Cuando las preocupaciones podían extirparse con anguilas modificadas con Quimicefa, y tus amantes incluían a una pintora que era, literalmente, tu alma gemela, y a un ángel (bueno, un serafín) exiliado del Cielo. Cuando los repartidores de pizzas conspiraban para escribir tu biografía no autorizada, y una vieja grabadora trucada podía servir para recuperar y extraer sentido de las palabras dichas en una ruptura. Cuando La Muerte recorría la ciudad con una lista de víctimas que, si eras lo suficientemente rápido, podías alterar. Cuando las hormigas aspiraban a alcanzar las estrellas. ¿Lo recuerdas? ¿Sí? Ahora, ¡despierta!

Félix J. Palma

La hormiga que quiso ser astronauta

© 2001 Félix J. Palma

© 2009 Juan Bonilla por la introducción

Introducción

Juan Bonilla

La primera novela de Félix J. Palma tenía, en su primera edición, un defecto aun antes de comenzar a leerla: venía después de su primer libro de relatos, El vigilante de la salamandra, y como suele suceder entre nosotros, cuando alguien publica un muy buen primer libro de cuentos parece exigírsele que dé el paso a la novela, y que la novela que escriba deje en pañales a Fortunata y Jacinta. Cuando el pobre cuentista publique su primera novela y se vea que pueden respirar tranquilas Fortunata y Jacinta, caerá sobre él el plomo de una convicción que era previa: ah, no es tan novelista como cuentista.

Vaya manera de empezar un prólogo, me dirán. Sí, no hemos venido aquí a hacer publicidad. He aceptado escribir este prólogo por dos razones: la primera, porque la novela, releída ahora, me sigue pareciendo lo que me pareció cuando la leí. La segunda: porque Palma es amigo desde hace ya demasiados años.

Basta internarse en las páginas de la novela para percatarse de que el dominio de la prosa de Palma es tan brillante como en sus relatos. Se demora en detalles cuando cree necesario rascar en ellos para traer a colación imágenes deslumbrantes. Y a pesar de ese demorarse en los detalles, su pulso firme de narrador sabe que nos ponemos a contar cosas para contarlas: perdón por la tautología, pero lo primero es lo primero. No se balancea el prosista en su facilidad para la página bella, que diría el insoportable Azorín, no se conforma con pintar cromos: Palma quiere contar historias, y que lo haga dándole una importancia extraordinaria al estilo no significa que no sepa cómo construir historias, personajes, que abducen al lector.

La novela que viene a continuación padeció incluso de la excesiva timidez del propio autor, que quiso clasificarla como novela juvenil. Tendría sus razones. Desde luego sus protagonistas son jóvenes, pero nada hay en ella que pudiera merecer que se colocase en las estanterías donde arrebatan hoy crepúsculos y amaneceres de vampiros pesadísimos. Palma dibuja el sinsentido, el absurdo, el milagro del amor con un humor que nos hará reír a carcajadas, en una novela que apenas se esfuerza en correr, dar brincos alegres de un capítulo a otro, tomarse a broma una de las cosas más serias de este mundo. Y tiene momentos impagables. Mis preferidos son el momento en que el protagonista decide armarse caballero, y ese genial comienzo de capítulo en el que el narrador hace de guía futuro que enseña a unos turistas el lugar del crimen.

Después de esta novela Palma se consolidó como autor de relatos, y probó suerte de nuevo con el género largo obteniendo recientemente un imponente resultado: El mapa del tiempo. Antes había ganado el premio Berenguer con Las corrientes oceánicas. Permítanme detenerme un momento en esta novela, porque es curiosa. Aunque termina en el mundo tan poético y absurdo de las sectas absurdas y poéticas, su comienzo es estremecedor, una prueba de la hondura que puede alcanzar la prosa de Palma. Puede que sea una novela fallida, no lo sé, pero sus cien primeras páginas son antológicas. Puede que en algunos tramos eso mismo le pase a La hormiga…, que sea antológica a veces, y otras se destense, como es habitual en las primeras novelas. Pero no quiere ello decir que deba leerse como una especie de mero documento histórico, por ser la primera novela de un autor tan personal como Palma. Quien no lea por mero placer, no tiene mucho que hacer aquí.

Lírica y disparatada, La hormiga… es un catálogo de mujeres, desde luego, y también un retrato de la impotencia: la impotencia de elegir. Este imponente homenaje al amor -aunque se salde paradójicamente con la evidencia de que el amor es un invento que, como los martillos, pueden servir para colgar cuadros en las paredes o para descalabrar a alguien- proporciona, además de una lectura vertiginosa y muy divertida, la sensación impagable de estar ante un excelente narrador que se atreve, en épocas de telegramas más o menos cursis, a ser un auténtico estilista.

Nota del autor

El 29 de octubre de 1998, el astronauta español Pedro Duque vio cumplido el sueño de su vida. Ese día despegó junto al legendario John Glenn en el trasbordador Discovery de la NASA, en su misión STS-95 para un viaje espacial de 8 días, 22 horas y 4 minutos. El astronauta tenía derecho a llevarse algunos fetiches. Uno de los escogidos fue una hormiga conservada en ámbar, una Technomyrmex caritatis de treinta y cinco millones de años perteneciente a la colección del Museo de la Ciencia de Barcelona. El 29 de abril la hormiga astronauta regresó al museo de la mano de Pedro Duque, tal vez con la satisfacción de haber cumplido también un sueño.

Ésta no es la historia de esa hormiga.

Si de mí hubiera dependido no nacer, indudablemente no habría aceptado la existencia en condiciones tan irrisorias

Dostoievski

A caballo en el quicio del mundo un soñador jugaba al sí y al no.

Gerardo Diego

La ecuación Ax = b tiene solución si y sólo si r(A,b)=r(A)

Teorema de Rouché

15

Sepa vuestra merced, ante todo, que a mí me llaman Alejandro Alcina Fuentes, y que el 12 de abril de 1996 me levanté de la cama decidido a demostrar una hipótesis: había descubierto que la vida estaba hecha de tal manera que los actos más estrictamente lógicos acababan por resultar absurdos y me preguntaba si en caso de actuar de forma absurda la elástica membrana de la realidad voltearía mi gesto hacia la lógica.

Pero empecemos por el principio: para revelarme su verdadera naturaleza el mundo se sirvió de una vulgar cabina de teléfonos. La que se encuentra en los aledaños del río, para ser exactos, entre el kiosco de prensa y el último banco de la hilera que lo bordea, en el que yo me encontraba esa mañana, y no por casualidad. Durante la noche, algún desalmado había obstruido la ranura de monedas del teléfono con algo, probablemente un chicle, acondicionando la cabina para que se tragase servicialmente todas las monedas pero no diese llamada. Llegué a dicha conclusión tras presenciar los vanos intentos de algunos transeúntes. Una vez comprendí lo que ocurría, me arrellané en el banco y me dispuse a disfrutar del espectáculo, intuyendo un trasfondo irremediablemente metafísico bajo la compacta trivialidad de aquellas repeticiones malogradas, como si me encontrase de repente ante una maqueta del universo y sus dramas.

La cabina brillaba bajo el sol de la mañana como un espejismo, irresistiblemente libre, apartada del bullicio del tráfico, tentadora y ladina. Tan hermosa y seductora resultaba que no sólo atraía a los necesitados, sino que parecía sugerir llamadas espontáneas a todo el que pasaba por su lado, instándoles a sorprender con alguna dulzura inhabitual a quien nada espera al otro lado de la línea. Pero la cabina abortaba todos los intentos con la misma indiferencia despiadada. Durante horas, con breves intervalos de dos o tres minutos, vi morir desde mi banco los sueños del Hombre: contemplé al ejecutivo apurado abalanzándose sobre el teléfono libre con alivio, sintiéndose salvado por aquella cabina benditamente solitaria, y colgar el auricular con un gruñido que le restaba de golpe varios siglos de evolución; contemplé al adolescente acuciado por los amigos a realizar una llamada de amor, le observé reflexionar durante unos minutos, darse ánimos, creerse irresistible y acogerse con una sonrisa exultante al sólo se vive una vez, y le vi descolgar el teléfono con el pulso tembloroso para nada, sabiendo que nunca se sentiría tan decidido como en aquel momento y lamentando que por una cabina amañada se pueda perder tanto; contemplé a la señora que no tiene monedas y se ve obligada a pedir cambio en el kiosco, asistí a un par de tortuosos minutos para pescar el monedero que naufragaba en el bolso, para hacer malabarismos con las bolsas de la compra, para acercarse a la cabina perdiendo paquetes, fatigada y enojada para ver cómo la maldita moneda desaparecía sin más ante sus ojos, como una ilusión; contemple a la pareja que se despide ante la cabina, pues él tiene que hacer una llamada, y ella se va sola en una mañana que pide a gritos ser compartida, ignorando que podría disfrutar unas calles más en su compañía. Contemplé aquellos dramas sabiendo su final sin que sus protagonistas ni siquiera lo sospechasen, vi la ilusión con que se acercaban al teléfono inservible y supe que estaba mirando a través de los ojos de Dios, que así debía vernos él, levantando la tienda de campaña de nuestros pequeños sueños sin saber si mañana el viento será lo suficientemente poderoso como para derrumbarlos. Tres horas largas presenciando aquel patético espectáculo me llevaron a concluir que el mundo no parecía absurdo, sino que era absurdo. Que era absurdo adrede. Que ser absurdo y nada más que absurdo era su objetivo. Entonces supe que la armadura funcionaría.

¿Qué hacía yo allí, en aquel banco, bajo aquel cielo de almanaque religioso? Pensaba en Artemisa. O mejor dicho, había acudido allí, al banco desde el que tantos atardeceres habíamos presenciado, cogidos de la mano mientras la noche absorbía como papel secante el azul del río, para pensar en ella, aunque mi mente luciera un blanco inmaculado desde la noche anterior, cuando en medio de la cena ella había puesto fin a nuestros dos meses de relaciones.

Sucedió en mi piso, donde nos habían sucedido la mayoría de las cosas, donde en aquel momento nos encontrábamos tomando una pizza sin anchoas repantigados en el sofá, envueltos en una cálida atmósfera de unión conyugal, de futuro compartido. Ella se aclaró la garganta, preparándose para hablar, y yo, felizmente aletargado en el centro de aquella escena tan premonitoria, tendí hacia ella una mínima parte de mi oído, seguro de que cualquier cosa que ella pudiera decir no haría más que confirmar todo. Y ella dijo: quiero dejarlo. Sencillamente. Y aquello no confirmaba nada. Nada en absoluto. No sé cuánto tiempo necesité para digerir aquellas palabras, para convencerme de que lo que no podía pasar estaba pasando, que ya casi había pasado y yo caía por una pendiente, por un abismo oscuro que, de repente, contradiciendo todos los mapas, había surgido ante mis pies. ¿Por qué?, fue lo único que atiné a decir, sabiendo que tanto daba el por qué, que mis planes ya nunca se realizarían por muchos porqués que hubiese, deseando incluso que ella no hablase, que permaneciera callada, que lo dejase estar para que yo pudiese creer que todo seguía y seguiría igual. ¿Por qué?, repitió ella como si mi pregunta le resultase impertinente. ¿Por qué?… Te lo he estado diciendo todos los días, pero nunca me escuchaste. Eso fue todo. Y yo no pregunté más. Cuando, cansada de tanto silencio, se levantó para ejecutar la ensayada despedida, alerté todos mis sentidos, dispuesto a recoger hasta el más pequeño detalle de su último minuto en mi vida. Nada duele más que vivir algo hermoso por última vez, al descubrir sobresaltados que su hermosura proviene de su persistencia. Sentí su beso terminal tratando de adherirse a la desvencijada mueca de mis labios. Sin ganas saboreé su aliento, amargo como una ausencia; olí su perfume de distancias cortas sabiendo que no le seguiría ninguna caricia, que esta vez no era preludio de ninguna gresca de amor. Toda ella pedía un abrazo. Un último trueque de calor y dulzura. Pero no me levanté, mis brazos no se movieron, permanecieron inertes, bloqueados, incapaces ahora de arroparla, de componer un gesto cuyo significado distaba mucho del que había tenido siempre, en aquella otra vida de apenas un minuto antes. Artemisa ya no me pertenecía, y sentirla contra mí entonces se me antojaba tan doloroso, patético e inútil como abrazar su cadáver, tal vez más porque seguía viva. Le oí. Cerrar. La Puerta. Observé cómo giraban y giraban las manecillas del reloj. Ella bajaba la escalera, cruzaba la calle, tomaba un taxi, dejaba escapar un suspiro, empezaba su nueva vida, y yo atrapado en el reducido orbe del sofá, sin ni siquiera fuerzas para pedir una ambulancia, concluyendo mi vieja vida con un trozo de pizza sin anchoas olvidado entre los dedos y la mente vacía, temerosa de cualquier pensamiento que pudiese llegar a partir de ahora. Cuando las vueltas del reloj empezaron a marearme, me levanté y bajé a la calle, y me eché a rodar sin dirección por las aceras, como un boliche lanzado por un advenedizo, presintiendo que lo que me quedaba por vivir iba a parecerse mucho a la letra de un bolero atroz y descarnado. Así que nuestro romance llevaba mucho tiempo perdiendo gas. Así que Artemisa había estado mandándome mensajes cifrados y yo, demasiado ocupado amándola, no me había percatado de que la granada que sacudía ante mis narices ya no tenía anilla… Eres arte, tesoro, solía decirle al verla llegar al Insomnio, vestida de sábado eterno y salvaje, reviviendo el local con sus curvas cerradas hechas para castigar llantas. Ahora se que debía referirme a esas pinturas opacas y disparatadas que parecen hechas con los ojos vendados y que una vez acabadas se dejan por despiste sobre la mesa de la cocina para que el gato le pase varias veces por encima.

Todo eso pensé sin pensar nada en aquel solitario banco frente al río cubierto de corazones y mensajes de amor escritos a navaja sobre la madera. También yo había acudido a anunciar allí nuestra modesta felicidad dos meses atrás, sin decírselo nunca a Artemisa, movido por ese romanticismo ostentoso que uno arrastra desde la adolescencia y conserva hasta su primera relación, un corazón tembloroso con dos letras igual de temblorosas y una fecha que ahora era incapaz de encontrar bajo la abigarrada galaxia de nombres y obscenidades que asfixiaban su superficie. ¿Cuántos de aquellos corazones se habrían roto ya? ¿Cuántas de aquellas declaraciones de amor tendrían aún vigencia? Era un pobre consuelo pensar que mi situación, una vez colocada sobre el tapete, junto al resto de las manos de los demás jugadores, era tan especial como una gota de agua en una tormenta.

Pero Artemisa me había dejado a mí y a nadie más. Y el porqué existía y yo iba a dar con él. Iba a descifrarlo, a entenderlo. Iba a descubrir las causas de la repentina deserción de Artemisa, mi dulce libro sin glosario, o morir en el intento. Tras una exhaustiva inspección por armarios y cajones olvidados, desplegué todo lo recolectado sobre la alfombra y sonreí, contento conmigo mismo por haber tomado la absurda decisión de seguir luchando aunque la batalla había terminado y todo cuanto yo pudiera hacer era evidentemente inútil. Acaricié con afecto los objetos desperdigados ante mí y entrecerré los ojos unos minutos para que el redoble de la lluvia en los cristales aportase a la escena el adecuado tinte épico. Cada material debía tener su razón de ser; un elemento superfluo podía perjudicar el conjunto. Con unos alicates y un rollo de alambre fabriqué una especie de peto que forré con páginas arrancadas de la enciclopedia familiar, por si Artemisa hubiese empleado alguna palabra más rebuscada de lo normal. Hice con los mismos materiales un casco, donde coloqué un despertador que atrasaba y un pequeño ventilador para remover el aire y así desempolvar sus palabras, que me calé enseguida sobre mi cráneo recién rasurado. El objeto más discutido eran unas enormes gafas de submarinismo con las que rematé mi rostro. Aparte de su simbolismo, no lograba justificar su inclusión entre los demás elementos del atrezzo. Las gafas aparecieron como por arte de magia en el maletero del coche familiar al regreso de unas vacaciones y a partir de ahí habían malvivido por casa con esa vida de repisas, alacenas y preguntas engorrosas de las cosas inútiles que nadie se decide a tirar. Finalmente, me las había traído conmigo como un amuleto, y cuando tropezaba con ellas me consolaba pensando que tarde o temprano les encontraría alguna utilidad. Ahora lo tenía claro: desde que surgieron del maletero del coche, la armadura había sido su destino. A lo largo del peto había dispuesto varias alcayatas, de las cuales procedí a colgar, como adornos de Navidad, un sinfín de objetos variopintos que con secreta vocación fetichista había ido recolectando a lo largo y ancho de nuestro romance: entradas de conciertos, servilletas, envoltorios de compresas, postales, una barra de labios olvidada, un trozo de pizza sin anchoas, fotos, algunos kleenex con sus microbios, el hilo de una falda, abalorios sentimentales destinados a envolverme con la fuerza mágica de los recuerdos. Me puse también unos guantes de goma, sin tener claro por qué. Pero lo fundamental aún quedaba por hacer: con varias vueltas de cinta aislante coloqué una vieja grabadora en la punta de un palo de escoba. Le añadí un par de coladores, a modo de filtros que repudiasen los sonidos sobrantes y dejaran pasar únicamente las palabras de Artemisa. Luego la colgué en la azotea, como si fuese pescado para ahumar, con el objeto de que la noche la bendijera con el aliento propicio de todos sus astros.

Pero una armadura no hace a un caballero; aún faltaba el toque final y conocía a la persona idónea para llevarlo a cabo. Cerca de casa, en dirección a los suburbios, había uno de esos bares de mala muerte con plantilla fija de parroquianos. Alguna vez que otra había recalado allí con Javi en busca de una borrachera barata y secreta, y sabía que en la puerta del local solía apostar su silla, quizá para entretener sus días de noche descifrando el tufo de sonidos y olores que era la transpiración de la ciudad, un ciego arisco y bravucón, amigo de las curdas y los cuplés. Me arrodillé solemnemente ante él y grité en sus narices la consigna aprendida de los zagales del barrio: ¡Ciego mamón, con tu mujer me lo hago yo sin que tú abandones el colchón! Como siempre ocurría, la respuesta fue instantánea. Con una apretada mueca de odio y una rapidez cegadora, el ciego fustigó el aire con su bastón de caña y yo recibí en mi hombro derecho, con la mayor dignidad posible, el esperado latigazo. Volví a repetir la consigna y el furioso bastón, enardecido por haber encontrado carne por vez primera, dejó su mordedura de serpiente en mi hombro izquierdo. Me retiré con una reverencia hacia aquel Arturo discapacitado y enfilé hacia casa, frotándome los moretones y preguntándome qué nombre adoptaría ahora que ya era oficialmente caballero.

A la mañana siguiente, el amanecer desveló un cielo huérfano de nubes, coloreado con ese azul uniforme y rotundo de los tests de embarazo. Me coloqué la armadura, y asomado a la ventana paseé una mirada afectuosa a lo largo del escenario azaroso e indiferente que iba a acoger mi gesta, y me pareció intuir en aquella mañana cualquiera un velado aire de expectación hacia el desenlace de mi empresa y un cierto servilismo inconsciente hacia mi recién adquirido grado de caballero. Y es que no hay nada como un drama romántico para hermanar a una ciudad. El equipo local jugaba en casa y hasta el vecino parece menos desagradable cuando él también mira el incierto marcador con ojos esperanzados y la boca llena de los mejores pasajes del catecismo. Pero al bajar a la calle, la ilusión se desvaneció. Los peatones no me rodearon alborozados, cantando y esgrimiendo pasos de baile por turnos como en un musical del viejo Hollywood, no. Yo y mis circunstancias, mi armadura hecha de mondas de amor y chatarra casera, la peligrosa gesta que me esperaba, no lograron despertar en la ajetreada concurrencia más que ligerísimas miradas de piadosa curiosidad. Me di ánimos pensando que era mejor así. No quería que las masas degradaran mi romántica empresa siguiéndola como si se tratase de una de esas cursilerías acartonadas que hacían sus nidos en las horas de máxima audiencia de los canales de televisión, te prometo que voy a cambiar Lola, que dejaré de salir con los amigos y te llevaré al cine, que nunca te hubiera puesto la mano encima de no ser por el vino, que he descubierto que eres lo más importante de mi vida, dame otra oportunidad, por la niña, etcétera, etcétera.

Mi itinerario no era otro que el que Artemisa y yo acostumbrábamos a hacer cualquier día, una equilibrada excursión turística por el amor y sus estrecheces que empezaba por lo general en algún parque, donde nos tendíamos al sol con alguna lectura o conversación. Hacia uno de aquellos parques dirigí mis pasos. Encontré el árbol a cuya sombra habían tenido lugar la mayoría de nuestras charlas y puse en marcha el invento. El reloj de mi cabeza, como un cangrejo, apuntaba hacia el pasado, y el ventilador desmantelaba el aire con eficacia, descubriendo los oscuros comentarios de Artemisa, que se precipitaban irremediablemente en mi grabadora, donde eran desbrozados de banalidades por los coladores. Excepto que me costó más de media hora convencer al vigilante del parque de que no había ninguna plaga de pulgones allí, pude realizar mi trabajo en paz. En el Corte Inglés, sección discos, siguiente punto del trayecto, me resultó más difícil pasar desapercibido. Todos creían que mi armadura era el reclamo publicitario del último álbum de Peter Gabriel. A media tarde recorrí sin demasiados incidentes las márgenes del río y al llegar la noche me encaminé al Insomnio. Richi, el barman, con el que la costumbre de empezar allí la noche me había llevado a labrar una de esas amistades superfluas y ridículamente cómplices, me sonrió al verme llegar y me invitó a un whisky. Artemisa y yo hemos roto, Richi, confesé nada más acodarme en la barra, pues para eso creó Dios a los barman y yo necesitaba decirlo en voz alta para comprobar que seguía sonando igual de mal. Vaya. Qué putada, dijo, penosamente consternado. Las chicas como Artemisa no abundan, ¿y por qué fue? En la vida hay dos normas que, aunque no están escritas en ningún código, todo el mundo sabe que deben acatarse: a los amigos hay que tratarles con respeto, y un buen whisky gratis nunca debe desperdiciarse. En un segundo quebranté las dos. Cuando quise darme cuenta, Richi me miraba atónito, con su risueño rostro empapado de whisky, y la copa de mi mano estaba vacía. Richi no se lo tomó demasiado mal, pero creo que no podré volver por el Insomnio durante mucho tiempo. Sobre todo después de provocar la estampida de sus clientes, tan temerosos de la radiactividad como cualquiera, cuando me puse a rociar con mi invento nuestra mesa de siempre. El viaje de regreso a casa fue aún peor. Ningún autobús aceptó llevarme y hube de volver a pie, declinando una y otra vez las insistentes ofertas de yuppies engominados que atraídos por las innovadoras perversiones que sugería mi armadura detenían su enorme coche ante mí.

Nada más llegar a casa puse la cinta en el radiocasette y pulsé play. Había llegado el momento de afrontar la verdad, de conocer la otra versión de los hechos. Contuve la respiración y afiné el oído, pero durante la hora que duró la cinta lo único que escuché fue el irritante puré de sonidos nativos de cada sitio donde había estado. ¿Dónde estaba la voz de Artemisa? ¿Dónde sus explicaciones? Apagué el aparato y me acerqué a la ventana, abatido. La armadura no había fallado, de eso estaba seguro, era lo suficientemente absurda para que funcionase. La explicación de Artemisa estaba en la cinta, de eso no había duda. El problema era que yo, como había sucedido en su momento, era incapaz de escucharla. Y dudaba que pudiese hacerlo algún día. Y es que hay mujeres y mujeres y hombres y hombres, y no basta con barajarlos y elegir una carta de cada mazo y creer que el resultado es una pareja. La cosa es mucho más compleja. Y estaba seguro de que en algún lugar existiría un hombre que comprendiese a Artemisa, como debía haber una mujer a la que yo comprendiese. Habría que seguir probando.

Recordé el tormento de la noche anterior, digno del martirologio, tratando de acallar el dolor de mi pecho con alcohol, una larga borrachera que me llevó al río, a cuyas aguas barnizadas de luces arrojé mil improperios, furioso con la vida toda, y preso de un horrible e indefinido deseo de venganza contra nada en particular que acabó por concretarse en el insignificante pero efectivo acto vandálico de obstruir con un paquete entero de chicles la primera cabina de teléfonos que vi. Sí, había habido mucho sufrimiento, y aún iba a haber mucho más, pero el dolor iría remitiendo poco a poco, día a día, como se apaga la voz de un bolero, hasta convertirse en una cicatriz que sólo escocería al pasársele la mano, en una experiencia pretérita de la que aprender algo. Al fin y al cabo, el tiempo lo curaba todo.

Y yo no pensaba cruzarme de brazos mientras él hacía el trabajo sucio. Estaba dispuesto a echarle una mano. Cogí mi agenda y busqué el número de Sara, la mejor amiga de Artemisa, una chica que desde el momento de ser presentados andaba acosándome abiertamente, quizá porque en el fondo eran rivales desde la infancia, como sucedía en el cine, y cuyo teléfono yo había tenido el olfato de apuntar en cuanto tuve oportunidad. Y en menos de una hora Sara y un servidor, todavía con la armadura puesta, sin mediar más palabras que las necesarias para escoger la protección y discutir la postura, nos restregábamos el uno contra el otro entre las sábanas buscando cosas diferentes, jadeando con la ridícula desmesura a que obliga el pecado sin saber que en ese mismo instante Artemisa era informada por el barman del Insomnio de mi gesta, se conmovía, se veía de pronto a sí misma como un acertijo resuelto, incluso lloraba en los servicios, salía del local, cruzaba las calles y subía en aquellos momentos las escaleras de mi casa, cosas de la vida, para decirme que había cometido una tontería, que había estado ciega, que por fin se había dado cuenta de que me quería.

14

Adelante, damas y caballeros. Bienvenidos al Museo de Arte Contemporáneo dedicado a la Fallida Relación Sentimental de Artemisa Peñalver y Alejandro Alcina. Pasen. Pasen y vean. Lamentamos enormemente qué hayan tenido que subir a pie hasta aquí, pero es algo que yo hago todos los días y créanme, revitaliza. Hoy en día, sometidos a férreos horarios que por lo general nos mantienen durante horas sentados como galeotes ante la pantalla de algún ordenador, cualquier oportunidad es buena para desempolvar los músculos, no me digan que no. Además, es un contratiempo que pronto será solucionado. A pesar del desinterés que la compañía de reparaciones parece dedicar a nuestro ascensor, la viuda del 5° está a punto de completar su curso de bricolaje y corren rumores de que piensa estrenar sus herramientas viéndoselas con las entrañas del entrañable aparato.

Pero adelante, adelante… No se apelotonen en el recibidor y pasen a la cocina, primera parada de este emocionante recorrido por el amor y el odio de una pareja de nuestro tiempo. Prepárense para disfrutar de un itinerario por sentimientos encontrados, por dudas y situaciones que con toda seguridad avivarán el fuego de su memoria e incluso les arrancarán alguna lágrima melancólica, porque ya saben que el amor y todo lo que dicha palabra acarrea tiene el don de lo universal. Respiren profundamente este aire maloliente y pegajoso en el que Alejandro consumió sus últimos días, sientan la trabajosa fluidez con que pasa por sus gargantas, como un chicle o una declaración de amor. Imagínenle encerrado aquí con las persianas echadas, olvidado de todo, del mundo de fuera, de su vida, incluso de sí mismo, con la única ocupación de pasear por la casa y tirarse horas mirando las musarañas, mientras en su cabeza comenzaba a tomar forma la fatídica decisión.

Observen ahora el fregadero, con su pila de platos respectiva, nuevo testimonio de la dejadez que acosaba a nuestro protagonista. Se contabilizan exactamente veintidós platos, siete de ellos hondos, diez normales y cinco de postre, ocho tazas de café, una ensaladera, dos sartenes, seis cuchillos, cuatro tenedores y nueve cucharillas; observen también la gota que se estrella en un compás de cuatro por cuatro sobre la taza que corona el monolito de enseres, así como que el 70% de los restos de comida aún no se han estabilizado en una posición definitiva y se limitan a flotar en las albercas formadas por la confusión de cacharros, mientras el 30% restante se ha adherido con tenacidad de percebe. Los detalles pueden verlos en el monitor: tres fideos se han hecho fuertes a cinco centímetros del borde ondulado de un plato sopero, un corpúsculo de tomate se ha estabilizado en el centro justo de un plato de postre, también herido por un vestigio de flan; una amarillenta telaraña de huevo aguarda al estropajo en uno de los flancos de la ensaladera y las sartenes muestran sus superficies empedradas de ajos negruzcos y mucosidades de aceite. Pueden acercarse todo lo que quieran. Los estudiosos han descubierto cierta poesía derivada del azaroso contraste de formas y volúmenes. Observen, por ejemplo, cómo el ceje de este vaso contribuye a la armonía del conjunto o cómo el rojo febril de esta mancha de tomate contrarresta el tísico amarillo de la mácula de huevo vecina en tan sutil universo de colores. Consideren que todo esto es obra de un hombre, con sus refinamientos y bajezas, y es de él de quien habla. Y yo les pregunto: ¿por qué las personas tratan de reconocerse emborronando cuartillas de un diario cuando les bastaría examinar su fregado con atención? Detrás de cada gran hombre late siempre un fregadero que exhibe sus miserias. Sí, señor Wang, puede hacer todas las fotos que quiera.

Dejen que les hable ahora del alma de los objetos. Está demostrado que el uso cotidiano confiere a los objetos inanimados una pequeña ánima que sólo llega a expirar por completo en la soledad de los desvanes, desvinculados ya del afecto de sus usuarios. Concéntrense, amigos, y perciban en estos humildes utensilios la impronta de Artemisa y Alejandro, esa impronta que resistirá frente a cualquier lavavajillas, por muy espectacular que éste sea. Sobre estos platos se han dicho muchas cursilerías, esta ensaladera fue testigo de los nervios y meteduras de pata de la primera cita, y en estas tazas hubo una vez un café que fue bebido a sorbos lentos por unos labios que después se abalanzarían unos sobre otros presos del deseo, pues ya saben que para que exista la tragedia debe darse antes algo similar a la felicidad, y créanme si les digo que antes de la tormenta la vida era hermosa y parecía existir únicamente para que ellos la consumieran.

Pasemos ahora al salón. La desolación que sumía a Alejandro vuelve a reiterarse sobre el enlosado, anegado de gruesas pelusas negras. Mírenlas y no me digan que Alejandro no dedicó sus días a trasquilar ovejas, ovejas negras, por supuesto… Ejem, tal vez la broma pierda su gracia al traducirse al japonés. A nosotros tampoco nos parece divertido usar el pene de tigre macerado como afrodisíaco. Países distintos, humores distintos, supongo… Sigamos. He aquí el sofá, acolchada balsa donde Alejandro pasó la mayor parte de su naufragio sentimental, donde se removió durante no se sabe bien cuánto tiempo con los pormenores de su romance con Artemisa grabados en su cabeza como partidas perdidas en la mente de un ajedrecista, incapaz de remontar el muro del abatimiento y tender pensamientos hacia el futuro. Pónganse en su lugar. Imagínenle desconcertado ante la paradoja de sentir cómo se va muriendo mientras en el entramado de órganos y sistemas en que queda convertido todos siguen en su puesto, impartiendo la rutina de la vida, indiferentes a los acontecimientos acaecidos a la intemperie. No obstante, Alejandro sabe que se está entregando mansamente a la autodestrucción, que no puede continuar mucho tiempo más en unas condiciones tan infrahumanas. Pero, ¿dónde está la salida del laberinto? Es más, ¿le interesa tanto lo de fuera como para buscarla con el correspondiente ahínco? Volver a ingresar en la vida le atemoriza, amigos. De repente, caminar entre los demás le exige la misma fuerza de voluntad que necesitan los enanos o los disminuidos. Se siente sin fuerzas, en definitiva, para llevar a cabo cualquier ocupación que no sea la de compadecerse de sí mismo en un dulce abandono psicosomático, como un desperdicio más, escuchando una y otra vez el enérgico pasodoble que en medio de la noche interpretaron los tacones de Artemisa y los peldaños de la escalera en su huida indignada.

Y llegamos por fin a la atracción estelar, al momento que todos ustedes estaban esperando, al punto de inflexión de todo esto, la bisagra de tan malogrado romance, el porqué: la cama. He aquí el escenario donde incidió el metafórico cuchillo que sesgó en dos pedazos la manzana de su relación, uno fresco, incluso dulce, y el restante lleno de podredumbre. Esta marca de tiza señala dónde se detuvieron en seco los pies de Artemisa, incapaces de proseguir hilvanando pasos. ¿Por qué? Pues porque sus ojos se encontraban clavados en la traición, en ese desagradable espectáculo que siempre descubren los protagonistas de las películas cuando llegan antes de la hora convenida, en el abigarrado galimatías de miembros y desnudez que ocupaba la cama y que sólo supo devolverle una mirada boba. Observen, amigos, el revoltijo de sábanas, la vileza que late en cada doblez, los inconfundibles pliegues del pecado, la almohada exiliada del lecho, inútil en la vorágine del deseo. Sí, damas y caballeros, todo despedía un irritante aire de confabulación y Artemisa se volvió sobre sus pasos como un autómata, sin saber bien qué buscaba pero encontrando un pesado cenicero de cristal que se le vino a la mano y voló en las eléctricas alas de la furia hasta estrellarse contra la pared con un confuso exabrupto, a catorce centímetros exactos de la arrobada cabeza de Alejandro, sobre el póster de Star Wars.

Ah, la infidelidad… Un momento de flaqueza que puede estar pagándose toda la vida. Pero, con sinceridad, ¿quién puede resistirse a ella? ¿Quién puede esgrimir la bandera del amor, algo tan abstracto, ante la exploración de nuevas geometrías, algo tan rotundamente concreto? Algunos caballeros se sonríen; ellos sabrán por qué.

Acérquense. Presten atención ahora a este singular objeto conocido por el inocuo nombre de teléfono. Si meditan un poco, coincidirán conmigo en que es un trasto que se ha hecho demasiado poderoso en los últimos tiempos, hasta el punto de que su timbre, en cualquiera de sus modalidades, puede mantener en vilo la vida entera de su usuario. Todos sabemos que la mayor parte de los cambios periódicos de nuestra existencia llegan a través de este simpático aparatito que preside el salón con su mutismo sibilino. Nuestros sueños se cumplen o se hacen pedazos al descolgar un auricular. Fue, cómo no, el encargado de rescatar a Alejandro de su letargo. Imaginen por un momento su erizado timbre desmantelando la paz del penumbroso salón. Imaginen acto seguido a un Alejandro renacido e imaginen también todo lo que puede cruzar por la mente de un hombre desesperado en los cuatro pasos de nada que tarda en llegar al auricular. ¿Acaso alguien puede reprocharle el meteórico hilvanado de escenas que desfilaron por su cabeza amparadas en el misterio de la llamada? En ese invernadero que es la imaginación, donde todas las flores huelen a esperanza, antes de que su mano verdadera logre alcanzar el teléfono, una mano más rápida ya ha descolgado el auricular, dando paso a la compungida voz de Artemisa perdonando su desliz, diciendo no sé qué sobre la tolerancia, diciendo esto y lo otro, pero diciendo sobre todo que en realidad llama desde la cabina de abajo y que si quiere sube y él asiente entre lágrimas de agradecimiento y dice sí, sí, sí, y una vez la tiene delante se arrastra a sus pies, y dice que está arrepentido y dice que lo siente en el alma y dice que la ama más que a nada y deja que sus dedos expresen todo eso que quiere decirle y no cabe en palabras sobre su añorada piel y su deseo se estrella como una ola caliente sobre los sedosos arrecifes que la hacen mujer y se casa con ella y tienen tres hijos y un perro y un plan de pensiones y en ese momento, a un paso de la jubilación, la mano que de verdad cuenta, mano de nieve, mano negra, descuelga el auricular y su felicidad se hace pedazos contra la voz de su madre. Los padres, joder. Los padres nos dan la vida y se reservan el privilegio de intervenir en los momentos más inoportunos… Y desde el centro de un apestoso apartamento donde se dedica a cultivar los gérmenes que serán las enfermedades del futuro, con el corazón a punto de tirar la toalla y el alma como un vertedero de sueños incumplidos, con el estómago polvoriento, pensando en Artemisa arrojándole ceniceros, mirando el futuro como quien mira uno de esos aterradores potros de tortura, deseando que cese el gorgoteo de esa voz maternal que le pone al día de lo poco que pasa en un pueblo de donde se fugó hace ya casi tres meses y sintiendo cómo nada de todo esto importa una mierda en esta ciudad enorme y fría en la que trata de demostrar que él también cuenta en la compleja trama de la existencia, le dice que está estupendamente, que ha conocido a una chica fantástica que encima le quiere, que come muy bien, que lamentablemente, aunque tiene un millón de cosas a la vista, aún no se ha concretado nada y este mes tendrán que mandarle también el dinero del alquiler, que aunque no les llame muy a menudo les echa terriblemente de menos, a papá también, sí, y que no está en absoluto arrepentido de haberse venido a Sevilla a pesar de que ahora podría estar trabajando en el taller del tío Joaquín y luchando con sus manos grasientas por vencer el recato de la hija de alguna de sus amigas del curso de repostería con la que se dirigiría a una boda inexorable.

Observen también la pizarrita que había tenido la precaución de colocar sobre el teléfono, donde se encuentra cuidadosamente anotado, por si llegaba a darse una emergencia como la que se produjo, todo cuanto debía recitar a su madre.

Y llegamos al último tramo de nuestro recorrido. Formen un círculo a mi alrededor. Esta obra todavía no está completa; pueden considerarla una primicia, un detalle del museo para con ustedes. He aquí la mesa, una mesa de cocina, coja y grasienta, salvada de la vulgaridad porque sobre ella, en estos papeles garabateados que pueden ver, Alejandro confeccionó su poema póstumo. Sí, el mismo que tienen impreso al dorso del folleto. No lo insulten, amigos, valorándolo con baremos críticos; piensen tan sólo en el inmenso dolor que se esconde tras ese puñado de versos rudimentarios… Esto es el resultado de una mano temblorosa y un corazón roto que ya había decidido que la vida no era una inversión rentable y sin embargo tuvo los arrestos necesarios para respaldar su huida con unas líneas, una carta donde pretendía explicar a Artemisa y puede que a él mismo muchas cosas, todo lo que había sentido a su lado y todo lo que a su lado había dejado de sentir, ese tipo de cosas, en definitiva, que nunca se dicen cuando todo marcha bien; un intento encomiable que las lágrimas y su torpeza expresiva redujeron a un deslavazado poema, un lamento rabioso y agrio por todo y por todos que desgraciadamente no pudo encontrar un soporte más digno. Piensen que incluso Hamlet confesó carecer de arte para medir sus gemidos en su poema a Ofelia.

Y he aquí la silla, una silla de cocina, coja y grasienta, de la que Alejandro se sirvió para colgarse de la lámpara. ¿Deduzco por el murmullo generalizado que a mi audiencia el suicidio le resulta una decisión demasiado drástica? Tal vez. ¿Qué puedo decirles? Hay personas que saben adaptarse y otras no… El suicidio es algo muy serio, e irreversible, pero los que llegan hasta él lo hacen en una carrera desesperada y confusa; por lo general uno no se sienta a estudiar los pros y los contras de colgarse de la lámpara, simplemente lo hace. Piensen que en un momento así la vida no tiene visos de ofrecer nada mejor, que uno no puede evitar dejarse vencer por un tiovivo de imágenes despiadadas, que no puede imaginarse más que sin fuerzas para amar ni suerte para ser amado, pasando por la vida como pidiendo disculpas, infectado de melancolía, agonizando al fin en una pensión destartalada, expirando sin gracia ante algún indeseable fiel que le sostiene la mano, quizá un borracho greñoso o una puta fofa que acabó por cogerle cariño. Y suicidarse por amor es el te quiero más sincero que existe. O la mayor estupidez que puede hacer un hombre, dependiendo del talante de la mujer a la que vaya dedicado tal acto, que de todo hay.

Bueno, amigos, esto se ha acabado. Estamos a la espera de una reproducción en látex de Alejandro para completar la obra, y que con toda probabilidad nos llegará mañana. Les invito a volver a visitarnos si desean ver esta obra terminada, con los detalles más escabrosos.

Gracias por su visita, amigos. Espero que hayan disfrutado del recorrido. A la salida pueden adquirir camisetas con la declaración de amor de Alejandro impresa en la espalda, postales, gorras, CD-ROMs que les permitirán cambiar el final a su gusto o diapositivas de su relación, tomadas por ellos mismos día a día demostrando un olfato de mercado realmente sorprendente. También pueden agenciarse el aplaudido libro Siempre sin anchoas, biografía autorizada de la historia sentimental de la pareja escrita por alguien muy cercano a ellos, Luís García Prado, quien antes de revelarse como novelista ejercía de repartidor de pizzas en este mismo barrio.

13

Decidido: primero me suicidaría y luego comería algo, no fuese a morir de inanición. Me subí a la silla y me despojé del cinturón. Lo preparé a modo de soga mortuoria, me lo pasé alrededor del cuello, comprobando que quedaba lo suficientemente holgado para no producirme moretones, y até su extremo a un brazo de la lámpara de la cocina. Luego dejé escapar el tradicional suspiro de resignación hacia la vida y adelanté un paso hacia la muerte. La lámpara, sorprendida por mi peso, volvió a descolgarse y ambos nos dimos de bruces contra el suelo. Sonido de huesos y cristal.

Me levanté con cuidado de no cortarme con los afilados añicos a que habían quedado reducidas las bombillas y me serví del pie para disimular el estropicio bajo la mesa. Me sondeé interiormente: nada; es decir, todo. Todo seguía allí. Un nubarrón oscuro y mísero como un quiste del alma. Me encogí de hombros, abatido. La rutina había acabado por robarle a aquel acto todo el contenido terapéutico de los primeros intentos. Recordé con nostalgia aquellos amagos de suicidio de mi adolescencia, allá en el pueblo, cuando regresaba del instituto con algún suspenso inesperado o la risa despectiva de alguna chica a la que a partir de ese día prohibiría la entrada en mis sueños. Recordé qué fácil resultaba olvidar que momentos antes había aflojado la lámpara del salón y vivir cada paso del ritual como una verdadera despedida de la vida, y cómo luego, una vez atontado sobre la alfombra, junto a la lámpara hecha pedazos, yo era el primer sorprendido de seguir vivo. Entonces me invadía aquella sensación bienhechora: me asomaba por la ventana, miraba los chalets de enfrente, los campos lejanos, el cielo, y todo, incluso los vecinos que, ocupados en alguna trivialidad, se exponían en aquel momento a mi mirada renovada, absolutamente todo, me inculcaba de repente un apego increíble por la vida. Sí, aquél era el objetivo de tales suicidios amañados, reponer fuerzas, acercarme tanto a la muerte que su fétido aliento me hiciera descubrir que al darme a ella no sólo me liberaría de las odiadas circunstancias que encorsetaban mi vida, sino que también perdería los momentos agradables, escasos y breves, pero que ahora se me revelaban como imprescindibles: el olor que quedaba en el jardín después de la lluvia, las barbacoas familiares, la promesa que había en la sonrisa de aquella chica de la clase de al lado, momentos en los que uno podía llegar a resguardarse y hacer planes de rebelión.

Me convertí en un adicto al suicidio. Sin embargo, cuando mis padres se hartaron de reponer la lámpara del salón -que tendía a desplomarse aproximadamente una vez al mes a pesar de que el encargado de instalarla jurase y perjurase que resistiría el bombardeo de Pearl Harbour- y sortearon el problema adquiriendo una lámpara de pie, me invadió un estado de pánico incontrolable. Decidí entonces confesar, implorarles que volvieran a las lámparas de techo, que necesitaba colgarme de ellas con cierta periodicidad para ver la vida con optimismo, pero fue aún peor. Mis padres cambiaron todas las lámparas de casa por esos malditos apliques tan de moda en aquella época, aplanados y como encogidos contra el techo, sin un miserable saliente donde improvisar un patíbulo casero en momentos de necesidad.

Ahora ya no era lo mismo, sobre todo porque era yo quien debía pagar las bombillas. Lo seguía practicando de vez en cuando, pero ya no sentía ningún efecto. La vida, una vez muerto, seguía pareciéndome la misma mierda. Si al menos quisiera morir, pero, ¿qué podía hacer cuando lo único que quería era no vivir?

El buscar algo que echarme al estómago me abatió aún más. Estos días había descuidado un poco mi abastecimiento. No encontré nada que llevarme a la boca, y deseché la idea de pedir una pizza: no iba a ponérselo tan fácil al maldito repartidor. Lo único salvable de la exposición de fósiles en que se había convertido mi frigorífico era un cartón de leche medio vacío. Dio para un vaso. Me lo serví y lo coloqué sobre la mesa. Luego me dediqué a mirarlo como a una especie de ídolo, debatiéndome si hacer o no una excursión en pos de la caridad vecinal. Me planté ante el espejo del baño y restauré mi aspecto en lo posible. Tras patearme varias plantas, una vecina me reconoció como ese chaval tan raro del ático y se dejó conmover por mi famélico estado. Regresé al apartamento con un paquete de magdalenas.

Me senté ante la mesa, cogí una y la liberé de esa especie de concha de papel que traen. La remojé brevemente en la leche, evitando engorrosos desmoronamientos que me conminaran a rebuscar en la pila del fregadero alguna cuchara de la que no había tenido la precaución de proveerme, abrumado por los tristes días que había pasado y por la perspectiva de otros tan melancólicos por venir, y le propiné uno de esos mordiscos tímidos, casi amatorios, que nos exigen las magdalenas. Pero en el mismo instante que aquella masa esponjosa tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Me invadió un placer delicioso que hizo que las vicisitudes de la vida me resultaran indiferentes, que volvió inofensivos sus desastres e ilusoria su brevedad, que me encaramó de súbito a un podium ficticio; una sensación muy parecida a la repentina y fugaz investidura de poder de las eyaculaciones. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal.

Estudié el dulce. Aquella alegría indescriptible provenía de la magdalena, pero la excedía en mucho, y resultaba difícil de creer que fuese de la misma naturaleza. Di varios bocados más, hasta comprender que la causa de aquella sensación indefinible no estaba en ella, sino en mí, en las abisales profundidades de mi alma. Desentendiéndome de los ruidos del mundo, cerrándome al vacío como un bote de mayonesa, emprendí la caza de aquella impresión fugitiva. La noté revolverse en mi interior, alzarse lenta y trabajosamente, abriéndose paso entre muchos otros residuos sensitivos.

Surgió justo cuando dejé de forcejear contra mi alma y me recliné en la silla, ofreciéndome de nuevo al mundo y sus refinadas torturas. El sabor del dulce me transportó en volandas a las mañanas dominicales de mi infancia cuando, persuadida por ese ritmo lento y como desafinado de los domingos, mi madre decidía desplazar el desayuno a la mesa del jardín, y allí, entre planes de playa y periódicos hojeados sin prisas, a pesar de que nada es ni será ya lo mismo, a pesar de que muchos otros sabores han ido ultrajando su inocencia gustativa, poblaba mi boca el mismo sabor que, porque así lo ha dispuesto la vecina del quinto, ahora vuelve a invadirla. Ver la magdalena no me había recordado nada, quizá porque al contemplarlas continuamente expuestas en los escaparates de las pastelerías habían acabado por disociarse de mi infancia, como yo mismo. Ahora, sin embargo, como si de una insondable chistera se tratase, surgían de mi vaso de leche los días tiernos y negligentes de mi infancia, la pubertad indeseada y el atolondramiento pospubertad, todo aquel tiempo perdido y sin querer encontrado.

Siempre que miraba hacia atrás en el tiempo me sobrevenía la misma sensación de impotencia, un ansia inevitable por rectificar cada desatino cometido que acababa por convertir la remembranza en un acto de puro sadismo. Me veía a mí mismo con una mezcla de afecto y repulsión, golpeado por las circunstancias, patéticamente feliz en los momentos de calma que precedían a las tormentas. Era como desentenderse de lo vivido, como si todo aquello fuese obra de otro y no mía, quizá de algún impostor que tenía por encargo sabotearme la existencia; y lo mas aterrador de todo era que aquel rechazo sistemático de episodios se prolongaba, implacable, hasta el presente, apenas frenando levemente dos o tres años antes de alcanzarme. Me pregunté, horrorizado, si un par de años hacia delante, renegaría de este momento, de este entramado de acciones y pensamientos que yo era ahora y del que creía enorgullecerme. ¿Era eso lo que llamaban encontrarse a sí mismo, ir repudiándose a través de los años, no estar satisfecho nunca con las propias acciones, ni tan siquiera al día siguiente de haberlas realizado, ni siquiera una hora después, un minuto, ni siquiera antes de realizarlas?

Si alguien decidiera, como si de perniciosos libros de caballería se tratase, quemar mi adolescencia en una pira, sólo me tomaría la molestia de salvar tres volúmenes, los correspondientes a los tres veranos consecutivos que pasé en compañía de Luke Skywalker; e incluso del último de ellos, también donaría a las llamas sus capítulos finales.

Siempre recordaré aquellos veranos, desde el 78 al 80, como los más felices de mi vida. Luke Skywalker se llamaba en realidad Wenceslao Flores, era de Vallecas, lo que para mí, impenitente rastreador de mapas, fue siempre una de esas islas mínimas que nadie se molestaba en localizar en ningún océano, y debía ser cuatro o cinco años mayor que yo. A partir del 78, su familia alquiló por julio y agosto el chalet contiguo al mío, sustituyendo a un matrimonio francés cargado de niños ruidosos sobre los que mi padre empezaba a plantearse seriamente la posibilidad de estrenar la escopeta de caza que le había regalado un cliente del banco. De esa forma, mi padre no incurrió en el asesinato y a mí se me permitió probar un poco de eso que llaman las mieles de la felicidad.

A pesar de que no se llamaba así, Wenceslao tenía el mismo pelo rubio y la misma mirada de perplejidad dulce de aquel granjero que soñaba con ser piloto espacial y, si bien su espada de luz distaba muchísimo de la del auténtico caballero jedi, al ver cómo solía enarbolarla con aquellos movimientos elegantes y medidos uno podía creer que realmente la Fuerza le acompañaba. Yo, por supuesto, aún no había osado internarme en el único cine del pueblo, e ignoraba que, mientras a mi alrededor la vida se desgranaba vana y ordenada, en una galaxia muy, muy lejana, las fuerzas del bien y del mal se disputaban el universo. Wenceslao, que había visto la película la semana antes de llegar al pueblo, fue narrándomela con una voz crepitante, partida por el entusiasmo de los recuerdos, a través del enrejado que unía nuestras casas, como en un confesionario. Y luego yo mismo pude comparar las imágenes de mi mente con las verdaderas, que nos iban llegando con exasperante lentitud a través de los cromos. Wenceslao, que tenía un tío americano, no tardó en hacerse con todo el merchandising posible de la película: cómics, gorras, postales, y sobre todo con un par de espadas de luz, las cuales convirtieron el jardín de casa, el verano entero, en una épica y cruenta batalla interestelar.

El verano de 1980, justo cuando se estrenó la continuación de Star Wars, Wenceslao se marchó definitivamente pero me dejó su espada, tal vez como única forma de frenar mis lágrimas, advirtiéndome que en cuestión de días otro jedi vendría a reclamarla. A partir de entonces, al otro lado de mi espada presta, empecé a encontrar los enemigos mas dispares: a veces mi padre, que nunca llegó a entender por qué luchábamos y me lanzaba mandobles desgarbados, pendiente de los resultados del Carrusel; a veces mi sobrina Sandra, que no tardaba en ponerse a lamer su arma con curiosidad; a veces mi abuela, que repelía mis ataques con inaudita destreza sentada en su butaca; por lo general un arbusto que tenía mi altura, a cuyas ramas flexibles solía atar la espada sobrante. Aquello era, naturalmente, de lo más aburrido. Estaba a punto de condenar las espadas al baúl de los recuerdos cuando empecé a notar cómo alguien estudiaba mis lances a través del vallado.

– No es difícil vencerá un arbusto -dijo una tarde, insolente, el espía desconocido cuando yo acababa de propinar el golpe de gracia a mi ficticio contrincante. Era un chaval de mi edad al que no había visto nunca, por lo tanto uno de esos extraños contra los que mi madre me había prevenido, pero un extraño que llevaba una camiseta de Star Wars.

– ¿Quieres probar tú? -pregunté señalando la espada que colgaba del desvencijado arbusto.

– Me llamo Javi -dijo el desconocido saltando la valla.

Era ligeramente más alto que yo, pero casi igual de delgado. Tenía cierto aire de intriga en la mirada y una boca airosa, donde zascandileaba una vinagreta como ensayo del primer pitillo. Se acercó al arbusto y tomó la espada de Wenceslao. La estudió durante unos segundos, maravillado, mientras yo hacía otro tanto con su camiseta. Luego sonrió maliciosamente y me lanzó una estocada que yo detuve a duras penas con la mía. Tras aquel súbito encuentro, las hojas volvieron a separarse, pero Javi y yo quedamos unidos para siempre.

Crecimos a la par, como plagiándonos el uno al otro. Recuerdo aquellos atardeceres en la playa, afanados en adivinarnos los puntos débiles mientras unos metros más allá, como una representación de nuestro futuro, los mayores, acuciados por los primeros picores de la virilidad, descubrían que había algo sumamente agradable en la compañía de las chicas, hasta entonces cruelmente excluidas de sus juegos. Javi y yo, cuando el cansancio nos tronchaba sobre la arena, los observábamos con una curiosidad lúdica, consciente de que pronto agotaríamos la infancia y quedaríamos terriblemente expuestos a la vida. A esa edad, los años son como escultores sedientos de prestigio, y sus cinceles nos atacan con pasión y rabia, sabiendo que será su trabajo el que, salvo algunos retoques insignificantes, perdure en el tiempo. Tanto da la promesa que sugieran nuestros rasgos infantiles, pues una vez caemos en manos de la pubertad, nuestro crecimiento se basa en una continuada improvisación, que sólo parece percibir el ojo experimentado de la abuela. De esa forma nos vamos haciendo, por dentro y por fuera, según nos vayamos rozando con la vida.

Con la llegada de las hormonas, Javi y yo enfundamos la espada y desenvainamos la daga, ansiosos por comprobar si, como decían, era más eficaz en el combate cuerpo a cuerpo.

Javi no tardó en hablarme de sus excelencias. Yo, desgraciadamente, tuve que confiar la mía al herrero para un nuevo temple y quedé rezagado. En los años venideros realizamos todas las locuras pertinentes: nos emborrachamos, nos matamos a pajas, nos bañamos desnudos en la playa, nos dejamos caer por alguna sex shop, fumamos algún que otro porro e hicimos todo eso que desde que el mundo es mundo están obligados a hacer los adolescentes.

