Bueno -dijo la tía María cuando ya estábamos en el coche volviendo hacia el hotel Las Brisas-, libraste a la chamaquita de las garras de un Portazgo. Menos mal, Carlos. Una cosa es que África se divierta y otra es que se la coma un dinosaurio, ¿no?

Carlos no dijo nada. Sólo en la oscuridad me cogió la mano y me la apretó suavemente.

En el vestíbulo del hotel, la tía se despidió de nosotros diciendo que estaba cansadísima y ya no para estos trotes y Carlos me dijo que me ofrecía la del zarpe en el bar. Igual me daba porque no tenía ganas de irme a la cama: las emociones habían sido demasiadas y me vendría bien relajarme un poco. Carlos pidió un whisky con soda y yo una coca-cola y estuvimos un rato en la barra, casi solos, hablando de esto y de aquello. Al principio me preguntó por mis impresiones de Méjico y luego, poco a poco, por lo que había sido mi vida. Charlamos durante mucho rato, hasta casi la madrugada. Y yo le pregunté por el mundo de los toros y por lo que era su vida y cuánto miedo daba ponerse delante de un animal de seiscientos kilos dispuesto a matarte. Y le pregunté por sus amores. Se encogió de hombros y dijo:

– Bah, no hay nada que contar, no tienen interés.

Entonces se levantó, me ofreció la mano y dijo:

– Hora de ir a dormir.

– ¿Ya es la medianoche? -pregunté. Lo entendió en seguida.

– Ya, Cenicienta. -Y puso la sonrisa más bonita y más tierna del mundo-. Pero mañana, más.

Fuimos cogidos de la mano hasta la puerta de mi bungalow. Allí se detuvo, me hizo girar sobre mí misma y me dijo:

– Buenas noches, África, que tengas los sueños más hermosos del mundo.

Le quise dar un beso en la mejilla pero no se dejó. No. Me puso las manos en las caderas y tiró de mí hacia él, acercando mucho su cara a la mía.

– ¿Qué haces? -dije.

– Te beso.

Y me besó suavemente en los labios y cuando se iba a separar para mirarme de nuevo, me mordisqueó el labio inferior, como una travesura.

¿Dormir? ¿Quién iba a dormir? ¿Cómo podría haber dormido después de una noche así? Carlos había abierto mi puerta, me había franqueado el paso y, sonriendo, había dicho en voz baja: «Felices sueños, hasta mañana, África». Y allí me había quedado de pie en el centro de la habitación con los brazos caídos a lo largo del cuerpo incapaz de reaccionar, presa de las más increíbles sensaciones. Mirándote alguna vez, chamaco, he estado segura de que tú también has sentido ese tipo de temblor que es más que físico. Por eso te lo cuento, sabiendo que lo entiendes.

Al cabo de un buen rato, como en sueños, casi sin darme cuenta me abrí la cremallera del traje de noche, me quité los tirantes con un movimiento de hombros y dejé que el vestido se deslizara hasta el suelo. Me quedé casi desnuda. Como una autómata, ahora ya sin importarme la decencia o el pudor, anduve hasta el borde de la piscina, me senté, dejé que mis piernas colgaran dentro del agua muy tibia y me quité el sujetador. Después me deslicé dentro del agua dejando que todas las sensaciones se me acumularan, me electrocutaran, me erizaran la piel y luego me fueran calmando el ardor inesperado que me tenía agarrada desde la garganta hasta el vientre. No era ni capaz de pensar en absolutamente nada.

Mucho rato después, me sacudió un largo escalofrío y finalmente decidí (fue mi única decisión consciente) salir del agua. Pero no sentía frío alguno. Me sequé muy despacio con una toalla suave y perfumada que encontré en el baño y, por una vez, la primera de todas, me recreé en acariciarme el cuerpo lentamente con una crema hidratante, deteniéndome en sitios que me habrían costado centenares de miles de avemarías si en ese momento se me hubiera pasado por la cabeza irme a confesar. Me daba igual. Todo me daba igual.

A lo lejos, por encima de las colinas, había empezado ya a clarear y recuerdo haber pensado que valía la pena hacer coincidir este amanecer tropical con el despertar bien tardío de mi cuerpo. Me tumbé en la cama y me quedé inmóvil. Y así pasaron muchas horas.

Hacia las once de la mañana, me sacó del ensueño el timbrazo insistente del teléfono. En algún momento me había cubierto con una colcha ligera supongo que para protegerme del relente de la madrugada. Alargué la mano y descolgué el auricular.

– Diga.

– Tú y yo tenemos una cita -dijo tranquilamente la voz de Carlos. Me incorporé de un salto, como si me hubiera pillado en falta-. ¿Recuerdas? Me prometiste que vendrías conmigo a la playa y luego a La Quebrada y que después comeríamos juntos, ¿no?

– Sí -contesté con un hilo de voz. Carlos se rió alegremente.

– Muy bien. Verás: te espero dentro de media hora abajo en el lobby. Llévate el traje de baño -¡Dios mío, el traje de baño!-, y no se te ocurra ponerte zapatos de tacón.

Colgó antes de que me diera tiempo a reaccionar.

Me entró un frenesí de actividad para arreglarme lo mejor posible, peinarme un poco el desorden de los cabellos mojados unas horas antes en la piscina, arreglarme la cara, ponerme un traje de baño, el más modesto de los tres que me había comprado la tía, una blusa y una falda de lino blanco. Lo hice todo sin reflexionar, sin pensar en lo que estaba sucediéndome, sin preguntarme siquiera si todo aquello era una locura que alguien debería parar…

Un botones me dijo que don Carlos me esperaba afuera en su carro. Efectivamente, allí estaba en la mismísima entrada con el haiga americano descapotable más grande que hayas visto jamás. Era un Chrysler beige de los de asiento corrido. Al verme salir del hotel, Carlos sonrió. Su mirada no se apartó de mí ni por un momento mientras me acercaba al coche. Recuerdo haberme puesto más colorada que un tomate.

El portero me abrió la puerta, me senté en el coche y Carlos, que tenía el brazo pasado por encima del respaldo, me puso la mano sobre el hombro derecho, me atrajo hacia él y me dio un beso furtivo en la comisura de los labios.

– Hola, África. ¿Has dormido bien?

Hice un gesto negativo con la cabeza y añadí «no mucho». Él se rió y puso las manos sobre el volante. Las tenía muy morenas, surcadas por grandes venas que les daban sensación de fuerza, y los dedos eran finos, largos y poderosos. Me fijé en que tenía las uñas perfectamente cuidadas. Hasta aquel mismo momento había pensado que nunca me gustarían los hombres con vello en las manos, ya ves.

– ¡Dios mío! -dije llevándome una mano a la boca-. No he hablado con tu madre ni le he dicho que salía contigo.

– No te preocupes, ya se lo he dicho yo.

Carlos daba en todo impresión de calma, de serenidad. Siempre parecía estar seguro de lo que hacía o de lo que acababa de hacer o de lo que se disponía a hacer. Tenerle al lado era como estar junto a una gran fuerza protectora. Creo que esa formidable seguridad en sí mismo, unida a su enorme ternura, acabaron de desarmarme. Aplacé todo juicio hasta más tarde, no sé cuánto más tarde, ni creo que me importara, y decidí dejarme ir. Por un día, bah, por un día en toda mi triste vida de veintinueve años.

Le estoy viendo ahora, vestido impecablemente con un pantalón de gabardina beige clara y una camisa azul con las mangas arremangadas casi hasta los codos. Llevaba unos mocasines marrones muy finos, como guantes, y no se había puesto calcetines. En ese momento, me pareció el hombre más guapo y más encantador del mundo.

Mientras arrancaba el motor, volvió la cara una vez más para mirarme. «Vamos», dijo. En la bajada hacia Acapulco, fuimos hablando de tonterías. Ni me acuerdo. Cuando el tráfico nos obligaba a parar, la gente se detenía y nos señalaba con el dedo: «¡Mira! Es Carlos Mata», decían. «Torero», gritaba alguno. «Adiós, adiós», decían otros.

Carlos sonreía y en ocasiones saludaba levantando una mano.

– No hagas mucho caso -me dijo-, en Méjico los toreros somos muy célebres, casi como héroes nacionales…

– No, si no hago caso. Sólo intento esconderme para que no me vean.

Por fin, después de dar muchas vueltas y acabar siguiendo la avenida del mar, la Costera, llegamos al Zócalo, donde está el puerto deportivo. Carlos aparcó el coche en un sitio que parecía reservado para él, sonrió una vez más y me dijo:

– Vamos.

– ¿Adonde?

– Mujer, yo también tengo un barquito. No es como el de Luis Portazgo, claro, pero creo que nos las arreglaremos.

Era una embarcación Riva toda de madera, con un solo doble asiento y un motor que, por el ruido ronco que se oía (lo había puesto en marcha un marinero que andaba por ahí nada más vernos llegar), debía de ser muy potente.

Antes de montarnos, Carlos sacó una bolsa del maletero del coche. Se quitó los pantalones, los dobló y los metió en la bolsa. Llevaba puesto un traje de baño y, aunque de reojo, no pude por menos de admirar su cuerpo. En la parte exterior del muslo izquierdo tenía una gran cicatriz. Era terriblemente larga: le iba desde la rodilla hasta que la cubría su bañador. Debí de poner una cara muy rara, porque se miró la pierna y después me miró a mí y dijo:

– Guanero Un toro de seiscientos kilos -Se encogió de hombros-. Me enganchó al entrar a matar

– Duele muchísimo, ¿verdad? -Me había puesto la mano en la boca del horror que me producía la mera idea.

– Bah, tuve suerte. -Me miró sonriendo-. ¿A ver qué cicatrices tienes tú en las piernas?

Me quedé completamente paralizada de la vergüenza y entonces Carlos se dio la vuelta para no mirarme y saltó a su barca. Me quité la falda y me desabroché la blusa y el último pinche botón no se acababa de soltar. Por eso me quedé con la camisa puesta, como él. Pensé «no seas paleta». Carlos se volvió y con gran cuidado de no mirarme más que a los ojos, me ofreció su mano derecha para ayudarme a subir a bordo. Sólo dijo «ponte cómoda ahí», señalando el asiento de babor (oh, sí que aprendí los términos marineros en aquellos meses).

Soltó la amarra y arrancamos. Fuimos a navegar alrededor de la bahía y dimos la vuelta al promontorio para ver a los saltadores de La Quebrada y un poco más al norte buscando playas de aguas poco profundas y, por el camino, nos cruzamos con un enorme yate blanco que se llamaba Malaquita. Carlos se rió y señalándolo dijo:

– Ése es el de Luis. Me parece que has salido perdiendo con el cambio.

Me salió inesperadamente del fondo del corazón exclamar:

– ¡No, no, ni hablar! -Y luego, como me dio mucha vergüenza, añadí-: La verdad es que prefiero pasar este primer día con un malo conocido que con un bueno por conocer… Pobre Luis. Me parece que se quedó muy chafado anoche cuando le dijiste que yo con quien tenía una cita era contigo.

Carlos soltó una gran carcajada.

– Qué va, en absoluto, ni por un momento. -Debí de poner cara de extrañeza, porque dijo-: Somos grandes amigos desde el colegio y te aseguro que no le ha importado. -Sacudió la cabeza-. Algún día tendré que dejarte salir con él… pero dentro de mucho tiempo, ¿eh?

Sé que me puse colorada una vez más. Entre eso y el sol del trópico, por mucho aceite bronceador que me hubiera puesto, debía parecer una bombilla. Enciendo, apago, enciendo, apago. Ay, chamaquito, las cosas que se hacen de joven.

Por fin, en un extremo de la gran bahía, Carlos paró la barca y cortó el contacto del motor.

– ¿Qué haces?

– En algún momento nos tendremos que dar un baño, ¿no? Pues ahora.

Y se lanzó al agua sin más. Tardó en salir por el otro lado de la barca.

– Pero ¿no hay tiburones? -le grité.

– ¡Qué va! En la bahía, no. Anda, ven.

Y así pasamos el día, como dos viejos compañeros, charlando de mil cosas, riendo, discutiendo a veces. Pero en toda la mañana no habló de la noche anterior. Almorzamos en un club marítimo, cóctel de gambas y fruta tropical y una botella de vino blanco helado. Carlos me hizo prometer que saldríamos aquella noche a cenar y a bailar. Me pensaba llevar a La Perla en el Mirador para ver cómo los chicos se sumergían con antorchas de hasta cuarenta y cinco metros, pero sólo a unas horas muy precisas para que no los destrozaran las olas.

– ¿Pero y tu madre?

– Ah, no. Nada. Cuando vayamos a cambiarnos, le decimos que salimos con el grupo de los Portazgo y ya está. ¿Por qué te pones tan seria?

– ¿Sabes cuánto tiempo hace que no nado? -le pregunté-, ¿que no disfruto de nada, que no bebo vasos de vino y como cócteles de langostinos?

– ¿Sabes cuánto tiempo hace que quería besarte?

Bajé la mirada e hice que no con la cabeza.

– Es más. ¿Sabes cuánto hace que te quiero?

Me encogí de hombros. Quise decir «no», pero no me salió sonido alguno.

Encendió un cigarrillo, uno de los pocos que le vi fumar jamás, y me acarició el codo.

– Pues te lo voy a decir. ¿Recuerdas cuando estuve en Cádiz hace cinco o seis años? ¡Claro que lo recuerdas! Me dejaste deslumbrado y pensé en raptarte allí mismo. Pero supe que era imposible porque se te veía el daño que te había hecho tu marido, lo frágil e indefensa que estabas y comprendí que, por mucho que un primo tuyo torero te dijera que te iba a proteger porque se había enamorado de ti en un segundo y te quería llevar a Méjico, me ibas a mirar como si estuviera loco e ibas a salir corriendo en la dirección contraria. -Se rió-. Soy un hombre muy paciente, ¿sabes?, muy paciente. También sabía que en Madrid, con tus padres de por medio, tu niña, el ambiente, todo, me iba a ser imposible siquiera acercarme a ti. Por eso decidí esperar, conformándome con saber lo que hacías… durante años.