Fue por aquel entonces cuando escribí esto en mi diario: Javi es mi mejor único amigo. En la infancia un amigo es alguien con quien jugar. Luego viene la adolescencia con sus imposiciones, y uno puede jugar al fútbol con veintidós tíos y no tener un solo amigo. Yo por lo menos tenía a Javi. Pero de todas formas, aunque charlábamos, nos divertíamos y aburríamos juntos y hacíamos todo eso que hacen los amigos, la nuestra no era una amistad ortodoxa. Era una amistad, por así decirlo, unidireccional.

Mientras Javi sabía de mi vida tanto o más que yo mismo, su vida era un misterio para mí. No era que Javi tuviese uno de esos pasados oscuros de las películas o fuese reservado o parco en palabras, no, Javi era libre. No como podemos serlo tú o yo, sino como sólo pueden serlo algunas personas, esas personas que parecen vivir como de puntillas, como si la vida para ellos no fuese un continuo descubrimiento, sino algo ya sabido hasta sus más mínimos detalles, y por tanto pueden adelantarse a ella, esquivar sus embestidas, saber sin necesidad de probarlo qué frutos son venenosos y cuáles no. Javi, tras zambullirse en la adolescencia, emergió convertido, o mejor dicho terminado, en una de esas personas especiales, que no son conscientes de serlo y objetivamente, supongo, no lo son. Javi era especial ante mis ojos, que eran los ojos de la admiración y son ahora, creo, los ojos de la más saludable de las envidias. Mientras que yo pisé todos, Javi atravesó la adolescencia sin caer en ninguno de sus cepos, ni siquiera se dejó coger por el acné. Nunca me confió sus enamoramientos, sus problemas, su malestar, se limitaba a ejercer de blanco del mío, ofreciéndome su consuelo u opinión siempre, mientras él se mantenía a salvo de tanta miseria, mirando la vida con ojos de entomólogo, instalado al parecer en un domingo perpetuo.

Aquella emancipación de la propia vida se acrecentaba por el hecho de que Javi no asistía a nuestro instituto, sino que cursaba una extraña FP de la que hablaba como de pasada, y no teníamos por tanto amigos comunes ni solíamos frecuentar los mismos sitios. Su casa, debido a que sus padres vivían al borde del divorcio, nunca llegué a pisarla. Bajo tales circunstancias, a Javi no le costaba desaparecer durante semanas enteras de mi vida, y lo hacía. Solía perderse por la sierra durante días, con nada más que él mismo y una mochila escueta. A veces, yo leía en sus velados comentarios alguna aventura fascinante, algún romance salvaje e intenso que nunca cabría en las estrechas dimensiones de mi vida; a veces, sencillamente, desaparecía. Sin embargo, una especie de sexto sentido, un nexo forjado en aquellos lejanos días de la infancia, le hacía regresar a mí en los momentos en que verdaderamente lo necesitaba. No puedo decir por tanto que en aquella época de descubrimientos y conflictos interiores Javi fuese para mí como una luz en la oscuridad, pero sí que fue como un fósforo que yo podía encender cuando la negrura arreciaba.

Los dos decidimos trasladarnos a la ciudad sin consultarnos, con la misma sincronización de la infancia, yo para tratar de someter mi vida a mis designios, Javi para seguir huyendo de los designios de la vida. Por mi parte, elegí un apartamento precario de lámparas y nada más instalarme telefoneé a Julio, un tipo algo plomo que conocía de los veranos, encomendándole la misión de ensanchar mis horizontes pueblerinos. Julio se lo tomó como una especie de reto. La primera noche amanecí en el banco de una plaza, donde recordaba vagamente haberme visto obligado a recalar de madrugada tras varios intentos fallidos de encontrar mi apartamento a través de una espesa niebla etílica. Gracias a las indicaciones del tipo que dormía a mi lado, cubierto por cartones, logré arrastrar mis huesos al lugar adecuado. La segunda noche me llevó al Insomnio, donde me presentó a su amiga Cristina, que estudiaba Derecho y que iba acompañada de un musculitos llamado Ricardo, hermano de Lourdes, que había estado enrollada con un tal César, que estaba escribiendo una novela sobre los esquimales y que ahora parecía que iba en serio con Rosi, cuya prima se llamaba Olga, que solía salir con un tal Berto que a nadie le caía bien pero que había dado cobradas muestras de que la quería al rechazar liarse con Luisa en la fiesta de Paco, quien había estado a punto de morir al estrellar su coche con el de Julián, que sí que había muerto, pero que tenía una vecina llamada Alba que era lesbiana, según decía Lucas, hermano de Sara, que en aquel instante entraba por la puerta acompañada de su amiga Artemisa. Decidí plantarme en aquel rostro simpático, enmarcado de rizos rubios, cansado de seguir desgranando aquel interminable rosario de nombres. Me pregunté, mientras aquella chica y yo iniciábamos una conversación a través del bullicio, qué recóndita fibra de la piel de la noche debía estar acariciando Javi, cuyo nombre vagaba libre, inapresable, lejos de aquellos circuitos complejos por donde circulábamos los demás, conectándonos unos con otros de cualquier forma posible para no quedar sueltos.

Un intenso malestar en la garganta me arrancó de los recuerdos. Tosí un par de veces, medio ahogado. Abstraído en los recuerdos me había atragantado con la maldita magdalena.

Necesité todo el vaso de leche para liberarme del grillete que me aprisionaba la garganta. Arrojé la magdalena sobre las cajas de pizzas vacías amontonadas en un rincón de la cocina, colocadas allí con una provisionalidad que los meses empezaban a desmentir. Sin leche donde remojarlas, las magdalenas son un dulce inútil.

Localicé el sofá en la oscuridad del apartamento -me pregunté vagamente si sería de noche o de día, o si la Tierra seguiría perteneciendo todavía a la raza humana…- y me acosté. No sé exactamente cuánto dormí, si horas o minutos, antes de que Javi me despertara. Sólo recuerdo que soñé con mi primer amor: una sirena.

12

Cuando desperté, no me encontré convertido en un monstruoso insecto, porque eso hubiese sido ya el colmo, pero sí hecho una braga. Al parecer, era de día, y durante mi encierro no se había producido ninguna invasión extraterrestre. No era yo el que intimidaba a los marcianos. Javi había descorrido todas las persianas y la claridad inundaba el apartamento en una especie de revival. Debía de ser mediodía: el sol reventaba con furia contra las paredes, como catapultado desde el exterior. Y joder, bajo toda esa luz, el estado de mi apartamento daba realmente asco: cuatro paredes aquejadas por una carcoma de cajas de pizzas, latas de Pepsi, ropa sucia y ¿pajaritas de papel hechas con hojas de periódico?

Javi se había sentado en el brazo de uno de los sillones y miraba a su alrededor con desaprobación, pero sin poder evitar que una sonrisa divertida empezara a socavarle los labios. Recordé vagamente haberle dado una copia de la llave.

– ¿La causa de todo esto es una mujer? -preguntó con sorna.

Asentí, señalando vagamente la foto que reposaba en mi mesilla. Había sido tomada a las dos o tres semanas de salir juntos, en la entrada de un multicines. En ella Artemisa me sonreía, sin dar la impresión de querer dejarlo. Pero era una sonrisa a la que ya no podía acogerme, una sonrisa que ya no tenía validez.

Javi dejó escapar una especie de gruñido indescifrable. Tenía un cigarrillo a medio consumir en una de sus manos, largas y estrechas como las de un pianista, pero apenas se lo llevaba a la boca. Javi tenía una curiosa forma de fumar: solía dejar que el cigarrillo se fuese consumiendo por sí solo, propinándole alguna que otra calada para reforzar las pausas que seguían a sus sentenciosos comentarios. A veces pensaba que los cigarrillos eran parte de su indumentaria, que al vestirse por las mañanas, tras los vaqueros y la camisa, se colocaba también un cigarrillo encendido entre los dedos, y es que a veces pensaba que Javi era todo pose y que en realidad vendía seguros de puerta en puerta, mundano como cualquiera. Pero en el fondo sabía que aquello no era más que una forma un tanto ruin de entablillar mi amor propio, pues Javi era de pies a cabeza aquél que yo quería ser, aquél que nunca tendría arrestos para ser.

En mi época de instituto tropecé con esta cita de Baudelaire: Il me semble que je serai toujours bien là où je ne suis pas. Que más o menos quiere decir: creo que siempre seré feliz allí donde no estoy. Aquella frase me cortocircuito por varias semanas. Durante días fui incapaz de tomar ninguna decisión, pues cualquiera que tomase sería con absoluta seguridad la errónea. Me convertí en un vegetal que no se levantaba del sofá para nada, ya que nada podía hacerle feliz, hasta que comprendí que era Javi quien vivía lo que yo desechaba. Supe con certeza que sólo sería feliz haciendo las cosas que Javi hacía, y que por lo tanto sería desgraciado el resto de mi vida. Fue entonces cuando empecé a admirar secretamente a Javi, a considerarle una especie de alter ego necesario para sobrellevar cada día mi insulsa existencia.

Y es que Javi lo tenía todo a su favor. Empezando por el físico y terminando por la mirada. Su cuerpo poseía la delgadez justa del rebelde, era flexible y nervudo como ala de murciélago, uno de esos cuerpos a los que le sienta bien cualquier talla, y exhalaba seguridad por todos sus poros. Luego estaba su rostro, ovalado y de una llamativa sencillez, con aquella boca remisa, díscola, y aquellos ojos alacranados e insondables, aliados ambos en una expresión de sagacidad oscura, de sabiduría peligrosa y callejera. Y aquellas manos delgadas y ágiles, como de estrangulador de novicias o ginecólogo de espectros. Para colmo, el pelo, siempre revuelto, le otorgaba cierto desaliño seductor. Javi era uno de esos tipos que podían ir solos al cine o a las fiestas sin despertar piedad, sin que nadie se aventurara a tacharles de solitarios. Con un físico así, pensé una vez más, podía hacerse cualquier cosa.

– ¿Has traído uno? -le pregunté de inmediato, obviando el protocolo.

– ¿Tú qué crees? -sonrió-. Siempre me acuerdo de coger uno cuando vengo a visitar a Álex, el gran mártir del siglo XX. Por si las moscas.

Javi traía consigo una gran bolsa de plástico azul. Rebuscó en ella y me mostró el bote. Era uno de esos botes de aceitunas tamaño familiar. La anguila se encontraba en su interior, ovillada en su fondo, emitiendo a su pesar un lechoso resplandor púrpura.

– Estupendo -celebré, levantándome del sofá y dirigiéndome con paso tambaleante hacia el baño-. Voy a llenar la bañera.

Despejé el interior de la bañera de cajas de pizzas, puse el tapón y abrí al máximo el grifo. Javi y yo la contemplamos llenarse en una especie de silencio reverencial. Una vez llena lo justo para que al albergar mi cuerpo no se derramase una sola gota, me desnudé lentamente y me metí dentro. Javi abrió el bote de aceitunas, echó la anguila al agua y abandonó el baño, pues sabía que con el tiempo yo había llegado a preferir gozar de intimidad durante el transcurso de la ceremonia.

De pequeño, los padres de Javi, en uno de sus muchos amagos de divorcio, le hicieron los regalos de cumpleaños por separado. Su padre le regaló un Quimicefa; su madre, una anguila para su acuario. Javi fue incapaz de jugar con ninguno de los dos sin sentir que menospreciaba al otro. Finalmente optó, como si de esa forma pudiese reconciliar a sus padres, por jugar con los dos a la vez. Preparaba extrañas mezclas químicas y se las inyectaba a la anguila con una jeringuilla. Le divertía ver cómo la anguila respondía alterando sus colores y comportamiento. La anguila, que empezó siendo verde oliva como todas las anguilas, acabó convertida en un jirón de cortina amarillo y púrpura que intimidaba al resto de los peces, por lo que Javi se vio obligado a adquirir un acuario más pequeño para ésta. Al ir a cambiarla de pecera, la anguila, que había pasado toda la semana ovillada y apática en una esquinita, le mordió en un dedo. Ocurrió uno de esos días otoñales de cielos grises que a uno le hacen sentir inevitablemente melancólico. Diez minutos después de la mordedura, Javi corría con su bici bajo la lluvia, preso de un paroxismo de alegría incontrolable.

Cuando un par de días después, requerí su hombro para descargar mis lágrimas semanales, Javi no se lo pensó dos veces. Me mostró su pequeño acuario, con la anguila como muerta en su fondo, emitiendo un suave crepitar malva, y me invitó a introducir la mano. La anguila tardó en percatarse de la presencia intrusa de mis dedos. Al hacerlo, pareció desperezarse con gran dificultad. Yo aguardé, intrigado. Tras un par de minutos, el bichejo se acercó a mis dedos con cierta timidez, en una especie de movimiento sensual, como de apareamiento. Y lanzó un imperioso mordisco que me hizo retirar la mano de inmediato.

– Mierda -mascullé, sacudiéndome el dedo mordido-. Esto no tiene gracia, tío.

– ¿No notas nada? -quiso saber Javi-. ¿Sigues sintiéndote mal?

No, ya no me sentía mal. No recuerdo cuál era exactamente mi pena de aquel día, sólo recuerdo que el mordisco me la arrancó de cuajo. Desde mi dedo herido se propagaba por todo mi cuerpo un divertido cascabeleo de júbilo, una alegría gratuita, incontrolable. Cogí la bici de Javi y estuve casi una hora pedaleando sin parar, crucé carreteras comarcales, atravesé sembrados, miné la moral de varios de aquellos perrazos perseguidores de ciclistas que nunca faltan en cualquier urbanización que se precie. Javi me encontró apoyado en un risco, jadeante y sudoroso como él mismo.

Los dos nos miramos excitados, como si acabáramos de descubrir la pólvora. Éramos jóvenes y emprendedores. Las llamamos «comemierda» e intentamos comercializarlas, pero nadie confiaba en poder dejar atrás una depresión metiéndose en la bañera con un bicho tan repulsivo, por muchos colorines que tuviera. Así que yo me convertí en su único cliente y Javi nunca se hizo rico. De sueños como ésos está hecha la vida.

Cerré los ojos y extendí mis manos sobre la única parte de mi anatomía que aún no se había vuelto inmune a las módicas dentelladas del comemierda. Cuando mi vida sea llevada al cine, pensé a modo de consuelo, estos momentos morirán en manos de la elipsis. La sentí zascandilear entre mis piernas en un roce casi sedoso, como de pluma, y pensé en Artemisa con fuerza, tentándola con mi dolor. Casi enseguida noté las punzadas de sus dientecitos por todo mi cuerpo, una acupuntura agradable que me sumió en un trance. Mi mente se volvió retráctil, buscó dentro de sí misma un lugar al que escapar, y encontró el rastro de mi último sueño, un resabio feliz donde ocultarse mientras la materia era torturada.

Me descubrí pensando en Leia, en nuestra historia de amor imposible. Las mañanas de invierno, yo solía chuparme las primeras clases e irme un rato a la playa que, descongestionada de las mansedumbres del verano que tanto la vulgarizaban, solía mostrárseme inmensa, serena y legendaria. Allí, lejos de todo, yo hacía mis pequeñas meditaciones sobre el mundo, paseaba, estudiaba condones con el pie, dibujaba sobre la arena o tiraba piedras al mar, haciéndolas rebotar contra las olas gomosas. Sin yo saberlo, las sirenas también solían merodear las costas en invierno, y una mañana, uno de mis mejores lanzamientos hizo que una de ellas emergiera de las aguas y se acercase a la orilla para pedirme amablemente que me buscara alguna actividad más provechosa para aquellas horas de ocio. Fue un flechazo. Recuerdo su rostro de virgen prerrafaelista, su larga cabellera rojiza entreverada de algas, sus senos de niña, su cola plateada y sinuosa. Dado que las sirenas carecen de nombre, tuve que improvisar uno. Ninguno me resultaba apropiado para denominar a aquella criatura exquisita a la que a través de la historia nadie se había atrevido a encerrar en un nombre. La llamé Leia a falta de otro mejor, y les propuse a mis padres dejar el colegio y embarcar en algún pesquero para estar siempre a su lado, pero, a pesar de que yo había superado con creces la edad de cualquier grumete de Stevenson, fui considerado demasiado pequeño aún para enfrentar una vida tan ingrata.

Aquel amor platónico me bastó hasta el advenimiento de la sexualidad. A partir de ahí, la carencia de sexo de Leia se convirtió en un problema insalvable. Las primeras pajas, aquellos enternecedores intentos por enfocar las lentes del deseo, me situaron durante un tiempo en sus brazos, preso en un tul de besos submarinos, hasta que empezó a resultarme frustrante que mis caricias perdieran la pista de la mujer más allá de su ombligo, donde el correoso tacto de sus escamas censuraba mis fantasías. Lentamente, Leia fue cediendo terreno ante la llegada de mis compañeras de instituto, practicables de arriba abajo, algunas de las cuales, a pesar de mostrarme en clase la más absoluta indiferencia, se desnudaban con regularidad y entusiasmo en los impúdicos recovecos de mi mente. Ocupado en no perderme nada de aquel mundo morboso y sensual de las aulas en que había desembocado el mundo rudo y discriminatorio del colegio, Leia quedó relegada al olvido. Y allí sigue, rescatada únicamente cuando uno siente con redoblada fuerza el sinsentido y la decepción de la carne.

La pestilencia que exhalaba la anguila me hizo volver en mí. Desgraciadamente, los comemierda son desechables. Una vez realizado su trabajo sufren una especie de muerte súbita por gula y se entregan a una rápida descomposición entre efluvios insoportables. Ahora yacía, encogido y agónico, junto al desagüe de la bañera.

– Debo irme, Álex -dijo Javi entrando en el baño-. Tengo cosas que hacer.

Javi iba vestido de gorila. En su pecho, en llamativas letras amarillas, podía leerse: Mascotas Ruiz, la mejor compañía. No hice preguntas, porque no creía estar preparado para sus respuestas.

– Vale… Hasta otra.

– Adiós.

Le oí cerrar la puerta del apartamento. Deseché consumir neuronas en meditar sobre lo absurdo de su indumentaria, pues me encontraba exultantemente feliz, como era de esperar. Salí de la bañera de un brinco. Quité el tapón y la anguila fue rápidamente absorbida por el consiguiente remolino. Me dirigí, sin secarme, hacia la cama y enfrenté la foto de Artemisa.

Y nada. Absolutamente nada. Tal vez el sordo rumor de la nostalgia, pero nada más. Todo el dolor que me producía verla sonreír bajo aquel indeciso sol de febrero había desaparecido por el desagüe, y no era ninguna metáfora. Ya no sentía nada por ella, acaso pena, por raro que pareciese. Pena por su forma de cruzar por la vida, como un niño por una pastelería, sin saber qué dulce tomar, cuál de ellos será el que más le guste, sin dinero para probarlos todos, corrigiendo sus errores a cenicero limpio.

Al fondo de la foto, de espaldas a la cámara, una chica pelirroja observaba el cartel de Hola, ¿estás sola? y me descubrí preguntándole lo mismo, si al igual que yo estaba sola en este mundo y si sabía que yo tenía una foto suya en mi mesilla. Me pregunté, ocioso, qué tramaba el destino haciéndome tener la foto de una desconocida a la que no conocía y nunca conocería, y eso me llevó a preguntarme inevitablemente en cuántas fotos aparecería yo como un intruso, solo como la pelirroja o acompañado, quizá por Artemisa, en medio de un romance que nunca moriría en la mesilla de un desconocido que nos miraba con envidia, tal vez en la de una chica pelirroja que se sentía sola en el mundo. Era algo tan improbable que probablemente fuese cierto.

Me levanté y me acerqué a la ventana. Era media tarde. Una luz evangélica bendecía los juegos de la chiquillería. Sentí deseos de bajar a la calle y agregarme a ellos, de ayudar a esa anciana con las bolsas de la compra, de darle charla a aquella chica que se desesperaba en la parada del autobús, de decirle que tenía unos ojos preciosos para que, en caso de que nadie se lo hubiese dicho nunca, no muriese sin oírlo. Deseé correr de un lado a otro comprobando que todo marchaba bien, como un supervisor del mundo. Necesitaba emplear con acierto toda esa enérgica alegría que rezumaba mi alma: decidí ponerme ropa deportiva y bajar a dar un paseo, a mezclarme con los otros, a tomar mi parte del regalo de la vida, a recibir cada minuto como una sorpresa. Fue entonces cuando me volví y todo aquel júbilo se esfumó de golpe. Podía despedirme del paseo. El piso se encontraba en condiciones deplorables. Tocaba hacer de Cenicienta a principios de cuento.

11

Blanca era una máquina expendedora de frases trascendentes. Después de hacer el amor, solía encender un porro y su mente perdía de repente todo interés por las concreciones de la carne y se abría a las abstracciones del universo. Era entonces cuando, con la sensualidad de su voz aguada por los esfuerzos del polvo reciente y la marihuana, se descolgaba con cosas como ésta: ¿Sabes, Álex? Dios ha colocado al hombre entre las hormigas y las estrellas, para que cada cual mire hacia donde le parezca. Unos se divierten pisando y otros dedican su vida a construir cohetes con los que alcanzar la gloria que cuelga del cielo, como herederos ansiosos. A los pocos minutos de conocerla, ya se publicitó como una chica distinta diciéndome: Mis padres me pusieron Blanca porque nací con el corazón muy negro y no era cosa de entregarme al diablo sin luchar.

Blanca era pintora. Pero no pintaba cosas. Pintaba estados de ánimo. Radiografías del alma. Vivía en un pequeño estudio escaso de muebles y se ganaba la vida vendiendo sus cuadros por las calles, apostándose en parques y sitios así, donde podía embaucar a algún turista. Con eso no se sacaba mucho, la verdad, pero a veces alguna editorial local le encargaba ilustrar algún cuento infantil y se pasaba noches dibujando conejos de expresión bobalicona y ciempiés con mostachos de general que le producían náuseas. Había que pagar el alquiler y por eso lo hacía, pero no dejaba que nadie se los alabase. A ella lo que de verdad le gustaba era plasmar sobre el lienzo los mil recodos del alma humana, tanto de la suya como de cualquiera que ingenuamente se prestase como modelo para luego descubrir en un cuadro de inescrutables pegotones marrones que estaba lleno de mierda. Pero ella, se excusaba, te miraba a los ojos y no desvelaba nada que no llevases dentro.

Blanca era alegre y extrovertida, y como yo -aunque por motivos muy distintos- se daba a la menor oportunidad porque no concebía la vida sin riesgos. Enseguida te enseñaba el alma y hacía de guía. A las dos semanas de estar juntos me enumeró uno por uno los borrones de su pasado. Tenía de todo, como el de cualquiera, pero uno de ellos destacaba especialmente. El año pasado había expuesto sin demasiada fortuna en una galería. Un tipo con pelas se topó con ella en el parque y la invitó a comer. Alabó su arte sin dejar de mirarle las tetas y le dio a entender que si se dejaba hacer él podía mover los hilos necesarios para que su talento tuviese la oportunidad que merecía. Blanca se la jugó y perdió, pero ya lo había superado. Era más sabia, más feliz. Y creo que a Blanca le producía cierto morbo la indiferencia con que eran acogidas sus obras. Eso reafirmaba el estado superior en que se encontraba su mente, capaz de ver verdades que a los demás se nos escapaban.

Nos conocimos una tarde de lunes. Yo había decidido iniciar la mañana buscando trabajo con un cierto optimismo que se había ido empañando a lo largo de la jornada, tras sucesivos rechazos que parecían plagios unos de otros y entrevistas con tipos repeinados que con sus discursos de fábrica trataban de hacerte vender enciclopedias mientras aseguraban que el trabajo no consistía en vender enciclopedias. Acabé harto de la civilización y sus logros. Aquello de creced y multiplicaos resultaba cada vez más difícil.

Nadie me esperaba en casa, así que decidí regresar por el camino mas largo, y atravesar por el parque de María Luisa, en el que tal vez se me descongestionara un poco el espíritu ante el lado amable y despreocupado de la vida. Sevilla, a principios de mayo, se vuelve voluptuosa. El verde se reanima y las jóvenes se esfuerzan hasta los bordes del escándalo en mostrar al rubicundo sol la mayor cantidad de carne posible. Se deja uno acorralar agradecido por batallones de piernas esbeltas y ombligos esponjosos, por espaldas llenas de promesas y escotes de vértigo, y la tarde se sumerge en la noche entre suspiros, como un enfermo que pierde pulso. Cruzaba el parque distraído, arropado por la brisa sensual de aquellas horas mansas, mirando con melancolía las atracciones infantiles cargadas de niños vociferantes. La infancia es como un chiquero, recuerdo que pensé con cierta tirria por el símil taurino, el niño se agita ansioso por salir a recibir las estocadas pertinentes sin tener idea de lo protegido que está entre esos tablones. Sólo a posteriori, moribundo ya, la testa a punto de descansar en el albero, el niño dedica al toril una mirada amable, como de disculpa, y la cárcel se transmuta en paraíso perdido. ¿Quién no daría el alma por volver a los plácidos días de la infancia, exentos de responsabilidades y pródigos en sonrisas paternas y caramelos varios?

En esas reflexiones ocupaba la mente, y caminaba por el parque con la maquinaria de los sentidos puesta a bajo rendimiento, con los dispositivos imprescindibles para circular por la vida sin saltarme los semáforos. Era vagamente consciente de que a mi alrededor la gente seguía con sus vidas, poniendo fondo a la mía, de que a mi lado, en los bancos o la hierba, los enamorados exploraban con calma los límites del amor, bien a besos o caricias, bien al arrullo de profundas conversaciones; un mimo congregaba a varios transeúntes en torno a su mitin de gestos; los inevitables japoneses fotografiaban; jóvenes atléticos pasaban junto a mí en manada, con las respiraciones orquestadas y los resultados de tanto sudor rotundamente marcados bajo las mallas… Noté entonces que algo se me pegaba en la suela del zapato. Bajé la vista y me encontré con que mi pie derecho había irrumpido en la superficie de un lienzo de tonos amarillos puesto a secar sobre el albero. Al retirarlo, en la esquina del dibujo apareció un borrón color tierra que me culpaba. Una chica se apresuró a recogerlo, murmurando para sí. Observé entonces un gran número de cuadros como aquél desplegados sobre varios bancos.

– Lo siento. Iba distraído y no… -me disculpé embarulladamente mientras la pintora examinaba el cuadro desde distintos ángulos. No parecía demasiado contrariada. Miraba mi aportación con una gravedad divertida.

– Creo que está mucho mejor así. Resulta más auténtico -comentó para mi sorpresa, asintiendo ligeramente-. En este cuadro había tratado de representar la felicidad que hoy siento, ¿sabes? Y tu huella, entrando por esta esquina, advierte de lo imposible de un concepto como la felicidad completa. Es esa amenaza sin nombre que siempre nos acecha, la que nos corrompe los sueños. Ahora el cuadro está completo.

Yo me había acercado un poco a ella para asistir al prodigio, pero la proximidad me distrajo con la elocuente fragancia de su cabello y me descubrí asintiendo maquinalmente a sus explicaciones mientras la miraba de soslayo. Me llamó la atención la pálida palidez de su piel pálida, como de tomar el sol en la morgue, sin crema protectora alguna, y donde el rojo amanzanado de sus labios resaltaba con brío, un blancor que había decidido acentuar tiñéndose el cabello con ese negro antinatural, fangoriano, que brilla como el caviar. El vestido de tirantes negro que llevaba también formaba parte de la conspiración. Por suerte, las uñas no. Me la imaginé tronchada sobre un violín, arrancándole maullidos que se remontaban hacia un crepúsculo memorable, de ésos que uno nunca sabe qué cielos rondan. La imaginé así, y de ninguna otra forma. Cuando se volvió a mirarme pude comprobar que su atractivo perfil no quedaba, como ocurre con algunas personas, en disonancia con el resto, sino que sus rasgos se compenetraban armoniosamente sobre un rostro de huesos ligeramente puntiagudos que le otorgaba una fragilidad conmovedora. Sus ojos eran de un celeste indeciso que no se atrevía a adentrarse en el azul, y en ellos se recluía una mirada mansa, salvada de la ingenuidad por unos labios de sonrisa maliciosa e impertinente. Era en conjunto pequeña y delgada, de encantos económicos y manejables, una de esas chicas que prometen todo tipo de malabarismos entre las sábanas. ¿Y si…?

– Deja que te invite a una cerveza por el estropicio -probé.

– Ya te he dicho que no es ningún estropicio -aseguró, mostrándome qué clase de sonrisa podían formar sus labios-. Me has salvado el cuadro.

– Pues invítame tú a mí, porque yo no trabajo gratis. Así podremos hablar del talento innato de mis pies.

Ella estudió la oferta. La tarde declinaba, pronto cerrarían el parque, y en casa sólo la esperaba su libro de Boris Vian. La ayudé a recoger los cuadros y, dado que adentrarse con toda aquella carga en un café resultaría de lo más engorroso, sugirió que la acompañara a su estudio. Creía que aún le quedaban cervezas en la nevera.

Le quedaban. Me entregó una y me castigó a disfrutar de los cuadros que atestaban el estudio mientras ella se daba una ducha. Pasé entre ellos sin saber dónde apoyar los ojos para no mancharme. Durante el camino, Blanca me había comentado que a veces lograba engatusar a algún amigo para que se dejara retratar el alma. O bien sus amistades consistían exclusivamente en delincuentes y maniacos depresivos o su arte se me escapaba. Había algún que otro cuadro cuya conjunción de colores resultaba agradable, de la misma manera que puede resultarlo el estampado de una sombrilla, pero la mayoría de ellos me lanzaba a los ojos una paletada de delirio que me dejaba indiferente.

– Son preciosos -dije cuando salió de la ducha, secándose el pelo con una toalla. Se había puesto unos vaqueros y una camiseta lila al menos tres tallas más pequeña, y toda ella olía a jabón y sugería lances tiernos.

– Mentiroso. No los entiendes.

– Es cierto. Para qué negarlo -concedí, encogiéndome de hombros.

Agotado el tema de los cuadros, nos limitamos a mirarnos con cierta gravedad en la mirada, supongo que preguntándonos cada uno por su lado a santo de qué habíamos favorecido aquella situación. En momentos así siempre me ha resultado trabajoso especular sobre el carácter de los pensamientos que se están formando en la cabeza rival, pero con Blanca tenía el presentimiento de que estaba pensando lo mismo que yo. Y lo que yo pensaba era que a raíz del descubrimiento del fuego el hombre no había dejado de complicarse la vida. De manera que tras la rueda, la escritura, la relatividad y demás, habíamos ido a parar a situaciones tan ridículas como aquélla: dos personas acaban de conocerse y se sienten atraídos el uno por el otro, la tarde es fresca y agradable y apetece enormemente encontrarse con la cálida suavidad de otro cuerpo y dejarse llevar sin preguntar hacia dónde; y sin embargo, era necesario seguir conversando un rato más para diferenciarnos un poco de los animales y justificar el polvo venidero. Ya no estaba permitido entregarse a la sabiduría de los sentidos y resolver aquello de una forma natural.

Blanca se acercó a uno de los ventanales, dándome la espalda, y comenzó a nombrar según la guía de los Pantone los majestuosos colores que la tarde había escogido para morir, que se desplegaban ante ella como la cola de un pavo real. Era aquél un ejercicio que la relajaba. Su voz sonaba tenue, líquida, y parecía adquirir por momentos la cadencia de un poema recitado. La observé abrazarse a sí misma y acariciarse levemente los hombros, una postura que las mujeres deberían tener prohibida, pues las vuelve extremadamente vulnerables y despierta en el hombre sus instintos protectores. ¿Era aquella postura un ofrecimiento? ¿Qué clase de chica era Blanca? Desde que mi pie rectificó su cuadro, todo se había desarrollado con una facilidad pasmosa. La conversación con que amenizamos el camino a casa resultó sorprendentemente fluida, ambos hicimos gala de una complicidad propia de amigos de la infancia. No hubo risas hipócritas ni aristas ni silencios. Habíamos conectado, y rara vez me sucedía aquello con las chicas, pero, ¿qué validez tendrían todos aquellos pensamientos fuera de mi cabeza?

La examiné de arriba abajo, corroborando que su ingravidez no era consecuencia del vestido. Seguía teniendo ese porte frágil y conmovedor de los caballetes sin lienzo. Entre la camiseta y los vaqueros relumbraba una franja de carne blanca y tentadora que me hizo morderme los labios, presa de un dulce estremecimiento.

Bien, confesémoslo: los contados polvos que sazonaban mi existencia habían sido obtenidos utilizando el más estricto protocolo, un par de cines, varios cafés, algún que otro paseo, charlas de apariencia inocua donde dejar claro la catadura ética… Por una vez en la vida quise ahorrarme todo eso, quise demostrarme que no necesitaba palabras, que podía ampararme en mi porte de galgo, en la seducción que el espejo creía ver en mis miradas, en el desangelado rictus que me pasaba por sonrisa. Por una vez en la vida quise apartar a un lado mi habitual cobardía y actuar, ingresar con elegancia en la espiral de sexo rápido y despreocupado de la capital.

Me deshice de la cerveza. Quería las manos libres. Di un paso, luego otro, y otro más, y me fui acercando a ella como un ninja hasta detenerme a su espalda. El corazón me batía el pecho a conciencia. Ella se había callado y se limitaba a supervisar el faenar del ocaso sobre el trocito de río que los espigados edificios permitían ver desde su ventana. Se mecía lentamente, como un sauce sobre mi tumba. Nos vi entonces reflejados sobre una de las hojas de la ventana: su rostro de geisha relajado, los labios entreabiertos, y el mío a su espalda, crispado, los labios arrugados en una mueca nerviosa. Me tomé aquello como una provocación del destino. Aquí estás otra vez, Álex, parecía decirme, ante un muro alto. Vamos, chico, empieza ya a rodearlo. Tragué saliva. Aún podía dar marcha atrás, aún no había pasado la raya. Podía acogerme a la carta de la confianza, desarticular aquella situación con un comentario cualquiera, tratar de ganármela con algún chiste, y posponer el numerito del amante insaciable para más tarde, cuando fuese algo acordado. Pero el orgullo me conminó a acercarme un poco más, situándome al borde de ese feudo de blanduras y aromas en el que sólo penetran los amantes. Y fue también el orgullo el que me obligó a arrastrar los ojos por el señuelo de su cuello, por aquel declive pálido y exquisito espolvoreado de pecas que se hacía hombro sin que se advirtiera frontera alguna. Ella esperaba, tal vez se ofrecía. A la mierda con todo. Iba a saltar el muro aunque me rompiera todos los huesos.

Cerré los ojos, crucé los dedos y entreabrí los labios, y me fui inclinando sobre su cuello lentamente, durante horas, como un filatélico sobre un sello desconocido, hasta que al fin mis labios se toparon con su piel. Y todo se redujo a aquella seda tibia latiendo entre mis labios, una tregua dulce en la cruzada tediosa y frívola de la vida. Me recreé entonces en aquel contacto mórbido, esbocé un mordisco suave, me abandoné a un tartamudeo de besos cortos, olvidando que aquella piel pertenecía a alguien y que todo eso dependía de un convenio mutuo, y sólo entonces fui consciente de que ya había pasado el plazo para el rechazo. Apenas tuve tiempo de celebrarlo. Con un jadeo subterráneo. Blanca arqueó su cabeza hacia atrás, sacudiéndome el rostro con el plumero húmedo y fragante de su cabello. Sentí su cuerpo, alabeado y eléctrico, aflojarse contra el mío, produciendo en mi interior un corrimiento de vísceras. El peso de mis manos solidificó el movimiento líquido de sus caderas y mis dientes se apresuraron a abocetar otra dentellada sobre la aguanieve de su cuello, en ese canibalismo amatorio que tan fielmente representa lo ficticio de toda posesión. Blanca disparó al aire las salvas de nuevos gemidos y mis manos reptaron como tarántulas ebrias por sus costillas hasta pinzar la redondez elástica de sus senos, lo suficientemente enardecidos ya como para que mis dedos pudieran leer en braille a través de la camiseta. Sentir todo su deseo punzando contra mis yemas me obligó a exclamar su nombre entre dientes y Blanca se giró hacia mí como una peonza, dejando que nuestros cuerpos encajasen con una precisión caliente y mareante. Me desabotonó la camisa con habilidad y sentí las locas correrías de su boca por mi pecho, por el cuello y las mejillas, hasta que al fin tropezaron con mis labios en un polen de besos. Su lengua buscó la mía y ambas se enzarzaron en una gresca con sabor a hierbabuena que me soltó una perdigonada de éxtasis entre los muslos. Luego, con la gracia liviana de los gorriones, Blanca se desentendió del suelo pasando sus piernas alrededor de mi cintura. Con ese gesto se ponía en mis manos, literalmente. Busqué la cama -por fuerza debía haber una cama allí-, pero no logré ver nada a través de la selva de lienzos. A mi derecha había una mesa rectangular, atiborrada de materiales de pintura, pero con el ancho requerido, y hacia ella nos condujo la lujuria.

Sin pensárselo dos veces, Blanca despejó la mesa de un brazazo y allí nos tendimos, rabiosos de deseo, deshaciéndonos de los últimos restos de ropa sobre pinceles y acuarelas, entre tarros que se volcaban y tubos de óleo que nos lanzaban serpentinas. Todo se impregnó de un aire de verbena. Mis dedos dejaban estelas azules y granas en la piel acariciada, advirtiéndome de la reiteración, obligándome a improvisar caricias cada vez mas temerarias en zonas cada vez más recónditas, y Blanca gemía con las mejillas saturadas de púrpura y los senos realzados de verde y se expandía entre convulsiones azules y olor a aguarrás. El orgasmo nos sobrecogió con su llegada, haciéndonos reparar en que nos estábamos amando. Esa noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin estribos.

Al acabar, Blanca, que ahora era verde, rojo, naranja y añil, tiró de mí hacia el baño y nos abrazamos en un vals lento y delicuescente bajo la ducha. Debido a que habíamos empezado a amarnos en los últimos tramos de la tarde, el estudio se encontraba a merced de las tinieblas, sin luz alguna que pudiera hacerles frente; sólo la luna con su suspiro plata se empeñaba vanamente en esculpir muebles en la oscuridad. Luego, sin deshacer el abrazo, nos tendimos sobre la cama, porque a pesar de todo allí había una cama, y si sabías hacia dónde mirar y lo hacías con atención, también podías descubrir una mesita con un televisor, un frigorífico y alguna que otra muestra más de civilización camuflada entre las manchas.

Blanca se incorporó ligeramente y me dedicó una mirada sobrecargada de dulzura mientras jugueteaba con mi pelo. Contemplé con calma el fascinante brillo que rielaba en sus pupilas, un relumbre que sugería algún tipo de combustión interior de la que me quise creer causante. No dijo nada. Parecía satisfecha, feliz, amansada por la ducha y el desmañado polvo que habíamos protagonizado sobre una mesa que ya no veía pero que debía de andar por ahí, desconcertada, bendecida. Yo también me encontraba adormecido por una deliciosa felicidad. La cama parecía mecerse como la cesta de Moisés. Sentía el alma desanudada y el cuerpo como relleno de plumas, sin embargo mi mente ya se afanaba en buscarle un sentido a todo aquello. ¿Tendría aquel polvo visos de continuidad? ¿Pertenecía Blanca a esa cofradía de chicas que disfrutaban de su sexualidad cada noche, sin que el corazón se comprometiera nunca? Me odié por ser tan racional. Nada de preguntas, me dije, limítate a estar aquí, a tenerla en tus brazos. Y eso hice. Me limité a posar para aquellos ojos celestes que parecían obra de los serafines y para aquella sonrisa que parecía haber sido encargada al mismísimo Satanás. Blanca apoyó la cabeza sobre mi pecho y mis latidos la acunaron hasta que la batuta del sueño le orquestó la respiración. Cerré los ojos. Al otro lado de la ventana, sólo había mierda. Pero ahora yo me encontraba a este lado de la ventana.

Recé para que no amaneciera, pero amaneció.

Desperté en un colchón derrengado, sin nadie a mi lado. Me alarmé.

– ¿Blanca? -pregunté a los cuadros.

Una voz me dio los buenos días desde algún punto de la habitación. Agucé la mirada y descubrí a Blanca avanzando hacia mí, con un vestido de flores y una enorme carpeta bajo el brazo. Se acercó suave y suavísima, puro espíritu volátil, cascabel de luz. ¿Era yo quien-había retozado con aquella criatura celestial? ¿Había sido mi virilidad la que la había profanado, mi lengua la que la había ensalivado? Me preparé para decirle adiós y salir por la puerta de servicio, discretamente.

– He de llevar unas ilustraciones a una editorial -me dijo, sorprendiendo a mis labios con un beso que sabía a pasta de dientes-. ¿Estarás aquí cuando vuelva?

Aleluya. Estaría allí siempre, aguardando en la cama el clavel temprano de sus labios, revolcándome en tan dulce boca que a gustar convida, juzgando sus dentífricos.

– Sí. Aún tengo muchos cuadros que mejorarte, ¿recuerdas? Será un trabajo que me ocupará mucho tiempo. Puede que toda la vida.

Enseguida me arrepentí de haber añadido aquella última frase. No porque no lo sintiera, sino porque se me antojó demasiado adelantada a su tiempo. Yo y mis malditas ansias de enamorarme de toda mujer con la que follaba. En realidad, no hay tal necesidad, pero me costaba enormemente mantener el corazón distraído de los asuntos que protagonizaban los órganos menos espirituales.

Ella me dio un beso en la mejilla por ser tan buen chico y se marchó. A pesar de que mis palabras parecieron agradarla, creí vislumbrar una sombra de desconfianza en su mirada, una especie de recelo automático, e imaginé largas hileras de amantes huyendo de su casa en su ausencia, sabandijas de la noche que le habían ido encalleciendo el corazón a mentiras. Pero yo no mentía en absoluto. Yo la esperaría, la abrazaría, la besaría, le haría ver que también hay hombres con alma en el mundo, y Blanca ya no tendría que jugar cada noche a la ruleta rusa del amor. Ni yo tampoco.

Miré la hora. Aún no eran las diez. Se imponía un desayuno revitalizador. Me levanté y vagué entre los cuadros en busca del frigorífico que había visto la noche anterior, pero no logré dar con él. Me topé sin embargo, en uno de los recodos de aquel desfiladero de pinturas, con un lienzo en blanco dispuesto sobre un caballete. No pude resistirme. Escribí en una de sus esquinas: Mi alma hoy, 3 de mayo, y embadurné su virginidad de pintura amarilla, sin manchas amenazantes de ningún tipo, pues en aquel momento me encontraba tan dichoso que no hubiera dudado en apostar el alma por la existencia de la felicidad completa, toda amarilla.

Cuando, tres o cuatro horas después, Blanca regresó, cansada y sudorosa, molida como grano por los autobuses, me encontró allí. Y cuando regresó al día siguiente, me encontró también allí, y no sólo porque mi presencia no era requerida con urgencia en ningún otro sitio. Y cuando regresó al día siguiente del día siguiente, volvió a encontrarme allí, hasta que llegó un día en que la abandonó la incertidumbre y por las mañanas, al dejar en mis labios el sabor a menta de su pasta de dientes, ya no incluía ninguna sombra de desconfianza en su mirada.

No nos quedó mas alternativa que enamorarnos sin remisión. El amor se nos echó encima como un perro rabioso, harto de alojarse en corazones angostos e inseguros, cansado de quedar resumido en rosas rojas y bombones de lujo.

Me pareció imposible amar así, de golpe y porrazo, gratuitamente. Ya he referido con anterioridad que desde nuestro encuentro, desde el primer cruce de miradas, desde el primer peloteo de palabras, percibí entre nosotros una conexión especial. Y no me equivocaba. Las semanas siguientes lo certificaron. Fueron días tan maravillosos que creí que no eran míos. Cualquier labor que emprendíamos era un ejercicio untado de vaselina (entiéndase esto como metáfora, no como confesión). Paseábamos por el río, íbamos al cine a las películas mas raras, fingiendo una erudición que luego desmentíamos atiborrándonos de palomitas, visitamos algunas exposiciones, nos emborrachamos juntos, como compinches, y todo ello lo hacíamos sumergidos hasta las cejas en el formol de un amor cómplice y secreto, en una compenetración increíble que llegaba a alcanzar cotas disparatadas cuando yo acababa sus frases y ella empezaba las mías. Pero era sobre todo Blanca, Blanca de día y de noche, Blanca comiéndome a besos sin importarle el sitio, Blanca fustigándose la garganta con cada cucharada de helado, sin el trámite de la boca, como a mí me gustaba hacer, Blanca contándome sus episodios favoritos de Doctor en Alaska, Blanca despistando a los guardias en la penumbrosa pelambre de los jardines, corriendo entre árboles y sollozos de luna, Blanca alegre y maravillosa, Blanca y su lengua persiguiendo el hielo de los Martinis, Blanca y su risa, sonora, argentina, fresca, funambulesca, Blanca mía, Blanca, Blanca…

Existe un dicho muy extendido sobre la atracción de los polos opuestos aplicada al amor que a mí siempre me ha parecido un contrasentido de lo más absurdo, no tanto por la atracción referida como por su contrapartida, es decir, la creencia de que dos personas de gustos idénticos están condenadas a repelerse. Blanca y yo nos reíamos de ello con la mayor irreverencia posible, y desafiábamos aquel supuesto tan idiota abrazándonos con fuerza junto a ventanas abiertas. Y ninguno de los dos salió nunca despedido por una de ellas.

Y hacíamos el amor por la mañana y por la tarde y a media noche; en la cama, donde yo había colocado mi póster de Star Wars a modo de marca para no extraviarme, en la ducha, entre los cuadros, allí donde ordenase una mirada, allí donde se prolongase una caricia, allí donde acabásemos rodando. No como lo hacen el aceite y el vinagre cuando ocupan un mismo vaso, no, lo hacíamos siempre como aquella primera vez, con aquella desesperación por tenernos, por devorarnos, usando siempre el placer como un medio para regatear tanta carne y tocarnos la punta del alma, porque eso era lo que perseguíamos. Y nos dejábamos aniquilar por el orgasmo sintiéndonos naufragos arrastrados por las mismas olas, conducidos a la misma playa, y era tanto el amor que yo lo sentía rebosar de nuestros cuerpos y cabalgar a lomos de la brisa nocturna como un virus, contagiando nuestra ansia a la ciudad entera, incitando a mil manos a recorrer mil cuerpos en una conspiración de colchones y suspiros bajo un cielo acribillado de estrellas.

Luego, ella solía encender un porro y mirábamos la luna a través de las gafas sin graduar de la marihuana. Era entonces cuando nos despegábamos un poco, y flotábamos un rato cada uno por nuestro lado, a solas a pesar de que mi mano no soltaba nunca la suya. Aquellos momentos sin Blanca me aterrorizaban porque en la espumosa soledad de la droga me encontraba con la parte más racional de mi mente, y ésta siempre se empeñaba en refutar la felicidad sin mácula que nos envolvía y acababa por convencerme de que aquello era demasiado bonito para que durase siempre.

10

Huí de ella un mes después, dejando una nota llena de frases hechas más bien deshechas pegada al frigorífico porque no tuve fuerzas ni para enfrentar su mirada azulina ni las verdaderas causas de mi fuga.

Haciendo uso de ese trascendentalismo compulsivo al que Blanca era tan aficionada, podría resumirlo todo diciendo que la vida es como un detector de felicidad. Cuando Blanca y yo lo atravesamos sonó un pitido y nos dijeron que pusiéramos sobre la mesa toda la felicidad que lleváramos encima. Y eso hicimos. Blanca y yo, como esos niños de antes de la Nintendo que se divertían con cromos, jugábamos a voltear el amor, ignorando que no siempre tenía por qué caer del lado bueno, un dibujo apretado de árboles y hierba que representaba el Paraíso, hasta el día que cayó del revés y descubrimos que su dorso, por eso de la simetría, estaba ilustrado de llamas feroces y estalagmitas rojas.

Pero nadie va a dar al Infierno sin antes chamuscarse los pies en el Purgatorio. Si he de precisar el momento justo en que todo comenzó a torcerse, ese hilo mínimo que logra deshacer el tapiz si tiramos de él, creo que me inclinaría sin dudarlo por el episodio del poema. Quizá si antes de él hubiese estado tan alerta como lo estuve luego, una vez que los acontecimientos empezaron a precipitarse unos sobre otros como fichas de dominó, venciendo su insignificancia mediante la acumulación, ahora podría remontarme más atrás aún, pero si antes del referido episodio sucedió algo digno de mención me pasó absolutamente desapercibido, o puede incluso que lo festejase sin sospechar nada, como un bebé que ríe al sentir el roce helado de un revólver en la sien.

El episodio del poema, a saber, se produjo al mes de estar juntos. Yo, por aquel entonces, era un hombre enamorado y feliz que se consideraba afortunado por haber tenido la suerte de embarcarse en un romance excepcional que nada tenía que ver con las relaciones sentimentales que sucedían a mi alrededor. Me bastaba con sentarme en un banco o un bar para corroborarlo. El amor que se profesaban los demás se me antojaba torpe y adocenado, pulgoso, chirriante si llegaba a mis oídos algún grumo de conversación; observaba a cualquier pareja y adivinaba abismos insalvables entre ellos.

La tarde en que se cumplió un mes de nuestro encuentro en el parque yo me encontraba exultante. Tanto era así que había decidido, impulsado por ese optimismo, fotocopiar el temario de unas oposiciones que se estaba preparando Julio. Y quería hacerle saber a Blanca que mi balance del mes había dado positivo. Ardía en deseos de ello. Quería, en realidad, hacérselo saber a la ciudad entera, que todos los mensajeros trabajasen esa noche para mí, informando a los vecinos en su propio domicilio que un tal Alejandro estaba locamente enamorado de una tal Blanca, pero debía comprender mis limitaciones, especialmente las de mi bolsillo. Opté por amasar todo aquel orgullo en un poema. Me tiré horas en el Picalagartos forcejeando con la métrica hasta obtener una remesa de versos resultones que me apresuré a envolver con un te quiero. ¿Y ahora?, me dije al concluirlo. Lo leí varias veces, paladeando la rima forzada e imaginándolo apelotonándose en mi boca al intentar recitarlo ante Blanca. Descarté tal humillación. Sin embargo, la entrega en propia mano me resultaba demasiado oficial. Se me ocurrió esconderlo. Por la mañana, Blanca había comprado pasta para preparar una cena conmemorativa. Sabía que luego, con el cascabeleo plácido de la digestión, nos enzarzaríamos en un coito remolón y pausado que con toda probabilidad las carcajadas impedirían culminar. Y luego nos prepararíamos un porro. Ella guardaba la marihuana en una especie de joyero arábigo que reposaba sobre el televisor, en cuyo aromático interior descubriría esta noche un poema.

Pero para ello debía llegar a casa antes que Blanca, y según iba desfalleciendo la luz lo tenía difícil. Enfilé hacia su estudio atravesando por el centro, culebreando con paso ágil por calles abarrotadas de consumidores vespertinos y tentando al tráfico con mis regates, pero cuando llegué al apartamento, Blanca ya se encontraba allí. Tropecé con sus bártulos desperdigados por el suelo, y traté de enfocarla en algún punto de la habitación antes de escuchar el monólogo de la ducha. Disponía de unos segundos. Me acerqué al televisor de puntillas, sacando el poemita del bolsillo con dedos de carterista, atento a la puerta del baño. Abrí el cofrecito, que me arrojó a la cara su noble aliento y me mostró, entre las quebradizas hojas de marihuana, un papelito doblado similar al que yo me disponía a esconder. Unos cinco segundos de absoluta irrealidad. Tras reponerme de la sorpresa, lo tomé con cuidado y lo desdoblé, encontrando la caligrafía de unos versos dirigidos a mi persona rayando su superficie. El poema era distinto, pero el sentimiento que lo habitaba parecía ser el mismo. Había adornado las esquinas del papel con esas florituras que tan bien le salían. Lo volví a dejar en su sitio y cerré el joyero, sin saber cómo tomarme aquella coincidencia. En ese momento, dejó de correr el agua de la ducha y yo me aparté lo más posible del lugar del crimen y me dejé caer en un rincón con cara de recién llegado. Blanca salió del baño con ese aire de pan recién hecho que otorgan las duchas y un vestido de gasa para la ocasión. Me preguntó si había conseguido el temario y me besó sin sospechar nada.

Nos dejamos resbalar como hábiles esquiadores por las laderas de una noche que ya había sido organizada por la mañana. Durante la cena y el intento de coito posterior, yo me mantuve inusitadamente pasivo, como en un modesto segundo plano, aceptando cada paso con una sonrisa ligera en los labios. Todo cuanto Blanca decía o hacía estaba encaminado a favorecer el golpe de efecto del poema, y el saber de antemano la sorpresa que ella me reservaba me untaba el alma de una desagradable sensación de superioridad. Presenciar sus ensayados intentos por encauzar la velada hacia el colofón final, aquella especie de redoble que presentaba un espectáculo inofensivo, era como contemplar las evoluciones de los peces de un acuario. Blanca se me mostraba terriblemente sabida y patética, envuelta en una triste candidez que me irritaba y me conmovía a partes iguales. No hay nada más horrible que conocer los entramados que sustentan la ilusión ajena. Cuando al fin ella formuló la pregunta esperada, sentí un amago de llanto. Quise huir, irme lejos, enrolarme en un pesquero, entre marineros rudos pero solidarios que cada mañana se ofrecían a los caprichos del mar.

– ¿Te apetece fumar?

Asentí. Pude haber jugado con ella, pero deseaba que aquella farsa acabase cuanto antes y Blanca volviera a vestirse de misterio y fantasía, que volviera a ser esa bruja de corazón negro que no necesitaba degradarse de aquella forma.

– Pues ya sabes dónde lo guardo.

– Sí…

Y me levanté a encontrarme con mi regalo, siguiendo todo aquello con la docilidad de un corderito, sintiéndome espantosamente ridículo al abrir el cofre y componer un teatral gesto de sorpresa. Empeñé varios minutos en fingir que leía el poema, mientras ella me miraba ilusionada desde la cama. Para colmo, su poema era muy inferior al mío, casi como una de las versiones que yo había desechado por considerarla poco esforzada. Salí del paso con una sonrisa rápida. No tuve fuerzas para nada más. Me escondí en su abrazo y cerré los ojos, asqueado por la pantomima, deseando que el sueño se apresurase a poner su punto y aparte a aquel acto que desde el principio había perdido toda su gracia.

Sin embargo, el episodio mencionado, al margen de dejarme un resabio amargo por dentro, visto de forma aislada no pasaba de ser una escena desafortunada que incluso podía considerarse como una prueba que ratificaba la impecable sincronía de nuestros corazones. Pero la cosa no se detuvo ahí, y los sucesivos episodios lo condenaron a ejercer de punta de un iceberg que comenzaba a aproximarse, monstruoso y gélido, hacia nuestro barco del amor.

Esa noche, distraído como estaba, metí la cabeza en el cepo de un sueño de lo más absurdo: yo caía, completamente desnudo, por un acantilado, y a juzgar por la velocidad del descenso, parecía ansioso por hacerme papilla contra las puntiagudas rocas que erizaban su fondo. Tenía la sensación de haber sido empujado con violencia, pero no recordaba por quién. Mis brazos estaban atados a unas aparatosas alas de arcángel hechas de madera y cera que yo sacudía con resignación, sabiendo lo inútil que ese gesto le había resultado a la humanidad. De repente, a apenas un metro de las afiladas rocas, un fuerte golpe de viento hinchaba mis alas y éstas tiraban de mi aterrada persona hacia arriba. Las escenas siguientes testimoniaban mi desmañado vuelo, que tenía más de pataleta infantil que de otra cosa, por las azuladas praderas del cielo. Tras varios intentos vanos de controlar mis alas, me descubrí enfilando con pericia hacia una de esas lunas de cine mudo, con inmensos carrillos y molestos cohetes en los ojos. Su mofletuda superficie, según pude comprobar tras un desastroso aterrizaje, estaba decorada siguiendo los patrones de un cuento infantil. A mi alrededor no había más que setas, enormes y cabezonas, algunas de ellas incluso con un ciempiés bigotudo instalado cómodamente en su techo. Me disponía, apartando a un lado la lógica, a entablar conversación con el que tenía más a mano, cuando Jerry Lewis se me acercó. Vestía un traje de astronauta que parecía haberle confeccionado de memoria alguna de las limpiadoras de la NASA. El actor me dedicó una mirada de arriba abajo, se encogió de hombros, me tendió una mano con la palma hacia arriba y dijo: Dámelo, de todas formas. Yo, que aparte de mis alas y mis vergüenzas, no llevaba nada, respondí, para quitármelo de encima: Vaya, ya sabía yo que me dejaba algo allí abajo. Lewis me miró y meneó la cabeza, mostrando una decepción teatral por mi descuido, que parecía extensible a la juventud en general. Luego regresó por donde había venido, y yo desperté.

Supongo que el sueño mismo era consciente de lo estúpido de su propuesta y decidió cortar ahí, antes de recibir el abucheo de mi subconsciente. Cuando desperté, Blanca estaba pintando. En una pequeña radio sonaban los distorsionados acordes de The Jesus and Mary Chain. Me acerqué a ella por detrás y la envolví en mis brazos. Blanca se acomodó en aquel trono que ya le pertenecía, distraída en su obra, un aliño de colores que no intenté descifrar. Me concentré en el roce de su cuerpo contra el mío, en el perfume de su piel insomne, en el indómito oleaje de su melena sin peinar y el compás tenue de sus caderas, comprobando que mi interior respondía adecuadamente. La desastrosa escena de la noche anterior había pasado a la historia, y el día que ahora comenzaba parecía no guardarme ningún rencor por las discutibles sensaciones que había abrigado en su transcurso. La estreché más aún, deseando que las horas siguientes no fueran más que una resaca de aquella, pero el destino ya había hecho sus planes y no tenía intención de cambiarlos por mí. Nos dirigíamos al infierno, y acabaríamos en las llamas, nos gustase o no.

– Esta noche he tenido una pesadilla -anunció Blanca mientras preparábamos el desayuno.

– Yo también -dije, por llamar de alguna forma al festín de disparates que me había despertado, que más parecía el metraje sobrante de la última película de Tim Burton que algún mensaje cifrado proveniente de las zonas más profundas de mi ser.

Aunque me moría por contárselo, le cedí caballerosamente el turno. Ella acabó su café, apartó la taza a un lado y colocó los codos sobre la mesa, como un conferenciante. Blanca era de las que se tomaba en serio los sueños; solía desmenuzarlos al máximo, hasta encontrarles algún sentido que la satisficiera, sólo entonces los olvidaba. Algunos incluso los anotaba en una libreta, con objeto, me decía, de pasarse una entretenida vejez cotejándolos, buscándoles su matemática.

– Prométeme que no te reirás -me pidió.

– Prometido.

– Vale… Allá voy. Yo me encontraba, acompañada por mi profesor de física del instituto, al borde de un acantilado muy profundo. Estaba totalmente desnuda. Lo único que llevaba encima era unas alas de madera y cera, que al parecer mi profesor me había construido para que llevara un encargo a la luna. Yo estaba muy asustada porque las alas no parecían en absoluto fiables. Pero me aterroricé más al descubrir que el encargo consistía en el primer volumen de la Enciclopedia Británica. Le dije a mi profesor que no tenía idea de dónde llevar una cosa tan pesada sin que me estorbase para volar, dado que me encontraba desnuda. Él me miró el pubis con una sonrisa socarrona (la misma con que nos humillaba en sus clases, cuando no recordábamos las fórmulas que había explicado el día anterior), y dijo: improvisa. Así que tuve que improvisar. Luego me acerqué al borde, temblando de miedo y desequilibrada por la carga intrusa. Aprovecha las corrientes, me aconsejó antes de soltarme un empujón lleno de desprecio. Moví las alas con desesperación, pero fue inútil. Empecé a caer a una velocidad espantosa hacia una muerte segura. Desperté unos segundos antes de la colisión.

Como había prometido, no me reí. No habría podido hacerlo ni aunque me hubiesen agitado un cheque en blanco delante de las narices. Blanca me informó a continuación de que en sus días de instituto, aquel mismo profesor acostumbraba a mandar a las chicas más deslumbrantes al despacho del director con alguna bagatela. El director era un pulpo con pinta de Jerry Lewis con el que se iba de copas, lo suficientemente cauteloso como para que sus toqueteos no sobrepasasen nunca el terreno de la ambigüedad, protegiéndose así de posibles acusaciones. Aquel acoso velado repugnaba a Blanca, pero una parte muy recóndita de su alma le reprochaba el no ser escogida nunca, debido a sus discretos encantos, y por un tiempo no supo qué era peor, ser ofrecida a las largas manos del director o no merecer su atención. Asentí a sus especulaciones freudianas maquinalmente, tratando de borrarme del rostro la estupefacción.

– Cuéntame el tuyo -me pidió, una vez acabó de diseccionar ante mí su estrafalario sueño.

– Bah, mi pesadilla es de las del montón -respondí en un débil intento de hacerla abandonar el tema.

– Pero cuéntamela -insistió, belicosa.

– No.

– Venga, Álex. No seas así.

La miré a los ojos. Esta bien, cielo. Ahí va.

– Yo era el único cristiano de un circo romano untado de salsa barbacoa.

Ella sonrió, y me lanzó una servilleta hecha una bola. Me golpeó en la nariz y me cayó dócilmente en el regazo, donde nunca había habido coraje para enfrentar las situaciones más difíciles de la vida.

– ¿Te pasarás un rato por el parque? -me preguntó, levantándose de la silla y preparando sus bártulos.

– No -respondí-. Me quedaré estudiando.

– Vale. Yo me voy a cazar japoneses. Ah, hoy como fuera con unos amigos que conocí el verano pasado. Vendré para cenar.

– Vale. Aquí me encontrarás estudiando.

Por supuesto no abrí el temario en toda la mañana. Asuntos de mas enjundia requerían mi atención. En cuanto Blanca se marchó, me levanté de la silla y traté de serenarme dando vueltas por el estudio, elípticas y obsesivas, repasando los hechos. ¿Cómo tomarme aquello? Blanca había despertado de madrugada, dejando su pesadilla a medias. Y yo la había continuado, como un compañero de trabajo solícito y meticuloso. Bien mirado -y mal mirado también, para qué negarlo-, era algo bastante curioso, un asunto que pendulaba entre lo cómico y lo escalofriante. Hasta donde yo sabía los sueños de una persona solían quedarse quietecitos en su cabeza, como niños en misa. Nunca había oído hablar de pesadillas saltarinas, que ante una muerte inminente trataban de perdurar abordando cerebros vecinos. ¿Debía empezar a gritar ya? Rodeado de tanta cotidianidad, resultaba difícil reconocerlo como un suceso siniestro. Se mostraba más bien como una anécdota divertida. Mientras no volviera a repetirse, claro.

A eso de las tres me preparé alguna insignificancia para comer, retiré los platos y coloqué el temario sobre la mesa. Se acabaron las gilipolleces. El plazo de la convocatoria estaba a punto de expirar y no podía permitirme el lujo de ir malgastando tardes. Había llegado la hora de ser alguien en la vida, aunque no fuese más que otro funcionario malcarado tras la pecera sucia de una ventanilla. Me olvidé del sueño compartido e hice frente a la primera página del grueso libro, con la intención de dejarme las pestañas en aquellas fotocopias ilegales. Sin embargo, a pesar de que sólo había comido un sándwich de atún y una Pepsi, sentía el estómago cada vez más pesado y un compacto sopor fue sobornando mis miembros uno a uno hasta que las letras iniciaron una especie de danza maorí sobre el papel. El cuerpo me pedía siesta. Alcancé la cama a duras penas y hundí mi rostro en la almohada, dejando que el sueño me codificara los pensamientos de inmediato.

Desperté alrededor de las siete y media, desorientado, con el cuerpo hecho una piltrafa, la mente desagradablemente húmeda y un sabor a calderilla en la boca. Nada anormal después de una siesta. Me arrastré hacia el temario como un tullido, esta vez dispuesto a vencer a la primera página. Puede decirse que hicimos tablas. Aparté el mamotreto de fotocopias a un lado y arrimé la silla a la ventana, donde la tarde se despedía en una menstruación rosada y malva. Por más que lo intentase, la coincidencia de los sueños no se me iba de la cabeza. Blanca debía de estar al llegar. Decidí contárselo. Al fin y al cabo, aquello nos incumbía a los dos, ¿por qué ocultárselo?, ¿por qué aquel tonto afán de protección? Sí, se lo diría en cuanto llegase. Así podríamos hablarlo, restarle importancia o lo que fuese. ¿Qué podía pasar? Probablemente ni siquiera me creyese. Para empezar, yo carecía de pruebas. Y para terminar, seguro que acabaría riéndome mientras se lo contaba, abortando cualquier remota posibilidad de que ella me creyese.

La noche llegó, alquitranando el cielo con calma de obrero mal pagado, y el río, allí a lo lejos, encajonado entre los edificios, se volvió plateado y se dejó tatuar por los neones de la orilla como un marinero borracho. La noche llegó, sí, pero Blanca no. Y yo seguí en la silla, inmóvil, meditabundo, poca cosa contra la estampida de sombras que arrasaba el estudio. Al pensar en comer algo, descubrí cierto revuelo en el estómago. Estudiándome con detenimiento también advertí que, aunque de forma imperceptible, mi mente comenzaba a nublarse. Pensar se volvía más trabajoso a cada segundo. Lo achaqué al cansancio y las preocupaciones que habían adobado aquel maldito día de mi existencia, que al parecer se resistía a finalizar. Era, sin embargo, un mareo agradable, en absoluto febril, que a medida que se intensificaba iba restando importancia a las cosas, acolchando los salientes del mundo. En cierto momento, miré el reloj y descubrí que eran las dos de la madrugada. Sería embarazoso para ambos, atiné a pensar, si Blanca llegaba y me encontraba en la silla a esas horas, como el muñeco de un ventrílocuo. Yo no era su padre. Ella no era mi hija. No había ido al baile del instituto con el capitán del equipo de rugby, dueño del Porsche con los asientos traseros más peguntosos del estado. Decidí tumbarme en la cama y fingir que dormía.

Me incorporé. Y estuve a punto de desplomarme. La cabeza me daba vueltas, las piernas me fallaban y una risa tonta e inevitable festejaba mis sinuosos andares. Me desplomé sobre el colchón como un tronco que recibe el último hachazo. Lo único que alcancé a preguntarme, antes de que mi mente cerrara sus compuertas, fue que si a pesar de que mis polvos podían contarse con una mano y nunca habían sido lo suficientemente salvajes como para hacerme desatender las precauciones, no había acabado por pillar ese virus con nombre de perrita de vedette que acecha ominoso en la espesura nocturna.

Cuando abrí los ojos, ya había amanecido. Un sol entusiasta rielaba por el estudio y zapateaba sobre mis córneas. La cabeza me palpitaba. Blanca se encontraba dormida a mi lado, ovillada y ronroneante, con los vaqueros todavía puestos. Al incorporarme, ese gran conductor que es el colchón le transmitió que yo ya me encontraba funcionando correctamente -era un decir, se hacía evidente que necesitaba todo tipo de reparaciones-, y pude asistir en primera fila a ese enternecedor espectáculo que es el despertar femenino, esos movimientos espesos con que tratan de rasgar la crisálida del sueño, ese aroma a hojarasca húmeda, a recovecos íntimos que destilan sus poros, esa sonrisa tonta e involuntaria que se prende enseguida a los labios, esas primeras miradas, entreveradas de parpadeos, que enseñan el alma con impúdica precisión, ese aire de rosa abierta que, en definitiva, plagian sin pretenderlo. Me eché a su lado de nuevo y ella rodó hacia mí por las sábanas, ciega y líquida, como esos troncos transportados en las corrientes de los ríos. Mis brazos aceptaron su cuerpo aún nocturno, y a pesar de que me sentía algo indignado por su comportamiento, acaricié su piel, que debido a que ella no había terminado de instalarse en su interior y que yo sentía el mío abotargado, tenía la textura quebradiza de las gambas.

– Perdona, cariño -la oí decir, su voz amortiguada por el sueño-. La comida se alargó mucho, y nos estábamos divirtiendo tanto que decidimos empalmar con la noche.

– Ya.

– Lo siento. De verdad.

– Olvídalo -dije, cerrando el tema.

A la mierda las minucias de convivencia. Blanca ya se encontraba lo suficientemente despejada como para afrontar asuntos de mayor importancia. Intenté recordar qué había soñado hoy, con la intención de comprobar si el efecto volvía a repetirse, pero fue inútil. Mi cabeza no estaba por la labor. Bueno, debería conformarme con lo que ya tenía.

– Blanca… -empecé.

– ¿Sabes, Álex? Ayer me harté de beber y no conseguí emborracharme. Fue rarísimo. Todos acabaron por los suelos y yo seguía de pie… Bueno, a veces pasa, ¿no? Estaré tensa o algo así. En fin, por lo menos no tengo resaca -Se encogió contra mí, como resguardándose de la vida-. Aunque me muero de sueño. ¿Qué tal si nos quedamos un rato en la cama?

No había pillado el sida. Había pillado una curda de cojones. Y sin probar una gota. No sabía qué era peor.

– ¿Cuánto bebiste? -pregunté para saber cuánta vida le quedaba a mi hígado.

– Varias cervezas durante la comida. Por la noche dos o tres cócteles. No recuerdo. Y Martini. Y tequila, mucho tequila. Ah, Y creo que alguien apareció con una botella de…

– Vale, vale. Me hago una idea.

Las cervezas explicaban la siesta. El resto de brebajes eran los responsables de la verbena de mi cabeza y de las secuelas que me acompañarían durante el resto del día. Ahora sí podía empezar a gritar. Y hacerlo bien alto.

Me arrojé de la cama, en busca de los pantalones. Aquello ya era demasiado. Tenía que salir de allí. Tenía que reflexionar. Cogí una camisa del suelo y me la abotoné tratando de esconder el temblor de mis dedos.

– ¿Adónde vas? -me preguntó Blanca desde la cama.

– Voy a estudiar a la biblioteca. Para que puedas dormir.

Creo que no coló, sobre todo porque no me llevé el temario.

Una vez en la calle, todo era tráfico y gente. La ciudad se ponía en marcha con movimientos espasmódicos, como un corazón sacudido por la cocaína. Los autobuses se inflaban de personas con horarios que cumplir, los kioscos florecían de periódicos con sus noticias impúberes, por las aceras desfilaba esa bollería tierna que son las colegialas, los bares se poblaban de desayunos apresurados, en las puertas de los colegios se arracimaban niños con gorras del revés y aparatosas botas de lengüetas sedientas que ya no sabían cómo soñar para superar las increíbles aventuras de sus CD-ROMs, los pasos de cebra se hinchaban y deshinchaban de peatones, como bíceps de playa. A aquella hora la vida tenía algo de carpa de circo a medio montar, y por todo ello atravesé yo, sin destino ni horarios, como un proscrito, con un temor metido en el cuerpo que a nadie importaba. Les odié. Odié sus expresiones insulsas, con aquella indiferencia refleja y precisa con la que se resguardaban unos de otros. Me sentí capaz del homicidio. Dejé la avenida en cuanto pude desviarme por un parque y allí, repentinamente aislado, expulsé mi ira. ¡El mundo está fuera de quicio!, grité. ¡Oh suerte maldita, que haya nacido yo para ponerlo en orden! Gritar aquello a pleno pulmón siempre me calmaba. Me derrumbé en un banco, con el corazón enloquecido. La arboleda amortiguaba el quejumbroso despertar de la ciudad. Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás, ofreciendo mi congoja al baño de oro de un sol que todavía no quemaba.

Me calmé un poco. A mi alrededor, a excepción de un borracho envuelto en periódicos, como una momia sin valor, no había casi nadie: algún anciano dando de comer a las palomas, algún corredor espantándolas, algún perro, algún dueño, fugados como yo de la civilización que se escuchaba bufar tras los árboles lejanos, como una bestia marina. Un gato rijoso y famélico emergió de entre los arbustos más próximos y empezó a frotarse contra mis piernas, reconociéndome como a un igual, un ser libre en un mundo esclavizado, un ser solitario en un mundo superpoblado. Conmovido, me lo subí al regazo y empecé a acariciarlo, como un monarca del crimen. Desde aquel ángulo la vida era algo soportable, diríase que agradable. Dios me bendecía desde las alturas, coronándome de luz y paz, poniendo incluso un gato abandonado a mis pies para rematar el cuadro. Blanca, a varias manzanas de allí, dormía rodeada de lienzos que no la llevarían a ningún sitio, las palomas forraban de lirismo las rugosas palmas del anciano, la fuente vertía sobre el blanco mármol su monotonía, y yo perdí el miedo y comencé a reflexionar al fin sobre lo que nos estaba pasando, dibujando caricias distraídas sobre el lomo del gato. Lo del poema podía pasar por coincidencia sin hacer demasiados esfuerzos. El asunto de la pesadilla rebotada, si se tenía en cuenta que cosas más raras sucedían a diario, también. Pero lo de la borrachera que empezaba en sus labios y concluía en mi hígado, resultaba alarmante. ¿Qué vendrá a continuación?, me pregunté. Fue entonces cuando empecé a sentir el picor en los dedos. Luego me sobrevinieron los estornudos.

Al abrir la puerta del estudio, Blanca se encontró con un Alejandro de ojos llorosos e hinchados, con el cuello empedrado de ronchas enormes y rojizas, y que no cesaba de estornudar.

– ¿Qué diablos te ha pasado?

Relaté el episodio del gato, trufado de estornudos y maldiciones. Ella me hizo pasar al baño, sacó una pomada del armarito y me la aplicó.

– Yo también soy alérgica a los gatos, cariño -dijo para animarme-. ¿Ves lo parecidos que somos?

Remató aquella sentencia con un beso. Un beso breve y compacto, de ésos de afecto. Un beso que yo recibí sin ganas, aun sabiendo que nuestros labios nunca volverían a encontrarse, que mi boca ya no sería más hangar de su deseo y mi lengua ya no echaría más pulsos con la suya.

– Voy a prepararte algo de beber que te calmará. -Yo permanecí sentado en el inodoro, como una versión kitsch del Pensador de Rodin. De pequeño teníamos un gato que se llamaba Jedi. Obligué a mis padres a que me lo compraran para paliar los largos inviernos sin Wenceslao. Yo jugaba con él por las tardes, al volver del colegio. Y los fines de semana casi todo el día, hasta acabar rendidos. Éramos inseparables hasta que nos separó la furgoneta del panadero. Por la valla trasera del jardín, además, remoloneaban otros felinos, homeless atigrados, curtidos de heladas nocturnas y perdigonadas vecinales, a los que yo alimentaba con trozos de mortadela. Yo había pasado mi infancia rodeado de gatos. De haber querido podría haber abrazado al gato del parque, restregármelo por la cara, lamerlo, morderlo, beberme su orina o practicar con él la sodomía sin el más mínimo riesgo porque yo nunca, repito, N-U-N-C-A, he sido alérgico a los gatos. Nunca, nunca, nunca.

Si es cierto eso que dicen de que cada uno llevamos en el pecho la mitad de un alma y la vida no es otra cosa que la desesperada búsqueda del fragmento complementario, ése donde nuestra porción debe encajar con armoniosa facilidad, sin roces ni esfuerzos, yo había tenido la suerte de encontrarlo, cosa que a la mayoría de las personas les costaba conseguir. Blanca y yo, incapaces de repelernos, nos aproximábamos inexorablemente el uno al otro, encaminados al más perfecto de los ensamblajes, a la más atroz de las ósmosis. ¿Y qué ocurriría entonces? Nos fundiríamos en un solo ser. Ya nos estábamos fundiendo… Blanca estaba mudando sus cosas a mi interior, por así decirlo; estaba trasladando sus sentimientos y sus pesadillas, sus borracheras y su alergia, pronto ni ella ni yo existiríamos por separado, seríamos un solo ser, una única alma. ¿Habría empezado yo también a abordarla y ella aún no se había percatado? ¿O acaso disimulaba? ¿O acaso aquél era un pulso donde sólo sobreviviría el alma más fuerte, la más preparada, la más sensible y rica, la única merecedora de tal nombre? Qué sería de mí en tal caso. En cualquier caso.

Deseé una última comprobación. Pensé: mandolina, y salí a buscar a Blanca. La encontré en la cocina, exprimiendo limones.

– Dime la primera palabra que te pase por la cabeza -pedí. Ella me miró sin entender.

– Dímela -repetí.

Blanca se encogió de hombros ante mi insistencia, cerró los ojos, los abrió y dijo:

– Mandolina.

Ahí lo tenía. Mandolina, mandolina. Mira que se lo había puesto difícil, y sin embargo, no podía ser de otra forma. Y es que hay mujeres y mujeres y hombres y hombres, y no basta con barajarlos y elegir una carta de cada mazo y creer que el resultado es una pareja. Ni mucho menos. Llegada la hora de sentir en mis entrañas el terror más puro, de ir pensando en una esquela ingeniosa, sólo fui capaz de sentir un terrible hastío. Mi corazón había perdido su capacidad de maravilla.

– Tómate esto -me dijo Blanca, poniendo entre mis castigadas manos un vaso de zumo de limón-. Voy a comprar unos materiales. Volveré enseguida para seguir cuidándote.

Me lanzó un beso -ése no cuenta, pensé- antes de cerrar la puerta y desaparecer.

Tenía el tiempo justo. Me acerqué al fregadero y arrojé el zumo por el desagüe. Luego busqué papel y lápiz y escribí cuatro tonterías. Pegué la nota en la puerta del frigorífico, arranqué mi póster de Star Wars de la cabecera de su cama y me marché. Enfilé hacia mi apartamento con la cabeza gacha, el cuello pegajoso de pomada y los ojos llenos de lágrimas que ya no eran de alergia. Nadie me vio huir en la unánime mañana.

9

Me jode ir al Insomnio los sábados por la noche porque está siempre hasta el culo de gente que me pregunta por Artemisa. No hay una puta mesa libre y hace un calor insoportable. Richi, que está currando en la barra, suda como un cerdo. La melena rubia, de día sana y aleonada, como de surfista californiano, desfallece de noche sobre sus ojos turbios, como un alien de trapo que deba apartarse cada dos por tres con sus gestos de maricón antes de que le haga suyo. Nos abrimos paso hasta él, sudorosos y ebrios, por entre la gelatina de cuerpos, buscando siempre los desfiladeros que forman los traseros y escotes más desprendidos y menos vigilados. Los sábados la noche ya no es oscuridad, ni armarios llenos de monstruos horribles, ni insomnio, ni estrellas cursis, ni películas subtituladas en la tele, la noche, en sábado, es un gran galeón sin rumbo en un mar encabritado, una libertad nacida en las entrañas, breve y loca, que teme el insecticida de la alborada, nueve horas para no ser tú, nueve horas sin tiempo donde quemar los recuerdos y cobrar una virginidad momentánea que te impida reconocerte contra un cuerpo tibio, de paso por una boca desconocida, desvalijando un sostén, derramándote abruptamente contra la puerta de cualquier servicio, surcada de confesiones obscenas y demandas disparatadas, oyendo un número de teléfono que no será recordado, y el alcohol, el carburante imprescindible, el antifaz obligado, haciendo que todo ello parezca un sueño, un desvarío, algo terriblemente lógico.

César, novelista que busca la fórmula del best seller, todo huesos y risa tonta, malherido por la bayoneta de la noche, se contonea hasta alcanzar la barra y vuelve con un mini de whisky con Cocacola y tres pajitas rayadas que nos buscan el hígado, y sobre las que nos abalanzamos Julio y yo, deseosos de seguir muriendo con disimulo entre miles de cómplices en esta macroautoinmolacion colectiva que muchos aseguran que es la verdadera vida.

Y de pronto el maldito nombre, la herida que no cicatriza: ¿Artemisa? Está en la sierra. No, de camping no, informo a una tal Sara, larguirucha y dentuda que se me presenta como amiga de la susodicha, está enterrada bajo tierra, desmembrada, ¿por qué parte determinada preguntas? La pájara se larga, indignada, en busca de un macho, de unas manos que le tasen las estrafalarias nalgas y una lengua que haga de pez en la desafortunada pecera de su boca para que cuando expire la noche se sienta con fuerzas para continuar. Julio y César, tentetiesos rellenos de alcohol, se deshacen en carcajadas, me palmean la espalda, dicen no sé qué sobre lo bien que lo llevo, y yo río con ellos, doy un trago del brebaje y vuelvo a reír, siguiendo con esta comedia alienante, con esta farsa hueca, deseando estar en cualquier otro sitio, viendo amanecer en alguna playa perdida y solitaria, desenmascarado de música e incongruencia, esperando a que alguna ola arroje a mis pies una sirena que se enamore de mí y me lleve consigo al fondo del mar, lleno de llaves y corales, donde nunca sea sábado por la noche y para amar no se necesite más herramienta que el corazón.

¿Artemisa? Arte hace la calle en la Alameda; Arte está en el Tíbet, ofreciendo a los monjes una alternativa de nirvana más rápido y grato… Ahora un mini de cerveza, un crepúsculo amortajado en el interior de un enorme vaso, y sé que hay algo más aparte de beber y bailar y hacer muecas, sé que hay algo detrás de todo esto, aunque no pueda verlo ahora. César me aporrea el hombro y me dice que él también es un fanático de la saga de Star Wars y se pone a comentarme su escena favorita y yo pienso en ti, Javi, pienso en que me gustaría cruzar la noche a tu lado, siguiendo tus instrucciones, y miro los rincones con la esperanza de verte bailando con alguna chica, fingiendo ser uno más pero sin que nada de esto te toque más de lo necesario. Enciendo un cigarrillo mientras Solo refugia a Luke entre las calientes vísceras del tauntaun y huyo a la barra con cualquier excusa, y me esfuerzo en pensar en ti, Blanca, porque por muy contradictorio que suene necesito pensar en ti ya que he salido a olvidarte y olvidarte así, sin que medie en ello mi voluntad, no vale; me concentro, intento dibujar tu rostro selenita en este aire pegajoso y entonces aquella chica, la morosa panorámica de su mirada, insinuadoramente lenta al llegar a mí, y la mía, reaccionando por inercia, juguetona y lúbrica, un diálogo de pupilas, una tasación rápida a través del mimbre del humo. Pelo castaño, ojos grandes, verdes, soleados, labios airosos, distorsionados por el carmín; está sentada en una mesa, nuestra mesa, Arte, atrincherada por las amigas, pero su cuerpo se entrevé flexible, amazónico, frutal en los dientes, sabio en la cama. Da una calada de Fortuna y deja escapar un humo blancuzco, que la sabe por dentro mejor que cualquier hombre, nos miramos más, con descaro, con algo que es ansia, curiosidad y noche.

Julio y César se percatan de ello y sueltan los comentarios pertinentes. ¡Polvo a la vista!, grita Julio, experto vigía de la noche; esos labios están hechos para mamarla despacio, tío, aporta César, para transportarte a la cuarta dimensión. Comentarios de ésos que luego, cuando la chica se transforma en algo mas, se recuerdan con incomodidad ante el altar.

Ir a por ella, sí, acercarme, romper el hielo, hacer girar la gran rueda de la noche, escuchar el ruidito familiar de un nuevo brote en el árbol de mi destino. Y entonces darle la espalda y, sin saber por qué, espontáneamente, o quizá obedeciendo un viejo deseo, coger una servilleta y sacar la pluma. Buscar la inspiración y sólo ver las botellas de licor que llenan los estantes tras la barra. Y bajo los ojos entrometidos de Julio y César, con el pulso sinuoso del alcohol, improvisar un poema. Un verso por su pelo, del color del whisky solo, uno por sus labios, por esa sonrisa de anís, otro más por sus ojos, que saben a menta, y el último por nosotros, un brindis con champán por lo felices que seríamos si tuviéramos una oportunidad. Y al final de esa licorería sentimental, una travesura, una cita para mañana a las diez en la Plaza Nueva. Julio y César festejan la ocurrencia y especulan sobre si a cada lado de la bisectriz de mi triángulo púbico cuelga el coraje necesario para rematar tan lograda broma con una entrega en mano. Pero el whisky es una prótesis excelente que suple cualquier deficiencia, y sólo se trata de coger la nota entre los dedos, el índice y el corazón, como un jugador de póquer alzaría el naipe final, el as imposible que hará detonar la bomba que con tanta parsimonia ha ido desplegando sobre el tapete, y avanzar hacia ella con paso seguro, asesino, sin apartar los ojos de los suyos, hacer un quiebro al llegar a la mesa y lanzar el mensaje con estilo, verlo de soslayo describir sus caprichosas piruetas en el aire esponjoso y aterrizar junto a su copa, no ante la de alguna de sus amigas ni en el suelo, librándome así del más humillante ridículo. Abandono el bar sin esperar su reacción, sin quedarme a verla desdoblar el papel y recibir el salpicón de esos versos bebidos, siendo para ella un tipo elegante y excéntrico, un misterioso caballero que promete aventuras mil, o puede que un desgraciado que no sabe ya cómo ligar, cómo hacer más llevadera la tundra de su cama.

Luego los vítores de los amigos, la envidia mal disimulada, el seguir hundiéndonos en las albercas del alcohol antes de que la noche se extinga del todo y el amanecer borre el neón y deje en su lugar un mundo deslucido y lleno de aristas, y en algún momento vernos las caras con el calendario, el dudar entre tachar el número correspondiente o tacharse uno mismo, y después el tacto reparador de la almohada, su perdón de esposa fiel y comprensiva, y el sueño descorchándose al fin, dejándonos apenas tiempo para una última reflexión, un epitafio para tanto despropósito, un minuto para tomar consciencia de lo prescindibles que resultamos en una noche de sábado.

Y al día siguiente la tarifa exigida por el juego de alas con el que tratamos de alcanzar las estrellas: las espantosas punzadas en la cabeza, las piernas de algodón y el estómago, un volcán que ensaya su erupción y te hace merodear cerca del baño. Y hay que ir rellenando el domingo sin hacerse preguntas, sin interrogarse sobre cuánto bebimos anoche o por qué tenemos pintada una cruz en la cara, como el tatuaje de un guerrero maorí poco imaginativo, asumir que en nuestra memoria sólo queda un vacío inmenso donde podría caber un asesinato o un robo o un contacto con extraterrestres, y desayunar alguna cosa, y ver entonces la nota sobre la mesa de la cocina, en un folleto de Mascotas Ruiz: No hay quien te pille en casa últimamente. ¿En qué andas metido?¿Alguna chica? No hagas nada que yo no haría Javi. Y hacerla una bola y arrojarla a un rincón, acercarse al temario que espera a que alguien lo abra en la mesa de la cocina, y la tarde se traduce en una siesta medicinal y un zapping desganado, hasta que la primera sombra nos invita por fin a acostarnos, a declinar toda responsabilidad entre las sábanas y acogernos, con ingenua esperanza, a la conocida consigna de que mañana será otro día, aun sabiendo que sólo lo será en términos técnicos.

Amén.

8

Me encontraba viendo Los Simpson cuando Blanca telefoneó para anunciarme que iba a quitarse la vida ingiriendo un tubo entero de somníferos. Le aconsejé que tuviese cuidado, no fuera a tragarse también el tapón, y colgué. Los Simpson es uno de los pocos programas que merece rescatarse de los estercoleros televisivos, supongo que por eso el impenitente cuchillo de la publicidad trincha el episodio apenas concluida la sintonía, obligándonos a los fans, jóvenes en su mayoría, a considerar las múltiples ventajas de una batería de cocina. Aquel episodio en cuestión narraba la asistencia de la familia Simpson al completo a una merienda para empleados celebrada en los impresionantes jardines de la no menos impresionante mansión del señor Burns. Durante su transcurso, Homer tomaba al fin consciencia de lo mediocre e insulsa que resultaba su familia, y trataba de adiestrarla en los usos de la educación y la buena vecindad sin demasiado éxito en los minutos restantes. El teléfono me escamoteó la escena final. Era Blanca otra vez.

– ¿Por qué siempre durante Los Simpson? -rugí.

– Esta vez va en serio, Álex. Voy a quitarme la vida. Y espero que te sientas culpable por ello el resto de la tuya -y colgó.

Apagué la tele de un manotazo y fui a por una cerveza. Así no hay quien se prepare las oposiciones, mascullé. No quedaban cervezas. Escribí en un papel: Echar regulares vistazos a su interior para evitar sorpresas desagradables Recordar lo de la magdalena. Y lo pegué en la puerta de la nevera. Decidí tomar una cerveza por ahí. Bajé a la calle. Por las escaleras, se entiende. Al llegar abajo, dediqué el insulto rutinario a aquel ascensor travestido de armario ropero.

Entré en un bar cualquiera, lleno de personas cualesquiera, que me contemplaron acodarme en la barra como un tipo cualquiera. Pedí una caña y le propiné un trago largo, de ésos que si cierras los ojos te producen un orgasmo dorado y frío en la garganta. Ah, la cerveza. Había leído en algún sitio que una botella de cerveza mantuvo paralizado durante cinco días al LEP2, el mayor acelerador de partículas del mundo; ¿qué no haría, pues, con el hombre? Respiré hondo y miré hacia la calle sin interés. La gente iba a lo suyo, para variar. Decidí, por tanto, ir a lo mío.

En realidad, aunque no lo aparentase, los apocalípticos mensajes de Blanca me apenaban. Desde mi huida, sus llamadas se hicieron frecuentes. Al principio, sólo quería saber por qué. Yo me limitaba a improvisar variantes sobre lo expuesto en la nota de ruptura. Pero aquellas respuestas no la convencían. Quería la verdad. Quería que al menos fuese lo suficientemente hombre como para contarle la verdad. Pero la verdad, ay, era horrible y disparatada, y nos quedaba demasiado grande a los dos. Luego, ante mi inexpugnable silencio, optó por el dramatismo. Pero sus avisos de suicidio resultaban poco creíbles. Reconozco que la primera vez me alarmé, y me hubiera plantado en su casa de no ser porque a los cinco minutos me volvió a llamar quejándose de que no tenía somníferos. Al día siguiente, me comunicó que ya los había comprado en la farmacia. Me contó que la dependienta la había liado a preguntas y que no salió muy convencida con lo que había adquirido, pero se animó al leer en el prospecto que dosis extremas de aquello podían causar paros cardiacos. Le dije que me alegraba mucho de que no hubiese tirado el dinero.

A mí me exasperaba aquella situación. En el fondo, yo seguía queriendo a Blanca. La echaba de menos. Muchísimo. El cielo pesaba más de lo debido sobre mi cabeza y los cuadros de Cy Twombly nunca me habían dicho tanto. De noche, embaucado por el sueño, la buscaba a mi lado infructuosamente, hasta que caía en la cuenta de que lo nuestro había terminado. Sus insultos, cuando los había, me conmovían. Blanca era como una niñita encantadora tratando de amenazarme con una pistola o una navaja, algo que resultaba incongruente en sus manos. Blanca, ya lo decía su nombre, era blanca como la espuma y la nata, como las cigüeñas y el luto de los chinos, y sus mentiras eran blancas, y su amor había sido blanco, y el único odio que sabía ejercer era aquel emplasto de hastío e ironía que empleaba contra el mundo en general, aquella perversidad insensata de panfleto clandestino. No había en su corazón resquicio alguno para la verdadera maldad, para esa furia despechada dirigida hacia algo o alguien en particular. Sus llamadas no pasaban de una dulce pataleta. Y ahora, con mucha mayor claridad que antes, veía cuánto me amaba ella, lo imprescindible que yo había llegado a resultarle. Nadie me querría así nunca. Nadie. Nunca.

Confortado por la cerveza, salí del bar e ingresé en una riada de personas que, aprovechando mi falta de decisión, me arrastraron calle abajo, hasta depositarme en una esquina desde la cual, con un poco de imaginación y dinamitando algunos edificios de escasa relevancia como la catedral, podía apreciarse a lo lejos el estudio de Blanca. Me la imaginé asomada a la ventana con el tubo de pastillas, haciendo un brindis macabro a la ciudad y llevándoselo a los labios, para escupirlas luego, porque en el fondo, le bastaba con ese gesto tétrico y el suicidio le sobraba. Éramos tan iguales…

Barajé la posibilidad de hacerle una visita. Decirle algo así como que yo no merecía todo aquello, que el mundo estaba plagado de tíos que esperaban su oportunidad de conocerla, qué se yo… Pero presentarme en el estudio empeoraría las cosas, estaba seguro. Desde el principio. Blanca se había limitado al teléfono, sus motivos debía de tener para ello, y yo no podía rebasar aquella especie de línea de tiza tras la cual había decidido protegerse, si no era para borrarla definitivamente. Además, una vez allí, ¿qué me impediría abalanzarme sobre ella y abrazarla, hacer que nuestros labios se encontrasen de nuevo, mandarlo todo al demonio y aceptar feliz mi destino, que no era otro que desintegrarme en sus brazos, que morir de amor?

No, es una historia acabada, me dije, reafirmando mi postura con un giro brusco, dispuesto a encaminarme hacia mi apartamento con decisión. Lo cual me llevó a tropezar con uno de los muchos viandantes que transitaban por la atestada acera. Mascullé un perdón y estaba a punto de seguir mi camino cuando reparé en que la colisión había hecho que al accidentado se le cayera una cuartilla de las manos que casi me llevaba arrastrándola con el zapato. Caballerosamente, me apresuré a recogérsela. No pude, mientras lo hacía, evitar la indiscreción de leerla. Era una lista de nombres, siete u ocho, escritos con una bella caligrafía gótica. El primero de ellos se encontraba tachado con Edding rojo. Blanca Cárdenas Tejedor, mi querida pintora, ocupaba el segundo lugar de la lista. Alcé la vista hacia el propietario de la enigmática cuartilla. Mis ojos hubieron de trepar por una túnica negra, una ladera escarpada y flamante rematada en las alturas por una siniestra capucha de verdugo, y más allá aún, por una guadaña de aspecto feroz, tan grácil y reluciente que daban ganas de ofrecerle el cuello. Del cavernoso interior de la capucha planeó hacia mí la mirada impasible de unas cuencas vacías y la sonrisa excesiva de una boca privada de labios. Me incorporé, y apenas le tendí respetuosamente el papel, una mano -un ruinoso manojo de falanges, para ser exactos- me lo arrebató con gesto airado, visiblemente molesta por mi intromisión. Luego echó a andar con rapidez, sin dar las gracias. Le observé cruzar la calle con la guadaña en ristre, a grandes zancadas, hasta detenerse en una parada de autobús que había enfrente, la que, si no recordaba mal, tenía una escala justo debajo del estudio de Blanca.

Así que Blanca por fin se había decidido… Me invadió un escalofrío. Me la imaginé tirada en el suelo, con los ojos llenos de vidrio y la boca ribeteada de espuma, esperando a la muerte. Y La Muerte acudía a su cita en autobús como tu y como yo, sin el glamour que le prestaba el caballo blanco de los grabados, pero dispuesta a arrebatarle la vida como la profesional que se veía que era. En ese momento, el autobús se plantó ante la parada, lanzando su sempiterno bufido de dragón fatigado, y una jauría de personas se dispuso a obstruir sus puertas. La Muerte, entre codazos y empellones, bajando la guadaña para que no golpease en el dintel, logró pasar a su interior, aunque se quedó sin asiento. El autobús, con temblor de epiléptico, ingresó de nuevo en el congestionado tráfico.

Ver perderse el autobús por la avenida me hizo superar la parálisis que me inutilizaba. Me precipité entre el tráfico en busca de un taxi, haciendo desesperados aspavientos entre pitidos, y a punto estuve en varias ocasiones de engrosar la lista que La Muerte llevaba encima. Finalmente, me hice con un taxi y vociferé la dirección de Blanca, atisbando el trasero del autobús a unos cincuenta metros por delante, contoneándose sin gracia entre barricadas de coches.

La carrera distó mucho de las espectaculares persecuciones a que nos tiene acostumbrados Hollywood. El tráfico fluía con la viscosidad del esperma, y no bien rebasábamos al autobús, quedaba empantanado el taxi y éste nos adelantaba trabajosamente, con la precariedad majestuosa de las barcazas japonesas, los pasajeros apelotonados como hamsters y La Muerte entre ellos, tratando de que en los balanceos su guadaña no hiciera horas extras. Tanto mi frustración como mi entusiasmo se traducían en frenéticos golpes contra el asiento del conductor, los cuales acabaron por exasperar al taxista, uno del tipo canoso y tripón, que no tardó en despotricar entre dientes contra el abuso de drogas al que tan alegremente se entregaba la juventud. Afortunadamente, en el último tramo del recorrido, el autobús encalló en una rotonda y pudimos pasarlo. Cuando nos detuvimos enfrente del estudio, lo hicimos con una ventaja aceptable, pero su llegada era inminente. El taxista me informó del coste del viaje con cara de pocos amigos y yo introduje los dedos en los bolsillos sólo para descubrir lo vacíos que estaban. Nos miramos durante unos segundos, como personajes de un spaguetti western. Era cuestión de rapidez. Abrí la puerta y eché a correr hacia el portal de Blanca. El taxista intentó placarme sin conseguirlo. Le oí llamarme cabrón mientras subía los escalones de dos en dos. Alcancé la puerta del estudio y, resoplando, rebusqué entre los tres o cuatro tiestos que adornaban la pared, pues sabía que Blanca escondía una copia de la llave en alguno de ellos. Mis dedos revolvieron violentamente entre los geranios, despanzurrándolos en su mayoría, hasta que dieron con la llave. La introduje en la cerradura y abrí la puerta. La cerré apresuradamente a mis espaldas, decidido a hacerme fuerte en su interior. La tarde se rendía y una luz desharrapada había tomado el estudio. Traté de localizar a la pintora entre la bandada de cuadros.

– ¡Blanca…! -grité, cruzando el cuarto a trompicones, pues el suelo estaba cubierto de platos y cajitas de comida china. Un débil gruñido me hizo mirar hacia la cama. Mis ojos se clavaron en el tubo de pastillas vacío que había en el suelo, junto a una mano laxa. Treparon raudos por el brazo pálido que colgaba del colchón, alcanzaron el hombro tembloroso, el cuello atormentado, hasta arribar en la pasa rosada de su boca, un géiser de gemidos entrecortados y espumarajos verdosos.

– Blanca… Oh, Dios, Blanca… -susurré, inmóvil ante la espantosa escena.

Blanca se agitaba en el lecho con los ojos turbios, la frente empapada de sudor, las facciones revueltas. Esperaba a la muerte entre retortijones. Pero yo me había adelantado. Yo había llegado antes. Debía hacer algo, y rápido. Me abalancé sobre ella y la incorporé.

¿Qué podía hacer…? Le aparté el pelo de la cara y le eché la cabeza hacia atrás. Y pensé en tejeringos. En tejeringos. Por raro que suene. En los tejeringos del bar de abajo, donde íbamos desayunar. Unos tejeringos de repugnante aspecto que sólo a Blanca parecían encandilar, tejeringos que quizá ya nadie fuese a consumir, tejeringos que crecerían en número alarmantemente, que desbordarían la vitrina donde los exhibían, que ganarían la calle, aceitosos, humeantes, como un terror sin forma.

– ¿Álex…? -musitó ella con un hilo de voz, antes de encontrarse con el inopinado ariete de mis dedos venciendo la resistencia de sus labios, profanando su boca, hincándose como garfios en la blanda humedad de su garganta, por donde minutos antes había pasado la mortífera caravana de pastillas.

Blanca lanzó una arcada y yo reafirmé la presión de mis dedos. ¿Daría resultado? Me apartó entonces de un manotazo, se dobló sobre sí misma, aferrándose al borde de la cama, y tras varios ensayos angustiosos, las entrañas le subieron por fin a la boca y Blanca pudo disparar al suelo la primera salva de vómito, que resultó tremendamente favorecida por la falta de luz. El resto fue fácil. La observé vomitar desde la ventana sin poder hacer nada, encogida y gimiente, sola contra su cuerpo amotinado. Contemplé agradecido cómo con cada viscosa descarga que descendía hacia el suelo, la vida le ascendía a las mejillas en un trueque convulso. Cuando terminó, se dejó caer sobre la cama, exhausta pero menos muerta. Yo me acerqué a ella y le limpié el residuo de vómito de las comisuras de los labios con el pico de las sábanas. Sus ojos seguían igual de borrascosos, pero se las ingenió para sonreírme. Cogí el teléfono y pedí una ambulancia. Mi voz sonó lastimera, culpable, rodeada por todos aquellos lienzos que reflejaban mediante manchurrones negros y grises el alma con que Blanca había convivido estas últimas semanas.

En ese momento llamaron a la puerta. ¿Quién será el inoportuno?, me pregunté antes de caer en la cuenta de que sabía de sobra de quién se trataba. Luché por serenarme. Me dirigí hacia la puerta sin excesivas prisas. Abrí. La Muerte se mostró sorprendida de encontrarme allí. Me dedicó una mirada extraña, con la cabeza ligeramente torcida, y supuse que era su forma de fruncir el entrecejo. Finalmente, buscó en su bolsillo y extrajo la consabida lista. La desdobló lentamente, tratando de dar la mayor solemnidad posible al acto, y de esa forma recuperar el control de la situación. Ella era La Muerte, y los demás, como bien sabíamos, no éramos nada. Eso debía haberla convertido en una ególatra de cuidado.

– ¿Vive aquí…? -se detuvo, volvió a fruncir el ceño, y leyó sin demasiada convicción-… Severiano Iglesias Cuesta?

– No es aquí- aseguré en tono triunfal-. Se ha equivocado.

La Muerte me fulminó con la mirada, cosa bastante meritoria debido a lo deshabitado de sus cuencas. Me encogí de hombros, con cara de buen chico. Allí no vivía nadie con ese nombre, era la verdad. La situación se volvió tensa. Blanca tosió y La Muerte, al oírla, intentó fisgonear por encima de mi hombro. Yo me cuadré ante la puerta, como hacen los porteros de discoteca.

– Le digo que no es aquí -repetí con la mayor insolencia posible.

La Muerte me dedicó una mirada llena de odio, se guardó la lista en el bolsillo, impotente, y volvió por donde había venido, tratando de recuperar la elegancia de su porte mientras maldecía como una ramera de barrio. Yo volví dentro.

– ¿Quién era? -quiso saber Blanca.

– Nadie. Se han equivocado.

Aunque sabía que el agrio aroma del vómito no lograría imponerse al perenne olor a pintura del estudio, abrí todas las ventanas posibles. La brisa de poniente zascandileo por la habitación. Fuera, la noche seguía su curso. Decenas de personas circulaban de un lado a otro, cada una presa de sus circunstancias. La Muerte se agregó a ellos. Parecía enojada: caminaba con resolución, aporreando con su guadaña los contenedores y las farolas que encontraba a su paso.

Recogí el tubo de pastillas del suelo y lo hice girar entre mis dedos. Había estado tan equivocado… De sobra sabía que Blanca se exponía a la vida desdeñando cualquier tipo de protección, sin armadura alguna que restase sensibilidad a su piel. Ella había escogido su propio credo: saborear cada momento intensamente, a riesgo de quedar envenenada, agotar instantes, no dejar pasar nada si podía alzar la mano y atraparlo. Y eso valía para todo, también para explorar aquellos lugares donde no llegaba la luz. Paradójicamente, pensé, las personas que más aman la vida son también las que menos temen perderla. Si Blanca no se había suicidado enseguida era porque aún esperaba una reacción por mi parte, no porque no dispusiera del valor para hacerlo. Al convencerse de que mi postura era definitiva, no dudó en dar el paso. Blanca no servía para ir archivando relaciones fracasadas con la mirada puesta en un horizonte más propicio. Quizá sí, hasta toparse conmigo; ahora, sin embargo, sabía que no podría amar a nadie como me había amado a mi, tenía pruebas suficientes -los dos las teníamos-, y, ¿qué es la vida sin amor, sin ese prisma en el corazón que, aparte de realzar lo hermoso, tiene el poder de hacer que lo neutro se incline hacia lo bello y que incluso lo horrible tenga su razón de ser? El amor es la única forma de vencer lo que de vano y transitorio tiene la vida. Blanca lo sabía y no quería sucedáneos. Ya sólo podía ser yo o nadie. Así de sencillo. Así de terrible.

Según eso, yo también debería pasarme por una farmacia y hacerme con uno de esos tubos, pensé, pues por muchas chicas que me deparase el destino, ya había conocido a la que llevaba en el pecho la mitad que me correspondía, y la había dejado pasar. Pero yo era demasiado cobarde para suicidarme en serio. Por ahora me bastaba y sobraba con los numeritos de la lámpara. Yo me encontraba a salvo de la muerte porque aún no había vivido, porque en el fondo sabía que me quedaban muchas cosas por vivir. Al igual que mucha gente, seguía aquí por pura curiosidad. Quizá, después de todo, mi tolerancia al dolor estaba por encima de la media.

Me senté al borde de la cama y le cogí la mano. Aunque no lo parecía, Blanca estaba fuera de peligro. Su nombre había desaparecido de cierta lista, y eso era lo que de verdad contaba. Le pasé los dedos por el pelo, apelmazado de sudor, por la tersura de pétalo ajado de las mejillas, por esa sonrisa que trataba de mantener el equilibrio en la cuerda floja de sus labios. Aquella postración de enferma, aquel avispero de manchas verdosas que le impregnaba la camiseta y parte del cuello, como si de la más excitante de las lencerías se tratase, despertó en mí una emoción irrefrenable. Nunca me había parecido Blanca tan frágil, tan a punto de desmigarse sobre las sábanas. Y nunca sentí mayores deseos de abrazarla que entonces, de poseerla, no sé, en un coito donde no se inmiscuyera el deseo, donde sólo estuviésemos ella y yo, rebasando aquella mísera escena, amándonos, fundiéndonos si no había más remedio, porque tal vez la vida no fuese más que amar o morir o las dos cosas juntas y deseé como nunca huir de todo, esconderme en ella, respirar con su aliento y vivir con su sangre y mirar con sus ojos…

Desde la calle me llegó el sonido de la ambulancia y fui a abrir la puerta. Una vez en el hospital le perdí el rastro; un par de enfermeros me la arrebataron y una puerta me cerró el paso. ¿Es anoréxica?, me preguntó alguien que no se detuvo a esperar mi respuesta. Me quedé por allí, tratando de no estorbar demasiado, hasta que alguien me avisó. Le habían hecho un lavado de estómago y asignado una habitación para pasar la noche. Preguntaba por un tal Alejandro, ¿era yo?

He de confesar, aunque suene tópico, que los hospitales siempre me han producido grima. Sé que salvan vidas, y sé que a veces fracasan, y era el hecho de saber que en aquel mismo momento, mientras buscaba la habitación indicada, muchos otros estaban escogiendo sus cartas, que detrás de esas puertas acristaladas un bisturí hurgaba entre las vísceras de algún desconocido, que sobre mi cabeza había unos ojos que miraban la muerte con nostalgia, sujetos a la vida por tubos transparentes, que por la puerta de urgencias fluían jóvenes como yo, que no sospechaban que tras la cerveza tocase recibir un navajazo o empotrarse con el coche en alguna esquina, que sobre las sábanas, aparte de dormir y follar, se podía también agonizar; era, ya digo, aquel conocimiento lo que me llenaba de una ingrata y mareante repulsión hacia los hospitales.

Tras recorrer varios pasillos, logré dar con mi destino. La habitación estaba pintada de verde manzana, el color sedante por excelencia. Había un crucifijo sin Cristo adherido, como una salamandra calcinada por el sol, a la cabecera de la cama, y un par de cuadros de paisajes anodinos animando las paredes. Blanca me tendió la mano, sonriendo con esa sonrisa vaga que esgrimen los sobrevivientes de los atentados o los aviones siniestrados, esa sonrisa que trasluce una insólita reconciliación con la vida. Llevaba un camisón celeste y al parecer la enfermera le había enjabonado la cara e incluso peinado. Tenía el cabello echado hacia atrás, lo cual, debido a que ella siempre solía llevarlo sobre la frente, esparcía por su rostro una benevolencia de sacerdotisa.

– Tienes buena pinta -dije.

– No puedo decir lo mismo. Necesitas desesperadamente una transfusión de café -bromeó con una voz que empezaba a parecerse a la suya.

Debía de estar en lo cierto. No me había cruzado con ningún espejo durante las últimas horas, pero con toda seguridad mi aspecto sería lamentable. Me sentía extenuado y sudoroso, tenía el pelo pegado a la frente y mi camisa lucía algún que otro lamparón de vómito seco, medallas del valor que no merecía en absoluto. Pero por dentro era aún peor: me sentía despreciable.

– Oye, Álex, he estado pensando -dijo, mirándome apenas-. Creo que voy a irme unos días a Granada, a casa de mi hermana. Tiene una casita en el campo. Me vendrá bien. Sevilla ya no me inspira. Tal vez pinte árboles -sonrió, haciendo un gesto con los ojos hacia los tristes cuadros de las paredes.

– Siento todo esto -dije, apretando su mano-. No he sido más que una mancha en tu felicidad.

– No, Alex -me corrigió con dulzura-. Tú eres la hormiga que quiso ser astronauta.

– Eso también.

En una situación como aquella cualquier cosa me cuadraba. La hormiga que… Vale, Blanca, lo que tú quieras.

Sin saber qué más añadir, y recordando que las palabras eran del todo prescindibles entre nosotros, miré el fondo de sus ojos con extrema dulzura. Todo lo ocurrido había transformado su mirada. Tenían ahora sus ojos un no sé qué de cementerio de elefantes, de playa solitaria e inverniza, y supe que cuando me tocase morir, por muy lejos que me hubiese llevado la vida, iría a hacerlo allí, con precisión paquidérmica y cerrazón cetácea.

– ¿Me escribirás? -pregunté.

– No -me respondió, con una mueca dulce.