– Me das miedo, Carlos…

– … No, no, no -dijo tiernamente cogiéndome una mano-, no es para darte miedo, es sólo para decirte que te quería proteger, que no iba a permitir que te fueras de mi vida y que conspiré, con el mayor de los amores, para que acabaras viniendo a Méjico. -Estuvo conduciendo en silencio durante unos instantes. Sonrió-. Sólo era cuestión de sugerirle la idea a la tía Ramona…

– ¡Pero si somos primos hermanos, Carlos!

– ¡Bah! ¿Y eso qué más da? ¿Cuántos reyes se han casado con sus primas, cuántas enamoradas de cuento de hadas se han ido a vivir para siempre felices con sus primos? Tonterías, África…

– ¡Pero si estoy casada!

– ¿Sí? ¿Te consideras casada con aquel miserable?

– No, claro que no, pero la ley sí.

– La ley allá dirá lo que quiera. A la ley aquí parece que el divorcio es perfectamente razonable.

– Estás absolutamente loco. Quedo con mi primo para ir a la playa una mañana y de repente me encuentro discutiendo de mi matrimonio con él. -La idea me pareció verdaderamente cómica y no pude reprimir una carcajada.

– Ríete, ríete más, es el sonido más bonito que he oído en mi vida -dijo Carlos-, como las campanas de una catedral lejana retumbando con su eco en una copa de cristal de roca.

Ésa fue exactamente la frase que utilizó y me enmudeció. ¡La recuerdo tan perfectamente! Dicha por otro cualquiera, me podría haber parecido cursi. Pero dicha por él me pareció una de esas cosas tan hermosas que recitaba de pronto el tío Adolfo Anglés en su estudio.

Ay, Javier. Muy poquito a poco, muy despacito, con el calor del vino y el frescor de la brisa, estaba empezando a perder la cabeza, a ceder sin remedio, a dejar que se me derrumbaran todas las defensas. Y, «¿te he dicho que tienes las piernas más bonitas del mundo? ¿Y el escote más arrebatador?»

– No lo sabes -dije en voz baja.

– Sí que lo sé. Estoy tan seguro que lo sé como si te hubiera visto desnuda.

– ¡Carlos!

Fue en mi habitación del hotel Las Brisas, el bungalow 24. El único bungalow que existe ya en el mundo para mí. Lo tengo grabado a fuego en la memoria. ¿Cómo podría nadie olvidar una cosa así? ¿Cómo podría yo llegar a olvidar lo que mucho después tuve que acostumbrarme a considerar como el único recuerdo de mi vida, la locura, el vuelo a las estrellas?

Y cada vez que iba a protestar, me callaba a besos. Y me fue desnudando hasta que dejó de importarme. Hasta que me dio igual que me viera, que me besara donde me besaba, que me tumbara en la cama aquella que era como de matrimonio. En esa cama, en ese primer par de horas estuve más casada con él que lo había estado en casi doce años con el miserable del padre de Martita. Una sola millonésima de segundo de una sola caricia de sus manos valía más, me enloqueció más que las patéticas, egoístas y patosas babas de mi marido. No sabía que pudieran experimentarse aquellas sensaciones, chamaquito, no sabía que se pudiera volar como si se fuera a tocar el cielo con cada uno de los nervios más placenteros del cuerpo. Carlos me enseñó que yo los tenía a miles y a cada uno lo cuidó, lo acarició, lo hizo enloquecer y lo sació.

Eso era lo que te tenía que contar, Javier, para que supieras que sí tuve instantes de felicidad, para que nunca te quedes con la impresión del fracaso de toda mi vida, con la desolación de mi tristeza sin remedio. ¡Oh, no!

Carlos me hizo mujer, me enseñó todo y lo hizo con tal ternura, con tanto amor, con tanta pasión que aún hoy se me saltan las lágrimas y me bailan los pechos. Pero es una ensoñación porque todavía guardo un secreto. Uno solo.

15 de octubre de 1973

No estás en Madrid, chamaco. Estás lejos. Ya te has ido hasta por lo menos Navidades y nuestras confidencias tendrán que esperar hasta la primavera. Pero hoy he decidido romper la regla de nunca escribir en el diario si no hemos hablado antes en nuestro banco. Me encuentro mal. Te fuiste y hubiera querido decirte que ya te echaba de menos. Me siento mal, me duele la tripa, estoy nerviosa, a veces me pongo histérica. He ido al ginecólogo.

Hace tres días cumplí cincuenta y dos años. Te quedaste para festejarlo con toda la familia y justo ese día llovió. No pudimos salir de casa. Y salir de casa era justo el regalo que me había prometido a mí misma. Sentarnos en el banco aunque fueran dos minutos. Cincuenta y dos años, chamaco. ¿Y tú? Treinta y cuatro. ¡Dios mío, cómo eres de joven! Me has regalado un pequeño colgante de oro para la cadena que llevo en el cuello. No me lo quitaré nunca.

No me encuentro bien, me duele todo, lloro por cualquier tontería. ¡Ay, cómo te echo de menos!

He releído todo lo que he escrito en el diario y ¿sabes lo que me consolaría? ¿Lo único que me consolaría? Seguir contándote mi violento asalto de amor por Carlos. Pero no. No puedo hacerlo. Y no es por ganas de no sufrir a solas sino porque, si no uno mi historia a la tuya, ¿cómo puedes seguir siendo mi chamaco de mi diario? Sería traicionarte. No, no. Debo esperar a que nos volvamos a sentar en el banco en primavera. Y mientras tanto, me tendré que limitar a mirarte en Navidades, sin poderte decir nada. Lo sé, porque, con la mala suerte que tengo, en Navidades hará un frío pelón y no podremos salir al jardín ni un minuto. Ni un minuto para reconfortarme y poder esperar hasta la primavera. Ganar tiempo al tiempo, ¿sabes?

¡Qué obsesión! No debo obsesionarme.

Me duele todo. Ya me puede decir el ginecólogo lo que quiera y mandarme tomar aspirinas que yo sé que me está llegando la hora de que se me seque el cuerpo. Me llega la menopausia y se me acaba todo. Pero entonces ¿cómo es posible que sienta esto que siento?

Cuando volví de Méjico, me había quedado paralizada por dentro. ¡Hace tanto tiempo ya! Durante años viví insensible a todo. Había perdido toda capacidad de amar. Y ahora resulta que, al mismo tiempo que mi cuerpo me manda señales de que esto se acaba, la he recuperado de golpe, Javier. Ay, chamaco, ¿qué puedo hacer? No me lo puedo esconder más, no me lo puedo callar más.

Te adoro, te quiero. ¿Te enteras? ¡Sí! Yo, África, te quiero a ti, con un amor del que ya no me creía capaz. Dios mío. ¡Quererte a ti que eres un niño! Qué ridículo. Mirarte cada vez que vienes, saber que vas a venir, y no poder hacer nada. Porque, ¿cómo te lo voy a decir? ¿Para que me mires horrorizado, avergonzado, sin saber qué contestar para no hacerme daño?

25 de abril de 1974

¡Has vuelto!

Escribí eso y me fui a acostar. Pero no he podido aguantarme. Me he levantado de la cama y me pongo a escribir de nuevo:

Has besado ruidosamente a todos, como siempre haces y luego, riendo, has abierto los brazos y me has apretado fuerte y me has dicho: «¡Tía África! ¡Pero si estás guapísima!» Me temblaban las piernas, chamaquito.

Hemos comido toda la familia y, a la hora del café, has dicho que hacía una tarde buenísima y que querías asomarte al jardín a ver cómo iban los rosales del abuelo. Papá y tu madre dijeron que ellos también venían a ver los brotes. Y los cuatro hemos paseado por el camino hasta llegar al banco del fondo del jardín. Yo intentaba disimular como si no pasara nada. Bueno, en tu caso, no pasaba nada, claro, pero en el mío, apenas si podía aguantarme los nervios. Los he tenido disparados todo el invierno. Lo he pasado fatal. A ratos incluso he creído volverme loca de obsesión. Y como no tenía gran cosa que hacer si no era pensar en todo esto y padecer las consecuencias de mi edad en todo el cuerpo, he pasado todos estos meses como una histérica. Es verdaderamente horrible. Mamá me decía: «Vamos, niña, que nos ha pasado a todas, venga, que somos como los rosales de tu padre: acabamos de echar hijos al mundo con dolor y nos secamos. Ya se te pasará, pero estate quieta, que pareces un alma en pena, llorando todo el día…»

Papá, tu madre y yo nos hemos sentado en el banco mientras tú te quedabas de pie frente a nosotros hablando sin parar.

¿Sabes que casi ni me he enterado de lo que decías? Sé que contabas cosas de Nueva York y del esquí en no sé qué sitio y de que en el fondo habías venido antes de lo que solías porque en Portugal hay una revolución que llaman de los claveles (las gentes poniéndole un clavel a cada soldado en el agujero del fusil, en señal de paz) y que lo mismo iba a pasar aquí pronto… Papá se enfadó, como siempre se enfada cuando os metéis con Franco, y dijo que no quería seguir hablando de eso. Todo me sonaba como una música de fondo y a mí no me importaba. Sólo me importaba verte y en lo único en lo que me fijaba era en tus manos. Tus manos, chamaco, tan delgadas y tan fuertes.

Esta noche, en mi cuarto, había decidido no escribir más que dos palabras: Has vuelto, porque no me sentía con fuerzas de añadir nada más. Era lo único que me importaba. Y las he escrito. Pero después me he acordado de tus manos y, tumbada en la cama, he pensado en cómo me gustaría que me acariciaras, que me las pasearas por todo el cuerpo y me soliviantaras igual que me enloquecía Carlos hace cien años.

¡Qué locura, Dios mío! ¿Cuándo lograré dormirme? ¿Cuándo entraré en razón en lugar de actuar como una niña de dieciocho años?

3 de junio de 1974

No. Después de esta tarde, no quiero hablar de ti aún. Ha sido una conversación triste. Casi la más triste de mi vida. Sé que estaba abatida y lejos. Y ahora miro esta página vacía y no me atrevo todavía a escribirte, chamaquito de mi diario. Todavía no.

Déjame que acabe de contarte mi historia de Méjico y luego hablaré contigo. ¿Sí? Hoy te acabo mi historia de Méjico.

Durante meses de aquellos años 49, 50, 51, Carlos y yo hicimos una vida de novios furtivos.

Nos escapábamos a sitios disparatados y arriesgados: siempre estábamos en un tris de que nos descubrieran. Pero como Luis Portazgo era muy amigo de Carlos no le importó convertirse en mi acompañante galante y aparecer aquí y allá, en fiestas y saraos, en lugares públicos y en pequeñas reuniones privadas, en estancias y balnearios, llevándome del brazo. Era un compañero encantador, hecho pedazos por una tragedia inconcebible en Méjico: era homosexual. Pero gracias a eso y al cariño cómplice que nos tomamos, nos convertimos en la tapadera de cada uno y ambos en los protectores sigilosos de nuestros amores.

Fue por aquella época cuando Carlos decidió comprar La Morucha, una gran finca cerca de León. La casa era grande, pero la mandó remozar y ampliar para hacer de ella nuestro refugio. Un palacio para África, dijo. ¡Y qué maravilloso escondite fue! ¡Cuántas horas de felicidad robamos al destino! Yo creo que nos protegía la suerte. Sólo mucho más tarde comprendí que era para compensarnos del precio que nos acabaría exigiendo. Sólo ahora sé que durante meses la vida nos dejó en paz porque estaba llegando a su final.

Íbamos a La Morucha cada vez que podíamos. Sólo cuando la tía María se iba de viaje a Europa o a Argentina, yo creo que tenía un novio por allí, aprovechábamos y hacíamos algunos viajes. Carlos los llamaba «lunas de miel y champaña». Siempre decía que era el único hombre del mundo que tenía la fortuna de irse de luna de miel una vez al mes. Así conocí Nueva York y Los Ángeles y las islas del Caribe y Cuba y Puerto Rico.

¿Y el trabajo?, me preguntarías si pudieras hacerme preguntas desde el diario. Pues el trabajo era cosa de la imaginación. La tía Ramona hacía la vista gorda, convencida de que acabaría casándome con un Portazgo, y yo escribía a Madrid contando historias inverosímiles sobre mi buena suerte.

Tramé con la tía Ramona la posibilidad de obtener un divorcio en Méjico «por si Luis Portazgo se acaba decidiendo a pedir tu mano, chamaquita, que me parece más lento que un caracol» y empecé a escribir cartas reclamando la venida de Martita para muy pronto.

Carlos y yo hacíamos planes de cómo sorprenderíamos a todos y de cómo los pondríamos frente a los hechos consumados y no tendrían más remedio que aceptar nuestro matrimonio.

– ¿Estás seguro? -le preguntaba yo con un sexto sentido que hubiera preferido no tener-. ¿Estás seguro de que todo saldrá bien?

– Pues naturalmente, chamaquita -contestaba él invariablemente-. ¿Qué quieres que salga mal?

– Le tengo mucho miedo a tu madre.

– ¿A mi madre? ¿María Anglés? ¿Conmigo que soy su ojito derecho? Ni hablar. Y además es encantadora y te quiere mucho.

Carlos me hacía pequeños o lujosos regalos, siempre exagerados y locos, que yo tenía que rechazar o esconder en La Morucha porque su procedencia habría sido inexplicable para el resto de la familia. Sólo acepté llevar uno: una sortija muy sencilla de oro trenzado que me regaló públicamente, en la fiesta de la familia, el día en que cumplí treinta años.

Al principio no quise acompañarle a la plaza cuando toreaba. Daba mala suerte, era cosa sabida, que la mujer de un torero estuviera presente en la corrida. La costumbre imponía que ella esperara en casa el regreso de su marido. ¿Pero qué justificación tenía yo para hacerlo si no estaba casada con él y nadie debía sospechar que podría llegar a estarlo algún día? Él no cejaba en el empeño.

– Nada, África, tienes que venir con mi madre, sobre todo porque estoy convencido de que eres para mí como un amuleto de la suerte. ¿Qué hago yo si miro a la barrera y no te veo? ¿A quién le brindo todos mis toros?

– ¡Ni se te ocurra!

– Lo haré con el corazón. Siempre con el corazón a ti, África.

Y allí estábamos la tía María y yo en cada festejo que toreaba en Méjico e incluso en algunas de las corridas que iba a torear a Colombia, siempre acompañadas por mi fiel Luis. Luis entendía mucho de toros y gracias a sus pacientes explicaciones acabé enterándome de lo que era una corrida, de qué es lo que pasaba en ella, de cuáles eran las suertes y hasta del talante de los toros. Carlos, además, acabó comprando una ganadería de reses bravas para La Morucha. En secreto la llamaba «la ganadería africana». ¡Cuánta cursilada!

Era verdad que se hacía algo raro que no acabáramos Luis Portazgo y yo de formalizar «nuestra relación». Siempre nos hacíamos los despistados y, naturalmente, la excusa oficial era mi condición de separada, abandonada y no divorciada. Las buenas formas y las apariencias nos obligaban a comparecer en público siempre en compañía de alguna «carabina» que inevitablemente acababa siendo mi primo Carlos, claro. En aquella época nació la leyenda de que África Anglés, la virtuosa, era una pieza inalcanzable para los hombres que aspiraban a conquistar su corazón. África Anglés era capaz de dominar con una mirada el ardor y los afanes de conquista de cualquier hombre mejicano. Era un témpano de hielo y su virtud, inquebrantable. ¡Imagínate! ¡Yo que había sido incapaz de resistir el primer empellón que me dio mi propio primo! ¡Vaya virtud la mía! Todos se habrían escandalizado, habrían dicho cosas bien distintas sobre mi virtud si me hubieran visto pasearme desnuda por los salones de La Morucha y tumbarme en uno de los sofás para ofrecerme a cualquier capricho de Carlos.

Carlos era como una droga: no podía vivir sin él. Pensar en no verle un día se convertía en un sufrimiento inaguantable. Oh, sí, había perdido la cabeza hasta extremos imposibles de imaginar. Pero si eso es el amor, si duele de ese modo e incendia de esa manera, si es capaz de transportarte al cielo y despeñarte al infierno en menos de un momento, que Dios lo bendiga. Yo no quería sentir otra cosa. Hasta me producía placer sufrir esos instantes de desesperanza o de soledad. ¡Qué más daba, me decía a mí misma, si apenas un poco de paciencia me volvía a subir hasta las estrellas!

Por eso, no puedes imaginar la tortura que fue para mí que Carlos tuviera que ir a Madrid, a España, a hacer la temporada. Él tampoco soportaba la separación, tanto que después de la Feria de San Isidro de mayo aquel año, aprovechando que un toro le había dado un varetazo al poner banderillas, dijo que tenía fuertes dolores en el brazo derecho, probablemente una luxación agravada por una antigua herida, y que no le quedaba más remedio que regresar a Méjico e ir a tratarse a Estados Unidos.

Fue en esas semanas interminables cuando aprendí a disimular mis sentimientos, mis angustias y a poner las caras imperturbables que luego, ay, me sirvieron de tanto cuando tuve que aparentar que seguía con vida por fuera aunque en realidad me hubiera muerto del todo por dentro.

A Madrid, Carlos se llevó de mi parte decenas de regalos para Martita y para todos los demás. Fue idea suya y dijo que, por serlo, costearía él las compras. Al principio me opuse porque no habría podido pagarlas ni queriendo: seguía siendo pobre de solemnidad pese al tren de vida que entre todos me costeaban y al sueldo nominal que la tía Ramona me pagaba, se supone que por trabajar en su tienda de modas.

Pero Carlos me convenció diciendo que era el único modo de hacer ver a la familia que yo estaba prosperando y acabé cediendo.

Y así fue pasando el tiempo. Vivía en mi mundo en las nubes y sólo muy de tarde en tarde me asaltaba una pequeña angustia provocada por la posibilidad de ser descubierta. Pero incluso eso se me olvidaba la mayor parte del tiempo y con total inconsciencia tomaba riesgos que la más elemental prudencia hubiera dicho que eran más que peligrosos. ¡Ay, chamaquito!

Parece mentira la capacidad de algunos hombres para la premonición. Y luego decimos del instinto femenino. Una tarde, dos años ya después de llegar a Méjico, en que estaba yo en la biblioteca del tío Adolfo leyendo y mirándole a ratos componer, creo que me dijo que estaba escribiendo una paráfrasis de una obra de Shakespeare, Los sueños de una noche de verano, levantó la mirada hacia mí y dijo (no sé qué truco de la memoria me hace recordar las palabras una a una como fueron dichas, como si estuvieran grabadas a fuego en mi cabeza):

– África, siento una cierta preocupación por ti.

– ¿Sí? -pregunté, repentinamente alarmada.

– A menudo la belleza casa mal con la felicidad, ¿sabes? Y veo tan frágil tu felicidad, que temo por tu belleza…

– No te entiendo, tío. -Me latía muy aprisa el corazón.

– No hablo de tu belleza física ahora. Hablo de tu corazón y de tu cordura. No quisiera parecerte más pesimista de lo que soy por naturaleza, pero cuando te veo tan alegre, tan despreocupada y simultáneamente a veces tan preocupada y tan entristecida porque te has quedado en soledad, me alarmas. -Levantó un dedo sin despegar la mano de la mesa camilla, para que no le interrumpiera-. Porque la facilidad con la que pasas de la gloria enardecida al abatimiento, los altibajos de tus humores hacen transparente tu corazón. Es bueno que así sea, porque cuanto más transparente, más puro es el amor. Pero también es malo porque hay quienes se resentirán de ello y te harán daño…

– ¿Quién me puede hacer daño, tío Adolfo? -exclamé en tono desafiante.

En realidad, trataba de aparentar una tranquilidad que estaba lejos de sentir. También quería explicarle, me parece que para convencerme de paso a mí misma, que la calidad y la fuerza de mi amor me hacían invencible y además ejercían como manto protector con el que defender a Carlos.

Tomó su copa de orujo y la olisqueó.

– ¡Tanta gente, África, tanta gente! -Y, por primera vez, bebió un sorbo del licor. Tosió un poco-. ¡Caramba, sí que es fuerte! -Me miró de hito en hito-. Nunca des por descontada la bondad de la gente que te rodea, pequeña cordera. Cuanto más grande es un corazón, cuanto más comprometido está, más vulnerable resulta para los que lo quieren mal.

– ¿Me quiere mal alguien, tío? Dime, ¿quién me quiere mal?

Sacudió lentamente la cabeza.

– Nadie… todavía, mi pequeña África. Los malos sentimientos, igual que los buenos, no nacen inmutables en la eternidad ni perduran sempiternamente. Los sentimientos cambian y casi nunca por culpa de uno mismo. Por eso suele sorprender tanto su alteración: porque es inesperada para quien padece sus efectos.

– Me asustas, tío Adolfo -dije, llevándome una mano abierta hasta el corazón, como si así pudiera protegerlo de malos presagios.

– No es ésa mi intención. Mi intención es ponerte sobre aviso y advertirte de que deberás defenderte con fortaleza cuando te llegue el momento… Y ese momento llegará, oh, sí. ¿Podrás esconder el objeto de tu amor indefinidamente cuando es transparente hasta para mí que soy un ciego para las cosas de este mundo? No podrás y ese día suscitarás las iras de muchos y tendrás que luchar para salir indemne. -Se levantó y vino hacia donde yo estaba sentada presa de tal pánico que no era capaz de moverme-. A veces, la vida es dura, pero rara es la ocasión en la que no busca compensar de sus rigores a quien los padece. Mi pequeña y bella África. Me pregunto a veces…

Pero cerró los ojos y no dijo más porque en ese momento se abrió la puerta del estudio y entró Alicia.

– Os vengo a llamar -dijo.

– ¿Ah? -dijo el tío Adolfo.

– Han venido Ramona y Armando y Carlos que trae una máquina nueva de hacer fotografías y pretende que bajemos al patio para retratarnos.

– Pues ahora bajaremos -contestó el tío Adolfo y, mirándome, añadió-: Y chitón y recomponte esa cara, que quienes te queremos te defenderemos. Siento haberte asustado. No quisiera haberlo hecho, pero sé que debo ponerte en guardia. Si no, la vida tiene esta manía de jugar malas pasadas a la buena gente, ¿eh?

Bajamos al jardín de la casa del tío Adolfo. La casa era muy sencilla, cuadrada, con un porche de piedra en el frente, una puerta de cristales, una pequeña fuente redonda a la derecha y una gran palmera a la derecha de ésta llenando todo de sombras que se mecían despacio al ritmo de las palmas. Recuerdo bien que, cosa curiosa, todos íbamos de blanco. Hasta Carlos que, con la excusa de que la temporada taurina había pasado y no había corridas, se había dejado crecer un bigote ridículo. No le gustaba que le hicieran fotos (dijo enfadado que él venía a hacerla, no a posar, «carajo») y se puso en ésta a regañadientes y dándonos la espalda. Aun cuando no se me había pasado el susto de mi charla con el tío Adolfo, la situación me pareció cómica y llena de ternura y tuve que aguantarme la risa.

Adolfo y Ramona se sentaron en sendos sillones de mimbre en el centro, frente a la puerta de cristales, yo me encasqueté una pamela blanca que había traído y me puse a mirar hacia la cámara en actitud que me parecía desafiante hacia el mundo entero. Carlos apoyó el pie en la fuentecilla aparentando indiferencia. Fue el tío Armando el que sacó la foto. La guardo en una caja de zapatos que algún día descubrirás en el fondo de mi armario.

Aquella noche en la cama, arrebujada contra Carlos, le conté lo que me había dicho Adolfo el poeta.

– Tengo miedo -le dije-, tengo miedo de lo que nos podría pasar si nos descubrieran, del escándalo que se podría armar…

– ¿Un escándalo te da miedo? -dijo riendo y abrazándome bien fuerte.

– No, no, mi amor. Lo que me da miedo es que me puedan forzar a marcharme de aquí, a volver a Madrid…

– ¡Pero qué ocurrencia más ridícula! Bah, ni lo pienses -dijo él-. ¿Quién va a poder conmigo, eh, chamaquita?

¿Quién iba a poder con él? ¡Dios mío!

Nunca llegábamos a dormir la noche entera en su cama, por supuesto. Siempre, a alguna hora imposible de la madrugada, me llevaba a casa. Y yo siempre me despedía con un susurro fuerte para que pudiera oírse por cualquier ventana abierta si alguien estaba esperando mi llegada: «Gracias, Luis. Hasta mañana, Carlos y Carmela», o Lupe o Malena o Andrés, lo que fuere, lo primero que se me pasaba por la cabeza.

Durante la temporada que Carlos había pasado en España hacía ya año y medio, había tomado la costumbre de ir a la tienda de modas de la tía Ramona y trabajar en ella. Lo cierto es que era entretenido. Los resultados empezaron a ser magníficos y muy rentables porque las chicas de la buena sociedad mejicana la habían puesto de moda. Son muy cotillas y sospecho que venían a ver en persona a la «gachupina virtuosa» que era prima de Carlos Mata, el diestro del momento. Imagino que también, y sobre todo, esperaban ver a Carlos en alguna ocasión. Bueno, que vieran a quien les diera la gana. La tía Ramona, que tenía un innato sentido del negocio, estaba encantada y, sin necesidad de establecer más formalidades, tomé la costumbre de ir todos los días, incluso después de que Carlos regresara. Hubiera sido difícil y demasiado revelador ausentarme de la tienda. Sólo cuando encontrábamos una excusa para hacer un viaje, desaparecía por unos días y nadie me decía nada.

De todos modos, me encontraba tan viva, tan en tensión, tan apasionada por todo lo que me rodeaba y me estaba pasando que era incapaz de sentir cansancio y no me importaba dormir apenas dos o tres horas después de haber pasado diez en brazos de Carlos y acudir puntualmente al trabajo al día siguiente. Y así pasaban los días y las noches, las semanas y los meses sin sentir.

Había algunos ritos mecánicos con los que cumplía regularmente: escribir a Martita y a los abuelos, mandar dinero para el colegio de la niña, cosas así. Pero me tenía que detener de vez en cuando para calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez en que había hecho esto o aquello. Sólo en alguna ocasión, la tía me dijo:

– Chamaquita, tienes que dormir un poco, que te van a llegar las ojeras a los pies. Y eso que te sientan bien, ya ves, niña.

– ¿Y si no lo hago ahora, cuándo lo voy a hacer?

– ¿La juerga, dices?

– Sí.

Se rió.

– Es cierto: se tienen veinte años una vez en la vida. Lueguito empieza a caérsele a una todo lo que se suele vencer con la ley de la gravedad, que son muchas cosas, chamaquita, ¿y quién te lo va a agradecer? Que la Guadalupana te bendiga, hija, ándele. Sólo téngame cuidado con las otras cosas de por ahí abajo y no me vaya a dar un sobrino-nieto porque se armaría la marimorena, ¿no es cierto?