No habría cartas, sólo vacío. Era el adiós definitivo; así lo quería ella. Se iba a Granada, a empezar una nueva vida, una vida de espaldas al amor… El pecho se me llenó de tristeza. Me incliné y la besé por última vez, y como quien tiende las manos hacia la lumbre de una hoguera, recibí a través del tragaluz de su boca el fuego en el que ardía su alma, un alma que ya no tendría oportunidad de capturarme, que quizá ya no lo desease. Quería decirle tantas cosas. Quería decirle que deseaba de corazón que le fuese bien allí donde estuviera, que dejase de pintar manchas y explorase su talento en serio, que la felicidad completa existe aunque uno no tenga el valor necesario para ir a por ella, decirle que nunca amaría a otra como la amaba a ella, y decirle, sobre todo, que no se fuera, que no saliera de mi vida, que estuviera siempre a mano para cuando yo desease por fin ser feliz…

– Adiós -resumí, y salí de la habitación todo lo deprisa que pude, para que ella no viera mis lágrimas.

Con los ojos llorosos traté inútilmente de orientarme en aquel dédalo de pasillos asépticos. Fui a parar a una pequeña salita donde había una enorme máquina de café. Me serví uno y me senté en una butaca a disfrutar de aquella porquería.

Saqué la foto de Blanca de la cartera. Ha sido una pena que hoy no me hayas preguntado por qué, le dije, hoy habrías sabido la verdad… La foto se la había hecho yo mismo en el mercadillo de los domingos, donde muchos otros como ella se reunían para intentar vender su arte. Blanca trataba de seducir al objetivo con una exagerada pose de top model, por detrás se veían algunos tenderetes y gente paseando, esa gente feliz de las fotos.

Entonces la vi. No podía creerlo, pero era cierto… Estaba de espaldas ante uno de los puestos, señalando hacia un cuadro, pero su melena roja era inconfundible. Saqué la foto de Artemisa y la comparé. Sí, se trataba de la misma chica, no había duda. Aunque la ropa era distinta, seguía el mismo estilo, había salido del mismo armario. Al parecer, aquella desconocida me consideraba un fotógrafo excelente. Guardé las fotos y enfrenté un nuevo trago de café.

Frente a mí, como colocados para uno de esos daguerrotipos antiguos, se distribuían por las butacas los miembros de una familia. La mujer y la suegra, consolándose una a otra, ocupaban la parte central, dos niños pequeños dormían al lado izquierdo, el hijo adolescente, apartado y serio, se adueñaba con su pose de rebelde publicitario de la parte derecha. Faltaba el padre, orquestador de la tragedia. En ese momento, entró en la sala un cirujano. La Muerte le seguía. La mujer se levantó, ansiosa.

– Lo siento, señora Iglesias -dijo suavemente el cirujano-. Hemos hecho todo lo posible, créame.

Mientras yo me sorprendía al escuchar aquella frase fuera de una película, la mujer se giró con brusquedad hacia los brazos de la suegra. El hijo adolescente echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra la pared, como si su equipo hubiese perdido el partido en el último minuto. Uno de los niños cambió de postura. El cirujano miró hacia el suelo, dejando colgar los brazos, un ademán que debía tener estudiado. La Muerte sacó su lista y tachó con un gesto de triunfo el nombre del fallecido, luego hizo una especie de reverencia oficiosa y abandonó la escena. Yo la seguí, saliendo de una tragedia que nada me decía como un polizón abandona el barco al llegar al puerto.

La Muerte caminaba con solemnidad entre los pasillos llenos de enfermos, mirando con descaro a las enfermeras de aspecto más joven y sano, las que más tardarían en rendirse a la oscuridad de sus brazos. Se movía en aquel mundo blanco como un lugareño, y comprendí que si quería salir de allí lo más rápido posible debía pegarme a sus talones. Para no perderla, me vi obligado a tomar su mismo ascensor. La Muerte no pareció contenta de verme. Éramos los dos únicos ocupantes y el silencio resultaba especialmente incómodo.

– Oye, perdona lo de antes -dije, por entablar conversación-. No era nada personal.

La Muerte tardó un rato en responder.

– De acuerdo. Pero deja de joderme… -Carraspeó y rectificó vistiendo su voz de una ampulosa gravedad-. Quiero decir: deja que la vida siga su curso. Es un ciclo que lleva mucho en funcionamiento.

– Hecho.

El ascensor se abrió y nos dirigimos a la salida. De vez en cuando, nos cruzábamos con alguna camilla que con su accidentado correspondiente arribaba al hospital, y La Muerte comprobaba de inmediato su lista, por si se había incorporado algún nombre nuevo.

– ¿Puedo preguntarte algo? -le dije al alcanzar la puerta del hospital.

La Muerte se encogió de hombros.

– Pregunta, hombre.

– Esa lista, ¿quién la escribe?

La Muerte pareció sorprendida. Se rascó la barbilla, produciendo desagradables chasquidos, y dijo:

– No lo sé. A mí me llega por fax…

– Ah.

– Bueno. Encantada de conocerte, ya nos veremos con más calma otro día -dijo la Muerte con tétrica ironía, consultó su lista y echó a andar en dirección contraria a la mía.

Puse rumbo a casa, sin prisas. La brisa de la noche era fresca y agradable y las calles estaban vacías, como un decorado sin actores. No quise mirar el reloj, quise caminar por un mundo irreconocible sin saber a qué hora lo hacía. Volví la cabeza hacia el hospital. Allí seguía, su inmensa mole recortada en la noche, un búnker contra la muerte. Sabía que cada ventana iluminada era una tragedia, que cada alfilerazo de luz era una desgracia, pero a medida que mis pies me iban alejando de él, aquellas luces perdían progresivamente su significado, agregándose al encendido tapiz de la noche, diluyéndose entre el sarpullido del neón, las farolas y los pocos bares que quedaban abiertos, siendo tan sólo luces y resultando incluso hermosas al reflejarse en la superficie del río. Hay mucha gente que sufre en el mundo, niños que mueren de hambre mientras uno besa a su chica o se bebe una cerveza, pero es difícil ser consciente de ello si no ocurre ante nuestros ojos, si sólo sentimos una dulce brisa acariciándonos el pelo mientras caminamos hacia casa una hermosa noche de verano.

7

Si eres un tipo larguirucho, ni guapo ni feo, más bien mediocre, que viste sin estridencias y carece de atractivo a simple vista, cuando la hermosa chica que sorprendentemente no ha dejado de mirarte desde que entraste en el café pide la cuenta, aplasta un Fortuna casi entero contra el cenicero, cierra el premio Planeta, lo guarda todo en su bolso, se lo cuelga al hombro, se levanta y se dirige con paso decidido y una maravillosa sonrisa en los labios hacia ti, tal vez alcances a pensar, antes de que ella se plante a tu lado, tres cosas: a) que evidentemente te ha confundido con otro, b) que alguna paloma te ha saboteado secretamente el peinado o c) que, a pesar de que llevas cuatro horas expatriado de las sábanas, te dejaste el grifo de los sueños abierto. Ésas y no otras fueron las tres cosas con que yo traté de justificar el maravilloso espectáculo de sus caderas deteniéndose ante mi mesa. Jamás hubiera sospechado, pues mi vida no da para tanto, que su objetivo fuese coger la copa de cerveza que yo estaba tomando entre sus finos dedos rematados en unas uñas largas y rojas, levantarla suavemente, como en un brindis exagerado, e inclinarla con lentitud, sin prisas, recreándose en vaciar su contenido sobre mi cabeza. Yo me limité a facilitarle la labor en lo posible, permaneciendo inmóvil, con una sonrisa cortés, mientras la cerveza me encharcaba el pelo y corría por mis facciones en hilillos dorados, absurdamente feliz de haberle restado al menos un par de tragos. Los escasos comensales, oficinistas en su mayoría, observaban la escena tan asombrados como yo, contentos de tener algo que contar al regresar a la oficina. No hubo palabras, ni por su parte ni por la mía, sólo aquella lluvia dorada que hablaba por los dos hasta que la copa quedó vacía. A través de la película de cerveza que me empañaba la vista logré ver cómo la depositaba entre mis manos amablemente. Luego se dio la vuelta y salió del café. Es difícil odiar a una chica con un trasero así, pensé ociosamente mientras me secaba con una servilleta y sonreía a la platea. Sólo supe que estaba en edad de obedecerla, de violentar con ella las puertas más cerradas del infierno, de cruzar de su mano esos años hundidos por los que hay que descender a tientas. Me levanté, dejé unas monedas sobre la mesa y abandoné el local. Oí a mi espalda las carcajadas de los comensales, como tracas de feria que cerraban la función. Que rían cuanto quieran, me dije, pragmático. Estaba seguro de que más de uno lo hacía como autodefensa, pues a pesar de la humillación, aquel acto daba a entender que yo tenía algún tipo de relación con aquella preciosidad y que incluso me tomaba la libertad, como se veía, de sacarla de sus casillas. Ellos, en cambio, debían resignarse a sus vidas corrientes, esmaltadas de ese gris tan refractario a las pasiones, tomando cada mañana un café que ninguna gata despechada vertería nunca sobre sus corbatas a rayas.

Divisé a la chica haciendo cola en la parada más próxima. Y pude constatar que lo globuloso de sus curvas no había sido ningún efecto óptico. Poseía en verdad uno de esos cuerpos que producen sed. Me negaba a dejarla ir. La explicación de su comportamiento era lo de menos, pero me ofrecía la excusa perfecta para abordarla, para tratar de retenerla antes de que el autobús la extirpara de mi vida por tiempo indefinido. Avancé hacia ella con paso rápido y la atrapé por el brazo justo cuando se disponía a subir al autobús.

– Un momento -dije, forrando mi voz de una indignación impostada-. ¿Dónde crees que vas?

Ella se volvió y se mostró visiblemente contrariada de encontrarme allí, como si me estuviera extralimitando en mi papel. ¿Qué se suponía que debía hacer yo? ¿Seguir leyendo el periódico como si nada hubiese pasado o como si la gente me echara cerveza encima con regularidad, como si eso les diera suerte o algo así? Ella forcejeó ligeramente, pero desistió al comprender que debería resignarse a tomar el siguiente autobús. Me dedicó una mirada tan gélida que de haber llevado abrigo no hubiese podido evitar subirme las solapas.

Así que allí estábamos, el uno frente al otro. ¿Y ahora? Cuando uno se encuentra ante una chica así no desea más que abrazarla, envolverla en un abrazo sin malicia, como de amigos de verano, sólo eso, y luego seguir apurando el día con su aroma pegado al cuerpo y olerlo cuando menos te lo esperas, como ese perfume de ensueño que nos queda en los dedos tras pelar una mandarina. Pero claro, era un deseo difícil de explicar, excesivamente estrafalario de tan benigno. Uno debe decir cosas más acordes con los tiempos si no quiere pasar por gilipollas. Las chicas de hoy ya no malgastan las tardes cosiendo junto a una madre viuda, madurando sus encantos para aquél que se muestre más educado a la hora del té.

– Escucha: hoy he dejado pasar la convocatoria de unas oposiciones que he estado preparándome desde hace meses, llevo casi un año en esta ciudad y aún no he encontrado trabajo, no he hecho un solo amigo digno de ese nombre y de mi bagaje sentimental mejor no hablar; para colmo casi todos los jueves me llama mi madre para saber cómo me va y yo le suelto todas las mentiras que se me ocurren. Pero a pesar de todo trato de conservar cierto optimismo y al irme a la cama lo hago con la esperanza de que al día siguiente me toque ganar a mí. Cierro los ojos y antes de dormirme intento convencerme de que el mundo no es tan malo, de que es incluso comprensible, que es lógico que la amistad sucumba ante el dinero, que los hombres se maten unos a otros por lo que dicen los mapas, que esperemos al sábado por la noche para emborracharnos con desesperación o que, ya en un ámbito más personal, esta mañana una chica me vaciara una copa de cerveza en la cabeza sin mediar palabra.

Me felicité por el discurso, que aparte de informarla de que el monigote sobre el que se había desahogado también sangraba si se le pinchaba, le daba a entender que estaba disponible, que llevaba una vida perra y que necesitaba que alguien me consolara. No pareció en absoluto conmovida.

– Así que para colmo necesitas una explicación… -dijo, casi para sí misma, como si con mi ignorancia acabase por defraudarla del todo.

– Me ayudaría, sí -respondí, cortante.

– De acuerdo. A mí, aunque te suene raro, no me gusta que me den plantón.

¿Qué cojones quería decir con eso?

– No sé de qué me hablas -dije. No se puede ser brillante siempre.

– ¿Ya no te acuerdas de mi pelo de whisky? -me preguntó, pasándose una mano rápida por sus cabellos-. ¿Y de mi sonrisa de anís? -Trazó una sonrisa tipo Jim Carrey-. Me tuviste esperando casi una hora en la Plaza Nueva, estúpido.

Creo que me estaba perdiendo algo. Me encogí de hombros, y mi desconcierto debió parecerle de lo más sincero, pues el furor de sus ojos amainó de pronto.

– Pues sí que estabas trompa… -comentó, dándole a sus palabras un tono de regañina que me sacó los colores.

Me contó entonces una historia disparatada. Al parecer, el sábado pasado yo le había regalado un poema y le había propuesto una cita a la que no había tenido el detalle de acudir. Escuché sus explicaciones con media sonrisa. Me sentí halagado de que aquella belleza inventara todo ese tinglado para atraer a un tipo como yo. Ahora que sabía su juego, podía hacer dos cosas: pasar o jugar. La muñeca merecía el riesgo. Decidí tirar los dados.

– Me llamo Álex -dije con una amplia sonrisa-. Y sí, estaba trompa perdido y no te recuerdo. Debía ser un buen whisky si consiguió que me olvidara de una cara como la tuya. ¿Te gustó el poema?

Se puede ser brillante casi siempre.

– Puede -respondió ella, con una sonrisa recelosa.

La refunfuñante mole del autobús dobló la esquina. Ambos lo miramos avanzar hacia la parada. Al parecer ya habíamos agotado nuestro tiempo.

– ¿Cómo te llamas? -me apresuré a preguntarle.

– Carolina -respondió ella, haciéndole una señal al autobús-. Coral, es más corto.

– Coral -repetí, saboreando el exotismo del nombre, pensando en corsarios intrépidos y tesoros bien enterrados. Era un nombre que incitaba a la aventura, idea que secundaba su cuerpo de trapecista.

El maldito autobús se detuvo ante nosotros y abrió sus puertas. El conductor me obsequió con una mirada entre maliciosa y divertida, contento de que su tedioso trabajo le otorgase al menos cierto poder sobre las vidas ajenas: los conductores de autobuses, como confirmará cualquiera que no disponga de coche, pueden desbaratar conversaciones con toda impunidad, forzar a los enamorados a concluir con un beso rápido o incluso interrumpir discusiones en los momentos más álgidos. Me refiero, claro, a los de la vida real. Los conductores de las películas suelen ser infinitamente más pacientes e incluso algunos de ellos hacen gala de una increíble complicidad.

– Bueno, ha sido un placer -se despidió Coral, poniendo un pie en el primer peldaño del autobús.

– Espera… -dije, obligándola a dejar a medias la subida-. ¿Y si nos vemos otro día?

Coral acabó de subir al transporte, pero se quedó en el primer peldaño.

– Mañana -dijo, regalándome una sonrisa ladina a través de las puertas que el conductor se apresuró a cerrar-. En la Plaza Nueva. A las diez.

No me gustó la forma en que lo dijo, pero no me costaba comprobar si aquello era una cita o una venganza. A la hora de espera en la Plaza Nueva, ya lo sabía. Dejé de hacer el panoli y eché a caminar hacia mi casa, consolándome con el argumento de que de no haberme presentado, nunca hubiera sabido que no me perdía nada.

Pero esa noche Coral y yo teníamos una cita, y el que ella no hubiese acudido sólo era un detalle sin importancia, de lo más nimio, porque esa noche a todo ese azahar que flotaba en la brisa le faltaba la h. Hay un escritor americano que convierte sus novelas en sinceras apologías sobre el azar, esa fuerza inescrutable que nos gobierna con mano invisible y que deberíamos escribir con mayúsculas. Ese tipo hubiera disfrutado con lo que sigue, una cadena de decisiones aparentemente inocuas y arbitrarias que, en contra de todo pronóstico, acabaron por conducirme hasta Coral. Hacía una noche demasiado agradable para meterse en casa. Decidí meterme en un cine, estrechando sin saberlo el cerco en torno a la chica que había comenzado mi periplo y a cuyo lado acabaría. Tiré hacia el más cercano, un multicines. Debido a la temporada veraniega, la cartelera estaba saturada de títulos infantiles. Examiné con detalle las tres o cuatro alternativas que tenía. Durante el trayecto hasta el cine, deprimido por la cita fallida, tras varios circunloquios, mi mente se saltó la regla número uno de la casa y me descubrí pensando en Blanca. Eso decidió la película: me metí a ver Cosas que nunca te dije, una película española que había sido rodada con un presupuesto anoréxico en Estados Unidos, una carambola que, según decían las revistas, estaba saliendo bastante rentable. El cartel hablaba por sí solo: mostraba a los enamorados en una lavandería, esperando que la colada terminase, nada de besos ni abrazos empalagosos, nada de posturitas made in Hollywood, aquello prometía una historia de amor sin trucos, de las de verdad, de ésas en las que uno busca reconocerse y tal vez aprender algo más constructivo que cómo follar con filtros azules, una historia de amor con ropa sucia incluida. Entré en la sala a oscuras, buscando una butaca libre, cosechando murmullos de fastidio cuando mi zarpa invadía alguna bolsa de palomitas o manoteaba un muslo confiscado. Al fin di con una butaca desocupada, y, aunque la cogí empezada, la película no tardó en subyugarme. Era, en efecto, un romance sin glamour, envuelto en lluvia y cielos penumbrosos, ribeteado de soledad y desesperanza, y deseé enormemente recibir aquellas imágenes con la mano de Blanca entre las mías, sintiendo a través de sus dedos cómo se le conmovía el alma. Fue la primera película que Coral y yo vimos juntos, y la única en la que no nos cogimos de la mano.

Salimos del cine envueltos en un embarazoso silencio. Y tomamos la misma calle, una de esas calles extralargas sin bifurcaciones. Estábamos condenados a seguir juntos hasta el centro. El destino se empeñaba en ejercer de celestina.

– Está bien -dijo ella, resignándose a lo inevitable-. ¿Cómo coño lo supiste? No me digas que fue casualidad.

– Fue el azar -contesté en un alarde lírico que no entendió. Me miró de tal forma que tuve que dejar a un lado la poesía a riesgo de perder la vida-. La casualidad, quiero decir.

– Ya -susurró.

No me creía en absoluto. La casualidad rige nuestra vida, pero nadie se percata oye ello. En el cine, la casualidad delata la incapacidad del guionista para resolver situaciones. Puede que Dios no sea mas que un guionista mediocre y chapucero, reflexioné.

Seguimos caminando sin decir nada más, y cada paso que dábamos era una derrota. No había duda: Coral era una princesa cautiva en una torre demasiado alta para mí, un caballero sin suerte ni blasón.

– Ha estado bien la peli, ¿verdad? -comentó ella de pronto, aunque sin demasiado entusiasmo. El camino era largo y era mejor hablar que soportar el silencio.

Me agarré a aquel principio de conversación como un trapecista a su trapecio. Pronto, casi sin darnos cuenta, nos encontramos comentando la película con fervor. Le arranqué un par de carcajadas y eso me envalentonó. Eché mano de todo mi ingenio. Yo sabía que, dadas las circunstancias, comentar la película no era más que un pretexto, una cortina de humo, que en realidad de lo que se trataba era de hablar de nosotros, de enseñar un poco el alma en cada opinión. Agradecí de corazón a Isabel Coixet, la artífice de aquella maravilla, los múltiples meandros que proponía su argumento. Improvisé algunas teorías sobre la soledad, la melancolía, y ricé el rizo hablando del azar, cuyo tentáculo había emergido de la pantalla para envolvernos a nosotros, pues por qué estábamos allí, caminando por aquella calle semidesierta, si no era por capricho del azar. Coral me dio la razón. El final de la calle nos sorprendió, poniendo un maldito cruce delante de nuestras narices. ¿Y ahora? Los dos nos detuvimos, sin saber qué hacer. Sólo existía un 25% de posibilidades de que tomáramos el mismo camino. El primero que diera un paso en su dirección contaba con un ancho 75% para asesinar sin piedad la conversación, para abortar nuestro futuro, cualquiera que éste fuese. Atisbé un bar en una de las esquinas y, antes de que lo insostenible de la situación la forzara a recurrir a la salvadora despedida, le propuse continuar la charla ante unas cervezas. Me miró como quien mira una ecuación de tercer grado. Tragué saliva. Si ella rechazaba la oferta, no confiaba en que el destino se tomase más molestias por nosotros.

– De acuerdo -dijo con una leve sonrisa.

Oí música y el cielo se llenó de fuegos artificiales. Ya la tengo, me dije, sabiendo que en realidad era ella la que me tenía cogido por las pelotas, que es el sitio donde veranea el corazón.

El bar era una tasca de mala muerte: una barra cochambrosa y cuatro mesas mal colocadas. No había un alma. Un televisor, encumbrado sobre la puerta de los servicios, hacía gárgaras con las noticias. El camarero, acostumbrado a los parroquianos habituales, nos miró con cierta sorpresa, incluso con temor, como si fuésemos alienígenas desocupados en su invasión terráquea. Pedimos unas cañas y tomamos la mesa más recoleta. El camarero agregó unas aceitunas daltónicas por cuenta de la casa. Coral las apartó discretamente a un lado cuando éste regresó a la barra. El mugriento decorado, en vez de perjudicar nuestra cita, forjó entre nosotros una solidaridad de náufragos. Entre muecas divertidas y risas disimuladas yo tendía con naturalidad mi escala hacia su torre.

– Cuéntame el principio de la peli -pedí, encaramándome a su balcón.

No hay método más infalible que ése para averiguar si uno podrá o no enamorarse de la chica que le atrae. Eso la vuelve un poco comediante, embaucadora, y nos da una idea aproximada de su inventiva, un ingrediente ornamental que luego, al ir adentrándonos en otras parcelas, agradeceremos. Enlacé mis manos, improvisando un atril para mi barbilla, y la observé escoger las palabras más adecuadas, resaltar los hechos que verdaderamente importaban y desechar lo anecdótico, recrear el suspense de la escena con pausas y aspavientos, intentar transmitirme la misma emoción que la embargó a ella… Sí, podría enamorarme de Coral. Vaya si podría. Bueno, para ser sinceros, llevaba cuarenta y ocho horas dedicado a ello.

Cuando Coral acabó su narración el silencio aprovechó para instalarse de nuevo entre nosotros, pero esta vez era un silencio agradable y dulzón, cómodo como un viejo sofá.

– Siento la putada de la cita -dijo ella al rato.

Así que aquella chica también podía ser amable. íbamos progresando.

– Olvídalo.

Intercambiamos los cromos de nuestras tontas sonrisas durante unos segundos.

El camarero empezó a barrer a nuestro alrededor, aventurando la escoba de tanto en tanto entre nuestros pies, asegurándose de que captábamos la indirecta. Pagamos y salimos del tugurio para no volver en lo que nos quedaba de vida. Coral no parecía de esa clase de chicas que aceptaría seguir la charla en casa, con una copa y la cama sonriendo maliciosa por entre la puerta entornada del dormitorio, así que no dije nada y esa noche no follamos. Pero, tachán, quedamos para mañana.

La noche siguiente le propuse ir a cenar a un mexicano. Coral pidió una ensalada, no soportaba el picante. Tenía una hermana pequeña que se llamaba Lucía y que ese mes estaba enamorada de Brad Pitt; también un hermano que practicaba la natación. Yo tenía dos padres y una vez había tenido un gato que se llamaba Jedi y su fuerza todavía me acompañaba. No entendió el chiste y le pedí una foto suya. Su padre, que era cirujano, opinaba que el cordón umbilical no debía desecharse tan a la ligera y ella había estado en París el verano pasado. Yo le hablé de Javi y le conté algunas cosas divertidas que nos habían pasado juntos, cómo habíamos tratado de montar una empresa con los comemierda o cómo nos emborrachábamos en tascas de mala muerte. Sorprendentemente me dijo que le gustaría conocerle. Rematamos con un helado que tomó despacio, escurriéndole el frío a cada cucharada antes de abrirle la aduana de la garganta. Esa noche tampoco follamos.

La noche siguiente dimos un paseo por los aledaños del río, que estaban alfombrados de coches con los maleteros abiertos, congestionados de botellas. Coral había pasado casi dos años fuera de casa, compartiendo piso con una amiga que el mes pasado se había ido a vivir con un tipo doce años mayor que ella, obligándola a regresar al nido. Le dije que Dios nos había colocado entre las hormigas y las estrellas, para que cada uno decidiéramos hacia dónde mirar y ella me contó que tenía un primo en Barcelona que había dejado embarazada a dos chicas el mismo mes sin que su novia se enterase y yo asentí como si comprendiera de qué rara forma enlazaba aquello con mi comentario. Presenciamos, desde una distancia prudente, una gresca entre un par de chavales pastilleros. Coral trabajaba de secretaria para un amigo de su padre, poniéndole al día los archivos y esas cosas; no le pagaba mucho, pero tampoco le metía mano. De regreso a casa, yo tampoco le metí mano, así que esa noche tampoco follamos.

La noche siguiente fuimos al concierto de Ketama. Coral brincaba y coreaba todas las canciones, yo daba saltitos y movía los labios, como hacía de pequeño en misa con el padrenuestro. Su primera vez fue en verano, en una playa de Málaga, y fue por amor, por el amor de un extranjero que se llamaba Salman y que no le había mandado una puta carta después de aquello. Mi primera vez fue en el gimnasio de mi instituto, y fue por aburrimiento, sobre una colchoneta que apestaba a abdominales y con una dispensada como yo, mientras el resto de la clase se partía el pecho dando vueltas al campo de fútbol. En realidad mi gran amor de aquel entonces era una sirena, pero ni ella tenía por dónde entrarle ni yo dinero para encargar un traje de submarinismo con aberturas especiales. Coral aborrecía las películas de Woody Allen y coleccionaba cajas de cerillas y en el portal de su casa me besó y yo arriesgué una caricia, pero esa noche tampoco follamos.

La noche siguiente fuimos al cumpleaños de una amiga suya supersimpática que se llamaba Sara y que por las puñetas de la vida y los retruécanos de la amistad resultó ser la misma Sara con que Artemisa me había sorprendido en la cama, ahora enrollada con un gigante amenazador llamado Ricardo, al que de entrada no parecí caerle bien, no se si porque sabía que mi cosita se había alojado con anterioridad donde ahora reinaba su COSA, o sencillamente porque sí, porque en este mundo amar al prójimo no es una ley sino sólo una sugerencia. Coral le regaló a la festejada unos pendientes de cristal verde con forma de lágrima y yo me dediqué a huir de su pertinaz acoso durante toda la noche, mientras la gente se emborrachaba, follaba en el baño, vomitaba en el fregadero y comentaban lo moderno y solidario de encargar a Sebastián, un tío que había tenido la mala suerte de nacer sin brazos, la labor de pinchadiscos. Esa noche no follamos, ni falta que hacía.

La noche siguiente, sábado, iniciamos una ronda de bares que acabó en el Insomnio. A Coral no le gustaba cocinar y de pequeña creía que su vecino era un vampiro porque vestía siempre de negro, llevaba el pelo muy engominado y sólo salía por las noches. Era gigoló; y en aquel entonces, aquella palabra sin significado que te llenaba la boca de chicle al pronunciarla, la aterrorizó aún más. Me cogió la mano y me pidió que le recomendara algún libro de poesía, pues estaba atravesando un estado en que le parecía que cualquier poema hablaba de ella, y lo hacía con mucho más tino. No sé qué imagen mía se había formado, pero mis ojos no acostumbraban a pacer demasiado en los verdes campos de la poesía, y sacar el nombre de alguno de esos poetas que nos hacen odiar en el instituto me pareció vulgar y ridículo; tuve que escurrir el bulto: le dije que la mejor poesía era la que no era consciente de serlo y le recité un titular que había leído por la mañana: Una universidad británica trata de descifrar los secretos de las auroras boreales. Esa noche fue pródiga en besos, y supe que su boca albergaba también una lengua, húmeda y juguetona como la que más. Me dio una foto suya, con pelirroja incluida, por supuesto. Al despedirnos, ella se estrechó contra mí, acuñando sus poderosas formas en mi piel derretida, y me susurró que se sentía especial a mi lado, pero esa noche tampoco follamos… en la realidad. En los privados aposentos de mi mente fue otro cantar.

Etcétera, etcétera, etcétera…

Y así hasta enamorarnos. Creo que ha quedado suficientemente claro que nuestro romance siguió los cauces más tradicionales. Fue un amor políticamente correcto.

El fantasma de Blanca, por supuesto, flotaba sobre nuestra relación, que se formaba pieza a pieza, como un mecano, evaluando cada situación como una maestra severa. Algún idiota dijo que las comparaciones son odiosas. Puede, pero son sobre todo reveladoras, necesarias e inevitables. Comparar es la única forma de saber. Y yo quería saber, y por eso comparaba. Y como Artemisa, si es que alguna vez había sido algo, ya era historia, Coral y Blanca iniciaron un inopinado duelo en mi cabeza, dos luchadores de sumo en huelga de kilos que trataban de expulsar al rival del círculo de arena.

Si amar a Blanca había sido exactamente eso, amar, amar a una mujer sin pasado, sin ataduras, amar únicamente lo que veía en aquel momento, un ser de humo, estimulante como la marihuana y espontáneo como los cuentos de Boris Vian, un ser cristalino al que comprendía como si lo hubiese creado yo mismo, amar desde el primer momento, con un sentimiento uniforme, que no crecía día a día porque era algo infinito, y saber con absoluta certeza que yo era amado de la misma forma, sin tener que anunciarlo con besos ni te quieros, sin explicaciones, sin dudas; amar a Coral era, sin embargo, luchar por meter el amor en una maleta llena de cosas que ella consideraba imprescindibles, amar a Coral era tratar de orientarse desesperadamente en las conversaciones con su padre, de enarbolar una sonrisa educada durante la cena de los domingos, de sobrellevar con su hermano, un rebujo de músculos fanático del Madrid, una camaradería falsa, era exiliar las manos a los bolsillos cada vez que su hermanita, un pastelito que haría las delicias del mismísimo Nabokov, se me tiraba encima en la piscina, era lidiar con sus amigas e incluso con algún ex novio que me dedicaba guiños y sonrisas, como si fuéramos miembros de alguna fraternidad, era percibir un molesto rastro de beligerancia cuando intercambiábamos opiniones, era rebuscar a diario en sus más banales comentarios el indicio de un amor que sólo se le subía a la cabeza en contadas ocasiones, cuando había velas o luna llena o nada mejor que hacer, y que durante el resto del día uno debía creer que estaba allí, como un espíritu maligno que esperaba una orden suya para poseerla. Era soportar su mal humor, sus manías, sus broncas y sus reconciliaciones, porque una mujer, a excepción de Blanca, no podía dedicar al amor todo su tiempo. Y, ¿cómo saber qué forma de amar era la válida? El amor de Blanca era tan perfecto que sonaba a espejismo, a ficción, a mitología. Coral, por su parte, me ofrecía un amor imperfecto, aquejado de dudas, emponzoñado de realidad y miseria, un mejunje de necesidad, egoísmo e inseguridad, y todo ello me obligaba a aguar mis sentimientos, a olvidarme de locuras y desafueros y perder las riendas, a dedicarle una mínima parte de todo el amor en el que me hubiera gustado ahogarla. Y sin embargo, sabía que ella me quería, que cada día me iría queriendo más, y me gustaba que fuese así, que fuese un amor hecho a sí mismo, que peligrase por cualquier cosa y que tuviese un extrarradio lleno de suburbios infectos, porque la vida no era un camino de rosas sino un sendero de cabras embarrado y el amor no podía ser gratis porque nada lo era. Mi alma y la de Coral no encajaban para nada, eso era evidente, y nunca lo harían. Debíamos recurrir al papel celo, a realizar un apaño y rezar para que aguantase… Y eso era el amor, ¿no? El amor de los desafortunados, de los que nunca encontrarían su mitad. Un amor que tenía que bastarme, como le bastaba a los demás.

Hicimos el amor casi dos meses después, una noche trémula de finales de septiembre, ese mes de tránsito, esa treintena de días con problemas de identidad, donde todo tiene un regusto pasajero que parece incapacitarle para soportar sucesos importantes. El verano agonizaba sin prisas, el otoño apenas se insinuaba con alguna brisa más fresca de lo normal y la ciudad, desde cualquier sitio que se la mirase, cobraba ese aire de relicario encantado, ese aliento inexplicable que la publicidad, tan sabia ella, había denominado líricamente duende. Coral estaba sentada en el sofá, hojeando una revista, y de repente deseé liberarla de esa costra mundana y verla brillar bajo las estrellas, como si yo fuese un pigmalión ocioso. Pensé, idiota, en un paseo en coche de caballos. Habíamos pasado por una de esas semanas tontas y esa noche quería la revancha, la quería romántica, la quería para mí, sin tener que compartirla con la tele ni robársela al sueño.

– ¿Y si cenamos fuera? -propuse.

Nada más plantearlo, llamaron a la puerta.

– Demasiado tarde -dijo ella con una sonrisa misteriosa.

Fui a abrir y me encontré con una pizza sin anchoas. El pizzero insistía en sus miraditas por encima de mi hombro. Le arrebaté la pizza y le cerré la puerta en las narices. A la mierda mi noche romántica… Arrojé la pizza sobre la mesita del salón.

– Te he dicho mil veces que no pidas nada a la pizzería del barrio -mascullé, enojado.

– Pero, ¿por qué? Es la más cercana, es lógico que…

– No me gusta ese tipo -expliqué, acercándome a la ventana-. No estoy seguro, pero creo que me vigila.

– Mira que eres paranoico… -se burló ella-. El Mundo contra Alejandro Alcina. Siempre ha sido así y así siempre será.

Pasé de contestarle. Descorrí la cortina con cuidado. El repartidor se encontraba bajo la ventana, sentado en su moto, tomando frenéticas notas en un grueso cuaderno. Cuando acabó, lo guardó satisfecho en la caja de las pizzas, miró hacia la ventana, inclinó la cabeza en una especie de saludo enigmático y arrancó. Paranoico, ¿eh?

Tomamos la pizza en el sofá. Ya cenados, cogí el mando a distancia, resignado a una noche insulsa huyendo de bazofia en bazofia en un zapping tedioso, y me encontré con la mano de Coral sobre la mía, como una sorpresa tibia y agradable.

Se acercó a mí gateando por el sofá y me besó. Aún no está todo perdido, pensé mientras respondía a su beso, un beso que progresaba inusitadamente en mi boca, que se demoraba demasiado, que se desdoblaba contra mis labios, un beso prolijo, frondoso, húmedo y peleón que me dejó una herrumbre oscura y delictiva en las comisuras. Miré sus ojos y entonces supe. Supe que aquella noche sucedería, que la pizza había sido la última pieza de un montaje meticuloso. Supe que aquella noche, que para mí era una noche cualquiera perdida en el calendario, para ella era La Noche, una noche escogida entre muchas otras, una noche que de alguna manera había calculado que cerraría una jornada tranquila, una mañana laboral sin demasiados ajetreos y una tarde desocupada en la que poder relajarse y disipar cualquier preocupación, cualquier tensión que supusiera un lastre para el disfrute que se avecinaba, una noche que probablemente había estado anhelando y temiendo durante toda la semana sin que yo tuviera la más remota idea. Lo comprendí sin dificultad, estaba escrito en sus ojos con una caligrafía reluciente y clara que distaba mucho de la letra de médico que solía encontrar en sus pupilas, no sé si para que yo pudiera leerlo sin problemas o porque se sentía incapaz de esconder una decisión así, lo cierto es que allí estaba aquel brillo que publicitaba amor, o al menos su materia prima, algo que debía ir manufacturándose con los días, madurado en tardes de cine y parques como el vino al arrullo del tiempo, y que al parecer había sido juzgado como suficiente para entregarse a mí al fin sin tener la impresión de estar cometiendo una imprudencia, algo de lo que luego habría de arrepentirse.

Al certificar eso, un calambre de excitación y vértigo me recorrió de arriba abajo, y mi mano diestra, que el primer arrumaco había situado en la cornisa de su cadera, se estremeció de gozo, como un peregrino harto de senderos angostos que de repente desemboca ante la inmensidad de una llanura vasta y sobrecogedora, toda para sus míseras sandalias. Sentí un cosquilleo perverso en la punta de los dedos, sabedores de que esta vez no habría aduanas, de que esta noche se emborracharían de texturas nuevas y arderían hasta la muerte, y los noté encogerse dolorosamente, como intimidados por los secretos encantos que le esperaban. Me pregunté de refilón si no habría sido la prohibición lo que en otro tiempo los había vuelto tan temerarios, y acabé por sonreír como un niño goloso que pide permiso para estropear la tarta. Ella me devolvió la sonrisa y hundió su rostro en mi cuello, como una leona en la carroña, incitando a mis hormonas a la rebelión. Luego buscó mis ojos para comprobar los estragos, y torció ligeramente la cabeza, no sé si algo decepcionada por mi envaramiento.

Apreté los dientes. Tenía que reaccionar, reponerme de la sorpresa. Llevaba soñando con aquel momento casi desde siempre y ahora los nervios se me amontonaban en el estómago. Sentía deseo, sí, pero también muchas otras cosas que no tenía tiempo ni fuerzas para estudiar. Cerré los ojos y respiré hondo, ascendiendo a un nirvana improvisado que extendió el hielo picado de la relajación por mis miembros. Abrí los ojos. Me tocaba mover. ¿Por dónde empezar? Tiré de mis agarrotados dedos hacia arriba, hacia el hermoso bodegón de sus pechos, tantas veces vedado, arrastrándolos trabajosamente, como un arado por los surcos de su jersey. Coral entrecerró los ojos. Se la veía confiada, manejando la situación con un aplomo dulce. Sentí cómo mis yemas se quemaban y ardían a medida que se aproximaban al objetivo, lentas y enajenadas, abriéndose como tulipas de cristal sobre la anhelada redondez.

En ese momento sonó el teléfono. Ambos nos sobresaltamos y lo fulminamos con la mirada. Recordé que era jueves y mascullé una maldición.

– Debe ser mi madre -informé sin intención de ir a cogerlo-. Me llama todos los jueves… Ya se cansará.

Esperamos a que eso sucediera sin mover un solo músculo, mi mano detenida a un paso de su pecho, su boca empuñando un beso que no llegaba, mirándonos con esa ansiedad con que los niños contemplan tras la ventana un aguacero que les prohíbe salir a jugar. El teléfono continuó sonando con insolencia, condenándonos a aquella proximidad mareante, haciendo que el deseo se agitara en mi estómago como un pulpo atrapado en una rejilla eléctrica. Me imaginé a mi madre al otro lado de aquellos timbrazos castradores, sentada pacientemente en su mecedora del salón, decidida a hablar conmigo como todos los jueves. Y supe que estábamos a su merced; pensé incluso que su radar de madre le había advertido de lo que estaba sucediendo en mi apartamento y pretendía abortarlo a toda costa. Entonces, con la misma brusquedad con que había comenzado, el aparato cesó de incordiarnos, y quedó sobre la mesita mudo e inútil, ridículamente circunspecto, como estéril. Y por fin, tras unos segundos de sobreponernos al repentino silencio que cayó como una losa sobre el apartamento, mis dedos abordaron con decisión la pospuesta orografía de sus pechos, acariciaron y oprimieron, devoraron con un algo de planta carnívora, sintiéndoles responder a través de los sedimentos de la ropa, y Coral se extendió sobre mí como un crespón de seda, como un caldo caliente, como un aceite hirviendo, acariciada y acariciante.

Desnudé despacio su cuerpo de majorette, cuya deliciosa arquitectura ya había adivinado en sueños y pajas trasnochadas y que ahora, al capricho de mis manos, me sorprendía con los detalles, con un antojo en forma de bellota cayendo en mitad de su espalda, con una levísima quemadura infantil en el muslo derecho, con un enternecedor asedio de lunares en torno al ombligo o con unos senos de emperatriz, de diseño firme y arrogante, condecorados por dos medallas rosáceas y delicadas. Me sentí violento, arruinando con mis dedos aquella piel satinada, aquel cuerpo escultural que afortunadamente venía con el lote, un cuerpo de violonchelo al que yo debía oponer el garabato del mío. Ella me abrazó sin reparar en tan ridícula carcasa, y me sentí mendigo en sus brazos de gobernanta, contento de que mi cuerpo, afortunadamente, también viniese con el lote y no fuese el producto principal. Si el cuerpo de Blanca me había resultado escueto y manejable, una formalidad que había que rebasar para llegar a su alma, mis caricias encontraban ahora una geometría pavorosa, un relieve imponente que exigía recorrerse por puro amor al arte. Y me entregué a ello, repitiéndome una y otra vez que aquel manoseo era legal, que me lo había ganado con noches de ingenio y ternura, que lo merecía, pero no logré dejar de sentirme como una inmunda salamandra correteando por el techo de la Capilla Sixtina.

Esa noche supe muchas cosas. Muchas. Supe que Coral no era de las escandalosas. Coral, no sé si por vergüenza o timidez o porque en el amor, como en todo, le gustaba ejercer el mayor control posible, acostumbraba a dejar caer la cabeza sobre la almohada y recibir el placer en silencio, dejando escapar tan sólo algún suspiro tembloroso cuando yo descerrajaba una zona recóndita de su interior, mientras el rostro se le iba iluminando por dentro como una lámpara de mesilla. Supe que hacer el amor con Coral, esa vez y todas las que siguieron, era sobre todo placer, un placer vivido por separado que culminaba en un orgasmo desacompasado, en un éxtasis frívolo que nos hacía sentir culpables sobre el otro, que en vez de unirnos nos repelía, por muy abrazados que siguiéramos. Y supe con absoluta certeza que yo nunca conseguiría rebasar el rompeolas que era su cuerpo y alcanzar su alma, y que ella, por mucho que indagase en mis ojos, nunca sabría de mis pensamientos más profundos, ésos que se llevan pegados al corazón. Sí, Coral y yo nunca nos fundiríamos en un solo ser. Siempre seríamos dos, dos seres que no encajaban ni encajarían nunca y que insistían en amarse a pesar de todo.

Esa noche, abrazados en la cama, comulgando de su sudor, supe que nunca sabría nada, que con ella todo me pillaría por sorpresa, que nada era descartable, que un buen día, mientras se secaba el pelo, podría decirme, por ejemplo, que se iba a Barcelona por una temporada indefinida, a casa de sus tíos, a replantearse nuestra relación. Y yo sólo podría asentir y ayudarla a preparar el equipaje.

6

– Pensar mis tíos a una casa, marcharme en lo nuestro voy temporada de para, necesito Barcelona.

– ¿Que…?

Coral apagó el secador y repitió:

– He dicho que voy a marcharme una temporada a Barcelona, a casa de mis tíos, para pensar en lo nuestro.

¿En lo nuestro…? Al oír aquello me apresuré a pulsar el botón de pausa del vídeo, con la ingenua esperanza de congelar también los acontecimientos que estaban sucediendo fuera de la pantalla. En la caja tonta, Obi Wan Kenobi nunca llegaría a recibir la luminosa hoja de Vader, detenida a un palmo de su rostro. En la dura realidad, sin embargo, nadie me libraría a mí de la estocada.

Me levanté del sofá y me acerqué al baño, a través de cuya puerta entornada Coral me había pasado aquella información. Abrí la puerta del todo, y aparte de encontrarme con Coral envuelta en su toalla rosa, sentada sobre la bañera y desenredándose el pelo, una de esas estampas que se graban a fuego en la retina y en los, bajos del vientre, también me encontré con mi rostro en el espejo, y por un momento creí que había otro tipo en la ducha. Me costó reconocerme en aquellos ojos desorbitados, en aquella boca floja y temblorosa, desvalijada de expresión, en aquella palidez súbita. Aunque mi interior no había tenido tiempo de absorber la noticia, un batiburrillo de sentimientos trataban de acomodarse en el rostro arrasado que, entre los descosidos del vapor, me mostraba el espejo.

La miré, y ella dejó de cepillarse el pelo y me obsequió con una sonrisa algo mustia. Puede que mi mirada exigiera una explicación, lo cierto es que sabía que ningún consuelo podía haber tras aquella sentencia y mi mente, mientras Coral exponía sus motivos, ya me susurraba que podía vivir sin ella. El papel celo había aguantado diez meses, los cuatro últimos viviendo juntos, no estaba tan mal. No pude más que aprobar sobrecogido aquel mecanismo de autodefensa tan atroz y eficiente, pues qué otra forma había de seguir allí de pie, contra la cólera del viento, más que decirme a mí mismo que aunque se le parecía mucho aquello no era el fin del mundo, que había vida tras Coral, que las rosas seguirían oliendo igual y que los cines, las heladerías, las tiendas de discos y las librerías seguirían abiertas para mí, ofreciéndome las muletas de las cosas materiales queridas y fieles. Al segundo siguiente, rendido ante la esbeltez de sus piernas y el sonsonete de su voz, ya pensaba todo lo contrario: que nada de eso supliría sus besos ni sus caricias, que nunca podría comprar en ninguna tienda ese plumero de luz que me limpiaba por dentro al envolverla en mis brazos y que mi vida sin ella tendría la triste complacencia de las baratijas y los menús del día.

Sus explicaciones no marcaron ninguna diferencia. Era una aburrida retahíla de razones que parecían no referirse a nosotros o no sólo a nosotros: no es por ti sino por mí, me siento desorientada, no sé lo que quiero, no sé si estoy enamorada, y un buen montón más de cosas que no sabía, frases tan televisivas, tan impersonales, que parecían valer para cualquier pareja. Las verdaderas causas, lo que acechaba detrás de tanta bisutería sentimental, yo nunca lo sabría, formaban parte de, ese tipo de cosas que nunca se dicen, porque duele decirlas y duele escucharlas, razones demasiado complejas y particulares que por lo general iban entroncadas a otro tipo de motivos aún más vergonzosos de reseñar, como son los ronquidos, el mal aliento, el no cerrar la pasta de dientes, el no tirar de la cisterna y bajezas por el estilo capaces de polucionar el amor más puro. Todo eso, a la larga, era la porquería que el hombre camuflaba echando mano a aquellos tópicos tan universales acuñados por la civilización para embellecer la basura. Coral recurría ahora a ellos, no se si porque a ella aquellas frases hechas le servían o porque me ocultaba las causas verdaderas; sea como fuere, los usaba, acompañados por una sonrisa descolorida, como echada a perder, y eso me producía náuseas. Y lo peor de todo era que yo también había enmascarado la verdad con esa mierda en cierta nota de despedida. Si a Blanca aquello le había resultado tan desagradable como me estaba resultando a mí, yo no tenía perdón.

En realidad no todo eran excusas estereotipadas. A veces, Coral hacía alguna referencia concreta a nuestro romance, y eso era más exasperante aún. No puedo decir que me sorprendiera lo distinta que era su versión de nuestra relación de la mía. Habíamos vivido los mismos momentos, pero los habíamos percibido de forma diferente, a veces incluso opuesta. Todo eso derivaba del mismo problema. Ya he dicho que nuestras almas no se pertenecían, y eso tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Y nos encontrábamos inmersos en la hora fatídica de los inconvenientes, preguntándonos tal vez dónde habían estado las ventajas.

– No es un adiós. Sólo unas vacaciones -concluyó con entusiasmo, estrechándose contra mí como una niña traviesa que busca el perdón con sus mejores mohines-. No cambia nada.

La abracé con fuerza, con una desesperación exagerada con la que pretendía informarle de que para mí cambiaba todo. Sin embargo, las escasas dimensiones de su toalla, la humedad de su piel y la vaharada de Timotei que despedía su melena interpusieron entre nosotros una incómoda erección que dio una nueva perspectiva a la escena. Traté de refrenar el deseo que me invadía, pero fue inútil. El abrazo había situado mis manos en sus caderas y las yemas de mis dedos intuían la dulce pendiente de sus nalgas. La deseaba, justo en aquel momento tan delicado, tan crucial, la deseaba como nunca. El hombre es un ser tan primitivo. Tantos periodos evolutivos para qué. Éramos los mismos de siempre. Con corbatas y pisacorbatas, con horarios de ocho horas, con McDonalds por todos lados, pero los mismos en el fondo. Mejor no haber bajado de la rama, haber pasado de la puñetera manzana… Que se fuera a Barcelona si quería, no me importaba, sólo me importaba entregarme al deseo que me martirizaba las venas, apartarle la toalla de un manotazo y sumergirme en la tibieza de su cuerpo para apagarlo. Me pregunté si mis manos conservarían aún el derecho de deambular libremente por aquellas espléndidas estepas de carne, pero no me atreví a comprobarlo por temor a encontrarme con la desagradable presencia de alguna alambrada. Ella se retiró y me miró a los ojos.

– No te quedes callado. Di algo -dijo entonces-. No me hagas sentir culpable.

Dios, era tan televisivo todo… ¿Qué quería que le dijera? ¿Qué quería oír exactamente? Mira, Coral, cualquier cosa que digas me parecerá bien. Tanto si me dices que no sabes si me quieres como si me dices que estás absolutamente segura de que me quieres, yo lo aceptaré sin tratar de comprenderlo porque las dos opciones son igualmente válidas. Vivimos en dos planos diferentes. Yo nunca sabré lo que tú piensas y tú nunca sabrás lo que yo pienso. Sólo podemos dar palos de ciego.

Coral me miraba con aquella expresión de disculpa que había mantenido desde el principio de su charla. Una sonrisa piadosa le aleteaba de tanto en tanto en los labios.

– ¿Cuándo te vas? -pregunté con la mayor frialdad posible. Ah, cómo nos pierde el orgullo.

Si recibió el golpe, no lo acusó.

– Dentro de dos horas -respondió con más frialdad aún-. Compré el billete hace tres días.

Tocado. Hundido. Kaput… Traté de ocultar los mortales efectos de su cuchillada con una sonrisa despreocupada. Así eran las cosas. ¿Cuánto llevaba maquinando aquello? Ayer, sin ir más lejos, mientras cenábamos, mientras veíamos la tele, mientras hacíamos el amor antes de dormirnos, la decisión en su cabeza, el billete en su bolso. No tuve fuerzas para preguntarle cuánto tiempo llevaba yo actuando sin saber que se había cambiado el final de la obra, que algunos de aquellos instantes serían los últimos.

– Tú también necesitas pensar -añadió, como animándome a sacar tajada de todo aquello.

Asentí y salí del baño con las piernas temblorosas. Me desplomé en el sofá. En ese momento saltó la pausa del vídeo y Obi Wan Kenobi fue fiambre, un trapo marrón y arrugado que Vader removió como si su espada fuese un atizador. ¿Sabe alguien cuánto dura la pausa de un vídeo? ¿Tres, cuatro minutos? Pueden pasar tantas cosas en cuatro minutos. Vi a Coral entrar en el dormitorio para vestirse. Cuatro minutos y mi vida ya no era la misma. Me sentía como Kenobi, un trapo marrón y arrugado que ha perdido toda su fuerza.

De acuerdo, no era algo definitivo, pero, ¿qué diferencia había? Quiero decir, ¿qué diferencia suponía eso para un tipo como yo? Yo soñaba con enamorar sin fisuras, como había enamorado a Blanca. Que Coral se tomara tiempo para pensarlo, aunque tras ello regresara a mis brazos convencida de su amor, no dejaba de ser una derrota para mi ego. y supongo que para el de cualquiera. Yo era bastante escrupuloso en eso. No podría soportar una mancha en el expediente. Sería algo que siempre estaría entre nosotros, como un recordatorio de que lo que teníamos era discutible. Y de alguna manera yo siempre me sentiría en deuda con ella, cada beso, cada sonrisa, cada caricia tendría el regusto de los préstamos. Por otro lado, la realidad hablaba por sí sola. Coral no era Blanca, estaba incapacitada para amarme porque sí, sin recelos, sin airbag. Y yo tendría que dejarme llevar por las olas de aquel amor impredecible, sin saber en qué playa morirían, si es que acababan haciéndolo en alguna.

Tú también necesitas pensar, había dicho. Y era una afirmación que me hacía sentir incómodo. En el instituto, la Física me resultaba intragable. Yo siempre la dejaba para septiembre, confiando en que durante los meses estivales mi mente desarrollara algún tipo de clarividencia que la capacitara para resolver aquellos malditos problemas usando la fórmula adecuada. Durante el curso, para no levantar sospechas en casa, me presentaba a los exámenes como todos. Mientras los demás procedían al asedio de los cuatro o cinco problemas dictados echando mano de las fórmulas que creían más aptas, yo miraba aquellos castillos infranqueables con frustración, sin decidirme nunca por ningún muro en especial, pues todos me parecían de la misma altura. Cuando pensaba en el amor me invadía una sensación de impotencia muy parecida a la que sentía ante aquellos problemas tan herméticos. No sabía por dónde entrarles, no sabía a qué fórmula acogerme, ni siquiera sabía entre cuántas fórmulas podía escoger. Yo quería a Coral, y aunque no fuera cierto me daba lo mismo. Si en realidad no la quería, si aquello que sentía hacia ella no era amor ni de lejos, acabaríamos por darnos cuenta. Era incapaz de autoanalizarme. Era incapaz de emprender una autopsia como la que ella pensaba llevar a cabo. Que alguien me defina qué es el amor y entonces le diré si estoy o no enamorado. Sabía que lo que sentía por Coral era muy diferente a lo que había sentido por Blanca, pero, ¿acaso debe el hombre dar siempre el mismo amor aunque tenga destinatarias diferentes? Blanca enviaba a mi corazón mensajes distintos a los de Coral, y mi corazón los traducía en algo que se ha dado en llamar amor para simplificar. Coral me enviaba sus propios mensajes, y obtenía por tanto una traducción distinta. Cada una recibía de mí el amor que ellas mismas provocaban, y yo, por tanto, estaba exento de culpa en aquella relación de causa y efecto… Era un buen intento de justificación, pero no serviría ante un tribunal. Sin embargo, por ahora no tenía nada mejor.

De una cosa sí estaba seguro: no quería que se fuera, y disponía de dos horas para disuadirla. La oí trastear con las perchas. Luego oí saltar el cierre de una maleta, la maleta que un buen día (¿cuándo?) había aparecido en lo alto del armario sin levantar en mí la más mínima sospecha, como si Coral pensara utilizarla para cualquier cosa menos para lo que realmente servía: para decir adiós… Yo siempre me había tenido por un tipo avispado. De pequeño, en el colegio, fui el primero de la clase en detectar la homosexualidad latente entre Epi y Blas, pero al parecer Coral me estaba vedada. Joder, ni aunque se hubiese vestido de hombre anuncio para informarme de lo paradisíaco de las playas de Barcelona, lo hubiera captado. ¿Cómo había podido estar tan ciego…? Ahora que ya lo sabía, los últimos días se me revelaban sobrecargados de detalles con los que ella intentaba advertirme de su huida, quizá con los que incluso buscaba un motivo para no tener que llevarla a cabo. De todas formas, yo había actuado como siempre, tal vez no le hubiese dado ningún motivo para quedarse, pero tampoco ninguno para irse, aunque esto último no podía asegurarlo, claro. ¿Habría cerrado siempre la pasta de dientes? Me encogí de hombros y suspiré. Por qué no sería un caballero jedi con el único problema de extirpar el mal del universo.