Me abrió una cuenta en el banco y en ella empezó a depositar regularmente cantidades de dinero, lo que ella llamaba «el sueldo que te corresponde; no lo uses, así lo tienes ahorrado para cuando te traigas a tu chamaquita, ¿no?»

¿Cuánto tiempo había pasado desde mi llegada de España? Daba igual. Me daba lo mismo. Lo hablábamos Carlos y yo y decidíamos que en algún momento íbamos a tener que precipitar las cosas para resolverlas de una vez. Éramos tan felices que nos era indiferente todo. Pero finalmente decidimos que el único modo de hacerlo era consiguiendo mi divorcio. A nadie sorprendería puesto que hacía tiempo que lo hablaba con la tía Ramona. Lo único verdaderamente sorprendente sería el final de la historia.

Pero una madrugada, muchos meses después de mi charla con el tío Adolfo el poeta, cuando entré en casa y, como de costumbre, fui a la nevera para beber un vaso de agua o un zumo de piña, no lo recuerdo muy bien, el tío Armando estaba sentado en una de las sillas, con los codos apoyados en la mesa blanca, esperando. Delante tenía un vaso de whisky lleno de hielo y a medio beber.

– La bella África -dijo con su tono suave de siempre. Se llevó dos dedos a la perilla y la alisó. Llevaba puesto el pijama y una bata a cuadros y, en la mano izquierda, un libro que tenía cerrado sobre el índice para no perder la página que había estado leyendo-. No podía dormir y decidí esperarte para alegrarme la vista con tu llegada. -Sonrió.

– Hola, tío. ¡Pero si es tardísimo! ¿Cómo estás despierto a estas horas?

– Siempre estoy despierto a estas horas. Te oigo llegar todas las noches, ¿sabes? Siempre he sido poco dormilón. Cinco, seis horas, a veces menos. Hasta cuando era estudiante en San Petersburgo, prefería la juerga y la cerveza a la buhardilla y la cama. Y no te quiero decir los libros… En realidad, la buhardilla fue una conquista social mía frente a mi padre. -Sonrió-. Querían que me quedara en el palacete que tenían en la avenida Nevski, pero les convencí de que si iba a estudiar a la universidad, lo menos que debía hacer era vida de estudiante.

– ¿Cómo era San Petersburgo?

Puso los ojos en blanco.

– ¡Ah, San Petersburgo! La ciudad más bella del mundo. Inmensas avenidas, un palacio detrás de otro, cúpulas doradas de las iglesias reflejando vivamente el sol del verano, los días largos y perezosos al borde del río Neva. ¿Sabes lo que era verdaderamente maravilloso? Que los palacios estaban pintados de miles de colores diferentes: rojos encendidos, azules, verdes, marrones, amarillos; los parques eran inmensos con grandes extensiones de yerba y árboles gigantescos. Y luego, en invierno, todo se cubría de nieve, el río se helaba, pero no poco a poco, sino así, plaf, de golpe, de un momento a otro y quedaban congeladas las olas durante meses, como si las hubieran sorprendido con un encantamiento…

– ¿Lo echas mucho de menos? -Cogí una silla y me senté enfrente de él.

– ¿Mucho de menos? Pues supongo que sí, África. Era una ciudad maravillosa, era maravillosa para vivir. Y un día, vinieron los bolcheviques y la ensuciaron -dijo con desprecio. Era la primera vez que le oía hablar con tanta pasión-. Lo destruyeron todo, lo llenaron de sangre… -Sacudió la cabeza-. ¡Ah! No se la merecían. La habían conquistado con valor para que la suerte de los ciudadanos mejorara y los traicionaron. Qué quieres que te diga. Yo era hijo de un gran duque, sobrino del zar, nada menos -sonrió-, y, por tanto, era un privilegiado. Vi la que se nos venía encima y hasta me quedé unos meses para ver lo que los bolcheviques hacían con su famosa revolución. ¡Nada! Nada de nada. Y me fui.

– ¿Viniste aquí?

– No. Al principio, como todos, fui a París. Pero París era igual que San Petersburgo, una ciudad para privilegiados. Y un buen día, cogí el petate como se dice aquí y crucé el Atlántico. Acabé en Méjico de casualidad, ¿sabes? Fíjate cómo sería yo de terco que creo que vine aquí porque, cuando Stalin expulsó a Trotski de Rusia, y él se refugió aquí, yo le seguí porque quería hablar con él y preguntarle por qué.

– ¿Y hablaste con él?

Hizo que no con la cabeza.

– Nunca dejaron que me acercara a él. ¿Tú me ves aire de asesino revolucionario? Pues a mí los que le protegían no me dejaron y ya ves, a Ramón Mercader, sí. Estos mejicanos nunca entienden nada… Tuve suerte, eso sí, porque, en lugar de hablar con Trotski, acabé conociendo a tu tía y me casé con ella… -Sonrió nuevamente-. ¿Y tú, bella África? ¿A quién has tenido la suerte de conocer?

Me encogí de hombros y fui incapaz de mentirle. El tío Armando dio un largo suspiro.

– ¿Sabes? -dijo después de un largo silencio-, María es una mujer muy volátil. Es como un explosivo inestable… Me temo que sus reacciones son muy imprevisibles. En el fondo, puede pasar de la calma a la furia así -chasqueó los dedos-, en un segundo y entonces es capaz de cualquier cosa, hasta de sacar un cuchillo y clavárselo a alguien.

– Pero tío, yo…

Cerró los ojos mientras movía imperceptiblemente la cabeza de derecha a izquierda. Luego quitó el dedo índice de donde lo tenía colocado en el libro que estaba leyendo y lo apartó empujándolo hacia el extremo de la mesa.

– Sé lo que es el amor, África, lo sé bien. Es ciego y sordo. No atiende a razones y produce un exquisito dolor, como de agujas, que hace que se extravíe el buen sentido y se pierda la prudencia…

– Pero…

– Déjame terminar. Llevo meses observándote y conozco bien tu amor por Carlos. -Alargó sus manos y tomó una de las mías entre ellas-. Has palidecido. Sí, hija: hace meses que Ramona y yo intentamos distraer la atención de María…

– ¿Por qué no me lo habéis dicho? -protesté. De pronto noté que empezaban a resbalarme las lágrimas por las mejillas. Estaba aterrada.

– Ah, pero sí que te lo advertimos. Adolfo te puso en guardia hace tiempo, pero temiendo dañar tu amor, lo hizo con gran prudencia, simplemente para que tomaras precauciones. Puede que nos equivocáramos y que fuéramos demasiado discretos. Ramona creía que diciéndotelo Adolfo harías caso y te harías cauta. Luego, como andamos preocupados con la salud de Alicia, hemos estado pensando en otras cosas. Ya ves cómo ha adelgazado, ¿verdad? Me parece que tiene una suerte de anemia, pero, poco a poco, va mejorando, gracias a Dios. Por eso nos hemos fijado menos en vosotros. Y es bien cierto que, durante un tiempo, hasta nos pareció que vuestra prudencia era mayor y pensamos que acaso podríais disimular frente a María lo que era evidente para nosotros… al menos hasta que la vida os permitiera fugaros, escapar, hacer lo que tuvierais planeado para romper las amarras. -Sonrió nuevamente pero esta vez con cierta tristeza-. ¿Por qué no lo hicisteis?

– ¡Oh, Dios mío! Porque estábamos tan… tan seguros, tan invencibles, tan fuertes frente a todo, que dejábamos que pasara el tiempo sin darnos cuenta. No queríamos pensar en los problemas, en Martita, en el divorcio, en mis padres y mis hermanas…

– ¡Ah, ya! Si cerrabais bien los ojos, los problemas se irían lejos. En Rusia decimos: ciégate y tu alma se fugará a Siberia; luego abre los ojos y tendrás que volver andando. -Apartó su mano izquierda para tomar el vaso y beber un sorbo de whisky. Me miró fijamente-. Es capaz de todo, África. Protégete.

– ¿Ya lo sabe? -pregunté recuerdo que con un hilo de voz.

El tío Armando se encogió de hombros.

– ¿Y quién lo puede decir? Nos parece que sospecha algo, pero nada nos ha dicho. Nunca ha sido muy comunicativa, especialmente con nosotros. No creo que le parezcamos muy interesantes…

– ¿El tío Adolfo le parece poco interesante, un poeta famoso como él? -Me di cuenta del menosprecio hacia ellos implícito en mis palabras-. Uy, perdona, tío. No quería decir que tú y la tía…

Levantó una mano sonriendo.

– No, no, ya lo sé, ya lo sé. Sé lo que quieres decir: si a María le gustan la fama y las gentes famosas, se sigue que Adolfo Anglés debería ser para ella algo así como un Dios…

– Y en realidad, vosotros también. Tú, sobrino de un zar…

– Bah. Nunca hice alarde de ello. Nunca me interesó gran cosa el color de mi sangre y además en Méjico, cuando yo llegué, lo importante era la revolución bolchevique. Todo el mundo estaba de parte de quien estaba salvando al pueblo ruso y no de parte del hijo de uno de los explotadores. -Sonrió-. María y Adolfo nunca se han llevado bien. Ramona dice que, desde pequeños, se tenían antipatía instintiva. A María le parecía que Adolfo era un bohemio sin futuro y a Adolfo le parecía que ella era una sinsustancia. Ya ves. Luego acabaron ambos en Méjico… ¿Sabes? Hay dos clases de Anglés: los unos son todo corazón y los otros, todo convencionalismo. No diré que todo cabeza, porque tu padre, por ejemplo, es una bella persona, nada calculadora, aunque tan rígido y tan honrado que no hay cosa que suavice su inflexibilidad. No, es María. María es distinta. María es… como la piedra.

– ¿Pero por qué podría ella querer que Carlos y yo nos separáramos, si es evidente que nos queremos y no hacemos mal a nadie? ¿Qué más puede ella querer que la felicidad de su hijo?

El tío Armando meneó la cabeza.

– Ay, África, ella quiere el prestigio social, la gran familia rancia de Méjico, un título español antiguo -separó las manos con las palmas hacia arriba-, la gloria…

– Y yo soy…

– Y tú, que eres bella y adorable y buena, no eres nadie. Una prima, la pariente pobre. Una separada. Fíjate que creo que María instintivamente piensa en ti, ahora que te has convertido en una amenaza para ella, como en alguien francamente inmoral. ¡Ha!, una divorciada. Como si tuvieras la culpa…

– Pero ¿qué podemos hacer?

– Daros prisa, chamaquita -dijo la tía Ramona desde la puerta.

Me di la vuelta sobresaltada. Debía de llevar un rato largo escuchándonos porque estaba apoyada en el quicio con los brazos cruzados. En la mano derecha tenía un cigarrillo manchado de carmín y a medio fumar. Me puse de pie y fui hacia ella. La abracé.

– Ay, tía, Dios mío, ¿qué podemos hacer?

Me separó sujetando mis brazos con sus manos.

– Pues ándele, mijita, lo que tengáis que hacer, lo hacéis bien aprisa. Pero, sobre todo, se lo tienes que contar a Carlos. Es tan pánfilo que es capaz de no haberse dado cuenta de nada. No lo dejes para muy tarde que esta pinche de hermana mía es capaz de todo.

Pero ya era tarde, Javier. Ella ya lo sabía y ya había decidido destruirnos. Y yo volvía a lo que era propio de mi vida. Salía del espejismo.

En realidad, la tía María debía de pensar que le más sencillo era conseguir que yo me volviera a Madrid: si su hermano, mi padre, me había sometido con facilidad, obligándome a volver a su casa después de mi matrimonio fracasado, enterarse de que yo estaba teniendo una aventura con mi primo hermano produciría en él una reacción aun más fuerte, más firme, porque a cualquier otra consideración se antepondría el escándalo moral, el concubinato público, qué sé yo, lo primero que se le pasara por la cabeza.

Ahora que han transcurrido tantos años, y que lo veo todo con la distancia del corazón roto, comprendo que en las consideraciones de la tía María no sólo pesaba un esnobismo desenfrenado, sino que sentía celos, un amor posesivo de madre que hacía que estuviera dispuesta a impedir a toda costa que nadie le quitara a su hijo Carlos. Y yo se lo había quitado, había hecho que Carlos pusiera a su madre en un segundo plano. ¿Complejo de Edipo? ¿Complejo de Edipo al revés? No sé. Sólo sé que ella no podía tolerar que alguien fuera capaz de relegarla a un papel que no fuera el de periquita absoluta de todas las salsas. Pero ya ves. Como decía tía Ramona, celos o no celos, esnobismo o no, amor egoísta o desprendido, ella iba a destruirme.

Cuando a la mañana siguiente le conté a Carlos mi conversación de la madrugada con el tío Armando y las advertencias de la tía Ramona, se rió. Él era joven, igual de joven que yo, pero, al revés que yo, impulsivo y sobre todo optimista: nada le había ido nunca mal en la vida y pasaba por encima de las contrariedades ignorándolas. Como si no existieran. Podía con todo.

– África, mi amor -me dijo, poniéndome una mano debajo de la barbilla, como si estuviera convenciendo a un niño pequeño-, no existe fuerza en el mundo capaz de separarnos. ¿No lo entiendes? Y ya que mi madre sabe lo nuestro y querrá impedirlo, lo mejor es que vayamos a enfrentarnos con ella de una vez, pongamos las cartas sobre la mesa y le expliquemos que, en lo que a ella respecta, nada de esto nuestro tiene remedio. De modo que se va a tener que aguantar.

– Pero no sabemos si lo sabe. Los tíos creen que sí y me da mucho miedo. ¿No será mejor hacer como que no pasa nada?

– Ya. -Hizo un gesto displicente-. No, mujer. Las cosas claras. Y si no estamos seguros de lo que sabe o deja de saber mi madre, pues vamos a enterarnos, ¿no te parece?

– No sé, Carlos, no sé. Me da miedo.

– Te lo prohíbo, África. Te prohíbo que tengas miedo. Estando yo a tu lado, nada debe asustarte. -Cerró los ojos un momento y, cambiando de tono, añadió-: Mira, tengo que resolver esta mañana unas cosas de La Morucha, nada, una punta de vacas que tengo que comprar, y luego te vengo a buscar y nos vamos a visitar a mi madre. Y si le gusta, bien, y si no, pues bueno. -Sacudió la cabeza con una media sonrisa-. Tenerle miedo a mi vieja…

Las cosas nunca vienen solas, claro.

Aquella misma mañana llegó la carta de mi padre conminándome a volver a Madrid. Era obra de la tía María, lo adiviné en cuanto la leí. Seguramente no había hecho más que deslizar unas cuantas acusaciones veladas sobre mi comportamiento, pero sabía muy bien en qué oído las deslizaba: si la honra de la familia o de uno de sus hijos estaba en peligro, mi padre reaccionaría sin ningún género de duda. Al mismo tiempo se veía que ella había tenido buen cuidado de que la orden de regreso dada por mi padre (extraída a papá, debería decir) no fuera a resultar tan provocadora que, en vez de obedecerla, me hiciera liarme la manta a la cabeza y tirar los pies por alto.

En aquellos momentos yo estaba muy confusa y no acababa de comprender lo que estaba pasando. Pero ahora sé hasta qué punto la tía María había querido ser sibilina y no mostrar su juego: simplemente con contarle a mi padre algunas verdades o medio-verdades cuidadosamente elegidas, había conseguido el efecto deseado sin que nadie sospechara de ella, ni ella tuviera necesidad de enfrentarse con nadie. Mucho más tarde me enteré de que la tía María había viajado especialmente a Madrid (a todos nos había dicho que iba a Buenos Aires; ¡y pensar que Carlos y yo nos habíamos reído diciéndonos que iba a visitar a ese novio que debía de tener en Argentina!) para hablar con mis padres como quien no quiere la cosa y que llevaba tramando mi marcha desde hacía meses. ¿Cómo puede nadie ser tan calculador, estar tan lleno de doblez?

Rompí la carta de mi padre en cuanto la hube leído precipitadamente una sola vez y ya no la recuerdo muy bien. Pero el sentido estaba clarísimo. ¡Cómo había sido manipulado! No decía más que lo que la tía había querido hacerle decir. Debía volver a Madrid porque mi estancia en Méjico no estaba teniendo los efectos deseados, había llegado la hora de que me ocupara seriamente de Martita y nada de llevármela a Méjico, un país ateo y liberal en exceso. Además, tanto él como mi madre empezaban a envejecer y necesitaban de la ayuda de la que mi viaje allende los mares les había privado. Cosas así, Javier, pero escritas en tono tan serio y tan convincente que si yo no hubiera sabido lo que había detrás de ellas, mi mala conciencia se habría resentido de verdad. Mi tabla de salvación fue el amor de Carlos, que para mí era como una roca. ¿Recuerdas la novela Cumbres borrascosas? Seguro que sí; creo que es el único libro que te he recomendado en mi vida. Lo hice porque, aunque tú no supieras la razón, me parecía que describía mi amor por Carlos (en realidad, el amor de que es capaz una mujer) de la manera más expresiva. En un momento de la novela, dice ella: «mi amor por Heathcliff es como las piedras que están debajo: ¡yo soy Heathcliff!» Pues así era mi amor por Carlos y por eso me daba la sensación de que estaba a salvo de cualquier peligro. Y por eso, aquella mañana decidí desobedecer a mi padre por primera vez en mi vida. No pensaba volver a Madrid. Me quedaría en Méjico a luchar por lo único que me valía la pena.

¡Oh Dios mío, Javier, cuántas veces me he arrepentido de haber desafiado mi destino de una manera tan irreflexiva! Dios me castigó, ya lo creo que me castigó, porque en mi obsesión por defender mi felicidad estuve dispuesta a sacrificar a Martita. ¿Que no me dejaban a Martita? ¡Pues que se quedaran con ella! ¿Te das cuenta del grado de monstruosidad a que me había llevado mi egoísmo? ¿Comprendes ahora por qué me siento tan culpable?

Poquito a poco todo iba volviendo a su cauce. Poquito a poco iba yo recordando, allá en el fondo de mi alma, muy adentro, que no estaba hecha para ser feliz. Me entró la sospecha, además, de que si permanecía mucho al lado de una persona, fuese quien fuese, le contagiaría mi tristeza o todas mis desgracias. Así lo habían comprendido, creía yo, el tío Adolfo, la tía Ramona y el tío Armando. Me parece ahora que percibieron que no había lugar en mi corazón para la felicidad y que se resignaron a que eso fuera lo que mandaban los hados. Me había tocado la mala lotería.

Y al mediodía aquel, Carlos y yo no llegamos a hacerle la solemne visita a su madre. Todo encajaba.

Nadie, salvo el tío Adolfo, sabía que desde meses atrás, Alicia, su mujer, la mujer del poeta, estaba invadida por el cáncer y que no había sido posible hacer nada no ya por salvarla sino por alargar su vida. Nada. Ya te he dicho que la veíamos adelgazar y nos preocupaba, sobre todo los que la conocían de antiguo, pero no entendíamos nada más; todo lo más, pensábamos que padecía anemia y que había que darle hierro. Como tenía altibajos y a días parecía encontrarse mejor, veíamos signos de recuperación. Durante las últimas semanas de vida, Alicia sufrió horrorosamente en silencio para no entristecer al tío Adolfo con la noticia de su muerte irremediable. Y él sufrió en silencio para no decirle cómo se estaba muriendo. Los dos la vieron morir sin poder hacer nada y sin consolarse el uno al otro para no entristecerlo. ¿Puede existir algo más doloroso? Aquella mañana, el cuerpo de Alicia se rindió y hubo que llevarla precipitadamente a la clínica, muriéndose a chorros.

Curiosamente, fue la muerte de Alicia la que prolongó mi estancia en Méjico por unos meses, porque lo paralizó todo. Todo quedó en suspenso. El tío Adolfo se quedó como huérfano de todo, inmóvil, sin nada que hacer más que sufrir. Su hermana Ramona lo sentenció en seguida: «Adolfo no durará mucho; no puedes perder media vida sin que se te vaya la otra media detrás. Durará unos meses solamente. ¡Pobre Adolfo! Alicia era sus manos, sus pies, su sola orientación.»

¿Pobre Adolfo? ¿Duraría poco? ¿Alicia era sus manos, sus pies, su orientación? ¡Ya me acordaría yo de eso! Porque ¿qué era Carlos para mí si no?

Me fui a vivir con el tío Adolfo, a pesar de sus protestas de que quería quedarse solo. Le convencimos diciéndole que sería por unas semanas únicamente, para que alguien se ocupara de hacer las cosas prácticas de la casa.

– ¿Prácticas? ¿Qué cosas prácticas quedan por hacer aquí? -preguntaba él, sin embargo, como si todo fuera superfluo.

– Ninguna, Adolfo, mijito -le dijo la tía Ramona-, sino cuidarte un poco hasta que te valgas por ti mismo.

– No me quiero ya valer. ¿No ves que ya no valgo nada?

Pasaba horas en su sillón frente a la mesa camilla con la mirada perdida en algún sitio remoto. No decía nada, ya no escribía ni declamaba ni arrugaba papeles que descartaba. Sólo permanecía inmóvil mirando a la pared. En una ocasión dirigió la vista hacia mí y pareció sorprenderse de encontrarme allí. «¿Me traerías una copita de orujo?», preguntó con voz muy tenue. Me levanté, rebusqué en el aparador del salón, encontré la botella y un pequeño vaso y le serví un poco de licor de orujo. Se lo dejé en la mesa camilla, donde solía ponerlo Alicia. El tío Adolfo me miró como si no comprendiera. Tenía los ojos anegados en lágrimas. Alargó la mano, cogió el vasito y se lo llevó a la nariz para olisquearlo. Te juro, Javier, que nunca he visto un gesto más desesperado, más solitario en toda mi vida. ¡Qué tristeza más espantosa! Por la mejilla le resbaló una lágrima y fue a caer en el licor, enturbiándolo un poco, opacándolo.

Carlos venía por las tardes y las pasábamos juntos, hablando en voz baja en el salón para no molestar así al poeta en su estudio. Y con los últimos rayos de sol, llegaban los demás. Entonces nos acercábamos a la habitación del tío, lo rodeábamos silenciosamente e intentábamos darle calor con nuestra presencia. Nos miraba a todos ausente.

Muchos días, la tía Ramona nos empujaba a Carlos y a mí a que nos fuéramos a dar un paseo para refrescarnos. En más de una ocasión la pura tristeza nos llevó a refugiarnos en la pasión, a consolarnos abrazados, piel sobre piel.

Era noviembre y comenzaba la temporada de toros. Carlos tenía contratadas muchas corridas y no podía ya acudir cotidianamente a la casa del poeta. Una vez dijo: «Adolfo, ¿por qué no te vienes en el carro con los peones hasta Guadalajara a verme torear como en los viejos tiempos? Ándele.» Pero el tío Adolfo no hizo ademán de haber oído y Carlos no insistió.

Escribí a papá y le conté los detalles de la muerte de Alicia, explicándole que me quedaba un poco más en Méjico para hacer compañía a su hermano. Di por asumido que nadie discutiría tan sensatas razones y así fue: papá escribió dándome permiso para quedarme un poco más.

María venía poco por la casa de su hermano y, cuando lo hacía, traía la mirada torva, tenebrosa. Bueno, chamaquito, eso me parecía a mí, que tenía la conciencia culpable. Se lo dije a la tía Ramona y se encogió de hombros: «Bah, no hagas ni caso: es un fedor de mujer. Ni para los duelos tiene compasión. No piensa más que en sí misma.»

María estaba siempre poco rato. Se marchaba corriendo. Le atoraba el pesado ambiente de desolación de aquella casa.

Pasaron las semanas y paulatinamente el orden volvió a nuestras vidas. Yo seguía viviendo con el tío Adolfo pero ya no le hacía constantemente compañía. Volvía a llevar una existencia relativamente normal, trabajando en la tienda, viendo a Carlos cuanto podía y aprovechando una vez más para dejar que corriera el tiempo sin pensar en responsabilidades, regresos o, casi, miedos. Hasta me hice la ilusión de que la tía María había decidido dejar correr el asunto y no meterse en camisa de once varas. Era no conocerla.

Un día, ya a finales de febrero, Carlos toreaba lejos y tenía que hacer noche en donde fuera. Ni lo recuerdo. Aquel fue el día. La tía María llamó por teléfono a la tienda. Descolgué y dije: «Bueno.» Ella contestó: «Hola, África.» La reconocí inmediatamente. Se me encogió el corazón del susto.

– Mira, África, tú y yo tenemos que platicar un poquito, ¿no? -Lo dijo con un tono muy suave, muy tranquilo-. Tú sabes que yo sé y aquí andamos mareando el chepescuincle, calladitos no se nos vaya a escapar. No vale la pena, ¿no te parece?

– Sí, tía. Me parece que tenemos que hablar.

– Pues, ándele. Hoy es buen día. ¿Qué te parece si te voy a buscar cuando cierres la tienda?

Todo mi ser me gritaba que no debía hacerlo, que allí había gato encerrado, algún peligro que no acertaba a adivinar, y que sería infinitamente mejor esperar a que volviera Carlos. Pero ¿qué me iba a hacer aquella mujer? ¿Hablar? ¿Insultarme? ¿Maldecirme? Bueno. Alguna vez tendría que enfrentarme con eso. Supongo que Carlos me había infundido algo de su optimismo y un poquito de su valor.

Dije que sí, que la esperaría.

Vino en su coche, conducida por el mecánico al que conocía bien porque durante meses nos había llevado de un lado para otro. De pronto, la tía María de hoy era de nuevo la de siempre. Igual de cordial y dicharachera que en los viejos tiempos, igual de parlanchína. Eso me infundió confianza.

«Vamos a casa», dijo y mientras el mecánico emprendía un camino que me era muy familiar, la tía se puso a hablar de mil cosas, de sus viajes, de lo mucho o lo poco que dormía (no me acuerdo muy bien), de cómo había sido el padre de Carlos («un sinvergüenza redomado»), del presidente de la República, Miguel Alemán, del que era buena amiga. Yo también conocía al presidente, menos, claro, de haberlo visto en fiestas de la buena sociedad; incluso una vez me sacó a bailar y me espantó a todos los moscones que revoloteaban a mi alrededor hasta que vino Luis Portazgo a salvarme de la quema. Aquellos éxitos sociales (los llamábamos devaneos) me daban igual, me resbalaban: durante casi tres años pasé por Méjico sin ver porque sólo tenía ojos para Carlos y solamente veía lo de afuera a través de él. Sé que es complicado de explicar, pero es así como lo siento. Mis recuerdos de Méjico son como fotografías, ¿sabes?, sacadas por Carlos con su máquina y pegadas en un álbum que luego me regaló para que me lo llevara al futuro. Parecía que no hubiera estado yo allá nunca y que sólo guardara una colección de imágenes. Me gustaría contarte cómo era el Méjico de hace veinte años, el Méjico que me hizo feliz, pero ni sabría porque no sé expresarme bien, ni sabría porque no me acuerdo.