Quizá si remontaba la corriente de los recuerdos, si desmenuzaba cada instante de nuestra relación encontrara mil motivos que justificasen su conducta. Si no siempre podría volver a desempolvar la armadura, escondida de los racionales ojitos de Coral en el armario del lavadero.

Rememoré la tarde en que le hablé de Blanca, no sé por qué; quizá al detallarle nuestra relación la había herido sin percatarme de ello. Cuando uno narra a la mujer con la que está una aventura pasada debe medir cada palabra, no vaya a saltar alguna astilla que ella reciba como un cuchillo. Tal vez el mero hecho de hablarle de Blanca fuera por sí solo una imprudencia. No lo hubiera hecho de no ser por la cuestión del apoyo.

Coral, como ya he dicho repetidas veces, no siempre era la dulce princesa enamorada a la que le bastaba con la felicidad de mis brazos, no; ella, ingenua o luchadora, como se prefiera, aspiraba a obtener una felicidad similar en las restantes parcelas de su vida, y claro, el mundo la zarandeaba a su antojo. Cuando, al anochecer, volvía a mis brazos, lo hacía sin gracia, como un guerrillero que se desploma al alcanzar la trinchera, fatigada, preocupada, irritada, ultrajada o conteniendo un llanto que siempre acababa por vencerla. Y como yo no sólo estaba allí para recoger la fruta dulce e ignorar la amarga, me deshacía de mi traje de amante y me ajustaba el de compañero sin la menor dilación. Así que allí estaba mi hombro, presto a recibir sus lágrimas, allí estaban mis masajes, prestos a ahuyentar la tensión de su espalda, allí mis palabras de caramelo, prestas a limar las aristas de la realidad, a corroborar un mundo despiadado o a construirle uno más afable y hermoso, según me diera. Pero, ¿y yo? Yo también tenía problemas. Sin embargo, me mostraba reacio a utilizar su hombro. Dado que yo aún no había encontrado trabajo, que el contacto con mi familia se reducía a las llamadas de los jueves y que, dejando a Javi a un lado, no tenía amigos que me contagiaran sus desgracias, los problemas que yo pudiera tener se reducían al ámbito de la metafísica. Su marcado carácter existencial imposibilitaba pues la acción de cualquier bálsamo. Mis problemas, en comparación con los suyos, carecían de peso, y no me avalaban para el cobro del consuelo que me debía.

No era culpa de ella. Coral se desvivía por mí cuando yo tenía uno de esos días en que no pasaba de ser un guiñapo boqueante ante el televisor. Entonces se producían diálogos tan raros como éste:

Coral: ¿Qué te pasa?

Guiñapo (encogiéndose de hombros): Nada.

Coral: Venga, Alex. Sé que te pasa algo. Por qué no me lo cuentas.

Guiñapo: Quiero ser otra persona, para resumir.

Coral (en tono afectado y recostándose sobre mi regazo): ¿Sí? ¿Quien?

Guiñapo: El correcaminos. El tío de Expediente X. Tom Sawyer, me da lo mismo. Cualquiera.

Coral (abrazándome): Tonto. Con lo que a mí me gustas así.

Guiñapo:…

Coral: ¿Sabes? Hoy he tenido un día de perros en el trabajo.

Guiñapo (perdiendo el papel protagonista): ¿Qué te ha pasado?

Éramos un abrelatas defectuoso y una conserva sin anilla de la que tirar, ola y roca, torre y viento, patatín y patatán. Por eso le hablé de Blanca. Necesitaba saber de la blandura de su hombro, necesitaba saber si podía adaptarse a mi cabeza como una de esas almohadas de las farmacias, y el affaire Blanca era en aquel momento la espina más extirpable de mi corazón. Además, suponía matar dos pájaros de un tiro, ya que ceder a alguien la parte trasera de mi cruz aliviaría en buena parte mi caminar. Se lo conté todo, suicidios frustrados incluidos. Y aún hoy no sé cómo tomarme su reacción.

En lo referente al mes que pasamos juntos, fui lo más discreto posible, tanto por Blanca como por ella. No era cuestión de vanagloriarme de mis dotes de amante ni de desvelar intimidades, me limité a resaltar únicamente lo que me interesaba: el perfecto entendimiento que desde el primer momento había gobernado nuestra relación. Fue complicado, ya que no me atreví a exponer tan a las claras mi teoría sobre el trozo de puzzle que cada uno llevábamos en el pecho, no fuera a tomárselo como un reconocimiento velado de que lo nuestro nunca alcanzaría la perfección, de que la copa de nuestro amor sólo contendría el zumo ácido de unas naranjas fuera de temporada.

– Almas gemelas -afirmó Coral, una vez yo le relaté algún ejemplo concreto.

Almas gemelas. Lo dijo como si yo no inventara nada nuevo, como si todas aquellas coincidencias que acababa de contarle sin solapar mi orgullo quedaran contenidas en aquellas dos palabras, en aquella odiosa expresión que me remitía inevitablemente a películas como Mujercitas o amistades de internado, y a la vez como si de alguna forma le sorprendiera que yo me acogiera a un concepto tan cándido. Lo que había ocurrido entre Blanca y yo estaba más allá de esas afinidades ridículas y novelescas. De todas formas, lo dejé correr e inicié la segunda parte de la historia, ésa que escamoteaban los libros y las películas, la horrenda crónica de cómo Blanca y yo comenzamos a fundirnos, a encajar, a disolvernos el uno en el otro. Le conté lo del poema, lo del sueño correlativo, lo del maldito gato; le expliqué cómo, al hacer el amor, sentía cómo la carne era rebasada enseguida y alcanzábamos un nivel superior, un nivel donde las rendijas entre mis átomos se colmaban con los suyos, formando una especie de mimbre kármico que el orgasmo se apresuraba a encolar. Cada vez, al salir de ella físicamente, sentía que me olvidaba más cosas dentro, que lo que quedaba extenuado en sus brazos iba siendo menos yo a cada polvo.

Coral se limitó a escucharlo todo en silencio. No estaba preparada para eso, por supuesto. Desde el primer momento, se había plantado en los labios esa sonrisa comprensiva con que las mujeres se escudan cuando los hombres hablan de amoríos antiguos, una sonrisa distendida, como láctea, con la que aceptan nuestras batallitas con la leve conmiseración que se le dedica al guerrero acabado, una sonrisa que se acentúa misteriosamente en algún detalle, como si vislumbraran algo que de repente hacía encajar muchas cosas. Así me sonreía Coral hasta que mi relato dejó de ser divertido y empezó a cobrar tintes de pesadilla. Entonces su estudiada sonrisa se derrumbó, dejando desnuda su boca, que sólo atinó a cubrirse con una mueca de desconcierto. Su mirada también resultó afectada por el siniestro desenlace de la historia, sus ojos se redujeron a dos ranuras inexpresivas, donde, con la indecisión de una moneda que alguien hace girar sobre una mesa, se asentaba poco a poco el desasosiego.

Creo que me abrazó por falta de palabras, y los dos permanecimos un buen rato allí, entrelazados y silenciosos en el sofá, espiando la noche tras la ventana. Yo sentía sus manos deslizándose por mi pecho, revolviéndome el cabello, un lentísimo ir y venir de dedos que parecían haber olvidado que debían confortarme y vagaban absortos por mi piel. Traté de justificar su reacción arguyendo que lo sobrecogedor de la historia la había desbordado, sumiéndola en una estupefacción perdonable, que ahora era consciente de que el mundo ocultaba más que enseñaba, que la noche donde se hundían sus ojos ya no era para ella un cielo oscuro punteado de estrellas, sino un misterio, un abismo en cuyo fondo palpitaba otra realidad, ignota y acechante, pero lo cierto es que su consuelo me supo a poco. Aguardé un rato más, pero no rompió su silencio, y yo no estaba dispuesto a tirarle de la lengua. Finalmente, cogí su mano errabunda y la desvié hacia un lugar que no entraba en sus planes, y encontramos así una salida digna a aquella encrucijada.

Durante un tiempo no supe qué pensar. Me sentía defraudado. ¿Era Coral incapaz de ofrecer un consuelo más efectivo o es que yo no merecía el esfuerzo? Consideré incluso la posibilidad de fingir la muerte de mis padres o algo parecido con objeto de estudiar su reacción, pero me pareció demasiado drástico. Tendría que esperar pacientemente a que se produjera una tragedia real, que mis días se animaran con una desgracia reseñable, mientras tanto todo eran dudas. Pero, ¿quién era yo, el Rey del Consuelo? ¿Cómo atreverme a descalificar su técnica? Tal vez a ella mi apoyo le había resultado tan pobre como a mí el suyo, ¿cómo saberlo? El dolor, no había duda, era algo condenado a padecerse en privado. Por muchas palabras que hubiese por uno u otro lado, siempre nos hundiríamos solos. Nunca entenderíamos el dolor ajeno lo suficiente como para darle el apoyo adecuado. Eso era un hecho.

Nunca volvimos a hablar de Blanca. Supongo que ella consideró aquella breve charla como una especie de exorcismo. Yo, a veces, hacía alguna referencia a Blanca sin intención, y Coral se limitaba a asentir con una mezcla de seriedad y lástima, como si yo fuese un ex alcohólico recordando alguna de sus borracheras.

En ese momento, Coral salió del dormitorio y colocó su maleta junto a la puerta. Se había puesto unos vaqueros para el viaje. La observé regresar al dormitorio para completar su bolsa de mano. Ni siquiera me miró. Yo me hundí más en el sofá. Mi vida se hacía pedazos y yo no podía hacer otra cosa que seguir en el sofá, ante la tele encendida, con la mirada perdida en unas imágenes que me importaban una mierda. Así me recordaría ella, repantigado en el sofá, fundido con el mueble como una nueva especie de centauro. La imaginé en Barcelona, en casa de sus tíos, paseando por alguna playa o bailando en alguna discoteca con ese primo suyo del que tanto me hablaba y que lo mismo se la cepillaba por despiste; me la imaginé haciendo cosas que yo no podía imaginar en sitios que no podía imaginar y pidiendo un tiempo muerto para pensar en mí, que al fin y al cabo era el motivo que la había llevado allí, la imaginé con el ceño fruncido, luchando por traer a su mente la ridícula estampa del sofá, y desecharla a continuación con una mueca de asco, sorprendida tal vez de que aquel espanto formara parte de su pasado.

A Javi le había bastado una rápida ojeada para intuir cómo eran las cosas entre nosotros. Enseguida comprendió que Coral y yo no éramos felices, que nunca lo seríamos y que nunca lo habíamos sido. No honestamente felices. Y no se lo calló, Javi nunca se callaba nada. ¿Cuánto hacía de aquella charla? ¿Tres? ¿Cuatro meses? Fue un miércoles por la mañana, de eso estoy seguro, porque ese día Coral entra más tarde a trabajar y eso fue lo que propició el encuentro.

– Dichosos los ojos -exclamó victorioso al abrir la puerta y encontrarme por fin en casa, en el sofá, por supuesto, haciendo un estudio valorativo sobre la programación matinal. No habíamos vuelto a vernos desde que rescatara mi despojo de las garras de Artemisa.

Nos saludamos con efusión, estudiándonos de arriba abajo en busca de algún cambio en nuestro aspecto que corroborase que hacía más de un año que no nos veíamos, y al acabar el reconocimiento nos miramos con divertida perplejidad. El cine nos tiene acostumbrados a esperar un bigote nuevo o un corte de pelo distinto detrás de cada elipsis de tiempo, pero en la vida real uno no está obligado a retocar su imagen para señalar sus evoluciones psicológicas.

– Estás igual, tío -me informó Javi.

– Tú también -confirmé yo.

Por dentro ya era otro cantar. Probablemente él se habría dejado uno de esos bigotes de mosquetero y yo lucía otro corte de pelo. Un año es mucho tiempo: el río fluye y la gente cambia, ya lo advirtió Heráclito. Pilló un par de cervezas y nos sentamos en el sofá. Javi me hizo el acostumbrado y difuso inventario de sus peripecias. Había estado de aquí para allá, haciendo esto y lo otro, conociendo a éste y aquél, en fin, envejeciendo un año más, yo ya sabía. Asentí. Ya me había acostumbrado a que fuese así. Si Javi me hubiese precisado que había estado currando durante tres meses en el Burger de la calle Promesas con un sueldo de ochenta mil pesetas más incentivos o que había estado viviendo con una chica llamada Patricia Salas Hidalgo en un apartamento con terraza y aire acondicionado le hubiera mirado con recelo, como si los extraterrestres aquellos de las alcachofas bajo la cama le hubiesen suplantado. No, Javi seguía siendo el misterio, la aventura, el buscarse la vida y contarlo como si fuese algo fácil y divertido, a pesar de que la gente se amontonaba en los albergues y comedores de beneficencia y acababa abocada a la mendicidad o la prostitución.

Por fin, tras unos minutos de silencio, Javi me preguntó si el incesante rumor de la ducha se debía a que me había dejado el grifo abierto o tenía algo que ver con lo limpio que estaba el piso.

– Se llama Coral -dije, con una sonrisa donde por difícil que pueda parecer colindaban el orgullo y la humildad-. Llevamos desde enero viviendo juntos.

Javi entrechocó su cerveza con la mía, se reclinó en el sofá y me miró con una mueca risueña, como esperando a que me explayara un poco mas.

Le hice un rápido resumen de cómo nos habíamos conocido bajando la voz, pues el murmullo del agua había cesado y no quería que Coral me oyera traduciendo nuestra primera cita al lenguaje elemental y rudo con que uno narra sus conquistas a los amigos, aunque con Javi yo soliera ser más comedido. Luego le hablé a grandes rasgos de nuestros meses de convivencia. Mi exposición dejó bastante que desear, y creo que ése fue el primer indicio que alertó a Javi. Di un trago de la botella mientras mis palabras se desvanecían en el aire, para disimular mi amargura en la de la cerveza. Estaba arrepentido de mi desapasionada crónica: me faltaba la seguridad, la fe del devoto, para hablar de nosotros como si fuese algo digno e imperecedero.

– ¿Con quién hablas, Álex?- preguntó desde el baño el objeto de mis desvelos.

Javi y yo nos miramos, dos ladrones sorprendidos en plena faena.

– Ha venido Javi -informé.

Coral no contestó, pero la oímos apresurarse.

– Le he hablado mucho de ti -confesé a Javi, que miraba hacia la puerta del baño con divertida expectación-. Se muere por conocerte.

Coral salió. Se había puesto un vestido azul que quitaba el aliento. Me hinché de orgullo. Yo ya contaba con ese vestido o alguno todavía más corto y ceñido con los que solía acudir al trabajo, y agradecí el tino que Javi había tenido para presentarse en ese momento y presenciar el espectáculo de su cuerpo en todo su esplendor, envuelto para regalo en vez de rebajado por unos vaqueros.

– Coral, éste es Javi -dije señalando con un gesto ostentoso hacia su lado del sofá. Javi me siguió la broma sonriendo ampliamente y ejecutando una reverencia. El capullo sabía ser irresistible.

Coral le miró unos segundos con una ligera sorpresa, como ajustando la imagen que su mente había ido elaborando mediante mis anécdotas a la realidad que tenía delante.

– Hola, Javi -dijo con aspereza-. Encantada de conocerte. Luego cogió su bolso, que descansaba sobre la mesita, se lo colgó y se dirigió hacia la puerta con paso airoso.

– Hasta la noche -masculló al pasar a mi lado.

– Adiós -respondí.

Tras cerrar la puerta, Javi y yo nos quedamos un rato en silencio, dando cortos tragos de cerveza.

– Debe tener un mal día -comentó por fin Javi.

– Di mejor una mala semana -sugerí yo, recordando su crispado estado de ánimo de los últimos días.

Javi mató su cerveza y la dejó sobre la mesa. El entusiasmo de Coral le había dolido. Sabía que Javi no concebía que una chica no sucumbiera a su sonrisa de galán maldito.

– Un día quedamos y así os conocéis -añadí para animarle.

– Asegúrate de que se levante con el pie derecho -bromeó, incorporándose y acercándose a la ventana. Calculé que ella debía de estar saliendo del portal en aquel momento.

– Coral es Coral -afirmé, como si eso lo explicase todo.

– Sí, y es de esas chicas que no necesitan semáforos para cruzar la calle. Los coches se paran igual.

Sonreí. Sí, era de ésas.

– Casi un año juntos… -comentó Javi todavía mirando hacia la calle, quizá tratando de discernir qué cartas había jugado yo para poder deslizar cada noche mis manos por aquellas ondulaciones apoteósicas-. Un año es mucho tiempo, tío. Mucho tiempo.

Sí; para un tipo como Javi aquello era una eternidad: Aunque una eternidad bastante placentera, debía de estar considerando.

– Ahora en serio… -dijo volviéndose hacia mi-. ¿Qué tal os va?

Pensé en mentirle, pero Javi se habría sentido decepcionado, cuanto menos. ¿Una mentira a estas alturas?, me dije. ¿Una mentira cuando más necesito decir la verdad?

– Bueno… -Me encogí de hombros en el numerito del reservado que en realidad se muere por soltarlo todo pero no quiere que se le note-. Nos va, ya sabes.

– No. No sé -replicó Javi, mordiendo el anzuelo-. Ponme al día. No leo las noticias.

Me descorché con la tumultuosa urgencia de una botella de champán, pero sin el contrapunto que suponía Blanca, mis quejas hacia Coral no parecían más que una rabieta egoísta. Todos necesitamos de nuestra némesis para definirnos, y dado que Javi, a causa de mi traslado al estudio de la pintora, se había perdido esa parte, todo el énfasis que yo ponía en mis reproches debía de resultarle excesivo y disparatado, una repentina hipocondría sentimental desagradable de oír. Contarle a esas alturas todo lo sucedido con Blanca carecía de sentido, y no creía haber puesto la distancia suficiente aún para soportar sin dolor una remembranza tan exhaustiva.

– Estáis perdiendo el tiempo, entonces -dijo Javi, arreglándoselas para que aquello no pareciera ni una pregunta ni una afirmación.

– No estoy tan seguro.

Javi me miró largamente, con desconfianza. Sonreí sin demasiado entusiasmo. No pretendía resultar misterioso, y mucho menos masoquista, simplemente no encontraba la forma de continuar el discurso sin tener que darle explicaciones.

– Tú y esa chica no encajáis -me espetó, al comprender que yo no pensaba añadir nada más-. Se ve a la legua.

– Si vieras cómo encajamos en la cama… -bromeé.

Un chiste malo, lo sé, pero nunca he sabido resistirme a ese tipo de cosas. Javi se limitó a sacudir la cabeza ante tan desafortunado comentario. Eché la mía hacia atrás y dejé escapar un suspiro.

– Supón que no es tan bueno encajar.

Javi me estudió con curiosidad, excitado por el trasfondo que sugerían mis palabras.

Dejé de resistirme y le expuse mi teoría de las almas gemelas, como las había llamado Coral; le dije que yo ya me había topado con la mía y había sido horrible. Horrible y maravilloso, pero sobretodo horrible. Y dejé de irme por las ramas y acabé hablándole de Blanca y su amor vampírico. Sin omitir detalle, recreándome en el dolor que de inmediato me taladró el pecho. Javi asentía con gravedad a mis explicaciones, sin decir nada, y opto por removerse en el sofá y dejar escapar un profundo suspiro cuando le solté la pregunta. ¿Qué habría hecho él en mi lugar, habría huido como yo o se habría arrojado al fuego sin pensar, intrigado o ansioso por ver qué sucedía una vez completado el puzzle? No hubo respuesta; no podía haberla, uno nunca sabe. Lo cierto es que al concluir mi narración, Coral, mi resignada alternativa, no le parecía tan reprochable.

Eso fue todo. Luego nos dedicamos a poner verdes a las mujeres sin demasiado ingenio, fingiendo una misoginia desmedida. Sabía que para un tipo como Javi mi disertación sobre las ánimas complementarias no dejaba de ser una chiquillada. Javi era un ave de altos vuelos y probablemente no admitiría jamás que yo redujera los posibles vínculos entre los sexos de esa forma tan severa. ¿Dónde estaba mi margen para la flexibilidad? Estaba convencido que en su rebotar de cama en cama, Javi había descubierto un mundo de grises, de matices en el engarce de los que yo nada sabía y nunca sabría. Pero no dijo nada, se limitó a perder la mirada en un punto lejano y a mover la cabeza de tanto en tanto, visiblemente consternado. No era para menos..

Un desagradable sonido procedente del dormitorio me hizo volver al presente, ese tiempo en el que por lo general nos limitamos a habitar físicamente, la mente siempre por delante o por detrás, exploradora o sentimental. Coral acababa de cerrar, de un manotazo brusco y abúlico, la cremallera de su bolso de mano. Me pregunté si, de ser yo cadáver y llenar el interior de una de esas tétricas bolsas negras, cerraría con la misma indiferencia su cremallera. Coral salió del dormitorio y me dedicó una mirada neutra. Un frío de cámara frigorífica había ganado el apartamento, y dudé entre pedirle una manta y ovillarme en el sofá como un perro enfermo, incapaz de despertar en ella más que la piedad del tiro de gracia, o por contra reunir los últimos restos de decencia que me quedaban y ofrecerle un recuerdo más digno. Me levanté y, luchando contra el temblor de mis piernas, tomé la maleta que esperaba junto a la puerta. No dije nada, mi lengua era algo yerto al fondo de mi boca, sólo la miré y traté de componer una sonrisa. Ella asintió y se dejó acompañar hasta la estación.

Tuvimos que usar las escaleras, por supuesto. Al salir del portal, me invadió un frío extremo que iba más allá del fresco de las noches de junio, el mismo que ya había percibido en el apartamento, redoblado ahora por la ausencia de luz y paredes. Me arrebujé, suplicando el consuelo de los abrigos a mi liviana camiseta, y seguí caminando tras Coral. La estación de trenes se encontraba a esa distancia socarrona que te hace desdeñar los taxis y te condena a recorrer caminando un trayecto aparentemente corto que con el peso del equipaje acaba por estirarse como un chicle. Para colmo, estaba aquel maldito frío. Y el silencio. Coral caminaba absorta, concentrada en Dios sabía qué, y yo le seguía los pasos como un guardaespaldas, con una mueca de entereza en los labios y los primeros calambres causados por la maleta recorriéndome el brazo. ¿Qué diablos llevaba Coral ahí? ¿Me había robado la plata?

La noche se afianzaba a nuestro paso y los anuncios se apresuraban a cuartearla con sus colores iracundos. Algo me golpeó ligeramente el hombro, llamando mi atención. Contemplé con sorpresa cómo un copo de nieve deshecho por la colisión me resbalaba por el pecho con esa flema propia de los excrementos de paloma. Alcé la vista, aturdido. Nevaba. Un remolino de copos de nieve caía del cielo con abigarrada lentitud, transmutándose en polen al cruzar el feudo de luz de las farolas y en huevos de pascua al recibir el resplandor de los neones, aposentándose sobre las aceras, sobre los coches, sobre los bancos, como un talco helado y tierno. Nevaba. Nevaba aquí y ahora, a principios de verano. Joder, nevaba. Me volví hacia Coral, excitado, pero al parecer no era un hecho lo suficientemente extraordinario para restablecer la comunicación entre nosotros. Coral seguía con su expresión ensimismada, dedicando de vez en cuando alguna mirada sin interés a su entorno, transfigurado ahora por la nieve.

La nevada había inmovilizado la ciudad. Los coches circulaban a velocidad de safari, dejándose harinar por aquel maná refulgente y gélido, sus ocupantes lanzaban envidiosas miradas a las aceras, donde la nieve se experimentaba sobre la piel misma. Olvidadas las prisas, sabedores de que un hecho como aquél perdonaba cualquier retraso, la gente miraba el cielo extasiada, algunos se atrevían con cierta timidez encantadora a abortar la trayectoria de los copos que pasaban al alcance de sus manos para sentir por vez primera aquel tacto tan anhelado en el sur. Coral y yo sí teníamos prisa, y atravesamos por entre aquella composición de maniquíes con paso resuelto, sin una sola concesión a esa nieve imposible que vestía de novia a la ciudad.

Una vez en la estación, mi piel pudo desentumecerse con la tibieza concentrada en su interior. Tomamos una escalera mecánica que descendía hacia los andenes, en uno de los cuales, con ese aire amilanado de las máquinas en reposo, se encontraba estacionado el tren hacia Barcelona, una larga lombriz metalizada que ya estaba siendo abordada por los que serían sus compañeros de viaje, las personas que Coral se vería obligada a contemplar durante seis horas, como una decoración ajena y de dudoso gusto.

Coral comparó su reloj con el de la estación, y supe que, aunque quedaban diez minutos, subiría al tren, como estaban haciendo todos, porque era preferible subir a apurar el tiempo con los seres queridos pendiente del imprevisible despertar del dragón, más aún cuando no tienes palabras que intercambiar con tu acompañante. Me miró y sonrió con indulgencia. Yo traté de conjugar en una mueca aplomo y comprensión, pero sin un espejo delante no puedo afirmar que lo consiguiera. Fue, al menos, merecedora de un beso, un beso conciso en su dulzura pero franco en su apoyo, un beso magnánimo, quizá el último.

Subió al tren y le tocó un asiento junto a la ventana. Consultó el reloj. Faltaban nueve minutos. No supe si irme o esperar. Coral miraba a la señora con pamela que tenía enfrente, se miraba las manos, miraba el techo del vagón, miraba su maleta, miraba hacia todos lados excepto hacia el andén. En apariencia, no parecía demasiado interesada en comprobar si yo seguía o no allí. Decidí esperar, por si acaso, mirando hacia todos lados menos hacia la ventanilla. Miré hacia el andén n° 5, que se encontraba a mi espalda, donde una joven pareja de enamorados se despedía entre miradas lánguidas y caricias para el recuerdo. Miré hacia el andén n° 7, que se encontraba enfrente, donde una joven pareja de enamorados se reencontraban entre abrazos ostentosos y besos apresurados. Ah, la vida. Miré las vías, que se perdían en el horizonte, y me vinieron ganas de tomar un tren al azar, un tren cualquiera que me sacara de allí, que me alejara del pozo de negrura hacia el que me precipitaba, pero, ¿qué iba yo a hacer en Bilbao o Zamora o Palencia? Yo no era de los que saben buscarse la vida, de los que se sienten cómodos en cualquier sitio, en cualquier cama, de los que pueden resumirse en una mochila y dejarse llevar por el viento, no. Yo no era Javi.

En realidad, lo que deseaba era alejarme de mí mismo, y ningún tren haría eso por mí, ningún tren me libraría de pensar llevándome en su interior durante días, durante semanas, durante años, brindándome esa rara protección del destino eternamente aplazado, de las responsabilidades, de las decisiones, de los fracasos que nunca llegan. No, las vías siempre acababan en un destino, en una ciudad de ésas que palpitaban en rojo furioso en las pantallas, en un lugar siempre señalado y concreto donde seguir con lo mismo, con nuevas calles que templar a pasos, con otros cuerpos donde colgar caricias, un sitio diferente donde cometer los mismos errores. De repente, el tren se puso en marcha, y lo vi alejarse hasta desaparecer en la punta de las vías, y permanecí un rato de pie en el andén, haciéndome recuerdo, quizá carta, probablemente punto y aparte en un diario, y es que hay mujeres y mujeres y hombres y hombres, y no basta con barajarlos y elegir una puñetera carta de cada mazo y creer que el resultado es una pareja. Quien crea eso está perdido.

Me metí las manos en los bolsillos y me dirigí lentamente hacia la escalera mecánica. Pensé en la señora que la casualidad había sentado enfrente de Coral, me pregunté si el largo viaje les forzaría a hablar, me pregunté si Coral, consciente de lo transitorio de la charla, utilizaría aquella horrenda pamela para desahogarse, para abrir su corazón bajo esa batuta experimentada que el azar había colocado ante ella. Cómo son las cosas, me dije, probablemente la desconocida de la pamela acabaría sabiendo más de lo nuestro que yo mismo.

Fuera seguía nevando. Las calles se habían convertido en un carnaval espontáneo. La gente no había tardado en perder el respeto reverencial por la nieve y ahora se entregaba en una jarana colectiva a exprimir al máximo aquel hecho tan inusitado, varias personas danzaban bajo los copos, algunos se arrojaban bolas de nieve, las parejas de enamorados se dedicaban a rodar por ella abrazados, observé incluso varios muñecos en evolución, que me sonreían con sus sonrisas de botones. Crucé entre todo ello con la cabeza gacha y el paso apresurado, insensible al espectáculo, cosechando varias miradas reprobatorias. Alcancé mi portal y devoré la escalera a grandes zancadas. Que se jodieran. Yo ya tenía suficiente con ver nevar en mi interior.

5

Coral, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Ca-ro-li-na: la punta de mi lengua baja la escalinata de tu nombre, desde el fondo de la garganta hasta el borde de los dientes, de lado y con tacones, como una vedette de revista. Co. Ral.

Era Pecado, sencillamente Perdición, por la mañana, un metro sesenta y nueve de curva y sueño en busca de la ducha. Era una erección bajo las sábanas cuando se enfundaba los vaqueros. Era Carolina Fernández en el trabajo. Era @ cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Coral.

Agosto. Morir de amor en agosto. Morir y contarlo. Morir y seguir vivo. El cielo de agosto es un fogón azul, una tibia llanura sin nubes, una fruta celeste y gratuita, una bayoneta de sol que me mata lenta, inmisericorde, un moscardón amarillo que sobrevuela mis sábanas y me encuentra siempre despierto, siempre con los ojos extraviados en el techo, siempre solo, siempre sin ti, despreciado y despreciable, náufrago en la lepra triste de tu recuerdo, loco y radiactivo, codificado y escaso, torturado por el envés de tus caricias, por todos esos besos que nos dimos en otra vida, con aquella ligereza del tanteo, con aquella impertinencia de exploradores.

Me levanto. Me levanto, sí, me levanto y voy al baño y salgo del baño y miro la hora y vuelvo a la cama y cierro los ojos y doy una vuelta a la izquierda y la deshago cinco minutos después con un giro a la derecha y me levanto y cojo el teléfono y me lo llevo al sofá y marco el número de tus tíos, ése que me diste por si surgía alguna emergencia, esas nueve putas cifras que me dijiste que sería mejor que no marcase, y lo dejo sonar una vez, una sola vez, y luego cuelgo. Un solo timbrazo, una sola señal cada día desde que te fuiste, para arañar perrunamente la puerta al otro lado, para que sepas que soy yo, que te echo de menos y no puedo decírtelo, para que sepas que me he suicidado veintitrés veces desde que me dejaste y me estoy gastando una pasta en bombillas, para que sepas que estoy arrepentido de haber quemado tu postal, aquella postal que limpió el polvo de mi buzón a la semana de tu ausencia, aquella postal de las Ramblas, ¿recuerdas? Aquella postal de letra espaciada donde me decías que habías llegado bien y que tus tíos eran encantadores y decías y decías para no decirme nada.

Dime, Coral, amor mío: ¿sabes ya si me quieres? ¿Sabes que sigo aquí, en el sofá, creyendo que regresarás algún día para amarme y apagar la tele? ¿Sabes que un día estaré muerto, frío como la piedra, quieto como el olvido, triste como la hiedra? ¿Serás, amor, un largo adiós que no se acaba?

¡Coral! Invoco tu nombre… ¡Coral! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora tu imagen ante mí! Oh, sílfide, vuelve, vuelve y envuélveme en tus brazos y dame ese cariño tuyo tan discutible y pide una pizza, si es eso lo que quieres, pero vuelve, vuelve y dime que ahí fuera la vida sigue igual. No consigo acabar tu carta, la empecé hace dos meses, en un renglón te digo lo mucho que te quiero y en el siguiente lo mucho que te odio, y así hasta casi doscientos folios, la monotonía negruzca y enrevesada de quien se niega aún a llorar. Vuelve, no soporto ver la tele sin ti. Vuelve y deja que te muerda la boca.

Me reclino en el sofá, respiro hondo, trato de serenarme. Miro por la ventana, y qué veo: la ciudad embrutecida por el verano, espumarajos de luz sobre los muros, una jalea de desconocidos fluyendo cansinamente por las aceras como acertijos irritantes, anuncios de playas con barbas blancas, chicas esculturales surgiendo de las aguas, una invitación en sus brazos extendidos, en el milagro de sus senos airosos, morenos, húmedos de mares lejanos, donde se hunden las miradas resignadas de los que esperan el autobús. Me miro a mí mismo: hueco, difuso, dolorido, un slip ridículo y una camiseta sucia de Star Wars, una boca desértica, unos ojos insomnes. Miro el teléfono entre mis manos, mudo, inútil, un pájaro muerto, una caracola sofisticada. Basta que mis dedos bailen sobre las teclas en el orden adecuado para conjurar tu voz en mi oído, para reparar tu imagen, tan raída por las pajas y desdibujada por la memoria, para hablar contigo, para dilucidar un poco ese misterio de tu vida allí. Lo descuelgo entonces, arrebatado, marco el prefijo, el dos, el cero, el tres, el seis, otra vez el dos, el ocho y el bizcocho, y de nuevo el tres, creyendo que esta vez sí, que esta vez resistiré al otro lado de la línea, pero no, una vez más huyo de ti, y lo cuelgo, entre vencido y burlón, a la primera llamada, y en una casa que no consigo imaginar, quizá en una mesita baja entre dos sillones, quizá sobre un aparador color caoba, un teléfono rojo, puede que blanco, lo mismo uno de ésos con forma de banana o algo todavía más ridículo, asesta una única cuchillada al silencio del hogar y luego calla, y una familia que tampoco consigo imaginar mira hacia el aparato con desdén, hartos ya de aquella maldita nota que no cesa de puntear su rutina desde el día que llegaste a Barcelona. Llámalo putada, pero es tan sólo amor, y el que lo probó lo sabe.

Me recuesto en el sofá. Ah, el teléfono… Se siente uno menos solo con un teléfono a su lado. Se siente uno poderoso con un teléfono en las manos. El país, el mundo en la punta de los dedos. Puedo teclear un número, tu número, puedo hacerte dejar lo que estás haciendo, puedo hacer que se queme tu comida, puedo abortar tu ducha y tu siesta, puedo joderte un orgasmo con sólo mover mis dedos. Soy tu Dios y ante mí responderás, literalmente. Pero soy un Dios misericordioso y me basta con escoger un número, una vida, e informarle de que existo con un acorde solitario, una especie de Morse a lo largo del globo terráqueo, desde Japón a México, esparciendo el confetti de mi dolor, me llamo Alejandro y sufro y una vez amé y fui amado como poca gente es amada y otra vez amé y fui amado como la mayoría de la gente es amada…

Muevo los dedos y el mundo se levanta a coger el teléfono. Pero es demasiado lento. Las yemas de mis dedos corretean veloces y caprichosas por las teclas, por hogares y oficinas en una sangría de números que hace que el aparato se retuerza sobre sí mismo como si fuera presa de furiosas cosquillas. Rinnng… Y el puño del marido borracho se detiene indeciso ante el magullado rostro de la sufrida esposa… Rinnng… Y durante un segundo la pareja infiel se siente más culpable y sucia… Rinnng… Y Chen Tong interrumpe su harakiri con un bufido de fastidio… Rinnng… Y por un brevísimo instante una sonrisa ilumina el apergaminado rostro de una anciana de Manchester al creer que su hijo, a pesar de dos largos años de silencio, aún se acuerda de ella… Rinnng… Y Giuseppe Piovani descerraja un tiro en la nuca equivocada… Rin…

– … ¿Diga?

Me quedé paralizado, una voluntariosa estatua de sal que ni siquiera necesitaba de la mortífera mirada del basilisco, el auricular pegado a la oreja y una mueca de me pillaste arrugándome la boca. El sol mismo parecía detenido, sus rayos congelados, apuntándome a la cabeza como mosquetones dispuestos. Alguien había logrado responder al teléfono antes de completarse el primer aviso, como si llevase años esperando mi llamada. Y era la voz más hermosa que había escuchado nunca.

– ¿Diga? ¿Quién es? -insistió.

Y yo cerré los ojos y me dejé arrobar por el delicioso tono de su interrogatorio, recibiendo cada palabra como una caricia jabonosa en mis oídos, cada letra como una luciérnaga moribunda que expiraba en mi alma, y traté de imaginar quién podía ser la dueña de aquella voz a la que no le hacían justicia ni la miel ni el terciopelo, y que para describirla con el mayor rigor posible había que recurrir sin rubor al churrigueresco símil de un ménage á trois entre mariposas sobre un nenúfar que zascandilea al atardecer por un torrente cristalino, escoltado por una flota de barquitos de papel confeccionados por muchachas impúberes con los manuscritos de Bécquer.

– ¿Diga? -volvió a preguntar tras una pausa, sin irritarse lo más mínimo ante mi silencio. Aprecié cierto servilismo en su requerimiento, como si le acabaran de poner el teléfono y deseara inaugurarlo con una conversación que se le resistía. ¿Por que no?, pensé. Si la enojaba mi carencia de motivos para llamarla, siempre podía colgar, si no podría mitigar mi tedio con una charla agradable. Podía incluso, si me mostraba lo suficientemente ingenioso y la chica en cuestión vivía cerca, arrancarle una cita. Me aclaré la garganta y di señales de vida.

– Hola -saludé. Mi voz, con el eco de la suya aún en mi oído, se me antojó terriblemente agarbanzada y nasal, de una virilidad amenazante.

– Hola -respondió ella con aplicada rapidez, y luego guardó silencio.

Se hizo una pausa incómoda.

– Hola -repitió con entusiasmo, como animándome a seguir hablando.

Mi interlocutora resultaba de una impericia telefónica encantadora. ¿Dónde estaban las preguntas tradicionales, el inevitable por quién preguntas o el automático no me interesa comprar nada? Al parecer aquello corría de mi cuenta. De acuerdo. Me mordí el labio inferior, devanándome la cabeza en busca de alguna pregunta o comentario que nos encauzara hacia la esquiva conversación.

– Me llamo Alejandro -anuncié con una solemnidad absurda. Había que empezar de alguna forma.

– Alejandro -repitió la voz, estremeciendo cada letra de mi nombre.

– Eso es -confirmé, apaciguando la erección que amenazaba con desbordar mi slip con un puñetazo irreflexivo que me dejó fuera de juego unos minutos-. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas? -pregunté, una vez restaurado en la medida de lo posible.

Hubo unos instantes de duda y luego oí algo parecido a: Sariel. El nombre no me sonaba español. ¿Italiano?

– Alejandro… -seguía repitiendo ella por su cuenta, mordisqueando maravillada cada letra de mi nombre-. Eres… eres entonces… ¿un hombre?

– Sí- asegure, algo confundido por lo innecesario de su observación.

¿Dónde diablos había llamado? A juzgar por las misteriosas reacciones de mi interlocutora bien podía tratarse de la comunidad Amish, de un convento de carmelitas perdido por algún sitio o algo por el estilo. Había dicho hombre con una curiosa mezcla de sorpresa y excitación. ¿Un grupo de brujas que necesitaba semen con urgencia para completar su último hechizo? Yo siempre tan oportuno.

– Espera un momento… -ordenó.

Oí el golpe del auricular al ser depositado sobre una superficie dura, una mesa, supuse, y luego me llegaron una serie de portazos rápidos, como si se hubiera apresurado a cerrar todas las puertas y ventanas de la habitación en que se encontraba.

– ¿Cómo has conseguido tú este número? -preguntó con ávida curiosidad, una vez concluida su labor de aislamiento.

Buena pregunta. Seguí el rizado cable del teléfono hasta el armazón, que se encontraba panza arriba sobre la mesa, como una tortuga incapaz de volverse del derecho, despidiendo ligeros tirabuzones de humo.

– No lo sé -dije-. Creo que ha debido producirse un cruce de líneas.

– ¿No sabes entonces dónde has llamado? -preguntó ella, algo decepcionada.

– No… -respondí con cautela-. Ni idea.

– Bien… -La oí chasquear la lengua, indecisa-. ¿Estás sentado?

– Sí -aseguré, levantándome del sofá. Tanta reserva empezaba a alarmarme. Era, admití, el aliciente de su hermosa voz lo que me mantenía aún con el auricular enarbolado junto a la oreja.

– Has llamado… has llamado… -Parecía incapaz de decidirse por una palabra. Consumió casi un minuto en descartar varias, apenas representadas por la resbalosa ambigüedad de sus primeras letras, para optar por-: Arriba.

Me descubrí alzando la mirada hacia el techo, en uno de esos estúpidos actos reflejos. Y me sentí más estúpido aún al recordarme que vivía en un ático, que todos mis vecinos, que la mayor parte de la ciudad, quedaba por debajo.

– ¿Arriba? ¿Al Meteosat? -pregunté, sin poder evitar la gracia, y mucho menos sin poder evitar imaginármela alejada de los dedos del Hombre en aquella esfera metálica, turbada por los sensuales balanceos de las mareas y las posesivas caricias con que los anticiclones domesticaban la piel azul del planeta.

– Más arriba -corrigió ella.

¿Más arriba?, me pregunté, ¿qué podía haber más arriba del Meteosat…?

Ah.

– ¿Quieres decir que he telefoneado al… -ahora era yo quien no sabía que palabra escoger-… Cielo? -Traté de pronunciarlo con mayúsculas, desbrozándolo del resto de sus significados.

– Ajá.

Se hizo una nueva pausa.

– Desconocía que hubiese teléfonos allí -comenté, por decir algo.

Sentí lastima por los que intentaban comunicarse con Las Alturas desgranando plegarias ante un crucifijo. No eran más que salvajes con tambores ridículos. Dediqué unos minutos a reflexionar sobre lo fácil que resultaba acceder a los ángeles en contraposición con la burocracia que había que sortear para comunicarse con los demonios. De pequeño había intentado invocar al Diablo y me habían abatido los innumerables requisitos: el solsticio de verano, el intrincado pentagrama, el cáliz consagrado con sangre de niño y en especial el semen de carnero. Uno puede tener hobbys raros, pero masturbar a un rumiante me parecía excesivo.

– En realidad no los hay -explicó Sariel refiriéndose al teléfono-. O no debería haberlos; pero yo tengo uno.

Dijo esto último sin ocultar su orgullo, como si le hubiese llevado años y sudores conseguirlo y ahora por fin podía decirse a sí misma, ya que, según el apresurado enclaustramiento al que se había sometido, no parecía dispuesta a compartirlo con nadie más, que tanto empecinamiento había dado sus frutos.

– Y qué eres tú… -pregunté-. ¿Un espíritu jasp o algo así?

– No, no, yo trabajo aquí -me corrigió-. Soy un ángel… Bueno, un serafín, para ser exactos -rectificó con forzada humildad.

Me explicó que las criaturas celestes estaban divididas jerárquicamente en nueve órdenes. Ella pertenecía a la tríada menor, junto a los tronos y querubines. Los serafines, según deduje, equivalían a los obreros y campesinos en aquella pirámide divina tan rápidamente esbozada. Para acceder a los niveles superiores, uno debía ir acumulando créditos. Hubo un tiempo, dijo con nostalgia, en que no resultaba difícil conseguir puntos, pues los ángeles eran requeridos con frecuencia para misiones de envergadura: anunciaciones, revelaciones, incluso para ejercer como modelos de algún pintor en ciernes. En la época actual, en la que desgraciadamente le había tocado vivir, la cosa estaba más difícil. Apenas salían puestos que favorecieran la promoción. Casi todas las ofertas eran para ejercer de ángeles de la guarda, que trabajaban, por así decirlo, a comisión. Había oído decir que era un trabajo frustrante. El más mínimo paso de su cliente fuera de la Senda del Bien repercutía terriblemente en su comisión. Y en el siglo XX, por desgracia, el Hombre, instado por un raro prestigio, tendía más que nunca a realizar frecuentes excursiones al lado salvaje de la vida, como había bautizado aquello que no eran más que los suburbios del Infierno, cuando no se instalaba en él definitivamente. Así era poco menos que imposible alcanzar el grado de arcángel. La animé diciéndole que la cosa estaba mal en todas partes. Aquí abajo también resultaba difícil trepar por la maldita pirámide social, tan difícil como fácil resultaba escurrirse hacia abajo al menor despiste.

Me percaté, en cierto momento, de que estábamos manteniendo una conversación. Resultaba tremendamente agradable cerrar los ojos y dejarse hamacar por la benigna brisa de su voz, remitiendo de tanto en tanto un monosílabo lleno de afecto hacia el otro lado de la línea.

– Supongo que te preguntarás -dijo ella en cierto momento- cómo es que dispongo de teléfono.

– Sí -concedí, recostándome en el sofá con una sonrisa idiota en los labios.

La cosa venía de lejos. Antes, como ya me había explicado, que los ángeles se dejaran caer por la tierra era algo casi cotidiano. El hombre estaba construyendo el mundo, necesitaba supervisión, sugerencias, recomendaciones. Ahora, ¿cómo decirlo con suavidad?, en el Cielo no importaba demasiado el destino de la humanidad. Su arraigada tozudez se contemplaba con estoicismo en las alturas y nadie hacía ya nada por tratar de aleccionarle; de vez en cuando, se festejaba algún logro de la civilización, pero por lo general se la dejaba hacer, esperando quizá a que cometiera el Ultimo Error, ése que lo dejaría todo hecho unos zorros y favorecería un nuevo comienzo. Aunque tal vez ni entonces se tomaran más molestias, dándonos por perdidos. Excepto los pocos serafines que ejercían como ángeles de la guarda, a los que se les veía afanándose en sus centralitas por enderezar el mundo, como ingenuos idealistas a los que uno no tardaba en encontrar en la cantina, maldiciendo a la humanidad entre los efluvios del alcohol con un odio impropio en una criatura celestial, el resto hacía gala de una absoluta indiferencia. Eran otros tiempos, sí. Ya no había misiones in situ. De vez en cuando, algunos arcángeles, movidos por el romanticismo de antaño, intentaban volver a poner de moda las apariciones y los resultados eran más que desalentadores; los contactos humanos con extraterrestres, sin embargo, experimentaban un considerable auge.

Por todo ello, para las nuevas generaciones, el mundo de los hombres resultaba un lugar misterioso, exótico, alcanzando ribetes de leyenda. Me contó cómo de pequeña no dejaba de fisgonear por los comedores de las ánimas, recolectando información de quienes no tenían reparos en menoscabar su inocencia con episodios de su vida, fomentando en ella la fascinación por el Hombre, ese ser a medias benévolo y mezquino, a medias ángel y demonio. Cuando alcanzó la edad requerida para poder bajar, fue ese mismo entusiasmo lo que le cerró las puertas. Uriel, su tutor, un arcángel severo y conservador, la consideró demasiado impulsiva para encomendarle apariciones en Lourdes o en algunos de esos pueblecitos devotos donde debían dejarse ver aproximadamente una vez al año por compromiso, manifestándose con tedio junto a angostos altares caseros repletos de velas, como una estrella del rock acabada ante los pocos fans que aún la recuerdan.

Temeroso de que su empecinada curiosidad pudiera propiciar entre los ángeles más jóvenes movimientos subversivos, Uriel intentó apaciguarla decorándole su estancia con muebles y utensilios humanos, que ella no necesitaría ni sabría utilizar, pero que tal vez acabaran por mermar sus ansias de conocimiento con el hastío de lo cotidiano. De ahí el teléfono, un teléfono al que obviamente nadie iba a llamar jamás y cuyas teclas nunca se atrevería a marcar. Y ahora, tres años después -ciento veintidós por nuestro calendario, calculé-, cuando los continuos obstáculos habían relegado la idea de conocer nuestra civilización a un oscuro rincón de la periferia de su mente, aquel teléfono que no podía sonar había sonado.

– Y no pienso dejar pasar esta oportunidad -afirmó, rotunda-. Voy a largarme de aquí. Nadie notará mi falta por unos días. Y tú tienes que ayudarme.

Yo no supe o no pude o no quise negarme, y antes de darme cuenta la oí trazar un plan que, aunque tenía cierto aire de improvisación, debió constituir su divertimiento de muchas noches, antes de que la vencieran las circunstancias.

Nos despedimos con un cómplice hasta entonces. Seguí un rato en el sofá, los rayos del sol pendiendo sobre mi cabeza, reacios a coronarme con un halo que en tales circunstancias resultaría gratuitamente angelical. La conversación me había anegado el pecho con el desasosiego dulce del delito y la aventura, con el presagio de riesgos y recompensas oscuras. Me resultaba extraño haber pasado a formar parte en cosa de minutos de una especie de conspiración, y sin moverme del sofá. No sabía de qué forma podía acabar aquello o si yo estaría a la altura de las circunstancias, pero lo cierto es que me había implicado sin reflexionar, diríase que alegremente, asqueado de tanta rutina. Era, cuanto menos, un contratiempo que me haría olvidar a Coral por el resto del día, y con un poco de suerte también por el resto de la noche.

Dediqué la tarde a escarbar entre las estanterías del Corte Inglés en busca de todo aquello que creí necesitar para llevar a cabo sin problemas mi correspondiente parte del plan. Luego volví al sofá a esperar la noche, preguntándome excitado qué pinta tendría un ángel; bueno, un serafín, para ser exactos. Ahora me reprobaba mi falta de atención ante esos coloquios tan en boga sobre el sexo de los ángeles. Si la madre naturaleza era justa y tenía sentido de la métrica, tras aquella voz sólo podía esconderse el obligatorio soporte de un cuerpo delicado, quizá perfecto, y un rostro ineludiblemente nínfeo. Sin embargo, ahí estaban los cactus, con aquellas flores grandes como pompones con que nos advertían de que la madre naturaleza también se permitía algún que otro sarcasmo…

La noche se hizo de rogar. Maldito agosto, augusto y agotador. Tuve que pasarme todo un depresivo metraje de tarde incendiada tratando de sobrevivir con la foto que Coral me había dado los primeros días de nuestra relación cosida a los dedos. En ella aparecía Coral, por supuesto, pero también mi fiel pelirroja. Ese hecho era casi predecible en parte, pero me sorprendía porque la foto había sido tomada en París, a las faldas de la Torre Eiffel, en un viaje que Coral había realizado un verano. La pelirroja se estaba tomando muchas molestias para ponerme al corriente de su existencia. Y yo empezaba a albergar ligeros sentimientos hacia ella. A veces extraía la foto para mirar a la pelirroja en vez de a Coral, a quien ya tenía muy vista. La pelirroja estaba de espaldas, medio encorvada a causa, de una mochila paquidérmica, pero tenía la cabeza lo suficientemente ladeada para dejarme ver parte de su perfil, en una especie de recatada revelación a paso de foto. No era un perfil en absoluto decepcionante, y sus piernas, desenmascaradas gracias a unos shorts color crema, se presentaban torneadas y lechosas, como buena pelirroja. Fantaseando con la mitad de ella me sorprendió la noche.

Un poco antes de la hora acordada, lo guardé todo en una bolsa y subí a la azotea. Aunque con las llaves del piso me habían entregado también una de la azotea, era la primera vez que subía hasta allí, demasiados escalones y pocas coladas. Y, a juzgar por el estado de abandono en que se encontraba, el resto de los vecinos tampoco debía considerarla un lugar lo suficientemente interesante como para rentabilizar la remontada de la escalera. Era un inmenso rectángulo que, como todas las grandes azoteas, no podía evitar desorientar a sus visitantes con esa sensación chocante producida por el descubrimiento inesperado de tanto espacio libre entre la apretada configuración de la ciudad. A excepción de las antenas de televisión, que se apretaban a un lado, como una bandada de asustadizas aves zancudas, y los mástiles para la ropa, en cuyos cordeles anoréxicos persistía alguna pinza olvidada como un recuerdo de tiempos mejores, antes de la irrupción en el mercado de esos tenderetes portátiles que cabían en cualquier rincón, la civilización parecía estar representada únicamente por una serie de objetos inextricables, de ésos que no deben faltar en ninguna azotea y que uno nunca sabría enumerar con exactitud, amontonados junto a la puerta como embajadores aburridos de su cargo.

Sus excesivas e impúdicas dimensiones, sumadas a la brisa nocturna que me desordenaba el pelo y la falta de edificios que rivalizaran con su altura, me hicieron sentir como el único sobreviviente de un apocalipsis fulminante, y necesité acercarme al borde de la azotea para constatar que Sevilla seguía allí. La panorámica era sobrecogedora. Desde aquella altura la ciudad, con su acupuntura de luces, adquiría una engañosa sensación de movilidad, como si la trabazón de sus calles y edificios se meciera como un paso de Semana Santa colosal. El río, al fondo, presidía con su engreído brillo de charol el paisaje abrupto de los tejados. Muy cerca yacía la catedral, cetácea y oscura, y a su lado se alzaba la Giralda, como un rebuscado falo embadurnado en la vaselina naranja de los focos.

Tal y como esperaba, de entre los trastos apilados junto a la puerta pude rescatar un par de cosas que me resultarían útiles. Arrastré un derrengado bidón hasta lo que consideré el centro de la azotea, y lo rellené con todos los rozos de madera que pude encontrar. Fui haciendo bolas con las páginas de mi carta nunca mandada a Coral, sin segundas intenciones, sencillamente porque, a excepción de mi primorosa colección de revistas pornográficas y el temario de las oposiciones, no disponía de más papel, y procedí a esponjar el conjunto, que rematé con un par de pastillas incendiarias. Luego, con el artificioso desdén de los pirómanos de las películas, dejé caer un fósforo en su interior. Necesité agregar un par de ellos más, hasta que las llamas lograron sobreponerse a la brisa y arraigar con fuerza en la madera. Tomé las dos linternas que había adquirido esa tarde y me situé a un costado de la hoguera. Constaté la hora en el reloj, alcé los brazos, las encendí y empecé a cruzar y descruzar sus haces, esperando que desde arriba ella pudiera interpretar tan burdo despliegue como las señales de guía requeridas. Si todo había salido bien, Sariel ya debía haber comenzado su descenso y estaría atravesando estratos, tratando de orientarse por las masas continentales hasta alcanzar la escala necesaria para escrutar los tejados en busca de mi marca. Seguí moviendo los brazos con brío, atento a cualquier anomalía en el minifundio de noche estrellada que pendía sobre mi cabeza, esperando divisar de un momento a otro un bulto oscuro, una sombra extraña que avanzara trabajosamente hacia mí, pero el cielo se mantenía impasible, las estrellas brillando con esa vana indolencia de haber visto los duelos de todas las edades. Bien mirado, dado que uno de los requisitos de nuestro plan era la discreción, toda aquella fanfarria luminosa resultaba cuanto menos paradójica. Por fortuna, ningún edificio colindante disponía de la altura suficiente para atraer a los fisgones.

Desde la calle me llegaba una difusa algarabía de bocinazos y gritos que se iban espaciando lentamente, en esa pérdida de cohesión que sufren las noches laborales. Al no poder consultar el reloj, la única forma de medir el tiempo era atendiendo al progresivo agarrotamiento de mis brazos, que iba restando convicción a la señal. Debido a la fatiga que me iba ganando, las estrellas comenzaron a titilar ante mis ojos. Acabé por inclinar la cabeza hacia abajo, reuniendo fuerzas de vez en cuando para echar una ojeada a la cercana fogata, que parecía contagiarse de mi cansancio. Empecé a sentirme estúpido, e imaginé alguna cámara oculta filmándome desde una terraza vecina. Seguí un rato más, sin que nada alterase la paz del cielo. Me han plantado, reconocí por fin. Bajé los brazos, exhausto, y apagué las linternas.