En el mismo instante de entrar en casa de tía María, supe que algo iba mal. Había un olor fortísimo a alguna planta incandescente, vagamente parecido al del incienso, no desagradable pero sí tan espeso que embriagaba. A punto estuve de marearme y me tuve que apoyar en la barandilla de la escalera que arrancaba desde el vestíbulo.

– Huele muy fuerte, ¿no? -dije, y mi instinto me gritaba que me fuera de ahí.

– Ni te preocupes, chamaquita. Es el olor de la yerba que han echado después de que fumigaran la casa ayer. Aquello olía tan mal, a matarratas o yo qué sé, que decidí que pusieran este perfume. Un poco fuerte, ¿verdad? No importa. Me han asegurado que se pasará de aquí a mañana. Pero vente, vámonos arriba, que allí huele mucho menos.

Y me cogió del brazo para subir.

Puede que arriba oliera un poco menos. La verdad es que no lo recuerdo. El olor era tan pastoso, sin embargo, que resultaba angustioso.

Entramos en el saloncito contiguo a su habitación de dormir. La tía cerró cuidadosamente la puerta, encendió una luz, me dijo «siéntate» y se volvió para mirarme. Estoy segura de que di un respingo: en un segundo, su cara se había transformado. Ahora era una máscara pálida, llena de odio; ya no había sonrisa, sino rictus, y los ojos le brillaban con verdadera maldad. Parece que te estoy contando un dramón de los de novela rosa, pero te juro que María estaba tan cambiada y yo tan asustada que, si alguien me hubiera dicho que se trataba de la encarnación del demonio, lo habría creído a pies juntillas.

– ¡Tú qué te has creído! -me habló con voz bronca, una voz que, de tanta furia como contenía, no era la suya-. Tú te has creído que puedes venir aquí, que puedes hacer que te acojamos como a una hija, que te tratemos mejor que a una princesa, tú que no eres nadie, ¿y que me puedes robar a mi hijo? ¿Eh? ¡Dime!

Negué muchas veces con la cabeza y por fin encontré el valor suficiente como para balbucear:

– … No… no, tía, no te robo nada… nunca he querido quitarte nada…

– ¡Pues me has quitado a mi hijo! ¡Mi hijo! Tú que eres menos que nadie, una puta vulgar, una viciosa abandonada por su marido, ¿vienes aquí a engañar a Carlos y a hacerle perder la cabeza con tus malas artes? ¿Pero qué te has creído que eres? -Gritaba como una posesa, de pie frente a mí, con las manos en jarras y las piernas separadas.

– No soy nada, tía -negué otra vez. Todo lo veía borroso a causa de las lágrimas que me resbalaban por la cara-. No pretendo nada… Sólo nos enamoramos y…

María echó la cabeza hacia atrás y soltó una gran carcajada. Sólo que a.mí no me sonó como una carcajada sino como un aullido vulgar.

– ¿Os enamorasteis? ¿Tú? ¡Tú sólo pretendías hacer la puta para que te penetraran con una verga hasta el hígado! ¿Cuánto cobras por servicio?

Aquella bestialidad me asqueó. Sentir que las relaciones de Carlos conmigo, tan delicadas, tan apasionadas, tan intensas, eran despreciadas por su madre como si fueran una venta barata de mi cuerpo, me sublevó. Me puse de pie de un golpe, tan furiosa, tan fuera de mí, que María dio un paso hacia atrás. No sabría repetirte lo que dije; es más que probable que me pusiera a su altura en la vulgaridad. No lo sé. Sólo recuerdo que cuando dejé de chillar, dije:

– ¡Te prohíbo que me insultes de esa manera! ¡Que nos insultes de esa manera! Porque cuando me dices esas cosas, se las estás diciendo también a tu hijo. -Me sequé las lágrimas con verdadera violencia.

– ¡Ni te atrevas a hablar de él en mi presencia! Tú no eres digna ni de arrastrarte con andrajos por donde él pisa, ¿me oyes bien?

Yo era bastante más alta que ella y mi actitud debía de ser lo suficientemente amenazadora como para que, cuando di un paso hacia adelante, mi tía se apartara como si temiera que la fuera a pegar.

Respiré hondo tres o cuatro veces para calmarme e intentar razonar, primero conmigo misma y después, con ella.

– Mira, tía, yo no sé qué es lo que te ha dado -¡qué poco firme y convincente me sonaba todo aquello!-, pero yo no pretendo nada. ¡Déjame que hable, por favor! Será un momento sólo, un momento sólo… -Levanté una mano en señal de tranquilidad-. Me he enamorado de tu hijo. ¡Espera! Durante meses hemos sido felices. Nunca hemos dado escándalo alguno…

– … ¡Pero estáis a punto de darlo! ¡A punto de hacerlo todo público y cubrir de vergüenza a toda la familia!

– Nunca lo haría. Nunca haría nada que pudiera avergonzar a Carlos. ¿No lo entiendes? Sólo cuando yo sea libre…

– ¿Libre, tú? ¿De qué? ¿De cuál puterío? ¿Eh?

Me juré que ya no volvería a perder la compostura.

– De ninguno, tía. Yo no soy ninguna puta. Soy sólo una mujer que es capaz de hacer feliz a tu hijo. ¡Yo! Y eso me llena de orgullo. ¿Por qué no se lo preguntas a él? ¿Por qué no le preguntas a él lo que siente por mí y qué es lo que quiere hacer?

– ¿A él? ¡Si lo tienes embrujado, bajo un hechizo! ¿Qué le voy a preguntar? Sólo quiero una cosa de ti: que te alejes de él, que le olvides, que te vayas a Madrid y que desaparezcas de nuestras vidas.

– ¡Pero dame una razón!

Me apuntó con un dedo y dio un paso hacia mí. Era una vez más dueña absoluta de la situación.

– Te voy a dar tres: una, que Carlos es mejicano y te juro que sólo se casará con una mejicana; dos, que nunca permitiré que una divorciada como tú comprometa su prestigio y el mío; ¡ha, una divorciada!; y tres, que una muchacha perfectamente conveniente espera casarse con él. ¿Te parece poco?

– Si son ésas, tus razones no me interesan ni tanto así. Pregúntale a Carlos. -Me temblaba la voz-. Sólo si él me dice que me vaya, me iré. Si él me dice que me quede, me quedaré. Y si me dice que por él vaya hasta el infierno, iré.

Entonces tía María me miró como si le sorprendieran mis palabras, como si de pronto hubiera comprendido que yo no era una adversaria tan fácil de derrotar. Dio tres pasos hacia la ventana y miró hacia fuera. No podía ver nada, porque ya era noche cerrada, pero estuvo así en silencio mirando a la noche, no sé, durante uno o dos minutos. Al cabo, pareció tomar una decisión. Se volvió hacia mí y dijo:

– ¿Sabes, África? Nunca he sido religiosa. Nunca he creído en Dios, ni en el cielo, ni en los ángeles, ni en intervenciones divinas. Francamente, chamaquita, nunca he visto ninguna y yo, como santo Tomás, creo en lo que veo. ¿Eh? -Sus ojos, dirigidos fijamente hacia los míos, se habían oscurecido hasta parecer casi negros. Los tenía entre cerrados (¿se dirá entrecerrados?). Una vena muy gorda le cruzaba la frente de arriba abajo. Estaba horrorosa-. En cambio, sí he visto la magia de los chamanes, sí he estado con los huicholes en el desierto y he viajado por las estrellas con sus mezclas de peyote y he vuelto a la tierra. Y los he visto curar con sus pócimas y sus encantamientos. -Alzó un dedo-. Pero también he visto a los brujos castigar a los enemigos… No sé cuáles fuerzas manejan, pero son terribles, te lo aseguro, África. Cuídate de mi furia. -Se rió nuevamente-. Oh, sí. ¿Sabes de qué era el olor que notaste al entrar en casa? -Parecía enloquecida. Hizo que sí vigorosamente con la cabeza una, dos, tres veces-. Oh, sí. Ya lo creo que sí. Estás invadida por él. Es el olor de mi maldición, de la maldición de mi brujo, la maldición que te perseguirá hasta que te vayas, hasta que desaparezcas de nuestras vidas.

El corazón me latía con tanta fuerza que me pareció que se me iba a salir por la boca. Estaba empavorecida, aterrada, y, sin decir palabra, me abalancé contra la puerta.

Aún no sé cómo conseguí abrirla y luego bajar las escaleras corriendo y luego salir a la calle. Imagino que encontré un taxi o que fui corriendo hasta la casa de la tía Ramona, que no estaba muy lejos; apenas a unas manzanas. No lo sé. No soy capaz de recordarlo. La siguiente cosa que recuerdo es haberme arrancado las ropas que llevaba puestas y que tenían impregnado el olor dulzón a aquella yerba incandescente. Podía olerlo como si se me hubiera pegado por dentro de la nariz y muy abajo en la garganta.

Y después, estaba metida en la bañera y la tía Ramona me frotaba con una esponja de crin y me lavaba el pelo y todo el rato repetía: «Ay, chamaquita, ay, chamaquita.»

Y luego, cuando estuve seca, me frotó con aceite por todo el cuerpo. Después me puse una bata y vino el tío Armando y estuvo hablando largo rato con su voz suave y calma. Eran palabras tranquilizadoras de las que sólo recuerdo el tono apacible como si hubieran sido un bálsamo.

– Pero ¿tú crees en esas cosas, tío? -pregunté por fin.

– ¿En los encantamientos y maldiciones? -Sonrió-. No, claro que no, pequeña África. Como el vudú en Haití. No tienen entidad si no se cree en ellos. Sólo en la medida en que te dejes atemorizar conseguirán controlar tu voluntad. No. Te dije que María es mala, pero eso no quiere decir que tengas que hacerle caso o temer las cosas que pueda hacerte. -Volvió a sonreír-. A menos, claro, de que te quiera dar con un palo en la cabeza. No. No le hagas ningún caso.

La tía Ramona me llevó a la cama y me subió un chocolate bien espeso hecho por ella en la cocina. Olía fuerte a cacao y, sin embargo, no conseguía disimular la peste a incienso o al yerbazo cocinado por el brujo que me rascaba el fondo de la garganta. Bebí un poco del chocolate del tazón y un vaso de agua de un solo trago. Me recosté sobre la almohada y dejé que la tía Ramona me acariciara la frente y me pusiera unas compresas empapadas de colonia que me refrescaron. Pasaron horas hasta que, durante la madrugada, logré conciliar el sueño. Tuve unas pesadillas horribles.

Cuando me desperté, el sol daba fuerte sobre mi terracita y parecía infundir la confianza del día. Me olí las manos. La peste había desaparecido, aunque yo la tuviera bien grabada en la memoria. Ahora me olían levemente a agua de colonia y ese mero hecho me devolvió a la realidad, al mundo tangible de cada día, al aroma del café, a la necesidad de maquillarme. Las locuras de tía María, todavía aterradoras, me parecían distantes, más propias de un mundo de supersticiones baratas que del mucho más seguro de los consejos a la pata la llana de la tía Ramona y de las ironías del tío Armando.

Carlos no volvería hasta después de comer y sin duda ya había abandonado el hotel de la ciudad en la que había toreado la víspera; por más que lo pienso, soy incapaz de recordar cuál era; en el norte, creo. En cualquier caso, con lo mal que funcionaban los teléfonos y las demoras que había, no valía siquiera la pena intentarlo. De todos modos, en cuanto volviera a Méjico ciudad me llamaría.

Poco a poco, sin embargo, me fue volviendo más vivamente el recuerdo de la escena en casa de María y su crisis de locura. Pensé que no quería estar nunca más a solas con ella. Para qué engañarme: me daba un miedo atroz.

En fin, me encogí de hombros para darme valor y decidí gastar la mañana en ir a casa del poeta. Nada le había dicho y, aunque no me parecía que se diera cuenta de mis ausencias o que, tal como estaba su estado de ánimo, le importaran gran cosa, creí lógico darle una explicación. En el fondo, tenía la esperanza de que él, que estaba a medio camino entre el mundo mágico de su poesía y la realidad bien tangible de su tristeza, fuera capaz de explicarme lo que había ocurrido.

Sentado en su lugar habitual frente a la mesa camilla, me miró de forma ausente. Luego sonrió débilmente.

– Has vuelto -dijo-. Creí que te habías marchado para siempre a la francesa. -Y, ante mi mirada de sorpresa, añadió-: ¡Oh sí! No chocheo demasiado, ¿sabes? Me doy cuenta de lo que pasa a mi alrededor aunque no lo parezca. Ayer te fuiste a la tienda de Ramona, no volviste a almorzar ni a hacerme compañía. -Levantó el dedo como si estuviera regañándome-. Sé que saliste con María y, por la cara que traes, la muy tonta te dio un susto de muerte. -Rió suavito-. No. No creas que yo también tengo poderes de adivinación. Es que me lo ha contado Armando por teléfono. ¡Pobre África! Eres demasiado inocente para enfrentarte sola a ese disparate de mujer. María está tan obcecada por su ambición social que no entiende nada de nada. ¡Brujos! -exclamó con desprecio-. Confunde el tocino con la velocidad y no le falta más que ponerse un espejo en su habitación para preguntarle: y dime, espejito, ¿quién es la más bella del lugar? Bah. ¡Hábrase visto! Brujos le voy a dar a ella. No le falta más que andar con una muñeca que tenga un poco de tu pelo y pincharla con alfileres. ¡Qué disparate! ¿Y tú te asustaste?

– Es que habían hecho un encantamiento con yerbazo y olía muy mal y se puso tan furiosa y me gritó tanto que me asusté de verdad.

– ¿Y olía peor que el humo de mi pipa? -preguntó con tono muy serio.

Entonces me acerqué a él y me incliné y le abracé. Se me saltaron las lágrimas.