Escuché entonces un levísimo estremecimiento en la distancia; agucé el oído y creí captar una especie de aleteo que iba cobrando paulatinamente intensidad. Alcé la cabeza y traté de enfocar los ojos, pero no tuve tiempo. El aleteo se transformó en cuestión de segundos en un batir sobrecogedor y una tromba de aire me impactó de lleno, desequilibrándome. Caí desgarbadamente hacia atrás, perdiendo las linternas. Alcancé a ver cómo el mismo golpe de aire fustigaba la hoguera, reduciéndola a un hilacho de humo blancuzco, y en la redoblada oscuridad siguiente una complicada silueta se estrellaba violentamente contra los trastos amontonados junto a la puerta. La contemplé erguirse con más fastidio que dolor, un corrimiento de oscuridad apenas percibido en la negrura, y manoteé en busca de alguna de las linternas. Encontré una, la encendí y traté de enfocarla.

Observé con vergüenza cómo el globo de luz, a causa de mi encabritado pulso, se acercaba a la silueta zigzagueando por la oscuridad como un ratón asustado, hasta iluminar unos pies extremadamente níveos y delgados, visiblemente intimidados por el suelo.

– Sariel… -susurré.

Sí, ahí la tenía. Alcé la linterna con parsimonia, liberándola de la oscuridad como un esquilador minucioso, recreándome en cada tramo de su piel con una devoción rayana en la insolencia. Podría culpar, si más tarde necesitaba una excusa, al anquilosamiento de mi brazo, pero lo cierto es que me negaba a averiguarla con un rápido barrido de muñeca, pues aquella indagación casi ceremoniosa me emborrachaba de una excitación oscura y poderosa. Así que la fui sabiendo poco a poco, de abajo a arriba, haciendo que el redondel de luz trepase por sus piernas con la lentitud de una caricia, obligándome a demorar el paso a medida que rebasaba sus muslos de nácar hasta detenerme al borde de su sexo, tragar saliva y proceder a iluminarlo temerosamente, con un nudo en el estómago, y suspirar aliviado al no tropezar con ningún relieve, encontrando tan sólo esa leve hendidura que sugiere el barroco ojal de la feminidad, tapizada por un vello liso y rubicundo, y aventurarme luego en esa tierra baldía, insoportablemente austera, que precede al ombligo y sus marismas de carne acogedora y elástica, subir entonces a la angostura casi dolorosa de la cintura, dejar atrás el costillar y hacer un nuevo alto en sus senos, unos senos frescos, consagrados, atareados aún en la burocracia de la adolescencia, unos senos en estado salvaje, con un gracejo inusitado proveniente de la falta de sostén y con cierta burlona indisposición para otras caricias que no fuesen las de las corrientes, donde el doblón de la linterna se adhirió como una ventosa antes de proseguir la escalada, de alcanzar el trazo elegante de la clavícula, las almenas nevadas de los hombros y detenerse a mitad del cuello como una soga amenazante en la ternura, para asaltar de golpe el rostro. Y ella se mantuvo expectante en todo momento, dejándose desvelar de aquella manera tan caprichosa, trastabillando únicamente cuando el haz de luz le tiznó la cara de amarillo. La linterna reveló su rostro y yo sentí un vértigo exquisito, un mandoble de emoción que me sesgó el corazón. No podía ser de otra forma, la perfección en crescendo del cuerpo tenía su estallido final en un rostro asfixiado de belleza, donde el salvajismo y la dulzura confabulaban para repartirse las facciones, para decidir qué sonrisa ocultarían sus labios, para hacer tablas en el azul inverosímil de sus ojos, que, al igual que la prolija cabellera de fuego que le caía sobre los hombros en una pirotecnia desmedida de rizos y bucles, supuse monopolio exclusivo de los ángeles. Era la mujer más hermosa que había visto nunca… hasta que con una sacudida tensa y crujiente, dos enormes alas emergieron a su espalda, envolviendo su fragilidad en un chal descomunal, anulando, paradójicamente, su condición ingrávida, volviéndola pesada, tal vez torpe, pero sobre todo desbaratando el hechizo, hurtándome a la mujer y dejándome a solas con el adjetivo.

– ¿Alejandro…?

Caí en la cuenta de que para ella yo aún no era más que una sombra difícil de distinguir. Me repasé de arriba abajo con la linterna, velozmente, escamoteándole en todo lo posible los detalles de mi físico y ofreciéndole más bien una idea general de lo que era el Hombre. Mas tarde profundizaríamos. Luego, sin saber qué hacer, dejé caer el haz de la linterna entre los dos como un escupitajo de luz, de manera que sus delicados pies y mis gastadas zapatillas se miraron en silencio.

– Vamos dentro -dije por fin-. Aquí no se ve una mierda.

4

Durante el descenso de la escalera y posteriormente en el apartamento, fui incapaz de quitarle los ojos de encima. Las alas la desequilibraban, dotándola de un gracioso balanceo. Y estaba claro que el Hombre consideraba muy remota la posibilidad del próximo advenimiento de algún ángel: Sariel tuvo problemas para maniobrar en el hueco de la escalera y tuvo que atravesar de lado la puerta del piso; pero esos contratiempos, en vez de desanimarla, la hacían sonreír con excitación, pues no cesaban de advertirle que se encontraba en un mundo que no era el suyo. La contemplé deambular por el apartamento durante unos minutos, tocándolo todo con esa curiosidad infantil donde convergen la más absoluta reverencia con la más atrevida experimentación. Si uno pasaba por alto la comicidad de las alas, podía dejarse embrujar por sus gestos, porque Sariel tenía ese don especial que sólo algunas mujeres siguen conservando tras la pubertad como un souvenir, esa capacidad exhibicionista de la inocencia que dispensa del ridículo y la trivialidad cualquier cosa que hacen y obliga al espectador de su comportamiento a rebozarlo de una malevolencia incierta, de una intención oculta y quizá perversa.

La dejé absorta en alguna insignificancia y fui por unas cervezas. Estaba sirviendo la segunda de ellas en un vaso cuando me sobresaltó el roce de sus dedos en mi espalda. Al parecer, Sariel también podía ser sigilosa. Detuve el botellín, que quedó horizontalmente apoyado contra el vaso medio lleno, y, sin volverme, seguí las evoluciones de sus dedos por mi espalda. Parecía desconcertada por poder recorrerla en su totalidad, sin tener que luchar contra nada. Su mano ejecutaba largas pasadas por toda ella y yo sentía la dulzura de aquellos dedos, deseando como nunca que perdieran velocidad, que se hicieran caricia. Pero sus manos no rebajaron en ningún momento su obsesivo ritmo de inspección, aunque no tardé en descubrir que producía efectos similares a lo largo de mi persona, especialmente en cierta parte, que no dudó en trazar una especie de paralela desmañada con el botellín que sostenía mi mano. Cuando quedó satisfecha, soltó una risita, y me fue imposible determinar si mi orfandad alada le resultaba atractiva o ridícula.

Le ofrecí una cerveza, todavía azorado por el cacheo. Ella alzó el vaso, examinando su contenido con curiosidad. Probablemente le llamaba la atención su color dorado, tan evocador y bien mirado tan divino.

– Se llama cerveza -informé-. Y no te engañes, es puñeteramente humana.

Se la bebió de un trago y me miró sonriente, buscando mi aprobación. De pronto, se puso seria, como reconcentrada, y estaba empezando a preocuparme cuando me lanzó un eructo a la cara. Si lo que Sariel pretendía era realizar una especie de estudio de campo sobre los humanos, aquél era, indudablemente, un principio inmejorable.

Volvió a merodear por el salón y sólo cuando mi escaso mobiliario dejó de engatusarla se examinó a sí misma en busca de las secuelas de su malogrado aterrizaje. Deduje, ya que no se tomó la molestia de reconocer su parte humana y se dedicó exclusivamente a repasar sus alas, que se había envuelto en éstas para protegerse del golpe. Tal vez, como les ocurría a los avestruces, los ángeles se acrisalaban por instinto ante la adversidad. Parecía lógico, ya que las inmensas alas oponían a la fragilidad del cuerpo una resistencia incuestionable; estaban constituidas de un esqueleto robusto, y eran anchas y fuertes como las de las águilas, con remeras flexibles, ideales para la navegación de las corrientes. No obstante, una de ellas, la izquierda, parecía haber acusado el trompazo. Sariel acarició con sumo afecto la parte magullada, aunque no parecía alarmada. Un par de plumas coberteras se desprendieron de sus acolchadas profundidades y cayeron al suelo con ese balanceo de cuchillo rabioso que tan incongruente resulta en objetos tan delicados.

– Siento haber apagado la señal en el último momento -me excusé-. No fue adrede.

– No tiene importancia -sonrió-. Sólo es un rasguño.

Y como para corroborárselo ella misma, se afirmó en el centro de la habitación y las batió en un aleteo seco y breve, originando una especie de vendaval privado que deshojó con facilidad el temario que se encontraba en la mesita, me echó el pelo hacia atrás en una dolorosa tirantez de motorista e hizo que mi cerveza, en un curiosísimo efecto, saltara del vaso como un salmón acuoso o una tortilla voladora y reventase contra mi rostro, empapándolo por completo. Sin reparar en las consecuencias de ejercitar sus alas en un espacio tan mínimo, se acercó entonces a la ventana, tras la cual la esperaba el legendario mundo de los Hombres. La oí deshacerse en ahes y ohes ante lo que, a juzgar por el refinado aroma que abordó el salón, debía ser el camión de la basura en plena recogida. Me sequé el rostro con un pañuelo, mientras a mi alrededor las fotocopias de las oposiciones buscaban el suelo en un logrado simulacro otoñal. Recé por que estuviesen numeradas. Al rato, Sariel se apartó de la ventana y se acercó a mí corriendo como una colegiala.

– Enséñamelo todo, Alejandro -me pidió, cogiéndome de las manos-. Enséñame tu mundo. Vamos.

– No tan deprisa. Dime primero cómo ha ido la cosa allí arriba. ¿Has tenido algún problema? ¿Sospechan de tu fuga?

– Claro que no -dijo sin mirarme, restándole importancia a mi preocupación con un gesto de cabeza.

Descubrí entonces que los ángeles mienten bastante mal, aún peor que los niños o los maridos infieles. Allí arriba lo sabían todo… Me pregunté, mientras Sariel tiraba de mí hacia la puerta, si aquel acto desataría la tan cacareada Ira de Dios, si la ciudad sería fulminada en breve por una orgía de rayos y truenos o si el Todopoderoso, como un francotirador minucioso, sólo me apuntaría a mí.

Acerté a alcanzar, en mi entusiasta arrastrada hacia las escaleras, las llaves del carro de César, que había tenido el detalle de cederme al irse a Torremolinos y que yo, desde el momento de recibirlas, aún no había juzgado útiles. Volteé las llaves con chulería, tratando de impresionarla. Estuve a punto de perderlas en una alcantarilla. Las recogí y frustré toda ambición circense que pudieran tener condenándolas al bolsillo. Lo cierto era que ahora el coche me venía de perlas. Las alitas de Sariel convertirían en algo más que engorroso tomar un transporte público, siempre tan desahogados y cómodos. Sariel insistía en conocer nuestra doble naturaleza, esa armonía interior donde se conjugan los acordes de las arpas con los exabruptos de una guitarra maldita, quería ver nuestras grandezas y bajezas, la gloria de la civilización y sus trapos sucios; pero aún así, hacerla subir a un autobús me pareció inhumano.

Me llevó algo más de lo esperado dar con el maldito coche, pues ya no recordaba, si es que alguna vez había retenido el dato, dónde lo había aparcado César. Una vez en él, nervioso como un adolescente en su primera cita, sonreí a Sariel y le pregunté dónde quería ir. Me contestó lo que ya esperaba: quería ver de qué éramos capaces. La llevé al Insomnio. Allí se da cita, nadie puede negarlo, lo mejor y lo peor de nosotros mismos, y no gastaríamos tanta gasolina. Durante el trayecto la enseñé a chapurrear tres o cuatro tacos y la invité a que ensayara con algún conductor dominguero.

Huelga decir que nuestra entrada en el Insomnio fue espectacular. Si dejarse ver con una chica espléndida entre sus coetáneas es un sistema infalible para suscitar la intriga en éstas, con un ángel, bueno, un serafín, para ser exactos, es todavía mejor. Sentí, mientras conducía a Sariel hacia una mesa libre y le retiraba caballerosamente la silla, cómo la fauna femenina del local clavaba en mí sus incrédulas pupilas, preguntándose si no se habían equivocado con aquel tal Alejandro, con aquel chico irrelevante que ahora se revelaba como un gourmet del sexo, como un amante tan virtuoso que incluso los órdenes celestiales requerían sus servicios. Yo me dejé escrutar fingiéndome concentrado en nuestra cita, sonriendo a Sariel y haciéndola sonreír, prodigándome durante la charla en caricias afectuosas y cómplices, insinuando una intimidad que aún no teníamos, consciente de que aquello era una jugada maestra, de que a partir de esa noche me bastaría con dejarme caer por el Insomnio para cubrir el cupo de mi cama por varios meses. La hinchada masculina, por su parte, aplastaba a Sariel con sus ojos rapaces y camioneros, con miradas de ésas que desnudan y que debido a que era imposible desnudarla más resultaban de lo más ridículas en su empeño. Les dediqué una sonrisa desdeñosa mientras le acariciaba el cuello o le corregía el cabello rebelde con descaro. Sariel era mía. Si querían una, que probaran con el teléfono…

– ¿Todos los serafines tenéis tu pinta? -le pregunté, una vez Richi, que había saltado aguerridamente la barra para servirnos, se retiraba con una mueca idiota en el rostro.

– No, no. Así sólo me ves tú. Alcé las cejas.

– No entiendo.

– Somos materia neutra -explicó, deslizando su dedo índice por el borde del bloody mary que yo le había sugerido-. Tomamos la idea de belleza que tiene la persona que nos mira. En el Renacimiento, por ejemplo, algunos venecianos…

– ¿Sabes tú entonces cómo yo te veo? -la interrumpí.

– No -sonrió-, pero apostaría a que soy la mujer mas bella que has visto nunca.

– Ya -murmuré, echando un vistazo a la platea-. Como la de todos esos desgraciados.

Me bastó un rápido escrutinio a aquellas sonrisas babeantes para deducir que yo debía encontrarme sentado junto al último desplegable del Playboy, o junto a Pamela Anderson envainada en su bañador rojo, o junto a la vecina del quinto, cuyas bragas debían de caer con frecuencia, como una mariposa torpe y fatigada, sobre los tiestos de alguno de aquellos especímenes, y que Sariel, según se mirase, era una brasileña de sangre caliente, una alemana escultural, puede que incluso una japonesita de bolsillo, si es que por allí había algún adicto al manga. Y también comprendí, con el consecuente rubor, que nunca volvería a comerme una rosca en el Insomnio, pues para aquella congregación de chicas estupefactas yo debía estar haciendo manitas con Tom Cruise o Enrique Iglesias o algún negro de pelo trenzado con un paquete inmenso.

Durante los días siguientes, contagiado por su ávida curiosidad, seducido por el cascabel de su risa, arrobado por la letanía indócil de sus plumas, llené el depósito del coche y procedimos a diseccionar la ciudad: se lo mostré todo en una órbita loca, con ella siempre radiante y arrebatada a mi lado, pegada a la ventanilla para que no se le escapase ningún detalle. Era un placer pisar el acelerador en busca de nuevos hallazgos que transfigurasen su rostro de ángel, incapaz de lidiar con más de una emoción al mismo tiempo. Me hice con una guía de ocio y consumimos largas mañanas en museos y galerías, retozando entre lienzos y esculturas, muestras de que alguno de nosotros acertaba de vez en cuando a sintonizar con la Divinidad; visitamos invernaderos, donde el Hombre corregía la naturaleza, y jardines parcheados de verde en los que el sol se derramaba manso, acaramelado sobre la hierba y los enamorados, y desde las balaustradas de los puentes, observamos el trasiego del río, las arrugas que trazaban las barcazas turísticas y los descosidos que las piraguas producían sobre su jaspeada superficie. Recorrimos los suburbios, sus calles viscosas, crispadas de adolescencia y navajas, olorosas a madriguera; rebuscamos en la oscuridad amoratada de los portales los trémulos cristos de la heroína, con sus brazos huesudos reducidos a hipódromos engañosos y los ojos velados, desprendidos hacia dentro; seguimos a los fastuosos coches de los profanadores de niñas putas de regreso a sus urbanizaciones de lujo, y observamos a alguno de ellos desde las sombras reingresar, aureolados de vicio y mugre, en un hogar aséptico, ocupar su puesto ante la tele y la familia, soportar con desgana al perro y sus festejos cargantes, acariciar, como última obligación del día, el cuerpo rancio de su mujer con las mismas manos con que golpeó horas antes a la puta, justo antes de correrse y limpiarle la sangre de la nariz con un billete de cinco. Apostamos el coche en los juzgados, donde el pecado perdía su complexión próxima y ruin para quedar traducido en un par de datos fríos, límpidos, inocuos sobre un formulario de despacho. Nos difuminamos en pubs y nos solidificamos en las pistas de las discotecas, bajo la lluvia dura y agresiva de sus luces; investigamos los servicios, donde la coca subía a la nariz para fustigar la mente y el amor era distorsionado en sus angostas cabinas, una vibración apresurada de carne y soledad contra la obscena poesía que teñía sus puertas. Nos codeamos con indigentes, ecologistas, timadores, funcionarios, con ludópatas menopáusicas que ya no sabían acariciar más que el frío contorno de las tragaperras, con saltimbanquis y músicos callejeros que un día habían decidido abolir todos los tiempos verbales a excepción del presente. Visitamos los multicentros, las salas de fiesta, las guarderías, la catedral, con su útero de mármol y sus retablos llenos de erratas, donde el Hombre copiaba el Cielo como un estudiante desmemoriado. Y finalmente, visto todo lo que teníamos a mano, la senté ante la tele y le enseñé a manejar el mando a distancia, y allí, las alas desplegadas abarcando la totalidad del sofá, los ojos desorbitados, la boca aterrada, supo el resto; a ritmo de vértigo, el zapping amontonó sin piedad en sus retinas ingenuas coros de niños famélicos y amarronados, océanos emborronados de residuos, ballenas y focas descuartizadas, bosques calcinados, guerras sin sentido, atentados casi rutinarios, polución política, atrocidades y masacres que alguien justificaba desde algún panfleto, niñas violadas, desechadas luego en pozos o zanjas… Y Sariel, entre suspiros y exclamaciones, supo por qué Arriba ya nadie movía un dedo por nosotros.

Pero fue todo ello como un safari inolvidable, como una luna de miel en la que cambiamos las cataratas del Niágara por la miseria social. Al principio yo rehusaba su contacto, esas manos de raso que buscaban anclarse en la mía ante las atroces estampas de la realidad, pero luego mandé al infierno el qué dirán y Sariel y yo no escatimamos esas muestras de afecto a que nos conducía tanta complicidad, tanta aventura, tanta fuga; hubo abrazos por las esquinas, besos que nos insonorizaban contra el fragor de la noche, que nos transformaban en estacas inmóviles, absortas, contra el huracán de la muchedumbre. Hubo tal exhibición de zalamerías que me sorprendió no recibir ninguna misiva del colectivo gay local informándonos de que habíamos sido nombrados miembros honorarios.

Y es que yo era incapaz de ver a Sariel con otro aspecto que no fuera aquel cuerpecillo frágil de senos resbalosos y caderas a medio hacer y aquel rostro hermosísimo, de sonrisa asalvajada e inocente, de ojos terriblemente azules, que no sabían mirar las cosas más que directamente, con la insolencia propia de los niños, ahora coagulados de calamidades; y sobre esa imagen y no otra deslicé mi cuerpo desnudo, en el colofón más apropiado que pude encontrar a nuestra agotadora tesis sobre el alma humana.

– Ahora voy a hacerte el amor -informé al regresar a casa tras una tarde en que habíamos ido a visitar el cementerio.

Ella asintió sin inmutarse y se tendió sobre la cama con las alas recogidas a los costados, abriendo ligeramente las piernas, entregándoseme con la franqueza de un lenguado servido en un plato. Abrochaba sus labios una sonrisa de expectación infantil, sumamente provocadora. Me demoré al desvestirme, exhibiendo mi desahogada espalda, la parte de mí que más le atraía, en una especie de striptease púdico, por no decir idiota. Me aproximé a la cama con una altivez impostada -con alguna que otra excepción-, la que siempre me sobrevenía al quedar desnudo ante el sexo contrario, y me tumbé a su lado con naturalidad, como si me preparase para una siesta o una operación. Estuvimos mirando un rato el techo, en silencio.

– ¿No íbamos a…? -empezó a decir ella.

Su piel era extremadamente suave y resbalosa, como si conservara el rastro de algún linimento aplicado con anterioridad. Mis dedos la recorrieron contenidos, temerosos de dañarla, sintiéndome estrepitoso sobre ella, histriónico en mis jadeos y sudores frente a su réplica tranquila. Adentrarme en ella, entre sus muslos serviles y quebradizos, fue como dejar caer una plomada en un tarro de compota. Me envolvió con sus alas, y sentí la textura firme y cervantina de sus remeras escribiendo sobre mis nalgas. Sariel se dejaba llevar con una sumisión enternecedora por la corriente de mi deseo, un deseo que, debido a aquella forma de abandonarse a mis sacudidas, tan dócil y subalterna, comenzó a espesarse, a oscurecerse en mis entrañas. Traté de asearlo como pude, de reorientarlo. Hasta que, repentinamente, Sariel se volvió belicosa: replegó las alas y clavó sus uñas en mi espalda, recorriéndola de arriba abajo en una tortura dulce; sus besos se amotinaron en mi boca, su lengua acorraló la mía con un apasionamiento súbito y sentí sus incisivos cerrarse sobre mis labios con fuerza, hasta que una hilacha de sangre me corrió por la barbilla. Deduje que aquel despliegue de fogosidad equivalía a un golpe de timón, a deshacernos de la seguridad del rumbo y virar hacia aguas desconocidas. Sus ojos, enardecidos, ansiosos, confirmaron mis sospechas. Sariel ya había conocido aquella faceta del amor en su recámara celestial, sobre las edénicas praderas que debían congestionar la superficie del Cielo; no le interesaba más de lo mismo. Supe lo que quería de mí, algo que tal vez había intentado buscar sin éxito en sus polvos celestiales. Dejé de luchar contra el deseo avieso y desenfocado que me pretendía y lo sentí voltearme el alma, mostrando la otra cara; renací sobre ella prisionero del arrebato más irracional, de la lujuria más tirana. La forcé entonces a posturas casi gimnásticas, absurdas en su composición, y contemplar la mansedumbre con que Sariel se prestaba a aquellos alambicamientos me volvió déspota y a ella esclava, y seguimos hundiéndonos en la podredumbre del sexo, yo guiando, autoritario, desatado, y ella acatando, insoportablemente sumisa. La tomé sin miramientos, con saña, con caricias que le llegaban distorsionadas, crueles; rellené sus castos oídos de obscenidades y mordiscos, y cuanto más se quejaba ella, más me envilecía yo. Su belleza virginal, la inconsciencia de sus músculos, sus gemidos, sus súplicas, todo aquello me irritaba y tiraba de mí hacia la jurisprudencia del dolor. La cópula cobró tintes de ultraje, de violación. Pero no era suficiente: el placer tiene infinitos dobleces y Sariel quería conocerlos todos. Se los fui enseñando uno por uno, aprendiéndolos de paso, mientras la tarde moribunda replegaba su luz y sumía nuestros actos en la oscuridad.

Al acabar ella quiso tejer un abrazo, pero yo me escurrí del lecho como una sombra y me acerqué a la ventana. Me sentía avergonzado, confundido, asqueado; había buceado en los sumideros de mi alma, ahora sabía de lo que era capaz. Me miraba y me descubría lleno de sombras, de abismos, de posibilidades infinitas y espeluznantes. Una vez, hacía ya mucho, el Hombre había mordido una manzana prohibida: éramos capaces de cualquier cosa. Sariel yacía en el lecho, extenuada, vejada, el blanco de su piel surcado de estelas carmesíes, envuelta en la pestilencia de mi orina, el rostro magullado, la sonrisa desbaratada por la creciente hinchazón de los labios, sus oceánicas pupilas reteniendo aún mi monstruosa mueca. Y las alas -sí, también las alas, constaté apenado-, maltrechas y desgarradas, cubiertas de sangre y semen, algunas plumas esparcidas por las sábanas, por el suelo, señalando mi huida. Recordé, en el vértigo extremo del deseo, haberme frotado contra aquellos apéndices sedosos, representantes ineludibles de su condición angelical. Recordé haberlos mordido, zarandeado…

La pureza enajena al hombre, pensé, le rebasa, le agrede. Yo, desde el primer momento de ver a Sariel, de ser testigo de su desnudez ingenua, de la fragilidad de su porte, de su sonrisa sin mácula, noté en mi interior, difuminado por ese sentido de la moral impuesto desde la infancia, el terrible deseo de mancillarla, de lastimarla, de humillarla, sin saber muy bien por qué, pero intuyendo un placer infinito en su ejecución. Un deseo desplazado al lado oscuro del alma en esa especie de acto reflejo, maquinal, que llamamos decencia. Y con qué facilidad había sido liberado; con qué alegría me había entregado a él. Y ahora, el arrepentimiento. El terrible, doloroso arrepentimiento.

Voy hacerte el amor, le había dicho, y sin embargo… Quise darle al Hombre, con aquel acto, el beneficio de la duda. Y no había hecho más que condenarlo.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche, pensé. Regresé al lecho, resguardado por las sombras, y le acaricié el cabello con una ternura que se me antojó falsa, impropia de mí. Sariel se las arregló para sonreírme, satisfecha, como si todavía fuéramos cómplices, ajena a mi dolor. Supuse que para Sariel, el desconcierto en que me había sumido el conocimiento de mi propia naturaleza estaba de más. Ella me veía como Hombre, y lo ocurrido entre las sábanas no era más que algo lógico. Que yo fuera el primer escandalizado por ello debía de resultarle de lo más absurdo. El alma del Hombre, mi alma, era un eterno claroscuro, y eso revestía sus magulladuras, mucho menos dramáticas tras una ducha, de un cierto aire didáctico que las justificaba.

Al día siguiente reanudamos nuestro periplo por la ciudad, ese pozo sin fondo de inmundicia, y el episodio del lecho no tardó en volverse difuso, como si no nos concerniera, como si lo hubiésemos visto en la televisión. En vez de guardarme rencor, Sariel se arrimaba a mí con más fuerza que nunca y me miraba a veces largamente, estudiando mis actos como embrujada, y yo continuaba dando vueltas en mi ruedecita, perdido mi rango de maestro y rebajado al de cobaya. Aun así no volví a ponerle las manos encima. No quería repetir. Esa noche la volví a llevar al Insomnio, y apenas había comenzado a emborracharme, cuando ella se desplomó en medio de la pista.

La llevé a casa. De repente se había vuelto aún más pálida. Sus ojos adquirieron un brillo febril y empezó a murmurar incoherencias. No sabía qué hacer. La tendí en la cama y procedí a cubrirle la frente con paños húmedos. Aquello restableció su conciencia. Se deshizo de mis cuidados de un manotazo, saltó de la cama, tambaleante, y se dirigió al salón. Desplegó sus alas y por un instante, allí, en el centro del desordenado salón, colgada del aire con los brazos extendidos hacia atrás y las piernas juntas, tensas, formando una lanza marfileña, el cabello como un cometa, los senos diluidos en su pose aerodinámica, acariciada por la luz renacentista de la luna, que realzaba cada pluma de sus alas, allí, ya digo, a tres metros de mí pero sobrecogedoramente inalcanzable, fue más hermosa que nunca. Luego se desplomó estrepitosamente sobre el suelo.

– Sariel, ¿qué te ocurre, Sariel? -exclamé, corriendo hacia ella.

Sariel se abrazó a mí con fuerza, como un náufrago a un madero.

– No puedo volar, Alejandro -gimió, llorando contra mi pecho-. Ya no puedo volar.

No supe cómo reaccionar ante la noticia.

– Uriel me lo advirtió -dijo, secándose las lágrimas, sin poder dejar de sollozar.

– ¿Uriel? ¿Qué te advirtió?

– Me dijo que bajar ahora era peligroso, que con el tiempo cada vez éramos menos inmunes… -Me miró, los ojos anegados de lágrimas, que se desplegaban en abanico por sus mejillas sin color-. Estoy envenenada. No puedo volar, no puedo volar…

¿Menos inmune? ¿Envenenada? Como un traductor esforzado, conseguí extraer de la enrevesada madeja de plañidos que, entre temblores y sacudidas de cabeza, desgranaba Sariel la siguiente información: las alas de los ángeles, a pesar de lo que pudiera parecer, no eran más que un adorno inútil, una especie de placebo. Era la inocencia, la radiante pureza de sus almas lo que, como gas de helio, conseguía eximirles del suelo y entregarles a los vientos. Y ahora, como la heroína de una novela cualquiera, Sariel había perdido la inocencia. Había mirado hacia el abismo, y el abismo le había devuelto la mirada. La ponzoña de la sociedad la había pervertido, contaminándole el alma. Todo cuanto yo le había enseñado, todo cuanto le había hecho, había acabado por socavarla por dentro, por inutilizarla, condenándola de por vida a la tierra, a pasar sus días entre nosotros, los alegres pecadores.

La tomé en brazos y la llevé de nuevo al lecho, donde sus gemidos derivaron hacia una especie de letanía de arrepentimiento que me agolpó lágrimas en los ojos. Empecé a dar vueltas a su alrededor, impotente. Todo aquello era culpa mía. ¿Qué podía hacer? Recurrí a un exorcismo desesperado: hice una meticulosa inspección por el apartamento y regresé a su lado dispuesto a paliar la oscuridad intrusa que yo mismo había contribuido a inocularle utilizando el procedimiento inverso. Me senté a la orilla de la cama y me tiré el resto de la noche recitando incansable los poemas de Bécquer. Luego pinché una y otra vez los escasos discos de ópera de que disponía, hasta que el vecino amenazó con llamar a la policía. Mas tarde, sin arriesgarme con la tele, traje el vídeo al dormitorio y le puse el mítico España-Malta. Rematé aquella improvisada muestra de logros humanos contra la carcoma de su alma con el vídeo de Star Wars, que ilustraba mejor que cualquier otra cosa la victoria de la Luz sobre la Oscuridad.

En vano. Sariel se limitaba a atender a mis propuestas en una especie de catatonia. Y yo me derrumbaba, sintiéndome cada vez más verdugo y menos samaritano. Las noches en vela se amontonaban en mis pupilas, rebozándome de cansancio y abatimiento, exiliándome del calendario. Sariel no mejoraba y yo sobrevivía a base de pizzas sin anchoa. Ya ni siquiera me importaba la indiscreción del pizzero; le arrebataba la pizza y me dedicaba a deglutirla en el sofá, abstraído, sin cerrar la puerta, enseñándole mis trapos sucios en una especie de exhibición enfermiza, esperando tal vez que se apiadara de mí e hiciera algo. Nunca se atrevió, por lo que sé, a atravesar el portal, desconfiado como un zorro ante un tramo de hojarasca sospechosamente removida, aunque sí le oí hacer fotos desde el descansillo. Click. Click. Click. Muchas fotos.

Por eso, cuando aquella vez sonó el timbre de la puerta, me limité a abrir sin mirar por la mirilla, esperando encontrarme con la pizza que acababa de pedir. Me encontré, sin embargo, con un tórax descomunal, incómodo de músculos y tendones, con un cuello poderoso, con una mandíbula cuadrada, granítica, y con un par de alas enormes, amenazantes y hermosas a un tiempo.

– ¿Uriel…? -balbucí, retrocediendo un paso.

Uriel atravesó el umbral como un bisonte rabioso, se plantó con un par de zancadas marciales en el centro del salón y estudió sus angostas dimensiones con una mirada hosca. Yo, recordando lo que Sariel me había dicho sobre que el aspecto de los ángeles era responsabilidad exclusiva de quien les miraba, aproveche para desconjurar aquella mole de músculos, aquellas facciones helénicas, sombrías y resueltas, y transformarlo quizá en un tipo enclenque y debilucho que facilitara el inminente intercambio de palabras entre los dos, pero fue inútil. Uriel seguía plantado ante mí, impresionante y sobrecogedor, tal y como me lo había imaginado en el momento en que Sariel lo sacó a colación. El primer diseño era el que contaba. Mierda.

– ¿Dónde la tienes? -preguntó Uriel, sin ni siquiera mirarme.

– No sé de qué me hablas -mentí, sin saber por qué aquel afán de dificultarle las cosas a la única persona que podía ayudarnos. Tal vez por orgullo; probablemente por egoísmo: no quería perderla, no quería quedarme solo. Puede que la culpa fuera de la tele, después de todo, que nos horada el cerebro con sus thrillers baratos.

Ante aquella réplica tan desacertada, Uriel cerró los ojos y agachó la cabeza lentamente, como presa de una jaqueca repentina. El Hombre le decepcionaba una vez más. Quisiera pensar que su siguiente gesto fue el resultado de muchos siglos de paciencia, de muchos momentos de frustración, de mucho odio almacenado, y que el hecho de que me escogiera a mí para descargarlo fue algo del todo casual. Sucedió tan rápido que ni siquiera supe qué era lo que había ocurrido hasta que acabó de suceder. Antes de poder retractarme de aquellas palabras tan desafortunadas, una de sus alas, la izquierda, creo, se me echó encima como una ola inesperada e insalvable. Recibí su impacto y salí despedido por los aires con una facilidad humillante, hasta aterrizar en el sofá, sentado justo en el tramo medio, que siempre había sido mi favorito. Sentí la dura acogida de sus muelles contra mi espalda y parte del rostro entumecido. Me lo ausculte con los dedos, en busca sobre todo de las causas del sabor metálico que humedecía mis labios; la sangre fluía alegremente de mi nariz, probablemente rota. Fue entonces cuando pude reconstruir los hechos: Uriel se había desecho de mí de un furioso y emplumado manotazo y yo había ido a dar con mis huesos en el sofá, en una especie de freudiana regresión al útero. Desde allí, atontado por el golpe, lo contemplé entrar en el dormitorio y emerger casi al instante con una gimoteante Sariel en sus brazos abultados. Cruzó por delante de mí sin ni siquiera mirarme y abandonó el apartamento.

Me incorporé a duras penas e inicié una deshonrosa persecución: sabía de sobra dónde se dirigían. Subí las escaleras hacia la azotea apoyándome en la pared, tambaleante y dolorido, pero llegué demasiado tarde. Sólo alcancé a ver la impresionante silueta de Uriel alzando el vuelo con Sariel adormilada en la acorazada cuna de sus brazos; los contemplé empequeñecer hasta quedar reducidos a un punto confundido entre las estrellas. Luché contra el mareo y la náusea durante unos segundos, envuelto en una lluvia de plumas desprendidas, y luego me desplomé sobre el suelo. Cerré los ojos casi con alivio. La brisa nocturna removía sobre mí las plumas caídas, endulzando mi parsimonioso tránsito hacia la inconsciencia con la ilusión de que Sariel se encontraba todavía a mi lado, sana y hermosa, acariciándome con sus alas.

3

– Maldito marica mamón hijo de puta capullo gilipollas cabrón de mierda…

Cuando Richi se enfurecía, su sintaxis peligraba, la estudiada displicencia de su rostro se crispaba, sufría un corrimiento de facciones y quedaba reducido a una maraña de pliegues rojizos y sudorosos, y, al no disponer de licencia de armas, debía resignarse a traducir su ira en rítmicos golpes contra la barra mientras escupía esos vocablos bífidos. Parecía un maniaco defendiendo una ponencia en favor de la inclusión en los diccionarios de aquellos sustantivos innobles que a pesar de ser utilizados con alevosía a la menor oportunidad todavía carecían de la restricción minuciosa de un significado. Al cuarto de hora o así, pareció haber expulsado toda su furia y no disponer de otra cosa en su interior, con lo cual quedó reducido a un espantapájaros torcido tras el mostrador, repitiendo una y otra vez: maldito cabrón, maldito cabrón, como una consigna que suplía la falta de música que él mismo había provocado minutos antes, al descargar un airado puñetazo contra el compacto.

Yo, mientras tanto, seguía con lo mío. Una vez pasé la acondicionada grabadora por los alrededores de la mesa que Coral y yo solíamos ocupar, tres a la izquierda de la que en el pasado compartía con Artemisa, me dirigí hacia la pista de baile y removí con el invento el aire de la zona central, donde ella me arrastraba atraída por la música, y el de la esquinita de la derecha, hacia cuya intimidad yo lograba remolcarla una vez el alcohol la amansaba.

– Maldito cabrón -anunció Richi sin tono. Parecía como cortocircuitado por su propia ira.

Repasé el local, por si me dejaba algún lugar por rociar. Abandonado como estaba, el Insomnio parecía una ciudad fantasma. Debido a la estampida que había provocado mi aparición -y en la que había estado a punto de morir aplastado-, no quedaba un alma y era triste percibir ese rastro de vida abruptamente interrumpida que despedían las bebidas sin terminar dispuestas sobre las mesas, junto a los cigarrillos todavía humeantes inmolándose en los ceniceros, algún que otro bolso olvidado en los asientos, un encendedor aquí, unas gafas de sol allá; caminar entre todo eso era como hacerlo por el comedor del Titanic, presidido por aquellos objetos huérfanos de hombres, con ese aire impávido y conmovedor de las cosas inertes. Rocié por último la máquina de vídeos. No recordaba haber mantenido ninguna conversación transcendente allí, pero quizá las discusiones para elegir canción se prestasen ahora a una relectura mas atenta. ¿Los REM o Sergio Dalma?

Salí del Insomnio y puse rumbo hacia el apartamento, recolectando las múltiples miradas de los transeúntes.

– ¡Anda y que te follen, tío! -oí gritar a Richi.

Me sentía terriblemente cansado. Sabía, en realidad, la futilidad de todo aquello. Como ya me había sucedido con Artemisa, la voz de Coral no aparecería tampoco esta vez en la cinta, explicando minuciosamente, como esos cursos por correspondencia, los misterios de la vida y en especial los concernientes a su fuga a Barcelona. La parte técnica del invento me traía sin cuidado. Lo único que importaba era que aquel gesto llegase a sus oídos de alguna forma, aunque dudaba mucho que Richi se prestase a colaborar tan desinteresadamente esta vez. Aun así mi vida se había vuelto tan insoportablemente absurda cuando había tratado de actuar con la mayor lógica posible que era hora de producir un vuelco en la realidad y darle la vuelta a la tortilla. Además, en cierta forma, lo que contaba era el hecho en sí de volver a enfundarse el traje. Por muy fetichista que pueda parecer, rescatarlo del ignoto armario del lavadero y volver a ponérmelo me había inundado por dentro con ese consuelo romántico de las causas perdidas. Pasear por las calles vestido así podía considerarse una eficaz forma de humillación, pero también hablaba de un corazón acuñado por la tragedia, de un ser destrozado sin miedo de revolcarse en su propio dolor, que era lo único que conservaba de su amada. No se me escapaba que tras las sonrisas sardónicas de los paseantes latía un rencor que les hacía sentir incómodos: envidiaban en el fondo mi forma de involucrarme en la vida, de entregarme a su espiral de ilusión y sufrimiento. Tal vez los más lúcidos de ellos, al verme con aquel disfraz grotesco, alcanzaran a comprender la verdad, quizá descubrieran con amargura que uno no necesita vestirse así para sentirse absurdo, que había algo tan innegablemente absurdo en la normalidad que de alguna manera el vestir de forma absurda lo corregía.

La brisa jugueteaba con los objetos grapados en el peto, arrancándoles un murmullo sentimental. Al desempolvarla me había deshecho de los recuerdos de Artemisa y los había sustituido por las numerosas pertenencias que Coral había olvidado en su huida y que yo me había ido encontrando durante los días siguientes en los lugares más insospechados, recibiendo cada descubrimiento como una agresión cruel o una esperanza dulce, según mi estado de ánimo. Ahora, con cierta vergüenza, recordaba cómo tras las inevitables lágrimas que me provocaba tropezarme con un pañuelo o alguna prenda íntima extraviada en un cajón, iba agrupándolo todo sobre la cama con devoción, sus medias, sus gafas de lectura, un viejo sostén que había decidido no llevarse, una falda que juzgaba demasiado estrecha, construyéndola a pedazos, imaginando su carne, acogedora y tibia, rellenando la silueta sugerida por aquellas pertenencias dispuestas sobre el colchón como los puntos cardinales de su cuerpo. Luego, una vez completada, derramé unas gotas de su perfume por las sábanas, en su cuello ficticio y en el borde de los senos, justo donde ella lo hacía, y me desnudé y la poseí, abrazando un fantasma, acariciando a través de las medias sus piernas ausentes, manoseando un sostén vacío, abultado por los espectros de sus senos, besando el recuerdo de su boca, oliéndola mientras le hacía el amor a solas, ciego y arrebatado.

Cuando acabé, perdida ya la máscara del deseo, aquello me resultó aberrante y patético. Lo recogí todo y lo condené al último cajón del armario, sintiéndome un poco como un asesino enterrando un cuerpo descuartizado. Esta mañana había vuelto a sacarlo todo, pero con fines más nobles: volver receptiva la armadura.

Llegué al portal con los pies y el alma descarnados, e inicie una abúlica escalada hacia el ático, deseando liberarme de la armadura cuanto antes y tomar un baño. Debían de ser aproximadamente las diez, pero hoy no tenía intención de ofrecerme a la tele, me iría a la cama de inmediato y evitaría pensar en los escombros a los que habría quedado reducida mi reputación. Y recurriría al vodka si no lo conseguía por mí mismo.

Abrí la puerta, todavía maldiciendo al ascensor, y me quedé petrificado. Un olor inesperado había invadido mi nariz: el olor de Coral, aquel rastro tibio de Fortuna y Chanel que la perseguía en su existencia como un espíritu benefactor. Las luces de la calle apenas mostraban los contornos de los muebles, pero alcancé a distinguir su silueta recortada contra la ventana. Debía haberme oído entrar, pero continuó de espaldas a mí, dejándome vislumbrar su añorado trasero, el avasijamiento de su cintura, su melena castaña, rozándole ahora encrespada los hombros, su bello cuerpo de veintitantos que debiera ir siempre desnudo. A juzgar por la posición de sus codos, debía de tener las manos en los bolsillos de sus vaqueros. En el cenicero de la mesita distinguí tres colillas, una de ellas todavía humeante, pintando una temblorosa raya de tiza en la oscuridad.

Coral. Allí. Sin más. De repente. Porque sí.

Sin dejar de mirarla deslicé mi mano derecha por la pared, en busca del interruptor, pero me detuve antes de encenderlo. Los dos estábamos al corriente de la presencia del otro en el apartamento, no me cabía duda, y los dos habíamos acordado tácitamente ignorarlo mientras siguiésemos sumidos en aquella oscuridad ultrajada de neón, como si aquella negrura fuese una tregua o un salvoconducto que nos permitiera estudiarnos después de tanto tiempo. Quise por un momento que aquella inminente escena no se produjera, quise huir, escapar, pues acababa de descubrir que prefería mil veces seguir viviendo en aquel estado de dudas, en aquella soledad eventual, que enfrentar el resultado de sus reflexiones veraniegas, fuese cual fuese. Tragué saliva. En la punta de mi dedo índice recaía la responsabilidad de dar o no inicio al espectáculo. Barajé desesperado la posibilidad de avanzar hacia ella en la fangosa penumbra de la estancia y abrazarla, sentir su piel, su cuerpo entre mis brazos, olvidando el pasado, el futuro, si lo había, enraizando en el instante, rechazando todo aquello que la propia situación nos imponía. Ella aguardaba, paciente, y supe que aquello se prolongaría hasta que yo decidiese, y cada nuevo segundo de oscuridad que permitiese transcurrir acercaría la situación, que aún podía salvarse, al terreno de lo grotesco. Pulsé el interruptor un segundo antes de que mi conducta requiriese ser explicada. Y la luz cayó sobre nosotros más despiadada que nunca, como una bofetada, aniquilando la ambigüedad de las sombras, dejándonos al descubierto. Obligándola a ella a darse la vuelta y a mí a murmurar un saludo.

– Coral… -dije, estúpidamente sorprendido, iniciando hacia ella una carrerita que, debido a que consideré obligado por la situación uno de esos abrazos ansiosos y al mismo tiempo recordé que ella podía quizá haber venido a darme su adiós definitivo, cobró tal inseguridad que resultó ridícula.

Cuando llegué a su lado, a sus ojos, a su mirada, no supe si abrazarla y besarla, o acaso ya no compartíamos nada que justificase esa bienvenida, acaso mis besos ya estorbasen en una boca que algún otro había dado de sí en una playa de Barcelona. Todo eso, aquel torbellino de recelos y deseos, me hizo tender los brazos hacia ella y bajarlos a un paso de envolverla. Coral, por alguna razón que yo desconocía y pronto iba a conocer, tampoco se aventuró a abrazarme. En realidad, yo ya me resignaba a que el glamour de los encuentros quedase reservado al cine, pero, de haber recibido buenas vibraciones por su parte, habría tratado de competir con la industria. Déjame acariciarte lentamente, me habría gustado decirle, déjame lentamente comprobarte, ver que eres de verdad, un continuarte de ti misma a ti misma extensamente, fluida y sucesiva, agua furtiva. Sin embargo, la apatía que ella sentía ante nuestro reencuentro era palpable.

Aparte de su cabello, rizado ahora, Coral lucía también un aire novedoso en la mirada, un filo de melancolía que me resultaba alarmante. Se distrajo con la ristra de abalorios que condecoraba mi pecho. Sentí una piedad conmovedora al observar cómo su rostro se mostraba incapaz de escoger una expresión adecuada al descubrir todas aquellas intimidades suyas expuestas en el escaparate de mi empapelado torso, aquel collage absurdo de tampax, postales, medias, sostenes y malolientes restos de pizza. Fue un vistazo breve, enseguida volvió a mirarme con aquellos ojos enlodados que presagiaban lo peor.

– ¿Qué tal por Barcelona? -pregunté.

– Bien -comentó, escueta, y continuó mirándome con una fijeza sobrecogedora, como si tratara de leerme la mente o de hipnotizarme.

Era obvio que no quería perder el tiempo: aquella gravedad en la mirada era su forma de pedirme que pasáramos de inmediato al asunto que nos había congregado allí, pero para mí era todavía demasiado pronto. Traté de eludir aquellos ojos acusadores sin que se me notara demasiado. Me quité las gafas y el casco y los dejé sobre la mesita. Al hacerlo, encontré un paquete de Fortuna junto al cenicero. Aquel descubrimiento inesperado me aflojó el corazón. Recordé un tiempo más feliz en el que por el piso solía corretear un paquete de Fortuna medio empezado cuya búsqueda era siempre un divertido desafío que a veces nos llevaba, cómplices, hasta el lecho. Ah, los viejos tiempos…

Tal vez decepcionada de que yo hubiese declinado su propuesta de afrontar de inmediato los hechos, Coral me dio la espalda y volvió a la ventana. Aproveché para deshacerme de los abalorios a manotazos, amontonándolos sobre el tramo más sombrío del sofá.

– Y tus tíos, ¿bien? -me interesé.

– Sí. Todos bien -respondió sin volverse.

Traté de sacarme el peto por la cabeza, pero los tirones anteriores habían trastocado los alambres, algunos se habían soltado y enredado con los vecinos.

– Me gusta tu peinado. -Tiré de nuevo y uno de los alambres saltó como la cuerda de una guitarra. Lo siguió otro.

– Gracias.

– Te favorece bastante -aseguré, esquivando un nuevo alambre, que al desertar del entramado general estuvo a punto de herirme el rostro.

– Bueno -se encogió de hombros.

– ¿Y qué tiempo…?

– Sol.

Aquello empezaba a parecerse a una partida de ajedrez, un intercambio de piezas irrelevantes para desbrozar el tablero, para dejar en su cuadriculado centro únicamente las decisivas. Coral me seguía el juego sin entusiasmo, y yo empezaba a sentirme del todo ridículo sometiéndola a aquel interrogatorio banal cuyo único fin era retrasar lo inevitable. Cuando me quedé sin preguntas nos sobrevino un silencio amargo y desagradable, roto de vez en cuando por el twink de un nuevo tramo de alambre al soltarse. Comprendí que ella, tras su frustrado intento de abordar el tema, había desistido; aguardaba ahora a que yo reuniera el valor necesario para plantear al fin la pregunta del millón. Sentí el miedo arañándome las entrañas como un diamante. El resultado de su balance estival no parecía que fuese demasiado favorable.

– Has tardado tanto en volver… -comenté, y dejé la frase sin acabar, para que colgara un rato del aire en un efecto trágico. Si Coral pretendía darme puerta, no se lo iba a poner fácil. Estaba dispuesto a asumir el papel de mártir sin disimulos; estaba en mi derecho. Miré mi sombra en la pared. Parecía una navaja multiusos abierta. Cogí dos de los cabos sueltos y traté de volver a anudarlos a la altura del estómago.

– Llevo aquí casi un mes -dijo ella.

Tuve que morderme la lengua para no proferir un grito de indignación. Un mes. Llevaba un mes en la ciudad… Me cago en… Respiré hondo, recordándome que yo era la víctima de esta historia. Me forcé a pasarlo por alto.

– Te he echado de menos -continué-. No sabes cuánto.

– Seguro que sí -respondió ella, dejando que su voz sonase incrédula, terriblemente cansada-. Has debido echarme mucho, muchísimo de menos.

Dos nuevos alambres se desprendieron. Los atrapé de un manotazo y volví a trenzármelos sobre el pecho.

– ¿Por qué dices eso? -pregunte.

– Dímelo tú -respondió con repentina acritud.

– ¿Qué tengo que decirte? -Los dedos de la mano derecha se me quedaron atrapados entre el enrejado de la armadura, a la altura del pecho. Traté inútilmente de liberarlos.

– La verdad -sentenció ella, volviéndose hacia mí-. Sólo la verdad.

Dejé de forcejear con la puñetera armadura e hice frente a su mirada, luchando por enderezarme, la mano derecha napoleónicamente colocada sobre el pecho. Coral me miró de arriba abajo, meneó la cabeza y resopló.

– Coral, no te sigo; yo…

– He encontrado esto en el dormitorio -me interrumpió con frialdad, mostrándome una pluma de Sariel-. Debajo de la cama.

Miré la pluma tontamente, mientras sentía cómo el rubor prendía mis mejillas. Era una remera, fuerte, puntiaguda. Recordaba haber barrido minuciosamente el apartamento el día después de que Sariel se marchara, recogiendo todas sus plumas en una bolsa de basura que, sin decidirme a tirar a un contenedor, acabé introduciendo anónimamente por el torno de un convento. Pero como siempre ocurría en estos casos, uno nunca logra borrar todas las huellas. No existe el coito perfecto.

– ¿Me lo vas a contar ahora? -me retó.

En realidad, yo no me sentía culpable de nada. Ni siquiera había dudado en contárselo o no a Coral, entre otras cosas porque casi había dado por sentado que no regresaría. Sentí una terrible alegría interior al comprender que el descubrimiento de la pluma entre mis sábanas era la causa de aquel velo de pesadumbre que transformaba su mirada, que la volvía gélida. Al menos, una vez salvado aquel incómodo imprevisto, podía existir alguna esperanza. Asentí a su pregunta sin poder evitar una sonrisa de alivio y carraspeé, aclarándome la garganta. Se trataba tan sólo de explicarle lo ocurrido de la forma más clara posible y con las palabras más inocuas.

– Bueno; es un poco complicado… -empecé-. Verás, he conocido a un ángel. Bueno, un serafín, para ser exactos. Se produjo un cruce de líneas, ¿sabes? -Decidí pasar por alto mi pasatiempo telefónico-. Ella tenía un teléfono como de adorno, que nunca había usado y… -Vacilé. Aquello resultaba más complicado de lo que suponía. Coral me miraba con fijeza, sin molestarse en asentir, los labios apretados, con una atención tan esmerada que se antojaba grotesca-. Bueno, ella quería bajar a conocernos y me pidió que la ayudara. Tuve que hacer un poco el imbécil en la azotea, si me hubieses visto… -Solté una risita y meneé la cabeza. La expresión de Coral no varió un ápice-. En fin, le enseñé la ciudad, pero no le bastaba con nuestras obras, ¿entiendes? Quería sabernos por dentro. El alma, quería ver nuestra alma. Así que… -me mordí los labios y abrí las manos, intentando parecer consternado- tuve que hacerle el amor.

Coral aguardó un poco, como asegurándose de que había acabado, luego agachó la cabeza y estuvo mirando el suelo unos segundos, antes de volver a encañonarme con aquellos ojos que parecían como removidos, desarreglados.

– Has hecho el amor con un ángel -dijo por fin, casi con indiferencia.

– Un serafín -corregí.

– Ah, ya; un serafín… -Volvió de nuevo sus ojos hacia el suelo.

– Sí. Luego se presentó aquí su tutor, ¿sabes? Un arcángel impresionante, dos metros de puro músculo. Se cabreó un poco con nuestra movida y…

– Esto es ya demasiado -dijo Coral, como hablando con sigo misma-. En fin, no importa. Mejor así.

Alzó la cabeza y me dedicó una mirada afligida. Sonrió con.enorme tristeza.

– Hacer el amor con un ángel no cuenta -expliqué-. Es más o menos como ir a misa.

– Me voy -dijo colgándose el bolso-. Esta vez para siempre.

Y se dirigió a la puerta. La seguí, tratando de no dañarla con los alambres desprendidos.

– Espera, por favor -supliqué-. Lo que yo siento por ti es muy especial. El día de la nevada quise decírtelo, ¿sabes? Sin embargo… te dejé coger el tren sin una sola palabra, no sé por qué.

Cerró con un portazo que hizo temblar todo el edificio. Me quedé de pie ante la puerta, tratando de decidir si ir o no tras ella, cuando oí cómo la golpeaban con rabia desde el otro lado. Me encogí de hombros, favoreciendo que la trabazón de mis hombreras se descompusiera y entre un rápido coloquio de twinks y twonks rindieran un modesto homenaje al erizo, y abrí. Coral entró sin mirarme, plantándose en el salón con zancadas casi de desfile, donde se cruzó de brazos ante el sofá. Cerré la puerta y me acerqué lentamente a ella, desconcertado.

– Siéntate -ordenó.

– ¿Qué?

– He dicho que te sientes.

Lo hice, notando cómo los alambres de mi desbaratada armadura se trenzaban con los que sobresalían por entre los rotos del sofá, formando un inoportuno matrimonio del que me sería muy difícil divorciarme. Coral se sentó sobre la mesita, sus rodillas a un paso de las mías, y al hacerlo, sus pechos parecieron hincharse en una especie de ofrecimiento súbito e inadecuado. Tuve que subir la mirada unos centímetros para evitar la tentación de tender mis manos hacia ellos y empalarla en los alambres. La contemplé sacar un cigarrillo y encenderlo con parsimonia, luchando por insensibilizarme ante los efluvios de su carnalidad. ¡Dios, cómo amaba aquella concreción, aquella obstinación indecente con que se aferraba su alma a la vida, aquella ordalía de curvas con la que había tenido la desfachatez de nacer…!

– Coral, créeme, no ha tenido la mayor importancia. Los ángeles…

– Cállate.

Sobrevino entonces un silencio terriblemente largo, exasperante, en el que ella se limitó a fumar como abstraída. Yo no podía hacer más que esperar a que saliera de aquel trance de humo paseando la mirada, en la medida que me lo permitía la rigidez de la armadura en la que estaba enjaulado, por el apartamento, evitando volver a incurrir en la muelle redondez de sus senos, pues no confiaba en que mis Calvin Klein resistieran la afilada amenaza de los alambres que pendían sobre mi estómago.

Pasaban los minutos. Pasaba la vida. Gateábamos por el infinito. Nos íbamos muriendo.

– Lo peor de todo -dijo de pronto Coral- es que tú te lo crees. Te lo crees de verdad.

– Claro, maldita sea -rugí, señalándome la nariz, todavía amoratada-. ¿Crees que voy por ahí estrellándome con las puertas o qué? Fue el maldito Uriel, aunque no le culpo.

– Ya… -comentó ella, aplastando el cigarrillo en el cenicero-. No le culpas. Fantástico.

– En el fondo le comprendo. Fuimos imprudentes.

– Mira, Álex, ya está bien… -dijo, bruscamente airada-. Merezco algo más que esto.

Debido a mi inmovilización, alcé las cejas, dándole a entender que no entendía.

– Lo sé todo. He hablado con Sara, hará apenas una hora. La telefoneé en cuanto encontré su pendiente en el dormitorio. -Señaló la pluma, que seguía sobre la mesita.

Tras decir aquello guardó silencio y me miró con más intensidad, buscando en mi rostro alguna reacción a sus palabras. ¿Sara? ¿Qué diablos tenía que ver Sara en esto? Iba a preguntárselo cuando ella continuó:

– No quería saber nada de ti. Entonces llamé a Ricardo, que me lo contó todo. Todo. Ya no salen juntos, ¿sabes? Dice que no puedo ni imaginar qué clase de pervertidos sois.

Cada vez entendía menos. Coral estaba en otra órbita.

– Me dijo que no debió pegarte, pero no se arrepiente de haberlo hecho -añadió a la vez que encendía un nuevo cigarrillo-. Le dije que estabas bien, de todas formas. Aunque quién sabe…

La inclusión en su soliloquio de Ricardo, aquel energúmeno con el que Sara estaba enrollada, acabó de transportarme al delirio mas irritante. La miré, atónito. Intenté orientarme a través de tanto disparate sin conseguirlo. Rehusé hacer preguntas, ni siquiera atinaba a plantearlas. Me sentía apabullado, fuera de juego. Guardé un estoico silencio, esperando que ella pusiera fin con una carcajada a la maldita broma. Si no lo hacía pronto, sería yo el que estallase en una risa histérica.

– Nada de lo que estoy diciendo tiene sentido para ti, ¿verdad? -dijo en un repulsivo tono maternal. Negué con la cabeza, por no echarme a llorar-. Ya veo… Entonces será mejor que empiece por el principio.

Me encogí de hombros. ¿Tenía principio aquel despropósito? Ella volvió a dedicarme una nueva mirada evaluadora y se removió sobre la mesita, cambiando ligeramente de postura. Sus pechos ondearon con una gracia líquida, hipnotizadora, mientras su mente parecía tomar una terrible decisión.

– A mí tampoco me gusta esta mierda de realidad, pero no huyo de ella. Eso es todavía peor que asumirla -dijo por fin, la voz más sosegada ahora, las palabras fluyendo lentas, repensadas-. Tú has construido a tu alrededor una Disneylandia a escala, un mundo caprichoso e indolente donde todo es reciclado; cada cosa que no te gusta es transformada en algo más manejable, en algo mágico que te exime a ti de responsabilidades. Entre la realidad y tú has interpuesto el filtro de tu imaginación. Eso se llama inmadurez, Alex.

Inmadurez. Ya salió la palabreja… Yo había desembarcado en la capital huyendo de esa maldita palabra que con tantos momentos desagradables había atormentado mi existencia. Desde el fatídico instante de dejar atrás definitivamente la imprecisa frontera de la infancia, a los catorce o quizá quince años, la palabra inmadurez, que hasta entonces me era inaplicable, se convirtió en la favorita de mis padres; se diría que estaban ansiosos por estrenarla: la repetían a la menor oportunidad, como un mantra, tanto es así que tan compulsiva declamación no tardó en tergiversar su significado. Todo acto desafortunado en que yo pudiera incurrir a partir de entonces era causado invariablemente por mi inmadurez. Nunca fue usado sobre mí aquel vocablo con intención de disculpa, sino con todo su infinito desdén. Yo crecía, a juicio de mis padres y de esos espectadores fortuitos que le ven a uno crecer, más hacia atrás que hacia delante, al amparo siempre de aquella palabra maldita con que justificaban la estela de errores que iba dejando a mis espaldas. Y llegó un momento, a eso de los dieciocho o así, en que empezó a hacérseme insoportable, sobre todo porque puse todo mi empeño en deshacerme de ella y fracasé. Mi encomiable intento ni siquiera fue percibido en el mundo de los adultos. Para ellos yo seguía insistiendo obcecadamente en reírme de todo. Así, observaba con cierta impavidez cómo el menor desliz, lo que en cualquier otro hubiese sido alegremente perdonado, en mí sacaba a flote un largo expediente de desaciertos similares. No tardé en verme envuelto en una especie de circulo vicioso: sólo podría liberarme de la película de inmadurez que me había sido adjudicada en un tiempo ya remoto y que reavivaba al menor descuido demostrando madurez, y para demostrarla tenía que enfrentarme y vencer alguna situación que exigiera responsabilidad, situaciones que mis padres me escamoteaban a causa de mi inmadurez. Vine a Sevilla para romper la maldición, para demostrarles y demostrarme que podía sobrevivir por mi cuenta, para librarme del estigma de la inmadurez asumiendo responsabilidades.

Ahora la palabra volvía a salir para desbaratar la ilusión de haberlo conseguido. Quién la pronunciase daba en realidad lo mismo, yo siempre seguiría oyendo la voz de mis padres. Lo cierto es que los dos últimos años fuera de casa volvían a cubrirse con ese polvillo familiar y odioso de la insensatez, la irresponsabilidad y demás hermanastras de la inmadurez, inundándome por dentro con aquella vieja sensación de impotencia que solía desembocar en un llanto secreto e histérico en la soledad de mi cuarto, del cual siempre resurgía como rejuvenecido, decidido a ganarme el estatus de adulto costase lo que costase, una resolución que no tardaba en difuminarse al poco.

– Tienes que acatar las normas, Álex. Tienes que afrontar la realidad sin trucos, comprender que esas trabas que tanto te asustan no te prohíben ser libre, sino que son indispensables para ser libre -prosiguió Coral-. Cada obstáculo que salvas te acerca un paso más hacia la libertad, a la verdadera libertad, no a ésa que tú te has fabricado volviéndote refractario a todo cuanto sucede a tu alrededor, tratando desesperadamente de permanecer inalterable, de no aceptar que las cosas están ahí para cambiarnos, para alejarnos de quien creemos ser y acercarnos a aquél que debemos ser.

Soltó todo aquello poniendo un énfasis inusitado en cada palabra, como temiendo que yo se las refutase. Me pregunté qué clase de libros habría estado leyendo allí en Barcelona. No es que yo me molestase en seguirla, pero de haberlo intentado me hubiera resultado difícil. Costaba creer que la chica que me estaba bombardeando con todas aquellas reflexiones de manual fuese la misma con la que solía comentar los episodios de Melrose Place. Coral era una chica de conversaciones insulsas, de pensamientos inocuos, de inquietudes corrientes, una chica incapaz de hablar así…

Descubrí que no la conocía. No la conocía en absoluto. Casi un año viviendo con ella y no la conocía en absoluto. Era aterrador.

Coral hizo un paron para encender un nuevo cigarrillo. Rehusó hacerlo con el resto del anterior, rápidamente exiliado de su boca y condenado al cenicero. Nunca lo hacía, siempre recurría al encendedor, y nada había más encantador que contemplarla prender un cigarrillo. Observé cada uno de sus familiares movimientos con infinita ternura, agradeciendo que al menos en lo que concernía a esa faceta todo siguiera igual: el gesto rápido, casi desganado, de acercar la llama a su objetivo, que la aguardaba tembloroso en sus labios, y aquella primera calada súbita, que daba paso luego a la lánguida, sensual, expulsión del humo, acto traducido más abajo por un exquisito campaneo de los senos. Y luego el cigarrillo elegantemente colocado entre sus dedos, subiendo y bajando, llamando la atención sobre sus uñas excelentemente cuidadas, sobre sus labios, siempre envueltos en aquel rojo intenso que le envilecía el rostro cuando no lo justificaba el trabajo o la noche, aquella pincelada de guerra que siempre me intimidaba al quedar fuera de contexto, armas de mujer que me hacían desearla en vaqueros, camisa a cuadros grandota y pelo recogido, como dispuesta a pintar la casa.

Deseé que no dijera nada más, que se limitase a fumar, a ser la de siempre.

No hubo suerte.

– Puede que no hagas daño a nadie paseándote por ahí con ese traje, o escondiéndome el paquete de tabaco a la menor oportunidad, o tomándola con el pobre repartidor de pizzas, pero durante un año te he visto transfigurarlo todo a tu antojo, Alex. Una y otra vez. Y yo no podía ni quería participar en ese juego. Sólo podía ver cómo te destruías. Cómo herías a todos cuantos te rodeaban sin comprenderlo siquiera, como hiciste con Blanca. -Vaciló. Sin dejar de mirarme se apartó rigurosamente los rizos de la cara, como si quisiera sustentar su belleza únicamente con sus rasgos-. Cuando uno encuentra a su alma gemela no pierde, sino gana. Uno no se funde, no se diluye hasta desaparecer. El resultado, cuando se da, es una complicidad exquisita. Es… -Agitó las manos nerviosamente, como tratando de encontrar una palabra determinada. Desistió y dijo, pronunciando cada palabra con una frialdad extrema-: Tú encontraste a la chica de tu vida y la dejaste pasar por miedo a comprometerte, Alex. Huiste de ella y tu imaginación se encargó de disimular tu cobardía, de justificarte una vez mas. Blanca pudo morir por eso…

Coral hablaba sin dejar en ningún momento de estudiar mi rostro, esa esponja de carne dúctil donde se suponía que debían ir reflejándose sus palabras. Lo que no sabía era que yo ya no me encontraba allí, sino que había emprendido la única huida que a causa del aprisionamiento de la armadura me estaba permitida. Hacía mucho que me había replegado hacia adentro, recogiéndome en mi interior, desde donde la oía hablar sin que sus palabras me dañasen, como un niño que hace frente al enfado de sus padres rodeándose de sus juguetes favoritos. Aunque mi cuerpo había quedado expuesto a la intemperie, yo me encontraba a salvo, y protegido por mi alma, por todo cuanto yo era, la oía afanarse en cambiar el significado de las cosas mientras consumía cigarrillo tras cigarrillo.

– También está lo de Javi -dijo entonces.

Ahora Javi, claro… Javi nunca le había caído bien, vete a saber por qué. Desde el día en que los presenté, Coral se dedicó a darme largas siempre que yo proponía una cita a tres bandas. Empecé a sospechar que se habían acostado juntos o algo así y no querían volver a verse, con Javi nunca se sabía. Luego lo olvidé, y dejé de propiciar encuentros, imaginando que de haber ocurrido algo desagradable entre ellos, alguno de los dos acabaría por confesármelo.

– ¿Qué pasa con Javi? -pregunté de mala gana.

– Bueno, no querría ofenderle de encontrarse aquí presente -advirtió en tono afectado, señalando con los ojos la parte desocupada del sofá.

Dediqué a Coral una mirada piadosa. Ahora que el delirio la había hecho suya se me mostraba infinitamente vulnerable, desamparada en un mundo que no entendía. Quise abrazarla, follarla con dulzura, pero no podía moverme.

– Javi no existe, Álex -anunció-. Es un producto de tu mente. Lo inventaste en tu infancia para luchar contra la soledad, supongo, y te olvidaste de desactivarlo.

Sonreí; no estaba mal la gracia, no. Javi un producto de mi mente… Me moría por contárselo. A Coral no le gustó demasiado mi sonrisa.

– No sé si estás enfermo o me estás tomando el pelo, si has estado tomándote el pelo a ti mismo desde que naciste -dijo, con un vago tono de desprecio, arrojando la pluma de Sariel en mi regazo. Se levantó y meneó la cabeza-. Si puedes pararlo, deberías hacerlo cuanto antes… Si no, Álex, estás enfermo. Eres un perturbado y necesitas ayuda.

– Ya… Así que todo es producto de mi imaginación.

El timbre de la puerta atravesó el aire casi electrificado del apartamento como una cuchillada, aplazando su respuesta. Ambos miramos hacia la puerta con fastidio, pero ninguno hizo el intento de abrir. Acordamos tácitamente que aquello que nos ocupaba era demasiado importante para ser interrumpido. Esperamos en silencio. El timbre sonó un par de veces más, luego, a través de la puerta, alguien gritó:

– ¡Traía la pizza que han pedido! ¡Sin anchoas!

Coral y yo nos interrogamos con la mirada, dejando claro que ninguno de los dos había pedido ninguna pizza. Y esta vez, al contrario que otras veces, Coral se negó a aceptar con esa piedad suya el equívoco, así que el repartidor tuvo que largarse con la pizza.

– Casi todo -contestó una vez volvimos a quedarnos solos.

Era un alivio saber que el repartidor de pizzas, al parecer, me espiaba de verdad.

La observé colgarse el bolso y comprendí que aquello había sido todo, que apenas disponía de unos segundos para tratar de retenerla antes de que saliera por la puerta, quién sabe si para siempre, dejándome como recuerdo aquella perorata absurda que había durado tres cigarrillos. Aplastó el tercero en el cenicero, en una especie de punto final a su discurso, y se dirigió hacia la puerta, eludiendo mi mirada.

– Coral, espera… -me oí suplicar contra la caída del telón.

Se detuvo y volvió la cabeza hacia mí, lenta, muy lentamente. Y me resultó más hermosa que nunca. Pero aquella belleza fulgurante, constaté asombrado, no se debía por una vez a sus palpables encantos, era algo indefinible que se superponía a ellos, que los gobernaba y de alguna manera los eclipsaba, algo que fluía desde dentro de sí misma, a través de los tragaluces de sus ojos removidos, embadurnándola de un prestigio inesperado, de una valía heroica casi dolorosa. Era como si el aplomo que había esgrimido durante su charla hubiese desenterrado todo un arsenal de virtudes insospechadas. Por primera vez, creo, la vi como persona. Vi aquello que era ella al margen de su cuerpo, al margen de mis comparaciones con Blanca, algo que se valía por sí mismo, que crepitaba con orgullo, que estaba vivo, algo que había estado presente en cada conversación, en cada gesto, en cada caricia, en cada discusión, y que yo no había sabido valorar. Comprendí que todo cuanto era ella y que siempre había considerado como un handicap, desde su apabullante terrenalidad hasta sus gustos y manías, se me mostraba ahora bajo una luz nueva que barría mis prejuicios. Y por primera vez, creo, la amé, pues noté crujir mi alma bajo el peso de un sentimiento novedoso, estremecedor y violento, para el cual no tenía nombre y que ya no era aquella bola contaminada de deseo y soledad que había estado tendiendo hacia ella, como una bolsa de snacks, durante un año. La amé, la amé con la fuerza de los mares, con el ímpetu del viento. La amé en extremo. Hasta el último extremo.

Un amor tardío, que quizá muriese sin destinatario, como esas cartas de amor que se pierden en Correos. O quizá no.

– Aún no me has dicho qué has averiguado en Barcelona.

– Eso ahora es irrelevante, Álex, ¿no lo entiendes todavía? -Me sonrió con indulgencia.

¿Irrelevante? Maldita sea, por qué no podía decirme sencillamente si me quería o no.

– Madura -aclaró-. Si lo consigues, ya sabes dónde vivo.

Madurar, sí, nada tan fácil como eso.

– ¿Cómo?

Coral lanzó un bufido. Ella tampoco parecía saber cómo. Paseó una mirada fatigada por la habitación, que fue a tropezar con el temario que dormitaba, orgulloso de su virginidad, sobre la tele.

– Aprobando las oposiciones. Ése sería un buen principio.

Clavé una mirada de odio en los malditos papelajos. ¿Por qué siempre estarían por medio? La convocatoria era pasado mañana. Cuarenta y ocho horas. Trescientas cincuenta y dos páginas.

– Hecho -aseguré, resignado-. Las aprobaré. Luego iré a por ti.

– Estupendo.

Abrió la puerta, pero antes de desaparecer, volvió de nuevo la cabeza hacia mí.

– Por cierto, Alex, la noche en que me acompañaste a la estación no cayó un solo copo de nieve.

Y así, sin más, sin garantías de vuelta, desapareció.

2

Así que yo estaba loco y para dejar de estarlo debía asumir la locura de Coral… Vale, pero, ¿era cierto aquello? ¿Estaba yo loco?, me pregunté, jugando con una pluma de serafín, encadenado con alambre a un sofá destartalado en medio de un salón encendido contra la noche, donde flotaba un olor peculiar, una mezcla de Fortuna y Chanel que a partir de ahora siempre asociaría con el aroma del amor. Evidentemente yo no estaba loco, pero podría estarlo, si ésa era la única forma de no perder a Coral. Por amor, enloquecería. Se trataba tan sólo de creer todos aquellos desvaríos que me había contado. Sólo era cuestión de voluntad. Miré la pluma que tenía entre mis dedos y le dije: tú eres un pendiente… La pluma continuó siendo lo que era, una pluma, creo incluso que de alguna forma sonrió irónicamente ante mi torpe intento. Me sentí como un converso hipócrita.

Aquello no funcionaba…

Bien, me dije, cambiemos el enfoque del asunto. Partamos de la premisa de que ya estoy loco, de que soy yo y no ella el que está loco. Bien mirado, si yo había adjudicado tan alegremente a Coral el papel de loca en cuestión de segundos, ¿por qué no iba a hacerlo ella conmigo, que había dispuesto de todo un año para convencerse? Y siendo así, ¿por qué debía de ser ella la equivocada y no yo? Tal vez Coral estuviese en lo cierto y su versión del mundo fuera la correcta, mientras que lo que yo había tomado por realidad no era más que algo ilusorio e inviable.

Visto así, yo podía estar loco.

De acuerdo, convine, pongamos que lo estoy. Estoy loco, chalado, demente, chiflado, desequilibrado, tocado, medio tarumba.

Bien, ¿qué se entiende por locura? Lo opuesto a la razón. Bien, ¿qué es la razón? Comprendí que ambas, para fundamentarse, se necesitaban mutuamente. Yo estaba loco sencillamente porque el resto de la gente estaba cuerda. Mi mente no estaba enferma, no había alteraciones químicas ni neurofisiológicas bajo mi cráneo. Al parecer, en algún lado se había celebrado una reunión para acordar la forma de ver el mundo y nadie había tenido el detalle de invitarme. Era repugnante descubrir que la locura, como todas las marginaciones, era una mera cuestión cuantitativa. Pretenciosa sociedad la nuestra, reflexioné, que puede condenar al encierro a quienes se pronuncien en contra de la mayoría. Me consolé pensando que la verdad era de los locos, pero que sin embargo, el mundo que dejaban traslucir sus palabras resultaba contraproducente para quienes dirigían el cotarro. Sin embargo, los shows televisivos no cesaban de acoger a ancianas pueblerinas que afirmaban hablarle de tú a la Virgen y era algo, me constaba, que muchos aceptaban sin dudarlo. Se estaba produciendo un conato de cambio, no había duda. En cuestión de años los cuerdos serían derrotados y los locos asumirían el control. Y tal vez ni siquiera se notase.

No sabía dónde iban a conducirme aquellas especulaciones, pero continué casi por pura curiosidad, intrigado por descubrir cuánto podían dar de sí. Coral, tras todo aquel discurso exaltado, se las había arreglado para concederme una especie de beneficio de la duda. Había dicho que si yo era capaz de controlar los relés de mi mente para que dejaran de emitir aquellas interferencias no se trataría de locura sino de inmadurez. Bien, aquello no había ni que considerarlo siquiera: en mi mente seguía mandando yo. Por tanto no estoy loco, sólo soy una persona inmadura, celebré con un regocijo estúpido. Aquello que no era más que una posibilidad peregrina coincidía fielmente, oh sorpresa, con la opinión que mis padres habían mantenido durante toda mi adolescencia, y que probablemente seguían manteniendo, bastaba con llamarles. Pura casualidad, me dije, con escasa convicción.

Seguí especulando, algo inquieto ahora. No me gustaba demasiado el cariz que estaban tomando mis aparentemente inocuas reflexiones. Además, algo curioso ocurría también entre mis dedos, un fenómeno paralelo al discurrir de mi mente. La pluma seguía siendo una pluma, una remera poderosa que no regresaría nunca a casa. Y sin embargo, había algo, algo extraño en su tacto, en su peso, algo que no encajaba, una especie de desajuste sensitivo. No podía asegurarlo, pero la pluma parecía estar mudando su sedosa calidez por una frialdad desconcertante, con un levísimo resabio metálico.

Continué: Coral me quería, de eso no me cabía ya la menor duda. Para estar juntos, sólo tenía que salvar el insignificante obstáculo de la inmadurez, tan omnipresente en mi vida, que si bien no había dejado de ser un engorro en mi adolescencia, ahora se atravesaba entre nosotros como un infranqueable farallón de piedra. Sin embargo, ahora tenía las claves para sortearlo, aunque el peaje resultaba excesivo. Más bien aterrador. Significaba dar por falsas muchas cosas: negar la existencia de los ángeles y las sirenas, de los comemierda, olvidar todo eso sobre la conexión de las almas gemelas, y sobre todo, lo que me hacía sentir como un verdadero Judas, era negar la existencia de Javi, venderlo por unas míseras monedas al reino de mi imaginación. Era aceptar que me había pasado la mayor parte de mi adolescencia, desde que Wenceslao se largara, hablando solo, que todavía lo hacía.

– No irás a creer a esa puta, ¿verdad?

Miré hacia la ventana. Javi se encontraba apoyado contra ella, fumando un cigarrillo. A su espalda, la noche empezaba a cuartearse en grietas anaranjadas bajo el empuje del alba.

– Pero Javi, todo encaja… -dije, algo inseguro-. A ti nunca te pedían el carnet cuando íbamos a las sex shops. Y nunca tenías problemas para entrar en las discotecas, ¿recuerdas? Los porteros ni siquiera te miraban.

– Casualidades.

– Puede, pero son muchas. A ti nadie parece verte más que yo. Desde que nos conocemos nunca te he visto hablar con nadie. Nunca.

Javi se encogió de hombros.

– En realidad, me cuesta más demostrar tu existencia ante los demás que tu inexistencia ante mí mismo.

– ¿De veras?

– Sí.

– Genial -susurró para sus adentros.

Aceptar aquello iba a hacernos un daño terrible a los dos. Miré a Javi con ternura. Parecía abatido. Meneaba la cabeza de un lado a otro, acelerando el balanceo cada vez más, a medida que la irritación le ganaba. Finalmente, estalló:

– ¿Cómo puedes hacerme esto, Álex? ¿Cómo puedes creer que yo no existo?

Se apartó repentinamente de la ventana y se acercó hasta mí. Me palmeó la mejilla. Una, dos, tres veces. Yo me dejé llevar por los golpes como un tentetieso, incapacitado como estaba para oponer alguna resistencia.

– ¿Podría hacer esto alguien que no existe? -me preguntó, ahora tirándome de los cabellos con fuerza, ahora pellizcándome la nariz y las orejas.

– Ya vale, Javi… -protesté-. Estate quieto, joder.

Se retiró, dándome la espalda. Le oí respirar profundamente varias veces, luchando por serenarse.

– Así que soy un producto de tu mente, ¿no? -comentó, ya más calmado.

– Eso creo.

– ¡Entonces me verías siempre! -replicó, volviéndose de nuevo hacia mí-. ¡Y yo entro y salgo! ¡Tengo mi vida!

– Apareces cuando te necesito -dije, tratando de que mis palabras sonasen tranquilas y meditadas-. Cuando estoy hecho polvo o necesito aclarar mis ideas. ¿Recuerdas el día en que nos conocimos? Apareciste de la nada justo cuando necesitaba un amigo. Es como si te hubiese invocado.

– Desvarías, tío.

– Fíjate ahora -razoné-. Esta vez ni siquiera te has molestado en entrar por la puerta. Apareces de repente junto a la ventana, como la cosa más normal del mundo.

Me dedicó una mirada llena de rabia, pero no pudo rebatirme eso. Se cruzó de brazos y se acercó de nuevo a la ventana. Aproveché que se había calmado un poco para seguir con unas digresiones que no por salir de mi boca me resultaban menos aterradoras. Las piezas encajaban con una facilidad alarmante.

– Por eso no llegaste a conocer a Blanca, ¿sabes? Porque con ella yo era feliz y no te necesitaba. Luego, cuando la abandoné, preferí irme de juerga a afrontar mis actos, es decir, a esperar a que tú aparecieras. Cuando volví, sin embargo, estaba tan arrepentido que encontré una nota tuya. Fue algo así como un reproche de mi subconsciente.

Javi dejó de observar la calle y me lanzó una breve mirada llena de ironía.

– En realidad -apostillé-, en este momento no estoy haciendo otra cosa que hablar solo.

– Estupendo. Estás hablando solo -dijo Javi desde la ventana-. ¿Qué mierda hago yo aquí entonces?

Era imposible razonar con él. Agaché la cabeza y solté uno de esos suspiros que comunican la vida con la muerte.

– Joder, tío -le oí decir-, estás hablando conmigo. Soy yo quien se está tragando todas estas estupideces…

– Acéptalo, Javi -rogué-. Para mí también es horrible.

– ¿Y si tú fueras un producto de mi mente? -sugirió-. Cuando las cosas me van mal vengo aquí a desahogarme contigo. Tú, por supuesto, no existes. Me he dado cuenta hoy y…

– Demuéstrame que tienes vida fuera de estas cuatro paredes -le corté-. ¿Qué haces cuando yo no estoy delante?

– ¿Que?

– Dime dónde vives, dime dónde curras y cuánto cobras, dime con quién follas -reté.

– Llevo tres meses currando en el Burger de la calle Promesas con un sueldo de ochenta mil pesetas más incentivos, y vivo en un apartamento con terraza y aire acondicionado con Patricia Salas Hidalgo, con la que también suelo follar cuando no llego muy cansado del trabajo.

Le miré, atónito. El tiro me había salido por la culata. Javi trazó una amplia sonrisa de triunfo.

– ¿Y bien?

– No vale -dije.

– ¿Por qué? -me espetó.

Era difícil de explicar. Realmente difícil.

– De alguna manera es cosa mía. Yo soy quien te ha inventado y puedo darte la vida que quiera. Soy yo quien lo decide. Yo soy quien te hace responderme así. Eres, siempre has sido, una parte de mi mente proyectada en carne para escenificar mis dudas existenciales. Por un lado, trato de destruirte y por otro, hago que te defiendas desesperadamente porque en el fondo no quiero perderte.

Javi lanzó un suspiro y se mesó los cabellos convulsamente.

– Me lo pones realmente difícil, tío -dijo, visiblemente decepcionado.

Nos quedamos un rato sin decir nada.

– Está bien, de acuerdo -dijo Javi con aterradora tranquilidad-. Deja que te siga el juego: yo no existo. Soy un producto de tu mente «perturbada» -recalcó esa última palabra con placer-. Haz que me las pire entonces. Échame de tu apartamento, haz que abandone tu enfermo cerebro. Vamos.

– No puedo -respondí agachando la cabeza-. Tienes que irte tu.

Durante un tiempo estuve contemplándome las rodillas. A través de la ventana nos llegaban los primeros sonidos de la ciudad, todavía esporádicos y desafinados, como una orquesta preparando sus instrumentos. Javi guardaba silencio. Mi respuesta debía de haberle desarmado. Le imaginé plantado ante mí, estudiándome mientras mis palabras daban vueltas en su cabeza. Sí, yo nunca podría echarle. Tenía que irse por su propia voluntad. Debía comprender que su presencia allí era perniciosa para mí, y una vez comprendido eso, si yo realmente le importaba, actuaría en consecuencia, completaría el sacrificio que sin saber cómo mis últimas palabras le habían pedido.

Yo aguardé su decisión durante lo que me parecieron siglos. Creo incluso que en cierto momento cerré los ojos y me sumergí en una oscuridad agradable y en cierto modo protectora. Una negrura mansa donde los sonidos provenientes de la calle trazaban pasajeros bosquejos de algo que existía fuera de mi, tratando de llamar irritantemente mi atención. Todos, sin embargo, me llegaban amortiguados por la distancia y resultaba fácil ignorarlos. Dentro de la habitación sólo lograba situar la respiración de Javi, profunda, acogedora.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que se produjo un nuevo sonido en el interior de la habitación, justo en el centro del radar que habían desplegado mis oídos. Ocurrió tan deprisa y fue tan breve que apenas pude aprehenderlo: un rebotar metálico sobre una superficie de madera. Luego, volvió el silencio, un silencio en el que faltaba la respiración del único amigo que tenía en el mundo. Abrí los ojos. Javi había desaparecido. Ante mí, sobre la mesita, junto a un cenicero lleno de colillas manchadas de carmín, se encontraba una copia de la llave del apartamento.

Javi se había marchado. Y si, como aseguraba Coral, era un producto de mi mente, nunca mas volvería a verlo.

1

Tres eran tres los magistrados del tribunal de las Oposiciones a la Madurez: el del centro, que se ocupaba al parecer de plantear las preguntas, era un anciano con aspecto de senador, enjuto y canoso, dueño de una de esas miradas que parecen capacitadas para atravesar el blanco elegido, en este caso un servidor que ya empezaba a sentirse bastante molesto. El que se encontraba a su derecha era totalmente calvo y padecía de sobrealimentación; se encargaba de tomar breves notas de mis respuestas con gesto desapasionado. El que ocupaba el lugar izquierdo de la mesa era sin duda el más viejo de todos y se limitaba a sobrevivir; dejaba escapar cada dos o tres minutos una ristra de toses desagradables, tuberculosas, que amenazaban con desbaratar la fragilidad de su percha y desarmarle allí mismo, sobre la mesa. El tipo del centro aguardó unos segundos a que el silencio volviera a restablecerse, mirando de soslayo y con cierto fastidio a su ruinoso compañero, y anunció el último tema, sobre el cual yo debía disertar los siguientes diez minutos:

– Háblenos sobre la muerte.

Disimulé una sonrisa y lancé el último estornudo de mi fingido catarro. Volví a pedir disculpas a los magistrados con voz azorada y rebusqué en mi calcetín derecho. Extraje el kleenex que allí había y lo desplegué cuidadosamente a la altura de mi nariz, de manera que pudiese leer la apretada caligrafía que lo surcaba.

– Muerte; del latín mors, mortis -recite-. Se considera muerte toda cesación o término de la vida. En los organismos unicelulares la muerte no es un fenómeno regular, se dividen normalmente por partición. La muerte se produce cuando quedan sometidos a condiciones ambientales desfavorables que alteran la composición de sus proteínas plasmáticas. En los organismos multicelulares la muerte es sin embargo inevitable. La causa inmediata es un desequilibrio biofísico-químico, que resulta irreversible porque el organismo no reacciona contra él con suficiente intensidad para hacerlo reversible. Los signos visibles son la suspensión de la actividad del corazón y de la respiración, así como la pérdida del tono muscular, lo que origina el conocido efecto de la abertura del párpado y la excesiva dilatación de la pupila. Este desequilibrio puede presentarse de un modo espontáneo (muerte natural, por senectud) o bien por la acción de factores externos (muerte accidental). Suele considerarse que la vida del organismo como unidad biológica ha terminado cuando la actividad cerebral ha cesado por completo, aun así, múltiples casos de recuperación de sujetos presuntamente muertos durante un breve espacio de tiempo nos llevan a afirmar que los únicos signos fiables son los de la putrefacción.

»En la actualidad, las causas más frecuentes de fallecimiento son las enfermedades cardiovasculares, el cáncer y el Sida, seguidos por los accidentes en los países de alto nivel de vida, relegando las causas antiguas, como las infecciones o el hambre, a los países subdesarrollados.

»Sin embargo, el hombre, como demuestra la historia, ha sido incapaz de reducir la muerte a un fenómeno natural, se ha visto obligado a endosarle un sentido (para contrarrestar la falta de sentido de la vida, imagino). La muerte, por tanto, ha ido evolucionando de forma pareja a los pensamientos y fobias de la humanidad, se ha convertido en piedra de toque de numerosos sistemas filosóficos y las religiones se han encargado de dignificar lo que en realidad no es más que un cese de la maquinaria encomendándole la función de puerta de sus muchos paraísos o complicando la sencillez de su significado con connotaciones de castigo, liberación, tránsito a otro cuerpo, etcétera.

»Desde la más remota antigüedad. el hombre se apresuró a representar con su acostumbrada capacidad fabuladora aquello que no veía como si así pudiera verla venir, dotándola de variadas apariencias, a cada cual mas estrafalaria, inventándole incluso un lugar en el que habitar, un reino desde el cual observarnos, un sinfín de pajes y servidores, y todo un atrezzo más o menos justificado. De todas estas figuraciones, la más extendida y popular es sin duda la imagen de raigambre romántica que representa a la muerte como un esqueleto que viste una túnica oscura y porta una guadaña con la que siega nuestras almas. La muerte, desgraciadamente, existe. La Muerte, como tal, es sólo ficción -concluí.

La Muerte, que esperaba pacientemente junto al juez situado en el lado izquierdo de la mesa, que no había cesado de puntear mi respuesta con su tos granulosa, tendió hacia mí su mano huesuda, con el puño cerrado y el dedo corazón levantado. Bueno, era su opinión…

Hice una bola con el kleenex y la arrojé a la papelera, donde reposaban el resto de las chuletas que, al son de las preguntas del tribunal, yo había ido extrayendo de los numerosos bolsillos de mi indumentaria. El magistrado que ocupaba el lugar central miró con recelo la papelera y luego clavó sus ojos en mí un largo rato.

– Puede retirarse -gruñó por fin.

Antes de ganar el pasillo tuve tiempo de oír cómo la tos del magistrado de la izquierda se prolongaba en un angustioso bufido interminable que me recordó a un cuerno de caza, hasta terminar con el brusco sonido de un cuerpo desplomándose sobre la mesa.

Yo, por mi parte, abandoné la sala con una sonrisa radiante. Mi examen había sido un completo éxito. Tenía un aprobado seguro. Crucé lentamente, en una especie de pavoneo inevitable, por entre los muchos opositores que esperaban su turno arracimados junto a las puertas de la sala, aquel pequeño reducto tan amablemente cedido por el rectorado universitario para albergar algunas oposiciones tangenciales.

No podía creer la suerte que había tenido. Dadas las atroces dimensiones del temario, el escaso tiempo de que disponía para memorizar sus contenidos -al que tuve que descontar las cuatro o cinco horas que empleé en liberarme de los alambres-, y todo lo que había en juego, me había visto forzado a acogerme al maquiavélico el fin justifica los medios, y armarme hasta los dientes de chuletas, cosa de la que no me siento orgulloso, que quede claro. Para rematar la faena, el tribunal me había preguntado todas, ni una más ni una menos, de las definiciones que yo había tenido a bien anotar a lo largo y ancho de un paquete de kleenex. Había tenido que hablar durante diez minutos sobre las sirenas, esos seres mitológicos mitad mujer mitad pez que embrujaron con sus cantos a Ulises y sus muchachos y que han ido malviviendo en la literatura infantil; había tenido que hablar sobre los ángeles, pirotecnia cristiana, e incluso sobre las anguilas, peces teleósteos de la familia de los anguílidos de casi un metro de largo que viven en los ríos hasta que la plenitud sexual les lleva a la fosa de las Bermudas, donde realizan la puesta de los huevos. Había tenido que aclararles que cuando dos personas se enamoran únicamente forman un solo ser en sentido metafórico y que los amigos invisibles son defensas infantiles contra la soledad y la incomprensión… Y lo había recitado todo al pie de la letra, sin titubeos de ningún tipo, con una seguridad impecable. Aún tenía que esperar la confirmación, pero podía decirse que había pasado la prueba con toda probabilidad. Sí, ya era maduro, y pronto tendría un diploma para demostrarlo. Y nadie podría rebatírmelo. Nadie, absolutamente nadie.

Sin embargo, no hay felicidad completa, como alguien me dijo una vez: en el bolsillo de mi chaqueta seguía llevando la remera de un ángel, entidades bíblicas que carecen de existencia real. Me encogí de hombros: lo que contaba era el diploma.

Decidí salir de allí por el pasillo, donde se encontraban los resultados de los años anteriores, saboreando ya mi victoria. Aquél se encontraba menos transitado. Los tablones de las paredes estaban divididos por años, cada uno de ellos con sus kilométricas listas de opositores. Me entretuve un rato buscando nombres conocidos. En la relación de 1993 recibí mi primera sorpresa: allí estaba Coral, es decir, Carolina Fernández Segura, como una más entre tantos. Coral había madurado un año después de la Expo, quizá llorando de amor ante un pabellón abandonado. Es curioso, pensé, lo poco que dice un nombre. Carolina Fernández Segura, susurre en la soledad de aquel pasillo poblado de ecos. Era difícil encontrar a Coral en aquel puñado de letras impresas. Y más difícil aún creer que tras todos aquellos nombres extraños había personas, que si señalaba uno al azar: Luís Ignacio Gil Martín, estaba señalando un rostro, una vida, unas ilusiones y unos errores, alguien que sufría o era feliz en alguna parte, alguien que tal vez, sin yo saberlo, me era imprescindible conocer. ¿Y cómo evitar fantasear con el nombre de todas aquellas chicas? ¿Cómo no imaginarlas dulces y desamparadas esperando un amor que bien podría ser yo de tener la oportunidad que la vida probablemente me negaría?

Recibí una palmada en la espalda y me volví: era La Muerte, que ya se iba. Le lancé un vago adiós con la mano y me concentré de nuevo en los tablones.

No encontré a Blanca en ninguna de las listas que juzgué posibles, quizá porque aún no había necesitado aprobar aquellas oposiciones para amar a nadie. Y nunca lo hará, pensé, Blanca nunca se traicionará a sí misma como yo acabo de hacer. Para el año próximo habrá una nueva ristra de nombres sujeta a estas paredes y yo seré uno de ellos, me dije con amargura, uno más de los muchos que habían decidido aceptar que las trabas de la realidad son indispensables para ser libres, verdaderamente libres, y que hay que dejarse cambiar por las cosas para encontrarnos a nosotros mismos y toda aquella jerigonza que me había soltado Coral entre cigarrillo y cigarrillo.

No me molesté en buscar a Javi.

La última relación de aquella pared, que se encontraba junto a la escalera de bajada, era la perteneciente a 1980. El año en que se estrenó El imperio contraataca, pensé con nostalgia, iniciando el descenso de la escalera. Me detuve en seco cuatro escalones después. Los volví a subir y me acerqué a aquel último listado lentamente, movido por una corazonada. Y sí, allí estaba su nombre: Wenceslao Flores Castro, también como un nombre cualquiera que no hablaba de él, que no le contenía. Al encontrarle tan torpemente resumido en aquellas letras sentí el mismo desconcierto, el mismo rechazo involuntario que me había ganado el día de su despedida, perdido ahora en aquel lejano verano de 1980, año en que se estrenó El imperio contraataca y nada volvió a ser lo mismo nunca.

No recuerdo qué día era exactamente, pero sí recuerdo que era un mediodía de mediados de agosto y que en alguno de los chalets cercanos estaban cortando el césped, pues el molesto ronquido de la cortadora aquietaba el compacto silencio de la siesta, ensanchando el mundo de forma sobrecogedora, como sólo pueden hacerlo los sonidos lejanos.

Yo había esperado ansiosamente a que el término del almuerzo volviera a desanudar a los miembros de mi familia, dispersándolos por la casa como electrones: mi madre y mi tía hacia el fregadero, mi abuela hacia su mecedora y mi padre hacia el sofá, donde le esperaba el periódico del día, que siempre acababa por tumbarle como un dardo tranquilizante. Cuando todo eso ocurría, yo podía esfumarme sin que nadie lo notase. Por aquellos días mi madre me había prohibido tajantemente, sin acceder a darme explicaciones, aparecer por casa de Wenceslao, y yo había tenido que obedecer a regañadientes, enclaustrándome en mi habitación en una especie de protesta muda, donde dibujaba y rumiaba planes de fuga. Pasar un día privado de la compañía de Wenceslao era algo horrible, pero en aquel momento era especialmente horrible. Acababa de estrenarse El imperio contraataca y Wenceslao y yo habíamos hecho planes para ir a verla juntos, y temía que aquel encierro los disolviera. Si Wenceslao traducía mi silencio como una falta de interés, quizá se desplazara a la capital a verla solo o invitase a alguna de las chicas con las que lo veía coquetear en la playa. Sin Wenceslao yo no tendría la menor oportunidad de conseguir un permiso paterno para aventurarme en la capital, y convencer a mi padre para que me llevase a verla iba a resultarme de lo más difícil: mi padre sólo disponía de tiempo los domingos por la tarde, y esas horas, como buen españolito medio, las consagraba al fútbol, verdadero opio del pueblo. Todas aquellas consideraciones, sumadas a los rumores que la tele y la radio soltaban sobre la película -hablaban de una batalla colosal con mamuts metálicos en un planeta helado, de persecuciones a través de lluvias de meteoritos, de ciudades aéreas donde se torturaba a los robots…-, me obligaron a rumiar planes de fuga, y aquel segmento del día llamado sobremesa, con la familia en pleno distraída, era sin duda el más adecuado para su ejecución. Y la llevé a cabo con una pericia que hubiese hecho aplaudir al mismísimo Houdini.

Aunque no había visto a Wenceslao en los últimos cinco o seis días, esperaba encontrarlo donde siempre y como siempre, es decir, en la tumbona del jardín leyendo cómics, siempre dispuesto a luchar contra el imperio, que acababa de dar una vez más con la situación de nuestra base. Ignoraba yo por aquel entonces que nada dura eternamente y que las cosas tienden a cambiar sin consultarnos, nos guste o no. Esa tarde descubrí que cambian con frecuencia y a veces de golpe, y que cuando el cambio se completa cuesta creer que alguna vez hayan sido distintas.

Wenceslao estaba en el jardín, sí, pero era como si no estuviese. No se encontraba repantigado en la butaca ni leía cómics, no llevaba sus vaqueros cortos ni su pelo revuelto ni su camiseta de Star Wars ni su sonrisa ni su mirada. Llevaba puesto un traje de chaqueta color café y una corbata azul y una raya en el pelo mojado. Portaba dos grandes maletas y se dirigía al coche, donde su madre esperaba al volante. Y al verme no alzó la mano y lanzó la consigna de la Alianza Rebelde ni hizo aquella imitación de Chewbacca cuando se resiste a entrar en el depósito de basura que tanto me hacía reír, no; se limitó a mirarme con gravedad unos segundos y luego sus ojos buscaron los de su madre. Esta asintió con una sonrisa casi imperceptible y después pareció desentenderse de la escena recostándose en el asiento y abandonando su mirada al fondo de la calle. De repente me sentí violento, absurdo allí plantado con mi espada de luz y mi gorra de Star Wars. Me sentí de golpe el centro de una conspiración inimaginable donde tenían cabida todos cuantos conocía, víctima de una traición horrible que aún no lograba ver. Miré a mi alrededor tratando de agarrarme a la fidelidad de las cosas: la tumbona de siempre, los setos pulcramente recortados, los rosales, el hormiguero de losetas grises que se perdía hacia la parte trasera de la casa. El escenario seguía siendo el mismo que durante horas había acogido nuestros juegos, nuestra felicidad, y sin embargo aquella situación lo trastocaba; se me antojó de repente que tanto Wenceslao como su madre y como yo no pertenecíamos a aquel lugar, que no sabíamos qué hacer ni hacia dónde movernos, que no sospechábamos siquiera cómo salir de aquella encrucijada de miradas y silencio. Éramos como piezas de ajedrez colocadas sobre un tablero de parchís.

Y sin embargo, a pesar de que toda aquella situación se adivinaba incorrecta, vislumbré en la expresión de Wenceslao una mansa aceptación que me resultó repugnante. Deseé regresar sobre mis pasos y empezarla de nuevo, con cada cosa en su sitio esta vez, con Wenceslao sin disfraz en la butaca y su madre desaparecida en los penumbrosos intersticios de la casa, pero permanecí allí clavado, esperando que todo se resolviera de una forma o de otra, que la tragedia se completase de una vez, porque intuía que aquello era la conclusión de algo, algo que había dado comienzo casi una semana antes y que yo no había sabido interpretar: las constantes visitas de mi madre a casa de Wenceslao, aquellos susurros graves que intercambiaba con mi padre cuando yo abandonaba la habitación, aquella injustificada prohibición de pisar su casa, de hacer el menor ruido posible cuando jugase en el jardín, el coche del padre de Wenceslao perennemente aparcado ante la casa desde hacía semanas… Comprendí que tenía en mi poder todas las piezas de un puzzle extraño, pero carecía aún de la habilidad para hacerlas encajar.

Wenceslao dejó por fin las maletas en el suelo y caminó hacia mí con aquel traje color café que otorgaba a sus movimientos una indigna dignidad. Le observé aproximarse con esa entereza resignada con la que un soldado contempla las maniobras de ataque de un enemigo más poderoso.

– Hola -saludó, sin permitir que sonrisa alguna boicoteara la recién estrenada seriedad de su rostro.

– Hola -respondí con recelo. -Nos vamos a la ciudad -informó.

Sí, eso era exactamente lo que sugería aquel maletero rebosante de bolsas y aquellas dos maletas enormes que había plantado sobre la hierba como una especie de referencia que le prohibiera perderse. Sin embargo, se les había pasado por alto un detalle.

– Pero, ¿y tu padre?

Lo dije con la certeza de haber descubierto un fallo que volvía inviable aquella fuga. Wenceslao pareció sorprenderse, pues aunque la hermética expresión de su rostro no varió, en sus pupilas bailoteó brevemente una llama amarilla, como un fuego fatuo. Dejó que su mirada vagase por el jardín unos segundos, luego la posó sobre mí.

– Mi padre ha muerto -dijo.

¿Muerto? Me quedé perplejo. Las personas morían a diario, pero aquella era la primera vez que una lo hacía al lado de mi casa. Sentí miedo, como si aquel lugar estuviese maldito, como si todos corriésemos un grave peligro. Yo no sabía nada de la muerte, nunca había visto un muerto, nunca había conocido a nadie que hubiese visto la muerte.

– ¿Cómo es la muerte? -quise saber.

Wenceslao tardó unos segundos en contestar. Le observé morderse el labio inferior varias veces, mientras miraba mis zapatos con atención.

– Es como la de los tebeos -respondió por fin-, ya sabes, con guadaña y demás.

Me la imaginé recorriendo las soleadas calles de la urbanización, encapuchada, toda de negro, con su afilada y siniestra guadaña al hombro, maldiciendo porque aún los vecinos no habían acordado bautizar las calles y tenía que ir preguntando casa por casa, como hacía el cartero. Así no daba tanto miedo. Casi con toda seguridad mis padres la habían visto llegar, y Wenceslao también, por supuesto. Deseé hacerle mil preguntas, pero había una cuestión más importante que resolver:

– ¿Y El imperio contraataca? Wenceslao sonrió sin ganas.

– Creo que ya no tendré tiempo para esas cosas -dijo, encogiéndose de hombros-. Ahora tengo que prepararme unas oposiciones.

De repente, empecé a llorar. Sentí una vergüenza terrible al hacerlo ante Wenceslao, pero no pude evitarlo. Fue un llanto silencioso, al menos, sin gemidos sensibleros, como una especie de deshielo interior. Wenceslao observó con curiosidad aquellas lágrimas que arañaban mis mejillas, pero no dijo nada. Si en aquel momento me hubiese preguntado por qué lloraba, no habría sabido responderle. Ni siquiera yo lo tenía claro. Sabía que no las había causado únicamente lo que Wenceslao acababa de decir, sino también su forma de decirlo, aquel tono despreocupado, irreverente, con que había extirpado nuestros juegos, nuestros veranos, nuestra amistad, de su vida, como si nunca hubiesen estado allí, como si nunca hubiesen significado nada para él. Acababa de arrancarse el corazón con una sola frase, ante mis atónitos ojos, y seguía vivo. Creo que de alguna difusa manera lo odié por aceptar aquella pérdida con tanta indiferencia; y creo que por eso lloraba, porque él había olvidado hacerlo.

Fue entonces cuando la paciencia de su madre llegó a su fin y el claxon del coche nos aturdió a los dos. Wenceslao dedicó a su madre una mirada extraña, donde convivían el odio y el afecto, y se aproximó al vehículo con una flema irritante que se me antojó una muestra conmovedora de rebeldía, la única que le quedaba. Se puso entonces a rebuscar entre los trastos del maletero con la misma calma, mientras su madre se dedicaba a bufar y menear la cabeza en el asiento del conductor, hasta encontrar lo que buscaba. Volvió a acercarse a mí, esta vez con su espada de luz enarbolada en su mano derecha.

– Guárdala tú -dijo, solemne-. Un nuevo jedi vendrá a reclamarla.

A pesar de la desesperación de su madre, regresó al coche sin prisas, las manos en el bolsillo del pantalón, como un jugador que busca la tarjeta amarilla. Luego desaparecieron, y yo quedé allí, en aquel escenario tan familiar, sabiendo que mi vida había cambiado por completo e incapaz de abarcar la profundidad de ese cambio. En la distancia, seguía escuchándose una cortadora de césped, cigarra cruel de las siestas del estío, porque en el fondo todo seguía igual.

Regresé a casa con la mente bullendo de pensamientos y sensaciones que no podía ni quería manejar, y en ese estado de ensimismamiento crucé por entre los ronquidos de mi padre y los balanceos de mi abuela y fui a estrellarme en los ojos de mi madre, que se encontraba en la cocina, junto al fregadero, por cuya ventana debía de haber visto toda la escena. Los dos nos miramos en silencio durante un rato. Sentí en la actitud de mi madre, los brazos cruzados, los labios entreabiertos en una especie de mueca piadosa, un deseo infinitamente maternal de responderme, de explicarme todo lo sucedido, de aleccionarme sobre la vida. Y ninguna otra cosa deseaba yo en ese momento más que mi madre pusiera orden en el mundo con sus palabras, que me comunicase que todo aquello tenía un sentido, pero supe que para que eso ocurriese yo debía formular una pregunta. ¿Y cuál era la pregunta cuya respuesta aguardaba en la garganta de mi madre? ¿Cuál la pregunta que reclamaría todas las respuestas que necesitaba mi mente? ¿Qué era lo que yo quería saber en realidad? Ahora sé que nos pasamos la infancia haciendo la misma pregunta escondida en cien enunciados distintos, que preguntemos lo que preguntemos siempre queremos saber lo mismo: ¿por qué se antoja tan absurdo ese mundo que se nos viene encima? Y eso era, sin duda, lo que yo quería preguntar a mi madre sin saberlo; una pregunta sin enunciado que los adultos son incapaces de responder. Naturalmente, a mis diez u once años, no exigí a mi madre que justificara ella sola la locura del mundo, a mis diez u once años sólo atiné a preguntar:

– ¿Qué le ha pasado a Wenceslao?

Mi madre sonrió con extrema dulzura y respondió con una especie de suspiro juicioso, como si aquella respuesta llevase mucho tiempo esperando en sus labios una situación propicia para enunciarla:

– Le ha llegado la hora de madurar.

Fue la primera vez que oí aquella palabra. Y la última vez que la oí aplicada a otro.

Tras decir aquello, mi madre calló, como si eso lo explicase todo, y se dedicó a mirar la casa de Wenceslao por la ventana, abstraída. Yo subí a mi habitación con aquella palabra rebotando en mi cabeza como el sonido de un gong que nunca me abandonaría. A partir de ahí el recuerdo se difumina, se emborrona.

Me aparté del tablón, de aquel nombre impreso que ya no me decía nada, que se había convertido para mí en un desconocido más, bajé las escaleras y me dejé arrastrar como un barquito de papel por la multitud de estudiantes que fluía por aquellos pasillos catedralicios. Una vez en la calle, el aire de la mañana me reanimó y acabó por rescatarme del pasado. Recordar mi exitoso examen volvió a condecorar mi boca con una sonrisa radiante. Hacía una mañana soleada y apacible. Inicié un espontáneo paseo que acabó en un banco al pie de la Giralda.

Allí dediqué unos minutos a observar a los transeúntes, espiando lo que hacían con sus vidas, y luego intenté decidir qué iba a hacer yo con la mía. Ahora se trataba únicamente de esperar a que me notificaran el aprobado. No creía que tardasen más de cuatro o cinco días. Mientras, me buscaría alguna distracción que me evitase pensar demasiado en el pendiente que llevaba en el bolsillo de mi chaqueta, obstinado en hacerme creer que era la pluma de un serafín. Luego, una vez con el certificado de madurez en mis manos, todo cobraría otro cariz. Estudié la Giralda, larguirucha y abigarrada, recortada contra aquel cielo azul ceñudo de nubes.

De camino a casa me compré treinta cajas de mondadientes y dos botes de cola.

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¿Encontraría a la pelirroja? El primer día de mi búsqueda estaba seguro de ello, parecía lo más lógico dentro de tanto absurdo. Debido a la inviabilidad de erigir sobre la mesa de la cocina una Giralda a escala con unas manos tan inútiles y una paciencia tan reducida como las mías, había descubierto, al buscar otras alternativas para matar el tiempo, que el destino no sólo se había limitado a situar a la pelirroja al fondo de las fotos de Artemisa, Blanca y Coral, sino que había ido mucho más allá. Había sobrepasado los límites de la decencia, se había extralimitado en su cometido, por así decirlo.

Dado que el comienzo de mi nueva vida estaba próximo decidí realizar una especie de excursión nostálgica por lo vivido hasta la fecha. Tomé el álbum de fotos y me repantigué en el sofá, dispuesto a pasar la tarde envuelto en el sopor de los recuerdos irreparables. Abrir un álbum de fotos no sólo supone aceptar el guante del tiempo, sino también el sinsentido de la vida, asistir con resignación a un desfile de momentos arbitrarios e inconsecuentes donde se vislumbra con aterradora facilidad lo inconexo de nuestros actos, cómo nos llevamos la contraria de una foto a otra, poniendo de relevancia la escasa coherencia que tendrá el resultado final. Nada hacía prever que cinco minutos después de abrirlo me encontraría corriendo por las calles de Sevilla como una exhalación, a lo Harrison Ford en El fugitivo.