– No, tío Adolfo, nada huele peor que tu pipa.

Me retuvo a su lado, agarrándome de la mano.

– Ah, mi virtuosa África, ¡cuánto estás dispuesta a sufrir por los demás! ¡Cómo estás de dispuesta a sacrificar tu felicidad para que otros no sufran! ¿Sabes? Hay gente así en el mundo… muy poca, pero la hay. Se les llama santos… -Su tono de voz era distante, cada vez más débil.

– ¡Qué cosas dices, tío! Yo no tengo nada de santa…

– ¿Sólo porque amas a un hombre y te entregas a él en cuerpo y alma? Los santos no deben ser de otro mundo. Son de éste porque, si no, su sufrimiento no significaría nada para ellos, no les costaría trabajo alguno. Dime, cuando María te prometía las iras del infierno, ¿qué fue lo primero en que pensaste?

Me quedé callada.

– En Carlos, ¿eh? En cómo impedir que Carlos sufriera. Te daba miedo, sí, pero el miedo es un sentimiento más que humano. No tiene importancia. Yo estoy siempre lleno de miedos y, ya ves, no me creo santo, pero tampoco mala persona. Ni egoísta. Pensaste en Carlos y en cómo evitarle algún mal. Es más: estabas dispuesta a dejarte la vida por él si eso era lo que habría de salvarle. ¿Verdad?

Asentí.

– ¿A eso le llamas tú miedo?

Me dio unas palmaditas en la mano.

– Siéntate aquí a mi lado -dijo en un murmullo. Me senté en el brazo de su pequeña butaca y me incliné hacia él para poder oírle mejor-. Los profetas no existen, porque pensar que se puede predecir el futuro es una presunción llena de soberbia. Pero, África, te veo muy endeble, tan dispuesta a ceder, que me das inmensa tristeza. ¡Si yo pudiera decirte que no cedieras! Pero no puedo. A mí no me quedan ya fuerzas.

Suspiró y no habló más.

Estuvimos así largo rato, cada uno refugiado en su tristeza, el tío Adolfo con la cabeza apoyada en mi muslo y yo con los brazos rodeándole los hombros.

¿Qué me quería decir con que no cediera? ¿Cediera a qué? De pronto me pregunté qué haría yo si Carlos cediera. ¿Y si fuera él quien cediera? ¡No! Eso era imposible. ¡Si él era mi fuerza! Me pareció una traición pensarlo siquiera. No. Carlos, jamás. Era tan fuerte, que se reía de estas cosas, las despachaba de un plumazo, con un gesto displicente de la mano.

Y sentí dolor físico de no estar en sus brazos, de su ausencia. En ese mismo momento, le necesitaba más que a nada en este mundo. Miré al tío Adolfo, ensimismado en su soledad, y le comprendí del todo: cuando Alicia había muerto, él se había muerto tanto como ella; sólo seguía viviendo como un acto reflejo, simplemente porque no se le paraba el corazón. Si yo debía quedarme sin Carlos, moriría de la misma manera. Todo me daría igual. Dedicaría el resto de mis días a esperar a que se me detuvieran los latidos del corazón.

A media tarde (yo hacía rato que me había ido a mi rincón-observatorio y hojeaba lentamente un gran libro encuadernado con números del Blanco y Negro de cuando la República), sonó el teléfono. De un salto salí al vestíbulo, llegué al segundo timbrazo y descolgué el auricular.

– Bueno -dije con algo de sofoco.

– África. No te muevas de ahí que ahora mismo voy. -La voz de Carlos sonaba grave y seca.

Quise preguntarle qué pasaba, pero no me dio tiempo: ya había colgado.

Dios mío, Dios mío, pensaba yo, ¿qué puede haber pasado para que me hable así? Oh Dios mío, que no sea nada.

Carlos tardó menos de un cuarto de hora en llegar a la casa. Yo espiaba por la ventana del vestíbulo y, cuando vi que frente al portalón de entrada se detenía su haiga de torero, cubierto de polvo, con el botijo y los baúles aún encima de la baca, abrí la puerta de la casa y salí corriendo por el jardincillo. Carlos se había bajado del coche con el semblante grave y el ceño fruncido y no se movía de donde estaba.

– Oh Dios mío, Carlos, ¿qué ha pasado?

Me miró fijo, fijo y por fin abrió los brazos para que pudiera refugiarme en ellos. Me recorrió una ola de alivio y se me puso la carne de gallina: la severidad de su voz nada tenía que ver conmigo. Oh, gracias a Dios. Y allí mismo, en plena acera, me besó como pocas veces lo había hecho, con pasión, no, con pasión, no; con furia, con violencia. Después me agarró por la cintura, me hizo darme la vuelta, me llevó casi a rastras por el jardincillo, empujó la puerta de entrada, me empujó a mí, cerró de un taconazo y, sin dejarme parar, me hizo subir las escaleras llevándome sujeta por la cintura con ambas manos.

Ah, Javier. No se necesitaban palabras. No me hacía falta que me dijera lo que iba a pasar, lo que quería de mí. Ni siquiera me era necesaria la famosa intuición femenina. Cuando íbamos por el segundo tramo de escalera, yo ya me había desabrochado los botones de la blusa y él, desde detrás de mí, intentaba abrirme el cinturón. Por el descansillo quedaron mis zapatos y Carlos me arrancó el sujetador justo antes de que entráramos en mi cuarto.

Me tiró sobre la cama y me bajó la falda y la enagua y con las dos manos sujetándolas desde las caderas, me quitó las braguitas de encaje que él mismo me había regalado tiempo atrás. No sé cómo se desnudó. Yo le miraba y el deleite de mis sentidos era tal que sólo podía reparar en cómo iba asomándole la piel, en los detalles de su pelo negro rizándose sobre su vientre tan liso y tan fuerte, en los músculos de sus piernas y de sus hombros y de su estómago y en la violencia de su cuerpo.

No habló, no dijo nada. Me penetró y me amó con brutalidad total, sin una sola concesión a la ternura. Y cuando te lo cuento ahora y en los miles de veces en que he recordado aquel instante, sé que nunca me entregué tanto, nunca vibré más, nunca me sentí más fundida en un cuerpo que no era el mío y que sí lo era. Carlos fue totalmente mío y yo, totalmente suya. ¡Que alguien se atreva a decirme que no fue mi marido!

Mucho tiempo después, cuando empezó a haber sitio para la ternura, para los besos distraídos, para el escalofrío de un remanente de placer suscitado de golpe por una caricia tardía, exclamé:

– ¡Dios mío, Carlos, el tío Adolfo está abajo! Lo habrá oído todo, ¡qué vergüenza!

Se rió y me hizo cosquillas en el ombligo con su barba mal afeitada.

– Ay, África, el tío Adolfo sabe bien lo que es el amor. -No dijo más.

Y al cabo de otro rato largo:

– Daría media vida por un vaso de agua. Me muero de sed.

Entonces me levanté, fui al cuarto de baño, llené un vaso con agua y regresé a la habitación. Cuando estaba cruzando el umbral del baño, Carlos levantó una mano y dijo: «Quieta, no te muevas.» Me miró con tanto detenimiento que me dio la impresión de que se me calentaban los pechos y me subía una fuente de agua desde el vientre, pero no me importó, no me dio vergüenza, que mirara lo que quisiera, él había hecho que me sintiera orgullosa de mi cuerpo.

– La bella África -murmuró-, mía para siempre. Ven aquí.

Al llegar a Méjico ciudad, había llamado a casa de la tía Ramona y el tío Armando le había contado todo. Así de fácil fue. Creo que descargó toda la furia que llevaba contra su madre haciendo el amor en mí, pero de tal manera que supe, supe sin lugar a dudas que en aquel momento llevaba a su hijo en mi seno. Y Carlos me miró aquella tarde de un modo tan lleno que comprendí que él también lo sabía.

¿Qué puedo decirte, chamaquito? ¿Cómo puedo expresar lo que se siente al tener el amor instalado en el centro de una misma? Durante días y días floté en las nubes, olvidados las penas y los sustos. Con una delicadeza que hacía de él el hombre maravilloso del que me había enamorado, Carlos me trató con ternura, con diversión, con risa, con sensualidad y con preocupación. Rompió con todo durante diez días y nos fuimos a La Habana, a Varadero, a pasar nuestra verdadera, grande y completa luna de miel.

Antes de marchar, llamó a su madre. No había hablado con ella desde su llegada a Méjico ciudad. Yo quería irme de la habitación desde la que llamaba, pero Carlos me sujetó por la muñeca e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– ¿Madre? -Nunca le había oído usar una voz tan terriblemente seca, tan llena de desprecio-. No quiero volverte a ver en mi vida. No quiero saber más de ti. No quiero que me vuelvas a hablar. Adiós.

Colgó y se quedó en silencio mirando el teléfono durante unos instantes. Luego levantó la cabeza, me tocó suavemente entre los pechos con el índice derecho y lo deslizó hasta llegarme a la altura del corazón. En voz muy baja, añadió:

– Vamos, ven. Vámonos.

Y nos fuimos a nuestra luna de miel.

La plaza de toros de Méjico es la más grande del mundo. Allá caben cincuenta mil personas. Cuando te sientas en barrera, vuelves la cabeza y miras hacia arriba y aquello no se acaba nunca. Tanto suben las gradas que arriba del todo parece como si se inclinaran hacia adelante y te fueran a caer encima. Es puro color y griterío, puritito entusiasmo macho, que dirían allá. Carlos me había dicho muchas veces que lo más impresionante de todo era cuando los toreros se asomaban a la puerta de cuadrillas para hacer el paseíllo y, de pronto, sonaba un atronador «¡ole!». Todos lo gritaban con una sola voz. Carlos decía que después dejaba de oír casi todo y se concentraba en el miedo. ¡Oh, sí! Pasaba miedo.

Una vez le pregunté hasta cuándo le duraba el miedo en la plaza. Me dijo que hasta que salía el toro y le miraba salir de toriles y embestir y ver hacia dónde se acostaba y qué hacía con los pitones. Y luego salía solo al ruedo y miraba al animal y lo citaba de lejos. Cuando lo veía correr hacia él, de golpe comprendía que lo iba a dominar, que iba a nacerle doblar y encelarse con el capote. Y le daba la primera verónica y ya estaba. Ya no pensaba más en el miedo.

Ya sabes lo que viene, ¿no?

Aquel torazo era el de la gloria, el del triunfo. Aquel torazo era para mí, para lo que yo había sufrido, para nuestro hijo, para nuestro amor y nuestra vida juntos. Oh sí, Javier, mi chamaquito: era todo eso. Era como rezar el credo y tocar el cielo.

21 de marzo de 1952.

El día de la primavera de 1952 acabó conmigo.

Cuando Carlos tomó los trastos de matar, la muleta, el estoque y la montera, miró hacia mí y sonrió. Yo estaba a pocos metros de él, un poco a la izquierda, sentada en la barrera junto a Luis Portazgo. Muy despacio, se vino hacia mí. Se detuvo un momento antes para pedir permiso a la presidencia y luego siguió dos pasos más hasta encararse conmigo desde el albero.

Se quedó quieto, con la mano derecha caída a lo largo del cuerpo sujetando la montera.

Muy despacio, alzó la mano y me brindó la montera. Me puse de pie, muda de emoción, latiéndome el corazón como si fuera una máquina a vapor. Pensé que me desmayaría y debí de tambalearme ligeramente. Luis, notándolo, me sujetó por el codo, imperturbable.

Carlos no pronunció palabra. Simplemente se subió en el estribo y con un gesto muy suave me lanzó la montera.

Fue una faena memorable. Chamaquito: tú y yo hemos ido a decenas de corridas, lo hemos visto todo, hemos visto lo mejor. Nada es comparable a lo que hizo Carlos aquella tarde con aquel torazo. ¡Qué más da! Me llevaré a la tumba el recuerdo de cada pase, de cada muletazo, de cada desplante. De la cara de Carlos, con la boca torcida por el esfuerzo, sudoroso, desafiante y totalmente fundido con el animal.

Hacia mitad de la faena, Luis me cogió la mano y la apretó fuerte y ya no la soltó. Le temblaba de emoción.

Carlos cuadró al toro delante de nosotros. Quieto, sin humillar, con la boca abierta y los ijares sacudiéndosele del agotamiento, el torazo miraba fijamente a Carlos. Era un animal vencido pero fuerte, lleno de casta y de bravura.

– Va a matar al volapié -murmuró Luis.

Carlos levantó muy despacio el estoque y casi simultáneamente la muleta, para que el toro se viniera hacia él. Todo sucedió como a cámara lenta. Se volcó encima, del toro, girando el pie izquierdo y levantando el derecho para volar hacia afuera. La espada entró de un trallazo hasta la bola y mató al bicho. Lo mató, Javier, pero en el último estertor de vida, mientras Carlos se vaciaba hacia afuera, el toro levantó la testuz y le enganchó de lleno.

Lo vi perfectamente, Dios mío, vi cómo el cuerno derecho, un puñal tan grande como mi brazo, entraba en el pecho de Carlos como si atravesara papel. En el horror instantáneo de toda la plaza, en medio del griterío ensordecedor, oí a Carlos exhalar violentamente el aire que le quedaba en los pulmones y vi su cara de dolor terrible cuando el toro lo lanzaba hacia atrás. El toro estaba muerto, Javier, y cayó como fulminado por el rayo. Pero Carlos quedó tendido en la arena con los ojos cerrados, mientras una gran mancha de sangre se le iba extendiendo por el pecho. Yo le veía respirar, sabía que respiraba y quería saltar al ruedo para socorrerle.

Luis me pasó el brazo por los hombros y me mantuvo inmóvil. Le miré. Estaba pálido, desencajado y decía algo que me resultaba incomprensible.