El álbum era una vergonzosa muestra de mi evolución, de la de la moda y el mundo: las fotos iban desde mi más tierna infancia -un terrón de vida incivilizada en el universo celeste de los niños- hasta tres o cuatro meses antes, ya que las últimas fotos eran una crónica adocenada de un camping que Coral y yo habíamos realizado en Semana Santa -sonrisitas a cámara, montañas y risibles escenificaciones de un espíritu aventurero que no teníamos- y que la propia Coral había añadido al álbum al descubrir que contaba con algunas páginas vacías. La pretendida excursión nostálgica no tardó en convertirse en un exhaustivo reconocimiento del fondo de todas las fotos: excepto en las de interior -y salvo en las que había ventanas o puertas entornadas-, la chica pelirroja se encontraba en todas y cada una de ellas, viviendo a mi espalda, creciendo conmigo, dejándose ridiculizar por los designios de la moda, pasando de niña a mujer a una velocidad sorprendente, presa como yo de una nueva articulación del tiempo. La pelirroja me seguía allí donde yo iba, salía del servicio del mismo bar donde yo me tomaba una cerveza con Julio, desmontaba su tienda cuando Coral y yo montábamos la nuestra, se disfrazaba de bruja cuando yo me disfrazaba de algo que ahora no lograba deducir, era feliz con un globo cuando yo lloraba por un barquillo, me embestía por detrás en los coches locos. Éramos dos líneas paralelas, dos ciegos que se buscan en una habitación oscura, éramos los hijos bastardos del destino, los protegidos de un azar miope y achacoso.

Supe entonces que la pelirroja era la eterna sombra borrosa que habitaba en el rabillo de mis ojos y que aquella representación no podía tener otra conclusión que el encuentro, que nada habría más natural que echar a andar por una calle y dar una vuelta brusca y descubrirla allí, sonriendo sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual de nuestras vidas. Comprenderíamos enseguida, yo en sus ojos y ella en los míos, que nos habíamos encontrado y después que nos habíamos estado buscando, y que nada nos quedaba por hacer en esta vida más que avanzar el uno hacia el otro y cruzarnos al fin en la secante de un beso. Entonces la humanidad dejaría de oír ese zumbido lejano e indescifrable que arañaba sus noches y el silencio sería realmente silencio porque ya no habría ninguna pieza suelta en la maquinaria del universo.

Y es que un encuentro resultaba tremendamente más lógico que jugar aquel riesgoso escondite por la ciudad y la vida. Era difícil de creer que no llegásemos a vernos nunca, que si, por ejemplo, un olvido en casa me hacía volver rápidamente sobre mis pasos, ella decidiera, en ese preciso momento y no antes ni después, doblar una esquina movida por una urgencia súbita, quizá un olvido en casa, escabulléndoseme de la mirada. No podía ser real aquella forma tan eficiente de esquivarnos. Y sin embargo, lo era. Lo es. Mis primeros paseos acabaron por convertirse en una carrera ansiosa por las calles de la ciudad. Yo cambiaba de acera de forma espasmódica, corregía mi dirección de improviso, alarmando a los transeúntes, cruzaba los semáforos en el último segundo, tomaba autobuses de los cuales me apeaba antes de arrancar, y fracasaba una y otra vez. Fracasaba de tal manera y era tanta mi frustración que llegué a pensar que la pelirroja estaba tratando de buscarme también y que debido a eso no nos encontrábamos, que me bastaba con quedarme quieto en mitad de una calle para que ella me divisase, para pensar luego, al comprobar que nada ocurría, que ella acababa de elegir aquel preciso momento para probar lo mismo. En aquella desesperación loca aborté mil fotografías, me reflejé en mil lunas, en mil escaparates, estampe mi afligida imagen en mil espejos para llegar a casa siempre de vacío, con la amarga certeza de que en el momento en que yo, cabizbajo y desolado, regresaba hacia el piso, la pelirroja vendría caminando detrás de mí, y que como sucede con las palomas de los parques, un giro brusco la espantaría.

Al que sí que vi durante mis desaforados paseos fue a Javi. Si pasaba junto a un bar, allí estaba Javi tras la barra, sirviendo cañas y pinchos; si pasaba junto a una copistería, allí estaba Javi, fotocopiando apuntes y documentos; si pasaba junto a una iglesia, allí estaba Javi, mendigando en su puerta con un cartelito que decía: No me ignore usted también; si pasaba junto a un quiosco de prensa, allí estaba Javi, entre revistas y periódicos que le traían a él en portada. Luego, una vez en casa, me bastaba con encender la tele para encontrarme con su irónica sonrisa en cualquier sitio: si se trataba de algún concurso, Javi concursaba en él, si era un programa musical, su videoclip era el más esperado, si se trataba de las noticias, Javi acababa apareciendo por algún sitio, como portavoz de un grupo ecologista recién fundado o plantando cara a la policía en alguna manifestación desbocada. Su voz sonaba por la radio defendiendo todo cuanto podía defenderse, protestando cuanto se podía protestar, confesando cuanto no podía confesarse en las impías horas de la medianoche. Y yo era el único culpable de todo eso. Habían sido mis palabras las que le habían arrastrado a aquel pluriempleo descabellado, a aquellas actividades incesantes con que intentaba demostrarme que existía, que tenía una existencia rica y heterogénea, que tenía vida, como tú y como yo, muchísima más incluso.

Ya no sabía con qué carta quedarme: estaba bloqueado. Javi estaba por todos lados, la pelirroja no aparecía por ninguno, La Muerte seguía a lo suyo, la maldita pluma seguía insistiendo en ser una pluma… Trataba de no pensar, pero cuando pensaba, pensaba que Coral era un producto de mi mente, que no tenía existencia, y que en un arrebato de celos o algo por el estilo había tratado de conseguirla mediante un plan piojoso encaminado a confundirme, a hacerme aceptar como verdadero todo cuanto no lo era y como falso todo lo verdadero. Y lo había conseguido: me había hecho repudiar a mi mejor amigo, había abolido a las sirenas y a los ángeles e incluso la espontaneidad de la nieve, había trastocado mi relación con Blanca… Me había, en definitiva, obligado a enloquecer, a inducirme una locura voluntaria que me estaba arrebatando todo cuanto amaba en esta vida, todo cuanto me gustaba de ella…

La llegada del certificado puso fin a aquel suplicio. Apareció un buen día en mi buzón, tres o cuatro después de lo que había esperado. Pero no importaba: el resultado sí era el esperado. Desgarré el sobre y confirmé mi intuición: aprobado. Lancé un grito de júbilo y fui a buscar la pluma. Y la encontré. La miré durante un buen rato, alternando el odio con la más dolorosa impotencia. A la mierda, dije. Daba igual que la pluma siguiese siendo una pluma, daba igual que Javi siguiera paseándose por ahí, lo único que importaba era el certificado. Allí, en letras bien grandes, firmada por tres o cuatro tíos, amoratada de sellos oficiales, estaba mi salvación, la llave para acceder al corazón de Coral.

A eso de las nueve me duché, me puse la chaqueta, doble la notificación en cuatro y me la metí en un bolsillo. En el otro guardé la pluma, sin saber muy bien por qué, sólo sabía que me parecía prudente tenerla siempre a mano, como una especie de talismán. Luego cogí todos mis ahorros y los añadí al lote: iba a hacerle pasar a Coral la mejor noche de su vida. El mundo era un bonito sitio para vivir. Ni siquiera me importó tener que bajar por las escaleras. Ni siquiera me afectó que al llegar abajo alguien saliese del ascensor como si nada. Ni siquiera puse mala cara cuando al preguntar cuándo lo habían arreglado, el vecino me miró con curiosidad y respondió que hacía ya casi un año. Nada iba a mancillar aquella felicidad tan amarillamente amarilla.

Al salir del portal me paré en seco. Justo enfrente, en un recodo de la acera, había un fotomatón. Un fotomatón corriente y moliente, un fotomatón recién instalado, un fotomatón que había derrocado, impávido, al vendedor de cupones, benévolo monarca de aquel tramo de calle, un fotomatón reluciente bajo la luz mutilada de la tarde, un fotomatón que parecía estar aguardando solícito a su primer cliente. Al principio no supe por qué su visión había logrado paralizarme en mitad de la acera, pero lentamente el encapotado cielo de mi mente se fue despejando, y entonces supe la razón de aquella repentina fascinación por los fotomatones. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Me había pasado los últimos tres o cuatro días pateándome la ciudad en busca de la desconocida que poblaba los fondos de mis fotos y no había reparado en lo más evidente, en la manera más obvia de propiciar nuestro anhelado encuentro. Que el fotomatón apareciera justamente hoy, justamente allí, no era más que el desesperado intento de mi destino por paliar mi ineptitud, una especie de piadosa concesión a mi atrofiado intelecto. No cabía la menor duda: si yo requería los servicios del fotomatón ahora, la pelirroja, que en aquel instante debía pulular por los alrededores, decidiría ocuparlo en el momento del flash. El encuentro, al fin, iba a producirse.

Pero, ¿y Coral? En aquel momento, su recuerdo no me provocó más que un infinito cansancio. Se me antojó terriblemente complicada ante la inminente llegada de la pelirroja, aquella chica que se adivinaba diáfana y llevadera. Abordé el fotomatón sintiendo un inmenso alivio por no tener que enfrentarme a Coral con aquel aprobado fraudulento. Estaba seguro de que habría acabado por poner algún reparo. Coral era así, para quererla uno debía odiarse a sí mismo. Y por mucha madurez que asegurase el papel, el pasado siempre estaría allí, bien a mano. No, no quería nada de eso. Prefería sin ninguna duda aquella chica de cabello grana para la que me había estado preparando con las demás, reconociéndome a través de ellas, afinando mi instrumental, fondeando mi alma, estimando mis límites para concluir resuelto en sus brazos, en su boca, en sus ojos, trabajados también por la vida, esta vida mísera y despiadada contra la que nuestro amor nos inmunizaría.

Corrí la cortina lleno de excitación, respiré hondo, ofrecí al espejito mi mejor sonrisa y dejé caer las monedas requeridas por la ranura. El tiempo cedido por la máquina al acicalamiento del cliente me pareció eterno. Al fin, el flash me estampó en la cara su tarta de claridad y, en la penumbra ulterior, saturada de fosfenos, constaté dolorosamente que nadie había alterado mi soledad. Ninguna pelirroja había descorrido la cortina por error. Tras un momento de confusión, decidí probar de nuevo. Volví a mostrar la misma sonrisa al espejo y volví a recibir el disparo del flash sin que nadie irrumpiera en la cabina. Tardé unos segundos más en alimentar la ranura la siguiente vez. Y el resultado fue el mismo. ¿Dónde estaba la pelirroja…? Eché nuevas monedas. Recibí nuevos disparos, se fueron sucediendo los minutos, se fue erosionando mi sonrisa.

La noche se acomodó sobre la ciudad con esa exasperación con que se sientan los ancianos, las niñas bonitas se enfundaron los vestidos de sus Nancys, los niños guapos inflaron sus carteras de preservativos, y el resto se echó a la calle para verlos amarse y desamarse en la vorágine de la noche, atentos a las sobras, mientras en un fotomatón de una calle lejana yo me arruinaba esperando a una pelirroja sospechosamente impuntual. Brillaban las estrellas en el betún del cielo y en los ojos de los afortunados, se vaciaban copas y se catalogaban cuerpos y el pastel de la noche se iba repartiendo tan desproporcionadamente como siempre mientras en una calle oscura y silenciosa, un fotomatón dejaba escapar cada cierto tiempo un tintineo de monedas, un resplandor y un lamento. La noche perecía, la vida se centrifugaba en las discotecas y en los rincones más oscuros se completaban biografías mientras un fotomatón insomne, como una rueca anfetamínica, derramaba ristras de fotos sobre la acera, fotos y más fotos donde una expresión evolucionaba, atravesando desordenadamente los más diversos estratos del ánimo humano. Y retrocedía la noche como las aguas de un mar contaminado, dejando sobre la orilla los deseos de los insatisfechos y los remordimientos del alcohol mientras en el interior de un fotomatón noctámbulo la verdad cristalizaba en un espejo, en un rostro inmóvil, sellado por una expresión definitiva, por unos ojos febriles de anhelos, de horrores, por una boca crispada de avidez, de fuga, y antes de poder apartarme, aquel espejo me arrastró hacia otro espejo, tiró de mí a través del tiempo y el espacio, en dirección opuesta a la que se vive, a un espejo del pasado, de ropero, de cuerpo entero, al cual encomendé mi imagen una única vez y al cual regresaba ahora para buscarla.

Era el espejo del cuarto de mis padres. El único de cuerpo entero que había en toda la casa. El único al que pude recurrir aquella tarde extraviada en la memoria, cuando Wenceslao se marchó para siempre y mi madre dijo que se iba para madurar y luego se limitó a mirar por la ventana, aquella tarde en que no supe encontrar la pregunta exacta, en que no supe salvarme de otra forma más que como lo hice.

Recuerdo que subí las escaleras hacia mi cuarto con la cabeza apelotonada de sensaciones, de conjeturas, de desconcierto, de vértigo. Supe de repente que ese mareo que me embargaba no era otra cosa que el resultado de los esfuerzos de mi mente por salir a flote, por alcanzar un sentido, el sentido que por derecho debía tener la vida y el sentido que por naturaleza no tiene. Nada era como debía ser; la vida, de pronto, había despreciado su cauce y había tomado un desvío inesperado, una dirección errónea que todos aceptaban, incluso el propio Wenceslao.

Me sentí de pronto terriblemente desamparado, expuesto a una realidad compleja y hostil donde no servían ya ninguna de las señales que yo había usado para orientarme. ¿Qué significaba madurar, aquello que debía hacer Wenceslao? ¿Vestir como papá los domingos por la mañana, dejar de sonreír, dejar de hurgarse la nariz en misa, deshacerse de su espada, de sí mismo? ¿Significaba eso que Wenceslao era algo defectuoso, algo que debía corregirse? ¿Era mi padre, tan absurdo, tan equivocado, lo correcto? ¿Significaba madurar no ser piloto estelar y trabajar en un banco odioso, dormir a pierna suelta en el sofá y pasarse la tarde de los domingos maldiciendo ante los resultados futbolísticos?

Acudí a aquel espejo con un ansia desmedida de saber, de comprender, de obtener el nombre exacto de las cosas. Recurrí a aquel azogue para leer en mí reflejo aquello que no tenía fuerzas para decirme, para mirarme desde fuera, para saber qué era yo, qué la vida y qué el resultado de unir ambas cosas. Y vi en el espejo un niño con una espada de luz y una gorra de Star Wars, una imagen incorrecta, equivocada de pies a cabeza. Comprendí entonces que yo habitaba un mundo que pronto dejaría de tener validez, un mundo que tarde o temprano debería abandonar para ingresar en el mundo de papá y mamá y los trajes color café, un mundo que se adivinaba horrendo, absurdo, que estaba tan lleno de otras cosas que no había sitio para las películas de Star Wars, ni para los cómics, ni para nada que no fuese práctico y razonable. Un mundo que no quería.

Comprendí ante aquella imagen que ahora sabía eventual, autorizada no sabía por qué extraña piedad de mamá, que sólo podía hacer dos cosas: repudiarme o aceptarme. Y elegí. En aquella tibia penumbra que reinaba en el cuarto de mis padres, vislumbré las distintas formas de enfrentar el futuro y elegí.

Aquel huracán atronador había desenterrado del lecho de mi mente un racimo de imágenes que yo había ido ocultando nada más recibir, evitando el dolor de mirarlas: todas las veces que Wenceslao se había quitado su gorra de Star Wars ante las chicas de la playa, aquellos días en que parecía ausente de nuestros duelos, que ya no quería que se produjesen más que en la parte trasera del jardín de su casa… Wenceslao, como Vader, se había dejado seducir por el reverso tenebroso del mundo, había aceptado lo inevitable sin una sola queja. A mí no me cogerían tan fácilmente.

Subí a la cama de mis padres, alcé la espada de Wenceslao por encima de mi cabeza con ambas manos, cerré los ojos y mascullé una larga lista de promesas: renuncié a crecer, repudié el mundo de los adultos, aseguré que nunca haría conmigo lo que había hecho con Wenceslao, convoqué a los ángeles y las sirenas, a la fantasía y la imaginación, a todo el poder de los niños para que penetrara en mi cuerpo como un espíritu protector y no me dejara nunca. Con un gesto denodadamente épico, hinqué luego la espada en el colchón -más o menos a la altura de la entrepierna de papá- y arrojé al espejo una mirada desencajada, donde convivía el miedo más atroz con el deseo más poderoso. Unos ojos supervivientes, una expresión obcecada, una mirada suplicante que perdí hace años en el espejo de mis padres y encuentro hoy en el espejo de un fotomatón sonámbulo. Una mirada atada a una promesa. Una promesa atada a una persona.

Deseé abandonar la cabina de inmediato, de repente sus angostas dimensiones me asfixiaban. Y era inútil seguir esperando a la pelirroja, ¿no? Sabía que no vendría. La pelirroja como tal ni siquiera existía. La desconocida de mis fotos era a un tiempo muchas y ninguna. Había una pelirroja distinta en cada instantánea, en algunas de ellas ni siquiera podía afirmarse que la chica que aparecía al fondo fuese pelirroja; en otras era simplemente un bulto difuso a lo lejos, un codo anónimo, una sombra que podía ser la de cualquiera… La pelirroja en cuestión, la pelirroja de mi corazón, mi pelirroja, era una invención de mi mente. Sí, un producto de mi imaginación, otro más. Y aquello sólo era el principio. El principio de un etcétera largo y aterrador que la negación de la pelirroja había comenzado a desgranar sobre mí, un disparatado desfile de fantasmas que Javi encabezaba alegremente, vestido de gorila y agitando un banderín grotesco.

Descorrí la cortina y salí, trémulo, aturdido, a la luz del alba, al mundo de los mayores. Como balas de heno, un millón de fotos mías tamaño carnet se agolpaban en torno a la cabina. Me abrí paso entre ellas tambaleándome, como si hubiese recibido un navajazo en las entrañas, hasta alcanzar la farola más cercana, a la que tuve que asirme para no desplomarme. El descubrimiento de aquella promesa lejana, bajo cuyos efectos había estado viviendo casi quince años, me había sumido en una especie de estado de shock. Aquello explicaba muchas cosas, demasiadas. Aquello lo explicaba todo. Explicaba por qué me había negado a ver las continuaciones de Star Wars a pesar de que me moría por hacerlo, explicaba por qué ninguna chica me duraba demasiado, explicaba por qué mi padre había desistido casi enseguida de inculcarme su doctrina de la vida a pesar de ser su único hijo, figurándose que para conducir mi crecimiento se necesitaba la habilidad propia de un cuidador de bonsais. Explicaba tantas y tantas cosas, muchas más de las que en aquel momento quería entender. No quería parecer apocalíptico, pero aquello era el fin del mundo tal y como lo conocía…

Coral había dado en el clavo: en el mundo no existían las sirenas ni los ángeles y La Muerte vivía dentro de nosotros esperando el momento de salirnos por los ojos y Javi no era otra cosa que el revulsivo contra una infancia demasiado solitaria. El mundo de verdad, el mundo auténtico era tal y como yo había reconocido el día de mi examen, y era un mundo desolador e injusto, lleno de trabas indispensables, lleno de dolor, un dolor del que ninguna anguila psicodélica me rescataría. Y si yo veía algo diferente a eso, tenía un enorme problema.

Coral se había aproximado bastante a la verdad, después de todo. El enemigo se encontraba en mi propia cabeza, tal y como me había advertido la noche de su regreso, una especie de emisor de interferencias alojado en mi cráneo que no sólo no nos dejaba amarnos, sino que había demostrado que podía tener consecuencias terribles. Sin embargo, yo no podía pararlo. Yo, a pesar de no estar loco, era incapaz de verlo. Para llevar a cabo su misión de la forma más eficiente posible, aquel mecanismo, nacido de una temeraria promesa infantil, se había visto obligado a refugiarse en algún recóndito doblez de mi cerebro, desde el cual había ido emitiendo su influjo con absoluta inmunidad, distorsionando mis percepciones sin yo saberlo, siguiendo una lejana e irrevocable orden que yo mismo le había dado para prevenir los golpes que me depararía el futuro, una especie de póliza psíquica que no recordaba haber firmado.

Ahora, el episodio de la pelirroja había puesto de manifiesto la compleja maquinaria al completo, ésa que yo había estado tratando de desactivar desde dentro, como un infiltrado, sin demasiado éxito. Había usado su propio poder de distorsión para transmutar unas oposiciones cualesquiera -como había transmutado a Sara en Sariel, la marcha de Wenceslao en Javi, mi primer bosquejo del amor, blanco y casto, en una sirena asexuada llamada Leia, el vino en sangre y el pan en verbo- en unas ficticias convocatorias a la madurez, donde conseguir un aprobado, única forma de detener el artefacto. Un plan, como se había visto, de lo más desastroso. El certificado había resultado insolvente. El mundo que yo veía continuaba siendo, usando las palabras de Coral, una rudimentaria Disneylandia. Había sido un encomiable intento por mi parte, una bonita forma de sacrificio amoroso, pero condenado de antemano, algo parecido a combatir el tifus con el bacilo de Koch.

Una vez desvelada la máquina culpable, había resultado sin embargo de lo más fácil apretar el botón de apagado. Podía decirse que, al aceptar que ninguna desconocida de pelo rojo irrumpiría nunca en el fotomatón, le había dado sin querer con el codo. Y las interferencias desaparecieron abruptamente, mostrándome el mundo tal cual era, sin tapujos, en toda su crudeza. Había tenido lugar ante mis ojos un efecto similar al que se produce en una de esas transparencias de anatomía insertadas en las enciclopedias, cuando se retiran las sucesivas capas de órganos y sistemas, desabrigando la figura, prescindiendo de la frivolidad de la piel, hurtándole el hígado, los pulmones, el bazo, arrebatándole todo cuanto encubre la ineludible verdad de los huesos.

Aunque me sentía exhausto, eché a andar, impelido hacia los adoquines por la catarsis, como si el movimiento de mis pies evitase que mi mente desfalleciera. Caminé sin rumbo, olvidando que me encontraba enfrente de casa, dejando a mi ensimismamiento la elección de las calles. El cielo parecía un cristal ahumado. Debían de ser las seis y media o así, esa hora en la que cualquier persona que recorriera las calles sería inevitablemente considerada sospechosa de algo. A mí me venía de perlas aquel desierto momentáneo, en el que mis evoluciones de borracho apenas desconcertaban a algún que otro gato errabundo.

Resultaba realmente curioso que hubiese remontado quince años con aquella discapacidad -no sabía cómo llamarla- sin recibir más que pequeñas amonestaciones por parte de mis padres y allegados. Quizá ésa había sido la causa de la deserción de Artemisa, incluso también la causa de su vuelta, al comprobar que el abominable parásito de mi mente podía incitarme a ejecutar ante los atónitos ojos de todos empresas de indudable valía romántica. ¿Y Blanca, mi querida pintora? Blanca me había amado precisamente por eso, supongo, por estar maldito para el mundo. ¿Acaso no había en toda ella, en su rabiosa forma de vivir y pintar, un rechazo de la realidad, una pugna diaria por traducirla a su modo que no era más que otra variante de mi enfermedad? Sí, Blanca había tenido la suerte -o la desgracia, dada mi aborrecible actuación- de toparse en vida con el hombre de sus sueños, un hombre que no pasaba de ser el sueño de un niño. ¿Y si no hubiese huido de ella?, me pregunté. ¿Y si hubiera tenido el valor de plantarme en aquella carta y no pedir ninguna más? No lograba emitir ningún pronóstico sobre nuestra posible relación. Tal vez hubiésemos perecido aplastados por un mundo que no entendíamos, que no toleraba alternativas personales. O tal vez hubiésemos sobrevivido juntos, generando con cada coito sobre los tubos de óleo una poderosa fuerza centrípeta capaz de desgarrar la realidad y hacernos caer de bruces en un mundo perdido, habitado por setas cabezonas y ciempiés con mostachos de general. Esta última posibilidad se me antojaba menos factible, sobre todo porque yo no disponía de ningún talento artístico que me permitiera seguirla a ella sin actuar de lastre. Mejor volaba sola… Y por fin, Coral. Había tenido que ser ella la encargada de pararme los pies. Coral, mi dulce cabecita cuadriculada, aferrada a su razón como a un crucifijo, creyendo que una mente lógica implicaba una vida lógica, una realidad sin estridencias, donde todo era medible, seguro, exacto, donde nada ocurría porque sí. Yo representaba todo cuanto ella detestaba, todo cuanto había tenido que dejar atrás -¿de ahí ese largo año de convivencia?-, yo era el absurdo, lo indemostrable, la anarquía, el caos, el cubismo, un cerebro del revés, un trabalenguas con dislexia. Se fue a Barcelona para decidir si abandonarme o cambiarme. Y había acabado haciendo las dos cosas.

Y sin embargo, a pesar de su dedicación, todo el mérito se lo llevaba la pelirroja, que no era más que un fantasma. Pero, ¿era eso cierto? ¿No había sido Coral después de todo quien me había impelido hacia el fotomatón? ¿No había sido mi temor a enfrentarme a ella, a prestarme a su inevitable inspección con el corazón anubarrado de culpabilidad, a reanudar una relación que se adivinaba complicada en extremo, lo que me había hecho consagrarme a la búsqueda de la pelirroja? Además, ¿qué le hubiese costado a mi mente, experta en crear sirenas de la nada, concederme también una pelirroja? De alguna manera, Coral, con aquel discurso tan oportuno, había desencadenado un movimiento sísmico en el interior de mi cabeza. Me imaginaba mi corteza cerebral sometida a corrimientos casi telúricos, elaborando conexiones inimaginables de las que yo mismo quedaba excluido. Los designios del subconsciente son inescrutables, admití.

Pero no importaba qué oscuras estratagemas hubiesen empleado las dos caras de mi cerebro, la sana y la infectada, por la posesión de mi cabeza. Lo único que importaba era que el resultado de aquel batallar feroz, de aquellas intrigas palaciegas surgidas gracias a un fotomatón inoportuno en cuyo espejo se había clavado una mirada igual de inoportuna que remitía a ciertos recuerdos traspapelados de mi infancia, había sido positivo. Todo había acabado: ahora mi percepción del mundo era correcta. Veía lo que había, ni más ni menos… Y a pesar de que el nuevo mundo se me antojaba terriblemente insípido y tosco, un cuchitril angosto y frío donde estábamos todos apretados, mirándonos las caras, soñando quizá con una calefacción central que nos alegrara la existencia, mientras contemplábamos con envidia cómo algunos se calentaban con cerillas baratas o mecheros de lujo, me sentí feliz de tener la oportunidad de enfrentarlo, de jugar al Gran juego de la Vida sin cartas en la manga, de buscar la libertad que aguardaba tras sus inevitables trabas, contento sobre todo de saber que si las cosas se volvían demasiado complicadas cualquier día, podía recurrir a algún antídoto de fabricación casera, pero esta vez por propia voluntad.

¿Qué habrá sido de Wenceslao?, me pregunté al enfilar por Menéndez Pelayo. A estas alturas de la vida, Wenceslao debía rondar los treinta y pocos y podía ser cualquier cosa. ¿Seguiría en Madrid? ¿Se habría casado? Imposible saberlo. Era extraño lo que sentía hacia él ahora, después de tanto tiempo. Aunque sin ser consciente de ello, Wenceslao había hecho conmigo algo terrible: como aquellos cabrones del siglo XVII que fabricaban bufones para los reyes y sultanes mediante el horrible procedimiento de encerrar a niños en jarrones, bloqueando así su desarrollo, reconduciéndolos hacia la monstruosidad requerida para la hilaridad de la corte; Wenceslao había obstruido mi crecimiento. Había utilizado métodos más sutiles, de acuerdo, pero con resultados muy similares. No me atrevía a emparentarme con monstruos de barraca, pero sí había debido resultarles a las personas de mi entorno una criatura bastante exótica.

De todas formas no le guardaba ningún rencor, no lograba ver su presencia en mi vida como perniciosa por más que me empeñase. Yo también había tenido mi parte de culpa. Ambos habíamos estado a merced de las circunstancias. Las cosas pasan porque tienen que pasar. De nada sirve lamentarse. Era mejor aceptar todo lo sucedido como necesario. Mejor, como imprescindible.

Los jardines de Murillo se encontraban minados de vasos de plástico y botellas variadas, sobras de nocturnidad juvenil que sumadas a aquel silencio lácteo y a aquellos balbuceos lumínicos otorgaron una inquietante atmósfera onírica a mi espontánea peregrinación. Allí, escasas horas antes, se había comercializado con sueños, ilusiones, pastillas y sexo, como un mercadillo ambulante y oscuro que ahora esperaba agazapado en algún sitio el regreso de las tinieblas para volver a montar sus irresistibles tenderetes. Crucé por entre todo ello como un resto más olvidado por la noche, como un fantasma o un apestado. La caminata parecía estar sentándome bien. Mis pies habían perdido aquella premura inicial, aquel carácter de huida, y adquirido cierto aire de paseo. Mi mente tampoco se parecía ya a aquel desbocado congreso de pensamientos homicidas, se asemejaba ahora al escritorio de un abogado o un médico, un paisaje ordenado y pulcro, donde cada asunto esperaba en su lugar correspondiente de la mesa el momento de ser tratado. Era un pensar algo lento pero seguro, tonificantemente lúcido. Consulté el cielo, que empezaba a llenarse de los primeros cuajarones de luz. El amanecer era inminente. Decidí, ya que iba ser testigo de él, escoger el lugar con delectación de gourmet. El puente de San Telmo me pareció el sitio más adecuado y reconduje mis pasos hacia el río.

Mi errática trayectoria concluyó sin incidencias unos diez minutos después en una de las balaustradas del puente anteriormente mencionado. Había llegado justo a tiempo: la noche pendía de un hilo, las sombras vacilaban como la ceniza de los cigarrillos, y una de las pocas cosas hermosas que podían verse gratuitamente en este mundo iba a ocurrir de un momento a otro ante mis ojos. Introduje la mano en el bolsillo de mi chaqueta y extraje un pendiente de cristal verde en forma de lágrima, bastante hortera para mi gusto. Repasé sus contornos con afecto. Me alegraba de verlo. Estoy en el mundo adecuado, pensé con nostalgia, y lo arrojé al río. Cayó despaciosamente en un largo arco, destellando en lo posible, y soldó su verde al de las aguas con una rosa de vidrio vista y no vista. Metí la mano luego en el otro bolsillo, intrigado por descubrir cuál había sido el soporte real del certificado de mi amañada madurez. Sonreí al descubrir de qué se trataba. Era una de esas cartas publicitarias del Club del Libro. La abrí y desplegué el folleto de su interior. Anunciaba una nueva edición de El Quijote, obra cumbre de las letras españolas, de lujosa estampación y precio verdaderamente módico. Iba a rasgarlo y tirarlo al río, pero me lo pensé mejor: de pequeño nunca me había interesado aquella voluminosa obra. La historia de un tipo que traducía la realidad a su modo siempre me había resultado un poco tonta, como muy cogida por los pelos. Sin embargo, aquel discutible argumento parecía funcionar estupendamente. Me animé a darle una oportunidad y volví a guardármelo en el bolsillo: empezaba el espectáculo.

Hay cosas que no pueden describirse con palabras, pensé ante aquel cielo parturiento. Sin embargo, aquello no eran más que chorradas, excusas de escritor mediocre. Cualquiera que disponga de una guía de colores Pantone puede precisar con exactitud qué colores tiene este cielo, me dije. Desgraciadamente, yo no suelo llevarla encima.

Estuve un rato plantado allí, hasta que la luz barrió la última viruta de oscuridad, luego decidí continuar el paseo por los aledaños del río, explorando despacio el escenario por donde debía aprender a moverme. Observé desde una prudente distancia el despertar de la ciudad, tratando de que su creciente fragor no me intimidara más de lo aconsejable, de que la obsesiva muchedumbre que asaltaba sus calles no me robara el protagonismo. Ése era mi mundo. Un mundo que no era absurdo ni lógico. Un mundo que, simplemente, era. Dependía de nuestra forma de mirarlo. Si lo miraba yo, el mundo era irremediablemente absurdo. Si lo miraba Coral, el mundo era perfectamente lógico. El mundo lo habíamos hecho nosotros, podía ser lo que nosotros quisiéramos. El único problema era que éramos demasiados, y nunca nos pondríamos de acuerdo en cómo debía ser el mundo. La única alternativa era reservarse un pedacito y tratar de vivir en él en paz, sin molestar a los vecinos, haciendo un hueco para la gente que quieres. Y en aquel momento, de todas las personas que conocía, quería que una en especial viniera a cubrir el primer hueco.

Consulté el reloj: al fin las nueve, esa hora que tan bien representaba el paradigma del hombre moderno, esa hora que le hace esclavo de sí mismo y de sus sueños, el pistoletazo de salida de una convulsa carrera hacia la insatisfacción. Una hora donde ninguna llamada telefónica podía ser tachada de intempestiva.

Me dirigí a la cabina más cercana jugando con la única moneda que me quedaba, tratando de elegir la frase más adecuada para iniciar la conversación, aquella conversación que inauguraría un nuevo capítulo de mi existencia. No había duda, a pesar de que tenía que informarla de muchas cosas, aquella inminente charla no podía comenzar con ninguna otra frase que no fuese: te amo, Coral. Luego quedaríamos para desayunar y le daría más detalles, pero lo primero de todo era encestarle aquello en el oído, no podía ser de otra forma, no quería que fuese de otra forma, luego podría darme un infarto o caerme un rayo, pues sólo restarían palabras superfluas. Descolgué el auricular y eché la moneda por la ranura con la ilusión dibujada en el rostro. Y la cabina se tragó mi moneda, sí, pero no dio llamada. Pulsé todos los botones que encontré en el maldito aparato, primero con la incredulidad de quien no puede aceptar que algo tan inoportuno esté pasando, luego con la rabia inútil de quien comprende que ha pasado y no sabe a quién culpar. Finalmente, miré a mi alrededor y descubrí que estaba usando la cabina que se encontraba entre el quiosco de prensa y el último banco de la larga hilera que bordea el río, la misma cabina que había saboteado con un chicle la noche en que Artemisa me abandonó. Al parecer, algún capullo había vuelto a hacerle lo mismo recientemente.

Colgué el auricular con resignación, vencido por la vida nada más empezar. No era justo. Ofrecí a la cabina una mirada afligida y me fue devuelta una irónica sonrisa de dientes numerados. En una loable muestra de raciocinio decidí, en vez de endosarle la patada que pedía a gritos, estrenar en aquel desagradable acontecimiento mi nueva filosofía. Respiré hondo y me puse a ello. Yo era un joven que acababa de descubrirse inoculado por el sentimiento más noble de la vida, y su mayor deseo era comunicárselo a la afortunada lo más rápido posible, y ya no podría, ya no habría ninguna llamada llena de entusiasmo -dudaba de que tras una caminata de regreso al piso pudiera notificárselo con el mismo brío-, ninguna chica despertaría ya para verse sumergida de buenas a primeras en un tarro de miel, y todo eso por qué. Sencillamente porque alguien, un hijo de puta al que no conocía y que no me conocía, había inutilizado el teléfono introduciendo algo en su interior. Aquel acto cuyos motivos yo no podía dilucidar y que, para mayor hilaridad, había sido ejecutado sin destinatario aparente, en una especie de putada magnánimamente ofrecida al pueblo, me puteaba a mí, repercutía en mi vida, la modificaba, la cambiaba. ¿Por qué, maldita sea?, me pregunté. ¿Por qué un desconocido podía inmiscuirse en mi vida tan impunemente, por qué un cabrón me impedía decirle a Coral que la quería a las nueve, por qué me obligaba a retrasar mi declaración, por qué aquella supremacía insoslayable sobre mi vida? Aquel incidente ponía en evidencia un mundo absurdo en extremo, delirante hasta el abuso, un mundo con el que jamás me reconciliaría… No, no, me dije, el mundo no es absurdo, el mundo es lo que tú quieras que sea. Pues yo quiero que sea lógico, escupí entre dientes. enfrentando la impávida mirada de la cabina. Dame una excusa, puñetera. Dime por qué me has robado mi moneda, mi declaración, mi felicidad… ¡Habla, maldita!

Aquel interrogatorio resultaba de lo más estéril, por no decir párvulo. Traté de serenarme. Expliquemos el suceso coherentemente, convine. ¿Qué había impedido la cabina? La cabina había impedido que yo llamara a Coral para decirle que la quería. Bien, ¿por qué había hecho eso la cabina? ¿Cuáles eran sus oscuros motivos? En un mundo donde imperaba la lógica no podía ser por capricho, tampoco por rencor, ya que el hombre construía cabinas de teléfonos -así como construía frigoríficos, tostadoras, aviones o carreteras- para ayudarnos, no para complicar nuestra existencia. La cabina ha tratado de ayudarme, concluí.

Eso significaba que decirle a Coral que la amaba no parecía lo más acertado. ¿Por qué no?, me dije, ¿qué mal podía hacernos? ¿Acaso no la quería? Claro que la quería, es decir, creía que la quería. ¿Cómo saberlo con certeza? El amor no es algo medible, no es algo definido. Quizá para el mejor amante del mundo mi amor, el amor que yo sentía en aquel momento, fuese tan insignificante que ni siquiera lo considerase digno de tal nombre. También podía darse el caso contrario, por supuesto, tal vez el mayor amor que fuese capaz de dar una persona me resultase a mí terriblemente escaso. El amor era algo que no podía señalarse con el dedo, desde siempre los poetas habían tratado de darle caza sin éxito, los filósofos nunca habían llegado a un acuerdo sobre sus límites. Quizá la cualidad básica del amor sea su condición inaprensible, pensé. Quizá de aquél que asegure estar enamorado sólo pueda asegurarse que no lo está. Algo hacía vibrar las cuerdas de mis entrañas, pero, ¿era amor? Es más, ¿era amor por Coral? Quizá el amor sea algo innato al hombre y el ser querido no tenga más función que la de sensibilizarlo, o puede que recogerlo para que no se desperdicie, para tratar de aprovecharlo en su favor. Quizá cualquier persona cuyo aspecto nos resultara más o menos agradable podría desencadenar todo ese supuesto amor, en caso de que todos lo lleváramos encima, naturalmente. ¿No bastaba acaso un corto paseo por el centro para cruzarse cada quince segundos con alguna preciosidad a la que sólo el miedo al ridículo nos impedía ofrecer nuestro amor eterno? ¿Amaba pues a Coral o amaba la idea de amar? ¿Era el amor un largo río que nunca muere, que sólo cambia de tierras, de labios?

Todas aquellas dudas eran sólo para descubrir si en realidad la amaba. Luego, si lo lograba y el resultado era positivo, me esperaban algunas más: ¿era mi amor uno de esos amores trágicos que soportan las mayores adversidades e inevitablemente desembocan en el suicidio? ¿Era uno de esos amores terrenales que se sustentan sobre el contacto carnal, la amaría de no poder tocarla, de contar tan sólo con la sensualidad de su mente? ¿La amaría si ella no me correspondiese, como aman los tímidos desde el último pupitre de la clase? ¿La amaba acaso con la velada intención de integrarme en la armonía del universo? ¿La amaba para desbaratar la posible eclosión en mi interior de tendencias homosexuales? ¿La amaba por ella misma, por sus cualidades y valores, o por lo que ella y yo pudiéramos formar, por la felicidad que pudiera depararme amarla?

Agité la cabeza, mareado. De todo aquello sólo podía sacarse una conclusión: si me acogía al avieso concepto que del amor tenía el hombre, nunca sabría si la amaba. Pero no valía escudarse en eso. Para ser sincero con ella y conmigo mismo, yo debía formarme mi propia idea del amor, lo que yo creía que debía ser el amor. Luego bastaría contrastar mis sentimientos con esa idea. Obtendría entonces la respuesta más aproximada que podía obtener jamás, la única que a la larga realmente importaba. El problema era que inventar mi propio baremo para medir el amor me llevaría una eternidad. Parecía infinitamente más tentador el sistema de ir indagando de cama en cama, felizmente amparado por una ignorancia de lo más conveniente.

Decidí simplificar un poco las cosas. Miré el teléfono y pensé: ¿y si no la llamo? ¿Y si no la llamo ni ahora ni más tarde, ni mañana, ni la semana que viene? ¿Y si no la llamo durante el resto de mi vida? ¿Qué podía pasarme? ¿Qué me ocurriría? Así, de entrada, no se me ocurría nada. Me sentiría un poco solo los primeros días, nada que no pudiese solucionarse con volver al ruedo de la noche, con pavonearme un poco por el Insomnio, halagar algunos ojos y aflojar la cartera con alevosía. La vida seguiría su curso inexorable. Descubrí que lo que sentía por ella no era amor, era demasiada poca cosa para ser amor. Ni siquiera el calvario al que Artemisa me sometió con su huida podía asegurar la existencia de amor en mi corazón. Aquella conducta mía se me antojaba ahora viciada por los clichés y los tópicos, algo así como una reacción conductista.

Resumiendo: había estado a punto de decirle a una chica a la que no quería que la quería.

Me encogí de hombros. ¿Ya está?, me dije, ¿así de sencillo? Parecía que sí. Acababa de ahorrarle a Coral y a mí mismo una relación fallida, y todo por un chicle. Sin embargo, no parecía en absoluto lógico que un vándalo atascacabinas supiera interpretar mis sentimientos mejor que yo mismo. Era tan absurdo que me obligaba a desdeñar todas las reflexiones anteriores y empezar de nuevo desde el principio, desde la desaparición de la moneda. Como no tenía intención de hacerlo, me obligué a creer que aquel chicle salvarrelaciones lo había puesto yo, que era el mismo chicle de hacía dos años. Era absurdo, lo sé, pero era la única forma de que el mundo pareciera lógico.

– Oiga, ¿piensa telefonear o no? -protestó alguien a mi espalda.

Le miré sin entender.

– ¿Va a usar el puñetero teléfono o no? -insistió.

Era un hombrecillo enchaquetado y tripón, uno de esos tipos que recorren las calles con un maletín y una estridente corbata de diseño como si la ciudad les perteneciera, cuando son ellos los que pertenecen a la ciudad. Era un ganador, rufianesco y torvo, convencido de que el mundo era incapaz de negarle nada. ¿Y quién era yo para llevarle la contraria?

– No -dije, cediéndole la cabina con una sonrisa de lo más cortés-. Llame usted.

Abandoné los aledaños del río, oyéndole maldecir a mi espalda, e ingresé de lleno en la vorágine de la mañana. El cielo lucía un azul luminoso y placentero, y no pude más que corresponderle con una sonrisa indómita. Me sentía rabioso por empezar, enormemente intrigado por mi futuro, que ahora más que nunca dependía de mí. De alguna manera, no efectuar la llamada me había hecho libre, un hombre sin pasado. Atrás quedaban muchas cosas, muchos aciertos y errores, muchos besos, muchas calamidades, casi veintiséis años de vida que ahora me costaba reconocer como míos. Había muchas cosas que recriminar. Me dolía en el fondo reconocer que yo había tenido algún parentesco con aquella hilera de yoes que, cogidos de la mano como esos monigotes de papel, formaban mi existencia. He sido tantos otros hasta concluir en éste, pensé, y tampoco éste será el definitivo, también de éste me tocará renegar. La transición permanente es el estado más noble del hombre.

Coral se apartaba de mi vida para vivir la suya y me asignaba un horizonte inmenso y misterioso donde todo era posible. Artemisa, Blanca, Coral… Aún me quedaba todo un abecedario de desconocidas en las que continuar buscándome, persiguiéndome, ordenándome, tal vez, ¿por qué no?, entendiéndome. Esperaba tan sólo no tener que aguardar hasta la z. El único nombre con z que me sonaba era Zenobia, y era hindú, y, a pesar de que como he dicho antes podía pasarme cualquier cosa, un viaje a la India tal vez fuera la excepción de la regla. O tal vez no. ¿Me esperaba en ese dobladillo del cielo que es el horizonte una desconocida que respondía por ese nombre? ¿Habría en alguna parte alguna chica llamada Zenobia esperando a que yo me cruzase en su camino? Podía ser. Lo mejor de todo era que no lo sabía y eso me mantendría vivo. La vida, como el alba, tiene la estructura de la promesa.

Respiré hondo aquel aire ultrajado por el aroma agrio de mis prójimos y me despedí de lo vivido, de aquella etapa conclusa de mi vida que se desprendía de mí como una hoja tocada por el otoño, una etapa absurda que ahora, sometida por la perspectiva, alcanzaba cierta apariencia lógica, una etapa que si se estudiaba con detenimiento lo mismo tenía sentido, una etapa que incluso podría escribir algún día.

Si no fuera porque otro ya la estaba escribiendo por mí.

Ignición

(epílogo)

A aquellas tempranas horas de la mañana, el Telepizza de mi barrio escaseaba de clientes y su personal se encontraba reducido a dos. Uno de ellos era una chica regordeta y feúcha, que en aquel momento estaba reclinada sobre la barra, abotargada de sueño. El otro era el tipo que buscaba. Se encontraba en una de las mesas del fondo, tecleando reconcentrado en una máquina de escribir eléctrica, aislado del mundanal ruido por las mamparas de la inspiración. Apenas unos segundos después de divisarle, se reclinó hacia atrás con una sonrisa de satisfacción y extrajo de un tirón triunfal el folio de las fauces de la máquina. Le observé releerlo asintiendo ligeramente con la cabeza, contento de cómo le había quedado.

Espabilé a la chica de la barra con la compra de unos buñuelos y avancé hacia él sin prisas, dando cuenta de mi desayuno. Se percató de mi llegada cuando ya casi había alcanzado su mesa. Estaba claro que no esperaba aquella jugada por mi parte. Ahora yo era el fisgón, el que miraba vivir. Observé su reacción con una sonrisa conmovida en los labios, como quien contempla las gracias de uno de esos perritos enanos. Su reacción fue la siguiente: nada más verme, sufrió una especie de rigor mortis brevísimo, un envaramiento de miembros y una palidez en el rostro que apenas duró un par de segundos. Luego trató de proteger o esconder sus papeles con un par de manos crispadas, hasta comprender lo vano de la empresa. Finalmente se reclinó hacia atrás en el asiento y adoptó una expresión entre abnegada y expectante. Comprendí que en el fondo deseaba que yo viese el contenido de la mesa, se sentía orgulloso de él y buscaba mi aprobación.

Me senté a su frente y tendí hacia él el cartucho de buñuelos. Negó con la cabeza, tenso como los tirantes de un luchador de sumo. El contenido de la mesa era tan variopinto que parecía el botín de un cleptómano. Sin embargo, bastaba mirar con un poco de atención para descubrir que todos aquellos objetos estaban relacionados. Relacionados conmigo, naturalmente.

Junto a la máquina de escribir había un tocho de folios mecanografiados: la supuesta novela. A su lado descubrí algunas bases de premios literarios y un pulcro listado con direcciones de editoriales: aquel chico pretendía comerse el mundo. Había también varias cassettes con etiquetas donde podían leerse mensajes tan extraños como éste: Charla con Coral, 8-10-96 (aprovechable a partir del minuto doce). No pude menos que sorprenderme. Según las referencias de aquellas cintas mi apartamento debía encontrarse plagado de micrófonos. ¿Cómo diablos había conseguido instalarlos? La respuesta no podía ser otra: las cajas de pizzas. Recordé que se amontonaban por cualquier parte sin excepción a causa de mi pereza por bajarlas a la basura. No había podido encontrar mejor escondite para sus escuchas. Aquel tipo debía saberlo todo de mí, desde si roncaba por las noches hasta qué tipo de gemidos soltaba durante la cópula, pasando por el número de eructos que emitía tras las comidas y las veces que tiraba de la cadena.

Arrinconadas contra la pared observé también varias obras clásicas -Nabokov, Cortázar, Proust…- con las páginas tachonadas de asteriscos, flechas y subrayados. ¿Habría puesto en mi boca alguna de aquellas frases señaladas? Todos aquellos libritos ofrecían un aspecto sobado y amarillento, como las revistas pornográficas que rulan por los cuarteles. Me pregunté si la pasión de aquel sujeto por los clásicos no había degenerado hasta esos extremos que imposibilitan que el objeto de lectura pueda sostenerse con ambas manos a la vez.

También había un gran número de fotos, la mayoría mías, desperdigadas por la mesa. En algunas aparecía recorriendo las calles con la armadura puesta, seguido por una algarabía de niños, en otras aparecía paseando con Artemisa por algún parque o sentados en el río; en una salía dando tumbos de un fotomatón, en otra arrojaba un pendiente desde el puente de San Telmo bajo un amanecer indescriptible. Había una en la que Coral y yo caminábamos silenciosos hacia la estación de trenes, yo llevaba una enorme maleta y no caía un solo copo de nieve. Y otra en la que me encontraba acodado en la mugrienta barra de una de las tascas de los arrabales, hablando animadamente con un vaso de cerveza que tenía a mi derecha. Eso era cuanto quedaba de Javi, una cerveza sin tocar. Había una realmente hilarante en que se me veía saltando desgarbadamente ante la cámara de un humilde japonés que trataba de fotografiar un patio sevillano. En otra Sara, desagradablemente desnuda, el rostro ruboroso, los pechos colgándole como alforjas vacías, el manchón negro del pubis como una araña reventada a pisotones, se afanaba en esconder algo bajo mi cama, quizá un pendiente. Había una de la ventana del estudio de Blanca: la pintora se encontraba contemplando la calle con el pelo mojado y una camiseta lila al menos tres tallas más pequeña, yo me acercaba sigilosamente por detrás, desplegando los brazos como un murciélago torpón y espectral. En otra salía con una sonrisa radiante de una sala de la sede universitaria, había un cartel en la pared donde podía leerse: Oposiciones a oficiales de la Administración de Justicia y, a través de la puerta entornada, podía apreciarse la composición que formaban los tres magistrados: el que había ocupado el lugar central sostenía con dos dedos, como si se tratase de una rata repugnante, la cuartilla donde había ido anotando los pormenores de mi examen, uno de sus compañeros le acercaba la llama de un mechero, y el restante se revolcaba sobre la mesa, preso de un ataque de risa.

Allí se encontraba la etapa conclusa de mi vida, desguazada sobre la mesa, y por un segundo de desconcierto me pareció vislumbrar en aquella composición caprichosa, en aquella alteración de los acontecimientos, un sentido que no podía percibirse en la disposición original. Allí se encontraba reseñada la mayor parte de mi periplo desde que arribara a Sevilla. Todo lo que me había sucedido. Todo lo que realmente me había sucedido. Tomé el manuscrito. ¿Y allí? ¿De qué forma había sido transplantada mi vida a aquellas páginas? ¿Se contaba también allí la verdad o quizá algo menos espantoso?

No me atreví a abrirlo. Hice algunos amagos, y en todos ellos el pizzero se revolvió en el asiento como presa de extraños calambres, pero no lo abrí. No lo abrí porque no sabía qué podía encontrar ni qué quería encontrar. Leí el título de la cubierta: Siempre sin anchoas. Era un título de lo más desafortunado, desagradable incluso. Ni siquiera el autor parecía muy conforme con él, ya que entre paréntesis aclaraba que era un título provisional. Movido por un impulso repentino, cogí un lápiz que había en la mesa y taché aquel desatino. El pizzero me miró con cierta preocupación: una cosa era liberar la novela de la tara de aquel título y otra ofrecer alguna alternativa. Me sentí en la responsabilidad de hacerlo. Era el precio de mi atrevimiento. Aquélla era mi vida, ¿quién si no yo podía resumirla en una frase? Cualquier otro, pensé tras varios infructuosos minutos de mordisquearle el lápiz al pizzero. Por no marcharme de vacío, opté por escribir una frase que una vez me había dicho una amiga muy especial y que a pesar de no haber entendido había guardado con cariño en un rinconcito de mi memoria.

El pizzero estudió mi estrafalaria propuesta con ojo crítico, y yo aproveché para levantarme y abandonar el local, andando con paso tranquilo pero apresurado, temeroso de que me llamase por la espalda para preguntarme indignado qué carajo pretendía decir con aquella frase idiota. Pero no lo hizo. Una vez en la calle, a salvo ya, me volví con disimulo y eché un vistazo a través de la cristalera. El pizzero seguía tratando de extraer algún significado de aquello. Finalmente lo colocó sobre el montón -supongo que concluyó en que algún significado debía tener para mí, y ya que yo era el protagonista…-, introdujo un nuevo folio en la máquina y comenzó a escribir algo, tal vez un epílogo.

Me comí el último buñuelo, tiré el envoltorio en una papelera y eché a andar calle abajo. Hacía una mañana estupenda y aunque -a excepción de que a partir de ahora el pizzero me dejaría en paz- no tenía motivos para ser feliz, me sentía más feliz que nunca, sintonizado por vez primera con el mundo, consciente de ocupar por vez primera el lugar que me correspondía, justo por encima de las hormigas, justo por debajo de las estrellas, justo en el centro. Tenía toda la vida por delante para decidir qué hacer. Pero sobre todo tenía toda la mañana por delante. ¿Había algo que quería hacer por encima de todo? Lo había. Vaya que si lo había.

Entré en el primer videoclub que encontré y alquilé El imperio contraataca y El retorno del jedi. Luego me hice unas palomitas y me senté en aquel sofá azul y destartalado donde me habían ocurrido tantas cosas y donde muchas más me ocurrirían.

Y para qué negarlo, disfruté como un niño.

Sanlúcar, junio-agosto de 1996

Nota del editor

No me resisto a dar por concluida la edición de esta novela de Félix Palma sin añadir una nota de advertencia: hará bien el lector en recordar que esta obra fue escrita en 1996. Antes de El club de la lucha (1999) de David Fincher, con la que tiene en común el desdoblamiento del protagonista. Antes de Amélie (2001) de Jean-Pierre Jeunet, cuya protagonista va por la vida pintando de colores inventados su villa de París (y sus fotomatones), como el héroe de Palma hace con Sevilla (y sus fotomatones). Y antes de cualquiera de las películas de Michel Gondry, notablemente La ciencia del sueño (2006), cuyo personaje principal tiene diagnosticado el mismo mal de inmadurez que Alejandro y aplica el mismo remedio: una imaginación desbordante que rompe las barreras entre lo real y lo ilusorio.

Entonces, más que como una novela sobre la generación de Peter Panes que ahora frisa los cuarenta, mas que como una oportunidad de enamorarse (varias veces), más que como un relato emocionante e hilarante, más que como un reprocesamiento de material biográfico para diversión del respetable, quizá la mejor forma de definir esta novela sea justamente por esa capacidad de anticiparse a grandes fenómenos estéticos de la década siguiente…

Sí, los lectores sin duda lo han visto antes; pero Palma lo contó aquí primero.

Félix J. Palma

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