¿Cuánto tiempo pasó? Una eternidad, apenas unos segundos, y ya las gentes de su cuadrilla, los otros toreros, los mozos de estoques, el apoderado, le habían izado en volandas y se lo llevaban corriendo hacia la enfermería. Cruzaron la plaza sin contemplaciones y parecía una ceremonia, un rito de muerte.

– Ven -me dijo Luis.

Le seguí como una autómata, escondiéndome detrás de su espalda, mientras él, dando golpes y empellones, se abría paso a toda velocidad. No sé cómo llegamos a la enfermería.

La primera persona con la que topamos fue el mozo de estoques.

– ¿Cómo está? -preguntó Luis.

– Ay, mal, don Luis, muy mal.

Sé que di un aullido porque Luis me lo contó después. Estaba convencida de haber preguntado qué le pasaba a mi Carlos. Pero el mozo de estoques me entendió perfectamente.

– Le entró el asta, doña África, hasta muy dentro, pues… Ay, don Luis, el maestro está muy mal…

– ¡Cállese, hombre! Está vivo, ¿no? Pues cállese… Hombre, Chano -dijo interpelando al apoderado que salía de la enfermería en ese momento-, di.

Chano vino hacia mí y me abrazó fuerte, fuerte.

– Está muy malherido, África, muy malherido.

– ¡Quiero entrar ahí! -grité-, ¡tengo que entrar! Luis -imploré-, ¿no ves que se me muere?

– No dejan, África, los médicos no dejan. Ándele, que ésa es buena señal porque quiere decir que están luchando por su vida y lo van a salvar…

Pero yo empujaba hacia la puerta con tal fuerza nacida de la desesperación que les costó gran trabajo a los tres cerrarme el paso. Un momento después se abrió nuevamente la puerta del quirófano y salió un médico con la bata blanca toda manchada de sangre.

– ¡Doctor, Dios mío! -grité-. ¿Cómo está?

Apretó los labios.

– No muy bien. Tiene una cornada muy profunda que le ha pasado a menos de un milímetro del corazón. No le ha matado, pero ha hecho mucho destrozo. Es fuerte, Carlos es fuerte. Yo creo que resistirá. Lo vamos a llevar en la ambulancia al hospital Español ahora mismo.

– Quiero ir con él.

– No puede ser, doña África. Está inconsciente y necesita de todos nuestros cuidados hasta que podamos operarle con garantías en el quirófano y con un buen equipo de médicos…

Suprema ironía: cuando salíamos corriendo de la enfermería para dirigirnos al hospital, entraba el alguacilillo con cara compungida llevando en las manos las dos orejas y el rabo del torazo que el presidente le había concedido en premio a su faena.

La espera fue larga. Pasaron las horas y nadie vino a contarnos lo que estaba pasando. Sólo llegaron noticias que la madre de don Carlos, doña María, estaba postrada en casa, incapaz de moverse, destrozada por lo que le había ocurrido a su hijo. Su administrador la mantenía constantemente al tanto. ¡Qué cinismo! La vieja pécora. Por fin llegaron tía Ramona y tío Armando y, al rato, el tío Adolfo. Todos me abrazaron como si fuera una viuda, Dios mío. ¿Puedes comprender lo que yo sentía, Javier?

¿Puedes comprender las preguntas que me hacía después de haber atisbado la felicidad? ¿De qué hilo pendía la vida de Carlos? ¿De cuál de mis culpas? ¿De qué pecado mío que tuviera él que purgar?

Y poco a poco, a lo largo de aquella tarde interminable, fui comprendiendo cuál era el precio que se me exigía para que él siguiera viviendo. De pronto me asaltó nuevamente el olor a yerbazo que creía olvidado para siempre, el hedor de casa de tía María. ¿Fue un truco del subconsciente? ¿Fue la maldición que ella me había echado con tanta saña? No lo sé, Javier, no lo sé. No lo sabré nunca ya.

La tía Ramona me miraba fijo, fijo. Ella sabía, porque conocía mis pensamientos y mis temores. Ella también supo sin lugar a dudas cuál era el precio. Lo supo con tanta certeza como si yo se lo hubiera contado. La venganza de María no era conmigo. Oh, no. Era conmigo a través de lo único que podía doblegarme: mi vida a cambio de la de su hijo. Espero que esa mujer esté ardiendo en los infiernos.

Me puse en pie y me acerqué lentamente a una ventana. Miré a la tía Ramona y ella también se levantó y se me acercó.

– Me voy, tía Ramona. Me voy a ir de vuelta a España.

No dijo nada. Asintió despacio con la cabeza, pero no dijo nada. Desde el otro lado de la habitación, Luis también lo comprendió.

En ese mismo momento, se abrió la puerta del quirófano y salieron dos médicos, aún con las batas puestas y las caretas asépticas colgándoles del cuello. Vinieron derechos hacia mí.

– Está muy grave -me dijo el que parecía e1 mayor de los dos-, pero se repondrá. Me da mucho gusto decírselo.

Yo ya lo sabía.

Perdí a mi hijo (imagínate, a mi hijo de dos semanas, dos semanas respirándome dentro) dos días después. Tuve una hemorragia muy fuerte, el cansancio, dijo el médico, el susto de la cogida de Carlos, el disgusto, la tensión. Esas cosas eran muy delicadas. Lo sentía mucho, me dijo, pero me recomendaba al menos una semana de reposo en la cama antes de emprender viaje.

¿Y a mí qué más me daba? ¿Qué más me daba? ¡Si me acababa de morir y sólo me quedaba esperar a que dejara de latirme el corazón!

Carlos preguntaba insistentemente por mí y le contaban que me había dado una depresión y que estaba recluida descansando. En cuanto me repusiera, le visitaría.

Escribí una larga carta a Carlos y se lo expliqué todo, hasta la pérdida del hijo que yo había querido tener más que otra cosa en el mundo. No es que fuera supersticiosa. Oh, no, Carlos: no es que crea en magias y males de ojo. Como dice el tío Armando, esas cosas solamente hacen daño si te dejas influenciar por ellas. Pero sé, lo sé, Carlos: si sigo en Méjico y a ti te pasa algo, yo tendría que matarme, me vería obligada a morir. Y prefiero privarme de ti y saber que estás vivo allá lejos a disfrutar un minuto más de tus ojos, de tus caricias, de tus besos sabiendo que mis labios y mi corazón son un peligro de muerte para ti. No sé si esto que te digo son tonterías. Sólo sé que me toca pagar. Me vuelvo a Madrid, de donde nunca debí salir. No. Te miento, Carlos: hice bien en salir porque si no lo hubiera hecho, ahora no sabría lo que es estar viva, lo que es estar llena de ti.

Antes de marchar, llamé a María.

– Me juras que no le pasará nada a Carlos -le dije a modo de saludo.

– Si no vuelves, no le pasará nada.

– Porque si le pasa, maldita María, volveré y te mataré con mis propias manos.

Y al final, Carlos se mató en un accidente de coche y yo no pude volver a Méjico a matar a María porque ella ya había muerto de vieja. Ya ves.

Cuando me enteré de que Carlos había muerto, había dejado de tener capacidad de reacción. Habíamos muerto los dos años antes. ¿Y sabes lo peor de todo, chamaco? Que hubiera preferido infinitamente morir juntos hace veinticinco años que vivir (¿vivir?) separados desde entonces por el miedo a una maldita superstición. Y ahora ya no me quiero morir.

Carlos me escribió, me llamó, me buscó, me imploró a través de Luis Portazgo, que hizo un viaje a España para decírmelo. Pero cada vez que tenía noticias suyas me volvía a asaltar el olor a yerbazo y corría a esconderme en la iglesia y a rezar aquellos rosarios ridículos e interminables que tú me veías rezar, mirándome como si fuera una beata enloquecida. ¡Si hubieras sabido!

Una vez más, la última, vino a España a torear. La noche antes de la corrida me llamó. Hablé con él, chamaco, no pude resistir la tentación de oír su voz y de imaginar su cara.

– África, África, no me voy a ir sin verte. -Se rió-. Es más, no me voy a ir sin ti.

El primer toro de la tarde, en el primer quite, le enganchó y le pegó un puntazo en el muslo. Mala suerte, dijeron los entendidos, era un buen toro y el maestro parecía venir con ganas de armar la de Troya.

Carlos llamó al día siguiente, pero ya no me puse al teléfono. Me escondí en casa de tus padres para que no me encontrara y di como excusa que Carlos estaba empeñado en hacerme la corte y que todo aquello era una tontería sin cuento.

Ya ves qué historia más anodina, Javier. Una historia sin historia que termina de forma vulgar. Así ha sido mi vida: una vida cualquiera, en la que sólo ha habido unos meses de excitación y el resto ha sido todo monotonía.

¿Y ahora vienes tú, veinticinco años después, a inquietarme nuevamente el corazón?

Carlos nunca volvió a dirigirle la palabra a su madre. Se casó, sí, con la muchachita mejicana de buena familia, pero si le conozco, lo hizo porque ya nada le importaba, salvo, quizás, tener el hijo que yo no le di. Así de retorcidas son las cosas de la vida. Los hombres sois así: un clavo saca otro. Cuando me enteré de que se había casado, me entristecí aun más. Había creído que siempre guardaría luto por mí, como yo por él. Pero no. De verdad que creo que nada le importaba ya nada. Y después comprendí que la culpa era mía, no suya. Era yo la que le había abandonado de aquella forma tan cobarde.

Fue otra culpa que echarme encima. Qué más daba: tenía todo el tiempo del mundo para expiar mis culpas. Y así acabó mi vida de Méjico.

Amanece. La noche ha sido larga y he estado escribiendo casi sin parar desde ayer, desde que tuvimos nuestra conversación en el jardín, allá abajo, mientras yo le daba con el pie a una rosa medio marchita y tú hacías dibujos en el albero del camino con tu zapato. Si no hubiera escrito de un tirón, creo que no habría tenido fuerzas para contarte todos mis secretos.

Ha llegado el momento de hablar contigo, chamaco, y de decirte adiós.

¿Sabes?, cuando te hablaba ayer por la tarde de cómo me violó Rafael en la noche de bodas, hale, como quien se come una manzana, me dio la risa de ver la cara de sorpresa que ponías al oírme decir esas barbaridades. Luego te dije que las pobres mujeres a las que en mis tiempos de juventud les pasaban esas cosas como a mí, si tenían suerte, acababan encontrando un buen amante que les enseñaba todo lo que el miserable que se había casado con ellas se guardaba para sus putas. Y luego te dije: «Yo no, ya ves.» Ahora sabes que te he mentido.

Y después, de pronto, se me hizo insoportable tenerte a mi lado y no cogerte la mano y ponértela encima de uno de mis pechos y no apoyar mi cabeza sobre tu hombro y no agarrarte por los brazos y subirte corriendo a mi cuarto y, aprovechando que todos se habían ido al cine, desvestirte y besarte y hacer el amor contigo con todas las locuras que se me ocurrieran. De golpe, no me sentía nada madura, ni seca, ni dolorida. Oh, no: me sentía como si volviera a tener veinte años. Y, en vez de amarte, te pedí en voz baja que subieras a la casa y me trajeras una coca-cola. Como sustitutivo es bastante pobre, la verdad, pero no podía seguir adelante, no podía seguir poniéndome al borde de hacer una locura que me habría cubierto de ridículo.

Y lo comprendí todo una vez más: habían pasado los años, se me habían curado las heridas, estaba nuevamente al borde de conseguir la felicidad, pero me volvían a pasar la cuenta. Quien fuere, la vida, los hados, el destino, qué más da, me volvía a recordar que yo no había nacido para ser feliz. Y con una crueldad horrible, me volvía a hacer la jugarreta mientras yo envejecía sin remedio y tú llegas esplendoroso al mejor momento de la vida.

A lo mejor, si hubiera tenido más suerte antes a lo largo de toda mi existencia, ayer me habría arriesgado al ridículo de declararte mi amor y de sentir tu rechazo. La confianza en mí misma me habría dado valor y a lo mejor me habría importado poco. O nada. Pero ¿yo, África Anglés?

Y, justo en ese momento, me preguntaste si no recordaba un solo instante de dicha, ni uno solo, así dijiste: «Un solo instante de dicha, ni uno solo.» Y te dije que no con la cabeza. Y fuiste cruel y me preguntaste si tampoco Martita me lo había dado y no pude mentirte. Sólo me callé mi viejo amor por Carlos porque si te llego a decir que había amado apasionadamente, no habría sido capaz de callarme que seguía teniendo vida para amar apasionadamente y tendría que haberte confesado que ya te amaba apasionadamente. Y… ¿qué quieres, chamaquito? No me dio el corazón. No más.

¿Y de ti qué hubiera sido mi pobre amor?

Adiós, adiós. Te veré cada vez que vengas a Madrid y, con un poco de suerte si quieres, hasta bajaremos a nuestro banco y charlaremos como dos viejos amigos mientras yo acallo mi corazón. Así podré vivir a trocitos, de visita a visita tuya. Y me llevarás a los toros.

E iré trampeando, ¿no?

XIII

Tengo cincuenta años y África se ha muerto. He terminado de leer su carta y su diario ahora, hace un momento. He abierto la ventana de mi habitación del hotel Palace y me he asomado a mirar el edificio de las Cortes y, a mi derecha, allá encima de la colina que corona al museo del Prado, la iglesia de los Jerónimos. Allí iba ella a rezar misas y rosarios, a confesarse de nimiedades.

¿Cuál es mi esperanza de vida? ¡Qué sarcasmo, esperanza! ¿Treinta años? ¿Veinte? ¿Todo ese tiempo esperando a que me deje de latir el corazón?

Fernando Schwartz

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